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EJERCICIOS ESPIRITUALES DE SAN IGNACIO DE LOYOLA

El aguijón de la conciencia de san Buenaventura


El hombre tiene tres maneras de ejercitar el aguijón de la conciencia: primero, despertándolo con
el recuerdo o memoria de su pecado; segundo, aguzándolo con la consideración del castigo del
mismo; tercero, enderezándolo con la reflexión sobre el bien que puede hacer, saliendo del
pecado y viviendo la vida de la grada.‖ El recuerdo o memoria del pecado consiste en que el
hombre se reprenda a sí mismo por la múltiple negligencia, avidez, agresividad. A esta terna de
vicios pueden reducirse todos nuestros pecados y maldades, actuales o habituales.
Las negligencias. Hay que fijarse, en primer término, si hubo negligencia en guardar el corazón,
en emplear el tiempo, en procurar el fin. Pues hay que observar muy cuidadosamente estas tres
cosas: es a saber, que se guarde bien el corazón, que se emplee útilmente el tiempo, que se ponga
el debido fin o intención a toda obra. En segundo término, debe examinar si fue negligente en la
oración, en la lectura —estudio—, en la ejecución de la obra buena. Porque el que quiera dar
buen fruto a su tiempo se debe ejercitar y trabajar muy diligentemente en estas tres cosas; pero
de modo que una de estas cosas, sin las otras, no basta en manera alguna. En tercer término, debe
recapacitar si fue negligente en arrepentirse, en resistir, en adelantar. Pues cada uno debe con
sumo cuidado llorar los pecados cometidos, repeler las tentaciones diabólicas, adelantar de una a
otra virtud, para poder llegar así a la ―tierra prometida‖ de la perfección, en la medida que a cada
uno sea posible.
Las avideces. El hombre debe considerar si está en él viva la avidez del placer, la avidez de la
curiosidad, la avidez de la vanidad; las cuales avideces son las raíces de todo mal.
Debemos, en primer lugar, considerar la avidez del placer o deleite, que entonces está viva en el
hombre, cuando en él actúa el apetito de las cosas dulces, de las cosas delicadas, de las cosas
carnales. Esto es, cuando el hombre busca manjares sabrosos, vestidos finos, deleites lujuriosos.
No sólo es reprensible apetecer estas cosas con asentimiento — sobre todo las últimas, que son
los deleites lujuriosos—, sino que también deben ser rechazadas al primer movimiento. En
segundo lugar, se ha de considerar la avidez de la curiosidad, por si está —o estuvo— viva en el
hombre. Esto se conoce cuando uno apetece saber cosas ocultas, ver cosas hermosas, tener cosas
costosas. En todas estas cosas se da el vicio de la avaricia y de la curiosidad, que es muy
reprensible. En tercer lugar, se ha de considerar la avidez de la vanidad, que entonces está —o
estuvo— viva en el hombre, cuando en él hay —o hubo— apetito a favor, apetito de alabanza,
apetito de honra. Todas estas cosas son vanas y hacen vano al hombre y se ha de huir de ellas,
como del apetito de mujeres. De todo esto la conciencia debe argüir al corazón humano.
La agresividad: todo hombre debe investigar si en él tienen vigor —o alguna vez tuvieron— la
ira, la envidia, el resentimiento, las cuales hacen al alma agresiva.
En primer lugar, se ha de averiguar de la irritabilidad que se manifiesta en el ánimo, en el gesto,
en la palabra. O en el corazón, en el rostro, en las voces. O en el afecto, en las palabras, en las
obras. En segundo lugar, se ha de averiguar la agresividad que proviene de la envidia, la cual se
entristece en la prosperidad ajena, se alegra en la adversidad ajena, permanece fría ante la
necesidad ajena. En tercer lugar, se ha de averiguar la irritabilidad que desemboca en el
resentimiento —o fastidio—, del cual nacen sospechas malas, pensamientos malignos,
detracciones. Y toda esta malicia se ha de detestar en gran manera. Así, con el recuerdo o
memoria de estos tres pecados —negligencias, avideces, agresividades— se despierta el aguijón
de la conciencia y se amarga el hombre.
