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MARY DE MORGAN

A TRAVÉS DEL FUEGO


Mary de Morgan

Nació el 24 de febrero de 1850 en Londres, Inglaterra. Fue una escritora de literatura


fantástica.

Desde muy joven se caracterizó por poseer una disposición especial para contar
cuentos a todos sus conocidos, como sobrinos, artistas y escritores. Su hermano,
William Morgan, que era diseñador de azulejos, le ayudó con las ilustraciones para
sus relatos, los cuales han quedado para el deleite de las generaciones posteriores.
A lo largo de su vida trabajó con ahínco en sus tres libros de cuentos de hadas: En
un acerico (1877), caracterizado por el antropomorfismo de los objetos inanimados;
El collar de la princesa Fiorimonde (1880), que trata sobre una princesa malvada
que usa la magia para preservar su belleza, y Las hadas del viento (1900), los cuales
aparecieron reunidos en una colección muchos años después de su muerte: The
necklace of princess Fiorimonde. The complete fairy stories of Mary de Morgan (1963).
Su estilo se caracteriza porque en su narrativa a menudo desaparece el característico
«final feliz» y por incluir elementos satíricos.

Falleció el 18 de mayo de 1907 en El Cairo, Egipto.


A través del fuego
Mary de Morgan

Christopher Zecevich Arriaga


Gerente de Educación y Deportes
Juan Pablo de la Guerra de Urioste
Asesor de Educación
Doris Renata Teodori de la Puente
Gestora de proyectos educativos
María Celeste del Rocío Asurza Matos
Jefa del programa Lima Lee
Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez Zevallos
Selección de textos: Yesabeth Kelina Muriel Guerrero
Corrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla Rodríguez
Diagramación: Ambar Lizbeth Sánchez García

Editado por la Municipalidad de Lima


Jirón de la Unión 300, Lima
www.munlima.gob.pe
Lima, 2021
Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa


Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que
el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de
ello, una fructífera relación con el conocimiento, con
la creatividad, con los valores y con el saber en general,
que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su
entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas


primordiales de esta gestión municipal; con ello
buscamos, en principio, confrontar las conocidas
brechas que separan al potencial lector de la biblioteca
física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean
nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo
como país, pero también oportunidades para lograr
ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve
a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene
nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea


una reformulación de nuestros hábitos, pero, también,
una revaloración de la vida misma como espacio de
interacción social y desarrollo personal; y la cultura
de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa
agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se


elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido
amigable y cálido que permiten el encuentro con el
conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de
autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima


tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los
vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese
maravilloso y gratificante encuentro con el libro y
la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar
firmemente en el marco del Bicentenario de la
Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells


Alcalde de Lima
A TRAVÉS DEL FUEGO
El pequeño Jack estaba sentado junto al fuego y lo
miraba con cara triste. Tenía siete años, pero nadie le
hubiera echado más de cinco. Era pálido y desmedrado
y sufría parálisis infantil. No tenía hermanos y casi todo
el día se lo pasaba solo en casa porque su madre, que
era viuda, se ganaba la vida dando clases de música y
también a veces tocando el piano en fiestas infantiles
de cumpleaños. Total, que casi siempre estaba fuera.
Vivían en el tercer piso de una casita situada en un
viejo y sombrío callejón de Londres, y Jack se pasaba las
horas muertas en el solitario cuartito de estar, sin más
compañía que la del fuego.

Aquella noche se sentía más triste que de costumbre,


porque era Nochebuena, y su madre estaba en una casa
rica donde celebraban una fiesta para los niños. Antes de
irse le había dicho que allí seguramente tendrían árbol de
Navidad con regalos y juguetes, y a Jack le parecía muy
injusto que aquellos niños y niñas, además de pasarlo
mejor que él y ser más felices, le robaran encima también
a su propia madre. Si ella estuviera, se sentaría junto a
él en la alfombra, dejaría que reclinara la cabeza en su
regazo y le contaría cuentos sin cansarse, interminables
cuentos de hadas y gigantes. En general, no le disgustaba

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que fuera a aquellas fiestas, porque nunca se olvidaba
de traerle algunas sobras de la casa donde hubiera
estado. Aunque fuera poca cosa, unas galletas o un
simple caramelo. Jack estaba seguro de encontrárselo
al despertar, junto a su almohada. Y otras veces incluso
aquellas golosinas o frutos secos se los mandaba la misma
señora de la casa o alguno de los niños, cuando su madre
se atrevía a hablarles del hijito que había dejado solo en
casa.

Pero aquella noche a quien echaba de menos era a su


madre, lo que le trajera o le dejara de traer le daba igual.

Siguió sentado allí delante del fuego, hasta que


las lágrimas empezaron a nublarle los ojos y acabó
sollozando.

—¡Qué pena! —decía—. ¡Qué pena tan grande! Ya


no puedo más —cogió el atizador y se puso a remover el
fuego enérgicamente.

—Por lo que más quieras, deja de hacer eso —oyó


decir a una vocecita que salía de las llamas—. Me vas a
hacer añicos.

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Jack dejó de llorar y miró fijamente el fuego y entonces
vio una figurilla estrafalaria, el ser más raro que había
visto en su vida, balanceándose con destreza en lo alto de
un trozo de carbón ardiendo. Era un hombre pequeñito,
que no mediría más de tres pulgadas, vestido de pies a
cabeza de un color rojo anaranjado parecido al de las
llamas. Llevaba en la cabeza un sombrero puntiagudo
del mismo tono.

—¿Quién eres tú? —preguntó Jack casi sin aliento.

—¿No sabes que es de mala educación hacer


preguntas? —dijo aquel monigote guiñándole un ojo—.
De todas maneras, si tanto te interesa, te diré que soy un
duende del fuego.

—¡Un duende del fuego! —repitió Jack, con el aliento


aún entrecortado y sin quitarle los ojos de encima.

—Pues sí. ¿Tan raro te parece?

—Bueno, es que yo no creo en hadas —dijo Jack,


incapaz de apartar sus ojos de aquella misteriosa y
diminuta aparición.

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El hombrecillo se echó a reír.

—A mí eso me da igual —dijo—. Puede que no


creas en hadas del viento o en hadas del agua. Pero lo
nuestro es distinto, si no fuera por nosotros, no tendrías
fuego. Lo encendemos y luego lo mantenemos vivo.
Fíjate, si yo ahora mismo me fuera, tu fuego se apagaría
inmediatamente. Ya podrías soplar y soplar todo lo que
te diera la gana, que no te serviría de nada, como no
acudiera uno de nosotros a echarte una mano y encender
los carbones.

—Pero ¿cómo no te quemas? —preguntó Jack.

—¿Quemarme yo? —dijo el hombrecillo displicente—.


¿No ves que nosotros respiramos fuego y vivimos
en él? Si no estuviéramos rodeados por el fuego, nos
esfumaríamos.

—¿Esfumarte? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que te


morirías?

—De morirme no quiero saber nada —dijo el


hombre—. Pero, claro, si no nos cuidamos, nos podemos
esfumar, ya te digo. Y mira, vamos a hablar de cosas más
alegres.

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—¿Quieres decir que puedes seguir viviendo siempre?
—preguntó Jack.

—Hombre, teniendo cuidado, no hay razón para que


nos esfumemos antes de cumplir trescientos años —dijo
el hombrecillo, mientras se sentaba cómodamente sobre
un grupo de carbones encendidos—. Antes de esa edad,
somos gente muy delicada, y cualquier corriente de aire,
por pequeña que sea, puede ser un peligro.

—¿Pero dónde vives y de dónde has venido?


—preguntó Jack.

—Vivimos en el mismísimo centro de la tierra, donde


siempre hay encendido un buen fuego que nos conforta.
Pero cuando ustedes encienden fuegos aquí arriba,
tenemos que subir para echarles una mano.

—¿Y atienden también a las lámparas y a las velas?


—preguntó Jack—. Porque también son de fuego.

—Eso se lo dejamos a los aprendices —dijo el


hombrecillo, tras un bostezo—. A mí, como no sea por
una buena fogata, no me merece la pena subir.

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Jack se quedó callado durante unos instantes; luego dijo:

—Lo que me extraña es no haberte visto nunca antes.

—Pues siempre he estado aquí. Será que eres un poco


tonto y no te has fijado —dijo el duende.

—Ojalá pudiera entrar contigo en el fuego —dijo


Jack—. Me encantaría saber cómo es por dentro.

—No podrías entrar sin un traje apropiado —dijo


el hombrecillo—. Y aun así, tengo miedo de que lo
encontraras demasiado caliente.

—Yo aguanto bien el calor —dijo Jack—. Pero oye,


en tu casa, o sea donde tú vives, ¿es todo tan rojo y tan
brillante como el centro de una hoguera?

