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TIMOTHY TACKETT, “Conspiracy Obsession in a


Time of Revolution: French Elites and the
Origins of the Terror, 1789-1792”, American
Historical Review, 105:3 (2000), pp. 691-713.
“Obsesión por las conspiraciones en un tiempo de
revolución: las élites francesas y los orígenes del Terror,
1789-1792.”

Traducción del inglés: Gabriela Monezuelas.

Revisión y Corrección: Fabián Alejandro Campagne.

En la mañana del 23 de mayo de 1792, en el tercer año de la Revolución Francesa,


Jacques-Pierre Brissot y Armand Gensonn subieron a la tribuna para dirigirse a la
Asamblea Legislativa. En sucesivos discursos, los dos diputados revelaron la
existencia de un terrorífico complot para destruir a la Asamblea y a la revolución
misma. La conspiración había sido planeada por el "maquiavélico" ministro
austríaco, el príncipe Wenzel Von Kaunitz, pero estaba coordinada en Francia por
un sombrío "comité austríaco" formado por los asesores de mayor confianza del rey.
Los legisladores sindicaron a esta conjura como responsable por casi todos los
males que por entonces afectaban al nuevo régimen francés: los decepcionantes
resultados de la guerra recientemente declarada, los movimientos
contrarrevolucionarios en el campo e incluso las divisiones en el seno de la propia
Asamblea. Brissot reconocía que existían muy pocas pruebas concretas de esta
confabulación. Pero era la esencia misma de las conspiraciones tener un carácter
secreto e impenetrable: "no dejan registros escritos." Los conspiradores habían
escondido sus atroces actividades tras una máscara de pronunciamientos pro-
revolucionarios y por lo tanto, si se esperaba hasta reunir "pruebas legales"
suficientes quizás ya sería demasiado tarde para neutralizar la amenaza. En
situaciones como aquellas, no había otra alternativa que descansar sobre una
suerte de lógica deductiva basada en signos, coincidencias inusuales y rumores.1

En qué medida este "comité austríaco" existió realmente, resulta difícil saberlo.
Brissot no tenía pruritos en recurrir a artilugios demagógicos. En los meses previos ya
había propuesto varias –y en ocasiones contradictorias– teorías conspirativas.2 Pero
cualquiera haya sido la realidad de la "gran conspiración" denunciada, lo cierto es

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que un gran número de diputados consideraron que el peligro era real. Hubo un
largo silencio después que Brissot y Gensonn hicieron uso de la palabra. Varios
diputados enviaron de inmediato a sus hogares informes que daban cuenta del
miedo y de la incertidumbre generada por la intervención de ambos políticos.3
Unos pocos días después, mientras los representantes continuaban debatiendo
sobre aquellas acusaciones, un verdadero pánico invadió el recinto. Se corrió la voz
de que estaba a punto de estallar un plan para apoderarse del rey y destruir a la
Asamblea. Los diputados se declararon en sesión permanente y la misma ciudad
de París se puso en pie de guerra, con patrullas que de manera constante recorrían
las calles y con las luminarias públicas encendidas toda la noche. Se permitió a los
sans-culottes más ultra-radicales, armados con picas y "otros instrumentos
agresivos", desfilar por el hall de la Asamblea, mientras golpeaban tambores y
cantaban tonadas revolucionarias.4

En efecto, el temor recurrente a la presencia de conspiraciones impulsadas por


grupos pequeños o grandes de conspiradores empecinados en destruir a la
revolución a través de conjuras secretas, invadió a la mayor parte de la élite
política francesa entre la primavera de 1792 y el verano de 1794. Durante este
período, un 90 % de las sentencias a muerte dictadas por los tribunales recayeron
sobre individuos acusados de diversas formas de sedición o colusión con los
enemigos de la República.5 La obsesión por los complots claramente formaba parte
de la cultura política durante el reinado del Terror.

Los temores conspirativos durante la Revolución Francesa resultan tanto o más


fascinantes desde el momento en que reacciones similares afectaron a muchos
otros episodios revolucionarios a lo largo de la historia. La siniestra descripción de
Tucídides del mundo helénico durante la guerra del Peloponeso es ampliamente
conocida: "Cuando los problemas, comenzaron en las ciudades, los que siguieron
llevaron el espíritu revolucionario cada vez más y más lejos. Quienes lograban
triunfar en alguna conspiración alcanzaban gran reconocimiento, pero se
consideraba mayor la maestría de aquellos que resultaban capaces de develar la
existencia de un complot."6 En el período de la Revolución Americana, como
Bernard Bailyn lo demostrara de manera persuasiva, un gran número de colonos
estaban convencidos de que el gobierno británico o sus ministros estaban inmersos
en una vasta, secreta y concertada conjura para corromper su libertad.7 También
los rusos después de 1917 experimentaron ondas de temor conspirativo en varios
momentos, desde la toma del poder por parte de los bolcheviques hasta la
consolidación de la dictadura stalinista. Después del intento de asesinato de V. I.
Lenin en agosto de 1918, los diarios soviéticos y las proclamas del gobierno
abundaron en revelaciones de "interminables conspiraciones perpetradas por
contrarrevolucionarios y socialistas de derecha" en alianza con las potencias
extranjeras y con una cohorte continuamente cambiante de enemigos políticos y
de clase.8 Durante las purgas stalinistas, las teorías conspirativas fueron invocadas
tanto por quienes ordenaban los arrestos como por aquellos que trataban de
entender el motivo de los injustos cargos que les endilgaban.9 La revolución cultural
en China también parece haberse originado en parte en las sospechas de Mao
Zedong de que existían amenazas a su poder; así fue que el movimiento pronto
engendró un temor generalizado a las insidias de los "reaccionarios burgueses" y de
los enemigos extranjeros que planeaban sabotear la revolución con la intención de
lanzar luego un terror blanco. Una vez que la revolución cultural comenzó a
languidecer, todos los males de la fase anterior fueron atribuidos a la vil Pandilla de

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los Cuatro, que había conspirado para mantenerse en forma permanente en el
poder.10

En el presente estado de nuestros conocimientos, un estudio comparativo de la


obsesión por el complot en estas diversas revoluciones resulta poco menos que
imposible. Requeriría un exhaustivo examen de la naturaleza y el grado de las
conductas conspirativas en los países involucrados, en contextos culturales y
políticos muy diferentes. Exigiría también una evaluación de la presencia o
ausencia de conjuras reales y del posible estimulo de tales miedos por parte de
líderes manipuladores. Pero cualquiera sea el caso, resulta evidente que en tiempos
de revolución un número importante de personas comunes llega a creer con
facilidad en la realidad de inmensas redes secretas lideradas por pequeños grupos
de intrigantes. También parece claro que en las revoluciones de Francia, Rusia y
China, los miedos obsesivos de esta clase condujeron directamente a la muerte a
varios miles de personas. Resulta entonces apropiado explorar con más cuidado los
temas y las variaciones conspirativas en al menos una de aquellas grandes
revoluciones: la francesa.

En la mayor parte de los trabajos más antiguos sobre la Revolución Francesa, la


preocupación por las conjuras fue poco enfatizada, y a menudo totalmente
ignorada. Si se la mencionaba, se la atribuía usualmente al pánico de las masas
parisinas antes que a las actividades de agentes enemigos concretos, y sobre todo
a la guerra que por entonces Francia libraba contra la mayoría de las potencias de
Europa para preservar los ideales de 1789.11 Pero el reciente interés por el lenguaje
de la revolución ha traído una vez más el tema a la palestra. Varios autores
sostuvieron que este particular hábito de pensamiento resultaba fundamental no
sólo para las masas sin educación sino también para las élites revolucionarias, y que
por lo tanto se trataba de un trazo cultural que caracterizó a la mentalidad y al
discurso de los líderes desde el estallido mismo de la Revolución. En un libro
particularmente influyente, François Furet sostuvo que "la idea del complot en la
ideología revolucionaria (...) era una noción verdaderamente central y polimorfa,
que servía como punto de referencia para organizar e interpretar las acciones. Era
la noción que movilizaba las convicciones y las creencias de los hombres, y tornaba
posible en cada momento elaborar una interpretación y una justificación de lo que
había sucedido."12 Lynn Hunt defendió una postura más o menos similar: "la obsesión
por la conspiración se había convertido en el principio organizativo central de la
retórica revolucionaria francesa. La narrativa sobre la Revolución estaba dominada
por los complots."13

Por otra parte, para ambos historiadores la forma conspirativa de explicación


estaba vinculada a la cultura política de las élites francesas en vísperas de la
revolución. Furet puso particular énfasis en la influencia del concepto de soberanía
popular de Jean-Jacques Rousseau, tal como lo desplegaba en El contrato social
(1762). Era la creencia revolucionaria en una "voluntad general" única e indivisible la
que llevaba a muchos dirigentes a concluir que toda oposición o disidencia tenía
carácter criminal o "contrarrevolucionaria", y a postular la existencia de
conspiraciones –porque ¿qué otra explicación podía ofrecerse para la oposición
popular a la “voluntad general”? En este sentido, los revolucionarios estaban
siguiendo una especie de "dialéctica hegeliana"; ellos "inventaron un enemigo
único, indivisible y perverso, e imaginaron una lucha a muerte contra aquellos
opositores a quienes suponían munidos de poder y coherencia ideológica,

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exagerando así las evidencias tangibles al respecto."14 Desde el punto de vista de
Furet, los complots en gran medida resultaban ilusorios, "producto de una frenética
preocupación por el poder.15 La interpretación de Hunt es más compleja.
Comparando la situación de Francia con el siglo XVIII inglés y los nacientes Estados
Unidos, Hunt resalta la falta de familiaridad con la política que los franceses tenían
antes de la Revolución, así como la ausencia de "textos sagrados" –como la
Constitución Americana– sobre los cuales descansar. Pero ella también pone un
énfasis considerable en la fuerza de las ideas: en una roussoniana preocupación
por la voluntad general y por la transparencia y la autenticidad, todo lo cual
tendía a transformar a cualquier expresión de política faccional en "sinónimo de
conspiración."16

Las sugerencias de Furet y de Hunt son sugestivas y provocadoras. También poseen


un carácter conscientemente especulativo, subsidiario de la interpretación que de
la cultura revolucionaria realizan ambos historiadores. Ahora bien, ¿cuándo
comenzó en concreto esta peculiar obsesión por las conjuras? ¿Cómo se desplegó
a través del tiempo y cuán importante fue para su desarrollo la dialéctica de las
ideas? ¿Pueden los revolucionaros mismos ofrecernos alguna indicación del
nacimiento de este particular giro de las mentalidades colectivas? El presente
ensayo busca explorar de manera empírica los orígenes y el desarrollo de la
obsesión conspirativa durante los primeros años de la Revolución Francesa, para así
ofrecer posibles puntos de referencia para futuros estudios comparativos con otras
revoluciones. Nuestro trabajo se centrará, en particular, en la psicología de los
temores que parecían embargar a las élites revolucionarias, como complemento
de los más conocidos miedos que por entonces también afectaban a las clases
populares.17 Tras una rápida visión de conjunto de las teorías conspirativas anteriores
a 1789, se analizará en un grupo clave de dirigentes –los diputados de las
Asambleas Constituyente y Legislativa– el comienzo y la evolución de estas
creencias hasta el estallido del "Primer Terror", en el verano de 1792.18

Ahora sabemos que en la temprana era moderna las creencias conspirativas no se


limitaron sólo a los períodos revolucionarios. En un notable artículo publicado en
1982, Gordon Wood aplicó la idea de un "estilo de política paranoico", inicialmente
desarrollado por Richard Hofstadter para dar cuenta de la historia contemporánea
de los EE.UU., al "mundo anglo-americano" de los siglos XVII y XVIII.19 En el marco de
esta región, según Wood, "las interpretaciones de corte conspirativo (...) se
convirtieron en el principal medio por el cual los hombres educados del período
temprano-moderno ordenaron y otorgaron sentido a su mundo político. Por todas
partes las personas percibían planes dentro de planes, camarillas dentro de
camarillas, a partir de una concepción del mundo social que se imaginaba
integrado por individuos autónomos y libres capaces de desatar eventos de forma
directa y deliberada a partir de sus propias acciones.” Prácticamente no existía
figura relevante que no tendiera a explicar los hechos políticos en esos términos."20

Wood se esforzó por aplicar este esquema interpretativo al continente europeo.


