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Staff

Traducción Corrección

Corrección y
Revisión Final

Lectura Final

Diseño
Rake (Libertino) s.7 - Hombre de moda o con estilo,
de hábitos disolutos o promiscuos.
Para esta historia, me he tomado una libertad creativa en cuanto a la forma
en que la Monarquía Británica maneja las propiedades y los bienes.
Cabe señalar que Whitehall y Butchart no son títulos nobiliarios actuales.
Empara Mi: “Alibi”
Purity Ring: “Obedear”
Rolling Stones: “Under My Thumb”
Young Fathers: “Toy”
Everybody Loves an Outlaw: “Red”
La mujer fatal más infame de Boston encuentra su pareja en un inglés
peligrosamente gentil que ha jurado no casarse nunca.

Emmabelle Penrose ha ido por la vida sin necesitar a un hombre, un plan


que ha funcionado sorprendentemente bien hasta hace unos cinco minutos,
cuando decidió que debía tener un bebé.
Devon Whitehall tiene 1,90 metros con ADN de primera calidad, seguridad
financiera y títulos de la realeza británica. Lo mejor de todo es que él teme
lo que ella más teme: casarse.
Emmabelle cree que es una obviedad cuando Devon le ofrece sus servicios,
su esperma y su participación en la vida de su futuro hijo.
Lo que comienza como un inocente y moderno acuerdo familiar,
rápidamente se erosiona en una red de mentiras, pasados oscuros y
secretos desvelados.
Dentro de este caos, Emmabelle y Devon se ven obligados a enfrentarse a la
terrible verdad: son capaces de amar.
Y lo que es peor, podrían sentirlo entre ellos.
Advertencia
Esta historia contiene temas que algunos pueden considerar
desencadenantes, como el abuso de menores y el grooming1.
Este libro NO está pensado para que te sientas cómodo y relajado por
dentro.
Por favor, tenlo en cuenta antes de empezarlo.

1 Es la acción deliberada de un adulto, varón o mujer, de acosar sexualmente a una niña, niño o
adolescente a través de un medio digital que permita la interacción entre dos o más personas, como
por ejemplo redes sociales, correo electrónico, mensajes de texto, sitios de chat o juegos en línea.
Me habían prometido poco antes de concebirme.

Mi futuro está escrito, sellado y acordado antes de que mi madre tuviera su


primera cita para la ecografía.

Antes de tener un corazón, un pulso, unos pulmones y una columna


vertebral. Ideas, deseos y preferencias. Cuando no era más que una idea
abstracta.

Un plan de futuro.

Una casilla que hay que marcar.

Su nombre era Louisa Butchart.

Lou, realmente, para los que la conocían.

Aunque no sería consciente del acuerdo hasta que cumpliera los catorce años.
Contado justo antes de la tradicional excursión de caza prenavideña que los
Whitehalls hacían con los Butchart.
No había nada malo en Louisa Butchart. Nada que pudiera encontrar, al
menos.

Era encantadora, bien educada, de excelente pedigrí.

No hay nada malo en ella, excepto una cosa: no fue mi elección.

Supongo que así fue como empezó todo.

Cómo me convertí en quien soy hoy.

Un hedonista amante de la diversión, bebedor de whisky, aficionado a la


esgrima y al esquí, que no respondía ante nadie y se metía en la cama con
todo el mundo.

Todos los números y variables estaban ahí para crear la ecuación perfecta.

Grandes expectativas.

Multiplicado por las exigencias de aplastamiento.

Moralmente dividido por más dinero del que podría quemar.

Había sido bendecido con el físico adecuado, la cuenta bancaria adecuada, la


sonrisa adecuada y la cantidad adecuada de encanto. Solo faltaba una cosa
invisible: el alma.

Lo que pasa es que al no tener alma ni siquiera era consciente de ello.

Hizo falta alguien especial para mostrarme lo que me había estado perdiendo.

Alguien como Emmabelle Penrose.

Me abrió y el alquitrán se derramó.

Pegajoso, oscuro e interminable.

Este es el verdadero secreto de los libertinos reales.


Mi sangre nunca fue azul.

Era como mi corazón, negro puro.

Catorce años.

Montamos al atardecer.

Los sabuesos lideraban el camino. Mi padre y su camarada, Byron Butchart


Sr., les seguían de cerca. Sus caballos galopaban a un ritmo perfecto. Byron
Jr., Benedict y yo íbamos detrás.

Les dieron a los jóvenes las yeguas. Eran rebeldes y más difíciles de domar.
Domar a las hembras jóvenes y enérgicas era un ejercicio que los hombres de
mi clase habían recibido desde una edad temprana. Después de todo,
habíamos nacido en una vida que requería una esposa bien entrenada, bebés
regordetes, croquet y amantes seductoras.

Con la barbilla y los talones bajos, la espalda recta, era la imagen de un


ecuestre real. No es que eso me ayudara a evitar que me arrojaran al sweat
box, acurrucándome sobre mí mismo como un caracol.

A papá le encantaba arrojarme allí para verme retorcerme, sin importar lo


duro, lo diligente, lo desesperado que tratara de complacerlo.

El sweat box, también conocido como cubo de aislamiento, era un


montacargas del siglo XVII. Tenía forma de ataúd y ofrecía la misma
experiencia. Como era muy claustrofóbico, mi padre me castigaba siempre
que me portaba mal.

Sin embargo, portarse mal no era algo que hiciera a menudo, o incluso en
absoluto. Esa era la parte triste. Deseaba con todas mis fuerzas que me
aceptaran. Era un alumno de sobresaliente y un esgrimista dotado. Incluso
había llegado al Campeonato Juvenil de Inglaterra en sable, pero aun así me
arrojaron al montacargas cuando perdí contra George Stanfield.

Tal vez mi padre siempre supo lo que yo trataba de ocultar a la vista.

Por fuera, era perfecto.

Sin embargo, por dentro estaba podrido hasta los huesos.

A los catorce años, ya me había acostado con dos de las hijas de los criados,
había conseguido montar el caballo favorito de mi padre hasta su prematura
muerte y había coqueteado con la cocaína y el Special K2 (no el cereal).

Ahora, íbamos a la caza del zorro.

Odiaba bastante la caza del zorro. Y por bastante, quiero decir mucho. Lo
detestaba como deporte, como concepto y como afición. No obtenía ningún
placer matando animales indefensos.

Mi padre decía que el deporte de la sangre era una gran tradición inglesa, al
igual que rodar el queso y la danza Morris. Personalmente, pensaba que
algunas tradiciones no envejecían tan bien como otras. La quema de herejes
en la hoguera era un ejemplo, la caza del zorro otro.

Cabe distinguir que la caza del zorro era -o debería decir que es- ilegal en el
Reino Unido. Pero los hombres de poder, como llegué a saber, tenían una
intrincada y a menudo tempestuosa relación con la ley. La aplicaban y la
determinaban, pero la ignoraban casi por completo. Mi padre y Byron padre
disfrutaban aún más de la caza del zorro porque estaba prohibida para las
clases bajas. Le daba al deporte un brillo adicional. Un eterno recordatorio de
que habían nacido diferentes. Mejores.

Nos adentrábamos en el bosque, pasando por el camino empedrado de la gran


puerta de hierro forjado del castillo de Whitehall Court, la finca de mi familia

2 Ketamina, generalmente se inhala, si se consume en pequeñas cantidades te hace sentir borracho


y feliz, si se toma en grandes cantidades pierdes el sentido.
en Kent. Se me revolvió el estómago al pensar en lo que estaba a punto de
hacer. Matar animales inocentes para apaciguar a mi padre.

El suave repiqueteo de las Mary Janes sonó detrás de nosotros, golpeando los
guijarros.

—¡Devvie, espera!

La voz era sin aliento, necesitada.

Me apoyé en Duquesa, empujando mis pies hacia delante, tirando de las


riendas. La yegua volvió a galopar. Louisa apareció a mi lado, agarrando algo
envuelto al azar. Llevaba su pijama rosa. Sus dientes estaban cubiertos de
coloridos y horrendos aparatos.

—Te tengo algo —Se quitó de un manotazo los trozos de cabello castaño que
se le pegaban a la frente. Lou era dos años menor que yo. Yo estaba en la
desafortunada etapa de la adolescencia en la que cualquier cosa, incluidos
los objetos afilados y ciertas frutas, me resultaba sexualmente atractiva. Pero
Lou seguía siendo una niña. Con las articulaciones sueltas y el tamaño de un
bolsillo. Sus ojos eran grandes e inquisitivos, bebiendo el mundo a tragos. No
era precisamente una chica guapa, con sus rasgos medios y su complexión
infantil. Y su aparato de ortodoncia le provocaba un impedimento en el habla
del que era consciente.

—Lou —dije, frunciendo una ceja—. A tu madre le va a dar un ataque si


descubre que te has escapado.

—No me importa —Se puso de puntillas y me entregó algo envuelto en uno


de sus sensatos jerséis de punto. Tiré el jersey, encantado de encontrar dentro
la petaca grabada de mi padre, cargada de bourbon.

—Sé que no te gusta la caza del zorro, así que te he traído algo para... ¿cómo
lo dice papá? Para quitarte el miedo.
Los demás siguieron adelante, adentrándose en el espeso y musgoso bosque
que rodea el castillo de Whitehall Court, sin saber o sin interesarse por mi
ausencia.

—Pequeña loca —Tomé un trago de la petaca, sintiendo el fuerte ardor del


líquido rodando por mi garganta—. ¿Cómo conseguiste esto?

Lou sonrió con orgullo, ahuecando su boca para cubrir todo el metal.

—Me he colado en el estudio de tu padre. Nadie se fija en mí, así que puedo
salirme con la mía —El abatimiento en su voz me hizo sentirme triste por ella.
Lou soñaba con ir a Australia y convertirse en salvadora de la fauna, rodeada
de canguros y koalas. Esperaba por su bien que lo hiciera. Los animales
salvajes, por muy agresivos que fueran, seguían siendo superiores a los
humanos.

—Me fijo en ti.

—¿De verdad? —Sus ojos se hicieron más grandes, más marrones.

—Lo juro —Rasqué detrás de la oreja de Duquesa. Las hembras, me había


dado cuenta, eran ridículamente fáciles de complacer—. Nunca te librarás de
mí.

—¡No quiero librarme de ti! —dijo acaloradamente—. Haré cualquier cosa por
ti.

—Oh, ¿Cómo cualquier cosa, ahora? —Me reí. Lou y yo teníamos la relación
de un hermano mayor y una hermana menor. Ella hacía cosas para intentar
ganarse mi afecto, y yo, a cambio, le aseguraba que era buena y cariñosa.

Ella asintió con entusiasmo.

—Siempre te cubriré la espalda.

—Bien entonces —Estaba listo para seguir adelante.


—¿Crees que alguna vez les dirás a tus padres que eres vegetariano? —soltó.
¿Cómo lo sabía ella?

—Me he dado cuenta de que rehúyes la carne e incluso el pescado cuando


cenamos —Enterró una de sus Mary Janes en los guijarros, clavando los
dedos de los pies, mirando hacia abajo avergonzada.

—No —Sacudí la cabeza, con un tono frío—. Hay algunas cosas que mis
padres no necesitan saber.

Y entonces, como no teníamos nada más que decir, y tal vez porque temía que
papá me arrojara al montacargas si me veía merodeando detrás, dije:

—Bueno, gracias por la bebida.

Levanté la petaca en señal de saludo, apreté el vientre de Duquesa con mis


botas de montar y me uní a los demás.

—Oh, mira, si es Posh Spice —Benedict, el hermano mediano de Lou, se llevó


un dedo para aflojar la correa de su casco—. ¿Qué fue lo que te retuvo?

—Lou nos dio un amuleto de buena suerte, Baby Spice —Incliné la petaca en
su dirección. A diferencia de Louisa, que era un poco ansiosa, pero en general
agradable, sus hermanos -a falta de una mejor descripción- eran unos
completos y absolutos imbéciles. Matones de gran tamaño a los que les
gustaba pellizcar a las sirvientas en el culo y hacer un desorden innecesario
solo para ver cómo los demás ordenaban después de ellos.

—Maldita sea —resopló Byron—. Es patética.

—Querrás decir considerada. Pasar tiempo con mi padre requiere cierto nivel
de intoxicación —dije con sarcasmo.

—No se trata de eso. Está obsesionada con tu lamentable culo —dijo Benedict.

—No seas ridículo —gruñí.

—No seas ciego —me gruño Byron.


—Eh. Lo superará. Todas lo hacen —Tomé otro trago, agradeciendo que mi
padre y Byron padre estuvieran tan absortos en la discusión de asuntos
relacionados con el parlamento, que no consideraran oportuno girar la cabeza
para ver cómo estábamos.

—Espero que no lo haga —se burló Benedict—. Si está destinada a casarse


con tu mierda de cerebro, al menos debería disfrutarlo.

—¿Dijiste casarse? —Bajé la petaca. También podría haber dicho


enterrar—. Sin ofender a tu hermana, pero si está esperando una propuesta,
mejor que se ponga cómoda porque no va a llegar una.

Byron y Benedict intercambiaron miradas, sonriendo conspiradoramente.


Tenían el mismo color que Louisa. Hermosos como la nieve recién caída. Solo
que parecían haber sido dibujados con la mano izquierda.

—No me digas que no lo sabes —Byron ladeó la cabeza, una sonrisa cruel se
extendió por su cara. Nunca me ha gustado. Pero especialmente no le tenía
cariño en ese momento.

—¿Saber qué? —grité, aborreciendo que tuviera que seguirles la corriente


para saber de qué estaban hablando.

—Tú y Lou van a casarse. Está todo arreglado. Incluso hay un anillo.

Me reí a lo loco, dando una patada en el costado derecho de Duquesa para


que chocara con la yegua de Benedict, haciéndole perder el equilibrio. Qué
montón de estupideces. Mientras seguía riendo, me di cuenta de que sus
sonrisas habían desaparecido. Ya no me miraban con picardía.

—Me estás jodiendo —Mi sonrisa cayó. Sentí la garganta llena de arena.

—No —dijo Byron, rotundamente.

—Pregúntale a tu padre —desafió Benedict—. Está decidido en nuestra


familia desde hace años. Eres el hijo mayor del marqués de Fitzgrovia. Louisa
es la hija del Duque de Salisbury. Una Lady. Algún día te convertirás en
marqués, y nuestros padres quieren que la sangre real permanezca en la
familia. Mantener las propiedades intactas. Casarse con una plebeya
debilitaría la cadena.

Los Whitehall eran una de las últimas familias de la nobleza a las que la gente
seguía prestando atención. Mi bisabuela, Wilhelmina Whitehall, era la hija de
un rey.

—No quiero casarme con nadie —dije con los dientes apretados. Duquesa
comenzó a acelerar, entrando en el bosque.

—Bueno, ob-via-mente —Benedict puso una cara d'uh poco


favorecedora—. Tienes catorce años. Todo lo que quieres es jugar a los
videojuegos y acariciar tu carne con pósters de Christie Brinkley. Sin
embargo, te vas a casar con nuestra hermana. Demasiados asuntos entre
nuestros padres para dejar que esta oportunidad se desperdicie.

—Y no te olvides de las propiedades que ambos conservarán —añadió Byron


con ánimo de ayudar, dándole a su yegua una patada viciosa para hacerla ir
más rápido—. Yo diría que buena suerte al darle hijos. Parece el Alien de
Ridley Scott.

—¿Hijos...? —Lo único que me impidió vomitar las tripas fue el hecho de que
no quería desperdiciar el coñac perfectamente bueno que estaba chapoteando
en mi estómago.

—Lou dice que quiere tener cinco cuando sea mayor —dijo Byron,
disfrutando—. Creo que te va a mantener ocupado en la cama, amigo.

—Sin mencionar exhausto —dijo Benedict con desprecio.

—Sobre mi cadáver.

Se me hizo un nudo en la garganta y se me pusieron las manos tiesas. Me


sentía como si fuera el blanco de una terrible broma. Por supuesto, no podía
hablar de ello con mi padre. No podía enfrentarme a él. No cuando sabía que
siempre estaba a una palabra equivocada del montacargas.
Todo lo que podía hacer era disparar a animales indefensos y ser exactamente
quien él quería que fuera.

Su pequeña máquina bien engrasada. Lista para matar, follar o casarse según
se le ordene.

Esa misma noche, Byron, Benedict y yo nos sentamos frente a uno de los
zorros muertos del granero. El olor pavloviano de la muerte envolvía la
habitación. Mi padre y Byron padre habían llevado todos sus preciados zorros
muertos al taxidermista y nos habían dejado uno para que nos deshiciéramos
de él.

—Quémenlo, jueguen con él, déjenlo para que se lo coman las ratas por lo
que a mí respecta —Había escupido mi padre antes de dar la espalda al
cadáver.

Era una hembra. Pequeña, desnutrida y de pelaje opaco.

Tenía cachorros. Me di cuenta por las tetas que se asomaban a través del
pelaje de su vientre. Pensé en ellos. Cómo estaban solos, hambrientos y
abandonados en el oscuro y vasto bosque. Pensé en cómo le disparé cuando
papá me lo ordenó. Cómo le clavé una bala entre los ojos. Cómo me miró con
una mezcla de asombro y terror.

Y cómo miré hacia otro lado porque había sido papá el que quería disparar.

Benedict, Byron y yo nos pasamos una botella de champán de un lado a otro,


discutiendo los acontecimientos de la noche, con Frankenfox mirándome
acusadoramente desde el otro lado del granero. Benedict también consiguió
cigarrillos enrollados de uno de los sirvientes. Los fumamos con ganas.

—Vamos, amigo, casarse con nuestra hermana no es el fin del


mundo —Byron soltó una carcajada de villano de Bond mientras se colocaba
sobre la zorra, con una de sus botas apoyada en su espalda.
—Es una niña —escupí. Tumbado en un taburete de madera, sentí que mis
huesos tenían un siglo de antigüedad.

—No va a ser una niña para siempre —Benedict clavó el filo de su bota en la
tripa del zorro.

—Para mí, lo será.

—Te hará aún más rico —añadió Byron.

—Ningún dinero puede comprar mi libertad.

—¡Ninguno de nosotros nació libre! —Benedict tronó, pisando fuerte—. ¿Cuál


es el incentivo para seguir vivo, si no es para ganar más poder?

—No sé cuál es el sentido de la vida, pero te aseguro que no voy a aceptar


indicaciones de un niño rico y regordete que necesita pagar a las criadas para
que le den un toque —gruñí, enseñando los dientes—. Elegiré a mi propia
novia, y no será tu hermana.

Francamente, no quería casarme en absoluto. Por un lado, estaba seguro de


que sería un marido terrible. Perezoso, infiel, y con toda probabilidad obtuso.
Pero quería mantener mis opciones abiertas. ¿Y si me encontraba con Christie
Brinkley? Me casaría con ella si eso significara meterme en sus bragas.

Byron y Benedict intercambiaron miradas de desconcierto. Sabía que no eran


leales a su hermana menor. Ella era, después de todo, una chica. Y las chicas
no eran tan distinguidas, ni tan importantes como los chicos en la sociedad
de la nobleza. No podían continuar con el nombre de la familia y, por lo tanto,
no eran tratadas más que como un adorno que había que recordar para
incluir en las fotos de las tarjetas de Navidad.

Lo mismo ocurrió con mi hermana menor, Cecilia. Mi padre ignoraba en gran


medida su existencia. Siempre la mimaba después de que la enviara a su
habitación o la arropase por ser demasiado redonda o demasiado “aburrida”
para desfilar por la alta sociedad. Le llevaba galletas a escondidas, le contaba
cuentos para dormir y la llevaba al bosque, donde jugábamos.
—Bájate de tu maldito caballo, Whitehall. No eres demasiado bueno para
nuestra hermana —gimió Byron.

—Puede ser, pero no me voy a acostar con ella.

—¿Por qué? —Byron exigió—. ¿Qué le pasa?

—Nada. Todo —Hice un agujero en el heno con la punta de mi bota. Ya estaba


bastante borracho.

—¿Prefieres besar la boca de este zorro o la de Lou? —presionó Benedict, sus


ojos vagando por el granero, detrás de mi hombro, y más allá.

Le dirigí una mirada irónica.

—Prefiero no besar a ninguno de los dos, feto de clase A.

—Bueno, debes elegir uno.

—¿Debo hacerlo? —Tenía hipo, recogí una herradura perdida y se la lancé.


Fallé por una milla—. ¿Por qué demonios es eso?

—Porque —dijo Byron lentamente—, si besas al zorro, le diré a mi padre que


eres gay. Eso arreglaría todo. Te librarías del problema.

—Gay —repetí insensiblemente—. Podría ser gay.

Técnicamente, no. Amaba demasiado a las mujeres. En todas las formas,


colores y peinados.

Byron se rio.

—Seguro que eres bastante guapo.

—Eso es un estereotipo —dije e inmediatamente me arrepentí. No estaba en


condiciones de explicar la palabra estereotipo a estos dos imbéciles.

—Liberal de corazón sangriento —rio Byron, dando un codazo a su hermano.


—Quizá sea gay —reflexionó Benedict.

—No —Byron negó con la cabeza—. Ya se ha tirado a un par de pájaros que


conozco.

—¿Y bien? ¿Vas a hacerlo o no? —exigió Benedict.

Consideré la propuesta. Benedict y Byron eran conocidos por este tipo de


estratagemas. Hacían girar las mentiras alrededor de la gente, y otros
simplemente se lo creían. Lo sabía porque fui a la misma escuela con ellos.
¿Qué era un tonto beso en la boca de un zorro muerto en el gran esquema de
las cosas?

Esta era mi única esperanza. Si me enfrentaba a mi padre, uno de los dos


moriría. Tal como estaba ahora, ese alguien iba a ser yo.

—Bien —Me levanté del taburete, zigzagueando hacia Frankenfox.

Me agaché y acerqué mis labios a la boca del zorro. Estaba gomosa y fría y
olía a hilo dental usado. La bilis me cubrió la garganta.

—Amigo, oh Dios. Realmente está haciendo esto —Benedict resopló a mis


espaldas.

—¿Por qué no tengo una cámara? —Byron gimió. Ahora estaba en el suelo,
agarrándose el estómago de lo mucho que se reía.

Me retiré. Me pitaban los oídos. Mi visión se volvió borrosa. Veía todo a través
de una niebla amarilla. Alguien detrás de mí gritó. Giré rápidamente hacia
atrás, cayendo de rodillas. Lou estaba allí. En las puertas dobles abiertas del
granero, todavía con su pijama rosa. Su mano presionada contra su boca
mientras temblaba como una hoja.

—¡Tú... tú... tú... pervertido! —maulló.

—Lou —gruñí—. Lo siento.


Y lo sentía, pero no por no querer casarme con ella. Solo por cómo se enteró
de ello.

Benedict y Byron se revolcaban en el heno, dándose puñetazos, y riendo.

Me habían tendido una trampa. Sabían que estaba allí, junto a la puerta,
observando todo el tiempo. Nunca iba a salir de este acuerdo.

Lou se dio la vuelta y salió corriendo. Sus lágrimas, como pequeños


diamantes, volaron detrás de sus hombros.

El grito que salió de su boca fue salvaje. Como el que lanzó Frankenfox antes
de que la matara.

Me desplomé y vomité, desplomándome sobre los restos de mi cena.

La oscuridad giraba a mí alrededor.

Y yo, en cambio, sucumbí a ella.

Mi padre me entregó un whisky a la mañana siguiente. Estábamos en su gran


estudio de roble, con un carrito de bar dorado y cortinas de color burdeos.
Uno de los criados me había llevado a su despacho minutos antes. No hacía
falta ninguna explicación. Simplemente me arrastró por las alfombras y me
arrojó a los pies de papá.

—Toma. Para tu resaca.

Papá me indicó el sillón reclinable de cuero marrón que había frente a su


escritorio. Me senté y acepté la bebida.

—¿Me estás dando whisky? —Lo olfateé, mis labios se curvaron con
desagrado.
—Pelo de perro3 —Se desperezó en su sillón de ejecutivo, alisándose el bigote
con los dedos—. Tomar el pelo del perro que te mordió alivia la abstinencia.

Tomé un trago del veneno, haciendo una mueca de dolor mientras se abría
paso hasta mis entrañas. Había pasado una noche sin dormir en el heno del
granero. Me despertaba con un sudor frío, soñando con pequeños bebés como
Louisa corriendo detrás de mí. El sabor del beso del zorro muerto tampoco
suavizó el golpe.

El aroma del té negro y de los bollos frescos recorría los pasillos del castillo
de Whitehall Court. El desayuno aún no había terminado. El estómago se me
revolvió, recordándome que el apetito era un lujo para los hombres que no
estaban recién comprometidos.

Me bebí el whisky.

—¿Querías verme?

—No quiero verte nunca. Desgraciadamente, es una necesidad que viene con
el hecho de engendrarte —Papá no se anduvo con rodeos—. Esta mañana me
han informado de algo bastante inquietante. Lady Louisa les contó a sus
padres lo que sucedió ayer, y su padre me transmitió la situación —Mi padre
-alto, delgado y llamativo, con el cabello rubio arenoso y un traje pulcramente
planchado- habló con acusación en su voz, invitándome a explicarme.

Ambos sabíamos que yo le desagradaba a nivel personal. Que engendraría


nuevos sucesores, si no fuera porque yo seguía siendo el mayor y, por tanto,
el heredero de su título. Era demasiado agraciado, demasiado ratón de
biblioteca, demasiado parecido a mi madre. Había permitido que otros chicos
me dominaran, que me hicieran un animal.

—No quiero casarme con ella.

3 Traducción del inglés-"Hair of the dog", abreviatura de "Hair of the dog that bit you", es una
expresión coloquial en el idioma inglés que se usa predominantemente para referirse al alcohol que
se consume con el objetivo de atenuar los efectos de la resaca.
Esperaba una bofetada o una paliza. Ninguna de las dos cosas me
sorprendería. Pero lo que obtuve fue una ligera risa y un movimiento de
cabeza.

—Lo entiendo —dijo.

—¿No tengo que hacerlo? —Me animé.

—Oh, te casarás con la chica. Tus deseos no tienen importancia. Tampoco


tus pensamientos, para el caso. Los matrimonios por amor son para las
personas comunes y corrientes. Gente nacida para seguir las ingratas reglas
de la sociedad. No debes desear a tu esposa, Devon. Su propósito es servirte,
engendrar hijos y lucir hermosa. Un consejo: mantén tu deseo para aquellos
de los que puedas disponer. Es más inteligente y más limpio. Las reglas
plebeyas no se aplican a la clase alta.

La necesidad de aplastar violentamente su cabeza contra la pared era tan


urgente que mis dedos se curvaron en mi regazo. Cuando permanecí en
silencio durante varios minutos, puso los ojos en blanco, mirando hacia el
cielo, como si fuera yo el que estaba siendo poco razonable.

—¿Crees que quería casarme con tu madre?

—¿Qué le pasa a mamá? —Era bonita y razonablemente agradable.

—¿Qué no? —Sacó un cigarro de una caja y lo encendió—. Si corriera tanto


como su boca, estaría en buena forma. Sin embargo, ella era un paquete. Ella
tenía el dinero. Yo tenía el título. Lo hicimos funcionar.

Me quedé mirando el fondo de mi vaso de whisky vacío. Aquello parecía el


eslogan de la comedia romántica más deprimente del mundo.

—No necesitamos más dinero, y ya tendré un título.

—No es solo el dinero, imbécil —Golpeó la palma de la mano contra su


escritorio entre nosotros, rugiendo—: ¡Todo lo que se interpone entre nosotros
y los plebeyos que nos sirven es el pedigrí y el poder!
—El poder corrompe —dije secamente.

—El mundo está corrupto —Su labio se curvó con disgusto. Sabía muy bien
que estaba a punto de ser arrojado al montacargas—. Estoy tratando de
explicarle en un inglés sencillo que el asunto de tus nupcias con la señorita
Butchart no está en discusión. En todo caso, difícilmente va a ocurrir
mañana.

—No. Ni mañana ni nunca —Me oí decir—. No me casaré con ella. Mamá no


lo tolerará.

—Tu madre no tiene nada que decir.

Sus ojos azules se oscurecieron en un espejo jaspeado. Pude verme en su


reflejo. Me veía pequeño y hundido. No era yo mismo. No el muchacho que
montaba a caballo con el viento bailando en su cara. El que metía la mano
bajo el vestido de una sirvienta y la hacía reír sin aliento. El chico con la
velocidad explosiva y el deslumbrante juego de pies que hizo llorar a algunos
de los mejores esgrimistas de Europa. Ese chico podía atravesar el negro
corazón de su padre con una espada puntiaguda y comerse su corazón
mientras aún latía. Este chico no podía.

—Te casarás con ella y me darás un nieto varón, preferiblemente uno superior
a ti —Mi padre terminó su cigarro y lo apagó en un cenicero cercano—. Este
asunto está resuelto. Ahora ve a disculparte con Louisa. Te casarás con ella
cuando termines la Universidad de Oxford, y ni un momento después, o
perderás toda tu herencia, tu apellido y los parientes que, por una razón que
desconozco, aún te toleran. Porque no te equivoques, Devon: cuando le diga
a tu madre que debe repudiarte, no se lo pensará dos veces antes de dar la
espalda a su hijo. ¿Me entiendes?

Mi astucia me superó en ese momento, como tenía la tendencia a hacer,


lavando mi piel como un ácido. Haciendo que me volviera del revés y me
convirtiera en otra persona. No tenía sentido luchar contra él. No tenía
ninguna ventaja. Podía ser golpeado, encerrado, burlado y torturado... o podía
jugar bien mis cartas.
Hacer lo que él y el Sr. Butchart hicieron tan a menudo. Jugar con el sistema.

—Sí, señor.

Mi padre entrecerró los ojos con desconfianza.

—Te digo que te cases con Louisa.

—Sí, señor.

—Y discúlpate con ella ahora.

—Desde luego, señor —Incliné más la cabeza, un fantasma de sonrisa


rondando mis labios.

—Y bésala. Demuéstrale que te gusta. Sin lengua ni cosas raras. Solo lo


suficiente para demostrar que eres fiel a tu palabra.

La bilis subió por mi garganta.

—La besaré.

Sorprendentemente, parecía aún menos complacido, la punta de su labio


superior se torció mientras gruñía.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

Mi padre era a la vez malo e idiota, una combinación horrible. Tenía más
temperamento que cerebro, lo que lo llevaba a cometer muchos errores en los
negocios. En casa, reinaba con un puño de hierro que, la mayoría de las veces,
caía en mi cara. Los errores en los negocios eran más fáciles de tratar: mi
madre se había hecho cargo de los libros sin que él lo supiera, y casi siempre
estaba demasiado borracho para darse cuenta. En cuanto a mis abusos... ella
sabía muy bien que, si intentaba protegerme, él también le pondría el
cinturón.
—Supongo que tienes razón —Me recosté en mi asiento, cruzando las piernas
despreocupadamente—. ¿Qué más da con quién me case, mientras pueda
entrar dormido en los libros de historia?

Se rio, la oscuridad de sus ojos se derritió. Esto era más bien lo suyo. Tener
un hijo pagano y pecador con un déficit de escrúpulos y aún menos rasgos
positivos.

—¿Ya te acostaste con alguien?

—Sí, señor. A los trece años.

Se pasó el pulgar por la barbilla.

—Me acosté por primera vez con una mujer a los doce años.

—Brillante —dije. Aunque la idea de que mi padre follara a una mujer por
detrás a los doce años me hizo querer acurrucarme en el sofá de un terapeuta
y no salir de allí en una década.

—Bien entonces —Se dio una palmada en el muslo—. Adelante y arriba,


jovencito. La aristocracia inglesa no es barata. Hay que conservarla para
mantenerla.

—Entonces haré mi parte, papá —Me puse de pie, lanzándole una sonrisa
socarrona.

Ese fue el día en que realmente me convertí en un libertino.

El día en que me convertí en el hombre astuto y desalmado que ahora veía


cuando me miraba en el espejo.

El día en que efectivamente me disculpé con Louisa, incluso la besé en la


mejilla, y le dije que no se preocupara. Que había estado borracho, que había
sido un error. Que definitivamente nos casaríamos y que sería un evento
hermoso. Con floristas y arzobispos y una tarta más alta que un rascacielos.

Jugué bien mis cartas durante la siguiente década.


Le enviaba regalos de cumpleaños, la colmaba de tarjetas y me reunía con
ella a menudo durante las vacaciones de verano. Le puse flores en el cabello
y le dije que todas las demás chicas con las que me había acostado no tenían
sentido. La dejé esperar, suspirar y tejer un futuro para los dos en su cabeza.

Incluso convencí a mis padres para que me financiaran la carrera de Derecho


en Harvard al otro lado del charco y pospusieran el matrimonio un par de
años, explicándoles que volvería en cuanto me graduara para tomar a Louisa
como esposa.

Pero la verdad es que el día que terminé la educación secundaria y me


enviaron a Boston fue la última vez que pisé suelo británico.

La última vez que mi padre me vio.

Fue la traición perfecta, realmente.

Utilicé su riqueza y sus conexiones hasta que ya no las necesité.

Una licenciatura en Derecho por una escuela de la Ivy League fue suficiente
capital para conseguir un puesto de socio de 400.000 euros al año en uno de
los mayores bufetes de Boston. En mi tercer año, tripliqué esa cantidad,
incluidas las primas.

¿Y ahora? Ahora era un millonario hecho a sí mismo.

Mi vida era mía. Para liderar, para gobernar, y para fastidiar.

Y el único montacargas en el que estaba atrapado era el de mi cabeza.

Las voces de mi pasado seguían resonando en su interior, recordándome que


el amor no era más que una aflicción de la clase media.
Presente
—Malformación uterina —repetí entumecida, mirando fijamente al doctor
Bjorn.
Me sentía ridícula. Con mi ajustada falda lápiz de cuero rojo y mi camisa
blanca recortada, una pierna colgando sobre la otra, mis sandalias Prada de
tacón alto colgando de los dedos de los pies. Todo en mí gritaba mujer. Todo
menos el hecho de que, aparentemente, no podía tener hijos.
—Eso es lo que indicó la ecografía —Mi ginecólogo me miró con simpatía,
entre un respingo y una mueca—. Pedimos la resonancia magnética para
confirmar el diagnóstico.
Era curioso que lo que pensaba en ese momento no era la implicación de mi
condición, sino lo profunda y extrañamente estúpido que era el doctor Bjorn.
Como un Pomerania de Taza de Té, aunque no es ni la mitad de bonito,
parecía tener unos sesenta años, con el cabello sal y pimienta cubriéndole la
mayor parte. Desde las cejas pobladas y la melena salvaje hasta los mechones
esponjosos de los dedos. El vello de su pecho se enroscaba fuera de su bata
verde, como si escondiera una mascota de chía.
—Explícame otra vez lo que significa. Malformación uterina —Me acuné la
rodilla, enviándole una sonrisa con brillo en los labios.
Se movió en su asiento y se aclaró la garganta.
—Bueno, su diagnóstico es septo uterino, la forma más común de
malformación uterina. En realidad, es una buena noticia. Estamos
familiarizados con él y podemos tratarlo de varias maneras. Tu útero está
parcialmente dividido por una pared muscular, lo que te pone en riesgo de
infertilidad, abortos repetidos y partos prematuros. Puedes verlo aquí.
Señaló la foto de la ecografía que había entre nosotros. No estaba de humor
para establecer un contacto visual directo con el fracaso de mi útero, pero
miré de todos modos.
—¿Infertilidad? —No tenía la costumbre de repetir como un loro las palabras
de la gente, pero... ¿qué demonios? ¡Infertilidad! Apenas tenía treinta años.
Tenía al menos cinco años más para cometer errores magníficos y
memorables con hombres al azar antes de tener que pensar en tener bebés.
—Correcto —El doctor Bjorn asintió, todavía hipnotizado por mi falta de
emoción. ¿No sabía que no tenía ninguna?—. Junto con su SOP, podría ser
un problema. Estoy feliz de discutir los próximos pasos con usted...
—Espera —Levanté una mano, agitando mi manicura francesa de punta roja
de un lado a otro—. Vuelve a esa abreviatura. ¿SO-qué?
—SOP. Síndrome de ovario poliquístico. Dice en tu expediente que te
diagnosticaron a los quince años.
Sí. Las cosas estaban un poco confusas cuando llegué al hospital esa vez.
—Supongo que tampoco es bueno —dije con tono inexpresivo.
Pasó un pulgar por su teléfono: para mí era un punto bajo en mi vida, pero
para él era un miércoles más.
—Podría causar más problemas de infertilidad.
Genial. Mi vientre le dio a Mónica de Friends una larga competencia. Quería
empezar una pelea. Dirigí mi ira hacia el doctor Bjorn.
—¿Qué significa eso? —resoplé—. ¿No es la malformación uterina un
problema que se desarrolla a lo largo del embarazo?
Con otra sonrisa de disculpa, el doctor Bjorn se volvió hacia la pantalla que
tenía delante y frunció el ceño, con las cejas pobladas chocando entre sí. Hizo
clic en su ratón para desplazarse por mi historial médico. Un ratón estúpido
con clics que suenan estúpidos.
—Aquí dice que tuviste un aborto espontáneo a los quince años.
Un aborto espontáneo.
Como si decidiera ir a tomar un café con un amigo.
El doctor Bjorn parecía tan avergonzado que me sorprendió que no hiciera un
agujero en la alfombra y desapareciera en el piso de abajo. Sus ojos me
preguntaron si era verdad. Su boca no lo hizo. Sabía la respuesta.
—Uy —Sonreí de forma macabra—. Así es. Debo haberlo olvidado. Fue un
año muy ocupado.
El doctor Bjorn se acarició el brazo peludo.
—Mira, sé que esto es abrumador...
Dejé escapar una carcajada.
—Por favor, doctor. Ahórrese el discurso de los folletos y vayamos al grano.
¿Cuáles son mis opciones?
—¡Tienes muchas opciones! —anunció, animándose. Con esto podría
trabajar. Soluciones. Hechos. La ciencia—. Hay formas de asegurar tu futura
maternidad. Si estás interesada en ser madre, por supuesto.
Tuve la tentación de decir que no, que no estaba por la labor de cambiar
pañales o de hacer dibujos poéticos de figuras de palo. Que la maternidad era
una fuerza de desempoderamiento para las mujeres en una sociedad
altamente patriarcal. Hasta cierto punto, incluso me creí esta ideología
postfeminista. Al fin y al cabo, yo era una empresaria autónoma cuya
ambición vital era cabrear a la gente. Rompía un bote de pepinillos en el suelo
y me lo comía, con cristal y todo, antes de pedirle a un hombre que me lo
abriera.
Pero no pude sacar las palabras de mi boca.
La verdad es que sí quería ser madre. Con cada fibra de mi ser.
No era sofisticado ni ambicioso ni destacable, pero era cierto. Por eso, hacía
unas semanas, había visitado por primera vez al doctor Bjorn para
asegurarme de que mi sistema reproductivo estaba en perfecto estado y listo
para salir, cuando me decidiera a hacerlo. No hace falta decir que no lo estaba.
—Sí —Me encogí de hombros sin compromiso—. Quiero, supongo.
El doctor Bjorn ladeó la cabeza y frunció el ceño. Intentó descifrar por qué,
exactamente, me estaba comportando así. Como si estuviera tratando de
venderme paneles solares y yo lo rechazara. ¿No era yo un ecologista?
—En ese caso, la primera etapa es congelar los óvulos.
Le lancé una sonrisa dulce e impaciente.
—¿Piensas llevar a tus futuros hijos a término? —preguntó.
—¿Puedo evacuarlos durante el segundo trimestre? —Bostecé, revisando mis
uñas—. ¿Los bebés no necesitan estar completamente cocidos?
—Lo que quiero decir es que tu edad debe ser una de tus consideraciones.
Cada año que pasa, aumenta el riesgo de aborto o de parto prematuro.
—¿Qué estás diciendo, exactamente? —presioné.
—Puedes considerar la gestación subrogada si planeas tener hijos más
adelante. Lo ideal, y teniendo en cuenta las complicaciones, es que, si estás
preparada, intentes quedarte embarazada enseguida. Pero en última
instancia, no quiero que te sientas apurada.
Un poco tarde para eso, boo. Pasé de tener cinco años a ser arrojada a la
autopista de la maternidad en el momento en que dijo eso. Porque, de nuevo,
¿qué mierda? Esta no era mi vida. Se suponía que debía esperar hasta los
treinta y cinco años, elegir un donante de esperma guapo -incluso iba a
derrochar y conseguir la membresía realmente cara del banco de esperma
para poder ver las fotos de esos hombres potenciales- y luego tener un par de
hijos y crear mi propia mini familia.
—El mes que viene parece un buen momento para quedarse
embarazada —Me oí decir—. Déjame ver si puedo mover mi cita de depilación.
—Señorita Penrose —reprendió el doctor Bjorn, levantándose para servirme
un vaso de agua. Me lo dio. Lo engullí de un trago—. Sé que no es la noticia
que quería oír. No tienes que ser valiente aquí. No pasa nada por estar
disgustada.
Esto, por supuesto, era falso. Venirse abajo era un privilegio que tenían otras
personas. Estaba programada para no tener miedo. La vida me lanzaba bolas
curvas a diestro y siniestro. Me deslizaba por ellas como un personaje de
dibujos animados con una sonrisa en el rostro.
Recogí mi bolso Chanel del suelo.
—Si tengo que quedarme embarazada este año, lo haré. ¿No hay hombre? No
hay problema. Conseguiré un donante de esperma. He oído que son altos,
inteligentes y buenos con los números. ¿Qué más se puede pedir en un padre
de un bebé? —Solté una carcajada y me puse de pie. El ginecólogo permaneció
sentado, todavía mirándome con total asombro.
Sí, lo sé. No tengo corazón. Sin emociones. Y, desde hace cinco minutos,
clínicamente sin útero también.
—¿No quieres pensar en ello? —preguntó.
—No hay nada que pensar. El tiempo corre en mi contra. Conseguiré un
donante de esperma y lo haré.
Tampoco tenía el dinero necesario para recurrir a un vientre de alquiler.
Además, quedarme embarazada era parte del trato. En los últimos años,
había visto a mis amigas y a mi hermana parir niños como si fueran
dispensadores de PEZ. Con vientres redondos y hermosos, antojos
excéntricos y sonrisas vertiginosas, mientras reflexionaban sobre la eterna
pregunta: ¿pintura pastel o papel pintado para el cuarto del bebé?
Quería todas esas cosas.
Cada una de sus experiencias mundanas y triviales.
Excepto por uno.
El esposo.
Casarme no estaba en mis planes.
Los hombres eran volátiles, poco fiables y, sobre todo, un peligro para mí.
—Bueno, en ese caso... —El doctor Bjorn me tendió la mano para que la
estrechara—. Te voy a recetar 50 miligramos de clomifeno. Debes tomarlo a
partir del segundo día de tu ciclo menstrual del mes en que pretendes
quedarte embarazada. Cinco píldoras, una para cada día, durante cinco días.
Debe tomarse a la misma hora. Mantente hidratada y vigila tu ciclo. Los test
de ovulación van a ser tu nuevo mejor amigo. Cuando encuentres a tu
donante perfecto, avísame. Quiero leer su historial médico para ver si es apto
para ti.
—¡Maravilloso! —Me di la vuelta y salí pavoneándome de la habitación,
huyendo antes de que consiguiera colar otro diagnóstico grave sobre mi
cuerpo.
Me despedí de la recepcionista con la mano y salí del edificio sin recordar
haberlo hecho. Supongo que estaba teniendo una experiencia extracorporal.
Avancé hacia mi deportivo BMW, cuando sonó mi móvil. Lo saqué del bolso.
Era mi hermana, Persy.
—Hola, Pers —La saludé afectuosamente, sin ningún indicio de angustia en
mi voz. Fingir que tenía las cosas claras era un arte que había perfeccionado
hacía tiempo.
—Hola, Belle. ¿Dónde te encuentro?
—Acabo de salir del ginecólogo.
—No hay nada como que un completo desconocido te pinche las entrañas con
una lupa —Suspiró con lo que sospeché que era un anhelo genuino. Maldita
sea, ella y su marido Cillian eran pervertidos—. ¿Todo bien ahí abajo?
Escuché a mi sobrino, Astor, haciendo sonidos de explosión en el fondo. Le
encantaba imaginar que la mierda explotaba cuando jugaba a los Legos. Ese
niño se estaba convirtiendo en un tirano al noventa y nueve por ciento, y yo
estaba aquí para ello. La tía necesitaba nuevos rompehielos y tener un
sobrino dictador era un gran tema de conversación.
—Mi vagina está en un estado inmaculado, para alguien que trabaja
demasiado y está mal pagado —Deslicé mis lentes de sol de diseño por la
nariz, pavoneándome por la calle—. ¿Necesitas algo?
Mi hermana y yo hablábamos al menos cuatro veces al día, pero normalmente
no me preguntaba dónde estaba. Quizá quería que cuidara a Astor. Ahora
que tenía un recién nacido -el bebé Quinn, el más guapo del planeta Tierra-,
a menudo necesitaba que le echara una mano.
—No. Mamá va a venir a cuidar a los niños. Cillian me va a llevar a una cita.
Nuestra primera desde que nació Quinn. He tenido esta extraña necesidad de
llamarte para asegurarme de que estás bien. No sé qué me ha pasado —se
lamenta mi dulce e intuitiva hermanita.
Persephone “Persy” Fitzpatrick era todo lo que yo no era: romántica, maternal
y seguidora de las normas.
Oh, y la esposa del hombre más rico de América. No es gran cosa.
Me detuve, apoyando una mano en una pared de ladrillos rojos. La calle
Salem se extendía frente a mí en todo su esplendor veraniego, salpicada de
panaderías, cafés de colores y flores que brotaban de cestas colgadas.
—No, Pers. Tenías toda la razón. Necesitaba escuchar tu voz.
Un silencio incómodo llenó mis oídos. Cuando Persy se dio cuenta de que no
iba a explicar por qué necesitaba oír su voz, dijo:
—¿Puedo hacer algo por ti, Belle? ¿Cualquier cosa?
¿Puedes tener un bebé para mí?
¿Puedes arreglar mi útero?
¿Puedes borrar mi pasado, que me ha jodido tanto, tan exhaustivamente, que
ya no puedo confiar en nada ni en nadie más que en mí misma?
—Solo con oír tu voz es suficiente —Sonreí.
—Te quiero, Belle.
—Lo mismo digo, Pers.
Volví a meter el teléfono en el bolso y sonreí despreocupadamente, como si no
pasara nada.
Y entonces... entonces sentí que mis mejillas se mojaban con lágrimas
furiosas e imparables.
¿Estaba llorando a mares en medio de una calle principal muy transitada?
Puedes apostar tu culo a que sí.
Más bien berreando. Jadear también funcionaba. Mis lágrimas eran amargas
y calientes, llenas de autocompasión y rabia fresca. La injusticia de mi
situación hizo que se me cortara la respiración. ¿Por qué estaba sucediendo
esto? ¿Por qué a mí? Yo no era una mala persona.
En realidad, era una bastante buena.
Hacía donaciones a organizaciones benéficas, cuidaba a los hijos de mis
amigas y siempre compraba galletas de las Girl Scouts. Incluso las de limón,
que, admitámoslo, eran tan malas que deberían ser ilegales en los cincuenta
estados.
¿Por qué iba a ser más difícil para mí tener un hijo -si es que era posible-
cuando todas las que me rodeaban se quedaban embarazadas en cuanto sus
maridos les pedían que les pasaran la sal?
Abatida, ansiosa y confundida, entré a trompicones en el templo.
No, no el lugar donde se reza. Un lugar llamado Temple Bar.
Emborracharse a plena luz del día puede no ser lo más inteligente, pero
seguro que era reconfortante. Además, necesitaba prepararme antes de ir a
una fiesta esta noche. Y definitivamente iba a ir de fiesta esta noche.
Empujé la puerta, me dirigí a la barra y pedí un vaso alto de cualquier cosa
que me emborrachara en tiempo récord.
—Un After Shock y una copa de vino en camino —El camarero saludó,
pasando un paño de limpieza por encima del hombro y sacando una copa
llena de vapor del lavavajillas.
Me desplomé en un taburete, masajeándome las sienes mientras intentaba
procesar mi nueva realidad. Era tener un bebé ahora o prácticamente nunca.
Turistas y profesionales descansaban en cabinas de madera verde,
disfrutando de pintas de Guinness, bacalaos y guisos irlandeses.
Las canciones populares irlandesas sonaban en los altavoces, alegres y llenas
de alegría. ¿No sabía el mundo que me dolía?
El lugar parecía un auténtico pub irlandés, con techos altos adornados y
paredes empapadas de licor.
El camarero volvió con mis bebidas antes de que pudiera romper a llorar
espontáneamente. No había llorado desde que tenía cinco, tal vez seis años,
y no iba a empezar a encender las lágrimas con regularidad ahora que había
descubierto que tenía que quedarme embarazada a los treinta años mientras
estaba insegura económicamente.
Me bebí el After Shock de un tirón, golpeando el vaso sobre la encimera y
pasando directamente al vino.
Un tipo alto, moreno y guapo apareció en mi periferia. Apoyó un codo en la
barra y su cuerpo se inclinó en mi dirección.
—¿No eres Emmabelle Penrose?
—¿No eres un hombre de mediana edad con suficiente experiencia en la vida
como para saber que no debes interrumpir a la gente cuando intenta
emborracharse? —solté, lista para otra ronda.
Se rio.
—Peleonera, tal como pensé que serías. Quería decirte que aprecio tu modelo
de negocio. Y tu culo. Ambos se ven muy bien colgados de una valla
publicitaria frente a mi edificio —Se inclinó hacia delante, a punto de
susurrarme al oído.
Me giré en el taburete, le agarré la muñeca con un apretón mortal y se la
retorcí hacia abajo, girando todo el brazo en el proceso, a punto de romperlo.
Dejó escapar un gemido, apretando los ojos.
—¿Qué mier...?
Fue mi turno de inclinarme hacia él.
—La mierda es que estoy tratando de disfrutar de mi bebida aquí sin ser
acosada sexualmente. ¿Crees que es mucho pedir? Que yo sea la dueña de
un club de burlesque no te da permiso para intentar manosearme. Igual que
si fueras dentista, no me daría autoridad para tumbarme en tu mesa en un
restaurante y pedirte que me rellenes la caries. Ahora lárgate.
Empujé al tipo, enviándolo a toda velocidad a través de la barra, de vuelta a
su taburete, escupiendo blasfemias a su paso. Recogió su abrigo y salió
furioso del bar.
—Vaya. ¿Es tu día tan malo como la resaca que vas a tener mañana por la
mañana? —El camarero me sonrió pícaramente. Parecía tener unos
veinticinco años, el cabello pelirrojo y un tatuaje de trébol en el antebrazo.
—Mi día es peor que cualquier intoxicación etílica registrada en el planeta
Tierra —Golpeé mi copa de vino contra la barra—. Confía en mí.
—No confíes en ella. Es una huidiza —Un elegante acento inglés rió tres
taburetes más abajo. La persona a la que pertenecía estaba ensombrecida en
el fondo de la barra, una mancha de oscuridad ocultaba su elegante silueta.
No tuve que entrecerrar los ojos para saber de quién se trataba.
Solo un hombre en Boston sonaba a poder, a humo y a orgasmo inminente.
Saluda a Devon Whitehall.
También conocido como el bastardo que rompió mi estricta regla de una sola
noche.
Llegó a una tercera aventura antes de que entrara en razón y lo dejara libre.
Desde el momento en que nos tiramos los trastos a la cabeza, hace unos tres
años, en la casa de campo de mi cuñado Cillian en el bosque, supe que Devon
Whitehall era diferente.
Era una criatura peligrosamente gentil, el más erudito de su grupo de amigos.
Manipulador, arrogante, y en una liga propia.
Otros hombres de su entorno tenían defectos evidentes: Cillian, mi cuñado,
era un pez frío con traje; Hunter, el marido de mi mejor amiga, era de lengua
suelta y bobo; y Sam, el marido de mi amiga Aisling, era... bueno, un asesino
en serie. Pero Devon no tenía ningún cartel gigante de neón que te advirtiera
que te mantuvieras alejada. No estaba dañado, ni roto, ni enfadado. Al menos,
no por fuera. Sin embargo, tenía esa misma cualidad intocable que te hacía
querer arder como un meteorito, que inevitablemente, te reduciría a nada más
que cenizas.
Él era todo lo que una mujer quería, envuelto en un paquete divino.
Y ese paquete tenía un cuerpo de última generación, hasta los músculos de
los antebrazos acordonados, tipo Moisés de Miguel Ángel, que hacían que mi
coeficiente intelectual bajara a temperatura ambiente cada vez que los tocaba.
Había puesto fin a nuestra cita después del tercer polvo, con el argumento de
que no era un idiota. Siempre me gusta decir que donde hay una polla, hay
un camino. Pero en el caso de Devon, parecía el tipo de hombre por el que
podría sentir algo.
En ese encuentro, después de haber tenido sexo animal, Devon se dio la
vuelta, dejó caer su cabeza sobre la almohada a mi lado e hizo algo
escandaloso y vulgar. Se quedó dormido.
—¿Qué crees que estás haciendo? —pregunté, horrorizada.
¿Qué es lo siguiente? ¿Llevarme a cenar? ¿Sudaderas con capucha a juego de
Minnie y Mickey? ¿Ver juntos Schitt's Creek?
—Durmiendo —Había dicho con su tono paciente, de todos los que me rodean
son idiotas. Sus ojos, azules y plateados como el hielo fundido, parpadearon.
Una sonrisa diabólica se formó en sus labios. Me senté erguida, mirando
fijamente.
—Ve a dormir a tu propia cama, hermano.
—Son las tres de la mañana. Mañana tengo que ir al juzgado temprano. Y,
por favor, no utilices el término 'hermano'. El uso excesivo de apelativos
comunes es indicativo de mala cultura lingüística.
—Una historia genial, hermano. ¿Tienes una versión de esa frase en
inglés? —Y luego, como estaba realmente cansada, dije—: No importa. Solo
vete de aquí.
—¿Me estas jodiendo? —Tenía una expresión neutra como si estuviera vestido
de etiqueta.
—Fuera.
Me dirigí a la puerta y tiré su ropa y sus mocasines. Salió a trompicones y
semidesnudo por mi pasillo, recogiendo los objetos de diseño del suelo. A
decir verdad, no fue mi mejor exhibición de carácter. Me invadió un miedo
que me obstruía la garganta de que me encariñara.
Ahora, Devon estaba delante de mí, alto, guapo y follable. Capté su figura en
el margen de mi vista, con las manos en los bolsillos, la mandíbula cuadrada
tan afilada como una cuchilla.
—Llamarme indigna de confianza es una calumnia, Sr. Abogado Hot
Shot —Fruncí los labios, me metí en el papel de sirena fastidiosa. No estaba
de humor para ser la excéntrica e ingeniosa Belle, pero ésa era la única
versión de mí que la gente conocía.
—En realidad, es una difamación. La calumnia es cuando se trata de una
acusación falsa por escrito. Puedo enviarte un mensaje de texto, si te apetece
—Se dirigió al camarero, arrojando una tarjeta Amex negra sobre la
barra—. Un Stinger para mí, y un Tom Collins para la dama.
—P-por qué, sí, Su Alteza. —El camarero se puso nervioso—. Quiero decir,
señor. Quiero decir... ¿cómo debo llamarle?
Devon enarcó una ceja.
—Sinceramente, preferiría que no lo hicieras. Estás aquí para servirme
bebidas, no para escuchar la historia de mi vida.
Con eso, el camarero se fue a buscar nuestras bebidas.
—No veo a ninguna dama por aquí —murmuré en mi vaso de chardonnay.
—Hay una justo detrás de ti, y está bastante en forma —dijo con el rostro
estoico.
Una de las cosas buenas de Devon Whitehall (y por desgracia, eran muchas)
era que nunca se tomaba a sí mismo en serio. Después de que lo desterrara
vergonzosamente de mi cama, había dejado de llamarme. Sin embargo, la
siguiente vez que nos vimos, en una fiesta de Navidad, me abrazó
cariñosamente, me preguntó cómo me iba, e incluso mostró interés en invertir
en mi club.
Se había comportado como si no hubiera pasado nada. Y para él supongo que
nada había pasado. No sabía por qué Devon nunca se había casado, pero
sospechaba que sufría la misma fobia a las relaciones que yo. A lo largo de
los años, le había visto desfilar una mujer tras otra. Todas eran de piernas
largas y elegantes, y tenían títulos en materias que yo apenas podía
pronunciar.
También tenían la vida útil de un aguacate.
Devon nunca intentó volver a estar conmigo, pero siguió teniéndome un
cariño irónico, del mismo modo que tú le tenías cariño a la manta de tu
infancia con la que te acurrucabas, pero con la que nunca más te
encontrarían desprevenida en la misma habitación. Esos días me hacían
sentir crónicamente indeseable.
—¿Qué es lo que te tiene en apuros? —preguntó, pasándose los dedos por su
espesa cabellera. Mechas de trigo fresco y oro.
Me limpié los ojos rápidamente.
—Vete, Whitehall.
—Querida, tus posibilidades de expulsar a un inglés de un bar un viernes por
la tarde son escasas. ¿Alguna petición que pueda cumplir realmente? —La
benevolencia despreocupada que desprendía me dio náuseas. Nadie debía ser
tan perfecto.
—¿Morir en el infierno? —Apreté mi frente contra la barra fría.
No lo decía en serio. Devon solo me había dado buena conversación,
cumplidos y orgasmos. Pero estaba realmente molesta.
Se deslizó en el taburete a mi lado, moviendo la muñeca para comprobar su
Rolex. Sabía que no me contestaría. A veces me trataba como a un niño de
ocho años.
Llegaron nuestras bebidas. Me empujó el Tom Collins, devolviendo mi copa
de chardonnay al camarero en silencio.
—Toma, ahora. Esto te hará sentir mejor. Y luego significativamente peor.
Pero como no voy a estar allí para lidiar con las consecuencias... —Se encogió
de hombros sin cuidado.
Tomé un sorbo y sacudí la cabeza.
—No soy una buena compañía en este momento. Lo pasarías mejor
entablando conversación con el camarero o con alguno de los turistas.
—Querida, apenas eres civilizada, y aun así eres mejor compañía que
cualquiera en este código postal —Me dio un rápido pero cálido apretón de
manos.
—¿Por qué eres amable conmigo? —pregunté.
—¿Por qué no? —Una vez más, sonaba completamente a gusto.
—No he sido más que horrible contigo en el pasado.
Pensé en la noche en que lo eché de mi apartamento, con el pánico de que
encontrara una grieta en mi corazón, la abriera y se colara en él. El hecho de
que estuviera aquí, pragmático y sin inmutarse, solo demostraba que tenía el
desamor escrito por todas partes.
—No es así como recuerdo nuestra breve pero alegre historia —Dio un sorbo
a su Stinger.
—Te eché.
—Mi trasero había sufrido algo peor —Ofreció un movimiento despectivo de
su muñeca. Tenía buenas manos. Tenía todo bonito—. No hay necesidad de
tomarlo como algo personal.
—¿Qué te tomas como algo personal?
—No hay muchas cosas en la vida, para ser sincero. —Frunció el ceño,
pensándolo de verdad—. ¿El impuesto de sociedades, tal vez? Es
esencialmente una doble imposición, un concepto escandaloso, debes
admitirlo.
Parpadeé lentamente mirándolo, preguntándome si estaba empezando a ver
un atisbo de imperfección en el hombre al que todo el mundo admiraba. Bajo
las capas de modales y aspecto cincelado se escondía, sospeché, un hombre
verdaderamente extraño.
—¿Te importan los impuestos, pero no que te haya humillado? —lo desafié.
—Emmabelle, amor —Me dio una sonrisa que haría que el hielo se
derritiera—. La humillación es un sentimiento. Hay que someterse a ella para
experimentarla. Tú nunca me has humillado. ¿Me decepcionó que nuestra
aventura siguiera su curso más rápido de lo que yo quería? Claro, pero
estabas en tu derecho de terminar las cosas en cualquier momento. Ahora
cuéntame lo que pasó —insistió Devon.
Su acento parecía tener una línea directa con ese lugar entre mis piernas.
Sonaba como Benedict Cumberbatch leyendo un audiolibro erótico.
—No.
Me estudió con frialdad, esperando. Me molestó. Lo seguro que era. Lo poco
que hablaba y lo mucho que transmitía con las pocas palabras que utilizaba.
—¿Qué quieres? Somos unos completos desconocidos —Mi tono era muy
serio.
—Rechazo ese encuadre —Deslizó una hoja de menta que decoraba su vaso
a lo largo de su lengua. Desapareció en su boca—. Conozco cada centímetro
y curva de tu cuerpo.
—Solo me conoces bíblicamente.
—Me gusta La Biblia. Fue una buena lectura, ¿no crees? Los pasajes sobre
Sodoma y Gomorra estaban bastante llenos de acción.
—Prefiero la ficción.
—La mayoría de la gente lo hace. En la ficción, la gente tiene lo que se
merece. —Reprimió una sonrisa—. Además, muchos argumentarían que La
Biblia es ficción.
—¿Crees que la gente tiene lo que se merece en la vida real? —pregunté
abatida, pensando en el diagnóstico del doctor Bjorn.
Devon se pasó un dedo por la barbilla, frunciendo el ceño.
—No siempre.
Parecía tan experimentado, mucho mayor que yo a los cuarenta y un años.
Por lo general, me inclinaba por hombres que eran todo lo contrario a Devon.
Jóvenes, imprudentes y desordenados. Tipos que sabía que no se quedarían
y que tampoco esperarían que yo lo hiciera.
Desechable.
Devon tenía la autoridad innata de un hombre que siempre tenía el control,
ese ethos masculino de la realeza.
—¿Por qué me acosté contigo? —solté, sabiendo que estaba siendo una
malcriada y descargando mi ira contra él y permitiéndome hacerlo de todos
modos.
Devon deslizó la yema del dedo sobre el borde de su vaso.
—Porque soy guapo, rico, divino en la cama y nunca te pondría un anillo en
el dedo. Exactamente lo que buscas.
No me sorprendió que Devon se hubiera imaginado que yo tenía problemas
de compromiso, teniendo en cuenta cómo nos habíamos separado.
—También: arrogante, mucho mayor, y el designado amigo espeluznante de
la familia —Hice una cruz con los dedos para mantenerlo alejado, como si
fuera un vampiro.
Devon Whitehall era el mejor amigo y abogado de mi cuñado Cillian. Lo había
visto en funciones familiares al menos tres veces al año. A veces más.
—No soy psicólogo, pero si huele a problemas de papá y camina como
tal... —Un cubito de hielo se deslizó entre sus labios carnosos cuando bebió
un sorbo de su coñac, y lo aplastó entre sus dientes blancos y rectos, con una
sonrisa persistente en su cara.
—No tengo problemas con mi padre —dije.
—Claro. Yo tampoco. Ahora dime por qué estabas llorando.
—¿Por qué te importa? —gemí.
—Eres la cuñada de Cillian. Es como un hermano para mí.
—Si esta es la parte en la que nos haces parecer vagamente relacionados, voy
a vomitar en mi boca.
—Lo harás esta noche, de todos modos, al ritmo que estás bebiendo. ¿Y bien?
No lo estaba dejando pasar, ¿verdad?
—No voy a ceder ni un centímetro, Whitehall.
—¿Por qué no? Te di veinte.
¿Veinte centímetros? ¿De verdad? No es de extrañar que siga teniendo sueños
vívidos sobre nuestros polvos
—Por última vez, no te lo voy a decir.
—Muy bien —Se inclinó sobre la barra y sacó una botella de coñac y dos
copas limpias, colocándolas entre nosotros—. Lo averiguaré yo mismo.
Una hora antes.
Estaba sentado en la sala de conferencias de Whitehall & Baker LLP,
discutiendo mi tema favorito en todo el mundo, las provisiones (otras P, como
el coño4 y el póquer, le siguen de cerca), cuando mi mundo explotó en
minúsculas partículas.
—¿Sr. Whitehall? ¿Señor?
Joanne, mi asistente personal, irrumpió por la puerta, con sus rizos grises
habitualmente domados y sus gafas de lectura desviadas. Levanté la vista de
Cillian, Hunter y el resto de la junta directiva de Royal Pipelines.
—Como puedes ver, Jo, estoy en una reunión —Los americanos eran un
grupo notoriamente grosero e innecesariamente dramático, pero esto era
impropio.
—Es una emergencia, señor.

4 Pussy en ingles original.


Eso, por supuesto, era imposible. Las emergencias pertenecían a otras
personas, con cosas que perder. Yo tenía muy poca familia y un puñado de
amigos. La mayoría de ellos estaban en ese momento en la habitación
conmigo, y si fuera sincero, no perdería un miembro para salvar a uno. O
incluso una noche de sueño completo, para el caso.
Me quedé en mi sillón reclinable, tirando el bolígrafo sobre el escritorio.
—¿Qué pasa?
Jadeando, Joanne se llevó una mano al pecho, sacudiendo la cabeza.
—Es una llamada telefónica —resolló—. Personal.
—¿De quién?
—Tu familia.
—No tengo ninguna. Inténtalo de nuevo.
—Tu madre no está de acuerdo.
¿Mamá?
Hablaba con mi madre dos veces por semana. Una vez el sábado por la
mañana y otra el martes. Nuestras llamadas telefónicas estaban planificadas
por nuestros respectivos asistentes personales, y apenas nos apartamos de
ese acuerdo. Naturalmente, mi interés se despertó.
Cillian y Hunter, que estaban sentados a ambos lados de mí, me lanzaron
miradas curiosas. Nunca les había susurrado nada sobre mi vida familiar. En
parte porque dicha vida familiar era una gran mierda. No es que los
Fitzpatricks estuvieran en riesgo de ganar algún premio de la Tribu Brady,
pero la privacidad era crucial para mí.
—Dile que la llamaré —Me enfrenté a Cillian con una mirada que decía,
continúa.
Joanne no abandonó su lugar junto a la puerta.
—Lo siento, Sr. Whitehall, creo que no entiende. Tiene que atender esta
llamada.
Hunter se crujió el cuello con fuerza, haciéndolo rodar a derecha e izquierda.
—Solo toma la maldita llamada para que todos podamos seguir con nuestros
planes diarios. Tengo mierda que hacer.
—¿Planes diarios? —Me maravillé. El hombre era tan productivo como un
ladrón de tumbas en un crematorio—. Puedes pajearte en el baño. Tengo uno
privado en mi oficina —Le entregué la llave en sus manos. El pequeño imbécil
era el hombre más guapo que había visto fuera de una película de Marvel.
Además, poseía la capacidad intelectual de un cartel de cine roto. Aunque
había que decirlo, el matrimonio estaba de acuerdo con él. Todavía no lo
pondría a cargo de ninguna instalación de investigación nuclear, pero al
menos, ya no era un imbécil imprudente.
—Ja —Hunter me devolvió la llave—. Ve a ocuparte de tus asuntos antes de
que mi puño te toque la cara.
—No puedo creer que esté diciendo esto, pero Hunter tiene razón —dijo
Cillian, con aburrimiento—. Acaba con esto. Algunos de nosotros tenemos
responsabilidades que van más allá de elegir con quién dormir esta noche.
Era inútil decirles que ya había elegido a Allison Kosinki. La esperaban en mi
piso a las ocho y media.
—¡Vamos! —rugieron al unísono.
Con una buena dosis de irritación, seguí los pasos apresurados de Joanne
hacia mi despacho.
—¿Cómo están los niños, Jo?
—Muy bien, gracias, Su Señoría. Quiero decir, Su Alteza... —La gente siempre
se pone nerviosa cerca de un miembro de la realeza. Incluso si trabajaban
con ellos a diario—. ¿Está usted bien?
—De hecho, lo estoy.
—Bien. Solo recuerde que estamos aquí para usted.
Ajá. Nunca se recibían buenas noticias después del “estamos aquí para ti”.
Joanne me abrió la puerta y volvió corriendo a su puesto, evitando el contacto
visual.
Me quedé mirando el teléfono durante un rato.
Más vale que alguien esté terriblemente herido, o incluso mejor, muerto.
Tomé el auricular, pero no dije nada. Esperé a que mamá diera el primer paso.
—¿Devvie? ¿Estás ahí?
—Mami —El término cariñoso no era mi favorito -me hacía parecer un niño
de cuatro años-, pero los ricos, por desgracia, a menudo hablaban como si
aún llevaran pañales.
—Oh, Devvie. ¡Estoy desolada! ¿Estás sentado?
Todavía de pie, miré alrededor de mi despacho, diseñado a la antigua usanza:
techo artesonado, armarios empotrados, un gran escritorio ejecutivo.
—Sí.
—Papá ha fallecido esta noche.
Esperaba sentir algo -cualquier cosa- ante la noticia de que mi padre había
estirado la pata. Pero por mi vida, no podía.
Edwin Whitehall había pasado la mayor parte de mi infancia recordándome
que no era suficiente. No me dejó otra opción que huir de mi patria, de mi
país, y me negó el privilegio más básico de todos: elegir a mi propia esposa.
Ninguna parte de mí lloraba su muerte, y aunque había mantenido una
estrecha relación con mamá y Cecilia, se había negado a verme hasta que me
casara con Louisa Butchart, a lo que yo respondí, no me amenaces con pasar
un buen rato.
Desde entonces me lo he pasado en grande.
—Eso es terrible —dije rotundamente—. ¿Estás bien?
—Estoy... —Resopló— ... bien.
De hecho, no parecía estar bien.
—¿Fue repentino? —Apoyé una cadera en mi escritorio, metiendo una mano
en el bolsillo delantero de mis pantalones. Sabía que lo era. Mamá se empeñó
en contarme todo lo que hacía en el golf y en la caza.
—Sí. Un ataque al corazón. Me desperté esta mañana y estaba a mi lado, sin
reaccionar.
—Por qué, sí, pero ¿Cuándo descubriste que estaba muerto? —murmuré en
voz baja. Afortunadamente, ella no me escuchó.
—Simplemente no puedo entenderlo —Rompió a llorar de nuevo—. ¡Papá se
ha ido!
—Terrible —repetí insensiblemente, sintiendo un regocijo silencioso y
descarado. El mundo no era lo suficientemente grande para mí y para Edwin.
—Tenía muchas ganas de verte —gimió mamá—. Especialmente los últimos
años.
Yo sabía que eso era cierto. No porque me hubiera echado de menos, Dios no
lo quiera, sino porque yo era el heredero de facto de las propiedades, el dinero
y su título de marqués. Todo lo que los Whitehalls valoraban y representaban
estaba a mis pies, y él quería asegurarse de que no lo echaría a perder.
—Mis condolencias, mamá —dije ahora, con toda la sinceridad de un
vendedor de autos usados.
—¿Vas a asistir al funeral?
—¿Cuándo es? —pregunté.
—La próxima semana.
—Maldita sea —Fingí sonar devastado—. No estoy seguro de poder hacerlo.
Tengo reuniones de fusión seguidas. Pero ciertamente voy a ir allí y apoyarte
tan pronto como pueda.
Mamá y Cece me visitaban dos veces al año desde que me mudé a Estados
Unidos. Siempre les hacía pasar un buen rato, las colmaba de regalos y me
aseguraba de que fueran felices. Pero volver a Inglaterra para mostrar respeto
a Edwin era un error moral con el que no podría vivir.
—Tendrás que venir aquí en algún momento, Devon —Su tenor se
endureció—. No solo para la lectura del testamento, sino que, como bien
sabes, el castillo de Whitehall Court es ahora legalmente tuyo. Sin mencionar
que, ahora que Edwin está muerto, eres oficialmente un marqués. El soltero
más codiciado de Inglaterra.
El soltero más codiciado de Inglaterra, mi trasero. Casarse con una familia
real era solo marginalmente peor que casarse con la mafia. Al menos Carmella
Soprano no tenía que lidiar con los fotógrafos del Daily Mail tomando fotos
del contenido de su basurero.
—Llegaré para asegurar la transición sin problemas de la herencia y los
fondos —dije—. Y, por supuesto, para estar ahí para ti y Cece. ¿Cómo lo está
llevando ella?
—No está bien.
Mi madre vivía en el castillo de Whitehall Court y también mi hermana Cecilia
y su marido, Drew. Tenía la intención de cederles el castillo -nunca iba a vivir
en esa maldita cosa, de todos modos- y asignarles una asignación mensual
para que estuvieran cómodos.
—Llegaré allí tan pronto como pueda —Lo cual, para que conste, seguiría
siendo demasiado pronto.
La última vez que vi a mi madre fue hace un año. Me pregunté qué aspecto
tendría ahora. ¿Seguiría siendo trágicamente bella, vestida de pies a cabeza
con sedas negras? ¿Mantendría el hábito de tomar una taza de café por la
tarde con sus amigas, en la que se permitía comer media galleta que luego
quemaba en la cinta de correr?
—Han pasado más de veinte años —dijo.
—Sé contar, mamá.
—Y aunque nos hemos visto a menudo... no es lo mismo cuando no estás
aquí.
—Yo también lo sé. Y siento haber tenido que irme —No lo sentía. Boston me
convenía. Era culturalmente diversa, intrínsecamente áspera y empapada de
historia, como Londres. Pero sin los paparazzi persiguiéndome ni las mujeres
de clase alta arrojando a sus hijas a mi puerta con la esperanza de que hiciera
de una de ellas mi legítima esposa.
—¿Estás saliendo con alguien? —Mamá sonaba como una viuda aplastada
como yo sonaba como Celine Dion. Debe ser el shock, pensé.
—Algunas —En plural. Soy, como bien te informan tus amigos del otro lado
del charco, un libertino bien establecido.
Esta parte era cierta. Me encantaban las mujeres. Las amaba aún más sin su
ropa. Y me propuse repasarlas como si fueran el periódico de la mañana: una
vez era suficiente, y había que cambiarlas a diario.
—También lo fue tu padre, hasta cierto punto —reflexionó mamá.
Agarré una pipa de madera, haciéndola girar en mi mano.
—Ese punto no fue después de casarse, así que no lo llores demasiado.
Gimió en señal de protesta, pero cambió de tema, sabiendo que era demasiado
tarde para convencerme de que mi padre era cualquier cosa menos un
monstruo.
—Louisa está soltera de nuevo. Te habrás enterado.
—No debo haberlo hecho —Volví a poner la pipa sobre el escritorio, mientras
el aroma de las hojas de tabaco añejo y el almizcle ambarino llenaban mis
fosas nasales.
Louisa era el tema que menos me gustaba para hablar con mamá, aunque
salía a relucir con bastante frecuencia. Estuve muy tentado de enroscar el
cable del teléfono alrededor de mi cuello y tirar. —No vigilo a nadie desde
casa.
—El hecho de que sigas llamándolo casa lo dice todo.
Me reí suavemente.
—La esperanza es como el helado. Cuanto más lo disfrutas, más te asquea.
—Bueno —dijo alegremente, negándose a admitir la derrota—, Louisa es, en
efecto, soltera. Perdió a su prometido en un accidente de polo hace un año.
Fue bastante terrible. Había niños viendo el partido.
—Dios mío —asentí—. El polo es aburrido para el adulto medio, y mucho más
para los niños. Qué atroz.
—¡Oh, Devvie! —reprendió mamá—. Estaba destrozada cuando ocurrió, pero
ahora... bueno, casi creo que es el destino, ¿no? —Mamá resopló.
¿Esta mujer acaba de encontrar el lado bueno de un hombre que encontró su
muerte prematura en un violento accidente público? Damas y caballeros, mi
madre, Úrsula Whitehall.
—Me alegro de que veas lo positivo en las dos muertes que nos llevarían a
Louisa y a mí al mismo código postal —dije con una leve sonrisa.
—Ella ha estado esperando por ti, no tan pacientemente.
—Llámame escéptico.
—Puedes verlo por ti mismo cuando llegues aquí. Le debes, al menos, una
disculpa adecuada.
Esta era una verdad de la que no podía escapar. Antes de tomar un avión a
Boston a los dieciocho años, le había dicho a Louisa que volvería por ella. Eso
nunca sucedió, aunque ella había esperado pacientemente los primeros
cuatro años, enviándome impresiones de trajes de novia y anillos
personalizados. En algún momento, la pobre muchacha se dio cuenta de que
nuestro compromiso no se cumpliría y siguió adelante. Pero le llevó una o dos
décadas.
Le debía una disculpa y se la iba a dar, pero pensar que le debía todo un
matrimonio era absurdo.
—Sabes —dijo mi madre, bajando la voz de forma conspiratoria—, fue el
último deseo de tu padre que te casaras con Louisa.
Sabes, quería decir, en el mismo tono, que no le daría ni una sola oportunidad.
—Aunque comprendo tu dolor, me resulta muy difícil hacer concesiones por
Edwin. Especialmente ahora, cuando él no está cerca para apreciarlas —dije
suavemente.
—Necesitas sentar cabeza, mi amor. Tener tu propia familia.
—No va a suceder.
Pero Úrsula Whitehall no dejaba que una cosa tan insignificante como la
realidad se interpusiera en su camino hacia un buen discurso. Prácticamente
pude imaginarla subiendo al estrado.
—Oigo hablar de ti todo el tiempo a los conocidos de la Costa Este. Dicen que
eres muy listo, astuto, y que nunca dejas escapar una buena oportunidad.
—También dicen que tu vida personal es un caos. Que te pasas las noches
apostando en ese antro del pagano Sam Brennan, bebiendo y acompañando
a mujeres tontas de la mitad de tu edad.
La primera acusación fue acertada. La última, sin embargo, era una simple
mentira. Yo tenía un estricto máximo de cinco años. Aceptaba amantes cinco
años más jóvenes o mayores. De hecho, solo había roto la regla una vez, con
la deliciosamente exasperante Emmabelle Penrose. A pesar de todos mis
defectos, no era un sórdido. No había nada tan patético como andar con una
mujer que podría ser confundida con tu hija. Por suerte, nadie en su sano
juicio habría pensado que dejaría que mi hija se vistiera como Emmabelle
Penrose.
—Entiendo que estés molesta, mamá, pero no me van a convencer de que me
case.
A través de la gran puerta de cristal, pude ver a Cillian, Hunter y el resto de
la junta directiva de Royal Pipelines saliendo de la sala de conferencias.
Hunter me miró de reojo al salir, mientras que Cillian me hizo un gesto de
asentimiento para hablar después.
Esta llamada telefónica me había retrasado una hora. Era más tiempo del que
le había dado a mi padre en tres décadas. Iba a enviarle una fuerte factura
directamente al infierno. Mientras tanto, mamá continuaba con el zumbido.
— ...fuera de contacto con tus raíces, con tu linaje. Sospecho que muchas
cosas resurgirán cuando vuelvas a casa. Puedo enviar el jet privado si quieres.
El jet privado pertenecía a los Butchart, no a los Whitehall, y yo sabía que no
debía aceptar favores de gente con la que no tenía intención de estar en
deuda.
—No es necesario. Volaré en avión comercial, con los otros campesinos.
—La primera clase es tan común, a menos que sea Singapore Airlines —Si
había algo que podía distraer a mi madre del hecho de que acababa de
enviudar, era hablar de riqueza.
—Vuelo por negocios —dije con sorna—. Me rozo con la gente común y
corriente.
Sabía que, para mi madre, volar en clase preferente era como hacer el viaje
en un barco de papel mientras sobrevivía exclusivamente a base de pescado
crudo del océano y rayos de sol.
—Oh, Devvie, odio eso para ti —Prácticamente podía imaginarla agarrando
sus perlas—. ¿Cuándo te esperamos?
—Me pondré en contacto en los próximos días.
—Por favor, date prisa. Te echamos mucho de menos.
—Yo también te echo de menos.
Cuando colgamos, sentí como si me hubieran desgarrado la carne.
Podría haber echado de menos a mi madre y a mi hermana.
Pero no eché de menos el castillo de Whitehall Court.
Me tomé el resto del día libre. En contra de la creencia general, no estaba
casado con mi trabajo. De hecho, ni siquiera estaba comprometido con él.
Tenía una relación casual con la empresa que había incorporado y
aprovechaba cualquier oportunidad para pasar tiempo fuera de la oficina.
Perder a un padre, aunque haya olvidado su aspecto, fue una brillante excusa
para tomarse un tiempo libre.
Las nubes se deslizaban perezosamente por encima, observando con
curiosidad cuál sería mi siguiente movimiento. Como no soy partidario de
hacer esperar a la naturaleza, entré en Temple Bar, un pub irlandés situado
al final de la calle de mi oficina. Estaba sentado en la barra cuando
Emmabelle Penrose irrumpió a través de las pegajosas puertas de madera,
con lágrimas en el rostro, con el aspecto de un tren descarrilado segundos
después de una colosal explosión.
Emmabelle era la mujer más bella del planeta Tierra. No era una exageración,
sino un hecho. Su cabello, largo y frondoso, parecía beber todos los rayos de
sol a los que se exponía, cayendo en hilos de diferentes tonos de rubio. Sus
ojos felinos, del color de un granizado de arándanos, estaban siempre
entrecerrados. Sus labios estaban picados por las abejas, hinchados como si
la hubieran besado salvajemente.
Y eso sin hablar de su cuerpo, del que me inclinaba a sospechar que podría
provocar una Tercera Guerra Mundial algún día.
Ella era joven. Once años más joven que yo. La primera vez que la vi, tres
años atrás, cuando fui a entregarle a su hermana menor, Persy, los papeles
del contrato prenupcial de Cillian, la vislumbré dormida y me pasé el mes
siguiente fantaseando con conquistar la cama de la ninfa rubia.
Lo que hacía a Belle aún más atractiva era el hecho de que, al igual que yo,
rechazaba el matrimonio como institución y trataba sus asuntos románticos
con la misma practicidad que sus finanzas. Su fuego, su intelecto y su
inconformismo me parecieron refrescantes. Lo que no me pareció refrescante
fue la forma en que me echó de su apartamento en mitad de la noche, poco
después de que empezáramos a acostarnos juntos.
La Srta. Penrose podría ser la mismísima Afrodita, surgiendo de la espuma
del mar en la orilla del Ciprés, pero yo seguía siendo un hombre con respeto
por mí mismo y con posición social.
He perdonado, pero no he olvidado.
Aunque ahora que la miraba detenidamente, parecía un poco...
¿deshilachada?
Como si estuviera a punto de berrear en su copa de chardonnay.
Un hombre se le echó encima ni siquiera un segundo después de que entrara
en el bar, y yo me senté en la esquina, viendo cómo casi le partía el brazo en
dos, riéndome para mis adentros.
Pero con la diversión llegó un sentido de responsabilidad bastante
exasperante que me roía las entrañas. Por muy poco atractiva que me
pareciera la idea de ayudar a esa zorra mocosa, sabía que la esposa de Cillian
y hermana de Belle, Persy, me haría pasar por los nueve círculos del infierno
de Dante si se enteraba de que simplemente la había ignorado.
Además, Emmabelle no era de las que se autocomplacen con un colapso
mental en toda regla por una uña rota. Como abogado, siempre había tenido
curiosidad antropológica. ¿Qué podía hacer que esta mujer tan dura se
desmoronara?
Me acerqué a ella, la colmé de elogios y de seguridad, e intenté sonsacarle la
información. Belle se negó a cooperar, como yo sabía que haría. La chica era
más espinosa que un jardín de rosas, e igual de hermosa.
Decidí aflojar la lengua de Belle mediante el suero de la verdad internacional
y no oficial. El alcohol.
Fue después del tercer coñac cuando se giró para mirarme, con sus grandes
ojos turquesa encendidos, y dijo:
—Tengo que quedarme embarazada inmediatamente si quiero tener un hijo
biológico.
—Tienes treinta años —dije, todavía sorbiendo el mismo Stinger con el que
empecé la noche—. Tienes mucho tiempo.
—No —Belle sacudió la cabeza furiosamente, con hipo. Supongo que hoy era
el día de las mujeres histéricas. Parecía que no podía escapar de
ellas—. Tengo una... condición médica. Es necesario que se produzca cuanto
antes. Pero no tengo a nadie con quien tenerlo. O la estabilidad financiera.
Una idea práctica, aunque enfermiza, comenzó a formarse en mi mente. Una
situación de dos pájaros y una piedra.
—Lo del padre no es gran cosa —Belle resopló, a punto de dar otro sorbo a
su bebida. Se lo quité de la mano y le puse un vaso alto de agua en su lugar.
Si tenía problemas de fertilidad, convertirse en alcohólica no era un paso en
la dirección correcta—. Siempre podría conseguir un donante de esperma.
Pero Madame Mayhem acaba de empezar a dar beneficios sustanciales
después de meses de estar en equilibrio. No debería haber comprado a los
otros socios.
Belle era la única propietaria de un club de burlesque en el centro de la
ciudad. Por lo que me había explicado su cuñado, era una astuta mujer de
negocios con instintos asesinos en la vía rápida para obtener beneficios de
siete cifras. La compra de los otros dos socios del club hizo mella en su cuenta
bancaria.
—Los bebés cuestan dinero —dije con pesar, sentando las bases de lo que iba
a proponer.
—Uf —Dio un sorbo al agua con desgana, apoyando los brazos en la
barra—. No me extraña que la gente suela parar a los dos.
—Sin mencionar que tendrás que volver a trabajar en algún momento.
Trabajas de noche, ¿no? Alguien tendrá que cuidar al niño. O una costosa
niñera o el padre.
Iba a ir al infierno, pero al menos iba a ir con estilo.
—¿Un padre? —Me miró incrédula, como si le hubiera sugerido que lo dejara
con una banda callejera—. Ya he dicho que voy a usar un donante de
esperma.
¿Lo decía en serio?
Embarazar a Emmabelle Penrose era la solución perfecta para todos mis
problemas acuciantes.
No le propondría matrimonio, no. Ninguno de los dos quería casarse, y
sospechaba que Belle era más difícil de domar que un tejón de la miel
drogado. Pero llegaría a una especie de acuerdo con ella. Yo la mantendría.
Ella, a cambio, sería mi marca de Caín. Mi boleto de salida de la realeza.
Mi madre estaría fuera de mi caso, Louisa no querría tener nada que ver
conmigo, y otras mujeres no tendrían falsas ilusiones de hacerme sentar la
cabeza. Por no mencionar que yo quería de verdad un heredero. No quería que
el título de marqués muriera conmigo. Recientemente, el Parlamento
británico, en un esfuerzo por ser más progresista, introdujo un proyecto de
ley para decir que los hijos nacidos fuera del matrimonio eran ahora
herederos legítimos. Fue como si el universo me enviara un mensaje.
Emmabelle era una candidata perfecta para mi plan.
Distante. Despiadadamente protectora de su independencia. Dueña de un
vientre.
Además, había que decirlo, preñar a la mujer no iba a ser la tarea más difícil
que se me había encomendado.
Mientras mi mente empezaba a redactar la letra pequeña de dicho acuerdo,
Belle iba cuatro pasos por detrás de mí, todavía lamentando la insuficiencia
de su cuenta bancaria.
— ...probablemente tenga que pedir un préstamo a mi hermana. Quiero decir,
¿quiero hacerlo? No. Pero no puedo operar desde un lugar de orgullo aquí.
Nunca he dejado de pagar un préstamo, Devon. Es difícil dormir por la noche
cuando sabes que le debes dinero a la gente. Incluso si es tu hermana...
La interrumpí, girando en mi taburete para mirarla.
—Tendré un bebé contigo.
La mujer estaba tan borracha que su respuesta inicial fue entrecerrar los ojos
lentamente, como si acabara de darse cuenta de que yo estaba allí en primer
lugar.
—Tú... ¿qué?
—Te daré lo que quieres. Un hijo. Seguridad financiera. Las nueve yardas
completas. Necesitas un bebé, dinero y un co-padre. Puedo darte todas esas
cosas, si me das un heredero.
Se alejó de mí.
—No quiero casarme, Devon. Sé que funcionó para Persephone, pero todo eso
de la monogamia no me gusta.
No. Ha dicho que no. Recoge tus cosas y vete.
Mi polla me obligó a quedarme.
Tomé el vaso de agua que tenía delante y se lo llevé a los labios.
—No te estoy ofreciendo matrimonio, querida. A diferencia de Cillian, no tengo
ningún interés en transmitir al mundo que he sido domesticado y privado de
derechos. Todo lo que quiero es alguien con quien tener un hijo. Hogares
separados. Vidas separadas. Piénsalo.
—Debes estar drogado —Esplendido, viniendo de una mujer que actualmente
no podría contar el número de dedos de su mano derecha.
—Tu hijo puede ser Su Alteza, si dices que sí —siseé.
No había ni una sola persona en Boston que no conociera mis títulos reales.
La gente me trataba como si fuera el siguiente en la línea de sucesión al trono,
cuando en la práctica, unas treinta personas de la monarquía tendrían que
encontrar su prematura -e improbable- muerte antes de que yo fuera
nombrado rey.
Dejé mi vaso, haciendo una señal al camarero y pidiéndole algo grasiento en
un bollo para ayudarle con su inminente resaca. Fuera del pub, la noche caía
sobre las calles de Boston. El reloj avanzaba. Sabía que Emmabelle se pasaba
las noches trabajando en Madame Mayhem o de fiesta.
—¿Y ese niño sería un marqués? —Masticó un mechón de su cabello amarillo,
más divertida que contemplativa.
—O una marquesa.
—¿Serían invitados a funciones reales en Inglaterra? ¿Al bautizo de un bebé?
¿Tendría que llevar sombreros tontos y hacer reverencias?
—Tal vez, si te apetece castigarte confirmando tu asistencia.
—No tengo ningún sombrero raro —Ella arrugó la nariz.
—Te regalaría uno si nos reproducimos —dije con brusquedad,
enamorándome más y más de la idea cada segundo que pasaba. Ella era
perfecta. Y por perfecta, me refería a un desastre. Nadie me tocaría ni con un
palo de tres metros si la dejara embarazada. Y mucho menos Louisa
Butchart—. Mira, ya hemos tenido sexo, así que sabemos que la parte de la
concepción sería dinamita. Soy rico, local, y con buena salud y coeficiente
intelectual. Pagaría la manutención, te pondría en un buen lugar y ayudaría
a criar al niño. Podríamos optar por la custodia compartida, o podrías dejarme
las visitas durante los fines de semana y las vacaciones. De cualquier manera,
insistiría en pasar tiempo regularmente con el bebé, ya que le dejaría una
herencia astronómica y un título real.
Inclinó la cabeza hacia un lado, estudiándome como si fuera yo el que no
fuera razonable entre nosotros dos.
—Piénsalo. De ese modo, consigues todo lo que necesitas -más que un
donante de esperma, un padre para el niño y dinero por las molestias- sin
todo lo que no quieres, es decir, un marido, alguien que te ate y una persona
a la que responder.
—¿Estás loco? —Se frotó la frente. Me lo pensé de verdad, por si nos habíamos
saltado la parte de la ascendencia del ADN sin que me diera cuenta.
—Es una posibilidad, pero no debe ser hereditaria.
—¡No puedo hacer esto contigo! —Ella lanzó sus brazos hacia el cielo.
—¿Por qué no?
—Para empezar, no soy una cazafortunas.
—No lo eres —acepté mientras el camarero deslizaba un plato con una
hamburguesa con queso y patatas fritas hacia Belle—. Lo cual es una pena.
Las cazafortunas están infravaloradas. Son cazadoras con un plan.
—Nuestras familias se volverían locas —dijo alrededor de un saludable
bocado lleno de condimento, carne y ketchup, chupándose los dedos. No
había nada más sexy que Belle Penrose disfrutando de la carne. Aparte de,
quizás, Belle Penrose disfrutando de mi carne.
Iba a ser un placer poner un bebé dentro de esta mujer.
—No estoy seguro de la tuya, pero la mía ya no está precisamente
cuerda —dije impasible, quitando pelusas de mi chaquetón—. Bromas aparte,
yo tengo cuarenta y pocos años. Tú tienes treinta y tantos. Ambos somos los
individuos más independientes de nuestro grupo de amigos. Todos los demás
que nos rodean han heredado o se han casado con sus posiciones. Nadie
podría despreciar este acuerdo.
—Yo lo vería con malos ojos —Belle se metió una patata frita en la boca y la
masticó pensativamente—. Me complicaría las cosas. Un donante de esperma
no tendría ningún derecho sobre mi hijo. No tendría que pedirles permiso
para hacer nada. A qué escuela enviarlos, cómo criarlos, cómo vestirlos. El
control sería todo mío. No me gusta renunciar al poder.
—Cariño —Saqué un cigarrillo de la caja de lata que llevaba en el bolsillo y
me lo metí entre los labios, encendiéndolo—. Muy pocas cosas en tu vida
están en tu poder. Fingir lo contrario te expone a que te rompan el corazón.
Si realmente no quieres jugar con las reglas de los mortales, ata tu destino al
mío.
—Se supone que no debes fumar aquí, cara de culo —Dejó caer la
hamburguesa a medio comer en su plato, volviéndose a observar al camarero
con atención para ver qué hacía.
—La realidad dicta lo contrario —Podría cagar allí mismo en la barra y nadie
pestañearía. Me giré para mirar al camarero, echando una bocanada de humo
directamente en su cara.
—¿No es así, Brian? —siseé.
—Sí, mi señor, y es Ryland —Inclinó la cabeza.
Belle ladeó la cabeza, mirándome con escepticismo.
—¿Cuál es el truco aquí?
—No hay truco. El respeto se da a los que nacen en él.
—¿Este es tu punto de venta, Einstein? Porque ninguna parte de mí quiere
un engendro tan condescendiente y mimado como tú.
Sonriendo cordialmente -ambos vimos más allá de esta tontería- dije:
—Dime tu precio.
—Para empezar, deja de llamarla 'eso'.
—¿Cómo sabes que vas a tener una niña? —Me hizo mucha gracia. No
pensaba en Emmabelle como una mujer emocional y llena de sueños. Si vives,
aprendes.
—Simplemente lo hago.
—¿Y bien? —pregunté secamente—. ¿Vamos a hacer la persona más
genéticamente dotada del planeta Tierra o qué?
Belle se levantó, recogió su bolso de diseño de segunda mano y me miró de
reojo.
—O qué. Búscate otra mujer que sea tu vientre de alquiler. Voy a salir a beber
hasta que esta conversación se borre de mi conciencia. No merece ningún
espacio en mi materia gris.
Se marchó, dejándome con la cuenta, una idea que me estaba enamorando y
un teléfono móvil con una docena de llamadas perdidas de Inglaterra y una
frustrada Allison Kosinki que había estado esperando fuera de mi
apartamento durante la mayor parte de la noche en tacones altos, un abrigo
y nada más... esperando a que la follaran.
Maldita sea.
Catorce años.
Primer flechazo.
Así es como lo llaman.
Ahora empiezo a entender por qué.
Se siente como si me estrellara en el océano.
Tampoco es un cañonazo. Más bien golpeando horizontalmente. Ya sabes,
cuando romper la superficie se siente como golpear el hormigón.
Duele mucho.
Duele mirar sus ojos marrones. La forma en que brillan cuando nuestras
miradas se encuentran en el pasillo o en la clase.
Duele cuando suelta una carcajada, y siento que me hace vibrar los huesos, y
luego siento su felicidad extendiéndose en mi cuerpo, cálida y pegajosa, como
si fuera miel.
Me duele cuando veo a otras chicas hablar con él, y solo quiero agarrarlas por
los hombros y GRITAR que es mío. Porque lo es. Por eso guarda esas sonrisas
y miradas y cejas ladeadas solo para mí.
No sé si es normal sentirse así. Como si este tipo tuviera la llave de mi estado
de ánimo.
Lo raro es que... esto no es lo mío. No soy una adolescente tonta. Soy más bien...
no sé, una niña alocada.
Una marimacho. Una picarona. Siempre en algo turbio. Haciendo travesuras,
subiéndome a los árboles, suplicando a mamá que me deje quedarme fuera y
jugar unos minutos más antes de la cena. Este es mi primer encuentro con
sentimientos que no tienen nada que ver con mi familia.
Nunca he tenido un enamoramiento antes. Así que no puedo saber si está bien
sentirse así. Como si llevara mi corazón en el bolsillo.
Una cosa es segura.
El noveno grado va a ser un año largo.
¿Porque la persona de la que estoy enamorada?
Bueno, es el Sr. Locken, mi entrenador.
Hace poco más de una década, mi hermana Persy, mi mejor amiga Sailor,
Aisling y yo estábamos en un baile benéfico, organizado por los Fitzpatrick.
Mientras veíamos cómo una de nuestras amigas del instituto era paseada
como un caballo preciado por uno de los hombres mayores, hicimos un pacto
allí mismo. Nos prometimos que solo nos casaríamos por amor.
No por el dinero, ni por las circunstancias, ni por ningún otro motivo ulterior.
No todos cumplimos esa promesa con igual éxito.
Sailor, siempre superada, había cumplido su palabra. La suya era una pareja
de amor de libro, llena de emojis de corazón y bebés de mejillas regordetas, y
un marido puto reformado que besaba el suelo que ella pisaba.
Persy se casó con Cillian Fitzpatrick, el hermano de Hunter. Esos dos eran lo
que yo llamaba un lío caliente expreso. Habían empezado como algo
estrictamente comercial. Pero sabía que mi hermana siempre había amado al
mayor de los hermanos Fitzpatrick. Él, a cambio, se enamoró de ella como se
cae en un abismo. Fuerte y rápido, sin nada a lo que agarrarse en el camino
hacia abajo.
Aisling quedó atrapada en las garras venenosas del monstruo favorito de
Boston, solo para descubrir que era letal para todos menos para ella. Sam
Brennan no temía a Dios, pero si le tocaban un cabello a su mujer, destrozaba
la ciudad.
Y luego estaba yo.
Sabía que nunca me casaría, pero aun así participé en el pacto. No porque
creyera que iba a cambiar de opinión, sino porque entendía que mi hermana,
Aisling, y Sailor necesitaban esa tranquilidad.
La seguridad de que estaba bien. Que nada estaba roto. Que era capaz de
enamorarme, aunque no lo estuviera.
O tal vez sí. No lo sabría, porque nunca había corrido el riesgo de enfrentarme
a semejante parodia.
—¿Señora? ¿Señora de la mansión? ¿Está usted con nosotros? —Sailor
chasqueó los dedos delante de mi rostro, intentando sacarme de mi
ensoñación. Estábamos todas tiradas en el sofá de mi apartamento,
disfrutando de nuestra comida semanal para llevar. Esta vez, peruana. Yo,
Sailor, Persy y Aisling, la hermana pequeña de Cillian y Hunter.
—Su cerebro sufrió un cortocircuito —Aisling se quitó el cabello negro cuervo
del rostro y me quitó el teléfono de entre los dedos mientras comía una paella
de marisco—. Debe estar abrumada. Pásame el vino, por favor. Yo me
encargo.
Aisling estaba arropada a mi lado. Persy, con su cabello dorado ondeando
sobre mi hombro en sedosas cintas, se sentó a mi otro lado, asomándose por
encima de mi cabeza para mirar la pantalla mientras Aisling se desplazaba
por mi teléfono. Sentada en la mesa de café, Sailor, pelirroja, pecosa y juvenil,
llenaba todas nuestras copas de vino y engullía el ceviche.
Había diseñado mi apartamento para expresar mi personalidad. Y mi
personalidad, según el diminuto lugar que ocupaba, era esquizofrénica,
divertida y necesitaba desesperadamente una buena limpieza.
Con un papel pintado de palmeras, un techo verde intenso y un sofá naranja
brillante, no se me podía acusar de tener un gusto conservador. Tenía
cuadros de arte pop, una colección de jarrones de todo el mundo y láminas
de citas feministas que me parecían especialmente atractivas.
Ah, y enormes carteles promocionales en los que aparecía sin más ropa que
un tanga y una sonrisa, disfrutando de un baño de champán en una enorme
copa. Esos también estaban pegados por todas las vallas publicitarias de
Boston.
Madame Mayhem: Donde tu moral va a morir
—No puedo creer que estés bebiendo —Sailor miró a Persy y Aisling, ambas
madres de bebés lactantes. Aisling, sobre todo, era el tipo de mujer que ni
siquiera podía cruzar la calle sin que le diera urticaria. Ambrose, su hijo, era
aún muy pequeño.
—No puedo creer que nunca hayas bombeado y dejado. —Aisling “Ash”
Fitzpatrick se encogió de hombros, tomando otro sorbo de su vino—. Y la
gente piensa que yo soy la nerd.
—¡Lo eres! —dijimos todas al unísono.
Ash había llegado tarde a la fiesta de las Boston Belles. Persy y yo conocíamos
a Sailor de la escuela, pero Aisling se integró en la pandilla solo después de
que Sailor conociera a Hunter. Ella era la más buena de las cuatro. La
doctora. La pedigrí, la hija adinerada de una familia petrolera que fue y se
casó con el príncipe mafioso más brutal y prohibido de Boston.
—Sé que llaman a la leche materna oro líquido. ¿Pero esto? —Persy levantó
su copa, chasqueando la lengua—. Esto no tiene precio. Tengo que disfrutarlo
mientras pueda.
—¿Por qué? —Sailor frunció el ceño.
Las pestañas negras de Persy ocultaban sus ojos mientras miraba hacia
abajo, sonriendo.
—Cillian y yo intentaremos tener un tercero en unos meses.
—Son como conejos —Me dio una arcada.
—Ya sabes cómo es cuando quieres un pequeño —dijo Persy a la defensiva.
Una puñalada de agonía me atravesó las entrañas. Había estado saliendo y
emborrachándome cada noche desde que el doctor Bjorn me informó de que
mi útero era más inútil que la G de Lasagña. Había estado intentando beber
y salir de fiesta para disipar el dolor. No podía creer cómo, de la noche a la
mañana, pasé del infierno en los tacones a un montón de hormonas. No podía
reconciliar mi antiguo yo con el nuevo. ¿Por qué quería un hijo? Eran
desordenados, caros y te quitaban el sueño.
Pero eran tuyos. Tu familia. Tu constante. Tu brújula.
Me sorprendió cómo se tomaron mis amigas y mi hermana la noticia de que
estaba en una carrera contrarreloj para quedar embarazada. Me apoyaron
tanto, estaban tan emocionadas, que me hicieron sentir un poco menos de
pena por mí misma.
Persy se ofreció a hacer de canguro todo lo que quisiera (“Ya tengo dos en
casa, ¿qué es uno más?”), Ash se ofreció a hacer las tareas nocturnas (“Soy
médico, pasar la noche en vela no me cuesta nada”), y Sailor dijo que me daría
todos sus artículos y muebles para el bebé (“Mi forma de decirle a Hunter que
de ninguna manera vamos a tener un tercero”).
Ahora solo quedaba el mísero y pequeño asunto de, ya sabes, quedarse
embarazada.
Aceptar la oferta de Devon Whitehall era un tema prohibido. No tenía ningún
deseo de obligar a mi hijo a ingresar en una institución anticuada de blancos
estirados y endogámicos.
Por eso estábamos buscando en los perfiles de los donantes de esperma para
ver si había alguien que me gustara. Lo cual era deprimente, porque las
cualidades significativas de los seres humanos no eran algo que se pudiera
encontrar en una lista de supermercado. Había que experimentar con una
persona para apreciarla plenamente. Por eso las citas en línea eran casi
siempre una mierda.
El rubio y tímido, alias donante número 4322, nacido en 1998, cuyo animal
favorito era un delfín, podría ser genéticamente genial, pero ¿qué pasaría si
fuera un terrible humano?
—¿Y este? —Ash me puso la pantalla del teléfono en el rostro. No había
ninguna foto del tipo -solo otro avatar gris y sin rostro-, pero sí una
descripción muy detallada de él y un nombre de perfil que había elegido para
sí mismo.
—¿Maestro de la parrilla? ¿De verdad? —dije—. Si lo único que elige destacar
de sí mismo es su talento para voltear hamburguesas, voy a tener que pasar.
Si estoy pagando por semen, quiero que mi dinero valga la pena.
Y el esperma no era barato. Me prometí que iría por lo premium. El que
costaba cuatro cifras. Mi hijo se merecía lo mejor.
—El hombre mide 1,90 y tiene hoyuelos. En las notas del personal dicen que
se parece a un joven Sean Connery —exclamó Persy.
—¿Y éste? —Sailor señaló otro perfil—. Multiétnico. Alto. Atlético. Coeficiente
intelectual muy alto. Mejor amigo de su madre.
Le quité el teléfono, frunciendo el ceño.
—Sí. Su tipo de sangre es AB negativo, lo que significa que, si Dios no lo
quiera, sería una putada encontrar donaciones de sangre para mi hijo.
También se llama a sí mismo Come Together5. Quiero decir, ¿puede ser más
irónico? Literalmente, fue el único bastardo que se corrió al crear nuestro
hipotético bebé.
—Muy bien, Pantalones Gruñones. Alguien entró en toda esta experiencia con
algunos prejuicios —Sailor curvó una ceja.