—¿Qué dices? ¡Muchísimo mejor! Es una cosa digna


de verse —dijo el duende abrazando un trozo de carbón
ardiendo, mientras se columpiaba al compás de una
llama—. Todo alrededor del palacio donde vive nuestro
rey, no hay más que llamas y más llamas. En varias millas
a la redonda todo es una pura llama, y las ventanas de
la princesa dan a un paisaje de colinas incandescentes.

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Pero ya ves, la lástima es que nadie se contenta con lo
que tiene. Si alguien en este mundo merece ser feliz, ese
alguien es la princesa Pyra.

—¿Y no es feliz? —preguntó Jack.

—¡Qué preguntón eres! Podría serlo, si quisiera.

—¿Y por qué no lo es?

—Todo es por culpa de haberla mandado a la escuela


—dijo el hombrecillo con voz grave—. Si nunca hubiera
abandonado el palacio de su padre, nunca hubiera
conocido al otro. Bueno, no te he dicho que nuestro rey
y nuestra reina solo tienen esa hija, la princesa Pyra, y
no ven más que por sus ojos, como es natural. Todo les
parece poco para ella. Un príncipe del fuego, cuyo reino
linda con el nuestro, la pidió en matrimonio. A su padre
y su madre les pareció bien, pero como ella era muy joven
todavía y querían que recibiera una esmerada educación,
la mandaron antes durante un año a un colegio situado
en una montaña ardiente, para que viera mundo y
aprendiera cosas, antes de quedarse confinada entre las
cuatro paredes de un castillo. Pero ya ves, resultó un
error garrafal, porque un buen día el príncipe Fluvius,

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el hijo del rey de las aguas, sobrevoló aquellas montañas,
miró para abajo y vio a nuestra princesa. Fue un flechazo.
Se enamoraron locamente uno del otro y desde entonces
ella no ha vuelto a ser feliz.

—¿Y por qué no se casan? —preguntó Jack. El


hombrecillo soltó una carcajada estrepitosa.

—¿Cómo se van a casar? Eso es imposible. Lo primero


porque no pueden acercarse uno al otro a menos que él
se seque o ella se apague. Pero además es que nuestro
soberano no quiere oír hablar de semejante asunto,
porque el rey de las aguas es su más encarnizado enemigo.
Todas las tardes, desde que se conocieron, Pyra se subía a
lo alto de una montaña, Fluvius se venía a sentar lo más
cerca posible y hablaban uno con otro. Bien lejos estaba
el rey de sospechar la amenaza que se cernía sobre su
hija. Pero cuando una tarde, de repente, fue a verla y la
pilló en animada conversación con Fluvius, montó en
cólera. Volvió a recluirla en el castillo y no veía momento
de casarla sin más demora con el príncipe del fuego. Pero
ella se fue quedando tan desmejorada que los médicos
temieron por su vida y dijeron que había que evitarle los
disgustos. Es una pena que se haya puesto así por una
tontería.

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—¿Es bonita? —preguntó Jack.

—Bonita no es la palabra que le cuadra —replicó


el duende—. Es bellísima, sencillamente adorable. La
muchacha más adorable del país del fuego. Y además de
una inteligencia extraordinaria.

—Duendecito mío —dijo Jack en tono mimoso—,


¿por qué no me llevas contigo a ver tu casa? Anda, que
no se lo digo a nadie. ¡Esto está tan oscuro! Déjame ir
contigo, por favor.

—No sé cómo me las podría arreglar —dijo el


duende—. Además, te daría mucho miedo.

—¡Que no, que no me da miedo, de verdad! —aseguró


Jack—. Haz la prueba y te convencerás.

—En fin, bueno, espera un minuto.

Y la figurilla roja desapareció por la zona más


resplandeciente del fuego. A los pocos segundos volvió
a surgir. Traía un sombrerito rojo, un traje y unas botas.

—Ponte eso —dijo, al tiempo que tiraba las prendas


a Jack.

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—¿Cómo me lo voy a poner? No me cabe, abulta
menos que mi brazo.

Pero en cuanto tocó aquella ropa, notó que estaba


empezando a menguar. Y siguió menguando más y más
hasta que aquellas prendas se acoplaron a su tamaño.
Entonces pudo ponérselas con toda facilidad.

—Ahora toma esto —dijo el duende.

Y le tiró a Jack una delgada y brillante máscara de


cristal.

Jack se la aplicó al rostro. Vio que se le ajustaba como


un guante, sin dejar fisuras.

—Ya está —dijo el hombrecillo del fuego—. Ahora


salta por encima de los morrillos y entra aquí, a ver qué
te parece.

Jack traspuso el guardafuegos y empujándose con el


atizador trepó a uno de los morrillos. El hombrecillo se
adelantó a darle la mano. ¡Qué mano tan ardorosa tenía!
Quemaba como una llama. Jack tuvo ganas de soltarla,
pero temió parecer descortés, así que apretó los labios

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para no gritar y de un salto fue a caer al corazón mismo
de la hoguera.

Al mirar en torno suyo, le pareció que había ingresado


en un mundo nuevo y distinto. Estaba rodeado por
suntuosas montañas de un rojo fulgurante, de las cuales
brotaban surtidores de llama a modo de árboles. De vez
en cuando aparecía también un montículo negro que
echaba humo y silbaba amenazadoramente. Pero ¡qué
calor hacía! Al principio, Jack casi no podía respirar y le
parecía que iba a desmayarse.

—Bueno —dijo el hombre, a quien veía Jack de su


mismo tamaño—, ¿qué tal te encuentras ahora?

—Hace mucho calor —murmuró el pobre Jack.

—Pues si no puedes aguantar esto, no sé qué va a ser


de ti en el país del fuego. Mejor que lo dejes —dijo el
duende.

—No, no, si estoy muy bien —dijo Jack, haciendo de


tripas corazón—. Creo que pronto me voy a acostumbrar
del todo. ¿Qué hay que hacer para ir al país del fuego?

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—Ahora lo verás —dijo el hombre, sacando un palo
de su bolsillo.

Lo cogió con las dos manos y practicó un agujero con


él entre los carbones que ardían a sus pies. Aquel hoyo
se fue haciendo cada vez más grande. Luego sacó tres
canicas y las arrojó una por una en el agujero. Según
caían en él, lo iban agrandando más y más hasta que fue
una inmensa y negra sima. Entonces el hombrecillo se
sentó en el borde de ella, con las piernas colgando hacia
abajo.

—Ven acá —le dijo a Jack—. Siéntate en mis hombros,


aprieta las piernas contra mi cuello y dame las manos,
que no te va a pasar nada. Lo único que te pido es que no
grites ni digas una palabra, porque si haces eso te dejaré
caer.

Jack obedeció y se sentó decidido en los hombros


de su compañero, rodeando su cuello con las piernas.
No pudo por menos de sentir un sobresalto, cuando
inmediatamente, sin mediar palabra, su guía se lanzó
dentro del agujero y empezaron a deslizarse velozmente
a través de la oscuridad, tan aprisa que a Jack la cabeza
le daba vueltas. Bajaban, bajaban y bajaban. Estaba todo

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negro como boca de lobo, y el pobre Jack se puso malo
de vértigo. Tenía ganas de gritarle a su compañero que
se pararan, pero no lo hizo por miedo a que cumpliera
su amenaza de dejarlo caer. Al final, tras un largo
recorrido, divisó una débil luz rojiza, que iba creciendo y
volviéndose más luminosa a cada momento.

—Aquello es el país del fuego —dijo su guía,


deteniéndose unos instantes—, y en seguida estaremos
allí.

Reanudaron su descenso, cada vez más aprisa que


antes en dirección a aquel punto de luz, que se había
vuelto tan brillante que deslumbraba, y Jack a duras
penas podía mantener los ojos fijos en su resplandor.

—¡Ya estamos! —dijo el hombrecillo justo cuando


estaban pasando de lo oscuro a la luz a través de una
especie de arco. Luego, con toda tranquilidad, depositó
a Jack en el suelo y se sentó a su lado a descansar. Cuando
el chico se hubo recuperado del mareo y del susto, se
levantó y se quedó mirando alrededor. Era todo más raro
todavía que antes. Se veían enormes colinas, entreveradas
por toda una gama de sombras en rojo y naranja, algunas

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más pálidas, otras más vivas, y en las laderas había lagos
de fuego. El cielo era una masa llameante y algunas de las
colinas echaban humo.

—¿Qué te parece? —preguntó el duende.

—La verdad es que es todo rarísimo —dijo Jack, sin


atreverse a declarar sinceramente sus impresiones para
no ser grosero—. Pero, oye, ¿y tú, dónde vives? No veo
casas por ninguna parte.