Pero las investigaciones preliminares sobre el caso francés sugieren que en el siglo
XVIII existían tanto similitudes como diferencias. En la masa de gente común en
Francia, los historiadores han hallado amplia evidencia de la existencia de una
particular susceptibilidad a las interpretaciones conspirativas. Steven Kaplan
documentó una difundida creencia popular en los "complots del hambre",
construidos en el seno de una estructura de mentalidad colectiva" y en los cuales

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un amplio grupo de villanos eran imaginados –según las circunstancias– actuando
en las sombras para provocar el hambre en el reino.21 Arlette Farge y Jacques Revel
revelaron la vulnerabilidad de las clases populares parisinas ante las teorías
conspirativas en las décadas centrales del Siglo de las Luces, en cuyo contexto
miles de personas creyeron con facilidad en la existencia de funcionarios reales que
secuestraban niños vagabundos en las calles de Paris, con la intención de utilizar su
sangre para confeccionar los emplastos requeridos por las repelentes
enfermedades que aquejaban al lascivo Luis XV. El poder del miedo a la
conspiración popular en vísperas de la Revolución ha sido explorado por Georges
Lefebvre en su estudio pionero sobre el Gran Miedo.22 En un mundo donde las
acciones ocultas de las autoridades reales, señoriales y eclesiásticas dominaban la
vida de la gente común, estos temores no eran necesariamente irracionales. De
hecho, durante la mayor de la historia el modelo dominante para explicar los
eventos extraordinarios partía del supuesto de que detrás de ellos se encontraban
las acciones voluntarias de seres individuales, en ocasiones humanos, pero más
frecuentemente sobrenaturales (dioses, santos, demonios, etc.). El único esquema
alternativo viable, basado en la idea del caos o del puro azar, con toda
probabilidad resultaba aún más aterrador e inaceptable para la gente común. En
otros tiempos y en otras situaciones, los judíos, los protestantes y las brujas en unión
con el demonio, fueron invocados para explicar diversas clases de daños infligidos
a los individuos, a sus familias y a sus comunidades.23

En determinadas situaciones, algunos miembros de las élites francesas instruidas


también suscribieron interpretaciones a partir de conjuras y confabulaciones. Un
rastreo de la palabra "conspiración" en una amplia muestra de trabajos publicados
entre 1700 y 1789, y disponible para el análisis gracias a la base de datos ARTFL,24
revela la presencia de un puñado de escritores que creían en la existencia de
diversas conspiraciones contemporáneas.25 En la primera mitad del siglo XVIII, las
acusaciones más importantes estaban dirigidas contra la Compañía de Jesús.
Voltaire, en particular, siempre retrató a los jesuitas como la encarnación del
omnipresente poder clerical, anatema para los escritores del Iluminismo, imagen
que los autores jansenitas contribuían fuertemente a reforzar.26 Pero con la supresión
de la Compañía de Jesús en Francia a mediados de 1760, estas acusaciones
desaparecieron de manera abrupta. En el final del Antiguo Régimen, los más
vigorosos alegatos conspirativos fueron registrados por el ex jesuita Augustin Barruel,
en un trabajo en el que enlazaba implícitamente la desaparición de su antigua
orden con un complot urdido por los philosophes.27 Barruel unió fuerzas con el
periodista Elie Fréron y el abad Thomas-Marie Royou en el Année littéraire, una
publicación que implacablemente acusaba a los pensadores ilustrados, a los
masones y a los protestantes de complotar secretamente para la destrucción de la
religión y de la monarquía. Tales escritos prefiguraban de manera directa la
interpretación conservadora de la Revolución, desarrollada en el periódico de
Royou L' ami du roi y por la "historia" conspirativa del jacobinismo del más tardío
Barruel. 28

Sin embargo, este tipo de creencias parece haber sido la excepción entre los
escritores franceses del siglo XVIII. La mayoría de los autores buscados en la ARTFL
nunca usaron la palabra "conspiración" en absoluto, y los que lo hicieron se
refirieron ante todo a eventos del pasado histórico.29Hubo registros de
conspiraciones e intrigas ocurridas en tiempos de los griegos y los romanos. con la
inevitable referencia a los casos de Catilina y Bruto, pero también durante la Edad

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Media, el Renacimiento y las Guerras de Religión. Fueron también mencionados
episodios específicos de la historia de Francia: la Conspiración de Amboise de 1560,
la Noche de San Bartolomé con la masacre de los hugonotes en 1572, y la
conspiración del marqués de Cinq-Mars contra el cardenal Richelieu en 1642.
Claramente, muchas confabulaciones pasadas persistían en la memoria colectiva
de las élites instruidas francesas.30 Sin embargo, muy pocos imaginaron y menos
aún escribieron acerca de la existencia de maquinaciones semejantes en su propio
tiempo. Montesquieu sostuvo que las conspiraciones eran mucho más improbables
en su época que en la de los griegos y romanos, un dato de la realidad que él
atribuía a la mayor distribución de información a través de periódicos, diarios y al
sistema público de correo.31

Por lo tanto, para el siglo XVIII estaban disponibles para las clases instruidas nuevos
modelos explicativos para el análisis de los hechos políticos y económicos,
esquemas que no necesitaban ya descansar de manera excluyente en las
maniobras ocultas de voluntades individuales. Las explicaciones mecanicistas del
mundo, el nacimiento del racionalismo cartesiano, y las nuevas interpretaciones
astronómicas basadas en leyes científicas y causas naturales popularizadas por
Voltaire y otros, tuvieron un profundo impacto no solamente sobre los puntos de
vista de las élites religiosas, sino sobre la comprensión general de la noción de
causalidad per se. Aplicando tales perspectivas a los asuntos humanos en general,
los pensadores franceses del siglo XVIII realizaron importantes avances a la hora de
identificar procesos políticos y económicos más abstractos detrás del
funcionamiento cotidiano del orden social. Tal fue el caso del análisis de los
fenómenos políticos ofrecido por Montesquieu en el "espíritu de las leyes", por
ejemplo; o de los fisiócratas, cuyo análisis de la circulación general de la riqueza y
de las leyes de las fuerzas del mercado anticiparon la "mano invisible" de Adam
Smith. También cumplía un rol en este sentido el concepto de voluntad general de
Rousseau, basado en la existencia de una comunidad colectiva de intereses activa
en la sociedad.32

Si algunos miembros de las élites francesas del siglo XVIII continuaron suscribiendo
interpretaciones de corte conspirativo para explicar los hechos políticos acaecidos
en su propio tiempo, tales creencias no estaban extendidas y resultaban mucho
menos centrales en el pensamiento de las clases instruidas que lo que lo eran en el
mundo anglo-americano. Los escritos producidos durante los dos mayores hechos
políticos de fines del Antiguo Régimen, la crisis Maupeou de comienzos de 1770 y la
"pre-revolución" de 1787-1789, sirven para fundamentar aún más sólidamente esta
conclusión. En la larga lucha entre el Canciller Renée-Nicolas de Maupeou por un
lado, y el Parlamento de Paris y los partidarios del "partido patriota" liberal por el
otro, ningún referente importante de los bandos enfrentados parece haber
recurrido nunca a teorías del complot para explicar los hechos. Aún cuando un
jurista jansenita trató de persuadir a sus colegas de que el conflicto había sido
pergeñado por los jesuitas y de que Maupeou era simplemente un peón a su
servicio, prácticamente nadie aceptó esta idea.33 Una rápida lectura de la
literatura patriótica del período no revela ninguna mención a las palabras
"complot" o "conspiración". Cuando las motivaciones del accionar del Canciller
eran aludidos, usualmente se lo retrataba actuando en soledad, movido
primariamente por sus ambiciones personales. La mayor parte de los comentaristas
interpretaban el conflicto en términos institucionales abstractos, como una lucha

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"constitucional" en la que la "tiranía" y el "despotismo" se oponían a los defensores
de las libertades, al gobierno de las leyes y a la "constitución" de la nación."34

A lo largo del período prerrevolucionario, desde el invierno de 1787 hasta la


primavera de 1789, los miedos conspirativos fueron extraordinariamente raros,
prácticamente inexistentes entre los patriotas proto-liberales, en marcado contraste
con la posición de los proto-conservadores del grupo Fréron-Barruel. En la literatura
panfletaria escrita durante el período, de treinta y dos futuros diputados del Tercer
Estado sólo uno, el futuro líder jacobino Maximilien Robespierre, ofrece trazos de
una visión política de corte paranoico. Todos los restantes escritos estaban
marcados, por el contrario, por un tono de optimismo y buena voluntad. Muchos
expresaban alabanzas casi ilimitadas a la figura del rey. Y mientras algunos eran
muy críticos con la nobleza, muchos se mostraban convencidos de que los
aristócratas podrían dejar de lado sus "prejuicios" para sumarse a la causa patriota
por medio de la razón y de la persuasión.35 Casi el mismo tono era el que se
encontraba en "general" en los cahiers de doléances elaborados por las élites
urbanas a comienzos de 1789. Si bien hallamos numerosas apelaciones a la
responsabilidad ministerial y demandas de difusión de los manejos financiero del
gobierno, las nociones y el lenguaje conspirativo estaban ausentes.36

Las razones de la ausencia relativa del miedo conspirativo en la cultura política


francesa, por comparación con el mundo anglo parlante, son indudablemente
complejas y no pueden ser desarrolladas aquí. Quizás habría que poner el foco
sobre el impacto que el protestantismo tuvo en la cultura anglo-americana, con su
énfasis en la omnipresencia del mal y en las engañosas artimañas de Satán, o lo
que es lo mismo, sobre la debilidad general de tales elementos en la tradición
francesa. Se podría también enfatizar las muy diferentes tradiciones políticas en
Francia y en la cultura británica. Gordon Wood subrayó la creciente complejidad y
el carácter impersonal de la política en la era augustana, en la Inglaterra de
comienzos del siglo XVIII, cuando un gran número de personas se vio involucrada
en la toma de decisiones como nunca antes había sucedido: "cuanto más extrañas
las personas se volvían unas respecto de las otras, y cuanto menos sabían sobre los
sentimientos de los demás, más desconfiadas y suspicaces se volvían, lo que
provocó que, como nunca antes en la historia de Occidente, el engaño y la
duplicidad comenzaran a verse por todas partes.”37 Comparada con la más difusa
naturaleza que la autoridad política y la toma de decisiones adquirían en Gran
Bretaña y en América gracias a la presencia de cuerpos representativos y a la
fuerza del poder regional en los niveles de autoridad, la política francesa se tornaba
cada vez más centralizada y autoritaria con el crecimiento del absolutismo y de
una fuerte burocracia. En efecto, Yves-Marie Bercé asocia específicamente la
declinación de la cultura conspirativa en Francia en el siglo XVII con la
consolidación de la monarquía.38 Pero en cualquier caso, y sea cual fuere el
motivo, un estilo paranoico era poco evidente entre los integrantes de la futura
clase de líderes patriotas en vísperas de la Revolución Francesa.