5 Correrse juntos
—Oh, lo encontrarás, Belly-Belle. Te lo prometo —Persy me acaricio el cabello
cariñosamente mientras Ash negaba con la cabeza, aun desplazándose en mi
teléfono.
Revisamos los perfiles durante unos cuarenta minutos más antes de
encontrar la pareja perfecta. Se hacía llamar Friendly Front Runner, medía
1,90 m, era de Asia oriental y tenía un máster en ciencias políticas y políticas
públicas. Su almuerzo soñado sería con Nikola Tesla, y su perfil parecía
atractivo, divertido e inteligente sin parecer que se esforzaba demasiado.
—El tipo es perfecto —Sailor golpeó con la mano la mesa de café en la que
estaba sentada—. Sinceramente, me quedaría embarazada de él si tuviera la
oportunidad.
—¿Qué pasó con lo de no querer otro hijo? —se burló Persy, trenzando mi
cabello.
Sailor levantó las manos.
—Solo estoy intentando que nuestra chica se ponga de acuerdo con un
donante antes de que todos nuestros óvulos mueran de viejos.
—Hay un número limitado de viales para este tipo, así que tienes que ser
rápida en ello —advirtió Ash, hojeando todo su historial en mi teléfono.
Sabía que tenía razón. También sabía que Friendly Front Runner era
probablemente la mejor opción que había. Parecía realmente divertido y
atractivo. Con los pies en la tierra y brillante. Y sin embargo... no podía
entusiasmarme con la idea de elegirlo como padre de mi hijo.
Quiero decir, ¿qué sabía realmente de este tipo, aparte de sus credenciales y
las cosas que probablemente me diría en una primera cita?
¿Era amable con los extraños?
¿Masticaba muy fuerte?
¿Creía que la pizza de piña era un plato aceptable en la sociedad civilizada?
Había muchas cosas que se hicieron o se rompieron y que seguirán siendo
un misterio para mí.
Y había algo más. Algo en lo que no podía dejar de pensar, aunque sabía que
era una receta para el desastre.
La sugerencia de Devon Whitehall.
—Oh-oh. La estamos perdiendo de nuevo. Me siento como si estuviera en un
mal episodio de Anatomía de Grey —Sailor se llevó a la boca una gamba en
salsa tempura.
—Todos eran malos, y muy inexactos, médicamente hablando —comentó
Aisling.
—Belle —Persy apoyó su barbilla en mi hombro, sus azules de bebé brillando
llenos de preocupación—. ¿Está todo bien?
Dejé mi copa de vino.
—Olvidé mencionar que hay otra opción.
Aisling inclinó la cabeza hacia un lado.
—Sabes que Dios no te va a hacer el mismo favor que a la Virgen María,
¿verdad?
—Duh. He sido tan mala cristiana que tengo más posibilidades de tirarme a
una cigüeña —Puse los ojos en blanco.
—¿Qué quieres decir, entonces? —Sailor se sentó más erguida, utilizando la
yema del dedo para sacar el resto de su comida del recipiente, llevándoselo a
los labios.
Jugué con un mechón de mi cabello trenzado. Llevaba un pijama de raso rosa
que decía Tienes pinta de necesitar una copa.
—Devon Whitehall ofreció sus servicios y su polla. Básicamente dijo que le
encantaría tener un heredero, pero que no quiere casarse. A cambio, me
ayudaría económicamente y sería co-padre. Eso es tan cringe6, ¿verdad?
—Mierda —Sailor se tapó la boca con una mano—. ¿No es él, como, un
duque?
—Un marqués —corregí, como si tuviera idea de lo que eso significa—. No
creo que lo sea. Al menos, todavía no.
—Lo que sí es, es un millonario, inteligente y un atractivo caliente. ¿Qué
haces escudriñando los perfiles de los universitarios cuando una oferta así
está sobre la mesa? —preguntó Aisling—. No es propio de ti, Belle. Tú sueles
ser la inteligente de la calle.
Cierto, quise decir. Y como soy inteligente, sé que no debo darle a un hombre
como Devon las llaves de mi vida.
—Además, aquí tienes una oportunidad real de dar a tu bebé una figura
paterna —añadió Persy.
—No es tan sencillo —Fruncí el ceño, dejando caer mi caja de comida para
llevar en la mesa de café junto a Sailor—. Todo el ejercicio de tener un hijo
por mi cuenta es para asegurar que nadie se meta en mis asuntos y me diga
cómo criar a mi hijo.
—¿Una segunda opinión sobre las cosas de vez en cuando sería realmente
tan horrible? —preguntó Aisling en voz baja—. Los niños son un trabajo duro.
Necesitarás toda la ayuda posible.
—Y, de todos modos —intervino Persy—, la paternidad es como un trabajo de
oficina. Los que llevan más tiempo en él son ahora tus superiores. Te van a
dar opiniones no solicitadas, las quieras o no. Quiero decir que mamá no me
dejó sacar a Astor a pasear por el parque en todo el invierno porque pensaba
que le daría una neumonía.

6 Cringe. Esta expresión proviene del inglés. En sentido literal, su significado es encoger o hacerse
pequeño. Sin embargo, los jóvenes han adoptado este término para referirse,
especialmente, a situaciones vergonzosas o embarazosas.
—Es fácil para ti decirlo —Tomé otro sorbo de mi vino—. Todas están en
relaciones con hombres que son certificables cuando se trata de ustedes. Por
supuesto que para ti fue una decisión fácil sacar unos cuantos hijos. Yo no
conozco a Devon, Devon no me conoce a mí, y no me entusiasma la idea de
que un extraño con dinero y una reputación cuestionable tome las decisiones
cuando se trata de mi futuro hijo.
Pero por dentro, ya veía signos de dólares y colegios privados de lujo para mi
hijo. Había renunciado a los hombres por una buena razón. Pero aún podía
montar la polla de Devon -y su tarjeta de crédito- manteniéndolo a distancia.
—Lo siento, Belle, ¿has empezado a hablar con el culo? —Sailor fingió
inclinarse hacia mi culo, como para comprobar su teoría—. ¿Qué bebes? No
finjas que vas a educar en casa o a criar a tu hijo de forma vegana o pagana.
Vas a criar a este niño como a cualquier otro niño normal de Estados Unidos.
Solo que con más dinero y un papá cuyo acento hace que a las mujeres les
flaqueen las rodillas.
—¿Y si nos peleamos? —desafié.
—Dale un respiro —Sailor resopló, recogiendo los envases vacíos de comida
para llevar y llevándolos a la cocina—. El hombre hizo una fortuna haciendo
que la gente lo quisiera mientras simultáneamente los jodía. Es un
diplomático experimentado. ¿Por qué iba a tener una discusión?
—Pero voy a romper el pacto —dije finalmente.
Sailor dejó los envases de la comida para llevar en mi cubo de basura
mientras Aisling enjuagaba las copas de vino en el fregadero. Persy se quedó
a mi lado.
Mi hermana me murmuró al oído.
—Las historias de amor no son como los musicales. No es necesario tener un
principio, un medio y un final perfectamente construidos para que funcionen.
A veces el amor empieza por el medio. A veces incluso empieza por el final.
—Yo no soy como tú —Me giré para mirarla, bajando la voz para que nadie
nos oyera—. Escucha, Pers, yo...
Iba a decir que nunca me iba a casar, a enamorarme, a vivir el sueño poco
inspirador de la valla blanca, cuando mi hermana me puso un dedo en los
labios, sacudiendo la cabeza solemnemente.
—No digas lo que vas a decir. Puedes, y lo harás. Nada es más fuerte que el
amor. Ni siquiera el odio. Ni siquiera la muerte.
Mi hermana se equivocaba, pero no se lo dije.
La muerte era más fuerte que todo.
Había sido mi camino hacia la liberación y el renacimiento.
Mi alma había sido su precio.
Eso, y cualquier esperanza de amor.

Esa misma noche, mientras estaba en la cama, me aburrí y le envié un


mensaje a Devon. Todavía tenía su número de teléfono de hace tres años,
cuando monté su cara de camino a Villaorgasmo antes de echarlo.
Belle: ¿Por qué quieres un hijo de todos modos?
Contestó después de veinte minutos. Probablemente estaba ocupado
entreteniendo a una de sus amigas con patas de palillo y doctorado.
Devon: ¿Es el censo nacional?
El bastardo borró mi número o nunca lo guardó en primer lugar. Eso
definitivamente me bajó un par de muescas en cuanto a mi ego.
Belle: Soy Belle. Responde a la pregunta.
Devon: ¿Por qué tiene que haber una razón tortuosa detrás de mi deseo
de tener un heredero?
Belle: Porque eres inteligente, y no confío en la gente inteligente.
Devon: Poner tu confianza en gente estúpida es peor. Las personas
inteligentes son, como mínimo, muy predecibles.
Belle: Todo lo que sé de ti es que eres de la realeza. Y rico.
Devon: Eso es suficiente para que la mayoría de las mujeres me ofrezcan
su completa sumisión.
Belle: No soy la mayoría de las mujeres, Devon. Incluso tus amigos más
cercanos no saben una mierda de tu culo. Si hacemos esto, y no digo que
lo hagamos, no quiero estar en la oscuridad.
Me hizo esperar unos minutos. Me pregunté si era porque quería dejar claro
que no iba a dejar lo que estaba haciendo esta noche para conversar conmigo
o porque realmente estaba con otra mujer. No me importaba si estaba
teniendo sexo con todo el equipo de las bailarinas de los Miami Heat. O si
estaba en el antro de Sam Brennan, bebiendo y fumando hasta una tumba
temprana y un cuestionable conteo de esperma.
Devon: No estarás en la oscuridad. Te follaría a plena luz del día.
Me puse boca abajo en el colchón. Mis dedos volaron sobre mi pantalla.
Devon: ¿Quién no querría esto? <imagen adjunta>
Pensé, con toda seguridad, que el estirado me había enviado una foto de la
polla. Pero cuando abrí la imagen, era una foto de un bebé con un mechón
de cabello rubio y ojos azules penetrantes con un traje completo de marinero.
El traje parecía un vestido, y el bebé era tan querubín, que quería morder sus
suaves muslos.
Belle: CIERRA LA PUTA BOCA.
No había respuesta. Maldita sea, era tan literal.
Belle: ¿Eres tú?
Devon: Soy yo.
Era el bebé más bonito del mundo, eso estaba claro. Pero, por alguna razón,
mi yo con problemas mentales no podía hacerle este simple cumplido.
Belle: El azul y el blanco no son tus colores, hermano. Y ese vestido hace
que tus tobillos parezcan enormes.
Sabía que se estaba riendo, al igual que sabía que no iba a escribir LOL.
Devon estaba por encima de las abreviaturas y los acrónimos. Una vez le tiró
una pastilla de jabón a Hunter cuando utilizó la palabra “rando” para referirse
a un desconocido, e insistió en que se lavara la boca con ella, ya que
ensuciaba el inglés de la reina.
Devon: He refrescado mi programa de cardio desde entonces. Esgrima,
principalmente.
Belle: ¿Por qué quieres tener un hijo?
Insistí, preguntando de nuevo.
Devon: Necesito a alguien que herede todo lo que voy a dejar.
Belle: ¿Has oído hablar de la caridad?
Devon: Suena como una stripper.
Belle: Ja, ja. Ahora en serio.
Devon: La caridad empieza en casa. Pregúntale a Dickens.
Belle: Estoy bastante segura de que está demasiado muerto para
responder. ¿Se trata de eso? ¿El dinero?
No tenía ni idea de en qué momento me había crecido la conciencia, pero ahí
estábamos. ¿Qué derecho tenía yo a juzgarlo cuando (tal vez) estaba entrando
en este acuerdo por su pasta y para ser invitado a las bodas reales?
Devon: No. Además, me gustan bastante los niños. Creo que son
entretenidos, perspicaces y, en general, más cultos que la mayoría de los
adultos.
Belle: Si hacemos esto (y de nuevo, no estoy diciendo que lo hagamos),
nunca me acostaría contigo después de concebir. Nunca saldría contigo,
nunca me casaría contigo, nunca te daría todas las cosas que los hombres
quieren de las madres de sus hijos.
Me estaba gustando la idea de hacer esto con él. El dinero era un factor
importante, pero también me gustaba que no fuera un avatar gris en un mar
de donantes de bancos de esperma. Tenía puntos de referencia que podía
comparar después con mi futuro bebé. Sabía que era un esgrimista dotado,
que le parecía de mal gusto hablar de dinero y que era un nazi de la gramática.
Sabía que le horrorizaba el fútbol americano y que le gustaba la historia
universal. Que era un esquiador y que tenía un Aga 7 y viejas chaquetas
Barbour. Sabía cómo olía después del sexo. La masculinidad sudorosa, el
cuero caro y el sándalo de él.
Y sabía que no me debía nada y que podía tener un hijo con cualquier otra
mujer de la Costa Este. La mayoría caería a sus pies solo por una
oportunidad.
Devon: Entendido y subestimado. Mantener relaciones sexuales con la
misma persona durante más de cinco meses es desalentador para todas
las partes implicadas.
¿Quién hablaba así? ¿Quién?
Belle: Eres muy viejo.
Devon: Eres una filibustera8.
Belle: La gente pensaría que eres un asqueroso si me dejas embarazada.
Devon: Tal vez, pero no sería la realeza más espeluznante, así que lo
superarían rápidamente.
Belle: ¿Cómo ves esto?
Belle: (Si hacemos esto, y no estoy diciendo que lo hagamos).
Devon: Podríamos empezar este mes. Tengo algunos asuntos que llevar
a cabo en Inglaterra, pero debería estar libre en adelante. Llama cuando
sea el momento.
Belle: Necesitaré ver una prueba de ETS para saber que estás limpio.

7Alto puesto
8Que practica filibusterismo. Se denomina filibusterismo a una técnica específica de obstruccionismo
parlamentario, mediante la cual se pretende retrasar o enteramente bloquear la aprobación de una
ley o acto legislativo gracias a un discurso de larga duración
Devon: Lo enviaré por fax.
Fax. El hombre todavía utilizaba un fax. Era tan antiguo que me sorprendió
que no me enviara los resultados por paloma mensajera.
Devon: Redactaré un contrato en el que se resuelvan aspectos como la
custodia, las finanzas, etc. Requeriría una cierta participación para
garantizar que el contrato sea satisfactorio para ambas partes.
Belle: Realmente estamos haciendo esto, ¿no?
Devon: ¿Por qué no?
Belle: Bueno, veamos...
Belle: ¿Porque es una locura?
Devon: No es ni la mitad de la locura que quedarse embarazada de un
desconocido sin rostro, y sin embargo la gente lo hace todo el tiempo.
La evolución, querida. Al fin y al cabo, no somos más que monos
glorificados que intentan que nuestra huella en este mundo no sea
olvidada.
Belle: ¿Acabas de llamarme mono? Fuerte juego romántico, Whitehall.
No respondió. Tal vez Devon no era tan viejo, sino que me sentía tan joven en
comparación con él.
Belle: Una pregunta más.
Devon: ¿Sí?
Belle: ¿Cuál es tu animal favorito?
Pensé que seguramente diría un delfín o un león. Algo cursi y predecible.
Devon: Pez de mano rosa.
Oh, increíble. Más mierda rara.
Belle: ¿Por qué?
Devon: Parecen hooligans9 de fútbol borrachos tratando de iniciar una
pelea en un bar. Y sus manos son espeluznantes. Sus defectos exigen
compasión.
Belle: Eres raro.
Devon: Es cierto, pero te interesa, cariño.

9Es un anglicismo utilizado para los hinchas de nacionalidad británica que producen disturbios o
realizan actos vandálicos.
Al día siguiente, paré en Walgreens de camino al trabajo y compré un kit de
ovulación y vitaminas prenatales masticables. Al pasar junto a un cartel en
el que aparecía desnuda, me metí cuatro en la boca y leí las instrucciones del
kit. Empujé la puerta que daba a la oficina trasera de Madame Mayhem.
Madame Mayhem estaba a un paso de Chinatown Gate, en el centro de
Boston. Estaba metida entre dos casas de piedra rojiza, una agencia de viajes
y una tienda de productos agrícolas. El precio era muy barato cuando lo
compré con otros dos socios y lo convertí de un restaurante en decadencia a
un bar de moda. Hace dos años, el dueño de la lavandería de al lado quebró
y lo convencí para que nos vendiera el solar a precio reducido. Iba de un lado
a otro del ayuntamiento, tratando de conseguir la aprobación para derribar
las paredes divisorias entre las dos propiedades. Al final del proceso, se había
inventado el nuevo y mejorado Madame Mayhem: grande, atrevido y
arriesgado.
Como yo.
Ahora era la orgullosa propietaria de uno de los establecimientos más infames
de la ciudad. El local no era solo un club nocturno de moda con una carta de
cócteles obscenamente cara, sino que también ofrecía espectáculos de
burlesque, con recreaciones al estilo de los años 50 de la farándula de Nueva
Orleans, mujeres y hombres en fina lencería, así como una noche de
aficionados todos los jueves, en la que los exhibicionistas en ciernes tenían la
oportunidad de alardear de sus bienes.
Sobre el papel, obtuve grandes beneficios. Pero desde que compré a los otros
dos socios y reformé el local por completo, mis ingresos personales eran
modestos. No tan malos, pero lo suficientemente malos como para que tener
un bebé hiciera mella en mis ahorros.
Aun así, era muy trabajadora y no me dejaba intimidar por los contratiempos.
Trabajaba en la trastienda durante el día y ayudaba a mis camareros por la
noche.
—Belly-Belle —me saludó Ross en cuanto entré en la caja de zapatos gris de
mi despacho. Deslizó una taza de café a lo largo de mi escritorio y tomó
asiento en el borde del mismo. Mi mejor amigo del colegio había crecido hasta
convertirse en mi camarero jefe y gerente de personal en Madame Mayhem.
También había crecido hasta convertirse en un bombón—. Boston no está
acostumbrado a verte con ropa. ¿Cómo te sientes?
—Alto en la vida y bajo en el efectivo. ¿Qué hay de nuevo? —Tomé un sorbo
de mi café, con el bolso aún colgado en el antebrazo. Necesitaba orinar en
uno de los palos de ovulación antes de ponerme a trabajar.
Ross levantó un hombro.
—Solo quería asegurarme de que estabas bien después del espectáculo de
mierda de la semana pasada.
—¿Hubo un espectáculo de mierda la semana pasada? —Estaba algo ocupada
bebiendo el peso de mi propio cuerpo y tratando de olvidar las noticias que
me dio el doctor Bjorn, así que mi memoria estaba borrosa.
—Frank —aclaró.
—¿Quién demonios es Frank? —Parpadeé.
Ross me echó una mirada de “tienes que estar bromeando”.
—De aacuuueerdoo, esa bolsa de mierda —Frank era un antiguo camarero.
La semana pasada, lo sorprendí acosando sexualmente a una de las chicas
de burlesque en la trastienda. Lo despedí en el acto. Frank había accedido a
marcharse, pero no antes de decirme lo que pensaba sobre el desastre de
perra borracha que era. Por suerte para mí, siempre estaba preparada para
una pelea, especialmente con un hombre. Así que cuando me gritó, grité más
fuerte. Y cuando trató de lanzarme una lámpara... bueno, le lancé una silla,
y luego le desconté el coste de reemplazar la silla rota de su último sueldo.
—Ahí tienes, pedazo de mierda que gasta oxígeno. Ahora asegúrate de salir de
la ciudad, ¡Porque esta ciudad seguro que va a salir de ti después de que
informe a todos mis amigos propietarios de clubes sobre lo que hiciste!
No me detuve ahí. También envié su foto de empleado a los periódicos locales
y les conté lo que había hecho.
¿Demasiado duro? Demasiado malo. La próxima vez, no debería haber
manoseado al personal.
—Ya está todo olvidado —Agité la mano en el aire con displicencia. No tenía
tiempo para hablar de Frank. Necesitaba comprobar si mis óvulos estaban
haciendo su maldito trabajo.
—Necesitaremos llenar su lugar —Ross seguía apoyado a mi escritorio.
Reanudé mi paso hacia el baño.
—Sí, bueno, solo asegúrate de que están completamente investigados.
Entré en el baño, me agaché y oriné en el palito de la ovulación. En lugar de
dejarlo a un lado y esperar los resultados como una adulta de verdad, miré el
bastón con desprecio, rezando por ver dos líneas rosas fuertes en lugar de
una opaca.
Cuando efectivamente aparecieron dos líneas en el palo, le saqué una foto
con mi teléfono y se la envié a Devon con el texto: es un éxito.
Salí, me senté en mi escritorio e intenté concentrarme en las hojas de Excel
que tenía delante. Mis ojos no dejaban de mirar de reojo a mi teléfono,
esperando que Devon respondiera. Cuando no me devolvió nada durante una
hora, le di la vuelta al teléfono para que la pantalla no fuera visible.
Es hora de calmar las tetas, me reprendí internamente. El hombre tenía una
carrera. Cada hora de su jornada laboral era facturable. Por supuesto que no
podía dejarlo todo y correr a Madame Mayhem para ponerme un bebé.
Unas dos horas después de enviar el mensaje de texto, Ross entró de nuevo
en mi despacho. Puso una botella de champán de aspecto caro sobre mi mesa.
Tenía una pequeña tarjeta dorada colgando del cuello.
—¿Dom Perignon? —Levanté una ceja escéptica. Esta edición específica
costaba alrededor de mil dólares—. No lo tenemos aquí. ¿De dónde lo has
sacado?
—Ah, esa es la pregunta del momento. Abre el maldito sobre y lo
averiguaremos —Ross levantó la barbilla hacia la tarjeta, que, tras un
segundo examen, parecía un sobre en miniatura. El miedo me llenó las tripas.
Esto se parecía mucho a un romance, y yo no lo hacía. Me gustaba más
cuando Devon nos comparaba con monos.
—¿Cómo sabes que es para mí? —Lo miré con desconfianza.
—Perra, por favor. La única bebida que me compran mis citas es un refresco
de fuente. Sigue. ¿De quién es?
Mis dedos trabajaron rápidamente para desenvolver el misterioso sobre. Dos
boletos salieron fuera del sobre. Tomé uno, notando que me temblaban los
dedos.
—¿Entradas para la ópera? —preguntó la voz de Ross con asombro—. ¿Qué
clase de mentiras le estás dando a estos pobres hombres en Tinder? Este tipo
obviamente no te conoce.
Esto es una burla a mi culo. Sabe muy bien que no tengo citas.
—Dije que me gustaba Oprah, no la ópera. Obviamente, ha escuchado
mal —Dejé escapar un provocador bostezo. De ninguna manera le iba a contar
a Ross lo de Devon. Ya era lo suficientemente duro admitir mi infertilidad
ante mis amigas. Era una mujer muy orgullosa.
—¿Cómo es que los hombres nunca me llevan a ningún sitio bonito? —Ross
hizo un mohín.
—Regalas la mercancía demasiado rápido —murmuré, todavía mirando el
boleto en mi mano como si fuera un cadáver del que tuviera que deshacerme.
—Tú también lo haces. Y ni siquiera sales con ellos.
—Puedes quedarte con mi boleto, si lo quieres.
Hoy no iba a ver una ópera. Tenía trabajo que hacer. Nos faltaba un camarero.
Me recordé a mí misma que Devon hacía esto por la misma razón por la que
hacía todo lo demás: manipular, jugar y desconcertar a la gente.
Probablemente pensó que era divertidísimo hacerme sentir como si
estuviéramos saliendo. Tenía que dejar las cosas claras.
Belle: Hola, engreído, con chaleco, presumido de regata, eres tú. Hoy no
podré acompañarte a la ópera, pero puedes pasarte por mi apartamento
a partir de medianoche y te prometo que tocaré esas notas altas. - B.
También ese mensaje quedó sin respuesta.
Trabajé hasta la noche, atendiendo la barra junto con otros seis camareros,
vestida con un vestido de encaje con volantes y corsé. El olor de mi propio
sudor se había vuelto tan familiar para mí durante los años que había
construido mi carrera, que lo disfrutaba.
Serví bebidas, corté limas y me apresuré a ir al almacén a buscar más
sombrillas para cócteles. Bailé en la barra, coqueteé con hombres y mujeres
y toqué la campana varias veces, señalando un maratón de propinas.
El telón de color burdeos había ascendido sobre el escenario delantero,
revelando una banda en directo vestida de esmoquin. Su melodía de jazz
empapaba las altas paredes. Las bailarinas de burlesque se paseaban
lentamente por el escenario con tacones altos y vestidos de lentejuelas de
color salvia. La gente aplaude, grita y silba. Me detuve, con una caja de
paraguas de cóctel en los brazos, el sudor goteando de mi frente, y los observé
con una sonrisa.
Mi decisión de comprar Madame Mayhem no fue accidental ni improvisada.
Surgió de mi deseo de promover la idea de que ser una criatura sexual no era
pecaminoso. El sexo no significaba suciedad. Podía ser casual y seguir siendo
bello. Mis bailarinas no eran strippers. No podías tocarlas, ni siquiera podías
respirar en su dirección sin que te echaran del local, pero ellas tomaban el
control de su sexualidad y hacían lo que les daba la gana.
Esto, en mi opinión, era la verdadera fuerza.
Cuando volví a la barra, eran casi las once. Sabía que tenía que terminar
pronto si quería llegar a casa antes de la medianoche, con tiempo suficiente
para ducharme, afeitarme las piernas y tener el aspecto de la pareja sexual
de Devon Whitehall.
—Ross —rugí por encima de la música, deslizándome por el suelo pegajoso
detrás de la barra y apuntando con una pistola de refrescos a un vaso,
preparando una coca-cola light con vodka para un caballero con traje—. Salgo
en diez minutos.
El pulgar de Ross se levantó en el aire para indicar que me había oído. Con
la otra mano tomó un billete de cincuenta dólares de una mujer apoyada en
la barra, cuyos pechos se desprendían de un sujetador deportivo amarillo
neón.
Estaba a punto de tomar una orden de un grupo de mujeres que llevaban
bandas de despedida de soltera (Dama de la Deshonra, Mala Influencia y
Borracha Designada). Cuando me incliné hacia delante para hacerlo, una
mano salió disparada hacia mí desde la oscuridad, agarrando mi antebrazo y
dándole un doloroso apretón.
Giré la cabeza en dirección a la mano y estaba a punto de apartar el brazo
cuando me di cuenta de que la persona unida a dicha mano me miraba con
la muerte en los ojos.
Su cara tenía tantas cicatrices que no podría adivinar su edad, aunque
quisiera. Una gran parte de ella estaba tatuada. Iba vestido de negro de los
pies a la cabeza y no se parecía en nada a la clientela habitual de este lugar.
Me dio vibraciones de Lucifer... y no me soltaba.
—Te sugiero que retires tu mano de mi brazo ahora mismo, a menos que no
te sientas especialmente unida a ella —siseé entre dientes apretados, con la
sangre hirviendo.
El hombre sonreía con una sonrisa horrible y podrida. No es que sus dientes
fueran malos. Al contrario, eran grandes, blancos y brillantes, como si se
hubiera sometido a una intervención dental recientemente. Era lo que había
detrás de él lo que me inquietaba.
—Tengo un mensaje que entregarte.
—Si es de Satanás, dile que venga a verme personalmente si tiene bolas —le
espeté, apartando el brazo con fuerza. Su mano cayó, y utilicé cada gramo de
mi autocontrol para no clavarle el cuchillo de limas.
—Te sugiero que escuches con atención, Emmabelle, a menos que quieras
que te pasen cosas muy malas.
—¿Quién lo dice? —Me reí.
—Si no...
Justo cuando empezó a hablar, una forma alta y elegante se materializó desde
las sombras del club, arrojando al hombre como si no pesara más que una
paja. Mi ofensor cicatrizado se desplomó en el suelo. Devon apareció en mi
línea de visión, vestido con un esmoquin de diseño, con el cabello engominado
hacia atrás y los pómulos afilados como cuchillas. Se paró sobre el hombre -
deliberadamente- frunciendo el ceño ante sus mocasines como si necesitara
limpiar la suciedad de ellos.
—Estaba en medio de algo —Le enseñé los dientes.
—Permíteme que no me compadezca.
—¿Eres capaz de sentir compasión?
—¿Generalmente? Sí. ¿Con las mujeres que me dejan esperando? No tanto.
Devon se inclinó sobre la barra con un rápido movimiento y me lanzó sobre
su hombro, dándose la vuelta y marchando hacia las puertas de entrada.
Levanté la vista y capté la expresión de Ross, congelado con una botella de
cerveza en una mano y un abridor en la otra.
—¿Debo llamar a seguridad? ¿A la policía? ¿A Sam Brennan? —cacareó Ross
desde el fondo del bar, por encima de la música. Devon no redujo la velocidad.
—No, está bien, lo mataré yo misma. Pero consigue los datos de este
cretino —Estaba a punto de señalar a Caracortada donde lo vi por última vez
en el suelo, solo para descubrir que había desaparecido.
No luché contra Devon. Ser cargada después de trabajar de pie durante seis
horas seguidas no era el peor castigo del mundo. En cambio, le lancé un
ataque verbal.
—¿Por qué estás vestido como un camarero elegante?
—Se llama traje. Es una forma apropiada de vestir. Aunque, deduzco que los
hombres que te gustan suelen llevar monos naranjas.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Persy? —chillé—. Solo me acosté con un ex convicto.
Y fue por un esquema Ponzi. Es muy parecido a acostarse con un político.
—Te estuve esperado —dijo rotundamente, su voz se volvió gélida.
—¿Por qué? —resoplé, resistiendo las ganas de pellizcarle el culo—. Ya te he
dicho que no voy a la ópera.
—No, no lo hiciste —dijo secamente, sus dedos se curvaron más
profundamente en la curva de mi culo—. Mi champán y mis entradas llegaron
sanos y salvos, y como no había tenido noticias tuyas, supuse que el plan era
quedar esta noche.
Eso era imposible. Le envié un mensaje.
Oh. Oh. El mensaje no debe haber llegado. Mi compañía celular tenía muy
mala recepción. Especialmente cuando estaba en el búnker subterráneo
llamado mi oficina.
—Te envié un mensaje. No lo recibiste. ¿Crees que toda esta farsa de macho
alfa me excita o algo así? —Dejé escapar un bufido. Porque, déjame decirte,
lo hacía absolutamente. No es que lo admitiera en voz alta. Pero, por Dios.
Hacía un minuto que no me manejaba con tanta confianza.
—No todos nos dedicamos al teatro para sobrevivir, mi querida Emmabelle.
Lo que pienses de mí no es en absoluto asunto mío —Devon salió de mi club
en la fresca y crujiente noche, caminando a grandes zancadas hacia su
auto—. Dices que quieres un hijo, pero también vas por ahí haciendo
malabares, bebiendo y trabajando hasta los huesos. Uno de nosotros sabe
cómo dejarte embarazada, y me temo que esa persona no eres tú.
El descaro de este imbécil. Me estaba dando explicaciones sobre el sexo.
Podría apuñalarlo si no estuviera, de hecho, un poco borracha y muy agotada
por el trabajo del día.
Devon abrió la puerta del pasajero de su Bentley verde oscuro, me metió
dentro y me abrochó el cinturón.
—Ahora dime quién era ese hombre. El que te sujetó el brazo.
Cerró la puerta y dio la vuelta al auto antes de que pudiera responder y se
deslizó a mi lado. Una ráfaga de su irresistible y rico aroma llegó hasta mí.
—No tengo ni idea. Estaba a punto de averiguarlo cuando entraste como un
trueno, dándome tu mejor imitación de El Complejo del Salvador.
—¿Es una ocurrencia ordinaria? ¿Los hombres te agarran en el
trabajo? —Arrancó el auto y se dirigió a mi apartamento por las calles
cubiertas de hielo. Mi corazón no tenía por qué saltarse un latido porque él
recordara mi dirección. Más vale que lo que pasaba en mi pecho fuera un
maldito soplo.
—¿Qué te parece? —dije con sorna.
—Creo que algunos hombres sienten que pueden tocarte por tu línea de
trabajo —respondió con sinceridad.
De hecho, ocurría a menudo. Sobre todo, cuando bailaba en la barra o subía
al escenario con mis bailarines. Pero sabía poner límites y poner a la gente en
su sitio.
—Es cierto —Sonreí—. Constantemente tengo que luchar contra los hombres.
¿Cómo crees que he desarrollado estos bebés? —Me besé los bíceps.
Cuando no dijo nada, abrí su guantera y empecé a rebuscar en su mierda. A
menudo hacía cosas así. Provocaba a la gente para que reaccionara. Podías
aprender mucho sobre los humanos por la forma en que se comportaban
cuando se enfadaban. Encontré un pequeño fósil grabado y lo saqué.
—No me impresiona lo que he visto esta noche —Devon, tan tranquilo como
el Dalai Lama me quitó el fósil de las manos y lo dejó entre nosotros.
—¡Dios mío, no lo estas! —Me pasé una mano por el escote, exhibiendo mi
mejor acento británico falso—. Por todos los cielos. Tengo que dejarlo ahora
mismo y hacerme institutriz o monja. Lo que sea de su gusto, milord.
—Eres exasperante —Se restregó el perfecto pómulo, exasperado.
—Y tú te interpusiste en mi camino —concluí, tomando de nuevo el pequeño
fósil y jugueteando con él—. Puedo luchar mis propias batallas, Devon.
—Apenas eres capaz de mantenerte con vida —Su expresión glacial me dijo
que no estaba siendo gracioso. Él realmente pensaba eso.
En mi edificio, Devon subió las escaleras hasta mi apartamento, en lugar de
utilizar el ascensor, llevándome todavía en brazos. Más rarezas. ¿Cómo es que
ninguno de sus superfans en esta ciudad se dio cuenta de lo raro que era?
—Hay un ascensor justo aquí. Bájeme, Sr. Cavernícola.
—Yo no hago eso —Su voz era cortada.
—¿No usas ascensores? —pregunté, saboreando la sensación de sus
abdominales y pectorales contra mi cuerpo.
—Correcto. O cualquier tipo de espacio reducido del que no pueda salir con
facilidad.
—¿Y los autos? ¿Aviones? —Ahí se fue mi sueño de la milla con alguien de la
realeza. Fue bueno mientras duró. Además: muy específico.
—La lógica dicta que use ambos, pero trato de alejarme de ellos siempre que
sea posible.
—¿Por qué? —Estaba desconcertada. Parecía un miedo tan irracional para
un hombre que era puro racionalismo.
Su pecho se estremeció con una risa. Me miró, divertido.
—Eso no es de tu incumbencia, cariño.
Cuando llegamos a mi apartamento, me sorprendió ver que Devon no tenía
ninguna prisa por quitarme la ropa y tener sexo salvaje y desenfrenado
conmigo. En su lugar, sacó un lote de documentos de un elegante maletín de
cuero y lo puso sobre la mesa de centro, tomando asiento. Me tiré en un
colorido sillón reclinable, mirándolo fijamente.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, aunque era bastante obvio que estaba
sacando suficientes documentos de papel como para hacer papel maché de
la Estatua de la Libertad, poniéndolos sobre la mesa.
Devon no se molestó en levantar la vista de los archivos.
—Atendiendo a nuestro contrato legalmente vinculante. Mientras tanto,
siéntete libre de ponerte al día con la ópera que te has perdido esta noche. La
bohème.
Me ofreció su teléfono, en el que ya estaba sonando una grabación.
—¿Cómo has entrado? Me enviaste dos entradas.
—Quería asegurarme de que tuvieras un repuesto en caso de que se perdiera
una, así que compré toda la fila.
Hijo de puta. Eso fue muy sensacional, pero de una manera muy estúpida,
porque él todavía trabajaba bajo la suposición de que yo no iba a tener mi
mierda junta.
Le arrebaté el teléfono de las manos.
—¿Cómo sabes que no revisaré tus mensajes?
—¿Cómo sabes que es mi teléfono personal y no el que utilizo para el
trabajo? —respondió con una palmada.
Le lancé una mirada de “no sé qué”. Porque, aparentemente, la diferencia de
edad entre nosotros no era suficiente. Tenía que actuar como un adolescente.
—Cuidado —Levantó la barbilla hacia el teléfono, sin inmutarse por mis
malas miradas.
—¿Lo has grabado todo?
No hay mucha gente que tenga la capacidad o el talento de escandalizarme,
pero esto lo hizo. Generalmente era yo quien armaba un escándalo.
Devon tomó un Sharpie rojo, leyendo el material que tenía delante, sin dejar
de prestarme atención.
—Correcto.
—¿Pero por qué? Te he fastidiado.
—Y estoy a punto de follarte sin sentido. ¿Qué quieres decir? —Su cara
impalpable no vaciló—. Ahora, por favor, mira la ópera mientras leo el
contrato una vez más.
Durante los siguientes cuarenta minutos, hice precisamente eso. Observé la
ópera mientras él trabajaba. Los primeros diez minutos, le robé miradas. Fue
agradable, sabiendo que estaba a punto de estar bajo este potente y
sofisticado hombre.
Pero a los diez minutos de la ópera, sucedió algo extraño. Empecé a... bueno,
a meterme en ella. La bohème era una historia sobre una pobre costurera y
sus amigos artistas. Todo estaba en italiano y, aunque no sabía ni una
palabra del idioma, sentía todo lo que sentía la heroína. Había poder en ella.
La forma en que la música tiraba de mis emociones como si yo fuera una
marioneta en una cuerda.
En algún momento, Devon me quitó el teléfono de la mano y se lo volvió a
meter en el bolsillo. Ahora estaba sentado más cerca de mí.
—¡Oye! —Le envié una mirada asesina—. Estaba en medio de algo. Mimi y
Rodolfo decidieron quedarse juntos hasta la primavera.
—El final es exquisito —me aseguró, sacando una pluma de aspecto caro de
su maletín—. Te habría encantado, si me hubieras acompañado a la ópera.
—Quiero ver el final.
—Juega bien tus cartas y lo harás. Repasemos juntos el contrato.
—¿Y entonces? —Levanté una ceja, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Y entonces, mi querida Emmabelle —sonrió diabólicamente—. Voy a follar
tus sesos.

Una hora y veintitrés minutos.


Eso fue lo que tardamos Devon y yo en repasar todas las disposiciones del
contrato que nos había redactado.
Entonces procedió a mostrarme su prueba de ETS -el hombre estaba limpio
como una patena- y procedió a hacerme saber que estaba de acuerdo en
renunciar a mi propia prueba con el argumento de intentar crear un entorno
de trabajo respetable y de confianza.
Me gustó que se refiriera al acuerdo como un trabajo. Se sentía clínico,
distante.
El problema era que, para cuando terminamos de revisar los documentos
legales, era plena noche y yo estaba acurrucada en el sofá junto a él,
bostezando sobre una almohada. Todavía llevaba el mismo vestido
encorsetado que utilizaba para trabajar y parecía una prostituta medieval a
punto de corromper al primer hijo del rey.
—¿Esta es tu arma secreta? ¿Extinguir a la gente hasta la
sumisión? —ronroneé contra la almohada, luchando contra el insoportable
peso de mis párpados.
Oí cómo Devon volvía a meter los contratos firmados en su maletín de cuero
y cerraba la cremallera.
—Entre otros —Su mandíbula se tensó y me pareció ver que algo frío y sin
emoción pasaba por su expresión.
Dejé que mis ojos descansen durante unos segundos.
—Hmm —respondí, abrazando la almohada contra la que me apoyaba,
enroscándome alrededor de ella como un gato—. Creo que acabas de conocer
a tu pareja. Nunca me inclino ante nadie.
—¿Has tenido alguna vez un novio? —preguntó.
—No.
—Eso es lo que pensaba.
—¿Y tú? —Ya estaba medio dormida cuando lo pregunté.
—No un novio. He tenido algunas novias. Aunque ninguna sobrevivió a los
seis meses.
—Eso es lo que pensaba —balbuceé, dejando escapar un suave ronquido. En
ese momento, estaba roncando en mi propia axila, en una exhibición de
encanto desbordante y delicada feminidad.
—Suecia —Su voz grave rodó como una nube oscura sobre mi
cabeza—. Arriba.
—¿Te vas a Suecia? —Ahora se me caía la baba sobre mi almohada. La saliva
fría y pegajosa pegaba mi mejilla contra ella.
Se rio.
—No es Suecia, Sweven.
—Oh —Una pausa. Todavía estaba dormida, pero de alguna manera seguía
hablando con él—. ¿Qué es eso?
—Un sueño, una visión. Algo que viene a ti mientras duermes. Eres una
fantasía, Emmabelle. Demasiado buena para ser verdad. Demasiado mala
para ser experimentada.
—Qué me pasa a mí —gemí. Esperaba que no me pidiera que me casara con
él. Estaba agotada y privada de sueño como para considerarlo.
—Es hora de tomar una ducha.
—Mañana —dije en voz baja.
—Es mañana —argumentó—. Y Google me dijo que tu ventana de ovulación
es solo de doce a veinticuatro horas. Métete en la ducha para que podamos
cumplir nuestro contrato.
Rápidamente, y sin hacer ruido, Devon me levantó al estilo luna de miel y me
llevó a lo largo de mi apartamento. Por fin, pensé, con los ojos aún cerrados.
El imbécil me estaba llevando a mi cama. Lo haríamos mañana, o al día
siguiente, o...
¿Qué demonios?
Mis ojos se abrieron de golpe cuando me encontré con agujas heladas de agua
congelada. Desorientada, me encontré tumbada en el suelo de mi ducha. Las
dos duchas me escupían. Miré frenéticamente a mi alrededor y vi a Devon de
pie al otro lado de la puerta de cristal, con su estrecha cadera apoyada en la
pared y las mangas de la camisa remangadas hasta los codos, dejando al
descubierto unos antebrazos venosos que se me hacían la boca agua.
La sonrisa del diablo se dibujó en su cara.
Me despojé de mí ya arruinado vestido, que se volvió pesado por el líquido,
arrojándolo con una bofetada al suelo a mi lado.
—¡Te voy a matar! —Agarré la puerta como un felino mojado, completamente
despierta y desnuda. Estaba a punto de abrirla y abalanzarme sobre él. Él se
dirigió al otro lado de la puerta de cristal, tirando de la manilla y
manteniéndola cerrada.
—Mátame después. Primero, te necesito limpia y alerta.
—Lo único que vamos a hacer cuando salga de aquí es apuñalarte en la
cara —Enseñé los dientes a través del cristal.
No lo recordaba ni la mitad de exasperante cuando teníamos sexo casual.
¿Tenía un trasplante de personalidad de mierda o algo así?
—El sexo furioso es el mejor sexo —Devon se pasó el pulgar por el labio
inferior, lanzándome al borde de la cordura.
—¡Me moriré de frío! —Ahora estaba tratando de negociar.
—Te escribiré una bonita esquela.
—¡No puedes ser tan desalmado! —Golpeé la puerta de cristal con mi puño.
—Por supuesto que sí —Sonrió cordialmente, como un anfitrión en un
restaurante con estrellas Michelin—. Además, los diamantes se hacen bajo
presión.
—Suelta la manija.
—Lávate primero.
—¿O qué? —Me sentí loca por la necesidad de tomar represalias por lo que
me estaba haciendo. Mi mente comenzó a trabajar horas extras. No iba a dejar
que se saliera con la suya. De ninguna manera.
—O esta será la única manera de que te mojes esta noche. Y dejando de lado
las amenazas, ambos sabemos que has estado soñando con esto desde la
noche que me echaste hace tantos años.
Sus palabras me hicieron bajar la mirada hacia sus pantalones. A la
impresionante tienda que esperaba mi atención. Mis ojos volvieron a mirar
hacia él.
—Lo siento, amigo. Mi tiempo contigo no figura en los primeros veinte polvos
memorables que he tenido.
Devon sonrió, con pequeñas arrugas de felicidad decorando sus ojos color
joya.
—Mentirosa.
Se dio la vuelta y salió del baño, todo confianza y suavidad. Aproveché la
oportunidad y me lancé fuera de la ducha, saltando delante de él e
impidiéndole el paso. Lo empujé hacia el baño, y mi cuerpo empapó su
esmoquin con agua.
—No tan rápido, Duque de Cuntington. Creo que es tu turno...
Antes de que pudiera terminar la frase, me empujó contra la pared y me
cubrió la boca con un beso castigador y contundente.
Sus manos recorrieron mi espalda, bajando hasta mi culo y ahuecándolo con
fuertes dedos. Me empujó contra su erección a través de los pantalones. El
aire que nos rodeaba zumbaba de rabia, frustración y oscuridad. Los dos
estábamos hambrientos.
Separó su boca de la mía, pasando el pulgar por mis labios, abriéndolos
eróticamente.
—Ya, ya, Sweven. No te enfades tanto. Sabía que necesitaba despertarte para
estar dentro de ti, y tocarte antes de embarcar en un avión a Inglaterra era
de suma importancia.
—¿Cuándo te vas? —Saqué la lengua para pasarla por su pulgar. Sus labios
se separaron y en su cara de Adonis se dibujó una mirada medio embriagada.
Mis dedos desabrocharon sus pantalones. Mi cuerpo se encendió como un
cable de alta tensión.
—Mañana.
—¿Por qué?
—Negocios —Su boca se sumergió entre nosotros, hacia mis pechos, y tomó
uno de mis pezones entre sus dientes, mirándome y sonriendo antes de que
desapareciera dentro de su boca al succionar.
—Pero ¿Qué pasa si nos perdemos mi ventana de ovulación? —Dejo que mi
cabeza ruede hacia atrás, y se me escapa un gemido bajo. Enhebré mis dedos
en su cabello, el intenso placer de estar en sus brazos volviendo a mí con toda
su fuerza.
Los labios de Devon se curvaron.
—Entonces me temo que tendremos que pasar otro mes follando el uno con
el otro. Recuerda que tienes cinco meses antes de que me deshaga de tu
precioso culo.
Su polla se liberó de sus pantalones cuando sus nudillos rozaron mi
hendidura. Sabía que no me iba a meter el dedo. No era el estilo de Devon.
Había algo escandalosamente correcto en su forma de follar. Te follaba de una
manera que se sentía a la vez limpia y sucia. Por eso estaba tan obsesionada
con él, en la cama, en primer lugar. Mi cuerpo temblaba de anticipación, como
lo había hecho hace años, cuando me acorraló en la cabaña de Cillian
Fitzpatrick y me retó a que lo dejara hacerme correr cinco veces en una noche.
Había cumplido su promesa. Con creces.
Devon empujó su gruesa e hinchada polla, haciéndola rodar a lo largo de mi
hendidura, golpeando mi clítoris con ella. Los dos mirábamos atentamente,
nuestras respiraciones calientes se mezclaban.
Introdujo su punta dentro de mí y descubrió que estaba completamente
empapada. Sus ojos viajaron hacia arriba. Ambos nos sonreímos. Asentí una
vez, dándole permiso.
Deslizó toda su polla dentro de mí, me agarró por la parte trasera de los
muslos y empezó a follarme contra la pared. La fría superficie detrás de mí se
clavó entre mis omóplatos.
Y, sin embargo, no me importó.
No me importó que Devon siguiera completamente vestido.
No me importó que fuera de madrugada y que estuviera gimiendo lo
suficientemente fuerte como para despertar a la gente de Wisconsin.
No me importaba. Nada más que el momento que estábamos compartiendo.
El intenso placer de tenerlo de nuevo dentro de mí era gratificante, pero era
la posibilidad de crear otra vida lo que me hacía sentir frenética.
Nos corrimos juntos, una ola tras otra de placer que me atravesaba. Fue
diferente a las veces anteriores. El orgasmo fue grande, pero cuando él
empezó a correrse y yo sentí el líquido caliente y pegajoso derramándose
dentro de mí, ambos nos sostuvimos la mirada, estremeciéndonos en los
brazos del otro, sonriendo. El hecho de que estuviera tan presente me
estimuló.
Me bajó al suelo con cuidado, dando un paso atrás. Había leído en alguna de
mis búsquedas en Internet que era buena idea tumbarse en la cama con las
piernas en alto para aumentar las posibilidades de concebir. De repente, me
entraron ganas de hacer precisamente eso.
—Bueno —Moví las caderas mientras agarraba una bata de una percha y la
envolvía, sintiéndome menos digna de lo que parecía mientras los restos de
su semen se deslizaban por el interior de mi muslo—. Gracias por tus
servicios. Ahora, si fueras tan amable de salir de mi apartamento, te lo
agradecería mucho.
De nuevo, utilicé el mismo acento británico falso que esperaba que hiciera
que no le gustara.
Los pantalones -o los pantalones10, si nos atenemos a lo que él llamaba- le
llegaban a las rodillas. Se metió la camisa dentro de ellos, tomándose su
tiempo para ponerse presentable.
—Me iré a Inglaterra el resto de la semana, como ya he dicho... —empezó,
pero ahora me tocó a mí tomarlo desprevenido.

10En inglés americano significa “pants” significa pantalones y en británico significa ropa interior. A
su vez, ropa interior se dice “underwear” en inglés americano. Y pantalones en inglés británico se
dice “trousers”
—Amigo. No te voy a necesitar hasta el mes que viene, si es que lo hago.
Comparte tu horario con alguien que se preocupe.
Lo empujé hacia la puerta principal. Normalmente, mover a un hombre alto
y de su tamaño no era tan fácil. Pero como sus pantalones estaban todavía a
medio hacer, perdió el equilibrio y tropezó un poco hacia atrás.
—Eres tan refinada como un gato callejero —dijo con gran satisfacción.
—No fui yo quien lanzó a una persona medio dormida a una ducha fría —Le
di otro empujón.
Hizo el ademán de fingir que me mordía la mano mientras le empujaba.
—No me arrepiento de nada, Sweven. Ha sido un placer follar contigo.
—Y una sola vez —le recordé, abriendo la puerta detrás de él y dándole un
último empujón—. Además, no intentes convertir a Sweven en algo. No somos
esa clase de personas.
Fuera, en el pasillo común, a medio vestir y riendo con rudeza, todavía
saltando de un lado a otro mientras se ponía los pantalones, me dedicó la
sonrisa más demoledora que jamás había visto. Tuve que recordarme a mí
misma que era un coqueto y un libertino. Un hombre que, a pesar de su
hermosa cara, tenía un feo historial con las damas.
—No sabes qué clase de persona soy. Pero estás a punto de descubrirlo.
La mala noticia fue que accidentalmente había llegado al funeral de mi padre.
La buena noticia fue que estaba tan feliz de ver a mamá y Cece, ni siquiera el
hecho de que estuviera allí honrando a mi padre logró poner un freno a mi
estado de ánimo.
El plan original era llegar un día después del funeral. Deben haber llevado a
cabo el funeral un día antes, ya que ya no necesitaban acomodar mi horario.
Me presenté durante el último acto, cuando el ataúd fue bajado al suelo.
Mi padre fue enterrado en la parte trasera del castillo de Whitehall Court,
junto a una iglesia desierta, donde sus antepasados habían sido enterrados.
Donde, presumiblemente, algún día descansaría por la eternidad también.
La casa de mi infancia era una gran fortaleza. Con torretas de estilo medieval,
arquitectura neogótica, granito y mármol, y una cantidad impía de ventanas
arqueadas. El castillo estaba rodeado por un jardín en forma de herradura en
la parte delantera y una antigua iglesia fuera de servicio en la parte posterior.
Había dos graneros, cuatro cabañas de sirvientes y un sendero bien cuidado
que conducía a un bosque salvaje.
En un día claro, se podía ver la costa francesa desde la azotea del castillo de
Whitehall Court. Los recuerdos de mi yo más joven, delgado y bronceado,
desafiando al sol a quemarme vivo y derretirme en la piedra sobre la que me
había acostado, se persiguieron unos a otros en mi cabeza.
Caminé hacia el denso grupo de personas vestidas de negro, marcando
mentalmente la lista de asistencia en mi cabeza.
Mamá estaba allí, delicada y digna como siempre, acariciando su nariz con
un fajo de pañuelos.
Mi hermana, Cecilia, estaba allí con su esposo Drew Hasting, a quien había
conocido varias veces cuando me visitaron en los Estados Unidos. Aunque
me salté su boda en Kent, me aseguré de regalarle a la pareja un encantador
estudio en Manhattan para que pudieran visitarme regularmente.
Cecilia y Drew eran regordetes y altos. Supongo que, a simple vista, parecían
gemelos. Se pararon hombro con hombro, pero no se reconocieron. Aunque
me había esforzado mucho por gustarme Hasting por el bien de mi hermana,
no podía ignorar lo asombrosamente poco impresionante que era todo su ser.
Si bien provenía de un buen pedigrí y una familia altamente conectada, había
sido conocido en los clubes de caballeros en Inglaterra como un hombre
bastante aburrido e ingenioso que no podía aferrarse a un trabajo si uno se
encadenaba a su pierna.
Byron y Benedict estaban de pie en el otro extremo de la multitud. Tenían
alrededor de cuarenta años, ambos luciendo hinchados y arrugados. Era
como si hubieran pasado cada momento de vigilia desde que dejé bebiendo y
fumar en su estado actual.
Y luego estaba Louisa Butchart.
A los treinta y nueve años, Louisa había logrado ser agradable a la vista. Tenía
el cabello tan oscuro como mi alma, corto y brillante, labios escarlata, y una
estructura ósea fina y elegante. Su figura recortada estaba vestida con un
abrigo negro de doble pecho.
Una mujer que cualquier hombre respetable de mi posición y título querría
en su brazo.
Tenía que admitir que, si no fuera por el hecho de que necesitaba rechazarla
por principio, Louisa seguramente haría muy feliz a un hombre como yo algún
día.
Metí un rollie en el costado de mi boca y lo encendí mientras me dirigía al
enorme agujero en la exuberante hierba verde. Me detuve cuando mi pecho
chocó con la espalda de Cecilia. Me incliné hacia adelante, mis labios
encontraron su oreja.
—Hola, Hermana.
Cecilia se volvió hacia mí, sus ojos azules nadando con conmoción. Mantuve
mi mirada en el ataúd mientras poco a poco, montones de tierra lo ocultaban
de la vista. Por un momento, fui muy consciente del hecho de que la atención
de todos se había desviado del ataúd y se había centrado en mí. No podía
culparlos. Probablemente pensaron que era un holograma.
—¡Devvie! —Cecilia arrojó sus brazos sobre mis hombros, enterrando su
rostro en mi cuello—. ¡Cómo te hemos extrañado! Mamá dijo que no estarías
aquí hasta mañana.
Envolví mis brazos alrededor de ella, besando la parte superior de su cabeza.
—Encantadora chica, siempre estaré aquí para ti.
Incluso si tengo que honrar al wanker11 que me dio la vida.
—Dios mío. ¡Casi tuve un ataque al corazón! —Madre gritó. Ella cojeó hacia
mí, sus tacones se hundieron en el suelo fangoso. El aire olía a lluvia inglesa.
Como en casa. La recogí en mis brazos y la apreté, besando su mejilla.
—Mami.

11 Imbécil
Los dolientes comenzaron a amontonarse hacia nosotros, miradas curiosas
en sus rostros. Me hizo estar muy contento, sabiendo que una vez más le
había robado el protagonismo a Edwin, incluso en su último viaje.
Mamá levantó la cabeza hacia atrás, colocando sus palmas congeladas en mis
mejillas, las lágrimas haciendo que sus ojos brillaran.
—Eres tan guapo. Y tan... ¡tan alto! Sigo olvidando tu cara si no te veo en
unos meses.
A pesar de mí mismo, algo entre una queja y una risa se me escapó.
Había sido tan inflexible en no regresar a Inglaterra mientras mi padre
estuviera vivo, que casi olvidé cuánto había extrañado a mi madre y Cecilia.
—¿Te las arreglaste para hacerlo? Bien por ti, compañero. —Drew me
aplaudió.
Todavía abrazando a mi madre, sentí una mano vacilante en mi brazo.
Cuando giré la cabeza, atrapé a Cecilia sonriendo tímidamente, su piel
rosada, frágil como un vidrio de bombilla.
—Te he extrañado, hermano —dijo en voz baja.
—Cece —gruñí, casi con dolor. Salí del abrazo con mi madre y reuní a mi
hermana en mis brazos. Sus rizos amarillos me hacían cosquillas en la nariz.
Me sorprendió descubrir que todavía olía a manzanas verdes, al invierno y al
bosque. De una infancia con demasiadas reglas y muy pocas risas.
El arrepentimiento me abrió.
Casi había abandonado a mi hermana menor. La dejé a su suerte cuando era
adolescente.
Mamá tenía razón. Volver a Inglaterra resurgió viejos recuerdos y problemas
no resueltos.
—¿Te quedarás por un tiempo? —Cece suplicó.
—Me quedo unos días —Le acaricié el cabello, mirando por encima de la parte
superior de su cabeza y haciendo contacto visual con Drew, quien se movió
inquieto, luciendo cualquier cosa menos feliz de tener otro hombre en la
casa—. Al menos —agregué significativamente.
Ella tembló en mis brazos, y de repente, me puse furioso conmigo mismo por
no estar más involucrado en su vida. Al crecer, ella siempre me había
necesitado, y yo siempre estaba allí. Sin embargo, de alguna manera mi odio
hacia mi padre me hizo extrañar su boda hace tres años.
—¿Estás contento con él? —Articule en su cabello para que solo ella pudiera
oírme.
—Yo… —empezó.
—Bueno, bueno —dijo Benedict, con Byron pisándole los talones. Me apretó
el hombro—. Pensé que vería volar a los cerdos antes de ver a Devon Whitehall
en suelo británico.
Me desconecté de Cecilia, estrechando su mano y la de su hermano.
—Mis disculpas, pero los únicos cerdos que conozco están aquí en la tierra,
y parece que podrían usar un viaje a rehabilitación.
La sonrisa de Benedict se derrumbó.
—Muy divertido. —Apretó los dientes—. Tengo problemas de tiroides, para tu
información.
—¿Y tú, Byron? —Me volví hacia su hermano—. ¿Qué problemas te impiden
parecer un miembro sobrio y funcional de la sociedad?
—No todos somos tan vanidosos como para importarnos tanto su apariencia.
Escuché que ahora eres un millonario hecho a sí mismo —Byron alisó su traje
con la mano.
Rematé a mi cigarrillo y tiré la colilla hacia la tumba.
—Me las arreglo.
—Ser conocido por tus logros es un trabajo muy duro. Mejor ser conocido por
tu apellido y herencia. —Benedict cacareó—. De cualquier manera, es bueno
tenerte de vuelta.
La cosa era que no había vuelto. Yo era solo un visitante. Un espectador en
una vida que ya no era la mía.
Había construido una vida en otro lugar. Estaba ligado a la familia
Fitzpatrick, que me tomó bajo su ala. Con mi bufete de abogados, y mi
esgrima, y las mujeres que cortejé. Con un nuevo giro en mi historia,
Emmabelle Penrose, una chica que tenía más demonios que vestidos en su
armario.
Mientras la gente me envolvía desde todas las direcciones, exigiendo escuchar
sobre mi vida en Estados Unidos, mis compañeros, mis socios, mis clientes,
mis conquistas, noté que solo una persona se mantenía alejada, al otro lado
de la tumba poco profunda llena de tierra.
Louisa Butchart me estudió desde una distancia segura bajo sus pestañas.
Su boca estaba enroscada en un ligero fruncido, su espalda arqueada, como
si hiciera alarde de sus nuevos activos.
—Ven ahora —Madre ató mi brazo en el suyo, tirando de mí hacia la extensa
mansión—. Tendrás mucho tiempo para hablar con Lou. No puedo esperar
para mostrarte a todos los sirvientes.
Pero no había nada que discutir.
Le debía una disculpa a Louisa Butchart.
Y nada más.

Una hora más tarde, me senté en una gran mesa en uno de los dos comedores
del castillo de Whitehall Court. Yo estaba a la cabeza de la mesa. Mi familia y
amigos de la infancia me rodeaban.
Me sorprendió cómo nada había cambiado en los años que me había ido.
Hasta la alfombra a cuadros, muebles de madera tallada, candelabros y papel
tapiz floral. Las paredes estaban empapadas de recuerdos.
Coma sus verduras o termine en el montacargas.
Pero, papá...
No papá. Ningún hijo mío crecerá para ser regordete y suave como los hijos de
Butcharts. Coma todas sus verduras ahora, o está pasando la noche en la caja.
¡Vomitaré si lo hago!
Igual de bien. Vomitar le haría bien a tu corpulenta figura.
Mientras miraba a mí alrededor, no pude evitar sentir lástima por Cece y mi
madre, incluso más de lo que era para mí. Al menos fui y me construí otra
vida. Se quedaron aquí, agobiadas por el temperamento horrible de mi padre
y las demandas interminables.
—Así que, Devon, cuéntanos todo sobre tu vida en Boston. ¿Es tan terrible y
gris como dicen? —Byron exigió, masticando en voz alta el shepherd’s pie y el
pastel de carne—. He oído que no es muy diferente de Birmingham.
—Supongo que la persona que te dijo eso nunca ha estado en ninguno de los
dos —dije, tragando un trozo de pastel de pastor sin probarlo—. Prefiero
disfrutar de las cuatro estaciones de la ciudad, así como de los
establecimientos culturales —Los establecimientos culturales eran el club de
caballeros de Sam, en el que jugaba, practicaba esgrima y fumaba hasta la
muerte.
—¿Y qué hay de las mujeres? —Benedict sondeó, hasta bien entrada su
quinta copa de vino—. ¿Cómo se posicionan en comparación con Inglaterra?
Mis ojos se encontraron con los de Louisa desde el otro lado de la mesa. Ella
no rehuyó mi mirada, pero tampoco ofreció ningún tipo de emoción.
—Las mujeres son mujeres. Son divertidas, necesarias y una mala inversión
financiera en general —murmure. Tenía la esperanza de transmitir que seguía
siendo el mismo maldito mujeriego, no bueno, que se había escapado de
Inglaterra para evitar el matrimonio.
Benedict se rio.
—Bueno, si nadie va a dirigirse al elefante en la habitación, también podría
hacerlo yo mismo. Devon, ¿no tienes nada que decirle a nuestra querida
hermana después de dejarla plantada? Cuatro años, ella te esperó.
—Benedict, basta —espetó Louisa, inclinando la barbilla hacia arriba con
sorna—. ¿Dónde están tus modales?
—¿Dónde están los suyos? —gritó—. Alguien tiene que llamarlo por esto, ya
que mamá y papá no pueden.
—¿Dónde está el duque de Salisbury y su esposa? —pregunté, dándome
cuenta de que por primera vez no habían asistido al funeral.
Hubo un latido de silencio antes de que mi madre se aclarara la garganta.
—Fallecieron, me temo. Un accidente automovilístico.
Cristo. ¿Por qué no me lo había dicho?
—Mis condolencias —dije, mirando a Louisa en lugar de a sus hermanos, a
quienes todavía no había considerado en la misma escala evolutiva que yo.
—Estas cosas suceden —Byron agitó una mano desdeñosa. Claramente,
estaba demasiado enamorado de ser duque en estos días como para
preocuparse por el precio de su nuevo título.
Hubo otro silencio de corta duración antes de que Benedict volviera a hablar.
—Ella le había dicho a todos sus amigos que volverías con ella, ya sabes.
Louisa. Pobre pajarito fue a ver lugares para fiestas de compromiso en todo
Londres.
Louisa se mordió la mejilla interior, girando su copa de vino y mirándola sin
beber. Quería arrastrarla a un lugar aislado y privado. Para disculparme por
el desastre que había creado en su vida. Para asegurarle que me jodí tanto
como la jodí a ella.
—Gawd, ¿te acuerdas? —Byron cacareó, abofeteando la espalda de su
hermano—. Incluso eligió un anillo de compromiso y todo. Consiguió que
nuestro padre lo pagara porque no quería que pensaras que era demasiado
exigente. La engañaste adecuadamente, compañero.
—Esa no era mi intención —dije con los dientes apretados, sin encontrar
apetito por mi plato ni por la compañía—. Los dos éramos niños.
—Creo que esto es algo que Devon y Louisa abordarán en privado. —Mi madre
se golpeó las comisuras de la boca con una servilleta, aunque no había rastro
de comida en su rostro—. Es inapropiado abordar este asunto en compañía,
sin mencionar en la cena fúnebre de mi esposo.
—Además, hay mucho más de qué hablar —exclamó Drew, el esposo de Cece,
con falsa emoción, sonriéndome—. Devon, tenía la intención de preguntar:
¿cuáles son tus pensamientos sobre el auge hipotecario de Gran Bretaña? El
riesgo de inflación es bastante alto, ¿no lo reconoces?
Abrí la boca para responder, cuando Byron cortó la conversación, levantando
su copa de vino en el aire como un emperador tiránico.
—Por favor, a nadie le importa el mercado de la vivienda. Estás hablando con
personas que ni siquiera saben cómo deletrear la palabra hipoteca, y mucho
menos que alguna vez tuvieron que pagar una. —Golpeó la copa de vino sobre
la mesa, su contenido rojo carmín se derramó sobre el mantel blanco—. En
cambio, ¿por qué no hablamos de todas las promesas que Devon Whitehall
no ha cumplido a lo largo de los años? A nuestra hermana. A su familia. Cómo
la realidad finalmente ha alcanzado a Lord Handsome, y ahora necesita hacer
algunas concesiones serias si quiere mantener lo que queda de su vida
anterior.
Louisa se puso de pie y golpeó su servilleta sobre su plato aún lleno.
—Si me disculpas —Su voz temblaba, pero su compostura seguía siendo
perfecta—. La comida fue fantástica, señora Whitehall, pero me temo que la
compañía de mis hermanos no lo fue. Lamento terriblemente tu pérdida.
Se dio la vuelta y se alejó.
Mi madre y yo intercambiamos miradas.
Sabía que necesitaba rectificar la situación, a pesar de que no fui yo quien la
creó.
Pero primero, tenía que lidiar con los dos payasos que ocupaban mi mesa.
Fulminé con la mirada a Benedict y Byron con una mirada feroz.
—Si bien simpatizo con la reciente pérdida de tus padres, esta es la última
vez que me hablas de esta manera. Nos guste o no, soy el señor de la mansión.
Elijo a quién entretener y, lo que es más importante, a quién no entretener.
Has cruzado la línea y has hecho que tu hermana y mi madre se molesten.
La próxima vez que hagas esto, te encontrarás con una bala en el trasero.
Puede que sea un libertino de pocos escrúpulos, pero como todos sabemos,
soy un maldito buen tirador, y sus culos son un blanco fácil.
Las sonrisas engreídas de Byron y Benedict se evaporaron en el aire,
reemplazadas por ceños fruncidos.
Me puse de pie e irrumpí en la dirección en la que iba Louisa. A mis espaldas,
escuché a los hermanos Butchart gritar una disculpa a medias sobre su
comportamiento, culpando al vino por sus malos modales.
Encontré a Louisa en mi antiguo invernadero acristalado, rodeada de plantas
exóticas, grandes ventanales y madera de color menta. Sus dedos se movieron
sobre una variedad de rosas de colores en un jarrón caro. Un regalo de un
vizconde francés, que data del siglo XIX.
En lugar de tocar los pétalos aterciopelados, Louisa jugó con las espinas. Me
quedé en el umbral asombrado. Me recordó a Emmabelle. Una mujer que
estaba más encantada por el dolor de una cosa hermosa que por el placer que
ofrecía.
Louisa pinchó la punta de su dedo índice. Se retiró de la espina sin prisa,
chupando la sangre, sin mostrar signos de angustia.
Cerré la puerta detrás de mí.
—Louisa.
No levantó la vista, su cuello se volvió hacia abajo como un elegante cisne.
—Devon.
—Creo que una disculpa está en orden —Enrollé un dedo a lo largo de un
panel de madera, encontrando que estaba en capas con una gruesa manta de
polvo. Dios mío. El castillo de Whitehall Court solía ser impecable. ¿Mi madre
y Cece tenían problemas de dinero?
—¿A mí o a tu familia? —Louisa volvió a acariciar las espinas, y me encontré
incapaz de apartar la vista de ella.
Parecía tan tranquila. Aceptando tan fácilmente, incluso después de todos
estos años.
Me adentré más profundamente en la habitación, la humedad abrumadora y
la fuerte dulzura de las flores me asfixiaban.
—Ambos, supongo.
—Bueno, considérate perdonado por mí. No soy de los que guardan rencor.
Aunque no estoy muy segura de que se pueda decir lo mismo de Cece y
Úrsula.
—Nos llevamos bien —recorté con sutileza.
—Eso puede ser así, pero han estado muy solas y tristes desde que te fuiste.
Mi garganta se obstruyó con autodesprecio.
—¿Cuál es la situación con mi hermana y mi madre? —pregunté, tomando
asiento frente a ella en el reposabrazos de un sofá tapizado verde—. Cada vez
que las veo, se ven felices y contentas con sus vidas.
Por otra parte, hice un hábito de alojarlas en los mejores apartamentos,
llevarlas a los mejores restaurantes y tratarlas con las juergas de compras
más lujosas cada vez que venían de visita.
—El Sr. Hasting está positivamente quebrado. No tiene ni un centavo a su
nombre y no ha estado tirando de su peso en esta casa, que, ahora que el
dinero de tu padre está retenido en el testamento, podría plantear un
problema. —Louisa frunció sus delicadas cejas, rozando una espina con su
dedo picado—. Cece es bastante miserable con él, pero siente que es
demasiado vieja y no es lo suficientemente bonita o lograda como para
divorciarse de él y buscar a otra persona. Tu madre y Edwin tuvieron un
matrimonio menos que ideal, y sospecho que ella ha estado muy sola,
especialmente en la última década.
Me puse de pie, deambulando contra el vidrio y apoyando un codo contra él.
Una bandada de patos se paseaba por el césped.
—¿Mamá tiene algún apoyo?
¿Cómo no supe la respuesta a mi propia pregunta?
—Ella ha dejado de recibir llamadas sociales en los últimos años. Parece
inútil. Con su hija menor casada con un tonto, y su hijo mayor siendo el
libertino más infame que Gran Bretaña ha producido, nunca tiene buenas
noticias que compartir. Aunque trato de visitarla cada vez que estoy en Kent.
Incluso cuando dijo esto, Louisa no sonó particularmente acusadora o
antagónica. Ella era exactamente lo contrario de Emmabelle Penrose. Suave
y flexible.
—Cece nunca tuvo hijos —reflexioné.
—No —Louisa vino a pararse frente a mí, con su modesto escote presionando
contra mi pecho. Noté que sus dedos estaban llenos de carne rota, magullada
por espinas—. Dudo que Hasting tenga un gusto por algo más que el juego y
la caza. Los niños no ocupan un lugar destacado en su lista de tareas
pendientes.
Su cuerpo presionó más fuerte contra el mío. El juego había cambiado entre
nosotros, y Louisa ya no era la tímida niña que me había rogado que le
arrojara migajas de atención a su manera.
Huye de nuevo, dijeron sus ojos, si te atreves.
Ninguna parte de mí quería moverse. Era atractiva, atenta e interesada. Pero
no podía quitarme la mente de Sweven. La mujer que se coló en mis sueños
como un ladrón, inundándolos de deseo y necesidad.
—¿Y qué hay de ti, Lou? —Enrosqué mis dedos alrededor de la parte posterior
de su cuello y la alejé un centímetro de mí. Su piel pinchada con piel de gallina
bajo mi tacto—. Escuché que perdiste a tu prometido. Lo siento.
—Sí, bueno —Louisa se lamió los labios, alisando mi traje con una risa
oscura—. Supongo que se podría decir que nunca he tenido la mejor de las
suertes cuando se trata de hombres.
—Lo que nos pasó no tuvo nada que ver con la suerte. Yo era un wanker
egoísta que huía de la responsabilidad. Siempre fuiste colateral, nunca el
objetivo principal.
—Nunca guardé rencor, ya sabes, —murmuró, con la voz tranquila, recogida.
Me sorprendió. Imaginé que las cabezas rodarían si estuviera en su
posición—. La ira parece un sentimiento tan derrochador. Nunca sale nada
bueno de eso.
—Esa es una forma encantadora de ver las cosas. —Sonreí gravemente,
pensando: Si la gente soltara su ira, nosotros los abogados nos quedaríamos
sin trabajo.
—Has vuelto ahora —Sus ojos oscuros se encontraron con los míos,
retándome de nuevo.
Tomé su mano, que estaba en mi pecho, cerca de mi corazón, y presioné sus
nudillos fríos contra mis cálidos labios. —No para bien. —Sacudí la cabeza,
mi mirada sostenía la de ella—. Nunca para siempre.
—Nunca digas nunca, Devon.