Visto de qué manera debe despertarse el aguijón de la conciencia, ha de verse cómo debe
aguzarse el mismo, lo cual se hace de tres maneras: considerando el inminente día de la muerte,
la reciente sangre de la cruz, el presente rostro del juez. Estas tres cosas —muerte, cruz, juez—
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excitan el dolor contra toda maldad. Primero, se excita el dolor porque el día de la muerte es
interminable, inevitable, irrevocable. Quienquiera considere todo esto con diligencia trabajará
solícito en limpiarse -mientras hay tiempo- (Gál 6, 10) de toda negligencia, avidez, agresividad.
Porque ¿quién perseverará en la culpa, no estando cierto del día de mañana?
Segundo, se aguza el aguijón de la conciencia considerando el hombre la sangre de la cruz,
derramada para compungir el corazón humano, para purificarlo, para ablandarlo. O derramada
para limpiar la humana inmundicia, para vivificar la muerte, para fecundizar la aridez. ¿Quién
será tan necio que permita que reine en él la culpa de la negligencia, de la avidez, de la
agresividad, pensando que está bañado con aquella preciosísima sangre?
Tercero, en cuanto al juicio, hay que considerar el rostro del juez, que es infalible, inflexible,
inevitable. Puesto que ninguno puede engañar su sabiduría, doblar su justicia, huir de su
venganza. Si ninguna obra buena quedará sin premio, ninguna mala sin castigo, ¿quién,
considerando estas cosas, no se prevendrá contra todo pecado? Después de todo esto, se ha de
ver el modo de enderezar el aguijón de la conciencia con la consideración del bien. Tres son,
pues, los bienes con cuya adquisición se endereza el aguijón de la conciencia. A saber, la
diligencia contra la negligencia, la austeridad contra la avidez, la bondad contra la agresividad.
Conseguidas estas tres virtudes —contrarias de raíz a nuestros tres vicios: la negligencia, la
avidez, la agresividad— la conciencia se torna buena y recta. Y esto es lo que dice el profeta
Miqueas en 6, 8: ―Te mostraré, oh hombre, lo que es bueno y lo que te pide el Señor: esto es, que
hagas justicia, ames la piedad, camines solícito con tu Dios‖, en donde tocan las tres virtudes
indicadas. Del mismo modo dice el Señor en Lucas 12,35: ―Tened ceñidos los lomos…‖. Y el
primer bien que debemos procurar es la diligencia, que abre el camino a los otros bienes. La
diligencia es cierto vigor que lanza de sí toda negligencia y dispone al hombre para hacer todas
las obras de Dios vigilante, confiada, amablemente. Esta es la diligencia que abre el camino a
todas las virtudes que siguen. El segundo bien es la austeridad o severidad, que es una fortaleza
de ánimo que reprime y refrena la avidez y habilita al amor de la austeridad, de la pobreza, de la
vileza.
Por último, el tercer bien que se sigue es la bondad, que es una dulzura del ánimo que lanza de sí
toda agresividad y hace al hombre hábil para la benevolencia, la tolerancia, la alegría interior.
Así se pone término a la purificación de nuestra conciencia, despertando su aguijón, aguzándolo
y enderezándolo. Y una conciencia pura es alegre. Por eso, quien desee verse purificado ejercite
el aguijón de la conciencia al modo dicho, de las tres maneras indicadas, y sentirá el gozo de la
buena conciencia.