Un análisis profundo de la obsesión conspirativa entre las élites durante el período


revolucionario necesitaría apoyarse en una amplia diversidad de documentos,
incluyendo periódicos, folletos y discursos dados en los clubes y en las asambleas,
tanto en París como en las provincias. Aquí, como un primer acercamiento, me
concentraré en los testimonios producidos por los diputados de las dos primeras
asambleas revolucionarias, desde los inicios de la Revolución hasta el período del

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Primer Terror. Utilizaré tres grupos de fuentes: una compilación de las actas de las
asambleas39, los archivos del club jacobino de Paris40, y las cartas manuscritas de
cuarenta diputados o delegaciones de diputados preservadas en series de
correspondencia más o menos continuas.41 Si bien el número de diputados
representados en la última muestra es pequeño, su correspondencia total incluye
cerca de dos mil cartas, fechadas entre mayo de 1789 y septiembre de 1792. La
muestra incluye una amplia variedad de grupos de edades, ocupaciones y
orígenes geográficos. y toda la gama de filiaciones políticas.42 Las cartas de los
diputados permiten una enumeración sistemática de la creencia en las
conspiraciones en las reflexiones individuales compartidas con sus familias y
amigos.43

Sobre la base de estas misivas y de los debates publicados, parecería clara la


escasez de una retórica de la conspiración en el discurso de la élite patriota. Se
trata de un fenómeno que, ya observado en el período prerrevolucionario, persistió
hasta las primeras semanas de sesiones de los Estados Generales y de la Asamblea
Nacional. No existe prácticamente ningún lenguaje de este tipo en la
correspondencia de los diputados durante el desarrollo revolucionario entre
comienzos de mayo y fines de junio de 1789. Tanto en sus cartas como en sus
discursos, la mayor parte de los diputados del Tercer Estado mantenían un tono
extraordinariamente optimista, fundamentado en el hecho de que muchos
confiaban en que finalmente lograrían conseguir el apoyo del rey. De manera
significativa, en los debates sobre el problema de la escasez de granos, que
comenzaron el 19 de junio, inmediatamente después de la creación de la
Asamblea Nacional, una vasta mayoría de oradores no dio crédito a los rumores
sobre la existencia de un complot del hambre. Aún cuando reconocían la
existencia de tales temores entre las clases populares, tuvieron cuidado de
diferenciar su propia posición ilustrada de las creencias de la "multitud". Un
diputados por Burdeos no identificado, motivado por la creación de un Comité de
Subsistencia, especificaba cuidadosamente que la escasez se originaba en causas
naturales y no en acciones o decisiones de individuos perversos: "no tendría sentido
atribuir la carestía al acaparamiento fraudulento de un reducido grupos de
personas. Las tormentas de granizo y las cosechas miserables [de 1788] son las
únicas causas."44 Efectivamente, la única evidencia sustancial de un estilo
paranoico en el comienzo de los Estados Generales se relaciona con ciertos
miembros del clero y de la nobleza. En parte como una táctica para ganarse la
voluntad de los párrocos y de los nobles moderados, los obispos y los aristócratas
acusaron al Tercer Estado de intrigar en secreto para destruir tanto a la religión
como a las clases privilegiadas. El clero conservador, en particular, se apoyó en
algunos de los temas desarrollados antes de la Revolución por el grupo de Fréron-
Barruel.45 Si alguna vez existió una dialéctica de ideas hegeliana que impulsaba a
los diputados del Tercer Estado hacia obsesivas teorías del complot, no existe
evidencia de que la misma estuviera ya instalada durante las primeras semanas de
la revolución.

Cuando apareció un lenguaje de la conspiración en los discursos y en las cartas de


los diputados patriotas, no surgió como una "preocupación frenética por el poder",
como Furet propone, sino a partir de miedos engendrados por los muy reales
complots impulsados por el gobierno entre fines de junio y comienzos de julio de
1789. El agrupamiento de tropas mercenarias en los alrededores de París y de
Versalles, y el despido del ministro liberal Jacques Necker, fueron inicialmente parte

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de un plan secreto improvisado por los asesores conservadores del rey para disolver
o tomar por la fuerza el control de la Asamblea Nacional.46 François-René Pierre
Menard de La Groye fue el primero en mencionar el último día de junio los rumores
sobre la concentración de tropas y la existencia de un "complots del odio" en
marcha. Una semana más tarde, Honoré-Gabriel de Mirabeau hizo una dramática
advertencia a la Asamblea en un sentido similar.47 Pero en muchos casos, fue sólo
después de la toma de la Bastilla, y en referencia directa a un plan realista cuya
plena dimensión sólo podía conjeturarse y muy fácilmente exagerarse, que el
miedo a la conjura irrumpe en la correspondencia de los diputados. Mirando hacia
los días previos, Jean-François Gaultier de Biauzat creía que había existido un
complot aristocrático para "el horrible asesinato" de la totalidad de los diputados
del cuerpo. Un comerciante de vino de Borgoña, Claude Gantheret, reproducía la
muy extendida convicción de que el Conde de Artois, el hermano emigrado del
rey, estaba organizando una invasión del país y una nueva masacre de San
Bartolomé.48 Las teorías del complot continuaron durante el pánico rural del Gran
Miedo en el verano de 1789. Fue durante las alarmas de fines de julio que los
diputados organizaron el primer comité de supervivencia de la Revolución. Ninguno
de los oradores que intervinieron en aquella ocasión dudó de la existencia de una
confabulación contrarrevolucionaria puesta en marcha desde los primeros días del
mes. Aterrorizados por un brote aparentemente simultáneo de violencia rural en
todo el país (violencia que sólo a comienzos del siglo XX, y gracias a las
investigaciones de Georges Lefebvre, pudo catalogarse como el producto de una
serie de reacciones en cadena),49 muchos llegaron a la conclusión de que una
gigantesca conspiración era la verdadera causa del Gran Miedo. "No puede haber
ninguna duda," enunciaba Adrien Duport en la Asamblea, "de que los complots
fueron organizados contra el estado." Hasta los oradores de la moderada derecha
monárquica se abstuvieron de cuestionar la realidad de la conjura, si bien hubieran
preferido recurrir a los procedimientos judiciales regulares para llevar a cabo una
investigación.50

Durante los siguientes dos años, el miedo a la conspiración nunca desapareció por
completo de la Asamblea. Pero como atestiguan los discursos de los diputados y su
correspondencia, hubo numerosos altibajos en la incidencia de estos temores, que
a menudo se reactivaban en respuesta a verdaderos y probados planes
contrarrevolucionarios, como la reunión de los guardia nacionales católicos en
Jalès en agosto de 1790, o la conspiración de Lyon en diciembre del mismo año.
Mayores sospechas se generaron por la fenomenal demostración de protesta
política y económica protagonizada por las mujeres que marcharon sobre Versalles
en octubre de 1789, que la mayoría de los diputados explicaba como una
maquinación; y por la confrontación entre Inglaterra y España que aumentó la
posibilidad de involucrar a Francia en una guerra, para la cual los diputados se
sentían poco preparados tanto militar como psicológicamente. Otras acusaciones
de intrigas aparecieron a intervalos entre el invierno y la primavera de 1790-1791,
vinculadas en parte a las crecientes amenazas de los líderes emigrados, cuyo
poder concreto e influencia era difícil de evaluar, y sobre todo por el crecimiento
de los disturbios populares causados por la transformación revolucionaria de la
Iglesia Católica impulsada por la Constitución Civil del Clero. Todas estas
aprensiones se vieron invariablemente intensificadas por la existencia en la
Asamblea misma de una sólida falange de diputados reaccionarios del primer y
del segundo estados, abiertamente opuestos a la Revolución y militando

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secretamente en sus respectivas circunscripciones para fomentar la oposición al
nuevo régimen.51

Sin embargo, muchos diputados del centro y de la izquierda moderada no


estuvieron de ninguna manera obsesionados con las conspiraciones, y fueron
frecuentemente críticos del estilo paranoico, en especial después de que la
atmósfera de pánico del verano de 1789 se disipara. Así, los debates referidos a las
insurrecciones campesinas en Quercy y Limousin durante el invierno de 1789-1790
fueron generalmente tranquilos y analíticos. No se hicieron referencias a complots
de aristócratas o de poderes extranjeros.52 La mayoría de los diputados de la
Asamblea Constituyente cuya correspondencia examiné, por lo general se
mostraban cautos en sus reacciones ante las teorías conspirativas. Muchos eran
abogados o magistrados de profesión, bien entrenados en el uso de la evidencia, y
cautelosos antes las acusaciones sin pruebas. Hicieron el esfuerzo, en el relato de los
hechos, de distinguir los rumores basados en datos inverificables de los hechos
respecto de los cuales existían confirmaciones irrefutables. En el verano de 1791, por
ejemplo, el magistrado de Brest, Laurent-François Legendre, se mostraba cuidadoso
a la hora de evaluar la amenaza real de la presencia de extranjeros en París,
concluyendo que había pocos que representaran algún genuino peligro a pesar de
los contenidos de ciertos periódicos.53 Los diputados individuales podían resultar
excepcionalmente lúcidos ante la idea misma de conspiración. A finales de 1790,
Gaultier reflexionaba sobre las recientes predicciones de insurrecciones
conspirativas que nunca se había materializado: "Yo nunca di lugar ni crédito a ellas
y usted ha visto que [tales creencias] eran totalmente infundadas (...). Nada puede
seguramente despertar más temores entre la gente común que los anuncios de
que están en peligro."54 "Tales son las ansiedades de la libertad naciente," escribía
Antoine Durand, "que concebimos enemigos por todas partes complotando contra
nosotros."55 En el invierno de 1790, los diputados que continuaban obsesionados con
las conjuras, un pequeño número, era visto por sus colegas como un elemento
marginal a la corriente principal de pensamiento que reinaba en la Constituyente.
Tal era la opinión de Adrien Duquesnoy sobre Robespierre, por ejemplo, cuyo estilo
oratorio cargado de persistentes denuncias de conspiraciones ocultas, era
considerado demagógico y un tanto ridículo.56