Después de meter a unos borrachos Benedict y Byron en sus Range Rovers e


instruir a sus conductores para que no se detuvieran hasta que estuvieran al
otro lado de la isla, me despedí de Louisa. Prometí llamarla la próxima vez
que estuviera en Inglaterra, una promesa que tenía toda la intención de
cumplir.
Cuando nuestros invitados se fueron, me colé en el jardín y fumé tres rollies
seguidos, verificando si tenía algún mensaje de texto o llamadas telefónicas
de los Estados Unidos. En concreto, de cierta zorra americana. No los tenía.
Ella está demasiado sangrienta y rota, y tampoco estaba en peligro de ganar
ningún premio de cordura en el corto plazo. Volví a la extensa y oscura
mansión a través de la cocina trasera, pasando a Drew roncando frente a la
tele en uno de los salones y a Cece sentada en el piano de cola, mirándolo en
silencio sin tocar.
A la mierda, embarazarla y olvidarse de ella.
Las cosas se veían terribles en todos los frentes.
Me dirigí a lo que solía ser la oficina de mi padre. Mi madre estaba allí.
Parecía estar en su hábitat natural detrás de su escritorio victoriano,
garabateando en los márgenes de algunos documentos mientras escribía
números en una calculadora a su lado. Me recordó lo que supe que era la
verdad durante años: que mi madre era de hecho la fuerza operativa detrás
del imperio de Whitehall. Mi padre era un libertino con un título, mientras
que Úrsula era la hija inteligente e ingeniosa de su padre. Tony Dodkin podría
haber sido un conde común, pero era un genio de las matemáticas y un
magnate de bienes raíces que sabía mucho. Mamá lo persiguió. Ella era
extremadamente capaz.
Lo que planteaba la pregunta, ¿cómo no había sabido ella que él estaba
abusando de mí? Pero abrir esa vieja herida no iba a ayudar mucho.
—Devvie, mi amor. —Dejó escapar un pequeño suspiro, bajando su pluma e
inclinando la cabeza hacia arriba con una sonrisa, como una flor que se estira
y se abre al sol—. Siéntate.
Me senté frente a ella, mirando el retrato detrás de ella: papá y yo, cuando
era un niño de tal vez cuatro o cinco años. Ambos nos veíamos tan
completamente miserables y fuera de lugar, que lo único que nos conectaba
era el ADN. Nuestros agudos rasgos nórdicos y ojos glaciales.
—El invernadero está polvoriento —susurre.
—¿Lo está, ahora? —Se lamió el dedo antes de pasar una página del
documento frente a ella—. Bueno, debo decirles a los limpiadores que presten
especial atención a la habitación mañana.
—¿Estás teniendo problemas financieros?
Todavía fruncía el ceño ante el número que figuraba en el papel.
—Oh, Devvie. ¿Hay que hablar de finanzas? Es muy vulgar. Acabas de llegar
aquí. Quiero que almorcemos y nos pongamos al día adecuadamente. Tal vez
asistir a una carrera de caballos.
—Haremos todo eso, mamá. Pero necesito saber que te cuidan.
—Sobreviviremos —Ella levantó la vista, ofreciéndome una sonrisa
tambaleante.
—¿Cuándo es exactamente la lectura del testamento? ¿Mañana o al día
siguiente?
—En realidad... —Terminó de escribir una frase en un documento, baja su
pluma— ...la lectura del testamento, se retrasará severamente, me temo.
—¿Severamente? —Arqueé una ceja—. ¿Por qué?
—El Sr. Tindall está actualmente en el extranjero.
Harry Tindall era el abogado de confianza de mi difunto padre.
—¿Y no mencionaste eso antes de abordar un avión?
Ella sonrió pensativamente, mirando mi cabello como si quisiera deslizar sus
dedos maternos a través de él amorosamente.
—Supongo que se podría decir que la oportunidad de verte se presentó, y el
humano que soy, cedí a la tentación. Lo siento. —Sus ojos brillaban con
lágrimas sin derramar—. Terriblemente.
Eso calmó mi ira.
—Shsh, mamá. Estoy aquí para ti.
Me estiré sobre el escritorio y agarré su mano. Ella era frágil bajo mi toque.
—Te enviaré dinero para que te ayude hasta la lectura del testamento —me
escuché decir.
—No, querido, no podríamos...
—Por supuesto que puedes. Eres mi madre. Es lo menos que puedo hacer por
ti.
Por un momento, todo lo que hicimos fue mirarnos el uno al otro, bebiendo
cada nueva línea y arruga que habíamos acumulado en el último año.
—Escuché que Drew deja mucho que desear en el departamento de hacer feliz
a Cecilia. —Me extendí en mi asiento, cruzando mis tobillos sobre el escritorio.
Mi madre volvió a tomar su bolígrafo y garabateó en los bordes del documento,
royendo su labio inferior, como lo hacía cada vez que mi padre no estaba
haciendo nada bueno y sabía que estaba a punto de limpiar su desorden.
—Bastante.
—¿Qué puedo hacer para ayudar?
—No hay nada que puedas hacer, de verdad. Eso es para que tu hermana lo
maneje.
—Cece no está acostumbrada a ocuparse de esas cosas. —Subestimación del
maldito siglo. Cuando éramos niños, me metía en agua caliente a diario para
salvar el trasero de mi hermana.
Mamá tiró de su labio inferior, reflexionando sobre esto.
—De todos modos, es hora de que comience a aprender a defenderse. Lo único
que puede hacer por mí ahora es abstenerse de proporcionarnos cualquier
titular escandaloso. Ciertamente no los necesitamos.
En ese momento, mi madre parecía tan rota, tan cansada, tan desgastada por
las tragedias que la vida le había arrojado, que no podía aplastarla por
completo. No cuando le quedaba tan poca esperanza.
Por eso no podía decirle que estaba planeando impregnar a una dueña de un
club burlesco fuera del matrimonio, quien, por cierto, estaba extendida en
vallas publicitarias por toda la Costa Este definitivamente desnuda.
Pero Belle ni siquiera estaba embarazada. ¿Cuál fue el punto de contarle a mi
madre sobre esto? Esta situación podría revisarse en tres, cuatro o cinco
meses, cuando el polvo en la tumba de mi padre se había asentado.
No hay necesidad de darle más malas noticias a mi madre.
—No hay titulares escandalosos... —Le devolví la sonrisa—. Promesa.
Devon: ¿Todavía ovulando?
Belle: ¿Seis días después? ¿Parezco una hormiga conductora africana?
Tuve que buscar la referencia en Google para saber que la hormiga
conductora africana media producía de tres a cuatro millones de huevos cada
mes y se consideraba el animal más fértil del planeta Tierra.
Devon: No desde este ángulo. Ponte de rodillas con el trasero levantado
y sujeta una miga de pan para que me asegure.
Belle: De todas formas, ¿por qué lo preguntas?
Devon: Intentar concebir esta noche no podría perjudicar nuestras
posibilidades, ¿verdad?
Belle: Técnicamente no, pero las posibilidades serían escasas.
Devon: Escasas, pero en existencia.
Belle: ¿Esperas una invitación?
Devon: ¿De tu trasero maleducado? No. Ya estoy en camino.
Belle: Esto se va a acabar en cuanto esté embarazada.
Devon: Absolutamente.
Belle: Lo digo en serio. Ya me siento personalmente atacada por tu
presencia en mi vida.
Devon: No tiene sentido preguntar por qué odias tanto a los hombres,
supongo.
Belle: Ninguno, si quieres una respuesta directa y sincera.
Devon: Entendido. Considera que te has librado de mí en cuanto tengas
un hijo.
Belle: UN NIÑO.
Belle: Me avergüenzas el alma.
Belle: Estoy esperando en Madame Mayhem.
Devon: Me estoy deteniendo. No lleves bragas.

Ni siquiera me molesté en meterme en la ducha tras aterrizar en el aeropuerto


internacional Logan de Boston.
Fui en taxi directamente a Madame Mayhem, confiando en mis buenos
amigos, el chicle de menta y el desodorante.
Durante todo el viaje de Inglaterra a Estados Unidos, lo único en lo que pensé
fue en enterrarme dentro de la voluptuosa y acalorada mujer. No estaba del
todo seguro del origen de mi fascinación por Emmabelle, pero si tuviera que
hacer una conjetura, diría que era porque era realmente independiente. No
dependía de un hombre rico -a diferencia de su hermana y sus amigas- y
parecía no inmutarse por ser la única persona soltera en la habitación, aparte
de mí, incluso cuando las cosas se ponían incómodas.
Era franca, feroz y segura de sí misma.
Además, era una mujer impresionante.
En el taxi de camino a Belle, le envié a mi madre una buena cantidad de
dinero. Justo cuando estaba a punto de guardar el dispositivo en mi bolsillo,
un mensaje apareció en la pantalla:
Número desconocido: ¿Todavía estás en casa? Lou. x
Louisa y yo habíamos intercambiado números de teléfono antes de que ella
abandonara el castillo de Whitehall Court tras el funeral de mi padre. Como
no quería repetir mi error de esquivarla dos veces, la añadí a mis contactos y
le contesté.
Devon: De vuelta en Boston, pero me dirijo a Gran Bretaña para la lectura
del testamento. ¿Almuerzo?
Louisa: Y bebidas.
Devon: Nunca digo que no a eso.
Louisa: Bien. Entonces me aseguraré de abrir ese coñac Remy Martin.
Cuando llegué a Madame Mayhem, corté la línea de cuatrocientos metros, le
di unos cuantos benjamines en el pecho a uno de los porteros y entré, dejando
un rastro de gente descontenta tras de mí.
Encontré a Belle atendiendo la barra de nuevo, sirviendo cervezas y
echándose el cabello rubio por detrás del hombro. Iba vestida con un top que
parecía crema, un corpiño rasgado y unos pantalones de cuero rojo cereza
que pronto iba a destruir con los dientes.
Adiós a mi promesa de no hacer escándalos. Fue bueno mientras duró... un par
de días y algo cambió.
Centrándome en ella, me abrí paso a través del club, pasando por delante de
la gente que bailaba y se reía ebria en los oídos de los demás.
Belle estaba tan concentrada en atender a sus clientes que ni siquiera me
miró cuando preguntó.
—¿Qué puedo ofrecerte, cariño?
Cariño.
La mujer era una vergüenza nacional. ¿Qué diablos me impulsó a ponerle un
bebé?
—Agáchate, a cuatro patas, mientras no llevas nada más que una expresión
sensual, mientras me suplicas que te folle.
Su cabeza se torció mientras la sorpresa aparecía en su hermoso rostro. Su
mirada se transformó en una sonrisa divertida.
—Tengo veinte minutos más aquí —Sus manos se movieron rápidamente
detrás de la barra. No parecía tener prisa por atenderme, todo lo contrario
que Louisa.
—No, no los tienes. Me estarás esperando en tu oficina en no más de diez
minutos, desnuda y en la posición que quiero.
—¿O? —Resopló, apuntando la pistola de refresco en mi dirección
amenazadoramente.
—O... —Agarre la pistola de refresco del otro lado de la barra y se la metí en
el escote, justo entre las tetas, bajando la voz una octava, mis labios se
cernían sobre la concha de su oreja —...me encargaré de que pases la noche
con tu buena amiga, Varita Mágica.
—Al menos la Varita Mágica no hace promesas vanas —me susurró ella.
Apreté el botón y rocié coca dietética fría entre sus pechos. Las burbujas
salieron de su sujetador push-up. Dejó escapar un chillido, apartándome.
—¿Qué crees que estás haciendo, imbécil?
—Enfrentándome a ti, a diferencia de todos los otros pobres imbéciles que
eliges como amantes —dije secamente.
—¿Impedirme el sexo como castigo es tu idea de enfrentarte a mí? —Dejó
escapar una carcajada, inclinándose para coger un paño y secarse el
pecho— Chico, estás drogado. Puedo conseguirlo cuando quiera, donde
quiera.
—No hay discusión en eso. Pero no es sexo lo que buscas, Sweven. Es un
niño, y sé que soy el único que lo hará. —Di un paso atrás, mirando mi
reloj—. Tengo una conferencia con Tokio. Te veo en diez.
—Vas a pagar por ese pequeño truco —advirtió, golpeando el paño contra la
barra.
Lanzó más amenazas al aire, pero yo ya me había ido, aceptando la llamada
a la que me conectó Joanne.
La llamada no duró más de cuatro minutos. Mientras Emmabelle se ocupaba
de las cosas, escribí un correo electrónico al abogado de mi difunto padre, el
Sr. Tindall, para ver cuándo tendría lugar la lectura del testamento. La
preocupación me carcomía las entrañas. Mamá y Cece estaban en problemas.
Tuve la precaución de dejar que Emmabelle esperara ocho minutos más antes
de abrir la puerta de su despacho. Me esperaba en su escritorio, que estaba
lleno de papeles, sobres y un ordenador portátil, tal y como le había pedido.
Desnuda y a cuatro patas. Estaba de cara a la pared, no a la puerta, y su
cabello amarillo se desparramaba en capas por su espalda.
Al oír el sonido de la puerta al abrirse, giró la cabeza.
Chasquee.
—Culo arriba y ojos en la pared.
—He escuchado mejores palabras sucias de las plantas decorativas de la
casa, pero me estoy divirtiendo demasiado como para echarte —Se volvió
hacia la pared.
Cerré la puerta y entré en la habitación sin prisas. Su pertinaz culo estaba
en el aire, el centro rosado ya brillaba. Estaba lista para mí, y yo iba a
tomarme mi tiempo para disfrutarla.
Me detuve frente a ella, admirando en silencio cada curva perfecta de ella.
Emmabelle Penrose era exquisita hasta el punto de no necesitar trabajar ni
un día en su vida si lo deseaba. Podría casarse con la fortuna. Sin embargo,
no lo había hecho.
—¿Sigues ahí? —gimió. En secreto, su deliberada mala gramática me divertía,
aunque el mismo rasgo me ponía de los nervios en cualquier otra persona.
—Paciencia. —Pasé los nudillos por el lado de su culo, el toque fue tan breve,
tan fugaz, que todo su cuerpo se sonrojó y su espalda se arqueó como si le
hubiera metido la polla.
—Eres un provocador —gimió—. Ya me has dejado sin palabras.
—Con mucho gusto. —Mordí suavemente el costado de su trasero, mis
dientes se hundieron en su derrière12 como si fuera un jugoso melocotón.
Abrí los labios de su coño con mis pulgares desde atrás, y lamí su raja,
usando la punta de mi lengua para volverla loca.
—Arghhhhhh —Se ahogó, dejando caer la cabeza mientras sus brazos
empezaban a temblar.
Colocando una mano sobre la parte inferior de su espalda para bajar la parte
superior de su cuerpo, la abrí aún más, lamiendo en largas y profundas
caricias. Bebí su dulzura, observando cómo agitaba la cabeza, reprimiendo
sus pequeños gruñidos de placer solo para fastidiarme. Le temblaban las
rodillas. Era fuego líquido, cada centímetro de su cuerpo ardía de excitación.
—Oh. Oh. Mierda. Mierda. Mierda —murmuró. La futura madre de mi hijo,
damas y caballeros.
—Mi lady —dije con sarcasmo, mientras mis dedos rodeaban con más fuerza
la carne de su culo y la lamían con más fervor. Se corrió tan violentamente
que cayó boca abajo sobre el escritorio.
—Maldita sea. —Pegó su frente sudorosa al escritorio—. Eso nunca me había
pasado antes. Eso fue rápido.
—Mejor tú que yo —Le di una palmadita condescendiente en el trasero.
—Maldita sea, amigo. ¿Usaste algún tipo de truco? Eso fue intenso.

12 Término del francés. Trasero, culo.


En lugar de responder a su observación, la puse de espaldas y la agarré por
detrás de las rodillas, arrastrándola por el escritorio hasta que su trasero se
posó en su borde, envolviendo sus piernas desnudas alrededor de mi cintura.
Me desabrochó el cinturón. El regocijo con el que se movían sus manos me
decía que estaba más que contenta de que yo estuviera de vuelta en suelo
americano.
—¿Alguna vez vas a estar completamente desnudo cuando tengamos
sexo? —bromeó, con su lengua haciendo círculos a lo largo de mi cuello.
—Tú eres la que quiere mantenerlo separado —Mi tono aburrido no
correspondía con la monstruosa erección que la mujer que tenía delante
acababa de liberar de mis pantalones. O el torrente de excitación erótica que
me recorría.
—Tienes razón —Se rio.
La atormenté unos minutos antes de presionar.
Ella ohhhh.
Estar con ella de nuevo era mejor que la última vez, y que todas las anteriores.
Esa era la cuestión con Emmabelle Penrose. Ella sabía al mayor de los
pecados, y yo era un conocido transgresor cada vez que la tentación llamaba
a mi puerta.
Volvió a correrse antes de que derramara mi semilla dentro de ella. Me
derrumbé sobre ella, agotado, el jet lag me alcanzó de golpe.
—Hermano —dijo Belle después de unos segundos de mi jadeo encima de
ella—. ¿Muy pesado? Suéltame.
Me despegué y tomé asiento en la silla frente a su escritorio, esta vez
negándome a salir como una vulgar prostituta. Tenía que establecer algún
tipo de autoridad con esta niña salvaje.
Apoyé las piernas en su desordenado escritorio y me encendí un pitillo 13,
hundiéndome ociosamente en mi asiento.
—¿No vas a preguntar cómo fue mi viaje a Inglaterra? —Envié una columna
de humo hacia el cielo, observando cómo se enroscaba sobre sí misma.
Ella se bajó de la mesa y se vistió bajo la lámpara, sin inmutarse por la luz
cruda y poco favorecedora. —No. Me importa una mierda lo que hagas o a
quién hagas cuando yo no esté.
—Mi padre murió. —Ignoré su vulgaridad.
Eso hizo que se detuviera. Hizo una demostración de presionar un puño
contra sus labios, como si estuviera rellenando sus palabras. —Ese fue un
momento de metida de pata para mí. Lo siento mucho, Dev.
—No lo siento, —dije rotundamente—. Pero gracias.
—¿Cómo estás... eh, manejando las cosas? —Metió una pierna en sus
pantalones de cuero.
—Bastante bien, teniendo en cuenta que lo detestaba con cada átomo de mi
cuerpo.
—Me sorprende que Cillian y Sam no hayan dicho nada. —Belle me observó
atentamente en busca de una reacción. Una chica inteligente. Ambos
sabíamos que no había compartido nada de mi vida personal con mis
compañeros. Debió preguntarse qué asunto tenía que confiarle a ella de entre
toda la gente. Yo me preguntaba lo mismo. En cuanto a las audiencias
comprensivas, ella era un poco más fría que la Antártida.
—Mantengo mi vida privada en privado. —Exhalé anillos de humo, enviando
flechas hacia ellos.
—Aun así... —Belle se sacó el cabello por detrás de la blusa y se acercó a mí,
apoyándose en el escritorio— ...perder a un padre siempre es duro. Incluso si

13Cilindro pequeño y delgado (de unos 8 centímetros de longitud y unos 8 milímetros de grosor)
hecho con tabaco picado y envuelto en un papel especial muy fino que se fuma quemándolo por un
extremo y aspirando el humo por el otro; los que se venden ya liados suelen tener un filtro en el
extremo por el que se aspira.
-y a veces especialmente- no te llevas bien con ellos. Te recuerda tu propia
mortalidad. Vivir es un asunto desordenado.
—También lo es tu escritorio —comenté, dispuesto a cambiar de tema—. ¿Por
qué parece que ha explotado una sucursal de Office Depot por todas partes?
Ella soltó una carcajada.
—Soy una persona desordenada, Devon. Bienvenido a mi vida.
—Eso no es cierto. —Me giré hacia delante, quitando mis mocasines de su
escritorio y rebuscando entre los sobres arrugados y manchados que había
en él—. Tu eres muy calculadora y motivada. Tienes una valla publicitaria de
cuatro metros de altura en la que te bañas en una enorme copa de champán
y un negocio que podrías vender mañana mismo y vivir cómodamente. Sin
embargo, aquí hay montones y montones de cartas sin abrir. Guíame por tu
lógica.
Para reforzar mi afirmación, levanté un lote de una docena de sobres en el
aire. Todos parecían escritos a mano y dirigidos a ella personalmente. Sweven
me los arrebató de la mano y los dejó caer en la papelera que teníamos debajo.
Una sonrisa de bruja le marcó el rostro. Sabía que había dado en el clavo.
—¿Por qué debería hacerlo? No son facturas; a diferencia de algunos
dinosaurios que utilizan el fax, yo pago las mías por Internet. Y no son de
amigos, porque ellos levantarían el teléfono y me llamarían. El 99% de estas
cartas las escriben lunáticos ultraconservadores que quieren informarme de
que voy a arder en el infierno por dirigir un club de burlesque. ¿Por qué iba a
pasar por eso?
—¿Eso es todo lo que son estas cartas? —presioné—. ¿Cartas de odio?
—Todas y cada una de ellas —Recogió otro lote, sacando uno de los papeles
de un sobre. Se aclaró la garganta teatralmente y empezó a leer:
—Estimada Sra. Penrose,
» Me llamo Howard Garrett, y soy un mecánico de sesenta y dos años de
Telegraph Hill. Le escribo hoy con la esperanza de que cambie sus costumbres
y vea la luz, ya que la considero el único responsable de la corrupción y la
venalidad -escribió mal la venalidad- de nuestra juventud.
» Mi nieta visitó su establecimiento el otro día después de ver un anuncio con
mujeres desnudas en una revista local. Tres días después, llegó a mi casa para
informarme de que ahora era gay. ¿Una coincidencia? No lo creo. La
homosexualidad es, en caso de que no lo sepas, un acto de guerra contra Dios...
¿debo continuar...? —apoyó su barbilla en los nudillos, con una mirada
falsamente angélica en su rostro— ¿...o tu cerebro hizo un cortocircuito?
—Suena como si fuera de la Edad de Piedra.
—Tal vez sean vecinos —Sonrió.
—Hay docenas de cartas aquí. ¿Son todas de viejos religiosos que se quejan
del sexo? —presioné.
Belle era una cesta llena de complicaciones. Su trabajo, su personalidad, su
actitud. Y, sin embargo, no podía encontrar en mí la posibilidad de echarme
atrás en nuestro acuerdo.
—Sí, estoy segura. —Belle frunció el ceño, arrancó el cigarrillo de entre mis
dedos, le dio una calada y me lo devolvió—. Soy una chica grande. Puedo
cuidarme sola.
—Que te cuiden no es un pecado.
—Lo sé —Me sonrió diabólicamente con un guiño—. Si lo fuera, estaría por
todas partes.
—¿Sabías que hay un pájaro llamado picozapato que se parece increíblemente
a Severus Snape?
—¿Sabías que los ciervos de agua chinos se parecen a Bambi después de
haberse puesto un nuevo bigote? —Me devolvió la sonrisa y, así, se acabó la
tensión entre nosotros.
El teléfono de Belle empezó a bailar sobre el escritorio, parpadeando en verde
con una llamada entrante. Ella estiró el cuello para ver el nombre en la
pantalla, dejó escapar un suspiro y lo contestó.
—Hola.
Se bajó del escritorio y corrió lo más lejos posible de mí en la pequeña oficina.
Me di cuenta de que no quería que me quedara durante esta conversación, lo
que naturalmente me hizo buscar un lugar aún más cómodo para poder
escuchar con atención.
—Sí, estoy bien, gracias. ¿Y tú? —preguntó secamente.
Me sorprendió lo flexible y educada que sonaba. No era ella misma. No había
ni rastro de la bola de fuego que se burlaba de mí hace un segundo.
Se detuvo frente a un grupo de fotos pegadas en un tablero de corcho junto a
la ventana, tocando distraídamente los coloridos alfileres. Parecían ser los
miembros de su familia, aunque no podía verlos desde lejos.
—Ahora es un buen momento. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo? —preguntó.
Hubo una pausa mientras escuchaba a la persona en la otra línea y luego
respondió con una risa incómoda.
—Sí, bueno, dile que acepto su invitación. ¿Qué vino debo llevar?
Pausa.
—Sí, seguro que todo está bien. Solo estoy en el trabajo.
Pausa.
—Ocupada.
Pausa.
—Te he comprado todo el material de pesca. No, no tienes que pagarme.
Somos familia. Los llevaré cuando vaya.
Algo en su intercambio con la misteriosa persona hizo que mi sangre se
convirtiera en hielo. Sonaba extraña, lejana. Se despojó de su personalidad
como una serpiente antes de atender la llamada.
Finalmente colgó, acomodando su cabello distraídamente.
—¿Quién era?
—Mi padre. —Se dirigió a la puerta, abriéndola de golpe. Inclinó la cabeza en
su dirección—. Fuera.
—¿Tus padres siguen juntos? —pregunté, sin prisa por dejar mi lugar detrás
de su escritorio. Los había conocido en algunos actos familiares, como la boda
de Cillian y Persy y los bautizos de sus hijos, pero nunca había prestado
mucha atención a ninguno de ellos. Eran, en efecto, tan aburridos como
extraordinaria era su hija.
—Felizmente —Golpeó el pie con impaciencia—. Pero esa es otra historia, para
contársela a alguien de quien soy realmente, ya sabes, amiga. Ya hemos
terminado, Devon. Vete.
Me tomé mi dulce tiempo para levantarme solo para fastidiarla,
preguntándome por millonésima vez por qué estaba haciendo esto. Sí, ella era
impresionante, inteligente y de carácter fuerte. Pero también era
absolutamente horrible para mí y para cualquier otro hombre con el que me
hubiera cruzado. No había forma de descongelarla. Incluso cuando
estábamos físicamente juntos, ella estaba tan lejos que bien podría haber
estado en la luna.
—Puede que su matrimonio sea feliz, pero su hija no lo es cada vez que la
llama —dije, dirigiéndome hacia la puerta.
Belle se abalanzó sobre el umbral, bloqueando mi salida. Una sonrisa
venenosa y dolorosa se dibujó en sus labios.
—Ah, Devvie. Me olvidé de decir que no se hablará de la familia.
Sonriendo -no debería haberme empujado- me di la vuelta y me acerqué al
tablón de anuncios, entrecerrando los ojos para verlo mejor. Mi especialidad
era hurgar en los talones de Aquiles de la gente hasta que gritaran la verdad.
No quería hacérselo a ella -no era una clienta-, pero Belle también era una
mujer que sabía cómo apretar todos mis botones. Y no había muchos.
Mi sospecha resultó ser correcta.
Emmabelle tenía fotos de todos los miembros de su familia: su madre, su
hermana, sus sobrinos e incluso algunas fotos de esa banshee pelirroja a la
que llamaba amiga, Sailor.
Pero ninguna de su padre.
—La teoría del problema de papá se está calentando, Sweven, —dije de
camino a la puerta.
—Sí, bueno, tal vez no soy el único con problemas con su padre. Pareces
demasiado contento de que tu padre haya muerto.
—La fiesta es mañana por la noche. Ponte algo divertido —respondí.
—Wowza14. No soy adivino, pero veo mucha terapia en tu futuro, amigo.
—Estoy perfectamente bien con cómo he salido. Tú, sin embargo, tienes un
gran secreto, Emmabelle, y no te equivoques. Voy a descubrirlo.
Como siempre, dio un portazo en cuanto salí de ella.
Como siempre, me reí.

Solo cuando volví a casa me di cuenta de la venganza de Belle por haberle


llenado el escote con una bebida fría.
En definitiva, fue una pequeña y encantadora sorpresa.
Un par de bragas usadas de mujer metidas en el bolsillo delantero de mis
pantalones.
Sentado en mi estudio, las saqué, sonriendo ante la tela rosa de encaje. Me
recosté en mi sillón, echando la cabeza hacia atrás, y olfateé con fuerza. Me
coloqué las bragas por encima de la cabeza y gemí de placer, poniéndome
duro, cuando una nota cayó de ellas.

14Expresión (inglés UK) que indica asombro o sorpresa.


La recogí.
Catorce años.
—Qué asco.
Anuncio al universo, porque honestamente, lo es. Ver a tus padres besándose
en el asiento delantero de su Honda Accord Wagon como si fueran dos
adolescentes es algo que da asco.
Persy no parece compartir el sentimiento, suspirando románticamente a mi lado
en el asiento trasero.
—Déjalos.
—No, tu hermana tiene razón. Hay un momento y un lugar para todo, y este no
lo es —Papá se separa de mamá y le da un último beso en el hombro antes de
poner las manos donde puedo verlas: en el volante.
Para empeorar las cosas (y hay que admitir que la situación ya es bastante
grave si tengo que ver a mis padres intercambiando saliva sin poder huir),
estamos en la cola del autoservicio, a punto de recoger nuestras hamburguesas
y batidos. Como si tuviera apetito después de esa sesión de sexo.
Las hamburguesas y los batidos son un elemento básico de los domingos por
la noche y una tradición de Penrose que dura una década. Cada semana,
tomamos la comida, conducimos hasta Piers Park y aniquilamos las grasientas
patatas fritas y los batidos mientras vemos las luces danzantes de Boston.
Ya he decidido que cuando me case, dentro de un trillón de años, voy a
mantener esta tradición con mi marido y mis hijos.
El auto que nos precede se aleja del autoservicio y nos toca a nosotros. Papá
baja la ventanilla y saca un fajo de billetes de su destartalada cartera,
agitándolo ante el adolescente uniformado de la ventanilla.
—Aquí tienes, cariño. Y yo también pagaré por la persona que está detrás de
nosotros.
Lo hace todas las semanas.
Paga por la persona que está detrás de nosotros.
A veces es una madre soltera en un auto destartalado.
A veces, como hoy, es un grupo de universitarios revoltosos. Sus ventanillas
están abiertas y una espesa nube de humo de hierba sale de su Buick LeSabre.
—Es muy amable, señor —dice la cajera, inclinándose hacia delante para
entregarle las bolsas de papel marrón con nuestra comida y nuestras bebidas.
Mamá suelta una risita ahogada.
—Con un poco de amabilidad se llega lejos. —Papá pasa el brazo por el asiento
del copiloto de mamá. Le sonríe como si estuvieran en su primera cita y quisiera
causar una buena impresión. Desearía que el entrenador Locken me sonriera
así.
Creo que estuvo cerca. Una vez.
Locken es mi entrenador de atletismo y campo traviesa. Y resulta que soy la
estrella de su mediocre equipo. Un equipo en el que ni siquiera pensé en
presentarme antes de que él entrara en mi clase en la primera semana de
noveno grado y nos rogara que nos presentáramos.
Ya han pasado unas semanas y creo que estoy consiguiendo que se fije en mí.
Ese casi es mi haz de avance.
Sucedió en la cafetería la semana pasada. Ese día estaba de servicio en el
almuerzo. Llevaba una chaqueta azul con el logotipo de la escuela, unos
pantalones caqui y unas modernas zapatillas de deporte. Era mucho más alto
que todos los demás chicos, incluso los de último año, y tenía barba incipiente
y hoyuelos en las mejillas.
—Deja de mirarlo —me reprendió Ross, mi mejor amigo, agachando la cabeza
en nuestra mesa—. Es un hombre adulto.
—Como si alguna vez te hubiera detenido. —Le lancé una patata frita. Ross
acababa de salir del armario hace dos semanas. No fue impactante. Me di
cuenta de que ambos compartíamos el mismo aprecio por Channing Tatum
mientras veíamos Magic Mike.
—Solo miro, no toco —Ross esquivó la patata frita como si fuera una bala. Creo
que ha estado cuidando su peso desde el preescolar.
—Yo no toco al Sr. Locken. —Le señalé con una zanahoria bebé.
—Todavía no. —Se inclinó hacia delante y tomó la zanahoria entre los dientes,
masticando—. Siempre consigues lo que quieres. La verdad es que da un poco
de miedo.
Eché otra mirada al entrenador Locken, y he aquí que me sonrió.
No solo sonrió... fue radiante.
Estaba a punto de levantarme y caminar hacia él. Pero entonces el resto del
equipo de cross-country se apiñó en la cafetería. Todos los chicos. También
había un equipo de campo traviesa para chicas, pero yo era tan ridículamente
mejor que el entrenador decidió dejarme practicar con los chicos. También les
limpié el piso con sus traseros, pero al menos se acercaron un poco.
Plantando mi trasero en el banco, los maldije interiormente. No podía ser vista
entablando conversación con Steve Locken ahora. La gente pensaría que
estaba moviendo los hilos, cortando las esquinas.
—Necesitas a Jesús. —Ross sacudió la cabeza al ver el anhelo en mi rostro.
Solo hay un problema con Steve Locken.
Bueno, dos, si se cuenta el hecho de que tiene veintinueve años y es mi
profesor.
También está casado.
—¿Belly-Belle? Es hora de salir. —Papá se retuerce en su asiento y me da unas
palmaditas en la rodilla. Salto, sobresaltada. Oh, mierda. Sí. Estoy con mi
familia en una excursión dominical. Miro por la ventana. Estamos en Piers Park.
Mañana es lunes, lo que significa una práctica de pista temprana en el bosque.
Lo que significa más tiempo del entrenador Locken.
Lo que significa felicidad.
—Ah, mira la sonrisa soñadora en su rostro. Echo de menos esos días cuando
era joven —comenta papá, sacándome de mi ensoñación—. ¿En qué estás
pensando, cariño?
—En nada. —Me desabrocho el cinturón de seguridad.
En todo, pienso mientras salgo del auto.
Resultó que el kit de ovulación por el que había desembolsado un buen dinero
en Walgreens era tan necesario como la protección solar cuando se toman
unas largas vacaciones de verano al sol.
Porque ese mes, después de que Devon volviera de Inglaterra, tuvimos sexo
todos los días. Ya sabes, por si acaso.
En realidad, a veces teníamos sexo dos veces al día, lo que era totalmente
innecesario y, sin embargo, muy divertido. Sabía que esto no era algo que
volvería a hacer después de quedarme embarazada, así que pensé ¿por qué
no?
(Al parecer, la respuesta a la pregunta ¿por qué no? se puede encontrar en
sitios médicos. Se explica que el recuento de esperma -y su calidad-
disminuye si las parejas lo hacen todos los días. Es una broma para ellos,
porque Devon y yo no éramos una pareja).
Nos reuníamos por las mañanas, después de que él volviera de sus sesiones
de esgrima y antes de ir a trabajar. O durante sus descansos para comer. O
cuando pasaba por su oficina para dar mis diez mil pasos diarios y decidía
pasar a saludarlo.
Y luego otra vez por la noche, cuando terminaba de trabajar.
Follábamos en todas las posiciones, a todas las horas del día.
Devon siempre fue encantador, cordial y distante. Aceptaba todas mis rarezas
y defectos, incluso cuando me mostraba deliberadamente insoportable para
recordarle que no era casable. Al mismo tiempo, su distanciamiento me
asustaba. Nunca había visto a un hombre tan desconectado de sus
sentimientos.
Me imaginé, por sus llamadas telefónicas cada vez que estábamos juntos, que
estaba esperando un mensaje importante de Inglaterra. Algo sobre su
herencia. Hablaba con su madre por teléfono. Mucho. La arrullaba y la
adoraba de una manera que me hacía feliz de que fuera a ser el padre de mi
hijo.
Incluso cuando hablaba con su hermana, siempre utilizaba un tono tranquilo
y dulce que hacía que mis huesos se volvieran papilla. En cierto modo, era
muy cruel por su parte ser tan amable. Una chica podría olvidarse de
mantener la guardia alta con un tipo tan perfecto. Esa chica,
afortunadamente, no iba a ser yo.
Los hombres amables siguen siendo hombres. No te acerques.
Aunque me esforcé por mantener a Devon a distancia, sabía que él estaba
obteniendo visiones íntimas de mi vida. En mi familia. En mi historia.
No me gustaba.
Por eso, cuando nuestro acuerdo llegó a la marca de cuatro semanas, y miré
el calendario y me di cuenta de que mi período se había retrasado un día, me
llené de euforia teñida de mortificación.
Había una posibilidad de que estuviera embarazada.
Del heredero de un marqués.
Retuve la prueba de embarazo durante dos días más, lo que me supuso un
esfuerzo hercúleo.
Principalmente, tenía miedo. Miedo a un resultado negativo -que las
hormonas no funcionaran- y miedo a un resultado positivo -¡un bebé!- ¡No
puedo cuidar de un maldito bebé! Apenas puedo cuidar de una mascota de
chía. De hecho, no me hice cargo de mi última mascota chía. Aisling me la
quitó en algún momento y trató de salvarla, pero estaba demasiado
deteriorada.
Finalmente, al tercer día, me atreví a entrar en Walgreens y compré una
prueba de embarazo. Me hice con la más sofisticada. La prueba de lujo del
99,99%, en la que se explica el resultado. Me di cuenta, de camino a la caja,
de que nada era tan aterrador como una prueba de embarazo. Cada mujer
que compraba una tenía sentimientos muy fuertes sobre lo que quería ver. El
embarazo no era como el pan integral. No podías ser indiferente al respecto.
O realmente querías quedarte embarazada.
O realmente no querías quedarte embarazada.
No había término medio.
Cuando la cajera pasó la prueba por el escáner, noté que miraba mi dedo de
la mano desnudo. Enarboló una ceja juzgadora.
Sí, bueno, mi hijo está a punto de convertirse en la realeza inglesa, Karen.
Con una sonrisa de oreja a oreja, le dije: —¿No da miedo?
—Depende de tu situación —respondió con brío.
—Sí. La mía no es tan mala. Solo tengo que averiguar quién es el padre.
Ella palideció. Me reí. Tomé la bolsa de plástico y me fui corriendo al trabajo.
Me encerré en el baño, tratando de no recordar todas las veces que Devon me
había devorado en mi escritorio, en mi silla y en el suelo durante las semanas
que estuvimos intentando tener un bebé.
En cuclillas sobre el inodoro para orinar en un palo, decidí ocuparme en mi
charla de grupo con las chicas mientras mi orina se abría paso a lo largo de
la prueba de embarazo.
El grupo era siempre súper activo, así que lo único que tenía que hacer era
meterme en él.
Sailor: Hunter quiere ir a Cancún en verano. ¿Se apuntan?
Persy: Claro. Solo tienes que darme las fechas y le diré a Cillian que las
bloquee en su agenda.
Aisling: No sé si yo y Sam. Queremos visitar Suiza durante unas semanas.
Tengo que visitar la clínica.
Persy: Oh sí. Cillian mencionó reunirse con ustedes en Zúrich. ¿Algo
sobre reunirse con sus banqueros?
Mira a estas zorras de culo de lujo, haciendo planes para el verano como si
aún no fuera invierno.
Sailor: ¿Qué hay de ti, Belle? ¿Te apetece tomar margaritas junto a la
piscina con los Fitzpatrick?
Belle: Por mucho que quiera sentirme como una tercera rueda en este
maratón de parejas de zorras básicas, algunas de nosotras tenemos
negocios reales que dirigir.
Sailor: Veo que la tía Flow está en la ciudad. Recoge tu actitud, Belle. Se
está notando.
Estaba tan fuera de lugar que era cómico. Al menos, esperaba que lo fuera.
Persy: Vamos, @Belle Penrose. Trabajas muy duro. Nuestro regalo.
No quería que me invitaran a cosas. Quería ser lo suficientemente
independiente como para no depender nunca de la gracia de los demás. Era
algo que mi hermana, que siempre había sido una romántica, no podía
entender del todo. Estaba bien dejando que la gente se ocupara de ella porque
estaba en su naturaleza ocuparse de ellos. Incluso cuando se casó con Cillian,
no fue por su dinero. En realidad, no.
Belle: Eres muy amable, Persy, pero realmente tengo mucho trabajo.
Persy: No digas que no lo he intentado.
Sailor: No te preocupes, Pers. La etiquetaremos cuando la veamos.
Belle: Ah, como en la universidad. Solo que no eres todo el equipo de
béisbol.
Aisling: ¿Has hecho alguna vez un trío, Belle?
Aisling: (Y antes de que preguntes, sí, me estoy sonrojando).
Belle: Más bien un harén inverso.
Comprobé la marca de tiempo del inicio de la conversación y me di cuenta de
que habían pasado seis minutos. Respirando hondo, cogí el test de embarazo
del tocador del baño y cerré los ojos.
Todo va a salir bien.
Te quedarás embarazada.
Estás haciendo esto con un hombre que movería montañas para conseguir lo
que quiere, y quiere un heredero.
Volteé la prueba de embarazo y abrí los ojos.

Embarazada.

El jadeo que salió de mi garganta hizo temblar las paredes. Estaba segura de
ello. Había alegría, miedo y placer en ello.
Estaba embarazada.
Iba a ser madre.
Esto estaba sucediendo.
Tal vez. El problema no era solo concebir, sino mantener al bebé, ¿recuerdas?
advirtió una voz en mi interior.
Durante unos instantes, no supe qué hacer conmigo misma. Me paseé por el
pequeño cuarto de baño, me detuve junto al espejo del lavabo y me pellizqué
las mejillas, gritando en silencio como Macaulay Culkin en Mi pequeño
angelito.
Una madre.
Yo.
No iba a necesitar a nadie más.
Nadie más que mi bebé. Íbamos a estar ahí el uno para el otro. Por fin iba a
tener a otra persona a la que cuidar, alguien que se ocuparía de mí como lo
hicimos Persy y yo antes de que se casara con Cillian y formara su propia y
unida familia.
Después de recomponerme, tomé una foto de la prueba de embarazo y se la
envié a Devon. No hacía falta un pie de foto. Quería ver su reacción.
Las dos V azules que indicaban que Devon había recibido y abierto el mensaje
aparecieron en la pantalla.
Luego... nada.
Diez segundos.
Veinte segundos.
Después de la marca de treinta segundos, empecé a sentirme incómoda. Casi
a la defensiva.
¿Cuál era su problema?
Empecé a escribir un mensaje mordaz, con muchas palabrotas y una buena
dosis de acusaciones, cuando apareció una llamada en mi pantalla.
Devon Whitehall
Me aclaré la garganta, adoptando su tono soso y molesto.
—¿Qué honda?
—Hacemos un buen equipo, Sweven. —La risa de Devon resonó desde el otro
lado de la línea, llegando a la boca de mi estómago. Hizo una parada en mi
corazón, haciendo que mi pulso tartamudeara de forma irregular.
No esperaba la alegría en su voz. No esperaba ningún tipo de sentimiento de
esta estatua de Adonis que es un hombre.
—Quiero decir, hemos trabajado mucho y muy duro en esto —dije con sorna.
—No te olvides lo grueso —Lo escuche encender un cigarrillo.
—Nunca podría olvidar la parte gruesa. Es la cosa por la que te recordaré
cuando sea vieja y arrugada y tú estés muerto hace tiempo y enterrado junto
a tu amado fax.
—La máquina de fax es incinerada. Quiere que sus cenizas se esparzan en el
océano, y sabes que no puedo negarme. —Maldita sea, era gracioso, de una
manera extraña.
—Un bebé —susurré de nuevo, sacudiendo la cabeza—. ¿Puedes creerlo?
—Todavía lo estoy digiriendo —Se rio. Pero no parecía tan abrumado como
yo, para bien o para mal—. Bueno, ha sido un placer hacer negocios con
usted. —Oí el ajetreo de su oficina en el fondo—. Por supuesto, empezaré a
transferirte una cantidad de veinte mil dólares al mes. Discutiremos el
alojamiento y el mobiliario de las habitaciones del bebé en nuestros
respectivos lugares durante el segundo trimestre. Aunque, por supuesto,
según nuestro contrato, esperaré actualizaciones semanales de tu parte.
Um, de acuerdo.
Técnicamente, Devon no dijo nada malo. Al contrario. Le dije que no quería
tener nada que ver con su culo después de quedarme embarazada, y él solo
se ciñó al guion. A lo que firmamos esa noche lo dejé plantado en la ópera.
Pero no podía deshacerme de esta extraña sensación de haber sido
descartada como un calcetín viejo.
Querías ser descartada como un calcetín viejo. De hecho, te tiraste de cabeza
al cesto de la ropa sucia.
—Dah —Bostecé de forma audible, fingiendo no inmutarme por su actitud
empresarial—. ¿Está bien el correo electrónico para las actualizaciones? Las
enviaría por fax, pero tengo menos de setenta y cinco años.
—El correo electrónico está muy bien. También deberíamos programar una
llamada semanal.
Eso sí que sonaba más personal.
—Me apunto —dije, un poco demasiado rápido.
¿Qué me pasaba? Las hormonas, decidí. Además, iba a celebrarlo
consumiendo mi peso corporal en pastel. Ahora comía por dos, aunque la otra
persona dentro de mí fuera actualmente más pequeña que un grano de arroz.
—Le diré a mi secretaria, Joanne, que se ponga en contacto contigo para
hablar de las horas y fechas que nos convienen a los dos.
De acuerdo, tacha eso. Totalmente no personal.
—Probablemente tendré que ver a mi médico cada semana porque mi útero
es hostil y mis ovarios son poliquísticos.
Hice una nota para añadir esto a mi perfil de Tinder cuando volviera a la
piscina de ligues de una noche. Me hacía parecer un buen partido. No.
—Sweven... —Devon dijo. Sentí como si me hubieran echado miel en las tripas
cuando me llamó por ese estúpido apodo—. Prometo ser el padre que este
niño merece. Un padre mejor que el que ambos tuvimos.
Su comentario fue como un cubo de hielo derramado sobre mi sentimiento
borroso. Nunca le dije nada malo sobre mi padre. Él solo hizo esa suposición
a partir de la llamada telefónica de dos minutos. Pero eso era mentira. Mi
padre y yo estábamos perfectamente bien.
Incluso muy bien.
Yo derramaría una o dos lágrimas cuando muriera, a diferencia del frío e
indiferente Devon, que parecía prácticamente aliviado cuando su padre estiró
la pata.
Como no quería mostrar más emoción de la que ya tenía, me reí con la
garganta.
—Habla por ti, Devon. Mi padre es la bomba punto com.
—Puede que tenga setenta y cinco años, pero al menos nunca me atraparías
diciendo lo que acabas de decir.
—¿Qué he dicho? —Lo desafié.
Se rio.
—Buen intento.
—¿Qué tal un momento de zen? —Le ofrecí—. Hablemos de animales raros.
¿Has visto alguna vez un tenrecs de tierras bajas?
—No puedo decir que lo haya hecho.
—Parecen mofetas blanqueadas que acaban de despertarse después de una
noche de fiesta y MDMA15 y necesitan arreglarse las raíces.
—¿Y los markhors? —preguntó—. Parecen mujeres de los anuncios de
BabyLiss. Que tengas un buen día, Sweven. Gracias por las buenas noticias.
Después de colgar, le envié al doctor Bjorn un correo electrónico informándole
de la noticia y preguntándole si tenía que hacer algo más que comer bien,
dormir bien, descansar y todas las demás tonterías que ya había leído en las
docenas de artículos sobre el embarazo que consumía a diario.
Volví a abrir el chat con las chicas, con los dedos temblando de emoción. Era
demasiado pronto. Lo sabía. Y totalmente irresponsable teniendo en cuenta
que era un embarazo de alto riesgo. Pero nunca se me dio bien retrasar la
gratificación.

15 Droga sintética methylenedioxy-methylamfetamine


Belle: Tengo noticias que compartir. ¿Quedamos mañana en el Boston
Common?
Aisling: Por supuesto.
Persy: Creo que sé lo que es y estoy emocionada.
Sailor: Nos vemos allí.
No necesitaba a Devon.
Tenía a las Boston Belles.
Catorce años.
La primera vez es inocente.
Ni siquiera creo que se pueda llamar primera vez.
Ya estamos metidos de lleno en el noveno curso: exámenes, deberes, grupos de
chicas. Me mantengo alejada del ruido blanco y me ciño a la meta: correr lo
más rápido posible, asegurarme de que no se metan con mi hermanita
Persephone y su amiga Sailor en la escuela y fantasear con besar al entrenador
Locken.
Durante uno de nuestros agotadores entrenamientos de atletismo, siento un
fuerte dolor en la rodilla.
Sigo corriendo, no me rindo. Pero cuando Locken hace sonar el silbato que lleva
eternamente metido en la boca, me detengo y vuelvo cojeando hacia él con el
resto de los corredores. Intento disimular mi cojera, porque empiezo a entender
algo sobre la naturaleza humana. Cuando la gente huele la debilidad, es
cuando se abalanzan.
—Mierda, amiga. Eso parece duro —Adam Handler hace una mueca, moviendo
la barbilla en dirección a mi rodilla. Miro hacia abajo, todavía tambaleándome
hacia el entrenador. Mierda, en efecto. Mi rodilla está hinchada y roja.
—Está bien —digo a la defensiva—. Apenas la siento.
—¿Qué está pasando aquí, Penrose? —El Sr. Locken apoya sus puños en la
cintura. Su voz es tierna, más suave que el tono que utiliza con los chicos. Nadie
le llama la atención. ¿Por qué lo harían? Soy la única chica del equipo, así que
la gente se imagina que se trata de hacer que me sienta bienvenida.
Solo yo sé la verdad.
La verdad es que últimamente me ha estado sonriendo más y más.
Y que yo le he estado devolviendo el gesto.
Sé que está mal. Sé que está casado. Que su mujer está embarazada. No soy
tonta. Pero no planeo llevar esto a ninguna parte. Solo quiero disfrutar de su
atención. Eso es todo. En cierto modo (un modo realmente jodido, indirecto),
incluso creo que le estoy haciendo un favor a su mujer. Mientras mantenga sus
ojos en mí, no corre el peligro de actuar según sus impulsos. Al menos no la
engañará.
De todos modos, es una tontería. No la conozco y no le debo nada. Y, además,
tal vez solo esté en mi extraña cabeza. Tal vez no me está mirando después de
todo.
—Todo bien, entrenador. —Sonrío a través del dolor, mostrándole que soy un
soldado.
—A mí no me parece bien. Ven aquí.
Lo hago. Todos los demás chicos me rodean, con piernas de palillo y orejas
crecidas asomando por sus cuerpos. Todos hacen una mueca y me señalan la
rodilla.
Aquí vienen los problemas, como le gusta decir a papá.
El entrenador Locken se inclina sobre una rodilla y frunce el ceño ante mi
pierna. Puedo sentir su aliento rozando mi piel. Está caliente y húmeda. Unos
hormigueos excitados se persiguen unos a otros por mi columna.
—Te traeré una bolsa de hielo. Espera en mi despacho.
—No, en serio, estoy bien —protesta mi boca tonta, aunque mi cerebro le dice
que me calle y aproveche. Nunca he tenido un tiempo a solas con el entrenador
Locken.
—Nada será bueno cuando te quedes en el banquillo toda la temporada por
culpa de una rodilla de corredor y yo pierda a mi estrella del campo traviesa y
tú pierdas tu beca —Locken ya me da la espalda mientras conduce al resto de
los chicos a los vestuarios.
Me dirijo cojeando a su despacho, que está escondido al final del pasillo. La
puerta está abierta. Tomo asiento frente a su escritorio y suelto un gemido,
porque, maldita sea, me duele. Buscando una distracción, miro a mí alrededor.
En sus estanterías hay un montón de libros sobre atletismo, algunos trofeos y
fotos enmarcadas de él abrazando a atletas famosos. En su escritorio de
madera rubia está la foto de compromiso con su mujer. Están en una especie
de campo de heno, besándose, y la mano de ella está inclinada hacia la cámara
para captar el anillo de diamantes. Parece pequeña y es castaña y... no sé...
buena. Parece una buena persona, no como todo lo que yo esperaba que fuera.
Me invade una terrible y asquerosa culpa por fantasear constantemente con
que me bese.
Esto es una estupidez. Debería levantarme e irme.
Dejar el campo traviesa mientras estoy en ello. El voleibol suena más a mi
gusto.
Me apoyo en los reposabrazos, a punto de levantarme, cuando entra en su
despacho y cierra la puerta. Es más grande de lo que recordaba. Más alto.
Llena la habitación. Me recuerda a mi padre, y estoy loca por mi padre. Pero el
señor Locken también sigue teniendo un aspecto lo suficientemente infantil
como para que, a diferencia de mi padre, no resulte espeluznante pensar en
besarle.
Me recuesto en mi silla. Con normalidad.
El entrenador Locken levanta una bolsa de hielo en el aire y me la lanza.
—Presiona.
Hago lo que me dice. El frío se siente bien contra mi rodilla. Gimoteo.
—Será mejor que consiga una beca. Ni siquiera me gusta correr.
Se ríe y, para mi sorpresa, arrastra su silla y la coloca frente a la mía. Mi
corazón late a mil por hora.
—¿Cómo se siente ahora? —me pregunta. Su timbre es bajo, rudo.
—Sí. Bien —Me siento tan tonta, tan joven, tan juvenil. Ojalá tuviera algo
sofisticado que decir. Algo que lo deje sin palabras. Para asegurarme de que
sepa que soy más que una niña.
—Déjame ver —Se da una palmadita en la rodilla en señal de invitación.
Dirijo mi mirada hacia él, sin saber qué me está pidiendo. Seguro que no está
sugiriendo...
—Pon tu pie en mi regazo. Quiero ver cuál es el daño.
Hago lo que me dice, mi pecho se hincha de orgullo. Estoy bastante segura de
que nunca ofrecería esto a ninguno de los otros chicos de mi equipo.
Su regazo está tenso de músculos. Duro como una roca. Mi pierna es larga y
delgada y, si se mira de cerca, hay una capa de vello rubio cubriéndola. Se
inclina hacia delante y me quita la bolsa de hielo que tengo apretada contra la
rodilla. Frunce el ceño.
—No tiene mejor aspecto.
—Me siento bien —miento.
—Intenta girar la pierna.
Lo intento. Falla. Quiero decir, puedo hacerlo. Solo que me duele como un hijo
de puta.
El entrenador Locken suelta un suspiro resignado.
—Ayudará si fomentamos la circulación de la sangre. ¿Puedo? —Levanta las
manos -buenas manos, observo- y las mantiene en el aire, mirándome
interrogativamente.
¿Quiere tocarme? ¿De verdad?
—Solo para que la sangre vuelva a fluir hacia la rodilla —explica.
Claro. Por supuesto. Tengo que sacar mi mente de la alcantarilla. Esto es muy
embarazoso.
Trago saliva, mirando a esos ojos marrones.
Se parece a Matthew Broderick en Ferris Bueller's Day Off. Un hombre muy
atractivo. El tipo de hombre atractivo en el que puedes confiar porque el mundo
aún espera que se comporte.
Honestamente, ni siquiera estoy segura de por qué estoy siendo rara al
respecto. No es que me esté acosando sexualmente. Literalmente me está
preguntando si está bien. Un violador se lanzaría sobre mí sin permiso. Estoy
dando demasiada importancia a esto.
Asiento con la cabeza y lo observo con ojos inquisitivos mientras empieza a
masajearme la rodilla. Se siente inocente. Estoy en una fase en la que siento
curiosidad por los besos, las caricias y esas cosas, pero los penes siguen
siendo una gran molestia. Son tan... extra. Como, siéntate. No tienes que
quedarte ahí como una barra de stripper cada vez que alguien se quita el
sujetador.
Empuja sus pulgares hacia mi rodilla para ayudar a la circulación. El dolor,
que antes era agudo, ahora es leve. Siento que los músculos se deshacen bajo
sus dedos.
—¿Está mejor? —pregunta Locken.
Vuelvo a asentir con la cabeza. Trago. Miro fijamente sus dedos. Su anillo de
boda. En la forma en que sus manos se enroscan y masajean la parte posterior
de mi rodilla, el punto sensible, y me rio y me retuerzo a pesar de mí misma.
—Tienes los músculos muy tensos. —Su ceño se frunce. Ese maldito anillo de
casado se siente como fuego cada vez que toca mi piel. ¿Por qué tiene que estar
ahí? Podría haber esperado hasta que me graduara -qué son cuatro años en
comparación con toda una vida- y podríamos estar juntos.
—Necesitas trabajar en tus estiramientos, Penrose. Tus músculos se están
acortando. Probablemente sea genético.
—Probablemente por parte de mi madre —Estoy de acuerdo. Cuenta con que
mamá me ha transmitido los músculos cortos.
Sus dedos suben hasta mi muslo. Ahora ya no se siente tan inocente. Siento
un cosquilleo en el cuerpo. Pero también hay algo más. Una bola de ansiedad
en mi garganta.
—S-sí —tartamudeo, llenando el silencio, que ahora se ha vuelto
incómodo—. Debería estirar más. Lo añadiré a mi rutina nocturna.
—Es importante.
Mi pierna se siente suelta y flexible bajo su contacto. Ni siquiera me importa
que vea que no me he afeitado.
—Dios, esto es tan bueno. —Echo la cabeza hacia atrás y gimo.
Se ríe.
—Tienes suerte de tener tanto talento, Penrose. No todo el mundo recibe un
trato especial.
¿Pero es mi talento lo que le hace hacer esto por mí?
Su dedo índice roza una vez el borde de mis pantalones de deporte, cerca de
mi ingle. Estoy a punto de retroceder, pero él se aparta por completo y se
levanta. Su sonrisa es tímida pero tranquila. Me mira directamente a los ojos.
—¿Estás mejor?
Nerviosa, tomo la bolsa de hielo que tengo al lado y me levanto.
—Todo mejor.
—Avísame si vuelves a necesitar ayuda. Cuando quieras. A veces, los
diamantes necesitan un poco de masaje para brillar.
Ese mismo día, asalto el baño de mi padre, encuentro una maquinilla de afeitar
y me afeito las piernas hasta la zona de la ingle.
Acudo a él para que me masajee la rodilla -el muslo- durante los dos meses
siguientes.
Me decía que todo era por la beca.
Al día siguiente me encontré con Aisling, Sailor y Persy en Boston Common.
Las tres jóvenes madres llegaron con sus cochecitos, sus bebés y sus dos
centavos para opinar sobre mi situación.
Eran un recordatorio de que pronto iba a tener que transportarme de un
mundo de tangas y clubes nocturnos a las maravillas de los protectores de
pecho de bambú, los paños para eructar y los pañales.
Los cochecitos de mis amigas iban a juego con sus personalidades.
Sailor empujó a un cochecito de ciudad. Deportivo, eficiente y todo negro.
-El favorito de los clientes- me presumió una vez cuando estaba de muy buen
humor y fingí que me importaba.
Persephone tenía el Bugaboo doble tanto para Astor como para Quinn, de
color blanco hueso y adornado, aunque a Astor le ató una correa tipo perro y
lo dejó vagar por el parque como un chihuahua borracho.
Luego estaba Aisling, que tenía el cochecito Balmoral de cruz de plata. Tenía
un aspecto elegante y caro, como la mujer a la que pertenecía. Ambrose se
sentía como en casa dentro de él.
Estábamos todas abrigadas, caminando por la zona arbolada, pasando por el
Freedom Trail y los monumentos a los soldados y marines.
El cielo era una cortina de hielo, las nubes se movían en azul marino como la
multitud matinal de los profesionales del centro.
—¿Sabías que en el siglo XVII una mujer llamada Ann Hibbins fue ejecutada
en el Boston Common acusada de brujería? —preguntó Sailor mientras
empujaba el cochecito con Xander—. La colgaron para que todos la vieran.
—Cristo, Sailor. —Aisling se persignó, mirando de reojo a nuestra
amiga—. Qué hecho tan divertido para empezar el día.
Persy se rio. Una puñalada de melancolía me atravesó. Devon habría
apreciado ese golpe. Pero no podía enviarle un mensaje de texto sin más. Se
suponía que no podíamos hablar de cosas no relacionadas con el bebé. Mi
regla, que yo apoyaba. Pero era una mierda.
—¡De todos modos! —exclamó Persephone—. Por mucho que me guste oír
hablar de mujeres colgadas por brujería, Belle tiene algo que contarnos.
—Gracias por la sutil transición, hermanita.
Como yo era la única que no tenía un cochecito que empujar, sujeté a Rooney,
la hija pequeña de Sailor, con una de esas correas mientras intentaba
perseguir a las palomas fuera del camino pavimentado. Parecía un pequeño
borracho tratando de buscar pelea. Yo estaba aquí para eso.
—Todavía es pronto, pero quería que supieran que hay un bollo en este
horno. —Señalé mi estómago.
Las chicas dejaron de empujar sus cochecitos y saltaron sobre mí con abrazos
y chillidos de alegría. Rooney y Astor, que no tenían ni idea de lo que estaba
pasando, pero percibían la emoción, se metieron entre las piernas y me
abrazaron también, chillando:
—¡Tía Belle! ¡Tía Belle!
Reuní a todos en mis brazos y me reí, un poco avergonzada. Iba a decírselo a
mis padres por teléfono esta misma tarde. No iban a estar muy contentos de
que tuviera un hijo fuera del matrimonio, pero sabía que no esperaban nada
mejor de mí. Sabían que no era de las que se casan. No se hacían ilusiones
de que siguiera los pasos de mi hermana menor.
—¿Tú y Devon se encerraron básicamente en el dormitorio durante un mes
entero? Eso fue rápido. —Sailor volvió a tomar su cochecito, la alegría seguía
bailando en sus ojos verdes.
—No estoy segura de querer tener esta conversación cuando la edad media
de este grupo es de unos dos años y medio. —Hice un gesto con la mano hacia
los cochecitos y los niños.
—Los niños no tienen ni idea de lo que estamos hablando —dijo Aisling con
desparpajo—. Para ser sinceras, el mío todavía es daltónico, es muy joven.
—Ahí están Rooney y Astor —le recordó Persy con una sonrisa—. Dejémoslo
para nuestra noche semanal de comida para llevar.
—En el que Belle no beberá vino. —Sailor sonrió triunfalmente—. Más para
nosotras.
—Tampoco va a salir de fiesta pronto. —Persy parecía particularmente feliz
por ese giro de los acontecimientos—. Lo que significa que nadie puede meter
nada en su bebida.
No es que haya sucedido nunca, pero mi hermana era muy preocupada.
—De todos modos, espero que sepas que estamos aquí para ti. Cualquier cosa
que necesites, solo dilo. Aunque creo que Devon quiere desempeñar un gran
papel en el embarazo —Persephone inclinó la barbilla hacia abajo,
inspeccionándome.
—Devon puede irse a la mierda. Él sabía el resultado. Espera... —dije
mientras reanudábamos nuestra caminata—. ¿Cómo sabes eso?
—Devon no pudo evitarlo. Anoche llamó a Cillian para darle la buena
noticia. —El rostro de Persy casi se parte de su enorme sonrisa—. Cillian me
lo dijo.
Hice una nota mental para mutilar a Devon con la prueba de embarazo por
su falta de discreción.
—Esa es una total tontería. ¿No hay algún código de abogados o lo que
sea? —me quejé, aunque no me sentó nada mal saber que Devon estaba
informando al mundo occidental de que iba a ser un gran padre. Sobre todo,
después de su frígida reacción cuando le dije que estaba embarazada.
—No es tu abogado, dum dum —Sailor fingió golpear mi sien—. Aunque, estoy
bastante segura de que tendrá que serlo en algún momento con las travesuras
en las que te metes.
—Además, probablemente le dijo a Cillian que no lo contara, y Cillian no pudo
evitarlo. Mi hermano revelaría secretos nacionales y del Estado de Texas sin
pestañear para conseguir la aprobación de su esposa —Aisling desvió su
mirada hacia Persephone con una sonrisa.
Las mejillas de Persy se colorearon. Agachó la cabeza. Aisling tenía razón.
Cillian estaba indefenso ante su mujer. Hunter y Sam tampoco eran muy
buenos para decir que no a sus respectivas esposas.
Sacudí la cabeza.
—No importa. Me alegro de que no haya pasado mucho tiempo. El verdadero
riesgo es mantener el embarazo. Quedarse embarazada era la parte fácil. Pero,
aun así.
—Hmm, ¿chicas? No quiero ser un aguafiestas, pero ¿soy yo o hay un tipo
con un abrigo negro que nos sigue? —Sailor levantó una ceja.
—¿Dónde? —Aisling miró a izquierda y derecha, confundida.
—A las tres.
Aisling y Persephone se congelaron de inmediato, tratando sutilmente de
lanzar algunas miradas furtivas. Yo tenía menos delicadeza que eso. Giré la
cabeza bruscamente, estrechando los ojos hacia un hombre que estaba
escondido detrás de un árbol a unas decenas de metros de nosotras. Era alto
y ancho. Llevaba un sombrero y estaba vestido de negro de pies a cabeza, así
que no pude ver su cara.
—¿Esto es algo que deberías contarle a Sam? —preguntó Persy a Aisling.
Aisling frunció el ceño, juntando las cejas.
—No lo creo. Ahora mismo no tiene problemas abiertos con nadie. Desde que
desmanteló a los rusos, las cosas han estado tranquilas. Quizá demasiado
tranquilas para su gusto. Si pensara que estoy en peligro, no me dejaría salir
por la puerta sin al menos dos de sus soldados.
Era cierto. Sam reclutaría un ejército entero para mantener a Aisling a salvo.
Si ella no tenía guardaespaldas, eso significaba que Sam estaba teniendo un
año tranquilo.
—¿Y tú? —Sailor se giró hacia Persephone. Aunque el marido de mi hermana
estaba limpio como una patena en sus negocios, no se podía negar que
secuestrar a su familia era una idea lucrativa.
Persy negó con la cabeza.
—El clan Fitzpatrick trabaja con una empresa de seguridad. Todos son
antiguos agentes de los servicios secretos. Siempre sabemos a qué nivel de
amenaza nos enfrentamos en cada escenario, incluido el secuestro. Ahora
mismo es bajo porque las acciones de Royal Pipeline se están hundiendo en
Wall Street.
—Pobre de ti —ronroneé—. ¿Cómo vas a pagar la hipoteca del próximo mes?
Todas las miradas se dirigieron hacia mí. Volví a mirar por encima del
hombro. El hombre ya se había ido, pero seguro que había encontrado otro
árbol para esconderse.
—¿Qué? —Resoplé—. ¿Quién podría ir tras de mí?
Se me ocurre una persona, en realidad, pero estaba muy muerta.
—¿Tal vez uno de los locos que te escribe cartas? —sugirió Sailor—. Eres una
de las mujeres más conocidas de Boston, Belle.
—De ninguna manera. Esos tipos apenas pueden manejar un teléfono fijo, y
mucho menos tramar un asesinato bien ejecutado. —Pero tiré de la pelirroja
Rooney más cerca de mí, por si acaso—. Apuesto a que es solo un asqueroso
que se masturbará después de que nos vayamos.
—Mami, ¿qué es masturbar? —Rooney tarareó a Sailor, que me lanzó una
mirada de ¿estás contenta? Mi expresión le dijo que sí, mucho.
—Bueno... ahora puedo verlo de nuevo, y te está mirando a ti, Bell —La voz
de Persephone era una hoja afilada rodando contra mi piel.
Los pequeños vellos de la nuca se me erizaron. Me sudaron las palmas de las
manos. Mentalmente, repasé todos los problemas que había tenido con la
gente a lo largo de los años, pero nada parecía tan importante como para
justificar... esto.
La lógica dictaba que Aisling, con su marido príncipe de la mafia, y Persy, que
estaba casada con uno de los hombres más ricos (y crueles) del planeta Tierra,
eran los principales objetivos. Pero ambas estaban en lo cierto: precisamente
porque sus maridos conocían su situación, tomaron medidas de seguridad
para que fuera imposible que les hicieran daño.
—¿Hay algo que no nos hayas dicho? —Canturreó Aisling, usando su mejor
tono pacificador—. Puedes decírnoslo. Sabes que estamos de tu lado.
Siempre.
Pero no pude.
Porque no había nada que contar.
—Todo está bien —Intenté echar otro vistazo a mis espaldas.
El rastro de un abrigo negro desapareció detrás de una estatua.
Oh, a la mierda.
—Sujeta esto, por favor —Le di la correa de Rooney a Sailor y comencé a
perseguir al hombre. Corrí hacia la estatua, con la furia ardiendo como un
ácido en mi torrente sanguíneo. No importaba a quién persiguiera este
hombre, tenía mucho que responder.
Salí corriendo detrás de la estatua y lo encontré apoyado en ella, mirando
fotos en su teléfono. Fotos de mi espalda, me di cuenta, cuando vi mi abrigo
rojo en su pantalla.
—Bonito modelo, ¿eh? Deberías ver el frente —Giré el puño hacia atrás, a
punto de darle un puñetazo en la cara. Sus ojos se levantaron. Dejó escapar
un gruñido y se alejó. Mi puño atravesó el aire, sin golpear nada.
Empecé a perseguirlo. Persy estaba detrás de mí.
—¡Belle! —exclamó, frenética y sin aliento— Vuelve. No puedes hacer esto.
Por supuesto que podía hacerlo.
Era mi deber hacerlo.
Hace tiempo que juré no dejar que los hombres hicieran daño a las mujeres
solo porque podían hacerlo. Porque eran físicamente más fuertes.
Aceleré el paso mientras mi hermana corría detrás de mí. El hombre estaba
ganando velocidad. Mientras tanto, Persy había decidido mostrar su lado
atlético por primera vez desde que nació y consiguió alcanzarme, tirando de
mí hacia los demás por el cuello del abrigo.
—¡Déjame en paz, Pers! —rugí—. El imbécil tuvo las agallas de hacerme fotos,
ahora quiero saber por qué. —Me deshice de ella, empujando mi rodilla mala
y corriendo más rápido. Persy era persistente. ¿De dónde venía toda esta
nueva fuerza?
—¡No puedes! —Saltó delante de mí, sirviendo de barrera entre el hombre y
yo, que ahora estaba demasiado lejos para que pudiera perseguirlo.
Este hombre podría haber sido el mismo que me abordó en Madame Mayhem
hace poco más de un mes. Maldita sea.
Persy me agarró por los hombros, con los ojos desorbitados en sus cuencas.
—Escúchame ahora. Sé que eres valiente, y sé que eres una tocapelotas, pero
tienes que entender que ya no eres solo tú. Hay alguien dentro de ti, y tienes
que pensar en él. ¿Entiendes?
Me vinieron recuerdos de mi conversación con el doctor Bjorn.
De alto riesgo.
Peligro de aborto.
Tendremos que vigilarte de cerca.
Asentí con la cabeza. Sabía que tenía razón. ¿En qué demonios estaba
pensando al salir así?
—Bien —dije con hosquedad—. Bien. Pero no puedo dejar pasar esta mierda.
—No te lo estoy pidiendo —recalcó Persephone—. Hablaré con Cillian.
Veremos qué podemos hacer.
Pero no iba a dejar que un hombre, ni siquiera mi cuñado, me hiciera de
niñera. Iba a manejar mis propios asuntos.
—No, yo me encargo.
—No acercándote a él por tu cuenta —dijo Persy.
Asentí con la cabeza, pero me abstuve de usar mis palabras. Dios estaba en
la letra pequeña.
Persy me abrazó.
—Ahora, esa es mi hermana favorita.
—Te refieres a tu única hermana —gemí, con mi mejilla aplastada contra su
pecho insanamente hinchado y lleno de leche.
Me dio una palmadita en la cabeza.
—Eso también.
Tres días después de que Emmabelle anunciara su embarazo, me puse al
teléfono con mi madre para nuestra charla semanal. Sonaba sin aliento y
encantada. No por mucho tiempo, pensé. El tren de la alegría se detendría en
cuanto le contara que estaba a punto de ser padre.
Aunque estaba encantado de ser padre, me daba asco decepcionar a mi
madre. Y lo que es peor, ahora que Sweven estaba embarazada, ya no se me
permitía entrar en su cama desordenada y necesitada de un buen lavado.
Era como si me castigaran por mi buen comportamiento.
—Hola, querido Devvie. Si se trata de Harry Tindall, lamento informarte que
aún está en las Islas Caimán, pero me han dicho que regresará muy pronto.
—Gracias, mamá. Pero hay algo más de lo que tenemos que hablar —Caminé
a lo largo de mi apartamento -un loft en el Back Bay- sin más ropa que una
toalla en la cintura después de un agotador entrenamiento.
—¿Lo hay? —preguntó mamá—. ¿Qué tienes en mente, cariño?
Me detuve frente a la chimenea de mi salón y encendí el interruptor
electrónico.
—¿Estás sentada? —Le di el mismo trato que me dio cuando murió mi padre.
Pude oír cómo se hundía en un asiento de cuero.
—Ahora sí —sonó tensa—. ¿Ha pasado algo malo?
—Respira.
—La respiración está sobrevalorada. Solo dime, por favor.
—Estoy a punto de ser padre.
—Yo... eh... ¿ahora qué? —Parecía realmente sorprendida.
—Un padre —cimenté—. Voy a tener un bebé con alguien.
Oí un ruido sordo -probablemente se le cayó el teléfono-, seguido de un
intento de descolgar el auricular. La siguiente vez que me habló al oído, su
respiración era agitada y dificultosa.
—¿Quieres decir que estás a punto de ser padre de un bastardo?
—O una bastarda —dije fácilmente—. Probablemente una bastarda. La madre
del niño me dijo que cree que será una niña, y no suele equivocarse.
—Pero... pero... ¿cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?
¿Era realmente necesario el dónde? No tenía ni idea de si había sucedido
cuando embestí a Belle mientras estaba despatarrada en la mesa de su
despacho, o cuando me abalancé sobre ella en su ducha.
Me dirigí a la cocina de mi apartamento de cuatro mil pies cuadrados. Nunca
había visto algo tan grande y lujoso en un edificio, especialmente en Back
Bay. Estaba diseñada con el mismo cuidado meticuloso y anticuado que mi
despacho. Montones de roble tallado, telas caras, zócalos de bronce y un friso
pintado de color carmesí.
Lo más importante es que era un espacio amplio y abierto con muy pocas
paredes. Exactamente como deseaba, ya que sufría de claustrofobia.
—Su nombre es Emmabelle. Nuestra relación fue de carácter casual. Nunca
estuvimos juntos oficialmente. Ella se va a quedar con el niño.
Cuando el silencio en la otra línea me indicó que mi madre necesitaba
bastante más información, añadí con cuidado:
—Emmabelle se dedica al burlesque. Puedes encontrar una foto de ella en
Internet. Escribió algunos artículos sobre la liberación sexual como
columnista y posó para un calendario erótico. Creo que ustedes dos se
llevarían muy bien.
No creía tal cosa, por supuesto, pero decepcionarla tan cerca de la muerte de
mi padre no me parecía del todo bien.
—¿Por qué iba a conocerla? —mi madre replicó.
—Porque va a ser la madre de tu precioso nieto —dije fácilmente.
—No considero que lo que vaya a salir de ella sea un nieto —Estaba tan
enfadada que le temblaba la voz.
Aunque no esperaba que mamá me hiciera una fiesta, tampoco esperaba que
se mostrara tan hostil al respecto. Después de todo, había mantenido mi
alianza con ella y con Cecilia y las había ayudado económicamente. Lo único
que esperaba era que aceptara mi forma de vivir.
Y mi manera no incluía encerrar a las mujeres no consentidoras en sótanos
y comer su piel. Tener hijos fuera del matrimonio era una práctica común en
esta época.
Abrí de golpe la nevera y empecé a prepararme un sándwich de pavo.
—No veas a tu nieto, entonces. Tú te lo pierdes.
—Puede que cambie de opinión con el tiempo —explicó, suavizando su
tono—. Solo que no quiero que un hijo ilegítimo arruine todo tu brillante futuro.
Estamos en el siglo XXI. Somos perfectamente capaces de mantener esto en
silencio y bajo control.
—¿Por qué querría mantenerlo en silencio y bajo control?
—Porque tal vez quieras casarte.
Juré no casarme nunca, pero no creí que mamá pudiera soportar más malas
noticias en una sola llamada.
—En ese improbable caso, sería sincero con mi mujer.
—No todas las esposas estarían contentas con ello.
—¿Qué tal si nos dejamos de rodeos? Di lo que quieras decir.
—Louisa, Devvie.
Su nombre sonó en mi oído. Un recuerdo de mi padre obligándome a besarla
me hizo apretar la mandíbula.
—¿Qué pasa con ella? —Cerré la puerta de la nevera de una patada y puse el
pavo sobre el pan de trigo, escasamente cubierto de mayonesa ligera y algo
de mostaza—. ¿Crees que va a aceptar mi acuerdo con la ninfa burlesca que
dejé embarazada?
—¿Te refieres a una stripper? —Mi madre jadeó, escandalizada—. Esto es lo
que se llama una stripper hoy en día, ¿no?
—Claro —Bostecé sardónicamente—. Llámala como quieras.
Mis entrañas se convirtieron en lava, chisporroteando de calor. Eso era una
mentira. Una que Sweven no iba a apreciar. Así que era bueno que mamá no
quisiera ver a su nieto. Porque si alguna vez intentaba mirar a Belle de
frente... que Dios la ayude, ya no tendría rostro para mirar de frente.
—Sí, bueno, hay maneras de trabajar alrededor de cualquier cosa, Devvie. Los
cuernos no se extinguieron del mundo con la civilización moderna. Las mujeres
de la alta sociedad solo aprendimos nuevos trucos para mantener su
discreción.
—No puedo casarme con Louisa —Golpeé una rebanada de queso en mi
sándwich con una ferocidad que implicaba que era personalmente
responsable de mi actual angustia—. ¿De dónde viene esto? Nunca me has
presionado en este asunto. Solo papá lo hizo, y lo pagó perdiendo a su único
hijo. No solo no puedo casarme con Louisa, sino que ni siquiera puedo ser
visto con ella de nuevo. Los medios de comunicación en Gran Bretaña harían
un día de campo si descubrieran que estoy a punto de tener un hijo fuera del
matrimonio con una americana tonta, mientras ando detrás de la hija de un
duque.
El Daily Londoner tenía un equipo entero de periodistas dedicados a seguir
cada movimiento de la realeza. No había forma de que esto se mantuviera en
secreto.
—No es el final de esta discusión —me informó mi madre, con tono
empresarial—. ¿Para cuándo está prevista esta cosa?
—Creo que está de seis o siete semanas, así que esto no llegará hasta dentro
de un tiempo.
—Es muy pronto para saber que está embarazada. Casi como si lo hubiera
planeado todo —reflexionó mi madre.
No le dije que Emmabelle y yo habíamos acordado tener ese hijo. Aunque
quería a mi madre, no era asunto suyo.
—No todo el mundo es tan astuto como los Whitehall, madre.
Colgué el teléfono. Dando un mordisco a mi sándwich, mastiqué sin probarlo.
Cualquiera que fuera el siguiente movimiento de mi madre, sabía que me
encontraría con él de frente.

—¿Vas a asesinarme? —preguntó mi compañero de esgrima, Bruno, al día


siguiente, mientras yo casi le atravesaba el cerebro a través de su máscara.
Un corps-a-corps, el contacto corporal entre dos esgrimistas, era ilegal en la
esgrima. Era la tercera vez que lo hacía—. ¿Qué te preocupa? —preguntó
Bruno a través de su máscara de acero inoxidable.
Sin agraciar su pregunta con una respuesta, pasé al ataque de nuevo,
pensando en mi conversación con mi madre, en el silencio de radio que venía
de Belle.
La esgrima era un ajedrez físico. Requería un nivel de intelectualidad, no solo
extremidades rápidas e instintos veloces. Por eso era mi deporte favorito. Me
lancé hacia delante, mientras Bruno se ponía más en guardia, retrocediendo
de la franja.
—Devon —Salió a trompicones de la colchoneta, arrancándose la máscara de
la cabeza. Su cara estaba sudada, sus ojos muy abiertos—. ¡Devon, detente!
Solo después de que me rogara que parara me di cuenta de que casi lo había
matado. Que era pequeño y estaba asustado, arrinconado en un rincón de la
habitación, con la espada de sable bajada y el cuerpo temblando.
—Estás pasando por algo, hombre. Necesitas ponerte tu mierda junta.
Con eso, se marchó furioso. Me quité la máscara, frunciendo el ceño.
Mi mierda nunca estuvo junta, tonto.

De ahí, fui al club de Sam.


No hay que confundirlo con la cadena de almacenes al por menor. El
establecimiento de mi compañero Sam Brennan, Badlands, albergaba las
mejores mesas de juego, whisky y cocaína.
El club en sí no era clandestino, sino que estaba abierto al público en general.
Sin embargo, las salas de póquer de la parte de atrás estaban
cuidadosamente seleccionadas.
Frecuentaba esas salas todo lo que podía. Al menos tres veces por semana. A
veces más.
Metidos en una de las acogedoras salas de juego, Sam, Hunter, Cillian y yo
jugamos una partida de cartas alrededor de una mesa cubierta de fieltro
verde. Una nube de humo de cigarro se cernía sobre nuestras cabezas. Un
surtido de vasos semivacíos de brandy y whisky nos rodeaba por los codos.
—Felicidades por dejar embarazada a la mujer fatal por excelencia —Hunter
me mostró su sonrisa Colgate detrás de su mano de cartas. Estábamos
jugando al Rummy, lo que no ayudaba a mí ya creciente sospecha de que yo
era, en efecto, un viejo pedorro a los ojos de Sweven.
Una sonrisa socarrona apareció en mis labios. —No fue ningún problema.
—¿Problema? No. ¿Raro? Sí. No creí que todavía se estuvieran
acostando —reflexionó Hunter.
No tenía ningún interés en hablar de Emmabelle Penrose. No con Cillian y
Hunter -dos personas a las que todavía consideraba clientes- y con Sam
Brennan, a quien, a pesar de sus insistentes ruegos, no accedí a tomar como
cliente.
—¿Fue accidental? —preguntó Cillian, dando una calada a su cigarro y
enviándome una mirada escalofriantemente hostil. No porque haya pasado
algo. Era simplemente su expresión habitual. La única vez que parecía
remotamente contento era cuando estaba con su mujer y sus hijos. En
cualquier otro momento, se le podía confundir con un asesino en serie con
ganas de practicar su afición favorita.
—Eso no es de tu incumbencia —dije alegremente, deslizando una nueva
carta del montón en el centro de la mesa.
—Estoy seguro de que fue un accidente. Nadie es tan tonto como para atar
voluntariamente su futuro a esa loba —Sam dio un trago a su Guinness,
escudriñando la habitación con aburrimiento.
—La última vez que lo comprobé, tu mujer se casó con un hombre con
suficiente sangre en sus manos para llenar el río Místico. ¿Qué dice eso de su
coeficiente intelectual? —Enarqué una ceja.
—Significa que su coeficiente intelectual es divino, como el resto de ella. El
tuyo, sin embargo, es cuestionable en el mejor de los casos. Echarme en cara
a mi mujer es una forma estupenda de encontrarte a dos metros bajo tierra.
—Controla esos sentimientos, hijo. Podrían ser un tremendo lastre —Le di
una palmadita condescendiente en la mano, con un tono tan inexpresivo
como mi expresión. Seguía olvidando que no era uno de sus fanboys. Todos
los ojos se volvieron hacia mí con curiosidad.
—¿Estás enamorado de esa niña salvaje? —Hunter me lanzó una mirada
lastimera—. Maldita sea, Dev. Nunca defiendes a nadie a menos que haya un
anticipo de 100 mil dólares de por medio.
Cillian sonrió.
—Tuvo una buena racha.
—Una corta también, si sigue hablándome así. —Sam masticó su cigarrillo
eléctrico con desapasionamiento.
Esto, a pesar de lo que podría pensar una persona ajena, fue una noche
agradable en nuestro universo.
—Pero no sé si podría hacerlo, hombre —Hunter negó con la cabeza. El guapo
bastardo estaba más limpio que los resultados de las ETS del Papa. No había
tomado un trago fuerte en años, no desde que se juntó con su esposa.
—La hice con mucho gusto y me cuesta creer que cualquier hombre de sangre
roja no lo haría. —Estudié mis cartas, tamborileando con los dedos sobre la
mesa. De repente, la perspectiva de pasar toda la noche aquí no era tan
atractiva.
Quería tomar el teléfono y llamar a Belle, escuchar su risa, sus agudos e
ingeniosos latigazos. Sabía que no era una opción.
—No poder estar al lado de la mujer que lleva a tu hijo parece una locura.
Hay tantas cosas que no vas a experimentar. Las patadas, las pequeñas
volteretas que da el bebé cuando cambia de posición. Verlos por primera vez
en una ecografía. Juro por Dios que la primera vez que vi a Rooney en esa
pantalla en blanco y negro casi me meo encima. Me mostró el dedo y tenía las
piernas abiertas —Hunter soltó una carcajada orgullosa, como si acabara de
anunciar que su hija había sido nominada para el Premio Nobel.
—Las patadas son la parte buena —convino Sam con brusquedad, sacando
otra carta del centro de la mesa—. Aisling solía esperarme después del trabajo
con un vaso grande de agua fría y se lo bebía para que pudiera sentir a
Ambrose patear.
—¿Desde cuándo se han convertido todos en una pandilla de viejas
solteronas? —Me remangué. Cada vez hacía más calor aquí, o tal vez solo me
estaban poniendo de los nervios.
No estaba nada seguro de que evitar el embarazo fuera algo bueno. Pero no
tenía otra opción. Miré a Cillian, que permaneció en silencio todo el tiempo.
De todos los hombres de la mesa, él era el que más se parecía a mí en cuanto
a carácter, salvo por el hecho de que yo poseía algún tipo de corazón y una
brújula moral extraña, aunque todavía funcional.
—Es todo basura, ¿no? —le espeté—. Las mujeres embarazadas son
hormonales, exigentes y están fuera de sí. Mi padre enviaba a mi madre a
vivir con sus padres cada vez que se quedaba embarazada solo para no tener
que lidiar con ella.
Todas las miradas se dirigieron a mí. Me di cuenta de que por fin había dicho
algo personal sobre mi familia, después de años -décadas- de guardar silencio
sobre ella.
Cillian fue el primero en recuperarse.
—Es cierto. Una mujer embarazada puede ser todas esas cosas. —Se encogió
de hombros—. Y también es la persona que lleva al ser humano más
importante del mundo para ti. La verdad es que uno se enamora de una mujer
dos veces. Una vez, para que quieras que te dé un hijo. Y una segunda vez,
cuando lo hace y te das cuenta de que no puedes vivir sin ella.