Este ejercicio del aguijón de nuestra conciencia puede empezar por cualquiera de las tres
materias señaladas (negligencia, avidez, agresividad) según sea la mayor necesidad de cada uno,
pasando luego a las otras restantes. Finalmente, una conciencia pura y alegre es el objetivo de la
Primera semana de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, que termina —como lo recomienda
EE 44— con una confesión general que ―se hará mejor inmediatamente después de los ejercicios
de la Primera semana‖, porque ―dado que no sea obligatorio hacerla, haciéndola, hay mayor
provecho y mérito por el mayor dolor actual de todos los pecados y malicias y porque se conocen
más interiormente los pecados y malicia de ellos y se tiene ahora más conocimiento y dolor de
ellos, habrá mayor provecho y mérito‖. De modo que la Primera semana termina
experimentando, en una confesión, la alegría del perdón del Señor, presente en su sacramento,
como la experimentó el hijo pródigo, vuelto a la casa de su padre (Lc 15, 11 ss.); o como la
experimentó la pecadora perdonada por el Señor y cuyo amor no es sólo causa que mueve al
Señor al perdón, sino que es causado en ella porque se le ha perdonado mucho (Lc 7, 47).

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Nuestras negligencias
Hay que despertar —dice san Buenaventura— el aguijón de la conciencia. Para ello, conviene
recordar nuestros pecados, reprochándonos la multiplicidad y variedad de nuestras negligencias,
nuestras avideces y nuestras agresividades. Por eso, a continuación consideraremos nuestras
negligencias:
1. La negligencia es una falta de vigor, de energía en el obrar: la voluntad no tiene la tensión
suficiente como para realizar lo que debe. En otras palabras, en todo el campo de nuestra
actividad —o en alguno en particular— ―la ley del menor esfuerzo‖ domina como dueña y
señora. 2. La negligencia puede darse en la guarda del corazón, en el empleo del tiempo, en la
rectitud de la intención.
Lo primero en lo cual se puede dar negligencia es en la guarda del corazón, que no es otra cosa
que la vigilancia en lanzar de sí toda sugerencia contraria al espíritu de Cristo y en recibirlo
cuando se presenta con sus inspiraciones. De acuerdo a las reglas de discernir de la Primera
semana, estas reglas ayudan ―a sentir y conocer las varias mociones que en ánima se causan, las
buenas para recibir, y las malas para lanzar‖ de sí: la vigilancia comienza con el ―sentir y
conocer‖ y se corona con el ―recibir y lanzar las varias mociones que en el ánima se causan‖ (EE
313). La guarda del corazón —o también vigilancia— es una actitud del alma que es la
condición sine qua non de una vida interior ferviente. Vigilar significa (Mt 24, 42) en primer
lugar, no dormirse. En segundo lugar y en lenguaje espiritual, es un estado de alerta, propio de
un soldado que lucha; supone esperanza e implica una actitud o presencia de espíritu que no
decae y que recibe el nombre bíblico de ―sobriedad‖ (1 Ped 5, 8; 1 Tes 5, 6-8).
En segundo lugar, la negligencia se puede dar en el empleo útil del tiempo, que no tiene menor
importancia que la guarda del corazón o vigilancia: la vida espiritual depende del uso —útil o
inútil— del tiempo. Pero, así presentado, es una perogrullada. Observemos nuestro día de trabajo
y nos sorprenderemos —no gratamente— descubriendo vacíos de actividad o bien actividades
superficiales que no se justifican por razón de un conveniente descanso o por condescendencia
sana con nuestros prójimos. No es posible ―vagar‖ al ritmo de las inspiraciones del momento. No
hay otra alternativa: organizar nuestra actividad… o divagar a tontas y a locas. En tercer lugar,
nos queda —dejando de lado toda negligencia— orientar nuestra actividad por la rectitud de
intención.
