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Benedicto XV

Un pontificado marcado
por la Gran Guerra
Serie: Historia
PABLO ZALDÍVAR MIQUELARENA

BENEDICTO XV
UN PONTIFICADO MARCADO
POR LA GRAN GUERRA

EDICIONES UNIVERSIDAD
EDICIONES UNIVERSIDAD DEDE NAVARRA,
NAVARRA, S.A. S.A.
PAMPLONA
PAMPLONA
Primera edición: Octubre 2015

©  2015.  Pablo Zaldívar Miquelarena


Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)
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Composición: iTom. 31014. Pamplona

Imprime: Gráficas Alzate, S.L. Pol. Comarca 2. Esparza de Galar (Navarra)

Printed in Spain - Impreso en España


A mi padre,
in memoriam
«He querido llamarme Benedicto XVI para unirme
espiritualmente al venerado Pontífice Benedicto XV, que
guió a la Iglesia en un periodo atormentado a causa del
primer conflicto mundial. Fue valiente y auténtico profeta
de paz y se dedicó con valeroso coraje en primer lugar
a evitar el drama de la guerra y después a eliminar sus
consecuencias nefastas».
Benedicto XVI
(Discurso en la audiencia general, 27-IV-2005)
Índice

Prólogo ...................................................................................... 13

I Una noble familia cristiana ....................................... 17


II La Italia del Risorgimento. La Cuestión Romana ....... 23
III Años de juventud en Génova. Roma ........................ 29
IV El sacerdocio. La Curia romana ................................ 33
V León XIII ................................................................. 37
VI Destino en Madrid ................................................... 41
VII En la Secretaría de Estado ........................................ 45
VIII León XIII frente a los cambios del fin de siglo .......... 49
IX Monseñor Della Chiesa, Sustituto de la Secretaría de
Estado ...................................................................... 59
X Muere León XIII. El cónclave de 1903 ..................... 65
XI El pontificado de san Pío X y el comienzo del siglo XX .. 77
XII El embate modernista ............................................... 83
XIII Giacomo Della Chiesa frente al modernismo ........... 91
XIV Arzobispo de Bolonia ............................................... 95

11
XV Giacomo, cardenal Della Chiesa ............................... 105
XVI La Gran Guerra. Muere Pío X .................................. 111
XVII El cónclave. Benedicto XV Sumo Pontífice .............. 117
XVIII Primeras medidas de gobierno. El cardenal Gasparri . 121
XIX El Papa ante la guerra. La encíclica Ad Beatissimi ...... 127
XX La diplomacia humanitaria de la Santa Sede ............. 133
XXI La incomprendida imparcialidad de la Santa Sede .... 135
XXII Italia en guerra ......................................................... 141
XXIII La Exhortación Apostólica de julio de 1915 ............. 147
XXIV Los sucesos de 1917 ................................................. 153
XXV Nuevos esfuerzos del Papa por la paz. Monseñor Pa-
celli y sus gestiones en Alemania ............................... 157
XXVI La Nota de agosto de 1917. Las bases de una paz jus-
ta .............................................................................. 165
XXVII La paz. El tratado de Versalles ................................... 175
XXVIII Las encíclicas sobre la paz. Una nueva visión de la
diplomacia ............................................................... 185
XXIX Las misiones. El Código. Las relaciones con Italia .... 191
XXX La renovación espiritual en un mundo nuevo. Las
iglesias orientales ...................................................... 199
XXXI El tránsito ................................................................ 203

Citas .......................................................................................... 209

Bibliografía ................................................................................ 217

12
Prólogo

Quedé fuertemente sorprendido cuando, al entrar en el pa-


tio delante de la catedral latina del Espíritu Santo, de Estambul,
me encontré con una imponente estatua de bronce de Benedicto
XV, un Papa poco conocido y recordado en el mundo occidental.
Erigida en 1921 con los donativos de católicos y musulmanes, ar-
menios y hebreos, quiso también contribuir al proyecto el Sultán
Mehmet VI. Era un reconocimiento a la paternidad espiritual y
universal de Benedicto XV, quien había establecido oficinas para
localizar a los prisioneros de guerra y ponerlos en contacto con
sus familias, así como centros médicos para atender a los heridos
de cualquier nacionalidad y otras formas de asistencia que habían
sostenido a los más débiles, sin distinción de creencias, en el curso
del conflicto. Al pie de la estatua se lee: «Al gran Papa de la trá-
gica hora del mundo, Benedicto XV, benefactor del pueblo sin
discriminación de nacionalidad o religión. En señal de gratitud,
el Oriente». Con esto, se reconocía la intensa actividad desarrolla-
da por el Papa Benedicto XV durante la primera guerra mundial
(1914-1918) a fin de impedir el conflicto y, después, para acelerar
su terminación. Ignorado por las grandes potencias europeas y por
América en sus peticiones de paz, y marginado de las negociacio-
nes políticas, Benedicto XV recibió honra y gratitud en un país de
mayoría no cristiana. Su monumento escultural invita además al

13
visitante ocasional a redescubrir al hombre allí representado y su
misión. En realidad, este Papa está a la altura de las otras grandes
figuras de Papas del siglo XX, y la presente biografía, escrita con
un estilo fluido, ameno e incisivo, documenta la personalidad de
Benedicto XV, pastor y profeta de paz, precursor de desarrollos
providenciales en el campo de las misiones católicas y de nuevas
formas de colaboración entre los Estados. El retrato de Benedicto
XV se sitúa en el contexto de los acontecimientos clave de su tiem-
po, caracterizado por la rápida transformación política y social. La
formación del futuro pontífice madura en el contexto del Risorgi-
mento italiano, la unificación de Italia y el fin del poder temporal
de los Papas. Al servicio diplomático de la Santa Sede, Giacomo
Giambattista, de los marqueses Della Chiesa (1854-1922), futuro
Benedicto XV, tiene la buena suerte de colaborar con un gran ecle-
siástico, Secretario de Estado de León XIII, el Cardenal Mariano
Rampolla. La experiencia diplomática adquirida, el servicio en la
Curia romana y los años pasados como arzobispo y cardenal al
frente de la archidiócesis de Bolonia, constituyeron otras tantas
etapas en preparación del ministerio papal. Elegido a la cátedra
de Pedro cuando ya la guerra hacía estragos, Benedicto XV puso
en práctica todos sus recursos de fe, gobierno y diplomacia para
reducir la «matanza inútil», como definió aquella guerra, y hacer
que prevaleciera la paz primeramente entre los Países que tenían
una común tradición cristiana.
Pablo Zaldívar Miquelarena sintetiza con claridad y precisión
los desarrollos políticos y militares y las intervenciones incesantes
del Papa en favor de la paz. La voz de Benedicto XV no encontró
una acogida favorable y fue con frecuencia tergiversada en el tor-
bellino de las pasiones de guerra, pero su insistencia en mostrar los
beneficios de la paz y el apoyo dado a la exigencia de colaboración
entre los Estados constituyen una contribución original y fecundo
de desarrollos doctrinales y prácticos. A un siglo de distancia, la
persistente búsqueda de la paz y la argumentación desarrollada
para justificar esa paz por parte de Benedicto XV han encontra-
do un amplio consenso. Sus sucesores han llevado adelante con

14
coherencia y determinación las enseñanzas que nos dejó, como
también su convicción de que la guerra y la violencia son el cami-
no equivocado para dirimir las controversias entre las naciones y
causa de inmensos sufrimientos para pueblos enteros. En cambio,
una situación «sin vencedores ni vencidos» donde la fuerza del
derecho prevalece sobre el derecho de la fuerza, a través de un
diálogo honesto y constructivo, puede llevar a una convivencia
pacífica y fructuosa para todos. Es un modo nuevo de conducir las
relaciones internacionales y sustituye la prepotencia de las armas.
La atención dada a la situación política internacional es muy visi-
ble en el obrar de Benedicto XV. No podía ser de otra manera en
un mundo en guerra. La convicción profunda del Papa, visible en
sus llamamientos ininterrumpidos, era sin embargo el mensaje de
fraternidad evangélico y del mismo Cristo como «soberano legis-
lador de la convivencia civil, y fuente… de la perfecta restitución
de todos los derechos». (Alocución del 24 de diciembre de 1918).
La paz, más que un éxito político, es un don de Dios que brota de
un corazón reconciliado con Él.
La prioridad dada al restablecimiento de la paz miraba a la
creación de una verdadera comunión en la familia humana. Be-
nedicto XV se prodigó por consiguiente en romper el aislamiento
de la Santa Sede causado por la «Cuestión romana» y a hacerla
presente en el mundo actual a través de la diplomacia pontificia.
Terminada la guerra con la disolución de los grandes imperios
alemán, austríaco, ruso y otomano, el Papa estableció relaciones
diplomáticas con los nuevos Estados del este europeo en el inten-
to de ensanchar la paz. Favoreció los primeros intercambios de
propuestas con los políticos italianos para llegar a una justa solu-
ción del desacuerdo con Italia después de la toma de Roma con la
aceptación de la idea de un territorio minúsculo que garantizase la
independencia del Papa. No dejó tampoco de captar la evolución
de la sociedad, y escribió a este respecto: «Se va dibujando un
enlazamiento universal entre los pueblos, movidos naturalmen-
te a unirse entre ellos por necesidades mutuas, así como por un
benevolencia recíproca, especialmente ahora con el auge de la ci-

15
vilización y el admirable aumento de las relaciones comerciales».
El paso siguiente fue el de promover que los países se reunieran
en una sola sociedad, en una familia de pueblos. Pero el éxito de
la Liga de las Naciones, apenas nacida, solo puede garantizarse
si la «ley cristiana» es su fundamento. En esta perspectiva, «no
será ciertamente la Iglesia quien rehúse su válida contribución».
Y, por consiguiente , Benedicto XV exhorta «vivamente a todas
las naciones… a coligarse en una única alianza que, auspiciada
por la justicia, sea duradera» (Encíclica Pacem, Dei Munus Pulche-
rrimum, 1920). La Santa Sede no fue invitada a entrar en la Liga
de las Naciones, que, no incorporando los principios indicados
por el Pontífice, cerró sus actividades en 1946. La semilla arro-
jada continuó dando fruto y tanto el Concilio Vaticano II como
el magisterio papal reafirmaron la necesidad de que los católicos
participen en las estructuras internacionales y colaboren a la paz y
la cultura del derecho.
La presente biografía, con precisión histórica, pone de relieve
la personalidad de Benedicto XV, su inmensa labor de asistencia
sin distinciones de raza, religión y nacionalidad y sus profundas
intuiciones sobre la paz, sobre la presencia de la Santa Sede en la
diplomacia internacional, así como el desarrollo de las Iglesias lo-
cales en el respeto de su cultura. No obstante los condicionamien-
tos de la Gran Guerra, la acción de Benedicto XV abrió caminos
innovadores a la perenne misión de la Iglesia en el mundo. Es, por
tanto, tiempo de que este sucesor de Pedro no permanezca desco-
nocido, sino que su vida y sus enseñanzas, con la contribución de
esta obra, sirvan hoy de inspiración y ejemplo.

†  Silvano M. Tomasi c.s.


Arzobispo titular de Asolo
Nuncio Apostólico, Observador Permanente cerca de las Na-
ciones Unidas y las Organizaciones Internacionales en Ginebra

16
I
Una noble familia cristiana

La República de Génova fue, durante casi un milenio, una


ciudad-estado de gobierno aristocrático, como la de Venecia. Es-
taba dominada por una oligarquía de navegantes, mercaderes y
banqueros. Su peculiar constitución política era una excepción en
una Europa mayoritariamente regida por monarquías. El poderío
económico de Génova llegó a su cumbre al filo del Renacimien-
to, cuando sus poderosas casas de banca y de navegación hicieron
posible extender los asentamientos mercantiles hasta el Mar Ne-
gro. Además, su privilegiada situación geográfica tenía un interés
estratégico para las grandes potencias europeas. Las galeras geno-
vesas participaron en la batalla de Lepanto junto a las españolas,
venecianas y pontificias.
Los patricios ligures pasaban con facilidad de los negocios
mercantiles al campo de batalla. Entre ellos sobresalen los Doria,
tanto Andrea, el gran almirante al servicio de Carlos V, como pos-
teriormente su sobrino, Juan Andrea, uno de los generales de don
Juan de Austria en la batalla de Lepanto; o Ambrosio Spínola, el
banquero-general tan noblemente retratado por Velázquez en el
cuadro de las Lanzas. Todos ellos son grandes figuras genovesas
presentes en la historia de España(1).
Con todo, nunca llegó Génova, en su aventura marítima, a al-
canzar la enorme relevancia de su hermana, la Serenísima Repúbli-

17
ca de Venecia. En efecto, este período de prosperidad se limitaba a
la esfera de las empresas mercantiles y no comportaba una expan-
sión geopolítica apoyada en un poderío naval y una diplomacia
altamente preparada, como fue el caso de Venecia. Por eso, en el
siglo XVI, el gobierno genovés no podrá sustraerse a la hegemonía
española en Italia, contestada recurrentemente por Francia. Las
familias más poderosas de su patriciado pusieron sus cuantiosos
medios frecuentemente al servicio de la Monarquía hispánica,
ayudando a costear sus gigantescas empresas. En el siglo XVII,
Génova era ya «uno de los principales vértices geoestratégicos del
sistema imperial hispánico»(2). Por otro lado, muchos marinos ge-
noveses se establecieron pronto en España, al socaire de las aventu-
ras y operaciones financieras que la expansión española propiciaba
y formaron una comunidad singularizada en los reinos de España.
La familia Della Chiesa formaba parte del patriciado genovés
desde el siglo XVI y sus miembros estaban inscritos en el Libro de
Oro de la nobleza ligur. Algunos cronistas hacen remontar el ori-
gen de la estirpe al Milán del bajo Imperio romano, relacionando
el apellido con la defensa de la Iglesia que sus miembros, como
rama desgajada del poderoso linaje de los Della Torre, realizaron
en la lucha contra los arrianos. De hecho,
el blasón familiar –que será el usado
por Benedicto XV como obispo
y como Pontífice– presenta una
sencilla iglesia protegida por un
águila. Varios Della Chiesa fue-
ron miembros distinguidos del
Senado genovés en los siglos
XVI y XVII, y también hubo
miembros de la familia al man-
do de las galeras de la Repúbli-
ca(3). Los Della Chiesa estaban
emparentados con las viejas estir-

Giacomo Della Chiesa, niño

18
Palacio de los Marqueses Della Chiesa en Pegli, Italia.

pes ligadas a la historia milenaria de la Ciudad: Durazzo, Pallavi-


cini, Sacchi Nemours, Centurione, Raggi, Spinola …
En el seno de esta familia nació en Génova, el 22 de noviem-
bre de 1854, el futuro Benedicto XV. Recibió en el bautismo los
nombres de Giacomo Giambattista, y fueron sus padres el mar-
qués Giuseppe Della Chiesa, oficial de la Marina Real de Cerdeña,
y donna Giovanna Migliorati, descendiente de una antigua familia
napolitana que había dado a la Iglesia un papa, Inocencio VII, en
el siglo XV. Los Migliorati se habían establecido posteriormente
en el norte de la península, concretamente en Carrosio, lugar del
que fueron señores feudales y súbditos del rey de Cerdeña. En el
siglo XVIII, eran ya una estirpe plenamente genovesa ligada a la
Casa de Saboya. Todavía hoy puede verse en el antiguo palacio
de esta familia, en la pequeña villa de Carrosio, una placa que re-
cuerda con lenguaje lapidario que allí había morado, siendo niño,
el futuro Benedicto XV, descendiente de los señores feudales del
lugar. Este monumento histórico prueba que la familia Migliorati
no había perdido del todo su vinculación con la localidad en la

19
que antaño había ejercido derechos jurisdiccionales y que Giaco-
mo debió de pasar alguna temporada estival en Carrosio.
Parece que, como consecuencia de un alumbramiento prema-
turo, Giacomo creció con una naturaleza débil, aunque no en-
fermiza. Quizá algunos de sus rasgos físicos –menudo de cuerpo,
una leve cojera– fueran secuelas de la debilidad con que llegó al
mundo el sexto vástago de los Della Chiesa (dos de ellos murieron
de corta edad). Esta circunstancia pesó probablemente a la hora
de decidir sus padres que recibiera la primera educación en casa y
viviera el mayor tiempo posible al aire libre, junto al mar.
Los Della Chiesa, aparte de su residencia urbana de Génova,
poseían en Pegli, pueblo costero muy próximo, un antiguo palacio
que todavía existe, aunque haya perdido mucho de su esplendor
original. La fachada, de altísimos balcones que se asoman al paseo
marítimo, tiene adosada una torre medieval, resto de la edificación
primitiva. Detrás, estaban situados los jardines, frondosos y am-
plios. No se puede prescindir de este entorno aristocrático a la hora
de analizar la personalidad de Benedicto XV. El palazzo de Pegli
era la auténtica casa solariega de los Della Chiesa; allí se juntaban
numerosos parientes y amigos durante los veranos, y a este hogar
permaneció sentimentalmente ligado Giacomo aun cuando, una
vez Papa, no pudiera regresar ya a ella. La infancia de este niño frá-
gil de cuerpo y de mente despierta, afectivamente muy unido a su
madre, reverente con su padre, afectuoso con su hermana mayor y
con sus dos hermanos varones, transcurre apaciblemente en el seno
de una pia famiglia patrizia, una noble familia cristiana.
Esta firme y coherente convicción religiosa no era obstáculo,
sin embargo, para que los Della Chiesa mantuvieran su lealtad a la
Casa de Saboya, al haberse integrado desde muy pronto, como se
ha dicho, la antigua república de Génova en el reino de Cerdeña
Piamonte, que tenía su capital en Turín. Habrá que llegar al en-
frentamiento entre Víctor Manuel II y Pío IX para que las familias
católicas doblemente leales al Papa y al Rey, como los Della Chie-
sa, tuvieran que tomar postura ante las dificultades creadas por
esta situación. No obstante, supieron distinguir entre lo que es del

20
El mismo palacio en la actualidad

César y lo que es de Dios: el hermano mayor de Giacomo llegará


a ser almirante de la Marina Real italiana, y el futuro monseñor
Della Chiesa, sin menoscabo de la defensa de los derechos de la
Iglesia, mantendrá una actitud elegante en sus ocasionales contac-
tos con la familia real italiana.
Terminada la educación primaria en casa a cargo de precepto-
res, en 1862, Giacomo ingresa en el prestigioso Instituto «Dano-
varo e Giusso», de Génova, donde comienza su formación escolar.
Es el inicio de una larga carrera de estudios que, cursados tanto
en el ámbito civil como en el eclesiástico, forjarán su formación
intelectual. Aún más, esta dualidad contribuirá a que el joven aris-
tócrata genovés adquiriese una mentalidad laical que le llevaría a
moverse con soltura en el mundo seglar y en los círculos diplomá-
ticos sin merma de su condición sacerdotal.
Antes de pasar adelante, conviene detenerse en las circunstan-
cias que inciden en la vida y personalidad del biografiado. ¿Cuál
era el momento histórico en que se desenvolvió la infancia y ado-
lescencia de Giacomo?

21
II
La Italia del Risorgimento.
La Cuestión Romana

Se ha escrito que «hasta 1860 el término Italia servía para de-


signar, no tanto una nación como una península»(4). Y en efecto,
aunque existían con anterioridad una identidad cultural y una
creatividad artística genuinamente italianas, no se puede identifi-
car un sentimiento nacional hasta la llegada de la Revolución fran-
cesa y la invasión napoleónica de la península. Napoleón rediseña
el mapa político italiano, con un nuevo reino de Italia al norte,
cuya capital era Milán, evocando así el antiguo reino lombardo.
Desde entonces, asumirá los títulos de emperador de los franceses
y rey de Italia. Ciertamente, dejó que subsistiera el viejo reino de
Nápoles al sur, pero sin reyes borbónicos y ahora con una dinastía
napoleónica (primero, su hermano José, luego su cuñado Murat).
Roma y los Estados Pontificios, bajo soberanía papal desde Carlo-
magno, quedaron directamente incorporados al Imperio francés.
De esta manera, toda la península y sus islas formaban parte del
gran entramado geopolítico concebido por Napoleón para realizar
el anhelo secular de la unidad europea (ya intentada con el Impe-
rio carolingio), pero ahora a la luz de los principios revoluciona-
rios del liberalismo.
Puede afirmarse, por consiguiente, que el concepto de la uni-
dad política de una Italia constituida en nación, nace en los albo-
res del siglo XIX. La monarquía pontificia fue abolida y los papas

23
Pío VI y Pío VII se convirtieron sucesivamente en rehenes del
Emperador, privados de su soberanía y alejados de Roma. Hubo
un momento, incluso, en que Napoleón creyó llegado el fin his-
tórico del Papado.
Tras la definitiva derrota de Napoleón, la península retorna, en
1815, a su configuración política anterior, un conjunto de reinos y
pequeños estados débiles. Austria recupera el Veneto y la región de
Trento, mientras que se devuelve a los Borbones de Italia el reino
de las Dos Sicilias y el Ducado de Parma, así como el de Módena
a la Casa de Austria-Este. En cuanto a los Estados Pontificios, re-
tornan al Papa. La república de Génova no sufre cambios notables
respecto a su situación pre-napoleónica: vuelve a quedar anexio-
nada al reino de Cerdeña Piamonte perdiendo definitivamente su
independencia. Liquidada la aventura imperial francesa, el reino
sardo piamontés sale fortalecido, y su dinastía histórica, la Casa de
Saboya, inicia la carrera ascendente que la llevará a regir más tarde
la Italia unificada. Ya para entonces existía en Italia la conciencia
de ser una nación, pero para culminar su construcción política se
requería la incorporación de todos los territorios peninsulares.
Cuando Giacomo Della Chiesa es todavía un niño, en 1861,
Víctor Manuel II de Saboya se proclama Rey de Italia a pesar de
que la unificación no está acabada. El verdadero artífice de esta
empresa es su ministro piamontés, Cavour. Perteneciente a la no-
bleza septentrional, con un ideario liberal radicalmente opuesto
al inmovilismo del reino de las Dos Sicilias, Cavour pretende im-
plantar un estado centralizado en sustitución de la configuración
política, de naturaleza estamental, del Antiguo Régimen. La bur-
guesía, como clase social nacida políticamente con la Revolución
francesa, adquiere un papel rector en este proceso de transforma-
ción profunda de la sociedad. El Risorgimento –es decir el resur-
gir de esta conciencia de italianidad – no fue un movimiento de
masas sino de élites(5) y, fuera de los excesos de los garibaldinos, el
nuevo Estado de Italia debió su construcción a una extensa clase
burguesa, alta y media, sin participación del campesinado. La no-
bleza, con excepciones en el norte peninsular, se mantuvo al mar-

24
gen, iniciándose su declive histórico a medida de la progresiva des-
aparición de las rentas agrícolas como fuente principal de ingresos.
Pese a la visión moderada de algunos sectores conservadores
del liberalismo, distantes de la agresividad anticlerical de los más
genuinamente revolucionarios, el pensamiento liberal puro atri-
buía al Estado el poder de regir la vida social en todo lo que vaya
más allá de la esfera interna de la conciencia; por consiguiente,
también quedaba sometida a los gobiernos la acción externa de la
Iglesia. Pío IX había condenado el principio de que la autoridad
civil puede inmiscuirse en las materias pertenecientes a la religión,
la moral y el gobierno espiritual(6). Tanto el relativismo racionalista
respecto a la inexistencia de una verdad absoluta, como el positi-
vismo, que reconoce en la ley la única fuente de obligación moral,
entraban en conflicto con el derecho de la Iglesia a ejercer su ma-
gisterio en todo lo que concierne, directa o indirectamente, a la sa-
lud espiritual de los fieles. Estos planteamientos eran inaceptables
para los católicos y determinaron el enfrentamiento entre Iglesia
y Estado a lo largo del siglo XIX, que se agravó a medida que la
secularización de la sociedad invadía áreas fundamentales como la
libertad de la enseñanza privada, la de la existencia y actividad de
las órdenes religiosas e, incluso, el nombramiento de los obispos,
que estaba sujeto al «visto bueno» –exequatur– del poder civil.
En 1870, la unificación estaba casi completada. Solamen-
te Roma constituía el último reducto de la soberanía temporal
del Papa. El 20 de septiembre de ese año, tiene lugar un hecho
trascendental para la historia de Europa y de la Iglesia: las tro-
pas italianas entran en la Ciudad Eterna abriendo una brecha en
la Porta Pia. El papa Pío IX juzga inútil la resistencia y da a los
zuavos pontificios orden de rendirse; acto seguido, deja el palacio
del Quirinal y se recluye en el Vaticano, declarándose prisionero.
Así se abría a la historia la llamada Cuestión Romana(7) factor que
condicionó la política del Papado con Italia y las demás naciones
hasta 1929(8).
El gobierno de Italia intentó remediar la situación con una
Ley de Garantías en 1871, que aseguraba la inviolabilidad de la

25
Consagración episcopal de Giacomo Della Chiesa en la Capilla Sixtina.
A la izquierda, san Pío X.

persona del Papa como soberano extranjero, le permitía el uso de


los palacios apostólicos y le dotaba de una asignación económica
cuantiosa. Sin embargo, esta iniciativa aparentemente favorecedo-
ra, con la que se pretendía «tutelar» la libertad del Papa y compen-
sarle «generosamente» de la privación de sus Estados, confirmaba
en realidad la pérdida de la soberanía pontificia y la dependencia
del Pontificado respecto del estado italiano. Pío IX rechazó indig-
nado dicha ley, denunciando su carácter unilateral y el expolio

26
sufrido con la confiscación de los bienes eclesiásticos. Además, rei-
teró solemnemente que no podía reconocer la usurpación de unos
derechos milenarios que consideraba irrenunciables.
La Santa Sede mantuvo desde entonces la reivindicación de
una soberanía efectiva, con base territorial, que permitiera al Papa
ejercer libremente su ministerio universal de Sucesor de Pedro sin
estar a expensas del poder civil. Para Pío IX –como luego para sus
sucesores– aceptar la Ley de Garantías hubiera equivalido a reco-
nocer al reino de Italia, así como su soberanía y derecho de control
sobre la Santa Sede y sus relaciones diplomáticas(9).
Esta infranqueable diferencia de fondo hizo inviable la fór-
mula con que Cavour pretendía resolver el principal escollo en el
camino de la Unificación: «Iglesia libre en el Estado libre». Pre-
cisamente porque no contemplaba una «Iglesia libre y un Estado
libre», sino que solo aceptaba la libertad de la Iglesia «dentro» de la
esfera del poder civil, era imposible conciliar los puntos de partida
respectivos.
Consumada la Unificación, los gobiernos que se formaron
sucesivamente en la nueva Italia mantuvieron el principio neta-
mente liberal de que competía al Estado intervenir en los asuntos
educativos, económicos y hasta pastorales y disciplinares. Por su
parte, la Santa Sede prohibió a los católicos italianos participar en
política. Era el llamado «non expedit» de 1870, que se resume en
que no podían ser ni electores ni elegidos.
Con todo, las relaciones Iglesia-Estado no experimentaron
permanentemente el mismo grado de tirantez en torno a la Cues-
tión Romana. Así, se llegó, como veremos, a un cierto «modus
vivendi» a lo largo de las dos últimas décadas del siglo XIX (el Papa
no reconocía el reino de Italia, mientras, por otra parte, la Iglesia
continuaba en la práctica gozando de una relativa protección ofi-
cial). Sin embargo, la marea secularizadora fue impregnando to-
dos los aspectos de la vida pública, y un arreglo de la Cuestión Ro-
mana se veía prácticamente inalcanzable a medio plazo. Mientras,
los sectores anticlericales se enfrentaron duramente con la Iglesia y
con el Papa, a quien querían reducir a la actividad de «rezar y ben-

27
decir»(10). Por otro lado, el diálogo entre los liberales moderados y
los católicos resultaba imposible a causa de la prohibición de que
estos últimos intervinieran en la vida política nacional. En conse-
cuencia, hasta comienzos del siglo XX no mejoraron las relaciones
entre la Santa Sede e Italia.

28
III
Años de juventud en Génova.
Roma

En 1869, Giacomo termina su enseñanza secundaria en el se-


minario archidiocesano de Génova, como alumno externo laico.
Los seminarios diocesanos ofrecían en aquel tiempo la posibili-
dad de que jóvenes seglares pudieran cursar estudios equivalentes
al bachillerato.(11). Allí empezó a sobresalir, principalmente por
el orden, pulcritud y puntualidad que siempre le caracterizarían.
Cuando se acercaba el fin de sus estudios secundarios, Giacomo
manifiesta a sus padres su vocación sacerdotal, al parecer muy im-
presionado por el trato con su tío Giovanni Antonio Raggi, capu-
chino, rector de uno de los hospitales de la ciudad y muy venerado
por su auténtico espíritu franciscano. Las fuentes de esta época
temprana de su vida son escasas, y por ello no es del todo verosímil
admitir la suposición de que el joven Giacomo encontrase la opo-
sición de su padre cuando manifestó su vocación incipiente. Más
bien parece lógico suponer que éste, que no escondía en la socie-
dad genovesa su catolicismo recio y consecuente, creyó oportuno
que su hijo estudiara una carrera civil antes de tomar una decisión
tan importante. Al parecer algo contrariado, pero obediente, Gia-
como entra en la Universidad Real de Génova en 1871, después
de haber obtenido, en el examen de ingreso, la nota de 22/30(12).
En una atmósfera fuertemente secularizada, el universitario
Della Chiesa se implica activamente en la defensa de los derechos

29
de la Iglesia. Funda, con otros dos
compañeros, la agrupación de «Hijos
de Pío IX» y es elegido secretario de
la Sociedad Promotora de los Intereses
Católicos; no duda tampoco en im-
primir una circular animando a cerrar
filas en torno al Pontífice y a felicitarle
por su 82 cumpleaños con telegramas
expresivos de fidelidad incondicional.
Giacomo fue también uno de los fun-
dadores de un modesto diario católi-
El Cardenal Della Chiesa, co, «Il Cittadino», y se sirvió de esta
Arzobispo de Bolonia tribuna para publicar sus colaboracio-
nes en defensa de la Iglesia(13). Destaca
pronto en él una lealtad inquebrantable a la Sede Apostólica, junto
a la capacidad de iniciativa y el sentido práctico a la hora de poner
en práctica estrategias de actuación. Fiel al espíritu caballeresco
heredado, se sitúa sin vacilaciones en el campo de los defensores
del Papado. La visión realista de los cambios históricos descubre,
por otro lado, al genovés de visión avezada, que advierte la nece-
sidad de «armarse» intelectualmente y de actuar, no en abstracto
sino con pasos concretos. Una actitud diferente de la pasividad
que se advertía en sectores clericales de otras regiones de Italia.
El primer periodo de la juventud de Giacomo se forja, por
consiguiente, en Génova, a donde en el futuro volvió excepcio-
nalmente, aunque siempre se mantuviera muy ligado a su ciudad.
Hizo allí la mayoría de sus amistades íntimas –fue siempre hombre
de pocos amigos, pero lo era mucho de esos pocos-: Carlo Monti,
Teodoro Valfré di Bonzo y Giuseppe Migone. Monti desempeñó
una delicada misión diplomática como representante oficioso del
reino de Italia cerca de Benedicto XV y labró el camino hacia la so-
lución de la Cuestión Romana; monseñor Valfré di Bonzo fue uno
de los obispos concelebrantes en la consagración episcopal de Gia-
como y futuro nuncio en Viena; por su parte, el hijo de Migone
(también llamado Giuseppe y futuro cardenal), fue escogido por

30
Mons. Della Chiesa como capellán y secretario en la archidiócesis
de Bolonia, y le acompañará más tarde, como prelado de honor y
colaborador de total confianza, durante su pontificado.
Brillante estudiante en la Universidad civil, a los 21 años el
joven Della Chiesa recibió el doctorado con una tesis sobre «La
interpretación de las leyes», obteniendo la nota de 69/70(14). Ter-
minados los estudios universitarios según el querer de su padre,
con una formación intelectual que se desarrolló en un ambiente
generalmente hostil a su fe religiosa, y preparado para dar razón
de ella, Giacomo plantea decididamente a su familia la voluntad
de ser sacerdote.
El marqués Della Chiesa da finalmente su consentimiento,
convencido de la madurez de esta resolución, pero prefiere que se
traslade a Roma para estudiar en el Almo Collegio Capranica, ins-
titución en la que se formaban futuros sacerdotes pertenecientes a
la nobleza italiana(15). La opción de cursar una carrera eclesiástica
en un seminario de prestigio, que le pudiera abrir las puertas de
la Curia y trabajar cerca del Papa, parece a la familia Della Chiesa
una aspiración legítima que la brillantez académica del hijo venía
además a corroborar. Giacomo, en cambio, siente una vocación
puramente sacerdotal, donde la «cura animarum», el servicio a las
almas, pasaba por delante de la aspiración a una carrera clerical
centrada en los ascensos honoríficos. Pero siguió el consejo pater-
no y se inscribió en el Capranica, donde ingresa el 21 de noviem-
bre de 1875. Allí, además de los cursos del seminario, se podía es-
tudiar simultáneamente en las universidades pontificias. Giacomo
eligió la Gregoriana, regida por la Compañía de Jesús.
La instalación en Roma de un estudiante de alta categoría so-
cial, formando parte de un alumnado cuyas actividades académi-
cas eran atentamente seguidas en la Curia romana, requería una
carga económica que los Della Chiesa, poco sobrados de fortuna,
no podían afrontar en su totalidad. Un primo genovés, el conde
Durazzo Pallavicini, se hizo cargo de los gastos, si bien no sabemos
en qué términos. Lo cierto es que varios biógrafos(16) refieren la
siguiente anécdota, que refleja a las claras una gratitud que Be-

31
nedicto XV quiso hacer pública: «Después de su elección al Pon-
tificado, concedió una de sus primeras audiencias públicas a una
delegación de genoveses, encabezada por Pallavicini. Este saludó a
su pariente, ahora convertido en Papa, empleando la fórmula tra-
dicional: «Santidad». Benedicto XV le respondió: «¡Tú me llamas
Santidad! ¡Si somos los viejos primos de siempre!» y, dirigiéndose
a la delegación genovesa, añadió: «Señores, uno de vosotros es el
causante de que yo sea Papa: mi primo, que pagó mis estudios».
Los resultados académicos de Giacomo en Roma estuvieron a
la altura de su reputación y le permitieron concentrarse en la pre-
paración de nuevos doctorados. La constancia en el trabajo no le
impedía, sin embargo, ejercer la labor de catequista, dos días por
semana, en la próxima iglesia de Santa Maria in Aquiro.

32
IV
El sacerdocio.
La Curia romana

Terminada la preparación para el sacerdocio, el joven semi-


narista de 24 años vio cumplida su aspiración más antigua y más
firme: el 21 de diciembre de 1878, el cardenal Monaco-La Valetta,
vicario del Papa para la Ciudad de Roma, confería a Giacomo De-
lla Chiesa el presbiterado en la Basílica de San Juan de Letrán. Al
siguiente día, rodeado de su familia, el nuevo sacerdote celebró su
primera Misa en el altar de la Cátedra de San Pedro, en el ábside
de la Basílica Vaticana. En la estampa que distribuyó como recor-
datorio, se puede leer la oración que él mismo había compuesto en
honor del Príncipe de los Apóstoles: «Tu mihi adde ardorem/ quo
tuae potestatis iura tuear intemerata et integra/ et forti pectore male
ominatos hostium impetus in Pontifices Maximos/ contundam»–
dame fuerza para custodiar íntegros e inviolables tus derechos, y
ayúdame a repeler con corazón fuerte los asaltos malignos de los
enemigos del Papado–(17). A este fin consagrará su vida.
Después de su ordenación, Giacomo permanece en el Capra-
nica poco tiempo; entre 1878 y 1880 obtiene sucesivamente los
doctorados en Teología y en Derecho Canónico. Con estos nuevos
triunfos académicos, eran ya tres los grados de doctor que cons-
taban en su expediente académico. Poco después, Della Chiesa
ingresaba en la Academia Pontificia de Nobles Eclesiásticos, si-
guiendo el consejo de sus superiores del Seminario.

33
El Beato Pío IX

La Academia de Nobles Eclesiásticos era un centro de forma-


ción superior de sacerdotes escogidos para el servicio de la Curia
romana y de la representación diplomática de la Santa Sede. Fun-
dada en 1701 por Clemente XI, pronto se establecería definitiva-

34
mente en el palacio Severoli, en piazza della Minerva, conocida
por la exótica fuente del elefante y el obelisco, obra de Bernini.
Allí permanece hoy la sede de la escuela diplomática más anti-
gua de Occidente, bajo la denominación de Academia Eclesiástica
Pontificia. Además del futuro Benedicto XV, varios predecesores
y sucesores suyos estudiaron en este centro –León XII (1823-
1829), León XIII (1878-1903), Pío XII (1939-1958) y Pablo VI
(1963-1978)–. Giacomo, cuya brillantez académica y dignidad de
conducta se habían hecho notorias, era un candidato idóneo para
acceder a ese núcleo de «élite» que permitía al Vaticano contar
con unos colaboradores especialmente preparados. Della Chiesa
pronto recibió el encargo de enseñar Estilo Diplomático, lo que
demuestra el renombre que enseguida había conquistado entre
profesores y alumnos.
El 7 de febrero de 1878 había muerto Pío IX, tras un largo
reinado que comenzó en un ya lejano momento histórico (1846)
y durante el cual habían acontecido profundos cambios políticos
y sociales que transformaron a Europa. Pío IX dejaba esta vida
rodeado de la veneración del mundo cristiano, pero exhausto por
su lucha en defensa de la libertad del Papado. Este pontífice (bea-
tificado por Juan Pablo II) llena una buena parte de la historia
del siglo XIX. Fue el último monarca de los Estados Pontificios y,
como tal, mantuvo su condición de expoliado, rehusando llegar a
arreglos con el reino de Italia puesto que no incluían, en ningún
caso, la restitución de una base territorial como soporte de la so-
beranía pontificia. Esta línea fue seguida, como veremos, por sus
sucesores hasta que con los Pactos de Letrán en 1929 se alcanzó
una solución satisfactoria con la creación del Estado de la Ciudad
del Vaticano, mínimo espacio territorial que garantiza la soberanía
de la Santa Sede(18).

35
V
León XIII

En un cónclave breve, fue elegido el cardenal Vincenzo Gio-


acchino Pecci, quien tomó el nombre de León XIII. Pecci era un
hombre relativamente joven todavía, afable y distinguido, pro-
fundo conocedor de la lengua latina, en la que sobresalía como
poeta consumado. Su familia pertenecía a la pequeña nobleza de
los Estados Pontificios. Sacerdote de sólida piedad, juntaba a la
experiencia diplomática (había sido nuncio en Bruselas, donde co-
noció directamente la problemática de la revolución industrial y
sus repercusiones en el mundo del trabajo) una dilatada labor pas-
toral como obispo de Perusa. Además había trabajado en la Curia
romana y no le eran ajenos los desafíos con que se encontraba la
Iglesia en aquel tiempo de cambio histórico(19).
El nuevo papa era consciente de que la Iglesia tenía por de-
lante un triple reto: defender sus derechos frente al estado liberal,
abordar con voz propia los profundos cambios sociales sobreveni-
dos con la revolución industrial e impulsar la proyección interna-
cional de la Santa Sede, para sacarla del aislamiento que siguió a la
pérdida de su dominio temporal(20).
Si bien la agresividad de la lucha anticlerical se mantenía viva
en Italia y en Francia, países en los que la masonería tuvo un influ-
jo poderoso, el comienzo del nuevo pontificado coincidió prácti-
camente con el cese de la política anticatólica sostenida en Alema-

37
nia por el canciller prusiano, Otto von Bismarck. Después de unos
años de durísima prueba para los católicos alemanes, que acarreó
la prisión de algunos obispos y sacerdotes y la anulación de la
libertad de la Iglesia, Bismarck cambió radicalmente su estrategia
ante la necesidad que tenía el gobierno imperial de contar con el
partido del Centro, de mayoría católica, para apoyar las reformas
de los liberales. Poco tiempo después, la subida al trono de Gui-
llermo II y la dimisión de Bismarck contribuyeron a normalizar
las relaciones de la Santa Sede con Berlín. Esta circunstancia, apar-
te de la fama que rodeaba al nuevo papa de ser persona firme en
el fondo pero abierta en la forma, favoreció una mejora del clima
general.
Para acometer la labor de afrontar los nuevos desafíos del
mundo moderno, León XIII escogió un grupo de colaboradores
probadamente valiosos. En este equipo destacó pronto un hombre
de personalidad fuerte y de aspecto imponente: Mariano Rampo-
lla del Tindaro. Descendiente de una antigua familia de la nobleza
siciliana y alumno del Colegio Capranica y de la Academia de
Nobles Eclesiásticos, Rampolla «tenía –como Miguel Ángel– ese
rasgo psicológico que los italianos denominan terribilità y que im-
presiona a los interlocutores»(21). Era un carácter enérgico y una
mente clarividente lo que León XIII buscaba. No obstante las di-
ferencias de personalidad, se entendieron perfectamente.
Nombrado primeramente subsecretario de Asuntos Eclesiásti-
cos, Rampolla supo secundar desde el primer momento el deseo
que animaba a León XIII: de un lado, avanzar en la búsqueda de
soluciones a la Cuestión Romana; y de otro, recuperar el papel
que históricamente se había reconocido al Papa en el concierto in-
ternacional, y que el enfrentamiento con la ideología liberal había
debilitado considerablemente durante los últimos años. En este
sentido, el nuevo Pontífice cuidó de reivindicar los derechos del
Papado en Italia. La diferencia con el pontificado de Pío IX es que
ahora el Vaticano tomaba la iniciativa intentando la internacio-
nalización de este conflicto, vista la imposibilidad de un entendi-
miento básico. Al mismo tiempo, para desarrollar un nuevo tipo

38
de presencia del papado en el contexto internacional, se tendieron
puentes de diálogo diplomático con las naciones secularizadas(22).
En palabras del cardenal Silvestrini, «Rampolla, más cercano
a las democracias que a las dinastías de los imperios centrales –lo
que no deja de ser paradójico en un noble siciliano– busca con
León XIII un nuevo espacio para la Iglesia en la sociedad moderna
[…] convirtiendo el fin de la autoridad temporal del papado en
un crecimiento de su autoridad moral».
Acostumbraba Rampolla a asistir a los actos culturales que se
celebraban en la mencionada Academia, a la que León XIII (tam-
bién antiguo alumno) quería se atendiera esmeradamente. Pronto
se fijó en aquel joven menudo y de frágil aspecto, que intervenía
con brillante oratoria y que gozaba de un indiscutible ascendiente
sobre sus compañeros. En 1882, Rampolla decidió llevarse a Della
Chiesa a la Curia, como apprentista en la Congregación de Asun-
tos Extraordinarios, que se encargaba de las relaciones internacio-
nales de la Santa Sede y que Rampolla dirigía(23). Ello, sin perjuicio
de seguir enseñando la asignatura de Estilo Diplomático que se le
había encomendado en la Academia. Giacomo Della Chiesa ini-
ciaba, a los veintiocho años, un largo y lento itinerario al servicio
de la Santa Sede.