Si para la mayoría de la Asamblea Constituyente los miedos conspirativos parecen


haber tenido carácter episódico, hubo una facción mucho más cercana a la
retorica política paranoica: los jacobinos radicales, aquellos doscientos diputados
que permanecieron en el Club en la primavera de 1790, tras el cisma que dividió a
la sociedad fundada en 1789. El proceso por el cual este grupo llegó a abrazar el
miedo conspirativo no está completamente claro. El manifiesto inicial de los
jacobinos, escrito en febrero de 1790 por el joven radical Dauphine Antoine
Barnave, aludía al deber de los miembros de defender la Constitución, pero no
hacía ninguna mención específica a conjuras o confabulaciones.57 Si bien
aparecen preocupaciones conspirativas de manera ocasional en los archivos
tempranos del Club, no parecen haberse convertido en una característica
dominante hasta el final del verano de 1790. Un punto de inflexión pudo haber
ocurrido entre agosto y septiembre de 1790, como reacción a la sangrienta
represión de los soldados en Nancy amotinados contra sus oficiales aristócratas,
una represión dirigida por el general realista reaccionario François-Claude-Amour,
marqués de Bouillé. El affaire de Nancy despertó entre los jacobinos y las clases
bajas parisinas fuertes sospechas de duplicidad por parte del marqués de

“Conspiracy Obsession”. Trad. Gabriela Monezuelas (Historia Moderna/FFyL-UBA) Página 10


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Lafayette, cuñado de Bouillé, quien en la Asamblea Constituyente había instado a
los diputados a apoyar la represión en nombre de la disciplina militar.58 El temor a
las conspiraciones impulsadas por altos oficiales continuó en evidencia durante
todo el otoño, especialmente cuando la lealtad de muchos ministros del rey se
puso en tela de juicio, y un complot de emigrados en el sudeste quedó al
descubierto. La intensidad de la ansiedad se puso de manifiesto a fines de
diciembre, cuando muchos jacobinos llegaron a creer que alguien había
depositado una bomba en el sótano de su edificio, y que el recientemente creado
Club Monárquico estaba planeando asesinarlos a todos como parte de una
masacre generalizada.59

Hasta cierto punto, la obsesión de la izquierda radical con las conspiraciones surgió
de un sentimiento profundamente arraigado de que su versión del igualitarismo
democrático resultaba profundamente verdadera y correcta –un compromiso
político que contrastaba drásticamente con el pragmatismo de la mayoría de los
restantes diputados. Existía apenas un paso entre esta postura y la idea de que
quienes discrepaban con la posición de los jacobinos eran todos idiotas, incautos o
conspiradores. En este sentido, el estilo paranoico jacobino estaba vinculado con la
intensidad de sus convicciones y no de manera específica con los principios de la
filosofía de Rousseau. Pero también en parte la obsesión conspirativa estaba atada
a la identificación radical de los jacobinos con la gente común. Ya por el otoño de
1789, en la época en la que más diputados estaban reaccionando con horror e
indignación ante la violencia de los parisinos, muchos jacobinos llegaron a idealizar
y glorificar a las masas urbanas como representantes del verdadero espíritu de la
revolución, y encarnación de los valores democráticos de los cuales ellos se habían
convertido en portavoces principales. ¿Acaso no habían tenido los parisinos que
acudir al rescate de la Asamblea en dos ocasiones diferentes, en sus insurrecciones
de julio y de octubre? La imagen del "buen pueblo" rápidamente se convirtió en un
leitmotiv en los escritos de muchos radicales. "Ah, el buen pueblo, el buen pueblo
francés," escribía Menard a su esposa. "Cuanto los han calumniado quienes decían
que la libertad nunca podría adaptarse a ellos."60

En su identificación autoconsciente con las clases inferiores, los jacobinos radicales


fueron más susceptibles a la influencia de la cultura popular urbana y a la obsesión
con las conspiraciones que caracterizaba a los parisinos desde larga data. Esta
influencia bien pudo intensificarse gracias a la influencia de los miembros del Club
que no integraban la Constituyente, y en particular de significativos contingentes
de las populares "sociedades fraternales" parisinas y del Club de los Cordeleros. Los
cordeleros, en particular, estaban dominados por un grupo de periodistas como
Jean-Paul Marat, Camille Desmoulins, François Robert y Jacques-Renée Hébert
quienes en sus periódicos se dirigían en forma directa a las masas, por lo que
rápidament6e asumieron muchas de las perspectivas y de los puntos de vista de su
audiencia.61En cualquier caso, en 1791 la búsqueda y la denuncia de
conspiraciones se habían convertido en parte de la cultura política y de la retórica
de los jacobinos, una característica común de los discursos y panfletos producidos
por los miembros del grupo. Las primeras denuncias de la existencia de un "comité
austríaco" parecen haber aparecido en la prensa radical a comienzos de 1791.62
Casi al mismo tiempo, el Club Jacobino adoptó un juramento formal que se les
tomaba a todos sus miembros, por el que debían comprometerse a "denunciar, aún
a riesgo de nuestras vidas y fortunas, a todos los traidores de nuestra patria."63

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Para la Asamblea Constituyente en su conjunto, el hecho individualmente
considerado que más contribuyó a intensificar la convicción de que existía un
complot en curso, fue el intento de fuga del rey y su captura en la pequeña ciudad
de Varennes en junio de 1791. Todos los diputados, incluso las élites políticas a lo
largo del país, se sintieron profundamente impactadas y agitadas por la
experiencia. Una vez que los diputados encontraron la declaración escrita del
monarca denunciando de manera formal la mayoría de las transformaciones
revolucionarias, y afirmando que su colaboración previa había sido coaccionada y
falsa, no pudieron ya dudar de que el soberano había estado de acuerdo con la
confabulación.64 A medida que varios de los comités de investigación de la
Asamblea ahondaron en el asunto, entrevistando a docenas de testigos y leyendo
documentos confiscados en la residencia real, quedó claro que desde hacía meses
un profundo complot se había puesto en marcha, involucrando a numerosas
personas en Paris, en el ejército y entre los emigrados instalados en territorio
prusiano. El hecho ponía de manifiesto el descarado engaño y perjurio cometido
por el monarca, quien había jurado solemnemente la Constitución en julio de 1790
y prometido unas pocas semanas antes apoyarla y promoverla. Para el ethos
revolucionario, imbuido de ideales de transparencia y autenticidad, no había
quizás pecado más grande que jurar en falso, y ésto era precisamente lo que Luis
XVI había hecho.65 Aunque un puñado de periodistas políticos como Marat y
Hébert habían estado profetizando la huida, los líderes de la Asamblea
Constituyente siempre habían rechazado la posibilidad de que semejante
irresponsabilidad escandalosa pudiera alguna vez concretarse.66 Pero ahora todas
aquellas predicciones en apariencia paranoicas se habían hecho realidad. Nunca
desde el comienzo de la Revolución hubo una prueba más palpable y concluyente
de la existencia de una enorme y coordinada maquinación orquestada en los más
altos niveles del estado.

Finalmente, la mayoría de la Asamblea Constituyente acordó restablecer al rey a


pesar de la amarga oposición de los radicales jacobinos, y mantener así la
Constitución que los diputados habían redactado dos años antes. En parte era por
una cuestión de aprehensión a lo desconocido y por miedo a la anarquía que la
mayoría patriota temió empujar a la nación hacia un período de regencia o hacia
un régimen republicano; en parte también se trataba de una cuestión de inercia y
de la dificultad emocional en renunciar al tiempo y al esfuerzo invertidos en forjar
una nueva constitución. Pero el miedo a la conjura y la desconfianza hacia el rey
se mantuvo de allí en más como una permanente amenaza que pesaba sobre la
Carta Magna y sobre la nueva Asamblea Legislativa por ella creada.

Desafortunadamente, la historia interna de la segunda asamblea revolucionaria, la


Legislativa, es menos conocida que la de la primera.67 Sin embargo, la evidencia de
la correspondencia de los diputados sugiere una expansión del estilo paranoico
entre sus miembros desde las más tempranas reuniones del cuerpo. La tendencia a
creer en complots y conspiraciones casi triplica los valores correspondientes a la
Constituyente.68 Para la mayoría de los diputados de esta última asamblea, con los
jacobinos como principal excepción, los temores habían tenido un carácter
totalmente episódico, vinculados la mayor parte de las veces a la explicación de
hechos puntuales. Pero ahora, la existencia de conjuras comenzaba a convertirse
en una verdadera obsesión, no sólo para jacobinos radicales como Georges
Couthon, sino también para moderados como Antoine Rabusson-Lamothe y para

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un espectro de diputados con diversas posiciones políticas del departamento de
Côtes-du-Nord.

No solamente había más menciones de complots en el seno de la Asamblea


Legislativa, sino que la naturaleza de los actos parecía evolucionar. Bajo la
Constituyente, prácticamente todas las referencias en la correspondencia hacían
alusión a intrigas de carácter individual o a una multiplicidad de maquinaciones
instigadas por una difusa categoría de perpetradores. Ahora los diputados se
mostraban cada vez más preocupados por "la gran conspiración", un esquema de
pensamiento que tendía a concebir todas las amenazas como parte de un
monolítico plan maestro dirigido por una única fuente, la cual, dependiendo de la
versión, podía identificarse con los príncipes emigrados, un específico gobierno
extranjero o la misma "autoridad ejecutiva" francesa. Mientras que en la
correspondencia de los miembros de la Constituyente sólo hallamos una única
referencia a la gran conspiración durante los veintinueve meses de existencia de la
asamblea, detectamos cerca de veinte en los primeros diez meses de
funcionamiento de la Legislativa.

El nuevo carácter de la obsesión se puso claramente en evidencia en la moción


votada por la Asamblea Legislativa de noviembre de 1791, que creó un comité de
vigilancia heredero del comité de investigación de la Constituyente. Mientras que
la moción aprobada en 1789 se había referido a la existencia de una pluralidad de
conspiraciones, la Legislativa utilizaba ahora la palabra en singular. "Estamos
rodeados por la conspiración", proclamaba el diputado Claude Basire. "En todas
partes se están tramando complots y por ello traemos continuas denuncias de
incidentes específicos que solamente pueden estar vinculados a la gran conjura de
cuya existencia nadie aquí puede dudar."69 Por lo tanto, fue probablemente sólo
en el tercer año de la Revolución y no en el comienzo, que una "frenética" y algo
irracional obsesión por "la gran conspiración" se apoderó de un considerable
número de integrantes de la élite política revolucionaria.

