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EN LAS
TÍERR/
ÉSSKV..
Luciano Duran Boger
EN LAS TIERRAS
DE ENIN
La Paz — Bolivia
1967
OBRAS DEL AUTOR
NOVELAS
Sequía.— Editada en Lima.— Agotada. (1960).
Inundación.— Agotada. (1965).
En las tierras de Enín (Bcni).
ENSAYO
Poetas del Beni.— Agotada. (1963).
POEMAS
Geografía de la Sangre.— Auto-antología— Agotada. (1963).
CUENTOS
Frente al Mar.— Inédita.
CRONICAS
Crónicas Viajeras.— Inédita.
L. D. B.
LA BESTIA BLANCA
El camino tiene —ahora— un sugerente n o m b r e de
calle de leyendas. Desde un barrio s u b u r b a n o , con árbo-
les frutales, comienza sus primeros pasos: h o n d o s y are-
nosos. Y la vida que t r a n s c u r r e sobre él, es u n inadverti-
do ir y venir de gente humilde. En o t r o s tiempos, f u e la
r u t a de los hombres audaces. Abandonaban la molicie
pueblerina y la holganza de la hamaca siesteril. Empren-
dían largos viajes, atravesaban pampas, h o r a d a b a n bos-
ques y procelosos ríos.
"Por este camino, se va al Beni p a r a no volver. . .",
dice alguien. " E s verdad, señor", c o n f i r m a u n viejo bar-
b u d o que luce el casco de nieve de m u c h o s años idos. "Yo
me quedo solo. No importa. Váyanse de u n a vez", y brota
un rictus amargo del m u e s t r a r i o a r r u g a d o de su cara que,
como el redondel de llave secreta de una c a j a de cauda-
les, gira a la izquierda y se e n f r e n t a a un g r u p o de indi-
viduos jóvenes. Son sus hijos.
Noche de plenilunio. Después de u n sobrio yantar,
d e b a j o del alero de un ruinoso caserón, con paredes de
greda seca y grietosa, se reúnen para plantear la solución
del problema relacionado con la adquisición de los caba-
llos, que utilizarán en su ambicioso plan. A la luz de un
mechero chisporroteante de cebo hediondo, las siluetas en-
trecruzadas se mueven como fantasmas. La tertulia, con
frases redondeadas por la vulgaridad, va orilleando la dis-
posición, en pos de las libras esterlinas que circulan: des-
tellantes medios de cambio, b a j o la explotación del cau-
cho, donde el hombre tiene su precio. . .
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la cabeza hasta los pies. El guía les hace una señal, in-
dicándoles el r u m b o que deben seguir. Surge, en ellos, el
sentimiento de inquietud que pone de punta los pelos.
Despliegan una línea de protección, a la retaguardia del
que marcha adelante, con la escopeta en actitud alerta y
cautelosa. Al fin penetran al bosque. Después de caminar
un largo trecho, atrepellando ramas, lianas y gajos espi-
nudos, un b r a m i d o ronco y de tono grave, los inmovili-
za. Todos se miran las caras, sobresaltados y temerosos.
El cazador espía. Los otros hacen lo mismo y e m p u ñ a n
sus machetes.
—¡Allí está! — Rómulo prepara el gatillo del cañón
de grueso calibre y avanza unos pasos.
—¡Síganme! ¡No tengan miedo! — advierte el peli-
gro. Porque como experto cazador, sabe que cuando la
fiera está pisando la osamenta, no escapa nunca y que
acomete fieramente o se hace matar. La espectativa hu-
mana se transforma en miedo incontrolable. Todos tiem-
blan y están pálidos.
El cazador respira hondo y se m u e r d e el labio infe-
rior. Se agacha un poco y apunta. Pero, antes de que sue-
ne el disparo, la bestia gruñe y toma impulso para lan-
zarse al asalto. Tras la detonación, se escucha el b r a m i d o
desgarrador y un golpe r u d o sobre el suelo. Trampolinea
y pela los dientes y, los ojos centellean, con una horripi-
lante visión dantesca. Los hombres se han quedado quie-
tos como estatuas. La piel gruesa del animal feroz se con-
trae y se distiende elásticamente, y la cola vibrátil y tiesa,
golpetea de arriba a abajo, de derecha a izquierda y a la
inversa.
Nadie se mueve y absortos contemplan la máscara
ensangrentada de la víctima. Entonces, los ojos se hume-
decen y hay alguien que gime y llora, con la tristeza me-
lódica y fúnebre de angustiada quena. Lleva las manos a
su cara y no puede más y se derrumba ovillando un tem-
blor de honda pena. Los que lo rodean, auxiliándolo, mien-
tras el cazador — apunta nuevamente y dispara el tiro de
gracia. Varias municiones penetran a la cabeza del cadá-
ver estropeado al máximo, por el largo arrastre, desde el
escenario trágico del palmar hasta aquel lugar donde el
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No
hay cadera de mu jer
que a ti se iguale en la ternura
cuando canta la Tristeza,
cuando liura la Alegría.
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El rancho apetecido por los caminantes aventureros,
no es un poblado, es un cementerio de vivos que duer-
men, sin encontrarle a la vida, ni el menor sentido filosó-
fico y artístico que los diferencie de los animales de cua-
t r o patas. Es u n núcleo humano, una célula de habitan-
tes, carente de los elementos técnicos de la civilización
moderna. No hay luz eléctrica, ni aguas potables, ni u n
hospital, ni farmacia, ni médico, ni enfermera, ni matro-
na que atienda los alumbramientos de madres palúdicas,
con las condiciones higiénicas; no existe ni una escuela,
ni una sala de cine, menos un teatro. En las letrinas, a
ojos vista: danzan los gusanos y los olores fétidos cam-
pean y dispersan soplados por el abanico invisible del
viento. Todo está librado a la "buena suerte" y a la resig-
nación inoperante de seres enfermos de pereza, que nacen,
crecen y esperan la muerte, sin ninguna inquietud, sin
aspiración ni anhelo de progreso o mejoramiento social.
—Todos roncan. Parece que no hay alma viviente.
¿Qué hacemos ahora? — se pregunta Nicolás.
—¿Cómo, qué hacemos? Esto se arregla así, h o m b r e
— Rómulo, sin pérdida de tiempo empuña su escopeta y
va a disparar. Pero Nicolás — rápidamente — interfiere la
actitud resuelta de su hermano.
—¡No seas tonto! No olvides que estamos viajando
con caballos robados. ¿ 0 quieres que nos descubran? Es
mejor que descansemos, durmiendo hasta cuando salga
el lucero de la mañana. Y después: alas y buen viento.
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Dos noches de d o r m i r a la intemperie y dos días más
de viaje aburridor, sobre terreno arenoso. En algunos sec-
tores del camino, entre a r b u s t o s espinudos, Lucero, con
el sobrepeso del cuerpo de la hermosa muchacha, hunde
sus cascos y los arranca con esfuerzo. Los viajeros no
dialogaron más, porque cuando la incitativa partía de Ró-
mulo, Lucila rehuía disgustada, inclinando la cabeza so-
bre su pecho y la mudez grietosa de la piedra se hacía pre-
sente, entre sus hermosos labios húmedos. T o r t u r a bru-
tal, sin precedente, para el jinete, que, estando al lado de
una m u j e r , siempre f u e dicharachero, jovial y cariñoso,
contrastando con su e m p a q u e displicente cuando alterna-
ba con los hombres. Empleó todos los recursos de la gen-
tileza, del ruego y de las palabras más sugerentes, para
lograr que su compañera de viaje se portase con él, en
el peor de los casos, afable. Lucila no cede, inconmovible
como una montaña, su desprecio es un témpano de hielo.
Rómulo, no se da por derrotado. Insiste y acomete, cuan-
do el magnetismo de la Noche, despliega su influencia
sobre la sensibilidad de los cuerpos jóvenes. Ni la frial-
dad del aire de la madrugada, puede ser favorable a sus
intentos. Pocos son los minutos de descanso. Y amanece.
—Ya está asomando el lucero de la m a ñ a n a —dice
Rómulo. Limpia el puñal sobre la hierba, donde los bri-
llantes del rocío, juegan la alegría pasajera de la vanidad
pueril, sobre un cuello de m u j e r . Se pone de pie. Contem-
pla a Lucila que tiene cubierto —entre sus carnosos bra-
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Ensillan los caballos y cabalga el comerciante, es de-
cir: Silvestre Moreno y sus asalariados. El Poeta, esto es:
el piloto de la embarcación, los despide sin emoción, ha-
ciendo protestas de su lealtad a los intereses del nego-
ciante acaudalado. Pero la verdad es otra . . .
Rómulo, soba con fruición sus bigotes hirsutos y ob^
serva, con sonrisa maquiavélica, al p e r s o n a j e que queda
al cuidado del barco, liviano ya, con ansiedad de fuga . . .
Corre el tiempo y el sol de mediodía, repliega las
sombras de los cuerpos de los transeúntes de la playa, al
límite mínimo, como si se moviesen pisando tortugas noc-
turnas de benianas lejanías . ..
—¡Amalaya! — alguien dice.
El tema dominante de la conversación colectiva, dis-
curre con mucha animación, sobre el atractivo de los ca-
jones que contienen libras esterlinas, b a j o sellos de plomo,
que f u e r o n colocados y a m a r r a d o s sobre los lomos de un
caballo, con la atenta vigilancia de su propietario Silvestre
Moreno, provisto de dos revólveres y un cinto contornea-
do de proyectiles de grueso calibre.
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Rómulo está en estado de sopor p r o f u n d o . La má-
quina fotográfica de su conciencia está hecha pedazos.
Sus brazos golpetean alrededor de su cuerpo que suda
frío, como si estuviese moribundo. Los restos de los co-
mestibles que se sirvieron, sobre el cuero de tigre, son
desparramados, con los movimientos bruscos de las ma-
nos insensibles. Su vientre está hinchado como el de una
m u j e r preñada. El s u d o r copioso que baña sus axilas y
sus m i e m b r o s genitales, despiden u n hedor nauseabundo.
Su estatura mediana, está esbozada —cabalísticamente—
sobre el m a r c o suave y lustroso de la piel de tigre. Cosa
curiosa: Un ave nocturna y con sus ojos brillantes de
redondez agorera, se posa a corta distancia del cuerpo
de Rómulo. Lo está velando. Sus ojos abiertos, a l u m b r a n
los ojos cerrados de Rómulo. Las manos, los brazos, es-
tán —completamente— quietos, insensibles, como si to-
dos estuviesen muertos, a la luz de los brillantes faroles,
b a j o los dos penachos de plumas alzadas. El cuadro es
espeluznante. No existe comparación alguna. Ni en los
trágicos círculos del Dante, se puede encontrar el símil
del cuadro, en que a veces los ojos del ave, son soles
agónicos y estrellas fulgentes que nacen. Y el cuerpo de
Rómulo, asqueroso, está ahí delatando la p o d r e d u m b r e de
la materia del hombre, en constante proceso de trans-
formación, de nacimiento, crecimiento y muerte, sobre la
tierra, de la cual es parte integral del cosmo. Su boca
babeante. Hinchada la panza. Pelados los dientes, con mue-
ca macabra. Exhibe todo aquello que lleva muy oculto,
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—Lucila, abre los ojos. Cree ver la luz del día. Sueña, pe-
ro está despierta. Agarra la mano de Elegante. Ha pro-
nunciado las palabras troncales de la interrogante que
brotó con franqueza, de los labios del hermano de Ró-
mulo, que lo tiene prisionero, a su lado.
—¡Si. Y bien desnuda! ¿Acaso mi cuerpo tiene llagas
que sangran? —Lucila, ríe desaforadamente. Se apega
más al cuerpo de Elegante. Se estrecha más y más. Y el
h e r m a n o de Rómulo, aprovecha del instante. La abraza.
Están recostados sobre el espacio —en ángulo abierto—
de la proa de la nave. Se produce un suave movimiento.
—Así me vieron tus hermanos. Me viste tú. ¿No es
verdad que mi cuerpo, es igual al cuerpo de todas las mu-
jeres? M u j e r al fin, dueña y completa participación de los
derechos de ustedes los hombres, copartícipe de los co-
nocimientos y deberes de ustedes. ¡Desnuda, sí! ¡Sexo per-
fecto, menos fuerte que el de ustedes! ¡Debilidad desnuda
que puede ir tan lejos, por este mismo camino, p o r donde
deben ir ustedes! ¿No es así? ¡Sí. Y bien desnuda!
Elegante se ha q u e d a d o perplejo, al escucharla. Se
siente desarmado. No sabe si delira la m u j e r que está a
su lado, en plena oscuridad. Es congruente, todo lo que
escucha. Pero, en su mente, se t r a m a una lucha. Pelea lo
abstracto y lo concreto. Encuentra imágenes que se pro-
yectan como en un borroso espejo cubierto de h u m e d a d .
Duda. Estrecha más y más, el cuerpo de Lucila. Ella rehu-
ye, sin d e j a r de sentir, p o r eso, la grata comodidad para
su cuerpo y el contento que le proporciona la compañía
del cuerpo de su amigo.
—Nosotros —Lucila prosigue deshebrando. En apre-
tada síntesis, discurre. Su discurso es elegante. Desarro-
lla el tema que abarca la pluralidad del contenido esencial
que representan los h e r m a n o s de Rómulo, éste y el Poeta,
mejor dicho: se refiere a los siete transeúntes que duer-
men en aquella playa.
—Natural. Frescura. Desequilibrio —con s u m a habi-
lidad, critica y analiza con elegancia p a r a d o j a l , los con-
ceptos que entrañan, para ella, cada término o vocablo.
Intcncionalmente, los subraya con el énfasis de su YO/
perfumada, con ansiedad de besos. Luego, proyecta un
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—Aquí mando yo. El que quiera puede quedarse. Tra-
b a j o no faltará —dice Rómulo. Sube al promontorio. En
la m e j o r de las casuchas que han sido construidas por los
nativos, levanta su tienda. Su escopeta bien limpia, la co-
loca sobre el cuero de tigre. Sobre ellos, está el máximo
objetivo del símbolo de su valor y de su temple.
Después del primer mes de permanencia, su iniciativa
de individuo explotador, va conjuncionando en un solo
haz de voluntades a las familias de campesinos de ese
lugar. Poco a poco se impone como "señor" y patrón. Su
carácter despótico no lo disimula.
Nicolás está aburrido con la insolencia y los desplan-
tes del propietario de las libras esterlinas y, en la primera
embarcación que pasa por allí, se suma a los tripulantes.
Sin despedirse, se aleja de la vista de Rómulo, con un
sentimiento de encono que tiene crispación de uñas de
felino.
Rómulo tiene un sentido de ahorro, muy exagerado
que linda con la avaricia. No arroja, ni desperdicia abso-
lutamente nada. Un botón, un clavo, cualquier cosa, tiene
para él, su valor de uso. La usura y el chalaneo, es su
norma. Los que llegan a La Loma, son despellejados por
la vivacidad y el espíritu fenicio del fino y hábil co-
merciante.
—Ya sabes. A La Loma, no sube nadie. El que quie-
ra encostar, que encoste. Pero todos deben permanecer
dentro de su propia embarcación. Más acá de la tranque-
ra del puente, nadie avanza. A los que acaban de llegar,
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Ahí está el río. Impasible e indiferente a todo lo que
es vida dentro de su propia vida y f u e r a de ella. Sus
aguas pasan tranquilas y en ellas, la imagen abstracta de
la eternidad del tiempo, es un espejo que no se r o m p e
nunca. Este río como todos los otros que se deslizan ondu-
lantes y rumorosos, sobre el redondeado vientre de la tie-
rra, pasa y no se sabe de dónde viene y a dónde va a
morir...
El tripulante más astuto, al escuchar el disparo que
dio fin con la existencia del comerciante que quiso ven-
garse con sus propias manos, a j u s t a n d o las cuentas a Ró-
mulo, su terrible adversario, se tiende de bruces entre
unas bolsas y espera el instante más o p o r t u n o para cortar
las a m a r r a s de la embarcación que es a r r a s t r a d a por la
corriente del río.
Mientras ocurre ésto, allá en cientos de kilómetros
a lo largo, Nicolás y el piloto experto, alias el Poeta, que
prestó sus servicios al ya difunto comerciante, salvan el
pellejo. Sus compañeros de viaje, fueron tragados por las
aguas turbulentas del viejo y caudaloso río.
Nicolás y Renato Calvimonte, alcanzan la orilla y es-
tán mojados, de la cabeza a los pies, como dos cuervos
acuáticos. La lluvia torrencial del gran temporal o agua-
cero, sigue azotándolos inmiscricorde.
La corriente arrastra —vertiginosamente— un árbol
gigantesco.
Los sobrevivientes se miran y sonríen —placentera-
mente— al contemplar la belleza de la luz del día.
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Un día más.
Los siete hombres: mezcla de ambición y sufrimiento,
no durmieron bien. La acechanza del tigre que bramó, va-
rias veces, muy cerca a sus orejas, los colocó en actitud
de permanente vigilancia. Mantuvieron viva la fogata, ati-
zándola a cada instante. Dispararon tiros. Charlaron con
voz tonante. Contaron cuentos y dijeron chistes, a fin de
espantar el sueño. Nicolás fue el único que durmió sin
sobresaltos, dentro del mosquitero y d e b a j o de la hama-
ca de Saturnino Roca.
Aparentemente, el río sigue durmiendo, echado de es-
palda y envuelto entre los pliegues de la sábana neblinosa.
El canto de los p á j a r o s se ahoga en el silencio. La so-
ledad del hombre, en el verde océano de la selva, es
más triste que una estrella perdida, en la inmensidad sin
límite del universo.
Amanece.
—¡Levantarse flojos! — Saturnino Roca, es el prime-
ro en a b a n d o n a r la curvatura perezosa de la hamaca. Po-
ne pie en tierra y contempla el rostro cetrino de Nicolás
que duerme con la insensibilidad de un tronco de árbol
tirado sobre el suelo.
