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A Través Del Fuego by Mary de Morgan
A Través Del Fuego by Mary de Morgan
Desde muy joven se caracterizó por poseer una disposición especial para contar
cuentos a todos sus conocidos, como sobrinos, artistas y escritores. Su hermano,
William Morgan, que era diseñador de azulejos, le ayudó con las ilustraciones para
sus relatos, los cuales han quedado para el deleite de las generaciones posteriores.
A lo largo de su vida trabajó con ahínco en sus tres libros de cuentos de hadas: En
un acerico (1877), caracterizado por el antropomorfismo de los objetos inanimados;
El collar de la princesa Fiorimonde (1880), que trata sobre una princesa malvada
que usa la magia para preservar su belleza, y Las hadas del viento (1900), los cuales
aparecieron reunidos en una colección muchos años después de su muerte: The
necklace of princess Fiorimonde. The complete fairy stories of Mary de Morgan (1963).
Su estilo se caracteriza porque en su narrativa a menudo desaparece el característico
«final feliz» y por incluir elementos satíricos.
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que fuera a aquellas fiestas, porque nunca se olvidaba
de traerle algunas sobras de la casa donde hubiera
estado. Aunque fuera poca cosa, unas galletas o un
simple caramelo. Jack estaba seguro de encontrárselo
al despertar, junto a su almohada. Y otras veces incluso
aquellas golosinas o frutos secos se los mandaba la misma
señora de la casa o alguno de los niños, cuando su madre
se atrevía a hablarles del hijito que había dejado solo en
casa.
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Jack dejó de llorar y miró fijamente el fuego y entonces
vio una figurilla estrafalaria, el ser más raro que había
visto en su vida, balanceándose con destreza en lo alto de
un trozo de carbón ardiendo. Era un hombre pequeñito,
que no mediría más de tres pulgadas, vestido de pies a
cabeza de un color rojo anaranjado parecido al de las
llamas. Llevaba en la cabeza un sombrero puntiagudo
del mismo tono.
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El hombrecillo se echó a reír.
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—¿Quieres decir que puedes seguir viviendo siempre?
—preguntó Jack.
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Jack se quedó callado durante unos instantes; luego dijo:
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Pero ya ves, la lástima es que nadie se contenta con lo
que tiene. Si alguien en este mundo merece ser feliz, ese
alguien es la princesa Pyra.
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el hijo del rey de las aguas, sobrevoló aquellas montañas,
miró para abajo y vio a nuestra princesa. Fue un flechazo.
Se enamoraron locamente uno del otro y desde entonces
ella no ha vuelto a ser feliz.
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—¿Es bonita? —preguntó Jack.
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—¿Cómo me lo voy a poner? No me cabe, abulta
menos que mi brazo.
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para no gritar y de un salto fue a caer al corazón mismo
de la hoguera.
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—Ahora lo verás —dijo el hombre, sacando un palo
de su bolsillo.
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negro como boca de lobo, y el pobre Jack se puso malo
de vértigo. Tenía ganas de gritarle a su compañero que
se pararan, pero no lo hizo por miedo a que cumpliera
su amenaza de dejarlo caer. Al final, tras un largo
recorrido, divisó una débil luz rojiza, que iba creciendo y
volviéndose más luminosa a cada momento.
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más pálidas, otras más vivas, y en las laderas había lagos
de fuego. El cielo era una masa llameante y algunas de las
colinas echaban humo.
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—Es el palacio del rey —dijo el duende del fuego—.
Es lo más digno de verse que hay en todo el país. Vamos
allí lo primero.
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Jack corría de un lugar a otro, contemplándolo todo
arrobado. En un determinado momento, su compañero
le tiró de la manga y le llevó aparte.
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—Su real alteza no debería andar tan deprisa —dijo una.
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—Alguien ha dicho que yo le daba pena, y quiero
saber quién ha sido —continuó la princesa.