Esa misma noche, salí a trompicones de Badlands y me encontré caminando


hacia Madame Mayhem. Los dos establecimientos no estaban demasiado
lejos, y me vendría bien el aire fresco del invierno.
Lo pensé durante el juego de cartas y me di cuenta de que quería tomar un
papel activo en el embarazo de Emmabelle. ¿No dijo Sweven que el suyo era
un embarazo de alto riesgo? Era importante que me mantuviera al tanto en
caso de que ella necesitara algo.
Además, quería todas las cosas que tenían mis compañeros.
Bebés volteados.
Niños no nacidos mostrándoles el dedo durante las ecografías.
Vasos grandes de agua fría (de acuerdo, olvidé el contexto en el que se había
mencionado esto).
Cuando llegué a Madame Mayhem, recordé lo acertado de su nombre. El caos
bullía entre las paredes de color rojo sangre. Había tres personas detrás de la
barra. Una de ellas era Emmabelle, con el cabello pegado a las sienes
mientras corría de un lado a otro. El local estaba repleto de gente. No había
una maldita manera de que cumplieran con el aforo máximo que podía
albergar. Los clientes se amontonaban unos sobre otros tratando de llegar a
la barra. La relación entre la oferta y la demanda estaba alterada. Las cosas
se estaban descontrolando. La tonta tenía más que suficiente para tomarse
una licencia anticipada y vigilar su embarazo, pero no era partidaria de ceder
el control. Bueno, ya éramos dos.
En el escenario, las bailarinas de burlesque hacían todos los movimientos
mal, demasiado distraídas por el alboroto. La banda tocaba fuera de tono.
Me puse detrás de la barra sin pensarlo mucho, me quité la chaqueta de
tweed, me remangué y empecé a servir a la gente.
—¿Dónde está la nevera de la cerveza? —grité por encima de la música,
usando mi culo para apartar a la madre de mi bebé por nacer—. Y los vasos
limpios.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Sweven gritó, chorreando sudor. Cabe
destacar que no parecía ni medio contenta de ser rescatada por mí.
—Salvándote del colapso —Tomé unos cuantos pedidos a la vez y empecé a
abrir botellas de cerveza y a hacer lo mejor posible siguiendo las recetas de
los cócteles que recordaba en mi cabeza.
—No necesito... —empezó con su habitual perorata de “soy una mujer
independiente”— escúchame. —Me giré bruscamente hacia ella y le puse un
dedo sobre los labios—. Ayuda. Lo sé. No lo dudo ni un segundo, o no habría
puesto un bebé dentro de ti. Encuentro la necesidad bastante desagradable,
para ser honesto. Pero también eres la madre de mi futuro hijo, y no voy a
verte trabajar hasta la muerte. ¿Entendido?
Ella me miró fijamente.
—¿Entendido?
—Sí —dijo ella, sorprendida.
Durante la siguiente hora y media, serví cócteles afrutados, rellené cuencos
de guisantes con wasabi, cobré de más a la gente por latas de refresco
ecológico e incluso recibí una propina similar a la que gano en los primeros
quince segundos de una reunión de consulta.
Después, cuando las cosas se calmaron, agarré a Belle del brazo y la arrastré
hasta su despacho. Cuando estuvo a salvo dentro, cerré la puerta, me acerqué
a una mini nevera, saqué dos botellas de agua y desenrosqué una,
entregándosela.
Odiaba su despacho. Era lo suficientemente pequeño y confinado como para
que mi cabeza nadara, trayendo malos recuerdos.
—No tengo sed —dijo con sorna.
—Bebe esta agua —dije entre dientes apretados— o le diré a tu hermana lo
poco que estás haciendo para proteger este embarazo.
—¿Me vas a delatar? —Sus ojos se entrecerraron.
—En un santiamén, cariño.
Vacilante, comenzó a sorber el agua.
—¿Por qué estás aquí, Devon? —Se apoyó en su escritorio, que,
increíblemente, estaba aún más desordenado de lo que recordaba.
¿Necesitaba una intervención? ¿Era una enfermedad tratable?
—Esta noche he tenido una interesante conversación con los chicos. Después
de la cual llegué a la decisión de que quiero estar presente durante tu
embarazo, no solo después del parto. El primer trimestre es el más crucial,
¿sí? No puedo tenerte corriendo por ahí haciendo el trabajo de cinco personas.
Quiero ayudar a cuidarte, y lo primero que pienso hacer es contratar a dos o
tres camareros más. Estás terriblemente corta de personal.
—¿Crees que no lo sé? —preguntó ella, apurando el resto de su agua y
limpiándose la frente.
Me sorprendió que no se opusiera a mí en ese punto. Además, tenía un
aspecto especialmente verdoso y no era la ninfa habitual.
—El problema es que tengo unos estándares insanos y nadie a quien Ross y
yo hayamos entrevistado hasta ahora parece lo suficientemente bueno. Tengo
que asegurarme de contratar a gente que sea buena con mis bailarines y con
los otros camareros.
—No puedes trabajar hasta los huesos.
—¿No puedo? —Su cabeza se balanceaba de un lado a otro, como si no
estuviera totalmente conectada a su cuello. Cada vez me preocupaba más que
esta mujer fuera a suicidarse solo para demostrar que tenía razón—. He
hecho un buen trabajo hasta ahora, ¿no?
—¿A qué precio? —Di un paso en su dirección, usando cada gramo de mi
autocontrol para no tocarla. Me parecía antinatural no poner mis manos
sobre ella cuando estábamos juntos, pero era algo a lo que tenía que
acostumbrarme. Tenía que respetar nuestro acuerdo—. ¿Y por qué querrías
hacerlo de todos modos? ¿Esta experiencia no te ha enseñado nada? Hay más
cosas en la vida que el trabajo.
Una risa burlona salió de ella. —Es fácil para ti decirlo, eres un maldito
miembro de la realeza, bruh16. Naciste en el dinero.
No tenía sentido decirle que no había tenido acceso a un centavo de la fortuna
de mi familia desde los veintiún años, o que bruh no era, de hecho, una
palabra, sino un escupitajo en la cara al idioma inglés.
—No me engañas a mí ni a ti misma, Sweven. Todos tomamos decisiones
emocionalmente y luego etiquetamos el razonamiento racional a ellas. Lo que
sea que estés vendiendo, no lo voy a comprar. Debes concentrarte en lo que
es importante. Deja que me ocupe de encontrarte nuevos empleados. Hablaré
con ese tal Ross. Ya me siento bastante cerca de él, ya que olí sus pelotas
hace unas semanas.
Dejó escapar una leve risa, dejándose caer sobre sí misma como si fuera un
fuerte de mantas derrumbado, con aspecto cansado y joven.
Demasiado joven de repente.
—¿De acuerdo? —Incliné la barbilla hacia abajo.
Ella asintió.
—Lo que sea. Pero eso no significa que puedas actuar como si estuvieras
dirigiendo este espectáculo. Es algo único, ¿de acuerdo?
—Algo único —acepté, cuando en mi corazón sabía que iba a ser una de
tantas.
Y que tampoco había terminado de follarla.

16 Hermano
A la mañana siguiente, corrí al baño y vomité lo poco que tenía en el estómago.
Había tenido problemas con las náuseas matutinas desde el comienzo de la
semana.
El problema era que solo podía tragar tres cosas sin acercarme a la taza del
váter: pasteles de arroz, caramelos de jengibre y coca-cola light.
No soy nutricionista, pero estaba bastante segura de que esas tres cosas no
constituían una dieta equilibrada y rica en vitaminas y minerales ni para mí
ni para mi bebé.
Sin embargo, me sirvieron para hacer un bonito plan de dieta que me haría
perder los dos kilos de más con los que llevaba luchando tres años.
Pegué mi frente al asiento del inodoro, disfrutando patéticamente de su
frescura contra mi frente ardiente. Estaba sudada y agotada. El cabello se me
pegaba al cuello y colgaba en mechones húmedos.
Parpadeé, con manchas blancas bailando en mi visión mientras intentaba
enfocar el suelo verde lima de mi baño.
—Por favor, bebé Whitehall, déjame comer hoy una tostada con algo de queso.
Tú necesitas las proteínas y yo necesito la variedad. Entiendo que las náuseas
matutinas son la forma que tiene la naturaleza de decir a las mujeres que se
mantengan alejadas de todo lo malo, pero te prometo que no me acercaré al
café, al alcohol, a la carne cruda ni al sashimi durante los próximos nueve
meses. Demonios, voy a añadir pepinillos y caramelos duros si me das un
respiro.
El bebé Whitehall, que según una tabla que encontré en Internet, tenía en ese
momento el tamaño de un frijol y no encontraba mi súplica convincente.
Como no podía ser de otra manera, comenzó otro ataque de vómitos.
Con mis últimas fuerzas, cogí el teléfono y envié un mensaje a Devon.
Belle: Sé que has dicho que quieres involucrarte más. Estoy pensando en
reservar una cita con mi ginecólogo.
Devon: ¿?
Belle: No puedo estar a más de medio metro del baño en todo momento.
Devon: ¿Número 1 o 2?
Belle: Tres.
Belle: (vomitando).
Devon: Haré que Joanne reserve una cita y envíe un taxi para ti.
Ah, su secretaria de confianza. Porque cuando dijo que quería involucrarse,
lo que realmente quería decir era que quería controlarme hasta que le
produjera un bebé sano y regordete.
Belle: Está bien. Puedo hacerlo yo misma.
Devon: Mantenme informado.
Belle: Que te den.
Pero en realidad no envié ese último mensaje. Apestaba a emociones, y yo no
lo hice.
Sumida en un charco de autocompasión, arrastré los pies por mi apartamento
en forma de caja de zapatos, mirando abatida el lugar y preguntándome
dónde iba a caber un bebé entero. El bebé en sí no ocuparía demasiado
espacio, pero sus cosas necesitarían una habitación.
Y los bebés de esta época tenían todo tipo de cosas.
Mi hermana y todas mis amigas tenían hijos, y sus juguetes y muebles
necesitaban hectáreas de terreno. Cunas, cambiadores, cómodas, sillas,
moisés, juguetes. La lista era interminable, y en ese momento me esforzaba
por encontrar un lugar para mis tazas de café.
Demasiado agotada para encontrar el alojamiento, pasé la primera mitad del
día viendo documentales de crímenes reales en Netflix (porque nada grita más
a una futura madre que seguir las crónicas de un asesino en serie). Un golpe
en la puerta me sacudió.
Gemí, levantando los pies del sofá. Abrí la puerta de golpe, y solo me di cuenta
de que debería haber preguntado quién era cuando el recuerdo de mi viaje al
Boston Common y mi acosador resurgió.
Pues bien, la mierda en un cesto.
Había querido llamar a Sam Brennan y preguntarle cuánto cobra hoy en día
por un guardaespaldas que proteja a una perra, pero mi niebla cerebral del
embarazo se apoderó de mi vida. Además, las cosas habían estado tranquilas
los últimos días.
—¿Sweven? —Un tipo con granos en un uniforme de una cadena de tiendas
de lujo me sonrió, sosteniendo aproximadamente un montón de bolsas
marrones.
Uf. No es un asesino en serie.
—Parece que últimamente respondo a ese apodo, sí —Miré a izquierda y
derecha para asegurarme de que estaba solo y de que no le acompañaba un
asesino en serie.
—Tengo una entrega para ti. Zumos limpios, cestas de frutas exóticas y
comidas preparadas para una semana de OrganicU. ¿Dónde pongo esto?
Hice un gesto con la cabeza hacia la cocina, guiando el camino.
El papá de mi bebe era un imbécil, pero al menos era considerado.

Llegué al trabajo con el aspecto de haber sido arrastrada por un castor


enfadado. Los ojos inyectados en sangre, el cabello recogido al azar en un
moño y un vestido al que me refería cariñosamente como el vestido del
periodo. Por una razón.
Al entrar en el club, me di cuenta de que Ross estaba de pie con tres personas
que no reconocía. El corazón se me agitó inmediatamente en el pecho. No me
gustaban los extraños, en general, pero sobre todo después de los incidentes
con el hombre extraño en mi club y el otro hombre que me había perseguido
en Common.
—Oh, bien. La bella durmiente está aquí —Ross se giró para mirarme,
entregándome mi café. Lo coloqué en la barra, el mero olor de éste me hizo
querer vomitar cada porción de pizza que había consumido en mi vida.
—Solo llego tres minutos tarde —Dejé caer mi bolso sobre el mostrador y no
tan elegantemente me dejé caer en un asiento—. Sin ánimo de ofender, pero,
¿quién demonios es esta gente?
—Tus nuevos empleados, contratados por un tercero. Encantador, ¿verdad?
Ese tercero, supuse, era Devon Whitehall. El hombre que se las arregló para
ser un padre helicóptero antes de que el bebé naciera.
La primera empleada fue Morgan, una escupidora con problemas de
verticalidad, con cabello pixie, un aro en la nariz y suficiente actitud para
iluminar Las Vegas. Se presentó como una mixóloga certificada con cinco
años de experiencia en el restaurante con estrella Michelin de Troy y Sparrow
Brennan y me explicó con asertividad que había sido contratada
específicamente para trabajar en doble turno.
La segunda era Alice, una cuarentona con veinte años de experiencia
dirigiendo un bar en Nueva York. Las manos ásperas de Alice daban a
entender que estaba bien versada en echar a los rastreros y a los
alborotadores de los bares si era necesario.
El tercer empleado era un hombre llamado Simon Diamond (¿nombre
artístico, alguien?), que tenía aproximadamente el tamaño de un camión
RAM. Simon me miró todo el tiempo como si fuera un prisionero al que tenía
que evitar que huyera. Cuando le pregunté por su experiencia laboral, me dio
una explicación a medias.
—Fui portero de discoteca durante una década.
—Oh. No necesitamos más gorilas —Sonreí amablemente, ya planeando que
Ross y Morgan le enseñaran a hacer cócteles.
Simón me devolvió una sonrisa, pero me hizo crujir los huesos de miedo.
—No estoy aquí para ser un gorila.
—¿A qué has venido? —Tomé un sorbo de mi café e inmediatamente lo devolví
a la taza. Mala idea. Mala, mala idea. Al bebé Whitehall no le impresionó mi
promesa incumplida de no tocar la cafeína.
—Esto y aquello. Todo, en realidad.
—Un hombre de todos los oficios, ¿eh? Bueno, eso no será necesario.
—Ya me han pagado los próximos nueve meses, señora. No podrá deshacerse
de mí.
No sabía qué me resultaba más desconcertante. El hecho de que forzara su
presencia en mí o el hecho de que me llamara señora.
Tampoco tenía idea de cómo Devon convenció a estas personas para que
trabajaran para mí. Obviamente estaban sobrecualificados. Estaba bastante
segura de que pagaba una barbaridad para compensar el hecho de que iban
a servir un montón de gin-tonics a hombres de mediana edad que venían a
echar un vistazo a las bailarinas de burlesque.
—Belle, cariño, un poco más de aprecio y un poco menos de mal humor seria
genial —Ross salió de la oficina trasera y se dirigió a la barra, con un aspecto
sombrío y un poco desanimado. Ni siquiera me di cuenta de que se había
ido—. Devon me puso al tanto del hecho de que estás comiendo por dos.
Me puso una mano en el hombro y me miró.
—¿Por qué demonios no me lo dijiste? Pensé que era uno de tus mejores
amigos.
—Lo eres —Me lamí los labios, no estaba acostumbrada a que me
reprendieran, pero lo agradecí de todos modos porque Ross tenía todo el
derecho a sentirse herido—. Lo siento, Ross. Es solo porque... cosas de la
salud en general. Es un embarazo de alto riesgo, así que no quería anunciarlo
antes de tiempo.
—Oh. —Podía sentir que se descongelaba, pero aún no estaba contento de
que se lo hubiera ocultado.
—Devon necesita ser amordazado. Me sorprende que no haya encargado una
pancarta de Times Square —Miré a mi alrededor desapasionadamente.
Hablando de pancartas y vallas publicitarias, mis días de posar desnuda
habían terminado. El bebé Whitehall iba a tener suficiente material para su
futuro terapeuta sin que mi desnudez se sumara a la mezcla.
—Dale tiempo. Puede que también lo haga.
Le hice un gesto a Ross con el dedo. Volvió a cerrar el dedo corazón en mi
puño, pero no había ira en su voz.
—Lo dejaré pasar, porque parece que has experimentado muchos cambios en
las últimas semanas.
Me mordí el labio inferior, y decidí dejar de lado la farsa de romper pelotas
por un segundo. Se trataba de Ross. Mi Ross.
—Gracias.
—De nada.
—Así que... lo has conocido —No puse un signo de interrogación al final de la
frase. Mis entrañas se licuaron.
—Lo he hecho —Ross asintió crípticamente con la cabeza mientras Morgan,
Alice y Simon fingían mirar el lugar y hablar entre ellos.
—Y... ¿qué te pareció?
—Creo que... —me revolvió el cabello, jugando con él cariñosamente— está
más bueno que la polla del diablo, habla como un duque de Netflix y está loco
por ti. Apruebo el acuerdo.
—Gracias por darme la bendición que no pedí.
—De nada. Y ya que estamos en el tema, sé que te las vas a arreglar para
estropearlo de alguna manera, porque eres alérgica a las relaciones, pero por
favor, Belly-Belle, por favor, ¿podemos quedarnos con él solo un poco
más? —Dio una palmada y me puso ojos de cachorro, como un niño que se
encuentra con un gato callejero que quiere adoptar.
—No —Saqué un pequeño espejo de mi bolso y comprobé mi lápiz de labios
rojo, usando mi dedo meñique para limpiar las líneas—. Su trabajo está
hecho.
—Deberías decirle eso. Me amenazó con que, si te dejaba trabajar en el bar
esta noche, me patearía el culo personalmente. Así que voy a seguir adelante
y enviarte a trabajar a la oficina hasta no más tarde de las seis, después de
lo cual volverás a casa.
—¿A las seis? —Rugí—. ¡Son las cuatro ahora mismo!
—Las cuatro y veinte. No olvides que llegas tarde. —Ross agarró el pequeño
espejo, comprobando su propio reflejo. Levantó las cejas para comprobar su
situación de Botox. En mi opinión, le quedaban al menos tres meses más
antes de tener que visitar a su dermatólogo.
—No puedes echarme de mi propio lugar de trabajo —Tomé el espejo y lo metí
en mi bolso.
—¿Quieres apostar? El Sr. Whitehall me pidió que te remitiera a la cláusula
12.5 de su contrato -por cierto, tan caliente que tienes uno- en la que, si pone
en peligro a su hijo no nacido, puede tener motivos para demandarte.
Santo cielo. ¿Por qué no pude quedarme embarazada de Friendly Front
Runner? No le importaría un carajo que yo bebiera hasta morir bajo un
puente.
No tenía sentido discutir con Ross o Devon. No porque fuera una persona que
dejara pasar la oportunidad de discutir, sino porque me vendrían bien unas
horas de sueño. Estaba agotada. Por mucho que odiara admitirlo, Devon tenía
razón: necesitaba descansar.
A regañadientes, me retiré a mi despacho. Al encender mi MacBook, vi una
pila de sobres en el borde de mi escritorio. Recordé lo que Devon había dicho
sobre abrirlos para asegurarme de que no eran solo cartas de odio.
¿Quizá me haya tocado la lotería?
¿Quizás haya algún correo de fans ahí, diciéndome lo increíble que fui por
celebrar las maravillas extravagantes, divertidas y sexualmente liberales del
burlesque?
Sacudí la pila hacia mí y comencé a tamizarla.
Un montón de facturas que ya había pagado, dos cartas furiosas sobre mi
papel sustancial en la corrupción de la juventud de Boston, y una carta de
agradecimiento de una mujer que vino a ver un espectáculo hace unos meses
y se inspiró para dejar su trabajo como bióloga marina y unirse al reparto de
burlesque de El sueño de una noche de verano.
Recogí otra carta, esta vez impresa.
Para: Emmabelle Penrose.
Lo abrí.
La carta era corta y contenía una dirección de retorno de un apartado postal
en Maryland.

Emmabelle,
¿Ya estás preocupada por tu vida?
Deberías estarlo.
Si prestaras más atención a lo que ocurre a tu alrededor, te
habrías dado cuenta de que te he estado observando desde hace
mucho tiempo.
Planeando mi venganza.
Sé dónde vives, dónde trabajas y con quién andas.
Esa es la parte en la que te asustas. Tendrías razón. No voy a
descansar hasta que estés muerta.
Nadie puede ayudarte.
No el marido de tu mejor amiga, Sam Brennan.
No tú hermana idiota, Persephone, o su marido multimillonario.
Ni siquiera ese hombre elegante con el que has estado saliendo
últimamente.
Una vez que me decidí, tu destino estaba sellado.
Puedes llevar esta carta a la policía. De hecho, te animo a
hacerlo. Solo te dará más mierda de la que preocuparte y
perturbará tú ya desordenada vida.
Voy a matarte por lo que me hiciste.
Y ni siquiera voy a lamentarlo.
Nunca tuyo,
La persona a la que le quitaste todo.
Mi estómago se retorció, apretándose alrededor del estúpido zumo puro que
me tomé para desayunar.
Así que ese hombre en el Boston Common estaba allí por mí.
¿Era la misma persona que pensaba que le había perjudicado, o estaba allí
solo para espiar?
De cualquier manera, alguien estaba detrás de mí.
Detrás de mi vida.
Un enemigo invisible.
Una soga se formó alrededor de mi cuello.
¿Quién podría ser?
Haciendo inventario, tuve que admitir que estaba lejos de ser la persona más
agradable del planeta Tierra, pero de ninguna manera tenía archienemigos.
No había hecho daño a nadie, a nadie que se me ocurriera. Desde luego, no
hasta un punto de tanta rabia.
Hubo un incidente hace mucho tiempo. Pero la única persona afectada ya no
estaba viva.
Menos mal que tenía una pistola, que iba a llevar conmigo a todas partes a
partir de ahora por si acaso, conocimientos de Krav Maga, y la actitud de
perra mala con la que estrangular a esta persona con mis propias manos si
se acercaba a mí.
Además, no podía anunciar exactamente lo que me estaba pasando. Contarle
a Devon y a mis amigos más cercanos esta carta solo crearía más caos.
Tal y como estaba, el padre de mi bebé estaba intentando tomar el control de
mi vida, y yo no quería darle más margen del que ya tenía para tomar
decisiones en mi nombre.
No, este era otro reto que tendría que afrontar de frente.
Había otra persona de la que tenía que ocuparme, e iba a matar por ella si
era necesario.
Mi bebé.
La revisión del ginecólogo llegó justo a tiempo. Estaba ansiosa por saber cómo
era la vida del bebé Whitehall dentro de mi hostil vientre y también por
conseguir unos cinco mil medicamentos recetados para mis náuseas
matutinas, que ahora me hacían perder dos kilos, voluntariamente, por
supuesto.
Joanne, la secretaria de Devon, me llamó por la mañana para decirme que
había enviado un taxi para mí. Parecía la persona más dulce del planeta
Tierra, Jennifer Aniston incluida.
—No digo que sepa de qué se trata, pero espero que nuestro amigo Lord
Whitehall te esté tratando bien —cacareó en la otra línea.
—Señora, me está tratando demasiado bien.
—¡No existe tal cosa! —bramó. Prácticamente pude oírla contemplar sus
siguientes palabras antes de que dijera—: De nuevo, no tengo ni idea de para
qué estoy reservando esto, pero... espero que esto se mantenga. Es un hombre
fantástico. Fuerte, seguro de sí mismo, robusto, afilado. Se merece una buena
mujer.
Lo hace, pensé con amargura. Lástima que yo sea incapaz de ser eso para él.
Cuando subí al taxi una hora más tarde, con unos lentes de sol enormes y
un abrigo de piel sintética, me sorprendió ver a Devon sentado en el otro
extremo del asiento del copiloto, vestido con un elegante traje y un chaquetón,
tecleando correos electrónicos en su teléfono.
—Sweven —Se guardó el teléfono y se volvió hacia mí con su característico
acento de Hugh Grant. Que me jodan.
—Imbécil —le respondí, todavía enfadada por el hecho de que se hubiera
metido en mis asuntos, figurada y literalmente—. Estás aquí. Qué bien.
Debería haber sabido que intentarías tomar el control de esta situación
también.
—¿Disfrutando de tus nuevos empleados? —No hizo caso a mi puñalada.
Todas ellas, en realidad. ¿Por qué no se echaba atrás? ¿Por qué no se rendía
ante mí, como todos los demás hombres a los que agoté hasta la sumisión?
—Pregúntame en una semana.
—Pondré un recordatorio —No pude saber si era sarcástico o no.
—Te voy a pagar por ellos, sabes —Apoyé la cabeza contra el asiento fresco y
cerré los ojos para aliviar el malestar.
—Te ves terrible, cariño.
—Gracias, cariño —¿No era yo un manojo de alegría?
—Con eso quiero decir que te ves agotada. ¿Cómo puedo ayudar?
—Puedes apartarte de mí cabello.
—Lo siento, huele demasiado bien.
Dejo escapar una sonrisa cansada.
—No te voy a apartar con esta actitud, ¿verdad?
Se encogió de hombros, lanzándome una sonrisa ladeada que hizo que mi
corazón se ralentizara casi hasta detenerse por completo.
—Las cosas exquisitas suelen tener espinas. Es para alejar la atención no
deseada.
—¿De verdad crees que vas a follarme otra vez, eh? —Parpadeé.
—Afirmativo —confirmó.
Cuando llegamos a la consulta del doctor Bjorn, mi ginecólogo tenía la
extraña impresión de que Devon era un ex novio mío y que habíamos
reavivado nuestro romance. No hay razón para que piense eso, por supuesto.
Simplemente lo hizo.
—No hay nada que me guste más que las viejas llamas vuelvan a encenderse
debido a la creación de un bebé —Nos condujo a los dos a una sala de
revisión, aplaudiendo con entusiasmo.
—La única analogía de fuego que usaría para este hombre sería que yo le
prendiera fuego —le aseguré al feliz doctor.
Devon se rio sombríamente, frotando mi espalda en círculos reconfortantes.
Atravesamos el pasillo repleto de fotos de bebés dormidos en cestas. Cuando
lo pensabas, los bebés y los gatitos tenían mucho en común en términos de
apropiación.
—Cómo puedes ver, sus hormonas ya están por las nubes —Devon estaba
siendo deliberadamente machista para moler mis engranajes.
Sin embargo, no iba a dejar que supiera que me estaba molestando.
—No espere campanas de boda, doctor Bjorn —dije. Necesitaba asegurarme
de que Devon supiera que no estaba dispuesta a aceptar. Ya estaba al borde
de un ataque de ansiedad solo por estar con él.
Algunas chicas no querían ser tocadas después de una experiencia
traumática.
¿Pero yo? Mi cuerpo era muy receptivo a la atención masculina. Era mi
cerebro, mi corazón y mi alma los que rechazaban por completo la idea de
ellos.
Entramos en una pequeña sala con armarios de madera, una mesa de
exploración y más gráficos sobre bebés y enfermedades de transmisión
sexual.
—Tomo nota, Sra. Penrose. Entonces, Sr. Whitehall, ¿le gustaría unirse a
nosotros para el examen de ultrasonido vaginal? —Mi ginecólogo le preguntó
a Devon, no a mí. Estos dos estaban realmente congeniando.
Además, ¿no debería ser yo quien decidiera tal cosa?
—No lo haría —dije al mismo tiempo que Devon exclamó:

⎯Estaría encantado.
El doctor Bjorn miró entre nosotros.
—Mis disculpas. Normalmente, cuando un hombre llega con su pareja para
una ecografía, saco una determinada conclusión. Siento haberme excedido.
Les dejaré decidir y volveré en unos minutos. Por favor, asegúrese de estar en
bata y desvestida de cintura para abajo en la mesa de exploración, Sra.
Penrose.
Devon y yo nos quedamos mirando fijamente durante unos segundos antes
de que él dijera:
—¿Y cuál es tu problema?
—Es un examen vaginal.
—¿Y? He visto la tuya antes desde todos los ángulos. La he follado, lamido,
tocado y jugado con ella.
—Este es un momento crucial en mi vida, cavernícola —grité.
—Íntimo para los dos. Es mi hijo el que está ahí —Señaló mi estómago.
—Y mi vagina —le recordé.
—Dios mío, eres infantil —Por fin, por fin, había terminado con mi
comportamiento. Pero no se sintió ni la mitad de satisfactorio que pensé que
sería.
—Bueno, soy más de una década más joven que tú.
—Mira —suspiró, sacudiendo la cabeza como si yo fuera un niño
revoltoso—. Prometo no mirar a ningún sitio... sensible. Solo quiero ver al
bebé. Mi bebé.
—No hay nada que ver —Levanté las manos en el aire—. En este punto, es
tan grande como un frijol.
—Nuestro frijol —corrigió.
Tenía razón, y yo odiaba que tuviera razón. También odiaba que no pudiera
decirle que no. Ni a lo de los empleados ni a lo de acompañarme al médico ni
a nada más. Porque la verdad era que... hacer cosas con alguien más cerca
no se sentía tan mal después de todo.
—Bien. Pero si miras mi muffin, juro por Dios que voy a destruir tus
productos horneados.
Me miró con el ceño fruncido.
—Tienes que trabajar en tus analogías.
—Quise decir que te golpearía en las bolas.
—Sutil.
La ecografía vaginal fue todo lo bien que puede ir una ecografía vaginal. Devon
y yo vimos el pequeño punto en mi útero, estático y orgulloso. Ambos lo
miramos con asombro y admiración.
—El pequeño frijol se ve bien. Asegúrate de descansar y mantener tus niveles
de estrés bajos —Ese era el doctor Bjorn hablando. A Devon, naturalmente.
—Entendido, Doc.
—Muy bien, bájate y reúnete conmigo en mi oficina.
Fue entonces cuando miré fijamente a Devon.
—¿Te importa?
Lo sorprendí mirándome como si acabara de hacer un truco de magia que no
hubiera visto antes. Grandes ojos azules nadando de emoción y orgullo. Y eso
me mató. Me mataba no poder rodearlo con mis brazos y besarlo y decirle que
yo sentía lo mismo.
Todo ello. La conmoción. La emoción. El asombro.
En cambio, levanté las cejas, como si dijera ¿bien?
—Sí. Por supuesto —Devon se levantó, mirando a su alrededor, como si
tuviera otra razón para quedarse—. Yo solo... bueno, sí. Sí. Nos vemos en la
consulta del médico cuando termines de vestirte.
El doctor Bjorn me recetó unas pastillas para aliviar las náuseas matutinas
y nos dijo que estábamos haciendo un buen trabajo. No estaba segura de que
Devon hubiera estado de acuerdo con la valoración si hubiera sabido que
llevaba una Glock en el bolsillo y que estaba dispuesta a pelearme con un
acosador en cualquier momento.
Salimos de la oficina y llamé al ascensor mientras Devon tomaba las
escaleras. No intenté convencerlo de que bajara conmigo en el ascensor. Sabía
muy bien que no me gustaba que la gente me empujara fuera de mi zona de
confort o que minimizara mis desencadenantes, así que traté de adaptarme a
sus preferencias.
Volvimos a encontrarnos en la planta baja y nos pusimos uno frente al otro
en la calle, entre rascacielos y peatones.
De repente, tuve un sudor propio. Una visión de nosotros cogidos de la mano.
Sonriendo el uno al otro. Disfrutando de este momento, como una pareja
cualquiera.
Devon se aclaró la garganta y miró hacia otro lado.
—Será mejor que me vaya a trabajar.
—Bien. —Me acomodé la cola de caballo—. Yo también. Tengo empleados que
entrenar.
—Debe ser un fastidio —ofreció amablemente.
—Un mal necesario —concluí.
Detenme. Dime que no me vaya. Quedémonos un poco más.
Vaya. No tenía ni idea de dónde venían esos pensamientos.
—Bueno, nos vemos luego —Di un paso atrás y salí a la calle.
Empecé a caminar en dirección contraria cuando su voz atravesó el aire.
—Quizás...
Me congelé en mi lugar, con el alma en la garganta. ¿Sí?
—¿Te gustaría almorzar? Ya has oído lo que ha dicho el médico. Necesitas
mantener tus niveles de energía. Puedo recoger tus pastillas mientras esperas
nuestro pedido. Hay un café al final de la calle...
—Sí. —Me giré bruscamente. Todo mi cuerpo se estremeció. De emoción. De
miedo—. Sí. Necesito comer.
—Sí. Está bien. Muy bien.
Ninguno de nosotros se movió. Otra vez. Hace unas semanas estábamos
follando como si el mundo se acabara, ¿y ahora estábamos siendo
incómodos? ¿Cómo era esta mi vida?
—Cualquier momento sería bueno ahora —Me crucé con los brazos sobre el
pecho, sacando una cadera con una sonrisa—. Hoy, mañana. Pasado
mañana.
Dejó escapar una risa y se precipitó hacia mí. Apretó su mano contra la parte
baja de mi espalda y, lo juro, una sacudida de electricidad recorrió sus dedos
y explotó justo entre mis piernas.
Qué carajo.
Qué carajo.
Qué carajo.
—Frijol se ve muy lindo, ¿eh? —pregunté cuando nos dirigimos a la cafetería
más cercana. La gente hizo una doble mirada al verme -probablemente me
reconocieron por los carteles- pero también se quedaron mirándolo a él. Todo
el mundo sabía que había un miembro de la realeza británica viviendo en
Boston.
—Elegante —estuvo de acuerdo—. Todavía no he visto un frijol más bonito.
—Ni siquiera me gustan mucho las legumbres —Dios mío, ¿qué estaba
diciendo?
Devon se rio.
—Pequeña loca.
—¿Dev?
—¿Hmm?
—Ahora es un buen momento para decirme por qué eres un claustrofóbico
furioso.
—Pregúntame más tarde.
—¿Cuánto tiempo después?
—Cuando confíe en ti.
—Puede que eso no ocurra nunca —señalé.
—Exactamente.
Llegamos a una pintoresca cafetería con ventanales y flores en las mesas.
Cuando la anfitriona nos indicó nuestra mesa, recorriendo con su mirada el
cuerpo de Devon, gemí internamente.
Me pregunté si eso habría sucedido si yo estuviera apareciendo.
Luego me recordé a mí misma que no importaba porque no éramos una
pareja.
—¿No es usted un Lord? Quiero decir, un duque —La camarera le aduló.
Devon le dirigió una sonrisa cortés pero breve.
—Marqués —corrigió.
Después de apartar mi silla para que me sentara, el papá de mi bebé procedió
a pedir todo el menú sin siquiera mirarlo.
—Tenemos veintisiete platos en el menú —advirtió la camarera, batiendo las
pestañas hacia él. ¿Era invisible al lado de este bastardo?
—Bien. A mi cita le gusta la variedad —dijo Dev. Tenía la sensación de que se
refería a mis conquistas sexuales.
—¿Algún orden en particular en el que quieras que salga la comida? —La
camarera estaba ahora medio apoyada en él, y de nuevo, quería agarrar el
tenedor de la mesa y metérselo entre los ojos.
—Pregúntale a mi cita. Mientras estás en ello, ¿podrías tener la amabilidad
de vigilarla? Es muy buena haciendo que me preocupe.
Tomó mi receta y mi carné de conducir y cruzó corriendo la calle hasta la
farmacia para comprar mis pastillas para las náuseas matutinas.
Cuando volvió, me di cuenta de que la bolsa que llevaba era mucho más
grande de lo que debería.
—¿Compraste todo el local? —Levanté una ceja, sorbiendo un zumo
terriblemente verde y ofensivamente saludable.
Más vale que este bebé salga preparado para un triatlón porque lo estaba
haciendo todo bien.
Devon dio la vuelta a la bolsa y vertió su contenido sobre la mesa.
—¿Sabías que hay un pasillo entero dedicado a las embarazadas?
—Sí— dije con toda naturalidad.
—Bueno, no lo sabía. Así que decidí comprar todo lo que tenían para ofrecer.
Tenemos cosas para la acidez, suplementos dietéticos, náuseas matutinas,
estreñimiento y desequilibrio vaginal.
—Te refieres a un desequilibrio del pH. Si mi vagina estuviera desequilibrada,
la enviaría a un psiquiatra de coños.
Devon escupió el sorbo de café que tomó mientras se sentaba. Se reía mucho.
Sentí su risa burbujeando en mi propio pecho.
—Mi madre te va a adorar —dijo con tono inexpresivo.
Sorprendentemente, me encontré riendo en voz alta a pesar de mis esfuerzos
por no hacerlo. No solo porque la idea de que yo conociera a su madre era
descabellada, sino también porque él tenía razón. A su familia probablemente
le daría un infarto si me conociera.
—¿Le has contado lo de tu nuevo estatus? —Le pregunté.
—Sí.
—¿Y?
—No estaba impresionada —admitió.
—¿Y...? —Indagué, mi corazón se hundió un poco.
—Tengo cuarenta años y estoy en condiciones de hacer lo que me plazca. Y lo
que quería hacer eras tú. Caso cerrado.
Había mucho más que quería preguntar, saber, pero no tenía derecho a
indagar. No después de que trazara una gruesa y deslumbrante línea entre
nosotros.
—Cuéntame un poco sobre tu miedo a los ascensores, los autos, los aviones,
etcétera. —dije mientras comía unos huevos benedictinos.
Sonrió.
—Buen intento. No te has ganado mi confianza en la última media hora. Y,
para ser franco, no creo que lo hagas nunca.
—¿Por qué no?
—No se puede poner la confianza en manos de alguien que no confía en sí
mismo. No estoy en contra de contarte mi historia, Emmabelle, pero las
debilidades deben intercambiarse de la misma manera que los países
intercambian rehenes de guerra. Es algo bastante sangriento y sombrío, ¿no?
Nuestras inseguridades. No hay que ceder información sin ganar algo.
—Ja —Sonreí, untando con mantequilla un trozo de tarta de zanahoria,
aunque no tuviera sentido—. ¿Así que no eres, de hecho, perfecto?
—Ni siquiera cerca. Ni siquiera en el reino —Su sonrisa era contagiosa.
Agaché la cabeza y traté de concentrarme en la comida.
—Bueno, yo tampoco estoy preparada para depositar mi confianza en ti
todavía —admití.
—¿Sería tan malo? —preguntó amablemente—. ¿Tener algo de fe en otra
persona?
Lo pensé un poco y luego asentí lentamente.
—Sí, creo que sí.
Me sostuvo la mirada. Tuve la sensación de que estaba cometiendo un terrible
error y, sin embargo, no pude evitarlo.
—¿Te estoy esperando, Emmabelle? —preguntó en voz baja—. ¿Hay alguna
razón para que te espere?
Di que sí, idiota. Dale algo a lo que aferrarse, así tendrás algo a lo que
aferrarte.
Pero la palabra salió de mi boca de todos modos. Dura y contundente, como
una piedra.
—No.
Durante la siguiente hora y media, hablamos de todo lo que no fueran
nuestras respectivas fobias a los lugares cerrados y a las relaciones.
Hablamos de nuestros amigos comunes, de nuestras infancias, de política,
del calentamiento global y de nuestras manías: la suya incluía cuando la
gente decía –literalmente- cuando lo que querían decir no era, de hecho,
literal; la mía consistía en usar el mismo cuchillo para la mantequilla de
cacahuete y la mermelada, y cuando la gente me decía que no me iba a creer
algo, cuando lo iba a creer absolutamente.
—¡Los humanos son simplemente deplorables! —Levanté las manos,
resumiendo nuestro almuerzo. Devon pagó la cuenta y, si no me equivoqué,
también estaba dejando una propina increíble.
—Inexcusable —cimentó. Me alegré de que estuviera de acuerdo con nuestra
conversación después de que le dijera que no me esperara—. Pero uno debe
tratar con ellos de todos modos.
—Gracias por no ser completamente horrible, cariño—. Apreté mi puño contra
su bíceps de forma amistosa. Mala decisión. Me encontré con sus abultados
músculos a través de su ropa e inmediatamente quise saltarle encima.
Devon levantó la vista de la factura y me pasó el pulgar por la frente.
—Cariño, ¿tienes fiebre? Creo que me acabas de hacer un cumplido.
—Bueno, acabas de pagar una comida infernal. No era mi intención ni nada
parecido —resoplé. Así se hace, Belle. Canalizando tu niño de cinco años
interior.
—Te estás descongelando —Sonrió.
Hice un sonido de náuseas y recogí mi bolso.
—No en esta vida. Como dije, no esperes a que cambie de opinión sobre
nosotros.
Me acompañó a un taxi para llevarme a Madame Mayhem y luego esperó
conmigo cuando el conductor dio vueltas durante diez minutos tratando de
encontrarnos y se disculpó profusamente, diciendo que acababa de mudarse
a Boston desde Nueva York.
El conductor aparcó delante de nosotros, y Devon hizo el truco de la cabeza
de pato en la ventana y le dijo que condujera muy despacio porque su mujer
estaba embarazada y tenía náuseas, lo que me hizo querer vomitar de
emoción y de miedo al mismo tiempo.
Devon se erigió de nuevo a su altura y me rozó la mandíbula con ternura. El
gesto fue tan suave, tan delicado, que un escalofrío me recorrió la columna
vertebral, haciéndome sentir un cosquilleo en la piel. Se inclinó hacia delante
y percibí su aroma. Picante y oscuro. Un aroma que había llegado a perseguir
cada vez que salía de mi oficina o de mi cama.
Me encontré admirando los planos de su cara. Me picaba la punta de los
dedos para tocarlo. Saber que llevaba su ADN dentro de mí me producía una
emoción que nunca había sentido en mis treinta años de club.
Inclinó la cara hacia un lado y, por un momento, pensé que iba a besarme.
Atraída por él como una polilla a la llama, me puse de puntillas y abrí la boca.
Su cuerpo se adelantó, rodeándome. Mi corazón empezó a latir con fuerza.
Estaba sucediendo.
Estábamos rompiendo las reglas.
Cuando Devon estuvo unos centímetros detrás de mí, pasó su brazo por
encima de mi hombro y abrió la puerta del auto, haciéndose a un lado para
dejarme espacio para entrar.
Santa mierda, que vergüenza.
Casi le devoro la cara cuando lo único que quería era ayudarme a subir a un
taxi.
—Que tengas un buen día, Emmabelle —Dio otro paso hacia atrás, con un
aspecto despreocupado y seco como la mierda.
—¡Sí! —Se me quebró la voz. Hola, Belle de trece años—. Tú también.
Durante todo el trayecto en taxi hasta el trabajo, me recordé a mí misma que
todo esto era obra mía. Quería mantenerlo alejado. El manoseo con un
hombre mayor tenía su precio, y una vez lo había pagado muy caro.
Así es como empieza, reprendí las semillas de esperanza que habían echado
raíces en mi interior. Dulce y sin pretensiones. Es todo diversión y juegos hasta
que destruye tu vida.
Pero ya nadie iba a destruirme.
Entonces me acordé de una de las citas que cuelgan en la pared de mi
apartamento.
No pasa nada.
Acabas de olvidar quién eres.
Bienvenida de nuevo.
Llegué a suelo inglés aproximadamente veinte minutos después de que el
abogado de mi padre, Harry Tindall, regresara de sus exóticas vacaciones.
Dejé a Sweven con el corazón encogido. No porque fuera a echarla de menos
(aunque, patéticamente, sospechaba que iba a ser así), sino también porque
parecía una experta en meterse en problemas.
Me consoló el hecho de que había tomado algunas medidas para garantizar
su seguridad. Tan bien como se podía, al menos.
Además, no esperaba estar en Inglaterra más que unas pocas horas.
La lectura del testamento tuvo lugar en el despacho de Tindall en
Knightsbridge. Un asunto oficial que debería haberse hecho la semana en que
mi padre había fallecido. Más vale tarde que nunca, supongo.
Me sorprendió que mi madre y Cecilia, que se suponía que estaban escasas
de dinero, no parecieran hostiles a la idea de esperar a que Harry volviera de
sus vacaciones. Por otra parte, yo les enviaba dinero y llamaba a mamá cada
dos días para asegurarme de que le iba bien.
Llegué al despacho de Harry todavía con mi ropa de trabajo. Ursula, Cece y
Drew ya estaban allí, sentados frente al escritorio de Tindall.
—Solo tardará unos minutos —dijo su secretaria. La mujer de aspecto
joanino17 con un traje de tweed completo trajo los refrescos al interior. Drew
atacó la bandeja de pastelería y el café recién hecho antes de que lo pusieran
en el enorme mostrador de la sala de juntas.
Mi madre me abrazó con fuerza.
—Me alegro de verte, Devvie.
—Lo mismo, mami.
—¿Cómo está esa mujer?
Esa mujer era Emmabelle Penrose, y por mucho que me molestara que no
quisiera montarme como un caballo sin domar, no podía negar el placer que
había sentido cada vez que pasábamos tiempo juntos.
—Belle está bastante bien, gracias.
—No puedo creer que vayas a ser padre. —Cecilia se abalanzó sobre mí para
abrazarme como un oso.
—Yo sí. Es hora de que produzca un heredero. Si la muerte de Edwin nos ha
recordado algo, es que tener a alguien a quien dejar tu legado es importante.
Pero esa no era la razón por la que me entusiasmaba ser padre. Quería todas
las cosas que veía hacer a mis amigos con sus hijos. Los partidos de béisbol
y las salidas a patinar sobre hielo y los veranos bañados por el sol en el Cabo,
y echar un polvo rápido en la ducha cuando los niños estaban viendo a Bluey
en la otra habitación.
Quería la felicidad doméstica. Para transmitir no solo mi fortuna y mi título,
sino también mi experiencia vital, mi moral y mis afectos.
El Sr. Tindall entró con un aspecto bronceado y bien descansado.

17 Alguien con apariencia inocente, inteligente y divertida


Tras una ronda de apretones de manos, condolencias a medias y un monólogo
terriblemente aburrido sobre las vacaciones en la isla del Sr. Tindall,
finalmente abrió el expediente que contenía el testamento de mi padre.
Tomé la mano de mamá y la apreté para tranquilizarla. La encontré húmeda
y fría.
Antes de la lectura del testamento, Tindall se aclaró la garganta, agitando la
barbilla. Era un hombre muy corpulento, con tendencia a ponerse de color
rosa cuando se ponía nervioso. No es lo que se llama una persona con buena
apariencia.
—Me gustaría comenzar diciendo que este testamento es ciertamente poco
convencional, pero fue escrito de acuerdo con el deseo de Edwin de preservar
los valores y principios de la familia Whitehall. Dicho esto, espero que todo el
mundo se mantenga respetuoso y sensato, ya que, como todos saben, es
irrevocable.
Mamá, Cecilia y Drew se revolvieron en sus asientos, lo que indicaba que
tenían una idea clara de lo que podía contener el testamento. A mí, en cambio,
no me importaba especialmente. Tenía mi propia fortuna y no dependía de la
de nadie más.
Pero cuando Harry Tindall comenzó a leer el testamento, me sentí cada vez
más confundido.
—El castillo de Whitehall Court va a Devon, el primer hijo...
El patrimonio era para mí, el hijo que rechazó y aborreció completamente y
que no había visto en dos décadas.
—La cartera de inversiones de dos coma tres millones de libras va a Devon.
También lo hicieron todos sus fondos.
—La colección de autos va a Devon ...
En resumen, ahora todo me pertenecía. Me preparé para el remate. Yo
figuraba como único heredero de los bienes y el dinero, pero no había forma
de que esto no se condicionara. Cuanto más hablaba Tindall, más se encogía
mi madre en su asiento. Cecilia miró hacia otro lado, con lágrimas grandes
rodando por sus mejillas, y Drew cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia
atrás, como si no quisiera estar allí.
Y entonces, lo encontré. La letra pequeña. El desafío violento.
El Sr. Tindall levantó la voz cuando llegó a la última frase.
—Todas las propiedades y los fondos serán entregados a Devon Whitehall, el
marqués de Fitzgrovia, el día de su boda con Lady Louisa Butchart. Hasta
entonces, serán retenidos y mantenidos por Tindall, Davidson and Co. En
caso de que el señor Whitehall rechace el acuerdo, y/o no se case con la
señorita Butchart durante un período superior a doce meses naturales a
partir de la fecha de la lectura del testamento, las propiedades y los fondos
mencionados serán liberados y transferidos a las múltiples organizaciones
benéficas que Edwin Whitehall ha mencionado. —Tindall levantó la vista y
arqueó una ceja—. A partir de aquí hay una lista de The Masters of
Foxhounds, dedicada a la protección del deporte, y otras organizaciones
benéficas cuestionables. En caso de que Devon y Louisa no se casen. Pero,
por supuesto, estoy seguro de que no llegaremos a ese punto.
Maldita sea.
Edwin Whitehall no había dejado nada a su esposa, hija o yerno. Incluso
desde su tumba, trató de intimidarme para que me casara con Louisa, y
ahora, había arrastrado al resto de mi familia a ese lío.
Un recuerdo lejano de mi conversación con Edwin cuando tenía catorce años
resurgió.
—Ahora sé un buen chico y ve a disculparte con Louisa. Este asunto está
resuelto. Te casarás con ella cuando termines la Universidad de Oxford, y ni
un momento después, o perderás toda tu herencia y tu familia. ¿Entendido?
Solo que nunca acabé yendo a Oxford. En cambio, fui a Harvard.
Lo dijo alto y claro hace décadas. Era su camino o la carretera.
Ahora había creado la tormenta perfecta. Mi madre sabía que, si no me casaba
con Lou, se vería despojada de todo lo que tenía, y ya tenía problemas
económicos. Por eso hoy se mostraba tímida y cautelosa. Por eso la noticia
del embarazo de Emmabelle casi la destruye.
—Indignante —comenté en mi tono más suave, tomando un sorbo de mi café.
—Bastante —gimió Drew—. ¡Mi querida Cece y yo no hemos heredado ni el
maldito papel higiénico usado! —Aplastó una galleta hasta hacerla polvo en
su puño.
—Oh, cierra la boca, ¿quieres? —gruño mamá con impaciencia. Era la
primera vez que la veía dirigirse directamente a su yerno, y era justo decir
que pensaba con más cariño en los criminales de guerra que en el último
miembro de la familia—. Se cuidará de Cecilia. Nunca dejaría a mi hija sin
nada.
—¿Cecilia? —Drew gimió, levantándose de su asiento, pero no lo suficiente
como para salir furioso—. ¿Y qué hay de mí?
—No puedo tomarme este testamento en serio. —Agarre una manzana del
surtido de refrescos y me desperecé en mi asiento, mirando a Tindall mientras
frotaba la fruta roja contra mi traje de Armani.
Me dedicó la desagradable sonrisa de un hombre que sabía que podía y debía
hacerlo.
—Lo siento, Devon. Deberías saber mejor que nadie que la ley y la justicia no
tienen nada que ver. El testamento es irreversible, por muy irracional que te
parezca. Edwin estaba lúcido y presente cuando lo escribió. Tengo tres
testigos que lo atestiguan.
—Está rompiendo cientos de años de tradición —observé. Sería el primer hijo
desde el siglo XVII al que se le entrega un cofre vacío—. Por otra parte, la
tradición no es más que la presión de los muertos.
—Sea cual sea la tradición, está aquí para quedarse —se burló Tindall.
—Hay otra manera. —Mamá se acercó suavemente, poniendo su mano en mi
brazo—. Podrías conocer a Louisa...
—Voy a ser padre. —Me giré en su dirección, frunciendo el ceño.
Mi madre alzó un delicado hombro.
—Hoy en día hay familias modernas en todas partes. ¿Has visto alguna vez a
Jeremy Kyle? Un hombre puede tener hijos con más de una mujer. A veces
incluso con más de tres.
—¿Ahora recibes lecciones de vida de Jeremy Kyle? —Yo dije.
—Devvie, lo siento, pero tienes más que pensar en ti mismo. Estamos Cece y
yo.
—Y yo —intervino Drew. Como si me importara que se desplomara aquí y
ahora y que el mismísimo Satanás lo arrastrara al infierno por la oreja.
—La respuesta es no. —El hielo en mi voz no ofrecía espacio para la discusión.
Había evitado a mi padre todos esos años, en parte porque no podía aceptar
mi decisión respecto a Louisa, y ahora corría el riesgo de perder a mamá y a
Cecilia por ello. Porque, por muy rico que fuera, por muy capaz que fuera de
cuidarlas yo solo, les estaba robando millones de patrimonio y fortuna al no
casarme con Lou.
—Devon, por favor...
Me levanté y salí furioso de la oficina -del edificio-, encendiendo un cigarrillo
liado a mano y paseando por la calle empedrada. La oscuridad descendió
sobre las calles de Londres. Harrods estaba inundado de brillantes luces
doradas.
Me recordó un pedacito de la famosa de la historia. Durante la Primera Guerra
Mundial, Harrods vendía kits con jeringuillas y tubos de cocaína y heroína,
principalmente para los soldados heridos que se recuperaban o morían de
forma dolorosa.
Recordaba bien y con cariño aquellas historias. La familia de mamá era uno
de los comerciantes que vendían el producto a los grandes almacenes
elegantes. Así fue como se hicieron asquerosamente ricos.
La familia de mamá tenía abundantes campos de amapolas, una flor conocida
por simbolizar el recuerdo de los que perdieron la vida durante la Primera
Guerra Mundial, por su capacidad de florecer en cualquier lugar, incluso
durante la angustia.
Me gustaba que Emmabelle Penrose fuera como esa flor.
Dulce pero viciosa. Multifacética.
—Dios mío, te has dejado llevar por tus emociones. Esa exhibición en el
interior fue un comportamiento puramente yanqui. Tu padre debe estar
revolcándose en su tumba. —Mamá se sumergió en el frío glacial del invierno
londinense, cubriéndose con un abrigo a cuadros blancos y negros.
Inhalé con fuerza mi cigarrillo, soltando un tren de humo hacia el cielo.
—Espero que se revuelque hasta el infierno, si es que no está ya allí.
—Devvie, por el amor de Dios —reprendió mamá, haciendo un ademán de
arreglar el cuello de mi chaqueta—. Siento que estés en esta situación, cariño.
—No es necesario. No había jugado en las manos de Edwin cuando estaba
vivo, y no voy a hacerlo ahora.
—Lo harás. En unos días, quizá semanas, cuando te calmes, te darás cuenta
de que casarte con Louisa es lo mejor para todos. Tú, Cece, los Butchart...
—Y, por supuesto, tú. —Sonreí sombríamente.
Parpadeó ante los antiguos edificios que teníamos delante, con un aspecto
abatido y triste.
—¿Es tan malo que piense que debería tener derecho a algo de mi propia
fortuna?
—No. —Lancé mi cigarrillo, viendo cómo caía por la alcantarilla—. Pero
deberías haberlo convencido de que no modificara el testamento.
—No tenía ni idea —murmuró, mirando fijamente lo que Belle llamaría “uñas
de culo fresco”. La madre de mi futuro bebé era bastante aficionada a
adjuntar la palabra culo a casi todo.
—¿Es así? —La observé con atención.
—Lo es.
Entonces se me ocurrió algo. Giré en su dirección, entrecerrando los ojos.
—Espera un momento. Ahora lo entiendo.
—¿Entiendes qué?
—Por qué Byron y Benedict me acosaron sobre Louisa toda la cena cuando
me presenté en el funeral de Edwin.
—Devvie, me gustaría que lo llamaras Pap-
—Por qué estaba allí. Por qué fue indulgente, comprensiva y flexible. Todos
ustedes sabían que me iban a arrinconar para casarme con ella, y jugaron
sus cartas.
—Por supuesto que lo sabía. —Mamá suspiró con cansancio, apoyándose
contra el edificio y cerrando los ojos. De repente parecía vieja. No era la misma
mujer glamurosa con la que había crecido—. Edwin me habló del testamento
después de ejecutarlo. No podía hacer nada al respecto. Nuestros fondos de
inversión habían disminuido en el transcurso de la última década, y todo lo
que nos quedaba -su colección de autos y sus propiedades- te lo legó a ti. Soy
esencialmente pobre. No puedes hacerme esto. No puedes no casarte con
Louisa.
Y entonces hizo algo terrible.
Algo que no podía soportar.
Se puso de rodillas, allí mismo, en la calle, con los ojos brillando como
diamantes en la noche.
Me miró, con el rostro desafiante y los hombros temblorosos.
Quería rebajarme a su nivel, estar allí mismo con ella, sacudirla y explicarle
que no podía hacerlo. No podía ser lo que mi padre quería que fuera. Nunca
pude.
—Lo siento, mamá —dije, y luego me alejé.

Dos noches más tarde, Sam y Cillian vinieron a visitarnos.


No me entretuve mucho porque A: no había nada de entretenido en esos dos
terribles coñazos. Y B: cuanto más tiempo estaba rodeado de gente, más me
sentía presionado a comportarme como la gente normal, ocultando mi
fogosidad, mis extrañas cavilaciones y mi claustrofobia.
Por ejemplo, siempre que visitaba Royal Pipelines utilizaba los ascensores.
Tenía que tomarme medio valium antes para tener valor, pero lo hacía.
O cuando estábamos en Badlands, tenía que pensar antes de hablar, sin
importar el tema, recordándome a mí mismo que tenía una persona que
mantener. Que era un mujeriego, un libertino, un hombre de ciertos gustos y
normas.
Nunca pude ser realmente yo mismo con mis compañeros, por lo que, aunque
me gustaban a nivel personal, nunca me abrí de verdad con ellos sobre mi
familia.
—El testamento es irrefutable. Lo he releído tantas veces como para que me
sangren los ojos. —gruñí en mi trago, sentado en mi estudio, frente a los dos
únicos hombres que conocía que podían librarse de problemas serios, aunque
de maneras muy diferentes.
Ahora tenía que hablarles de mi familia, aunque solo les diera la versión
CliffsNotes18.
—De repente, el hecho de que nunca nos hayas hablado de tu familia tiene
sentido. —Cillian se paró frente a mi ventana del piso al techo, con vista a la

18 Guía de estudios para estudiantes.


panorámica del río Charles y el horizonte de Boston—. Tus padres parecen
peores que los míos.
—Yo no iría tan lejos. —Sam dio un sorbo a su propia bebida, sentado frente
a mí en un sillón de diseño—. ¿Y qué pasa si las organizaciones benéficas,
digamos, deciden saltarse las grandes donaciones?
—El dinero y el patrimonio irán a parar a varios parientes, ninguno de los
cuales es mi familia inmediata. Francamente, todos los hombres de Whitehall
con los que me he cruzado son unos borrachos, unos brutos, o ambas cosas.
Por no mencionar que no quería estar en deuda con Sam Brennan de ninguna
manera. Todavía no había conseguido atraerme a los negocios con él, y quería
que siguiera siendo así.
—¿No hay primogenituras sobre cosas así? —preguntó Sam—. La propia
Corona debería concederle las tierras. Incluso mi culo simplón lo sabe.
—Vacíos legales —expliqué con amargura—. No soy un pariente real
inmediato, así que no todas las reglas se aplican a mí.
Solo los que eran del agrado de mi padre.
—Recuérdame por qué te opones a casarte con esa tal Lilian —Cillian meditó.
—Louisa —corregí, liando unos cigarrillos para mantener las manos
ocupadas—. Porque no me doblegaré ante las exigencias de mi padre, no en
vida y definitivamente no desde el más allá. Por no hablar de que hay un
acuerdo prenupcial prescrito que mi padre había puesto en marcha para
asegurarse de que, si alguna vez nos divorciábamos, ella se quedaría con todo.
—Incluso aceptas su demanda, él nunca lo sabrá —gruñó Sam en su
whisky—. Está, a todos los efectos, muerto.
—Yo lo sabría.
—El matrimonio adopta diferentes caras y formas. —Cillian se alejó de la
ventana hacia el armario de los licores, rebuscando entre mis
bebidas—. Podrías casarte con ella y seguir viendo a otras personas.
—¿Y hacerla miserable? —Me reí de forma grave.
Sam se encogió de hombros.
—Eso no es asunto tuyo.
—Soy incapaz de hacer sufrir a alguien innecesariamente. —Agarre un cubito
de hielo y lo hice rodar distraídamente sobre el borde de mi vaso.
—No incapaz, solo reacio —dijo Cillian—. Todos somos capaces de hacer lo
que sea necesario para sobrevivir.
—La cosa es que no necesito sobrevivir a esto. Mi madre y mi hermana
sí. —Dejo caer el cubo en mi vaso—. ¿Te casarías con alguien por dinero?
Sam se rio sardónicamente, con sus ojos grises brillando con maldad.
—Me habría casado con alguien por una tostada si lo hubiera necesitado, en
su día. Pero el universo proveyó, y elegí a mi novia porque la quería, no porque
la necesitaba.
Cillian hizo una mueca.
—Estamos hablando de mi hermana.
—No me lo recuerdes. —Sam apuró su whisky—. El hecho de que Ambrose
comparta una piscina genética con tu culo sin que yo le eche cloro todavía
me da urticaria.
—Peculiar. —Cillian hizo una mueca—. No recuerdo que venga de
generaciones de neurocirujanos y pilotos del ejército.
No tenía que preguntar si Cillian estaba dispuesto a casarse con alguien que
no amaba. Hizo exactamente eso hace unos años y terminó enamorándose de
la mujer.
Me froté los nudillos a lo largo de la mandíbula. Pensé en cómo reaccionaría
Emmabelle si le dijera que me iba a casar y me di cuenta de que
probablemente se reiría y preguntaría si tenía que llevar un sombrero elegante
para la boda.
No me esperes.
—Bueno, mi madre necesita el dinero urgentemente. Y a Cece le gustaría
divorciarse de su marido y empezar de cero, sospecho. Además, quiero que el
patrimonio permanezca en mi familia inmediata.
—Entonces, ¿qué hay que pensar? —Cillian sacó una botella de brandy de
una impresionante fila y se sirvió dos dedos—. Cásate con la mujer. Haz un
plan de fuga después.
—Es complicado —gruñí, pensando en el acuerdo prenupcial prescrito.
—Hazlo más sencillo para nosotros, Einstein —dijo Cillian.
—Quiero la herencia, no la mujer. —En realidad, no quería ninguna de las
dos cosas, pero había que mantener a mamá y a Cecilia.
—Como se ha establecido, no tienes que hacer la cucharita con ella por el
resto de tu puta vida. —Sam dejó caer su bebida y se puso de pie, terminando
con la conversación—. Solo pon un anillo en su maldito dedo. Puntos extra si
puedes dejarla embarazada, así tendrás alguien a quien dejarle la herencia.
—Tengo alguien a quien dejárselo. Mi hijo con Emmabelle.
Cillian lanzó una mirada de lástima detrás de su hombro desde el otro lado
de la habitación.
—¿Dejar un título a un bastardo? ¿De verdad?
Me levanté de golpe y mis piernas me llevaron hacia él antes de que supiera
lo que estaba pasando. Lo agarré por el cuello y lo estampé contra el armario
de los licores, gruñéndole en la cara.
—Llama a mi hijo no nacido bastardo una vez más y me aseguraré de que
necesites que te cambien todos tus malditos dientes.
Brennan se levantó de un salto. Puso su cuerpo entre nosotros, apartándonos
hacia las esquinas opuestas de la habitación.
—Tranquilo. Cillian tiene un punto. Tal vez la razón por la que te empeñas en
no casarte con Laura es porque tienes una erección por la mamá tu bebé.
—Louisa —grité.
—No, Belle. Hasta yo lo sé. Consigue un poco de gingko19, hombre. —Sam
negó con la cabeza.
—La otra mujer se llama Louisa.
Cillian dio un sorbo a su whisky, con aspecto despreocupado, mientras que
Sam dio un paso atrás, confiando en que no volveríamos a intentar matarnos.
Ambos me miraban fijamente.
—¿Qué? —pregunté, con los ojos entrecerrados hasta convertirse en
rendijas—. ¿Qué mierda estás mirando?
Cillian sonrió.
—Así es como empieza.
—¿Cómo empieza qué?
Él y Sam intercambiaron miradas divertidas.
—Ya se ha ido —observó Sam.
—Nunca tuvo una oportunidad —dijo Cillian, inclinando la cabeza.
—Pobre Livia —se rio Sam.
Esta vez, no los corregí.

19 Ginkgo biloba: Planta.


Catorce años
—Escoria —escupe papá en el suelo.
Oh, Dios. Mamá le va a pegar en la cabeza por eso.
Está tumbado en su sillón inclinado, catatónico, frente al televisor después de
una larga jornada de trabajo.
Mamá está en algún lugar de la casa, teniendo una crisis. No una grande, solo
un mini derrumbe. Ha sido un desastre durante... ¿cuánto tiempo? Desde que
la tía Tilda murió, hace más de un año. La tía Tilda la crió. Tuvieron una
diferencia de diez años entre ellas. La tía ayudó a criarnos también, así que
por supuesto estoy desanimada. Pero mamá... a veces es como si estuviera en
otro planeta.
—Papá, lenguaje. —Persephone jadea desde su lugar en la alfombra,
trabajando en su rompecabezas de dos mil piezas, con su apretada trenza
balanceada sobre uno de sus hombros. Parece tan sana. Ojalá pudiera ser ella.
—Lo siento, cariño. Me pongo nervioso cuando veo cosas así.
Levanto la vista de mis deberes, que estoy haciendo en el sofá. Es el canal de
noticias local y están hablando de un profesor de geografía al que han atrapado
teniendo una aventura con una alumna del instituto local para el que trabajaba.
Muestran su foto policial. No puede tener menos de cincuenta y cinco años.
—La gente como él debería pudrirse en el infierno. —Papá se levanta y empieza
a dar patadas en la sala de estar.
Me digo a mí misma que no es para tanto.
Que no tiene nada que ver conmigo y con el entrenador Locken.
Además, ¿en qué demonios estoy pensando? El entrenador y yo no nos hemos
besado, abrazado o tocado de forma inapropiada. Él me ayuda con mi rodilla
mala y los músculos cortos del muslo. No es su culpa que esté rota.
Y seamos realistas, no es que el estado de ánimo de papá se deba a esta
noticia. Ha estado muy preocupado por mamá, tratando de convencerla de que
vaya a terapia. Pero mamá dice que todos están alimentados, limpios, y que la
casa está en óptimas condiciones. Lo cual es cierto. Es una gran madre, incluso
cuando está triste.
—Espero que sepan que deben decírselo a papá si alguna vez ocurre algo así.
—Papá señala la televisión.
—Sí, papá —decimos Persy y yo al unísono.
Más tarde, esa misma noche, recibo un mensaje de texto del entrenador
Locken. No es extraño recibir mensajes suyos. A veces hay que cambiar el
horario de los entrenamientos o cambiarlos de lugar debido a las condiciones
meteorológicas.
Solo que, por primera vez, el texto no es enviado en el grupo de campo con todos
los demás corredores. Se me envía directamente a mí.
Entrenador Locken: cambio de horario en el entrenamiento de la
mañana. Reúnase en la entrada de la reserva de Castle Rock a las siete.
No llegue tarde.
Las semanas pasan como las páginas de un buen libro.
Los únicos signos externos de que estaba embarazada eran los violentos
ataques de náuseas matutinas con los que me despertaba cada día, junto con
las visitas semanales al doctor Bjorn, en las que veíamos cómo el bebé
Whitehall (o Mr. Bean, como le gustaba llamarlo a Devon) crecía
agradablemente en mi vientre extrañamente formado y poliquístico, sin
importarle en absoluto el entorno hostil en el que se encontraba.
Una chica de verdad.
Devon me acompañaba a todas mis citas sin falta. Siempre llevaba algo para
mí. Un pastelito recién horneado y una botella de agua, ositos de goma con
vitaminas o caramelos de jengibre. Nunca faltó a nuestras llamadas
semanales, en las que hacíamos planes sobre lo que iba a pasar después de
tener el bebé.
—Quiero que tenga una habitación grande —le dije una vez.
—Todo tu apartamento no se puede considerar una habitación
mediana —dijo, cerebral como siempre—. Podrías mudarte a mi edificio.
Me encogí. No porque no quisiera estar cerca de él, sino porque ya me veía
dando puñetazos a todas mis paredes cada vez que le pillara escabulléndose
a casa con alguna de sus ligues. —No, encontraré otro lugar.
—¿Sweven?
—¿Sí?
—Háblame de un animal raro.
Lo hemos hecho mucho últimamente. Hablábamos de cosas extrañas. Era
trágico que, además de ser terriblemente guapo, Devon fuera también
extravagante y adorablemente torpe. No era para nada el imbécil engreído que
me imaginaba cuando nos conocimos.
Me había desplomado contra la almohada, metiendo la mano bajo la cabeza
y mirando al techo, sonriendo.
—¿Has visto alguna vez un casuario del sur?
—Negativo —Pude escuchar la sonrisa en su cara. Hizo que me doliera el
pecho.
Había cerrado los ojos, tragando con fuerza.
—Es un pájaro australiano. Parece una Karen que pide hablar con el
supervisor después de descubrir que su café con leche sin grasa tenía dos
bombas de jarabe de vainilla normal en lugar del sin azúcar.
Balbuceó, encantado.
—Lo estoy buscando en Google ahora mismo. Oh, Dios. No te equivocas. Esa
cara...
—Tu turno.
Lo pensó, y luego dijo:
—Siempre pensé que las ratas topo desnudas parecían penes arrugados. De
los mal equipados, debo añadir.
Me reí tanto que me oriné un poco en mi ropa interior.
Después se hizo el silencio.
—¿Aún no debo esperarte, Belle?
Mi cuerpo se sentía pesado y lleno de dolor, pero no lloré. Nunca había llorado
por un hombre.
—No —había dicho en voz baja.
Y eso fue todo.

A medida que pasaba el tiempo, también lo hacía mi miedo a ser brutalmente


asesinada por mi/s acosador/es. No había tenido noticias de ellos (¿de él?)
en semanas, a pesar de que comprobaba mis cartas, miraba a mi alrededor y
llevaba mi pistola a todas partes. Además, Simón, al que me refería como Si
solo para irritarlo, se había encargado de seguirme a todas partes,
concretamente cuando estaba en Madame Mayhem. Leí entre líneas que su
trabajo no era ayudar con el club, sino ayudar a mantenerme viva.
Sorprendentemente, no me molestó demasiado. Era una mujer
independiente, sí, pero tampoco era una completa idiota. Agradecía cualquier
ayuda que pudiera recibir para mantenerme a salvo hasta que averiguara
más sobre quién me perseguía.
Devon me apoyó en más de un sentido. Me acompañó en todos mis caprichos
y peticiones.
Cuando le dije que no quería saber el sexo de nuestro bebé, no protestó ni
una sola vez, aunque sabía que era el tipo de hombre al que le gustaba saberlo
todo, sobre todo.
Hasta que un día, cuando vino a recogerme para nuestra reunión semanal
con el ginecólogo, llegó tres minutos tarde. Esto era nuevo. Normalmente era
a él a quien hacía esperar uno o dos minutos mientras yo me organizaba
arriba.
Subí al taxi y le sonreí. Me devolvió la sonrisa, con un aspecto un poco...
apagado. Como si una capa de hielo hubiera cubierto su cara.
—Ayer pensé en otro animal raro, después de que habláramos —dije,
abrochando el cinturón.
—Comparte. —Se sentó, enarcando una ceja interesada.
—Cigüeña marabú. Parece que tienen un saco de bolas empapado bajo el
pico.
Se rio, y fue entonces cuando me fijé en ellos.
Los débiles arañazos rosados en su cuello.
Mis entrañas se volvieron locas. La debilidad hizo que mis rodillas se agitaran.
Tuve que respirar por la nariz y apoyarme en la puerta.
—Veo que has estado ocupado —Entrecerré los ojos en su cuello.
—Siempre estoy ocupado, cariño. Se llama ser un adulto. Deberías probarlo
alguna vez —Pero tuvo el valor -la audacia, en realidad- de ponerse un poco
rosa.
—Menos mal que uno de nosotros va a recibir algo, aunque no sea yo.
Tenía que callarme. No tenía absolutamente ningún derecho a hacerle esto,
después de haberle predicado que no éramos una pareja.
Se reacomodó el cuello de la camisa, pareciendo incómodo, lo que empeoró
las cosas. Ni siquiera fue un imbécil al respecto, así que no pude lanzar un
ataque apropiado.
—Cuéntamelo todo —exigí.
—No —dijo, estrechando los ojos hacia mí.
—Hazlo ahora, Devon. Quiero oírlo. —Crucé los brazos sobre el pecho, sin
saber por qué le estaba haciendo esto. A mí misma. Pero la respuesta era
clara: quería que me doliera. Quería castigarme por haberme importado una
mierda en primer lugar. Su boca se aplanó en una línea sombría antes de
hablar.
—Ayer tuve una oportunidad inesperada de dos horas. Una vieja amiga
estaba en Boston para una conferencia médica. Fuimos a cenar a su hotel.
—Déjame adivinar, ¿y terminaste quedándote para el postre? —Sonreí con
malicia.
Su cara estaba en blanco. No respondía. Iba a romper a llorar. O tal vez solo
estallar y punto. Tal vez mi piel se desgarraría. Tal vez se derramaría una
sustancia verde y celosa. Quizá recordaría por fin lo que parecía haber
olvidado últimamente: que los hombres son criaturas horribles diseñadas
para hacerte daño.
—Te acostaste con ella —Lo dije como una afirmación, esperando que lo
negara o que dijera que la besó y que no se sintió bien, así que se fue. O que
prometiera que no volvería a suceder, porque ni siquiera lo disfrutó, que era
yo en quien había pensado todo el tiempo.
Pero él simplemente dijo:
—Sí.
El taxista se removió en su asiento con incomodidad, incómodo ante la
perspectiva de que su auto se convirtiera en la escena del crimen cuando yo
asesinara a Devon. Pobrecito. Iba a darle el doble de propina.
—¿Te la ha chupado? —pregunté en un tono comercial.
El taxista se atragantó con su saliva.
Devon se rascó una pelusa invisible en su elegante traje, con aspecto aburrido
y cerrado.
—Sweven...
—No me llames así, imbécil. Ni siquiera te atrevas a usar mi apodo ahora
mismo.
—Tengo la sospecha de que volverás de la neblina de celos en la que estás
envuelta ahora mismo en unos momentos y te arrepentirás de esto.
Cambiemos de tema —dijo Devon con seguridad. No se equivocaba. Lo que
me hizo enloquecer aún más.
—No hasta que me respondas. ¿Te. La. Ha. Chupado?
Sus pálidos ojos se encontraron con los míos con sobriedad.
—Sí.
—¿Y lo disfrutaste?
—Sí.
Me reí a carcajadas. El mundo se desequilibró a mi alrededor. Iba a enfermar.
—Dijiste que no te esperara. Dos veces, de hecho. La lógica dicta que no tienes
autoridad ni derecho a mis afectos.
Sus afectos. Mi culo tuvo que ir a meterse con el único imbécil de Boston que
hablaba como un desertor de novelas de Jane Austen.
—Que se joda con tu lógica —dije.
—Con mucho gusto. Pero no va a ser lo único que voy a joder.
—Tu teléfono está sonando —dije secamente.
Sacó su teléfono, frunciendo el ceño ante la pantalla.
Tiffany.
Envió la llamada al buzón de voz.
Tiffany volvió a llamar. Apretó los labios en una fina línea, enviándola al
buzón de voz, otra vez.
El taxi se detuvo en la clínica de mi ginecólogo. Le di una propina de cincuenta
dólares y salí corriendo, con Devon en el talón. Su teléfono volvió a parpadear
en su mano. Esta vez la pantalla decía que era Tracey quien llamaba.
Empecé a subir las escaleras hasta la clínica del tercer piso sin darme cuenta
de lo que hacía, sabiendo que Devon no usaba ascensores y sin querer
separarme.
—¿Solo follas con mujeres cuyo nombre empieza por T? —pregunté
cordialmente.
—Tracy es un socio de la firma.
—Apuesto a que también te la has tirado.
—Tiene sesenta años.
—Y tú también. —¿En serio? Tenía la madurez mental de una magdalena.
Me dirigió otra mirada lastimera antes de llegar a la puerta de la clínica.
Esto, me recordé a mí misma, era una valiosa lección. Algo bueno. En todo
caso, la última media hora fue la prueba de que tenía razón, como siempre.
Ese Devon seguía siendo un hombre, seguía siendo incapaz de mantener sus
trastos en los pantalones, y seguía siendo un gran peligro para mí.
Por supuesto, era agradable, más civilizado que los hombres que había
conocido a lo largo de los años, y muy educado. Pero un hombre, al fin y al
cabo.
Devon me agarró del brazo, haciéndome girar y empujándome contra la
puerta, acorralándome. Lo miré, sintiendo su cuerpo por todas partes y
deseándolo y odiándolo y amándolo. Todo al mismo tiempo.
—¡Déjame en paz! —gruñí.
—Ni en mil años, cariño. Ahora dime, ¿no has estado con nadie desde que
empezamos a salir de nuevo?
No lo había hecho. Antes de quedarme embarazada, quería limitar mis
encuentros sexuales a Devon para asegurarme de que sería el padre de mi
hijo. Y después, simplemente no podía verme saltando en la cama con alguien
al azar cuando tenía un niño dentro de mí.
Pensé en decirle que tenía sexo todo el tiempo. Era lo más obvio para Belle.
Pero cuando mi boca se abrió, no pude hacerlo.
Tenía una manera de sacarme la verdad, incluso cuando la verdad apestaba.
—No —admití. Luego añadí más fuerte—: No he estado con nadie desde ti.
Un gruñido salió de sus hermosos labios y cerró los ojos brevemente. Cuando
los abrió de nuevo, había fuego detrás de él.
—Podría besarte, Emmabelle Penrose.
Me obligué a sonreír, empujando la puerta para abrirla, justo cuando Tiffany
le llamó de nuevo.
—No, Devon Whitehall.