La idea de una conspiración general irrumpió frecuentemente en el lenguaje de la


Asamblea Legislativa durante sus dos más importantes debates en el otoño de 1791:
el relacionado con el problema de los nobles emigrados, y el que tuvo lugar a raíz
del clero refractario. El estilo paranoico estuvo prácticamente ausente cuando la
Constituyente había abordado el tema de los emigrados.70 Pero ahora Pierre
Victurnien Vergniaud anunciaba que "un muro de conspiración se había formado
alrededor [de la patria]", estrechamente vinculado a "los levantamientos internos
que estaban desgarrando y separando a los departamentos". Todo estaba dirigido
por una facción cercana al rey. Varios días después, Maximin Isnard proclamaba lo
siguiente: "temo que un volcán de conspiración esté a punto de explotar, y que
estemos siendo arrullados y adormecidos por una falsa sensación de seguridad." En
efecto, la metáfora de los "somníferos", que buscaban ocultar los nefastos planes
de los complotados con falsas pretensiones de patriotismo, se convirtió en un tema
recurrente de la retórica de la izquierda. El decreto final declaraba formalmente
que todos los emigrados estaban "bajo sospecha de conspiración contra la
patria."71 Un lenguaje similar fue utilizado por algunos legisladores en los debates
sobre el clero refractario. Así, para el diputado Louis François, todos los disturbios
emergentes en el campo "resultan de los complots tramados secreta y a veces
abiertamente por los más grandes enemigos de nuestra Revolución, los sacerdotes
no juramentados."72

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La "gran conspiración" era también un tema mayor en los grandes debates que se
desarrollaron en la Legislativa entre enero y marzo de 1792, mientras la nación
debía ir a la guerra. Cada vez más, los temores se centraron en el propio gobierno
real, visto por la izquierda como el cerebro de todas las amenazas que enfrentaba
Francia en el interior y en el extranjero. Elie Guadet tronaba contra "el abominable
complot" maquinado por la liga de enemigos tanto dentro como fuera del país.
Jacques Thuriot acusaba a los miembros del gobierno central de incentivar las
insurrecciones campesinas, debilitar al ejército, alentar la salida del oro e incitar la
intervención de los poderes extranjeros: "¡Nosotros somos traicionados por todos!"
Fue en este contexto que Brissot lanzó las acusaciones contra el "comité austríaco"
con las que comenzamos el presente artículo.73

Si bien no todos los diputados estuvieron de acuerdo con el análisis de Brissot, la


correspondencia sugiere que tales puntos de vista tuvieron cada vez mayor
aceptación entre los moderados. En marzo de 1792, en vísperas del inicio de la
guerra, el miedo a la conspiración alcanzó una intensidad hasta entonces inédita
en los tres años de existencia de la Revolución. Resulta evidente que el estilo
paranoico estaba llegando a dominar la retórica de la Asamblea casi por
completo, incluso antes de la declaración de guerra del 20 de abril, en un tiempo
en que muchos diputados se mostraban convencidos de que Francia podría
derrotar a cualquier ejército extranjero. Los fracasos en el inicial esfuerzo de guerra
y la eventual invasión prusiana intensificaron enormemente la obsesión conspirativa,
pero sus raíces ya existían antes de iniciarse los combates.

La explicación de esta fase de cambio de la naturaleza e intensidad del estilo


paranoico puede tener relación, en parte, con la composición de la Legislativa. Las
propias reglas excluyentes de la Constituyente, adoptadas en la primavera de 1791,
habían creado un cuerpo legislativo completamente nuevo, sin continuidad con su
predecesor. Los diputados de la segunda asamblea de la Revolución no sólo fueron
media generación más jóvenes que los de la Constituyente, sino que en mayor
número provenían de pequeñas ciudades y de áreas rurales, así como de niveles
más bajos en la jerarquía ocupacional.74 Es al menos posible que algunos de los
diputados de la Legislativa provinieran de posiciones sociales mediocres y de
comunidades más pequeñas, y sintieran por lo tanto menos distancia social
respecto de las clases populares que sus predecesores. Por esta razón es probable
que tuvieran un contacto más cercano con la cultura popular, que estuvieran más
imbuidos del miedo al complot, y que se sintieron menos influenciados por el
escepticismo del Iluminismo.

Por otra parte, una parte sustancialmente mayor de los nuevos diputados optó por
apoyar de manera consciente a la izquierda radical, es decir, a la facción que,
como ya hemos visto, resultaba más susceptible al estilo paranoico. Basándose en
cifras erróneas repetidas por varias generaciones de historiadores, durante mucho
tiempo se dijo que los diputados que apoyaban al moderado Club des Feuillants
conservaron un mayoría decisiva en el comienzo de la Legislativa. Pero las
investigaciones recientes sugieren que el equilibrio entre las dos facciones estaba
cercano a la paridad. En octubre de 1791, aproximadamente 150 de los 767
diputados, el 20%, adherían a los jacobinos, mientras que cerca de 170, el 22%,
daban su apoyo a los feuillants.75 En el final de la Constituyente, por contraste, sólo
el 7% del total de 1100 diputados estaba vinculado al sector jacobino, mientras que
un 26% adhería a los feuillants.76 En lo que respecta al aspecto ocupacional, el

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hecho saliente es que cerca del 80 % de los diputados de la Legislativa habían
ejercido cargos electivos, administrativos o judiciales con anterioridad a 1791.77 Por
varios años estos individuos habían estado en el frente de batalla, realizando
frustrantes esfuerzos para implementar las políticas de la Constituyente respecto del
clero refractario y los emigrados en las provincias. Muchos habían ejercido una
fuerte aunque poco exitosa presión sobre sus colegas, para que aprobaran un
curso de acción más severo con los emigrados, y se habían opuesto al edicto de
mayo de 1791 que establecía una política de tolerancia hacia el clero refractario.78
En este contexto muchos comenzaron a perder la paciencia y a observar con
creciente sospechas las políticas moderadas de la oposición, con la que tenían que
confrontar diariamente, hasta el punto de comenzar incluso a adjudicarle
maniobras conspirativas.

Resulta difícil exagerar el impacto que la huida de Luis XVI a Varennes tuvo sobre la
actitud de las élites tanto dentro como fuera de las asambleas revolucionarias.
Mucho se ha escrito en los años recientes sobre la supuesta "desacralización" de la
monarquía francesa en el final del Antiguo Régimen.79 Resulta indudable que en
algún momento entre la Alta Edad Media y el final del siglo XVIII el aura religiosa de
la monarquía disminuyó en intensidad. Sin embargo la cronología de esta
transformación está lejos de ser clara y mucho del cambio bien pudo haber
transcurrido incluso antes del siglo XVIII. A partir del análisis de los cahiers de
doléances de 1789, John Markoff ha demostrado que pocos franceses instruidos en
vísperas de la Revolución continuaban creyendo que el rey poseía el poder
absoluto por derecho divino. Pero los mismos cahiers también ofrecen evidencia de
un profundo y emotivo apego a la figura del monarca por parte de amplios
sectores de la población.80 De hecho, el mito de la monarquía –por oposición a la
reputación de los reyes individuales– tenía carácter polivalente. Para muchos en el
seno de las clases populares, el mito pudo haber conservado parte de su
naturaleza religiosa, y por lo tanto sagrada. Pero también estaba construido sobre
la base de seculares leyendas folklóricas, tradiciones feudales y clásicas, así como
sobre las propias imágenes de grandeza cultivadas por los monarcas de los siglos
XVII y XVIII, en función de sus proezas militares y del esplendor de sus palacios y de
la vida cortesana.

Durante los primeros dos años de la Revolución, muchos franceses continuaron


mirando al rey con veneración y respeto, a pesar de las ambigüedades de su
estatus constitucional y más allá de las dudas que provocaban el gobierno
ministerial subordinado a él o la estructura aristocrática de la que formaba parte.
Aún en medio de las turbulencias y de las incertidumbres provocadas por los
levantamientos, el cisma religioso y las amenazas de intervención extranjera, la gran
mayoría continuaba confiando en la monarquía en tanto ancla de seguridad, en
tanto centro vital para la estabilidad social y emocional. De hecho, en marzo de
1791 una dolencia menor padecida por Luis XVI había provocado una gran efusión
de afecto y una evidente preocupación por el monarca, tal como se desprende
de las cartas que muchos ciudadanos dirigieron a la Asamblea Constituyente.81

En circunstancias como éstas, la traición del rey en junio tuvo un efecto


profundamente desestabilizador sobre el régimen en su conjunto, y como tal se
convirtió en un poderoso factor para la promoción del miedo a la conspiración.82
Este núcleo de desconfianza se había instalado incluso en muchos miembros
moderados de la Legislativa. En sus cartas Rabusson-Lamothe explicitaba su

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esperanza de que Luis se hubiera resignado a respetar a la Constitución, y de que
su propio interés terminara triunfando sobre sus "prejuicios de nacimiento y
educación". Pero también entendía que muchos de sus colegas en la Asamblea
habían comenzado a mostrar en público una actitud desafiante hacia el rey,
justificada por los ejemplos del pasado reciente.83 Más que ningún otro hecho, la
huida de Varennes había agitado a los franceses en las raíces de su ser y había
provocado una irreparable pérdida de confianza en el monarca, una pérdida que
los llevaba a aceptar como posibles y creíbles un amplio abanico de teorías
conspirativas.

En conclusión, la comprensión de la obsesión conspirativa que afectaba a las élites


demanda una explicación en diferentes niveles. Es probable que en una población
determinada un cierto número de individuos resulte propenso a ver el mundo en
términos conspirativos, y ello fue precisamente lo que sucedió con muchos de los
diputados que ocuparon sus escaños en Versalles o en Paris. Y sin embargo, en la
fase final del Antiguo Régimen el "estilo paranoico" se ponía mucho menos de
manifiesto entre las clases instruidas francesas que en Inglaterra o en América del
Norte. A pesar de los argumentos recientes de algunos historiadores, la gran
mayoría de los diputados no adhirieron a ninguna teoría del complot durante las
semanas iniciales del proceso revolucionario. Por otro lado, la evidencia resulta
concluyente respecto de que el miedo a la conjura se había ya generalizado entre
las élites en el otoño de 1791, mucho antes del inicio de la guerra y de la
consecuente amenaza de invasión, lo que invalida la explicación que proponía la
vieja generación de historiadores.

La principal tesis que quiero proponer aquí es que la evolución hacia una
mentalidad conspirativa de carácter obsesivo se desarrolló entre las élites en el
transcurso de la Revolución misma. La lógica de las ideas no puede excluirse por
completo de este proceso. No existen dudas de que el lenguaje de los philosophes
estaba más presente en el discurso de los diputados en 1791 y 1792 que en 1789.
Pero en todo caso, estas transformaciones en las ideas y el lenguaje sucedieron a
los hechos, gracias a la creciente toma de consciencia de la relevancia y
aplicabilidad de tales pensamientos a la cambiante situación política del
momento,84 De mucha mayor significación fue la confrontación de los diputados
con una serie de verdaderas conspiraciones y amenazas de conspiraciones, desde
el plan de contrarrevolución ministerial y militar de julio de 1789 hasta el elaborado
intento de apartar al rey de la Revolución en el verano de 1791. Los miedos
engendrados por estas experiencias se vieron intensificados, como hemos visto, por
la influencia de la penetrante perspectiva paranoica de las clases bajas. Fue
probablemente el radicalismo jacobino quien primero buscó de manera consciente
vincularse a las masas parisinas. Luego esta influencia comenzó a propagarse de
manera gradual entre los diputados moderados, quizás de manera particular entre
quienes provenían de las áreas rurales y de las ciudades más pequeñas.

El impacto de las verdaderas instancias de complot y la influencia de los miedos


populares –mediados por la peculiar cultura política de los jacobinos– puede
resultar útil para explicar las teorías conspirativas de la élite política en los primeros
años de la Revolución. ¿Pero pueden estos factores por si mismos explicar la
inflacionaria expansión del estilo paranoico y la cuasi-irracional obsesión por la gran
y omnipotente conspiración que muchos experimentaron del verano de 1791 en
adelante? Aquí cabe sugerir otro nivel de análisis, que nos ayuden a explorar los

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procesos revolucionarios desde una perspectiva más amplia, más allá de la
contingencia de los hechos particulares.

Uno de los temas más presentes en la correspondencia privada, en los diarios


íntimos y en muchos relatos de los contemporáneos, era la desintegración general
del orden y el fin de toda certeza. La rapidez de la extensión de la anarquía y lo
impredecible de los hechos, que no podían parangonarse con ninguna experiencia
previa vivida por quienes se vieron inmersos en la furia de la Revolución, parecían
desafiar las explicaciones que el aparato analítico iluminista ponía a disposición de
la clase revolucionaria.

