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PRODUCCIÓN DE CERÁMICA

EN LA REGIÓN TARASCA
DE MICHOACÁN
Perspectiva Etnoarqueológica

Eduardo Williams

EL COLEGIO DE MICHOACÁN
1

PRODUCCIÓN DE CERÁMICA
EN LA REGIÓN TARASCA
DE MICHOACÁN

Perspectiva Etnoarqueológica

Eduardo Williams 1

EL COLEGIO DE MICHOACÁN, A.C.

1
Versión preliminar. No citar sin permiso del autor, © Eduardo Williams (2017).
2

Dedicado a mi hijo Teddy,


a la memoria de mi amigo Phil Weigand
y a los alfareros de Huáncito

El buen alfarero:
pone esmero en las cosas,
enseña al barro a mentir,
dialoga con su propio corazón,
hace vivir a las cosas, las crea,
todo lo conoce como si fuera un tolteca,
hace hábiles sus manos…
Informantes de Sahagún,
Códice Matritense de la Real Academia, fol. 124 r.

Formó, pues, Jehová Dios al hombre del polvo de la tierra, y sopló…


aliento de vida; y fue el hombre un alma viviente…
Génesis 2:7

Material culture has meaning only in relation to society…


Grahame Clark,
Archaeology and Society
3

ÍNDICE

Prefacio
Agradecimientos
I. Introducción
Producción de cerámica en Mesoamérica y otras áreas
Antecedentes históricos de los estudios sobre cerámica en Mesoamérica
Ecología cerámica
Etnoarqueología cerámica
Actividades de producción en las unidades domésticas de Mesoamérica
II. Etnoarqueología: arqueología como antropología
El enfoque histórico-cultural en la arqueología mesoamericana
El enfoque procesal y la “Nueva Arqueología”
Discusión
Comentarios finales
III. Etnoarqueología y ecología cerámica en el Occidente de México
Ecología cerámica en Teponahuasco, Jalisco
Producción alfarera en Teponahuasco
El clima como factor limitante en la manufactura de alfarería
Implicaciones para la arqueología
Comentarios finales
Producción de cerámica en Huáncito, Michoacán: etnoarqueología y ecología cerámica
Antecedentes geográficos y culturales
Huáncito, comunidad de alfareros
Organización de la producción
Procesos de cambio y persistencia en una tradición alfarera
Implicaciones para la arqueología
Elaboración de vasijas y uso del espacio doméstico
Actividades de los alfareros y sus contextos espaciales
Correlatos arqueológicos
La estructura de la organización espacial
¿Qué lecciones podemos aprender?
Tecnología de cocción de la cerámica: evidencia arqueológica y etnográfica
La quema de vasijas a cielo abierto en Michoacán
4

Implicaciones arqueológicas
Comentarios finales
IV. La cerámica tarasca como recurso estratégico en el periodo Protohistórico
Síntesis de la cultura prehispánica tarasca
El periodo Postclásico en el occidente de México
Urbanización prehispánica en Tzintzuntzan
Áreas residenciales
Zonas de manufactura
Zonas públicas
Producción, comercio y tributo de cerámica: etnoarqueología y etnohistoria
Elaboración, intercambio y utilización de objetos de barro en el área tarasca
Actividades de producción y redes de intercambio en el Lago de Pátzcuaro
El papel estratégico de la cerámica en las actividades de subsistencia
Elaboración de sal
Producción de pulque
Producción de tesgüino y de otras bebidas alcohólicas
Hilado de fibras de maguey y algodón
Pesca
Comentarios finales
V. Resumen y conclusiones generales
Referencias Citadas
5

PREFACIO

Este libro está basado en más de 26 años de trabajo etnoarqueológico en Michoacán.


Cuando llegué por primera vez a la comunidad purépecha o tarasca de Huáncito, en el
verano de 1990, tenía la intención de llevar a cabo una investigación que me permitiera
entender todos los aspectos de una tradición alfarera indígena desde una perspectiva
antropológica y arqueológica. En aquellos años la etnoarqueología todavía era una
disciplina relativamente desconocida en el occidente de México, por lo que me
encontraba más o menos solo en este campo que había escogido. Pero la suerte quiso
que yo llegara al Centro de Estudios Antropológicos de El Colegio de Michoacán,
también en 1990. Esto me permitió conocer e interactuar con el doctor Phil C. Weigand,
quien fue mi amigo, colega e interlocutor durante las siguientes dos décadas, hasta su
fallecimiento en 2011. Phil tenía una gran experiencia en la etnoarqueología cerámica,
de hecho él fue uno de los primeros investigadores que definieron este enfoque analítico
en el occidente, si no es que en toda Mesoamérica (Weigand 1969). Desde el principio
la ayuda y la inspiración que Phil me dio fueron invaluables, así como su amistad y su
apoyo hacia mi trabajo en el Colegio.
Además de la manufactura de cerámica, en este libro también discuto otros
intereses académicos que he seguido en mis trabajos arqueológicos en Michoacán. En
1996 inicié el estudio de la producción de sal en el Lago de Cuitzeo y la costa
michoacana, que tuvo como resultado el libro La sal de la tierra (El Colegio de
Michoacán 2003), publicado en inglés con el título de The Salt of the Earth, bajo el
sello editorial de Archaeopress (Oxford, 2015). Después de trabajar con los salineros
por espacio de unos seis años, amplié el enfoque de mis investigaciones para incluir el
modo de vida lacustre (pesca, caza, recolección y manufactura) en los lagos de Cuitzeo
y Pátzcuaro, Michoacán.
Trabajé con los salineros, pescadores, tejedores de canastas y de petates y otros
artesanos durante varios años, pero nunca perdí por completo el contacto con los
alfareros de Huáncito; visité esporádicamente el pueblo y en varias ocasiones llevé a
mis alumnos para que hicieran prácticas dentro del curso de etnoarqueología. Esto me
dio la oportunidad de documentar los grandes cambios culturales experimentados por
este pueblo tarasco en las últimas dos décadas. Al mismo tiempo me fue posible ver la
pervivencia de una tradición alfarera que evolucionaba y se adaptaba a las nuevas
condiciones culturales y económicas. En 2012 regresé de tiempo completo a mi trabajo
6

etnoarqueológico en Huáncito, con las mismas tres familias de artesanos que había
conocido hace tantos años. Este libro es el resultado de todas estas experiencias de
investigación.
Mi vida personal y académica se ha visto enriquecida al conocer a varios
académicos sobresalientes durante todos estos años. En primer lugar quisiera mencionar
al Dr. Dan Healan, quien fue mi anfitrión durante las dos estancias sabáticas que realicé
en la Universidad de Tulane en 1998-1999 y 2011-2012. Dan, su esposa Nancy y
nuestros amigos Ruth y George Bilbe me brindaron una buena dosis de southern
hospitality, al igual que un “segundo hogar” en Nueva Orleans. También debo
mencionar al Dr. Jeffrey Parsons, a quien conocí durante mi primera estancia en Tulane,
y que ha sido un modelo e inspiración para mi trabajo desde entonces. Por último, no
puedo dejar de mencionar a la Dra. Helen Pollard, quien ha sido una indispensable
amiga y colega durante muchos años. A Helen le debo una especial gratitud por
compartir sus conocimientos sobre el Michoacán antiguo.
Durante dos décadas (1990-2011) tuve oportunidad de colaborar con el Dr. Phil
Weigand, y el resultado fueron muchos libros y artículos editados conjuntamente por los
dos. Este es un testamento de nuestro interés compartido en la arqueología
antropológica y nuestra decisión de publicar investigaciones originales que no siguieran
el enfoque “normativo” de la arqueología, tan común en la literatura del occidente de
México. Muchos de estos trabajos, que originalmente publicara El Colegio de
Michoacán, se encuentran agotados desde hace varios años. Estas publicaciones han
sido muy importantes para dar forma al presente volumen, incluyendo mis propios
libros, artículos, capítulos de libro y ponencias, así como obras escritas por muchos
colegas de México y de fuera. A todos ellos les agradezco sus aportaciones,
especialmente a Dean Arnold, Philip Arnold, Thomas Charlton, Patricia Fournier,
David Haskell, Dan Healan, Amy Hirshman, Susan Lewenstein, Patricia Moctezuma,
Jeffrey R. Parsons, Mary H. Parsons, Helen Pollard, Louise Senior, Christopher
Stawski, Phil Weigand y Celia Weigand. La lista de publicaciones es demasiado larga
para mencionarla aquí; el lector puede consultarla en la bibliografía al final de este
volumen.
El enfoque holístico que he seguido en mis estudios fue resumido por Phil
Weigand con las siguientes palabras: “la arqueología antropológica no es más que una
serie de técnicas y metodologías dentro de… las ciencias históricas… la relación entre
la historia y la arqueología es… íntima… la arqueología… no es… sino un componente
7

en la investigación tanto antropológica como histórica… la arqueología de este tipo es


una de las disciplinas más incluyentes e interdisciplinarias de las ciencias sociales y las
humanidades…” (Weigand 2002: 25-26). Weigand también dijo que “mi meta
profesional era ser un antropólogo –no un arqueólogo, ni un etnólogo, ni un
etnohistoriador, sino las tres cosas al mismo tiempo…” (1992: 9).
Dedico este libro a la memoria del Dr. Phil C. Weigand: maestro, colega y
amigo.
8

AGRADECIMIENTOS

En primer lugar quiero agradecer a los artesanos de Huáncito, que siempre han sido
anfitriones atentos y amables, y siempre han respondido mis preguntas acerca de sus
artesanías y muchos aspectos de su vida. Los nombres de los informantes principales
son: Isaac Cayetano Lorenzo; Amalia Félix Marcelino; Pablo Felipe Lorenzo; Socorro
Espicio; Elena Felipe Félix; Gilberto Espicio Ambrosio; Bernaldina Rivera Baltasar;
Alfredo Felipe Félix; Fidel Lorenzo Santiago; Lafira Bartolo Santos; María de Jesús
Lorenzo (alias La Chaparrita); y Marina Lorenzo. La alfarera Elvia Silva Bartolo de
Zipiajo tuvo la amabilidad de compartir conmigo sus conocimientos sobre la
manufactura de ollas de barro. Gracias a ella y a todos los artesanos de Zipiajo (y de
otros pueblos michoacanos) por su buena disposición y generosidad.
Cuando empecé a trabajar en Huáncito había regresado recientemente de
terminar mis estudios en Londres. El viaje de regreso a casa y el inicio del proyecto
etnoarqueológico fueron posibles gracias al apoyo económico de la British Academy.
En los siguientes años recibí apoyo para el trabajo de campo y para estancias de
investigación en universidades del país y del extranjero, por parte de las siguientes
instituciones: British Academy (1990); Wenner-Gren Foundation for Anthropological
Research, Inc. (1991); Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research (beca de
colaboración internacional, con el Dr. Michael Shott, 1998 y 2000); Universidad
Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Centro Histórico del Ex-Convento de Tiripetío
(1998); becas Fulbright y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología [Conacyt] para
investigación en el Middle American Research Institute, Tulane University, Nueva Orleans
(1998-1999); Universidad de Colima (2000); Foundation for the Advancement of
Mesoamerican Studies, Inc. (2003); Centro de Investigaciones en Ecosistemas (UNAM)
(2007); beca del Conacyt para investigación en el Departmento de Anthropología de
Tulane (2011-2012).
Agradezco a Jeffrey Parsons, Helen Pollard y Michael Shott sus comentarios a una
versión previa de este libro, que se publicó en inglés con el título de Tarascan Pottery
Production in Michoacán, Mexico: An Ethnoarchaeological Perspective, bajo el sello de
la editorial Archaeopress de Oxford (2017). Sin embargo, yo soy el único responsable por
las ideas expresadas aquí. Finalmente, gracias a mis colegas del Centro de Estudios
Arqueológicos por su interés en mi trabajo, especialmente a Magdalena García Sánchez,
Rodrigo Esparza y Blanca Maldonado.
9

CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN

La alfarería es una de las invenciones más importantes de la humanidad. Tiene miles de


años de antigüedad, y puede decirse que sin ella el desarrollo de la civilización como la
conocemos hubiera sido imposible. La preparación y almacenamiento de los alimentos,
la religión y el ritual, la elaboración de vino, el comercio, el arte y la arquitectura, entre
muchos más logros de la humanidad, fueron ayudados por la cerámica, 1 un material
artificial que se prestaba para la elaboración de un sinfín de objetos: vasijas, figurillas,
tejas, tubos para agua, pesas para redes de pescar, tabletas inscritas con los primeros
ejemplos de escritura, entre muchos otros, en una interminable letanía de creatividad
humana. En tiempos recientes las cerámicas de alta tecnología se utilizan en cientos de
aplicaciones, indispensables para la comunicación, las computadoras, la medicina, el
arte y mucho más de lo que podríamos citar aquí.
Este libro es acerca de una tradición cerámica contemporánea en Mesoamérica,
pero también mira hacia atrás para observar los primeros pasos del desarrollo cultural en
esta área. Por medio de la analogía etnográfica, este estudio intenta arrojar luz en una
comunidad indígena contemporánea y también sobre la teoría, el método y la práctica de
la etnoarqueología, sin duda uno de los aspectos más relevantes de la investigación
arqueológica en el México de hoy.
En este capítulo presento una perspectiva general de la producción de alfarería 2
en Mesoamérica y áreas relacionadas, acompañada por una discusión detallada de la
etnoarqueología y la ecología cerámica. El lector también encontrará una breve
discusión de la historia de los estudios sobre la cerámica en Mesoamérica, que tiene
como objetivo contextualizar la información sobre producción de objetos de barro en el
occidente de México, presentada en capítulos posteriores. Pero antes voy a delinear el
contenido y la estructura de este libro.
El Capítulo I contiene la introducción al estudio, discutiendo algunos conceptos
clave, como etnoarqueología y ecología cerámica. Los antecedentes históricos de las
investigaciones sobre cerámica en Mesoamérica discuten el papel de estos estudios en el
desarrollo de la arqueología en varias partes del mundo, incluyendo Egipto, la propia

1
Cerámica: del griego keramos, que quiere decir “cosa quemada”. También significa: “material no metálico fabricado por
sinterización (producir piezas de gran resistencia y dureza calentando, sin llegar a la temperatura de fusión) (Diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española 2017).
2
Alfarería: del árabe alfahar, significa “arte u oficio de hacer vasijas u otros objetos de barro cocido” (Diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española 2017).
10

Mesoamérica y los Andes. Dado que esta investigación etnoarqueológica está orientada
hacia la interpretación de procesos culturales relacionados con la elaboración de
alfarería, y esta actividad tuvo lugar primordialmente dentro de unidades domésticas, la
producción de bienes en contextos domésticos también se discute en este capítulo.
El Capítulo II lleva como título “La etnoarqueología: arqueología como
antropología”. Esta es una introducción a la teoría y praxis etnoarqueológica, y también
a los objetivos de la arqueología procesal en Mesoamérica. Aquí exploramos la relación
entre la arqueología y la antropología general a través del tiempo, y el papel de la
etnoarqueología como puente de unión que pudiera servir para promover el contacto
entre ambas disciplinas, en el contexto de una relación a veces poco armoniosa y de una
falta de entendimientos mutuos y diálogo, según se ha visto recientemente.
En el Capítulo III el lector encontrará el tema principal de este estudio: la
elaboración de objetos de barro desde la perspectiva de la etnoarqueología y la ecología
cerámica en el occidente de México. El capítulo inicia con una discusión de mis
investigaciones de ecología cerámica realizadas en 1990 en Teponahuasco, una
comunidad campesina en Jalisco donde observé que la alternancia de la época de lluvias
y de secas presenta un desafío para los alfareros, pues se les dificulta el trabajo durante
la estación de aguas. Por otra parte, dado que esta es una comunidad primordialmente
agricultora, la tierra se trabaja como ocupación de tiempo completo en las lluvias. Al
programar ambas actividades durante distintas partes del año, los artesanos aquí, al igual
que en muchas otras áreas de México y Centroamérica, han descubierto una estrategia
efectiva para explotar su medio ambiente.
En la siguiente sección del Capítulo III, me refiero al trabajo etnoarqueológico
que he venido realizando desde 1990 en Huáncito, una comunidad de artesanos tarascos
en el noroeste de Michoacán. Empiezo con una discusión de los antecedentes
geográficos y culturales de Huáncito, seguida de una presentación de los resultados de
mi trabajo de campo ahí. La razón por la que fui a este lugar fue para llevar a cabo
observaciones etnográficas de todas las actividades relacionadas con la producción de
cerámica, así como evaluar el papel de esta información en la elaboración de analogías
etnográficas que nos permitan entender el registro arqueológico en Michoacán, en el
resto del occidente y en Mesoamérica en general. Esta investigación también se insertó
dentro del marco de la ecología cerámica, con interés sobre varios aspectos de la
interacción del ser humano con el entorno natural, por ejemplo: (1) la adaptación de los
alfareros a los patrones climáticos locales; (2) la adquisición de materias primas (arcilla,
11

desgrasante, colorantes); y (3) el uso de leña en los hornos de alfarero y para cocinar, lo
que todavía es una práctica común en la región. El capítulo sigue con una discusión de
la manera en que se utiliza el espacio en varias unidades domésticas en Huáncito, donde
los talleres de los artesanos comparten los espacios con los cuartos, la cocina, los
lugares de almacenamiento, etcétera. Las implicaciones arqueológicas de estas
observaciones son de gran relevancia para desarrollar una “teoría de alcance medio” que
relaciona la cultura material y las actividades del presente (el contexto sistémico) con
las interpretaciones del pasado (el contexto arqueológico).
El Capítulo IV tiene que ver con la cerámica de los tarascos como recurso
estratégico durante el periodo Protohistórico (ca. 1450-1530 DC). Primero discuto la
producción, incluyendo manufactura, intercambio y uso de enseres de barro en el Lago
de Pátzcuaro, que fue la sede del poder del imperio tarasco prehispánico. El papel
estratégico de la cerámica en las actividades de subsistencia también se analiza en este
capítulo, en especial el uso de vasijas y otros artefactos de barro en la siguientes
actividades: elaboración de sal, de pulque, de tesgüino (cerveza de maíz) y de otras
bebidas alcohólicas, así como la manufactura de textiles de ixtle, de algodón y de otras
fibras, y finalmente la pesca en los lagos michoacanos. Todas estas actividades
estratégicas dependieron de objetos de cerámica para su existencia, como veremos aquí
por medio de ejemplos etnográficos, arqueológicos y etnohistóricos de Mesoamérica y
otras áreas.
Las conclusiones generales aparecen en el Capítulo V, donde hago un resumen
de los aspectos principales del estudio, señalando sus implicaciones para el campo de la
arqueología y la antropología en general, así como los logros, los desafíos y las tareas
que quedaron pendientes para futuras investigaciones.

Producción de cerámica en Mesoamérica y en otras áreas


La cerámica es uno de los elementos de la cultura material que han sido más
favorecidos por los arqueólogos, gracias a sus características únicas: es duradera y
abundante, y cada cultura dio a sus objetos de barro cocido una forma y decoración
particular, distinguiéndolos así de los que fueron producidos por otras gentes en otras
regiones y épocas. Sin embargo, a fin de poder interpretar el registro arqueológico
relacionado con los comportamientos de los hombres y mujeres que produjeron y
consumieron la cerámica que encontramos en el campo, es necesario observar la
producción de los alfareros en la actualidad. En comparación con los arqueólogos, sin
12

embargo, los antropólogos y otros investigadores generalmente han mostrado poco


interés en los artefactos de cerámica y en las actividades y rasgos culturales que los
rodean. Como sucede con la mayor parte de las artesanías, la alfarería ha sido
prácticamente ignorada por la mayoría de los antropólogos, pues les parece algo de
escasa relevancia (Arnold 1985: 2).
Esta falta de interés en la cultura material es algo común entre los etnólogos
contemporáneos y los antropólogos sociales que trabajan en Mesoamérica. 3 Pero la
arqueología se nutre cada vez más de la etnología, si bien las dos disciplinas han
perdido el interés compartido y un idioma entendible mutuamente. Por esa razón es
urgente buscar nuevos espacios comunes y un nuevo diálogo entre estas dos disciplinas
antropológicas. Para esto la etnoarqueología ha cobrado un significado renovado y un
papel inigualable como puente interdisciplinario (Williams 2005; ver también a Sugiura
et al. 1998; Kramer 1985; David y Kramer 2001).
Después de examinar la voluminosa literatura etnográfica que describe la
producción de cerámica en Mesoamérica y otras regiones del mundo, George Foster
(1965: 43) escribió que es sorprendente la falta de atención que se ha dado a los
contextos social, cultural y económico en los que se desarrolló esta actividad. 4 De
hecho, es cierto que la mayoría de las descripciones existentes se refieren a las técnicas
y procedimientos de manufactura, o a los elementos del diseño. En general, más allá de
reportar si las vasijas fueron hechas por hombres o por mujeres, la mayoría de los
estudios recientes revelan poco sobre asuntos como el estatus de los alfareros dentro de
sus comunidades, la manera de ver su propio trabajo desde perspectivas artísticas y
económicas, los estándares de la profesión, o los rangos de variabilidad dentro de una
comunidad determinada.
Así pues, el desarrollo de la etnoarqueología se dio como una respuesta directa a
la falta de interés en la cultura material entre los antropólogos socioculturales. Las
investigaciones etnoarqueológicas que se han realizado entre alfareros en los últimos 50
años han cubierto un amplio rango de temas, incluyendo los siguientes: tecnología,
taxonomía, función de las vasijas, así como su longevidad, reutilización y descarte.
Otros temas que se han examinado son la división del trabajo, los procesos de

3
Esto caracteriza a la mayoría de los estudios recientes, pero hay que mencionar los trabajos etnográficos escritos a principios del
siglo XX y antes, por ejemplo Beals (1946), Kroeber (1948) y Lowie (1912), entre muchos otros. Este cambio de perspectiva vino
con el dominio de la antropología social sobre la tradición etnográfica, aunque los autores tempranos (que son los mejores) ya
habían adoptado una perspectiva de cultura material (por ejemplo Evans-Pritchard 1937).
4
Foster no menciona a la vieja escuela etnográfica europea, que tenía un interés amplio, riguroso y detallado sobre la cultura
material y que la relacionaba (con limitaciones) a la organización social y otros aspectos de la cultura.
13

aprendizaje de técnicas, los estilos, los patrones de etnicidad, de distribución (de lozas y
de estilos) y finalmente los cambios tecnológicos y estilísticos (Kramer 1985: 78).
Podría decirse que los arqueólogos nos hemos visto forzados a convertirnos en
etnólogos –en el sentido antiguo de la palabra– a fin de conservar un vínculo directo con
la antropología en general, y con la antropología sociocultural en particular. Esta no ha
sido una experiencia negativa para los arqueólogos; de hecho ha sido lo contrario: ha
dado nuevo vigor a los lazos con nuestra “disciplina madre”.
Los objetos hechos de arcilla cocida fueron los primeros materiales “sintéticos”
creados por los seres humanos, por así decirlo un tipo de “piedra artificial”. Para poder
elaborarlos los artesanos antiguos combinaron los cuatro elementos básicos reconocidos
por los griegos antiguos: la tierra, el aire, el fuego y el agua (Rice 1987: 3). La
importancia de la alfarería y la cerámica dentro de las culturas del mundo desde los
tiempos más remotos es evidenciada por su papel en uno de los más conocidos mitos de
la creación, el Libro de Génesis, en donde se menciona que cuando Dios creó a la
humanidad usó “polvo de la tierra” (es decir arcilla, uno de los principales componentes
de la alfarería), sopló el aliento de vida y con ello “fue el hombre un alma viviente”. De
acuerdo con Prudence Rice, la cerámica puede definirse como “el arte y ciencia de
hacer y usar artículos sólidos que tienen como componente esencial materiales
inorgánicos no metálicos” (Rice 1987: 3-4).
La cerámica fue uno de los primeros y más persistentes productos de la
“revolución pirotécnica” que en gran medida ha definido a la humanidad, y que todavía
nos separa del resto del reino animal. Sabemos que los primeros artefactos de piedra
aparecieron en África hace varios millones de años (Jelínek 1975: 84), pero es
imposible decir con seguridad en qué época empezó la manufactura y utilización de
objetos de cerámica por parte de nuestros antepasados remotos. Lo que sí podemos
afirmar es que los más antiguos hasta hoy conocidos tienen una edad de varias decenas
de miles de años, aunque los humanos pudieron haber experimentado con materiales de
tierra o arena, suaves y maleables, desde tiempos mucho más lejanos, es decir hace
cientos de miles de años. Las primeras arcillas que fueron manipuladas por las gentes
del pasado pudieron haberse utilizado para hacer productos efímeros, como pintura
corporal o decoraciones con tierras de colores naturales. Pero el momento definitorio
para la historia del aprovechamiento de la arcilla fue cuando se le aplicó calor para
transformarla en un recurso duro y duradero. Esta transformación fue un logro
relativamente reciente en la prehistoria, y ha permitido que fragmentos de arcilla cocida
14

sobrevivan por milenios para ser encontrados y estudiados por los arqueólogos del
presente.
La evidencia arqueológica más temprana para el uso de objetos hechos de arcilla
cocida se remonta a las tradiciones artísticas del periodo Paleolítico superior (hace unos
22 000 años) en Europa central y occidental. En muchas cuevas del Paleolítico pueden
verse diseños hechos con arcilla húmeda sobre las paredes y el piso (Jelínek 1975:
Figura 508), mientras que otro ejemplo sobresaliente de este arte emergente son las bien
conocidas figuras “de Venus”; se trata de representaciones femeninas con rasgos
sexuales exagerados, como las que se hicieron con arcilla cruda o cocida en Dolni
Véstonice, Checoslovaquia, elaboradas hace unos 32 000 años (Bahn 1996: 215-216).
Estos ejemplos ilustran que ya para el Paleolítico superior la gente conocía los
principios del trabajo con la arcilla: su plasticidad, su capacidad de endurecerse con el
calor, y la necesidad de añadirle “desgrasante” (sustancias sólidas que mejoran las
cualidades y facilitan el manejo de este material) (Rice 1987: 6-8). Según Gordon
Childe, la necesidad de preparar y almacenar granos comestibles dio a las vasijas de
barro una importancia sin precedentes dentro de las primeras sociedades de agricultores.
Para tiempos de periodo Neolítico (ca. 8000-2000 AC), la manufactura de vasijas de
barro cocido fue un rasgo universal de todas las culturas del mundo (Childe 1981: 83).
Según Philip Arnold (1999: 157), “los vínculos entre la cerámica, el
sedentarismo y la agricultura son un legado de la “revolución neolítica” de Childe y
su… aplicación a los contextos del Nuevo Mundo. Los arqueólogos… vieron estos tres
rasgos como un paquete cultural que se originó en una parte de las Américas y se
difundió hacia otras regiones…” Arnold afirma que “al igual que sus colegas que
trabajan en otras regiones del Nuevo Mundo, los arqueólogos mesoamericanos están
empezando a ‘desempacar’ estas tres características independientes de la actividad
cultural. Ahora parece que el periodo de transición entre el Arcaico y el Formativo [ca.
2000-1500 AC] no apareció como algo ya terminado, ni siquiera al mismo ritmo en toda
Mesoamérica, sino que se configuró de manera diferente en contextos diferentes”. Un
ejemplo de esto es “el sedentarismo… [que apareció] en las tierras altas de México
mucho antes del estilo de vida agrícola… La cerámica pudo haberse desarrollado en
Mesoamérica antes de la… subsistencia dominada por el maíz… El eventual vínculo
entre cerámica y sedentarismo ahora está bajo mayor escrutinio”.
15

El uso de recipientes de cerámica no se originó en algún lugar en especial o en


algún momento de la prehistoria; de hecho, parece que esta técnica se inventó de
manera independiente en varios centros desconocidos alrededor de la misma época. Un
ejemplo de ello es el complejo Jomon de Japón, con antigüedad aproximada de 14 000
años (Clark 1977: 324-325). En muchos lugares, las piezas de cerámica más antiguas
que se conocen arqueológicamente muestran formas y decoraciones parecidas a las de
artefactos elaborados con corteza de árbol, guajes, pieles o bien canastas tejidas. Esta
similitud sugiere la posibilidad de que los enseres hechos de barro cocido se hayan
derivado de prácticas más antiguas de utilizar este material para cubrir, reparar o
reforzar canastas hechas de carrizo, juncos o ramas (Rice 1987: 8).
En el Nuevo Mundo las primeras tradiciones cerámicas se conocen en varios
sitios arqueológicos; estas aparecen en pequeñas cantidades comparadas con los
periodos posteriores. Esta primera alfarería se relaciona con sociedades de cazadores y
recolectores que eran nómadas o en parte sedentarios (Pratt 1999: 71). Se han propuesto
varios modelos teóricos para explicar el desarrollo de la tecnología cerámica en el
Nuevo Mundo; los principales enfatizan los siguientes factores: (1) procesamiento de
comida; (2) almacenamiento de alimentos; (3) actividades de banquetes y de servir
comida o bebida (Pratt 1999: 71). 5
En el primer modelo las actividades de cocinar o procesar alimentos se perciben
como una respuesta a la necesidad de preparar comida cuando las sociedades se
volvieron agricultoras por primera vez, y se adaptaron a un modo de vida más
sedentario. Podría decirse que la adopción de la alfarería refleja cambios en las prácticas
culinarias, con un mayor énfasis sobre el procesamiento de semillas y la extracción de
almidones y aceites. 6 La cerámica también permitió la aplicación directa del calor a
recipientes que contenían agua o comida, lo que incrementó el rango de técnicas
disponibles para la preparación de alimentos, incluyendo la eliminación de los agentes
tóxicos y el mejoramiento del sabor de varios alimentos (Pratt 1999: 72).
El modelo de actividades de banquete y de servir comida, por otra parte, propone
que algunas vasijas de cerámica se usaron principalmente como bienes de prestigio, más
que como simples recipientes para preparar la comida. En otras palabras los cuencos,
platos, bandejas y otros se usaban para impresionar a la gente durante las

5
Entre los usos que se han sugerido para los primeros artefactos de cerámica se incluyen objetos que servían como “marcadores de
estatus” y que expresaban los primeros símbolos de diferenciación social entre grupos humanos pequeños (Blake et al. 1995).
6
También debemos mencionar aquí las vasijas para hervir y procesar huesos y pieles, y las que se usaron en la elaboración de
bebidas alcohólicas como el tesgüino (Senior 2001) y el pulque (Fournier 2007).
16

demostraciones de riqueza y los despliegues competitivos durante los banquetes rituales


(véase Butterwick 1998). Este modelo también vincula el origen de la cerámica con la
agricultura, como discute Pratt (1999: 72). Finalmente, como símbolos de estatus per
se, algunos objetos de cerámica no tenían ningún uso práctico más allá de exhibirse
públicamente (por ejemplo figurillas, representaciones de deidades, etcétera).
Sin importar cuáles fueron los orígenes de la alfarería, sabemos que para el
octavo milenio antes del presente ya hay evidencia de las primeras “tradiciones”
cerámicas en el Nuevo Mundo. Estos restos se encontraron en un conchero cerca de un
río en el sitio de Taperinha, una aldea de pescadores en la cuenca del Amazonas, Brasil,
con una antigüedad aproximada de 7110 años (Pratt 1999: 72). Otra tradición cerámica
temprana fue descubierta en Valdivia, Ecuador (ca. 5300-4300 AP). Pratt sostiene que
esta cerámica fue hecha por grupos de la costa que subsistían principalmente gracias a la
explotación de recursos marinos, así como por grupos de agricultores tierra adentro.
Otros indicios relevantes de la producción inicial de objetos de barro cocido vienen de
Colombia, donde las estrategias de subsistencia incluyeron un rango amplio de
actividades, desde la recolección de moluscos hasta la cacería y la recolección de
semillas silvestres. Los complejos cerámicos que conocemos para esta área son los
siguientes: Puerto Hormiga (ca. 5 000 AP), Puerto Chaco (ca. 5 200 AP) y San Jacinto
(ca. 5900-4650 AP) (Pratt 1999: 72).
Por otra parte, en Mesoamérica la cerámica más antigua que conocemos es la así
llamada pox pottery encontrada en la costa de Guerrero (Brush 1965) y en el Valle de
Tehuacán, Puebla , donde apareció a principios de la fase Purrón (ca. 2 300- 1 500 AC).
Esta loza parece haber sido característica de ciertas sociedades sedentarias con
subsistencia agrícola y un nivel de organización social tipo “tribu” (MacNeish 1981:
132-133).
La transición del periodo Arcaico (ca. 4 000-1 800 AC) al Formativo (ca. 1 500
AC- 100 DC) es uno de los aspectos que menos entendemos de la arqueología
mesoamericana, aunque esta transformación de grupos de cazadores y recolectores (que
no tuvieron cerámica) a sociedades sedentarias ha sido estudiada en el Valle de Oaxaca
y otras áreas (Marcus y Flannery 1996). Según indican estas investigaciones, en algún
momento entre 1 900 y 1 400 AC la gente del Valle de Oaxaca empezó a elaborar
objetos de arcilla cocida con una variedad limitada de formas: cuencos hemisféricos y
ollas globulares con o sin cuello. En términos generales, la forma de esas vasijas
asemejaba la de ciertas plantas usadas como recipientes, por ejemplo los bules o guajes
17

(que siguen todavía usándose en partes del México rural) y calabazas. Los ejemplos que
conocemos de estos tipos cerámicos tempranos se limitan a unos 400 fragmentos
encontrados en contextos arqueológicos (Marcus y Flannery 1996: 74-75). Otro ejemplo
que sugiere los inicios de la manufactura de cerámica se descubrió en la región de
Soconusco, Chiapas, donde la primera fase de ocupación, conocida como Chantuto,
pertenece al periodo Arcaico. El patrón general de asentamiento en esta fase consistía en
pequeños grupos nómadas cuyo modo de vida dependía de la caza, la pesca y la
recolección. Los artefactos que se han encontrado asociados con estos grupos humanos
son escasos, y se limitan a piedras de molienda, algunas lascas de obsidiana y nada de
cerámica (Blake et al. 1995: 165-166). La siguiente fase arqueológica de esta región se
llama Barra (ca. 1 550-1 400 AC), y es la primera que corresponde al periodo
Formativo en la costa suroeste del Pacífico de Mesoamérica. Los objetos de cerámica
hacen su aparición durante esta fase, y son notables por la calidad de su manufactura y
el amplio rango de técnicas decorativas empleadas (Blake et al. 1995: Figuras 5 y 6). En
esa época los alfareros usaban engobes de un solo color o de varios, así como
decoraciones incisas, estampado zonal y acanaladuras combinados con una gran
variedad de acabados de la superficie. Las dos formas que se conocen son los tecomates
(ollas sin cuello) con fondo plano (son el 85% de la muestra) y los cuencos hondos (el
restante 15%). La gente que elaboró y utilizó estas vasijas de barro ha recibido el
nombre de “cultura mokaya”. Ellos usaron la tecnología cerámica para complementar o
reemplazar a los guajes decorados, probablemente usados para servir comida y bebida
durante las funciones públicas, más que para fines utilitarios o domésticos, como la
preparación o almacenamiento de comida (Blake et al. 1995: 167-168). La palabra
“mokaya” viene de la lengua zoque-mixe, que es la que hablaban ellos probablemente,
al igual que los olmecas posteriormente. La característica más sobresaliente de la fase
Barra es la cerámica (Clark 1994: Figura 3.2), una loza bastante decorada (sobre todo
por bruñido) con una variedad muy amplia de formas elegantes. Esta fase marca los
inicios de un modo de vida basado en la agricultura, con asentamientos permanentes y
una dependencia sobre las plantas domesticadas que incluían frijol, aguacate, maíz y
probablemente camotes y cacao. La pesca, la caza y la recolección siguieron
practicándose en los ríos y lagos de la región, pero como complemento para la
agricultura, más que como ocupaciones de tiempo completo (Clark 1994).
En periodos posteriores del desarrollo cultural mesoamericano, las tradiciones
cerámicas alcanzaron muy elevados niveles de sofisticación, tanto en aspectos técnicos
18

como artísticos. Varias técnicas de manufactura han sobrevivido hasta el presente, por
ejemplo la quema de vasijas a cielo abierto, sin usar el horno de alfarero. Aunque los
artesanos prehispánicos usaron fogatas para la cocción de sus objetos, hallazgos
recientes en Monte Albán, Oaxaca (Winter y Payne 1976), Comoapan, Veracruz
(Arnold et al. 1993) y Tlaxcala (Castanzo 2004, 2009), entre otros, son evidencia de que
ya se contaba con hornos en el inventario tecnológico de Mesoamérica. También se
pueden mencionar las técnicas complejas de cocción descubiertas en el suroeste de los
Estados Unidos (Blinman 1993). Quemar la arcilla en hornos a diferencia de hacerlo a
cielo abierto ofrecía varias ventajas: la producción se protegía del viento y de la lluvia,
se podían alcanzar temperaturas más altas, y se lograba mayor eficiencia y control sobre
la cocción, entre otras (Arnold 1985; Rice 1987: 153; Shepard 1980: 75). Es interesante
señalar que varios sitios arqueológicos en Oaxaca y Veracruz proporcionan evidencia de
la coexistencia de ambos tipos de cocción: estructuras especializadas (hornos) y fogatas
al aire libre (Pool 2000: 61). Estos casos nos recuerdan que las ventajas que ofrecen los
hornos no son absolutas (ver la discusión en el Capítulo III). Hasta décadas recientes la
mayoría de la gente pensaba que los hornos habían sido introducidos a Mesoamérica por
los españoles en el siglo XVI, como parte de un complejo tecnológico que incluía al
torno de alfarero y al uso de vidriado (Foster 1955). Los métodos y técnicas europeos de
manufactura de cerámica contrastan con la tecnología prehispánica, que estaba basada
en el modelado a mano, el uso de moldes y –como se pensaba hasta hace poco—en la
cocción a cielo abierto (Pool 2000: 61; Williams 1995). Pero ahora sabemos que los
hornos sí se emplearon antes de la conquista española, como ya señalamos arriba
(Feinman y Balkansky 1997). Según Pool, tanto en contextos antiguos como modernos
esta variación en tecnología entre dos métodos de cocción es consecuencia del nivel o
intensidad de producción (Pool 2000: 61, 72). Con base en sus trabajos
etnoarqueológicos entre los alfareros de la Sierra de los Tuxtlas, Veracruz, Philip
Arnold (2005) relaciona el uso de hornos u hogueras a la disponibilidad de espacio para
trabajar dentro de los lotes de las casas.

Antecedentes históricos de los estudios cerámicos en Mesoamérica


Los tiestos o fragmentos de cerámica con frecuencia son una buena fuente de
información cronológica para fechar los contextos arqueológicos donde estos se
encuentran, porque los cambios en los estilos son las mejores pistas para asignar
temporalidad a los distintos estratos o capas en donde aparecen los restos de vasijas y
19

otros objetos hechos de barro. Es por esta razón que los arqueólogos deben aprender
todo lo que sea posible acerca de estos artefactos –su forma, decoración, los engobes y
desgrasantes utilizados en su manufactura, así como la manera en que las piezas fueron
quemadas, entre muchas otras características—para poder contextualizar la producción
de cerámica desde una perspectiva tecnológica. El valor de las clasificaciones simples
con base exclusivamente en la forma de la vasija o su diseño es algo muy limitado.
Igualmente, la creación de “provincias cerámicas” que se llegan a convertir en
“culturas” (una costumbre especialmente común entre los arqueólogos del occidente de
México en la primera mitad del siglo XX) es una consecuencia de este uso simplista y
normativo de los atributos formales que ignora otros tipos de análisis, como la
difracción de rayos x o la activación de neutrones, que ayudan a estudiar las pastas, las
arcillas, los engobes y los pigmentos (Weigand 1995). En los estudios de esa época
también se omitían la perspectiva etnográfica y la etnohistórica de la producción
mesoamericana de alfarería.
Gracias a su durabilidad, la cerámica es uno de los materiales más abundantes
encontrados por los arqueólogos en las excavaciones. Muchos grupos humanos antiguos
produjeron grandes cantidades de objetos de arcilla cocida, mismos que se desechaban
al quebrarse o al terminar su vida útil. Con el paso del tiempo se formaban estratos
sobrepuestos de los materiales depositados en un sitio. Una vez que los investigadores
reconocieron este fenómeno, empezó un nuevo capítulo en la historia del pensamiento y
práctica de la arqueología en Mesoamérica y en otros lugares (Bernal 1981: 162). En
1784 Thomas Jefferson –que sería posteriormente presidente de los Estados Unidos—se
dio a la tarea de investigar la naturaleza de algunos montículos funerarios en su
propiedad de Virginia. Jefferson tuvo la inusitada idea de llevar a cabo una excavación
relativamente bien controlada que consistió en hacer una trinchera atravesando los
montículos. Esto le permitió reconocer distintos estratos, convirtiéndose así en uno de
los precursores de la estratigrafía arqueológica en América. Las excavaciones de
Jefferson fueron adelantadas para su época en por lo menos cien años, y ahora se le
considera como pionero de los métodos y enfoques de la arqueología moderna (Willey y
Sabloff 1980: 28). 7

7
Aunque tradicionalmente se ha dado el crédito a Jefferson de la primera excavación arqueológica en el Nuevo Mundo (Daniel
1981), debemos recordar un ejemplo anterior de excavaciones sistemáticas, realizadas por Don Carlos de Sigüenza y Góngora en
Teotihuacan. Este ilustre investigador mexicano fue responsable en 1675 de la primera exploración arqueológica que realmente
siguió métodos y objetivos que la distinguieron de una mera “búsqueda de tesoros” (Schavelzon 1983: 121-122).
20

En 1894-1895 Sir William Matthew Flinders Petrie excavó el sitio predinástico


de Naqada, en la orilla occidental del Río Nilo. Este era un cementerio con más de 2
000 tumbas, que dio nombre al periodo Naqada de la prehistoria egipcia. Petrie ordenó
los materiales cerámicos que encontró utilizando una técnica que denominó
“fechamiento secuencial”, basada en cambios de la tipología a través del tiempo,
observados en entierros sobrepuestos (Daniel 1981: 118). Mientras Petrie estaba
trabajando en Egipto a fines del siglo XIX, en Norteamérica varios arqueólogos –en
especial Frank Cushing entre los indios zuñi de Nuevo México—estaban buscando una
explicación funcional de las formas de vasijas prehistóricas, lo que involucraba una
comparación con los artefactos manufacturados por los informantes nativos modernos.
Alrededor de la misma época, Franz Boas se dio cuenta del potencial de la estratigrafía
(un concepto que fue tomado prestado de la geología) para la arqueología en el Nuevo
Mundo (Willey y Sabloff 1980: 79). También a fines del siglo XIX, Max Uhle empezó
(en 1892) el trabajo de campo que lo mantendría ocupado de manera intermitente
durante los siguientes 30 años en el área andina. Uhle desarrolló una secuencia cultural
de cuatro periodos usando el concepto de “horizonte estilo” con base en cambios
estilísticos observados en las cerámicas prehispánicas. Este método sigue en uso hasta el
día de hoy, a pesar del tiempo transcurrido desde su invención (Willey y Sabloff 1980:
79).
Avanzamos hacia adelante en el tiempo para llegar a los inicios del siglo XX,
época en la que se dieron las primeras investigaciones arqueológicas en Mesoamérica
que utilizaron el método de la estratigrafía. Manuel Gamio trabajó en el Valle de
México bajo la influencia de su maestro Franz Boas (quien estaba en México entonces,
dando clases en la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología), y durante sus
excavaciones exploró un pozo profundo en Culuhacán y un montículo en San Miguel
Amantla. Gamio calificó estas exploraciones como “la primera y única excavación
llevada a cabo con métodos científicos en el Valle de México” (Gamio 1928). Esta
investigación le llevó a definir la secuencia cultural Arcaico-Teotihuacan-Azteca, pero
no pudo extenderla al resto del valle, mucho menos a las áreas fuera del mismo (Bernal
1981: 164). El lugar de Gamio en la historia de la antropología mexicana es
sobresaliente, y esto se puede afirmar sin lugar a dudas porque él fue pionero del
enfoque holístico, sobre todo en su magna obra La población del valle de Teotihuacan
(Gamio 1922 [1979]).
21

Una de las más notables aportaciones de Gamio fue el libro Forjando patria,
publicado en 1916. En ese momento nuestro país se encontraba convulsionado por la
revolución mexicana (ca. 1910-1920), y como resultado de ello el libro de Gamio está
permeado por cierta ansiedad sobre la identidad de México como nación, y por dudas
sobre la posibilidad de integrar a todos los sectores de la sociedad en una misma
“patria” que significaría la asimilación cultural de los pueblos indígenas (Gamio 1916,
2010). Forjando patria es una colección de 34 ensayos, la mayoría publicados
anteriormente en periódicos y revistas mexicanos con varios temas, a saber: patrias y
nacionalidades de América latina; el departamento de antropología; la redención de la
clase indígena; prejuicios en contra de la raza indígena y su historia; sociología y
gobierno; conocimiento de la población; consideraciones sobre las estadísticas; obras de
arte en México; el concepto de arte prehispánico; arte y ciencia en el periodo de la
Independencia; el departamento de bellas artes; el concepto sintético de la arqueología;
los valores de la historia; la política y sus valores; nuestra transición religiosa; nuestra
cultura intelectual; la lengua y nuestro país; la literatura nacional; nuestra industria
nacional; revolución; y finalmente tres problemas nacionalistas.
En la introducción a la versión inglesa de esta obra, el editor y traductor,
Fernando Armstrong-Fumero (2010), discute “las interpretaciones nacionalistas y usos
del pasado prehispánico como signos de criterios fundamentalmente no científicos” que
gobernaban a la arqueología en tiempos de Gamio (p. 9). Todavía hasta hoy en
Latinoamérica los casos de México y de otros países como Perú se mencionan
frecuentemente para mostrar cómo los “símbolos arqueológicos y elementos
prehispánicos se han usado para mantener un sentido casi sagrado del aura histórica de
cada nación-Estado… El establishment arqueológico mexicano se vio fuertemente
apoyado por un… Estado interesado en explotar un pasado que legitimaba su reclamo al
poder político y al orgullo nacional” (Benavides 2001: 357). Esta exaltación del
“glorioso pasado indígena” en muchas naciones latinoamericanas se ha dado de la mano
de la explotación y degradación de la mayoría de los grupos indígenas, que son vistos
como miembros subordinados de la sociedad, si no es que como “ciudadanos de
segunda clase”.
Para Gamio los grupos indígenas como los mayas, los yaquis y los huicholes
tenían una nacionalidad que estaba “claramente marcada por sur respectivas lenguas y
por su naturaleza cultural y física… [sin embargo] su naturaleza siempre ha sido
desconocida para los grupos de origen europeo… [Esto es] un crimen imperdonable en
22

contra de la nacionalidad mexicana...” Gamio pensaba que sin conocer las


características y necesidades de estos grupos “sería imposible buscar su incorporación a
la cultura nacional” (Gamio 1916, 2010: 29). Al discutir el concepto de cultura, Gamio
señala que “la antropología moderna ha establecido el hecho de que la cultura es la
conjunción de todos los rasgos materiales e intelectuales que caracterizan a los grupos
humanos… la cultura se desarrolla por las mentes colectivas de la gente: emana de sus
antecedentes históricos y de su medio ambiente y circunstancias que los rodean” (p.
103).
Siguiendo estas ideas, Gamio adoptó un enfoque holístico en su ya mencionada
obra monumental sobre la población del valle de Teotihuacan (1922), estudio que marcó
la agenda para la investigación antropológica en México para las siguientes
generaciones, pues cubrió un rango muy amplio de temas con una perspectiva
multidisciplinaria: antropología social y cultural, arqueología, geografía, biología,
arquitectura, historia, folklore, educación y economía, entre otros. Además, como ya
señalamos, Gamio fue el primero en llevar a cabo investigaciones arqueológicas en
México usando métodos científicos como la estratigrafía, lo cual le permitió establecer
la secuencia cultural que antecedió a los aztecas en el centro de México. Gamio
realmente fue un pionero de la antropología holística y la arqueología científica, pues
dio mucha importancia a los procesos culturales reflejados en la cerámica prehispánica.
Sin embargo, Gamio pudo haberse equivocado al pensar que “la convergencia y
fusión de razas [y de otras] manifestaciones de la cultura, la unificación lingüística, y el
equilibrio económico de elementos sociales son conceptos… [que] indican condiciones
que deben establecerse en la población mexicana, para que pueda constituir y encarnar
una [patria] fuerte y coherente y defender la nacionalidad” (p. 164). El rico pasado
mesoamericano de México estaba basado fuertemente en sus características
inigualables, como un mosaico multiétnico y multicultural. En vez de enfatizar estas
características, el concepto de “nacionalismo” y de asimilación cultural de Gamio
podría verse como parte de un discurso hegemónico promovido por el Estado mexicano,
en sus esfuerzos de dominar a los grupos subordinados de la sociedad e incorporar su
trabajo a la economía capitalista en expansión.
Forjando patria sigue siendo tan relevante hoy como lo fue en el momento de su
aparición, a principios del siglo XX. Este libro debería ser leído por todas las personas
interesadas en temas como nacionalismo, construcción de la nación, formación del
Estado, asimilación cultural y relaciones interétnicas, que hoy debemos de entender en
23

el contexto de una lucha para la dominación de un mundo globalizado y “post colonial”


(Williams 2011).
En la misma época en que Gamio estaba trabajando en el centro de México,
Alfred Kroeber dirigió una expedición arqueológica a Nazca, Perú (1926), que le
permitió producir “la más grande colección documentada de bienes funerarios de Nazca
… Ninguna colección de esta naturaleza y tamaño había sido publicada con tanto
detalle… el lector encontrará descripciones individuales de más de 350 vasijas de
cerámica y [muchos] artefactos” de otros materiales (Carmichael 1998: 18). El volumen
en donde aparece este importante proyecto arqueológico se llama The Archaeology and
Pottery of Nazca, Peru (Kroeber y Collier 1998). De acuerdo con el editor, “este
volumen… representa los pensamientos finales de Kroeber sobre la cerámica de Nazca
–un tema que le ocuparía la mayor parte de su carrera. Kroeber fue introducido al
estudio de la cultura nazca por Max Uhle en los primeros años [del siglo XX], y publicó
la colección de Uhle del valle de Ica… en 1924”. Un año más tarde, “Kroeber trabajó en
varios valles en la costa del centro y norte de Perú, e hizo un reconocimiento rápido de
Nazca… Las dos primeras temporadas en Perú fueron bastante productivas” y “en años
posteriores él dedicó gran parte de sus escritos sobre los Andes a la documentación de
los hallazgos de 1925” (Carmichael 1998: 18). Los métodos de campo empleados
durante las excavaciones de 1926 “fueron notablemente exhaustivos para la época, los
mismos estándares no se volvieron a emplear en la región hasta los años cincuenta…”
(p. 19). Kroeber también estaba adelantado para su época “en el uso de la estratigrafía”,
de hecho su trabajo en Perú “marcó el primer uso sistemático de la excavación
estratigráfica… Aunque es una práctica común el día de hoy, los principios y la
aplicación de la estratigrafía casi no se habían reconocido en 1926… el trabajo de
Kroeber es valioso y aplicable hoy tanto como lo fue en 1926” (Carmichael 1998: 19). 8
A mediados de los años cincuenta se publicó la primera síntesis de análisis
científico de la cerámica mesoamericana, escrita por Anna O. Shepard. Su libro
Ceramics for the Archaeologist (1956, con 10 reediciones hasta 1980) es la fuente de
información definitiva sobre la cerámica arqueológica, y su publicación fue un
parteaguas en la literatura arqueológica, que inspiró un amplio rango de procedimientos
analíticos, incluyendo la fluorescencia de rayos x, la espectrografía y la activación de
neutrones, entre otros. El libro de Shepard es una fuente indispensable para los

8
Pero debemos señalar que Alfred Kidder, George Vaillant y otros que estaban trabajando en la cuenca de México y el área maya en
esta época ya estaban aplicando ideas similares a las de Kroeber.
24

arqueólogos, puesto que presenta con claridad los aspectos esenciales acerca de los
procesos y materiales de la industria cerámica. De hecho, esta obra da nuevo significado
a las propiedades inherentes a la cerámica al evaluar los análisis y los métodos
descriptivos de acuerdo a sus objetivos arqueológicos. También se discuten en detalle
las propiedades y fuentes de los materiales cerámicos, con un resumen de los
conocimientos sobre el tema desde la perspectiva de la arqueología. La sección titulada
“prácticas cerámicas” está basada en gran medida en los métodos usados por los
alfareros no industriales o “campesinos”, pues Shepard pensaba que podían ofrecer
muchos paralelos con las técnicas prehistóricas. Este libro también da sugerencias para
etnólogos sobre la manera en que los conocimientos de la cerámica permitirían a los
investigadores un registro más completo y útil de la cultura material (en este caso
objetos de barro). En su discusión del análisis cerámico la autora señala variables como
la forma y decoración, las propiedades físicas, la composición de los materiales y
finalmente las técnicas de manufactura. El estudio de Shepard termina con una
discusión de las interpretaciones sobre las cerámicas que contempla los siguientes
aspectos: la identificación de objetos “intrusos” (fuera de contexto); el fechamiento
relativo basado en la cerámica; las relaciones sociales entre grupos del pasado sugeridas
por diferentes estilos cerámicos; los aspectos económicos de la alfarería, y finalmente la
contribución de la cerámica a los estudios de historia cultural (Shepard 1980).
Otra aportación valiosa para los estudios sobre la cerámica apareció una década
después del libro de Shepard: la obra colectiva editada por Frederick Matson intitulada
Ceramics and Man (1965), en donde Matson se propuso establecer la base de la que
sería conocida como “ecología cerámica”, un método analítico que será discutido más
adelante en este capítulo. En la misma época de Shepard y Matson, George Foster
(1948, 1955, 1960, 1965) surgió como otro pionero en el estudio antropológico de la
cerámica desde una perspectiva holística, publicando algunos de los primeros trabajos
que pueden llamarse “etnoarqueológicos” (aunque este autor no usó esta palabra). En
este contexto, también debemos mencionar a May Díaz, por su trabajo en el pueblo de
Tonalá, Jalisco (actualmente un suburbio de Guadalajara), que ahora es un centro de
artesanías de fama mundial. En su libro Tonalá: Conservatism, Responsibility, and
Authority in a Mexican Town, Díaz examina “la naturaleza del cambio cultural en
general y de la industrialización en particular”. Ella estaba “interesada en determinar los
cambios sociales y culturales que llegan a las sociedades tradicionales… como
respuesta al crecimiento económico” (Díaz 1966: 2). Esta investigación tuvo lugar entre
25

artesanos en Tonalá, mientras esa otrora aldea indígena estaba siendo absorbida por la
“mancha urbana” de Guadalajara, la capital del estado y centro industrial en expansión.
También a mediados de los años sesenta, Eduardo Noguera publicó un volumen
enciclopédico llamado La cerámica arqueológica de Mesoamérica (1965, segunda
edición 1975), que fue en su momento la discusión más exhaustiva de las distintas
tradiciones alfareras de Mesoamérica a través del tiempo. Esta obra fue un punto de
referencia obligado, y todavía es fundamental para los arqueólogos, antropólogos, y
otros interesados en el tema. Una década después llegó una publicación de gran
importancia para la literatura sobre cerámica tradicional en Mesoamérica, se trata del
libro de Rubén Reina y Robert M. Hill titulado The Traditional Pottery of Guatemala
(1978). Aquí encontramos una visión comprehensiva de los distintos estilos y técnicas
de manufactura que todavía existían en las comunidades mayas de todo Guatemala, con
un texto acompañado de excelentes fotografías y descripciones fieles de una artesanía
que estaba cambiando rápidamente, y que todavía tenía raíces prehispánicas
discernibles.
En 1987 Prudence M. Rice publicó un libro de alcance enciclopédico sobre la
cerámica de todo el mundo, basado en la experiencia que tuvo la autora tras muchos
años de trabajo en Mesoamérica y Sudamérica, en los que produjo una larga lista de
publicaciones. Entre los temas estudiados por esta investigadora durante su carrera
podemos mencionar los siguientes: ciencia y política entre los mayas; el colapso,
transición y transformación de la civilización maya antigua; los orígenes de la alfarería;
la prehistoria e historia de los hornos de alfarero; la industria vitivinícola de Perú en la
época colonial y su herencia española, y un largo etcétera. El volumen que nos interesa
aquí, escrito por Rice, se llama Pottery Anlayisis: A Sourcebook (1987, segunda edición
en 2015). La nueva edición (2015) incorpora más de dos décadas de crecimiento y
diversificación en el estudio arqueológico y etnográfico de la cerámica. Este libro
examina las materias primas usadas por los alfareros a nivel mundial, considerando sus
propiedades físicas y químicas. El estudio de Rice utiliza las perspectivas de la
arqueología, la ciencia de materiales, la etnografía, y la etnoarqueología en el análisis de
la producción cerámica, discutiendo además cómo los análisis de artefactos pueden
darnos una visión de su cultura de origen, ya sea prehistórica, reciente o contemporánea.
Otro libro que ha sido muy importante para nuestro tema es Pots and Potters:
Current Approaches in Ceramic Archaeology, editado por Prudence Rice (1984). Este
volumen fue concebido como continuación y puesta al día de Ceramics and Man de
26

Matson, con un énfasis primordialmente antropológico que pretende mostrar cómo las
cerámicas de distintos contextos geográficos y temporales, cuando se les estudia con los
métodos y los enfoques analíticos apropiados, pueden darnos información valiosa
acerca de la gente que elaboró y utilizó los miles de artefactos cerámicos encontrados
por los arqueólogos. Otra publicación destacada correspondiente a este periodo es
Ceramic Theory and Cultural Process, de Dean Arnold (1985), en donde el autor se
propone desarrollar una “teoría de la cerámica” para extender nuestro conocimiento de
las complejas relaciones entre la elaboración de alfarería, la cultura y la sociedad.
Gracias a que utiliza las perspectivas de la teoría de sistemas, la cibernética y la
ecología cultural, el autor puede hacer generalizaciones transculturales para explicar los
orígenes y evolución de la artesanía. Este estudio ofrece un enfoque innovador hacia la
interpretación arqueológica de la alfarería que aumenta de manera considerable nuestra
capacidad para entender los procesos sociales y medioambientales que giran en torno a
la producción de cerámica.
En el libro Acatlán: A Changing Mexican Tradition, Louana Lackey (1982)
describe los materiales, los métodos de manufactura y las formas decorativas
características de la cerámica de Acatlán, Puebla. Lackey descubrió que la tradición
mesoamericana de la alfarería en este lugar se remonta al periodo Clásico (ca. 100-900
DC). Al estudiar los tiestos prehispánicos, esta autora pudo establecer que los artesanos
de Acatlán estaban trabajando dentro de una tradición que tenía una considerable
profundidad temporal. Las conclusiones de Lackey se basan en investigaciones
etnográficas y trabajo de campo arqueológico desarrollados en 1974, 1975 y 1977 en
Puebla, donde trabajó con una familia de artesanos y aprendió a manufacturar, decorar y
quemar la loza en el horno de acuerdo con el “estilo acatleco”. Aunque las formas de las
vasijas actuales pueden ser nuevas, la arcilla que usan en su elaboración es idéntica a la
que se usaba para producir la famosa loza prehispánica conocida como Anaranjado
Delgado, un tipo cerámico correspondiente al periodo Clásico que llegó a distribuirse
por todo Mesoamérica, y cuya localidad de origen se descubrió hace casi 30 años. 9
Otro libro que debemos mencionar es Ceramic Ecology Revisited, 1987: The
Technology and Socioeconomics of Pottery. Fue editado por Charles C. Kolb (1988), y
consta de dos volúmenes con una colección de ensayos que reportan estudios de

9
Las investigaciones arqueológicas de Evelyn Rattray (1990) en el sur de Puebla ofrecieron nuevos datos sobre los talleres alfareros
prehispánicos en donde se elaboraba la loza Anaranjado Delgado, la más importante cerámica de comercio de Teotihuacan. El
reporte de Rattray incluye datos sobre técnicas de manufactura, contextos de producción, y la organización económica y social de
los artesanos involucrados.
27

artefactos de cerámica y procesos de manufactura y decoración, abarcando distintos


temas: desde la adquisición de materias primas hasta métodos de elaboración artesanal,
sin olvidar las técnicas de cocción y la distribución de los productos terminados; además
presenta reflexiones sobre las implicaciones culturales de todas estas observaciones. Las
contribuciones a este volumen abarcan un rango muy amplio de temas, incluyendo entre
otros el análisis de productos especializados como “tuyeres” de barro (tubos para soplar
usados en la fundición del hierro) y “candeleros” (incensarios portátiles). También se
tomaron en cuenta aquí los estudios etnográficos sobre la manufactura de vasijas de
barro, los procesos de innovación y difusión de tecnologías (como algunos tipos de
hornos y el “tornete” o tornamesa), análisis físicos y químicos de los materiales
(arcillas, elementos no plásticos y tiestos), y finalmente interpretaciones funcionales y
socioculturales de las vasijas de barro y de la gente que las hizo y utilizó. En sus
discusiones de recipientes y de otros artefactos de arcilla cocida, todos los autores
incluidos en esta obra colectiva trataron de explorar las interrelaciones entre los
aspectos técnicos de la producción y la distribución por un lado y los parámetros
socioculturales por el otro.
El volumen mencionado arriba está acompañado por otro también editado por
Kolb (1989b), que apareció con el título de Ceramic Ecology 1988: Current Research
on Ceramic Materials. Aquí encontramos nuevos conceptos, métodos y paradigmas que
incluyen la ecología cerámica, la teoría cerámica y la etnoarqueología. Los artículos
reunidos aquí reflejan los enfoques interdisciplinarios usados en el estudio de materiales
cerámicos, así como en el análisis de la producción y uso de artefactos de barro cocido.
La mayoría de las contribuciones pertenecen a Mesoamérica, pero también las hay sobre
otras partes del mundo, incluyendo a Norteamérica y Asia.
Otro volumen colectivo que fue publicado más o menos en la misma época que
el anterior es Kalinga Ethnoarchaeology, editado por William Longacre y James M.
Skibo (1994). Este libro está basado en 20 años de investigaciones en las tierras altas
del norte de Filipinas. Los ensayos reunidos aquí examinan la elaboración de cerámica y
de canastas en varias aldeas del grupo étnico kalinga, revelando la manera en que la
gente en un entorno cultural determinado (en este caso una colectividad de tipo “tribal”)
hacen, usan, rompen y descartan sus objetos de arcilla, y cómo la cerámica, las canastas
tejidas y otros elementos de la cultura material se relacionan con el comportamiento
humano. Los autores que contribuyeron a este volumen analizaron un solo conjunto de
datos cerámicos desde distintos ángulos, reflejando tanto intereses tradicionales como
28

nuevas tendencias en el estudio de la etnoarqueología en las aldeas. Estos ensayos


siguen distintas perspectivas de la metodología y teoría arqueológica para examinar las
siguientes cuestiones: la correlación (o falta de correlación) entre los límites sociales y
materiales; la manera en que el uso que se dio a las vasijas puede inferirse desde las
alteraciones físicas causadas por el mismo uso; por qué se rompen más vasijas grandes
en los hogares de mayor tamaño; las relaciones entre riqueza de las unidades domésticas
y las posesiones materiales; cómo funciona un sistema de distribución de cerámica; y
finalmente, cómo y por qué se presenta el cambio tecnológico.
Podríamos mencionar muchas otras aportaciones al tema que nos ocupa aquí, pero
por razones de espacio sólo citaré los siguientes títulos y sus respectivos autores: A Pot for
All Reasons, editado por Charles Kolb y Louana Lackey (1988); Ceramic
Ethnoarchaeology, editado por William Longacre (1991a) y The Many Dimensions of
Pottery: Ceramics in Archaeology and Anthropology, editado por S. E. van der Leew y A.
C. Pritchard (1984). En todos estos volúmenes, el lector encontrará enfoques innovadores
que exploran las dimensiones antropológica, ecológica y etnoarqueológica de las
actividades de los alfareros y de la producción cerámica en general, tanto en el pasado
como en el presente. En último lugar, pero no menos importante, mencionaremos el
enfoque holístico que ha desarrollado Dean Arnold, en varios volúmenes de aparición
reciente, que establecen la agenda para las investigaciones sobre cerámica en los inicios del
siglo XXI: Social Change and the Evolution of Ceramic Production and Distribution in a
Maya Community (2008); The Evolution of Ceramic Production Organization in a Maya
Community (2014); y Maya Potter’s Indigenous Knowledge: Cognition, Engagement and
Practice (2016, en prensa).
Durante finales de los años cincuenta y principios de los sesenta los análisis físico-
químicos de la cerámica se hicieron cada vez más populares entre los arqueólogos, y siguen
siendo una técnica aplicada con frecuencia. Los métodos más comunes de caracterización
química en el presente son la espectrometría de emisión óptica, la difracción de rayos x, la
fluorescencia de rayos x, la espectroscopía de absorción atómica y el análisis por activación
de neutrones (AAN, véase Rice 1987: 312, 373). Este último fue utilizado por primera vez
en los años treinta y se aplicó a problemas arqueológicos en los cincuenta. Desde entonces
se ha convertido en la técnica más útil para estudiar los elementos presentes en artefactos
antiguos. El principio detrás del AAN es el siguiente: al ir decayendo los radioisótopos
presentes en una muestra de cerámica producen radiación con distintos tipos de energía,
cada uno correspondiente a cierto elemento. Esta energía es medida con un espectrómetro
29

para identificar los distintos elementos presentes. El AAN es bastante sensitivo, llegando a
detectar hasta 72 de los 95 elementos que usualmente aparecen en cantidades traza (Rice
1987: 396-397; Glascock 1992).
Todos estos estudios enfatizan las investigaciones que utilizan métodos científicos
para resolver problemas arqueológicos relacionados con la producción y uso de la
cerámica. Por ejemplo, los análisis detallados de la composición de objetos de barro han
servido para explorar aspectos como el comercio antiguo, pero también pueden ofrecer
inferencias sobre producción de cerámica en general, ya que la selección y procesamiento
de materias primas en la antigüedad se refleja directamente en los datos de composición (v.
gr. Nieves et al. 2003: 27). Tales análisis científicos ayudan a detectar la utilización de
recursos de fuera del área de elaboración, que pudieron conseguirse por medio de patrones
de intercambio, ya sea de productos terminados o de arcillas u otras materias primas
(Bishop et al. 1982: 275-276). Pero ahora se piensa que los estudios científicos por sí solos
no bastan para obtener una imagen completa de las cerámicas en sus contextos culturales e
históricos. Como resultado de ello, la ecología cerámica y la etnoarqueología entraron en
escena, como se discute a continuación.

Ecología cerámica
Durante los años sesenta y setenta se dieron algunas contribuciones relevantes al estudio de
la ecología cerámica, que a su vez alentaron más avances en las siguientes dos décadas. Un
estímulo de especial importancia fue la serie de simposios organizada por Charles Kolb y
Louana Lackey en las reuniones anuales de la American Anthropological Association, que
inició a mediados de los ochenta y todavía sigue. En ese foro los investigadores de varias
disciplinas han demostrado el impacto del enfoque ecológico sobre los estudios de la
cerámica en arqueología y en antropología. La ecología cerámica, entonces, se ha
establecido como una perspectiva analítica para el análisis de los materiales cerámicos en
sus aspectos contextuales con orientación interdisciplinaria, por medio de la cual los
investigadores intentan ubicar los datos físicos y científicos en un marco ecológico y
sociocultural, relacionando las propiedades tecnológicas de las materias primas con la
manufactura, distribución y uso de los productos cerámicos dentro de contextos sociales.
La ecología cerámica percibe a los sistemas culturales de una manera holística, como se
explica en la Figura 1 (Kolb 1988: viii). De esta manera, la ecología cerámica está
vinculada al campo general de la ecología cultural –o ecología humana—que se ha definido
como “el estudio de las relaciones e interacciones entre los humanos, su biología, sus
30

culturas y sus entornos físicos… Los ecólogos humanos [o culturales] estudian cómo y por
qué las culturas hacen lo que hacen para resolver sus problemas de subsistencia, cómo
entienden sus medios ambientes, y de qué manera comparten sus conocimientos sobre su
medio ambiente” (Sutton y Anderson 2004: 2-3).

Figura 1. Diagrama de la ecología cerámica, que incorpora el complejo cerámico, el entorno biológico, el
medio ambiente físico, la biología humana y la cultura (adaptado de Kolb 1989a: Figura 3).

Frederick R. Matson, uno de los primeros proponentes del enfoque de la ecología


cerámica, fue un ingeniero ceramista, etnógrafo y arqueólogo, especializado en
arqueometría. Gracias a sus muchos logros académicos, Matson recibió en 1981 el Premio
Pomerance, otorgado por el Instituto Arqueológico Americano en reconocimiento a sus
contribuciones científicas en el campo de la arqueología. Ya hemos mencionado el libro
editado por Matson con el título de Ceramics and Man (1965); en esta obra colectiva se
buscaba una “fertilización cruzada” que examinara los procesos y los factores sociales
involucrados en los estudios cerámicos. Este volumen presenta una revisión crítica y
constructiva de los tipos de contribuciones que usualmente se hacían por los estudios
cerámicos en las investigaciones arqueológicas y etnográficas. La propuesta de Matson
pretendía vincular los objetos cerámicos con la gente que los había hecho y utilizado (Kolb
1988: vi-vii; Matson 1965). En 1951 Matson comentó sobre los estudios cerámicos que
aparecían en los reportes arqueológicos de la época, diciendo que si bien la mayoría
proporcionaban buenas descripciones, cabía preguntarse cuántos lectores se tomarían el
31

tiempo para leer o tratar de visualizar los objetos de cerámica una vez que habían sido
descritos a costa de bastante tiempo y trabajo. En su opinión, sería más productivo pasar
menos tiempo en las descripciones y las mediciones físicas, para dar más consideración a
las variaciones de las lozas relacionadas con los problemas a que se enfrentaron los
artesanos que las habían elaborado (Matson 1951: 106).
Matson además alentó a los investigadores para que realizaran un estudio minucioso
de la literatura etnográfica y que implementaran diseños de investigación etnográfica con
orientación arqueológica (es decir, etnoarqueología) para arrojar luz sobre los aspectos
técnicos de la cerámica o alfarería. La falta de un campo de acción compartido entre los
estudios cerámicos y el análisis de los patrones socioeconómicos fue una preocupación que
empezó a surgir a fines de los años cincuenta, pero los paradigmas ecológicos ofrecieron
una manera productiva de abordar estas variables (Kolb 1989b: 281).
Mientras tanto, Kolb (1989b) presentó un modelo que permitía una clara
comprensión de lo que él llamó “ecología cerámica holística”. Este modelo de producción
cerámica se enfoca en un “complejo cerámico” que consiste en un sistema cultural y un
sistema ambiental, cada uno con los subsistemas necesarios para el funcionamiento del
complejo. El sistema cultural incluye los siguientes subsistemas: económico, social,
religioso, psicológico y por supuesto, el de producción cerámica. El sistema ambiental
consta de subsistemas físico, biológico y ambiental-cultural. Estos sistemas y sus
respectivos subsistemas están ligados mutuamente por mecanismos de retroalimentación.
De acuerdo con Kolb (1989b: 315, 320, 324-327), el componente clave del complejo
cerámico es el subsistema de producción, que a su vez contiene las principales variables
que afectan la elaboración de un objeto de arcilla: desde la adquisición de las materias
primas hasta el uso de la vasija y el desecho al finalizar su vida útil.

Etnoarqueología cerámica
Como mencionamos al inicio de este capítulo, la antropología sociocultural ha sido un
tanto indiferente hacia las perspectivas técnicas y materiales que son tan importantes para
la arqueología y para la antropología holística. Esta indiferencia se relaciona hasta cierto
punto con la reacción en contra de la ciencia, que el día de hoy es bastante prevalente entre
las humanidades y las ciencias sociales, y que ha culminado en el “movimiento
posmoderno”. Debido al antagonismo de esta perspectiva hacia la ciencia, parece natural
que los etnógrafos (y especialmente los antropólogos sociales) ignoren o minimicen el
papel de la cultura material y de la tecnología, incluyendo la cerámica (Williams 2005).
32

La etnoarqueología apareció en parte como respuesta a esta situación, pero también


al desarrollo de la arqueología procesal, con su enfoque sobre argumentos puentes
explícitos entre los patrones de comportamiento humano y los patrones materiales dentro
del registro arqueológico. El enfoque etnoarqueológico busca integrar los hallazgos y
contextos arqueológicos con la información etnográfica para poder interpretar de mejor
manera la cultura material; por lo tanto uno de sus objetivos es obtener información sobre
artefactos y tecnologías directamente de la gente que está involucrada en su producción.
Usualmente, el objetivo de una investigación etnoarqueológica es llegar a un entendimiento
lo más completo posible de la relación entre el comportamiento humano y los contextos de
cultura material (Kolb 1989b: 292-293). Los arqueólogos que adoptan un marco
etnoarqueológico realmente están actuando como antropólogos que llevan a cabo
investigaciones etnográficas con fines arqueológicos, ligando los restos materiales con la
conducta de las personas (Thompson 1991: 231). Mientras está viviendo en un sitio en
particular y observando las actividades de los habitantes, el arqueólogo que sigue esta
estrategia intenta discernir los patrones que serían observables para el arqueólogo, y trata
de determinar qué actividades los produjeron (Binford 1983: 25).
La arqueología es la única ciencia social cuyo tema principal de estudio –los
patrones y procesos del comportamiento humano en la antigüedad—no es visible para los
investigadores. Por lo tanto, los arqueólogos deben usar evidencias indirectas para formular
las hipótesis que les ayudarán a entender la relación entre los fragmentos de materia
encontrados en el campo y la conducta social que produjo esos restos. En Mesoamérica y
otras áreas, la analogía etnográfica es invaluable porque muchas preguntas de tipo procesal
relacionadas con los patrones de producción, uso y descarte de la cerámica (y de muchos
otros materiales culturales) en el pasado no se pueden resolver de manera satisfactoria
usando las técnicas arqueológicas tradicionales, como excavación, recorridos de superficie,
y análisis físicos de cerámica, lítica, conchas, huesos, y otros restos. Por lo tanto, muchos
arqueólogos se han vuelto hacia el estudio de técnicas de manufactura y patrones de
utilización de cerámica en comunidades contemporáneas utilizando el enfoque de la
etnoarqueología. Es claro que existe una serie de preguntas relacionadas con el registro
arqueológico que sólo pueden responderse con investigaciones procesales que va más allá
de ese registro; por ejemplo cómo se formó un contexto específico por el comportamiento
dentro de un sistema cultural; cómo un sistema cultural produce restos materiales (o
arqueológicos); y los tipos de variables culturales que determinan la estructura –a
diferencia de la forma o el contenido—del registro arqueológico (Schiffer 1995).
33

Otro punto de vista relevante para esta discusión viene de Alison Wylie, quien
sostiene que “los arqueólogos siempre deberían tratar los enunciados explicativos como el
punto de inicio, más que el fin de la indagación” (Wylie 2002: xii). A fin de evaluar las
implicaciones de los datos arqueológicos, los investigadores deberían desarrollar
“argumentos de relevancia” o “argumentos puente” que “vinculen a los elementos
sobrevivientes del registro arqueológico con los eventos del pasado y las condiciones que
los produjeron” (Wylie 2002: 17). Como se mencionó anteriormente, el objetivo final de la
etnoarqueología es producir información etnográfica por medio de la observación de
comportamientos culturales y sus asociaciones con los objetos materiales en contexto
sistémico (es decir que está operando dentro de un sistema de comportamiento; Schiffer
1978) (Figura 2). La analogía etnográfica, si se usa con cuidado, puede ser muy valiosa
para ayudarnos a entender de mejor manera los aspectos culturales y tecnológicos de una
artesanía tradicional, como en este caso la alfarería, al añadir profundidad temporal a
nuestras observaciones. Sin embargo, hay varios principios generales que deben seguirse
para asegurar que las analogías etnográficas sean útiles para el razonamiento arqueológico.
Este tema ha sido discutido ampliamente por Nicholas David y Carol Kramer, quienes
sostienen que “la cultura sujeto y la cultura fuente deben ser similares en cuanto a las
variables que pudieron haber afectado los materiales, los comportamientos, los estados o
procesos que se están comparando… si la cultura fuente es la descendiente histórica de la
cultura sujeto, hay… una mayor probabilidad intrínseca de que existan similitudes entre
ambas”. Pero el concepto de “descendencia cultural” debe considerarse al menos
potencialmente problemático. El rango de candidatos utilizados como modelos para
comparación debe ampliarse para incluir a la etnografía, la etnohistoria y la arqueología,
“para poder obtener una muestra lo más representativa posible… sin embargo, a causa de
los elementos inevitables de razonamiento inductivo y subjetividad involucrados en la
verificación, la certeza deductiva nunca se puede alcanzar completamente” (David y
Kramer 2001: 47-48).
La analogía etnográfica no puede darnos información sobre patrones prehistóricos
de comportamiento que no tengan algún equivalente moderno. Además, nuestro
conocimiento sobre los sistemas culturales existentes es incompleto, por lo que al ampliar
su conocimiento etnográfico los arqueólogos pueden llegar a entender modelos de conducta
alternativos que no serían posibles si no existiera la analogía. Los modelos etnográficos son
útiles para sugerir hipótesis que sean relativamente libres de sesgos etnocéntricos y que
34

puedan someterse a prueba, pero es importante que la etnoarqueología vaya más allá de la
simple analogía (Gould 1978: 52).

