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Etnoarqueologia de La Produccion de Cera
Etnoarqueologia de La Produccion de Cera
EN LA REGIÓN TARASCA
DE MICHOACÁN
Perspectiva Etnoarqueológica
Eduardo Williams
EL COLEGIO DE MICHOACÁN
1
PRODUCCIÓN DE CERÁMICA
EN LA REGIÓN TARASCA
DE MICHOACÁN
Perspectiva Etnoarqueológica
Eduardo Williams 1
1
Versión preliminar. No citar sin permiso del autor, © Eduardo Williams (2017).
2
El buen alfarero:
pone esmero en las cosas,
enseña al barro a mentir,
dialoga con su propio corazón,
hace vivir a las cosas, las crea,
todo lo conoce como si fuera un tolteca,
hace hábiles sus manos…
Informantes de Sahagún,
Códice Matritense de la Real Academia, fol. 124 r.
ÍNDICE
Prefacio
Agradecimientos
I. Introducción
Producción de cerámica en Mesoamérica y otras áreas
Antecedentes históricos de los estudios sobre cerámica en Mesoamérica
Ecología cerámica
Etnoarqueología cerámica
Actividades de producción en las unidades domésticas de Mesoamérica
II. Etnoarqueología: arqueología como antropología
El enfoque histórico-cultural en la arqueología mesoamericana
El enfoque procesal y la “Nueva Arqueología”
Discusión
Comentarios finales
III. Etnoarqueología y ecología cerámica en el Occidente de México
Ecología cerámica en Teponahuasco, Jalisco
Producción alfarera en Teponahuasco
El clima como factor limitante en la manufactura de alfarería
Implicaciones para la arqueología
Comentarios finales
Producción de cerámica en Huáncito, Michoacán: etnoarqueología y ecología cerámica
Antecedentes geográficos y culturales
Huáncito, comunidad de alfareros
Organización de la producción
Procesos de cambio y persistencia en una tradición alfarera
Implicaciones para la arqueología
Elaboración de vasijas y uso del espacio doméstico
Actividades de los alfareros y sus contextos espaciales
Correlatos arqueológicos
La estructura de la organización espacial
¿Qué lecciones podemos aprender?
Tecnología de cocción de la cerámica: evidencia arqueológica y etnográfica
La quema de vasijas a cielo abierto en Michoacán
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Implicaciones arqueológicas
Comentarios finales
IV. La cerámica tarasca como recurso estratégico en el periodo Protohistórico
Síntesis de la cultura prehispánica tarasca
El periodo Postclásico en el occidente de México
Urbanización prehispánica en Tzintzuntzan
Áreas residenciales
Zonas de manufactura
Zonas públicas
Producción, comercio y tributo de cerámica: etnoarqueología y etnohistoria
Elaboración, intercambio y utilización de objetos de barro en el área tarasca
Actividades de producción y redes de intercambio en el Lago de Pátzcuaro
El papel estratégico de la cerámica en las actividades de subsistencia
Elaboración de sal
Producción de pulque
Producción de tesgüino y de otras bebidas alcohólicas
Hilado de fibras de maguey y algodón
Pesca
Comentarios finales
V. Resumen y conclusiones generales
Referencias Citadas
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PREFACIO
etnoarqueológico en Huáncito, con las mismas tres familias de artesanos que había
conocido hace tantos años. Este libro es el resultado de todas estas experiencias de
investigación.
Mi vida personal y académica se ha visto enriquecida al conocer a varios
académicos sobresalientes durante todos estos años. En primer lugar quisiera mencionar
al Dr. Dan Healan, quien fue mi anfitrión durante las dos estancias sabáticas que realicé
en la Universidad de Tulane en 1998-1999 y 2011-2012. Dan, su esposa Nancy y
nuestros amigos Ruth y George Bilbe me brindaron una buena dosis de southern
hospitality, al igual que un “segundo hogar” en Nueva Orleans. También debo
mencionar al Dr. Jeffrey Parsons, a quien conocí durante mi primera estancia en Tulane,
y que ha sido un modelo e inspiración para mi trabajo desde entonces. Por último, no
puedo dejar de mencionar a la Dra. Helen Pollard, quien ha sido una indispensable
amiga y colega durante muchos años. A Helen le debo una especial gratitud por
compartir sus conocimientos sobre el Michoacán antiguo.
Durante dos décadas (1990-2011) tuve oportunidad de colaborar con el Dr. Phil
Weigand, y el resultado fueron muchos libros y artículos editados conjuntamente por los
dos. Este es un testamento de nuestro interés compartido en la arqueología
antropológica y nuestra decisión de publicar investigaciones originales que no siguieran
el enfoque “normativo” de la arqueología, tan común en la literatura del occidente de
México. Muchos de estos trabajos, que originalmente publicara El Colegio de
Michoacán, se encuentran agotados desde hace varios años. Estas publicaciones han
sido muy importantes para dar forma al presente volumen, incluyendo mis propios
libros, artículos, capítulos de libro y ponencias, así como obras escritas por muchos
colegas de México y de fuera. A todos ellos les agradezco sus aportaciones,
especialmente a Dean Arnold, Philip Arnold, Thomas Charlton, Patricia Fournier,
David Haskell, Dan Healan, Amy Hirshman, Susan Lewenstein, Patricia Moctezuma,
Jeffrey R. Parsons, Mary H. Parsons, Helen Pollard, Louise Senior, Christopher
Stawski, Phil Weigand y Celia Weigand. La lista de publicaciones es demasiado larga
para mencionarla aquí; el lector puede consultarla en la bibliografía al final de este
volumen.
El enfoque holístico que he seguido en mis estudios fue resumido por Phil
Weigand con las siguientes palabras: “la arqueología antropológica no es más que una
serie de técnicas y metodologías dentro de… las ciencias históricas… la relación entre
la historia y la arqueología es… íntima… la arqueología… no es… sino un componente
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AGRADECIMIENTOS
En primer lugar quiero agradecer a los artesanos de Huáncito, que siempre han sido
anfitriones atentos y amables, y siempre han respondido mis preguntas acerca de sus
artesanías y muchos aspectos de su vida. Los nombres de los informantes principales
son: Isaac Cayetano Lorenzo; Amalia Félix Marcelino; Pablo Felipe Lorenzo; Socorro
Espicio; Elena Felipe Félix; Gilberto Espicio Ambrosio; Bernaldina Rivera Baltasar;
Alfredo Felipe Félix; Fidel Lorenzo Santiago; Lafira Bartolo Santos; María de Jesús
Lorenzo (alias La Chaparrita); y Marina Lorenzo. La alfarera Elvia Silva Bartolo de
Zipiajo tuvo la amabilidad de compartir conmigo sus conocimientos sobre la
manufactura de ollas de barro. Gracias a ella y a todos los artesanos de Zipiajo (y de
otros pueblos michoacanos) por su buena disposición y generosidad.
Cuando empecé a trabajar en Huáncito había regresado recientemente de
terminar mis estudios en Londres. El viaje de regreso a casa y el inicio del proyecto
etnoarqueológico fueron posibles gracias al apoyo económico de la British Academy.
En los siguientes años recibí apoyo para el trabajo de campo y para estancias de
investigación en universidades del país y del extranjero, por parte de las siguientes
instituciones: British Academy (1990); Wenner-Gren Foundation for Anthropological
Research, Inc. (1991); Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research (beca de
colaboración internacional, con el Dr. Michael Shott, 1998 y 2000); Universidad
Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Centro Histórico del Ex-Convento de Tiripetío
(1998); becas Fulbright y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología [Conacyt] para
investigación en el Middle American Research Institute, Tulane University, Nueva Orleans
(1998-1999); Universidad de Colima (2000); Foundation for the Advancement of
Mesoamerican Studies, Inc. (2003); Centro de Investigaciones en Ecosistemas (UNAM)
(2007); beca del Conacyt para investigación en el Departmento de Anthropología de
Tulane (2011-2012).
Agradezco a Jeffrey Parsons, Helen Pollard y Michael Shott sus comentarios a una
versión previa de este libro, que se publicó en inglés con el título de Tarascan Pottery
Production in Michoacán, Mexico: An Ethnoarchaeological Perspective, bajo el sello de
la editorial Archaeopress de Oxford (2017). Sin embargo, yo soy el único responsable por
las ideas expresadas aquí. Finalmente, gracias a mis colegas del Centro de Estudios
Arqueológicos por su interés en mi trabajo, especialmente a Magdalena García Sánchez,
Rodrigo Esparza y Blanca Maldonado.
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CAPÍTULO I
INTRODUCCIÓN
1
Cerámica: del griego keramos, que quiere decir “cosa quemada”. También significa: “material no metálico fabricado por
sinterización (producir piezas de gran resistencia y dureza calentando, sin llegar a la temperatura de fusión) (Diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española 2017).
2
Alfarería: del árabe alfahar, significa “arte u oficio de hacer vasijas u otros objetos de barro cocido” (Diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española 2017).
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Mesoamérica y los Andes. Dado que esta investigación etnoarqueológica está orientada
hacia la interpretación de procesos culturales relacionados con la elaboración de
alfarería, y esta actividad tuvo lugar primordialmente dentro de unidades domésticas, la
producción de bienes en contextos domésticos también se discute en este capítulo.
El Capítulo II lleva como título “La etnoarqueología: arqueología como
antropología”. Esta es una introducción a la teoría y praxis etnoarqueológica, y también
a los objetivos de la arqueología procesal en Mesoamérica. Aquí exploramos la relación
entre la arqueología y la antropología general a través del tiempo, y el papel de la
etnoarqueología como puente de unión que pudiera servir para promover el contacto
entre ambas disciplinas, en el contexto de una relación a veces poco armoniosa y de una
falta de entendimientos mutuos y diálogo, según se ha visto recientemente.
En el Capítulo III el lector encontrará el tema principal de este estudio: la
elaboración de objetos de barro desde la perspectiva de la etnoarqueología y la ecología
cerámica en el occidente de México. El capítulo inicia con una discusión de mis
investigaciones de ecología cerámica realizadas en 1990 en Teponahuasco, una
comunidad campesina en Jalisco donde observé que la alternancia de la época de lluvias
y de secas presenta un desafío para los alfareros, pues se les dificulta el trabajo durante
la estación de aguas. Por otra parte, dado que esta es una comunidad primordialmente
agricultora, la tierra se trabaja como ocupación de tiempo completo en las lluvias. Al
programar ambas actividades durante distintas partes del año, los artesanos aquí, al igual
que en muchas otras áreas de México y Centroamérica, han descubierto una estrategia
efectiva para explotar su medio ambiente.
En la siguiente sección del Capítulo III, me refiero al trabajo etnoarqueológico
que he venido realizando desde 1990 en Huáncito, una comunidad de artesanos tarascos
en el noroeste de Michoacán. Empiezo con una discusión de los antecedentes
geográficos y culturales de Huáncito, seguida de una presentación de los resultados de
mi trabajo de campo ahí. La razón por la que fui a este lugar fue para llevar a cabo
observaciones etnográficas de todas las actividades relacionadas con la producción de
cerámica, así como evaluar el papel de esta información en la elaboración de analogías
etnográficas que nos permitan entender el registro arqueológico en Michoacán, en el
resto del occidente y en Mesoamérica en general. Esta investigación también se insertó
dentro del marco de la ecología cerámica, con interés sobre varios aspectos de la
interacción del ser humano con el entorno natural, por ejemplo: (1) la adaptación de los
alfareros a los patrones climáticos locales; (2) la adquisición de materias primas (arcilla,
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desgrasante, colorantes); y (3) el uso de leña en los hornos de alfarero y para cocinar, lo
que todavía es una práctica común en la región. El capítulo sigue con una discusión de
la manera en que se utiliza el espacio en varias unidades domésticas en Huáncito, donde
los talleres de los artesanos comparten los espacios con los cuartos, la cocina, los
lugares de almacenamiento, etcétera. Las implicaciones arqueológicas de estas
observaciones son de gran relevancia para desarrollar una “teoría de alcance medio” que
relaciona la cultura material y las actividades del presente (el contexto sistémico) con
las interpretaciones del pasado (el contexto arqueológico).
El Capítulo IV tiene que ver con la cerámica de los tarascos como recurso
estratégico durante el periodo Protohistórico (ca. 1450-1530 DC). Primero discuto la
producción, incluyendo manufactura, intercambio y uso de enseres de barro en el Lago
de Pátzcuaro, que fue la sede del poder del imperio tarasco prehispánico. El papel
estratégico de la cerámica en las actividades de subsistencia también se analiza en este
capítulo, en especial el uso de vasijas y otros artefactos de barro en la siguientes
actividades: elaboración de sal, de pulque, de tesgüino (cerveza de maíz) y de otras
bebidas alcohólicas, así como la manufactura de textiles de ixtle, de algodón y de otras
fibras, y finalmente la pesca en los lagos michoacanos. Todas estas actividades
estratégicas dependieron de objetos de cerámica para su existencia, como veremos aquí
por medio de ejemplos etnográficos, arqueológicos y etnohistóricos de Mesoamérica y
otras áreas.
Las conclusiones generales aparecen en el Capítulo V, donde hago un resumen
de los aspectos principales del estudio, señalando sus implicaciones para el campo de la
arqueología y la antropología en general, así como los logros, los desafíos y las tareas
que quedaron pendientes para futuras investigaciones.
3
Esto caracteriza a la mayoría de los estudios recientes, pero hay que mencionar los trabajos etnográficos escritos a principios del
siglo XX y antes, por ejemplo Beals (1946), Kroeber (1948) y Lowie (1912), entre muchos otros. Este cambio de perspectiva vino
con el dominio de la antropología social sobre la tradición etnográfica, aunque los autores tempranos (que son los mejores) ya
habían adoptado una perspectiva de cultura material (por ejemplo Evans-Pritchard 1937).
4
Foster no menciona a la vieja escuela etnográfica europea, que tenía un interés amplio, riguroso y detallado sobre la cultura
material y que la relacionaba (con limitaciones) a la organización social y otros aspectos de la cultura.
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aprendizaje de técnicas, los estilos, los patrones de etnicidad, de distribución (de lozas y
de estilos) y finalmente los cambios tecnológicos y estilísticos (Kramer 1985: 78).
Podría decirse que los arqueólogos nos hemos visto forzados a convertirnos en
etnólogos –en el sentido antiguo de la palabra– a fin de conservar un vínculo directo con
la antropología en general, y con la antropología sociocultural en particular. Esta no ha
sido una experiencia negativa para los arqueólogos; de hecho ha sido lo contrario: ha
dado nuevo vigor a los lazos con nuestra “disciplina madre”.
Los objetos hechos de arcilla cocida fueron los primeros materiales “sintéticos”
creados por los seres humanos, por así decirlo un tipo de “piedra artificial”. Para poder
elaborarlos los artesanos antiguos combinaron los cuatro elementos básicos reconocidos
por los griegos antiguos: la tierra, el aire, el fuego y el agua (Rice 1987: 3). La
importancia de la alfarería y la cerámica dentro de las culturas del mundo desde los
tiempos más remotos es evidenciada por su papel en uno de los más conocidos mitos de
la creación, el Libro de Génesis, en donde se menciona que cuando Dios creó a la
humanidad usó “polvo de la tierra” (es decir arcilla, uno de los principales componentes
de la alfarería), sopló el aliento de vida y con ello “fue el hombre un alma viviente”. De
acuerdo con Prudence Rice, la cerámica puede definirse como “el arte y ciencia de
hacer y usar artículos sólidos que tienen como componente esencial materiales
inorgánicos no metálicos” (Rice 1987: 3-4).
La cerámica fue uno de los primeros y más persistentes productos de la
“revolución pirotécnica” que en gran medida ha definido a la humanidad, y que todavía
nos separa del resto del reino animal. Sabemos que los primeros artefactos de piedra
aparecieron en África hace varios millones de años (Jelínek 1975: 84), pero es
imposible decir con seguridad en qué época empezó la manufactura y utilización de
objetos de cerámica por parte de nuestros antepasados remotos. Lo que sí podemos
afirmar es que los más antiguos hasta hoy conocidos tienen una edad de varias decenas
de miles de años, aunque los humanos pudieron haber experimentado con materiales de
tierra o arena, suaves y maleables, desde tiempos mucho más lejanos, es decir hace
cientos de miles de años. Las primeras arcillas que fueron manipuladas por las gentes
del pasado pudieron haberse utilizado para hacer productos efímeros, como pintura
corporal o decoraciones con tierras de colores naturales. Pero el momento definitorio
para la historia del aprovechamiento de la arcilla fue cuando se le aplicó calor para
transformarla en un recurso duro y duradero. Esta transformación fue un logro
relativamente reciente en la prehistoria, y ha permitido que fragmentos de arcilla cocida
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sobrevivan por milenios para ser encontrados y estudiados por los arqueólogos del
presente.
La evidencia arqueológica más temprana para el uso de objetos hechos de arcilla
cocida se remonta a las tradiciones artísticas del periodo Paleolítico superior (hace unos
22 000 años) en Europa central y occidental. En muchas cuevas del Paleolítico pueden
verse diseños hechos con arcilla húmeda sobre las paredes y el piso (Jelínek 1975:
Figura 508), mientras que otro ejemplo sobresaliente de este arte emergente son las bien
conocidas figuras “de Venus”; se trata de representaciones femeninas con rasgos
sexuales exagerados, como las que se hicieron con arcilla cruda o cocida en Dolni
Véstonice, Checoslovaquia, elaboradas hace unos 32 000 años (Bahn 1996: 215-216).
Estos ejemplos ilustran que ya para el Paleolítico superior la gente conocía los
principios del trabajo con la arcilla: su plasticidad, su capacidad de endurecerse con el
calor, y la necesidad de añadirle “desgrasante” (sustancias sólidas que mejoran las
cualidades y facilitan el manejo de este material) (Rice 1987: 6-8). Según Gordon
Childe, la necesidad de preparar y almacenar granos comestibles dio a las vasijas de
barro una importancia sin precedentes dentro de las primeras sociedades de agricultores.
Para tiempos de periodo Neolítico (ca. 8000-2000 AC), la manufactura de vasijas de
barro cocido fue un rasgo universal de todas las culturas del mundo (Childe 1981: 83).
Según Philip Arnold (1999: 157), “los vínculos entre la cerámica, el
sedentarismo y la agricultura son un legado de la “revolución neolítica” de Childe y
su… aplicación a los contextos del Nuevo Mundo. Los arqueólogos… vieron estos tres
rasgos como un paquete cultural que se originó en una parte de las Américas y se
difundió hacia otras regiones…” Arnold afirma que “al igual que sus colegas que
trabajan en otras regiones del Nuevo Mundo, los arqueólogos mesoamericanos están
empezando a ‘desempacar’ estas tres características independientes de la actividad
cultural. Ahora parece que el periodo de transición entre el Arcaico y el Formativo [ca.
2000-1500 AC] no apareció como algo ya terminado, ni siquiera al mismo ritmo en toda
Mesoamérica, sino que se configuró de manera diferente en contextos diferentes”. Un
ejemplo de esto es “el sedentarismo… [que apareció] en las tierras altas de México
mucho antes del estilo de vida agrícola… La cerámica pudo haberse desarrollado en
Mesoamérica antes de la… subsistencia dominada por el maíz… El eventual vínculo
entre cerámica y sedentarismo ahora está bajo mayor escrutinio”.
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5
Entre los usos que se han sugerido para los primeros artefactos de cerámica se incluyen objetos que servían como “marcadores de
estatus” y que expresaban los primeros símbolos de diferenciación social entre grupos humanos pequeños (Blake et al. 1995).
6
También debemos mencionar aquí las vasijas para hervir y procesar huesos y pieles, y las que se usaron en la elaboración de
bebidas alcohólicas como el tesgüino (Senior 2001) y el pulque (Fournier 2007).
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(que siguen todavía usándose en partes del México rural) y calabazas. Los ejemplos que
conocemos de estos tipos cerámicos tempranos se limitan a unos 400 fragmentos
encontrados en contextos arqueológicos (Marcus y Flannery 1996: 74-75). Otro ejemplo
que sugiere los inicios de la manufactura de cerámica se descubrió en la región de
Soconusco, Chiapas, donde la primera fase de ocupación, conocida como Chantuto,
pertenece al periodo Arcaico. El patrón general de asentamiento en esta fase consistía en
pequeños grupos nómadas cuyo modo de vida dependía de la caza, la pesca y la
recolección. Los artefactos que se han encontrado asociados con estos grupos humanos
son escasos, y se limitan a piedras de molienda, algunas lascas de obsidiana y nada de
cerámica (Blake et al. 1995: 165-166). La siguiente fase arqueológica de esta región se
llama Barra (ca. 1 550-1 400 AC), y es la primera que corresponde al periodo
Formativo en la costa suroeste del Pacífico de Mesoamérica. Los objetos de cerámica
hacen su aparición durante esta fase, y son notables por la calidad de su manufactura y
el amplio rango de técnicas decorativas empleadas (Blake et al. 1995: Figuras 5 y 6). En
esa época los alfareros usaban engobes de un solo color o de varios, así como
decoraciones incisas, estampado zonal y acanaladuras combinados con una gran
variedad de acabados de la superficie. Las dos formas que se conocen son los tecomates
(ollas sin cuello) con fondo plano (son el 85% de la muestra) y los cuencos hondos (el
restante 15%). La gente que elaboró y utilizó estas vasijas de barro ha recibido el
nombre de “cultura mokaya”. Ellos usaron la tecnología cerámica para complementar o
reemplazar a los guajes decorados, probablemente usados para servir comida y bebida
durante las funciones públicas, más que para fines utilitarios o domésticos, como la
preparación o almacenamiento de comida (Blake et al. 1995: 167-168). La palabra
“mokaya” viene de la lengua zoque-mixe, que es la que hablaban ellos probablemente,
al igual que los olmecas posteriormente. La característica más sobresaliente de la fase
Barra es la cerámica (Clark 1994: Figura 3.2), una loza bastante decorada (sobre todo
por bruñido) con una variedad muy amplia de formas elegantes. Esta fase marca los
inicios de un modo de vida basado en la agricultura, con asentamientos permanentes y
una dependencia sobre las plantas domesticadas que incluían frijol, aguacate, maíz y
probablemente camotes y cacao. La pesca, la caza y la recolección siguieron
practicándose en los ríos y lagos de la región, pero como complemento para la
agricultura, más que como ocupaciones de tiempo completo (Clark 1994).
En periodos posteriores del desarrollo cultural mesoamericano, las tradiciones
cerámicas alcanzaron muy elevados niveles de sofisticación, tanto en aspectos técnicos
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como artísticos. Varias técnicas de manufactura han sobrevivido hasta el presente, por
ejemplo la quema de vasijas a cielo abierto, sin usar el horno de alfarero. Aunque los
artesanos prehispánicos usaron fogatas para la cocción de sus objetos, hallazgos
recientes en Monte Albán, Oaxaca (Winter y Payne 1976), Comoapan, Veracruz
(Arnold et al. 1993) y Tlaxcala (Castanzo 2004, 2009), entre otros, son evidencia de que
ya se contaba con hornos en el inventario tecnológico de Mesoamérica. También se
pueden mencionar las técnicas complejas de cocción descubiertas en el suroeste de los
Estados Unidos (Blinman 1993). Quemar la arcilla en hornos a diferencia de hacerlo a
cielo abierto ofrecía varias ventajas: la producción se protegía del viento y de la lluvia,
se podían alcanzar temperaturas más altas, y se lograba mayor eficiencia y control sobre
la cocción, entre otras (Arnold 1985; Rice 1987: 153; Shepard 1980: 75). Es interesante
señalar que varios sitios arqueológicos en Oaxaca y Veracruz proporcionan evidencia de
la coexistencia de ambos tipos de cocción: estructuras especializadas (hornos) y fogatas
al aire libre (Pool 2000: 61). Estos casos nos recuerdan que las ventajas que ofrecen los
hornos no son absolutas (ver la discusión en el Capítulo III). Hasta décadas recientes la
mayoría de la gente pensaba que los hornos habían sido introducidos a Mesoamérica por
los españoles en el siglo XVI, como parte de un complejo tecnológico que incluía al
torno de alfarero y al uso de vidriado (Foster 1955). Los métodos y técnicas europeos de
manufactura de cerámica contrastan con la tecnología prehispánica, que estaba basada
en el modelado a mano, el uso de moldes y –como se pensaba hasta hace poco—en la
cocción a cielo abierto (Pool 2000: 61; Williams 1995). Pero ahora sabemos que los
hornos sí se emplearon antes de la conquista española, como ya señalamos arriba
(Feinman y Balkansky 1997). Según Pool, tanto en contextos antiguos como modernos
esta variación en tecnología entre dos métodos de cocción es consecuencia del nivel o
intensidad de producción (Pool 2000: 61, 72). Con base en sus trabajos
etnoarqueológicos entre los alfareros de la Sierra de los Tuxtlas, Veracruz, Philip
Arnold (2005) relaciona el uso de hornos u hogueras a la disponibilidad de espacio para
trabajar dentro de los lotes de las casas.
otros objetos hechos de barro. Es por esta razón que los arqueólogos deben aprender
todo lo que sea posible acerca de estos artefactos –su forma, decoración, los engobes y
desgrasantes utilizados en su manufactura, así como la manera en que las piezas fueron
quemadas, entre muchas otras características—para poder contextualizar la producción
de cerámica desde una perspectiva tecnológica. El valor de las clasificaciones simples
con base exclusivamente en la forma de la vasija o su diseño es algo muy limitado.
Igualmente, la creación de “provincias cerámicas” que se llegan a convertir en
“culturas” (una costumbre especialmente común entre los arqueólogos del occidente de
México en la primera mitad del siglo XX) es una consecuencia de este uso simplista y
normativo de los atributos formales que ignora otros tipos de análisis, como la
difracción de rayos x o la activación de neutrones, que ayudan a estudiar las pastas, las
arcillas, los engobes y los pigmentos (Weigand 1995). En los estudios de esa época
también se omitían la perspectiva etnográfica y la etnohistórica de la producción
mesoamericana de alfarería.
Gracias a su durabilidad, la cerámica es uno de los materiales más abundantes
encontrados por los arqueólogos en las excavaciones. Muchos grupos humanos antiguos
produjeron grandes cantidades de objetos de arcilla cocida, mismos que se desechaban
al quebrarse o al terminar su vida útil. Con el paso del tiempo se formaban estratos
sobrepuestos de los materiales depositados en un sitio. Una vez que los investigadores
reconocieron este fenómeno, empezó un nuevo capítulo en la historia del pensamiento y
práctica de la arqueología en Mesoamérica y en otros lugares (Bernal 1981: 162). En
1784 Thomas Jefferson –que sería posteriormente presidente de los Estados Unidos—se
dio a la tarea de investigar la naturaleza de algunos montículos funerarios en su
propiedad de Virginia. Jefferson tuvo la inusitada idea de llevar a cabo una excavación
relativamente bien controlada que consistió en hacer una trinchera atravesando los
montículos. Esto le permitió reconocer distintos estratos, convirtiéndose así en uno de
los precursores de la estratigrafía arqueológica en América. Las excavaciones de
Jefferson fueron adelantadas para su época en por lo menos cien años, y ahora se le
considera como pionero de los métodos y enfoques de la arqueología moderna (Willey y
Sabloff 1980: 28). 7
7
Aunque tradicionalmente se ha dado el crédito a Jefferson de la primera excavación arqueológica en el Nuevo Mundo (Daniel
1981), debemos recordar un ejemplo anterior de excavaciones sistemáticas, realizadas por Don Carlos de Sigüenza y Góngora en
Teotihuacan. Este ilustre investigador mexicano fue responsable en 1675 de la primera exploración arqueológica que realmente
siguió métodos y objetivos que la distinguieron de una mera “búsqueda de tesoros” (Schavelzon 1983: 121-122).
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Una de las más notables aportaciones de Gamio fue el libro Forjando patria,
publicado en 1916. En ese momento nuestro país se encontraba convulsionado por la
revolución mexicana (ca. 1910-1920), y como resultado de ello el libro de Gamio está
permeado por cierta ansiedad sobre la identidad de México como nación, y por dudas
sobre la posibilidad de integrar a todos los sectores de la sociedad en una misma
“patria” que significaría la asimilación cultural de los pueblos indígenas (Gamio 1916,
2010). Forjando patria es una colección de 34 ensayos, la mayoría publicados
anteriormente en periódicos y revistas mexicanos con varios temas, a saber: patrias y
nacionalidades de América latina; el departamento de antropología; la redención de la
clase indígena; prejuicios en contra de la raza indígena y su historia; sociología y
gobierno; conocimiento de la población; consideraciones sobre las estadísticas; obras de
arte en México; el concepto de arte prehispánico; arte y ciencia en el periodo de la
Independencia; el departamento de bellas artes; el concepto sintético de la arqueología;
los valores de la historia; la política y sus valores; nuestra transición religiosa; nuestra
cultura intelectual; la lengua y nuestro país; la literatura nacional; nuestra industria
nacional; revolución; y finalmente tres problemas nacionalistas.
En la introducción a la versión inglesa de esta obra, el editor y traductor,
Fernando Armstrong-Fumero (2010), discute “las interpretaciones nacionalistas y usos
del pasado prehispánico como signos de criterios fundamentalmente no científicos” que
gobernaban a la arqueología en tiempos de Gamio (p. 9). Todavía hasta hoy en
Latinoamérica los casos de México y de otros países como Perú se mencionan
frecuentemente para mostrar cómo los “símbolos arqueológicos y elementos
prehispánicos se han usado para mantener un sentido casi sagrado del aura histórica de
cada nación-Estado… El establishment arqueológico mexicano se vio fuertemente
apoyado por un… Estado interesado en explotar un pasado que legitimaba su reclamo al
poder político y al orgullo nacional” (Benavides 2001: 357). Esta exaltación del
“glorioso pasado indígena” en muchas naciones latinoamericanas se ha dado de la mano
de la explotación y degradación de la mayoría de los grupos indígenas, que son vistos
como miembros subordinados de la sociedad, si no es que como “ciudadanos de
segunda clase”.
Para Gamio los grupos indígenas como los mayas, los yaquis y los huicholes
tenían una nacionalidad que estaba “claramente marcada por sur respectivas lenguas y
por su naturaleza cultural y física… [sin embargo] su naturaleza siempre ha sido
desconocida para los grupos de origen europeo… [Esto es] un crimen imperdonable en
22
8
Pero debemos señalar que Alfred Kidder, George Vaillant y otros que estaban trabajando en la cuenca de México y el área maya en
esta época ya estaban aplicando ideas similares a las de Kroeber.
24
arqueólogos, puesto que presenta con claridad los aspectos esenciales acerca de los
procesos y materiales de la industria cerámica. De hecho, esta obra da nuevo significado
a las propiedades inherentes a la cerámica al evaluar los análisis y los métodos
descriptivos de acuerdo a sus objetivos arqueológicos. También se discuten en detalle
las propiedades y fuentes de los materiales cerámicos, con un resumen de los
conocimientos sobre el tema desde la perspectiva de la arqueología. La sección titulada
“prácticas cerámicas” está basada en gran medida en los métodos usados por los
alfareros no industriales o “campesinos”, pues Shepard pensaba que podían ofrecer
muchos paralelos con las técnicas prehistóricas. Este libro también da sugerencias para
etnólogos sobre la manera en que los conocimientos de la cerámica permitirían a los
investigadores un registro más completo y útil de la cultura material (en este caso
objetos de barro). En su discusión del análisis cerámico la autora señala variables como
la forma y decoración, las propiedades físicas, la composición de los materiales y
finalmente las técnicas de manufactura. El estudio de Shepard termina con una
discusión de las interpretaciones sobre las cerámicas que contempla los siguientes
aspectos: la identificación de objetos “intrusos” (fuera de contexto); el fechamiento
relativo basado en la cerámica; las relaciones sociales entre grupos del pasado sugeridas
por diferentes estilos cerámicos; los aspectos económicos de la alfarería, y finalmente la
contribución de la cerámica a los estudios de historia cultural (Shepard 1980).
Otra aportación valiosa para los estudios sobre la cerámica apareció una década
después del libro de Shepard: la obra colectiva editada por Frederick Matson intitulada
Ceramics and Man (1965), en donde Matson se propuso establecer la base de la que
sería conocida como “ecología cerámica”, un método analítico que será discutido más
adelante en este capítulo. En la misma época de Shepard y Matson, George Foster
(1948, 1955, 1960, 1965) surgió como otro pionero en el estudio antropológico de la
cerámica desde una perspectiva holística, publicando algunos de los primeros trabajos
que pueden llamarse “etnoarqueológicos” (aunque este autor no usó esta palabra). En
este contexto, también debemos mencionar a May Díaz, por su trabajo en el pueblo de
Tonalá, Jalisco (actualmente un suburbio de Guadalajara), que ahora es un centro de
artesanías de fama mundial. En su libro Tonalá: Conservatism, Responsibility, and
Authority in a Mexican Town, Díaz examina “la naturaleza del cambio cultural en
general y de la industrialización en particular”. Ella estaba “interesada en determinar los
cambios sociales y culturales que llegan a las sociedades tradicionales… como
respuesta al crecimiento económico” (Díaz 1966: 2). Esta investigación tuvo lugar entre
25
artesanos en Tonalá, mientras esa otrora aldea indígena estaba siendo absorbida por la
“mancha urbana” de Guadalajara, la capital del estado y centro industrial en expansión.
También a mediados de los años sesenta, Eduardo Noguera publicó un volumen
enciclopédico llamado La cerámica arqueológica de Mesoamérica (1965, segunda
edición 1975), que fue en su momento la discusión más exhaustiva de las distintas
tradiciones alfareras de Mesoamérica a través del tiempo. Esta obra fue un punto de
referencia obligado, y todavía es fundamental para los arqueólogos, antropólogos, y
otros interesados en el tema. Una década después llegó una publicación de gran
importancia para la literatura sobre cerámica tradicional en Mesoamérica, se trata del
libro de Rubén Reina y Robert M. Hill titulado The Traditional Pottery of Guatemala
(1978). Aquí encontramos una visión comprehensiva de los distintos estilos y técnicas
de manufactura que todavía existían en las comunidades mayas de todo Guatemala, con
un texto acompañado de excelentes fotografías y descripciones fieles de una artesanía
que estaba cambiando rápidamente, y que todavía tenía raíces prehispánicas
discernibles.
En 1987 Prudence M. Rice publicó un libro de alcance enciclopédico sobre la
cerámica de todo el mundo, basado en la experiencia que tuvo la autora tras muchos
años de trabajo en Mesoamérica y Sudamérica, en los que produjo una larga lista de
publicaciones. Entre los temas estudiados por esta investigadora durante su carrera
podemos mencionar los siguientes: ciencia y política entre los mayas; el colapso,
transición y transformación de la civilización maya antigua; los orígenes de la alfarería;
la prehistoria e historia de los hornos de alfarero; la industria vitivinícola de Perú en la
época colonial y su herencia española, y un largo etcétera. El volumen que nos interesa
aquí, escrito por Rice, se llama Pottery Anlayisis: A Sourcebook (1987, segunda edición
en 2015). La nueva edición (2015) incorpora más de dos décadas de crecimiento y
diversificación en el estudio arqueológico y etnográfico de la cerámica. Este libro
examina las materias primas usadas por los alfareros a nivel mundial, considerando sus
propiedades físicas y químicas. El estudio de Rice utiliza las perspectivas de la
arqueología, la ciencia de materiales, la etnografía, y la etnoarqueología en el análisis de
la producción cerámica, discutiendo además cómo los análisis de artefactos pueden
darnos una visión de su cultura de origen, ya sea prehistórica, reciente o contemporánea.
Otro libro que ha sido muy importante para nuestro tema es Pots and Potters:
Current Approaches in Ceramic Archaeology, editado por Prudence Rice (1984). Este
volumen fue concebido como continuación y puesta al día de Ceramics and Man de
26
Matson, con un énfasis primordialmente antropológico que pretende mostrar cómo las
cerámicas de distintos contextos geográficos y temporales, cuando se les estudia con los
métodos y los enfoques analíticos apropiados, pueden darnos información valiosa
acerca de la gente que elaboró y utilizó los miles de artefactos cerámicos encontrados
por los arqueólogos. Otra publicación destacada correspondiente a este periodo es
Ceramic Theory and Cultural Process, de Dean Arnold (1985), en donde el autor se
propone desarrollar una “teoría de la cerámica” para extender nuestro conocimiento de
las complejas relaciones entre la elaboración de alfarería, la cultura y la sociedad.
Gracias a que utiliza las perspectivas de la teoría de sistemas, la cibernética y la
ecología cultural, el autor puede hacer generalizaciones transculturales para explicar los
orígenes y evolución de la artesanía. Este estudio ofrece un enfoque innovador hacia la
interpretación arqueológica de la alfarería que aumenta de manera considerable nuestra
capacidad para entender los procesos sociales y medioambientales que giran en torno a
la producción de cerámica.
En el libro Acatlán: A Changing Mexican Tradition, Louana Lackey (1982)
describe los materiales, los métodos de manufactura y las formas decorativas
características de la cerámica de Acatlán, Puebla. Lackey descubrió que la tradición
mesoamericana de la alfarería en este lugar se remonta al periodo Clásico (ca. 100-900
DC). Al estudiar los tiestos prehispánicos, esta autora pudo establecer que los artesanos
de Acatlán estaban trabajando dentro de una tradición que tenía una considerable
profundidad temporal. Las conclusiones de Lackey se basan en investigaciones
etnográficas y trabajo de campo arqueológico desarrollados en 1974, 1975 y 1977 en
Puebla, donde trabajó con una familia de artesanos y aprendió a manufacturar, decorar y
quemar la loza en el horno de acuerdo con el “estilo acatleco”. Aunque las formas de las
vasijas actuales pueden ser nuevas, la arcilla que usan en su elaboración es idéntica a la
que se usaba para producir la famosa loza prehispánica conocida como Anaranjado
Delgado, un tipo cerámico correspondiente al periodo Clásico que llegó a distribuirse
por todo Mesoamérica, y cuya localidad de origen se descubrió hace casi 30 años. 9
Otro libro que debemos mencionar es Ceramic Ecology Revisited, 1987: The
Technology and Socioeconomics of Pottery. Fue editado por Charles C. Kolb (1988), y
consta de dos volúmenes con una colección de ensayos que reportan estudios de
9
Las investigaciones arqueológicas de Evelyn Rattray (1990) en el sur de Puebla ofrecieron nuevos datos sobre los talleres alfareros
prehispánicos en donde se elaboraba la loza Anaranjado Delgado, la más importante cerámica de comercio de Teotihuacan. El
reporte de Rattray incluye datos sobre técnicas de manufactura, contextos de producción, y la organización económica y social de
los artesanos involucrados.
27
para identificar los distintos elementos presentes. El AAN es bastante sensitivo, llegando a
detectar hasta 72 de los 95 elementos que usualmente aparecen en cantidades traza (Rice
1987: 396-397; Glascock 1992).
Todos estos estudios enfatizan las investigaciones que utilizan métodos científicos
para resolver problemas arqueológicos relacionados con la producción y uso de la
cerámica. Por ejemplo, los análisis detallados de la composición de objetos de barro han
servido para explorar aspectos como el comercio antiguo, pero también pueden ofrecer
inferencias sobre producción de cerámica en general, ya que la selección y procesamiento
de materias primas en la antigüedad se refleja directamente en los datos de composición (v.
gr. Nieves et al. 2003: 27). Tales análisis científicos ayudan a detectar la utilización de
recursos de fuera del área de elaboración, que pudieron conseguirse por medio de patrones
de intercambio, ya sea de productos terminados o de arcillas u otras materias primas
(Bishop et al. 1982: 275-276). Pero ahora se piensa que los estudios científicos por sí solos
no bastan para obtener una imagen completa de las cerámicas en sus contextos culturales e
históricos. Como resultado de ello, la ecología cerámica y la etnoarqueología entraron en
escena, como se discute a continuación.