39
VI
Destino en Madrid

En ese mismo año, el Papa decide nombrar a Rampolla nun-


cio en Madrid. Este rápido ascenso, no poco insólito tanto por la
edad del nuevo nuncio (treinta y nueve años) como por tratarse
Madrid –junto a Viena– de una Misión diplomática de la más alta
categoría desde la perspectiva del Vaticano, ponía de manifiesto la
estima del Papa por su colaborador y presagiaba la brillante tra-
yectoria que había de seguir en el futuro. Rampolla había estado
ya destinado en Madrid, entre 1875 y 1877, como consejero de la
Nunciatura. Ahora, llegaba como Jefe de Misión. El nuevo nuncio
no quiso emprender este camino sin el apoyo de Della Chiesa, y
se lo llevó con el cargo de secretario particular. Para mejor cumplir
sus funciones diplomáticas, Della Chiesa recibe el nombramien-
to honorífico de camarero secreto supernumerario de Cámara de
Su Santidad, con el tratamiento de Monseñor. Como secretario
del Nuncio, Giacomo no tenía competencias para llevar directa-
mente los grandes asuntos diplomáticos, de los que se ocupaba un
experto consejero, monseñor Segna. Sin embargo, la proximidad
continua a Rampolla y la lealtad y discreción mostradas le harían
depositario de la plena confianza de su superior, por lo que iba a
estar al corriente de todo lo que era objeto de despacho con Roma
y, obviamente, de la correspondencia confidencial entre el Nuncio
y el Secretario de Estado.

41
Rampolla y Della Chiesa llegaron a Madrid en enero de 1883,
y el 2 de febrero, acompañado de todo el personal de su Misión,
el Nuncio presentaba sus cartas credenciales al rey Alfonso XII.
En esta brillante ceremonia estuvo presente Giacomo, quien se
había preparado al nuevo puesto con el estudio concienzudo de
la lengua, de la historia y de la situación política españolas. El
Nuncio tuvo ocasión de exponer al joven rey uno de los encargos
confiados por el Papa: la aplicación de la encíclica Cum multa,
dirigida por León XIII a la Iglesia en España. En este documento
magisterial, publicado el 8 de diciembre de 1882, el Papa enseña-
ba que ningún partido político podía erigirse en representante e
intérprete exclusivo de la posición católica. Ante un panorama en
el que los integristas y los moderados estaban enfrentados dentro
de las filas del catolicismo, el magisterio pontificio rechaza tanto
los postulados del liberalismo a ultranza, que asfixian la actuación
de la Iglesia, como la identificación entre la religión y un partido
político determinado. Y por encima de todo, León XIII exhorta a
la unidad de los católicos españoles y a la obediencia a la jerarquía
para evitar que las escisiones internas debiliten la defensa de la fe.
El Papa, al recibir a un numeroso grupo de periodistas españoles,
había dado una clara recomendación: «No ofendáis a vuestros lec-
tores con un lenguaje intemperante y, por otra parte, no pongáis
la causa religiosa al servicio de un partido político o de un interés
de grupo con daño del bien común»(24).
La misión de Rampolla no era fácil. De un lado, la Restaura-
ción borbónica dirigida por Cánovas había traído el orden públi-
co y una estabilidad interna que el país necesitaba después de las
guerras civiles, de los cambios de régimen y de pronunciamientos
casi continuos, y la Iglesia se beneficiaba de esta normalidad cons-
titucional, aunque la cuestión social daba ya señales de la grave-
dad que iría adquiriendo en las siguientes décadas. De otro lado,
el carlismo y el integrismo católico proseguían respectivamente
sus luchas contra las doctrinas liberales. Un año más tarde, en un
informe para la Secretaría de Estado, el Nuncio lamentaba: «Los
obispos españoles carecen de una dirección constante y enérgica, y

42
actúan generalmente según su propio juicio, sin entenderse entre
ellos y sin estimarse recíprocamente»(25). Rampolla valoraba, como
vemos, la necesidad de fortalecer la concordia y la unidad entre los
obispos, difícil tarea en el escenario español del momento.
Por lo que se refiere a su vida cotidiana en el vetusto palacio
de la calle del Nuncio –donde entonces se hallaba la sede de la
representación pontificia –Giacomo repartía sus jornadas entre el
trabajo y la «cura de almas»– que era una necesidad inherente a
su vocación sacerdotal– en la vecina iglesia de san Pedro. Allí oía
confesiones y también llegó a predicar. Pronto es conocido como
el «cura de las dos pesetas», llamado así por las gentes del barrio
en alusión a sus generosas limosnas. El joven monseñor todo lo
observa, con curiosidad inteligente. Percibe un estilo propio, mez-
cla de cosmopolitismo y de sociedad inmovilista, de tradiciones y
de malestar revolucionario, que distinguía a Madrid respecto de
Roma. No se puede olvidar que Giacomo es un italiano del norte
y que su mentalidad abierta chocaba a veces en el mundo romano.
A su amigo el sacerdote Valfré di Bonzo, le escribe: «Madrid […]
es literalmente una escuela de vida contemporánea», y le manifies-
ta su sana envidia por la actividad apostólica de éste: «¡Cuánto te
envidio, pero por el momento soy incapaz de consagrarme a ese
trabajo tan santo!»(26).
Durante su misión en España, Rampolla y Della Chiesa vi-
vieron de cerca sucesos importantes. De un lado, la muerte de
Alfonso XII en 1885 –y el nacimiento de su hijo póstumo, Al-
fonso XIII, en 1886– que abrió el período de la Regencia de la
reina María Cristina. De otro lado, las catástrofes del terremoto de
1884 en Andalucía y de la epidemia de cólera de 1885 en varias
provincias españolas. Queda constancia en la prensa de la acción
humanitaria del Nuncio y de su secretario, que visitaron los luga-
res del terremoto, atendieron personalmente a los enfermos en los
hospitales y organizaron una eficaz ayuda para los damnificados.
En la esfera de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede
y España, el asunto más importante de la nunciatura de monseñor
Rampolla lo constituyó el conflicto hispano-alemán sobre la sobe-

43
ranía de las islas Carolinas. A iniciativa de Bismarck, se sometió al
arbitraje de León XIII el arreglo de las diferencias, lo que aceptó
el gran Pontífice con sumo agrado, consciente del realce que esta
confianza de Berlín y Madrid daba al Papado. Esta oportunidad
permitió a monseñor Della Chiesa trabajar mano a mano con su
superior y aprender de un buen maestro de la diplomacia. Segu-
ramente este modo civilizado de resolver conflictos entre las na-
ciones por el derecho y los buenos oficios, en vez de por la fuerza,
quedó grabado en el futuro Benedicto XV. Sus iniciativas de paz y
de recurso al arbitraje en la I Guerra Mundial permiten suponerlo
con fundamento.
En la primavera de 1887, el Papa dio por terminada la misión
del nuncio en Madrid. Había fallecido el cardenal Jacobini, Secre-
tario de Estado. León XIII eligió a Mariano Rampolla del Tindaro
para desempeñar dicho cargo. La carrera de Giacomo Della Chie-
sa se abría a un porvenir brillante.

44
VII
En la Secretaría de Estado

Creado cardenal al poco tiempo, Rampolla permanecerá al


frente de la Secretaría de Estado desde junio de 1887 hasta julio
de 1903 (en que fallece el Papa). Durante este largo periodo, la
diplomacia vaticana se dirigió hacia horizontes muy diversos que
abarcaban no solamente Europa, sino también Asia y América La-
tina. «Rampolla era un Secretario de Estado en el viejo sentido del
término. Se inscribe en la tradición de un Consalvi [el gran Secre-
tario de Estado de Pío VII] e inaugura la escuela de los grandes
diplomáticos del Vaticano del siglo XX»(27).
Monseñor Della Chiesa acompaña a Rampolla en el nuevo
destino, pues el cardenal no quiere prescindir de su colaborador
más directo, y es designado minutante (esto es redactor de minu-
tas o informes). El joven prelado desempeñó con su competencia
habitual la responsabilidad de estar detalladamente al corriente de
los asuntos a su cargo, sobre los que debía informar a sus superio-
res después de estudiarlos en profundidad, exponiendo su criterio
y proponiendo la adopción de decisiones.
Durante un largo periodo, entre los años 1887 y 1901, es decir
entre los treinta y tres y los cuarenta y siete años de su edad, la vida
de monseñor Della Chiesa transcurrió en medio de una relativa
oscuridad. Su trabajo reflejaba «sensibilidad jurídica e histórica,
madurez de juicio político y finura diplomática»(28). Nadie ponía

45
en duda que el íntimo colaborador del cardenal Rampolla poseía
esa finezza que los italianos estiman necesaria en un profesional de
la diplomacia. Pronto se le conoció en el mundo curial como el pic-
coletto, por su pequeña estatura. Uno de los visitantes del cardenal
Rampolla describiría más tarde la primera impresión que le causó
Giacomo al conocerle en la antecámara del Secretario de Estado:
«Un “monseñor” enclenque, pequeño, precozmente cargado
de espaldas, que hablaba con voz dulce y débil, a veces vacilan-
te. Nervioso, casi trepidante, el gesto muy móvil, el cabello muy
negro, lanzaba a los visitantes, a través de sus grandes lentes de
montura de oro, una mirada singularmente incisiva, no obstante
su miopía. Era monseñor Della Chiesa».
Otro visitante asiduo, periodista, deja estas impresiones a su
vez:
«Pequeño de estatura, muy delgado, con el hombro derecho
algo levantado, daba la impresión de persona muy nerviosa y frá-
gil. Pero cuando alzaba la cabeza, uno se encontraba de pronto
frente a un hombre de dotes intelectuales excepcionales y de una
gran energía»(29).
Este destino en Roma le permitía vivir con su madre (el padre
había muerto en 1892) que habitaba un espacioso apartamento
en el palazzo Brazza, un antiguo edificio cercano a la iglesia del
Gesù. Allí recibían con un señorío carente de ostentación, fieles
a su estilo familiar. Un conocido gentilhombre de la corte papal,
el americano Francis MacNutt, evoca en sus memorias aquellas
apacibles veladas de su juventud: «Mis relaciones con él (con Gia-
como) eran enormemente cordiales. Su madre, una dama digna
y encantadora, la marquesa Della Chiesa, tenía un apartamento
cerca de la plaza in Aquiro cuando yo era estudiante, donde solían
invitarme y donde conocí también a su hermana. Ser así recibido
en el círculo familiar de aquella particular clase de italianos, gentes
de antiguo linaje y de título, aunque no pertenecieran a los círcu-
los entonces de moda, significaba mucho […]»(30).
Vecina al palazzo Brazza, se halla la antigua iglesia de san Eus-
taquio. Monseñor Della Chiesa comenzaba allí su jornada cele-

46
brando la Misa de las 6,30. Seguidamente, oía confesiones; tam-
bién visitaba regularmente a algunos enfermos de la parroquia. Al
mismo tiempo, y no obstante su intenso trabajo en la Curia, Della
Chiesa mantuvo su devota participación en asociaciones piadosas:
archicofradía de san Roque, confraternidad de san Juan de los Ge-
noveses […](31). Muy identificado con la espiritualidad del Santo
de Asís, cumplía también con rigor sus compromisos de terciario
franciscano. También formaba parte de la Obra de la Adoración
Nocturna. Un miembro de esta asociación, el jesuita Padre Ehrle,
luego prefecto de la Biblioteca Vaticana, refiere que «cuando llega-
ba su turno (Della Chiesa) acudía ya entrada la noche a la iglesia,
después del duro trabajo en la Secretaría de Estado. Hacía durante
algunas horas su adoración, y a continuación celebraba la Santa
Misa, pasada la medianoche. Luego, reposaba un rato para poder
reemprender su trabajo a la hora habitual»(32).

47
VIII
León XIII frente a los cambios
del fin de siglo

León XIII, al designar a Rampolla Secretario de Estado, le ha-


bía dejado trazadas en un largo escrito las directrices de su política
con los Estados: reconciliar a las naciones con la Iglesia, renovar
las relaciones amistosas con ellas, y establecer por todas partes la
libertad religiosa(33). El Papa desea la paz con los gobiernos y está
dispuesto a ceder en materias no esenciales. Aunque se mantiene
irreductible sobre la Cuestión Romana –es necesaria una sobe-
ranía real, efectiva y visible– no entra en aspectos concretos pre-
juzgando las modalidades de una futura restitución territorial(34).
En las dos últimas décadas del siglo, el nuevo papa se encontraba
con la plena consolidación del reino de Italia, con una Santa Sede
exhausta, desposeída de una base territorial y duramente atacada
en Europa(35).
Pronto advirtió León XIII que el empuje secularizador de los
gobiernos europeos –en algunos países caracterizado por un agre-
sivo anticlericalismo, fomentado especialmente por la masonería–
llevaba a los católicos a plantearse la intervención, al amparo de los
derechos de asociación, en el nuevo escenario social y económico.
¿Era lícito –se preguntaban– servirse del nuevo orden constitucio-
nal y participar como ciudadanos en la vida política?
El problema difería según las circunstancias de cada país. En
todo caso, la Santa Sede era contraria a la fundación de partidos

49
León XIII

políticos que representaran a los católicos bajo el sello confesio-


nal, pues ello podría conllevar el riesgo de confusiones entre la
doctrina de la Iglesia y los principios y programas de asociaciones
meramente políticas, referidas a las realidades temporales aunque
estuvieran inspiradas en la doctrina del Magisterio.

50
En definitiva, la Iglesia propiciaba la legítima autonomía de
Iglesia y Estado, respectivamente, pero sin que de ello debiera se-
guirse la desunión y aún menos el enfrentamiento(36). Es cierto
que, en Alemania, los católicos actuaron resueltamente al integrar-
se en el partido del Centro para defenderse de la kulturkampf, pero
las circunstancias eran diferentes: la persecución de los católicos
era un hecho y, por otro lado, el Centro no era un partido confe-
sional sino de inspiración cristiana, y lo componían también no
católicos.
Por lo que respecta a Francia, la situación era otra. Alrededor
de 1880, las instituciones estaban ligadas a la filosofía política de
la Revolución Francesa. Para sus partidarios, como para sus ad-
versarios, el progreso democrático era el desarrollo lógico de los
principios de 1789. O se era seguidor del progreso, o bien del
Antiguo Régimen, de la Contrarrevolución. El catolicismo francés
se definía políticamente como monárquico legitimista, aduciendo
el agresivo anticlericalismo de los republicanos. La tarea de León
XIII sería hacer comprender a unos y a otros que las instituciones
modernas no eran malas, y que podían aceptarse para un bien
mayor, incluida la indiferencia sobre las formas de gobierno –mo-
nárquica o republicana–. Eso sí, la Iglesia tenía que advertir de
que la aceptación de los profundos cambios políticos solamente
era válida en la medida en que no fuese asociada a la filosofía del
«Contrato Social» de Rousseau(37), es decir siempre que se aceptara
el principio de que la autoridad procede de Dios y no de un mero
pacto entre individuos. Lo contrario es carecer de la garantía de
que la dignidad del hombre y sus derechos quedan a salvo de los
abusos de poder.
Consciente de la problemática sobrevenida con la revolución
liberal, León XIII había aclarado que un cristiano debe conducirse
con lealtad al poder civil en la forma en que de hecho existe. Es
lo que afirma en una encíclica dirigida a los católicos franceses en
1892: «Cuando en una sociedad existe un poder constituido y
actuante, el interés común se halla ligado a este poder, y por esta
razón debe aceptarse este poder tal cual existe. Por estos motivos

51
[…] Nos hemos dicho a los católicos franceses: aceptad la Repú-
blica, es decir, el poder constituido y existente entre vosotros»(38).
El magisterio pontificio no dejaba lugar a dudas sobre el camino
a seguir por los católicos franceses: la monarquía –tanto la legiti-
mista como la orleanista o la napoleónica– había sido sustituida
por la república. Se impone, en aras del bien común, que los cris-
tianos cumplan con sus deberes de ciudadanía y exijan al mismo
tiempo sus derechos bajo las nuevas circunstancias políticas. El
Papa reconoce que «estos cambios están muy lejos de ser siempre
legítimos en el origen; es incluso difícil que lo sean. Sin embargo,
el criterium supremo del bien común y de la tranquilidad pública
impone la aceptación de estos nuevos gobiernos establecidos de
hecho sustituyendo a los gobiernos anteriores que de hecho ya no
existen»(39).
Aprovechando la línea moderada de los gobiernos franceses
moderados de fin de siglo, el Papa y Rampolla propugnaron una
nueva era de diálogo y de colaboración con unas instituciones re-
publicanas que habían logrado representar los valores esenciales de
la nación francesa. Fue el llamado Ralliement, es decir el acerca-
miento entre Iglesia y Estado mediante la aceptación del sistema
republicano, lo que era ya un paso grande. Pero no se obtuvie-
ron los resultados previstos; antes bien, tanto la derecha como la
izquierda francesas siguieron respectivamente por una senda de
radicalización que terminaría en la ruptura entre la Santa Sede y
Francia en 1904.
En cuanto a Italia, sus singulares relaciones con la Santa Sede
constituían un caso aparte. La Cuestión Romana no presentaba
salidas, por cuanto el Papa continuaba reivindicando la soberanía
territorial arrebatada por el Estado y, por otra parte, se había endu-
recido con los cambios gubernamentales –particularmente con la
llegada de Crispi a la jefatura del gobierno– la injerencia del poder
civil en la esfera de libertades de la Iglesia. Como no era posible a
los católicos italianos intervenir en la vida política oficialmente (se
mantenía el non expedit, ni electores ni elegidos) León XIII animó
a aquellos a fundar organizaciones de fomento de la acción social,

52
de carácter laical pero dependientes de la jerarquía. La Santa Sede,
en aquellos momentos, no juzgaba conveniente que una fuerza
política, con el rótulo de católica, pudiera arrogarse el derecho de
hablar con voz única en nombre de la Iglesia. Quedaba excluida,
por tanto, la vía de los partidos políticos(40).
Al mismo tiempo, la Santa Sede, vista la imposibilidad de ne-
gociar con el gobierno italiano por ausencia de bases mínimas de
entendimiento, juzgó necesario adoptar una política de interna-
cionalización del asunto. Sin embargo, una circunstancia contri-
buyó a alejar las esperanzas de que la Cuestión Romana pudiera
abordarse en un ámbito más amplio dejando de ser un asunto
bilateral entre el Quirinal y el Vaticano. En 1887, Italia se adhirió
a la alianza entre Alemania y Austria-Hungría, formándose así lo
que en adelante se conocería por la Triple Alianza o la Triplice.
El emperador Francisco José contaba ahora con la seguridad de
que, en un conflicto armado, Italia no atacaría abriendo un frente
meridional para recuperar sus territorios irredentos del Tirol cisal-
pino (hoy provincias de Trento y Bolzano) y de Istria, Dalmacia y
la ciudad de Trieste, la más importante salida del Imperio austro-
húngaro al mar. Ello obligó a Viena, bastión católico en Europa
oriental, a rebajar la presión sobre Italia respecto a una solución
del conflicto con la Santa Sede. Al menos, quedó a León XIII el
consuelo de saber que, al concertarse la Triple Alianza, el empera-
dor Francisco José se había negado a garantizar a Italia la perpetua
posesión de Roma.
Pese a todo, la última década del siglo coincidió con unos
últimos años de pontificado que pueden considerarse una época
triunfal para León XIII. Como hemos visto, la petición que, en
1885, le dirigieron Madrid y Berlín para ser árbitro en el conflicto
diplomático entre España y Alemania sobre la posesión de las Islas
Carolinas le llenó de satisfacción, por el valor que encerraba esta
demostración de confianza en la autoridad moral del Papado. Des-
pués de la debilidad política sufrida por la Santa Sede desde 1870,
con León XIII «vino a la luz una autoridad moral nueva, inédita,
que permitía a la diplomacia vaticana ejercer el papel novedoso de

53
pacificación en las controversias internacionales»; al mismo tiem-
po, surgía una «progresiva evidencia de que ningún problema de
la humanidad es ajeno a la paternidad universal del Papa»(41).
Quizá la última ocasión en que León XIII brilló ante la vista de
las naciones, fue en la audiencia concedida al emperador alemán,
Guillermo II, en 1903. El kaiser, luterano como todos los reyes de
Prusia, había contribuido a normalizar las relaciones entre la Santa
Sede y Berlín, y se sentía fascinado por la figura de León XIII. Gui-
llermo II es una figura histórica desconcertante. Su temprana subi-
da al trono y la retirada de Bismarck le dejan vía libre para forjar sus
quimeras heroicas e impulsar el rearme naval de Alemania, inquieta
ante el creciente poderío naval británico. Su temperamento le lleva
a reacciones imprevisibles y temidas. Es un soñador de grandezas
convencido de que correspondía a su dinastía (los Hohenzollern)
conducir a Alemania a la hegemonía entre las naciones de Euro-
pa. Fácil es comprender que en un sistema de seguridad europea
que reposaba sobre el precario equilibrio de las potencias, la «paz
armada», cualquier acontecimiento podía echar abajo aquella cons-
trucción inestable. Pronto se vería derrumbarse todo un entramado
hecho de desconfianzas mutuas y de sed de poder.
La visita del kaiser aconteció pocos meses antes del fallecimien-
to del anciano Pontífice y tuvo una gran resonancia en las canci-
llerías europeas. Las rígidas normas del Vaticano, que prohibían a
los soberanos católicos visitar el Quirinal, no eran aplicables a los
no católicos. El príncipe de Bülow, canciller del imperio alemán,
que acompañó a Guillermo, dedica a este encuentro un capítulo
detallado de sus Memorias: «El 3 de mayo el Emperador visitó
el Vaticano […] Había hecho traer de Alemania carrozas de gala
y magníficos caballos […]» [para no utilizar los del rey de Italia]
«Fue un espectáculo singular ver en una de las salas magníficas del
Vaticano al Emperador y al Papa, uno frente al otro. El Empera-
dor, cuarenta y cuatro años, en plena fuerza […] lleno de ardor,
capaz de entusiasmo, impresionable en alto grado, de imaginación
exuberante […] León XIII, noventa y tres años, erguido, el rostro
italiano […] de una palidez de mármol aún más acentuada por la

54
blancura de su ropaje. Todo en él era espíritu. Extremadamente
amable […] pero con esa «gentilezza» italiana llena de discreción,
de un gran autodominio. Ninguna impresión podía […] poner en
peligro su equilibrio. Poco antes, una dama le había dicho al ter-
minar su audiencia que rogaba a Dios le concediera vivir cien años
y él la había contestado con una sonrisa: «¿Por qué poner límites
a la bondad divina?». Su mirada era de una extraordinaria belle-
za, brillaba en ella la inquebrantable seguridad del representante
de Cristo convencido de su misión […]». En otro lugar de sus
Memorias, von Bülow –prusiano y protestante– vuelve a evocar
al gran pontífice: «Apenas he visto un hombre en quien el espí-
ritu estuviera tan desprendido de la materia, como si la hubiera
reabsorbido. Nada había ya de terrestre en él. Su blanca vestidura
no era más blanca que sus mejillas; sus grandes ojos, en los que
resplandecía el genio, brillaban maravillosamente».
Al término de una larga y cordial conversación, Guillermo,
seducido por la personalidad del Papa, le dirigió estas palabras
inauditas en un monarca alemán no católico, por más que sonasen
a retórica historicista: «yo veo en el papa al jefe de la gran hege-
monía universal cristiana, prolongación de la antigua hegemonía
romana»(42). León XIII se quedó pensativo y comentó con una
sonrisa, mientras se levantaba del trono: «Y bien, ¿por qué no?».
La reconciliación con Alemania quedaba así sellada, y relegada al
olvido la persecución de los católicos. Pese a su carácter voluble
y autoritario, y a su luteranismo profundo, Guillermo no ocultó
nunca su admiración por León XIII y su respeto por la significa-
ción histórica del Papado.
Della Chiesa acompañó al cardenal Rampolla al almuerzo
ofrecido en la embajada de Alemania en honor del Emperador.
Guillermo se entretuvo largo tiempo con monseñor Della Chie-
sa, mostrándose sumamente interesado por sus explicaciones y
comentarios que al parecer versaron sobre la Antigüedad clásica,
materia de la que Giacomo era un culto conocedor(43).

* * *

55
Podría afirmarse que incluso los enemigos más acérrimos de la
Iglesia parecían haber quedado sin armas de ataque, en la última
década del siglo, ante la clarividencia con que León XIII abordó la
problemática de los conflictos sociales derivados de la revolución
industrial. En 1891, la encíclica Rerum novarum fue la «respuesta
de la Iglesia a la situación social y económica que en todo el mun-
do occidental asumía aspectos dramáticos […] La fábrica reunía
a artesanos y agricultores insertándoles en un proceso productivo
que ignoraba la dignidad de la persona humana y se basaba en
formas de verdadera y propia explotación»(44).
Al abrirse esta página nueva de la Historia, determinada por
el trabajo fabril y la concentración del pensamiento político en el
progreso científico y técnico como único horizonte de la sociedad,
el hombre había quedado postergado pese a la continua invoca-
ción de su bienestar por parte de la ideología liberal. Como afirma
Benedicto XVI: «En el siglo XVIII no faltó la fe en el progreso
como nueva forma de la esperanza humana y se siguió consideran-
do la razón y la libertad como la estrella-guía que se debía seguir
en el camino de la esperanza. Sin embargo, el avance cada vez
más rápido del desarrollo técnico y la industrialización que com-
portaba crearon muy pronto una situación social completamente
nueva: se formó la clase de los trabajadores de la industria y el así
llamado «proletariado industrial», cuyas terribles condiciones de
vida ilustró de manera sobrecogedora Friedrich Engels en 1845»
(Spe salvi, 20).
En esta coyuntura, ninguna voz supo elevarse en defensa de la
dignidad de los trabajadores con la fuerza con que lo hizo León
XIII: «que lo realmente vergonzoso e inhumano es abusar de los
hombres como de cosas de lucro y no estimarlos en más que cuan-
to sus nervios y músculos pueden dar de sí»(45). La Iglesia alza-
ba su voz para denunciar la consideración del trabajo como una
mercancía sujeta a las leyes de oferta y demanda, y defender la
legitimidad de las aspiraciones del trabajador a unas condiciones
económicas dignas para sostener y educar a su familia y acceder a
un nivel más allá del mínimo necesario para la mera subsistencia.

56
Para valorar debidamente el formidable paso que da la Igle-
sia, no puede hacerse abstracción del escenario ideológico. El am-
biente no era fácil para iluminar las conciencias. De una parte,
las corrientes reformistas estaban constituidas por un «liberalismo
extremo, un capitalismo prácticamente hostil a la Iglesia, un so-
cialismo fragmentado en multitud de corrientes […] anticlericales
muchas de ellas, bien que no todas ni en el mismo grado. Por su
parte, el elemento conservador contaba en su haber con diez siglos
de Alianza entre el Trono y el Altar, y, aunque las instituciones
del Antiguo Régimen habían sido superadas prácticamente en casi
todos los países, su desaparición no era total, y era, por otra parte,
tan reciente históricamente hablando, que se explica el titubeo y
la vacilación del pensamiento católico en tan aguda coyuntura»(46).
A la preparación de este importante documento magisterial
había contribuido «la creciente actuación en el campo social de
miembros de la jerarquía católica (Ketteler, en Alemania; Mer-
millod, en Francia; Manning, en Inglaterra; Gibbons en Estados
Unidos) y de católicos laicos y clérigos (La Tour du Pin, Lorin,
Vogelsang, Le Play, Decurtins, Pothier, Hitze, Toniolo, Taparelli,
Pesch, el P.Vicent etc.»(47). Estos esfuerzos previos ponen de relieve
la preocupación temprana de la Iglesia ante la problemática de
la revolución industrial, y la convicción del Pontífice de que le
correspondía el derecho y el deber de pronunciarse sobre algo que
tan íntimamente concierne a la persona humana.
«La Rerum novarum abrió nuevos horizontes a los movimien-
tos cristiano sociales» –sostiene Santiago Casas– «que emergieron
en los inicios de los años noventa, sobre todo en Europa. Las indi-
caciones de León XIII ofrecieron nuevas perspectivas a un catoli-
cismo democrático y social, en grado de entusiasmar a los jóvenes
católicos. No es casualidad que en estos años se desarrollara en
algunos países el movimiento de la Democracia Cristiana, que en-
contró en Bélgica las primeras iniciativas significativas […]»(48).
Por otro lado, «la Rerum novarum, con la amplia y fuerte in-
citación a la organización económica y al asociacionismo obrero
representó una rotura con el tradicionalismo de la burguesía del

57
patronato clericalizante, dando espacio, también en Italia, al mo-
vimiento de la Democracia Cristiana […]»(49).
Al iniciarse el siglo XX, la vida de León XIII se acercaba a su
fin. A lo largo de un reinado de veinticinco años, este gran papa
había restaurado la autoridad moral universal de la Santa Sede,
abordado la cuestión obrera con la definición de los grandes prin-
cipios de la justicia social y alentado la presencia de los católicos en
la compleja vida social del último tercio del siglo XIX. Quedaba
de manifiesto, con una gradual claridad, que ningún problema de
la humanidad es «ajeno a la paternidad universal del Papa»(50).

58
IX
Monseñor Della Chiesa,
Sustituto de la Secretaría de Estado

La carrera de Giacomo Della Chiesa había transcurrido despa-


cio durante la última década del siglo. Hasta 1901, dos años antes
de la muerte de León XIII, no recibe un nombramiento acorde
con su reconocido prestigio en la Curia: Sustituto de la Secretaría
de Estado (Subsecretario); ello le convirtió en el más inmediato
colaborador de Rampolla. Poco antes, había sido nombrado Pre-
lado Doméstico de Su Santidad.
Junto a Della Chiesa, otro prelado merecía la confianza del
cardenal secretario de Estado: Pietro Gasparri, que desempeñaba
la Secretaría de los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, esto es
la dirección de las relaciones diplomáticas, completando el trío
de los inmediatos colaboradores del Papa. Se anuda así, desde
muy pronto, una estrecha relación entre Giacomo Della Chiesa
y Pietro Gasparri, un brillante eclesiástico de origen campesi-
no cuyos modales espontáneos contrastaban con los portes aris-
tocráticos de Rampolla y de Della Chiesa. Gasparri no había
pasado por la Academia Diplomática, pero había desempeñado
algunos puestos en el extranjero. Su aguda visión política, sus
vastos conocimientos jurídicos y su sentido práctico impresiona-
ron a Della Chiesa, quien le hará Secretario de Estado cuando se
convirtió en Benedicto XV. La valía y prestigio de Gasparri llegó
al punto que Pío XI le mantendría después en dicho cargo, per-

59
mitiéndole ser el artífice de la solución definitiva de la Cuestión
Romana en 1929.
Desde su ascenso a Sustituto, Della Chiesa sobresale aún más
en el Vaticano, pues en ausencia de Rampolla le correspondía des-
pachar personalmente con el Pontífice, quien le mostró siempre
alta estima. Aunque las responsabilidades profesionales le rete-
nían en Roma, Della Chiesa tuvo que viajar a algunas capitales
europeas para desempeñar misiones delicadas encomendadas por
Rampolla. Este, enseguida de tomar posesión de la Secretaría de
Estado, determinó explorar de modo fiable la postura de los me-
tropolitanos sobre los dos puntos esenciales de la vida de la Iglesia
en Italia: cómo enfocar la Cuestión Romana en un contexto nue-
vo, y cómo valorar la propuesta de algunos católicos de formar un
partido confesional que permitiera participar en la vida política y
defender mejor los derechos de la Santa Sede.
Rampolla encarga esta misión a dos colaboradores inmedia-
tos y de la máxima confianza, los monseñores Della Chiesa y De
Lai. La visita del primero tuvo lugar de julio a noviembre en las
archidiócesis metropolitanas de la Italia septentrional, central y
meridional. El juicio de Della Chiesa es severo y no oculta su de-
cepción ante la paulatina desmotivación de parte del clero y del
laicado católico. Uno de sus biógrafos refiere que «el estado de re-
signación, de impotencia y, a veces, de adhesión interesada a los
políticos locales, difundida incluso en los propios obispos, habían
impresionado negativamente a mons. Della Chiesa; y aún más le
dolía una tendencia que hacía prevalecer el sentimiento nacional
en nombre de la tranquilidad pública. Estos elementos contribuían
a adormecer los sentimientos y valores espirituales […] Mons. De-
lla Chiesa […] denunciaba ninguna o poca oposición cultural, his-
tórica y política a la propaganda liberal-masónica […] y ninguna
respuesta colectiva a las iniciativas de movilización mediante pere-
grinaciones, formas de protesta, manifestaciones públicas […]»(51).
El riguroso informe de Giacomo pone de manifiesto que el
prolongado enfrentamiento entre la Santa Sede y el reino de Italia
había originado una fatiga en los sectores católicos, que no reaccio-

60
Benedicto XV

naron con la fuerza necesaria ante el avance de la secularización y


del anticlericalismo agresivo de los radicales. Esta actitud apagada,
que tan dolorosamente advierte monseñor Della Chiesa, de algu-
na manera tiene también que ver con la inacción impuesta a los
católicos en el campo de la política. Una de las iniciativas fue la
promovida por monseñor Bonomelli y el P. Tosti con el apoyo de
los católicos liberales, consistente en obtener el reconocimiento de

61
la independencia política de la Santa Sede y de un partido católico
a cambio de una concertación con el estado italiano. Pero León
XIII la rechazó porque no permitía cumplir los requisitos esenciales
exigidos por la Santa Sede para solucionar la Cuestión Romana.
Al mismo tiempo, Rampolla recibió informaciones del nuncio
en París que apuntaban a un renovado interés en Europa por re-
visar este asunto. El informe del nuncio transmitía un comentario
del embajador italiano en Londres, conde Corti: «Es un hecho
que en todo el mundo católico se habla de la Cuestión Romana,
por lo que será necesario que el gobierno italiano la resuelva por
sí mismo, para evitar cualquier ocasión o pretexto de intervención
extranjera»(52).
Estas noticias determinaron que, en julio de 1887, Della Chie-
sa, interrumpiendo su visita a las archidiócesis italianas, viajase a
París para entrar en contacto con Émile Flourens, a la sazón minis-
tro francés de Asuntos Exteriores. Flourens era miembro de la Liga
anti-masónica y estaba persuadido de que la masonería perseguía
la idea de acabar con el Papado y establecer un gobierno mundial
sirviéndose del derecho internacional. Durante el encuentro, ani-
mó a Della Chiesa a exponer al cardenal Rampolla la conveniencia
de que los católicos italianos fundasen formaciones políticas po-
pulares para defenderse en la esfera civil(53). Della Chiesa, por su
parte, transmitió a Flourens el deseo de Rampolla de mantener un
buen entendimiento con el estado francés.
Pese a las expectativas suscitadas en el Vaticano, el interés euro-
peo en abordar la Cuestión Romana fue enfriándose, especialmen-
te debido al reforzamiento internacional de Italia a causa de su
entrada en la Triple Alianza, como hemos señalado. Por otro lado,
Émile Flourens dejó pronto de ser ministro y la política vaticana
de acercamiento a Francia perdió un importante apoyo.
Las restantes misiones diplomáticas de Della Chiesa se desa-
rrollaron en Viena, en 1888 y 1889. El conocimiento del alemán
facilitaba la labor encomendada por Rampolla. La primera, tenía
por objeto recoger información de primera mano acerca del recién
creado partido social-cristiano, que era visto con cierta aprensión

62
por la jerarquía austríaca, aunque se inspiraba en la doctrina social
de la Iglesia. El Papa deseaba contar, en aquellos años de prepa-
ración de la Rerum novarum, con el criterio fiable de monseñor
Della Chiesa.
La segunda misión tuvo que ver con las trágicas muertes del
archiduque heredero Rodolfo y de su amante, la baronesa María
Vetsera, en Mayerling. Las gestiones entre Roma y Viena en rela-
ción con sus exequias fueron laboriosas, ya que la práctica eviden-
cia de que se había tratado de un suicidio conjunto impedía cele-
brar un funeral católico. Della Chiesa viajó secretamente a Viena,
y se informó de que la teoría del suicidio era la más fundada, aun-
que los médicos dictaminaron –después de realizar la autopsia– la
anormalidad cerebral del archiduque. Este factor fue estimado por
León XIII como una razón válida para autorizar el funeral, pese a
los reparos del cardenal Rampolla(54).

* * *
En 1898, el gobierno imperial ruso se dirigía a León XIII para
exponerle el proyecto de reunir una conferencia internacional para
poner fin a la carrera de armamentos, que era una de las amenazas
más inmediatas a la seguridad(55). El cardenal Rampolla contestó
con una carta, preparada por Della Chiesa, en la que se definían los
principios de la Santa Sede en el ámbito del derecho internacional:
«solamente cabe una paz estable si es sostenida por el derecho pú-
blico cristiano»; hay que oponer «al derecho de la fuerza la fuerza
del derecho»; «debe penetrar en los espíritus de los pueblos la idea
cristiana de justicia y amor»; las naciones deben tener presentes
los «deberes recíprocos de fraternidad» e «inculcar el respeto de las
autoridades establecidas por Dios para el bien de los pueblos».
El tenor de la carta contiene términos que inconfundiblemen-
te denotan el pensamiento de Della Chiesa, fiel intérprete de la
política de Rampolla. Más adelante se encontrarán las mismas
formulaciones en los documentos papales durante la I Guerra
Mundial, lo que demuestra la continuidad entre el pensamiento
de León XIII y el de Benedicto XV(56).

63
La favorable acogida que la Santa Sede dispensó a la iniciativa,
pone de manifiesto el interés del Vaticano en la instauración de ór-
ganos internacionales que, recurriendo a la mediación y al arbitra-
je, sirvieran para la resolución pacífica de las controversias. Se tra-
taba de los esfuerzos iniciales de la comunidad internacional para
apuntalar una paz europea que el sistema de equilibrios imperante
hacía sumamente frágil y precaria. La carrera de armamentos, por
añadidura, era el mejor ejemplo de que el sistema bismarckiano
de equilibrio entre las potencias no podía ir más allá de una «paz
armada», que obligaba a las naciones a una espiral de rearme como
última garantía de su seguridad. Es comprensible que el Papa diera
enseguida su apoyo a una iniciativa tendente a cortar la carrera de
armamentos como primer paso para restaurar la confianza mutua
entre los pueblos.
Sin embargo, el Gobierno italiano se opuso formalmente a
que se invitara al Vaticano, temiendo que se pudiera plantear en
un foro internacional la Cuestión Romana(57). La argumentación
para excluir a la Santa Sede parecía poco convincente, pues seña-
laba que habiendo perdido el Papado la soberanía temporal, no
cabía su representación en una conferencia de Estados soberanos.
Esta teoría pone de relieve la coherencia de Pío IX y de sus su-
cesores al rechazar la Ley de Garantías, ya que el propio estado
italiano reconocía que el Papado no era soberano por faltarle la
base territorial.
Pese a esta decepción, León XIII se pronunció públicamente a
favor de la conferencia, pero señalando al tiempo el error de pres-
cindir de la Iglesia, pues es «vana ilusión prometer una paz verda-
dera y durable por medios puramente humanos». A instancias de
la reina Guillermina de los Países Bajos, el Papa envió una carta
que sería leída al término de las sesiones (el 29 de julio de 1899)
dando su apoyo moral a la Conferencia. No obstante, el Vaticano
quiso expresar su malestar y cerró la nunciatura apostólica en La
Haya, encargando al nuncio en Bruselas asumir los asuntos con
Holanda(58).

64
X
Muere León XIII.
El cónclave de 1903

El 20 de julio de 1903, murió León XIII a la edad de 93 años.