Figura 2. El “modelo de flujo” de Michael Schiffer, que analiza el ciclo de vida de los elementos
duraderos en el registro arqueológico (adaptado de Schiffer 1995: Figura 2.1).

En su discusión de la etnoarqueología, Bruce G. Trigger argumenta que Lewis


Binford, uno de los principales proponentes de esta estrategia de investigación, pensaba
que “solamente con el estudio de situaciones vivientes en las que pueda verse el
comportamiento y las ideas conjuntamente con la cultura material era posible establecer
correlaciones que podían usarse para inferir el comportamiento social y la ideología
confiablemente a partir del registro arqueológico…” Binford vio a la etnoarqueología como
un enfoque con potencial para entender el pasado porque “él creía que había un alto grado
de regularidad en el comportamiento humano, lo que podrían revelar los estudios
etnográficos comparativos. Estas regularidades podrían entonces usarse para inferir muchos
aspectos del comportamiento de las culturas prehistóricas” (Trigger 2006: 399).
No puedo presentar una discusión más completa sobre este tema tan complejo aquí,
por falta de espacio, pero el Capítulo II está enfocado en la relación íntima y productiva
entre la arqueología y la antropología, y en el papel de la etnoarqueología como puente de
unión entre estas dos disciplinas. En la siguiente sección abordo el tema de la manufactura
de cerámica y de otras actividades productivas en el contexto de las unidades domésticas
35

mesoamericanas. Esto es importante para contextualizar la discusión de elaboración de


alfarería en Michoacán que aparece en capítulos posteriores de este libro.

Actividades de producción en las unidades domésticas de Mesoamérica


La mayoría de las actividades de producción discutidas en este libro tuvieron lugar
dentro de unidades domésticas. En este sentido, la industria cerámica contemporánea de
los tarascos es parecida a los patrones de producción del pasado, que también se
basaban en un modo de producción doméstica. De hecho, se ha dicho que “la
producción en las unidades domésticas… fue un asunto para la familia, y cualquier
discusión de la organización de la producción en la Mesoamérica antigua debe
considerar la organización de la familia” (Healan 2014). Los estudios de unidades
domésticas se han beneficiado de un interés renovado sobre este tema en todo el mundo
durante los últimos años. Un buen ejemplo de esto es el libro Material World: A Global
Family Portrait (1994) en el cual Peter Menzel se propone “capturar… las grandes
diferencias en los bienes materiales y circunstancias que hacen a las sociedades ricas y
pobres… señalando los distintos paisajes, las viviendas, los tamaños de las familias, y
sobre todo el… conjunto de los bienes materiales de cada familia, grande o pequeña…”
(Kennedy 1994: 7).
A fin de mejorar nuestra comprensión de los contextos culturales, sociales y
económicos en los que tuvieron lugar las actividades de elaboración de alfarería
estudiadas por los arqueólogos, en esta sección se discuten varios aspectos clave de la
producción doméstica en la Mesoamérica antigua (ver también Williams 2016a). De
acuerdo con Kenneth Hirth, las unidades domésticas son las más importantes entidades
sociales de la humanidad, ya que todos los seres humanos nacen en ellas, son criados y
nutridos ahí, y con frecuencia reciben su educación ahí también. De hecho, en las
sociedades premodernas la mayoría de los bienes de consumo eran manufacturados,
almacenados y consumidos dentro de las unidades domésticas. Hirth sostiene que el
término “economía doméstica” se refiere tanto a lo que hacen las familias como a la
manera en que se organizan para satisfacer sus necesidades físicas y sociales. Dado que
la economía doméstica siempre ha sido la columna vertebral de la sociedad, los hogares
siempre han sido importantes para el rango extenso de actividades de subsistencia que
realizan en beneficio de sus integrantes (Hirth 2009a: 13).
Algunos enfoques recientes del estudio de la producción doméstica en
Mesoamérica siguen una perspectiva holística; ésta ha sido utilizada para llegar a “una
36

definición y explicación de la organización y tecnología del proceso artesanal en su


totalidad, desde la adquisición de los ingredientes necesarios hasta las cualidades y
utilización de los productos terminados”, así como alcanzar “un entendimiento de las
convenciones sociales e instituciones, los sistemas de valores, los mecanismos de
distribución, y… las funciones de los productos, todo lo cual determina el diseño, la
distribución, el uso y el significado” de los mismos. La finalidad del enfoque holístico
puede entenderse en síntesis como el delineamiento y entendimiento comprehensivos de
los componentes materiales, tecnológicos, sociales e ideológicos del sistema de
producción artesanal, a la vez que se trata de elucidar su contexto histórico a nivel
regional, y su entorno natural y social (Shimada y Wagner 2007: 166-167).
La especialización artesanal existió en Mesoamérica desde tiempos
prehispánicos, por ejemplo entre los aztecas la producción doméstica tenía a los
integrantes de la familia como fuerza de trabajo (Feinman 2001: 191). Existe clara
evidencia arqueológica de una especialización artesanal desde periodos tempranos para
la producción de objetos hechos de piedra, de conchas marinas y de cerámica, entre
otros materiales. En algunos sitios antiguos de Oaxaca, por ejemplo, se ha descubierto
una especialización en la elaboración de objetos como ornamentos de concha y espejos
de magnetita, mismos que se producían en cantidades muy por encima de lo que
probablemente se consumía a nivel local. La producción de estos bienes la llevaban a
cabo artesanos calificados, y estas actividades distintas a la agricultura constituyen un
ejemplo de trabajo realizado por especialistas (Feinman 2001: 192). En la actualidad
todavía existen en México alfareros y otros artesanos de tiempo completo, quienes
trabajan dentro de los solares de sus casas, siguiendo una costumbre que tiene raíces en
la época prehispánica (Feinman 2001: 193).
De acuerdo con Hirth, “el estudio de la producción artesanal es… un campo
importante dentro de la investigación arqueológica” porque esta producción es
fácilmente identificable en el registro arqueológico, gracias a que utiliza herramientas y
produce materiales de desecho que son diagnósticos de distintas actividades de
manufactura (Hirth 2011: 13). Según este autor, “el estudio de la producción artesanal
proporciona un acercamiento a la escala y organización de los grupos de trabajo en una
sociedad… La producción artesanal fue un componente importante de las antiguas
sociedades mesoamericanas… la vasta mayoría de los productos artesanales fue hecha
de manera doméstica por artesanos independientes…” (Hirth 2011: 13).
37

Hirth sostiene que “la dicotomía de tiempo completo y parcial no indica cuándo
o por qué la producción artesanal en Mesoamérica fue principalmente una actividad
doméstica. La razón es simple si se examina desde la perspectiva del artesano que la
practica”, ya que la producción de tiempo parcial “es más compatible con las metas de
producción y las necesidades del artesano que trabaja en un entorno doméstico”. Esto
tiene que ver con el “riesgo económico, la naturaleza cambiante de la demanda, y la
manera en que estaba estructurada la producción artesanal dentro de ciclos
fluctuantes…” (Hirth 2011: 18).
Cathy Costin (2005) señala que los arqueólogos hemos usado las palabras
“producción artesanal” de manera acrítica, para referirnos a la manufactura de una
categoría de objetos cerámicos, o bien artefactos de piedra, así como “ornamentos,
canastas, textiles, y objetos de metal. Sin embargo, la palabra artesanía [craft] tiene
muchos significados” que hasta hora “no se han definido del todo sin ambigüedad”
(Costin 2005: 1032).
Costin (2004) también ha dicho que “los bienes artesanales tuvieron una
importancia extraordinaria en la producción y mantenimiento de los cacicazgos y
estados antiguos. Aparte de las funciones domésticas básicas, se usaban en casi todas las
actividades sociales, políticas y rituales”. Es por eso que el entendimiento del contexto y
la organización de la producción de artesanías es indispensable para entender
completamente “la vida diaria, la economía política, y el papel de los objetos materiales
en las relaciones sociales y políticas” (Costin 2004: 189).
Por todo lo anterior, los estudios de la producción artesanal son una parte
indispensable de la investigación arqueológica, y son fundamentales “para la
reconstrucción de los modos de vida antiguos y para explicar la evolución sociocultural”
(Costin 2004: 190). Los estudios de la producción de artesanías “también son una parte
integral de las investigaciones sobre el papel de la cultura material dentro de la vida
doméstica, social y ritual. La mayoría de los objetos en sociedades preindustriales son a
la vez utilitarios (en el más amplio sentido de la palabra) y medios de comunicación
social”. La cultura material es indispensable para expresar la identidad, el poder y las
relaciones sociales; el concepto de materialización, tan en boga actualmente, “se refiere
al proceso de transformar ideas y creencias intangibles en símbolos y signos concretos y
visibles. La producción de artesanías es materialización, ya que los artesanos toman
ideas acerca del mantenimiento diario, la identidad social y las relaciones de poder y las
38

plasman en objetos físicos que pueden ser experimentados por otros” (Costin 2004:
190).
Todos los sistemas económicos están compuestos por tres partes: producción,
distribución y consumo. Los arqueólogos con frecuencia piensan que las listas de bienes
encontrados en una excavación son una discusión del consumo, pero los eventos de
intercambio son invisibles en el registro arqueológico, mientras que las actividades de
producción dejan una huella más clara y fácil de interpretar, que consiste en restos
desechados, herramientas y artículos (Costin 1991: 1).
La producción de artesanías generalmente está englobada dentro de sistemas
políticos, sociales y económicos, y por otra parte se ve limitada o favorecida por las
condiciones naturales del medio ambiente. Ciertos aspectos del proceso de producción
son indispensables para entender la organización de la producción; Costin los enumera
de la siguiente manera: “(1) la distribución de las materias primas; (2) la naturaleza de
la tecnología, y en menor grado (3) la destreza y el entrenamiento” de los artesanos
(Costin 1991: 2).
La unidad doméstica, especialmente cuando se considera junto con la familia, es
la más perdurable unidad de asentamiento humano y de organización social. Es una
institución orgánica y de larga tradición, que da estructura a la vida diaria y al trabajo de
los individuos y grupos que la componen (Hagstrum 2001). Desde inicios del periodo
Neolítico (hace unos 10 000 años) la mayor parte de las unidades domésticas han estado
involucradas simultáneamente en dos ámbitos particulares: la producción de alimentos y
de artesanías. La relativa autonomía que siempre ha existido en la economía de
subsistencia de las unidades domésticas señala lo efectivas y longevas que han sido, y
además capaces de sustentarse a sí mismas a pesar de los retos presentados por el
contexto ecológico local y las demandas del entorno sociopolítico en el que se
encuentran (Hagstrum 2001).
Al discutir la forma y funcionamiento de la economía doméstica, debemos
incluir dos entidades: la unidad doméstica (gente que comparte su morada) y la familia
(gente que está emparentada entre sí, pero que pueden no vivir en la misma casa). Estas
definiciones nos permiten entender la manera en que las unidades domésticas y las
familias (grupos domésticos) se organizan para ganarse la vida, y la manera en que
realizan su ciclo de trabajo que generalmente combina las tareas mutuamente
complementarias de la agricultura y la producción artesanal, que a la vez se entrecruzan
con la economía política (Hagstrum 2001: 47).
39

Aunque el hogar muchas veces busca la autonomía, esto no contradice sus lazos
con los parientes, ya sean reales o ficticios, así como con los amigos, los vecinos, y la
gente de fuera; todos ellos forman una red de relaciones. La autonomía permite a las
unidades domésticas tener flexibilidad para tomar decisiones y para programar distintas
actividades a través del tiempo, lo cual es vital para su permanencia y éxito, ya sea en
contextos de relaciones sociopolíticas simples o complejas (Hagstrum 2001: 48).
Las personas que comparten una residencia generalmente se distinguen por su
capacidad de sostenerse por sí solas, pues cuando necesitan fuerza de trabajo adicional,
herramientas o animales, las cabezas de familia acuden a sus parientes en primer lugar.
Los miembros de una misma familia extensa generalmente se ayudan mutuamente sin
esperar nada a cambio. Las unidades domésticas dependen de varios mecanismos para
el intercambio de mano de obra y de bienes, y de esta manera pueden obtener lo que no
producen ellas mismas (Hagstrum 2001: 48).
El tema de la producción de artesanías a nivel doméstico es de gran interés para
los arqueólogos, puesto que su presencia indica cierto nivel de interdependencia
económica entre varios sectores de la sociedad. La producción especializada a escala
pequeña fue un componente importante de la mayoría de las economías domésticas
premodernas por todo el mundo, y puede decirse que la mayor parte de la producción
artesanal tuvo lugar en un contexto doméstico (Hirth 2009a: 13).
Las perspectivas sobre la manufactura de tipo artesanal en la literatura
arqueológica actual se ven afectadas por dos situaciones: en primer lugar, tenemos un
entendimiento incompleto de la manera en que operaban las unidades domésticas, y en
segundo lugar no hemos sido capaces de generar conceptos económicos que permitan
ubicar a la actividad artesanal dentro de la economía del hogar. Según Hirth, parte del
problema es la limitada atención que se ha prestado a las casas y sus ocupantes en la
literatura etnográfica, lo que ha tenido como resultado una visión incompleta de la
economía doméstica y de las estrategias que se usan para aprovechar al máximo su
entorno (Hirth 2009a: 14).
Hirth piensa que tenemos una paradoja en arqueología, ya que hay abundante
evidencia para las actividades relacionadas con la elaboración de artesanías a nivel
doméstico tanto en Mesoamérica como en muchas otras sociedades de la antigüedad por
todo el mundo, pero no tenemos un modelo que sirva para explicar de qué manera o por
qué razón sucedió esta especialización. El mismo autor opina que “el principal objetivo
de la unidad doméstica es la supervivencia y el éxito en la reproducción. La clave para
40

el éxito es desarrollar una estrategia de supervivencia que maximice la productividad y


minimice los riesgos… esta… estrategia… lleva a las unidades domésticas a seleccionar
una mezcla de actividades de subsistencia para satisfacer sus necesidades” (Hirth 2009a:
23).
Por otra parte, David Carballo sostiene que los hogares pueden definirse como
grupos de individuos ligados por alguna noción de parentesco y una identidad
compartida, que cooperan en la producción y reproducción necesarias para sobrevivir.
Se trata de unidades sociales que dan estructura al comportamiento humano, pero que
también se pueden adaptar y pueden reconstituirse para alcanzar las metas de sus
miembros. Finalmente, funcionan como “actores políticos coordinados que negocian
estratégicamente la posición de su grupo dentro de una jerarquía social” (Carballo 2011:
134).
Durante una buena parte de la secuencia prehispánica posterior a la aparición de
comunidades sedentarias, la producción intensiva a nivel doméstico se vio estimulada
por la simbiosis económica y la demanda del mercado, más que por el patrocinio o por
fuerzas políticas. La riqueza en las capitales de los estados se basaba más en la tierra, y
los campesinos que carecían de ella se dedicaban a las artesanías para obtener ingresos
complementarios. Cuando las elites urbanas y las instituciones políticas del Estado se
involucraron en la producción de artesanías, aprovecharon y manipularon las relaciones
de trabajo y tributarias a su conveniencia, en lugar de cambiarlas de manera radical
(Carballo 2011: 144).
Carballo (2011) piensa que los arqueólogos recientemente han prestado más
atención a la economía política que a la doméstica, y que han relegado las actividades
comunes de la producción doméstica a un lugar secundario en la literatura arqueológica.
Sin embargo, existen buenos trabajos sobre este tema, como las recientes excavaciones
de Michael Smith en tres sitios del Postclásico tardío (ca. 1300-1550 DC) en el estado
de Morelos, llamados Yautepec, Cuexcomate y Capilco. Estas excavaciones
descubrieron varias casas con ocupantes que estuvieron dedicados a la producción
artesanal de varios bienes, como textiles de algodón, herramientas de cuarzo, navajas y
alhajas de obsidiana, figurillas de cerámica, papel de amate (y machacadores para su
elaboración) y artefactos de cerámica pintada (Smith 2004: Cuadro 2).
Smith interpreta estos hallazgos de la siguiente manera: “varios aspectos de la
evidencia indican que los sistemas de mercado fueron instituciones importantes en las
economías regionales de Morelos en el Postclásico tardío. Las fuentes documentales
41

mencionan mercados… de todos tamaños [ubicados en] las ciudades más grandes [y]
hasta las pequeñas aldeas” (Smith 2004: 98). Durante el periodo Postclásico, “los
sistemas de intercambio comercial… se extendieron a través de la región central de
México, incorporando a los habitantes [de los sitios mencionados]… en el sistema
mundial en calidad de participantes activos. Incluso los hogares campesinos más
pobres… tenían acceso a una plétora de objetos exóticos importados…” (Smith 2004:
168).
Varios siglos antes de lo mencionado por Smith, las unidades domésticas del
periodo Clásico en Oaxaca fueron el nodo de la manufactura de bienes para el
intercambio; estos hogares fueron de hecho la base de los sistemas económicos de los
asentamientos. Feinman y Nicholas (2011) piensan que la producción e intercambio se
llevaban a cabo en múltiples casas, por lo que el control directo de estas actividades
económicas sería punto menos que imposible. Las unidades domésticas oaxaqueñas de
la época prehispánica no eran autosuficientes, por lo que manufacturaban un amplio
rango de productos para el intercambio y así satisfacer sus necesidades. Este
intercambio se daba dentro de las comunidades y también a través de espacios más
extensos, llegando a cubrir regiones tan amplias como todo el valle de Oaxaca (Feinman
y Nicholas 2011: 46).
De acuerdo con Linda Manzanilla, en Teotihuacan durante el periodo Clásico
existieron cuatro escalas para la producción de artesanías: (1) el conjunto de
apartamentos, donde se satisfacían las necedades cotidianas; (2) sectores extensos en la
periferia de la ciudad, donde había artesanos que producían lo que necesitaba la
población urbana; (3) sectores de los barrios donde se elaboraban marcadores especiales
de identidad, como trajes y tocados bajo la supervisión de las “casas” nobles; (4)
manufactura de artesanías específicas (objetos de mica, dardos, jadeita, ónix, etcétera)
bajo el control de los gobernantes, elaboradas en talleres enclavados en las viviendas de
la elite (Manzanilla 2009a: 31).
En su estudio del Estado azteca del Postclásico tardío, Frances Berdan (2014)
utiliza información etnohistórica y arqueológica para discutir varios aspectos de la
organización y el contexto sociopolítico de la producción de artesanías en esta sociedad
antigua. Según esta autora, existieron artesanos “adjuntos” e “independientes”. Los
primeros se ubicaban cerca o dentro de los palacios, lo cual sugiere que tenían
relaciones económicas, sociales y políticas con la elite. Esto se aplicaba especialmente a
ciertos artesanos que elaboraban bienes de lujo, y que gozaban del patrocinio de los
42

gobernantes. Parece que estos artesanos fueron reubicados al interior de las residencias
de la nobleza, aunque la estructura propia de la unidad doméstica no se vio modificada
(Berdan 2014: 108).
Los palacios han sido definidos como “residencias complejas que son usadas por
los gobernantes de sociedades complejas…” que a la vez “son residencias privadas”,
pero también tenían un papel en la vida pública tanto en Mesoamérica como en el área
andina (Pillsbury y Evans 2004: 2). El tema de los palacios como sitios donde se
realizaba la producción de artesanías ha sido abordado por Michael Smith, quien
sostiene que “la mayoría de los residentes urbanos tenían que proporcionar bienes o
servicios [mano de obra] para el palacio [local]. Esto estaba organizado de manera
rotativa, cuando le tocaba el turno a una familia sus miembros iban al palacio para hacer
mandados u otras tareas” (Smith 2016: 213). En contraste, algunos de los artesanos
“independientes” que producían bienes tanto de lujo como utilitarios, se encontraban
concentrados en barrios específicos de las ciudades, y gozaban de cierta exclusividad
económica y de cohesión social, algo similar a las cofradías de artesanos de la Europa
medieval (Berdan 2014: 109).
Como es bien sabido, los artefactos hechos de jade tuvieron un papel destacado
en la economía mesoamericana y también funcionaron como símbolos de estatus y
parafernalia ritual. Las investigaciones recientes en el área maya han demostrado que la
producción de objetos de jade (entre muchos otros) frecuentemente tuvo lugar en una
variedad de contextos, tanto domésticos como fuera de las casas, ya fuera de
característica elitista (Aoyama 2007) o de plebeyos (Rochette 2014). Algunos talleres
probablemente exportaron preformas de jade a los sitios productores, en donde se
terminaban las piezas siguiendo las tradiciones lapidarias propias de cada localidad.
Estos productos probablemente circulaban en diferentes contextos de intercambio, y
cada tipo de objeto pudo haber tenido un valor distinto. Por ejemplo, el intercambio de
un objeto terminado, de un bloque de jade o de una preforma de este material, no
implicaba las mismas obligaciones entre los actores del canje que el regalo de un
pendiente o de algún otro bien terminado. Las diferencias de este tipo sirven para
ilustrar las complejidades de los sistemas de intercambio de riquezas y de mercancías
(Andrieu et al. 2014; Williams y Weigand 2004).
Para terminar esta discusión, conviene citar un reciente trabajo de Berdan (2016)
sobre la industria lapidaria y otras artes de los aztecas antes de la conquista española.
Esta autora señala que los “lapidarios, joyeros y artesanos de las plumas fueron
43

considerados como trabajadores suntuarios que producían mosaicos, cuentas y otros


ornamentos finos para la nobleza y para los dioses…” En algunas fuentes documentales
del siglo XVI se mencionan “distintas clases de piedras… y se describe a los lapidarios
y su trabajo. También se habla de la variedad de piedras preciosas que se vendían en
[los] mercado[s]… incluyendo jade, obsidiana, azabache, ópalo, perlas y… turquesa
fina…” (Berdan 2016: 75). Continúa diciendo esta autora que “los lapidarios trabajaban
con destreza todos estos materiales, de manera doméstica o en talleres. Es probable que
los talladores de piedras finas hallan trabajado tanto de manera independiente como
asociados a los palacios del rey o a los nobles…” Finalmente, Berdan afirma que “estos
artesanos producían los atuendos de los dioses y los reyes, que no fueron escasos…” (p.
76).
La discusión presentada en estas páginas ayudará al lector a entender las
posibilidades y desafíos asociados con la reconstrucción de las actividades de
producción en las unidades domésticas, y cómo la información etnoarqueológica
presentada en los siguientes capítulos puede ayudarnos a construir un puente sobre el
abismo existente entre los contextos y actividades del pasado y su comprensión en el
mundo del presente.
46

CAPÍTULO II
LA ETNOARQUEOLOGÍA: ARQUEOLOGÍA COMO ANTROPOLOGÍA

En este capítulo exploraremos la relación que ha sostenido la arqueología con la


antropología a través del tiempo, y el papel de la etnoarqueología como posible puente de
unión entre ambas disciplinas (ver a Williams 2005 para una versión anterior). Ha pasado
ya más de medio siglo desde que Philip Phillips pronunciara su bien conocido dictum: “la
arqueología es antropología o no es nada”. Según este mismo autor, la arqueología
americana había mantenido una relación cercana con la antropología general, dependiendo
de ella en lo que respecta a la teoría. De acuerdo con Phillips, la antropología cultural
observa el comportamiento de grupos humanos en dos dimensiones: social y cultural.
También se interesa en el comportamiento simbólico (lenguaje, arte, mitos, etc.) y en la
cultura material (artefactos, tecnología, etc.). Por otra parte, la arqueología observa
principalmente las consecuencias materiales del comportamiento humano, y
ocasionalmente se refiere al comportamiento colectivo a través de inferencias, por ejemplo
la interpretación de costumbres funerarias, planos de casas, patrones de asentamiento,
caminos, sistemas de riego y otros fenómenos similares. Así pues, parece que las materias
primas de ambas disciplinas no son tan diferentes después de todo (Phillips 1955: 246-249).
Sin embargo, en años recientes la relación entre la arqueología y la antropología
sociocultural ha sido cada vez menos armoniosa; se ha notado una falta de diálogo entre
ambas disciplinas y parece que cada una ha optado por seguir su propio camino. Por una
parte los posmodernistas ven a los enfoques científico, materialista y evolutivo de la
arqueología como los enemigos de la antropología (Kelly 2002: 14), mientras que por otra
parte en nuestro país la “arqueología oficial mexicana” se ha dedicado en gran medida a la
reconstrucción de sitios arqueológicos con el fin de promover el turismo y el nacionalismo,
olvidándose casi por completo de las perspectivas antropológicas. En Latinoamérica los
casos de México y del Perú son los que más se mencionan para ejemplificar la manera en
que los símbolos arqueológicos y los elementos prehispánicos se han usado para mantener
un sentido casi sagrado en torno a la historia de cada nación-Estado. De esa manera, los
integrantes de la arqueología oficial mexicana, --o sea el establishment arqueológico de este
país – han sido fuertemente apoyados por un Estado al que le interesa legitimar su reclamo
47

al poder político y al orgullo nacional (Benavides 2001: 357; cfr. Gándara 1992). Esto fue
evidente sobre todo e el proyecto del Templo Mayor de la ciudad de México, donde la
arqueología se subordinó a la ideología del Estado dominante (Vázquez 1996). Es bastante
claro que esta situación va en detrimento de una arqueología científica, con objetivos
antropológicos.
Para mejor comprender la compleja relación entre la arqueología y la antropología,
y el papel de la etnoarqueología dentro de este contexto, conviene echar un vistazo a los
desarrollos teóricos que han marcado esta relación por espacio de varias décadas. En su
conocida obra sobre el desarrollo histórico de la arqueología en el Nuevo Mundo, Gordon
Willey y Jeremy Sabloff (1980) proponen varios períodos, incluyendo el “clasificatorio-
histórico”, que cubre la primera mitad del siglo XX y se divide en dos etapas: una temprana
que comprende entre 1914 y 1940, y una tardía, que va de 1940 a 1960. Según estos
autores, el tema central del periodo clasificatorio-histórico en su etapa temprana fue la
preocupación por la cronología, y la excavación estratigráfica el principal método para
conseguirla.
Los primeros estudios arqueológicos que emplearon el método de la estratigrafía en
Mesoamérica tuvieron lugar en el Valle de México. Manuel Gamio –influenciado por Franz
Boas, quien estaba en México en esa época– llevó a cabo la exploración de un profundo
pozo en Culhuacán, así como el estudio de un montículo en San Miguel Amantla,
excavación que el mismo investigador llamó “la primera y única excavación realizada con
métodos científicos en el valle de México” (Gamio 1928). En ese lugar encontró Gamio la
secuencia Arcaico-Teotihuacan-Azteca, aunque no logró extenderla al resto del valle,
mucho menos a áreas fuera del mismo (Bernal 1980: 164). Si bien anteriormente las
clasificaciones de artefactos habían sido hechas con el propósito exclusivo de describir los
materiales, ahora se empezaban a ver como medios para trazar las formas culturales en el
contexto temporal y espacial. En pocas palabras, el objetivo principal de la arqueología
americana durante esta época siguió siendo la elaboración de una síntesis histórico-cultural
de las diversas regiones del Nuevo Mundo, con base en secuencias y distribuciones de tipos
cerámicos y de otros materiales (Willey y Sabloff 1980: 83).
48

El enfoque histórico-cultural en la arqueología mesoamericana


Escribiendo sobre la arqueología mesoamericana de los años cuarenta, Eric Wolf (1976: 1)
menciona que este campo parecía estar firmemente en manos de “tepalcateros” y
“piramidiotas”, es decir arqueólogos que se dedicaban casi exclusivamente al estudio de
tepalcates (fragmentos de cerámica) o a la reconstrucción de pirámides, habilitando a los
sitios arqueológicos para ser visitados por los turistas. Pero ya desde entonces se estaban
dejando sentir nuevas influencias en la arqueología mesoamericanista; las más notables
fueron los intentos pioneros, ambos formulados en los años treinta, de combinar los
métodos y perspectivas de la arqueología con los de la geografía histórica, la historia y la
etnología para arrojar nueva luz sobre los orígenes y crecimiento de la civilización.
Uno de estos intentos pioneros fue el de V. Gordon Childe, que tuvo gran impacto
en la arqueología del Nuevo Mundo. Childe usó en su obra Social Evolution (1951) el
registro arqueológico de una manera nueva y excitante: como campo de prueba para las
teorías sociales. Childe estaba de hecho llevando a cabo lo que hoy día muchos arqueólogos
consideran uno de los principales objetivos de la arqueología. Más que una simple
reconstrucción del pasado, Childe enfatizó el papel de la arqueología como ciencia social,
sin ver una dicotomía entre las interpretaciones históricas y las explicaciones sociales
(McNairn 1980: 133). Childe opinaba alrededor de 1942 que “la arqueología, ayudada por
la historia (con su preludio la prehistoria) se convierte en una continuación de la historia
natural... La prehistoria puede observar la supervivencia y multiplicación de la especie
[humana] a través de mejoras en el equipo artificial...” lo cual aseguraba “la adaptación de
las sociedades humanas a sus entornos... La arqueología puede rastrear el mismo proceso en
tiempos históricos, con la ayuda adicional de registros escritos, al igual que en regiones
donde se ha retardado la llegada de la historia escrita...” En otras palabras, el arqueólogo
podía “seguir hasta el presente el delineamiento de tendencias que ya se discernían en la
prehistoria” (Childe 1982 [1942]: 12).
Childe fue único entre sus contemporáneos no por hacer inferencias históricas a
partir del registro arqueológico, sino por su interés específico sobre la naturaleza de estas
inferencias, o sea la interpretación y la explicación históricas. Fue durante la década de los
treinta cuando por primera vez aclaró su intención de interpretar los datos arqueológicos
según un punto de vista marxista de la historia (McNairn 1980: 104). Childe consideraba
49

como “un tipo anticuado de historia la que se compone por completo de reyes y batallas,
excluyendo descubrimientos científicos y condiciones sociales. Igualmente, sería una
prehistoria anticuada la que considerara como su función social rastrear migraciones y
localizar las cunas de los pueblos”. Para nuestro autor, “la historia se ha vuelto
recientemente mucho menos política –menos un registro de intrigas, batallas y revoluciones
– y más cultural. Ese es el real significado de lo que mal se llama la concepción materialista
de la historia...” Termina diciendo Childe que “sería más apropiado llamarla concepción
realista, ya que pone en relieve cambios en la organización económica y descubrimientos
científicos” (McNairn 1980: 104; véase también Childe 1981 [1936]).
A lo largo de su carrera Childe mantuvo una firme creencia en el progreso, y fue
esta convicción la que ligó sus pensamientos con los de Marx, Darwin, Spencer y toda una
tradición de ideas evolucionistas. Childe sostuvo que uno de los principales propósitos de la
historia era la definición del progreso, y en este contexto la arqueología tenía una gran
importancia (McNairn 1980: 106). Fue igual de evidente para nuestro autor que “la
arqueología puede extender y enriquecer a la historia... [lo cual] es esencial si la historia ha
de realizar sus funciones de manera digna.” Una de estas funciones sin duda era “definir el
progreso”. Por otra parte, Childe sostenía que “para llegar a un juicio sin sesgos por
prejuicios personales, uno debe estudiar un campo mucho más amplio que el cubierto por
documentos escritos...” Igualmente era cierto para este investigador que “la arqueología
puede contemplar las vicisitudes de la cultura material del hombre, de las economías
humanas, no solamente por espacio de los... 5000 años iluminados parcialmente por los
registros escritos, sino por espacio de 5000 siglos” (Childe 1935, citado en McNairn 1980:
106).
Finalmente, el contenido social del enfoque de Childe queda de manifiesto por su
utilización de las ideas de Karl Marx. Este filósofo alemán había insistido sobre “la gran
importancia de las condiciones económicas, de las fuerzas sociales de producción, y de la
aplicación de la ciencia como factores de cambios históricos... este tipo de historia puede
naturalmente relacionarse con lo que se llama prehistoria”. Para Childe el arqueólogo tenía
como sus actividades principales colectar, clasificar y comparar “las herramientas y armas
de nuestros ancestros y predecesores”, además de examinar “las casas que estos
construyeron, los campos que araron, los alimentos que comieron (o más bien que
50

desecharon). Estas son las herramientas e instrumentos de producción, característicos de


sistemas económicos que ningún texto escrito describe” (Childe 1981, en McNairn 1980:
109).
William Duncan Strong escribió en la misma época que Childe (1936), pero en el
otro lado del Atlántico. Strong hizo una importante contribución al desarrollo teórico de la
arqueología, explorando sus nexos no solamente con la historia, sino también con la
antropología. Según este autor, las investigaciones arqueológicas podrían corregir o
confirmar conceptos derivados de los datos históricos y etnológicos. Los enfoques
etnológico y arqueológico, al aplicarse de manera combinada, ofrecían posibilidades que
casi no se habían explotado (Strong 1936: 363). Según Strong, la interrelación en el tiempo
y el espacio del desarrollo biológico y cultural forma la columna vertebral de toda
investigación antropológica. La antropología, como ciencia, no se ocupa del estudio de la
cultura como fenómeno aislado, sino en relación con los portadores de tal cultura, ya fuesen
vivientes o extintos. Sin embargo, para este autor la antropología no era una disciplina
meramente cultural, sino una ciencia amplia e histórica, preocupada por la relación entre
los factores culturales y biológicos a través del tiempo y del espacio (Strong 1936: 367).
Tanto la etnología como la arqueología en esa época eran meramente descriptivas;
en el caso de la primera, no era hasta que sus resultados se usaban para propósitos
generalizadores o históricos que se veían involucradas la sociología o la antropología, y en
el caso de la segunda, adquiría historicidad a través de su relación con la historia
documental y como parte de la antropología. Los aspectos prehistóricos nunca podían
percibirse completamente por alguien que no estuviera ampliamente familiarizado con los
principales resultados y técnicas de la etnología y de la antropología física (Strong 1936:
364).
Una de las más fuertes críticas dirigidas a los arqueólogos que trabajaban en
Mesoamérica durante la década de los treinta (y antes) fue la escrita por Clyde Kluckhohn
en 1940. Según este autor, muchos investigadores en este campo no eran sino “anticuarios
reformados” con una obsesión sobre los detalles y una injustificada proliferación de
nimiedades, que producían estudios donde se ignoraban casi por completo las categorías de
“metodología” y “teoría” (Kluckhohn 1977: 42-44).
51

Por otra parte, según Julian Steward (1942: 339) la etnología solía ignorar los
resultados de la arqueología, mientras que esta última se concentraba sobre sus técnicas de
excavación y sus métodos de descripción y clasificación de las propiedades físicas de los
artefactos. La arqueología se consideraba como ciencia “natural”, “biológica” o “de la
Tierra”, más que como ciencia cultural. Este autor expresó su desacuerdo sobre la falta de
interacción o diálogo entre la arqueología y la antropología, señalando que a la gente se le
olvidaba con demasiada frecuencia que los problemas de orígenes culturales y de cambio
cultural requerían para resolverse de estrategias que fueran más allá de las secuencias
cerámicas o listas de elementos. Steward pensaba que la arqueología podía tratar con los
problemas específicos de gente real, siguiendo los cambios culturales, las migraciones y
otros eventos hasta los periodos protohistórico y prehistórico. De esta manera la
arqueología podría contribuir a comprender los cambios culturales del pasado de la
humanidad. Termina este autor señalando que los datos arqueológicos “pueden manejarse
directamente para fines teóricos; no hay necesidad de taxonomía” (Steward 1942:339).
El “enfoque histórico directo” propuesto por Steward (1942) se basaba en la
suposición de que existía una continuidad entre los grupos humanos mencionados por la
historia y los más antiguos, estudiados por la arqueología. Este autor sugirió combinar los
datos derivados de la etnografía con la información procedente de documentos históricos,
con lo cual se podrían resolver muchos problemas de investigación y análisis: “de hecho, si
uno toma la historia cultural como su problema, y los pueblos del periodo histórico
temprano como el punto de partida, la diferencia entre los intereses estrictamente
arqueológicos y estrictamente etnográficos desaparece” (Steward 1942: 339). El enfoque
histórico directo serviría para recordar tanto a los arqueólogos como a los etnólogos que
ambas disciplinas compartían no sólo el problema general de cómo se había desarrollado la
cultura, sino también una gran cantidad de problemas específicos.
En la segunda parte del periodo clasificatorio-histórico (1940-1960), la etnología y
la antropología social se consideraban las verdaderas fuentes de los desarrollos teóricos y
de los conocimientos, mientras que la arqueología era un tanto periférica en este sentido
(Willey y Sabloff 1980: 130). Las nuevas tendencias dentro de este periodo se ocuparon del
contexto y la función, y ya se vislumbraba el interés por los procesos culturales. Desde la
perspectiva de estos nuevos enfoques “contextuales-funcionales”, los artefactos
52

prehispánicos habían de entenderse como vestigios materiales del comportamiento social y


cultural. También fue muy importante el estudio de patrones de asentamiento, o sea la
forma en que los seres humanos se acomodaron sobre el paisaje, estudio que ofrecía
importantes pistas para entender las adaptaciones económicas y las organizaciones
sociopolíticas. Finalmente, la relación entre la cultura y el medio ambiente cobró fuerza a
través de la ecología cultural (Willey y Sabloff 1980: 130).
Todavía a finales de la década de los cuarenta seguía la discusión de si la
arqueología estaba más íntimamente relacionada con la historia o con la antropología. En
1948 Walter W. Taylor señaló que, si bien la arqueología americanista había sido designada
como una rama de la antropología, y los objetivos de la arqueología estaban relacionados
con los de la antropología cultural, los arqueólogos parecían estarse dirigiendo
conscientemente hacia la historia, hacia la recreación del pasado aborigen de las Américas
(Taylor 1948: 26). Según este autor, la arqueología se relacionaba con la historia de varias
maneras, pues ambas disciplinas trataban del pasado y del tiempo secuencial, y sus
intereses giraban en torno al ser humano como ente cultural. La arqueología, entonces, era
para Taylor “una de las así llamadas disciplinas históricas” (Taylor 1948: 42).
Por otra parte, este mismo autor definió la relación entre la arqueología y la
antropología cultural al señalar que cuando los arqueólogos recolectaban su información,
construían sus contextos culturales, y realizaban sus estudios comparativos de la naturaleza
y funcionamiento de la cultura en sus aspectos formal, funcional y/o de desarrollo, ellos
estaban realmente “haciendo” antropología cultural y podían entonces considerarse como
antropólogos que trabajaban con materiales arqueológicos (Taylor 1948: 43).
Otro punto de vista de Taylor (1948: 43-44), sin embargo, sugiere que la
arqueología realmente no es parte de la historia ni de la antropología, sino que se trata de
una disciplina autónoma, de un método y un conjunto de técnicas especializadas para
recabar información cultural. Con el término conjunctive approach Taylor se refirió al
enfoque interdisciplinario en la arqueología, una propuesta realmente innovadora en su
época (sobre todo si tomamos en cuenta que la obra de Taylor fue escrita en 1938, tardando
en publicarse más de diez años); este autor realmente se adelantó a su época.
Una década después de la publicación de la obra de Taylor citada anteriormente,
apareció el libro de Willey y Phillips intitulado Method and Theory in American
53

Archaeology (1958), que se puede considerar como ilustrativo del enfoque cultural-
histórico. Para los autores, el término “integración cultural-histórica” cubre casi todo lo que
hace el arqueólogo para organizar sus datos primarios: la tipología, la taxonomía, la
formulación de “unidades arqueológicas”, la investigación de las relaciones entre estas
últimas y los contextos de función y de medio ambiente, y finalmente la determinación de
sus dimensiones internas y las relaciones externas en el tiempo y el espacio. Para estos
autores la integración histórico-cultural era comparable con la etnografía, añadiendo la
dimensión temporal. En este nivel de análisis ya no sólo se preguntaba qué era lo que había
sucedido en una cultura antigua determinada, sino también cómo e incluso por qué había
sucedido. En otras palabras, ya no era suficiente investigar los procesos culturales e
históricos sin hacer referencia a las causas del cambio cultural, que siempre son los grupos
humanos y que por tanto están dentro de la esfera social (Willey y Phillips 1958: 5-6).
El enfoque cultural-histórico, tal como fue aplicado por Willey y Phillips a la
arqueología del Nuevo Mundo, les permitió postular cinco etapas o periodos para entender
el desarrollo de las culturas indígenas anteriores a la conquista española: Lítico, Arcaico,
Formativo, Clásico y Postclásico. Estos periodos se derivaron de la inspección de
secuencias arqueológicas en todo el hemisferio, aunque los autores mencionan que “el
método es comparativo, y las definiciones resultantes son abstracciones que describen el
cambio cultural a través del tiempo en la América nativa. Las etapas no son formulaciones
que expliquen el cambio cultural” (Willey y Phillips 1958: 200). La explicación, en opinión
de los citados autores, habría de obtenerse a partir de la compleja interacción entre los
múltiples factores del medio ambiente natural, así como de la densidad de los grupos
humanos, de la psicología de los grupos e individuos, y finalmente de la cultura misma
(Willey y Phillips 1958: 200).
Con el paso del tiempo aparecieron nuevas aportaciones a la literatura arqueológica,
así vemos que en 1966 se publicó el libro An Introduction to American Archaeology, una
obra monumental escrita por Gordon Willey, en la cual puso al día la historia cultural
prehispánica de todo el Nuevo Mundo. En esta importantísima aportación, el autor sigue
fielmente la tradición cultural-histórica comentada en líneas anteriores, lo cual queda
patente en la introducción, donde se menciona que la intención de este libro era la historia,
de hecho una de las primeras introducciones a la historia cultural de la América
54

precolombina. El plan de la obra era seguir las historias de las principales tradiciones
culturales de las Américas; según el autor cada una de ellas se caracterizaba “por un patrón
definido de prácticas de subsistencia, de tecnología y de adaptaciones ecológicas. Cada
tradición cultural importante probablemente también tuvo un patrón definido de ideología,
o visión del mundo...” Pero Willey no estaba clasificando las culturas según principios
funcionales o de desarrollo, sino que las estaba describiendo y además rastreando sus
respectivas historias. Para este autor, las esferas histórico-culturales o marcos de referencia
para la mayor parte del discurso arqueológico eran las siguientes: la cultura del desierto; los
cazadores de megafauna del Pleistoceno; la tradición cultural arcaica; el sudoeste de los
Estados Unidos, y finalmente la cultura mesoamericana. Este libro está organizado
alrededor del concepto de las tradiciones culturales importantes, y del devenir cronológico
general de la historia (Willey 1966: 2-5).
Estas ideas y enfoques, sin embargo, no tardaron en ser atacados por investigadores
que buscaban un papel más ambicioso para la arqueología dentro de las ciencias sociales,
algo que rebasara la simple clasificación de objetos antiguos y la descripción especulativa
de fenómenos, para abordar los aspectos dinámicos de la cultura, en otras palabras los
procesos sociales. Estas críticas se empezaron a escuchar en la década de los sesenta,
aunque ya desde antes en trabajos como el de Taylor (publicado en 1948, ver arriba) se
vislumbraban estas nuevas tendencias. A finales de los años sesenta Kent Flannery publicó
una reseña del libro de Willey An Introduction to American Archaeology. Aunque Flannery
reconoce la importancia de esta obra y su aportación al conocimiento del Nuevo Mundo
prehispánico, no deja de expresar algunas dudas y críticas sobre el enfoque general del
autor. Según Flannery (1967), cuando la etnología se ocupaba casi exclusivamente de la
recolección de artefactos como lanzas, canastas y penachos de los indios, la arqueología era
poco más que la simple recolección de “tepalcates”, piedras, etc. Al ampliar la etnología su
atención hacia aspectos como la estructura de las comunidades, la arqueología respondió a
su vez con estudios sobre los patrones de asentamiento prehispánicos. Al surgir el concepto
de ecología cultural, la arqueología mostró un gran interés sobre las secuencias evolutivas y
la clasificación de “etapas” en el desarrollo de la humanidad. Uno de los debates vigentes
dentro de la arqueología del Nuevo Mundo a finales de los sesenta era si esta disciplina
debía ocuparse del estudio de la historia cultural, o bien del proceso cultural. Los adeptos al
55

primer enfoque habían tratado de construir grandes cuadros sinópticos que mostraban
variaciones a través de los siglos; también intentaron descubrir al “indio detrás del
tepalcate” a través de la reconstrucción de las “ideas compartidas” que sirvieron como
modelo a quien elaboró el artefacto (Flannery 1967: 5-6).
A pesar de haber transcurrido casi cinco décadas, las ideas de Flannery sobre este
tema siguen en gran medida vigentes. Este autor opinaba que si bien la “escuela procesal”
reconocía la utilidad del enfoque histórico-cultural para la clasificación, pensaba que no
servía para explicar las situaciones de cambio cultural. Según Flannery los miembros de
esta escuela pensaban que el comportamiento humano era una especie de “articulación”
entre una gran cantidad de sistemas, y cada uno de ellos incluía fenómenos tanto culturales
como de otro tipo. La estrategia de la escuela procesal, entonces, consistía en aislar cada
uno de estos sistemas y estudiarlo como una variable independiente, con el objetivo de
reconstruir todo el patrón de articulación, conjuntamente con todos los sistemas
relacionados. El objetivo ulterior era la explicación, más que la simple descripción, de las
variaciones en el comportamiento humano de la prehistoria (Flannery 1967: 5-6).

El enfoque procesal y la “Nueva Arqueología”


Las inquietudes de Flannery citadas arriba ya habían sido anticipadas por Lewis Binford,
quien señalaba en un influyente artículo intitulado “Archaeology as Anthropology” (1962)
que los arqueólogos no habían hecho contribuciones importantes a la explicación dentro del
campo de la antropología, pues no concebían a los datos arqueológicos dentro de un marco
de referencia sistémico, sino que más bien seguían una perspectiva particularista, dentro de
la cual la “explicación” se ofrecía en términos de eventos específicos como migraciones
entre regiones, o bien se hablaba vagamente de “influencias” o “estímulos” entre distintas
culturas. Según este autor, las explicaciones de las diferencias y similitudes entre complejos
arqueológicos debían ofrecerse en términos de nuestros conocimientos actuales sobre las
características estructurales y funcionales de los sistemas culturales (Binford 1962).
Estas nuevas ideas y enfoques contribuyeron a formar lo que dio en llamarse la
“Nueva Arqueología” (Willey y Sabloff 1980), producto de una perspectiva antropológica
desarrollada (principalmente durante las décadas de los sesenta y los setenta) por
investigadores que habían estudiado con antropólogos sociales a la vez que con
56

arqueólogos. Su principal preocupación tenía que ver con la identificación de los procesos
culturales, así como con llegar a proponer “leyes de dinámica cultural”. Otra idea
relacionada con este enfoque era que la arqueología, al revelar y explicar los procesos
culturales, resultaba relevante no sólo para el resto de la antropología, sino también para el
resto del mundo moderno. Los enfoques propios de la arqueología procesal pueden
resumirse de la siguiente manera: (1) un punto de vista predominantemente evolucionista;
(2) una teoría general de sistemas, con un punto de vista sistémico sobre la cultura y la
sociedad; (3) la aplicación del razonamiento deductivo. La posición evolucionista de la
mayoría de los adeptos a la “Nueva Arqueología” suponía que el ámbito técnico-económico
de la cultura era el principal elemento determinante para los cambios, mientras que los
ámbitos social e ideológico cambiaban de manera secundaria (Willey y Sabloff 1980: 185-
186).
Para Binford, que fue uno de los principales exponentes de la escuela procesal de la
arqueología americana, el reto para los arqueólogos es cómo relacionar los restos
arqueológicos con nuestras ideas acerca del pasado; cómo utilizar el mundo empírico de los
fenómenos arqueológicos para generar ideas sobre el pasado y a la vez usar estas
experiencias empíricas para evaluar las ideas resultantes (Binford 1981: 21). La teoría
arqueológica se ocupa del ámbito de los eventos y condiciones del pasado, así como de
explicar por qué ciertos eventos y sistemas se generaron en la antigüedad. Su área de interés
son los sistemas culturales, sus variaciones y la forma en que pudieron pasar de un estado a
otro. Sin embargo, es importante tomar en cuenta que todo nuestro conocimiento sobre el
aspecto dinámico del pasado debe de inferirse, ligando los eventos antiguos con los actuales
en términos de algunos principios generales. En otras palabras, debemos conocer el pasado
en virtud de inferencias obtenidas a partir de nuestro conocimiento sobre cómo funciona el
mundo contemporáneo, y al mismo tiempo debemos ser capaces de justificar la suposición
de que estos principios son relevantes. Binford pensaba que en la arqueología todas las
interpretaciones “dependen de un conocimiento general, preciso y no ambiguo de la
relación entre el aspecto dinámico (etnográfico) y el estático (arqueológico) de la cultura”
(Binford 1981: 21-22).
En estas palabras expresadas por Binford se manifiesta la necesidad de realizar
investigaciones antropológicas fuera del registro arqueológico, para obtener elementos de
57

análisis y de comparación, principalmente a través de la analogía etnográfica. En una obra


posterior del mismo autor se refuerza esta relación dinámica entre el presente (los datos
etnográficos) y el pasado (los datos arqueológicos). Binford señaló que el registro
arqueológico es un fenómeno contemporáneo, y las observaciones que hacemos acerca de
él no son enunciados “históricos”. Es cierto que necesitamos sitios que preserven cosas del
pasado, pero también necesitamos las herramientas teóricas para dar significado a estas
cosas cuando las encontramos. El identificarlas acertadamente y reconocer sus contextos
dentro del comportamiento antiguo depende de un tipo de investigación que no puede
realizarse en el mismo registro arqueológico. De hecho, si pretendemos investigar las
relaciones entre lo estático y lo dinámico, debemos de poder observar ambos aspectos
simultáneamente, y el único lugar en donde podemos observar el aspecto dinámico es “en
el mundo moderno, en este momento y en este lugar” (Binford 1983: 23).
Lo que Binford buscaba era un medio preciso de identificación, así como buenos
instrumentos para medir las propiedades específicas de los sistemas culturales del pasado,
en otras palabras “piedras de Rosetta” que permitieran una traducción de las observaciones
de lo estático hacia enunciados sobre lo dinámico. Para ello propuso buscar un nuevo
paradigma, para la construcción de una “teoría de alcance medio” (Binford 1981: 25), un
concepto que tuvo su origen en la sociología. Fue Robert Merton (1967, citado en Shott
1998) quien, si bien reconoció la importancia de la teoría general, consideró igual de
importante la capacidad de comprobarla ante los datos empíricos (Shott 1998: 302). Sin
embargo, para probar la teoría general con base en observaciones empíricas se requería de
un corpus inmediato de teoría que fuese en sí mismo directamente comprobable; esto es lo
que Merton llamó “teoría de alcance medio”, definiéndola como “teorías que están entre las
hipótesis de trabajo menores pero necesarias, que evolucionan en abundancia durante las
investigaciones cotidianas, y los esfuerzos... sistemáticos de desarrollar una teoría unificada
que explique todas las uniformidades observadas del comportamiento social, la
organización social y el cambio social” (Merton 1967: 39, citado en Shott 1998).
La teoría de alcance medio es lo que relaciona a la observación con el paradigma, la
ontología o la filosofía; se trata de una teoría de fenómenos sustantivos, del
comportamiento humano en su contexto cultural y social. Sin embargo, es solamente un
58

eslabón en una larga cadena de inferencias que va desde la teoría general hasta la
observación, y siempre debe ser susceptible de verificación (Shott 1998: 303).
En su contexto original dentro de la sociología, la teoría de alcance medio fue
propuesta como una base para desarrollar teorías sobre las causas del comportamiento
social humano; de esa manera se trataba de contrarrestar una tendencia dentro de las
investigaciones en las ciencias sociales, de dividirse por una parte en teorías inestables de
alto nivel de abstracción, y por otra en estudios empíricos de bajo nivel, desligados de la
teoría. Según la propuesta original, los estudios que hicieran uso de este enfoque se
distinguirían por tener una base empírica, pero a la vez contarían con una jerarquía de
proposiciones que existían en un nivel medio de abstracción y por tanto proporcionarían un
vínculo crucial entre la recolección de datos y las teorías de alto nivel (Raab y Goodyear
1984: 265). Los estudios realizados entre poblaciones actuales, ya sea arqueología
experimental o etnoarqueología, serían importantes fuentes de teorías de alcance medio.
Esta creencia inspiró las investigaciones etnoarqueológicas realizadas por Binford; de
hecho, este autor prácticamente definió a la teoría de alcance medio con base en estudios
que siguieron el enfoque etnoarqueológico (Shott 1998: 305).

Discusión
Alfredo González Ruibal (2003) señaló que en un mundo que está, para bien o para mal,
cada vez más globalizado, donde la diversidad cultural está desapareciendo y donde al
“Otro” se le ve cada vez más como alguien que comparte nuestro espacio, la
etnoarqueología nos ayuda a entender la “otredad” y a ser más críticos de nuestra propia
tradición cultural. La etnoarqueología requiere que sus practicantes se acerquen a lo que es
diferente, a tener acceso a la experiencia del Otro. Deberíamos beneficiarnos de la
experiencia que los otros tienen de su mundo, sus saberes, su conocimiento técnico, y sus
capacidades como seres simbólicos y sociales en culturas tan distintas de la nuestra
(González Ruibal 2003: 7, 9). Vista desde esta perspectiva, la etnoarqueología no es tan
diferente de la antropología después de todo.
Hasta aquí hemos presentado de manera breve un panorama diacrónico sobre
algunos aspectos del desarrollo de la arqueología, en particular su relación con la
antropología y con otras ciencias sociales, como la historia. En las siguientes páginas
59

discutiremos el papel de la etnoarqueología como vínculo entre la antropología y la


arqueología, en un contexto de falta de diálogo entre ambas disciplinas y de falta de
intereses mutuos entre sus practicantes.
Recientemente varios distinguidos arqueólogos pidieron que la arqueología se
separara de los departamentos de antropología. Incluso Binford, uno de los principales
proponentes de la “arqueología antropológica”, ha mencionado que la antropología
sociocultural se ha vuelto irrelevante para la arqueología. 1 El deseo de separar la
arqueología del resto de la antropología se ha visto motivado en gran parte por las
“diferencias irreconciliables” existentes con los adeptos al postmodernismo, quienes ven a
los enfoques científico, materialista y evolutivo de la arqueología como los enemigos
mortales de la antropología (Kelly 2002: 13-14).
Las recientes propuestas de que los arqueólogos se separen de la antropología para
cambiarse a departamentos especializados de arqueología2 es preocupante, pues
seguramente todas las disciplinas antropológicas, y la arqueología como subárea de la
antropología, se verían afectadas negativamente. De acuerdo con Phil Octetes (2015), las
razones que se han dado recientemente para un “divorcio” entre la arqueología y la
antropología general están profundamente enraizadas en la manera en que las subáreas han
surgido, en la manera en que se enseñan y sobre todo en cómo cada una de ellas ve su
propio futuro. Varios departamentos de antropología se han fracturado para formar
“pequeños grupos de individuos que se socializan según su subdisciplina… Los
antropólogos culturales y los arqueólogos pocas veces se reúnen fuera del salón de juntas”
(2015: 1). Podría decirse que “la ruptura en el matrimonio de las subáreas de la
antropología… en parte… se relaciona con la manera en que cada una ha evolucionado a
través del tiempo, y estos cambios han llevado cada vez más a la antropología cultural y la
arqueología en distintas direcciones como disciplinas independientes… la antropología
cultural se ha vuelto más sociológica”. También es cierto que “muy pocos antropólogos
culturales se dedican actualmente a la etnografía (que muchos ven como demasiado cercana

1
Esta discusión tuvo lugar durante el simposio “Archaeology is Archaeology”, organizado dentro de la reunión anual de la Society for
American Archaeology, que tuvo lugar en Nueva Orleáns en abril de 2001. El objetivo del simposio fue discutir el asunto de la
autonomía para la arqueología académica en Estados Unidos (Society for American Archaeology 2001: 9).
2
Esto sucedió en los Estados Unidos; lo menciono aquí por el impacto que podría tener sobre la arqueología en México, al menos la que
se lleva a cabo en las universidades del país.
60

al pasado colonial como para ser útil para los estudios académicos modernos), aunque la
etnografía está en la raíz del desarrollo de esta subárea…” (Octetes 2015: 1-4).
Aunque tanto los arqueólogos como los antropólogos socioculturales nos hayamos
vuelto más especializados en algunas de nuestras técnicas de investigación, es un error
pensar que ya no tenemos nada qué decirnos unos a otros (Lees 2002: 11). Pero lo más
problemático es “el prospecto de que los arqueólogos, una vez aislados en sus propios
departamentos... se alejen de los objetivos, valores, y temas que una vez fueran el foco
central de la antropología como disciplina” (Lees 2002: 12). De hecho, lo cierto es que la
arqueología ha sido desde hace mucho tiempo una de las subáreas más integradoras de la
antropología, ya que los arqueólogos deben hacer uso de la lingüística para estudiar
movimientos de poblaciones antiguas, de la antropología biológica para examinar restos
humanos, y de la antropología cultural para llevar a cabo la interpretación del registro
arqueológico.
No obstante lo anteriormente señalado, se ha sugerido que la arqueología nunca ha
encajado bien dentro de la antropología desde su fundación como disciplina académica
(Gillespie 2004). Si bien ha logrado mantener su relación con la antropología a través de los
años, esto ha sido gracias a una elección consciente por parte de los arqueólogos. Según
Susan Gillespie, a fin de continuar dentro de la antropología—una disciplina en constante
evolución—los arqueólogos habrán de ser más diligentes en sus intentos de promover la
interdisciplina dentro de sus investigaciones, aunque esto implique reformar las estructuras
académicas e institucionales para que se apeguen más a las realidades de la arqueología
desde la perspectiva de la investigación, la práctica y la educación (Gillespie 2004: 13-16).
Gillespie et al. (2003) han hecho una contribución relevante para los debates en
torno a la relación entre la arqueología y la antropología. Según ellos, la frase “la
arqueología es antropología” con frecuencia ha tenido el significado de “la arqueología
como subárea o especialidad, una parte de la antropología, disciplina que tiene varias
subáreas… Sin embargo, la relación también se ha tratado históricamente como si la
arqueología tratara de ser algo que no puede o no debe ser, otra disciplina con objetivos y
métodos diferentes” o que está “en una relación completamente dependiente e inferior con
la antropología”. Para Gillespie y sus coautores, “la disciplina de la antropología se ha…
alejado de sus principios fundacionales, particularmente la importancia de reconocer el
61

conjunto de la diversidad de la humanidad, las generalizaciones culturales cruzadas, los


procesos de larga duración y el papel de la materialidad” en la vida humana. Concluyen los
autores señalando que “la antropología verdaderamente holística es incluyente e integra las
investigaciones abarcando varias subdisciplinas” (Gillespie et al. 2003: 155-165).
La idea de la arqueología como “puente” de unión entre varias disciplinas sociales
(así como las ciencias naturales) es algo que vale la pena rescatarse, ante la aparente
indiferencia de la antropología social. Esta idea sigue viva en el discurso y praxis de los
arqueólogos, como señala Linda Manzanilla: “la arqueología es una ciencia social que
estudia a las sociedades humanas y sus transformaciones en el tiempo. Es una ciencia
histórica porque investiga el pasado. Forma parte de la antropología y estudia al hombre
como ente social y su influencia en el medio…” Manzanilla también sostiene que esta “es
una disciplina que integra información procedente del conocimiento de la Tierra (geología,
geofísica y geografía), con datos provenientes de la biología (paleobotánica, paleozoología
y paleoantropología). En consecuencia, la arqueología es un poderoso puente
interdisciplinario de unión” (Manzanilla 1995: 493).
La arqueología tiene una obvia asociación con la historia, ya que ambas tratan sobre
el pasado del ser humano. El estudio del pasado a partir de manifestaciones culturales y
sociales tiene el objetivo de narrar lo sucedido en ese pasado, así como de explicar los
eventos y procesos que le dieron forma. Las diferencias entre la arqueología y la historia
son principalmente de método, más que de perspectiva filosófica. La arqueología también
está asociada a la antropología, que es una disciplina generalizadora y comparativa, con el
fin ulterior de explicar las formas en que los fenómenos sociales y culturales son generados,
así como su funcionamiento y sus cambios, para llegar a comprender los procesos mayores
(Willey y Sabloff 1980: 1).
Sin embargo, las ideas expresadas arriba no carecen de escépticos, que ven a la
arqueología como una ciencia independiente de la antropología, con sus propios
paradigmas, objetivos y metodología. Uno de estos autores es Karl Butzer (1982). Aunque
menciona que la arqueología y la antropología cultural tienen una cercana relación de tipo
simbiótico, ya que la primera depende de los estímulos y modelos basados en la
antropología social, biológica y evolutiva, también señala que la arqueología depende
igualmente de la geología, de la biología y de la geografía. Si bien la arqueología es una
62

ciencia social compleja por derecho propio, depende en gran medida de los métodos
empíricos y modelos de las ciencias naturales, pudiéndose considerar como ciencia social
sólo en virtud de sus objetivos (Butzer 1982: 11).
Para Butzer el contexto representa una preocupación tradicional de la arqueología, y
se determina con la aplicación de conceptos tanto de la antropología cultural como de la
geografía humana y de la ecología biológica (Butzer 1982: 12). Este interés por el contexto
arqueológico es lo que distingue a la arqueología como disciplina científica, algo que
Butzer expresó de la siguiente manera: “estoy entonces proponiendo una arqueología
contextual, más que antropológica... un enfoque que trascienda la tradicional preocupación
con artefactos y sitios en aislamiento, para llegar a una apreciación realista de la matriz
ambiental y de sus potenciales interacciones (espaciales, económicas y sociales) con el
sistema de subsistencia y de asentamientos...” Para el citado autor, el enfoque contextual
dependía “en gran medida de la arqueobotánica, la arqueozoología, la geoarqueología y la
arqueología espacial...” De hecho, siguiendo estos puntos de vista la arqueología contextual
complementaba “las tradicionales preocupaciones sobre análisis e interpretación
socioeconómica de los artefactos y de sus patrones, proporcionando nuevas dimensiones
espaciales, jerárquicas y ecológicas” (Butzer 1982: 12).
Acorde con las ideas de Butzer, al dictum de Phillips mencionado al principio se
contrapone el de David Clarke (1978: 11): “...la arqueología es arqueología es
arqueología...” Para este último autor la arqueología es una disciplina por derecho propio,
que se ocupa de los datos arqueológicos, mismos que agrupa en entidades que muestran
ciertos procesos, y que se estudian según objetivos, conceptos y procedimientos
arqueológicos. Aunque reconozcamos que estas entidades y estos procesos alguna vez
tuvieron una naturaleza histórica y social, considerando las características del registro
arqueológico no hay una forma sencilla de equiparar los preceptos de nuestra disciplina con
los eventos del pasado (Clarke 1978: 11).
Pero el reclamo de una identidad propia para la arqueología, independiente de otras
disciplinas sociales como la antropología, no debe verse como un movimiento subversivo,
mucho menos como un capricho que se da sin razón alguna. A causa del alto grado de
especialización y del propio desarrollo intelectual de la antropología cultural, los
departamentos de antropología en varias partes del mundo se han visto fragmentados,
63

generando feroces guerras académicas en los últimos 15 años. Esto ha hecho que los
arqueólogos reafirmen su propia posición profesional y su propia disciplina académica.
Pero este movimiento hacia la autonomía no debe verse como un ataque a la antropología o
alguna otra disciplina, sino simplemente como una respuesta a la necesidad de establecer su
propio currículum, sus estándares profesionales, sus criterios y prioridades para la
investigación, la práctica profesional y la educación (Wiseman 2002: 8-9).
Hasta aquí hemos visto de manera muy breve algunos aspectos de la relación –
compleja, mutuamente enriquecedora, pero no carente de conflictos– entre la antropología
sociocultural y la arqueología. Aparentemente no bastaron las buenas intenciones de un
gran número de investigadores, y las divisiones entre ambas disciplinas acabaron por
volverse insalvables. La antropología sociocultural parece haberse olvidado del pasado, ha
decidido dar la espalda a miles de años de evolución cultural de la humanidad para
dedicarse a estudiar fenómenos sociales recientes, con frecuencia fuera de su contexto
histórico. Esto es palpable en México, al igual que en otros países. Guillermo de la Peña
opina que “la antropología... estructural funcionalista... redundó en México... en una serie
de estudios de comunidad, estudios regionales... en donde...” la interacción entre “las
disciplinas antropológicas... se daba con la sociología; fue un planteamiento
interdisciplinario que casi hace desaparecer a las propias tradiciones etnológicas que
existían en México dentro de los conceptos de la sociología...” Para de la Peña, lo que se
estaba construyendo era “un dominio del paradigma sociológico y una especie de
refrectariedad [sic] hacia la comunicación con otras disciplinas, incluso... dentro de las
ciencias antropológicas...” (De la Peña 1995: 88).
Más adelante se pregunta el mismo autor de forma retórica: “¿qué pasó con el
planteamiento fundador de la antropología mexicana?” y al evaluar “esta
interdisciplinariedad de las ciencias antropológicas entre sí, y la capacidad de diálogo de
todas estas ciencias con otras disciplinas científicas...” concluye con la siguiente sentencia:
“la experiencia ha sido por desgracia... una experiencia de divergencia” (De la Peña 1995:
90).
En este estado de cosas podría pensarse que ya todo se ha perdido, que ya no hay
mucho que hacer para salvar la relación entre la antropología sociocultural y la arqueología,
para evitar el rompimiento y el eventual divorcio. Sin embargo, la búsqueda de nuevos
64

métodos analíticos no se ha detenido, y los arqueólogos, conscientes de la necesidad de un


marco de referencia científico y humanista para sus investigaciones, se han vuelto de nuevo
hacia la antropología, esta vez con nuevos ojos.
Como parte de esta nueva forma de ver las cosas surge la etnoarqueología:
investigaciones etnográficas realizadas en el campo por arqueólogos, con el propósito de
resolver problemas de interpretación arqueológica, ligando los restos materiales con el
comportamiento del cual son resultado (Thompson 1991: 231). Ante el reciente
desprestigio de la etnografía y la cada vez más evidente falta de interés de los antropólogos
sobre aquellos problemas que más interesan a los arqueólogos, principalmente los
relacionados con la cultura material, los investigadores interesados en las culturas del
pasado se han visto obligados a salir al campo a recabar su propia información etnográfica.
Esta situación ha sido descrita por Manuel Gándara de la siguiente manera: “la
etnoarqueología es sin duda uno de los desarrollos más interesantes en nuestra disciplina en
los últimos años... la etnoarqueología rescató y perfeccionó procedimientos de trabajo
etnográfico que prácticamente habían sido abandonados por los etnólogos, en particular hoy
día en que está de moda concentrarse en los aspectos simbólicos, olvidándose a veces
aspectos cruciales…” para nuestro conocimiento, “como el tamaño del grupo estudiado, el
registro de su repertorio tecnológico, etcétera. En ese sentido, la preocupación sempiterna
de los arqueólogos por la ‘cultura material’ ha estimulado nuevas formas de registro
etnográfico, o el registro de datos que hubieran sido olvidados en otras condiciones…” por
ejemplo los procesos de abastecimiento, preparación y manufactura de artefactos, así como
el “desecho o almacén de productos y herramientas...” En opinión de Gándara, “la
etnoarqueología debe ser vista no como una ciencia diferente a la arqueología, sino como
una de las técnicas heurísticas que intentan facilitar la producción y evaluación de
inferencias sobre el pasado...” La analogía etnográfica debe entenderse como “un
procedimiento para facilitar la producción de conocimiento... No es un sustituto... para el
trabajo empírico, sino una ayuda en la investigación...” Esta estrategia “no es opcional en la
arqueología: es constitutiva de la teoría arqueológica... en el pasado como en el presente,
existe una relación significativa entre la actividad del hombre y los contextos materiales
que esta actividad produce... la analogía... es... indispensable para la inferencia
arqueológica en su nivel más profundo” (Gándara 1990: 45-46, 76).
65

Si bien una buena parte de las investigaciones arqueológicas puede realizarse sin
tomar en cuenta los datos etnográficos, hay muchas situaciones en las que los
conocimientos etnográficos son indispensables para entender cabalmente la información
arqueológica. Los arqueólogos que buscan información etnográfica relacionada con la
esfera material de la cultura se han visto frustrados desde hace mucho tiempo por la falta de
atención de los etnógrafos sobre este aspecto (aunque se han realizado más estudios
etnográficos sobre la cultura material de lo que usualmente se reconoce) (Thompson 1991:
231-232).
Las inquietudes sobre la utilización de datos etnográficos para el análisis de
contextos arqueológicos no son nada nuevas; hace ya más de un cuarto de siglo David
Clarke mencionaba que el enfoque etnográfico representaba una llave con bastante
potencial para descifrar la información encerrada en la evidencia arqueológica. En la
opinión de este autor, era algo muy desafortunado que los antropólogos raramente
analizaran la cultura material de los grupos humanos que estudiaban de una manera que
pudiera ser realmente útil a la arqueología. Esta crítica, desafortunadamente, sigue vigente.
En la opinión de Clarke, en vista de que la antropología moderna se había alejado de la
etnología y de la etnografía, “es interesante señalar que el arqueólogo está asumiendo
muchas de las tareas y problemas que anteriormente correspondían al etnólogo, dando pie a
la aparición de la etnoarqueología” (Clarke 1978: 12, 370).
Las relaciones de la etnoarqueología con la arqueología, con la etnografía, con la
lingüística y con las etnociencias se representan en la Figura 3. La etnoarqueología es vista
por Nicholas David y Carol Kramer (2001: 9) como una combinación de enfoques
arqueológicos y etnográficos, que puede involucrar el estudio sistemático ya sea de un sólo
aspecto de la cultura material, el estudio a fondo de partes significativas de una cultura
viviente, o bien de una cultura en su totalidad.
Por otra parte, Susan Kent (1987, citada en David y Kramer 2001: 9) define los
conceptos centrales para la investigación etnoarqueológica; para ello reconoce cuatro
categorías analíticas distintas entre sí: (1) Arqueología antropológica: es un enfoque que
utiliza las varias subáreas de la antropología para obtener la descripción más completa
posible de un grupo arqueológico; sus objetivos suelen ser de naturaleza histórico-cultural.
(2) Etnografía arqueológica: la utilización de material etnográfico potencialmente útil como
66

ayuda en la analogía para realizar descripciones arqueológicas. (3) Etnoarqueología:


formulación y sometimiento a prueba de métodos, hipótesis, modelos y teorías con
orientación arqueológica, con base en datos etnográficos. (4) Analogía etnográfica:
observaciones de grupos históricos que se usan para identificar patrones dentro del registro
arqueológico, ya sea con base en datos arqueológicos, etnográficos o de otro tipo.

Figura 3. El lugar que ocupa la etnoarqueología dentro de la antropología (adaptado de Thompson 1991:
Figura 11.1).

Como ya he señalado líneas arriba, la cultura material es el principal objeto de


estudio tanto de la arqueología como de la etnoarqueología, puesto que los artefactos son el
medio por el que podemos conocer (a través de la inferencia) a las culturas del pasado
(Schiffer 1988: 469). El núcleo irreductible de la arqueología es identificar y explicar las
relaciones entre el comportamiento humano y la cultura material. Gracias a sus propiedades
formales, espaciales, cuantitativas y relacionales, los artefactos en contexto arqueológico
pueden servir como evidencia para inferir fenómenos culturales del pasado, por lo que el
entendimiento de la cultura material puede darnos importantes perspectivas sobre la forma
en que las sociedades – tanto antiguas como modernas -- funcionan y se transforman
(Schiffer 1988: 469).
67

Sin embargo, hay una escasez en la literatura antropológica tanto de material


descriptivo útil para las comparaciones como de escritos teóricos sobre cultura material.
Los trabajos que nos legaron importantes investigadores como Boas, Kroeber, Wissler,
Haddon y muchos otros que juntaron miles de objetos etnográficos y escribieron
incontables páginas sobre ellos, carecen de la información necesaria para reconstruir la
materia prima de la etnología de los procesos técnicos: una secuencia operacional, o chaine
opératoire: “una serie de operaciones que transforma a una materia prima de su estado
natural a un estado fabricado” (Lemonnier 1986; cfr. Leroi-Gourhan 1946).
Ante esta multicitada falta de información en la literatura antropológica sobre los
asuntos de interés para la arqueología, el reto para los arqueólogos ha sido llenar esta
laguna, emprendiendo investigaciones de tipo etnográfico que aborden precisamente esos
temas (por ejemplo, producción, uso y desecho de artefactos, uso del espacio doméstico, las
huellas dejadas sobre el paisaje por actividades de subsistencia, entre muchos otros), que
luego se utilizarán para descifrar el registro arqueológico, lo cual solamente los
arqueólogos pueden realizar.

