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Fernando de J. Aldama.

╔═══════ ≪❈≫ ═══════╗

El Seductor Abismo del Ser


╚═══════ ≪❈≫ ═══════╝

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Este libro terminó de editarse el 15 de enero del 2021,
contando actualmente con dos ediciones disponibles:

Una para Wattpad


Otra para e-book y, o formato físico.

Introducción a la primera y segunda edición: Fernando de J. Aldama.


Prólogo a la tercera edición: Emanuel Gustavo Trejo Ríos.

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Índice.

Prólogo .................................................................................. 4
Introducción ............................................................... 7
El sueño de todos .................................................... 9
No creo poder ver ................................................. 20
Penumbra ....................................................................... 31
Firmeza .............................................................................. 42
El proceso de un ser ......................................... 49
Sufrimiento ................................................................. 59
Nigredo ................................................................................ 77
Albedo .................................................................................... 83
Citrinitas. ........................................................................ 89
Memorias de un caído................................. 103
Rubedo ............................................................................... 107
Epílogo ............................................................................... 117
Notas del autor ....................................................... 139

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Prólogo

De antemano, al presente lector agradezco que, dentro de la


enorme casualidad de los hechos que te llevaron a conocer es-
ta obra, decidieras darle una oportunidad. Después de todo,
¿quién hubiese imaginado que el relato de Fernando J. Alda-
ma llegaría hasta vuestros agraciados ojos? Y es que, querido
leyente, lo que estás a punto de presenciar no es menos que el
nacimiento de un nuevo escritor; actual estudiante de ciencia
política de la UAM Iztapalapa, Ciudad de México, y un pen-
sador crítico como pocos.

Quisiera relatarles la infinidad de eventos que constituyeron


lo que hoy en día es una gran relación de amistad. No obstan-
te, me veo en la necesidad de limitarme únicamente con el
principio y actualidad. Llevo conociendo al autor desde mi
adolescencia. Sin remontarnos muy lejos, nuestra historia co-
mienza en el año 2015: por aquel entonces, la perspectiva que
tenía acerca de él no era la mejor; los problemas que atraía, así
como los que ocasionaba, resultaban ser todo menos gracioso.
Su alto temperamento y su irracional forma de actuar, combi-
nado con la escasa paciencia de vuestro servidor, hacían que
le tuviera cierto repudio. Sin embargo, conforme pasaban los
años fui conociendo diversas facetas de su personalidad, gra-
cias a las cuales comprendí lo injustificado de mi pensar. De-
bajo de toda esa fachada altanera y rebelde, se escondía un
joven destrozado, cuya vida no era sino el fiel reflejo de la

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precaria situación social que, día con día, consume a una gran
mayoría de los mexicanos. De este modo, finalmente entendí
el significado de aquella singular frase “No juzgar un libro por
su portada”, puesto que eso que deja ver el exterior no se
compara ni un poco con el verdadero valor que mi buen ami-
go guarda consigo en su interior.

Seguramente te estarás preguntando: ¿por qué comentar acer-


ca de Fernando, teniendo en cuenta que esto se trata de un
simple prólogo? Sencillo, querido lector; porque ésta no es
una historia ficticia sin más. Lo que estás por leer forma parte
de su esencia. Aquello inexplicable que lo hace ser él, se haya
plasmado cual calcomanía alrededor de las decenas y decenas
de páginas que visitarás. Además, no es necesario vivirlo en
carne propia para comprender que sus personajes son una cla-
ra representación de aquellas personas que lo acompañaron y
ayudaron durante ésta extensa travesía a la que solemos lla-
mar vida. De la misma manera, no hay que ser un erudito pa-
ra darse cuenta del enorme conocimiento que el autor hace
gala con cada palabra aquí escrita; desde principios filosóficos,
tales como el existencialismo, hasta críticas políticas y sociales
que te harán dudar seriamente sobre el tipo de vida que te-
nemos en la actualidad.

A pesar de haber presentado al autor como alguien culto y de


gran saber, no hay que confundirse. Ninguna obra se haya
exenta de fallos, ni siquiera esta. Como bien cita al final de la
obra, esta historia lleva siendo editada desde el 2019. La ma-
nera en que percibimos las cosas cambia con el pasar del

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tiempo y, al igual que cualquier principiante en la materia, el
apoyo, la crítica constructiva y la experiencia son necesarios si
se quiere llegar a algo en este basto mundo que es la escritura.
Ahora bien, leyente de nombre desconocido, mi contribución
ha llegado a su fin. He de retirarme a mis aposentos para de-
gustar de una deliciosa taza de café con leche, pero no sin an-
tes preguntar: ¿Quién eres en realidad? ¿Alguien que vive sólo
de la carne y los placeres que esta conlleva? ¿O algo más? Des-
cuida, si no lo entendiste a la primera, quizá, sólo quizá, pron-
to lo averiguarás.

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Introducción1

Imagínate que vives casi en una utopía, pero un día un don


nadie comienza a gritar ante todo el mundo:

¡Despierten, somos como ratones dentro de un laberinto,


siempre estamos persiguiendo el delicioso queso, pero siempre
se mueve de lugar! ¡Arriba del laberinto hay unos cordones,
pero no queremos verlos, es más importante el queso!2

¿Cómo se reaccionaría ante alguien así? ¿En qué tipo de con-


jeturas se basarían? ¿Se le calificaría como un loco malvado?
Pero... la maldad se haya en todos, ¿no? ¿Al igual que la bon-
dad? No lo sé, de lo que sí estoy seguro es que años atrás Carl
Gustav Jung creó una psicología tan renovadora que superó a
su propio profesor, Sigmund Freud. Y antes de eso, un hom-
bre llamado Friedrich Nietzsche renovó a la filosofía al criti-
car a los mismos filósofos en los que todos creían, he hizo
amar a la vida, eliminar a los fanáticos y acabar con el ciclo de
sufrimiento eterno. Ahora mirémonos, despreciando y des-
confiando del prójimo, a veces, hasta despreciándonos a noso-
tros mismos. ¡¿Cómo nos hacemos llamar una democracia si es
que hacemos más caso al miedo, al odio y a los que crean la
opinión pública que en nuestro propio Yo?!
Todos creen que pueden alcanzar la felicidad, todos de
alguna forma buscan la felicidad, pero: ¿qué es la felicidad?
¿Solo una vía de escape para no pensar en la muerte? La ver-
dad es que últimamente he estado desesperado, y no quiero
que pienses que lo que leerás aquí te solucionará la vida; esto
solo es una parte de mi más reciente catarsis.

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Te hago una pregunta con todo el debido respeto querido lec-
tor. Dime por favor: ¿Alguna vez, en medio de tus proyectos
de vida… te has parado a verte a un espejo para después poder
ver a los demás? ¿Y justo cuando te ves lo que terminas obser-
vando no es lo que esperabas? Yo sí, y no sabes cómo deseaba
destruir ese maldito espejo. Con tanto ahínco deseaba tomarlo
por esos rojizos bordes de plástico para así lanzarlo contra las
paredes de mi baño, y en el proceso gritar sin control. Mis
demonios deseaban salir después de tanto tiempo, y lo hicie-
ron. ¿Y tú lector? ¿Lo has experimentado? ¿Lo has llevado a
cabo? Siéntete libre de responderte a ti mismo.

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Capítulo primero:
El sueño de todos

Ya no se recuerda la vez en la que no se encuentre un mensaje


gubernamental y de un producto que promete la felicidad
tan juntos el uno del otro…

T
omás se encuentra en el transporte público, todos
sonríen como máscaras de carnaval. En esta época
existen pocos asaltantes, las patologías, supuestamen-
te, no existen y todo es felicidad. Él cree que está soñando,
soñando con una horrible pesadilla de alegría. Pero... ¿por qué
es infeliz? Su familia tiene un buen capital, él es muy inteli-
gente y versátil, pero ni todo el bien material y conocimiento
en el mundo son suficientes para aliviar su dolor. —Me siento
peor que el Fausto de Goethe —se decía así mismo todos los
días mientras le llegaba otra idea—

El gobierno de su mundo es... ¡Nadie lo sabe! Solo se sabe que


da la felicidad. ¡Qué chistoso! ¡La felicidad es y será su propia
prisión!3 Sin importar a dónde vayan, todos son felices menos
él. Lo llaman tóxico, malvado, y lo miran con desdén a donde
va. Algunos se iluminan con frases motivacionales, rutinas pa-
ra aumentar la productividad personal, conversaciones con el
gran hermano,4 y quién sabe cuánta cosa más. Pero, no se dan
cuenta, ignoran que en lo más profundo de cada ser existe un
abismo de tal magnitud, que una simple mirada hacia ese lu-
gar, acabaría hasta con el más respetable de los individuos de
una sociedad. Pero… ¿puede que el abismo también albergue

9
otra cosa? Sí… un algo más tan poderoso que ni el arsenal bio-
lógico más grande podría igualar.

¿Pero qué hay con el gobierno? Rige con la felicidad, pero no


tiene en cuenta algo que también es muy importante, y es que
todos los somos arrojados al mundo sin saber qué hacer, sien-
do solo meros pedazos de carne que intentan escapar del
inevitable final. En el mundo de Tomás se cree que pensando
en "positivo" absolutamente todo se solucionará, y que todo
hay que dejarlo en manos de la libertad de mercado.5 En los
dieciocho años que Tomás ha llevado de vida nunca ha cono-
cido a alguien que sea capaz de amar la carne, pero sin ser
controlado por ella.

Este pobre diablo ha arribado a su destino. ¡Es hora de co-


menzar con la norma! Despertar, producir, consumir, dormir,
repetir. Pequeñas variantes de vez en cuando, pero casi siem-
pre el mismo patrón.

Él entra en el instituto. No tiene muchos amigos, pero los po-


cos que confían en él han sido elegidos sabiamente. Al llegar
al salón se encuentra con Navarro, amigo suyo, un cachetón
que tiene pintas de ser muy temperamental, pero en realidad
es de gran confianza si se le sabe tratar.

Navarro.- Hola, loco —saludó con un tono y semblante como


para morir.

Tomás.- ¡Hola! —dijo con gran amabilidad para después pre-


guntarle de manera muy preocupada— ¿Qué te pasó? Te ves
fatal...

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Navarro.- Me quedé hasta las cuatro de la madrugada termi-
nando el trabajo del profesor de historia.

La mayoría vivía creyendo que era feliz, porque siempre te-


nían algo qué hacer. En el mundo de Tomás se les imponía un
estatus quo que les hacía estar siempre concentrados, y que a
través de quebrarse tanto emocional como físicamente recibi-
rían al fin los frutos de su esfuerzo. En parte se tenía razón,
nadie se vuelve algo sin hacer nada; pero, la vida no es solo
trabajo. Muchos pegarán el grito al aire alegando: — ¡Así es la
vida, acostúmbrate! ¡Si no te gusta, vete al bosque donde ha-
gas lo que te plazca! ¡O mejor aún, vuélvete comunista zán-
gano de la sociedad, no estudies ni trabajes! —

No se pensaba, solo se reaccionaba… — ¿Pero en qué clase de


sociedad nos hemos convertido? Nos acostumbramos a cual-
quier cosa, aun si es nociva para todos —. pensaba nuestro jo-
ven afligido cada vez que charlaba con Navarro, acerca de
cuestiones como el comportamiento de las personas cuando
están bajo presión.

Ya hacia el mediodía las clases habían comenzado, y Tomás


contestaba sagazmente a cada pregunta que planteaba el pro-
fesor de química. ¡Eso se parecía al experimento de Eskinner!
¡Los alumnos eran las ratas y el incentivo era ser el mejor, y el
que no lo logró es un fracasado que no se esforzó lo suficiente!
Esta dinámica no le gustaba a Tomás, pero estaba condenado a
seguir las reglas en las cuales le tocó vivir.6 Las reglas eran
simples: ser un buen ciudadano, apoyar el consumo masivo
para así incentivar la felicidad, ser productivo, y ya el sistema
se encargaría de térnelos preocupados hasta la muerte; preo-
cupados de perder todo lo que habían conseguido, y por si
fuera poco... se recomendaba el pensar para sí mismo porque

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la más mínima ayuda al prójimo lo volvería un dependiente y
anti productivo. El mundo de Tomás tenía más de mercado
que de sociedad. Se había olvidado el amor, y ahora verlos,
yacen corriendo como unos camellos sonrientes.7

Han terminado las clases, ya está oscureciendo, y am-


bos jóvenes entraron en el cubículo del profesor Juan Guerra
Reyes, gran persona y excelente profesor de simbología, eti-
mología, filosofía y literatura. A pesar de tener cincuenta
años, la piel se le veía marcada debido a que sus venas resalta-
ban debajo de esta. Pero eso importaba poco, era un gran ser
humano que siempre hacía reír con todo tipo de ocurrencias.

Tomás.- ¡Hola, profesor Juan! —dijo gritando y alzando las


manos.

Juan.- ¡Chamuco! —replicó saludando y mirando a las caras


de sus estudiantes.

Navarro.- Buenas tardes, Juanito —expresó entrando con


calma y gran cortesía.

Juan.- ¿Qué pasó? ¿Ya acabaron?

Tomás.- ¡Ya! Profesor, vengo a retarlo una vez más. ¡La derro-
ta anterior es algo inadmisible!

Juan.- Pues pon el tablero ingrato, ¡vas a ver cómo te doy tu


agüita! —dijo mientras se mantenía sentado en su silla negra.

Y así comenzó la partida de todos los días. Tomás elegía piezas


negras, el profesor blancas, y Navarro observaba la partida,

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quería aprender a jugar como el profesor y preguntón de To-
más.
Ambos se batían en un esfuerzo mental para sacar ven-
taja al otro, pero siempre se quitaban las mismas piezas… Es-
taban casi siempre muy igualados en piezas y jugadas. Habían
pasado diez minutos desde que inició la partida, Tomás co-
menzaba a dominar el tablero, tenía un pequeño peón en la
octava casilla que le aseguraría la victoria, y el profesor grita-
ba al aire blasfemias de tal manera que hacía que sus estudian-
tes se partieran de la risa.

Navarro.- ¿Qué pasó Juan? ¿No qué le ibas a dar su agüita?

Juan.- No sé. ¡Últimamente me he estado durmiendo en las


partidas! —decía mientras alzaba los brazos en dirección al
tablero.

Tomás.- ¿No será la edad profesor? La vejez puede ser muy


cruel...

Juan.- No sé, quién sabe... Tira, es tu turno.

La noche llegó, habían continuado con el juego hasta las ocho


horas con ocho minutos.

Marcador:

Juan Guerra Reyes: tres victorias.

Tomás Esquivel: una victoria.

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Ya era tarde, así que Navarro y Tomás se despidieron del pro-
fesor con un cordial hasta mañana.

En las afueras del instituto se caminaba con las piernas tem-


blorosas, un viento frío y cortante regía toda la ciudad en la
que vivía Tomás. Aun así, las personas seguían con sus vidas,
apresuradas pasaban a todas direcciones para repetir su rutina
al día siguiente.

Navarro.- ¿Crees que llueva?

Tomás.- Puede ser. Pero no me seas llorón por favor, es solo


agua.

Navarro.- ¡Ingrato, tú llevas tu chaleco!

Éste se quitó su chaleco que era azul marino por fuera y rojo
como el fuego por dentro, y se lo ofreció a su amigo aun
cuando ese objeto era el único que no le gustaba que otros
usaran, le daba como una sensación de seguridad. Navarro vio
el chaleco y le dijo.

Navarro.- No Tomás, así estoy bien. Es solo que me sorprende


que con este frío solo lleves tu chaleco y esa camisa negra.

Tomás. —Con una sonrisa contestó— El frío de la noche, la


belleza de la luna es mi elemento. Siempre lo ha sido y siem-
pre me gustará, porque el eterno femenino es lo que me atrae.

Navarro.- ¡Eres un raro!

Tomás.- ¿Y por qué?

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Navarro.- ¿Pues quién en su sano juicio diría tal cosa en pú-
blico? Nadie está acostumbrado a escuchar tus locuras.

Tomás.- ¿Pero no crees qué es un crimen contra la naturaleza


del ser humano volvernos a todos iguales? ¿Si un día fuéramos
raros no crees que eso sería ahora lo normal en la sociedad? —
alza sus brazos y grita sin control— ¡Qué sublime sería que
todos estuviéramos locos!

Navarro.- Ahí vas con tus deschavetadas otra vez.

Tomás.- ¿Qué tiene de malo?

Navarro.- ¿Quién sabe?

Ya eran las ocho y media cuando ambos llegaron a la estación


del metro, Navarro dijo adiós y se sumergió entre la multitud.
Tomás siguió hasta llegar a su destino, caminaba lento, y se
torturaba con ideas que ni en palabras se podrían describir. Se
carcomía todo su ser con la idea de conocer la verdad absolu-
ta, pero en el fondo sabía muy bien que nunca lo lograría, es-
taba atado a sus limitaciones.

Él recordaba una notica que anunciaron en la cadena televisi-


va de su nación. Decían que gracias al avance científico se po-
dría descubrir cuándo alguien mentía sin la necesidad de
conectar cables en el sujeto en cuestión, solo con sensores en
las calles se podría analizar el sistema límbico de cada habi-
tante en la Tierra, así podrían descubrir a cualquier mentiroso
o futuro alborotador de la paz hegemónica. Se hablaba de jui-
cios morales, de lo que es correcto y qué no, pero Tomás se
preguntaba: — ¿Cuánto tiempo falta hasta que den vida a
Frankenstein? No niego los beneficios de la ciencia, es más,

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me podría considerar un buen conocedor, desde las matemáti-
cas hasta la mecánica cuántica. Pero la forma en la que han
idealizado este poder es... ¡Casi parce una nueva religión!

Arribó a su hogar, pero prefería llamar a la finca de la familia


como "casa", tenía recuerdos muy fétidos de ese lugar.
Entró por el portón que tenía grabado el número
ochenta y ocho; la entrada principal era metálica y pintada de
color café, como la madera más rígida que pudiera existir. En
cambio, las paredes exteriores eran naranjas como todo un
fruto feliz.8 Una vez en el patio principal Tomás se arrodilló
para hacer una reverencia ante un pequeño altar de madera
en donde yace un vaso con flores y las cenizas de su madre;
murió por exceso de trabajo.

Ascendió por las escaleras grises, entró a la sala blanca, y ahí


se encontraba su abuela sentada en un sillón naranja y a su tío
en una silla del mismo color.

Gabriela.- ¿Ya llegaste? —preguntó mientras tejía un bonito


mantel.

Tomás.- Ya —respondió muy fatigado, justo en el momento


en que entró a la finca.

Grendel.- ¿Qué hay sobrino? ¿Cómo te fue? —habló tan rápi-


do que en menos de un segundo terminó todo lo que tenía
que decir.

Tomás.- Bien —contestó con algo de indiferencia.

Grendel.- ¡Ah! Qué bien…

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La tensión arribó a la vieja finca, Tomás se le quedó mirando a
su tío durante un par de segundos, inexpresivo como siempre,
mas después se dirigió a su alcoba; esta era grande y decente
porque su familia se la había dado. La familia Esquivel tenía
buenos contactos y había hecho buenas inversiones de su ca-
pital acumulado.

La habitación era de un blanco inmaculado, pero entre su


pulcritud… pinturas y dibujos se alzaban sobre las paredes.
Nadie entendía la razón por la cual Tomás pintarrajeaba algu-
nas zonas de su habitación; dibujaba desde fórmulas matemá-
ticas hasta pinturas muy incómodas como lo era el grito de
Edvar Munch. Pero su pintura favorita era un intento de lien-
zo en óleo, con un estilo surrealista, en donde él aparecía con
una bufanda parecida a la del Principito de Antoine Saint-
Exupéry. Se hallaba en un espacio negro, mientras observaba
un árbol extremadamente seco, mas la bufanda le tapaba la
cara, así que no podía ver a ese triste y marrón árbol.
Justo al lado de esa pintura tenía otra, esta vez no se
encontraba solo, se hallaba en un camino amarillo y siendo
guiado por su sombra. La quiso representar como una encan-
tadora niña de su misma edad, con el cabello largo, de color
oscuro en su más pura esencia, y en un vestido púrpura de en
sueño. Le daba la mano, y él obedecía como si no se pudiese
resistir a semejante seducción.

Ahora colgaba su chaleco relleno de plumas viejas en un tubo


metálico y negro que estaba pegado a la pared de su cuarto.
Dejó su mochila al lado de su teclado eléctrico, y se dirigió al
lavabo para refrescarse el rostro; se miró a sus ojos marrones y
regresó a la sala. No sin antes, de la cocina tomó una de las pa-
lanquetas que tanto le gustaban, y también se preparó un té

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con las hierbas que su abuela recogía de un poblado lejano a la
ciudad. Habló un poco con su familia mientras veían los noti-
cieros.

Grendel.- Condenado ser —expresó con gran furia.

Tomás.- No hablarías de la misma forma si tú estuvieras ha-


ciendo esos actos. Es solo un ser humano.

Grendel.- ¡Qué seres humanos van a ser! —expresó mientras


devoraba la pata de una gallina— Solo son unos huevones que
no quieren ponerse a trabajar. ¡Las oportunidades están ahí,
ahí!

Tomás.- Pero no somos iguales, no logramos las mismas cosas,


no aprendemos y no crecemos al mismo ritmo como tú lo hi-
ciste.

Grendel.- Será porque yo no era un huevón —dijo con gran


altivez, y una pequeña sonrisa en sus labios.

Tomás no dijo nada más, se encontraba indignado al escuchar


las palabras de su propia familia. Se cuestionaba fuertemente
si es que su tío Grendel era todo un buen samaritano tal y
como él lo afirmaba. Pero, lo que más le frustraba era que su
mismo tío; afirmaba creer en el Dios cristiano, aun cuando él
no predicaba uno de los principios más básicos de esta fe: el
perdón.9

Grendel y muchos más no se daban cuenta que aquellos a los


que condenaban solo eran el espejo de lo que hay dentro de
ellos.

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Había pasado una hora de incómodas charlas; se cenó pollo y
arroz. Ya eran poco más de las diez de la noche y tanto la
abuela como el tío Grendel se fueron a dormir. Por otro lado,
Tomás se quedó hasta la media noche para terminar los debe-
res de la escuela. A las dos de la madrugada se fue a acostar
después de leer Crimen y Castigo.10

Ahora, todos dormían para regresar a sus deberes


mañana en la mañana.

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Capítulo segundo:
No creo poder ver

Un sol abrasador llega a la ciudad. En el instituto se


presenta una nueva alumna cuyo nombre es Iakellín He-
liossher Hyde, era estudiante de un colegio muy prestigioso
de Europa, más en específico de unos lares muy recónditos en
donde se casaban a las brujas en una noche llamada Walpur-
gis. Para ser extranjera hablaba muy bien el español de dicha
región. Pero lo que dejaba aún más cautivado era su rostro,
bellísimo, con unas mejillas tan suaves y una cara tan tierna
que hasta provocaría la envidia de la mismísima Helena de
Troya. Esas pestañitas y cabello castaño que dejaba menear
cada vez que caminaba la volvían reconocible fuera a donde
fuese. Llevaba casi siempre un pantalón de mezclilla color
azul, con unos tenis blancos y una camisa manga larga del
mismo color; por si fuera poco, también traía unos pequeños y
muy tiernos anteojos circulares debido a que no podía ver de
cerca. Esa misma tarde, ella se acercó a Tomás y compañía
mientras comían algo en el comedor del instituto.

Iakellín.- Disculpen, ¿podría sentarme aquí? El resto de las


mesas están llenas.