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—¡Tú! ¿Y quién eres tú? —preguntó ella dulcemente.
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que me has dicho. Y en cuanto a ti —añadió volviéndose
al duende—, has de saber que no estoy enfadada por tu
conducta, pero lo que deseo vivamente es que nada de
todo esto llegue a oídos de mi padre.
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Jack no se atrevía a decir ni una palabra, al darse
cuenta de lo furioso que estaba su compañero, y siguieron
volando a un ritmo vertiginoso. Por fin, alcanzaron la
estrecha y oscura sima, y la remontaron. Cuando llegaron
nuevamente a la luz, el duende se arrancó a Jack de los
hombros y lo despidió de sí con todas sus fuerzas. El
niño no volvió a acordarse de nada hasta que se encontró
tumbado sobre la alfombra de su cuarto de estar, ante
la chimenea. Podía haber sido un sueño, pero él estaba
seguro de que no lo había sido.
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caramelos y un soldadito de madera procedente del
árbol de Navidad. Se pasó parte de la mañana jugando
con él, pero aunque esto le entretenía, no era capaz de
olvidar el país del fuego y menos a su preciosa y pálida
princesa. No se atrevió a contarle nada de aquello a su
madre por miedo a que el hombrecillo del fuego pudiera
irritarse y se desanimara de volver a aparecer por allí.
Por la tarde, en que volvió a quedarse solo, se sentó otra
vez ante la chimenea y miraba ansioso por encima de los
morrillos. Pero ningún habitante del país del fuego hizo
acto de presencia. Más tarde se acercó a la ventana y se
quedó oteando el exterior como en espera del príncipe
de las aguas o de la diminuta hada de los aires, pero no
logró ver a ninguno, aunque llovía a cántaros y el viento
soplaba furiosamente.
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año él solo. Hacía una noche horrible. Llovía a mares, y
el viento soplaba lanzando prolongados y tristes aullidos.
Jack, sentado junto a la ventana, miraba pasar las nubes
errabundas sobre la calle empapada. Se había cansado
de mirar a la chimenea esperando ver aparecer entre las
llamas a su rojo amigo. Esta noche estaba embebido en
sus pensamientos, preguntándose qué le depararía el año
que empezaba al día siguiente.
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Jack se apresuró a obedecer, y luego se sentó en la
alfombra con los ojos fijos en la transformación de la
princesa, que había recobrado todo su esplendor. Su
larga y brillante melena se derramaba sobre los hierros,
y aunque su pequeño rostro seguía estando muy pálido,
los ojos, en cambio, eran inmensos y chispeaban como
diamantes.
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—Haz que el príncipe venga aquí para que podamos
hablarnos.
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le pidió a Jack que se quedara entre ella y la ventana para
impedir que la humedad y la corriente de aire alcanzaran
la chimenea. Así lo hizo el chico, y entonces ella se puso
a cantar.
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—¿Y quién eres tú para atreverte a pedir que te traiga
al príncipe? ¿Te has creído que nuestro príncipe va a
andar de acá para allá, a requerimiento del primer mortal
que se lo pida?
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—¡Se está acercando! —dijo.
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—Pero por lo menos moriríamos juntos —dijo el
príncipe Fluvius.
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—¿Ir yo? —exclamó Jack asustado—. ¿Y cómo me las
voy a arreglar para ir yo?
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retorcido y astuto, y gusta de engañar con sus enredos
a los que llegan para pedirle ayuda. Tienes que ir sobre
aviso, pues. Pero, además de esto, recuerda que, pase lo
que pase, no puedes formularle más que una pregunta.
La primera que le hagas tiene la obligación de contestarla
a derechas, pero si le haces más de una te puede raptar
y enterrarte bajo el hielo. Hará todo lo posible para que
caigas en la tentación de seguirle preguntando, pero tú
no le sigas el juego. Y asegúrate bien de no olvidar ni una
sola palabra de lo que te diga acerca de mí.