Comentarios finales
Hay que tomar en cuenta los recientes procesos de cambio dentro de la antropología para
comprender cabalmente lo que está sucediendo con la disciplina. Ciertamente, la etnografía
se enfrenta ante una crisis, como ha reconocido Renato Rosaldo (1991). Los recientes
cambios en el pensamiento social de esta disciplina, en “su objetivo, lenguaje y la posición
moral del análisis” han sido bastante profundos. Hasta hace poco “los antropólogos usaban
con orgullo la frase ‘presente etnográfico’ para designar un modo distanciado de escribir
que normaba la vida, describiendo las actividades sociales como si los miembros del grupo
las repitieran de la misma forma...” La idea inmutable “de que la estabilidad, el sentido del
orden y el equilibrio caracterizan a las supuestas sociedades tradicionales se derivaba… en
parte de la ilusión de eternidad, creada por la retórica de la etnografía...” Los
planteamientos y “posturas analíticas que se desarrollaron durante la era colonial ya no
pueden sustentarse... la etnografía se enfrenta a fronteras que se entrecruzan en un campo
antes fluido y saturado de poder” (Rosaldo 1991: 46, 47, 49).
68

Otro grave problema que aqueja a la antropología social es su cada vez mayor
distanciamiento de la historia y de los estudios históricos evolutivos de todo tipo, a fin de
adoptar una postura ahistórica. Esta es una de las posturas anticientíficas del
postmodernismo en la antropología, y se ha convertido en una de sus más absurdas
manifestaciones en años recientes (para un ejemplo de este enfoque en la arqueología, ver a
Hodder 1989).
La antropología general tradicionalmente se ha dividido en cuatro áreas para el
estudio de la humanidad: antropología cultural o social, lingüística antropológica,
antropología física y arqueología. El enfoque particular de la antropología se caracteriza
por tener una perspectiva global, comparativa y multidimensional (Harris 1980: 5). Sin
embargo, como ya quedó dicho, en los últimos años se ha notado una falta de diálogo entre
estas disciplinas, pues cada una parece estar siguiendo sus propios intereses, lo cual ha
hecho que esta división en cuatro áreas llegue a considerarse como “un mito”. Con base en
un análisis de los artículos publicados en los últimos 100 años en la revista American
Anthropologist, Robert Borofsky (2002) llega a las siguientes conclusiones: de 3 264
artículos publicados entre 1899 y 1998, menos del 10% utilizan de manera sustancial más
de una área de la antropología para analizar sus datos. Dos puntos resultan evidentes para
este autor: (1) se publicó un número proporcionalmente más pequeño de artículos que
integren dos áreas de la antropología antes de 1970 que después de esta fecha, y (2) la
inexistencia de una “edad de oro” bajo Boas y otros cuando se suponía que imperaba la
cooperación entre áreas. Según este autor mucha gente afirma que las cuatro áreas
funcionaban bien de manera conjunta en tiempos anteriores (lo que él llama “el mito de la
edad de oro”), pero en realidad no hay prueba que confirme tal afirmación (Borofsky 2002:
463-468).
Para Jerimy Cunningham y Scott MacEachern (2016: 1) “la etnoarqueología sigue
siendo una rama ambigua de de la antropología y sus cuatro áreas. Por una parte, su
existencia sigue siendo algo natural: si la arqueología y la antropología cultural funcionan
como parte de la misma disciplina, compartiendo tanto el tema de estudio como la teoría,
entonces una subárea híbrida que se enfoca en estos vínculos parece algo inevitable…” No
obstante lo anterior, “tanto la lenta erosión del ‘paquete sagrado’ de Boas de una
antropología con cuatro subáreas… como la expansión de los trabajos en el límite entre la
69

arqueología y la antropología cultural… han hecho que muchos arqueólogos se pregunten


[qué] es la etnoarqueología…”
Pero la arqueología también es en parte responsable de esta falta de comunicación
entre las diversas áreas de la antropología. Si algunos antropólogos socioculturales se han
mostrado poco deseosos de acercarse más a la arqueología, probablemente se deba a la
exagerada especialización de los estudios arqueológicos, que les resultan en gran medida
incomprensibles. En este contexto cobran nuevo significado las críticas de Wolf (1976: 1)
lanzadas hacia los “tepalcateros” y los “piramidiotas”—arqueólogos completamente
sumergidos en el análisis de materiales, sin una teoría que los ligara al universo de la
antropología o de la historia—. Ignacio Bernal en su momento también hizo críticas a sus
colegas, mencionado a los “animistas arqueológicos que, olvidando a la gente que las creó,
describieron culturas en términos de sus tipos cerámicos o líticos. La olla de tres patas, las
puntas de proyectil, ocupan el centro del escenario mientras que sus creadores son
ignorados...” (Bernal 1980: 10).
Pero la crítica más acérrima es tal vez la de Phil Weigand, quien acuñó el término
ceramocentrismo para referirse al énfasis que se da sobre la cerámica en muchos estudios
arqueológicos, hasta la casi exclusión del resto de los datos arqueológicos, y carente de una
posición analítica más balanceada. Sus palabras son bastante elocuentes: “mientras que
nadie disputa el hecho de que la cerámica antigua es una de las más accesibles formas de
información material para el arqueólogo, hay mucho menos convergencia de opiniones
sobre la validez que este material tiene para la interpretación antropológica de las
sociedades antiguas...” Weigand pensaba que “los arqueólogos frecuentemente han
colocado a la cerámica en un ‘pedestal conceptual’, dándole una carga interpretativa
irremediablemente mayor a la que este tipo de datos puede sobrellevar. No es una carga que
deba soportar la cerámica, si realmente estamos interesados en una arqueología
antropológica...” Durante mucho tiempo, “el enfoque de la investigación arqueológica... ha
consistido en examinar primero la cerámica, estableciendo sus tipologías, la cronología de
sus cambios, las fronteras de distribución de varios tipos, y después hacer que los demás
datos arqueológicos (si acaso existen) se amolden dentro de este limitado marco” (Weigand
1995: 12-13).
70

Aparte del enfoque “ceramocentrista”, otro problema patente en la “arqueología


oficial mexicana” casi desde sus orígenes, ha sido el predominio de actividades
encaminadas no hacia el esclarecimiento de problemas antropológicos concretos, sino hacia
otros fines más mundanos, como la reconstrucción de sitios arqueológicos para promover el
turismo. Esto claramente va en contra de los fines académicos que se esperan de la
arqueología antropológica, y ha contribuido a que enfoques como la etnoarqueología se
releguen a un plano secundario.
Hay una larga tradición en la arqueología mexicana, que ha sido criticada por
limitarse a la restauración de monumentos y a crear museos con el fin de reafirmar la
identidad nacional. Ante esta situación, Gándara (1992) ha señalado la necesidad para la
arqueología mexicana de una orientación con objetivos científicos claramente definidos, y
con una integración de la teoría y la práctica. Sin embargo, hay que mencionar que a pesar
de las críticas vertidas por varios autores, la arqueología mexicana no carece de ejemplos
de buenas investigaciones con objetivos y métodos a la par de los mejores del mundo.
La historia cultural fue casi el único enfoque utilizado por los arqueólogos
latinoamericanos hasta la década de los sesenta, y sigue siendo el paradigma dominante de
las investigaciones arqueológicas. Sin embargo, sería injusto caracterizar el panorama
teórico actual de esta parte del mundo en estos términos. Muchos nuevos desarrollos e
innovaciones metodológicas están transformando a la arqueología latinoamericana en una
disciplina más dinámica y flexible, con investigaciones que van en múltiples direcciones.
Un importante desarrollo de tiempos recientes ha sido la etnoarqueología (para un ejemplo,
véase Politis y Jaimes 2005), aunque hay que mencionar que a pesar de la riqueza y
variedad cultural de las sociedades que habitan en muchas partes de nuestro continente,
hasta la fecha se han realizado relativamente pocos estudios siguiendo este enfoque. Las
oportunidades para llevar a cabo estudios etnoarqueológicos son en realidad enormes
(Politis 2003), y su impacto será mayor si se nutren también de otras disciplinas,
principalmente la etnohistoria, como ha demostrado Magdalena García Sánchez (2008).
Los ejemplos que pueden citarse de investigaciones etnoarqueológicas llevadas a cabo por
investigadores mexicanos o adscritos a instituciones mexicanas son pocos, pero de
excelente calidad, por ejemplo: García y Aguirre (1994); Fournier (2007); Sugiura et al.
(1998); Suigura y Serra (1990); Weigand (1969, 2001).
71

En los siguientes capítulos presento mis propias investigaciones etnoarqueológicas


entre los artesanos tarascos, así como un estudio etnohistórico sobre el papel de la cerámica
en el imperio tarasco de Michoacán. Espero que el lector vea en este trabajo un ejemplo de
la etnoarqueología como verdadero puente interdisciplinario, es decir “arqueología como
antropología”.
72

CAPÍTULO III
ETNOARQUEOLOGÍA Y ECOLOGÍA CERÁMICA EN EL
OCCIDENTE DE MÉXICO

En este capítulo se presenta el tema principal de este libro: los aspectos


etnoarqueológicos y ecológicos de la producción tradicional en varias unidades
domésticas que elaboran objetos de arcilla cocida en el medio rural de Jalisco y
Michoacán. El primer caso estudiado se centra en Teponahuasco, un pueblo en Jalisco
que fue visitado por el autor en 1990. A esto le sigue una discusión de mis
investigaciones en la comunidad tarasca de Huáncito, Michoacán, que iniciaron en 1990
y siguen hasta la fecha. Por último, abordamos el tema de la manufactura de vasijas sin
el uso del horno de alfarero en dos comunidades tarascas.

Ecología cerámica en Teponahuasco, Jalisco


En la base de la presente investigación están las palabras de Frederick Matson
expresadas hace más de medio siglo: “a menos que los estudios cerámicos nos lleven a
un mejor entendimiento del contexto cultural en el cual los objetos fueron hechos y
usados, serán un registro estéril de valor limitado” (Matson 1965: 202). Un punto de
vista parecido al anterior fue externado por Grahame Clark en su libro Archaeology and
Society: “la cultura material solamente tiene significado en relación con la sociedad”
(Clark 1939).
Como hemos visto en la introducción, la cerámica ha sido uno de los elementos
de cultura material más favorecidos por los arqueólogos desde inicios de las
investigaciones sobre las sociedades prehistóricas. Esto es particularmente cierto para
áreas como Mesoamérica, en donde la mayoría de los restos culturales, como textiles,
artefactos de madera, pieles de animales, y muchos otros, usualmente no se conservan
en el registro arqueológico. En la mayoría de los casos, la cerámica es el material más
abundante, a veces el único resto cultural que llega a nosotros desde el pasado remoto.
Es por todo esto que el análisis de la cerámica se ha utilizado en arqueología para
establecer cronologías, para identificar áreas de actividad, para definir la estructura y
dimensiones de los sitios arqueológicos, así como para estudiar las costumbres
funerarias, creencias religiosas, comercio, y muchos otros aspectos de la cultura
prehispánica, para los que no tenemos otra evidencia aparte de los restos de cerámica.
73

Sin embargo, muchas preguntas de tipo procesal acerca de los patrones antiguos
de producción, uso y desecho de objetos de barro cocido no se pueden responder de
manera satisfactoria usando las técnicas tradicionales de la arqueología, por ejemplo
excavación y reconocimiento de la superficie. En vista de este problema, algunos
arqueólogos han acudido al estudio de técnicas de manufactura y patrones de uso de
cerámica en sociedades contemporáneas, de tal manera dando origen al enfoque llamado
etnoarqueología cerámica (Kramer 1985) que hemos discutido en los capítulos
anteriores. Estas investigaciones etnoarqueológicas han cubierto un rango muy amplio
de temas, que tienen que ver con problemas como la tecnología de las vasijas, la
taxonomía, la función, la longevidad, el reciclaje y el desecho, la división del trabajo, el
aprendizaje, el estilo, la etnicidad, la distribución, y por último los cambios tecnológicos
y estilísticos (Kramer 1985: 78).
Algunos de estos estudios de las cerámicas contemporáneas han tenido lugar
dentro del marco de la ecología cultural, para dar origen a lo que se ha llamado ecología
cerámica. Como vimos anteriormente, el concepto de ecología cerámica fue propuesto
por primera vez por Frederick Matson (1965) y después definido por Charles Kolb
(1989a y 1989b) y otros (p. ej. Williams 1992a, 1992b, 1994c) como el estudio de las
relaciones entre el entorno físico-biológico y las manifestaciones culturales de los seres
humanos, con énfasis en la extensión total del complejo cerámico, desde la selección de
materias primas, hasta la manufactura y decoración de distintos tipos de productos
cerámicos, y finalmente su eventual distribución, consumo y desecho.
La ecología cerámica puede considerarse parte de la ecología cultural, ya que
intenta relacionar las materias primas que el artesano (o artesana) tiene disponibles en
su localidad, con las tecnologías y el funcionamiento de los productos que elabora
dentro de un contexto cultural (Matson 1965: 203). La ecología cerámica es un enfoque
contextual (ver la Figura 1 arriba), en el que el investigador trata de ubicar los datos
tecnológicos en un marco ecológico y sociocultural, ligando los recursos naturales
(arcillas y sustancias no plásticas, combustible, pigmentos y otros) a la producción y uso
de objetos de barro cocido (Rice 1987: 314; Kolb 1989a: 285). El último paso en una
investigación de ecología cerámica consiste en establecer una conexión entre los
factores ambientales y socio-tecnológicos de la manufactura de alfarería por una parte, y
por la otra el papel extenso de los productos cerámicos en el contexto general de la
cultura. Este tipo de análisis trata con rasgos como la organización económica
(incluyendo sistemas de comercio local y a larga distancia), estructura del parentesco,
74

patrones de asentamiento, factores demográficos y actividades rituales o ceremoniales,


entre muchos otros (Rice 1987: 317). De acuerdo con Dean Arnold (1985: 14), el
enfoque ecológico sobre la producción de cerámica es aplicable a varias culturas, por lo
que es posible comparar las relaciones entre los objetos de arcilla cocida y el medio
ambiente en muchas sociedades y así desarrollar generalizaciones sobre ellas, que
puedan aplicarse tanto al presente como al pasado.
Julian Steward explicó el significado de la palabra ecología como “adaptación al
ambiente”, y consideró al objetivo final del estudio de la ecología cultural como el
entendimiento de la interacción entre rasgos físicos, biológicos, y culturales dentro de
una localidad o unidad territorial (Steward 1979: 30-31). Pero es relativamente poco lo
que conocemos sobre la interacción entre el medio ambiente y la especialización
cerámica, por lo que muchas preguntas fundamentales siguen sin respuesta, por ejemplo
los factores que limitan o favorecen la especialización en la producción artesanal, o bien
por qué la alfarería apareció en algunos lugares y no en otros. Una manera de responder
estas preguntas es explorar la interrelación con el medio ambiente en una comunidad de
alfareros en el presente, para después aplicar los resultados de la investigación a la
prehistoria de la región bajo estudio (Arnold 1975: 18).

Producción de cerámica en Teponahuasco


Primero discutiré algunos resultados de mi estudio en el poblado de Teponahuasco, una
comunidad campesina que visité en 1990 (Williams 1992a, 1992b), ubicada en el
municipio de Cuquío, Jalisco, a unos 80 km al noreste de Guadalajara, la capital del
estado (Figura 4). En aquella época la población del lugar ascendía a unas 1 200
personas. La mayoría de la gente estaba involucrada en la agricultura, con 20 o 30 por
ciento de los hogares dedicados también a la alfarería parte del tiempo (este porcentaje
parece haber sido mucho mayor en el pasado). Parte del año (entre junio y diciembre) se
dedicaba a la agricultura, mientras que el resto del tiempo se pasaba en otras
actividades, incluyendo la alfarería.
Teponahuasco es una comunidad relativamente pequeña y dispersa, con las casas
distribuidas alrededor de la plaza central y la iglesia. La producción de cerámica en este
pueblo es un rasgo cultural que se ha mantenido relativamente sin cambios durante
varias generaciones de artesanos. De hecho, algunas de las técnicas observadas por el
autor pueden ser de origen prehispánico, mientras que otras fueron introducidas por los
españoles en el siglo XVI, o se incorporaron al repertorio local más recientemente
75

(Williams 1995). Aquí no hay un barrio de artesanos donde se concentre esta actividad,
a diferencia de lo que ocurre en otros lugares de México, por ejemplo en el cercano
pueblo de San Marcos, Jalisco (Weigand y Weigand 2001). El trabajo de los alfareros
en Teponahuasco siempre se lleva a cabo en un nivel doméstico, en varias casas
distribuidas por el poblado. Cada unidad doméstica productora de cerámica tiene su
propio horno, que puede estar ubicado en el patio interior (Figura 5 a-b) o fuera de la
casa, junto a la banqueta. Estas casas también tienen un área para secar las vasijas antes
de quemarlas en el horno, usualmente al aire libre, pero también puede ser bajo un techo
o dentro de un cobertizo. Algunas casas tienen un cuarto que está destinado
exclusivamente a la manufactura de vasijas de barro, mientras que en otras este trabajo
se lleva a cabo en la cocina, alternándose con otras tareas domésticas, como la
preparación de alimentos.

Figura 4. Teponahuasco es una pequeña comunidad campesina localizada en el municipio de Cuquío,


Jalisco, a unos 80 km al noreste de Guadalajara, la capital de Jalisco.

Existe un cierto nivel de especialización en la producción, de tal suerte que en


algunas unidades domésticas sólo se elaboran vasijas de una forma, por ejemplo
cántaros, mientras que otras producen ollas y cazuelas, o bien vasijas grandes para
76

fermentación de tesgüino, 1 y hasta tubos para drenaje y macetas (Figura 6). Algunas
vasijas de barro, por ejemplo las ollas (Figura 7) y las cazuelas (Figura 8 a-b) se hacen
utilizando moldes, mientras que el torno de alfarero se emplea principalmente para
alisar o dar los toques finales a las vasijas. Para hacer formas de recipientes más
complejas, como el cántaro, se requieren dos etapas: primero la parte inferior se elabora
con molde, y luego la mitad superior se hace con la técnica de “enrollado” (Figura 9a),
ayudándose con una “paleta” de madera (Figura 9b). Este es un proceso lento y
laborioso comparado con la elaboración de vasijas que usa moldes solamente. De hecho,
el uso de este tipo de molde junto con la técnica de enrollado es interesante porque
parece ser de origen prehispánico. George Foster (1948: 360-362, 1955, 1960: 205)
llegó a la conclusión de que ésta y otras técnicas tradicionales han persistido desde
tiempos antiguos en México, incluso en regiones donde la cultura y las lenguas
indígenas han desaparecido por completo, mientras que Shepard (1980: 54) sostiene que
dar forma con molde a los recipientes de barro sin duda alguna es una técnica de origen
prehispánico en el Nuevo Mundo.

(a)

1
Bebida tradicional de maíz hecha en México, especialmente en comunidades indígenas o rurales.
77

(b)

Figura 5. Cada unidad doméstica alfarera en Teponahuasco tiene su propio horno, que puede estar
ubicado en el patio interior (a) o fuera de la casa (b).

Una vez que se ha dado forma a la vasija, el artesano la deja en la sombra para
que seque, por espacio de un día aproximadamente antes de quemarla en el horno. Para
esto hace falta un clima seco, porque el exceso de humedad dificulta que la arcilla seque
por completo y las piezas se pueden romper en el horno. De acuerdo con Foster (1967)
el horno utilizado aquí puede ser de origen europeo, y fue introducido a México tras la
conquista española. Lo cierto es que el horno contrasta con las técnicas de cocción
utilizadas en muchas comunidades indígenas de México y Centroamérica, que en
realidad son hogueras donde las vasijas se queman después de cubrirse con leña y ramas
secas (Deal 1988: Figuras 7-8). Sin embargo, en las últimas décadas los arqueólogos
han encontrado muchos ejemplos de hornos de alfarero muy sofisticados en contextos
prehispánicos, como se discute en otra parte de este libro.
Los hornos que usan los alfareros de Teponahuasco tienen una capacidad de
aproximadamente 30 ollas de tamaño mediano, mientras que se necesitan dos cargas
(cada una de unos 40 kg) de leña para quemarlas. Las vasijas se dejan en el horno
durante toda la noche para asegurar una cocción completa. El subsiguiente periodo de
enfriamiento requiere de un proceso lento para evitar cambios bruscos de temperatura.
78

Figura 6. En algunas casas se producen ollas y cazuelas, vasijas de gran tamaño para fermentar el
tesgüino (bebida tradicional de maíz) y otros elementos, como tubos para desagüe y macetas.

Figura 7. Algunas vasijas de barro, como la olla para cocinar, se hacen utilizando un molde. Aquí la
alfarera usa el molde convexo para hacer la pieza, mientras su hija observa y aprende.

En la actualidad la mayoría de los alfareros consiguen el combustible para el


horno con leñadores que también trabajan como agricultores, pero antes los mismos
artesanos iban al monte a cortar la leña y varios tenían burros para cargarla de regreso al
pueblo. Este combustible vegetal todavía se conseguía en un área no muy retirada del
pueblo cuando se hizo esta investigación (1990), pero las zonas más cercanas ya estaban
casi completamente carentes de árboles, pues este recurso había sido sobreexplotado
durante muchos años.
79

(a)

(b)

Figura 8. Para elaborar una cazuela se utiliza una herramienta de piedra para hacer una tortilla plana de
barro (a), que se coloca dentro de un molde con la forma deseada (b).

Todos los artesanos tienen acceso a un terreno dentro del ejido donde pueden
extraer la arcilla que necesitan para hacer sus vasijas. La obtención de arcilla es
probablemente uno de los aspectos menos conocidos de la producción de alfarería, tanto
en el pasado como en tiempos actuales. Si bien este recurso está libremente accesible en
Teponahuasco, en otros sitios el acceso a la arcilla de calidad alta está restringido. Por
ejemplo, en Huáncito, Michoacán, algunos depósitos de arcilla pertenecen a uno de los
alfareros, quien se la vende a los demás. Esta misma persona tiene un molino para
80

pulverizar el barro, y cobra una cuota por sus servicios (ver la discusión en la siguiente
sección de este capítulo). A pesar de la relevancia de este aspecto del proceso de
elaboración, pocos estudios arqueológicos se han enfocado sobre el tema de la
obtención de arcilla para la manufactura de alfarería. Arnold y Bohor (1977: 575)
afirman que si bien la arcilla era un recurso muy importante en la antigüedad, las
localidades donde se obtenía son difíciles de identificar con precisión en el registro
arqueológico. Esto se debe a varias razones, principalmente porque el material
desechado, a diferencia de otros recursos (por ejemplo obsidiana) desaparece con la
lluvia y con las nuevas actividades de extracción, que pueden destruir las huellas
arqueológicas dejadas en los sitios de obtención. 2

(a) (b)

Figura 9. El cántaro para agua se hace en dos etapas: (a) la parte inferior se forma con un molde; (b) la
mitad superior se hace con la técnica de “enrollado” y se termina con una “paleta” de madera.

Como ya señalamos arriba, la unidad básica para la producción de cerámica en


Teponahuasco es la unidad doméstica, que usualmente está compuesta por una familia
nuclear o familia extensa pequeña. Existe un alto grado de variación en el tamaño y
organización de cada familia. En algunos casos la madre es la única persona que hace
objetos de barro, con algo de ayuda del esposo, por ejemplo para obtener la leña o sacar
la arcilla del depósito natural. En otros casos es el esposo quien quema las piezas en el
horno, con ayuda marginal de la esposa, pero también pueden incorporarse los hijos e
hijas a alguna parte del proceso de producción. Los hijos pueden ayudar a realizar los
2
El uso de tierras ejidales para obtener arcilla es algo muy conflictivo en las comunidades, y de hecho es ilegal en algunas, pues
destruye la capacidad para la agricultura. Esto sucede en la cuenca del Lago de Pátzcuaro (Michoacán). En las comunidades
indígenas de larga tradición alfarera, se usa la tierra que no es productiva para la agricultura (Helen Pollard, comunicación personal,
7 de septiembre de 2016).
81

aspectos más difíciles, como moler la arcilla (usando un pico o una piedra grande),
mientras que las hijas pueden responsabilizarse del modelado de las piezas. Sin
embargo, las generaciones más jóvenes en este pueblo, así como en la región en su
totalidad, no sienten atracción alguna hacia la artesanía alfarera. En prácticamente todos
los casos observados por el autor, los alfareros activos son personas de edad avanzada,
quienes se quejan de que sus hijos e hijas no quieren continuar la tradición de la familia.
Esto parecería indicar que la industria de cerámica tradicional puede ser una actividad
en vías de extinción en esta región.

Figura 10. En algunas unidades domésticas en Cuquío todavía se usan vasijas de barro todos los días
(como esta para guardar agua). En algunos casos tienen hasta unos 70 años de edad y se pasan de una
generación a otra.

Teponahuasco no es la única comunidad productora de alfarería en la región, ya


que algunos pueblos como Cuquío o Tlacotán (Tlacotlán) (ver el mapa en la Figura 4)
comparten una tradición cerámica que tiene muchos rasgos comunes con la de
Teponahuasco, aunque en estos pueblos la artesanía también es una actividad marginal
desde la perspectiva de la economía. En Cuquío había una variedad de loza
característica, que fue común en el área hasta hace pocos años. Cuando esta
investigación se llevó a cabo en 1990, solamente había una persona que estaba
elaborando este tipo de vasijas, y él nos dijo que no había nadie interesado en compartir
sus conocimientos. Por lo tanto, este estilo de cerámica en particular habría de
desaparecer cuando su autor dejara de trabajar. En Tlacotán encontramos que solamente
una familia se dedicaba a la alfarería, y sus miembros lamentaban el hecho de que cada
82

vez menos gente quería comprar sus mercancías de barro. Aparentemente la mayoría de
la gente prefiere platos, ollas y otros objetos hechos de plástico y de otros materiales
baratos, en lugar de las piezas más “tradicionales” hechas de barro. Como resultado de
esta situación, pocos artesanos se pueden mantener exclusivamente de la elaboración de
loza. En Cuquío, por ejemplo, son relativamente pocos los hogares en donde todavía se
usan vasijas de barro todos los días (Figura 10). En algunos casos las vasijas tienen
hasta 70 años y han ido pasando de una generación a otra en pocas familias de la
comunidad.

Figura 11. Cada viernes durante la época de secas los artesanos ponen sus “puestos” alrededor de la plaza
frente al templo, en donde venden sus enseres de barro.

La mayoría de vasijas hechas en Teponahuasco se venden localmente. Cada


viernes durante la época de secas los alfareros ponen sus “puestos” alrededor de la
plaza, frente a la iglesia, donde exhiben sus mercancías (Figura 11). Mucha gente viene
de los pueblos y rancherías de la zona y de lugares más alejados, algunas veces desde
83

Estados Unidos. Sin embargo, la cerámica no es la única razón por la que la gente llega
a este lugar. El templo de este pueblo tiene una imagen de Cristo que recibe una muy
grande devoción, conocida como “el Señor de Teponahuasco”, que se dice es milagrosa.
Algunos visitantes que llegan a la iglesia a pedir favores o a pagar una “manda” (un tipo
de obligación ritual) aprovechan para comprar alguna vasija para llevar de regreso a
casa.
Las comunidades rurales en esta parte de México suelen ser bastante
conservadoras. Durante sus investigaciones en Tonalá, Jalisco, a principios de los años
sesenta, May Díaz encontró una fuerza que prevalecía entre los hogares de alfareros,
que ella denominó “conservatismo” o “tradicionalismo”. Díaz sostiene que “el
comportamiento de respeto exigido a los hijos refuerza los patrones de conservatismo…
derivados de la proximidad del padre. Cuando hay la posibilidad de escoger modelos
alternativos de acción, se prefieren los de la generación de mayor edad y los valores
tradicionales” (Díaz 1966: 71). Díaz también señaló que entre los artesanos
tradicionales que ella estudió en Jalisco “dentro de la familia extensa… el niño aprende
tanto a ser un aldeano y cómo ser artesano o agricultor… El aprendizaje lento y gradual
de los papeles económicos dentro de la familia suele enfatizar modos de
comportamiento tradicionales. La tradición se vuelve todavía más atrincherada cuando
los maestros son a la vez padres y abuelos…” (p. 47). El trabajo etnográfico de Díaz
sugiere que la estructura de la unidad doméstica en Tonalá favorecía la persistencia de
normas y actividades conservadoras y tradicionales. Esto sucedía por las siguientes
razones: (1) la presencia del padre en la unidad doméstica influía sobre las decisiones
económicas de las cabezas de las familias nucleares dentro de la comunidad; (2) la
existencia de unidades económicas independientes evitaba la formación de
acumulaciones grandes de capital en efectivo; y (3) el hecho de que la unidad de
socialización era una familia extensa de tres generaciones enfatizaba los aspectos
conservadores del aprendizaje de papeles (Díaz 1966: 74-75). En Teponahuasco y en
otras comunidades de alfareros tradicionales en la región pudieron haber estado
actuando fuerzas similares a las descritas por Díaz para Tonalá. Sin embargo, como ya
dije, para el momento de nuestra visita (1990) la alfarería ya estaba en proceso de
desintegración y poca gente quería dedicarse de tiempo completo a esta actividad.
Las investigaciones etnoarqueológicas de Phil y Celia Weigand en San Marcos,
Jalisco, realizadas a principios de los años setenta, llegaron a varias conclusiones que
son relevantes para entender la alfarería en un entorno social parecido al que
84

encontramos en Teponahuasco (Weigand y Weigand 2001). El matrimonio Weigand


descubrió que el pueblo de San Marcos (Figura 4) era una comunidad bastante aislada
socialmente, que tenía poco prestigio y estaba integrada de manera marginal a la ciudad
de Guadalajara, la capital del estado, y a los pueblos y aldeas cercanos. Sin embargo,
este pueblo tenía una industria doméstica importante, con una estructura de redes de alto
nivel: la elaboración de cerámica. Pero no obstante su relevancia, esta actividad era casi
invisible para el observador casual, pues no había tiendas de artesanías en San Marcos,
ni tampoco turismo, y los artesanos de la localidad no aparecían mencionados en el
censo o en las obras de los antropólogos, historiadores y otros científicos sociales
interesados en esta área del occidente de México (Weigand y Weigand 2001: 312).
Todos los alfareros de San Marcos eran a la vez agricultores de tiempo
completo; de hecho la agricultura era sin lugar a dudas más importante que cualquier
aspecto de la elaboración o comercialización de artesanías. El objetivo de la mayoría de
los alfareros era trabajar la tierra a lo largo de todo el año para producir maíz, frijoles,
calabaza y varias legumbres; ellos cultivaban solamente lo necesario para sobrevivir.
Cuando le preguntaban a algún artesano o artesana directamente acerca de su profesión,
decía que era agricultor en primer lugar y alfarero(a) en segundo lugar. El sueño de
estas personas era algún día tener suficiente tierra para poder dedicarse a trabajarla de
tiempo completo, o tener algunas cabezas de ganado a fin de dejar la manufactura de
objetos de barro a otros.
La gente que extraía la arcilla utilizada por los artesanos también eran
agricultores de tiempo completo, por lo que tenían que pasar varios meses durante la
época de lluvias sin llevar a cabo ninguna actividad relacionada con la producción de
cerámica (Weigand y Weigand 2001: 322). Esta suspensión de actividades relacionadas
con la alfarería en tiempos de lluvias es un fenómeno generalizado en la industria
cerámica tradicional de México y de otras partes del mundo, como discutimos en la
siguiente sección.

El clima como factor limitante en la manufactura de alfarería


Como ya señalamos arriba, la elaboración de objetos de barro en Teponahuasco y en
otros pueblos de la región es una actividad estacional, que se limita a la parte seca del
año (de octubre a abril) (Figura 12), puesto que los artesanos (tanto hombres como
mujeres) tienen por lo menos un poco de tierras de cultivo que requieren de su atención.
En estos pueblos la agricultura impide el aumento en la importancia de la producción de
85

cerámica, puesto que esta última debe interrumpirse para desempeñar el trabajo agrícola
(Arnold 1985: 226). De acuerdo con Arnold (1975: 193), las condiciones que favorecen
la agricultura no siempre son compatibles con la manufactura de cerámica porque para
hacer vasijas de barro se necesita clima seco y despejado; por eso en lugares donde la
humedad necesaria para la agricultura viene de la lluvia más que de la irrigación, la
alfarería puede verse limitada y llega a ser una actividad estacional.

Figura 12. La elaboración de cerámica en Teponahuasco es una actividad estacional, que se limita a la
parte seca del año (entre octubre y abril). La gráfica muestra la probabilidad de lluvia en algún momento
del día para Guadalajara (adaptada de hpps://weatherspark.com).

Kathleen Allen y Ezra Zubrow (1989: 63-65) mencionan cuatro puntos de vista
principales sobre la interacción entre el clima y la sociedad. En primer lugar, el clima
puede considerarse como el “telón de fondo” para el desarrollo de los sistemas biofísico
y económico. En segundo lugar, el clima puede actuar como factor determinante pues
la gente se adapta a las limitaciones climáticas de maneras dinámicas, por ejemplo en la
relación entre medio ambiente y subsistencia. Un tercer punto de vista considera al
clima como factor de riesgo y analiza los mecanismos por los que las sociedades se
adaptan a las condiciones ambientales extremas. Finalmente, los factores climáticos
pueden considerarse como un recurso natural que las sociedades desean evaluar,
distribuir, controlar y manipular, para obtener beneficios y reducir los problemas o
posibles efectos negativos del entorno físico.
Los factores ambientales pueden verse como “mecanismos reguladores” que
actúan sobre la producción de cerámica. Las variables climáticas más importantes que
afectan esta actividad son la temperatura, la lluvia, la humedad y el viento (Allen y
Zubrow 1989: 65). En primer lugar, las fuentes de materias primas (por ejemplo arcilla
86

y combustible) pueden ser inaccesibles durante la temporada de lluvias, y la extracción


de arcilla puede volverse riesgosa (debido a los suelos mojados con condiciones
inestables y el peligro de derrumbes en el banco de arcilla). Segundo, la lluvia puede
evitar que la arcilla se seque completamente, una condición que tiene efecto negativo
sobre la calidad de la pasta. Finalmente, el clima frío y húmedo de la estación lluviosa
frecuentemente incrementa el tiempo requerido para hacer una vasija de barro, en
especial el tiempo de secado, a tal grado que esta actividad puede ser impráctica o
improductiva durante los meses más lluviosos del año (Arnold 1985: 61-66).

Figura 13. Precipitación pluvial en Ayacucho, Perú, mostrando la cantidad promedio en 1961-1970
(izquierda) y el número promedio de días con lluvia (derecha) en 1962-1970 (adaptado de Arnold 1993:
Figura 2.3).

Estos factores ambientales que limitan la producción de alfarería existen por la


mayor parte de las áreas tropicales del Nuevo Mundo. Un ejemplo viene de Quinua,
Perú, donde Arnold vio que el principal factor que limitaba la especialización de tiempo
completo entre los alfareros era, de hecho, el clima. La excesiva humedad durante la
estación de aguas en esta parte de los Andes impide a los artesanos secar su combustible
y sus lozas, además se considera demasiado frío el ambiente para trabajar al aire libre
(Figura 13). Como resultado de esta situación, durante esta parte del año se hacen pocas
vasijas, y los alfareros pasan una buena parte del tiempo cultivando los campos para
producir comida para sus familias (Arnold 1975: 189). Arnold ha señalado que “de la
misma manera que el clima limita la elaboración de vasijas en Quinua a la parte seca del
año, el mismo clima tiene un efecto profundo sobre la estacionalidad de la artesanía en
otras partes de los Andes.” Pero en Quinua esta característica estacional se refuerza aún
más “por el hecho de que la producción de cerámica entra en conflicto con los
requerimientos de mano de obra para la agricultura” (para escardar y cosechar, por
87

ejemplo). “Estas relaciones entre el clima y la agricultura tuvieron implicaciones para el


desarrollo de la producción de cerámica de tiempo completo en toda el área andina en la
antigüedad” (Arnold 1993: 217).
Otro ejemplo de patrones de estacionalidad en la elaboración de objetos de barro
viene de Rabinal, un pequeño pueblo en el departamento de Alta Verapaz, Guatemala,
con una población de 36 000 personas compuesta principalmente de miembros del
grupo étnico maya achí. En este lugar la elaboración de vasijas de barro se limita a la
época de secas, porque la mayoría de los artesanos deben de cuidar sus parcelas cuando
llegan las lluvias cada año. De hecho, la manufactura de alfarería se detiene
completamente durante las primeras semanas de la temporada de lluvias para dejar que
los hombres preparen y siembren sus campos de cultivo (Reina y Hill 1978: 140). Otro
ejemplo guatemalteco viene de Chinautla, una ciudad no muy lejos de Rabinal, con
clima tropical (tipo Aw en la clasificación de Koeppen) y una precipitación promedio
anual de 987 mm. En los meses secos (de noviembre a abril) la precipitación promedio
es de 8.5 mm, pero en verano aumenta de manera dramática (ver Cuadro 1).

CUADRO 1. PRECIPITACIÓN PROMEDIO DURANTE EL VERANO EN


CHINAUTLA, GUATEMALA (EN MILÍMETROS)
Mayo Junio Julio Agosto septiembre octubre
103 207 187 132 211 96
Fuente: www.wikipedia.org

La producción de cerámica en Chinautla se ve muy limitada entre mayo y


noviembre, cuando las lluvias torrenciales y la humedad constante cubren a las tierras
altas de Guatemala y hacen imposible encontrar combustible seco. También son
comunes los vientos fuertes, y un chubasco repentino puede echar a perder toda una
horneada de vasijas (Reina y Hill 1978: 32).
La mayor parte de Mesoamérica comparte este patrón de ciclos alternantes de
estaciones seca y húmeda a lo largo del año, con consecuencias negativas para la
artesanía alfarera. Isabelle Druc (2000) realizó un estudio de la producción de cerámica
en el poblado de San Marcos Acteopan, en el sur del estado de Puebla, siguiendo la
perspectiva de la ecología cerámica. En general los contextos de trabajo y las
herramientas empleadas son muy similares a las que discutimos aquí. En el estudio de
Druc se discuten la preparación de la pasta de arcilla, incluyendo el secado al aire libre
88

sobre petates, el formado de las vasijas que utiliza moldes convexos como los de
Teponahuasco, y finalmente el quemado de las piezas, que se realiza en el horno que
está dentro de la unidad doméstica. Todas estas actividades dependen de condiciones
ambientales específicas, sobre todo bajo nivel de humedad.
El último ejemplo discutido aquí corresponde a la región mazahua del centro de
México, donde les resulta imposible a los artesanos sacar la arcilla de los depósitos
naturales durante la parte húmeda del año, y al mismo tiempo los caminos son casi
intransitables a causa de las frecuentes inundaciones. Los alfareros usualmente no
pueden trabajar en sus hornos en esta época porque la mayoría tiene la parte superior al
descubierto, y la parte inferior –el compartimento para el combustible—puede
inundarse. Además, por si fuera poco, la leña que se usa como combustible está mojada
y no se puede emplear (Papousek 1974: 58).

Implicaciones para la arqueología


Las limitaciones impuestas por el medio ambiente sobre la producción de cerámica en
Teponahuasco y los demás lugares mencionados arriba tienen implicaciones claras para
la reconstrucción de la historia cultural de Mesoamérica, incluyendo al occidente de
México. Existe un vínculo entre los ejemplos etnográficos de elaboración de alfarería y
los esfuerzos interpretativos de los arqueólogos, pues generalmente se piensa que los
factores climáticos que afectan a las comunidades contemporáneas de artesanos fueron
los mismos que los prevalecientes en tiempos prehispánicos. Sin embargo, los factores
ecológicos que impactan la producción y distribución de lozas de barro –como los
patrones climáticos discutidos aquí—no siempre se toman en cuenta por los
arqueólogos, especialmente cuando intentan identificar áreas de distribución de tipos
cerámicos con intenciones de correlacionarlas con “áreas culturales”.
Isabel Kelly fue pionera de la arqueología del occidente de México; entre sus
aportaciones está un mapa que muestra varias “provincias cerámicas” (Kelly 1948: ix).
Su objetivo fue definir las principales “culturas arqueológicas” que habitaron en el
occidente de México en el periodo prehispánico. Pedro Armillas incluyó un mapa
similar en el mismo volumen de Kelly (Armillas 1948: xi), y sus ideas fueron aceptadas
por la mayoría de los arqueólogos que trabajaban en el área durante esos tiempos, hasta
el grado de que, según Weigand, las provincias cerámicas se hicieron realidad, y el
resultado fue un enfoque ceramocéntrico en la arqueología, que todavía existe hoy en
día, aunque ha sido difícil reconciliarlo con las observaciones antropológicas o
89

sociológicas. Las “provincias cerámicas” se equipararon con “culturas” aunque la


imagen resultante es estática y no es histórica (Weigand 1991: 4). Una opinión crítica
similar a la de Weigand ha sido expresada por Gabriel Ramón (2013) para la
arqueología peruana; este autor sostiene que el debate en torno a la relación entre estilos
cerámicos y las gentes (v. gr. culturas) prehispánicas de los Andes no es algo reciente.
Hace ya 60 años que las suposiciones subyacentes a este argumento fueron puestas en
tela de juicio con base en evidencia etnográfica. John Rowe señaló que en las áreas
rurales alrededor de Cuzco (la antigua capital del imperio inca), aparte de las lozas
producidas en esa ciudad también circulaban otros estilos en las redes de comercio.
Estos estilos cerámicos pertenecían a tres pueblos alfareros modernos, cada uno con un
estilo distinto y redes sobrepuestas de distribución. Rowe notó que no había una
correspondencia entre pueblos específicos y los estilos decorativos en la cerámica
(Ramón 2013: 42).
Como hemos visto, en el occidente de México y en otras áreas los factores
ecológicos son por lo menos tan importantes como los factores de historia cultural para
entender la ubicación y funcionamiento de los centros de producción cerámica y
finalmente la distribución de elementos cerámicos en el paisaje. De acuerdo con Arnold
(1985: 98), la ubicación de las comunidades de alfareros tiene por lo menos alguna base
climática, y no necesariamente refleja los procesos de historia cultural de manera
exclusiva. Un caso específico es la situación en los Andes prehispánicos, en donde
sabemos –gracias a fuentes históricas—que hubo zonas que formaron parte del imperio
inca, pero sus sitios arqueológicos no tienen prácticamente ninguna evidencia de
cerámica inca sobre la superficie o en los estratos arqueológicos inferiores (Willey
1991: 206). Una situación parecida se ha reportado para el Valle de Oaxaca, en donde
los materiales arqueológicos no se han vinculado con las incursiones de los aztecas
reportadas en los relatos históricos (Whitecotton 1977: 126). Un último ejemplo viene
de las canteras y talleres de obsidiana de Zinapécuaro y Ucareo en la cuenca del Lago
de Cuitzeo, que sabemos por las fuentes históricas estaban bajo el dominio del imperio
tarasco, pero carecen casi por completo de cerámica perteneciente a esta cultura. Esto
podría deberse a que los tarascos, como la mayoría de los imperios hegemónicos,
explotaron la fuerza de trabajo local, con una mínima supervisión estatal de la
producción de obsidiana (Healan 2004). Estos ejemplos sirven para ilustrar cómo la
cerámica por si sola es insuficiente para darnos una visión clara de los desarrollos
90

culturales prehispánicos, especialmente cuando se ignoran los factores ecológicos que


pudieron haber afectado su producción y distribución en la antigüedad.

Comentarios finales
En esta discusión hemos visto aspectos de la producción de cerámica en una comunidad
rural del occidente de México, incluyendo también información de otras áreas de
Mesoamérica y de los Andes. El objetivo principal de esta investigación es determinar
de qué manera los factores ambientales, principalmente el ciclo de lluvias y secas,
pueden ser elementos clave para nuestro entendimiento de los patrones de producción y
distribución de alfarería tanto en la actualidad como en tiempos antiguos.
Muchos arqueólogos que trabajan en el occidente de México y en otras áreas han
intentado reconstruir la historia cultural con base en el análisis de la cerámica, a veces
interpretando la distribución de tipos cerámicos sobre la superficie como indicadores de
“áreas culturales”. Este punto de vista, si bien puede ser útil si se aplica de manera
crítica, puede convertirse en un marco rígido que impide la percepción clara de los
aspectos procesales de la evolución cultural. Como hemos visto, la principal falla es que
ignora los factores ecológicos que afectaban los comportamientos culturales en tiempos
antiguos.
Con frecuencia se piensa que la arqueología trata exclusivamente con culturas
que existieron hace muchos siglos y que ahora están extintas, pero aquí hemos visto que
el estudio de procesos contemporáneos desde la perspectiva etnográfica, realizado por
los arqueólogos, nos brinda información sobre los procesos culturales que han
sobrevivido desde el pasado. Aunque el principal objetivo de un estudio
etnoarqueológico es producir información comparativa para ayudar a la interpretación
del registro arqueológico por analogía, no menos importante es la contribución de la
etnoarqueología al “rescate etnográfico” (v. gr. Sharma 2016), puesto que arroja luz
sobre los patrones culturales que están desapareciendo rápidamente en México y en
otras áreas del mundo, debido a las fuerzas del cambio cultural y la globalización.
Producción de cerámica en Huáncito, Michoacán: etnoarqueología
y ecología cerámica

Como hemos dicho en páginas anteriores, la cerámica fue indispensable para el


desarrollo cultural de los pueblos mesoamericanos. En el caso del Estado tarasco de
Michoacán durante el periodo Protohistórico (ca. 1450-1530 DC), la cerámica
91

policroma formó parte de los “recursos económicos y sociales que los grupos elitistas…
utilizaron para transformar la autoridad del ‘cacique’ en el poder de una clase social
unificada…” entre los procesos sociales de la época sobresalía “el intercambio a larga
distancia de objetos altamente valuados… incluyendo la cerámica policroma” (Pollard
et al. 2001: 289-290).
La producción de cerámica sigue siendo muy importante para los tarascos y
muchas otras culturas indígenas de México. En esta sección se analiza la alfarería en
Huáncito, Michoacán, una comunidad tarasca (Williams 1994a, 1994b, 2014a, 2017,
2018). La información que hemos obtenido a través de la observación directa durante
muchos años de trabajo de campo etnoarqueológico en la región nos permite generar
hipótesis para interpretar el registro arqueológico, como se discute en estas páginas. Los
enfoques utilizados para la elaboración del presente estudio son los de la
etnoarqueología y la ecología cerámica. Su propósito principal es aportar datos que
ayuden a la interpretación del registro arqueológico a través de la analogía. Esta
investigación fue iniciada en 1990, pero entre 1997 y 2012 me dediqué a otras
investigaciones fuera de la zona discutida en este texto, primero con el tema de
producción de sal (Williams 2003, 2015), y después estudiando la subsistencia en
entornos acuáticos, es decir pesca, caza, recolección y manufactura en los lagos de
Cuitzeo y de Pátzcuaro, Michoacán (Williams 2014b, 2014c, 2014d). Durante todos
estos años mantuve el interés en el tema de la alfarería en Huáncito y realicé visitas
esporádicas a los informantes. Estas observaciones a través del tiempo nos dan una
perspectiva diacrónica, de gran valor para entender múltiples aspectos del cambio social
y la continuidad cultural, como se discute en estas páginas.
La inspiración principal para esta investigación la debemos al libro In Pursuit of
the Past de Binford (1983), a Phil Weigand (2001, cfr. Weigand y Weigand 2001) y a
Dean Arnold (1985, 1989, 2008, 2014, 2016). Este último autor discute aspectos
relevantes del cambio y persistencia a través del tiempo en las tradiciones cerámicas. De
acuerdo con Arnold, “entender la relación entre la alfarería y la sociedad es algo
fundamental para la arqueología. Es inevitable que la alfarería, su producción y
distribución, cambian a través del tiempo. Estos cambios proporcionan fructíferas
fuentes de información para realizar inferencias sobre una sociedad antigua…” (Arnold
2008: 1). Al igual que Arnold, estoy interesado en determinar precisamente de qué
manera los cambios en la cerámica y en su producción “reflejan la historia y los
cambios sociales, políticos y económicos en una sociedad”, en otras palabras, “de qué
92

manera los cambios sociales se materializan en la cerámica de una sociedad…” (Arnold


2008: 1).
La manufactura de cerámica, como cualquier otra tecnología productiva,
representa el punto donde un sistema cultural interactúa directamente con el sistema
ambiental. El enfoque de la ecología cerámica proporciona una perspectiva más amplia
sobre el papel de la alfarería dentro de una cultura, desde un punto de vista
arqueológico, tecnológico, y etnográfico. La ecología y tecnología cerámicas pueden
ligarse para mostrar a la producción alfarera como una de muchas formas potenciales de
explotación de un medio ambiente particular, y como una adaptación económica dentro
de la red de relaciones productivas en una sociedad. El último paso en una investigación
de ecología cerámica es relacionar a los factores ambientales y socio-tecnológicos de la
alfarería con el papel amplio jugado por la cerámica dentro de una cultura. Esto incluye
rasgos como la organización económica --incluyendo el comercio local y a larga
distancia--, la estructura de parentesco, el patrón de asentamiento, los factores
demográficos, las actividades ceremoniales o rituales, y otros muchos factores (Rice
1987: 317).
A lo largo de las últimas décadas de investigación arqueológica, se han
registrado cambios importantes en el tipo de preguntas que los arqueólogos se plantean
sobre los artefactos de cerámica. Las descripciones puras cedieron su lugar a los análisis
de atributos, utilizados para desarrollar cronologías relativas. También es notable el
surgimiento de un mayor interés sobre los métodos de producción utilizados por los
artesanos antiguos, así como la investigación de decoraciones y los motivos de diseño,
el estudio de las características físicas de arcillas y antiplásticos, y más recientemente, el
creciente interés sobre la dinámica de fenómenos y procesos culturales relacionados
entre sí (Kolb 1989b: 382).
Uno de los desarrollos más relevantes dentro de la evolución reciente de la
arqueología es la denominada etnoarqueología, como se discute arriba. El término ha
sido definido como “el estudio por arqueólogos de la variabilidad en la cultura material
y su relación con el comportamiento humano y con la organización entre sociedades
actuales, para ser utilizado en la interpretación arqueológica” (Longacre 1991b: 1). La
finalidad de la investigación etnoarqueológica es “obtener información etnográfica
acerca del comportamiento relacionado con los objetos materiales, para su comparación
con los datos arqueológicos” (Thompson 1991: 234; ver también Williams 2005).
93

Aunque esta perspectiva analítica y el propio término de etnoarqueología


hicieron su primera aparición hace ya más de un siglo (Fewkes 1898, citado en Dean
Arnold 1991), en fechas recientes los arqueólogos han reconocido con renovado interés
la necesidad de obtener datos sobre procesos culturales para ayudarse a explicar el
registro arqueológico. Esta relación entre el contexto etnográfico del presente
(dinámico) y el arqueológico del pasado (estático) la explican Binford (1983) y otros,
como hemos visto en el Capítulo II. Para los propósitos de la presente investigación, los
distintos términos encontrados en la literatura arqueológica como “argumentos puente”
(Wylie 2002), “teoría de alcance medio” (Binford 1983), “teorías mediadoras” (Bate
1998), y finalmente “teoría de la formación” (Shott 1998), tienen un mismo significado:
se trata de trabajo de campo etnográfico que pretende ligar un conjunto de actividades y
de conductas culturales (en este caso la producción de objetos de barro cocido) con un
assemblage particular y otros rasgos diagnósticos de la cultura material que pueden
usarse para la interpretación de contextos arqueológicos a través de la analogía.
Teniendo en cuenta los conceptos teóricos citados arriba, en las siguientes líneas
presentamos brevemente la metodología de la presente investigación. Desde nuestra
primera visita al pueblo de Huáncito (en el verano de 1990) seleccionamos a los
informantes siguiendo el criterio de disponibilidad a colaborar en la investigación, y
hemos continuado trabajando con ellos hasta el presente. Son varias las familias de
informantes; a continuación se detallan las características de cada una de ellas.

Familia 1. Esta es una familia extensa, compuesta por Isaac Cayetano Lorenzo (de 74
años de edad) y su esposa Amalia Félix Marcelino (67 años). En su unidad doméstica
viven ellos dos, más su nieto adoptivo Pablo (29 años) con su esposa Socorro Espicio
(28 años) y su hijo José Ricardo (6 años). Por otra parte, Elena Felipe Félix (48 años) es
hija de Amalia Félix Marcelino y de David Félix (finado), se casó con Gilberto Espicio
Ambrosio y vive en una unidad doméstica independiente desde hace 30 años, con sus
10 hijos (cinco hombres y cinco mujeres). En otra unidad doméstica, no muy lejos de
las mencionadas arriba, vive Bernaldina Rivera Baltasar (47 años), con su esposo
Alfredo Felipe Félix (hijo de Amalia Félix Marcelino) y sus seis hijos. Tanto
Bernaldina como Alfredo aprendieron con Amalia a pintar las vasijas, al igual que
Elena. Todos los miembros de esta familia extensa se dedican a la elaboración y
decoración de vasijas de barro cocido, los niños menores como “aprendices” dentro de
los talleres domésticos.
94

Familia 2. Esta es una familia nuclear, compuesta por Fidel Lorenzo Santiago (61 años)
y Lafira Bartolo Santos (62 años). En su unidad doméstica viven ellos dos, con sus hijas
María de Jesús, alias “Chaparrita” (39 años) y Marina (41 años). El hijo de Marina
(Magdaleno, de 21 años) no vive con ellos todo el tiempo, pues se dedica a la
agricultura como trabajador asalariado fuera de Huáncito. La unidad doméstica de Fidel
y Lafira se dedica tiempo completo a la elaboración de vasijas de barro, pero los diseños
son mucho más simples y menos diversos que los elaborados en la casa de Isaac y
Amalia, aunque ambas casas están muy cerca una de otra.

Mi investigación etnográfica se ha apoyado en la observación participante,


principalmente dentro de las unidades domésticas mencionadas arriba. También hemos
realizado entrevistas (de formato libre) y aplicando cuestionarios en diferentes partes
del poblado, como se describe posteriormente. Hemos elaborado planos de cada una de
las casas donde viven las familias de informantes, indicando las áreas de actividad
donde se lleva a cabo cada etapa del proceso de elaboración de las vasijas, como
amasado de la arcilla, moldeado y alisado de las vasijas de barro, decoración (ya sea con
colorantes naturales o con pintura vinílica), y finalmente cocción de las piezas en el
horno. El registro de estas actividades durante un periodo de varios años nos ha dado
una visión diacrónica del uso del espacio y un entendimiento de las distintas áreas de
actividad que tienen lugar en la casa, como se discute posteriormente en este capítulo.
Este aspecto de mi investigación es muy relevante, ya que tanto el uso de los espacios
domésticos como sus consecuencias materiales son de vital importancia para la
arqueología. En este sentido, David y Kramer (2001: 65) enfatizan que “distintas
actividades se llevan acabo por personas diferentes, en distintas localidades, y en
distintas épocas del año… y pueden existir variaciones a largo plazo tanto en las
actividades como en la cultura material asociada a ellas”.
Otro aspecto de la investigación que conviene destacar es la formación de un
archivo fotográfico de las actividades, los contextos espaciales donde se llevan a cabo,
la cultura material en contexto sistémico o etnográfico y los distintos estilos decorativos
presentes en la cerámica de cada una de las unidades domésticas. También realizamos
un estudio de la “vida útil” de las vasijas, es decir los procesos de elaboración, uso,
deterioro, quebrado y desecho en Huáncito y otras comunidades de alfareros en
Michoacán (Shott y Williams 2001, 2006).
95

Una reciente contribución a la literatura etnoarqueológica (Williams 2016b) ha


consistido en realizar una “historia de vida” de la familia extensa de Isaac y Amalia y la
familia nuclear de Fidel y Lafira, relacionando los procesos de cambio a lo largo del
tiempo con la evolución de un estilo cerámico (en el nivel del individuo, la unidad
doméstica y la comunidad). Esta idea estuvo inspirada en parte en el estudio clásico de
Alice Marriott (1989) realizado con María Martínez, una alfarera del grupo étnico tewa
de San Ildefonso, Nuevo México, en los años cuarenta del siglo pasado. En la actual
etapa del proyecto además estamos formando un corpus extenso de piezas de cerámica
de Huáncito para observar y registrar los patrones de persistencia, cambio y variación
estilísticos dentro de cada unidad doméstica a través del tiempo (desde inicios de los
noventa hasta la fecha).

Antecedentes geográficos y culturales

En esta sección vamos a describir los aspectos generales de la investigación, tanto el


contexto geográfico y ecológico de la comunidad estudiada como los rasgos culturales
de los artesanos, con énfasis en la cultura material en contexto sistémico. Haremos
hincapié en las continuidades y cambios observados desde mi primera visita a este lugar
(1990) hasta el presente.
El pueblo de Huáncito se encuentra ubicado en la región conocida como “La
Cañada de los Once Pueblos”, que según los datos proporcionados por Robert C. West
(1948: 64) es un pequeño y angosto valle, localizado al norte de la Sierra o Meseta
Tarasca (Figura 14). La Cañada es una unidad geográfica muy característica; se trata de
una depresión angosta que va de oriente a poniente, y es todavía una de las regiones de
cultura tarasca. 3 El piso del valle mide 10 km de largo por dos de ancho, y su altitud
disminuye rápidamente desde los 1 938 m en su punto oriental hasta los 1 780 m en
Chilchota, cerca de su extremo occidental. En la orilla occidental del valle se encuentra
un depósito antiguo de lava, el cual en algún momento interrumpió el drenaje normal.
Depósitos subsecuentes de aluvión—posiblemente de origen lacustre—detrás de la
presa de lava han conformado el piso ancho y plano de la porción occidental del valle.
Actualmente, la corriente que drena al valle fluye a través de un cañón profundo que
atraviesa la porción norte del depósito de lava. Las numerosas corrientes intermitentes

3
Las otras regiones de Michoacán aparte de La Cañada en donde se habla la lengua tarasca o purépecha por parte de la población
nativa son la cuenca del Lago de Pátzcuaro (Kemper 2010), la Meseta Tarasca (Beals 1969) y la región de la ciénega de Zacapu
(Friedrich 1970).
96

que descienden de los cerros adyacentes han construido pequeños abanicos aluviales a
lo largo del valle. Al igual que otras áreas en los márgenes de la Sierra, la Cañada es
favorecida por numerosos y grandes manantiales, que brotan de fisuras en los bordes
oriental y occidental de la depresión. El aluvión y el agua han atraído a los
asentamientos humanos hacia el valle desde tiempos prehistóricos (West 1948).

Figura 14. Mapa de La Cañada de los Once Pueblos, mostrando los pueblos principales en el área
(adaptado de West 1948: Mapa 14).

La Cañada es una región de clima templado (Cwa) (West 1948: mapa 4), donde
la duración de la época de heladas es relativamente corta, en promedio de sesenta días.
Las zonas de vegetación son las siguientes: principalmente el bosque de pino-roble
(aunque una gran parte ha sido talado o eliminado para la agricultura). También está
presente el bosque chaparro y el pastizal y monte bajo. El tipo de suelo más abundante
en la Cañada es la charanda, de color rojizo café, arcilloso (luvisol crómico), producto
de la intemperización de la roca volcánica en temperaturas calurosas de verano y
templadas de invierno. Le sigue en importancia el t’upúri (andosol húmico), el más
productivo de los suelos de humedad en tierras altas. La textura de este suelo es
extremadamente fina, retiene bastante la humedad, y al absorber el agua impide la
erosión laminar. Entre los suelos más fértiles en el área tarasca se encuentran varios
97

tipos de menor distribución, como el aluvión en la Cañada y los depósitos lacustres en


su extremo occidental, que contienen material orgánico en abundancia y los elementos
químicos esenciales, por lo que pueden ser cultivados anualmente sin descanso (West
1948: 9-11; mapa 6).
Son pocas las fuentes de información tempranas con que se cuenta para la región
de la Cañada. La más sobresaliente es la Relación del Partido de Chilchotla [1579], en
la cual se dice que
Este pueblo de Chilchotla era, en otro tiempo, mucha cosa, y ha venido en
disminución por las grandes pestilencias que ha habido. Sus casas están… en
llano sin ninguna piedra: buen suelo. Las casas son de adobe las paredes y la
cobertura de paja muy prima. Tienen casas pequeñas: viven dos y tres casados
en una casa; duermen en el suelo, en unas esteras que ellos usan de cañas… En
tiempos de su gentilidad, declaran estos indios ser sujetos al Cazonci, señor de la
gran ciudad de Pátzcuaro, y a él tributaban y llevaban el tributo a Pátzcuaro…
mantas y camisas y maíz… (Acuña 1987: 101).

La Cañada de los Once Pueblos también se conoce con el nombre de Eraxaman


en purépecha. La cabecera es Chilchota, que en la misma lengua se conocía como
Zirapo en el siglo XVI. Los pueblos asentados en esta área son los siguientes (de oriente
a poniente): Carapan, Tacuro, Ichán, Huáncito, Zopoco, Santo Tomás, Acachuén,
Tanaquillo, Urén y Chilchota. El undécimo es Etúcuaro, aunque está ubicado fuera de la
Cañada, en el extremo oriente del valle de Tangancícuaro (Franco 1997). Estos pueblos
se caracterizan por “la proximidad de unos a otros, como el caso de Tacuro e Ichán, así
como la cercanía entre Urén y Chilchota. Entre Tanaquillo, Acachuén, Santo Tomás,
Zopoco y Huáncito solamente median algunos predios. El río que nace en Carapan y se
desliza por la Cañada fue motivo de enlace desde la antigüedad, porque sus aguas
sirvieron y aún se utilizan para regadío de cultivos que se hacen en el valle…” Sin
embargo, “no todos los pueblos ubicados actualmente en la Cañada nacieron ahí, pues
su asentamiento se debió a la orden que recibieron de las autoridades españolas para
congregarse en el valle de Chilchota [otro nombre para la Cañada], mediante el
Mandato de Congregación de… 1603” (Franco 1997: 25-26).
En la Cañada se han llevado a cabo muy pocas investigaciones arqueológicas; el
trabajo de Gérald Migeon destaca porque tomó en cuenta datos históricos y etnográficos
al igual que arqueológicos, así como tradiciones orales, para descubrir que varios
98

asentamientos (Chilchota, Huáncito y Carapan) todavía están ubicados en el mismo


lugar de 1579, mientras que el resto fueron cambiados por los españoles a principios de
la era colonial (Migeon 1985). La Relación del partido de Chilchota (1579) dice que
Huáncito era un asentamiento de alrededor de 29 familias, un pueblo agradable con
árboles frutales, atravesado por dos canales de agua pura que irrigaban sembrados de
trigo y muchas legumbres de buena calidad. Además se cultivaban duraznos e higos,
gracias a los buenos suelos y temperatura moderada. La gente era toda de la misma
lengua (tarasca) y todos tenían las mismas costumbres (Acuña 1987: 118).
En 1970 Huáncito contaba con una población de 1 350 habitantes, de los cuales
sólo 48.3% estaban clasificados como económicamente activos y cerca del 90% de estos
últimos se dedicaban a la alfarería (según datos del censo de 1970, citados por Jiménez
Castillo 1982: 17). En Huáncito y otros pueblos de la Cañada, muchos campesinos
tienen a la artesanía como la actividad principal, debido a la falta de acceso a las tierras
de cultivo (Jiménez Castillo 1982: 18). A pesar de la alta fertilidad de las tierras
irrigadas por el río Duero, la mayoría de los agricultores campesinos de Huáncito son
pequeños propietarios que no pueden producir comida más allá de sus necesidades de
subsistencia básica (Joaquín 1982: 68-69). Los otros pueblos del área donde también se
practica la alfarería son Santo Tomás, Tacuro, Ichán, Zopoco y Acachuén (Joaquín
1982: 43). 4
Hasta hace unos 70 años Huáncito, al igual que la mayoría de los pueblos de la
Cañada, contaba con un 100% de hablantes de tarasco (según el censo de 1940, citado
por West 1948: mapa 12). Actualmente se sigue hablando esta lengua en todo el pueblo,
aunque la mayoría de los habitantes son bilingües (tarasco-español), y el español poco a
poco se está imponiendo como la lengua dominante. Es bien conocido el hecho de que
el pueblo tarasco es uno de los grupos indígenas de México que más ha conservado los
elementos originales de su cultura, aunque por supuesto modificada por la mezcla y
síntesis que se originó a raíz de la conquista española (Beals 1969). Por otra parte, las
comunidades de alfareros en general son considerados por Foster (1965: 47) como más
conservadoras en cuanto a la “estructura básica de la personalidad” comparándolas con
otros grupos humanos no urbanos, lo cual según el citado autor se debe a la misma
naturaleza del proceso productivo alfarero, que favorece a quienes se adhieren
estrictamente a las costumbres conocidas y probadas para “evitar la catástrofe
económica”. La manufactura de cerámica es un asunto difícil, y existen cientos de
4
En Chilchota hay una industria ladrillera importante, pero parece tratarse de un desarrollo reciente (Ramírez 1986: 139).
99

puntos en los que una pequeña variación en materiales o procedimientos puede afectar
negativamente el resultado. Esto genera un conservadurismo básico, una precaución en
contra de todas las cosas nuevas, que según Foster se extiende a la manera de ver la vida
(Foster 1965: 49-50).
La producción alfarera en Huáncito se ve afectada por los patrones climáticos,
especialmente por la humedad en la época de lluvias, al igual que la mayoría de las
comunidades alfareras de México y de otros lugares dentro de los trópicos (Arnold
1985: 61-66). En primer lugar, las fuentes de materia prima –por ejemplo, barro y leña--
pueden resultar inaccesibles durante el clima lluvioso, y la extracción del barro puede
ser riesgosa, al derrumbarse las paredes de los pozos de extracción. En segundo lugar, la
lluvia puede impedir que la arcilla se seque completamente, afectando la calidad de la
pasta. Finalmente, el clima frío o húmedo frecuentemente incrementa el tiempo
necesario para completar una vasija, en particular el tiempo que se requiere para secarla,
a tal grado que la elaboración de este tipo de objetos puede ser impráctica e
improductiva (Arnold 1985: 61-66).
Sin embargo, a diferencia de los casos discutidos anteriormente donde la
alfarería está en conflicto con las actividades agrícolas, en Huáncito la agricultura es de
menor importancia en comparación con la alfarería, por lo que nunca se deja por
completo de fabricar objetos de barro, aunque las actividades artesanales disminuyen
relativamente durante la época de lluvias. Los meses de mayor humedad registrada en la
zona son de junio a septiembre (Figura 15). Sólo unos cuantos alfareros pueden
comprar suficiente barro y leña como para almacenarlos y continuar con la producción
durante la estación de lluvias casi a la misma escala que en las secas. Además, algunos
hornos se encuentran protegidos con un techo, para aminorar los efectos de la lluvia
(Figura 16).

Huáncito, comunidad de alfareros


En esta sección vamos a discutir los aspectos fundamentales de la producción de
alfarería en Huáncito que observamos en la primera etapa del trabajo de campo (iniciada
en 1990 y concluida en 1997), mencionando además los cambios que pueden apreciarse
en la actualidad (de 2012 al presente). Esta perspectiva diacrónica es relevante para
entender los procesos sociales y sus manifestaciones en la cultura material, es decir la
manera en que el contexto etnográfico o sistémico y el contexto arqueológico están
interrelacionados.
100

Figura 15. Gráfica que muestra la precipitación y temperatura promedio en el área de La Cañada. Los
meses de más lluvia aquí son de junio a septiembre; las mayores temperaturas ocurren en abril y mayo
(adaptado de Correa Pérez 1974: 292).

Figura 16. Algunos hornos en Huáncito están cubiertos por un techo para protegerlos de la lluvia (1990).
Figura 17. Uno de los aspectos más cruciales del proceso cerámico es la obtención de la arcilla de los
depósitos naturales (1990).

Organización del trabajo alfarero


La producción alfarera en Huáncito sigue siendo una ocupación desarrollada
fundamentalmente a nivel doméstico, con la familia como unidad de producción básica.
Este tipo de organización familiar para la producción artesanal es característico de las
sociedades campesinas, y ha sido señalado con anterioridad para la cultura tarasca por
Ralph Beals, quien sostiene que “en casi todas las actividades la familia nuclear es la
unidad de producción común. En algunos casos la unidad es la familia extensa; en otros,
101

como las empresas de comercio a larga distancia o la explotación forestal, dos o más
hombres pueden formar una asociación informal o incluso una sociedad…” En la región
tarasca Beals observó que “la unidad de parentesco básica es la familia nuclear, a la que
ocasionalmente se le añaden hermanos o hermanas solteros o una persona mayor, pobre
y dependiente… Las familias extensas ocasionales son aquellas en las que los padres
viven con uno o más hijos en una misma unidad habitacional y realizan todas las
actividades conjuntamente” (Beals 1969: 766).
De acuerdo con Kenneth Hirth (2013a), la unidad doméstica fue la “columna
vertebral” de todos los sistemas económicos de la antigüedad, como lo sigue siendo en
la actualidad. La mayor parte de la comida, combustible y otros recursos eran
producidos en los hogares, y su importancia era tal que sin ellos la sociedad
simplemente no lograría sobrevivir. Las unidades domésticas no eran autosuficientes,
como se ha visto a través de estudios etnográficos en México y muchos otros lugares del
mundo. El intercambio entre varias familias y otros grupos dentro de un asentamiento
era indispensable para contrarrestar las carencias que inevitablemente ocurrían.
Además, la diversidad de paisajes ecológicos aseguraba la subsistencia por medio del
intercambio entre grupos que vivían en zonas ambientales distintas. Finalmente, la
especialización económica por edad, grupo y género podía aumentar la diversidad y
eficiencia de la producción (Hirth 2013a: 125).
Algunas familias productoras de alfarería en Huáncito son del tipo nuclear,
compuestas solamente por el padre, la madre y los hijos, mientras que otras son
extensas, incluyendo hasta tres generaciones, e incorporando, por ejemplo, al esposo de
una hija casada y a los hijos de éstos, así como al jefe de familia, a su esposa e hijos, y a
uno o dos de los padres de éste.
Las distintas actividades relacionadas con la producción alfarera pueden
realizarse indistintamente en varias partes de la casa, aunque se cuenta con una especie
de “mesa” donde se amasa la arcilla y se coloca en los moldes, y en ocasiones también
se aplica la pintura a las vasijas en ese sitio. El horno de alfarero es una estructura fija,
es el elemento de mayor visibilidad arqueológica dentro de los espacios de producción
observados por el autor en Huáncito y en otras comunidades de artesanos (ver la
discusión en la siguiente sección de este capítulo).
102

Figura 17. Uno de los aspectos más cruciales del proceso cerámico es la obtención de la arcilla de los
depósitos naturales (1990).

Figura 18. Los alfareros solían ir a los cerros cerca de Huáncito para obtener leña para sus hornos.
Actualmente la mayoría compra la leña a personas que la traen al pueblo en sus trocas, que han
reemplazado a los burros y caballos usados en el pasado (casa de Fidel Lorenzo, 1990).

El trabajo relacionado con la producción alfarera está organizado de tal modo


que cada miembro de la familia tiene una función o funciones determinadas, aunque en
ocasiones estas divisiones no son muy estrictas, y un integrante del grupo familiar
puede auxiliar a otro en la realización de determinada labor. Por ejemplo, la esposa es
quien realiza el moldeado, secado y pulido de las vasijas, mientras que la decoración de
las mismas puede ser elaborada indistintamente por el hombre o por la mujer. Los
aspectos más arduos o pesados de la producción, por ejemplo la extracción de la arcilla
(Figura 17), la obtención de la leña (Figura 18) y la quema de la loza en el horno
(Figura 19) generalmente son responsabilidad del hombre de la casa, con ayuda de la
esposa y de los hijos menores. Hoy en día en muchas familias los hijos menores van a la
103

escuela, por lo que solamente pueden ayudar en las labores de la alfarería en su tiempo
libre.
Lo que presento a continuación es una descripción detallada de cada paso
relacionado con la producción en Huáncito; el orden de la presentación sigue más o
menos la secuencia en que debe realizarse cada etapa de la cadena operativa para tener
éxito en esta industria y ganarse la vida con base en la elaboración y distribución de
enseres de barro cocido.

(a)

(b)

Figura 19. La quema en el horno es un trabajo difícil que requiere de mucho cuidado y de conocimientos.
Es llevado a cabo por hombres, aunque a veces las mujeres y los niños pueden ayudar (a: casa de Fidel
Lorenzo, 2014; b: casa de Elena Felipe, 2014).

Extracción de la arcilla. En las afueras de Huáncito existen varios depósitos de arcilla,


cerca del cauce de un arroyo que corre en tiempo de aguas. En una de las zonas de
extracción, se observan varios pozos en un área de aproximadamente 250 m² de los que
sacan el barro utilizando pico y pala y una carretilla para transportarlo. Algunos de estos
104

pozos son bastante profundos, alcanzando hasta más de tres metros de profundidad
(Figura 20). Después de extraer el barro se pone a secar, extendiéndolo sobre una
superficie plana cerca de los pozos (Figura 21), en donde permanece por espacio de un
día aproximadamente, dependiendo de la humedad del ambiente.

Figura 20. La arcilla se extrae de pozos que excavan los artesanos con pico y pala, algunos pueden
alcanzar hasta tres metros de profundidad (1990).

Figura 21. Una vez sacada la arcilla del pozo, se esparce sobre una superficie plana para secarla, en donde
permanece por un día o más, dependiendo de la humedad en el ambiente (1990).
105

Los alfareros de Huáncito emplean dos tipos de barro, que han clasificado como
“corriente” y “fino”. El primero se obtiene de algunas vetas localizadas al norte del
pueblo, dentro de las tierras comunales, y tienen acceso a él todos los que quieran
usarlo. Por otra parte, el barro “fino” se localiza en vetas dentro de terrenos que
pertenecen a individuos, y hay que pagar por su utilización (Jiménez Castillo 1982: 22).
Se utilizan aproximadamente ocho costales de arcilla (de 50 kg cada uno) para cada
horneada de vasijas. A veces el alfarero saca su propia tierra, y tiene que pagar por
molerla en uno de los molinos que existen en la comunidad (Figura 22). Por otra parte,
durante mi investigación original (alrededor de 1992) observé que algunos alfareros
seguían utilizando una piedra grande para moler la arcilla, como lo hacían en Huáncito
antiguamente, aunque esto representa más trabajo (Figura 23).