—Las ciudades están más allá. Si quieres verlas, tienes


que subirte otra vez a mis hombros —dijo su compañero.

Y volvió a alzarlo sobre su cabeza.

Reemprendieron viaje, y a tal velocidad que Jack casi


no distinguía los contornos del curioso país que iban
atravesando.

Finalmente avistaron una gran ciudad, con sus altas


cúpulas y sus puentes. A la salida de ella había un palacio
de hierro candente adornado de piedras preciosas que
reverberaban a la luz.

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—Es el palacio del rey —dijo el duende del fuego—.
Es lo más digno de verse que hay en todo el país. Vamos
allí lo primero.

—¿Veré a la princesa? —preguntó Jack ansiosamente.

—Puede que esté en el jardín. Si es así, desde luego


que podrás verla.

Se detuvieron ante la gran verja del jardín. El duende


la empujó y advirtió a Jack que no hiciera el menor
ruido. Entraron. Eran el jardín y el palacio más extraños
que quepa imaginar. Jack pudo darse cuenta de que lo
que le habían parecido piedras preciosas no eran más
que llamaradas de colores distintos que brotaban todo
alrededor de la fachada. Había fuegos azules, rojos,
verdes y amarillos brillando como joyas contra los muros
del palacio.

Al principio Jack creyó que el jardín estaba cuajado


de flores maravillosas, pero tampoco. Cuando se acercó
más, pudo comprobar que se trataba de fuegos artificiales
en forma de flores. Toda clase de ruedas de luz subían
velozmente dando vueltas y lanzando chispas. Y de vez
en cuando un cohete cruzaba el aire y caía luego en una
lluvia de estrellas relucientes.

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Jack corría de un lugar a otro, contemplándolo todo
arrobado. En un determinado momento, su compañero
le tiró de la manga y le llevó aparte.

—¡Mira, la princesa! —le dijo en voz baja.

Y le señaló hacia un grupo de damas que caminaban


a paso lento por el sendero. En medio de ellas, venía la
princesa. Jack pensó que era la joven más hermosa que
había visto en su vida.

Los largos y brillantes cabellos, que le llegaban casi


hasta los pies, parecían una cascada de oro. El rostro era
muy pálido. Andaba despacio, con la mirada baja, y toda
su expresión reflejaba una profunda tristeza. Llevaba
un traje como tejido en llamas, con una larga cola. El
corpiño estaba bordado con orquídeas de fuego pálido,
y el mismo adorno coronaba su cabeza.

Las damas de compañía iban también muy bien


vestidas, pero ninguna resultaba tan adorable como ella.
Lo único que no le gustaba a Jack es que estuviera tan
triste. Las damas iban hablando con ella, pero no recibían
una sola palabra como respuesta.

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—Su real alteza no debería andar tan deprisa —dijo una.

—¿No querría su real alteza sentarse un rato?


—preguntó otra.

—¿Prefiere volver a palacio, real alteza? —añadió una


tercera.

Pero la princesa se limitó a sacudir la cabeza en


silencio, tras lo cual siguió andando al mismo paso.

Entonces Jack, al verla tan bella y tan desgraciada, no


pudo contenerse, y exclamó:

—¡Ay, pobre princesita! ¡Qué pena me das!

La princesa levantó sus ojos por primera vez. Relucían


como estrellas, tanto que Jack no pudo resistir aquel
fulgor y tuvo que volver la cara hacia otro lado.

—¿Quién ha hablado? —dijo la princesa con voz


apagada y melancólica—. ¿Quién de ustedes ha hablado?

Las damas no dijeron nada, pero se miraban unas a


otras con intriga.

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—Alguien ha dicho que yo le daba pena, y quiero
saber quién ha sido —continuó la princesa.

Luego se echó a llorar, pero en vez de lágrimas, sus


ojos despedían destellos, todas sus damas la rodearon,
tratando de calmarla.

—Ya sabe su real alteza —dijo una de ellas— lo que


han dicho los médicos, que no debe exaltarse por nada,
porque las consecuencias pueden ser fatales.

—Por favor, cálmese, real alteza —dijo otra—. Le va a


pasar algo si se pone así.

—Pero ¿quién ha hablado? —volvió a preguntar la


princesa—. Es una falta de consideración que no me lo
digan. Desde que salí del colegio, es la primera vez que
alguien me habla con voz dulce y compasiva.

Al llegar a este punto, Jack ya no fue capaz de seguir


guardando silencio. Y aunque el duendecillo rojo hacía
todo lo posible por tirar de él, se plantó delante de la
princesa, y dijo:

—¡He sido yo, con permiso de su real alteza!

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—¡Tú! ¿Y quién eres tú? —preguntó ella dulcemente.

—Soy un niño. Me llamo Jack.

—¿Y cómo has venido a parar aquí?

—He venido con este —dijo Jack señalando al


duende—. Pero no te enfades con él, porque la culpa ha
sido mía, fui yo quien le convenció para que me trajera.

—Si no estoy enfadada, ni con él ni contigo —dijo la


princesa con mucho agrado—. Lo que quiero saber es
por qué sientes pena por mí.

—¡Porque pareces tan desgraciada! Y lo entiendo,


porque es muy triste que vivas separada de tu príncipe
—dijo Jack.

Al oírle decir esto, todas las damas lo rodearon,


tratando de impedir que siguiera hablando. Pero la
princesa dijo:

—¡Silencio! He dicho que se callen y le dejen hablar.


No me hace daño alguno oír sus palabras y no consiento
que le amordacen. Muchas gracias, querido niño, por lo

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que me has dicho. Y en cuanto a ti —añadió volviéndose
al duende—, has de saber que no estoy enfadada por tu
conducta, pero lo que deseo vivamente es que nada de
todo esto llegue a oídos de mi padre.

En el mismo momento en que acababa de pronunciar


estas palabras, se vio una nube de humo que venía
rodando hacia ellos por encima de las colinas.

—¡El rey, el rey! —gritaron a una todas las damas.

—¡Vete, vete, por favor! —exclamó la princesa


dirigiéndose a Jack.

Y antes de que pudiera darse cuenta, ya el duende


del fuego le había vuelto a montar sobre sus hombros.
Salieron volando a toda velocidad y atravesaron el aire
como flechas. Ya estaban muy lejos del palacio cuando,
por fin, Jack pudo recobrar el aliento.

—¡En menudo lío me has metido! —gruñía el


hombrecillo—. Puedes estar seguro de que es la última
vez que te llevo conmigo a algún sitio. No quiero ni
pensar lo que hubiera pasado si el rey llega un poco antes
y te oye hablando con la princesa de un tema que ha
prohibido terminantemente que nadie mencione.

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Jack no se atrevía a decir ni una palabra, al darse
cuenta de lo furioso que estaba su compañero, y siguieron
volando a un ritmo vertiginoso. Por fin, alcanzaron la
estrecha y oscura sima, y la remontaron. Cuando llegaron
nuevamente a la luz, el duende se arrancó a Jack de los
hombros y lo despidió de sí con todas sus fuerzas. El
niño no volvió a acordarse de nada hasta que se encontró
tumbado sobre la alfombra de su cuarto de estar, ante
la chimenea. Podía haber sido un sueño, pero él estaba
seguro de que no lo había sido.

El fuego se había apagado, y el único resplandor que


entraba a iluminar la casa venía de las farolas de la calle.
Jack se puso en pie de un salto y empezó a buscar por
todas partes alguna huella del duende, pero no pudo
encontrar ninguna. Se acercó a la chimenea y lo llamó,
pero no tuvo contestación. Por fin, como tenía mucho
frío, se fue a la cama dando diente con diente. Se durmió y
soñó con la princesa. Y con ese extraño y resplandeciente
país de nuestro subsuelo, del cual nadie sabe nada.

A la mañana siguiente le despertó el beso de su madre


y el tacto de un paquetito que había dejado en sus manos.
A Jack le encantó abrirlo y encontrar dentro de él galletas,

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caramelos y un soldadito de madera procedente del
árbol de Navidad. Se pasó parte de la mañana jugando
con él, pero aunque esto le entretenía, no era capaz de
olvidar el país del fuego y menos a su preciosa y pálida
princesa. No se atrevió a contarle nada de aquello a su
madre por miedo a que el hombrecillo del fuego pudiera
irritarse y se desanimara de volver a aparecer por allí.
Por la tarde, en que volvió a quedarse solo, se sentó otra
vez ante la chimenea y miraba ansioso por encima de los
morrillos. Pero ningún habitante del país del fuego hizo
acto de presencia. Más tarde se acercó a la ventana y se
quedó oteando el exterior como en espera del príncipe
de las aguas o de la diminuta hada de los aires, pero no
logró ver a ninguno, aunque llovía a cántaros y el viento
soplaba furiosamente.