La intención es ―el ojo‖ que hace de lámpara de vuestro cuerpo (Mt 6, 22-23): si tu ojo —dice
el Señor— está sano, todo tu cuerpo estará luminoso‖. Si el móvil de nuestra acción es egoísta,
toda nuestra acción, en lugar de prolongar la acción de Cristo y de hacernos vivir la vida divina,
toma nuestra medida humana. Si descuidamos responder a las inspiraciones del Señor, si no
tenemos el coraje de sacrificar nuestros instintos, nuestra existencia se verá comprometida por el
egoísmo o, lo que es peor, por la vanidad. Realmente la negligencia en la guarda del corazón —o
vigilancia—, en el empleo del tiempo, en la pureza de intención, pueden paralizar nuestra vida
interior en su misma fuente, que es el ―corazón‖. La negligencia puede también darse, sea en la
oración, sea en la lectura —o estudio—, sea en la actividad exterior. Porque son tres los tipos de
actividades: el orientado hacia Dios u oración; el orientado hacia el crecimiento personal o
cultura; el orientado hacia nuestro prójimo o acción externa. Cualquiera sea nuestra vocación —
contemplativa o activa—, nuestra vida se presenta como un equilibrio dinámico entre estas tres
formas de actividad. Y la negligencia se manifiesta, en primer lugar, en la no realización de este
equilibrio, descuidando habitualmente la actividad que más nos cuesta —por ejemplo, la oración
o la cultura— para lanzarnos a la que más nos agrada, por ejemplo, la acción. En segundo lugar,
la negligencia se diversifica según los caracteres: a algunos les cuesta más comenzar a orar, a
estudiar, a trabajar. Otros, en cambio, comienzan con ardor, pero no terminan nada de lo

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comenzado. Otros, por fin, todo lo hacen flojamente y sin entusiasmo: como quien se quiere
sacar un peso de encima. Cada uno debe examinar su comportamiento y ver si es negligente en la
realización del equilibrio o en alguna de estas tres actividades (oración; lectura, estudio o cultura;
acción externa). La necesidad del equilibrio entre la oración, la cultura personal y la acción
externa, evidente en un sacerdote o religioso apostólico, no lo es menos en cualquier laico o en
cualquier religioso contemplativo: la medida de cada una de estas tres actividades es distinta en
cada una de estas vocaciones; pero no la existencia equilibrada de las tres, en cualquier vocación,
que es una necesidad. Sin la oración, que asegura nuestra relación con el Señor, la cultura
personal es puro ―paganismo‖ y la acción en favor de nuestro prójimo no es ―la acción del Señor
que es Espíritu‖ (2 Cor 3, 18). Sin la cultura cristiana, especializada según la vocación, la fe se
ve amenazada de infantilismo y el servicio al prójimo se puede volver ineficaz. Y sin el servicio
al prójimo la oración pierde sentido y la cultura resulta vana.
Negligencia en la oración: quien no trata de acordarse de Cristo (Ap 1,18: ―estuve muerto —nos
dice— pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos‖ y —como dice en Mt 28, 20— ―estoy
con vosotros hasta fin de los tiempos‖); quien lo busca descuidadamente, sea en la oración
―formal‖ y a sus tiempos, sea en la oración ―continua‖, sin seriedad, sin devoción… ¿cómo va a
realimentar su vida espiritual, cómo va a dejarse vivificar por él, cómo va a llevar una vida
dependiente de él?
Negligencia en la cultura personal (estudio, lectura, conversación con otros que saben más…):
sólo mediante un esfuerzo sostenido y lúcido podemos adquirir, mantener y actualizar nuestra
visión cristiana del mundo. La menor partícula de ―justicia, bondad, piedad, misericordia, etc.,
desciende de arriba, así como del sol descienden los rayos, de la fuente las aguas, etc.‖ (EE 237).
Todo pertenece a Cristo y debe glorificarlo por nuestro intermedio, pero esto requiere nuestro
esfuerzo paciente y continuado. Como decían los antiguos, ―ni un día sin una línea‖.