Un día, mientras acunaba mi vientre plano de tres meses de embarazo,


mirando las filas de bolsas de pañales y sillas de auto para bebés en buybuy
Baby mientras sorbía un deplorable zumo verde, me fijé en una mujer de
aspecto angustiado y muy embarazada que se derrumbaba en la caja
registradora.
Se dobló en dos, con las manos apoyadas en la cinta transportadora, con una
montaña de artículos esenciales para el bebé delante de ella. Una bolsa de
pañales, paños para eructar y baberos. Cosas que cualquier madre primeriza
necesita para sobrevivir al loco viaje llamado maternidad. Al principio pensé
que se iba a poner de parto. Oh, mierda. Voy a dejar de salir de casa en cuanto
llegue a la semana treinta y ocho, pensé. Con mi suerte, iba a romper aguas
en un ascensor lleno de gente. Y entonces, de alguna manera, nos
quedaríamos atrapados allí.
La barriga de la mujer había llegado a un punto de inflexión, en el que su
ombligo estaba casi orientado hacia abajo y asomaba a través de la tela de su
camisa. Las lágrimas corrían por su rostro, lastradas por los grumos de rímel.
—Lo siento. Lo siento. No sé qué me pasó. —Utilizó el dorso de la manga para
limpiarse los mocos del rostro—. Llevaré algo de vuelta. Solo dame un
segundo.
—Tómate tu tiempo, cariño. —La cajera parecía dispuesta a enterrarse bajo
las baldosas, estaba tan incómoda.
—Bueno... supongo que podría prescindir de los paños para eructar. Las
camisas viejas servirán igual de bien, ¿no?
Volví a poner la pomada para pezones que había sacado en la estantería y me
apresuré a acercarme a la cajera, sacando mi tarjeta de crédito de la cartera
y dándole un golpe en el mostrador.
—No. No devuelvas nada. Yo pago.
La mujer embarazada me miró miserablemente. Se frotaba el vientre, como si
estuviera consolando a su bebé. Ahora que la miraba de cerca, no podía tener
más de diecinueve años. Tenía el rostro fresco y las mejillas sonrosadas.
Quería llorar con ella. Qué situación para estar en ella.
—Ni siquiera sé por qué he venido aquí —dijo, con la barbilla moviéndose.
—Viniste a buscar cosas para tu bebé. —Las yemas de mis dedos tocaron
suavemente la parte posterior de su brazo—. Como debe ser. No te preocupes.
Vas a salir de aquí con todos los suministros que necesitas.
—¿Estás... estás segura? —Hizo una mueca de dolor.
—Positivo, amiga.
Una sonrisa tímida se dibujó en sus labios. Llevaba unos leggings agujereados
y una camiseta que se ceñía a su vientre como si fuera una envoltura de
plástico. Deseé poder regalarle alguno de los vestidos de maternidad que
había comprado con el escandaloso presupuesto que Devon había vertido en
mi cuenta cada mes. Yo aún no necesitaba el mío. Mi vientre era plano pero
duro.
—Gracias. —Ella resopló—. Mi novio fue despedido hace unos meses, y
todavía no ha encontrado un trabajo. Realmente nos jodió.
—Mierda, lo siento. —Arranqué una tarjeta de regalo del estante junto a la
cajera y la señalé—. ¿Qué clase de empleador le hace eso a alguien? Por favor,
ponga dos mil dólares en esto.
Necesitaba saber que esta chica tenía un flujo constante de pañales y ropa de
bebé hasta que su novio encontrara un nuevo trabajo. De lo contrario, no iba
a dormir por la noche.
Como reacción, lloró aún más fuerte, esta vez de alivio. Luego habló, con un
discurso plagado de hipo y mocos.
—Sí. Ha sido una mierda. Contábamos con ese empleo. Realmente lo
cambió... ser despedido. Últimamente, ha estado perdiendo los estribos. Está
nervioso por la factura del hospital, pero ¿qué se supone que debo hacer?
¿Tener el bebé en el baño? —Sus cejas se juntaron con rabia—. Él es el que
dijo que estábamos siendo lo suficientemente cuidadosos. Lo cual, por
supuesto, era una mierda. Si hubiéramos tenido cuidado, no estaríamos
embarazados.
—Se necesitan dos para bailar un tango —Y tres para crear un culebrón, pensé
amargamente, recordando a Tiffany.
—¿Verdad? —Sus ojos se abrieron de par en par—. Al menos he encontrado
un trabajo en la tienda de segunda mano local. Él apenas sale de casa estos
días. Solo bebe y ve la televisión y... mierda, lo siento. —Sus mejillas se
tiñeron de rojo. Agachó la cabeza, sacudiéndola—. No es tu problema,
obviamente. Eres demasiado amable.
—Amiga, me desahogo con cualquiera que esté dispuesto a escuchar, así que
no te lo pienses dos veces. Mi agente de seguros conoce los resultados de mis
análisis de sangre, y la señora del supermercado de enfrente de mi
apartamento es mi terapeuta a regañadientes. —Le entregué las bolsas llenas
de cosas que necesitaba, junto con mi tarjeta de visita—. Llama si necesitas
algo, si es algo para el bebé o simplemente un hombro para llorar.
Lo tomó todo con gratitud, sus ojos se aferraron a mí.
—Esto debe ser una señal de que las cosas están mejorando. Hace media
hora, mi novio me preguntó de repente si quería venir aquí. Nunca me lleva a
ningún sitio. Esto es tan del destino.
—El destino es como un acosador. Tiene sus maneras de encontrarte —Le
guiñé un ojo.
Veinte minutos y cinco compras dudosas más tarde (¿realmente necesitaba
un body de mopa para bebés y un abanico para el trasero?), me dirigí desde
buybuy Baby a mi auto, balanceando las bolsas en mis manos, contemplando
cuántas bolas de helado iba a regalarme a mí y al bebé Whitehall.
Tres, decidí. Una para mí, otra para ella y otra para mí, porque mamá no
había tenido sexo en mucho tiempo y necesitaba un estímulo para su estado
de ánimo.
Cuando abrí el maletero -con mi novedosa matrícula BURSQGRL- para tirar
las bolsas, me di cuenta de que mi auto parecía... diferente. Miré hacia abajo
y solté un pequeño grito, retrocediendo a trompicones.
Mis cuatro neumáticos habían sido pinchados.
Cerré el maletero de golpe y miré a mi alrededor, tratando de ver quién más
estaba en el estacionamiento. Era posible que el imbécil que había hecho esto
estuviera todavía por aquí para desvariar en mi miseria.
Un auto tocó la bocina en la distancia del estacionamiento. Con el corazón
acelerado, giré la cabeza en su dirección. Un Camaro rojo de 1996,
destartalado, pasaba con las ventanillas bajadas y el brazo del conductor
extendido. Reconocí inmediatamente a la mujer que ocupaba el asiento del
copiloto: era la chica angustiada a la que había ayudado hace treinta minutos
en el cajero. Miraba fijamente su regazo, con lágrimas frescas rodando por
sus mejillas.
Pero el hombre en el asiento del conductor fue el que me dejó sin aliento...
Frank.
Como el hombre que había despedido hace meses.
El amargado, violento y acosador sexual con el que llegué a las manos.
Una pieza del rompecabezas encajó.
Frank.
Era el desgraciado que fue por mí.
También tenía una novia embarazada de la que no sabía cuándo le despedí.
Ni que decir tiene que cuando lo atrapé con la mano entre las piernas de la
bailarina de burlesque, lo primero que me vino a la cabeza no fue, seguro que
este tipo es un gran hombre de familia que está a punto de ser padre.
¿Y ahora? Ahora estaba en bancarrota y en un gran problema.
Pero yo también.
Porque me quería muerta.
Frank me lanzó una mirada de desprecio y me miró de reojo mientras salía a
toda velocidad del estacionamiento.
Pensé en perseguirlo, pero no quería ponerme a mí ni a su novia en peligro.
Sin embargo, iba a lidiar con esto. Ahora que sabía quién era.
Saqué mi teléfono del bolso y llamé a Devon. Sentía las manos frías y
temblorosas, y me costó varios intentos encontrar su nombre en mis
contactos.
Era la primera vez que le llamaba para algo que no era nuestra reunión
semanal programada. Un incumplimiento de contrato, si se quiere.
También fue la primera vez que lo llamé voluntariamente desde que me enteré
de que estaba acostándose con Tiffany. Y sí, las cursivas eran necesarias.
Contestó al primer timbre.
—¿Está bien el bebé?
Tome aire, mi suministro de oxígeno disminuyó cuando la implicación de lo
que acababa de descubrir me golpeó. Mierda, mierda, mierda. Frank había
sido el encargado de enviarme una serie de pistas y amenazas, y ésta era la
última. ¿Siquiera sabía dónde vivía? No, no lo sabía. Después de enviarle el
último cheque, fue devuelto a Madame Mayhem. Debe haberse mudado
después de que envié a los periodistas a acosarlo.
—El bebé está bien —Creo.
—¿Qué está pasando? —Devon sonaba sinceramente alarmado.
—Yo... alguien pinchó mis neumáticos. Necesito que me lleven.
Y un trago.
Y un hombro para llorar.
Un casi-príncipe elegante y exasperante para mejorar todo.
No necesariamente en ese orden.
—¿Por qué alguien haría eso? —preguntó.
No le estaba contando lo que me pasaba. Al diablo con eso. Me encerraría en
una torre y no me dejaría ver la luz del día.
—No lo sé, ¿punks?
—¿Dónde estás?
—Buybuy Baby.
—El lugar es conocido por la gran actividad delictiva que lo rodea —dijo con
impaciencia, volviendo a hacer que me sintiera como un niño—. Envíame la
dirección. Voy para allá.
—Uh, hmm... —Estaba haciendo gala de mi magnífica elocuencia.
—¿Qué? —preguntó, intuyendo que había algo más.
Volví a mirar a mi alrededor. Nadie me prometió que Frank no iba a volver
después de dejar a su novia para meterme una bala en la cabeza.
—¿Podemos... hablar por teléfono hasta que llegues?
—Sweven —suspiró, su gélida conducta se derritió un poco—, por supuesto.
Me alegré tanto de escuchar mi apodo que podría llorar.
Se quedó al teléfono conmigo. Preguntándome sobre mis compras (no le
impresionó el body de mopa) y sobre qué espectáculo de burlesque aparecía
en Madame Mayhem estos días (Suicide Girls Blackheart), tratando de alejar
mi mente de lo que me había pasado.
En honor a Devon, lo dejó todo y apareció quince minutos después,
estacionando su Bentley en doble fila y cerrándolo de golpe mientras se
abalanzaba sobre mí.
—¿Estás bien? —Me tomo en brazos y enterró mi cabeza en su hombro,
envolviéndome en un abrazo que me calaba los huesos. Por una razón que
desconocía, empecé a llorar inmediatamente sobre su traje Tom Ford,
manchándolo con mi base de maquillaje y mi sombra de ojos de colores. Hacía
mucho tiempo que no lloraba. Esto no era propio de mí.
Devon me masajeó el cuello en círculos, dejando caer suaves besos en la
coronilla de mi cabeza.
—¿Por qué alguien haría algo así, Belle?
—Yo... yo... no sé —dije con hipo.
Pero lo sabía.
Peor aún, no iba a llamar a la policía para denunciar a Frank. Incluso si él
era el responsable de la carta y del hombre que me acosó todos esos meses
atrás, lo cual tenía pruebas de que era el caso. Los otros dos hombres
parecían diferentes, y ninguno de ellos parecía estar relacionado con Frank.
La verdad es que Frank había estado en silencio total durante meses. Ahora
sabía que él estaba detrás de todas esas cosas. Seguramente, no era tan
estúpido como para continuar. Tal vez era su último hurra antes de dejarlo
ir. Además, ya tenía suficientes problemas entre manos. Necesitaba encontrar
otro trabajo y mantener a su creciente familia. Con suerte, uno en el que se
mantuviera alejado de las mujeres.
—Pensé que algo estaba mal contigo. Físicamente. —Oí la voz de Devon a
través de la nube de autocompasión y adrenalina que me rodeaba. Me guio
suavemente al asiento del copiloto y cerró la puerta.
Me abroché el cinturón de seguridad y miré por la ventanilla, trabando la
mandíbula para que no me temblara el mentón.
—Me alegro de que hayas llamado —añadió Devon.
Sobre eso...
¿Por qué lo llamé a él y no a Persy, o a Sailor, o a Aisling, o a Ross? Incluso
mis padres habrían hecho el viaje a la ciudad para recogerme. Entre la lista
de personas que podían venir a ayudarme, Devon era la más ocupada y la
persona a la que menos me acercaba.
Sin embargo, lo elegí para salvarme.
—¿Dónde debo llevarte? —preguntó Devon.
—Mi apartamento.
—¿No al de Persy?
—No.
Estaba demasiado herida, demasiado cruda para ver a Pers desfilando con su
familia perfecta, con un marido perfecto que la adoraba y sus hijos perfectos
que la miraban con asombro y admiración.
Devon pisó el acelerador, percibiendo que no estaba súper habladora.
—Seguro que fue un niño tonto —le dije, dándome cuenta de lo que debía
parecer desde su punto de vista.
—¿Como el chico tonto que te siguió en Boston Common? —Devon apretó el
volante hasta dejar los nudillos blancos.
—¿Quién te lo ha dicho? —Giré la cabeza para mirarle.
—Alguien que se preocupa por tu seguridad.
—Un chismoso —contradije.
—Puedes llamarlos como quieras. Todavía no has respondido a mi pregunta.
—Mi respuesta es que estamos en el siglo XXI y las mujeres pueden valerse
por sí mismas. Podemos ocuparnos de nuestro propio bienestar, incluso -
intenta no escandalizarte- ¡votar!
—Si decides ignorar a un acosador, tal vez tú, específicamente, no deberías
tener derecho a votar.
Técnicamente tres hombres diferentes. Pero ahora no era el momento de sacar
ese tema.
—Llevo un arma conmigo a todas partes.
—¿Se supone que eso me hace sentir mejor? —preguntó Devon lentamente,
con sarcasmo, para resaltar lo tonta que sonaba—. Esto no es el Salvaje
Oeste, Emmabelle. No puedes disparar a la gente a discreción en la calle si
crees que te están acosando. Tienes que ir a la policía.
Era la primera vez que lo veía remotamente enfadado, y era tan fascinante.
Por un segundo, me olvidé de mis problemas.
Incliné la cabeza, observándolo atentamente.
—Tengo un secreto —susurré—. No trabajo para hacerte feliz, Devon.
Me dirigió una mirada que hizo que mi alma se encogiera en sí misma. La
mirada que me decía que se estaba cansando seriamente de mí, y no podía
culparlo. Yo era horrible con él. Le tenía un miedo tan trágico que lo alejaba
constantemente.
—Todo lo que digo es que tengo esto —murmuré, examinando mis coloridas
y puntiagudas uñas.
—¿Por eso me llamaste? —dijo—. ¿Porque tienes esto?
Nuestra primera pelea. Es increíble. ¿Cómo podía explicarle que no me
gustaba que la gente se metiera en mis asuntos? ¿En mi vida? ¿Que no podía
confiar en los demás?
—Mi error. La próxima vez, llamaré a otra persona.
—No, no lo harás. Soy la única persona capaz de lidiar con tu marca de
mierda por más de una noche.
Estaciono frente a mi edificio de apartamentos, se bajó, rodeó el auto y me
abrió la puerta, haciéndolo todo con una cara que daba a entender que iba a
cortarme en trozos del tamaño de una gamba y alimentar a los tiburones.
—Gracias por el paseo. Has sido un compañero encantador. —Salí del auto y
me dirigí a la entrada, sintiéndome como un niño que se ha portado mal y al
que han metido en su habitación para pasar el rato.
Me siguió sin decir palabra. Sabía que no debía enviarlo lejos. En primer
lugar, no quería estar sola en este momento. Y, en segundo lugar, fui yo quien
lo llamó.
Cuando llegamos a mi apartamento (escaleras de nuevo, whoopy-woo), Devon
desapareció en mi dormitorio para hablar con Joanne por teléfono. Le pidió
que hiciera los arreglos para que mi auto fuera remolcado. También le pidió
que le pusiera al teléfono a Simon. Ah, el bueno de Si, el guardaespaldas que
fingía hacer mierdas que nadie necesitaba hacer en el club, como archivar o
clasificar cajas en el contenedor de reciclaje diferente.
El hecho de que una vez saltara sobre mí para defenderme cuando a Ross se
le cayó accidentalmente una caja de cerveza fue un indicio claro.
—...no es por lo que te pago. Mejora, o me aseguraré de que tu próximo trabajo
sea un McJob.
Se produce un breve silencio.
—¡Entonces hazlo mejor! —Devon rugió.
Cuando volvió al salón, sus ojos se posaron en mí. Parecía un águila que se
fijara en su presa.
—Estás temblando y sudando.
—No, no lo estoy —El hecho de que me castañearan los dientes mientras lo
decía no ayudaba a mi caso. Maldita sea. Solo era Frank. Podía derribarlo si
lo necesitaba, ¿no?
No es así. Tienes que dejar de ser una cobarde e ir a la policía. ¿Y qué si su
novia está embarazada? Tú no eres la que la dejó embarazada.
—Ven. Te prepararé un baño —Se acercó y me ofreció su mano. Sin embargo,
la risa fácil y los modales amables que normalmente rezumaban de él habían
desaparecido. Ahora que lo pensaba, había desaparecido todo el día, desde el
momento en que contestó al teléfono y luego cuando me recogió.
Horrorosamente, me di cuenta de que Devon había dejado de coquetear
conmigo.
Había renunciado a mí. A nosotros.
Bien. Eso era exactamente lo que quería. Estaba feliz de que hubiera
terminado de hacer una mierda incómoda.
Cuando me quedé plantada en el sofá, me levantó y me llevó al baño.
—Odio cuando estás siendo perfecto —gemí.
—Lo mismo digo, cariño. Especialmente cuando se desperdicia en ti.
Me sentó en el asiento del inodoro cerrado y me preparó un baño caliente,
subiéndose las mangas hasta el codo y dejando al descubierto sus antebrazos
de Moisés de Miguel Ángel.
Oof. He echado de menos el sexo.
Mis entrañas se retorcían con calor, la tensión crecía en mi interior.
¿Qué era la vida sin sexo? Solo el trabajo y los impuestos y una buena dosis
de lavado de platos.
Era tan injusto que no quería tener relaciones sexuales con nadie que no
fuera el padre de mi hijo mientras durara mi embarazo.
Ni siquiera podía racionalizar esta decisión. Tal vez me quedaba algo de
tradicionalismo en el cuerpo, residuo de haber compartido techo con Persy
durante la mayor parte de mi vida.
Mis ojos siguieron cada movimiento de sus brazos fuertes mientras dejaba
caer una bomba de baño en la bañera.
—Entonces, ¿te has acostado con alguien interesante últimamente? —Me
moví en el asiento del inodoro, mirando sus fuertes y largos dedos.
¿Me estaba... excitando ahora mismo? La fricción de la superficie debajo de
mí hizo que mis pezones se fruncieran. Me quité la ropa, prenda por prenda,
mientras Devon torcía la cara como si algo oliera horrible en la habitación.
—Pensé que habías terminado de torturarte.
—Vamos —Me reí, tirando mi blusa al suelo. Aunque todavía no se me notaba,
mis pechos ya eran pesados y venosos. Mucho más grandes de lo que
recordaba—. Sé que sigues teniendo sexo con otras personas. Déjame vivir a
través de ti. He olvidado lo que se siente.
Secamente, dijo:
—Tienes suficiente experiencia para toda la Costa Este, querida. Toma un
poco de gingko y usa el poder de tu imaginación.
—Recuérdame, ¿qué haces una vez que los dos están en la cama? Lo
olvidé —ronroneé, ignorando su molestia.
Me miró como si estuviera loca. Y en ese momento lo estaba.
—No has estado bebiendo, ¿verdad? —preguntó preocupado.
Me reí.
—No. Solo estoy... tierna en los bordes.
—Suena como un código para desquiciado.
—Vamos... —Sonreí—, ...estoy tratando de ser cordial.
—Me he dado cuenta. Llevamos cerca de ocho minutos en la misma
habitación y aún no has intentado apuñalarme.
Cerró el grifo y se levantó, haciéndose a un lado.
—Deja que te ayude a entrar.
—Tú también puedes acompañarme, si te apetece. —Intenté una seducción a
medias, demasiado excitada para permitirme el lujo de mi orgullo.
Me ignoró por completo, llevándome por la espalda a la bañera.
Puse los ojos en blanco.
—¿Eso es un no?
—Me dijiste específicamente -y en repetidas ocasiones- que dejara de
intentarlo contigo —me recordó secamente.
—¡Bueno, tal vez he cambiado de opinión!
Jesús, ¿no podría una chica hacer una declaración definitiva y luego cambiar
de opinión por calentura? Y decían que Estados Unidos era el país más libre
del mundo.
—¿Por qué no entras y lo discutimos cuando te hayas calmado? —sugirió
Devon.
—¡Ya me he calmado! —protesté con un chillido, golpeando mis propios
muslos como un niño pequeño.
—Evidentemente —dijo con tono inexpresivo.
Finalmente, entré en la bañera y bajé mi cuerpo en ella. Cerrando los ojos,
sentí el calor del agua y el cosquilleo del jabón pegado a mi cuerpo.
El aroma a fresa y cítricos se acentuaba con la humedad de la habitación.
Detrás de mí, Devon se sentó en el borde de la bañera y empezó a masajearme
los hombros.
—Estás caliente —afirmó. Sus dedos me hicieron cosquillas en los mechones
que se escapaban de mi moño alto. Se deslizaron más abajo, hacia mis
pechos, evitando el territorio sensible, pero patinando más cerca.
—Caliente —repetí con una risita—. Eres tan viejo.
—Estás muy embarazada.
—¿Qué significa eso?
—Tienes antojos. Necesidades —explicó Devon.
—Sí —admití con un suspiro, momentáneamente desarmada por el masaje y
el baño de burbujas y por saber que estaba a salvo con él.
—¿Qué te impide acostarte con alguien? —preguntó, letalmente indiferente.
—Uh, ¿el hecho de que estoy embarazada?
—No va a dañar al bebé. El mismo doctor Bjorn nos lo dijo.
Sí, el doctor Bjorn, que embarcaba a Bellon (Belle + Devon), nos recordaba
constantemente que podíamos y, de hecho, debíamos follar.
—No quiero compartir mi cuerpo con nadie más.
—¿Nadie? —preguntó con falsa inocencia, sus dedos seguros bajando hacia
mis pesados y sensibles pechos.
—Ya has dejado tu huella en mí para los próximos meses. —Le lancé perlas
de jabón a la cara burlonamente—. No se sentiría tan escandaloso si nos
metiéramos en la cama juntos.
Los dedos de Devon se deslizaron hasta mi nuca, trazando deliciosos y lentos
círculos.
—Hagamos un trato: responderás a unas cuantas preguntas y, si me
satisfacen tus respuestas, te daré un alivio.
—Bonito ego grandioso el que tienes ahí. Todavía tengo vibradores,
sabes —gemí.
Pero tenía razón. Todo mi cuerpo estaba en llamas. Quería agarrar su cuello
y tirar de él hacia abajo conmigo.
—Está bien necesitar a alguien a veces —susurró Devon, el aire caliente de
su boca patinando sobre la concha de mi oreja. Estaba tan cerca que podía
sentir el calor de su cuerpo contra el mío. Se me erizaron todos los vellos del
cuerpo. Me dolían los pezones y mis muslos se frotaban bajo el agua.
Estuve a punto de deslizar una mano entre ellos y hacer el trabajo yo misma.
Me giré para mirarlo, nuestros ojos se encontraron. Azul sobre azul. Los
suyos, cristalinos como el cielo de la mañana. Los míos, de un tono mucho
más oscuro, salpicados de púrpura alrededor del iris.
—Nunca está bien necesitar a nadie —gruñí.
—Esa es una manera terrible de existir, Sweven. Siempre estaré ahí para ti.
Llueva o haga sol.
—¿Cuántas preguntas? —Suspire.
—Eso depende totalmente de tus respuestas.
Asentí con la cabeza.
—Pregunta número uno. ¿Por qué no me dijiste que un hombre te acosaba
en Boston Common hace tantos meses? —Devon me agarro los pechos, sus
pulgares rodaron alrededor de mis pezones, haciendo que todo mi cuerpo se
estremeciera.
Se me cortó la respiración.
—No quería que te metieras en mi vida más de lo que ya lo habías hecho.
—Segunda pregunta: ¿ha habido más señales desde entonces de que alguien
te persigue?
No quería admitir que los hubiera. No quería que me pusiera más Simons. De
todos modos, realmente creí que Frank probablemente había terminado. Lo
del estacionamiento fue algo único. ¿Por qué otra cosa se daría a conocer?
Cuando Devon se dio cuenta de mi vacilación, una de sus manos se deslizó
desde mis pechos, bajando por mi estómago, y su dedo meñique me rozó la
ingle con un leve toque. Jadeé y me retorcí sin pudor. ¿Cómo iba a mantener
una conversación así?
—Esto es un chantaje —dije acaloradamente.
—Nunca he pretendido ser justo. Ahora responde a la pregunta. —Me mordió
suavemente la oreja.
—Sí. Una carta llegó poco después de Boston Common. Amenazando con
matarme. Fue entonces cuando empecé a llevar mi arma a todas partes.
—¿Por qué no acudiste a la policía en ese momento?
—No quería que la mala prensa se adhiriera a Madame Mayhem o que tú y
mi familia estuvieran en mi caso. Recibo correo de odio a diario. Y mira, han
pasado meses sin más señales.
—¿Sabes quién puede ser?
Su mano me acarició el coño, pero no hubo penetración. Solo la deliciosa
presión que ejercía sobre mí mientras yo intentaba, sin poder evitarlo,
arquearme ante su contacto.
—S-sí —tartamudeé, más cerca del borde de lo que debería estar cuando
apenas me había tocado.
—¿Quién? —Presionó Devon.
—Un hombre llamado Frank. Un antiguo camarero mío. Lo despedí hace unos
meses por agarrar a una chica de burlesque. Lo vi en el estacionamiento hoy.
—¿Por qué no estás sentada en una comisaría ahora mismo?
—Es solo un niño y su novia está embarazada. No tienen dinero. Solo quería
desahogarse. Probablemente envió a un amigo suyo para asustarme en
Common —Aunque eso todavía no podía explicar el hombre en Madame
Mayhem el día que Devon me había llevado a casa—. No creo que vuelva a
saber de él.
—Estás loca, y llevas a mi bebé —dijo con naturalidad, más para sí mismo
que para mí.
No movió su mano de mi montículo, pero tampoco me dio la liberación que
ansiaba. ¿Por qué retuvo mi orgasmo de esa manera? ¿No era esto un crimen
contra la humanidad?
—Estaré bien —dije—. He cuidado de mí misma durante mucho tiempo.
Nunca he tenido problemas.
—Unas cuantas reglas, y luego puedes volver a entretenerme en mi
cama —aclaró Devon, haciéndome saber que aún no me había librado.
No contesté, porque quería acabar con ello y que me tocara ahí. Era patético,
pero tiempos desesperados requerían medidas desesperadas. Necesitaba
alejar mi mente de las cosas. Esto era un mecanismo de afrontamiento, ¿de
acuerdo?
—Regla número uno: nunca te alejes de Simon cuando estés en el trabajo.
—¿Guardaespaldas sí? —Me reí con la garganta—. Lo que sea.
—No. No lo que sea. No eres una adolescente, Emmabelle. Dame una
respuesta de sí o no.
Caramba.
—¡Bien! Sí.
—Regla número dos... —Sentí su dedo meñique rozando mi abertura. Todo
mi cuerpo se despertó de excitación. Abrí las piernas para él con avidez. Por
fin estaba recibiendo un poco de acción que no requería ninguna pila.
—No salgas sola. Haz que siempre te acompañe alguien. Pueden ser tus
compañeros, tus padres, Simon, o incluso yo.
Una petición atrevida, pero de nuevo, no tenía que hacer nada que no
quisiera. Apenas estaba aquí las veinticuatro horas del día para vigilarme.
—Claro. —Luego, cuando no volvió a mover la mano, gemí—. Oh, claro. Sí o
no. Sí.
—Última condición... —Los dedos de Devon tantearon mi abertura, más cerca
que nunca. Solo hizo falta un empujón para que me llenara por completo. Su
otra mano siguió trabajando en mis pechos—. Múdate conmigo. Solo por el
momento. Puedo protegerte. Podemos buscarte un apartamento en mi edificio
mientras estás allí. Tiene seguridad de primera, así que nunca tendré que
preocuparme por ti.
Mis ojos se abrieron de golpe y las alarmas comenzaron a sonar en mi cabeza.
—¿Mudarme contigo? —repetí lentamente.
Sentí su nariz acariciando el pliegue de mi cuello.
—Vamos, Sweven. Eres lo suficientemente valiente como para disparar a
alguien en la cara si viene por ti. Seguro que puedes tolerar unos meses de
convivencia con el padre de tu hijo.
Era un reto. Su dedo índice se deslizó dentro de mí, y yo jadeé, arqueando la
espalda, mis pezones resurgiendo de la línea de flotación. Devon se inclinó y
capturó uno de ellos en su boca, chupando con fervor.
—Tan dulce. Tan, malditamente dulce. —Sus dientes blancos y rectos rozaron
los picos sensibles—. Haré que merezca la pena —murmuró, haciendo girar
su lengua alrededor de la punta de mi pezón antes de mordisquearlo. Al
mismo tiempo, me folló sin piedad con su dedo bajo el agua.
Empujé mi ingle hacia su mano, persiguiendo mi liberación, sabiendo que
estaba cerca.
—Nunca podrás domarme —advertí.
—No tengo ningún deseo. —Subió por mi cuello lamiendo, sellando mi boca
con un beso al rojo vivo. Con toda la lengua y las gotas de agua y tanto deseo,
creí que iba a arder—. Me gustas tal y como eres. Es improbable, lo sé,
teniendo en cuenta tu personalidad de mula, pero es cierto.
—Soy un lío —jadeé.
—Sé mi lío.
Era más tentador de lo que podía admitir. Seductor como un faro de luz en
un mar de oscuridad.
Me deshice, llegando al clímax sobre sus dedos. Me apreté con tanta fuerza
alrededor de ellos que se rio en nuestro beso, los espasmos hicieron que mis
músculos se tensaran.
Tras unos segundos, se apartó, enarcando una ceja.
—Solo por unos meses —me lamenté, más por mí que por él.
De todos modos, no tenía ningún sitio donde poner un bebé en mi
apartamento actual.
—Solo por unos meses —repitió, mordiéndome el labio inferior
juguetonamente.
El brillo de sus ojos lo decía todo.
Había aceptado ser suya, aunque fuera por un tiempo.
Renunciando a lo que más apreciaba.
Libertad total.
Cuatro días después, me mudé al loft de Devon.
Era la primera vez que visitaba su apartamento. A lo largo de nuestra larga y
caótica relación, yo era la que mandaba, así que siempre exigía que viniera a
verme.
Oh, cómo han caído los poderosos.
No tenía ni idea de qué esperar, pero de alguna manera, el lugar encajaba
perfectamente en mi percepción de él.
Un extenso espacio abierto con mobiliario y colores que me imagino que la
propia Reina Isabel favorecía. La falta de paredes y los amplios pasillos me
sorprendieron. El lugar parecía un almacén reutilizado. Siempre me había
imaginado a Devon en una mansión extensa y oscura, repleta de retratos
familiares y antigüedades caras, pero increíblemente feas. Entonces recordé
que no le gustaban los espacios cerrados. Era un poco claustrofóbico.
Fue una verdadera mejora con respecto a mi pequeño apartamento.
Ese día me sentía especialmente bien con Devon. Se había asegurado de venir
a mi apartamento todos los días desde Frankgate y se aseguró de que yo me
corriera.
En su polla, en su lengua, en sus dedos.
Lo que sea, me lo metió.
No había abordado el tema de la exclusividad, pero hice una nota mental para
hacerle saber que no estaba de acuerdo con que mojara su salchicha en todas
las salsas disponibles en el bufé de citas de Boston.
Me pasé los cuatro días previos a la mudanza intentando convencer a Persy,
Aisling, Sailor y Ross de que, definitivamente, no tenía una relación con
Devon.
Por suerte, la historia de Frank facilitó la explicación de cómo nos habíamos
convertido en compañeros de piso.
Todo el mundo creía que Devon era un hombre de ensueño por darme cobijo,
y que yo era una completa y absoluta idiota por no besarle los pies y rogarle
que se casara conmigo.
Parecía que las cosas por fin se estaban asentando.
Incluso me atrevería a decir que me estaba acomodando en una de las
habitaciones libres de Devon.
Se colaba en mi dormitorio todas las noches desde que me había mudado,
pero siempre le echaba al dormitorio principal después, alegando que nunca
podría dormir con un hombre a mi lado.
Durante el tiempo que pasé aquí, capté atisbos de conversaciones entre él y
su madre. Ella lo llamaba con frecuencia, a veces varias veces al día. Siempre
parecía educado y reservado, amigable, aunque, había que decirlo, Ursula
Whitehall sonaba como un enorme grano en el culo.
—No, mamá, no he cambiado de opinión.
—No, no sé cuándo volveré a Inglaterra. ¿No es suficiente el dinero que te he
enviado?
—No. No tengo ningún deseo de hablar con ella. Me he disculpado. Eso debería
ser suficiente.
Este último dato me dio ganas de preguntar, pero luego me recordé que no
era asunto mío.
Tres días después de mudarme con Devon, él se fue a trabajar y yo me quedé.
Estaba sentada frente al rincón de mármol de alabastro, disfrutando de un
surtido de frutas exóticas y granos -bien, eran Froot Loops-. Estaba comiendo
Froot Loops, ocupándome de mis propios asuntos. No llevaba nada más que
una camiseta de gran tamaño (los accidentes ocurren). Gracias, Etsy, por
proporcionarme una gran cantidad de inspiración y mantras de vida y mi
actitud descarada. El timbre de la puerta sonó. Fui a abrir sin pensarlo
mucho. Es decir, su casa era mi casa ahora, ¿no?
Además, ¿qué pasaría si fuera un repartidor que llevara más mierda
deliciosa? Dudebro20 tenía quinientas suscripciones a cajas de comida de
lujo.
Delante de mí había una mujer alta, con mechones oscuros y un traje de Kate
Middleton. Llevaba tacones de aguja, el rostro lleno de maquillaje de buen
gusto y una mirada irritada. Olía a centro comercial de lujo.
Y me miró como si le hubiera robado a su marido o algo así.
—Hola.
Acento británico. Debe haber sido la hermana de Devon. O tal vez su madre
con un muy (muy) buen lifting.
—Hola —Apoyé el codo en el marco de la puerta, pensando para mí, si es
Tiffany, voy a darle una ventaja de cinco pasos antes de abofetearla.

20Es un término de jerga humorístico o burlón que estereotipa a un hombre joven, generalmente
blanco, como un preparador fiestero o deportista que desconoce su propio privilegio
—¿Supongo que eres la stripper que dejó embarazada accidentalmente y que
ahora se interpone en su camino hacia su fortuna familiar?
Hmm... ¿qué?
—¡Eso es exactamente lo que soy! —Recuperándome del golpe, exclamé
alegremente, negándome a mostrar un ápice de debilidad—: ¿Y tú eres...?
—Su prometida.
Ese día, el trabajo se había pasado por alto.
Volver a casa y enterrarme en Emmabelle parecía más importante que ayudar
a mis clientes a salir de cualquier problema en el que se hubieran metido.
Sabía que lo que teníamos era temporal. Las mujeres como Sweven no son
diosas domésticas. Pero, como a todos los simples mortales, me gustaba jugar
con las deidades, aunque sabía perfectamente cómo terminaban estas
historias.
Además, necesitaba asegurarme de que estaba a salvo hasta que mi bebé
saliera de su cuerpo.
Además, mamá me estaba sacando de quicio, rogándome que fuera a
Inglaterra y me reuniera con Louisa para tomar una taza, lo que significaba
que tenía que volver pronto a Gran Bretaña y explicar a mi familia que no iba
a casarme con alguien solo porque mi donante de esperma muerto me
obligara a hacerlo.
Subí las escaleras a mi desván de dos en dos.
Introduje el código, abrí la puerta de golpe y canté:
—¡Cariño, estoy en casa!
Y me paré en seco.
Belle estaba sentada en mi rincón del desayuno, todavía con la misma ridícula
camisa de gran tamaño que llevaba antes de que yo me fuera a trabajar.
No estaba sola.
—Hola, Devvie —La sonrisa de Sweven era empalagosa, pero sus ojos me
lanzaron dagas venenosas—. Atrapado.
Frente a ella estaba sentada Louisa, bebiendo té verde.
Mierda.
Louisa se levantó, dejando caer sus caderas seductoramente mientras se
acercaba a mí. Me dio un beso prolongado en la mejilla, con todo su cuerpo
inclinado hacia el mío.
—Cariño, te he echado de menos. Tu madre me dio tu dirección. Está muy
angustiada. Me pidió que viniera a hablar contigo personalmente.
Una maniobra descarada. Incluso -me atrevería a decir- ¿desquiciada? Pero
había varios millones de dólares en juego en propiedades y herencias, y mamá
no tenía activos líquidos ni otras fuentes de ingresos.
En cuanto a Louisa, fui yo quien se escapó. El preciado partido.
—Podrías haber llamado. —Sonreí encantado, inclinando la cabeza para
besar sus nudillos con facilidad.
—Podría decir lo mismo —comentó Louisa con elegancia, sin parecer molesta
por mi gélida bienvenida. Era cortante, pero no -me di cuenta- hostil, como
lo era Belle—. ¿Cuándo es un buen momento para hablar?
—Ahora —interrumpió Belle desde su lugar en el rincón del desayuno,
metiendo la mano en una caja de cereales y sacando un Froot Loop,
metiéndoselo en la boca—. Ahora es el momento de decirme qué mierda está
pasando. No escatimes en detalles.
—Tiene una gran habilidad con las palabras —Louisa me miró y arqueó una
ceja.
—Deberías verme con los puños —dijo Belle solemnemente.
Me atraganté con mi saliva.
Louisa parpadeó lentamente, tranquila y serena.
—No dejes que mi exterior te engañe. No tengo miedo de ensuciarme las
manos.
Si tuviera que apostar por alguna de estas mujeres, diría que es mejor que
Louisa corra, porque Emmabelle Penrose probablemente podría convertirla
en polvo.
Sin embargo, Lou había crecido definitivamente, y no pude evitar apreciar
esta nueva versión mejorada de ella.
Presintiendo una inminente pelea de gatas, me acerqué a Belle y me senté a
su lado. Le agarré la mano y la besé suavemente en el dorso. Ella se retiró
inmediatamente, como si la hubiera mordido.
Era hora de enfrentarse a la música, aunque fuera una canción pop terrible
y azucarada que me hiciera sangrar los oídos. Me gire hacia Belle.
—Como sabes, mi padre falleció no hace mucho. Cuando volví para la lectura
del testamento, descubrí que me había dejado todo, pero con la condición de
que me casara con Louisa. Rechacé la idea inmediatamente. Mis disculpas
por mantenerte en la oscuridad. La única razón por la que lo hice fue porque
tu plato de mierda parecía suficientemente lleno. Era... es —corregí—, en lo
que a mí respecta, tema cerrado.
—¿Cuánto te dejó? —preguntó Belle, en tono comercial.
—Treinta millones de libras en propiedades y reliquias —intervino Lou desde
nuestro lado—. Aunque el castillo de Whitehall Court no tiene precio. Y
cuando digo que no tiene precio, me refiero a que el siguiente en heredar el
castillo es Inglaterra. Se convertirá en un museo. Es prominente en la historia
británica.
—Eso es una tonelada de pasta —Belle se metió otro Froot Loop entre sus
deliciosos labios, asintiendo pensativamente. No había rastro de emoción en
su rostro o en su postura, me di cuenta.
Louisa se giró hacia mí.
—No estoy diciendo en absoluto que sea una cazafortunas... —cantó con un
perfecto acento americano, citando la canción de Kanye West.
—Pero yo no me meto con alguien sin un centavo. —Belle se rio—. Ten por
seguro.
—Esta discusión es inútil. —Me froté la frente.
Sin embargo, internamente, estaba empezando a cuestionar mi propia
declaración. ¿Qué me impedía casarme con Louisa? Era hermosa, bien
educada, culta y con buenos modales. Era inteligente y todavía me quería.
Me haría más rico, solucionaría todos los problemas de mi familia y tendría
un matrimonio a mi medida. Sobre todo, podría casarme, algo que me había
impedido hacer hasta ahora.
—No debería ser así. —Louisa jugó con la bolsita que asomaba de su té
verde—. Hay mucho que discutir, y el tiempo se acaba.
—No lo entiendo. Ya hemos acordado que no somos exclusivos. —Belle arrugó
la nariz—. ¿Qué te impide casarte con esta mujer odiosa, pomposa y con
estilo? —Señaló a Louisa como si fuera una estatua—. No te ofendas.
—De ti, no hay ofensa —resopló Louisa.
—Todos ganan —añadió Belle.
No todos, pensé. No yo.
Belle me mostró una sonrisa que nunca había visto en su rostro. Parecía
herida. Casi fea. Se levantó y observó a Louisa de pies a cabeza con una
mirada que haría que la mayoría de los humanos se murieran de frío.
—Creo que tienen mucho que resolver, y sinceramente, si quisiera ver a un
grupo de británicos retorciéndose con el tema del sexo y las relaciones, vería
Sex Education. Al menos me reiría un poco.
Con eso, tomo la caja de cereales del rincón y se dirigió a su habitación,
cerrando la puerta tras de sí.
Louisa se giró hacia mí.
—Cariño, esa mujer no es del todo culta. ¿Cómo puedes encontrarla
atractiva? ¿Qué edad tiene? ¿Veinticuatro? ¿Veinticinco? Apenas es una
mujer.
—Es la mujer más enloquecida, exasperante y molesta que he conocido, pero
una mujer, al fin y al cabo —respondí. Saqué mi paquete de cigarros y,
pensándolo mejor, lo dejé en el rincón.
Ahora que Sweven vivía aquí, no podía fumar en el interior. Tenía que pensar
en ella y en el bebé.
Louisa se levantó y bailó un vals hacia mí, rodeando mis hombros con sus
brazos.
Me sentí bien al ser abrazado por una mujer que no estaba constantemente
a punto de romperme las pelotas por respirar en su proximidad.
—Lou —dije suavemente, moviendo mi mano por su espalda—. Agradezco el
último esfuerzo, pero no va a funcionar.
—¿Por qué? —preguntó ella, con sus ojos oscuros y profundos bailando en
sus cuencas—. Siempre has sido un hombre astuto e inteligente. Práctico y
pragmático. ¿Por qué no casarse en un mundo de riqueza y títulos? Incluso
tu noviecita piensa que es una mala idea dejar pasar esta oportunidad.
La agarré de los brazos y los bajé suavemente.
—Me gustaría poder darte lo que quieres.
—¿Por qué no puedes? —Su voz se quebró.
—Edwin —respondí simplemente. Nunca iba a dejarle ganar.
—No lo va a saber. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Y no puede hacerte
más daño. Mira, sé que no quieres caer en sus manos. Pero él no está aquí
para ver esto. Murió sabiendo que lo desafiabas.
Sonreí con tristeza.
—Me conoces demasiado bien.
Incluso después de todos estos años, era cierto. Louisa sabía lo que me hacía
funcionar. De qué estaban hechas mis paredes.
Miró hacia abajo, respirando profundamente.
—Cecilia está al borde del suicidio.
—No. Eso no es cierto —Eché la cabeza hacia atrás.
Lou asintió.
—¿Puedes culparla? Su vida está prácticamente acabada. No quiere quedarse
con Drew, pero le quitaste las opciones cuando dijiste que no te casarías
conmigo. Ursula y ella iban a convencerte de que vendieras el edificio del
complejo Battersea y vivieras del dinero después de que Edwin se cargara sus
ahorros y su cartera de inversiones.
La noticia golpeó exactamente donde debía hacerlo. Justo en mi corazón.
—Tu madre está en una profunda depresión. No hay nadie que pague las
cuantiosas facturas. Sé que no puedes hacerte cargo de ellas, Devon. Lo estás
haciendo muy bien por ti mismo, pero tienes tu propia vida que mantener.
Casarnos podría hacer que todo esto desaparezca. Estoy dispuesta a pasar
por alto tu pequeño error con esta... chica Belle. —Se estremeció al decir su
nombre—. Haz de mí una mujer honesta. Hará feliz a todo el mundo.
Incluyendo, por cierto, a tu stripper. Acabo de pasar unas horas con ella. Ella
no se preocupa por ti en absoluto, Devvie. Todo el tiempo, ella no podía dejar
de decirme lo mucho que estaba deseando salir de aquí. Para empezar a salir
de nuevo.
Sweven extrañaba las citas, ¿de verdad?
Mis sentidos se sobresaturaron con la fresca ira blanca.
La única razón por la que estaba aquí, en mi apartamento, era porque tenía
una amenaza de muerte literal sobre su cabeza y necesidades sexuales que
quería que yo atendiera.
Era una mujer egoísta e indiferente, y sería la primera en admitirlo.
Fui categóricamente idiota, negándome a contemplar siquiera la idea de
casarme con Louisa simplemente porque habría encantado a mi padre, que a
estas alturas no era más que un saco de huesos con traje.
—Lo pensaré —Me froté la mandíbula.
Louisa dio un paso atrás. Escudriñé su cuerpo. Era, en efecto, una criatura
deliciosa. No tan salvajemente exótica y excitante como Belle, pero sí
satisfactoria.
Era bueno recordar que Louisa nunca se pondría en situación de recibir
amenazas de muerte, nunca optaría por contactar con la policía, ni llevaría
una pistola ni comería Froot Loops para desayunar, almorzar y cenar.
—¿Puedo quedarme aquí mientras tanto? Me he dado una vuelta y he visto
que tienes un par de habitaciones para invitados —murmuró Lou.
La idea de compartir un techo con Emmabelle y Louisa era tan atractiva como
la castración por un ciego. Esto podría terminar fácilmente en un doble
asesinato. Francamente, no quería que la madre de mi hijo diera a luz en la
cárcel.
—Consigue un hotel —Di un paso adelante, rozando mi pulgar por su
mejilla—. Yo pagaré.
—No, gracias. Tengo mi propio dinero. —Sonrió amablemente, pero pude ver
en su rostro que estaba herida—. ¿Cenamos mañana? ¿Me enseñas Boston?
—Claro —gemí—. Solo déjame revisar mi calendario.
Inmediatamente se fundió en mi cuerpo, sonriendo hacia mí, sus ojos
brillando con la misma intensidad que tenían cuando éramos niños.
Louisa.
Ella nunca engañaría.
Nunca mostraría un indicio de deslealtad.
Sería tan fácil de entrenar.
—Me quedaré en la zona. —Atrapó mi muñeca entre sus dedos, empujando
su mejilla contra mi palma como un gatito mimado.
—Estaré en contacto.
—Dios, Devvie, me alegro de que hayamos tenido esta conversación. Tu madre
estará encantada.
Al parecer, Belle también lo estaría.
Acompañé a Louisa hasta la puerta, le di un beso de despedida y la cerré tras
ella.
Tal vez era el momento de dejar que una puerta se cerrara y otra se abriera.
Se ha ido.
Pero no antes de que le pasara el pulgar por la mejilla.
No antes de que la mirara con la misma diversión distante con la que me
miraba a mí.
Los espié a través de la rendija de la puerta ligeramente entreabierta de la
habitación de invitados.
Me había pasado todo el día diciéndole a Louisa lo poco que me importaba
Devon, las ganas que tenía de volver a mi vida normal. Todo para salvar las
apariencias.
Pero nada de eso era cierto.
Admítelo. Sientes algo por el padre de tu hijo, y estás acabada.
Me agarré el vientre, tirándome en una cama que olía a él.
La traición era la traición. Y esto me recordaba a mi pasado. Esa misma
sensación de impotencia de poner tu corazón en las manos de un hombre y
ver cómo lo aplastaba en pedazos de nada.
Me acurruqué sobre las sábanas de la cama de matrimonio y me quejé.
Necesitaba salir de aquí. Volver a mi apartamento.
Gracias jodidamente que no había dejado de pagar el alquiler.
Quería darle unas semanas, solo para ver si Devon y yo nos llevábamos bien.
Resultó que sí.
Solo una cosa se interponía en nuestro camino: su prometida.
O tal vez no era su prometida ahora, pero tenía razón en lo que me dijo esta
tarde, cuando él no estaba aquí.
—Devon siempre hace lo correcto, y lo correcto es casarse conmigo. Doblégate,
Emmabelle. Se acabó el juego para ti. No tiene elección.
Un suave golpe en la puerta sonó a mis espaldas. No hice ningún movimiento
ni sonido.
—¿Puedo? —preguntó Devon con brusquedad desde el otro lado.
No sonaba para nada lleno de disculpas. Más bien parecía que estaba
buscando una pelea. Bueno, este era su día de suerte.
—Es tu apartamento.
Le había dicho que era una stripper. Si no, ella no lo habría dicho.
Probablemente presumía de que yo era dueña de un club de burlesque.
Muchos hombres encontraban mi ocupación sórdida y atractiva. No un
atractivo de casarse un día. Más bien, atractivo de “mira el espectáculo de los
locos”.
Sentí que el borde del colchón se hundía detrás de mí. Su impresionante
estructura llenaba la cama, y no había nada que pudiera hacer al respecto.
—Me gustaría recalcarte, de nuevo, que Louisa y yo no estamos juntos
actualmente ni estamos comprometidos. Nunca me habría acostado contigo
si hubiera estado con otra persona.
Resoplé una carcajada, negándome a mirarlo.
—Por favor. Tú mismo me has admitido que estabas follando después de
concebir.
—Follar no es lo mismo que tener una pareja.
—Bueno, ve a decirle a todos tus otros ligues que por fin encontraste a un
guardián.
—No tengo ningún otro ligue —dijo irritado, como si fuera yo la que estuviera
siendo poco razonable. ¿Lo estaba?— El día que te pincharon los neumáticos
fue el día que dejé de atender las llamadas de otras mujeres. ¿Por quién me
tomas?
—Oh, realmente no quieres que responda a esa pregunta.
El silencio se apoderó de la habitación. Podía oír el piar de los pájaros y los
autos tocando la bocina fuera. En pleno día, los ruidos ordinarios sonaban
tan deprimentes cuando todo tu mundo se desmoronaba.
—Ve a casarte con ella, Devon.
Después de todo, iba a ser la prueba perfecta de que era como todos los demás
hombres de mi vida. Desleal y poco fiable.
—¿Quieres que lo haga? —Lo reformuló como una pregunta. Una pregunta
complicada.
¿Quería mi bendición? ¿Para sentirse bien consigo mismo?
El hombre iba a destruirme. Pero hacía tiempo que había aprendido que la
destrucción tenía su reverso.
Sentó las bases para la reconstrucción.
—Sí —me oí decir—. Nada me haría más feliz que ver tu culo casado con otra
persona. Tal vez así dejes de perseguirme por fin. Se está volviendo un poco
desesperado, sabes. Un hombre de tu edad.
—No eres tan joven como crees —dijo lastimosamente.
—Lo estás considerando —dije acusadoramente.
Joder, no sabía lo que estaba pensando. Lo que estaba diciendo.
¿Por qué le empujaba así?
—Sí —dijo en voz baja.
Me rompí en mil pedazos por dentro.
Esto es lo que consigues cuando te abres, aunque sea un centímetro.
—Bueno... —Sonreí, esperando que no pudiera ver las lágrimas que
empezaban a correr por mi rostro—, ...no dejes que me interponga en tu
camino.
Sentí que el borde de la cama se levantaba mientras él se ponía de pie y se
dirigía a la puerta.
—Entendido, Sweven.

Durante las dos semanas siguientes, estuve irritada y combativa.


Puse mi ira en todo lo que hice. Golpeé el teclado de mi oficina mientras
trabajaba con las hojas de cálculo. Le grité a Ross por las razones más tontas
cuando se atrevió a hablarme de cualquier cosa que no fuera el trabajo.
Cuando mi madre vino de visita desde los suburbios trayendo ropita de bebé
amarilla, le grité que comprar cosas del bebé antes de que naciera daba mala
suerte.
Y estaba bastante segura de que trotaba por todas partes en lugar de caminar,
solo por la adrenalina que corría por mis venas.
No había visto a Louisa desde ese día, pero solo podía suponer que Devon se
veía con ella.
Dejó de llegar a casa todos los días a las seis en punto, como solía hacer.
De hecho, apenas lo veía. Cuando nos cruzábamos, por lo general a primera
hora de la mañana, cuando yo me levantaba a la caza de un bocadillo y él
volvía de sus combates de esgrima, me saludaba cortantemente con la cabeza,
pero no se quedaba para el abuso verbal diario al que lo sometía.
Más que nada, sentí una pérdida aguda y horrible. Lloré todas las veces que
lo traté mal, sabiendo que yo misma me lo había buscado. Desde el primer
día, había sido imposible. Y ahora, cuando quería ser posible para él, era
demasiado tarde.
Estaba segura de que Louisa seguía en Boston, merodeando con el único
propósito de hacerlo suyo.
Estaba fuera del apartamento a todas horas del día y de la noche,
probablemente conociéndola, reconectando y planeando su nueva vida
juntos.
Una mañana, en la cocina, no pude aguantar más.
Cuando se preparó un batido de proteínas y yo me serví un vaso alto de zumo
de matcha, me giré hacia él y le pregunté:
—¿Cómo está Louisa, por cierto?
—Bastante bien —dijo pétreamente.
Esta era la parte en la que normalmente insertaría una puya, una especie de
insulto, pero estaba tan agotada, tan deprimida, tan enfadada conmigo
misma, que pregunté:
—¿Están...?
Curvó una ceja hacia arriba, esperando el resto.
Atrás quedaron los días en que me facilitaba las cosas.
—¿Están juntos? —escupí el resto de la pregunta.
—Incierto. Vuelve a preguntar en un par de semanas.
Tenía ganas de vomitar y ya no tenía náuseas matutinas.
—Devon, lo siento.
Lamento la forma en que lo había tratado.
Siento no haber acudido a la policía, aunque sabía que era lo más inteligente.
Lo siento, estaba tan jodida que no pude conservar algo bueno cuando me lo
entregaron.
—Por qué, cariño, ambos estamos de acuerdo en que follar con la misma
persona durante un periodo superior a cinco meses es escandalosamente
aburrido. —Se acercó para acariciar mi rostro con su sonrisa
sardónica—. Se acabó el tiempo.

La noche que cambió nuestro nuevo statu quo ocurrió un viernes cualquiera.
Me estaba preparando para dejar Madame Mayhem y volver al apartamento
de Devon.
Antes de la llegada de Louisa a Boston, había intentado reducir las horas en
el club. Esta vez me quedé hasta tarde, sabiendo que con toda probabilidad
Devon no iba a estar en casa.
Me había portado bien saliendo con Si todo lo que podía y asegurándome de
que Persy, Ash y Sailor estuvieran siempre conmigo cuando salía por la
ciudad, así que bajé un poco la guardia.
Eran casi las once de la noche cuando cerré la oficina trasera. Atravesé el
callejón en dirección a mi auto, apretando mi bolso contra el pecho, con la
pistola dentro.
Aunque no estaba cargada por razones obvias, me hizo sentir
significativamente más segura.
Las luces de mi auto parpadean cuando lo abro con el llavero.
Di unos pasos más, deteniéndome entre los cubos de basura industriales,
odiando haberle dicho a Simon que se fuera hoy temprano.
Sentí que un terrible peso se lanzaba sobre mí desde atrás.
Avancé a trompicones, buscando a tientas la pistola en mi bolsa, pero la
persona que me abordó fue más rápida.
Me agarraron por el brazo y me golpearon la espalda contra el auto en la
oscuridad. Jadeé en busca de aire.
—¡Suéltame! —gruñí, encontrándome cara a cara con un hombre que llevaba
un pasamontañas negro.
No podía ser Frank porque era más alto y delgado que mi antiguo empleado.
Pero podría ser el hombre de Common. Del que no había oído hablar en
meses.
—No lo creo, cariño. Vamos a tener una larga y productiva charla sobre cómo
tienes que dejar esta ciudad.
¿Dejar la ciudad? ¿Qué pasó con lo de matarme? ¿He sido degradada a
destierro solamente?
Extendió sus manos enguantadas, tratando de inmovilizarme contra una
pared cercana. Aproveché para darle una patada en los huevos. Mi rodilla se
estrelló justo entre ellos.
Se dobló en dos. Le di una patada en el pecho y cayó al suelo. Inclinándome,
le quité el pasamontañas de la cabeza.
Era el hombre de Common.
¿Qué carajo?
—¿Te envió Frank? —Apreté mi tacón de aguja contra su garganta,
amenazando con aplastarla si hacía un movimiento en falso.
—¿Quién mierda es Frank? —Me miró absurdamente.
La trama se ha ido complicando. ¿A cuánta gente he cabreado este año? Esto
se estaba volviendo ridículo.
—¿Quién es usted?
—Tienes que dejar Boston.
—Dime quién te envió. —Apreté más mi tacón contra su cuello.
—Has roto aguas —dijo.
¿Qué? ¿Cómo sabía que estaba embarazada? No se me notaba.
Miré hacia abajo. Lo aprovechó. Se retorció, rodó por el suelo y se puso en pie
de un salto con facilidad.
Corrí para refugiarme, abriendo la puerta del pasajero, cerrándola detrás de
mí y cerrando las cuatro puertas automáticamente, jadeando histéricamente.
Sus manos golpearon mi ventana con fuerza mientras intentaba llegar a mí
de nuevo.
—¡Perra!
—¿Quién es usted? —Puse el contacto con dedos temblorosos—. ¿Qué
quieres?
—¡Deja Boston! —Pateó mi auto—. ¡Comienza a conducir y no mires atrás!
Pisé a fondo el acelerador, derribando uno de los cubos de basura mientras
rodeaba mi camino hacia Main Street. Pasé por delante de la entrada de
Madame Mayhem, Chinatown y el ajetreo del centro de Boston en dirección a
Back Bay, con el corazón latiendo desenfrenadamente en mi pecho.
Pensé en llamar a Pers, o a Sailor, o a Aisling, pero al final no quise las
preguntas y el sondeo. La única persona con la que realmente quería hablar
era Devon, pero renuncié a todo eso la noche que le dije que se casara con
Louisa. Quizá si estuviera en casa, podríamos hablar.
Podría contarle lo que pasó, y podríamos tener una conversación.
O tal vez podrías hacer lo correcto y tomar el asunto en tus manos.
Así fue como me encontré parando frente a una estación de policía. Sabía que
esto era lo que Devon querría. Y finalmente reconocí que tenía que aprender
a cuidarme antes de dar a luz.
Me agité en el asiento del conductor durante unos minutos, intentando
regular la respiración y dar a mi cuerpo la oportunidad de dejar de sudar a
mares. Este elevado ritmo cardíaco no podía ser saludable para el bebé
Whitehall.
—Está bien, estamos bien. —Me acaricié el estómago, esperando que me
creyera.
Salí del auto, entré en la comisaría y me paré frente al recepcionista que, juro
por Dios, garabateaba en el libro que tenía delante, bostezando y dejándome
ver el chicle que tenía en la boca.
—Me gustaría presentar una queja.
¿O era un informe? Nunca había hecho esto. Solo conocía las comisarías de
policía por las películas y los programas de televisión.
—¿De qué se trata? —Me hizo saltar el chicle en la cara. Bonito. Profesional.
—Acosadores.
—¿Plural? —Levantó una ceja.
—Desgraciadamente.
—Tome asiento. Alguien estará con usted en un segundo.
Pero alguien no estaba. De hecho, esperé treinta minutos antes de que una
mujer policía viniera a presentar mi denuncia. Parecía muy poco interesada
en mi historia, sobre el hombre del club, y el de Common, y Frank, y lo que
había pasado esta noche.
—Llámame si tienes alguna información nueva. —Me pasó su tarjeta y
también bostezó antes de despedirse de mí.
De acuerdo entonces. Me siento abrumada.
—¿Eso es todo? —pregunté, parpadeando.
Se encogió de hombros.
—¿Esperabas fuegos artificiales y guardaespaldas?
Esperaba que tu culo fuera competente. Pero decir eso solo me traería
problemas con la ley, y ya, Devon pensaba que era incapaz de hacerme un
omelet sin quemar su “piso”.
Durante todo el viaje de vuelta, tuve que convencerme a mí misma para no
volver a la comisaría y darle al oficial un pedazo de mi mente.
Aparqué en el estacionamiento subterráneo del edificio de Devon. Tenía dos
plazas de estacionamiento y no utilizaba ninguna de ellas. Optó por aparcar
fuera, al aire libre, aunque hiciera un frío de mil demonios.
Subí en el ascensor, me bajé en su piso y salí al pasillo de su loft, cuando oí
el sonido de utensilios tintineando detrás de la puerta. Consulté mi reloj. Era
casi la una de la madrugada. El chico de la casa no cumplía la regla de no
comer después de las seis.
Mi corazón dio inmediatamente un vuelco, esta vez de esperanza.
Esto es bueno. Está en casa.
Ayer a esta hora, estaba fuera. Probablemente en Badlands o con Louisa, o
ambos.
Introduje el código de la puerta y la empujé para abrirla, con las mariposas
revoloteando en mi pecho.
Esta vez, iba a intentar honestamente no ser una imbécil furiosa. Pasara lo
que pasara entre Devon y Louisa, él seguía siendo el padre de mi hijo, y
todavía teníamos que llevarnos bien.
Encontré a Devon sentado en la mesa del comedor frente a Louisa,
sonriéndole mientras se apretaba una copa de vino fría en la mejilla mientras
reía como una zorra.
No. No, no, no, no.
Durante los primeros segundos, me quedé congelada en mi lugar en la puerta,
observándolos.
El dolor en mi pecho era insoportable. Se veían cerca. Íntimos. Como una
pareja. Tenían sentido juntos. No importa cómo lo hile, Devon y yo parecíamos
una pareja improbable. El príncipe y la prostituta.
—Oh, mira, es tu amiguita —exclamó Louisa con falsa simpatía, como si
hubiera aprendido a quererme en un lapso de dos semanas.
Devon ni siquiera giró la cabeza para mirarme.
Sus ojos permanecieron concentrados en su comida.
—De madrugada, Emmabelle.
Emmabelle. No Sweven.
—Gracias, Dev. Puedo mirar por la maldita ventana.
—Encantador —murmuró Louisa—. ¿Cómo te sientes, Emmabelle? Deberías
venir antes a casa. Dale al bebé un poco de descanso.
—No me había dado cuenta de que eras médico —le dije cordialmente.
—Oh, no lo soy —sonrió Louisa.
Le devolví la sonrisa, de una manera que decía, ¿por qué no te callas?
—¡Solo intento ser útil! —Apoyó su hombro contra el de Devon. Me di cuenta
de que él no la apartó, ni siquiera parecía ligeramente incómodo.
Dios, esto era horrible. Iba a morir de celos, ¿no? La primera persona en el
mundo en morir de ese sentimiento.
—Nos quedan algunos espárragos y bistec. Te he preparado un plato. Está en
la nevera —señaló Louisa.
Vaya. Su juego de Comprender a la Esposa Trofeo era fuerte. No solo había
cocinado para él, también de alguna manera se las arregló para hacerme la
pieza de lado en unos pocos pasos fáciles.
—Fantástico. Bueno, no te preocupes por mí en tu camino para negociar el
matrimonio más blanco de la historia del mundo, completo con hijos
probablemente consanguíneos e infidelidades definitivas en el
camino —chirrié, dirigiéndome a mi habitación de invitados—. ¡Disfruta el
resto de tu noche
Cuando me tiré en la cama, saqué la tarjeta que me dio el oficial y parpadeé
con furia.
La policía no iba a ayudarme.
Mi historia ni siquiera tenía sentido.
Rompí la tarjeta en pedazos.
Sería mi propio protector.
Catorce años
El amanecer se abre paso en el cielo con brillantes rosas y azules.
El entrenador Locken y yo somos los únicos en la reserva de Castle Rock.
—Pensé que trabajarías en tus tiempos sin los otros aguiluchos. He estado
seleccionando los buenos campamentos de atletismo para ti durante el verano
—dice.
Siento que me vuelvo de un tono rosa brillante, al menos cinco veces más oscuro
que el amanecer sobre nuestras cabezas.
El entrenador Locken tiene un aspecto especialmente bueno esta mañana. Bien
afeitado, con un pantalón de chándal gris que resalta sus fuertes piernas y una
sudadera azul con capucha que se ciñe a sus músculos. He visto a ese
espeluznante profesor de geografía en la televisión, y lo siento, pero no se
pueden comparar. Se me ocurren al menos cincuenta chicas en la escuela que
desaparecerían con el entrenador Locken en la sala de lucha y se abrirían de
piernas para él. Ese otro profesor era viejo y asqueroso.
—No voy a decepcionarlo, entrenador.
Entonces me voy.
Correr en el bosque es mi favorito. Me gusta la temperatura fresca, el aire
fresco. Los sonidos desconocidos.
Corro un bucle de dos mil metros. Tres rondas. El entrenador pone en marcha
su cronómetro. Está de pie en el borde del bucle, y cuando miro hacia atrás
antes de desaparecer en el espeso manto de árboles, noto que sus ojos se
detienen en mis piernas.
No voy a mentir, llevo unos pantalones cortos súper cortos. No es accidental.
Últimamente, mis sueños de besar al entrenador Locken se filtran en las
noches. Siempre me despierto sudada y con las piernas húmedas. Intento
calmarme con duchas frías y viendo películas con otros chicos guapos, pero no
funciona. Es el único chico (bueno, hombre, en realidad) que me gusta de
verdad.
Todas mis otras amigas ya se están besando y liándose. Yo soy la única que
aún no lo ha hecho. Pero, aunque quisiera conseguir un novio al que besar, sé
que no se va a sentir tan bien, tan bien como los dedos del entrenador en mis
rodillas y muslos, así que ¿para qué?
Es solo una fijación, me digo a mí misma mientras doy la vuelta al primer bucle
y lo veo en la distancia. Una vez que lo beses, dejarás de estar obsesionada.
Y entonces empiezo a excusarme de nuevo. ¿Y qué si está casado? ¿Qué su
mujer está embarazada? Lo que no sabe no podrá hacerle daño.
Un beso no va a significar nada. Probablemente me hará un favor y no volverá
a pensar en ello. Y podré seguir adelante y conocer a alguien de mi edad.
Pero entonces pienso en lo que dijo mi padre sobre aquel profesor de geografía,
y se me hace un nudo en el estómago tantas veces que se vuelve pesado de
espanto. Pienso en papá besando a otra mujer que no es mamá, y me dan
ganas de vomitar. Está mal.
No quiero ser esa persona, la persona que hace que la vida de alguien... esté
mal.
Pero si el entrenador Locken decide engañar a su esposa, entonces las cosas
entre ellos no están tan bien. No puedes destruir una buena relación, ¿verdad?
El segundo bucle es una brisa. Estoy tan metido en mi cabeza, en piloto
automático, que mis piernas me llevan a la velocidad de la luz. Ni siquiera tengo
que regular mi respiración. Es en la tercera vuelta cuando mi rodilla empieza a
ceder. Es algo más que un dolor sordo y persistente. Esta vez también hay una
punzada aguda en mi pie. El calambre es insoportable. Cojeo el resto del
camino hasta él.
—¿Qué ha pasado? —Oigo al entrenador Locken antes de verle mientras
desciendo por el bucle accidentado—. Estabas a punto de batir tu récord antes
de ese último bucle.
—Tengo un calambre en el pie —le grito.
—Muy bien. Vamos a ver.
Me ofrece su brazo cuando llego a él, y me apoyo en él mientras corremos hacia
su auto. Es el único auto aparcado en la orilla del embalse. Papá me deja en el
entrenamiento antes de irse a trabajar -no sin antes asegurarse de que los
demás niños y el entrenador están allí- y normalmente me lleva de vuelta al
colegio uno de los padres del aguilucho.
Es un Suburban grande y plateado. Abre el maletero y es del tamaño de mi
habitación. Hay equipo deportivo esparcido por todas partes.
—Sube. —Mueve la barbilla. Pero no puedo. Mi pie está fuera de combate. Con
una sonrisa comprensiva, el entrenador Locken se acerca a mí—. ¿Puedo?
Asiento con la cabeza. Me levanta por la parte posterior de los muslos para
sentarme en el borde de su maletero abierto. Me toma el pie lesionado, me quita
la zapatilla y el calcetín y empieza a masajearme, metiendo los pulgares en el
arco del pie y girándolo aquí y allá.
—Santa mierda —gimo, moviéndome horizontalmente a través de su tronco, de
modo que estoy acostada—. Esto se siente como dar a luz.
También me hace pensar en su mujer embarazada y me quita la emoción de
que me toque.
—Cuida ese lenguaje, jovencita. —Pero suena más como un amigo que como un
profesor.
—Lo siento, pero duele mucho.
¿Sabe siquiera lo que significa esta jerga?
—La perfección cuesta.
—Será mejor que consiga esa beca.
—Las posibilidades son buenas. ¿Quieres quedarte en la ciudad o ir a otro
lugar para la universidad? —pregunta.
—Costa Oeste, tal vez —Parpadeo hacia el techo de su
todoterreno—. California.
Las playas doradas y el sol abrasador suenan como mi onda. Apuesto a que
Santa Bárbara y yo nos vamos a llevar de maravilla.
—¿De verdad? Cuando crecí, viví en Fresno durante un tiempo. Si te mudas, te
daré el número de mi tía. Ya sabes, para que no te sientas tan sola. ¿Qué
piensa tu novio al respecto? —tararea—. Que quieras mudarse al otro lado del
país.
—No tengo novio —le digo, un poco sin aliento, un poco demasiado rápido.
—¿Ross Kendrick no es tu novio? —pregunta inocentemente Locken,
arremangándose la camisa.
Oh. Vamos. A Ross Kendrick no le gustan las chicas, y tampoco es tímido al
respecto. El entrenador no corre el riesgo de ganar ningún premio Oscar por su
actuación.
—¿Cómo está su esposa? —Cambio de tema. Una cosa es pasar por encima de
lo prohibido y otra entrar directamente en él—. ¿Vas a tener un niño o una
niña?
—Un niño. —No parece muy entusiasmado por responder a la pregunta, su tono
se vuelve agrio—. Se fue a vivir con su madre. Es complicado.
—De acuerdo.
Unos segundos después se oye un chasquido que proviene de mi pie.
—Ahh. Me has roto —me río.
—Todavía no —murmura en voz baja, pero yo lo oigo. Lo oigo, y de repente me
invade una nueva desesperación por ser tocada por él.
—Rueda tu tobillo. Estira el talón.
Llevo mi rodilla al pecho y hago lo que me dicen. Sé qué vista tiene ahora,
cuando estoy en esta posición. Mis pantalones cortos de correr se levantan y él
puede ver mis bragas. De algodón blanco.
—Me siento mucho mejor. Gracias.
—¿Un masaje para esos músculos cortos? —ofrece, su voz cómicamente grave
ahora—. Todavía tenemos veinte minutos antes de que empiecen las clases.
—Claro.
Esta vez, me junta los talones y me separa las rodillas todo lo que puede. Me
abro de par en par frente a él mientras sus dedos comienzan a recorrer el
interior de mis muslos. Es un estiramiento brutal, pero lo necesito.
Aun así, sé que se supone que no debe tocarme de esa manera, y que hemos
cruzado una línea. La cuerda roja e invisible que nos separa de lo casualmente
inapropiado a hacer algo que podría llevarle a él a la cárcel y a mí a terapia de
por vida.
—Gracias —gimoteo. Se siente tan bien. El estiramiento. Sus manos. Todo.
Voy a ir al infierno.
—Sí.
Sus pulgares tocan el dobladillo de mis pantalones cortos mientras dibuja
círculos en mi piel. Una vez. Dos veces. A la tercera, sé que no es accidental. Sé
que estamos al borde de algo. Sé que esto no debería ocurrir.
Me agarra el pie y me estira el tendón, clavándome el pie junto a la cabeza.
Cuando se inclina hacia mí, siento su pene presionado contra mi ingle a través
de nuestra ropa. Se siente como si palpitara. Se me seca la boca.
—¿Así que tu esposa vive con su madre ahora? —pregunto en voz alta. No sé
por qué. Tal vez para distraerlo. Tal vez para distraerme a mí misma. Tal vez
para recordarnos a los dos que ella existe.
—Sí. No estamos en los mejores términos. No es... no estamos realmente juntos.
Me libera del estiramiento de los isquiotibiales. Las puntas de sus pulgares
tocan ahora el dobladillo de mis bragas bajo los pantalones. Se queda quieto.
Trago con fuerza. Cierro los ojos.
—Emmabelle.
Es la primera vez que no me llama Penrose. No respondo. No respiro. Odio que
una parte de mí quiera esto. Odio que mis bragas estén húmedas de nuevo.
—Puedo hacer que esto sea realmente bueno para ti, cariño. Pero no puedes
decírselo a nadie, ¿está bien?
Mis palabras han desaparecido. Arrugadas dentro de mi garganta. Sé que
debería decir que no. Quiero decir que no. Pero de alguna manera me escucho
diciendo que sí. Quiero complacerlo.
—Me meteré en muchos problemas si la gente se entera. Pero sé que quieres
hacerlo. Y... bueno, hace tiempo que quiero.
Pasa un rato sin que ninguno de los dos diga o haga nada. Sus pulgares en los
lados de mis bragas se sienten extraños. Ajeno. Pero también... excitante.
Justo cuando pienso que va a bajarme el short, quitarme las bragas y
penetrarme -como vi una vez en una película porno-, tira de ambos hacia un
lado. Una brisa fresca pasa por encima de mi coño, haciéndome saber que está
completamente expuesto a él.
Abro un ojo y lo veo observándome, lamiéndose los labios.
—Mierda —dice.
—Yo... soy virgen.
Pero lo que realmente intento decir es que quiero que siga siendo así. No soy
como Persy. No quiero esperar hasta el matrimonio para perder la virginidad,
pero quiero que signifique algo. No pensar dentro de unos años y recordar que
se la di a alguien que esperaba un hijo con otra persona.
—Sí, lo sé. Nunca te haré daño, dulzura.
Y entonces, antes de darme cuenta, está agachado, delante de su maletero
abierto, chupando mi coño en su boca. Estoy mortificada. Me siento tan
incómoda. Quiero apartarlo, pero tampoco quiero parecer una llorona,
especialmente después de lo bueno que ha sido conmigo. Siempre me presta
más atención, me masajea las piernas, me trabaja la rodilla.
Aprieto los ojos y me recuerdo a mí misma que nadie lo va a saber.
No Persy. No mis padres. No Ross y Sailor, mis mejores amigos. Definitivamente
no los otros aguiluchos. Si un árbol se cae en medio del bosque y nadie lo
escucha... ¿realmente sucedió?
Este será nuestro pequeño secreto.
Lo que me llevo a la tumba.
Todo se siente húmedo entre mis piernas. No sé si me gusta o no. Quiero decir,
me gusta la atención, pero... no sé. No necesariamente todo lo demás.
Después de lo que parece una eternidad, pero que probablemente son solo diez
minutos, se detiene, se da la vuelta y veo que sus brazos se flexionan a través
de la sudadera. Se está tocando. Termina. No veo nada, ya que está de
espaldas a mí. Se limpia con toallitas para bebés y vuelve al maletero. Para
entonces, estoy sentada de nuevo en el borde, con las piernas colgando, como
si no hubiera pasado nada.
Estamos bien. Todo está bien. No está realmente con su esposa, y esto es
consensuado. No es para nada como ese artículo de noticias. Además, si es tan
malo, ¿por qué se siente tan bien?
—Hey —Sonríe.
—Hola.
Entonces me besa, con lengua y todo, y yo saboreo el almizcle y la terrosidad
de mí misma y de su saliva -una mezcla de cosas que nunca antes había
probado.
Es entonces cuando decido que el pecado no sabe tan mal.
Segundos después de que Sweven diera un fuerte portazo en la puerta de su
habitación, Louisa se volvió hacia mí y me dijo:
—No soy estúpida, sabes.
—Nunca pensé que lo fueras —dije fácilmente, tomando un sorbo de mi vino.
—Todavía no me has tocado. Ni siquiera un beso.
Habían sido seis citas. También fueron buenas citas, aunque me cuidé de ser
el respetable Devon a su lado. No hablábamos de animales raros, y ella no se
burlaba de mi edad, mi idioma o mi acento... y, ahora que lo pienso, de mi
existencia.
—Me enorgullezco de mi buen comportamiento —dije distraídamente.
—Eres el mayor pecador de todos, y ambos lo sabemos —Me ofreció una
sonrisa impaciente—. Si me desearas, ya me habrías tomado.
Me recosté en mi asiento, observando su rostro con aire pensativo.
Louisa estaba a punto de aparentar su edad, su piel se había vuelto más
delgada, pegada a sus huesos con delicadeza, dándole un aspecto elegante y
ligeramente desnutrido. Estaba muy lejos de la Sweven de mejillas regordetas,
con una pizca de pecas y una piel sonrosada y sana.
La belleza de Louisa tenía experiencia, arrugas e historias.
Era encantadora de una manera mucho más interesante que un bombón que
parecía retocada por Photoshop.
—Me gustas —le confesé a Louisa.
—No lo suficiente como para hacer un movimiento, aparentemente —dijo
fácilmente.
Todo era fácil con ella, y ahí estaba la tentación de ceder a la petición de mi
madre.
—¿Entonces por qué estás aquí? —pregunté.
—Todavía tengo esperanza. ¿Es una tontería? —Giró la copa de vino aquí y
allá sobre la mesa, sujetándola por el tallo.
—¿Tonto? No. ¿Improbable? Siempre.
—Creo que podría doblegarte —reflexionó Louisa, dando un sorbo a su vino
tinto. La luz de las velas bailaba sobre los planos de su rostro, haciendo que
su sonrisa pareciera más suave—. Si te dijera hace un año que estaríamos
sentados juntos, discutiendo una posible aventura, no me habrías creído.
—No, no lo haría —admití.
—Sin embargo, aquí estamos.
—Aquí estamos.
Eché otra mirada a la puerta de Sweven.
Esta vez, no escuchaba ni miraba a escondidas.
Al final de esa semana hubo una gala.
El septuagésimo octavo baile anual de Boston, un evento para recaudar
fondos para la Fundación Gerald Fitzpatrick, una organización sin ánimo de
lucro exenta de impuestos 501c3, simbolizó para muchos la llegada oficial de
la primavera.
La recaudación del baile, que suele rondar los tres millones de dólares, iba a
parar a varios establecimientos locales que no me interesan ni quiero conocer.
Pero fue una excelente amortización para mi empresa, por no hablar de una
excusa estupenda para llevar mi traje de Ermenegildo Zegna.
Asistir al Baile de Boston fue también una jugada de negocios.
Me costaría encontrar un lugar mejor que reuniera a todo el Club de
Propietarios de Islas Privadas de Boston, la mayoría de los cuales eran
clientes actuales o potenciales.
Mientras estaba allí, en el Salón de Baile O'Donnell, escudriñando el lugar,
no pude evitar sentir un tinte de orgullo.
Me había convertido en el polo opuesto de mi padre.
Un hombre trabajador y respetuoso con la ley que no se dejaba influir por las
mujeres ni por la bebida.
El O'Donnell Ballroom era un lugar de cinco mil pies cuadrados en la calle
Boylston, con grandes ventanales, elegantes detalles arquitectónicos Tudor,
vigas de madera negra, lámparas de araña de color crudo y cortinas de seda
color champán.
Los camareros flotaban por la sala, rodeando a las mujeres con vestidos de
gala y a los hombres con trajes elegantes. Me quedé en un grupo de personas,
entre las que se encontraban Cillian, Hunter, Sam y el padrastro de Sam,
Troy, sin perder de vista a Emmabelle.
Sabía que iba a estar aquí. Su hermana ayudó a organizar el evento, y Sweven
celebraba cada uno de los logros mundanos de su hermana.
—...dijo que abrir un banco privado es una idea tan risible como que yo inicie
una cruzada cristiana para salvar ranas peludas. Yo nunca me metería en
sus aventuras —Escuché que Cillian le explicaba a Troy.
Si Cillian estaba aquí, su esposa estaba cerca. Y si Persephone estaba en el
lugar, Belle no podía estar a más de unos metros.
—Solo le he puesto dos mil —gritó Hunter a la defensiva—. Así que podría
estar en el tablero y ganar algo de experiencia. Si se hunde, se hunde. No es
un problema para mí.
—¿Devon? ¿Qué te parece el nuevo banco de James Davidson? —Sam me
metió en la conversación, la sonrisa taimada en su cara me decía que sabía
que no escuché ni una palabra de lo que decían.
Golpeé con el dedo índice la copa de champán que sostenía.
Intenté pensar lo que pensaba. Había estado más concentrado en tratar de
encontrar a mi compañera de cuarto que en la conversación.
—Creo que Davidson es una basura en todo lo que hace, y así se lo dije a
Hunter cuando me vino con la propuesta. Por suerte, Hunter necesita su
dinero como yo necesito otra hembra hormonal que manejar, así que como él
dijo, no hay que preocuparse.
—¿Cómo está Emmabelle de todos modos? —Hunter preguntó—. ¿Está
empezando a notarse?
Me pareció que sí, la última vez que la vi, hace un par de días. Cuando pasó
por delante de mí en la cocina, me pareció vislumbrar un vientre redondeado.
No podía asegurarlo. Pero como mantenía mis cartas cerca del pecho cuando
se trataba de mi vida personal, no tenían idea de que no me hablaba con ella.
—Moderadamente.
—¿Estás aprovechando los antojos del embarazo? —Sam elevó una ceja.
Levanté mi champán en el aire a modo de saludo.
—La misma respuesta.
—Bueno... —Cillian se deleitó dirigiendo su meñique más allá de mi hombro,
señalando algo— ...entonces puede que quieras asegurarte de que eres el
único que disfruta de esos antojos, porque Davidson parece estar trabajando
en su próxima aventura privada.
Seguí su línea de visión y me di la vuelta para ver a Emmabelle de pie en la
esquina de la habitación, con un vestido de seda azul claro de Cenicienta, con
su cabello arenoso en un elegante peinado.
Se reía de algo que decía James Davidson, sus dedos revoloteaban sobre su
collar.
El mismo Davidson que no distinguiría un mal negocio de uno bueno, aunque
le cortara la pierna sin anestesia.
Era objetivamente atractivo en una especie de pan blanco, con cabello
castaño y grueso, grandes dientes blancos y los modales lánguidos y
perezosos de un hombre que nunca tuvo que trabajar por lo que poseía.
Y estaba completamente encantado con la escabrosa y escandalosamente
vívida mujer que tenía delante.
Entrecerré los ojos y me centré en su vientre. Para mi decepción, su vestido
ocultaba bastante bien su vientre. Ni siquiera importaba. Si Belle quería
acostarse con Davidson esta noche, nada iba a detenerla.
—¿No está James Davidson casado? —Me sorprendió escuchar que mi
pregunta sonaba más como un gemido.
—Recién divorciado —corrigió Hunter, a mi derecha. Chocó su hombro con el
mío mientras ambos mirábamos a Belle riéndose a carcajadas de algo que
dijo Davidson.
¿Qué podría haberla hecho reír? El tipo estaba más seco que una torta de
arroz.
—Su ex acaba de comprarse un Cadillac nuevo y un par de tetas para
burlarse de él, pero he oído que se está mudando a pastos más agradables y
mejores.
—Ese pasto no va a ser Emmabelle.
Cillian se burló.
—Dudo que haya recibido ese memo.
—Solo está siendo educada —me lamenté.
—Sí, la mamá tu bebé es conocida por sus modales —Sam se rio.
—Además, la gente educada no toca el pecho de los demás —Hunter se rio.
Malditos. Ella estaba tocando su pecho.
No era un hombre violento, pero estaba bastante seguro de que estaba en
camino de hacer algo que me llevaría a la prisión estatal.
—¿Qué te parece? —le pregunté a Sam.
Al otro lado de la sala, Emmabelle negó con la cabeza cuando un camarero
se le acercó con una bandeja de champán mientras James se inclinaba más
hacia ella, susurrándole algo al oído.
—Creo que, si yo estuviera en tu lugar, a James ya le habrían faltado seis
dientes y le habrían perforado un pulmón —dijo Sam con indolencia.
Esa era toda la seguridad que necesitaba para saber que no estaba
sobreactuando. Aunque estaba sobreactuando, porque actualmente estaba
saliendo con otra mujer, aunque técnicamente, no la toqué.
Me moví rápidamente, rozando hombros, cruzando la inmensa sala, mis
dedos presionando con fuerza la fina copa de champán.
Quería matar a James y encerrar a Emmabelle en una torre de marfil. Aunque
realmente, ¿podría culparla? Pensaba que estaba a punto de comprometerme
con otra persona en unas pocas semanas, incluso días.
¿Qué clase de derecho tenía sobre esta mujer? Ninguno.
Me detuve frente a ellos, sonriendo como si todo estuviera bien en el mundo.
—Belle, querida, te he estado buscando —Hice el ademán de besar sus
mejillas, pero lo ignoré cuando James me pidió un apretón de manos.
La cortesía se fue por la ventana cuando sus ojos se posaron en lo que era
mío.
—¿Es así? —Sweven me dio una mirada perezosa. Una vez más, encontré su
indiferencia hacia mí encantadora—. Honestamente, uno pensaría que
estarías buscando cosas más importantes, como tus agallas.
—Tal vez encuentre tus modales mientras estoy en ello —dije.
—Oh, no sé nada de eso. No tienes un buen historial para encontrar cosas.
Mi punto G puede dar fe.
Eso era claramente una mentira. Podía encontrar su punto G, aunque
estuviera en una fila con otros cinco, y ella lo sabía muy bien.
—Devon, ¿conoces a esta joya? —James la señaló con su copa de burbujas
como si fuera un cuadro que estaba pensando en comprar.
Quería darle un puñetazo en el suelo y seguir hasta que llegara a las
profundidades del infierno.
—¡Es tan divertida!
—Maravilloso —dije gravemente—. Y sí, la conozco bien.
—No lo suficientemente bien, al parecer —Belle sacó su teléfono del bolso,
decidida a hacerme saber que estaba más desinteresada que avergonzada por
la escena que estaba montando.
—Lo suficiente como para fecundarla con mi bebé —Me volví hacia James,
clavándole una mirada gélida—. Haz lo que quieras con ella.
—¿Estás embarazada? —Los ojos de James se dirigieron a su vientre.
Su piel palideció. Sus ojos se encendieron. Quizás pensó que le había tocado
el premio gordo con la segunda esposa.
Belle se encogió de hombros, quitándose todo de encima.
—Los dos queremos un hijo. No es que estemos juntos.
—Vivimos juntos —Dejé escapar una sonrisa lobuna.
Me dio una palmadita en el brazo como una tía preocupada.
—Solo porque me lo rogaste.
—¿Rogar? No. Pero usé una forma poco ortodoxa de persuasión.
—Hablas mucho, cariño. ¿Sabes que la gente tiene sexo todo el tiempo y no
termina con el matrimonio, o los bebés, o incluso, ya sabes, una llamada
telefónica?
—Intenta reducir lo que tenemos todo lo que quieras, pero los hechos hablan
por sí mismos. Llevas a mi hijo, vives bajo mi techo y te dejas follar por mí
semanalmente.
Esta fue la parte en la que James Davidson se excusó y fingió haber visto a
alguien al otro lado de la habitación.
Me quedé con Sweven, que me miraba como si fuera a desayunar mis bolas
mañana.
—¿Qué mierda, amigo?
—La mierda es que estás coqueteando con uno de los peores charlatanes del
negocio delante de mis ojos, y no puedo arriesgarme a que su escasa
inteligencia y su horrible lógica retrógrada se acerquen a mi hija. ¿Y si se
convierte en su padrastro?
Era consciente de que sonaba como un terrible hipócrita.
Los ojos azules de Belle se abrieron de par en par, más por la rabia que por
la sorpresa.
—¿Me estás jodiendo ahora?
—Ahora no, pero tal vez más tarde. No hay mucho humor en nuestra
situación.
—¡Te vas a casar con otra! —Me golpeó en el pecho. Con fuerza.
Empezamos a llamar la atención de forma equivocada.
Desgraciadamente para Belle, por fin había encontrado a su pareja. No me
importaba mucho lo que la gente pensara de mí. La mayoría estaba tan
deslumbrada por mis títulos y mi acento, que me dejaban salirme con la mía.
—Todavía te dejaría calentar mi cama, si juegas bien tus cartas —Sabía que
esto la iba a volver loca.
Lo hizo. Ahora me abofeteó la cara. Con fuerza. No reaccioné.
—Llévame a un lugar privado para que pueda arrancarte la cabeza como es
debido —ordenó.
Apoyé mi mano en la parte baja de su espalda y la conduje a una biblioteca
situada en un rincón de la habitación. Era un espacio pequeño, pintado de
pared a pared con un elaborado cielo negro salpicado de estrellas que te hacía
sentir como si estuvieras en el espacio exterior.
Un grupo de hombres de negocios se sentó allí, hablando ociosamente
mientras bebían sus tragos.
—¡Fuera! —gruñí.
Se escabulleron como las liebres cuando mi padre había soltado a sus perros
sabuesos. La gente de esta ciudad sabía que había hecho un buen amigo y
un terrible enemigo.
Inmovilicé a Sweven contra una de las paredes y mis ojos se posaron en sus
deliciosos labios.
No tenía dónde moverse. Ningún lugar al que ir.
—Aquí —siseé seductoramente a sus labios—. Muérdeme la cabeza. Incluso
me desabrocharé el cinturón para facilitarte la vida.
Ella gimió, apartándome.
—Estás a punto de casarte con otra persona, así que aléjate de mí antes de
que te agarre las bolas y me asegure de que el hijo que llevo es el único que
tendrás.
Me reí socarronamente, tocando su mejilla. Me apartó la mano de un
manotazo.
—Estás asustada, ¿no? De que le ponga un anillo en el dedo —Me sentía
halagado, aunque seguía sin entender por qué era tan testaruda y fría.
—En realidad, no podría importarme menos. Solo quiero que sepas que no
soy la pieza secundaria de nadie —Hizo un movimiento para agacharse bajo
mi brazo, pero me moví rápidamente, bloqueando su camino hacia la puerta.
—¿Quién te ha jodido así? —me quejé, exigiendo saber.
La sujeté de los brazos, sin querer soltarla, pero sin saber tampoco cómo
llegar a ella.
—Lo intento con todas mis fuerzas, pero siempre llego al mismo callejón sin
salida. Quieres la polla, las bromas, la conversación, pero no los sentimientos.
Cuando le doy los sentimientos a otra persona, te vuelves loca. Así que déjame
preguntarte de nuevo: ¿Quién. Te. Hizo. Esto? —Temblaba de rabia. Iba a
matar al maldito. Acabar con él—. ¿Quién te hizo tan incapaz de tener una
relación sana con un hombre?
—¡No es asunto tuyo! —Me escupió en la cara. Ni siquiera me molesté en
limpiar la saliva. Intentó escapar de nuevo. La bloqueé, otra vez.
—No tan rápido. Dime lo que tengo que hacer para llegar a ti.
Estaba completamente fuera de mi alcance.
Ambos luchábamos por el control de una situación en la que ninguno de los
dos tenía poder.
Levantó la barbilla, con una sonrisa socarrona que adornaba sus rasgos de
Afrodita.
—No hay nada que puedas hacer o decir para que te vea como algo más de lo
que eres. Un niño rico y mimado que se escapó de casa, pero que nunca
escapó realmente de la jaula de oro. Por fin has encontrado lo único que no
puedes tener: yo, y si eso te mata... Pues muérete.
Golpeé las palmas de las manos contra la pared, encerrándola entre ellas.
Estaba tan frustrado que estuve a punto de destruir la habitación. De
destrozarla.
¿Y dónde mierda se ha metido mi copa de champán?
—¡Eres imposible! —rugí.
—Eres un imbécil —Ella bostezó en mi cara.
—Me arrepiento del día en que te ofrecí este acuerdo. Al menos, antes de esto,
tenía un poco de respeto y simpatía hacia ti.
—No necesito nada de ti —Emmabelle me apartó, con un tono serio—. Te
crees mucho mejor que tu familia, ¿no? El hecho de que trabajes para ganarte
la vida no te convierte en un mártir. No me esperes en casa. Esta noche
dormiré en casa de Pers.
—¿Por qué demonios harías eso?
—¡Así podrás tener un poco de espacio para follarte por fin a tu preciosa
nueva novia! —retumbó. Emmabelle me hizo un gesto con el dedo mientras
salía corriendo, con el dobladillo de su vestido volando sobre sus delicados
tobillos.
La perseguí. Por supuesto que la perseguí. En este punto, era incapaz de
tomar una decisión racional cuando se trataba de esta mujer.
Pero ya no me enamoraba su capacidad para desequilibrarme. Ahora, lo único
que sentía era asco y decepción hacia los dos.
Era demasiado viejo para esta mierda.
Emmabelle se detuvo momentáneamente. Se dio la vuelta. Volvió a abrir la
boca.
—Has estado disfrutando de tu preciosa Louisa como si no compartieras
techo con la futura madre de tu hijo. Bueno, si estás feliz follando por ahí, yo
también voy a encontrar algo de entretenimiento, y no hay nada que puedas
hacer al respecto. Acércate de nuevo a mí esta noche, y te romperé la nariz.
Con otro movimiento de sus faldas, se fue.
Me detuve.
Por primera y maldita vez, llegué a la conclusión de que perseguir a
Emmabelle Penrose tal vez no sea lo correcto, ni lo constructivo, ni lo divertido
para mí.
Solo estaba yo y la inmensa y oscura habitación. Regulé mi respiración y miré
a mi alrededor.
La vida era un asunto solitario, aunque nunca estuvieras completamente
solo.
Esta era la razón por la que la gente se enamoraba.
El amor, al parecer, era una brillante distracción del hecho de que todo era
temporal y nada importaba como creíamos.
Solo después de estar allí un minuto entero me di cuenta de algo
desconcertante.
Estaba dentro de una habitación pequeña, cerrada y confinada, solo, y no
tuve ningún ataque de pánico.
El amor tiene formas muy extrañas, pensé, saliendo tranquilamente de la
habitación y sacando otra copa de champán de una bandeja.
Es mejor no averiguar cuáles son.
Sweven me evitó con éxito el resto de la noche.
Revoloteaba entre los grupos de personas como una mariposa, toda risa ronca
y dientes blancos y puntiagudos.
Hice mi propia ronda entre clientes y asociados, fingiendo que no estaba
medio muerto por dentro. El tiempo parecía fundirse como un cuadro de
Salvador Dalí, y cada tictac del reloj en mi muñeca me acercaba un centímetro
más a dar la vuelta y marcharme.
De mis compromisos.
Responsabilidades.
De todo lo que había construido y utilizado como muro contra lo que me
esperaba en Inglaterra.
En algún momento de la noche, Persephone pasó su brazo por el mío y me
sacó de una discusión especialmente aburrida sobre los tirantes.
—Hola, amigo —Su vestido de color lavanda flotaba sobre el suelo de mármol.
Era delicada como una cáscara de huevo, pálida como la luna de medianoche.
Dulce y plácida, muy lejos de su hermana mayor, que era una locomotora;
podía ver por qué le convenía a Cillian, que era frío e insensible en todas
partes. Ella le subía la temperatura, mientras él enfriaba su calor. El yin y el
yang.
Pero Belle y yo no éramos complementarios el uno del otro. Ella era fuego, y
yo era hormigón. No nos compenetrábamos bien. Yo era robusto, uniforme y
estable, mientras que ella prosperaba en el caos.
—¿Cómo están los niños? —le pregunté a Persephone con desgana, ya
aburrido de la conversación.
Lo que haría por hablar con Sweven sobre animales peculiares justo ahora.
—Están muy bien, pero dudo que sea de eso de lo que quieres hablar —Me
dedicó una sonrisa ladeada y me arrastró al centro de un círculo humano,
formado por Aisling, Sailor y ella misma.
Accedí, principalmente porque entre que una manada de mujeres me
arrancara la cabeza de un mordisco y hablara de ligueros, moriría a manos
de las mujeres cualquier día de la maldita semana.
Miré entre las tres.
—Parece que soy víctima de algún tipo de intervención —dije, enarcando una
ceja.
—Tan agudo como siempre, Sr. Whitehall —dijo Sailor, tomándose el whisky
como si fuera agua. Definitivamente la hija de su padre.
Fue la única mujer del baile que llevó traje. Lo llevó fantásticamente.
—Queremos hablar contigo de algo.
Ese algo era Louisa, estaba seguro.
Me crucé de brazos sobre el pecho, esperando más.
—Queríamos saber qué vas a hacer para asegurarte de que Belle está sana y
salva. Después de todo, traicionamos su confianza al hablarte de ese hombre
en Boston Common. Ahora queremos saber que nuestra decisión estaba
justificada —Aisling me clavó una mirada.
¿Querían hablar de eso?
—Belle vive conmigo ahora, y puse a Simon a cargo de ella. La vigilo lo mejor
que puedo sin ponerle un GPS SCRAM en el tobillo.
—¿Está totalmente descartado un monitor de tobillo? —preguntó Sailor con
la mayor sinceridad.
—Sí, a menos que quiera perder una o dos extremidades —dije con tono
inexpresivo.
—Seguro que Simon es genial, pero solo está con ella cuando está en el club.
Sigo pensando que deberías pedir la ayuda de Sam —insistió Aisling.
—Cuando abordé el tema de Sam con Belle, me dijo que lo tenía controlado y
que no quería su interferencia —señalé con inteligencia—. Ir en contra de sus
deseos significaría una tumba temprana para mí. ¿Cómo te sentiste cuando
Cillian envió a los hombres de Sam tras de ti? —Me giré hacia Persephone,
que se volvió de color rosa salmón, con la mirada puesta en sus pies.
—No fue bueno —admitió—. Pero lo superé, eventualmente.
—Por suerte para el bastardo de tu marido, eres tan agradable como un
melocotón. Tu hermana, sin embargo, creo que todos estamos de acuerdo en
que es más bien un pomelo poco maduro.
Aisling frunció el ceño.
—Belle es una exaltada, pero a veces hay que hacer cosas por una persona,
incluso cuando cree que no lo necesita.
—Hablas como un verdadero tirano. La manzana no cae lejos del árbol.
Sweven era inaccesible, inalcanzable y poco razonable.
Y tenía que mantenerla viva.
Sí, estoy jodido.
—Si tuviéramos una idea de quién podría ser —Sailor se golpeó la sien,
pensando.
—Cree que es el imbécil que despidió hace un tiempo —le ofrecí.
—¿Frank? —Persephone arrugó la nariz.
Me encogí de hombros, aunque recordaba su nombre. Por supuesto que lo
recordaba. Cualquier hombre en mi posición lo haría.
—Eso tiene sentido. Es el único cabo suelto que se me ocurre —Sailor se frotó
la barbilla.
Hubo un breve silencio, que decidí llenar con una pregunta propia.
—¿Te ha dicho algo sobre nuestra situación?
—¿Qué situación? —preguntó Persephone en alerta—. Espero que la estés
tratando bien.
—Perra, por favor —resopló Sailor—. Si alguien está recibiendo un trato
injusto allí, es él.
—Ha estado malhumorada —dije vagamente.
—No te preocupes, no es porque te vayas a casar con otra persona —Sailor
parecía muy divertida, metiendo una mano en los bolsillos delanteros de su
pantalón de pitillo.
Así que sí sabían lo de Louisa.
Belle no se lo ocultó. Simplemente no le importaba lo suficiente como para
extenderse en el asunto.
—¿Honestamente crees que le parecería bien que me casara con otra
persona?
Parecía una adolescente preguntando a su mejor amiga si tenía una
oportunidad con Justin Bieber o no.
Cada vez que me proponía buscar mis agallas y los modales de Belle, debía
tomarme un momento para encontrar también mi masculinidad.
—Estará bien si te casas con cinco mujeres. Simultáneamente —dijo Sailor
con firmeza—. Belle no hace relaciones. O la moral, para el caso.
—Nunca ha estado enamorada —dijo Persephone con un suspiro
anhelante—. Nunca ha querido establecerse con nadie.
—Las personas cambian —dije sin entusiasmo.
—Esta persona no —dijo Aisling en voz alta mi más grave sospecha.
—Si estás esperando a que te profese su amor y retrasas la boda por ello, no
lo hagas —Aisling me puso una mano en el hombro, ofreciéndome una sonrisa
de disculpa—. Belle Penrose solo tiene suficiente amor para ella, su bebé y su
familia.
Catorce años
El invierno va y viene. Hay un poco de ruido a mi alrededor. Gano algunas
competiciones locales e incluso me escriben un pequeño artículo en el periódico
local por haber batido el récord del condado, que papá cuelga en nuestra nevera
porque, al parecer, ser vergonzoso es su principal negocio paralelo.
En marzo, la esposa del entrenador Locken, Brenda, da a luz a un niño sano.
Para entonces, estamos haciendo toda la rutina del bosque dos veces por
semana. Me come, luego nos besamos, luego se masturba antes de llevarme a
la escuela. Una vez, en su cumpleaños, me convenció para que lamiera el
pegajoso jugo blanco de sus dedos como si fueran piruletas. Me hizo tres fotos.
Lloré toda la noche después de que las tomara. Todavía pienso en el hecho de
que están en algún lugar de su teléfono, y quiero vomitar cada vez que lo
recuerdo.
Cuando lo hacemos en su despacho -pocas veces- me doy cuenta de que la foto
de Brenda, que estaba allí antes, ha desaparecido de su escritorio. También se
quita la alianza, pero solo cuando practicamos a solas en el bosque.
El entrenador me dice que se separaron hace unos meses. Brenda no quería
que él la tocara más después de quedarse embarazada y dijo cosas malas
sobre su trabajo. Como que no gana suficiente dinero y cosas así.
El entrenador dice que le gustaría que yo fuera su novia. Que podría llevarme
al cine, o a un buen restaurante, o simplemente a pasar el rato.
Sinceramente, estoy empezando a pensar que tal vez esta chica Brenda no se
merece a Steve (no se me permite llamarlo así cuando no estamos solos). De
todos modos, me hace sentir mucho menos mal por nuestra aventura.
Pero entonces Brenda da a luz y todo cambia.
El entrenador falta tres días seguidos. El tercer día está desaparecido. En la
cafetería, dos profesores del servicio de comidas cuentan con entusiasmo que
Brenda dio a luz en un hospital local -¿por qué iba a hacerlo, si volvió a vivir
con su madre en Nueva Jersey?
—¿Has visto al bebé? Es tan dulce. Es idéntico a su papá —dice la señorita
Warski, mientras se zampa el yogur con una cuchara de plástico.
—Sí, Steve envió las fotos a todos los del grupo, ¿recuerdas? Y escucha esto.
Le dio a su esposa el mejor regalo de parto: un auto nuevo.
—Un Kia Rio, ¿verdad?
—Sí. Yo también estoy pensando en comprar uno...
¿Su mujer?
¿Regalo de parto?
Pensé que ya no estaban juntos.
Al borde del divorcio.
Me paso el resto del día aturdida, obligándome a no enviarle mensajes de texto.
Ross se escapa y me compra una botella de Gatorade. No me pregunta por qué
estoy molesta. Por qué mis ojos están rojos y mi rostro pálido.
Sin embargo, más que desconsolada, siento una gran vergüenza.
Este hombre, en el que he depositado mi confianza, me ha dejado en ridículo.
Algo se rompe en mí ese día.
Algo que no sé si podré arreglar alguna vez.
Belle cumplió su promesa de no volver a casa esa noche.
Lo que me hizo, a su vez, llamar a Louisa de camino al trabajo a la mañana
siguiente.
Lou se alojaba en el Four Seasons, pasaba los días de compras y esperaba
que yo sacara la cabeza del culo.
La buena noticia para ella era que mi cabeza se alejaba poco a poco de dicho
culo.
Louisa contestó al primer timbrazo, sonando sin aliento.
—¿Hola? ¿Devon?
—¿Es un mal momento? —Doblé una esquina en mi Bentley, buscando
estacionamiento en la calle. El estacionamiento subterráneo parecía una idea
ridícula. La gente no tenía nada que hacer bajo tierra cuando aún estaba viva.
—Absolutamente no, es un momento perfecto.
Oí el suave golpe de una toalla que se dejaba caer y el gemido de una puerta
que se abría mientras un preparador físico me decía de fondo:
—Ahora vuelve a la posición del perro hacia abajo...
—Hola. Hey. Hola —Louisa se rio un poco de su propia torpeza. Me metí en
una plaza de estacionamiento en la calle y di marcha atrás.
—¿Está todo bien? —preguntó.
Estaba a punto de estarlo.
Era el momento de elegir a una persona que me eligiera a mí.
—Me preguntaba si te gustaría cenar esta noche.
—Claro. ¿Debo reservar para nosotros? —preguntó Louisa con dulzura—. Hay
un increíble restaurante italiano en la calle Salem que he estado queriendo
probar, aunque estoy feliz de atender a cualquiera de tus restricciones
dietéticas.
Las palabras de mi padre me persiguen.
Los matrimonios por amor son para las personas comunes y corrientes. Gente
nacida para seguir las ingratas reglas de la sociedad. No debes desear a tu
esposa, Devon. Su propósito es servirte, engendrar hijos y lucir hermosa.
Había un punto a tener en cuenta. La familia Whitehall había existido durante
tantos años, tenía tantas tradiciones. ¿Quién era él para dictar el fin de esa
línea? No permitiría que ese hombre me robara mi legítima herencia.
—No —Salí del auto y galopé hacia la puerta de mi oficina—. Estaba pensando
que podríamos cenar en tu habitación de hotel. Tengo algunos asuntos que
discutir contigo.
—¿Está todo bien? —preguntó preocupada.
—Sí —Subí las escaleras hasta mi despacho—. Todo es perfecto. Acabo de
tener una especie de epifanía.
—Me gustan las epifanías.
Esto te va a encantar.
—Devon... —dudó.
Empujé la puerta de cristal de mi despacho para abrirla. Joanne ya estaba
esperando con impresiones de mi agenda diaria y una taza de café recién
hecho. Se los quité de la mano.
—¿Sí, Lou?
—No me has llamado Lou en mucho tiempo. No desde hace décadas.
Otra pausa.
—¿Debo... debo llevar mis mejores sedas?
Prácticamente podía oír a Louisa mordiéndose el labio inferior.
Tomé un sorbo de mi café y sonreí de forma macabra.
—Mejor aún, cariño, no lleves nada debajo del vestido.