Ecología cerámica
Durante los años sesenta y setenta se dieron algunas contribuciones relevantes al estudio de
la ecología cerámica, que a su vez alentaron más avances en las siguientes dos décadas. Un
estímulo de especial importancia fue la serie de simposios organizada por Charles Kolb y
Louana Lackey en las reuniones anuales de la American Anthropological Association, que
inició a mediados de los ochenta y todavía sigue. En ese foro los investigadores de varias
disciplinas han demostrado el impacto del enfoque ecológico sobre los estudios de la
cerámica en arqueología y en antropología. La ecología cerámica, entonces, se ha
establecido como una perspectiva analítica para el análisis de los materiales cerámicos en
sus aspectos contextuales con orientación interdisciplinaria, por medio de la cual los
investigadores intentan ubicar los datos físicos y científicos en un marco ecológico y
sociocultural, relacionando las propiedades tecnológicas de las materias primas con la
manufactura, distribución y uso de los productos cerámicos dentro de contextos sociales.
La ecología cerámica percibe a los sistemas culturales de una manera holística, como se
explica en la Figura 1 (Kolb 1988: viii). De esta manera, la ecología cerámica está
vinculada al campo general de la ecología cultural –o ecología humana—que se ha definido
como “el estudio de las relaciones e interacciones entre los humanos, su biología, sus
30
culturas y sus entornos físicos… Los ecólogos humanos [o culturales] estudian cómo y por
qué las culturas hacen lo que hacen para resolver sus problemas de subsistencia, cómo
entienden sus medios ambientes, y de qué manera comparten sus conocimientos sobre su
medio ambiente” (Sutton y Anderson 2004: 2-3).
Figura 1. Diagrama de la ecología cerámica, que incorpora el complejo cerámico, el entorno biológico, el
medio ambiente físico, la biología humana y la cultura (adaptado de Kolb 1989a: Figura 3).
tiempo para leer o tratar de visualizar los objetos de cerámica una vez que habían sido
descritos a costa de bastante tiempo y trabajo. En su opinión, sería más productivo pasar
menos tiempo en las descripciones y las mediciones físicas, para dar más consideración a
las variaciones de las lozas relacionadas con los problemas a que se enfrentaron los
artesanos que las habían elaborado (Matson 1951: 106).
Matson además alentó a los investigadores para que realizaran un estudio minucioso
de la literatura etnográfica y que implementaran diseños de investigación etnográfica con
orientación arqueológica (es decir, etnoarqueología) para arrojar luz sobre los aspectos
técnicos de la cerámica o alfarería. La falta de un campo de acción compartido entre los
estudios cerámicos y el análisis de los patrones socioeconómicos fue una preocupación que
empezó a surgir a fines de los años cincuenta, pero los paradigmas ecológicos ofrecieron
una manera productiva de abordar estas variables (Kolb 1989b: 281).
Mientras tanto, Kolb (1989b) presentó un modelo que permitía una clara
comprensión de lo que él llamó “ecología cerámica holística”. Este modelo de producción
cerámica se enfoca en un “complejo cerámico” que consiste en un sistema cultural y un
sistema ambiental, cada uno con los subsistemas necesarios para el funcionamiento del
complejo. El sistema cultural incluye los siguientes subsistemas: económico, social,
religioso, psicológico y por supuesto, el de producción cerámica. El sistema ambiental
consta de subsistemas físico, biológico y ambiental-cultural. Estos sistemas y sus
respectivos subsistemas están ligados mutuamente por mecanismos de retroalimentación.
De acuerdo con Kolb (1989b: 315, 320, 324-327), el componente clave del complejo
cerámico es el subsistema de producción, que a su vez contiene las principales variables
que afectan la elaboración de un objeto de arcilla: desde la adquisición de las materias
primas hasta el uso de la vasija y el desecho al finalizar su vida útil.
Etnoarqueología cerámica
Como mencionamos al inicio de este capítulo, la antropología sociocultural ha sido un
tanto indiferente hacia las perspectivas técnicas y materiales que son tan importantes para
la arqueología y para la antropología holística. Esta indiferencia se relaciona hasta cierto
punto con la reacción en contra de la ciencia, que el día de hoy es bastante prevalente entre
las humanidades y las ciencias sociales, y que ha culminado en el “movimiento
posmoderno”. Debido al antagonismo de esta perspectiva hacia la ciencia, parece natural
que los etnógrafos (y especialmente los antropólogos sociales) ignoren o minimicen el
papel de la cultura material y de la tecnología, incluyendo la cerámica (Williams 2005).
32
Otro punto de vista relevante para esta discusión viene de Alison Wylie, quien
sostiene que “los arqueólogos siempre deberían tratar los enunciados explicativos como el
punto de inicio, más que el fin de la indagación” (Wylie 2002: xii). A fin de evaluar las
implicaciones de los datos arqueológicos, los investigadores deberían desarrollar
“argumentos de relevancia” o “argumentos puente” que “vinculen a los elementos
sobrevivientes del registro arqueológico con los eventos del pasado y las condiciones que
los produjeron” (Wylie 2002: 17). Como se mencionó anteriormente, el objetivo final de la
etnoarqueología es producir información etnográfica por medio de la observación de
comportamientos culturales y sus asociaciones con los objetos materiales en contexto
sistémico (es decir que está operando dentro de un sistema de comportamiento; Schiffer
1978) (Figura 2). La analogía etnográfica, si se usa con cuidado, puede ser muy valiosa
para ayudarnos a entender de mejor manera los aspectos culturales y tecnológicos de una
artesanía tradicional, como en este caso la alfarería, al añadir profundidad temporal a
nuestras observaciones. Sin embargo, hay varios principios generales que deben seguirse
para asegurar que las analogías etnográficas sean útiles para el razonamiento arqueológico.
Este tema ha sido discutido ampliamente por Nicholas David y Carol Kramer, quienes
sostienen que “la cultura sujeto y la cultura fuente deben ser similares en cuanto a las
variables que pudieron haber afectado los materiales, los comportamientos, los estados o
procesos que se están comparando… si la cultura fuente es la descendiente histórica de la
cultura sujeto, hay… una mayor probabilidad intrínseca de que existan similitudes entre
ambas”. Pero el concepto de “descendencia cultural” debe considerarse al menos
potencialmente problemático. El rango de candidatos utilizados como modelos para
comparación debe ampliarse para incluir a la etnografía, la etnohistoria y la arqueología,
“para poder obtener una muestra lo más representativa posible… sin embargo, a causa de
los elementos inevitables de razonamiento inductivo y subjetividad involucrados en la
verificación, la certeza deductiva nunca se puede alcanzar completamente” (David y
Kramer 2001: 47-48).
La analogía etnográfica no puede darnos información sobre patrones prehistóricos
de comportamiento que no tengan algún equivalente moderno. Además, nuestro
conocimiento sobre los sistemas culturales existentes es incompleto, por lo que al ampliar
su conocimiento etnográfico los arqueólogos pueden llegar a entender modelos de conducta
alternativos que no serían posibles si no existiera la analogía. Los modelos etnográficos son
útiles para sugerir hipótesis que sean relativamente libres de sesgos etnocéntricos y que
34
puedan someterse a prueba, pero es importante que la etnoarqueología vaya más allá de la
simple analogía (Gould 1978: 52).
Figura 2. El “modelo de flujo” de Michael Schiffer, que analiza el ciclo de vida de los elementos
duraderos en el registro arqueológico (adaptado de Schiffer 1995: Figura 2.1).
Hirth sostiene que “la dicotomía de tiempo completo y parcial no indica cuándo
o por qué la producción artesanal en Mesoamérica fue principalmente una actividad
doméstica. La razón es simple si se examina desde la perspectiva del artesano que la
practica”, ya que la producción de tiempo parcial “es más compatible con las metas de
producción y las necesidades del artesano que trabaja en un entorno doméstico”. Esto
tiene que ver con el “riesgo económico, la naturaleza cambiante de la demanda, y la
manera en que estaba estructurada la producción artesanal dentro de ciclos
fluctuantes…” (Hirth 2011: 18).
Cathy Costin (2005) señala que los arqueólogos hemos usado las palabras
“producción artesanal” de manera acrítica, para referirnos a la manufactura de una
categoría de objetos cerámicos, o bien artefactos de piedra, así como “ornamentos,
canastas, textiles, y objetos de metal. Sin embargo, la palabra artesanía [craft] tiene
muchos significados” que hasta hora “no se han definido del todo sin ambigüedad”
(Costin 2005: 1032).
Costin (2004) también ha dicho que “los bienes artesanales tuvieron una
importancia extraordinaria en la producción y mantenimiento de los cacicazgos y
estados antiguos. Aparte de las funciones domésticas básicas, se usaban en casi todas las
actividades sociales, políticas y rituales”. Es por eso que el entendimiento del contexto y
la organización de la producción de artesanías es indispensable para entender
completamente “la vida diaria, la economía política, y el papel de los objetos materiales
en las relaciones sociales y políticas” (Costin 2004: 189).
Por todo lo anterior, los estudios de la producción artesanal son una parte
indispensable de la investigación arqueológica, y son fundamentales “para la
reconstrucción de los modos de vida antiguos y para explicar la evolución sociocultural”
(Costin 2004: 190). Los estudios de la producción de artesanías “también son una parte
integral de las investigaciones sobre el papel de la cultura material dentro de la vida
doméstica, social y ritual. La mayoría de los objetos en sociedades preindustriales son a
la vez utilitarios (en el más amplio sentido de la palabra) y medios de comunicación
social”. La cultura material es indispensable para expresar la identidad, el poder y las
relaciones sociales; el concepto de materialización, tan en boga actualmente, “se refiere
al proceso de transformar ideas y creencias intangibles en símbolos y signos concretos y
visibles. La producción de artesanías es materialización, ya que los artesanos toman
ideas acerca del mantenimiento diario, la identidad social y las relaciones de poder y las
38
plasman en objetos físicos que pueden ser experimentados por otros” (Costin 2004:
190).
Todos los sistemas económicos están compuestos por tres partes: producción,
distribución y consumo. Los arqueólogos con frecuencia piensan que las listas de bienes
encontrados en una excavación son una discusión del consumo, pero los eventos de
intercambio son invisibles en el registro arqueológico, mientras que las actividades de
producción dejan una huella más clara y fácil de interpretar, que consiste en restos
desechados, herramientas y artículos (Costin 1991: 1).
La producción de artesanías generalmente está englobada dentro de sistemas
políticos, sociales y económicos, y por otra parte se ve limitada o favorecida por las
condiciones naturales del medio ambiente. Ciertos aspectos del proceso de producción
son indispensables para entender la organización de la producción; Costin los enumera
de la siguiente manera: “(1) la distribución de las materias primas; (2) la naturaleza de
la tecnología, y en menor grado (3) la destreza y el entrenamiento” de los artesanos
(Costin 1991: 2).
La unidad doméstica, especialmente cuando se considera junto con la familia, es
la más perdurable unidad de asentamiento humano y de organización social. Es una
institución orgánica y de larga tradición, que da estructura a la vida diaria y al trabajo de
los individuos y grupos que la componen (Hagstrum 2001). Desde inicios del periodo
Neolítico (hace unos 10 000 años) la mayor parte de las unidades domésticas han estado
involucradas simultáneamente en dos ámbitos particulares: la producción de alimentos y
de artesanías. La relativa autonomía que siempre ha existido en la economía de
subsistencia de las unidades domésticas señala lo efectivas y longevas que han sido, y
además capaces de sustentarse a sí mismas a pesar de los retos presentados por el
contexto ecológico local y las demandas del entorno sociopolítico en el que se
encuentran (Hagstrum 2001).
Al discutir la forma y funcionamiento de la economía doméstica, debemos
incluir dos entidades: la unidad doméstica (gente que comparte su morada) y la familia
(gente que está emparentada entre sí, pero que pueden no vivir en la misma casa). Estas
definiciones nos permiten entender la manera en que las unidades domésticas y las
familias (grupos domésticos) se organizan para ganarse la vida, y la manera en que
realizan su ciclo de trabajo que generalmente combina las tareas mutuamente
complementarias de la agricultura y la producción artesanal, que a la vez se entrecruzan
con la economía política (Hagstrum 2001: 47).
39
Aunque el hogar muchas veces busca la autonomía, esto no contradice sus lazos
con los parientes, ya sean reales o ficticios, así como con los amigos, los vecinos, y la
gente de fuera; todos ellos forman una red de relaciones. La autonomía permite a las
unidades domésticas tener flexibilidad para tomar decisiones y para programar distintas
actividades a través del tiempo, lo cual es vital para su permanencia y éxito, ya sea en
contextos de relaciones sociopolíticas simples o complejas (Hagstrum 2001: 48).
Las personas que comparten una residencia generalmente se distinguen por su
capacidad de sostenerse por sí solas, pues cuando necesitan fuerza de trabajo adicional,
herramientas o animales, las cabezas de familia acuden a sus parientes en primer lugar.
Los miembros de una misma familia extensa generalmente se ayudan mutuamente sin
esperar nada a cambio. Las unidades domésticas dependen de varios mecanismos para
el intercambio de mano de obra y de bienes, y de esta manera pueden obtener lo que no
producen ellas mismas (Hagstrum 2001: 48).
El tema de la producción de artesanías a nivel doméstico es de gran interés para
los arqueólogos, puesto que su presencia indica cierto nivel de interdependencia
económica entre varios sectores de la sociedad. La producción especializada a escala
pequeña fue un componente importante de la mayoría de las economías domésticas
premodernas por todo el mundo, y puede decirse que la mayor parte de la producción
artesanal tuvo lugar en un contexto doméstico (Hirth 2009a: 13).
Las perspectivas sobre la manufactura de tipo artesanal en la literatura
arqueológica actual se ven afectadas por dos situaciones: en primer lugar, tenemos un
entendimiento incompleto de la manera en que operaban las unidades domésticas, y en
segundo lugar no hemos sido capaces de generar conceptos económicos que permitan
ubicar a la actividad artesanal dentro de la economía del hogar. Según Hirth, parte del
problema es la limitada atención que se ha prestado a las casas y sus ocupantes en la
literatura etnográfica, lo que ha tenido como resultado una visión incompleta de la
economía doméstica y de las estrategias que se usan para aprovechar al máximo su
entorno (Hirth 2009a: 14).
Hirth piensa que tenemos una paradoja en arqueología, ya que hay abundante
evidencia para las actividades relacionadas con la elaboración de artesanías a nivel
doméstico tanto en Mesoamérica como en muchas otras sociedades de la antigüedad por
todo el mundo, pero no tenemos un modelo que sirva para explicar de qué manera o por
qué razón sucedió esta especialización. El mismo autor opina que “el principal objetivo
de la unidad doméstica es la supervivencia y el éxito en la reproducción. La clave para
40
mencionan mercados… de todos tamaños [ubicados en] las ciudades más grandes [y]
hasta las pequeñas aldeas” (Smith 2004: 98). Durante el periodo Postclásico, “los
sistemas de intercambio comercial… se extendieron a través de la región central de
México, incorporando a los habitantes [de los sitios mencionados]… en el sistema
mundial en calidad de participantes activos. Incluso los hogares campesinos más
pobres… tenían acceso a una plétora de objetos exóticos importados…” (Smith 2004:
168).
Varios siglos antes de lo mencionado por Smith, las unidades domésticas del
periodo Clásico en Oaxaca fueron el nodo de la manufactura de bienes para el
intercambio; estos hogares fueron de hecho la base de los sistemas económicos de los
asentamientos. Feinman y Nicholas (2011) piensan que la producción e intercambio se
llevaban a cabo en múltiples casas, por lo que el control directo de estas actividades
económicas sería punto menos que imposible. Las unidades domésticas oaxaqueñas de
la época prehispánica no eran autosuficientes, por lo que manufacturaban un amplio
rango de productos para el intercambio y así satisfacer sus necesidades. Este
intercambio se daba dentro de las comunidades y también a través de espacios más
extensos, llegando a cubrir regiones tan amplias como todo el valle de Oaxaca (Feinman
y Nicholas 2011: 46).
De acuerdo con Linda Manzanilla, en Teotihuacan durante el periodo Clásico
existieron cuatro escalas para la producción de artesanías: (1) el conjunto de
apartamentos, donde se satisfacían las necedades cotidianas; (2) sectores extensos en la
periferia de la ciudad, donde había artesanos que producían lo que necesitaba la
población urbana; (3) sectores de los barrios donde se elaboraban marcadores especiales
de identidad, como trajes y tocados bajo la supervisión de las “casas” nobles; (4)
manufactura de artesanías específicas (objetos de mica, dardos, jadeita, ónix, etcétera)
bajo el control de los gobernantes, elaboradas en talleres enclavados en las viviendas de
la elite (Manzanilla 2009a: 31).
En su estudio del Estado azteca del Postclásico tardío, Frances Berdan (2014)
utiliza información etnohistórica y arqueológica para discutir varios aspectos de la
organización y el contexto sociopolítico de la producción de artesanías en esta sociedad
antigua. Según esta autora, existieron artesanos “adjuntos” e “independientes”. Los
primeros se ubicaban cerca o dentro de los palacios, lo cual sugiere que tenían
relaciones económicas, sociales y políticas con la elite. Esto se aplicaba especialmente a
ciertos artesanos que elaboraban bienes de lujo, y que gozaban del patrocinio de los
42
gobernantes. Parece que estos artesanos fueron reubicados al interior de las residencias
de la nobleza, aunque la estructura propia de la unidad doméstica no se vio modificada
(Berdan 2014: 108).
Los palacios han sido definidos como “residencias complejas que son usadas por
los gobernantes de sociedades complejas…” que a la vez “son residencias privadas”,
pero también tenían un papel en la vida pública tanto en Mesoamérica como en el área
andina (Pillsbury y Evans 2004: 2). El tema de los palacios como sitios donde se
realizaba la producción de artesanías ha sido abordado por Michael Smith, quien
sostiene que “la mayoría de los residentes urbanos tenían que proporcionar bienes o
servicios [mano de obra] para el palacio [local]. Esto estaba organizado de manera
rotativa, cuando le tocaba el turno a una familia sus miembros iban al palacio para hacer
mandados u otras tareas” (Smith 2016: 213). En contraste, algunos de los artesanos
“independientes” que producían bienes tanto de lujo como utilitarios, se encontraban
concentrados en barrios específicos de las ciudades, y gozaban de cierta exclusividad
económica y de cohesión social, algo similar a las cofradías de artesanos de la Europa
medieval (Berdan 2014: 109).
Como es bien sabido, los artefactos hechos de jade tuvieron un papel destacado
en la economía mesoamericana y también funcionaron como símbolos de estatus y
parafernalia ritual. Las investigaciones recientes en el área maya han demostrado que la
producción de objetos de jade (entre muchos otros) frecuentemente tuvo lugar en una
variedad de contextos, tanto domésticos como fuera de las casas, ya fuera de
característica elitista (Aoyama 2007) o de plebeyos (Rochette 2014). Algunos talleres
probablemente exportaron preformas de jade a los sitios productores, en donde se
terminaban las piezas siguiendo las tradiciones lapidarias propias de cada localidad.
Estos productos probablemente circulaban en diferentes contextos de intercambio, y
cada tipo de objeto pudo haber tenido un valor distinto. Por ejemplo, el intercambio de
un objeto terminado, de un bloque de jade o de una preforma de este material, no
implicaba las mismas obligaciones entre los actores del canje que el regalo de un
pendiente o de algún otro bien terminado. Las diferencias de este tipo sirven para
ilustrar las complejidades de los sistemas de intercambio de riquezas y de mercancías
(Andrieu et al. 2014; Williams y Weigand 2004).
Para terminar esta discusión, conviene citar un reciente trabajo de Berdan (2016)
sobre la industria lapidaria y otras artes de los aztecas antes de la conquista española.
Esta autora señala que los “lapidarios, joyeros y artesanos de las plumas fueron
43
CAPÍTULO II
LA ETNOARQUEOLOGÍA: ARQUEOLOGÍA COMO ANTROPOLOGÍA
al poder político y al orgullo nacional (Benavides 2001: 357; cfr. Gándara 1992). Esto fue
evidente sobre todo e el proyecto del Templo Mayor de la ciudad de México, donde la
arqueología se subordinó a la ideología del Estado dominante (Vázquez 1996). Es bastante
claro que esta situación va en detrimento de una arqueología científica, con objetivos
antropológicos.
Para mejor comprender la compleja relación entre la arqueología y la antropología,
y el papel de la etnoarqueología dentro de este contexto, conviene echar un vistazo a los
desarrollos teóricos que han marcado esta relación por espacio de varias décadas. En su
conocida obra sobre el desarrollo histórico de la arqueología en el Nuevo Mundo, Gordon
Willey y Jeremy Sabloff (1980) proponen varios períodos, incluyendo el “clasificatorio-
histórico”, que cubre la primera mitad del siglo XX y se divide en dos etapas: una temprana
que comprende entre 1914 y 1940, y una tardía, que va de 1940 a 1960. Según estos
autores, el tema central del periodo clasificatorio-histórico en su etapa temprana fue la
preocupación por la cronología, y la excavación estratigráfica el principal método para
conseguirla.
Los primeros estudios arqueológicos que emplearon el método de la estratigrafía en
Mesoamérica tuvieron lugar en el Valle de México. Manuel Gamio –influenciado por Franz
Boas, quien estaba en México en esa época– llevó a cabo la exploración de un profundo
pozo en Culhuacán, así como el estudio de un montículo en San Miguel Amantla,
excavación que el mismo investigador llamó “la primera y única excavación realizada con
métodos científicos en el valle de México” (Gamio 1928). En ese lugar encontró Gamio la
secuencia Arcaico-Teotihuacan-Azteca, aunque no logró extenderla al resto del valle,
mucho menos a áreas fuera del mismo (Bernal 1980: 164). Si bien anteriormente las
clasificaciones de artefactos habían sido hechas con el propósito exclusivo de describir los
materiales, ahora se empezaban a ver como medios para trazar las formas culturales en el
contexto temporal y espacial. En pocas palabras, el objetivo principal de la arqueología
americana durante esta época siguió siendo la elaboración de una síntesis histórico-cultural
de las diversas regiones del Nuevo Mundo, con base en secuencias y distribuciones de tipos
cerámicos y de otros materiales (Willey y Sabloff 1980: 83).
48
como “un tipo anticuado de historia la que se compone por completo de reyes y batallas,
excluyendo descubrimientos científicos y condiciones sociales. Igualmente, sería una
prehistoria anticuada la que considerara como su función social rastrear migraciones y
localizar las cunas de los pueblos”. Para nuestro autor, “la historia se ha vuelto
recientemente mucho menos política –menos un registro de intrigas, batallas y revoluciones
– y más cultural. Ese es el real significado de lo que mal se llama la concepción materialista
de la historia...” Termina diciendo Childe que “sería más apropiado llamarla concepción
realista, ya que pone en relieve cambios en la organización económica y descubrimientos
científicos” (McNairn 1980: 104; véase también Childe 1981 [1936]).
A lo largo de su carrera Childe mantuvo una firme creencia en el progreso, y fue
esta convicción la que ligó sus pensamientos con los de Marx, Darwin, Spencer y toda una
tradición de ideas evolucionistas. Childe sostuvo que uno de los principales propósitos de la
historia era la definición del progreso, y en este contexto la arqueología tenía una gran
importancia (McNairn 1980: 106). Fue igual de evidente para nuestro autor que “la
arqueología puede extender y enriquecer a la historia... [lo cual] es esencial si la historia ha
de realizar sus funciones de manera digna.” Una de estas funciones sin duda era “definir el
progreso”. Por otra parte, Childe sostenía que “para llegar a un juicio sin sesgos por
prejuicios personales, uno debe estudiar un campo mucho más amplio que el cubierto por
documentos escritos...” Igualmente era cierto para este investigador que “la arqueología
puede contemplar las vicisitudes de la cultura material del hombre, de las economías
humanas, no solamente por espacio de los... 5000 años iluminados parcialmente por los
registros escritos, sino por espacio de 5000 siglos” (Childe 1935, citado en McNairn 1980:
106).
Finalmente, el contenido social del enfoque de Childe queda de manifiesto por su
utilización de las ideas de Karl Marx. Este filósofo alemán había insistido sobre “la gran
importancia de las condiciones económicas, de las fuerzas sociales de producción, y de la
aplicación de la ciencia como factores de cambios históricos... este tipo de historia puede
naturalmente relacionarse con lo que se llama prehistoria”. Para Childe el arqueólogo tenía
como sus actividades principales colectar, clasificar y comparar “las herramientas y armas
de nuestros ancestros y predecesores”, además de examinar “las casas que estos
construyeron, los campos que araron, los alimentos que comieron (o más bien que
50
Por otra parte, según Julian Steward (1942: 339) la etnología solía ignorar los
resultados de la arqueología, mientras que esta última se concentraba sobre sus técnicas de
excavación y sus métodos de descripción y clasificación de las propiedades físicas de los
artefactos. La arqueología se consideraba como ciencia “natural”, “biológica” o “de la
Tierra”, más que como ciencia cultural. Este autor expresó su desacuerdo sobre la falta de
interacción o diálogo entre la arqueología y la antropología, señalando que a la gente se le
olvidaba con demasiada frecuencia que los problemas de orígenes culturales y de cambio
cultural requerían para resolverse de estrategias que fueran más allá de las secuencias
cerámicas o listas de elementos. Steward pensaba que la arqueología podía tratar con los
problemas específicos de gente real, siguiendo los cambios culturales, las migraciones y
otros eventos hasta los periodos protohistórico y prehistórico. De esta manera la
arqueología podría contribuir a comprender los cambios culturales del pasado de la
humanidad. Termina este autor señalando que los datos arqueológicos “pueden manejarse
directamente para fines teóricos; no hay necesidad de taxonomía” (Steward 1942:339).
El “enfoque histórico directo” propuesto por Steward (1942) se basaba en la
suposición de que existía una continuidad entre los grupos humanos mencionados por la
historia y los más antiguos, estudiados por la arqueología. Este autor sugirió combinar los
datos derivados de la etnografía con la información procedente de documentos históricos,
con lo cual se podrían resolver muchos problemas de investigación y análisis: “de hecho, si
uno toma la historia cultural como su problema, y los pueblos del periodo histórico
temprano como el punto de partida, la diferencia entre los intereses estrictamente
arqueológicos y estrictamente etnográficos desaparece” (Steward 1942: 339). El enfoque
histórico directo serviría para recordar tanto a los arqueólogos como a los etnólogos que
ambas disciplinas compartían no sólo el problema general de cómo se había desarrollado la
cultura, sino también una gran cantidad de problemas específicos.
En la segunda parte del periodo clasificatorio-histórico (1940-1960), la etnología y
la antropología social se consideraban las verdaderas fuentes de los desarrollos teóricos y
de los conocimientos, mientras que la arqueología era un tanto periférica en este sentido
(Willey y Sabloff 1980: 130). Las nuevas tendencias dentro de este periodo se ocuparon del
contexto y la función, y ya se vislumbraba el interés por los procesos culturales. Desde la
perspectiva de estos nuevos enfoques “contextuales-funcionales”, los artefactos
52
Archaeology (1958), que se puede considerar como ilustrativo del enfoque cultural-
histórico. Para los autores, el término “integración cultural-histórica” cubre casi todo lo que
hace el arqueólogo para organizar sus datos primarios: la tipología, la taxonomía, la
formulación de “unidades arqueológicas”, la investigación de las relaciones entre estas
últimas y los contextos de función y de medio ambiente, y finalmente la determinación de
sus dimensiones internas y las relaciones externas en el tiempo y el espacio. Para estos
autores la integración histórico-cultural era comparable con la etnografía, añadiendo la
dimensión temporal. En este nivel de análisis ya no sólo se preguntaba qué era lo que había
sucedido en una cultura antigua determinada, sino también cómo e incluso por qué había
sucedido. En otras palabras, ya no era suficiente investigar los procesos culturales e
históricos sin hacer referencia a las causas del cambio cultural, que siempre son los grupos
humanos y que por tanto están dentro de la esfera social (Willey y Phillips 1958: 5-6).
El enfoque cultural-histórico, tal como fue aplicado por Willey y Phillips a la
arqueología del Nuevo Mundo, les permitió postular cinco etapas o periodos para entender
el desarrollo de las culturas indígenas anteriores a la conquista española: Lítico, Arcaico,
Formativo, Clásico y Postclásico. Estos periodos se derivaron de la inspección de
secuencias arqueológicas en todo el hemisferio, aunque los autores mencionan que “el
método es comparativo, y las definiciones resultantes son abstracciones que describen el
cambio cultural a través del tiempo en la América nativa. Las etapas no son formulaciones
que expliquen el cambio cultural” (Willey y Phillips 1958: 200). La explicación, en opinión
de los citados autores, habría de obtenerse a partir de la compleja interacción entre los
múltiples factores del medio ambiente natural, así como de la densidad de los grupos
humanos, de la psicología de los grupos e individuos, y finalmente de la cultura misma
(Willey y Phillips 1958: 200).
Con el paso del tiempo aparecieron nuevas aportaciones a la literatura arqueológica,
así vemos que en 1966 se publicó el libro An Introduction to American Archaeology, una
obra monumental escrita por Gordon Willey, en la cual puso al día la historia cultural
prehispánica de todo el Nuevo Mundo. En esta importantísima aportación, el autor sigue
fielmente la tradición cultural-histórica comentada en líneas anteriores, lo cual queda
patente en la introducción, donde se menciona que la intención de este libro era la historia,
de hecho una de las primeras introducciones a la historia cultural de la América
54
precolombina. El plan de la obra era seguir las historias de las principales tradiciones
culturales de las Américas; según el autor cada una de ellas se caracterizaba “por un patrón
definido de prácticas de subsistencia, de tecnología y de adaptaciones ecológicas. Cada
tradición cultural importante probablemente también tuvo un patrón definido de ideología,
o visión del mundo...” Pero Willey no estaba clasificando las culturas según principios
funcionales o de desarrollo, sino que las estaba describiendo y además rastreando sus
respectivas historias. Para este autor, las esferas histórico-culturales o marcos de referencia
para la mayor parte del discurso arqueológico eran las siguientes: la cultura del desierto; los
cazadores de megafauna del Pleistoceno; la tradición cultural arcaica; el sudoeste de los
Estados Unidos, y finalmente la cultura mesoamericana. Este libro está organizado
alrededor del concepto de las tradiciones culturales importantes, y del devenir cronológico
general de la historia (Willey 1966: 2-5).
Estas ideas y enfoques, sin embargo, no tardaron en ser atacados por investigadores
que buscaban un papel más ambicioso para la arqueología dentro de las ciencias sociales,
algo que rebasara la simple clasificación de objetos antiguos y la descripción especulativa
de fenómenos, para abordar los aspectos dinámicos de la cultura, en otras palabras los
procesos sociales. Estas críticas se empezaron a escuchar en la década de los sesenta,
aunque ya desde antes en trabajos como el de Taylor (publicado en 1948, ver arriba) se
vislumbraban estas nuevas tendencias. A finales de los años sesenta Kent Flannery publicó
una reseña del libro de Willey An Introduction to American Archaeology. Aunque Flannery
reconoce la importancia de esta obra y su aportación al conocimiento del Nuevo Mundo
prehispánico, no deja de expresar algunas dudas y críticas sobre el enfoque general del
autor. Según Flannery (1967), cuando la etnología se ocupaba casi exclusivamente de la
recolección de artefactos como lanzas, canastas y penachos de los indios, la arqueología era
poco más que la simple recolección de “tepalcates”, piedras, etc. Al ampliar la etnología su
atención hacia aspectos como la estructura de las comunidades, la arqueología respondió a
su vez con estudios sobre los patrones de asentamiento prehispánicos. Al surgir el concepto
de ecología cultural, la arqueología mostró un gran interés sobre las secuencias evolutivas y
la clasificación de “etapas” en el desarrollo de la humanidad. Uno de los debates vigentes
dentro de la arqueología del Nuevo Mundo a finales de los sesenta era si esta disciplina
debía ocuparse del estudio de la historia cultural, o bien del proceso cultural. Los adeptos al
55
primer enfoque habían tratado de construir grandes cuadros sinópticos que mostraban
variaciones a través de los siglos; también intentaron descubrir al “indio detrás del
tepalcate” a través de la reconstrucción de las “ideas compartidas” que sirvieron como
modelo a quien elaboró el artefacto (Flannery 1967: 5-6).
A pesar de haber transcurrido casi cinco décadas, las ideas de Flannery sobre este
tema siguen en gran medida vigentes. Este autor opinaba que si bien la “escuela procesal”
reconocía la utilidad del enfoque histórico-cultural para la clasificación, pensaba que no
servía para explicar las situaciones de cambio cultural. Según Flannery los miembros de
esta escuela pensaban que el comportamiento humano era una especie de “articulación”
entre una gran cantidad de sistemas, y cada uno de ellos incluía fenómenos tanto culturales
como de otro tipo. La estrategia de la escuela procesal, entonces, consistía en aislar cada
uno de estos sistemas y estudiarlo como una variable independiente, con el objetivo de
reconstruir todo el patrón de articulación, conjuntamente con todos los sistemas
relacionados. El objetivo ulterior era la explicación, más que la simple descripción, de las
variaciones en el comportamiento humano de la prehistoria (Flannery 1967: 5-6).
arqueólogos. Su principal preocupación tenía que ver con la identificación de los procesos
culturales, así como con llegar a proponer “leyes de dinámica cultural”. Otra idea
relacionada con este enfoque era que la arqueología, al revelar y explicar los procesos
culturales, resultaba relevante no sólo para el resto de la antropología, sino también para el
resto del mundo moderno. Los enfoques propios de la arqueología procesal pueden
resumirse de la siguiente manera: (1) un punto de vista predominantemente evolucionista;
(2) una teoría general de sistemas, con un punto de vista sistémico sobre la cultura y la
sociedad; (3) la aplicación del razonamiento deductivo. La posición evolucionista de la
mayoría de los adeptos a la “Nueva Arqueología” suponía que el ámbito técnico-económico
de la cultura era el principal elemento determinante para los cambios, mientras que los
ámbitos social e ideológico cambiaban de manera secundaria (Willey y Sabloff 1980: 185-
186).
Para Binford, que fue uno de los principales exponentes de la escuela procesal de la
arqueología americana, el reto para los arqueólogos es cómo relacionar los restos
arqueológicos con nuestras ideas acerca del pasado; cómo utilizar el mundo empírico de los
fenómenos arqueológicos para generar ideas sobre el pasado y a la vez usar estas
experiencias empíricas para evaluar las ideas resultantes (Binford 1981: 21). La teoría
arqueológica se ocupa del ámbito de los eventos y condiciones del pasado, así como de
explicar por qué ciertos eventos y sistemas se generaron en la antigüedad. Su área de interés
son los sistemas culturales, sus variaciones y la forma en que pudieron pasar de un estado a
otro. Sin embargo, es importante tomar en cuenta que todo nuestro conocimiento sobre el
aspecto dinámico del pasado debe de inferirse, ligando los eventos antiguos con los actuales
en términos de algunos principios generales. En otras palabras, debemos conocer el pasado
en virtud de inferencias obtenidas a partir de nuestro conocimiento sobre cómo funciona el
mundo contemporáneo, y al mismo tiempo debemos ser capaces de justificar la suposición
de que estos principios son relevantes. Binford pensaba que en la arqueología todas las
interpretaciones “dependen de un conocimiento general, preciso y no ambiguo de la
relación entre el aspecto dinámico (etnográfico) y el estático (arqueológico) de la cultura”
(Binford 1981: 21-22).
En estas palabras expresadas por Binford se manifiesta la necesidad de realizar
investigaciones antropológicas fuera del registro arqueológico, para obtener elementos de
57
eslabón en una larga cadena de inferencias que va desde la teoría general hasta la
observación, y siempre debe ser susceptible de verificación (Shott 1998: 303).
En su contexto original dentro de la sociología, la teoría de alcance medio fue
propuesta como una base para desarrollar teorías sobre las causas del comportamiento
social humano; de esa manera se trataba de contrarrestar una tendencia dentro de las
investigaciones en las ciencias sociales, de dividirse por una parte en teorías inestables de
alto nivel de abstracción, y por otra en estudios empíricos de bajo nivel, desligados de la
teoría. Según la propuesta original, los estudios que hicieran uso de este enfoque se
distinguirían por tener una base empírica, pero a la vez contarían con una jerarquía de
proposiciones que existían en un nivel medio de abstracción y por tanto proporcionarían un
vínculo crucial entre la recolección de datos y las teorías de alto nivel (Raab y Goodyear
1984: 265). Los estudios realizados entre poblaciones actuales, ya sea arqueología
experimental o etnoarqueología, serían importantes fuentes de teorías de alcance medio.
Esta creencia inspiró las investigaciones etnoarqueológicas realizadas por Binford; de
hecho, este autor prácticamente definió a la teoría de alcance medio con base en estudios
que siguieron el enfoque etnoarqueológico (Shott 1998: 305).
Discusión
Alfredo González Ruibal (2003) señaló que en un mundo que está, para bien o para mal,
cada vez más globalizado, donde la diversidad cultural está desapareciendo y donde al
“Otro” se le ve cada vez más como alguien que comparte nuestro espacio, la
etnoarqueología nos ayuda a entender la “otredad” y a ser más críticos de nuestra propia
tradición cultural. La etnoarqueología requiere que sus practicantes se acerquen a lo que es
diferente, a tener acceso a la experiencia del Otro. Deberíamos beneficiarnos de la
experiencia que los otros tienen de su mundo, sus saberes, su conocimiento técnico, y sus
capacidades como seres simbólicos y sociales en culturas tan distintas de la nuestra
(González Ruibal 2003: 7, 9). Vista desde esta perspectiva, la etnoarqueología no es tan
diferente de la antropología después de todo.
Hasta aquí hemos presentado de manera breve un panorama diacrónico sobre
algunos aspectos del desarrollo de la arqueología, en particular su relación con la
antropología y con otras ciencias sociales, como la historia. En las siguientes páginas
59
1
Esta discusión tuvo lugar durante el simposio “Archaeology is Archaeology”, organizado dentro de la reunión anual de la Society for
American Archaeology, que tuvo lugar en Nueva Orleáns en abril de 2001. El objetivo del simposio fue discutir el asunto de la
autonomía para la arqueología académica en Estados Unidos (Society for American Archaeology 2001: 9).
2
Esto sucedió en los Estados Unidos; lo menciono aquí por el impacto que podría tener sobre la arqueología en México, al menos la que
se lleva a cabo en las universidades del país.
60
al pasado colonial como para ser útil para los estudios académicos modernos), aunque la
etnografía está en la raíz del desarrollo de esta subárea…” (Octetes 2015: 1-4).