Negligencia en la acción: nuestro servicio por el prójimo —sea un trabajo o profesión, sea un
apostolado— no puede ser ―chapucero‖, hecho ―a la buena de Dios‖: en último término, miran a
Cristo y no está bien hacerlos por él de cualquier manera. Como decía san Ignacio: ―servir al
mundo con descuido y pereza puede pasar; pero servir a Dios con negligencia es cosa que no se
puede sufrir‖. En último término, debemos examinarnos si hemos sido negligentes, sea al
arrepentimos, sea al luchar contra las tentaciones, sea en el progresar en las virtudes. El mal
cometido nos invita a la penitencia o conversión. La tentación —permitida por el Señor para
nuestro bien, que es lo que su providencia busca en todo lo que nos sucede, porque ―sabe Dios
escribir derecho con líneas torcidas^ debe ser resistida y hay que progresar en las virtudes,
porque, como decía san Bernardo: ―No avanzar en la vida espiritual es retroceder‖. El Salvador
ha venido a buscar ―no a justos, sino a pecadores‖ (Lc 19, 10: tema preferido por este
evangelista). Una espiritualidad que no mire al pecado personal —que incluso se da en el santo,
según 1 Jn 1, 8 (―Si decimos, no tenemos pecado, nos engañamos, y la verdad no está en
nosotros‖)— es ilusoria. Además, una espiritualidad que no tenga en cuenta la lucha contra la
tentación está edificada sobre arena: nuestro natural (temperamento, carácter…) y nuestros
hábitos y costumbres, adquiridos por educación, cultura, etc., le ofrecen al ―enemigo de la
naturaleza humana‖ suficientes ocasiones para darnos guerra (EE 327: ―por donde nos halla más
flacos y necesitados, por allí nos bate y procura tomarnos‖). Finalmente, una vida espiritual que
no crezca —o que, al menos, no esté siempre dispuesta a crecer, como Lucas lo dice
repetidamente del Señor (Lc 1, 80) y de la Iglesia (Hech 2, 41 y 6, 7)— contrariaría el
movimiento de la gracia, que no es sino un poder incesante que nos transforma ―de claridad en
claridad‖ (2 Cor 3,18). Pero nuestro examen de conciencia no puede limitarse a nuestras
negligencias, porque estas abren la puerta de nuestro interior a los impulsos egoístas que vienen
de ―abajo‖. En otras palabras, abren la puerta a nuestras tendencias desviadas. Estas tendencias
son de dos tipos: nuestras avideces y nuestras agresividades.
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Nuestras avideces
Hay que despertar—dice san Buenaventura—el aguijón de la conciencia. Para ello, conviene
recordar nuestros pecados, reprochándonos la multiplicidad y variedad de nuestras negligencias,
nuestras avideces y nuestras agresividades. Por eso, a continuación, consideraremos nuestras
avideces.‖
Una primera manifestación de nuestra ―avidez‖ concierne a la sensualidad y nos inclina a buscar
uno de estos tres objetos: los alimentos sabrosos, los trajes o vestidos delicados, los sentimientos
sensuales. No se trata siempre de faltas graves, pero en la vida espiritual se trata de sopesarlo
todo a la luz de la cruz de Cristo. Y a esta luz, en primer término, veremos que es una falta de
mortificación de Cristo. Además, tampoco se trata, en espiritualidad, de evitar únicamente las
faltas graves. San Ignacio considera que, en el momento de hacer elección o reforma de vida, un
ejercitante está en la ―segunda manera de humildad‖, cuando ―por todo lo creado, ni porque la
vida me quitasen, no sea en deliberar de hacer pecado venial‖ (EE 166). Por eso, en su Directorio
autógrafo n. 17 dice que ―quien no está en el segundo grado de humildad, no está para ponerse
en elecciones o reforma de vida (que se ha de hacer con la misma seriedad que una elección,
según EE 189), y es mejor mantenerle en otros ejercicios hasta que venga a ella‖.