—¡Qué hombre más feliz! ¡Este sí que no siente y no
escucha nada! ¡En vez de ser comerciante debió estudiar
para obispo! ¡Levántese hombre! — Saturnino Roca, le da
un suave puntapié en los glúteos, pero Nicolás sigue dur-
miendo.
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E n t r e viejos troncos, corroídos por la acción pene-
trante del agua los pececillos desarrollan, ágil y rítmica-
mente, un desplazamiento escenográfico. El cuerpo dan-
zante traza líneas bellísimas donde impera la curva vibran-
te, con adiestramiento tenso de piernas femeninas. Pero,
allí más que el dibujo, predomina el color: platino, dora-
do, gualda. El r u b í chispeante, incita —con duelo de bra-
sa que dejó de ser llama— a la esmeralda cristalina de
aguas océanicas, a convertirse en cielo azul, sereno. Y son-
ríe el arroyo un contentamiento mañanero. Todo —a su
alrededor— despierta optimismo. El que tuvo la suerte
de contemplar un paisaje semejante, debió pensar que
vale la pena vivir, olvidando que la vida es un viaje pa-
sajero hacia la muerte . . .
Al f r e n t e —en la otra orilla— el cuadro es diferente.
El marfil de la bestia, hace crujir los últimos huesos de
quien pretendió —inútilmente— ejercitar el m a n d a t o de
venganza de la divinidad griega, que es ciega.
El caimán, está tragando los bocados que le quedan
del banquete.
Suena la maquinilla armoniosa del reloj de oro que
—ahora— cuelga del chalequín color de luna nueva, ajus-
tado sobre las espaldas y las costillas de Rómulo. Aprieta
un bolón y se abre —suavemente— la tapa luminosa, en
que se r e t r a t a la cara del feudalón dictatorial. Mira la
hora. Con el índice, la cierra. Acaricia el reloj con el pul-
gar de la mano izquierda. Vuelve a colocarlo en el bolsi-
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ya libre, ya libre,
ya libre, ya libre,
ya libre, ya libre.
tó — con, tó — con,
tó — con, tó — con,
tó — con, tó — con,
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El juego o movimiento de escenas de la orgía feudal,
de la orgía de dolor y de la sangre, prosigue repartido en
forma triangular. El ámbito donde se desarrollan los he-
chos criminales de la explotación del caucho, aparente-
mente difiere de región, pero el espacio pampino y selvá-
tico, abarca un mismo territorio continental. Son llanuras
inmensas y bosques gigantescos, surcados por ríos cauda-
losos, con pastales naturales, con riachuelos y lagunas,
donde el ganado vacuno se multiplica abundante y prós-
peramente.
Aquí están. Miguel Pedraza, alias Ministro de Gana-
dería, José Cortez, Pablo Carranza, Viador Postigo y Hu-
go Estrada; y tres obreros más, han terminado de cons-
truir el corralón y los atajaderos, con maderas de vigoro-
sa fibra, que evitarán el avance de ganado vacuno, hacia
el poniente y hacia el noroeste.
El toro y las vacas domesticados, en número de 50,
adquiridos poco a poco por Rómulo, fueron traídos des-
de La Loma, por el mismo sendero. Estas 50 cabezas ser-
virán de madrinas o señuelos para la domesticación del
ganado cerril.
—Abran las tranqueras —dice Miguel Pedraza que ca-
balga en el caballo más hermoso del grupo; más hermoso
por su estampa y el más valioso por la sangre que corre
entre sus venas. "No es blanco, pero es más imponente
que el caballo histórico de Napoleón" — así lo ve el Mi-
nistro de Ganadería. Pedraza se siente orgulloso al cabal-
gar en él.
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—¿Abran las tranqueras? —¿Y por que no las abre
usted? — observa Hugo Estrada.
—¡Abran las tranqueras, he dicho! — Pcdraza gira ha-
cia la derecha y su caballo da la grupa al conjunto de
los vaqueros.
—¡Donde manda capitán no manda marinero! ¡A obe-
decer se dijo! — Pcdraza siente que está encarnando su
papel de Secretario de Estado. Se ríe en sus adentros.
Comprueba —psicológicamente— que las ideas se con-
vierten en realidad actuante. ..
—Soy Ministro de Ganadería. Soy la autoridad, quie-
ran o no quieran—. Pedraza afirma los pies sobre los es-
tribos; levanta las posaderas y gira el cuello —con su ca-
bezota enorme— siempre hacia la derecha, con tic ner-
vioso; mira a sus compañeros de trabajo con gesto autori-
tario. Pedraza es neurótico; goza con su aburrimiento de-
mostrado ante las personas extrañas a su intimidad. De
igual a igual, con sus amigos, es un hombre sencillo y muy
emotivo, hasta tocar el diapasón de la sinceridad y de la ter-
nura. La guitarra de la amistad vibra —sonoramente—
cuando alguien le da su estimativa. Tiene desarrollado al
máximo el sentido del orden y de la limpieza esmerada.
Sobre su simpática "negrura" se destaca el sello de la pul-
critud que le dice: "Negro, báñate todos los días". Al mi-
rarse en el espejo las canas de su cabeza dan realce a su
tristeza. Se sabe poeta y lo es, porque en su diario vivir
forja imágenes y comparaciones con giros elegantes. Es
poeta por dentro, sin haber escrito un solo poema, tal co-
mo acontece con todos los hombres jóvenes y maduros,
de mediana o cultivada cultura, que existen en su tierra
natal.
—¡Vamos! — grita entusiasta, acicateando a los arrea-
dores de las 50 cabezas de ganado.
Sus compañeros de trabajo, responden a la incitativa
repitiendo la palabra de mando y Pablo Carranza se aproxi-
ma a él, deseoso de hacerle una observación.
—Vamos, pero con calma. No hay que alborotar al
ganado — le dice amistosamente.
—Está bien. — Pedraza acepta la recomendación.
Al mirarse, Pablo Carranza observa la palidez rostral
— 143 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
de Pedraza y ve en sus ojos un mundo de ensoñación, un
cansado ritmo de hombre insatisfecho. . .
El ganado, recién traído de La Loma, ingresa al corra-
lón. Los vaqueros desensillan sus caballos; preparan co-
mida frugal; comen y después descansan.
*
— 150 —
SANTA CRUZ
Entre la arena y el viento que alborota todo: vestidos,
cabelleras y deseos, con sus manos nerviosas irreverentes,
la gente humilde del pueblo de Santa Cruz, sin actividad
de producción desarrollada, tieso — igual que santo de ye-
so, fetiche católico — sin vida activa social, sin cultura,
sin arte, está sobrecogida. El desenfreno de los trafican-
tes, dueños de la orgía, de la sangre y del oro, ha sacudi-
do el alma de esa colectividad.
Sin ningún decoro, sin respeto a la personalidad hu-
mana, los agentes del crimen que llegan con los bolsillos
repletos de libras esterlinas, han convertido al pueblo cru-
ceño en una abigarrada comparsa de carnaval permanen-
te. Las bandas de música, los conjuntos de orquestas —
guitarras, mandolinas, flautas, violines y tambores — sue-
nan de día y de noche. Están de fiesta las familias empo-
brecidas con niños hambrientos, semidesnudos que osten-
tan sus hinchados y cristalinos vientres; con dentadura
putrefacta.
Hay bullicio atronador, con bombos y platillos, en las
casas con piso de ladrillo —algunas— y en las otras de
suelo limpio, donde una sola habitación es sala de recibo,
dormitorio y comedor — a un mismo tiempo y a diferen-
tes horas. El corazón de las mujeres, baila dichosamente.
—¡A bailar se dijo! ¡Ustedes viven muriendo! ¡Dejen
ya de sufrir! ¡Con las libras esterlinas, no hay hamore y
no hay tristeza! — El apuesto caballero, recién llegado de
las pampas, de los ríos y de la selva, pertenecientes al in-
menso territorio del Beni, con su copa de cristal, brinda
— 151 —
LUCIANO DURAN BOGER
—uno tras otro— tragos de alcohol de 40 grados, mez-
clado con agua.
—Aquí tiene doña Estefanía. Compre usted un puer-
quito. Prepárelo y al horno se dijo — extrae de su bolsillo
varias monedas de oro. Agarra la mano de la mujer que
es madre de tres muchachas simpáticas, que lucen sus 14,
16 y 17 años de edad primaveral — respectivamente.
—Pero esto es mucho, señor. Para qué me da tanto —
dice la dueña de casa, pagando, con mucho disimulo la
generosidad del traficante de sangre y carne humana, con
las sonrisas complacientes de sus encantadoras hijas.
—¡Oooooh! doña Estefanía. Esto es nada — levanta
el brazo y abre la mano, como arrojando monedas al aire
— ¡Agarre usted, que para eso la bolsa está llena! ¡A co-
mer, a bailar y a quererse, se dijo. ¿No es así, señoritas?
— se dirige a las muchachas, con gesto de "puédelo todo",
de rufián, de mujeriego, de comprador y vendedor de
vidas.
—¡Qué generoso es usted, señor! ¡Que Dios le pague
a manos llenas! ¡Que Dios lo bendiga! A ver, tú Carmen-
cita, anda a buscar el chanchito. Dile a mi comadre Pau-
lina que te venda uno de los gorditos que tiene encerrado
en su chiquero. Y tú Rosita, anda donde don Salustio Ca-
sanova y dile que venga trayendo su banda que aquí el
caballero le va a pagar por hora. ¿Cuánto? — pregunta al
"marchante".
—Dos libras esterlinas o algo más, según cómo se
porte —responde el aludido.
—¿No le parece bien? — se dirige a doña Estefanía
Claros, agarrándola de la cintura ascendente de sus cade-
ras con graciosas curvas.
—¡Está bien, caballero! — Y tú Juanita — se acerca
y le dice a la sordina — agarra a la pescuezo pelao y estí-
raselo. ¡Prepara un caldo de leche con sus huevos largao!
¡Rápido hijita! ¡No pierdas tiempo! — cariñosamente le
da una palmadita sobre la mejilla izquierda.
—¿Le gusta a usted el caldo de gallina?
—Sí señora. Me gusta mucho, muchísimo, la carne de
gallina. Y mejor si es de polla, porque mientras más po-
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
lias o jovencilas son las mujeres, más rico y sabroso es el
almuerzo a media noche. . .
—¡Jesús que es usted, caballero! Pero me gusta lo que
habla.
Las tres gracias, no corren, vuelan entusiasmadas, con
la ingenuidad de la mujer de aquellas épocas, donde el
amor es más puro y desinteresado, más fresco y saluda-
ble que un vaso de agua para un caminante sediento.
Han transcurrido pocos minutos y Rosita vuelve acom-
pañada. Salustio Casanova llega agarrando del brazo a la
muchacha.
—Aquí está la banda, caballero — anuncia la joven-
cita y regala una sonrisa al repartidor de libras esterlinas.
El viento ondulante, travieso, con sus manos invisi-
bles, en las esquinas de las calles tortuosas, coloca en si-
tuaciones muy difíciles a las muchachas callejeras. Es el
viento galante del noroeste. Las rubias y negras cabelle-
LAS
WEPMANA!
CLAROS
— 157 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
— 187 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Espere un poco señor que esla noche. . . — Miguel
Anlonio Oliveira Carranza do Cruceiro se calla bruscamen-
te. Prende candel y silba un aire carioca.
—¿Qué cosa? — interroga Napoleón Leigue, aprisio-
nando en su interior el hielo de la impresión micdolenta.
Atiranta su hamaca. Se sienta en ella. Se levanta y cami-
na de aquí y va allá en el estrecho límite cubierto por la
techumbre de paja de la choza donde está tendida su ca-
ma cubierta por el mosquitero. El brebaje es servido —
a la brevedad posible, después de una espera que ha per-
mitido la cocción del agua— es servido a discreción en va-
sos enlozados que circulan, produciendo en los espíritus
de los viajeros un cálido aliento de satisfacción y de espe-
ranza, como si en el fondo oscuro de aquellos recipien-
tes, se ocultase la ilusión del retorno a la ansiedad del
amanecer de un nuevo día. Napoleón Leigue traga el lí-
quido caliente y se quema la lengua, pero aguanta y no
prorrumpe en queja, evitando así que se burlen de él. No
puede explicarse si los lagrimones que brotan de sus ojos
temblorosos son producidos por la dura realidad del me-
dio selvático o por la sensación ardiente. Coloca el vaso
sobre su pecho y vuelve a añorar. Con la amargura del
arrepentimiento, lleva a su boca el vaso. Tiembla su ma-
no. Bebe el café sin poder sentir el gusto de la aromática
bebida. Los tripulantes duermen uno tras uno, menos Mi-
guel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro.
Extínguense los destellos de la fogata, como la res-
piración de niños moribundos. La oscuridad envuelve a
todos. Napoleón Leigue y los aporreados —duramente—
por el remar de largas horas consecutivas, acompasan un
coro monótono de ronquidos desgarradores. Entremezcla-
do al volumen ruidoso de las gargantas, se escucha a lo
lejos el cántico lúgubre de un ave nocturna que tiene su
leyenda cantada por los poetas de aquellas regiones ubé-
rrimas, de árboles, de ríos, de riquísima fauna silvestre,
de peces multicolores, grandes, medianos y chicos. Miguel
Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro, escucha al ave noc-
turna, pero no se conmueve. Apenas siente correr un hili-
11o de melancolía dentro de sus venas. Lo conoce porque
llegó a identificarlo, después de una búsqueda sigilosa.
188
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
Recuerda que el pajarraco dormía —entonces— bajo un
sol caldeante. Tenía los ojos cerrados. Sus párpados ce-
nicientos armonizaban con el color plomizo de su pluma-
je sedeño de garza nocturna. "Sigue llorando. Tú eres el
único que puedes saber q u e . . . " — Miguel Antonio Oli-
veira Carranza do Cruceiro, se dice a sí mismo, sentencio-
samente y a la sordina, hurgando el estercolero de sus se-
cretos. Siente un escozor en la yema de su dedo índice
y la sangre se agolpa en su cara. Se pone de pie cuidadosa-
mente, sin hacer ruido. Camina de puntillas y se dirige a
la embarcación. Llega hasta ella y a tientas arranca una
flecha con la cual mata y atrapa peces. Regresa cautelo-
samente, lo mismo que un gato, avanza elásticamente, lis-
to para saltar sobre el ratón que ignora su agresividad fe-
lina. Clava la flecha sobre materia blanda.
—¡Los bárbaros! — grita Miguel Antonio Oliveira Ca-
rranza do Cruceiro y corre de un lado para otro, brinco-
tea, grita y grita como si hubiese enloquecido. Exclama
la misma frase de advertencia. Los tripulantes se levantan
despavoridos. Miguel Antonio Oliveira do Cruceiro, deja
de gritar. Nadie lo ve. Ha desaparecido arrastrando un
bulto pesado. Se lo traga la boca negra del lobo de las
tinieblas, abierta desmesuradamente.
—¿Dónde están los bárbaros? ¡Yo no los veo! — pre-
gunta y afirma alguien.
Nadie responde a la interrogante entretejida por el mie-
do y un poco de coraje que nace, en esos momentos, con
temblor de hoja seca barrida por el viento. Se hace el si-
lencio. Ascensio Ñoco recobra plena serenidad. Atiza los
leños de la fogata. Se iluminan los rostros de sus com-
pañeros de viaje. Todos se acuclillan a la redonda, junto
a la lumbre, en actitud defensiva, armados con sus ma-
chetes. Se miran las caras y nadie habla. Parecen estatuas
agachadas que duermen en un museo. Gregorio Temo,
busca la (jila que contiene el resto del brebaje negro y
la coloca sobre el centro de la fogata.
—Tomemos un poco de café para espantar el miedo
•— expresa Gregorio Temo, enciende el pucho del cigarri-
llo que dejó de fumar antes de acostarse, sobre el cuero
seco de vacuno que es el único bien que posee y la 1ra-
— 189 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
zada vieja que heredó de sus padres, asesinados en La
Loma.
—Está bien — expresa Ascensio Ñoco que tirita de
frío. No tiene con qué cubrir su desamparado cuerpo.
—¡Escúchenlo! ¡Qué saber roncar! — habla Julio Ci-
rio. Ha escuchado unos ronquidos que son lanzados desde
dentro del mosquitero de la cama de Napoleón Leigue.
Encienden sus cigarros y charlan con frases entrecorta-
das. En ese momento se presenta sorpresivamente el bra-
sileño. Todos ellos se asustan y se ponen de pie con ac-
titud alertadora, listos para defenderse.
—¡Nos ha asustado, hombre! — dice Camilo Salinas,
que recién abre la boca.
—¿De dónde viene usted? — pregunta Celso Paloco.
Mira fijamente a la cara de Miguel Antonio Oliveira Ca-
rranza do Cruceiro que le clava su mirada penetrante y
no responde. Miguel Antonio Oliveira Carranza do Crucei-
ro, está tranquilo, impávido, con pasos lentos se aproxi-
ma a ellos y se suma al ruedo. Pide un cigarro a Camilo
Salinas. Lo recibe y lo enciende. Fuma con deleite y arro-
ja el humo levantando la cara y descubre la belleza de
Venus, titilante, sereno con la expresión eterna del infi-
nito universal, impenetrable, inconmovible. Está amane-
ciendo y los pájaros reparten su melodiosa alabanza al
amor y a la vida, en aquel tumultuoso laberinto vegetal.
Nadie dice nada, todos callan, porque son seres, mental-
mente, más limitados que los pájaros. Los remeros, están
friolentos, entumecidos, hambrientos y respiran con alien-
to amargo, con desaliento: mezcla de tristeza y de ansie-
dad. La ausencia de Napoleón Leigue no les interesa en lo
más mínimo, porque se imaginan que está durmiendo.