Aunque tanto los arqueólogos como los antropólogos socioculturales nos hayamos
vuelto más especializados en algunas de nuestras técnicas de investigación, es un error
pensar que ya no tenemos nada qué decirnos unos a otros (Lees 2002: 11). Pero lo más
problemático es “el prospecto de que los arqueólogos, una vez aislados en sus propios
departamentos... se alejen de los objetivos, valores, y temas que una vez fueran el foco
central de la antropología como disciplina” (Lees 2002: 12). De hecho, lo cierto es que la
arqueología ha sido desde hace mucho tiempo una de las subáreas más integradoras de la
antropología, ya que los arqueólogos deben hacer uso de la lingüística para estudiar
movimientos de poblaciones antiguas, de la antropología biológica para examinar restos
humanos, y de la antropología cultural para llevar a cabo la interpretación del registro
arqueológico.
No obstante lo anteriormente señalado, se ha sugerido que la arqueología nunca ha
encajado bien dentro de la antropología desde su fundación como disciplina académica
(Gillespie 2004). Si bien ha logrado mantener su relación con la antropología a través de los
años, esto ha sido gracias a una elección consciente por parte de los arqueólogos. Según
Susan Gillespie, a fin de continuar dentro de la antropología—una disciplina en constante
evolución—los arqueólogos habrán de ser más diligentes en sus intentos de promover la
interdisciplina dentro de sus investigaciones, aunque esto implique reformar las estructuras
académicas e institucionales para que se apeguen más a las realidades de la arqueología
desde la perspectiva de la investigación, la práctica y la educación (Gillespie 2004: 13-16).
Gillespie et al. (2003) han hecho una contribución relevante para los debates en
torno a la relación entre la arqueología y la antropología. Según ellos, la frase “la
arqueología es antropología” con frecuencia ha tenido el significado de “la arqueología
como subárea o especialidad, una parte de la antropología, disciplina que tiene varias
subáreas… Sin embargo, la relación también se ha tratado históricamente como si la
arqueología tratara de ser algo que no puede o no debe ser, otra disciplina con objetivos y
métodos diferentes” o que está “en una relación completamente dependiente e inferior con
la antropología”. Para Gillespie y sus coautores, “la disciplina de la antropología se ha…
alejado de sus principios fundacionales, particularmente la importancia de reconocer el
61
ciencia social compleja por derecho propio, depende en gran medida de los métodos
empíricos y modelos de las ciencias naturales, pudiéndose considerar como ciencia social
sólo en virtud de sus objetivos (Butzer 1982: 11).
Para Butzer el contexto representa una preocupación tradicional de la arqueología, y
se determina con la aplicación de conceptos tanto de la antropología cultural como de la
geografía humana y de la ecología biológica (Butzer 1982: 12). Este interés por el contexto
arqueológico es lo que distingue a la arqueología como disciplina científica, algo que
Butzer expresó de la siguiente manera: “estoy entonces proponiendo una arqueología
contextual, más que antropológica... un enfoque que trascienda la tradicional preocupación
con artefactos y sitios en aislamiento, para llegar a una apreciación realista de la matriz
ambiental y de sus potenciales interacciones (espaciales, económicas y sociales) con el
sistema de subsistencia y de asentamientos...” Para el citado autor, el enfoque contextual
dependía “en gran medida de la arqueobotánica, la arqueozoología, la geoarqueología y la
arqueología espacial...” De hecho, siguiendo estos puntos de vista la arqueología contextual
complementaba “las tradicionales preocupaciones sobre análisis e interpretación
socioeconómica de los artefactos y de sus patrones, proporcionando nuevas dimensiones
espaciales, jerárquicas y ecológicas” (Butzer 1982: 12).
Acorde con las ideas de Butzer, al dictum de Phillips mencionado al principio se
contrapone el de David Clarke (1978: 11): “...la arqueología es arqueología es
arqueología...” Para este último autor la arqueología es una disciplina por derecho propio,
que se ocupa de los datos arqueológicos, mismos que agrupa en entidades que muestran
ciertos procesos, y que se estudian según objetivos, conceptos y procedimientos
arqueológicos. Aunque reconozcamos que estas entidades y estos procesos alguna vez
tuvieron una naturaleza histórica y social, considerando las características del registro
arqueológico no hay una forma sencilla de equiparar los preceptos de nuestra disciplina con
los eventos del pasado (Clarke 1978: 11).
Pero el reclamo de una identidad propia para la arqueología, independiente de otras
disciplinas sociales como la antropología, no debe verse como un movimiento subversivo,
mucho menos como un capricho que se da sin razón alguna. A causa del alto grado de
especialización y del propio desarrollo intelectual de la antropología cultural, los
departamentos de antropología en varias partes del mundo se han visto fragmentados,
63
generando feroces guerras académicas en los últimos 15 años. Esto ha hecho que los
arqueólogos reafirmen su propia posición profesional y su propia disciplina académica.
Pero este movimiento hacia la autonomía no debe verse como un ataque a la antropología o
alguna otra disciplina, sino simplemente como una respuesta a la necesidad de establecer su
propio currículum, sus estándares profesionales, sus criterios y prioridades para la
investigación, la práctica profesional y la educación (Wiseman 2002: 8-9).
Hasta aquí hemos visto de manera muy breve algunos aspectos de la relación –
compleja, mutuamente enriquecedora, pero no carente de conflictos– entre la antropología
sociocultural y la arqueología. Aparentemente no bastaron las buenas intenciones de un
gran número de investigadores, y las divisiones entre ambas disciplinas acabaron por
volverse insalvables. La antropología sociocultural parece haberse olvidado del pasado, ha
decidido dar la espalda a miles de años de evolución cultural de la humanidad para
dedicarse a estudiar fenómenos sociales recientes, con frecuencia fuera de su contexto
histórico. Esto es palpable en México, al igual que en otros países. Guillermo de la Peña
opina que “la antropología... estructural funcionalista... redundó en México... en una serie
de estudios de comunidad, estudios regionales... en donde...” la interacción entre “las
disciplinas antropológicas... se daba con la sociología; fue un planteamiento
interdisciplinario que casi hace desaparecer a las propias tradiciones etnológicas que
existían en México dentro de los conceptos de la sociología...” Para de la Peña, lo que se
estaba construyendo era “un dominio del paradigma sociológico y una especie de
refrectariedad [sic] hacia la comunicación con otras disciplinas, incluso... dentro de las
ciencias antropológicas...” (De la Peña 1995: 88).
Más adelante se pregunta el mismo autor de forma retórica: “¿qué pasó con el
planteamiento fundador de la antropología mexicana?” y al evaluar “esta
interdisciplinariedad de las ciencias antropológicas entre sí, y la capacidad de diálogo de
todas estas ciencias con otras disciplinas científicas...” concluye con la siguiente sentencia:
“la experiencia ha sido por desgracia... una experiencia de divergencia” (De la Peña 1995:
90).
En este estado de cosas podría pensarse que ya todo se ha perdido, que ya no hay
mucho que hacer para salvar la relación entre la antropología sociocultural y la arqueología,
para evitar el rompimiento y el eventual divorcio. Sin embargo, la búsqueda de nuevos
64
Si bien una buena parte de las investigaciones arqueológicas puede realizarse sin
tomar en cuenta los datos etnográficos, hay muchas situaciones en las que los
conocimientos etnográficos son indispensables para entender cabalmente la información
arqueológica. Los arqueólogos que buscan información etnográfica relacionada con la
esfera material de la cultura se han visto frustrados desde hace mucho tiempo por la falta de
atención de los etnógrafos sobre este aspecto (aunque se han realizado más estudios
etnográficos sobre la cultura material de lo que usualmente se reconoce) (Thompson 1991:
231-232).
Las inquietudes sobre la utilización de datos etnográficos para el análisis de
contextos arqueológicos no son nada nuevas; hace ya más de un cuarto de siglo David
Clarke mencionaba que el enfoque etnográfico representaba una llave con bastante
potencial para descifrar la información encerrada en la evidencia arqueológica. En la
opinión de este autor, era algo muy desafortunado que los antropólogos raramente
analizaran la cultura material de los grupos humanos que estudiaban de una manera que
pudiera ser realmente útil a la arqueología. Esta crítica, desafortunadamente, sigue vigente.
En la opinión de Clarke, en vista de que la antropología moderna se había alejado de la
etnología y de la etnografía, “es interesante señalar que el arqueólogo está asumiendo
muchas de las tareas y problemas que anteriormente correspondían al etnólogo, dando pie a
la aparición de la etnoarqueología” (Clarke 1978: 12, 370).
Las relaciones de la etnoarqueología con la arqueología, con la etnografía, con la
lingüística y con las etnociencias se representan en la Figura 3. La etnoarqueología es vista
por Nicholas David y Carol Kramer (2001: 9) como una combinación de enfoques
arqueológicos y etnográficos, que puede involucrar el estudio sistemático ya sea de un sólo
aspecto de la cultura material, el estudio a fondo de partes significativas de una cultura
viviente, o bien de una cultura en su totalidad.
Por otra parte, Susan Kent (1987, citada en David y Kramer 2001: 9) define los
conceptos centrales para la investigación etnoarqueológica; para ello reconoce cuatro
categorías analíticas distintas entre sí: (1) Arqueología antropológica: es un enfoque que
utiliza las varias subáreas de la antropología para obtener la descripción más completa
posible de un grupo arqueológico; sus objetivos suelen ser de naturaleza histórico-cultural.
(2) Etnografía arqueológica: la utilización de material etnográfico potencialmente útil como
66
Figura 3. El lugar que ocupa la etnoarqueología dentro de la antropología (adaptado de Thompson 1991:
Figura 11.1).
Comentarios finales
Hay que tomar en cuenta los recientes procesos de cambio dentro de la antropología para
comprender cabalmente lo que está sucediendo con la disciplina. Ciertamente, la etnografía
se enfrenta ante una crisis, como ha reconocido Renato Rosaldo (1991). Los recientes
cambios en el pensamiento social de esta disciplina, en “su objetivo, lenguaje y la posición
moral del análisis” han sido bastante profundos. Hasta hace poco “los antropólogos usaban
con orgullo la frase ‘presente etnográfico’ para designar un modo distanciado de escribir
que normaba la vida, describiendo las actividades sociales como si los miembros del grupo
las repitieran de la misma forma...” La idea inmutable “de que la estabilidad, el sentido del
orden y el equilibrio caracterizan a las supuestas sociedades tradicionales se derivaba… en
parte de la ilusión de eternidad, creada por la retórica de la etnografía...” Los
planteamientos y “posturas analíticas que se desarrollaron durante la era colonial ya no
pueden sustentarse... la etnografía se enfrenta a fronteras que se entrecruzan en un campo
antes fluido y saturado de poder” (Rosaldo 1991: 46, 47, 49).
68
Otro grave problema que aqueja a la antropología social es su cada vez mayor
distanciamiento de la historia y de los estudios históricos evolutivos de todo tipo, a fin de
adoptar una postura ahistórica. Esta es una de las posturas anticientíficas del
postmodernismo en la antropología, y se ha convertido en una de sus más absurdas
manifestaciones en años recientes (para un ejemplo de este enfoque en la arqueología, ver a
Hodder 1989).
La antropología general tradicionalmente se ha dividido en cuatro áreas para el
estudio de la humanidad: antropología cultural o social, lingüística antropológica,
antropología física y arqueología. El enfoque particular de la antropología se caracteriza
por tener una perspectiva global, comparativa y multidimensional (Harris 1980: 5). Sin
embargo, como ya quedó dicho, en los últimos años se ha notado una falta de diálogo entre
estas disciplinas, pues cada una parece estar siguiendo sus propios intereses, lo cual ha
hecho que esta división en cuatro áreas llegue a considerarse como “un mito”. Con base en
un análisis de los artículos publicados en los últimos 100 años en la revista American
Anthropologist, Robert Borofsky (2002) llega a las siguientes conclusiones: de 3 264
artículos publicados entre 1899 y 1998, menos del 10% utilizan de manera sustancial más
de una área de la antropología para analizar sus datos. Dos puntos resultan evidentes para
este autor: (1) se publicó un número proporcionalmente más pequeño de artículos que
integren dos áreas de la antropología antes de 1970 que después de esta fecha, y (2) la
inexistencia de una “edad de oro” bajo Boas y otros cuando se suponía que imperaba la
cooperación entre áreas. Según este autor mucha gente afirma que las cuatro áreas
funcionaban bien de manera conjunta en tiempos anteriores (lo que él llama “el mito de la
edad de oro”), pero en realidad no hay prueba que confirme tal afirmación (Borofsky 2002:
463-468).
Para Jerimy Cunningham y Scott MacEachern (2016: 1) “la etnoarqueología sigue
siendo una rama ambigua de de la antropología y sus cuatro áreas. Por una parte, su
existencia sigue siendo algo natural: si la arqueología y la antropología cultural funcionan
como parte de la misma disciplina, compartiendo tanto el tema de estudio como la teoría,
entonces una subárea híbrida que se enfoca en estos vínculos parece algo inevitable…” No
obstante lo anterior, “tanto la lenta erosión del ‘paquete sagrado’ de Boas de una
antropología con cuatro subáreas… como la expansión de los trabajos en el límite entre la
69
CAPÍTULO III
ETNOARQUEOLOGÍA Y ECOLOGÍA CERÁMICA EN EL
OCCIDENTE DE MÉXICO
Sin embargo, muchas preguntas de tipo procesal acerca de los patrones antiguos
de producción, uso y desecho de objetos de barro cocido no se pueden responder de
manera satisfactoria usando las técnicas tradicionales de la arqueología, por ejemplo
excavación y reconocimiento de la superficie. En vista de este problema, algunos
arqueólogos han acudido al estudio de técnicas de manufactura y patrones de uso de
cerámica en sociedades contemporáneas, de tal manera dando origen al enfoque llamado
etnoarqueología cerámica (Kramer 1985) que hemos discutido en los capítulos
anteriores. Estas investigaciones etnoarqueológicas han cubierto un rango muy amplio
de temas, que tienen que ver con problemas como la tecnología de las vasijas, la
taxonomía, la función, la longevidad, el reciclaje y el desecho, la división del trabajo, el
aprendizaje, el estilo, la etnicidad, la distribución, y por último los cambios tecnológicos
y estilísticos (Kramer 1985: 78).
Algunos de estos estudios de las cerámicas contemporáneas han tenido lugar
dentro del marco de la ecología cultural, para dar origen a lo que se ha llamado ecología
cerámica. Como vimos anteriormente, el concepto de ecología cerámica fue propuesto
por primera vez por Frederick Matson (1965) y después definido por Charles Kolb
(1989a y 1989b) y otros (p. ej. Williams 1992a, 1992b, 1994c) como el estudio de las
relaciones entre el entorno físico-biológico y las manifestaciones culturales de los seres
humanos, con énfasis en la extensión total del complejo cerámico, desde la selección de
materias primas, hasta la manufactura y decoración de distintos tipos de productos
cerámicos, y finalmente su eventual distribución, consumo y desecho.
La ecología cerámica puede considerarse parte de la ecología cultural, ya que
intenta relacionar las materias primas que el artesano (o artesana) tiene disponibles en
su localidad, con las tecnologías y el funcionamiento de los productos que elabora
dentro de un contexto cultural (Matson 1965: 203). La ecología cerámica es un enfoque
contextual (ver la Figura 1 arriba), en el que el investigador trata de ubicar los datos
tecnológicos en un marco ecológico y sociocultural, ligando los recursos naturales
(arcillas y sustancias no plásticas, combustible, pigmentos y otros) a la producción y uso
de objetos de barro cocido (Rice 1987: 314; Kolb 1989a: 285). El último paso en una
investigación de ecología cerámica consiste en establecer una conexión entre los
factores ambientales y socio-tecnológicos de la manufactura de alfarería por una parte, y
por la otra el papel extenso de los productos cerámicos en el contexto general de la
cultura. Este tipo de análisis trata con rasgos como la organización económica
(incluyendo sistemas de comercio local y a larga distancia), estructura del parentesco,
74
(Williams 1995). Aquí no hay un barrio de artesanos donde se concentre esta actividad,
a diferencia de lo que ocurre en otros lugares de México, por ejemplo en el cercano
pueblo de San Marcos, Jalisco (Weigand y Weigand 2001). El trabajo de los alfareros
en Teponahuasco siempre se lleva a cabo en un nivel doméstico, en varias casas
distribuidas por el poblado. Cada unidad doméstica productora de cerámica tiene su
propio horno, que puede estar ubicado en el patio interior (Figura 5 a-b) o fuera de la
casa, junto a la banqueta. Estas casas también tienen un área para secar las vasijas antes
de quemarlas en el horno, usualmente al aire libre, pero también puede ser bajo un techo
o dentro de un cobertizo. Algunas casas tienen un cuarto que está destinado
exclusivamente a la manufactura de vasijas de barro, mientras que en otras este trabajo
se lleva a cabo en la cocina, alternándose con otras tareas domésticas, como la
preparación de alimentos.
fermentación de tesgüino, 1 y hasta tubos para drenaje y macetas (Figura 6). Algunas
vasijas de barro, por ejemplo las ollas (Figura 7) y las cazuelas (Figura 8 a-b) se hacen
utilizando moldes, mientras que el torno de alfarero se emplea principalmente para
alisar o dar los toques finales a las vasijas. Para hacer formas de recipientes más
complejas, como el cántaro, se requieren dos etapas: primero la parte inferior se elabora
con molde, y luego la mitad superior se hace con la técnica de “enrollado” (Figura 9a),
ayudándose con una “paleta” de madera (Figura 9b). Este es un proceso lento y
laborioso comparado con la elaboración de vasijas que usa moldes solamente. De hecho,
el uso de este tipo de molde junto con la técnica de enrollado es interesante porque
parece ser de origen prehispánico. George Foster (1948: 360-362, 1955, 1960: 205)
llegó a la conclusión de que ésta y otras técnicas tradicionales han persistido desde
tiempos antiguos en México, incluso en regiones donde la cultura y las lenguas
indígenas han desaparecido por completo, mientras que Shepard (1980: 54) sostiene que
dar forma con molde a los recipientes de barro sin duda alguna es una técnica de origen
prehispánico en el Nuevo Mundo.
(a)
1
Bebida tradicional de maíz hecha en México, especialmente en comunidades indígenas o rurales.
77
(b)
Figura 5. Cada unidad doméstica alfarera en Teponahuasco tiene su propio horno, que puede estar
ubicado en el patio interior (a) o fuera de la casa (b).
Una vez que se ha dado forma a la vasija, el artesano la deja en la sombra para
que seque, por espacio de un día aproximadamente antes de quemarla en el horno. Para
esto hace falta un clima seco, porque el exceso de humedad dificulta que la arcilla seque
por completo y las piezas se pueden romper en el horno. De acuerdo con Foster (1967)
el horno utilizado aquí puede ser de origen europeo, y fue introducido a México tras la
conquista española. Lo cierto es que el horno contrasta con las técnicas de cocción
utilizadas en muchas comunidades indígenas de México y Centroamérica, que en
realidad son hogueras donde las vasijas se queman después de cubrirse con leña y ramas
secas (Deal 1988: Figuras 7-8). Sin embargo, en las últimas décadas los arqueólogos
han encontrado muchos ejemplos de hornos de alfarero muy sofisticados en contextos
prehispánicos, como se discute en otra parte de este libro.
Los hornos que usan los alfareros de Teponahuasco tienen una capacidad de
aproximadamente 30 ollas de tamaño mediano, mientras que se necesitan dos cargas
(cada una de unos 40 kg) de leña para quemarlas. Las vasijas se dejan en el horno
durante toda la noche para asegurar una cocción completa. El subsiguiente periodo de
enfriamiento requiere de un proceso lento para evitar cambios bruscos de temperatura.
78
Figura 6. En algunas casas se producen ollas y cazuelas, vasijas de gran tamaño para fermentar el
tesgüino (bebida tradicional de maíz) y otros elementos, como tubos para desagüe y macetas.
Figura 7. Algunas vasijas de barro, como la olla para cocinar, se hacen utilizando un molde. Aquí la
alfarera usa el molde convexo para hacer la pieza, mientras su hija observa y aprende.
(a)
(b)
Figura 8. Para elaborar una cazuela se utiliza una herramienta de piedra para hacer una tortilla plana de
barro (a), que se coloca dentro de un molde con la forma deseada (b).
Todos los artesanos tienen acceso a un terreno dentro del ejido donde pueden
extraer la arcilla que necesitan para hacer sus vasijas. La obtención de arcilla es
probablemente uno de los aspectos menos conocidos de la producción de alfarería, tanto
en el pasado como en tiempos actuales. Si bien este recurso está libremente accesible en
Teponahuasco, en otros sitios el acceso a la arcilla de calidad alta está restringido. Por
ejemplo, en Huáncito, Michoacán, algunos depósitos de arcilla pertenecen a uno de los
alfareros, quien se la vende a los demás. Esta misma persona tiene un molino para
80
pulverizar el barro, y cobra una cuota por sus servicios (ver la discusión en la siguiente
sección de este capítulo). A pesar de la relevancia de este aspecto del proceso de
elaboración, pocos estudios arqueológicos se han enfocado sobre el tema de la
obtención de arcilla para la manufactura de alfarería. Arnold y Bohor (1977: 575)
afirman que si bien la arcilla era un recurso muy importante en la antigüedad, las
localidades donde se obtenía son difíciles de identificar con precisión en el registro
arqueológico. Esto se debe a varias razones, principalmente porque el material
desechado, a diferencia de otros recursos (por ejemplo obsidiana) desaparece con la
lluvia y con las nuevas actividades de extracción, que pueden destruir las huellas
arqueológicas dejadas en los sitios de obtención. 2
(a) (b)
Figura 9. El cántaro para agua se hace en dos etapas: (a) la parte inferior se forma con un molde; (b) la
mitad superior se hace con la técnica de “enrollado” y se termina con una “paleta” de madera.
aspectos más difíciles, como moler la arcilla (usando un pico o una piedra grande),
mientras que las hijas pueden responsabilizarse del modelado de las piezas. Sin
embargo, las generaciones más jóvenes en este pueblo, así como en la región en su
totalidad, no sienten atracción alguna hacia la artesanía alfarera. En prácticamente todos
los casos observados por el autor, los alfareros activos son personas de edad avanzada,
quienes se quejan de que sus hijos e hijas no quieren continuar la tradición de la familia.
Esto parecería indicar que la industria de cerámica tradicional puede ser una actividad
en vías de extinción en esta región.
Figura 10. En algunas unidades domésticas en Cuquío todavía se usan vasijas de barro todos los días
(como esta para guardar agua). En algunos casos tienen hasta unos 70 años de edad y se pasan de una
generación a otra.
vez menos gente quería comprar sus mercancías de barro. Aparentemente la mayoría de
la gente prefiere platos, ollas y otros objetos hechos de plástico y de otros materiales
baratos, en lugar de las piezas más “tradicionales” hechas de barro. Como resultado de
esta situación, pocos artesanos se pueden mantener exclusivamente de la elaboración de
loza. En Cuquío, por ejemplo, son relativamente pocos los hogares en donde todavía se
usan vasijas de barro todos los días (Figura 10). En algunos casos las vasijas tienen
hasta 70 años y han ido pasando de una generación a otra en pocas familias de la
comunidad.
Figura 11. Cada viernes durante la época de secas los artesanos ponen sus “puestos” alrededor de la plaza
frente al templo, en donde venden sus enseres de barro.
Estados Unidos. Sin embargo, la cerámica no es la única razón por la que la gente llega
a este lugar. El templo de este pueblo tiene una imagen de Cristo que recibe una muy
grande devoción, conocida como “el Señor de Teponahuasco”, que se dice es milagrosa.
Algunos visitantes que llegan a la iglesia a pedir favores o a pagar una “manda” (un tipo
de obligación ritual) aprovechan para comprar alguna vasija para llevar de regreso a
casa.
Las comunidades rurales en esta parte de México suelen ser bastante
conservadoras. Durante sus investigaciones en Tonalá, Jalisco, a principios de los años
sesenta, May Díaz encontró una fuerza que prevalecía entre los hogares de alfareros,
que ella denominó “conservatismo” o “tradicionalismo”. Díaz sostiene que “el
comportamiento de respeto exigido a los hijos refuerza los patrones de conservatismo…
derivados de la proximidad del padre. Cuando hay la posibilidad de escoger modelos
alternativos de acción, se prefieren los de la generación de mayor edad y los valores
tradicionales” (Díaz 1966: 71). Díaz también señaló que entre los artesanos
tradicionales que ella estudió en Jalisco “dentro de la familia extensa… el niño aprende
tanto a ser un aldeano y cómo ser artesano o agricultor… El aprendizaje lento y gradual
de los papeles económicos dentro de la familia suele enfatizar modos de
comportamiento tradicionales. La tradición se vuelve todavía más atrincherada cuando
los maestros son a la vez padres y abuelos…” (p. 47). El trabajo etnográfico de Díaz
sugiere que la estructura de la unidad doméstica en Tonalá favorecía la persistencia de
normas y actividades conservadoras y tradicionales. Esto sucedía por las siguientes
razones: (1) la presencia del padre en la unidad doméstica influía sobre las decisiones
económicas de las cabezas de las familias nucleares dentro de la comunidad; (2) la
existencia de unidades económicas independientes evitaba la formación de
acumulaciones grandes de capital en efectivo; y (3) el hecho de que la unidad de
socialización era una familia extensa de tres generaciones enfatizaba los aspectos
conservadores del aprendizaje de papeles (Díaz 1966: 74-75). En Teponahuasco y en
otras comunidades de alfareros tradicionales en la región pudieron haber estado
actuando fuerzas similares a las descritas por Díaz para Tonalá. Sin embargo, como ya
dije, para el momento de nuestra visita (1990) la alfarería ya estaba en proceso de
desintegración y poca gente quería dedicarse de tiempo completo a esta actividad.
Las investigaciones etnoarqueológicas de Phil y Celia Weigand en San Marcos,
Jalisco, realizadas a principios de los años setenta, llegaron a varias conclusiones que
son relevantes para entender la alfarería en un entorno social parecido al que
84
cerámica, puesto que esta última debe interrumpirse para desempeñar el trabajo agrícola
(Arnold 1985: 226). De acuerdo con Arnold (1975: 193), las condiciones que favorecen
la agricultura no siempre son compatibles con la manufactura de cerámica porque para
hacer vasijas de barro se necesita clima seco y despejado; por eso en lugares donde la
humedad necesaria para la agricultura viene de la lluvia más que de la irrigación, la
alfarería puede verse limitada y llega a ser una actividad estacional.
Figura 12. La elaboración de cerámica en Teponahuasco es una actividad estacional, que se limita a la
parte seca del año (entre octubre y abril). La gráfica muestra la probabilidad de lluvia en algún momento
del día para Guadalajara (adaptada de hpps://weatherspark.com).
Kathleen Allen y Ezra Zubrow (1989: 63-65) mencionan cuatro puntos de vista
principales sobre la interacción entre el clima y la sociedad. En primer lugar, el clima
puede considerarse como el “telón de fondo” para el desarrollo de los sistemas biofísico
y económico. En segundo lugar, el clima puede actuar como factor determinante pues
la gente se adapta a las limitaciones climáticas de maneras dinámicas, por ejemplo en la
relación entre medio ambiente y subsistencia. Un tercer punto de vista considera al
clima como factor de riesgo y analiza los mecanismos por los que las sociedades se
adaptan a las condiciones ambientales extremas. Finalmente, los factores climáticos
pueden considerarse como un recurso natural que las sociedades desean evaluar,
distribuir, controlar y manipular, para obtener beneficios y reducir los problemas o
posibles efectos negativos del entorno físico.
Los factores ambientales pueden verse como “mecanismos reguladores” que
actúan sobre la producción de cerámica. Las variables climáticas más importantes que
afectan esta actividad son la temperatura, la lluvia, la humedad y el viento (Allen y
Zubrow 1989: 65). En primer lugar, las fuentes de materias primas (por ejemplo arcilla
86
Figura 13. Precipitación pluvial en Ayacucho, Perú, mostrando la cantidad promedio en 1961-1970
(izquierda) y el número promedio de días con lluvia (derecha) en 1962-1970 (adaptado de Arnold 1993:
Figura 2.3).
sobre petates, el formado de las vasijas que utiliza moldes convexos como los de
Teponahuasco, y finalmente el quemado de las piezas, que se realiza en el horno que
está dentro de la unidad doméstica. Todas estas actividades dependen de condiciones
ambientales específicas, sobre todo bajo nivel de humedad.
El último ejemplo discutido aquí corresponde a la región mazahua del centro de
México, donde les resulta imposible a los artesanos sacar la arcilla de los depósitos
naturales durante la parte húmeda del año, y al mismo tiempo los caminos son casi
intransitables a causa de las frecuentes inundaciones. Los alfareros usualmente no
pueden trabajar en sus hornos en esta época porque la mayoría tiene la parte superior al
descubierto, y la parte inferior –el compartimento para el combustible—puede
inundarse. Además, por si fuera poco, la leña que se usa como combustible está mojada
y no se puede emplear (Papousek 1974: 58).
Comentarios finales
En esta discusión hemos visto aspectos de la producción de cerámica en una comunidad
rural del occidente de México, incluyendo también información de otras áreas de
Mesoamérica y de los Andes. El objetivo principal de esta investigación es determinar
de qué manera los factores ambientales, principalmente el ciclo de lluvias y secas,
pueden ser elementos clave para nuestro entendimiento de los patrones de producción y
distribución de alfarería tanto en la actualidad como en tiempos antiguos.
Muchos arqueólogos que trabajan en el occidente de México y en otras áreas han
intentado reconstruir la historia cultural con base en el análisis de la cerámica, a veces
interpretando la distribución de tipos cerámicos sobre la superficie como indicadores de
“áreas culturales”. Este punto de vista, si bien puede ser útil si se aplica de manera
crítica, puede convertirse en un marco rígido que impide la percepción clara de los
aspectos procesales de la evolución cultural. Como hemos visto, la principal falla es que
ignora los factores ecológicos que afectaban los comportamientos culturales en tiempos
antiguos.
Con frecuencia se piensa que la arqueología trata exclusivamente con culturas
que existieron hace muchos siglos y que ahora están extintas, pero aquí hemos visto que
el estudio de procesos contemporáneos desde la perspectiva etnográfica, realizado por
los arqueólogos, nos brinda información sobre los procesos culturales que han
sobrevivido desde el pasado. Aunque el principal objetivo de un estudio
etnoarqueológico es producir información comparativa para ayudar a la interpretación
del registro arqueológico por analogía, no menos importante es la contribución de la
etnoarqueología al “rescate etnográfico” (v. gr. Sharma 2016), puesto que arroja luz
sobre los patrones culturales que están desapareciendo rápidamente en México y en
otras áreas del mundo, debido a las fuerzas del cambio cultural y la globalización.
Producción de cerámica en Huáncito, Michoacán: etnoarqueología
y ecología cerámica
policroma formó parte de los “recursos económicos y sociales que los grupos elitistas…
utilizaron para transformar la autoridad del ‘cacique’ en el poder de una clase social
unificada…” entre los procesos sociales de la época sobresalía “el intercambio a larga
distancia de objetos altamente valuados… incluyendo la cerámica policroma” (Pollard
et al. 2001: 289-290).
La producción de cerámica sigue siendo muy importante para los tarascos y
muchas otras culturas indígenas de México. En esta sección se analiza la alfarería en
Huáncito, Michoacán, una comunidad tarasca (Williams 1994a, 1994b, 2014a, 2017,
2018). La información que hemos obtenido a través de la observación directa durante
muchos años de trabajo de campo etnoarqueológico en la región nos permite generar
hipótesis para interpretar el registro arqueológico, como se discute en estas páginas. Los
enfoques utilizados para la elaboración del presente estudio son los de la
etnoarqueología y la ecología cerámica. Su propósito principal es aportar datos que
ayuden a la interpretación del registro arqueológico a través de la analogía. Esta
investigación fue iniciada en 1990, pero entre 1997 y 2012 me dediqué a otras
investigaciones fuera de la zona discutida en este texto, primero con el tema de
producción de sal (Williams 2003, 2015), y después estudiando la subsistencia en
entornos acuáticos, es decir pesca, caza, recolección y manufactura en los lagos de
Cuitzeo y de Pátzcuaro, Michoacán (Williams 2014b, 2014c, 2014d). Durante todos
estos años mantuve el interés en el tema de la alfarería en Huáncito y realicé visitas
esporádicas a los informantes. Estas observaciones a través del tiempo nos dan una
perspectiva diacrónica, de gran valor para entender múltiples aspectos del cambio social
y la continuidad cultural, como se discute en estas páginas.
La inspiración principal para esta investigación la debemos al libro In Pursuit of
the Past de Binford (1983), a Phil Weigand (2001, cfr. Weigand y Weigand 2001) y a
Dean Arnold (1985, 1989, 2008, 2014, 2016). Este último autor discute aspectos
relevantes del cambio y persistencia a través del tiempo en las tradiciones cerámicas. De
acuerdo con Arnold, “entender la relación entre la alfarería y la sociedad es algo
fundamental para la arqueología. Es inevitable que la alfarería, su producción y
distribución, cambian a través del tiempo. Estos cambios proporcionan fructíferas
fuentes de información para realizar inferencias sobre una sociedad antigua…” (Arnold
2008: 1). Al igual que Arnold, estoy interesado en determinar precisamente de qué
manera los cambios en la cerámica y en su producción “reflejan la historia y los
cambios sociales, políticos y económicos en una sociedad”, en otras palabras, “de qué
92
Familia 1. Esta es una familia extensa, compuesta por Isaac Cayetano Lorenzo (de 74
años de edad) y su esposa Amalia Félix Marcelino (67 años). En su unidad doméstica
viven ellos dos, más su nieto adoptivo Pablo (29 años) con su esposa Socorro Espicio
(28 años) y su hijo José Ricardo (6 años). Por otra parte, Elena Felipe Félix (48 años) es
hija de Amalia Félix Marcelino y de David Félix (finado), se casó con Gilberto Espicio
Ambrosio y vive en una unidad doméstica independiente desde hace 30 años, con sus
10 hijos (cinco hombres y cinco mujeres). En otra unidad doméstica, no muy lejos de
las mencionadas arriba, vive Bernaldina Rivera Baltasar (47 años), con su esposo
Alfredo Felipe Félix (hijo de Amalia Félix Marcelino) y sus seis hijos. Tanto
Bernaldina como Alfredo aprendieron con Amalia a pintar las vasijas, al igual que
Elena. Todos los miembros de esta familia extensa se dedican a la elaboración y
decoración de vasijas de barro cocido, los niños menores como “aprendices” dentro de
los talleres domésticos.
94
Familia 2. Esta es una familia nuclear, compuesta por Fidel Lorenzo Santiago (61 años)
y Lafira Bartolo Santos (62 años). En su unidad doméstica viven ellos dos, con sus hijas
María de Jesús, alias “Chaparrita” (39 años) y Marina (41 años). El hijo de Marina
(Magdaleno, de 21 años) no vive con ellos todo el tiempo, pues se dedica a la
agricultura como trabajador asalariado fuera de Huáncito. La unidad doméstica de Fidel
y Lafira se dedica tiempo completo a la elaboración de vasijas de barro, pero los diseños
son mucho más simples y menos diversos que los elaborados en la casa de Isaac y
Amalia, aunque ambas casas están muy cerca una de otra.
3
Las otras regiones de Michoacán aparte de La Cañada en donde se habla la lengua tarasca o purépecha por parte de la población
nativa son la cuenca del Lago de Pátzcuaro (Kemper 2010), la Meseta Tarasca (Beals 1969) y la región de la ciénega de Zacapu
(Friedrich 1970).
96
que descienden de los cerros adyacentes han construido pequeños abanicos aluviales a
lo largo del valle. Al igual que otras áreas en los márgenes de la Sierra, la Cañada es
favorecida por numerosos y grandes manantiales, que brotan de fisuras en los bordes
oriental y occidental de la depresión. El aluvión y el agua han atraído a los
asentamientos humanos hacia el valle desde tiempos prehistóricos (West 1948).
Figura 14. Mapa de La Cañada de los Once Pueblos, mostrando los pueblos principales en el área
(adaptado de West 1948: Mapa 14).
La Cañada es una región de clima templado (Cwa) (West 1948: mapa 4), donde
la duración de la época de heladas es relativamente corta, en promedio de sesenta días.
Las zonas de vegetación son las siguientes: principalmente el bosque de pino-roble
(aunque una gran parte ha sido talado o eliminado para la agricultura). También está
presente el bosque chaparro y el pastizal y monte bajo. El tipo de suelo más abundante
en la Cañada es la charanda, de color rojizo café, arcilloso (luvisol crómico), producto
de la intemperización de la roca volcánica en temperaturas calurosas de verano y
templadas de invierno. Le sigue en importancia el t’upúri (andosol húmico), el más
productivo de los suelos de humedad en tierras altas. La textura de este suelo es
extremadamente fina, retiene bastante la humedad, y al absorber el agua impide la
erosión laminar. Entre los suelos más fértiles en el área tarasca se encuentran varios
97
puntos en los que una pequeña variación en materiales o procedimientos puede afectar
negativamente el resultado. Esto genera un conservadurismo básico, una precaución en
contra de todas las cosas nuevas, que según Foster se extiende a la manera de ver la vida
(Foster 1965: 49-50).
La producción alfarera en Huáncito se ve afectada por los patrones climáticos,
especialmente por la humedad en la época de lluvias, al igual que la mayoría de las
comunidades alfareras de México y de otros lugares dentro de los trópicos (Arnold
1985: 61-66). En primer lugar, las fuentes de materia prima –por ejemplo, barro y leña--
pueden resultar inaccesibles durante el clima lluvioso, y la extracción del barro puede
ser riesgosa, al derrumbarse las paredes de los pozos de extracción. En segundo lugar, la
lluvia puede impedir que la arcilla se seque completamente, afectando la calidad de la
pasta. Finalmente, el clima frío o húmedo frecuentemente incrementa el tiempo
necesario para completar una vasija, en particular el tiempo que se requiere para secarla,
a tal grado que la elaboración de este tipo de objetos puede ser impráctica e
improductiva (Arnold 1985: 61-66).
Sin embargo, a diferencia de los casos discutidos anteriormente donde la
alfarería está en conflicto con las actividades agrícolas, en Huáncito la agricultura es de
menor importancia en comparación con la alfarería, por lo que nunca se deja por
completo de fabricar objetos de barro, aunque las actividades artesanales disminuyen
relativamente durante la época de lluvias. Los meses de mayor humedad registrada en la
zona son de junio a septiembre (Figura 15). Sólo unos cuantos alfareros pueden
comprar suficiente barro y leña como para almacenarlos y continuar con la producción
durante la estación de lluvias casi a la misma escala que en las secas. Además, algunos
hornos se encuentran protegidos con un techo, para aminorar los efectos de la lluvia
(Figura 16).
Figura 15. Gráfica que muestra la precipitación y temperatura promedio en el área de La Cañada. Los
meses de más lluvia aquí son de junio a septiembre; las mayores temperaturas ocurren en abril y mayo
(adaptado de Correa Pérez 1974: 292).
Figura 16. Algunos hornos en Huáncito están cubiertos por un techo para protegerlos de la lluvia (1990).
Figura 17. Uno de los aspectos más cruciales del proceso cerámico es la obtención de la arcilla de los
depósitos naturales (1990).
como las empresas de comercio a larga distancia o la explotación forestal, dos o más
hombres pueden formar una asociación informal o incluso una sociedad…” En la región
tarasca Beals observó que “la unidad de parentesco básica es la familia nuclear, a la que
ocasionalmente se le añaden hermanos o hermanas solteros o una persona mayor, pobre
y dependiente… Las familias extensas ocasionales son aquellas en las que los padres
viven con uno o más hijos en una misma unidad habitacional y realizan todas las
actividades conjuntamente” (Beals 1969: 766).