En nuestras avideces -en dos de ellas—, en la comida y en el vestido o traje, no sólo hay que
pensar cómo se comienza, sino sobre todo a qué conducen, porque ―si acaba en alguna cosa o
mala, o distractiva o menos buena, o la enflaquece a la persona espiritual o inquieta o conturba,
quitándole la paz, tranquilidad y quietud que antes tenía, y clara señal es de proceder del mal
espíritu, enemigo de nuestro provecho y salud eterna‖ (EE 334). En cambio, respecto de los
sentimientos sensuales (tercer objeto que señalamos de nuestra avidez respecto de la
sensualidad), hay que rechazarlos desde el primer movimiento: ni bien se hacen conscientes, hay
que rechazarlos, sin esperar a que invadan todo el campo de nuestra conciencia. Quien quiere
seguir a Cristo debe estar dispuesto a seguirlo con la propia cruz y no puede pactar con la avidez
sensual en su objeto propio. Como dice san Ignacio en la primera regla de discernir de la Primera
semana: ―acostumbra comúnmente el enemigo proponer placeres aparentes, haciendo imaginar
delectaciones y placeres sensuales‖ (EE 314), que es todo lo opuesto de la cruz de Cristo.
La segunda ―avidez‖ concierne a la curiosidad, que toma tres formas: desear conocer cosas
ocultas, extrañas a nuestras obligaciones de trabajo o de apostolado; desear ver cosas bellas, no
necesarias para nuestra cultura, para nuestro trabajo o para nuestro apostolado; desear poseer lo
raro en el medio de vida. Son tres formas de la curiosidad que también merecen el nombre de
―avaricia‖. La tendencia a conocer no es mala en sí. Es una actitud fundamental del espíritu
humano y, bien orientada, se transforma, en último término, en el deseo de ver a Dios ―cara a
cara‖, que será nuestra felicidad eterna; o en el deseo de conocer el misterio de Cristo,
―mantenido en secreto durante siglos, pero manifestado al presente, por disposición del Dios
eterno‖ (Rom 16, 25- 26). Lo malo es el conocer por conocer, por vanidad, por curiosidad.
¿Cómo saber que se trata de esto segundo y no de lo primero? Diríamos que, cuando ―acaba en
alguna cosa mala o distractiva o menos buena, o enflaquece, o inquieta o conturba, quitándole la
paz, tranquilidad y quietud que antes tenía, clara señal es‖ de que se trata de una ―tentación‖ (EE
333).
Lo mismo sucede con la tendencia estética. Hay santos a los cuales el Señor les ha pedido un
mayor control, como san Agustín que, en sus Confesiones, declara que ―más tenazmente me
enredaron y subyugaron los deleites de los oídos‖. Dice, además, que ―me engaña muchas veces
la delectación sensual, cuando el sentido no se resigna a ir acompañando a la razón de modo que
vaya detrás, sino que pretende ir delante y tomar la dirección de ella‖ (Confesiones, Libro X,
cap. 33). Sin embargo, en general, ―si el principio, medio y fin es todo bueno, señal es de buen

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ángel; más si acaba en alguna cosa mala o menos buena, etc., o la enflaquece o inquieta, etc.,
clara señal es de proceder del mal espíritu, etc.‖ (EE 333).