Había reinado durante un cuarto de siglo. Giacomo Della Chiesa,
siendo ya papa, recordaría estos momentos del tránsito del gran
Pontífice: «Nos, estábamos en una esquina de la estancia donde
este glorioso Pontífice exhalaba su alma grande; el piadoso car-
denal Vives invocaba a la Santísima Virgen y a los santos […]
Recordamos la suave emoción que Nos causó la invocación de los
beatos y santos a los que el Pontífice agonizante había elevado a
los altares»(59).
Los preparativos para la elección de un nuevo papa comenza-
ron inmediatamente. Una de las primeras decisiones urgentes fue
la de nombrar Secretario del Cónclave, pues el prelado a quien
correspondía este cargo, monseñor Volpini, acababa de fallecer sú-
bitamente. El decano del Colegio cardenalicio propuso tres nom-
bres: monseñor Gasparri, secretario de la congregación de Asuntos
eclesiásticos extraordinarios, monseñor Della Chiesa, sustituto de
la Secretaría de Estado y monseñor Merry del Val, presidente de
la Academia de Nobles Eclesiásticos. Formaban así la terna los dos
inmediatos colaboradores de Rampolla y un joven prelado español
–contaba solamente treinta y ocho años– cuya brillantez huma-
na y cuya piedad habían impresionado ya al difunto León XIII,
quien lo tomó bajo su directa protección y quiso que siguiera sus

65
estudios en la Academia de Nobles Eclesiásticos, contrariando su
proyecto de entrar en el Colegio Escocés –donde ya estaba admiti-
do– para dedicar su futura actividad pastoral a la conversión de los
protestantes ingleses(60). Finalmente, el joven español fue elegido
Secretario del Cónclave.
Era Rafael Merry del Val y Zulueta una de esas figuras que
reunían talentos y capacidades no comunes, y que quizá podría
tipificarse como superdotada. Es cierto que debía mucho a sus orí-
genes aristocráticos y cosmopolitas, pero esta herencia afortunada
fue solamente un elemento importante que le ayudó a desarrollar
su rica personalidad. Español con sangre irlandesa y anglosajona,
hijo de un embajador de España muy cercano al rey Alfonso XII
pero también unido por importantes lazos familiares a Inglaterra,
Rafael Merry del Val se había educado en Inglaterra y en Bélgica.
Políglota, orador elocuente y persuasivo, de figura elegante y varo-
nil, excelente deportista en su mocedad, Merry del Val parecía des-
tinado a sobresalir en cuanto se propusiera emprender. Con todo,
eran su vida ascética sin afectación y su caridad –especialmente
centrada en obras sociales con los jóvenes del Trastevere romano–
las virtudes que brillaban con más fuerza en esta personalidad tan
atrayente. Hemos visto cómo entró en el Vaticano «a contrapelo»,
para obedecer los deseos de León XIII, cuando él abrigaba otros
planes para su vida sacerdotal. El Papa, a fin de tenerlo cerca, le
nombró Camarero Secreto cuando contaba tan sólo 27 años. Poco
después, le designaría secretario de dos importantes comisiones
relativas a las iglesias disidentes y al examen de la validez de las
ordenaciones anglicanas. Desempeñó también la misión de dele-
gado apostólico en Canadá y, al morir León XIII, era presidente
de la Academia de Nobles Eclesiásticos(61).
Su encuentro con el cardenal Giuseppe Sarto, patriarca de Ve-
necia, tuvo lugar durante las históricas jornadas de la elección del
nuevo pontífice. Como hemos visto, Merry del Val había sido ele-
gido secretario para auxiliar al cardenal Decano, Oreglia di Santo
Stefano, en sus funciones de gobierno del cónclave. Esta circuns-
tancia le dio la oportunidad de conocer al cardenal Sarto y soste-

66
nerle en su prueba. Desde aquellos momentos cruciales, las vidas
del futuro san Pío X y del que sería su fiel Secretario de Estado
transcurrieron unidas hasta la muerte del Papa.
El famoso cónclave de 1903 comenzó el 31 de julio a las cinco
de la tarde, y terminó el 4 de agosto(62). De los 62 cardenales que
participaron en la elección (pues dos no pudieron asistir) 58 per-
tenecían a los grandes potencias católicas: Italia, España, Francia
y Austria-Hungría. (En cuanto a Alemania, hay que recordar que
el reino de Baviera y algunas regiones del imperio eran también
católicas y que los cardenales alemanes votaban de acuerdo con los
austríacos). Como es lógico, los gobernantes tenían sus preferen-
cias por unos u otros cardenales papables, siguiendo criterios de
interés nacional. Los electores solían tener en cuenta estas prefe-
rencias, sin detrimento de la independencia de que gozaban a la
hora de emitir su voto secreto.
En esta ocasión, los cardenales franceses apoyaban incondicio-
nalmente a Rampolla, quien había marcado durante su desempeño
de la Secretaría de Estado una orientación francófila a la política
del Vaticano. El ministro francés de Asuntos Exteriores, Delcas-
sé, había comunicado al embajador de Francia en Roma que el
cardenal Rampolla reunía las condiciones de apertura de mente
y de conocimiento de las realidades presentes que se necesitaban
en aquellos momentos. Obviamente, el gobierno francés deseaba
ver afianzada la relación moderadamente amistosa forjada en los
últimos años de León XIII. Delcassé informaba al embajador en
Roma que había tenido una reunión con el cardenal Langénieux,
uno de los siete purpurados franceses y que, aunque no había pro-
nunciado ningún nombre –muestra de respeto que el cardenal le
había agradecido– tenía la impresión de que éste había captado sus
insinuaciones (en lo que respecta al apoyo a Rampolla).
España, por su parte, tenía un papel importante como gran
potencia en el mundo católico. Parece que, tras algunas vacila-
ciones iniciales debidas a ciertas prevenciones contra Rampolla,
los cinco cardenales españoles se adhirieron al grupo francés. Se-
gún Chiron, los argumentos del embajador de Francia en Ma-

67
drid, Cambon, habían sido muy persuasorios. Además, el cardenal
español Vives y Tutó, capuchino, personalidad prominente en la
Curia y muy cercano al difunto León XIII, no ocultaba su prefe-
rencia por Rampolla, lo que era un factor de peso para el grupo
español(63).
La otra corriente estaba representada por el grupo de cardena-
les austro-húngaros y alemanes, quienes apoyaban los nombres de
los cardenales italianos Vannutelli y Gotti para impedir la elección
de Rampolla. Este era, en verdad, el último a quien deseaban ver
convertido en papa. El ministro de Asuntos Exteriores del Imperio
austro-húngaro, Goluchowski, después de haber exhortado a los
cardenales a votar al candidato más moderado, sin dar nombres,
envió instrucciones secretas a su embajador ante la Santa Sede: «El
miembro del sacro Colegio contra quien se interpondría el veto,
en caso extremo, es el cardenal Rampolla»(64). La eventualidad de
una elección del antiguo Secretario de Estado de León XIII era
pues tan inconveniente para los intereses austríacos, que Viena
no dudó en prever la eventualidad de hacer uso del veto como
medida in extremis.
El derecho de veto (más propiamente denominado ius exclu-
sivae, derecho de exclusión) consistía en un antiguo privilegio
consuetudinario –no escrito– del que gozaban históricamente los
grandes monarcas católicos (el rey de España, el rey de Francia y
el emperador de Austria) para declarar su oposición a la elección
de un candidato no grato. Aunque esta manifestación formal no
obligaba a los cardenales electores, la realidad de los hechos hacía
muy difícil que el candidato vetado lograse en adelante los votos
suficientes, pues los electores procedían a apoyar a otros candida-
tos que no planteasen conflictos.
La última vez en que se había interpuesto fue en el cónclave de
1829 (por Fernando VII de España contra el cardenal Giustiniani,
a consecuencia de la actitud poco grata al gobierno que éste mos-
tró durante su nunciatura en Madrid). Había transcurrido pues
mucho tiempo, y por otro lado se consideraba ya muy poco útil
políticamente, desde el momento en que el papa había dejado de

68
ser monarca temporal. Con todo, ninguna de las tres potencias
había renunciado a este derecho que ellas mismas se habían arro-
gado, si bien con el consentimiento tácito de la Santa Sede.
Pero no era Viena la única capital dispuesta a vetar en 1903.
Ante la inminencia del cónclave, el ministro español de Estado,
conde de San Bernardo, enviaba al embajador de España cerca
de la Santa Sede instrucciones con fecha de 21 de julio de 1903,
comunicándole que el Rey había dispuesto que, en el caso de que
«por las noticias de lo que pasa en el Cónclave forme fundado
concepto de que puede recaer la elección» en un cardenal no con-
veniente para España (no se daban nombres por el momento, de-
jándose un espacio en blanco para rellenar en último momento)
«prevenga inmediatamente de orden expresa al Cardenal que en-
tonces se halle encargado […] de los intereses de España, le dé
en Su Real nombre la exclusión absoluta […]» aunque cuida de
recalcar que «[…] encargará V.E. particularmente a dicho Carde-
nal que no use de esta facultad que el Rey le concede salvo en el
caso urgentísimo de creer segura la elección si no se le pone este
remedio»(65).
Conviene sin embargo observar que esta orden está expedida
al día siguiente de la muerte de León XIII, y que en el texto –como
hemos visto– se deja un espacio en blanco para escribir, llegado el
caso, el nombre del cardenal vetado. Ello hace suponer que Ma-
drid no tenía todavía formado un juicio completo sobre las distin-
tas tendencias dentro del Sacro Colegio, y que muy posiblemente
no contemplaba el veto sino en el caso remoto de que un candi-
dato pudiera ser altamente perjudicial a los intereses de España.
Tanto von Bülow como Chiron refieren que el gobierno de
Madrid había mantenido al principio ciertas reticencias respecto
de Rampolla, y ello hace probable que fuera este cardenal a quien
Madrid consideró vetar inicialmente. Según von Bülow, bien in-
formado de lo que sucedió en el cónclave por su compatriota el
cardenal Kopp, obispo de Breslau, los cardenales españoles se in-
clinaban inicialmente, alentados por Madrid, a votar de acuerdo
con los intereses austríacos. Sin embargo, la circunstancia de ha-

69
berse producido por entonces un cambio de gobierno en España
facilitó la labor del embajador de Francia en Madrid, quien al
parecer logró convencer al gobierno español de la idoneidad de
Rampolla. Paralelamente, los cardenales españoles (a instancias
del cardenal Vives y Tutó) decidían adherirse al grupo francés. En
consecuencia, cabe pensar que Madrid descartó pronto la idea del
veto, quedando sin efecto las instrucciones al embajador.
Así, antes de comenzar el cónclave, ya se podían identificar
dentro del Colegio cardenalicio, con contornos más o menos pre-
cisos según los casos, las corrientes partidarias de unos u otros car-
denales papables. Ahora bien, junto a los nombres de Rampolla,
Agliardi, Vannutelli o Gotti (este último, preferido por los austro-
alemanes) que eran los más destacados, figuraba también con peso
el de un hombre recio y humilde, el cardenal Sarto, Patriarca de
Venecia, quien representaba el tipo de alto prelado sin experiencia
del mundo de la Curia –donde nunca había trabajado– pero con
una plena vocación de pastor.
A lo largo de los tres días y medio que duró el cónclave se rea-
lizaron siete escrutinios, mañana y tarde(66). Si bien algunos carde-
nales de menor relevancia obtuvieron respectivamente votos dis-
persos, pronto la votación empezó a centrarse en Rampolla, Gotti
y Sarto. Al finalizar la primera jornada, Rampolla había obtenido
29 votos, Gotti 16 y Sarto 10.
El segundo día, en el escrutinio de la mañana, Rampolla man-
tenía los 29 votos de la víspera, pero Gotti descendía a 9 y Sarto
subía a 21. Era patente el retroceso del candidato de los austríacos
y alemanes, y aunque el nombre de Rampolla no había recibido
un aumento importante de votos y parecía estancado, lo cierto es
que Gotti estaba perdiendo apoyos. Estos resultados hicieron que
cundiese la alarma entre los opositores de Rampolla.
Según el cardenal Kopp relata a von Bülow(67) después de esta
votación el cardenal Agliardi vino a ver a Kopp para señalar «la
gravedad de la situación. Afirmó entre otras cosas que Rampolla
tenía la tiara, pero que él [Agliardi] sabía muy bien que sería un
papa por la gracia de Loubet y de Combes «[presidente y pri-

70
mer ministro franceses]. «Era además un enemigo encarnizado
de Austria y para nada un amigo sincero de Alemania». Como
Gotti no tenía perspectivas realistas, por estar comprometido
en el asunto de la Banca Pacelli «recomendó la candidatura de
Sarto, quien, bajo todos los aspectos, merecía confianza». Pro-
sigue el cardenal Kopp relatando que acto seguido se reunieron
los cardenales austríacos y alemanes y resolvieron dar sus votos a
Sarto. Según von Bülow, comisionaron luego al cardenal Puzyna
para que interpusiera formalmente el veto, de conformidad con
lo transmitido por el embajador de Austria-Hungría de parte del
gabinete de Viena.
El polaco Jan Pawel Puzyna de Kosielsko, arzobispo de Craco-
via, era súbdito del emperador de Austria por estar a la sazón parte
de Polonia englobada en el imperio de los Habsburgo. Él había
sido encargado por Francisco José de llevar a cabo la declaración
de veto.
Por consiguiente, el dos de agosto, antes de la votación de la
tarde, Puzyna se levantó para leer en latín una declaración en la
que comunicaba que en nombre de Su Majestad Imperial y Real
Francisco José, Emperador de Austria y Rey Apostólico de Hun-
gría, haciendo uso de un antiguo derecho y privilegio, pronuncia-
ba el veto de exclusión contra el Eminentísimo y Reverendísimo
Señor Cardenal Mariano Rampolla del Tindaro ( 68). La sorpre-
sa y desconcierto entre los cardenales fue tan grande que Puzyna
hubo de repetir su declaración, que fue leída por tercera vez por el
cardenal Cavagnis.
La primera reacción fue la del cardenal Decano, Oreglia di
Santo Stefano, para afirmar que dicha comunicación «no podía
ser escuchada por el cónclave, ni a título oficial ni a título oficioso,
y no sería tenida en cuenta»(69). Acto seguido, y en medio de un
silencio originado por el estupor y la indignación ante la actua-
ción del gobierno de Viena, los electores vieron cómo se levantaba
Rampolla para pronunciar estas palabras, también en latín: «En
nombre de los principios, protesto contra este atentado a la li-
bertad y la dignidad del Sacro Colegio. En lo que concierne a mi

71
persona, declaro que nada podía haberme sucedido más agradable
ni más honorable –nihil iucundius, nihil honorabilius»(70).
Aunque Rampolla decidió no retirarse de la votación –ale-
gando cuestiones de conciencia tratadas con su confesor– el daño
causado por el veto era irreparable y las posibilidades de que fue-
ra elegido, remotas. Cabe observar que los cardenales dispusie-
ron proseguir la votación sin alteraciones, haciendo caso omiso
de la voluntad manifestada por el cardenal Puzyna; ello prueba
que el veto no tenía fuerza jurídica para impedir la elección de un
candidato que reuniese la mayoría requerida, sino que se limitaba
a declarar la oposición formal de un gobierno a su candidatura.
Ciertamente, la eventualidad de elegir a un candidato vetado, te-
niendo en cuenta que eran tres grandes potencias católicas las que
disfrutaban de ese privilegio, presentaba unas imaginables compli-
caciones que no parecía aconsejable arrostrar.
En todo caso, no parece que la abusiva actuación de Viena hi-
ciese mella de momento, en un sentido o en otro, en las intencio-
nes de los cardenales, ya que el escrutinio de la votación vespertina
que siguió al incidente dio 30 votos a Rampolla, 3 a Gotti y 24
a Sarto. Es significativo, aun así, que Rampolla solamente ganase
un voto más. Ello deja suponer que, incluso de no haber media-
do el incidente del veto, el peso de la candidatura de Rampolla
posiblemente hubiera sido insuficiente para darle la mayoría de
votos requerida. Tampoco cabe excluir que en esta votación que
siguió al incidente, un número considerable de electores propicios
a Rampolla desearan dejar patente su protesta contra el veto ex-
presándole su apoyo a efectos testimoniales.
En cualquier caso, al día siguiente, los dos escrutinios manifes-
taron una disminución de votos para Rampolla (24 por la mañana
y 16 por la tarde), y para Gotti (6 por la mañana y 7 por la tarde);
por el contrario, las preferencias por Sarto iban en aumento (27 y
35 en las sesiones respectivas).
Mientras se desarrollaban estos acontecimientos, Giuseppe
Sarto libraba una dura lucha interior al ver que eran reales las
probabilidades de ser elegido. Entonces se produjo, según el relato

72
El futuro Cardenal Merry del Val en su juventud

del cardenal Kopp a von Bülow, el gesto del cardenal Sarto. En un


último intento de convencer a los electores, el patriarca de Vene-
cia «avanzó y pidió, con insistencia y emoción, ser descartado; a
todos conmovieron su angustia y su humildad, pero nadie quiso
aceptar su ruego. Sus amigos le presionaron para que renunciase a
su decisión»(71).
En sus memorias sobre san Pío X, monseñor Merry del Val
describe la conmoción que embargaba a Sarto en aquella jornada.

73
Merry del Val, cumpliendo el encargo que le había dado el car-
denal Decano, va en busca de Sarto para preguntarle si mantenía
su voluntad de ser descartado y si, en tal caso, daba su autoriza-
ción para que se hiciera pública y los cardenales pudieran pensar
en otro candidato: «Sería cerca del mediodía cuando entré en la
silenciosa y oscura capilla […] Vi un Cardenal arrodillado en el
suelo de mármol […] en oración ante el tabernáculo […] Era el
Cardenal Sarto. Me arrodillé a su lado, y en voz baja le confié el
mensaje recibido.
«Su Eminencia levantó la cabeza, volviéndose a mí lentamente,
mientras escuchaba. Las lágrimas se desprendían de sus ojos […]
«sí, sí, Monsignore –contestó amablemente– dica al cardinale
che mi faccia questa carità» (sí,sí, Monseñor, diga al cardenal que
me haga esta caridad).
«Las únicas palabras que tuve fuerzas para proferir, contestán-
dole […] fueron: Eminenza, si faccia coraggio, il Signore l’aiuterá.
(Eminencia, tenga valor, el Señor le ayudará) […] Nunca olvidaré
la impresión que me produjo este primer encuentro, a la vista de
una angustia tan intensa […] Era la primera vez que me ponía
en contacto con Su Eminencia y presentía haberme hallado en
presencia de un santo […] Pocas horas después […] el Cardenal
Sarto, ante los apremiantes e insistentes requerimientos que le hi-
cieron varios miembros del Sacro Colegio, decidió desistir de su
negativa y, celebrada la sesión de la tarde, era ya manifiesto que
habría de ser elegido a la mañana siguiente por una amplia ma-
yoría»(72).
En efecto, la mañana del cuarto día, cuatro de agosto, se de-
cidió la elección al obtener Sarto 50 votos, frente a 10 y 2 votos
emitidos respectivamente en favor de Rampolla y de Gotti. El pa-
triarca de Venecia escogió el nombre de Pío X, en memoria de los
pontífices así llamados, que se habían distinguido en el último si-
glo por ser víctimas de la persecución a la Iglesia (es decir, Pío VII,
con Napoleón, y Pío IX, con la revolución italiana). El cardenal
Kopp transmite a von Bülow estas primeras impresiones: «Exte-
riormente el papa no da una impresión especial de superioridad,

74
es modesto y humilde, amable y lleno de bonhomía; pero pasa
en general por un obispo activo y ha administrado las diócesis de
Mantua y de Venecia de manera magistral. Nacido en 1834 bajo
la dominación austríaca en las inmediaciones de Treviso, conserva
aún lazos con Austria. Ha tenido buenas relaciones con el gobier-
no italiano»(73).
Este positivo juicio sobre el nuevo pontífice refleja entre otras
cosas la satisfacción de alemanes y austríacos por la fallida candi-
datura de Rampolla. Mucho se ha especulado sobre la proceden-
cia, en último lugar, de la idea de interponer el veto. Silvestrini(74)
subraya el interés de Italia en impedir que Rampolla fuese papa,
segura de que la Cuestión Romana hubiera podido ser internacio-
nalizada más fácilmente gracias a la notoria inclinación de Ram-
polla por Francia. También se ha hecho notar el descontento de
Viena por el apoyo de Rampolla, cuando era Secretario de Esta-
do, a las aspiraciones de los eslavos católicos –súbditos por en-
tonces del emperador Francisco José– en los Balcanes(75). En todo
caso, Francia e Italia pertenecían a bloques separados en el siste-
ma europeo de alianzas: Italia dentro de la Tríplice, con Alemania
y Austria-Hungría, enfrentada a Francia, Inglaterra y Rusia. Por
otro lado, Sarto, como hemos visto, sentía simpatías por Viena y
mantenía una actitud deferente hacia la Casa de Saboya, factores
que le hacían bienquisto en Viena y en el Quirinal.
De todos modos, Pío X se ocupó pronto de suprimir defini-
tivamente el derecho de veto, el 20-1-1904, por la constitución
Commisum nobis. En ella se afirma que «el veto […] que han ejer-
cido en el pasado más de una vez los soberanos de algunos países
para impedir a alguien el acceso al pontificado supremo» es con-
trario a la entera libertad que necesita la Iglesia en la elección del
papa(76). En consecuencia, se disponía que los cardenales, antes de
constituirse el cónclave, debían formular el juramento siguiente:
«No aceptaremos nunca, bajo ningún pretexto, por parte de nin-
gún poder civil, sea cual fuere, el derecho de proponer veto de
exclusión, incluso bajo la formas de un mero deseo […] y no de-
jaremos posibilidad a la intervención o intercesión, ni a cualquier

75
otro método por el cual poderes laicos de ningún grado u orden,
intervinieran en la elección del pontífice»(77). La citada constitu-
ción preveía la excomunión latae sententiae (esto es automática)
para los responsables. Promulgando estas severas normas, «Pío X
cierra la discusión sobre el derecho (de veto) adquirido por algu-
nas naciones católicas» que «carece de fundamento, entre otras
cosas porque nadie lo ha recibido nunca […] con aprobación de
la Iglesia Romana»(78).
Poco después, mediante la constitución Vacante sede apostolica
de 25-12-1904, Pío X confirmó esta abolición, imponiendo a los
miembros del cónclave (electores y personal de apoyo) la obliga-
ción de guardar el más riguroso silencio.
Por último, Juan Pablo II, en la constitución Universi Domini-
ci Gregis, de 22-2-1996, confirmó la abolición del veto y la grave
pena canónica prevista para los transgresores de estas normas.

76
XI
El pontificado de san Pío X
y el comienzo del siglo XX

El cardenal Rampolla no fue mantenido en su antiguo cargo.


Como era previsible, Pío X siguió la costumbre de cambiar al más
alto e inmediato colaborador del Papa. Fue, sin embargo, más sor-
prendente que nombrase a Merry del Val pro-secretario de Estado
el mismo 4 de agosto. Era el paso anterior a su nombramiento
definitivo de Secretario de Estado, efectuado tan pronto como le
creó cardenal, en noviembre siguiente. La decisión de confiar a un
prelado tan joven esas altas funciones debió de coger por sorpresa
a más de uno, pues el Papa, como hemos visto, no conocía a Merry
del Val con anterioridad al cónclave. En cuanto al cardenal Ram-
polla, recibió el nombramiento de arcipreste de la basílica de San
Pedro, retirándose a vivir en la palazzina de Santa Marta, dentro
del Vaticano, donde fallecerá diez años después. Allí le visitaba con
regularidad monseñor Della Chiesa quien nunca olvidó que debía
su carrera al cardenal, del que fue ciertamente hechura y a quien
siempre consideró como su amigo y maestro(79). La elevación del
cardenal Sarto al solio pontificio cortó de raíz las expectativas ra-
zonables que pudiera abrigar Giacomo Della Chiesa de convertir-
se en Secretario de Estado si el elegido hubiera sido Rampolla. En
ese sentido, sostiene uno de sus biógrafos, «la estrella de Giacomo
comenzó a palidecer, y durante casi una década su luz dejaría to-
talmente de brillar en el ámbito de los asuntos internacionales»(80).

77
El Papa San Pío X en su estudio privado posando para un retrato

Sin embargo, y a diferencia de lo que hizo con Rampolla, el


Papa confirmó en sus cargos a Della Chiesa y a Gasparri, cuya
experiencia en la Curia era particularmente valiosa tanto para
el Pontífice como para el nuevo Secretario de Estado. El primer
contacto que mantuvo Della Chiesa con Pío X fue muy cordial,
como no deja lugar a dudas lo que escribió en agosto de 1903 a
un amigo sacerdote: «El nuevo Pontífice es de azúcar (una pasta
di zucchero). Si fuera posible pecar por un exceso de caridad y de
afabilidad, pienso que el nuevo Papa sería culpable de esa falta»(81).
En cuanto a su inmediato superior, el ya cardenal Merry del
Val, quedan pocos testimonios de la opinión que merecía a De-
lla Chiesa. Este, de natural distante, comentaría más tarde, siendo
ya papa, que su relación con el Secretario de Estado «había sido
correcta pero no ciertamente íntima»(82). Se ha escrito con insufi-
ciente fundamento sobre este asunto, intentando hallar una con-
traposición de caracteres entre dos personalidades muy distintas.
Giacomo Della Chiesa y Rafael Merry del Val no escribieron ni

78
pronunciaron nunca en público juicios de valor uno sobre otro, y,
aunque no parece que hubiera entre ellos un sentimiento de sim-
patía, sus relaciones fueron, como dijo el propio Della Chiesa, «co-
rrectas». Pollard opina que la promoción posterior de Della Chiesa
al arzobispado de Bolonia fue motivada por políticas internas en
el Vaticano, y que Merry del Val debió de ser el primer interesado
en deshacerse de un «incómodo subordinado»(83). En todo caso,
parece innecesario recordar que – desde su elección– Benedicto XV
contaría siempre con la obediencia filial del cardenal Merry del Val.
Fue no mucho después de estos cambios ocurridos en el go-
bierno de la Santa Sede, cuando Giacomo experimentó el mayor
desgarro de su vida. La marquesa Della Chiesa falleció, en julio de
1904, en la casa familiar de Pegli, durante una estancia estival en
Génova. Uno de sus primeros biógrafos, Vistalli, describe el hon-
do desconsuelo de Giacomo: «La muerte de su madre supuso una
terrible adversidad que le llevó un largo tiempo superar, a pesar
de su filosófico y sereno temperamento. Sintió, con su muerte,
la ausencia del ser más querido, un elemento necesario y esencial
de su vida»(84). Aunque, desde su ascenso a Sustituto, mons. Della
Chiesa residía en un modesto apartamento del Vaticano, visitaba
a su madre con toda la frecuencia que le era posible en el palazzo
Brazza y tenía con ella constantes muestras de afecto.
Los funerales de donna Giovanna Della Chiesa se celebraron
en Pegli con gran solemnidad y con asistencia de numerosas per-
sonas. La crónica de prensa local informó de ello, señalando que
el cortejo fúnebre estaba presidido por monseñor Della Chiesa, a
quien acompañaban sus dos hermanos varones. En aquella pro-
cesión de duelo Giacomo figuraba incontestablemente como el
jefe de la familia, recibiendo muestras de respeto y afecto de sus
conciudadanos genoveses, que no ignoraban la importancia de sus
responsabilidades en la Santa Sede. Gran consuelo debió de ser
para él, la carta autógrafa con que Pío X quiso hacerle llegar su
cercanía y afecto por la pérdida «de la mejor de las madres»(85).

* * *

79
Pío X había escogido, como lema de su escudo episcopal –
que no modificó siendo papa–, una frase paulina que expresaba
su convicción de que el mundo de su tiempo necesitaba de una
radical renovación espiritual, Instaurare omnia in Christo-instaurar
todas las cosas en Cristo. Las líneas maestras de su pontificado,
en consecuencia, se centraban en la reafirmación y defensa de la
doctrina de la fe y en la renovación de la liturgia para devolverla a
su pureza tradicional –con especial atención a revitalizar la piedad
y la formación de los fieles. También consideró urgente animar la
participación de los católicos en la vida civil para frenar la marea
laicista.
Sin embargo, pronto tuvo que hacer frente a dos problemas de
particular gravedad que se le presentaron inmediatamente después
de convertirse en el Sucesor de Pedro: el conflicto con el gobierno
francés, en el ámbito internacional, y la crisis modernista, en el
interior de la propia Iglesia.
Por lo que se refiere a Francia, la radicalización de los partidos
de izquierda en los comienzos del siglo condujo al estallido de un
anticlericalismo virulento, que se materializó en dos medidas de
particular gravedad: la ruptura de relaciones diplomáticas con la
Santa Sede en 1904 y la Ley de separación de la Iglesia y del Esta-
do, promulgada en 1905. Esta ley privaba a la jerarquía eclesiás-
tica de la administración y tutela del culto público, competencias
que pasaban a depender de asociaciones civiles reconocidas por el
Estado (associations cultuelles). Además, el Consejo de Estado se
convertía en el órgano competente para entender de las cuestio-
nes que pudieran plantearse por dichas asociaciones. Con ello se
asestaba un golpe formidable a la Iglesia, dejando inermes y sin
capacidad jurídica a los obispos de Francia dentro de sus propias
diócesis. Al mismo tiempo, esta política de injerencia destruía la
paciente labor de acercamiento entre la Santa Sede y la Tercera Re-
pública, tan trabajosamente desarrollada por León XIII y el carde-
nal Rampolla, de un lado, y los liberales franceses moderados, del
otro. En pocas palabras, «la Ley de separación representa el fracaso
de la política católica francesa del Ralliement»(86).

80
El motivo que desencadenó la ruptura fue la visita del Presi-
dente Loubet a Roma en 1904. El Vaticano tomó como una afren-
ta que el jefe del Estado de una nación católica fuera recibido por
el rey de Italia en la Roma que los papas consideraban usurpada y
en la que se tenían voluntariamente por cautivos. La prensa fran-
cesa anticlerical promovió una agresiva campaña para denunciar a
su vez lo que consideraba una injerencia de la Iglesia en los asuntos
del Estado. Parece que la visita del presidente Loubet fue, casi con
toda certeza, una provocación deliberada por parte del gobierno
francés, fuertemente anticlerical; por otra parte, la reacción del
Vaticano resultó contraproducente, no obstante las razones de
peso que le asistían(87).
Otras cuestiones también pesaron en esta crisis, particular-
mente el hecho de que las obras de Charles Maurras –fundador
de Action Française, movimiento de la derecha nacionalista y, por
aquel entonces, defensor del catolicismo más por motivaciones pa-
trióticas que religiosas– no fueran incluidas en el Índice de libros
prohibidos (algo que ocurrió más tarde, bajo el pontificado de Pío
XI). En París se interpretó como una muestra de condescendencia
hacia el ideario de la derecha francesa.
Para Pollard, «surgen dudas sobre lo que León XIII y Rampo-
lla hubieran hecho en tales circunstancias: es difícil saber cómo
podrían haber evitado la ruptura con Francia dada la atmósfera
anticlerical que reinaba en aquel país»(88). Rampolla estaba ya re-
tirado de las funciones de gobierno; no así Della Chiesa, quien
mientras fue sustituto de la Secretaría de Estado «trató, respetuosa
y prudentemente, de evitar que las relaciones entre Francia y el
Vaticano degenerasen hasta […] el punto de una desastrosa rup-
tura […]»(89). En todo caso, los esfuerzos de mons. Della Chiesa
no dieron resultado.
Por lo que respecta a la política del Vaticano hacia Italia, pare-
ce que mons. Della Chiesa se acomodó con bastante realismo a la
preferencia del nuevo papa por una flexibilización de las rígidas re-
laciones con aquel gobierno. En efecto, el estallido de la crisis con
Francia fue paralelo a un relativo acercamiento de los católicos ita-

81
lianos a los liberales moderados para hacer frente a los socialistas.
Pío X, a fin de impedir la introducción de la ley de divorcio, relajó
en 1904 el non expedit que pesaba sobre los católicos (ni electores
ni elegidos) permitiendo incluso que pudieran presentarse como
candidatos a título individual. Posteriormente, en 1913, la Santa
Sede autorizó a votar a candidatos liberales moderados. Por otro
lado, el Papa mostró ocasionalmente una actitud deferente hacia
la Familia Real italiana, y parece que llegó a recibir en privado a
algunos de sus miembros(90).
En efecto, y aunque las respectivas posiciones sobre la Cuestión
Romana no experimentaron cambios, pues la Santa Sede mantuvo
en toda su firmeza la reivindicación de un mínimo de soberanía
temporal, Pío X, ante los avances del socialismo marxista en Italia,
se inclinó hacia una política realista dentro de las circunstancias,
suavizando la intransigencia hasta entonces observada durante el
pontificado anterior. Pollard cree probable que Della Chiesa abri-
gase reparos a algunos aspectos de esta nueva actitud respecto a
Italia, que diferían de la política seguida por Rampolla bajo León
XIII; sin embargo, en sus importantes responsabilidades de susti-
tuto en la Secretaría de Estado, Giacomo supo conducirse como
un buen ejecutor de las directrices de Merry del Val.

82
XII
El embate modernista

No es fácil, desde una perspectiva actual, comprender la fuerte


conmoción que el pensamiento modernista produjo dentro de la
Iglesia(91). El Modernismo es un término al parecer acuñado por
Jean Jacques Rousseau en una carta de 15 de enero de 1769(92).
Con independencia de que se deba a dicho filósofo la paternidad
del término, lo cierto es que esta corriente filosófica tiene un cla-
ro origen en el individualismo racionalista de la Ilustración y del
pensamiento de Kant, si bien sus elementos conceptuales se irán
desarrollando a lo largo del siglo XIX. Se trata de una mentalidad
–más propiamente que de un sistema bien definido– proyectada
en varios campos del conocimiento. Fue su irradiación a los estu-
dios teológicos, principalmente bajo el pontificado de Pío X, lo
que obligaría a la Iglesia a actuar enérgicamente para defender la
doctrina católica de las interpretaciones que los teólogos moder-
nistas intentaban hacer a la luz de una pretendida «adaptación» al
progreso intelectual y científico de los nuevos tiempos.
Este capítulo de la historia del pensamiento no puede, obvia-
mente, ser expuesto con detalle en un trabajo histórico sobre Be-
nedicto XV, pero es claro que la biografía del personaje quedaría
incompleta sin aludir, siquiera básicamente, a las circunstancias
del tiempo en que vivió y a la influencia que tuvieron en la historia
de la Iglesia. En efecto, el pontificado de Pío X se caracterizó por la

83
lucha sorda que, en el seno de relevantes sectores de la intelectua-
lidad católica, se libró en torno al modernismo, calificado por este
pontífice como «la síntesis de todas las herejías» en su alocución
de 17 de abril de 1907.
El pensamiento modernista es fruto de la ideología liberal, que
entra en el siglo XIX a través del ideario político de la Revolución
Francesa y abre la Edad Contemporánea. Apoyado en el Contra-
to Social rousseauniano, el liberalismo fundamenta la convivencia
ordenada en sociedad sobre el pacto entre los individuos, que ha-
cen de la ley democráticamente votada la norma última. El Esta-
do, construido sobre bases democráticas, no reconoce instancias
superiores, puesto que la autoridad procede del pueblo y ante él
solo debe responder. La dignidad humana, aunque amparada por
el reconocimiento de los Derechos del Hombre, no se apoya en
la referencia suprema que es el reconocimiento del hombre como
imagen de Dios. Solo la razón debe motivar la conducta partiendo
de lo que se puede experimentar. Nada, por tanto, hay inmutable
por encima de las voluntades individuales. No se busca una Ver-
dad absoluta. Y así, no obstante el enorme avance que supuso el
desarrollo del sistema de libertades que sustituyó a la organización
social vigente en el Antiguo Régimen, quedó el individuo como
único árbitro de sus actos, cuya moralidad no tenía que confrontar
con la ley de Dios sino con su bien particular. A lo sumo, Dios
quedaba relegado a la categoría de un Ser Supremo –el «Gran Ar-
quitecto» del fideísmo ilustrado– indiferente y alejado de las rea-
lidades humanas.
Con este trasfondo de cambio profundo, el modernismo so-
mete a la razón todos los campos del saber, y fía el desarrollo de la
humanidad a un progreso basado sobre los logros científicos. En
consecuencia, la fe cristiana fundada en la Revelación, al no poder
ser científicamente contrastada, quedaba descartada de la realidad
de los «nuevos tiempos». Ya en 1863, Pío IX había incluido en el
Syllabus numerosas proposiciones de la nueva filosofía que eran
condenables por ser contrarias a la doctrina católica. Entre ellas,
por ejemplo, la que afirma que la razón humana, sin tener en

84
Benedicto XV en su estudio privado

cuenta relación alguna con Dios, es el árbitro único de la verdad


y de la mentira, del bien y del mal. O la que considera imperfecta
la revelación divina, y por tanto sujeta a un progreso continuo e
indefinido que corresponde al progreso de la humanidad(93).
La Iglesia no había permanecido indiferente ante la honda
transformación histórica contemporánea. León XIII, al tiempo
que impulsaba la revitalización de la teología escolástica, había
animado a reconocer las realidades contemporáneas en cuanto
fueran compatibles con la tradición católica; en particular dio un
decidido impulso a la profundización en los estudios bíblicos re-
curriendo a la ayuda que pueden prestar los avances científicos.
Así pudo surgir, por ejemplo, la importante Escuela Bíblica de
Jerusalén, fundada por el P. Lagrange. Sin embargo, otros estudio-
sos emprendieron un camino que los alejaría progresivamente de
la tradición católica al abordar «la revelación divina como si fuese
mero folklore. Apoderándose de los principios revolucionarios de
Spencer y de Hegel, los aplicaron a la Biblia y a la Iglesia, ignoran-

85
do la actuación divina». De tal modo que, a medida que avanzaba
el siglo XIX, la Fe de la Iglesia se encontraba amenazada por unas
teorías del conocimiento que querían situarla en el ámbito de lo
pretérito por no adaptarse a la «modernidad» En este sentido, Pe-
ters distingue tres fases o épocas del modernismo: político-liberal
bajo Pío IX (1846-1878); social bajo León XIII (1878-1903) y
teológico bajo Pío X (1903-1914)(94).
El modernismo teológico, que surgió con virulencia en el
pontificado de Pío X, se centra especialmente en el dogma, que
considera sujeto a la evolución de los tiempos y esencialmente
simbólico, esto es consistente en figuras o símbolos utilizados por
la Iglesia en el desarrollo teológico para hacer comprensibles los
misterios de la fe. Además, somete la Revelación a la crítica histó-
rica, bajo el influjo de los novedosos trabajos del protestantismo
historicista, que abordó la exégesis bíblica desde una perspectiva
puramente científica(95). El teólogo deberá, por consiguiente, iden-
tificar todo el «ropaje mítico» que según los modernistas envuelve
el fenómeno religioso.
Como señala Cabello, «el modernismo no acepta nada que
no crea histórico. Todo lo «sobrenatural» es añadido por los senti-
mientos de los seguidores de Jesús, y es un mero fruto de la fe»(96).
En consecuencia, sostiene este autor, el modernismo niega «la
existencia de una revelación universal objetiva, que es reemplaza-
da por la experiencia religiosa interior, es decir por la «revelación»
individual y subjetiva. Las consecuencias de esta negación del ca-
rácter inmutable de la Revelación, de su autoridad divina, son in-
mensas: ya no se puede hablar de una verdad religiosa objetiva, ni
de una autoridad magisterial, ni en rigor de una Iglesia»(97).
Este planteamiento conducirá a la distinción entre el «Jesús
de la Historia» y el «Jesucristo de la fe católica», al que los moder-
nistas consideran una creación mítica de la Iglesia de los primeros
tiempos. Fácilmente se entra en una pendiente de crítica de todos
los fundamentos de la doctrina católica (contenida en la Biblia
y en la Tradición, y enseñada por el magisterio de la Iglesia), ya
que el modernista sólo admite su criterio personal basado en la

86
propia experiencia religiosa: «para el modernista la única y necesa-
ria fuente es la conciencia privada»(98). Y esa conciencia individual
acaba rechazando la fe. «El punto de partida es el agnosticismo: no
es posible conocer la verdad porque la razón humana, encerrada
rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir de las cosas
que aparecen […] no posee facultad ni derecho de franquear los
límites de aquellas. Como consecuencia no es posible el conoci-
miento natural de Dios»(99).
En este contexto, «el modernismo teológico no fue un intento
de abrir vías de diálogo a la Iglesia con la edad moderna (es decir
con la vida política y con el progreso científico) sino, por el con-
trario, un intento de transformación de la Iglesia para que esta
se adecuase al mundo moderno»(100). Así, y a fuerza de situar los
dogmas en el campo de lo simbólico y de negar la historicidad de
todos aquellos hechos bíblicos que se consideran incompatibles
con los nuevos conocimientos, el pensamiento modernista avan-
zaba en la destrucción de la doctrina católica en aras de someter la
Iglesia al mundo contemporáneo.
La novedad de esta crisis es que se gestaba y crecía en las filas
de teólogos y pensadores católicos. Son significativas a este respec-
to las palabras de Alfred Loisy, máximo exponente del modernis-
mo en Francia, quien sería excomulgado en 1908. Años después
de su total separación de la Iglesia, Loisy reconoce que, en aquella
época de su vida en que aún se confesaba católico, «aunque veía
la caducidad de las viejas creencias, me hacía la ilusión de pensar
que era posible seguir sirviéndose de los antiguos formularios, in-
terpretándolos más o menos como símbolos»(101). Es decir, que el
modernismo permitía seguir viviendo bajo la apariencia de católi-
co y utilizar como meros instrumentos auxiliares los dogmas en la
medida en que ayudaban al «acto de fe individual».
Consciente de la gravedad de la situación, la Congregación
del Santo Oficio, mediante el decreto Lamentabili, condenó una
serie de proposiciones modernistas en 1907. Pero el gran golpe de
contraataque será la encíclica Pascendi, publicada también en ese
mismo año. Este documento es fruto de un laborioso estudio con

87
el que se logra compendiar de forma estructurada el pensamien-
to modernista, tarea extremadamente difícil porque no se trataba
propiamente de un sistema doctrinal sino de un conjunto disperso
de obras y de teorías no siempre coincidentes. Al decir de Santiago
Casas, Pascendi «definió y dio cuerpo a una doctrina que, por lábil
y etérea, parecía escaparse a las cosificaciones»(102).
Finalmente, en 1910, y por el motu proprio Sanctorum Antis-
titum, se impondrá al clero la obligación de prestar el juramento
antimodernista. Esta última medida, según algunos historiadores,
señala la etapa final de la crisis: «quienes no se someten, abando-
nan la Iglesia, si no lo habían hecho ya»(103).
En cuanto a su contenido, la Pascendi identifica los errores
modernistas, denunciando su gravedad especial por producirse en
el seno de la Iglesia y apuntar a la raíz de la fe, esto es a las fuentes
de la Revelación. Y demuestra que el agnosticismo filosófico de
que partía el modernismo conduce al ateísmo científico e histó-
rico.
«Es indudable que los modernistas– se lee en la Encíclica– tie-
nen como ya establecida y fija una cosa, a saber: que la ciencia
debe ser atea, y lo mismo la historia; en la esfera de una y otra no
admiten sino fenómenos: Dios y lo divino quedan desterrados»
(Pascendi, I,4). Las posiciones modernistas eran, en efecto, una
mina explosiva disimulada en el seno de la Iglesia: «En la perso-
na de Cristo, dicen [los modernistas] la ciencia y la historia ven
solo un hombre. Por lo tanto, en virtud de la primera ley, sacada
del agnosticismo, es preciso borrar de su historia cuanto presente
carácter divino. Por la segunda ley, la persona histórica de Cristo
fue transfigurada por la fe; es necesario, pues, quitarle cuanto la
levanta sobre las condiciones históricas. Finalmente, por la tercera,
la misma persona de Cristo fue desfigurada por la fe; luego se ha
de prescindir en ella de las palabras, actos y todo cuanto, en fin,
no corresponde a su naturaleza, estado, educación y lugar en que
vivió» (Pascendi, I,7).
Ciertamente, la autoridad apostólica con que actuó Pío X com-
portaba la adopción de medidas prácticas para frenar el avance del

88
modernismo teológico. En especial, se redobló la atención a la en-
señanza en los seminarios y universidades católicas. Sin embargo,
no fue posible impedir derivas no deseables a la hora de vigilar el
seguimiento de las normas impuestas por la autoridad eclesiásti-
ca. Surgió así, fomentada por algunos sectores clericales, círculos
intelectuales y órganos de prensa, una atmósfera de sospecha que
propiciaba delaciones desde el anonimato y ponía en entredicho
a personas que –en rigor– no podían ser tachadas de modernistas.
Ello dio pie a quejas y a temores de sinceros católicos, que no cues-
tionaban la oportunidad de la intervención del magisterio, al que
se sometían filialmente, sino los métodos empleados por algunos
para preservar la pureza doctrinal.
Quizá el ejemplo más significativo de estos métodos fue la
controvertida actividad del Sodalitium Pianum (llamado así en
memoria de san Pío V, el gran papa de la Contrarreforma), aun-
que también recibía la denominación francesa de La Sapinière. Se
trataba de una organización fundada por un brillante sacerdote,
monseñor Umberto Benigni, profesor de la Academia de Nobles
Eclesiásticos e intelectual eminente, que desempeñaba también un
cargo relativamente alto en la Secretaría de Estado y había funda-
do un periódico anti-modernista, La Correspondance de Rome. El
Sodalitium no tenía estatuto canónico y estaba sujeto al control
de la Congregación Consistorial(104). Su objetivo era colaborar a la
preservación de la pureza doctrinal intentando localizar manifes-
taciones de errores modernistas y denunciando a sus autores. Para
ello, recogía abundantes datos –proporcionados por una extensa
red de corresponsales– para identificar a miembros del clero, sin
excluir a los obispos, que pudieran considerarse inficionados. La
información reunida se elevaba luego a las congregaciones compe-
tentes de la Curia.
La controversia en torno a esta organización no se ha cerrado.
Sus detractores denuncian el secretismo con que funcionaba (años
más tarde, se encontró fortuitamente en Bélgica el código con que
se cifraban los mensajes procedentes de varios puntos de Euro-
pa) así como la táctica de lanzar campañas de denuncia pública

89
en la prensa afín, mediante la publicación de escritos sacados de
contexto. En efecto, altos miembros de la jerarquía, como los ar-
zobispos de París, Milán, Pisa o Colonia, sufrieron hostigamiento
por haber mostrado «debilidad» en la adopción de medidas contra
los modernistas. El propio cardenal Rampolla, desde su retiro en
la palazzina Santa Marta, en el Vaticano, expresó su tristeza «por
la creciente agitación entre los católicos por estas intolerables po-
lémicas, por esta confusión de ideas, y sobre todo por esta falta de
respeto y obediencia al Santo Padre […] La confusión que domina
las mentes, las dudas que surgen de ello, el juicio de la prensa, en
ocasiones tan injusto, los estallidos emocionales constituyen un
estado de cosas deplorable»(105). Rampolla se refería a la autoridad
que se habían arrogado los rigoristas para actuar en nombre del
Papa.
En 1912, Benigni cesa en sus funciones, y un año después el
cardenal Merry del Val dispondrá el cierre de la Correspondance
de Rome, principal órgano de prensa del movimiento de Benigni.
Puede inferirse, a la vista de estas dos medidas, que Merry del Val
había juzgado que el celo de los anti-modernistas debía refrenarse.
Sin embargo, la vida administrativa del controvertido Sodalitium
prolongó hasta su disolución en 1921, es decir siete años después
desde la elección de Benedicto XV. Este hecho parece demostrar
que la organización había ya perdido su vigor e influjo, y que se
juzgaba preferible no hacer ruido innecesario con su supresión in-
mediata.
En definitiva, no todos concuerdan en atribuir a la empre-
sa de monseñor Benigni una influencia decisiva en la lucha anti-
modernista, si bien sus redes de información y su influencia en la
opinión pública a través de la prensa tuvieron una fuerza innega-
ble. Por ejemplo, Casas afirma que el Sodalitium pianum «nunca
tuvo la importancia que se le ha querido otorgar en la extinción
del movimiento modernista; aún menos en el supuesto patrocinio
del Pontífice»(106).