De acuerdo con Kenneth Hirth (2013a), la unidad doméstica fue la “columna
vertebral” de todos los sistemas económicos de la antigüedad, como lo sigue siendo en
la actualidad. La mayor parte de la comida, combustible y otros recursos eran
producidos en los hogares, y su importancia era tal que sin ellos la sociedad
simplemente no lograría sobrevivir. Las unidades domésticas no eran autosuficientes,
como se ha visto a través de estudios etnográficos en México y muchos otros lugares del
mundo. El intercambio entre varias familias y otros grupos dentro de un asentamiento
era indispensable para contrarrestar las carencias que inevitablemente ocurrían.
Además, la diversidad de paisajes ecológicos aseguraba la subsistencia por medio del
intercambio entre grupos que vivían en zonas ambientales distintas. Finalmente, la
especialización económica por edad, grupo y género podía aumentar la diversidad y
eficiencia de la producción (Hirth 2013a: 125).
Algunas familias productoras de alfarería en Huáncito son del tipo nuclear,
compuestas solamente por el padre, la madre y los hijos, mientras que otras son
extensas, incluyendo hasta tres generaciones, e incorporando, por ejemplo, al esposo de
una hija casada y a los hijos de éstos, así como al jefe de familia, a su esposa e hijos, y a
uno o dos de los padres de éste.
Las distintas actividades relacionadas con la producción alfarera pueden
realizarse indistintamente en varias partes de la casa, aunque se cuenta con una especie
de “mesa” donde se amasa la arcilla y se coloca en los moldes, y en ocasiones también
se aplica la pintura a las vasijas en ese sitio. El horno de alfarero es una estructura fija,
es el elemento de mayor visibilidad arqueológica dentro de los espacios de producción
observados por el autor en Huáncito y en otras comunidades de artesanos (ver la
discusión en la siguiente sección de este capítulo).
102
Figura 17. Uno de los aspectos más cruciales del proceso cerámico es la obtención de la arcilla de los
depósitos naturales (1990).
Figura 18. Los alfareros solían ir a los cerros cerca de Huáncito para obtener leña para sus hornos.
Actualmente la mayoría compra la leña a personas que la traen al pueblo en sus trocas, que han
reemplazado a los burros y caballos usados en el pasado (casa de Fidel Lorenzo, 1990).
escuela, por lo que solamente pueden ayudar en las labores de la alfarería en su tiempo
libre.
Lo que presento a continuación es una descripción detallada de cada paso
relacionado con la producción en Huáncito; el orden de la presentación sigue más o
menos la secuencia en que debe realizarse cada etapa de la cadena operativa para tener
éxito en esta industria y ganarse la vida con base en la elaboración y distribución de
enseres de barro cocido.
(a)
(b)
Figura 19. La quema en el horno es un trabajo difícil que requiere de mucho cuidado y de conocimientos.
Es llevado a cabo por hombres, aunque a veces las mujeres y los niños pueden ayudar (a: casa de Fidel
Lorenzo, 2014; b: casa de Elena Felipe, 2014).
pozos son bastante profundos, alcanzando hasta más de tres metros de profundidad
(Figura 20). Después de extraer el barro se pone a secar, extendiéndolo sobre una
superficie plana cerca de los pozos (Figura 21), en donde permanece por espacio de un
día aproximadamente, dependiendo de la humedad del ambiente.
Figura 20. La arcilla se extrae de pozos que excavan los artesanos con pico y pala, algunos pueden
alcanzar hasta tres metros de profundidad (1990).
Figura 21. Una vez sacada la arcilla del pozo, se esparce sobre una superficie plana para secarla, en donde
permanece por un día o más, dependiendo de la humedad en el ambiente (1990).
105
Los alfareros de Huáncito emplean dos tipos de barro, que han clasificado como
“corriente” y “fino”. El primero se obtiene de algunas vetas localizadas al norte del
pueblo, dentro de las tierras comunales, y tienen acceso a él todos los que quieran
usarlo. Por otra parte, el barro “fino” se localiza en vetas dentro de terrenos que
pertenecen a individuos, y hay que pagar por su utilización (Jiménez Castillo 1982: 22).
Se utilizan aproximadamente ocho costales de arcilla (de 50 kg cada uno) para cada
horneada de vasijas. A veces el alfarero saca su propia tierra, y tiene que pagar por
molerla en uno de los molinos que existen en la comunidad (Figura 22). Por otra parte,
durante mi investigación original (alrededor de 1992) observé que algunos alfareros
seguían utilizando una piedra grande para moler la arcilla, como lo hacían en Huáncito
antiguamente, aunque esto representa más trabajo (Figura 23).
Figura 22. Una vez que el alfarero saca la arcilla, tiene que pagar para que la muelan en uno de los
molinos que hay en la comunidad (1990).
Figura 23. Los artesanos solían utilizar piedras grandes para pulverizar la arcilla hasta hace unos años.
Estas piedras quedarían como marcadores arqueológicos de esta actividad (1990).
106
Figura 24. La técnica más común para dar forma a las vasijas en Huáncito y otros pueblos de Michoacán
y áreas vecinas utiliza el molde de mitades verticales (1990).
107
Figura 25. La técnica del molde de mitades verticales consiste en hacer una “tortilla” de barro, cortarla a
la mitad e introducirla en los moldes. El siguiente paso es alisar el barro con una tela hasta que tenga la
forma del molde (1990).
Dean Arnold (1999: 61) asegura que “la adopción de una tecnología de
moldeado tiene implicaciones importantes para la organización de la artesanía y ejerce
una relación de retroalimentación con las variables organizativas como la ‘escala’ y la
cantidad de espacio dedicada a la producción”. Esto lo hemos observado en Huáncito,
en donde un alfarero utilizando el molde de mitades verticales puede hacer hasta una
docena o más de cántaros en un solo día.
Quemado de las vasijas. Ya mencionamos que algunos autores, entre ellos Foster
(1955) pensaban que el horno que se utiliza en Michoacán (y en otras partes de México)
es de origen mediterráneo, que fue introducido a México por los españoles, y que había
sufrido pocas modificaciones desde el siglo XVI, pero ahora sabemos que esto no
siempre fue así. De hecho, la tecnología de cocción estaba muy avanzada en
Mesoamérica prehispánica, como discutimos posteriormente. Prácticamente cada casa
en el pueblo de Huáncito tiene su horno (en ocasiones dos o más) aunque a veces puede
utilizarse el de algún pariente cercano, como la madre o la suegra. El horno de alfarero
de Huáncito es igual al descrito para otros lugares de Michoacán y de México (ver, por
ejemplo, Foster 1948); su diseño es sencillo, consistiendo en una barda circular de
adobe de aproximadamente 1.5 m de diámetro y 1.60-1.80 m de alto. La caja de fuego o
fogón es subterránea, y para llegar a ella existe una excavación fuera del horno (Figura
26). Esta última está separada de la cámara de quemado por una reja hecha de piedra, de
ladrillo, o bien de vasijas o tiestos colocados aproximadamente a la altura del suelo.
108
Esta reja descansa, en la mayoría de los casos, sobre un poste central de piedra llamado
“macho” (Foster 1955: 10).
Figura 26. El horno de alfarero usado en Huáncito y en otras partes de México tiene un diseño sencillo:
un muro circular de adobe de ca. 1.5 m de diámetro y 1.60-1.80 m de alto. El fogón está bajo la tierra, ahí
es donde los alfareros ponen la leña para quemar la loza (adaptado de Rice 1987: Figura 5:22).
vasijas, y en la segunda se funde la greda. Uno de los aspectos más críticos e inciertos
de la quema de loza en el horno es cuántas piezas se van a perder y cuántas se van a
lograr, varias de estas últimas probablemente con algún defecto (manchas de fuego,
grietas, deformación, entre otros) que reducirá su precio de venta. Cualquier variación
mínima en la temperatura del horno, en la humedad de las vasijas al ser colocadas en él,
o en el tipo de leña empleado, puede ocasionar que se revienten o que salgan manchadas
varias de las piezas. Solamente un alfarero experimentado puede lograr una horneada en
la que todas las piezas salgan intactas. De hecho, este grado de pericia se enfatiza en
uno de los primeros relatos sobre los alfareros mesoamericanos y su artesanía, escrito en
el siglo XVI por fray Bernardino de Sahagún, a quien sus informantes aztecas le dijeron
que el alfarero era fuerte, activo, con energía. El buen alfarero(a) era una persona hábil
con la arcilla, considerada y deliberada, tenía conocimiento, era un artista, con manos
hábiles (Sahagún 1961).
Desgraciadamente es relativamente escasa la información que poseemos sobre
los hornos de alfarero de la época prehispánica. Entre los primeros hallazgos tenemos
una estructura de combustión cerca del Río Ulúa en la costa norte de Honduras,
excavada en los años cuarenta del siglo XX (Stone y Turnbull 1941). Sabemos que los
hornos usados por los ceramistas antiguos eran estructuras complejas, indicando la
existencia de una sofisticada tecnología de cocción en tiempos antiguos. Los ejemplos
mejor conocidos de hornos prehispánicos han sido encontrados en Tlaxcala (Abascal
1973); Lambytieco, Oaxaca (Swezey 1973), Monte Albán, Oaxaca (Winter y Payne
1976), y Peñitas, Nayarit (Bordaz 1964). El procedimiento de quemado que actualmente
se utiliza en algunas zonas indígenas, por ejemplo entre los mayas de Chiapas, consiste
en una simple hoguera sobre la que se colocan las vasijas, cubriéndolas con leña (Deal
1988: Figura 7). Por otra parte, en la zona de Tenochtitlán, Veracruz, hasta la década de
1970 todavía se empleaba un tipo de horno primitivo, pero no es seguro que sea de
origen prehispánico (Kroster 1980: Figuras 103-104). En Zipiajo, una comunidad
tarasca en la cuenca de Zacapu, Michoacán, las ollas y comales siguen quemándose a
cielo abierto, sin hacer uso del horno (Williams 1994c). Otra comunidad indígena donde
se queman las vasijas sin horno utilizando hogueras es Cocucho, en la Meseta Tarasca
(Moctezuma 2001); ambos casos se discuten en detalle más adelante.
De acuerdo con Christopher Pool (2000), las ventajas que frecuentemente se
mencionan para la cocción de recipientes de barro en hornos comparada con la quema a
cielo abierto incluyen la protección de la carga del horno del viento y la lluvia, la
110
Diego
José 8 cg Cada dos 1.5 cg por semana Se usan gas y leña
Sabino semanas para cocinar (pero
Pérez se prefiere la leña)
Ambrosio
Victoriano 8 cg Cada dos 2.5 cg por semana
Magaña semanas
Felipe
Elvia 3 cg Cada dos 1 cg cada 2-3 días
Cayetano (secas) semanas
Moreno 4 cg
(lluvias
)
Gildardo 4 cg Cada dos 3 cg por semana
Magaña semanas
Morales
Rosalino 4 cg 3 veces al 1.5 cg por semana
Cipriano mes
Espicio
Javier ? Cada dos -
Cayetano semanas
Inés
Gabriel 3 cg 3 veces al 1 cg por semana La casa tiene gas,
Silverio (horno mes (horno pero casi no se usa
Alejo chico); chico); una para cocinar, se
6 cg al mes prefiere la leña.
(horno (horno Tienen dos hornos,
grande) grande) chico y grande
Gregorio 4 cg Cada dos 1 cg por semana La casa tiene gas,
Antonio (horno semanas pero prefieren la
Cruz chico); leña para cocinar.
5 cg En época de lluvias
(horno usan 1 cg extra por
112
Como hemos visto, para trabajar con los hornos de Huáncito se requieren
grandes cantidades de leña, hecho que puede exacerbar el problema de la deforestación
en la región. Actualmente cada vez hay más preocupación en el mundo acerca de la
disponibilidad de combustible para realizar diversas actividades domésticas e
industriales. Muchos centros urbanos y comunidades rurales, sobre todo en los países en
vías de desarrollo, están enfrentando el problema de la creciente deforestación, a causa
del aumento en la demanda de leña para cocinar (Figura 27 a y b), al igual que para la
calefacción, la construcción, la producción de artesanías (objetos de madera y de barro
cocido) y otras actividades (Sheehy 1988). Michoacán, igual que el resto de México,
padece de esta situación y de muchos otros problemas ecológicos. Estos factores
seguramente también existieron en el mundo precolombino, de hecho según James
Sheehy “la presión sobre los recursos de combustible pudo haber aumentado
considerablemente en las condiciones prehispánicas, donde la tecnología de transporte
se limitaba a cargadores con mecapal… y los recursos alternativos de energía eran muy
limitados” (Sheehy 1988: 203).
114
(a)
(b)
Figura 27. Calentando las tortillas en casa de Isaac Cayetano (a, 2005) y en la casa de Fidel Lorenzo (b,
2014). Esta actividad requiere de una gran cantidad de leña usada como combustible.
Figura 28. La charanda es una tierra de color café-rojizo usada como engobe en Huáncito y en muchos
otros pueblos tarascos en Michoacán (casa de Isaac Cayetano 2014).
116
Figura 29. La vasija se cubre con charanda y luego se pule con una tela hasta producir una superficie
brillante (casa de Fidel Lorenzo 2014).
Figura 30. En la actualidad la mayoría de los artesanos de Huáncito utilizan pinturas industriales, que han
reemplazado en gran medida a los colorantes naturales (casa de Fidel Lorenzo 2014).
Los motivos decorativos son casi siempre naturalistas: flores, pájaros, liebres, y
otros animales (Figura 31) (véase Williams 2016 b para una discusión de la decoración
de vasijas en Huáncito). Aunque existe una cierta uniformidad en toda la loza producida
en el pueblo, cada artesano tiene un estilo personal, y el mismo diseño se realiza de
manera muy distinta en cada taller doméstico.
Una de las familias con quienes trabajamos en la primera etapa del proyecto
(1990-1997), y que visitamos de nuevo en la más reciente temporada de trabajo de
campo (2012-2016), es la de Isaac y Amalia Lorenzo. Desde que empecé el trabajo de
campo en este hogar se han dado cambios importantes en esta familia, que se reflejan en
el estilo decorativo de las vasijas, tanto la forma de la pieza como el contenido de los
117
diseños. Tanto Elena (la hija de Amalia) como Pablo (nieto adoptivo de Isaac y Amalia)
se han casado; la primera ha construido su propia unidad doméstica en donde vive con
su esposo y sus hijos, y Pablo vive con su esposa e hijo en un cuarto dentro de la casa de
Isaac y Amalia. Con el paso del tiempo he visto que los hijos e hijas de Elena y el hijo
de Pablo se han incorporado al trabajo alfarero. Esta situación nos ha permitido observar
la manera en que se está transmitiendo un estilo cerámico de generación en generación y
cómo ha evolucionado, tanto las formas de las vasijas como los motivos decorativos y
las técnicas de manufactura (ver la discusión en Williams 2016b).
(a) (b)
(c) (d)
(e) (f)
118
(g)
Figura 31. Los motivos decorativos pintados por los artesanos de Huáncito usualmente son naturalistas,
incluyendo flores (a), pájaros (b), conejos (c), y otros animales, como ardillas (d) y reptiles (e), sin faltar
los peces (f) y los insectos (g).
(a)
5
El reciclado involucra la modificación y uso de un artefacto para un fin distinto del que fue intencionado originalmente. Un
ejemplo es el uso de tiestos quebrados de forma circular que se perforaron para servir como malacates o como tapas para vasijas,
como los casos reportados en El Cerén, sitio maya de El Salvador (McKee 1999:37).
121
(b)
Figura 32. Los artesanos a veces venden sus productos a intermediarios, quienes pueden tener tiendas en
el pueblo o en la carretera cerca de Huáncito (a, 2014; b, 1990).
Figura 33. En algunas casas podemos observar vasijas que ya no son funcionales y que se reciclan como
macetas una vez que su vida útil ha terminado (1990).
de los “trailers” o “trocas” que pasan por la carretera. Yo he visto comerciantes tarascos
que venden sus mercancías en lugares tan alejados como San Luis Potosí.
Figura 34. Muchos alfareros suelen envolver sus vasijas en bultos hechos con costales acolchados con
ramas y pasto para protegerlos cuando los llevan fuera de Huáncito (1990).
123
(Flannery y Winter 1976: 34). Para Flannery (1976: 5), la unidad de análisis de menor
tamaño en la aldea prehispánica es el área de actividad, que es comparable con un
elemento que incluye evidencia inamovible como fogones o pozos de almacenamiento.
En el siguiente nivel de complejidad podríamos añadir las partes del piso de una casa
que constan usualmente de varios elementos o áreas de actividad que corresponden a
espacios masculinos o femeninos dentro de la casa. La siguiente unidad de análisis es la
casa en sí, a la que podemos añadir el conjunto doméstico (household cluster), que es la
casa junto con todos los rasgos y elementos encontrados en el área inmediata a su
alrededor, como pozos de almacenamiento, entierros y otros que pueden ligarse con la
misma estructura doméstica. Linda Manzanilla ha realizado aportaciones muy
relevantes para el tema que nos interesa aquí (v. gr. Manzanilla 1986, 2009a, 2009b,
Manzanilla y Hirth [editores] 2011). Esta autora ha definido el concepto de área de
actividad como la unidad básica de análisis del registro arqueológico, porque es reflejo
de acciones específicas y repetitivas, con carácter social y una base funcional específica
(Manzanilla 1986: 9).
No obstante todo lo anterior, el concepto de área de actividad no ha estado libre
de críticas. Uno de los principales críticos ha sido James F. O’Connell (1987), quien
sostiene que la mayoría de los análisis e interpretaciones de patrones espaciales se han
basado en tres suposiciones: (1) las actividades son segregadas espacialmente, de tal
manera que cada actividad o conjunto de actividades interrelacionadas se restringe a su
propio espacio o conjunto de espacios dentro de un sitio; (2) la mayoría de actividades
producen “juegos de herramientas” o grupos de artefactos que son característicos de
cada actividad y que varían de acuerdo con eso, o bien residuos físicos en proporción a
la frecuencia de ejecución de una cierta actividad; y finalmente (3) los artefactos y
residuos asociados con una actividad específica se depositan en el lugar de ejecución o
cerca de él.
Todas estas suposiciones han sido cuestionadas por investigaciones
etnoarqueológicas, que han demostrado lo siguiente: (1) con frecuencia se ejecutan
diferentes actividades en un mismo lugar, o bien la misma actividad puede realizarse en
distintos lugares dentro de un sitio, dependiendo de factores como la composición de los
grupos de trabajo, el número y tipo de tareas que se realicen simultáneamente, las
condiciones climáticas y la distribución de la sombra o refugio dentro de la casa; (2) hay
muchas actividades que no necesariamente producen conjuntos de artefactos en
proporción con la frecuencia de ejecución; y (3) los residuos producidos por una
128
con varios cuartos distribuidos alrededor de un patio; los cuartos se usaban para dormir
y almacenar todo tipo de objetos, muchos relacionados con las actividades de los
alfareros, como moldes, costales de arcilla, vasijas terminadas o en proceso de
elaboración, etcétera. La cocina usualmente está en un cuarto separado, y se usa no sólo
para la preparación y consumo de alimentos sino también para muchas otras actividades
como elaborar y pintar vasijas. En la casa de Fidel Lorenzo, por ejemplo, la comida
también puede prepararse y consumirse cerca del horno, usando una estufa pequeña
hecha de adobe (Figura 35a). A veces la comida se prepara en el patio fuera de la
cocina, utilizando un fogón improvisado con varias rocas que están directamente sobre
el piso (Figura 35b).
El piso de las casas era de tierra apisonada, pero fue cubierto por una capa de
cemento hace unos 10 años. En cuanto al mobiliario, solamente se encontraban en las
casas las piezas más básicas como sillas y mesas de madera, alacenas, y otras similares,
y la gente dormía en esteras de tule (petates) directamente sobre el piso de la casa. Los
patios tienen muchos tipos de árboles frutales, que dan sombra a la gente que trabaja al
aire libre (Figura 36). Las tres casas tienen acceso a la corriente eléctrica, agua
corriente y sanitario.
(a) (b)
Figura 35. En la casa de Fidel Lorenzo la comida puede prepararse y consumirse cerca del horno, usando
una estufa de adobe (a). Otras veces la comida se prepara en el patio junto a la cocina, utilizando un fogón
improvisado con varias rocas puestas sobre el suelo (b) (2005).
pulir las vasijas como trapos y pedazos de plástico; hornos para cocer la loza y áreas
destinadas a secar las vasijas (Figura 39) y otras para almacenarlas (Figuras 40-42).
Figura 36. Los patios de muchas casas en Huáncito tienen árboles frutales y otras plantas que dan sombra
mientras los artesanos están trabajando al aire libre (casa de Fidel Lorenzo 1990).
Figura 37. La mesa de trabajo que se encuentra en muchas casas de Huáncito consiste en una madera
gruesa colocada sobre el suelo. Aquí se muestra una mesa en uso; nótense las vasijas alrededor, los
recipientes con pintura, la mano de piedra y el metate en la esquina (1990).
(a)
(b)
Figura 38. En Huáncito todas las casas de los artesanos tienen una cantidad variable de moldes usados en
el proceso cerámico. Aquí vemos a un alfarero en su mesa de trabajo, poniendo la tortilla de barro dentro
de un medio molde (a) y luego uniendo las dos mitades para dar forma a la vasija (b) (casa de Salomón
Espicio 1990).
132
Secado x x
Cocción x
Pintado x x x x
Almacenamient x x x
o*
Desecho x
*de arcilla, vasijas sin cocer, vasijas terminadas, leña, moldes, etcétera.
Yoko Sugiura y Mari Carmen Serra (1990) llevaron a cabo un estudio del uso
del espacio en varios talleres de alfareros en el Valle de Toluca, donde llegaron a la
conclusión de que el espacio es “una variable multidimensional, multisemántica que
puede enfocarse desde varias perspectivas” (1990: 205). Para estas autoras, el primer
paso para enfocarse al tema del espacio en arqueología consiste en definir e identificar
el “espacio funcional”, o el área en donde pensamos que ciertas actividades específicas
se llevaron a cabo. Esta identificación debería basarse no sólo en datos arqueológicos
relacionados a contextos prehistóricos, sino también debería incluir información sobre
134
Figura 39. Muchas casas en Huáncito tienen un área para secar las vasijas, como este cuarto en la casa de
Isaac Cayetano, donde se ponen las vasijas antes de quemarlas en el horno (2014).
Figura 40. Algunas casas en Huáncito tienen áreas de almacenamiento, como este cuarto en la casa de
Bernaldina Rivera y Alfredo Felipe, donde las vasijas se guardan en espera de clientes (2014).
136
Figura 41. En la casa de Fidel Lorenzo el cuarto donde está el horno se usa como área de almacenamiento
de facto, donde todo tipo de objetos se guardan en una situación un tanto caótica. Nótense los restos de
una comida cerca del fogón en la esquina inferior derecha (2014).
Figura 42. Esta área de almacenamiento en la casa de Isaac Cayetano sirve para guardar muchos objetos
usados en el proceso cerámico. Aquí vemos vasijas, moldes y cubetas de plástico (2014).
Figura 43. Plano de la casa de Fidel Lorenzo, mostrando las áreas de actividad y algunos elementos y
rasgos relacionados con la manufactura de cerámica (1990).
138
Figura 44. Plano de la casa de Isaac Cayetano, mostrando las áreas de actividad y algunos elementos y
rasgos relacionados con la manufactura de cerámica. Se indican con un asterisco algunos elementos que
fueron destruidos durante el trabajo de campo (1990).
139
Figura 45. Plano de la casa de Salomón Espicio, mostrando las áreas de actividad y algunos elementos y
rasgos relacionados con la manufactura de cerámica (1990).
Amasado. Una parte del proceso de elaboración de una vasija de barro consiste en
añadir un poco de agua a la arcilla pulverizada para hacer una pasta maleable en forma
de un bulto o bola grande. Esta actividad puede desempeñarse al aire libre, por ejemplo
en el patio, bajo la sombra de los árboles, o dentro de la casa. Las bolas de arcilla
amasada pueden guardarse en la casa para usarlas después.
140
Figura 46. En algunos casos la arcilla tiene que pasarse por el cernidor para eliminar piedritas, ramas y
otras “impurezas” (casa de Isaac Cayetano 2014).
Figura 47. La artesana pone la arcilla fresca en el molde, para obtener la forma de la vasija deseada. Esta
actividad usualmente se lleva acabo en la mesa de trabajo o cerca de ella (casa de Fidel Lorenzo 1990).
Moldeado. Una vez que se ha concluido el amasado y la pasta está lista para trabajarse,
el siguiente paso es colocarla dentro de los moldes para darle la forma deseada (Figura
47). Esta actividad usualmente se lleva a cabo en la “mesa de trabajo” o cerca de ella, y
requiere hacer una “tortilla” de la pasta, cortarla al tamaño apropiado e insertarla en las
dos mitades del molde. La superficie de la mesa debe cubrirse con un polvo fino
especial para evitar que el barro se pegue. Los alfareros de Huáncito usan dos tipos de
molde: el cóncavo de mitades verticales para hacer cántaros, ollas y botellones, y el
convexo en forma de hongo, para hacer cazuelas y comales. Estos moldes pueden
141
guardarse en varias partes de la casa, por lo que no siempre están en el lugar donde se
utilizan.
Figura 48. Una vez fuera del molde, la vasija se alisa con una tela húmeda para borrar las huellas del
molde y otras imperfecciones sobre la superficie (que todavía está fresca). Lafira (izquierda) y Marina
están trabajando en el patio (casa de Fidel Lorenzo 1990).
Alisado, pulido y bruñido. Una vez que la pieza es sacada del molde, se alisa con una
tela húmeda (Figura 48). De esta manera se borran las huellas dejadas por el molde, así
como cualquier otra imperfección sobre la superficie de la vasija que todavía está fresca.
Después de ponerle la cubierta de charanda, la vasija se pule o bruñe con un fragmento
de plástico hasta que queda con brillo (en tiempos antiguos se usaba una piedra de río o
canto rodado) (Figura 49). Estas actividades pueden realizarse en prácticamente
cualquier lugar dentro o fuera de la casa, por ejemplo debajo de la sombra de un árbol
en el patio, o dentro de uno de los cuartos, especialmente en caso de lluvia. Algunas
veces los artesanos hacen esta actividad mientras están viendo la televisión.
Secado de las vasijas. Después de haber alisado y pulido las piezas se ponen en un
cuarto para que sequen. Para esto se puede usar un espacio dedicado exclusivamente a
esta tarea (como en la casa de Salomón) o una de las recámaras. A veces sucede que el
lugar disponible para dormir en un cuarto es mínimo debido a todas las vasijas que están
secándose. Antes de colocar las piezas en el horno se secan al aire libre, usualmente en
el patio (Figura 50). Los artesanos tratan de utilizar el área del patio que tenga menos
142
tráfico para evitar accidentes, pero esto no siempre es posible a causa de los perros y los
niños.
(a)
(b)
Figura 49. Las vasijas frescas usualmente se pulen con un fragmento de plástico hasta que la superficie
está lisa y brillante (en tiempos antiguos pudo haberse usado una piedra o canto rodado de río) (casa de
Fidel Lorenzo 1990 [a] y 2014 [b]).
Figura 50. Antes de poner las vasijas en el horno se secan a cielo abierto, usualmente en el patio. Los
artesanos tratan de usar el área de la casa con menos tráfico para evitar accidentes (casa de Salomón
Espicio 1990).
Figura 51. En Huáncito y en la mayoría de los lugares donde se elabora cerámica el horno es el elemento
donde se realiza la cocción, que es la actividad más delicada del proceso. El horno usualmente está en el
patio, como este que no se ha usado en varios años (casa de Fidel Lorenzo 1990).
144
Figura 52. La boca del horno se cubre con pedazos de vasijas (tepalcates) y comales para asegurar la
temperatura apropiada y a la vez permitir que el humo y los gases escapen del horno durante la operación
de cocción (casa de Elena Felipe 2014).
Figura 53. Los tepalcates y comales que cubren al horno durante la quema suelen guardarse cerca cuando
no se utilizan. Estas concentraciones de fragmentos quebrados y quemados, aparte del horno mismo,
serían los principales correlatos o marcadores arqueológicos de la producción de cerámica (casa de
Salomón Espicio 1990).
Pintado de las vasijas. Esta es una de las actividades que hemos observado en Huáncito
que tiene menos restricciones en cuanto a las áreas de la casa donde puede realizarse. El
lugar utilizado depende de variables como el clima, la disponibilidad de sombra o de
espacio, y también de otras actividades que se estén haciendo en el momento. Cuando el
145
clima es seco, los artesanos prefieren pintar en el patio, bajo la sombra de un árbol,
aunque también es común hacerlo en la cocina o en alguno de los cuartos (Figura 54).
Figura 54. En Huáncito varios espacios de la casa se usan indistintamente para pintar las vasijas, como la
cocina en este caso (casa de Fidel Lorenzo 2014).
casa, cerca del horno en el caso de Fidel y su familia, que tienen una estufa pequeña
hecha de adobe para cocinar (Figura 58). Podríamos suponer que una cantidad mayor
de objetos de cerámica, como ollas para cocinar, cántaros para agua, platos para servir,
vasos y tazas, entre otros, se rompen con el paso del tiempo en esta parte de la casa.
Algunos de estos fragmentos podrían quedar en el registro arqueológico para ser
descubiertos por los arqueólogos del futuro.
Figura 55. En la mayoría de las unidades domésticas productoras de alfarería las vasijas quebradas se
desechan fuera de la casa. En este caso se usa una carretilla para transportarlas al área de desecho (1990).
Figura 56. Los tepalcates se tiran periódicamente en una barranca en las afueras de Huáncito (1990).
147
Figura 57. Después de varios años de usar el mismo sitio para tirar los fragmentos de cerámica, se ha
formado una concentración grande de tepalcates. Esta actividad tiene implicaciones arqueológicas muy
claras (1990).
Figura 58. En la casa de Fidel se ha construido una estufa pequeña de adobe cerca del horno. Lafira está
cocinando a la derecha de la imagen, mientras Fidel y Magdaleno están comiendo en el centro y Marina
está trabajando a la izquierda (pintando vasijas). Este es un ejemplo de la flexibilidad del espacio
doméstico mencionada en el texto (casa de Fidel Lorenzo 2014).
148
Correlatos arqueológicos
A fin de entender la organización espacial de diferentes actividades relacionadas con el
proceso de manufactura de enseres de barro cocido en el periodo prehispánico, debemos
ser capaces de reconocer no sólo los artefactos o herramientas usados por los alfareros
para llevar a cabo las distintas tareas involucradas en su trabajo diario, sino también las
materias primas, los lugares de producción y las áreas de almacenamiento de
herramientas y de materias como la arcilla (Figura 59) (Deal 1988: 113). Sin embargo,
hay dos problemas básicos para hacer esto: primero, la mayoría de las herramientas o
artefactos usados en las actividades de producción en la antigüedad probablemente eran
de naturaleza perecedera, por lo que sería difícil encontrarlas en una excavación
arqueológica. Estos elementos probablemente consistían de ramas de árbol, olotes,
fibras y textiles de maguey o algodón, etcétera. En segundo lugar, algunos elementos
que pudieran conservarse en el registro arqueológico serían difíciles de identificar como
herramientas de alfarero, por ejemplo los pulidores de piedra, las conchas, las piedras de
molienda como metates, molcajetes y manos (Figura 60), y finalmente las rocas usadas
para pulverizar la arcilla (Figura 61), entre muchos otros (Canto Aguilar 1986: 48-49).
Figura 59. Para poder tener una visión completa de las actividades domésticas, es importante reconocer
los lugares donde las herramientas y materias primas se almacenan, como arcilla en este caso. Otros
elementos mostrados aquí son la carretilla, una criba y varias cubetas de plástico (casa de Isaac Cayetano
2014).
149
Figura 60. Algunas herramientas usadas por los alfareros en su trabajo cotidiano serían difíciles de
identificar en el registro arqueológico; por ejemplo las “manos” de piedra usadas para aplanar la “tortilla”
de barro, a diferencia de las usadas para moler el maíz (1990).
Figura 61. Estas piedras son utilizadas para moler la arcilla, proceso indispensable para la elaboración de
la pasta con la que se hacen las vasijas. Piezas observadas en la casa de Elena Felipe en 2013 (longitud de
la pieza mayor: 50 cm).
Figura 62. Plano de una vivienda prehispánica excavada en Xaltocan (en la cuenca de México),
mostrando las actividades llevadas a cabo en la casa: preparación de alimentos, procesamiento de
pescado, elaboración de petates y cocción de cerámica, entre otras (adaptado de De Lucia 2013: Figura 3).
151
Obviamente, no todas las actividades que forman parte del proceso cerámico
tienen el mismo potencial de quedar representadas en el registro arqueológico, y esto
debe tomarse en cuenta cuando excavemos un sitio, como se muestra en el plano de una
unidad doméstica excavada en Xaltocan, una aldea en la cuenca de México (Figura 62).
Por ejemplo, la extracción de arcilla pudo haberse realizado con implementos sencillos
como palos y canastas o sacos, si el depósito estaba cerca de la superficie, mientras que
se necesitaban picos y palas si había que sacar el barro desde cierta profundidad, como
es el caso en Huáncito.
Ya hemos mencionado que el barro se molía con rocas grandes y metates antes
de la introducción de molinos mecánicos en Huáncito. Aunque en algunos casos esta
actividad podría dejar restos, como la calcita que se muele para hacer desgrasante (Deal
1988: 117), generalmente es difícil distinguir los metates que se usan para moler la
arcilla de los utilizados para la preparación de alimentos. En este caso un micro-análisis
de la superficie de los implementos de molienda puede ser de gran ayuda para
identificar su función.
El amasado del barro es una actividad realizada actualmente sin usar ningún tipo
de herramientas o artefactos, por lo que su nivel de visibilidad arqueológica es
prácticamente nulo (a menos que se añada desgrasante a la pasta, el cual puede contener
piedras volcánicas, fragmentos de conchas y otras sustancias que podrían conservarse en
contextos arqueológicos). En contraste con la preparación del barro, la costumbre de
darles forma a las vasijas en los moldes tiene buenas probabilidades de quedar
representada en una situación arqueológica, ya que los moldes—tanto cóncavos como
convexos—son muy abundantes en los talleres y casas de Huáncito. Los moldes son
hechos de barro cocido, por lo que su nivel de conservación y probabilidad de ingresar
al registro arqueológico serían altos. 1 Durante mi trabajo de campo en Huáncito he visto
que los moldes son tratados con mucho cuidado, y en ocasiones se reparan si se rompen.
De acuerdo con la información proporcionada por algunos artesanos, no es raro que
tengan moldes con más de 10 o 20 años de uso continuo.
Hemos visto que para realizar ciertas actividades como alisado, pulido y bruñido
los alfareros usan materiales como tela, plástico o vidrio. En tiempos prehispánicos se
pudieron haber utilizado piedras pequeñas de grano fino para estas actividades,
similares a las que todavía se usan en las tierras altas de Chiapas (Deal 1988). Al igual
1
De los dos tipos de molde usados en Huáncito, cóncavo y convexo, sólo el último fue empleado sin lugar a dudas en tiempos
prehispánicos. Sin embargo, el molde cóncavo fue conocido en Perú antes de la conquista (Bankes 1980), por lo que su uso en
Mesoamérica debería considerarse como posibilidad (Williams 1995).
152
que el pulido, el pintado de las piezas es una actividad con poca visibilidad
arqueológica, pues los pinceles que se usan son pequeños y no duraderos (a veces son
palitos con pelo de perro o de ardilla atado a un extremo). Por otra parte, los pigmentos
y colorantes de origen mineral son valiosos para los artesanos de Huáncito y se
almacenan con cuidado, aumentando así su nivel de visibilidad arqueológica.
La cocción de las vasijas es tal vez la actividad de todo el proceso cerámico que
tiene la mayor probabilidad de aparecer en el registro arqueológico. Los hornos siempre
ocupan un lugar prominente en la unidad doméstica o taller, usualmente se construyen
en el patio. Aparte de la misma estructura de combustión, hay otros elementos que
aparecen en esta parte del proceso que podrían identificarse arqueológicamente. Estos
son los tepalcates utilizados para cubrir la boca del horno, como ya mencionamos. Otros
elementos que podríamos encontrar en el área de cocción serían las vasijas desechadas
por estar deformes, mal cocidas, manchadas de humo o por otras fallas similares. Estas
piezas entrarían al contexto arqueológico como material desechado, y serían mucho más
abundantes en las unidades domésticas de alfareros (o en sus basureros) que en las
dedicadas a otras actividades dentro del asentamiento.
En síntesis, la evidencia material o marcadores de producción de cerámica
observados en Huáncito y que podrían aparecer en el registro arqueológico (ver el
Cuadro 6) consisten en lo siguiente: (1) moldes; (2) hornos y los tepalcates que los
cubren; (3) piezas rechazadas, quebradas o mal quemadas (que se mantienen en el taller
doméstico por un tiempo hasta que se llevan al área de desecho); (4) vasijas terminadas
almacenadas en la unidad doméstica (usualmente aparecen en cantidades superiores a
las de unidades que no se dedican a la alfarería); y finalmente (5) pigmentos,
desgrasante y otros minerales usados en el proceso cerámico, como la greda usada en el
vidriado. La mayoría de los otros elementos usados en el proceso cerámico (mesa de
trabajo, brochas, pinceles, pulidores, leña, etcétera) son de naturaleza perecedera o bien
serían difíciles de distinguir en una situación arqueológica, como puede suceder con los
metates (no es fácil distinguir entre los empleados por los alfareros y otros usados en la
cocina). Sin embargo, las piedras de molienda pueden someterse a un análisis
microscópico para determinar si fueron usadas para preparar alimentos o para moler
arcilla, desgrasantes o pigmentos como parte del proceso cerámico. 2
2
Linda Manzanilla (2009a: 27) encontró en sus excavaciones en Teotihuacan varias cocinas donde las piedras de molienda tenían
fitolitos de maíz, mientras que otros metates encontrados en esa ciudad antigua aparentemente se dedicaron a la producción
artesanal (para moler estuco, pigmentos, fibras y laca). Esto fue revelado por el estudio microscópico de las piedras para moler.
153
Nota: la mayoría de los marcadores arqueológicos de la producción doméstica no se encontrarán in situ, pues usualmente son
removidos del contexto original por las actividades de mantenimiento como barrer, limpiar la casa y otras.
no lo están. Esto nos permitiría entender cabalmente la estructura del contexto espacial
y la organización del trabajo doméstico. Estas perspectivas se pueden obtener o mejorar
a través de observaciones de contextos sistémicos, es decir la gente trabajando en
comunidades contemporáneas, para que las percepciones de la analogía etnográfica
puedan usarse en la interpretación del registro arqueológico.
Peter Mitchell y sus colegas (2006) han explorado la manera en que la gente
organiza los espacios donde viven, y cómo los estudios etnográficos de esos
comportamientos pueden aplicarse a situaciones arqueológicas. Un caso que sirve como
ejemplo es la manera en que los cazadores recolectores del sur de África dan estructura
a sus campamentos y organizan el espacio dentro de ellos. Este ha sido un tema de
interés durante mucho tiempo para el trabajo etnográfico entre los bushmen
(bosquimanos) que sobreviven en el desierto Kalahari de Sudáfrica, analizando las
implicaciones culturales de los cazadores recolectores para las investigaciones
arqueológicas en general en otras partes del mundo (Mitchell et al. 2006: 81).