De esta manera, noche tras noche, siempre que su


madre salía y lo dejaba solo, Jack continuó esperando a
pesar de que ninguno de los moradores del fuego volvió
a dar señales de vida y él empezara a temer que nunca
volvería a tener noticias suyas.

Llegó la «nochevieja» y la madre de Jack no tuvo más


remedio que salir y dejarlo en casa para que recibiera el

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año él solo. Hacía una noche horrible. Llovía a mares, y
el viento soplaba lanzando prolongados y tristes aullidos.
Jack, sentado junto a la ventana, miraba pasar las nubes
errabundas sobre la calle empapada. Se había cansado
de mirar a la chimenea esperando ver aparecer entre las
llamas a su rojo amigo. Esta noche estaba embebido en
sus pensamientos, preguntándose qué le depararía el año
que empezaba al día siguiente.

«Este año que viene», se decía, «cumpliré ocho años.


Mamá dice que estoy muy bajito para mi edad. A ver si
crezco el año que viene».

—¡Jack! ¡Mi pequeño Jack! —le llamó una vocecita


que venía de la chimenea. Jack se acercó allí de un salto. El
fuego casi se había apagado completamente; solo quedaba
un opaco resplandor rojizo sobre las brasas. Arrodillada
sobre ellas y tratando de incorporarse agarrada a los
hierros, estaba la princesa del fuego. Se la veía más pálida
que la última vez, parecía casi transparente. En efecto, a
través de su cuerpo Jack podía ver los carbones apagados.

—¡Echa un poco más de carbón! —dijo la princesa


entre escalofríos—. Esto no es bastante para calentarme,
y si no se avivan las llamas, yo también me apagaré.

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Jack se apresuró a obedecer, y luego se sentó en la
alfombra con los ojos fijos en la transformación de la
princesa, que había recobrado todo su esplendor. Su
larga y brillante melena se derramaba sobre los hierros,
y aunque su pequeño rostro seguía estando muy pálido,
los ojos, en cambio, eran inmensos y chispeaban como
diamantes.

—¡Qué hermosa eres! —exclamó finalmente Jack.

—¿De verdad? —dijo la princesa lanzando un


suspiro—. Mi príncipe también me lo decía. ¡Si supieras
todos los obstáculos que he tenido que vencer para llegar
aquí esta noche! Pero había decidido venir. Desde que te
vi, he pensado en ti muchas veces.

—¿Que has pensado en mí? —preguntó Jack, sin dejar


de mirarla fijamente.

—Sí, porque tú me compadeces, y en cambio mis


súbditos son tan fríos… Ahora lo que quiero es pedirte
un gran favor.

—¿Qué favor? —preguntó Jack.

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—Haz que el príncipe venga aquí para que podamos
hablarnos.

—¿Y cómo me las voy a arreglar para traerlo? —dijo Jack.

—Yo te enseñaré cómo. ¿Está lloviendo esta noche?

—Ya lo creo, muchísimo.

—Pues es una suerte. Seguro que mucha de su gente


anda por ahí afuera. Todo lo que tienes que hacer es dejar
abierta la ventana y mantenerte a la espera.

—Pero toda la lluvia se me va a meter en el cuarto


—dijo Jack.

—No, no entrará. Y además, aunque entre, el agua a


ti no te hace daño, no te apaga. Anda, sé bueno, y haz lo
que te pido.

Así que Jack abrió de par en par una de las ventanas.


Una gran ráfaga de viento irrumpió en el cuarto y
la lluvia fría y hostigada empapó la cara del niño. El
fuego que rodeaba a la princesa se avivó con una gran
llamarada, y luego decayó. La princesa no se movió, pero

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le pidió a Jack que se quedara entre ella y la ventana para
impedir que la humedad y la corriente de aire alcanzaran
la chimenea. Así lo hizo el chico, y entonces ella se puso
a cantar.

La princesa cantaba bajito, luego su canción fue


subiendo de volumen y se oía cada vez con mayor
claridad. Por último, se paró y dijo:

—Y ahora, pequeño Jack, mira por la ventana, y dime


lo que ves.

Jack se acercó a la ventana, y allí mismo, sentado en


el alféizar sobre un charquito de agua, había un hombre
pequeño y delgadito vestido de verde oscuro. Tenía el
pelo largo y alborotado, empapado de lluvia, lo mismo
que sus ropas. Miró a Jack con gesto torvo durante unos
instantes, y luego dijo:

—¿Quién eres tú y qué quieres de mí?

—Dile —le susurró la princesa— que nos traiga aquí


al príncipe Fluvius. Y Jack le transmitió aquel recado al
hombrecillo, el cual replicó:

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—¿Y quién eres tú para atreverte a pedir que te traiga
al príncipe? ¿Te has creído que nuestro príncipe va a
andar de acá para allá, a requerimiento del primer mortal
que se lo pida?

Pero al oír aquellas palabras, la princesa se puso a


cantar de nuevo con los mismos dulces acentos, y aquella
vocecita fue creciendo y creciendo, hasta que el duende
del agua, sentado en el alféizar, se puso de pie de un
salto. Entonces le prometió a Jack traerle al príncipe o
hacer cualquier cosa que le pidiera, con tal de dejar de
oír aquella canción, porque le llegaba con ella un calor
irresistible. Y es que el canto de la princesa era como un
hechizo, y a aquel hombrecillo le hubiera podido dejar
seco.

La princesa se reclinó silenciosamente entre las


brasas, el duendecillo del agua desapareció, y Jack se
quedó vigilando junto a la ventana, en espera ansiosa de
los acontecimientos.

La lluvia caía a mares y de repente la habitación


empezó a oscurecerse cada vez más. Cuando la princesa
se dio cuenta, levantó la cabeza.

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—¡Se está acercando! —dijo.

Y en seguida empezó a despedir por todas partes


brillantes rayos de luz dorada, en medio de los cuales se
redoblaba su belleza. Poco después llegó flotando hasta
la ventana una nube blanca, que se paró en el alféizar.
Aquella nube se abrió y de su interior surgió la figura
de un joven, maravillosamente ataviado en gris y plata.
Sería más o menos del tamaño de la princesa y a Jack le
pareció que, después de ella, era la criatura más hermosa
que había visto. El pelo, muy oscuro, lo llevaba largo y
rizado; tenía la cara muy pálida y los ojos azul oscuro,
exactamente del color del mar. Al ver a la princesa se
sobresaltó, y se hubiera precipitado hacia la chimenea si
no fuera porque ella le suplicó que, por el bien de los dos,
no traspasara el marco de la ventana.

—¡Eres tú, oh, amor mío! —dijo él asomándose al


interior de la habitación—. ¡Y yo que pensaba, pobre de
mí, que nunca iba a volver a verte! ¡Por favor, deja que te
estreche entre mis brazos, aunque sea una sola vez!

—¡No se te ocurra hacer tal cosa! —exclamó la


princesa—. Sería nuestra perdición.

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—Pero por lo menos moriríamos juntos —dijo el
príncipe Fluvius.

—Pero vivir juntos es mucho más hermoso —dijo la


princesa.

—¡Ah, si eso fuera posible! —suspiró el príncipe.

—Es posible —dijo ella—. Desde la última vez que nos


vimos, me he enterado de que hay una sola persona en el
mundo que nos puede ayudar: el viejo del Polo Norte. Lo
sabe todo, y bastaría con ir a pedirle consejo para que nos
solucionara las cosas.

—Pero ¿cómo vamos a llegar hasta él? —preguntó el


príncipe—. Si vas tú, el agua del mar te apagará por el
camino, y si voy yo, peor, porque ya sabes que el agua se
convierte en hielo. Me quedaría allí, hecho un carámbano
y nunca más volvería a verte. Se lo podríamos decir a
las hadas del aire, que siempre están yendo y viniendo,
pero tienen la cabeza de chorlito y se les olvidan todos
los recados.

—¡Jack, mi pequeño Jack! —exclamó la princesa


volviéndose hacia él—, podrías ir tú de nuestra parte,
¿verdad que sí?

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—¿Ir yo? —exclamó Jack asustado—. ¿Y cómo me las
voy a arreglar para ir yo?

—Pues muy fácil. Una de las hadas del aire te llevará y


te volverá a traer, si el príncipe se lo ordena. Puedes salir
esta misma noche. ¿Verdad que sí, querido Jack, verdad
que lo vas a hacer con mucho gusto por nosotros? Y te
quedaremos tan agradecidos…

Jack no sabía qué decir. Miró primero al príncipe,


sentado en el alféizar de la ventana entre una cortina de
lluvia, contemplándolo pensativo con sus maravillosos
ojos melancólicos. Luego miró a la princesa arrodillada
en las brasas, suplicando su ayuda con las manos juntas
mientras de sus ojos relucientes brotaba una lluvia de
estrellas. Y eran los dos tan bellos que no se sentía con
fuerzas de rechazar su petición. Por eso guardaba silencio.