—Y bueno, vamonos. Ya es hora — expresa Miguel
Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro, con gesto displi-
cente y con firme acento autoritario.
—¡Apúrense que no hay tiempo que perder! — agre-
ga y levanta el brazo derecho. Señala con su índice, fijan-
do el rumbo preciso hacia donde se encuentra el batelón.
Con la otra mano empuña el revólver, cañón, puntería y
gatillo preparados, listo para disparar. Mira a todos con
intrépida energía.
— 190 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
—¡Ya! ¡Vamos! ¿Que esperan? ¡Vamos! — manda re-
sueltamente.
—¿Y dónde esta el señor Leigue? — dice Ascensio
Ñoco. Mira en dirección de la hamaca y se aproxima a
la cama. Levanta el mosquitero y observa que no hay na-
die adentro.
—Seguro que lo han matado los bárbaros y se han
llevado su cadáver para comérselo. — Miguel Antonio Oli-
veira do Cruceiro responde a media voz y transparenta la
evidencia, negando la verdad de los hechos perpetrados
bajo el manto encubridor de las tinieblas.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Lo mataron los bárbaros! ¡Ave-
maria purísima! — Julián Cirio ríe a mandíbula batiente
y subraya incrédulamente.
—¡Silencio! ¡Recoja ese mosquitero, la cama y la ha-
maca! ¡Rápido! ¡Todos a la embarcación! — Miguel An-
tonio Oliveira do Cruceiro, ordena enérgicamente. Y agre-
ga: ¡Vamos! ¡Los bárbaros están aquí cerca! — empuja a
Julián Cirio que lleva sobre sus hombros el montón de los
enseres pertenecientes al desaparecido Napoleón Leigue.
En columna de a uno, los remeros apuran el paso y se en-
caminan hacia el barranco. Bajan, ladeándose hacia un
costado para afirmar sus pies sobre la greda deleznable.
Descienden, paso a paso, cautelosamente, para evitar un
deslizamiento que los precipite al abismo de las aguas
frías sobre la superficie, y tibias por dentro. Saltan —cui-
dadosamente— sobre el pequeño entablado triangular de
la proa del batelón y se sientan al extremo de los angos-
tos tablones que sirven de simétrica y justa ubicación, pa-
ra el trabajo de meter el remo a las aguas y sacarlo de
ellas, acompasada y rítmicamente. Miguel Antonio Olivei-
ra Carranza do Cruceiro, desata las amarras del batelón
y sin dejar de empuñar su revólver, se dirige a la popa.
Agarra —fuertemente— el travesaño del timón. Con fir-
meza y dirección de viejo navegante, bate de izquierda a
derecha.
—¡Remen todos!
La embarcación se desliza siguiendo la corriente. Se
desliza veloz bajo el impulso impetuoso de las aguas y del
empuje vigoroso de los remos. Julián Cirio, deja de rc-
— 191 —
LUCIANO DURAN BOGLR
mar, estornuda bruscamente, mueve el cuello hacia el la-
do de su corazón. Sus retinas transfiguran la visión cor-
pórea de Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro,
en algo que no es ni él ni otra persona conocida por el
remero. Experimenta un escalofrío que sobrecoge sus ner-
vios y penetra hasta la médula. Tiembla y castañetean sus
dientes. Se encoge de hombros y el frío lo conmueve y lo
cuchillea desde la coronilla hasta la punta de los dedos
de sus pies. Pela los ojos y como si alguien se los arran-
case de sus órbitas, los clava rabiosamente sobre los ojos
de Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro.
—¡Qué me miras! — interviene el flamante propieta-
rio de la nave repleta de mercaderías y víveres que per-
tenecieron al malogrado Napoleón Leigue.
—¡Yoooooo! — Julián Cirio vuelve a estornudar chis-
porroteante, con saliva verde, porque estaba masticando
retoños de hojas de palmeras enanas, gordiflonas y peta-
cudas como mujeres preñadas, que hubo arrancado, de
paso, al venir desde la choza hasta la orilla del río. Y dijo;
"Toma, prueba el sabor de la vida amarga, ya que no pue-
do destriparte y saborearte al revés, devorando tus espe-
ranzas, porque la carne humana pertenece a los gusanos
engendrados por Dios. Toma y saborea lo que he mordi-
do yo, mi miseria mordida". La saliva dejó de ser verde
y pintó manchitas negras, con el desprecio amarillo de su
hígado lamido por perros, sobre el rostro rosado de Mi-
guel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro.
—Ahora no miro. Abro mi boca para mostrarle mis
dientes y mis muelas carcomidas. — Julián Cirio es anal-
fabeto pero tiene un cerebro que funciona a las mil mara-
villas, cuando el escalofrío le hace crujir los huesos salva-
jemente. Y entonces las ideas bellas y absurdas cosqui-
llean en sus costillas. Vuelve a escupir el líquido nasal que
al salir del subterráneo de sus órganos, humedece sus bi-
gotes hirsutos y puntiagudos. Iba a repetir el yoooooo, sin
personalidad distinguida, pero siente sobre sus espaldas
un latigazo que le quema hasta el alma. Julián Cirio, beodo
sin haber bebido ni un trago de licor, siente que los cu-
chillos de hielo del viento hieren su sangre y que en me-
nos de un segundo de transición violenta, hierve la gra-
— 192 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
sa de su carne, igual que el tocino de un cerdo vivo me-
tido a un horno caldcado. Levanta los hombros y tiembla
no de rabia contenida, sino de impotencia varonil que mue-
re, resucita y se transforma violentamente, torciendo —
infinitesimalmente— las fibras de sus células y como ca-
ña exprimida, machacada por el trapiche, se distienden y
se hinchan de coraje. Aprieta el remo con toda la fuerza
de sus nervios calcinados después de la hiclificación y,
cuando está a punto de convertirse en héroe para lanzar
el remo, certeramente, sobre la cabeza del agresor pre-
potente, escucha que pasa silbando, por encima de su ore-
ja, el proyectil quemante que hace impacto, hiere, rompe
y hunde —brutalmente— las aguas movedizas, a una dis-
tancia de cien metros — más o menos — que en vez de
huir, retroceden, se aproximan al flanco derecho del bate-
lón. Julián Cirio afloja la presión de sus manos y traga su
saliva y siente que su corazón revienta. Se ahoga con ella.
—¡Remen más fuerte!
Tras una detonación siguen las otras: dos, tres, cua-
tro y cinco. El esqueleto de Julián Cirio, recobra sereni-
dad y acompasa el ritmo de su remo con el coro de los
remos de sus "hermanos" que miran hacia abajo, con
sus cuellos quemados por la furia del aire quemante, del
reflejo vidrioso del agua: fuego blanco, con el yugo ar-
diente de la explotación con sangre, de la fatalidad palú-
dica, del vómito negro de la angustia, de la parálisis ge-
neral del alma con hinchazón edematosa. Todo ésto y to-
do aquello. . . dolor y sangre de la tragedia del Beni.
—Ahora sí que vamos bien. Las nubes nos ayudan a
remar. Fíjense bien.
—Las nubes son también rameras —quiso decir re-
meras, pero la a le ganó el camino a la e y asomó a la
puerta de la boca la palabra desnuda, sin escrúpulos, exi-
giendo su valor conceptual antes de ofrendar su horizon-
talidad, entre los sonidos que duran breves instantes y
después se pierden. Sí. Todos van (perfectamente) senta-
dos cómodamente. Así lo ve Miguel Antonio Oliveira Ca-
rranza do Cruceiro y para él las nubes sin manos y sin
reinos, son también sus obreras. Y también se le ocurre
pensar, sin razón o con ella: Los que tienen bienes por
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LUCIANO DURAN BOGER
más que estén muriéndose atacados con todas las enfer-
medades del mundo, se sienten sanos como un pollito re-
cién salido del cascarón — recto el timón. Es el único que
viaja verticalmcntc, puesto firme sobre sus pies, mirando
lejos, con todo su poderío — ya no de capataz sino de pro-
pietario de bienes — gravitando sobre las espaldas cur-
vadas de los remeros. ..
—¡Remen más fuerte! — quiso decir algo original, ex-
jresar por ejemplo, ésto que dijo alguien: "Las vidas son
Íos ríos que van a dar a la mar" — pero le salió otra co-
sa. . . con el:
—¡Remen más fuerte! ¡Tenemos que llegar a La Lo-
ma! ¡Más fuerte! ¡Más.. .! — Miguel Antonio Oliveira Ca-
rranza do Cruceiro se atora con el hueso de la frase trun-
ca. Observa que Julián Cirio ha dejado de remar. Y que,
en su lugar, rema la Muerte...
Por el mismo camino con agua, que se lleva todo y
no deja nada, por donde van las nubes sin remar, van
pasando los días y con ellos: hechos, cosas y seres muy
tristes. Lejos de allí, "algún día deberá estallar la guerra
mundial. Y a mí qué me importa" — piensa el fulano de
las libras esterlinas. Tampoco le interesa el color blan-
co de las nubes, más blanco que el blanco del óleo, de la
acuarela, del almidón y del yeso de los "sepulcros blan-
queados" de los ricos... Le preocupa —únicamente— la
inmigración de los futuros siringueros, del éxodo forzado
donde marchan algunos hombres con pantalones blancos
y él — convertido en un Moisés — como guía con todos
los atributos de su poderío, del engaño, de la mentira so-
nora de las libras, de la elocuente verdad de sus revól-
veres.
—Ya estamos cerca de Tres Cruces. Pero vamos a pa-
sar directamente — piensa en aquel lugar de tristes recuer-
dos, donde los hermanos Salvatierra, después de embo-
rracharse y dormir a la intemperie, fugaron —madruga-
doramente— dejando detrás de sus espaldas el cadáver
del comisario, tío y padre putativo de Lucila. Así fue. Pa-
saron sin detenerse, hasta llegar a Cuatro Ojos.
—¿Por qué hay lugares que tienen nombres tan feos?
Desagradan al pronunciarlos. Todos los sitios donde vi-
ven los hombres deberían tener nombres de pájaros, de
llores y de estrellas — Estefanía Claros, no quiso mirar
atrás — en aquella oportunidad — ¿seguramente por no
convertirse en estatua de sal? ¡Quién sabe! En cambio,
siempre pronunció gustativamente el apasionante nombre
de Lucila. Conoce algunos datos biográficos de este per-
— 195 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
sonaje femenino, célebremente popularizado entre los hom-
bres y mujeres de Santa Cruz.
—No hay nada feo sobre la tierra y los nombres tie-
nen algo de la belleza de los hombres. Ya ves cómo me
gusta el nombre con que me has rebautizado. ¡Juan Pé-
rez! No me desagrada que me llames así, pero me causa
risa, pero no una risa que alargada puede transformarse
en carcajada — argumenta con voz timbrada, muy sim-
pática para Estefanía Claros.
Primero llegó el carretón con las "tres gracias": Ro-
sa, Carmen y Juanita (las tres Claros). Y también — una
hora después — Estefanía Claros: "Mi Cleopatra" — lla-
mada así por Juan Pérez, muy bien sentada con la reta-
guardia de sus nalgas y de sus espaldas con suavísimos
bellos sedeños; y su cabellera negra en cascada fulguran-
te, hacia el naciente; con la vanguardia de sus redondos
senos mirando a los picachos de los Andes, como un desa-
fío del fuego frente a la nieve. Retaguardia y vanguardia,
corporalmente asentadas sobre la grupa sudorosa del ca-
ballo, dirigido por el fulano de las libras esterlinas. Los
otros — la mayoría — llegaron después; los futuros si-
ringueros, caminando a pie, jadeantes, con los pies descal-
zos hundiéndose en la arena más caliente que una nlancha
sobre ropa húmeda. Parecía que los futuros siringueros
lloraban no por los ojos, sino por los poros de los pies,
toda la alegría de los carnavalitos que habían bailado
en la orgía de la casa de Estefanía Claros. Sus intestinos
gruñían con la hiena del hambre. Los mares secos de la
inmensa esponja de la sed, se tragaban sus lenguas más
ásperas que puntiagudas piedras. Los chanchos y las ma-
monas o vaquillas, cocidas en los hornos y en las parri-
llas, se ríen de todos ellos, danzando locamente en sus reti-
nas. Las bocas de las jarras con chicha, vino y aguardien-
te, les mostraban los dientes de la ansiedad insatisfecha.
Así, las escenas anteriores a esta dura realidad en el mar-
co del espejismo del hambre y de la sed, tenían ahora, pa-
ra todos ellos, el suave y femenino color de un sueño
rosado.
-—¡A bailar se dijo, que la vida no es más que una!
¡A comer mamonas, antes que los gusanos nos coman a
— 196 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
nosotros! — el primero del éxodo pronunció estas ver-
dades de peso y como regueros de pólvora encendida, co-
rrieron hasta el último de la caravana.
—Es muy fácil tragarse la vela, lo difícil es echar el
pabilo — dijo el último, respondiendo al primero —bur-
lonamcntc— igual que doblar de campanas en una entra-
da de carnaval.
—Están ustedes invitados a almorzar donde doña Es-
tefanía Claros. ¡Vamos hombres! ¡Vamos! ¡La banda va
a sonar noche y día! ¡Vamos! — gritó el tercero que ca-
minaba cojeando, porque las glándulas de los ángulos
de donde nacen las piernas, con la caminata a sol y vien-
to, estaban duras igual que bolas de cristal.
—¡Silencio! — gritó el capataz más fornido. Disparó
al aire (ante el alboroto inusitado de la caravana) un car-
tucho de su revólver calibre 38. La detonación hirió los
tímpanos tensos de los futuros siringueros que movían sus
caras famélicas. Escupían secamente y tragaban aire. La
falta de la satisfacción de las dos principales necesidades
vitales, los había unido con una sola voluntad, con un
solo deseo, con una sola ansiedad. Todos quisieron de-
sertar, pero no pudieron, porque el éxodo estaba bien res-
paldado y bien conducido.
—¡Caminen más rápido! ¡Ya vamos a llegar a Cuatro
Ojos! ¡Detrás de aquel bosque desparramado, está el río!
— habló uno de los que sin ser policía al servicio del Es-
tado, funcionan como tales; éstos, pelaron sus revólveres;
con amenazas y gritos, comenzaron a empujar a la ma-
sa humana compacta de la hambrienta y sedienta cara-
vana, cejijunta, larga y amarilla; amarilla por fuera, ro-
ja por dentro, poraue la sangre se había infiltrado hasta
los subterráneos de los huesos, lo mismo que corrientes
de aguas, ocultas —profundamente— muy abajo de un
desierto.
— ¡No me empuje, porque si no me lo como vivo
es porque. . . — le encaja un puñetazo en la boca del es-
tómago. El genízaro, lanza un ¡ay! desgarrado; se frunce
como pelota desinflada; larga el arma y cae boca al sucio.
Relampaguean los ojos de la multitud. Ha sonado el ins-
tante del motín. La rompiente del odio colectivo con ma-
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LUCIANO DURAN BOGER
rea de sangre, levanta su coraje hacia adelante y el olea-
je espumeante del dolor, avanza sin norte, nin ningún ob-
jetivo. "Sí. Así —infelizmente— actúa esta masa humana,
sin fusiles y sin dirección de vanguardia organizada... De
nada sirve el flujo y reflujo de un mar tormentoso, de un
mar desbocado. En cambio, el cauce de un río — que no
retrocede (.avanza y avanza) penetra hasta el mar" —
piensa el bachiller Miguel Zapata que cayó en la trampa
del reenganche.
—¡Alto ahí! — grita un gendarme, parapetado detrás
de un árbol. Se escuchan varios disparos. Caen heridos
(mortalmente) varios hombres de la multitud. Cunde la
confusión.
—¡Nadie se mueve! — es escuchan más disparos y
se desploman varios muertos.
Los sobrevivientes del éxodo sin armas, llegan a la
orilla del río, con las manos amarradas detrás de las es-
paldas. Como una imprecación salida del corazón de la
tierra, se escucha la siguiente advertencia:
—¡A todo le llega su hora!
Aquí están Nicolás y Renato Calvimonte, alias el "Poe-
ta", entre un gris y brumoso despertar, frente al incen-
dio de rubíes del sol sobre la cabeza inmensa de la selva.
—¡Pero qué diablos! —dice éste—. Estoy con los ojos
cerrados y, sin embargo, estos seres que se mueven con
vida en mis retinas, son luz y sombra de todo lo que fue-
ron delante de mí. Vea usted. Yo también estoy cerca,
muy junto a ellos y a la orilla del río, de este río que ba-
ja tranquilo, indiferente, callado, como si no existiera.
¡Mírelo! ¿Pasan sus aguas? No pasan. Están ahí como la
sangre de nuestras venas que no la sentimos correr. ¡Nues-
tras venas son ríos de sangre! ¡Transportan (calladamen-
te) el dolor de vivir! ¡Mire usted don Nicolás! — el poe-
ta habla como si estuviera con los ojos abiertos.
—¡Despierte hombre! — Nicolás Salvatierra, grita
asustado porque la cara de su amigo está pálida. Pero una
sonrisa leve, breve, brevísima como la de un niño de pe-
cho, brota, inesperadamente, redondeando el semblante de
Renato Calvimonte que permanece recostado sobre el rús-
tico camastro, duro, firme, fuerte, angosto y largo.
—¡Qué expresión de sencillez! -— Nicolás, con esta
frase logra valorar la realidad sustentadora del cuerpo
magro y ágil de su acompañante.
—¡Levántese hombre! ¡Abra los ojos y no ame tanto
la profundidad del sueño! ¡Levántese que está amane-
ciendo! -— Nicolás levanta la cabeza y ve (entre las ramas
de la copa de un árbol) el punto negro del cuerpo de una
pava campanilla. Hierve su sangre porque siente deseo
de matarla.