Edwin.- ¡Claro! No veo por qué no.

Luis.- Cuídate, éste muerde.

Edwin.- ¡¿Qué dijiste?! ¡¿Es porque soy negro no?!

Luis.- No, es porque eres negro y porque eres nuestro mejor


amigo.

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Navarro.- La verdad es que sí. Eres como la fusión de Zeus
con el pelón de internet, le tiras a cualquier cosa que se mue-
va.

Edwin.- Es que soy todo un galán —dijo con voz galante y


ajustándose los tirantes de su pantalón que pasaban sobre su
camisa blanca.

Iakellín.- ¿Entonces puedo sentarme?

Tomás.- Puedes sentarte —respondió cordialmente y mo-


viendo la cabeza en señal de aprobación—. Y no te alarmes
por éstos tres, les encanta hacer chistes raciales, pero luego no
saben cómo aguantarse.

Edwin.- ¡Ay ajá! Y tú eres una blanca palomita —exclamó


tomando a Tomás de la cabeza, y le comenzó a frotar sus ca-
bellos desalineados a puros coscorrones.

No se sabe con exactitud cómo pasó, pero los cinco estuvieron


hablando sobre todo tipo de cosas, desde las más triviales has-
ta las más filosóficas. Hicieron buena conexión para haber ha-
blado solo una media hora.
Los días pasaron y sin si quiera notarlo Iakellín se hizo
muy amiga de esos cuatro. Siguieron hablando y hablando
hasta que comenzaron a salir juntos a todas partes, hacían
picnics en el jardín trasero del instituto en donde comían de-
liciosas pero dañinas frituras junto con ese jugo tan tóxico que
se vendía como pan caliente. Otras veces iban a dar vueltas
por la ciudad o a un centro comercial que estaba a unos veinte
minutos a pie desde la entrada principal al instituto. Hubo un
día en el que Tomás se quedó casi hasta las nueve de la noche

21
jugando ajedrez con el profesor Juan. Iakellín tampoco se ha-
bía ido debido a que se quedó hasta tarde en los salones de
cómputo para terminar un ensayo importante. En una de esas
cuando estaba caminando por los pasillos del lugar vio a esos
dos jugando en el cubículo, por lo que se dirigió a ellos y en-
tró por la puerta blanca sin hacer ruido alguno. Tanto el pro-
fesor como Tomás no se habían percatado de su presencia
hasta que ella les habló.

Iakellín.- Disculpen.

Rápidamente ambos despegaron sus miradas del tablero y con


semblantes de horror miraron a los ojos color miel de Iakellín.
El profesor preguntó tocándose el pecho.

Juan.- ¡¿Y tú?! ¡¿De dónde saliste?!

Iakellín. —Con gran tranquilidad dijo— De mi madre. ¿Y us-


ted?

El profesor asintió la broma con una carcajada y le ofreció


sentarse justo al lado de Tomás. Los tres se hallaban sentados
y conversando mientras que la partida entre ambos locos con-
tinuaba.

Juan.- Sí, mira debes hablar con la profesora de artes si es que


quieres aprender todo lo relacionado con el arte, técnicas de
pintura y... ¡Y quién sabe qué más!

Iakellín.- Entiendo.

Tomás.- Es su turno profesor.

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Juan.- ¿Eh? ¡¿Ya tiraste?!

Tomás.- Diez minutos —le dijo mostrándole su reloj digital.

Juan.- Perdón, que se me va el avión y está cabrón...

Iakellín.- Se nota que les gusta el ajedrez —afirmó en voz cla-


ra y tranquila.

Juan.- Sí, pero cuando juego con este ingrato, ¡todo se vuelve
un infierno!

Tomás.- Sabe profesor, eso me ofendió.

Juan.- ¡¿Pues qué quieres que diga?! ¡Qué es como danzar en


flores!

Tomás. —Se tocó la barbilla y dijo sarcásticamente— Es ver-


dad, soy el infierno.

Juan.- Sí, estás cabrón —exclamó cómicamente—

La partida había acabado hacia las nueve y media de la noche.


Ya era tarde, así que Tomás y Iakellín prosiguieron a retirarse
del cubículo antes de que vinieran los policías de la guardia
nocturna del instituto.
Caminaban por la calle, esta vez se presentaba una no-
che calurosa, pero esto no impidió que un grupo de teatro pú-
blico se presentara en el parque que yacía a aun lado del
instituto. Se estaba representando Hamlet, y Iakellín decidió
preguntarle a Tomás.

Iakellín.- ¿Desearías ver la obra conmigo?

23
Él miró a Iakellín y se quedó pensando por unos segundos ya
que tenía pendientes en casa, pero al final le dijo que sí. Am-
bos subieron a una resbaladilla debido a que todos los lugares
estaban llenos y no podían ver entre la multitud. Con ambos
brazos Tomás la sujetó de su abdomen para así evitar que ca-
llera al suelo. Ella estaba muy calmada a pesar de la situación
que parecía sacada de una escena de enamorados toda estereo-
tipada. En cambio, Tomás sentía que su corazón latía a mil
por hora, y en su mente se decía así mismo que conservará la
calma. — ¡¿Pero cómo conservar la serenidad en un momento
así?! Este perfume como las flores, este sedoso cabello, todo en
ella me inquieta. ¡Es como la mismísima muerte, que viene a
cortar mi hilo de sufrimiento! —repetía en rápidos a la par
que alarmantes pensamientos.

Iakellín.- Pobre Claudio, pobre Gertrudis... —dijo con suma


tristeza en su voz.

Tomás.- ¿Y por qué? —cuestionó confundido.

Iakellín.- Porque son débiles, no pueden controlar los deseos


de la carne.

Tomás quedó sin palabras, ¡era como si le hubieran cortado la


lengua y leído la mente! Eso era lo que él veía en las personas
que llevaban a cabo atrocidades; eran débiles, pero no por ello
se les debía eliminar o satanizar, sino más bien ayudar. No en
una carrera individualista sinfín, sino que juntos ante el su-
frimiento, apoyando mutuamente cuando el otro no sea capaz
de ayudarse.

24
Mas él aún no entendía que la misma humanidad,
además de poder ser virtuosa, también es un cumulo de mons-
truos, listos para salir cuando la presión les rebasase.
Ya eran poco más de las diez de la noche cuando la función
había acabado. Tomás se despidió de Iakellín y siguió su ca-
mino, pero ya a mitad del tramo se percató que ella lo estaba
siguiendo. Al ver la situación él le preguntó con todo el debi-
do respeto.

Tomás.- Ehh... ¿Esta también es tu ruta?

Iakellín.- Sí. ¿También es la tuya?

Ambos no lo podían creer, todo este tiempo pensaron que uno


estaba siguiendo al otro, pero en realidad siempre han tomado
la misma ruta de transporte, y nunca se habían visto las caras.
¡¿Cuáles eran las probabilidades para que semejante encuentro
sucediera?!

Tomás.- Sí, también es mi camino —le respondió con algo de


vergüenza— ¿Dónde vives? —preguntó con toda la cortesía
que disponía en su ser.

Iakellín.- En la calle Ferrocarriles y número trece. Mi familia


se sigue acostumbrando a este nuevo entorno. En serio que las
viviendas y calles cambian demasiado dependiendo de la re-
gión.

Tomás.- Ya veo. Bueno, ¿nos vamos? —preguntó para evitar


que se hiciera el silencio.

Iakellín.- Vamos —dijo con esa sinceridad y tranquilidad ca-


racterísticamente suya.

25
Y así caminaron hasta la estación de autobuses más cercana.
Mientras hacían eso Iakellín preguntó con gran intriga.

Iakellín.- Dime, ¿por qué es que nunca te quitas ese chaleco?


Desde el día en que te conocí no te lo has quitado ni un solo
día, ni cuando hace demasiado calor.

Tomás.- No lo sé, creo que pertenecía a un tío mío que murió


de un ataque al corazón, después pasó a su hijo que ya es de-
masiado grande para que entre en él y... Bueno, ahora es mío.
Es como si estuviera conectado con todas esas generaciones a
través de este objeto. Siento que este chaleco me da la con-
fianza que necesito. Además… me mantiene seguro, seguro de
mí mismo; hasta el momento me ha funcionado.

Iakellín.- Entiendo...

Tomás.- ¿De verdad me entiendes? —interrogó con una mo-


lestia de lo más evidente.

Iakellín.- Sí, sí te entiendo —replicó tan sinceramente que él


lo podía notar en su hermosa cara, y lo hizo de tal forma en la
que no le había importado el tono con el que se le respondió
sobre su majestuoso ser.

Al ver esta situación él se sintió avergonzado, por lo que pre-


firió cambiar de tema hasta que llegaran a la estación. Una
vez ahí siguieron conversando sobre la vida del otro, no tardó
mucho tiempo hasta que el bus llegó. Ambos subieron y To-
más pagó por el pasaje de los dos. De nueva cuenta pasaron los
minutos y Iakellín se había quedado dormida sobre el hombro
del chico De nueva cuenta no podían creerlo; mientras él leía,

26
a través de su celular, un artículo sobre el pensamiento liberal
en la política de su tiempo, ella se había echado sobre su
hombro como una pequeña niña indefensa. Aunque de inde-
fensa no tenía nada en realidad, ella les contó a todos que su
padre fue ni más ni menos que un detective privado y ex mili-
tar de alto calibre. Les había mostrado sus habilidades en
combate un día en el que Luis la retó a un duelo mano a
mano, con la excusa de que los hombres eran biológicamente
superiores a las mujeres, al final resultó que estaba bromeando
con su tan característico mal sentido del humor, pero la golpi-
za que le asentó Iakellín no la olvidaría ni con la mejor de to-
das sus bromas.

No llevó mucho tiempo hasta que llegaron a su destino, para


ello Tomás tuvo que despertar rápidamente a Iakellín, ella se
talló ligeramente sus ojos como la miel y se acomodó los ante-
ojos para después bajar del transporte.

Iakellín.- Aquí nos despedimos. Mi casa está en esa dirección


—dijo mientras apuntaba con su dedo índice a la calle Ferro-
carriles.

Tomás. —Él contesto mientras miraba a su camino— Ya veo.


Bueno, yo tengo que pasar el deportivo y una pequeña escuela
primaria.

Iakellín.- Entonces nos vemos mañana. ¡Cuídate!

Y así se retiró tranquilamente Iakellín Hyde. Tomás caminó


en dirección contraria y nuevamente se torturaba con todo ti-
po de pensamientos mientras mantenía guardadas sus manos
dentro de los bolsillos de su chaleco.

27
—“Cuídate…” Creo que esas han sido las palabras más bellas
que me han hayan dicho. Aun así, no puedo Iakellín, tengo
una sentencia que pagar y hasta que la cumpla no creo que
poder cuidarme. No, creo que ni siquiera debería tener el de-
recho de conservar a semejantes amigos. Ahora pensándome-
lo, durante mucho tiempo he estudiado sobre la psicología de
Jung, las distintas filosofías precolombinas; ¡Hasta la India y
Confucio! pero aun así no soy capaz de cambiar nada. ¿De qué
me sirve tanto conocimiento si soy incapaz de usarlo? ¡Soy el
idiota más grande de todos los idiotas! No puedo creer que
tenga tanto potencial pero no sepa aprovecharlo. No soy nada
más que un robot averiado en un mundo lleno de máquinas
sonrientes.

Y así este pobre diablo se torturaba. La lista de pensamientos


sigue y sigue, pero nunca se acabaría, el nihilismo inundaba
todo su ser, como un abismo del que no podía escapar ni con
seis grandes alas en su espalda. Tenía tanto conocimiento para
su edad, pero no era capaz de verlo con vida, prefería ponerse
una máscara ante todos y hacerles creer que era un compulsi-
vo, raro e inteligente estudiante. Siempre ha vivido con dos
personalidades tan opuestas como los dos colores de su chale-
co, y era un experto en ello, todos se creían su actuación, pero
en vez de enorgullecerse de ser una maravilla para la actua-
ción, lo único que se provocaba era el entristecerse aún más.

—Qué estúpido soy, me la podría quitar, pero mi orgullo me


lo impide. Si mostrara mi pudendo ser a todos... Lo más pro-
bable es que me ayudarían, pero por lástima, y me odiaría si
fuera asimilado por este sistema.

Pensando, pensando, pensando y pensando se la pasaba, in-


cluso tenía miedo de contagiar a otros con esa condición casi

28
suicida. Tal vez a eso se debió su incomodidad con Iakellín, le
daba un horror indescriptible contagiar con su suciedad a tan
bello y comprensible ser. ¡Sería como un crimen en contra del
género humano! ¡Un crimen contagiar a tan hermosa musa
que inspira a quienes la ven! ¡Ah sí, un amor a la vida tan im-
ponente sobre cualquier teoría cientificista, política o econó-
mica!

Eran ya casi las once de la noche y su familia podía estar muy


preocupada; en el fondo, aún tenía esperanzas en su familia.
Solo le faltaban cinco calles para llegar hasta a su destino. O
eso hubiera sucedido si no fuera por el hecho de que un hom-
bre de unos treinta años apareció ante Tomás, lo amenazó con
una nueve milímetros y le ordenaba que le diera todo lo de
valor. Tomás no respondió, no dijo palabra alguna y tenía una
mirada de indiferencia en la que casi le decía al pobre hom-
bre: —Tómalo todo, no muestro ninguna resistencia. ¡Llévate-
lo todo menos mi vida! ¿Por qué mi vida no? Si es que soy tan
miserable. Sí... ya lo recordé, todos estamos sometidos a la
carne y la simple idea de abandonarla nos da un miedo que
preferimos disfrazarlo con la búsqueda de la felicidad.

Aquel hombre comprendió muy bien lo que le intentaba


transmitir Tomás, por lo que lentamente se acercó hasta el jo-
ven estudiante para robarle lo más valioso que tuviera a la
mano. Pero sin una razón clara algo dentro de él le grito, lo
abofeteó para que no permitiera tal injusticia. Como rayo él
reaccionó y tomó la muñeca en la que el hombre cargaba el
arma, intentó desarmarlo a tirones mientras le daba algunas
patadas en el abdomen y espinillas. Logró desarmarlo, pero a
costa de que una de las balas que salieron durante el forcejeo
le dio en la pierna izquierda.

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Una vez que Tomás tenía el control de la situación él lanzó un
disparo al aire, el hombre salió corriendo al ver que ahora el
armado era su víctima. A Tomás le molestaba el tener que lu-
char contra otro ser humano, pero peor era la competencia
para buscar un empleo en un mundo como ese, por lo que al
poco tiempo no se mortificó tanto sobre eso, tenía otras cosas
de las que preocuparse; su pierna, sangraba mientras gritando
en el suelo pedía ayuda. Nadie venía y al ver que se encontra-
ba solo se resignó a quedarse tirado en plena calle. Mas sin si
quiera esperarlo, una camioneta familiar se detuvo a mitad del
camino, de esta bajó un hombre con voz grave, se le acercó, y
lo levantó para llevárselo a un lugar seguro. No se lograba ver
su rostro por culpa de las farolas de la calle, pero era muy alto,
fornido, vestía en un traje marrón, y también tenía un cabello
militar color rubio.

30
Capítulo tercero:
Penumbra

Hay una habitación muy elegante, algo parecida al es-


tilo alemán del siglo veinte. También se observa una cama
matrimonial en donde Tomás se haya inconsciente. Aún no se
sabe cómo, pero la herida que tenía ya no está, en vez de eso
se puede apreciar un vendaje en su pierna izquierda.
Con gran dificultad se levanta de su letárgico estado, mira a su
alrededor, todo es estéticamente germánico, como de antes de
la primera guerra mundial. Repentinamente alguien había en-
trado por la puerta de la habitación, lo cual sorprendió a To-
más; una mujer de cabello lacio y castaño, que viste un
vestido blanco se presenta ante él. Ella le pregunta:

Señora Hyde.- ¡Kindle, ya has despertado! ¿Te encuentra


bien?

Tomás.- ¿Eh? Sí... —respondió con gran incertidumbre en su


ser.

Señora Hyde.- Está bien. Mein ehemann vendrá en unos mi-


nutos, por favor espéralo.

Y así aquella señora se marchó, cerrando tras de sí la puerta.


Tomás se quedó de pie en la habitación, sin decir palabra al-
guna, y esperando la llegada del marido de esa señora tan
hermosa que le figuraba a alguien que ya conocía. Al cabo de

31
un par de minutos alguien volvió a abrir la puerta, esta vez
era aquel hombre fornido y rubio.

Señor Cristof. -Me alegra que hayas despertado jovencito, la


forma en la que te quedaste dormido ya comenzaba a preocu-
parme.

Aquel hombre se acercó al joven para revisar su pierna, le pi-


dió que se sentará otra vez en la cama, él obedeció para no
ofender a aquel hombre tan humano que había hecho un acto
del cual, otro ser desconfiaría o directamente ni lo llevaría a
cabo. ¡Había metido a un desconocido a sus aposentos! ¡Y sin
dudarlo!

Señor Cristof.- Esta pierna sanará... Déjala en paz y estarás


como nuevo en menos de un mes.

Tomás no sabía qué decir, se encontraba sin palabras al ver


semejante acto y situación. Pero tenía que suceder como algo
ya absurdo; Iakellín había entrado a esa misma habitación con
un camisón blanco y con unas medicinas a la mano.

Iakellín.- Padre, aquí están los analgésicos que pediste.

Señor Cristof.- Déjalos ahí. ¡Y ponte algo decente por favor!

Iakellín.- Estaba a punto de irme a dormir —respondió su-


mamente calmada.

32
Señor Cristof.- Entonces déjanos por favor.

Ella se retiró obedientemente, y Tomás se quedó un momento


observando aquella situación, al final comenzaron las presen-
taciones y logró aclarase la situación. Él se dio cuenta de que
con quiénes estuvo hablando eran ni más ni menos que los
padres de Iakellín.

La charla siguió por unos cuantos minutos, pero el momento


no podía durar, el joven estudiante tenía que regresar a su ca-
sa debido a que ya era extremadamente tarde. Tomás prosi-
guió a retirarse, pero el señor Cristof se ofreció a llevarlo en
su camioneta familiar, él dijo que no deberían tomarse tantas
molestias, pero la familia Hyde insistió, más aún el señor Cris-
tof que casi a regaños decía que si se iba caminando la herida
podía volver a abrirse. Una vez en la camioneta el padre de
Iakellín le preguntó a Tomás.

Señor Cristof.- ¿A sí que tú eres el jugendlicher del que tanto


me ha hablado mi tochter?

Tomás.- Sí señor Hyde.

Señor Cristof.- ¿Así que también sabes hablar alemán peque-


ño gelehrter?

Tomás.- La verdad es que no, solo me sé unas pocas palabras


que he escuchado en algunas series de televisión. Aun así, me
parece un idioma bastante intrigante, señor Hyde.

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Señor Cristof.- ¡Ah...! ¿Así que un joven sincero? Eso me gus-
ta, el valor de admitir tu propia ignorancia es toda una proeza
que pocos se atreven a hacer en público. Esos que no tienen el
valor no son nada más que unos halber mann. ¿Sabes a lo que
me refiero?

Tomás.- Un poco, es solo que no le entendí en lo último que


dijo.

Señor Cristof.- ¡Ah, halber mann! Medios hombres, meras mi-


tades sin el valor para tomar las riendas incluso de sus propias
vidas. Créeme jugendlicher cuando hablo de los medios hom-
bres, los he visto en mis cuarenta años de vida y son lo peor
del mundo. Visten y hablan como alguien decente, ¡incluso
tienen trabajos decentes! Pero al momento de la verdad no
son nada más que cobardes que podrían dejar abandonada in-
cluso a su familia.

Tomás.- Entiendo...

Señor Cristof.- ¿Te parece un fastidio lo que te estoy contando


no es así?

Tomás.- ¡¿Qué?! ¡No, no señor Hyde es solo que...!

Señor Cristof.- ¡Para tu balbuceo de una buena vez! Sé reco-


nocer cuando alguien es sincero y cuándo no. Jovencito, no
voy a molestarme si es que no deseas escucharme.

34
Tomás.- ¿Habla en serio?

Señor Cristof.- ¡Yo siempre hablo en serio! Solo responde a mi


pregunta. ¿Por qué te parece aburrida mi explicación sobre el
medio hombre?

Tomás.- Si así lo desea. Tal vez sea porque de buenas a prime-


ras el término "hombre" actualmente está sujeto a mucha con-
troversia ideológica. Y segundo porque el referirse a hombre
debería entenderse más bien como "humanidad" porque cual-
quiera puede llegar a convertirse en un cobarde que no acepta
la responsabilidad de sus actos.

Señor Cristof.- ¡Ah ausgezeichneter jünger student!

Tomás.- ¿Perdón?

Señor Cristof.- Que me parece muy acertada tu respuesta. Pa-


ra serte sincero te he estado poniendo a prueba.

Tomás.- ¿De verdad? No lo había notado... ¿Por qué no lo no-


té? —se preguntó así mismo—

Señor Cristof.- Bueno chico creo que esta es tu casa, ¿no es


así?

Tomás.- Sí está es.

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Señor Cristof.- ¿No tendrás problemas por llegar a estas horas?
Pasa de la media noche y no sé cómo pueda reaccionar tu fa-
milia.

Tomás.- Estaré bien, no se preocupe. En fin, muchas gracias


por tomarse todas estas molestias señor Hyde.

Señor Cristof.- No joven, gracias a ti mi lieb und schön ha es-


tado más animada desde que comenzó a congeniar contigo y
tus amigos. Bueno Tomás Esquivel, te veré en días próximos.
Y te recomiendo que te quedes en casa, esa herida de bala
puede abrirse si es que no la tratas con cuidado. Deberías ir al
médico mañana por la mañana.

Tomás.- Lo haré, y muchas gracias.

Era media noche y el señor Hyde se retiró en su camioneta


familiar.
Tomás entró por el portón con el numero ochenta y
ocho, nuevamente hizo reverencia a las cenizas de su madre,
y el sentimiento de pesar dentro de él se incrementaba. Subió
por las escaleras grisáceas y una vez en la sala su familia lo mi-
ró con una preocupación nunca antes vista.

Gabriela.- ¡Tomás! ¡¿Dónde estabas?! ¡Te he estado marcado a


tu celular y no contestabas! ¡Pero mírate! ¡¿Qué le pasó a tu
pierna?! ¡Hay que llevarte a un hospital!

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Tomás.- Pero ya me han atendido. Mira... —dijo mientras le
mostraba los vendajes a su familia.

Gabriela.- ¡Aun así hay que ir! ¡Ve y ponte tu suéter!

Grendel.- ¿Quién te entendió sobrino? —preguntó desde la si-


lla anaranjada, mientras se comía un plato de pescado frito.

Tomás.- Un ser humano —replicó solemnemente.

Grendel.- ¿Un qué? —interrogó, sumamente confundido—

Tomás.- Dije que me atendió un ser humano.

Grendel.- Ajá, yo pregunto sobre el nombre.

Tomás.- Se llamaba Cristof.

Grendel.- ¿Cristof?

Tomás.- Sí, Cristof.

Grendel.- ¿Y su apellido?

Tomás.- Hyde.

Grendel.- ¿Hyde?

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Tomás.- ¡Esto es absurdo! —le gritó con gran injuria al ver tal
repetición claramente intencionada.

Grendel.- ¡A ver no me grites! Contestas muy bonito para


cómo te encuentras.

Gabriela.- ¡Cálmense los dos! ¡Nos vamos al hospital y se aca-


bó!