La princesa se dio cuenta de su vacilación y concluyó


sonriendo:

—Bueno, está decidido. Irás de nuestra parte. Así


que ahora, querido Jack, presta mucha atención a todas
las instrucciones que te vamos a dar, para que puedas
seguirlas al pie de la letra. El viejo del Polo Norte es

37
retorcido y astuto, y gusta de engañar con sus enredos
a los que llegan para pedirle ayuda. Tienes que ir sobre
aviso, pues. Pero, además de esto, recuerda que, pase lo
que pase, no puedes formularle más que una pregunta.
La primera que le hagas tiene la obligación de contestarla
a derechas, pero si le haces más de una te puede raptar
y enterrarte bajo el hielo. Hará todo lo posible para que
caigas en la tentación de seguirle preguntando, pero tú
no le sigas el juego. Y asegúrate bien de no olvidar ni una
sola palabra de lo que te diga acerca de mí.

—Pero ¿qué es lo que le tengo que decir? —preguntó Jack.

—Pues le dices: «Vengo de parte de la princesa Pyra,


que está enamorada de Fluvius, el príncipe de las aguas,
y quiere saber lo que tienen que hacer para casarse». Y
después cierras la boca y no la vuelves a abrir, ¿entendido?,
diga él lo que diga. Cuando llegues al país del hielo,
notarás muchísimo frío, así que te voy a dar una bola de
fuego para que te calientes. ¡Ah!, y de ninguna manera te
pares a hablar con nadie que te encuentres, porque si lo
haces, te helarás hasta los huesos y te morirás.

—Pero ¿y cómo voy allí? —preguntó Jack.

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—Acércate a la ventana y verás al duende del aire, que
es quien tiene que llevarte.

Jack obedeció, y vio en el alféizar, de pie junto a


Fluvius, a un individuo pequeño vestido con unas ropas
ligeras de color oscuro, tan flojas y sueltas que casi no
tocaban su cuerpo. Tenía un rostro alegre, pero no muy
expresivo. Y cada vez que se movía un poco entraba en la
casa una ráfaga de viento.

—¿Estás listo? —preguntó Fluvius amablemente,


dirigiéndose a Jack.

—Sí —dijo este, aunque estaba asustadísimo.

—No hay razón para que tengas miedo, pequeño Jack


—dijo Fluvius—, lo único que tienes que hacer es subirte
a sus hombros, y llegarás sano y salvo a tu destino.

Y, diciendo estas palabras, puso una mano sobre


su cabeza. En seguida Jack notó que empezaba a
empequeñecerse. Y siguió menguando cada vez más
hasta llegar a ser del mismo tamaño que el príncipe y la
princesa.

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—¡Ahora, vamos! —dijo el duende del aire con una
voz muy rara, como un susurro de viento.

Jack se montó en sus hombros, como se había montado


en los del duende del fuego, y se dispusieron a partir.

—Adiós, pequeño Jack —exclamó la princesa, desde


la chimenea—. Cuando seas tú quien necesite algo, ya
verás cómo nos tienes incondicionalmente a tu lado.

—Adiós, pequeño Jack —coreó Fluvius—. No olvides


ninguna de las recomendaciones que te hemos hecho, y
sobre todo no le hagas al viejo segundas preguntas.

—¡Adiós! —respondió Jack. Y salieron por los aires.

La lluvia azotaba el rostro del niño, y le mareaba tanta


velocidad, pero guardaba silencio y se limitaba a apretar
bien las piernas en torno al cuello del duende.

Siguieron volando en silencio e iban dejando atrás


tejados y chimeneas a un ritmo aterrador. Luego salieron
al campo y empezaron a viajar sobre llanuras y caminos.
Poco a poco las nubes se fueron despejando, entre sus
claros apareció la luna, y Jack pudo ver por dónde iban.

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Además, ya se iba acostumbrando a la postura y le daba
menos miedo mirar a su alrededor. Sobrevolaron bosques
y ríos, y cruzaron por encima de pueblos que se veían tan
chiquitos allá abajo como si sus casas e iglesias fueran de
juguete. Por fin, avistaron el mar, y Jack no fue capaz de
seguir guardando silencio.

—¡Me figuro que no intentarás volar por ahí encima!


—estalló.

—Pues claro que sí —dijo o más bien sopló su


compañero, porque sus palabras eran como rachas de
aire—. Creí que íbamos a seguir callados todo el viaje,
porque a mí no me gusta ser el primero en hablar. ¿Qué
tal te encuentras? Espero que vayas cómodo.

—Sí, gracias, bastante cómodo —contestó Jack—. Pero


oye, a mí me da miedo cruzar el mar. ¿Y si nos caemos?

—¡Qué nos vamos a caer! —dijo el otro—. No te


preocupes, que te sujetaré bien. Es maravilloso adentrarse
volando sobre el mar, ya lo verás, una experiencia que
vale la pena.

—Pero ¿y no hará mucho frío? —preguntó Jack.

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—No, no es para tanto —dijo su compañero con
acento despreocupado—. Luego, cuando lleguemos a las
zonas de hielo y de nieve, entonces sí. Pero echaré a rodar
delante de nosotros la bola de fuego que te dio la princesa,
y eso nos calentará. Oye, me produce curiosidad saber lo
que piensas preguntar al viejo. ¿Por qué no me lo dices?

—Prefiero no hacerlo —contestó Jack—. Debe de ser


bastante sabio, ¿verdad?

—¿Bastante? ¡Muchísimo! Lo sabe absolutamente


todo. Te aclarará cualquier duda, con tal de que se la
expongas en una sola pregunta. Bueno, y ahora ¡volemos
sobre el mar!

Empezaron, efectivamente, a dejar atrás la tierra. Y la


verdad es que Jack, a medida que iba perdiendo el miedo,
disfrutó mucho de aquella travesía. La superficie del mar
se ondulaba bajo ellos, espumeante. La luna dibujaba
una cresta de plata encima de cada ola diminuta. De
vez en cuando algún barquito surcaba rápidamente
las aguas impulsado por la brisa. Cuando perdieron
totalmente de vista la costa, Jack pensó que aquello era
glorioso. ¡Nada en absoluto más que aquella inmensa y
deslumbradora superficie durante millas y millas! Jack

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se echó a reír de pura felicidad. Se hubiera considerado
absolutamente dichoso, si no fuera por un pensamiento,
que se le infiltraba pequeñito y avieso, crecía a pesar
suyo y se iba apoderando de su mente, aun en contra
de su voluntad. Se frotó la frente con la mano, como si
quisiera ahuyentarlo, pero allí seguía como si nada. Y lo
que pensaba Jack era lo siguiente: «¿Por qué no le pido al
viejo algo para mí, en vez de pedírselo para la princesa?
¿Quién se iba a enterar, al fin y al cabo? ¡Qué feliz sería
mamá si, al llegar a casa esta noche, se encontrara con
que su hijo, yo, había dejado de ser un pobre tullido! Y
sería bien fácil inventar un cuento para justificarme ante
la princesa, sin que nadie tuviera por qué descubrir la
verdad».

Se daba cuenta de la maldad que suponía estar


pensando cosas semejantes, y de que su obligación era
cumplir lo prometido. Se acordaba de la carita pálida de
la princesa y de la triste voz del príncipe. Pero también
pensaba en su madre y en la casa sórdida donde vivían. Y
a duras penas podía contener el llanto.

—¡Escucha! ¿No oyes cantar a alguien? —preguntó


el duende.

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Jack aguzó el oído y oyó, efectivamente, una dulce y
triste voz que entonaba una melodía. Era la canción más
fascinante que el niño había oído jamás.

—Es una sirena —dijo el duende del aire—, y le está


cantando a un barco. Seguirá insistiendo hasta que el
barco, arrastrado por esa voz, siga el rumbo que ella
le marque. Entonces, poco a poco, lo irá conduciendo
a una zona de remolinos, y el barco se hundirá. Y los
pobres marineros nunca volverán a ver a sus mujeres
ni a sus hijos. Voy a soplar fuerte para desviar al barco
en sentido contrario, quiera o no quiera, hasta que deje
de oír el canto de la sirena y pueda seguir la ruta que
llevaba. Ay, Jack, los pobres marineros, cuando se quejan
de las tempestades y galernas, y las maldicen, no saben
que muchas veces las desencadenamos por su bien, para
sacarlos de atolladeros peores.