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—Acércate a la ventana y verás al duende del aire, que
es quien tiene que llevarte.
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—¡Ahora, vamos! —dijo el duende del aire con una
voz muy rara, como un susurro de viento.
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Además, ya se iba acostumbrando a la postura y le daba
menos miedo mirar a su alrededor. Sobrevolaron bosques
y ríos, y cruzaron por encima de pueblos que se veían tan
chiquitos allá abajo como si sus casas e iglesias fueran de
juguete. Por fin, avistaron el mar, y Jack no fue capaz de
seguir guardando silencio.
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—No, no es para tanto —dijo su compañero con
acento despreocupado—. Luego, cuando lleguemos a las
zonas de hielo y de nieve, entonces sí. Pero echaré a rodar
delante de nosotros la bola de fuego que te dio la princesa,
y eso nos calentará. Oye, me produce curiosidad saber lo
que piensas preguntar al viejo. ¿Por qué no me lo dices?
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se echó a reír de pura felicidad. Se hubiera considerado
absolutamente dichoso, si no fuera por un pensamiento,
que se le infiltraba pequeñito y avieso, crecía a pesar
suyo y se iba apoderando de su mente, aun en contra
de su voluntad. Se frotó la frente con la mano, como si
quisiera ahuyentarlo, pero allí seguía como si nada. Y lo
que pensaba Jack era lo siguiente: «¿Por qué no le pido al
viejo algo para mí, en vez de pedírselo para la princesa?
¿Quién se iba a enterar, al fin y al cabo? ¡Qué feliz sería
mamá si, al llegar a casa esta noche, se encontrara con
que su hijo, yo, había dejado de ser un pobre tullido! Y
sería bien fácil inventar un cuento para justificarme ante
la princesa, sin que nadie tuviera por qué descubrir la
verdad».
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Jack aguzó el oído y oyó, efectivamente, una dulce y
triste voz que entonaba una melodía. Era la canción más
fascinante que el niño había oído jamás.
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marineros despreocupados y tranquilos, agrupados en la
cubierta. De repente, el duende del aire se puso a soplar
con todas sus fuerzas y sin tregua, hasta que todo el mar
se levantó en olas densas y enormes que sacudían la
embarcación llevándola de un lado para otro. El capitán
gritaba órdenes, mientras los marineros arriaban velas
apresuradamente, temblando de miedo. Totalmente en
contra de su voluntad, el barco cambió de rumbo, y el
duende siguió soplando con la misma intensidad hasta
que lo vio a muchas millas de distancia, lejos del radio de
acción de aquel canto hechicero.
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del aire lo sujetó vigorosamente y, sin darle tiempo a
cumplir su designio, arrancó a volar a toda prisa y se
alejaron de allí.
Y se reía de gusto.
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Siguieron adelante. Poco a poco, el frío se les había
ido echando encima. Allá abajo, gruesos témpanos de
hielo flotaban sobre el mar, y una variada colección de
monstruos marinos asomaban su cabeza a la superficie.
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—Yo necesito un criado, si es ponerte a servir lo
que buscas —dijo—. Y tú pareces un chico limpio y
agradable. No me importa nada ponerte a prueba. Pero
eso sí, yo soy muy maniática de la limpieza. El hielo de
mi piso tiene que estar reluciente y bien transparente el
agua que lo rodea.
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que siga encendida hasta que lleguemos al Polo Norte
para que tú no te hieles. Luego la vuelta será coser y
cantar. ¡Mira, ahora estamos entrando precisamente en
el país del hielo!
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—Ya. Pero ¿por qué no nos paramos a verlos?
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—Aquello es el Polo Norte —dijo su compañero—, y
la luz sale de la linterna del viejo.