En el caso de los alimentos y de los trajes o vestidos, tienen aplicación las ―reglas para ordenarse
en el comer‖ (EE 210-217), donde se dice que ―cuanto más hombre quitare (probando, no
definitivamente) de lo conveniente, alcanzará más presto el medio que debe tener, porque así
ayudándose y disponiéndose, muchas veces sentirá las internas mociones, consolaciones y
divinas inspiraciones para mostrarle el medio que le conviene‖ (EE 213). Finalmente, la
tendencia a poseer lo raro y precioso. Es decir, lo que está fuera de nuestro ambiente de vida o de
trabajo, incluso el apostólico. Esta tendencia se disimula de diversas formas. En el extremo, se
puede considerar la tendencia del avaro propiamente dicho, que hace del oro o la plata o las
joyas su ―ídolo‖. Pero hay muchas otras formas más disimuladas que nos apartan del ideal
cristiano. En el extremo, Cristo clavado en la cruz. En la civilización del consumo y bienestar, el
peligro es mayor. Deberíamos recordar con frecuencia que ―si vuestra justicia no es mayor que la
de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos‖ (Mt 5, 20, con las ulteriores
ampliaciones sobre los diversos mandatos o consejos del Señor), y que ―Reino de los cielos‖ es
la Iglesia en la tierra, a la que se refiere el Señor cuando dice que ―un rico difícilmente entrará en
el Reino de los cielos‖ (Mt 19, 23), aunque lo que ―para los hombres es imposible, para Dios es
posible‖ (v. 26). Todas estas avideces son una de las ―taras‖ más arraigadas en nuestra
civilización y uno de los obstáculos más frecuentes en el seguimiento e ―imitación‖ no servil,
sino espiritual (―conforme a la acción del Señor que es Espíritu‖, según 2 Cor 3,18) de Cristo.
Nos queda por considerar la avidez como vanidad, la cual toma tres formas: el deseo del favor,
de la alabanza y del honor. Buscar el favor de otro, más que señal de amor por él, es señal de
amor propio. Implica, además, pensar más en uno mismo que en los demás, porque todo favor
nos distingue y nos separa de los demás: quien se prefiere a otro, estima que debe ser preferido
por alguien. Esto es vanidad. Otra cosa es experimentar la amistad verdadera (no falsa o
aparente, que es también un favor que nos separa y que excluye a los demás). La verdadera
amistad es algo muy distinto del recibir favores: mientras que la amistad es desinteresada, el
deseo del favor es egoísta.
El deseo de la alabanza está en la misma línea: quien se aprecia —y desea ser alabado— no se
contenta si no oye que los demás lo aprecian. Es decir, ama el ser alabado. Una forma muy sutil
del deseo de alabanza es el deseo de la aprobación de los demás: sentimos el silencio e incluso lo
sufrimos. Es natural el sentirlo, pero tenemos que tratar de no pactar con ese sentimiento, porque
dañaría mucho nuestra vida espiritual. Cuando el Señor nos concede que los demás nos
manifiesten su aprobación, debemos agradecérselo. Pero no debemos vivir pendientes de la
aprobación de los demás. De nuestra parte, debemos decir: ―Siervos inútiles somos‖ (Lc 17, 10).
O sea, somos ―siervos‖ y no ―señores‖, ya que el único Señor es Cristo, quien es el único que
merece ser alabado por todo lo que hace por nuestro medio. Como decía el Bautista, ―es preciso
que él crezca y yo disminuya‖ a los ojos de los demás (Jn 3, 30). En la medida en que cedemos a
esta tentación, el Señor queda excluido y nuestro servicio por los demás se convierte en una
ocasión, no de procurar su gloria, sino la nuestra. Porque una cosa es aceptar la aprobación de los
demás como de la mano del Señor y agradecérsela a él, y otra cosa es desearla desordenadamente
y condicionar a ella nuestro servicio. Lo mismo tenemos que decir del deseo de los honores y de
los cargos honoríficos. Hay que desear siempre el servir y no el dominar, según el consejo del
Señor a los apóstoles: ―los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos. No ha de
ser así entre vosotros‖ (Mt 20, 25-28).
Después de las ―avideces‖, consideramos las tendencias que vienen ―de abajo‖. O sea, nuestras
agresividades.