90
XIII
Giacomo Della Chiesa
frente al modernismo

Por lo que se refiere a monseñor Della Chiesa, su amistad de-


vota y su coincidencia en ideas con el cardenal Rampolla, a quien
visitaba casi a diario, constituían una realidad que no podía favo-
recerle en aquellos momentos. Tampoco, seguramente, su criterio
de pedir cautela y una caritativa consideración antes de juzgar.
Varios autores (Peters, Pollard, Hebblethwaite) sostienen que De-
lla Chiesa resultaba en conjunto un colaborador incómodo en la
Secretaría de Estado, y que «no solamente no era escuchado sino
que había llegado a ser sospechoso de tendencias liberales»(107).
También se ha especulado en abundancia, como hemos seña-
lado anteriormente, sobre una pretendida falta de entendimiento
con Merry del Val, lo que es muy posible, aunque ello no significa
que este último desconfiase de Della Chiesa en cuestiones de fon-
do. De hecho, lo retuvo en el puesto de Sustituto, como colabora-
dor inmediato, durante cuatro años. A lo largo de este periodo, se
confiaron a Della Chiesa asuntos tan importantes como el expe-
diente sobre el modernista Loisy, o la disolución de la Obra de los
Congresos, que supuso la negativa de Pío X a que las actividades
sociales de los católicos italianos desembocaran en la creación de
un partido político de signo cristiano, autónomo de la jerarquía y
propenso a afinidades con los modernistas franceses. No es ima-
ginable que hubiera continuado en su cargo de haber abrigado el

91
Papa cualquier sospecha. Pollard, al analizar esta cuestión, disiente
de Peters y de Hebblethwaite respecto a que fuera la sospecha de
simpatía por el modernismo la causa determinante de la salida de
Della Chiesa de la Secretaría de Estado. En efecto «Della Chiesa
sentía disgusto por los excesos de la cruzada anti-modernista e in-
cluso llegó a ser en alguna ocasión (como arzobispo de Bolonia)
blanco de ellos, pero no era en absoluto modernista y es altamente
improbable que por la mente de Pío X cruzase cualquier sospecha
en este sentido»(108).
Por su parte, Chiron señala que, siendo arzobispo de Bolonia,
«la actitud de monseñor Della Chiesa respecto al modernismo o
frente a autores sospechosos de modernismo está fundada a la vez
sobre la obediencia a las decisiones de la Santa Sede y de libertad
de tono hacia las autoridades romanas»(109). Sobre lo último, dicho
autor refiere que Della Chiesa, siendo arzobispo de Bolonia, elevó
en 1911 un valiente comentario, no exento de su peculiar ironía,
a la prohibición emitida por la Congregación Consistorial de leer
y utilizar la obra del francés monseñor Duchesne sobre la His-
toria de la Iglesia Antigua. Della Chiesa conocía probablemente
a Duchesne y apreciaba su obra, pero informó de inmediato a
los obispos sufragáneos y al rector de su seminario, ordenando
la aplicación de la medida. Sin embargo, no dudó en escribir al
secretario de la Congregación, cardenal De Lai, en estos términos:
«La Congregación Consistorial no debería nunca prohibir un
libro que tiene el Imprimatur del Maestro del Sacro Palacio, no
solamente en su texto original sino también en su versión italiana,
porque los pobres obispos encuentran dificultades para persuadir
al clero y a los fieles de la utilidad de conservar un oficio cuyo titu-
lar, no una sino numerosas veces, se ha mostrado insuficiente para
garantizar la integridad de la doctrina católica»(110).
Pese a estos valerosos esfuerzos, Della Chiesa no pudo impedir
la inserción en el Índice de libros prohibidos de la mencionada
obra de Duchesne. Cuando fue papa, le recibió varias veces, le en-
cargó ciertas misiones y le autorizó a publicar un cuarto volumen
de la obra.

92
En otra ocasión, y también en Bolonia, el arzobispo Della
Chiesa tomó la defensa del rector del seminario, cuya ortodoxia
había sido puesta en tela de juicio por un Visitador apostólico.
Della Chiesa se quejó de «las inexactitudes del informe del Visi-
tador debidas al excesivo cuidado de tomar nota de todo sin las
necesarias verificaciones»(111). Y consiguió impedir la destitución
del rector.
En definitiva, es indiscutible que Giacomo Della Chiesa nunca
sintió simpatía por el movimiento modernista. Su fidelidad al Su-
cesor de Pedro estaba harto probada por los hechos de su vida. De
otro modo, Pío X nunca le hubiese escogido para hacerle pastor
de una sede tan importante como la de Bolonia, que tradicional-
mente llevaba aparejado el otorgamiento del capelo cardenalicio.
Otra cosa es que algunos rigoristas tuvieran sospechas debido a su
disconformidad con determinados métodos de actuación por par-
te de la Curia romana, y que pudiera resultar en algunos momen-
tos un «colaborador incómodo». Quizá eso explica el comentario
que, con una sonrisa, hizo a un cardenal al recibir el homenaje
de obediencia inmediatamente después de su elección: «y Nos, os
aseguramos que el Santo Padre no es modernista»(112).
Pero la declaración definitiva y solemne de este sentir es la
concluyente condena que, siendo ya Papa, hace del modernismo
en su primera encíclica (Ad Beatissimi, de 1.11.1914): «Así se en-
gendraron los monstruosos errores del modernismo, que nuestro
antecesor llamó justamente síntesis de todas las herejías y condenó
solemnemente. Nos, venerables hermanos, renovamos aquí esta
condenación en toda su extensión»(113).
Con esta solemne e inequívoca condena, Benedicto XV des-
pejó definitivamente dudas, temores y malentendidos, de más o
menos buena fe, que se habían propalado debido a su posición a
veces crítica sobre los métodos –y no sobre la doctrina de la fe–
utilizados por la corriente «integrista» durante el pontificado an-
terior. En efecto, bajo Benedicto XV se fue disipando la atmósfera
de sospecha que estorbaba el desarrollo de la exégesis bíblica y la
profundización en la dogmática a la luz del magisterio de la Iglesia.

93
XIV
Arzobispo de Bolonia

En octubre de 1907, se difundió en Roma el rumor de que


monseñor Della Chiesa sería el próximo nuncio en Madrid. La
noticia era plausible, ya que el puesto de sustituto en la Secretaría
de Estado constituía una buena base de salida a representaciones
diplomáticas de primera importancia para la Santa Sede –como
era el caso de España– y además monseñor Della Chiesa había es-
tado ya destinado en Madrid durante la nunciatura de Rampolla.
Parecía por tanto tratarse de una candidatura muy razonable, que
el gobierno de Alfonso XIII hubiera acogido con agrado.
Pronto conocería Giacomo que el Papa tenía otros designios.
En efecto, al comenzar el despacho habitual con el Pontífice la
mañana del 4 de octubre de 1907, éste le mostró un ejemplar del
Messagero, en el que aparecía la noticia del inminente nombra-
miento para Madrid. Cuando Della Chiesa manifestó su disgusto
por la propagación de rumores de este género, el Papa le dijo que
también a él le irritaba, porque tenía que pedirle un favor. Peters
transcribe la conversación, que Giacomo relató, casi palabra por
palabra, en carta a su hermano:
Decidme lo que mandáis, Santo Padre. No soy quién para ha-
ceros un favor».
«Sí, respondió el Papa, me haría Vd. una caridad. No ignoro
que monseñor Della Chiesa lo haría bien allí donde fuere enviado.

95
El cardenal Secretario de Estado me dice que Vd. sería un excelen-
te nuncio en Madrid, pero tengo que pensar también en las dióce-
sis; necesito buenos obispos. Me agradaría mucho que monseñor
Della Chiesa fuese a Bolonia».
No sirvieron las razones que dio el elegido respecto a las di-
ficultades que presentaba la archidiócesis de Bolonia. Una vez
aceptada con obediencia la decisión del Papa, éste se refirió a la
próxima consagración episcopal del nuevo arzobispo con unas pa-
labras que demostraban su afecto y que no carecían de un punto
de simpática malicia veneciana, tan característica de san Pío X:
«Estoy seguro de que el cardenal Rampolla desearía celebrar
la ceremonia, y de que el cardenal Merry del Val lo haría también
por su subsecretario. ¡Pero no! La consagración de monseñor Della
Chiesa se la reserva el Papa para sí»(114).
La ceremonia tuvo lugar el domingo, 22 de diciembre, en la
capilla Sixtina. Con el Papa, oficiaron el cardenal Balestra y el
obispo Valfré di Bonzo, uno de los pocos amigos íntimos de Gia-
como. Fue una misa de especial belleza y solemnidad, con asisten-
cia del Cuerpo Diplomático. El coro de la Sixtina cantó bajo la di-
rección de Perosi. Los cardenales Rampolla y Merry del Val, junto
a otros miembros del Sacro Colegio, se sentaron al lado del trono
papal. El escaso número de testimonios fotográficos de Giacomo
incluye, afortunadamente, una imagen de aquellos momentos, en
la que aparecen el nuevo arzobispo recién consagrado, sentado de
espaldas al altar, y el Papa de pie, delante de su trono. La fragilidad
física de Della Chiesa, impresionado y humilde, contrasta con la
vigorosa figura de san Pío X –en la que resalta su cabello blanquí-
simo y abundante– recogido profundamente en oración. Es posi-
blemente la única imagen en que se ven juntos al Papa reinante y
a su sucesor.
Después de pasar brevemente por Génova y de reunirse con
los suyos en la vieja mansión familiar de Pegli, el arzobispo se di-
rigió a Bolonia para tomar posesión de su sede. El intervalo entre
su consagración y su llegada efectiva a Bolonia fue debido a la len-
titud del Gobierno italiano en conceder el exequatur a su nombra-

96
miento, típica injerencia del Estado liberal en la vida de la Iglesia.
La entronización tuvo lugar finalmente el 23 de febrero de 1908.
El nuevo arzobispo pronto captó la envergadura de los desafíos
que le presentaba su labor pastoral, en la que no tenía experiencia
directa, pues había pasado más de veinte años de su vida eclesiás-
tica en la diplomacia y en el gobierno de la Santa Sede. En primer
lugar, la magnitud de la diócesis de Bolonia, una ciudad escasa-
mente industrializada cuya vida económica giraba en torno a la
agricultura de la Romagna y que era, por otro lado, centro históri-
co de una de las más antiguas universidades de Europa. En segun-
do lugar, la progresiva secularización de su sociedad, tanto en el
ámbito académico como en el laboral, y el empuje del socialismo
de inspiración marxista. Y en tercer lugar, un clero diocesano que,
aparte de algunos casos de sacerdotes ilustrados, algunos de ellos
atraídos por el modernismo en mayor o menor grado, poseía por
lo general una formación deficiente e insatisfactoria para revitali-
zar la vida eclesial(115).
* * *
Por lo que se refiere a la salud espiritual de sus fieles, Della
Chiesa juzgó urgente incidir en tres áreas: la formación de los sa-
cerdotes, la supervisión de las parroquias y la enseñanza catequéti-
ca. Respecto al primer objetivo, la primera impresión que recibió
después de visitar el seminario y conocer a los miembros del clero
diocesano no es precisamente positiva. En una carta a monseñor
Sardi, delegado apostólico en Constantinopla, así lo refleja:
«Hasta ahora debo decir francamente que no he tenido difi-
cultades muy serias. La mayoría son causadas por un extraño sa-
cerdote que encuentra difícil de observar el voto del celibato. Aquí
no hay realmente casos de modernistas y de marxistas, en buena
medida porque el nivel de los estudios eclesiásticos es muy bajo, y
la espiritualidad sacerdotal deficiente. Estoy muy perplejo porque
el seminario está dirigido por un buen rector, y sin embargo los
jóvenes sacerdotes tan pronto como salen del seminario olvidan
cómo meditar»(116).

97
En realidad, el arzobispo se encontraría, andando el tiempo,
con más problemas de los que al redactar esta carta – tan solo al
mes de su llegada– había detectado; incluidos los casos de sos-
pechas, más o menos fundadas, de veleidades modernistas de al-
gunos clérigos, como hemos descrito más arriba al tratar de esta
cuestión. Lo cierto es que el nuevo pastor introdujo enseguida
la obligación de un día de «retiro mensual» para los sacerdotes,
estableciendo asimismo las «conferencias eclesiásticas», reuniones
periódicas de sacerdotes destinadas a profundizar en la formación
del clero. Otra medida eficaz fue la creación de un boletín dio-
cesano para dar a conocer las enseñanzas del Papa y tener infor-
mados a sacerdotes y fieles de los decretos de las congregaciones
romanas. También emprendió, de conformidad con lo dispuesto
por el Papa, el establecimiento de un seminario mayor regional
para estudios de teología, además del diocesano, en el que los se-
minaristas seguían sus estudios antes de pasar al regional. Pío X,
en efecto, decidió concentrar a los seminaristas de las distintas
diócesis pertenecientes a una provincia eclesiástica para garantizar
la formación rigurosa de los futuros sacerdotes; esto obligó al ar-
zobispo Della Chiesa a un esfuerzo ingente para poner en práctica
las instrucciones de Roma, ya que por su condición de metropo-
litano, esto es obispo con diócesis sufragáneas, recaía sobre sus
hombros esta responsabilidad(117).
Entre las muchas obligaciones en que monseñor Della Chie-
sa demostró su solicitud de pastor, destaca el esmero con que
cuidó las visitas a la totalidad de las parroquias de la archidió-
cesis, práctica que se remonta al siglo V y que el concilio de
Trento hizo obligatoria(118). La fiesta del Corpus de 1908 mar-
có el comienzo de la Sacra Visita, que tendría una duración de
cuatro años. El arzobispo no dudó en llegar a algunos lugares
inaccesibles, incluso a lomos de caballería, cumpliendo escrupu-
losamente todas las prescripciones canónicas sobre esta actividad
pastoral. También cuidó de planificar las visitas de tal modo que
no tuviera que pasar más de diez días seguidos fuera de su can-
cillería en Bolonia.

98
En las circunstancias de la Italia rural de principios del si-
glo XX, los párrocos y feligreses apenas podían disponer de unas
condiciones de vida mínimamente satisfactorias: la humedad, la
inexistencia de calefacción, el calor abrasador y la falta de electri-
cidad y agua corriente, hacían difícil el debido cuidado del culto
en cuanto a dignidad y limpieza. Giacomo Della Chiesa se había
distinguido siempre por la pulcritud de su persona y de su in-
dumentaria, por el orden de su despacho y por una puntualidad
que llegaba a chocar con las costumbres latinas. Estos rasgos de
su personalidad se reflejaron durante las visitas apostólicas: ins-
peccionaba el estado de los ornamentos litúrgicos, la limpieza y
dignidad de las iglesias, convencido de que la higiene y el orden
son compatibles con una pobreza digna y de que el descuido y el
desorden facilitaban un estado de ánimo «derrotista» y desidioso
en los sacerdotes, con daño de la salud espiritual propia y de sus
feligreses(119).
Este celo extremado por cumplir con fidelidad las disposiciones
tridentinas sobre los deberes del obispo –siguiendo el ejemplo de
un san Carlos Borromeo o de un san Francisco de Sales– alcanzaba
muy especialmente a la supervisión de la formación doctrinal de
los párrocos, y del cumplimiento de su labor pastoral. El arzobispo
inspeccionaba, asistido de sus ayudantes, los registros parroquia-
les, y se enteraba de la actividad catequética y de la administración
de los sacramentos o de las visitas a los enfermos. Y, como residía
en la casa parroquial, no olvidaba examinar las modestas bibliote-
cas de los curas párrocos a fin de poder conocer mejor el nivel de
preparación teológica y espiritual de estos. Monseñor Della Chie-
sa, sobre todo, conversaba con sus sacerdotes, aprovechando las
horas de descanso, al final de la jornada. En cuanto a su trato con
los fieles, el arzobispo predicaba y administraba los sacramentos,
poniendo empeño en facilitar la absolución de pecados reservados
canónicamente a su autoridad apostólica.
Cuando finalizó su última Sacra Visita en 1913, Della Chiesa
había visitado 392 parroquias, incluidas capillas, conventos y hos-
pitales relacionados con aquellas. Se trataba de un hecho único en

99
El Cardenal Rampolla del Tindaro

la historia de las sedes italianas, por su extensión y por el método


sistemático con que lo realizó. No fue insensible el Papa a este
esfuerzo, y así lo expresaba en carta autógrafa al arzobispo:
«Le felicito cordialmente al término de su exhaustiva visita
pastoral, y con la bendición que imparto con particular afecto a
Vd. personalmente, al clero y al pueblo de su archidiócesis, me

100
complazco en darle la seguridad de mi más vivo agradecimiento,
Pío, Pp. X»(120).

* * *
En lo referente a la enseñanza del catecismo, el arzobispo em-
prendió una ambiciosa campaña para compensar la política de
descristianización de la enseñanza primaria que los socialistas
implantaron en Bolonia tras ganar las elecciones municipales en
1902. Las cifras de niños privados de la enseñanza del catecismo
por no recibirlo ya en la escuela o por falta de asistencia a la cate-
quesis parroquial eran alarmantes: se comprobó que, de 600.000
escolares en toda la diócesis, 100.000 carecían de enseñanza reli-
giosa. El arzobispo impulsó una toma de conciencia general para
que parroquias y familias comprendiesen el problema y contribu-
yeran a resolverlo. Para ello, animó a servirse de los medios de la
técnica moderna –como diapositivas o películas– para hacer más
accesible la doctrina de la Iglesia, y exhortó a los padres a llevar a
sus hijos a la catequesis parroquial. A este fin, dispuso el estableci-
miento de un centro catequético cerca de cada escuela(121).
Con el sentido pragmático que le caracterizaba, Della Chie-
sa convocó un congreso diocesano, en el que participaron 500
personas, para analizar la situación y discutir los métodos. Con
realismo pero siempre con finura, el arzobispo manifestó que para
hacer cesar la «lamentable deserción de los niños» y la «deplorable
negligencia de los padres» había que encontrar formas para que
los niños se sintieran «suavemente atraídos» e incluso «dulcemente
impelidos» a acudir a la catequesis(122). Las conclusiones adoptadas
se hicieron llegar a todos los párrocos para que las pusieran en
práctica sin demora.

* * *
Se cumplían ya seis años de su entrada en la archidiócesis de
Bolonia cuando monseñor Della Chiesa, en agosto de 1913, par-
ticipó en la peregrinación nacional italiana a Lourdes. Este viaje

101
sería el último realizado al extranjero. Aunque no sentía una espe-
cial inclinación por los desplazamientos, Giacomo había vivido en
España y conocía París, Bruselas y Viena por razones de su oficio.
No obstante su deseo –que expresó a sus íntimos alguna vez– de
visitar México, la realidad es que era un hombre de costumbres se-
dentarias y metódicas, a quien un fuerte sentido del deber retenía
en su puesto, ya fuese su oficina en el Vaticano, durante su largo
cargo de Sustituto, o el palacio arzobispal de Bolonia. Hemos vis-
to ya su cuidado en no ausentarse de su sede episcopal más de
lo estrictamente imprescindible, como en los casos de las visitas
apostólicas o los desplazamientos a Roma, que procuraba fuesen
espaciados y brevísimos.
En el caso de la peregrinación a Lourdes, la piedad mariana
del arzobispo pudo sobre su inclinación al sedentarismo. Rezó, al
llegar a Marsella, en el santuario de Nuestra Señora de la Guardia,
celebró la Santa Misa en la catedral de san Sernin, en Toulouse, y
por fin pudo acercarse a la gruta de Lourdes. Él mismo, ya Pontí-
fice, evocará aquella experiencia con su natural reserva, aunque sin
esconder la conmoción que le produjo, al decir que había tenido
«el consuelo de haber hecho una vez esta peregrinación que nin-
guno de Nuestros Predecesores había tenido la dicha de realizar
todavía» y que había sentido «consuelos de una suavidad nueva
para Nos»(123).
El regreso a Bolonia lo hizo pasando por Génova. Allí, apro-
vechó para tomarse unos días de descanso, junto al mar, en Pegli;
sería su última visita al hogar donde había transcurrido su infancia
serena y –en cierto modo– solitaria.
Pero no terminó el año 1913 sin recibir otra gran emoción:
la muerte de Rampolla. Llegado a Roma rápidamente, cuando el
gran cardenal había ya fallecido, Della Chiesa no ocultó su pro-
fundo dolor al arrodillarse ante el féretro. Rampolla había sido
el maestro diplomático de su juventud, quien le valoró desde el
primer instante en aquellos años lejanos de la Academia de Nobles
Eclesiásticos, abriendo su carrera al servicio de la Santa Sede. Ade-
más de esto, fue siempre su amigo y confidente. Giacomo nunca

102
lo había olvidado y, como hemos visto, guardó siempre una lealtad
plena a su cardenal, a quien acompañó asiduamente en su reti-
ro desde que, al morir León XIII, quedase apartado de las altas
responsabilidades que había tenido bajo aquel Pontífice. Refiere
Peters que, al celebrar la Misa ante el cuerpo sin vida de su maes-
tro y amigo, Della Chiesa manifestó la devoción y recogimiento
que le eran característicos, pero quienes estaban cercanos al altar
pudieron contemplar las lágrimas que surcaban su rostro y oír su
voz quebrada por el dolor(124).

103
XV
Giacomo, cardenal Della Chiesa

Los arzobispos de Bolonia tradicionalmente eran creados car-


denales –si no tenían ya esta dignidad– poco tiempo después de
su entronización. En efecto, Bolonia formaba parte del reducido
número de sedes episcopales cuya importancia histórica y signifi-
cación en la Iglesia en Italia las hacía merecedoras de tal honor. Sin
embargo, a medida que pasaba el tiempo sin que monseñor Della
Chiesa fuera elevado a la dignidad cardenalicia, iban creciendo la
extrañeza, primeramente, y la sospecha, después, de que pudiera
haber intereses desconocidos detrás de esta anomalía. A la muer-
te de Benedicto XV, el historiador irlandés William Barry, en un
importante y temprano perfil biográfico del Papa, manifestaba ya
que nadie había llegado a entender la razón de la demora en ser
creado cardenal. Peters, que recoge esta afirmación, se basa además
en varios autores para referir que en Roma muchos apuntaban al
cardenal Secretario de Estado, Merry del Val.
No faltaron voces autorizadas que hicieron llegar al Papa su
extrañeza ante este incomprensible olvido del arzobispo de Bolo-
nia. Entre ellas, la del canónigo boloñés monseñor Magni, quien
expresó «el profundo dolor» de los fieles por no ver incluido a
su pastor en la creación de cardenales de 1911. El mismo Pío X
redactó la respuesta que debía transmitir su secretario particular:
«Nadie ama y estima a monseñor Della Chiesa más que el Papa»,

105
conocedor de su «celo verdaderamente admirable», pero precisaba
que si no había sido creado cardenal esta vez, ello obedecía a que
«hay otras razones que no están relacionadas con la archidiócesis
ni con monseñor Della Chiesa». Y el Papa pedía paciencia a los
fieles anunciando que «su deseo será satisfecho en tiempo opor-
tuno»(125). Sin embargo el año siguiente, 1912, la extrañeza fue
en aumento cuando Pío creó un solo cardenal, de nacionalidad
húngara.
Uno de los biógrafos más recientes de Benedicto XV, Yves Chi-
ron, no avala la tesis de quienes atribuyen la causa de esta demora
a supuestas simpatías de Della Chiesa por los modernistas –que
hemos visto del todo infundadas– ni tampoco la de quienes sos-
tienen que algunos temían que, de ser Della Chiesa cardenal, su
incondicional amistad con Rampolla pudiera reforzar las posibili-
dades de que fuese elegido este último en una futura sucesión de
Pío X. No parece tampoco plausible esta suposición: el cardenal
Rampolla no gozaba de buena salud y, de hecho, falleció en 1913
como hemos visto; llevaba años retirado de las tareas de gobierno
e incluso había confiado a Della Chiesa su cansancio de esta vida
y su anhelo de «estar con Cristo»(126).
En cambio, Pollard considera verosímil que la tardanza que
sufrió Della Chiesa en recibir el capelo cardenalicio se debiera a
intereses desconocidos pero decididamente adversos al arzobispo
de Bolonia, y afirma que «si bien es cierto que el arzobispo Mis-
trangelo de Florencia tuvo que esperar más tiempo, el fracaso en
promover a Della Chiesa es inexplicable sin un poderoso lobby de
bloqueo en la Curia romana»(127).
Por fin, en abril de 1914, el Papa dio su aprobación a la lista
de nuevos cardenales; según algún autor, en la relación no aparecía
el nombre de mons. Della Chiesa y el Pontífice lo añadió per-
sonalmente(128). La decisión papal fue comunicada formalmente
por el cardenal Secretario de Estado al arzobispo Della Chiesa en
una carta en la que expresaba su complacencia, con la cortesía
exquisita e inimitable de Merry del Val. Pío X fijó la fecha del 25
de mayo, fiesta de san Gregorio VII, para el solemne Consistorio

106
secreto, último de su pontificado. Allí comunicó los nombres de
los elegidos. Días después, el 28 de mayo, tuvo lugar el Consis-
torio público en el que les impuso los birretes rojos. Giacomo era
ya «Cardenal de la Santa Iglesia Romana, del título de los Cuatro
Santos Coronados», uno de los templos más antiguos de la Ciu-
dad Eterna, dedicado a cuatro soldados mártires; algunos vieron
en la adscripción de esta iglesia al patrocinio del cardenal Della
Chiesa una delicado gesto del Papa, sabedor de sus vastos conoci-
mientos de Historia y Arte antiguos.
Nadie podía imaginar la trascendencia de aquel Consistorio
de mayo de 1914 para Giacomo Della Chiesa y para la Iglesia.
En efecto, quedaban poco más de tres meses de vida a Pío X. El
arzobispo de Bolonia fue creado cardenal en el último momento,
como hemos visto. De no haber sido añadido su nombre –al decir
de algunos– por el propio Papa a la lista de candidatos preparada
para la ratificación papal, Della Chiesa no habría participado en
el Cónclave.
* * *
De retorno en su sede de Bolonia, honrado al fin como pastor
de esta diócesis histórica y tranquilizados los boloñeses por haber
obtenido al fin respuesta a sus legítimas demandas a favor de su
obispo, Giacomo podía hacer recuento de su experiencia pasto-
ral, transcurrida en una ciudad que reflejaba los cambios políticos
y sociales de Italia al comenzar el siglo XX. Había debido hacer
frente a la difícil posición de las relaciones Iglesia-Estado con la
sombra de la Cuestión Romana cerniéndose permanentemente;
tuvo que dedicarse de lleno a la formación doctrinal y cultural
del clero –con la apertura de un seminario regional– y dar a la
enseñanza del catecismo importancia primordial en una socie-
dad progresivamente descristianizada, tanto en los medios rurales
como en los urbanos, por el avance dinámico y bien organizado
de los socialistas. Finalmente, cuidó de cumplir las instrucciones
de Roma en vigilante atención a los brotes de modernismo, aun-
que haciendo uso de una objetividad inteligente y misericordiosa

107
–siempre dentro de la más estricta ortodoxia– que no siempre fue
bien entendida.
Fue también en aquel período boloñés donde Della Chiesa
tomó contacto con la política italiana del momento. Los libera-
les conservadores del primer ministro Giolitti necesitaban, como
hemos señalado ya, la ayuda de los católicos para frenar el avance
socialista. Ello hizo que el Papa accediera a relajar el non expedit y
que los candidatos católicos pudieran entrar en número aprecia-
ble en el parlamento con ocasión de las elecciones de 1913. Pero
la Santa Sede mantenía su firme oposición a la creación de un
partido demócrata-cristiano, optando por gobernar la actividad
política de los católicos a través de la Unión Electoral Católica Ita-
liana (la UECI), que daba directivas a los obispos, de acuerdo con
la Secretaría de Estado, en materia de política nacional. En varias
ocasiones, el arzobispo Della Chiesa «manifestó su desacuerdo a
los dirigentes de la UECI y a la Secretaría de Estado. La UECI le
parecía demasiado autoritaria en su funcionamiento, imponiendo
candidatos que no le agradaban, y que estaban demasiado alejados
de los problemas locales»(129). Esta independencia de criterios no
podía ser siempre recibida con indiferencia en la Curia romana.
En definitiva, ya al fin de su tiempo de pastor en Bolonia,
Della Chiesa recogía los frutos de su dedicación al servicio de su
iglesia. Así lo confirman numerosos testimonios. Entre ellos, el
de un párroco boloñés, monseñor Comastri: «¡La generosidad
del corazón de aquel hombre! Es imposible calcular sus ayudas a
los pobres, a las familias necesitadas y a las instituciones de cari-
dad»(130). Y La Stampa de Turín, de signo liberal-conservador, deja
este reconocimiento a la labor del arzobispo de Bolonia, tanto más
valioso cuanto la posición de monseñor Della Chiesa, siguiendo la
línea de su venerado cardenal Rampolla, no era proclive a los en-
tendimientos electorales de los católicos con el partido de Giolitti:
«No fue ni un intrigante político, ni un grande o pequeño
elector. No solo respetó a las autoridades políticas sino también a
la Casa de Saboya […] [y] acató, como cualquier ciudadano, a las
autoridades civiles, incluso cuando su opinión era contraria. Della

108
Chiesa mostró energía, firmeza, caridad infinita y pasión por ha-
cer el bien […] En los círculos universitarios, donde aún resplan-
decía la llama jacobina de Giosuè Carducci, y en una ciudad que
se asienta no muy lejos de la Romaña revolucionaria y anti-papal,
Della Chiesa gozó del respeto y cariño de muchos […]»(131).

109
XVI
La Gran Guerra.
Muere Pío X

El 20 de febrero de 1914, el embajador de Francia en Berlín,


Jules Cambon, hacía este certero comentario al representante de
Bélgica, Beyens: «La mayoría de los franceses y de los alemanes
desea vivir en paz, pero en los dos países hay una minoría que solo
sueña con batallas, conquistas y revancha. Ahí está el peligro, jun-
to al que debemos vivir como al lado de un barril de pólvora, que
puede hacer explosión a la menor imprudencia»(132).
Estas palabras reflejan el estado de ánimo de los grandes países
europeos, parapetados detrás del frágil sistema de alianzas en que
se apoyaba la «paz armada» diseñada por Bismarck. En el mapa
geopolítico del continente se alzaban dos bloques antagónicos: de
un lado, el Triple Acuerdo (o Triple Entente) entre Francia, Gran
Bretaña y Rusia; de otro, la Triple Alianza (o la Triplice) integrada
por Alemania, Austria-Hungría e Italia y a la que se unirá el Im-
perio otomano. Detrás del alineamiento de cada potencia en su
respectivo modelo de alianza, había motivos latentes de interés na-
cional: Francia y Gran Bretaña, preparadas para disuadir y, llegado
el caso, repeler una ofensiva alemana; Rusia, en entendimiento
con franceses y británicos para impedir que los imperios centrales
acosaran a los eslavos ortodoxos de los países balcánicos, liderados
por Serbia. Por su parte, Italia había decidido aliarse a los alemanes

111
y austro-húngaros guiada por el sentimiento irredentista de recu-
perar algún día los territorios del Trentino y de la costa adriática,
incluido el gran puerto de Trieste, bajo poder austríaco; y también
para evitar que Austria-Hungría, la gran potencia católica de Eu-
ropa central, accediese al interés de la Santa Sede en internaciona-
lizar la Cuestión Romana sacándola del plano bilateral en que los
gobiernos italianos deseaban mantenerla.
Aunque en la primavera de 1914 no se percibía la inminen-
cia de un estallido del conflicto, reinaba la sensación de que el
rearme alemán era imparable, lo que Londres interpretaba como
una preparación para destruir la supremacía naval británica en el
mundo. A su vez, París temía una invasión desde Alemania y hacía
sus preparativos para defenderse y, también, para tomarse de paso
la revancha de la humillación sufrida en la guerra franco-prusiana
de 1870.
Con todo, al parecer nadie quería la guerra, aunque las pasio-
nes nacionalistas se iban calentando cada vez más, alimentadas por
las fuertes corrientes de odio xenófobo y de nacionalismo que se
desbordaban respectivamente en los países adversarios.
Y la chispa que provocó el incendio saltó el 28 de junio de
1914, en Sarajevo, capital de Bosnia Herzegovina, donde el here-
dero del Imperio Austro-Húngaro, el archiduque Francisco Fer-
nando (sobrino del emperador Francisco José) fue asesinado junto
a su esposa por un terrorista eslavo. Bosnia Herzegovina estaba
bajo el poder de Austria-Hungría, y Viena consideró que el aten-
tado se había planeado en Belgrado por los enemigos del Imperio
de los Habsburgo. En consecuencia, y a pesar de la aceptación
por Serbia de las exigencias –humillantes algunas– reclamadas en
un ultimatum, Austria-Hungría le declaró la guerra el 28 de julio.
Berlín había alentado a Viena a actuar con mano dura con Belgra-
do, en la confianza (ilusoria) de que se trataría de una «guerra pro-
filáctica» entre los grandes ejércitos austríacos y la pequeña Serbia.
Sorprende que el canciller alemán, Bethmann-Hollweg, en plena
crisis internacional, aconsejase al emperador Guillermo mantener
los planes para su acostumbrado crucero estival en el mar del Nor-

112
te por no creer posible la guerra, ya que Rusia –se decía en Berlín–
no intervendría. Pero Rusia, protectora de la ortodoxia eslava, no
tardó en decretar la movilización, lo que constituía de hecho una
amenaza inminente para Alemania en su flanco oriental. Acto se-
guido, Alemania declaró la guerra a Rusia, provocando que Fran-
cia dispusiera a su vez la movilización en apoyo de sus aliados de
San Petersburgo.
El 3 de agosto, Alemania invade Bélgica, en flagrante violación
de la neutralidad de este país, y declara la guerra a Francia. Por su
parte, Gran Bretaña entra en guerra como garante de la neutra-
lidad belga. En definitiva, antes de finalizar el mes de agosto, las
potencias de la Triple Entente (Francia, Gran Bretaña y Rusia) se
hallaban en guerra contra las de la Triplice (Alemania y Austria-
Hungría).
¿Y el compromiso de Italia como signataria del pacto con estos
últimos? El gobierno de Roma –poco atraído hacia los Imperios
centrales– consideró que su incorporación a la Triplice en 1882
fue con carácter exclusivamente defensivo, y optó por permanecer
neutral, para alivio del Vaticano.
En efecto, como refiere Chiron, «la neutralidad de Italia res-
pondía a las aspiraciones profundas del papa Pío X y de una parte,
al menos, del episcopado italiano […] Era la afirmación, tradicio-
nal en el espíritu católico, al menos en la época contemporánea,
de que la guerra debe evitarse cuanto sea posible, porque arrastra
[…] desgracias que no se limitan nunca a los militares y alcanzan
siempre, de diversas maneras, a las poblaciones civiles»(133).
Desde su sede de Bolonia, el cardenal Della Chiesa había se-
guido con preocupación el súbito e inesperado desarrollo de los
acontecimientos, viendo cómo se venía abajo con estrépito el
complejo y frágil equilibrio bismarckiano. Desde el primer mo-
mento, secundó convencido las aspiraciones de paz de Pío X. Es
significativa la respuesta que, en pleno agosto de 1914, dio a un
párroco de su diócesis que preguntaba qué actitud se debía ob-
servar: «Me disgustaría que un párroco tomara partido por una u
otra de las naciones en guerra: yo he recomendado pedir a Dios el

113
fin de la guerra sin indicar al Señor el «medio» de hacer cesar esta
plaga terrible»(134).

* * *
Pío X había seguido con profunda preocupación y tristeza la
cadena de acontecimientos que determinaron el estallido del con-
flicto: «Yo bendigo la paz, no la guerra» había exclamado cuando
el emperador de Austria –por medio de su embajador– le rogó que
bendijera a sus ejércitos. El Papa tenía ya setenta y nueve años,
pero conservaba su robusta naturaleza de campesino veneciano.
Su fisonomía imponía por la nobleza del semblante y por la sere-
nidad de los ojos azules, que miraban con hondura. El príncipe de
Bülow, embajador de Alemania ante el Quirinal, recuerda en sus
Memorias que Pío X impresionaba, incluso a los no católicos, por
ser «un hombre profundamente bueno, sinceramente piadoso y
muy humilde, no obstante poseer una real dignidad»(135). Es cierto
que le llenaba de amargura ver a naciones católicas enfrentadas:
Francia y Bélgica contra Austria-Hungría y Baviera (así como a
otras poblaciones católicas del Imperio alemán) y que esta preo-
cupación le abrumaba, pero nada hacía presagiar su fin próximo.
Por eso, la noticia de su muerte a causa de una neumonía, el 21 de
agosto, cogió por sorpresa y fue un elemento más en la sucesión de
tristes acontecimientos de aquel verano.
Se ha polemizado mucho sobre el pontificado de Pío X en lo
tocante a la lucha anti-modernista. Sin embargo, no obstante los
métodos empleados por algunos con celo a veces imprudente, no
cabe infravalorar la amenaza que suponía tener dentro de la Iglesia
el confuso y, en ocasiones, inaprensible conjunto de errores de
fe que constituía el modernismo teológico. La encíclica Pascendi,
esfuerzo verdaderamente ingente de análisis y sistematización, fue
sin duda el golpe definitivo a quienes pretendían «adaptar» la Re-
velación a los tiempos vaciándola de contenido sobrenatural.
Como señala Santiago Casas al recapitular aquella época agi-
tada de la historia de la Iglesia, «es obvio que la crisis modernis-

114
ta ha condicionado la visión del pontificado de San Pío X y las
aportaciones historiográficas sobre la época, manteniendo en la
sombra otros aspectos de su mandato, de gratísimo recuerdo, por-
que promovieron una reforma de costumbres como no se había
logrado en siglos. En su haber cabe anotar la reestructuración de
la curia romana, los primeros pasos del movimiento litúrgico, la
promoción de la vida sacramental, la preocupación por la cateque-
sis y por la santidad sacerdotal, los inicios de la codificación del
derecho canónico»(136).