Figura 22. Una vez que el alfarero saca la arcilla, tiene que pagar para que la muelan en uno de los
molinos que hay en la comunidad (1990).

Figura 23. Los artesanos solían utilizar piedras grandes para pulverizar la arcilla hasta hace unos años.
Estas piedras quedarían como marcadores arqueológicos de esta actividad (1990).
106

Moldeado de las vasijas. Los métodos empleados en la elaboración de vasijas en


Michoacán ya han sido descritos extensamente (Foster 1948, 1955, 1967), pero
conviene hacer una breve descripción de los métodos y procesos de manufactura
utilizados actualmente en Huáncito, así como los cambios observados en los últimos
años, y la persistencia a través del tiempo.
La técnica más común para dar forma a las vasijas es la del molde cóncavo
compuesto por dos mitades verticales (Figura 24), que tiene una difusión geográfica
limitada al norte-centro de Michoacán y a una pequeña porción en la parte occidental
del Estado de México (Foster 1967: 115). Esta técnica se emplea principalmente para la
elaboración de cántaros, y consiste en hacer una “tortilla” de barro, misma que se parte
en dos mitades que se colocan en cada uno de los moldes, se alisan hasta que tomen la
forma del molde (Figura 25), después se unen, se alisa el barro por la parte interior de
la vasija, se “empareja” la boca de la vasija, y después de un breve tiempo para que
seque, se quitan los moldes. Una vez fuera del molde, se elimina la huella exterior de la
juntura de ambas mitades, hasta que queda casi invisible. Posteriormente se pueden
añadir a la vasija agarraderas, decoraciones, vidriados, etcétera. Esta técnica representa
un ahorro de tiempo considerable comparada con la fabricación de vasijas sin molde,
haciendo manualmente el formado de la vasija, como se hace actualmente por ejemplo
en Veracruz (Krotser 1980).

Figura 24. La técnica más común para dar forma a las vasijas en Huáncito y otros pueblos de Michoacán
y áreas vecinas utiliza el molde de mitades verticales (1990).
107

Figura 25. La técnica del molde de mitades verticales consiste en hacer una “tortilla” de barro, cortarla a
la mitad e introducirla en los moldes. El siguiente paso es alisar el barro con una tela hasta que tenga la
forma del molde (1990).

Dean Arnold (1999: 61) asegura que “la adopción de una tecnología de
moldeado tiene implicaciones importantes para la organización de la artesanía y ejerce
una relación de retroalimentación con las variables organizativas como la ‘escala’ y la
cantidad de espacio dedicada a la producción”. Esto lo hemos observado en Huáncito,
en donde un alfarero utilizando el molde de mitades verticales puede hacer hasta una
docena o más de cántaros en un solo día.
Quemado de las vasijas. Ya mencionamos que algunos autores, entre ellos Foster
(1955) pensaban que el horno que se utiliza en Michoacán (y en otras partes de México)
es de origen mediterráneo, que fue introducido a México por los españoles, y que había
sufrido pocas modificaciones desde el siglo XVI, pero ahora sabemos que esto no
siempre fue así. De hecho, la tecnología de cocción estaba muy avanzada en
Mesoamérica prehispánica, como discutimos posteriormente. Prácticamente cada casa
en el pueblo de Huáncito tiene su horno (en ocasiones dos o más) aunque a veces puede
utilizarse el de algún pariente cercano, como la madre o la suegra. El horno de alfarero
de Huáncito es igual al descrito para otros lugares de Michoacán y de México (ver, por
ejemplo, Foster 1948); su diseño es sencillo, consistiendo en una barda circular de
adobe de aproximadamente 1.5 m de diámetro y 1.60-1.80 m de alto. La caja de fuego o
fogón es subterránea, y para llegar a ella existe una excavación fuera del horno (Figura
26). Esta última está separada de la cámara de quemado por una reja hecha de piedra, de
ladrillo, o bien de vasijas o tiestos colocados aproximadamente a la altura del suelo.
108

Esta reja descansa, en la mayoría de los casos, sobre un poste central de piedra llamado
“macho” (Foster 1955: 10).

Figura 26. El horno de alfarero usado en Huáncito y en otras partes de México tiene un diseño sencillo:
un muro circular de adobe de ca. 1.5 m de diámetro y 1.60-1.80 m de alto. El fogón está bajo la tierra, ahí
es donde los alfareros ponen la leña para quemar la loza (adaptado de Rice 1987: Figura 5:22).

A un horno en Huáncito le caben seis docenas de cántaros medianos, los que


tardan en quemarse diez horas aproximadamente, y requieren de una o dos cargas de
leña, de preferencia de pino. Anteriormente la leña la compraban a gente que la traía de
Zopoco o de Tanaco, pueblos de la Cañada (ver el mapa de la Figura 14), pues como
señalamos en el estudio original en Huáncito el bosque ya está muy retirado del pueblo
a causa de la deforestación (Williams 1994a). Hasta hace unas décadas la leña era
transportada a lomo de burro o de caballo, actualmente la traen de varios pueblos de la
Cañada en vehículos de motor. El consumo de este tipo de combustible es considerable,
sobre todo porque aparte de los hornos de alfarero, también las cocinas dependen de
leña para preparar los alimentos.
Dos cargas de leña (cada una de aproximadamente 55-65 kg) son suficientes
para quemar una horneada de vasijas en tiempos de secas, mientras que en la estación de
lluvias se necesitan tres cargas, porque la leña está húmeda y su combustión es más
lenta y menos eficiente. Anteriormente era el mismo alfarero el que traía su propia leña
del cerro; salía entre las cuatro y cinco de la mañana y regresaba al medio día,
utilizando un caballo, burro o mula para cargarla. Generalmente se usa leña de pino
cuando se va a quemar con greda –sustancia utilizada para dar el vidriado a las piezas de
barro—y de madroño o encino cuando el producto no tiene greda. Para obtener el
vidriado, es necesario quemar dos veces las piezas de barro: en la primera se cuecen las
109

vasijas, y en la segunda se funde la greda. Uno de los aspectos más críticos e inciertos
de la quema de loza en el horno es cuántas piezas se van a perder y cuántas se van a
lograr, varias de estas últimas probablemente con algún defecto (manchas de fuego,
grietas, deformación, entre otros) que reducirá su precio de venta. Cualquier variación
mínima en la temperatura del horno, en la humedad de las vasijas al ser colocadas en él,
o en el tipo de leña empleado, puede ocasionar que se revienten o que salgan manchadas
varias de las piezas. Solamente un alfarero experimentado puede lograr una horneada en
la que todas las piezas salgan intactas. De hecho, este grado de pericia se enfatiza en
uno de los primeros relatos sobre los alfareros mesoamericanos y su artesanía, escrito en
el siglo XVI por fray Bernardino de Sahagún, a quien sus informantes aztecas le dijeron
que el alfarero era fuerte, activo, con energía. El buen alfarero(a) era una persona hábil
con la arcilla, considerada y deliberada, tenía conocimiento, era un artista, con manos
hábiles (Sahagún 1961).
Desgraciadamente es relativamente escasa la información que poseemos sobre
los hornos de alfarero de la época prehispánica. Entre los primeros hallazgos tenemos
una estructura de combustión cerca del Río Ulúa en la costa norte de Honduras,
excavada en los años cuarenta del siglo XX (Stone y Turnbull 1941). Sabemos que los
hornos usados por los ceramistas antiguos eran estructuras complejas, indicando la
existencia de una sofisticada tecnología de cocción en tiempos antiguos. Los ejemplos
mejor conocidos de hornos prehispánicos han sido encontrados en Tlaxcala (Abascal
1973); Lambytieco, Oaxaca (Swezey 1973), Monte Albán, Oaxaca (Winter y Payne
1976), y Peñitas, Nayarit (Bordaz 1964). El procedimiento de quemado que actualmente
se utiliza en algunas zonas indígenas, por ejemplo entre los mayas de Chiapas, consiste
en una simple hoguera sobre la que se colocan las vasijas, cubriéndolas con leña (Deal
1988: Figura 7). Por otra parte, en la zona de Tenochtitlán, Veracruz, hasta la década de
1970 todavía se empleaba un tipo de horno primitivo, pero no es seguro que sea de
origen prehispánico (Kroster 1980: Figuras 103-104). En Zipiajo, una comunidad
tarasca en la cuenca de Zacapu, Michoacán, las ollas y comales siguen quemándose a
cielo abierto, sin hacer uso del horno (Williams 1994c). Otra comunidad indígena donde
se queman las vasijas sin horno utilizando hogueras es Cocucho, en la Meseta Tarasca
(Moctezuma 2001); ambos casos se discuten en detalle más adelante.
De acuerdo con Christopher Pool (2000), las ventajas que frecuentemente se
mencionan para la cocción de recipientes de barro en hornos comparada con la quema a
cielo abierto incluyen la protección de la carga del horno del viento y la lluvia, la
110

capacidad de lograr mayores temperaturas de combustión, una mejor eficiencia del


gasto de combustible, y finalmente mayor control sobre el incremento de la temperatura
de cocción.
Como ya señalamos, para quemar los hornos de Huáncito se requieren grandes
cantidades de combustible (ver el cuadro 2). Algunos alfareros locales me han dicho
que están preocupados por las implicaciones económicas (y ecológicas) de la utilización
de leña procedente de sus bosques, pero no ven alguna alternativa ya que en su opinión
el gas es demasiado caro. En cuanto a la preparación de alimentos, mucha gente en
Huáncito piensa que el sabor de la comida es desagradable cuando usan gas en lugar de
leña en la cocina.

CUADRO 2. CONSUMO DE COMBUSTIBLE EN LAS UNIDADES DOMÉSTICAS


ALFARERAS DE HUÁNCITO (2014).*
Jefe de Cantida Frecuencia Cantidad de leña Observaciones
familia d de de uso del usada en la cocina**
leña horno
usada
en el
horno
**
Fidel 3 cg Una vez a -
Lorenzo (época la semana o
de cada dos
secas) semanas
4 cg
(época
de
lluvias)
Leonardo 2.5 cg Cada dos -
Hernandez semanas
Secundino
Eduardo 9 cg 3 veces por 1 cg por semana Se usan gas y leña
Pascual semana para cocinar
111

Diego
José 8 cg Cada dos 1.5 cg por semana Se usan gas y leña
Sabino semanas para cocinar (pero
Pérez se prefiere la leña)
Ambrosio
Victoriano 8 cg Cada dos 2.5 cg por semana
Magaña semanas
Felipe
Elvia 3 cg Cada dos 1 cg cada 2-3 días
Cayetano (secas) semanas
Moreno 4 cg
(lluvias
)
Gildardo 4 cg Cada dos 3 cg por semana
Magaña semanas
Morales
Rosalino 4 cg 3 veces al 1.5 cg por semana
Cipriano mes
Espicio
Javier ? Cada dos -
Cayetano semanas
Inés
Gabriel 3 cg 3 veces al 1 cg por semana La casa tiene gas,
Silverio (horno mes (horno pero casi no se usa
Alejo chico); chico); una para cocinar, se
6 cg al mes prefiere la leña.
(horno (horno Tienen dos hornos,
grande) grande) chico y grande
Gregorio 4 cg Cada dos 1 cg por semana La casa tiene gas,
Antonio (horno semanas pero prefieren la
Cruz chico); leña para cocinar.
5 cg En época de lluvias
(horno usan 1 cg extra por
112

grande) quema. Tienen dos


hornos, chico y
grande
Juan 3cg Cada 2 cg por semana Esta casa tiene dos
Baltazar (horno semana hornos, chico y
Cipriano chico); (ambos grande
5 cg hornos)
(horno
grande)
Mario 5 cg Cada dos 1 cg por semana Esta casa usa gas
Diego semanas para el calentador de
Saucedo agua, y a veces para
cocinar. El principal
combustible para la
cocina es la leña
Luis 10 cg Cada 2 cg por semana Se usa gas para
Baltazar semana o calentar la regadera
Molina cada dos y leña para cocinar
semanas
Raúl 6 cg Cada 2 cg cada 15 o 22 días Se usa gas para
Lorenzo semana calentar la regadera
Espicio y leña para cocinar
Francisco 3 cg Cada 3 cg cada 2 semanas
Lorenzo semana
Santiago
Sergio 5 cg Cada dos 1 cg cada 3 días Se usa gas para
Saucedo semanas calentar la regadera
Uribe y leña para cocinar
Esperanza 4 cg Cada ½ cg por día Se usa gas para
Santiago semana calentar la regadera
Ramos y leña para cocinar
Jesús 8 cg Cada dos 1.5 cg por semana
Santos semanas
113

Fidel 9 cg ? ¼ cg por día


Santos
Sebastián 6 cg ? 2 cg por semana Esta casa tiene dos
Joaquín hornos de tamaño
Cayetano mediano
Adolfo 4 cg Cada 2 o 3 2-3 cg por semana
Espicio semanas
Magaña (lluvias),
cada
semana o
cada dos
semanas
(secas)
Gildardo 6 cg ? 3 cg por semana
Lucas
* Este cuadro está basado en un censo que levanté en varias unidades domésticas de Huáncito en 2014. Alrededor de 50% de los
informantes respondieron al cuestionario.
**En cargas (cg) de ca. 55 o 65 kg cada una.

Como hemos visto, para trabajar con los hornos de Huáncito se requieren
grandes cantidades de leña, hecho que puede exacerbar el problema de la deforestación
en la región. Actualmente cada vez hay más preocupación en el mundo acerca de la
disponibilidad de combustible para realizar diversas actividades domésticas e
industriales. Muchos centros urbanos y comunidades rurales, sobre todo en los países en
vías de desarrollo, están enfrentando el problema de la creciente deforestación, a causa
del aumento en la demanda de leña para cocinar (Figura 27 a y b), al igual que para la
calefacción, la construcción, la producción de artesanías (objetos de madera y de barro
cocido) y otras actividades (Sheehy 1988). Michoacán, igual que el resto de México,
padece de esta situación y de muchos otros problemas ecológicos. Estos factores
seguramente también existieron en el mundo precolombino, de hecho según James
Sheehy “la presión sobre los recursos de combustible pudo haber aumentado
considerablemente en las condiciones prehispánicas, donde la tecnología de transporte
se limitaba a cargadores con mecapal… y los recursos alternativos de energía eran muy
limitados” (Sheehy 1988: 203).
114

(a)

(b)
Figura 27. Calentando las tortillas en casa de Isaac Cayetano (a, 2005) y en la casa de Fidel Lorenzo (b,
2014). Esta actividad requiere de una gran cantidad de leña usada como combustible.

Actualmente en el área de estudio en la Cañada de los Once Pueblos podemos


apreciar una severa deforestación. Aparte de las enormes cantidades de leña usada en
los hornos de alfarero, las cocinas de prácticamente la totalidad de las casas utilizan leña
como única (o principal) fuente de energía. Las preguntas que estamos planteando sobre
este tema son las siguientes:
1. ¿Cuántas unidades productoras de alfarería hay actualmente en el pueblo?
2. ¿Cuántos hornos tiene cada unidad productora?
3. ¿Con qué frecuencia se realizan quemas en cada unidad productora?
4. ¿Cuánta leña se consume en cada quema?
5. ¿Qué otros usos hay para la leña? (por ejemplo cocinar)
115

6. ¿Aproximadamente cuánta leña se consume en el pueblo durante un periodo


determinado?
En este momento es difícil calcular el consumo de leña en el presente y
mucho menos se puede hacer una proyección hacia el pasado prehispánico, pero los
datos indicados arriba nos darán un primer paso para sugerir una cifra tentativa, algo
parecido a lo que logró hacer Sheehy (1992) en Teotihuacan.

Decoración de las vasijas. En Huáncito y en otros centros artesanales de Michoacán se


utiliza la charanda para pintar de un tono rojizo característico la loza; este colorante lo
compran los alfareros por litro a gente de Tarecuato. Nada más en ese lugar se encuentra
este tipo de tierra, y para extraerla se requiere el permiso del representante de bienes de
la comunidad. Esta tierra roja se disuelve con agua en una batea de madera, y luego se
pone sobre la vasija con una brocha (Figura 28), para después pulirla con un trapo
(Figura 29), antes de cocerla en el horno. También se usa un colorante negro que se
obtiene de piedritas de hormiguero, que provienen de Zirahuén, un lago en el centro-
oeste de Michoacán. Sin embargo, ya casi nadie pinta las vasijas de barro utilizando
colores naturales, pues son demasiado caros, y solamente se usan cuando hay algún
pedido especial de algún cliente. Ahora casi la totalidad de los artesanos en Huáncito
emplea esmaltes industriales, los cuales tienen dos ventajas principales: son más
económicos que los colores naturales, y se aplican después de cocer las vasijas, por lo
que no se pierde tiempo decorando aquellas piezas que se romperán accidentalmente en
el horno (Figura 30).

Figura 28. La charanda es una tierra de color café-rojizo usada como engobe en Huáncito y en muchos
otros pueblos tarascos en Michoacán (casa de Isaac Cayetano 2014).
116

Figura 29. La vasija se cubre con charanda y luego se pule con una tela hasta producir una superficie
brillante (casa de Fidel Lorenzo 2014).

Figura 30. En la actualidad la mayoría de los artesanos de Huáncito utilizan pinturas industriales, que han
reemplazado en gran medida a los colorantes naturales (casa de Fidel Lorenzo 2014).

Los motivos decorativos son casi siempre naturalistas: flores, pájaros, liebres, y
otros animales (Figura 31) (véase Williams 2016 b para una discusión de la decoración
de vasijas en Huáncito). Aunque existe una cierta uniformidad en toda la loza producida
en el pueblo, cada artesano tiene un estilo personal, y el mismo diseño se realiza de
manera muy distinta en cada taller doméstico.
Una de las familias con quienes trabajamos en la primera etapa del proyecto
(1990-1997), y que visitamos de nuevo en la más reciente temporada de trabajo de
campo (2012-2016), es la de Isaac y Amalia Lorenzo. Desde que empecé el trabajo de
campo en este hogar se han dado cambios importantes en esta familia, que se reflejan en
el estilo decorativo de las vasijas, tanto la forma de la pieza como el contenido de los
117

diseños. Tanto Elena (la hija de Amalia) como Pablo (nieto adoptivo de Isaac y Amalia)
se han casado; la primera ha construido su propia unidad doméstica en donde vive con
su esposo y sus hijos, y Pablo vive con su esposa e hijo en un cuarto dentro de la casa de
Isaac y Amalia. Con el paso del tiempo he visto que los hijos e hijas de Elena y el hijo
de Pablo se han incorporado al trabajo alfarero. Esta situación nos ha permitido observar
la manera en que se está transmitiendo un estilo cerámico de generación en generación y
cómo ha evolucionado, tanto las formas de las vasijas como los motivos decorativos y
las técnicas de manufactura (ver la discusión en Williams 2016b).

(a) (b)

(c) (d)

(e) (f)
118

(g)
Figura 31. Los motivos decorativos pintados por los artesanos de Huáncito usualmente son naturalistas,
incluyendo flores (a), pájaros (b), conejos (c), y otros animales, como ardillas (d) y reptiles (e), sin faltar
los peces (f) y los insectos (g).

Procesos de cambio y persistencia en una tradición cerámica


Una de las innovaciones que he observado en la casa de Elena se trata de una técnica de
decoración que nunca había visto antes. Consiste en sacar la vasija recién cocida del
horno y meterla en una tina de metal llena de aserrín y tierra de color negro. Al sacarla
de la tina la pieza muestra una coloración muy especial, que la hace diferente a las
piezas típicas de Huáncito, como se discute en otro lugar (Williams 2016b). Cito este
ejemplo porque alude a uno de los objetivos del presente estudio: determinar de qué
manera se transmiten las innovaciones a través de una comunidad de alfareros. De
acuerdo con Dean Arnold (1989: 174), “la relación entre el estilo y la sociedad
constituye uno de los temas más… importantes de la investigación arqueológica. Los
arqueólogos han propuesto varios modelos que relacionan el estilo con el
comportamiento social… Uno de [ellos]… está basado en el parentesco, en el cual los
patrones de descendencia y de residencia dan cuenta de la transmisión del estilo de una
generación a otra”.
Arnold ha sometido a prueba la hipótesis mencionada en el párrafo anterior;
según este autor este modelo es válido en una sociedad campesina moderna como la que
él estudió en Ticul, Yucatán, en la cual la producción de alfarería está orientada casi
exclusivamente al comercio exterior, como es el caso de Huáncito. Según el estudio de
Arnold en Ticul, la mayoría de los alfareros aprendieron la artesanía en la unidad
doméstica donde viven, y su padre vive en la misma donde ellos residen. Según este
autor, “un modelo patrilineal-patrilocal da cuenta de los patrones de aprendizaje de los
alfareros de Ticul…” (Arnold 1989: 179).
119

Arnold sostiene que en las sociedades tradicionales “la elaboración de alfarería


se aprende a través de la imitación y la práctica, más que por la enseñanza directa. El
aprendizaje de la artesanía implica aprender una serie de patrones de hábitos motores
complejos para la fabricación, combinados con el conocimiento cognitivo de las
materias primas (como arcillas, aditivos no plásticos y combustibles) y conocimiento de
procesos como la fabricación y la cocción…” Arnold descubrió que “el más efectivo y
eficiente aprendizaje de elaboración de alfarería tiene lugar durante la infancia… porque
el niño(a) está expuesto a la artesanía durante un periodo de varios años antes de la edad
adulta. Aprender la artesanía en la infancia también es eficiente porque el aprendizaje
no compite con las actividades de subsistencia, como sucede cuando los adultos
aprenden la alfarería.” Arnold termina diciendo que “el aprendizaje de la elaboración de
alfarería tradicional se logra de mejor manera en la unidad doméstica durante la
infancia, pues ahí las destrezas y conocimientos pueden practicarse y reforzarse todos
los días…” (Arnold 1989: 180).
El estudio de Arnold muestra que “un modelo basado en el parentesco es válido
para relacionar los patrones de aprendizaje y de residencia en una población de
alfareros. Esta conclusión tiene implicaciones importantes para la identificación de
grupos sociales en el registro arqueológico” (Arnold 1989: 179). De hecho yo seguí la
estrategia de Arnold en un estudio reciente (Williams 2016b) y encontré que el estilo de
elaboración de cerámica en Huáncito (especialmente la decoración de las vasijas) se
transmite a través de las redes de parentesco y se ve afectado por los patrones de
residencia, como proponen Arnold (1989) y otros, incluyendo a Margaret Hardin
(1970). Desde una perspectiva arqueológica esto es relevante porque las relaciones de
esta naturaleza son visibles en los restos materiales antiguos.
Después de muchos años de trabajo de campo en Huáncito y de interacción con
los artesanos, me es posible sugerir que los estilos decorativos son celosamente
guardados por cada familia, a la vez que se trasmiten de una generación a otra dentro de
la familia extensa. Los diseños muchas veces contienen la representación de elementos
de la naturaleza (flora y fauna), que pueden estar relacionados con la cosmovisión
indígena (ver la discusión en Williams 2016c).
Comercialización. Como menciono en el reporte original (Williams 1994a: 336), los
artesanos de Huáncito venden su loza directamente en el pueblo, a gente que llega de
varias ciudades de la región (Apatzingán, Morelia, Zamora, Guadalajara). Sus clientes
también incluyen comerciantes e individuos que han realizado pedidos de platos,
120

ceniceros y vasijas, entre otros. Parte de la producción se vende a los acaparadores


llamados “coyotes”, que pueden tener tiendas en el pueblo o sobre la carretera que pasa
cerca de Huáncito (Figura 32). Hay otros intermediarios que se llaman “rescatones”,
que compran la loza para llevarla a lugares cercanos o más alejados, como Lázaro
Cárdenas (ciudad michoacana en la costa del Pacífico), Mazatlán y Baja California. Los
artesanos siempre están en deuda con los intermediarios, porque ellos sólo pagan parte
de la producción por adelantado, y así se genera una relación de dependencia
económica. Cuando una carga de vasijas se saca del horno los intermediarios juzgan la
calidad; si no tienen defectos se consideran “de primera” y los compran al precio más
alto. Pero en caso de que las piezas tengan algún desperfecto (manchas de humo,
grietas, etcétera) son calificadas como “de segunda” y el precio es más bajo. Cuando las
vasijas están quebradas o son inútiles por alguna otra razón pueden destinarse a la
manufactura de piñatas. Finalmente, una vasija que no se puede aprovechar de ninguna
manera puede tirarse a la basura, aunque en algunos talleres domésticos pueden verse
ollas que se han reciclado 5 como macetas una vez que su vida útil ha concluido (Figura
33).

(a)

5
El reciclado involucra la modificación y uso de un artefacto para un fin distinto del que fue intencionado originalmente. Un
ejemplo es el uso de tiestos quebrados de forma circular que se perforaron para servir como malacates o como tapas para vasijas,
como los casos reportados en El Cerén, sitio maya de El Salvador (McKee 1999:37).
121

(b)

Figura 32. Los artesanos a veces venden sus productos a intermediarios, quienes pueden tener tiendas en
el pueblo o en la carretera cerca de Huáncito (a, 2014; b, 1990).

Figura 33. En algunas casas podemos observar vasijas que ya no son funcionales y que se reciclan como
macetas una vez que su vida útil ha terminado (1990).

Algunos alfareros llevan sus propias mercancías a vender a algunos lugares de


los mencionados arriba. Pueden viajar a Apatzingán, por ejemplo, para de ahí dirigirse a
pueblos cercanos donde venden sus objetos en los mercados. Usualmente estos
artesanos-comerciantes llevan sus vasijas en bultos hechos de sacos acolchonados con
ramas y pasto para protegerlos (Figura 34). Es común verlos en la carretera (en La
Cañada o cerca de Zamora, en La Piedad y otros lugares) esperando que los levante uno
122

de los “trailers” o “trocas” que pasan por la carretera. Yo he visto comerciantes tarascos
que venden sus mercancías en lugares tan alejados como San Luis Potosí.

Implicaciones para la arqueología


Una industria tradicional como la que hemos estado discutiendo aquí no debe verse
como un recuerdo estático del “pasado remoto”. Para Michael Schiffer, el núcleo
irreducible de la arqueología es el esfuerzo de identificar y explicar las relaciones entre
el comportamiento humano y la cultura material en todo momento y todo lugar. Los
principios detrás de la cultura material en un contexto dinámico se conocen como
“correlatos” y se descubren por medio de la etnoarqueología y la etnografía comparativa
(Schiffer 1988: 469). Pero la etnoarqueología no se ocupa exclusivamente de las
relaciones entre las actividades realizadas en el presente y sus consecuencias materiales
o arqueológicas; también se interesa en el registro de cambios culturales y de
persistencia cultural, lo cual es indispensable para entender los aspectos sociales,
históricos y también artísticos del quehacer de los alfareros y sus productos en muchas
partes de Mesoamérica y de otras áreas el mundo.

Figura 34. Muchos alfareros suelen envolver sus vasijas en bultos hechos con costales acolchados con
ramas y pasto para protegerlos cuando los llevan fuera de Huáncito (1990).
123

Louana Lackey (1982) se interesó en los cambios y las persistencias en su


estudio de la alfarería de Acatlán, Puebla. Lackey reporta que las lozas para uso
doméstico que se vendían en el mercado los domingos (en la década de 1970) “reflejan
una tradición cerámica de cientos de años… por ejemplo, algunos molcajetes del
Postclásico tardío… son casi idénticos a los que todavía se venden… solamente la
forma de los soportes ha cambiado…” (Lackey 1982: 25). Foster realizó un estudio
sobre las implicaciones arqueológicas de la industria moderna tradicional de Acatlán;
entre sus descubrimientos destaca el hecho de que existía un elemento usado por los
alfareros acatlecos llamado “parador”, una especie de soporte movible similar al
conocido entre los mayas, que según Foster (1960) pudo haberse utilizado desde
tiempos tan antiguos como la cultura olmeca del periodo Formativo (ca. 1000 AC).
Sin embargo, a pesar de las evidencias de continuidad cultural y tecnológica, de
acuerdo con Lackey en muchas partes de México poco a poco las vasijas de barro más
baratas, junto con los recipientes de plástico, están reemplazando a las lozas más
tradicionales. Como consecuencia de esto, muchos alfareros se han adaptado a la baja
demanda modificando su tipo de mercado o dejando la artesanía. Al disminuir la
demanda de lozas para uso doméstico, los artesanos que no han dejado esta actividad se
han enfocado cada vez más a la manufactura de piezas decorativas para la venta al
exterior de sus comunidades. Estas piezas no se transportan al mercado, sino que son
entregadas a los intermediarios que tienen tiendas dentro o cerca de la comunidad.
Igualmente hay otros intermediarios que vienen al pueblo periódicamente para cargar
sus trocas con las piezas cerámicas, las cuales compran directamente a los artesanos
(Lackey 1982: 24-25).
Lackey menciona como “un rasgo cultural casi universal que los alfareros a lo
largo de la historia han sido pobres, anónimos y han gozado de poco estatus…” Sin
embargo, aunque sea en parte para apoyar el turismo, en México “se empieza a
reconocer a los artistas entre los alfareros… muchos han recibido reconocimiento
internacional, y los precios de sus obras reflejan esta fama…” (Lackey 1982: 37). En
Huáncito la Casa de Artesanías de Morelia (capital del estado de Michoacán) es una
instancia gubernamental que incide directamente sobre el trabajo de los alfareros,
organizando concursos donde son premiadas las piezas más sobresalientes.
Los cambios observados en Huáncito por el autor en los últimos 26 años no se
limitan a la incorporación de nuevas técnicas decorativas o estilos en la cerámica
producida en la comunidad; también son notables las transformaciones en la
124

arquitectura de la mayoría de las casas, que han incorporado el tabique y cemento en


lugar del tradicional adobe. Sin embargo, también hay que señalar que los hornos de
alfarero (de posible origen prehispánico) han permanecido a través del tiempo en las
unidades domésticas productoras de alfarería como un elemento de continuidad cultural
y tecnológica.
Haciendo eco a las ideas de Foster (1965), Yoko Sugiura afirma que “se escucha
frecuentemente que los alfareros, en general, se distinguen por su actitud conservadora y
reticente frente a los cambios. Se dice también que esta característica es aún más patente
entre los artesanos del barro que producen aquellas piezas denominadas ‘utilitarias’,
sobre todo las relacionadas con las prácticas culinarias como transportar, preparar,
conservar y servir alimentos…” (Sugiura 2011: 116). En esta investigación estamos
observando los procesos de cambio y continuidad cultural en torno a una artesanía que
tiene siglos de antigüedad en la región tarasca de Michoacán. En última instancia, mi
objetivo es generar datos etnográficos para ayudar a interpretar el registro arqueológico,
como se discute en el Capítulo II. En este sentido, es pertinente mencionar que de
acuerdo con Amy Hirshman (2011), al contrastar los datos arqueológicos con
información etnográfica como la discutida en estas páginas, se puede generar un modelo
teórico para entender la producción e intercambio comercial de la cerámica del Estado
tarasco prehispánico (ver también a Pollard 2009, 2011a, 2011b). Según este punto de
vista, había productores locales ubicados dentro de las unidades domésticas, que
utilizaban recursos fácilmente obtenibles para crear sus vasijas y a la vez aumentar sus
ingresos. Los miembros de la unidad doméstica pudieron haberse especializado en
alguna parte de la manufactura general de la cerámica, y esta actividad pudo haber sido
la principal fuente de ingresos de algunas familias (Hirshman 2011: 218).
Al analizar los factores medioambientales que inciden sobre la producción de
alfarería, como los patrones climáticos y la disponibilidad de recursos naturales como
arcilla, agua y combustible, podemos seguir una perspectiva holística para el estudio de
los complejos cerámicos (ver la Figura 1), algo que no es posible en el contexto
arqueológico. A diferencia del enfoque “normativo” seguido por muchos arqueólogos
que trabajan con assemblages de cerámica prehispánica, la investigación
etnoarqueológica de producción en contexto sistémico—usualmente en sociedades
“tradicionales”—nos proporciona el tipo de información que necesitamos para ubicar la
manufactura de cerámica, al igual que otras artesanías, en su entorno cultural total,
tomando en cuenta todos los aspectos socioculturales de esta tradición tecnológica.
125

Elaboración de vasijas y uso del espacio doméstico


En esta sección se discute la organización del espacio doméstico en tres hogares de
Huáncito donde la manufactura de cerámica es la principal actividad. La organización
del entorno espacial donde viven las familias ha recibido la atención de los
investigadores desde hace años (por ejemplo Philip Arnold 1991, 2005; Binford 1983,
1986; De Lucia 2013; De Lucia y Overholtzer 2014; Douglass y Gonlin [editores] 2012;
Flannery 1976, 1986; Kent 1984, 1990; Metcalfe y Heath 1990; Simms y Heath 1990,
entre muchos otros). Sin embargo, el objetivo de definir la estructura espacial del
registro arqueológico y las actividades que se realizaban en un sitio no puede alcanzarse
solamente con investigaciones arqueológicas (por ejemplo excavación), porque los
hechos arqueológicos son estáticos y no pueden darnos toda la información necesaria
para interpretar los aspectos dinámicos de la cultura. En el caso de la producción de
cerámica en la época prehispánica la información que tenemos sobre el uso cultural del
espacio es limitada, pues son poco frecuentes las excavaciones extensivas de unidades
domésticas productoras (ver a Canto Aguilar 1986 para una discusión de este
problema). Esta falta de información es particularmente notoria en el occidente de
México.
Susan Kent (1990) comentó lo siguiente sobre esta situación en la arqueología
mesoamericana: “los arqueólogos… suelen trabajar aislados dentro de su disciplina.
Han ignorado las investigaciones y por tanto las perspectivas obtenidas en otras
disciplinas que se enfrentan a problemas similares…” (Kent 1990: 1). En su libro
Domestic Architecture and the Use of Space, Kent demuestra la manera en que “un
arqueólogo puede usar los datos y teorías de otras disciplinas de manera productiva”. Su
libro analiza “la relación entre la arquitectura y el uso del espacio… alrededor del
mundo y a través del tiempo…” (Kent 1990: 1). En su estudio etnográfico sobre el
espacio doméstico, Kent (1984) propuso tres hipótesis: (1) que las áreas de actividad se
pueden definir a partir del acomodo espacial de los artefactos y otros restos; (2) que la
mayoría de las áreas de actividad son específicas de acuerdo al género de los ocupantes,
y (3) que solamente una actividad era llevada a cabo en cada unidad espacial. La
primera hipótesis quedó confirmada en la investigación de Kent, pero las otras dos no se
aceptaron (Adams 1987: 105). La relación entre los fragmentos de materia que los
arqueólogos encontramos en el campo y los fenómenos culturales responsables por su
creación no siempre es obvia, por lo que hacen falta más estudios de los procesos que
dieron lugar a la formación de los contextos arqueológicos, así como del uso y
126

organización del espacio doméstico y de las áreas de actividad en general. Estos


estudios deben incluir observaciones etnográficas en comunidades contemporáneas para
obtener información de alcance medio que nos ayude a interpretar los aspectos
procesales del comportamiento humano a partir de los artefactos y de sus asociaciones
espaciales.
De acuerdo con La Motta y Schiffer (1999: 19), “con la llegada de la
arqueología procesal a mediados de los años sesenta, el análisis de assemblages de pisos
de casas llegó a desempeñar un papel central en las reconstrucciones arqueológicas de
las características sociales, económicas y demográficas de las poblaciones
prehistóricas…” En los primeros estudios se suponía “que la variabilidad en los
assemblages de pisos de casas—las diferencias y similitudes en los tipos y cantidades de
artefactos—podía atribuirse a diferencias en las actividades realizadas en esas
estructuras…” En trabajos más recientes “se han intentado identificar otras fuentes de
variabilidad que contribuyan a estos assemblages, principalmente los procesos de
formación del registro arqueológico, tanto culturales como naturales…” Todo esto ha
ayudado a elaborar “un modelo general de la historia de vida de una estructura
doméstica… incluyendo etapas de uso (habitación), abandono y post-abandono”.
La Motta y Schiffer (1999: 4) sostienen que “la historia de vida de una estructura
no termina con su abandono; muchos procesos de acumulación y de desgaste o
reducción pueden alterar los contextos domésticos después del abandono. Por ejemplo,
la reutilización de una estructura, ya sea para habitarla o con otro fin, puede introducir
un nuevo conjunto de procesos primarios, secundarios y provisionales, que pueden
oscurecer las huellas de ocupaciones anteriores…”
Como señalamos arriba, el presente estudio es una aportación a la
etnoarqueología cerámica. Su propósito es incrementar nuestro conocimiento y
comprensión sobre el contexto espacial de las áreas de actividad en unidades domésticas
especializadas en la elaboración alfarera. El concepto de área de actividad ha alcanzado
una gran popularidad en la literatura arqueológica desde los años setenta del siglo
pasado. De acuerdo con Kent Flannery y Marcus Winter (1976), éste se refiere a un área
restringida espacialmente en donde tuvo lugar una tarea específica (o un conjunto de
tareas interrelacionadas). Un área de actividad usualmente se caracteriza por la
acumulación de herramientas, productos desechados o materias primas. Incluso en
situaciones donde no se han detectado áreas de actividad, muchos arqueólogos en
Mesoamérica han reconocido “juegos de herramientas” usados para tareas específicas
127

(Flannery y Winter 1976: 34). Para Flannery (1976: 5), la unidad de análisis de menor
tamaño en la aldea prehispánica es el área de actividad, que es comparable con un
elemento que incluye evidencia inamovible como fogones o pozos de almacenamiento.
En el siguiente nivel de complejidad podríamos añadir las partes del piso de una casa
que constan usualmente de varios elementos o áreas de actividad que corresponden a
espacios masculinos o femeninos dentro de la casa. La siguiente unidad de análisis es la
casa en sí, a la que podemos añadir el conjunto doméstico (household cluster), que es la
casa junto con todos los rasgos y elementos encontrados en el área inmediata a su
alrededor, como pozos de almacenamiento, entierros y otros que pueden ligarse con la
misma estructura doméstica. Linda Manzanilla ha realizado aportaciones muy
relevantes para el tema que nos interesa aquí (v. gr. Manzanilla 1986, 2009a, 2009b,
Manzanilla y Hirth [editores] 2011). Esta autora ha definido el concepto de área de
actividad como la unidad básica de análisis del registro arqueológico, porque es reflejo
de acciones específicas y repetitivas, con carácter social y una base funcional específica
(Manzanilla 1986: 9).
No obstante todo lo anterior, el concepto de área de actividad no ha estado libre
de críticas. Uno de los principales críticos ha sido James F. O’Connell (1987), quien
sostiene que la mayoría de los análisis e interpretaciones de patrones espaciales se han
basado en tres suposiciones: (1) las actividades son segregadas espacialmente, de tal
manera que cada actividad o conjunto de actividades interrelacionadas se restringe a su
propio espacio o conjunto de espacios dentro de un sitio; (2) la mayoría de actividades
producen “juegos de herramientas” o grupos de artefactos que son característicos de
cada actividad y que varían de acuerdo con eso, o bien residuos físicos en proporción a
la frecuencia de ejecución de una cierta actividad; y finalmente (3) los artefactos y
residuos asociados con una actividad específica se depositan en el lugar de ejecución o
cerca de él.
Todas estas suposiciones han sido cuestionadas por investigaciones
etnoarqueológicas, que han demostrado lo siguiente: (1) con frecuencia se ejecutan
diferentes actividades en un mismo lugar, o bien la misma actividad puede realizarse en
distintos lugares dentro de un sitio, dependiendo de factores como la composición de los
grupos de trabajo, el número y tipo de tareas que se realicen simultáneamente, las
condiciones climáticas y la distribución de la sombra o refugio dentro de la casa; (2) hay
muchas actividades que no necesariamente producen conjuntos de artefactos en
proporción con la frecuencia de ejecución; y (3) los residuos producidos por una
128

actividad específica no siempre se depositan en el lugar de producción, sino que


frecuentemente son reorganizados siguiendo parámetros que no están relacionados con
la actividad que los produjo, y pueden moverse diferencialmente a otra localidad para
ser desechados (O’Connell 1987: 74).
En conclusión, la relación entre el comportamiento cultural y su reflejo en el
registro arqueológico aparentemente es mucho más compleja de lo que podría pensarse.
Por otra parte, la organización del espacio es un asunto sistemático, y por tanto debería
representarse a través de patrones sistemáticos en el registro arqueológico. Entonces
debemos plantearnos las siguientes preguntas: ¿podemos identificar y describir los
factores que dan forma a la organización del comportamiento dentro de los sitios?
¿puede el conocimiento de su operación usarse en investigaciones sobre el registro
arqueológico, y en la reconstrucción del comportamiento en el pasado? Estas preguntas
pueden contestarse con investigaciones etnoarqueológicas basadas en lo siguiente: (1)
observaciones directas del comportamiento moderno, especialmente la manera en que se
produce un registro material (o arqueológico); (2) desarrollar hipótesis para explicar la
relación entre el comportamiento y los contextos materiales; y (3) someter a prueba las
hipótesis bajo distintas condiciones, de nuevo en situaciones donde tanto el
comportamiento cultural como sus consecuencias arqueológicas se puedan observar
directamente (O’Connell 1987: 75).
Lo que sigue es una discusión de la organización del espacio físico en tres
unidades domésticas en Huáncito, en donde la producción de cerámica es la más
importante actividad económica, aunque comparte todos los espacios domésticos con
otras actividades cotidianas desarrolladas por todos los miembros de la unidad
doméstica, por ejemplo cocinar, comer, dormir, aseo personal, descanso y otras. El
objetivo de esta investigación es determinar hasta qué punto el concepto de áreas de
actividad se puede sostener a la luz de la “realidad etnográfica” del caso discutido aquí.
Huáncito ya se describió en páginas anteriores, y las familias seleccionadas para
este estudio se mencionan en el reporte original (Williams 1994b: 195-196) y en un
artículo más reciente (Williams 2016b). Dos familias aparecen en la sección anterior
(las de Fidel Lorenzo e Isaac Cayetano), mientras que la tercera (Salomón Espicio, su
esposa e hijos) es muy similar en todos los aspectos a las otras dos, por lo que no es
necesaria una descripción completa aquí. El trabajo etnográfico original en el que se
basa esta sección fue realizado por el autor en 1991-1992. En aquellos tiempos las tres
casas eran similares entre sí en cuanto a la arquitectura y el diseño general. Contaban
129

con varios cuartos distribuidos alrededor de un patio; los cuartos se usaban para dormir
y almacenar todo tipo de objetos, muchos relacionados con las actividades de los
alfareros, como moldes, costales de arcilla, vasijas terminadas o en proceso de
elaboración, etcétera. La cocina usualmente está en un cuarto separado, y se usa no sólo
para la preparación y consumo de alimentos sino también para muchas otras actividades
como elaborar y pintar vasijas. En la casa de Fidel Lorenzo, por ejemplo, la comida
también puede prepararse y consumirse cerca del horno, usando una estufa pequeña
hecha de adobe (Figura 35a). A veces la comida se prepara en el patio fuera de la
cocina, utilizando un fogón improvisado con varias rocas que están directamente sobre
el piso (Figura 35b).
El piso de las casas era de tierra apisonada, pero fue cubierto por una capa de
cemento hace unos 10 años. En cuanto al mobiliario, solamente se encontraban en las
casas las piezas más básicas como sillas y mesas de madera, alacenas, y otras similares,
y la gente dormía en esteras de tule (petates) directamente sobre el piso de la casa. Los
patios tienen muchos tipos de árboles frutales, que dan sombra a la gente que trabaja al
aire libre (Figura 36). Las tres casas tienen acceso a la corriente eléctrica, agua
corriente y sanitario.

(a) (b)

Figura 35. En la casa de Fidel Lorenzo la comida puede prepararse y consumirse cerca del horno, usando
una estufa de adobe (a). Otras veces la comida se prepara en el patio junto a la cocina, utilizando un fogón
improvisado con varias rocas puestas sobre el suelo (b) (2005).

Los objetos portátiles y elementos fijos relacionados con la manufactura de


alfarería son básicamente los mismos en la mayoría de las casas de Huáncito visitadas
por el autor: una especie de “mesa de trabajo” (Figura 37) que consiste en un tablón de
madera (30 cm de ancho por 50 cm de largo) colocado al nivel del piso o a una altura de
unos 50 cm; una cantidad variable de moldes (Figura 38); varios objetos usados para
130

pulir las vasijas como trapos y pedazos de plástico; hornos para cocer la loza y áreas
destinadas a secar las vasijas (Figura 39) y otras para almacenarlas (Figuras 40-42).

Figura 36. Los patios de muchas casas en Huáncito tienen árboles frutales y otras plantas que dan sombra
mientras los artesanos están trabajando al aire libre (casa de Fidel Lorenzo 1990).

Figura 37. La mesa de trabajo que se encuentra en muchas casas de Huáncito consiste en una madera
gruesa colocada sobre el suelo. Aquí se muestra una mesa en uso; nótense las vasijas alrededor, los
recipientes con pintura, la mano de piedra y el metate en la esquina (1990).

Actividades de los alfareros y sus contextos espaciales


El autor visitó las tres unidades domésticas de los alfareros discutidas aquí
repetidamente durante un periodo de seis meses en 1991 y 1992 (Williams 1994b).
Estas observaciones sistemáticas incluyeron todas las actividades realizadas dentro y
131

fuera de las casas, y se complementaron con entrevistas y la obtención de una muestra


representativa de la producción de objetos de barro propia de cada unidad doméstica. La
información obtenida en esta parte del estudio se presenta en los cuadros 3-5 y en las
Figuras 43-45. Durante este estudio se hizo una documentación fotográfica de todas las
actividades y elementos relevantes, y esta información se ha aumentado con
observaciones no sistemáticas en el resto del pueblo de Huáncito y en otras
comunidades dentro y fuera de la Cañada durante los últimos 20 años.

(a)

(b)

Figura 38. En Huáncito todas las casas de los artesanos tienen una cantidad variable de moldes usados en
el proceso cerámico. Aquí vemos a un alfarero en su mesa de trabajo, poniendo la tortilla de barro dentro
de un medio molde (a) y luego uniendo las dos mitades para dar forma a la vasija (b) (casa de Salomón
Espicio 1990).
132

CUADRO 3. DISTRIBUCIÓN DE ACTIVIDADES EN LA UNIDAD DOMÉSTICA


DE FIDEL LORENZO
Patio Cocina Área de Horno Mesa de Cuarto Cuarto Fuera
almacén trabajo abandonado de la
casa
Obtención x
de arcilla
Molido x
Amasado x x x
Moldeado x x
Alisado x x
Pulido x x x
Bruñido x x x
Secado x x
Cocción x
Pintado x x x
Almacenami x x
ento*
Desecho x x
*de arcilla, vasijas sin cocer, vasijas terminadas, leña, moldes, etcétera.

CUADRO 4. DISTRIBUCIÓN DE ACTIVIDADES EN LA UNIDAD DOMÉSTICA


DE ISAAC CAYETANO
Patio Cocina Área de Horno Mesa Cuarto Área Fuera
almacen de frente de
amiento trabajo a la casa
cuartos
Obtención de x
arcilla
Molido x
Amasado x
Moldeado x
Alisado x
Pulido x x
Bruñido x
133

Secado x x
Cocción x
Pintado x x x x
Almacenamient x x x
o*
Desecho x
*de arcilla, vasijas sin cocer, vasijas terminadas, leña, moldes, etcétera.

CUADRO 5. DISTRIBUCIÓN DE ACTIVIDADES EN LA UNIDAD DOMÉSTICA


DE SALOMÓN ESPICIO*
Patio Cocina Cuarto Horno Mesa Cuarto Área Fuera de
de de frente la
secado trabajo a casa
cuartos
Obtención de x
arcilla
Molido x
Amasado x
Moldeado x x
Alisado x x
Secado x x
cocción x
Almacenamient x x x
o**
Desecho x x
* Esta unidad doméstica produce principalmente vasijas utilitarias sin decoración, así es que no existe el bruñido ni el pintado.
** de arcilla, vasijas sin cocer, vasijas terminadas, leña, moldes, etcétera.

Yoko Sugiura y Mari Carmen Serra (1990) llevaron a cabo un estudio del uso
del espacio en varios talleres de alfareros en el Valle de Toluca, donde llegaron a la
conclusión de que el espacio es “una variable multidimensional, multisemántica que
puede enfocarse desde varias perspectivas” (1990: 205). Para estas autoras, el primer
paso para enfocarse al tema del espacio en arqueología consiste en definir e identificar
el “espacio funcional”, o el área en donde pensamos que ciertas actividades específicas
se llevaron a cabo. Esta identificación debería basarse no sólo en datos arqueológicos
relacionados a contextos prehistóricos, sino también debería incluir información sobre
134

organización espacial en comunidades contemporáneas, como los datos que


presentamos a continuación.

Figura 39. Muchas casas en Huáncito tienen un área para secar las vasijas, como este cuarto en la casa de
Isaac Cayetano, donde se ponen las vasijas antes de quemarlas en el horno (2014).

Figura 40. Algunas casas en Huáncito tienen áreas de almacenamiento, como este cuarto en la casa de
Bernaldina Rivera y Alfredo Felipe, donde las vasijas se guardan en espera de clientes (2014).
136

Figura 41. En la casa de Fidel Lorenzo el cuarto donde está el horno se usa como área de almacenamiento
de facto, donde todo tipo de objetos se guardan en una situación un tanto caótica. Nótense los restos de
una comida cerca del fogón en la esquina inferior derecha (2014).

Figura 42. Esta área de almacenamiento en la casa de Isaac Cayetano sirve para guardar muchos objetos
usados en el proceso cerámico. Aquí vemos vasijas, moldes y cubetas de plástico (2014).

Extracción y molido de la arcilla. Ya hemos visto que en Huáncito los depósitos de


arcilla están en las afueras del pueblo, así es que tanto la extracción como el molido de
este material usualmente se llevan a cabo fuera de las unidades domésticas. Sin
embargo, la arcilla también puede pulverizarse dentro de la casa del artesano y después
se pasa por un cernidor para quitarle las piedritas, ramas y otras “impurezas” (Figura
46). Además de las rocas utilizadas para moler la arcilla (ver la Figura 23 arriba), los
artesanos usan piedras de molienda llamadas metates, como se discute posteriormente.
137

Figura 43. Plano de la casa de Fidel Lorenzo, mostrando las áreas de actividad y algunos elementos y
rasgos relacionados con la manufactura de cerámica (1990).
138

Figura 44. Plano de la casa de Isaac Cayetano, mostrando las áreas de actividad y algunos elementos y
rasgos relacionados con la manufactura de cerámica. Se indican con un asterisco algunos elementos que
fueron destruidos durante el trabajo de campo (1990).
139

Figura 45. Plano de la casa de Salomón Espicio, mostrando las áreas de actividad y algunos elementos y
rasgos relacionados con la manufactura de cerámica (1990).

Amasado. Una parte del proceso de elaboración de una vasija de barro consiste en
añadir un poco de agua a la arcilla pulverizada para hacer una pasta maleable en forma
de un bulto o bola grande. Esta actividad puede desempeñarse al aire libre, por ejemplo
en el patio, bajo la sombra de los árboles, o dentro de la casa. Las bolas de arcilla
amasada pueden guardarse en la casa para usarlas después.
140

Figura 46. En algunos casos la arcilla tiene que pasarse por el cernidor para eliminar piedritas, ramas y
otras “impurezas” (casa de Isaac Cayetano 2014).

Figura 47. La artesana pone la arcilla fresca en el molde, para obtener la forma de la vasija deseada. Esta
actividad usualmente se lleva acabo en la mesa de trabajo o cerca de ella (casa de Fidel Lorenzo 1990).

Moldeado. Una vez que se ha concluido el amasado y la pasta está lista para trabajarse,
el siguiente paso es colocarla dentro de los moldes para darle la forma deseada (Figura
47). Esta actividad usualmente se lleva a cabo en la “mesa de trabajo” o cerca de ella, y
requiere hacer una “tortilla” de la pasta, cortarla al tamaño apropiado e insertarla en las
dos mitades del molde. La superficie de la mesa debe cubrirse con un polvo fino
especial para evitar que el barro se pegue. Los alfareros de Huáncito usan dos tipos de
molde: el cóncavo de mitades verticales para hacer cántaros, ollas y botellones, y el
convexo en forma de hongo, para hacer cazuelas y comales. Estos moldes pueden
141

guardarse en varias partes de la casa, por lo que no siempre están en el lugar donde se
utilizan.

Figura 48. Una vez fuera del molde, la vasija se alisa con una tela húmeda para borrar las huellas del
molde y otras imperfecciones sobre la superficie (que todavía está fresca). Lafira (izquierda) y Marina
están trabajando en el patio (casa de Fidel Lorenzo 1990).

Alisado, pulido y bruñido. Una vez que la pieza es sacada del molde, se alisa con una
tela húmeda (Figura 48). De esta manera se borran las huellas dejadas por el molde, así
como cualquier otra imperfección sobre la superficie de la vasija que todavía está fresca.
Después de ponerle la cubierta de charanda, la vasija se pule o bruñe con un fragmento
de plástico hasta que queda con brillo (en tiempos antiguos se usaba una piedra de río o
canto rodado) (Figura 49). Estas actividades pueden realizarse en prácticamente
cualquier lugar dentro o fuera de la casa, por ejemplo debajo de la sombra de un árbol
en el patio, o dentro de uno de los cuartos, especialmente en caso de lluvia. Algunas
veces los artesanos hacen esta actividad mientras están viendo la televisión.
Secado de las vasijas. Después de haber alisado y pulido las piezas se ponen en un
cuarto para que sequen. Para esto se puede usar un espacio dedicado exclusivamente a
esta tarea (como en la casa de Salomón) o una de las recámaras. A veces sucede que el
lugar disponible para dormir en un cuarto es mínimo debido a todas las vasijas que están
secándose. Antes de colocar las piezas en el horno se secan al aire libre, usualmente en
el patio (Figura 50). Los artesanos tratan de utilizar el área del patio que tenga menos
142

tráfico para evitar accidentes, pero esto no siempre es posible a causa de los perros y los
niños.

(a)

(b)

Figura 49. Las vasijas frescas usualmente se pulen con un fragmento de plástico hasta que la superficie
está lisa y brillante (en tiempos antiguos pudo haberse usado una piedra o canto rodado de río) (casa de
Fidel Lorenzo 1990 [a] y 2014 [b]).

Cocción de las vasijas en el horno. De todos los procesos involucrados en la


elaboración de objetos de barro, la quema en el horno es el más importante porque de
esta manera las vasijas, figurillas, tejas para techo y otros objetos adquieren la dureza y
fuerza requeridas para realizar sus funciones. Ya hemos visto en este libro que en
Huáncito y en la mayoría de las áreas donde se trabaja el barro el horno de alfarero es el
lugar donde tiene lugar la cocción, que es la fase más crucial del proceso cerámico. El
horno usualmente se ubica en el patio (Figura 51), aunque en algunos casos se
143

construye adentro de la casa. El combustible necesario puede almacenarse en la unidad


doméstica o se consigue justo antes de la quema. En su parte superior el horno se cubre
con fragmentos de vasijas y de comales llamados “tepalcates” (Figura 52), que
usualmente se guardan cerca (Figura 53). Estas concentraciones de tiestos quebrados y
quemados, aparte del horno mismo, son marcadores arqueológicos muy claros para
afirmar que la producción de cerámica se llevó a cabo en una unidad doméstica.

Figura 50. Antes de poner las vasijas en el horno se secan a cielo abierto, usualmente en el patio. Los
artesanos tratan de usar el área de la casa con menos tráfico para evitar accidentes (casa de Salomón
Espicio 1990).

Figura 51. En Huáncito y en la mayoría de los lugares donde se elabora cerámica el horno es el elemento
donde se realiza la cocción, que es la actividad más delicada del proceso. El horno usualmente está en el
patio, como este que no se ha usado en varios años (casa de Fidel Lorenzo 1990).
144

Figura 52. La boca del horno se cubre con pedazos de vasijas (tepalcates) y comales para asegurar la
temperatura apropiada y a la vez permitir que el humo y los gases escapen del horno durante la operación
de cocción (casa de Elena Felipe 2014).

Figura 53. Los tepalcates y comales que cubren al horno durante la quema suelen guardarse cerca cuando
no se utilizan. Estas concentraciones de fragmentos quebrados y quemados, aparte del horno mismo,
serían los principales correlatos o marcadores arqueológicos de la producción de cerámica (casa de
Salomón Espicio 1990).

Pintado de las vasijas. Esta es una de las actividades que hemos observado en Huáncito
que tiene menos restricciones en cuanto a las áreas de la casa donde puede realizarse. El
lugar utilizado depende de variables como el clima, la disponibilidad de sombra o de
espacio, y también de otras actividades que se estén haciendo en el momento. Cuando el
145

clima es seco, los artesanos prefieren pintar en el patio, bajo la sombra de un árbol,
aunque también es común hacerlo en la cocina o en alguno de los cuartos (Figura 54).

Figura 54. En Huáncito varios espacios de la casa se usan indistintamente para pintar las vasijas, como la
cocina en este caso (casa de Fidel Lorenzo 2014).

Desecho de las piezas quebradas. Aunque la mayoría de los alfareros de Huáncito


tienen bastante pericia para hacer su trabajo y usualmente no tienen problemas cuando
queman el horno, no es raro que alguna vasija se rompa o salga del horno con algún
defecto (v. gr. paredes muy delgadas, manchas de humo, deformación, grietas, u otros).
Si todas las piezas defectuosas se dejaran junto al horno, esta parte de la casa pronto
quedaría cubierta de piezas desechadas. Hemos visto que las vasijas de menor calidad o
“de segunda” se pueden vender a menor precio, pero las que son inútiles por completo
se tiran fuera de la casa (Figura 55). Existen dos lugares en Huáncito donde se tiran las
piezas desechadas: cerca de un río y en una barranca (Figura 56), en donde pueden
verse grandes concentraciones de tepalcates (Figura 57). Obviamente, estos patrones de
desecho tienen implicaciones arqueológicas para la identificación de las unidades
domésticas alfareras.
La mayoría de los artesanos comen en sus casas durante el día, una dieta basada
principalmente en tortillas de maíz, frijoles, chile y calabaza. La carne se consume en
ocasiones especiales, como el día de muertos (noviembre 1 y 2), una celebración ritual
en la que se sirve un caldo de chile llamado churipo, preparado con corundas (tamales
de maíz), verduras y carne de res. Usualmente los alimentos se consumen dentro de la
146

casa, cerca del horno en el caso de Fidel y su familia, que tienen una estufa pequeña
hecha de adobe para cocinar (Figura 58). Podríamos suponer que una cantidad mayor
de objetos de cerámica, como ollas para cocinar, cántaros para agua, platos para servir,
vasos y tazas, entre otros, se rompen con el paso del tiempo en esta parte de la casa.
Algunos de estos fragmentos podrían quedar en el registro arqueológico para ser
descubiertos por los arqueólogos del futuro.

Figura 55. En la mayoría de las unidades domésticas productoras de alfarería las vasijas quebradas se
desechan fuera de la casa. En este caso se usa una carretilla para transportarlas al área de desecho (1990).

Figura 56. Los tepalcates se tiran periódicamente en una barranca en las afueras de Huáncito (1990).
147

Figura 57. Después de varios años de usar el mismo sitio para tirar los fragmentos de cerámica, se ha
formado una concentración grande de tepalcates. Esta actividad tiene implicaciones arqueológicas muy
claras (1990).

Figura 58. En la casa de Fidel se ha construido una estufa pequeña de adobe cerca del horno. Lafira está
cocinando a la derecha de la imagen, mientras Fidel y Magdaleno están comiendo en el centro y Marina
está trabajando a la izquierda (pintando vasijas). Este es un ejemplo de la flexibilidad del espacio
doméstico mencionada en el texto (casa de Fidel Lorenzo 2014).
148

Correlatos arqueológicos
A fin de entender la organización espacial de diferentes actividades relacionadas con el
proceso de manufactura de enseres de barro cocido en el periodo prehispánico, debemos
ser capaces de reconocer no sólo los artefactos o herramientas usados por los alfareros
para llevar a cabo las distintas tareas involucradas en su trabajo diario, sino también las
materias primas, los lugares de producción y las áreas de almacenamiento de
herramientas y de materias como la arcilla (Figura 59) (Deal 1988: 113). Sin embargo,
hay dos problemas básicos para hacer esto: primero, la mayoría de las herramientas o
artefactos usados en las actividades de producción en la antigüedad probablemente eran
de naturaleza perecedera, por lo que sería difícil encontrarlas en una excavación
arqueológica. Estos elementos probablemente consistían de ramas de árbol, olotes,
fibras y textiles de maguey o algodón, etcétera. En segundo lugar, algunos elementos
que pudieran conservarse en el registro arqueológico serían difíciles de identificar como
herramientas de alfarero, por ejemplo los pulidores de piedra, las conchas, las piedras de
molienda como metates, molcajetes y manos (Figura 60), y finalmente las rocas usadas
para pulverizar la arcilla (Figura 61), entre muchos otros (Canto Aguilar 1986: 48-49).

Figura 59. Para poder tener una visión completa de las actividades domésticas, es importante reconocer
los lugares donde las herramientas y materias primas se almacenan, como arcilla en este caso. Otros
elementos mostrados aquí son la carretilla, una criba y varias cubetas de plástico (casa de Isaac Cayetano
2014).
149

Figura 60. Algunas herramientas usadas por los alfareros en su trabajo cotidiano serían difíciles de
identificar en el registro arqueológico; por ejemplo las “manos” de piedra usadas para aplanar la “tortilla”
de barro, a diferencia de las usadas para moler el maíz (1990).

Figura 61. Estas piedras son utilizadas para moler la arcilla, proceso indispensable para la elaboración de
la pasta con la que se hacen las vasijas. Piezas observadas en la casa de Elena Felipe en 2013 (longitud de
la pieza mayor: 50 cm).

Uno de los pocos ejemplos de herramientas prehispánicas de alfareros


encontradas in situ es el reportado por McKinnon et al. (1999), quienes estudiaron
varios sitios arqueológicos en la región del Río Sennis, junto a la costa caribeña de
Belice. En dos de estos sitios “se recuperaron 17 herramientas especializadas de
obsidiana, las cuales pensamos se usaban principalmente para alisar la cerámica o para
rasparla para darle un grosor uniforme… Son fragmentos cortos reutilizados de navajas
150

de obsidiana…” (p. 84).También se encontraron “guijarros desgastados por el agua con


superficies tanto lisas como burdas… probablemente son herramientas que se usaron en
la manufactura de cerámica” ya que según los autores “se emplearon exitosamente para
este propósito de manera experimental [para] bruñir [y pulir]” (p. 85).
Otro hallazgo relevante de contextos prehispánicos de elaboración de cerámica
es reportado por Jordan y Prufer (2017) en Uxbenka, un sitio maya del periodo Clásico
(ca. 600-800 DC) en el sur de Belice, en donde apareció un assemblage de artefactos de
barro (tepalcates) que probablemente se utilizaron para la cocción en el horno de
alfarero, así como objetos de piedra (cantos rodados) que tal vez se usaron para alisar
las vasijas de arcilla antes de cocerlas.

Figura 62. Plano de una vivienda prehispánica excavada en Xaltocan (en la cuenca de México),
mostrando las actividades llevadas a cabo en la casa: preparación de alimentos, procesamiento de
pescado, elaboración de petates y cocción de cerámica, entre otras (adaptado de De Lucia 2013: Figura 3).
151

Obviamente, no todas las actividades que forman parte del proceso cerámico
tienen el mismo potencial de quedar representadas en el registro arqueológico, y esto
debe tomarse en cuenta cuando excavemos un sitio, como se muestra en el plano de una
unidad doméstica excavada en Xaltocan, una aldea en la cuenca de México (Figura 62).
Por ejemplo, la extracción de arcilla pudo haberse realizado con implementos sencillos
como palos y canastas o sacos, si el depósito estaba cerca de la superficie, mientras que
se necesitaban picos y palas si había que sacar el barro desde cierta profundidad, como
es el caso en Huáncito.
Ya hemos mencionado que el barro se molía con rocas grandes y metates antes
de la introducción de molinos mecánicos en Huáncito. Aunque en algunos casos esta
actividad podría dejar restos, como la calcita que se muele para hacer desgrasante (Deal
1988: 117), generalmente es difícil distinguir los metates que se usan para moler la
arcilla de los utilizados para la preparación de alimentos. En este caso un micro-análisis
de la superficie de los implementos de molienda puede ser de gran ayuda para
identificar su función.
El amasado del barro es una actividad realizada actualmente sin usar ningún tipo
de herramientas o artefactos, por lo que su nivel de visibilidad arqueológica es
prácticamente nulo (a menos que se añada desgrasante a la pasta, el cual puede contener
piedras volcánicas, fragmentos de conchas y otras sustancias que podrían conservarse en
contextos arqueológicos). En contraste con la preparación del barro, la costumbre de
darles forma a las vasijas en los moldes tiene buenas probabilidades de quedar
representada en una situación arqueológica, ya que los moldes—tanto cóncavos como
convexos—son muy abundantes en los talleres y casas de Huáncito. Los moldes son
hechos de barro cocido, por lo que su nivel de conservación y probabilidad de ingresar
al registro arqueológico serían altos. 1 Durante mi trabajo de campo en Huáncito he visto
que los moldes son tratados con mucho cuidado, y en ocasiones se reparan si se rompen.
De acuerdo con la información proporcionada por algunos artesanos, no es raro que
tengan moldes con más de 10 o 20 años de uso continuo.
Hemos visto que para realizar ciertas actividades como alisado, pulido y bruñido
los alfareros usan materiales como tela, plástico o vidrio. En tiempos prehispánicos se
pudieron haber utilizado piedras pequeñas de grano fino para estas actividades,
similares a las que todavía se usan en las tierras altas de Chiapas (Deal 1988). Al igual
1
De los dos tipos de molde usados en Huáncito, cóncavo y convexo, sólo el último fue empleado sin lugar a dudas en tiempos
prehispánicos. Sin embargo, el molde cóncavo fue conocido en Perú antes de la conquista (Bankes 1980), por lo que su uso en
Mesoamérica debería considerarse como posibilidad (Williams 1995).
152

que el pulido, el pintado de las piezas es una actividad con poca visibilidad
arqueológica, pues los pinceles que se usan son pequeños y no duraderos (a veces son
palitos con pelo de perro o de ardilla atado a un extremo). Por otra parte, los pigmentos
y colorantes de origen mineral son valiosos para los artesanos de Huáncito y se
almacenan con cuidado, aumentando así su nivel de visibilidad arqueológica.
La cocción de las vasijas es tal vez la actividad de todo el proceso cerámico que
tiene la mayor probabilidad de aparecer en el registro arqueológico. Los hornos siempre
ocupan un lugar prominente en la unidad doméstica o taller, usualmente se construyen
en el patio. Aparte de la misma estructura de combustión, hay otros elementos que
aparecen en esta parte del proceso que podrían identificarse arqueológicamente. Estos
son los tepalcates utilizados para cubrir la boca del horno, como ya mencionamos. Otros
elementos que podríamos encontrar en el área de cocción serían las vasijas desechadas
por estar deformes, mal cocidas, manchadas de humo o por otras fallas similares. Estas
piezas entrarían al contexto arqueológico como material desechado, y serían mucho más
abundantes en las unidades domésticas de alfareros (o en sus basureros) que en las
dedicadas a otras actividades dentro del asentamiento.
En síntesis, la evidencia material o marcadores de producción de cerámica
observados en Huáncito y que podrían aparecer en el registro arqueológico (ver el
Cuadro 6) consisten en lo siguiente: (1) moldes; (2) hornos y los tepalcates que los
cubren; (3) piezas rechazadas, quebradas o mal quemadas (que se mantienen en el taller
doméstico por un tiempo hasta que se llevan al área de desecho); (4) vasijas terminadas
almacenadas en la unidad doméstica (usualmente aparecen en cantidades superiores a
las de unidades que no se dedican a la alfarería); y finalmente (5) pigmentos,
desgrasante y otros minerales usados en el proceso cerámico, como la greda usada en el
vidriado. La mayoría de los otros elementos usados en el proceso cerámico (mesa de
trabajo, brochas, pinceles, pulidores, leña, etcétera) son de naturaleza perecedera o bien
serían difíciles de distinguir en una situación arqueológica, como puede suceder con los
metates (no es fácil distinguir entre los empleados por los alfareros y otros usados en la
cocina). Sin embargo, las piedras de molienda pueden someterse a un análisis
microscópico para determinar si fueron usadas para preparar alimentos o para moler
arcilla, desgrasantes o pigmentos como parte del proceso cerámico. 2

2
Linda Manzanilla (2009a: 27) encontró en sus excavaciones en Teotihuacan varias cocinas donde las piedras de molienda tenían
fitolitos de maíz, mientras que otros metates encontrados en esa ciudad antigua aparentemente se dedicaron a la producción
artesanal (para moler estuco, pigmentos, fibras y laca). Esto fue revelado por el estudio microscópico de las piedras para moler.
153

CUADRO 6. ACTIVIDADES Y MARCADORES ARQUEOLÓGICOS EN LAS


UNIDADES DOMÉSTICAS ALFARERAS
Actividad Marcadores arqueológicos
Cocción en el Estructura de cocción (horno), tepalcates grandes, manchas de fuego
horno en el piso, concentraciones de ceniza, cambios químicos en el suelo,
restos de carbón, concreciones de barro, guijarros, pedazos de
aplanado de barro
Cocción a cielo Tepalcates grandes, fragmentos de arcilla cocida, manchas de fuego
abierto en el suelo, concentraciones de ceniza, cambios químicos en el suelo,
restos de carbón, rocas grandes usadas para apoyar las vasijas
Producción para Vasijas almacenadas en cantidades mayores a los requisitos
comercio normales de una unidad doméstica
Procesamiento Rocas grandes para moler la arcilla, materiales usados como
de desgrasante (pequeños fragmentos de piedras, conchas molidas,
arcilla ceniza volcánica, etc.), piedras de molienda (metate, mano,
molcajete) con restos minerales
Moldeado de Moldes cóncavos o convexos, ya sea enteros o fragmentados
vasijas
Pulido y bruñido Piedras chicas u otros artefactos apropiados (con huellas de uso)
Pintado Charanda y otros colorantes minerales almacenados en la casa, o
manchas en el suelo en las áreas de trabajo
Desecho Concentraciones de vasijas quebradas, mal cocidas o defectuosas,
tepalcates

Nota: la mayoría de los marcadores arqueológicos de la producción doméstica no se encontrarán in situ, pues usualmente son
removidos del contexto original por las actividades de mantenimiento como barrer, limpiar la casa y otras.

La estructura de la organización espacial


La información presentada por Philip Arnold (1991: 100-101, 2005) sobre comunidades
alfareras de Los Tuxtlas, Veracruz, es aplicable al caso de estudio de Huáncito. Según
Arnold, la producción de cerámica puede organizarse ya sea como una actividad
flexible, o bien con una estructura más rígida y restringida. Esta caracterización se
representa por un continuum de actividades productivas, con tareas que son flexibles en
términos del uso del espacio en un extremo, y restringidas en el otro. Las actividades
con uso flexible del espacio no se limitan a un área específica, sino que pueden moverse
154

de un lugar a otro de acuerdo con la disponibilidad de espacio. La naturaleza elástica de


estas actividades usualmente significa que se llevan a cabo con relativa rapidez y
producen pocos restos materiales en densidades bajas.
Las técnicas y herramientas preferidas para tareas flexibles espacialmente son
las que no impiden la posible reubicación del trabajo en cuestión. Los artefactos
asociados con este tipo de actividad incluyen piedras para pulir, moldes pequeños, y
herramientas de corte (v. gr. navajas, cuchillos, raspadores, y otros hechos de obsidiana
o de distintos materiales, como pedernal). Estas herramientas pueden usarse en
cualquier lugar y pueden trasladarse fácilmente cuando cambian las condiciones que
afectan el uso del espacio (por ejemplo la luz solar, la sombra, la dirección del viento, la
lluvia, dónde juegan los niños, etcétera) (Arnold 1991).
Las ideas que expresa Arnold (1991) son compartidas por Sugiura y Serra (1990:
212), quienes sostienen que hay varios niveles de intensidad de la producción, el más
bajo es el nivel individual, en el cual las áreas de actividad ligadas a la manufactura de
cerámica no son fijas ni están bien definidas. En este caso, el espacio es multifuncional,
y algunas actividades (por ejemplo trabajar con los moldes) pueden cambiar su lugar de
ejecución de acuerdo con la estación del año o con otras variables. El uso del espacio en
este nivel de producción es disperso y sobrepuesto, como un palimpsesto, porque los
espacios se usan para múltiples propósitos, incluyendo una lista interminable de tareas
que no están relacionadas con la manufactura de alfarería, como procesamiento de maíz
(desgranado, molido, hervirlo, entre otros).
En las unidades domésticas alfareras que yo he estudiado en Huáncito, la
mayoría de las actividades ligadas a la manufactura de vasijas podrían definirse como
“flexibles” en términos del uso del espacio, pues no hay un lugar particular o exclusivo
para cada una de ellas (ver cuadros 3-5), excepto las que se realizan en la mesa de
trabajo y por supuesto la quema en el horno (ver las Figuras 43-45 arriba). El tiempo de
igual manera se organiza de manera muy elástica. Aunque hay un cierto orden en el que
se deben realizar acciones específicas (por ejemplo, primero hay que extraer la arcilla de
la cantera, luego procesarla y molerla, las vasijas deben alisarse antes de pulirse y
pintarse, etcétera), algunos aspectos de la producción dependen de factores que están
fuera del control del artesano, como el clima. En los casos en que no se cuenta con las
condiciones ideales para trabajar, simplemente se posponen las actividades, por ejemplo
el quemado de la loza en el horno no se intentaría en un día lluvioso.
155

¿Qué lecciones podemos aprender?