Tomás.- Ya dije que no es una urgencia.

Gabriel.- ¡Que si no es una urgencia! ¡Puedes morir desangra-


do!

Tomás.- Ya dije que no. Y cuando yo digo NO, es NO.

Gabriela.- ¡Ay, pues! ¡Has de ser necio!

Grendel.- Madre, si no quiere hacer caso ese es su problema.


Ni que lo fuéramos a llevar hasta el hospital a rastras —dijo
mientras seguía comiendo su pescado.

Gabriela.- Ay Dios, en serio que ustedes me van a matar un


día de estos.

Grendel.- ¡Mamá, es usted la que se pone tan mal con su acti-


tud! Mejor siéntese y tranquilícese en vez de estar pasando
malos ratos con este muchachito.

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Tomás. —Con voz y semblante mesurado declaró— No soy
un muchachito, soy Tomás. Yo no hago pasar malos ratos, son
ustedes los que se disgustan de todo. ¡Y quita esos prejuicios
de mí! Porque solo te causarán problemas haya donde vayas...

Grendel.- ¡Ay cálmate poeta! —dijo con gran furia y con una
pequeña pero soberbia sonrisa.

Después de varios minutos de discusión todos desistieron.


Tomás fue a su alcoba para terminar los deberes del instituto,
su abuela atravesó las cortinas moradas que dividían la alcoba
de su nieto con la de la sala. Le revisó la herida y se la volvió a
vendar para así darle un remedio casero para la cicatrización.

Gabriela.- Quiero que te lleves bien con tu tío Grendel por


favor —le decía mientras comenzaba a sollozar por un dolor
que provenía desde dentro de su ser—. Yo ya me voy a morir
—se saca las lágrimas con su suéter blanco y dice—. Ay que
maldición tuvo que caer sobre nuestra familia. Todavía me
acuerdo cuando mis hermanos maltrataban a mis padres y ese
viejo de tu abuelo cómo nos trajo de problemas. Tu padre
también maltrataba mucho a tu madre antes de que nacieras.
Es como una cancioncita que se repite y repite...

Él, que se encontraba sentado sobre el borde de su cama, y


que había escuchado a detalle las palabras de su anciana abue-
la, contenía su llanto porque no quería verse débil en una es-
cena como esa; soltando unas pocas lágrimas que no logró
contener le dijo.

39
Tomás.- Abuela, no debes decir eso. Nosotros no venimos
aquí a sufrir.

Gabriela.- Ya quisiera que así fuera hijo, el diablo nos tiene


atados a él y todo por andar haciendo mal en esta tierra que
Diosito nos entregó de buena fe.

El joven afligido no dijo nada más, no quería comenzar una


discusión con su ya dolida abuela. Él no era muy creyente que
se diga; no tenía sueños que cumplir, no pensaba en su futuro,
no tenía religión, no era nada en otras palabras.

¿Entonces por qué no se suicida de una vez?

No lo hacía por dos razones. La primera es porque le daba


miedo el abandonar la carne y aventurarse a quién sabe dón-
de; tal vez la nada... Y la segunda razón era porque lo conside-
raba el acto más rebelde pero cobarde que pudiera existir.11
No quería rendirse, así como así, quería morir, pero con ho-
nor, para él eso era mejor que resignarse ante su sufrimiento.
Pese a ello era una rata, seguía estando atrapado en la
época y lugar en el que le tocó vivir; resignado a solo trabajar
para vivir. No, sobrevivir sería una palabra más adecuada; solo
vivía hablando, nunca pasaba a la acción.

Este pobre diablo se dirigía a dormir, mañana no podría ir al


instituto debido a su herida, así que tendrá que resignarse a
permanecer el resto del día y la noche en su cama, hasta que

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dicha logre cerrar. Para disgusto suyo, tendrá que aguantar a
su tío Grendel toda la mañana, y para doble disgusto añadido,
una vez que haya regresado a su rutina no le quedará de otra
más que seguir la velocidad de su mundo, lugar en donde se
exige trabajar para así obtener la felicidad y enriquecer a la
patria que se debe amar.

41
Capítulo cuarto:
Firmeza

Ha pasado casi un mes y la herida en la pierna izquier-


da de Tomás ha sanado, le dejará una cicatriz, pero eso es lo
de menos ya que por lo menos se mantiene con vida.
Él se encontraba en la oficina de su tío. Esta es blanca, poco
espaciosa y con muchas computadoras pegadas a la pared;
Grendel siempre daba cursos de ingeniería e informática.
En este momento el joven estudiante se encuentra sentado en
una silla blanca, esperando a que el medio día llegue para po-
der retirarse al instituto.

Grendel.- ¡Hoy las ventas están como pan caliente están que
no paran!

Tomás.- Es razonable, en esta época te piden que no pares de


aprender, es lógico que los interesados en tecnología acudan a
ti. El fanatismo por la técnica nos ha carcomido hasta el cuer-
po...

Grendel.- ¿Sabes? —cuestionó despectivamente, señalando a


la pierna de su sobrino— Los que no estudian y no trabajan
terminan como el mismo vago que te disparó en la pierna.

Tomás.- Eso ya lo sé —respondió sin vacilar.

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Grendel.- Entonces no entiendo por qué defiendes tanto a ba-
suras como esas.

Tomás.- ¿No crees qué es algo contradictorio que nos hagamos


llamar muy avanzados en comparación a otras épocas pero
preferimos eliminar lo que nos disgusta en vez de intentar
familiarizarnos con ello?

Grendel.- Ay sobrino, ahí vas con tus cosas otra vez —


exclamó con suma molestia, a lo que le alzó sus ojos unos se-
gundos para después seguir con su trabajo.

Tomás.- No te burles... —dijo mientras se mantenía cabizbajo.

Grendel.- ¿De qué? —preguntó extrañado.

Tomás.- De lo que te acabo de decir —continuó con la cabeza


cabizbaja y un semblante completamente serio.

Grendel.- Pues no sabría qué más decirte, lo que dices es una


fantasía que solo tiene sentido en tu cabeza.

Tomás.- Al igual que creer en dios y ser un patriota. ¿No crees


qué es muy hipócrita creer en algo sin antes saber lo que tus
supuestos héroes hicieron para conseguir la victoria? ¿Qué
clase de sociedad somos en la que nos hacemos llamar "bue-
nos" pero nos encanta exterminar lo que nos disgusta, sola-
mente porque no se acopla a nuestros gustos relativos?

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Grendel.- ¡Ay sobrino, sabes qué, toma este dinero y vete a
comprar algo que te llene! A lo mejor el no comer ya te ha
puesto de malas.

Él se levantó con su mochila color azul marino y tomó el di-


nero, pero no porque su familiar tuviera la razón, sino porque
de verdad estaba hambriento. Compró dos piezas de pan de
dulce y un jugo de uva en un puesto ambulante que había
cerca de la oficina. Él se sentó en una banca pública y mien-
tras llenaba su estómago un niño que sollozaba a cantaros se
posicionó frente a él. Su madre, que tenía pintas de secretaria
asalariada, lo traía de la mano y se encontraba muy estresada,
le daba de golpes en sus muñecas para que callara, pero el pe-
queño no lo hacía.

Niño.- ¡Pero mamá, tengo hambre, tengo hambre!

Madre.- ¡Cállate y aguántate! ¡Ves que no traigo dinero y hay


vas a hacer tu teatro a mitad de la calle!

Niño.- ¡Pe-pero tengo hambre! ¡Mamá, mamá, mamá tengo


hambre!

Madre. — La estresada oficinista miró apenada a Tomás y le


dirigió la palabra—Lo lamento... ¡A ver chamaco vámonos ya!

Mas en cuanto el niño escuchó estas palabras sus gritos se


convirtieron en taladrantes aullidos en un mar de lágrimas

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que le cubría toda la cara. Tomás al ver esto llamó a la madre
de aquel pequeño.

Tomás.- ¡Disculpe señora! —y la señora y el niño voltearon—


Si el niño y usted así lo quieren les podría dar este pan que
compré de más. Y no lo lamente, los niños son todo un reto,
pero no son algo para estar arrepentido.

La señora en traje de oficinista miró a Tomás unos segundos


con una cara de total rareza para después mirar a su hijo y ha-
cerle una señal de aprobación. El niño corrió hasta Tomás que
yacía sentado en una de las bancas públicas, y le dijo con su-
ma timidez.

Niño.- Mucha gracias.

Tomás.- No me las des a mí, dáselas a tu madre. Está algo agi-


tada, pero ella te ama —se le acercó con malicia al oído, y le
dijo macabramente— Ahora cuida de ella y ámala por favor,
porque cuando se vaya la soledad te quera tragar, y no hay
nada tan horripilante como el sentirte vacío.

Y así habló Tomás, y el niño se fue corriendo con algo de con-


fusión en su mente.
El joven estudiante terminó de desayunar y tomó sus
cosas para después dirigirse al instituto. Tomás subió el trans-
porte público y mientras se dirigía a su destino el día se tor-
naba nublado para al final acabar en una fuerte llovizna. A
pesar de que se presentaba aquella lluvia eso no le impidió a

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un cuervo negro como el alquitrán el graznar desde lo alto de
un semáforo que se haya cerca del instituto. Al ver el mal
tiempo, sacó a toda velocidad de su mochila un pequeño para-
guas gris. Continuó caminando por la mojada acera hasta en-
contrarse con aquella escena. Agentes del ministerio llevaban
a Iakellín hasta el interior de una patrulla. Tanto dentro como
fuera del instituto estaba sembrada la incertidumbre. Tomás
miraba desde la acera y con paraguas negro en mano, como
llevaban a su amiga hasta las fauces de la justicia.

Ya cuando la situación parecía transcurrir con normalidad


Tomás entró al instituto. Todos en el aula hablaban un sinfín
de rumores, él se molestó un poco ante sus compañeros, pero
siguió su camino que era llegar hasta la silla de Navarro.

Tomás.- Oye, ¿qué fue lo que pasó? —preguntó sin expresión


alguna.

Navarro.- La mató, Iakellín mató a alguien —respondió mien-


tras veía a su amigo a los ojos.

Tomás.- ¿A quién? —volvió a preguntar sin expresión alguna.

Navarro.- A una niña de primer ingreso.

Tomás.- ¿Así pasó...? ¿O así te lo contaron?

Navarro.- Según así pasó. Hallaron muestras de su sangre so-


bre el cuerpo de la víctima. Dijeron que todo esto lo llevan

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procesando desde hace veinticuatro horas atrás, pero hasta
ahora obtuvieron las muestras de la autopista.

Tomás.- ¿Estás seguro? ¡Dime qué no estás seguro!

Navarro.- Tomás, ¿qué tienes? Nunca me habías gritado así…

Él detuvo su injuria y se miró al ventanal del salón; detrás de


él sus compañeros lo observaban con gran preocupación. De-
cidió tranquilizarse y al final dio media vuelta, pero su amigo
lo detuvo un breve momento.

Navarro.- ¡Oye! ¿Y dónde vas?

Tomás.- A coordinación, cuando entré pude ver estacionada


la camioneta del señor Hyde, es posible que siga aquí. Iré a
enterarme de qué es lo que está sucediendo.

Se dio media vuelta y salió por donde vino, bajó por las esca-
leras, pero sin siquiera esperarlo Edwin, Luis y Navarro lo si-
guieron. Edwin tomó a su amigo del hombro mientras le
decía.

Edwin.- Iakellín también es nuestra amiga. Nosotros también


ayudaremos en lo que podamos.

Tomás.- ¿De verdad lo hacen por fraternidad? ¿O por qué tie-


nen lástima de ella? —dijo con una pequeña sonrisa, como
que esperando un sí de la primera interrogante—

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Edwin.- Ella es otro ser humano igual que nosotros, ¿cómo se
te ocurre que lo haríamos por lástima?

Luis.- Sí —agregó con gran vida en su voz y rostro— Ella es


nuestra amiga y haremos todo lo que podamos para aclarar es-
to.

Tomás.- ¿Y si no fuera nuestra amiga? ¿Aun así estarían dis-


puestos a seguir?

Navarro.- ¡Oh por favor! —dijo envuelto en molesto— No


arruines el momento con tus preguntas filosóficas.

Tomás.- Tienes razón... —reafirmó con una pequeña sonri-


sa— Bien, vamos. ¡Los implacables caminos nos esperan!

Ahora los cuatro, sin saberlo, se dirigían a un nuevo destino.


Muchos caminos hay, y con ellos muchas tragedias
también, que los pondrán a prueba sin remordimiento alguno,
y así, hasta el momento de sus muertes. Nadie sabe qué hay
más allá, pero si hay un algo... Ellos esperarán que no sea el
horrible ciclo sinfín.

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Capítulo quinto:
El proceso de un ser

Señor Cristof.- ¡¿Cómo se atreve a pronunciar esas palabras?!


—cuestionó mientras golpeaba el escritorio del coordinador—
¡Mi tochter no es una asesina! ¡Usted verdammtes schwein no
tiene el derecho de eliminar su lugar de esta institución!

Dic. García.- ¡Cálmese! Yo no puedo hacer nada, los padres de


familia están muy alterados y prefieren que su hija sea desti-
tuida de este lugar en vez de correr el riesgo.

Señor Cristof.- ¡¿Ah?! ¡¿Entonces haremos caso al prejuicio


del bulbo para que usted conserve su puesto?! ¡Vaya lugar es
este! Con facilidad se dejan guiar por el hass und angst que
por la razón.

Dic. García.- Escuche —expresó en un intento de ser com-


prensible— haré lo que pueda pero no le aseguro nada. Ahora
por favor, retírese, tengo que atender a los padres afectados.

Repentinamente, por la puerta de la oficina, la madre de la


chica asesinada entró golpeando al señor Hyde con gran furia.

Señora.- ¡Maldito, maldito! ¡Usted y su hija váyanse al in-


fierno y nunca más vuelvan! ¡Su hija debería estar ardiendo
junto con todos los que perturban la felicidad!

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La mujer gritaba y golpeaba entre lágrimas hasta que los ofi-
ciales de la institución la sacaron de la oficina para así calmar-
la. Al final el señor Hyde se retiró de la coordinación
completamente frustrado.
Mientras caminaba por los pasillos del instituto se en-
contró con Tomás y compañía, quienes fervientemente desea-
ban aportar su ayuda a la investigación, no por nada Edwin
conocía muy bien la capital, Luis tenía buenos contactos, y
Tomás junto con Navarro hacían el dúo perfecto para comen-
zar cientos de deducciones e investigaciones con cualquier
medio que tuvieran a su alcance.

Señor Cristof.- ¿Tomás? ¿Pero qué haces aquí?

Tomás.- Señor Hyde, ¿es cierto lo que pasó?

Señor Cristof.- Sí... —respondió a la pregunta con suma frus-


tración y tristeza—

Tomás.- Entonces por favor, denos la oportunidad de aportar


algo a la investigación. Sé que somos simple jóvenes en plena
formación, pero por favor, denos la oportunidad de ayudar en
lo que se pueda.

Señor Cristof.- Bueno... no sabría qué decirles niños —dijo


con gran duda y desviando la mirada—. Ustedes no están cua-
lificados para involucrarse en esto. Pero por lo que veo la fah-
rlässigkeit de esta nación será un gran problema para mi
tochter, así que creo que necesitaré toda la ayuda necesaria.

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Díganme, ¿realmente están dispuestos a ayudar? Ustedes se
harán responsables si se meten en líos legales.

Tomás.- Estoy dispuesto a aceptar la responsabilidad señor


Hyde. ¿Y ustedes?

Edwin.- Yo también me haré responsable —afirmó valiente-


mente— Iakellín es nuestra amiga y es su hija. Créame, le será
mejor tener ayuda extra y fuera de los lineamientos de la bu-
rocracia.

Señor Cristof.- Suena plausible. ¿Y ustedes dos?

Luis.- Yo también iré.

Navarro.- Iakellín es de confianza y me ha hecho muchos fa-


vores cuando necesitaba de su ayuda. No puedo dejarla y pen-
sar que aquí no pasó nada.

Señor Cristof.- Bien, entonces espero que den todo de sí para


solucionar este malentendido.

Después de esa pequeña presentación ellos aprovecharon para


retirarse debido a que durante veinticuatro horas el instituto
cerraría sus puertas para que los peritos pudieran investigar.
El señor Hyde hizo el favor de dejar a los cuatro jóve-
nes en sus casas. La lluvia aún se mantenía, y mientras el gran
señor conducía, entablaba una charla con relación al caso de
Iakellín.

51
Navarro.- ¿Entonces su hija estuvo ausente el lunes ocho?

Señor Cristof.- Así es, pero regresó a casa sin problemas.

Tomás.- ¿Iakellín llegó tarde ese día?

Señor Cristof.- Sí.

Tomás.- ¿Cuál fue la causa?

Señor Cristofer.- Me habló por su teléfono celular para avisar


que llegaría tarde debido a que se quedaría con la profesora de
Artes Plásticas hasta las nueve de la noche para terminar un
mural. Creo que es para las festividades de esta región.

Luis.- Es cierto —repuso con lucidez— yo ya he visto cómo


han avanzado en el decorado de noviembre. ¿Tú te quedaste
hasta la misma hora por estar jugando ajedrez con el profesor
Juan no?

Tomás.- Tienes razón, pero cuando terminé mi última partida


con el profesor ya no había nadie más en el instituto. Más
aún, no recuerdo el haberme encontrado con ella en el trans-
porte público, y eso es así porque generalmente tomamos la
misma ruta y bajamos en el mismo lugar.

Luis.- Tal vez se escabulló el día catorce sin que nosotros lo


notáramos.

52
Navarro.- ¡Oye! —le respondió con gran reproche—

Luis.- ¡¿Qué?! —preguntó sin entender qué había hecho—

Navarro.- Es que ya parece que insinúas que ella sí es la asesi-


na.

Luis.- ¡Oye! ¡Yo no me refería a eso!

Navarro.- Pero ten un poco más de delicadeza con lo qué vas


a decir. En cima que el padre de Iakellín nos hace el favor de
dejarnos hasta nuestros hogares y te pones a afirmar semejan-
tes cosas.

Tomás.- No se alteren —agregó con voz tranquila— En cual-


quier investigación hay que ser totalmente imparcial. Cree-
mos que Iakellín es inocente, pero no tenemos pruebas, por
ende, no podemos asegurar que no sea la asesina. Hay pruebas
que apuntan a que ella sí es la asesina, pero necesitan ser co-
rroboradas para descartar cualquier intento de incriminación.
Y así estaremos hasta que de un lado de la balanza se presen-
ten pruebas contundentes.

Navarro.- Pero recuerda que tenemos el tiempo limitado, si


no se presentan las pruebas contundentes de las que hablas al
final los mimos jueces darán su propio dictamen.

53
Señor Cristof.- En cualquier caso seguiremos analizando la in-
formación que yo mismo les traeré de la carpeta de investiga-
ción. Recuerden que soy el nuevo director de justicia de la
ciudad así que no será ningún problema conseguir informa-
ción.

Edwin.- Es verdad señor Cristof, si quiere yo puedo a partir de


mañana hacer una encuesta a los residentes que viven alrede-
dor de la escuela.

Señor Cristof.- Buena idea, trata de recopilar lo más que pue-


das y mañana durante la tarde nos veremos en mi residencia.
Hablen con Tomás para saber la forma en la cual llegar. ¡Ah!
Y hablando de ti; Tomás, necesitaré que mañana en la mañana
vengas conmigo hasta donde tienen en calidad de detenida a
Iakellín.

Tomás.- Entiendo, entonces lo veré mañana en su hogar.

Señor Cristof.- No te molestes, yo mismo iré hasta tu residen-


cia para llevarte conmigo. No sin antes, cada uno de ustedes
debe informar a sus familiares sobre en lo que se están me-
tiendo. No quiero más problemas de los que ya me estoy me-
tiendo.

Tomás.- El recurrir a ayuda no gubernamental no debería ser


un delito señor Hyde, usted solo está intentando hacer su tra-
bajo pero sin olvidar su labor como padre. No es crimen el

54
querer evitar que su propia hija sea castigada, todo esto podría
ser un vil acto de encubrimiento.

Y así fue como los cuatro jóvenes llegaron a un acuerdo con el


padre de Iakellín. Tomás, por otro lado, él no habló más des-
pués de pronunciar aquellas palabras. Por una extraña razón
recordó que le encantaba ayudar a otros, pero esos actos de fi-
lántropo no le quitaban su enorme carga de sufrimiento. Tal
vez se debía a la muerte de su madre. Cada vez que recordaba
su infancia no podía evitar el recordar a su afligida madre. Su
nombre era igual al de la abuela, era muy delgada y pequeña
para tener unos cuarentainueve años; tenía ojos cafés claro,
un pelo lacio y negro que le llegaba hasta los hombros y, tra-
bajaba con su hermano Grendel en el mismo edificio de ofici-
nas. Ella se dedicaba a contestar el teléfono, hacer encargos,
cuidar de las computadoras mientras su hermano no se halla-
ba y a lavar los baños de la oficina. Grendel habitualmente le
pagaba con cheques que ella podía intercambiar en el banco;
la paga oscilaba alrededor de unos quinientos u ochocientos a
la semana. La mayoría de ese dinero se gastaba en mantener al
pequeño Tomás que siempre regresaba a las cuatro de la tarde
de su colegio de tiempo completo.

Tiempo después renunció y el tío Grendel se quedó solo. Aho-


ra sin trabajo, se decantó a estudiar esas carreras que tanto
añoraba seguir en su juventud, pero que debido a la repentina
boda con aquél a que creyó amar, sumado al nacimiento de
Tomás, al final no pudo terminar.

55
Pese a que ya no trabajaba con Grendel, éste siempre
que podía encontrarse con su hermana le decía a regaños di-
simulados como "consejos": ¡Para esta carrera hay que tener
visión empresarial, no de jodido! Al pequeño Tomás le entra-
ba una ira peor que la cólera de Aquiles y Zeus juntos. Quería
callar a golpes a su soberbio tío que se hacía llamar "hombre
de bien", pero que no paraba de quejarse y disque ser feliz a
través de consejos motivacionales y la frase más sonada de to-
das: « ¡Sí puedes lograr tus objetivos, solo es cuestión de tener
ganas! » —¿Ganas? — Se preguntaba Tomás cada vez que es-
cuchaba esa palabra, pero cada vez que las escuchaba por boca
de su tío Grendel él se abstenía de hacerle daño; a él siempre
le ha molestado esa palabra, y aún más cuando terminaba hi-
riendo a alguien. Esto lo sabía bien porque su misma familia
se lo reprochaba constantemente, tanto, que lo consideraban
como un imbécil descerebrado, un idiota que acabaría en el
mismo camino de delincuencia y violencia que su padre y
madre en la juventud. La mayoría de su familia lo veía como
un soñador inmaduro, llegando al punto que por un tiempo
hasta se lo creyó, y por eso mismo nació esa máscara de bu-
fón. Esa era, puede que la única, meta que Tomás tenía; evitar
que más personas cayesen como lo hicieron su madre y padre.

Antes de que cumpliera la mayoría de edad a su madre le dio


un derrame cerebral mientras preparaba la comida; proba-
blemente se debió a todo el estrés y cansancio que había acu-
mulado, hasta le habían detectado una que otra patología.
Murió, y el recién cumpleañero nunca logró decirle estas pa-
labras:

56
Madre, te amo, y perdón por tantos años
en los cuales nunca te defendí y entendí.

Había pasado una hora y el señor Hyde había dejado al resto


de estudiantes en sus hogares. Una vez llegados a la casa de los
Esquivel, él joven afligido dijo.