115
Fotografia oficial del Papa Benedicto XV
XVII
El cónclave.
Benedicto XV Sumo Pontífice

El cardenal Della Chiesa se apresuró a llegar a Roma para asis-


tir a las honras fúnebres de Pío X. Pudo entonces comprobar que
la elección de un nuevo papa estaría fuertemente influenciada por
el desgarro interno causado en Europa por la guerra. Dadas las
circunstancias internacionales, un papa perteneciente a una de las
naciones enfrentadas plantearía una difícil situación, pues los ca-
tólicos franceses y belgas habían abrazado con ardor la defensa
de sus patrias respectivas. Los católicos centroeuropeos, a su vez,
estaban persuadidos de que la Europa germánica (la de Berlín y la
de Viena) flanqueada por Francia y Gran Bretaña al Oeste, y por
Rusia y los países eslavos al Este y al Sur, libraba su última batalla
para sobrevivir políticamente. En definitiva, la solución más pru-
dente y pragmática consistía en la elección de un papa italiano: el
peso de una antigua costumbre, la existencia de una mayoría de
italianos (34 cardenales de 65) en el Sacro Colegio y el hecho de
que Italia se mantenía neutral eran factores de peso que los electo-
res tendrían muy presentes.
Es interesante advertir que entre los cardenales españoles (bas-
tante numerosos, pues eran 5, frente a 6 franceses, 2 ingleses, cuatro
norteamericanos y 6 de los Imperios centrales) no sonara ningún
nombre –siquiera como recurso de compromiso– a excepción del
de Merry del Val. Y si bien el peso del Secretario de Estado bastaba

117
para eclipsar a muchos otros miembros del Sacro Colegio, es cierto
que el hecho de no ser italiano era un factor desfavorable, aparte de
que Merry del Val encarnaba la línea del pontificado anterior, y se
buscaban hombres nuevos para las nuevas circunstancias.
Entre los italianos, Della Chiesa reunía –a ojos de un buen
número de cardenales partidarios de imprimir un sesgo a la polí-
tica restrictiva de Merry del Val en las relaciones exteriores y en la
actuación de los católicos italianos en la vida pública– unas con-
diciones muy recomendables. En efecto, poseía experiencia diplo-
mática y un amplísimo conocimiento de la Curia romana, además
de haber realizado una notable labor pastoral al frente de una dió-
cesis, Bolonia, que fue escenario de las transformaciones sociales y
políticas de la sociedad italiana de comienzos del siglo.
El cónclave se inició el 31 de agosto, diez días después de la
muerte del Papa, lo que explica que tres cardenales norteameri-
canos (dos de Estados Unidos y uno de Canadá) no llegasen a
tiempo. Tuvo más suerte el arzobispo de Nueva York, que a la
sazón se hallaba en Europa. Otros cinco no pudieron participar
por motivos de salud, con lo que los electores efectivos fueron 57.
Sobre el desarrollo de las sesiones del cónclave han circulado
varias versiones, que no coinciden siempre respecto a la evolución
del número de votos a lo largo de los tres días de duración. Sin em-
bargo, mucho después vino a arrojar luz la publicación del diario
personal que el arzobispo de Viena, cardenal Piffl, en violación de
las rígidas normas que sobre la guarda del secreto había impuesto
Pío X, escribió y conservó durante su vida (si bien dejando ins-
trucciones de que fuera destruido a su muerte). Según Piffl, el
cardenal Hartmann, arzobispo de Colonia, intentó disuadir a los
electores alemanes y austríacos de votar a Della Chiesa, comentan-
do que «se dejaba llevar por el genio» y recordando que era hechu-
ra de Rampolla, y por consiguiente, desafecto hacia los Imperios
Centrales(137). No parece que estos intentos hicieran mella en los
cardenales germánicos, que preferían a Della Chiesa antes que a
Maffi, arzobispo de Pisa, a quien consideraban, «italianissimo e
modernizante»(138). En cuanto a Merry del Val, gozaba del apoyo

118
de los cardenales de Curia, seguidores de la línea que había traza-
do Pío X respecto a la política diplomática de la Santa Sede y al
combate duro contra el modernismo, pero parece que esos votos
fueron escasos desde el principio, al igual que para Serafini, otro
de los candidatos de esta corriente interna.
Pese a que la información sobre los escrutinios de aquellos tres
días es menos segura que la disponible sobre el cónclave anterior,
de 1903, por estar vigentes ya las severas normas sobre el secreto
promulgadas por Pío X, parece claro que, desde el primer momen-
to, Della Chiesa figuró en primera línea y que fue recibiendo apo-
yos de forma creciente hasta el escrutinio del día 3 de septiembre
por la mañana, en que su nombre reunió los dos tercios de votos
requeridos. Fue entonces cuando –según recogen varios autores–
el cardenal De Lai, uno de las más sobresalientes personalidades
de la Curia, reclamó que se repitiera el escrutinio a fin de com-
probar que Della Chiesa no se había votado a sí mismo, ya que en
tal caso quedaría anulada la votación. La verificación, indudable-
mente conforme a derecho, era posible en la práctica porque las
papeletas de cada elector estaban personalizadas con un número
propio. (Valga señalar de paso que Pío XII, en 1945, estableció el
requisito de contar con dos tercios más uno de los votos, a fin de
evitar situaciones de este género).
Pollard relata el incidente:
«Puede que De Lai pensara sinceramente que Della Chiesa se
había votado a sí mismo […] Pero resulta más probable que […]
aceptando a regañadientes lo inevitable, quisiera humillar a Della
Chiesa y lanzar además una señal de aviso […] para demostrar la
pervivencia del poder de la Curia romana. Esto pudo resultar hu-
millante para Della Chiesa –trayéndole recuerdos de cuando le lla-
maban il picoletto y de su marginación desde 1903– pero lo sopor-
tó estoicamente y sin intimidarse. Por ser él uno de los encargados
del escrutinio, leyó de nuevo todas las papeletas, identificando a
cada uno de los votantes. Cuando hubo terminado, y resultó in-
controvertible que no se había votado a sí mismo, regresó a su
asiento y esperó a que le preguntasen si aceptaba la elección»(139).

119
El ceremonial prescrito se desarrolló con la solemnidad del
caso: cuando Della Chiesa contestó afirmativamente, los doseles
sobre los asientos de los cardenales se bajaron en signo de ho-
menaje, quedando solo levantado el del nuevo Pontífice. Luego,
preguntado por el nombre que elegía, respondió lacónico, sin va-
cilaciones: «Benedictus Decimus Quintus», sin dar explicaciones so-
bre esta decisión. Peters afirma que, si bien se creyó comúnmente
que Della Chiesa había querido honrar la memoria de Benedicto
XIV (1740-1758), predecesor suyo en la diócesis de Bolonia, pa-
rece que el Papa habría deseado más bien recordar a san Benito,
a quien había tenido especial devoción desde su infancia. Así lo
confió al Abad Primado de los Benedictinos, Fidelis von Stotzin-
gen, el 20 de septiembre de 1914, añadiendo que había escogido
el nombre de Benedicto para ganar «el nuevo mundo para Cristo
mediante la intercesión de san Benito»(140).
Mientras, el cardenal Della Volpe anunciaba la elección al pue-
blo congregado en la plaza de San Pedro, con la fórmula ritual
del Habemus Papam. Sin embargo, Benedicto no apareció en el
balcón, sino que decidió seguir la costumbre de sus predecesores
León XIII y Pío X, e impartir la primera bendición desde el balcón
interior del Aula de las Bendiciones, que da a la nave central de la
Basílica, para simbolizar con este gesto que el Papa seguía estando
cautivo y que no se asomaba a territorio exterior. Algunos testigos
presenciales de aquella primeras horas relatan que el nuevo Papa
se movía con soltura por las estancias, como en su casa familiar, y
que iba tomando las decisiones necesarias con rapidez y serenidad.
Incluso cuando se retiró aquella noche a su habitación –que era
la misma que había tenido durante el cónclave– aprovechó para
redactar de su mano los mensajes a los jefes de Estado, que los
secretarios debían copiar al día siguiente. Asimismo dispuso que
la coronación, el día 6 de septiembre, tuviera lugar en la Capilla
Sixtina y no en San Pedro, para demostrar también que prefería
una ceremonia más sencilla en aquellos días en que Europa estaba
sufriendo(141).

120
XVIII
Primeras medidas de gobierno.
El cardenal Gasparri

El mismo día de la elección, el cardenal Merry del Val presentó


al Papa su dimisión como Secretario de Estado, de acuerdo con
la costumbre. Pollard señala que «como su predecesor, Rampolla,
fue nombrado director de la Sagrada Congregación de la Fábrica
de San Pedro, cargo más bien insignificante […] siendo más tar-
de […] designado además Secretario del Santo Oficio» también
al igual de lo que sucedió con Rampolla(142). Algunos interpretan
este nombramiento de Merry del Val para funciones mucho menos
importantes que las que había desempeñado, como una revancha
por el alejamiento impuesto a Rampolla al morir León XIII. Sin
embargo, es difícil conjeturar qué puesto de alta responsabilidad
podría haberse encomendado a Merry del Val después de ser Secre-
tario de Estado y mano derecha de Pío X, salvo que hubiera sido
confirmado en dicho cargo, lo que hemos visto era inusual, aparte
de que el nuevo Papa escoge lógicamente sus colaboradores de for-
ma libérrima y guiado por una relación personal de confianza.
Pronto corrió el rumor fundado de que el nuevo Secretario
de Estado sería el cardenal Ferrata, que tenía una larga trayecto-
ria diplomática. Al anunciar la noticia a Madrid, el embajador de
España cerca de la Santa Sede, conde de la Viñaza, opinaba que
«a pesar de todos los méritos expuestos [de Ferrata] se cree que
dada la energía y actividad de Benedicto XV, el nuevo Secretario

121
El Cardenal Pietro Gasparri

de Estado será una figura más bien decorativa y que el Papa se


reservará el estudio y resolución de las cuestiones que juzgue más
importantes»(143). Sin embargo, Ferrata falleció un mes después de
ser nombrado. El Papa confió entonces la Secretaría de Estado
a Gasparri, su antiguo amigo y colega de la época de Rampolla.
El embajador de España se apresuró a informar de que Gasparri,
como Ferrata, era «grande amigo de Francia»(144). Pietro Gasparri

122
será el colaborador de plena confianza de Benedicto, y su valía y
experiencia fueron aprovechadas por Pío XI quien, cuando fue
elegido en 1922, le mantendrá en el cargo rompiendo la tradición.
(A este cardenal, contando con la valiosa ayuda del marqués Fran-
cesco Pacelli, hermano de Pío XII y experto jurista al servicio del
Vaticano, correspondió dirigir magistralmente las negociaciones
que en 1929 condujeron a los Pactos de Letrán y a la solución de
la Cuestión Romana).
Así, pues, Benedicto no quiso que su Secretario de Estado fue-
se «una figura decorativa» –como se suponía en los círculos diplo-
máticos– y escogió la persona indicada. Ambos se complementa-
rán perfectamente. El representante británico ante la Santa Sede,
sir Alec Randall, retrataba así al gran cardenal en sus Memorias:
«Gasparri procedía de una familia del medio rural, y a veces
se le llamaba il contadino [el campesino]. Su atuendo, en los años
en que le conocí, reflejaba una inusual indiferencia por la pul-
critud […] lo que solía originar cierta sorpresa divertida, hasta
que uno experimentaba el vigor de su personalidad. Poseía humor,
cordialidad y capacidad diplomática para adaptarse: su formación
académica, aunque en esto se decía que estaba bien rodeado de
asistentes, estaba volcada en un trabajo sólido y constante, el nue-
vo Código de Derecho Canónico. Aunque su vida era austera, uno
no diría que se caracterizase por la sencillez. No obstante su noto-
ria piedad, era capaz de relajarse, de apreciar los chistes e incluso
de hacerlos»(145). Como detalle de su poco convencional persona-
lidad, Gasparri gustaba de tener en sus habitaciones varias jaulas
con loros, recuerdo de su misión diplomática en América del Sur,
a los que había enseñado a gritar el «non praevalebunt, non prae-
valebunt!» (¡no podrán!) referido a los enemigos de la Iglesia(146).
El resto del equipo de directos colaboradores del Papa estaba
formado por mons. Tedeschini, como Sustituto (el mismo cargo
que ocupó Della Chiesa hasta su traslado a Bolonia), y por mon-
señor Pacelli (futuro Pío XII) como Sustituto para los Asuntos
Extraordinarios, esto es la política exterior de la Santa Sede. Mon-
señor Cerretti, otro competente diplomático, fue también desti-

123
nado a este último Departamento. En cuanto a monseñor Valfré
di Bonzo, gran amigo de juventud de Giacomo, desempeñaría la
nunciatura en Viena. También entró en este círculo de brillan-
tes colaboradores monseñor Ratti (futuro Pío XI), cuyo talento
ya había advertido León XIII, y al que Benedicto nombrará más
tarde nuncio apostólico en Varsovia. Otro grupo de monseñores
(Caccia-Dominioni, Arborio Mella di Sant’Elia, Gerlach y Migo-
ne), eran Camareros Secretos Participantes y formaban parte de la
familia pontificia.
Por lo demás, el círculo íntimo del Papa comprendía también
al barón Carlo Monti, su amigo de juventud de los lejanos años
de Génova, quien era Director General de los Asuntos de Culto
en el Ministerio de Justicia italiano, y que desempeñó una impor-
tante labor diplomática, con carácter oficioso, cerca del Vaticano,
facilitando el diálogo entre la Santa Sede y el gobierno. Monti era
quizá la única persona que tuteaba al Papa, teniendo además acce-
so directo a sus apartamentos en todo momento. Su diario aporta
una interesante información sobre las relaciones con Italia y muy
en especial sobre la entrada de este país en la guerra.
En cuanto a la personalidad de Benedicto, pronto hubo interés
en conocer sus rasgos principales. Incipientes todavía las técnicas
cinematográficas, los archivos disponen de una filmografía extre-
madamente escasa y mediocre del Pontífice, que paradójicamente
es superada por alguna película tomada a León XIII y por una
buena grabación de su voz. Cierto es que las imágenes rodadas de
los grandes contemporáneos de Benedicto –el zar Nicolás II, el rey
Jorge V de Inglaterra o el emperador Guillermo II– con ser más
abundantes, también están sujetas a la imperfección técnica de
aquellos albores del cine. En definitiva, para conocer a distancia la
fisonomía del nuevo papa, había que conformarse con fotografías
y grabados.
Estas circunstancias realzan el valor de los testimonios de quie-
nes tuvieron la oportunidad de verle y oírle personalmente. Mon-
señor Baudrillart, una de las figuras más importantes de la Iglesia
en Francia, describió así a Benedicto:

124
«La primera vez que le vi, me impresionó una cierta distinción
innata que le caracterizaba, así como sus modales elegantes y la vi-
vacidad de su inteligencia. Pequeño, muy despierto y extremada-
mente laborioso –le bastaban seis horas de sueño– estaba dotado
de una memoria prodigiosa que le permitía reconocer invariable-
mente a personas que había encontrado tan solo una vez. Todavía
estoy viendo el destello de su mirada inquisitiva tras la montura
dorada de sus anteojos y la brillante negrura de su cabello, que le
hacía parecer muy joven»(147).
El periodista francés Louis Latapié, enviado por su periódico
para entrevistar al Pontífice, en junio de 1915, abre su reportaje
con las siguientes impresiones:
«Desde el primer momento Benedicto me apareció entera-
mente desprovisto de altivez, aunque al mismo tiempo era formi-
dable, sencillo y sutil […] Su rostro expresa finura tanto como te-
nacidad. Las lentes de oro dejan adivinar su naturaleza de hombre
de estudio y cabalgan sobre una nariz típica de príncipe absoluto
[…] Todo en su faz es móvil, y cada rasgo deja la impresión tanto
de dulzura como de energía, al mando de una mano aristocrática
que está en perpetua moción»(148).
Otro testimonio interesante es el que deja el escritor católico
anglo-francés Hilaire Belloc, después de ser recibido por el Papa:
«Es enteramente un hombre bueno, lo que yo no esperaba (sic)
[…] Pensaba iba a encontrarme con un sutil burócrata italiano.
Irradia santidad y tiene una expresión de ansiosa sinceridad. Habló
de la conversión individual frente al catolicismo político […]»(149).
La meticulosidad y el cuidado por la precisión en los asuntos
que distinguían a Giacomo Della Chiesa se reflejaron también en
su modo de gobernar cuando fue Papa. En particular, su atento
seguimiento de los escritos, que se acumulaban en su mesa de tra-
bajo, no le impedía leer enteramente el diario oficial de la Santa
Sede, L’Osservatore Romano, y devolver muchas veces a su direc-
tor el ejemplar del día anotado y subrayado con lápiz rojo. En
una ocasión, el director abrió el sobre papal respirando aliviado
al comprobar que contenía, no un ejemplar de L’Osservatore, sino

125
el de un periódico boloñés; pero pronto volvió el susto al ver que
el Papa había marcado un artículo, escribiendo al margen este co-
mentario: «Si yo fuese el director de L’Osservatore Romano –y me
doy cuenta de no ser digno de tal honor– no habría dejado pasar
este artículo sin una refutación!»(150).
Obviamente, en las reacciones y comentarios de Benedicto se
dejaba traslucir la ironía fina, pero certera en dar en el blanco, del
Giacomo genovés. Y es que, a pesar de su notoria piedad y de su
caridad inagotable con los que sufrían, Benedicto «tuvo que lu-
char contra su volátil carácter, y aunque alcanzó un alto grado de
autodominio, era propenso a irritarse fácilmente. Con todo, la an-
gustia de la persona con la que había descargado su temperamen-
to, era pequeña en comparación con la pesadumbre de Benedicto
cuando advertía que había herido los sentimientos de alguno»(151).
La rectificación, llena de delicadeza, venía acto seguido, y de ello
hay numerosos ejemplos.

126
XIX
El Papa ante la guerra.
La encíclica Ad Beatissimi

La primera reacción del nuevo Papa ante la guerra data del 8


de septiembre de 1914. A los pocos días de haber sido elegido,
mediante la exhortación Ubi primum hace un llamamiento a una
paz inmediata, denunciando lo que considera una guerra fratricida:
«Nos estamos llenos de un horror y de una angustia indecibles por el
espectáculo monstruoso de esta guerra», verdaderamente fratricida,
porque una gran parte de Europa está «regada por sangre cristiana».
El Papa se niega, ya en este primer mensaje, a tomar partido por
uno u otro bando: «Nos hemos recibido de Jesucristo, Buen Pastor,
a quien representamos en el gobierno de la Iglesia, el deber de abra-
zar con amor paternal a todas las ovejas y corderos de su rebaño».
Este primer grito de condena no es bien comprendido por
muchos en aquellos momentos de nacionalismo apasionado. Chi-
ron cita esta reflexión del cardenal francés Baudrillart –ya men-
cionado–: «Marcel Dubois, profesor de la Sorbona, me dice que
en su ambiente la carta del Papa ha producido mala impresión; la
consideran blanda e insignificante, en lugar de condenar vigoro-
samente a los que han violado el derecho, cualesquiera que sean.
Esta ha sido también mi impresión, desde el primer momento. Se
echa en falta a Gregorio VII»(152). No se ahorraban comparaciones
fuera de lugar, como esta alusión al pontífice ante quien se humi-
lló el emperador alemán Enrique IV en Canossa.

127
Por parte de los Aliados, «se esperaba que Benedicto XV de-
nunciase abiertamente la invasión de Bélgica y el bombardeo de la
catedral de Reims […] que se convirtió, a ojos de la opinión públi-
ca francesa, en el símbolo de la barbarie germánica»(153). Los católi-
cos franceses reaccionan ante el enemigo alemán identificando pa-
tria y religión. Las palabras del escritor francés G. Arnaud d’Agnel
en 1916, pese a defender a Benedicto XV contra la incomprensión
por parte de muchos franceses, denotan que el sentimiento del
nacional-catolicismo francés estaba a flor de piel: «[…] nosotros
tenemos conciencia de ser un pueblo aparte […] Nuestro apego
al suelo natal es […] una cuestión de raza y de religión, porque
Cristo y su Iglesia han tenido un papel capital en la formación de
Francia»(154). Es decir, Francia es la hija primogénita de la Iglesia y,
como tal, no merece ser tratada por Roma en igualdad con Alema-
nia. En medio de tanta emoción exacerbada, difícilmente podía
escucharse la súplica de paz y perdón que venía de Roma.
Por su parte, el gabinete imperial de Viena se mostró desde el
principio dolido de no contar con el apoyo de la Santa Sede ante
lo que interpretaba como una conspiración eslava, disimulada-
mente alentada por Francia y Gran Bretaña, con el beneplácito de
Rusia, para terminar con el imperio católico de Austria-Hungría.
Después del mencionado primer llamamiento de Benedicto
XV a lograr una paz inmediata, el paso siguiente será la primera
encíclica de su pontificado, Ad Beatissimi, publicada el 1 de no-
viembre. En este documento define la posición de la Iglesia ante
el conflicto europeo, y señala las causas que, desde su perspectiva
de Padre común de los fieles, habían dado origen a esta tragedia.
Por lo general, los pontífices suelen destinar su primera car-
ta encíclica, documento magisterial solemne, a exponer las líneas
programáticas del ministerio petrino que han asumido, definiendo
las cuestiones que se consideran de mayor urgencia y actualidad
para la Iglesia. En este caso, Benedicto centra su primera comuni-
cación con el pueblo católico y con el mundo en el problema de la
guerra casi con exclusividad (aunque hace importantes referencias
también al modernismo, para reiterar la condena pronunciada por

128
su predecesor, como hemos visto antes, así como a la Cuestión
Romana, a la que se alude más adelante).
En efecto, la situación había empeorado, y ya no era realista
esperar que se concertara la paz antes de Navidad. Después de la
batalla del Marne, en septiembre, se habían estabilizado los frentes
occidentales y los contendientes empezaron la larga guerra de trin-
cheras, desesperante y cruenta, que prolongará el conflicto duran-
te cuatro años. En cuanto a la situación en el Este, la neutralidad
italiana favorecía tanto a Francia como, de alguna forma, a los
imperios centrales, ya que no era de temer un ataque desde el sur.
La entrada en guerra de Turquía –entonces Imperio otomano–, en
octubre, cerró a Rusia el acceso al Mediterráneo, dejándola aislada
de Francia. Por lo demás, la toma de Constantinopla se convirtió
en un nuevo objetivo aliado, por el simbolismo histórico y el valor
estratégico de la antigua Bizancio.
En la encíclica, el Papa examina el conflicto desde el plano
sobrenatural de la teología de la Historia. Su interpretación casi
escatológica, que ve en la guerra un castigo divino, decepcionó a
quienes buscaban un juicio menos elevado y más socio-político de
la guerra, incluidos muchos católicos que, tanto de la parte aliada
como de la germánica, habían esperado un respaldo más expreso a
sus respectivas causas nacionales, como acabamos de ver. Sus alu-
siones a la «refinada crueldad» con que se destruyen mutuamente
con los nuevos inventos bélicos no podía sonar bien en los oídos
de un nacionalismo exacerbado por un odio represado durante
décadas. Tampoco su queja ante la vista de los pueblos armados y
enfrentados: «¿Quién diría que los que así se combaten tienen un
mismo origen […]? ¿Quién les reconocería como hermanos, hijos
de un mismo Padre, que está en los cielos?».
Tampoco duda a la hora de identificar, desde el punto de vista
moral, las causas de esta guerra, que atribuye sin complacencias a
la negación del sentido cristiano de la vida. Señala Martín Artajo
que tres de estas causas son epidérmicas: el olvido de la caridad
cristiana, el desprecio de la autoridad y la injusticia de las luchas
sociales; y una profunda, la codicia de los bienes temporales pro-

129
vocada por el materialismo. Es esta codicia […] el origen, en úl-
tima instancia, de la guerra mundial. El Papa veía en la guerra un
efecto monstruoso de la crisis moral de la Europa moderna. No
era solo un peligro social. Era sobre todo un desastre de orden es-
piritual»(155). Llama la atención la sinceridad con la que el Pontífice
expresa su angustia de Pastor universal y la derechura con que va
hacia las raíces de esta crisis de Europa, que identifica con el des-
orden moral. «El tono apocalíptico utilizado por Benedicto XV
–escribe Mariano Fazio– se entiende muy bien: veía extenderse sin
ningún freno una guerra de proporciones nunca imaginadas hasta
entonces, en una sociedad a la que faltaban recursos morales. De
la construcción de una sociedad que no tiene en cuenta los valores
cristianos se sucede una alteración en la fraternidad y en la autori-
dad que provocan la lucha de clases, y la causa está en la codicia de
los bienes materiales»(156).
No ha llegado aún el momento de descender a cuestiones
prácticas sobre los medios temporales, políticos y diplomáticos,
para buscar la paz. Por ello, Benedicto emplea en este documento
inicial un lenguaje de principios, necesario en cuanto que daba
una interpretación espiritual de los movimientos históricos, y
examinaba los signos de los tiempos a la luz de la fe. Simultá-
neamente, la Santa Sede estaba trabajando ya en la búsqueda de
condiciones para lograr el objetivo más urgente de una inmediata
cesación de las hostilidades. Así lo señala en la encíclica: «Que nos
escuchen, rogamos, aquellos en cuyas manos están los destinos
de los pueblos. Otros medios existen […] y otros procedimientos
para reivindicar los propios derechos, si hubiesen sido violados.
Acudan a ellos, depuestas en tanto las armas […]»(157).
Pollard sostiene que Ad Beatissimi «fue el primero de los mu-
chos intentos de Benedicto para poner urgentemente fin a la gue-
rra. En alocuciones y encíclicas, en otras declaraciones públicas, y
sobre todo en cuidadosas y pacientes negociaciones secretas, él y
Gasparri repetidamente buscaron impedir la extensión de la gue-
rra en un primer momento, como en los meses que condujeron a
la entrada de Italia y de Estados Unidos en el conflicto, en mayo

130
de 1915 y en abril de 1917, respectivamente, para llevar luego a las
partes a la mesa de negociaciones. Impresiona la tenaz persistencia
en sus esfuerzos y su labor para proporcionar ayuda a las víctimas
militares y civiles […] de ambos bandos»(158).

131
XX
La diplomacia humanitaria
de la Santa Sede

Pero no se limitó Benedicto a denunciar el mal de la guerra


y a clamar por una vuelta inmediata a la paz en estos primeros
meses. En noviembre de 1914, la Santa Sede había dado instruc-
ciones para que en todas las diócesis donde hubiese campos de
concentración se estableciera un servicio de asistencia espiritual
y caritativa a los prisioneros de guerra, sin distinción de nacio-
nalidad o de religión. Asimismo, en marzo del año siguiente, se
creará un «Servicio de información sobre prisioneros de guerra»,
que, bajo la dirección de monseñor Tedeschini, desarrollaría una
labor ingente: al final de la contienda, esta oficina había tramitado
600.000 peticiones de información, 40.000 peticiones de repa-
triación de prisioneros enfermos y transmitido 50.000 cartas de
correspondencia entre prisioneros y sus familias(159). Asimismo, y
para coordinar los esfuerzos humanitarios con la Cruz Roja, se
destacó en Suiza personal diplomático pontificio.
Otro logro del Papa fue la conformidad de los gobiernos be-
ligerantes en liberar a miles de prisioneros que habían quedado
inhábiles para el combate. Se trataba de una iniciativa que refleja
la tenacidad y pragmatismo de Benedicto y de Gasparri: mientras
se trabajaba por la cesación de las hostilidades, no se descuida-
ba la situación padecida por las víctimas y sus familias. Así, para
ayudar a las necesidades de la población belga, el Papa renunció

133
a la cantidad anual que las diócesis envían anualmente en con-
cepto de «óbolo de San Pedro»; además, hizo llegar 10.000 liras
a título personal, cantidad a la que seguirán 25.000 francos. El
Papa transmitió también a Guillermo II numerosas peticiones de
conmutación de penas de muerte contra civiles, dictadas por los
tribunales alemanes en la Bélgica ocupada. También se ocupó el
Papa de la suerte de numerosos soldados prisioneros que habían
contraído tuberculosis por la larga permanencia en la humedad de
las trincheras, y pidió que fueran liberados sin ninguna condición
de intercambio y transferidos a lugares secos y montañosos del
norte de Italia. Los enfermos eran trasladados en un tren hospital,
llamado por las gentes de la región «el tren del Papa». Gracias a los
esfuerzos de Benedicto, 12.376 franceses, 8.594 alemanes, 1.822
belgas y 964 prisioneros ingleses enfermos de tuberculosis se bene-
ficiaron de esta medida entre enero de 1916 y noviembre de 1917.
Próxima la Navidad de 1914, la perspectiva de un conflicto
largo iba tomando fuerza. El Papa propuso entonces una tregua
en la lucha, por tiempo breve y determinado, durante los días de
Navidad. Pero la idea, acogida por Londres, Berlín y Viena en
principio, no fue aceptada por París y San Petersburgo, con diver-
sos pretextos. El Pontífice manifestó su dolor a los cardenales, en
el Consistorio tenido en vísperas navideñas, reconociendo el fra-
caso de «la esperanza que habíamos concebido de consolar a tantas
madres y esposas por la certeza de que, durante algunas horas con-
sagradas a la memoria de la divina Natividad, sus seres queridos
no caerían bajo el plomo enemigo […]». Sin embargo, no se daba
por vencido y aseguró que continuaría con perseverancia «sus es-
fuerzos para acelerar el término de esta calamidad inaudita»(160).

134
XXI
La incomprendida imparcialidad
de la Santa Sede

Los pronunciamientos hechos por Benedicto desde el estallido


de la guerra manifestaban, como él mismo diría, su persuasión de
que no podía usar otro lenguaje siendo el «representante del Prín-
cipe de la Paz». Pero ya hemos señalado que no todos compren-
dieron esta postura. En especial, los Aliados se sintieron decepcio-
nados porque deseaban oír una condena expresa de la invasión de
Bélgica, donde los alemanes eran responsables de numerosos casos
de violación de los derechos humanos. Habían ejecutado a sacer-
dotes y civiles y deportado a Alemania a hombres para trabajos
forzados, además de bombardear monumentos y cascos urbanos.
El cardenal Mercier, arzobispo de Malinas y Primado de Bélgi-
ca, que había asumido una especie de liderazgo espiritual del país,
personificaba los sentimientos de patriotismo apasionado y de ple-
no respaldo al ejército que animaban al pueblo belga. Mercier, en
la carta pastoral de la Navidad de 1914, «designaba a Alemania
como una potencia extranjera, confiada en su fuerza y olvidada de
la fe en los tratados» y a las fuerzas militares de ocupación como
«un poder sin autoridad legítima al que […] en lo íntimo de nues-
tra alma, no se debe ni estima, ni sumisión ni obediencia»(161).
En aquellos momentos de sufrimiento –en que los belgas vibra-
ron quizá por vez primera como una nación unida– el país entero
estaba unido en torno a la figura caballeresca del rey Alberto I.

135
La primera reacción del Papa ante los efectos calamitosos de la
guerra en Bélgica se halla en la carta al cardenal Mercier, de 8 de
diciembre de 1914. El Pontífice decía entre otras cosas: «Nos ex-
perimentamos un vivo dolor viendo a la nación belga, por la que
sentimos tan vivo afecto, reducida […] a una condición absoluta-
mente deplorable»(162).
En el Consistorio de 22 de enero de 1915, frustrados los es-
fuerzos que realizó en vísperas de Navidad, Benedicto lanza un
nuevo llamamiento a la paz. Allí reafirma además la «imparciali-
dad» de la Santa Sede. Esta posición –que fue también mal enten-
dida– no equivale a «neutralidad», que hubiera significado tenerse
aparte, como ajena al conflicto, sino mantenerse por encima de
los respectivos intereses políticos y nacionales para no poner en
peligro la unidad universal de la Iglesia y preservar la autoridad
moral del supremo Pastor. Por eso, desde el primer momento la
Santa Sede no se considera involucrada en ninguno de los bandos,
y asume el deber sagrado de exhortar a la búsqueda sin tardanza
de un fin de las hostilidades, pues el Papa –como dijo en su alocu-
ción al Consistorio– «debe abrazar en un mismo sentimiento de
caridad a todos los combatientes».
Sin embargo, no era posible guardar silencio ante la cuestión
de la ocupación militar de Bélgica ni la situación humanitaria arri-
ba descrita y mantener al tiempo esa imparcialidad entre los con-
tendientes que la Santa Sede juzgaba necesaria para que la voz del
Pontífice fuese oída sin desconfianzas. Por consiguiente, el lengua-
je que empleó Benedicto en su alocución estaba cuidadosamente
escogido, pero no para introducir una ambigüedad calculada, sino
para reafirmar su autoridad moral suprema: «Nos condenamos con
todas nuestras fuerzas todas las violaciones del derecho dondequie-
ra se hayan cometido»; y añade más adelante un llamamiento «a
la humanidad de todos cuyas tropas hayan franqueado fronteras
extranjeras, para que no se cometan más devastaciones […] y, lo
que es más grave, no se hieran gratuitamente los sentimientos de
los habitantes en lo que les es más querido, como los templos sa-
grados, los ministros del culto, los derechos de la religión y de la

136
fe». Al mismo tiempo, exhorta a las poblaciones de los territorios
ocupados por el enemigo, a que no empeoren la situación cuando
«se esfuercen en recobrar la libertad», poniendo obstáculos al or-
den público y a la convivencia. Guardando un difícil equilibrio en
el lenguaje, para algunos poco enérgico, el Papa «pedía de forma
implícita a las fuerzas de ocupación alemanas no mostrarse dema-
siado duras y exigentes con Bélgica y al mismo tiempo rogaba a los
belgas que se abstuvieran de acciones de resistencia que podrían
serles finalmente perjudiciales»(164).
Cuando Bruselas reiteró su queja por la ausencia de una con-
dena expresa por parte de Roma, el cardenal Gasparri explicó que
el Papa había aludido indirectamente a la cuestión de Bélgica en
esta alocución de 22 de enero de 1915 y que, por tanto, la in-
vasión de aquel país estaba incluida en la condena pronunciada
por el Pontífice. El gobierno belga se declaró satisfecho con estas
seguridades.
Por otro lado, la alocución referida no fue bien recibida por los
Imperios centrales: la prensa alemana censuró el pasaje alusivo a
Bélgica, y Berlín pidió explicaciones por medio de su representan-
te ante la Santa Sede, demostrando así que Alemania se sentía se-
ñalada indirectamente. El representante de Prusia, von Mühlberg,
protestó ante el Papa por lo que había dicho en el Consistorio. La
respuesta que recibió denota al Giacomo Della Chiesa irónico y
terminante, consciente de su dignidad soberana frente a quien se
atrevía a pedirle explicaciones: «yo no he nombrado a nadie. Si
Vds. se reconocen en mi exposición de los acontecimientos, peor
para Vds.!»(165).

* * *
Benedicto dispuso que en un día determinado de febrero de
1915, en todo el mundo católico fueran elevadas plegarias por la
paz, con la exposición del Santísimo Sacramento y la recitación
del Rosario, y quiso que fuera leída una oración compuesta por él
mismo, en la que imploraba del Corazón de Jesús el ansiado fin

137
de la guerra. Entre otras exclamaciones, pedía piedad para «tantas
madres angustiadas por la suerte de sus hijos»; para tantas fami-
lias «huérfanas de sus padres»; para «la desgraciada Europa, ame-
nazada por una ruina tan extensa». Y suplicaba a Jesucristo que
resolviera «los conflictos que desgarran a las naciones [e hiciera]
que los hombres se den de nuevo el beso de paz, Vos que, al precio
de vuestra Sangre, les habéis hecho hermanos». La ceremonia se
celebró en la basílica de San Pedro en un ambiente penitencial,
sin música, el Cuerpo Diplomático sin uniformes de gala, los car-
denales con vestidura morada: el Pontífice se arrodilló delante del
altar, mientras un prelado leía la oración ante una multitud de
fieles, que contestaron luego a la letanía de los Santos. Fue una es-
cena solemne e imponente por su manifestación de duelo y fervor.
En los países contendientes, la oración por la paz –refiere Chi-
ron– también fue objeto de incomprensión y de malestar en los
dos bandos, que no aceptaban la imparcialidad del Papa:
«El gobierno francés intentó primeramente impedir la publi-
cación y difusión de la plegaria […] El domingo 31 de enero, en
París y en todo el departamento del Sena, la policía requisó, a la
entrada de las iglesias, los folletos que contenían la oración». En
la catedral de Notre-Dame, el arzobispo de París, cardenal Amette,
antes de leer la plegaria, «pronunció una violenta requisitoria con-
tra Alemania» terminando con la afirmación de que «la paz solo
puede venir por la victoria de Francia y de los Aliados»(166).
En esta coyuntura de emoción y apasionamiento, en que los
pueblos europeos se veían cada vez más legitimados para proseguir
en una espiral de violencia a medida que crecía peligrosamente el
nacionalismo –preludio de los totalitarismos del período de en-
treguerras– los calificativos de Benedicto XV sobre la guerra em-
peñada no podían sonar bien en muchos oídos. A lo largo de la
contienda, el Papa no dudó en calificar la guerra de «una plaga sin
paralelos», «una carnicería sin ejemplos», «un monstruoso espec-
táculo», «la horrenda carnicería que deshonra a Europa»(167). De
este juicio severo arrancaba su convicción de que, por inspiración
divina, debía ser fiel al «clama, ne cesses»– grita, no calles– de la

138
Escritura, según afirmó en la alocución de Navidad de 1914. Fiel
a este sentimiento, el 27 de abril de 1915, Benedicto decidió in-
troducir la invocación Regina Pacis– Reina de la Paz– en la Letanía
Lauretana, que se recita con el Rosario.

139
XXII
Italia en guerra

Durante aquellos meses de convulsión europea, Benedicto XV


–así lo testimoniaba el príncipe de Bülow, a la sazón embajador
de Prusia ante el Quirinal– «trabajaba por la paz con sabiduría y
firmeza». El Papa deseaba que se mantuviera en pie el imperio de
los Habsburgo, última gran potencia católica, y, al tiempo, espe-
raba que las aspiraciones de Italia fuesen satisfechas en medida
compatible con los intereses de Austria-Hungría. Pero Francisco
José rechazó de plano entregar a Italia el Trentino y los territorios
en el Adriático y no admitía mediaciones ni buenos oficios en este
sentido(168).
Fueron varias las motivaciones de Italia para entrar en la gue-
rra, el 25 de mayo de 1915, junto a los Aliados de la Entente,
abandonando la «neutralidad benévola» con la que –se podría ar-
güir– había incumplido el compromiso que asumió en 1878 al
formar la Triple Alianza con los imperios centrales. En realidad,
Austria no había sido nunca popular entre los italianos, que sen-
tían en lo más vivo el irredentismo de sus territorios englobados
en el imperio de los Habsburgo. Por otro lado, se levantaban voces
en favor de no permanecer en una neutralidad poco acorde con las
pretensiones de gran potencia que animaban a Italia a comienzos
del siglo XX, embarcada en las empresas colonialistas de Eritrea y
de Libia. En cuanto a los Aliados, la adhesión de Italia a la Entente

141
les proporcionaba casi un millón de soldados y aseguraba el cierre
de la frontera sur, que dejaba bloqueados a los imperios centrales.
El gobierno de Roma, presidido por Salandra, solo se deci-
dió cuando obtuvo el compromiso formal de las potencias aliadas
(Francia, Gran Bretaña y Rusia) por el que se aceptaban sus condi-
ciones. En este contexto político se firmó – el 26 de abril de 1915–
el Tratado secreto de Londres, por el que Italia se comprometía a
entrar en la guerra en el plazo de un mes, a cambio de concesiones
del máximo interés nacional en previsión de un victoria final alia-
da: la recuperación del Trentino, la cesión de la comarca de Gori-
zia y de territorios e islas de la costa dálmata más la autonomía de
Trieste, por un lado; y por el otro, el compromiso aliado de que no
se permitiría que la Santa Sede fuese parte en la negociaciones de
paz previstas para cuando terminara la guerra. El inveterado temor
italiano de que se internacionalizara la Cuestión Romana y de que
la Santa Sede pudiera efectuar reclamaciones territoriales, se puso
de manifiesto una vez más.
Una circunstancia importante es que Italia declaró la guerra
solamente a Austria, no a Alemania, pese a que el casus belli para
los Aliados fue la invasión de la Bélgica neutral por las fuerzas
alemanas. «Aparte del hecho de que esto constituía una violación
del Tratado de Londres, la consecuencia fue que las operaciones
militares que se siguieron dieron más la impresión de una guerra
causada por reivindicaciones particulares, que de una lucha em-
prendida por la libertad y la justicia»(169). En efecto, Italia terminó
por invocar, como razón última de su decisión, lo que denominó
orgullosamente «el sagrado egoísmo», es decir el interés supremo
de la reivindicación territorial.
El Papa no tuvo conocimiento del Tratado de Londres ni, por
consiguiente, de la cláusula de exclusión de la Santa Sede de las
futuras negociaciones de paz hasta meses después. Italia persistió
en negar la existencia del Tratado hasta que el gobierno soviético,
en 1917, lo hizo público. En todo caso, la entrada de Italia en la
guerra conmocionó hondamente a Benedicto y puso de manifies-
to los riesgos de seguridad que corría el Papa con esta situación

142
imprevista. Por de pronto, los embajadores de los Imperios cen-
trales ante la Santa Sede (Alemania, Austria-Hungría y también
Baviera, que tenía representación diplomática propia no obstante
formar parte del Imperio alemán) tuvieron que abandonar Roma
y trasladarse a Suiza, debido a la nueva situación beligerante de
Italia. Esta circunstancia dejaba al Papa muy aislado en sus co-
municaciones directas con los diplomáticos de uno y otro bando
(Francia y la Santa Sede no habían reanudado las relaciones rotas
en 1905 y Gran Bretaña mantenía un enviado sin categoría de
embajador). Ello demostraba nuevamente que la Ley de Garantías
de 1870 era insuficiente para garantizar la libertad de actuación
pontificia, ya que no reconocía la soberanía de los pontífices sobre
una base territorial. Evidentemente, el Papa no podía desenten-
derse de la Cuestión Romana porque era cada vez más patente el
peligro que la Santa Sede podría correr si una revolución socialista
en Italia dejase al Vaticano aislado del mundo y de sus propios ca-
nales diplomáticos, considerándolo meramente huésped (o rehén)
en territorio italiano.
En aquel contexto de incertidumbre universal sobre la segu-
ridad del Romano Pontífice ahora que Italia estaba en guerra,
corrió en los medios el rumor del ofrecimiento de hospitalidad
que el gobierno español hizo a Benedicto para que pudiera gozar
de libertad de actuación durante el conflicto, y comunicarse con
los gobiernos de ambos bandos aprovechando la neutralidad de
España. El rey Alfonso XIII estaba al parecer conforme en poner
a su disposición el monasterio de El Escorial. Según Seco Serra-
no, el ofrecimiento debió de hacerse verbalmente, pues el único
documento encontrado hasta ahora es el borrador de una carta
dirigida por Alfonso XIII al Papa, que no consta fuera enviada, en
la que el rey se refiere a un ofrecimiento hecho con anterioridad.
Seco Serrano no descarta que España decidiera no insistir influido
quizá por la protesta de personalidades políticas que recibió el pre-
sidente del Consejo de Ministros, Eduardo Dato, alertando de las
consecuencias que para la neutralidad española tendría dar hospi-
talidad al Papa, cuya imparcialidad –afirmaban– era cuestionada

143
en ambos bandos(170). El asunto no fue más lejos y pronto quedó
olvidado, si bien algún biógrafo de Benedicto XV (como Chiron)
alude al ofrecimiento español. El Papa, en cualquier caso, no es-
taba dispuesto a abandonar Roma, y la propuesta de España –si
se llegó a formular oficialmente – careció de mayor trascendencia.