Otra aportación importante para los estudios etnoarqueológicos sobre en uso del
espacio cultural viene de Robert Jarvenpa y Hetty Jo Brumbach (2006), quienes se
propusieron “evaluar uno de los conceptos fundamentales de la antropología y de las
ciencias sociales: la división sexual del trabajo”. En la opinión de estos autores, los
arqueólogos que suponen de manera rígida una división del trabajo de acuerdo al género
en todas las sociedades por todo el mundo moderno pueden estar proyectando sus
creencias occidentales sobre el registro arqueológico (Jarvenpa y Brumbach 2006: 97).
Al hablar de la especialización dentro de la unidad doméstica, estos autores dicen que
ésta “les permite a las familias y a otras unidades sociales de escala pequeña
desempeñar una más amplia variedad de tareas y de habilidades que cualquier individuo
pudiera desarrollar independientemente” (Jarvenpa y Brumbach 2006: 98).
Susan Lawrence (1999: 121) ha explorado el papel del género como principio
fundamental que estructura la actividad y cultura humana, y por lo tanto a la evidencia
arqueológica también. Aunque tanto el género como las unidades domésticas son
básicos para las sociedades, apenas recientemente hemos visto un interés explícito por
parte de los arqueólogos en estudiar hasta qué punto el género podría afectar los
patrones en los restos materiales de las residencias. Según esta autora, una “arqueología
de género” podría contribuir a los estudios de las actividades domésticas,
proporcionando otro punto de acceso a la naturaleza compleja y dinámica de las
unidades domésticas.
158
Como ya señalamos, hasta hace algunos años la mayoría de los estudiosos pensaban que
el horno de tiro vertical todavía usado por muchos alfareros tradicionales en México fue
una innovación tecnológica introducida por los españoles después de la Conquista,
como parte de un complejo tecnológico que incluía el vidriado y el torno de alfarero. De
hecho, existen pocos ejemplos de los hornos de alfarero introducidos por los españoles
159
al Nuevo Mundo. En el Valle de Moquegua del sur de Perú se han identificado varias
localidades con hornos aparentemente asociados con las “bodegas” o lugares de
elaboración de vino en el periodo colonial. Estos hornos son de tamaño, diseño y
construcción variables, y su probable función fue la de quemar vasijas de barro para
fermentar y transportar el vino y el brandy, o bien para calcinar minerales de calcio u
otros materiales. Estos hornos muestran características similares a los “hornos árabes”
de España, así como otros rasgos comunes a la tecnología española que fue importada al
Nuevo Mundo (Rice y Van Beck 1993).
Una pregunta que todavía no se ha abordado completamente por los arqueólogos
es hasta qué punto los hornos prehispánicos eran similares a los que trajeron los
europeos, de qué manera diferían, y cómo se combinaron ambas tecnologías para
producir el horno que conocemos actualmente en México. Las respuestas a estas
preguntas están empezando a aparecer, gracias a investigaciones recientes sobre la
producción alfarera en Mesoamérica, en particular la tecnología de cocción (ver la
discusión en Pool 2000 y Rice 2015). Lo que sigue es una breve discusión de varios de
estos hallazgos arqueológicos que han tenido lugar en el Valle de Oaxaca, el Valle de
Puebla-Tlaxcala, el área maya y la Sierra de los Tuxtlas, Veracruz, entre otras regiones
de México y Centroamérica.
Andrew Balkansky y sus colaboradores documentaron los hornos de alfarero
modernos usados en Atzompa, Oaxaca, a los que describen como instalaciones más o
menos permanentes hechas de piedra o adobe (al igual que material reciclado de hornos
más viejos) y de una mezcla de dos arcillas, que sirven como mortero y para cubrir el
interior de los hornos (Balkansky et al. 1997: 140). Los citados autores comparan estos
hornos modernos con los elementos para cocción de cerámica descubiertos por ellos en
contexto arqueológico en Ejutla, en el Valle de Oaxaca en 1991. Se trata de pozos
excavados en la roca madre y llenos de una densa capa de ceniza y tiestos, además de
cantidades considerables de carbón. Según estos autores, partes de la roca madre en la
base de estos elementos estaban quemadas, y ellos opinan que parecen haber servido
como un medio de cocción relativamente poco permanente e informal para elaborar la
cerámica (Balkansky et al. 1997: 145). De acuerdo con Feinman y Balkansky (1997), la
cocción de cerámica en Ejutla, Oaxaca, se llevaba a cabo en estos “hornos de pozo”
mencionados arriba, que se encontraron en las excavaciones arqueológicas cubiertos por
una capa densa de tiestos que contenían ceniza y una amplia variedad de artefactos:
objetos de barro desechados (los tepalcates que cubrían la boca del horno), concreciones
160
de arcilla, cantos rodados, roca madre quemada y tiestos. Todos estos materiales son
consistentes con contextos de cocción de cerámica (Feinman y Balkansky 1997: 136).
Recientemente la cantidad de hornos de alfarero prehispánicos encontrados en
Mesoamérica ha aumentado considerablemente, pero otras áreas también han
producido hallazgos no menos interesantes. Al norte del área mesoamericana, en el
suroeste del actual territorio de Estados Unidos, Eric Blinman realizó la excavación de
hornos para cerámica en el territorio de la cultura anasazi de Arizona, que
aparentemente pertenecen al periodo 800-1100 DC. Se trata de elementos en forma de
trinchera de 80-120 cm de ancho por 10-30 cm de profundidad y 1.5-8 m de largo, que
usualmente aparecieron asociados con rocas ennegrecidas abundantes y carbón
(Blinman 1993: 21).
Regresando a Mesoamérica, vemos que las excavaciones arqueológicas
realizadas por Andrés Ciudad y Marilyn Beaudry-Corbett (2002) en el área de
Catacamas, departamento de Olancho, al noreste de Honduras, revelaron una estructura
de barro con forma de cúpula, que se identificó como horno para la elaboración de
cerámica, con dimensiones de 1.67 m de ancho y 1.20 m de alto. Según los autores de
este hallazgo, “la presencia de múltiples pisos de ceniza y carbón densos y compactados
en el interior fortalecían la identificación de la estructura como un horno…” (Ciudad y
Beaudry 2002: 564). Los mismos autores reportaron otro horno de alfarero prehispánico
encontrado en el sitio de Agua Tibia, Guatemala, asociado “con una gruesa capa de
pajón, agujas de pino y troncos de madera quemados, en la que se rescataron alisadores,
machacadores, bastantes fragmentos de cerámica calcinados y defectuosos…” (Ciudad
y Beaudry 2002: 568).
Los hornos prehispánicos encontrados en Tepeaca (en el valle de Puebla-
Tlaxcala) por Ronald Castanzo en 2004 parecen haberse usado para quemar tanto cal
como arcilla. En las excavaciones realizadas en esta área del centro de México han
aparecido muchos hallazgos importantes relacionados con la manufactura y utilización
de hornos en la antigüedad, incluyendo los restos de 86 estructuras, de las cuales 37
parecen haber servido para hacer cal, mientras que en siete pudieron haberse elaborado
objetos de barro durante el periodo Formativo (Castanzo 2004: 4-5; ver también
Castanzo 2009: 136). Durante el trabajo de campo Castanzo (2009: 134) encontró
“cientos de elementos identificados como hornos…” el relleno de estas estructuras de
combustión incluyó material asociado con la industria alfarera, como concentraciones
grandes de tiestos o tepalcates, nódulos de arcilla y herramientas como “machacadores”
161
Figura 63. La cocción de vasijas en Camoapan (Sierra de los Tuxtlas, Veracruz) durante el periodo
Clásico tuvo lugar en hornos circulares de tiro vertical, muy parecidos a los que se usan actualmente en
esa región (adaptado de Arnold et al. 1993).
vasijas (Arnold et al. 1993: 182-183) (Figura 63). Uno de estos hornos aportó evidencia
sobre la posible manipulación de las condiciones de cocción, ya que el acceso al fogón
era a través de un túnel de aproximadamente 30 cm de ancho, y los excavadores
encontraron “una piedra grande de basalto bloqueando la entrada, sugiriendo que el
túnel podía cerrarse para controlar el flujo de oxígeno y por lo tanto la atmósfera de
cocción” (Arnold et al. 1993: 183).
Figura 64. Los pueblos tarascos de Zipiajo y Cocucho se localizan en la cuenca de Zacapu y la Meseta
Tarasca respectivamente (adaptado de Moctezuma 2001: Figura 1).
En estos casos las vasijas también se forman completamente a mano, sin los moldes
descritos arriba. El primer ejemplo viene de Zipiajo, una comunidad tarasca en la
cuenca de Zacapu, en el norte-centro de Michoacán (Moctezuma 1998, 2001; Williams
164
1996), la segunda es Cocucho, un pueblo tarasco en la Meseta Tarasca (Figura 64) que
es famoso por sus vasijas de gran tamaño (Moctezuma 2001).
La cuenca de Zacapu se reconoce como una de las áreas culturales tarascas de
Michoacán, de hecho los estudios arqueológicos en la región han descubierto un
desarrollo cultural muy importante de por lo menos mil años de antigüedad (Arnauld et
al. 1993). A mediados del siglo XX se realizó un proyecto de drenaje a gran escala en la
cuenca lacustre, que en gran medida transformó el paisaje de abundantes pantanos,
manantiales y un lago pequeño, donde había muchos tipos de flora y fauna acuáticas
(Williams 2014b: 194-195). Muchos de estos elementos acuáticos aparecen
representados en la tradición cerámica local antigua, que es una de las más sofisticadas
de Michoacán, si no es que de Mesoamérica (Carot 1994). En la actualidad Zipiajo es
famoso por sus ollas de color café y de gran tamaño, que se queman sin horno y por lo
tanto tienen manchas de humo que les da una apariencia un tanto “rústica” (Figura 65).
De acuerdo con Patricia Moctezuma (1998), Zipiajo es una comunidad campesina
localizada al suroeste de Morelia, la capital del estado, y al sureste de Zacapu. La
mayoría de los residentes tienen una relación íntima con los pueblos vecinos, y
comparten una tradición culinaria similar que requiere de ollas y comales de barro. Hay
un fuerte patrón de comercio e intercambio así como lazos de parentesco por
matrimonio con las comunidades tarascas de la cuenca de Pátzcuaro. La forma
predominante de tenencia de la tierra es el ejido (campos de cultivo alrededor de un
pueblo, originalmente otorgados como una forma de propiedad comunal). La alfarería
tiene un papel relevante como fuente adicional de ingresos, aparte de la agricultura
(Moctezuma 1998: 93).
La manufactura de loza en Zipiajo es una actividad principalmente femenina,
pues son las mujeres las que hacen la mayor parte del trabajo, desde buscar las materias
primas hasta la elaboración y cocción de las vasijas. Las utilidades de la venta se usan
para mantener a las familias, especialmente para comprar comida (Moctezuma 1998:
96). En 1990 había 332 mujeres alfareras en Zipiajo (Ramírez 1990: 3), que elaboraban
ollas y comales de diferentes tamaños con poca variación estilística, que eran
estrictamente para el consumo local, aunque a veces se vendían a turistas que las usaban
como elementos decorativos. Otro producto común es el “cajete”, un tipo de cuenco
usado como tapa para las ollas. Un rasgo adicional de la manufactura de vasijas aquí es
la gran variedad en el tamaño de las piezas: desde pequeñas figurillas usadas como
juguetes hasta ollas de un metro de alto con capacidad de 30 litros. Los comales
165
Figura 65. Actualmente Zipiajo es conocido por sus ollas de gran tamaño, que son elaboradas sin horno y
por eso suelen estar manchadas de humo, lo cual les da una apariencia “rústica” (fotografía de Teddy
Williams).
Figura 66. En Zipiajo la arcilla negra suele colarse con una red o fibra (en este caso se usa una bolsa de
malla de plástico), para eliminar las impurezas como piedras pequeñas, ramas, etcétera (1995).
Las artesanas de Zipiajo usan dos tipos de arcilla, una roja y otra negra; la
primera es para ollas y comales y se extrae de las tierras comunales del pueblo. La
arcilla negra usualmente se tiene que cernir con una red fina (puede ser una bolsa de
166
fibras de plástico) para eliminar las impurezas como pequeñas piedras, ramitas, etcétera
(Figura 66). Una vez cernido el barro se mezcla con arena burda color negro (de
probable origen volcánico) que sirve como desgrasante. La leña la consiguen los
hombres cuando van a realizar sus labores al campo, pero a veces las mujeres prefieren
recolectar excremento de vaca o pequeñas ramas para usarlas como combustible. Hay
un pasto largo llamado tzurumuta que crece a las afueras del pueblo y se caracteriza por
encenderse rápidamente y arder de manera lenta, por lo que es un combustible muy
eficiente (Moctezuma 1998: 92, 97).
Figura 67. La forma final de la vasija se consigue construyéndola manualmente de la base hacia arriba
(según Moctezuma 1998: p. 100).
Dado que los moldes no se emplean aquí, el proceso de formación de las vasijas
es bastante diferente de lo que vimos en Teponahuasco y en Huáncito. El primer paso
consiste en mezclar la arcilla con el desgrasante y agua, para hacer una pasta con la que
se da forma a la vasija, construyéndola de la base hacia arriba (Figura 67) y luego se
alisa con un olote húmedo (Figura 68). De acuerdo con la información recabada por
Ramírez hace un cuarto de siglo (1990: 6), hay dos métodos para dar forma a la olla: (1)
se hace un “rollo” de barro y sus extremos se juntan en forma de “dona”. Las paredes de
la vasija se van formando a mano, hasta que asemeja un cilindro hueco al que se le
añaden gradualmente pedazos de arcilla para aumentar su altura. (2) Dos placas
rectangulares de barro se paran una frente a la otra y se van uniendo lentamente a mano.
El grosor inicial de estas placas es de unos 5 o 6 cm, pero se van haciendo más delgadas
al irse haciendo las placas más altas. En ambos métodos el proceso de formar la vasija
termina cuando la artesana alisa la arcilla con un olote.
167
Figura 68. Esta artesana está alisando una vasija con un olote húmedo para darle una superficie lisa y
uniforme (según Moctezuma 1998: p. 100).
Figura 69. Una vez que se ha conseguido la forma de la vasija se usa una piedra de río de grano fino para
alisar la parte exterior (1995).
paredes más delgadas. Finalmente, la pieza se alisa con una piedra de río para darle una
superficie uniforme que ayuda a la mejor cocción durante la quema final (Figura 69).
La extracción de arcilla es más difícil en la época de lluvias, porque está mucho
más pesada por el exceso de humedad, así que es más trabajo transportarla a la casa de
las artesanas (Ramírez 1990: 5). El tiempo que se necesita para secar las piezas depende
de la temporada del año; en la época de secas se dejan secando por unos 13 días antes de
cocerlas, pero en lluvias se requiere de por lo menos 22 días en promedio. Durante un
día de trabajo una artesana típicamente puede hacer una olla grande, cinco ollas de
tamaño mediano, o diez pequeñas (Ramírez 1990: 7-8).
Las artesanas usan un instrumento de hierro con filo (un fragmento de la hoja de
una sierra mecánica) para raspar el fondo y las paredes interiores de las ollas hasta que
queden del grosor apropiado. Este es un proceso laborioso que requiere considerable
inversión de tiempo para ir raspando el bloque de barro. El conjunto de herramientas o
assemblage es bastante sencillo: olotes de mazorca, piedras de pulir y la herramienta de
metal mencionada arriba (Figura 70).
Figura 70. El conjunto de artefactos (o assemblage) usado por las alfareras de Zipiajo es bastante sencillo;
consiste en olotes, piedras para pulir y una herramienta de metal improvisada (1995).
la capa de ceniza (Figuras 74 a-b), y se enciende un pequeño fuego (con una astilla de
ocote) dentro de cada olla para secarla completamente antes de quemarla. Las ollas se
rodean de leña y se cubren con comales para preparar la quema (Figura 75). En seguida
las vasijas y los comales se cubren con el pasto llamado tzurumuta y estiércol de burro,
ocote (madera de pino con resina), olotes y más leña (Figura 76). El fuego arde entre
unos 30 minutos y una hora, según la forma y el tamaño de las piezas. En algún
momento durante la operación de cocción se pone ceniza encima de las ollas apiladas
cubiertas de pasto, probablemente para mejorar la retención de calor (Figura 77). Las
alfareras tienen un sentido muy desarrollado para calcular la temperatura alcanzada
durante la cocción, lo cual es importante porque les permite retirar las piezas en el
momento correcto y evitar quemarlas demasiado (Figura 78).
Figura 71. En Zipiajo las vasijas se cubren con un engobe de charanda (que les cambia el color de gris a
café) antes de la cocción (1995).
Figura 72. Antes de quemar las vasijas la leña tiene que prepararse, cortándola en trozos pequeños con el
hacha (1995).
(a)
(b)
171
(c)
Figura 73. El primer paso en el proceso de cocción de la loza es preparar el área, para lo cual hay que
barrerla (a) y luego cubrirla con ceniza reciclada de quemas anteriores (b y c) (1995).
(a)
(b)
Figura 74. Las vasijas deben colocarse en la manera apropiada sobre la capa de ceniza (a). Después se
enciende un fuego pequeño (con una astilla de ocote, madera de pino con resina) dentro de cada olla para
secarla completamente antes de iniciar la cocción (b) (1995).
172
Figura 75. Las vasijas se acomodan cuidadosamente en el área de cocción, rodeadas de leña y cubiertas
por comales para proceder a quemarlas (1995).
Figura 76. Las vasijas y comales se cubren con un pasto largo llamado tzurumuta, así como excremento
de vaca y de burro, ocote, olotes y leña (1995).
173
Figura 77. En algún momento durante la cocción se pone una capa de ceniza sobre las vasijas apiladas,
presumiblemente para mejorar la retención de calor (1995).
Figura 78. Las artesanas tienen un sentido muy desarrollado del calor alcanzado por la estructura de
cocción, lo cual es indispensable para asegurar que las piezas se retiren en el momento apropiado (1995).
Figura 79. Los comales hechos en Zipiajo son buscados en toda la región, pues son inigualables para
hacer tortillas (1995).
para vender en las más importantes ferias de artesanías regionales, como el Día de
Muertos en el Lago de Pátzcuaro o el Domingo de Ramos en Uruapan. Con el paso del
tiempo, las ollas decorativas conocidas como cocuchas (Figura 81) se hicieron famosas
y llegaron a convertirse en prácticamente el sustento de los artesanos locales, gracias a
todos los turistas que las compraban. Poco a poco las alfareras dedicaron más tiempo a
la elaboración de estos bienes suntuarios.
Figura 80. Cocucho es famoso por sus vasijas de gran tamaño, conocidas como “cocuchas” (fotografía de
Patricia Moctezuma).
Moctezuma (2001: 367-368) reporta que para hacer una vasija en Cocucho se
necesitan tres pasos: formado, decoración y cocción, cada uno con sus fases
secuenciales. Las alfareras aquí utilizan principalmente objetos improvisados para hacer
sus herramientas, incluyendo cosas que se desechan en la casa y utensilios reciclados
del trabajo forestal o agrícola. Como sus contrapartes en Zipiajo, usan olotes para alisar
y pulir las vasijas, pero también trapos, piedras lisas y bolsas de plástico, entre otros
materiales. Las paredes de las vasijas de barro todavía fresco se rebajan usando un
cuchillo de metal o “raspador” unido a un mango de madera largo. Este último es
176
necesario porque el raspador tiene que llegar hasta el fondo de las ollas, y muchas
miden un metro o más de altura. Como vimos en el caso de Zipiajo, las hojas recicladas
de las sierras mecánicas se usan para “rebajar” la arcilla.
Figura 81. Las cocuchas tienen un papel importante dentro de la economía local, gracias a que mucha
gente las compra con fines decorativos o suntuarios (fotografía de Teddy Williams).
Las materias primas usadas para hacer las ollas en Cocucho incluyen una arcilla
negra encontrada en fuentes cercanas, así como tierra de origen volcánico que es traída
por los esposos de las artesanas de cerros cercanos (a una distancia de unos 45 minutos
caminando). Las ollas para cocinar se cubren con una capa de charanda, mientras que
las vasijas suntuarias de gran tamaño pueden tener dos acabados diferentes: charanda o
una sustancia llamada machigua, una mezcla amarilla-blanca de maíz con agua con la
que se salpica la superficie con una brocha después de la cocción (Moctezuma 2001:
369).
Una vez que la arcilla se ha preparado añadiendo el desgrasante y amasándola
(Figura 82), la alfarera empieza el proceso de construcción, mismo que Moctezuma
describe en detalle (2001: 374). La fabricación de una cocucha grande es diferente de la
de una vasija funcional de dimensiones pequeñas, por ejemplo una olla para cocinar,
porque el gran tamaño representa un desafío (ver la discusión en Moctezuma 2001). El
fondo de la pieza se hace a mano, después se deja secar durante un día envuelto en un
rebozo. La mañana siguiente la superficie se pule con un olote, y una vez que la arcilla
está seca la artesana empieza a adelgazar las paredes con el cuchillo, mientras se da
forma a la boca con la navaja de la sierra. La parte superior de la olla se hace añadiendo
rollos de arcilla manualmente (Figura 83) hasta alcanzar la altura deseada (Figura 84)
177
y se pule de nuevo con un olote (Figura 85). Cuando ambas mitades están listas se
juntan (Figura 86) y la olla está prácticamente lista para quemarse.
Figura 82. El proceso de elaboración de una cocucha inicia con la preparación de la arcilla: la artesana
primero añade desgrasante, y después amasa la pasta en una esquina de su casa (según Moctezuma 2001:
Figura 4).
Figura 83. La parte superior de la vasija se hace añadiendo rollos de arcilla a mano (según Moctezuma
2001: Figura 6).
178
Figura 84. La artesana sigue construyendo la cocucha hasta que la vasija es más alta y se acerca a la
forma final (según Moctezuma 2001: Figura 8).
Debido a su gran tamaño no es fácil quemar estas cocuchas, así es que hay que
hacerlo una por una. Primero hay que escoger el área apropiada para la operación de
cocción dentro del solar de la casa (Moctezuma 2001: 375), después se hace una “cama”
con pedazos de madera seca y olotes, en donde la olla se coloca cuidadosamente
(Figura 87). Acto seguido se cubre la pieza con leños en posición vertical y estos se
encienden. Las artesanas deben ser muy cuidadosas de factores como la dirección y
fuerza del viento para lograr una flama constante y una quema apropiada. El viento, la
humedad y otros factores externos determinan el tiempo que dura la operación de
cocción, usualmente entre 35 y 60 minutos. Es frecuente que se necesiten dos alfareras
para llevar a cabo esta delicada operación, que involucra mantener a la olla fija en su
sitio con ayuda de palos largos (Figura 88). Al terminar la quema se retira la olla con
mucho cuidado (Figura 89). A veces las vasijas salen con manchas causadas por el
humo y por la quema dispareja, pero esto es parte del “aspecto rústico” de las piezas que
son en gran medida de uso suntuario y como decoración. Una vez terminada la cocucha
la artesana la retira, cargándola sobre la espalda (Figura 90). Es evidente que esta
179
artesanía requiere no sólo conocimientos técnicos, sino también una buena cantidad de
fuerza física.
Figura 85. Para logar una superficie lisa y pareja es necesario alisar las vasijas frescas con un olote (según
Moctezuma 2001: Figura 9).
Figura 86. Una vez que se alcanza la altura deseada, las dos mitades de la vasija están listas para unirse, y
la pieza está prácticamente lista para quemarse (según Moctezuma 2001: Figura 10).
180
Figura 87. Por el tamaño tan grande de las cocuchas, quemarlas es todo un desafío para las alfareras, que
las ponen en el fuego una por una (según Moctezuma 2001: Figura 15).
Figura 88. Con frecuencia dos artesanas colaboran para quemar una olla, pues esta es una operación
delicada que requiere mantener a la pieza fija en su lugar con ayuda de unos palos largos (según
Moctezuma 2001: Figura 18).
Robert C. West reportó que a fines de los años cuarenta “las mujeres de Cocucho
[hacían] grandes ollas con paredes gruesas… ampliamente distribuidas en toda la sierra
como recipientes para cocinar tamales”. También se producía la tunúchi, una olla de
fondo plano usada para guardar las tortillas. West pensaba que la producción de estas
ollas se estaba abandonando lentamente, pues en 1946 solamente había diez mujeres en
Cocucho que las hacían, mientras que en 1841 se producían en casi todas las casas de la
comunidad (West 2013: 137). Aparentemente el paso del tiempo ha demostrado que
West estaba equivocado al pensar que la elaboración de cocuchas iba a desaparecer,
181
Puesto que son muy populares actualmente como elementos decorativos en Michoacán
y en otras partes de México.
Figura 89. Una vez finalizada la quema, las artesanas retiran la pieza con mucho cuidado. Es frecuente
que las ollas salgan de la lumbre con manchas debidas a la cocción poco uniforme, pero esto es parte del
“atractivo rústico” de estas piezas, que son en gran medida de uso suntuario y decorativo (según
Moctezuma 2001: Figura 19).
Figura 90. Una vez que las artesanas han terminado de quemar la cocucha, ésta es transportada sobre la
espalda. Esta artesanía requiere no sólo de un gran conocimiento técnico, sino también de bastante fuerza
física (según Moctezuma 2001: Figura 19).
182
Implicaciones arqueológicas
Cuando visité Zipiajo por primera vez (en 1995) y tuve oportunidad de observar una
operación de cocción quedé fascinado, pero a la vez no era muy optimista sobre
encontrar correlatos materiales de la producción de alfarería, lo cual era lo que yo estaba
buscando. En particular, la falta de hornos me hizo pensar que habría pocas huellas para
que un arqueólogo pudiese suponer que se había elaborado cerámica en alguna de las
unidades domésticas de esta comunidad.
Este problema ha sido abordado por varios arqueólogos desde el tiempo de mi
primera visita a Zipiajo. Una aportación importante para el tema de la visibilidad
arqueológica de actividades alfareras es la de Luis Barba, quien me hizo los siguientes
comentarios: “en primer lugar el calentamiento de la superficie modifica las
propiedades magnéticas y son reconocibles usando un magnetómetro. Además la
acumulación de cenizas de combustión modifica el pH del terreno y lo vuelve más
alcalino, lo que también se puede medir. La acumulación de los fragmentos
sobrequemados que son desechos de producción también es un buen indicador…”
Según Barba, “Una cosa que está haciendo mucha falta es el registro de datos
cuantitativos… como la temperatura alcanzada, el tiempo transcurrido, la cantidad de
materia prima y de producto terminado, la cantidad de combustible, etcétera…” (Luis
Barba, comunicación personal, 22 de agosto, 2016). Así pues, estas son algunas de las
pistas que habría que buscar en campo.
A lo anterior podemos agregar información publicada por Shepard en 1956
(1980: 74): “la cocción es la prueba inevitable e inexorable a la que el alfarero debe
someter el producto de su pericia y paciencia. Hasta este momento la arcilla cede ante
su voluntad; el alfarero(a) le da forma a voluntad… Pero para conservarla y usarla, debe
confiarla al fuego, donde no puede decidir si será una cosa digna de orgullo o un
montón de tiestos para la basura. Es entendible que la tarea de quemar genere recelo y
ansiedad…” Sobre la costumbre de cocer vasijas sin horno, Shepard dijo lo siguiente:
“En vista de lo sencillo que es construir un horno de tiro vertical, es sorprendente que
los métodos burdos e improvisados de quemar fueron tan difundidos entre los alfareros
183
anteriores al torno, y los hornos permanentes tan escasos. Ante la falta de [estos
últimos], el alfarero quemaba en un pozo o bien rodeaba las vasijas con combustible
sobre el suelo, subiendo las piezas sobre rocas o una parrilla” (p. 75). Esta descripción
coincide aproximadamente con los ejemplos tarascos que hemos discutido, pero desde
un punto de vista un poco más técnico Shepard dijo que los artesanos así llamados
“primitivos”
… no tienen manera de comparar los valores de calor de diferentes
combustibles, pero sí pueden observar si un combustible en particular tiene
flama limpia o con hollín, si quema silenciosamente o con tronidos, si se
destruye o mantiene su forma y conserva el calor después de que la flama se ha
extinguido… La duración del tiempo que un combustible arde depende de la
proporción de material volátil que contiene, la densidad del carbón, y el tipo de
ceniza que se forma. La ceniza de ciertos tipos de madera actúa como cubierta
aislante sobre el carbón, y así sirve para reducir el ritmo de combustión y
prolongar la quema… El combustible fino como el pasto… se consume
rápidamente, dando calor pronto y requiere renovarse con frecuencia; otros
combustibles, como la madera de roble, arden más lentamente y no hay que
renovarlos tanto… (Shepard 1980: 77).
fuera a través del… arco o cúpula del horno… Las temperaturas máximas que se
alcanzan son 900-10000 C. Los combustibles se introducen al fogón localizado
en la cámara de “quemado” en la que se apilan las piezas de cerámica (con o sin
elementos refractarios). El horno de tiro vertical independiente tiene una
plataforma con perforaciones [parrilla] que actúa como piso de la cámara para
dejar que el calor y las flamas penetren desde el fogón hacia la cámara… El
calor y los gases escapan por una chimenea o tubo en la parte superior del horno
o por una boca abierta que cuenta con cubierta temporal (tiestos grandes,
ladrillos sueltos, lámina de metal, etc.) El horno abierto en la parte de arriba
facilita la carga y descarga y es común entre los alfareros tradicionales (así
llamados “campesinos”)… (Kolb 1996: 104).
En este sentido, hemos visto que el consumo de combustible en los hornos y las
cocinas de Huáncito es considerable (Cuadro 2), y las implicaciones ecológicas de este
hecho se consideran en el Capítulo IV en el contexto de Tzintzuntzan, la capital del
imperio Tarasco, y de otros asentamientos grandes en el área bajo el dominio de los
tarascos durante el periodo Protohistórico.
Tal vez sea demasiado extremo sugerir que la cocción de alfarería a cielo abierto
es más “primitiva” que el uso de hornos, pues hemos visto en esta discusión que en
algunos casos los hornos y las hogueras se usan de manera simultánea (v. gr. la
investigación de Arnold en Veracruz). La decisión del(a) alfarero(a) sobre el tipo de
técnica que se usará en la quema tiene que ver con distintas variables, por ejemplo el
espacio disponible en el lote donde trabaja; la frecuencia con que se elabora loza y los
volúmenes de producción, entre otros factores. En los casos de Zipiajo y Cocucho, la
calidad “rústica” de las vasijas—que se adquiere por la quema a cielo abierto—las hace
elementos inigualables para la decoración, aparte de su propósito utilitario original. Tal
vez valga la pena explorar esta idea con más profundidad en investigaciones futuras.
Comentarios finales
Jeremy Sabloff dijo que hasta fines de la primera mitad del siglo XX muchos
arqueólogos todavía “estaban preocupados principalmente con el desciframiento de la
función de los artefactos, y con ubicarlos en el tiempo y el espacio...” Pero actualmente
“los objetivos de la arqueología… son mucho más ambiciosos...” Ahora se pretende
“explicar el proceso de cambio cultural a través de periodos largos...” Según Sabloff,
185
etcétera) para hacerlos caber dentro de los criterios específicos de una perspectiva
cerámica. Según Weigand (1995) esto es nada menos que “reduccionismo empírico” y
es contraproducente porque nuestra base de datos arqueológicos es bastante limitada e
incompleta.
Siguiendo con las ideas de Weigand, los arqueólogos a veces crean “provincias
cerámicas”, luego las llaman “culturas” y las manipulan como si fueran entidades
sociales. Esto simplemente no debe hacerse, puesto que no es válido ni lógico. En el
mejor de los casos no puede ser nada más que una simple historia del arte;
definitivamente no es arqueología antropológica. Este enfoque “ceramocéntrico” ha
dañado seriamente nuestra capacidad de entender el pasado, según Weigand (1995: 13).
Al tomar en cuenta factores ecológicos, incluyendo los patrones climáticos que
funcionan como agentes limitantes en varias regiones donde se produce cerámica,
hemos intentado demostrar cómo el trabajo etnoarqueológico puede abrir nuevos
caminos para la investigación en el occidente de México y en otras áreas de
Mesoamérica y fuera de ella, que no dependerían de un enfoque normativo.
El segundo caso de estudio presentado aquí fue realizado en Huáncito, donde la
manufactura de alfarería es el sostén para la mayoría de la gente. En esta sección vimos
cómo se organiza el trabajo en el nivel de la unidad doméstica, discutiendo la obtención
de arcilla, la manera en que ésta se transforma en vasijas de muchos tipos y formas en
los talleres domésticos, y el impacto ecológico de la cocción en el horno usando leña de
los cerros cercanos como única fuente de energía. Otro aspecto de mi investigación en
Huáncito tiene que ver con los procesos de cambio y persistencia dentro de una
tradición cerámica.
La discusión de hornos y de sus requerimientos de combustible sería menos
pertinente para la arqueología si no tuviéramos evidencia del horno de alfarero en
Mesoamérica prehispánica. Pero de hecho tenemos bastante información arqueológica
para probar la existencia de hornos antes de la llegada de Colón, como discuto en este
capítulo. Las excavaciones realizadas recientemente por De Lucia (2013) en Xaltocan,
una aldea antigua en la cuenca de México, han producido evidencias de varias
actividades de subsistencia llevadas a cabo en una unidad doméstica, incluyendo áreas
de cocción donde se elaboraban vasijas de barro (ver la Figura 62 arriba).
Un aspecto de mi trabajo en Huáncito que también está orientado hacia la
arqueología tiene que ver con el uso del espacio en las unidades domésticas y la
“visibilidad arqueológica” de la manufactura de objetos de barro en el contexto de lo
187
superficie del piso de una casa y así pueden identificarse químicamente en una situación
arqueológica. Diferentes actividades dejan residuos químicos distintivos, y los restos de
actividades antropogénicas son similares en muchas culturas.
En su investigación en Xaltocan, De Lucia integró el análisis de micro-artefactos
con estudios de química de suelos y un estudio contextual de restos mayores in situ, y
además consultó las fuentes etnohistóricas a fin de identificar un rango más amplio de
actividades de producción. Esto le permitió considerar la manera en que se organizaba
la producción doméstica a nivel de una casa y compararla con otras dentro del
asentamiento. Los métodos que empleó para identificar actividades en entornos
domésticos incluyeron la flotación de restos de la excavación y la obtención de muestras
de suelo para realizar análisis químicos, que buscaban definir “elementos traza usando
espectrometría inductiva de plasma de emisiones atómicas (ICP-AES)”. Estos enfoques
múltiples permitieron identificar varias actividades productivas a nivel doméstico,
incluyendo el procesamiento de pescado y otros recursos acuáticos. La pesca también se
sugiere por tiestos modificados en forma de discos pequeños con muescas, que pudieron
haberse usado como pesas para la red (como los que han documentado Parsons 2006 y
Williams 2014b, 2014c, 2014d). También se encontraron un malacate y varios
artefactos para tejer, los que pudieron haberse empleado para hilar fibras y hacer las
redes respectivamente. Además de procesar el pescado, otra actividad presente en este
sitio es la producción de tortillas, como indica la presencia de calcio o de cal apagada,
utilizada para hacer el nixtamal (granos de maíz tratados con una solución de lejía,
hidróxido de calcio o ceniza de madera) que servía para hacer tortillas, tamales y otros
platillos de la dieta mesoamericana. Un área del sitio estaba densamente cubierta de
ceniza, lo cual sugiere que la preparación de alimentos pudo haber tenido lugar ahí,
mientras que en otra área se pudieron haber elaborado petates (esteras) de tule, como
sugiere la presencia de piedras usadas para aplanar los tallos de esa planta (De Lucia
2013: 358-359), como las reportadas por Williams (2009a, 2014b, 2014c) en zonas
acuáticas de Michoacán.
La investigación de De Lucia y de otros autores mencionados aquí demuestra la
manera en que el trabajo etnoarqueológico desarrollado entre artesanos debe
complementarse con otras líneas de evidencia siempre que sea posible. Un buen
ejemplo de esto es el estudio de trazas químicas y microrestos en hogares prehispánicos,
como se discute a continuación. Barba (2016: 71) dice que el análisis de manchas y
residuos en el suelo permite al arqueólogo identificar un gran número de actividades
189
que tuvieron lugar dentro de las casas. Los pisos hechos de tierra apisonada, como los
que había en las viviendas mesoamericanas, muestran patrones de desgaste diferencial,
y pueden conservar durante muchos años los residuos de sustancias que se derramaron
accidentalmente. Barba (2016: 72) llevó a cabo un estudio etnoarqueológico en varias
casas contemporáneas en San Vicente Xiloxochitla, en el centro de México, en donde
pudo observar que los espacios domésticos (suelos) usados para preparación y consuno
de alimentos estaban enriquecidos por materiales orgánicos con mayor intensidad que el
resto de la casa. En contraste, las zonas dedicadas al tránsito, descanso y
almacenamiento mostraban menor cantidad de residuos que las primeras. Esta
perspectiva se usó para interpretar los hallazgos de excavaciones arqueológicas en el
sitio prehispánico de La Laguna, Tlaxcala. Ahí se excavaron dos fogones, uno que
aparentemente se usó para preparar alimentos, mientras que el otro fue una estructura de
combustión pequeña, de forma circular y semi subterránea, usada para preparar
barbacoa o agave. A través del estudio de residuos químicos preservados en los pisos y
en otros restos del entorno construido en las casas prehispánicas, los arqueólogos y
otros especialistas pueden reconstruir la vida de la gente del pasado y recuperar
información arqueológica que de otra manera pasaría desapercibida. Sin embargo, dado
que este tipo de restos microscópicos de naturaleza arqueológica y química son
invisibles e intangibles, no pueden registrarse con las técnicas arqueológicas
tradicionales (Barba 2016: 75).
Es importante señalar que en años recientes los proyectos arqueológicos de
mayor éxito han usado información etnoarqueológica y etnohistórica, junto con
excavación, prospección de superficie y otros enfoques para complementar su
investigación. Hay muchos ejemplos de cómo la etnoarqueología puede contribuir a la
interpretación arqueológica de una manera inigualable. En este capítulo discutí varios
aspectos de la tecnología de cocción en la tradición alfarera de Mesoamérica; primero
vimos los hornos prehispánicos, después dos ejemplos de manufactura de vasijas de
barro en el área tarasca que han sobrevivido a través de los siglos sin el uso de hornos
ni de moldes. Estas observaciones de distintas maneras de trabajar la arcilla son muy
útiles como fuentes de información que pueden mejorar nuestro entendimiento de un
aspecto importante de la cultura tarasca, tanto antigua como contemporánea.
190
CAPÍTULO IV
LA CERÁMICA TARASCA COMO RECURSO ESTRATÉGICO
EN EL PERIODO PROTOHISTÓRICO
sostenidas por el tributo de los plebeyos” y que además tenían “mercados para la
distribución local de bienes. Estos rasgos son comunes para las sociedades complejas,
como estados y cacicazgos avanzados” (Evans 2004a: 427).