Señor Cristof.- ¡Oye Tomás!

Tomás.- ¿Sí? ¿Qué pasa?

Señor Cristof.- Es solo que tengo que darte las gracias. Estoy
profundamente agradecido por la ayuda brindada.

Tomás.- Opino lo mismo, por algo usted fue un verdadero


soldado y es el director de justicia de esta ciudad. —alza la
pierna izquierda y dice— Además, se lo debo.

El señor Hyde responde con una sonrisa y se retira para así,


mañana en la mañana, organizarse mejor para el caso de Iake-
llín.
Tomás realizó una reverencia a las cenizas de su ma-
dre, subió las grisáceas escaleras de su casa y ahora se hallaba
en su alcoba. Su tío Grendel estaba en la oficina y no volvería
hasta las nueve de la noche, su abuela estaba en un poblado
lejano a la capital administrando su tienda de ropa y cobrando
a los pobladores que le debían, por lo que no regresaría sino

57
dentro de un mes. Al ver que no había nada más qué hacer
porque la escuela había sido cerrada, él tomó su empolvado
teclado eléctrico y lo tocó hasta cansarse. Había recreado la
melodía Para Elisa, Claro Sonata de Luna y terminó por crear
una pequeña y básica partitura. Él se había inspirado al ver a
un viejo amigo suyo de la secundaria tocar el piano, ese amigo
suyo había recreado la melodía de una película llamada Ha-
chikō siempre a tu lado en plena clase de música. Ahora él
también quería entender la compleja belleza de la música.

58
Capítulo sexto:
Sufrimiento

Solo han pasado doce horas desde que Iakellín fue


arrestada y la noticia de este caso ha llegado hasta los oídos de
las cadenas televisas más poderosas de la ciudad. Algunos mi-
ran con indiferencia el suceso, en cambio otros lanzan prejui-
cios y todo tipo de injurias en contra de la acusada. Ahora
mismo Tomás y el señor Hyde se dirigen hasta el lugar en
donde tienen a Iakellín en calidad de detenida. Por otro lado,
Edwin junto con Navarro y Luis están realizando preguntas a
las personas que viven a las cercanías del instituto.

Señor Cristof.- Bien chico, estamos por llegar y a partir de


aquí te pediré que no hagas preguntas. Solo observa y man-
tente en silencio.

El joven asintió a las órdenes, y éste continuó conduciendo.


Se internaron en un estacionamiento subterráneo, unos guar-
dias con armas de fuego pidieron identificaciones y el señor
Hyde les mostró la suya. Uno de los guardias revisó desde la
ventana de la camioneta los asientos traseros, se le quedó mi-
rando a Tomás por unos breves segundos y después retiró la
vista; no hubo ningún problema así que se les permitió el pa-
so. Una vez aparcada la camioneta ambos subieron por un as-
censor que tenía una cámara interna. El joven estudiante se
sintió un poco incómodo así que de reojo miró a la cámara pa-
ra al final cerrar velozmente los párpados y desviar la mirada,

59
el señor Hyde le repitió que conservará la calma y éste lo in-
tentó.

Ya se encontraban en un piso muy elevado de aquel edificio


perteneciente a la suprema corte de justicia. Había muchos
trabajadores en traje que caminaban de un lado a otro y con
carpetas de investigación en las manos. En todo rincón posi-
ble había alguna cámara de seguridad junto con un guardia
que portaba una nueve milímetros la cual permanecía en su
funda negra.
El señor Hyde le pidió a Tomás que se sentará en una
de las sillas cercanas mientras que él hacía los registros nece-
sarios, el joven estudiante comprendió la situación y fue a
sentarse en una de las bancas metálicas que estaban pegadas a
la pared y suelo de ese edificio. Después de casi veinte minu-
tos esperando, el señor Hyde regresó con una carpeta de in-
vestigación en la mano derecha, le dijo a Tomás que lo
siguiera y que no realizara ninguna pregunta hasta que él
mismo se lo ordenara, el joven estudiante no comprendía la
situación que acontecía en ese momento, pero prefirió confiar
en el padre de Iakellín.

Bajaron por las escaleras y en el piso inferior a ellos ya no ha-


bía ni oficinas ni trabajadores, mayormente eran salas de inte-
rrogatorio y con un guardia bien armado en cada puerta
metálica de dichas salas. En una de esas se encontraba Iakellín
Heliossher Hyde, sin sus tan característicos tenis blancos ni
ningún tipo de objeto a la mano, más allá de sus lentes cua-
drados, de lo contrario no podría ver de cerca. Como única

60
vestimenta que le dejaron fue su pantalón de mezclilla y ca-
misa blanca que traía el mismo día que fue arrestada. Por sus
rasgos faciales pálidos e inexpresivos se podía intuir que aca-
baba de sufrir una fuerte caída emocional.

El señor Hyde abrió la puerta metálica con su tarjeta de segu-


ridad y ambos se introdujeron en la sala en la cual se encon-
traba Iakellín esposada. Ambos se sentaron en las sillas
metálicas y bien pegadas contra el suelo de concreto. Nadie
pronunció palabra durante un par de segundos, pero el padre
decidió romper el hielo para dirigirse a su hija.

Señor Cristof.- Iakellín, debido a la situación que se presenta,


ahora mismo yo me dirigiré a ti no como tu padre sino como
el director de la agencia gubernamental de esta ciudad. Así
que a partir de este momento responderás a mis preguntas con
un sí o un no. ¿Te quedó claro?

Iakellín.- Yo lo hice… —declaró con voz y mirada decaída—

Señor Cristof.- Iakellín Heliossher Hyde… ¿Qué fue lo que


dijiste?

Iakellín.- Dije que yo…

Antes de que pudiera decir aquellas palabras su padre se le-


vantó de la silla metálica y le dio una bofetada que hizo que
todos sus cabellos castaños se movieran de su cabeza.

61
Señor Cristof.- ¡Tú no sabes nada, dumme tochter! ¡Dumme
tochter! ¡¿Por qué me haces esto?! ¡¿Por qué les haces esto a
tus padres?!

Repentinamente unos guardias de seguridad abrieron la puer-


ta y con gran dificultad se llevaron al señor Hyde, el cual es-
taba hecho una furia. Era tal la escena que hasta maldecía y
escupía todo tipo de palabras en su idioma natal. Tomás tam-
bién salió de aquella sala y acompañó al padre de Iakellín para
que este se calmará. Después de varios minutos de estar su-
mergido en una cólera total, éste logró tranquilizarse.

Tomás.- Señor Hyde, ¿ya se encuentra mejor?

Señor Cristof.- No, no creo poder verle la cara a mi propia to-


chter. ¿Viste la forma en la cual lo admitió? ¡¿En qué momen-
to ella se desvió del camino de la rectitud?!

Tomás.- No lo sé señor Hyde, más aún y con todo el debido


respeto yo no creo en esos "caminos rectos". Pero si sirve de
algo yo podría hablar con ella.

Señor Cristof.- No lo sé pequeño anfänger. Necesitas de mi


autorización, y no creo que estés cualificado para realizar un
interrogatorio.

Tomás.- ¿Desea saber sí o no?

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Señor Cristof.- Tú sabes que sí, quiero asegurar por todos los
medios posibles que mi tochter es inocente. ¿Pero eres cons-
ciente de que podrías meternos a ambos en problemas legales
por no seguir el protocolo de seguridad?

Tomás.- Aceptaré las consecuencias de mis actos señor Hyde,


usted no se preocupe de eso.

Señor Cristof.- Bien, entonces déjame abrirte la puerta, y haz


las preguntas adecuadas, no queremos rodeos.

El señor Hyde volvió a abrir la puerta metálica, y esta se cerró


tras de sí. Tomás se volvió a sentar en el lugar en el que estaba
hace un momento.

Iakellín.- Tomás… ¿Mi padre te envió para hacer su trabajo?


¿Acaso te dijo que soy una vergüenza para él?

Tomás.- No Iakellín, tú no eres una vergüenza. Necesito que


me digas ¿qué pasó exactamente en el lunes ocho de este mes?

Iakellín.- ¿Qué fue lo que pasó? Que yo misma asesiné y des-


cuarticé a una jovencita de primer ingreso que iba con noso-
tros en el instituto.

Tomás.- Esto… ¿Estás hablando en serio?

Iakellín.- ¡Tan en serio como me llamo Iakellín Heliossher


Hyde!

63
Tomás.- Entonces si en uno de esos lunes realizaste tu homi-
cidio... ¿Por qué hay señales de que llegaste sin problemas a tu
casa? Testigos te vieron salir todas las noches del instituto y
sin ningún tipo de anomalías en tu comportamiento.

Iakellín.- Minutos más, minutos menos. Lo planeé todo con


veinticuatro de anticipación, y una vez acabado el trabajo me
cambié la ropa manchada con una prenda limpia que había
guardado dentro de mi mochila.

Tomás-. Ya veo… ¿Y sentiste algún tipo de remordimiento?


¿O solo la asesinaste por mero placer?

Iakellín.- Tomás, creo que esto no irá a ninguna parte. Yo lo


hice y el negarlo no va a cambiar absolutamente nada. La pre-
gunta que se debería hacer es… ¿Acaso tú realmente sientes
placer al ayudar a los demás?

Tomás.- No comprendo, explícate.

Iakellín.- Ya lo sabrás con el tiempo, verzweifelt aus der


hölle.

A partir de ese momento ella no volvió a pronunciar palabra,


y Tomás tampoco. El joven estudiante, completamente decep-
cionado, se levantó de la silla y solicitó que le abrieran la
puerta. Antes de que él se retirara le preguntó por última vez
a su gran amiga Iakellín.

64
Tomás.- ¿Esas serán tus últimas palabras?

Iakellín.- La verdad es que no. Escucha con atención porque


no lo voy a repetir: Wenn sie in einen spiegel schauen, wer-
den sie die wahrheit entdecken.

Tomás.- ¿Y qué significa?

Iakellín.- Con el tiempo lo descubrirás.

Y así fue como todo concluyó. Tomás cerró la puerta tras de


sí, se sentía completamente confundido, y aún más con seme-
jantes acertijos.
Faltaba una hora para el medio día. Tomás y el señor
Hyde decidieron tomar un café de la máquina que había en la
oficina; para alivio de muchos, esto logró apaciguar un poco
los nervios del padre de Iakellín.

Después de eso ambos abandonaron aquel edificio, pero no sin


antes algunos guardias de seguridad le dieron el primer aviso
al señor Hyde por haber roto el protocolo y permitirle a un
simple civil que accediera a las salas de interrogatorio. Si
acumulaba un total de tres avisos era muy probable que lo pe-
nalizaran con una severa multa, o incluso llevándolo a la su-
prema corte de justicia, aún si él era el mismo director de esta.
Durante todo el trayecto ninguno de los dos pronunció
nuevamente una palabra. La situación era tan incómoda que

65
Tomás decidió encender la radio, mas el señor Hyde rápida-
mente la apagó…

Para cuando llegaron a la residencia de la familia de Iakellín,


Navarro, Edwin y Luis ya los estaban esperando en la entrada
de la casa. Su esposa estaba trabajando, por lo que no había
nadie que los recibiera. Tomás y el señor Hyde bajaron de la
camioneta y de una vez por todas juntaron parte de la eviden-
cia hallada.

Señor Cristof.- Siéntense aquí, en esta sala siempre hay mu-


cho espacio…

Edwin.- Señor, ¿le sucede algo?

Señor Cristof.- Sí, mi hija ha admitido el crimen.

Edwin.- ¡¿Qué?! ¡Pero eso es imposible!

Señor Cristof.- Lo lamento pero así son las circunstancias. A


partir de mañana se dará la resolución final y a mi hija…

Edwin.- No señor, no me entiende. Lo que trato de decirle es


que es imposible lo que dice porque testigos que viven a las
cercanías del instituto aseguraron ver a alguien con una más-
cara de Edipo rondando por el lugar y en plena noche del lu-
nes ocho de este mes. ¡Así es, el mismo día en el que se
cometió el homicidio!

66
Señor Cristof.- Joven Edwin, si está tomándome el pelo he de
admitir que esto es una broma de muy mal gusto.

Edwin.- ¡No es ninguna broma! Puede enviar a un grupo de


investigación para que realicen un pequeño sondeo en la zona
y puedo asegurar que casi todos le dirán lo mismo.

Tomás.- Pero no comprendo, si había un sujeto así de sospe-


choso ¿por qué nadie habló a la policía?

Edwin.- Creyeron que era un disfraz, como ya se acerca el dos


de noviembre hay personas que para hacer la broma se ade-
lantan al festejo y comienzan a asustar a las personas por la
calle.

Señor Cristof.- ¡Perfecto! Entonces creo que después de todo,


estos duplicados que tomé de las fotografías de la carpeta de
investigación no habrán ido en vano.

El señor Hyde saca de su saco marrón unas cuantas fotografías


que deja caer sobre la mesa de cristal de la sala.

Luis.- Dios, pero qué ferocidad —exclamó con gran asco—

Señor Cristof.- Sí, estas fotografías fueron tomadas por los pe-
ritos. El arma que se usó fue una pequeña guadaña; una hoz
para el campo, para ser más específico.

67
Tomás.- Pero el quién fue sigue siendo un misterio —agregó
con gran frustración—. Tomó muchas precauciones para cu-
brir sus huellas y encima para inculpar a Iakellín. Y si no lo
hallamos entonces la darán a ella por la perpetradora del cri-
men.

Edwin.- Es verdad —repuso con gran lucidez— pero pese a


que hay evidencia que señala a Iakellín los testimonios tam-
bién dicen que la vieron a ella cerca de donde estaba el sujeto
con la máscara. Podemos estar más que seguros que no es ella.
Ahora mismo lo único que nos da una pista son las virutas de
oxidación que delatan la antigüedad del arma. Miren, en esta
fotografía se puede notar los restos que dejó la hoz sobre la
piel.

Navarro.- Entonces volvemos a estar en las mismas. Ya van


para casi veinticuatro horas desde que se llevaron a Iakellín y
si no mostramos pruebas contundentes no la dejarán ir.

Señor Cristof.- Pero con esta información es suficiente como


para que aplacen el límite de tiempo. Con los testimonios que
recopilaron y si solicitó una reinspección de la zona, es posi-
ble que nos den una semana máximo para mostrar una resolu-
ción más clara.

Tomás.- ¡Entonces creo que habrá que ponernos en marcha!


—dijo mientras se levantaba del sillón—

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Edwin.- ¡Espera un momento! Primero hay que permitirle al
señor Hyde realizar su reporte y lo envíe a las oficinas de las
que acaban de regresar.

Tomás.- Lo sé, pero aun así no es suficiente. No quiero que


Iakellín termine en el tambo, o peor —agregó doblemente de
frustrado mientras el señor Hyde lo observaba—.

Señor Cristof.- Bueno jóvenes no es por arruinar la reunión


tan pronto pero creo que es hora de retirarse —dijo mientras
se levantaba de su sillón blanco—. Lamento el no poder lle-
varlos hasta sus hogares esta vez.

Edwin.- No se preocupe, pero gracias por darnos la oportuni-


dad de participar en esto.

Señor Cristof.- No joven estudiante, yo soy quien debería dar


las gracias. Tengo que admitirlo, al final superaron todas mis
expectativas.

Tomás.- No señor Hyde, lo que hemos logrado ha sido gracias


a que cada uno aportó algún tipo de ayuda.

Edwin.- ¡Exacto! —le da un amigable golpe en la espalda para


decirle— ¡No por nada te tenemos a ti pequeño genio ende-
moniado!

Luis.- ¡Sí, y más porque te tenemos a ti mi negro! ¡Tú también


nos has enseñado muchas cosas!

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Edwin.- ¡Ay, ya me tienes hasta aquí cabrón! —refunfuñó
mientras salía de la casa hecho una furia, debido a que, Luis
había tomado sus cosas y se fue corriendo mientras gritaba—
¡Ven aquí y dímelo en la cara pinche chillón!

Navarro. —Con rostro avergonzado dijo—. Lamento la acti-


tud de mis compañeros señor Hyde. A veces parecen recién
salidos de la primaria.

Señor Cristof.- No se preocupen, las blasfemias que se llega-


ban a decir en mis tiempos y en otros idiomas llegaban a ser
peores. Tomás —se dirigió con firmeza— necesito que te
quedes unos minutos por favor.

Tomás.- Claro, no hay problema. Bueno, nos vemos Navarro.

Navarro.- Adiós loco, y cuídate.

Tomás.- ¿Qué? —preguntó otra vez ofendido— ¿Acaso crees


que no puedo cuidarme solo?

Navarro. —Mira la pierna de su amigo y le dice— ¿Tengo que


responder?

Tomás.- Creo que no...

70
Una vez que Navarro, Edwin, y Luis se habían retirado; To-
más y el señor Hyde se prepararon para hablar en la sala co-
medor.

Tomás.- ¿Qué es lo que necesita señor? —dijo con gran corte-


sía mientras se sentaba en la silla de mármol—

Señor Cristof.- Tomás... —afirmó desde su silla y con gran


imponencia— ¿Por qué te ocultas?

Tomás. —El joven estudiante no respondió, en vez de eso se


limitó a huir—. Mil disculpas, me esperan en mi casa.

Señor Cristof.- ¡Si te marchas…! No serás nada más que un


halber mann para mí… Vamos, vuelve a sentarte.

El joven afligido ya se encontraba cerca de la puerta de salida


cuando escuchó tales palabras. Lentamente volteó a mirar al
padre de Iakellín, con algunas lágrimas en los ojos.

Tomás.- ¿Qué trata de decir?

Señor Cristof.- Me refiero... ¿Por qué ocultas tu verdadero


rostro?

Tomás.- ¿Ya se dio cuenta? ¿Cómo?

71
Señor Cristof.- Me preparé día y noche para ser un excelente
militar e investigador. Sé leer los complejos de los que me ro-
dean, con margen de error casi nulo.

Tomás.- Comprendo... ¿Entonces se quiere burlar de mí?

Señor Cristof.- No me mal entiendas. No lo quiero saber por-


que sea un entrometido, lo quiero saber porque... Bueno, se
podría decir que casi eres de esta familia.

Tomás.- ¿Fa-familia?

Señor Cristof.- Sí, familia. No creas que te estoy persuadiendo


para que abandones a tu familia, pero tener a alguien más en
quién confiar no viene nada mal. Además, has hecho mucho
para que Iakellín regrese, que menos que abrirte las puertas
cuando de verdad lo necesites. Por favor, dímelo, detesto el
que te haya ayudado con ese disparo en la pierna para que
después te estés matando por dentro. Eso sí que sería un des-
perdicio de tiempo...

Tomás.- Bueno, ¿qué quiere que le diga? ¿Qué la mayor parte


del día me comporto como un bufón para que los que me ro-
dean no se vean contaminados por mi pudendo ser? ¿Qué uso
esta máscara para hallar un poco de felicidad y para así no
preocupar a la demás?

El señor Hyde no respondió, prefirió levantarse de su silla e ir


directamente hasta la pared más cercana, en donde había un

72
cuadro que representaba el cómo Cronos cortaba sin piedad
las alas de Cupido. Sin dejar de ver el óleo él dijo.

Señor Cristof.- Tomás, mira este cuadro.

Tomás.- Por lo que veo es muy profundo.

Señor Cristof.- Así es, este cuadro representa como el amor es


tan bello y poderoso, pero no omnipotente. El único ente que
puede rivalizar con el amor es el tiempo. El tiempo es algo in-
descriptible pero que se halla ahí, y todo el tiempo perdido es
algo que nunca regresará. Este ente no tiene sentimientos, in-
tereses, ni preferencias. —Voltea a ver al joven mientras que
unos halos de luz comienzan a salir de las ventanas del come-
dor— Pero hay una belleza que está más allá de lo tangible, y
que está dentro de nosotros; eso es el espíritu. Sé que suena
algo metafísico y que esa clase de cosas no van con las reglas
de la objetividad positiva que rige nuestros días, pero el espíri-
tu es lo que nos ayuda a seguir un ideal y darle un sentido al
vacío de la vida. Aun cuando sea un intento desesperado el
darle un sentido a este vacío que es el universo, gracias a ello
es que seguimos viviendo, deseamos seguir viviendo pese a
todo el dolor.

Tomás.- Lamento el interrumpirlo —dijo con suma cortesía—


¿Pero a dónde desea llegar señor Hyde?

73
Señor Cristof.- A ninguna parte, la pregunta deberías hacérte-
la tú mismo pequeño jung. Respóndeme, ¿vale la pena que te
estés torturando el resto de tu vida?

Tomás.- Con todo el debido respeto, pero usted no compren-


dería mi sufrimiento.

Señor Cristof.- Tal vez nadie te entiende porque no deseas ex-


plicárselo a nadie. ¡No me vengas con tus dumme sachen y
dime qué es lo que te aflige!

Los halos de luz que sobresalían de las ventanas de la casa se


apagaron, el ambiente se tornaba gris y lúgubre de nuevo en
cuanto el joven afligido abría sus ennegrecidas fauces.

Tomás.- Mi madre —declaró entre lágrimas y un dolor in-


terno que le mataba por cada palabra que citaba—. Cuando
apenas estaba haciendo las paces con mi madre... Ella simple-
mente se esfumó, se fue de aquí y me quedé solo, sin poder
decirle: «Madre, te amo, y perdón por menospreciarte tanto
tiempo». Era un malcriado... Y hasta el día de hoy cargo con
mis pecados. Sería un hipócrita si quisiera alcanzar la felicidad
a sabiendas que pude tener ese goce con la persona que me
dio la vida misma, pero la desperdicié y aquí estoy, enmen-
dando mis errores. Ella no fue el único caso, antes de entrar al
instituto también le hice daño a una que otra persona, por
culpa de mi estúpido orgullo. Todo se resume en que no debe-
ré alcanzar la felicidad hasta que pague por mis errores.

74
Señor Cristof.- Ya veo... —dijo con voz comprensible— ¿Y no
tienes más familiares?

Tomás.- Sí, pero están tan atareados con sus trabajos que casi
ni hallamos tiempo para hablar, además ellos también tienen
a sus propias familias que atender. Y mi abuela... ella ha sido
la única que estuvo ahí cuando necesitaba ayuda. Se lo debo,
pero a ella ya le están tocando a la puerta, y tarde o temprano
deberá irse.

Señor Cristof.- Ya veo... Tomás, puedes marcharte. Lamento


que tuvieras que contarme todo esto, pero si trabajaré contigo
en el caso de mi tochter entonces debo cerciorarme sobre
cuáles son las intenciones que te han motivado para llegar
hasta aquí.

Tomás.- No se preocupe —dijo secándose las lágrimas con las


mangas de su camisa negra— tarde o temprano todo debe salir
a la luz.

Señor Cristof.- Bien, entonces como lo dije el caso de Iakellín


se extenderá por una semana, por lo que necesito que tú y tus
amigos vengan mañana en la mañana.

Tomás.- Comprendo, estaré aquí y sin falta.

Señor Cristof.- Está bien. Y Tomás, de nueva cuenta, muchas


gracias por tu ayuda.