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Jack miró en torno suyo, y empezó a considerar si no
estaría soñando. Porque la escena era rarísima. Se veía
rodeado por todas partes de un paisaje helado, llano
y transparente, y justo ante sus ojos se elevaba el gran
promontorio en forma de seta, de un material espeso
y abrillantado como el marfil. En el centro de él estaba
sentado un viejo pequeñito, abrazándose las rodillas.
En el regazo tenía una gran lámpara marrón llena de
agujeros. Por ellos salían los rayos de luz rosada que Jack
acababa de ver desplegados en el cielo. El viejo llevaba
una gran capa de color castaño y se cubría la cabeza con
un casquete del que escapaban los mechones de una
melena larga, lisa y blanca.
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—¿Y tú quién eres? —preguntó con voz de trueno—.
Vienes a preguntarme algo, como si lo viera. Aquí la gente
no viene más que a eso, a preguntarme algo. Acércate un
poco, anda, que te vea bien.
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—Vengo de parte de la princesa Pyra. Quiere casarse
con el príncipe Fluvius, pero no se atreven ni a arrimarse
uno a otro, él por miedo a secarse y ella por miedo a
apagarse. Así que me mandan a preguntarle a usted, por
favor, lo que tienen que hacer.
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al príncipe Fluvius que se acerque a ella, le dé un beso, y
nada más.
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—¡Vamos, hombre! —dijo con voz embaucadora y un
brillo maligno en los ojos—. No te dejaré ir sin que me
pidas algo más, una cosa sola. Sería absurdo, después de
un viaje tan largo, desaprovechar la ocasión. Ya que estás
aquí, pide por esa boca.
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—La bola de fuego se ha consumido —dijo el
duende, cuando llevaban ya un trecho del camino—, así
que posiblemente pases frío. Pero, en cambio, puedes
dormirte un rato, si tienes sueño. No te preocupes, que
yo no te dejo caer. Además, voy a volar a la velocidad del
rayo, así que no vas a poder ver nada.
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Desde fuera, vio la ventana del cuarto de estar, y
al príncipe arrodillado en el alféizar, exactamente en
la misma postura en que lo habían dejado. ¿Seguiría
también la princesa dentro de la chimenea? Pues sí, allí
estaba. En cuanto el duende lo depositó en medio de la
estancia, Jack pudo verla en seguida allí, en el mismo
sitio de antes, con los largos y flotantes cabellos de oro
cayendo sobre las brasas.
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—¿Quién apaga el fuego más que el agua? ¿Y quién
seca la humedad más que el fuego? Dile a Fluvius que le
dé un beso.
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Jack dio un grito, asustado ante la idea de que pudiera
arder toda la casa. Pero en aquel mismo momento, el
príncipe, que había pegado un brinco desde la ventana,
corría hacia su amada, dejando charcos de agua por el
suelo a su paso. Y de repente, sin mediar más ceremonias,
cayeron uno en brazos del otro.
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aunque menos deslumbrantes, y sus ojos ya no ardían,
pero envolvían a Jack en una mirada dulce y luminosa.
Las orquídeas de fuego que adornaban su corpiño habían
sido sustituidas por un ramo de lirios verdaderos.
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estaba dando la sexta campanada, la joven pareja se alzó
del suelo y empezó a flotar lentamente en dirección a la
ventana.
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habían ido para no volver, mucho se lo temía. Y poco a
poco estaba empezando a pensar que todo aquello podía
no haber sido más que un sueño raro.
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De pronto la vela se ladeó sobre la palmatoria y la
llama vacilante se apagó.
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Jack vio entonces que traían entre los dos una especie
de aro de plata y que lo empujaban rodando hasta la
cabecera de la cama.
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—Adiós, mi querida y dulce princesa —murmuró con
voz velada por la emoción.
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cinturón alrededor del cuerpo, pero nunca lo pudo hallar.
Pero siempre que su madre comentaba con emocionada
alegría la curación de Jack y recordaba cómo se había
transformado en otro tras la enfermedad de aquel
invierno, el chico sonreía para sus adentros y decía:
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