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LUCIANO DIJHAN BOGER
Los siringueros marchan tras los culebreantes cami-
nos de la estrada. Van clavando las tichelas como puña-
ladas sobre el cuerpo de un hombre, atado a un palo. San-
gran los árboles. Chorrea la sangre, gota a gota.
—¡Levántese hombre! ¡Hace rato que los siringueros
se marcharon a sangrar los árboles! En cambio, usted y
yo permanecemos aquí sin hacer nada. Es verdad que yo
no tengo necesidad de trabajar porque soy dueño de lo
necesario para comprar no solamente el producto del tra-
bajo de los siringueros, si no a todos ellos y a usted tam-
bién. — Nicolás expresa esta declaración sincera, con la
seguridad que le inspira la posesión de las libras esterli-
nas que robó del cadáver del cura pisoteado por el po-
tro (Lucero), allí en el puerto de Cuatro Ojos.
—¡A mí nadie me compra, porque el rato que a mí
me dé la gana, monto sobre un árbol y me voy aguas
abajo! — Renato Calvimonte, responde airosamente, abo-
feteando con un gesto agrio la cara amarillenta de Ni-
colás.
—¡Y usted, con lo que dice tener, se queda aquí pa-
ra enriquecerse chupando la sangre de estos esclavizados
pobres hombres! — Renato Calvimonte, replica —despre-
ciativamente— al ladrón, vulgar y corriente, de las libras
esterlinas y, con asco, con fastidio directo, de frente, es-
cupe a los pies de Nicolás. Se levanta de su camastro —
duro pero limpio— y se dirige al barranco del río. Aspira
profundamente y la calidad humana de todo su ser se
identifica con la profunda grandeza de las aguas que co-
rren, tras el cauce incontenible.
Pasa el río —suavemente— transportando inmensos
árboles, secos y verdes, recién desarraigados de sus ori-
llas gredosas; desarraigados por la acción lenta del agua
que sube y sube con el volumen pujante de miles y miles
de toneladas. Pasa el río —sonriente— llevando sobre las
palmas de sus manos móviles, lianas, hojas y flores sil-
vestres.
Nicolás se ha quedado solo sin saber qué hacer.
La neblina se eleva lentamente desde la superficie
acuática. Igual que un velo de novia, de arriba hacia aba-
jo, con su manto vaporoso, cubre la negra cabellera del
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EN LAS TIERRAS Dli ENIN
boscaje ribereño. El canto de la vida se patentiza —ar-
moniosamente —en el buche canoro de los pájaros. El mie-
do a las tinieblas y a la acechanza de las fieras, cual un
fantasma derrotado por el aletazo viril de un gallo, ha
desaparecido del corazón de los hombres que recorren las
estradas, en pos de los árboles que atesoran la resina co-
diciada por los traficantes colonialistas del imperialismo
inglés. Con aferrado mutismo, marchan con la mirada aler-
ta, fijándola a salto de mata, inquieta y acuciosa, de iz-
quierda a derecha, atenta al más leve movimiento de ra-
mas y de hojas que delaten la presencia del peligro den-
tellante que, en actitud de asalto, puede amenazar la exis-
tencia de cada uno de ellos. El silencio y la soledad, los
identifica —uniformemente— como a hijos agrupados en-
tre los brazos de una madre que no hace diferencias, por-
que ama a todos por igual. El silencio y la soledad, borran
—de un solo brochazo— la individualidad del carácter de
esos hombres, la unidad espiritual (complejo de funcio-
nes cerebrales) de su propio mundo, tejiendo (con sus
sentimientos de coraje, de incertidumbre, de tristeza, de
pena y angustia, concentrados) una finísima red (igual
que la de un pescador de pececillos multicolores), donde
sus nervios anúdanse en un todo indefinible que se traga
la selva. Todos, en instantes diferentes, de tiempo y espa-
cio, rodean los árboles, con pequeñísimas hachas (macha-
diños) de mano, los hieren —con inclinación oblicua de
15 centímetros con línea recta, de arriba hacia abajo —
suavemente — sobre la corteza a fin de no destruir las fi-
bras del tronco amarillento. Debajo del extremo inferior
de las heridas que chorrean sangre espesa, clavan el pun-
zó de la tichela que recibe la sangría, gota a gota. Dejan
ese árbol. Caminan hasta colocarse al pie de otro. Y, con
automatismo especializado, repiten la misma operación,
hasta que no queda ni uno solo, sin que haya sufrido el
sacrificio de la explotación.
Transcurren los minutos y se suceden las horas entre
la pasmosa solemnidad de las bóvedas del templo incon-
mensurable del imperio de los árboles. La mente rústica
de aquellos hombres sencillos y humildes, se encuentra
encasillada en la más mínima expresión de personalidad
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LUCIANO DIJHAN BOGER
humana, que no puede explicarse el ¿por qué? de aquel
silencio y de aquella soledad que, en abrazo nupcial, se
convierte en ámbito absorvente de absoluta resignación
al medio selvático aplastante, como si sobre ellos hubiese
caído el peso de los siglos sangrientos de la Historia (lu-
cha de clases) bajo el talón de hierro del Tiempo inexo-
rable. En cada gota de la sangre blanca que mana de las
heridas de los árboles —bellamente verdes por lucra y
tristemente pálidos por dentro— ven y sienten que, en
cada una de ellas, sus esperanzas y también sus sueños,
se acumulan —gota a gota— en el pequeño recipiente de
hojalata, enmohecido por la acción corrosiva de la hume-
dad del aire saturado de aroma denso, pictórico y sen-
sual. Cada uno experimenta la ansiedad de estar juntos,
aunque sea para mirarse las caras sin decir una sola pala-
bra, alrededor del tronco medianamente grueso o robus-
to, vertical y hermoso del árbol de la goma, sin heridas.
Entonces, advierten que la individualidad en cada uno de
ellos, es antisocial e ilógica. Y los senderos que transitan,
penetran a sus retinas, como culebras fantasmagóricas.
Y el ordenamiento de la faena que realizan, acicatea en
sus espíritus el automatismo del cumplimiento del deber
esclavizado. Vuelven al campamento —después de cinco
a seis horas de trabajo fatigoso— con la angustia de la
sed y del hambre, sudorosos, cabizbajos, entristecidos y
con una ansiedad de luz y de horizontes, destruidos por
dentro bajo el límite de la oscura densidad del bosque,
que bordea el arabesco entretejido de las líneas curvas
de las orillas arenosas del río que pasa tranquilo c in-
diferente. Así, retornan, unos tras uno. Llegan al cam-
pamento. Depositan con desgano —como si la carga de sus
hombros, lucra la carga pesada de la Muerte— primero:
la escopeta; luego: el morral que contiene el inachadiño,
el resto de las tichelas, unas veces los cocos recogidos de
las palmeras y también los racimos violáceos de las pal-
mas que se distinguen entre el laberinto incontable de
los árboles.
—¿Cómo te ha ido? — Nicolás pregunta al obrero
que llegó primero al campamento, prescindiendo en abso-
luto de! capataz o contratista de quien depende la cua-
— 202 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
drilla de los siringueros que se encuentran trabajando
en esa zona.
—¡Y a usted que le importa! Sería mejor que usted
también trabaje. ¿No ve que el que nos ha traído está
trabajando igual que nosotros? — Juan Durán, le respon-
de duramente, con rabia concentrada, como si hubiese
disparado un certero escopetazo a la cara amarillenta del
bigotudo Nicolás.
—Dices bien, h i j o . . . — Nicolás es interrumpido —
bruscamente.
—¡Qué es eso de hijo! ¡Sepa usted que mi padre fue
hombre de verdad! — enérgicamente replica Juan Durán.
—Está bien — Nicolás habla con tono mesurado —
Pero debes saber que yo no tengo necesidad de trabajar.
Tu "patrón" ese que de patrón nada tiene, tiene necesi-
dad de trabajar igual que ustedes. En cambio yo no, por-
que . . . — calla repentinamente. Oculta la idea de su plan
de compra del producto de la explotación cauchera que
se está efectuando allí, donde él y alias el Poeta, perma-
necen inactivos.
Ambos se miran cara a cara. Se ha producido un due-
lo de miradas. Juan Durán se dirige a la cocinilla que arde
muy próxima a la choza con horcones, travesaños y tije-
ras de maderas verdes, con techo de hojas de palmeras,
sin puertas, sin ventanas, con entrada amplia, parecida
a un escenario de teatro sin telón de fondo. Fue cons-
truida por Juan Durán, con entusiasmo placentero y su-
ma habilidad. La choza es muy semejante a las otras que
fueron edificadas por sus compañeros de trabajo. Juan
Durán, coloca sobre las brasas de leños encendidos, re-
tazos de carne extraídos del roedor que cazó en la noche
del día anterior. Baja la pendiente del barranco del río
y —rápidamente— llena con agua la vasija metálica; sor-
be unos tragos y sacia la sed que le devora las entrañas;
luego, vuelve a llenarla; sube —velozmente— las gradas
arenosas del barranco, se aproxima a la cocinilla y, des-
pués de atizar los leños de un lado, coloca el recipiente.
—¡Qué valiente es usted! — Nicolás elogia a Juan
Durán que, apesar del cansancio, desarrolla actividad inu-
sitada.
— 203 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
—¡Y usted, un gran holgazán! — le responde a que-
marropa.
—No me insulte, por favor — Nicolás se sienta so-
bre un tronco, próximo al fogón, descoso de alentar el
contentamiento del siringuero que lo repudia.
—No lo insulto. Le digo la verdad. Usted tiene ham-
bre, como la tengo yo. El hambre y la sed divide a los
hombres. Cuando todos los hombres no sientan hambre
y no sientan sed, cuando nadie se alimente con el sudor
y la sangre de los hombres, recién habrá paz y amor so-
bre la tierra — Juan Durán, se pone de pie, está ebrio de
dolor humano como si hubiese bebido champán en la
copa del corazón ..., llora sangre por dentro.
Sin embargo, Juan Durán cambia de talante. Sonríe
a su interlocutor como anticipación de su generosidad,
característica de los campesinos y obreros benianos.
—Espere un momento. Porque donde come un Du-
rán, comen todos o no come nadie. Ya va a estar el asado,
Comeremos todos y después tomaremos un café caliente.
—¿Qué le parece?
Atónito, despatarrado, sin aliento para nada, Nicolás
Salvatierra, ha recibido la lección, la enseñanza más sa-
bia que no ¡e enseñaron sus padres, que no le enseñaron
sus maestros en la escuela. Agacha la cabeza y como perro
con la cola entre las piernas, recibe el pedazo de carne
que le entxega Juan Durán. Rápidamente —éste— ha pe-
netrado a la hondura del lodo humano de Nicolás. Y, co-
mo si no existiese diferenciación de clases sociales, el an-
fitrión del mísero banquete, tolera la ingrata presencia
de Nicolás.
Mientras el cambio de csccna se opera en aquel am-
biente de miseria, van llegando los otros siringueros, uno
tras otro; repiten los mismos actos ejecutados por Juan
Durán, frente a Nicolás.
En esos instantes, Renato Calvimonte, se hace pre-
sente con entusiasmo jubiloso, cargando sobre sus hom-
bros dos enormes pescados que atrapó, con sus anzuelos,
en una laguna próxima al campamento. Todos los sirin-
gueros, el capataz y Nicolás, como muñecos movidos por
un mecanismo unitario, levantan las cabezas y abren los
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liN LAS TIERRAS DE ENIN
ojos —alegremente— al ver llegar al Poeta con el bolín
de su feliz iniciativa.
—Ya tenemos lo necesario para matar el hambre—
arguye entusiastamenle; deposita los pescados sobre un
montón de hojas frondosas de palmeras, cortadas (con
rapidez) de una planta en crecimiento, de estatura baja,
próxima a la choza de Juan Durán que no descuidó el
asado, repartiendo a todos por igual. Camilo Soria y Pas-
cual Tovar, venciendo el cansancio, se comiden con suma
agilidad, desenvainan sus cuchillos y proceden a destripar
los hermosos ejemplares que lucen una gama pictórica,
donde el color plateado, con estrías de colores verdes,
amarillas y dorado brillante, contrastan con las manchas
de un rojo vivo que conjuncionan el esmalte carmesí de
las agallas ensangrentadas.
—Apurémonos que las tichelas deben estar ya casi
llenas — Julián Sosa, advierte a sus compañeros de tra-
bajo.
—No te apures hombre, que hay tiempo para todo,
hasta para morirse — responde Camilo Soria. Al espantar
a un tábano impertinente, se da tamaña palmada sobre
la oreja derecha; menea la cabeza y escucha un silbido
agudo de su cráneo. Julián Sosa que está a su lado lan-
za una risotada y levanta las manos con las tripas del
pescado; el retazo de collar intestinal, va directamente a
la cara del bigotudo Nicolás Salvatierra.
—Disculpe, señor. La culpa la tiene el tábano.
—¡Mucho cuidado! ¡Costillas guardan costillas! — Ni-
colás Salvatierra, advierte con indignación y se limpia los
bigotes.
—Por eso yo no me dejo crecer los bigotes, porque
además de ser un estorbo parecen escobas de las brujas
— dice Julián Sosa. Mira su cuchillo y comienza a qui-
tar las escamas del pescado. Vuelve a reir a carcajadas.
Se calla porque siente, otra vez, la molestia del tábano.
—Además, no son nada democráticos cuando se vive
en la Selva — corrobora Camilo Soria, mirando de un
lado y agachadamente la cara de Nicolás Salvatierra.
—¡Silencio! ¡Apurarse se dijo! ¡Nada de chistes entre
nosotros! ¡El fuego quema! ¡Y por último: este señor me-
— 205 —
LUCIANO DURAN BOGER
rcce respeto! — el capataz Saturnino Roca, interviene y
deja sentir su autoridad; lleva la mano a la culata de su
revólver. Se aproxima a Nicolás y le cuchichea.
Los otros obreros, cortan gajos secos. Y, con la bre-
vedad de un suspiro, arman una pira y la encienden; le-
vantan sobre las brasas una parrilla con ramas verdes;
colocan sobre ellas los dos cuerpos de los pescados fres-
cos, bien untados con sal. Renato Calvimonte, Nicolás,
Saturnino Roca, Juan Durán y los otros siringueros for-
man un conjunto de hombres que se miran recelosos; for-
man un todo de seres humanos, donde la envidia, la ava-
ricia, el sentido angurriento y mezquino que produce la
utilidad del robo, de la explotación del hombre por el
hombre, se hace presente como un hato de lobos derrota-
dos —esta vez— por la unión que impone el instinto de
conservación . . . ante la adversidad, en un páramo in-
hóspito. ..
—¿Por qué vamos a pelear? Debemos estar unidos.
Somos cuatro gatos en esta tupición — reflexiona Satur-
nino Roca, tratando de convencer por las buenas, a sus
esclavos.
—El hombre es bueno — dice Renato Calvimonte —
No estoy de acuerdo con las bellas mentiras — algunas
no todas — campeantes en la Biblia, con las cuales se
afirma que el ser humano nace malo y egoísta. El hombre
nace bueno y si se vuelve lobo, es por culpa de eso que
se nombra con la palabra: "mío" — clava sus miradas a
Nicolás y a Saturnino Roca. Pero estos dos "señores",
se sonríen burlándose del predicador.
—¡Imbéciles! ¡Cretinos! ¡No se van a burlar de mí!
Porque con la carne de estos pescados, ustedes — los se-
ñala con el índice — mis amigos los obreros y yo, come-
remos y ¿después de matar el hambre, quedaremos todos
contentos y satisfechos, sintiendo la dicha de esta falsa
igualdad que nos proporciona la abundancia? ¡La abun-
dancia que no es de usted — señala a Nicolás Salvatierra
— ni de usted tampoco — apunta a Saturnino Roca —
ni de éstos — empuña los dedos de su mano — involu-
crando a los obreros — ni mía — y se toca el pecho des-
pués de pronunciar el vocablo con énfasis — Renato Cal-
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liN LAS TIERRAS DE ENIN
vimontc (alias el Poeta) se pone rojo porque un golpe
de sangre ha inundado las células de su rostro. Da la es-
palda al conjunto de los circunstantes y, abandonándolos,
se dirige hacia el barranco y reprime entre sus labios un
grito furibundo.
—¿Por qué vamos a pelear? Debemos estar unidos.
Somos cuatro gatos en esta tupición — Juan Durán, re-
pite las frases pronunciadas por Saturnino Roca y se ríe
sarcásticamente. Se pone de pie y agrega:
—Los gatos y los perros por más que se hayan criado
juntos, nunca serán amigos — Juan Durán — con su mi-
rada altiva — pone puntos suspensivos y busca el hori-
zonte y sus ojos se topan con la cara radiante del Poeta.
Allí está Renato Calvimonte. Sin saber en qué instante
han brotado de sus ojos unas gotas salobres, se siente
débil e indefenso como un niño recién nacido. En acti-
tud contemplativa, ve correr el caudal presuroso de la
gran arteria. Una hora después, al sentir el olor apetitoso
de los pescados asados, retorna al lado del fogón.
—¿Ya le pasó el mal humor, amigo? — Nicolás pre-
gunta á Renato Calvimonte.
—¡Usted es un cretino! — Calvimonte responde con
firmeza. Sus manos se mezclan con las manos de todos los
que comen —apetitosamente— los pescados asados. Renato
Calvimonte, Saturnino Roca, Nicolás Manos, Juan Durán,
Julián Sosa, Camilo Soria y Pascual Tovar, menean las
cabezas como perros hambrientos y comen los últimos bo-
cados silenciosamente.
* *
— 257 —
En La Loma, las cosas son distintas. Canciller acaba
de dar a Rómulo la grata noticia del encoste de dos em-
barcaciones que traen remeros encadenados por los pies.
El dueño es un señor barbón, piernas largas, cariredon-
do, blanco, espaldas anchas, usa un cinto dobleancho con
hebilla de plata, tachonado de proyectiles; cuelga de él un
revólver envainado. Imparte órdenes a los rehenes con
voz aguardentosa.