75
El joven estudiante asiente al cumplido del señor Hyde, y le
dice que también le está muy agradecido Él se retira con toda
la cortesía posible y se dirige hasta su casa.
Ya eran las cuatro de la tarde cuando llegó a su alcoba. Antes
de entrar a la casa, como siempre, hizo una reverencia a las
cenizas de su madre, después de eso y sin pensarlo dos veces,
se lanzó contra su cama blanca, alzó un poco la mirada, y ob-
servó el cuadro con óleo en donde aparecen él y su sombra. Él
reflexionaba mientras que poco a poco se quedaba dormido.
—Estoy cansado... qué día más agotador... Mi pasado, ¿ah, se-
ñor Hyde? No entiendo por qué Iakellín se atrevería a prote-
ger a un asesino; ella es muy amable, pero la conozco bien. ¡A
no ser que su familia esté bajo amenazas de muerte! No… es
una idea estúpida. ¿Quién se atrevería a retar a alguien como
ella, y con más razón al nuevo director de investigaciones de
la ciudad? Creo que me debo relajar un poco o comenzaré a
delirar.

Tomás se ha quedado dormido, y con una sonrisa de odio,


a la par que de satisfacción presente en su rostro.

76
Capítulo séptimo:
Nigredo

Ya eran como las siete de la noche cuando Tomás se


despertó. Él estaba en su cama, se levantó lentamente con una
fuerte resaca, y... ¡Tenía una hoz oxidada y cubierta en sangre
sobre su pecho! ¡También llevaba puestos unos guantes largos
de látex, una redecilla para la cabeza, y una máscara de Edipo
Rey sin ojos! Observaba la situación con total aberración, se
levantó quitándose la máscara, redecilla y guantes, provocan-
do que la hoz cayera al piso de azulejo blanco, manchando así
el suelo, incluidos algunos objetos cercanos.

Tomás.- No... —se dijo así mismo para después repetirlo una y
otra vez— No, no, no, no, no, no, no... ¡Nooooo!

No sabía qué hacer, se remitía a ver el objeto con ojos de in-


certidumbre y dando vueltas dentro de su cuarto. Se cuestio-
naba una y otra vez las causas de esto, mientras que también
se golpeaba la cabeza contra su escritorio escolar, casi arran-
cándose sus cabellos negros por la mera desesperación.

Después de mucho pensar decidió tomar todos esos objetos


con un trapo viejo que se encontraba tirado en su cuarto, y se
lo llevó todo para lavarlo y esconderlo en la azotea de la casa.
Ocultó la evidencia detrás de unas láminas metálicas que su
abuela tenía almacenadas para remodelar la casa en un futuro;
como medida preventiva también colocó una pila de metales
y sillas oxidadas encima del pequeño rincón para así hacer
menos evidente la existencia de dichos utensilios. No quedó
huella de esas herramientas.

77
Se limitó a limpiar todo lo que la hoz había salpicado. Frotó
con todas sus fuerzas el piso para dejarlo tan blanco como es-
taba. Con una jerga y un trapeador estuvo así durante poco
más de una hora hasta que todo quedó igual de pulcro que
como siempre se hallaba. Rápidamente se apresuró a lavar lo
que acababa de utilizar, pero el problema mayor era su ropa y
sábanas que quedaron manchadas. Cambió de fundas y de ro-
pa para después apresurarse a lavar todo en el lavadero de
concreto que había en la azotea, mas en cuanto se dirigía ha-
cia allí su tío Grendel ya estaba en el patio checando el co-
rreo, ya había regresado de su trabajo. Sin saber qué hacer
volvió a su cuarto y guardó las telas manchadas en una de sus
cómodas de madera para después acostarse como si nada.

Grendel. —Se asoma por las cortinas moradas que hacen de


puerta y pregunta—. Hola sobrino, ¿qué haces?

Tomás.- Nada, nada de nada —respondió intentando disimu-


lar su preocupación—.

Grendel.- ¿De verdad no sucede nada? —preguntó con aún


más curiosidad—

Tomás.- Te acabo de decir que no —dijo con suma molestia,


casi gritándole que se largara—. ¿Por qué no mejor te vas a
matar a otra hermana supuesto santo?

Grendel. —Éste se retira, y al otro lado de las cortinas afirma


amargamente—. Ya te he dicho que no me eches la culpa por
la muerte de tu madre. Desde pequeña a ella le gustó el andar
metido en esas porquerías con tu padre.

78
Tomás.- Lo que ella fue lo intentó superar, y eso no me lo ne-
garás. Tu presencia aquí la afectó porque tú y ella nunca se
han llevado, aun cuando ya esté muerta. ¿Y todo por qué?
¿Por tus malditos prejuicios? ¿No podías ayudarla? ¿No que-
rías hacer las paces? Me pedías que hiciera la perdonara cuan-
do me vi obligado a ir en persona a la dichosa agencia; y lo
hice. Los pocos años en los que estuvimos juntos por lo menos
valieron la pena. Pero tú sigues atrapado aun cuando te rego-
cijes y lo niegues desde tu exitosa vida empresarial.

Grendel.- ¡Mira, ella ya no tenía remedio! —injurió con mu-


cho pudor— ¡Ya era una cincuentona sin empleo y estudios!
¡Nada de eso hubiera pasado si es que ella nunca hubiera re-
nunciado al trabajo que ya tenía conmigo!

Tomás.- Claro, el lavar baños, contestar teléfonos y pegar pu-


blicidad de tus cursos es un "trabajo".

Grendel.- ¡¿Pues qué querías que le diera a una burra como


ella?!

Tomás.- ¡Amor! —expresó mientras se levantaba de su cama y


atravesaba el umbral de las cortinas, para escupirle todo a su
tío— ¡Amor maldito monstruo! ¿Sabes qué? ¡De todos los se-
res con los que me he topado tú eres el único que me cuesta
ver como un ser humano! ¡Eres un maldito hipócrita! ¡Te ha-
ces llamar un hombre recto y que irradia felicidad, pero solo
eres un microempresario e ingeniero que se cree hombre de
bien solo por creer en una divinidad y supuestamente hacer lo
"correcto"! ¡Esa supuesta felicidad no es nada más que la cul-
minación de tu Ego siendo alimentado por frases de auto su-
peración, por tu obsesión al trabajo y quién sabe cuántas
razones más! ¡Dime! ¡¿Si la felicidad fuera tan fácil de conse-

79
guir no crees qué todos serían felices?! ¡No, espera, que todos
se creen felices, pero solo son amos y esclavos de sí mismos en
un sistema hegemónico que se ha olvidado del amor y lo ha
sustituido por la productividad y obediencia! ¿Después qué?
¿Acaso el final es consumir y morirse?

Éste, que durante todo el tiempo en el que su sobrino daba su


comunicado, volteaba los ojos y la mirada al techo en alusión
a que su sobrino fantaseaba. Segundos después agregó antes de
marcharse por la puerta metálica y negra.

Grendel.- Mira, te voy a decir una cosa. Eres un malcriado


que se cree mucho solo porque se leyó muchos libros y saca
buenas calificaciones. Pero por favor, ahorrarte escenas como
estas porque de la vida tú no sabes nada. ¡Yo ya viví cincuenta
años y mírame, tan joven y sano como uno de treinta! Y eso es
porque no me estoy preocupando con dilemas tan tontos co-
mo de los que hablas.

Tomás.- Eso es porque te pintas el pelo y utilizas medicinas de


nutrición... —respondió ya calmado y serio—

Grendel.- ¡El que me tiña el pelo o use medicinas no tiene na-


da qué ver con que sea feliz! —replicó ya con un hartazgo sin
igual— Yo soy feliz porque quiero ser feliz, y al que no le gus-
te pues allá él.

Éste se retiró, bajó las escaleras grisáceas y se introdujo en su


departamento que estaba en la primera planta de la finca.
Tomás se quedó parado en el umbral, reflexionando sin más.
Al final prefirió regresar a su cuarto, abrir la cómoda y obser-
var detenidamente la sangre impregnada en las telas.

80
Eran ya como las diez de la noche cuando el afligido
joven se hallaba acostado sobre la alfombra café que tenía en
el centro de su habitación, y de repente… recordó lo sucedi-
do. ¡Imágenes de lo que había hecho durante su último estado
de inconsciencia llegaban a su mente como un torrente furio-
so! Era muy borroso, pero se acordó que lleno de malicie se
introdujo en un callejón cercano a su hogar, e interceptó a
una pareja de enamorados; en cuanto el rompecabezas se ha-
llaba terminado en su agitada mente, casi le entraron ganas de
vomitar. Fue al baño, para después verse al espejo de pared
que había ahí. Estaba ya muy mal, veía que sus ojos cafés ya
no eran de ese color sino de uno rojo intenso, y detrás suyo…
Veía a su sombra. Era una niña casi de su misma edad, unos
dieciocho años aproximadamente, con un vestido morado,
guantes del mismo color que le llegaban hasta los codos, y con
una gran cabellera negra que le llegaba hasta la cadera; era tal
y como Tomás la había pintado en su cuadro en óleo.

El perturbador ente lo miraba con una gran risa burlona. Cada


momento de odio que se había guardado, toda la frustración y
la decepción se hallaba en ese ente que tomaba el control cada
vez que el joven estudiante se queda profundamente dormido.
Al ver esto, Tomás salió corriendo del baño para después huir
de su casa que tenía el número ochenta y ocho. Su tío Grendel
ya estaba dormido, así que no se percató de la escapada de su
sobrino.

El pobre diablo, abandonado a su suerte en un mundo que le


exigía día tras día su productividad, corrió y corrió en la obs-
curidad de las calles del vecindario, y el mismo cuervo que
graznaba el día en que se llevaron a Iakellín lo seguía de árbol
en árbol, con unos deseos de devorarlo pieza por pieza hasta

81
que no quedara nada del Tomás moral y preocupado por sus
semejantes.
Pocos minutos transcurrieron cuando el joven estu-
diante llegó hasta una calle que se le hacía familiar, y lo que
se encontró ahí no le resultó nada grato.

Tomás.- No... —dijo, jadeando por el cansancio y tirándose de


rodillas al ver tal escena— Yo ya no puedo… ¿Cómo es posi-
ble?

En el callejón en donde fueron interceptados los dos enamo-


rados yacía la policía y peritos que analizaban la escena del
crimen. Uno de los oficiales se le acercó a para solicitarle su
nombre y por qué se encontraba en ese lugar a tales horas de
la noche. Éste sin dudarlo se levantó y volvió a huir sin rum-
bo. El oficial se alarmó y decidió seguirlo, pero su superior lo
detuvo; era el señor Hyde, que lo habían llamado para anali-
zar la escena en cuestión; él prefirió seguirlo con relativa dis-
tancia.

82
Capítulo octavo:
Albedo

Tomás corre sin rumbo, y el pequeño animalejo de


plumas negras con ojos rojos continúa siguiéndolo sin mostrar
tregua por tan miserable ser.

Después de mucho andar, él había llegado hasta el parque más


cercano. Se podían encontrar algunos columpios, resbaladi-
llas, una biblioteca pública y una pequeña comisaría de policía
en desuso. Se sentó en una de las bancas públicas que había en
ese lindo parque en el que de pequeño jugaba cada vez que
acompañaba a su difunta madre cuando había que hacer las
compras.

Mientras descansaba su agotado cuerpo, el ave se posó sobre el


cable de electricidad más cercano y permaneció ahí un buen
tiempo, mirando fijamente los movimientos de Tomás y oca-
sionalmente graznando con una fuerza bastante incomoda,
como si de un sonido distorsionado se tratase.

Estando sentado sobre una vieja banca de concreto, se decía


así mismo: — ¿Qué haré? ¡¿Qué haré?! ¡No tengo ya a dónde
ir, tarde o temprano descubrirán que fui yo! Mi tío Grendel
me vendería al primer instante en el que le pidiera ayuda...
¿Mi abuela? ¡No! Ya muchas penas le he causado. Y... ¿si me
escapo? Puedo burlar a la ley y a este sistema si quisiera, tengo
las habilidades y conocimientos necesarios para desactivar
hasta un sistema de seguridad, no por nada todo el tiempo que
pasé con mi tío en su oficina no fue para estar viendo pasar las
moscas.

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Y así estuvo durante un largo rato, sentado y pensando en esa
banca pública. El señor Hyde lo seguía observando a la distan-
cia. Casi media hora después de estar urdiendo un plan, un
fugaz pensamiento pasó por su mente y lo azotó como una
tormenta engulle a un barco enano. — ¡Estúpido! ¡Pero qué
estúpido soy! No puedo creer que esté pensando en huir y de-
jar que Iakellín cargue con mis culpas. ¡Yo no soy un cobarde!
¡Mírate! ¡Dejando varado al único ser que me ha logrado
comprender!

Un indigente que se hallaba cerca de Tomás y del cual nadie


notó, se levantó del césped en el que se encontraba y se acer-
có hasta él para ofrecerle el pedazo de un bocadillo putrefac-
to. Yacía algo drogado y no se le entendía cada vez que habla,
mas eso no evito que el joven y ese anciano entablaran una
conversación.

Vagabundo.- Oye, ¿quieres? —dijo mientras le arrimaba un


trozo del emparedado ya pasado—

Tomás.- ¿Eh? No, pero gracias —respondió mientras se aleja-


ba un poco del penetrante aroma que provenía de ese bocadi-
llo—

Vagabundo.- Oye, ¿qué tienes? No te ves muy bien.

Tomás.- Bueno, es que... No sé qué hacer. Siento que todos los


dedos de la humanidad apuntan hacia mí.

Vagabundo.- ¿De qué hablas?

Tomás.- Es que no he tomado decisiones muy sabias que se


diga.

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Vagabundo. —Se acerca un poco y se sienta cerca del joven
para preguntarle— Mira, ¡oh, oye! Antes, ¿cómo te llamas?

Tomás.- Tomás Esquivel…

Vagabundo.- Tomás Esquivel, mírame, he tomado muy, muy


malas decisiones en mi juventud y aquí estoy, durmiendo en
un parque y manteniéndome de las sobras que dejan los de-
más. Nadie siempre toma decisiones acertadas. Somos como
somos, aprendemos por las malas y el que nunca aprendió
pues ya se chingó, como yo, por ejemplo.

Tomás.- Pero podemos cambiar, ¿no?

Vagabundo.- ¡Cambiar! Mira niño, si conociéramos la palabra


cambiar créeme que ya estaríamos viviendo en el paraíso. —
Escupe al suelo y continúa hablando— Permíteme decirte al-
go niño, si realmente se desea cambiar, se debe comenzar
cambiando primero a las familias, a los jóvenes, que son los
que después se harán cargo de este jodido mundo.

Tomás.- Señor, dígame: Suponga que alguien cometió un cri-


men, algo horrible, pero en realidad esa persona no quería
que sucediera, pero aun así sucedió y ahora no sabe qué hacer.
¿Usted qué le recomendaría?

Vagabundo.- No sé, creo que eso lo debería decidir esa perso-


na. ¡Yo qué voy a andar metiendo mis narices en una vida que
no es mía!

Tomás.- Pero si siempre los ojos anónimos de la seguridad


meten sus narices en nuestras vidas… ¿Cuál es la diferencia?

85
Vagabundo.- ¿Eh? ¿Qué dijiste? —dijo porque aparentemente
estaba un poco sordo, y el mareo de las sustancias que había
ingerido le afectaban los sentidos—

Tomás.- No, no es nada señor. Sabe, no estaré de acuerdo con


todas sus ideas, pero gracias por tomarse la molestia de hablar
conmigo.

El joven estudiante se levantó de la banca pública y prosiguió


a marcharse, pero antes lo detuvo el indigente para pedirle
unas monedas, o algo que le pudiera dar. Él le mostró que en
sus bolsillos no traía nada, pero tenía su inolvidable chaleco;
se lo dio al anciano en un acto de pura fraternidad y no de las-
tima. Por la cara que puso éste, hubiera preferido que le die-
ran algo de dinero para gastarlo en el vicio, para seguir
huyendo de sí mismo y su pasado... Aun así, dio las gracias y
volvió a recostarse sobre el pasto del parque.
Tomás se apresuró para volver a casa, y el señor Hyde
continuaba siguiéndolo. Ya era casi la media noche cuando
había arribado a su casa, hizo reverencia a las cenizas de su
madre, y cerró la puerta metálica del portón principal. El se-
ñor Hyde se quedó afuera mientras hablaba a viva voz.

Señor Cristof.- Eres un asesino Tomás Esquivel... pero eres el


attentäter más peculiar que he visto en mis veinte años de
servicio. Bueno, es hora de volver al trabajo. Si creo conocerte
bien, harás justo lo que acabe con todo esto.

El señor Hyde se retiró, y Tomás ya en su alcoba regresó al


baño he intentó verse de nueva cuenta en el espejo. Ahí se-
guía, su sombra que lo obligó a tomar tres vidas continuaba

86
mirándolo con una sonrisa siniestra y burlona, en cambio él
comenzó a hablar con total sinceridad.

Tomás.- Escúchame bien, no te tengo miedo. Sé que soy un


estúpido porque siempre he huido de mí mismo. ¡Pero no
más! ¡A partir de ahora ya no escaparé de ti! Aquí estoy, con-
frontándote cara a cara. ¿O será de ente a ser tangible? ¡Ba!
¡Qué más da eso! Ahora mismo lo que importa es que no pue-
des seguir cometiendo más atrocidades. ¿Tú crees qué la vida
es un chiste? ¡Pues estás en todo lo correcto! ¡Es un doloroso,
pero a la vez placentero chiste! ¡Una comedia del averno de la
cual se puede disfrutar u odiar! Es por eso por lo que no estoy
de acuerdo con los actos que me has obligado cometer, con-
vierten esta comedia en una tragedia constante. ¡Me da igual
quién sea! ¡Una vida es una vida y todos tienen el derecho de
conservar la suya! Porque es de lo único de lo que podemos
asegurar nuestra existencia... Es lo único que podemos tocar,
sentir y aún si es que todo esto es una cruel función dirigida
por el Demiurgo entonces yo le diré: ¡Haré que el telón caiga,
que caiga ese telón al momento en que yo te asesine y tome el
control de mis hilos! —éste vuelve a su alcoba, toma un lápiz
y un papel, para después regresar al cuarto de baño— Mira, si
tanto deseas ser liberada, ¡entonces que sea a través de este
papel! ¡Que toda mi mugre sea liberada en palabras que solo
un loco sería capaz de plasmar y mostrar ante el público! Pero
ten cuidado, no es lo mismo un loco que en un ser con pro-
blemas mentales. Yo los tenía, estaba sumergido en un deca-
dente estado mental del que me sorprende que no me haya
salido una joroba. Era la copia barata de Rodia… ¡Pero ya no
más, ahora mi voluntad de poder nació y lo que haga será
porque así yo lo deseo!

87
Y así Tomás regresó de nueva cuenta a su alcoba y se dispuso
a escribir sin filtro alguno. Esa carta iría dirigida al único ser
al que no ha logrado llegar a nada, su tío Grendel. Tal vez sea
en vano y al instante la tire o la utilice como servilleta, pero
aun así lo quiere intentar, quiere sacar dieciocho años de so-
ledad en una carta, para después, salvar de una vez por todas a
Iakellín Heliossher Hyde, el único ser que despertó algo en
Tomás. No fue la solidaridad, o un sentimiento del deber, sino
más bien algo que está más allá del bien y del mal.12

88
Capítulo noveno:
Citrinitas.

Ha pasado un día, Tomás se encuentra en el instituto y


está teniendo su clase de Lengua y Literatura. Como siempre,
él está sentado en el mismo lugar de siempre, cerca del piza-
rrón y justo al lado del ventanal. Se ve como siempre, pero ha
cambiado, algo dentro de él se transformó; nadie más lo nota,
pero él sabe que lo ha logrado.

Juan.- Tomás, ¡Tomás! ¡Chamuco!

Tomás.- ¡¿Eh?! ¿Qué pasó?

Juan.- ¿Cómo que qué pasó? —preguntó mientras se mantenía


sentado en una mesa— ¡Pues que andas bien perdido ingrato!

Navarro. —Desde su asiento en el centro del salón— Guerra,


¡¿cuándo no andará perdido?! Si éste que tantas canas te saca
cuando juegan ajedrez siempre está en dos lugares a la vez.

Edwin.- Cálmate gordo, ni que fuera el gato de Schrödinger.

Navarro.- ¡¿A quién le llamas gordo?! ¡Negro que viste como


oficinista del siglo veinte!

Juan.- ¡A ver ya! Casi parecen que se quieren matar. No ma-


mes que las generaciones de hoy son más agresivas que antes,
¡una cosita de nada y ya se quieren agarrar a golpes!

89
El joven renacido, estando ligeramente cabizbajo, se parte a
pequeñas carcajadas de boca cerrada al escuchar la conversa-
ción de sus mejores amigos; casi segunda familia.

Juan.- ¿Y ahora tú? ¿Qué ya se te seco el cerebro como a Don


Quijote o qué onda?

Tomás.- No... —dijo con una pequeña sonrisa y mirando al


suelo blanco del salón— Es solo que voy a extrañar sus chistes
de mal gusto.

Juan.- ¿Y eso? ¿Qué te vas a morir?

Tomás.- Quién sabe, solo sé que los extrañaré.

Navarro.- Eres un raro.

Tomás.- Sí, en definitiva así es... ¿Pero qué sería de la vida si


nunca aprendemos a vivirla?

El cuervo que se encontraba en una de las ventanas del salón,


en cuanto escuchó estas palabras, levantó el vuelo y se mar-
chó, mas no para nunca más volver, sino más bien para per-
manecer a raya, esperando de nuevo su oportunidad.

Luis.- ¡Hasta que se fue ese odioso pájaro! ¡Ya me estaba do-
liendo la cabeza con tanto graznido!

Juan.- Si a mí también. Bueno, volvamos a la lectura, que no


crean que me tienen muy contento. ¡La mitad del salón va a
tronar mi materia! Y es que en serio, ¡no mames, mi clase solo
consiste en leer unas cuantas páginas de un libro! ¡Y encima
les doy una semana!

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Y así las clases habían transcurrido. El resto del día fue tran-
quilo, sin mucho alboroto; los cuatro buenos amigos hablaron
sobre la plática que tuvieron con el señor Hyde en la mañana.
Ya estaban cerca de atrapar al perpetrador que se atrevió a in-
criminar a Iakellín; mas lo que no sabía la señora Hyde, Ed-
win, Navarro y Luis, es que Tomás y Cristof ya conocían la
identidad del culpable. Durante toda la mañana esos dos se
miraron mutuamente, con rostros llenos de preocupación, in-
tentando descifrar lo que pensaba uno sobre el otro. Al final
el señor Hyde les dijo a los jóvenes que los volvería a ver den-
tro de tres días.

Ya eran las ocho de la noche, había terminado la clase de his-


toria, y Navarro se le acercó a su amigo.

Navarro.- Oye, ten esta carta, te la envió el señor Cristof.

Tomás.- ¿Y eso?

Navarro.- No sé, solo me encargó que te la diera. Me dijo que


fueras mañana a su casa.

Tomás.- ¿Y eso?

Navarro.- ¡Que ya te dije que no sé cabrón! —afirmó con gran


enojo— En serio que tú eres el único que es capaz de sacarme
de mis casillas con tanta facilidad.

Tomás.- ¡Nah, no lo niegues! ¡Te gusta pasar el rato así! Ade-


más —dijo mientras se colgaba del hombro izquierdo de su
amigo—, tú eres el que se enoja con mucha facilidad.

91
Navarro.- Nel mijo, yo soy pacifista.

Tomás.- ¿El conocer de armas y videojuegos violentos te hace


pacifista?

Navarro.- Pero yo no lo llevo a la vida real, demente de pri-


mera.

Tomás. —Se separa de su amigo y le dice— ¡Ya te dije que los


problemas psicológicos no son lo mismo que la locura lucida!

Navarro.- ¡Eso ya lo sé! Pero eso no quita el hecho de que es-


tás todo deschavetado.