—¡Una sirena! —exclamó Jack, impresionado—. Yo


nunca he visto ninguna. Me encantaría ver cómo son.

—En cuanto atienda el asunto del barco —dijo el


duende del aire—, te llevaré a que la veas.

Bajaron hasta acercarse a uno de los costados del


barco, que se dejaba llevar dulcemente, y vieron a los

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marineros despreocupados y tranquilos, agrupados en la
cubierta. De repente, el duende del aire se puso a soplar
con todas sus fuerzas y sin tregua, hasta que todo el mar
se levantó en olas densas y enormes que sacudían la
embarcación llevándola de un lado para otro. El capitán
gritaba órdenes, mientras los marineros arriaban velas
apresuradamente, temblando de miedo. Totalmente en
contra de su voluntad, el barco cambió de rumbo, y el
duende siguió soplando con la misma intensidad hasta
que lo vio a muchas millas de distancia, lejos del radio de
acción de aquel canto hechicero.

—Si quieres, ahora vamos a ver a la sirena —dijo al fin.

Y volvieron al mismo punto donde encontraron al


barco. Allí, a sus pies, descansando en la cresta de las
olas, Jack vio a una hermosísima doncella. Tenía unos
ojos verdes de mirada triste y su larga cabellera era verde
también. Cuando se acercaron un poco más, el niño
comprobó que, en vez de piernas, tenía una larga cola
de escamas brillantes, pero no por ello le pareció menos
hermosa. Seguía cantando con voz triste y soñolienta, una
voz que, apenas escuchada, provocó en Jack el intenso
deseo de saltar a las olas junto a aquella criatura. Era un
anhelo tan irresistible que estuvo a punto de seguir sus
dictados, y lo hubiera hecho a no ser porque el duende

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del aire lo sujetó vigorosamente y, sin darle tiempo a
cumplir su designio, arrancó a volar a toda prisa y se
alejaron de allí.

Lo de haber salvado al barco henchía de contento al


duende.

—No sabes lo que me alegro de haber pasado por aquí


le dijo a Jack. Un poco más que hubiéramos tardado y la
sirena se lo hubiera tragado sin remedio.

Y se reía de gusto.

Jack pensó en el pobre barco, que había estado en un


tris de hundirse, se le contagió la alegría del duende y
todos los pensamientos se le desvanecieron.

—Si este duendecillo atolondrado está tan satisfecho


de su buena acción —se dijo—, más lo debería estar yo de
prestar ayuda al prójimo en vez de andar preocupándome
de mí mismo.

Y se prometió seriamente que, pasara lo que pasara,


mantendría la promesa hecha a Pyra y seguiría sus
instrucciones al pie de la letra.

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Siguieron adelante. Poco a poco, el frío se les había
ido echando encima. Allá abajo, gruesos témpanos de
hielo flotaban sobre el mar, y una variada colección de
monstruos marinos asomaban su cabeza a la superficie.

—Sería mejor que hiciéramos un alto aquí para sacar


la bola de fuego que te dio la princesa —dijo el duende.

Descargó el bulto de Jack y lo depositó sobre uno


de aquellos icebergs. Estaba ocupado en parte por una
familia de focas, que pareció sobrecogerse ante aquella
presencia inesperada.

—¿No sabe usted —preguntó la foca más vieja en


tono desabrido— que es de mala educación invadir una
propiedad privada de hielo sin pedir permiso?

—Lo siento mucho, se lo aseguro —murmuró Jack.

—Déjalo en paz —dijo otra foca más joven—. ¡Es tan


guapo! ¿Quieres que te traiga algún pececito? Me da la
impresión de que tienes mucha hambre, y a mí no me
cuesta nada pescar uno para ti, es cosa de un momento.

Jack no tuvo tiempo de rechazar la oferta, porque en


seguida se acercó otra foca vieja a terciar en la charla.

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—Yo necesito un criado, si es ponerte a servir lo
que buscas —dijo—. Y tú pareces un chico limpio y
agradable. No me importa nada ponerte a prueba. Pero
eso sí, yo soy muy maniática de la limpieza. El hielo de
mi piso tiene que estar reluciente y bien transparente el
agua que lo rodea.

Las focas se habían aglomerado en torno a Jack. Pero


volvió a presentarse el duende del aire, y de un solo
soplido las mandó a todas de nuevo al agua.

—¡Mira! —dijo el duende, mientras volvía a subir a


Jack a sus hombros para reemprender la travesía—. He
mandado por delante la bola de fuego, ¿la ves?, para que
nos abra camino y tú no pases frío.

Jack, a medida que avanzaba, vio efectivamente ante


sus ojos una gran bola luminosa que el duende iba
soplando y que despedía un calorcito muy agradable.

—¿Cómo te las has arreglado para traerla? —preguntó Jack.

—Bueno, es que era pequeñísima cuando Pyra me la


dio —contestó él—, aproximadamente una chispita de
luz. Pero cuando la soplo se va volviendo mayor. Espero

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que siga encendida hasta que lleguemos al Polo Norte
para que tú no te hieles. Luego la vuelta será coser y
cantar. ¡Mira, ahora estamos entrando precisamente en
el país del hielo!

Jack vio, efectivamente, cómo los bloques de hielo iban


aumentando bajo ellos no solo en cantidad, sino también
en tamaño, hasta que los espacios de agua que separaban
unos de otros, cada vez más precarios, acabaron por
desaparecer y no podía verse más que una inmensa,
sólida y uniforme capa de hielo. La luna arrancaba
brillantes destellos de aquella helada planicie, sobre la
cual rebullía silenciosamente una serie de imágenes casi
transparentes. Eran hombres y mujeres de mirada fría y
resplandeciente, con una palidez de muerte pintada en
el rostro. No decían nada, se deslizaban calladamente y
como de puntillas. Al ver la bola de fuego, corrieron tras
ella, y luego, al divisar a Jack, algunos le hicieron señas
para que se parara.

—¿Quiénes son? —preguntó el niño.

—Habitantes del país del hielo —contestó su guía—.


Viven en el hielo y nunca hablan, solo se deslizan por él
sin hacer ruido.

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—Ya. Pero ¿por qué no nos paramos a verlos?

Su compañero no dijo nada. Se limitó a señalar con


el dedo allá abajo, hacia un punto donde se divisaban
unas figuras negras e inmóviles, yaciendo como pesadas
piedras sobre la transparente superficie.

—¿Ves eso? —preguntó—. Pues son los cuerpos de


hombres y mujeres a quienes los habitantes del hielo
detuvieron en su camino para que murieran congelados.
Si alguna infortunada nave viene a quedar atrapada entre
los icebergs, los habitantes del hielo en seguida vienen
a agruparse alrededor suyo, capturan a los pasajeros
y los meten ahí para congelarlos. Esas gentes son tan
perversas y crueles como las sirenas. Si llego a dejar que
te pararas con ellos solo un minuto, a estas horas estarías
convertido sin remedio en un carámbano. Pero mira, ya
estamos llegando al Polo Norte. ¡Allí está!

Jack miró a través de las masas heladas y divisó una


claridad rosada que surgía al fondo y subía en abanico a
extenderse por el cielo. Parecía salir de un bulto oscuro
y muy raro en forma de seta, que se dibujaba contra el
horizonte.

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—Aquello es el Polo Norte —dijo su compañero—, y
la luz sale de la linterna del viejo.

—¿Y vive allí él solo? —preguntó Jack.

—Completamente solo. Acaba a mal con todo el


mundo. Antes era muy amigo del viejo del Polo Sur,
y atravesaban a veces el globo, uno hacia arriba y otro
hacia abajo, para hacerse mutuas visitas. Pero riñeron y
ya no se hablan.

—¿Por qué riñeron? —preguntó Jack.

—¡Vaya usted a saber! —contestó el duende un poco


malhumorado, porque le molestaba ser pillado en un
fallo típico de su condición olvidadiza—. ¿Cómo quieres
que me acuerde de semejantes minucias? Ahora lo que
tienes que hacer es pensar bien lo que le tienes que decir
tú y decírselo cuanto antes para que nos podamos volver
en seguida.

Y diciendo estas palabras, depositó a su amigo en el


suelo y permanecieron un rato sentados, a poca distancia
uno de otro.

51
Jack miró en torno suyo, y empezó a considerar si no
estaría soñando. Porque la escena era rarísima. Se veía
rodeado por todas partes de un paisaje helado, llano
y transparente, y justo ante sus ojos se elevaba el gran
promontorio en forma de seta, de un material espeso
y abrillantado como el marfil. En el centro de él estaba
sentado un viejo pequeñito, abrazándose las rodillas.
En el regazo tenía una gran lámpara marrón llena de
agujeros. Por ellos salían los rayos de luz rosada que Jack
acababa de ver desplegados en el cielo. El viejo llevaba
una gran capa de color castaño y se cubría la cabeza con
un casquete del que escapaban los mechones de una
melena larga, lisa y blanca.