A este respecto es interesante notar –al menos desde una perspectiva heurística–
un curioso paralelo entre las descripciones clínicas de paranoia en individuos y el
estilo paranoico colectivo visible en tiempos de revolución. Tal como sostienen
algunos psicólogos, la paranoia individual a menudo se caracteriza no sólo por una
profunda desconfianza ante los demás sino por la falta de confianza en uno mismo:
una sensación de autonomía débil e inestable y un excepcionalmente frágil sentido
de identidad.85 Podríamos especular que todos los procesos revolucionarios, por su
propia naturaleza, tienden a intensificar sentimientos similares en la sociedad en su
conjunto. No cabe dudar de que las más dramáticas revoluciones –la Inglesa, la
Rusa, la China, la Francesa– pusieron en marcha una progresiva reevaluación del
conjunto de valores vigentes y cuestionaron el sentido de identidad colectivo hasta
entonces imperante.

El esfuerzo que hemos realizado por seguir el desarrollo de la psicología


revolucionaria en Francia sugiere que para muchos integrantes de la élite la
transformación no consistió en un súbito cambio de paradigma, es decir, en el
abrupto reemplazo de una visión del mundo o de una ideología por otra, sino que
se trató de un proceso lento, vacilante y doloroso.86 Aquella fue una experiencia
liminal por excelencia, enormemente inquietante y desestabilizadora, que dejó a
muchas personas, parafraseando a Matthew Arnold, errando entre dos mundos,
uno moribundo y otro que luchaba por nacer. Incluso la rígida y ampulosa
autoconfianza proyectada por muchos discursos revolucionarios a menudo tenía
más de farsa que de una genuina sensación de seguridad. La correspondencia
personal de estos mismos individuos, por el contrario, estaba impregnada de
aquella "ansiedad por la libertad naciente” a la que aludía Durand, y es por ello
mismo que el estado de ánimo de las personas a menudo oscilaba entre los
extremos de la esperanza y el miedo, provocado este último por la sensación de
que sus vidas se veían arrastradas por acontecimientos y circunstancias sobre los
que ya no tenían ningún control.

Fue precisamente en el contexto de estas sensaciones que la deserción del rey y la


traición de 1791 tuvieron un efecto tan traumático que dejó a muchos con el
sentimiento de estar a la deriva. Con todas las ataduras de la sociedad y de la
cultura del Antiguo Régimen rotas, comenzó a imponerse una creciente fluidez de
identidades, una constante falta de certeza respecto de lo que uno era, sobre
quien se podía descansar, o en quién se podía confiar. La ambigüedad de la
propia identidad colectiva reverberaba de falta de seguridad y de desconfianza
en los otros –en especial en aquellos otros percibidos como extraños o
potencialmente extraños a la comunidad revolucionaria.

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Sólo un estudio comparado cuidadosamente concebido podría testear de manera
adecuada la validez de la hipótesis propuesta más arriba para las restantes
revoluciones modernas. Parece claro en lo que respecta a la experiencia francesa,
que la fase de cambio de fines de 1791, que instaló una obsesión cuasi-
permanente por la gran conjura, ejerció un profundo efecto sobre los orígenes de
la mentalidad del Terror en las élites políticas en la primavera y el verano de 1792.
De hecho, podríamos argüir a manera de corolario que el mismísimo término
“Terror” debería expresar un significado más complejo que el que los historiadores
habitualmente le conceden. Debería significar no sólo el aparato judicial montado
para intimidar y castigar a aquellos percibidos como enemigos de la Revolución,
sino también el estado de miedo y sospecha, cercano al pánico, que los propios
revolucionarios experimentaron durante la mayor parte de aquel período
convulsionado.

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Notas

An earlier version of this article was read at the Center for History, Society, and Culture at the
University of California, Davis. May I express my appreciation to William Hagen, the former
director of the center, as well as to Helen Chenut, Philip Dawson, Jon Jacobson, Thomas
Kaiser, John Markoff, Darrin McMahon, Peter McPhee, Kenneth Pomeranz, Donald
Sutherland, and the members of the Baltimore-Washington Old Regime Group for their
assistance in the development of this article.

1 See Archives parlementaires de 1787 à 1860, recueil complet des débats législatifs et
politiques des chambres françaises: Première série (1787–1799), Jérôme Mavidal, et al., eds.,
99 vols. (Paris, 1867–1995), 44: 33–43 (hereafter, AP). See also Michael Hochedlinger, "'La
cause de tous les maux de la France': Die 'Austrophobie' im revolutionären Frankreich und
der Sturz des Königstums, 1789–1792," Francia: Forschungen zur westeuropäischen
Geschichte 24, no. 2 (1997): 73–120; and Thomas E. Kaiser, "Who's Afraid of Marie-Antoinette?
Diplomacy, Austrophobia, and the Queen," French History, forthcoming.

2 The accusations were also well timed to divert attention from the "Brissotins," who controlled

the ministry and who had led the nation into its frustrating war situation. See especially H. A.
Goetz-Bernstein, La diplomatie de la Gironde: Jacques-Pierre Brissot (Paris, 1912), 49, 57–58,
74–79. Pierre-Victor Malouet and A. F. Bertrand de Moleville, two supposed participants in the
"Committee," both avowed that it never existed: Antoine-François Bertrand de Moleville,
Histoire de la Révolution de France pendant les dernières années du règne de Louis XVI, 10
vols. (Paris, 1801–02), 8: 8–9, 36–37. Goetz-Bernstein thought that it did exist as a small coterie
around the Habsburg queen, Marie-Antoinette, who regularly sent French war plans to the
Austrian court: Goetz-Bernstein, 215–17.

3 See, for example, the letters of Antoine Rabusson-Lamothe, "Lettres sur l'Assemblée
législative," Francisque Mège, ed., Mémoires de l'Académie des sciences, belles-lettres et
arts de Clermont-Ferrand 11 (1869): 346–47, 349–50; of Sylvain Codet: Archives
départementales de l'Ille-et-Vilaine, L 294 (2), May 30 (written "April 30" by error); of Georges
Couthon, Correspondance de Georges Couthon, Francisque Mège, ed. (Paris, 1872), 143,
146–47; and of Blaise Cavellier and Romain-Nicolas Malassis: Archives Communales de Brest,
Series D, uncatalogued, May 26.

4 AP, 44: 189–96, 274.

5 Donald Greer, The Incidence of the Terror during the French Revolution: A Statistical
Interpretation (Cambridge, Mass., 1935), 81. Compare Mona Ozouf, "'Jacobins': Fortune et
infortune d'un mot," in L'école de la France: Essais sur la Révolution, l'utopie et l'enseignement
(Paris, 1984), 82.

6 Thucydides, Benjamin Jowett, trans., 2d edn., 2 vols. (Oxford, 1900), 1: 242.

7Bernard A. Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution (Cambridge, Mass.,
1967), chaps. 3–4.

8 William Henry Chamberlin, The Russian Revolution, 1917–1921, 2 vols. (New York, 1935), 2: 66–

69, 77–78, 344; also Orlando Figes, A People's Tragedy: The Russian Revolution, 1891–1924
(London, 1996), 629, 642.

9F. Beck and W. Godin, The Russian Purge and the Extraction of Confession (New York, 1951),
esp. 221–25; also Sheila Fitzpatrick, Everyday Stalinism: Ordinary Life in Extraordinary Times;

“Conspiracy Obsession”. Trad. Gabriela Monezuelas (Historia Moderna/FFyL-UBA) Página 19


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Soviet Russia in the 1930s (New York, 1999), 190–217. Reiterated accusations of foreign
conspiracy were also voiced in the Soviet Union during the great war scare of 1927: Jon
Jacobson, When the Soviet Union Entered World Politics (Berkeley, Calif., 1994), 216–24, 264–
67.

10 Tai Sung An, Mao Tse-Tung's Cultural Revolution (Indianapolis, 1972), 1–4; Thomas W.
Robinson, ed., The Cultural Revolution in China (Berkeley, Calif., 1971), esp. 51, 95–96. It may
be, however, that in the Chinese Cultural Revolution opposition was perceived to arise less
from plots and conspiracies than from class and the class struggle in general: see, for
example, Hong Yung Lee, Politics of the Chinese Cultural Revolution: A Case Study (Berkeley,
1978), 41–63.

11 For example, Alphonse Aulard, Histoire politique de la Révolution française, 5th edn. (Paris,
1913), esp. 357–66; Albert Mathiez, La Révolution française, 3 vols. (Paris, 1922), 3: chap. 8;
Georges Lefebvre, The French Revolution, 2 vols. (New York, 1962–64), 2: 64–76. Crane Brinton
never mentions the issue in either The Jacobins (New York, 1930) or The Anatomy of
Revolution, rev. edn. (New York, 1952). Robert R. Palmer is more probing, but he devotes only
a paragraph to the question: Twelve Who Ruled (Princeton, N.J., 1941), 64. Among
nineteenth-century historians, see especially Edgar Quinet, La révolution, 2 vols. (Paris, 1865),
1: 187–89. The only book I have found entirely devoted to the issue is Jacques Duhamel, Essai
du rôle des éléments paranoïaques dans la génèse des idées révolutionnaires (Paris, 1929),
but it is poorly documented and disappointing. On the related question of denunciations,
see Sheila Fitzpatrick and Robert Gellately, eds., Accusatory Practices: Denunciation in
Modern European History, 1789–1989 (Chicago, 1996).

12François Furet, Interpreting the French Revolution (Cambridge, 1981), 53. See also Furet's
article "The Terror," in Furet and Mona Ozouf, eds., A Critical Dictionary of the French
Revolution, Arthur Goldhammer, trans. (Cambridge, Mass., 1989), esp. 137–38.

13 Lynn Hunt, Politics, Culture, and Class in the French Revolution (Berkeley, Calif., 1984), 39.

14 Colin Lucas, "The Theory and Practice of Denunciation in the French Revolution," in

Fitzpatrick and Gellately, Accusatory Practices, 23. Lucas characterizes Furet's point of view,
without subscribing to it himself.

15 Furet, Interpreting the Revolution, 54.

16Hunt, Politics, Culture, and Class, 39–44. Among other historians supporting positions similar
to those of Furet and Hunt, see Ozouf, "'Jacobin,'" 82; Norman Hampson, Prelude to Terror:
The Constituent Assembly and the Failure of Consensus (Oxford, 1988), 61–62; G. T. Cubitt,
"Denouncing Conspiracy in the French Revolution," Renaissance and Modern Studies 33
(1989): 145–46; Lucien Jaume, Le discours Jacobin et la démocratie (Paris, 1989), esp. part 2,
chap. 2; and Patrice Higonnet, Goodness beyond Virtue: Jacobins during the French
Revolution (Cambridge, Mass., 1998), 241–47.

17See esp. Georges Lefebvre, The Great Fear of 1789: Rural Panic in Revolutionary France,
Joan White, trans. (New York, 1973); George Rudé, The Crowd in the French Revolution
(Oxford, 1959); and Albert Soboul, The Sans-Culottes, Remy Inglis Hall, trans. (Garden City,
N.Y., 1972).