Al hablar de la elaboración de cerámica, al igual que de otras actividades productivas,
uno debe diferenciar claramente entre actividades a escala pequeña para el consumo de
la unidad doméstica—que en muchos casos se realizan de tiempo parcial—y la
producción especializada a gran escala para satisfacer la demanda de toda la comunidad
o de algunos sectores sociales, que es una ocupación de tiempo completo (Manzanilla
1986: 463; véase también Feinman y Nicholas 2011, 2012). La mayoría de las unidades
domésticas de alfareros en Huáncito podrían definirse como talleres especializados,
porque su nivel de producción excede ampliamente las necesidades de la familia, y está
destinada al comercio o intercambio. Existen claras evidencias de este nivel de
producción en la Mesoamérica prehispánica (Rattray 1990: 184; Berdan 2014; Smith
2004, 2016).
De acuerdo con Ramie A. Gougeon, la mayoría de actividades que tuvieron
lugar en las unidades domésticas probablemente incluyeron la producción para
satisfacer las necesidades de la familia. Este autor sostiene que si vemos a las unidades
domésticas como “cajas negras” no podemos apreciar la contribución de los individuos
que viven dentro de esos hogares. Por eso “es importante que al discutir la producción
doméstica se examine el papel del individuo. Una forma de lograr este objetivo es a
través del análisis de áreas de actividad y de la división del trabajo” (Gougeon 2012:
141). Dentro de los hogares hay grupos de personas responsables de ciertos trabajos,
“por lo tanto se supone que los arqueólogos excavan los restos de sus actividades y las
localidades” donde se realizaron estas últimas. “El análisis de áreas de trabajo puede
contribuir a los estudios de producción, consumo [y] especialización artesanal a nivel
doméstico y también a la división de actividades y del espacio” (Gougeon 2012: 142).
Aunque la organización del espacio dentro de los hogares de Huáncito muestra
algunos patrones regulares, si la analizamos siguiendo el concepto de “áreas de
actividad” nos enfrentamos a ciertos desafíos, por el hecho de que la mayoría de las
actividades no se llevan a cabo en áreas restringidas espacialmente, ni se caracterizan
por una acumulación de herramientas, productos desechados o materias primas. Como
hemos visto, las actividades realizadas por los artesanos aquí no se hacen de manera
consistente en el mismo lugar, y varias tareas pueden realizarse en el mismo punto a lo
largo del tiempo.
Sugiura y Serra (1990: 208) afirman que muchos estudios sobre áreas de
actividad carecen de un objetivo más allá de su identificación en contextos
156

arqueológicos, y proporcionar una “descripción formal de su funcionalidad”. Por su


parte Schiffer (1988: 472) ha dicho que si bien varios estudios arqueológicos están
basados en la suposición de que los artefactos analizados se depositaron como restos
primarios (es decir que se encuentran en el lugar donde fueron usados), este tipo de
resto se produce sólo bajo ciertas condiciones limitadas. Esta observación quedó
corroborada por mi investigación en Huáncito, donde las tareas de limpieza cotidiana en
las casas (especialmente barrer el piso en los cuartos y el patio) eliminan las huellas
dejadas por la mayoría de las actividades.
Hemos visto en estas páginas que, en el caso de la producción de cerámica, uno
de los problemas en términos de la definición de áreas de trabajo es que la mayor parte
de los artefactos y herramientas utilizados por los artesanos son pequeños y pueden
reutilizarse o transportarse a contextos fuera del lugar donde se usaron (ver la discusión
en Stark 1984: 12). La “visibilidad arqueológica” de estas actividades también es
afectada por el hecho de que no se realizan de manera consistente en el mismo lugar.
Obviamente, mientras más frecuentemente se haga una tarea específica en el mismo
punto, será más probable que deje huellas materiales o marcadores arqueológicos
(Cuadro 6) que los especialistas podrían reconocer como rasgos diagnósticos de una
cierta actividad (Deal 1988: 113).
Aunque el presente estudio no ha considerado una muestra lo suficientemente
grande de unidades domésticas como para llegar a conclusiones definitivas, sí permite
hacer generalizaciones sobre la organización del espacio en los talleres domésticos.
Como podemos ver en los datos discutidos aquí, el espacio en estas casas no se divide
en áreas de actividad específicas, y los residuos de las tareas llevadas a cabo aquí no
siempre se depositan en contextos primarios, ya sea en el lugar de ejecución o cerca del
mismo.
La información etnográfica obtenida durante esta investigación parece indicar la
necesidad de otros modelos o paradigmas aparte de la área de actividad, puesto que los
proponentes de este concepto no toman en cuenta la facilidad con la que ciertas
actividades pueden realizarse indistintamente en un lugar u otro dentro de la vivienda, o
bien iniciarse en un sitio y terminarse en otro, como hemos observado en Huáncito. Si
bien el concepto de área de actividad es una propuesta válida y es muy relevante para la
arqueología en Mesoamérica y en otras áreas, los arqueólogos deben adoptar una
perspectiva más holística, global e integral de todas las actividades que comúnmente se
realizan en una vivienda o taller, tanto las ligadas a la producción alfarera como las que
157

no lo están. Esto nos permitiría entender cabalmente la estructura del contexto espacial
y la organización del trabajo doméstico. Estas perspectivas se pueden obtener o mejorar
a través de observaciones de contextos sistémicos, es decir la gente trabajando en
comunidades contemporáneas, para que las percepciones de la analogía etnográfica
puedan usarse en la interpretación del registro arqueológico.
Peter Mitchell y sus colegas (2006) han explorado la manera en que la gente
organiza los espacios donde viven, y cómo los estudios etnográficos de esos
comportamientos pueden aplicarse a situaciones arqueológicas. Un caso que sirve como
ejemplo es la manera en que los cazadores recolectores del sur de África dan estructura
a sus campamentos y organizan el espacio dentro de ellos. Este ha sido un tema de
interés durante mucho tiempo para el trabajo etnográfico entre los bushmen
(bosquimanos) que sobreviven en el desierto Kalahari de Sudáfrica, analizando las
implicaciones culturales de los cazadores recolectores para las investigaciones
arqueológicas en general en otras partes del mundo (Mitchell et al. 2006: 81).
Otra aportación importante para los estudios etnoarqueológicos sobre en uso del
espacio cultural viene de Robert Jarvenpa y Hetty Jo Brumbach (2006), quienes se
propusieron “evaluar uno de los conceptos fundamentales de la antropología y de las
ciencias sociales: la división sexual del trabajo”. En la opinión de estos autores, los
arqueólogos que suponen de manera rígida una división del trabajo de acuerdo al género
en todas las sociedades por todo el mundo moderno pueden estar proyectando sus
creencias occidentales sobre el registro arqueológico (Jarvenpa y Brumbach 2006: 97).
Al hablar de la especialización dentro de la unidad doméstica, estos autores dicen que
ésta “les permite a las familias y a otras unidades sociales de escala pequeña
desempeñar una más amplia variedad de tareas y de habilidades que cualquier individuo
pudiera desarrollar independientemente” (Jarvenpa y Brumbach 2006: 98).
Susan Lawrence (1999: 121) ha explorado el papel del género como principio
fundamental que estructura la actividad y cultura humana, y por lo tanto a la evidencia
arqueológica también. Aunque tanto el género como las unidades domésticas son
básicos para las sociedades, apenas recientemente hemos visto un interés explícito por
parte de los arqueólogos en estudiar hasta qué punto el género podría afectar los
patrones en los restos materiales de las residencias. Según esta autora, una “arqueología
de género” podría contribuir a los estudios de las actividades domésticas,
proporcionando otro punto de acceso a la naturaleza compleja y dinámica de las
unidades domésticas.
158

El trabajo de Amos Rapoport (1990) ha sido muy relevante para nuestra


comprensión de las implicaciones arqueológicas del comportamiento que vemos entre
los alfareros de Huáncito. Rapoport sostiene que la noción de “actividades” no es del
todo evidente por si misma, sino que necesita de clarificarse, por ejemplo en cuanto a la
relación de las actividades con la “cultura” y en términos de cuatro aspectos, a saber: (1)
los más obvios aspectos instrumentales (la naturaleza de las actividades); (2) cómo éstas
se llevan a cabo; (3) cómo se agrupan en sistemas; y finalmente (4) el significado o
aspecto latente de todas las actividades.
Rapoport piensa que “no podemos discutir actividades aisladas, sino sistemas de
actividades… [su] entorno igualmente no puede considerarse aisladamente… por lo que
los sistemas de actividades usualmente ocurren en sistemas de entornos. Estos se
organizan de maneras variables y complejas, no sólo en el espacio sino también de otras
maneras, todas relacionadas con la cultura”. La implicación de estas observaciones es
que “lo que pasa en una parte del sistema influencia grandemente lo que sucede o no
sucede en otra parte…” y además “una manera particular de abordar la pregunta
importante sobre interacción entre medio ambiente y comportamiento” es indagar
“quien hace qué, en dónde, cuándo, incluyendo o excluyendo a quién (y por qué)”
(Rappoport 1990: 9). Para Rapoport, “el medio ambiente construido, o sistema de
entornos (incluyendo elementos fijos y semi fijos) está muy cerca del concepto de
cultura material como lo usan los arqueólogos” (p. 19). Estas observaciones son
relevantes para el estudio de la organización espacial del comportamiento en las
unidades domésticas de Huáncito.
Mi trabajo sobre las actividades alfareras en el marco del espacio doméstico ha
explorado el contexto sistémico y sus implicaciones arqueológicas, pero sólo en pocos
casos de estudio y por un tiempo limitado. Es mucho lo que queda por hacer, pero los
resultados hasta ahora han sido bastante esclarecedores y alentadores.

Tecnología de cocción de la cerámica: evidencia arqueológica y etnográfica

Como ya señalamos, hasta hace algunos años la mayoría de los estudiosos pensaban que
el horno de tiro vertical todavía usado por muchos alfareros tradicionales en México fue
una innovación tecnológica introducida por los españoles después de la Conquista,
como parte de un complejo tecnológico que incluía el vidriado y el torno de alfarero. De
hecho, existen pocos ejemplos de los hornos de alfarero introducidos por los españoles
159

al Nuevo Mundo. En el Valle de Moquegua del sur de Perú se han identificado varias
localidades con hornos aparentemente asociados con las “bodegas” o lugares de
elaboración de vino en el periodo colonial. Estos hornos son de tamaño, diseño y
construcción variables, y su probable función fue la de quemar vasijas de barro para
fermentar y transportar el vino y el brandy, o bien para calcinar minerales de calcio u
otros materiales. Estos hornos muestran características similares a los “hornos árabes”
de España, así como otros rasgos comunes a la tecnología española que fue importada al
Nuevo Mundo (Rice y Van Beck 1993).
Una pregunta que todavía no se ha abordado completamente por los arqueólogos
es hasta qué punto los hornos prehispánicos eran similares a los que trajeron los
europeos, de qué manera diferían, y cómo se combinaron ambas tecnologías para
producir el horno que conocemos actualmente en México. Las respuestas a estas
preguntas están empezando a aparecer, gracias a investigaciones recientes sobre la
producción alfarera en Mesoamérica, en particular la tecnología de cocción (ver la
discusión en Pool 2000 y Rice 2015). Lo que sigue es una breve discusión de varios de
estos hallazgos arqueológicos que han tenido lugar en el Valle de Oaxaca, el Valle de
Puebla-Tlaxcala, el área maya y la Sierra de los Tuxtlas, Veracruz, entre otras regiones
de México y Centroamérica.
Andrew Balkansky y sus colaboradores documentaron los hornos de alfarero
modernos usados en Atzompa, Oaxaca, a los que describen como instalaciones más o
menos permanentes hechas de piedra o adobe (al igual que material reciclado de hornos
más viejos) y de una mezcla de dos arcillas, que sirven como mortero y para cubrir el
interior de los hornos (Balkansky et al. 1997: 140). Los citados autores comparan estos
hornos modernos con los elementos para cocción de cerámica descubiertos por ellos en
contexto arqueológico en Ejutla, en el Valle de Oaxaca en 1991. Se trata de pozos
excavados en la roca madre y llenos de una densa capa de ceniza y tiestos, además de
cantidades considerables de carbón. Según estos autores, partes de la roca madre en la
base de estos elementos estaban quemadas, y ellos opinan que parecen haber servido
como un medio de cocción relativamente poco permanente e informal para elaborar la
cerámica (Balkansky et al. 1997: 145). De acuerdo con Feinman y Balkansky (1997), la
cocción de cerámica en Ejutla, Oaxaca, se llevaba a cabo en estos “hornos de pozo”
mencionados arriba, que se encontraron en las excavaciones arqueológicas cubiertos por
una capa densa de tiestos que contenían ceniza y una amplia variedad de artefactos:
objetos de barro desechados (los tepalcates que cubrían la boca del horno), concreciones
160

de arcilla, cantos rodados, roca madre quemada y tiestos. Todos estos materiales son
consistentes con contextos de cocción de cerámica (Feinman y Balkansky 1997: 136).
Recientemente la cantidad de hornos de alfarero prehispánicos encontrados en
Mesoamérica ha aumentado considerablemente, pero otras áreas también han
producido hallazgos no menos interesantes. Al norte del área mesoamericana, en el
suroeste del actual territorio de Estados Unidos, Eric Blinman realizó la excavación de
hornos para cerámica en el territorio de la cultura anasazi de Arizona, que
aparentemente pertenecen al periodo 800-1100 DC. Se trata de elementos en forma de
trinchera de 80-120 cm de ancho por 10-30 cm de profundidad y 1.5-8 m de largo, que
usualmente aparecieron asociados con rocas ennegrecidas abundantes y carbón
(Blinman 1993: 21).
Regresando a Mesoamérica, vemos que las excavaciones arqueológicas
realizadas por Andrés Ciudad y Marilyn Beaudry-Corbett (2002) en el área de
Catacamas, departamento de Olancho, al noreste de Honduras, revelaron una estructura
de barro con forma de cúpula, que se identificó como horno para la elaboración de
cerámica, con dimensiones de 1.67 m de ancho y 1.20 m de alto. Según los autores de
este hallazgo, “la presencia de múltiples pisos de ceniza y carbón densos y compactados
en el interior fortalecían la identificación de la estructura como un horno…” (Ciudad y
Beaudry 2002: 564). Los mismos autores reportaron otro horno de alfarero prehispánico
encontrado en el sitio de Agua Tibia, Guatemala, asociado “con una gruesa capa de
pajón, agujas de pino y troncos de madera quemados, en la que se rescataron alisadores,
machacadores, bastantes fragmentos de cerámica calcinados y defectuosos…” (Ciudad
y Beaudry 2002: 568).
Los hornos prehispánicos encontrados en Tepeaca (en el valle de Puebla-
Tlaxcala) por Ronald Castanzo en 2004 parecen haberse usado para quemar tanto cal
como arcilla. En las excavaciones realizadas en esta área del centro de México han
aparecido muchos hallazgos importantes relacionados con la manufactura y utilización
de hornos en la antigüedad, incluyendo los restos de 86 estructuras, de las cuales 37
parecen haber servido para hacer cal, mientras que en siete pudieron haberse elaborado
objetos de barro durante el periodo Formativo (Castanzo 2004: 4-5; ver también
Castanzo 2009: 136). Durante el trabajo de campo Castanzo (2009: 134) encontró
“cientos de elementos identificados como hornos…” el relleno de estas estructuras de
combustión incluyó material asociado con la industria alfarera, como concentraciones
grandes de tiestos o tepalcates, nódulos de arcilla y herramientas como “machacadores”
161

que pudieron haberse empleado en la tradición alfarera local, para preparación de la


arcilla.
De acuerdo con Castanzo, con el fin de construir una de estas instalaciones para
cocer loza los trabajadores prehispánicos excavaron la tierra superficial hasta llegar a la
capa de tepetate para hacer un agujero con diámetro de por lo menos 70 cm. Varios de
estos elementos encontrados en contextos arqueológicos tenían huellas de quemado:
color entre rojizo y anaranjado altamente oxidado, partículas de carbón incrustadas en
las paredes y pisos carbonizados. Se encontraron tiestos desechados en los contextos
excavados en esta misma área; se trata de vasijas quebradas o mal cocidas, o bien
pedazos de objetos de barro usados para sostener a las vasijas que se quemaban dentro
del horno. Otras huellas de cocción de cerámica fueron algunas figurillas que estaban
rotas o mal quemadas, así como bloques de arcilla y dos machacadores (Castanzo 2009:
135-136).
No muy lejos de los anteriores ejemplos, en Cuentepec, Morelos, la quema de
comales es una actividad que se realiza al aire libre en unidades semi-permanentes de
cocción, formadas por rocas dispuestas en círculo y que usan excremento de vaca junto
con zacahual (varas de maíz seco) como combustible. Los comales que van a quemarse
se cubren con ceniza que ha sobrado de quemas anteriores; igualmente se utilizan
fragmentos de comales que se han roto con el tiempo para formar el “horno” temporal
(López Varela 2005: 60).
Otro ejemplo de quema de objetos de barro sin hornos formales es reportado por
Reina y Hill (1978), quienes observaron en varios lugares de Guatemala las técnicas de
cocción de aparente origen prehispánico que han sobrevivido hasta la actualidad. Según
estos autores, la quema de vasijas se lleva a cabo usando la técnica tradicional de
fogatas a cielo abierto, en la que las vasijas se acomodan una sobre otra encima de una
base de leña, cubierta de más leña y de agujas de pino; además se colocan grandes
tiestos alrededor del fuego para conservar el calor. Una técnica muy interesante
reportada por los citados autores consiste en la utilización de “hornos temporales”
construidos con postes de madera fresca y ramas sobre una cama de ceniza, alrededor de
la que se construye una especie de “cabaña” de leños que se cubre con grandes
cantidades de arbustos y ramas verdes usadas como combustible (Reina y Hill 1978: 24,
106, 123).
162

Figura 63. La cocción de vasijas en Camoapan (Sierra de los Tuxtlas, Veracruz) durante el periodo
Clásico tuvo lugar en hornos circulares de tiro vertical, muy parecidos a los que se usan actualmente en
esa región (adaptado de Arnold et al. 1993).

Otra importante contribución a este aspecto de la arqueología mesoamericana la


debemos a Philip Arnold (2005), quien realizó un estudio de alfareros contemporáneos
en la Sierra de los Tuxtlas, Veracruz, para evaluar las razones que con frecuencia se
mencionan para explicar las variaciones entre la pirotecnología cerámica, concretamente
el uso de hogueras o de hornos: (1) la precipitación pluvial; (2) la disponibilidad de
combustible; (3) la intensificación de la producción. De acuerdo con Arnold, sin
embargo, “ninguno de estos tres factores parece ser una fuerza primaria que afecte la
quema de alfarería en la Sierra de los Tuxtlas… [sino que ] los artesanos… modifican
sus estrategias de cocción en función del espacio doméstico disponible para llevar a
cabo las actividades de producción de cerámica” incluyendo la cocción, que puede
realizarse en hornos o en fogatas al aire libre (Arnold 2005: 36).

Las investigaciones de Arnold et al. (1993) en Camoapan, Veracruz,


descubrieron que la cocción de vasijas de cerámica durante el periodo Clásico incluía el
uso de hornos de forma circular con tiro vertical, parecidos a los usados hoy día en la
misma región. Los hornos prehispánicos excavados por los citados autores tienen un
diámetro interior promedio de aproximadamente 1.5 m y una altura aproximada de 1.82
m (aunque no se conservaron restos de las paredes); fueron construidos de adobe con
desgrasante de fibras. Aparentemente el interior del horno estaba dividido en dos partes:
una caja inferior para el combustible, y la cámara de combustión superior para las
163

vasijas (Arnold et al. 1993: 182-183) (Figura 63). Uno de estos hornos aportó evidencia
sobre la posible manipulación de las condiciones de cocción, ya que el acceso al fogón
era a través de un túnel de aproximadamente 30 cm de ancho, y los excavadores
encontraron “una piedra grande de basalto bloqueando la entrada, sugiriendo que el
túnel podía cerrarse para controlar el flujo de oxígeno y por lo tanto la atmósfera de
cocción” (Arnold et al. 1993: 183).

La quema de vasijas a cielo abierto en Michoacán


Hasta ahora hemos estado discutiendo el uso del horno de alfarero en Jalisco y
Michoacán, y hemos mencionado los pocos casos conocidos arqueológicamente de
hornos utilizados para cocer las vasijas en Mesoamérica durante el periodo
prehispánico. En las siguientes páginas discuto dos ejemplos de la tradición alfarera
tarasca moderna, en la que se queman las piezas a cielo abierto, quiere decir sin usar
hornos o alguna otra estructura de cocción.

Figura 64. Los pueblos tarascos de Zipiajo y Cocucho se localizan en la cuenca de Zacapu y la Meseta
Tarasca respectivamente (adaptado de Moctezuma 2001: Figura 1).

En estos casos las vasijas también se forman completamente a mano, sin los moldes
descritos arriba. El primer ejemplo viene de Zipiajo, una comunidad tarasca en la
cuenca de Zacapu, en el norte-centro de Michoacán (Moctezuma 1998, 2001; Williams
164

1996), la segunda es Cocucho, un pueblo tarasco en la Meseta Tarasca (Figura 64) que
es famoso por sus vasijas de gran tamaño (Moctezuma 2001).
La cuenca de Zacapu se reconoce como una de las áreas culturales tarascas de
Michoacán, de hecho los estudios arqueológicos en la región han descubierto un
desarrollo cultural muy importante de por lo menos mil años de antigüedad (Arnauld et
al. 1993). A mediados del siglo XX se realizó un proyecto de drenaje a gran escala en la
cuenca lacustre, que en gran medida transformó el paisaje de abundantes pantanos,
manantiales y un lago pequeño, donde había muchos tipos de flora y fauna acuáticas
(Williams 2014b: 194-195). Muchos de estos elementos acuáticos aparecen
representados en la tradición cerámica local antigua, que es una de las más sofisticadas
de Michoacán, si no es que de Mesoamérica (Carot 1994). En la actualidad Zipiajo es
famoso por sus ollas de color café y de gran tamaño, que se queman sin horno y por lo
tanto tienen manchas de humo que les da una apariencia un tanto “rústica” (Figura 65).
De acuerdo con Patricia Moctezuma (1998), Zipiajo es una comunidad campesina
localizada al suroeste de Morelia, la capital del estado, y al sureste de Zacapu. La
mayoría de los residentes tienen una relación íntima con los pueblos vecinos, y
comparten una tradición culinaria similar que requiere de ollas y comales de barro. Hay
un fuerte patrón de comercio e intercambio así como lazos de parentesco por
matrimonio con las comunidades tarascas de la cuenca de Pátzcuaro. La forma
predominante de tenencia de la tierra es el ejido (campos de cultivo alrededor de un
pueblo, originalmente otorgados como una forma de propiedad comunal). La alfarería
tiene un papel relevante como fuente adicional de ingresos, aparte de la agricultura
(Moctezuma 1998: 93).
La manufactura de loza en Zipiajo es una actividad principalmente femenina,
pues son las mujeres las que hacen la mayor parte del trabajo, desde buscar las materias
primas hasta la elaboración y cocción de las vasijas. Las utilidades de la venta se usan
para mantener a las familias, especialmente para comprar comida (Moctezuma 1998:
96). En 1990 había 332 mujeres alfareras en Zipiajo (Ramírez 1990: 3), que elaboraban
ollas y comales de diferentes tamaños con poca variación estilística, que eran
estrictamente para el consumo local, aunque a veces se vendían a turistas que las usaban
como elementos decorativos. Otro producto común es el “cajete”, un tipo de cuenco
usado como tapa para las ollas. Un rasgo adicional de la manufactura de vasijas aquí es
la gran variedad en el tamaño de las piezas: desde pequeñas figurillas usadas como
juguetes hasta ollas de un metro de alto con capacidad de 30 litros. Los comales
165

también pueden ser bastante grandes, alcanzando hasta 80 cm de circunferencia


(Moctezuma 1998: 94).

Figura 65. Actualmente Zipiajo es conocido por sus ollas de gran tamaño, que son elaboradas sin horno y
por eso suelen estar manchadas de humo, lo cual les da una apariencia “rústica” (fotografía de Teddy
Williams).

Figura 66. En Zipiajo la arcilla negra suele colarse con una red o fibra (en este caso se usa una bolsa de
malla de plástico), para eliminar las impurezas como piedras pequeñas, ramas, etcétera (1995).

Las artesanas de Zipiajo usan dos tipos de arcilla, una roja y otra negra; la
primera es para ollas y comales y se extrae de las tierras comunales del pueblo. La
arcilla negra usualmente se tiene que cernir con una red fina (puede ser una bolsa de
166

fibras de plástico) para eliminar las impurezas como pequeñas piedras, ramitas, etcétera
(Figura 66). Una vez cernido el barro se mezcla con arena burda color negro (de
probable origen volcánico) que sirve como desgrasante. La leña la consiguen los
hombres cuando van a realizar sus labores al campo, pero a veces las mujeres prefieren
recolectar excremento de vaca o pequeñas ramas para usarlas como combustible. Hay
un pasto largo llamado tzurumuta que crece a las afueras del pueblo y se caracteriza por
encenderse rápidamente y arder de manera lenta, por lo que es un combustible muy
eficiente (Moctezuma 1998: 92, 97).

Figura 67. La forma final de la vasija se consigue construyéndola manualmente de la base hacia arriba
(según Moctezuma 1998: p. 100).

Dado que los moldes no se emplean aquí, el proceso de formación de las vasijas
es bastante diferente de lo que vimos en Teponahuasco y en Huáncito. El primer paso
consiste en mezclar la arcilla con el desgrasante y agua, para hacer una pasta con la que
se da forma a la vasija, construyéndola de la base hacia arriba (Figura 67) y luego se
alisa con un olote húmedo (Figura 68). De acuerdo con la información recabada por
Ramírez hace un cuarto de siglo (1990: 6), hay dos métodos para dar forma a la olla: (1)
se hace un “rollo” de barro y sus extremos se juntan en forma de “dona”. Las paredes de
la vasija se van formando a mano, hasta que asemeja un cilindro hueco al que se le
añaden gradualmente pedazos de arcilla para aumentar su altura. (2) Dos placas
rectangulares de barro se paran una frente a la otra y se van uniendo lentamente a mano.
El grosor inicial de estas placas es de unos 5 o 6 cm, pero se van haciendo más delgadas
al irse haciendo las placas más altas. En ambos métodos el proceso de formar la vasija
termina cuando la artesana alisa la arcilla con un olote.
167

Figura 68. Esta artesana está alisando una vasija con un olote húmedo para darle una superficie lisa y
uniforme (según Moctezuma 1998: p. 100).

Figura 69. Una vez que se ha conseguido la forma de la vasija se usa una piedra de río de grano fino para
alisar la parte exterior (1995).

Las ollas generalmente se hacen en dos etapas: primero la mitad superior se


forma (como se describe arriba) y se deja secar durante varios días. Una vez que el
barro está firme, la vasija se voltea para abajo para hacer la base añadiendo pedazos de
arcilla al cuerpo de la olla. Después de esto la pieza se deja de nuevo secar. Una vez que
se ha conseguido la forma inicial, el interior de la vasija se “rebaja” con una herramienta
de corte hecha de metal (descrita abajo), para eliminar el exceso de material y hacer las
168

paredes más delgadas. Finalmente, la pieza se alisa con una piedra de río para darle una
superficie uniforme que ayuda a la mejor cocción durante la quema final (Figura 69).
La extracción de arcilla es más difícil en la época de lluvias, porque está mucho
más pesada por el exceso de humedad, así que es más trabajo transportarla a la casa de
las artesanas (Ramírez 1990: 5). El tiempo que se necesita para secar las piezas depende
de la temporada del año; en la época de secas se dejan secando por unos 13 días antes de
cocerlas, pero en lluvias se requiere de por lo menos 22 días en promedio. Durante un
día de trabajo una artesana típicamente puede hacer una olla grande, cinco ollas de
tamaño mediano, o diez pequeñas (Ramírez 1990: 7-8).
Las artesanas usan un instrumento de hierro con filo (un fragmento de la hoja de
una sierra mecánica) para raspar el fondo y las paredes interiores de las ollas hasta que
queden del grosor apropiado. Este es un proceso laborioso que requiere considerable
inversión de tiempo para ir raspando el bloque de barro. El conjunto de herramientas o
assemblage es bastante sencillo: olotes de mazorca, piedras de pulir y la herramienta de
metal mencionada arriba (Figura 70).

Figura 70. El conjunto de artefactos (o assemblage) usado por las alfareras de Zipiajo es bastante sencillo;
consiste en olotes, piedras para pulir y una herramienta de metal improvisada (1995).

La cocción de ollas y comales en Zipiajo es bastante diferente de lo que hemos


mencionado en páginas anteriores, principalmente porque no se usa el horno de alfarero.
Primero las piezas se cubren con un engobe de arcilla (que les cambia el color de gris a
café) (Figura 71), y la leña se prepara cortando piezas pequeñas con el hacha (Figura
72). El primer paso del proceso de cocción consiste en preparar el área donde se va a
quemar: hay que barrerla (Figura 73a) y cubrirla con ceniza reciclada de quemas
anteriores (Figuras 73 b-c). Las vasijas deben colocarse en la manera apropiada sobre
169

la capa de ceniza (Figuras 74 a-b), y se enciende un pequeño fuego (con una astilla de
ocote) dentro de cada olla para secarla completamente antes de quemarla. Las ollas se
rodean de leña y se cubren con comales para preparar la quema (Figura 75). En seguida
las vasijas y los comales se cubren con el pasto llamado tzurumuta y estiércol de burro,
ocote (madera de pino con resina), olotes y más leña (Figura 76). El fuego arde entre
unos 30 minutos y una hora, según la forma y el tamaño de las piezas. En algún
momento durante la operación de cocción se pone ceniza encima de las ollas apiladas
cubiertas de pasto, probablemente para mejorar la retención de calor (Figura 77). Las
alfareras tienen un sentido muy desarrollado para calcular la temperatura alcanzada
durante la cocción, lo cual es importante porque les permite retirar las piezas en el
momento correcto y evitar quemarlas demasiado (Figura 78).

Figura 71. En Zipiajo las vasijas se cubren con un engobe de charanda (que les cambia el color de gris a
café) antes de la cocción (1995).

Usualmente la carga de una quema consiste en aproximadamente seis ollas de


gran tamaño, 12 de tamaño mediano o 24 pequeñas. Esta sería la producción promedio
de cuatro alfareras durante dos semanas de trabajo (Ramírez 1990: 12). Las vasijas se
venden en toda la región, pero cada vez son más importantes las ventas al turismo en los
mercados de Morelia y las ferias estatales y otros eventos patrocinados por la Casa de
Artesanías de Michoacán. Los comales de Zipiajo son muy buscados en toda la región y
fuera de ella, porque tienen la reputación de hacer las mejores tortillas (Figura 79).
170

Figura 72. Antes de quemar las vasijas la leña tiene que prepararse, cortándola en trozos pequeños con el
hacha (1995).

(a)

(b)
171

(c)

Figura 73. El primer paso en el proceso de cocción de la loza es preparar el área, para lo cual hay que
barrerla (a) y luego cubrirla con ceniza reciclada de quemas anteriores (b y c) (1995).

(a)

(b)

Figura 74. Las vasijas deben colocarse en la manera apropiada sobre la capa de ceniza (a). Después se
enciende un fuego pequeño (con una astilla de ocote, madera de pino con resina) dentro de cada olla para
secarla completamente antes de iniciar la cocción (b) (1995).
172

Figura 75. Las vasijas se acomodan cuidadosamente en el área de cocción, rodeadas de leña y cubiertas
por comales para proceder a quemarlas (1995).

Figura 76. Las vasijas y comales se cubren con un pasto largo llamado tzurumuta, así como excremento
de vaca y de burro, ocote, olotes y leña (1995).
173

Figura 77. En algún momento durante la cocción se pone una capa de ceniza sobre las vasijas apiladas,
presumiblemente para mejorar la retención de calor (1995).

Figura 78. Las artesanas tienen un sentido muy desarrollado del calor alcanzado por la estructura de
cocción, lo cual es indispensable para asegurar que las piezas se retiren en el momento apropiado (1995).

La segunda comunidad que discutimos aquí es Cocucho, un pueblo tarasco (el


nombre se deriva del vocablo purépecha cucuche o kukúch, que significa “olla”) con
una población de 2 300 habitantes (en 2001). Está localizado sobre una loma en un paso
natural que conecta varias microrregiones, incluyendo la Meseta Tarasca y las tierras
bajas hacia el sur (ver la Figura 64 arriba). Como muchos pueblos tarascos de la Meseta,
los habitantes de Cocucho son en mayor medida campesinos cuya subsistencia diaria se
basa en la agricultura, que aquí se ve complementada por la manufactura de alfarería y
bordado de textiles (servilletas y blusas), estas últimas son actividades
174

predominantemente femeninas. También se realiza la explotación de recursos forestales


como madera y resina, que tienen su papel dentro de la economía local (Moctezuma
2001: 349-350).

Figura 79. Los comales hechos en Zipiajo son buscados en toda la región, pues son inigualables para
hacer tortillas (1995).

De acuerdo con Moctezuma (2001), la manufactura de vasijas en Cocucho –


como ya dijimos, sin moldes ni hornos—involucra técnicas de posible origen
prehispánico, similar al caso de Zipiajo. “Aunque podemos decir que estamos viendo un
caso de continuidad cultural, no podemos dejar de preguntarnos sobre las múltiples
adaptaciones que los artesanos han desarrollado a lo largo de muchos años para
conservar la producción de cerámica como ocupación productiva”, dice Moctezuma
(2001: 343). Entre los pueblos de la Meseta Tarasca, Cocucho se especializa en la
producción de vasijas muy grandes (Figura 80) usadas para almacenar y cocinar el
nixtamal, aparte de preparar varios tipos de comida. Originalmente estas vasijas eran
artículos para la subsistencia que ocasionalmente se intercambiaban con otros pueblos
de la región. Pero la elaboración de esta alfarería encontró una nueva salida comercial
con el mundo exterior, puesto que las ollas de gran tamaño empezaron a buscarse en el
mercado de artesanías mexicano (y hasta cierto punto el extranjero también)
(Moctezuma 2001: 344-345).
Moctezuma (2001: 346-347) narra la historia de Lorenza, una alfarera de
Cocucho que pasó muchos años trabajando con sus dos hijas solteras, elaborando ollas
para cocinar. Ellas iban a los pueblos vecinos para vender su mercancía, y además
ayudaban a los hombres de su familia con las tareas de la agricultura. Por supuesto,
además de estas obligaciones tenían que realizar muchas actividades dentro de sus
unidades domésticas. Ellas complementaban sus ingresos haciendo ollas decorativas
175

para vender en las más importantes ferias de artesanías regionales, como el Día de
Muertos en el Lago de Pátzcuaro o el Domingo de Ramos en Uruapan. Con el paso del
tiempo, las ollas decorativas conocidas como cocuchas (Figura 81) se hicieron famosas
y llegaron a convertirse en prácticamente el sustento de los artesanos locales, gracias a
todos los turistas que las compraban. Poco a poco las alfareras dedicaron más tiempo a
la elaboración de estos bienes suntuarios.

Figura 80. Cocucho es famoso por sus vasijas de gran tamaño, conocidas como “cocuchas” (fotografía de
Patricia Moctezuma).

Moctezuma (2001: 367-368) reporta que para hacer una vasija en Cocucho se
necesitan tres pasos: formado, decoración y cocción, cada uno con sus fases
secuenciales. Las alfareras aquí utilizan principalmente objetos improvisados para hacer
sus herramientas, incluyendo cosas que se desechan en la casa y utensilios reciclados
del trabajo forestal o agrícola. Como sus contrapartes en Zipiajo, usan olotes para alisar
y pulir las vasijas, pero también trapos, piedras lisas y bolsas de plástico, entre otros
materiales. Las paredes de las vasijas de barro todavía fresco se rebajan usando un
cuchillo de metal o “raspador” unido a un mango de madera largo. Este último es
176

necesario porque el raspador tiene que llegar hasta el fondo de las ollas, y muchas
miden un metro o más de altura. Como vimos en el caso de Zipiajo, las hojas recicladas
de las sierras mecánicas se usan para “rebajar” la arcilla.

Figura 81. Las cocuchas tienen un papel importante dentro de la economía local, gracias a que mucha
gente las compra con fines decorativos o suntuarios (fotografía de Teddy Williams).

Las materias primas usadas para hacer las ollas en Cocucho incluyen una arcilla
negra encontrada en fuentes cercanas, así como tierra de origen volcánico que es traída
por los esposos de las artesanas de cerros cercanos (a una distancia de unos 45 minutos
caminando). Las ollas para cocinar se cubren con una capa de charanda, mientras que
las vasijas suntuarias de gran tamaño pueden tener dos acabados diferentes: charanda o
una sustancia llamada machigua, una mezcla amarilla-blanca de maíz con agua con la
que se salpica la superficie con una brocha después de la cocción (Moctezuma 2001:
369).
Una vez que la arcilla se ha preparado añadiendo el desgrasante y amasándola
(Figura 82), la alfarera empieza el proceso de construcción, mismo que Moctezuma
describe en detalle (2001: 374). La fabricación de una cocucha grande es diferente de la
de una vasija funcional de dimensiones pequeñas, por ejemplo una olla para cocinar,
porque el gran tamaño representa un desafío (ver la discusión en Moctezuma 2001). El
fondo de la pieza se hace a mano, después se deja secar durante un día envuelto en un
rebozo. La mañana siguiente la superficie se pule con un olote, y una vez que la arcilla
está seca la artesana empieza a adelgazar las paredes con el cuchillo, mientras se da
forma a la boca con la navaja de la sierra. La parte superior de la olla se hace añadiendo
rollos de arcilla manualmente (Figura 83) hasta alcanzar la altura deseada (Figura 84)
177

y se pule de nuevo con un olote (Figura 85). Cuando ambas mitades están listas se
juntan (Figura 86) y la olla está prácticamente lista para quemarse.

Figura 82. El proceso de elaboración de una cocucha inicia con la preparación de la arcilla: la artesana
primero añade desgrasante, y después amasa la pasta en una esquina de su casa (según Moctezuma 2001:
Figura 4).

Figura 83. La parte superior de la vasija se hace añadiendo rollos de arcilla a mano (según Moctezuma
2001: Figura 6).
178

Figura 84. La artesana sigue construyendo la cocucha hasta que la vasija es más alta y se acerca a la
forma final (según Moctezuma 2001: Figura 8).

Debido a su gran tamaño no es fácil quemar estas cocuchas, así es que hay que
hacerlo una por una. Primero hay que escoger el área apropiada para la operación de
cocción dentro del solar de la casa (Moctezuma 2001: 375), después se hace una “cama”
con pedazos de madera seca y olotes, en donde la olla se coloca cuidadosamente
(Figura 87). Acto seguido se cubre la pieza con leños en posición vertical y estos se
encienden. Las artesanas deben ser muy cuidadosas de factores como la dirección y
fuerza del viento para lograr una flama constante y una quema apropiada. El viento, la
humedad y otros factores externos determinan el tiempo que dura la operación de
cocción, usualmente entre 35 y 60 minutos. Es frecuente que se necesiten dos alfareras
para llevar a cabo esta delicada operación, que involucra mantener a la olla fija en su
sitio con ayuda de palos largos (Figura 88). Al terminar la quema se retira la olla con
mucho cuidado (Figura 89). A veces las vasijas salen con manchas causadas por el
humo y por la quema dispareja, pero esto es parte del “aspecto rústico” de las piezas que
son en gran medida de uso suntuario y como decoración. Una vez terminada la cocucha
la artesana la retira, cargándola sobre la espalda (Figura 90). Es evidente que esta
179

artesanía requiere no sólo conocimientos técnicos, sino también una buena cantidad de
fuerza física.

Figura 85. Para logar una superficie lisa y pareja es necesario alisar las vasijas frescas con un olote (según
Moctezuma 2001: Figura 9).

Figura 86. Una vez que se alcanza la altura deseada, las dos mitades de la vasija están listas para unirse, y
la pieza está prácticamente lista para quemarse (según Moctezuma 2001: Figura 10).
180

Figura 87. Por el tamaño tan grande de las cocuchas, quemarlas es todo un desafío para las alfareras, que
las ponen en el fuego una por una (según Moctezuma 2001: Figura 15).

Figura 88. Con frecuencia dos artesanas colaboran para quemar una olla, pues esta es una operación
delicada que requiere mantener a la pieza fija en su lugar con ayuda de unos palos largos (según
Moctezuma 2001: Figura 18).

Robert C. West reportó que a fines de los años cuarenta “las mujeres de Cocucho
[hacían] grandes ollas con paredes gruesas… ampliamente distribuidas en toda la sierra
como recipientes para cocinar tamales”. También se producía la tunúchi, una olla de
fondo plano usada para guardar las tortillas. West pensaba que la producción de estas
ollas se estaba abandonando lentamente, pues en 1946 solamente había diez mujeres en
Cocucho que las hacían, mientras que en 1841 se producían en casi todas las casas de la
comunidad (West 2013: 137). Aparentemente el paso del tiempo ha demostrado que
West estaba equivocado al pensar que la elaboración de cocuchas iba a desaparecer,
181

Puesto que son muy populares actualmente como elementos decorativos en Michoacán
y en otras partes de México.

Figura 89. Una vez finalizada la quema, las artesanas retiran la pieza con mucho cuidado. Es frecuente
que las ollas salgan de la lumbre con manchas debidas a la cocción poco uniforme, pero esto es parte del
“atractivo rústico” de estas piezas, que son en gran medida de uso suntuario y decorativo (según
Moctezuma 2001: Figura 19).

Figura 90. Una vez que las artesanas han terminado de quemar la cocucha, ésta es transportada sobre la
espalda. Esta artesanía requiere no sólo de un gran conocimiento técnico, sino también de bastante fuerza
física (según Moctezuma 2001: Figura 19).
182

Después de esta breve discusión de dos comunidades tarascas donde se hacen


vasijas con técnicas que son aparentemente de origen prehispánico, sin ayuda de moldes
ni de hornos, en la siguiente sección discuto las implicaciones arqueológicas de estas
observaciones.

Implicaciones arqueológicas
Cuando visité Zipiajo por primera vez (en 1995) y tuve oportunidad de observar una
operación de cocción quedé fascinado, pero a la vez no era muy optimista sobre
encontrar correlatos materiales de la producción de alfarería, lo cual era lo que yo estaba
buscando. En particular, la falta de hornos me hizo pensar que habría pocas huellas para
que un arqueólogo pudiese suponer que se había elaborado cerámica en alguna de las
unidades domésticas de esta comunidad.
Este problema ha sido abordado por varios arqueólogos desde el tiempo de mi
primera visita a Zipiajo. Una aportación importante para el tema de la visibilidad
arqueológica de actividades alfareras es la de Luis Barba, quien me hizo los siguientes
comentarios: “en primer lugar el calentamiento de la superficie modifica las
propiedades magnéticas y son reconocibles usando un magnetómetro. Además la
acumulación de cenizas de combustión modifica el pH del terreno y lo vuelve más
alcalino, lo que también se puede medir. La acumulación de los fragmentos
sobrequemados que son desechos de producción también es un buen indicador…”
Según Barba, “Una cosa que está haciendo mucha falta es el registro de datos
cuantitativos… como la temperatura alcanzada, el tiempo transcurrido, la cantidad de
materia prima y de producto terminado, la cantidad de combustible, etcétera…” (Luis
Barba, comunicación personal, 22 de agosto, 2016). Así pues, estas son algunas de las
pistas que habría que buscar en campo.
A lo anterior podemos agregar información publicada por Shepard en 1956
(1980: 74): “la cocción es la prueba inevitable e inexorable a la que el alfarero debe
someter el producto de su pericia y paciencia. Hasta este momento la arcilla cede ante
su voluntad; el alfarero(a) le da forma a voluntad… Pero para conservarla y usarla, debe
confiarla al fuego, donde no puede decidir si será una cosa digna de orgullo o un
montón de tiestos para la basura. Es entendible que la tarea de quemar genere recelo y
ansiedad…” Sobre la costumbre de cocer vasijas sin horno, Shepard dijo lo siguiente:
“En vista de lo sencillo que es construir un horno de tiro vertical, es sorprendente que
los métodos burdos e improvisados de quemar fueron tan difundidos entre los alfareros
183

anteriores al torno, y los hornos permanentes tan escasos. Ante la falta de [estos
últimos], el alfarero quemaba en un pozo o bien rodeaba las vasijas con combustible
sobre el suelo, subiendo las piezas sobre rocas o una parrilla” (p. 75). Esta descripción
coincide aproximadamente con los ejemplos tarascos que hemos discutido, pero desde
un punto de vista un poco más técnico Shepard dijo que los artesanos así llamados
“primitivos”
… no tienen manera de comparar los valores de calor de diferentes
combustibles, pero sí pueden observar si un combustible en particular tiene
flama limpia o con hollín, si quema silenciosamente o con tronidos, si se
destruye o mantiene su forma y conserva el calor después de que la flama se ha
extinguido… La duración del tiempo que un combustible arde depende de la
proporción de material volátil que contiene, la densidad del carbón, y el tipo de
ceniza que se forma. La ceniza de ciertos tipos de madera actúa como cubierta
aislante sobre el carbón, y así sirve para reducir el ritmo de combustión y
prolongar la quema… El combustible fino como el pasto… se consume
rápidamente, dando calor pronto y requiere renovarse con frecuencia; otros
combustibles, como la madera de roble, arden más lentamente y no hay que
renovarlos tanto… (Shepard 1980: 77).

Shepard fue una de las principales autoridades en el campo de los estudios


cerámicos de su época, por lo que su opinión debe tomarse en cuenta cuando
analizamos el tema de la cocción de alfarería, entre otros tópicos de interés
arqueológico: “la máxima temperatura que he registrado con leña apilada alrededor de
las vasijas fue 9620 C… Es seguro decir que 10000 C se alcanzaron rara vez con la
quema directa a cielo abierto…” (Shepard 1980: 83). Esta información es relevante para
mi discusión de la alfarería de Zipiajo y Cocucho, pues ambas tienen un aspecto
característico y un atractivo especial debido a su baja temperatura de cocción (de
acuerdo con mis propias observaciones).
Kolb, por su parte, abordó la tecnología de cocción desde la perspectiva de la
ecología cerámica. Su discusión de los hornos de alfarero es especialmente relevante
para este capítulo:
Los hornos de tiro vertical son cámaras de combustión cerradas sencillas en las
que el calor se mueve hacia arriba a través de conductos de entrada debajo de los
artefactos cerámicos que se están quemando, y el calor se deja escapar hacia
184

fuera a través del… arco o cúpula del horno… Las temperaturas máximas que se
alcanzan son 900-10000 C. Los combustibles se introducen al fogón localizado
en la cámara de “quemado” en la que se apilan las piezas de cerámica (con o sin
elementos refractarios). El horno de tiro vertical independiente tiene una
plataforma con perforaciones [parrilla] que actúa como piso de la cámara para
dejar que el calor y las flamas penetren desde el fogón hacia la cámara… El
calor y los gases escapan por una chimenea o tubo en la parte superior del horno
o por una boca abierta que cuenta con cubierta temporal (tiestos grandes,
ladrillos sueltos, lámina de metal, etc.) El horno abierto en la parte de arriba
facilita la carga y descarga y es común entre los alfareros tradicionales (así
llamados “campesinos”)… (Kolb 1996: 104).

En este sentido, hemos visto que el consumo de combustible en los hornos y las
cocinas de Huáncito es considerable (Cuadro 2), y las implicaciones ecológicas de este
hecho se consideran en el Capítulo IV en el contexto de Tzintzuntzan, la capital del
imperio Tarasco, y de otros asentamientos grandes en el área bajo el dominio de los
tarascos durante el periodo Protohistórico.
Tal vez sea demasiado extremo sugerir que la cocción de alfarería a cielo abierto
es más “primitiva” que el uso de hornos, pues hemos visto en esta discusión que en
algunos casos los hornos y las hogueras se usan de manera simultánea (v. gr. la
investigación de Arnold en Veracruz). La decisión del(a) alfarero(a) sobre el tipo de
técnica que se usará en la quema tiene que ver con distintas variables, por ejemplo el
espacio disponible en el lote donde trabaja; la frecuencia con que se elabora loza y los
volúmenes de producción, entre otros factores. En los casos de Zipiajo y Cocucho, la
calidad “rústica” de las vasijas—que se adquiere por la quema a cielo abierto—las hace
elementos inigualables para la decoración, aparte de su propósito utilitario original. Tal
vez valga la pena explorar esta idea con más profundidad en investigaciones futuras.

Comentarios finales
Jeremy Sabloff dijo que hasta fines de la primera mitad del siglo XX muchos
arqueólogos todavía “estaban preocupados principalmente con el desciframiento de la
función de los artefactos, y con ubicarlos en el tiempo y el espacio...” Pero actualmente
“los objetivos de la arqueología… son mucho más ambiciosos...” Ahora se pretende
“explicar el proceso de cambio cultural a través de periodos largos...” Según Sabloff,
185

“El punto de vista tradicional o normativo, derivado de la perspectiva que dominó a la


antropología cultural americana por la mayor parte [del siglo XX] enfatizaba las ideas
compartidas... que se expresaban en rasgos culturales, y las culturas se caracterizaban
por largas listas de estos rasgos, como... la forma de hacer y decorar la cerámica... el
énfasis general era sobre la homogeneidad de las culturas…” (Sabloff 1990: 5-8).
Como vimos en el Capítulo II, mi estudio de la producción cerámica tarasca
sigue una filosofía y perspectiva diferentes de la observada por la arqueología
tradicional o normativa. El primer caso de estudio discutido aquí tiene que ver con la
ecología cerámica en una comunidad de alfareros en Jalisco, perspectiva que también
está presente en la discusión de los artesanos tarascos de Huáncito. Arnold (2005)
propone que la ecología cerámica ha extendido su rango de acción y su influencia de
manera considerable en las cinco décadas desde su introducción por Matson. Gracias a
esta expansión del campo, ahora somos capaces de producir las síntesis sobre relaciones
ecológicas amplias que anticipó Matson. Sin embargo, la creciente atención prestada a
la alfarería y a los alfareros ha sido tema de varias orientaciones teóricas contradictorias.
Entre estas perspectivas hay un punto de vista que considera a la ecología cerámica
como “reduccionista” y “funcional”, porque hace demasiado énfasis sobre el medio
ambiente natural de la producción de cerámica a expensas del contexto social del
alfarero. Aunque este tipo de críticas son valiosas hasta cierto punto, la gente que las
hace no siempre comprende el carácter multidisciplinario e incluyente de la ecología
cerámica contemporánea (Arnold 2005: 35). Mi trabajo en Teponahuasco fue concebido
en cierta manera como una reacción ante las tendencias normativas en la arqueología
del occidente de México que se obsesionan con los estilos y tipos cerámicos e intentan
traducirlos a “culturas”. Ya he mencionado que entre las más fuertes críticas a esta
perspectiva están las expresadas por Weigand (1995), quien pensaba que los
arqueólogos con frecuencia ponían a la cerámica sobre un “pedestal conceptual” al darle
una carga interpretativa que era más pesada de lo que podía soportar. Esta carga no
debería ponerse sobre la cerámica si realmente estuviéramos interesados en desarrollar
una arqueología antropológica en el occidente de México. Las investigaciones
arqueológicas en esta área cultural durante décadas han consistido en examinar la
cerámica en primer lugar (establecer su tipología, su cronología y los límites de
distribución de varios tipos), para después hacer que otros datos, si es que los hay, se
adapten a este marco de referencia limitado. El error aquí consiste en reducir todos los
datos arqueológicos (v. gr. arquitectura, ceremonialismo funerario, assemblages líticos,
186

etcétera) para hacerlos caber dentro de los criterios específicos de una perspectiva
cerámica. Según Weigand (1995) esto es nada menos que “reduccionismo empírico” y
es contraproducente porque nuestra base de datos arqueológicos es bastante limitada e
incompleta.
Siguiendo con las ideas de Weigand, los arqueólogos a veces crean “provincias
cerámicas”, luego las llaman “culturas” y las manipulan como si fueran entidades
sociales. Esto simplemente no debe hacerse, puesto que no es válido ni lógico. En el
mejor de los casos no puede ser nada más que una simple historia del arte;
definitivamente no es arqueología antropológica. Este enfoque “ceramocéntrico” ha
dañado seriamente nuestra capacidad de entender el pasado, según Weigand (1995: 13).
Al tomar en cuenta factores ecológicos, incluyendo los patrones climáticos que
funcionan como agentes limitantes en varias regiones donde se produce cerámica,
hemos intentado demostrar cómo el trabajo etnoarqueológico puede abrir nuevos
caminos para la investigación en el occidente de México y en otras áreas de
Mesoamérica y fuera de ella, que no dependerían de un enfoque normativo.
El segundo caso de estudio presentado aquí fue realizado en Huáncito, donde la
manufactura de alfarería es el sostén para la mayoría de la gente. En esta sección vimos
cómo se organiza el trabajo en el nivel de la unidad doméstica, discutiendo la obtención
de arcilla, la manera en que ésta se transforma en vasijas de muchos tipos y formas en
los talleres domésticos, y el impacto ecológico de la cocción en el horno usando leña de
los cerros cercanos como única fuente de energía. Otro aspecto de mi investigación en
Huáncito tiene que ver con los procesos de cambio y persistencia dentro de una
tradición cerámica.
La discusión de hornos y de sus requerimientos de combustible sería menos
pertinente para la arqueología si no tuviéramos evidencia del horno de alfarero en
Mesoamérica prehispánica. Pero de hecho tenemos bastante información arqueológica
para probar la existencia de hornos antes de la llegada de Colón, como discuto en este
capítulo. Las excavaciones realizadas recientemente por De Lucia (2013) en Xaltocan,
una aldea antigua en la cuenca de México, han producido evidencias de varias
actividades de subsistencia llevadas a cabo en una unidad doméstica, incluyendo áreas
de cocción donde se elaboraban vasijas de barro (ver la Figura 62 arriba).
Un aspecto de mi trabajo en Huáncito que también está orientado hacia la
arqueología tiene que ver con el uso del espacio en las unidades domésticas y la
“visibilidad arqueológica” de la manufactura de objetos de barro en el contexto de lo
187

que los arqueólogos han concebido como “áreas de actividad” en Mesoamérica y en


otras regiones (cfr. Allison [editor] 1999). En este sentido, la investigación de De Lucia
es relevante para mi discusión de marcadores arqueológicos y el uso del espacio
doméstico, porque esta investigadora usó un enfoque novedoso para la arqueología
doméstica, con varias perspectivas analíticas que tomaron en cuenta ejemplos
etnoarqueológicos para arrojar luz sobre sus preguntas de investigación.
De Lucia siguió un “enfoque de micro arqueología para investigar las estrategias
productivas en las unidades domésticas de Xaltocan, una capital isleña en el norte de la
cuenca de México…” que floreció alrededor de 900-1350 DC. Ella examinó las
actividades de producción doméstica “integrando múltiples líneas de evidencia
incluyendo micro-artefactos, química de suelos y… macro artefactos que [representan]
una diversidad de actividades” en las casas (De Lucia 2013: 353). De acuerdo con De
Lucia, las unidades domésticas en este sitio durante la época anterior a los aztecas no
sólo tenían estrategias económicas diversas, sino que también estaban inmersas en
distintas actividades productivas simultáneamente (véase a Hirth 2009a para más
ejemplos).
Un hecho importante resaltado por De Lucia es que “las casas en Mesoamérica
se barrían de manera meticulosa, a veces todos los días, por eso quedan pocos macro-
artefactos in situ sobre los pisos de las casas para interpretar áreas de actividad [ver a
Hayden y Cannon 1983]. Además, cuando las casas eran abandonadas típicamente se
retiraban las herramientas y los materiales útiles…” Esto hace difícil “a los arqueólogos
identificar áreas de producción o entender cómo las actividades se organizaban en el
nivel de unidad doméstica. Incluso cuando los artefactos se recuperan directamente de
los pisos de los cuartos, no necesariamente representan sus contextos originales de uso,
pues son objetos portátiles que pudieron haberse movido” (De Lucia 2013: 354).
Gracias a desarrollos recientes en las técnicas de excavación arqueológica y en
los estudios de laboratorio, incluyendo métodos de microanálisis, existe un nuevo
“potencial para identificar un rango mayor de actividades productivas. Por ejemplo, los
micro-artefactos —pequeños restos de actividades humanas— son pisados sobre las
superficies de vivienda y así quedan como indicadores espaciales de actividades
domésticas… Las altas concentraciones de micro-artefactos en un mismo lugar
representarían contextos repetitivos a largo plazo para las actividades” (De Lucia 2013:
354). Otro punto importante para tomar en cuenta es que, según De Lucia (2013), los
residuos de las actividades humanas llegan a incorporarse y “absorberse” en la
188

superficie del piso de una casa y así pueden identificarse químicamente en una situación
arqueológica. Diferentes actividades dejan residuos químicos distintivos, y los restos de
actividades antropogénicas son similares en muchas culturas.
En su investigación en Xaltocan, De Lucia integró el análisis de micro-artefactos
con estudios de química de suelos y un estudio contextual de restos mayores in situ, y
además consultó las fuentes etnohistóricas a fin de identificar un rango más amplio de
actividades de producción. Esto le permitió considerar la manera en que se organizaba
la producción doméstica a nivel de una casa y compararla con otras dentro del
asentamiento. Los métodos que empleó para identificar actividades en entornos
domésticos incluyeron la flotación de restos de la excavación y la obtención de muestras
de suelo para realizar análisis químicos, que buscaban definir “elementos traza usando
espectrometría inductiva de plasma de emisiones atómicas (ICP-AES)”. Estos enfoques
múltiples permitieron identificar varias actividades productivas a nivel doméstico,
incluyendo el procesamiento de pescado y otros recursos acuáticos. La pesca también se
sugiere por tiestos modificados en forma de discos pequeños con muescas, que pudieron
haberse usado como pesas para la red (como los que han documentado Parsons 2006 y
Williams 2014b, 2014c, 2014d). También se encontraron un malacate y varios
artefactos para tejer, los que pudieron haberse empleado para hilar fibras y hacer las
redes respectivamente. Además de procesar el pescado, otra actividad presente en este
sitio es la producción de tortillas, como indica la presencia de calcio o de cal apagada,
utilizada para hacer el nixtamal (granos de maíz tratados con una solución de lejía,
hidróxido de calcio o ceniza de madera) que servía para hacer tortillas, tamales y otros
platillos de la dieta mesoamericana. Un área del sitio estaba densamente cubierta de
ceniza, lo cual sugiere que la preparación de alimentos pudo haber tenido lugar ahí,
mientras que en otra área se pudieron haber elaborado petates (esteras) de tule, como
sugiere la presencia de piedras usadas para aplanar los tallos de esa planta (De Lucia
2013: 358-359), como las reportadas por Williams (2009a, 2014b, 2014c) en zonas
acuáticas de Michoacán.
La investigación de De Lucia y de otros autores mencionados aquí demuestra la
manera en que el trabajo etnoarqueológico desarrollado entre artesanos debe
complementarse con otras líneas de evidencia siempre que sea posible. Un buen
ejemplo de esto es el estudio de trazas químicas y microrestos en hogares prehispánicos,
como se discute a continuación. Barba (2016: 71) dice que el análisis de manchas y
residuos en el suelo permite al arqueólogo identificar un gran número de actividades
189

que tuvieron lugar dentro de las casas. Los pisos hechos de tierra apisonada, como los
que había en las viviendas mesoamericanas, muestran patrones de desgaste diferencial,
y pueden conservar durante muchos años los residuos de sustancias que se derramaron
accidentalmente. Barba (2016: 72) llevó a cabo un estudio etnoarqueológico en varias
casas contemporáneas en San Vicente Xiloxochitla, en el centro de México, en donde
pudo observar que los espacios domésticos (suelos) usados para preparación y consuno
de alimentos estaban enriquecidos por materiales orgánicos con mayor intensidad que el
resto de la casa. En contraste, las zonas dedicadas al tránsito, descanso y
almacenamiento mostraban menor cantidad de residuos que las primeras. Esta
perspectiva se usó para interpretar los hallazgos de excavaciones arqueológicas en el
sitio prehispánico de La Laguna, Tlaxcala. Ahí se excavaron dos fogones, uno que
aparentemente se usó para preparar alimentos, mientras que el otro fue una estructura de
combustión pequeña, de forma circular y semi subterránea, usada para preparar
barbacoa o agave. A través del estudio de residuos químicos preservados en los pisos y
en otros restos del entorno construido en las casas prehispánicas, los arqueólogos y
otros especialistas pueden reconstruir la vida de la gente del pasado y recuperar
información arqueológica que de otra manera pasaría desapercibida. Sin embargo, dado
que este tipo de restos microscópicos de naturaleza arqueológica y química son
invisibles e intangibles, no pueden registrarse con las técnicas arqueológicas
tradicionales (Barba 2016: 75).
Es importante señalar que en años recientes los proyectos arqueológicos de
mayor éxito han usado información etnoarqueológica y etnohistórica, junto con
excavación, prospección de superficie y otros enfoques para complementar su
investigación. Hay muchos ejemplos de cómo la etnoarqueología puede contribuir a la
interpretación arqueológica de una manera inigualable. En este capítulo discutí varios
aspectos de la tecnología de cocción en la tradición alfarera de Mesoamérica; primero
vimos los hornos prehispánicos, después dos ejemplos de manufactura de vasijas de
barro en el área tarasca que han sobrevivido a través de los siglos sin el uso de hornos
ni de moldes. Estas observaciones de distintas maneras de trabajar la arcilla son muy
útiles como fuentes de información que pueden mejorar nuestro entendimiento de un
aspecto importante de la cultura tarasca, tanto antigua como contemporánea.
190

CAPÍTULO IV
LA CERÁMICA TARASCA COMO RECURSO ESTRATÉGICO
EN EL PERIODO PROTOHISTÓRICO

El objetivo de este capítulo es explorar el papel de la cerámica tarasca como un bien


estratégico en el periodo Protohistórico (ca. 1450-1530 DC). Esta meta se alcanzará
utilizando datos etnoarqueológicos, arqueológicos y etnohistóricos. Para poder entender
las implicaciones de esta discusión en el contexto de la cultura y civilización
mesoamericanas, el lector encontrará una discusión breve de los antecedentes de la
cultura tarasca prehispánica, como se observan a través de la perspectiva de la
etnohistoria y la arqueología.
En la siguiente sección de este capítulo trato el tema de la producción, comercio
y uso de la cerámica en el área tarasca, en particular la manufactura e intercambio de
vasijas y otros objetos de barro por parte de la elite en la cuenca del Lago de Pátzcuaro.
El siguiente tema que abordamos aquí es el papel estratégico de la cerámica para las
actividades de subsistencia: elaboración de sal; producción de pulque y otras bebidas
embriagantes; hilado de ixtle (fibra de maguey) y finalmente la pesca.

Síntesis de la cultura tarasca prehispánica


Durante el periodo Postclásico (ca. 900-1521 DC), Mesoamérica fue un área cultural
que se caracterizaba por imperios expansionistas y pueblos en guerra, como los aztecas
del centro de México y los tarascos del occidente. De acuerdo con Susan Evans (2004a:
446), durante el Postclásico tardío, es decir “el periodo de 1200 a 1520 DC, buena parte
de Mesoamérica se transformó en un conjunto de sistemas políticos cuyas acciones
llegaron a definirse por sus relaciones con los mexicas o aztecas de Tenochtitlan…” El
periodo Postclásico tuvo como predecesor al periodo Epiclásico, que fue transicional y
se caracterizó por el decline de las civilizaciones elitistas del Clásico mesoamericano. El
poderío y la influencia de Teotihuacan habían dejado de existir siglos antes, dando lugar
al surgimiento de los estados militaristas en el periodo Postclásico temprano (ca. 900-
1200 DC; Evans 2004a: 426). Vemos en el escenario mesoamericano alrededor del año
1200 a “varios grupos culturales que migran de una parte de Mesoamérica a otra, que en
términos generales no eran cazadores-recolectores nómadas… La mayoría de los
migrantes más bien eran agricultores y artesanos desplazados, que estaban
acostumbrados a vivir en o cerca de comunidades que tenían elites gobernantes
191

sostenidas por el tributo de los plebeyos” y que además tenían “mercados para la
distribución local de bienes. Estos rasgos son comunes para las sociedades complejas,
como estados y cacicazgos avanzados” (Evans 2004a: 427).
En el periodo Postclásico en toda Mesoamérica “se fundaron o reestablecieron
sistemas políticos pequeños e independientes… Estos frecuentemente eran ciudades-
estado, que consistían en una comunidad urbanizada y sus territorios circundantes,
incluyendo aldeas de agricultores. En cualquier región estos pequeños estados se
parecían entre si, aprovechaban los mismos tipos de recursos y tenían los mismo tipos
de organización política y social” (Evans 2004a: 428). La mayoría de estos sistemas
políticos tenían una dinastía gobernante, y varias familias de la elite formaban una clase
privilegiada con influencia que rebasaba las fronteras políticas de sus dominios.
Fue dentro de este escenario cultural que los cacicazgos y estados subieron al
poder durante el periodo Postclásico en una de las regiones de mayor tamaño (que a la
vez es una de las menos conocidas) de Mesoamérica: el occidente de México. A
continuación vamos a discutir este capítulo de la historia de nuestra región de interés.

El periodo Postclásico en el occidente de México


Durante los mil años transcurridos antes de la conquista española ocurrieron cambios
importantes en Mesoamérica, y muchos de éstos se originaron durante el periodo
Epiclásico (ca. 700-900 DC) (Diehl y Berlo 1989). Algunos de ellos simplemente
fueron elaboraciones menores de formas ya existentes, mientras que otros tuvieron
consecuencias profundas. Algunas de las transformaciones más importantes incluyen:
(1) el surgimiento de nuevos centros políticos; (2) movimientos de población; (3)
nuevas relaciones comerciales; (4) innovaciones en religión y arquitectura. En
Mesoamérica prácticamente todos los centros de poder del Clásico temprano fueron
abandonados para fines del siglo VIII de nuestra era. Nuevas comunidades los
reemplazaron prontamente, pero los procesos que generaron estos cambios todavía no
son bien comprendidos. Lo que sí es claro es que el colapso de Teotihuacan no fue un
evento único; ninguno de los centros regionales como Monte Albán, Matacapan,
Kaminaljuyú, Cobá, Tikal y otros, sobrevivió la caída de Teotihuacan (Diehl y Berlo
1989: 3).
Una característica de este periodo es la inestabilidad política. Los relatos
históricos fragmentarios que algunos investigadores piensan se originaron en estos
tiempos confirman la evidencia arqueológica de frecuentes migraciones de un tipo u
192

otro. Los movimientos poblacionales a pequeña escala debieron de haber sido


frecuentes en todos tiempos en Mesoamérica, pero en estos dos siglos hubo cambios
dramáticos en el tamaño de la población, en la localización de las comunidades y la
distribución de asentamientos. El comercio a larga distancia en Mesoamérica sufrió
importantes modificaciones después de 700 DC. Ciertas rutas de comercio aumentaron
su popularidad a expensas de otras; las redes de Teotihuacan hacia el occidente y norte
de México sufrieron un eclipse, y la restauración del comercio con estas tierras bajo los
toltecas en los siglos X y XI aparentemente siguió rutas y direcciones diferentes (Diehl
y Berlo 1989: 3-4).
Durante el siglo X de nuestra era la tradición Teuchitlán tuvo un colapso total y
definitivo. Este colapso fue precedido por varios siglos de decline aparente (fase
Teuchitlán II; ca. 700/900-1000 DC). La caída de la tradición Teuchitlán se refleja en la
totalidad del inventario cultural; lo más importante es que la configuración
arquitectónica de cinco elementos circulares, que sirvió como rasgo distintivo de la
tradición, fue abandonada por completo. En vista de que los cambios evidentes en el
sistema cultural son tan dramáticos y absolutos, y aparentemente se suscitaron de
manera tan rápida, parece razonable suponer que estuvieron en parte auspiciados desde
fuera de la región, tal vez relacionados con el surgimiento del imperio tarasco. Ya fuera
directa o indirectamente, la presencia de un nuevo actor tan poderoso en el ámbito
político del occidente debió de haber alterado por completo las estructuras
socioeconómicas y políticas del área (Weigand 1990: 215, 220).
El colapso de la tradición Teuchitlán ha sido caracterizado por Phil Weigand en
los siguientes términos: “...el núcleo de la civilización mesoamericana en el occidente se
mudó definitivamente fuera de los distritos lacustres, para no regresar hasta el
florecimiento de la ciudad de Guadalajara en los periodos colonial y moderno…” Para
Weigand “las actividades que caracterizaron a un área nuclear (como la construcción de
un área económica clave, implosión demográfica, “monopolios” de recursos escasos,
etc.) se colapsaron de manera definitiva… para eventualmente resurgir en los distritos
lacustres orientales del occidente de México durante el Postclásico tardío. El
surgimiento del imperio tarasco... ofrece una crónica de esta transformación” (Weigand
1996: 210).

Durante el Postclásico temprano (ca. 900-1200 DC) el occidente experimentó un


considerable aumento en la influencia cultural del centro de México. Las tumbas de tiro
193

ya habían dejado de utilizarse desde varios siglos atrás y una nueva tradición puede
observarse en el área de Jalisco-Colima-Nayarit. De hecho, estas fuertes influencias del
centro de México aparecen en el occidente durante el siglo VII, si no es que antes
(Meighan 1976: 161), y se caracterizan principalmente por la introducción de conjuntos
de montículos y plazas planificados y orientados hacia las direcciones cardinales.
En varias zonas del occidente durante el periodo Postclásico es común encontrar
cerámica con los elementos estilísticos de la tradición Mixteca-Puebla. Este hecho es
señal de una influencia (a partir de 900 DC) que pudo haber sido en parte religiosa, en
parte militar y en parte mercantil, que surgió en el centro de México. Aunque no se
puede hablar de un “imperio”, la cerámica, la iconografía, los patrones comunitarios y la
mayoría de los objetos manufacturados revelan la influencia del Altiplano central
(Meighan 1974: 1259). Para Nicholson (1982: 229) la tradición Mixteca-Puebla es un
“horizonte-estilo”, pues tiene una distribución temporal limitada, una difusión espacial
amplia así como una complejidad estilística y atributos generales únicos. La tradición
Mixteca-Puebla es un fenómeno de todo el mundo mesoamericano, que está presente
desde el norte de México hasta Nicaragua (Nicholson 1981: 253; cfr. Nicholson y
Quiñones Keber 1994).
Uno de los ejemplos mejor conocidos de presencia Mixteca-Puebla en el
occidente es el complejo Aztatlán de Guasave, Sinaloa. De acuerdo con Gordon
Ekholm, “considerando simplemente el número de rasgos compartidos entre la cultura
del complejo Aztatlán de Guasave y las varias culturas del centro de México, no puede
haber duda de la filiación cultural entre ambas áreas” (Ekholm 1942: 126). Otros
ejemplos de estilos cerámicos con parecidos al Mixteca-Puebla fueron encontrados en
Chametla (Kelly 1938: Figuras 1 y 8) y Culiacán (Kelly 1945: Figuras 19-37 y Láminas
1, 2, 4), ambos en el estado de Sinaloa. Durante el Postclásico temprano, los rasgos
Mixteca-Puebla “estaban siendo transmitidos hacia el occidente de México a lo largo de
una ruta bien organizada, vía las cuencas de los ríos Lerma y Santiago. La antigüedad
de esta ruta se pudo haber remontado hacia 600 DC, y su inicio pudo haber estado
relacionado con la aparición de la metalurgia en la costa occidental” (Publ 1986: 26).
Charles Kelley menciona la existencia de una “ruta del cobre” que indicaría la
explotación sistemática y la distribución de este metal junto con turquesa, algodón,
textiles, plomo, estaño, pericos y probablemente oro (Kelley, manuscrito inédito citado
en Publ 1986: 46-47; véase también Kelley 2000).
194

Según Joseph Mountjoy, Aztatlán fue la cultura arqueológica más difundida en


el occidente, y estuvo asociada con el desarrollo y distribución de tecnologías
avanzadas, como la metalurgia y la fabricación de navajas prismáticas de obsidiana, así
como pipas y malacates, tal vez relacionados en algunos sitios con el cultivo de tabaco y
la industria textil, respectivamente. La decoración de vasijas con diseños “estilo códice”
(von Winning 1996: Figuras 320-324), la presencia de cerámica plumbate y el uso de
figurillas estilo Mazapa, indican vínculos con las culturas postclásicas del Altiplano
central (Mountjoy 1990: 543), especialmente la región de Tula. De hecho, Dan Healan
(2012) dice que según “relatos aztecas… Tula controló un gran imperio que
supuestamente cubría buena parte del occidente de Mesoamérica… Existe… evidencia
de que la hegemonía de Tula se extendía hacia el norte y oeste más allá de sus
territorios…” y llegaba hasta “la actual ciudad de Querétaro… al norte de Guanajuato…
[y] el sur de San Luis Potosí” para crear “un archipiélago de asentamientos con fuerte
afiliación con Tula por todo el Bajío oriental y el norte-centro de México…” (pp. 93-
94). El complejo Aztatlán citado arriba ha sido fechado hacia 800-1400 DC, y se han
encontrado materiales diagnósticos del mismo en Sinaloa, Nayarit, Jalisco, Michoacán y
aún en regiones tan lejanas como Durango, Chihuahua y Nuevo México (Mountjoy
1990: 542; cfr. Mountjoy 1994).
Charles Kelley (2000) sostiene que los distintos segmentos de la ruta mercantil
de Aztatlán participaron en sistemas de comercio regionales desde el Clásico, y en
algunos casos desde el Formativo. Durante el Epiclásico y Postclásico temprano hay
evidencias de una ruta de comercio que se extendía desde el Valle de México siguiendo
el Río Lerma, atravesando el Bajío (Figura 91) hasta llegar a Nayarit, con una rama que
se extendía hacia el valle de Tomatlán (Jalisco) y seguía por la costa de Jalisco hasta
Nayarit. Esta rama se incorporó desde muy temprano en el sistema comercial de
Aztatlán (Kelley 2000: 142). Sin embargo, este sistema mercantil se vio interrumpido
alrededor de 1450-1500 en el área del lago de Chapala, a causa del expansionismo
tarasco que cortó sus rutas de comercio (Kelley 2000: 153; ver también Foster 1999).
Ross Hassig (2008) ha propuesto que “durante el Postclásico temprano (ca. 900-
1200 DC) los toltecas tomaron el control de la red de comercio temprana y la
extendieron de manera significativa, eventualmente llegando hasta Costa Rica en el sur
y hasta los desiertos del norte de México, tal vez incluso al actual suroeste de los
Estados Unidos”. Según Hassig esta expansión incluyó partes del occidente de México.
Al igual que otros imperios y estados mesoamericanos, “los toltecas no eran tanto un
195

imperio militar sino comercial, que operaba a través de enclaves y asentamientos


comerciales en lugar de colonizar las áreas adyacentes. Pero el poderío militar protegía
a sus mercaderes, y enviar grandes fuerzas se facilitaba por el aumento en la población
de Mesoamérica y la creciente productividad agrícola”. Hassig también afirma que “no
hay evidencia” de que el imperio tolteca se haya “contraído antes de colapsarse. Más
bien se desintegró desde dentro cuando se abandonó la capital en 1179 DC. La causa en
parte fue el influjo de grupos de bárbaros (chichimecas) que… pusieron en peligro a las
relaciones comerciales de Tula, aumentando el costo de mantener tan dilatado imperio
económico…” (Hassig 2008: 284).