Mi madre me llamó varias veces ese día, eludiendo el tema de Louisa sin
hablar realmente de ella.
Preguntó por Emmabelle, si todavía vivíamos juntos. Cuando le dije que sí,
sonó bastante menos alegre.
—Si Louisa y yo vamos a tener un futuro, el bebé y Emmabelle serán una
parte importante de mi vida —dije secamente.
—Pero no te mudarías a Inglaterra —respondió mamá—. Te encadenaría a
Boston para siempre.
—Me encanta Boston —Realmente lo hacía—. Es mi hogar ahora.
El castillo de Whitehall Court nunca había sido más que paredes llenas de
malos recuerdos.
Durante mi pausa para el almuerzo, fui a elegir un anillo de compromiso de
1,50 quilates de talla cojín de Tiffany & Co.
Cuando volví a la oficina, le dije a Joanne que comprara un gran ramo de
flores y que no escatimara en gastos.
—¿Por fin va a cortejar a esa chica Penrose, señor? —Joanne no pudo evitar
soltarlo desde detrás de la pantalla del ordenador, mientras masticaba un
palito de apio que significaba su quinto intento de Weight Watchers 21 ese
mes—. Ya es hora. Un niño debe tener un hogar estable. Una madre y un
padre. Así es como se hacía cuando yo crecía, Su Alteza.
Joanne insistió en referirse a mí de forma regia, aunque no tenía ni idea de
cómo llamarme. También pensó que las flores eran para Emmabelle. ¿Por qué
no iba a hacerlo? Había reservado las citas semanales de Sweven con el
ginecólogo y enviado taxis conmigo para recoger a Belle.
—No es la chica Penrose —dije brevemente, entrando en mi despacho.
Joanne se levantó corriendo y me siguió, sus cortas piernas se movían con
una fuerza que no había visto en ella desde que tuvo que tomarse medio día
libre cuando su hija se puso de parto.
—¿Cómo que no es la chica Penrose? —preguntó.
Me acomodé detrás de mi escritorio, encendiendo mi portátil.
—No es que sea de tu incumbencia, pero estoy cortejando a otra mujer.
—Cortejar a otra... Devon, ¿es así como lo hacen en Inglaterra? Porque aquí,
la bigamia es ilegal.
¿Devon? ¿Qué pasó con Su Alteza Real, señor?
—Belle y yo no estamos casados —Le hice un gesto para que se fuera.
—¡Solo porque no se lo has pedido! —retumbó.
—Ella no está interesada.

21 Programa para bajar de peso


Era más fácil admitirlo ante una mujer de sesenta años con cinco hijos y siete
nietos que pensaba que Ferrero Rocher era el colmo de la sofisticación que
hacerlo en los oídos de mis compañeros y sus esposas.
—Haz que se interese.
Me reí con una sonrisa oscura.
—Lo intenté, créeme —A mi manera, al menos.
—Si no estuviera interesada, no habría dejado que le pusieras un bebé,
cariño. Por supuesto que está interesada. Solo tienes que darle un pequeño
empujón. Si sales con otra persona, vas a matar cualquier oportunidad que
tengas con la chica, incluso si la relación se desmorona. Y se desmoronará.
—Louisa es una joya absoluta. Encantadora, bien cuidada y con mucho
estilo.
—Esos son buenos rasgos para un sofá, mi señor. No para una mujer.
—En una esposa, también.
Estaba siendo difícil a propósito. Por alguna razón, deseaba profundamente
que me cagaran por lo que estaba a punto de hacer y sabía que Joanne me la
daría directamente.
El cielo sabe que me merecía que me gritaran.
Dos manchas de rojo colorearon sus mejillas y echó la cabeza hacia atrás
como si la hubiera golpeado físicamente.
—Espera un momento —Jo levantó una mano—. ¿Acabas de decir... esposa?
—Sí.
—Pero... tú amas a Emmabelle.
—Dios, a los americanos les gusta mucho lanzar esta palabra —Saqué un
panecillo de una lata y me lo metí en la boca—. Yo, como mucho, quiero su
compañía. Pero ella no está disponible para mí. Necesito seguir adelante.
—Si se casa con otra persona, Su Alteza, me temo que tendré que renunciar.
—¿En qué se basa?
—Bueno... que eres un pedazo de mierda y medio.
Oír a Joanne utilizar la blasfemia para describirme -o a cualquier otra
persona del universo, para el caso- reforzó el hecho de que yo era, de hecho,
un pedazo de mierda.
No pude evitar reírme.
—Prepara esas flores y vuelve al trabajo, Joanne. Y si quieres renunciar, deja
una carta de renuncia en mi escritorio.
Se dio la vuelta y se alejó dando un paso atrás, murmurando en voz baja.
Durante el resto del día, no trató de entablar una pequeña charla cada vez
que salía de mi despacho, ni me atacó con nuevas fotos de sus nietos, ni me
dio un bocadillo que había preparado especialmente para mí desde casa,
normalmente en forma de una saludable galleta de mantequilla de cacahuete
y granola.
A las seis, cuando salí de mi despacho, un gran ramo de rosas blancas,
peonías y ranúnculos esperaba sobre su mesa con una nota.
Tiré la nota a la papelera, recogí las flores y bajé las escaleras.
Mi teléfono empezó a sonar en mi bolsillo delantero con una llamada entrante.
Mamá.
Era escandalosamente tarde en Inglaterra. O extremadamente temprano,
según se mire.
Lo contesté por capricho, sabiendo que no debía.
—¿Y ahora qué? —gruñí.
—¡Devvie! —gritó encantada—. Lo siento. No te quitaré mucho tiempo. Me
encantaría organizar una fiesta de compromiso para ti. La primavera es una
época preciosa para celebrar. ¿Hay alguna posibilidad de que te tomes un fin
de semana libre y te subas a un avión con Lou?
No me sentó bien. El hecho de que Ursula naturalmente asumiera que Louisa
y yo ya estábamos comprometidos.
Además, la idea de estar en un espacio cerrado con los hermanos Butchart y
unas cuantas docenas más de miembros de la realeza engreídos me hizo
desear buscar asilo en otro planeta.
—El trabajo está agitado ahora mismo.
—Solo te casas una vez —argumentó.
—No necesariamente en el siglo XXI.
—Espero que no se trate de esa espantosa mujer otra vez. Si se mete en
problemas, es por ella, no por ti.
Aquella espantosa mujer tenía un nombre y, francamente, mi madre no
merecía pronunciarlo en voz alta. Pero algo me llamó la atención.
No. No vayas allí. Simplemente no hay manera.
—¿Por qué iba a meterse en problemas? —pregunté, abriendo de golpe la
puerta del conductor de mi Bentley antes de colarme dentro. Puse el teléfono
en el altavoz y lo arrojé a la consola central—. ¿Tú qué sabes?
¿Y si era ella la que acosaba a Sweven?
Tenía todas las características discriminatorias: un motivo, un rencor y un
fin.
Sabía dónde vivía yo, lo que significaba que sabía dónde vivía Belle.
Y cualquier información que le faltara podría ser completada por un
investigador privado.
¿Pero era realmente capaz de algo así?
—No sé nada —jadeó mi madre, intentando parecer ofendida—. Solo lo dije
porque me dijiste que era una stripper. Suelen meterse en líos. Tus elecciones
de vida dicen mucho de ti. ¿Por qué, qué estás insinuando?
—¿Qué escondes? —respondí.
—No estoy ocultando nada. Pero te conozco y eres un cuidador por
naturaleza. No quiero que abandones las cosas por ella.
—Empiezo a pensar que sabes más de lo que dices.
Esto le hizo soltar un fuerte suspiro.
—Te estás volviendo extremadamente paranoico. Estoy preocupada por ti. Te
estás perdiendo. Volver a casa te haría bien. Por favor, piénsalo.

La cena fue, como se esperaba, perfecta.


El entorno, la habitación, la comida y la mujer. Todo cinco estrellas.
Louisa se sentó frente a mí en la gran suite en la que se encontraba, con un
vestido de noche negro, impecable para la ocasión.
Cenamos langosta asada con patatas rojas.
Las puertas francesas de su balcón estaban abiertas, y la brisa primaveral
que soplaba en el interior traía consigo el aroma de las flores.
Me recordó a Europa. A las pausas veraniegas en la costa del sur de Francia.
De carnes no procesadas y quesos tan olorosos que nos harían llorar, y pieles
bronceadas, y chateaus en los que me perdería.
Y me di cuenta de que echaba de menos mi casa.
Hasta el punto de que empezó a doler.
—Sabes, intenté pasar de ti. Incluso lo conseguí, durante un tiempo —admitió
Louisa, pasando la yema del dedo por el borde de su copa de vino—. Frederick
era un hombre increíble. Me enseñó a creer, un poder que ya no creía tener.
Solía andar por ahí con esa horrible sensación de fracaso. Después de todo,
todo mi propósito en esta vida era casarme contigo, y me las había arreglado
para espantarte de alguna manera.
—Lou —gemí, sintiéndome fatal, porque en cierto sentido, ella seguía
haciendo precisamente eso. Tratando de ganarme.
—No, espera. Quiero terminar —Sacudió la cabeza—. Cuando lo conocí, se
pasó un año entero pelando mis inseguridades, capa tras capa, para intentar
descubrir quién era yo. Fue duro... y fue un proceso largo. No tenía ni idea de
lo que me hacía ser como era. Por qué mis heridas se negaban a cerrarse.
Pero fue paciente y dulce.
Rompí la langosta con la galleta, sintiendo afinidad por el animal muerto. Y
por Frederick, que parecía un buen hombre, que merecía algo mejor.
Y también una extraña sensación de revelación. Frederick tuvo la capacidad
y la resistencia de quedarse con Lou cuando ella era impenetrable para él;
¿por qué no podía hacerlo con Emmabelle?
—Al principio, cuando estaba con él, soñaba con que volvías y yo presumía
de mi nueva relación. Mi hombre perfecto. Pero después de un tiempo, dejé
de pensar en ti. Él era suficiente. En realidad... —Vaciló—. Él no era
suficiente. Lo era todo. Y me dolió mucho perderlo. En ese momento, me di
cuenta de que podía estar maldita —Louisa sonrió, apoyando la barbilla en
los nudillos.
La miré a los ojos y vi dolor. Mucha pena. Aquí estábamos, a punto de
comprometernos para casarnos, y seguíamos suspirando por otras personas.
La única diferencia era que la persona que quería seguía viva.
Y Louisa me vio como un reemplazo. Un premio de consolación.
—No eres la única que ha quedado marcada por esta experiencia, cariño. Me
sentí muy mal por lo que te hice. Cómo te dejé en la estacada. Juré que nunca
me casaría con nadie más. Está claro que cumplí esa promesa —dije,
apartando la langosta. Había perdido el apetito—. Nunca tuve una novia
seria. Mis relaciones, como mi leche, tenían una fecha de caducidad de menos
de un mes. Supuse que, si te arruinaba las cosas, era justo que hiciera lo
mismo conmigo.
Se acercó a la mesa redonda y tomó mis manos entre las suyas.
—Ahora tenemos una oportunidad, Devvie. Vamos a recuperar el tiempo
perdido. No es demasiado tarde. Nada nos detiene.
Una de las cosas era —Estoy a punto de ser padre.
—Podemos hacer esto juntos. Dijiste que tendrías la custodia compartida,
¿verdad? Puedo mudarme aquí. Ursula preferiría que te mudaras de nuevo,
pero estoy segura de que obtendremos su bendición. Puedo ayudarte a criar
al niño. Podemos tener nuestros propios hijos. No tengo ninguna hostilidad
hacia Emmabelle. Simplemente no creo que sea una buena opción para ti.
Seré quien necesites que sea, Devvie. Ya lo sabes.
Ella estaba diciendo todas las cosas correctas.
Haciendo todos los puntos correctos.
—Tendrás que portarte bien con ese niño —advertí, mi tono se volvió
gélido—. Yo quería al bebé tanto como Emmabelle. Teníamos un pacto.
—Trataré a este niño como si fuera mío.
Louisa se llevó mi mano a la boca, apoyando su mejilla en mi palma.
—Lo prometo. Sabes que nunca rompo mi promesa.
No recordaba haberme levantado, pero en algún momento lo hice. Louisa
también estaba de pie, su cuerpo enrojecido con el mío, su boca moviéndose
sobre la mía.
Mis manos rozaron la longitud de su espalda. Nos estábamos besando.
Belle no me quería, mi familia estaba al borde de la bancarrota, y realmente,
¿sería tan horrible tener a alguien con quien envejecer? ¿Alguien que me
cubriera la espalda?
Pero al final del día, no lo disfruté.
No los besos. Ni la forma en que su cuerpo se plegaba alrededor del mío
posesivamente.
Estaba completamente blando, mi polla se negaba a encontrar una razón
lógica para esta unión con Louisa atractiva.
Cuanto más blando estaba, más intentaba Louisa incitarme a la excitación,
besándome más fuerte, más profundo, más crudo. Me acariciaba la polla a
través del pantalón y la apretaba burlonamente, moviendo la cabeza de un
lado a otro.
La bilis me llegó al fondo de la garganta.
No es bueno.
Di un paso atrás para detenerlo, para ganar tiempo. Tal vez mostrar el anillo
de compromiso con el que había venido. Ponerlo en su dedo.
Pero no podía, por mi puta vida, sacar el anillo de mi bolsillo. Hacer el
movimiento final. Hacerle la pregunta que no podía retirar.
No quiero algo perfecto con Louisa. Quiero un gran lío caliente con Belle.
Mientras tanto, Louisa percibió mi paso atrás como una invitación a
desnudarse. Se quitó el vestido negro para mostrar unas piernas torneadas y
un cuerpo bien cuidado que gritaba cinco sesiones de pilates a la semana.
Sus ojos oscuros se dirigieron a mi ingle, frunciendo el ceño cuando se dio
cuenta de que aún no había ningún bulto detectable.
—Maldición. Bueno, es un pequeño obstáculo…
—No digas pequeño.
Se rio y volvió a acercarse a mí, reanudando nuestros besos.
Tragándome el sabor agrio del vómito, intenté concentrarme en la tarea que
tenía entre manos.
Era una mujer hermosa. No menos bonita que las mujeres que normalmente
me llevaba a la cama.
—Tal vez, puedo... —Louisa deslizó su mano dentro de mis bóxers a través de
mi ropa y se frotó, sus dedos fríos y huesudos. El sonido lejano de la risa
burlona de mi padre resonó en mis oídos.
—¿Está bien?
—Genial —siseé, más suave que un maldito rollo de Pillsbury—. Fantástico.
Pero no sentí nada, salvo una gran frustración mientras sus labios se movían
desesperadamente contra los míos. Estaba haciendo un trabajo tan
minucioso frotando mi polla que me sorprendió que no se materializara un
genio detrás de mi cremallera.
—Espera —gemí en su boca. La aparté suavemente. Ella se aferró a mí con
más fuerza.
—Te chuparé la polla —se ofreció. Louisa se arrodilló, completamente
desnuda ahora, tanteando el primer botón de mis pantalones.
Me hice a un lado, preocupado de que el anillo de compromiso se me escapara
del bolsillo.
—No lo hagas, cariño —Acaricié su rostro mientras simultáneamente la
alejaba de mi entrepierna.
Se me ocurrió, bastante miserablemente, que no podía tener sexo con Louisa.
No importaba cuánto lo deseara, y lo hacía.
Quería superar a Emmabelle. Seguir adelante. Pero no estaba sucediendo.
—¿Tienes el estómago un poco revuelto? Debe ser la langosta.
Se apresuró a levantarse, fue corriendo al baño y volvió con una bata de satén
color crema.
—El marisco puede ser sospechoso si no conoces el lugar.
Esto era el Four Seasons, no una choza en una isla remota.
Le dirigí una sonrisa dudosa.
—Será mejor que me vaya a casa.
Y lleve mi pig-in-a-blanket22 conmigo.
—Oh —Su rostro cayó.
—Lou —dije suavemente.
—Es que... ella estará allí.
—Viene con el hecho de que ella vive allí.
—¿Es algo que he dicho? —preguntó.
Pensé en lo que dijo sobre Frederick. Sobre la clase de hombre que era. Y no
podía negarle la verdad.
—Sí. Cuando me hablaste de Frederick, me di cuenta de que nunca podría
ofrecerte lo que él te hizo dar por sentado. Necesito ordenar las cosas en mi
cabeza.
Deslicé mi mano sobre su cintura y la atraje hacia mí, besando sus labios.
—Cuídate, Lou.
—Tú también, Devvie.

22 Argot juguetón para un pene no circuncidado o intacto con un prepucio largo y grueso que cubre
la mayor parte o la totalidad del glande o la cabeza.
Mi cabeza aún daba vueltas cuando volví a casa. Me pesaban los miembros
al darme cuenta de que, al parecer, era inmune a todas las mujeres del
mundo excepto a la que no me quería.
Subí a toda prisa, maldiciéndome por millonésima vez esa semana por no
poder usar el ascensor como un ser humano lógico.
Cuando terminé de detestarme por mi claustrofobia, empecé a despreciarme
por tener un cuerpo traidor. ¿Qué demonios le pasaba? En el pasado, se me
levantaba cada vez que el leve aroma de un perfume de mujer flotaba en el
aire. Ahora, mi polla había decidido que tenía principios, sentimientos y
moral. ¿No se había enterado de que era, de hecho, una POLLA? El órgano
menos sofisticado del cuerpo humano, aparte del ano.
Pasé de un empujón la puerta de entrada a una oscura y vasta sala de estar,
apartando de una patada el mobiliario de la puerta.
Si Emmabelle volvía a estar fuera, trabajando hasta tarde o entretenida por
un amigo masculino, yo iba a... a...
No iba a hacer nada al respecto. No tenía ningún poder sobre ella.
Espero que ese mes de acostarse con ella haya valido la pena, amigo. Porque
este es tu futuro.
Atravesando el salón, pasé por su dormitorio antes de retirarme a mi propia
cama.
Su puerta estaba entreabierta. Para mi gran vergüenza, todo mi cuerpo se
aflojó de alivio cuando noté que la luz del interior estaba encendida.
Sin poder resistirme, me detuve junto a la franja de espacio que nos separaba
a ambos y la observé.
Estaba de pie frente a un espejo imperial de cuerpo entero.
La sudadera con capucha se le había enrollado en el pecho. Su estómago
estaba desnudo. Lo acunó frente a su reflejo, mirándolo con asombro.
Mis ojos bajaron, haciendo lo mismo.
Por primera vez, era real e innegablemente obvio que Emmabelle Penrose
estaba embarazada.
La forma dura y redonda de su vientre no podía ser confundida. Tenía un
aspecto magnífico. Tan suave y cálido y lleno de un bebé que nos pertenecía.
Se estaba notando.
Cerré los ojos, apretando la cabeza contra el marco de madera de la puerta,
respirando.
—Eres tan jodidamente hermosa que a veces quiero devorarte solo para
asegurarme de que nadie más te tenga.
Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas.
Se giró al oír mi voz.
El amor y el asombro que había en su expresión se desvanecieron y fueron
sustituidos por una sonrisa socarrona.
—Me sorprende que Louisa te haya dejado libre esta noche. ¿Problemas en el
purgatorio?
Supongo que era su versión de la palabra paraíso para nosotros.
—Detente —le dije.
—¿Detener qué? —dijo ella.
—Deja de actuar como una mocosa. Deja de apartarme. Deja de arruinar un
momento perfectamente bueno porque tienes tanto miedo a los hombres que
simplemente debes atormentarlos si amenazan con poner una grieta en tu
muro perfectamente construido.
—Muy bien, entonces —Belle dejó caer la sudadera sobre su estómago.
—No —Me aparté del marco de la puerta y me dirigí hacia ella, con un paso
tranquilo—. Quiero ver.
Emmabelle abrió la boca -probablemente para decirme que fuera a hacer un
bebé con Louisa si estaba tan interesado en ver una barriga embarazada-,
pero conseguí ponerle un dedo en la boca antes de que salieran las palabras.
—También es mi hijo.
En silencio, se subió la sudadera hasta los pechos.
Me puse delante de ella, contemplando la maravilla que era su barriga de
embarazada.
—¿Puedo tocar? —Mi voz era irreconocible para mis propios oídos.
—Sí —La suya, me di cuenta, también tembló. El aire a nuestro alrededor se
detuvo, como si también contuviera la respiración.
Las puntas de mis dedos rodearon su estómago por ambos lados. Estaba duro
como una piedra. Ambos miramos su vientre como si estuviéramos esperando
algo. Pasó un minuto. Luego dos. Luego cinco.
—No quiero soltarte —dije.
—No quiero que me sueltes —dijo en voz baja. Ya no estábamos hablando de
su estómago.
Mis ojos subieron para encontrar su mirada a través de nuestro reflejo en el
espejo.
—Entonces, ¿por qué haces todo lo posible para alejarme?
Se encogió de hombros, con una sonrisa de impotencia en su rostro.
—Esa es la forma en como estoy hecha.
—Es una mierda.
—Sigue siendo cierto.
—Dime qué te ha pasado —exigí, por millonésima vez, pensando en Frederick,
en la forma en que había pelado las capas de Louisa. ¿Estaba siquiera cerca
de desprenderse de la primera capa? ¿Cuántas más faltan? ¿Y qué demonios
le ha pasado a esta mujer?
Incluso mis compañeros, que no eran en absoluto buenos chicos, nunca
dejaron a una mujer tan rota.
Dio un paso adelante, borrando todo el espacio que nos separaba.
Estaba duro como una piedra y a punto de arrancarle la ropa a esta mujer.
—Deja de meterte en mis asuntos, Devon. Ya has probado mi bolsa de trucos.
No hay nada más que ver aquí.
—Eres más que una fiestera tonta, por mucho que te empeñes en
comercializarte así. Publicidad falsa.
—Ja —dijo secamente—. Es que no has leído la letra pequeña.
Una sonrisa malvada se dibujó en mis labios.
—Eres fantástica, y espinosa, y vale la pena todo lo que me hiciste pasar.
—¡No! —Me empujó, con las palmas de las manos golpeando mi pecho. Ahora
estaba enfadada, asustada. Apreté un botón—. No lo hago. Deja de decir eso.
Soy la mala cosecha. La zorra que no se puede casar.
—Eres jodidamente increíble —le dije en la cara, riendo por lo
bajo—. Brillante. Única en tu género. La mujer más inteligente que conozco.
Me empujó de nuevo. Me puse más duro.
—No soy buena.
—No. No eres buena. Jodidamente genial.
—Voy a ser una madre terrible.
La última frase fue dicha con un impulso de exasperación.
Cayó de rodillas a mis pies, con la cabeza baja.
—Jesús. ¿En qué estaba pensando? No puedo hacer esto. No soy Persy. No
soy Sailor. Esta no es mi vida.
Bajé hasta quedar a la altura de sus ojos, recogiendo su rostro con las palmas
de las manos.
Mi pulso se aceleró. Joder, me iba a dar un ataque al corazón, ¿no? Bueno,
ha sido un placer. Literalmente.
—Mírame ahora, Sweven.
Levantó la cabeza y me devolvió el parpadeo, con los ojos brillantes por las
lágrimas no derramadas.
—Solo elijo lo mejor para mí. Trajes, autos, propiedades, restaurantes. Esa es
la forma en que estoy conectado. Créeme cuando te digo que no me puse a la
ligera cuando te elegí como madre de mi hijo. Eres inteligente, independiente,
astuta, creativa, divertida y, que Dios me ayude, un poco loca. Pero también
eres responsable, estable, fuerte y sensata. Vas a ser una madre increíble. La
mejor que ha pisado esta tierra.
Su pecho se agitó y parecía estar a punto de sollozar.
—¿Qué pasa ahora, cariño?
—Te olvidaste lo de bonita —gimió.
Los dos empezamos a reírnos. Ella perdió el equilibrio y se cayó hacia atrás.
Como no quería que se golpeara contra el suelo enmoquetado, tiré de ella
conmigo y me dejé caer sobre la alfombra, utilizando mi cuerpo como cojín
para ella. Nuestras piernas se entrelazaron.
—Lo siento, cariño, pero estás lejos de ser bonita.
Hizo como si me lanzara un golpe en el pecho. Le agarré la muñeca y le di un
suave mordisco.
—Preciosa, sin embargo...
Sus labios se posaron en los míos enseguida, calientes, húmedos y exigentes.
Su lengua se deslizó entre las mía juguetonamente, acariciando y provocando.
Le rasgué la ropa, arrancándole la capucha del cuello, con cuidado de no
hacerle daño.
Sus manos estaban sobre mí. Su boca también. No quería respirar. Para darle
tiempo a cambiar de opinión.
Se desnudó antes de poder parpadear. Todavía estaba completamente vestido
cuando la apoyé de nuevo contra el somier, mi lengua se deslizó por la parte
posterior de su rodilla, hasta la parte interior de su muslo, acariciando un
punto sensible que hizo que todo su cuerpo se estremeciera violentamente.
Mis labios encontraron la dulce flor entre sus piernas, y chupé, mordí y soplé
hasta que se corrió, introduciendo mi lengua en ella para sentir cómo sus
músculos la apretaban con avidez. Ella siseó, sus ojos se abrieron de par en
par, como si recordara algo. Me pareció peculiar. La forma en que reaccionó.
Pero entonces negó con la cabeza, cerrando los ojos.
—Continúa.
Subiendo a besar su vientre, presioné con besos calientes sus dos tetas,
mordisqueando mi camino hacia su garganta, hasta sus labios.
—Devon. Por favor. Fóllame.
—Todo a su tiempo, Sweven.
Me desabrochó los pantalones. Podía sentir la perla de pre semen pegando mi
polla a la tela de mis bóxers.
Belle liberó mi polla de los confines de mi ropa y murmuró en nuestro sucio
beso:
—Repite eso.
—¿Repetir qué? —pregunté, deslizándome dentro de ella, allí en el suelo,
encontrándola mojada y lista para mí.
—Mi apodo. Llámame así.
Ella seguía el ritmo de mis empujones.
—Sweven —Besé sus labios.
Empuje.
—Otra vez.
—Sweven.
Empuje.
—Sweven. Sweven. Sweven.
Empuje. Empuje. Empuje.
Pegué mi frente a la suya mientras la penetraba más rápido y con más fuerza.
—Me voy a correr.
—Hazlo dentro de mí —Clavó sus uñas en mi piel, marcándome,
asegurándose de que Louisa lo supiera—. Quiero sentirte todo.
Mi agarre sobre ella se intensificó. Sus músculos temblaron cuando sentí mi
semen caliente deslizándose dentro de ella.
Los dos estábamos sudados y agotados cuando me desprendí de ella,
respirando con dificultad y mirando al techo.
Fue la primera en hablar.
—De pequeña abusaron de mí. Al día de hoy, nadie lo sabe.
Todo mi cuerpo se tensó.
Le agarré la mano instintivamente, incluso antes de girarme para mirarla.
Esperé más.
Siguió mirando al techo, evitando mi mirada.
Cuando era obvio que no estaba de humor para compartir más que lo
esencial, pregunté tímidamente:
—¿Quién fue?
Ella sonrió con tristeza.
—El sospechoso de siempre.
—¿Cuánto tiempo duró?
—No lo recuerdo. Estaba demasiado... no sé, profundamente en la negación.
—¿Por qué lo mantuviste en secreto? —Me apoyé en los codos. Lo supe antes
de que me dijera que su familia y amigos no estaban al tanto de la situación.
Recordé la incómoda conversación con su padre y canté en mi cabeza: De
ninguna manera, de ninguna manera, de ninguna maldita manera. Su padre
no abusó de ella. Porque si lo hacía, tendría que matarlo, y yo no estaba hecho
para la vida en la cárcel.
—Mierda, no puedo creer que te lo esté contando —Sollozó, la primera lágrima
cayó por su mejilla, deslizándose hacia su oreja.
Contuve la respiración y, por primera vez en mi vida, recé a Dios. Que no se
detuviera. Que saliera de esos altos muros de los que se rodeaba, que abriera
la puerta y me dejara entrar.
—Siempre fui la marimacho, la alborotadora. No quería ser la causa de otro
problema más. Tonto, lo sé, pero estaba cansada de ser el portador de malas
noticias. La que siempre metía a todos en problemas. Pero al mismo tiempo,
enfrentarme a él significaba correr el riesgo de que todos se enteraran. Así
que simplemente... lo reprimí. Por un tiempo, quiero decir. Y entonces ocurrió
otra cosa... —Se detuvo, cerrando los ojos de nuevo, tratando de tragar el
nudo en la garganta y fallando.
Belle no era como otras mujeres. Era el tipo de chica que se llevaría sus
secretos a la tumba. Pero esto, ya era suficiente. Significaba el mundo para
mí que ella eligiera decírmelo.
—Los dos hombres en los que más confiaba y amaba me dieron la espalda,
cada uno a su manera. ¿Esta vibración de no confianza, de no apego, que
estás recibiendo? Eso es mi “joder” a tu género, Devon. Si decido confiar de
nuevo y me hacen daño, sería mi fin. Por eso me resisto a ti en todo momento.
Lo que sea que sientas, yo lo siento diez veces más. Pero no vale la pena para
mí. O mato mis sentimientos o mis sentimientos me matan a mí.
Le pasé un pulgar por el cabello soleado, metiéndoselo detrás de la oreja.
—Querida Sweven, ¿qué es una pequeña muerte en el gran esquema de las
cosas?
Esta insoportable y exasperante mujer me entendía de verdad. Mis
peculiaridades, mis formas excéntricas. La mayor parte del tiempo que
pasamos juntos fue frustrante y malo. Pero cuando era bueno, cuando las
paredes se derrumbaban, era lo mejor que había tenido.
Emmabelle se volvió para mirarme por primera vez desde que empezó a
contarme su historia.
—Ya basta de hablar de mí. ¿Qué es lo que te hizo sentir claustrofobia, Dev?
Una verdad por una verdad. Prometiste compartirlo cuando me ganara tu
confianza, y creo que estoy ahí. Cuéntame lo que pasó.
Y así lo hice.

Pasado.
El montacargas era del tamaño de una estantería cuando me metieron en él
por primera vez, a los cuatro años.
Como un bebé en el vientre materno, era lo suficientemente espacioso como
para que pudiera mover mis extremidades, pero lo suficientemente pequeño
como para tener que agacharme.
A los diez años, mis piernas eran demasiado largas y mis brazos demasiado
desgarbados para encajar en él.
Y a los catorce años, me sentí como si me metieran en una lata de sardinas con
quince Devons más. Apenas podía respirar.
El problema era que yo seguía creciendo y el montacargas seguía teniendo el
mismo tamaño. Un pequeño y mísero agujero.
No siempre lo odié.
Al principio, de pequeño, incluso aprendí a apreciarlo.
Pasé mi tiempo pensando. En lo que quería ser de grande (bombero). Y más
tarde, en las chicas que me gustaban y en los trucos que había aprendido en
las clases de esgrima, y en lo que sentiría al ser un bicho, o un paraguas, o una
taza de té.
Todo se fue al infierno un día, cuando tenía once años.
Había hecho algo particularmente desagradable para molestar a mi padre. Me
colé en su despacho y le robé el atizador, luego lo usé como espada para pelear
con un árbol.
Ese atizador era de época y costó más que mi vida, me había explicado mi
padre cuando me atrapó con la cosa rota por la mitad (el árbol, obviamente,
había ganado).
Me había metido en el montacargas por la noche.
Mamá y Cecilia estaban fuera, visitando a unos parientes en Yorkshire. Yo
quería ir con ellas (nunca quise quedarme solo con papá), pero mamá dijo que
no podía perderme todo un fin de semana de sesiones de esgrima con mi sable.
—Además, no has pasado suficiente tiempo con papá. Un poco de tiempo de
unión para ustedes dos es justo lo que recetó el doctor.
Así que allí estaba yo, en el montacargas, pensando en lo que debe sentir una
botella que lleva una carta en el mar, o el pavimento agrietado, o una taza de
café en una concurrida cafetería de Londres.
Eso debería haber sido todo.
Otra noche en el montacargas, seguida de una mañana empapada de silencio
y frecuentes viajes al retrete para compensar el tiempo que tuve que aguantar
cuando estaba encerrado.
Solo que no fue así.
Porque ese día en particular llegó una tormenta tan grande y tan terrible que
dejó sin electricidad.
Mi padre se apresuró a ir a las cabañas de los sirvientes, donde todavía había
electricidad, para pasar la noche y quizás ser entretenido por una de las
criadas, algo que yo sabía que hacía cuando mamá no estaba en casa.
Se olvidó de una cosa.
De mí.
Me di cuenta de la filtración en el montacargas cuando un goteo persistente de
agua seguía cayendo sobre mi cara, interrumpiendo mi sueño.
Estaba destrozado dentro de mí, apretado contra las cuatro paredes. Me dolía
moverme, estirarme, estirar el cuello.
Cuando me desperté de golpe, el agua ya me llegaba a la cintura.
Empecé a golpear la puerta. Llorando, gritando, raspando mis uñas sobre la
cosa de madera para intentar abrirla.
Me rompí las uñas y me desgarré la carne intentando salir de allí.
Y lo peor es que sabía que no tenía ninguna posibilidad.
Mi familia no estaba en la casa.
Mi padre me dio por muerto. Deliberadamente o no, no lo sabía, y en ese
momento no podía importarme menos.
Si yo muriera, podrían intentar otro. Mi padre finalmente tendría el hijo que
siempre quiso. Fuerte y duro como un clavo y nunca asustado.
El agua me llegó hasta el cuello cuando oí golpes en el pasillo. Pasos.
Para entonces, estaba casi exhausto y ya estaba en paz con mi destino. Lo
único que quería era que la muerte fuera rápida.
Pero esto me dio nuevas esperanzas. Golpeé, grité y salpiqué, tratando de
llamar la atención, tragando agua en el proceso.
—¡Devon! ¡Devon!
La voz estaba amortiguada por el agua. Mi cabeza se hundía, pero aún podía
oírla.
Finalmente, la puerta del montacargas se abrió. Galones de agua salieron de
él... y yo también.
Caí como un ladrillo a las piernas de la persona que ahora era mi salvadora.
El santo que me dio misericordia. Me ahogué y me agité, como un pez fuera del
agua. El alivio me hizo orinarme en los pantalones, pero no creí que nadie
pudiera notarlo.
Mirando hacia arriba, vi a Louisa.
—Lou —me atraganté.
Mi voz era tan ronca que apenas se podía oír.
—Oh, Devvie. Oh, Dios. Teníamos que encontrarnos, ¿no lo recuerdas? Nunca
apareciste en el granero, así que mandé a buscarte. Pero el conductor no quería
dejar el auto, así que le pedí que me trajera aquí. Las puertas delanteras
estaban cerradas, pero entonces recordé que me dijiste dónde estaban las
llaves de repuesto...
Se arrodilló y me abrazó. Su voz se cernía sobre mi cabeza como una nube
mientras yo entraba y salía de la conciencia.
—Prometí que siempre te cubriría la espalda —La oí decir—. Estoy tan contenta
de haber llegado a ti a tiempo.
Nos abrazamos en el suelo. Me aflojé contra ella, ya que mi cuerpo era mucho
más pesado que el suyo y, aun así, ella soportó mi peso sin rechistar. Un ruido
sordo provenía de las escaleras, y en el pasillo oscurecido se alzaba la sombra
de mi padre, grande, mala e imponente.
—¿Qué has hecho, estúpida? —gruñó, furioso—. Se suponía que iba a morir.

Sweven estaba llorando.


Para variar, ni siquiera trató de ocultarlo.
Las lágrimas corrían por sus mejillas, algunas se deslizaban por su boca,
otras rodaban por su cuello.
—No puedo creer que el bastardo te haya hecho pasar por eso. No me extraña
que huyeras y te negaras a hacer lo que él quería. Dios mío. Lo siento. Lo
siento mucho.
Todo su cuerpo temblaba, de un lado a otro.
—Has mirado a la muerte a los ojos, Devon.
—Sin pestañear —Apreté sus nudillos sobre mis labios, saboreando el
privilegio de tocarla—. Me dijiste lo que hizo un agujero en tu corazón, y esto
es por lo que yo tengo uno en el mío. Esta es la razón por la que nunca me he
casado. Por qué no he formado una familia. Algo dentro de mí sabía que
conseguir todas las cosas que le impedí a Lou estaba simplemente... mal. Le
debo mi vida.
—Hiciste lo que cualquier persona decente haría.
—¿Es así? —pregunté con desgana—. Quizás no he conocido a mucha gente
decente en mi vida.
—No querer estar solo no es un pecado.
—¿Entonces por qué te diste el mismo destino? —murmuré en su mano.
Se echó hacia atrás, haciendo un ángel de nieve en el suelo enmoquetado.
Haciendo un mohín y luchando por mantener sus sollozos al mínimo, parecía
mitad niña, mitad mujer.
Una visión preñada atrapada en el limbo entre dos mundos.
Demasiado sabia para sus años y demasiado asustada para enamorarse.
—Mira lo que has hecho. Ahora ni siquiera puedo odiarla bien —suspiró
Belle—. Ella te salvó, después de todo —Utilizó ese falso y exagerado acento
británico que ponía para ocultar sus sentimientos cuando estaba dolida.
Me reí, rodando sobre ella, besando su rostro, lamiendo esas lágrimas
saladas, mi rodilla abriendo sus piernas mientras pasaba mi pulgar por su
pezón.
Era propio de mí enamorarme de la mujer más loca del planeta.
Catorce años
El entrenador Locken vuelve a la escuela cuatro días después de que nazca su
hijo, Stephen Locken Junior. Su pecho parece más ancho, su sonrisa más
grande, y no sé por qué, pero juro que parece más adulto. Su repentina madurez
me asquea.
Me presento a los entrenamientos. No hay razón para dejar una buena beca
sobre la mesa solo porque este tipo es un imbécil de grado A. Pero si cree que
voy a dejar que me coma otra vez, se va a llevar una desagradable sorpresa, y
probablemente también una patada en las bolas.
La práctica va bien, teniendo en cuenta que quiero desplomarme y vomitar cada
vez que siento sus ojos en mis piernas. Atrapo a Locken intentando cruzar
miradas conmigo un par de veces, pero desvío la mirada para evitarlo.
Cuando termina el entrenamiento, deja ir a todos y me da una palmada en el
hombro como un tío amistoso.
—Penrose, ven a verme a mi oficina.
—Tengo clases en cinco minutos, entrenador. ¿Podemos hablar
aquí? —preguntó en voz alta, enderezando la columna vertebral para mostrar
mi altura.
Todo el mundo se detiene y se queda mirando. Ross levanta una ceja. Me doy
cuenta de que, mientras estaba bajo una neblina inducida por la adolescencia,
todos en el equipo se han dado cuenta de que hay algo entre el entrenador y
yo. Se me calienta el rostro por dentro.
Por primera vez, veo al entrenador con la mirada perdida y un poco
conmocionado. Se recupera rápidamente.
—Sí. Claro. Aquí, sentémonos en el banco.
Lo hacemos. Nos sentamos a una distancia respetable el uno del otro, pero sigo
sintiéndome mal. Quiero darle un puñetazo en la cara. Odio sentirme estúpida,
y siento que se ha aprovechado de mí. Juego con el dobladillo de mis
pantalones cortos.
—Felicidades por Stephen Junior —dije—. Y por el Kia Rio.
No puedo evitar que la ira salga de mi voz, ¿y sabes qué? Que le den. No
necesito hacerlo. Él me mintió.
—Ah, así que se trata de eso —Se restriega la barba incipiente con los nudillos,
con aspecto de no haber dormido en toda la semana—. Sabías que iba a ser
padre, Emmabelle.
—No sabía que seguías con ella —Es raro incluso hablar de ello. Me siento como
un adulto en un programa de televisión. Solo hace tres meses que empecé a
tener periodos regulares, así que esto es un poco fuera de lugar.
—No estaba —dice con urgencia, y puedo decir por el movimiento de sus manos
que quiere estrecharme entre sus brazos y exigir mi atención, pero no lo
hace—. Hace tres meses que no estoy con ella. Que Brenda diera a luz en
Boston siempre fue el plan. Y la semana que volvió antes de la fecha prevista...
bueno, una cosa llevó a la otra y decidimos darle otra oportunidad. Por Stephen.
—¿Te acostaste con ella? —le pregunto. No sé qué autoridad tengo para
preguntarle eso.
Mira hacia otro lado, con la mandíbula apretada.
Resoplo una risa sin humor.
—Por supuesto que te acostaste con ella.
—¿Qué tenía que hacer? —pregunta entre dientes apretados—. No es como si
mi novia se extinguiera.
Su novia. Eso es lo que era ahora. Aunque pensé que me sentiría bien por ello,
todo lo que sentí fue un sordo arrepentimiento. ¿Cómo pude ser tan estúpida?
¿Empezar esto con él?
—No soy tu novia. Ni siquiera estoy segura de ser tu harrier23. Pero lo que sí es
seguro es que me voy de aquí —Me pongo de pie.
—Penrose —susurra—. Sienta tu culo. Todavía no hemos terminado.
Hago lo que me dice, pero esta vez -y esto es lo más importante- no porque
quiera escuchar sus estúpidas excusas, sino porque tengo que hacerlo. Es mi
entrenador. Y ahora empiezo a ver las similitudes entre Locken y el profesor de
geografía.
—Mira, esto entre Brenda y yo... no va a durar. Es a ti a quien quiero. Lo he
dejado claro.
—No quiero interponerme entre tú y la madre de tu hijo.
Mientras lo digo, me doy cuenta de que no es solo porque me sienta una mierda
por hacer lo que hice con él, un hombre casado. Es que todo esto ha perdido su
brillo. Hace unos días, en la cafetería, mientras estiraba el cuello para escuchar
las migajas de información sobre él y su esposa de parte de los profesores del
servicio de almuerzo, caí en la cuenta de que todo esto fue un gran error.
¿Qué clase de hombre se acuesta con su alumna?

23Los corredores de campo traviesa llegaron a ser conocidos como aguiluchos o harrier, en honor a
un pequeño sabueso que solía perseguir liebres genuinas.
¿Qué clase de hombre engaña a su mujer embarazada?
No uno digno, esa clase es.
—No vas a interponerte entre nada. Te deseo. Te amo. No he dejado de pensar
en ti en toda la semana —Hay una nota de urgencia en el tono del entrenador.
Desvío la mirada para mirarlo, pero me levanto del banco de todos modos.
Probablemente se vea raro desde lejos, si alguien nos ve. Yo alejándome de él
y no al revés.
Su declaración de amor no tiene sentido.
—Lo siento. No te amo.
—Sé que lo haces.
—No, no lo hago —La verdad es que no sé lo que siento o no siento. Solo sé que
estoy sobrepasada. Tengo que desenredarme de la situación rápidamente.
—Esta conversación no ha terminado —me advierte, levantándose tras de mí
y mirando a su alrededor como un ladrón en la noche antes de escabullirse por
la ventana de alguien.
Le doy la espalda y me alejo, pensando que sí.
El hombre iba a destruirme por completo, y no había nada que pudiera hacer
más que observarlo desde un asiento de primera fila.
Lo supe en el momento en que puso sus manos en mi estómago.
El bebé Whitehall revoloteó cuando sucedió. Sentí como si las mariposas
estiraran sus alas por primera vez dentro de mi vientre.
El bebé sabía que su padre la había tocado por primera vez y reaccionaba
ante él.
Todo pasó muy rápido después de eso.
Los besos.
Los mordiscos del amor.
La piel sobre la piel.
Los secretos.
Me sentí como si estuviera cayendo por un acantilado.
Cayendo, cayendo, cayendo.
Y, aun así, sin intentar agarrarse a nada para detener lo que estaba
sucediendo.
El fondo no parecía tan profundo cuando no querías salir de él.
Por eso enamorarse era un juego peligroso.
Te daba lo peor que una chica como yo podría tener.
Esperanza.

La noche siguiente, me salté el regreso a casa temprano después de terminar


el papeleo en Madame Mayhem. Estaba de un humor extraño. Al límite.
No quería volver a casa solo para descubrir que Devon seguía con la señorita
Fancy Pants24.
La alternativa de que Devon estuviera en casa y me sentara para una charla
de adultos era igualmente aterradora.
¿Qué podía decirle? El día de ayer no había cambiado nada.
Yo seguía siendo yo y él seguía siendo él. Todavía teníamos agujeros en
nuestros corazones.
Su familia nunca me aceptaría y se iría a la quiebra si no se casaba con
Louisa.
¿Y yo? Yo seguía siendo la misma chica que cerraba los ojos para soñar y en
su lugar veía al Sr. Locken.
En lugar de ir a casa, me reuní con Aisling, Sailor y Persephone en la mansión
de esta última para una noche de platos de almejas fritas y cervezas.

24 Presumida
Seguir con los refrescos era difícil pero necesario. El embarazo trajo consigo
el rechazo a numerosas cosas: el café, la carne roja y la mayoría de los
pescados. Pero seguía añorando una copa de vino de vez en cuando.
—¿Y bien? ¿Qué tipo de síntomas estás teniendo durante tu
embarazo? —Sailor dejó caer su bebida como un irlandés... bueno...
marinero25—. Cuando estaba embarazada de Rooney, mi hoo-ha se volvió
púrpura. Fue horrible. —Hizo una pausa—. Quiero decir, especialmente para
Hunter. No estaba en condiciones de mirarlo. Literalmente.
Persy se llevó una mano a la boca.
—Gracias, reina del TMI26.
Sailor se encogió de hombros, pasando una patata frita por un bol de
ketchup.
—Es una broma. Le gustó un poco. Lo hacía sentir como si tuviera sexo
extraterrestre.
—Solía mojar los pantalones. Constantemente —dijo Aisling con indiferencia,
llevándose una almeja frita a la boca. Escupí mi refresco, salpicando a mis
amigas. Bueno, esto era casual.
—Ambrose ejercía mucha presión sobre mi vejiga. Al principio, solo me
pasaba cuando tosía o estornudaba. En el tercer trimestre, lo único que tenía
que hacer era agacharme para ponerme los calcetines y, vaya, me orinaba
encima. Creo que era la única mujer embarazada del planeta Tierra que
seguía utilizando compresas todos los días. Cada vez que compraba alguna
en el Walmart local, la cajera me miraba de forma extraña, como diciendo
“sabes que no las necesitas, ¿verdad?”, y yo quería gritarle que era médica.
—¿Y tú? —Me dirigí a mi perfecta hermana, que tuvo dos embarazos perfectos
y dio a luz a bebés preciosos y que dormían bien desde el primer día. Persy,
Dios la bendiga, era incapaz de tener imperfecciones.

25 Sailor en español es marinero


26 Acrónimo para Too Much Information, en español “demasiada información”.
Ella arrugó la nariz, sonrojada.
—¿Qué? —preguntó Sailor, sonriendo, con una patata frita colgando como un
cigarrillo de la comisura de la boca—. ¡Dinos, imbécil!
—Bueno —Persy se acomodó el cabello detrás de la oreja, nerviosa—. No era
un síntoma en sí...
Todos nos inclinamos hacia ella en la mesa del comedor, con los ojos muy
abiertos, muriéndonos de ganas de saber.
—Es que, durante los dos embarazos, estaba muy, muy cachonda.
—¿Quieres decir que necesitabas vitamina D27 todos los días? —Sailor arqueó
una ceja.
Persy se rio.
—Sí. Lo quería... un poco duro. Y Cillian, bueno, se debatía entre darme lo
que quería y asegurarse de que no hiciéramos nada estúpido.
Todos asentimos, considerando esto.
—Ahora te toca a ti — Persy rio, lanzándome una patata frita.
Se sentía muy parecido a cuando éramos adolescentes. La facilidad de estar
juntas. Sabía que siempre nos tendríamos la una a la otra. Me reconfortó
mucho que mis sentimientos estuvieran tan alterados por Devon.
—Creo que mi principal síntoma es la locura —admití. Masticando mi
mazorca de maíz, sabía que me iba a arrepentir más tarde, cuando tuviera
que usar el hilo dental durante dos horas seguidas—. Porque creo que... ¿me
está empezando a gustar Devon? Quiero decir, ¿de verdad?
Los utensilios repiquetearon. Persy dejó caer al suelo un trozo de almeja frita,
sin hacer ningún movimiento para recogerlo, sin dejar de mirarme. Sailor y
Aisling se miraron como si estuvieran contemplando si debían comprobar mi
temperatura o no.

27 Dick = polla
Persy fue la primera en aclararse la garganta, procediendo con cautela.
—Explícate, por favor.
Les conté todo. Sobre el testamento, la herencia, y los problemas que venían
con ella. Sobre la madre de Devon, y la hermana, y la bancarrota. Les conté
sobre sus noches con Louisa y sobre cómo lo empujé a sus brazos.
Cómo jugué mis cartas de la peor manera posible.
Les conté todo menos los secretos que Devon y yo habíamos compartido. Los
agujeros en la parte de nuestros corazones.
Cuando terminé, toda la mesa se quedó en silencio.
Sailor pareció recuperarse antes que los demás. Se recostó en su silla, con
los ojos verdes muy abiertos, y sopló aire.
—Maldición.
Enterré el rostro entre las manos. Ningún buen consejo iba precedido de la
palabra “maldición”.
El personal de Persy empezó a apartar nuestros platos, haciéndose invisible.
Por millonésima vez, me pregunté cómo mi hermana, de origen tan humilde,
podía acostumbrarse a esta clase de riqueza.
—¿Algún comentario más útil? —Levanté las cejas.
—Es que nunca antes habías mostrado interés por alguien así, eso es
todo —Sailor miró a Aisling y a Persy en busca de ayuda, vio que seguían
procesando y añadió apresuradamente—: Puede que le haya dicho, o no, que
ni siquiera lo intente y que se case con Louisa para ahorrarse la angustia. Lo
siento, Belle. Cuando lo mencionaste el otro día, parecía que estabas
totalmente de acuerdo con que se casaran.
Me dieron ganas de vomitar, pero sonreí débilmente.
Necesitaba levantarme e irme. Tal vez llamar a Devon de camino a casa. Él
vendría, aunque estuviera con Louisa. Ese era el tipo de hombre que era.
Aisling se frotó la sien, con sus gruesas y oscuras cejas juntas.
—Esto está mal. Todo esto está mal. Sabes que tienes que luchar por él,
¿verdad?
Es fácil para ella decirlo. A pesar de toda su dulzura, Aisling era una
despiadada cuando se trataba del amor. Luchó con uñas y dientes para
conquistar a su marido después de suspirar por él durante años.
—¿Y arruinar la vida de su familia? —Dejé caer la cabeza sobre la mesa.
—Su hermana y su madre no son tu problema —dijo rotundamente Sailor.
—Además, estará arruinando su propia vida y la de Louisa si se casa con ella
mientras está enamorado de ti —intervino finalmente Persy.
El personal nos interrumpió de nuevo. Esta vez, trajeron el postre y el té.
Natillas, merengue de limón y trozos gordos de turrón.
Esperamos a que se fueran antes de volver a hablar.
—¿Estás loca? —susurré, metiendo la cuchara en las natillas—. No está
enamorado de mí.
—Esto es increíble —murmuró Aisling alrededor de su propia cuchara,
señalando las natillas—. Y en mi humilde opinión, como la persona con el
mayor coeficiente intelectual de la sala, está enamorado de ti.
—Súper humilde —Sailor se metió un trozo de turrón en la boca—. Pero en
realidad estoy de acuerdo. Tienes que darle la oportunidad de probarse a sí
mismo, Belle. Si supiera cómo te sientes, ni siquiera le prestaría atención a
Louisa.
—No sé qué tipo de relación tienen —Me serví un merengue de limón.
De acuerdo. Tal vez tenía un síntoma de embarazo en forma de querer comer
cualquier cosa que no estuviera clavada en el suelo.
—Es hora de preguntar —dijo Sailor.
—Lo que pasa con los hombres es... —Persy dio un sorbo a su té, con una
expresión lejana pintada en su rostro—, ...a veces necesitan un pequeño
empujón para darse cuenta de que lo que necesitan y lo que quieren está
delante de ellos y puede encontrarse en la misma mujer.
—Amén a eso —Aisling levantó su taza de té en el aire, haciendo un brindis.
—No soy como ustedes —Sacudí la cabeza—. No tengo la capacidad de hacer
feliz a otra persona. En cuanto me vuelvo vulnerable a ellos, se acabó el juego.
Hago algo horrible y trato de alejarlos. Así que no puedo prometerle todas las
cosas que le han dado a sus maridos. La familia, los hijos, el... ya sabes... el
amor incondicional y esas cosas.
Por las miradas de mis amigas y de mi hermana, me di cuenta de que no
había conseguido transmitir mi opinión con tacto o delicadeza.
—¿Es eso lo único para lo que servimos? ¿Para hacer felices a nuestros
supuestos hombres? —preguntó Sailor con una sonrisa sin humor en su
rostro—. Yo solo soy una ex arquera olímpica y la dueña de uno de los
mayores blogs de comida del país. ¿Qué sé yo de llevar un negocio o de tener
una vida fuera del matrimonio?
Ella era, en efecto, todas esas cosas. Pero también se había casado en el seno
de una familia rica y procedía de una, por lo que no tenía nada que demostrar
a nadie.
—Y yo solo soy una médico —Aisling tomó otro sorbo de su
té—. Definitivamente no soy tan importante o influyente como tú.
Persephone, que no tenía un trabajo diurno, era la única que estaba en
silencio, así que me giré hacia ella para decirle:
—Lo siento, no quería decir eso.
—¿Decir qué? —Se sentó de nuevo, pareciendo perfectamente serena y no
afectada—. Oh, puede que ya no trabaje de nueve a cinco, pero organizo
eventos para recaudar millones de dólares para niños con necesidades,
refugios para mujeres y animales que han sido maltratados. Me siento
increíblemente realizada y no necesito el permiso de nadie para llamarme
feminista.
Bien, puede que todas tuvieran razón.
—Una mujer es una mujer —Persy me puso una mano en el hombro, y me
pregunté desde cuándo se habían invertido los papeles. Ella se había
convertido en la sabia y mundana, y yo en la necesitada de consejo.
—Una mujer es una maravilla. Estamos programadas para hacer y ser todo
lo que queramos. No te subestimes. Lo que Devon vio en ti sigue estando en
algún lugar de tu interior. Búscalo con fuerza y lo encontrarás —añadió Persy.
¿Podría realmente salvar lo que tenía con Devon?
Los Whitehalls me querían fuera de la foto. Y Louisa iba a ser un dolor real,
perdón por la expresión.
Pero aparte de ellos, ¿qué más se interponía entre Devon y yo?
Nada. O, mejor dicho, nadie, salvo una persona.
Yo misma.

Salí de la casa de Persephone, conduciendo en piloto automático de vuelta al


apartamento de Devon, que estaba en el mismo barrio de Back Bay.
Tamborileando con los dedos sobre mi pierna y pensando en mi conversación
con las chicas, giré a la derecha en Beacon Street, hacia Commonwealth
Avenue, y luego continué hasta Arlington Street.
Cuando me detuve en un semáforo en rojo, una motocicleta atravesó la línea
de tráfico de la nada. El motorista se interpuso entre mi auto y un Buick que
tenía delante, bloqueando mi línea de visión. Su cara estaba oculta por un
casco negro y llevaba una chaqueta de cuero negra.
Solté un grito, mi pierna derecha se cernió sobre el acelerador, queriendo
atropellar a la mancha de mierda humana antes de que me apuntara con un
arma.
Pero el tipo sacó algo del bolsillo delantero de sus jeans -una nota- y lo
estampó sobre mi parabrisas.
El texto estaba impreso en Times New Roman.

DEJA BOSTON ANTES DE QUE TE MATE.


ESTA ES TU ÚLTIMA ADVERTENCIA.

Eso era todo.


Iba a asesinar a alguien.
Estacioné el auto en medio del tráfico, tomé el arma del bolso y empujé la
puerta para abrirla.
El tipo del casco sacudió la cabeza, hizo rugir el motor y se marchó antes de
que mi mano tocara la manga de su chaqueta de cuero.
Arrancando el trozo de papel del parabrisas y guardándolo en el bolsillo, me
prometí a mí misma, fuera quien fuera, que lo haría sufrir.

Cuando volví a casa, Devon estaba allí.


Parecía que llevaba tiempo allí, recién duchado y con un pantalón de chándal
de diseño y un cuello en V blanco.
No le conté inmediatamente lo sucedido.
Parecía feliz y deseoso de pasar tiempo conmigo.
Además, iba a encargarme de ello. La policía estaba descartada: era inútil, y
después de la respuesta reticente que había obtenido de ellos cuando
presenté una denuncia, no pensaba volver a ir allí. Pero iba a visitar a Sam
Brennan mañana en su apartamento y decirle que iba a ofrecerme sus
servicios, quisiera o no, o lo delataría ante su mujer.
Ni siquiera la temblorosa experiencia que viví esta noche fue suficiente para
desequilibrarme. Normalmente, un encuentro así significaba un par de
semanas, como mínimo, de silencio radiofónico por parte de quien quisiera
asustarme.
—Hola a mi persona favorita en todo el mundo —me saludó Devon
cariñosamente. Me derretí en un charco de hormonas y me incliné hacia él
antes de que se agachara para besar mi vientre a través de mi blusa rosa
intenso.
—Oh. Te referías a ella —murmuré.
Se levantó hasta su impresionante altura y me guiñó un ojo.
—Y hola a la mujer que la lleva.
—Así que ahora estamos de acuerdo en que es una niña —Me quité los
tacones. El embarazo era genial, pero eso no significaba que fuera a empezar
a ser la mejor amiga de Lululemon y -Dios nos ayude a todos- de los Crocs.
—Normalmente estoy de acuerdo contigo —dijo con facilidad.
Me dirigí a la cocina, me llené un vaso alto de agua del grifo y me lo bebí a
grandes tragos, apartando al motorista a un rincón de mi mente, decidida a
no dejar que el encuentro me arruinara la noche.
—Me alegro de que no estés con tu novia esta noche —comenté.
Oops. No importa. Arruiné la noche yo sola.
¿Por qué no podía decir “me alegro de que no estés con Louisa” como un ser
humano normal? Pobre Devon. Incluso si íbamos a terminar juntos, iba a
llegar a odiarme.
—Creo que la estoy viendo.
Hmm... ¿qué?
Se dirigió hacia mí, sin inmutarse. Mi corazón se aceleró de nuevo, ahora por
una razón totalmente diferente. Ser la novia de alguien -la novia de Devon-
era una realidad que nunca había considerado para mí.
Tenía que admitir que no odiaba el sonido.
Me quitó el vaso de la mano y lo puso detrás de mí en el mostrador de mármol
antes de juntar mis manos con las suyas. Me estremecí. Me sentí tan bien,
tan bien, que quise arrastrarme fuera de mi propio cuerpo y huir a algún
lugar donde estuviera a salvo de él.
—Dime que lo de ayer fue un error —ordenó, sin preguntar—. Dime un millón
de veces que no debería haber ocurrido, y seguiría sin creerte.
Tragué con fuerza, mirando al suelo. Ser vulnerable me mataba, pero tenía
que hacerlo.
—No lo era.
—¿Fue tan difícil? —preguntó suavemente.
—Sí —admití rotundamente.
Se rio. Un estruendo bajo y sexy que salía de su pecho.
—¿Una anécdota extraña de animales para calmar tu mente? —sugirió, aun
sosteniendo mis manos entre las suyas.
—Por favor.
—Los ornitorrincos parecen tener botellas de agua caliente pegadas a la cara.
Ya sabes, las que a nuestras abuelas les gusta meter debajo de las mantas
en invierno para mantener el calor.
Me reí, sin poder evitarlo. Con hombros temblorosos y todo.
—Hablando de caras desafortunadas, el antílope saiga parece tener un pene
sin circuncidar a media asta pegado a la cara.
—Ahora, ¿qué tiene en contra de los penes no circuncidados, señorita
Penrose? Resulta que soy el orgulloso propietario de uno —Me empujó hacia
su duro cuerpo, y me reí un poco más.
—Nada, Sr. Whitehall. Nada en absoluto.
Sus labios se encontraron con los míos, y el espacio entre nosotros se redujo
a la nada.
Me aferré a él. Su boca olía a menta y a hielo. La mía sabía a merengue de
limón, a natillas y a patatas fritas.
Me desnudó rápidamente, y yo hice lo mismo, y por primera vez en años,
estaba completamente desnudo frente a mí, en la cocina.
—Soñé con volver a verte así durante mucho tiempo —Otra admisión cayó de
mis labios.
—No hubo un momento desde la primera vez que te vi en que no quisiera
verte desnuda, Sweven.
Di un paso atrás, apreciando su físico.
—Eres hermoso —le dije.
—Me estás aplastando el corazón —respondió.
Y luego estábamos en el suelo, haciendo el amor.
Cuando terminamos, agotados y satisfechos, me arrastró hasta el sofá, donde
me acurrucó entre sus brazos. Me cubrió el cuerpo como si fuera una manta.
Me gustaba.
—¿Quieres ver algo? —murmuró en mi cabello, encendiendo la televisión.
—¿Cómo qué?
—¿Qué te gusta ver?
—El dinero que se entrega a mí o a mis camareros, para ser honesta.
—Quita el pie del acelerador, amor. Lo has conseguido en la vida.
—Hmm —Me lo pensé de verdad—. Normalmente, en casa, cuando tengo un
minuto, veo lo más cutre que ofrece mi televisión. Como “Too Hot To Handle”,
“The Circle”, “Toddlers and Tiaras”. Si hay la más mínima posibilidad de que
me eduquen o me provoquen a formarme una opinión sobre algo, me retiro.
¿Y tú?
Sentí su pecho temblar de risa sobre mi espalda.
Estaba caliente en todas partes. Delicioso.
—Principalmente veo las noticias de la BBC, el canal de deportes. A veces Top
Gear.
—Eres tan británico.
—Sí, señora.
—¿Por qué estás aquí si todavía amas y extrañas tanto tu hogar?
Giré la cabeza para mirarlo. Sus ojos se arrugaron mientras me miraba,
jugando con mechones de mi cabello.
—No lo sé —dijo honestamente, y mi corazón se hundió—. Ahora que mi padre
ya no vive, supongo que podría volver, si no fuera porque ahora tengo un hijo
que criar en América.
—¿Así que ibas a volver a mudarte?
—No —Pero sabía que no, lo había dicho cientos de veces cuando en realidad
quería decir sí.
—Dev...
—No quiero estar en otro sitio. Ahora vamos a ver algo que te haga pensar un
poco. ¿Qué te parece?
—Horrible —admití.
Se rio un poco más.
—Bien. Demuéstrame que valgo la pena. Sufre un poco conmigo.
Nos conformamos con algo entre las noticias de la BBC y mis programas.
Un programa de juegos de mesa llamado Have I Got News For You.
Es de suponer que debía ser gracioso. El público -y Devon- se rio sin duda.
Pero para mí era solo un recordatorio de que él no pertenecía aquí conmigo.
Que le haría un gran favor si lo liberaba y lo dejaba vivir su vida con Louisa.
Además, no podría recalcarlo lo suficiente: no había manera de que no metiera
la pata.
—Todavía me están siguiendo.
Mi admisión surgió de la nada.
El pecho de Devon se endureció debajo de mí. Podía sentir su pulso
acelerándose entre nuestros cuerpos.
Cerré los ojos y continué.
—Una moto me ha cortado el paso en el tráfico hoy y me ha pegado una nota
en el parabrisas. Decía que debía abandonar Boston. Era mi último aviso. Lo
raro es que... —Tomé aire—, ...recibo dos tipos de amenazas diferentes. Una
dice que quieren matarme y la otra me dice que huya. Es casi como si hubiera
dos fuerzas que quieren que me vaya, pero no por la misma razón. Gente que
no tiene nada que ver entre sí.
—¿Dos? —repitió, con voz fría y contemplativa.
—Dos.
—Joder.
Era un “joder” que sabía algo. O al menos lo parecía. ¿Pero cómo podía ser?
¿Cómo podía tener idea de quién estaba detrás de mí?
Devon se levantó, metiendo las piernas en los bóxers con fuerza.
—Vamos a llamar a la policía ahora mismo.
Una risa amarga se me atascó en la garganta. Quería decirle que ya había
pasado por eso y que no había conseguido nada.
Pero el tono que adoptó conmigo -tan altivo, tan condescendiente- me recordó
por qué los hombres, como los niños, deben ser vistos y no escuchados.
—No puedes decirme lo que tengo que hacer —Me puse en pie de un salto,
caminando hacia la cocina.
La pequeña Whitehall se revolvió en mi interior, haciéndome saber que estaba
tan asustada y enfadada como yo.
Devon se rio sardónicamente.
—Puedo y lo estoy haciendo, joder. Vas a presentar una denuncia en la
comisaría, iré allí contigo, y, además, estás oficialmente de baja por
maternidad de Madame Mayhem.
Sus palabras no auguraban nada bueno con mi regla de no a los hombres
controladores.
Dejé escapar una risa estridente, volviendo a las viejas costumbres, a las
viejas líneas, al viejo, viejo diálogo de una mujer que no podía dejar de lado el
pasado.
—Oh, Devon. Eres tan lindo cuando crees que tienes poder sobre mí.
—Esto no es sobre mí y mi poder. Se trata de tu seguridad. Vas a ir a la
policía —La mirada en sus ojos me rompió en pedazos. Podría jurar que
estaba a punto de llorar. Llorar de frustración porque no podía llegar a mí.
Ahora es un buen momento para parar.
Respira profundamente.
Dile que ya has ido a la policía, que no ha funcionado.
Tal vez puedan encontrar una solución juntos.
Pero entonces pensé en el Sr. Locken, prometiéndome que me iba a conseguir
una beca para la UCLA. Diciéndome lo mucho que le importaba.
Y papá. También pensé en él.
De alguna manera, ese recordatorio fue lo que más me dolió.
—¿Sí? —Tomé una caja de cereales del mostrador y vertí la mitad de su
contenido en un bol—. Supongo que tendremos que ver eso.
Se dio la vuelta y se dirigió a su despacho. Poco después, oí que la puerta se
cerraba de golpe.
—¡Ya no puedo lidiar con ella! —rugió desde atrás.
La caja de cereales se me escapó de entre los dedos y su contenido se derramó
por el suelo.
Apoyé mi frente en el frío mostrador y cerré los ojos.
Casi.
Casi consigues imponerte.
Pero no lo hiciste.
Catorce años
Papá compra un bate de béisbol para ahuyentar a los chicos.
—Es una buena estrategia —Me da un codazo sobre la cazuela y el refresco a
la hora de cenar, guiñando un ojo—. Ustedes dos están creciendo mucho. Ya
no son niñas. Necesito un arma eficaz para ahuyentar a todos los chicos. ¿Qué
te parece, Persy? ¿Puedo derribarlos a todos?
Se ríe, presiona con el dedo una miga y la mordisquea.
—Puedes hacer cualquier cosa, papá.
—¿Y tú, Belly-Belle? ¿Crees que tu viejo todavía lo tiene?
Pincho la cazuela de judías verdes con el tenedor, tratando de reunir una
sonrisa.
Se acerca mi decimoquinto cumpleaños y no sé cómo decirle a papá que el único
supuesto chico con el que tengo algo es un padre de treinta años que está
casado y no parece captar la idea de que hemos terminado.
Han pasado tres semanas desde que el entrenador volvió al trabajo. Ha
intentado acorralarme casi todos los días. Siempre lo esquivo, pero cada vez es
más difícil. La cosa es que no puedo decírselo a nadie. Tal vez si no estuviera
casado... si todo el mundo no estuviera adulando a su bebé, que su mujer trajo
al colegio el otro día en su nuevo auto azul. Empujaba a Stephen en un pequeño
cochecito y se detenía para que todo el mundo lo arrullara. Y cuando el
entrenador la vio allí, se mostró muy nervioso -casi arrepentido-, pero aun así
la besó en los labios antes de arroparla en la sala de profesores.
Una historia sobre un entrenador y un estudiante que se ponen a trabajar
juntos ya es bastante vergonzosa, ¿pero cuando te conviertes también en una
rompehogares? No, gracias.
—No aguantes la respiración, papá —digo finalmente—. No estoy en toda la
escena de las citas.
—Lo harás, en algún momento —suspira papá con pesar.
Mi madre le echa más cazuela en el plato, riéndose.
—Déjala en paz, cariño. Tal vez no esté lista todavía.
Empiezo a pensar que nunca estaré lista.
Al día siguiente, el entrenador Locken está de mal humor. Comete errores. Nos
grita durante el entrenamiento. Nos hace hacer cien flexiones porque dice que
llegamos tarde, aunque no lo hicimos.
La práctica es insoportable. La rodilla me está matando, pero no me atrevo a
quejarme, porque no quiero que sus manos se acerquen a mí, así que sigo
adelante, incluso cuando apenas puedo caminar porque me duele mucho.
—Penrose, nos vemos en mi despacho en cinco minutos —grita cuando
terminamos. Me meto un chorro de agua en la boca y lo miro con abierto
resentimiento.
—No puedo, entrenador. Tengo que recoger a mi hermanita de la biblioteca.
No es exactamente una mentira, aunque Persy está acostumbrada a
esperarme.
—Ella esperará —Se va corriendo a su oficina.
Con un gemido, lo sigo. Tengo que cerrar la mandíbula para no gritar de dolor
por la rodilla. Mis músculos están tensos. Llevo semanas sin recibir uno de sus
masajes. Cuando entramos en su habitación, vuelve a cerrar la puerta con
llave.
Esta vez, no siento más que pavor. Estoy a la defensiva. Mis sentidos están en
alerta máxima.
—Siéntese —me indica.
Lo hago. Se apoya en su escritorio, cruzando los brazos sobre el pecho. Yo miro
hacia otro lado. No voy a llorar, pase lo que pase.
Me pone una mano en el muslo. Mis ojos se levantan y se encuentran con los
suyos.
—No lo hagas —siseo.
—¿O qué? —Él levanta las cejas—. Ambos sabemos que no puedes decirle a
nadie lo que hicimos. Soy un hombre casado. Eso te convierte en una putita.
Nadie te creerá, Emmabelle. Va a ser tu palabra contra la mía, y yo he
trabajado en esta escuela desde que me gradué en la universidad y soy muy
querido y respetado. Supera tu pequeño drama y acepta que las cosas van a
ser así. Voy a tener que quedarme con Brenda un tiempo más.
—Quédate con ella toda la eternidad —Me pongo en pie de un salto y me
esfuerzo por no hacer una mueca de dolor cuando mi rodilla casi se hunde en
sí misma por el esfuerzo—. No tiene nada que ver conmigo. Ya he terminado.
—En eso te equivocas —Sus dedos se engarzan alrededor de mi brazo.
Me alejo, pero él me tira hacia atrás con fuerza. Me va a dejar un moratón... y
no creo que le importe.
El pánico sube por mi garganta. Esto se está saliendo de control. Necesito una
salida. Me devano los sesos buscando algo que decir para que me deje en paz.
—Tengo un novio —suelto.
Me lanza una mirada lastimera, ladeando la cabeza.
—Por favor, no insultes mi inteligencia. Ambos sabemos que Ross Kendrick es
gay.
—¡No es Ross! —protesto—. Es otra persona. Está en la universidad. Te
pateará el culo si te acercas a mí.
—¿Ah sí?
—¡Sí!
—¿Cómo se llama?
Mis ojos escudriñan salvajemente la estantería detrás de su hombro. Destaca
Run Like the Wind, de Jeff Perkins.
—Jeff —digo, encontrando mi voz—. Se llama Jeff y estamos enamorados. ¿Y
sabes qué más? Es un jugador de fútbol y enorme. Te puede patear el culo si
intentas tocarme.
Me retuerzo, tratando de escapar hacia la puerta antes de que haga más
preguntas sobre Jeff, pero me agarra por la parte de atrás de la sudadera con
capucha y me atrapa en una llave de cabeza, sus labios encuentran el borde
de mi oreja.
—Bueno, dile a Jeff que se retire, porque ya tienes un novio.
No lloro. Pero tampoco intento luchar para salir de su abrazo. Tengo demasiado
miedo de que me mate, aquí y ahora.
—Ahora dime, Emmabelle, ¿te folló?
Sé que debería decir que no. Pinchar al oso no es una gran idea. Pero no puedo
evitarlo. Creo que siempre estaré conectada para luchar.
—Sí —digo—. Lo hizo. Unas cuantas veces. Fue genial.
Steve me suelta inesperadamente, y yo me abalanzo hacia la puerta, la
desbloqueo con dedos temblorosos y salgo disparada como una flecha.
Por poco, creo. Pero incluso horas después del incidente, todavía no puedo
respirar.
Porque sé que hay más en camino.
No iba a ir a la policía.
Estaba más seguro de eso que de que el sol saldría mañana por el este. La
astronomía estaba llena de cosas insondables.
Sin embargo, Sweven era tan predecible como un reloj suizo.
Aunque pensara que iba a ir a la policía esta noche, se iba a levantar mañana
por la mañana y se iba a rebelar contra toda noción de que debía ser
cuidadosa o tímida o asustada.
No me sentí ni remotamente mal por traicionar su confianza cuando llamé a
Sam en cuanto se durmió, encendiendo un muy necesario cigarrillo en el
balcón de mi habitación con vistas al horizonte de Boston. Apoyé los codos
en las barandillas, dejando caer la cabeza entre los hombros con un suspiro.
—Son las once de la noche —saludó Sam con su característico
amaneramiento.
—Sigues levantado —dije secamente.
—No lo sabías.
—Lo sé todo.
—Buen punto —dijo Sam solemnemente—. ¿Qué quieres?
—Necesito contratarte para algo.
Eso lo hizo reflexionar. Yo era el único hombre de mi círculo social que no
contrataba a Sam Brennan y a su personal a sueldo.
Mantuve mis manos -como mi reputación profesional- limpias.
Pero Emmabelle estaba a punto de cambiar eso.
Estaba a punto de cambiar muchas cosas.
Oí a Sam chupar su cigarrillo electrónico.
—Oh, cómo han caído los poderosos.
—Todos caemos de la misma manera —El aire fresco agitó mi cabello rubio,
azotando mi cara. El tinte frío de mis mejillas me recordó lo que deseaba
olvidar. Que realmente he llorado hace unos minutos. O, mejor dicho, que he
derramado tres lágrimas completas.
—Y la caída siempre implica a una mujer —concluyó Sam.
—Aunque, hay que decirlo, durante un tiempo creí que lo único que había
sido era un tropiezo.
Se rio suavemente y pude ver cómo sacudía la cabeza mientras daba otra
calada a su falso cigarrillo.
—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó finalmente.
—Están siguiendo a Emmabelle.
—Ash me dijo algo parecido —ofreció Sam con indiferencia—. ¿Tienes algún
sospechoso?
—Un ex empleado amargado. Una mujer que está empeñada en casarse
conmigo... —Respiré hondo, con la mandíbula tintineando de fastidio—, ...y
mi madre.
Por suerte, Sam no era de los que hacen comentarios sarcásticos.
—Ella ha estado tratando de comunicarse conmigo —dijo Sam—. Emmabelle.
No he tomado sus llamadas.
—¿Por qué no? —Sentí que mi sangre hervía de rabia.
—Ejercicio de humildad —Lo escuché arrojar el cigarrillo sobre su escritorio,
cada vez más cansado y frustrado de la poco convincente
sustitución—. Quería ver si se dirigía a Ash o a ti en busca de ayuda. Le
vendría bien ser un poco menos orgullosa.
—Ella no me pidió que te llamara. Me estoy volviendo loco con ella. De hecho,
específicamente no quiero que contactes con ella.
—Muy bien. Te enviaré un cuestionario por correo electrónico. Tendrás que
rellenarlo completamente.
—Necesito la dirección de este empleado Frank lo antes posible —dije.
—Lo conseguirás —dijo Sam con confianza—. Pero, ¿Devon?
—¿Sí?
—No soy barato.
—No soy pobre —Me mató positivamente usar las palabras “no soy”.
—Puede que sí, después de ponerme en nómina durante un mes o dos.
—No necesitas dos meses para resolver este enigma. Además, me estás
ayudando a mantener a salvo a la madre de mi hijo. Eso no tiene precio.
Colgué, dejando escapar un rápido y furioso aliento.
Miré alrededor del universo, que, a su vez, se cerró sobre mí.
Eso era lo que tenía el miedo a los lugares cerrados; a veces, cuando la cosa
se ponía fea, tu mera existencia bastaba para que te pusieras a hiperventilar.
Al igual que a veces, para salvar a un ángel, había que hacer un trato con el
diablo.
Al día siguiente estaba en el umbral de la casa de Frank, a pocos minutos del
mediodía.
Frank vivía en Dorchester. Su casa tenía un porche delantero desvencijado,
un tejado ruinoso y una puerta con agujeros de bala.
Nada dice más que bienvenido a casa que los agujeros en forma de chaqueta
metálica en una puerta.
Llamé a la puerta, rozando mis nudillos sobre mi chaqueta de tweed.
Sweven aún no lo sabía, pero en el momento en que saliera de la casa hoy -
cuando fuera- iba a tener a dos de los hombres de Sam siguiéndola.
Desde que Sam descubrió la dirección de Frank de la noche a la mañana,
tuve que admitir a regañadientes (pero solo para mí) que no era terrible en su
trabajo. Aunque todavía me reservaba el derecho a que me cayera mal por el
simple hecho de que era, de hecho, un imbécil.
Aunque no estaba muy versado en la relación con hombres que habían
intentado hacer matar a sus ex empleadores, sentí una extraña sensación de
logro.
Ahora me estaba ocupando de la situación. Nunca me consideré el caballero
de la armadura de Prada de nadie, pero aquí estábamos.
La puerta se abrió con un gemido, y una puerta de malla se agitó justo detrás
de ella.
Una adolescente manchada, con el cabello desordenado y una enorme barriga
de embarazada, se puso delante de mí, descalza, con una túnica de camuflaje
militar y unos leggings negros agujereados. Se estremeció al verme y dio un
paso atrás.
—Frank no está aquí —Comenzó a cerrar la puerta en mi cara.
Envié un brazo hacia fuera, empujándolo de nuevo con una sonrisa.
—¿Cómo sabes que es Frank a quien busco?
Se abrazó al borde de la puerta, mirándome con ojos desorbitados.
—Me imaginé que eras algún tipo de oficial de policía importante o algo así.
Solo hay dos tipos de personas que vienen a visitar a Frank: los criminales y
los policías. Y tú no me pareces un criminal.
Una aprobación encantadora si alguna vez escuché una.
La chica no se equivocaba, lo que significaba que, al menos, tenía dos
neuronas que frotar. Con suerte, era lo suficientemente inteligente como para
reconocer una oportunidad cuando ésta llamaba a su puerta.
Como si confirmara mi sospecha, un fuerte gruñido salió de su vientre de
embarazada. Se estremeció y se pasó una mano por las raíces grasientas.
—¿Eso es todo? —Estaba a punto de cerrar la puerta de nuevo.
—¿Tienes hambre? —Bajé la barbilla para intentar captar su mirada, pero fue
en vano. Fuera quien fuera Frank, la había entrenado bien para mantenerse
alejada de los extraños.
Sacudió la cabeza.
—Porque yo puedo encargarme de eso —dije amablemente.
—No necesito caridad.
—Mi novia también está embarazada. Está haciendo crecer a nuestro hijo
dentro de ella. No me gustaría pensar que se queda sin comer. Para mí, no es
caridad. Es una necesidad.
Dobló los labios uno encima del otro. Me di cuenta de que estaba en un punto
de ruptura.
Tenía hambre. Muy hambrienta. Sus piernas eran dos palillos.
La sala de estar detrás de ella parecía haber sido destrozada por todos los
ocupantes ilegales de la Costa Este en la última década.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó finalmente.
El hecho de que no me diera un portazo en la cara fue una señal alentadora.
Sabía que podía darle un alivio, un remedio inmediato para su situación.
Conseguí su atención, y por ahora, eso fue suficiente.
—Estoy buscando a tu novio. Sospecho que está planeando hacer algo muy
malo.
—No tengo ni idea de dónde está. Lleva una semana entera fuera. Ni siquiera
responde a mis llamadas. Aunque eso no me sorprende —Ella resopló.
—¿Oh? —Levanté una ceja. No juzgar era la regla número uno al tratar de
obtener información de alguien—. ¿Es algo común con Frank? ¿Él causando
problemas?
—Frank aún no ha conocido ningún tipo de problema que no le guste. ¿Qué
eres tú, de todos modos? Estás demasiado bien vestido para ser un policía.
—Soy abogado —Di un paso adelante, hacia el pasillo, y ahora podía oler el
inconfundible hedor a hierba, moho, comida podrida y apatía—. ¿Dirías que
es capaz de ser violento?
—Claro —Volvió a encogerse de hombros, con otro estruendo procedente de
su vientre—. Se ha metido en muchas peleas antes.
—¿Y el asesinato?
—¿Quién dijiste que eras? —Entrecerró los ojos y dio un paso atrás.
Ella no iba a hablar sin ser incitada. Era el momento de dejarse de tonterías.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
Mucha gente piensa que los abogados son personas combativas y agresivas.
Algunos -los no profesionales- lo eran. Pero la mayoría tenían un carácter
ecuánime. Yo mataba a la gente con amabilidad siempre que era posible. No
tenía que hacer alarde de mi poder. Lo llevaba sin esfuerzo.
—Yo... um... —Miró a su alrededor, como si hubiera algo -alguien- que
pudiera interponerse en su camino para aceptar la ayuda que le estaba
ofreciendo.
Detrás de mí, unos perros encadenados ladraban en el patio trasero de
alguien, intentando saltar la valla. Un bebé lloraba a lo lejos.
—D-donna —tartamudeó—. Mi nombre es Donna.
—¿Tienes un apellido, Donna? —Saqué el talonario de cheques y un bolígrafo
Montblanc del bolsillo interior.
—¿Qué quieres decir? —Se balanceaba de un pie a otro, mirándome
abiertamente ahora. Como si una vez que saltó la barrera mental de mirarme,
no pudiera parar.
—Un apellido —Sonreí.
—Oh. Sí. Hammond. Donna Hammond.
—Te hago un cheque de dos mil dólares, confiando en que compres comida
con él, Donna —Garabateé mientras hablaba, mis ojos aún sostenían los
suyos.
Parecía hipnotizada, y me deprimía, lo diferente que iba a ser la vida de su
bebé de la nuestra.
Cómo mi bebé nunca tendría que pensar de dónde iba a venir la próxima
comida, o tener que lidiar con una situación médica no tratada porque no
podíamos pagar la factura que venía con ella.
Rompí el cheque y se lo entregué. Antes de que lo arrancara de entre mis
dedos, levanté el brazo para impedir que lo cogiera.
—Hay una trampa.
—Lo sabía —resopló, enseñando los dientes—. ¿Qué es?
—Te daré este cheque. Sin preguntas. Pero —dije—, te daré un cheque por
diez mil dólares y te aseguraré un lugar en un refugio para mujeres si haces
dos cosas.
Miró detrás de mis hombros frenéticamente, lamiéndose los labios.
—De acuerdo, pero con un condón. No quiero enfermedades.
¿Era eso lo que ella pensaba que tenía en mente? Algunos de mis mocasines
eran más viejos que ella, por el amor de Dios.
—No es sexo lo que quiero de ti, Donna. Quiero que me des cualquier
información sobre el paradero de tu novio. Llámame tan pronto como sepas
de él —Saqué una tarjeta de visita y se la entregué—. Y quiero que me
prometas que vas a hacer las maletas y dejar este apartamento. Enviaré a
alguien que te llevará a un refugio para mujeres.
—Trato hecho —dijo ella.
Le entregué el cheque. Lo tomó con dedos temblorosos y volvió a mirarme.
—Pero ¿Qué pasa si no vuelvo a saber de él? No responde a mis llamadas.
¿Cancelará el cheque?
Sacudí la cabeza.
—No si cumples tu parte del trato y lo dejas para siempre.
—Lo haré. Lo estoy haciendo —se corrigió—. Me ha jodido. No voy a
perdonarle lo que nos hizo a mí y a mi bebé.
Volví a guardar el talonario en el bolsillo, dedicándole una sonrisa irónica.
Aunque Belle no estuviera a salvo de Frank, ahora su ex novia sí lo estaba, y
eso también era algo.