* * *
En cuanto a los contactos con el gobierno italiano, la postura
de imparcialidad adoptada por la Santa Sede y su oposición a la
intervención de Italia, «habían reabierto la fractura entre el Vati-
cano y el Estado laico [erosionando] la conciliación silenciosa que
subsistió bajo los gobiernos presididos por Giolitti»(171).
La entrada de Italia en la guerra acarreó la división de los ita-
lianos en intervencionistas y neutralistas. Paradójicamente, en esta
última posición coincidían la Santa Sede y los socialistas, aunque
los motivos fueran diferentes. Los católicos italianos, en su mayo-
ría, habían seguido la línea opuesta a la guerra, preconizada por
el Vaticano, durante los meses en que Italia permaneció neutral;
sin embargo, la declaración bélica supuso una sacudida de ardor
patriótico –ya advertido durante las aventuras coloniales de Libia
y Eritrea– reveladora de que, para entonces, la joven nación ita-
liana estaba ya consolidada. Ello determinó a muchos a apoyar la
intervención y a calificar de derrotista la postura de los partidarios
de la neutralidad.
Entre los intervencionistas había miembros de la jerarquía,
sacerdotes (como don Sturzo, quien fundará en 1919 el partido
Popular, de inspiración católica) y católicos de las áreas urbanas,
atraídos por un sentimiento patriótico superador de la división
histórica entre la Iglesia y el Reino de Italia; en las zonas rurales,
por el contrario, la población se inclinaba por la no intervención,
debido a su temor tradicional a las levas.
Por lo que se refiere más concretamente a los miembros de la
Jerarquía, su actitud variaba por regiones. Según Ciriello, los «na-
cionalistas» fueron minoría exigua pero sus voces tuvieron mucho

144
eco. El Papa veía con disgusto los fervores patrióticos de algunos
altos prelados, y no dudó en recordarles que, por encima de los
intereses nacionales, prima el interés de la Iglesia y de la Humani-
dad. Así lo hace saber al arzobispo de Bolonia, monseñor Gusmi-
ni: «Los lirismos, incluso los patrióticos, no deben ser secundados;
no hay que olvidar que en Italia, el cumplimiento del deber de
ciudadano podría entrar en conflicto con el de católico»(172). Y en
este sentido, indicaba que –en casos inevitables– la Jerarquía debía
mantener una «reserva digna» o una «adhesión reservada».
La preocupación del Papa por los riesgos de entusiasmos pa-
trióticos en las ceremonias litúrgicas con ocasión de actos milita-
res, que podían fácilmente alimentar la espiral belicista, no signi-
ficaba sin embargo el respaldo a conductas que incumplieran los
deberes cívicos de defensa nacional. Benedicto obligó con firmeza
a los seminaristas a respetar sus deberes militares y no permitió la
anticipación de ordenaciones sacerdotales antes de la edad canó-
nica (veinticinco años) para eludir el reclutamiento. En esta línea
se mantuvo igualmente intransigente con su familia, negándose a
interceder por el único hijo vivo que quedaba a su hermano, y que
había sido destacado en primera línea del frente. El Papa sostenía
que solicitar su traslado a otra posición menos peligrosa podría
interpretarse como un acto de nepotismo(173).
La lucha sangrienta en suelo europeo proseguía también en
el mar. En mayo de 1915, un submarino alemán echó a pique
un buque transatlántico inglés, el Lusitania, causando la muerte
de más de un millar de personas, entre ellas 124 súbditos nor-
teamericanos. Era el comienzo de la guerra submarina acometida
por el mando militar alemán. Si bien las alegaciones de Berlín de
que el buque transportaba armamento para los aliados europeos
serían confirmadas mucho más tarde, en 1972, por el Almiran-
tazgo británico(174), el hundimiento de un buque mercante con
pasaje civil puso de manifiesto que los beligerantes se disponían
a llevar a cabo una guerra total, usando armamento sofisticado y
realizando acciones de guerra dirigidas indistintamente a militares
y civiles (incluido el bloqueo comercial impuesto a los Imperios

145
centrales, con sus terribles efectos sobre la población). Durante la
primera mitad de 1915, el Papa desplegó esfuerzos con todas las
partes para hallar una base mínima de convergencia sobre la que se
pudiera iniciar una negociación. Pero sus gestiones tampoco esta
vez tuvieron éxito.
Mientras tanto, la Santa Sede continuaba incansablemente la
política humanitaria emprendida en 1914, haciendo de Suiza su
centro de operaciones. Con la colaboración del gobierno helvético,
el equipo diplomático pontificio había logrado, en enero de 1917,
que 26.000 prisioneros de guerra y 3.000 detenidos civiles fueran
autorizados a pasar la convalecencia en hospitales y sanatorios sui-
zos. También obtuvo el Papa, a través de su nuncio en Munich,
que las autoridades alemanas aceptaran detener las deportaciones
en masa de población civil belga y se consiguió –aunque con gran
dificultad– una tregua para enterrar a los caídos en la línea del
frente italo-austríaco. En cambio, no dieron fruto los esfuerzos
para intercambiar prisioneros entre Italia y Austria-Hungría pues,
entre otros motivos, las dos partes temían que el regreso de los
prisioneros propagase sentimientos derrotistas(175).
Benedicto XV dedicó además una atención muy especial a re-
mediar los sufrimientos de los niños y a asistir a las poblaciones de
los países en guerra. Las operaciones de ayuda alimentaria llevadas
a cabo por la Santa Sede fueron numerosas: Lituania y Monte-
negro en 1916 y 1917, Polonia en 1916, los refugiados rusos en
1916 y Siria y Líbano desde 1916 a 1922, son unos pocos ejem-
plos. Sobre esta última operación en Oriente Medio, L’Osservatore
Romano comentaba que «los cristianos de Siria y del Este, víctimas
de epidemias, hambruna y malos tratos, reconocieron en él [Be-
nedicto] su protector más efectivo»(176). Más adelante tendremos
ocasión de detenernos en la cuestión de los armenios.

146
XXIII
La Exhortación Apostólica
de julio de 1915

El 28 de julio de 1915, con motivo del primer aniversario del


estallido de la guerra, Benedicto dirigió una Exhortación Apos-
tólica a los pueblos beligerantes y a sus jefes. El Papa se lamenta
de que sus insistentes llamamientos a la paz hayan sido desoídos:
«[…] nuestros consejos, formulados con el afecto y la insistencia
de padre y amigo, no fueron escuchados». En la Exhortación se
mantiene al mismo tiempo la perspectiva espiritual desde la que
el Papa interpreta la guerra, y subraya la importancia de que la ac-
ción por la paz vaya acompañada de obras de penitencia cristiana.
En este contexto de apremio dramático ante la trayectoria de las
hostilidades, formula un solemne llamamiento a los responsables
de la contienda: «En el nombre santísimo de Dios, en el nombre
de nuestro Padre y Señor celestial, por la Sangre preciosa de Jesús,
que ha rescatado a la humanidad, Nos os conjuramos a vosotros, a
quienes la Divina Providencia ha puesto en el gobierno de las na-
ciones beligerantes, a poner un término a esta horrible carnicería
que deshonra a Europa».
Benedicto señala otro aspecto de la guerra, la abundancia de
riquezas de los contendientes que permite continuar la lucha:
«[…] ¡pero a qué precio! Que respondan los millares de existencias
jóvenes que se extinguen cada día sobre los campos de batalla […]
«y formula la famosa exclamación, de tintes proféticos, sobre la in-

147
utilidad del odio: «que se deponga por ambas partes el designio de
destruirse mutuamente […] las naciones no mueren; humilladas y
oprimidas, llevan temblorosamente el yugo impuesto, preparando
la revancha y transmitiendo de generación en generación una triste
herencia de odio y de venganza». Como remedio a la inutilidad de
la violencia, el Papa propone que se ofrezca la paz «en condiciones
razonables» y añade que «el equilibrio del mundo, la tranquilidad
[…] de las naciones reposan sobre la benevolencia mutua y sobre
el respeto de los derechos y dignidad del otro, mucho más que so-
bre la multitud de los hombres armados y los recintos formidable
de las fortificaciones». (Valga recordar que esta descalificación del
derecho de la fuerza ya la anticipó Pío IX en el Syllabus, al conde-
nar la proposición de que «la autoridad no es otra cosa que la mera
suma del número y de las fuerzas materiales» (VII,60).
La Exhortación fue recibida con incomprensiones por ambas
partes. En Francia, disgustó el tono del documento, que –a oídos
de los Aliados– sonaba a respaldo a una presunta disposición de
los Imperios centrales a negociar. En realidad, no había nada con-
creto por parte de éstos. La postura de Viena era opuesta a una paz
negociada, como el emperador Francisco José había dejado bien
claro cuando el Papa le mandó un mensaje por un enviado perso-
nal. La entrada de Italia al lado de los Aliados, con la apertura de
frente italo-austriaco, donde se desangraban diariamente millares
de soldados, centraba el esfuerzo militar de Viena. Alemania, por
su parte, luchaba en dos frentes, occidental (contra Francia y Gran
Bretaña) y oriental (contra Rusia) y el mando militar prusiano,
que dominaba a un canciller débil, como era Bethmann-Hollweg,
tenía convencido a Guillermo II de la importancia de seguir ade-
lante con la guerra en los mares –incluida la lucha submarina–
para socavar el poderío naval británico. Pese a estas circunstancias
adversas, en septiembre de 1915, Benedicto intentó hacer llegar al
gobierno francés, por medio de monseñor Baudrillart, un proyec-
to de paz con Alemania, pero este prelado (rector del Instituto Ca-
tólico de París y acérrimo anti-alemán, como hemos visto) se negó
a realizar la gestión(177). A estas alturas, por consiguiente, la guerra

148
se había consolidado y hasta finales de 1916 continuó sin que los
adversarios diesen señales de fatiga. Los mensajes papales habían
causado poco impacto en los gobiernos, si bien ganó visibilidad y
respeto la autoridad moral del Papa.
Por otro lado, los esfuerzos de la Santa Sede en buscar vías
de negociación para una paz sin vencedores ni vencidos se vieron
facilitados con la subida al trono del nuevo emperador de Aus-
tria y rey de Hungría, Carlos I, sobrino nieto de Francisco José,
que había fallecido en noviembre de 1916. Carlos (beatificado por
Juan Pablo II en 2004) tenía 29 años y estaba casado con Zita de
Borbón-Parma. Con el apoyo moral de su esposa, el emperador
trató de secundar los llamamientos del Papa y mantuvo con él una
interlocución fluida, valiéndose principalmente de un hermano de
la emperatriz, el príncipe Sixto de Borbón-Parma. Carlos era cons-
ciente de que la única forma de salir de la guerra era firmar una
paz por separado que permitiera mantener el sistema constitucio-
nal de la Doble Monarquía y aplicar después las reformas políticas
y sociales necesarias para la modernización del Imperio. Esta vo-
luntad coincidía con las ideas del Papa tanto en lo concerniente a
una cesación de hostilidades inmediata que cortase la sangría en el
frente con Italia, como a la conservación del complejo entramado
geopolítico que constituía el imperio austro-húngaro, bastión ca-
tólico frente a la monarquía otomana y al paneslavismo ortodoxo
en los Balcanes, amparado por Rusia.
* * *
En Italia, al igual que había ocurrido en Francia al comienzo
de la guerra, esta aspiración del Papa a una paz razonable, que no
fuera el fruto del aplastamiento del adversario, levantaba fuertes
críticas entre los intervencionistas. Pero Benedicto se mantuvo
inquebrantable, sin permitir que la Santa Sede pudiera parecer
parcial favoreciendo la causa irredentista. La toma de Gorizia por
las fuerzas italianas en agosto de 1916 fue saludada con entusias-
mo en el país, pues esta ciudad había permanecido bajo domi-
nio austríaco durante siglos. Con este motivo, el presidente de la

149
El Beato Carlos I, Emperador de Austria y Rey de Hungría

Unión Popular católica, conde Della Torre, dirigió un telegrama


de felicitación al general Cadorna dando «gracias a Dios por con-
ceder […] una señal preciosa de la segura victoria final y de una
paz justa y gloriosa». Cuando el Papa leyó este telegrama, anotó

150
al pie: «Que el autor sea vivamente censurado y que se prohíba su
difusión»(178).
Las relaciones entre la Santa Sede e Italia atravesaban eviden-
tes dificultades desde la intervención de este país en la guerra. La
posición de imparcialidad estricta observada por el Papa había in-
troducido un factor nuevo que ponía en una situación muy incó-
moda a la Santa Sede. No se puede olvidar que el Vaticano, según
la ley de Garantías, seguía siendo una especie de enclave «invio-
lable» pero no soberano, en territorio del reino de Italia, y que la
sensación de precariedad para el Pontificado sólo se atenuó duran-
te los períodos de entendimiento en que los gobiernos liberales
necesitaron del apoyo de los católicos. En noviembre de 1915,
el ministro de Justicia, Vittorio Emmanuele Orlando, defendió
en el parlamento la ley de Garantías, intentando demostrar que
el Papa había seguido gobernando la Iglesia «con la más amplia
y completa libertad». El embajador de España cerca de la Santa
Sede, conde de la Viñaza, comentaba lo siguiente, al informar de
ello a Madrid: «Los elementos católicos se han alarmado al pensar
que los actuales legisladores u otros que vengan más tarde, po-
drían creer necesarias ampliaciones o modificaciones de la ley de
Garantías […] en un sentido determinado por el matiz político
del gobierno que impere a la sazón. Esto podría ser muy peligroso
para la Santa Sede, pues es evidente que otros gobiernos […] más
radicales que el actual no se atendrían probablemente a las normas
de moderación que han informado el del Sr. Salandra». Y añadía
que, con todo, las posibles reformas en la ley de Garantías «nunca
se harían sin previa inteligencia con la Santa Sede que, como es
sabido, tiene cada vez más contactos, si bien oficiosos y velados,
con el gobierno de S.M. Víctor Manuel III» (sin duda refiriéndose
principalmente a la comunicación continua del Papa con el barón
Carlo Monti). El embajador opinaba asimismo que Italia no ten-
dría nunca interés en que el Papa abandonase el país, por razones
económicas y políticas(179).

151
Woodrow Wilson, Presidente de los Estados Unidos de América

152
XXIV
Los sucesos de 1917

Cuando terminaba un año de esfuerzos frustrados, el 12 de di-


ciembre de 1916, Alemania, en nombre de los Imperios centrales,
envió una nota a los Aliados invitando a negociar una «paz dura-
dera». El Papa, que había sido informado previamente de esta pro-
puesta, pidió a Viena y Berlín más concreción, y sugirió una serie
de puntos que podrían servir de base de mínimos para entablar las
conversaciones. Pero Alemania no quiso seguir por este camino, lo
que dejó a Austria-Hungría –cuyo emperador deseaba, como he-
mos visto, una salida negociada– con las manos atadas. En cuanto
a los Aliados, rechazaron de plano esta aproximación, tampoco
dispuestos a trabajar en la búsqueda de diálogo previo. En cambio,
el presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, se interesó
por la iniciativa y pidió a sus embajadores en Europa sondear las
posiciones de principio de las partes en el conflicto y las líneas ro-
jas que éstas consideraban infranqueables. Además, la política de
Berlín respecto a la creación de una Polonia independiente en te-
rritorios liberados por las fuerzas alemanas de la dominación rusa,
había creado un nuevo punto de fricción entre Rusia y los Impe-
rios centrales, alejando más las posibilidades de paz. Por otro lado,
Rumanía había entrado en guerra junto a los Aliados, deseosa de
conquistar tierras irredentas bajo dominio de la Corona húngara,
principalmente Transilvania, lo cual debilitaba a los Imperios, que

153
tenían ahora que hacer frente a la ofensiva rumana en el sur. En
definitiva, la situación estaba en punto muerto y la mencionada
iniciativa de paz de Alemania, de diciembre de 1916, había sido
desechada definitivamente por los Aliados.
Pese a ello, el príncipe de Bülow sostenía que la paz era todavía
posible al iniciarse el año 1917, si los Imperios centrales hubieran
dado a conocer a los Aliados su disposición a una paz equilibrada y
con soluciones acomodables a los intereses respectivos, a comenzar
por la liberación de Bélgica, condición sine qua non para los Alia-
dos. Pero para este objetivo se requería un mediador idóneo. El
ex-canciller alemán estaba persuadido de que «el mejor mediador
hubiera sido el papa Benedicto XV, indudablemente favorable al
Imperio alemán y a nuestros aliados austro-húngaros, sincero ami-
go de la paz y lleno de una esclarecida sabiduría. Pero desde que
por el pacto de Londres el gobierno italiano […] había recibido
la seguridad de que en ningún caso el papa sería llamado a parti-
cipar en las negociaciones de paz, esta opción era imposible»(180).
Lo cierto es que el Papa y el cardenal Gasparri se abstuvieron de
apoyar la inconcreta iniciativa alemana juzgando que sería inútil e
incluso perjudicial, ante los Aliados, cualquier gesto que pudiera
poner en duda la imparcialidad de la Santa Sede. Sin duda, Be-
nedicto gozaba de respeto por parte de Berlín y de Viena y quería
servirse de su influencia sobre ambos emperadores –la considera-
ción de Guillermo II y la devoción filial de Carlos I– para trabajar
por la paz, pero no se puede decir que era, como afirma Bülow,
«indudablemente favorable «a los Imperios centrales». De hecho,
las relaciones de la Santa Sede con Berlín se enfriaron a partir
de entonces, pues a Alemania no gustó la actitud absolutamen-
te imparcial del Papa respecto a la Nota. Benedicto, en efecto,
quiso evitar cualquier malentendido con los Aliados que pudiera
dañar aún más el ambiente. Pero la situación empeoró: la guerra
submarina llevada a cabo por Alemania contra los barcos aliados
que bloqueaban el acceso de los Imperios al mar –consistente en
hundir sin previo aviso– reavivó la beligerancia provocando la in-
tervención de Estados Unidos en febrero de 1917, pese a que el

154
presidente Wilson había intentado poco antes sondear las posibi-
lidades de una «paz sin victoria».
* * *
Por otro lado, el año 1917 se abrió con un incidente muy des-
agradable para el Vaticano. Los servicios italianos de inteligencia
presentaron diversa información que implicaba a un joven monse-
ñor alemán, Rudolph Gerlach, miembro de la Familia Pontificia y,
por consiguiente, muy próximo al Papa, en una red de espionaje al
servicio de Alemania. El asunto revestía una especial gravedad por
cuanto se relacionaba a Gerlach con los autores de los hundimien-
tos de dos buques de guerra italianos, el Benedetto Brin y el Leonar-
do Da Vinci, en los puertos de Brindisi y Taranto, los años 1915
y 1916, con trágicas consecuencias de cientos de víctimas(181). Las
investigaciones realizadas a consecuencia de estos actos de sabotaje
condujeron a descubrir conexiones entre Gerlach y el entramado
de espionaje alemán. Las confesiones de los detenidos en la gran
redada sirvieron para formular los cargos, si bien pesan dudas so-
bre la veracidad de algunas de las declaraciones. Gerlach fue acu-
sado de usar el correo diplomático pontificio para introducir en
Italia los fondos destinados a sufragar las actividades de espionaje,
principalmente las de dos periódicos germanófilos y de relacio-
narse con las embajadas de los Imperios centrales abusando de su
puesto en el Vaticano. La información presentada al Papa –aunque
no todas las acusaciones estuviesen probadas– era tan sólida que
hacía imposible seguir eludiendo el reconocimiento de sus impli-
caciones más o menos directas en la trama. Benedicto, que había
defendido «con obstinación» como dice alguno de sus biógrafos,
la inocencia de Gerlach, tuvo que ceder y aceptar la propuesta de
las autoridades italianas de deportarlo trasladándole a la fronte-
ra con Suiza, lo que se realizó con toda discreción y cortesía. La
intervención de Monti fue decisiva y el representante oficioso de
Italia ante la Santa Sede e íntimo de Benedicto prestó nuevamente
un valioso servicio, lográndose una salida digna para el Vaticano
dada una situación tan embarazosa. El Papa quedó consternado y

155
mantuvo su convencimiento de que se trataba de una conspira-
ción urdida por los sectores masónicos. Un tribunal militar –cuya
imparcialidad, con todo, fue elogiada por L’Osservatore Romano–
condenó a Gerlach en rebeldía a cadena perpetua, por inteligencia
con las potencias enemigas de Italia, si bien la sentencia cuidó de
dejar claro que el Vaticano era completamente ajeno a las activi-
dades de espionaje y afirmó que Gerlach había traicionado la con-
fianza del Santo Padre. Por otro lado se desestimó la acusación de
que Gerlach se había servido del correo diplomático para trasladar
fondos. Gerlach no volvería nunca a Italia.
Pollard sostiene que falta «evidencia sólida de que estuviera en-
vuelto en el plan para el hundimiento de los dos buques de guerra
o de que fuese realmente un espía […] Como mucho, parecería
probable que Gerlach dirigió el sistema de entrega de fondos a
dos periódicos anti-intervencionistas […] Menos evidencia existe
todavía de que usara el Vaticano para actividades de espionaje»(182).
Por su parte, Chiron reconoce que «actualmente, las opiniones
de los historiadores están divididas. Antonio Scottà […] estima
que Gerlach era pacifista pero no culpable de traición, y como
mucho se le puede reprochar la comisión de imprudencias. David
Álvarez, historiador americano […] quien ha tenido acceso a otras
fuentes documentales, ha afirmado que Alemania había logrado
reclutar en el Vaticano […] diversos informadores (incluidos ecle-
siásticos) y que monseñor Gerlach fue «sin duda» uno de ellos. El
hecho de que al fin de la guerra los gobiernos austriaco, alemán y
turco concedieran condecoraciones al prelado alemán constituye
una prueba suplementaria»(183).
En todo caso, el asunto afectó a las relaciones del Vaticano
con el gobierno italiano, pese a que se trató de no darle relevancia
mediática y a que el juicio se celebró a puerta cerrada. La forma
en que los sectores anticlericales presentaron el caso contribuyó a
preparar los ataques que lanzaron contra el Papa por «derrotismo»
sobre todo después del desastre militar de Caporetto, en noviem-
bre de ese año.

156
XXV
Nuevos esfuerzos del Papa por la paz.
Monseñor Pacelli y sus gestiones en Alemania

En los primeros meses de 1917 se produjeron en el escenario


europeo acontecimientos sustanciales para la marcha de la guerra.
Por un lado, la decisión del presidente Wilson de ayudar a los
Aliados mediante la entrada de Estados Unidos en el conflicto.
Por otro, la Revolución rusa y la caída del zar Nicolás II, hechos
que aliviaron la presión sobre los Imperios centrales en el frente
oriental, permitiéndoles destacar fuerzas al frente occidental. A es-
tos acontecimientos se añadía la conferencia de la Internacional
Socialista en Estocolmo para estudiar las condiciones de una paz
viable.
Por otro lado, Berlín tomó la decisión estratégica de adoptar
la guerra submarina sin restricciones –es decir, hundimientos sin
aviso previo– para acabar con la supremacía naval británica. La
adopción de esta estrategia, que el emperador aprobó bajo presión
de su estado mayor, reforzó al alto mando alemán, partidario de
seguir adelante hasta una victoria total. En efecto, la autoridad y
prestigio de los grandes generales (Hindenburg, Ludendorf, Mol-
tke) y principalmente del almirante von Tirpitz, debilitaron la po-
sición del canciller Bethmann-Hollweg, pues la cúpula militar ha-
bía convencido al emperador de que aún era posible una victoria.
El problema estaba en que los Aliados pensaban lo mismo, y más
ahora contando con la ayuda de los Estados Unidos.

157
Monseñor Eugenio Pacelli –futuro Pío XII– Nuncio en Munich

Así las cosas, parecían alejarse las perspectivas de negociar una


paz conveniente para todos antes del aniquilamiento total de una
de las dos partes. Sin embargo, se podían percibir al mismo tiempo
algunos signos de «fatiga bélica». Como hemos señalado, el prín-
cipe Sixto de Borbón-Parma había mantenido en Suiza contactos
con representantes franceses y británicos, y parece que el Papa esta-
ba al corriente de ello. Por otro lado, en Alemania adquiría fuerza
la postura contraria a prolongar el conflicto, como lo demostró
la resolución de apoyo a entablar negociaciones de paz adoptada
por el parlamento alemán a iniciativa del partido del Centro, ma-
yoritariamente integrado por católicos. Aunque la resolución no

158
era vinculante para el gobierno imperial, significaba un estado de
ánimo popular contrario a seguir luchando(184). En esta tesitura, el
Papa y Gasparri juzgaron necesario reemprender los esfuerzos di-
plomáticos y en particular, restaurar el diálogo político con Berlín.
A estos efectos escogieron para la nunciatura en Baviera a uno de
los más brillantes colaboradores del cardenal Gasparri, monseñor
Eugenio Pacelli (futuro Pío XII). El reino de Baviera, aunque parte
del Imperio alemán, poseía un status especial, que comprendía el
mantenimiento de relaciones diplomáticas con las naciones sepa-
radamente del reino de Prusia. Tratándose de un país católico, la
Santa Sede aprovechaba la nunciatura apostólica en Munich para
mantener una interlocución continua con Berlín. Por lo que re-
fiere al candidato elegido, el Papa conocía bien su extraordinaria
capacidad. Eugenio Pacelli procedía de una familia de la nobleza
romana dedicada a lo largo de generaciones al servicio de la Iglesia.
Su abuelo, Marcantonio Pacelli, fue alto consejero de gobierno de
Pío IX y fundador de L’Osservatore Romano; su padre, Filippo, gozó
de gran prestigio personal y profesional en el Vaticano y en la socie-
dad de Roma, y fue decano de los abogados del Sacro Consistorio;
y su hermano, Francesco, también jurisconsulto eminente, sería el
brazo derecho de Pío XI y del cardenal Gasparri para la conclusión
de los Acuerdos de Letrán de 1929 y la feliz solución de la Cuestión
Romana. Destinado siendo muy joven en la Secretaría de Estado,
Pacelli destacó enseguida. Era orador brillante, sacerdote piadoso,
intelectual de vastísima cultura y poseía elegancia y afabilidad en su
trato. Cuando el Papa le escogió para la nunciatura en Baviera –con
sólo 41 años– Eugenio Pacelli desempeñaba el cargo de Secretario
de la Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios,
es decir la dirección de las relaciones exteriores de la Santa Sede.
Además, gozaba de la plena confianza del Papa por la eficiencia y
tacto con que había sabido ejecutar las instrucciones de la Santa
Sede para llevar a cabo la política humanitaria de Benedicto XV,
que Pacelli coordinó en contacto con la Cruz Roja Internacional
y con el gobierno suizo. Ya hemos visto los resultados conseguidos
por el Papa en beneficio de las víctimas y de sus familias.

159
Benedicto había trazado en estrecha colaboración con Gaspa-
rri y Pacelli un plan de principios para entablar conversaciones
de paz y juzgaba que urgía aprovechar el momento antes de una
deriva fatal de la guerra. Pero el problema estribaba en la forma
de presentar dicho plan a los beligerantes y primeramente a Ale-
mania, que era la parte que tendría que hacer concesiones más
difíciles, en particular la evacuación de Bélgica y la devolución de
su soberanía. Así lo explican Hatch y Walse: «El Papa no quería
arriesgarse a lanzarlo [el plan] abiertamente si no tenía seguridad
de que, por lo menos, se le prestaría atención. Necesitaba sondear
antes el estado de ánimo de los Gobiernos […] Lo más próximo a
un contacto con el gobierno del kaiser Guillermo II era la Nuncia-
tura Apostólica en la corte del rey Luis III de Baviera. En febrero
de 1917 falleció el nuncio en Munich. El Papa decidió sustituirle
con un hombre al que consideraba capaz de llegar hasta el propio
kaiser y poner los cimientos de la paz. Naturalmente, ese hombre
no era otro que monseñor Eugenio Pacelli»(185).
El 13 de mayo de 1917, en la Capilla Sixtina, Pacelli recibía la
consagración episcopal de manos del Papa. (Dos reflexiones inte-
resantes cabe hacer sobre esta ceremonia. Primera, que –así como
diez años antes san Pío X había consagrado en el mismo lugar a
mons. Della Chiesa, luego Benedicto XV– éste confería ahora el
episcopado a quien, 21 años después, sería su sucesor con el nom-
bre de Pío XII. Segunda, que aquel mismo día, en un ignorado
rincón de Portugal, Cova de Iria, tenía lugar la primera de las apa-
riciones de la Virgen a tres pequeños pastores de Fátima).
* * *
Eugenio Pacelli, nombrado arzobispo titular de Sardes, se
apresuró a llegar a Munich, sabiendo que no había tiempo que
perder. Una vez presentadas sus cartas credenciales al rey de Bavie-
ra, viajó a Berlín para entrevistarse con el emperador Guillermo y
con el canciller Bethmann-Hollweg. Su objetivo inmediato con-
sistía en explorar la disponibilidad de Alemania a aceptar un inicio
de conversaciones de paz y, en caso positivo, averiguar tanto sus

160
líneas rojas como la receptividad a unas propuestas muy concretas
que el Papa proyectaba presentar a los países beligerantes. Pacelli
se reunió con Bethmann-Hollweg el 26 de junio, y obtuvo su con-
formidad verbalmente sobre cuatro puntos esenciales: Limitación
general de armamentos; establecimiento de tribunales internaciona-
les; restauración de la independencia de Bélgica y acuerdo en que la
devolución de Alsacia-Lorena a Francia y otras cuestiones territoriales
se arreglarían posteriormente mediante acuerdos entre los países in-
teresados. Se trataba de las bases para detener inmediatamente la
guerra en caso de ser aceptables para las partes, y eran expresión de
las ideas de Benedicto XV y del cardenal Gasparri para cimentar
un nuevo orden internacional basado en el derecho. La Santa Sede
consideraba que había que dirigirse primero a los Imperios centra-
les, y que Alemania debía mostrar primero su voluntad de evacuar
Bélgica. En cuanto a la devolución de Alsacia-Lorena a Francia y
de los territorios bajo dominio austriaco a Italia, estas cuestiones –
de alta sensibilidad política– se dejaban para conversaciones entre
las naciones interesadas una vez lograda una atmósfera de paz: lo
importante ahora era ganar tiempo. El canciller dio su palabra (era
hombre de honor) y Pacelli telegrafió a Roma con noticias muy
esperanzadoras.
La entrevista con el emperador tuvo lugar el 29 de junio en
el cuartel general de Kreuznach. Guillermo recibió con cortesía
prusiana al nuncio y dio rienda suelta a su proverbial elocuen-
cia durante el almuerzo. Pacelli le entregó una carta autógrafa
del Papa pidiendo su colaboración para conseguir una paz justa
y duradera, aunque fuera a costa de algunas renuncias por las par-
tes beligerantes, extremo éste que no agradó al emperador, quien
recordó que el Papa no había apoyado la propuesta alemana de
paz de diciembre de 1916. Entonces, con finura, Pacelli desvió
la conversación –que amenazaba tomar derroteros de desencuen-
tro– rogando al emperador la paralización de las inhumanas de-
portaciones de trabajadores belgas a Alemania, y dio argumentos
que Guillermo –sorprendentemente– aceptó en parte, con lo que
el tono del diálogo mejoró. La entrevista, en conjunto, no fue

161
un fracaso y el nuncio pudo salir relativamente satisfecho, pues el
emperador no había rechazado de plano el plan de paz, aunque
no quiso aún discutir los detalles. No era fácil conservar la sangre
fría ante la prepotencia de tal interlocutor. Pacelli transmitía así
su primera impresión: «Guillermo II me pareció exaltado y no del
todo normal»(186). Años después, y ya en el exilio, el emperador
no olvidó en sus Memorias su entrevista con el nuncio Pacelli, a
quien describe como un hombre «de aspecto aristocrático, agra-

Guillermo II, Emperador Alemán y Rey de Prusia

162
dable y distinguido, con gran inteligencia y formas impecables,
el modelo perfecto de un alto prelado de la Iglesia Católica». La
visita de Pacelli a Bethmann-Hollweg y al emperador –escribe Pe-
ters– «había allanado el camino para el plan de paz papal. Si Be-
nedicto hubiera contado con condiciones de comunicación que
le permitieran publicar su plan inmediatamente después de esta
entrevista, es bastante probable que Alemania hubiera aceptado, y
que la I Guerra Mundial se hubiese acortado»(187). Pero ello no fue
posible, pues hasta el 13 de julio el emperador no respondió a la
carta del Papa. En ella, Guillermo no se comprometía a aceptar las
propuestas de Benedicto, si bien se mostraba abierto al principio
de una paz razonable para todos.
En una rápida sucesión de acontecimientos, reveladores de que
el Imperio alemán comenzaba a resquebrajarse, el 14 de julio cayó
Bethmann-Hollweg y fue reemplazado por Michaelis, un político
del agrado de la cúpula militar, convencido protestante y con muy
pocas simpatías por la Santa Sede. Con el acuerdo del emperador,
el nuevo canciller presentó una resolución en el parlamento en la
que Alemania declaraba su voluntad de llegar a un entendimiento
razonable con los Aliados para detener la guerra, mediante una
paz «sin anexiones ni indemnizaciones»; la resolución no entraba
en propuestas concretas, lo que dejaba abierta la consideración del
plan de paz papal (en realidad, Michaelis confesó a sus íntimos su
repulsa a un plan de paz, creyendo todavía, como los militares,
en la posibilidad de una victoria). La aprobación de la resolución
animó las esperanzas de Pacelli, quien se entrevistó con Michaelis
a finales de julio, obteniendo la impresión de que Alemania estaba
ahora dispuesta a aceptar los puntos propuestos por el Papa. Acto
seguido, informó al Vaticano: «Hay que actuar inmediatamente,
antes de que los militares consigan introducir en la respuesta ale-
mana [a la propuesta del Papa] modificaciones inaceptables [para
los Aliados] con lo que la Santa Sede se encontraría atada de pies
y manos»(188).

163
XXVI
La Nota de agosto de 1917.
Las bases de una paz justa

Ante la urgencia, el cardenal Gasparri convocó al representan-


te diplomático británico, conde de Salis, para entregarle la Nota
con el plan de paz. El documento, secreto, llevaba fecha de 1 de
agosto, e iba dirigido a los Soberanos y Jefes de Estado de las na-
ciones aliadas (incluido el Rey de Italia). Debido a que Francia,
Italia y Estados Unidos carecían de representación ante la Santa
Sede, se solicitó a Gran Bretaña el oficio de hacer llegar la Nota
a los destinatarios respectivos. El Papa no pretendía ser árbitro en
el conflicto, sino más bien intermediario. No tenía en aquellos
momentos una visión optimista del curso de la guerra, pues le
parecía que ninguna de las partes estaba en condiciones de ga-
narla. Pero había constatado que los beligerantes daban signos
alentadores de una cierta aproximación de aspiraciones de paz(189).
Consideraba que no se podía demorar una nueva iniciativa. La
primera revolución rusa había dejado un ejército desorganizado.
Benedicto temía el estallido en Alemania y en Austria-Hungría de
revoluciones que, como en Rusia, derrocaran las monarquías; para
la Santa Sede, era esencial impedir la caída del Imperio católico de
la Casa de Habsburgo.
La Nota, redactada en francés, es relativamente extensa pero
clara. Comienza señalando las tres cosas que el Papa se propu-
so desde el inicio de su pontificado: una perfecta imparcialidad,

165
como Padre común; un esfuerzo incesante para hacer el mayor
bien posible a todos, sin distinción de nacionalidad o religión; y,
finalmente, el cuidado de nada omitir, en lo que de él dependía,
para acelerar el fin de «esta calamidad», induciendo a los pueblos
y a sus Jefes a deliberar con serenidad para lograr una paz «justa y
duradera». Recuerda que el llamamiento que dirigió al cumplirse
el primer aniversario del estallido de la guerra «no fue escucha-
do». Por el contrario, la guerra prosiguió encarnizada, con todos
sus horrores, que pueden agravarse si se continúa la lucha. Y se
pregunta: «¿El mundo civilizado deberá reducirse a un campo de
muerte? […] Y Europa […] ¿correrá hacia un verdadero y pro-
pio suicidio?». Ante esta situación angustiosa, prosigue el Papa,
«alzamos de nuevo el grito de paz con un llamamiento a quienes
tienen en su mano los destinos de las naciones», pero esta vez con
propuestas más concretas y prácticas, invitando a los gobiernos de
los pueblos beligerantes a ponerse de acuerdo sobre los siguientes
puntos, que parecen ser las bases de una paz justa y duradera, si
bien se deja a los gobernantes precisarlos y completarlos:
Primero.–Es fundamental oponer «a la fuerza material de las
armas la fuerza moral del derecho». De ello debe derivarse una
disminución simultánea y recíproca de armamentos; para sustituir
el recurso a las armas en casos de conflicto, se propone el arbitraje
con su «alta función pacificadora».
Segundo.–Una vez establecida «la supremacía del derecho»,
levantamiento de obstáculos a las vías de comunicación de los
pueblos, asegurando «la verdadera libertad y comunidad de los
mares». Ello eliminaría muchas causas de conflicto y abriría nue-
vas fuentes de prosperidad y progreso.
Tercero.–Entera y recíproca condonación de las indemnizacio-
nes por daños y de las reparaciones de guerra, «justificada además
con los beneficios que reportará el desarme; tanto más que no se
comprendería la continuación de semejante carnicería únicamen-
te por razones de orden económico».
Cuarto.–Restitución recíproca de los territorios actualmente
ocupados. Por consiguiente, de parte de Alemania, evacuación

166
total de Bélgica, así como evacuación del territorio francés. De
parte de las otras potencias beligerantes, idéntica restitución de las
colonias alemanas.
Quinto.–Respecto a las cuestiones territoriales, como las que
son objeto de litigio entre Italia y Austria, entre Alemania y Fran-
cia, «es de esperar que, en consideración de las ventajas inmensas
de una paz duradera con el desarme, las partes […] querrán exa-
minarlas con disposición conciliadora, teniendo en cuenta […]
las aspiraciones de los pueblos, y coordinando […] los intereses
particulares con el bien general de la gran sociedad humana».
«El mismo espíritu de equidad y justicia deberá dirigir el exa-
men de otras cuestiones territoriales […] sobre todo las relativas
a Armenia, los Estados balcánicos y el antiguo reino de Polonia».
El Papa considera que «estas son las principales bases sobre las
cuales Nos creemos que debe apoyarse la futura reorganización
de los pueblos. Son […] capaces de hacer imposible la repetición
de semejantes conflictos y de preparar la solución de la cuestión
económica, tan importante para el porvenir y para el bienestar
material de todos los Estados beligerantes»; ve en su aceptación la
oportunidad de ver pronto el término de «una matanza inútil». Y
añade que, tanto de un lado como de otro, el honor de las armas
está a salvo.
La novedad de esta iniciativa consiste en que Benedicto XV
ofrece con pragmatismo unas bases concretas para dar los prime-
ros pasos hacia la paz, que cree pueden ser aceptables por los dos
bandos a juzgar por los indicios que, hemos visto, la diplomacia
pontificia había percibido en sus contactos al más alto nivel. El
Papa –cuya calificación de la guerra de «matanza inútil», no le se-
ría perdonada por los sectores nacionalistas– «declara su voluntad
de promover un nuevo orden internacional fundado sobre prin-
cipios morales»(190). «Era la primera vez en el curso de la guerra
que una persona o una potencia habían formulado un esquema
práctico y detallado para negociar la paz»(191).
Las reacciones fueron diversas y muy poco alentadoras(192).
Gran Bretaña se limitó a acusar recibo cortésmente expresando

167
su escepticismo sobre una eventual voluntad alemana de evacuar
Bélgica y de reparar los daños ocasionados. Francia, a su vez, no
solamente se negó a responder sino que manifestó a Londres su
malestar por haber entrado unilateralmente en contacto con la
Santa Sede. Por su parte, Italia reaccionó de forma hostil, y aunque
no contestó, el ministro de Asuntos Exteriores, Sonnino –abierto
enemigo de la Iglesia– rechazó las propuestas en el parlamento. El
gobierno italiano temía que la posición de la Santa Sede tuviera
efectos desmoralizadores sobre las tropas en combate y mantenía
su negativa a que pudiera contemplarse la participación del papa
en las futuras negociaciones de paz. Por otro lado, miraba con re-
celo la propuesta papal de dejar para un arreglo posterior, cuando
reinara un espíritu de conciliación y de serenidad, la cuestión de
las tierras irredentas.
Por su parte, el presidente Wilson respondió con cierta displi-
cencia aunque con corrección, manifestando que la ausencia de
una genuina representatividad democrática en el sistema consti-
tucional alemán, privaba de legitimidad al gobierno imperial para
hablar en nombre de su pueblo. Y afirmaba que sólo un cambio
de régimen podría proporcionar las precondiciones para la paz:
«No podemos creer en la palabra de los actuales gobernantes de
Alemania como garantía de algo duradero […] sin una evidencia
concluyente de que están apoyados por la voluntad de su pueblo».
Estas palabras demuestran que Benedicto XV y Wilson iban en
direcciones opuestas, y que el Presidente norteamericano tenía ya
una estrategia para reconstruir Europa central después de la gue-
rra que pasaba por la desmembración y el cambio radical de la
estructura geopolítica de Europa central a fin de poner en práctica
su idea de autodeterminación de los pueblos: «Para Benedicto,
la paz descansaba en la voluntad de perdonar. Wilson, pese a sus
protestas, estaba motivado por el ansia de castigar. En opinión del
Presidente, era absolutamente necesario que las dinastías reinan-
tes en Alemania y en Austria se vieran forzadas a abdicar»(193). La
reacción norteamericana suponía un portazo definitivo a los in-
tentos de negociar un arreglo pacífico, sin vencedores ni vencidos,

168
El Marqués de Villalobar, Embajador de España en Bruselas
durante la Gran Guerra, desarrolló una importante
labor de asistencia a las víctimas del conflicto