Tomás.- A no pues sí verdad. Bueno, pues nos vemos.

Navarro.- ¿No vas a ir a jugar ajedrez con Juanito barajas?

Tomás.- No, está vez no. Tengo que llegar a la casa antes de
que mi tío regrese.

Navarro.- ¿Y eso?

Tomás.- Tengo que entregar parte de mí; se encuentra en este


papel —declaró mientras mostraba la carta blanca que llevaba
en la mano—. Bien, fue un placer pasar estos últimos dos años
contigo Navarro, y con el resto también.

Navarro.- Lo mismo digo Tomás, eres buen amigo. Aunque a


veces eres muy desesperante sabes.

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Tomás. —Con una pequeña sonrisa agregó—. Lo sé. Y trata de
abrirte un poco más a las personas, a este paso te vas a morir
solo.

Navarro.- Claro… Lo que tú digas loco.

Él se rio a carcajadas de lo que afirmó su amigo, le dijo adiós,


y se retiró del instituto sin decir nada más.
Una vez en la calle levantó la mirada hacia el cielo os-
curo y despejado para poder ver a la luna llena. Le era tan
hermoso ver su refulgencia en el cielo que le entraron ganas
de hacer un juramento antes de que ese momento se esfumara
para solo quedar como un dulce recuerdo.

Tomás.- Oh, hermosa luna —expresó mientras se inclinaba en


el pavimento de la calle y colocaba la palma de su mano dere-
cha sobre su corazón— ¡Eterno femenino que llena de goce a
esta tierra, yo te juro que mis actos siempre serán en pos de
conservar el placer que es la vida, y en nombre del gran Sol
siempre lucharé por el orden, para que así, los opuestos se
compenetren de una vez por todas! La vida, esta deliciosa car-
ne la utilizaré para hacer lo que mejor sé hacer. Más aún, ha-
go esto por Iakellín, esto ya no es una cuestión de promesas o
principios, es por amor. ¿Cómo sé que es ese poder y no una
mera ilusión para procrear como lo describiría Schopenhauer?
Fácil, si es que un día te encuentras con una persona que aun
cuando no compartan los mismos principios y conductas, se
logran aceptar como son y juntar casi como si fueran dos pie-
zas en una, en ese momento puedo estar seguro de que es
amor de verdad. Oh, bella musa que me inspira, te digo hola,
y adiós por última vez, porque mi hora está por llegar y aún
tengo muchas cosas que hacer.

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El joven se levanta del suelo y una niña que iba con su mamá
lo observa, eventualmente preguntándole a ésta.

Niña.- Mamá, ¿por qué ese niño habla solo?

Secretaria.- Hija ahora no, mamá está ocupada con cosas del
trabajo.

Niña.- ¿Pero por qué le habla a la luna?

Secretaria.- Espérame un momento por favor —cuelga el ce-


lular y toma a su hija del brazo para que sigan su camino—.
No hagas caso a esas personas, los jóvenes de hoy están perdi-
dos.

Tomás, que había escuchado las palabras de la madre se limitó


a despedirse de la niña con una cordial palma abierta.
La pequeña, totalmente confundida por la situación,
no respondió a la despedida, pero se le quedó viendo por un
largo periodo de tiempo a Tomás; parece que le entró mucha
curiosidad por saber por qué ese joven se maravillaba de cosas
tan mundanas como lo es la luna y sol.

Para cuando Tomás arribó a su casa, ya no hizo reve-


rencias a las cenizas de su madre. En vez de ello tomó la caja
de metal del pequeño altar, y desmontó esa pequeña casita de
madera; subió hasta la azotea de aquella finca para citar sus
últimas palabras a su difunta madre.

Tomás.- Madre, mi creadora, lamento todo el daño que te he


causado —afirmó entre lágrimas—. Ya no podré enmendarlo
eso está claro, pero sea dónde te encuentres, haré que te sien-
tas orgullosa. Apuesto a que te gustaría que lleve una buena

94
vida y me dedique a mi carrera, pero no puedo dejar a otro ser
humano cargar con mi peso —se seca sus las lágrimas con las
mangas negras de su camisa y con una sonrisa de felicidad di-
ce— Creo que le caerías muy bien a Iakellín, y puedo estar
seguro de que le mostrarías mis fotos tan vergonzosas de la
primaria y prescolar... ¡Ay, madre, hasta en el final de tus días
fuiste una entrometida! Querías ayudar a todos, pero siempre
te salía todo mal, y todos te tachaban de inútil y encimosa.
Nunca te comprendieron a excepción mía y de ese viejo ami-
go tuyo; me pregunto dónde estará, era una gran persona y
excelente profesor de ciencias. —Se vuelve a secar las lágri-
mas de la cara para concluir con su confesión— En fin... Ga-
briela Esquivel, madre, mi creadora, ya no sufras más en esta
cajita, ya no sigas en esta casa que pintan de naranja y blanco
cada cinco años, pero está más muerta que el pueblito de Lu-
vina. ¡Se libre, y disfruta tu paz, que pronto te acompañaré!

Con determinación abre la caja que contiene las cenizas de su


difunta madre, y las corrientes de viento del mes de octubre
se las llevan para acabar en quién sabe dónde. Tomás veía las
cenizas de su madre pasar sobre el halo de luz de la luna llena,
y mientras lo hacía dijo con gran tranquilidad.

Tomás.- Per aspera ad astra, humanidad.

Después de dar aquella confesión él fue a la cocina para pre-


parar y disfrutar de una buena taza de café negro, mientras
leía la carta del señor Hyde.

95
De: Cristof Heliossher Hyde.
Para: Tomás Esquivel.

Con mi puño y letra, Tomás Esquivel, yo, Cristof Heliossher Hyde,


solicito tu presencia en mi hogar para discutir algo de vital importancia.
Te espero a partir del mediodía de mañana, no faltes por favor.
Como agradecimiento por toda tu ayuda te hago entrega de este anillo he-
cho con rubíes extraídos de las minas de Tailandia. Ha pertenecido a mi
familia durante generaciones, mas ahora te lo has ganado. Imagina que
esta joya forma parte de ti, de mí, de mi esposa, de los antepasados de la
familia Hyde, e imagina que es parte de Iakellín también.
Tomás, lo he estado reflexionando, y he averiguado la forma en la que po-
dremos solucionar todo este malentendido, pero necesito de tu ayuda. No
digo nada más, te espero a la hora establecida.

96
Termina de leer la carta y la dobla, para después quedársele
observando al anillo hecho de rubíes que yacía dentro del so-
bre. Mas un sonido estruendoso interrumpió su concentra-
ción, e hizo que el corazón se le saltara en cuestión de
instantes.

Grendel.- ¡¿Qué pasó sobrino?! ¡¿Cómo estás?! —preguntó tan


rápida y sorpresivamente que casi ni se le entendió—

Tomás.- ¿Eh? Tío, ¿qué haces aquí? ¿A qué hora llegaste?

Grendel.- Ya había llegado desde hace rato, es que estaba des-


cansando en mi cuarto —con soberbia que intentaba disimu-
lar como honradez, él agregó— no por nada yo sí trabajo.

Tomás.- ¿Y tu coche? No lo vi cuando llegué.

Grendel. —Con suma molestia y dirigiéndose al refrigerador


dijo— ¡Fue esa india fea! ¡La gorda de mi esposa tomó el co-
che a la fuerza cuando lo había dejado aparcado cerca de la
oficina! Pero la muy wey no tiene papeles —dijo con una pe-
queña sonrisa y risilla burlona— Jaja se chingo la india fea.

Tomás.- Creo que no deberías llamarla "india", un verdadero


indígena se sentiría de lo más ofendido por tus comentarios.

Grendel.- Tienes razón sobrino, creo que gorda, puerca, fea y


mal educada le queda mejor —exclamó mientras sacaba lige-
ramente la cabeza del frigorífico—

Tomás.- Creo que eso está peor que llamarla india.

97
Grendel.- ¡¿Pues cómo quieres que la llame?! ¡¿Una santa?! —
saca su cabeza por completo del refrigerador y coloca un pa-
quete de carne molida sobre una alacena cercana— Esa mujer
nunca me atendió a mí ni a mis hijos, ¡y aun así mis hijos la
han elegido mejor a ella que a mí! Como ya he dicho, esa mu-
jer es una gorda, puerca, fea y mal educada. La única razón
por la que mantengo los servicios de la casa es por tu primo
hermano, y eso hasta que termine sus estudios. O si es que los
termina porque yo nunca lo he visto realizar tarea. ¿O tú lo
has visto hacer tarea?

Tomás.- Tío, trato de ser lo más comprensible contigo, pero a


veces eres insoportable. ¿Qué no te has dado cuenta de que yo
detesto elegir bando? Detesto esas posturas maniqueístas, tan-
to que si un genio pudiera concederme un solo deseo, sería el
que la humanidad deje de señalar con el dedo a su semejante
solo porque lo ve negro y el otro se cree blanco.

Grendel. —Ignora lo que le habían dicho y en vez de eso pre-


guntó—. Oye sobrino, ¿de dónde sacaste ese anillo?

Tomás.- No me cambies de tema tío, por favor. Hablas de mu-


chas virtudes, pero siempre hablas mal de casi todos ponién-
dote tú, casi siempre, como el modelo a seguir.

Grendel.- Sí, es verdad, ya me había olvidado de que tú detes-


tas la vida y a los que sí son felices —dijo mientras tomaba la
carne y una olla para coser— Hazme el favor de pelar las pa-
pas y zanahorias para que comamos juntos.

Y así fue como Grendel dio media vuelta y subió hasta el se-
gundo piso de la casa. La cocina estaba arriba y costaba un po-

98
co de trabajo bajar los alimentos, aun así, se hacía lo que se
podía.

Una vez que el tío Grendel se había marchado de la sala en la


que se encontraba Tomás, éste hablo a viva voz y sin filtro al-
guno.

Tomás.- Tío, ¿por qué eres así? ¿De verdad te has dejado llevar
tan fácilmente por las disque frases y consejos de felicidad? —
entre lágrimas se dijo— ¿Por qué lloro por un monstruo como
tú? Sí... es porque amo a la humanidad, con sus defectos como
con sus virtudes. Tío, sin importar cuánto daño me sigas pro-
vocando... no soy capaz de verte como un enemigo al que
eliminar, pero tampoco puedo darte la razón en cada prejui-
cioso comentario que salga de tu virulenta lengua. El sufri-
miento, la felicidad, ¡oh! Venid aquí con su resiliencia y
placer porque los extremos no han aprendido a cohabitar!

Pasó el tiempo, ya eran las diez de la noche cuando la cena es-


taba lista. Ambos continuaron su conversación en la sala
mientras cenaban sus platillos.
La verdad es mucho más compleja, en realidad ambos,
aun siendo tan opuestos, sí tenían momentos que valía la pena
atesorar. El tío Grendel sabía de muchas cosas, desde tecnolo-
gía hasta las políticas económicas de las potencias mundiales
de ese tiempo, con gran soberbia lo explicaba, pero a fin de
cuentas se lograba aprender algo nuevo con él. Más aún, él
también fue militar cuando fue joven; su puesto era el mante-
nimiento y registro de las armas. Tomás aprendía mucho de
él, como cuando le dijo que una buena forma para enviar có-
digos secretos es a través de lenguas indígenas que fueron
abandonadas hace tiempo; otro dato, pero más que nada per-

99
turbador, consistía en que los medios eran casi como el se-
gundo ejército de una nación.

Ambos continuaban cenando con tranquilidad a la vez que


hacían de manera más o menos pacífica un diálogo mutuo.

Grendel.- ¿Y al final quién te dio ese anillo?

Tomás.- Lee esta carta, aquí dice.

Grendel.- Ya veo... Oye como que ese señor Cristof te agarró


mucha maña ¿no crees? A ver si un día de estos me lo presen-
tas.

Tomás.- Puede que te agrade, también fue militar.

Grendel.- ¿De verdad? ¿Qué función ejercía?

Tomás.- Parece que era el encargado del análisis geográfico y


mayor de una pequeña división.

Grendel.- ¡Órale! Qué genial.

Tomás.- Sí, si genial es bombardear a otras naciones, hacer es-


pionaje, derrocar democracias a través de intervenciones dis-
frazadas de ayuda económica o humanitaria y tantos horrores
más. Si eso es genial entonces las guerras serían todo un goce
legal.

Grendel. —Con un ligero suspiro agregó— Y así te quieres


dedicar a la política... Vas a terminar siendo un licenciado, pe-
ro olvidado y sin patria.

100
Tomás.- Sin patria y aun siendo odiado, todo lo que haga
siempre será en pos de lo que creo.

Grendel.- Sí claro, lo que tú digas —dijo indiferente para vol-


ver a devorar su platillo, pero Tomás lo interrumpe dándole el
sobre de su carta—. ¿Y esto?

Tomás.- Es para ti, yo mismo la hice

Grendel.- Oh ya. Gracias sobrino.

Y así siguieron, con momentos agradables, y luego disputas de


lo más punzantes.

La media noche llegó, Tomás y el tío Grendel se habían ido a


dormir. El joven estudiante escuchaba a Richard Wagner, El
ocaso de los dioses, desde el reproductor de música de su celu-
lar. Antes de quedar dormido en su totalidad, él reflexionó
mientras miraba al techo oscuro.

—Si dentro del panteísmo decían que todo era Dios, hasta los
mortales. ¿Entonces Dios no sería un ente tan virtuoso, pero
tan estúpido también? Menos mal que no vivo en la época del
apogeo del cristianismo, antes de llegar a los dieciocho años y
ya hubiera sido excomulgado; eso sí que sería un récord. Pero
he de admitir que algunas ideas religiosas son rescatables. En
definitiva, me falta, y siempre faltará, mucho por aprender…
Nunca, nadie, podrá alcanzar la totalidad, y menos en este
mundo de soledad, que contradictoriamente se halla híper
conectado.

Él se ha quedado completamente dormido, pero esta vez no


con un rostro de resquicio o sufrimiento, ahora más bien ex-

101
perimentaba todo tipo de sueños que provenían desde lo más
profundo de su subconsciente.

En uno de estos él se encuentra solo, y va a tener que andar


solo. Después de mucho andar en un espacio negro y abismal
logró encontrar a una persona; es Esculapio. Éste le da ins-
trucciones intencionalmente complejas, después se marcha,
por lo que el joven estudiante sigue caminando hasta llegar a
un valle de narcisos los cuales florecen por la luz de la luna
llena. En ese momento llega Hermes, quien lo guía hasta un
nuevo camino. El joven ya no se siente afligido, ha combatido
con sus demonios y ha lanzado sobre todos los retos tanto
mentales como físicos que se le han presentado. Cuando se da
cuenta, Hermes ya no lo guía, vuelve a estar solo, y ahora se
encuentra en pleno mar en un día extremadamente soleado. A
lo lejos se observa a un ser, es el grandísimo Prometeo, que
portando el fuego de la vida danza sobre el agua de tal manera
que sus giros en llamas se compenetran con el agua salada del
vasto mar. Una bella mujer quien parece ser la diosa Ishtar
emerge de las profundidades y toca a Prometeo, éste la ve y
besa, para después volver a danzar sobre la superficie maríti-
ma, mas ahora estando en compañía. No hay interrupción; la
mente, cuerpo, y corazón de ambas deidades se funden en una
sola.

Ahora, el sueño debe terminar.

102
Capítulo décimo:
Memorias de un caído

De: Tomás Esquivel.


Para: Grendel Esquivel.

Tío, con este presente te hago saber sobre lo que acon-


teció y está por acontecer.
Trataré de ser lo más imparcial posible, tratando
siempre de darte la razón solo cuando realmente la
tengas, al igual aplica conmigo, y con todos los de-
más. Tío... eres un hipócrita. No puedo creer que al-
guien como tú que posee tanto conocimiento sea tan
torpe como para caer en su propio orgullo y en los se-
ductores engaños de un sistema que te promete la fe-
licidad así de fácil y sencillo. Eres una gran persona
porque gracias a tus palabras (algunas que pueden
ser rescatables) he decidido hacer de una vez por to-
das lo que es correcto. El qué es lo sabrás dentro de
los próximos días, probablemente a través de los me-
dios masivos que convierten el sufrimiento en espec-
táculo. Pero en fin... Tío, no sé con exactitud qué sea
lo que pienses y porqué tomas esa postura tan con-
tradictoria de un hombre recto para luego actuar co-
mo un cincuentón soberbio y quejumbroso, pero aun
así trataré de entenderte.

103
Te pido por favor que cuides de tus hijos, son excep-
cionales. Ella es una gran artista y mi primo-
hermano es un gran conocedor de la ciencia, pero las
discusiones que haces con tu esposa solo ocasionan
que todo ese potencial se vaya a la basura. ¿No te das
cuenta de que mi primo se ha vuelto más distante y
eso a lo que tú llamas como "huevonada" no es nada
más que el resultado de una depresión progresiva? Y
mi prima... Tan solo mírala, casi está en los huesos y
no porque sea tan floja para preparase de comer, sino
porque esos mismos problemas la dejan sin ganas de
siquiera hacer algo en presencia tuya. Ella puede ser
una gran diseñadora gráfica, tiene muchas ofertas
de empleo en donde le pagarían una fortuna por crear
algo que valga la pena ser observado, pero no puede
porque esos mismos problemas familiares ya no le
dan una razón para seguir su sueño. Lo sé porque yo
también lo sentí, el crear una obra tan bella pero solo
poder ver reflejado la porquería que te asfixia día y
noche.

Tío, no te diré cómo vivir la vida porque a tu edad ya


deberías tener tu propia fuerza de voluntad para
crearte tus propios valores sin la necesidad de depen-
der de una idea como lo es la religión o el naciona-
lismo. También porque es absurdo imponer mi punto
de vista sobre los demás, nadie en su sano juicio
permitiría que su realidad en la que tanto trabajó se
vea destruida por otro ser que solo busca imponer; ca-
da uno debe desarrollarse a través de su propio crite-

104
rio, y solo recibir ayuda de alguien en el momento en
que resulte imposible superar "x" prueba. Nos guste o
no, tarde temprano necesitamos del otro para apoyar-
nos. Somos animales sociables, no meros objetos o
pedazos de carne arrojados para solo dedicarse a con-
sumir y producir.

Escúchame bien, no podrás borrar lo que has hecho,


yo no podré borrar lo que he hecho, y nadie podrá bo-
rrar lo que ha hecho porque la misma esencia de la
humanidad está en el fracasar y seguir viviendo. Se
podría decir que somos meros títeres tal y como lo
describiría Hegel; pero yo quiero darle más protago-
nismo a la humanidad. Durante mucho tiempo yo
también estuve perdido, cegado por mi propio orgullo.
¡Era el misántropo y vanidoso más grande que nun-
ca se había visto! Pero... Por el camino duro me en-
contraba, y cuando al fin desperté... me di cuenta de
que siempre he estado solo. Era un malcriado... pero
ya no más.

Es muy posible que todo lo que estas escuchando de


mí sean simples palabras de un inmaduro que se cree
profundo, y no te culpo, así lo era. Puede que nunca
nos llevemos en paz porque tú buscas la felicidad a
través del esfuerzo individual, yo lo hago a través de
la introspección, del sufrimiento y empatía. Pero co-
mo ya he dicho, trataré día tras día para que no cai-
ga el fatídico momento en que nos tengamos que
disputar, pero ahora a golpes de muerte. Tío Grendel,

105
te amo, y a toda la humanidad también. Algunas
veces te sacarán de quicio las personas, pero creo que
esa es su cualidad más divertida; qué aburrido sería
la felicidad ininterrumpida, y qué dolor constante
serían las tragedias sinfín. Siempre estaré en deuda
con todos los que me han ayudado a levantarme y
llegar en lo que soy ahora. Madre, abuela, el profesor
Juan, Navarro, tú, y muchos más; siempre estaré en
deuda con ustedes porque ya sea en las malas como
en las buenas, ustedes han estado ahí.

Yo soy Tomás Esquivel, y me retiro para ir a una


nueva aventura en quién sabe dónde.

Firma: Tomás Esquivel.

106
Capítulo décimo primero:
Rubedo

El tío Grendel se encuentra sentado en su cama blanca y con


una expresión casi inerte, pero unas pocas lágrimas salen de
sus ojos café oscuro; guardó la carta en la mochila de su ofici-
na. Él no ha cambiado, sigue siendo el mismo de siempre, pe-
ro por lo menos le salió una lágrima de sus rígidos ojos.

Tomás está en frente de la casa de los Hyde, es modesta, pero


en el interior hay una elegancia de tal magnitud que daría la
idea de que todo es solo una fachada para encubrir lo valioso
del interior. Él tiene guardado el anillo en el bolsillo izquier-
do de su pantalón de mezclilla negro. Se dirigió a la puerta
doble de metal pintado de rojo, y tocó el timbre, a los segun-
dos la señora Hyde le permitió el paso; estaba con una expre-
sión de seriedad total.

Señora Hyde.- Pasa —dijo moviendo la cabeza en señal de


aprobación—.

El joven cruzó por el umbral para después encontrase con el


señor Hyde sentado en un sillón blanco, y a Iakellín sentada
en un sofá del mismo color. La señora se sentó justo a un lado
de su hija, lo que dio comienzo a la fase final.

Tomás.- ¿Iakellín? —cuestionó con tartamudez— ¿Q-qué ha-


ces aquí? ¿No sé suponía que te encontrabas bajo custodia de
las autoridades?

Señor Cristof.- Tomás —dijo calmadamente— siéntate por fa-


vor.

107
Él se sentó en un pequeño banquillo que había en la sala. Se
encontraba ante toda la familia Hyde, que lo observaban co-
mo si ellos mismos fueran los jueces en ese momento.

Señor Cristof.- Tomás… ¿te has confesado?

Tomás.- ¿Qué? N-no le entiendo...

Señor Cristof.- Dije que… ¿si te has confesado?

El joven no contestaba, no sabía qué estaba pasando. Iakellín


estaba libre y él mismo se sentía como si todo el mundo qui-
siera clavarlo en media plaza pública.
El señor Hyde le volvió a formular la misma pregunta,
pero ahora levantándose de su sofá de tal forma que con su
imponente figura hacía que el pobre Tomás pareciera una mí-
sera cucaracha aplastada.

Señor Cristof.- ¿Te has confesado Tomás Esquivel?

Tomás.- Sí, se-señor... —respondió mientras venía a su mente


lo que le había dicho a las cenizas de su madre antes de lan-
zarlas por el aire— Ya he visto todos mis errores.

Señor Cristof.- ¿Y por qué quieres desperdiciar todo cuando al


fin puedes ser feliz? Has cambiado, pero sigues hundiéndote
con tus juramentos.

Tomás. —Sin dudarlo se levantó del banquillo para responder.


Lleno de necedad él decía—. ¡La felicidad no se encuentra en
la felicidad, señor Hyde!

108
Iakellín.- Y si no se encuentra en el placer, ¡¿entonces dónde
se encuentra?!

Tomás.- En el sufrimiento. Si conoces un sufrimiento que es


proporcional al que podrían padecer tus semejantes, entonces
eres capaz de verlos como tus iguales y no como tus contra-
rios, porque todos sufrimos, a veces, aunque ni lo notemos.

Señora Hyde.- ¿Entonces vas a reducir a todos como simples


seres que pasarán la vida sufriendo? ¿Y la única forma en la
que seremos capaces de ser felices es a través del mismo su-
frimiento?

Tomás.- Sí —reafirmó tajantemente—. El sufrimiento nos


ayuda a mejorar en todos los aspectos.