Era muy feo, eso saltaba a la vista. Su rostro era casi


plano, solo sobresalía en él una enorme nariz ganchuda.
Parecía estar dormido, porque tenía los ojos cerrados y
cabeceaba. Jack no se atrevía a despertarlo, y se quedó
allí quieto, de pie, mirándolo con fijeza. Podían haberse
quedado así por los siglos de los siglos, sin que el viejo
tomase iniciativa alguna. Pero el duende del aire soltó un
feroz soplido, cuyas ráfagas hicieron oscilar la luz rosa
de la linterna. Entonces el viejo se enderezó sobrecogido,
abrió los ojos y vio a Jack.

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—¿Y tú quién eres? —preguntó con voz de trueno—.
Vienes a preguntarme algo, como si lo viera. Aquí la gente
no viene más que a eso, a preguntarme algo. Acércate un
poco, anda, que te vea bien.

Jack se aproximó, temblando de miedo. Trataba de


acordarse de todas las advertencias de la princesa, pero
seguro que alguna se le había borrado de la memoria. No
sabía por dónde empezar.

—Venga, hombre, di lo que sea —dijo el viejo


ahogando una risita—. ¿Me quieres consultar cómo
crecer y hacerte más robusto, o cómo encontrar un
talego lleno de monedas para llevárselo a tu madre, o qué
demonios quieres? Suelta lo que sea, y no me mires con
esa cara de susto.

De nuevo los malos pensamientos asaltaron la


mente de Jack. Miró al duende del aire, que había caído
dormido sobre el hielo. Luego miró aquellos rayos de
luz sonrosada que se pintaban sobre el cielo negro y se
acordó de su madre. Pero inmediatamente pensó en
la pobre princesita enamorada, y, sacando fuerzas de
flaqueza, cerró los ojos para no ver la mueca maligna del
viejo y dijo todo seguido:

53
—Vengo de parte de la princesa Pyra. Quiere casarse
con el príncipe Fluvius, pero no se atreven ni a arrimarse
uno a otro, él por miedo a secarse y ella por miedo a
apagarse. Así que me mandan a preguntarle a usted, por
favor, lo que tienen que hacer.

Se paró en seco y abrió los ojos. El viejo se estaba


riendo, presa de gran agitación, y sus carcajadas eran tan
violentas que Jack creyó que todo el Polo Norte se iba
a venir abajo. Siguió riéndose y riéndose, y parecía que
nunca iba a parar. Por fin paró, pero le llevó su tiempo
recobrar el aliento, entre resoplidos, jadeos y nuevos
brotes de risa. Luego, al cabo de un rato, cuando parecía
haberse calmado un poco, dijo:

—¡Hay que darse cuenta de lo tonta que es la gente!


¿Cómo pueden haber perdido un tiempo tan precioso
sin atreverse a hacer lo único importante que tienen que
hacer? Pues claro que es imposible que se casen sin que
él se seque y ella se apague, ¡vaya un descubrimiento!
¿Quién apaga el fuego más que el agua? ¿Y quién seca la
humedad más que el fuego? Eso ya se sabe, y la princesa
Pyra, que ha sido educada en un buen colegio, debería
saberlo mejor que nadie. Así que, cuando vuelvas, dile

54
al príncipe Fluvius que se acerque a ella, le dé un beso, y
nada más.

Y el viejo se echó a reír otra vez.

Jack estaba hecho un lío, pero no se atrevía a preguntar


nada más. Se quedó de pie ante el viejo, mirándolo
absorto.

—¿Y qué más? —preguntó el viejo, volviéndose hacia


él—. Algo necesitarás pedir también para ti, ¿no, niño?
¿Qué es? Anda, hombre, consúltame lo que quieras, que
te daré la solución con mucho gusto.

Más de una docena de preguntas acudieron en tropel


a la mente de Jack. ¡Y cuánto deseaba formularlas! Pero,
acordándose de las advertencias de la princesa, hizo un
esfuerzo y refrenó su lengua. Miró hacia donde yacía
el duende del aire. Parecía seguir durmiendo y Jack se
preguntaba cómo se las iba a arreglar para despertarlo.
El hielo estaba tan resbaladizo que no creía ser capaz de
llegar hasta allí. Estaba tratando de iniciar una retirada
cuidadosa y furtiva, cuando sintió que una de las largas y
flacas manos del viejo apresaba su muñeca para obligarlo
a detenerse.

55
—¡Vamos, hombre! —dijo con voz embaucadora y un
brillo maligno en los ojos—. No te dejaré ir sin que me
pidas algo más, una cosa sola. Sería absurdo, después de
un viaje tan largo, desaprovechar la ocasión. Ya que estás
aquí, pide por esa boca.

Lo agarraba tan fuerte que Jack empezó a sentirse


realmente asustado. Trató de escabullirse de un tirón
brusco, y al hacerlo tropezó con la lámpara del viejo, que
cayó al suelo con gran estrépito. Al oír aquel ruido, el
duende se despertó y voló inmediatamente junto a su
compañero.

—Vamos, ¿estás listo? —le preguntó.

—Ya lo creo —contestó Jack.

Daba diente con diente de puro terror, porque el viejo,


presa de un ataque de rabia, alargaba hacia él sus largos
brazos huesudos tratando de capturarlo de nuevo. Pero
el duende del aire le sopló en plena cara y eso le obligó a
cerrar los ojos y a volver la cabeza, pausa que aprovechó
Jack para montarse rápidamente en los hombros de su
amigo. Después salieron volando sin más explicaciones.

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—La bola de fuego se ha consumido —dijo el
duende, cuando llevaban ya un trecho del camino—, así
que posiblemente pases frío. Pero, en cambio, puedes
dormirte un rato, si tienes sueño. No te preocupes, que
yo no te dejo caer. Además, voy a volar a la velocidad del
rayo, así que no vas a poder ver nada.

Jack, efectivamente, estaba muerto de frío y de sueño.


Así que le pareció de perlas poder echarse una siestecita,
aunque de vez en cuando se despertaba para preguntarle
a su amigo si les faltaba mucho para llegar a casa. Luego
se adormecía otra vez.

—Ya estamos llegando a Londres —dijo por fin el


duende—. Dentro de cinco minutos, estarás en tu casa.

—Ojalá mi madre no haya vuelto todavía —dijo


Jack—. Si no me ha encontrado al llegar a casa, menudo
susto estará pasando la pobre.

—Pero ¿qué dices? —se echó a reír el duende—. ¡Si


todavía no ha entrado el año nuevo! Son menos de las
doce. ¿Ves? Ya estamos en tu calle.

A Jack no le cabía en la cabeza que no hubiera pasado


más que una hora. A él le habían parecido veinte o más.

57
Desde fuera, vio la ventana del cuarto de estar, y
al príncipe arrodillado en el alféizar, exactamente en
la misma postura en que lo habían dejado. ¿Seguiría
también la princesa dentro de la chimenea? Pues sí, allí
estaba. En cuanto el duende lo depositó en medio de la
estancia, Jack pudo verla en seguida allí, en el mismo
sitio de antes, con los largos y flotantes cabellos de oro
cayendo sobre las brasas.

—¡Cuéntanos! —exclamaron ella y el príncipe al


unísono—. ¿Qué te ha dicho el viejo? Anda, querido
Jack, cuéntanoslo en seguida.

—Es que tengo mucho frío —murmuró Jack—, un


frío enorme. Vengo medio congelado.

La princesa sopló los carbones hasta arrancar de


ellos una llamarada que iluminó la habitación. Luego se
dirigió nuevamente a Jack.

—¿Ya estás calentito? —preguntó—. Pues anda, no


nos sigas dejando con el alma en un hilo. ¿Qué te ha
dicho?

Jack se quedó vacilando durante unos instantes. Por


fin, miró a la princesa de frente, decidido a transmitirle
las palabras del viejo.

58
—¿Quién apaga el fuego más que el agua? ¿Y quién
seca la humedad más que el fuego? Dile a Fluvius que le
dé un beso.

El príncipe y la princesa se quedaron callados al oír


aquello. Por fin, él exhaló un profundo suspiro y dijo:

—Es lo mismo que yo pensaba. Quiere decir que no


tenemos más salida ni esperanza que la de morir juntos.
Por lo que a mí respecta, accedo muy gustoso, pues nada
puede ser peor que seguir viviendo sin ti, mi adorada
Pyra.

—¡No, no ha querido decir eso! —interrumpió ella—.