169
que permitiera una cesación inmediata de la lucha restaurando el
statu quo anterior como paso previo a una solución acordada de
las diferencias. No obstante la fría acogida de Washington, varios
puntos de la Nota de Benedicto XV se encontrarán en los famosos
«14 puntos» para la paz futura que Wilson presentó en el Congre-
so americano el 8 de enero de 1918. Según Chiron, esta realidad
«no significa una influencia directa del Papa sobre el Presidente
americano (muy ligado a los principios masónicos) sino el signo
de que ciertos principios de una especie de derecho constitucio-
nal internacional empezaban a aceptarse de manera unánime»(194).
Otros autores, como veremos, afirman que hay un nexo entre los
14 Puntos de Wilson y la Nota de Benedicto. En todo caso, fue el
Papa quien los enunció por primera vez.
Por parte de los Imperios centrales, las respuestas separadas
–aunque concertadas previamente– de Berlín y de Viena expre-
saban simpatía por la iniciativa pero no entraban en concreciones
sobre las propuestas. Berlín tardó en responder, pero en el ínterin
hizo llegar discretamente a Londres, por medio de un embajador
de una potencia neutral, su disposición a restaurar la integridad
de Bélgica con condiciones, entre ellas la restitución de las colo-
nias alemanas en África, que habían sido tomadas por los Aliados.
El embajador de España en Bruselas, marqués de Villalobar, fue
el escogido para transmitir el mensaje de Alemania. En realidad,
Londres no se dirigió al gobierno de Madrid sino que solicitó los
buenos oficios de Villalobar, cuya labor humanitaria en favor de
las víctimas de la guerra, siguiendo instrucciones de Alfonso XIII,
era notoria en Bruselas. El embajador, lógicamente, lo puso en
conocimiento de Madrid. El gobierno español –que no deseaba
verse envuelto– se limitó a realizar una discreta gestión con el em-
bajador británico(195). No hubo más consecuencias, seguramente
porque Londres no quería actuar sin la conformidad de París y
porque Alemania no se decidía claramente por una política de
negociación. Por lo que se refiere a la reacción de Viena, Carlos I
escribió al Papa manifestando su identificación con los principios
y se mostró abierto a abrir discusiones para llegar a «acuerdos entre

170
los beligerantes». No obstante, en el sobre de su carta, Benedicto
anotó en francés este comentario: «importante pero desalentado-
ra»(196).En realidad, la reacción de Alemania traslucía el predomi-
nio de la línea belicista de los grandes generales prusianos y su
oposición a negociar pese al sentimiento de amplios sectores del
pueblo alemán y de los partidos centrista y socialista, cansados
del bloqueo marítimo y de la sangría de vidas humanas; además,
el hondo sentimiento anti-católico del nuevo canciller Michae-
lis, que no gustaba en absoluto de un arreglo fundado sobre una
iniciativa papal, también contribuyó a definir la postura negativa
de Berlín. La paciente labor de monseñor Pacelli quedaba desba-
ratada. En cuanto a Austria-Hungría, el emperador Carlos no era
partidario en ese momento de una paz por separado y, por consi-
guiente, estaba sometido a la política de Berlín, que era el aliado
poderoso. Poco margen quedaba al católico emperador austríaco
para seguir –como hubiera querido– el llamamiento del Papa.
En definitiva, en ninguno de los dos bandos se quiso escuchar
la voz del Pontífice, que era el único en proponer una paz in-
mediata sin vencedores ni vencidos, inspirada en sentimientos de
reconciliación y de arreglo de las diferencias a la luz de la justicia
y del derecho. Todos confiaban en ganar con el aplastamiento del
adversario y no querían restaurar el statu quo anterior al estallido
del conflicto. La última palabra en este rechazo la tuvo Wilson.
Pollard considera al Presidente un «idealista calvinista […] noto-
riamente anti-católico (aunque no en periodo electoral) que con-
sideraba a los europeos cortos de miras y sin ilustración, incluido
Benedicto»(197).
En la respuesta de Wilson, el Papa vio con claridad que sus
esfuerzos habían fracasado. Fue entonces cuando confió al em-
perador Carlos que había pasado por uno de los «momentos más
amargos de su vida». A la vista de esta derrota diplomática, cabe
preguntarse si la iniciativa papal hubiera podido prosperar, disua-
diendo a los beligerantes de prolongar la «matanza inútil». No es
posible llegar a una conclusión, pero sí es cierto que la Santa Sede
había valorado la oportunidad de la ocasión, y tenía informacio-

171
nes fidedignas sobre el cansancio de los pueblos de Europa central,
el desánimo del pueblo italiano y los buenos deseos del emperador
Carlos de complacer al Papa. Entre otras cosas, los contactos del
nuncio Pacelli con el canciller Bethmann-Hollweg y con el empe-
rador Guillermo II proporcionaron en aquel entonces seguridades
de que el gobierno de Berlín no estaba cerrado a una negociación
(aunque no así los militares prusianos). Además, la conducta de
Wilson en enero de 1917, antes de entrar los Estados Unidos en la
guerra, manifestaba un interés en buscar fórmulas aceptables para
ambos bandos. La iniciativa del Papa chocó contra la posición
anti-vaticana del gobierno de Italia –irreductiblemente contraria
a que la Santa Sede tuviera un papel internacional– y contra el
nacionalismo acérrimo del gobierno francés, dispuesto a llegar
hasta el final y disconforme con las renuncias a indemnizaciones
que proponía el Papa, a quien reputaba favorable a los Imperios
centrales. Gran Bretaña guardaba una postura más flexible, como
hemos visto, pero no se dejaba engañar por los mensajes ambiguos
de Berlín: la guerra submarina de Alemania contra la Marina bri-
tánica, incluida la mercante, era una amenaza constante que Lon-
dres deseaba terminar por la fuerza. En fin, la respuesta de Estados
Unidos cerró la cuestión, y todos decidieron no parar hasta la ob-
tención de una victoria total, hasta la aniquilación del adversario.
* * *
En la segunda mitad del año 1917, Italia sufrió la más san-
grienta derrota militar en esta guerra a manos del ejército aus-
tro-húngaro. La llamada primera batalla del río Isonzo, iniciada
en agosto, se prolongó durante varias semanas, causando en las
fuerzas italianas 144.000 muertos, heridos, desaparecidos y prisio-
neros. En octubre, llegaría la contraofensiva austro-húngara, que
pretendía hacerse con el control del Veneto. La última de las once
batallas que se libraron en el Isonzo arrojó un trágico saldo de
300.000 soldados italianos muertos, heridos y prisioneros o desa-
parecidos. Fue la famosa derrota de Caporetto, un pequeño lugar
alpino. Italia había realizado un esfuerzo inmenso para conquistar

172
sus territorios irredentos, pero recibió el contraataque del ejército
austro-húngaro, reforzado urgentemente con tropas alemanas. Se
hizo recaer la responsabilidad de esta derrota en el general Ca-
dorna y en su estrategia desconsiderada –calificada de cruel por
algunos– al disponer de las vidas de unos soldados que luchaban,
pese a todo, valientemente y que lograron detener la embestida
austro-húngara en el interior de territorio italiano. Cadorna se de-
fendió culpando a las propagandas «roja» y «negra» –socialista y
católica– de la desmoralización que invadía a las tropas. Algunos
sostienen que la derrota se debió fundamentalmente a la medio-
cridad del propio Cadorna como estratega(198). La sangría brutal de
esta batalla causó un efecto demoledor en Italia. Los sectores más
nacionalistas y la izquierda anticlerical atacaron a la Santa Sede
por los sentimientos de «derrotismo» que, según se decía, la Nota
del Papa había infundido en los soldados italianos, cada vez más
desesperados por la duración de la guerra. El embajador de España
cerca de la Santa Sede informaba a Madrid de que en Italia «se cui-
da de presentar al Papa, en las ciudades y grandes centros fabriles e
industriales, interesados en la continuidad de la guerra, como «dis-
fattista» y pacifista, y en los campos, donde no hay ansia de guerra,
que es muy partidario de que continúen las hostilidades»(199).
Sin embargo, el desastre de Caporetto fue paradójicamente la
ocasión de un acercamiento entre la Santa Sede y el gobierno ita-
liano del primer ministro Orlando, que pidió la colaboración de
los obispos de la región véneta para calmar a la población que em-
prendía la huida presa de pánico, originando aglomeraciones de
refugiados que obstaculizaban los movimientos del ejército. Ante
el abandono de sus puestos por muchas autoridades militares y
civiles, que dejaban vía libre a saqueos y desorden público, «los
obispos y el clero local fueron a menudo el único foco de autori-
dad»(200). También recurrieron las autoridades italianas a los servi-
cios de ayuda humanitaria organizados por el Vaticano para obte-
ner información sobre los miles de militares desaparecidos. En esta
situación trágica para Italia, el Papa mostró la mayor simpatía por
su patria y dio órdenes de responder positivamente a las solicitudes

173
del gobierno. A pesar del fracaso diplomático que había sufrido su
iniciativa de paz, no cejó en la prosecución de ulteriores esfuerzos,
aunque se realizaron ya en un nivel más discreto. Principalmen-
te, el intento de convencer –sin éxito– al Presidente Wilson para
que se evitase la caída de la monarquía austro-húngara (lo que ya
hemos visto que constituía uno de los objetivos primordiales de
los Aliados) y la reconstrucción de la antigua Polonia, liberada de
Rusia, que Benedicto veía como el nuevo bastión católico en Eu-
ropa oriental en sustitución del imperio de la Casa de Habsburgo.

174
XXVII
La paz.
El tratado de Versalles

A finales de 1918, la situación interna en Austria-Hungría y


en Alemania revelaba un estado pre-revolucionario que impedía
controlar la estrategia bélica de los gobiernos respectivos. Afirma
Norman Davies que la caída de los Imperios centrales, como había
sucedido en el caso de Rusia, se debió más a un colapso político
que a una imposibilidad de victoria militar. Firmados los armis-
ticios entre los Aliados y Austria-Hungría y Alemania, respecti-
vamente, el 4 y el 11 de noviembre de 1918, la guerra llegaba a
su final ya que, si bien no estaba firmada todavía la paz, se acor-
daba la cesación de las hostilidades. Los otros contendientes en
el bando de los Imperios centrales, Turquía y Bulgaria, tuvieron
que pedir igualmente la paralización de la guerra. El 1 de diciem-
bre, Benedicto XV comunicaba al mundo católico su alegría en
una breve encíclica (Quod iam diu): «Lo que ansiosamente, tanto
tiempo ha, venía pidiendo el mundo entero, lo que todo el pueblo
cristiano suplicaba al cielo con fervientes plegarias, lo que tanto
buscábamos Nos sin tregua ni descanso […] por el amor paternal
que por todos sentíamos, he aquí que en un momento se ha reali-
zado. Ha cesado la lucha». Y más adelante, al referirse a las próxi-
mas negociaciones de paz, el Papa advertía de la ingente tarea que
aguardaba a quienes debían concertar una paz justa y permanente
entre todos los pueblos de la tierra: «Los problemas que tendrán

175
que resolver son tales que no se han presentado mayores ni más
difíciles en ningún humano congreso».
En efecto, los vencedores se enfrentaban a un escenario de
destrucción y hundimiento de la vida europea. El conflicto de-
jaba un trágico saldo de pérdidas militares: un total estimado de
8.427.015 muertos en la lucha o a consecuencia de ella, sin contar
a los Estados Unidos(201). A este sacrificio de vidas humanas hay
que añadir las pérdidas entre la población civil, ocasionadas por
la ocupación de territorios, hambre y enfermedades, deportacio-
nes, guerra submarina y bombardeo de ciudades. Por otro lado,
la desaparición de millones de hombres –la llamada «generación
perdida»– repercutió dramáticamente en la situación de la mujer,
que había tenido que afrontar la carga de la supervivencia familiar
realizando trabajos hasta entonces hechos por los hombres. Así lo
describe Norman Davies: «Al menos en los países industrializados,
las mujeres europeas salieron de la custodia de sus hogares y de sus
familias como nunca había ocurrido anteriormente. El cambio se
reflejó en el avance del sufragio femenino. Pero el precio social y
psicológico fue enorme. La generación perdida de hombres jó-
venes tuvo como contrapartida una generación abandonada de
viudas jóvenes y de solteras solitarias cuya esperanza de realizar
un proyecto de vida había desaparecido con los seres queridos en
el barro de las trincheras. El daño demográfico y el desequilibrio
entre los dos sexos iba a tener efectos a largo plazo»(202). En este es-
cenario desolador, resonaba con fuerza la calificación dada por Be-
nedicto XV a esta larga y devastadora lucha: una «matanza inútil».
En el mapa geopolítico, la guerra había causado la caída de
cuatro imperios (Rusia, Austria-Hungría, Alemania y Turquía) y
el ascenso de los Estados Unidos como gran potencia mundial a
partir de ahora ligada a la política europea por intereses transat-
lánticos. Las revoluciones en Berlín y en Viena provocaron la caída
de Guillermo II y de Carlos I y, con ello, el final de los imperios
alemán y austro-húngaro. El kaiser se refugió en Holanda, y el em-
perador austríaco y rey de Hungría se estableció en Suiza durante
algún tiempo, y en Madeira después.

176
La Conferencia de Paz se abrió en Versalles en enero de 1919
sin la participación de la Santa Sede. Era –como se ha visto– la
condición exigida por Italia al firmar el Tratado secreto de Lon-
dres de 1915 por el que se unía a los Aliados: debía excluirse
al Papa de estas negociaciones claves para los pueblos de Euro-
pa. Benedicto y su Secretario de Estado Gasparri temieron que
la ausencia de la Santa Sede dañara su prestigio y autoridad; se
recordaba la presencia del cardenal Consalvi en el Congreso de
Viena de 1814-1815 y su fructífera labor para la restitución de
los Estados Pontificios a Pío VII. Sin embargo, Pollard opina que
la exclusión de la Santa Sede quedaba atenuada por el hecho de
que naciones neutrales como España, Holanda o Suiza –activa-
mente envueltas en la acción humanitaria y pacificadora durante
la contienda– tampoco fueron invitadas, y añade que la labor del
nuevo Sustituto, monseñor Cerretti, en los pasillos de la confe-
rencia, cuando se desplazó a París, como se verá, para defender las
misiones católicas en las ex-colonias alemanas, fue muy fructífera
ya que pudo discutir con el primer ministro italiano Orlando, en
un clima de discreción y confianza, sobre las relaciones bilaterales
entre el Vaticano y el Quirinal, lo que contribuyó mucho a me-
jorar el entendimiento(203). No fue, en definitiva, tan perjudicial
la ausencia de la Santa Sede, pues hubiera tenido que entrar en la
cuestión de las reparaciones de guerra y otros asuntos que habrían
complicado enormemente su línea de estricta imparcialidad. Con
todo, Benedicto no dejó por ello de moverse para interceder por
Guillermo II, cuando los Aliados intentaron declararle criminal
de guerra y extraditarlo de su exilio en la Holanda neutral. La
diplomacia vaticana desplegó insistentes esfuerzos para disuadir
a los vencedores de seguir adelante con este designio, que hubie-
ra conllevado, de realizarse, la condena a muerte del kaiser. El
Vaticano argumentó entre otras cosas que, dada la digna actitud
de los Países Bajos, que se negaba a entregar a un refugiado que
dependía del respeto del derecho internacional por parte de La
Haya, la única forma de capturar a Guillermo hubiera tenido que
pasar por la violación de la neutralidad holandesa, que es precisa-

177
mente lo que hizo Alemania con Bélgica en 1914. La incoheren-
cia hubiera sido mayúscula.
Desde el inicio de la Conferencia, quedó claro que las condi-
ciones del Tratado de Paz serían dictadas por los representantes
de las cuatro grandes potencias aliadas: Estados Unidos, Francia,
Gran Bretaña e Italia. La Conferencia «fue llevada como un con-
greso de vencedores, no como una asamblea general de estados
europeos»(204). En efecto, el presidente Wilson y los primeros mi-
nistros Clemenceau, Lloyd George y Orlando fueron los autores
de unos acuerdos de paz en los que no participaron ni la nueva
República Alemana ni la Rusia Soviética. El nuevo mapa de Euro-
pa trazado por los Aliados, basado en el principio wilsoniano de la
autodeterminación de los pueblos, dio paso al nacimiento de nue-
vos estados en el Este de Europa cuyas fronteras se rediseñaron a
costa de los vencidos. Así, la desaparición del Imperio austro-hún-
garo trajo el desmembramiento de Hungría en beneficio de los
rumanos, eslovacos y serbios, provocando una amarga frustración
nacional. Otra consecuencia trascendental sería el fortalecimiento
de Rusia y de la nueva Alemania, ya que no fueron aniquiladas
como los Imperios austro-húngaro y otomano, lo que les permitió
construir sus hegemonías en Europa central y oriental.
Durante las largas negociaciones de la Conferencia de Paz en
París, se ha visto que la diplomacia papal no estuvo inactiva pese
a que la Santa Sede no fuera invitada a participar. La presencia en
Europa de Wilson proporcionó la ocasión para que el Papa y el to-
dopoderoso Presidente norteamericano se reunieran. El 4 de enero
de 1919, tuvo lugar la audiencia privada en el Vaticano. Wilson
fue recibido con el imponente ceremonial pontificio de la época.
Después de una largo recorrido, fue introducido a la presencia
del Pontífice. Era la primera vez que un presidente de los Estados
Unidos se reunía con un Sucesor de Pedro. Wilson quedó grata-
mente impresionado de la deferencia de Benedicto con él y con
su séquito, del que formaban parte algunos católicos que pidieron
la bendición del Papa. Éste supo desplegar una exquisita cortesía.
Wilson le presentó a su médico, comentando: «Es el almirante

178
Grayson, que me cuida muy bien», a lo que Benedicto contestó
«Con gran éxito, como se puede ver»; luego, volviéndose al médi-
co añadió: «Vd. ha prestado un gran servicio a la humanidad»(205).
Seguidamente, el Papa y el Presidente quedaron a solas. No se hizo
público el contenido de la conversación, pero el Vaticano desmin-
tió que se hubiera planteado la participación de la Santa Sede en
la Conferencia ni tampoco la Cuestión Romana. Al parecer, el
Papa intercedió para que los prisioneros de guerra fueran repatria-
dos cuanto antes para reunirse con sus familias, lo que fue positi-
vamente acogido por Wilson. En definitiva la entrevista, aunque
breve, sirvió para inspirar cordialidad a una relación personal hasta
entonces indirecta y distanciada, que no había facilitado el enten-
dimiento recíproco durante el conflicto.
En los meses siguientes, la actividad diplomática de la Santa
Sede se centró en impedir que se incluyesen en el Tratado de Paz,
dentro de las penalizaciones, la expulsión de los misioneros cató-
licos de origen germánico que trabajaban en las misiones funda-
das en las colonias africanas que Alemania acababa de perder. El
proyecto contemplaba que en lo sucesivo, las antiguas misiones
alemanas serían dirigidas y administradas por comités civiles, de-
pendientes de las potencias aliadas que respectivamente habían
sustituido a Alemania en la administración colonial. La Santa
Sede reaccionó inmediatamente y el Papa se dirigió por escrito al
Presidente Wilson y al resto de los gobiernos aliados para reivindi-
car los derechos de la Iglesia sobre las misiones católicas. Benedic-
to juzgó conveniente enviar al eficiente y hábil Sustituto, Cerretti,
a París para explicar a los negociadores que las misiones católicas
dependían de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide. Las
gestiones de Cerretti tuvieron éxito y las cláusulas concernientes a
este asunto se revisaron, y aunque los misioneros alemanes no fue-
ron autorizados a continuar, se reconoció la autoridad de la Santa
Sede sobre las misiones católicas, admitiéndose su independencia
de las respectivas potencias coloniales. Al mismo tiempo, la opor-
tunidad que tuvo el Vaticano de realizar estas gestiones en París,
ante los vencedores, dio de hecho una relevancia muy positiva a la

179
Santa Sede en el ámbito internacional. A ello, ayudó la buena re-
lación entre el Papa y Wilson, quien se mostró comprensivo hacia
la argumentación de la Santa Sede. En la misma carta, Benedicto
había solicitado la mediación del Presidente norteamericano para
que no se siguiera adelante con el procesamiento de Guillermo II.
Wilson agradeció al Papa la clara exposición jurídica sobre el caso,
y sin duda esta gestión del Vaticano contribuyó a que la pretensión
de juzgar al emperador alemán fuese abandonada paulatinamente
por los gobiernos aliados.
Es admisible sostener, como hace Peters, que la Nota papal de
1917 influyó en los negociadores de la conferencia de paz de París.
Resulta, en efecto, difícil no advertir similitudes patentes –que
llegan a sorprender por su coincidencia– entre las propuestas de
Benedicto y los «14 Puntos» que el Presidente Wilson aportó en
enero de 1918 para inspirar la construcción del nuevo orden inter-
nacional. Particularmente, los referidos al desarme, a la condona-
ción de indemnizaciones de guerra y, también de alguna forma, a
la creación de la Sociedad de Naciones, institución no menciona-
da por el Papa aunque la idea podría haberse originado en su pro-
puesta de establecer el sistema de arbitraje para sustituir la prác-
tica de resolver los conflictos mediante la fuerza de las armas(206).
Quizá pueda ser exagerado señalar a Benedicto XV como el único
autor de estos principios, pero es innegable que fue el primero en
formular casi todos antes que ninguna otro gobernante contem-
poráneo, como ya se ha señalado. De todos modos, el Tratado de
Versalles no tuvo un carácter reconciliador, pues Francia y Gran
Bretaña lograron que los vencidos fueran penalizados severamente
con reparaciones económicas, entrega de territorios y desmembra-
mientos nacionales. Las durísimas condiciones de Versalles dieron
pie a la preparación de un clima de enemistad intraeuropea, que
desembocará en el segundo conflicto mundial. También en esto se
había desdeñado el aviso que Benedicto dio en julio de 1915: «Las
naciones no mueren; humilladas y oprimidas, llevan temblando
el yugo impuesto, preparando la revancha y transmitiéndose de
generación en generación una triste herencia de odio y de vengan-

180
za». Como ha afirmado Pollard, toda la historia del siglo XX está
reflejada en estas palabras. Por otro lado, la ausencia de los Estados
Unidos en la Sociedad de Naciones determinó que este organismo
internacional sufriera de una debilidad congénita, y explica que –
entre otras causas– esta institución ( a la que se incorporarían más
tarde Alemania y la Rusia soviética) fuese incapaz de desempeñar
el papel supranacional que se había concebido para ella.
En cuanto a la caída de la monarquía austro-húngara, el Papa
tuvo también un papel importante en las dos tentativas del em-
perador Carlos I de Austria de recuperar el trono de Hungría.
Carlos, desde su exilio en Suiza, creía contar, equivocadamente,
con la lealtad del Regente del Reino, el almirante Horthy. En
marzo de 1921, viajando de incógnito, Carlos se presentó en el
palacio real de Budapest y exigió del Regente que le reconociese
como Rey Apostólico de Hungría, pues había sido coronado con
la Corona de san Esteban, lo que confiere a los monarcas hún-
garos un sello de legitimidad inapelable. Horthy, sin negarse en
rotundo, convenció al rey para que intentase primero hacerse con
Viena, y regresara a Hungría con las fuerzas leales que le queda-
ban en el ejército húngaro y que estaban destacadas en la frontera
con Austria. Falto de apoyo militar en aquel momento, Carlos
regresó a Suiza, advirtiendo de su determinación de no desistir
de la empresa(207). La segunda tentativa tuvo lugar en otoño del
mismo año. El Papa le había exhortado a seguir adelante, y veía
con agrado los planes de reforma política y de pacificación de los
Balcanes que Carlos tenía intención de acometer; también valo-
raba el papel del reino católico de Hungría en la contención del
empuje ortodoxo. La emperatriz Zita, que acompañó a su espo-
so, contó muchos años después que Benedicto había enviado un
mensaje personal por medio de un religioso, el padre Coelestin
Schweighofer: «¡Que el Rey no vacile en regresar a Hungría!». La
Emperatriz afirmaba que, para su esposo «la obediencia al Santo
Padre fue el argumento decisivo; en cuanto a mí, yo seguí por
supuesto al Rey en el cumplimiento de esta peligrosa misión»(208).
La operación, de altísimo riesgo, falló nuevamente por la traición

181
del Regente y del jefe militar que el Rey había nombrado coman-
dante de las fuerzas leales. Carlos, después de dar órdenes de que
cesara la lucha, tuvo que abandonar Hungría para siempre. Hor-
thy, con el respaldo de París, Londres y Washington, continuó
en el poder como garantía de que no se daría ya una restauración
de la Casa de Habsburgo. El último emperador de Austria y rey
de Hungría, hoy Beato Carlos de Austria, murió en la isla de
Madeira a los 35 años de edad, en un estado de pobreza total y
abandonado por la comunidad internacional. Su hijo Otto de
Habsburgo llegó a presenciar en Roma la beatificación de su pa-
dre por san Juan Pablo II en 2004.
* * *
El Tratado de Paz se firmó en el palacio de Versalles el 28 de
junio de 1919. Simbólicamente, la ceremonia tuvo lugar en el Sa-
lón de los Espejos, donde se había proclamado en 1871 el Imperio
alemán tras la guerra franco-prusiana. El Tratado entró en vigor
en enero de 1920, cargado ya desde su nacimiento de duras es-
tipulaciones impuestas a los vencidos, entre ellas, la atribución a
Alemania y sus aliados de la responsabilidad de haber comenzado
la guerra, y la prohibición a Alemania de entrar en la recién crea-
da Sociedad de Naciones, aparte de una desorbitadas deudas de
guerra. Por otro lado, y como hemos dicho, el diseño de un nue-
vo mapa geopolítico dio lugar a la aparición de nuevas naciones,
mientras que otras sufrieron un desmembramiento. En cuanto a
la desaparición de la monarquía de los Habsburgo y la creación de
dos nuevos países con territorios del antiguo Imperio, Checoslo-
vaquia y Yugoslavia, Benedicto comentó que «la historia deberá
reconocer un día que el nuevo mapa había sido trazado por un
loco»(209). No obstante, el Papa saludó positivamente la formaliza-
ción de la paz y se apresuró a encargar la negociación de relaciones
diplomáticas entre la Santa Sede y los nuevos estados surgidos de
la desintegración del Imperio Austro-Húngaro.
Al mismo tiempo, Benedicto –incansable en su lucha por cu-
rar las heridas de la tragedia– se ocupaba de que 40.000 niños

182
austríacos víctimas de mala nutrición por la guerra fueran llevados
al campo a cargo de organizaciones católicas; la misma solicitud
por la infancia desvalida le llevó igualmente a ocuparse de los ni-
ños armenios, para los que se abrió un orfelinato en Constanti-
nopla. Y también exhortó a los católicos norteamericanos a que
colaborasen con organizaciones no católicas de ayuda a la infancia
en Estados Unidos y en Gran Bretaña (Save the Children Fund y
European Children’s Fund, entre otras)(210).
La actuación humanitaria de la Santa Sede no se limitó a Eu-
ropa. El Papa intervino activamente, y al más alto nivel, en favor
de los cristianos de Siria, Líbano y el resto de Oriente Medio,
súbditos todavía del Imperio Otomano. En especial, la persecu-
ción y genocidio de los armenios en 1915, indujo a Benedicto a
escribir al Sultán, en su doble condición de soberano y de Califa
del Islam. Al mismo tiempo, se dirigió a los gobiernos de Berlín y
Viena, aliados de los otomanos, para que ejercieran presión sobre
estos últimos y se detuvieran las matanzas(211). Benedicto escribi-
rá más tarde, en 1918, una carta personal a Wilson, que entregó
personalmente en París monseñor Cerretti al ser recibido por el
Presidente norteamericano, en la que intercedía por la suerte del
pueblo armenio: «Es inútil recordar cuánto ha sufrido esta nación
[…] Aunque la mayoría del pueblo armenio no pertenezca a la re-
ligión católica, la Santa Sede ha tomado su defensa repetidamente
[…] para obtener en favor de los pobres armenios el cese de las
matanzas o enviando socorros materiales […] Pero todo esto es
inútil si no se reconoce la independencia de la nación armenia
[…]»(212). Estos esfuerzos de Benedicto XV han sido recordados
por el Papa Francisco al reunirse con los miembros de las jerar-
quías –católica y ortodoxa– de Armenia en abril de 2015, al con-
memorarse el primer centenario de las matanzas. En esta ocasión,
el Papa Francisco calificó la persecución y exterminio del pueblo
armenio como «el primer genocidio del siglo XX».
En pleno centro de Estambul, frente a la catedral católica, se
alza una hermosa estatua de bronce que representa a Benedicto
XV en actitud de bendecir. Fue costeada mediante una suscrip-

183
ción entre las comunidades religiosas del Imperio otomano (mu-
sulmanes, judíos, ortodoxos y protestantes) como señal de recono-
cimiento a las múltiples caridades del Pontífice(213). En el zócalo,
reza la siguiente inscripción:

AL GRAN PAPA DE LA TRAGEDIA MUNDIAL


BENEDICTO XV
BENEFACTOR DE LOS PUEBLOS
SIN DISTINCION DE NACIONALIDAD O RELIGION
EL ORIENTE AGRADECIDO
1914 -1919

184
XXVIII
Las encíclicas sobre la paz.
Una nueva visión de la diplomacia

El 23 de mayo de 1920, Benedicto XV publicó su encíclica


sobre la paz al fin lograda, que lleva el título de Pacem Dei Munus
Pulcherrimum –la paz, hermoso don de Dios. Su contenido es un
llamamiento a la reconciliación basada en un mutuo perdón, y
un intento de convencer a las naciones europeas de que la caridad
cristiana es necesaria si se quiere instaurar una paz «justa, honrosa
y duradera». El Papa declara, sin embargo, que la alegría recibi-
da con el fin de las hostilidades y con la firma de tratados se ve
turbada por el hecho de que «subsisten […] todavía las semillas
del antiguo odio» y advierte: «No hacen falta muchos argumentos
para demostrar los gravísimos daños que sobrevendrían a la huma-
nidad si, firmada la paz, persistiesen latentes el odio y la enemistad
en las relaciones internacionales».
La encíclica está fundada sobre el mensaje evangélico: la cari-
dad cristiana, condición necesaria para la paz, pasa por el perdón
de las ofensas. Y Benedicto XV comienza por sí mismo, perdonan-
do cuantas ofensas se dirigieron contra la Santa Sede y su persona
a lo largo de la guerra: «[…] perdonamos de todo corazón a todos
y cada uno de nuestros enemigos que, de una manera conscien-
te o inconsciente han ofendido u ofenden […] nuestra persona
o nuestra acción con toda clase de injurias: a todos los abraza-
mos con suma benevolencia y amor […]». El Papa invoca luego

185
la necesidad de la beneficencia cristiana para rehacer el escenario
desolador dejado por el conflicto: «Pueblos enteros que carecen
de comida, de vestido y de casa; viudas y huérfanos innumera-
bles, necesitados de todo auxilio, y una increíble muchedumbre de
débiles, especialmente pequeñuelos y niños, que con sus cuerpos
maltrechos dan testimonio de la atrocidad de esta guerra». Esta
ley de la caridad cristiana se aplica también a las naciones, porque
«el Evangelio no presenta una ley de la caridad para las personas
particulares y otra ley distinta para los Estados y las naciones […]
Terminada ya la guerra, no sólo la caridad sino también una cierta
necesidad parece inclinar a los pueblos hacia el establecimiento de
una determinada conciliación universal entre todos ellos». Y una
vez más, Benedicto XV confirma con obras estos principios: en
este caso, decide levantar la prohibición de que los jefes de Estado
católicos efectúen visitas solemnes a Roma, en tanto que capital
del Reino de Italia: «Nos […] para contribuir a esta unión de los
pueblos y no mostrarnos ajenos a esta tendencia, hemos decidido
suavizar […] las rigurosas condiciones que, por la usurpación del
poder temporal de la Sede Apostólica, fueron justamente estable-
cidas por nuestros predecesores […]». Con este paso, el Papa –
atento a los signos de los tiempos– pretendía favorecer y fomentar
las relaciones entre los estados e impulsar las reuniones y conferen-
cias internacionales.
La última parte de la encíclica está dedicada a la Sociedad de
Naciones, recién creada a sugerencia del presidente Wilson, si bien
puede –según hemos visto– considerarse que el concepto estaba ya
recogido en la Nota Papal de Paz de 1917. En la encíclica, el Papa
aboga por que «todos los Estados […] constituyan una sociedad
o, mejor, una familia de pueblos. Son motivos […] entre otros
muchos […] la misma necesidad, universalmente reconocida, de
suprimir o reducir al menos los enormes presupuestos militares,
que resultan ya insoportables para los Estados, y acabar […] para
siempre con las desastrosas guerras modernas».
En definitiva, la diplomacia dirigida por Benedicto, «si no
pudo parar la guerra –señala Pollard– acabó dando sus frutos. A

186
Fotografía de Benedicto XV con líneas manuscritas
citando a Santiago I, 27, en relación con la
ayuda a las viudas y huérfanos de guerra

corto plazo, reforzó enormemente la imagen e influencia de la


diplomacia papal, que iba tener gran importancia en el periodo
post-bélico. A largo plazo, puso los cimientos a un nuevo papel
del Papado en la construcción de la paz que ha sido continuado

187
por la mayoría de los sucesores de Benedicto, de manera especial
Pío XII al inicio de la II Guerra Mundial, Juan XXIII durante la
crisis de los misiles en Cuba, Pablo VI en la Guerra de Vietnam
y Juan Pablo II durante la Guerra del Golfo»(214). Por otro lado,
los contactos mantenidos en París prepararon una nueva era de
amistosa cooperación entre la Santa Sede y Francia. En este con-
texto de acercamiento, la canonización de Juana de Arco en 1920
proporcionó una oportunidad valiosa para la exaltación del espí-
ritu nacional de los franceses y preparó la próxima reanudación
de relaciones diplomáticas, rotas en 1905. Cabe sostener que la
política pacificadora de Benedicto XV imprimió un sello propio a
la diplomacia de la Santa Sede. En este sentido, el nuevo orden in-
ternacional que surgió de la I Guerra Mundial, pese a las «semillas
de discordia» que encerraba el Tratado de Versalles, fue fruto de un
nuevo modo de mirar las relaciones entre los pueblos impulsando
la primacía del derecho sobre la fuerza, como preconizó Benedicto
XV. A este nuevo concepto de la diplomacia hacía alusión monse-
ñor Montini (futuro Pablo VI) –a la sazón Sustituto de la Secreta-
ría de Estado– en un discurso pronunciado en la Pontificia Acade-
mia Eclesiástica en 1951, al definir la diplomacia moderna como
«el arte de crear y mantener el orden internacional, esto es, la paz».
Y añadía: «Si antes el éxito de la labor diplomática consistía en
defender los intereses en forma de rivalidad antagonística, ahora
la diplomacia consiste no en defender los intereses exclusivos de
la propia nación, sino el beneficio recíproco de interés común y
valor universal»(215). Es indiscutible que esta nueva perspectiva de
la diplomacia moderna y la primacía de la paz tiene sus orígenes
en el magisterio de Benedicto XV.
La actividad internacional de la Santa Sede –principalmente
en su vertiente humanitaria– continuará durante los meses poste-
riores a la firma de la paz. En diciembre de 1920, el Papa reitera
en una nueva encíclica, Annus Iam Plenus, su llamamiento en fa-
vor de las poblaciones depauperadas por la guerra. Especialmente
alude a los niños, tantos de ellos huérfanos, pidiendo que se les
socorra en las proximidades de la Navidad, no solo con bienes

188
necesarios sino también con regalos; esta petición de solidaridad
la dirige a los otros niños, los que gozan de comodidades, para que
compartan sus bienes con los niños víctimas de la guerra. Es un
hermoso gesto de confianza, inédito, por el que un pontífice escri-
be solemnemente a los niños pidiéndoles compasión con la infan-
cia desvalida. Y exhorta a los padres cristianos, sobre los que recae
«el gravísimo deber de educar a los hijos en la caridad y las demás
virtudes, a servirse de esta alegre ocasión (la Navidad) para suscitar
y cultivar en el ánimo de los hijos sentimientos de humanidad y de
piedad compasiva». A estos efectos, indica luego el modo práctico
de organizar la ayuda internacional a la infancia, y una vez más su
generosidad se manifiesta con la aportación personal de 100.000
liras italianas.
No es de extrañar que, cuando Pío XI sucedió a Benedicto XV,
encontrase las finanzas de la Santa Sede en muy apurada situación,
con un déficit cercano a los 82 millones de liras oro. «De hecho,
el cardenal Gasparri tuvo que pedir un préstamo para sufragar el
funeral y el cónclave. Las cuentas estaban cuidadosamente lleva-
das. Benedicto no había gastado nada para sí […] Había agotado
el tesoro en obras de caridad durante la guerra y después. Había
pedido al mundo contribuir heroicamente, pero él siempre había
llevado la iniciativa. Louis Bertrand, un periodista, resumía así sus
impresiones sobre el Papa: Me parecía percibir en él la angustia en
que vive siempre el pastor. Parecía sufrir cruelmente por no poder
actuar conforme a los sentimientos de su corazón»(216).
En definitiva, los esfuerzos de Benedicto XV para terminar la
guerra y negociar una paz justa y aceptable para todos no fueron
un fracaso completo. No obstante la fría indiferencia o, incluso, el
rechazo que su Nota de 1917 mereció de los principales países be-
ligerantes, el Papa logró hacerse oír en el escenario internacional y
se reconoció la autoridad espiritual de que gozaba universalmente
la Santa Sede. Y los principios de su Nota inspiraron sin duda a la
comunidad internacional. Con razón Benedicto XV fue llamado,
en 1928, «el único vencedor moral de la Guerra» por La Civiltà
Cattolica, la prestigiosa publicación periódica de la Compañía de

189
Jesús. Desde un ángulo ideológicamente opuesto, Norberto Bob-
bio, uno de los representantes de la cultura laica italiana, en su
obra «El Perfil Ideológico del siglo XX en Italia», escribió en 1960
este juicio: «Las únicas palabras de condena absoluta de la guerra
que sonaron en Italia, aunque sofocadas […] fueron las de Bene-
dicto XV que, superando la tradicional teoría de la guerra justa,
que había permitido en el pasado justificar a ambos beligerantes, a
ambos les condenó, y rechazando la concepción ética de la guerra
llamó a la guerra como lo que era […] «horrenda carnicería que
desde hace un año deshonra a Europa», y dos años después [la
llamará] «matanza inútil»(217).