Figura 91. Mapa parcial del occidente de México mostrando los principales lagos y ríos. Las áreas
sombreadas indican las cuencas lacustres, incluyendo los principales sitios arqueológicos: (1) Capacha;
(2) Chupícuaro; (3) El Opeño; (4) Ihuatzio; (5) Loma Alta; (6) Loma Santa María; (7) Pátzcuaro; (8)
Queréndaro; (9) Teuchitlan/Etzatlán; (10) Tinganio; (11) Tres Cerritos; (12) Tzintzuntzan; y (13) Urichu
(mapa base adaptado de Tamayo y West 1964: Figura 4).

Alrededor de esta misma época (de ca. 1200/1300 hasta la invasión española) se
desarrolló el periodo II de la metalurgia en el occidente. Tanto el conocimiento técnico
como el repertorio de los metalurgistas se expandieron grandemente; empezaron a
experimentar con una variedad de aleaciones de cobre, incluyendo bronce de cobre-
estaño y de cobre-arsénico, aleaciones de cobre con plata y con oro, y mezclas ternarias
de cobre-arsénico-estaño, cobre-plata-oro, y otras. Las mejoradas propiedades físicas y
mecánicas de estos nuevos materiales permitieron a los artesanos refinar y rediseñar los
artefactos que antes se habían hecho en cobre. También se explotaron y procesaron
196

nuevos minerales, y se inventaron nuevas técnicas para extraerlos de las menas. Este
complejo tecnológico posteriormente fue exportado a varias regiones de Mesoamérica
(Hosler 1994: 127).
Durante la prospección arqueológica de la cuenca de Sayula, Jalisco (Valdez et
al. 1996a; Ramírez et al. 2005), se localizaron más de 60 sitios con acumulaciones
significativas de restos prehispánicos, además de otros tantos con vestigios dispersos de
actividades. Estos sitios probablemente reflejan el patrón de asentamientos
generalizado, así como áreas específicas de activad y tránsito (Valdez 1994: 28-29). En
la cuenca de Sayula se encuentra uno de los mayores yacimientos de sal dentro de las
tierras altas de Mesoamérica. En la época colonial, como probablemente sucedió en
tiempos prehispánicos, este fue el recurso más importante de la región, aunque en la
cuenca existen igualmente depósitos de cobre, oro y plata, que pudieron haberse
explotado antes de la Conquista (Valdez y Liot 1994: 289). La abundante producción
salinera de esta región probablemente no fue toda para el consumo local, sino que fue
exportada a otras regiones del Occidente, como la cuenca de Pátzcuaro (Williams 2003,
2015).
El Postclásico temprano también se ha identificado en otras áreas del occidente
de México, como la cuenca del Río Balsas, donde está asociado principalmente con
figurillas tipo Mazapa, que podrían definir un “horizonte tolteca”. La presencia de
objetos de cobre en abundancia indica una importante industria metalúrgica desarrollada
en la región, que pudo haberse originado tal vez desde el Clásico final (Cabrera 1986:
133; cfr. Hosler 2004). Para el Postclásico había una numerosa población asentada a lo
largo del Río Balsas. Los asentamientos más grandes se establecieron en el delta,
mientras que en los lugares limitados por el encajonamiento del río y por la sierra, no se
desarrollaron grandes centros de población, sino que los sitios son irregulares o lineales
a lo largo del río. Políticamente, algunos núcleos de población dependían de otro mayor,
y por su ubicación se piensa que había sitios que regían a otros menores, los que podrían
ser sus tributarios. Finalmente, los edificios de carácter ceremonial son basamentos
rectangulares formados por piedras y rellenos de tierra; entre ellos abundan los de
carácter funerario, probablemente para el uso de la comunidad (Cabrera 1986: 134-137).
Según Helen Pollard (2009), durante el periodo Postclásico ocurrió una
importante transformación entre las poblaciones de las tierras altas del centro de
Michoacán. Por primera vez varias comunidades previamente autónomas se unificaron
políticamente, y la cuenca del Lago de Pátzcuaro se transformó en el núcleo geográfico
197

de un Estado expansionista. Las excavaciones realizadas por Pollard (1995, 1996) en el


sitio de Urichu, en la cuenca de Pátzcuaro, proporcionan nueva información acerca de
este periodo, concretamente sobre la formación del Estado en esa zona. Según Pollard
(2009), durante el periodo 1000-1200 DC en la cuenca de Pátzcuaro existían 10
comunidades autónomas en torno a este lago, cada una organizada internamente de
manera estratificada y gobernada por una pequeña elite. Estas sociedades variaban en el
tamaño de su población y territorio, así como en el grado de acceso a tierras irrigables, y
en el nivel de especialización económica y de complejidad política. En algún momento
dentro de este periodo, cambios climáticos menores ocasionaron la subida de nivel del
lago, probablemente debido a una mayor precipitación pluvial, aunada a menor
evaporación. Como consecuencia de lo anterior, la tierra irrigable se vio reducida
(Pollard 1995: cuadro I).
Pátzcuaro y Tzintzuntzan eran los asentamientos de la cuenca que más
dependían de la tierra irrigable, por lo cual las elites de guerreros de estos sitios
dirigieron a sus poblaciones en la conquista de las poblaciones vecinas, asegurándose de
esta manera recursos adicionales, pero también incrementando el grado de desigualdad
sociopolítica entre y dentro de las comunidades. Para el año 1350 DC todo el tributo y
botín de las campañas militares estaba fluyendo hacia Tzintzuntzan, y la cuenca se
encontraba unificada tanto en su estructura interna como en su territorio, que había
quedado bajo el control político de la elite residente en esta ciudad (Pollard 1995,
2009). En poco tiempo Tzintzuntzan se convirtió en la capital del imperio tarasco
(Figura 92).
Los tarascos alcanzaron el más avanzado nivel social que conocemos: el Estado,
que ha sido definido como "aquella comunidad humana que en el interior de un
determinado territorio... reclama para sí (con éxito) el monopolio de la coacción física
legítima" (Weber 1996: 1,056). Un verdadero Estado se distingue de los cacicazgos y de
todos los demás niveles inferiores por la presencia de una forma de control social que
consiste en la amenaza del uso de la fuerza, que además está monopolizado
exclusivamente por algunas personas. Los estados también se distinguen de los
cacicazgos por dividirse socialmente en clases políticas (Service 1971: 163). El Estado
arcaico ha sido caracterizado por Marcus y Feinman (1998) como una sociedad que
cuenta con por lo menos dos clases endogámicas (una clase de gobernantes
profesionales y otra de plebeyos), así como un gobierno que es altamente centralizado y
además está especializado internamente. Los estados antiguos tuvieron más poder que
198

las sociedades estratificadas que los precedieron, especialmente en lo referente a librar


guerras, obtener tributos, controlar la información, reclutar soldados y regular la fuerza
de trabajo. Los estados arcaicos fueron gobernados por reyes más que por caciques, y
tuvieron templos estandarizados que fueron sede de una religión estatal con sacerdotes
de tiempo completo (a diferencia de los chamanes). Finalmente, estos estados podían
defender los territorios que conquistaban, a diferencia de las sociedades no estatales
(Marcus y Feinman 1998: 4-5). 1

Figura 92. Mapa del territorio tarasco durante el periodo Protohistórico (ca. 1450-1530 DC), indicando la
extensión del imperio en ca. 1522 y la extensión máxima del territorio bajo control de los tarascos
(adaptado de Pollard 2000: Figuras 5.1 y 6.2).

A principios del siglo XVI una buena parte del occidente de México se
encontraba bajo el dominio político del Estado tarasco, Irechecua Tzintzuntzani, que fue
el segundo imperio más poderoso de Mesoamérica después de la Triple Alianza de los
aztecas (Pollard 1993, 2009). En 1522 el rey (llamado irecha, o cazonci) gobernaba
sobre un dominio de más de 75 000 km2, abarcando la mayor parte del actual estado de
Michoacán y porciones de Jalisco, Guanajuato, Guerrero y Colima (Pollard 1993: mapa

1
Manzanilla (2001: 383) presenta una definición del Estado que incluye lo siguiente: (1) autonomía política, incluyendo a varias
comunidades dentro de un territorio, con un gobierno centralizado que tiene la facultad de exigir impuestos, de reclutar gente para
realizar trabajos o para la guerra y de emitir leyes; (2) estratificación social con un grupo dominante que controla la producción o el
abasto de recursos básicos; (3) organización del poder más allá de los lazos de parentesco, que mantiene el orden de estratificación y
que concentra el poder en pocos puestos claves; (4) acceso diferencial a los bienes estratégicos y presencia de un sistema de toma de
decisiones efectivo y adaptativo para el beneficio de la sociedad mayor.
199

12). El Estado tarasco del periodo Protohistórico (ca. 1450-1530 DC) fue uno de los
sistemas sociopolíticos más fuertemente centralizados de Mesoamérica en esa época. De
hecho, el reino tarasco es un ejemplo de formación estatal que exhibe características
comunes entre las sociedades complejas antiguas: una alta centralización del poder y de
las actividades económicas y una rápida expansión. Sin embargo, esta formación estatal
no puede entenderse fuera de su contexto histórico y ecológico (Pollard 1993: 181). El
área nuclear geopolítica del imperio tarasco se encontraba en la cuenca del Lago de
Pátzcuaro, donde había más de 90 comunidades, con una población total calculada entre
60 000 y 105 000 personas (Pollard 2003).
En algún momento alrededor del año 1440, se dieron los primeros pasos para
consolidar las conquistas militares y producir un Estado tributario (Pollard 1995); esto
implicó la creación de una burocracia administrativa y la asignación a los miembros de
la nobleza de los territorios recién conquistados. En las siguientes décadas el Estado
realizó una expansión militar que conquistó y anexó la porción central de Michoacán
para beneficio de la elite gobernante (Pollard 2003, 2009).
David Haskell (2013) ha estudiado un documento de la época colonial llamado
“La memoria de don Melchor Caltzin” (escrito en ca. 1543), que presenta una narrativa
sobre la consolidación del Estado tarasco en la cuenca de Pátzcuaro en el siglo XVI.
Según Haskell, “la Memoria es útil… porque sugiere los factores que pudieron haber
sido importantes para la adquisición y consolidación del poder en el reino tarasco…” En
este documento “vemos que la relación entre [el] rey Tzitzispandáquare… y los
mercaderes hablantes de náhuatl fue importante para que el rey subiera al poder… y
para afianzar su dominio para sí mismo y para sus descendientes en Tzintzuntzan”
(Haskell 2013: 657-658).
Para principios del siglo XVI el Estado tarasco había alcanzado una alta
centralización política y un control casi absoluto sobre su territorio. La administración
central del Estado estaba localizada en Tzintzuntzan, la ciudad capital, donde el rey
tenía su corte, y desde donde administraba justicia y recibía a los emisarios de fuera de
su territorio. La corte incluía miembros de la nobleza tarasca en una serie de cargos
organizados jerárquicamente. Debajo de esta corte real se encontraba una numerosa
burocracia formada tanto por miembros de la nobleza como por plebeyos (Pollard
2003).
La “nación” tarasca estaba dividida en dos grupos principales: por una parte la
“nobleza” que consistía en dos familias interrelacionadas, miembros del linaje real, y
200

por otra parte el pueblo. Dentro de la nobleza había varios estratos: administradores
civiles, diferentes tipos de artesanos, y probablemente un grupo de mercaderes
profesionales (Beltrán 1982: 79). En la cúspide de la estructura sociopolítica tarasca
estaba el irecha o rey con su corte. El palacio real era el centro de actividades y punto
focal de las redes tributarias y de los sistemas de redistribución. La nobleza parece
haberse dividido en dos segmentos: aquellos que servían en la corte del irecha, y los
administradores del sistema tributario.
En segundo lugar estaba el “capitán general para las guerras” que organizaba las
campañas militares del irecha. En tercer lugar estaba el sacerdote principal o petámuti,
quien tenía muy alto status dentro de la sociedad tarasca (Beltrán 1982: 84-85). Puesto
que el palacio era el centro de las actividades fiscales del reino, el cargo de ocambecha,
recolector general de tributos, era muy importante, pues este funcionario supervisaba el
pago de impuestos de cada barrio. Aparte de todos estos funcionarios, había cuatro
señores destacados –que pueden haber sido parientes del irecha—que administraban el
reino, que estaba dividido en otras tantas provincias. La corte incluía otros señores,
llamados achaecha, quienes frecuentemente acompañaban al irecha y pueden haber sido
sus parientes directos, aunque su función dentro del gobierno no es clara. Otro grupo era
el de los guanguariecha, o guerreros. Finalmente, los caracha capacha eran caciques
que el rey nombraba para gobernar los pueblos dentro del territorio; su función principal
era asegurarse del pago del tributo (Beltrán 1982: 85-88).
Entre los motivos que podrían explicar la expansión del imperio tarasco se
encuentra la presión demográfica, ya que la población del territorio durante el periodo
Protohistórico excedía con mucho la capacidad de sustentación de la cuenca de
Pátzcuaro, por lo que hubo que importar alimentos (y otros muchos bienes) a través del
sistema de tributo. El deseo de obtener una gran gama de productos escasos o exóticos
también fue un factor que motivó la expansión del Estado. Entre estos bienes estaban
los siguientes: sal, cobre, oro, plata, cinabrio, chalchihuites (piedras verdes), miel, cera,
cacao, algodón, plumas, pieles, axin, grasas y gomas vegetales, resinas (como el copal),
todo lo cual abundaba en los territorios conquistados (Smith 1996: 139).
El control administrativo se llevaba a cabo a través de una serie de centros, cada
uno con varias comunidades dependientes. Los centros administrativos tenían que
reportar directamente al palacio en Tzintzuntzan, y ellos a su vez tenían bajo su control
pueblos, aldeas y caseríos dispersos. La jerarquía administrativa estaba dividida en
cinco niveles. El poder de la dinastía central estaba ligado directamente a los caciques
201

en cada uno de los centros administrativos menores, y el control directo de la toma de


decisiones podía llegar hasta el nivel de aldea (Pollard 2003).
Al ampliarse el territorio bajo el control directo del Estado, el éxito político y
económico de los tarascos durante el Protohistórico hizo necesaria la integración de
muchas comunidades diferentes entre sí, para asegurar la explotación económica tanto
de los pueblos como de los recursos naturales, y para proteger la integridad de las
fronteras del Estado. Dentro del área nuclear (la cuenca del Lago de Pátzcuaro) los jefes
locales se ocupaban directamente de la administración centralizada; esta región parece
haber estado bajo el control directo de la capital política (Pollard 2003). En torno a esta
zona nuclear había otra, una “zona de asimilación” que presentaba al gobierno una
problemática bastante diferente a la anterior. Muchos recursos que eran básicos para
forjar la identidad de la elite venían de esta zona, incluyendo frutas tropicales, cacao,
algodón, copal, pieles de jaguar, plumas tropicales, oro, plata, cobre y estaño. Esta zona
–absorbida por la expansión del Estado a mediados del siglo XV—se volvió cada vez
más estratégica para el mantenimiento de la sociedad elitista tarasca (Pollard 2003).

Dentro del imperio tarasco existieron varios canales que facilitaban la


circulación de bienes y servicios, bajo la constante supervisión del Estado. Estos
mecanismos incluían a los mercaderes a larga distancia, similares al oztomecatl o
“mercader de avanzada” de los aztecas, de quien Sahagún (1961: 60) dijo lo siguiente:
“es un mercader, viajero, transportador de mercancías, un caminante, un hombre que
viaja con sus mercancías. El buen mercader de avanzada es observador, discerniente. Él
conoce el camino, él reconoce el camino; él busca los lugares para descansar… para
dormir… para comer… busca, prepara sus raciones de viaje…” También hay que
mencionar al sistema de tributo, y a varios tipos de asignación de recursos lacustres y
terrestres que la dinastía real brindaba a algunos miembros de la población. Además
existieron mercados locales y regionales, que parecen haber abastecido a territorios
grandes que en ocasiones rebasaban los propios límites del Estado (Pollard 2000: 77).
En los mercados mesoamericanos (incluyendo los michoacanos) el trueque era
una forma de interacción comercial, pero también tenemos “algunas noticias que pueden
ayudar a [entender] lo que era la moneda entre los mexicanos de Anáhuac al llegar
Cortés… La primera noticia es que Ahuitzotl [rey azteca] daba a los traficantes… una
cantidad de ‘mantas’ chicas, para que con ellas comerciaran…” (Garibay 1995: 175).
De acuerdo con Garibay, “el carácter de medio de compra y rescate, no por trueque,
202

sino por valor simbólico es claro en estos ‘toldillos’ [mantas]. Es el valor del billete de
nuestros días, que no lo tiene por su material sino por su representación. Es la moneda
en su forma presente…” (p. 176). El citado autor sostiene que “sabido es que por largos
años se siguió usando el cacao como moneda fraccionaria… [Es] difícil dar la
equivalencia de esta moneda con la de los conquistadores… cien granos de cacao [era]
el valor de una canoa de agua… [Las] mantas… eran de 100, de 80 y de 65 cacaos…
La existencia de estos signos monetarios ayuda a entender la forma en que se hizo y
extendió el comercio en grande…” (p. 178).
El imperio tarasco fue parte integral del sistema mundial mesoamericano. Según
Berdan (2003: 93), este sistema “tenía una integración económica que cubría distancias
grandes y atravesaba las fronteras políticas. Con frecuencia esto significaba viajes a
distancias considerables a cargo de comerciantes profesionales que realizaban
transacciones económicas e intercambios matizados por la política, en centros alejados
de su patria”. Berdan menciona que “el uso de dinero se expandió durante el
Postclásico, lo cual indica una necesidad o deseo de facilitar los volúmenes crecientes
de intercambio… varios objetos específicos se convirtieron en medios estandarizados de
intercambio (la cual es una función importante del dinero), como las semillas de cacao,
las mantas de algodón, hachas de cobre o bronce en forma de ‘T’, cascabeles de cobre,
canutos de plumas llenos de polvo de oro, sal, conchas rojas y piedras preciosas
(usualmente de color verde)” (p. 94).
Un punto de vista relevante es el de José Luis de Rojas (1986), quien sostiene
que “la actividad comercial fue fundamental para la economía del México prehispánico,
y se practicó desde los inicios de la civilización… Mientras que el tributo establece una
circulación de bienes en un solo sentido, el comercio lo hace en las dos direcciones,
permitiendo de esta forma la existencia de especialistas de tiempo completo en todas
partes…” De acuerdo con este autor, “el comercio asumió distintas características…
[con] tres modalidades en el intercambio mercantil de productos: los realizados
directamente entre productores y consumidores; los cambios en que intervenían
regatones de la comarca, y el tráfico distante a cargo de los pochteca…”
Distribuidos a lo largo y ancho de toda la geografía mesoamericana había
múltiples “puertos de intercambio [que] se [ocupaban] del comercio a larga distancia,
como algo distinto de las instituciones de mercado, de las que estaba notablemente
separado. El desarrollo del comercio permitió el aumento del poder de las instituciones
203

que lo dominaban. Las necesidades de las ciudades eran satisfechas mediante este
mecanismo. De ello vivían los especialistas…” (p. 225).
De acuerdo con Rojas (1986), “el control político del comercio era necesario
para asegurar el abastecimiento de las ciudades… Dentro de ellas la distribución se
hacía a través del mercado…. Era importante para la distribución de los productos de la
actividad familiar, pero poco relevante para proveer a los grupos dominantes. Sin
embargo, en el mercado se vendían artículos de lujo cuyo costo estaba reservado a la
nobleza…” (p. 226).
La importancia que tuvo el tributo dentro de la economía de los estados
prehispánicos como tarascos y aztecas, sobre todo durante el periodo Protohistórico, no
puede exagerarse. Para Eric Wolf existieron tres modos de producción: el capitalista, el
tributario y el basado en el parentesco (Wolf 1982: 76). Al hablar del modo de
producción tributario, que corresponde a la situación vigente en Mesoamérica a vísperas
de la Conquista, Wolf señala que en el siglo XV las principales áreas agrícolas del
mundo estaban bajo el control de estados cuya existencia se basaba en la extracción de
excedentes de los productores primarios, por parte de gobernantes políticos o dirigentes
militares. En el vértice del sistema estaba una elite gobernante que recibía los
excedentes, controlaba los aspectos estratégicos del proceso de producción, por ejemplo
sistemas de irrigación, y además tenía control sobre algún mecanismo coercitivo, como
podría ser el ejército (Wolf 1982: 80).

En su discusión de la economía política azteca, Pedro Carrasco menciona que en


Mesoamérica “tuvo una gran importancia la forma política de la organización
económica: un desarrollado sistema tributario, enormes almacenes reales, grandes obras
públicas organizadas por el Estado, tierras públicas del rey o de otras entidades...”
Según Carrasco “lo más importante en la organización económica del México antiguo
era el hecho de que había una economía dirigida y regulada por el organismo político.
La base de la economía era una estructura de dominación definida por la existencia de
dos estamentos fundamentales: los nobles que formaban... la clase dominante que
controlaba los medios materiales de producción”, sin olvidar a “los plebeyos, que eran
la clase trabajadora, dependiente política y económicamente de la nobleza... los medios
fundamentales de producción [tierra y trabajo] estaban controlados por el organismo
político” (Carrasco 1978: 15, 23-24).
204

La forma en que se organizaron muchos estados arcaicos para hacer más


eficiente la obtención de tributos fue formando imperios. Según Robert McC. Adams,
por “imperio” debemos entender un particular tipo de sistema estatal cuyo principal
objetivo es la canalización de recursos de los sistemas políticos sujetos hacia un estrato
gobernante cuya autoridad emana del uso de la fuerza militar. Un rasgo distintivo del
imperio es su intento de monopolizar el flujo de bienes dentro de una región grande, a
través de estrategias económicas como el control de los mercados y de las rutas de
comercio, o bien del uso de la fuerza (Adams 1979: 59, citado en Hodge 1996).

Aunque la principal preocupación de los imperios era la expansión territorial,


para el control interior y el mantenimiento de fronteras seguras se necesitaba la
existencia de un ejército de tiempo completo, así como de fortificaciones para
resguardar la integridad del territorio y repeler las invasiones (Hassig 1985: 90).

En el caso de los imperios mesoamericanos, sin embargo, no había ejércitos formales


comparables con los del Viejo Mundo. Los guerreros aztecas no se han considerado
soldados profesionales, pues no se dedicaban a esta actividad de tiempo completo. Cada
vez que se necesitaba, el “ejército” se formaba a partir del pueblo. Esta falta de una
fuerza militar de planta dificultaba a la capital imponer sus directivas políticas sobre los
territorios conquistados, lo cual imposibilitaba la centralización (Hassig 1985: 90-91).
Ante la falta de un ejército formal de planta, los estados mesoamericanos del
Postclásico no establecieron fronteras formales, ni ocuparon la totalidad del territorio
bajo su dominio; en esto se parecieron al imperio romano, el cual no fortificó y
resguardó la extensión total de sus territorios, sino que formó una zona nuclear de
control directo (el “imperio territorial”) en torno a la cual había dos zonas de control
diplomático, una interior compuesta de “estados clientes”, y otra exterior formada por
“tribus clientes”. Las tropas romanas funcionaban como ejército de campaña, disponible
para responder a las amenazas, más que como una fuerza atada a la defensa del
territorio. El imperio estaba basado en el control político más que en el control
territorial (Hassig 1985: 92). Al igual que el imperio romano, el azteca no tuvo que
asegurar la constante presencia de su ejército en los territorios conquistados, sino que la
amenaza de su fuerza era usualmente más que suficiente para asegurar la obediencia de
los estados clientes (Hassig 1985: 93).

El hecho de que el sistema imperial azteca estaba basado más en la influencia y


dominio político que en el control territorial se explica en parte por las limitaciones de
205

la tecnología mesoamericana. Los sistemas políticos en esta superárea cultural


carecieron de medios de transporte eficientes, lo cual limitaba el área de la que podían
extraer tributos de manera redituable, reduciendo los beneficios económicos de
incorporar regiones muy grandes. Los aztecas optaron por ejercer un control
hegemónico más que territorial, produciendo un aparato imperial de características
singulares. Este imperio hegemónico era más bien una alianza de estados, con la
finalidad de obtener tributo de los pueblos conquistados (Hassig 1988: 17, 26).

Entre los aztecas el control imperial de los territorios conquistados se logró en


diferentes grados de intensidad y con una variedad de métodos. El resultado no fue una
entidad uniforme o monolítica, sino una compleja red de relaciones políticas, sociales y
económicas, forjadas a través de varias estrategias, mismas que se han resumido de la
siguiente manera: (1) estrategias políticas: a través de ellas el Estado pudo consolidar su
poder y controlar el área nuclear del imperio, por ejemplo estableciendo alianzas con
estados vecinos; (2) estrategias económicas: tenían como objetivo principal la obtención
de riquezas para el Estado. El elemento más evidente de estas estrategias era el sistema
de tributos; (3) estrategias de frontera: los estados clientes en las provincias estratégicas
ayudaban a repeler los ataques de los enemigos del imperio creando zonas de “colchón”.
Otro elemento de esta estrategia era la creación y mantenimiento de fortalezas a lo largo
de las fronteras; (4) estrategia elitista: pretendía crear una red interrelacionada de elites
que vinculaba a casi todo el imperio. Su desarrollo se veía promovido por el Estado y
por los miembros de las elites, quienes se beneficiaban a través de esas relaciones
(Smith y Berdan 1996: 1, 8).

Feinman (2017) sostiene que “los estudios de la economía urbana preindustrial


en general han planteado contrastes… con los sistemas económicos contemporáneos…
En su mayor parte estos estudios han enmarcado a las economías antiguas como
controladas por el gobierno… en oposición a las economías contemporáneas del
occidente, mismas que se conciben como libres de ataduras de tipo político o social…”
Sin embargo, recientemente se han “cuestionando las bases teóricas de estas
suposiciones sobre las economías de mercado modernas… la historia y la arqueología
han cuestionado las caracterizaciones de economías antiguas controladas
rígidamente…” De hecho, según Feinman (2017) todas las economías están enclavadas
en la cultura global “y se basan en elementos de cooperación; lo que las distingue es que
206

se incrustan de manera diferente con un conjunto diverso de vínculos al poder y a la


política” (p. 139).
Para entender de mejor manera la naturaleza de los estados tarasco, azteca y
otros que existieron en Mesoamérica durante el periodo Postclásico, puede ser útil
mencionar brevemente algunos rasgos del imperio inca que existió en los Andes en la
misma época (siglos XV-XVI). Los incas construyeron un imperio territorial, en el cual
la tierra y la fuerza de trabajo fueron las dos principales fuentes de riqueza. El Estado
incaico expropió una parte de las tierras de cultivo pertenecientes a las comunidades, así
como parte de sus pasturas y de sus rebaños, dejando todo esto a disposición de la
realeza. Finalmente, comunidades entras fueron cambiadas de lugar, de acuerdo con las
necesidades estratégicas y económicas de las autoridades estatales. El objetivo final fue
despojar a los grupos humanos de sus medios de producción, y para lograr esto de
manera efectiva el imperio contó con un ejército formal de soldados que siempre
estaban en servicio, algo que no sucedió en Mesoamérica (Patterson 1991, 1987).

De acuerdo con Nigel Davies (1995), “la persona del inca [o emperador] era
exaltada sobre la de los más altos dignatarios; el resto de la sociedad puede…
compararse con la forma de una pirámide. En la cúspide estaba la elite interior… su
estatus era único… vivían en el centro de Cuzco [la capital del imperio]… sólo ellos
tenían derecho de vestir ropa suntuosa… [y] hablaban una forma distinta de quechua…
estaban exentos de pagar impuestos… aunque tenían que dar al rey regalos preciosos…”
(p. 225).
Por su parte, Tom Dillehay (2013) sostiene que en el caso de “las culturas tardías
de los Andes centrales… algunos de los modelos económicos más aceptados aluden a
estrategias sin mercados para la acumulación y distribución de bienes, para el pago de
tributos y recolectar el excedente para almacenarlo y redistribuirlo, y para realizar el
intercambio recíproco entre elites… El excedente derivado de los campos agrícolas…”
(p. 290), así como “la pesca y… la carne y lana de los rebaños no sólo apoyaba a la
economía redistributiva y al intercambio recíproco, sino que también daba a los
sistemas políticos la acumulación de bienes que simbolizaban el poder...” (p. 291).
En la siguiente sección voy a mencionar los aspectos más relevantes del
desenvolvimiento del Estado tarasco como miembro de la tradición cultural
mesoamericana, incluyendo los procesos de la vida urbana en Tzintzuntzan, ciudad
capital del imperio.
207

Urbanización prehispánica en Tzintzuntzan


Pocos estudios se han llevado a cabo para explorar el carácter y la naturaleza de la vida
urbana prehispánica en la capital de los tarascos, lo cual contrasta marcadamente con
otros centros urbanos de Mesoamérica, que han recibido mucha más atención de los
investigadores, principalmente sitios del centro de México como Teotihuacan (Millon
1981; Manzanilla 2009a), Tula (Mastache et al. 2002; Healan 2012) y Tenochtitlan
(Smith 1998, 2016, 2017), entre otros. El hecho de que las ciudades prehispánicas del
centro de México sean mejor conocidas que sus contrapartes en otras áreas de
Mesoamérica ha contribuido a la creación de un prejuicio en la mente de algunas
personas, que ven a centros urbanos como el teotihuacano, el tolteca o el azteca –con
sus peculiares tradiciones regionales y su naturaleza fundamentalmente comercial –
como el modelo de lo que “debería ser” una ciudad mesoamericana. Esto es
desafortunado, ya que estos sitios no son en realidad representativos de otras ciudades
prehispánicas mesoamericanas (Marcus 1983: 196; Williams 1994d, 2004b).
Como la mayoría de las capitales antiguas, Tzintzuntzan ofrecía a sus residentes
y visitantes una variedad amplia de servicios y de oportunidades, algunos que sólo ahí
se podían encontrar. Las capitales podían ser escenarios de eventos incomparables,
como la inauguración de mandatarios, la dedicación de templos para el culto estatal, y
festividades especiales que solamente tenían lugar en los palacios del rey, en las plazas
o en cortes privadas de la elite. En estas ciudades capitales, las unidades domésticas
tenían acceso diferencial a los bienes importados y de manufactura local, que aparecían
con gran abundancia o estaban ausentes según el sector de la ciudad (Marcus 2009:
257).
Sanders y Webster (1988) han definido a las ciudades como asentamientos que
tienen tres características principales: (1) una gran población; (2) con distribución densa
y concentrada; y (3) marcada heterogeneidad interna. Aparte hay atributos secundarios
que incluyen secularismo, anonimato y movilidad, tanto vertical como espacial. La
heterogeneidad se refiere a una gran variedad de formas de vida producida por el acceso
diferencial al poder y a la riqueza, así como a la afiliación grupal y a los distintos estatus
y papeles económicos encontrados entre la población (Sanders y Webster 1988: 521).
La información obtenida por investigaciones arqueológicas y etnohistóricas recientes
parece indicar que Tzintzuntzan reúne ampliamente los requisitos para ser considerada
208

como centro urbano de gran magnitud y complejidad (Gorenstein y Pollard 1983;


Pollard 1993, 2003; Castro Leal 1986).
Las ciudades preindustriales como Tzintzuntzan han sido definidas como
“lugares centrales” donde se concentraban varias actividades, que podían ser de
naturaleza política, administrativa, económica, o meramente ceremonial o ritual. Estos
lugares centrales están ocupados permanentemente por gente con actividades que
difieren de las de la población general, y que tienen un poder muy alto para la toma de
decisiones en asuntos de importancia ritual, política o económica. En las sociedades
preindustriales generalmente se encuentran tres tipos funcionales de centros urbanos:
ciudad real-ritual, ciudad administrativa y ciudad mercantil (Sanders y Webster 1988:
523). En términos generales, Tzintzuntzan funcionaba como ciudad administrativa y
probablemente también como ciudad real-ritual, como se discute posteriormente.
Sanders y Webster (1988) definen a la ciudad administrativa como aquella cuya
principal función es de naturaleza política. Las ciudades administrativas son capitales de
estados, o bien centros administrativos dentro de sistemas políticos que constan de
varios centros urbanos. Estas ciudades son extensas y complejas, y los sistemas
políticos a los que sirven son grandes, estructurados de forma burocrática, y altamente
centralizados. Las ciudades administrativas sirven como lugar de residencia no sólo para
la dinastía gobernante y la aristocracia, sino también para una multitud de funcionarios
y sus familias, junto con una clase militar profesional. Todos ellos son financiados a
partir de los impuestos que se extraen de las comunidades rurales en el territorio bajo el
control político de la ciudad. La organización interna de esta última está altamente
estratificada.
George Cowgill (1992) presenta una discusión de la diferenciación social en
Teotihuacan, que es relevante para nuestra comprensión de la naturaleza de las
relaciones sociales en todas las ciudades mesoamericanas, incluyendo Tzintzuntzan.
Cowgill (1992: 206) observa que no todas las distinciones sociales que fueron
importantes para los mesoamericanos antiguos pueden caracterizarse de manera
adecuada usando una sola escala unidimensional que va de un “nivel bajo” a un “nivel
alto” de complejidad. Según Cowgill (1992), el desafío es grande para los arqueólogos
que quieren entender esta situación, pero debemos recordar lo siguiente: en primer
lugar, la membresía a una clase en particular se determina por la elegibilidad o falta de
ella para ocupar ciertos puestos, dedicarse a ciertas ocupaciones, o detentar un cierto
estilo de vida.
209

La mayoría de los miembros de las distintas clases sociales pudieron haber


tenido diferentes estilos de vida, especialmente si había leyes suntuarias que el Estado
hacía respetar. Cowgill (1992) sostiene que puede ser posible identificar
arqueológicamente esos estilos de vida, observando las diferencias entre las residencias,
sus ubicaciones, el contenido de las casas y la basura de las unidades domésticas.
En segundo lugar, el hecho de desempeñar un puesto o una ocupación en
particular se relaciona con la manera en que la sociedad estaba organizada. Podemos
preguntarnos entonces ¿cuáles eran los cargos reconocidos y la(s) jerarquía(s) del
puesto? y ¿hasta qué punto se diferenciaban los cargos de tipo sacerdotal, militar,
administrativo, judicial y otros? (Cowgill 1992: 207). Los cargos públicos pueden
identificarse por el arqueólogo a través de diferencias en el vestido, las insignias reales,
y otros signos o símbolos del cargo. Estos pueden acompañar al representante del cargo
después de la muerte, para encontrarse como bienes ofrendados en la tumba, y con
frecuencia aparecen en el arte. También hay que recordar que los distintos cargos
pueden ejercerse en ciertos tipos de estructuras, como templos, palacios y cortes legales,
entre otros.
De hecho, pueden reconocerse diversas ocupaciones en el registro arqueológico
porque usualmente “dejan tras de si cantidades relativamente abundantes de
herramientas distintivas y duraderas, o los desechos de productos secundarios”
relacionados con su elaboración.
Una tercera variable que podemos buscar es “simplemente la riqueza
generalizada. Los arqueólogos han encontrado que esto es lo más fácil de abordar. Uno
puede caracterizar entierros o restos de basura asociados con estructuras particulares o
barrios según alguna suposición razonable sobre el valor o ‘preciosidad’ de varias
categorías de objetos”. Finalmente, Cowgill (1992: 207) menciona que “las tumbas y las
estructuras en si pueden caracterizarse de acuerdo a su tamaño, calidad y ubicación”.
El tipo de análisis discutido por Cowgill arriba se ha aplicado en muy pocos
casos fuera de la “Mesoamérica nuclear”, y ha sido notoriamente escaso en el occidente
de México. Por esta razón, el trabajo de Helen Pollard en Tzintzuntzan ha sido notable,
sobre todo porque ella ha seguido un enfoque holístico que integra las siguientes
perspectivas: arqueológica, etnohistórica, etnográfica y geográfica (Pollard 1993, 2000,
2003, 2011a, 2011b, entre otros), algo que nunca se había intentado en esta región.
Pollard (2011a: 21) ha dicho que “el análisis de los datos arqueológicos a escala
regional requiere de conocimiento sobre el contexto social y natural de sitios
210

individuales. Este conocimiento puede obtenerse principalmente por medio de una


prospección regional de cobertura total, en la cual los datos etnográficos, históricos,
ambientales y arqueológicos pueden combinarse con la metodología apropiada, para
asegurar que se registren todos los sitios visibles en el paisaje”. El trabajo de campo de
Pollard ha ido más allá de Tzintzuntzan, para cubrir la mayor parte de la cuenca del
Lago de Pátzcuaro. Esta autora piensa que incluso cuando se ve apoyada por técnicas de
detección a distancia, como fotografía aérea, la prospección regional de cobertura total
en realidad se logra caminando sobre el terreno, lo cual usualmente implica muchas
caminatas largas (Pollard 2011a: 21).
Gracias a este enfoque interdisciplinario, Pollard ha sido capaz de entender
cómo fue que la ciudad prehispánica de Tzintzuntzan floreció en el Lago de Pátzcuaro.
Las tierras ocupadas por este asentamiento en el periodo Protohistórico se localizan en
dos zonas ambientales: el margen lacustre y las laderas bajas. Según Pollard (1993), el
área cubierta por la ciudad prehispánica fue de por lo menos 6.74 km2, y su población
pudo haber sido entre 25 000 y 35 000 habitantes, con una densidad de 4 452 personas
por kilómetro cuadrado en las áreas residenciales (Pollard 1993: 31-33). Pollard (1993)
ha identificado tres categorías urbanas distintas dentro de Tzintzuntzan: (1) áreas
residenciales; (2) áreas de manufactura; y (3) áreas públicas. A continuación se discute
brevemente cada una de estas zonas.

Áreas residenciales
Estas se identificaron arqueológicamente por la presencia de materiales líticos y
cerámicos, que sugieren actividades ligadas a la preparación, servido o almacenamiento
de alimentos. Las áreas residenciales del tipo I se interpretaron como barrios de la clase
plebeya, habitados por la gente de más bajo status de la ciudad.
Las investigaciones realizadas en otras áreas de Mesoamérica han producido
datos comparativos que ayudan a comprender el urbanismo de los tarascos. Ejemplo de
ello son los sitios de Copilco y Cuexcomate, dos asentamientos aztecas provincianos en
el actual estado de Morelos. En estos sitios las casas eran relativamente pequeñas (con
un área promedio de 15 m2), y estaban construidas con muros de adobe sobre cimientos
de piedra. Cada casa tenía una variedad de incensarios y de pequeñas figurillas de
cerámica relacionadas con rituales domésticos (Smith 1997: 60-61). Estas casas aztecas
pudieron haber sido similares a las de sus contrapartes tarascos.
211

En Tzintzuntzan las áreas del tipo II parecen haberse relacionado con el grupo
social de más alto nivel, incluyendo al rey o cazonci y a su familia. Los palacios reales
de los tarascos seguramente se parecían a los palacios de los aztecas. En las cortes reales
aztecas diariamente convergían cientos de personas, incluyendo visitantes y residentes,
miembros de la familia real, cortesanos y sirvientes. El palacio azteca, llamado tecpan,
combinaba funciones administrativas, residenciales y de corte, así como actividades
relacionadas con el gobierno, la hospitalidad, el ritual y el trabajo cotidiano (Evans
2001, 2004b).
Las áreas de tipo III en Tzintzuntzan se interpretaron como espacios de estatus
intermedio, aunque esto no significa que existía una “clase media” en el sentido
moderno. Estas áreas representan el nivel inferior del grupo de mayor estatus dentro de
la estructura social de la ciudad.
Los estudios realizados en la ciudad de Tula, en el centro de México, nos
presentan datos que son muy útiles para complementar la escasa información existente
sobre el urbanismo tarasco prehispánico. Todas las casas excavadas hasta ahora en Tula
son de forma rectangular, tienen una sola planta y varias habitaciones hechas de piedra
y adobe, con piso de tierra o de aplanado. Las áreas de actividad identificadas dentro de
las casas incluyen cocinas o áreas de preparación de alimentos, áreas para actividades
rituales y cuartos subterráneos para el almacenamiento (Healan 1993).
Finalmente, otra área urbana de Tzintzuntzan, la tipo IV, pudo haber estado
habitada por un grupo étnico extranjero (probablemente otomí o matlatzinca) (Pollard
1993: 34-42). De hecho, no debe sorprendernos que Tzintzuntzan haya tenido una gran
cantidad de residentes permanentes que procedían de otras partes de Mesoamérica, ya
que esto era lo acostumbrado en muchas ciudades durante el Postclásico y periodos
anteriores. En Tenochtitlan, por ejemplo, había un gran número de residentes de otras
partes de la cuenca de México y de otras regiones de Mesoamérica. Entre ellos se
encontraban grupos organizados de artesanos, como los lapidarios de Xochimilco, y los
pochteca (comerciantes a larga distancia) que estaban ligados étnicamente con
poblaciones de la costa del Golfo (Calnek 1976: 288-289). Durante el periodo Clásico,
Teotihuacan también tuvo grandes comunidades de “extranjeros” que procedían de
Oaxaca (y vivían en el “barrio oaxaqueño” de la ciudad), de la costa del Golfo y del área
maya (Millon 1981: 210; Rattray 1979: 62-66).
Los restos arqueológicos de áreas habitacionales hasta ahora encontrados en
Tzintzuntzan han sido bastante pobres, exceptuando las construcciones conocidas como
212

“palacios”, que corresponden a las casas de la elite gobernante (Acosta 1939). Dada la
escasez de restos arqueológicos, debemos basarnos en las fuentes documentales como la
Relación de Michoacán (Figura 93) de mediados del siglo XVI (Alcalá 2008) para
conocer los distintos tipos de viviendas que usaban los tarascos. Entre estas podemos
mencionar las siguientes: (a) palacios: residencias relativamente grandes, con varios
cuartos y un pórtico; (b) casas de un solo cuarto, agrupadas en varios subtipos según el
material de construcción; (c) ranchos, o sea pequeñas chozas circulares construidas de
tules o de otras plantas, donde se pasaba la noche durante las expediciones de cacería en
el monte; (d) trojes, construcciones circulares de un solo cuarto usadas para
almacenamiento; y finalmente (e) las casas de los sacerdotes, que tenían solamente un
gran cuarto y una puerta dividida por postes de madera pintados y esculpidos (Castro
Leal 1986: 64-66).

Figura 93. Ilustración de la Relación de Michoacán que muestra la manera en que se casaban los nobles.
La escena muestra a una pareja de la elite tarasca dentro de un palacio con muchos elementos de la
cultura material, incluyendo cerámica fina (adaptado de Alcalá 2008, p. 209).

Áreas de manufactura
En Tzintzuntzan se han descrito tres tipos de áreas de trabajo de lítica (Pollard 1993). El
tipo 1 estaba dedicado a la producción de herramientas, principalmente navajas. En
estos lugares los artesanos hacían artefactos básicos, de uso generalizado, que se
producían y se utilizaban dentro de las áreas residenciales. En los talleres líticos del tipo
2 se elaboraban navajas burdas de obsidiana, así como lascas y artefactos de uso
desconocido que tenían muescas y puntas. También se hacían aquí orejeras, “bezotes”,
cilindros y discos. Finalmente, en los talleres de tipo 3 se encontraron grandes
213

raspadores de obsidiana, aunque la falta de evidencia del procesamiento de este material


sugiere que estas herramientas se hicieron en algún otro lugar. Entre las tareas que
probablemente se llevaban a cabo en estos lugares podemos señalar la preparación de
pieles, el trabajo de la madera y el raspado del maguey para hacer pulque, entre otras
(Pollard y Vogel 1994). Aparte de las zonas de manufactura mencionadas aquí, debieron
haber existido muchas áreas asociadas con artesanías como la cestería, la carpintería, el
procesamiento de pieles, la elaboración de textiles y de cerámica entre muchas otras,
cuyos restos arqueológicos hasta el momento no se han identificado.

Zonas públicas
La principal zona pública de Tzintzuntzan era la plataforma principal o plaza mayor. En
el centro de esta gran plataforma se encuentran seis construcciones de piedra, conocidas
como yácatas, que estaban dedicadas al culto religioso. Aparte de esta enorme plaza,
hay cuatro sitios identificados como áreas públicas secundarias, que funcionaban como
centros religiosos a nivel local (Pollard 1993).
Ningún área de la antigua ciudad parece haber funcionado exclusivamente en un
contexto político o administrativo. Por ejemplo, los edificios conocidos como las “casas
del rey” tenían una función política, pero también sirvieron como residencia del
monarca y de su corte, aparte de incorporar funciones políticas y religiosas y otras
actividades. Otras áreas públicas mencionadas en la Relación de Michoacán (Alcalá
2008) incluyen las siguientes: la casa de águilas (probablemente reservada para los
guerreros); la cárcel, el zoológico, construcciones para almacenar granos, mantas de
algodón (usadas como unidad de intercambio en Mesoamérica) y otros bienes de
tributo; el juego de pelota, los baños, el mercado y el cementerio.
Entre los aztecas había “parques reales” que se reservaban para el uso de la elite.
En estos espacios había jardines y zoológicos con todos tipos de plantas y animales, así
como construcciones especiales para el juego de pelota y juegos de azar. Otros lugares
especiales incluían construcciones para la observación de eclipses y otros fenómenos
astronómicos, para disfrutar de la poesía, la música y la danza (Evans 2000). En este
sentido, tanto los aztecas como los tarascos estaban compartiendo una tradición urbana
mesoamericana.
Los únicos sectores de Tzintzuntzan que parecen haber sido planificados
deliberadamente son las áreas de función política y religiosa. Con base en la
información arqueológica y etnohistórica (esta última incluye a la Relación de
214

Michoacán y los mapas del período colonial), Tzintzuntzan muestra planificación para
estructuras individuales y para algunas áreas de actividad, pero no para la ciudad en su
conjunto (Pollard 1993: 45-54). Según Marcus (1983), la más simple forma de
dicotomía en el estudio de las ciudades preindustriales es entre las planificadas y las no
planificadas. Las primeras usualmente tienen componentes rectangulares, calles rectas
que forman patrones reticulares y unidades que se repiten siguiendo dimensiones
estandarizadas. El mejor ejemplo de una urbe planificada en Mesoamérica es el de
Teotihuacan, con sus avenidas rectas, las proporciones geométricas y los conjuntos
habitacionales bien organizados (Millon 1981). Este patrón de distribución espacial
también está presente en otros sitios de tierras altas, como Cantona, Puebla, que es “un
asentamiento sumamente concentrado… [sin] población alguna dispersa” (García Cook
2017: 40).
Las ciudades como Tzintzuntzan, que no fueron planificadas, usualmente se
caracterizan por falta de formalidad y por un patrón de crecimiento de tipo radial, a
diferencia del patrón axial de los centros urbanos planificados. Muchas ciudades
mesoamericanas combinaron ambos rasgos, al tener una “ciudad interior” o centro
planificado donde se encuentran las estructuras públicas religiosas o seculares, y una
periferia o “ciudad exterior” que refleja crecimiento al azar en las zonas residenciales
(Marcus 1983: 196). Ejemplos de este tipo de ciudad abundan en el área maya, donde
sitios como Copán se dividen en dos componentes básicos: un núcleo urbano
densamente habitado (dentro de un radio aproximado de 1 km alrededor del centro
donde están los edificios principales) que tiene la mayor parte de los conjuntos
residenciales de elite, y un sector rural o no urbano, en el que la densidad poblacional
disminuye de manera progresiva conforme uno se aleja del centro. Definitivamente no
hay nada que sugiera un patrón reticular para la ciudad de Copán, donde todos los sitios
y barrios muestran distribución al azar (Fash 1991: 155-156).
No obstante la falta de planificación, hay abundante evidencia para la existencia
de barrios en Tzintzuntzan durante el periodo Protohistórico. Estas unidades
probablemente jugaron un papel para la regulación del matrimonio, a la vez que
funcionaron como localidades para realizar actividades religiosas y ceremoniales.
Tzintzuntzan tenía 15 barrios en 1593, cada uno con su propia capilla. En 1945 los
informantes locales podían recordar 13 y señalar la ubicación de 11 de ellos. Sin
embargo, no ha sido posible localizar los barrios del asentamiento prehispánico porque
215

ha existido algo de confusión durante los últimos siglos sobre los nombres originales y
su localización (Pollard 1993: 59).
Tzintzuntzan tenía por lo menos 15 unidades endogámicas con funciones
ceremoniales, donde los artesanos y otros especialistas se localizaban en sus barrios
independientes. De acuerdo con la Relación de Michoacán, había un nivel secundario de
división territorial dentro de la ciudad prehispánica, una subdivisión del barrio que
constaba de 25 casas y que se usaba para la recolección de impuestos, para la
participación colectiva en obras públicas y para la realización de censos (Pollard 1993:
59-60).
Muchas ciudades mesoamericanas estuvieron divididas en sectores o barrios.
Tenochtitlan, por ejemplo, contaba con cuatro sectores, que a la vez se subdividían en
tlaxillacallis, o barrios, que tenían los mismos nombres que las unidades conocidas
como calpullis. Este último término se refiere a grupos sociales corporativos, cuyos
miembros compartían la misma ocupación y observaban un ciclo ritual común. En la
capital azteca cada barrio estaba subdividido para fines administrativos en grupos de
casas (Calnek 1976: 296-297). Sin embargo, no hay evidencias de calpullis o de grupos
similares en Tzintzuntzan.
Varios siglos antes del periodo que nos ocupa, la ciudad de Teotihuacan
aparentemente tuvo barrios similares a los aztecas, y también pudieron haber constituido
entidades corporativas que funcionaban como una importante unidad del control estatal
y para la organización de actividades locales (Millon 1981: 210). Alrededor de la misma
época que Teotihuacan (periodo Clásico temprano, antes de ca. 750 DC), la ciudad de
Monte Albán, Oaxaca, tenía 15 subdivisiones territoriales, incluyendo la plaza central y
sus áreas vecinas. En la mayoría de estas áreas existe evidencia de producción artesanal,
como sitios de manufactura donde se producían los siguientes bienes: piedras de
molienda (manos y metates), objetos de barro y hachas de piedra, así como artefactos de
concha, obsidiana, cuarzo y pedernal. También se han identificado áreas de mercado en
Monte Albán, así como espacios rituales y otras áreas donde grandes grupos de gente
pudieron haberse congregado (Blanton et al. 1981: 95).
Por último, otro ejemplo de diferencias en la estructura de las residencias que
corresponde a variaciones en la riqueza y en el acceso al poder y privilegios en
contextos urbanos prehispánicos viene de la ciudad de Xochicalco durante el periodo
Epiclásico (ca. 700-900 DC). En este lugar Kenneth Hirth (2009b) distinguió varios
tipos de estructuras que incluyen “residencias con patios grandes que representaban el
216

nivel superior de viviendas de elite… casas construidas sobre terrazas amplias…” y


“residencias agrupadas que consisten en conjuntos de estructuras construidas sobre las
laderas entre las terrazas principales…” Esta última categoría definida por Hirth
pertenece a “residencias compactas que representan las estructuras domésticas pequeñas
y aisladas de los individuos más pobres…” (Hirth 2009b: 47).
Hirth hizo otro importante descubrimiento en Xochicalco: “conjuntos
residenciales… que estaban organizados y operados como entidades corporativas… Las
evidencias de comportamientos corporativos se encuentran en los espacios
arquitectónicos compartidos, en la organización del trabajo, en indicios de
diferenciación social, y en la integración de la residencia bajo una sola cabeza de la
unidad doméstica…” (p. 49). Aunque este esquema organizativo no estaba
necesariamente presente en Tzintzuntzan o en otros centros durante el periodo
Protohistórico, la noción de “entidades corporativas” ciertamente merece tomarse en
cuenta en el contexto del urbanismo en todas las áreas culturales de Mesoamérica.
Regresando a Tzintzuntzan, vemos que según Pollard las funciones políticas y
religiosas fueron importantes para el crecimiento de la ciudad, pero las actividades
económicas estuvieron insertas en otros sistemas o fueron periféricas para la estructura
básica del poder. Los centros religiosos y políticos estaban localizados centralmente
dentro de la ciudad, además estaban bien demarcados y eran de tamaño relativamente
grande en sus estructuras, elementos y áreas. Las áreas comerciales y de manufactura,
por otra parte, eran periféricas y estaban dispersas, sin planificación aparente. En
resumen, el crecimiento inicial de Tzintzuntzan parece haberse generado por factores
políticos más que económicos, lo que contrasta marcadamente con otros centros
urbanos mesoamericanos como Tenochtitlan o Teotihuacan (Pollard 1993: 62).
Se ha dicho que el Estado tarasco no formó parte integral de la tradición urbana
mesoamericana (Pollard 1980: 677), ya que Tzintzuntzan fue su único centro realmente
urbano. Este Estado se caracterizó por una red compleja de “lugares centrales”
especializados, una situación que deberá tomarse en cuenta al comparar a los sitios
tarascos con otras expresiones de la tradición urbana mesoamericana.
En un nivel, cada ciudad es única y muestra características que deben explicarse
según variables particulares, de acuerdo con sus propios contextos culturales y
ambientales. En otro nivel, sin embargo, debemos comparar y generalizar, y esto lo
podemos hacer de manera productiva siempre y cuando tomemos en cuenta los procesos
fundamentales que afectan el desarrollo urbano en distintos contextos socioculturales
217

(Sanders y Webster 1988: 544-545). Finalmente, las palabras del sociólogo Louis
Wright deberán ayudarnos a entender el enorme grado de variabilidad dentro de la
tradición urbana presente en las distintas regiones de Mesoamérica, incluyendo al
antiguo Michoacán: “... cada ciudad, como cualquier otro objeto de la naturaleza, es, en
un sentido, única...” (Wright 1983: 195, citado por Sanders y Webster 1988).
La actitud “centralista” adoptada por muchos arqueólogos que trabajan en
Mesoamérica usualmente supone que solamente en el centro de México y en las
regiones del sur se dio el florecimiento verdadero de la civilización mesoamericana.
Estos autores piensan equivocadamente que la tradición urbana no llegó a las extensas
regiones del occidente, un área considerada por muchos arqueólogos como un remanso
cultural comparada con los logros visibles en Teotihuacan, Oaxaca, la costa del Golfo y
sobre todo el área maya.
Sin embargo, estas perspectivas y actitudes negativas empiezan a cambiar,
gracias al trabajo arqueológico realizado en Michoacán y otras partes del occidente de
México en décadas recientes (Beekman 2008; Weigand et al. [eds.] 2008). Muchos años
después del trabajo de campo original de Pollard en Tzintzuntzan, Christopher Stawski
(2011) aplicó nuevos métodos y técnicas analíticos, en un intento de resolver muchas
preguntas sobre el uso del espacio cultural y en general sobre las características urbanas
de esta ciudad prehispánica. Stawski sostiene que Tzintzuntzan “fue un centro urbano
importante que mostraba un alto grado de planeación urbana”. Stawski descubrió en sus
investigaciones que “algunos patrones [sirven] para esbozar el comportamiento
económico, social, político y religioso de ciertas clases sociales dentro de esta ciudad
antigua…” (2011: 53), y llega a la conclusión de que al estudiar las relaciones entre la
cerámica y el estatus, le fue posible desarrollar un concepto más preciso del uso del
espacio en relación con las clases sociales. Stawski también logró determinar las
implicaciones del traslape entre fenómenos políticos, religiosos y económicos en el
contexto del Estado tarasco protohistórico. Resulta evidente que el sistema político
tarasco tenía un nivel alto de inserción dentro de los aspectos religiosos y rituales de la
sociedad (Stawski 2011: 64).
Otro estudio sobre la naturaleza urbana de Tzintzuntzan y de su papel como
capital de un imperio de grandes dimensiones fue conducido por Ben Nelson (2004),
quien examinó el papel de los “palacios” en el occidente de México como indicadores
de complejidad social. De acuerdo con este autor (2004: 59), “la definición de palacios
está ligada íntimamente con la naturaleza del poder político, el cual se constituye de
218

manera variable de acuerdo con tradiciones locales, así es que los palacios y otras
[formas de] arquitectura relacionada con la elite deben entenderse en términos [de la
cultura] local…” En otras palabras, las residencias de la elite en el occidente no son
necesariamente idénticas a sus contrapartes en otros lugares de Mesoamérica, sino que
se adhieren a una tradición local con un “sabor” particular. No obstante lo anterior, estas
construcciones siguen la tradición mesoamericana y se asocian con algunos rasgos
arquitectónicos especiales, como juegos de pelota sofisticados (véase por ejemplo el
caso reportado por Weigand y Weigand 2005 para Teuchitlán). Nelson sostiene que “los
palacios son la residencia de los principales dueños del poder en los sistemas sociales
estratificados. Los ocupantes no solamente son de alto status, sino que pertenecen al
primer orden de la nobleza; la existencia de palacios es parte de lo que distingue
materialmente a los residentes de quienes sólo son miembros de una clase privilegiada”
(Nelson 2004: 59). Este punto de vista supone que “los palacios son enunciados
duraderos del orden social y económico y del lugar de los ocupantes [del edificio] en
ese mismo orden…” Los palacios fueron “construidos para reforzar activamente esas
distinciones… son evidentemente más complejos en sus materiales y tamaño que otras
residencias, tienen una sintaxis espacial interna diferente de las residencias de los
plebeyos, y con frecuencia se decoran con símbolos religiosos o cosmológicos…”
(2004: 60).
En su discusión de los palacios tarascos, Nelson primero señala que la sociedad
tarasca prehispánica estaba “integrada políticamente como un Estado; los estudiosos han
considerado desde hace mucho tiempo que su dominio estaba constituido como imperio.
Su metalurgia [y] otros logros tecnológicos y estéticos son iguales, si no mejores, a los
del centro de México. Con base en estas características, podríamos suponer [la
existencia de] un liderazgo fuerte, jerárquico e individualista. Esto es de hecho lo que
sugieren los documentos [históricos]…” La existencia dentro del dominio tarasco “tanto
de gobierno centrado en un individuo como de palacios antes del contacto con los
europeos ya se ha demostrado arqueológicamente…” Esta evidencia incluye “una tumba
ricamente amueblada con un individuo al centro y acompañantes sacrificados” así como
“una estructura conocida como Palacio B… [que] consiste en una distribución compleja
de cuartos contiguos…” (Nelson 2004: 73).
Puesto que el occidente de México fue parte de la ecúmene mesoamericana
(Williams 2004b), podemos mirar hacia otras partes de Mesoamérica en busca de
ejemplos para arrojar luz sobre el tema del urbanismo tarasco, incluyendo su naturaleza
219

general y sus manifestaciones materiales, entre muchos otros aspectos. De acuerdo con
Michael Smith (2016), “las ciudades mesoamericanas… exhiben varios principios
fundamentales de planificación urbana… Primero, la mayoría de las ciudades tenían un
conjunto estándar de edificios cívicos: pirámides con templos, adoratorios pequeños,
juegos de pelota y palacios reales”. Siguiendo el canon mesoamericano, “estos edificios
estaban acomodados cuidadosamente alrededor de plazas formales rectangulares… la
mayor parte de la arquitectura cívica estaba concentrada en un epicentro, y las ciudades
más grandes con frecuencia tenían zonas ceremoniales subsidiarias de menor tamaño”.
Una última característica compartida entre la mayoría de los centros urbanos en
Mesoamérica es que “los plebeyos y las elites de menor rango construían sus casas en
barrios alrededor del epicentro sin planeación ni dirección del rey o de la administración
central. En la mayoría de las ciudades mesoamericanas, la densidad de residencias era
baja (comparada con las del Viejo Mundo) porque las áreas principales se dedicaban al
cultivo como huertas o campos cercanos” (Smith 2016: 1).
En las ciudades tarascas, al igual que en las aztecas, los artesanos eran miembros
indispensables de la sociedad. Smith (1998) señala que “en una sociedad compleja
como la de los aztecas, los productores de bienes desempeñaban un papel importante. El
trabajo era altamente especializado, y a un grupo relativamente pequeño de gente se le
confiaba la manufactura de la mayor parte de los bienes que usaba la gente en sus casas,
en los templos y en sus lugares de trabajo…” Smith distingue dos tipos de industrias
artesanales entre los aztecas y otros grupos del centro de México (y en otras partes de
Mesoamérica): utilitarias y de lujo. “La naturaleza y organización del trabajo en cada
uno de esto sectores tenía implicaciones muy diferentes para… los productores y… los
consumidores. Los bienes utilitarios como sandalias o vasijas de cerámica los producían
artesanos de tiempo parcial, que trabajaban en sus casas y vendían en el mercado…”
Por otra parte, “los elementos de lujo como joyería de oro o esculturas de piedra se
elaboraban en los talleres” que pertenecían a “artistas de tiempo completo que
trabajaban directamente para clientes de la elite…” (p. 85).
La artesanía que más nos interesa aquí es la alfarería. Según Smith (1998), “las
cocinas de los aztecas estaban equipadas con una variedad de vasijas de barro para
cocinar, preparar y servir la comida. Es probable que cada familia tenía una o dos jarras
pintadas para el agua, varios comales (comalli) para tortillas, ollas para cocinar de
varias formas y tamaños para frijoles, salsas u otros alimentos, [y] una olla para remojar
el maíz…” La cocina azteca típicamente tenía un assemblage que incluía, aparte de lo
220

señalado arriba, “un plato trípode de fondo rugoso para moler chiles y tomates
[molcajete], una olla para sal y varios platos, cuencos y copas para las comidas. Además
de la loza de la cocina, la cerámica se usaba para elementos religiosos (figurillas e
incensarios) y herramientas (malacates y cuencos especiales para apoyar el huso durante
el hilado de la fibra de algodón)…” (Smith 1998: 89).
También es relevante para el presente estudio la discusión que hace Dan Healan
(2009) sobre las familias, las unidades domésticas y sus manifestaciones materiales en
la Mesoamérica del Postclásico. Esta discusión arroja luz indirectamente sobre la
tradición urbana de los tarascos y las muchas actividades que se realizaban usualmente
en los hogares. Healan dice que “la unidad más básica de organización doméstica consta
de por lo menos un grupo de individuos, pero usualmente más, que ‘viven juntos’,
quiere decir que comen, duermen, almacenan sus propiedades y desarrollan las tareas y
funciones básicas de la vida en la intimidad. La mayoría de estos grupos consisten en
familias, aunque probablemente sea mejor no suponer esto a priori, especialmente
cuando tratamos con situaciones arqueológicas…” De acuerdo con Healan, sin
embargo, la palabra “familia” como la usamos normalmente “es un término ambiguo
que incluye entidades nucleares y variaciones de entidades supranucleares… a pesar de
estas limitantes… [la palabra] ‘familia’, en realidad una familia nuclear” se usa en el
estudio de Healan “para referirse a la más básica unidad de organización doméstica”.
Healan termina con la siguiente observación: “aunque claramente es una entidad social
básica, la familia también es una entidad económica, típicamente la menor unidad de
producción, distribución y consumo que existe dentro de una comunidad” (2009: 67).
En esta sección he presentado una síntesis de la arqueología de la región tarasca
seguida de una discusión del urbanismo en Tzintzuntzan, la capital de los tarascos. El
objetivo es contextualizar la siguiente discusión de producción, intercambio y uso de
cerámica entre este grupo étnico durante el periodo Protohistórico. Esta discusión está
basada en información derivada de la arqueología, la etnohistoria y la etnografía.

Elaboración, intercambio y utilización de objetos de barro en el área tarasca


En esta sección abordo la perspectiva etnoarqueológica y etnohistórica que hemos
aplicado tanto el presente autor como otros estudiosos a la producción, comercio y uso
de los objetos de barro, así como el papel estratégico de la cerámica para las actividades
de subsistencia. Pero antes de empezar con esta discusión, quisiera regresar al tema de
221

la cocción y la inversión de energía como aspecto crítico de la producción de vasijas de


arcilla.
Como vimos en el Capítulo III, la elaboración de alfarería en Huáncito requiere
de una gran cantidad de leña para quemar en los hornos. Si a esto le añadimos los
grandes volúmenes de combustible utilizados a diario para cocinar (Cuadro 2), la cifra
final de consumo de leña sería considerable. Ahora imaginemos una ciudad
prehispánica de unos 25 000-35 000 habitantes, como Tzintzuntzan (Pollard 1993: 33),
donde todas las unidades domésticas dependían de combustible vegetal para cocinar y
para cocer la loza, y además usaban madera para la producción de artesanías, para la
construcción, etcétera. Pero también hay que tomar en cuenta que los sacerdotes
tarascos tenían fuegos encendidos a todas horas en los templos como parte de los
rituales, como señala la Relación de Michoacán. Esta fuente nos dice que al dios
Curícaveri le dijeron los demás dioses del cielo que “él sería rey y habría de conquistar
toda la Tierra, y habría alguien que estuviera en su lugar, quien [vería] que siempre se
trajera leña para los templos… Porque esta gente [los tarascos] pensaba que el…
cazonci estaba en lugar de Curícaveri” (Alcalá 2008: 175). Si tomamos en cuenta que la
población de la cuenca del Lago de Pátzcuaro durante el periodo Protohistórico se ha
calculado en una cifra alrededor de 80 000 almas (Pollard 1993: 79), podemos imaginar
las enormes cantidades de leña que se consumían a diario en las casas, los mercados y
los templos, entre otros lugares.
Aunque los cálculos que tenemos para el consumo de combustible en tiempos
prehispánicos son limitados (v. gr. Sheehey 1988, 1992), el impacto ecológico del uso
de leña en los hogares debió haber sido bastante elevado, y además la industria de
alfarería era una consumidora voraz de leña como fuente de energía. Arnold (1985) ha
presentado algunos datos etnográficos sobre cocción de cerámica que pueden ser útiles
para una reconstrucción hipotética de esta situación, como se discute abajo.
Arnold (1985) ha seguido un enfoque ecológico para entender todos los aspectos
relacionados con la quema de objetos de barro. En la opinión de este autor, “los
alfareros no pueden controlar la quema a cielo abierto tanto como en el horno… Cuando
el combustible y las vasijas se colocan juntas, ya sea en cocción a cielo abierto o entre
muros parcialmente cubiertos, el artesano tiene menos control sobre el proceso que en la
quema en horno”. La investigación de Arnold ha incluido ejemplos de la mayoría de las
áreas culturales del mundo, y ha encontrado que en el caso de la quema a cielo abierto
“el control se limita a la selección inicial del combustible y a su acomodo… junto con la
222

cerámica antes de iniciar el proceso de cocción. Además, el alfarero no puede alterar el


acceso de aire al combustible durante la quema… En muchas versiones de este tipo de
cocción se proporciona algún grado de aislamiento durante el acomodo para retener el
calor…” Parecido a lo que describimos arriba para Zipiajo, “una capa de tiestos, tierra,
piedras, paja húmeda, o capas gruesas de combustible [o ceniza] pueden ponerse sobre
[lo que se va a quemar] como aislamiento…” (p. 214).
Sobre la quema de vasijas en el horno, a diferencia de hacerlo a cielo abierto,
Arnold observa que “el costo de poder controlar la cocción y por lo tanto poder quemar
en un clima marginal o desfavorable requiere de mayor energía para construir el horno y
quemarlo, por lo que los hornos de tiro vertical de gran tamaño son menos eficientes en
el corto plazo que los métodos más sencillos. A cambio de este costo energético, sin
embargo, el artesano puede quemar más vasijas con un mayor control (y
presumiblemente menos pérdidas), a mayores temperaturas y en un mayor número de
días al año…” (p. 215).
Las ideas de Arnold sobre las implicaciones técnicas de quemar en hornos o en
cielo abierto se explican en el Cuadro 7.
CUADRO 7. EFICIENCIA RELATIVA DEL PROCESO DE COCCIÓN, DE
ACUERDO CON EL NIVEL DE AISLAMIENTO Y DE CONTROL*
Tipo de cocción Eficiencia relativa o proporción (por peso)
entre cuerpo (de arcilla) y combustible
Pozo abierto usado para quemar 3.1
Horno (pozo con paredes) 2.5/2.8
Horno de alfarero con orificio de 2.0
alimentación o entrada de aire
Horno complejo de tiro vertical 3.2
Horno complejo de tiro vertical (para loza 2.6
vidriada)
*Adaptado de Arnold (1985: Cuadro 8.5); datos de Pakistán.

Arnold (1985) también señaló que “la tecnología de hornos sofisticados requiere
de más inversión de capital y de mano de obra para construirlos y para conseguir el
combustible… que la quema a cielo abierto. Se requiere poco capital o fuerza de trabajo
adicional para quemar a cielo abierto, y el artesano puede quemar donde quiera y
modificar el área de quema de acuerdo con el tamaño de su producción”. Este autor cita
223

un ejemplo de la India, en donde “los alfareros usan materiales disponibles fácilmente


como excremento de ganado, cáscaras, paja, basura, hojas secas y madera de arbustos
con la quema a cielo abierto” (p. 219).
Por su parte Rice (2015) presenta una discusión muy completa sobre la cocción
de alfarería que analiza diferentes aspectos de esta parte esencial del trabajo de los
artesanos. Sobre las diferencias entre la quema en hornos o a cielo abierto, Rice señala
que las pirotecnologías asociadas con la elaboración no industrial de alfarería, tanto las
antiguas como las recientes, pueden clasificarse de varias maneras. Conforme
aprendemos más acerca de la cocción tradicional y de sus estructuras, la diferenciación
usual entre quema a cielo abierto (en hogueras) y en estructuras tipo horno se difícil de
sostenerse. Según esta autora, “las tecnologías de cocción demuestran una continuidad
gradual en los niveles de encerramiento y otras variables, más que una distinción binaria
de presencia/ausencia”. En vez de este último enfoque, Rice sugiere “una
caracterización diferente, aunque relacionada, basada en las posiciones relativas del
combustible y de la loza que se está quemando, como revueltas o entremezcladas y
separadas. La última típicamente se asocia con la cocción en… hornos. Ambos
esquemas enfatizan una diferencia funcional importante: la separación entre el fuego y
la loza en una cámara cerrada permite un mejor control de la velocidad de
calentamiento, temperaturas más uniformes y sostenidas, y la utilización de vidriados”.
Rice concluye con la siguiente observación: “aunque las estructuras construidas
para la cocción empezaron a emplearse hace milenios, en la mayor parte del mundo en
la antigüedad, y en muchas partes durante tiempos modernos, la cerámica se ha
quemado exitosamente sin estructuras formales tipo horno… La dicotomía entre
cocción con y sin horno ya no es apropiada”. A la luz de nuestra discusión sobre la
tecnología de cocción entre los alfareros tarascos en el capítulo anterior, el siguiente
enunciado de Rice (2015) debe tomarse en cuenta cuando hablemos sobre quema de
cerámica en hornos o a cielo abierto: en su variedad, todas las “técnicas tienen ventajas
y desventajas en cuanto a los productos finales y su costo para los alfareros que están
trabajando… Además, es importante [considerar que] en muchos lugares se usaron
múltiples técnicas de quema al mismo tiempo” (p. 166).
En el contexto de la historia cultural de los tarascos, es más conveniente ver la
diferencia entre la quema en hornos (como los ejemplos de Huáncito) y a cielo abierto
(como hemos visto en Zipiajo y en Cocucho) como un continuum entre dos extremos,
más que como una dicotomía de tecnología “horno/español versus cielo
224

abierto/prehispánico”. Es probable que ambas técnicas se usaran en tiempos antiguos y


hayan persistido hasta el presente, como sugiere Arnold (2005) para el caso de la Sierra
de los Tuxtlas, Veracruz.
Una manera más objetiva de evaluar la inversión de energía en diferentes tipos
de tecnología de cocción sería definir la proporción entre combustible y arcilla (ver el
Cuadro 7 arriba), como ha demostrado Sheehy (1992) en su estudio de los procesos de
producción de cerámica entre los artesanos contemporáneos de San Sebastián, un
pueblo en el Valle de Teotihuacan en el centro de México.
Sheehy muestra que “la arcilla y el combustible son dos recursos ligados en una
relación socioeconómica. Las vasijas de cerámica no podrían formarse sin arcilla y las
que se hicieran se desintegrarían rápidamente si no se tuviera combustible para
quemarlas… Un enfoque que podría beneficiar a los arqueólogos interesados en el
consumo de combustible por los alfareros…” sería desarrollar una proporción entre
arcilla y combustible, es decir la cantidad de barro que se puede cocer con una cantidad
determinada de material inflamable. Para poder llevar a cabo esta tarea, Sheehy “pesó
las vasijas de cerámica en la mañana [antes] del evento de cocción y después de la
quema… también pesó todo el combustible usado para quemar las vasijas en 19
eventos…. distintos… [y utilizó] termopares para monitorear la temperatura en dos
puntos dentro de los hornos”. Los datos obtenidos por este estudio le permitieron al
autor “examinar la variación en las proporciones entre arcilla y combustible para
distintas temperaturas y distintos combustibles” (Sheehy 1992: 360).
Este tipo de análisis etnoarqueológico permitiría a los arqueólogos establecer un
marco de referencia para hacer comparaciones, y así evaluar el impacto ecológico de
varias tecnologías de cocción, tanto de la antigüedad como modernas. Esto, sin
embrago, está fuera del alcance de la presente investigación. La única intención de
mencionarlo es para enfatizar una manera en la que tanto la ecología cerámica como la
etnoarqueología podrían ayudarnos a alcanzar un mejor entendimiento de la
manufactura de alfarería entre los tarascos.

Elaboración, intercambio y utilización de objetos de barro en el área tarasca


En esta sección discuto varios aspectos de la producción, intercambio y uso de vasijas
de cerámica en el territorio tarasco de la época prehispánica, tanto recipientes de uso
diario como piezas muy sofisticadas usadas por la elite para demostrar su riqueza y
poder. La perspectiva que seguimos aquí está basada en la etnohistoria y la arqueología.
225

En segundo lugar, en esta sección se analiza el papel de los recipientes de barro en la


economía política y doméstica en esta parte de Mesoamérica, desde la perspectiva de la
etnoarqueología en el occidente y norte de México.