La señora Hyde no dijo nada más, se limitó a hacer una pe-


queña risilla de boca cerrada mientras se cubría sus labios ro-
jos con la palma de su mano derecha.

Iakellín.- Eres muy determinista, Tomás. No has aprendido


nada aún; quieres someter a todos al sufrimiento sin medir las
consecuencias de dicho cambio. La felicidad no se alcanza a
través de un solo camino, cada uno debe forjar su propio ca-
mino, y aun cuando queramos tener el control, tarde o tem-
prano acabaremos accidentándonos.

Señor Cristof.- Luchas por un futuro mejor, pero eres tan es-
túpido que a veces te olvidas de ti mismo; no te das el aprecio
que necesitas. Y no, la autoapreciación no es algo soberbio o
de vanidad, es el hacerte valer y definirte en un lugar dentro
de esta sociedad. Eres superior a la media, porque claramente
demuestras una determinación, amor e inteligencia que muy

109
pocos poseen. Pero de nuevo volvemos a lo mismo, sigues
menospreciándote a la vez que intentas ayudar a otros para
sentirte mejor contigo mismo. ¿No es algo contradictorio que
ames a la humanidad, pero no seas capaz de amarte a ti mis-
mo? ¿O será acaso que en tus cavilaciones omitiste el hecho
de que ayudas a otros para que así no te abandonen?

Tomás.- ¡No! ¡No! ¡Ustedes se equivocan! —gritaba y apretaba


sus puños con gran cólera— He cambiado, ya intenté hacer
las paces con mi tío Grendel y he dejado libre a mi madre. He
vuelto a tener esperanzas en mí, porque ahora estoy dispuesto
a seguir mi carrera universitaria; ahora comienzo desde cero
una nueva vida, pero con los valores que ya he forjado.

Señor Cristof.- ¿Entonces por qué te entregarás a la justicia?


¿Por qué quieres echar al tambo tu renacer tan rápido?

Tomás.- ¿Qué? ¿Pero cómo sabe que yo soy...?

Señor Cristof.- ¡Yo hago las preguntas aquí! —dijo con una
furia que casi parecía la de un terremoto. La casa de los Hyde
se agitó violentamente sin explicación alguna—

Tomás. —Vehemente contesta—. Porque es lo justo... Yo ma-


té a esas tres personas, y si busco la felicidad a costa de olvidar
lo que hice, no sería más que un cobarde que huye de las con-
secuencias. La sombra de mis pecados nunca se borrará; por
culpa de mi ignorancia hacia mí mismo, inocentes tuvieron
que pagar el precio. No solo tomé una vida, sino que también
le arrebaté su dulce amor a esa bella pareja. No los conocía,
pero si de verdad se amaban, ¡eran genuinos esos lazos! ¿Cómo
puede pedirme que sea feliz…? Cuando descuarticé como
cerdo a lo más bello de este universo…

110
Señor Cristof.- ¿Y no puedes enmendar lo que has hecho de
una forma que sea proporcional a lo que has arrebatado?

Tomás.- Sí, remediando este error al dar mi vida.

Señor Cristof.- Pero te estás condenando a sufrir durante tres


vidas más para pagar por tus actos. ¿Vale la pena?

Tomás.- Yo...

Iakellín.- ¿Tú qué Tomás? Eres mera carne que tiene que sa-
tisfacer sus necesidades biológicas, solo tienes tu carne. Al fi-
nal lo que esté más allá del mismo entendimiento no lo
puedes ni asegurar ni negar; o te conformas con la carne y ha-
ces lo que puedas con ella, o arriésgate a girar tres veces más.13

Él se encontraba cabizbajo, no respondía, y la familia Hyde lo


seguía observando con ojos de juez.

Tomás.- Es verdad... Mis ideales no están bien, y si mis ideas


no concuerdan con lo que yo hago entonces no debo decir
que soy feliz porque ni siquiera sé cómo es que he logrado la
felicidad. O siquiera si es que soy capaz de diferenciar una fe-
licidad verdadera o una mera superficialidad de mi Ego.

Señor Cristof.- ¿Entonces volverás a abandonar todo para em-


pezar de nuevo?

Tomás.- No, lo que he logrado hasta ahora es verdad. Algunas


ideas no son coherentes, por lo que deberé seguir trabajando
ello.

111
Señora Hyde.- Pero te vas a entregar a la justicia, y si lo haces
ya no podrás seguir. Además, ¿no crees que podrías aprove-
char tu vida para salvar a más personas y así redimir tus actos?
Tal vez los demás nunca te entiendan, pero tú estarás seguro
de que todo lo que has hecho lo has realizado porque tú real-
mente lo querías hacer así. Podrás morir sabiendo que hiciste
lo que estuvo a tu alcance.

Tomás.- Entonces... ¿Me entrego? ¿O no me entrego?

Señora Hyde.- No lo sé, ¿qué acaso no sabes elegir? ¿Necesitas


que te llevemos de la mano? ¡Vaya kind!

Tomás.- No, no me refiero a eso. Es solo que… Si no me en-


trego, ¿entonces quién lo hará? Esto no puede quedar así.

Señor Cristof.- La carta, en la carta que te envié decía que ha-


bía hallado la forma para acabar de una vez por todas con es-
to.

Tomás.- No… Señor Hyde, ¿de verdad usted…?

Señor Cristof.- Sí, yo asumiré la responsabilidad de todo lo su-


cedido para que tú, mi geliebte frau y mi tochter puedan salir
de todo este malentendido. Descuida, ya lo hemos consultado
en familia y la decisión la aceptamos.

Tomás.- No comprendo nada…

Iakellín.- ¿Eh? Vaya sorpresa, generalmente lo entiendes casi


todo. Escucha con atención: la primera vida que tomaste fue
en el ocho de octubre en la noche. Hacia las ocho con treinta
minutos yo me retiré del instituto y cuando caminaba por la

112
acera te reconocí a lo lejos porque antes de que te colocaras
esa extraña máscara logré ver tu rostro; aparentemente guar-
dabas un objeto debajo de tu camisa negra. Te seguí hasta el
callejón más cercano, pero en cuanto te vi ya habías cometido
ese asesinato. Me viste, yo te vi, y con una dulce pero siniestra
voz que venía de ti me preguntaste si es que estaba dispuesta a
encubrir tus actos. En un principio no comprendía nada, por
lo que esa voz me lo explico todo y de una buena vez sabía
qué era lo que te afligía. Llegué a un acuerdo con quién sabe
qué y asumí la responsabilidad de ese crimen al momento en
que me hice un pequeño corte en el brazo; dejé caer un poco
de mi sangre sobre la escena del crimen. Pero al parecer lo
que te poseyó no cumplió con su parte del trato y volvió a
cometer dos homicidios más. Creo que el resto ya lo sabes a la
perfección Tomás.

Tomás.- Ya veo… ¿Entonces así sucederá señor Hyde? ¿No


cree que en parte sea mi culpa?

Señor Cristof.- En parte es tu culpa, pero como te dije días


atrás: sería un desperdicio de potencial el ver cómo te lastimas
después de todo por lo que hemos pasado. Nadie aprende de
las victorias, eso bien lo sabes. Si no fueras una gran persona
créeme que no daría ni un céntimo por ti, pero este no es el
caso. ¡Ahora te hago esta pregunta Tomás Esquivel, ¿estás de
acuerdo con esta decisión?!

Tomás.- Yo… Estoy de acuerdo.

Señor Cristof.- Bien, entonces solo queda una última cosa por
hacer.

113
El teléfono de los Hyde comienza a sonar, por lo que la madre
de Iakellín contesta y dice:

Señora Hyde.- Geliebte, es hora. Te están buscando por las


faltas que has cometido en la agencia.

Señor Cristof.- Excelente, esto ha terminado. Tomás, ¿estás


son tus últimas palabras?

Tomás.- Sí, así he hablado porque así quiero hablar, y si me


llegará a equivocar y mis acciones pudieran dañar a alguien
más, entonces háganmelo saber y yo estaré agradecido porque
logramos evitar un sufrimiento innecesario.

Señor Cristof.- Bien, entonces hemos acabado.

Iakellín. —Se levanta del sofá blanco afirmando— Eres muy


noble, Tomás. Aunque a veces no te entiendan y te lo repro-
chen, tú seguirás tu camino e intentarás ayudar a los que más
lo necesiten. Esta también puede ser tu mayor debilidad, tanta
humildad y honor te puede costar caro; pero ya veré cómo te
desenvuelves en una situación como esa.

Iakellín Heliossher Hyde toma de las mejillas a Tomás y le da


un beso; sin explicación alguna toda la habitación comienza a
cambiar por un espacio vacío y oscuro. Iakellín ya no es Iake-
llín, ahora es la sombra de Tomás que lo mira con una sonrisa
ya no de burla, sino de respeto y felicidad. Él se le queda
viendo con una mirada en blanco, no comprende lo surrealis-
ta del asunto. Sin previo aviso el anillo que tenía en uno de los
bolsillos de su pantalón comienza a brillar con tanta fuerza
que lo quema. De un momento a otro él se encuentra en unas
llamas tan intensas que lo hacen gritar sin control alguno

114
mientras que su sombra le dice: — Si realmente has aprendi-
do, este dolor no es nada en comparación de lo que ya has su-
frido. Es hora de despertar, porque esta recapitulación ha
terminado. Cumple con tu promesa, Tomás, hasta el final y
dando siempre lo mejor de ti. Estamos condenados a ser feli-
ces...14

Ahora, se encienden las luces, el sonido de un despertador di-


gital resuena en una habitación blanca inmaculada. Tomás se
despierta y lentamente se levanta de la cama para después
mojarse la cara en su lavabo, para así dirigirse hasta la cocina a
preparar el desayuno. También hay una mujer acostada en la
cama, su esposa, a quien juró lealtad hasta el final de sus días;
hasta hoy en día su promesa recíproca continúa. Su nombre es
Anatolia Petraro y lentamente también se despierta.

Son las siete de la mañana y se están haciendo unos huevos


revueltos con café y tortillas. Anatolia se le acerca desde atrás
mientras que él sigue preparando los alimentos; ella le tapa los
ojos y él pregunta quién es, ella le contesta: — ¿Y tú quién
crees pequeño gato?— Tomás se voltea y le da un beso; ambos
desayunan. Él se coloca su traje negro con corbata roja, junto
con su reloj color negro y blanco. Anatolia un traje sastre azul
marino, y una pequeña liga negra para recogerse su cabellera
oscura.

Ambos salen por la puerta de su departamento para ir a sus


respectivos trabajos. Ella le pregunta ya en la calle: —¿De
nuevo recordaste eso?— Éste le responde que sí. Ambos se
quedan mirando por unos cuantos segundos, y después se des-
piden con un beso de mejilla a mejilla.

115
Mientras que aquella hermosa e inteligente mujer iba a su
trabajo, no podía evitar pensar en todo lo que pasó. — Pero
que hombre más extraño eres, Tomás Esquivel. Nunca me
cansaré de ti, estás lleno de sorpresas. Solo espero que nues-
tros hijos no salgan con esa manía tuya de quedarse hasta des-
horas de la noche para ver la luna llena salir junto con las
estrellas.

En cambio, mientras Tomás iba caminando por la acera, vien-


do pasar a lo lejos una parpada de palomas blancas, se decía:
— Han pasado trece años desde que elegí este camino, y lo si-
go manteniendo. Amada Anatolia, me inclino ante ti porque
me has amado como soy, con ojos de extrañeza a veces, pero
siempre comprensible. No puedo creer que un ser como yo
haya logrado encontrar el amor tanto sexual como platónico.
Siempre estaré agradecido con los que me han acompañado
durante los treinta años que llevo de vida. Mi promesa de lle-
gar a ser una persona al servicio de todos se ha cumplido, al
fin me he convertido en quien tanto he soñado. Aunque los
caminos sean escarpados, punzantes y con llamas retadoras,
yo siempre me mantendré y daré lo mejor que tengo a mi dis-
posición. Yo soy yo, y mi circunstancia.

116
Epílogo

Han pasado doce años desde que Tomás eligió su pro-


pio camino. Él ahora es un asesor jurídico, también conoce de
economía, investigación forense, derecho, filosofía y letras,
psicología, pintura, música, él se ha convertido en todo un
erudito. Durante casi toda su juventud se preguntó: —He me-
ditado, he aprendido y he experimentado tanto que me he
cansado hasta de mí mismo. Ahora tengo una cuestión que no
me deja dormir: ¡¿Qué hago con tanto saber?!

Al fin lo descubrió, enseñar a los demás a que tomen criterio


y poder sobre sí mismos y de su entorno.

En este mundo la economía no ha parado de crecer, sigue


produciendo, consumiendo y desechando tanto productos
como personas. La grandiosa utopía de hace unos años solo
era una burbuja, que estaba próxima a reventar por el mismo
sistema que la creó. Mas ahora se están enfrentando a un pro-
blema en común.
Tomás y Anatolia se encuentran sentados en el gran
parlamento nacional. La científica escribe a detalle cada pala-
bra que dicen, mientras que su esposo, se mantiene sentado y
aparentemente sin prestar atención.

Funcionario.- ¡Señor Esquivel! —dijo con gran enojo aquel


hombre en traje— ¿Está escuchando o es qué necesita que le
traigamos un espectáculo para que nos preste atención?

Tomás.- Para nada, ¡ya hay suficientes espectáculos en el in-


ternet y la televisión!

117
Funcionario.- ¿Ah sí? —contestó ofendido— Entonces díga-
me, ¿si tantas cosas usted sabe por qué no nos da una solución
para esta problemática?

Tomás.- ¿Solución? ¡Ja! Yo solo soy su asesor, no su salvador.


¿Qué acaso creen que los recursos de este planeta son ilimita-
dos o qué? Sin importar lo que hagan, si no bajan la produc-
ción masiva de productos no esperen que este problema se
reduzca. Y digo reduzca porque aún si bajáramos la produc-
ción nosotros los seres humanos seguiríamos estando aquí, y
nuestra simple presencia, nuestras necesidades biológicas ne-
cesitarán ser saciadas de una u otra forma. Estamos como el
perro que se muerde la cola; no se quiere reducir la produc-
ción porque eso pondría en juego el crecimiento económico
mundial, pero no queremos que los mismos recursos que so-
breexplotamos dejen de existir. Por no mencionar que más de
la mitad de la población genera los ingresos justos para subsis-
tir, ahora imagínense que quieran obligarlos a pagar por co-
ches eléctricos y energías renovables. ¡Dejarían a más de la
mitad de la población sin el capital necesario solo por su idea
de volvernos verdes! Podríamos seguir utilizando los combus-
tibles fósiles, pero solo a mediano plazo en lo que se invierte
en energías renovables, lo cual permitiría a que ese sector del
mercado se vuelva más accesible para las personas. ¡O quién
sabe, tal vez con la ciencia logren volver reutilizables algunos
empaques o generar energía a través de la misma basura! Di-
go, yo solo les estoy dando propuestas, ya es cosa suya si quie-
ren pasar a la acción. Escojan por favor porque no siempre se
pueden salvar ambas partes.

Nadie respondió a estas palabras, todos en la junta prefirieron


desviar miradas.

118
Funcionario.- Señorita Anatolia, ¿qué piensa usted?

Anatolia.- La verdad es que no podría estar más de acuerdo


con mi colega. Se quieren salvar dos cosas: los ingresos y a la
biosfera, pero ya bien se sabe que no se pueden hacer dos co-
sas a la vez. ¿O es qué tienen miedo de que los ingresos de esta
nación se vayan por los suelos? Si es así, con el perdón de la
palabra, pero no son nada más que unos cobardes y refutarían
las hipótesis de mi colega con respecto a que este sistema es
débil porque depende constantemente de la producción masi-
va para seguir operando, y en consecuencia los recursos natu-
rales que son utilizados terminarán escaseando, y muchos
otros ni siquiera son utilizados; sencillamente son desechados
porque no se acoplaron a la oferta y demanda del momento. O
una de dos: nos arriesgamos a disminuir paulatinamente la
producción para así cambiar en energías renovables y más ac-
cesibles para las personas, o la producción sigue en aumento
de tal forma que en cien o doscientos años la urbanización
haya acabado con la última hectárea de tierra fértil. Y créan-
me que cuando las inundaciones lleguen, el clima sea volátil,
e incluso la comida comience a escasear en los países menos
desarrollados, habrá un problema que ni con el crecimiento
económico se podremos solucionar.

Nadie contesta. Una señora que es la vicepresidenta de esa


respectiva región se dirige a Anatolia.

Funcionaria.- Señorita Anatolia, ¿la ciencia puede hacer algo


al respecto?

Anatolia.- Últimamente hemos estado trabajando en nuevas


formas para generar energía y reutilizar objetos como cables
de cobre o motores de aparatos eléctricos. Los resultados son

119
satisfactorios, pero de nada sirve si cada año la cantidad de ba-
sura es el doble de lo que una recicladora puede procesar. Por
no mencionar que existe el riesgo de que en estas plantas haya
filtraciones de contaminantes ya sea en el aire o en la tierra,
lo que vuelve más compleja y costosa la inversión constante
en estas plantas. Más aún, como dijo mi colega: Yo no estoy
aquí para salvarlos. La ciencia no es dios damas y caballeros, el
mismo conocimiento científico se desarrolla a base de prueba
y error; no crean que tendremos una solución definitiva en
tan solo una sesión aquí, en el parlamente nacional.

Y así siguió el diálogo durante varias horas más. Ya habían


dado las tres de la tarde cuando decidieron dar un cese a la
reunión y continuarla la próxima semana.

Anatolia.- Lo hiciste muy bien. Esa actitud de cínico que to-


mas cuando estás en público sí que les llega a tus interlocuto-
res.

Tomás.- Sí, pero les cuesta tomar decisiones arriesgadas. No


son nada más que una bola de burócratas que viven de los im-
puestos de los contribuyentes.

Anatolia.- No nos podemos arriesgar a tomar una decisión an-


tes de analizarla con detalle.

Tomás.- ¿Con detalle? Pero si desde la revolución industrial


que este problema ha ido en aumento progresivo. Creo que ya
se ha analizado con el detalle suficiente para tomar si quiera
una pequeña iniciativa. En fin, cambiando de tema: ¿hablaste
con el crew?

120
Anatolia.- Ay Tomás, han pasado poco más de doce años des-
de que los conociste y a tus treinta y los sigues llamando el
"crew".

Tomás.- ¿Qué tiene de malo? Demuestra que nuestra amistad


es inmutable.

Anatolia.- Sí, pero vas a llegar a anciano y seguirás hablando


como chavorruco.

Tomás.- ¿Insinúa que me veo viejo? Pero mire estos melonci-


tos—dijo mientras hacía unos movimientos extraños y ridícu-
los— no verá este cuerpazo en ningún treintañero y sin la
necesidad de recurrir a tintes de cabello o cualquier tipo de
modificadores de la apariencia.

Anatolia. —Le da un carpetazo en la cabeza y le dice— Uy sí,


qué cuerpazo. ¿Y yo qué? ¿A caso soy de chocolate y no juego
o qué?

Tomás.- No, eres de placer como ningún otro.

Anatolia.- Cheshire...

Tomás.- Cegadora...

Ambos se dan un beso, pero son interrumpidos por Navarro


que está tocando el hombro de su viejo amigo. Ambos se sepa-
ran y se sorprenden al ver al ya crecido y con bigote de Nava-
rro, que viste en un traje gris.

Tomás.- ¡¿Y tú?! ¡¿De dónde saliste?!

121
Navarro.- De mi madre, ¿y ustedes?

Tomás.- ¡No le copies sus frases a Iakellín, cachetón de los


números! —dijo mientras le daba un pequeño golpe en la ca-
beza a su viejo amigo— ¿Cómo te fue en tu entrevista?

Navarro.- Adivina.

Tomás.- ¡Me da flojera! ¡Dímelo tú!

Navarro.- Me dieron el empleo. ¡Comienzo este lunes en la


mañana como contador!

Tomás.- ¡Sí, mi amigo el cachetón y regordete al fin encontró


trabajo! —gritó mientras abrazaba con fuerza a su viejo cole-
ga—

Navarro.- ¡Oye, que me vas a asfixiar! ¡Ayuda, policía, un loco


del saber me quiere comer! —exclamó mientras intentaba
quitarse a su viejo amigo de encima—

Tomás.- ¡Cállese! ¿O tengo que recordarte que te acabas de


meter sin permiso al parlamento? Jejeje…

Después de un rato de charla dentro del salón de reuniones,


Tomás, Anatolia y Navarro subieron al coche donde los esta-
rían esperando Edwin y Luis en una camioneta familiar.

Hija de Luis.- ¡Buenas tardes, tío Tomás y madrina Anatolia!


—dijo desde el asiento trasero—

Tomás.- Ya te dije que no soy tu tío niña. ¿Cuántas veces te lo


he de repetir?

122
Anatolia.- Por favor, Tomás, dale el gusto a la pequeña.

Tomás.- ¡Pero hace que me sienta más viejo! ¡Eres cruel niña,
por eso te voy a comer! —afirmó con expresión y tono de bu-
fón—

La pequeña se reía a carcajadas desde su asiento por las paya-


sadas que hacía Tomás, a lo que Edwin añadió.

Edwin.- Ja, para ser al que menos le asusta la muerte acabas


de decir algo muy gracioso. No creí que te asustaba el ser vie-
jo, casi siempre hablabas de tener barba, cómo serías de papá
y todo eso cuando tan solo íbamos en el instituto.

Tomás- Oh pues… Es un decir. No le arruines el momento a


la mocosa.

Hija de Luis.- ¡¿A quién llamas mocosa?! —cuestionó hacien-


do un ligero puchero y cruzándose de brazos—

Tomás.- ¡A ti!, que toda la nariz la traes moquienta! Y por


eso… ¡te voy a comer!

Ambos vuelven a hacer bromas, a lo que Anatolia dice con


una ligera sonrisa.

Anatolia.- Veo que pese a todo seguimos siendo jóvenes…

Ella ya conocía a la familia de Luis, también a Edwin, Nava-


rro, y a Iakellín desde hacía cinco años. Los siete se llevaban
muy bien, tanto, que cada vez que podían realizaban reunio-
nes como la que estaban a punto de hacer.

123
Una vez que habían llegado a donde los estaría espe-
rando Iakellín Heliossher Hyde, todos se saludaron y comen-
zaron a comer en el parque cercano al instituto en donde
Tomás y compañía habían estudiado.

Navarro.- ¡Ya te dije que estás viejo! ¡Tan solo mírate esa bar-
ba, pareces Aristóteles, pero con pelo negro!

Tomás.- ¡Nanaí! ¡¿Tú te has visto a un espejo?! ¡Esa panza che-


lera y cachetones los tienes más prominentes que cuando te-
nías diecisiete años!

Navarro.- Sí claro, ándale rarito. Mejor pásame un poco de


pastel que traigo hambre.

Edwin.- ¡¿Cuándo no?!

Navarro.- ¿Qué insinúa negro que viste como oficinista del si-
glo veinte?

Iakellín. —Con suma tranquilidad declara— No hemos cam-


biado casi nada, seguimos siendo los mismos escandalosos de
siempre.

Luis.- Sí... Qué recuerdos.

Edwin.- No te vayas a poner como llorón justo ahora. ¡Ni de


broma voy a ser tu almohada!

La hija de Luis se acerca y pide que le den un poco de café frío


del termo metálico que tenían sobre el pasto, su padre se lo
sirve sobre un vaso y se retira para volver a jugar en las resba-
ladillas cercanas.