190
XXIX
Las misiones. El Código.
Las relaciones con Italia

La evangelización de los pueblos paganos fue una de las pre-


ocupaciones más importantes del programa apostólico de Bene-
dicto XV. Ya hemos visto cómo la convulsión general originada
por la guerra había tenido también repercusiones en las misiones
católicas, y cómo la diplomacia de la Santa Sede se había movido
a tiempo en París, cerca de los negociadores del Tratado de Paz,
para impedir que las misiones en las antiguas colonias alemanas de
Africa, al pasar a la administración mandataria encomendada por
la Sociedad de Naciones a distintos países aliados (Francia, Gran
Bretaña y Bélgica) fuesen incorporadas a las respectivas adminis-
traciones coloniales. La Santa Sede defendió resueltamente su de-
recho a regular la creación y organización de las misiones católicas
en el mundo, sin interferencias de las potencia europeas en cuyas
colonias se desarrollaba la misión evangelizadora. Por otro lado, la
terminación del conflicto, y la misma percepción general de que se
abría una nueva era –quizá, más propiamente, el comienzo efecti-
vo del siglo XX– parecían presentar la ocasión propicia para que el
magisterio pontificio mirase ahora con atención a la expansión del
cristianismo en un mundo que comenzaba a transformarse para
entrar en la modernidad.
En este contexto se encuadra la encíclica Maximum Illud, que
Benedicto XV publicó el 30 de noviembre de 1919, cinco meses

191
después firmado el Tratado de Versalles. Esta encíclica sienta las
bases de la actuación misionera en la época contemporánea y pre-
tende resaltar el hilo conductor que, desde los primeros siglos del
cristianismo, pasando por la gran expansión misionera en la Euro-
pa medieval y la evangelización del Nuevo Mundo y del Oriente,
continuaba en el siglo XX en territorios donde la Iglesia había co-
menzado a fundar misiones. Si bien las potencias coloniales eran
favorables en principio al desarrollo misionero en la medida en
que ayudaba a la labor colonizadora, no se ocultaba a Benedicto
XV el peligro de que la autonomía de la labor misionera pudiera
sufrir la interferencia del Estado colonial. Pollard afirma que «el
ejemplo más ultrajante del interés nacional y colonial [interfirien-
do] en los intereses de la Iglesia universal fue la obstrucción que
Francia, apoyada por otros potencias coloniales, puso contra el
establecimiento de relaciones diplomáticas entre China y la San-
ta Sede, pues temían que quedaría disminuida la influencia que
ejercía el «protectorado» francés sobre las misiones en aquel país»,
y afirma que la política misionera de Benedicto no se dirigía sola-
mente a proteger a la Iglesia del nacionalismo y del colonialismo,
sino a preparar el futuro post-colonial de la Iglesia en Africa, Asia
y Oceanía(218).
En la Maximum Illud, se pone énfasis en dos puntos prin-
cipales: la formación del clero indígena y la necesidad de que el
misionero no entienda su labor como un servicio a su propia pa-
tria (en los territorios coloniales) perdiéndose con ello el carácter
y finalidad sobrenaturales de las misiones. Respecto a lo primero,
el Papa afirma la necesidad de que haya sacerdotes de todos los
pueblos, también de los colonizados, por lo que urge que se forme
al clero indígena: «Siendo la Iglesia de Dios católica y propia de
todos los pueblos y naciones, es justo que haya en ella sacerdo-
tes de todos los pueblos, a quienes puedan seguir sus respectivos
naturales como a maestros de la ley divina y guías en el camino
de la salud». No era nueva en la Iglesia la voluntad de promover
un clero indígena, señala Chiron, quien añade que «desde 1659
[…] la Congregación de Propaganda Fide pone en guardia contra

192
una introducción exagerada de los usos europeos e incita a la for-
mación de un clero indígena. Los primeros sacerdotes japoneses
fueron ordenados en 1600, y el primer sacerdote chino en 1654.
Pero a comienzos del siglo XX, si el clero autóctono estaba bastan-
te extendido en Asia (3079 sacerdotes en 1914) era mucho más
raro encontrarlo en otros continentes (25 sacerdotes africanos en
1914 y 8 en Oceanía)»(219). Al referirse a los colegios erigidos en
Roma desde tiempos antiguos para formar clérigos de naciones
extranjeras, especialmente de rito oriental, Benedicto XV lamenta
que «después de tanta insistencia por parte de los Pontífices, haya
todavía regiones donde, habiéndose introducido hace muchos si-
glos la fe católica, no se ve todavía clero indígena bien formado»
y concluye que «ello es señal evidente de ser manco y deficiente el
sistema empleado hasta el día de hoy en algunas partes». Con el
fin de remediar esta disfunción, manda que se erijan seminarios
comunes para varias diócesis en cada región misionera. En cuanto
al segundo punto –la necesaria «desnaturalización» del misione-
ro para no aparecer como un servidor de los intereses de su país
de origen– la Maximum Illud deja claro que la labor misionera
debe mirar exclusivamente a la evangelización: «Convencidos en
el alma de que a cada uno de vosotros se dirigía el Señor cuando
dijo: «Olvida tu pueblo y la casa de tu padre», recordad que no es
vuestra vocación para dilatar fronteras de imperios humanos, sino
las de Cristo; ni para agregar ciudadanos a ninguna patria de aquí
abajo, sino a la patria de arriba».
La Encíclica contiene además instrucciones sobre el aprendi-
zaje de las lenguas indígenas y la formación integral de los misio-
neros, y dispone la apertura de una cátedra de Misionología en el
Pontificio Colegio Urbano de Roma. También hace una especial
referencia a la aportación insustituible prestada por las mujeres
que «ya desde la cuna misma del cristianismo, aparecen prestando
grandísima ayuda y apoyo a los misioneros en su labor apostóli-
ca». Muchas otras cuestiones (vocaciones misioneras, deberes de
los fieles, ayuda económica a las misiones etc.) se abordan en este
documento, que constituye un programa completo de renovación

193
de la labor evangelizadora, afectada por la reciente guerra y por
el fenómeno del nacionalismo que la había engendrado. No fue
fácil para Benedicto hacer resonar nuevamente palabras sobre el
carácter sobrenatural de las actividades de la Iglesia en un mundo
que no había olvidado, a pesar de la paz lograda, la diferenciación
entre vencedores y vencidos, y que seguía abrigando un sentimien-
to nacionalista que pronto abriría paso a los totalitarismos de en-
treguerras. De manera especial, la encíclica pone énfasis en la san-
tidad con que debe vivir el misionero, ajeno a fines materialistas
que adulteren su vocación. Se exige una coherencia de vida que dé
ejemplo a los evangelizados. El método personal de Benedicto XV
se manifiesta aquí nuevamente con su característica exposición de
medidas prácticas una vez se han definido los principios de orden
sobrenatural. Valga como ejemplo lo dispuesto sobre la formación
del misionero, su aprendizaje de las lenguas vernáculas y la necesa-
ria renuncia a favorecer los intereses nacionales propios, también
los económicos: «los misioneros se abstendrán de provocar o de
favorecer el comercio con su propia patria o con otros países».
De esta enseñanza doctrinal arranca la larga trayectoria que
ha conducido a un panorama diferente en nuestros días, en que
la jerarquía y el clero de los países antaño evangelizados son hoy
naturales de aquellas tierras, y la labor misionera se desarrolla de
forma integrada en las iglesias particulares. En definitiva, Maxi-
mum Illud fue el más importante documento misional de la Iglesia
hasta el Concilio Vaticano II, y el más relevante pronunciamiento
papal sobre esta materia hasta la encíclica de Pablo VI Evangelii
Nuntiandi en 1976. Unida a otras medidas de Benedicto, consti-
tuyó una verdadera revolución en el campo misionero, como va-
rios historiadores han señalado»(220).
* * *
Una de las tareas a las que el cardenal Gasparri se entregó con
toda su capacidad intelectual y su característica energía, fue la
elaboración de un Código de Derecho Canónico que recogiera
ordenadamente las diversas normas del derecho eclesiástico, has-

194
ta entonces dispersas en el campo jurídico de la Iglesia. Aunque
la iniciativa había partido de Pío X, correspondió al pontificado
de Benedicto XV la culminación de esta obra ingente, en la que
Gasparri contó con la valiosa ayuda de monseñor Pacelli y de un
numeroso equipo de expertos y consultores de todo el mundo.
Refiere Peters que «[…] poco después de ser elevado al Papado,
san Pío X preguntó a Pietro Gasparri, eminente canonista, cuánto
tiempo duraría una codificación del derecho. Gasparri contestó
que, en su opinión, siempre que pudiera contar con un número
suficiente de ayudantes capaces, el trabajo podría estar hecho en
veinticinco años. «En tal caso, hágalo», fue la breve respuesta del
Pontífice»(221). Y el trabajo se realizó en catorce años. Benedicto
siempre cuidó de reiterar que el mérito de esta obra gigantesca
correspondía enteramente a su Predecesor, y que a él sólo le había
correspondido publicarla. Sin embargo, lo cierto es que durante
los tres primeros años de su pontificado, el Papa había seguido e
impulsado los trabajos, que no desatendió ni en plena guerra.
El 28 de mayo de 1917 tuvo lugar la solemne promulgación
del Código. En el decreto Providentissima, el Papa explica que «las
leyes de la Iglesia habían crecido tanto en número, y estaban tan
separadas y dispersas, que muchas de ellas eran desconocidas, no
solamente para el pueblo sino también para los más instruidos
estudiosos». Pero no se conformó Benedicto con culminar esta
empresa, sino que adoptó medidas en previsión de dos riesgos ob-
vios. El primero, relativo a las disputas sobre el significado de los
cánones; el segundo, que la abundancia de legislación posterior
pudiera dejar el Código obsoleto. Para el primer caso, estableció
la Comisión para la Interpretación Auténtica del Código, y para
el segundo, procedió a recortar los poderes legislativos de varias
Congregaciones de la Curia, de modo que su actividad normativa
estuviera centrada en la aplicación del propio Código(222).
* * *
A lo largo del pontificado de Benedicto XV, las relaciones en-
tre la Santa Sede e Italia habían evolucionado bajo el influjo de

195
las circunstancias históricas. De manera especial, la entrada de
Italia en la guerra fue un acontecimiento esencial en el giro de
estas relaciones. De un lado, porque los gobiernos del momento,
y en especial la actitud hostil a la Santa Sede del ministro Sonni-
no, mantuvieron una oposición terminante a que el Papa tuviera
un papel en la construcción de la paz. El Tratado de Londres, de
1915, es prueba de ello. De otro, porque, como se ha señalado,
la pena y la solicitud de Benedicto ante la tragedia sufrida por el
pueblo italiano –particularmente en Caporetto– demostró que la
estricta imparcialidad que el Pontífice quiso guardar no era óbice
a la compasión y solidaridad que, como italiano, sentía personal-
mente. Esta solidaridad acercó a las dos partes, y el gobierno de
Italia vio con gratitud la colaboración humanitaria de la Santa
Sede. La nueva atmósfera fue evidente en los contactos estableci-
dos entre monseñor Cerretti y el primer ministro Orlando duran-
te la Conferencia de París.
El panorama político de la posguerra facilitó la fundación,
en 1919, del Partido Popular Italiano (PPI) bajo la dirección de
un sacerdote, don Sturzo, y del seglar Carlo Santucci. Esta nue-
va fuerza política no fue ideada para ser un partido confesional,
sino un partido estrictamente secular, inspirado en los principios
cristianos, que incorporaba a su programa la doctrina social de la
Iglesia. Por lo demás, don Sturzo afirmaba la plena independencia
respecto de la jerarquía eclesiástica. Aunque estas ideas fundacio-
nales no fueron mal recibidas en el Vaticano, el cardenal Gasparri
consideró necesario advertir que el PPI debía respetar la posición
históricamente mantenida por la Santa Sede sobre la Cuestión
Romana, para evitar la confusión que se derivaría de la aparición
de un nuevo punto de vista además del oficial e inalterado de la
Santa Sede. De todos modos, ya entonces el enfoque de Benedicto
XV sobre este conflicto histórico, sin variar en lo esencial, había
ido adquiriendo contornos más pragmáticos, comenzando por la
disposición del Papa a que la solución fuera hallada como fruto
de una negociación bilateral, evitando su internacionalización. La
delicada e incómoda situación en que se halló el Papa durante

196
la guerra, desprovisto de soberanía y huésped en un Estado en
guerra, había evidenciado la necesidad de resolver un conflicto
prolongado y molesto. En cualquier caso, la suavización paulatina
de las relaciones bilaterales fue allanando el camino hacia el arre-
glo definitivo en 1929. Respecto al PPI, y aunque las relaciones
con el Vaticano no fueron fáciles al principio, en las elecciones de
1919, la Santa Sede dejó libertad a los obispos para apoyar o no a
los candidatos respectivos del partido, según su buen criterio. En
esas elecciones, el PPI se convirtió en la segunda fuerza política de
Italia, precursora de la Democracia Cristiana. Señala Peters que
«permitiendo la organización de este partido, Benedicto abolió tá-
citamente el non expedit que había prohibido la participación en
la política italiana»(223).

197
198
XXX
La renovación espiritual
en un mundo nuevo. Las iglesias orientales

Con ocasión de la inauguración del monumento a Benedicto


XV en la Basílica de San Pedro, Pío XI habló así de su predecesor:
«En la escala de cosas que fueron bellas, puras, santas, sublimes y
edificantes en la vida de Benedicto XV, su piedad ocupaba el lugar
más alto»(224). Esta piedad se manifestaba de forma especial en la
impresionante actitud de recogimiento en las ceremonias litúrgi-
cas y en una devoción honda al Corazón de Jesús y a la Virgen
María y fue uno de los rasgos más destacados de su entrega perso-
nal. Por encima de todo, Giacomo se sintió sacerdote al servicio
de las almas. Cuando le llegó el momento, quiso además ser buen
pastor, de la diócesis de Bolonia primeramente y de la Iglesia uni-
versal más tarde. Esta preocupación porque el sacerdote una la
piedad al conocimiento de la Sagrada Escritura y sepa transmitir a
los fieles la buena doctrina, se refleja en la encíclica Humani Gene-
ris Redemptionem, de 15 de junio de 1917, precisamente dedicada
a la predicación de la Palabra de Dios y a la renovación de una
oratoria sagrada, que se había alejado en ocasiones de las fuentes
bíblicas y doctrinales.
En cuanto a la devoción de Benedicto XV a la Humanidad y
Misericordia de Cristo, simbolizadas en el Sagrado Corazón, se
pone de manifiesto en los documentos magisteriales con ocasión
de la guerra. Esta corriente –desarrollada a partir del siglo XVII y

199
muy arraigada ya en el XIX– había sido recogida por León XIII,
que la impulsó, como señala Santiago Casas, «y le dio un acento
personal, orientándola hacia una perspectiva social, en conexión
con la recristianización y con la paz nacional e internacional. El
pontífice entendía esta devoción como una devoción moderna,
es decir, como una respuesta a los retos del mundo moderno»(225).
Benedicto XV siguió esta orientación doctrinal de su predecesor,
relacionando los sufrimientos causados por la guerra con los dolo-
res de Jesucristo. Al dirigirse a los jefes de las naciones pidiendo la
paz, su invocación en defensa de la vida humana desangrada en los
campos de batalla se centra que valen la Sangre de Cristo, y reitera
el deber que le impele a gritar –clama ne cesses!, había creído escu-
char en su interior, según afirmó en 1915– como representante del
Príncipe de la Paz. El impulso que dio Benedicto a esta devoción,
que quiso se extendiera a todos los hogares, hizo de la Consagra-
ción al Sagrado Corazón de Jesús una de las manifestaciones más
típicas de la renovación de la espiritualidad católica en el período
de entreguerras,
* * *
En el orden doctrinal, Benedicto puso empeño en continuar la
obra de renovación de la vida cristiana a la que Pío X dedicó tantos
esfuerzos. En este sentido, promovió el conocimiento y lectura
asidua de la Sagrada Escritura por sacerdotes y fieles, insistiendo
en la necesidad de que la vida interior se cimente sobre la Palabra
de Dios. La encíclica Spiritus Paraclitus, de 15 de septiembre de
1920, está precisamente dedicada a la interpretación de la Sagrada
Escritura, siguiendo la enseñanza de León XIII.
Por lo que se refiere a la moral cristiana, en la encíclica Sacra
Propediem (de 6 de enero de 1921) Benedicto exalta la espiritua-
lidad franciscana y valora la contribución de los fieles –especial-
mente de los que componen la Orden Tercera, a la que él mismo
pertenecía– a la construcción de un mundo fundado sobre una
paz justa y una equitativa distribución de los bienes. Su visión del
mundo de entreguerras, «los felices años veinte», es una valiente

200
denuncia de que los pueblos andaban descaminados después de
tanto sufrimiento: «En verdad, dos cosas hay que resaltan hoy día
en medio de la extrema perversidad de las costumbres: un infi-
nito deseo de riquezas y una insaciable sed de placeres. De aquí,
como de su fuente principal, dimanan la mancha y el baldón de
este siglo, a saber, que mientras éste progresa constantemente en
todo lo que entraña comodidad y bienestar para la vida, parece sin
embargo retroceder miserablemente a las vergonzosas lacras de la
antigüedad pagana en lo que es de mayor monta, es decir, en el
deber de llevar una vida justa y honrada».

* * *
En 1920, Benedicto XV canonizó a tres santos: Juana de Arco,
Gabriel de la Dolorosa y Margarita María Alacoque. Ya hemos
visto la importancia que tuvo la exaltación de la «doncella de Or-
leans» para la reanudación de las relaciones diplomáticas entre
Francia y la Santa Sede. Por otro lado, Margarita Alacoque, tam-
bién francesa, fue la difusora de la devoción al Sagrado Corazón
de Jesús en el siglo XVII. La Delegación oficial que París envió a
Roma con esta ocasión puso de manifiesto la satisfacción con que
se daba por concluida una larga y espinosa etapa. El Pontífice,
por su lado, no ahorró expresiones de admiración y benevolencia
hacia las glorias de la Francia «hija primogénita de la Iglesia». La
dolorosa herida con Francia estaba cerrada.

* * *
Una de las preocupaciones primordiales de Benedicto XV fue
la atención a los católicos de rito no latino, es decir a los que se
mantenían en comunión con Roma. Ciertamente estas comuni-
dades eran minoría dentro de la cristiandad oriental (solamente
seis millones y medio de fieles) donde la mayoría de los fieles per-
tenecían a las iglesias ortodoxas de distintos ritos, esto es cismáti-
cas o separadas. Con ocasión de la Guerra, el Papa había volcado
sus esfuerzos –como hemos visto– en ayudar a las poblaciones
cristianas del Oriente europeo (Ucrania, Armenia) y del Oriente

201
Medio, sin distinción de creencias. Con la finalidad de poner de
relieve la solicitud de Roma por los católicos orientales, el Papa
instituyó una nueva Congregación, dedicada a las Iglesias Orien-
tales. En el motu proprio Dei Providentis, de 1 de mayo de 1917,
manifestaba precisamente que con esta decisión quería significar
que los orientales no están en absoluto sometidos a los latinos den-
tro de la Iglesia Católica, pues «la Iglesia de Jesucristo, porque no
es latina, ni griega, ni eslava, sino Católica, no distingue entre sus
hijos […] y todos ellos […] son iguales ante la Sede Apostólica».
Aún dio un paso más Benedicto al erigir, en octubre de 1917, el
Instituto de Estudios Orientales, que admitía también a alumnos
pertenecientes a las iglesias orientales separadas. Por último, por
la encíclica Principi Apostolorum, de 5 de octubre de 1920, el Papa
declaró a san Efrén de Siria doctor de la Iglesia.

* * *
En el campo litúrgico, además de la enseñanza sobre la pre-
dicación, cabe recordar que se debe a Benedicto XV el privilegio
concedido a los sacerdotes para celebrar tres misas en el día de los
Fieles Difuntos. En la exhortación apostólica Incruentum Altaris
Sacrificium, de 10 de agosto de 1915, el Papa extendió a la Iglesia
universal un privilegio nacido en el Reino de Aragón a instancias
de la piedad popular: «En efecto, esta piedad ancestral llegó a ser
tan intensa, hace muchos siglos, en el reino de Aragón que […]
Nuestro Predecesor […] Benedicto XIV no solo la confirmó sino
que, a petición de Fernando VI, Rey Católico de España, y de
Juan V de Portugal […] la extendió [en 1748] a todo sacerdote en
los dominios de dichos príncipes […]»(226).

202
XXXI
El tránsito

Una mañana de noviembre de 1921, el Papa se dirigió muy


temprano al Hospicio de Santa Marta, en el Vaticano, para ce-
lebrar la Misa, como había prometido a las religiosas de aquella
comunidad. Para acortar el trayecto, Benedicto decidió cruzar por
el interior de la Basílica de san Pedro, que estaba todavía cerrada
al público. El ujier (o sanpietrino) encargado de abrir la puerta de
acceso no estaba a la hora fijada y el Papa –siempre puntual– tuvo
que esperar un largo rato en medio de la fría humedad de la ma-
ñana. Aunque finalmente pudo celebrar la Misa y departir con las
religiosas, el personal de su séquito pronto notó en él señales de
un fuerte resfriado, que se tradujo en una tos persistente. En una
de aquellas jornadas, regresando a sus habitaciones, murmuró con
su ironía característica: «la tosse è il tamburo della morte!» –la tos
es el heraldo de la muerte. Sin embargo, cumplidos los sesenta y
siete años de edad, había mantenido hasta el momento una salud
razonable para su frágil constitución, sin otros problemas que un
reumatismo persistente en los últimos años(227).
A principios del año nuevo de 1922, Benedicto todavía pudo
conceder audiencias, y el 16 de enero celebró la Misa para los
alumnos del colegio de la Propaganda y dio la comunión a más
de cien personas. Su homilía estuvo ya intercalada por violentos
ataques de tos. El 18 de enero, no pudo levantarse del lecho y tuvo

203
que renunciar a celebrar la Misa de la Cátedra de San Pedro, fiesta
de aquel día. El jefe de los médicos pontificios, doctor Battisti-
ni, emitió el primer parte anunciando que el Pontífice sufría una
bronquitis. El 19, oyó la Misa en cama y departió con sus cola-
boradores íntimos, bromeando con el cardenal Gasparri, a quien
había pedido un papel que éste no lograba encontrar mientras
revolvía en el escritorio papal, cuidadosamente ordenado: «Trái-
game por favor el cajón –acabó por decir Benedicto con buen
humor– debí suponer que Vd. no puede ver con mis ojos». Cada
palabra y cada gesto respiraban amabilidad y afecto.
Las representaciones diplomáticas se apresuraron a obtener
detalles para informar a sus capitales, aunque todavía no se de-
tectaba un proceso grave. En este entendimiento, el embajador de
España, marqués de Villasinda, telegrafía a Madrid: «Padre Santo
comenzó a tener calentura y bastante tos martes último con cata-
rro bronquial. Suspendidas audiencias […] Mi impresión es que
[…] se teme posibilidad catarro degenere en pulmonía»(228). Al día
siguiente, el embajador informaba de que el Cardenal Penitencia-
rio había sido llamado al Vaticano «por haberse agravado el estado
de Su Santidad con peligro de su vida»(229).
En efecto, la mañana del 20, ante el visible empeoramiento,
debido a dificultades de respiración, el Papa, después de oír Misa,
solicitó el Viático, que le trajo monseñor Zampini en presencia de
varios cardenales, entre ellos Merry del Val. Sus sobrinos, el conde
Persico (hijo de su hermana Giulia) y el marqués Della Chiesa
(hijo de su hermano Giuseppe) estaban también presentes en la
habitación del Pontífice. El Penitenciario, cardenal Georgi, leyó la
profesión de Fe en nombre de Benedicto, quien recibió el Viático
en cama, revestido de roquete y estola. El Papa estaba muy débil
para leer, por lo que no pudo cumplir este impresionante rito, en
el que se pide al Sucesor de Pedro, próximo a morir, que reafirme
su fidelidad al depósito de la Fe a él confiado. El Penitenciario le
dio la última absolución general. Se había colocado la mano del
Papa sobre un almohadón de terciopelo, de modo que los carde-
nales pudieran acercarse a besarla por última vez. Cuando llegó

204
el turno a Merry del Val y se arrodilló ante él, Benedicto abrió
los ojos y mirándole profundamente murmuró: «Vivo o muerto,
rezad por mí».
El 21, el embajador de España transmitía las últimas noticias:
«Su Santidad pasó muy mala noche […] Recibió la Extremaun-
ción a las dos y media de la madrugada y a las siete parecía entrar
en estado preagónico […] Malas impresiones, con pérdida de toda
esperanza […] de que pueda conservarse su preciosa vida por más
de algunas horas, ya que […] se extendió la inflamación a los dos
pulmones»(230). A las 20,20 horas del mismo día, el marqués de
Villasinda informaba urgentemente que había podido hablar con
el cardenal Gasparri: «Fatal desenlace de un momento a otro […]
Cardenal Secretario de Estado, a quien he hecho presente de pa-
labra profundo sentimiento y votos de S.M. el Rey, su gobierno
y toda nación española agradeció y dijo que yo podía comunicar
que la catástrofe está ya muy próxima»(231).
Entretanto, a las cuatro de la tarde Benedicto empezó a dar
señales de delirio. En un intervalo de lucidez, el doctor Battistini
–sigue relatando Peters– «le dijo suave pero inequívocamente que
debía prepararse para el último viaje. Con voz alta y clara, que
se pudo escuchar no solo por quienes estaban en la sala contigua
sino también en el corredor, exclamó: ¡Ofrecemos voluntariamente
la vida por la paz del mundo! Habló en plural, esto es, en el len-
guaje de la Curia Papal. Fue el último pronunciamiento oficial de
Benedicto, su último motu proprio no escrito dirigido a la Iglesia
universal»(232). Luego dio las órdenes para el día siguiente, al igual
que todas las noches, como padre de familia y señor del Palacio
Apostólico, advirtiendo de que la Misa fuera celebrada por el car-
denal Vico en lugar del monseñor Mayordomo, también enfermo,
a quien no se debía molestar. También preguntó a su sobrino Della
Chiesa si se estaba rezando por él, quedando tranquilizado cuando
éste le dijo que en todo el mundo se pedía en esos momentos.
Cuando, a las dos de la madrugada, las señales del fin eran ya
patentes, el cardenal Georgi se acercó para cumplir su deber final
como Penitenciario:

205
Monumento Sepulcral de Benedicto XV en la Basílica de San Pedro

«Lenta, claramente y con firmeza dijo «Santidad, ¡bendecid a


vuestros parientes!». El Papa mantuvo los ojos cerrados pero hizo
un pequeño gesto con la mano derecha, significando el triple sig-
no de la cruz. «Santidad –continuó el cardenal– ¡ahora bendecid
a los miembros de vuestra Casa!». Con debilidad y fatiga el Papa
respondió con el mismo gesto.
«Santidad» insistió el cardenal, con persistencia casi cruel,
«¡bendecid al pueblo que espera la paz!».
«En este instante sucedió una especie de prodigio. Benedicto
apartó las coberturas de sus hombros, intentó incorporarse y como
si estuviera viendo una gran extensión de rostros vueltos hacia él
[…] con un amplio gesto trazó el signo de la salvación tres veces,
y con una entonación extraordinaria dijo: «que la bendición de
Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre
vosotros y permanezca siempre». Con este último acto reafirmó de
palabra y obra el gran lema de su pontificado»(233).

206
Poco después, el doctor Battistini, que no había soltado el pul-
so del Papa, dijo gravemente: «Su Santidad ha acabado». Eran las
6 de la mañana del día 22 de enero de 1922. El hombre de la paz
–«el único vencedor moral de la Guerra»– cruzaba el umbral de
este mundo para entrar en la eternidad.
En las Actas de la Sede Apostólica se leen estas sobrias pala-
bras: «Summus Pontifex Benedictus XV die xxii Januarii hora VI
sanctissime obdormivit in Domino» –El Sumo Pontífice Benedicto
XV se durmió con gran santidad en el Señor el 22 de enero, a las
seis de la mañana»(234).
Los restos mortales de Benedicto XV fueron inhumados en las
grutas de la Basílica Vaticana, en un sepulcro próximo al de san
Pío X, según deseo que había manifestado Benedicto al Cardenal
Merry del Val en su condición de Arcipreste de dicha Basílica. El
monumento sepulcral fue erigido en la Basílica de San Pedro. El
Pontífice está de rodillas, en actitud orante por la paz. Al fondo,
una pintura mural representa el mundo en guerra, la catástrofe
que él trató de impedir.
El 6 de febrero de 1922, el Cardenal Achille Ratti, Arzobispo
de Milán, fue elegido sucesor de Benedicto XV, tomando el nom-
bre de Pío XI.

207
Citas

1. Condesa de Yebes, Spínola el de las Lanzas y otros retratos históricos, Bue-


nos Aires 1947.
2. Manuel Herrero Sánchez, La Monarquía Hispánica y la Républica de
Génova, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, http://www.
hispania.revistas.csic.es.
3. Walter H. Peters, The Life of Benedict XV, Milwaukee 1959, pág. 5. (Ver
también Alessio Bruno Bedini, Famiglie storiche d’Italia, sito ufficiale
www.iagi.info).
4. Denis Mack Smith, Storia d’Italia (1861-1969), Bari 1972, pág. 13.
5. Smith, op. cit., pág. 61 y ss.
6. Pío IX, Syllabus, núm. 44, 8-12-1864.
7. Santiago Casas, León XIII, un pontificado entre modernidad y tradición,
Pamplona 2014.
8. Manlio Brunetti, La questione Romana e il non expedit en Pio IX Beato,
L’Osservatore Romano, Città del Vaticano 2000, págs. 41 y ss.
9. Sobre la posición de Pío IX respecto del proyecto en abstracto de uni-
ficar a Italia, éste no había sido inicialmente contrario cuando se pensó
en ofrecer al Papa la presidencia de honor de una hipotética confede-
ración, respetando su soberanía territorial sobre los Estados Pontificios.
cfr. J.M. Villefranche, Pie IX, Paris 1873.
10. Peters, op. cit., pág. 10.
11. Yves Chiron, Benoît XV, le Pape de la Paix, Paris 2014, págs. 30-31.
12. Chiron, ibidem.
13. Chiron, ibidem.
14. Chiron, op. cit., págs. 33-34.
15. Chiron, ibidem.
16. Chiron, op. cit. (Ver también John F. Pollard, Benedict XV, the Pope of
Peace, Norfolk U.K. 1999, citando a una fuente fidedigna, el conde
Carlos Sforza).

209
17. Peters, op. cit., pág. 15.
18. Igino Cardinale, Le Saint-Siège et la Diplomatie, Paris 1962.
19. Santiago Casas, op. cit.
20. Luis Suárez Fernández, Cristianismo y Europeidad, Pamplona 2006.
21. Peters, op. cit., pág. 17.
22. Cardenal Achille Silvestrini, Entrevista, Archivio Storico, Corriere della
Sera 2004.
23. Pollard, op. cit.
24. Alberto Martín Artajo, Doctrina Pontificia, II, Documentos Políticos,
B.A.C., Madrid 1958, pág. 127.
25. Chiron, op. cit., pág. 53.
26. Chiron, op. cit., pág. 46.
27. Chiron, op. cit., pág. 50.
28. Gabriele De Rosa, Enciclopedia dei Papi, 2000, http://www.treccani.it.
29. Chiron, op. cit., pág. 52.
30. Peters, op. cit., pág. 22, citando a MacNutt.
31. Chiron, op. cit., pág. 53.
32. Chiron, op. cit., pág. 52.
33. Suárez Fernández, op. cit.
34. Georges Jarlot, La Iglesia ante el progreso social y político: la enseñanza so-
cial de León XIII, de Pío X y de Benedicto XV vista en su ambiente histórico
(1878-1922), Barcelona 1967, págs. 109 y ss.
35. Casas, op. cit., págs. 78 y ss.
36. León XIII, Sapientiae Christianae, III, 15 y 16, 10-1-1890.
37. Jarlot, op. cit., pág. 67.
38. León XIII, Notre Consolation, II, 11, 3-5-1892.
39. León XIII, ibidem, 15.
40. Casas, op. cit., págs. 72-73.
41. Silvestrini, entrevista citada.
42. Príncipe de Bülow, Mémoires, II, Paris 1930, págs. 16 y ss., y pág. 88.
43. Peters, op. cit., pág. 27.
44. Casas, op. cit., pág. 122.
45. León XIII, Rerum novarum, 14, 15-5-1891.
46. Doctrina Pontificia, Documentos Sociales, Exposición histórica,
B.A.C., Madrid 1964, pág. 247.
47. Ibidem.
48. Casas, op. cit., págs. 127-128.
49. Casas, op. cit., pág. 128.
50. Silvestrini, entrevista citada.
51. Antonio Scottà, Profilo Biografico di Giacomo Della Chiesa, Roma 2009,
págs. 5 y ss.
52. Scottà, ibidem.
53. Scottà, ibidem.
54. Chiron, op. cit., págs. 59 y ss.

210
55. Chiron, ibidem.
56. Chiron, op. cit., pág. 62.
57. Chiron, ibidem.
58. Chiron, ibidem.
59. Chiron, op. cit., pág. 68.
60. Alberto J. González Chaves, Rafael Merry del Val, Madrid 2004, págs.
32 y ss.
61. González Chaves, op. cit., pág. 43.
62. Chiron, op. cit., págs. 73 y ss. para este relato.
63. Bülow, op. cit., págs. 26 y ss.
64. Chiron, op. cit.
65. Archivo del Ministerio de Estado, Madrid, Sección 4, Santa Sede, orden
núm. 46, 21-7-1903.
66. Chiron, op. cit., págs. 74 y ss.
67. Bülow, op. cit., pág. 28.
68. Chiron, op. cit.
69. González Chaves, op. cit., pág. 116.
70. Chiron, op. cit.
71. Bülow, op. cit., pág. 29.
72. González Chaves, op. cit., págs. 118-119.
73. Bülow, op. cit., págs. 29-30.
74. Silvestrini, entrevista citada.
75. Chiron, op. cit.
76. Rafael Navarro-Valls, Entre la Casa Blanca y el Vaticano, Madrid 2009,
págs. 151 y ss.
77. Ius Exclusivae, Wikipedia.
78. Ius Exlcusivae, Cathopedia.
79. Chiron, op. cit., págs. 76-77.
80. Pollard, op. cit., pág. 18, citando a Peters.
81. Peters, op. cit., pág. 39.
82. Chiron, op. cit., pág. 77.
83. Pollard, op. cit., pág. 25.
84. Peters, op. cit., pág. 40, citando a Vistalli.
85. Peters, op. cit., pág. 40.
86. Doctrina Pontificia, Documentos Políticos, B.A.C., pág. 379, introduc-
ción a Encíclica de León XIII Vehementer nos.
87. Pollard, op. cit., pág. 21.
88. Pollard, op. cit., pág. 22.
89. Pollard, ibidem, citando a Sforza.
90. Pollard, op. cit.
91. cfr. El modernismo a la vuelta de un siglo, edit. por Santiago Casas, Pam-
plona 2008. cfr. reseña de Juan Carlos Martín de la Hoz sobre esta obra.
92. Peters, op. cit., pág. 43.
93. Pío IX, Syllabus, I, 3 y 59, 8-12-1864.

211
94. Peters, op. cit., pág. 43.
95. El modernismo a la vuelta de un siglo, edit. por Santiago Casas, Pamplona
2008, op. cit.
96. Manuel Cabello, La crisis modernista y la encíclica Pascendi en la novela Jean
Barois (de R. Martin du Gard), Anuario de Historia de la Iglesia, 16(2007),
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, págs. 122 y ss.
97. Ibidem.
98. ec.aciprensa.com, modernismo teológico.
99. César Izquierdo, El modernismo a la vuelta de un siglo, edit. por Santiago
Casas, Pamplona 2008, pág. 53.
100. Josep-Ignasi Saranyana, ibidem, pág. 204.
101. Cabello, op. cit.
102. Santiago Casas, En recuerdo de la Crisis Modernista a la vuelta de un siglo,
Anuario de la Historia de la Iglesia, 16, Pamplona 2007.
103. Cabello, op. cit., citando a Rivière.
104. Chiron, op. cit., pág. 98.
105. Peters, op. cit., pág. 48.
106. Santiago Casas, En recuerdo de la Crisis Modernista a la vuelta de un siglo,
Anuario de la Historia de la Iglesia, 16, Pamplona 2007, pág. 27.
107. Peters, op. cit., pág. 48.
108. Pollard, op. cit., pág. 24.
109. Chiron, op. cit., págs. 99-100.
110. Chiron, ibidem.
111. Chiron, ibidem.
112. Peters, op. cit., pág. 81.
113. Benedicto XV, Ad Beatissimi Apostolorum, 1-11-1914.
114. Peters, op. cit., págs. 54 y ss. con el relato de la ceremonia.
115. cfr. Pollard, op. cit., págs. 33-54, sobre el período de arzobispo de Bolonia.
116. Chiron, op. cit., págs. 95-97.
117. Chiron, ibidem.
118. Peters, op. cit., pág. 91.
119. Peters, op. cit., pág. 59.
120. Peters, op. cit., pág. 61, citando a Vistalli.
121. Pollard, op. cit., pág. 37.
122. Chiron, op. cit., pág. 94.
123. Chiron, op. cit., pág. 103.
124. Peters, op. cit., pág. 66, citando a De Waal.
125. Chiron, op. cit., pág. 104.
126. Peters, op. cit., pág. 66.
127. Pollard, op. cit., pág. 52.
128. Pollard, op. cit., pág. 68, citando a Leslie.
129. Chiron, op. cit., pág. 101.
130. Pollard, op. cit., pág. 53.
131. Pollard, op. cit., citando La Stampa, 4-9-1914.

212
132. Bülow, op. cit., pág. 136.
133. Chiron, op. cit., pág. 109.
134. Chiron, ibidem.
135. Bülow, op. cit., III, pág. 88.
136. Santiago Casas, En recuerdo de la Crisis Modernista a la vuelta de un siglo,
Anuario de la Historia de la Iglesia, 16, Pamplona 2007.
137. Pollard, en op. cit., pág. 60, se refiere a este diario, citando la obra de
Liebman, Journal Secret d’un Conclave, 1963.
138. Chiron, op. cit., pág. 111.
139. Pollard, op. cit., págs. 62-63.
140. Peters, op. cit., pág. 80.
141. Peters, op. cit., págs. 83 y ss.
142. Pollard, op. cit., pág. 68.
143. Archivo del Ministerio de Estado, Madrid, Santa Sede, Despacho núm.
141, de 4-9-1914.
144. Archivo del Ministerio de Estado, Madrid, Santa Sede, Despacho núm.
163, de 14-10-1914.
145. Pollard, op. cit., pág. 70, citando a Randall, Vatican Assignment, London
1956.
146. Peters, op. cit., pág. 92, citando a Morgan, The Listening Post, New York
1944.
147. Peters, op. cit., pág. 94, citando a Pichon, Benoît XV, Paris 1940.
148. Peters, op. cit., págs. 114-115.
149. Peters, op. cit., pág. 227, citando a R. Speaight, Life of Hillaire Belloc.
150. Peters, op. cit., págs. 100-101.
151. Peters, ibidem.
152. Chiron, op. cit., pág. 119.
153. Chiron, op. cit., págs. 120-122.
154. G. Arnaud d’Agnel, Benoît XV et le Conflit Européen, Paris 1916, pág. 67.
155. Martín Artajo, op. cit.
156. Mariano Fazio, De Benedicto XV a Benedicto XVI, Madrid 2009, pág. 35.
157. Benedicto XV, Ad Beatissimi Apostolorum, 1-11-1914, I, 3.
158. Pollard, op. cit., pág. 87.
159. Chiron, op. cit., págs. 128 y ss.
160. Chiron, ibidem.
161. Chiron, ibidem.
162. Chiron, ibidem.
163. Chiron, ibidem.
164. Chiron, op. cit., págs. 132 y ss., para la cuestión de Bélgica.
165. Chiron, ibidem, citando a Vaucher, Le pape et la paix, l’Illustration, Paris
1915.
166. Chiron, op. cit., pág. 136.
167. Peters, op. cit., pág. 130.
168. Bülow, op. cit., págs. 216 y ss.

213
169. Smith, op. cit., págs. 452-453.
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178. Chiron, op. cit., pág. 164.
179. Archivo del Ministerio de Estado, Madrid, Santa Sede, despacho núm.
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180. Bülow, op. cit., pág. 258.
181. Pollard, op. cit., págs. 104 y ss.; Peters, op. cit., págs. 126 y ss.; Chiron,
op. cit., págs. 170 y ss.
182. Pollard, op. cit., pág. 105.
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187. Peters, op. cit., págs. 145 y 289, ésta última citando a Guillermo II,
Memorias.
188. Schenk Sanchis, op. cit., pág. 168.
189. Chiron, op. cit., pág. 182.
190. Chiron, op. cit., pág. 185.
191. Pollard, op. cit., págs. 126 y ss.
192. Pollard, op. cit., págs. 128 y ss.
193. Peters, op. cit., pág. 151.
194. Chiron, op. cit., pág. 186.
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196. Chiron, op. cit., pág. 187.
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198. Smith, op. cit., pág. 461.
199. Archivo del Ministerio de Estado, Madrid, Santa Sede, despacho núm.
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200. Pollard, op. cit., pág. 129, citando a Monti.
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202. Davies, op. cit., pág. 926.
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204. Davies, op. cit., pág. 926.
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208. Pérez-Maura, op. cit., pág. 82.
209. Chiron, op. cit., pág. 212.
210. Chiron, op. cit., pág. 217.
211. Pollard, op. cit., págs. 115-116.
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213. Chiron, op. cit., pág. 220.
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215. Mons. Giovanni Battista Montini, Discurso en el 250 aniversario de la
Pontificia Academia Eclesiástica, 25-4-1951, www.vatican.va/romancu-
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218. Pollard, op. cit., págs. 202-203.
219. Chiron, op. cit., pág. 228.
220. Pollard, op. cit., pág. 204.
221. Peters, op. cit., pág. 204.
222. Peters, op. cit., pág. 210.
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plona 2014, pág. 152.
226. Peters, op. cit., pág. 237.
227. Peters, op. cit., págs. 268 y ss., sobre la muerte de Benedicto XV que
hemos seguido fielmente por el interés histórico de los testimonios re-
cogidos.
228. Archivo del Ministerio de Estado, Madrid, Santa Sede, telegrama núm.
3, de 19-1-1922.
229. Archivo del Ministerio de Estado, Madrid, Santa Sede, telegrama núm.
5, de 20-1-1922.
230. Archivo del Ministerio de Estado, Madrid, Santa Sede, telegrama núm.
9, de 21-1-1922.
231. Archivo del Ministerio de Estado, Madrid, Santa Sede, telegrama núm.
10, de 21-1-1922.
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Astrolabio

HISTORIA
Grandes interpretaciones de la historia (5.ª edición) / Luis Suárez
Historia de las religiones / Manuel Guerra
I. Constantes religiosas (2.ª edición)
II. Los grandes interrogantes (2.ª edición)
III. Antología de textos religiosos (2.ª edición)
Civilizaciones del Este asiático / Wm. Theodore de Bary
Sacerdotes en el Opus Dei. Secularidad, vocación y ministerio / Lucas F. Mateo Seco y Rafael
Rodríguez-Ocaña
Rusia entre dos revoluciones (1917-1992) / Autores varios
La Gamazada. Ocho estudios para un centenario / Autores varios
Corrientes del pensamiento histórico / Luis Suárez Fernández
Cuba y España, 1868-1898. El final de un sueño / Juan B. Amores Carredano
Pablo Sarasate (1844-1908) / Custodia Plantón
Mi encuentro con el Fundador del Opus Dei. Madrid, 1939-1944) (3.ª edición) / Francisco Ponz
El matrimonio civil en España. Desde la República hasta Franco / Francisco Martí Gilabert
La vida de Sir Tomás Moro (2.ª edición) / William Roper (Introducción, traducción y notas de
Alvaro de Silva)
¿Por qué asesinaron a Prim? La verdad encontrada en los archivos / José Andrés Rueda Vicente
Carlos IV en el exilio / Luis Smerdou Altolaguirre
Carlos V. Emperador de Imperios / Emilia Salvador Esteban
Filipinas. La gran desconocida (1565-1898) / Lourdes Díaz-Trechuelo
El conflicto árabe-israelí en la encrucijada ¿es posible la paz? / Romualdo Bermejo García
Josemaría Escrivá de Balaguer y los inicios de la Universidad de Navarra (1952-1960) /
Onésimo Díaz Hernández y Federico M. Requena (Eds.)
La Iglesia y la esclavitud de los negros / José Andrés-Gallego y Jesús María García Añoveros
La moda en la pintura: Velázquez. Usos y costumbres del siglo XVII / Maribel Bandrés Oto
Felipe V: La renovación de España. Sociedad y economía en el reinado del primer Borbón /
Agustín González Enciso
Cristianismo y europeidad. Una reflexión histórica ante el tercer milenio (1.ª edición; 1.ª
reimpre­sión) / Luis Suárez Fernández
Profetas del miedo. Aproximación al terrorismo islamista / Javier Jordán
El legado social de Juan Pablo II / José Ramón Garitagoitia Eguía
Joseph Ratzinger. Una biografía / Pablo Blanco Sarto
Los creadores de Europa. Benito, Gregorio, Isidoro y Bonifacio (1.ª reimpr.) / Luis Suárez
Fernán­dez
El nuevo rostro de la guerra / Javier Jordán y José Luis Calvo Albero
Los musulmanes en Europa / José Morales
España y sus tratados internacionales: 1516-1700 / Jesús M.ª Usunáriz
Intuición y asombro en la obra literaria de Karol Wojtyla / M.ª Pilar Ferrer Rodríguez
La revista Vida Nueva (1967-1976). Un proyecto de renovación en tiempos de crisis / Yolanda
Cagigas Ocejo
La correspondencia de Tomás Moro / Anna Sardaro
Terrorismo y magnicidio en la historia / Mercedes Vázquez de Prada (Ed.)
Terror.com. Irak, Europa y los nuevos frentes de la yihad / Alfonso Merlos
Historia de Europa en el siglo XX. A través de grandes biografías, novelas y películas (1914-
1989) / Onésimo Díaz Hernández
Historia de Israel y del pueblo judío: guerra y paz en la Tierra Prometida / María del Mar La­
rraza (Ed.)
Continuidades medievales en la conquista de América / Eduardo Daniel Crespo Cuesta
América y la Hispanidad. Historia de un fenómeno cultural / Antonio Cañellas Mas (coord.)
El régimen de Franco. Unas perspectivas de análisis / Álvaro Ferrary y Antonio Cañellas Mas
(coords.)
León XIII, un papado entre modernidad y tradición / Santiago Casas
Pablo VI (1963-1978) / José Morales
Benedicto XV. Un pontificado marcado por la Gran Guerra / Pablo Zaldívar Miquelarena

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