Rómulo recibe —satisfactoriamente— el anuncio que
acaba de darle Canciller, porque considera que aquella
gente que ha perdido su libertad puede ser traspasada a
sus dominios por el valor de unas cuantas libras esterli-
nas. Instruye a Canciller para que proponga al comercian-
te la tratativa. Este, presuroso pónese al habla con el tra-
tante que exige se le permita dialogar con su patrón, úni-
ca forma de poder comerciar de igual a igual.
—Yo no hablo con los pies, hablo con la cabeza. Díga-
le así a su dueño — dice con tono enérgico, despreciando
a Canciller.
—Después de don Rómulo, mando yo. Podemos ne-
gociar. Don Rómulo le pagará a usted lo que yo le indi-
que — argumenta Canciller.
—Donde manda capitán no manda marinero— em-
plea el refrán y le da la espalda a Canciller.
Canciller vuelve al lado del propietario de La Loma
y explica las razones que pone por delante el "caballero"
que demanda la presencia de Rómulo. Rómulo, empuña
su carabina y se dirige al barranco con pasos lentos y
acompañado por Canciller.
— 258 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
A la distancia, brillan los torsos de los hombres ator-
mentados por los fierros que aprisionan sus tobillos in-
móviles, enmudecidos y, con el ceño entristecido, miran
a lo ancho y a lo largo buscando una señal de esperanza,
una mano que les anuncie lo más preciado para el hom-
bre, el canto con que las aves traducen el bello símbolo
de sus alas, al despertar y al piar alegremente junto a
sus nidos, entre las ramas de un árbol, donde la vida no
tiene amos ni verdugos. La masa movediza de sus espal-
das, penetra a las retinas de Rómulo. Experimenta una
ansiedad de dominio que contrasta con el sentimiento
amargo de los nervudos hombres que lo vieron venir cre-
yendo que podía hacer variar la inmovilidad en que se
encuentran —fuese como fuese— a cambio de lo que fue-
ra con tal de poder transitar sobre el más estrecho y li-
mitado espacio de la tierra, donde su verticalidad deja
el ángulo torturante de permanecer sentados, horas y
más horas, para comer, para orinar y defecar, para dor-
mir, sujetos a la prisión más grande que hiere el corazón
humano, cuando siente perdido su derecho a caminar li-
bremente por los caminos, por las calles o en el espa-
cio —grande o pequeño— del lugar en que se encuentre.
—¿Quién es usted? — interroga Rómulo.
—Yo . . . ¿Y usted quién es? — responde y pregunta,
a la vez, el traficante negrero, blanco y rubio.
Cosa rara. La actitud de su contertulio no le moles-
ta. Al contrario, encuentra en él cierta atracción que lo
aproxima. Se abre entre ambos una puerta de similitud
y vivo interés de departir "amigablemente". Rómulo, re-
cuerda que hasta los tigres, suelen en casos muy extra-
ordinarios, aproximarse y caminar a corta distancia, cuan-
do están ahitos y no aguijonea en sus instintos feroces los
estrujones del hambre canina.
—Yo me llamo Pascual Coimbra. A sus órdenes.
—Rómulo, para servirlo. Este . . . — observa que ei
nombre y apellido no guarda relación con la morfología
del sujeto.
Se estrechan las manos. Se miran desconfiadamente
y terminan entrando a fondo del motivo que urge a am-
— 259 —
LUCIANO DURAN BOGER
bos. Concretan las condiciones de venta y compra del ne-
gocio ilícito.
—¿Cuánto vale este hombre? — pregunta Rómulo,
señalando al esclavo más fornido.
—A usted se lo doy en 150 libras esterlinas.
—¡Muy caro!
—Qué va ser caro. Fíjese bien. Es un ejemplar de
macho formidable; amansador de potros y cazador. Rema
sin descansar 48 horas y es laceador de primera; hachea-
dor incansable; amansador de potros y cazador como nin-
guno. No puedo rebajarle ni una sola libra esterlina.
—Bueno. Se lo compro. Pero los otros me los da a
135 libras. ¿Qué le parece?
—Ya está. Trato hecho.
Pascual Coimbra entrega la llave del candado con
que se abre y cierra el encadenamiento de los hombres
sometidos a trabajo forzado. Rómulo, ordena a Canciller,
quitar las cadenas a los 20 hombres que, después de sen-
tirse "libres" de los atormentadores fierros, a más no po-
der, entumecidos y acalambrados, se ponen de pie y uno
tras uno se acerca a Rómulo y le besan las manos. Rómu-
lo, se sonríe y piensa que ha procedido hábilmente.
—Tenga mucho cuidado. Que estos mismos a quie-
nes acaba de hacerles quitar las cadenas, algún día pue-
den degollarlo. Usted es muy ingenuo — dice Pascual
Coimbra. Recibe de manos de Rómulo el pago correspon-
diente, en libras esterlinas.
—¡Vámonos! — ordena a sus esclavos que se ha re-
servado —como remeros— para continuar navegando.
—Espere un momento. Quiero que usted me haga
un favor. Como usted va viajar a Londres, le encargo
que esta fotografía la haga reproducir en la base interior
de mil bacines de metal. Aquí tiene lo suficiente para que
el favor que 1c pido sea efectuado a mi regalado gusto —
Rómulo, entrega un sobre y el dinero en oro, a manos de
Coimbra que recibe todo, con desgano.
—Está bien. Trataré de cumplir su encargo, pero a
cambio de una de sus criadas, porque necesito sus servi-
— 260 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
cios, para satisfacer lo que no pueden darme los hombres.
Usted comprende ¿no? —- propone Coimbra.
—¡Magnífico! Yo haría lo propio. Canciller. Anda y
trae a la hija mayor de Nocopuyero, para compañera de
don Pascuai. Y llévate a éstos — se refiere a los 20 hom-
bres que acaba de comprar.
—Esta bien, señor — responde Canciller.
—Mientras tanto, juguemos una "pinta" — extrae de
su bolsillo unos dados y un puñado de libras esterlinas
que coloca sobre la superficie de la proa de la embar-
cación.
—Muy bien — Coimbra, sin pérdida de tiempo, extrae
de la bolsa otro puñado y responde a la apuesta.
A poco rato, Canciller regresa acompañado de una mu-
chacha de unos 16 años de edad, fresca, morena y con ojos
grandes pero tristes, caminando casi de puntillas, sobre-
cogida por el miedo de todos los días, experimentado bajo
la potestad despótica ejercitada por Rómulo.
—Aquí está, señor — dice Canciller.
Los jugadores hacen un pequeño alto.
—Magnífico. Me gusta y le agradezco por su regalo.
—No es nada. Quiero que los bacines, me proporcio-
nen el mismo goce que sentirá usted acostándose con
Justa. ¿No le parece?
—No. Porque lo que usted me da, vale más que la
foto que no es más que un cartón inservible — arguye
Coimbra.
—Así lo crce usted, pero la venganza es el alimento
de los dioses. El montón de libras de la apuesta, vino a
parar a manos de Rómulo. Justa —la hija de Nocopuye-
ro— baja a la embarcación de Coimbra, llorando en si-
lencio. Traga sus lágrimas y se muerde los labios. Con
todo el dolor de su alma, lanza un grito agudo y con la
velocidad de un relámpago, extrae de su seno un cuchillo
y ante el asombro de los criminales, se clava el acero en
la boca del estómago y precipitadamente se tira al río.
El cadáver de la suicida, se hunde.
—¡De mí nadie se burla! ¡Canciller! Anda y trae a
— 261 —
LUCIANO DURAN BOGER
Micaela se refiere a la hermana de Justa —¡Rápido!—
Rómulo reacciona brutalmente y tiembla de cólera.
—¿Qué le parece, amigo?
—Perfecto. Pero usted me da la revancha — Coitnbra
extrae de su bolso otro puñado de monedas luminosas y
empuña los dados y con sangre fria los hace x'odar sobre
el tablado. La suerte vuelve a inclinarse a favor de Rómulo
que no recoge lo ganado. Aprisiona los dados y en instan-
tes en que debe arrojarlos, escucha la voz de Canciller,
haciéndole saber que ha cumplido sus órdenes. Micaela,
sumisa y muda como una esfinge, sube a la embarcación
y pasa por encima de las monedas fulgurantes y va a sen-
tarse sobre un travesarlo. Mira allá, allí, acullá, con la
misma desesperación de un ser agónico que pelea frente
a la Muerte. No encuentra a su hermana Justa y, enton-
ces, se pone de pie y trata de salir corriendo de la embar-
cación, pero siente que una mano áspera la detiene. Se
le nublan los ojos y no ve nada. Su cuerpo tembloroso se
desploma y rueda sobre el maderamen. La caída es bru-
tal. Su cabeza cae sobre el ángulo agudo de los remaches
curvados de la embarcación. Dos de los encadenados —re-
meros— acuden y alzan el cuerpo inerte de la víctima.
Los criminales prosiguen jugando como si nada hubiese
ocurrido. Por tercera vez resulta perdidoso Coimbra.
Anochece y cuando Coimbra logra rescatar todo lo
perdido, se pone de pie. Los criminales se abrazan y se
despiden. Se escucha el canto lúgubre de un ave noctur-
na. Las sombras caen como una plancha enorme, sobre
el corazón dolorido de la Tierra. Los remeros encadena-
dos y la mujer herida y sobreviviente Micaela que siente
el olor de su sangre, agachan la cabeza y se sienten mo-
rir. Las embarcaciones, marchan aguas abajo como fan-
tasmas que ambulan sembrando la angustia y el dolor de
vivir.
En La Loma, todo está tranquilo como si no hubiese
sucedido nada.
Lucero, encarnación de nube en cuatro patas, limpio,
ágil como el relámpago, brioso como una carcajada sobre
la dura pesantez de las cosas, alegre y retozón como un
— 262 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
niño que escapa del control malicioso de los adultos, brin-
cotea y sus remos baten elegantemente, forjando una pin-
tura de ritmo y movimiento que escapa a la lente más
fina de una máquina fotográfica. Está celoso, busca a su
hembra y la incita; ésta irrumpe destellante con la plasti-
cidad de una ebúrnea mujer africana que salta, con sus
pechos duros, sobre el escenario de una danza frenética.
—¡Estrella negra! ¡Mi yegua! ¡Qué linda és! — grita
Rómulo.
Hace tres años que parió un bellísimo potrillo, sin
una sola mancha negra. Lúcido, arriscado y bravucón,
mordió el belfo inferior de Lucero, hecho que determinó
su confinamiento a un puesto ganadero donde vive ahora
Miguel Pedraza, alias Ministro de Ganadería.
Los habitantes de La Loma, no pueden contemplar
el espectáculo radiante, porque les está prohibido parti-
cipar de lo que constituye goce íntimo de Rómulo.
La escala de la excitación de la dichosa pareja equi-
na, sube hasta el pentagrama de Sol mayor. Estrella ne-
gra (la yegua) se ha quedado quieta como una estatua
de mármol negro. Sobre su pelambre lustrosa, la luz se
convierte en espejos que aprisionan la bella estampa de
Lucero (el potro). Y cuando todo se curva bajo el estre-
mecimiento sublimizado del instinto de los celos, Rómulo
le dice a Canciller:
—No hay nada que hacer: Los extremos del eje po-
lar de la vida son el estómago y el sexo.
—Así es señor — responde Canciller. Piensa que de
aquella unión vendrá otro animalejo que le ocasionará el
problema serio de cuidarlo, con misma asiduidad con
que un padre cuida a su hijo. Recuerda que el primogé-
nito de Lucero, le sacó canas verdes. Y anhela vivamente
que esto no vuelva a suceder. En cambio, Rómulo cspecta
la escena con sumo deleite y demuestra su contentamien-
to palmeando las espaldas de Canciller. Finalizado el es-
pectáculo, Rómulo recuerda que se ha sumado al número
de sus obreros y servidumbre los 20 hombres que adqui-
rió a buen precio y que es necesario registrarlos en el ha-
ber de la cuantiosa riqueza de sus bienes.
— 263 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Díle a Pablo Carranza, que hay que ponerles mi
marca a los desencadenados.
Canciller se estremece y con mirada suplicante le rue-
ga a Rómulo:
—Señor, ¿no sería mejor dejar la marcación para
otro día? Están muy flacos y necesitan reponerse un poco.
Rómulo se enfurece y advierte a Canciller, haciéndole
notar que el hierro candente puede señalarlo a él como
a defensor de causas ajenas.
—¡Mis órdenes se cumplen, tuerto o derecho! — replica
Rómulo y hace silvar un chicotazo por encima de la ca-
beza de Canciller.
Pocos minutos después, se levanta una pequeña pira,
donde Pablo Carranza (alias Ministro de Gobierno) ca-
pataz y verdugo número uno de Rómulo, coloca la marca
pequeña que es una R, entre los leños encendidos. Los 20
hombres (esclavos) ante la presencia atemorizada de los
pobladores de La Loma que han sido reunidos para pre-
senciar la marcación. La banda de música ejecuta la Mar-
sellesa, por indicación del propietario de La Loma. Los
hombres que van a ser martirizados con fierro y fuego,
están vendados y alineados. Dan la espalda al público de
aquel circo dantesco. El verdugo baja los pantalones y
aplica el hierro candente sobre el glúteo derecho de cada
uno de ellos. Se escucharon 20 gritos que hicieron eco
en el corazón sombrío de la Selva. Los hombres humilla-
dos van asegurándose los pantalones y soportando el dolor
de la quemadura en carne viva. Pasan por delante de
Rómulo que permanece sentado sobre un sillón estilo
patriarcal.
—Buenos días patrón — dice cada uno de los hom-
bres marcados. Dirigen sus pasos hacia el galpón donde
están hirviendo los enormes pailones de la molienda de
caña de azúcar.
Rómulo se pone de pie.
En coro, hombres, mujeres y niños, lo saludan y co-
mo movidos por un solo resorte, inclinan la cabeza hasta
que Rómulo se ha alejado del dramático escenario donde
el olor de la carne humana chamuscada penetra a sus
— 264 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
narices. En esos momentos, Rómulo siente un gran apeti-
to y dispone que se le sirva el almuerzo con pedazos de
carne asada.
—La carne pide carne— salibea y espera ansiosamen-
te el banquete opulento. Comienza a beber acompañado
por Canciller.
—Estoy muy contento. Los acontecimientos de ayer y
hoy han colmado mis deseos. El secreto de saber vivir
depende en gran manera de la satisfacción de nuestros
instintos. Yo gozo con el dolor de los demás. El crimen
lo inventó "Dios" para tener siempre de rodillas y a sus
pies a los que delinquen, a los que les brindan espíritus
que se van directamente a su mundo celestial. Si "Dios"
hizo al hombre a su imagen y semejanza, él es el único
culpable para que hayan monstruos que gozan con el
dolor de la sangre. Yo soy hijo de "Dios" y me parezco
a él. "Dios" es bueno, "Dios" es santo y también "Dios"
es ladrón y es criminal. ¿No es así, hijo? ¡Habla Canciller,
habla sin miedo, si tienes argumentos para refutarme y
criticarme! ¡Hiéreme con el odio que puedes sentir con-
tra mí! ¡No me elogies, no me adules, quiero que me di-
gas la verdad punzante como la punta de un puñal! ¡Ha-
bla! — levanta la copa llena y bebe como bebe un buey
sediento a la orilla de un arroyo.
—Señor, ya le he dicho. Usted está gravemente en-
fermo. Sus instintos perversos desbordan cuando usted
deja de ser una persona consciente. Mírese al espejo. La
palidez de su rostro y el semblante cadavérico, lo delatan
cada vez que usted está pisando el abismo de los hechos
inhumanos que perpetra —tranquilamente— como si es-
tuviese cortando la rama de una flor. Entonces tiemblo
y siento la necesidad de matarlo, pero la compasión y el
miedo detienen mi mano justiciera. Me veo desarmado
y sus instintos criminales me derrotan. La verdad es que
yo ante usted soy una hormiga, un insecto inofensivo, y
como hombre un cómplice vulgar que merece ser ajus-
ticiado y repudiado por todos los que han llorado por
la muerte de sus hermanos, de sus hijos y parientes que
cayeron bajo la bestialidad de sus manos ensangrentadas
— 265 —
LUCIANO DURAN ROGER
— Canciller suda frío y está temblando como tiemblan
los enfermos, antes de sufrir el brote de la fiebre malig-
na del paludismo.
—Así me gusta que hables. ¿Y por qué cuando siento
sed de sangre, no te mato? ¿Por qué estás vivo todavía?
¿Por qué la monstruosidad de mi sangre no te ha conver-
tido en víctima? Parece que fueras parte de mis nervios,
de mis huesos y mi carne — dice Rómulo babeando, tré-
mulo y tambaleante. Agarra un puñal y se dirige contra
Canciller que permanece quieto y espera con ansiedad
la puñalada.
—¡De una vez señor que estoy harto y asqueado de
vivir a su lado!— exclama compungido, como cuando un
amante requiere los labios de la mujer querida que lo
abandona por otro hombre.
Rómulo, lanza una carcajada y se precipita sobre Can-
ciller enarbolando el arma y en vez de clavarle el acero
que fulgura relampagueante con la contraluz, lo abraza
y le besa la frente. Y le dice con ternura:
—Tú eres el único que puede comprenderme— llora
desesperadamente como un niño hambriento.
La Noche que encubre —siempre— con su velo mis-
terioso — el alma de los hombres y de las cosas, deja caer
el telón de las tinieblas. Las taperas o chozas de los po-
bladores esclavizados, parecen nichos de un cementerio
abandonado. (Y la verdad es que La Loma es nada más
que un panteón de vivos). El croar de los sapos y las ra-
nas subrayan la tristeza de siglos de la hora . . . Graznan
los buhos y se estremece el follaje de los árboles con el
respirar del viento que acaba de llegar anunciando las
corrientes gélidas del Polo Antártico. En La Loma no se
escucha voz humana. Todo ha muerto . . .