En el periodo Postclásico en toda Mesoamérica “se fundaron o reestablecieron
sistemas políticos pequeños e independientes… Estos frecuentemente eran ciudades-
estado, que consistían en una comunidad urbanizada y sus territorios circundantes,
incluyendo aldeas de agricultores. En cualquier región estos pequeños estados se
parecían entre si, aprovechaban los mismos tipos de recursos y tenían los mismo tipos
de organización política y social” (Evans 2004a: 428). La mayoría de estos sistemas
políticos tenían una dinastía gobernante, y varias familias de la elite formaban una clase
privilegiada con influencia que rebasaba las fronteras políticas de sus dominios.
Fue dentro de este escenario cultural que los cacicazgos y estados subieron al
poder durante el periodo Postclásico en una de las regiones de mayor tamaño (que a la
vez es una de las menos conocidas) de Mesoamérica: el occidente de México. A
continuación vamos a discutir este capítulo de la historia de nuestra región de interés.
ya habían dejado de utilizarse desde varios siglos atrás y una nueva tradición puede
observarse en el área de Jalisco-Colima-Nayarit. De hecho, estas fuertes influencias del
centro de México aparecen en el occidente durante el siglo VII, si no es que antes
(Meighan 1976: 161), y se caracterizan principalmente por la introducción de conjuntos
de montículos y plazas planificados y orientados hacia las direcciones cardinales.
En varias zonas del occidente durante el periodo Postclásico es común encontrar
cerámica con los elementos estilísticos de la tradición Mixteca-Puebla. Este hecho es
señal de una influencia (a partir de 900 DC) que pudo haber sido en parte religiosa, en
parte militar y en parte mercantil, que surgió en el centro de México. Aunque no se
puede hablar de un “imperio”, la cerámica, la iconografía, los patrones comunitarios y la
mayoría de los objetos manufacturados revelan la influencia del Altiplano central
(Meighan 1974: 1259). Para Nicholson (1982: 229) la tradición Mixteca-Puebla es un
“horizonte-estilo”, pues tiene una distribución temporal limitada, una difusión espacial
amplia así como una complejidad estilística y atributos generales únicos. La tradición
Mixteca-Puebla es un fenómeno de todo el mundo mesoamericano, que está presente
desde el norte de México hasta Nicaragua (Nicholson 1981: 253; cfr. Nicholson y
Quiñones Keber 1994).
Uno de los ejemplos mejor conocidos de presencia Mixteca-Puebla en el
occidente es el complejo Aztatlán de Guasave, Sinaloa. De acuerdo con Gordon
Ekholm, “considerando simplemente el número de rasgos compartidos entre la cultura
del complejo Aztatlán de Guasave y las varias culturas del centro de México, no puede
haber duda de la filiación cultural entre ambas áreas” (Ekholm 1942: 126). Otros
ejemplos de estilos cerámicos con parecidos al Mixteca-Puebla fueron encontrados en
Chametla (Kelly 1938: Figuras 1 y 8) y Culiacán (Kelly 1945: Figuras 19-37 y Láminas
1, 2, 4), ambos en el estado de Sinaloa. Durante el Postclásico temprano, los rasgos
Mixteca-Puebla “estaban siendo transmitidos hacia el occidente de México a lo largo de
una ruta bien organizada, vía las cuencas de los ríos Lerma y Santiago. La antigüedad
de esta ruta se pudo haber remontado hacia 600 DC, y su inicio pudo haber estado
relacionado con la aparición de la metalurgia en la costa occidental” (Publ 1986: 26).
Charles Kelley menciona la existencia de una “ruta del cobre” que indicaría la
explotación sistemática y la distribución de este metal junto con turquesa, algodón,
textiles, plomo, estaño, pericos y probablemente oro (Kelley, manuscrito inédito citado
en Publ 1986: 46-47; véase también Kelley 2000).
194
Figura 91. Mapa parcial del occidente de México mostrando los principales lagos y ríos. Las áreas
sombreadas indican las cuencas lacustres, incluyendo los principales sitios arqueológicos: (1) Capacha;
(2) Chupícuaro; (3) El Opeño; (4) Ihuatzio; (5) Loma Alta; (6) Loma Santa María; (7) Pátzcuaro; (8)
Queréndaro; (9) Teuchitlan/Etzatlán; (10) Tinganio; (11) Tres Cerritos; (12) Tzintzuntzan; y (13) Urichu
(mapa base adaptado de Tamayo y West 1964: Figura 4).
Alrededor de esta misma época (de ca. 1200/1300 hasta la invasión española) se
desarrolló el periodo II de la metalurgia en el occidente. Tanto el conocimiento técnico
como el repertorio de los metalurgistas se expandieron grandemente; empezaron a
experimentar con una variedad de aleaciones de cobre, incluyendo bronce de cobre-
estaño y de cobre-arsénico, aleaciones de cobre con plata y con oro, y mezclas ternarias
de cobre-arsénico-estaño, cobre-plata-oro, y otras. Las mejoradas propiedades físicas y
mecánicas de estos nuevos materiales permitieron a los artesanos refinar y rediseñar los
artefactos que antes se habían hecho en cobre. También se explotaron y procesaron
196
nuevos minerales, y se inventaron nuevas técnicas para extraerlos de las menas. Este
complejo tecnológico posteriormente fue exportado a varias regiones de Mesoamérica
(Hosler 1994: 127).
Durante la prospección arqueológica de la cuenca de Sayula, Jalisco (Valdez et
al. 1996a; Ramírez et al. 2005), se localizaron más de 60 sitios con acumulaciones
significativas de restos prehispánicos, además de otros tantos con vestigios dispersos de
actividades. Estos sitios probablemente reflejan el patrón de asentamientos
generalizado, así como áreas específicas de activad y tránsito (Valdez 1994: 28-29). En
la cuenca de Sayula se encuentra uno de los mayores yacimientos de sal dentro de las
tierras altas de Mesoamérica. En la época colonial, como probablemente sucedió en
tiempos prehispánicos, este fue el recurso más importante de la región, aunque en la
cuenca existen igualmente depósitos de cobre, oro y plata, que pudieron haberse
explotado antes de la Conquista (Valdez y Liot 1994: 289). La abundante producción
salinera de esta región probablemente no fue toda para el consumo local, sino que fue
exportada a otras regiones del Occidente, como la cuenca de Pátzcuaro (Williams 2003,
2015).
El Postclásico temprano también se ha identificado en otras áreas del occidente
de México, como la cuenca del Río Balsas, donde está asociado principalmente con
figurillas tipo Mazapa, que podrían definir un “horizonte tolteca”. La presencia de
objetos de cobre en abundancia indica una importante industria metalúrgica desarrollada
en la región, que pudo haberse originado tal vez desde el Clásico final (Cabrera 1986:
133; cfr. Hosler 2004). Para el Postclásico había una numerosa población asentada a lo
largo del Río Balsas. Los asentamientos más grandes se establecieron en el delta,
mientras que en los lugares limitados por el encajonamiento del río y por la sierra, no se
desarrollaron grandes centros de población, sino que los sitios son irregulares o lineales
a lo largo del río. Políticamente, algunos núcleos de población dependían de otro mayor,
y por su ubicación se piensa que había sitios que regían a otros menores, los que podrían
ser sus tributarios. Finalmente, los edificios de carácter ceremonial son basamentos
rectangulares formados por piedras y rellenos de tierra; entre ellos abundan los de
carácter funerario, probablemente para el uso de la comunidad (Cabrera 1986: 134-137).
Según Helen Pollard (2009), durante el periodo Postclásico ocurrió una
importante transformación entre las poblaciones de las tierras altas del centro de
Michoacán. Por primera vez varias comunidades previamente autónomas se unificaron
políticamente, y la cuenca del Lago de Pátzcuaro se transformó en el núcleo geográfico
197
Figura 92. Mapa del territorio tarasco durante el periodo Protohistórico (ca. 1450-1530 DC), indicando la
extensión del imperio en ca. 1522 y la extensión máxima del territorio bajo control de los tarascos
(adaptado de Pollard 2000: Figuras 5.1 y 6.2).
A principios del siglo XVI una buena parte del occidente de México se
encontraba bajo el dominio político del Estado tarasco, Irechecua Tzintzuntzani, que fue
el segundo imperio más poderoso de Mesoamérica después de la Triple Alianza de los
aztecas (Pollard 1993, 2009). En 1522 el rey (llamado irecha, o cazonci) gobernaba
sobre un dominio de más de 75 000 km2, abarcando la mayor parte del actual estado de
Michoacán y porciones de Jalisco, Guanajuato, Guerrero y Colima (Pollard 1993: mapa
1
Manzanilla (2001: 383) presenta una definición del Estado que incluye lo siguiente: (1) autonomía política, incluyendo a varias
comunidades dentro de un territorio, con un gobierno centralizado que tiene la facultad de exigir impuestos, de reclutar gente para
realizar trabajos o para la guerra y de emitir leyes; (2) estratificación social con un grupo dominante que controla la producción o el
abasto de recursos básicos; (3) organización del poder más allá de los lazos de parentesco, que mantiene el orden de estratificación y
que concentra el poder en pocos puestos claves; (4) acceso diferencial a los bienes estratégicos y presencia de un sistema de toma de
decisiones efectivo y adaptativo para el beneficio de la sociedad mayor.
199
12). El Estado tarasco del periodo Protohistórico (ca. 1450-1530 DC) fue uno de los
sistemas sociopolíticos más fuertemente centralizados de Mesoamérica en esa época. De
hecho, el reino tarasco es un ejemplo de formación estatal que exhibe características
comunes entre las sociedades complejas antiguas: una alta centralización del poder y de
las actividades económicas y una rápida expansión. Sin embargo, esta formación estatal
no puede entenderse fuera de su contexto histórico y ecológico (Pollard 1993: 181). El
área nuclear geopolítica del imperio tarasco se encontraba en la cuenca del Lago de
Pátzcuaro, donde había más de 90 comunidades, con una población total calculada entre
60 000 y 105 000 personas (Pollard 2003).
En algún momento alrededor del año 1440, se dieron los primeros pasos para
consolidar las conquistas militares y producir un Estado tributario (Pollard 1995); esto
implicó la creación de una burocracia administrativa y la asignación a los miembros de
la nobleza de los territorios recién conquistados. En las siguientes décadas el Estado
realizó una expansión militar que conquistó y anexó la porción central de Michoacán
para beneficio de la elite gobernante (Pollard 2003, 2009).
David Haskell (2013) ha estudiado un documento de la época colonial llamado
“La memoria de don Melchor Caltzin” (escrito en ca. 1543), que presenta una narrativa
sobre la consolidación del Estado tarasco en la cuenca de Pátzcuaro en el siglo XVI.
Según Haskell, “la Memoria es útil… porque sugiere los factores que pudieron haber
sido importantes para la adquisición y consolidación del poder en el reino tarasco…” En
este documento “vemos que la relación entre [el] rey Tzitzispandáquare… y los
mercaderes hablantes de náhuatl fue importante para que el rey subiera al poder… y
para afianzar su dominio para sí mismo y para sus descendientes en Tzintzuntzan”
(Haskell 2013: 657-658).
Para principios del siglo XVI el Estado tarasco había alcanzado una alta
centralización política y un control casi absoluto sobre su territorio. La administración
central del Estado estaba localizada en Tzintzuntzan, la ciudad capital, donde el rey
tenía su corte, y desde donde administraba justicia y recibía a los emisarios de fuera de
su territorio. La corte incluía miembros de la nobleza tarasca en una serie de cargos
organizados jerárquicamente. Debajo de esta corte real se encontraba una numerosa
burocracia formada tanto por miembros de la nobleza como por plebeyos (Pollard
2003).
La “nación” tarasca estaba dividida en dos grupos principales: por una parte la
“nobleza” que consistía en dos familias interrelacionadas, miembros del linaje real, y
200
por otra parte el pueblo. Dentro de la nobleza había varios estratos: administradores
civiles, diferentes tipos de artesanos, y probablemente un grupo de mercaderes
profesionales (Beltrán 1982: 79). En la cúspide de la estructura sociopolítica tarasca
estaba el irecha o rey con su corte. El palacio real era el centro de actividades y punto
focal de las redes tributarias y de los sistemas de redistribución. La nobleza parece
haberse dividido en dos segmentos: aquellos que servían en la corte del irecha, y los
administradores del sistema tributario.
En segundo lugar estaba el “capitán general para las guerras” que organizaba las
campañas militares del irecha. En tercer lugar estaba el sacerdote principal o petámuti,
quien tenía muy alto status dentro de la sociedad tarasca (Beltrán 1982: 84-85). Puesto
que el palacio era el centro de las actividades fiscales del reino, el cargo de ocambecha,
recolector general de tributos, era muy importante, pues este funcionario supervisaba el
pago de impuestos de cada barrio. Aparte de todos estos funcionarios, había cuatro
señores destacados –que pueden haber sido parientes del irecha—que administraban el
reino, que estaba dividido en otras tantas provincias. La corte incluía otros señores,
llamados achaecha, quienes frecuentemente acompañaban al irecha y pueden haber sido
sus parientes directos, aunque su función dentro del gobierno no es clara. Otro grupo era
el de los guanguariecha, o guerreros. Finalmente, los caracha capacha eran caciques
que el rey nombraba para gobernar los pueblos dentro del territorio; su función principal
era asegurarse del pago del tributo (Beltrán 1982: 85-88).
Entre los motivos que podrían explicar la expansión del imperio tarasco se
encuentra la presión demográfica, ya que la población del territorio durante el periodo
Protohistórico excedía con mucho la capacidad de sustentación de la cuenca de
Pátzcuaro, por lo que hubo que importar alimentos (y otros muchos bienes) a través del
sistema de tributo. El deseo de obtener una gran gama de productos escasos o exóticos
también fue un factor que motivó la expansión del Estado. Entre estos bienes estaban
los siguientes: sal, cobre, oro, plata, cinabrio, chalchihuites (piedras verdes), miel, cera,
cacao, algodón, plumas, pieles, axin, grasas y gomas vegetales, resinas (como el copal),
todo lo cual abundaba en los territorios conquistados (Smith 1996: 139).
El control administrativo se llevaba a cabo a través de una serie de centros, cada
uno con varias comunidades dependientes. Los centros administrativos tenían que
reportar directamente al palacio en Tzintzuntzan, y ellos a su vez tenían bajo su control
pueblos, aldeas y caseríos dispersos. La jerarquía administrativa estaba dividida en
cinco niveles. El poder de la dinastía central estaba ligado directamente a los caciques
201
sino por valor simbólico es claro en estos ‘toldillos’ [mantas]. Es el valor del billete de
nuestros días, que no lo tiene por su material sino por su representación. Es la moneda
en su forma presente…” (p. 176). El citado autor sostiene que “sabido es que por largos
años se siguió usando el cacao como moneda fraccionaria… [Es] difícil dar la
equivalencia de esta moneda con la de los conquistadores… cien granos de cacao [era]
el valor de una canoa de agua… [Las] mantas… eran de 100, de 80 y de 65 cacaos…
La existencia de estos signos monetarios ayuda a entender la forma en que se hizo y
extendió el comercio en grande…” (p. 178).
El imperio tarasco fue parte integral del sistema mundial mesoamericano. Según
Berdan (2003: 93), este sistema “tenía una integración económica que cubría distancias
grandes y atravesaba las fronteras políticas. Con frecuencia esto significaba viajes a
distancias considerables a cargo de comerciantes profesionales que realizaban
transacciones económicas e intercambios matizados por la política, en centros alejados
de su patria”. Berdan menciona que “el uso de dinero se expandió durante el
Postclásico, lo cual indica una necesidad o deseo de facilitar los volúmenes crecientes
de intercambio… varios objetos específicos se convirtieron en medios estandarizados de
intercambio (la cual es una función importante del dinero), como las semillas de cacao,
las mantas de algodón, hachas de cobre o bronce en forma de ‘T’, cascabeles de cobre,
canutos de plumas llenos de polvo de oro, sal, conchas rojas y piedras preciosas
(usualmente de color verde)” (p. 94).
Un punto de vista relevante es el de José Luis de Rojas (1986), quien sostiene
que “la actividad comercial fue fundamental para la economía del México prehispánico,
y se practicó desde los inicios de la civilización… Mientras que el tributo establece una
circulación de bienes en un solo sentido, el comercio lo hace en las dos direcciones,
permitiendo de esta forma la existencia de especialistas de tiempo completo en todas
partes…” De acuerdo con este autor, “el comercio asumió distintas características…
[con] tres modalidades en el intercambio mercantil de productos: los realizados
directamente entre productores y consumidores; los cambios en que intervenían
regatones de la comarca, y el tráfico distante a cargo de los pochteca…”
Distribuidos a lo largo y ancho de toda la geografía mesoamericana había
múltiples “puertos de intercambio [que] se [ocupaban] del comercio a larga distancia,
como algo distinto de las instituciones de mercado, de las que estaba notablemente
separado. El desarrollo del comercio permitió el aumento del poder de las instituciones
203
que lo dominaban. Las necesidades de las ciudades eran satisfechas mediante este
mecanismo. De ello vivían los especialistas…” (p. 225).
De acuerdo con Rojas (1986), “el control político del comercio era necesario
para asegurar el abastecimiento de las ciudades… Dentro de ellas la distribución se
hacía a través del mercado…. Era importante para la distribución de los productos de la
actividad familiar, pero poco relevante para proveer a los grupos dominantes. Sin
embargo, en el mercado se vendían artículos de lujo cuyo costo estaba reservado a la
nobleza…” (p. 226).
La importancia que tuvo el tributo dentro de la economía de los estados
prehispánicos como tarascos y aztecas, sobre todo durante el periodo Protohistórico, no
puede exagerarse. Para Eric Wolf existieron tres modos de producción: el capitalista, el
tributario y el basado en el parentesco (Wolf 1982: 76). Al hablar del modo de
producción tributario, que corresponde a la situación vigente en Mesoamérica a vísperas
de la Conquista, Wolf señala que en el siglo XV las principales áreas agrícolas del
mundo estaban bajo el control de estados cuya existencia se basaba en la extracción de
excedentes de los productores primarios, por parte de gobernantes políticos o dirigentes
militares. En el vértice del sistema estaba una elite gobernante que recibía los
excedentes, controlaba los aspectos estratégicos del proceso de producción, por ejemplo
sistemas de irrigación, y además tenía control sobre algún mecanismo coercitivo, como
podría ser el ejército (Wolf 1982: 80).
De acuerdo con Nigel Davies (1995), “la persona del inca [o emperador] era
exaltada sobre la de los más altos dignatarios; el resto de la sociedad puede…
compararse con la forma de una pirámide. En la cúspide estaba la elite interior… su
estatus era único… vivían en el centro de Cuzco [la capital del imperio]… sólo ellos
tenían derecho de vestir ropa suntuosa… [y] hablaban una forma distinta de quechua…
estaban exentos de pagar impuestos… aunque tenían que dar al rey regalos preciosos…”
(p. 225).
Por su parte, Tom Dillehay (2013) sostiene que en el caso de “las culturas tardías
de los Andes centrales… algunos de los modelos económicos más aceptados aluden a
estrategias sin mercados para la acumulación y distribución de bienes, para el pago de
tributos y recolectar el excedente para almacenarlo y redistribuirlo, y para realizar el
intercambio recíproco entre elites… El excedente derivado de los campos agrícolas…”
(p. 290), así como “la pesca y… la carne y lana de los rebaños no sólo apoyaba a la
economía redistributiva y al intercambio recíproco, sino que también daba a los
sistemas políticos la acumulación de bienes que simbolizaban el poder...” (p. 291).
En la siguiente sección voy a mencionar los aspectos más relevantes del
desenvolvimiento del Estado tarasco como miembro de la tradición cultural
mesoamericana, incluyendo los procesos de la vida urbana en Tzintzuntzan, ciudad
capital del imperio.
207
Áreas residenciales
Estas se identificaron arqueológicamente por la presencia de materiales líticos y
cerámicos, que sugieren actividades ligadas a la preparación, servido o almacenamiento
de alimentos. Las áreas residenciales del tipo I se interpretaron como barrios de la clase
plebeya, habitados por la gente de más bajo status de la ciudad.
Las investigaciones realizadas en otras áreas de Mesoamérica han producido
datos comparativos que ayudan a comprender el urbanismo de los tarascos. Ejemplo de
ello son los sitios de Copilco y Cuexcomate, dos asentamientos aztecas provincianos en
el actual estado de Morelos. En estos sitios las casas eran relativamente pequeñas (con
un área promedio de 15 m2), y estaban construidas con muros de adobe sobre cimientos
de piedra. Cada casa tenía una variedad de incensarios y de pequeñas figurillas de
cerámica relacionadas con rituales domésticos (Smith 1997: 60-61). Estas casas aztecas
pudieron haber sido similares a las de sus contrapartes tarascos.
211
En Tzintzuntzan las áreas del tipo II parecen haberse relacionado con el grupo
social de más alto nivel, incluyendo al rey o cazonci y a su familia. Los palacios reales
de los tarascos seguramente se parecían a los palacios de los aztecas. En las cortes reales
aztecas diariamente convergían cientos de personas, incluyendo visitantes y residentes,
miembros de la familia real, cortesanos y sirvientes. El palacio azteca, llamado tecpan,
combinaba funciones administrativas, residenciales y de corte, así como actividades
relacionadas con el gobierno, la hospitalidad, el ritual y el trabajo cotidiano (Evans
2001, 2004b).
Las áreas de tipo III en Tzintzuntzan se interpretaron como espacios de estatus
intermedio, aunque esto no significa que existía una “clase media” en el sentido
moderno. Estas áreas representan el nivel inferior del grupo de mayor estatus dentro de
la estructura social de la ciudad.
Los estudios realizados en la ciudad de Tula, en el centro de México, nos
presentan datos que son muy útiles para complementar la escasa información existente
sobre el urbanismo tarasco prehispánico. Todas las casas excavadas hasta ahora en Tula
son de forma rectangular, tienen una sola planta y varias habitaciones hechas de piedra
y adobe, con piso de tierra o de aplanado. Las áreas de actividad identificadas dentro de
las casas incluyen cocinas o áreas de preparación de alimentos, áreas para actividades
rituales y cuartos subterráneos para el almacenamiento (Healan 1993).
Finalmente, otra área urbana de Tzintzuntzan, la tipo IV, pudo haber estado
habitada por un grupo étnico extranjero (probablemente otomí o matlatzinca) (Pollard
1993: 34-42). De hecho, no debe sorprendernos que Tzintzuntzan haya tenido una gran
cantidad de residentes permanentes que procedían de otras partes de Mesoamérica, ya
que esto era lo acostumbrado en muchas ciudades durante el Postclásico y periodos
anteriores. En Tenochtitlan, por ejemplo, había un gran número de residentes de otras
partes de la cuenca de México y de otras regiones de Mesoamérica. Entre ellos se
encontraban grupos organizados de artesanos, como los lapidarios de Xochimilco, y los
pochteca (comerciantes a larga distancia) que estaban ligados étnicamente con
poblaciones de la costa del Golfo (Calnek 1976: 288-289). Durante el periodo Clásico,
Teotihuacan también tuvo grandes comunidades de “extranjeros” que procedían de
Oaxaca (y vivían en el “barrio oaxaqueño” de la ciudad), de la costa del Golfo y del área
maya (Millon 1981: 210; Rattray 1979: 62-66).
Los restos arqueológicos de áreas habitacionales hasta ahora encontrados en
Tzintzuntzan han sido bastante pobres, exceptuando las construcciones conocidas como
212
“palacios”, que corresponden a las casas de la elite gobernante (Acosta 1939). Dada la
escasez de restos arqueológicos, debemos basarnos en las fuentes documentales como la
Relación de Michoacán (Figura 93) de mediados del siglo XVI (Alcalá 2008) para
conocer los distintos tipos de viviendas que usaban los tarascos. Entre estas podemos
mencionar las siguientes: (a) palacios: residencias relativamente grandes, con varios
cuartos y un pórtico; (b) casas de un solo cuarto, agrupadas en varios subtipos según el
material de construcción; (c) ranchos, o sea pequeñas chozas circulares construidas de
tules o de otras plantas, donde se pasaba la noche durante las expediciones de cacería en
el monte; (d) trojes, construcciones circulares de un solo cuarto usadas para
almacenamiento; y finalmente (e) las casas de los sacerdotes, que tenían solamente un
gran cuarto y una puerta dividida por postes de madera pintados y esculpidos (Castro
Leal 1986: 64-66).
Figura 93. Ilustración de la Relación de Michoacán que muestra la manera en que se casaban los nobles.
La escena muestra a una pareja de la elite tarasca dentro de un palacio con muchos elementos de la
cultura material, incluyendo cerámica fina (adaptado de Alcalá 2008, p. 209).
Áreas de manufactura
En Tzintzuntzan se han descrito tres tipos de áreas de trabajo de lítica (Pollard 1993). El
tipo 1 estaba dedicado a la producción de herramientas, principalmente navajas. En
estos lugares los artesanos hacían artefactos básicos, de uso generalizado, que se
producían y se utilizaban dentro de las áreas residenciales. En los talleres líticos del tipo
2 se elaboraban navajas burdas de obsidiana, así como lascas y artefactos de uso
desconocido que tenían muescas y puntas. También se hacían aquí orejeras, “bezotes”,
cilindros y discos. Finalmente, en los talleres de tipo 3 se encontraron grandes
213
Zonas públicas
La principal zona pública de Tzintzuntzan era la plataforma principal o plaza mayor. En
el centro de esta gran plataforma se encuentran seis construcciones de piedra, conocidas
como yácatas, que estaban dedicadas al culto religioso. Aparte de esta enorme plaza,
hay cuatro sitios identificados como áreas públicas secundarias, que funcionaban como
centros religiosos a nivel local (Pollard 1993).
Ningún área de la antigua ciudad parece haber funcionado exclusivamente en un
contexto político o administrativo. Por ejemplo, los edificios conocidos como las “casas
del rey” tenían una función política, pero también sirvieron como residencia del
monarca y de su corte, aparte de incorporar funciones políticas y religiosas y otras
actividades. Otras áreas públicas mencionadas en la Relación de Michoacán (Alcalá
2008) incluyen las siguientes: la casa de águilas (probablemente reservada para los
guerreros); la cárcel, el zoológico, construcciones para almacenar granos, mantas de
algodón (usadas como unidad de intercambio en Mesoamérica) y otros bienes de
tributo; el juego de pelota, los baños, el mercado y el cementerio.
Entre los aztecas había “parques reales” que se reservaban para el uso de la elite.
En estos espacios había jardines y zoológicos con todos tipos de plantas y animales, así
como construcciones especiales para el juego de pelota y juegos de azar. Otros lugares
especiales incluían construcciones para la observación de eclipses y otros fenómenos
astronómicos, para disfrutar de la poesía, la música y la danza (Evans 2000). En este
sentido, tanto los aztecas como los tarascos estaban compartiendo una tradición urbana
mesoamericana.
Los únicos sectores de Tzintzuntzan que parecen haber sido planificados
deliberadamente son las áreas de función política y religiosa. Con base en la
información arqueológica y etnohistórica (esta última incluye a la Relación de
214
Michoacán y los mapas del período colonial), Tzintzuntzan muestra planificación para
estructuras individuales y para algunas áreas de actividad, pero no para la ciudad en su
conjunto (Pollard 1993: 45-54). Según Marcus (1983), la más simple forma de
dicotomía en el estudio de las ciudades preindustriales es entre las planificadas y las no
planificadas. Las primeras usualmente tienen componentes rectangulares, calles rectas
que forman patrones reticulares y unidades que se repiten siguiendo dimensiones
estandarizadas. El mejor ejemplo de una urbe planificada en Mesoamérica es el de
Teotihuacan, con sus avenidas rectas, las proporciones geométricas y los conjuntos
habitacionales bien organizados (Millon 1981). Este patrón de distribución espacial
también está presente en otros sitios de tierras altas, como Cantona, Puebla, que es “un
asentamiento sumamente concentrado… [sin] población alguna dispersa” (García Cook
2017: 40).
Las ciudades como Tzintzuntzan, que no fueron planificadas, usualmente se
caracterizan por falta de formalidad y por un patrón de crecimiento de tipo radial, a
diferencia del patrón axial de los centros urbanos planificados. Muchas ciudades
mesoamericanas combinaron ambos rasgos, al tener una “ciudad interior” o centro
planificado donde se encuentran las estructuras públicas religiosas o seculares, y una
periferia o “ciudad exterior” que refleja crecimiento al azar en las zonas residenciales
(Marcus 1983: 196). Ejemplos de este tipo de ciudad abundan en el área maya, donde
sitios como Copán se dividen en dos componentes básicos: un núcleo urbano
densamente habitado (dentro de un radio aproximado de 1 km alrededor del centro
donde están los edificios principales) que tiene la mayor parte de los conjuntos
residenciales de elite, y un sector rural o no urbano, en el que la densidad poblacional
disminuye de manera progresiva conforme uno se aleja del centro. Definitivamente no
hay nada que sugiera un patrón reticular para la ciudad de Copán, donde todos los sitios
y barrios muestran distribución al azar (Fash 1991: 155-156).
No obstante la falta de planificación, hay abundante evidencia para la existencia
de barrios en Tzintzuntzan durante el periodo Protohistórico. Estas unidades
probablemente jugaron un papel para la regulación del matrimonio, a la vez que
funcionaron como localidades para realizar actividades religiosas y ceremoniales.
Tzintzuntzan tenía 15 barrios en 1593, cada uno con su propia capilla. En 1945 los
informantes locales podían recordar 13 y señalar la ubicación de 11 de ellos. Sin
embargo, no ha sido posible localizar los barrios del asentamiento prehispánico porque
215
ha existido algo de confusión durante los últimos siglos sobre los nombres originales y
su localización (Pollard 1993: 59).
Tzintzuntzan tenía por lo menos 15 unidades endogámicas con funciones
ceremoniales, donde los artesanos y otros especialistas se localizaban en sus barrios
independientes. De acuerdo con la Relación de Michoacán, había un nivel secundario de
división territorial dentro de la ciudad prehispánica, una subdivisión del barrio que
constaba de 25 casas y que se usaba para la recolección de impuestos, para la
participación colectiva en obras públicas y para la realización de censos (Pollard 1993:
59-60).
Muchas ciudades mesoamericanas estuvieron divididas en sectores o barrios.
Tenochtitlan, por ejemplo, contaba con cuatro sectores, que a la vez se subdividían en
tlaxillacallis, o barrios, que tenían los mismos nombres que las unidades conocidas
como calpullis. Este último término se refiere a grupos sociales corporativos, cuyos
miembros compartían la misma ocupación y observaban un ciclo ritual común. En la
capital azteca cada barrio estaba subdividido para fines administrativos en grupos de
casas (Calnek 1976: 296-297). Sin embargo, no hay evidencias de calpullis o de grupos
similares en Tzintzuntzan.
Varios siglos antes del periodo que nos ocupa, la ciudad de Teotihuacan
aparentemente tuvo barrios similares a los aztecas, y también pudieron haber constituido
entidades corporativas que funcionaban como una importante unidad del control estatal
y para la organización de actividades locales (Millon 1981: 210). Alrededor de la misma
época que Teotihuacan (periodo Clásico temprano, antes de ca. 750 DC), la ciudad de
Monte Albán, Oaxaca, tenía 15 subdivisiones territoriales, incluyendo la plaza central y
sus áreas vecinas. En la mayoría de estas áreas existe evidencia de producción artesanal,
como sitios de manufactura donde se producían los siguientes bienes: piedras de
molienda (manos y metates), objetos de barro y hachas de piedra, así como artefactos de
concha, obsidiana, cuarzo y pedernal. También se han identificado áreas de mercado en
Monte Albán, así como espacios rituales y otras áreas donde grandes grupos de gente
pudieron haberse congregado (Blanton et al. 1981: 95).
Por último, otro ejemplo de diferencias en la estructura de las residencias que
corresponde a variaciones en la riqueza y en el acceso al poder y privilegios en
contextos urbanos prehispánicos viene de la ciudad de Xochicalco durante el periodo
Epiclásico (ca. 700-900 DC). En este lugar Kenneth Hirth (2009b) distinguió varios
tipos de estructuras que incluyen “residencias con patios grandes que representaban el
216
(Sanders y Webster 1988: 544-545). Finalmente, las palabras del sociólogo Louis
Wright deberán ayudarnos a entender el enorme grado de variabilidad dentro de la
tradición urbana presente en las distintas regiones de Mesoamérica, incluyendo al
antiguo Michoacán: “... cada ciudad, como cualquier otro objeto de la naturaleza, es, en
un sentido, única...” (Wright 1983: 195, citado por Sanders y Webster 1988).
La actitud “centralista” adoptada por muchos arqueólogos que trabajan en
Mesoamérica usualmente supone que solamente en el centro de México y en las
regiones del sur se dio el florecimiento verdadero de la civilización mesoamericana.
Estos autores piensan equivocadamente que la tradición urbana no llegó a las extensas
regiones del occidente, un área considerada por muchos arqueólogos como un remanso
cultural comparada con los logros visibles en Teotihuacan, Oaxaca, la costa del Golfo y
sobre todo el área maya.
Sin embargo, estas perspectivas y actitudes negativas empiezan a cambiar,
gracias al trabajo arqueológico realizado en Michoacán y otras partes del occidente de
México en décadas recientes (Beekman 2008; Weigand et al. [eds.] 2008). Muchos años
después del trabajo de campo original de Pollard en Tzintzuntzan, Christopher Stawski
(2011) aplicó nuevos métodos y técnicas analíticos, en un intento de resolver muchas
preguntas sobre el uso del espacio cultural y en general sobre las características urbanas
de esta ciudad prehispánica. Stawski sostiene que Tzintzuntzan “fue un centro urbano
importante que mostraba un alto grado de planeación urbana”. Stawski descubrió en sus
investigaciones que “algunos patrones [sirven] para esbozar el comportamiento
económico, social, político y religioso de ciertas clases sociales dentro de esta ciudad
antigua…” (2011: 53), y llega a la conclusión de que al estudiar las relaciones entre la
cerámica y el estatus, le fue posible desarrollar un concepto más preciso del uso del
espacio en relación con las clases sociales. Stawski también logró determinar las
implicaciones del traslape entre fenómenos políticos, religiosos y económicos en el
contexto del Estado tarasco protohistórico. Resulta evidente que el sistema político
tarasco tenía un nivel alto de inserción dentro de los aspectos religiosos y rituales de la
sociedad (Stawski 2011: 64).
Otro estudio sobre la naturaleza urbana de Tzintzuntzan y de su papel como
capital de un imperio de grandes dimensiones fue conducido por Ben Nelson (2004),
quien examinó el papel de los “palacios” en el occidente de México como indicadores
de complejidad social. De acuerdo con este autor (2004: 59), “la definición de palacios
está ligada íntimamente con la naturaleza del poder político, el cual se constituye de
218
manera variable de acuerdo con tradiciones locales, así es que los palacios y otras
[formas de] arquitectura relacionada con la elite deben entenderse en términos [de la
cultura] local…” En otras palabras, las residencias de la elite en el occidente no son
necesariamente idénticas a sus contrapartes en otros lugares de Mesoamérica, sino que
se adhieren a una tradición local con un “sabor” particular. No obstante lo anterior, estas
construcciones siguen la tradición mesoamericana y se asocian con algunos rasgos
arquitectónicos especiales, como juegos de pelota sofisticados (véase por ejemplo el
caso reportado por Weigand y Weigand 2005 para Teuchitlán). Nelson sostiene que “los
palacios son la residencia de los principales dueños del poder en los sistemas sociales
estratificados. Los ocupantes no solamente son de alto status, sino que pertenecen al
primer orden de la nobleza; la existencia de palacios es parte de lo que distingue
materialmente a los residentes de quienes sólo son miembros de una clase privilegiada”
(Nelson 2004: 59). Este punto de vista supone que “los palacios son enunciados
duraderos del orden social y económico y del lugar de los ocupantes [del edificio] en
ese mismo orden…” Los palacios fueron “construidos para reforzar activamente esas
distinciones… son evidentemente más complejos en sus materiales y tamaño que otras
residencias, tienen una sintaxis espacial interna diferente de las residencias de los
plebeyos, y con frecuencia se decoran con símbolos religiosos o cosmológicos…”
(2004: 60).
En su discusión de los palacios tarascos, Nelson primero señala que la sociedad
tarasca prehispánica estaba “integrada políticamente como un Estado; los estudiosos han
considerado desde hace mucho tiempo que su dominio estaba constituido como imperio.
Su metalurgia [y] otros logros tecnológicos y estéticos son iguales, si no mejores, a los
del centro de México. Con base en estas características, podríamos suponer [la
existencia de] un liderazgo fuerte, jerárquico e individualista. Esto es de hecho lo que
sugieren los documentos [históricos]…” La existencia dentro del dominio tarasco “tanto
de gobierno centrado en un individuo como de palacios antes del contacto con los
europeos ya se ha demostrado arqueológicamente…” Esta evidencia incluye “una tumba
ricamente amueblada con un individuo al centro y acompañantes sacrificados” así como
“una estructura conocida como Palacio B… [que] consiste en una distribución compleja
de cuartos contiguos…” (Nelson 2004: 73).
Puesto que el occidente de México fue parte de la ecúmene mesoamericana
(Williams 2004b), podemos mirar hacia otras partes de Mesoamérica en busca de
ejemplos para arrojar luz sobre el tema del urbanismo tarasco, incluyendo su naturaleza
219
general y sus manifestaciones materiales, entre muchos otros aspectos. De acuerdo con
Michael Smith (2016), “las ciudades mesoamericanas… exhiben varios principios
fundamentales de planificación urbana… Primero, la mayoría de las ciudades tenían un
conjunto estándar de edificios cívicos: pirámides con templos, adoratorios pequeños,
juegos de pelota y palacios reales”. Siguiendo el canon mesoamericano, “estos edificios
estaban acomodados cuidadosamente alrededor de plazas formales rectangulares… la
mayor parte de la arquitectura cívica estaba concentrada en un epicentro, y las ciudades
más grandes con frecuencia tenían zonas ceremoniales subsidiarias de menor tamaño”.
Una última característica compartida entre la mayoría de los centros urbanos en
Mesoamérica es que “los plebeyos y las elites de menor rango construían sus casas en
barrios alrededor del epicentro sin planeación ni dirección del rey o de la administración
central. En la mayoría de las ciudades mesoamericanas, la densidad de residencias era
baja (comparada con las del Viejo Mundo) porque las áreas principales se dedicaban al
cultivo como huertas o campos cercanos” (Smith 2016: 1).
En las ciudades tarascas, al igual que en las aztecas, los artesanos eran miembros
indispensables de la sociedad. Smith (1998) señala que “en una sociedad compleja
como la de los aztecas, los productores de bienes desempeñaban un papel importante. El
trabajo era altamente especializado, y a un grupo relativamente pequeño de gente se le
confiaba la manufactura de la mayor parte de los bienes que usaba la gente en sus casas,
en los templos y en sus lugares de trabajo…” Smith distingue dos tipos de industrias
artesanales entre los aztecas y otros grupos del centro de México (y en otras partes de
Mesoamérica): utilitarias y de lujo. “La naturaleza y organización del trabajo en cada
uno de esto sectores tenía implicaciones muy diferentes para… los productores y… los
consumidores. Los bienes utilitarios como sandalias o vasijas de cerámica los producían
artesanos de tiempo parcial, que trabajaban en sus casas y vendían en el mercado…”
Por otra parte, “los elementos de lujo como joyería de oro o esculturas de piedra se
elaboraban en los talleres” que pertenecían a “artistas de tiempo completo que
trabajaban directamente para clientes de la elite…” (p. 85).