18 For an overview of the "First Terror," which includes the August 10 storming of the Tuileries

Palace and the September Massacres, see Georges Lefebvre: La Révolution française: La
première terreur (Paris, 1952).

“Conspiracy Obsession”. Trad. Gabriela Monezuelas (Historia Moderna/FFyL-UBA) Página 20


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19 Gordon S. Wood, "Conspiracy and the Paranoid Style: Causality and Deceit in the
Eighteenth Century," William and Mary Quarterly, 3d ser., 39 (1982): 401–41; Richard
Hofstadter, The Paranoid Style in American Politics (New York, 1965), 3–40. See also Bailyn,
Ideological Origins, chaps. 3–4; and David Brion Davis, ed., The Fear of Conspiracy: Images of
Un-American Subversion from the Revolution to the Present (Ithaca, N.Y., 1971).

20 Wood, "Conspiracy," 407, 409, 411. Wood also links the "paranoid style" to the wide
assumption among Anglo-American elites of deceit and dissembling within political circles.

21Steven L. Kaplan, The Famine Plot Persuasion in Eighteenth-Century France (Philadelphia,


1982), 1–2, 62. Kaplan argues that certain elements of the educated elites might also adhere
to the "famine plot persuasion."

22Arlette Farge and Jacques Revel, The Vanishing Children of Paris, Claudia Mieville, trans.
(Cambridge, Mass., 1991), esp. chap. 4; Lefebvre, Great Fear, esp. part 2.

23 See, for example, Jean Delumeau, La peur en Occident, XIVe–XVIIIe siècles: Une cité

assiégée (Paris, 1978); and René Girard, The Scapegoat, Yvonne Freccero, trans. (Baltimore,
1986).

24 "American and French Research on the Treasury of the French Language" (ARTFL), a
database housed at the University of Chicago and accessible through the World Wide Web:
http://humanities.uchicago.edu/ARTFL/. The sample contained 434 works published during
this period. The analysis is based on the occurrence of the word conspiration (singular or
plural). The word appeared 258 times, in about one in seven (62) of the sample works, written
by 37 different authors.

25 Thirteen of the 258 occurrences appeared to entail a belief in the existence of


contemporary conspiracies. These were used in the texts of five different authors. One of the
latter was Jean-Jacques Rousseau, who expressed his conviction that there was a general
conspiracy of philosophes aligned against him personally.

26 Voltaire, Essai sur l'histoire générale (Geneva, 1756), 143, 337; E. J. F. Barbier, Chronique de

la Régence, Tome 7 (1761; Paris, 1866), 410. In 1757, the Jansenist and Gallican press even
insinuated that the Jesuits had supported Robert-François Damiens' assassination attempt
against Louis XV: Dale Van Kley, The Damiens Affair and the Unraveling of the Ancien
Régime, 1750–1770 (Princeton, N.J., 1984), 65–80. See also Geoffrey Cubitt, The Jesuit Myth:
Conspiracy Theory and Politics in Nineteenth-Century France (Oxford, 1993).

27 Augustin Barruel, Les Helviennes, ou Lettres provinciales philosophiques (Amsterdam, 1781).

28Amos Hofman, "The Origins of the Theory of the Philosophe Conspiracy," French History 2
(1988): 152–72. See also J. M. Roberts, The Mythology of the Secret Societies (London, 1972),
140–41; Darrin M. McMahon, "The Counter-Enlightenment and the Low-Life of Literature in
Pre-Revolutionary France," Past and Present 159 (May 1998): 77–112; and Barruel's Mémoires
pour servir à l'histoire du jacobinisme, 4 vols. (London, 1797–98).

29 A total of 182 (71 percent) of the 258 occurrences referred to the historical past. In most of

the remaining cases, the word was used metaphorically or in a literary context—as in the
plots of plays or novels. See, for example, Louis-Sébastien Mercier, Du théâtre (Paris, 1773), 49.

30 See also Yves-Marie Bercé and Elena Fasano Guarini, eds., Complots et conjurations dans
l'Europe moderne (Rome, 1996), 1–5 (Bercé's introduction). Compare John D. Woodbridge,
Revolt in Prerevolutionary France: The Prince de Conti's Conspiracy against Louis XV, 1755–
1757 (Princeton, N.J., 1995).

“Conspiracy Obsession”. Trad. Gabriela Monezuelas (Historia Moderna/FFyL-UBA) Página 21


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31Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence,
Gonzague Truc, ed. (1748; Paris, 1967), 122–23.

32Gordon Wood identifies similar trends in the Anglo-American world, linking them above all
to writers of the Scottish Enlightenment. But he feels that they had a broad effect on the
population only after the outbreak of the French Revolution: Wood, "Conspiracy," 430–32.

33 The Jansenist Robert de Saint-Vincent: Durand Echeverria, The Maupeou Revolution, A


Study in the History of Libertarianism: France, 1770–1774 (Baton Rouge, La., 1985), 45.

34See, for example, Guy-Jean-Baptiste Target, Lettres d'un homme à un autre homme sur les
affaires du temps (n.p., [1771]). I have examined the pamphlets preserved in series Lb38 and
Lb39 of the Bibliothèque Nationale de France, as listed in the Catalogue de l'histoire de
France. See also Shanti Singham, "'A Conspiracy of Twenty Million Frenchmen': Public
Opinion, Patriotism, and the Assault on Absolutism during the Maupeou Years, 1770–1775"
(PhD dissertation, Princeton University, 1991), 21–23, 99–100; and "The Correspondance
secrète: Forging Patriotic Public Opinion during the Maupeou Years," Historical
Reflections/Réflexions historiques 18, no. 2 (1992): 65–100; and Dale Van Kley, "The Religious
Origins of the Patriot and Ministerial Parties in Pre-Revolutionary France: Controversy over the
Chancellor's Constitutional Coup, 1771–1775," Historical Reflections, same issue, 17–63.

35 On this sample of pamphlet literature, see Timothy Tackett, Becoming a Revolutionary: The
Deputies of the French National Assembly and the Emergence of a Revolutionary Culture
(1789–1790) (Princeton, N.J., 1996), 101. Robespierre warned of the insidious "plotting of the
enemies of the people" in the Estates of Artois: A la nation artésienne, sur la nécessité de
réformer les Etats d'Artois (n.p., 1788), 4, 83. See also Maximilien Robespierre, Les ennemis de
la patrie démasqués (Arras, 1789).

36 Conclusion based on an extensive reading of the "general cahiers," those drawn up at the
final stage of the electoral process for the Estates General and intended to be sent with the
deputies directly to Versailles.

37 Wood, "Conspiracy," 410. Wood also linked these trends with the peculiar forms of moral

philosophy that arose in the Anglo-American Enlightenment and that sought to find a place
for free will in a mechanistic causal universe by identifying "causes in human affairs with the
motives, mind, or will of individuals"; p. 416. It is difficult to discern equivalent trends in the
French Enlightenment.

38 Bercé and Guarini, Complots et conjurations, 4–5.

39 As based on the AP. I examined selected debates on topics that seemed most likely to
lend themselves to conspiratorial interpretations, such as those dealing with popular unrest,
emigrants, refractory clergy, international threats, and war. These were identified, first, from
the observations of the deputies in their correspondence: see below note 41; and, second,
from the cumulative indexes to the AP: vol. 34 (the Constituent Assembly) and vol. 51 (the
Legislative Assembly).

40 F.-A. Aulard, ed., La Société des Jacobins: Recueil de documents pour l'histoire du club des

Jacobins de Paris, 6 vols. (Paris, 1889–97). Unfortunately, Aulard found only sketchy records for
the first months of the club's existence. Initially, the Jacobins consisted exclusively of National
Assembly deputies. Over time, increasing numbers of non-deputies were admitted.

41I have examined a total of 1,460 letters for seven deputies written during the Constituent
Assembly (about 50 per month for the twenty-nine-month duration) and 443 for seven
deputies or delegations of deputies written during the first ten months of the Legislative

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Assembly (about 44 per month for ten months). These specific sets of correspondence were
chosen as being among the most continuous and complete series available for the
respective bodies. Unfortunately, relatively few letters seem to be preserved for August and
September 1792, presumably because of the general chaos of the period. Sources for the
Constituent Assembly: François-René-Pierre Ménard de La Groye, Correspondance (1789–
1791), Florence Mirouse, ed. (Le Mans, 1989); Pierre-François and Marie-Angélique Lepoutre,
Député-paysan et fermière de Flandre en 1789: La correspondance des Lepoutre, Jean-
Pierre Jessenne and Edna Hindie Lemay, eds. (Lille, 1998); Claude Gantheret, ms. letters to
Pierre Leflaive: private collection of Françoise Misserey, Dijon; Antoine Durand, ms. journal:
Archives Episcopales de Cahors, carton 5–56, and ms. letters to the municipality of Cahors:
Archives Municipales de Cahors, uncatalogued box; Michel-René Maupetit, "Lettres (1789–
91)," Quéruau-Lamérie, ed., Bulletin de la Commission historique et archéologique de la
Mayenne, 2ème sér., vols. 17–23 (1901–07); Jean-François Gaultier de Biauzat, Gaultier de
Biauzat, député du Tiers état aux Etats généraux de 1789: Sa vie et sa correspondance,
Francisque Mège, ed., 2 vols. (Clermont-Ferrand, 1890), and Bibliothèque Municipale de
Clermont-Ferrand, mss. 788–89; and Jean-André Périsse Du Luc, ms. letters to Jean-Baptiste
Willermoz: Bibliothèque Municipale de Lyon, ms. F.G. 5430. Sources for the Legislative
Assembly: Rabusson-Lamothe, "Lettres"; François-Yves Roubaud, "Lettres de François-Yves
Roubaud," Edmond Poupé, ed., Bulletin de la Société d'études scientifiques et
archéologiques de Draguignan 36 (1926–27): 3–218; Couthon, Correspondance; Pierre
Dubreuil-Chambardel, Lettres parisiennes d'un révolutionnaire poitevin, Marie-Luce Llorca,
ed. (Tours, 1994); Jean-Baptiste-Annibal Aubert-Dubayet, "Aubert-Dubayet, législateur (1791–
1792)," F. Vermale, ed., Bulletin de l'Académie delphinale, 6e série, 9–10 (1938–39): 115–41; D.
Tempier, ed., "Correspondance des députés des Côtes-du-Nord à l'Assemblée législative"
(written by five different deputies, although half were penned by Jean-Louis Bagot), Société
d'émulation des Côtes-du-Nord, Bulletins et mémoires 28 (1890): 61–169; and ms. letters of the
Legislative deputies of Ille-et-Vilaine (six different deputies, although two—Sylvain Codet and
François-Alexandre Tardiveau—wrote well over half of them): Archives Départementales de
l'Ille-et-Vilaine, L 294. On the use of deputy letters as a source, see Tackett, Becoming a
Revolutionary, 8–13.