Actividades de producción y redes de intercambio en el Lago de Pátzcuaro


Uno de los aspectos más críticos de la producción artesanal, tanto en la antigüedad
como en el presente, tiene que ver con el transporte de los productos terminados del
centro de producción a los consumidores. Los costos de transportación eran
relativamente altos en Mesoamérica debido a la falta de bestias de carga y de vehículos
con ruedas. Este hecho dificultó el desarrollo de una economía a nivel macro-regional,
como sucedió en Europa y china, entre otros ejemplos del Viejo Mundo (Blanton et al.
1981). La transportación de todos los productos en Mesoamérica (incluyendo muchas
mercancías como objetos de barro, textiles y otras artesanías) siempre se llevó a cabo
por cargadores humanos. En el centro de México, estos cargadores se llamaban
tlamemes, y llevaban todo tipo de mercaderías de un lugar a otro. No conocemos el peso
exacto de toda la carga que usualmente llevaban a cuestas, pero en el siglo XVI Bernal
Díaz del Castillo escribió que un tlameme cargaba alrededor de dos arrobas (ca. 23 kg)
a una distancia de cinco leguas ( 21-28 km) antes de ser relevados de su carga (ver a
Hassig 1985: 28-32). Pero estas cifras deben evaluarse con cuidado, ya que hay mucha
variación en los documentos de ese periodo, tanto en el tamaño de las cargas como en
las distancias caminadas, dependiendo también del tipo de terreno (montañas, barrancas,
jungla, desierto, etcétera), las condiciones climáticas y otros factores que pudieran
dificultar el paso de los cargadores. Lawrence H. Feldman acuñó la frase “economía del
mecapal” 2 para referirse al transporte de bienes en Mesoamérica, puesto que, como ya
señalamos, estaba basado en tránsito por tierra y sobre la espalda de seres humanos; una
costumbre que persistió en partes de México y Centroamérica hasta principios del siglo
XX. De acuerdo con Feldman (1985), los cargadores recorrían una distancia de dos o
tres leguas siguiendo caminos bien definidos (Figura 94). La correa se ataba a una red u
otro contenedor hecho de fibra de palma o carrizo que colgaba de la frente y caía sobre
los hombros y espalda del portador.

2
Mecapal: correa de piel que usaban los cargadores para llevar sus bultos sobre la espalda, sostenida con la frente del portador.
226

Figura 94. Los cargadores tarascos usaban el mecapal, como los tlamemes aztecas. En esta lámina de la
Relación de Michoacán aparecen llevando cargas con vasijas y otras cosas (adaptado de Alcalá 2008, p.
253).

Los tlamemes del periodo prehispánico eran un estrato ocupacional de bajo


estatus, que trabajaban como cargadores profesionales y organizados, con normas
establecidas para los tipos y pesos de las cargas, descansos periódicos y bultos
apropiados a las distancias y condiciones de los caminos. Estos portadores llevaban a
cuestas bienes de elite, como cacao y oro, cosas de todos los días como maíz y algodón
(Hassig 1985), y también objetos de cerámica, incluyendo vasijas que contenían muchos
productos diferentes (v. gr. sal, pigmentos y miel, entre otros), y recipientes de cerámica
de lujo reservados a los miembros de la elite.
La distancia viajada y el peso de la carga eran inversamente proporcionales.
Aunque se pudieron haber transportado cargas muy pesadas en la época prehispánica,
esto no necesariamente significaba una mayor eficiencia, puesto que implicaría que más
cargadores tendrían que transitar la misma distancia (Hassig 1985). Robert Drennan
(1984a) calculó que una carga de 20 kg era la más eficiente, aunque bultos de hasta 50
kg se mencionan para algunas partes de Mesoamérica. Las cargas que llevaban los
tlamemes de los pochetca aztecas (mercaderes a larga distancia) no eran muy pesadas.
Drennan (1984a) sugiere un peso promedio de 30 kg llevado a una distancia de 36 km;
el mismo autor dice que los costos de transportación en los periodos Formativo medio y
Clásico (ca. 500 AC-1000 DC) implican que el transporte de comida no pudo haber sido
la principal razón para usar el trabajo de los tlamemes. Entonces, los bienes que se
cargaban de esta manera eran de elite, objetos de lujo o de importancia ritual, así como
227

recursos estratégicos como la obsidiana. De hecho, Drennan (1984b) sostiene que si el


cargador llevara maíz a tan largas distancias ¡acabaría consumiendo más energía de la
que llevaba a cuestas!
La perspectiva de Drennan, sin embargo, contrasta con el enfoque de Hassig
discutido arriba. Igualmente, la información etnográfica publicada por Carl Lumholtz
hace unos 100 años contradice varios aspectos de las reconstrucciones teóricas de
capacidad de carga y distancias máximas cubiertas por los tlamemes antiguos que
sugiere Drennan (ver también a Sluyter 1993, para un punto de vista adicional sobre
cargadores y distancias recorridas en la antigüedad). Durante sus viajes en Michoacán,
Lumholtz en una ocasión se encontró a un “huacalero” (una especie de cargador-
mercader a larga distancia) que iba viajando con sus mercancías atravesando las
montañas de la Sierra Madre Occidental. Lumholtz menciona que los huacaleros
usualmente iban caminando a pie siguiendo rutas entre la Sierra Tarasca y las ciudades
de México, Guadalajara, Acapulco, Colima y Tepic. En tiempos antiguos estos
comerciantes tarascos viajaban al norte hasta llegar a Nuevo México, y al sur hasta
Guatemala y Yucatán. Lumholtz nos dice que el viaje redondo de Paracho (Michoacán)
a la ciudad de México tardaba un mes (una distancia aproximada de 400 km en línea
recta). La distancia promedio caminada por día era de 48-64 km, con una carga de 63
kg 3 (Lumholtz 1986). Según J. Charles Kelley esta información sobre capacidad de
carga y distancias probablemente cubiertas por los tlamemes prehispánicos es muy útil,
aunque en ambos casos las cifras son mucho más altas de las que sugieren los
arqueólogos. Es importante mencionar que los huacaleros no consumían los bienes que
llevaban a cuestas, sino que subsistían en sus viajes consumiendo una variedad de
comida silvestre y además gozaban de la hospitalidad de la gente en las localidades por
donde pasaban en su camino (Kelley 2000).
Los tlamemes eran usados por el Estado tarasco para cargar todo tipo de cosas,
incluyendo objetos de metal, cuyo consumo estaba limitado tanto social como
espacialmente, aunque la producción metalúrgica estaba dispersa por todo el territorio
(Pollard 2011b). Pollard nos dice que el gobierno estatal adquiría bienes metálicos
terminados y lingotes fundidos en cuatro maneras: (1) regalos entregados directamente
al rey en Tzintzuntzan por visitantes extranjeros y miembros de las elites regionales; (2)
objetos de oro y plata adquiridos por los mercaderes a larga distancia patrocinados por

3
Sin embargo, un huacalero le dijo a Lumholtz que una vez había llevado una carga de 86 kg de Colima a Morelia en seis días
(Lumholtz 1986: 360).
228

el Estado en las fronteras del territorio tarasco; (3) lingotes de oro, plata y cobre, así
como productos terminados que las elites regionales recibían como tributo (y después
entregaban total o parcialmente a los almacenes reales de Tzintzuntzan para su
salvaguarda); y finalmente (4) el movimiento de lingotes directamente de las minas
(bajo el control del Estado) a los almacenes estatales. Debemos suponer que algunos
objetos de metal producidos en comunidades y depósitos minerales cercanos
probablemente circulaban en los mercados locales. Si este fue el caso, entonces la
producción debió haber excedido las demandas tributarias. Los lingotes procesados eran
transportados por los cargadores, cada uno llevaba unas 20-30 piezas para hacer un peso
total de 32-72 kg. Varios informantes citados en una fuente colonial llamada Minas de
cobre (Warren 1968) mencionan el tiempo que tomaba llevar el cobre de los sitios de
fundición a Tzintzuntzan, así como la distancia en leguas. También quedaron
registrados los tiempos de viaje y distancias caminadas al ir de un centro minero a otro
(Pollard 2011b).
El estudio de Pollard (2011b) sobre la metalurgia tarasca prehispánica también
nos da una perspectiva de la capacidad de carga y del intercambio de recursos
estratégicos dentro del dominio tarasco. Además de los objetos de metal, otros bienes
que se comerciaban incluían una variedad de productos terminados, como canastas,
petates y cerámica (Gorenstein y Pollard 1983).
Amy Hirshman y Christopher Stawski (2013) mencionan que “la transportación
de vasijas al mercado en el Estado tarasco prehispánico no era sólo una transferencia de
estos bienes, sino que formaba parte de la logística mercantil, un acto inserto dentro de
un contexto cultural local que contaba con límites físicos y culturales sobre los
participantes…” Estos autores construyeron un modelo teórico que toma en cuenta la
manera práctica en que “los artesanos de las unidades domésticas controlaban el
transporte de sus productos dentro del sistema de mercados de los tarascos”. Para
construir este modelo los autores abordaron “los temas de la tecnología de
transportación, la topografía de la cuenca de Pátzcuaro, [y la] información sobre las
reglas culturales y políticas que controlaban el acceso a la transportación dentro de
[esta] cuenca en el periodo Postclásico tardío”. Hirshman y Stawski también tomaron en
cuenta “la estabilidad relativa de la organización de la producción de cerámica en las
unidades domésticas durante el surgimiento del Estado tarasco…” Ellos llegaron a la
conclusión de que “a pesar de los cambios asociados con el surgimiento del Estado, las
redes de transporte básicas [ya fuera] caminando o sobre el agua no cambiaron de
229

manera significativa, y los artesanos domésticos dentro del Estado tarasco mantuvieron
el control sobre la transportación de sus cerámicas y de su distribución dentro del
mercado…” (Hirshman y Stawski 2013: 1).
De acuerdo con los autores citados, “la distribución es un conjunto complejo de
variables que involucran a los productores, a la organización de la producción, a los
productos, a la tecnología de transporte, a la topografía [y] a las reglas culturales que
controlan estas tecnologías e instituciones para intercambio…” En el contexto del
Estado tarasco protohistórico, “llevar las vasijas al mercado era… una acción… que
arroja luz sobre la economía política mayor…” (2013: 3).
Hirshman y Stawski (2013) piensan que entre los tarascos prehispánicos, tanto la
estabilidad de la transportación de productos elaborados en las unidades domésticas
como la aparente falta de interferencia del Estado en el transporte e intercambio en el
mercado, nos ofrecen una perspectiva inigualable sobre la estructura de este Estado.
Ellos ven a la distribución “como una mezcla de tecnologías y redes de transporte”, y
también como “un factor que nos da más información sobre los aspectos más amplios
del surgimiento del Estado y del control estatal…” (2013: 4). El Estado tarasco “tiene
una reputación de ejercer un fuerte control centralizado sobre su economía política…”
prueba de ello es que las fuentes etnohistóricas mencionan que la corte del rey contaba
con supervisores de varias actividades artesanales, como el capataz de los alfareros que
elaboraban platos y cuencos (2013: 5).
El estudio de Hirshman y Stawski (2013) también analiza la manera en que los
objetos de arcilla eran llevados por los cargadores de una parte a otra de la región
tarasca. Estos autores calculan que “si un cuenco de cerámica ‘pequeño’ pesaba 300
gramos, entonces un bulto de 23 kg contendría más de 70 piezas, mientras que una
carga de 90 kg equivalía a unas 300 vasijas”. Por otra parte, si un cuenco de cerámica
“grande” pesaba 600 gramos, una carga de 23 kg podría contener 38 piezas, y una carga
de 90 kg constaría de más de 100. “Suponiendo un peso mínimo de 23 kg cargado por
los porteadores profesionales, los números ilustran que una carga conveniente de vasijas
de cerámica terminadas podría llevarse fácilmente al mercado, ya fuera por un cargador
profesional, por el alfarero, o [tal vez] por alguno de sus parientes…” (2013: 12).
Debido a la falta de animales de carga, de vehículos y de caminos pavimentados,
el medio acuático se convirtió en la manera más eficiente de viajar y de transportar
cargas en la cuenca del Lago de Pátzcuaro. En el siglo XVI había dos tipos de canoa que
navegaban en este y otros lagos: “canoas pequeñas para explotar los recursos del lago y
230

de los pantanos que estaban disponibles para las comunidades, y canoas grandes para el
transporte…” (Figura 95). El tráfico de canoas en el lago “aumentaba las opciones de
transporte disponibles para los alfareros, aunque tal vez tuvieran que descontar una
tarifa de sus ganancias potenciales en el mercado, o vendían sus vasijas a un
intermediario que viajaba en el lago. Además, los tarascos… pudieron haber usado
canoas para transportar…” vasijas terminadas, diferentes materiales usados como
desgrasante en la cerámica y leña, entre muchas otras materias primas indispensables
para los artesanos (Hirshman y Stawski 2013: 16).

Figura 95. Las canoas fueron un medio de comunicación y transporte muy importante en el área tarasca,
como puede verse en esta escena en el Lago de Pátzcuaro a principios del siglo XX. Vemos una canoa
cargada de petates, y en el fondo hay muchas canoas más pequeñas usadas para pescar en el lago
(fotografía cortesía del Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina
y el Caribe, [CREFAL] de Pátzcuaro, Michoacán).

En la cuenca de Pátzcuaro durante el siglo XVI, aparte de usar las canoas, los
productores domésticos podían también realizar el transporte al mercado a pie. Desde
casi todas las comunidades de la cuenca podían llegar a un mercado en cuatro horas; por
lo tanto la mayoría de las unidades domésticas podrían cargar sus vasijas de barro y
otras mercancías a un punto de venta o intercambio (p. 17).
Hirshman y Stawski (2013) demuestran la eficiencia del transporte en la cuenca
lacustre de Pátzcuaro, gracias a su tamaño pequeño y a la capacidad de los hogares de
alfareros para controlar la transportación de sus propias mercancías al mercado. Estos
autores sugieren que “un cargador—muy probablemente el artesano, un alfarero
miembro de la unidad doméstica, u otro pariente—ciertamente podía llevar cargando al
mercado y vender una carga de cerámica en un día, que representaría una parte
identificable de la producción doméstica…” (p. 19).
231

Estos autores también dicen (2013) que su análisis de la transportación dentro


del área nuclear tarasca sugiere que el Estado no intentó ejercer control ni interferir en
la producción o transporte de cerámica. Este punto de vista nos da una imagen
alternativa y más matizada de la economía política de este Estado, así como su toma de
decisiones y agencia.
Los tarascos antiguos también tenían un mecanismo institucional por medio del
cual muchos bienes fluían hacia la capital imperial: los mercaderes a larga distancia
auspiciados por el gobierno. Estos eran comerciantes a quienes el palacio real les
confiaba la tarea de conseguir recursos escasos que sólo podían encontrarse en los
rincones más apartados del imperio, o incluso fuera de sus fronteras (Pollard 1993).
Entre estos bienes suntuarios encontramos los siguientes: cacao, pieles de animales,
conchas marinas, plumas tropicales, turquesa, peyote, cristal de roca, serpentina, ámbar,
pirita, jadeita, oro, plata, copal, obsidiana verde y roja y finalmente esclavos. Los
productos que se obtenían en fuentes lejanas fluían a través de pocos canales de
distribución, y su uso era menos frecuente. Estos bienes suntuarios importados
funcionaban para demostrar las diferencias de estatus entre los miembros de la elite y el
resto de la sociedad (Pollard 2003).
El intercambio de recursos estratégicos fue un componente vital de las relaciones
comerciales en todas las culturas mesoamericanas. De acuerdo con Smith (1990), las
fuentes etnohistóricas que hablan sobre los aztecas nos permiten entender cómo el
intercambio contribuía a la prosperidad de Tenochtitlan, la capital del imperio mexica
durante el periodo Postclásico tardío. Los mercados en esa ciudad ofrecían bienes
exóticos de todas partes de Mesoamérica gracias a los mercaderes de larga distancia (los
pochteca que ya mencionamos), quienes operaban dentro y fuera de las fronteras
imperiales, desarrollando una actividad que estaba íntimamente relacionada con el
imperialismo azteca. No olvidemos que en esta sociedad los bienes suntuarios tenían un
papel central para las relaciones sociopolíticas. El intercambio de productos de lujo
entre las elites en el Postclásico tardío tenía una función integradora, pues contribuía a
la comunicación interregional, a la estratificación social y a las relaciones políticas
(Smith 1990).
Los pochteca transportaban un rango muy amplio de elementos de estatus, así
como recursos escasos o estratégicos desde todos los rincones del imperio azteca, entre
los cuales se pueden mencionar los siguientes: faldas y capas ricamente decoradas,
plumas de aves tropicales, objetos de oro, collares, orejeras, cuchillos y navajas de
232

obsidiana, conchas, coral, agujas, pieles de animales, hierbas y pigmentos, esclavos y


finalmente joyería fina de jade, jadeita y turquesa (Smith 1998). El manuscrito del siglo
XVI que conocemos como Códice mendocino muestra los bienes que se recibían como
tributo en la capital azteca, incluyendo máscaras de turquesa de varias provincias del
imperio (Smith 1998: Cuadro 7.2) y también cuencos de cerámica fina (Ross 1984:
42e); ollas de “miel gruesa del maguey” (¿aguamiel?) (p. 46a); vasijas con miel de abeja
(p. 55); y tecomates o “tazas para beber cacao” (p. 61). 4
El intercambio a larga distancia fue una de las actividades económicas más
importantes para los estados mesoamericanos (Hirth 1992). De acuerdo con Hirth, desde
tiempos bastante tempranos tanto bienes de prestigio como utilitarios, incluyendo
cerámicas finas reservadas para la elite, se intercambiaban a través de extensas regiones
por todo Mesoamérica. Desde alrededor de 1000 AC hasta el momento de la conquista
española, el comercio entre regiones distantes proporcionaba a las elites objetos
exóticos y bienes de prestigio. Este comercio, junto con el apoyo de las actividades de
subsistencia a nivel local y el tributo extraído a las provincias conquistadas, conformaba
la base económica para todos los estados en el periodo Postclásico (ca. 900-1520 DC),
si bien los costos de transporte limitaban hasta cierto grado los tipos y cantidades de
mercancías que circulaban por esas redes de intercambio regionales durante todos los
periodos de la prehistoria mesoamericana. Principalmente los elementos de alto valor
como jade, turquesa, textiles finos de algodón, obsidiana, mármol, conchas marinas,
cacao y cobre, eran transportados por grandes distancias entre distintas regiones.
Exceptuando la obsidiana, la mayor parte de estos productos caen en la categoría que
los arqueólogos llaman bienes de prestigio o suntuarios. Las mercancías de todos los
días, como maíz y frijoles, rara vez eran transportadas desde su lugar de producción,
incluso cuando se trataba de bienes tributados (Hirth 1992).
A continuación hablaremos del Estado tarasco prehispánico, que es el caso que
más nos interesa en este estudio. Sabemos que su dominio se extendía por un área más
compacta que el imperio azteca, y por eso pudo haber ejercido un control más directo
sobre la economía. El área nuclear del imperio tarasco estaba caracterizada por un perfil

4
En el área maya se han encontrado recipientes de cerámica finamente elaborados, que contienen decoraciones pintadas que
incluyen la palabra “cacao” escrita en jeroglíficos. Este glifo es común en vasos cilíndricos mayas usados por la elite, “por lo que
podemos suponer que todos ellos fueron usados en la producción y consumo de chocolate en los palacios mayas” (Coe y Coe 1996:
45-46). Por otra parte, los análisis de laboratorio practicados sobre algunas de estas vasijas antiguas han encontrado la presencia de
teobromina y cafeína, dos de los principales componentes del cacao. A partir del Clásico tardío (600 DC) las vasijas cilíndricas
mayas se usaban no solo como recipientes para servir el chocolate, sino también en su preparación (p. 47). Siglos después, los
pochteca aztecas “estaban altamente involucrados en el comercio del cacao, y asimismo eran grandes consumidores de chocolate”
(p. 74).
233

étnico altamente homogéneo, mientras que las zonas fronterizas exhibían un mosaico
multiétnico (Pollard 1993). La discusión que hace Pollard (1993, 2003) de la economía
política de los tarascos del periodo Protohistórico sostiene que los bienes y servicios
fluían a través de varios canales institucionales: los mercados locales y regionales, y las
agencias bajo en control directo del Estado, incluyendo la red tributaria, los
comerciantes oficiales a larga distancia, las tierras agrícolas y el intercambio de regalos.
La agencia estatal más relevante relacionada con el intercambio económico era la red
tributaria, que era muy grande, estaba centralizada y organizada de manera jerárquica.
La mayor parte de los bienes pasaban por varios niveles y distintas regiones bajo control
estatal hasta que eventualmente llegaban a la capital, Tzintzuntzan. Esos bienes
representaban elementos clave de las economías locales, y se usaban para mantener al
ejército, que durante periodos de guerra incluía grandes cantidades de hombres del
centro de Michoacán (Pollard 2003).

Figura 96. Ilustración de la Relación de Michoacán que muestra la manera en que se casaban los
plebeyos. Incluye la imagen de una casa con muchas vasijas de cerámica de uso doméstico, así como
canastas y otras cosas (adaptado de Alcalá 2008, p. 216).

En su discusión de la producción prehispánica de cerámica en la cuenca del


Lago de Pátzcuaro, Hirshman (2011: 2010) afirma que los modelos que
tradicionalmente se han propuesto para identificar evidencias de especialización
consisten en tipologías de lugares, desde unidades domésticas (Figura 96) hasta talleres
y fábricas, que muestran una creciente especialización en la producción de artesanías.
Aunque Hirshman menciona la existencia de talleres formales en Mesoamérica, hay una
evidencia cada vez más grande de producción especializada de varios tipos de artesanías
dentro de las unidades domésticas. Además, según esta autora la unidad doméstica
como concepto no es uniforme, ni puede considerarse como la unidad económica más
234

pequeña de producción o de consumo. Las unidades domésticas son polifacéticas por


naturaleza, y hay muchas maneras en las que difieren entre si de una cultura a otra.
Aunque la manufactura “de tiempo completo” sí puede darse dentro de la esfera
doméstica, este nivel de intensificación no siempre es necesario (2011: 210).

(a)

(b)

(c)

Figura 97. Vasijas tarascas prehispánicas; (a) olla decorada con motivos geométricos; (b) cuenco trípode;
(c) vasijas con vertedera (todos del Museo de Morelia, Michoacán. Según Boehm 1994).
235

Hirshman concluye su estudio de las lozas finas que eran distintivas del Estado
tarasco (Figura 97) diciendo que podemos concebir un nivel doméstico de producción
en la era prehispánica, que persistió durante el surgimiento de este Estado, de acuerdo
con la siguiente evidencia arqueológica: (1) una reorganización y centralización de la
producción dentro del Estado; (2) grupos cerámicos con composición conocida y
categorías decorativas que se mantuvieron estables a través del tiempo; (3) elementos
compartidos en las pastas tanto de lozas de elite como utilitarias; (4) copias de
assemblages cerámicos de la elite en los basureros de los hogares de plebeyos; (5) la
existencia por mucho tiempo de temperaturas bajas de cocción; y (6) falta de evidencia
directa de producción alfarera en la cuenca del Lago de Pátzcuaro (Hirshman 2011:
217).
Hirshman y Haskell (2016) han estudiado “la relación entre las transformaciones
sociopolíticas y los cambios en actividades económicas, como los regímenes de
producción y distribución”. Según estos autores, se han propuesto modelos
contrastantes para explicar el desarrollo sociopolítico de los tarascos antiguos. “En un
lado están los modelos ‘políticos’ en los cuales las elites crean relaciones disparejas de
producción, e indican a los productores los tipos de productos que requieren, para el
consumo conspicuo, la interacción…” y eventualmente para “la legitimación y
consolidación de su posición política…” mientras que por otra parte en el otro extremo
“está un modelo ‘administrativo’ en el cual los artesanos siguen [trabajando] como lo
habían hecho antes de las transformaciones sociopolíticas, tomando sus propias
decisiones y [haciendo sus] lozas para ajustarse a las actividades de comercio y mercado
para su propia subsistencia (Hirshman y Haskell 2016: 201).
Hirshman y Haskell (2016) usan “las lozas finas de cerámica tarasca para probar
estos modelos contrastantes de producción…” Mientras que Haskell (2008) propuso “un
modelo de interacción de la elite en el Estado tarasco, en el cual los Uacúsechas
(nobles) monopolizaron ciertos bienes preciosos de origen extranjero. A fin de
apaciguar a las elites de rango menor y promover una más amplia identidad elitista, los
Uacúsechas hubieran alentado la producción de nuevos tipos de bienes, cuyo consumo
compartido afiliaba a las elites locales con los Uacúsechas y las separaba materialmente
de los plebeyos…” Por su parte Hirshman y Haskell (2016: 201) sostienen que “las
lozas de cerámica finamente elaboradas y decoradas… pudieron haberse usado para este
propósito”.
236

En contraste con lo expuesto arriba, Hirshman piensa que “la producción de


cerámica, incluyendo lozas finas que simbolizan al Estado, estaba descentralizada y
organizada dentro del contexto de las unidades domésticas, más que bajo el control de la
elite…” El análisis de esta autora “del assemblage cerámico de Urichu indicó un
descenso significativo en la heterogeneidad de… los atributos de la cerámica que
corresponden al surgimiento de la diferenciación social en la cuenca de Pátzcuaro
durante los periodos Clásico y Epiclásico”. Hirshman descubrió que “no hubo cambios
importantes en el assemblage con el surgimiento del Estado”, interpretando estos
resultados como “evidencia de una probable reorganización de la producción doméstica
de cerámica en respuesta a la manipulación de la elite en estos periodos tempranos, sin
alguna transformación adicional dentro del Estado…” Hirshman concluye diciendo que
“no hay evidencia en el assemblage de que las elites de la cuenca alguna vez
controlaron directamente la producción de cerámica…” (Hirshman y Haskell 2016:
201).
En conclusión, estos autores afirman que “mientras que rechazamos la fuerte
participación política del modelo de Haskell, también [buscamos] una expansión
matizada del modelo de mercado de Hirshman. El caso es simplemente que el Estado se
formó, y surgió una nueva estética en la cerámica que expresaba esta nueva entidad
política…” (p. 211). De esa manera, ellos sostienen que se requiere “un análisis más
detallado para navegar a través de las realidades que son contradictorias cuando se
aplican de manera generalizadora o de ‘todo o nada’…” Hirshman y Haskell (2016)
piensan que “los tipos de vasijas discutidos [aquí] fueron innovadores y aparentemente
estaban limitados a las elites…” Otro factor para tomar en cuenta es que, aunque hay
mucho traslape entre los patrones adquisitivos de los plebeyos y de la elite, también hay
diferencias que “requieren explicaciones alternativas a la de adquisición en el mercado,
que se aplica universalmente…”
Finalmente, según la perspectiva de Hirshman y Haskell (2016: 211), “puesto
que los plebeyos… eran más numerosos que las elites, su participación en el Estado y su
demanda de lozas finas decoradas debe también tomarse en cuenta como factor en los
modelos de producción de cerámica que… dan cuenta del surgimiento de las elites
políticas en el Postclásico tardío…”
Por otra parte, Hirshman (2008: 299) señala que varios autores han contrastado
un modelo comercial y otro político para explicar el surgimiento de sociedades
complejas. Si bien ella piensa que el segundo modelo “enfatiza el control de la elite
237

sobre la producción y distribución, el comercial supone una mayor autonomía


individual de los productores y sus actividades en el contexto de una organización
económica guiada por el mercado…” Hirshman ve ambos escenarios como “parte del
continuum de estrategias múltiples usadas por la elite para crear la economía política
mayor de un Estado… Los mercados pueden satisfacer muchas necesidades de las elites
y parecen haber existido en Mesoamérica por lo menos bajo una mínima supervisión de
la elite…” De acuerdo con esta autora, las elites en el Estado tarasco del periodo
Protohistórico “utilizaron ese continuum de estrategias políticas y comerciales. Todas
las mercancías clave como los metales, la obsidiana y los excedentes agrícolas eran
controladas hasta cierto grado por la elite política. Sin embargo, la producción y
distribución de cerámica parece haber estado organizada más por los factores del
mercado que por las fuerzas de la política” (Hirshman 2008: 299).

El papel estratégico de la cerámica en las actividades de subsistencia


Tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo, la cerámica fue el principal componente en
muchos aspectos de la preparación, transportación y almacenamiento de alimentos, así
como en la elaboración de sal y en otras industrias, como veremos en las páginas
siguientes.
Sabemos que las fuentes de alimentación de Mesoamérica carecían de la
proteína derivada de animales domesticados como ganado, cerdos y ovejas, que no
fueron introducidos hasta la conquista española en el siglo XVI (Diamond 1999;
Parsons 2010, 2011; Weigand 2000). Es por eso que la dieta prehispánica en esta área
consistía en productos agrícolas (maíz, frijol, chile, calabaza, y muchos otros),
complementados por alimentos como pescado, reptiles, aves, insectos, larvas y muchas
especies de plantas silvestres (Castelló 1987; Rojas 1998). En la mayor parte del
mundo, el cloruro de sodio se ingería como parte de la dieta a través de productos
animales como carne y grasa, mismos que no eran disponibles ampliamente en
Mesoamérica. Por esta razón, la producción salinera se volvió una actividad estratégica
(Williams 2015).
En esta sección discuto el papel estratégico de la cerámica en muchas
actividades de subsistencia en Mesoamérica: veremos ejemplos de vasijas para elaborar
sal; para la producir pulque y otras bebidas alcohólicas; también mencionamos el caso
de los malacates que servían para hilar fibras de ixtle y de algodón, y finalmente
discutimos los tiestos modificados que se usaban como pesas de red para pescar. Sin la
238

cerámica ninguna de estas actividades hubiera sido posible, y lo mismo puede decirse de
procesos industriales como el teñido de textiles, que tuvo enorme importancia para la
economía prehispánica (Parsons 2001).

Elaboración de sal
La sal común, o cloruro de sodio, ha sido una mercancía indispensable en todo el
mundo desde la antigüedad; este recurso natural tuvo una importancia vital para todas
las culturas mesoamericanas en la época prehispánica como parte de la alimentación y
para la conservación de pescado y otros usos (Kurlansky 2002; Williams 2015). Su
papel estratégico no disminuyó durante la Colonia, cuando se usó para la ganadería y la
minería de la plata. La relevancia de la sal alcanza proporciones inusitadas cuando se
trata de un recurso escaso; la falta de este producto—que también funcionó como
unidad de intercambio—puede poner en peligro la vida de una comunidad o perturbar
los asuntos de un Estado. Un repentino cambio en la oferta o la demanda puede afectar
negativamente las redes de comercio de los imperios, y la competencia por este recurso
estratégico puede desencadenar guerras (Andrews 1980: 36). La sal fue imprescindible
en Mesoamérica por la sencilla razón de que las localidades productoras estaban
distribuidas de manera no uniforme sobre el paisaje, y muchas poblaciones sedentarias
grandes que la necesitaban no tenían acceso inmediato a ella. En consecuencia, se
desarrollaron redes de comercio en sal desde tiempos muy tempranos; de hecho, se
piensa que este fue el primer bien de comercio intercambiado por grupos humanos, y es
probable que muchas redes tempranas se hayan extendido sobre la base de las antiguas
rutas de comercio salinero (Andrews 1980: 37).
Tanto en las salinas interiores como en las costas de Mesoamérica se
desarrollaron en la época prehispánica múltiples técnicas para producir sal. En algunos
casos contamos con descripciones sobre los métodos y técnicas de producción, en las
que los recipientes de barro siempre fueron indispensables. Es un hecho bien conocido
que el occidente de México (Michoacán, Jalisco, Colima y Nayarit) fue una de las áreas
de Mesoamérica que se distinguieron por la calidad y cantidad de fuentes naturales de
sal (Williams 2010, 2015). En este apartado discutimos un aspecto de la tecnología
prehispánica que hasta ahora ha sido poco estudiado: los elementos materiales de la
producción salinera, en especial los recipientes de barro cocido usados para la
producción, almacenamiento y transporte de salmuera y de sal cristalizada desde la
239

antigüedad hasta tiempos recientes. Para este fin se emplean datos de la arqueología, de
la etnografía y de la etnohistoria (ver la discusión en Williams 2001).
Una de las principales áreas salineras de Mesoamérica se encuentra en la cuenca
de Sayula, Jalisco (ver el mapa en la Figura 91), misma que cuenta con una gran
cantidad de recursos, que son abundantes, diversos y en muchos casos estacionales,
dentro de varios nichos ambientales. El aprovechamiento de los recursos disponibles se
refleja en la manera en que las comunidades prehispánicas se organizaron dentro del
espacio de la cuenca. El lecho del lago no es propicio para la agricultura, pues en época
de secas, cuando el agua del lago se evapora, afloran por capilaridad sales que
imposibilitan todo tipo de cultivo. Es entonces cuando aparece uno de los recursos más
importantes de la cuenca: la sal. La desecación estacional del lago ha permitido la
recolección de sedimentos salitrosos o tequesquite, que luego de un proceso de
purificación se convierten en sal (Valdez et al. 1996b: 328-329).
Las investigaciones arqueológicas en esta parte de Jalisco han demostrado la
relevancia del cloruro de sodio para los habitantes antiguos de la cuenca de Sayula. Se
han localizado en la parte baja de la cuenca estaciones de extracción, conocidas
localmente como “tepalcateras” y “salinas”; se trata de sitios especializados en la
obtención del cloruro de sodio. Al parecer las cuencas del sur de Jalisco (Zacoalco, San
Marcos y Sayula) fueron un gran lugar de abastecimiento para los alrededores
meridionales, occidentales y hacia la región tarasca de Michoacán. Los factores que
influyeron para que se diera en estas cuencas un “desarrollo industrial” de la extracción
de sal fueron su riqueza relativa en minerales, su proximidad a la zona oriental de la
región tarasca, y su ubicación en un corredor natural para llegar hacia la costa. Sin
embargo, el mercado de este bien estratégico fue compartido en esta amplia región con
los lugares costeros de Colima (Valdez et al. 1996b: 337). Fue tan grande esta industria
en tiempos prehispánicos, que se ha afirmado que “si no se investiga la producción de la
sal, no se puede entender la organización socioeconómica de esta cuenca” (Weigand
1996: 16).
Los trabajos arqueológicos en la región han confirmado la relevancia de la
producción de cloruro de sodio, así como su activa participación en el mercado de la
porción central del occidente de México. En la cuenca de Sayula se observa para la
época prehispánica un nivel masivo de producción, de hecho casi “industrial”. La gran
cantidad de material cerámico desechado es muy homogéneo y recurrente sobre todas
las estructuras encontradas en los sitios salineros. Sin embargo, hay que recordar que
240

estas técnicas generan una gran acumulación de material en poco tiempo, por lo que
sería muy fácil llegar a sobreestimar la cantidad realmente producida (Valdez et al.
1996b: 346).
Los siguientes tipos cerámicos son diagnósticos de producción salinera en el
área bajo discusión: cuencos “semi hemiesféricos” (decorados con líneas rojas sobre
bayo); cuencos salineros Sayula, y una cerámica muy burda de paredes gruesas, hecha
con desgrasantes vegetales. La forma predominante parece ser de grandes cajetes de
paredes abiertas y fondo ligeramente curvo (Liot 1998: 142-146; ver ilustraciones en
Williams 2015: Figuras 83-85).
Según Weigand (1993), los depósitos de la playa del Lago de Sayula ricos en sal
y salitre se convirtieron en el blanco de ataques tarascos, puesto que la región nuclear de
este imperio (la ya mencionada cuenca del Lago de Pátzcuaro) carece de fuentes
naturales de cloruro de sodio, y no estaba lejos del área de Sayula. De hecho, entre las
principales características arqueológicas de la cuenca de Sayula están los restos de
localidades de manufactura salinera, con frecuencia de dimensiones monumentales.
Todas las ruinas importantes en la cuenca están asociadas con estos grandes talleres.
Otra zona lacustre del occidente mexicano donde se ha producido este recurso
tal vez desde la época prehispánica hasta el presente es el Lago de Cuitzeo, Michoacán
(Williams 1999, 2003, 2015). Aquí se obtiene sal a través de la filtración y lixiviado de
suelos ricos en salitre, usando para ello el agua de fuentes termales que abundan en la
localidad. En la manufactura salinera se utilizan dos tipos de tierra, que se mezclan y se
colocan en la “estiladera” (estructura de madera usada como filtro). Una vez que el agua
se ha filtrado a través de la tierra, la salmuera resultante se recoge y transporta a las
“canoas”, troncos partidos a la mitad y ahuecados, donde la salmuera se evapora por la
acción del sol, quedando la sal cristalizada.
Hasta tiempos recientes se utilizaron recipientes de barro conocidos en las
salinas como “chondas” (Figura 98). Estas vasijas seguían elaborándose en la colonia
Las Tinajas, el barrio alfarero de Zinapécuaro, hasta 1980 aproximadamente (Williams
2015: Figuras 35 y 36). Las chondas ya no se usan en el área de estudio, pero los sitios
salineros están cubiertos de fragmentos de vasijas de barro, algunos de los cuales
muestran incrustaciones de minerales. La pasta de estos objetos es relativamente burda,
con desgrasante de arena volcánica. Las chondas son de color bayo claro con un poco de
engobe rojo alrededor del cuello. Se usaron dos tamaños, uno pequeño (33 cm de alto
241

por 14.5 cm en la boca) y otro grande (42 cm de alto por 17 cm en la boca). El primero
tiene una capacidad de nueve litros, y el segundo de 16 litros.

Figura 98. Estas vasijas de barro, llamadas “chondas”, se usaron hasta tiempos recientes en las salinas del
Lago de Cuitzeo para almacenar y transportar salmuera y agua.

Figura 99. Esta vasija fue hecha en Maruata, un pueblo nahua de la costa michoacana. Este tipo de
recipientes de barro pudieron haberse usado por los salineros locales para almacenar y transportar
salmuera y agua.

En la costa de Michoacán también se ha producido sal desde tiempos antiguos


hasta el presente (Brand 1958, 1960; Williams 2015: 72-91); en las salinas de La Placita
se usaban técnicas tradicionales (en parte prehispánicas) para elaborar este producto. El
242

agua del estero y la salmuera se acarreaban en botes de plástico, que reemplazaron a las
“balsas” o recipientes de guaje hace unos 30 años, mientras que en la época
prehispánica se usaban recipientes de barro, probablemente similares a los que
encontramos en la casa de una alfarera en Maruata, poblado nahua de la costa
michoacana (Figura 99).

Figura 100. Vasijas como estas fueron usadas por los salineros de Cuyutlán, Colima, para trabajar en sus
salinas (Museo de la Sal, Cuyutlán).

No muy lejos de La Placita sobre la costa del Pacífico se encuentra Cuyutlán,


Colima, uno de los lugares de producción salinera más famosos de México. Este fue
uno de los principales bienes de comercio para la economía de Colima, desde la época
precolombina hasta por lo menos la segunda mitad del siglo XIX. Los centros salineros
de la provincia estaban distribuidos a lo largo de la costa, llegando a contarse hasta 1
500 pozos de explotación, pero sólo han persistido hasta hoy unos pocos ubicados en el
extremo sur de la Laguna de Cuyutlán (Reyes y Leytón 1992; Weigand y Weigand
1997). En tiempos prehispánicos la técnica más común utilizaba ollas de barro (Fig.
100) para acarrear agua y salmuera, que luego se cocía—también en recipientes de
cerámica—para obtener el blanco producto por evaporación.
Varios tipos de cerámica salinera se usaron en otras partes de Mesoamérica fuera
del occidente de México. En el centro de México, por ejemplo, la cerámica llamada
Texcoco Fabric Marked (TFM) aparece en grandes concentraciones en las viejas playas
243

de los lagos de Texcoco y Xaltocan (Figura 101) asociada con tlateles, montículos de
tierra lixiviada de forma y tamaño bastante irregular. Las mayores concentraciones de
tlateles aparecen alrededor de un sistema de lagos salinos (Charlton 1969: 76; Parsons
2001).

Figura 101. Vasija prehispánica del tipo Texcoxo Impresión Textil, usada por los salineros de la cuenca
de México para almacenar y transportar salmuera y agua (adaptado de Parsons 2001).

En la producción indígena en la cuenca de México se usaron suelos con altas


concentraciones de sales, localizados junto a las orillas de lagos salinos. Estos suelos se
lavaban con agua dulce para remover las sales en forma de solución concentrada, misma
que se sometía al fuego para evaporar el agua y dejar cristales de cloruro de sodio. Este
proceso produjo grandes cantidades de tierra lavada o lixiviada y de fragmentos de
cerámica TFM, que gracias a su superficie burda, estaba diseñada para calentar la
solución salina de manera rápida y uniforme (Charlton 1969: 76).
La distribución de esta cerámica y de los tlateles coincide con la ubicación de
comunidades aztecas productoras de sal durante el siglo XVI. Charlton propuso que
tanto los tlateles como los fragmentos de cerámica son restos arqueológicos de
producción salinera de los aztecas (Charlton 1969: 76). Esta idea se ve apoyada por
datos etnohistóricos, por ejemplo el Códice Florentino, donde se dice que la
manufactura de ollas para hervir la salmuera era un aspecto del trabajo de los salineros
(Charlton 1971: 218). Dado que la cerámica TFM se limita a las fases de ocupación
azteca, todas las estaciones salineras descubiertas en el sur de la cuenca de México son
tardías. Sin embargo, la presencia ocasional de cerámica más temprana en estas
244

localidades sugiere que algunas pueden tener también componentes teotihuacanos o


formativos (Sanders et al. 1979: 57-58; Parsons 2001).
La industria salinera también fue muy importante para los mayas, al igual que
sucedió en toda Mesoamérica. Las ollas donde se cocía la salmuera en muchos sitios
mayas pudieron haberse colocado sobre hornos o estufas, o bien estaban sostenidas
sobre la lumbre por una especie de cilindros sólidos de barro, como los encontrados en
el valle de Puebla, donde se denominaron “cilindros de sal” (Sisson 1973: Fig. 32). En
Stingray Lagoon, Belice, Heather McKillop (1995) encontró vasijas de barro utilitarias,
así como ollas y cuencos especializados para producir sal hirviendo la salmuera sobre el
fuego, sostenidos por cilindros de arcilla.
Desde por lo menos el Preclásico tardío (ca. 300 AC) hasta fines del Clásico (ca.
900 DC), la comunidad de Salinas de los Nueve Cerros, Guatemala, controló la única
fuente de sal en las densamente pobladas tierras bajas mayas (Dillon et al. 1988). Los
habitantes antiguos de este sitio tuvieron un monopolio de la manufactura, puesto que
su ubicación junto a un río caudaloso les permitía controlar el flujo del producto hacia
los mercados río abajo. La sal se hacía en este lugar tanto por evaporación solar como
por cocción a fuego de la salmuera obtenida en manantiales salitrosos. Para la
explotación a nivel industrial de este recurso natural se desarrolló una tecnología
cerámica especializada, incluyendo vasijas que bien podrían ser las más grandes
descubiertas hasta ahora en el área maya prehispánica (Dillon et al. 1988: 37).
Por lo menos tres tipos cerámicos usados en la cocción de la salmuera se
pudieron identificar como componentes esenciales de la industria prehispánica en este
lugar, todos ellos similares a otros que sabemos sirvieron para hacer sal en distintos
contextos etnográficos y arqueológicos. Las evidencias estratigráficas y cerámicas
sugieren que en esta parte de Guatemala tuvo lugar la evaporación con fuego usando
vasijas de barro, conjuntamente con alguna forma de evaporación solar.

Producción de pulque
Para los mesoamericanos las bebidas embriagantes fueron tan indispensables como
todos los bienes estratégicos mencionados en este capítulo, como se discute a
continuación. Smith (1998) nos dice que el pulque (también conocido como octli en la
antigüedad), fue “la única bebida alcohólica que tomaban los aztecas, que era hecha de
la savia fermentada de la planta del maguey. Cuando la planta llegaba a la madurez, su
parte central se cortaba para dejar una cavidad. Los lados de la misma se raspaban con
245

un [instrumento] de obsidiana para estimular el flujo de savia hacia dentro…” El


cultivador entonces “extraía la savia… y luego la vertía en una olla de cerámica. La
savia se transportaba al taller, donde se vaciaba en tinajas de fermentación grandes…
Cada planta de maguey proporcionaba entre dos y cuatro litros de savia al día…” Esta
savia (actualmente conocida como aguamiel) podía tomarse fresca o fermentada, es
decir como pulque, que también se usaba para fines medicinales (1998: 96).
Las múltiples virtudes del maguey han sido estudiadas por Parsons (2006, 2011;
Parsons y Parsons 1990), quien sostiene que esta planta proporcionaba amplias reservas
de savia y de carne o pulpa comestible. Por todas las tierras altas del sur, centro y norte-
centro de México, la savia del maguey todavía se obtiene para consumo humano.
Durante un plazo de varios meses, una sola planta puede proporcionar varios cientos de
litros de savia, que puede fermentarse para producir pulque o hervirse para obtener un
jarabe espeso, o bien bloques de azúcar sólida. Esto permite almacenar fácilmente los
excedentes y distribuirlos durante periodos largos. Por otra parte, las hojas, el corazón y
el tallo del maguey también pueden cocinarse y comerse; al igual que la savia y la pulpa
son ricas en nutrientes y calorías (Parsons 2011).
Al combinarse con los granos cultivados, el maguey podría duplicar la
productividad de nutrientes por unidad de cultivo, pues cuando su savia y carne se
comen pueden producir más calorías que otros cultivos, y además la actividad agrícola
puede extenderse a lo largo de todo el ciclo anual incluso en las tierras más secas, frías y
menos fértiles, que tenían un valor marginal para el cultivo de granos (Parsons 2011).
De hecho, el maguey tenía muchos otros usos aparte de servir como fuente de
alimento. Se trata de una de las plantas más versátiles de Mesoamérica, que también
daba excelentes fibras para la elaboración de textiles. Las dos principales fuentes de
fibras para hilar en el México antiguo eran el algodón y el maguey, pero el primero no
crece en áreas frías, por lo que el maguey fue la única opción en la mayor parte de las
tierras altas del centro y centro-norte de México. Por otra parte, los troncos secos de esta
planta también eran útiles, puesto que se usaban como combustible en lugares donde
escaseaba o no existía la leña. De hecho, algunas comunidades prehispánicas en tierras
altas pudieron haberse interesado en el maguey por sus propiedades combustibles más
que comestibles o para hacer fibras (Parsons 2011).
El cultivo del maguey se volvió parte de un sistema ecológico en el cual la
planta desarrolló una relación simbiótica con los seres humanos. Los requisitos para
cultivarla y aprovecharla establecieron una programación de tareas que podían llevarse
246

a cabo más eficientemente a través de los esfuerzos compartidos de una familia entera
de agricultores. Muchos de los trabajos involucrados en esto podía realizarlos cualquier
adulto capaz, pero otros pertenecían específicamente al ámbito de los hombres, de las
mujeres o en algunos casos de los niños. El cultivo del maguey requería bastante
cooperación de todos los miembros de la unidad doméstica, por lo que puede verse
como ejemplo de simbiosis ecológica o mutualismo entre las familias de agricultores y
los magueyes (Evans 2005).
También había una relación simbiótica entre los grupos humanos que cultivaban
esta planta (con frecuencia en áreas semiáridas) y las comunidades asentadas junto a los
lagos y otros entornos acuáticos. Esto se logró a través del intercambio, y fue gracias a
esta costumbre que los antiguos habitantes de la cuenca de México y de la planicie
central mexicana tenían acceso regularmente a una gama amplia de alimentos que
complementaban su dieta basada en agricultura de granos. Este patrón es parecido al
que surgió en las comunidades de pastores en los Andes y el Viejo Mundo; los únicos
componentes que hacían falta en Mesoamérica eran los animales de carga y para la
tracción (arado) (Parsons 2011; ver también Williams 2014b: Cuadro 11).
Considerando la frecuencia con que se menciona el maguey en las fuentes
históricas sobre los tarascos, como el siguiente pasaje de la Relación de Michoacán,
podemos sugerir que en Michoacán esta planta fue parte relevante del sistema de
subsistencia en tiempos prehispánicos: “haré pan de bledos [amaranto] y vino de
maguey… díjoles Curátame: ‘¿qué haremos, hermanos, no habrá un poco de vino que
bebiésemos en regocijo?’ y dijéronle ellos: ‘por qué no, señor, si hay; aquí tenemos vino
que se ha hecho en las mismas cepas de maguey’… y dijo el tabernero: ‘has más vino
en los magueyes, en los mayores magueyes…’” (Alcalá 2008: 53, 135, 144). Tanto la
carne como el jugo eran especialmente nutritivos cuando se combinaban con otros
cultígenos y productos acuáticos obtenidos por la pesca, la caza y la recolección.
Además, el maguey también se convirtió en un componente importante de la economía
política, un proceso de gran antigüedad en la ecología cultural mesoamericana.
Aunque en el mundo moderno las bebidas alcohólicas se asocian con la
celebración, los festejos y la socialización, para los mesoamericanos antiguos el pulque
y otras bebidas fermentadas “también eran fuentes importantes de nutrientes esenciales
y agua potable… el pulque [pudo haberse] usado como suplemento de la dieta y como
alimento para mitigar riesgos” en caso de sequía o de escasez de comida (Correa-
Ascencio et al. 2014).
247

Figura 102. Vasijas de barro usadas por los ñañú (otomíes) del Valle de Mezquital (Hidalgo) para
producir aguamiel y pulque: (a) cántaro grande para guardar aguamiel, con capacidad de 35 litros; (b)
cántaro chico, con capacidad de 25 litros; (c) olla grande para fermentación de pulque, con capacidad de
60 litros; (d) olla chica con capacidad de 40 litros (adaptado de Fournier 2007: Figura 39).

Por su parte, Parsons y Parsons (1990) han hecho un estudio etnoarqueológico


del procesamiento de maguey en las tierras altas del centro de México, identificando el
assemblage usado para la fermentación del pulque (1990: 45-79) y el procesamiento de
las fibras (pp. 211-268) en esta región a principios de la década de los ochenta del siglo
XX. Estos autores descubrieron que para procesar el pulque se necesitaban vasijas de
barro de muchas formas y tamaños, como las que reporta Patricia Fournier (2007) para
248

almacenar el aguamiel (Figura 102 a y b) y para la fermentación del pulque (Figura


102 c y d).
El papel jugado por el maguey en la sociedad prehispánica fue ilustrado por las
excavaciones de Susan Evans en Cihuatecpan, una ciudad del periodo azteca en el valle
de Teotihuacan, en el centro de México (Evans 1996). De acuerdo con esta autora, “la
ubicación de Cihuatecpan determinó su especialización económica. El cultivo… y los
[derivados] del maguey probablemente produjeron la mayor parte de los materiales
elaborados en la aldea… [casi] todas las residencias presentaron evidencia de
procesamiento de fibras (raspadores para maguey y malacates)…” y una estructura
excavada por Evans “pudo haberse especializado en la producción de pulque…” Evans
descubrió que “los agricultores consumían la mayor parte de la savia de maguey fresca,
como aguamiel… esta fue una parte importante de su adaptación a este entorno
semiárido. La savia fermentada (pulque) fue muy importante para propósitos
medicinales, festivos y rituales, y probablemente la bebían con regularidad… los
aldeanos…” La evidencia de producción especializada de pulque en este sitio consiste
en muchos tipos de artefactos, incluyendo una enorme cantidad de “cuencos y ollas, [y]
cantidades más altas de lo normal de raspadores de maguey”.
Entre las actividades domésticas realizadas en este sitio en la antigüedad estaba
el hilado, mismo que “tuvo lugar en cada casa, y suponemos que igual pasó con el
tejido, aunque no se conserva la evidencia material. Los malacates encontrados en los
recorridos de superficie y las excavaciones se dividen de manera muy uniforme entre
chicos (para algodón) y grandes (para maguey)”. De acuerdo con Evans, “el hilado de
fibras de maguey procesadas en las aldeas tendría como resultado hilos y telas para uso
doméstico y para comercio, tal vez incluso para el intercambio en el mercado…”
mientras que para “el hilado (y tejido) de algodón pudo haber sido necesario comprar la
materia prima en el mercado, y por lo tanto se requería de la producción de un
excedente para comerciar…” (Evans 1996: 411).

Producción de tesgüino y de otras bebidas alcohólicas


El pulque no fue la única bebida embriagante producida y consumida en la
Mesoamérica antigua, o de hecho entre las sociedades indígenas que han persistido
hasta nuestros días en esta parte del mundo. Weigand (1969, 2001) estudió la cerámica
de los huicholes (visárika o wixarika), un grupo indígena que vive en el norte de Jalisco
y partes de Nayarit, en la Sierra Madre Occidental. Weigand escribió que “muchos
249

aspectos de la cultura material han recibido atención antropológica, pero la alfarería de


los huicholes ha recibido poca atención profesional, tal vez por su relativa falta de
decoración…” (2001: 57).

Figura 103. El sáalei es el recipiente de barro más grande hecho por los huicholes de Jalisco y Nayarit. Se
usa casi exclusivamente para preparar nahuá (cerveza de maíz) (adaptado de Weigand 2001: Figuras 3a y
4c).

Durante su trabajo de campo en el área huichola a mediados de los años sesenta,


Weigand (2001: 64) documentó “una falta de lozas pintadas… Actualmente la pintura
como decoración se usa solamente en las vasijas hechas de guajes… la incisión en la
cerámica, sin embargo, es importante y aparece con cierta regularidad en el putzi, un
incensario trípode. Estos diseños son bastante sencillos, y enfatizan la representación de
motivos geométricos…” Entre los muchos tipos cerámicos discutidos por Weigand (p.
67), el teakús(e) es una olla grande con una gran variedad de formas. Su función es
contener líquidos, tal como agua para tomar, nahuá (cerveza de maíz, llamada tejuino,
tesvino o tesgüino), atole, café, peyote, y otros. La forma de esta vasija se traslapa con
una variedad de recipientes hechos de guaje, que son preferidos por los huicholes
cuando el consumo de líquidos ocurre en un contexto ceremonial, como es el caso
siempre con el nahuá o tejuino y el peyote.
El sáalei es el más grande recipiente de cerámica hecho por los huicholes
(Figura 103); se utiliza casi exclusivamente para la preparación del nahuá y, de acuerdo
con los informantes, si se usara cualquier otra vasija el nahuá quedaría contaminado.
250

Otros usos dados al sáalei tienen que ver con la preparación de alimentos, usualmente
en grandes cantidades para comidas ceremoniales (Weigand 2001: 68).
Otro grupo étnico de origen amerindio que vive en las montañas de la Sierra
Madre Occidental es el tarahumara o rarámuri. Campbell W. Pennington los estudió en
1955 y nos dejó una relación de su medio ambiente y cultura material (Pennington
1996). Pennington escribió que “los tarahumaras de Chihuahua, México, constituyen tal
vez el remanente más importante de la gente semi-agrícola que vivía en la parte norte de
la Sierra Madre Occidental y sus planicies orientales en Chihuahua cuando los
españoles llegaron al noroeste de México en el siglo XVI”. Durante el tiempo de la
visita de Pennington (1955), los tarahumaras eran alrededor de 50 000, y la mayoría no
se habían integrado a la vida cultural (mestiza) dominante en México.
El trabajo de campo de Pennington duró seis meses, tiempo en el que vio “que
los tarahumaras hacen mucho más uso de plantas silvestres dentro de su medio ambiente
de lo que sospechábamos… El trabajo de campo entre los tarahumaras fue motivado por
un interés en la manera en que esta… gente utiliza su medio ambiente…” (p. i).
Pennington sostiene que “el brebaje más importante preparado por los
tarahumaras es el tesgüino, una bebida fermentada… hecha durante todo el año de maíz
germinado. En la época de crecimiento los tallos del maíz… proporcionan jugo para la
manufactura de esta bebida…” (p. 149). Este autor añade que “existen referencias
aisladas al tesgüino en los relatos de [los padres] jesuitas y franciscanos del siglo
XVII… Un sacerdote que vivía en Guaguachic en 1777 escribió que las ollas muy
grandes se usaban para preparar chicha de maíz ‘que ellos llaman suhuiqui y los
mexicanos texuino, el cual usan de manera excesiva’”
De acuerdo con Pennington, “el uso de los términos paciki batári o ma batári
para el tesgüino se explica fácilmente… puesto que son los nombres de los ingredientes
de la bebida. Paciki es el elote de maíz, y ha llegado a significar tesgüino preparado con
jugo sacado de tallos frescos de maíz… [mientras que] batári es el nombre de la corteza
obtenida de ciertas especies de Rubiaceae… usada como catalizador en la preparación
de tesgüino en las tierras altas o cañones”.
La descripción de Pennington de la manera en que los tarahumaras hacen el
tesgüino es valiosa porque describe los ingredientes naturales, los procesos y la cultura
material. Este autor dijo que “un paso en el proceso de hacer cerveza de maíz germinado
251

es el malteado 5 del [grano], lo cual se logra ablandando el maíz, protegiéndolo de la luz


y dejando que germine y forme brotes de varias pulgadas de longitud. Durante el
proceso de germinación, la enzima diastasa, que aparece en estado inactivo en los
granos de cereal, se vuelve activa y convierte buena parte del almidón presente en
azúcares fermentables…” Pennington también señala que para preparar “una olla grande
de sugíki o batári” a partir de “maíz suave se ponían alrededor de diez litros de maíz en
canastas poco profundas colocadas en un rincón oscuro de la vivienda indígena. Estas
canastas se cubren con agujas de pino y se rocía agua sobre la canasta… durante varios
días. Los granos de maíz se remojan durante varios días y luego se ponen en una canasta
para que broten, o a veces [se ponen en] un hoyo en el suelo…”
Una vez que germinó el grano, el siguiente paso es machacarlo o molerlo “sobre
la matáka [metate] y luego hervirlo con bastante agua en una olla grande hasta que la
mezcla se vuelve de un color amarillento, usualmente después de ocho horas de
cocción. El líquido lechoso se cuela ocasionalmente pasándolo de una olla a otra a
través de una canasta… Sin embargo, usualmente el líquido no se cuela hasta que está
bien hervido. Es en este momento cuando se le añaden uno o varios catalizadores…” (p.
150).
Dice Pennington que de acuerdo con los informantes tarahumaras, “los
catalizadores daban ‘fuerza’ al tesgüino. El catalizador empleado depende en parte de la
disponibilidad de las plantas utilizadas; sin embargo, las preferencias personales pueden
ser el factor decisivo…” Los catalizadores más comunes “en la vecindad del cañón de
Urique son: la corteza de kakwára (Randia echinocarpa, R. watsoni y R. laevigata) y de
kayá (Coutarea pterosperma), la cual se corta, se raspa o se golpea para separarla del
árbol y se golpea sobre una roca o sobre la matáka. Este material machacado se
humedece y se calienta por varias horas en una olla especial antes de añadirlo al
tesgüino” (p. 151).
En otro paso del proceso de producción, “el tesgüino comúnmente se deja
fermentar por 24 horas antes de beberlo. Con frecuencia se le añaden una segunda y una
tercera ollas de maíz germinado cocido a la primera olla de tesgüino. Se dice que esto
hace a la mezcla muy ‘fuerte’… La cerveza entonces se cubre apretadamente y se deja
por un lado durante varios días…” (p. 152).

5
Maltear: forzar la germinación de las semillas de los cereales, con el fin de mejorar la palatabilidad de líquidos fermentados, como
la cerveza. (Diccionario… 1994: 616).
252

Una observación relevante que hizo Pennington hace más de 60 años fue que el
tesgüino también se hacía de “los corazones horneados se varios tipos de Agave (A.
Scotti, A. patonii, A. bovicornuta y A. lechuguilla)… que se cocinan en un horno de
tierra y luego se golpean con un mazo de roble sobre una piedra hueca. La pulpa
después se retira de la roca y se pone sobre un entramado… (p. 153) sobre la parte
hueca de la roca…” Después de que todo el jugo había goteado de la pulpa, el
entramado y la pulpa se desechaban “y el jugo dentro del hueco de la roca se pasa a una
olla… Se añade una parte de jugo a cuatro partes de agua, la mezcla se hierve durante
varias horas, y luego se deja en un lugar fresco para su fermentación… esta bebida…
comúnmente se mezcla con tesgüino antes de tomarla…” (p. 154).
Otras bebidas consumidas por los tarahumaras (al menos a mediados de los años
cincuenta) se hacían con plantas silvestres que pertenecen a las familias Liliaceae y
Cactaceae, y frutas como la baya del madroño (Arbutus arizonica, A. glandulosa y A.
xalapensis) y la manzanilla (Arctostaphylos pungens), entre muchas otras. Todas ellas
requerían machacarse y hervirse, así es que las ollas de barro eran parte del assemblage
usado en el proceso (Pennington 1996: 154).
Han sido muy pocos los estudios arqueológicos llevados a cabo en el territorio
de los tarahumaras, por lo que la investigación etnoarqueológica llevada a cabo por
Susan Lewenstein en 1991 es de importancia considerable para nuestro entendimiento
de la cultura material en contexto sistémico, en especial el assemblage cerámico de los
tarahumaras (Lewenstein 1995). De acuerdo con Lewenstein (1995: 163), los
tarahumaras se ganan la vida por medio de la horticultura y desde la conquista española
también por la ganadería. La mayoría de la gente son seminómadas, que se mudan de un
área a otra dentro de su extenso territorio. En el verano viven sobre los cerros, mientras
que en la época de secas se bajan a sitios temporales a menor altitud. También usan
cuevas como refugio durante la parte fría del año. Su organización social está basada en
trabajo cooperativo, el cual se recompensa con banquetes con tesgüino.
El assemblage cerámico de los tarahumaras es bastante sencillo; según la
descripción de Lewenstein (1995) consiste de una olla grande (40-60 cm de alto) con
capacidad de 30 litros o más, que se usa exclusivamente para preparar el tesgüino. Esta
es la vasija más valorada de todas, y tradicionalmente se usan una o más para la
preparación de esa bebida para reuniones sociales (Figura 104). La pieza más grande
observada por Lewenstein durante su trabajo de campo en 1991 medía unos 40 cm de
alto y 1.90 m de circunferencia (Figura 105). Estas ollas son llamadas tesgüineras, y se
253

sabe que algunas de ellas pueden llegar a tener hasta 20 años de uso, aunque por lo
regular sólo alcanzan a cumplir tres o cinco años. Un rasgo interesante de esta olla es
que se puede transportar con gran facilidad de un lugar a otro. Es muy común en la
sierra ver varias ollas grandes guardadas en las casas de los parientes o compadres de
sus propietarios, a una distancia de 20 km o más.

Figura 104. Olla para tesgüino con fondo convexo (ca. 52 cm de alto), de la región tarahumara (según
Lewenstein 1995: Figura 3).

Figura 105. Olla de tipo “tesgüinera” durante su uso en Quirare, en la región tarahumara (1991) (según
Lewenstein 1995: Figura 4).
254

Figura 106. Ollas tarahumaras de tipo “tesgüinera” encontradas en Chilicothe, municipio de Batopilas
(1991) (según Lewenstein 1995: Figura 5).

Existe otra olla para tesgüino, de tamaño mediano y con capacidad de 5-30 litros
(Figura 106). Las ollas tesgüineras más viejas son muy valoradas por los tarahumaras,
pues tienen la reputación de producir una bebida más sabrosa gracias a la acumulación
de residuos que permiten una mejor fermentación. Prueba de la alta estima en que se
tiene a estas ollas es el hecho de que las tesgüineras son las únicas que se prestan entre
una persona y otra, y también que son reparadas (con resina y chapopote) o reforzadas
con alambre o correas de cuero (Figura 107) para mantenerlas y extender su vida útil.
Otra vasija común entre el inventario de piezas de cerámica es una olla de
tamaño mediano usada para almacenar agua, de forma esférica con boca estrecha. Estas
ollas usualmente se hacen con engobe rojo y muestran una superficie pulida (Figura
108). El último tipo cerámico reportado por Lewenstein es una olla para cocinar de
tamaño mediano o pequeño (Figura 109), usada para hervir líquidos, cocinar maíz,
frijoles, cebollas y verduras, y a veces también para guardar comida (Lewenstein 1995:
164).
Louise Senior (2001) realizó un estudio etnoarqueológico de la cerámica
tarahumara desde la perspectiva de los costos de producción y del valor cultural. Senior
piensa que la gente tarahumara parece dar más valor a las vasijas más grandes
(basándose en la suposición de que el hecho de repararlas denota valor). Las piezas más
grandes claramente tienen valor económico en la cultura tarahumara, en vista de los
255

costos tecnológicos y de mano de obra invertidos en su manufactura y reparación. De


acuerdo con Senior, todos los informantes coincidieron en señalar que se necesitaba
todo un día de trabajo para hacer una olla grande para tesgüino, mientras que en el
mismo tiempo se podían hacer entre dos y cuatro ollas de tamaño mediano para agua, y
una hora o menos bastaba para hacer una olla pequeña para cocinar y un cuenco para
tostar el maíz (de 18-20 cm de altura) (p. 140).

Figura 107. Olla para tesgüino reparada con resina (altura: 37 cm) (según Lewenstein 1995: Figura 6).

Figura 108. Olla para almacenar agua, apoyada en un tronco de árbol (Chilicothe, 1991) (según
Lewenstein 1995: Figura 7).
256

Figura 109. Olla para cocinar frijoles (44 cm de altura) (según Lewenstein 1995: Figura 8).

Las ollas grandes para tesgüino no sólo llevan más tiempo en su manufactura,
sino que también necesitan de más materias primas. Dado que las fuentes de arcilla
usadas por los alfareros tarahumaras están a una distancia de 2-10 km de los sitios de
vivienda, el consumo de arcilla podría ser una variable importante para decidir cual tipo
de vasija se va a reparar y cual no. Los informantes también dijeron que “muchas”
vasijas se rompen durante la cocción, y que la tesgüinera es la que se rompe con más
facilidad. Tomando en cuenta todos los costos mencionados arriba, no es sorprendente
que las tesgüineras son las ollas que se venden y se intercambian con mayor frecuencia.
Las vasijas para tesgüino, sin embargo, son valoradas por razones que van más allá del
costo económico o tecnológico directo. La gente las necesita para sus tesgüinadas
(reuniones sociales en las que se consume el tesgüino en abundancia), que son la
principal forma de recreación y de interacción social para los hombres y mujeres
tarahumaras. Cuando se lleva a cabo una tesgüinada, la familia anfitriona puede recibir
ayuda de amigos para realizar proyectos como la limpieza o siembra de las parcelas, o
bien en el trabajo de construcción. Es por esto que las ollas para tesgüino tienen valor
tanto social como funcional para los tarahumaras (p. 141).
Pero el papel jugado por una olla tesgüinera no es solamente de naturaleza
social. Su manufactura es más cara que otros tipos de recipiente de barro, y también es
257

cierto que mejoran con la edad, como ya señalamos. Una tesgüinera nunca se lava,
porque los tarahumaras piensan que los residuos acumulados ayudan en el proceso de
fermentación. Por lo tanto, las ollas más viejas son más altamente valoradas para las
fiestas y otras reuniones sociales que las piezas hechas recientemente (Senior 2001:
142).
Podría pensarse que la cerámica contemporánea de los huicholes y los
tarahumaras tiene poco que ver con los objetos de barro encontrados en los assemblages
prehispánicos de los tarascos. Sin embargo, la información etnográfica de otras partes
de México nos ayuda a entender la relación entre el contexto sistémico o dinámico y el
estático o arqueológico, y por eso es de gran ayuda para formular hipótesis para
interpretar los assemblages de cerámica antigua encontrados en Michoacán y en otras
áreas de Mesoamérica.
En la siguiente sección discutiremos un conjunto distinto de datos
arqueológicos: malacates de barro. 6 También mencionamos información etnográfica
que es vital para entender la relación entre el comportamiento humano y el registro
material resultante, en el contexto de los objetos de barro y las actividades de
subsistencia.

Hilado de fibras de maguey y algodón


Entre las “industrias del maguey” discutidas por Smith (1998: 94-96), el hilado y tejido
de ixtle (fibra obtenida del maguey) era de gran importancia para todas las gentes de
Mesoamérica. Para hacer esta fibra “las hojas largas y carnosas o pencas se cortaban de
la planta y la carne se aflojaba mojando las hojas en una solución o asándolas en un
pozo. La carne fibrosa se raspaba de la membrana exterior de la hoja con un raspador de
obsidiana y se dejaba secar” (p. 95). El siguiente paso consistía en hilar las fibras secas
apretadamente “para hacer un hilo o se torcía burdamente para hacer una cuerda o
cordel”. El hilo de maguey es una fibra burda con filamentos largos, misma que “se
hilaba a mano con un huso equipado con un malacate grande y pesado de barro… el hilo
se tejía para hacer ropa y otros textiles en un telar de cintura parecido al que se usaba
para las telas de algodón” (Smith 1998: 96).
En una reciente excavación en el sitio de Urichu en la cuenca del Lago de
Pátzcuaro, Pollard encontró un assemblage de malacates de barro de muchas formas y
tamaños (Figura 110). Pollard (2016) menciona que los malacates pequeños eran
6
Malacate: pieza redonda usada como contrapeso del huso para hilar fibras vegetales.
258

utilizados para hilar fibras de algodón, y añade que “como en el caso del cacao y el
tabaco, el algodón es una planta que no puede crecer en las tierras altas de la cuenca de
Pátzcuaro… Sin embargo… el algodón sin procesar aparece como artículo de tributo en
por lo menos diez comunidades mencionadas en las Relaciones geográficas de
Michoacán (Acuña 1987)…” Los malacates pequeños y las lanzaderas de hueso
encontrados en contextos arqueológicos en la cuenca “documentan la producción local
de telas de algodón. Los malacates en si son sencillos y similares a los encontrados en la
planicie central… de México durante el periodo Postclásico, y podrían haberse
producido fácilmente en la localidad…” La palabra tarasca o purépecha “para malacate
[era] vixucata… mientras que la frase vixucata tepaparari o ‘malacate burdo’
probablemente [se refiere]… a los malacates más grandes usados para hilar [fibras del]
maguey que se cultivaba localmente”. Pollard (2016: 169, Figura 8) encontró un
malacate grande probablemente usado para hilar ixtle obtenido de las plantas de maguey
nativas del Lago de Pátzcuaro, y varios malacates pequeños que pudieron haberse usado
para hilar fibras de algodón cultivado fuera de la cuenca. Aparte de las 10 comunidades
en el imperio tarasco que pagaban algodón como tributo, había 18 pueblos que
tributaban telas tejidas de algodón, de acuerdo con las Relaciones geográficas de
Michoacán (Acuña 1987, citado en Pollard 2016).

Figura 110. Malacates excavados por Helen Pollard en Urichu, en la cuenca del Lago de Pátzcuaro. La
pieza en la esquina superior izquierda probablemente fue usada para hilar fibra burda de maguey (ixtle),
mientras que las demás pudieron usarse para hilar algodón (cortesía de Helen Pollard).

¿Cómo es posible saber si un malacate fue usado para hilar fibras finas de
algodón o fibras burdas de maguey? Mary H. Parsons (2005) realizó un estudio
etnoarqueológico en la comunidad otomí de Orizabita en el Valle del Mezquital
259

(Hidalgo, México), con el objetivo de definir el rango de tamaños de malacates usados


en tiempos prehispánicos para producir hilos finos o burdos (de algodón o de maguey
respectivamente) (Figura 111). Parsons trabajó con cuatro informantes, primero los
observó usando sus propios malacates, y después usando unos de origen prehispánico
que ella misma les dio, los cuales constan de un amplio rango de tamaños y pesan entre
6.7 y 74.8 gramos. Esto le permitió definir el tamaño de las piezas utilizadas para hilar
fibras finas o burdas de ixtle.

Figura 111. Mujer otomí hilando ixtle utilizando el huso y malacate en el Valle del Mezquital, Hidalgo
(cortesía de Jeffrey Parsons).

Parsons dice que este estudio se llevó a cabo “para determinar el significado en
términos funcionales de la variación en el peso de los malacates prehispánicos usados
para hilar fibras de maguey”. Ella también se propuso determinar “si se pueden hilar
fibras finas con malacates grandes. En otras palabras, si el descubrimiento de malacates
pequeños en una excavación significa que se estaban hilando fibras finas en el sitio, y
por el contrario, si las fibras burdas pueden hilarse con malacates pequeños”. Parsons
tomó en cuenta dos variables en su investigación: “el peso del malacate y el grado de
fineza de la fibra hilada, y la manera en que ambos interactúan entre sí. Estas relaciones
son importantes… por el potencial que tienen para darnos una perspectiva de la
260

variabilidad espacial y temporal de la producción de textiles en la época


prehispánica…” (Parsons 2005: 195).
Las conclusiones a las que llegó el estudio etnoarqueológico de Parsons son
relevantes para el análisis que hace Pollard de los malacates que encontró en contexto
arqueológico en la cuenca de Pátzcuaro, discutidos arriba. Parsons nos dice que “este
estudio experimental del hilado de fibras de maguey con malacates prehispánicos de
varios tamaños proporciona datos que podrían facilitar la identificación de los malacates
usados para producir fibras muy finas… para la manufactura de ropa”. Estos artefactos
serían diferentes de los que se usaban para hilar fibras burdas para hacer ayates (sacos)
y otros objetos elaborados con textiles gruesos. Parsons encontró que “los malacates que
pesan entre 11 y 23 gramos… son los mejores para hilar… fibras finas… para ropa”.
Por otra parte, los que pesan alrededor de 38 gramos no eran apropiados para este tipo
de fibra. Esta autora concluye diciendo que “la presencia de estos artefactos—o de otros
de peso mayor—en contextos arqueológicos puede ser evidencia del hilado de fibras
burdas obtenidas de las hojas grandes de la planta del maguey” (p. 202).