Creo que ya empiezo a entender lo que quiere decir.
Tanto tú como yo tenemos que cambiar para poder ser
felices. Es eso. Ven acá, amor mío, yo no tengo miedo de
nada, y corro encantada el riesgo de apagarme si esa es la
única alternativa que se me ofrece como condición para
unirme a ti.

Y diciendo estas palabras, la princesa Pyra surgió de


entre las llamas y saltó con paso ligero de la chimenea al
suelo del cuarto, rodeada de lenguas de fuego.

59
Jack dio un grito, asustado ante la idea de que pudiera
arder toda la casa. Pero en aquel mismo momento, el
príncipe, que había pegado un brinco desde la ventana,
corría hacia su amada, dejando charcos de agua por el
suelo a su paso. Y de repente, sin mediar más ceremonias,
cayeron uno en brazos del otro.

Se produjo un enorme chasquido, algo así como la


explosión de un trueno. Y de repente la habitación se
llenó de una espesa humareda, a través de la cual Jack no
lograba distinguir absolutamente nada. Tenía ganas de
chillar de puro espanto. Pero no tardó en oírse la dulce
voz de la princesa, llamándolo por su nombre.

—¡Jack, Jack! —repetía.

Y poco a poco la humareda se fue disipando. Y allí,


en el centro de la habitación, estaba de pie la princesa
Pyra. Era la misma, pero no era la misma. Y junto a
ella se veía al príncipe Fluvius, que, aunque parecido
al de antes en rostro y figura, también había cambiado.
Estrechaba a Pyra entre sus brazos, y ella reclinaba la
cabeza en su hombro. Ya no estaba rodeada de llamas, y
aquel misterioso fulgor que emitían su rostro y sus ropas
había desaparecido. Sus cabellos parecían más suaves,

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aunque menos deslumbrantes, y sus ojos ya no ardían,
pero envolvían a Jack en una mirada dulce y luminosa.
Las orquídeas de fuego que adornaban su corpiño habían
sido sustituidas por un ramo de lirios verdaderos.

También el príncipe había cambiado mucho. Sus ojos


eran claros y brillantes, el pelo había perdido su brillo
lacio de humedad, lo tenía seco y rizado, y la ropa bien
planchada y ajustada al cuerpo.

La princesa inclinó la cabeza y se abandonó al llanto.


Pero esta vez eran lágrimas de verdad las que brotaban
de sus ojos. El príncipe se las besó, y en ese momento
empezaron a sonar las doce. Todas las campanas de la
gran ciudad se pusieron de acuerdo para anunciar al
mundo que estaba entrando un nuevo año. Y según
sonaban aquellos relojes, el cuarto se pobló de extrañas
formas. Hadas, duendes y elfos, unos muy hermosos
y otros feísimos y estrafalarios se colaban en montón
por la ventana, se apretaban contra los amantes y se
aglomeraban por todos los rincones. Y todos miraban
con simpatía a Jack sentado allí, llorando de alegría al
recibir aquellas sonrisas. A cada golpe de reloj, a cada
tañido de campana crecía el número de intrusos. Cuando

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estaba dando la sexta campanada, la joven pareja se alzó
del suelo y empezó a flotar lentamente en dirección a la
ventana.

—Adiós, mi pequeño Jack, nunca te olvidaremos —se


despidió la princesa, mientras se abría camino flotando y
sonreía a Jack, agitando una de sus manos.

—Hasta la vista, Jack —añadió el príncipe—.


Vendremos cuando nos necesites.

En el momento en que estaba dando la última


campanada de las doce, desaparecieron por la ventana.
Pero todavía se volvió la princesa por última vez para
mandar a Jack un beso con la mano.

Entonces todo el cortejo de seres sobrenaturales que


atiborraba la habitación desapareció flotando en pos de
los enamorados. La habitación se había quedado vacía
de pronto. Hacía frío y Jack estaba completamente solo.

Pasó un año, y Jack ya tenía ocho. Un año muy largo,


en el transcurso del cual no había vuelto a ver a sus
amigos ni a saber nada de ellos. Había revuelto el fuego,
había acechado la lluvia, pero no le sirvió de nada. Se

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habían ido para no volver, mucho se lo temía. Y poco a
poco estaba empezando a pensar que todo aquello podía
no haber sido más que un sueño raro.

La Navidad se acercaba de nuevo, pero este año eran


unas navidades muy distintas. Jack estaba muy enfermo,
enfermo de muerte, y no podía moverse de la cama. Su
madre ya no iba a ninguna fiesta. Se pasaba el día a la
cabecera de la cama de su hijito y no paraba de llorar.
Jack no entendía por qué lloraba tanto. A él no le dolía
nada y estaba muy a gusto en la cama, disfrutando de la
compañía de su madre, que se desvivía por atenderlo y
mimarlo.

Pasó la Navidad y llegó el último día del año. Su


madre se encontraba tan agotada de las noches en vela,
que aquella no fue capaz de seguir con los ojos abiertos,
y, a pesar suyo, se dejó vencer por el sueño, allí mismo,
sentada en la butaca que había junto a la cama de Jack.

Jack se quedó muy quieto, contemplando el resplandor


de la luna nueva que se filtraba a través de la ventana.
Una capa de nieve crujiente e inmaculada cubría los
tejados de las casas y la luz de la luna plateada y nítida
reverberaba encima de ellos.

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De pronto la vela se ladeó sobre la palmatoria y la
llama vacilante se apagó.

—A estas horas el año pasado —se dijo Jack— conocí


a la princesa —añadió suspirando—. No la volveré a ver
nunca más.

Pero inmediatamente se incorporó sobresaltado


y temblando, porque había oído una dulce vocecita
llamándolo por su nombre:

—¡Jack, pequeño Jack!

Miró por la ventana y allí mismo, de pie bajo la luz de


la luna, estaba la princesa, que le pareció más hermosa
que nunca. Y el príncipe a su lado.

—¿De verdad creías que no ibas a volver a vernos


nunca más? —preguntó ella—. Claro que esta sí será la
última vez, porque nos vamos a vivir al otro lado de la
luna, y es un viaje sin regreso. Pero mira lo que te hemos
traído. Es un cinturón mágico, nos hemos pasado un año
entero haciéndolo. Te lo tienes que poner en seguida, ya
verás lo fuerte y robusto que te vuelves. Dentro de unos
años, de la parálisis no te quedarán ni rastros.

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Jack vio entonces que traían entre los dos una especie
de aro de plata y que lo empujaban rodando hasta la
cabecera de la cama.

—Nadie sabrá que existe, porque en cuanto te lo


pongas se volverá invisible —dijo la princesa—. Ni
siquiera lo notarás tú mismo. Venga, siéntate, para que
podamos metértelo por la cabeza.

—¡Mil gracias, mi querida princesa! —exclamó Jack,


sentándose en la cama.

El príncipe y la princesa ayudaron a Jack a meter la


cabeza dentro del aro, y luego se lo apretaron en torno
a la cintura. Pero cuando ya lo tuvo puesto, ni lo veía ni
sentía nada.

—Y ahora nos tenemos que despedir, querido Jack


—le dijeron—. Esta vez es un adiós para siempre.

Luego la princesa se inclinó a besar a Jack en la frente.


Fue un beso tan especial como la impresión que dejó
para siempre en el alma de Jack, porque nunca nadie le
había besado así.

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—Adiós, mi querida y dulce princesa —murmuró con
voz velada por la emoción.

Y estrechó su mano muerto de tristeza, porque sabía


que nunca iba a volver a verla.

Inmediatamente el príncipe y la princesa subieron


flotando por el rayo de luna. Ella volvió la cabeza y le
mandó un beso con la mano antes de desaparecer del
marco de la ventana. Y luego, se acabó.

Pero al día siguiente, cuando vino el médico a visitar a


Jack, dijo que lo encontraba muchísimo mejor, que se iba
a poner bueno muy pronto. Dijo que le estaba sentando
de maravilla la última medicina que le había recetado.

Cuando Jack le contó a su madre toda la historia de


la princesa Pyra y del cinturón maravilloso que le trajo
y ahora llevaba puesto, la señora se limitó a menear la
cabeza y a decir con una sonrisa:

—Veo que has tenido un sueño, hijito mío, y no sabes


cuánto me alegro de que haya sido tan placentero.

Un año más tarde, cuando Jack se hizo mayor y se


convirtió en un chico fuerte y sano, a veces se buscaba el

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cinturón alrededor del cuerpo, pero nunca lo pudo hallar.
Pero siempre que su madre comentaba con emocionada
alegría la curación de Jack y recordaba cómo se había
transformado en otro tras la enfermedad de aquel
invierno, el chico sonreía para sus adentros y decía:

—¡Qué va! Viene de antes. Lo que cambió mi vida fue


aquel viaje al Polo Norte.

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