De regreso a mi oficina, llamé a Sam. Contestó al primer timbre.


—Si se trata de Frank, todavía estoy tratando de encontrarlo. Se deslizó bajo
el radar.
Me atraganté con el volante. No me gustaba estar en un punto de desventaja,
pero ahora mismo, era exactamente dónde estaba.
—¿También estás investigando a Louisa y a mi madre?
—Sí —Oí a Sam haciendo clic en su portátil—. Y todavía no puedo
descartarlas. Hay mucho dinero anclado a ese maldito testamento que estás
ignorando, y todo está ligado a activos y objetos de valor. Puedo ver el incentivo
de tu madre.
—¿Qué pasa con Louisa?
—Ah, esa bolsa delicatessen de puta inglesa —escupió Sam—. Sí, ella también
sigue siendo una opción. Parece que su familia no es ni la mitad de rica de lo
que dicen ser. He sacado algunos informes de la cuenta privada suiza que
utilizan. Lo que sea que tengan en el HSBC en Gran Bretaña, tanto las cuentas
privadas como las de negocios, no es suficiente para mantener su estilo de vida
durante los próximos cinco años. Así que puedo ver por qué Butchart está
siendo presionado para casarse. Necesita salvar su pellejo y el de sus
hermanos. La reserva de efectivo está disminuyendo rápidamente.
—Bueno, es un espectáculo de mierda.
—Palabra, Nancy Drew.
—¿Cómo mierda he llegado hasta aquí? —Me pregunté en voz alta.
Durante dos décadas, había tenido cuidado de no meterme en problemas, y
ahora parecía que los problemas me encontraban a cada paso.
—Bueno, veamos. Tenías asuntos pendientes al otro lado del charco, como les
gusta llamarlo a los británicos, la mujer con la que estás es una maldita
amenaza y no debería ser abandonada a su suerte, y además de todo esto,
parece que tienes una polla de oro porque todo el mundo la quiere.
—Mi polla solo quiere a Emmabelle —dije malhumorado—. ¿No es eso triste?
—Jodidamente trágico.
—Prométeme una cosa —dije.
—No —respondió Sam con rotundidad. Me adelanté de todos modos.
—Que no le pase nada a Belle.
Se hizo el silencio en la otra línea. Reduje la velocidad de mi Bentley y me
detuve frente a un semáforo. Finalmente, habló.
—No le pasará nada a Emmabelle. Tienes mi palabra.
Quince años
Termino pasando las vacaciones de verano en Southie.
Mamá y papá están desanimados porque no he ido a un campo de
entrenamiento. Y más aún que no quiera volver al campo traviesa el año que
viene. Sobrevivirán.
Persephone y Sailor se están convirtiendo en pequeñas mujeres. Es agradable
de ver, aunque nunca me he sentido más incómoda en mis huesos que ahora.
Ross, ahora con quince años, experimentó su primer beso descuidado. Con un
chico llamado Rain que estaba de vacaciones con su familia en el Cabo al
mismo tiempo que Ross estaba allí con su familia. Intercambiaron números,
pero cuando Ross llegó a casa y llamó, se dio cuenta de que faltaba un número.
Lleva días llorando y riendo por ello.
Yo me propuse convertirme en un camaleón. Empiezo a maquillarme y a
experimentar con mi cabello y mi ropa. Cualquier cosa para sentirme más
cómoda en mi piel. Lo bueno de todo este año es que mi rodilla ya no sufre.
Sigue doliendo, pero ya no se siente como la muerte.
Vuelvo caminando de la casa de Ross. Bromas aparte, ha estado bastante
desanimado por todo el asunto de Rain. Me gustaría poder decirle que las cosas
podrían ser mucho peores en lo que respecta a los primeros besos. Pero sé que
se va a asustar si menciono al entrenador y, sinceramente, a estas alturas ni
siquiera importa. Ya está hecho. Se acabó.
Muevo la cabeza al son de “Hate to Say I Told You So” de The Hives, tratando
de aligerar mi propio estado de ánimo. Quizá pregunte a Persy y a Sailor si
quieren ir al cine o algo así. Me da todo el subidón de azúcar del refresco y
palomitas con mantequilla.
Tomo el atajo hacia nuestro apartamento por un callejón, cuando un auto azul
se detiene y me bloquea el paso al otro lado. Su color azul me golpea
inmediatamente en las tripas.
¿Brenda?
Me arranco los auriculares de los oídos, me doy la vuelta y empiezo a correr sin
enterarme. Oigo cómo se abre la puerta de un auto y se cierra de golpe detrás
de mí. La rodilla me frena, pero sigo siendo muy rápido. Lo único que necesito
es llegar a la calle principal y ya está hecho. No hay nada que pueda hacerme.
Pero entonces siento que una mano me agarra por la garganta y me arrastra
de vuelta al callejón, pateando y gritando. Puedo decir que no es Brenda.
Brenda no sería más rápida que yo. Y sus palmas no serían tan ásperas.
—Hola, pequeña mentirosa. ¿Dónde está Jeff? Te he estado vigilando todo el
verano y me he dado cuenta de que no has conocido a ningún chico. Incluso
con tu nuevo aspecto de zorra.
Su voz me da ganas de vomitar. Ruge salvajemente, lanzando los puños a
todas partes.
Me tapa la boca para que me calle. Siento los dedos del entrenador detrás de
la parte baja de mi espalda mientras se desabrocha. Me sube la minifalda.
No, no, no. No.
—Ahora, ahora. Puedes ir y follar con quien quieras después de que haya
terminado contigo, pero voy a reventar esa dulce cereza. Déjame agarrar un
condón.
Encuentro una nueva ira en mí cuando escucho la palabra condón. Consigo
darme la vuelta y le clavo las uñas en los ojos. Momentáneamente libre, vuelvo
a gritar pidiendo ayuda. Con la vista nublada, se abalanza sobre mí, tirándome
al suelo. Su primer golpe cae sobre mi mandíbula y me deja en silencio, incluso
cuando el resto de mi cuerpo sigue luchando por liberarse.
—Bien, no importa el condón. Perra —escupe en mi rostro.
Sigo luchando, incluso cuando sé que he perdido la guerra.
Cuando todos mis soldados estén muertos, y mis caballos se hayan ido, y mi
tierra esté hinchada, espesa de sangre.
Sigo luchando cuando me rompe.
Cuando me toma.
Cuando no queda nada por lo que luchar.
Sigo luchando, porque es la única manera que conozco de sobrevivir.

La mañana siguiente a mi discusión con Devon, me dirigí descalza a su cama


para disculparme, pero a las seis y media no estaba allí.
Me lavé los dientes, me puse un minivestido blanco que resaltaba mis
pantorrillas y me comí una tostada de aguacate. Después, me dirigí a una
comisaría de policía distinta de la anterior y, como buena chica que era,
presenté otra denuncia, esta vez ante una mujer policía que parecía mucho
más competente y mucho más asustada al respecto, lo que extrañamente me
hizo sentir mejor.
A mediodía, mi agenda estaba despejada y mi culo aburrido. Sabía que Sam
Brennan, al que pensaba acorralar para exigirle que me aceptara como
cliente, no iba a estar en Badlands antes de las ocho de la tarde, así que aún
tenía tiempo para quemar.
Me detuve en Madame Mayhem para revisar algunos archivos y comprobar el
estado del personal. Devon no quería que fuera allí, pero tenía mi arma, mis
habilidades de Krav Maga y a Simon.
Por mucho que odiara admitirlo, tener un guardaespaldas del tamaño del ego
de un político no era algo tan malo.
Me presenté en la oficina trasera de mi propio club, armada con mi portátil y
una sonrisa.
—¡Cariño, estoy en casa! —le anuncié a Ross, cuyos ojos se salieron de las
órbitas por el impacto. Se precipitó hacia mí, sacudiendo la cabeza y el puño
simultáneamente.
—¡Santos abdominales de Cody Simpson en un póster! ¿Qué estás haciendo
aquí?
—¿Trabajando?
—¿En estas circunstancias? —Me acunó el vientre -el vientre en el que ahora
una persona revoloteaba y daba vueltas y hacía todo tipo de cosas
sorprendentes, especialmente por la noche- y jadeó.
—Sí. ¿Esperas que deje mis responsabilidades y siga adelante?
—¡Espero que veles por tu bienestar y por el de tu hijo!
—Solo voy a hacer un par de horas de hojas de cálculo.
—Perra, no eres contable. El mundo no se va a derrumbar si no compruebas
el suministro de cerveza belga hoy. Y, siento decírtelo, nos va de maravilla sin
ti.
Simon apareció de la nada, como por arte de magia, en el momento en que
mi voz salió de la trastienda.
Decir que no parecía feliz de verme era el eufemismo del siglo.
—Estás aquí —Simon se detuvo en la puerta, la decepción rodando por su
cuerpo en oleadas.
—¡Hola a ti también, Si! —Sonreí ampliamente.
—¿Le importa que trabaje junto a usted en su despacho? —me preguntó, pero
miró a Ross, como si dijera: “Si se niega, derribo su puerta”.
Le hice un gesto de despedida con una sonrisa.
—Claro, lo que te haga feliz a ti y a tu tenso jefe.
—Eres tu propio mayor peligro para la salud. Estoy a punto de dejarlo —Ross
se llevó el dorso de la mano a la frente antes de volver al bar a descargar un
cargamento de alcohol—. ¡Oh, y se lo voy a decir a tu galán!
Me acomodé frente a mi escritorio y abrí el portátil.
—¡Adelante, traidor!
Ross volvió a asomar la cabeza por mi puerta, sonriendo como un loco.
—Así que es tu galán. Chica... ¡qué envidia!

Estaba haciendo mella en mi carga de trabajo, asegurando un acto de


burlesque de otro estado que estaba de visita desde Luisiana para el verano
y negociando un contrato con un nuevo distribuidor de licores, cuando
llamaron a la puerta de mi oficina.
Me eché hacia atrás en la silla y me estiré.
—Gracias a Dios. Me vendría bien una distracción. Tal vez sea comida. ¿Crees
que es comida, Si?
Simón, que estaba sentado a unos metros de mí, fingiendo obedientemente
que archivaba algo a pesar de que había muy poco que archivar en mi
despacho, se levantó de su sitio en el suelo y se quitó el polvo de los jeans.
Me indicó con la mano que me quedara sentada y se dirigió a la puerta.
—¿Alguien te ha dicho alguna vez que eres analmente retentivo, Si? Te
vendría bien aflojar un poco.
El bebé Whitehall revoloteó de acuerdo dentro de mi vientre y lo acuné por un
momento.
—Sí, un punto justo, Baby Whitehall. Lo sé. Mamá tampoco es perfecta. Pero
tienes que admitir que al menos yo me acerco.
—Hay una mujer que quiere verte —dijo escuetamente Simon, bloqueando mi
línea de visión de quién era con sus hombros de Robocop.
—Vaya, vaya, vaya, una visita —Uní mis dedos—. ¿Es Pers o Sailor? Ash está
trabajando, así que no puede ser ella. De cualquier manera, no se les permite
entrar a menos que vengan con regalos comestibles.
—Creo que deberías pasar de esta reunión. No es una convocatoria social —
La cara de Simon estaba tan tensa que pensé que iba a explotar.
—¿Quién es?
—Señorita Penrose...
¿Por qué seguía insistiendo en la señorita Penrose cuando le llamaba Si? ¿Por
qué no podía ser menos tenso? ¿Dónde diablos encontró Devon a este tipo?
—¿Quién. Es? —repetí, hartándome de que los hombres me dijeran lo que
tenía que hacer.
Simon respiró profundamente, echando la cabeza hacia atrás con
exasperación.
—Louisa Butchart.
—Déjala entrar y vete —Mi voz era fría como el hielo.
—Pero...
—Hazlo, Si. Antes de que te eche de mi establecimiento. Sabes que puedo
hacerlo.
Además, sabía que lo haría.
Nos miramos fijamente durante un rato. Lanzando un suspiro, salió de mi
despacho. Sin embargo, pude ver su cabeza asomando en el pasillo,
permaneciendo cerca.
Louisa entró, elegantemente demacrada con un vestido de abrigo plisado de
Alexander McQueen.
No estaba intimidada. Solo me molestaba que siguiera apareciendo como una
mancha de pedo en la ropa interior cada vez que intentaba apartarla de mi
mente.
—¡Louisa! Qué deliciosa sorpresa. ¿Perdiste el camino a Chanel? —Puse mi
mejor sonrisa de “joder”.
—Oh, Emmabelle, me encanta tu vestido. ¿Qué es exactamente? ¿Victoria's
Secret shag-me-in-the-dark28? —dijo, posando su huesudo culo en el borde
del asiento.
Su Hermes vintage me decía que iba en serio. Nadie tiene derecho a llevar un
bolso de 250.000 dólares a menos que esté dispuesta a mostrar que su
interior es igual de impresionante.
—¿A qué debo esta visita? —ronroneé, yendo directamente al grano.
—Creo que ambas sabemos la respuesta a esa pregunta, así que ¿por qué no
nos saltamos la parte en la que yo insulto tu inteligencia y tú me haces perder
el tiempo?
—Suena bien —Me enrosqué el cabello alrededor de un dedo
juguetonamente—. ¿Así que todavía mantienes la esperanza de poder clavar
tus garras en mi novio?

28Juego de palabras de tener relaciones sexuales + Victoria Secret que es la marca de ropa que se
asocia a sexy y sexo. Shag palabra que usan los londinenses que significa follar.
No tenía ni idea de por qué había decidido llamarlo así delante de ella, pero
me parecía correcto. El título. El peso de ello. Además, Devon me llamó su
novia el otro día, así que seguramente no estaba del todo equivocada. Incluso
si estaba bastante segura de que actualmente quería asesinarme.
—¿Novia? —resopló—. La familia de Devvie nunca te aceptará. De hecho, no
habrá ninguna familia que te acepte después de que todo esto haya terminado
y se haya solucionado. Devon puede parecer duro e implacable cuando se
trata de su madre, pero créeme, pasó la mitad de su vida tratando de
satisfacer todos sus caprichos. La familia lo es todo. Si te preocupas por él,
no le privarías de la suya. Un bebé no es suficiente para reemplazar todo lo
que estaría perdiendo.
Esta mujer tenía unos ovarios en los que se insinuaba que las mujeres no
tenían valor, idea que rechacé de inmediato. Al fin y al cabo, no eran los
hombres los que se encontraban empujando a un humano del tamaño de una
sandía fuera de su agujero de pipí.
Colocando mi mano en el pecho, fingí un shock.
—No me di cuenta de que estaba destruyendo su vida. Por favor, permítame
remediar la situación inmediatamente mudándome a un país tropical y
cambiando mi nombre para que no pueda encontrarme.
Las palabras -como se supone- fueron pronunciadas con un falso acento
inglés.
—No te hagas la tonta. Las dos sabemos que su relación contigo es lo único
que se interpone en nuestro matrimonio —dijo Louisa con impaciencia.
—¿Y? —Bostecé—. Los dos somos adultos con consentimiento. Y no sé si te
has dado cuenta, pero estamos dando un gran paso juntos.
—El paso no significa nada en tu situación. No te vas a casar. Tú no lo amas,
yo sí. Él no significa nada para ti.
Esta vez, cada una de sus palabras me cortó como si fueran fragmentos de
cristal, porque me di cuenta de que no eran ciertas.
Aun así, no podía confesarle mis sentimientos a Devon, y menos a esta
diablesa.
—¿Qué quieres decir? —Tamborileé los dedos sobre la parte trasera de mi
portátil, poniendo los ojos en blanco.
—Déjalo ir. Dile que no quieres tener nada que ver con él. Abre el camino para
que vuelva con su familia, con su hermana, conmigo. Este es su destino. Es
para lo que ha nacido.
—Nació para tomar sus propias decisiones.
—No, tú tal vez sí. Una plebeya, sin legado ni responsabilidades. Devon estaba
hecho para cosas más grandes.
La indignación me impulsó a levantarme de mi asiento. Levanté las manos en
el aire para que no me faltara de nada.
—¿Quieres que lo mande a la mierda para que puedas casarte con él? Dame
una maldita razón por la que debería hacerlo.
—Muy bien. Te daré un millón de ellas.
Louisa dejó su bolso entre nosotras sobre mi escritorio con un golpe seco y
sacó un cheque ya escrito.
Tuve que parpadear rápidamente para ver si los números eran correctos. Sí.
Seguro que lo eran. Un millón de dólares, pagados a la orden de Emmabelle
Petra Penrose.
Hice girar el anillo de mi pulgar sin tocar el cheque, que ahora estaba sentado
en el escritorio entre nosotros. Me pasé los dientes por el labio inferior.
Mi rabia fue sustituida por la preocupación y la inquietud.
¿Cómo sabía mi segundo nombre?
¿Cuánto tiempo ha estado apuntando para que me vaya de Boston?
¿Y no se sentía todo esto un poco demasiado... familiar? Como si tal vez Frank
no fuera la única fuente de las amenazas hacia mí.
Intenté pensar en ello de forma pragmática. Hacer lo mejor para mí y para el
bebé.
Devon era un riesgo. Sentía todo tipo de cosas hacia él. Cosas que no tenía
que sentir. Si se casaba con Louisa, no tendría que preocuparme más por él.
No volvería a tocar a un hombre casado, vivo o muerto. El problema estaría
resuelto.
Y mientras hablábamos de los pros de tomar el dinero, yo estaría lista para
la vida. Podría mantener a Madame Mayhem y aun así dar un gran paso atrás.
Proporcionarme seguridad sin tener que pasar por el aro, llevar un arma y
rogarle a Sam Brennan que me atienda.
Podía poner a Ross a cargo del club, del que me estaba cansando de todos
modos -ser lasciva y escandalosa era un trabajo a tiempo completo, al
parecer-, y encontrar otra empresa.
Quizá una tienda de alta costura. O una empresa de diseño de interiores.
Luego estaban los contras.
Y muchos de ellos también.
En primer lugar, no quería que ganara Louisa.
Me estaba intimidando, y yo no respondía bien al acoso.
Lo segundo es que no era justo para Devon.
No me correspondía decidir por él con quién se casaría o no.
En última instancia, sin embargo, había un punto de ruptura: Louisa y
Ursula podrían estar detrás de las amenazas contra mí, y aceptando este
trato, podría proteger a mi hijo.
Solo tenía que jugar bien mis cartas y asegurarme de que ni mi bebé ni Devon
salieran mal parados de esta situación.
Recogiendo el cheque, lo arrojé delante de la cara de Louisa con una sonrisa.
Es hora de jugar duro.
—Lo siento, no hay dados, princesa. Dev y yo tenemos un contrato en vigor.
Ya acordé que él será parte de la vida del bebé y compartirá la custodia
conmigo. Tengo la intención de mantener mi palabra.
—Oh, Devvie —dijo Louisa, masajeando sus sienes—. Tenías que ir a por la
única puta con corazón de oro...
—No soy una puta —siseé—. Pero puedo reconocer a una puta cuando la veo.
—Estará en la vida del bebé —Volvió a empujar el cheque hacia mí—. Te doy
mi palabra. Ambas sabemos que no puedo evitar que lo haga. Pero seguiría
casado conmigo.
—Maravilloso. Entonces, ¿qué me pides exactamente? —pregunté.
—Déjalo —dijo Louisa en voz baja—. Yo haré el resto. Pero por favor, solo...
solo corta con él. Conozco a las mujeres como tú. No tienes un futuro con él.
No lo tomas en serio. Tus intenciones no son puras...
—¿Y las tuyas lo son? —Corté sus palabras.
Entornó la cara con desagrado.
—Está a punto de perder todo lo que su familia ha trabajado durante siglos.
Discutir con ella sobre este tema era inútil. El propio Devon me lo había
admitido.
Al final del día, Devon y yo no encajábamos bien. Nadie sería un buen ajuste
para mí.
—Tomaré el dinero y lo dejaré, pero no lo alejaré de la vida del bebé, y no me
mudaré de Boston.
Me sorprendió lo mucho que me odiaba en ese momento.
Cómo resulté ser tan mala como la gente que me marcó.
El Sr. Lockens del mundo. Sin virtud, moral o dirección.
—Bien. Bien. Eso es suficiente para mí. ¿Cuándo lo harás? —Louisa
preguntó.
Con un poco de vergüenza, me guardé el cheque en el bolso bajo el escritorio.
Me sentí como si estuviera teniendo una experiencia extracorporal. Como si
no fuera yo la que estaba sentada frente a esta mujer ahora.
Es lo mejor.
Te haría daño.
Todos los demás hombres en los que confías lo han hecho.
—Hoy.
—Bien. Entonces me aseguraré de estar a la espera cuando busque mi
consuelo.
Se levantó, dando una palmada.
—Ursula se va a poner muy contenta con la noticia.
—Oh, estoy segura —Estaba a punto de desplomarme y vomitar.
—Estás haciendo lo correcto —me aseguró.
Asintiendo débilmente, señalé la puerta. Apenas podía respirar, y mucho
menos hablar.
Louisa se alejó, cerró la puerta tras ella y me dejó con el peso de mi decisión,
sabiendo muy bien que iba a aplastar mi alma hasta el olvido.
No iba a dejar que me fuera.
Sabía eso a ciencia cierta.
A pesar de su amabilidad, y Devon Whitehall era un buen y verdadero
caballero, no reaccionaba bien a las tonterías, y él y yo sabíamos que le estaba
sirviendo una buena dosis de desorden que ninguno de nosotros merecía.
Así que tomé la salida del cobarde. Le escribí una nota.
Me dije a mí misma que estaba bien. Me sentaría y hablaría con él cara a
cara. Solo necesitaba algo de tiempo para digerir todo. Además, era mejor si
no me quedaba en Boston, ahora que sospechaba que dos fuerzas diferentes
intentaban ahuyentarme.
Devon estaría bien. Siempre lo estaba. Fuerte, bañado por el sol y dorado.
Con su título, su agudo intelecto y su acento perezoso y hosco, estaría bien.
Mierda, estaba cometiendo el mayor error de mi vida, y lo estaba haciendo
por mi hija. Mantenerla a salvo era lo más importante.
Así que esto era lo que se sentía amar a una persona.
Incluso antes de conocerla. Incluso antes de que ella estuviera en el mundo.
Decidí escribirle una carta a Devon. Quería algo personal y no demasiado
breve para darle la noticia.
Después de todo, no había sido más que bueno conmigo.
Me tomó cuatro horas escribir algo que no detestara por completo.
Quince años de edad
El décimo grado comienza con flequillo.
No debe confundirse con una explosión.
Ross, por supuesto, está detrás de la idea.
—El flequillo realmente te queda bien. Me encanta tu cabello. Es fantástico
trabajar con él. Necesito alisar mi propio flequillo todas las mañanas —gime
Ross.
Hicimos un trato: nos daré a los dos un flequillo si acepta ir a clases de Krav
Maga conmigo. Vamos tres veces a la semana. Los instructores están cansados
de nuestras caras. Pero ya no dejo mi destino en manos de hombres que no
conozco.
Observo al entrenador Locken en los pasillos, en mis clases, en la cafetería.
Nunca dejaré que me vuelva a hacer eso, y la venganza vendrá.
He visto suficientes documentales y visto suficientes ciclos de noticias para
saber que entregarlo a las autoridades no servirá de nada. Necesito tomar la
ley en mis propias manos. Porque tanto si se sale con la suya como si no, mi
vida seguirá estando jodida para siempre.
Me niego a ser esa chica que se metió con su entrenador. Que dejó que se la
comiera durante meses, y luego, ¡ups!, se asustó y le dijo a mamá y papá
cuando le quitó la virginidad. No. Al diablo con eso. Soy una chica con un plan.
El entrenador Locken se mantiene alejado de mí.
Un mes sigue al otro, y casi empiezo a respirar de nuevo.
Entonces, un sábado por la mañana, muy temprano, cuando mamá está
haciendo panqueques abajo, papá lee el periódico y Persephone está hablando
por teléfono con Sailor, algo sucede.
Es raro que suceda, porque todo lo demás sobre este sábado es tan normal.
Tan mundano. El olor a panqueques flota bajo las rendijas del baño. Lo mismo
sucede con la risa de Persephone cuando ella y Sailor discuten cuán
odiosamente románticos son nuestros padres (Sailor es, desafortunadamente,
también el engendro de dos personas que realmente necesitan dejar de
manosearse en público).
Recibo un mensaje de texto de Locken.
Lo haré de nuevo si lo dices.
Ten cuidado.
Considérate advertida.
Estoy a punto de vomitar.
Pero creo que sé por qué se siente confiado al decirme esto: sabe que las
autoridades son una mierda. La junta escolar nunca me creería. La estación de
policía local está llena de sus compañeros de escuela, gente con la que bebe
cerveza, y Southie no es un lugar donde vayas a la policía. Te encargas de la
mierda por tu cuenta.
Orino en el inodoro. Siento que dejé de orinar, mi vejiga está vacía, lo sé, porque
he estado orinando quince años seguidos, todos los días, varias veces al día,
sin falta, pero por alguna razón, sigo goteando. Los calambres en mi estómago
son malos. Como si mi intestino se contrajera contra algo que quiere purgar.
Miro hacia abajo, entre mis piernas, y frunzo el ceño. Sale un chorro de sangre.
Parpadeo en la taza del inodoro, separando mis muslos, y veo un grupo de...
algo.
Oh Dios.
Oh Dios.
Oh Dios.
Me inclino hacia delante y vomito allí mismo, sobre las baldosas. Estoy
temblando. No, no puede ser. Alcanzo por encima de mi cabeza una toalla que
cuelga de un perchero y me la meto en la boca para ahogar mis gritos. Me
retuerzo en el suelo y grito en la toalla.
Llorando, llorando, llorando.
Yo estaba embarazada.
El bastardo me dejó embarazada.
Por supuesto que lo hizo.
Pero… ¿por qué perdí al bebé?
Vuelvo a calcular y me doy cuenta de que el embarazo duró cinco semanas. Me
había quedado embarazada durante la última semana de las vacaciones de
verano. Pero aún. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cómo?
Este es el momento en que me doy cuenta de que ya no soy yo misma.
Que tal vez nunca seré realmente yo misma, porque no tuve tiempo de descubrir
quién era yo.
Aquí es cuando pienso que mi fe en la humanidad nunca será restaurada.
Que las cosas no pueden empeorar.
Y luego lo hacen.
Iba a matar a alguien, y no iba a ser Emmabelle Penrose, a pesar de que ella
era la mujer que más merecía mi ira.
Arrugando la carta escrita a mano, la tiré de golpe a la papelera, recogí mis
llaves de la isla de la cocina y corrí hacia la puerta.
Subí las escaleras de dos en dos, casi tropezando de camino al Bentley.
Mi primera parada fue en el piso alquilado de Sweven, que todavía estaba
pagado. El agujero infernal del tamaño de una caja de fósforos del que la
rescaté como un cachorro plagado de pulgas.
Golpeé la puerta hasta que mis puños estaban rojos y doloridos. Nadie
respondió.
—Abre la puerta, Emmabelle. ¡Sé que estás ahí!
Uno de sus vecinos salió de su apartamento arrastrando los pies, vestido con
una bata Big Lebowski, con un porro colgando de un lado de su boca.
—Estás perdiendo el tiempo, hombre. Hace unos meses que no vive aquí. Se
mudó con su novio rico —El vecino dio una calada a su porro, ladeando la
cabeza hacia un lado—. Ahora que lo pienso, se parecía mucho a ti.
Ella no había vuelto a casa.
Mi siguiente destino era la casa de Persephone y Cillian.
Intenté llamar a Belle durante todo el viaje. Ella no contestó.
Como no me disuadía su falta de disponibilidad, le dejé mensajes de voz a
diestro y siniestro mientras caminaba penosamente por el tráfico
dolorosamente lento de Boston durante la hora pico.
—Hola, cariño, soy tu novio. El que acabas de dejar con una maldita nota. Sí,
el mismo cuyo bebé llevas en tu vientre. Si crees que no vamos a hablar de
ello, estás muy equivocada. Ah, y, por cierto, ¿qué pasó con el hecho de que
la gente está tratando de MATARTE? Llámame de nuevo. Besos. Dev.
Y luego:
—Sweven. Espero que tu noche esté yendo mejor que la mía. ¿Dónde estás?
Además, si me está diciendo de forma indirecta que la presencia de Louisa te
está molestando, ¿puedo sugerirte contratar a un entrenador de vida o del
habla para que te ayude con tus habilidades de comunicación? Llámame.
Y finalmente:
—Emmabelle maldita Penrose. ¡Responde el maldito teléfono!
Las cosas se intensificaron a partir de ahí.
Llegué a la casa de Persy y Cillian, usando la aldaba de latón con forma de
cabeza de león con tanta fuerza que se dislocó y cayó al suelo. La hermana
de mi novia (sí, todavía lo era) me informó, con bastante pesar, que su
hermana no estaba allí.
—¿Estás diciendo esto porque estás escondiendo a la maldita bruja, o porque
ella realmente no está aquí? —Me paré en su umbral, jadeando como un
perro.
—Mi esposa dijo que su hermana no está aquí —Cillian apareció detrás de
Persephone en la puerta, colocando un brazo protector sobre su
hombro—. ¿La estás llamando mentirosa?
—No, pero te estoy llamando un estúpido insoportable. —Había perdido toda
forma de etiqueta y modales, recurriendo a la hostilidad—. Así que tengo una
buena razón para pensar que alguien podría estar ocultando algo. Son
cercanas. Se cubrirían la una a la otra.
—En realidad… —Persy cuadró los hombros, pareciendo bastante
altiva— …me gustaría saber dónde está ella también. Me preocupo por ella.
Puede que ella no se tome en serio las amenazas, pero yo sí.
—Pregúntale a Sailor y Aisling —la instruí, pero ya estaba caminando de
regreso a mi auto, dirigiéndome hacia Sailor—. Avísame si escuchas algo.
—Lo haré —gritó desde su lugar en la puerta.
Sweven tampoco estaba en la casa de Sailor Fitzpatrick. No estaba en casa de
Aisling Brennan. Ella no estaba en Madame Mayhem. Ella no estaba en
ninguna parte.
Fue como si un sumidero se la tragara.
Llamé a Brennan. Después de todo, le pagué para que la siguiera, el novio del
año, ese era yo. Cuando no contestó, decidí hacerle una visita. Por lo que le
estaba pagando, Emmabelle no solo debería estar segura sino también
abrigada, acogedora y recibiendo pedicuras regulares y tres comidas al día.
Irrumpiendo en la sala de juego de Badlands, volqué una mesa de póquer.
Sam estaba organizando un juego con dos senadores y un magnate de los
negocios. Las fichas cayeron al suelo con un ruido metálico.
Miró hacia arriba.
—¿Qué carajo?
—Qué carajo, es que me jodiste. Te pago un anticipo para que vigiles a mi
novia. Noticia de última hora: ha pasado un segundo desde que te contraté y
no tengo ni idea de dónde está.
Sam me acompañó a su oficina trasera. Corrimos a través de un corredor
angosto y concurrido, pasando hombres que querían desesperadamente
detenerse y conversar con nosotros. Los ahuyenté como si fueran moscas.
—¿Cerrarías tu boca? Tengo una maldita reputación que mantener.
—¿Dónde está Emmabelle? —gruñí. Llegamos a su oficina y cerré la puerta
detrás de nosotros y luego procedí a destrozar el lugar. Tiré su sofá, rasgué
una cortina romana y abrí un agujero en un retrato de Troy Brennan, una
ofensa que probablemente se castigaba con la muerte por lapidación.
—He estado llamando y llamando a tu trasero. Fue directo al correo de voz.
—Estaba ocupado halagando a dos tontos muy tontos —dijo Sam brevemente,
sacando su teléfono de su bolsillo trasero y marcando un número—. Déjame
llamar a mis muchachos y verificar.
La buena noticia fue que le respondieron de inmediato.
La mala noticia fue que, bueno, LA PERDIERON.
—¿Qué quieres decir con que la perdieron? —Alcé la voz y me encontré
arrancando la pantalla de Apple de su escritorio y estrellándola contra la
pared—. Ella no es un maldito hilo de pensamiento. Una trama secundaria
en un libro. Un par de lentes de sol. No se pierde simplemente a una mujer
de treinta años.
—Ella los engañó —dijo Sam, ligeramente aturdido por la revelación. Sus ojos
estaban muy abiertos, su boca ligeramente abierta. Deduje que no le sucedía
a menudo.
—Ella debe haberse dado cuenta de que la estaban siguiendo y los engañó.
—Ella es una mujer inteligente —gruñí. Dios, ¿no podría ser un poco menos
perspicaz?
Sam frunció el ceño.
—Fuiste el genio que no quiso decirle que la estaba vigilando. En toda mi
carrera, nadie a quien haya seguido ha logrado pasar desapercibido.
—Gracias por el maldito dato divertido. —Agarré el cuello de su camisa y tiré
de él hacia mí para que nuestras narices quedaran aplastadas.
—Encuentra a mi novia para el final de esta noche o personalmente me
aseguraré de que tú y el fiscal que está cubriendo tu trasero sean arrastrados
a la corte por el resto de sus miserables vidas para dar cuenta de cada crimen
que han cometido en las últimas dos décadas.
Salí de su club y me dirigí a la única persona que sabía que podría tener
alguna información: Louisa.

Louisa me esperaba con un diminuto bodysuit color crema y encaje negro,


completo con un corsé que hacía que su cintura fuera tan inexistente como
mi necesidad de follarla.
—Hola cariño. Qué bueno verte.
Se apartó de la puerta para permitirme entrar. Tan pronto como la cerré
detrás de nosotros, la inmovilicé con una mirada que decía que un festival de
sexo no estaba en las cartas para nosotros.
Conoce a tu audiencia, señorita.
—Ponte algo.
—¿Cómo qué? —preguntó ella, parpadeando lentamente.
—Un puto impermeable si quieres. ¿Parezco un maldito estilista? —Agarré
algo que sospeché que era una bata que estaba sobre el respaldo de una silla
y se la lancé. Se envolvió con ella rápidamente, tomando aire.
—¿Qué pasa? —Se dirigió al bar para servirnos algunas bebidas.
—¿Qué hiciste?
Sorprendentemente, soné bien. Torcido. Serio. No como si estuviera a punto
de cometer un asesinato capital.
—¿Qué quieres decir? —Dio un paso hacia mí con dos vasos de whisky,
entregándome uno. No reconocí el gesto ni la bebida.
—¿Qué hiciste? —Lo repetí.
—Devvie, deja de ser tan raro, por el amor de Dios.
Ella dio un paso atrás.
Di un paso adelante.
No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, y no quería averiguarlo.
Sweven sacó a relucir emociones en mí que no me importaba explorar.
Siempre había sido calculador. Tranquilo. Lleno de confianza.
Yo no era ninguna de esas cosas en este momento.
—¿Qué. Hiciste? —Tomé ambos vasos de sus manos, dejándolos a un lado en
un aparador, apretándola contra la pared. Estábamos a centímetros el uno
del otro.
El aire estaba cargado de amenaza, de violencia. Ella podía sentirlo.
Louisa se marchitó un poco y finalmente preguntó:
—¿Cuánto sabes?
—Lo suficiente como para saber que apesta a tu participación.
Ella alzó la barbilla.
—Lo que hice puede haber sido poco ético, pero ciertamente no fue ilegal.
—¿No fue ilegal? —Sip. Estaba rugiendo en su cara ahora. Su cabello voló
hacia atrás por el impacto—. ¡Hay gente detrás de ella! ¡Está huyendo!
—¿Gente detrás de ella? —Louisa tenía una expresión de genuina
sorpresa—. Yo no hice tal cosa. Nunca enviaría a nadie a perseguir a una
mujer, y mucho menos a una embarazada. Va en contra de todo lo que creo.
Le di una mirada de no-eres-un-santo.
Ella levantó las cejas, de una manera que decía, cítame en esto, hijo de puta.
Decidí tacharla de la lista de sospechosos. Por ahora. Frank y mi madre
mantuvieron mis manos ocupadas, como estaba.
—Hiciste algo —sostuve.
—Algo pequeño —respondió ella—. Realmente pequeño. Diminuto, diminuto,
en realidad.
—¿Qué hiciste?
—Devvie…
—Ahora.
—Fue idea de tu madre. —Se clavó las uñas en los puños, luciendo
insoportablemente avergonzada, con la mejilla vuelta en mi dirección. Ella no
podía encontrar mi mirada.
—¿Qué hiciste? —pregunté por millonésima vez.
—No puedo decírtelo. Me odiarás.
—Demasiado tarde. Ya lo hago. Ahora, por última vez, antes de que haga que
te arrepientas del día en que naciste, ¿qué sucedió entre esta mañana y esta
noche para inspirar a mi novia a dejarme?
Todo el aire fue succionado de la habitación en el momento antes de su
confesión.
—Yo le pagué.
Ahora estaba al aire libre. La admisión.
Y una vez que salió, Louisa procedió, arrojando con cautela otra migaja de
información.
—Es Úrsula, Devvie. Ella era implacable. Completamente desquiciada. El
tiempo no se detiene. Se puso nerviosa... destrozada, de verdad... y... —Ella
sacudió la cabeza frenéticamente, alcanzando mi cara.
Tiré sus manos lejos.
—¿Y?
—Y ella le escribió un cheque de un millón de dólares.
—Maldito infierno.
—Y Emmabelle lo tomó —añadió Louisa desesperadamente, sus pequeños
puños apretando la tela de mi camisa de vestir—. Ella tomó el cheque, Devon.
¿Qué dice de ella? Ella no te ama. No te necesita. No te ve. Yo sufro por ti
todos los días.
Dijo las palabras a mi camisa, incapaz de mirarme cuando las dijo.
—Eres mi primer y último pensamiento. Siempre estás en el fondo de mi
mente. Amarte es como respirar. Es compulsivo Déjame amarte. Por favor.
Solo dame una oportunidad y seré todo lo que necesitas que sea.
—No puedes ser todo lo que necesito que seas —Retrocedí, dejándola tropezar
un poco antes de recuperar la compostura—. Porque no eres la mujer que
amo.
Sus ojos estaban grandes y llenos de lágrimas. Me acerqué a una pequeña
mesa de comedor, tomé su teléfono y se lo entregué.
—Ahora vas a llamar y decirle a tu piloto que está en espera que te irás esta
noche. Vuelve a Inglaterra. Nunca volverás a poner un pie en Boston. No
mientras esté vivo. Y si alguna vez vuelves...
Hice una pausa, pensando en ello. El rostro de Louisa ahora estaba
manchado de maquillaje y lágrimas. Un brebaje que le dio un aspecto
ligeramente cómico, como si fuera un miembro de Cradle of Filth perdido hace
mucho tiempo.
No se sentía bien o correcto, aplastarla así, pero no tenía elección.
—Cariño, —junté sus brazos en los míos, mi voz bajando a un
susurro—. Nunca me voy a casar contigo. Ni en esta vida ni en la siguiente.
Con o sin Emmabelle en la foto, soy un tipo de todo o nada. Con ella, lo quiero
todo. Contigo… —La dejo completar la oración en su cabeza, antes de
agregar—. Si tratas de manipular mi relación con mi novia, y ella sigue siendo
mi novia, no te equivoques al respecto, incluso si ella no lo sabe. Todavía, me
aseguraré de que tu familia y tu legado sean destruidos. Me aseguraré de que
todos sepan que Byron ha demolido una iglesia histórica para que pueda
colocar su pieza lateral a tiro de piedra de su finca en el campo. Se revelaría
el dinero que le pagó al miembro del parlamento Don Dainty debajo de la
mesa para promover leyes fiscales favorables, y no olvidemos que su querido
hermano Benedict tiene un gusto particular por las niñas menores de edad.
Tu familia está corrompida hasta la nariz, y estoy dispuesto a revelar cada
parte del mal que ha cometido a lo largo de los años si no me das tu palabra
aquí y ahora de que vas a detener esto.
Toda esta suciedad, cortesía de Sam Brennan y su trabajo de detective. Tal
vez valía algo de su tarifa después de todo.
Me di cuenta de que se hundió esta vez.
Eso la golpeó de verdad y con fuerza. En el mismo lugar que me golpeó a mí,
el día que supe que mi padre no me amaba. Aunque ahora, parecía que toda
mi familia no me amaba.
Mamá también me había traicionado.
Exteriormente, nada cambió. Louisa seguía siendo la misma Louisa. Esbelta
y delicada, una pluma perfecta e inmaculada al viento. Pero sus ojos pasaron
de brillantes a apagados. Su boca se puso rígida. El brillo detrás de sus iris
se había ido.
—Respóndeme con palabras —dije suavemente, usando mi mano para forzar
suavemente su mandíbula abierta. Las palabras cayeron de entre sus labios
como si estuvieran en la punta de ellos, esperando ser dichas.
—Entiendo que nunca quieras volver a verme, Devon.
Y para mi sorpresa, detrás de esas palabras, había cenizas, aún calientes de
donde una vez estuvo la llama.
Ella estaba enojada. Desafiante.
Resurgiría de las cenizas, esperaba, y encontraría a alguien más.
Me di la vuelta y me dirigí al aeropuerto.
Tenía un avión que tomar.
En el camino, llamé a Emmabelle unas cuantas veces más y le dejé más
mensajes que enorgullecerían a cualquier asesino en serie.
—Estás jodidamente loca si crees que te voy a dejar. Fuiste mía desde el
momento en que puse mis ojos en ti. Cuando ni siquiera eras consciente de
mi existencia. Cuando vine a servir a tu hermana con un acuerdo draconiano
que no debería haber firmado.
Y luego:
—La noche que nos acostamos juntos por primera vez, en la cabaña de
Cillian, fue la noche en que contemplé por primera vez romper mi pacto
conmigo mismo de nunca casarme con una mujer. Me niego a perder a la
única mujer por la que vale la pena romper mi palabra.
Así como también:
—Maldita sea, te amo.
Mientras recorría barrios, rascacielos y vidas que no eran las mías, reflexioné
sobre algo que Louisa me había dicho antes de que la dejara.
Era cierto que Belle no me amaba.
Después de todo, ella tomó el cheque.
Pero la amaba, y tal vez eso sería suficiente.
Quince años de edad
Estoy besando los dieciséis.
Y eso es lo único que estoy besando.
Mi vida es dichosamente, repugnantemente aburrida.
Yo no salgo. No socializo con nadie más que con mi hermana, Sailor y Ross,
pero hablo mucho, y seguro que le muestro al mundo que todo está bien con
Emmabelle Penrose. Que soy una chica invencible, despreocupada.
Y a veces, en los días buenos, incluso puedo creer mis propias tonterías por un
momento o dos.
El entrenador Locken, sin embargo, no lo está haciendo tan bien.
Su esposa, Brenda, está embarazada de nuevo, a pesar de que el pequeño
Stephen tiene, ¿cuánto, poco más de un año? Eso, en sí mismo, no es una mala
noticia para los adultos.
Pero el hecho de que haya estado teniendo una aventura con uno de los
profesores sí lo es.
La señorita Parnell es mi maestra sustituta de veintidós años y su nueva novia.
El enfrentamiento en la puerta principal la semana pasada fue legendario.
Incluso yo no pude evitar irritarme y emocionarme.
Brenda se detuvo junto a la acera, el pequeño Stephen seguía durmiendo en el
asiento trasero. Acorraló a la dulce señorita Parnell, abofeteándola frente a
toda la escuela. La pobre señorita Parnell no tuvo oportunidad. Ella
simplemente comenzó a llorar. Sus sollozos se volvieron más violentos, más
fuertes cuando Brenda gritó:
—¿Sabías que me dejó embarazada otra vez? ¿Sabías? ¿Y te dijo que rompimos
mientras yo estaba embarazada de Stevie? Porque ese cabrón de mierda me
mandó a casa de mi madre diciendo que necesitaba exterminar y desinfectar
la casa antes de que llegara el bebé. Iba a Jersey todos los malditos fines de
semana para conseguir algo de este culo.
Guau. Brenda no era para nada la dulce mujer que vi en la foto del compromiso.
De todos modos, me hizo sentir más tranquila, más ligera acerca de lo que
estaba a punto de hacerle al entrenador Locken. No perdoné y no olvidé. Solo
estaba esperando mi momento, poniendo más semanas y meses en el
calendario entre nosotros para que cuando llegara el momento, no sería un
sospechoso.
Ahora estoy caminando a casa desde la escuela, sintiéndome un poco mejor
acerca de la vida. Por un lado, Locken fue expulsado después de ese
enfrentamiento y ya no trabaja en mi escuela, lo cual es genial. Por otra parte,
mis últimas dos clases han sido canceladas, así que me sumerjo temprano para
una tarde de ravioles fritos empanizados (del tipo congelado de Trader Joe) y
reposiciones de Ricki Lake. O como a algunos les gusta llamarlo: el cielo.
Persy no regresará a casa hasta dentro de dos horas, papá está en el trabajo
(¿no es así siempre?) y mamá finalmente accedió a ir a terapia y tratar sus
pensamientos oscuros, por lo que está al otro lado de la ciudad y no volverá
hasta la noche.
Abro la puerta principal de nuestro apartamento, feliz de saber que el
entrenador Locken es miserable, donde sea que esté en este momento en el
mundo. Me quito las zapatillas, dejo que la mochila se me escape de los
hombros junto a la puerta y camino descalza por la sala de estar. Me ocuparé
de los raviolis en un segundo. Primero, voy a orinar. Todavía odio ir al baño a
orinar. Es como si tuviera TEPT y esperara tener un aborto espontáneo
nuevamente, aunque sé que no estoy embarazada. Pero no importa cómo pase
el tiempo... cómo parece que mi vida dio un giro... no puedo evitar odiar a
Locken por lo que me hizo. Por lo que le hizo a mi cuerpo. En mi mente, esto
sucedió por la forma en que me tomó. Fue tan violento, tan frenético... Estoy
segura de que causó algún tipo de daño.
Paso por el dormitorio de mis padres y noto que la puerta está entreabierta. No
es sorprendente, teniendo en cuenta que esta casa siempre es un desastre y
no tenemos una política de puertas abiertas o cerradas. Camino junto a él
cuando escucho un suave gemido que me hace detenerme en seco.
Oh, mierda. Ellos están aquí.
Están aquí y están teniendo sexo.
Esto es peor de lo que pensaba. Su amor no conoce límites. Alguien máteme.
Me doy la vuelta, con la intención de volver de puntillas a la cocina y tal vez
orinar en el fregadero para no tener que escuchar esta mierda y dejarme más
cicatrices, cuando escucho la voz de mi padre.
—Oh, Sophia.
¿Sophía? ¿Quién diablos es Sophia?
Mi mamá se llama Caroline.
¿Qué diablos?
Me acurruco contra la puerta entreabierta, mirando a través de la rendija,
parpadeando para enfocar la imagen.
Mi papá está acostado en la cama, y encima de él, de espaldas a mí, hay una
mujer que definitivamente no es mi madre. Cabello largo de color rojo. Figura
delgada. Pecas en los hombros. Ella lo está montando.
Papá engaña a mamá.
El cuento de hadas perfecto en el que crecí creyendo es toda una mentira.
Todos los hombres son infieles.
Todos los hombres son indignos de confianza.
Todos los hombres son basura.
Regreso a la puerta principal y salgo del apartamento, subiendo las escaleras
de tres en tres hasta el techo del edificio.
No salto, pero no porque no quiera.
Solo porque tengo una venganza inconclusa que atender.
¿Y papá? Nunca lo perdonaré.
Estaba siendo seguida.
Me di cuenta de que me seguían cuando miré a través de mi espejo retrovisor
y noté que el mismo sedán negro de incógnito salía de Boston, deslizándose
hacia la autopista, manteniéndose a la misma distancia de cuatro autos de
mí sin importar cuántos carriles cambiara.
Sin saber quién era, ¿Frank? ¿Luisa? ¿La mamá de Devon? ¿El mismo diablo?
Decidí escapar.
Hoy parecía un mal día para morir y ser enterrada en el bosque.
Salté de carril por un rato, sintiendo el sudor cubriendo mi frente mientras
trataba de pensar en un plan de juego. ¿Cómo me iba a deshacer de este
extraño auto?
Y entonces me di cuenta.
Encendí mi luz intermitente para girar a la derecha en uno de los pequeños
pueblos que rodean el gran Boston y esperé pacientemente en una fila de
autos. Mi acosador hizo lo mismo. Cuando el semáforo se puso en verde,
cometí una infracción de tránsito terrible (y quiero decir terriblemente
horrible) y continué de frente, sin girar a la derecha y acelerando hacia una
intersección concurrida. Los autos frenaron de golpe, las bocinas me sonaron
con enojo, pero cuando miré hacia atrás, vi que el sedán negro estaba muy
atrás, atrapado dentro de un mar de vehículos en un atasco de tráfico del
infierno.
Conduje y conduje y conduje un poco más, sin saber dónde terminaría.
Y de alguna manera, ya sabía a dónde iba a ir.

Por primera vez desde que cumplí dieciocho años, estaba viviendo de nuevo
con mis padres.
No podía engañarme más. Quedarme en Boston en este momento era un
deseo de muerte. También podría pegarme un cartel de “soy estúpida” en mi
frente apuntando a mi cerebro.
Varias personas me querían muerta. Y acabo de entregarle mi alma al diablo
con tacones de aguja.
Era hora de pasar desapercibida hasta que se me ocurriera un plan de juego.
Mis padres vivían en el lugar donde murió el atractivo sexual, también
conocido como Wellesley, Massachusetts.
Hace unos años, mis padres anunciaron emocionados que habían ahorrado
suficiente dinero para cumplir su sueño de convertirse en jubilados
aburridos, se mudaron de Southie y compraron una casa colonial verde salvia
con un techo a juego, una mecedora en el frente de la entrada y persianas
rojas.
Persy y yo lo llamábamos la casa de pan de jengibre, pero solo una de nosotras
estaba emocionada de venir aquí cada Navidad y jugar la farsa de la familia
feliz.
—Oh, Belly-Belle, estoy tan feliz de que estés con nosotros otra vez, incluso
si las circunstancias no son las ideales —Mamá asomó la cabeza por las
puertas dobles del patio trasero, ofreciéndome una sonrisa de disculpa.
Situada en el borde de la piscina de la que estaban tan orgullosos, sumergí
los pies en el agua, moviendo los dedos de los pies.
—Ya te lo dije, mamá, todo está bien.
—Nada está bien si ya no puedes pagar tu apartamento.
Salió al patio con un tazón de sandía sazonado con queso feta fresco y menta.
Colocándolo en el borde de la piscina a mi lado, pasó su mano sobre la licra
amarilla de mi traje de baño, sus dedos se detuvieron en mi vientre hinchado.
—Me mudé porque necesito un cambio de ritmo, no porque no pueda pagar
el alquiler —Seleccioné un trozo de sandía bellamente cortado, cuadrado y en
ángulo agudo, y me lo metí en la boca. Estaba helado—. Todos los que conozco
y sus madres me rogaron que me alejara de Madame Mayhem. Piensan que
trabajar de pie todo el día es malo para el bebé.
Mamá no sabía que había gente detrás de mí.
Ella no sabía lo de las cartas.
Ella no sabía que había vivido las últimas semanas con Devon.
Ella no sabía nada.
Hice esto para protegerla.
Hacer que se preocupara era inútil, casi cruel.
Y algo más acechaba detrás de mi decisión de compartir con ella lo mínimo
de las circunstancias de mi embarazo. Sospeché que ella no lo entendería.
Honestamente, no estaba del todo segura de haber entendido todo lo que me
había pasado recientemente.
—¿Estás segura de que todo está bien? —Empezó a desenredar mis mechones
dorados de mi arete, como solía hacer cuando yo era niña—. Has estado aquí
por un par de días y todavía no nos has dicho por qué exactamente.
—¿No puede una chica relajarse con sus padres?
—No recuerdo un momento en el que no salieras por la noche desde que
tenías dieciséis años.
Bueno, mamá, hice mucho para tratar de distraerme de mi realidad a esa edad.
Pero claro, yo también fui una chica de clubs hace seis meses. Me distraje
durante catorce años antes de que Devon entrara en mi vida y me obligara a
quedarme quieta y echar un buen vistazo a lo que se había convertido en mi
vida.
Empujé otro trozo de sandía entre mis labios, mirando sus flores Susans 29 de
ojos negros a través de la piscina, sus tallos como cuellos estirados para mirar
hacia el sol, los pétalos brillando bajo los rayos del sol.
—Ven conmigo al mercado de agricultores. Conocerás a todos mis nuevos
amigos del bridge30 —sugirió mamá.
—Mierda, mamá, realmente me estás vendiendo esto a mí —dije
inexpresivamente, con las manos metidas debajo de mi trasero.
—Vamos, Belly-Belle. Puedo ver que algo está en tu mente.
—¿Puedes? —Fruncí el ceño a mis dedos de los pies—. ¿Cómo?
—Una madre siempre puede decirlo.
¿Iba a saber cuándo mi bebé sintió algo una vez que naciera sin ningún signo
revelador? ¿Mi instinto me gritaría que algo andaba mal? ¿Podría captar las
vibraciones, como el humo del fuego, antes de que la tierra bajo sus pies se
quemara?

29 Rudbeckia, también conocida como Susans de ojos negros, flor amarilla con centro negro parecida
a una margarita.
30 Juego de cartas
—Sí —dijo mi madre como si leyera mi mente. Ella apoyó su mano en mi
espalda. Quería doblarme en posición fetal y llorar en su regazo. Los últimos
meses me alcanzaron de golpe, y ahora estaba exhausta.
Más de lo que tenía miedo de los que estaban detrás de mí, y más de lo que
estaba enojada conmigo misma por aceptar el trato de Louisa, echaba de
menos a Devon.
Lo extrañé tanto que no me atreví a encender mi teléfono durante los últimos
dos días y comprobar si tenía algún mensaje suyo.
Extrañaba su risa brusca y elegante y la forma en que sus cejas rubias
oscuras se movían animadamente cuando hablaba.
Echaba de menos sus besos y las arrugas alrededor de sus ojos cuando
sonreía con picardía y la forma en que llamaba quiosco al tipo que trabajaba
en el minisuper debajo de su apartamento, como si fuera un presentador de
la BBC y no un amigo que vendía leche y cigarrillos a precios excesivos.
En resumen, lo extrañaba.
Demasiado para confiar en mí misma para volver a Boston.
Demasiado para respirar.
Mamá me alcanzo y me acercó a su pecho, dejando un beso en mi cabeza.
—Sí, tú sabrás cuándo algo le está comiendo la cabeza a tu hijo, y espero que
te diga qué es lo que lo está comiendo la cabeza para que tal vez pueda
ayudar. Da la casualidad de que crie a dos niñas ferozmente independientes.
Tú, más que tu hermana. Siempre fuiste tan rebelde. Ayudaste a Persephone
antes de que pudiera llegar a ella: con la escuela, con la tarea, con su vida
social. Ya has sido madre de alguna manera. Vas a ser una madre
maravillosa, Belly-Belle, y te vas a dar cuenta del secreto más deprimente de
todos.
—¿Mmm? —pregunté, acariciando su camisa.
—Eres tan feliz como tu hijo menos feliz.
Dejó otro beso en mi cabeza.
—Confía en mí, Bella.
—Puedo arreglármelas yo misma, mamá.
Se apartó de mí, sosteniendo mis hombros, sus ojos clavados en los míos.
—Entonces hazlo, cariño. No huyas de lo que sea. Enfréntalo de frente.
Porque pase lo que pase, no es solo en ti en quien tienes que pensar ahora.
Presioné mi mano contra mi estómago.
Bebé Whitehall pateó en respuesta.
Estoy contigo, niña.

Veinte minutos después de que mi madre fuera al mercado de granjeros para


reunirse con sus amigos del brigde (mi juventud se encogió solo de pensarlo),
tomé el tazón de sandía vacío y abrí la puerta mosquitera, deslizándome
dentro. La casa estaba muy caliente ya que el aire acondicionado se apagó
unos días antes y aún no se había reparado. Había un agujero del tamaño de
una alcantarilla en la parte trasera de la casa, esperando a ser reparado.
El lugar todavía me resultaba extraño. Aunque no era cronológicamente
nuevo, así parecía. Todavía tenía que moldearse alrededor de sus ocupantes
y estaba desprovisto de recuerdos, nostalgia y esos aromas hogareños que te
transportaban a tu infancia.
Enjuagué el tazón, pensando en lo que mamá había dicho. Lidiando con mis
problemas.
Los últimos días me trajeron claridad.
No quería un millón de dólares. Quería a Devon.
Y yo estaba cansada de huir de quienquiera que me persiguiera. Necesitaba
que Devon me ayudara con eso.
Sí, finalmente me di cuenta de que necesitaba ayuda. No podría hacer esto
por mi cuenta. Y por extraño que parezca, no me sentí muy mal al admitirlo.
Tal vez estaba creciendo de la niña que el Sr. Locken había dejado para
desangrarse hace tantos años.
La puerta principal se abrió y se cerró, y la casa se llenó de los silbidos de mi
papá.
John Penrose podía silbar cualquier canción que saliera entre 1967 y 2000
de principio a fin. Él también era bueno en eso. Cuando Persy y yo éramos
jóvenes, jugábamos a adivinar ese silbido. A veces la dejo ganar. Pero no a
menudo.
—¡Cariños, estoy en casa!
Apareció en la cocina, alto y ancho y todavía algo guapo, en una forma más
arrugada y menos definida de Harrison Ford. Dejó bolsas de lona llenas de
limones en el mostrador a mi lado, sonriéndome de oreja a oreja.
—Hola sunshine.
Presionó un beso en mi frente, subió su cinturón hasta lo que empezaba a
parecer un cuerpo de papá más que una barriga de figura paterna, y abrió la
puerta del refrigerador, en busca de su cerveza de la tarde.
—¿Dónde está tu mamá?
—Salió —Me apoyé contra el mostrador, secándome las manos con una toalla.
No le dije adónde fue. Hasta el día de hoy, oculté información sobre mi madre
a mi padre, tratando de hacerla parecer más misteriosa y atractiva. No tenía
mucho sentido este ejercicio. Ella era un libro abierto para él, siempre
honesta, directa y disponible.
Ella era todas las cosas que yo no quería ser. Él nunca cuestionó su amor por
él.
Papá cerró la nevera, abrió su Bud Light y se acomodó contra el mostrador
opuesto.
—¿Qué pasa, niña? ¿Cómo está creciendo ese bebé? —Tomó un trago de su
cerveza.
Arréglalo. La voz de mamá instó en mi cabeza.
Aquí hay algo y su mejor amigo nada.
—Engañaste a mamá.
Las palabras salieron tan mundanas, tan sencillas, que me reiría de lo fácil
que era decirlas. La sonrisa en la cara de mi padre permaneció intacta.
—¿Disculpa?
—Engañaste a mamá —repetí, de repente sintiendo mi pulso por todas partes.
Mi cuello, mis muñecas, detrás de mis párpados, en los dedos de mis
pies—. No intentes negarlo. Te vi.
—¿Me viste? —Papá dejó su cerveza sobre el mostrador, cruzando los brazos
sobre el pecho, los tobillos cruzados—. ¿Cuándo y dónde, si puedo preguntar?
No estamos exactamente en los mismos círculos.
Sonaba más divertido que preocupado, pero no había rastro de agresión en
su voz.
—En la cama tuya y de mamá. Una dama con cabello rojo oscuro. Es decir,
digo una dama, pero lo que realmente quiero decir es una zorra. De vuelta en
Southie.
Y así, la sangre se drenó de su cara.
Parecía pálido. Serio. Asustado.
—Emmabelle —susurró—. Eso fue…
—Hace quince años —terminé por él.—. Si.
—¿Cómo…?
—Llegué a casa temprano de la escuela y te encontré. No te lo dije porque
tenía miedo. Pero la vi encima de ti. Te escuché susurrar su nombre. Y nunca
lo olvidé. Entonces dime, papá, ¿cómo está Sophia estos días?
Sophia.
La mujer que estaba segura de haber visto en supermercados y parques y en
las escaleras mecánicas de Target. La ramera que arruinó el matrimonio de
mis padres sin que mi madre lo supiera. Algunas noches, mientras yacía
despierta en mi cama, pensaba que podía asesinarla. Otras noches me
preguntaba qué la hacía ser como era. Lo que la hizo buscar el placer con un
hombre no disponible.
—Yo… —Miró a su alrededor ahora, pareciendo perdido de repente, como si
hubiéramos sido transportados de regreso a la habitación donde
sucedió—. No sé. No he estado en contacto con ella en años. Años.
Extendió la mano detrás de él para agarrar el mostrador y tiró su cerveza al
suelo. La botella de vidrio se rompió, un líquido blanco amarillento corrió
como un río dorado entre nosotros.
—¿Hace cuánto? —pregunté.
—¡Quince!
—No me mientas, Jhon.
—Diez —Cerró los ojos, tragando saliva—. No la he visto en diez años.
Había estado con ella hasta que yo tuve veintiún años.
Esto no fue una aventura. Fue un asunto. Por supuesto que lo fue. No habría
llevado su aventura a su casa.
—¿Por qué? —pregunté.
Quería saber qué le faltaba a su vida. Mamá era hermosa, leal y dulce. Persy
y yo éramos buenas niñas. Claro, teníamos cosas, todos tenían cosas:
problemas de dinero, mamá perdió a su hermana por cáncer, ese tipo de
cosas. Cosas de la vida. Cosas que pasamos juntos.
—¿Por qué engañé a tu madre? —Parecía perplejo.
—Sí. Quiero saber.
Ninguno de los dos hizo un movimiento para limpiar el desorden en el piso.
Se frotó la parte de atrás de su cuello, empujando el mostrador y comenzando
a caminar de un lado a otro. Lo seguí con la mirada.
—Mira, no era tan fácil en ese entonces, ¿de acuerdo? Desde el momento en
que tu mamá renunció a su trabajo para cuidar de ustedes dos y de su tía
Tilda, que en paz descanse, yo no era solo el sostén de la familia, era el único
sostén de la familia. Y había facturas médicas y una nevera que llenar, bocas
que alimentar, seguros y una hipoteca que pagar. Persy tenía clases de ballet
y tú tenías pista. Las cosas se sumaron, y yo simplemente... —Se detuvo,
agitando los brazos en el aire sin poder hacer nada.
» Me estaba hundiendo. Yendo a pique hasta el fondo. Tu madre no quería
tocarme. Me sentí demasiado culpable para siquiera preguntar. Estaba
viendo desaparecer a su hermana, poco a poco. Me sentía como un empleado
de la casa más que el hombre de la misma. Y luego vino Sophia.
—Supongo que hay un juego de palabras ahí —murmuré sarcásticamente.
Él ignoró mi púa.
—Sophia y yo trabajábamos en el mismo edificio de oficinas. Al principio
almorzábamos juntos. Era inocente.
—Estoy segura —Sonreí, sorprendida de descubrir que estaba tan amargada
como lo estaría si me hubiera pasado a mí. Si fuera Devon.
Devon no es tuyo. Devon se va a casar con otra mujer, probablemente en los
próximos meses. Discúlpese profusamente y rompa el cheque en pedazos
pequeños o siga con su vida.
—Ella estaba pasando por un divorcio complicado —explicó papá.
—Los divorcios cordiales son difíciles de conseguir —bromeé—. Y el hecho de
que lo hiciste en la cama de mamá. Muchas bolas. Por cierto, también hay un
juego de palabras.
—Emmabelle —me reprendió en voz baja—. Lo creas o no, lo hice allí porque
una parte de mí quería que me atraparan. Dame la oportunidad de hablar.
A regañadientes, fruncí los labios y le permití continuar.
—Yo estaba ahí para ella, y ella estaba ahí para mí. Ella era un desastre. Me
estaba desmoronando. A lo largo de todo esto, tu madre y yo nos habíamos
distanciado, hasta que ya no podía recordar lo que se sentía ser su pareja, su
amante. Pero fue complicado. Todavía amaba a tu mamá. Quería creer que la
recuperaría, eventualmente. Nuestro amor estaba en espera.
¿De qué demonios estaba hablando este hombre siempre amoroso? El amor
no era algo en lo que pudieras poner un alfiler fijarlo y volver más tarde. No
era un maldito correo electrónico de seguimiento que pudieras programar con
anticipación.
—La línea de tiempo sugiere lo contrario —Intenté una sonrisa sardónica. La
tía Tilda murió en mi adolescencia. Papá rompió con Sophia cuando yo tenía
veinte años.
—La vida tiene una forma de marcar el ritmo —admitió. Inclinándose para
recoger los grandes pedazos de vidrio del suelo, los miró como si quisiera
apuñalar su propio cuello.
—Ojalá fuera tan indulgente conmigo misma por mis acciones —murmuré.
—No me perdono a mí mismo. Me he odiado durante mucho tiempo. Intenté
romper con Sophia varias veces después de que tu tía falleciera. Y a veces,
incluso lo conseguía. Pero ella siempre regresaba. Y a veces la dejaba entrar,
cada vez que tu madre y yo teníamos problemas.
—Eres un pedazo de mierda —Las palabras que salieron de mi boca me
sorprendieron. No porque no hicieran apariciones especiales de vez en cuando
(las blasfemias y yo éramos amigos cercanos), sino porque nunca antes
habían estado dirigidas a un miembro de la familia. La familia era algo
sagrado. Hasta ahora.
—Lo era —estuvo de acuerdo—. Pero finalmente, después de nueve años de
aventura, logré escapar de ella. Renuncie a mi trabajo. Cambié las cerraduras
de nuestra casa. Le dije que, si se acercaba a tu madre o intentaba decírselo,
le haría la vida imposible.
—Agradable.
Tiró los cristales a la papelera debajo del fregadero, golpeando el resto con la
bota.
—Si lo supiste todo este tiempo, ¿por qué no le dijiste a tu madre?
—¿Qué te hace pensar que no lo hice?
—Ella me habría matado —Papá metió la parte superior de su cuerpo en la
despensa y regresó con un trapeador para limpiar la cerveza, con los ojos
pegados a mi rostro todo el tiempo—. Entonces me hubiera dejado. No en ese
orden.
Dejé escapar un resoplido.
—Ya quisiera.
—¿Qué quieres decir? —Empezó a trapear.
—Mamá nunca te hubiera dejado. Es por eso que no le dije —dije con
amargura, mi voz llevada por las emociones como si fueran el viento. Ganando
altitud, convirtiéndose en tormenta.
La razón por la que no se lo dije todos estos años no fue altruista. No es
porque quisiera protegerla.
Me preocupaba que se quedara y no pudiera mirarla a los ojos.
Que estaría tan profundamente decepcionada con ella, tan molesta con su
decisión, que afectaría nuestra relación.
Al no confiar en su decisión, le robé la capacidad de tomar una.
—Sí, lo haría —Papá dejó de trapear, presionando su frente contra la punta
del palo del trapeador. Cerró los ojos—. Ella se habría ido. Estuvo tentada a
hacerlo a pesar de mi infidelidad.
Su cabeza se inclinó hacia adelante, sus hombros se hundieron, y luego...
luego comenzó a llorar.
Descendiendo en el suelo frente a mí.
Sus rodillas se hundieron en el río dorado de cerveza.
Mi papá nunca lloró.
Ni cuando murió mi tía, ni cuando fallecieron mis abuelos, ni cuando vio a
Persephone caminar por el pasillo, acompañada por el hermano del novio,
porque papá había tenido una cirugía en la pierna y no podía caminar.
No era un llorón. No éramos llorones. Sin embargo, aquí estaba llorando.
—Lo siento, Belly-Belle. Lo siento mucho. Nunca me he arrepentido más de
nada en mi vida. Ni siquiera puedo imaginar lo que se sintió al enterarse de
esa manera.
—Fue terrible.
Pero, curiosamente, tal vez no tan terrible como verlo así.
Quiero decir, una parte de mí todavía lo odiaba por la imagen distorsionada
de sociedad que me había inculcado, pero también era la persona que cuidaba
de nosotros.
Quien me compró todo lo que quería, dentro de su capacidad, y me ayudó a
pagar mi deuda estudiantil.
Era uno de mis inversores cuando abrí Madame Mayhem, y una vez le dio un
puñetazo en la cara a un hombre por proponerme matrimonio mientras
estábamos de vacaciones en el Cabo.
Nunca me encerró en montacargas ni fue abusivo o negligente.
La jodió, pero nunca tuvo la intención de joderme.
—Si te hace sentir mejor, no podía comer, no podía dormir, ni siquiera podía
funcionar durante mucho tiempo después de que Sophia y yo terminamos. Y,
después de un par de años, se lo dije a tu madre.
—Espera, ¿mamá lo sabe? —Agarré el dobladillo de su camisa a cuadros y lo
levanté para que estuviéramos a la altura de los ojos. Tenía los ojos hinchados
por las lágrimas, inyectados en sangre—. Pero dijiste que te habría dejado si
se lo decía.
—Ella me dejó.
—Ella nunca me lo dijo.
—¿Le cuentas todo? —Captó mi mirada significativamente, arqueando una
ceja.
Punto justo.
Se frotó los nudillos contra la mejilla.
—Me echó de la casa poco después de que te graduaras de la universidad.
Para entonces, Persy y tú estaban fuera de casa. Creo que esperó hasta que
ambas se fueran porque no quería traumatizarlas. Alquilé un apartamento
dos cuadras más abajo durante ocho meses, tratando de recuperarla.
—Vamos mamá —murmuré—. Espero que ella tuviera algo.
—Tuvo una aventura de dos meses con un instructor de yoga en la YMCA
local. Después de que volvimos a estar juntos, me enojaba tanto al pasar por
delante de la YMCA que prometí alejarnos de todo ese código postal para
escapar de ese recuerdo.
—¿Es por eso que te mudaste a los suburbios?
Él asintió.
—¿Por qué ella te aceptó? —Me di cuenta de que todavía estaba sosteniendo
su camisa, pero eso no me impidió agarrarlo con más fuerza.
—Algo muy inconveniente le pasó a ella.
—¿Qué?
—Recordó que estaba enamorada de mí, y al estar lejos de mí, no solo me
estaba castigando a mí, sino también a ella misma.
Solté su camisa, tambaleándome hacia atrás.
Mi anhelo por Devon brotó dentro de mí. ¿No era eso lo que estaba haciendo?
¿Castigarnos a los dos porque no podía manejar la perspectiva de estar
enamorada? ¿De poner mi confianza en alguien más?
La relación de mis padres estaba lejos de ser perfecta. Estaba llena de
deslealtades, malos años y otra gente.
Pero. Todavía. Funcionaba.
—Espero que con el tiempo me perdones —dijo papá—. Pero en caso de que
no lo hagas, déjame asegurarte, Belly-Belle, que nunca me lo perdonaré.
Necesitaba tiempo para pensar.
—Gracias por la charla. Voy a seguir adelante ahora y gritar en mi almohada
por un rato —anuncié, agarrando una bolsa de pretzels cubiertos de chocolate
de la despensa en mi camino hacia la habitación de invitados.
Todavía estaba usando mi traje de baño amarillo canario.
Me detuve en la escalera, aferrándome a la barandilla como si fuera mi vida
mientras giraba la cabeza hacia atrás para mirarlo. Todavía estaba parado en
el mismo lugar en la cocina abierta.
—Una pregunta más. —Me aclaré la garganta.
—¿Sí?
—¿Qué estaba tan mal con Sophia? —solté—. ¿Por qué estaba tan jodida?
—Ella no podía tener hijos —dijo con gravedad—. Eso era lo que estaba mal
con ella. Por eso su marido la dejó. Se casó con otra mujer tres meses después
y fue padre de tres hijos.
La pobre Sophia también renunció al amor.
Y al final, ella perdió.
Quizá eso era perder, renunciar al amor.
Dieciocho años de edad
Es una cosa rara, la obsesión.
A veces es fantástico.
A veces es horrible.
Tomemos a los artistas, por ejemplo. Están obsesionados con su trabajo, ¿no?
Los Rolling Stones, Los Beatles, Spielberg.
Trabajan duro para asegurarse de que cada nota, cada palabra en un guion,
cada toma sea perfecta. Eso requiere obsesión.
Luego hay otras obsesiones.
Tómame, por ejemplo. Pasé por mis años de adolescencia albergando un oscuro
y horrible secreto. Mi entrenador de campo traviesa abusó sexualmente de mí
y luego me violó. Terminé teniendo un aborto espontáneo debido a todo el estrés
y el trauma que me hizo pasar.
Mira, ahora esta obsesión no es tan buena.
He pasado los últimos tres años tramando mi venganza, y finalmente ha
llegado el día.
He estado al tanto de Steve Locken a lo largo de los años.
Se mudó de Boston a Rhode Island para comenzar de nuevo. Brenda lo dejó
poco antes de dar a luz a su segundo hijo, Marshall. Brenda está de vuelta en
Nueva Jersey ahora y está casada con un chico llamado Pete. Tienen una hija
juntos. Ella parece feliz. O tan feliz como uno puede estar después de lo que le
hizo pasar su ex.
Sé que Locken no ve a sus hijos a menudo. Que comenzó a trabajar en una
escuela local en Rhode Island y que tiene una novia llamada Yamima.
Y sé que todavía abusa sexualmente de niñas.
Esto es lo que hacen las personas obsesivas. Ellos cavan y cavan y cavan.
Hasta que sus uñas se han ido y su carne está cruda.
Husmeo alrededor. Ingresé a los sitios de redes sociales de algunas de las
chicas de su equipo.
Publican sobre él.
Comparten fotos de él.
Tienen grupos secretos sobre él.
Una incluso se jactó ante sus amigas de que ella lo masturbó después de una
reunión un día, a plena luz del día, estaban tan cachondos el uno por el otro.
En otras palabras: mi conciencia está tranquila. Steve Locken no merece vivir.
Aquí es donde se pone un poco arriesgado. Nunca he matado a una persona
antes. Pero pasé los últimos tres años de mi vida asistiendo a clases de Krav
Maga tres veces a la semana, y llevo la Glock 22 de mi papá al bosque, donde
disparo latas alineadas en troncos. Massachusetts tiene leyes de armas locas,
pero mi padre solía trabajar en la aplicación de la ley antes de conseguir su
trabajo de oficina.
La Glock está en mi bolso ahora mismo mientras conduzco hacia Rhode Island.
Es un lindo día de verano. Solo unos días antes de irme a la universidad. Sé
que Yamima, la novia de Steve, está fuera de la ciudad en una conferencia.
Ella es agente de bienes raíces y, mientras está en la conferencia, comparte
una habitación con su colega, Brad, quien es lo suficientemente tonto como para
eludir esto en su perfil de Facebook.
Lo que viene, se va.
Steve está solo en casa. Bebe dos cervezas todas las noches frente al canal de
deportes. Lo observé atentamente durante todas las vacaciones de verano,
escondiéndome detrás de los arbustos de su casa pintoresca bellamente
restaurada después de decirles a mis padres que estaba haciendo turnos
dobles en una hamburguesería para ahorrar para la universidad.
Steve no tiene cámaras instaladas en ningún lugar de la casa. Un día, lo
escuché decirle a Yamima que todas esas cámaras están conectadas a Internet
y que no quiere que nadie secuestre las cintas de lo que sucede en su casa.
Steve se levanta todas las mañanas a las cinco cuarenta y cinco y sale por la
puerta para una carrera de ocho millas a las seis.
Así que hoy, cuando se escapa, me deslizo adentro. Cuando la puerta de su
garaje se cierra, después de que sale del vecindario en su auto camino al
sendero donde corre, entro a escondidas. Abro cada botella de Corona Premium
en su garaje. refrigerador y vierto Ambiens 31 triturado y un poco de veneno
para ratas en ellos, enroscando una tapa de botella que traje conmigo para que
parezcan nuevos y dándoles la vuelta.
Cuando llego de nuevo al vecindario suburbano de Steve, es casi medianoche.
Doy la vuelta a la casa pintoresca, caminando lentamente a través de los
espesos arbustos que rodean su piscina. Puedo verlo a través de las puertas
dobles de vidrio de su sala de estar, desmayado, por las bebidas y el Ambien.

31 Zolpidem se usa para tratar cierto problema del sueño (insomnio) en adultos.
Cuidadosamente abro la cerradura de la puerta, mis guantes y pasamontañas
intactos, observándolo atentamente, en caso de que se despierte.
No lo hace.
Empujo la puerta para abrirla y me dirijo directamente hacia él. Está tirado en
un sofá granate, con una repetición de un partido de fútbol frente a él. Me quito
un guante y coloco un dedo índice debajo de su nariz. Siento la brisa pesada
de su respiración.
No ha muerto aún. Lástima.
No voy a usar el arma si no es necesario. Demasiado desordenado, y no quiero
meterme en problemas. En su lugar, voy a hacer que parezca un accidente.
Steve siempre decía que una mala actitud era como una rueda pinchada. Uno
no puede ir muy lejos antes de cambiarlo. Así que me puse mis pantalones de
niña grande, lo pensé desde todos los ángulos y se me ocurrió un plan.
Me agacho, levantando la cabeza de Steve. Es pesado y duro en mis manos.
Por supuesto que quiero hacerlo como en las películas. Atarlo a una silla y tirar
nuestro pasado entre nosotros. Escupirle en la cara y darle un puñetazo.
Hacerlo llorar, suplicar y que se orine en los pantalones, todo mientras me
pavoneo con tacones de aguja de cinco pulgadas.
Pero no puedo permitirme que me atrapen. No cuando estoy tratando de
reconstruir mi vida. Puede que nunca perdone a los hombres por ser hombres:
ese barco ha zarpado. Nunca me casaré, nunca me enamoraré, nunca le daré
una oportunidad a otra persona con una polla, pero aún puedo continuar.
Con su cabeza firmemente en mis manos, inclino su cuerpo en una posición
desplomada y calculo cómo se vería si accidentalmente cayera sobre la mesa
de café de vidrio frente a él. Los siguientes minutos son muchos de mí moviendo
su cuerpo inerte de un lado a otro en el sofá y girando la mesa de café
ligeramente para asegurarme de que su cabeza toque el borde afilado.
Luego camino detrás del sofá, agarro a Steve por los hombros y lanzo su cuerpo
hacia adelante con fuerza. Su cabeza se estrella contra el borde de la mesa de
café.
El vidrio se rompe.
Su cara está toda cortada, pero no puedo verla, porque está acostado boca
abajo.
Hay sangre por todas partes.
Tanta sangre.
Todavía no se mueve, ni siquiera se estremece, y sospecho que no se dio cuenta
de que estaba muriendo, estaba tan profundamente inconsciente. Mi corazón
se retuerce de decepción, así que me digo a mí misma que incluso si él no
supiera que pagó por lo que hizo, al menos no podrá hacérselo a nadie más.
—Adiós, bastardo. Espero que Satanás te atrape.
Me deslizo fuera desapercibida y hago mi camino de regreso a Boston.
A mi nueva vida.
A la nueva yo.
—Sr. Whitehall, su vehículo le espera.
Me dejé caer en el asiento trasero del llamativo vehículo y seguí gritándole a
Sam Brennan durante nuestra llamada telefónica transatlántica.
—Dijiste que Simon venía muy recomendado. —Era consciente de que sonaba
a uno, acusador... dos, cortante... y tres, totalmente desquiciado—. Es un
maldito chiste, y punto. ¿Dónde estaba él cuando Belle fue atacada? ¿Cuándo
la siguieron?
Me sentí como una madre helicóptero tratando de convencer a un profesor de
AP por qué su Mary-Sue debe obtener el premio escolar este año. Mi completa
transformación, de hombre de ocio y pragmático a este lío histérico, ilógico y
llorón, no pasó desapercibida.
El joven conductor se acomodó en el asiento del piloto del Rolls Royce
Phantom. A mamá le encantaba pasearlo cuando creía que los paparazzi
estaban cerca. Apuesto a que ella pensaba que los paparazzi me estaban
buscando. No tenía ni idea de que vendría a golpearla verbalmente en el suelo
a lo Hulk y a darle muy malas noticias.
Pensó que llegaría con un anuncio de compromiso.
—Estaba exactamente donde debía estar —replicó Sam con eficacia—. En
Madame Mayhem, la única jurisdicción que se le permitía cubrir según su
contrato. ¿Querías que la acechara?
Sí.
—No —me burlé, sacudiendo la suciedad invisible de debajo de mi uña. El
conductor se arrastró desde el aeropuerto de Heathrow hacia el insoportable
tráfico de Londres. Me encantaba mi capital, pero había que decir que todo lo
que estaba al oeste de Hammersmith debería haber sido recortado de los
límites de Londres y debidamente regalado a Slough.
—Pero él estaba convenientemente ausente cada vez que ella se metía en
problemas.
—¡Estaba haciendo la maldita tarea de archivar para encontrar excusas para
estar cerca de ella! Se trata de un ex agente de la CIA altamente
capacitado. —El puño de Sam se estrelló contra un objeto al otro lado de la
línea, haciéndolo añicos.
Me aparté el teléfono de la oreja y fruncí el ceño. Hacía poco (y por poco me
refiero a los últimos diez minutos) que había decidido que ya no era fumador.
Sencillamente, no había justificación para dedicarse a un hábito tan dañino.
Mi hijo no nacido se merecía algo más que una mayor probabilidad de
desarrollar asma y una casa que olía como un club de striptease.
—En cualquier caso —dije con frialdad—, quiero saber dónde está ahora
mismo. ¿Qué tienen tus hombres para mí? Que sea bueno.
—Está en casa de sus padres.
—¿Y...?
—Y está a salvo.
—Ella odia a su padre —murmuré, un hecho que no estaba destinado a sus
oídos. Estaba preocupado. No por el hecho de que Belle estuviera descontenta
con la situación -la pequeña bruja se merecía un poco de problemas después
de lo que me había hecho pasar- sino por la seguridad de su padre.
—Problemas con papá, ¿eh? —Sam soltó una risa oscura—. No podría haber
visto eso a kilómetros de distancia.
—Bugger off32.
—No estoy seguro de lo que significa, pero lo mismo digo, amigo —dijo con un
desafortunado, pero extrañamente preciso acento australiano.
—Nacionalidad equivocada, wanker33. Asegúrate de que esta vez no la pierdan
de vista —le advertí—. Rodarán cabezas si la pierden de nuevo.
—¿Las cabezas de quién?
—La tuya, para empezar.
—¿Es una amenaza? —preguntó.
—No —dije con calma—. Es una promesa. Puede que Boston te tema,
Brennan, pero yo no. Mantén a mi señora a salvo o soporta mi ira.
Hubo un tiempo de silencio, en el que supuse que Sam consideró si quería ir
a la guerra o simplemente retirarse de la discusión.
—Mira, ella no parece aventurarse fuera de su casa muy a menudo —dijo
finalmente—. Creo que tener gente en la casa a estas alturas es excesivo. Casi
contraproducente. Porque tal y como están las cosas, solo un puñado de
personas sabe dónde está. Si hay vigilancia sobre su trasero, puede llamar
más la atención.
Esto me sorprendió. Belle era el tipo de mujer que busca emociones para
organizar una orgía pública en el Vaticano. Y no podía imaginar que la casa
de sus padres ofreciera muchas atracciones. Sin embargo, era una buena
noticia.