Pesca
Los últimos artefactos discutidos aquí son fragmentos de cerámica (tepalcates)
modificados, que fueron usados como pesas para las redes de pescar. Entre los tarascos
del periodo Protohistórico (ca. 1450-1530 DC) el pescado era una de las principales
fuentes de alimento, así como un destacado elemento de comercio, pues se
intercambiaba por maíz, amaranto, frijol y chile (Williams 2014b). De hecho, los
pescadores de tiempo completo comerciaban lo que pescaban por una gran gama de
bienes de primera necesidad, tanto locales como importados (Gorenstein y Pollard
1983: 109-110). Los productos acuáticos eran muy abundantes por todo el territorio
tarasco y sobresalen en los registros del tributo pagado a la elite gobernante de los
tarascos. De acuerdo con Gorenstein y Pollard (1983: 103), las aves acuáticas y
pescados extraídos del Lago de Pátzcuaro eran traídos a la casa del rey por los
cazadores y pescadores reales, lo cual indica que estos bienes pudieron haberse pagado
como tributo a la elite tarasca por los habitantes de los pueblos lacustres.
Los recursos acuáticos eran tan importantes que el Estado tarasco protohistórico
tenía especialistas de tiempo completo dedicados a su explotación y a la administración
de estos bienes indispensables. Según la Relación de Michoacán, la fuente histórica más
relevante del siglo XVI para nuestra área de estudio, el rey (llamado cazonci o irecha)
261

contaba con un funcionario llamado qunícoti—cazador principal—que estaba a cargo de


todos los especialistas en esta actividad. Igualmente había otra persona, llamada curu
hapindi, a quien se le confiaba la supervisión de todos los cazadores de patos y de
codornices. Finalmente, un funcionario que recibía en título de varuri supervisaba a
todos los pescadores que usaban redes y que tenían la obligación de entregar su pescado
al cazonci y a los señores del imperio (Alcalá 2008: 177).
Las implicaciones arqueológicas de mi estudio del modo de vida lacustre en
Michoacán (Williams 2014b, 2014c, 2014d) tienen que ver con la identificación de los
correlatos materiales o marcadores arqueológicos, es decir los elementos y artefactos
diagnósticos que nos pueden ayudar a interpretar el registro arqueológico por medio de
la analogía etnográfica. Entre estos elementos podemos mencionar los siguientes: pesas
para red de pescar (piedras y tepalcates con modificaciones), agujas usadas para tejer las
redes, anzuelos, trampas para los peces, y artefactos de piedra usados para hacer
canastas de carrizo (“martillo” y “yunque”) y otros para tejer petates (esteras de tule),
como la “piedra petatera” y varios instrumentos de corte, entre muchos más.
Entre las técnicas de pesca que estudié en los lagos de Cuitzeo y Pátzcuaro hay
una llamada “tumbo” que consiste en una red agallera larga y angosta que se mantiene
en posición vertical por medio de flotadores (actualmente son botellas de plástico, que
han reemplazado a los manojos de tule usados tradicionalmente) y postes de carrizo. El
tumbo usado por los pescadores en el Lago de Cuitzeo mide 40-50 cm de alto y puede
llegar hasta los 100 m de longitud. Cada pescador tiene sus propias redes y utiliza
marcas personales, por ejemplo nudos, para distinguirlas de las demás. En promedio se
obtienen 10 kg de pescado diariamente en cada tumbo, el cual se vende en los pueblos
de la rivera.
Los pescadores en el Lago de Pátzcuaro usan una red similar al tumbo, pero ahí
se conoce con el nombre purépecha de cherémekua (Figura 112). Por medio de esta red
capturan las siguientes especies de pez: tiro, carpa, akúmara (también llamada sardina)
y charal. Para que esta red sea efectiva tiene que mantenerse en posición vertical debajo
de la superficie del lago, por lo que los pescadores le ponen piedras pequeñas en la parte
inferior como pesas. Estas piedritas se modifican con una segueta para facilitar atarlas a
la red con un cordel.
La cherémekua usada en el Lago de Pátzcuaro es una red fija de tamaño
variable, que puede medir entre 25 y 50 m de largo por unos 60 cm-1.5 m de alto. La
red tiene aperturas de distintos tamaños, lo cual permite una cierta selectividad en las
262

especies capturadas (Rojas 1992). Para pescar con la cherémekua hay que ponerla en un
lugar poco profundo si se quiere capturar charal, o en puntos más hondos si se busca el
pescado blanco. Algunos pescadores recuerdan que antes (alrededor de 1950) la red
para el pescado blanco se colocaba de noche, mientras que las dedicadas al charal se
ponían en la mañana. El periodo de mayor actividad para los pescadores era de febrero a
junio o julio, pero después de estos meses la red se usaba poco. La cherémekua requería
de una unidad de pesca que constaba de una canoa de 5-6 m de largo, uno o dos remos,
una cantidad variable de redes y un pescador, pues esta era una actividad individual
(Rojas 1992).

Figura 112. En el Lago de Pátzcuaro la red agallera se conoce como cherémekua, como esta que muestra
un pescador en Colonia Revolución (cerca de Erongarícuaro, Michoacán). Nótense las pequeñas piedras
usadas como pesas.

En el Lago Pátzcuaro hay una isla llamada La Pacanda, donde se usaba la


cherémekua exclusivamente para capturar el pescado blanco. Alrededor de 1960-1965,
estas redes se colocaban en los lugares apropiados, donde los pescadores sabían que
eran más efectivas gracias a su gran experiencia. Las redes se retiraban después de ocho
o diez horas, usualmente con 3-5 kg de pescado, aunque la cantidad podría aumentar de
acuerdo con la temporada del año (Aparicio 1972). Se usaban dos tamaños de
cherémekua: una pequeña (1 m de alto por 12-18 m de largo) a lo largo de las playas de
la isla para atrapar al pez conocido como kerépu, y una de mayor tamaño (2-4 m de alto
263

y hasta 200 m de largo) en aguas más profundas para pescar el pescado blanco y la
akúmara (Smith 1965).

(a)

(b)

(c)
Figura 113. Tiestos de cerámica modificados para usarse como pesas de red de pescar: (a) El Cirio,
cuenca del Lago de Cuitzeo; (b) Jarácuaro, cuenca del Lago de Pátzcuaro; (c) Ucazanastacua, cuenca del
Lago de Pátzcuaro.

Los restos de la red agallera—conocida como tumbo y cherémekua


respectivamente—que podrían aparecer en el registro arqueológico son los tepalcates
modificados usados como pesas (Figura 113 a-c). Investigaciones recientes en la
cuenca del Lago de Pátzcuaro han descubierto un tipo de artefacto prehispánico que
consiste en tepalcates circulares con muescas, los cuales se han identificado como pesas
264

para redes de pescar (Phillips 2002). Artefactos similares a estos han aparecido en otras
partes de Mesoamérica, incluyendo los alrededores del Lago de Texcoco en la cuenca
de México (Parsons 2006: Figura 7.13).
En algunos pueblos alrededor del Lago de Cuitzeo, como Coro y El Cirio (El
Tzirio) observamos tepalcates prehispánicos, principalmente fragmentos del cuello de
ollas y cántaros, que algunos de los pescadores usaban como Pesas para las redes. En El
Cirio los niños juegan con unos fragmentos de cerámica que ellos llaman “moneditas”
(ver la Figura 113a). Estos tiestos muestran patrones de desgaste que indican que fueron
modificados intencionalmente en forma redonda u ovalada con muescas en los extremos
opuestos. Le preguntamos a los informantes si ellos habían hecho estas modificaciones,
y nos respondieron que los encuentran de esta manera en la superficie de los terrenos de
las casas, en la calle o en el cementerio del pueblo. Después preguntamos a los
pescadores de edad avanzada en Coro, El Tzirio y Estación Queréndaro sobre el uso
probable de estos objetos, y nos respondieron que eran pesas para las redes y que se
pueden encontrar en muchas localidades donde hay concentraciones de cerámica
prehispánica en la superficie. También encontramos varios objetos de este tipo sobre la
superficie alrededor de los pueblos de Jarácuaro (Figura 113b) y Ucazanaztacua (Figura
113c), en la cuenca del Lago de Pátzcuaro.
Se han encontrado tiestos modificados muy parecidos a los mencionados aquí en
muchas partes de Mesoamérica. Por ejemplo Geoffrey McCafferty descubrió estos
artefactos en Santa Isabel, Nicaragua, mismos que identificó como probables pesas para
red. De acuerdo con este autor, estos objetos sugieren que tal vez se usaban redes para
pescar en esta área en tiempos antiguos (McCafferty 2008: 70). Este mismo tipo de
artefacto ha sido encontrado en varios sitios arqueológicos en la costa del Golfo de
México pertenecientes al periodo Formativo, como San Lorenzo, La Venta y Tres
Zapotes. Estos tiestos de cerámica fueron alterados para darles forma circular con
muescas, y de tal manera atarlos a las redes. En esta misma área los arqueólogos han
descubierto objetos pequeños de forma bicónica con acanaladuras para sostenerlos con
una cuerda, lo cual sugiere el mismo uso de los mencionados anteriormente (Follensbee
2008). Finalmente en Chalcatzingo, Morelos, David Grove encontró varios artefactos de
arcilla de “función desconocida” que son muy parecidos a los discutidos arriba, por lo
que también podrían interpretarse tentativamente como evidencia del uso de redes para
pescar (Grove 1987: Figuras 16.3, 16.15, 16.17 y 16.20).
265

Puede decirse que sin el uso de analogía etnográfica sería imposible determinar
las funciones probables que desempeñaron estos artefactos en el pasado prehispánico. El
arqueólogo que usa solamente su imaginación o su experiencia personal difícilmente
podría llegar a una interpretación como la que se propone arriba. Si esta es correcta, la
función asignada a estos artefactos en el registro arqueológico los identificaría como
objetos de gran relevancia para la reconstrucción del modo de vida acuático en
Michoacán y en otras partes de Mesoamérica en la época prehispánica (ver la discusión
en Williams 2014b, 2014c, 2014d).

Comentarios finales
En este capítulo hemos explorado el papel de la cerámica como recurso estratégico,
primero en el contexto del imperio tarasco del periodo Protohistórico, en donde las
cerámicas de elite eran un marcador de estatus importante. En segundo lugar hablamos
de los objetos de barro como elementos indispensables para las actividades de
subsistencia, en especial la elaboración de sal, la producción de pulque y tesgüino, el
hilado de fibras de algodón y de ixtle, y finalmente la pesca, evidenciada por pesas de
red hechas a partir de tepalcates modificados. Este análisis se realizó por medio de una
interpretación detallada de datos etnográficos, arqueológicos y etnohistóricos.
El capítulo inició con una breve discusión sobre los antecedentes de la cultura
tarasca prehispánica, vista desde la etnohistoria y la arqueología. Este punto de vista
es indispensable si hemos de entender las implicaciones culturales e históricas de los
datos y las discusiones en este capítulo en el contexto de la cultura y civilización
mesoamericana. Estas discusiones dependen en gran medida de información relacionada
con la manufactura y uso de la cerámica en el imperio tarasco, por ejemplo las
publicaciones recientes de Pollard, Hirshman y otros autores, que discuten el papel de la
cerámica de elite en el surgimiento y ascenso del Estado tarasco. Los datos presentados
por Pollard y Hirshman (2016) sustentan un modelo de producción doméstica de
cerámica, actividad que no era especializada y probablemente de tiempo parcial.
También sugieren estas autoras que tanto la producción dentro de las unidades
domésticas como el intercambio en el mercado fueron los rasgos clave de la economía
cerámica antes y durante el surgimiento del Estado tarasco. Una vez que el Estado había
florecido, sin embargo, las lozas más deseadas se distribuían por medio del intercambio
de regalos y el patrocinio de las elites. Las investigaciones futuras probablemente nos
dirán si estas lozas fueron producidas por especialistas en las unidades domésticas de la
266

elite, y también si los mecanismos de intercambio mencionados arriba ya existían antes


de la aparición del Estado.
Un volumen editado recientemente por Kenneth Hirth y Joanne Pillsbury (2013)
arroja nueva luz sobre cuestiones relacionadas con mercaderes, mercados e intercambio
en Mesoamérica y el área andina. En su introducción a este libro los autores nos dicen
que “la actividad comercial puede encontrarse en las acciones de los comerciantes de
tiempo completo y parcial que movían los bienes para ganarse la vida”, mientras que
“las redes de comercio entre las unidades domésticas organizadas alrededor del
intercambio y de la entrega de regalos [estaban] diseñadas para mitigar las disparidades
en recursos y reforzar las relaciones sociales…” Hirth y Pillsbury sostienen que en el
mercado “todos los segmentos de la sociedad se juntaban para comerciar y convertir los
excedentes en bienes alternativos. Dentro del mercado las motivaciones económicas se
mezclaban con las interacciones sociales, y todas las instituciones económicas—desde
la unidad doméstica hasta el palacio—convergían ahí” (Hirth y Pillsbury 2013: 4).
Este libro incluye una discusión de la “estructura económica dual” en la
Mesoamérica antigua, que incluía tanto sectores domésticos como institucionales. Por
otra parte, “la economía doméstica está enfocada en la unidad doméstica y comprende el
conjunto de actividades que… [se] desempeñan para proveerse de los recursos
necesarios para la reproducción demográfica y social… La economía doméstica seguido
enfatiza la autosuficiencia como estrategia general sobre la dependencia hacia el
mercado…” Sin embargo, estos autores señalan que “las unidades domésticas nunca
fueron completamente autosuficientes…” y también mencionan que “en las sociedades
complejas, las instituciones políticas y religiosas frecuentemente dan estructura a la
interacción social”. La economía institucional, por otra parte, “se refiere a la producción
o movilización de los recursos necesarios para cubrir los costos de mantener estas
organizaciones y sus servicios sociales…” y usualmente “incluye a la economía política
y todas las otras organizaciones sociales, religiosas y económicas que operan sobre el
nivel de la unidad doméstica…” (pp. 4-5).
De acuerdo con Richard Blanton (2013: 24), “es momento de repensar cómo
entendemos a los mercados en relación a la evolución sociocultural… Para contrarrestar
las limitaciones inherentes en la teoría económica tradicional que ve a las transacciones
en el mercado desde la perspectiva de actores económicos altamente racionales e
individuales, de tal manera ‘desincrustando’ el comportamiento del mercado de los
lazos y las instituciones sociales…” Blanton ve al “participante ideal en el mercado”
267

como un “cooperador cuyas acciones, moldeadas por instituciones y estructuras


organizativas, engendra mayores niveles de confianza necesarios para el funcionamiento
efectivo del mercado…” (p. 23).
El tema de la diversidad comercial en el contexto de las culturas
mesoamericanas ha sido explorado por Hirth (2013b), quien nos dice que “para el
momento de la conquista española la mayoría de áreas de Mesoamérica estaban ligadas
por un sistema vibrante de mercados que operaban en gran medida por la iniciativa de
unidades domésticas individuales, con mínima intervención de la elite…” Las
investigaciones arqueológicas y etnohistóricas de Hirth en el centro de México y en
otras áreas culturales muestran que “la economía estaba basada en una rica gama de
productores-vendedores y artesanos a pequeña escala, así como comerciantes al
menudeo que operaban a nivel doméstico… Mesoamérica desarrolló un sistema de
mercado complejo y un grado significativo de intercambio interregional…” (Hirth
2013b: 85).
El principal tema de interés en este capítulo, el papel estratégico de la
producción e intercambio de cerámica en la Mesoamérica antigua, ha sido abordado por
Carballo (2013), quien sostiene que en Teotihuacan la mayoría de los objetos cerámicos,
a diferencia de otros elementos de comercio, como obsidiana, cal y algodón “no eran
apropiados para el comercio a largas distancias puesto que eran voluminosos y frágiles,
y porque la mayor parte de la gente podía encontrar arcilla buena para hacer vasijas
cerca de sus casas…” (p. 128). El tipo cerámico conocido como Anaranjado Delgado
“producido en el sur de Puebla, es uno de los tipos… mejor estudiados y más
ampliamente distribuidos de Mesoamérica… Esta loza se estandarizó a causa del
volumen de la demanda de Teotihuacan y sus redes económicas…” Las vasijas
pertenecientes a este tipo “se reservaban para eventos de consumo ritual, se pasaban
como reliquias, y se sacaban de la circulación por los ritos funerarios y en menor grado
por el rompimiento accidental…” En muchos sitios del centro de México “los
habitantes locales se dedicaban a las relaciones comerciales con redes muy amplias que
incluían al sur de Puebla y Teotihuacan. Las lozas del tipo Anaranjado Delgado se han
encontrado tan lejos como Honduras…” Esta costumbre podría demostrar “que su valor
social como indicador de contactos con el centro de México—y quizás con Teotihuacan
en particular—superaba los desafíos inherentes en transportar las vasijas a largas
distancias…” (Carballo 2013: 128). La idea de que vasijas de Anaranjado Delgado,
especialmente las de tamaño pequeño, se comerciaban hasta lugares lejanos se ve
268

apoyada por una colección de cuencos de este tipo con base anular mostrados por
Carballo (2013: Figura 5.13), quien sugiere que esta manera de acomodar las vasijas
(una sobre otra) facilitaba el transporte.
Según Carballo, “la manufactura de cerámica dentro de la ciudad [de
Teotihuacan] probablemente operaba de manera independiente de las economías
institucionales…” Por ejemplo, el análisis de “la cerámica Anaranjado San Martín del
barrio de Tlajinga sugiere que esta loza utilitaria… era producida por unidades
domésticas individuales que trabajaban cooperando entre sí, como parte de colectivas
mayores de barrios… [algo similar a] la producción de figurillas e incensarios en los
hogares de bajo status…” (pp. 129-130).
La mayor parte de las actividades mencionadas arriba tuvo lugar en unidades
domésticas. En este capítulo y en los anteriores abordamos algunos temas del estudio de
las unidades domésticas, a la vez como productores y consumidores de productos
estratégicos y de manufacturas de uso cotidiano. Esta discusión se desarrolló desde una
perspectiva arqueológica, histórica y etnográfica, y nos mostró que el concepto de la
unidad doméstica es fundamental en Mesoamérica para entender las implicaciones
culturales e históricas de las discusiones etnoarqueológicas que son la sustancia de este
libro. En primer lugar, debemos considerar el contexto material de los hogares. En un
reciente artículo sobre las casas en Mesoamérica, Carballo (2016) dice que “los pueblos
mesoamericanos prehispánicos se organizaban en una amplia variedad de unidades
domésticas, y sus viviendas variaban entre pequeños grupos de chozas alrededor de una
plaza central… y conjuntos de apartamentos grandes construidos por los teotihuacanos
y los lujosos palacios de los gobernantes mayas y mexicas”. Carballo señala que el
estudio arqueológico de estos espacios residenciales “nos permite reconocer la vida
diaria que caracterizó a la mayoría de las interacciones sociales dentro de las
comunidades mesoamericanas, y que fue la base de sus relaciones económicas, políticas
y rituales…” (p. 31).
Las fuentes etnohistóricas y etnográficas nos ilustran sobre “muchos aspectos de
la organización social, así como sobre los conceptos indígenas de parentesco y de linaje
que usualmente no se encuentran en el registro arqueológico…” y nos recuerdan que
“las negociaciones entre individuos sobre poder, producción económica e identidad no
sólo tuvieron lugar dentro de los palacios, sino también en las unidades domésticas y
vecindades de la gente común, quienes constituyen la gran mayoría de la historia
prehispánica”. La arqueología doméstica con frecuencia se enfoca sobre las familias que
269

están alejadas de las instituciones del poder, representadas por palacios y templos. Pero
esta gente claramente contribuía con su trabajo al crecimiento de estas instituciones, y a
través de su rechazo o aceptación formaron parte completamente de la historia de su
propia civilización (p. 34).
Carballo ha propuesto que “la cooperación en las tareas domésticas fue una de
las características definitorias de las unidades domésticas mesoamericanas, pero hay
mucha disparidad en la visibilidad arqueológica de la mayoría de las actividades
económicas. Por ejemplo, los sistemas de tenencia de la tierra son muy importantes para
entender la vida cotidiana, pero son difíciles de ver en el registro arqueológico”. Lo
opuesto ocurre en la producción de artesanías, “cuyas huellas pueden ser abundantes en
el registro arqueológico. Por lo tanto, los arqueólogos llevan a cabo estudios intensivos
de artefactos, y todos los otros residuos de la economía doméstica, así como las
relaciones entre familias” (Carballo 2016: 34).
Por su parte Hirth (2009b) ha dicho que las unidades domésticas son
identificadas por inferencias a partir de los “restos físicos de estructuras [viviendas]…
que registramos arqueológicamente. Los restos físicos de [estas] unidades… incluyen
edificios, espacios abiertos, elementos para almacenamiento, depósitos de basura,
assemblages de artefactos, y otros rasgos misceláneos asociados con las actividades
domésticas normales…” En la opinión de Hirth “las unidades domésticas seguido se
asocian con familias… [y] las familias suelen concebirse como grupos de individuos
relacionados por el parentesco, ya sea que vivan juntos o no. Las unidades domésticas…
son entidades residenciales que están relacionadas con tareas [específicas, y son]
ocupadas por individuos que residen juntos para una variedad de fines…” (p. 46).
Estas residencias y sus ocupantes son configuraciones altamente adaptables “que
pueden cambiar rápidamente de forma para cubrir las necesidades de crianza y de
nutrición de sus miembros. Son una entidad social fundamental que se encuentra en
todas las sociedades humanas. Tal vez lo más importante para los propósitos
arqueológicos sea el lazo íntimo entre la organización del espacio físico en las unidades
domésticas y el comportamiento social asociado a ellas…” (Hirth 2009b: 46).
Ya vimos anteriormente en este libro que según Hirth (2009a) la producción
artesanal en el contexto doméstico es importante para la arqueología mesoamericana,
porque su presencia indica un cierto nivel de interdependencia económica entre distintos
sectores de la sociedad. La producción especializada a escala pequeña fue un
componente importante de la mayoría de las economías domésticas premodernas por
270

todo el mundo, y la mayor parte de las producciones de artesanías tuvo lugar en el


contexto de las unidades domésticas” (p. 13).
Otro punto de vista relevante es el de Douglass y Gonlin (2012), quienes
sostienen que el concepto de unidad doméstica se ha convertido en una instancia
analítica de importancia crítica para la arqueología mesoamericana. Ellos dicen que el
estudio arqueológico de estas entidades “tiene su base teórica firmemente cimentada en
la teoría de la antropología sociocultural, pues la gran mayoría de las teorías
contemporáneas… tienen sus raíces en los análisis funcionales de las unidades
domésticas…” (p. 1). Aunque los arqueólogos han tenido que modificar y
complementar este marco etnográfico para adaptarse a los contextos arqueológicos, “la
arqueología doméstica ofrece perspectivas sobre lo mundano así como lo inusual,
ilustrando los ámbitos social, económico, político e ideológico de la unidad más
fundamental de la sociedad”. A través de la excavación, el análisis y la interpretación de
la cultura material de las sociedades del pasado, la arqueología de las viviendas y la
gente que las habitaba “revela las transcripciones ocultas… de la diversidad de
experiencias, pensamientos y acciones de los miembros del hogar…” (Douglass y
Gonlin 2012: 108).
El tema de la producción artesanal en hogares de elite (palacios) ha sido
analizado por Emery y Aoyama (2007), quienes estudiaron la manufactura de artefactos
hechos de restos de animales (principalmente hueso y concha) en el sitio de Aguateca,
Guatemala, una ciudad maya del periodo Clásico. Utilizando una combinación de
análisis de los restos de animales modificados y de las huellas de uso en los artefactos
líticos, los autores correlacionan los productos, el debitage (fragmentos producidos por
la elaboración de herramientas de piedra) y los implementos asociados con la
manufactura de artefactos de hueso y de concha. En el sitio de Aguateca se presentó un
assemblage excepcional de artefactos hechos de elementos de fauna y de piedra, así
como datos sobre su distribución. De acuerdo con Emery y Aoyama, en este lugar hubo
“un ataque por invasores al final de la ocupación del sitio [que] fue tan repentino que los
residentes de la zona nuclear elitista abandonaron sus pertenencias y huyeron, dejando
sus casas para que las quemaran los invasores…” Los arqueólogos encontraron aquí “un
registro encapsulado de las actividades en el último día de la ocupación… La
correlación de distribución de artefactos de fauna y líticos proporciona… un patrón
tanto de debitage del trabajo de hueso y concha como de los productos finales y las
271

herramientas de piedra usadas en el procesamiento de huesos, conchas, carne y


pieles…” (p. 69).
Según estos autores, la evidencia encontrada en Aguateca sugiere que entre la
nobleza de los mayas antiguos también había artesanos, quienes elaboraban artefactos y
otros bienes a partir de restos de fauna, para ser usados igualmente por la comunidad
que por los gobernantes. Aparentemente, todos los miembros de la elite estaban
involucrados en la producción artesanal, con cierto grado de especialización entre las
unidades domésticas (p. 86).
Además de los hogares de plebeyos y de la elite, el mercado fue también un
contexto donde usualmente se manufacturaban las artesanías en la Mesoamérica
antigua. Hirth (2009c) describe el mercado azteca de Tlatelolco como “el centro de la
vida económica… y lugar donde los bienes básicos se compraban y vendían. El
mercado era donde los hogares se aprovisionaban con recursos indispensables, y donde
el Estado transformaba el tributo en bienes alternativos… Aunque la distribución era su
principal función… el mercado también era un centro importante de producción
artesanal…” De hecho, muchos mercados “proporcionaban un área donde los artesanos
fabricaban, modificaban y vendían bienes terminados en sus puestos. Una de las
actividades de producción más visibles en el mercado era la manufactura de navajas
prismáticas de obsidiana…” (Hirth 2009c: 89).
En esta sección hemos discutido varios aspectos de la producción, comercio y
uso de vasijas de cerámica en el imperio tarasco, tanto las humildes ollas de todos los
días como las vasijas hermosamente decoradas usadas por la elite para demostrar su
riqueza y poder. La perspectiva adoptada aquí fue la de la etnohistoria y la arqueología.
En segundo lugar, también se analizó el papel que jugaron los objetos de barro en la
economía política y doméstica en esta parte de Mesoamérica, desde la perspectiva de las
investigaciones arqueológicas en Michoacán y de los estudios etnoarqueológicos en el
occidente y norte de México.
Este es el primer paso hacia la definición de un assemblage cerámico de la
cultura tarasca del periodo Protohistórico, con base en aspectos funcionales, más que
meramente estilísticos. Es mucho lo que falta por hacer en este sentido, pero siempre se
necesita una piedra de cimentación. En este caso, lo que hemos logrado es solamente un
vistazo de las actividades de subsistencia que permitieron a los tarascos antiguos
prosperar en su medio ambiente. Ciertamente su destino hubiera sido menos auspicioso
sin estas vasijas de barro, sin los malacates o las pesas para las redes de pescar, así
272

como muchos otros útiles para la vida diaria. Como Prudence Rice ha observado, “las
vasijas de arcilla cocida son cosas humildes. Después de todo, es difícil convertir al
lodo en algo glamoroso. Con algunas excepciones notables, la alfarería generalmente no
es vista como un bien de prestigio altamente valorado, como el oro o el jade… las
vasijas tuvieron funciones prosaicas todos los días para cocinar, almacenamiento e
higiene para todos los rangos de la sociedad…” (Rice 2015: 435).
273

CAPÍTULO V
RESUMEN Y CONCLUSIONES GENERALES

Como hemos visto en este libro, una diferencia fundamental entre la perspectiva de la
etnoarqueología y la de la arqueología “tradicional” (que tiene un punto de vista
normativo de la cultura) es que la primera se basa en la observación de las acciones de
individuos como actores sociales, mientras que la segunda suele tratar principalmente
con “tipos” o “estilos” cerámicos, que usualmente son conceptos o categorías carentes
de contenido social. Con estos diferentes enfoques en mente, Alison Wylie pide a los
arqueólogos que siempre recordemos que los supuestos interpretativos deben ser el
punto de inicio, no el final, de la investigación, y que debemos tomar en cuenta las
implicaciones de los datos arqueológicos con el fin de desarrollar “argumentos de
relevancia” o “argumentos puente”, que relacionan a los elementos del registro
arqueológico con las acciones y condiciones del pasado que los han producido (Wylie
2002: xii, 17).
Lo que sigue es una discusión breve de los principales temas cubiertos en este
libro, y de las implicaciones que esta información puede tener para la arqueología
mesoamericana, como se refleja en la literatura arqueológica reciente. En el primer
capítulo analizamos el concepto de unidades domésticas y su papel en la producción de
artesanías en la Mesoamérica antigua. De acuerdo con Hirth (2009a), hay una paradoja
en arqueología porque tenemos evidencia abundante para la producción doméstica de
artesanías en muchas sociedades antiguas en todo el mundo, pero no tenemos un
modelo para explicar las estrategias de subsistencia que pudieran estar asociadas con
esta producción. Por lo tanto, los datos etnográficos y etnohistóricos deberían usarse
para ayudarnos a crear ese modelo, puesto que se han empleado como marco para
analogías e interpretación del registro arqueológico, como discuto posteriormente.
De acuerdo con Rani Alexander (1999), “las investigaciones etnoarqueológicas
en los solares de casas mesoamericanas son indispensables para vincular las ‘firmas’
materiales… con las actividades y funciones de la unidad doméstica…” Según esta
autora, “un problema fundamental en la arqueología de [áreas habitacionales] es que los
modelos etnográficos y etnoarqueológicos son relativamente sincrónicos, mientras que
el registro arqueológico refleja procesos y organización que son diacrónicos…” Esto es
digno de nuestra atención, puesto que la vivienda y sus ocupantes “se han convertido en
un tema de análisis favorito entre los arqueólogos mesoamericanos… una razón para
274

este resurgimiento es… la investigación etnográfica… que propuso una nueva


definición… el grupo de actividad…” Alexander (1999) sostiene que “las unidades
domésticas se pueden categorizar con base en su función, incluyendo la producción, el
consumo y el almacenamiento de recursos, así como la residencia compartida, la
reproducción, la transmisión y por último la propiedad común…” (p. 78).
No obstante lo anterior, esta autora piensa que “el término ‘arqueología de la
unidad doméstica’ está mal empleado. Los arqueólogos en realidad… estudian patrones
espaciales de asentamiento que incluyen viviendas, conjuntos y solares de casas. La
investigación etnográfica… demuestra la dificultad de comparar formas y funciones en
las unidades domésticas…” (p. 81).
Un ejemplo del papel de la etnografía como fuente de modelos para la
interpretación arqueológica viene de Feinman y Nicholas (2012), quienes sostienen que
“los relatos etnográficos de Oaxaca a mediados del siglo XX enfatizan la agricultura a
pequeña escala, la producción doméstica de artesanías para el intercambio, un alto grado
de participación en los mercados, la interdependencia económica y la cooperación entre
unidades domésticas dentro de y entre comunidades”, así como una “escasa
autosuficiencia de la unidad doméstica, y una flexibilidad considerable en las
ocupaciones o actividades económicas” (p. 230).
El tipo de información etnográfica al que aluden Feinman y Nicholas (2012) es
proporcionado por Jean Clare Hendry, quien estudió a los alfareros de Atzompa, una
aldea en el Valle de Oaxaca, a mediados de los años cincuenta. Hendry (1992: 64) dijo
lo siguiente acerca del ciclo laboral en las unidades domésticas de alfareros: “la
manufactura de cerámica empieza con la extracción de la arcilla y termina cuando las
piezas finales se empacan para el mercado. Este ciclo de trabajo, que tiene una duración
variable entre una y tres semanas, se lleva a cabo casi completamente en la casa, e
involucra a casi todos los miembros de la familia”. Según Hendry, “la unidad doméstica
promedio en Atzompa tiene dos alfareros activos, usualmente una mujer mayor y su hija
o nuera, mientras que en aquellas casas donde los hombres trabajan, pueden haber hasta
cinco personas para quienes la alfarería es una ocupación de tiempo completo”. Hendry
descubrió que “los únicos miembros que no participan en alguna fase de la producción
son los niños pequeños y los muchachos jóvenes, aunque los niños ayudan a su madre si
no hay ningún otro hombre en la casa, y hasta los de seis años de edad pueden ser
útiles”.
275

Otro análisis de contextos domésticos que es útil para el presente estudio fue
llevado a cabo por Cynthia Otis-Charlton (1994) en la cuenca de México. En su
descripción de una ciudad-estado del periodo azteca llamada Otumba (Otompan),
localizada en la parte oriental del valle de Teotihuacan, Otis-Charlton menciona que una
buena parte de las actividades artesanales parecen haberse desarrollado por todo el sitio
habitacional, por lo menos de tiempo parcial. La relación entre la actividad y la unidad
doméstica, así como la relación de varios hogares entre si, y con la organización de todo
el pueblo en general, parece haber dependido del tipo de artesanía que se llevaba a cabo
(p. 196).
Según Otis-Charlton (1994), “una parte de la producción de navajas a partir de
núcleos [de obsidiana] y la mayoría de la manufactura de incensarios de cerámica
parecen haber involucrado a unidades domésticas independientes, asociadas con el
núcleo de la elite del sitio. [Tanto] el trabajo de la fibra de maguey [como] la
producción de malacates y de figurillas involucraban a unidades domésticas asociadas
entre si… [y] organizadas en barrios o capultin…” Además parece que “la mayor parte
de las unidades domésticas en cada sección estaban dedicadas al mismo tipo de
producción…” Otis-Charlton también descubrió que las unidades domésticas dedicadas
a la especialización artesanal realizada en talleres exhiben “una muy alta concentración
de artefactos… que representan restos de manufactura” (p. 197).
El “modo de producción doméstica” en Mesoamérica ha sido discutido por
Frederic Hicks (1994), quien sostiene que una de sus principales características es que
aprovecha el tiempo disponible de todos los miembros del grupo de residencia para
trabajar; esta es una organización del trabajo que “está basada en el principio de
optimizar los insumos más que maximizar los resultados. Aprovecha todos los tipos de
tiempo libre, así como las habilidades y conocimientos que no se aprovecharían en otro
contexto productivo…” En Mesoamérica todos los miembros de una unidad doméstica
desempeñaban varias tareas, incluyendo “numerosas faenas pequeñas asociadas a la
agricultura, a la preparación de alimentos y al trabajo en el hogar…” (p. 94).
Según Hicks, “los especialistas en artesanías o servicios… trabajaban en sus
casas, probablemente ayudados por miembros de sus familias… Pero como regla
general en Mesoamérica la mayoría de los especialistas, que eran masculinos,
trabajaban en su especialidad sólo parte del tiempo, y dependían de sus parcelas para su
subsistencia de todos los días”. Los artesanos especialistas “podían ser movilizados para
servicio rotativo de mano de obra… (coatequitl) cuando se necesitaba su especialidad,
276

de lo contrario producían para el mercado o cuidaban sus campos… Pero cualquier


especialidad en particular era practicada solamente en una minoría de unidades
domésticas; la mayoría eran agricultores…” (p. 95).
En el Capítulo II la etnoarqueología se presentó como un puente entre la
arqueología y la antropología sociocultural. En este sentido, en su discusión de la
etnoarqueología cerámica Rice señala que esta disciplina “ha sido definida y vuelta a
definir durante los años, pero esencialmente es una estrategia de investigación
antropológica (técnicamente no es un método o teoría) que incluye estudios de cultura
material y del comportamiento relacionado en contextos vivos, y sus relaciones con el
registro arqueológico…” Según Rice, la etnoarqueología va más allá de simplemente
“entender la naturaleza de la variabilidad en las cerámicas antiguas y su relación con la
función”, también atiende otros asuntos relevantes que “incluyen los arreglos
socioeconómicos para producir y distribuir la cerámica, y las relaciones entre la
manufactura y uso de vasijas y la formación del registro arqueológico…” (Rice 2015:
211).
David y Kramer (2001) por su parte opinan que el uso de analogías etnográficas
debe considerar varios principios generales para asegurar que sean útiles al
razonamiento arqueológico. Por ejemplo, las culturas que se comparan deben ser
parecidas en cuanto a variables que puedan afectar o influenciar los materiales,
comportamientos, estados o procesos que estamos comparando. Si la cultura fuente es la
descendiente histórica de la cultura sujeto, habrá una mayor probabilidad de que existan
similitudes entre las dos. Sin embargo, la descendencia cultural debe considerarse como
un concepto problemático. El rango de modelos potenciales para comparación con los
datos bajo análisis debe incluir la etnografía, etnohistoria y arqueología, para obtener un
rango lo más representativo posible. Sin embargo, debido a los elementos inevitables
del razonamiento inductivo y a la subjetividad involucrada en la prueba, la certeza
deductiva nunca se logra por completo.
A lo largo de este libro hemos discutido cómo el estudio de “contextos
sistémicos” es importante para la interpretación arqueológica. De acuerdo con Schiffer
(1995), la cultura material en contextos arqueológicos es por definición estática, y
usualmente no tiene la información que se necesita para la interpretación desde una
perspectiva dinámica. Los datos arqueológicos en si mismos solamente pueden decirnos
cosas que, si bien son importantes, no pueden llegar a una descripción etnográfica
completa. Por lo tanto, la perspectiva etnoarqueológica es indispensable si queremos
277

obtener una visión dinámica y procesal del pasado, pues nos permite hacer
observaciones de las acciones sociales del presente (el contexto etnográfico) y de sus
consecuencias materiales (el contexto arqueológico).
Hay una serie de preguntas relacionadas con el registro arqueológico que
solamente pueden resolverse a través de investigaciones procesales que van más allá de
ese registro; por ejemplo, cómo se formó este contexto por comportamientos dentro de
un sistema cultural; cómo un sistema cultural produce restos materiales (arqueológicos);
y finalmente, los tipos de variables culturales que determinan la estructura—a diferencia
de la forma o el contenido—del registro arqueológico (Schiffer 1995).
El valor de la etnoarqueología para la interpretación arqueológica y para
construir teorías en esta disciplina fue subrayado por Richard Gould (1978), para quien
el conocimiento del arqueólogo de los sistemas culturales del presente usualmente es
incompleto. Por lo tanto, al ampliar sus datos etnográficos, los arqueólogos pueden
formular modelos alternativos de comportamiento a los que difícilmente hubieran
llegado usando tan sólo la lógica o la intuición. Los modelos etnográficos sirven para
sugerir hipótesis que se someterán a prueba y que están relativamente libres de algún
sesgo etnocéntrico. Por eso, un enfoque comparativo hacia la etnoarqueología deberá de
complementar y de rebasar a la simple analogía (Gould 1978: 252).
Además de la etnoarqueología, la ecología cerámica es una de las principales
perspectivas empleadas en este libro. Se aborda en el Capítulo III como marco para
entender la producción de cerámica en sus contextos ecológico, cultural y social. Este
concepto es explicado por Rice (2015) de la siguiente manera: “la manufactura de
cerámica, como otras empresas productivas, es parte de un compromiso de los humanos
con su medio ambiente por medio de tecnologías para extraer y manipular los recursos
para satisfacer las necesidades individuales y del grupo… la ecología cerámica se
enfoca en esta relación…” Por lo tanto, esta perspectiva ofrece “un enfoque contextual
al análisis cerámico [que] busca poner a los datos técnicos en un marco de referencia a
la vez ecológico y sociocultural, relacionando las propiedades tecnológicas de los
recursos locales con la producción y uso de los productos cerámicos del área”. Los
recursos disponibles para el alfarero son de especial interés, incluyendo “las arcillas,
materiales para desgrasante, fuentes de agua, pigmentos y combustibles… La ecología
cerámica proporciona una perspectiva amplia e integral del papel de la alfarería en una
cultura desde puntos de vista arqueológicos, tecnológicos y etnográficos…” (p. 209).
278

Rice (2015: 210) también ha dicho que “el enfoque de la ecología cerámica ha
sido criticado siguiendo las mismas líneas que criticaron a la ecología cultural hace
décadas, como determinismo estrecho o posibilismo…” Pero la teoría detrás de la
ecología cerámica no supone que el entorno físico controla o limita la producción
alfarera. Por el contrario, “establece algunas de las circunstancias dentro de las cuales
las decisiones de los artesanos pueden apoyarse o limitarse al practicar sus
tecnologías… El medio ambiente… tiene un papel subyacente en la función de las
vasijas respecto al tipo de alimentos que se consumen y a su preparación…”
La organización de la producción cerámica es un tema de interés para la presente
investigación de artesanos tarascos. Esto incluye la manufactura de alfarería y el uso del
espacio doméstico; este último es un tema que ha interesado a la etnoarqueología desde
hace mucho tiempo, incluyendo desde campamentos de cazadores-recolectores hasta
entornos urbanos complejos. David y Kramer (2001: 259) citan la obra de J. E. Yellen
Archaeological Approaches to the Present (1977) para señalar que “la distribución de
chozas en un campamento ¡kung se asemeja a un aro… Las chozas, cada una con su
área circundante para la familia nuclear y su fogón, rodean a un área común en la cual
tienen lugar las danzas y la distribución de la carne. Las áreas de las familias nucleares
son los sitios de una variedad de actividades incluyendo dormir, cocinar y comer, así
como la manufactura de herramientas y ornamentos”. Fuera del círculo de chozas,
Yellen encontró “otra área común en la que se llevan a cabo actividades ‘sucias’ como
secar pieles, y en donde la sombra de árboles puede en ciertos momentos atraer las
actividades que de otra manera se harían en otro lugar. Por lo tanto, los contrastes entre
uso comunal versus de la familia nuclear y actividades generales versus especiales,
junto con el contexto social, las actividades “sucias”, el espacio que se requiere y el
tiempo del día (p. 259) están entre los factores que “determinan en dónde se llevarán a
cabo las actividades dentro del campamento y su entorno inmediato… hay poca
segregación espacial de las actividades que ocurren en las áreas de las familias
nucleares y que dejan restos materiales…” (p. 260).
Siguiendo con el tema del uso cultural del espacio doméstico, el trabajo de
Kramer en una aldea kurda en el medio rural de Irán (realizado en 1975) examinó “las
relaciones entre el tamaño de las casas y la organización del espacio y de la… economía
de las unidades domésticas que ocupaban las estructuras residenciales. Es frecuente que
los parientes ocupen casas adyacentes; el patrón residencial preferido son unidades
domésticas patrilineales extensas, [con] los hijos adultos y sus familias viviendo con sus
279

padres…” Sobre la localización de las actividades, Kramer encontró que “la


manufactura de pasteles de excremento [para combustible] y el trillado de los granos de
cereal cosechados, se llevan a cabo fuera de los límites de la aldea, mientras que el
tejido de alfombras típicamente ocurre dentro de los conjuntos habitacionales. Los
miembros de las unidades domésticas de familias extensas frecuentemente preparan la
comida y la consumen juntos, y seguido trabajan juntos en actividades como trasquilar
borregos y pintar las paredes…” La mayoría de los “arqueólogos han prestado…
comparativamente poca atención a las áreas fuera de los sitios. Esto es a pesar de que…
muchas actividades económicas y sociales importantes se realizan fuera [de] los límites
del entorno construido del asentamiento…” (David y Kramer 2001: 271).
La investigación etnográfica de Kramer sobre la arquitectura habitacional, el
tamaño de las unidades domésticas y la riqueza en una aldea de Kurdistán llegó a
conclusiones que son relevantes para nuestro entendimiento de contextos arqueológicos
en muchas partes del mundo. Kramer (1979) sostiene que los arqueólogos
“frecuentemente parecen suponer que los materiales arqueológicos que descubren
reflejan de manera adecuada un estado ‘promedio’ de la población responsable de estos
restos…” la misma autora cuestiona “la validez de esta suposición normativa… los
datos arqueológicos discutidos [por ella] sugieren que las necesidades cambiantes de las
familias se reflejan en cambios arquitectónicos frecuentes. Dado que la arquitectura
residencial está íntimamente ligada a las necesidades, la naturaleza y la cantidad de
habitantes, se sugiere que los arqueólogos y antropólogos sociales por igual exploren
más profundamente las relaciones entre la arquitectura y el ciclo doméstico” (Kramer
1979: 157).
David y Kramer (2001: 282-283) presentan una evaluación de los estudios
etnoarqueológicos de la organización espacial, que los lleva a la siguiente conclusión:
“es evidente que la etnoarqueología de la estructura de sitios ha sido esencialmente
naturalista… y que el mayor esfuerzo analítico se ha enfocado sobre los cazadores-
recolectores…” Estos autores piensan que aunque “no hay claves etnoarqueológicas
para la interpretación de las estructuras de sitios prehistóricos, podemos [de todos
modos] ofrecer sugerencias bastante sofisticadas sobre las variables que probablemente
estructuran los datos en contextos particulares, y… apuntan hacia preguntas que
necesitan responderse antes de que pueda iniciarse cualquier interpretación de los
arreglos sociales”.
280

En un estudio etnoarqueológico como el presente los procesos de cambio y


persistencia en una tradición cerámica son de gran interés. Este tema ha sido abordado
por Dean Arnold (2008), quien sostiene que “a pesar de cambios en las materias primas,
las prácticas de obtención, la quema, la decoración, la demanda y el mercado que han
ocurrido desde finales de la década de 1960 [en Ticul, Yucatán], la producción de
cerámica todavía está basada en la unidad doméstica. Este patrón persiste por el tiempo
necesario para aprender la artesanía” pues esta “requiere del aprendizaje de una serie de
patrones de hábitos motores y de… las categorías semánticas de las materias primas y
las usadas en los procesos de producción (como… las formas de las vasijas, sus partes y
sus medidas)…” (p. 314). De acuerdo con Arnold, “el entrenamiento a largo plazo en la
unidad doméstica favorece el aprendizaje por los jóvenes por la cantidad de tiempo que
pasan ahí…” tomando en cuenta “la longitud del proceso de aprendizaje [y] la ventaja
de aprender durante la infancia en el hogar”, este último es “la más importante unidad
social y económica de producción” y también “la unidad social más significativa
responsable para la perpetuación de la artesanía…”
Dado que “la unidad doméstica y su continuidad son críticas para perpetuar la
sociedad por medio de la procreación y la socialización de miembros nuevos, no es
sorprendente que la transmisión de la artesanía pueda describirse por los mismos
procesos que perpetúan a la unidad doméstica y mantienen su integridad a través del
tiempo”. Estos patrones explican por qué los procesos de aprendizaje todavía están
basados en el hogar y en la estructura de parentesco a pesar del hecho de que la
artesanía está orientada hacia la producción de cerámica para turistas. Arnold sostiene
que “cuando la producción está vinculada a la unidad doméstica, la perpetuación de la
artesanía ocurre a través de procesos domésticos a pesar del enorme cambio social” (p.
315).
Algunos cambios culturales, sin embargo, son demasiado grandes para la unidad
doméstica productora de artesanías. En el caso de los alfareros mayas estudiados por
Arnold (2016) en Ticul, por ejemplo, dado que gran parte del “conocimiento sobre la
manufactura de alfarería está incrustado en maya yucateco, al desaparecer el idioma,
buena cantidad del conocimiento sobre la artesanía también desaparecerá”. Arnold nos
dice que esta pérdida ha sido dramática desde 1965, cuando él empezó a trabajar en
Ticul. Él observa que mucha de la información que obtuvo entre 1965 y 1970 estaba en
yucateco, “pero para 1984 la artesanía había cambiado bastante. Los alfareros más
viejos todavía tenían el rango completo de conocimiento y habilidades sobre la
281

artesanía, pero los más jóvenes tenían un conocimiento mucho más estrecho que sus
contrapartes mayores, y estaban limitados en su capacidad de hablar maya yucateco…
los niños que lo usaban en la escuela eran sujetos de discriminación” (p. 10).
Desconozco si este mismo proceso se ha dado en el área tarasca, incluyendo a Huáncito,
pero los cambios sociales y culturales sufridos en las últimas décadas muy
probablemente apuntarían en esa dirección.
Para poder entender los cambios estructurales en un estilo cerámico como las
alteraciones, modificaciones (y la persistencia) que hemos discutido en este libro, y para
usar este conocimiento para la interpretación arqueológica, debemos tomar en cuenta las
opiniones de Arnold sobre este tema: “el conocimiento sobre la población de artesanos
es esencial para la interpretación arqueológica porque está en la interfaz entre la
creación de objetos materiales y el sistema social mayor. Es uno de los lazos
fundamentales entre los objetos que descubren los arqueólogos y sus interpretaciones de
la organización y la complejidad social”. La investigación etnoarqueológica es
indispensable para llegar a este conocimiento, ya que la tecnología cerámica, como toda
producción artesanal “no consiste solamente de objetos materiales, de sus materias
primas constituyentes y de las técnicas usadas para elaborarlos, sino que también
incluye el conocimiento cognitivo y los hábitos motores necesarios para diseñarlas y
producirlas. Este conocimiento… [se] transmite de persona a persona por procesos
sociales… [que] ligan la tecnología de la artesanía con los patrones sociales… su
organización global y su reproducción a través del tiempo” (Arnold 2014: 1-2).
La cerámica fue un recurso estratégico para los tarascos del periodo
Protohistórico, como discuto en el Capítulo IV. Para poder comprender completamente
el papel de los artefactos de cerámica en un contexto mesoamericano, incluí una breve
discusión del occidente de México durante el Postclásico (ca. 900-1521 DC), donde
menciono la urbanización prehispánica en Tzintzuntzan, la capital tarasca. Otros temas
discutidos aquí son la producción, comercio y uso de alfarería en el área tarasca, con
énfasis en la cuenca del Lago de Pátzcuaro. Aquí vimos que los mercados regionales
jugaron un papel crucial en la economía mesoamericana, lo que por supuesto incluyó al
imperio tarasco. Uno podía encontrar en el mercado tanto bienes de comercio exóticos
como productos mundanos, por lo que los mercados regionales tenían una posición de
relevancia considerable en la jerarquía, sobre los mercados locales ordinarios
encontrados en las “cabeceras” o pueblos principales. De hecho, algunos mercados
regionales se volvieron famosos por vender algún producto en particular (Hassig 1985:
282

110). La Relación de Michoacán menciona la existencia de mercados locales en varios


asentamientos tarascos del siglo XVI. Aunque no tenemos descripciones detalladas
como las que hay para el centro de México, es claro que el control político que ejercía el
cazonci sobre la economía no impedía la existencia de mercados; más bien el rey los
usó para sus propios fines. La Relación nos dice que entre los funcionarios que servían
al cazonci había un “diputado a cargo de todos sus mercados” (Carrasco 1986: 92-93). 1
La existencia de días específicos para el mercado y de regulaciones sobre el
comercio en los asentamientos tarascos puede inferirse de ciertas fuentes del siglo XVI,
a pesar de que los mercados mismos rara vez se mencionan. Es probable que existiera
un sistema de mercados que integraba a las comunidades alrededor del Lago de
Pátzcuaro, incluyendo a la capital Tzintzuntzan. De acuerdo con la Relación, el
funcionario palaciego mencionado arriba que tenía la responsabilidad de supervisar los
mercados también tenía la obligación de conseguir bienes suntuarios, como plumas
finas y oro para el rey (Beltrán 1982).
La red económica en la cuenca del Lago de Pátzcuaro estaba definida por la
presencia de mercados; dos se mencionan en la Relación de Michoacán: Tzintzuntzan y
Pareo. Fuera de la cuenca había otros en Uruapan, Naranjan y Asajo. Los dos primeros
estaban bastante lejos de la cuenca, por lo que solamente hubieran afectado las redes
comerciales lacustres de manera periférica, mientras que Asajo estaba justo en la
periferia noroeste de la cuenca, e incorporaba a varios asentamientos de la ribera dentro
de su órbita (Gorenstein y Pollard 1983). Desafortunadamente, la información sobre el
tamaño de los mercados tarascos o del papel del gobierno en su funcionamiento y
control es escasa. Podemos suponer, sin embargo, que el de Tzintzuntzan tenía
productos manufacturados y bienes de elite asociados con el gran número de artesanos
que vivían en la ciudad capital (Gorenstein y Pollard 1983).
Para Hirshman y Stawski (2013), la transportación de vasijas de barro dentro del
territorio tarasco prehispánico no era sólo una transferencia de mercancías, sino una
parte integral de la logística del mercado, un acto que estaba inserto en el contexto
cultural local que tenía límites físicos, políticos y culturales. Hirshman y Stawski (2013)
presentan un modelo en el cual los alfareros de las unidades domésticas controlaban el
transporte al mercado de sus propias vasijas. Para llegar a este modelo los autores
1
Smith (2017: 45) menciona que, aunque nadie duda que la economía mesoamericana del Postclásico era de tipo comercial, el nivel
de comercialización siempre fue menor que el de otras economías premodernas. Por ejemplo, los asirios, los romanos y los pueblos
de Europa en la Edad Media temprana tenían mayor cantidad de instituciones comerciales que los aztecas. Esto debe tomarse en
cuanta para todas las culturas del Postclásico, incluyendo al imperio tarasco.
283

tuvieron que tomar en cuenta factores como la topografía, la tecnología de transporte


mesoamericana y las reglas culturales y políticas que regulaban la transportación e
intercambio de bienes en el imperio tarasco, como se describe en la fuentes
etnohistóricas.
Hirshman y Stawski (2013) también analizaron la relativa estabilidad de la
organización doméstica de producción alfarera durante el periodo inicial del imperio,
llegando a la conclusión de que los productores dentro de las unidades domésticas
mantuvieron el control sobre la transportación y la distribución de sus enseres dentro del
sistema de comercio regional. Contamos con información adicional sobre este tema en
la cuenca de México, gracias al trabajo de Minc et al. (1994). Estos autores
proporcionan datos sobre la interacción económica en su análisis de las cerámicas
aztecas como mercancías en el sistema de mercados. Ellos sostienen que “el sistema de
mercados de los aztecas en vísperas de la conquista española ha sido caracterizado
como un sistema complejo y entrelazado que consistía en una jerarquía de centros de
mercado periódicos, atendidos tanto por los productores locales como por mercaderes
itinerantes, que proporcionaban un alto grado de integración económica para la
especialización en producción regional y a nivel de la comunidad…” (p. 132). Para
poder comprender la interacción económica dentro de y entre las unidades políticas
aztecas tempranas, Minc et al. (1994: 140) se enfocaron “sobre el intercambio de
cerámicas decoradas, una mercancía que es altamente visible en el registro arqueológico
y para la cual hay secuencias cronológicas bien establecidas… Basándonos en mapas de
distribución de cerámicas aztecas tempranas originadas en distintas fuentes de
producción, podemos definir la escala y ubicación de… las redes de intercambio de
cerámica y examinar su distribución espacial en relación con las fronteras políticas
reconstruidas para ese periodo…” Estos autores emplearon el análisis de elementos
traza (por medio de activación instrumental de neutrones) en la composición de la pasta
de arcilla “para corroborar las distinciones visuales entre… variantes cerámicas y para
confirmar que estas diferencias estilísticas representan diferentes fuentes de
manufactura y de arcilla…” (p. 148). Finalmente, Minc et al. (1994: 161) llegaron a la
conclusión de que “la distribución espacial de los tipos Azteca Temprano Negro [sobre]
Anaranjado no apoya la existencia de un sistema integrador de mercado por toda la
cuenca [de México] durante el periodo azteca temprano… Los datos sugieren más bien
la existencia de varios sistemas subregionales de mercado de distinto tamaño y con
varios niveles de interacción o articulación entre sistemas vecinos”.
284

Otro tema discutido en el Capítulo IV es el papel indispensable de la cerámica


en las actividades de subsistencia. La producción e intercambio de bienes estratégicos
en el antiguo occidente de México han sido estudiados por Williams y Weigand (2004),
quienes sostienen que “muchos estudios sobre Mesoamérica han prestado bastante
atención a preocupaciones sobre comercio, intercambio, tributo y entrega de regalos. En
parte esto se debe a la abundancia de información que tenemos para los periodos
históricos tardíos. Por lo tanto, es natural que los arqueólogos, desde el siglo XIX hasta
el XXI, han dado énfasis a esos temas en su intento de documentar el sistema mundial
antiguo o ecúmene mesoamericano” (p. 13).
De acuerdo con Weigand (1982), los recursos estratégicos son los más básicos e
imponderables bienes disponibles para las entidades socioculturales: el agua, la tierra y
el perfil demográfico en si, mientras que los recursos escasos son bienes disponibles
culturalmente que se encuentran en la naturaleza y que son necesarios para la
explotación primaria del paisaje. Entre los recursos escasos se incluyen los siguientes:
obsidiana, madera, fibras naturales como ixtle y algodón, ciertos alimentos, sal y arcilla,
entre muchos otros.
Los recursos de lujo, por otra parte, están destinados a servir como marcadores
de estatus dentro y entre los sistemas sociales, como bienes de comercio o “marcadores
de identidad”. Los ejemplos más obvios incluyen a la turquesa, las conchas marinas, el
oro y la plata, las plumas, los textiles sofisticados y las cerámicas finas. Muchos de
estos elementos no tenían ninguna función primaria relacionada con la explotación del
medio ambiente. Más bien funcionaban como marcadores de rango social, indicando la
distancia social entre individuos e identificando a quienes detentaban cargos públicos
(ver la discusión en Weigand 1982 y 1992; ver también Williams 2009b).
La cerámica fue indispensable para muchas actividades de subsistencia en
Mesoamérica y por todo el mundo antiguo. La producción de sal es ejemplo de ello,
como puede verse en Williams (2010) y otros (ver la discusión en Williams 2001). La
sal común, o cloruro de sodio, siempre ha sido un recurso estratégico de singular
importancia. En la Mesoamérica prehispánica fue usada principalmente para el consumo
humano, pues la dieta nativa (que consistía principalmente en plantas como maíz, frijol,
chiles y calabazas entre muchos otros) tenía poco cloro y sodio (Williams 2003, 2015).
El cloro es esencial para la digestión y la respiración, mientras que sin sodio el
organismo no sería capaz de transportar nutrientes u oxígeno, o de transmitir los
impulsos nerviosos. Por todo el mundo, una vez que los seres humanos empezaron a
285

cultivar plantas alimenticias, empezaron también a buscar sal para añadirla a su dieta
(Kurlansky 2002: 6-9). En el mundo preindustrial el cloruro de sodio tenía varios usos
importantes aparte de su papel en la alimentación: para preservar la carne de animales,
como mordiente para teñir textiles, como medio de intercambio, y como el principal
componente en la preparación de jabón y de agentes limpiadores (Parsons 1994: 280).
El flujo de recursos estratégicos y escasos de las provincias sujetas a las
capitales imperiales de Mesoamérica (como Tenochtitlan y Tzintzuntzan, entre muchas
otras) se aseguraba por los reyes a través de una estrategia geopolítica que mantenía a
las provincias conquistadas bajo la obligación de pagar tributos, pero también mantenía
las líneas de comunicación con las áreas nucleares de los estados abiertas en todo
momento. La obtención y distribución de sal y de otros recursos estratégicos, así como
el control militar de las áreas proveedoras, la extracción de tributo y el comercio, fueron
aspectos críticos de la vida social y económica de la mayoría de los sistemas políticos
mesoamericanos. La expansión imperial hacia las regiones ricas en recursos se explica
en última instancia por el deseo de obtener mercancías preciosas y recursos vitales,
entre los cuales la sal siempre tuvo una gran relevancia.
Como vimos en capítulos anteriores de este libro, la sede de poder del Estado
tarasco estaba en la cuenca del Lago de Pátzcuaro, una región que carecía de depósitos
naturales de sal, obsidiana, pedernal y cal, todas ellas mercancías indispensables
(Pollard 1993: 113). Por lo tanto, el imperio tarasco tenía que traer todos estos
materiales desde los lejanos confines del imperio (Williams 2003, 2009b, 2015). Las
vasijas de cerámica eran indispensables para elaborar, almacenar y transportar un buen
número de recursos y productos que se envasaban en recipientes de barro de muchos
tipos, formas y tamaños.
Hemos visto que la producción de pulque fue una actividad importante en
Mesoamérica, en la cual las vasijas de arcilla jugaron un papel destacado. Parsons
(2010, 2011) ha discutido el papel de esta bebida alcohólica en la vida diaria, la
nutrición y el ritual, pero la planta del maguey era mucho más que una fuente de bebida,
como el mismo Parsons demostró (2011). Sabemos que Mesoamérica fue la única
civilización del mundo antiguo que carecía de un animal herbívoro domesticado; los
productores de alimentos en prácticamente todas las regiones del mundo donde hubo
estados arcaicos fueron capaces de extender sus paisajes productivos significativamente
hacia zonas más frías y secas durante todo el ciclo anual. En algunos casos lo hicieron
convirtiéndose en pastores de tiempo parcial o total, y las relaciones entre los pastores y
286

los agricultores se volvieron fundamentales para el desarrollo a largo plazo de la


complejidad social (Parsons 2011). Parsons ha planteado la siguiente pregunta: ¿cómo
pudieron los mesoamericanos antiguos, dada su aparentemente limitada capacidad de
generar y manipular energía, alcanzar tan alto grado de complejidad y de densidad
poblacional? También ha mencionado que la falta de herbívoros domesticados nos haría
suponer la existencia de esfuerzos bien desarrollados por parte de los mesoamericanos
para explotar de manera intensiva los recursos no agrícolas altos en proteínas que
complementaban a las cosechas básicas. Según Parsons (2011), el desarrollo de
sociedades complejas en las tierras altas del centro de México estaba basado en una
producción mixta de granos, de maguey y nopal y de recursos acuáticos encontrados en
los ríos, así como en las cuencas de lagos y pantanos. Estos recursos complementarios
proporcionaron un rango muy amplio de comida, calorías, nutrición, fibras, minerales y
muchas otras materias primas sobre las que dependía la alta densidad demográfica y la
organización jerárquica.
El maguey ha sido una fuente excelente de comida, fibra y combustible en todas
las tierras altas de México. Parsons (2011) cita fuentes del siglo XVI para decir que tan
sólo el maguey puede proporcionar todo lo necesario para una vida sencilla y frugal, ya
que las tormentas y otros rigores climáticos no lo dañan, ni las sequías logran que
desaparezca. Además, esta planta proporciona una reserva abundante de savia y de
carne comestible; la primera puede fermentarse para hacer pulque, o puede consumirse
en forma del líquido llamado aguamiel, y también es posible hervirla para obtener un
jarabe dulce que puede almacenarse con facilidad y se puede redistribuir durante meses.
En su estudio etnoarqueológico de esta planta, Parsons encontró que las hojas, el
corazón y el tallo del agave pueden cocinarse para comerse, y que su jugo es rico en
nutrientes y calorías. Pero aparte de bebida, combustible y comida esta notable planta
también proporcionaba fibras. Parsons (2011) nos dice que en Mesoamérica
prehispánica había dos fuentes principales de fibra para hacer ropa y para otros fines: el
algodón y el ixtle. En la cuenca de México, por ejemplo, las grandes masas de plebeyos
se vestían con prendas de fibras de ixtle, mientras que para tejer las telas de algodón
tenían que usar el material importado de tierras bajas y por lo tanto eran menos fáciles
de conseguir.
Parsons y Parsons (1990) llevaron a cabo un estudio etnoarqueológico de la
explotación del maguey en el Valle del Mezquital, Hidalgo. Ellos sabían que para
escoger su área de trabajo y sus informantes debían buscar individuos que todavía
287

vivían de una manera bastante tradicional, quiere decir, gente que no se había
incorporado por completo en la cultura industrializada y urbana que está cambiando
rápidamente los modos de vida de los campesinos en México. Parsons y Parsons
querían aprender acerca del uso que daban al maguey las gentes que todavía estaban
inmersas en la agricultura de subsistencia y que seguían cultivando y procesando el
agave siguiendo las prácticas y técnicas antiguas. De esta manera tendrían la analogía
más cercana posible al comportamiento prehispánico. Al seguir esta estrategia, los
autores lograron producir la descripción definitiva de una industria mesoamericana
tradicional.
También vimos en el Capítulo IV que aparte de pulque y tesgüino había otras
bebidas embriagantes que estaban al alcance de los pueblos mesoamericanos antiguos
(en muchos casos hasta tiempos recientes). Un estudio arqueológico realizado
recientemente por Kristi Butterwick (1998) se basó en las figurillas prehispánicas de la
tradición Teuchitlán del occidente de México, pero también utilizó información
etnográfica y etnohistórica para demostrar que el tesgüino se usó extensamente en
banquetes y en reuniones sociales por todo el mundo mesoamericano. De acuerdo con
Butterwick, los banquetes eran el mejor catalizador para el intercambio significativo de
tipo ritual, social y político. Las gentes antiguas de México tenían más de una docena de
fiestas anuales que conmemoraban eventos relacionados con los ciclos vitales y con la
muerte. No menos importante fue el papel de las bebidas alcohólicas para facilitar los
convenios de tipo político y económico en el contexto de banquetes. Butterwick
también nos dice que en el calendario mesoamericano tenía un significado especial el
ciclo anual de fiestas. Las fuentes históricas sobre los aztecas muestran que sus fiestas
eran rituales complejos en los que se consumían octli (pulque) y tzoalli (una masa hecha
de semillas de amaranto) en grandes cantidades en los banquetes. “En esta ocasión la
gente preparaba tamales especiales, chocolates, pasteles de amaranto, semillas, la carne
de pavos y perros y octli…” Según Butterwick, “año tras año los pueblos prehispánicos
se unían en el ritual de los banquetes en honor de los dioses que los sostenían y para
integrar a los distintos elementos de sus sociedades… la gente del occidente de México
antiguo tenía sus propios banquetes rituales y… patrocinaban las fiestas más grandes
para sus antepasados…” (p. 89). Más allá de esta función ritual, los banquetes servían
como “un mecanismo para la redistribución, reciprocidad o circulación de la riqueza y
de los excedentes de comida” (p. 90).
288

Estas reuniones sociales del pasado podrían tener una manifestación material (v.
gr. arqueológica) en el presente, puesto que “el anfitrión de un banquete… requería de
diversos tipos de contenedores. La mayoría de los recipientes de cerámica sepultados
junto con los muertos en las tumbas de tiro del occidente de México antiguo son vasijas
individuales para servir, como copas, platos y jarras—destinadas probablemente para
usarse por los difuntos…” (p. 99). Butterwick concluye su discusión diciendo que
aparte de “confirmar la antigüedad de los banquetes, las vasijas, figuras y modelos de
arcilla [en contextos] arqueológicos, junto con los relatos etnográficos e históricos,
también subrayan la prevalencia y relevancia del consumo ritual de bebidas intoxicantes
en el occidente de México antiguo” (p. 102). Había varias alternativas para beber: “octli
y tesvino [v. gr. tesgüino] eran dos de las tres [bebidas] nativas, la tercera era el
mezcal… Todas… tienen largas tradiciones en el occidente de México, aunque el octli
pudo haber sido la más preferida” (p. 103).
También vimos cómo en el caso de los tarahumaras del noroeste mexicano la
reparación de las “ollas tesgüineras” ha sido interpretada como una costumbre
relacionada con el valor que se da a estas vasijas. El tema de los objetos de barro como
indicadores de riqueza ha sido investigado por Brian Trostel (1994) entre los kalinga de
Filipinas; este autor dice que “la economía tiene un papel importante en las dinámicas
de las sociedades del pasado y del presente. El entendimiento de cómo las variables
económicas se relacionan con otros componentes en la sociedad, como estatus y poder,
es necesario para explorar la estabilidad y el cambio social y tecnológico. Muchos
intentos de reconstruir el pasado dependen… de nuestra capacidad de inferir diferencias
en riqueza…” Concluye este autor diciendo que “lo que se necesita… son mejores
maneras de inferir estas variables en la prehistoria. La etnoarqueología tiene el potencial
de ayudarnos a aclarar algunos de estos temas” (1994: 209). Esto lo hemos visto en el
trabajo de Senior (2001) y de Weigand (2001) sobre las vasijas para fermentar bebidas
alcohólicas que utilizan los tarahumaras y los huicholes respectivamente.
Aparte de las vasijas, el inventario cerámico mesoamericano incluye muchas
herramientas y artefactos que eran indispensables para sostener la economía doméstica,
como los malacates usados en la que fue una de las más importantes de todas las
actividades dentro del hogar: el hilado de fibras de ixtle y de algodón. De acuerdo con
Hicks (1994: 94), “la elaboración de telas, como la producción de comida, se llevaba
acabo como parte de la economía doméstica. Era una tarea para las mujeres, como la
agricultura era para los hombres. Las mujeres tenían muchas otras tareas, pero casi
289

siempre era la elaboración de telas la que simbolizaba a la femineidad verdadera”.


Varios documentos etnohistóricos relacionados con los aztecas nos dan una perspectiva
inigualable de la vida diaria, incluyendo las herramientas para hilar y tejer: “en las
ceremonias de bañar a las niñas poco después del nacimiento, se les daba el ‘equipo de
las mujeres’ (cihuatlaquitl), que consistía en materiales para hilar y tejer, y la
elaboración de telas aparece de manera prominente en la descripción del entrenamiento
de las niñas… Cuando los dioses crearon a la primera mujer, le mandaron que tejiera,
justo como al primer hombre le mandaron que cultivara la tierra…”
La última actividad estratégica discutida en el Capítulo IV es la pesca. Ya he
mencionado el papel indispensable de esta actividad, porque el pescado y otras especies
acuáticas eran fuentes de proteína de primera necesidad en la dieta nativa (Williams
2014b, 2014c, 2014d; Parsons 2006; Rojas 1998). En los lagos michoacanos se usan
varios tipos de red, algunas de ellas aparentemente de origen prehispánico, incluyendo
las siguientes: la “red de aro” de mango largo encontrada en el Lago de Cuitzeo; el
“chinchorro” o red de arrastre en los lagos de Cuitzeo y Pátzcuaro; la “atarraya” o red
arrojadiza en ambos lagos y finalmente la red agallera que se conoce como “tumbo” en
Cuitzeo y “cherémekua” en Pátzcuaro. Exceptuando la red de aro todas las otras usan
pesos hechos de rocas modificadas o tiestos alterados, como mencionamos antes acerca
de la agallera. Las pesas prehispánicas todavía pueden encontrarse en las playas de los
dos lagos mencionados arriba, como se discute en el capítulo anterior.
Uno de los hilos conductores de la presente investigación ha sido el de las
actividades de subsistencia en las unidades domésticas mesoamericanas. Conviene
recordar las palabras de Penelope Allison (1999), quien afirma que “los arqueólogos no
excavan unidades domésticas ni entidades sociales, sino habitaciones y artefactos
domésticos… Una unidad doméstica es un fenómeno etnográfico más que
arqueológico… [esta última] es… un centro para la producción, distribución,
transmisión y reproducción; [esta definición] está basada en la categoría etnográfica…
[que usamos] para construir enfoques para entender los restos arqueológicos de las
[casas] del pasado…” (p. 2).
Allison (1999) afirma que “la etnoarqueología debería ser fundamental para el
estudio de unidades domésticas en la arqueología… Sin embargo, el procedimiento no
sólo debería consistir en simplemente usar datos etnográficos para describir el
comportamiento del pasado, sino [también] para subrayar el potencial de diversidad y
cambio en los mundos domésticos…” (p. 3).
290

No podemos cerrar este libro sin hablar de los cambios sociales y culturales que
han afectado al pueblo tarasco y a otros grupos étnicos en México y en otros países.
Según Eric Hobsbawm (1994), el cambio social más dramático y de mayor alcance en la
segunda mitad del siglo XX, que nos separó para siempre del mundo del pasado, es la
desaparición del campesinado. Después de la segunda guerra mundial millones de
personas en todo el mundo abandonaron sus comunidades rurales para buscar una mejor
vida en las ciudades. En algunos países de América Latina, como Colombia, México y
Brasil, el porcentaje de campesinos descendió a la mitad en tan sólo unas pocas décadas.
Estos procesos han tenido obvias repercusiones ecológicas, sociales y culturales para los
habitantes de las áreas rurales, incluyendo a muchos artesanos de México. Patricia
Fournier (2008) señala que si bien Michoacán todavía tiene muchas comunidades donde
se produce cerámica, muchas más han desaparecido o han visto a sus tradiciones
transformadas: “las técnicas y formas ancestrales se han perdido o están desapareciendo
lentamente”. Fournier (2008: 5, 7) piensa que las artesanías son un componente
importante del legado cultural de México, son algo cuya transmisión depende de la
identidad social y de la memoria. Según su perspectiva, los productores de artesanías
son parte de una cultura viviente, en muchos casos los últimos portadores de tradiciones
que actualmente están en proceso de desintegración.
Este proceso de cambio pudo haber iniciado en las primeras décadas después de
la conquista española. Fournier y Charlton (2011: 329) han sugerido que la conquista
española tuvo como resultado muchos cambios drásticos en el modo de vida indígena
por toda la cuenca de México, puesto que se impusieron sobre la población nuevos
sistemas de ideología, de leyes, de política y de economía. De acuerdo con estos
autores, durante el periodo del Virreinato la sociedad estaba caracterizada por divisiones
sociales y étnicas tajantes, tanto en el contexto espacial—como vemos en la distribución
de la población dentro de la capital de Nueva España—y en los modos de vida y los
patrones de consumo de los distintos sectores de la población. Esta situación tuvo como
resultado un sistema de castas que fue implementado alrededor del siglo XVII, y que
estaba en parte vinculado al proceso de mestizaje. Dentro del corazón del área urbana de
la Ciudad de México vivían las elites, que consistían en gentes originarias de España y
de criollos (nacidos en Nueva España de antepasados españoles), mientras que otros
grupos étnicos y clases sociales (judíos, gente excluida de la nobleza, y en general la
gente común) se veían forzados a vivir entre las poblaciones indígenas en las afueras de
la ciudad (p. 329).
291

Por medio del estudio de documentos históricos y de análisis científicos de la


cerámica, como la activación de neutrones, Fournier y Charlton (2011) llegaron a la
conclusión de que antes de la conquista española había varias subregiones de
producción de cerámica en la cuenca de México; además han demostrado que las
cerámicas en Nueva España alcanzaron un alto nivel de sofisticación en el siglo XVI
gracias a la mezcla de dos tradiciones. Mientras que la tradición nativa mesoamericana
aportó un conocimiento profundo de las arcillas locales y de varias técnicas como el
bruñido, la tradición española introdujo el torno de alfarero, el barniz con plomo y
estaño y el horno de bóveda cerrada.
Aunque el encuentro de la cultura europea con la indígena constituyó un choque
de las esferas política, económica, religiosa y otras, el legado de esta confrontación se
materializó en el registro arqueológico de Nueva España como un proceso de
construcción de un nuevo modo de vida. La imposición de creencias y valores nuevos
no podía borrar los estilos de vida anteriores, y algunos elementos culturales y
simbólicos—como vemos en la cerámica y en otros aspectos de la cultura material—
persistieron y se integraron a un sistema híbrido de imágenes dentro de una “identidad
criolla” (Fournier y Charlton 2011: 350-351).
Finalmente, el tema de la persistencia tecnológica frente al cambio cultural es
abordado por Sugiura (2011: 116), quien sostiene que frecuentemente se ha dicho que
los alfareros en general se han caracterizado por una actitud marcada por el
conservadurismo y reticencia a cambiar. Este rasgo es más notorio entre los artesanos
que producen enseres “utilitarios”, especialmente los vinculados a las actividades
culinarias como transportación, preparación almacenamiento y servido de la comida.
Los datos etnográficos discutidos en este estudio deben entenderse en el
contexto de las grandes transformaciones que se están dando en el México moderno y
en el resto del mundo. Esta es la única manera de acercarnos a la meta de esta
investigación: formular hipótesis y “argumentos puente” (cfr. Wylie 2002) que ayuden a
explicar el pasado a través de la analogía con el presente, mientras al mismo tiempo se
recolecta información sobre la producción de cerámica entre los tarascos prehispánicos
y sus descendientes.
En la actualidad los tarascos, al igual que todo México y el resto del mundo,
están inmersos en un proceso de “globalización”. Ciertamente los grupos subordinados
en México, incluyendo a la mayoría de las comunidades indígenas, se encuentran ahora
insertos en un sistema social y económico que no les favorece. En el caso de Huáncito y
292

de otras comunidades y culturas indígenas, la elaboración de alfarería y de otras


artesanías se ha convertido en una estrategia de subsistencia frente a la adversidad, pero
esto no significa que dejen de ser elementos de identidad cultural, de cohesión social y
reflejos de su propia cosmovisión. También son motivo de orgullo y una expresión de la
creatividad que siempre ha caracterizado a los pueblos indígenas de Mesoamérica.
293

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