La artesanía que más nos interesa aquí es la alfarería. Según Smith (1998), “las
cocinas de los aztecas estaban equipadas con una variedad de vasijas de barro para
cocinar, preparar y servir la comida. Es probable que cada familia tenía una o dos jarras
pintadas para el agua, varios comales (comalli) para tortillas, ollas para cocinar de
varias formas y tamaños para frijoles, salsas u otros alimentos, [y] una olla para remojar
el maíz…” La cocina azteca típicamente tenía un assemblage que incluía, aparte de lo
220
señalado arriba, “un plato trípode de fondo rugoso para moler chiles y tomates
[molcajete], una olla para sal y varios platos, cuencos y copas para las comidas. Además
de la loza de la cocina, la cerámica se usaba para elementos religiosos (figurillas e
incensarios) y herramientas (malacates y cuencos especiales para apoyar el huso durante
el hilado de la fibra de algodón)…” (Smith 1998: 89).
También es relevante para el presente estudio la discusión que hace Dan Healan
(2009) sobre las familias, las unidades domésticas y sus manifestaciones materiales en
la Mesoamérica del Postclásico. Esta discusión arroja luz indirectamente sobre la
tradición urbana de los tarascos y las muchas actividades que se realizaban usualmente
en los hogares. Healan dice que “la unidad más básica de organización doméstica consta
de por lo menos un grupo de individuos, pero usualmente más, que ‘viven juntos’,
quiere decir que comen, duermen, almacenan sus propiedades y desarrollan las tareas y
funciones básicas de la vida en la intimidad. La mayoría de estos grupos consisten en
familias, aunque probablemente sea mejor no suponer esto a priori, especialmente
cuando tratamos con situaciones arqueológicas…” De acuerdo con Healan, sin
embargo, la palabra “familia” como la usamos normalmente “es un término ambiguo
que incluye entidades nucleares y variaciones de entidades supranucleares… a pesar de
estas limitantes… [la palabra] ‘familia’, en realidad una familia nuclear” se usa en el
estudio de Healan “para referirse a la más básica unidad de organización doméstica”.
Healan termina con la siguiente observación: “aunque claramente es una entidad social
básica, la familia también es una entidad económica, típicamente la menor unidad de
producción, distribución y consumo que existe dentro de una comunidad” (2009: 67).
En esta sección he presentado una síntesis de la arqueología de la región tarasca
seguida de una discusión del urbanismo en Tzintzuntzan, la capital de los tarascos. El
objetivo es contextualizar la siguiente discusión de producción, intercambio y uso de
cerámica entre este grupo étnico durante el periodo Protohistórico. Esta discusión está
basada en información derivada de la arqueología, la etnohistoria y la etnografía.
Arnold (1985) también señaló que “la tecnología de hornos sofisticados requiere
de más inversión de capital y de mano de obra para construirlos y para conseguir el
combustible… que la quema a cielo abierto. Se requiere poco capital o fuerza de trabajo
adicional para quemar a cielo abierto, y el artesano puede quemar donde quiera y
modificar el área de quema de acuerdo con el tamaño de su producción”. Este autor cita
223
2
Mecapal: correa de piel que usaban los cargadores para llevar sus bultos sobre la espalda, sostenida con la frente del portador.
226
Figura 94. Los cargadores tarascos usaban el mecapal, como los tlamemes aztecas. En esta lámina de la
Relación de Michoacán aparecen llevando cargas con vasijas y otras cosas (adaptado de Alcalá 2008, p.
253).
3
Sin embargo, un huacalero le dijo a Lumholtz que una vez había llevado una carga de 86 kg de Colima a Morelia en seis días
(Lumholtz 1986: 360).
228
el Estado en las fronteras del territorio tarasco; (3) lingotes de oro, plata y cobre, así
como productos terminados que las elites regionales recibían como tributo (y después
entregaban total o parcialmente a los almacenes reales de Tzintzuntzan para su
salvaguarda); y finalmente (4) el movimiento de lingotes directamente de las minas
(bajo el control del Estado) a los almacenes estatales. Debemos suponer que algunos
objetos de metal producidos en comunidades y depósitos minerales cercanos
probablemente circulaban en los mercados locales. Si este fue el caso, entonces la
producción debió haber excedido las demandas tributarias. Los lingotes procesados eran
transportados por los cargadores, cada uno llevaba unas 20-30 piezas para hacer un peso
total de 32-72 kg. Varios informantes citados en una fuente colonial llamada Minas de
cobre (Warren 1968) mencionan el tiempo que tomaba llevar el cobre de los sitios de
fundición a Tzintzuntzan, así como la distancia en leguas. También quedaron
registrados los tiempos de viaje y distancias caminadas al ir de un centro minero a otro
(Pollard 2011b).
El estudio de Pollard (2011b) sobre la metalurgia tarasca prehispánica también
nos da una perspectiva de la capacidad de carga y del intercambio de recursos
estratégicos dentro del dominio tarasco. Además de los objetos de metal, otros bienes
que se comerciaban incluían una variedad de productos terminados, como canastas,
petates y cerámica (Gorenstein y Pollard 1983).
Amy Hirshman y Christopher Stawski (2013) mencionan que “la transportación
de vasijas al mercado en el Estado tarasco prehispánico no era sólo una transferencia de
estos bienes, sino que formaba parte de la logística mercantil, un acto inserto dentro de
un contexto cultural local que contaba con límites físicos y culturales sobre los
participantes…” Estos autores construyeron un modelo teórico que toma en cuenta la
manera práctica en que “los artesanos de las unidades domésticas controlaban el
transporte de sus productos dentro del sistema de mercados de los tarascos”. Para
construir este modelo los autores abordaron “los temas de la tecnología de
transportación, la topografía de la cuenca de Pátzcuaro, [y la] información sobre las
reglas culturales y políticas que controlaban el acceso a la transportación dentro de
[esta] cuenca en el periodo Postclásico tardío”. Hirshman y Stawski también tomaron en
cuenta “la estabilidad relativa de la organización de la producción de cerámica en las
unidades domésticas durante el surgimiento del Estado tarasco…” Ellos llegaron a la
conclusión de que “a pesar de los cambios asociados con el surgimiento del Estado, las
redes de transporte básicas [ya fuera] caminando o sobre el agua no cambiaron de
229
manera significativa, y los artesanos domésticos dentro del Estado tarasco mantuvieron
el control sobre la transportación de sus cerámicas y de su distribución dentro del
mercado…” (Hirshman y Stawski 2013: 1).
De acuerdo con los autores citados, “la distribución es un conjunto complejo de
variables que involucran a los productores, a la organización de la producción, a los
productos, a la tecnología de transporte, a la topografía [y] a las reglas culturales que
controlan estas tecnologías e instituciones para intercambio…” En el contexto del
Estado tarasco protohistórico, “llevar las vasijas al mercado era… una acción… que
arroja luz sobre la economía política mayor…” (2013: 3).
Hirshman y Stawski (2013) piensan que entre los tarascos prehispánicos, tanto la
estabilidad de la transportación de productos elaborados en las unidades domésticas
como la aparente falta de interferencia del Estado en el transporte e intercambio en el
mercado, nos ofrecen una perspectiva inigualable sobre la estructura de este Estado.
Ellos ven a la distribución “como una mezcla de tecnologías y redes de transporte”, y
también como “un factor que nos da más información sobre los aspectos más amplios
del surgimiento del Estado y del control estatal…” (2013: 4). El Estado tarasco “tiene
una reputación de ejercer un fuerte control centralizado sobre su economía política…”
prueba de ello es que las fuentes etnohistóricas mencionan que la corte del rey contaba
con supervisores de varias actividades artesanales, como el capataz de los alfareros que
elaboraban platos y cuencos (2013: 5).
El estudio de Hirshman y Stawski (2013) también analiza la manera en que los
objetos de arcilla eran llevados por los cargadores de una parte a otra de la región
tarasca. Estos autores calculan que “si un cuenco de cerámica ‘pequeño’ pesaba 300
gramos, entonces un bulto de 23 kg contendría más de 70 piezas, mientras que una
carga de 90 kg equivalía a unas 300 vasijas”. Por otra parte, si un cuenco de cerámica
“grande” pesaba 600 gramos, una carga de 23 kg podría contener 38 piezas, y una carga
de 90 kg constaría de más de 100. “Suponiendo un peso mínimo de 23 kg cargado por
los porteadores profesionales, los números ilustran que una carga conveniente de vasijas
de cerámica terminadas podría llevarse fácilmente al mercado, ya fuera por un cargador
profesional, por el alfarero, o [tal vez] por alguno de sus parientes…” (2013: 12).
Debido a la falta de animales de carga, de vehículos y de caminos pavimentados,
el medio acuático se convirtió en la manera más eficiente de viajar y de transportar
cargas en la cuenca del Lago de Pátzcuaro. En el siglo XVI había dos tipos de canoa que
navegaban en este y otros lagos: “canoas pequeñas para explotar los recursos del lago y
230
de los pantanos que estaban disponibles para las comunidades, y canoas grandes para el
transporte…” (Figura 95). El tráfico de canoas en el lago “aumentaba las opciones de
transporte disponibles para los alfareros, aunque tal vez tuvieran que descontar una
tarifa de sus ganancias potenciales en el mercado, o vendían sus vasijas a un
intermediario que viajaba en el lago. Además, los tarascos… pudieron haber usado
canoas para transportar…” vasijas terminadas, diferentes materiales usados como
desgrasante en la cerámica y leña, entre muchas otras materias primas indispensables
para los artesanos (Hirshman y Stawski 2013: 16).
Figura 95. Las canoas fueron un medio de comunicación y transporte muy importante en el área tarasca,
como puede verse en esta escena en el Lago de Pátzcuaro a principios del siglo XX. Vemos una canoa
cargada de petates, y en el fondo hay muchas canoas más pequeñas usadas para pescar en el lago
(fotografía cortesía del Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina
y el Caribe, [CREFAL] de Pátzcuaro, Michoacán).
En la cuenca de Pátzcuaro durante el siglo XVI, aparte de usar las canoas, los
productores domésticos podían también realizar el transporte al mercado a pie. Desde
casi todas las comunidades de la cuenca podían llegar a un mercado en cuatro horas; por
lo tanto la mayoría de las unidades domésticas podrían cargar sus vasijas de barro y
otras mercancías a un punto de venta o intercambio (p. 17).
Hirshman y Stawski (2013) demuestran la eficiencia del transporte en la cuenca
lacustre de Pátzcuaro, gracias a su tamaño pequeño y a la capacidad de los hogares de
alfareros para controlar la transportación de sus propias mercancías al mercado. Estos
autores sugieren que “un cargador—muy probablemente el artesano, un alfarero
miembro de la unidad doméstica, u otro pariente—ciertamente podía llevar cargando al
mercado y vender una carga de cerámica en un día, que representaría una parte
identificable de la producción doméstica…” (p. 19).
231
4
En el área maya se han encontrado recipientes de cerámica finamente elaborados, que contienen decoraciones pintadas que
incluyen la palabra “cacao” escrita en jeroglíficos. Este glifo es común en vasos cilíndricos mayas usados por la elite, “por lo que
podemos suponer que todos ellos fueron usados en la producción y consumo de chocolate en los palacios mayas” (Coe y Coe 1996:
45-46). Por otra parte, los análisis de laboratorio practicados sobre algunas de estas vasijas antiguas han encontrado la presencia de
teobromina y cafeína, dos de los principales componentes del cacao. A partir del Clásico tardío (600 DC) las vasijas cilíndricas
mayas se usaban no solo como recipientes para servir el chocolate, sino también en su preparación (p. 47). Siglos después, los
pochteca aztecas “estaban altamente involucrados en el comercio del cacao, y asimismo eran grandes consumidores de chocolate”
(p. 74).
233
étnico altamente homogéneo, mientras que las zonas fronterizas exhibían un mosaico
multiétnico (Pollard 1993). La discusión que hace Pollard (1993, 2003) de la economía
política de los tarascos del periodo Protohistórico sostiene que los bienes y servicios
fluían a través de varios canales institucionales: los mercados locales y regionales, y las
agencias bajo en control directo del Estado, incluyendo la red tributaria, los
comerciantes oficiales a larga distancia, las tierras agrícolas y el intercambio de regalos.
La agencia estatal más relevante relacionada con el intercambio económico era la red
tributaria, que era muy grande, estaba centralizada y organizada de manera jerárquica.
La mayor parte de los bienes pasaban por varios niveles y distintas regiones bajo control
estatal hasta que eventualmente llegaban a la capital, Tzintzuntzan. Esos bienes
representaban elementos clave de las economías locales, y se usaban para mantener al
ejército, que durante periodos de guerra incluía grandes cantidades de hombres del
centro de Michoacán (Pollard 2003).
Figura 96. Ilustración de la Relación de Michoacán que muestra la manera en que se casaban los
plebeyos. Incluye la imagen de una casa con muchas vasijas de cerámica de uso doméstico, así como
canastas y otras cosas (adaptado de Alcalá 2008, p. 216).
(a)
(b)
(c)
Figura 97. Vasijas tarascas prehispánicas; (a) olla decorada con motivos geométricos; (b) cuenco trípode;
(c) vasijas con vertedera (todos del Museo de Morelia, Michoacán. Según Boehm 1994).
235
Hirshman concluye su estudio de las lozas finas que eran distintivas del Estado
tarasco (Figura 97) diciendo que podemos concebir un nivel doméstico de producción
en la era prehispánica, que persistió durante el surgimiento de este Estado, de acuerdo
con la siguiente evidencia arqueológica: (1) una reorganización y centralización de la
producción dentro del Estado; (2) grupos cerámicos con composición conocida y
categorías decorativas que se mantuvieron estables a través del tiempo; (3) elementos
compartidos en las pastas tanto de lozas de elite como utilitarias; (4) copias de
assemblages cerámicos de la elite en los basureros de los hogares de plebeyos; (5) la
existencia por mucho tiempo de temperaturas bajas de cocción; y (6) falta de evidencia
directa de producción alfarera en la cuenca del Lago de Pátzcuaro (Hirshman 2011:
217).
Hirshman y Haskell (2016) han estudiado “la relación entre las transformaciones
sociopolíticas y los cambios en actividades económicas, como los regímenes de
producción y distribución”. Según estos autores, se han propuesto modelos
contrastantes para explicar el desarrollo sociopolítico de los tarascos antiguos. “En un
lado están los modelos ‘políticos’ en los cuales las elites crean relaciones disparejas de
producción, e indican a los productores los tipos de productos que requieren, para el
consumo conspicuo, la interacción…” y eventualmente para “la legitimación y
consolidación de su posición política…” mientras que por otra parte en el otro extremo
“está un modelo ‘administrativo’ en el cual los artesanos siguen [trabajando] como lo
habían hecho antes de las transformaciones sociopolíticas, tomando sus propias
decisiones y [haciendo sus] lozas para ajustarse a las actividades de comercio y mercado
para su propia subsistencia (Hirshman y Haskell 2016: 201).
Hirshman y Haskell (2016) usan “las lozas finas de cerámica tarasca para probar
estos modelos contrastantes de producción…” Mientras que Haskell (2008) propuso “un
modelo de interacción de la elite en el Estado tarasco, en el cual los Uacúsechas
(nobles) monopolizaron ciertos bienes preciosos de origen extranjero. A fin de
apaciguar a las elites de rango menor y promover una más amplia identidad elitista, los
Uacúsechas hubieran alentado la producción de nuevos tipos de bienes, cuyo consumo
compartido afiliaba a las elites locales con los Uacúsechas y las separaba materialmente
de los plebeyos…” Por su parte Hirshman y Haskell (2016: 201) sostienen que “las
lozas de cerámica finamente elaboradas y decoradas… pudieron haberse usado para este
propósito”.
236
cerámica ninguna de estas actividades hubiera sido posible, y lo mismo puede decirse de
procesos industriales como el teñido de textiles, que tuvo enorme importancia para la
economía prehispánica (Parsons 2001).
Elaboración de sal
La sal común, o cloruro de sodio, ha sido una mercancía indispensable en todo el
mundo desde la antigüedad; este recurso natural tuvo una importancia vital para todas
las culturas mesoamericanas en la época prehispánica como parte de la alimentación y
para la conservación de pescado y otros usos (Kurlansky 2002; Williams 2015). Su
papel estratégico no disminuyó durante la Colonia, cuando se usó para la ganadería y la
minería de la plata. La relevancia de la sal alcanza proporciones inusitadas cuando se
trata de un recurso escaso; la falta de este producto—que también funcionó como
unidad de intercambio—puede poner en peligro la vida de una comunidad o perturbar
los asuntos de un Estado. Un repentino cambio en la oferta o la demanda puede afectar
negativamente las redes de comercio de los imperios, y la competencia por este recurso
estratégico puede desencadenar guerras (Andrews 1980: 36). La sal fue imprescindible
en Mesoamérica por la sencilla razón de que las localidades productoras estaban
distribuidas de manera no uniforme sobre el paisaje, y muchas poblaciones sedentarias
grandes que la necesitaban no tenían acceso inmediato a ella. En consecuencia, se
desarrollaron redes de comercio en sal desde tiempos muy tempranos; de hecho, se
piensa que este fue el primer bien de comercio intercambiado por grupos humanos, y es
probable que muchas redes tempranas se hayan extendido sobre la base de las antiguas
rutas de comercio salinero (Andrews 1980: 37).
Tanto en las salinas interiores como en las costas de Mesoamérica se
desarrollaron en la época prehispánica múltiples técnicas para producir sal. En algunos
casos contamos con descripciones sobre los métodos y técnicas de producción, en las
que los recipientes de barro siempre fueron indispensables. Es un hecho bien conocido
que el occidente de México (Michoacán, Jalisco, Colima y Nayarit) fue una de las áreas
de Mesoamérica que se distinguieron por la calidad y cantidad de fuentes naturales de
sal (Williams 2010, 2015). En este apartado discutimos un aspecto de la tecnología
prehispánica que hasta ahora ha sido poco estudiado: los elementos materiales de la
producción salinera, en especial los recipientes de barro cocido usados para la
producción, almacenamiento y transporte de salmuera y de sal cristalizada desde la
239
antigüedad hasta tiempos recientes. Para este fin se emplean datos de la arqueología, de
la etnografía y de la etnohistoria (ver la discusión en Williams 2001).
Una de las principales áreas salineras de Mesoamérica se encuentra en la cuenca
de Sayula, Jalisco (ver el mapa en la Figura 91), misma que cuenta con una gran
cantidad de recursos, que son abundantes, diversos y en muchos casos estacionales,
dentro de varios nichos ambientales. El aprovechamiento de los recursos disponibles se
refleja en la manera en que las comunidades prehispánicas se organizaron dentro del
espacio de la cuenca. El lecho del lago no es propicio para la agricultura, pues en época
de secas, cuando el agua del lago se evapora, afloran por capilaridad sales que
imposibilitan todo tipo de cultivo. Es entonces cuando aparece uno de los recursos más
importantes de la cuenca: la sal. La desecación estacional del lago ha permitido la
recolección de sedimentos salitrosos o tequesquite, que luego de un proceso de
purificación se convierten en sal (Valdez et al. 1996b: 328-329).
Las investigaciones arqueológicas en esta parte de Jalisco han demostrado la
relevancia del cloruro de sodio para los habitantes antiguos de la cuenca de Sayula. Se
han localizado en la parte baja de la cuenca estaciones de extracción, conocidas
localmente como “tepalcateras” y “salinas”; se trata de sitios especializados en la
obtención del cloruro de sodio. Al parecer las cuencas del sur de Jalisco (Zacoalco, San
Marcos y Sayula) fueron un gran lugar de abastecimiento para los alrededores
meridionales, occidentales y hacia la región tarasca de Michoacán. Los factores que
influyeron para que se diera en estas cuencas un “desarrollo industrial” de la extracción
de sal fueron su riqueza relativa en minerales, su proximidad a la zona oriental de la
región tarasca, y su ubicación en un corredor natural para llegar hacia la costa. Sin
embargo, el mercado de este bien estratégico fue compartido en esta amplia región con
los lugares costeros de Colima (Valdez et al. 1996b: 337). Fue tan grande esta industria
en tiempos prehispánicos, que se ha afirmado que “si no se investiga la producción de la
sal, no se puede entender la organización socioeconómica de esta cuenca” (Weigand
1996: 16).
Los trabajos arqueológicos en la región han confirmado la relevancia de la
producción de cloruro de sodio, así como su activa participación en el mercado de la
porción central del occidente de México. En la cuenca de Sayula se observa para la
época prehispánica un nivel masivo de producción, de hecho casi “industrial”. La gran
cantidad de material cerámico desechado es muy homogéneo y recurrente sobre todas
las estructuras encontradas en los sitios salineros. Sin embargo, hay que recordar que
240
estas técnicas generan una gran acumulación de material en poco tiempo, por lo que
sería muy fácil llegar a sobreestimar la cantidad realmente producida (Valdez et al.
1996b: 346).
Los siguientes tipos cerámicos son diagnósticos de producción salinera en el
área bajo discusión: cuencos “semi hemiesféricos” (decorados con líneas rojas sobre
bayo); cuencos salineros Sayula, y una cerámica muy burda de paredes gruesas, hecha
con desgrasantes vegetales. La forma predominante parece ser de grandes cajetes de
paredes abiertas y fondo ligeramente curvo (Liot 1998: 142-146; ver ilustraciones en
Williams 2015: Figuras 83-85).
Según Weigand (1993), los depósitos de la playa del Lago de Sayula ricos en sal
y salitre se convirtieron en el blanco de ataques tarascos, puesto que la región nuclear de
este imperio (la ya mencionada cuenca del Lago de Pátzcuaro) carece de fuentes
naturales de cloruro de sodio, y no estaba lejos del área de Sayula. De hecho, entre las
principales características arqueológicas de la cuenca de Sayula están los restos de
localidades de manufactura salinera, con frecuencia de dimensiones monumentales.
Todas las ruinas importantes en la cuenca están asociadas con estos grandes talleres.
Otra zona lacustre del occidente mexicano donde se ha producido este recurso
tal vez desde la época prehispánica hasta el presente es el Lago de Cuitzeo, Michoacán
(Williams 1999, 2003, 2015). Aquí se obtiene sal a través de la filtración y lixiviado de
suelos ricos en salitre, usando para ello el agua de fuentes termales que abundan en la
localidad. En la manufactura salinera se utilizan dos tipos de tierra, que se mezclan y se
colocan en la “estiladera” (estructura de madera usada como filtro). Una vez que el agua
se ha filtrado a través de la tierra, la salmuera resultante se recoge y transporta a las
“canoas”, troncos partidos a la mitad y ahuecados, donde la salmuera se evapora por la
acción del sol, quedando la sal cristalizada.
Hasta tiempos recientes se utilizaron recipientes de barro conocidos en las
salinas como “chondas” (Figura 98). Estas vasijas seguían elaborándose en la colonia
Las Tinajas, el barrio alfarero de Zinapécuaro, hasta 1980 aproximadamente (Williams
2015: Figuras 35 y 36). Las chondas ya no se usan en el área de estudio, pero los sitios
salineros están cubiertos de fragmentos de vasijas de barro, algunos de los cuales
muestran incrustaciones de minerales. La pasta de estos objetos es relativamente burda,
con desgrasante de arena volcánica. Las chondas son de color bayo claro con un poco de
engobe rojo alrededor del cuello. Se usaron dos tamaños, uno pequeño (33 cm de alto
241
por 14.5 cm en la boca) y otro grande (42 cm de alto por 17 cm en la boca). El primero
tiene una capacidad de nueve litros, y el segundo de 16 litros.
Figura 98. Estas vasijas de barro, llamadas “chondas”, se usaron hasta tiempos recientes en las salinas del
Lago de Cuitzeo para almacenar y transportar salmuera y agua.
Figura 99. Esta vasija fue hecha en Maruata, un pueblo nahua de la costa michoacana. Este tipo de
recipientes de barro pudieron haberse usado por los salineros locales para almacenar y transportar
salmuera y agua.
agua del estero y la salmuera se acarreaban en botes de plástico, que reemplazaron a las
“balsas” o recipientes de guaje hace unos 30 años, mientras que en la época
prehispánica se usaban recipientes de barro, probablemente similares a los que
encontramos en la casa de una alfarera en Maruata, poblado nahua de la costa
michoacana (Figura 99).
Figura 100. Vasijas como estas fueron usadas por los salineros de Cuyutlán, Colima, para trabajar en sus
salinas (Museo de la Sal, Cuyutlán).
de los lagos de Texcoco y Xaltocan (Figura 101) asociada con tlateles, montículos de
tierra lixiviada de forma y tamaño bastante irregular. Las mayores concentraciones de
tlateles aparecen alrededor de un sistema de lagos salinos (Charlton 1969: 76; Parsons
2001).
Figura 101. Vasija prehispánica del tipo Texcoxo Impresión Textil, usada por los salineros de la cuenca
de México para almacenar y transportar salmuera y agua (adaptado de Parsons 2001).
Producción de pulque
Para los mesoamericanos las bebidas embriagantes fueron tan indispensables como
todos los bienes estratégicos mencionados en este capítulo, como se discute a
continuación. Smith (1998) nos dice que el pulque (también conocido como octli en la
antigüedad), fue “la única bebida alcohólica que tomaban los aztecas, que era hecha de
la savia fermentada de la planta del maguey. Cuando la planta llegaba a la madurez, su
parte central se cortaba para dejar una cavidad. Los lados de la misma se raspaban con
245
a cabo más eficientemente a través de los esfuerzos compartidos de una familia entera
de agricultores. Muchos de los trabajos involucrados en esto podía realizarlos cualquier
adulto capaz, pero otros pertenecían específicamente al ámbito de los hombres, de las
mujeres o en algunos casos de los niños. El cultivo del maguey requería bastante
cooperación de todos los miembros de la unidad doméstica, por lo que puede verse
como ejemplo de simbiosis ecológica o mutualismo entre las familias de agricultores y
los magueyes (Evans 2005).
También había una relación simbiótica entre los grupos humanos que cultivaban
esta planta (con frecuencia en áreas semiáridas) y las comunidades asentadas junto a los
lagos y otros entornos acuáticos. Esto se logró a través del intercambio, y fue gracias a
esta costumbre que los antiguos habitantes de la cuenca de México y de la planicie
central mexicana tenían acceso regularmente a una gama amplia de alimentos que
complementaban su dieta basada en agricultura de granos. Este patrón es parecido al
que surgió en las comunidades de pastores en los Andes y el Viejo Mundo; los únicos
componentes que hacían falta en Mesoamérica eran los animales de carga y para la
tracción (arado) (Parsons 2011; ver también Williams 2014b: Cuadro 11).
Considerando la frecuencia con que se menciona el maguey en las fuentes
históricas sobre los tarascos, como el siguiente pasaje de la Relación de Michoacán,
podemos sugerir que en Michoacán esta planta fue parte relevante del sistema de
subsistencia en tiempos prehispánicos: “haré pan de bledos [amaranto] y vino de
maguey… díjoles Curátame: ‘¿qué haremos, hermanos, no habrá un poco de vino que
bebiésemos en regocijo?’ y dijéronle ellos: ‘por qué no, señor, si hay; aquí tenemos vino
que se ha hecho en las mismas cepas de maguey’… y dijo el tabernero: ‘has más vino
en los magueyes, en los mayores magueyes…’” (Alcalá 2008: 53, 135, 144). Tanto la
carne como el jugo eran especialmente nutritivos cuando se combinaban con otros
cultígenos y productos acuáticos obtenidos por la pesca, la caza y la recolección.
Además, el maguey también se convirtió en un componente importante de la economía
política, un proceso de gran antigüedad en la ecología cultural mesoamericana.
Aunque en el mundo moderno las bebidas alcohólicas se asocian con la
celebración, los festejos y la socialización, para los mesoamericanos antiguos el pulque
y otras bebidas fermentadas “también eran fuentes importantes de nutrientes esenciales
y agua potable… el pulque [pudo haberse] usado como suplemento de la dieta y como
alimento para mitigar riesgos” en caso de sequía o de escasez de comida (Correa-
Ascencio et al. 2014).
247
Figura 102. Vasijas de barro usadas por los ñañú (otomíes) del Valle de Mezquital (Hidalgo) para
producir aguamiel y pulque: (a) cántaro grande para guardar aguamiel, con capacidad de 35 litros; (b)
cántaro chico, con capacidad de 25 litros; (c) olla grande para fermentación de pulque, con capacidad de
60 litros; (d) olla chica con capacidad de 40 litros (adaptado de Fournier 2007: Figura 39).
Figura 103. El sáalei es el recipiente de barro más grande hecho por los huicholes de Jalisco y Nayarit. Se
usa casi exclusivamente para preparar nahuá (cerveza de maíz) (adaptado de Weigand 2001: Figuras 3a y
4c).
Otros usos dados al sáalei tienen que ver con la preparación de alimentos, usualmente
en grandes cantidades para comidas ceremoniales (Weigand 2001: 68).
Otro grupo étnico de origen amerindio que vive en las montañas de la Sierra
Madre Occidental es el tarahumara o rarámuri. Campbell W. Pennington los estudió en
1955 y nos dejó una relación de su medio ambiente y cultura material (Pennington
1996). Pennington escribió que “los tarahumaras de Chihuahua, México, constituyen tal
vez el remanente más importante de la gente semi-agrícola que vivía en la parte norte de
la Sierra Madre Occidental y sus planicies orientales en Chihuahua cuando los
españoles llegaron al noroeste de México en el siglo XVI”. Durante el tiempo de la
visita de Pennington (1955), los tarahumaras eran alrededor de 50 000, y la mayoría no
se habían integrado a la vida cultural (mestiza) dominante en México.
El trabajo de campo de Pennington duró seis meses, tiempo en el que vio “que
los tarahumaras hacen mucho más uso de plantas silvestres dentro de su medio ambiente
de lo que sospechábamos… El trabajo de campo entre los tarahumaras fue motivado por
un interés en la manera en que esta… gente utiliza su medio ambiente…” (p. i).
Pennington sostiene que “el brebaje más importante preparado por los
tarahumaras es el tesgüino, una bebida fermentada… hecha durante todo el año de maíz
germinado. En la época de crecimiento los tallos del maíz… proporcionan jugo para la
manufactura de esta bebida…” (p. 149). Este autor añade que “existen referencias
aisladas al tesgüino en los relatos de [los padres] jesuitas y franciscanos del siglo
XVII… Un sacerdote que vivía en Guaguachic en 1777 escribió que las ollas muy
grandes se usaban para preparar chicha de maíz ‘que ellos llaman suhuiqui y los
mexicanos texuino, el cual usan de manera excesiva’”
De acuerdo con Pennington, “el uso de los términos paciki batári o ma batári
para el tesgüino se explica fácilmente… puesto que son los nombres de los ingredientes
de la bebida. Paciki es el elote de maíz, y ha llegado a significar tesgüino preparado con
jugo sacado de tallos frescos de maíz… [mientras que] batári es el nombre de la corteza
obtenida de ciertas especies de Rubiaceae… usada como catalizador en la preparación
de tesgüino en las tierras altas o cañones”.
La descripción de Pennington de la manera en que los tarahumaras hacen el
tesgüino es valiosa porque describe los ingredientes naturales, los procesos y la cultura
material. Este autor dijo que “un paso en el proceso de hacer cerveza de maíz germinado
251
5
Maltear: forzar la germinación de las semillas de los cereales, con el fin de mejorar la palatabilidad de líquidos fermentados, como
la cerveza. (Diccionario… 1994: 616).
252
Una observación relevante que hizo Pennington hace más de 60 años fue que el
tesgüino también se hacía de “los corazones horneados se varios tipos de Agave (A.
Scotti, A. patonii, A. bovicornuta y A. lechuguilla)… que se cocinan en un horno de
tierra y luego se golpean con un mazo de roble sobre una piedra hueca. La pulpa
después se retira de la roca y se pone sobre un entramado… (p. 153) sobre la parte
hueca de la roca…” Después de que todo el jugo había goteado de la pulpa, el
entramado y la pulpa se desechaban “y el jugo dentro del hueco de la roca se pasa a una
olla… Se añade una parte de jugo a cuatro partes de agua, la mezcla se hierve durante
varias horas, y luego se deja en un lugar fresco para su fermentación… esta bebida…
comúnmente se mezcla con tesgüino antes de tomarla…” (p. 154).
Otras bebidas consumidas por los tarahumaras (al menos a mediados de los años
cincuenta) se hacían con plantas silvestres que pertenecen a las familias Liliaceae y
Cactaceae, y frutas como la baya del madroño (Arbutus arizonica, A. glandulosa y A.
xalapensis) y la manzanilla (Arctostaphylos pungens), entre muchas otras. Todas ellas
requerían machacarse y hervirse, así es que las ollas de barro eran parte del assemblage
usado en el proceso (Pennington 1996: 154).
Han sido muy pocos los estudios arqueológicos llevados a cabo en el territorio
de los tarahumaras, por lo que la investigación etnoarqueológica llevada a cabo por
Susan Lewenstein en 1991 es de importancia considerable para nuestro entendimiento
de la cultura material en contexto sistémico, en especial el assemblage cerámico de los
tarahumaras (Lewenstein 1995). De acuerdo con Lewenstein (1995: 163), los
tarahumaras se ganan la vida por medio de la horticultura y desde la conquista española
también por la ganadería. La mayoría de la gente son seminómadas, que se mudan de un
área a otra dentro de su extenso territorio. En el verano viven sobre los cerros, mientras
que en la época de secas se bajan a sitios temporales a menor altitud. También usan
cuevas como refugio durante la parte fría del año. Su organización social está basada en
trabajo cooperativo, el cual se recompensa con banquetes con tesgüino.
El assemblage cerámico de los tarahumaras es bastante sencillo; según la
descripción de Lewenstein (1995) consiste de una olla grande (40-60 cm de alto) con
capacidad de 30 litros o más, que se usa exclusivamente para preparar el tesgüino. Esta
es la vasija más valorada de todas, y tradicionalmente se usan una o más para la
preparación de esa bebida para reuniones sociales (Figura 104). La pieza más grande
observada por Lewenstein durante su trabajo de campo en 1991 medía unos 40 cm de
alto y 1.90 m de circunferencia (Figura 105). Estas ollas son llamadas tesgüineras, y se
253
sabe que algunas de ellas pueden llegar a tener hasta 20 años de uso, aunque por lo
regular sólo alcanzan a cumplir tres o cinco años. Un rasgo interesante de esta olla es
que se puede transportar con gran facilidad de un lugar a otro. Es muy común en la
sierra ver varias ollas grandes guardadas en las casas de los parientes o compadres de
sus propietarios, a una distancia de 20 km o más.
Figura 104. Olla para tesgüino con fondo convexo (ca. 52 cm de alto), de la región tarahumara (según
Lewenstein 1995: Figura 3).
Figura 105. Olla de tipo “tesgüinera” durante su uso en Quirare, en la región tarahumara (1991) (según
Lewenstein 1995: Figura 4).
254
Figura 106. Ollas tarahumaras de tipo “tesgüinera” encontradas en Chilicothe, municipio de Batopilas
(1991) (según Lewenstein 1995: Figura 5).
Existe otra olla para tesgüino, de tamaño mediano y con capacidad de 5-30 litros
(Figura 106). Las ollas tesgüineras más viejas son muy valoradas por los tarahumaras,
pues tienen la reputación de producir una bebida más sabrosa gracias a la acumulación
de residuos que permiten una mejor fermentación. Prueba de la alta estima en que se
tiene a estas ollas es el hecho de que las tesgüineras son las únicas que se prestan entre
una persona y otra, y también que son reparadas (con resina y chapopote) o reforzadas
con alambre o correas de cuero (Figura 107) para mantenerlas y extender su vida útil.
Otra vasija común entre el inventario de piezas de cerámica es una olla de
tamaño mediano usada para almacenar agua, de forma esférica con boca estrecha. Estas
ollas usualmente se hacen con engobe rojo y muestran una superficie pulida (Figura
108). El último tipo cerámico reportado por Lewenstein es una olla para cocinar de
tamaño mediano o pequeño (Figura 109), usada para hervir líquidos, cocinar maíz,
frijoles, cebollas y verduras, y a veces también para guardar comida (Lewenstein 1995:
164).
Louise Senior (2001) realizó un estudio etnoarqueológico de la cerámica
tarahumara desde la perspectiva de los costos de producción y del valor cultural. Senior
piensa que la gente tarahumara parece dar más valor a las vasijas más grandes
(basándose en la suposición de que el hecho de repararlas denota valor). Las piezas más
grandes claramente tienen valor económico en la cultura tarahumara, en vista de los
255
Figura 107. Olla para tesgüino reparada con resina (altura: 37 cm) (según Lewenstein 1995: Figura 6).
Figura 108. Olla para almacenar agua, apoyada en un tronco de árbol (Chilicothe, 1991) (según
Lewenstein 1995: Figura 7).
256
Figura 109. Olla para cocinar frijoles (44 cm de altura) (según Lewenstein 1995: Figura 8).
Las ollas grandes para tesgüino no sólo llevan más tiempo en su manufactura,
sino que también necesitan de más materias primas. Dado que las fuentes de arcilla
usadas por los alfareros tarahumaras están a una distancia de 2-10 km de los sitios de
vivienda, el consumo de arcilla podría ser una variable importante para decidir cual tipo
de vasija se va a reparar y cual no. Los informantes también dijeron que “muchas”
vasijas se rompen durante la cocción, y que la tesgüinera es la que se rompe con más
facilidad. Tomando en cuenta todos los costos mencionados arriba, no es sorprendente
que las tesgüineras son las ollas que se venden y se intercambian con mayor frecuencia.
Las vasijas para tesgüino, sin embargo, son valoradas por razones que van más allá del
costo económico o tecnológico directo. La gente las necesita para sus tesgüinadas
(reuniones sociales en las que se consume el tesgüino en abundancia), que son la
principal forma de recreación y de interacción social para los hombres y mujeres
tarahumaras. Cuando se lleva a cabo una tesgüinada, la familia anfitriona puede recibir
ayuda de amigos para realizar proyectos como la limpieza o siembra de las parcelas, o
bien en el trabajo de construcción. Es por esto que las ollas para tesgüino tienen valor
tanto social como funcional para los tarahumaras (p. 141).
Pero el papel jugado por una olla tesgüinera no es solamente de naturaleza
social. Su manufactura es más cara que otros tipos de recipiente de barro, y también es
257
cierto que mejoran con la edad, como ya señalamos. Una tesgüinera nunca se lava,
porque los tarahumaras piensan que los residuos acumulados ayudan en el proceso de
fermentación. Por lo tanto, las ollas más viejas son más altamente valoradas para las
fiestas y otras reuniones sociales que las piezas hechas recientemente (Senior 2001:
142).
Podría pensarse que la cerámica contemporánea de los huicholes y los
tarahumaras tiene poco que ver con los objetos de barro encontrados en los assemblages
prehispánicos de los tarascos. Sin embargo, la información etnográfica de otras partes
de México nos ayuda a entender la relación entre el contexto sistémico o dinámico y el
estático o arqueológico, y por eso es de gran ayuda para formular hipótesis para
interpretar los assemblages de cerámica antigua encontrados en Michoacán y en otras
áreas de Mesoamérica.