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Nuestras agresividades
Hay que despertar —dice san Buenaventura— el aguijón de nuestra conciencia. Para ello,
conviene recordar nuestros pecados, reprochándonos la multiplicidad y variedad de nuestras
negligencias, nuestras avideces y nuestras agresividades. Nuestras agresividades se manifiestan
en la irritabilidad, en la envidia y en el resentimiento.‖
La irritabilidad se manifiesta en un triple comportamiento en el que el espíritu se descontrola
cada vez más en sus reacciones. En primer lugar, una hostilidad razonada que se manifiesta en la
actitud exterior y en el tono del lenguaje que expresa distancia, frialdad calculada o indiferencia
estudiada. Luego, una hostilidad que llena de tal manera el corazón que nos hace prorrumpir en
injurias o en miradas furibundas. En fin, una hostilidad que nos inspira diversas formas de dañar
y que nos hace buscar la manera de ponerlas en práctica. Cualquiera de estas hostilidades
contradicen el espíritu y la letra del Evangelio, que nos aconseja amar a nuestros enemigos y a
no desearles el mal sino el bien (Mt 5, 44; Lc 6, 25. 35: ―Amad a vuestros enemigos y rogad por
los que os persiguen‖). No nos dejemos engañar por ―el látigo de cuerdas‖ que usó el Señor (Jn
2, 15) ni por los ―¡ay de vosotros!‖ que dijo el Señor contra los escribas y fariseos (Lc 11, 42-
52), ni por la conmoción interior del Señor que se manifiesta de alguna manera ante la actitud de
sus adversarios o de los mismos discípulos (Mc 1, 41; Jn 11, 33; 12, 27), porque en todas estas
manifestaciones el Señor busca el bien de alguno y no el mal de nadie. Así como hay un temor
bueno que lleva a la vida y un temor malo que lleva a la muerte (2 Cor 7, 8-13), así también hay
una ―ira santa‖ y una ira que no lo es, sino muy mala. No creamos con facilidad que nuestra ira
es ―santa‖.
La envidia, que es una de las formas más repugnantes de egoísmo y que nos lleva a
entristecernos con la prosperidad ajena, a alegrarnos con los fracasos de los demás o a
mostrarnos insensibles ante las necesidades de los otros. Mezcla de avidez y de agresividad, mira
al ―tener‖ o la ―carencia‖ de los demás. Pero es un ―tener‖ que se experimenta como una
carencia propia, como una frustración personal y esta es la que provoca la agresividad. En
cambio, todo lo que frustra al prójimo es experimentado como si fuera, para uno mismo, una
―posesión‖, por el sólo hecho de no poseerlo el prójimo. El extremo de esta perversión es ser
extraño a todo sentimiento de piedad o compasión y el ser incapaz de aliviar cualquier necesidad
ajena, material o espiritual.
El resentimiento -forma generalizada de la agresividad- es el origen de todas las sospechas, de
todos los pensamientos malignos, de todas las detracciones. A este extremo llega quien se niega
a reconocer su propia culpabilidad: quien se niega a sentirse sanamente culpable —o sea, sin
―sentimiento de culpa‖— termina por transferir toda la culpabilidad al prójimo, cualquiera este
sea. De aquí la actitud desconfiada, rencorosa para con el prójimo, acusándolo de disimular sus
vicios, interpretando interiormente todas sus acciones, gestos, palabras, echándolas a mala parte.
Por este camino se llega incluso a emprenderla con Dios, a quien se ―le echa en cara‖ todo lo que
nos falta. La ―ira santa‖ es distinta de la ira mala. Porque es evidente que el Señor
experimentó la ira, que por ser de él es santa. En realidad, condena al pecado, pero no al pecador.
Por eso, su condena del pecado es justa, porque busca el bien del pecador, apartándolo de su
pecado. Esto está patente sobre todo en la condena del adulterio, pero no de la adúltera
sorprendida en su adulterio, que fue llevada por los escribas y fariseos para que fuera condenada
por el Señor. Al final de la escena, cuando se van los acusadores porque ninguno de ellos se
sintió ―sin pecado‖ Jn 8, 7-8), ―se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio.
Incorporándose, Jesús le dijo: ‗Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?‘. Ella respondió:
―Nadie, Señor‖. Jesús le dijo: ―Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más‖ (Jn
8, 9-11).

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