32 En inglés original. Bugger off es una forma más educada de decirle a alguien que se vaya a la
mierda.
33 En inglés original. Argot británico para idiota o tonto.
Iba a ocuparme de ella en cuanto volviera a Boston, lo que debería ocurrir en
las próximas veinticuatro horas.
—Bien. No hay vigilancia.
—Aleluya.
—Fue terrible hacer negocios contigo.
Me colgó el imbécil. Wanker.
Me recosté en el asiento de cuero y tamborileé con la rodilla, asimilando
Londres mientras pasaba a toda velocidad por mi ventanilla. La grisura
congénita, la vejez de una ciudad que había desafiado guerras, plagas,
incendios, terrorismo e incluso a Boris Johnson como alcalde (esto no es una
afirmación política; simplemente, el hombre me parecía demasiado excéntrico
para ser algo más que un payaso de fiesta).
Pensé en cómo había dejado a Louisa en Boston. Su garganta obstruida por
las lágrimas, sus ojos rojos y su postura marchita. Cómo no iba a volver a
verla, a disculparme con ella de nuevo, a explicarme de nuevo... y cómo estaba
completamente bien sin odiarme a mí mismo por una decisión que había
tomado cuando tenía dieciocho años.
No fui justo con ella.
Pero entonces mi padre no fue justo conmigo.
Había pasado toda mi vida adulta intentando arrepentirme de lo que le hice
privándome de cosas. Era hora de dejarlo ir.
Muéstrame una persona que no haya hecho nada malo en su pasado y te
mostraré un mentiroso.
—Señor... —El joven al volante me llamó la atención a través del espejo
retrovisor.
Volví la cara hacia él, arqueando una ceja.
—¿Puedo preguntarle algo?
Tenía un acento londinense de la vieja escuela. De los que solo había oído en
las películas.
—Adelante.
—¿Qué tal es Boston en comparación con nuestro país natal?
Pensé en el clima: mejor.
El sistema de metro -el T no era ni la mitad de fiable que el metro.
La gente: ambos eran descarados y tenían un alto nivel de exigencia.
Culturalmente, Londres era superior.
Desde el punto de vista culinario, Boston era mejor.
Pero al final del día, nada de eso importaba.
—Boston es mi hogar —me oí decir—. Pero Londres siempre será mi amante.
Y fue allí mismo cuando me di cuenta de que mi hogar era donde estaba
Emmabelle Penrose, y que estaba enamorado de esa mujer enloquecida,
exasperante y terriblemente impredecible. Que, de hecho, Sweven había sido
más que una conquista, un juego, algo que quería para mí simplemente
porque sabía que no podía tenerla. Ella era la cúspide. El final del juego. La
única.
Y aunque ella no supiera nada de eso.
Tenía que saber que la amaba.
Tenía que decírselo.

Supongo que se puede decir que visité a mi madre por sorpresa, no porque
no me esperara, sino porque le indiqué falsamente que tenía intención de
hacer una parada en Surrey para visitar a un viejo amigo.
Cualquiera que me conociera también sabía que no había mantenido el
contacto con nadie de mi vida anterior. Mamá no me conocía del todo, así que
se creyó la historia.
Peor aún, ya no la conocía realmente.
Pero estaba a punto de tener una visión de la verdadera ella.
Entraría en el castillo de Whitehall Court sin avisar y vería cómo eran las
cosas cuando no estaban montando un espectáculo para mí.
Abrí de golpe las grandes puertas dobles. Dos sirvientes frenéticos me pisaban
los talones, tratando de impedirme físicamente la entrada a la mansión.
—¡Por favor, señor! Ella no le espera.
—¡Sr. Whitehall, se lo ruego!
—Mi mansión, mi negocio. —Entré con mis mocasines haciendo clic en el
mármol dorado del salón principal. Las vigas sobre mi cabeza se cerraron
sobre mí como árboles en un bosque.
—¡Devon! —gritó mamá, levantándose del sofá francés victoriano del siglo
XIX, con una copa de champán en la mano. Me detuve en seco en la entrada,
asimilando la escena que tenía delante.
A su alrededor, los sirvientes se apresuraban a retirar un cuadro de
Rembrandt van Rijn y muebles caros de la habitación, objeto por objeto, para
que pareciera desnuda y escasa. Cecilia estaba sentada frente al piano de
cola, con el aspecto de una mujer que no solo no estaba en guardia de
suicidio, sino que se suicidaría con gusto si eso amenazara su tiempo de ocio.
Llevaba un vestido de Prada -de esta temporada- y junto a ella estaba la
llamada perdición de su existencia, Drew, que parecía contento jugando con
los mechones de su cabello rubio antes de que yo entrara en escena.
—¿Devon? —pregunté con una expresión burlona. Mientras me dirigía a
mamá, ella dejó el champán a un lado y ahora estaba empujando a los
sirvientes fuera de la habitación, sacándolos al vasto pasillo para cubrir sus
indiscreciones. Quería que pensara que la casa estaba vacía, que se
desmoronaba. Que estaba a un paso de una nevera vacía, que era tan
pobre—. ¿Qué pasó con Devvie?
Cuando el último de los sirvientes salió por la puerta, mamá se lanzó sobre
mí, abrazándome con un sollozo.
—Es tan bueno verte. No te esperábamos hasta la hora de la cena. ¿Está bien
tu amigo de Surrey?
—Mi amigo de Surrey no existe, así que es difícil saberlo —dije. Me encogí de
hombros ante su tacto y me dirigí al carro de bar de la regencia, sirviéndome
una generosa copa de brandy.
—No es lo que parece —Fue el turno de Cece de levantarse del piano y correr
hacia mí, con el rostro sonrojado. Retorció el dobladillo de su vestido en sus
puños—. Quiero decir, sí, es lo que parece, en cierto modo, supongo, pero no
queríamos que pensaras que nuestra lucha no es real. Necesitábamos darte
un empujón.
Me tiré el brandy por la garganta, señalando a mi hermana con el vaso vacío.
—¿Eres suicida? —pregunté abiertamente.
Hizo un gesto visible de dolor.
—Yo... umm... no.
—¿Lo has sido alguna vez?
Se revolvió.
—Tuve momentos en los que estuve deprimida...
—Bienvenida a la vida. Es un montón de mierda. Eso no es lo que he
preguntado.
—No —admitió finalmente.
Pasé mi mirada de ella a su marido, que se levantaba del asiento del piano y
se tambaleaba hacia nosotros, todavía con un pijama de seda que no favorecía
a sus muslos. Estas eran las personas por las que me había preocupado
durante las últimas dos décadas. A los que había enviado cheques y cartas.
La gente por la que había agonizado.
—Drew, ¿puedo llamarte Drew? —pregunté con una sonrisa ganadora.
—Bueno, yo...
—No importa. Estaba siendo educado. Voy a llamarte como me dé la gana.
¿Eres bueno con mi hermana, imbécil?
—Creo que sí —Se movió incómodo de un pie a otro, mirando a su alrededor,
como si esto fuera una prueba con una respuesta definitiva y no se hubiera
preparado para ello.
—¿Has tenido algún trabajo?
—Fui consultor de negocios para una organización sin fines de lucro después
de terminar la universidad.
—¿Conocías a alguien de la junta directiva?
Hizo una mueca.
—¿Cuenta mi padre?
No lo sé, ¿la Reina es inglesa?
—¿Tienes algún problema de salud que te impida trabajar?
—Se me revuelve el estómago cuando estoy nervioso.
—Muy bien. Trabaja hasta conseguir un sueldo y no tendrás motivos para
estar nervioso.
Luego, me giré para mirar a mi madre. Por su expresión nublada, dedujo que
no había anuncios felices en su camino ni confeti y compras de lugares en su
futuro inmediato.
—No estás en problemas —le dije.
—Lo haré, si no te casas con Louisa.
—Vende los objetos de valor que tienes.
—¿Los tesoros de la familia? —Sus ojos se abrieron de par en par.
—Se supone que los tesoros de la familia son las relaciones, las risas y el
apoyo que se dan unos a otros. No los cuadros y las estatuas. Te sugiero que
empieces a buscar un trabajo rentable o, como mínimo, que averigües si
puedes ir obtener un subsidio, porque de ninguna manera me voy a casar
con una mujer que no sea Emmabelle Penrose.
Ya estaba preparado, listo para pelear con ella por enviar gente a amenazar a
Sweven. Por el poder de la deducción, aposté que no había manera de que al
menos algunas de las cosas que le sucedieron no fueran por orden de mi
madre.
—¡Por favor, ni siquiera puedo escuchar su nombre! —Mamá se tapó los
oídos, sacudiendo la cabeza—. Esa mujer lo arruinó todo. Todo.
—¿Por eso enviaste a gente tras ella? —Me apoyé en la pared, con una mano
metida en el bolsillo delantero.
—¿Perdón? —Ella se llevó una mano al pecho.
—Ya has oído lo que he dicho.
Nos miramos fijamente. Ninguno de los dos parpadeó. Ella habló, todavía
mirándome fijamente.
—Cece, Drew, váyanse.
Se escabulleron como ratas abandonando el barco. Ladeé la cabeza,
escudriñando a la mujer que me trajo a este mundo y que dejó de preocuparse
por mí cuando no moldeé mi vida en torno a su visión de sus propios sueños.
Me pregunté cuándo, exactamente, me había convertido en nada más que
una herramienta para ella. ¿En mi adolescencia? ¿En los años de
universidad? ¿De adulto?
—¿A quién contrataste? —pregunté con frialdad.
—Deja de ser dramático, Devvie —Intentó reírse, cogiendo la copa de
champán de la bandeja que tenía a su lado, haciéndola girar—. No fue así.
—¿Cómo fue, entonces?
—Yo, bueno... supongo que contraté a un hombre. Su nombre es Rick. Dijo
que cobra deudas y tal. Él tiene algunos hombres alrededor de Boston
haciendo recados para él. Solo quería que la asustara, no que la dañara, Dios
no lo quiera. Ella todavía lleva a mi nieto, ya sabes. Me preocupan esas cosas.
Se preocupaba por su primer nieto como yo me preocupaba por preservar la
vida y la dignidad de los bichos de los árboles en Turkmenistán.
—Ponlo al teléfono ahora mismo. Quiero hablar con él.
—No quiere hablar conmigo. —Levantó las manos y se dirigió al sofá que
había ocupado hace unos minutos. Sacó un cigarrillo delgado de su bolso y
lo encendió—. Ha dejado de responder a mis llamadas. Lo he intentado todo.
La última vez que hablamos, dijo que alguien se había metido en el caso. Un
nombre irlandés común. Dijo que no necesita tratar con este tipo. No he
sabido nada de él desde entonces.
Sam Brennan.
—¿Sigue en el caso? —pregunté.
—No.
—Dame sus datos, por si acaso.
Iba a dárselos a Sam y asegurarme de que Rick supiera que la próxima vez
que se acercara a Emmabelle, iba a salir de la situación en una bolsa para
cadáveres.
Mamá puso los ojos en blanco, se metió el cigarrillo en la boca y garabateó
algo en una mesa auxiliar junto al sofá. Arrancó el papel de una libreta y me
lo entregó.
—Ya está. ¿Contento ahora?
—No. ¿Así que la siguió?
—Envió a otras personas a hacerlo un puñado de veces. A uno de ellos se
enfrentó de forma bastante grosera para ser sincera.
—¿Y le envió cartas?
Mamá frunció el ceño y dio otra calada a su cigarrillo, cruzando los brazos
sobre el pecho.
—No. Yo no le pedí eso, y dudo mucho que se tomara esa libertad.
Eso significaba que había alguien más tras Sweven, tal y como sospechaba.
Un segundo alguien.
Frank.
Necesitaba terminar con esto y volver a casa.
—¿Cuándo empezó Rick a ir tras ella?
Quería saber cuándo empezó todo. Mamá me dio una mirada culpable.
—Bueno...
—¿Bueno?
—Antes de que se quedara embarazada —admitió mamá, con los hombros
caídos mientras daba una calada a su pitillo—. Después de que tu padre
falleciera, recurrí a Rick para intentar ver si había algún obstáculo que
pudiera impedir que te casaras con Louisa. Dijo que estabas detrás de esa
mujer Penrose. Así que tratamos de empujarla fuera de la imagen.
—Muy elegante.
—¿Vamos a hablar de lo que va a pasar conmigo y con tu hermana ahora que
has decidido oficialmente fallarnos? —Ella resopló—. Porque este asunto con
Emmabelle no fue sin provocación. Debes ver mi punto de vista. Estás a punto
de tirar la fortuna de la familia por el desagüe para hacer un punto sobre tu
padre.
—No, estoy a punto de tirar la fortuna de la familia por el desagüe porque
viene acompañada de una estipulación que nadie debería aceptar. Y también
porque estoy enamorado de otra persona y me niego a sacrificar mi propia
felicidad para que tú y Cece puedan conducir autos de lujo y tomarse
vacaciones mensuales en Las Maldivas.
—¡Devon, sé razonable! —Apagó el cigarrillo, el humo seguía escapando de
sus labios mientras se precipitaba hacia mí. Parecía estar intentando el amor
duro y el arrastramiento simultáneamente, lo que hacía que la conversación
fuera bastante extraña—. ¡Estás quemando un legado! Lo único que te va a
quedar es el título.
—A mí tampoco me importa mucho el título —dije.
—¡Cómo te atreves! —Ella golpeó sus puños contra mi pecho—. Eres
irracional y vengativo.
—He intentado ser razonable. Pero con ustedes no se puede razonar. Estás
sola, Úrsula. Si quieres dinero, ve a ganarlo, o mejor aún, encuentra un
desgraciado que esté dispuesto a casarse contigo. Y en esa nota, aquí hay una
advertencia justa: si tratas de dañar a la madre de mi hijo alguna vez más,
voy a terminar contigo. Lo digo literalmente. Acabaré con tu vida tal y como
la conoces. Difunde este mensaje a Cece y Drew también. Ah, y con mis
cariños, por supuesto —Los modales eran los modales, después de todo.
—No puedes hacernos esto. —Cayó de rodillas, abrazando mis tobillos.
Comenzaron las lágrimas. Le miré la nuca con una mezcla de fastidio y
asco—. Por favor, Devon. Por favor. Cásate y luego divórciate de Louisa. Solo
por un tiempo... Yo... yo... ¡no podré sobrevivir! Simplemente no lo haré.
Me sacudí su toque de encima, alejándome de su abrazo.
—Si no lo haces, no es asunto mío.
—Sabes... —Levantó la vista, sus ojos brillaban con locura, ira y
desesperación. Eran tan grandes, tan maniáticos que pensé que iban a salirse
de sus órbitas—. Lo sabía. Aquella vez que te encerró en el montacargas y
cortó la electricidad para que las bombas no funcionaran... los dos estábamos
metidos en eso.
La repugnancia me recorrió la piel.
Mi madre sabía que mi padre había intentado matarme todos esos años, y
ella estaba en el plan.
Toda nuestra relación, tal como la conocía, era una mentira. Ella nunca se
preocupó por mí. Simplemente había esperado su momento porque sabía que
mi padre moriría algún día y quería estar de mi lado cuando me pidiera que
me casara con Louisa.
Sonreí fríamente, alejándome de ella.
—Considera el testamento incumplido. Ahora eres pobre, madre. Aunque, en
realidad, has sido pobre toda tu vida. El dinero no significa nada en el gran
esquema de las cosas cuando no tienes ninguna integridad. Ahórranos a los
dos la molestia y la vergüenza y no me llames más. A partir de ahora, no
contestaré.
Me sentí como un pájaro raro. Una explosión de colores, tacones altos y joyas
escandalosas mientras arrastraba mi maleta de imitación de cocodrilo detrás
de mí, deslizándome hacia la casa suburbana de mis padres. Podía sentir las
miradas de los vecinos calentándome la nuca a través de sus persianas
romanas y sus sensibles contraventanas.
Estaba segura de que había muchas cosas que hacer en los suburbios de
Boston para una ex fiestera de treinta años.
Por desgracia, no tenía ni idea de cuáles eran.
No es que importara. No podía bailar mis penas en una fiesta en la azotea, ni
beber hasta distraerme (qué aguafiestas eres, Bebé Whitehall), ni siquiera
darme el gusto de ir de compras, que terminaba de la misma manera que
deberían terminar todas las compras: comiendo una orden de bocadillos de
queso de Wetzel's Pretzels mientras trataba de equilibrar ciento cincuenta
bolsas de la compra, con sus asas clavándose en la carne de mis antebrazos.
Wellesley no era conocido por sus centros comerciales ni por sus lugares de
interés cultural.
Ni por nada, en realidad, aparte de estar cerca de Boston.
Pero lo que más me deprimía era que ni siquiera quería esnifar líneas de coca
con estrellas de rock en baños públicos o cantar “Like a Virgin” en un bar de
karaoke mientras mis amigos se volcaban con gusto, porque yo era todo
menos eso. Quería cosas tontas y raras. Como acurrucarme junto a Devon en
su maldito sofá de ocho mil dólares (por supuesto que lo busqué en Google.
¿Qué soy, una aficionada?).
Quería ver sus aburridos documentales de cuatro horas sobre bolsas de
plástico sostenibles y babosas asesinas.
Estaba acurrucada en la cama de la habitación de invitados cuando mi padre
llamó a la puerta. Mamá había salido: ahora formaba parte del comité de las
Damas que Almuerzan. La ironía, por supuesto, era que las damas no
almorzaban en absoluto. Comían ensaladas sin aderezos y hablaban de temas
graves, como los Dukans o la dieta de Zone.
Supongo que quería ver si seguíamos hablando.
¿Lo estábamos?
—Belly-Belle —cantó—. Me voy a pescar. ¿Qué tal si te unes a tu viejo? No
puede ir mal con aire fresco y té helado endulzado.
—Paso —murmuré en mi almohada.
—Oh, vamos, chica. —Admiré su habilidad para fingir que lo de ayer no
ocurrió y al mismo tiempo hacerme la pelota por lo de ayer.
—Hoy estoy ocupada.
—A mí no me parece que estés ocupada.
—No sabes nada de mi vida, papá.
—Lo sé todo sobre tu vida, Belly-Belle. Sé de tu club, de tus citas, de tus
amigos, de tus miedos. Sé, por ejemplo, que te sientes miserable ahora
mismo, y no puede ser solo por mí. Te pasaste toda una vida fingiendo que
no había pasado. Algo te está comiendo. Deja que te ayude.
La cosa era que él no podía ayudar.
Nadie podía ayudar a la causa perdida que era Emmabelle Penrose.
La zorra a la que no le importaba tanto el sexo, sino la intimidad. Quería
saber qué se sentía al pertenecer a alguien. Pero no a cualquiera. A un
libertino diabólico de ojos azules.
—Uf, ¿por qué estás tan obsesionado conmigo? —gemí, obligándome a bajar
de la cama y arrastrando los pies por el suelo. Me puse un par de pantalones
de pinzas, que dejé desabrochados por culpa de Baby Whitehall, y me puse
un top blanco holgado y con volantes. No parecía estar preparada para pescar
nada que no fuera un piropo sobre mis piernas asesinas, pero ahí estábamos.
El viaje al lago Waban transcurrió en silencio, interrumpido por las preguntas
de papá sobre Devon, el trabajo y Persy. Yo respondía con el entusiasmo de
una mujer que se enfrenta al corredor de la muerte, y con la misma vivacidad.
Una vez que llegamos, alquiló una barca, metió en ella todo su equipo de
pesca y remó hasta el centro del lago.
En el barco, me quejé de mi temprana baja por maternidad de Madame
Mayhem. Papá me dijo que el trabajo era una distracción de la vida y que la
vida no era una distracción del trabajo, y que tenía mis prioridades
equivocadas. Sonaba como una cita inspiradora de John Lennon, pero se
esforzaba tanto que no le regañé por ello.
—Y, además, tenemos que conocer a ese tal Devon. —Papá echó su gorra de
béisbol hacia atrás, tratando de hacerme reír, en vano.
—¿Por qué? —Arrugué la nariz—. No estamos juntos.
—Lo estarán —Papá hizo girar el carrete de pesca, tirando de él mientras algo
en el agua daba vueltas, tratando de escapar.
Resoplé, observando cómo sacaba el pez: una cosa con escamas plateadas y
aspecto indefenso. Papá tomó un cuchillo de filetear, cortó la garganta del pez
y dejó que se desangrara en el agua. El pez dejó de aletear, sucumbiendo a
su destino. Papá envolvió el pescado en un envoltorio de plástico y lo arrojó a
un recipiente lleno de hielo.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté.
Levantó las cejas.
—¿Pescar?
—No, que Devon y yo acabaremos juntos. —Me moví incómodamente al otro
lado del barco.
—Oh. Solo lo sé.
—Eso no es una respuesta.
—Claro que lo es, cariño —Me sonrió con cariño, entregándome el cuchillo de
filetear y un paquete de toallitas con alcohol para limpiarlo—. Y además es
bueno.
Alrededor de una hora después de nuestra sesión de pesca, nos topamos con
uno de los nuevos amigos de papá del pueblo. Literalmente. Nuestra barca se
besó con la suya mientras él se desviaba accidentalmente en nuestra
dirección. Papá se acercó inmediatamente a mí, asegurándose de que no me
resbalara ni me hiciera daño. Entonces se rio, sus ojos se iluminaron.
—Hola, Bryan.
—¡John! Creí que te había visto por aquí.
—El tiempo es demasiado bueno para dejarlo pasar. ¿Conoces a mi
hija? —El orgullo en la voz de papá era tangible, enviando frisones de placer
por mi columna.
—No puedo decir que la haya conocido. Señora. —Bryan se bajó el sombrero
de paja.
Hubo una presentación, seguida de treinta minutos de charla sobre pesca.
Bostecé, mirando a nuestro alrededor. Comprendí que algunas personas
disfrutaban de la naturaleza y de su tranquilidad. Personalmente, no podría
vivir en ningún lugar donde el aire no estuviera contaminado y la delincuencia
no estuviera al menos un poco descontrolada.
Decidí encender por fin mi teléfono y revisar mis mensajes. Hacía días que no
lo hacía, aunque utilizaba el teléfono fijo de mis padres para llamar a Persy,
Ash y Sailor.
Me desplacé por el teléfono cuando un mensaje apareció en mi pantalla. Era
reciente, de hacía veinte minutos.
Devon: ¿Dónde estás?
Era hora de enfrentarse a la música. Bueno, los gritos, en realidad.
Belle: Pescando.
Devon: ¿PESCANDO?
Belle: Sí.
Devon: ¿Es un código para algo?
Belle: Saca tu mente de la alcantarilla.
Devon: Oye, tú fuiste la que lo puso ahí en primer lugar.
Devon: Tienes mucho que responder, jovencita.
Belle: Ugh. Llámame jovencita otra vez. Alguien acaba de llamarme
señora.
Devon: Dame Sus datos. Yo me encargaré de él.
Devon: ¿Dónde estás pescando?
Mis ojos se levantaron de la pantalla y miré a mí alrededor. ¿Era el medio de
la nada una respuesta suficiente?
Belle: No importa. Iré a buscarte. Tenemos que hablar.
Iba a decirle que había cometido un terrible error, que lo sentía, que era una
idiota (era muy probable que lo dijera dos veces), que había recibido -y
quemado enseguida- el cheque que me había dado Louisa, y que, por favor,
por favor, por favor, por favor, podía aceptarme de nuevo.
Había aprendido la lección. Papá me marcó, y el Sr. Locken me destripó, pero
aparentemente, todavía tenía un corazón que latía detrás de las pesadas
capas de la fachada. Y ese corazón le pertenecía a él.
Devon: No vengas.
Belle: ...
Pero él nunca respondió.
No vengas.
Ni una explicación, ni nada.
Así que por supuesto que iba a ir.
¡Iba a ir solo para fastidiarlo! El bastardo. Iba a ir allí ahora mismo. Bueno,
tal vez me pondría algo un poco más digno que un par de daisy dukes que no
podía abrochar y una camisa que gritaba que acababa de pasar los últimos
días con mis mejores amigos, Easy Cheese y Dancing with the Stars.
—Papá, tengo que irme.
Papá y Bryan mantuvieron una corta pero significativa conversación usando
solo sus cejas, perplejos de que alguien quisiera hacer algo más que sentarse
ociosamente en medio de una enorme mancha de agua y esperar a que los
peces picaran sus cebos.
—Está bien, cariño. Déjame terminar con esto.
—No, iré sola.
—¿Estás segura? —preguntó.
No tenía sentido que me acompañara. Me estaba cambiando de ropa y me
dirigía directamente a Boston para exigir a Devon Whitehall que me
permitiera volver con él y amarme.
—Positivo.
—De acuerdo. Puedes tomar el auto. Bryan me llevará a casa.
—Increíble. Qué gran tipo. —No súper genial, ya que me llamó señora, pero
tampoco lo peor, supongo.
Papá remó de vuelta a la orilla, me metió en el asiento del conductor y me
besó el cabello.
—Cuídate, niña.
Salí corriendo hacia la casa de mis padres. De camino, me aseguré de que
todo iría bien. Iría directamente a ver a Devon y llevaría mi pistola en todo
momento. Me mantendría a salvo y tal vez abordaría el tema de mudarnos a
otro lugar, donde la mitad de la población no intentara matarme.
Cuando volví a casa de mis padres, lo primero que hice después de cerrar la
puerta con doble llave fue arrojar mi bolso sobre una mesa auxiliar. Me quité
la ropa mientras subía a la habitación de invitados, decidiendo ya que iba a
ponerme el minivestido verde esmeralda que hacía que mis ojos -y mis tetas-
sobresalieran.
Al llegar al umbral de la habitación de invitados, me detuve al caminar
descalza por el suelo de madera.
Había alguien sentado en el borde de mi cama.
Di un salto hacia atrás, resistiendo el impulso de gritar y llamar la atención.
Frank.
Volviendo sobre mis talones, bajé corriendo la escalera, dirigiéndome de
nuevo al rellano para buscar la pistola que había en mi bolsa. Me agarró por
los hombros y me hizo retroceder. Mis pies estaban en el aire. Mi espalda se
estrelló contra su pecho. Me rodeó el cuello con un brazo y apretó, cortando
el suministro de aire. Mis dedos se clavaron en su brazo, arañando para que
me soltara. Intenté gritar, pero lo único que mi boca produjo fue un siseo bajo
y doloroso.
Bebé Whitehall, pensé frenéticamente. Tengo que salvar a mi bebé.
Haciendo buen uso de mis lecciones de Krav Maga, me acerqué por detrás
para intentar agarrar su brazo contrario, pero él fue más rápido, recogiendo
mis manos y apretándolas detrás de mi espalda.
—No lo creo. Has arruinado mi vida. Ya es hora de que yo arruine la tuya.
Su aliento patinó sobre el lado de mi cuello. Apestaba a tabaco y a refresco
azucarado. Intenté clavarle los dientes en el brazo, pero él se apartó
rápidamente, reajustando su agarre en mi cuello con un brazo y acunando
mi vientre de embarazada con el otro.
—Shhh. —Sus dientes rozaron la concha de mi oreja—. No me hagas hacer
algo de lo que me arrepienta.
Y entonces lo sentí.
El frío y afilado metal rozando el fondo de mi vientre.
Me congelé como una estatua. Cerré los ojos, el aire traqueteando en mis
pulmones.
Iba a hacerme una cesárea prematura si no hacía lo que decía.
El bebé Whitehall revoloteaba excitado en mi vientre, despierto y consciente
de la conmoción.
Lo siento, bebé Whitehall. Lo siento mucho, mucho, mucho.
—¿Vas a ser una buena chica? —El aliento de Frank se abanicó contra el lado
de mi cuello.
Asentí con la cabeza, el sabor amargo de la bilis explotando en mi boca. Mi
madre no llegaría a casa hasta dentro de dos horas, y papá podría pasar todo
el día en el lago. Persy no pasaría por aquí sin avisarnos antes.
Estaba oficialmente, completamente, y principescamente jodida.
—Ahora estamos hablando —Frank me empujó hacia delante, haciéndome
tropezar con la primera escalera. Bajamos las escaleras en silencio, mis
rodillas chocando por el miedo. Me sentó frente a la chimenea, tomó un rollo
de cinta adhesiva de alta resistencia de la parte trasera de sus jeans y me
encintó las muñecas y los pies para que estuviera inmóvil en el sofá. Me
arrancó la camiseta, la tela me cortó la piel y dejó marcas rojas a su paso. No
llevaba nada más que la ropa interior y el sujetador.
—Quédate aquí. —Me señaló con el dedo índice en el rostro y luego procedió
a pisotear la casa, atrincherando las puertas. No tuvo que hacer más que
empujar algunas sillas contra las puertas del frente y del patio trasero. Papá
tenía una mentalidad de “el enemigo está sobre nosotros” e hizo la casa a
prueba de la Guerra Mundial.
Sabía que no había forma de entrar ni de salir de este lugar sin desmantelarlo
primero.
Frank se guardó en el bolsillo las llaves que había utilizado para cerrar la
puerta con doble llave y se dirigió a una de las ventanas, golpeándola con los
nudillos.
—Triple acristalamiento. —Silbó, alzando las cejas y asintiendo con la
cabeza—. Bien hecho, John Penrose. Esos son carísimos.
Sabía el nombre de mi padre. Apuesto a que el cabrón sabía mucho de mi
vida desde que se enteró de que estaba aquí.
Observé mi entorno. Era el momento de ser creativa. La única forma de salir
era a través del conducto central de aire. Era lo suficientemente grande como
para caber, pero aun así tendría que derribar el conducto de ventilación, lo
que era básicamente imposible, ya que tenía las manos y las piernas atadas.
Los ojos de Frank se dirigieron al mismo conducto de ventilación que yo
estaba mirando. Se rio.
—Ni siquiera lo pienses. Ahora vamos a hablar.
Se dirigió al sillón reclinable opuesto al que yo estaba sentada y tomó asiento.
Por las bolsas de Dorito abiertas y las latas de refresco rotas que había en la
mesita, deduje que se había puesto cómodo antes de mi llegada.
Al menos, ahora sabía quién era el responsable de hacer de mi vida un
infierno durante los últimos meses.
Esperaba que Jesús se acercara a mí y me dijera: “Ahora no es tu momento,
niña”, porque todos los demás indicadores apuntaban más o menos a mí
temprana y trágica desaparición.
Uf. Ser liquidado por un ex empleado descontento era una forma tan
vergonzosa de morir.
—¿En qué puedo ayudarte, Frank? —pregunté, de forma comercial, lo cual
era difícil, considerando las circunstancias.
El bebé Whitehall revoloteaba como un loco en mi estómago, y pensé, con una
mezcla de devastación y regocijo, cuánto deseaba que esto continuara. El
aleteo. Las patadas. Y lo que vino después. Por primera vez en mi vida, tenía
algo por lo que luchar.
Dos cosas.
También estaba Devon. Y por mucho que me asuste admitirlo, él no era como
los hombres que me habían decepcionado. Había cambiado mi alma al diablo
el día que me había vengado del entrenador. Había pagado el placer de quitar
una vida con mi juventud, con mi alegría, con mi inocencia. La falta de las
tres cosas me impedía encariñarme con un hombre. Pero Devon Whitehall no
era solo un hombre. Era mucho más.
—¡Puedes empezar por decirme qué mierda te he hecho! —Frank agarró el
cuchillo con el que me había amenazado y me apuntó desde el otro lado del
salón, escupiendo cada palabra—. ¿Por qué me despediste cuando tenía una
novia embarazada en casa? Las facturas médicas de mi madre... ya sabes,
falleció dos semanas antes de que me despidieras. Me tomé una semana libre.
Ni siquiera me enviaste una tarjeta de pésame. Nada.
Frunciendo los labios, cerré los ojos y pensé en ese período de tiempo. Cuando
no estaba trabajando, estaba de fiesta. Mucho. Hubo una serie de fiestas en
casa, luego eventos de caridad, luego un fin de semana de luna de miel de
chicas en Cabo para Persy y Aisling. Había confiado en Ross para que hiciera
de mamá y papá en Madame Mayhem y no me importaba mucho lo que
pasaba en la vida de los demás. Estaba ocupada manteniéndome distraída
porque así era como afrontaba cada vez que resurgían los recuerdos del señor
Locken y de lo que le había hecho. No me importaba nada ni nadie más que
yo misma.
Lo peor de todo es que no recordaba haber escuchado que la madre de Frank
había fallecido.
—Lamento tu pérdida —Intenté sonar calmada, pero mis palabras tropezaban
unas con otras—. Realmente lo siento. Pero, Frank, no sabía lo de tu madre,
ni lo de tu novia. Y mucho menos lo de tu deuda. Tengo un mínimo de treinta
empleados en nómina en cualquier momento. Todo lo que sabía era que te
habías metido en un lío y habías acosado a una de las chicas del burlesque.
—Eso es lo que ella dijo —Hizo que su cuchillo se estrellara contra la mesa
de café que había entre nosotros. La hoja besó el cristal, y la cosa se rompió
hacia dentro ruidosamente—. Fuiste y le dijiste a todos los periodistas locales
que intenté violarla. No pude conseguir un trabajo. Ni siquiera uno temporal.
¡Ni siquiera lavando los platos! Me humillaste.
Me tragué un grito.
El bebé Whitehall se sentía como los dedos rasgando las teclas del piano,
corriendo de izquierda a derecha y luego a la izquierda de nuevo.
—Frank, te he visto —insistí, exasperada—. Tu mano estaba en la curva de
su culo. Tu otra mano estaba metida entre sus piernas.
Recordé cómo reaccionaron los dos cuando entré en la escena. Cómo ella
estaba llorando. Cómo él estaba en shock.
—No la estaba acosando —Frank se levantó de la tumbona beige, agarrando
una lata de refresco y golpeándola contra la pared. El líquido anaranjado
salpicó como un cuadro abstracto, goteando en el suelo. Quería creer que
alguno de los vecinos podría oír la conmoción y pedir ayuda, pero sabía que
las casas estaban demasiado separadas para que eso sucediera. Malditos
suburbios de clase media.
—Estábamos teniendo una aventura. Christine y yo teníamos una aventura.
Yo le estaba metiendo los dedos cuando tú entraste, y ella se asustó, porque
sabía que eras un jefe sin pelos en la lengua y también porque se sabía en el
club que mi novia estaba embarazada. No quería parecer una rompehogares
o una zorra, aunque, para que conste, era ambas cosas, ¡así que se inventó
esa historia de que yo la acosaba!
Me molestó profundamente su caracterización de Christine, aunque no
estaba de acuerdo con su comportamiento. Hacían falta dos para bailar el
tango, y nadie obligó a este idiota a tener una aventura con ella. Por supuesto,
no era el momento de tomar represalias enviando bombas de verdad en su
dirección.
—No sabía todo eso —Odié lo pequeña que era mi voz.
—Sí, bueno, eso es porque nunca te molestaste en dar media mierda por nada
que no fuera tu club, tus fiestas, tu ropa y tus aventuras de una noche.
Christine fue tras de mí. Ella sabía que yo tenía acceso al calendario y a la
agenda de Ross. Me metí con él, dándole mejores horas y turnos cuando él
no estaba mirando —Recogió su cuchillo del océano de cristales rotos en
medio del salón, limpiándolo en el lateral de sus jeans.
Me moví incómoda en el sofá. La cinta adhesiva se me clavaba en las muñecas
y quería estirar las piernas.
—Mira, Frank, lo siento si...
—¡No he terminado! —rugió, poniéndose en mi rostro. Sus mejillas estaban
sonrojadas, sus ojos bailaban con locura—. Lo he perdido todo. Mi novia se
enteró -por supuesto que sí-. Me despidieron públicamente, después de todo,
y nadie quiso contratarme. Cada vez que salíamos de casa, un reportero o un
fotógrafo merodeaba por los alrededores, porque a todo el mundo le gusta la
historia de un tipo con una novia adolescente embarazada que acosó a una
chica de burlesque y recibió una patada en el culo del gerente de un club por
ello. Mi novia no se fue, pero no dejó pasar esa mierda. Christine, la perra,
dejó el espectáculo de burlesque y se mudó a Cincinnati para casarse con un
viejo de mierda. Se va a llevar una sorpresa cuando se dé cuenta de que el
bebé que le está cocinando es mío. ¿Y yo? Me enganché al fentanilo. Porque,
ya sabes, ¿por qué no? —Se carcajeó sin ton ni son.
Oh, vaya.
—Si me hubieras dicho...
—No habrías hecho nada —gritó, y supe que era la verdad—. Odias a los
hombres. Todo el mundo lo sabe. Todos.
Me dieron ganas de vomitar. Todo este tiempo, yo era en parte responsable
del estado de su novia. Recordé haberla visto en Buybuy Baby. Lo angustiada
que se veía.
Empezó a dar patadas a las cosas mientras hablaba, decidido a infligirme el
mayor destrozo posible a mí y a los míos.
—Las cosas se pusieron muy mal en casa. Después de un tiempo, me levanté
y me fui. Como hizo mi padre antes de que yo naciera. No podía lidiar con
ello. Y ahora está este ciclo, ya ves. Que tú creaste. Mi hijo va a venir a este
mundo sin nada mientras que tu hijo va a venir a este mundo con todo. ¿Y
por qué? ¿Porque tienes un rostro bonito? ¿Un culo apretado? ¿Porque tú
hermana se casó con un tipo rico y ahora ustedes dos se pavonean como
millonarios todo el día?
Sabía a dónde iba esto, y no me gustaba. Ni un poco.
—Fuiste tú el que fue por mí. Pero... pero ¿quién era ese hombre que vino a
Madame Mayhem a amenazarme?
—Mi padrastro —Frank se encogió de hombros—. Me hizo un favor. Buen
tipo, ¿eh?
—¿Y el hombre de Boston Common?
—¿Boston Common? —Frunció el ceño—. Nadie fue por ti allí.
Mi cabeza daba vueltas. Había unas cuantas personas tras de mí. Sin
embargo, Frank estaba en racha y no estaba precisamente de humor para
responder a más preguntas mías.
—Bueno, estoy aquí para decirte que si mi bebé no va a tener un futuro, y
ciertamente no puedo darle un futuro —su cuchillo encontró mi corazón,
moviéndose por mi piel hacia mi vientre mientras se agachaba ante
mí— ...entonces el tuyo tampoco lo va a tener.
—Frank, por favor...
El cuchillo se detuvo en mi vientre.
Sonrió mientras clavaba la hoja en él, rompiendo la piel.
Y fue entonces cuando una de las paredes del salón se derrumbó.

Llegué a la casa suburbana de los padres Penrose y encontré la camioneta


del padre de Belle aparcada en la puerta. Aunque no entraba necesariamente
en mis planes tratar de ganarme al señor Penrose explicándole que mi madre
había enviado a gente a amenazar a su hija y que yo podía o no haber
planeado casarme con otra persona en algún momento, iba a tener que tratar
con él. Después de informar a Belle de que nos íbamos a casar esta semana
y de dejar de lado esta tontería, por supuesto.
Me acerqué a la puerta, decidido, y levanté los nudillos para golpear la puerta.
Justo en ese momento, sonó un golpe desde el interior. Parecía un cristal que
se rompía. Me acerqué a una de las ventanas y me asomé al interior.
Belle estaba sentada en el sofá, casi desnuda y atada con cinta adhesiva,
mientras un tipo con aspecto de Frank (nunca lo había visto, pero de nuevo,
razonamiento deductivo) estaba de pie sobre un montón de cristales, con un
cuchillo a sus pies. Apreté las manos contra el cristal y rugí, pero no me
oyeron. Por el grosor del cristal, y por lo borroso que los veía, me di cuenta de
que era demasiado grueso.
Me precipité hacia la puerta e intenté forzar la cerradura, pero, joder, no
cedía. Tampoco era una puerta endeble. Era una de esas puertas de
seguridad de acero que Cillian había instalado en su mansión el día que nació
Astor. No podría derribar esa mierda ni, aunque tuviera los cuádriceps de La
Roca.
Frenéticamente, rodeé la casa, tratando de encontrar una forma de entrar.
Incliné la cabeza y miré hacia arriba para ver si las ventanas del segundo piso
estaban abiertas o si no tenían triple acristalamiento. No hubo suerte.
Tras una rápida inspección, me di cuenta de que la única forma de entrar era
a través de la ventilación. Solo había un problema: los lugares cerrados y yo
no éramos precisamente buenos amigos.
Mirando fijamente el orificio de escape en el lateral de la casa, me recordé a
mí mismo que no tenía elección. Que o bien me moría yo en un espacio más
pequeño que el montacargas o bien Belle... Joder, no podía ni empezar a
pensar en lo que podría pasarle a ella.
Sacando mi teléfono del bolsillo, llamé al 911 y les expliqué la situación,
dándoles la dirección, luego me agaché en el agujero y me arrastré hacia
adentro.
No era el tipo de conducto de aire que se ve en las películas. El laberinto
metálico cuadrado e interminable por el que podías arrastrarte cómodamente.
Era uno redondo y endeble que solo podía soportar mi peso porque estaba
encajado entre ladrillos, la superficie era irregular desde cualquier dirección.
Era como meterse en el trasero de alguien. Tuve que arrastrarme sobre los
codos y las rodillas, acumulando polvo, moho, suciedad y ácaros en mi traje
Cucinelli, que pasó del azul marino al gris.
Mi garganta estaba llena de suciedad, y cada uno de mis músculos se sentía
tenso y tembloroso. Ponerme en esta situación era algo que nunca pensé que
haría. Pero tenía que hacerlo. Tenía que salvarla. Para aliviar el dolor, cerré
los ojos y seguí avanzando. A veces me metía en un callejón sin salida y
maniobraba a la izquierda, a la derecha, hacia arriba y hacia abajo hasta
encontrar la siguiente curva que me llevaría al otro lado.
No vas a morir.
No vas a morir.
No vas a morir.
Me impulse más fuerte, más rápido, con las piernas acalambradas y los
bíceps doloridos. Después de unos metros, volví a oír voces. Solo entonces me
atreví a abrir los ojos. Me picaban el sudor y el polvo. El ventilador del aire
acondicionado me miraba. Estaba a solo unos metros de distancia.
La voz surgió de debajo de él.
—Si me hubieras dicho... —intentó Emmabelle, su voz valiente y fuerte y todo
lo que era que yo amaba tanto.
—No habrías hecho nada —rugió.
Me impulsé más, retorciéndome como un gusano hacia la abertura del
conducto de aire.
—Bueno, estoy aquí para decirte que si mi bebé no va a tener un futuro, y
ciertamente no puedo darle un futuro, entonces el tuyo tampoco lo va a
tener...
Justo cuando lo dijo, abrí de un puñetazo el conducto de aire y caí a través
de él, haciendo caer la mitad de la pared conmigo.
Me levanté, a pesar de que un dolor agudo y lacrimógeno en la pierna
izquierda me decía que seguramente me la había roto.
Frank se dio la vuelta y yo aproveché el elemento sorpresa para abalanzarme
sobre él, lanzando todo mi peso contra él y alcanzando su cuchillo.
Desgraciadamente, él tenía la ventaja de no haber necesitado arrastrarse
hasta este lugar hace unos segundos. Me clavó el cuchillo en el hombro,
retorciéndolo. Dejé escapar un gruñido, empujando mis dedos en las cuencas
de sus ojos. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Solo sabía que no iba
a morir antes de saber que Emmabelle estaba a salvo.
Desde mi periferia, pude ver a Belle saltando torpemente desde el sofá hasta
la cocina, todavía atada por los tobillos y las muñecas. Una línea de sangre
bajaba desde su ombligo, desapareciendo en sus bragas. Mi mente se puso
en marcha. Si le pasaba algo a ese bebé... mi bebé...
Empujé más fuerte, más rápido, con las piernas acalambradas y los bíceps
doloridos. Después de unos metros, volví a oír voces. Solo entonces me atreví
a abrir los ojos. Me picaban el sudor y el polvo. El ventilador del aire
acondicionado me miraba. Estaba a solo unos metros de distancia.
—¡Ahhh! —gritaba Frank, soltando el cuchillo -que seguía, por cierto, en mi
hombro- y agitando los brazos en el aire con impotencia—. ¡Mis ojos! Mis ojos.
Había un cálido charco de sangre debajo de nosotros, y sabía que me
pertenecía. No pude aguantar más. Concentrado, traté de sacar uno de sus
globos oculares, lo cual no fue tan fácil como él lo hacía parecer, ya que las
cuencas de sus ojos eran puro y denso hueso y tuve que abrirlas.
—¡Basta! —Frank rugió—. ¡Basta!
Pero entonces fue él quien se detuvo.
De hecho, cayó justo encima de mí, clavándome el cuchillo aún más en el
hombro mientras se desplomaba.
Había un cuchillo de carne clavado en su espalda. Y sobre él, estaba
Emmabelle, respirando con dificultad.
Ahora, decidí, era el momento perfecto para sucumbir a la inconsciencia.
Así que eso fue lo que hice.
Me desperté en una cama de hospital.
Me dolía todo.
Todo, excepto el hombro, que no sentía en absoluto. Lo miré a hurtadillas,
frunciendo el ceño, y vi que estaba vendado y con un cabestrillo.
Mis ojos recorrieron la habitación, que parecía interminable, con armarios de
roble claro de pared a pared y equipos médicos.
Cillian estaba de pie frente a una ventana que daba al estacionamiento,
hablando tranquilamente por teléfono. Hunter estaba sentado en un sillón
reclinable a su lado, tecleando en su ordenador portátil, y yo podía oír la voz
de Sam desde el pasillo.
Mis compañeros estaban aquí.
Mi familia, naturalmente, no estaba.
Pero lo que realmente me preocupaba era Sweven.
—Emmabelle.
Esa fue la primera palabra que salió de mi boca.
Cillian se giró, su característica mirada fría rodando sobre mí como un
carámbano.
—Ella está bien —me aseguró—. Persephone por fin consiguió apartarla de
tu lado para que le hicieran unos chequeos. Los médicos la tienen en
observación.
—Necesito verla.
—Está tres habitaciones más abajo. —Hunter levantó la vista de su portátil y
la cerró.
Lo miré fijamente sin rodeos y volví a decir:
—Necesito verla.
—Bien, bien. Una perra loca con algunos problemas de padre sin resolver que
viene enseguida —murmuró Hunter, colocando su portátil en la mesa de
madera de roble claro y saliendo corriendo de la habitación.
Cerré los ojos y dejé caer la cabeza sobre la almohada.
—¿Esto es todo lo que me ha comprado mi maldito seguro médico americano?
Este lugar está a un frutero de ser la cocina de alguien al estilo de los 90.
—Da gracias a que la madera que te rodea no es un ataúd —dijo Cillian.
La puerta se abrió y Sam entró. Nunca me había alegrado demasiado de ver
al tipo, pero ahora estaba francamente decepcionado. Esperaba a Belle.
Cerró la puerta tras él, sosteniendo su teléfono.
—Estoy seguro de que te gustaría saber que mi servicio ya no es necesario.
Simon también está fuera. Frank está muerto -gracias a la mujer desquiciada
de la que estás enamorado- y el hombre que tu madre contrató, Rick Lawhon,
ya está bajo control.
Sabía que “bajo control” era el código para suspirar por los fiordos 34. Brennan
era un asesino extremadamente prolífico. Si alguna vez nos encontramos con
un problema de superpoblación en los Estados Unidos, no tenía duda de que
él sería el tipo que lo arreglaría.
—Necesito verla —Decidí simplemente repetirme a mí mismo hasta que Belle
se puso delante de mí, viva, bien y felizmente embarazada. Aun así, no podía
preguntar a ninguno de los dos si el bebé estaba bien. La pregunta parecía
demasiado íntima, y no confiaba en no berrear, fuera cual fuera la respuesta.
—Persephone está empujando su silla de ruedas por el pasillo ahora —dijo
Sam.
¿Silla de ruedas?
—Voy a pasar. Por favor, hacernos espacio —dijo Persy en ese momento.
Cillian se apresuró a abrirle la puerta y ella entró, empujando a Sweven hacia
el interior.
Emmabelle parecía cansada en una bata de hospital azul pálido. Tenía las
manos cruzadas delante de ella. No podía ver su estómago desde ese ángulo.
Persephone la dejo en el borde de mi cama de hospital.
Tragué con fuerza, todo mi interior ardía.
—Salgan todos. Necesito hablar con Belle.
Todos lo hicieron.
Belle me miró por un momento, parpadeando lentamente, como si fuera una
completa desconocida.
Maldita sea, esperaba que no hubiera perdido la memoria. Acababa de
cometer un acto heroico, posiblemente el único acto heroico que había
cometido -pasado, presente y futuro- y necesitaba que ella lo supiera para
que dejáramos de joder.

34 Es un nombre vikingo, significa peligroso o loco.


—El bebé... —Empecé y luego me detuve. Una parte de mí tenía miedo de
saberlo. Vi sangre antes de desmayarme en casa de sus padres.
Ella se inclinó hacia delante, apoyando su mano fría y húmeda contra la mía
caliente en la cama.
—Está bien.
Asentí con gravedad, con la mandíbula tensa para no llorar de alivio, como
una niña pequeña.
—Bien. ¿Y tú? ¿Cómo te sientes? —pregunté.
—Yo también estoy bien.
—Maravilloso.
Silencio. Intenté mover los dedos para poner mi mano encima de la suya. Pero
todo mi brazo y mi hombro se sentían inmóviles.
—¿Estoy paralizado? —pregunté conversando.
—No. —Ella sonrió, con los ojos brillantes—. Pero estás bajo la influencia de
analgésicos, amigo.
—Maravilloso —Sonreí con cansancio.
Las dos nos reímos.
—Te metiste en un conducto de aire por mí —Belle se atragantó con las
palabras—. Y tú eres claustrofóbico.
Por fin me reconocieron mi grandeza.
—Estabas en peligro —Me medio encogí de hombros con mi hombro
sano—. Era una obviedad.
Esto hizo que rompiera a llorar. Enterró su cabeza en la ropa de cama junto
a mis piernas, con todo su cuerpo temblando de sollozos.
—Lo siento mucho, Devon. Lo he estropeado todo, ¿verdad?
—Oh, cállate, cariño. Por supuesto que no —Hice un esfuerzo por mover la
mano -y esta vez lo conseguí- acariciando su cabello.
Que conste que sí que la había cagado, pero yo estaba siendo un caballero al
respecto.
—Además, ¿a qué te refieres exactamente cuándo dices que lo has estropeado
todo? —Me aclaré la garganta.
Ella levantó la vista, secándose las lágrimas con el dorso de la manga,
moqueando.
—Tome un cheque de Louisa... —Tuvo hipo.
—Lo sé —Continué acariciando su mejilla—. Ella me lo dijo.
—Y luego te dejé sin siquiera explicarme.
—Sí. Sí. Estuve allí durante todo el espectáculo, ¿recuerdas? —Sonreí.
Ella se detuvo. Inclinó la cabeza. Frunció el ceño.
—Devon, ¿por qué no estás enfadado conmigo? —preguntó—. No está bien
que aceptes este tipo de comportamiento. ¿Qué eres, un felpudo?
—Un felpudo, no —dije, divertido—, pero estoy enamorado de una mujer que
sufrió un grave trauma cuando era una niña. El amor te ha fallado muchas
veces. Nunca fuiste tímida al respecto. Fui yo quien te sacó de tu zona de
confort.
—Mi zona de confort apestaba. —Levantó una ceja, pareciendo cada vez más
ella misma. Me esforcé por no reír, inclinando la cabeza contra la almohada
mientras la estudiaba.
—Lo sé, Sweven.
—Pensé que ya no me llamarías así. —Sus ojos se llenaron de nuevas
lágrimas.
—¿Por qué? —Ahora sí me reí.
—Porque te dije que te casaras con otra persona.
—No sé cómo decirte esto... —Entrelace mis dedos con los suyos— ...pero no
todas las cosas que me vas a decir que haga las voy a cumplir fielmente.
Hubo un silencio contemplativo, en el que ambos nos dimos cuenta de que
teníamos suerte de estar aquí, en esta habitación, vivos.
—Quemé el cheque —resopló finalmente.
—Lo sé —No me cabía la menor duda de que despreciaría aceptar el dinero
de Louisa, aunque hubiera estado tentada por un momento o dos. Por eso
seguía luchando por ella, incluso cuando las cosas se veían mal—. ¿Por qué
estás en una silla de ruedas?
—Política del hospital.
—¿Por qué no usaste el arma? —pregunté de la nada.
Se estremeció. Nos devolvió a los dos a esa escena, cuando Frank la atacó.
—Tenía demasiado miedo de matarte accidentalmente. No quería correr
ningún riesgo.
—Eso es lo más romántico que me has dicho nunca.
—Y también... —Tomó aire, cerrando los ojos— ...mis manos están lejos de
estar limpias en este departamento. —Abrió los ojos de nuevo, y esta vez
parecía diferente. Compleja, poderosa, peligrosa. Una valkiria. Juré que en
ese momento medía 15 centímetros más que yo—. Conozco las consecuencias
y las complejidades de quitar una vida. No quería hacerlo a menos que fuera
absolutamente necesario —Se subió a la cama y se acurrucó junto a mí. Su
vientre duro y redondo se apretó contra mi costado. Mi polla se erizó
inmediatamente en señal de agradecimiento. Pasó sus brazos por encima de
mí, con cuidado de no tocarme el hombro, y acercó su boca a mi oído.
» Devon Whitehall, eres el hombre más guapo, divertido, inteligente, ingenioso
y burgués del planeta Tierra, y estoy locamente enamorada de ti. Lo he estado
desde el momento en que nuestros caminos se cruzaron. Y me duele decir
que no creo que ningún hombre pueda estar a tu altura, por lo que debería
dejar de luchar contra esto.
—Maldita sea. —Me giré para besar sus labios suavemente—. Sweven...
—No —dijo ella.
Me separé de ella, frunciendo el ceño.
—No sabes lo que iba a preguntar.
—Sí, lo sé, y la respuesta es no. Quiero preguntarte eso. Pero quiero hacerlo
bien. De rodillas. —Belle frunció los labios.
—Hay cosas mucho más interesantes que puedes hacer de rodillas para mí,
cariño. Permíteme esta indulgencia.
—No puedo hacerlo, sexy. —Se inclinó para besar mi nariz y luego me dio un
mordisco burlón—. Pero te amo.
—Yo también te amo.
—Devon... —vaciló. Oh no, pensé. No podría soportar más.
—¿Sí, mi amor?
—¿Puedo decirte algo?
—Por supuesto.
—Frank no es la única persona que he matado en mi vida. Solo quiero
sincerarme, antes de dar el siguiente paso.
Mierda. Bueno, si había un cuerpo del que necesitábamos deshacernos,
supongo que así iba a ser. Personalmente, no me gustaba que mataran a la
gente, por ningún motivo, pero por Belle... bueno, ¿qué podía hacer un
hombre?
—Me encargaré de ello —dije.
Ella me miró divertida y luego comenzó a reírse. ¿Qué era lo que le hacía tanta
gracia? Pero entonces dijo:
—No, no. No es reciente. Ocurrió hace mucho tiempo. Fue la persona que
abusó de mí.
—¿Tu padre? —pregunté confundido.
Ahora parecía desconcentrada.
—¿Mi padre? Él no abusó de mí.
—Pensé que ustedes tenían una relación extraña.
—Sí. Le guardé rencor porque engañó a mi madre.
—Oh —dije a falta de una respuesta mejor—. Entonces, cuéntame sobre la
otra persona.
Y lo hizo.
Me contó sobre el Sr. Locken, su juventud, del ataque, del aborto y de su
venganza. Al final de todo, la estreché entre mis brazos y la besé con tal
ferocidad que pensé que ambos nos quemaríamos vivos.
—Entonces, ¿todavía me amas? —preguntó insegura.
—Amor es una palabra muy débil para lo que siento por ti, Sweven.
—Gracias por hacerme perder el apetito. Deberías empezar tu propio método
de dieta —Sailor entró en la habitación seguida por Persephone y Aisling, sus
maridos no muy lejos. De repente, la habitación estaba llena de gente que
había estado ahí para mí, y justo entonces me di cuenta de que sí tenía una
familia. Solo que no éramos parientes de sangre.
—¿Se van a casar? —Sam se apoyó en los pies de la cama, pasando un brazo
por encima del hombro de Aisling.
—Todavía no, primero tengo que proponerle matrimonio —Belle apoyó su
cabeza en mi hombro, y me dolió como todas las perras del planeta Tierra,
pero obviamente, no dije nada.
—Mira eso. Ni siquiera está casada y ya lleva los pantalones en esta
relación. —Hunter hizo un gesto con el pulgar en su dirección, riendo.
—Conociendo a Devon, encontrará la manera de sacarla de ellos. —Cillian
sonrió, y por un segundo pareció casi humano.
Todos se rieron.
Esta era la esencia de la familia.

Dos semanas después, aterricé en Inglaterra.


Esta vez con Belle.
Estaba en su segundo trimestre, el momento perfecto para viajar, según el
doctor Bjorn.
—No sé qué es peor, si el estreñimiento o el ardor de estómago —dijo el amor
de mi vida mientras se deslizaba en el Range Rover que nos esperaba en
Heathrow. Esta vez, opté por conducir yo mismo por Londres. Prefería llevar
a cabo mis negocios sin correr el riesgo de ser descubierto por los tabloides.
—Haré que Joanne reserve una cita con el doctor Bjorn en cuanto volvamos
a casa. —Besé el lado de su cabeza, arrancando el auto.
—Gracias.
—¿Ya tienes algún antojo? ¿Algo que te apetezca? —Desvié el Range Rover
hacia una cola de un kilómetro para salir de los límites del aeropuerto.
—¿Los podcasts de crímenes reales y el carbón cuentan cómo antojos?
—Sweven.
—Relájate —bostezó, recogiendo sus mechones rubios como el hielo en un
moño alto—. No hay antojos raros. Aparte del sexo.
Yo estaba encantado de complacerla en ese aspecto.
Belle se había mudado a mi piso en cuanto nos dieron el alta en el hospital,
y esta vez no había juegos entre nosotros. Tampoco había acosadores locos,
un hecho encantador. Por desgracia, la mujer seguía sin ponerme las cosas
fáciles. Habían pasado dos semanas desde que estuve a punto de proponerle
matrimonio en el hospital y todavía no había hecho la pregunta. Intentaba
respetar sus valores feministas, y quizás también estaba un poco nervioso de
que me arrancara las bolas si se lo volvía a pedir.
—¿Podrías pedirle a Joanne que le pregunte al doctor Bjorn si es normal que
tenga los tobillos del tamaño de una botella de agua?
Me di cuenta de que Belle tenía ganas de enumerar todas las formas en que
Baby Whitehall había convertido su cuerpo en su propio Motel 6, cuando
Londres le llamó la atención. Aspiró una bocanada de aire, sus pupilas se
dilataron, tragándose esos iris azules. —Mierda, Dev. Este lugar parece un
set de Harry Potter.
Miré a mí alrededor para ver montones y montones de tacaños e
interminables pisos de protección oficial.
—Le pediré a Joanne que te reserve una cita con el optometrista mientras
está en ello.
—Cállate. Es puro.
—Te mostraré la pureza una vez que salgamos de la oficina de mi abogado en
Knightsbridge.
—En realidad... —Se giró para mirarme, sonriendo— ...me voy sola de
compras. Tengo que ir a las tiendas rápido y fuerte para hacer todas mis
compras.
—Solo tardaré un par de horas —Fruncí el ceño.
Aunque Frank y Rick estaban fuera de escena, todavía me preocupaba que
Emmabelle fuera el objetivo. Louisa estaba en algún lugar en la naturaleza,
amargada por su misión no cumplida.
—Por mucho que me gustara escuchar a dos viejos pedorros repartiendo
millones de libras entre organizaciones benéficas... —batió las pestañas
teatralmente como si fuera un sueño hecho realidad— ...creo que estoy bien.
Iba a reunirme con Harry Tindall para ceder mi herencia a las organizaciones
benéficas de mi elección. Si la riqueza de Whitehall se estaba yendo por el
desagüe, quería tirarla a las organizaciones que me importaban.
—No hay nadie que vele por ti —argumenté.
Ella enarcó una ceja.
—Hola. Encantada de conocerte. Belle. Llevo treinta años viviendo conmigo
misma. Todavía viva.
—Apenas —me burlé.
—Me voy de compras —afirmó ella.
—No voy a meterme en más conductos de aire por ti —advertí, pero sabía que
estaba a punto de ceder.
—¿Qué? ¿Ni siquiera en los montacargas? —Entonces, antes de que pudiera
responder, se acarició el vientre—. No te preocupes, bebé Whitehall. Una vez
que este viejo se haya quitado de en medio, nos daremos un atracón de
combustible fósil y misterios de asesinatos.
La dejé ir.
Esta vez sabiendo que iba a volver.

La reunión con Harry Tindall se prolongó durante tres horas y media.


Comprobé periódicamente mi teléfono para asegurarme de que Belle estaba
bien. Y por “periódicamente” quiero decir, por supuesto, cada quince
segundos.
Fue sobre todo productivo en el sentido de que me aseguré de que la riqueza
de Whitehall se había donado a la Cruz Roja Británica, a la BHF y a MacMillan
Cancer Support. Si fuera por Edwin Whitehall, el dinero habría ido
directamente a organizaciones de caza, laboratorios de experimentación
animal y diversos grupos terroristas. El hombre tenía menos corazón que una
medusa, y no dudaba de su capacidad para empeorar la condición humana,
incluso desde el más allá.
—Esto lleva escrita la desgravación fiscal —ronroneó Tindall, equilibrando la
pila de tres toneladas de documentos que tenía sobre su escritorio en un
montón ordenado—. Espero que su contador público en Estados Unidos sepa
cómo sacarle el máximo partido.
Me puse de pie.
—No hago esto por el dinero.
—Lo sé —dijo disculpándose—, lo cual es refrescante.
Me dirigí a la puerta, ansioso por volver con Emmabelle.
—Devon, espera.
Tindall se levantó y se tambaleó hacia la puerta, haciendo una mueca, como
si estuviera a punto de decir algo que no debía.
Me detuve en el umbral, lanzándole una mirada. Sabía que probablemente
no estaba muy impresionado con la forma en que decidí manejar el
testamento y, francamente, me importaba un bledo el asunto.
Se retorció el bigote entre los dedos, un gesto de villano que me hizo reprimir
una carcajada.
—Solo quería que supieras que, en general, has salido fantásticamente bien,
teniendo en cuenta tú... educación. O la falta de ella, en realidad. Edwin era
un amigo muy querido, pero también era un hombre difícil.
—El eufemismo del milenio —Le di una palmadita en el hombro—. Sin
embargo, lo aprecio.
—No, de verdad. —Agarró la puerta, poniéndose delante de mí, bloqueando
mi salida—. Si sirve de algo, me alegro de que no hayas sucumbido a la
presión. Los Butchart son... un grupo excéntrico. No ataría mi destino al de
ellos.
—Uno pensaría que habrías querido que Louisa y yo tuviéramos la boda de
la década. —Como amigo de mi difunto padre, quise decir.
—Uno estaría equivocado —dijo Tindall, inclinando la cabeza
modestamente—. Ahora eres un marqués, Devon. No necesitas que nadie
haga valer tu título.
—En realidad —dije— tampoco necesito el título.
Sonreí, dando un paso por su puerta, sintiendo ya que mis pulmones se
expandían con aire fresco y algo más.
Algo que nunca había sentido antes.
Libertad.

Aunque me lamenté de que prefería llevar a cabo un largo y apasionado


romance con un robot de cocina, Emmabelle insistió en que fuéramos a visitar
a mi madre al castillo de Whitehall Court antes de salir del Reino Unido.
—La última persona a la que quiere ver es a mí —me quejé mientras conducía
hacia Kent con el piloto automático. Le lancé una mirada. Estaba enterrada
en las bolsas verdes y doradas de Harrods—. En realidad, la última persona
a la que quiere ver es a ti —Solté una risita—. Eres un recordatorio de todas
las cosas que salieron mal en su plan. Si esperas un abrazo y un baby shower
espontáneo, te vas a decepcionar.
—Tu madre se puede ir a la mierda. —Sweven puso los ojos en blanco,
comprobando su lápiz de labios escarlata en el espejo del copiloto—. Quiero
ver dónde creciste.
—¿Aunque odie el lugar?
—Sobre todo porque lo odias.
Llegamos justo antes de que se hiciera de noche. Las verdes y onduladas
colinas de Kent aparecieron a la vista. Divisé el castillo desde la distancia.
Parecía más oscuro de lo que recordaba, replegándose sobre sí mismo como
un violeta encogido.
Como si supiera que le había dado la espalda al nombre de Whitehall, y que
no me iba a perdonar.
—Maldita sea, hermano. Haces que los Fitzpatrick parezcan los idiotas de la
calle de abajo que pueden permitirse vacaciones no domésticas y una piscina
enterrada —Se rio Belle—. Esto es de ricos. Como, mamá-puedo-tener-una-
tiara con diamantes- para el desayuno de rica.
—¿Debería haber hecho alarde de mi riqueza? —La miré de reojo, enarcando
una ceja.
—¿Me estás tomando jodiendo? —Me echó los brazos al cuello y me besó la
mejilla. Las bolsas de Harrods se derrumbaron entre nosotros, el símbolo del
amor—. Estaba cagada de miedo por la media de los ricos de Devon. ¿Sabes
lo intimidada que me habría sentido si hubiera sabido que empleabas a
limpiaculos y a gente cuyo único trabajo es soplar aire frío sobre tu té?
En este punto, perdí el hilo de la conversación. ¿De qué estaba hablando?
Acerqué el Range Rover a la puerta principal, apagué el motor y me bajé.
Sweven rodeó la parte delantera del auto y se unió a mí.
Todavía era técnicamente mi propiedad. Hace unas semanas, había planeado
cederla a mi madre. Ahora, ella también había perdido ese privilegio. Llámame
mezquino, pero no me gustó que enviara a alguien para ahuyentar a mi novia.
Así que el trato actual era que mamá, Cecilia y Drew debían salir de allí a
finales de mes. A dónde, no tenía ni idea ni ganas de saberlo.
Tomé la mano de Belle cuando me fijé en las camionetas. Había tres de ellos
aparcados en una fila ordenada frente a la entrada, con los maleteros
abiertos. Unos tipos jóvenes con monos de trabajo se gritaban en polaco
mientras arrojaban los muebles dentro de ellos.
—¿Devon? —La voz de mi hermana sonó desde el bosque. Me giré para verla
salir de la espesa cortina de árboles, levantando sus faldas con una
mano—. ¿Eres realmente tú?
Se apresuró hacia mí. El corazón se me atascó en la garganta. Por un
segundo, se parecía a la Cece con la que había crecido. La que sostenía por
las piernas y fingía que su masa de rizos rubios era un palo de escoba,
barriendo el suelo con ellos mientras ella se reía. Le soplé besos en su
estómago desnudo y le dije que dejara de tirarse pedos. Le enseñé a chasquear
los dedos y a silbar “Patience” de Guns N' Roses, y no solo el estribillo.
—Cecilia. Esta es mi pareja, Emmabelle.
Cecilia se detuvo en seco, midiendo a Belle de pies a cabeza. Vi a Sweven a
través de sus ojos. Una mujer despampanante, hecha a sí misma, vestida
como si estuviera lista para su sesión de portada de Vogue.
—Hola —Cece sonrió, ofreciendo a Belle su mano tentativamente. Belle la
utilizó para estrechar a Cecilia en un abrazo, abrazándola con fuerza.
—Eres preciosa —dijo Cecilia después de conseguir zafarse del abrazo de
Belle.
—¡Gracias! Y tú estás... ¿sosteniendo un pogo? —Belle asomó el labio inferior
y sus ojos se abrieron un poco.
Cecilia se rio, y me di cuenta de que estaba sosteniendo un pogo saltarín. Se
me iluminó la cara al instante.
—Solíamos hacer carreras en el bosque con pogos saltarines para hacerlo
más difícil —expliqué—. Yo ganaba siempre.
—Todas. Las. Veces. —Cecilia gimió, dando un puñetazo de burla a mi
brazo—. Incluso después de que se fuera al internado y yo practicara a diario.
En cuanto volvía, me dejaba comiendo polvo. Quería hacerlo una última vez,
antes de... bueno... —Cecilia se volvió para sonreírme. Había tristeza, sí, pero
no había ira ni malicia.
—¿Ya te has mudado? —pregunté.
Asintió con la cabeza.
—Mamá no puede permitirse seguir aquí. Las facturas son demasiado
elevadas. No hay razón para posponer lo inevitable. Se va a Londres a
quedarse con una amiga.
—¿Y tú y Drew?
Cece se limpió los mechones dorados y sudorosos de la frente.
—¡Drew ha encontrado un trabajo! ¿Puedes creerlo?
—No —dije con rotundidad.
Cece se rio.
—¡Sí! Está empezando desde cero. Es asistente administrativo de un banco
privado en Canary Wharf. ¿Te lo imaginas trayendo café y recogiendo la ropa
de la tintorería de la gente?
No podía, de hecho, pero me alegré de que se las arreglara para sacar
provecho de sí mismo, no obstante.
—Me he apuntado a la Uni. Creo que voy a ser veterinaria. —Sonrió
tímidamente.
—Yo pago —le ofrecí. Después de todo, Cece no formaba parte de los planes
de mamá y Louisa para Belle.
—Gracias. —Ella se acercó para apretar mi brazo—. Pero un poco de deuda
estudiantil no mató a nadie la última vez que lo comprobé, y es hora de que
haga algo por mi cuenta, ¿no crees?
Mamá decidió hacer su gran entrada en esta extraña escena justo en ese
momento, saliendo con una caja llena de objetos.
—¿Cecilia? ¿Qué es todo este alboroto? Yo…
Belle se volvió para mirarla. En el momento en que sus ojos se encontraron,
dos cosas quedaron claras:
1. Las dos sabían quién era la otra.
2. Si alguien iba a matar a alguien, yo apostaría por Sweven y ni siquiera lo
consideraría una inversión de alto riesgo.
—Oh. —Mamá dejó la caja en el suelo y se llevó los dedos a la boca como si
estuviéramos los dos desnudos, allí de pie en su entrada.
Mi madre no podía dejar de mirar el estómago de Emmabelle. Ésta, a su vez,
se la frotaba de forma protectora, como si la mujer que tenía delante fuera a
intentar arrebatarle el bebé si no tenía cuidado. Su vientre aún tenía una
cicatriz superficial y tenue de toda la experiencia con Frank, pero Belle me
dijo que ahora la quería aún más. La historia de su embarazo. Lo precioso y
raro que era nuestro hijo.
—Belle quería ver dónde había crecido antes de irnos. Hoy me encargué del
testamento. Todo está hecho —Pasé un brazo por encima del hombro de mi
novia.
Mi madre seguía mirando el vientre de Belle con un anhelo violento y
hambriento.
—Espero que sea de tu agrado —Dio un paso hacia la barriga -y la mujer a la
que estaba unida- reconociéndola por primera vez—. Está libre para que lo
uses. Nos alejamos. Nos ha sorprendido en un momento un poco inoportuno.
Lamento no poder ofrecerle ningún refrigerio. Mi cocina está empacada.
—Siempre es un fracaso cuando toda la cocina está empacada. Siempre dejo
como tres cosas, totalmente a la mano. Por si acaso —Emmabelle le ofreció
una sonrisa felina, sacando una piruleta de detrás de la oreja -como un
cigarrillo-, desenvolviéndola y metiéndosela en un lado de la boca.
Era una embaucadora. Un arco iris inesperado en un cuadro sombrío y gris.
Una mujer de muchas caras, muchas formas y muchos sombreros.
Mamá se la tragó con los ojos, fascinada.
—¿Todas las mujeres americanas son sarcásticas?
—No, señora. Solo las buenas.
—Tu acento es tan... perezoso.
—Deberías ver mi rutina de ejercicios. —Belle chupó con fuerza la piruleta,
mirando a su alrededor, como si estuviera averiguando qué quería hacer con
el lugar—. Ah, y la tuya suena como si hubieras nacido para reprender a los
niños pequeños por pedir una segunda ración de avena.
Eso me hizo soltar una risita.
—He oído que eres una stripper. —Mamá levantó la barbilla, pero no había
desafío en ella. Solo fascinación.
Di un paso hacia delante, dispuesto a darle una paliza verbal.
Belle puso su mano sobre la mía.
—No soy una stripper, pero como alguien que conoce a unas cuantas, puedo
decirte que ninguna stripper que haya conocido se ha retrasado en sus
facturas. Normalmente lo hacen para pagarse la universidad o simplemente
para ganar dinero rápido. Muchas propinas. No lo critiques antes de probarlo.
Mi madre asintió. Estaba impresionada a pesar de sus esfuerzos.
—Eres diferente de lo que imaginaba.
—Nunca debiste dudarlo. Tu hijo tiene un gran gusto
Mamá se volvió para mirarme.
—No la odio, Devvie —dijo con una buena porción de resignación.
—Ojalá pudiera decir lo mismo de usted, señora Whitehall. —La voz de Belle
llamó su atención, y sus miradas se cruzaron—. Pero has herido al amor de
mi vida, y tenemos una herida abierta que resolver.
—Lo haremos. —Mamá asintió secamente, moviéndose en nuestra dirección
casi con cautela—. Primero, ¿puedo tocar tu vientre? Está tan llena de bebé.
Y mirándolos a las dos, sé que el niño será precioso.
—Puede tocar, Sra. W —advirtió Sweven—, pero eso no significa que esté
fuera de mi lista de mierda.
Dios mío, me encantaba esa mujer.
Mi madre puso sus manos en el vientre de Belle y le sonrió.
—Ella está pateando.
—¿Cómo sabes que es ella? —pregunté.
—Una mujer lo sabe. —Se apartó, sonriéndonos enigmáticamente.
No había nada más que decir realmente. Esto no era parte de una
reconciliación o una rama de olivo. Fue una despedida tranquila y digna. Una
despedida que debería haber ocurrido hace dos décadas.
Mi madre juntó mis manos entre las suyas y yo la dejé. Una última vez.
—Solo quiero que sepas que te quiero, Devon. A mi manera indirecta.
Le creí.
Pero a veces, un poco de amor no era suficiente.
—¿Cómo es que la mayoría de las compañías aéreas ya no tienen asientos de
primera clase? —Emmabelle hizo un mohín a mi lado en el vuelo de vuelta a
casa esa misma noche. Estaba comiendo frutos secos.
Yo hojeaba una página del Wall Street Journal, dando un sorbo a mi Bloody
Mary virgen, posiblemente el único virgen que había consumido. Me habría
decantado por el whisky, pero Belle era el tipo de mujer que insistía en que
me solidarizara con ella manteniéndose sobria.
—Para empezar, apenas había diferencia entre la primera clase y la clase
business. Añade a eso el hecho de que los asientos de clase business cuentan
por definición como un gasto de trabajo, y entenderás por qué la mayoría de
las aerolíneas occidentales no quieren ser molestadas. ¿Por qué lo
preguntas? —Le dirigí una mirada.
Se movió incómoda en su asiento, mirando a derecha e izquierda.
—No hay suficiente espacio para las piernas.
Golpeé mi regazo, doblando el papel y metiéndolo bajo el brazo.
—Pon tus pies sobre mí. Problema resuelto.
—No, para eso no. Oh, mierda. Joder. Quiero decir... esto es una mierda —se
burló, frotándose la frente.
—Por favor, continúa. —Me senté de nuevo—. Me encanta cuando me
susurras cosas dulces.
Pero no lo hizo. Esperó a que estuviéramos exactamente en el punto
intermedio entre el Reino Unido y los Estados Unidos. Debajo de nosotros, no
había nada más que la gigantesca y profunda extensión del Atlántico. Todo lo
que nos mantenía en el aire era un pequeño tubo de metal y la fe. Y, de
repente, me di cuenta de la analogía que estaba tratando de hacer.
El matrimonio consistía en dar y recibir.
De hacer concesiones y encontrarse a mitad de camino.
—De acuerdo. No me odies si lo arruino. O si no puedo levantarme o algo así.
Este bebé está jugando con mi centro de gravedad. —Belle sacó una cosa
cuadrada de terciopelo de su bolso y se puso de pie, antes de agacharse sobre
una rodilla y gemir de molestia.
Me senté recto, con todos los huesos de mi cuerpo gritando que prestara
atención.
Todo el mundo en la clase de negocios dirigió sus miradas somnolientas en
nuestra dirección.
—Devon Whitehall, eres el mejor hombre que he conocido a pasos
agigantados. Estoy enamorada de ti desde el primer momento en que
nuestras miradas se cruzaron. Quiero envejecer contigo, estar contigo en las
buenas y en las malas, tener tu apellido. Sé que he sido... difícil los últimos
meses, pero te prometo que soy una mujer cambiada. Por favor, ¿me harías
el honor de convertirte en mi marido?
—Sí.
Había más que decir.
Pero por ahora, esta palabra parecía resumirlo todo.
La gente aplaudió desde los asientos de al lado. Una mujer tomó una foto de
todo en su teléfono. Pero, de alguna manera, no podía importarme menos si
terminábamos siendo la portada de un tabloide.
—Oh, Dev. —Belle se cubrió la boca con las manos, con lágrimas en los
ojos—. Esto es increíble. ¿Ahora puedes ayudarme a levantarme?
—¿Sabías que cuando un macho y una hembra de rape 35 se aparean, se
funden el uno con el otro y comparten sus cuerpos para siempre? Cuando el
rape encuentra una participante dispuesta, se engancha y se fusiona con ella.
Pierde sus ojos y un montón de sus órganos internos hasta que comparten
un torrente sanguíneo —Devon me acaricia la mano con cariño, mirándome
desde su asiento junto a mi cama de hospital.
—Vaya —digo secamente, conteniendo la respiración para detener el
dolor—. Me resulta familiar.
Me vuelvo hacia la enfermera que finge no estar allí, que nos sonríe a los dos
como si acabara de dar a luz, y vuelvo a colocar mi gráfico en el borde de la
cama.
—Acabo de sentir otra contracción, y esta ha sido muy mala.

35 El rape negro o rape blanco es una especie de pez lofiforme de la familia Lophiidae distribuido por
el noreste del océano Atlántico, el mar Mediterráneo y el mar Negro
Tan mala que pensé que mi estómago estaba a punto de partirse en dos.
—¿Cuándo viene el doctor Bjorn? —Devon exigió, estimulando la acción—. Mi
mujer está sufriendo.
—Su esposa no es la primera mujer que da a luz —Señala suavemente la
enfermera a punto de ser golpeada. Se mueve para volver a colocar las
almohadas detrás de mí—. Vinieron dos médicos diferentes para una revisión
y dijeron que todo está perfectamente bien. El doctor Bjorn está lidiando con
un poco de tráfico ligero. Estará aquí en unos minutos. Siempre puedes optar
por la epidural. —Me mira, encogiéndose de hombros.
—¿Me estás tomando jodiendo? Quiero que esta niña sepa lo mucho que he
sufrido por ella y sostenerlo sobre su cabeza durante toda la eternidad.
Se ríe.
No sé por qué.
No estoy bromeando.
—Cariño, estamos bien. Todavía estás a tiempo —me dice Devon
acariciándome el cabello del rostro. Todo es bonito y romántico, y sin embargo
estoy a punto de empujar a un humano de dos kilos sin ninguna droga. Le
quito la mano de un manotazo—. Ve a buscarme al doctor Bjorn.
—Como quiera, Sra. Whitehall. —No puede salir de la habitación lo
suficientemente rápido, y yo me quedo con la enfermera que me mira como si
estuviera loca.
Devon y yo nos casamos poco después de volver de Inglaterra. Fue una
ceremonia pequeña e íntima en Madame Mayhem. Las damas de honor
llevaban lencería roja y ligas y no podían decir nada al respecto. Mi boda, mis
reglas. Sam Brennan casi derriba las paredes de la sala cuando vio a su mujer
llevándome al altar en lencería.
Las cosas han sido realmente increíbles entre nosotros. Casi demasiado
increíbles. A veces me despierto por la mañana y pienso: “Hoy va a ser el día
en que lo arruine y lo deje”. O más a menudo, “Hoy va a ser el día en que me
deje”. Que finalmente entienda que estoy demasiado dañada, demasiado rota,
o simplemente demasiado.
Pero, de alguna manera, no ocurre ninguna de estas cosas, y termino mis
días de la misma manera: arropada por mi marido, compartiendo nuestras
historias y experiencias del día, viendo la televisión, riendo y desvelando un
trozo tras otro.
Sé que llegará un día en el que deje de preocuparme de que él también me
rompa. Puede que ese día no sea hoy, ni siquiera mañana, pero llegará.
Después de todo, Devon Whitehall es el hombre que me enseñó la lección de
vida más importante: que todavía se puede creer.
—Te he conseguido un médico —Devon irrumpe ahora en la habitación,
jadeando—. Uno que conoces, nada menos.
—¿Es el doctor Bjorn? —gruño, retorciéndome en mi cama de hospital—. ¿Soy
yo o el bebé está medio fuera? —Algo pasa entre mis piernas, pero por razones
obvias, no estoy en condiciones físicas de agacharme y comprobarlo.
—Mejor —dice Devon, y él y Aisling aparecen frente a mí.
Se me cae la cara de vergüenza.
—¡No voy a dejar que esta perra vea mi vagina!
Pero ella ya está caminando hacia el pequeño fregadero y lavándose las
manos, poniéndose un par de guantes de plástico frescos.
—He visto cosas peores.
—Oh, no quiero decir eso. Tiene un aspecto fantástico. Es que no me siento
preparada para llevar nuestra relación al siguiente nivel —resoplo.
Pero entonces se produce otra contracción, y grito, y Devon y Aisling se
precipitan hacia mí.
—Sweven —dice Devon con dolor, limpiando el sudor de mi frente con
cariño—. Siento mucho haberte puesto en esta posición.
—Me pusiste en veintisiete diferentes. Por eso estamos aquí —bromeo.
—¿Sigues sin querer mi ayuda? —Aisling levanta una ceja—. Porque estoy
encantada de llamar a otro médico.
—La doctora Lynne está aquí —se ofrece la enfermera—. Nadie te ha
preguntado, sin ánimo de ayudar. No conozco a la doctora Lynne. Y el doctor
Bjorn está obviamente demasiado ocupado desafiando el tráfico de Boston.
—¡Bien! —Lanzo las manos al aire—. ¡Bien! Solo saca a este bebé de mí, Ash.
Devon me toma de la mano, Aisling se pone manos a la obra, y veinte minutos
después -justo cuando el doctor Bjorn entra en la habitación lleno de
disculpas- nace Nicola Zara Constance Whitehall (y antes de que preguntes:
por supuesto que he añadido Constance para asegurarme de que todo el
mundo sepa que es de la realeza).
No exagero cuando digo que mi recién nacida es la más bonita que he visto
nunca. Con una piel suave y rosada, ojos brillantes y los labios más rosados.
Es frágil, inocente y perfecta. Quiero protegerla de cualquier daño posible. Sé
que no puedo, pero al menos por ahora, puedo hacerlo. Pero para más
adelante, cuando crezca, lo único que puedo hacer es intentar criarla para
que sea tan fuerte como su madre.
—Dios mío, es igual que su madre —Devon me besa, luego a Nicola y después
abraza a Aisling.
Con mi preciosa bebé en brazos, y mis amigos y mi familia esperando fuera,
sé una cosa: no todo va a salir bien.
Porque ya es perfecto.
Seis meses después
Doné el castillo de Whitehall Court a la Fundación del Patrimonio Inglés. Se
convierte en un museo. Una parte de mí -una parte extremadamente
minúscula- se entristece por haber renunciado al título de marqués. Que no
estaré en Inglaterra para asegurar que Nicola herede algún tipo de título. Pero
la mayor parte de mí se alegra de estar fuera de este lugar al que nunca pude
llamar realmente hogar.
Nicola está creciendo a un ritmo rápido. Actualmente, luce una serie de rizos
blancos que se parecen sospechosamente a los fideos Ramen. Trata de hundir
sus encías en cualquier cosa que pueda agarrar con sus regordetas manos y
es una completa delicia.
Emmabelle volvió al trabajo hace un mes. Nombró a Ross gerente oficial de
Madame Mayhem y ahora se está centrando en su última aventura. Ha
abierto una organización sin ánimo de lucro para mujeres y hombres que han
sido agredidos sexualmente, a los que ofrece terapia y ayuda para encontrar
trabajo y recuperarse.
Su nueva secretaria -la persona que sustituye a Simon y realiza todo el
trabajo administrativo y de archivo- es Donna Hammond, la ex novia de
Frank. Ahora tiene un niño. Se llama Thomas y, a veces, cuando él y Nicola
están en la misma habitación, se miran fijamente con expresiones de “espera,
eres demasiado pequeño”.
Ahora voy a recoger a mi mujer a casa de sus padres. Nicola duerme
felizmente en la parte trasera de mi Bentley. Encuentro a mi suegro regando
las plantas del porche y bajo la ventanilla del acompañante.
—Oye, John, ¿podrías decirle a Belle que estoy aquí afuera?
Levanta la vista de las flores, sonríe y asiente. Deja la manguera en el césped,
entra en la casa y vuelve con mi mujer. Se abrazan y él le abre el asiento del
copiloto y la besa en la sien antes de dar un paso atrás.
—Conduce con cuidado —le dice, mirando a Nicola en el asiento trasero y
sonriendo—. Está creciendo muy rápido.
—No lo hacen todos —murmura Belle.
—Te quiero, Belly-Belle.
—Te quiero, papá.
Belle y yo nos dirigimos al aeropuerto internacional Logan. Durante todo el
trayecto, se me hace un nudo en el estómago.
—Todo irá bien —me asegura Belle, frotando mi muslo.
—Lo sé. Es que ha pasado un tiempo.
—Sigue siendo tu familia —señala mi mujer.
Yo también lo sé.
Cuando llegamos al aeropuerto y desabrochamos a Nicola de la silla del auto
y la ponemos en el portabebés que lleva Belle, mi mujer se dirige
automáticamente hacia la escalera que va del estacionamiento a la planta
principal.
—No. —La agarro de la mano y la aprieto—. Tomemos el ascensor.
Ella gira la cabeza, frunciendo el ceño.
—¿Seguro?
—Seguro, cariño.
Esperamos en la puerta correspondiente y, aunque he dejado atrás los
problemas de mi familia, sigo en vilo. El montacargas había sido sellado poco
después de que tomara el control de la finca. Eso ayudó a calmar parte de mi
ansiedad por la claustrofobia, pero no toda.
Cuando Cecilia me llamó y me preguntó si podía venir a ver a la pequeña
Nicola, le dije que sí. Al fin y al cabo, no era mi madre ni mi padre. Nunca
intentó matarme. Cuando le pregunté a Belle si debía ofrecerme a pagar el
vuelo y el alojamiento de Cecilia, me dijo: “En absoluto. Deja que te muestre
que ha cambiado”.
Y lo ha hecho. Cecilia pagó todo el viaje con el dinero que gana trabajando en
una biblioteca cercana a la universidad a la que va. Es una mujer cambiada.
Cuando veo a mi hermana salir por la puerta de la terminal, me apresuro a
acercarme a ella, con el corazón más ligero. Tiene el mismo aspecto -quizá
haya perdido un par de kilos-, pero su sonrisa es diferente. Genuina.
Despreocupada.
Nos encontramos a mitad de camino, compartimos un abrazo que cala los
huesos y ella llora en mi hombro. La dejo. Sé que ella también lo siente.
Huérfana. Al fin y al cabo, cuando todo estaba hecho y resuelto, Úrsula
también le dio la espalda y se fue a vivir a Londres con una amiga.
—Gracias por darme otra oportunidad —murmura Cecilia en mi hombro.
—Gracias por querer una.
Siento la mano de mi mujer en la espalda, apoyándome, abrazándome por
detrás, asegurándose de que nunca pierdo el equilibrio.
—Vamos —dice Belle suavemente—. Vamos a crear nuevos recuerdos
familiares.
Y así lo hacemos.

Fin

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