En la siguiente sección discutiremos un conjunto distinto de datos
arqueológicos: malacates de barro. 6 También mencionamos información etnográfica
que es vital para entender la relación entre el comportamiento humano y el registro
material resultante, en el contexto de los objetos de barro y las actividades de
subsistencia.
utilizados para hilar fibras de algodón, y añade que “como en el caso del cacao y el
tabaco, el algodón es una planta que no puede crecer en las tierras altas de la cuenca de
Pátzcuaro… Sin embargo… el algodón sin procesar aparece como artículo de tributo en
por lo menos diez comunidades mencionadas en las Relaciones geográficas de
Michoacán (Acuña 1987)…” Los malacates pequeños y las lanzaderas de hueso
encontrados en contextos arqueológicos en la cuenca “documentan la producción local
de telas de algodón. Los malacates en si son sencillos y similares a los encontrados en la
planicie central… de México durante el periodo Postclásico, y podrían haberse
producido fácilmente en la localidad…” La palabra tarasca o purépecha “para malacate
[era] vixucata… mientras que la frase vixucata tepaparari o ‘malacate burdo’
probablemente [se refiere]… a los malacates más grandes usados para hilar [fibras del]
maguey que se cultivaba localmente”. Pollard (2016: 169, Figura 8) encontró un
malacate grande probablemente usado para hilar ixtle obtenido de las plantas de maguey
nativas del Lago de Pátzcuaro, y varios malacates pequeños que pudieron haberse usado
para hilar fibras de algodón cultivado fuera de la cuenca. Aparte de las 10 comunidades
en el imperio tarasco que pagaban algodón como tributo, había 18 pueblos que
tributaban telas tejidas de algodón, de acuerdo con las Relaciones geográficas de
Michoacán (Acuña 1987, citado en Pollard 2016).
Figura 110. Malacates excavados por Helen Pollard en Urichu, en la cuenca del Lago de Pátzcuaro. La
pieza en la esquina superior izquierda probablemente fue usada para hilar fibra burda de maguey (ixtle),
mientras que las demás pudieron usarse para hilar algodón (cortesía de Helen Pollard).
¿Cómo es posible saber si un malacate fue usado para hilar fibras finas de
algodón o fibras burdas de maguey? Mary H. Parsons (2005) realizó un estudio
etnoarqueológico en la comunidad otomí de Orizabita en el Valle del Mezquital
259
Figura 111. Mujer otomí hilando ixtle utilizando el huso y malacate en el Valle del Mezquital, Hidalgo
(cortesía de Jeffrey Parsons).
Parsons dice que este estudio se llevó a cabo “para determinar el significado en
términos funcionales de la variación en el peso de los malacates prehispánicos usados
para hilar fibras de maguey”. Ella también se propuso determinar “si se pueden hilar
fibras finas con malacates grandes. En otras palabras, si el descubrimiento de malacates
pequeños en una excavación significa que se estaban hilando fibras finas en el sitio, y
por el contrario, si las fibras burdas pueden hilarse con malacates pequeños”. Parsons
tomó en cuenta dos variables en su investigación: “el peso del malacate y el grado de
fineza de la fibra hilada, y la manera en que ambos interactúan entre sí. Estas relaciones
son importantes… por el potencial que tienen para darnos una perspectiva de la
260
Pesca
Los últimos artefactos discutidos aquí son fragmentos de cerámica (tepalcates)
modificados, que fueron usados como pesas para las redes de pescar. Entre los tarascos
del periodo Protohistórico (ca. 1450-1530 DC) el pescado era una de las principales
fuentes de alimento, así como un destacado elemento de comercio, pues se
intercambiaba por maíz, amaranto, frijol y chile (Williams 2014b). De hecho, los
pescadores de tiempo completo comerciaban lo que pescaban por una gran gama de
bienes de primera necesidad, tanto locales como importados (Gorenstein y Pollard
1983: 109-110). Los productos acuáticos eran muy abundantes por todo el territorio
tarasco y sobresalen en los registros del tributo pagado a la elite gobernante de los
tarascos. De acuerdo con Gorenstein y Pollard (1983: 103), las aves acuáticas y
pescados extraídos del Lago de Pátzcuaro eran traídos a la casa del rey por los
cazadores y pescadores reales, lo cual indica que estos bienes pudieron haberse pagado
como tributo a la elite tarasca por los habitantes de los pueblos lacustres.
Los recursos acuáticos eran tan importantes que el Estado tarasco protohistórico
tenía especialistas de tiempo completo dedicados a su explotación y a la administración
de estos bienes indispensables. Según la Relación de Michoacán, la fuente histórica más
relevante del siglo XVI para nuestra área de estudio, el rey (llamado cazonci o irecha)
261
especies capturadas (Rojas 1992). Para pescar con la cherémekua hay que ponerla en un
lugar poco profundo si se quiere capturar charal, o en puntos más hondos si se busca el
pescado blanco. Algunos pescadores recuerdan que antes (alrededor de 1950) la red
para el pescado blanco se colocaba de noche, mientras que las dedicadas al charal se
ponían en la mañana. El periodo de mayor actividad para los pescadores era de febrero a
junio o julio, pero después de estos meses la red se usaba poco. La cherémekua requería
de una unidad de pesca que constaba de una canoa de 5-6 m de largo, uno o dos remos,
una cantidad variable de redes y un pescador, pues esta era una actividad individual
(Rojas 1992).
Figura 112. En el Lago de Pátzcuaro la red agallera se conoce como cherémekua, como esta que muestra
un pescador en Colonia Revolución (cerca de Erongarícuaro, Michoacán). Nótense las pequeñas piedras
usadas como pesas.
y hasta 200 m de largo) en aguas más profundas para pescar el pescado blanco y la
akúmara (Smith 1965).
(a)
(b)
(c)
Figura 113. Tiestos de cerámica modificados para usarse como pesas de red de pescar: (a) El Cirio,
cuenca del Lago de Cuitzeo; (b) Jarácuaro, cuenca del Lago de Pátzcuaro; (c) Ucazanastacua, cuenca del
Lago de Pátzcuaro.
para redes de pescar (Phillips 2002). Artefactos similares a estos han aparecido en otras
partes de Mesoamérica, incluyendo los alrededores del Lago de Texcoco en la cuenca
de México (Parsons 2006: Figura 7.13).
En algunos pueblos alrededor del Lago de Cuitzeo, como Coro y El Cirio (El
Tzirio) observamos tepalcates prehispánicos, principalmente fragmentos del cuello de
ollas y cántaros, que algunos de los pescadores usaban como Pesas para las redes. En El
Cirio los niños juegan con unos fragmentos de cerámica que ellos llaman “moneditas”
(ver la Figura 113a). Estos tiestos muestran patrones de desgaste que indican que fueron
modificados intencionalmente en forma redonda u ovalada con muescas en los extremos
opuestos. Le preguntamos a los informantes si ellos habían hecho estas modificaciones,
y nos respondieron que los encuentran de esta manera en la superficie de los terrenos de
las casas, en la calle o en el cementerio del pueblo. Después preguntamos a los
pescadores de edad avanzada en Coro, El Tzirio y Estación Queréndaro sobre el uso
probable de estos objetos, y nos respondieron que eran pesas para las redes y que se
pueden encontrar en muchas localidades donde hay concentraciones de cerámica
prehispánica en la superficie. También encontramos varios objetos de este tipo sobre la
superficie alrededor de los pueblos de Jarácuaro (Figura 113b) y Ucazanaztacua (Figura
113c), en la cuenca del Lago de Pátzcuaro.
Se han encontrado tiestos modificados muy parecidos a los mencionados aquí en
muchas partes de Mesoamérica. Por ejemplo Geoffrey McCafferty descubrió estos
artefactos en Santa Isabel, Nicaragua, mismos que identificó como probables pesas para
red. De acuerdo con este autor, estos objetos sugieren que tal vez se usaban redes para
pescar en esta área en tiempos antiguos (McCafferty 2008: 70). Este mismo tipo de
artefacto ha sido encontrado en varios sitios arqueológicos en la costa del Golfo de
México pertenecientes al periodo Formativo, como San Lorenzo, La Venta y Tres
Zapotes. Estos tiestos de cerámica fueron alterados para darles forma circular con
muescas, y de tal manera atarlos a las redes. En esta misma área los arqueólogos han
descubierto objetos pequeños de forma bicónica con acanaladuras para sostenerlos con
una cuerda, lo cual sugiere el mismo uso de los mencionados anteriormente (Follensbee
2008). Finalmente en Chalcatzingo, Morelos, David Grove encontró varios artefactos de
arcilla de “función desconocida” que son muy parecidos a los discutidos arriba, por lo
que también podrían interpretarse tentativamente como evidencia del uso de redes para
pescar (Grove 1987: Figuras 16.3, 16.15, 16.17 y 16.20).
265
Puede decirse que sin el uso de analogía etnográfica sería imposible determinar
las funciones probables que desempeñaron estos artefactos en el pasado prehispánico. El
arqueólogo que usa solamente su imaginación o su experiencia personal difícilmente
podría llegar a una interpretación como la que se propone arriba. Si esta es correcta, la
función asignada a estos artefactos en el registro arqueológico los identificaría como
objetos de gran relevancia para la reconstrucción del modo de vida acuático en
Michoacán y en otras partes de Mesoamérica en la época prehispánica (ver la discusión
en Williams 2014b, 2014c, 2014d).
Comentarios finales
En este capítulo hemos explorado el papel de la cerámica como recurso estratégico,
primero en el contexto del imperio tarasco del periodo Protohistórico, en donde las
cerámicas de elite eran un marcador de estatus importante. En segundo lugar hablamos
de los objetos de barro como elementos indispensables para las actividades de
subsistencia, en especial la elaboración de sal, la producción de pulque y tesgüino, el
hilado de fibras de algodón y de ixtle, y finalmente la pesca, evidenciada por pesas de
red hechas a partir de tepalcates modificados. Este análisis se realizó por medio de una
interpretación detallada de datos etnográficos, arqueológicos y etnohistóricos.
El capítulo inició con una breve discusión sobre los antecedentes de la cultura
tarasca prehispánica, vista desde la etnohistoria y la arqueología. Este punto de vista
es indispensable si hemos de entender las implicaciones culturales e históricas de los
datos y las discusiones en este capítulo en el contexto de la cultura y civilización
mesoamericana. Estas discusiones dependen en gran medida de información relacionada
con la manufactura y uso de la cerámica en el imperio tarasco, por ejemplo las
publicaciones recientes de Pollard, Hirshman y otros autores, que discuten el papel de la
cerámica de elite en el surgimiento y ascenso del Estado tarasco. Los datos presentados
por Pollard y Hirshman (2016) sustentan un modelo de producción doméstica de
cerámica, actividad que no era especializada y probablemente de tiempo parcial.
También sugieren estas autoras que tanto la producción dentro de las unidades
domésticas como el intercambio en el mercado fueron los rasgos clave de la economía
cerámica antes y durante el surgimiento del Estado tarasco. Una vez que el Estado había
florecido, sin embargo, las lozas más deseadas se distribuían por medio del intercambio
de regalos y el patrocinio de las elites. Las investigaciones futuras probablemente nos
dirán si estas lozas fueron producidas por especialistas en las unidades domésticas de la
266
apoyada por una colección de cuencos de este tipo con base anular mostrados por
Carballo (2013: Figura 5.13), quien sugiere que esta manera de acomodar las vasijas
(una sobre otra) facilitaba el transporte.
Según Carballo, “la manufactura de cerámica dentro de la ciudad [de
Teotihuacan] probablemente operaba de manera independiente de las economías
institucionales…” Por ejemplo, el análisis de “la cerámica Anaranjado San Martín del
barrio de Tlajinga sugiere que esta loza utilitaria… era producida por unidades
domésticas individuales que trabajaban cooperando entre sí, como parte de colectivas
mayores de barrios… [algo similar a] la producción de figurillas e incensarios en los
hogares de bajo status…” (pp. 129-130).
La mayor parte de las actividades mencionadas arriba tuvo lugar en unidades
domésticas. En este capítulo y en los anteriores abordamos algunos temas del estudio de
las unidades domésticas, a la vez como productores y consumidores de productos
estratégicos y de manufacturas de uso cotidiano. Esta discusión se desarrolló desde una
perspectiva arqueológica, histórica y etnográfica, y nos mostró que el concepto de la
unidad doméstica es fundamental en Mesoamérica para entender las implicaciones
culturales e históricas de las discusiones etnoarqueológicas que son la sustancia de este
libro. En primer lugar, debemos considerar el contexto material de los hogares. En un
reciente artículo sobre las casas en Mesoamérica, Carballo (2016) dice que “los pueblos
mesoamericanos prehispánicos se organizaban en una amplia variedad de unidades
domésticas, y sus viviendas variaban entre pequeños grupos de chozas alrededor de una
plaza central… y conjuntos de apartamentos grandes construidos por los teotihuacanos
y los lujosos palacios de los gobernantes mayas y mexicas”. Carballo señala que el
estudio arqueológico de estos espacios residenciales “nos permite reconocer la vida
diaria que caracterizó a la mayoría de las interacciones sociales dentro de las
comunidades mesoamericanas, y que fue la base de sus relaciones económicas, políticas
y rituales…” (p. 31).
Las fuentes etnohistóricas y etnográficas nos ilustran sobre “muchos aspectos de
la organización social, así como sobre los conceptos indígenas de parentesco y de linaje
que usualmente no se encuentran en el registro arqueológico…” y nos recuerdan que
“las negociaciones entre individuos sobre poder, producción económica e identidad no
sólo tuvieron lugar dentro de los palacios, sino también en las unidades domésticas y
vecindades de la gente común, quienes constituyen la gran mayoría de la historia
prehispánica”. La arqueología doméstica con frecuencia se enfoca sobre las familias que
269
están alejadas de las instituciones del poder, representadas por palacios y templos. Pero
esta gente claramente contribuía con su trabajo al crecimiento de estas instituciones, y a
través de su rechazo o aceptación formaron parte completamente de la historia de su
propia civilización (p. 34).
Carballo ha propuesto que “la cooperación en las tareas domésticas fue una de
las características definitorias de las unidades domésticas mesoamericanas, pero hay
mucha disparidad en la visibilidad arqueológica de la mayoría de las actividades
económicas. Por ejemplo, los sistemas de tenencia de la tierra son muy importantes para
entender la vida cotidiana, pero son difíciles de ver en el registro arqueológico”. Lo
opuesto ocurre en la producción de artesanías, “cuyas huellas pueden ser abundantes en
el registro arqueológico. Por lo tanto, los arqueólogos llevan a cabo estudios intensivos
de artefactos, y todos los otros residuos de la economía doméstica, así como las
relaciones entre familias” (Carballo 2016: 34).
Por su parte Hirth (2009b) ha dicho que las unidades domésticas son
identificadas por inferencias a partir de los “restos físicos de estructuras [viviendas]…
que registramos arqueológicamente. Los restos físicos de [estas] unidades… incluyen
edificios, espacios abiertos, elementos para almacenamiento, depósitos de basura,
assemblages de artefactos, y otros rasgos misceláneos asociados con las actividades
domésticas normales…” En la opinión de Hirth “las unidades domésticas seguido se
asocian con familias… [y] las familias suelen concebirse como grupos de individuos
relacionados por el parentesco, ya sea que vivan juntos o no. Las unidades domésticas…
son entidades residenciales que están relacionadas con tareas [específicas, y son]
ocupadas por individuos que residen juntos para una variedad de fines…” (p. 46).
Estas residencias y sus ocupantes son configuraciones altamente adaptables “que
pueden cambiar rápidamente de forma para cubrir las necesidades de crianza y de
nutrición de sus miembros. Son una entidad social fundamental que se encuentra en
todas las sociedades humanas. Tal vez lo más importante para los propósitos
arqueológicos sea el lazo íntimo entre la organización del espacio físico en las unidades
domésticas y el comportamiento social asociado a ellas…” (Hirth 2009b: 46).
Ya vimos anteriormente en este libro que según Hirth (2009a) la producción
artesanal en el contexto doméstico es importante para la arqueología mesoamericana,
porque su presencia indica un cierto nivel de interdependencia económica entre distintos
sectores de la sociedad. La producción especializada a escala pequeña fue un
componente importante de la mayoría de las economías domésticas premodernas por
270
como muchos otros útiles para la vida diaria. Como Prudence Rice ha observado, “las
vasijas de arcilla cocida son cosas humildes. Después de todo, es difícil convertir al
lodo en algo glamoroso. Con algunas excepciones notables, la alfarería generalmente no
es vista como un bien de prestigio altamente valorado, como el oro o el jade… las
vasijas tuvieron funciones prosaicas todos los días para cocinar, almacenamiento e
higiene para todos los rangos de la sociedad…” (Rice 2015: 435).
273
CAPÍTULO V
RESUMEN Y CONCLUSIONES GENERALES
Como hemos visto en este libro, una diferencia fundamental entre la perspectiva de la
etnoarqueología y la de la arqueología “tradicional” (que tiene un punto de vista
normativo de la cultura) es que la primera se basa en la observación de las acciones de
individuos como actores sociales, mientras que la segunda suele tratar principalmente
con “tipos” o “estilos” cerámicos, que usualmente son conceptos o categorías carentes
de contenido social. Con estos diferentes enfoques en mente, Alison Wylie pide a los
arqueólogos que siempre recordemos que los supuestos interpretativos deben ser el
punto de inicio, no el final, de la investigación, y que debemos tomar en cuenta las
implicaciones de los datos arqueológicos con el fin de desarrollar “argumentos de
relevancia” o “argumentos puente”, que relacionan a los elementos del registro
arqueológico con las acciones y condiciones del pasado que los han producido (Wylie
2002: xii, 17).
Lo que sigue es una discusión breve de los principales temas cubiertos en este
libro, y de las implicaciones que esta información puede tener para la arqueología
mesoamericana, como se refleja en la literatura arqueológica reciente. En el primer
capítulo analizamos el concepto de unidades domésticas y su papel en la producción de
artesanías en la Mesoamérica antigua. De acuerdo con Hirth (2009a), hay una paradoja
en arqueología porque tenemos evidencia abundante para la producción doméstica de
artesanías en muchas sociedades antiguas en todo el mundo, pero no tenemos un
modelo para explicar las estrategias de subsistencia que pudieran estar asociadas con
esta producción. Por lo tanto, los datos etnográficos y etnohistóricos deberían usarse
para ayudarnos a crear ese modelo, puesto que se han empleado como marco para
analogías e interpretación del registro arqueológico, como discuto posteriormente.
De acuerdo con Rani Alexander (1999), “las investigaciones etnoarqueológicas
en los solares de casas mesoamericanas son indispensables para vincular las ‘firmas’
materiales… con las actividades y funciones de la unidad doméstica…” Según esta
autora, “un problema fundamental en la arqueología de [áreas habitacionales] es que los
modelos etnográficos y etnoarqueológicos son relativamente sincrónicos, mientras que
el registro arqueológico refleja procesos y organización que son diacrónicos…” Esto es
digno de nuestra atención, puesto que la vivienda y sus ocupantes “se han convertido en
un tema de análisis favorito entre los arqueólogos mesoamericanos… una razón para
274
Otro análisis de contextos domésticos que es útil para el presente estudio fue
llevado a cabo por Cynthia Otis-Charlton (1994) en la cuenca de México. En su
descripción de una ciudad-estado del periodo azteca llamada Otumba (Otompan),
localizada en la parte oriental del valle de Teotihuacan, Otis-Charlton menciona que una
buena parte de las actividades artesanales parecen haberse desarrollado por todo el sitio
habitacional, por lo menos de tiempo parcial. La relación entre la actividad y la unidad
doméstica, así como la relación de varios hogares entre si, y con la organización de todo
el pueblo en general, parece haber dependido del tipo de artesanía que se llevaba a cabo
(p. 196).
Según Otis-Charlton (1994), “una parte de la producción de navajas a partir de
núcleos [de obsidiana] y la mayoría de la manufactura de incensarios de cerámica
parecen haber involucrado a unidades domésticas independientes, asociadas con el
núcleo de la elite del sitio. [Tanto] el trabajo de la fibra de maguey [como] la
producción de malacates y de figurillas involucraban a unidades domésticas asociadas
entre si… [y] organizadas en barrios o capultin…” Además parece que “la mayor parte
de las unidades domésticas en cada sección estaban dedicadas al mismo tipo de
producción…” Otis-Charlton también descubrió que las unidades domésticas dedicadas
a la especialización artesanal realizada en talleres exhiben “una muy alta concentración
de artefactos… que representan restos de manufactura” (p. 197).
El “modo de producción doméstica” en Mesoamérica ha sido discutido por
Frederic Hicks (1994), quien sostiene que una de sus principales características es que
aprovecha el tiempo disponible de todos los miembros del grupo de residencia para
trabajar; esta es una organización del trabajo que “está basada en el principio de
optimizar los insumos más que maximizar los resultados. Aprovecha todos los tipos de
tiempo libre, así como las habilidades y conocimientos que no se aprovecharían en otro
contexto productivo…” En Mesoamérica todos los miembros de una unidad doméstica
desempeñaban varias tareas, incluyendo “numerosas faenas pequeñas asociadas a la
agricultura, a la preparación de alimentos y al trabajo en el hogar…” (p. 94).
Según Hicks, “los especialistas en artesanías o servicios… trabajaban en sus
casas, probablemente ayudados por miembros de sus familias… Pero como regla
general en Mesoamérica la mayoría de los especialistas, que eran masculinos,
trabajaban en su especialidad sólo parte del tiempo, y dependían de sus parcelas para su
subsistencia de todos los días”. Los artesanos especialistas “podían ser movilizados para
servicio rotativo de mano de obra… (coatequitl) cuando se necesitaba su especialidad,
276
obtener una visión dinámica y procesal del pasado, pues nos permite hacer
observaciones de las acciones sociales del presente (el contexto etnográfico) y de sus
consecuencias materiales (el contexto arqueológico).
Hay una serie de preguntas relacionadas con el registro arqueológico que
solamente pueden resolverse a través de investigaciones procesales que van más allá de
ese registro; por ejemplo, cómo se formó este contexto por comportamientos dentro de
un sistema cultural; cómo un sistema cultural produce restos materiales (arqueológicos);
y finalmente, los tipos de variables culturales que determinan la estructura—a diferencia
de la forma o el contenido—del registro arqueológico (Schiffer 1995).
El valor de la etnoarqueología para la interpretación arqueológica y para
construir teorías en esta disciplina fue subrayado por Richard Gould (1978), para quien
el conocimiento del arqueólogo de los sistemas culturales del presente usualmente es
incompleto. Por lo tanto, al ampliar sus datos etnográficos, los arqueólogos pueden
formular modelos alternativos de comportamiento a los que difícilmente hubieran
llegado usando tan sólo la lógica o la intuición. Los modelos etnográficos sirven para
sugerir hipótesis que se someterán a prueba y que están relativamente libres de algún
sesgo etnocéntrico. Por eso, un enfoque comparativo hacia la etnoarqueología deberá de
complementar y de rebasar a la simple analogía (Gould 1978: 252).
Además de la etnoarqueología, la ecología cerámica es una de las principales
perspectivas empleadas en este libro. Se aborda en el Capítulo III como marco para
entender la producción de cerámica en sus contextos ecológico, cultural y social. Este
concepto es explicado por Rice (2015) de la siguiente manera: “la manufactura de
cerámica, como otras empresas productivas, es parte de un compromiso de los humanos
con su medio ambiente por medio de tecnologías para extraer y manipular los recursos
para satisfacer las necesidades individuales y del grupo… la ecología cerámica se
enfoca en esta relación…” Por lo tanto, esta perspectiva ofrece “un enfoque contextual
al análisis cerámico [que] busca poner a los datos técnicos en un marco de referencia a
la vez ecológico y sociocultural, relacionando las propiedades tecnológicas de los
recursos locales con la producción y uso de los productos cerámicos del área”. Los
recursos disponibles para el alfarero son de especial interés, incluyendo “las arcillas,
materiales para desgrasante, fuentes de agua, pigmentos y combustibles… La ecología
cerámica proporciona una perspectiva amplia e integral del papel de la alfarería en una
cultura desde puntos de vista arqueológicos, tecnológicos y etnográficos…” (p. 209).
278
Rice (2015: 210) también ha dicho que “el enfoque de la ecología cerámica ha
sido criticado siguiendo las mismas líneas que criticaron a la ecología cultural hace
décadas, como determinismo estrecho o posibilismo…” Pero la teoría detrás de la
ecología cerámica no supone que el entorno físico controla o limita la producción
alfarera. Por el contrario, “establece algunas de las circunstancias dentro de las cuales
las decisiones de los artesanos pueden apoyarse o limitarse al practicar sus
tecnologías… El medio ambiente… tiene un papel subyacente en la función de las
vasijas respecto al tipo de alimentos que se consumen y a su preparación…”
La organización de la producción cerámica es un tema de interés para la presente
investigación de artesanos tarascos. Esto incluye la manufactura de alfarería y el uso del
espacio doméstico; este último es un tema que ha interesado a la etnoarqueología desde
hace mucho tiempo, incluyendo desde campamentos de cazadores-recolectores hasta
entornos urbanos complejos. David y Kramer (2001: 259) citan la obra de J. E. Yellen
Archaeological Approaches to the Present (1977) para señalar que “la distribución de
chozas en un campamento ¡kung se asemeja a un aro… Las chozas, cada una con su
área circundante para la familia nuclear y su fogón, rodean a un área común en la cual
tienen lugar las danzas y la distribución de la carne. Las áreas de las familias nucleares
son los sitios de una variedad de actividades incluyendo dormir, cocinar y comer, así
como la manufactura de herramientas y ornamentos”. Fuera del círculo de chozas,
Yellen encontró “otra área común en la que se llevan a cabo actividades ‘sucias’ como
secar pieles, y en donde la sombra de árboles puede en ciertos momentos atraer las
actividades que de otra manera se harían en otro lugar. Por lo tanto, los contrastes entre
uso comunal versus de la familia nuclear y actividades generales versus especiales,
junto con el contexto social, las actividades “sucias”, el espacio que se requiere y el
tiempo del día (p. 259) están entre los factores que “determinan en dónde se llevarán a
cabo las actividades dentro del campamento y su entorno inmediato… hay poca
segregación espacial de las actividades que ocurren en las áreas de las familias
nucleares y que dejan restos materiales…” (p. 260).
Siguiendo con el tema del uso cultural del espacio doméstico, el trabajo de
Kramer en una aldea kurda en el medio rural de Irán (realizado en 1975) examinó “las
relaciones entre el tamaño de las casas y la organización del espacio y de la… economía
de las unidades domésticas que ocupaban las estructuras residenciales. Es frecuente que
los parientes ocupen casas adyacentes; el patrón residencial preferido son unidades
domésticas patrilineales extensas, [con] los hijos adultos y sus familias viviendo con sus
279
artesanía, pero los más jóvenes tenían un conocimiento mucho más estrecho que sus
contrapartes mayores, y estaban limitados en su capacidad de hablar maya yucateco…
los niños que lo usaban en la escuela eran sujetos de discriminación” (p. 10).
Desconozco si este mismo proceso se ha dado en el área tarasca, incluyendo a Huáncito,
pero los cambios sociales y culturales sufridos en las últimas décadas muy
probablemente apuntarían en esa dirección.
Para poder entender los cambios estructurales en un estilo cerámico como las
alteraciones, modificaciones (y la persistencia) que hemos discutido en este libro, y para
usar este conocimiento para la interpretación arqueológica, debemos tomar en cuenta las
opiniones de Arnold sobre este tema: “el conocimiento sobre la población de artesanos
es esencial para la interpretación arqueológica porque está en la interfaz entre la
creación de objetos materiales y el sistema social mayor. Es uno de los lazos
fundamentales entre los objetos que descubren los arqueólogos y sus interpretaciones de
la organización y la complejidad social”. La investigación etnoarqueológica es
indispensable para llegar a este conocimiento, ya que la tecnología cerámica, como toda
producción artesanal “no consiste solamente de objetos materiales, de sus materias
primas constituyentes y de las técnicas usadas para elaborarlos, sino que también
incluye el conocimiento cognitivo y los hábitos motores necesarios para diseñarlas y
producirlas. Este conocimiento… [se] transmite de persona a persona por procesos
sociales… [que] ligan la tecnología de la artesanía con los patrones sociales… su
organización global y su reproducción a través del tiempo” (Arnold 2014: 1-2).
La cerámica fue un recurso estratégico para los tarascos del periodo
Protohistórico, como discuto en el Capítulo IV. Para poder comprender completamente
el papel de los artefactos de cerámica en un contexto mesoamericano, incluí una breve
discusión del occidente de México durante el Postclásico (ca. 900-1521 DC), donde
menciono la urbanización prehispánica en Tzintzuntzan, la capital tarasca. Otros temas
discutidos aquí son la producción, comercio y uso de alfarería en el área tarasca, con
énfasis en la cuenca del Lago de Pátzcuaro. Aquí vimos que los mercados regionales
jugaron un papel crucial en la economía mesoamericana, lo que por supuesto incluyó al
imperio tarasco. Uno podía encontrar en el mercado tanto bienes de comercio exóticos
como productos mundanos, por lo que los mercados regionales tenían una posición de
relevancia considerable en la jerarquía, sobre los mercados locales ordinarios
encontrados en las “cabeceras” o pueblos principales. De hecho, algunos mercados
regionales se volvieron famosos por vender algún producto en particular (Hassig 1985:
282
cultivar plantas alimenticias, empezaron también a buscar sal para añadirla a su dieta
(Kurlansky 2002: 6-9). En el mundo preindustrial el cloruro de sodio tenía varios usos
importantes aparte de su papel en la alimentación: para preservar la carne de animales,
como mordiente para teñir textiles, como medio de intercambio, y como el principal
componente en la preparación de jabón y de agentes limpiadores (Parsons 1994: 280).
El flujo de recursos estratégicos y escasos de las provincias sujetas a las
capitales imperiales de Mesoamérica (como Tenochtitlan y Tzintzuntzan, entre muchas
otras) se aseguraba por los reyes a través de una estrategia geopolítica que mantenía a
las provincias conquistadas bajo la obligación de pagar tributos, pero también mantenía
las líneas de comunicación con las áreas nucleares de los estados abiertas en todo
momento. La obtención y distribución de sal y de otros recursos estratégicos, así como
el control militar de las áreas proveedoras, la extracción de tributo y el comercio, fueron
aspectos críticos de la vida social y económica de la mayoría de los sistemas políticos
mesoamericanos. La expansión imperial hacia las regiones ricas en recursos se explica
en última instancia por el deseo de obtener mercancías preciosas y recursos vitales,
entre los cuales la sal siempre tuvo una gran relevancia.
Como vimos en capítulos anteriores de este libro, la sede de poder del Estado
tarasco estaba en la cuenca del Lago de Pátzcuaro, una región que carecía de depósitos
naturales de sal, obsidiana, pedernal y cal, todas ellas mercancías indispensables
(Pollard 1993: 113). Por lo tanto, el imperio tarasco tenía que traer todos estos
materiales desde los lejanos confines del imperio (Williams 2003, 2009b, 2015). Las
vasijas de cerámica eran indispensables para elaborar, almacenar y transportar un buen
número de recursos y productos que se envasaban en recipientes de barro de muchos
tipos, formas y tamaños.
Hemos visto que la producción de pulque fue una actividad importante en
Mesoamérica, en la cual las vasijas de arcilla jugaron un papel destacado. Parsons
(2010, 2011) ha discutido el papel de esta bebida alcohólica en la vida diaria, la
nutrición y el ritual, pero la planta del maguey era mucho más que una fuente de bebida,
como el mismo Parsons demostró (2011). Sabemos que Mesoamérica fue la única
civilización del mundo antiguo que carecía de un animal herbívoro domesticado; los
productores de alimentos en prácticamente todas las regiones del mundo donde hubo
estados arcaicos fueron capaces de extender sus paisajes productivos significativamente
hacia zonas más frías y secas durante todo el ciclo anual. En algunos casos lo hicieron
convirtiéndose en pastores de tiempo parcial o total, y las relaciones entre los pastores y
286
vivían de una manera bastante tradicional, quiere decir, gente que no se había
incorporado por completo en la cultura industrializada y urbana que está cambiando
rápidamente los modos de vida de los campesinos en México. Parsons y Parsons
querían aprender acerca del uso que daban al maguey las gentes que todavía estaban
inmersas en la agricultura de subsistencia y que seguían cultivando y procesando el
agave siguiendo las prácticas y técnicas antiguas. De esta manera tendrían la analogía
más cercana posible al comportamiento prehispánico. Al seguir esta estrategia, los
autores lograron producir la descripción definitiva de una industria mesoamericana
tradicional.
También vimos en el Capítulo IV que aparte de pulque y tesgüino había otras
bebidas embriagantes que estaban al alcance de los pueblos mesoamericanos antiguos
(en muchos casos hasta tiempos recientes). Un estudio arqueológico realizado
recientemente por Kristi Butterwick (1998) se basó en las figurillas prehispánicas de la
tradición Teuchitlán del occidente de México, pero también utilizó información
etnográfica y etnohistórica para demostrar que el tesgüino se usó extensamente en
banquetes y en reuniones sociales por todo el mundo mesoamericano. De acuerdo con
Butterwick, los banquetes eran el mejor catalizador para el intercambio significativo de
tipo ritual, social y político. Las gentes antiguas de México tenían más de una docena de
fiestas anuales que conmemoraban eventos relacionados con los ciclos vitales y con la
muerte. No menos importante fue el papel de las bebidas alcohólicas para facilitar los
convenios de tipo político y económico en el contexto de banquetes. Butterwick
también nos dice que en el calendario mesoamericano tenía un significado especial el
ciclo anual de fiestas. Las fuentes históricas sobre los aztecas muestran que sus fiestas
eran rituales complejos en los que se consumían octli (pulque) y tzoalli (una masa hecha
de semillas de amaranto) en grandes cantidades en los banquetes. “En esta ocasión la
gente preparaba tamales especiales, chocolates, pasteles de amaranto, semillas, la carne
de pavos y perros y octli…” Según Butterwick, “año tras año los pueblos prehispánicos
se unían en el ritual de los banquetes en honor de los dioses que los sostenían y para
integrar a los distintos elementos de sus sociedades… la gente del occidente de México
antiguo tenía sus propios banquetes rituales y… patrocinaban las fiestas más grandes
para sus antepasados…” (p. 89). Más allá de esta función ritual, los banquetes servían
como “un mecanismo para la redistribución, reciprocidad o circulación de la riqueza y
de los excedentes de comida” (p. 90).
288
Estas reuniones sociales del pasado podrían tener una manifestación material (v.
gr. arqueológica) en el presente, puesto que “el anfitrión de un banquete… requería de
diversos tipos de contenedores. La mayoría de los recipientes de cerámica sepultados
junto con los muertos en las tumbas de tiro del occidente de México antiguo son vasijas
individuales para servir, como copas, platos y jarras—destinadas probablemente para
usarse por los difuntos…” (p. 99). Butterwick concluye su discusión diciendo que
aparte de “confirmar la antigüedad de los banquetes, las vasijas, figuras y modelos de
arcilla [en contextos] arqueológicos, junto con los relatos etnográficos e históricos,
también subrayan la prevalencia y relevancia del consumo ritual de bebidas intoxicantes
en el occidente de México antiguo” (p. 102). Había varias alternativas para beber: “octli
y tesvino [v. gr. tesgüino] eran dos de las tres [bebidas] nativas, la tercera era el
mezcal… Todas… tienen largas tradiciones en el occidente de México, aunque el octli
pudo haber sido la más preferida” (p. 103).
También vimos cómo en el caso de los tarahumaras del noroeste mexicano la
reparación de las “ollas tesgüineras” ha sido interpretada como una costumbre
relacionada con el valor que se da a estas vasijas. El tema de los objetos de barro como
indicadores de riqueza ha sido investigado por Brian Trostel (1994) entre los kalinga de
Filipinas; este autor dice que “la economía tiene un papel importante en las dinámicas
de las sociedades del pasado y del presente. El entendimiento de cómo las variables
económicas se relacionan con otros componentes en la sociedad, como estatus y poder,
es necesario para explorar la estabilidad y el cambio social y tecnológico. Muchos
intentos de reconstruir el pasado dependen… de nuestra capacidad de inferir diferencias
en riqueza…” Concluye este autor diciendo que “lo que se necesita… son mejores
maneras de inferir estas variables en la prehistoria. La etnoarqueología tiene el potencial
de ayudarnos a aclarar algunos de estos temas” (1994: 209). Esto lo hemos visto en el
trabajo de Senior (2001) y de Weigand (2001) sobre las vasijas para fermentar bebidas
alcohólicas que utilizan los tarahumaras y los huicholes respectivamente.
Aparte de las vasijas, el inventario cerámico mesoamericano incluye muchas
herramientas y artefactos que eran indispensables para sostener la economía doméstica,
como los malacates usados en la que fue una de las más importantes de todas las
actividades dentro del hogar: el hilado de fibras de ixtle y de algodón. De acuerdo con
Hicks (1994: 94), “la elaboración de telas, como la producción de comida, se llevaba
acabo como parte de la economía doméstica. Era una tarea para las mujeres, como la
agricultura era para los hombres. Las mujeres tenían muchas otras tareas, pero casi
289
No podemos cerrar este libro sin hablar de los cambios sociales y culturales que
han afectado al pueblo tarasco y a otros grupos étnicos en México y en otros países.
Según Eric Hobsbawm (1994), el cambio social más dramático y de mayor alcance en la
segunda mitad del siglo XX, que nos separó para siempre del mundo del pasado, es la
desaparición del campesinado. Después de la segunda guerra mundial millones de
personas en todo el mundo abandonaron sus comunidades rurales para buscar una mejor
vida en las ciudades. En algunos países de América Latina, como Colombia, México y
Brasil, el porcentaje de campesinos descendió a la mitad en tan sólo unas pocas décadas.
Estos procesos han tenido obvias repercusiones ecológicas, sociales y culturales para los
habitantes de las áreas rurales, incluyendo a muchos artesanos de México. Patricia
Fournier (2008) señala que si bien Michoacán todavía tiene muchas comunidades donde
se produce cerámica, muchas más han desaparecido o han visto a sus tradiciones
transformadas: “las técnicas y formas ancestrales se han perdido o están desapareciendo
lentamente”. Fournier (2008: 5, 7) piensa que las artesanías son un componente
importante del legado cultural de México, son algo cuya transmisión depende de la
identidad social y de la memoria. Según su perspectiva, los productores de artesanías
son parte de una cultura viviente, en muchos casos los últimos portadores de tradiciones
que actualmente están en proceso de desintegración.
Este proceso de cambio pudo haber iniciado en las primeras décadas después de
la conquista española. Fournier y Charlton (2011: 329) han sugerido que la conquista
española tuvo como resultado muchos cambios drásticos en el modo de vida indígena
por toda la cuenca de México, puesto que se impusieron sobre la población nuevos
sistemas de ideología, de leyes, de política y de economía. De acuerdo con estos
autores, durante el periodo del Virreinato la sociedad estaba caracterizada por divisiones
sociales y étnicas tajantes, tanto en el contexto espacial—como vemos en la distribución
de la población dentro de la capital de Nueva España—y en los modos de vida y los
patrones de consumo de los distintos sectores de la población. Esta situación tuvo como
resultado un sistema de castas que fue implementado alrededor del siglo XVII, y que
estaba en parte vinculado al proceso de mestizaje. Dentro del corazón del área urbana de
la Ciudad de México vivían las elites, que consistían en gentes originarias de España y
de criollos (nacidos en Nueva España de antepasados españoles), mientras que otros
grupos étnicos y clases sociales (judíos, gente excluida de la nobleza, y en general la
gente común) se veían forzados a vivir entre las poblaciones indígenas en las afueras de
la ciudad (p. 329).
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