124
Anatolia.- ¿Qué fue lo que pasó Luis? —preguntó con suma
tristeza— Que yo recuerde ella y tú siempre han sido muy
unidos.

Luis.- Sí, pero últimamente en mi oficina ha habido muchos


despidos. Ahora quieren gente más preparada y que se com-
prometa en su totalidad con el trabajo, pero el problema es
que no puedo descuidar a la familia.

Tomás.- No te culpes Luis, sé que encontrarás un nuevo lugar.

Luis.- Lo sé, pero ella lo era todo para mí. O una de dos: las
descuidaba para así comprometerme con el trabajo y competir
por mi puesto, o dejo mi trabajo, pero ya no hay ingresos en la
familia. Y como ven terminó pasando la segunda.

Tomás.- ¿No te puede apoyar en lo que buscabas un nuevo


empleo?

Luis.- No tiene sentido, la competencia laboral es demasiado


para mí. Es como lo que siempre dices en tus conferencias. Es
mejor así, ya si la situación mejora creo que podríamos regre-
sar, pero por el momento la pequeña se quedará con su madre.

Edwin.- ¿No te salió con eso de que no te has esforzado lo su-


ficiente?

Luis.- Sí, sí lo hizo. Y tiene razón, no me he esforzado lo sufi-


ciente.

Tomás.- No digas eso larguirucho, todos somos diferentes


porque nos hemos desarrollado en diferentes circunstancias,

125
no puedes exigirle a alguien hacer algo que le es imposible
hacer porque evidentemente no es apto para ese trabajo. Tú
eres mejor en cuestiones de electrónica, automóviles y ense-
ñar a otros para que toquen instrumentos musicales.

Luis.- Sí, pero la sociedad tiene sus reglas, te tocó donde te to-
có, así que te aguantas.

Tomás.- ¿Cómo qué: "pues así nos tocó"? —comunicó con los
brazos cruzados— ¿Así que o te chingas o te jodes? ¿Si algo va
en contra de la estabilidad de las personas lo dejaremos pasar
porque según eso es lo que les tocó y por ende haremos la vis-
ta gorda diciendo que son unos huevones o que no son lo sufi-
cientemente aptos para los días modernos?

Navarro.- Bueno, bueno, Tomás, cálmate por favor —dijo rá-


pidamente— que te alocas y luego no paras de hablar.

Anatolia.- Tiene razón, cálmate por favor. Se hace lo que se


puede, pero los cambios no vienen de la noche a la mañana.

Tomás.- ¿Qué va? Pero si han pasado las generaciones y yo no


veo ni de lejos ese cambio. Nos moriremos esperando ese mí-
tico cambio cuando nosotros pudimos haberlo hecho en per-
sona.

Navarro.- Eres un raro.

Tomás.- Y tú tienes cara de Carlos Slim en una fusión bizarra


con Salinas de Gortari y no me estoy quejando sabes.

Edwin escucha estas palabras e instantáneamente se atraganta


con el café frío, para que después Navarro, en forma de ven-

126
ganza, le diera tremendo golpe en la espalda con la excusa de
que era para salvarle la vida; Edwin asintió la broma y le lan-
zó un golpe al hombro. Al final ambos comenzaron a pelear
en el césped y Anatolia le dijo a Iakellín.

Anatolia.- Son tal para cual eh. Creo que se verían bien como
pareja sentimental.

Iakellín.- No lo sé, para mí son mis cómicos preferidos. Cada


vez que me reúno con ustedes me siento muy feliz. Bueno —
dijo mientras se levantaba del pasto—, no quisiera acabar con
el momento, pero me debo ir. Tengo cosas que hacer en mi
taller.

Anatolia.- Tomás, ¿podrías acompañar a Iakellín? ¿Tienen co-


sas qué discutir no?

Éste había entendido a lo que se refería su esposa, por lo que


se apresuró a tomar su maletín café y acompañar a su vieja
amiga.

Iakellín y Tomás caminaban hasta la estación de autobuses


más cercana, tal y como lo hacían cuando eran estudiantes de
instituto.
Mientras ambos caminaban en silencio las personas se-
guían moviéndose apresuradas, esperando siempre un día más
tranquilo y feliz. Los minutos pasaron y en un intento para
enfriar la situación Tomás decidió elogiar a Iakellín.

Tomás.- Ehh… Veo que sigues manteniendo la misma forma


de vestir que cuando tenías dieciocho. Te- te ves muy hermo-
sa como siempre.

127
Iakellín.- No necesitas el tener que hacer tiempo. Solo dilo
por favor.

Ambos guardaron silencio por unos segundos mientras se-


guían caminando.

Tomás.- Iakellín... Lamento que te encuentres en esta situa-


ción. Si me hubiera entregado, a ti te hubieran dejado ir y po-
drías haberte realizado como una gran artista. El señor Hyde
te sacó de la agencia sin orden alguna y violó muchas de las
reglas del protocolo de seguridad, al final a él le adjudicaron
todas esas muertes. —Se detiene y mira al suelo mientras
aprieta sus puños con gran impotencia— Iakellín... Por mi
culpa el señor Hyde murió apuñalado en la cárcel por una de
las personas que él mismo encarceló. Y tu madre... La señora
Hyde no pudo soportar semejante dolor y mejor se quitó la
vida. Y cuando tú regresaste de tu reingreso en el instituto tu-
viste que verla apuñalada en el corazón por su propia ma…

En cuanto Iakellín escuchó esta confesión por parte de su


amigo Tomás le entró una furia indescriptible, lo único que
surgió de ese momento fue un puñetazo en dirección al estó-
mago de su amigo, y mientras éste se intentaba recuperar del
golpe, Iakellín lo remató con una bofetada. Sin poder reaccio-
nar, presenció toda la furia de su vieja amiga, quien envuelta
en lágrimas le gritó.

Iakellín.- Tomás... ¡Nunca te perdonaré si sigues torturándote


de esta forma! Mis padres y yo estuvimos de acuerdo con
aceptar las consecuencias que pudiera traer el encubrir lo que
hiciste. Tal y como me dijo mi padre: “Hubiera sido un des-
perdicio de potencial que te hubieras entregado a las autori-
dades”. Tú has hecho mucho por las personas; tus

128
conferencias, libros que has publicado, investigaciones que
has hecho con Anatolia, el dinero que has invertido en la
educación pública y críticas que has hecho a todos por igual
sin temerle a que te puedan silenciar a la fuerza. Tú te has
convertido en lo que le juraste a tu madre que llegarías a ser…
No te debes arrepentir de nada de lo que haya pasado. En par-
te fue tu culpa lo que sucedió, pero el sacrificio que hicimos
fue pequeño en comparación a lo que ya has hecho. No te
preocupes por mí, yo siempre estaré bien, mi padre me entre-
nó tanto física como mentalmente para resistir este tipo de
sentimientos, es por ello por lo que casi nunca me verás per-
der la serenidad. Pero escúchame por última vez, si sigues con
esta penosa actitud de verdad que me harás sacar lo peor de
mí. ¡Así que deja esas ideas de culpa y céntrate en lo que pue-
des hacer!

Tomás no respondía, aun cuando ya había superado su dolor


de años atrás, él seguía torturándose, pero ahora con el dolor
de los que no logró salvar. Él bien sabía que no se puede sal-
var a todos, pero aun así quería hacerlo; para él cada vida es
igual de importante como la suya propia, y el ver a alguien
caer en lo más hondo le causaba tanta tristeza que no podía
evitar sentir que esa persona era él. Esa era, es, y será, su ma-
yor poder y debilidad.

Habían pasado los minutos y Tomás ya se había reconciliado


con su vieja amiga, y Iakellín ya había recuperado la compos-
tura. Tomaron el bus con la misma ruta que tomaban cuando
iban en el instituto; ambos pagaron en conjunto el precio del
transporte. Después de una media hora ambos ya habían arri-
bado a la casa de los Hyde.

129
Tomás.- Bueno, creo que aquí te dejo Iakellín. La casa de tu
familia sigue siendo la misma después de mucho tiempo.

Iakellín.- Sí, pero he tenido que vender muebles y la porcela-


na de la familia para evitar que embarguen todo esto.

Tomás.- Iakellín, yo podría hablar con algunos contactos. Tus


obras podrían al fin ser publicadas en grandes galerías.

Iakellín.- Tomás, agradezco la oferta de todo corazón pero no


puedo, si voy a convertirme en una artista de verdad, será a
través de mi propia constancia, habilidad y sensibilidad para
que mis cuadros y murales logren transmitir el mensaje que
deseo comunicar. Nunca me perdonaría si me fuera por el
camino fácil. Mis padres donde sea que se encuentren no se
sentirían orgullosos al verme, y menos si es que me juntara
con supuestos artistas y representantes que ganan millones
con el hacer garabatos al azar.

Tomás.- Humpf, qué triste... billete mata artista. En fin, espe-


ro volvernos a ver el mes que viene, tengo fe en que los repre-
sentes de arte no te temerán más por lo que te sucedió.

Iakellín.- Desgraciadamente hoy en día nadie confía en al-


guien que fue sospechoso en tres homicidios, y con más razón
si los tiene registrados en su historial. Yo también espero en
que cambie la perspectiva en que me miran y miran a mi fa-
milia. Esperaré con ansias nuestra siguiente reunión.

Tomás.- Yo también Iakellín, yo también.

Y así fue como él se despidió de su vieja amiga y continuó su


caminata hasta la vieja casa de su familia. Habían pasado otra

130
media hora cuando al fin llegó a su vieja casa. Abre el viejo
portón que ya no tiene el número ochenta y ocho pegado a un
lado y se introduce en aquella finca de bastantes años de anti-
güedad. Ya no hay ningún altar en la entrada, más que una
pequeña vela con la foto de la abuela de Tomás; murió por
envejecimiento. Ahora él caminaba hasta el departamento de
su tío Grendel, ahí se encontraban Ana y Jacobo quiénes esta-
ban atendiendo a su anciano padre.

Tomás.- ¡Tío Grendel! —dijo mientras entraba por la puerta


blanca de aquel pequeño cuarto—

Grendel.- Sobrino —afirmó mientras se mantenía acostado en


su cama y siendo conectado a una máquina que registraba se
ritmo cardíaco— me alegro de que hayas venido. Como siem-
pre, cada mes y sin falta. ¿verdad?

Jacobo.- Padre, solo te muevas mucho que no te puedo conec-


tar bien.

Tomás.- Veo que les sigue yendo muy bien como diseñadora
gráfica y experto en robótica.

Ana.- Sí —respondió, sentada desde una silla cercana— ¿Y a


ti cómo te ha ido con eso de dialogar con corruptos?

Tomás.- Bueno, hoy en día ya no es tanto sobre corrupción —


dijo mientras tomaba una silla que había cerca— negligencia,
populismo y un exceso de burocracia serían las palabras más
adecuadas.

Grendel.- Y por eso yo no voto por los que le andan echando


agua hirviendo a los empresarios.

131
Jacobo.- Ya padre, estás demasiado grande para seguir enoján-
dote por cosas así.

Ana.- Sí, hazle como le hacía la abuela Esquivel, ponte a tejer


o a hacer una actividad que te entretenga.

Grendel.- ¡No me miren con esos ojos! ¡Todavía estoy joven


como para ponerme bailar un vals! —afirmó con una tos que
le impidió alzar más la voz—

Tomás charló por una hora con la familia, mas en cuanto die-
ron las cuatro con treinta minutos él tuvo que pedir disculpas
y retirarse, pero su tío lo detuvo y pidió a sus hijos que se fue-
ran un momento del cuarto, ellos obedecieron y ahora él tío
Grendel se hallaba solo con su sobrino.

Grendel.- Oye sobrino, ¿y cómo está la señorita Anatolia?

Tomás.- Bien, pero creo que ahora esperamos a pequeños.

Grendel.- ¿De verdad? ¿Niños o niñas?

Tomás.- Todavía no lo sabemos, apenas hace unas dos sema-


nas que lo descubrimos.

Grendel.- Pues felicidades por ustedes, desearía ver ese mo-


mento. Sobrino, ¿podrías pasarme esa vieja mochila? —pidió
mientras señalaba a la mochila negra que tenía colgando de
un clavo pegado a la pared— Con la que me iba a mi oficina
años atrás. Por favor, pásamela.

132
Tomás hizo caso y le entregó la mochila, el tío Grendel co-
menzó a sacar muchos papeles viejos hasta que encontró lo
que buscaba.

Grendel.- Mira Tomás, esta es la carta que me diste hace años,


todavía la guardo.

Tomás.- Sí, ya veo. Me alegro de que no la hayas tirado a la


basura después de todo.

Grendel.- ¿Cómo la voy a tirar a la basura? ¿De verdad pensa-


bas así de mí? Bueno, a fin de cuentas, lo que te quiero decir
es que... Te quiero mucho sobrino. Tomás, cada vez que te veo
siento que me veo a mí mismo de joven.

Tomás.- Lo mismo digo. Por eso me caías tan pesado tío, tie-
nes principios y conocimientos muy parecidos a los míos, se
sentía muy extraño y se sigue sintiendo extraño. ¡Pero ni
creas que me voy a volver empresario eh!

Grendel.- ¡Y dale con eso!

Tomás.- ¡Ay, tío, sabes que lo digo solo para joderte un ratito!
—dijo entre carcajadas y una sincera sonrisa— Aunque
bueno, hay de empresarios a empresarios.

Grendel.- Sí, claro, lo que tú digas. Bueno sobrino, creo que


ya te tienes que ir. ¿Tienes que ir por tus últimas de tu cuarto
no? Digo, para que no se te haga tan tarde.

Tomás.- Es verdad. Pero antes dime, ¿qué harás con la carta?

133
Grendel.- Creo que pediré que me entierren con ella, y con
los regalos que mis hijos me han dado.

Tomás.- Ya veo... Bueno, creo que me debo ir. Volveré cada


mes hasta que tu tiempo acabe tío Grendel.

Grendel.- Ándate con cuidado sobrino.

Y así fue como Tomás se despidió de su tío, salió de aquel


cuarto y también se despidió de sus primos. Por última vez
subió por las escaleras grisáceas que llevan hasta su cuarto que
se hallaba en la primera planta de aquella finca; quitó el can-
dado de la puerta metálica negra y se introdujo en su antigua
habitación. Ya no había muebles, cuadros de paisajes, estante-
rías llenas de libros ni su viejo teclado eléctrico, ya solo que-
daban unas cuantas prendas de ropa suya y decoraciones que
hizo cuando estudiaba estructuras metálicas en la secundaria.

Tomás.- Bueno, creo que es hora de irme. He pasado muy


buenos y trágicos momentos en esta vieja casa. No... Ya he
comprendido que este es mi hogar, aquí crecí y ahora me
marcho, en busca de un nuevo camino.

Comenzó a meter sus últimos objetos dentro de una caja de


cartón que ya se hallaba ahí, y una vez todo listo se marchó
para llegar antes del atardecer al departamento que compartía
con Anatolia. Salió de su cuarto con esa caja de cartón y vol-
vió a cerrar la puerta con el candado, pero está vez siendo la
última ocasión en que lo haría. Estando a las afueras de su ho-
gar el subió a un taxi y se dirigió a su destino. Ya eran casi las
seis de la tarde cuando Tomás estaba por llegar. Mientras tan-
to, Anatolia miraba fijamente el anillo de rubí que su amado
le había dado el día que le juró lealtad hasta el día de sus días.

134
Anatolia.- Tomás... Por lo que has tenido que pasar. A veces
ni con todos los métodos científicos a mi disposición soy ca-
paz de entenderte. En la mayor parte del día y de la noche pa-
reces un niño, un infante ingenuo que quiere paz y felicidad
para todos. Luchas por un ideal ingenuo, y eres un estúpido
por ello, pero no es excusa para burlarse de ti... Es lo más va-
leroso e inocente que alguien pueda hacer.

Tomás.- Anatolia, ¿qué pasó? —preguntó mientras abría la


puerta del departamento y dejaba su saco, y pertenencias cer-
ca de la puerta—

Anatolia.- Nada, Luis y el resto me dejaron aquí. Es sólo que...


—con un ligero, pero franco suspiro, interrogó— ¿Por qué te
fijaste en mí habiendo tantas mujeres más en la universidad y
aún más hermosas que yo?

Tomás.- A sí que eso era lo que tenías últimamente. Bien, si


así lo quieres saber; me fijé en ti porque tienes algo que muy
pocos poseen, y es una belleza tanto interna como externa, no
necesitas el preocuparte por tu físico tan seguido, no necesitas
preocuparte porque termines haciendo algo que pueda hacer
daño a otros porque siempre lograrás encontrar las respuestas
a todo problema que se te ponga en frente. Por eso me fijé en
ti, y por eso te amo y respeto.

Anatolia.- Entiendo... Dime, ¿por qué me diste este anillo?

Tomás.- Ese anillo perteneció a la familia de Iakellín por ge-


neraciones. Antes de que la señora Hyde se marchara ella me
dijo que ese anillo significa la vida y el poder de la especie.

135
Anatolia.- ¿El poder de la especie?

Tomás.- Es que parece ser que algunos antepasados de la fami-


lia tanto Hyde como Heliossher fueron nacional socialistas; al
final le cambiaron el significado por el poder de la especie
humana.

Anatolia.- ¿Entonces eso significa este anillo, todos los valores


que se pueden encontrar en la especie humana? ¿Todo a lo
que podemos llegar a ser?

Tomás.- Parece que sí.

Anatolia. —se levanta de la silla en la que se encontraba y se


acerca lentamente hasta su amado para decirle firmemente—
Tomás, ¿de verdad seguirás este camino? ¿De verdad harás to-
do lo posible por cambiar este sistema aun cuando nadie te de
las gracias y constantemente hablen mal de ti porque no eres
nada más que un mero ingenuo?

Tomás.- Anatolia, ya me conoces muy bien, no me rendiré


hasta que mi momento llegue. Viviré y moriré por ayudar a
los demás, aun cuando no me den nada.

Anatolia.- Bien, entonces creo que deberemos estar muy jun-


tos, Eres tan ingenuo que te podrían apuñalar y tú nunca
odiarías a esa persona, y no porque desconozcas la rabia, sino
porque eres tan benévolo que no le hayas sentido alguno a la
venganza.

Tomás.- ¿Qué quieres que diga, mi amada Anatolia? —Dijo


sonriente con un rostro cínico— No puedo obligar a nadie a

136
cambiar, y odiar a alguien me es tan aburrido que solo me trae
viejos recuerdos que es mejor dejar en el diván de la juventud.

Anatolia.- ¡Con qué seguridad lo dices! A ver si un día quedas


tumbado en la acera después de que te asalten —agregó con
ligera burla a la par que indignación—

Tomás.- De hecho, ya lo he estado, y dudo que esta vez apa-


rezca un alemán fornido para rescatarme. Ahora tenemos res-
ponsabilidades, así que cada uno deberá dar su mejor esfuerzo.

Anatolia.- ¡Ja! En ese caso, te tomaré la palabra para que hagas


el aseo de la casa durante la semana entera, querido hombre.

Tomás.- ¿Eh? ¡Oye, espera! ¡Pero no malinterpretes mis pala-


bras! — exclamó sorprendido a la vez que se partía de carca-
jadas por tal situación—

137
El camino ha sido tomado, el destino entre muchos otros ya ha sido sella-
do, por la decisión ya sea voluntaria o involuntaria de cada ser que habita
en este vasto abismo; abismo que se encuentra dentro de cada uno, y
abismo que siempre estará ahí cuando se mire a las estrellas.

Ese negro y absurdo lugar siempre existirá.

Se intentará huir, se intentará ignorarlo, se intentará pintarlo, pero se ha-


ga lo que se haga, ese lugar nunca desaparecerá.

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Notas del autor

1 Esta novela corta se comenzó a editar por primera vez el 28 de Julio del 2019 en
una tarde de verano en el poblado de Petacalco, estado de Guerrero, México.
Actualmente ha pasado por tres ediciones, siendo esta la última y exclu-
siva para publicar en físico o como e-book.

2 Para el lector, palabras clave: Conductismo y condicionamiento gradual.

3 Aldous Huxley. Un Mundo Feliz.

4 George Orwell. 1984.

5 Una crítica hacia el sistema mundo del mercado contemporáneo, no necesaria-


mente significa que se esté deseando destruir todo el sistema.
Es paradójico el cómo los supuestos “revolucionarios” contemporáneos
hablan de un gran cambio que nos haga liberarnos del sistema hegemónico occi-
dental, cuando por ley social es imposible vivir sin un sistema –o si quiera un pe-
queño marco legal- que evita que reine el caos total. Al momento de destruir un
régimen, otro nuevo se instaurará.

6 Véase: La filosofía de la educación de John Dewey.

7 Friedrich Nietzsche. Así habló Zaratustra.

8 Stantey Kubrick. La naranja mecánica (1971)

9¿Perdonar? Está claro que el perdonar los malentendidos, pequeños errores entre
otras circunstancias, en donde ambas partes se arrepienten de lo que hicieron,
ayuda a que se pueda vivir en convivencia mutua: ¿Pero realmente se puede per-
donar absolutamente todo? He aquí el dilema moral de un verdadero cristiano.

10Si Dios no existiera… ¿Todo estaría permitido? ¿Quién modera ahora al indivi-
duo?

11 Albert Camus. El mito de Sísifo.

12 Friedrich Nietzsche. Más allá del bien y del mal.

13Para el lector, palabras clave: Rueda del Samsara es un concepto metafísico del
hinduismo y budismo en el que todos mueren y viven en un estado cíclico cons-

139
tante, y dependiendo de sus acciones en vidas pasadas, su karma será favorable, o
en contra en su vida actual.
Desde la corriente budista es posible el liberarse del sufrimiento de la re-
encarnación alcanzando el nirvana, pero, solo desprendiéndose de todo para así al-
canzar la iluminación. Aquí claramente Tomás ni ningún personaje se desprenden
de sus bienes, mucho menos de su pasado: ¿Entonces cómo alcanzaría en el caso de
Tomás la liberación de la que le están hablando?

14Readaptación de la célebre frase de Jean-Paul Sartre: “El hombre está condenado


a ser libre”. En efecto, la libertad es algo inherente al ser humano ya que, sin esta
cualquier decisión sería en contra de la misma libertad de cada individuo. Pero…
¿De verdad somos libres? Si entendemos la libertad desde el estado de naturaleza
de Hobbes, en definitiva, no somos libres ya que renunciamos a nuestra libertad de
matar, violar, etc. para así obtener un estado de convivencia social bajo la tutela
del Leviatán. Y aún si lo entendiéramos desde la perspectiva de Locke el ser segui-
ría sin ser completamente libre, teniendo solo una “libertad a medias”, en donde el
ser puede decidir: pero solo bajo los parámetros legales a los cuales se somete vo-
luntariamente para vivir en sociedad.
Ahora, esto llevémoslo al contexto contemporáneo: Leyes, políticas eco-
nómicas, marketing y eso añadido el factor que no todos nacen en las mismas con-
diciones. No solo es absurdo, sino que también insensato comparar la calidad de
vida de un francés con la de un congoleño o venezolano. En base a esto, el ser aspi-
ra a ser libre, pero no necesariamente es un fin definitivo, casi nietzscheano como
el Übermensch, con esa “libertad a medias” el ser busca un segundo objetivo el
cual es satisfacer sus deseos; estos abarcando tanto su esfera canal como espiritual.
En otras palabras: el fin que desea el ser humano es llegar a ser feliz: no pasar
hambre, preocupaciones, frío, tener aspiraciones personales, ideales, una comodi-
dad que lo haga olvidarse del sufrimiento.

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