42 The sample of Constituent deputies averaged 49.7 years of age in 1789, compared to 46.4

for the body as a whole; while the Legislative deputies averaged 38.6 compared to 38.4 for
the whole. There were four lawyers, three judges, three wealthy farmers, two doctors, a
bookseller, and a former military officer. Seven came from north of the Loire, seven from
south of the Loire, residing in communities that included large towns (Lyons), medium-sized
towns (Le Mans, Clermont-Ferrand [three], Grenoble, Rennes, Saint-Brieuc, Mayenne, and
Grasse), and small towns or villages (Gourdon, Linselle, Bourgignon, and Avon). A total of five
are known to have been Jacobins, four were probably Feuillants, and five were apparently
nonaligned. Two of the deputies (the Constituent deputy Gaultier and the Legislative deputy
Couthon) were major players in their assemblies, while most of the others were minor players
or back-benchers. Note that for the purpose of these statistics I have used only the deputies
from Ille-et-Vilaine and Côtes-du-Nord who largely dominated their delegation's
correspondence: respectively, Codet and Bagot.

43 I have enumerated all occurrences of a stated belief in the existence of plots or


conspiracies (conspirations, complots, intrigues, conjurations, manoeuvres, cabales, trames,
brigues, etc.). Overall, such references occurred in 4 percent of the Constituent deputies'
letters and 14 percent of the Legislative deputies' letters. I have excluded those deputy
reports of conspiracy beliefs held by others that are rejected as unsubstantiated or of
dubious authenticity. An earlier overview of conspiracy interpretations in deputy
correspondence was based on an impressionistic assessment of selected letters of the
Constituent deputies only: see Timothy Tackett, "The Constituent Assembly and the Terror," in
Keith Baker, ed., The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture, Vol. 4,
The Terror (Oxford, 1994), 46–49.

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44 AP, 8: 135–37. See also the report by Necker on July 4 and the bureau reports on July 6,

1789: AP, 8: 183, 194–98. Compare, however, the speech by Barère: AP, 8: 137.

45 Tackett, Becoming a Revolutionary, 131–32, 135–36.

46Pierre Caron, "La tentative de contrerévolution de juin-juillet 1789," Revue d'histoire


moderne 7 (1906–07): 5–34, 649–78.

47 Ménard, Correspondance, 55. Mirabeau's speech was on July 8.

48 Gaultier, Correspondance, 2: 175; Gantheret, private collection, July 26. Georges Lefebvre
cites a report in early June of fears among the popular classes of a conspiracy of the clergy
and the nobility. But widespread fears of an "aristocratic plot" seem to have arisen only in
early July and, above all, after the fall of the Bastille: Lefebvre, Great Fear, 59–61. Compare
the explosion of plot accusations beginning in July in newspapers and brochures: Antoine de
Baecque, The Body Politic: Corporeal Metaphor in Revolutionary France, Charlotte Mandell,
trans. (Stanford, Calif., 1997), 217–33.

49 Lefebvre, Great Fear, pt. 3.

50 AP, 8: 293–95.

51 Tackett, Becoming a Revolutionary, 271.

52 AP, 11: 652–58, 665–73, 676–82.

53Laurent-François Legendre, August 31, 1791, Archives Municipales de Brest, series D,


uncatalogued.

54Gaultier de Biauzat, Bibliothèque Municipale de Clermont-Ferrand, ms. 788, December 23,


1790.

55 Durand to his cousin, May 23, 1790, Archives Municipales de Cahors.

56 Adrien-Cyprien Duquesnoy, Journal d'Adrien Duquesnoy, Robert de Crèvecoeur, ed., 2

vols. (Paris, 1894), 1: 458–59; 2: 290, 301.


57 See Aulard, Société des Jacobins, especially 1: xxviii–xxxiii (Règlement of the Jacobins).

58 Aulard, Société des Jacobins, for example, 1: 283–86, 294. Some 40,000 Parisians were said
to have demonstrated near the Assembly during the debates on the Nancy Affair; Legendre,
letter of September 3, 1790.

59 Aulard, Société des Jacobins, 1: 324, 390, 422, 431, 437, 448.

60 Ménard, Correspondance, 246. See also Tackett, Becoming a Revolutionary, 254–55.

61 Gérard Walter, Histoire des Jacobins (Paris, 1946), 53–55; Albert Mathiez, Le Club des

Cordeliers pendant la crise de Varennes (Paris, 1910), 8–9; Isabelle Bourdin, Les sociétés
populaires à Paris pendant la Révolution (Paris, 1937), 53, 58, 155–57, 175–76, 199.

62Jack Richard Censer, Prelude to Power: The Parisian Radical Press, 1789–1791 (Baltimore,
1976), 96–97.

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Walter, Histoire des Jacobins, 97–99; Aulard, Société des Jacobins, 2: 468. This oath is not
63

mentioned in the Règlement of February 1790.

64See, for example, the letters by Lepoutre, Correspondance, 487; and Gantheret, private
collection, June 24, 1791. See also Jean Dreyfus, "Le manifeste royal du 20 juin 1791," La
Révolution française 54 (1908): 5–22.

65 The conclusions here are based on an extensive reading of documents in the Archives
Nationales, D XXIX bis 35–38; and C 124–31. The king and queen had been discussing the
possibility of flight since the fall of 1790. On the king's self-conscious efforts to mislead and lull
the revolutionaries into thinking he supported their cause, see, for example, Axel Von Fersen
to Baron de Breteuil, April 2, 1791, R. M. de Klinckowström, ed., Le comte de Fersen et la cour
de France, 2 vols. (Paris, 1877), 1: 97–98.

66 See, for example, Marc-Alexis Vadier—a radical Jacobin and future member of the
Committee of General Security—to his constituency in the département of Ariège, early
June, Gaston Arnaud, Histoire de la Révolution dans le département de l'Ariège, 1789–1795
(Toulouse, 1904), 241.

67 The best study is Charles J. Mitchell, The French Legislative Assembly of 1791 (Leiden, 1988).

There were 2.2 references per month in the letters of the Constituent deputies and 6.0 per
68

month in those of the Legislative deputies.

69 AP, 35: 361. Compare Lucas, "Denunciation," 24. The new Surveillance Committee was
formally created on November 25, with ten of the first twelve members chosen from the left:
AP, 35: 370.

70AP, 23: 566–75. Only the radical Jacobin Prieur [de la Marne] had alluded to the
conspiracy theme: AP, 23: 569.

71 AP, 34: 402–03, 541, 711–12. The bill was vetoed by Louis XVI.

72 AP, 35: 145.

73 AP, 37: 412–13; and 39: 427. Brissot had suggested the existence of an "Austrian Committee"

in January: see his newspaper, Patriote français, January 29, 1792.

74See Timothy Tackett, "Les députés de l'Assemblée législative, 1791–1792," in Pour la


Révolution française: En hommage à Claude Mazauric (Rouen, 1998), 139–44.

75Tackett, "Les députés de l'Assemblée législative," 142–43. According to Gensonné, some


200 deputies were attending the Jacobin Club by October 15: Goetz-Bernstein, La
diplomatie, 46. Several generations of historians have mistakenly credited the Feuillants with
264 deputies. On the early de facto polarization of the Legislative Assembly, see Charles J.
Mitchell, "Political Divisions within the Legislative Assembly of 1791," French Historical Studies 13
(1983–84): 356–89. See also the suggestions in François Furet, "Les Girondins et la guerre: Les
débuts de l'Assemblée législative," in Furet and Mona Ozouf, eds., La Gironde et les Girondins
(Paris, 1991), 191.

76Figures based on an analysis of the newspaper Journal des débats de la Société des amis
de la Constitution séante aux Jacobins de Paris, July 17–September 30, 1791; and, for the
Feuillants, on Augustin Challamel, Les clubs contre-révolutionnaires (Paris, 1895), 286–93. Since
a large number of conservatives ceased attending the sessions in the last months of the

“Conspiracy Obsession”. Trad. Gabriela Monezuelas (Historia Moderna/FFyL-UBA) Página 25


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Constitutent, the proportion of Feuillant deputies among those actually participating was
even greater, probably a majority.

77 Some 60 percent had been administrators and another 18 percent magistrates of various

sorts: Tackett, "Les députés de l'Assemblée législative," 141.

78On the attitudes of administrators toward Constituent policies on emigrants, see the
speech by the Jacobin Vernier in February 1791: AP, 23: 573. On the refractories, see Timothy
Tackett, Religion, Revolution, and Regional Culture in Eighteenth-Century France: The
Ecclesiastical Oath of 1791 (Princeton, N.J., 1986), 275–82.

79 See, for example, Jeffrey W. Merrick, The Desacralization of the French Monarchy in the
Eighteenth Century (Baton Rouge, La., 1990); and Roger Chartier, The Cultural Origins of the
French Revolution, Lydia Cochrane, trans. (Durham, N.C., 1991), chap. 6.

80 John Markoff, "Images of the King at the Beginning of the Revolution," in Gilbert Shapiro
and John Markoff, Revolutionary Demands: A Content Analysis of the Cahiers de Doléances
of 1789 (Stanford, Calif., 1997), 369–76.

81 Spontaneous Te Deum services were held throughout the kingdom to give thanks for the

king's recovery: see, for example, Archives Nationales, C 124–31; Marie de Roux, La révolution
à Poitiers et dans la Vienne (Paris, 1910), 442–43; Eugène Dubois, Histoire de la Révolution
dans l'Ain: Tome I, La Constituante (1789–1791) (Bourg-en-Bresse, 1931), 330; Marcel Bruneau,
Les débuts de la Révolution dans les départements du Cher et de l'Indre (Paris, 1902), 164;
Arnaud, Histoire de la Révolution dans le département de l'Ariège, 241. Even the principal
radical newspapers had continued a positive—or at least noncommittal—treatment of the
king, through the early months of 1791: Censer, Prelude to Power, 112–15.

82 On the psychological impact of Varennes, see notably Paolo Viola, Il trono vuoto: La
transizione della sovranità nella rivoluzione francese (Turin, 1989).

83 Rabusson-Lamothe, "Lettres," 231, 264.

84 Tackett, Becoming a Revolutionary, 64–65, 110–13, 182, 190, 308–09.

85 See, notably, Eli Sagan, The Honey and the Hemlock: Democracy and Paranoia in Ancient

Athens and Modern America (New York, 1991), 4–23; and David Shapiro, Neurotic Styles
(New York, 1965), 55–88. For more traditional Freudian approaches—which I have found little
useful for the present study—see Yehuda Fried and Joseph Agassi, Paranoia: A Study in
Diagnosis (Boston, 1976); and John Farrell, Freud's Paranoid Quest: Psychoanalysis and
Modern Suspicion (New York, 1996). For social psychological approaches to conspiracy
interpretations, see Carl F. Graumann and Serge Moscovici, eds., Changing Conceptions of
Conspiracy (New York, 1987).

86 Compare Chalmers Johnson, Revolutionary Change, 2d edn. (Stanford, Calif., 1982). Much
of the recent theorizing about revolutions has focused on the initial breakdown—particularly
in structural terms—of the various "Old Regimes" and has had little to say about the process of
those revolutions once they had begun. See, for example, Nikki Keddie, ed., Debating
Revolutions (New York, 1995); and John Foran, ed., Theorizing Revolutions (London, 1996). The
comparative study of the revolutionary process by Arno J. Mayer, The Furies: Violence and
Terror in the French and Russian Revolutions (Princeton, N.J., 2000), appeared too late to be
integrated into this article. Among other themes, Mayer stresses the dialectical interaction
between revolution and counterrevolution in the emergence of revolutionary violence and
conspiracy fears.

“Conspiracy Obsession”. Trad. Gabriela Monezuelas (Historia Moderna/FFyL-UBA) Página 26


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