— 266 —
TRINIDAD
CO,^BC;A O. O
te gendarmes que no usan zapatos, descalzos unos y con
abarcas los menos y la cárcel que es un galpón con pare-
des que están a punto de derrumbarse por la acción de
las lluvias periódicas de lodos los años. Omiorneando
aquel pequeño radio urbano, culebrea un ai royuelo que
se llena de agua en primavera y verano \ se seca en
otoño.
— 268 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
A cuatro y ocho kilómetros (aproximadamente) a
orillas de los ríos Ibarc y Mamoré, los nativos de esa po-
blación resignada, de mentalidad primitiva, analfabeta,
sin inquietudes y ninguna aspiración de progreso, durante
los meses estivales, cultivan la tierra; siembran plátanos,
mandioca, frijoles, arroz, maíz, maní, cacao; cultivan ár-
boles frutales: naranjales, limoneros; una variedad de plan-
tas silvestres cuyos frutos son apetecidos por su grato
sabor agridulce, otros sumamente melifluos. Los nativos
se dedican a la crianza de aves de corral: gallinas, patos;
porcinos y otros animales mamíferos extraídos de ia ri-
quísima fauna selvática de aquellas regiones feraces, don-
de la vida y el amor es un canto de esperanza. Son hábi-
les cazadores y pescadores. Disponen de lo necesario pa-
ra satisfacer sus necesidades vitales. Viven cglógicamcnte
y con sensibilidad sensual-epicúrea, alabando la generosi-
dad (a manos llenas) de la entraña fecunda de aquella
naturaleza pujante, donde la mueca trágica del Hambre es
totalmente desconocida. De año en año, en la estación de
verano, la cosecha acumulada, es llevada a la población
trinitaria, para su distribución y venta, en pequeñas em-
barcaciones a remo (canoas) que transitan por los dos
ríos y el arroyuelo (anteriormente nombrados) cuyas
> aguas —de éste— y las aguas del rebalse de la llanura,
penetran a las principales calles del centro urbano, con-
virtiendo aquel centro poblado en una isla de 500 metros
de diámetro, cuyas principales bocacalles que entroncan
con el arroyuelo, se establecen pequeños puertos. Cuando
la llenura sobrepasa el límite de la profundidad o altura
de las aguas, las canoas (ágiles y pequeñas embarcaciones
a remo) avanzan más allá de aquellos embarcaderos y,
costaneramente, los navegantes o remeros campesinos,
atan la proa puntiaguda, en los horcones o pilares de ma-
dera de las casas rodeadas de agua, siguiendo la línea
de sus veredas frontales. En aquella oportunidad o cir-
cunstancia de panorama acuático, la población campesi-
na y mestiza —entremezclada— adquiere animación pinto-
resca, grata y generosa. La gente cambia de carácter y
reviste su espíritu de alegría tropical. En los atardeceres,
— 269 —
LUCIANO DURAN BOGER
cuando declina la enorme brasa solar, la juventud y la
muchachada acude a las orillas del riachuelo en plena
llenura, a nadar y a jugar con las aguas tibias.
—Vamos a la banda — incita el nadador más ágil y
de mayor resistencia.
—Vamos, hombre — refuerza otro de los imberbes
que por primera vez va a realizar la hazaña de cruzar a
nado de una orilla a la otra.
—Anda tú si quieres tragar agua y que tu panza se
infle como la barriga de un sapo muerto.
—¡Calla cobarde!
—¡Cobarde será tu padre!
—¡Te callas!
—¡Anda a obligar a que se callen las gallinas de tu
madre!
—¡Vamos a lo seco!
—¡Ya estáaa! ¡Crees que te tengo miedo! ¡Ahora no
vas a tragar agua sino que vas a comer tierra! — respon-
de con energía y decisión corajuda.
Nadan hacia la orilla. Pisan tierra firme. Parsimonio-
samente, salen los dos, se visten con sus calzoncillos y se
enfrentan con los torsos desnudos. Empuñan y se ponen
en guardia. La pelea es singular. Ambos miden su agili-
dad de pugilistas. Se trenzan y ruedan sobre el pequeño
barranco hasta caer al agua.
—Ahora ya sabes que no te tengo miedo. Si yo llego
primero a la otra orilla, no vuelves más a hablarle a Etaín.
—¿Y si yo llego primero?
—Él que de más fuerte se queda con ella.
—¡Listo!
— 274 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
—Y tú no te quedes sentada. Levántate a limpiar esa
asquerosidad — replica la guapa señora, a su hija Nol-
berta.
En ese momento de apreturas en que menudean los
comentarios entremezclados con risillas picarescas entre
los labios de las mozuelas, la banda irrumpe con los so-
nes de una marcha española. Olvidaron todas, la inter-
vención indiscreta de la pata clueca y están ansiosas de
ver a Serafín y a sus otros amigos, para dar comienzo
a la fiesta.
Se hace presente el grupo de los hombres jóvenes. Se-
rafín, es el hombre de la fiesta. Las miradas de todas las
muchachas le lanzan sus dardos coquetones y sonrientes,
disputándose —ansiosamente— la primacía ante el galán
cuya fama deriva de haber estudiado y vivido en París.
—Simpático ¿no?. Fíjate, nos está mirando — Cie-
mentina cuchichea a Lola. Se desata una ola de especta-
tiva y simpatía alrededor de la personalidad de Serafín.
Las mira a todas como si estuviese delante de una expo-
sición de cuadros pictóricos. Compara la vibración de los
bellos ojos femeninos, con el destello luminoso de las pin-
celadas de los cuadros famosos que tuvo oportunidad de
admirar en la gran capital de la cultura y del arte plás-
tico, que ha atesorado en los museos las obras de los pin-
tores más célebres del mundo contemporáneo. Scxafín,
baila con todas, sin fijar atención e interés particulariza-
dos en ninguna de ellas. Baila como un autómata, pues
su cerebro está pensando en problemas serios inherentes
a las condiciones paupéxrimas de la vida económica y
social de sus pueblo.
—¡Salud, querido Serafín! ¡Estás muy preocupado!
¡Alégi-ate hombre! ¡Deja de pensar en cosas serias! ¿No
dijiste que querías divertirte? — Gerardo — su amigo ínás
íntimo — le alcanza una copa.
—¡Gi'acias! ¡Tienes toda la razón del mundo! Pero
como la ley de las contradicciones se hace presente en
las cosas más triviales de la vida, yo no puedo dejar
de pensar en lo que no le interesa para nada, al corazón
de la mujer. Por eso es dulce la mujer .. .
— 275 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¡Que filósofo! — Ovidio, lo elogia en tono admi-
rativo.
—¡Vamos hombre! ¡Deja descansar tu cerebro! ¡Bebe
y baila! — Pedro, interviene incitándolo a que se divierta.
—¿Cuál de las muchachas que están aquí, te gusta
más? — inquiere Arturo.
—¡Todas y ninguna! — responde Serafín.
El baile dura hasta las tres de la madrugada. Serafín
sigue ocupando los servicios del orfeón. Y la serenata que
da, lo delata. Recién llegan a saber sus amigos, cuál de
las muchachas ha merecido su elección.
— 279 —
LUCIANO DURAN BOGER
Para mal de sus males, escuchan cantar aquella es-
trofa a su vecino patirrengo, encorvado e inválido que
sufrió la dolorosa tortura del cepo (dos listones de ma-
dera con agujeros, uno para las manos y el otro para los
pies) donde fue atirantado de manos y de pies, recibiendo
sobre sus glúteos cien azotes propinados por Rómulo, un
día en que aburrido no sabía con qué distraerse.
—Cállese mi compadre que su cantar nos hiere como
espinas clavadas en los ojos — la mujer de Manuel, rue-
ga a Juan Salmón para que no siga cantando.
—Comadre: Déjeme cantar. Así me olvido que soy
una piltrafa, un añico de nervios y nada más que un mon-
tón de huesos inservibles.
La mayoría de los habitantes de La Loma, quieren
y respetan a Manuel, porque es un hombre que mira, ob-
serva y calla. Las confidencias, de las penas y desdichas
confiadas a él, jamás las divulga a nadie. Sabe callar cuan-
do conviene hacerlo y rara vez da consejo, pero cuando
lo hace, nunca falla porque su orientación es certera. Se
adelanta a los hechos como si tuviera un poder y ojos
mágicos para penetrar en los arcanos del futuro. Allí don-
de se hace presente la desgracia, está listo para restañar
heridas, comedido y generoso para ayudar a los desdi-
chados.
El ventarrón que sopla con intensas corrientes de aire
hiclificado, descarga toda su furia remolineante y destruc-
tora. Las endebles taperas o chozas donde se encuentran
refugiados los habitantes de La Loma, desde la techum-
bre hasta la cobertura de sus paredes entretejidas por
cañas huecas, son sacudidas por el impulso conmovedor
de los vientos que arremeten brutalmente haciendo crujir
las hojas, las ramas, gajos y los troncos de los arbustos
y de los arbolones seculares que contornean las orillas
del río y los que se empinan en islotes circunvecinos al
área de La Loma, totalmente cubierta por una impenetra-
ble oscuridad, porque carece de alumbrado de petróleo
o eléctrico que debería estar al servicio de aquellos seres
humanos, carentes de los medios más elementales y pro-
pios de una existencia más o menos semicivilizada.
— 280 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
Los pobladores de La Loma, tienen costumbre de su-
frir la inclemencia y el embate aterrador de las tempes-
tades, de las sequías y de las inundaciones que suelen pre-
sentarse periódicamente, pero esta vez, están atemoriza-
dos y tiemblan acongojados, ante el inesperado empuje
que hace volar los techos de sus habi(aciones raquíticas
y sin ninguna base consistente.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Auxilio! — se escucha el grito
angustiado de las madres que abrazan a sus pequeños hi-
jos que lloran temblorosos entre sus brazos entumecidos
y friolentos. Vuelve a repetirse el llamado anhelante que
va disminuyendo de intensidad y termina ahogado por
el estruendo que producen las enormes descargas eléctri-
cas. Cunde el pánico entre la gente. No les queda otro
recurso.
¡Vida o Muerte!
Y con el vislumbre de los relámpagos, se orientan y
corren despavoridos hacia la casa de Rómulo.
Los amplios corredores de la residencia de aquel hom-
bre "todopoderoso", están rebasando con el apiñamien-
to desordenado de la comunidad flagelada por la tormen-
ta, desgarrada por los garfios invisibles del frío que ha
descendido —verticalmente— desde los 30 hasta los 10 ,
9 9
— 285 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¡Bestia, no me azote! ¡Lo odiamos y quisiéramos
verlo muerto! — habla con desgarrada voz y llora. Le due-
len sus glúteos. Se pone de pie y vuelve a escupirle la cara.
—Lo sabía. Pero me gusta oirlo de tu boca. Dicen que
el odio no es más que la máscara del amor —la empuja—
brúscamente y la tumba sobre el lecho.
—Por eso te perdono. Ahora, dame toda la ternura
que necesito. La mujer si no paga al hombre con caricias,
todo lo que le debe desde los tiempos más remotos, deja
de ser mujer, porque la verdad es que se inicia la primera
sociedad con la aproximación de dos seres que no pue-
den vivir uno sin el otro: el hombre y la mujer. El amo
es el hombre y la mujer su esclava. Ha sido la Naturale-
za la que ha creado ciertos seres para dirigir y otros para
obedecer, ambos se asocian por el instinto de la conser-
vación. Ha dispuesto que el ser dotado de razón y de pru-
dencia, mande. Y el que por sus condiciones corporales
puede realizar los mandatos, obedezca. Y en esta segunda
sociedad buscan el amo y el esclavo su interés mutuo. ¿No
es así, hija? — Rómulo ha expresado conceptos socráticos
que los asimiló leyendo en su juventud, los libros que le
prestaba el párroco de la iglesia de su pueblo, hombre
liberal y librepensador.
—¿No es así, hija? — vuelve a repetir la pregunta y
entonces su esclava, mejor dicho: su prisionera, sin res-
ponderle, cambia de posición y se cubre la cara con sus
brazos. Rómulo al sentir frío, se acuesta al lado de la mu-
chacha y después . . . se queda dormido hasta la hora en
que el primer cántico del gallo lo despierta. Se levanta y
se viste. Conduce a la mujer número 27, a la celda colec-
tiva donde sus compañeras de desgracia duermen en un
apiñamiento y promiscuidad que les permite departir re-
cíprocamente el calor de sus cuerpos, en aquellas horas
de enfriamiento invernal.
En la mañana, Rómulo reparte órdenes a sus explo-
tados que obedecen sumisamente.
—¡A reconstruir sus chozas! ¡Pronto! ¡Animales en
dos patas! ¡No importa que el huracán hubiera pasado
por aquí rugiendo igual que una bestia troglodita. Para
— 286 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
eso tienen ustedes manos, machetes y hachas, para re-
construir lo deshecho por las fuerzas ciegas de la Natu-
raleza. Trabajen que para eso tienen el alimento que me
cuesta adquirirlo a cambio de mis libras esterlinas. Tú
lo sabes — se dirige a Canciller.
—Sí, señor — Canciller afirma incondicionalmente el
argumento esgrimido por Rómulo, con avieza intención,
porque él sabe muy bien que el alimento que tragan y
digieren sus explotados, es producto del esfuerzo de sus
músculos, del trabajo agotador que realizan a sol y viento.
—¿Y qué es eso de allá? — fija su mirada en el ca-
dáver del anciano que permanece insepulto, con la cara
expuesta a la intemperie, mirando al cielo con sus ojos
fríos, opacos y abiertos porque no hubo una mano que
los cerrase oportunamente. Nadie se atrevió a hacerlo
porque la presencia de Rómulo se interpuso, desde el ins-
tante en que sus órdenes fueron repartidas violentamente,
sin darles tiempo ni siquiera para servirse un frugal
desayuno.
—Es el cadáver de Pedro Añez. Se ve que el frío dio
fin con su existencia — responde Canciller, aproximán-
dose al montón de "aquel pellejo convertido en arrugado
pergamino que la mano del tiempo, imprimió en él los
signos de la triste decrepitud, sin solvencia ante la im-
posibilidad de prolongar el vitalismo que vibra en las cé-
lulas de los seres jóvenes y maduros" — estas ideas es-
carban en la mente de Rómulo, agudo observador de la
vida y de las cosas.
—¿Lo hacemos enterrar, señor? — interroga Canciller.
—No seas tonto. Llévalo a la orilla del arroyo y re-
gálaselo a "Chocolate" — se refiere al caimán. —Es la
mejor manera de dar utilidad a lo que ya no sirve para
nada.
—Está bien — Canciller, va y envuelve el cadáver en
una vieja colcha, con sus enormes agujeros. Con gesto
agriado, lo alza y lo transporta hasta la playa gredosa del
tranquilo arroyuelo donde el caimán parece que hubiese
olfateado el olor de la carne decrépita que hace algunas
horas dejó de palpitar. Emocionado, reza un Padrenuestro
— 287 —
LUCIANO DURAN BOGER
encomendando a "Dios" el "espíritu" del que fue Pedro
Añez. Pero de súbito se hace presente Ambrosio Añcz. Se
interpone entre el piadoso y obediente servidor de Rómu-
lo y con frase aguda, mitad protesta y mitad recrimina-
ción, echa en cara la falta de coraje con que debió opo-
nerse al sacrilegio.
—¡El cadáver de mi padre, no pertenece a nadie. Lo
enterraré donde yo quiera!
—Está bien Ambrosio. No te enojes conmigo. Apú-
rate, antes que don Rómulo meta su trompa, porque en-
tonces tú, yo y el cadáver, podemos servir de banquete
para el caimán hambriento.
Piadosamente, ambos miran el cadáver. Ambrosio, lo
alza cuidadosamente, lo echa sobre sus hombros y se da
prisa. Camina orillando la corriente rumorosa, donde la
figura dramática del que está mirando su tristeza en los
espejuelos movedizos de la dulce transparencia, de las
aguas que corren con la inefable expresión de una sonri-
sa femenina, le parece una irreverencia a su dolor. Am-
brosio lleva en su mano derecha una pala limpia de moho
que reluce y destella a la luz opaca de aquella mañana
húmeda. Deja de contemplar la sonrisa mañanera del arro-
yo. Va mirando hacia abajo y le duele el corazón. Al ob-
servar el pedazo de fierro de la pala, retrotrae a su men-
te, los años de pujanza y vigorosa actividad del que fue
su padre, que con aquel instrumento, carpió y rozó, des-
de el amanecer enjoyado de rocío hasta la hora de la en-
tristecida penumbra en que se confunden el día que ago-
niza con la presencia de las sombras de la noche. Con esa
pala, con el machete en mano, con el hacha, contribuyó
—durante muchos años— al enriquecimiento del amo que,
en el haber de su cuenta de contabilidad sin libros, regis-
trada en la avara y engañosa memoria, la deuda de su
padre, en muchos miles de pesos, tendrá que pagarla co-
mo herencia de explotación y de injusticia sin nombre.
—Pagaré lo que injustamente debo, lo que no he co-
mido y no he bebido — piensa Ambrosio. Sigue caminan-
do como un autómata sonambulcsco. Abstraído en lo abso-
luto, no siente el peso de la vieja carroña que lleva sobre
— 288 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
sus hombros. Sus pies descalzos, van humedeciéndose con
el agua del arroyuelo. Se detiene en circunstancias de sen-
tir que algo raro toca sus pantorrillas. Mira al costado y
observa que un perro flacuchento, con el arpa de sus cos-
tillas visibles, lame sus tobillos.
—Ah ¿eres tú? Acompáñame. Ya estamos cerca al
tajibo que da flores amarillas, donde mi padre, gustaba
sentarse y arrimado sobre su tronco, me contaba con pa-
labra calmosa, los cuentos inolvidables de mi niñez —
avanza en curvada línea hacia la izquierda y el perro lo
sigue. Va olfateando hacia arriba. Camina y retrocede y
empieza a aullar quejumbrosamente.
—Ven Chico. No llores. El ha dejado de sufrir. En
cambio tú y yo tenemos para largo, allí en La Loma, has-
ta que nos volvamos viejos. Allí en La Loma . . . — enmu-
dece, ante la visión fatídica del promontorio de los atro-
pellos y de los crímenes que permanecen en la impuni-
dad. El perro se ha quedado sentado sobre sus patas tra-
seras, con el hocico levantado hacia el cielo y con inter-
mitencias lo abre para lanzar su aullido conmovedor y
triste que termina arrancando un llanto y un gemido en-
trecortado de los ojos y la garganta de Ambrosio.
—Chico, ven. No llores. Ven sigúeme. — El animal.,
humanizado, al extremo de sentirse parte unitaria del pe-
sar de su amo, mirando hacia abajo con la cola arrastra-
da, se acerca a él, toma la delantera y a unos cincuenta
metros más o menos, se detiene al :?ie del tronco del ta-
jibo florido, con una alfombra de pétalos amarillos al con-
torno de su añoso cuerpo, redondo y grietoso, vertical, igual
que una columna dórica, se destaca solitario en el espacio
inconmensurable de la llanura verde. Muy próximo a aquel
monumento de raíces profundas que se sumergen en estío,
más y más, en busca de la humedad telúrica, para nutrir-
se y sobrevivir desafiando al tiempo, Ambrosio comienza
a cavar la tierra seca y dura. Cava y cava y el sudor co-
pioso redondea muchas gotas que brotan de la frente del
hombre joven.
El atardecer se torna más sombrío. Ambrosio no des-
cansa en su faena monótona y acesante. El golpear mo-
— 289 —
LUCIANO DURAN BOGER
nocorde de la pala que cava, ahonda en el corazón de Am-
brosio una tristeza profunda que no tiene fondo . . . El
agujero que va abriéndose a lo largo, encuentra analogía
en la dilatación visual de las retinas de Ambrosio.
—Suficiente — se dice y arrastrando el cadáver que
está tendido sobre una frazada color violcta-oscuro, lo
lleva hasta el lado derecho del hoyo. Baja a la hondura
de él que le da hasta la altura de sus tetillas. Por último,
mete las manos a las piernas y a la cabeza del cuerpo
inerte; y, con esfuerzo recogido hacia su propio pecho,
baja los restos sagrados del que fue su padre. Después de
cerrarle los ojos, cubre la cabeza y el rostro con el único
pañuelo que sacó de su bolsillo rotoso. Sale del hoyo y
comienza a lanzar las paladas de tierra cascajosa y rojiza.
Aplana bien la tierra removida. Cubre aquel espacio con
grama verde, tratando de ocultar el sitio donde están los
huesos hundidos para siempre en la entraña de la tierra.
—Chico, ven. Vámonos — Ambrosio siente sed y un
cansancio de siglos. El perro no le hace caso y se acurru-
ca sobre aquel sitio donde se hace el silencio y donde la
columna vegetal permanece insensible y hierático ante el
dolor humano. Cae la noche y cubre con su manto negro
la tristeza de vivir sobre La Loma.
— 295 —
LUCIANO DURAN BOGER
— 306 —
El puerto de las Cachuelas, con su monorítmica sono-
ridad que envuelve y remolinea con un contenido insur-
gente, a través del brillante y agitado cauce del río, hace
vibrar los tímpanos de los oídos de los pobladores. Es
una invitación cordial y un abrir de brazos fraternos pa-
ra los navegantes que se aproximan cautelosamente, al
venir desde muy lejos siguiendo el impulso de otros cau-
dales rumorosos, contorneados por el dominio lujurioso
de la Selva secular que se extiende inconmensurablemen-
te. El espectro iridiscente explosiona entre la ondulación
oleante del líquido fluvial. Las masas correntosas, caen y
se levantan, se hunden y vuelven a resurgir con un ritmo
de sinfonía anhelante. Parece que fuese el himno de la
vida que nace, crece y muere sin demostrar cansancio con
su victoriosa perennidad que nutre de esperanza el cora-
zón del hombre.
—Aquí se ha levantado la superestructura de un sis-
tema económico que está muy lejos de ser la panacea de
la emancipación de los trabajadores que materializan —
con su esfuerzo — la acumulación de una riqueza que es
el producto acumulado de la fuerza del trabajo del obre-
ro, no pagada — así hubo argumentado Antenor Toro
Diez, en el diálogo que sostuvo con el hermano de Rómulo.
—Pero ¿qué cosa me está hablando usted? No le en-
tiendo ni jota — Nicolás — en esa oportunidad — mani-
festó su ignorancia absoluta en materia de economía po-
lítica.
—La verdad es que usted es un ladrón como yo, por-
que usted se adueña de esa fuerza del obrero no pagada —
reafirmó Antenor.
— 307 —
LUCIANO DURAN BOGF.R
EN LAS TIERRAS DE ENIN
—Si es así, entre ladrones nos vamos a entender muy
bien — Nicolás, respondió con tono despectivo. Estiró sus
bigotazos y movió la nariz hacia arriba como frunce su
trompa un tejón (carnívoro).
— 312 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
llegado y muy cordialmentc le da la bienvenida. Después
de los cumplidos de la presentación amistosa, Richard
Lenz (este es el nombre del inglés) extrae de su bolsillo
una pequeña y preciosa caja manual. La abre y enseña a
Nicolás las relucientes piedras preciosas contenidas en
ella. Se destaca entre todas, una enorme y hermosa esme-
ralda. Destellan fulgurantes los brillantes, los rubíes, los
topacios y otras. Richard Lenz, da movimiento a la caja
y se deleita con el juego alucinante de las luces de los
vértices y aristas que reparten su magnificencia ante los
ojos de Nicolás, partidario y entusiasta coleccionador de
joyas que adquiere sin regatear los precios y las acumula
en la caja de caudales que posee. Nicolás se enamora de
la esmeralda, sin perder de vista a las otras que en orden
de tamaño forman un cuerpo, como un conjunto de bai-
larinas jóvenes, haciendo ruedo armonioso.
—¿Qué le paguece a usted, señog Nicolás — Perfecto?
—Me gustan. ¿Cuánto valen? Diga el precio. — Mi-
ra, las palpa y vuelve a mirarlas con delectación.
—No valen nada. — Perfecto. — Richard Lenz, cie-
rra la caja y la coloca en el mismo bolsillo de donde fue
extraída.
—Gracias, señor Nicolás. Hasta Luego — Perfecto —
quiere ponerse de pie, pero no puede. Echa de menos su
muleta y no la encuentra a su lado. Nicolás le pregunta:
—¿Qué cosa busca?
—Yo busco mi esposa — Perfecto — así llama a su
muleta.
—Aquí la tiene — se la entrega.
—Muchas gracias — Perfecto — Richard, antes de
despedirse le expresa a Nicolás la profunda simpatía que
le ha inspirado, por el hecho de que es la primera per-
sona que no ha reído, ante la ocurrencia con que siem-
pre se presenta a las personas con quienes traba amis-
tad.
LUCIANO DURAN BOGER
— 317 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¿Cuánto vale un racimo de plátano? — Perfecto.
Este por ejemplo, ¿qué precio tiene aquí, donde la gente
lo tiene por principal alimento? — Perfecto. Soy capaz de
volverme sembrador de plátanos — Perfecto — afirma
Richard.
—Lo más sencillo. Me vende usted su lancha con toda
la tripulación, su carga y las joyas que posee y le regalo
las hectáreas de tierra que usted quiera — Nicolás al re-
ferirse a las joyas, se soba las manos deseoso de hacer su-
ya la esmeralda.
—No estaría mal — Perfecto — afirma Richard. Es-
tá en una encrucijada. La verdad es que habló en serio.
Hace tiempo que viene deseando transformarse en un cam-
pesino. Pero, esta aspiración es una contradicción de su
ser. Nació en Londres, en pleno corazón de la gran me-
trópoli. Sus hábitos o costumbres, sus gustos de ciudada-
no, lo inhabilitan para cambiar de profesión. Es un hábil
comerciante, tan hábil, audaz y de buena "suerte" en los
negocios que, en los albores de su carrera, acumuló dine-
ro vendiendo piedrecillas de color, recogidas del borde de
la playa.
— 323 —
LUCIANO DURAN BOGER
Sin perder la serenidad Nicolás, indignado, replica a
Richard.
—Todo es perfecto para vos. Es perfecto que mi re-
trato esté grabado en los bacines. Perfecto. Sí. Perfecto.
Y ¿cuánto pides por los mil bacines que debo comprár-
telos, cueste lo que cueste? Perfecto. ¿No es así? Perfec-
to. Ni una palabra más. Perfecto. No me da la gana. Per-
fecto. Pero ahora me toca hablar a mí. Perfecto. Si no me
vendes la esmeralda, no te compro los bacines y haz lo que
quieras con ellos. Perfecto.
Planteada la disyuntiva, Richard está colocado en una
situación muy difícil. Advierte que la decisión de Nicolás
es tajante.
—Perfecto.
— 337 —
Fantasma lunar humanizado.
Petrona, corre tras la senda que da paso a su nervio-
sismo medroso. Llega a la choza del chacarero, propieta-
rio de la libra esterlina.
—Buenas noches, Florentino — saluda con respira-
ción agitada y se detiene a pocos pasos del camastro rús-
tico, cubierto con amplio mosquitero.
—¡Quién es! — pregunta Florentino, sorprendido por
la inesperada visita. La sorpresa ha conmovido su sistema
nervioso. No cree en aparecidos (ni en otras yerbas). Su
imaginación fogosa — propia del hombre beniano — le
hace ver — (a través de la transparencia verdeazulada que
la magia bellísima de la Luna, aureola y nimba la blan-
cura del mosquitero en su totalidad) — en el cuerpo de
la visitante, el lincamiento corpóreo, la cadencia, el ritmo,
el metal de voz, el timbre sonoro de la misma, hasta la
respiración, (reencarnados) de la que fue su leal compa-
ñera, que murió peleando con el tigre, con machete en
mano.
—Yo. Petrona. Disculpa que interrumpa tu sueño.
—¡Me has asustado!
—¡Discúlpame!
—¡No faltaba más! ¡Qué te sucede! ¿Malas noticias de
tu patrón? — Florentino, levanta una orilla de la colgadu-
ra de cama y se pone de pie. Está a punto de prender un
fósforo. Petrona interviene.
—No enciendas. ¿Para qué? Suficiente con la luz de
la luna que alumbra tu choza. El patio está limpio y muy
fresco. Florentino. Aquí me tienes. Te quiero mucho —
— 338 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
las palabras surgieron desde el corazón de la muchacha
— sutilmente — lo mismo que el perfume de una rosa.
La escena es bellísima.
La mujer beniana, es por naturaleza, sencilla y buena.
El fruto de su entraña, lo defiende y lo acuna, con amor.
En las tierras del Beni, jamás se encuentran criaturas
abandonadas para que se las coman los puercos.
Petrona, da dos pasos. Entrega sus manos a Flo-
rentino.
Tranquilamente, camina la pareja. Se sientan sobre
la tronca vieja y olorosa, labrada, de madera lustrosa.
—Voy a prender el fuego. Vamos a tomar un café —
Florentino, se dirige a la cocina rústica. Escarba las bra-
abre la alcoba
de la tristeza vieja
y en el espejo
rinconera del alma
mírense las auroras
de tus ojos.
Lo abraza con emoción frenética. Lo aprieta sobre sus
pechos. Quiere ahogarlo entre sus brazos.
—(¡Oh! tigresa hambrienta que devora al cervatillo
con ansiedad salvaje!) — Florentino, piensa en el podero-
so instinto de la carne.
—Tus recuerdos me emocionan — mira hacia arriba
y contempla el bello paisaje lunar. Baja los ojos y coloca
su frente sobre la de Petrona.
—Entonces, yo era un hombre joven, fuerte y lleno
de esperanzas. Ahora, ya no soy el mismo. El tiempo inexo-
rable ha cavado hondo en mi corazón. Mírame Petrona.
¿Ves estas arrugas? — se desprende de ella y se dirige a
la cocina. Prepara el brevaje aromático.
—Sírvete. Habla y no me ocultes nada — vuelve a
sentarse a su lado. Levanta el brazo y con actitud pater-
nal la agarra y la atráe hacia su costado derecho. Ella se
reclina sumisa y deseosa de encontrar amparo.
—Quiero volver a mi pueblo. Ayer, cuando fui a la
lancha a nada más que curiosear y convencerme si era
cierto lo que ese señor de la muleta (se refiere a Richard)
había manifestado a don Nicolás, abrí el purón y me metí
a él, resuelta a viajar a ocultas y desaparecer para siempre
de este lugar. Me desanimé y aquí me tienes. ¡Escapemos
Florentino! En nuestro pueblo hay gente que nos quiere
mucho.
—Podemos irnos, pero es peligroso que el capataz nos
eche el zarpazo. Tu lo conoces. Es bárbaro — se refiere a
Pantaleón Cuéllar. Es criminal. Hace azotar con crueldad
a los que tratan de huir de estos dominios. Es verdad que
todas sus fechorías se las atribuyen a él, como si don Ni-
colás no tuviese nada que hacer con los actos de barbarie
que se cometen detrás de sus espaldas. Pero la verdad es
— 341 —
LUCIANO DURAN BOGER
otra. Si no fuera así, las personas que trabajan en Cachue-
la, podrían cambiar de patrón y tendrían el justo dere-
cho de irse a cualquier otra parte, a trabajar y a vivir
con sus hijos. Pero nadie puede hacer eso. Los hijos de
los peones están obligados a cargar con la deuda, con el
"debe" que suma cientos y miles de pesos, sin que haya
posibilidad de cancelación. Tú, por ejemplo, estás pagan-
do la deuda de tus padres y no podrás pagarla nunca. Lle-
garás a vieja y cuando te hayas muerto, tus hijos, tus
nietos y bisnietos, seguirán llevando sobre sus hombros
el fardo pesado de lo que ellos no comieron, no bebieron,
ni vistieron. Don Nicolás sabe hacer las cosas con mucha
astucia. Y todo el dolor de las injusticias que sufren sus
habitantes —cree la mayoría— es hechura del terrible Pan-
taleón Cuéllar. ¿No es cierto que es así? — inquiere con
tono de pesadumbre.
—Es así. Por eso, vámonos — la muchacha se pone
de pie, con actitud resuelta.
—Es mejor que te lleve a Cachuela. Es muy tarde.
¡Mira dónde están ya las tres Marías! — observa el cielo
consultando el tiempo en las estrellas.
—No quiero volver. Vámonos ahora. Aprovechemos
la noche con luna. Hay una canoa en el puerto. Yo soy
buena remadora — Petrona habla con entusiasmo e ins-
pira coraje y decisión a Florentino.
—Ahora no. Otro día — le responde, pensando en la
preparación de la fuga en condiciones más ventajosas con
aprovisionamiento de víveres.
—¡Vámonos! — lo abraza y lo besa.
—¿Qué te pasa? ¡Estás soñando! Piensa bien lo que
haces. No quiero que te arrepientas. Tienes nada más que
quince años y yo soy un hombre maduro — quiere disua-
dirla, pero es inútil. Petrona, ha tomado esta determina-
ción, como resultado de una reflexión profunda. Lo qui-
so desde cuando era niña.
—Tú y nadie más. ¡Te quiero! Eres hombre inteligen-
te. Ninguno de los "pinganillos" (elegantes) de Cachuela...
(se calla). Para ellos, yo no soy más que una sirvienta.
Tú eres hombre de mi pueblo. Me has tenido en tus bra-
— 342 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
zos desde niña. ¡Te quiero! ¡No perdamos tiempo! — lo
agarra de la mano y lo conduce a la cama.
Se oculta la Luna (Amiga discreta de los grandes amo-
res). La ceja del monte va hundiéndose en el inmenso
piélago de las tinieblas. El árbol se yergue . . . El Universo
ha entrado en posesión absoluta del satélite. La Selva se
estremece y el Silencio penetra en los secretos más ínti-
mos de su entraña. Las manos invisibles del Silencio no
conocen el temblor del miedo. La ansiedad de sus arterias
invisibles —sensualmente— gustan de la línea curva que
es dominante realidad entre el laberinto primaveral de
lianas, de hojas y corolas abiertas siempre a la vida que
nace, crece y muere, bajo el mandato poderoso de la Na-
turaleza. El Silencio es el amante favorito de la Selva.
La entraña poderosa se da toda y tiembla, imperceptible-
mente. Todo en ella es ofrenda y sacrificio. ¡Oh! dolor su-
blimizado en el límite de la profundidad del goce de la
vida . . .
—Florentino, vámonos. Apúrate — Petrona, vuelve a
repetir el mandato. Besa a su hombre. Le ayuda a enro-
llar el mosquitero, la cama, la esterilla perfumada con
esencias íntimas.
—Déjame — le dice sonriendo. Esta tarea me corres-
ponde a mí. Agarra tu escopeta, tu machete y vámonos.
—La verdad es que tú me mandas. Y no estás borra-
cha de vértigo. Estás ebria de felicidad, como yo . . .
—Qué hermoso hablas, Florentino.
—A ésta no la dejo, lo mismo a ésta otra que nos pue-
de servir para algo — se refiere a la calavera del tigre y
a la libra esterlina que levanta primero y después los re-
dondeados huesos que enseñan —ostentosamente— el mar-
fil de aguzada dentadura, desafiante y tragica, igual que
máscaras de antiguos tabúes de civilizaciones decadentes.
Florentino es un excelente pescador y cazador y nunca le
falta carne de animales del bosque. Esta vez, embolsa el
cuerpo asado de un roedor (de exquisitas carnes) envuelto
con hojas frescas de plátano; un pequeño racimo o cabeza
de plátano y una botella de miel de abejas. Todo, ordena-
damente, es colocado en una bolsa de goma. Además, in-
— 343 —
LUCIANO DURAN BOGER
troduce en ella: platos, cucharas, vasos enlozados y otros
enseres indispensables para el uso diario. Cierra la bolsa
y a su extremo da un nudo con la correa tejida de libras,
formando una oreja.
—¡Silencio cotorras! ¡Donde estoy no hablan las mu-
jeres! ¡Viva el Beni! ¡Canta poeta! — el tordo curichero,
el pájaro que habla y canta, enardecido y bravio con la
presencia de Petrona, brinca y aletea —nerviosamente—
dentro de la jaula.
—¿Quién es ése? — Petrona, se encuentra cara a cara
con el pájaro cantor.
—Es mi hermano — Florentino, con expresión verti-
cal de plomada, responde tranquilamente. El tono y la se-
riedad con que habla, da la impresión de que el aludido,
es verdaderamente un hombre.
—¡Silencio! ¡Viva el Beni! ¡Canta poeta! — hace bri-
llar sus ojos y lanza un silbido agudo, como si un relám-
pago brillase. Petrona se conmueve en lo más íntimo.
—¡Qué hermoso eres! — exclama Petrona con voz ad-
mirativa.
—¡Silencio cotorra! — mastica aire con el pico ace-
rado.
—¡Qué malo eres! ¡Florentino! ¿Para qué le has en-
señado eso?
—¿Yo? Yo no le he enseñado nada . . .
—¡Viva el Beni! ¡Canta poeta!
—Vamos querido.
—¡Vamos! ¡Vamos! — responde el tordo.
Florentino, abre la puerta de la jaula. Mete la mano.
Suavemente acaricia la cabeza del pájaro cantor. Asegu-
ra la pucrtecilla y descuelga la jaula. Camina lentamente
y la coloca al lado de sus bártulos. Florentino se abstrae
en lo absoluto y prescinde de Petrona. Mira con tristeza
el pequeño ámbito de su choza donde escribió los poemas
más bellos de su vida. Llega hasta el borde de su rústica
y lustrosa mesa construida con madera de caoba. Poco a
poco, va levantando los papeles manuscritos.
—¿Te ayudaré? le dice Petrona y le alumbra con
una vela.
— 344 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
—No — le responde, silenciosamente. Amontona los
papeles en varios grupos. Con fibras amarillas-vegetales,
va amarrando, uno tras uno. Cada legajo es un libro de
producciones inéditas. Cuando todo está listo, da media
vuelta, se dirige a la caja de madera, donde guarda su
única mudada de ropa: pantalón, calzoncillo y camisa; su
revólver envainado y el cinto repleto de proyectiles; tres
hermosos puñales y una daga. Levanta todo. Comienza a
colocar en la caja vacía, los paquetes de sus manuscritos;
sobre ellos coloca la ropa. Agarra el revólver y el cinto;
se los ajusta y asegura a la cintura.
—Toma. Es el mejor regalo de boda que te hago. Es-
pero que sepas manejarlo, frente al enemigo común de
nuestro pueblo que el feudalismo-terrateniente de los her-
manos Salvatierra — entrega la daga a Petrona, destellan-
te y luminosa. El apostrofe con filo épico, es una incita-
tiva de futuras luchas en la conciencia de aquel hombre
enigmático que encarna los anhelos de liberación de la
nación mojeña.
—¡No te entiendo Florentino! — Petrona, mira a su
hombre, ansioso de penetrar a lo más profundo de su es-
píritu revolucionario. Lo encuentra sumamente raro y muy
diferente a los hombres que ha conocido. Rehusa el arma.
Sus bellas manos morenas, bellas como un poema, aga-
rran la mano firme y huesuda de Florentino, que empuña
el acero toledano. Petrona se sobrecoge. Tiembla todo su
cuerpo hermoso contorneado igual que una rosa en Pri-
mavera.
—¡Agarra! ¡No tiembles! ¡Aprende a obedecerme! ¡Ya
llega la Aurora! — Florentino, prende su escopeta; mete
la cabeza entre la correa que la sujeta; a brazo partido,
deja que cuelgue.
—¡Vamos! -— alza la jaula y toma rumbo al noroeste.
—¡Florentino! ¿A dónde vamos? — interroga Petro-
na, mirando con extrañeza el sendero que va de la choza
al puerto oficial de Cachuela Esperanza, a orillas del río
Yata.
—No preguntes, Sigúeme — Florentino, avanza rápi-
damente. Semiahogado, se introduce a la 1 ronda ribereña
— 345 —
LUCIANO DURAN BOGER
que va adquiriendo denso volumen selvático. Petrona lo
sigue. Después de un cuarto de hora de caminata sigilosa,
Florentino se detiene. Coloca la jaula sobre el bulto de
la cama envuelta y bien resguardada con un bolsón de
goma.
—Espérame aquí. Voy a traer la caja que contiene
mis papeles.
—No te olvides de traer la tinaja — recomienda Pe-
trona, desarrollando —instantáneamente— el sentido de
seguridad y cuidado hogareño.
—¿La tinaja? — Florentino, ríe suavemente y a la
sordina. Camina rápidamente y retorna a la choza. Agarra
el vaso que cuelga del tinajero. Extrae el agua fresca de
la tinaja y bebe. Coloca la vasija en un enorme clavo en-
mohecido, clavado firmemente entre las fibras compac-
tas de la tronca de un árbol de tajibo, abierta en roseta
con tres fornidos gajos, donde está asentada la tinaja de
greda roja, construida por manos hábiles de mujer mo-
vima. Florentino, alza la caja que contiene sus manuscri-
tos y la coloca sobre el hombro. Sale de la choza y se
detiene —unos instantes— en el pequeño patio, limpio y
oloroso, en ese amanecer mojeño. Levanta su mirada al
horizonte y ve que viene la Aurora, oriflamando banderas
escarlatas y gallardetes granas .. . Florentino, regresa y
observa que Petrona está sentada sobre la proa de la ca-
noa liviana, asentada sobre tierra firme, oculta entre ra-
mas verdes. Rápidamente, Florentino y Petrona, empujan
la canoa a la orilla del río. La embarcación flota sobre
las aguas. Florentino, se ubica y se sienta en la popa y
Petrona —al lado izquierdo— próxima a él. La jaula del
tordo curichero, fue colocada entre los bártulos. Floren-
tino, palanquea con su remo hacia la izquierda. Empren-
den viaje, aguas arriba, siguiendo el plan de fuga que ha
trazado Florentino, con asombro visible de Petrona que
creyó que viajarían rumbo al Mamoré.
—¡Viva el Beni! — interviene el tordo del junquillar
lejano. Viste un plumaje azul marino bien oscuro. Cuando
canta, pliega las alas sobre su cuerpo, saca el pecho y bri-
lla la estrella roja de las plumas finísimas de su copete
— 346 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
que la encubre. Sobre el ángulo troncal de sus alas, lucen
—magníficamente— como puntos de rubíes-grana, igual
que dos gotas de sangre, una a cada lado. Su pico es
puntiagudo y filo como una bayoneta, cuando silba y can-
ta, vibra y mastica el aire. Sus ojos destellan esmeraldas,
cuando se enoja.
—¡Viva el Beni! — vuelve a exclamar el tordo del jun-
quillar lejano que anida en el verde corazón de la llanura.
Se siente feliz con la brisa mañanera del río Yata. Canta
entonces —suavemente— la serenata de amor al paisaje
beniano.
— 353 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¡Trácmc un polvorín porque esta noche voy a pren-
der fuego a todos los diablos! — manda el "gorila".
—Un polvorín. Está muy bien mi jefe — el cantinero
vuelve a su puesto y agarra una coctelera que tiene capa-
cidad para medir un litro. Vacía en ella, cantidades igua-
les, una copa de todos los licores a su alcance. Bate y bate,
bailando una melodía popular. Lleva la coctelera a la me-
sa del "gorila".
—Aquí está mi jefe. Lo mejor de lo mejor y como a
usted le gusta.
—Ahora que se ha ido Petrona (afirma alabanciosa-
mente), tu hija mayor va a ser mía, hasta que vuelva la . . .
— termina pronunciando el término más humillante para
la condición humana de una mujer.
—Pero claro, mi jefe. Honradísimo y encantado. El
rato que usted quiera la tiene a su entera disposición —
el cantinero (Arturo Romero Buzeta) cae a lo más bajo,
más que un proxeneta, desciende a lo más abyecto y como
un vil gusano se arrastra entre el estiércol de la ignominia
y de la podredumbre de su servilismo.
—¡Bravo! ¡Bravo muchacho! ¡Este muchacho si que
me gusta! Todas sus hijas van a ser mis . . . (otra vez el
vocablo denigrante).
—Así será mi jefe. Usted lo manda. Y yo estoy para
servirlo — se siente feliz al considerar las enormes ven-
tajas que obtendrá. El "gorila" invita al cantinero a sen-
tarse a su lado.
—Tráete una copa. Vas a beber con nosotros — ex-
presa, dándole oportunidad para departir con él, como
una concesión honrosa.
Romero, parece que tuviera alas y sin pérdida de tiem-
po va al mostrador y trae una copa cilindrica.
—Sírvenos y sírvete lo que quieras. Me gustas mucha-
cho. Eres una joya. ¡Bebe! — la última palabra es un man-
dato con que deja sentir su voluntad impositiva sobre su
futuro alcahuete. Beben los tres.
— 354 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
— 368 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
— 372 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
—Que les haga provecho — afirma Nicolás, delante
de los funcionarios que le escuchan.
—¿No dije? Las desgracias no vienen solas, vienen
siempre acompañadas. ¿No hay por ahí otra mala noticia?
— Nicolás no espera respuesta de nadie. Sale de la larga
y anchurosa oficina donde está su escritorio y demás de-
pendencias de su sistema contable. Sale a pasos lentos
porque ese es el ritmo de su personalidad caminante. Es
como un monje del medioevo, como uno de esos persona-
jes de los cónclaves secretos del jesuitismo internacional.
Pocas veces habla y cuando lo hace, es porque la elocuen-
cia de los hechos y el acicate de la dura realidad, hincan
profundamente en su espíritu de sujeto reflexivo, calcu-
lador y astuto como un viejo zorro; avisor y de tacto sutil
y calmoso como un oso polar . . .
* *
— 378 -
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
lumen del vientre de la Selva umbría, embarazada de mis-
terios silenciosos. Valentín Nocopuyero, ha crecido junto
a Rómulo. Ha cumplido 17 años de edad. Es apuesto. Bajo
su frente amplia se destacan sus ojos oscuros. Es valero-
so y posee un corazón vigoroso de milenios . . . Su espíri-
tu por todo lo que es ritmo y armonía, color y plástica,
por toda ia belleza que canta con el idioma silencioso de
los árboles, de las flores y el trinar de los pájaros. Obser-
vador minucioso y profundo de las cosas y los hechos que
existen y actúan en el tinglado de la vida colectiva de La
Loma. Su cuerpo atlético de dorio combatiente a orillas
del Eurotas, luce un tórax magnífico. Es un excelente na-
dador y corre y salta velozmente, inigualable entre los
hombres jóvenes de su generación. Es analfabeto, porque
su padre . . . Manuel, que lo crió — conjuntamente con su
mujer, al lado de sus dos hijas gemelas, tampoco sabe
leer. Valentín es un excelente cazador y pescador afortu-
nado. Nadie lo iguala, nadie puede competir frente a él;
los hombres jóvenes y maduros de La Loma, no han podi-
do superar el record de los tigres, jaguares, gatomontés,
tapires y aves, atrapados por su puntería, con rifles, es-
copetas y también con flechas.
Un día y muchos otros más y así sucesivamente, al
compás del Tiempo cuya mano invisible lo transforma
todo, con las leyes eternas del Universo. Y Valentín sigue
creciendo y madurando como un fruto con semilla de
acero . . .
—Buenos días patrón. Sírvase su cafecito.
—Gracias hijo.
Todos los días, se repite este diálogo: ritornelo amar-
go que precede a la realidad dramática de la masa popu-
lar lomaneña, donde la savia del dolor humano, se retuer-
ce igual que raíces de árboles seculares. Valentín continúa
impertérrito, ante la explicación paternal que acaba de
expresarle el "todopoderoso" propietario del hermoso po-
tro Lucero. Valentín no cambia el tratamiento maíianero.
Se enfrenta cara a cara con Rómulo y éste baja la cerviz.
Se opera en Rómulo un recogimiento emocional que trata
de ocultarlo, pero el corazón lo delata a través del gesto
— 379 —
LUCIANO DURAN BOGER
— 395 —
Las proporciones del estómago de Nicolás y de su
servidumbre, siguen siendo las mismas existentes y compa-
rativamente naturales . . . a las del estómago de su herma-
no Rómulo y de los que rindieron homenaje a la bandera
negra, con su redondel del mismo color áureo, de las
libras esterlinas.
Los siringueros esclavizados, famélicos, con espun-
dias en las narices, con parálisis general, tumefacciones,
desnutridos y harapientos, a lo largo y a lo ancho de mi-
les de kilómetros (con carta geográfica que lleva la deno-
minación de TERRITORIO DE COLONIAS), muestran en
sus rostros el sello del dolor humano, del olvido, del anal-
fabetismo, de la tristeza de vivir... Y la sangre blanca
de los árboles cuchilleados durante meses y años, con fue-
go y humo se transforma en oro negro (bolachas de
caucho).
—¿Por qué será que los ríos se parecen a nuestras
venas? — el siringuero Pablo, observa detenidamente la
herida de su pie. Un tronco puntiagudo de tacuara (caña
fuerte, especie de bambú) desgarró su carne. Se quita
la camisa y la rompe con sus dientes. La convierte en ji-
rones que le sirven de vendas. Cubre la herida y anuda
arriba del tobillo. Se sienta sobre un tronco grietoso. Ha-
bla su compañero:
—¿Te duele la herida? — pregunta a su hermano
con voz pesada.
—Un poco — se levanta y comienza a cojear. No
puede asentar la planta del pie. La herida sigue sangran-
do. Agarra su machete y corta un gajo que le sirve de
bastón; y camina.
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EN l.AS TIERRAS DE ENIN
—Apóyate en mí — le dice su hermano.
—¡Qué vida más perra, la nuestra! — exclama Pablo.
—¡Apúrate! — mira la sangre que chorrea.
Pablo se detiene tranquilamente. Enciende un cigarro.
—¡Vamos! ¡Rápido! — el hermano de Pablo, no pue-
de ocultar su nerviosismo.
—Serénate y responde a mi pregunta — camina len-
tamente y sigue fumando.
—¿Qué cosa? — interroga inquietamente.
—Te he dicho: ¿por qué los ríos se parecen a nues-
tras venas? — siente un vacío en el cerebro. Se le nublan
los ojos.
—¡Vamos rápido! — vuelve a mirar la sangre que
corre.
—¿Sabes por qué? ¡Ay! — se queja — Porque nues-
tras venas son ríos de sangre — Pablo, arroja lejos el
pucho de su cigarrillo.
Y el torrente de sangre sigue corriendo . . .
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Después de la campaña del Alto Acre, han transcurri-
do varios años. Los valientes caucheros o peones que ex-
traen el látex o caucho, produciendo con su trabajo la acu-
mulación de la plusvalía, a favor de la firma feudal-terra-
teniente de Nicolás, continúan viviendo en las mismas o
peores condiciones de miseria y opresión, anteriores a
aquel conflicto armado. La Columna Porvenir obtuvo la
victoria. Nicolás se siente orgulloso, pero no hay noche
en que deje de pensar en el dinero gastado en la con-
tienda bélica, en los víveres y peones muertos que han de-
jado deudas. Nicolás sabe que sus descendientes carga-
rán con el debe de las cuentas que se registran en los li-
bros de contabilidad de su oficina. Esta medida de obli-
gar a heredar a los hijos las deudas de sus padres, es un
procedimiento corriente y muy usual. Por ese lado, Ni-
colás encuentra que no ha perdido casi nada, solamente
la disminución de los brazos de sus peones sacrificados
en la batalla sangrienta.
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EN l.AS TIERRAS DE ENIN
Udovico está emocionado y con palabras sencillas fe-
licita a todos sus ingenieros y trabajadores que intervi-
nieron en la apertura del camino: Guayaramcrín-Cachucla
Esperanza.
—Usted es un héroe — un ciudadano, residente en
Guayaramerín, expresa a boca de jarro, dirigiéndose a Fe-
derico.
—Gracias, pero no exagere. Yo no soy más que un
hombre que cumple su deber de boliviano.
Udovico Renán, sigue hablando. Manifiesta su repu-
dio a la casta militar y agrega:
—Yo quiero y admiro al ejército del pueblo, no al de
militares zánganos que no hacen más que percibir gran-
jerias del Estado, sirviendo de lacayos al colonialismo ex-
tranjero. Soy enemigo de los militares que hacen masa-
crar a los trabajadores de las minas, a los estudiantes y
universitarios.
—¿Así que usted no quiere a sus camaradas? — pre-
gunta otro vecino de la localidad, brindando en su honor.
—No es que no los quiera. Los detesto porque en vez
de pavonearse con capa y espada por la calle Comercio
de la ciudad de La Paz, deberían estar abriendo caminos
de Norte a Sur, de Este a Oeste, a fin de fortalecer la uni-
dad nacional. Los repudio, porque no hacen otra cosa que
vivir ociosamente, vigilando el Palacio Quemado, con pre-
tensiones de acaudillar movimientos políticos, al servicio
de intereses que son contrarios al progreso, al bienestar,
a la felicidad y al desarrollo industrial y cultural de nues-
tros pueblos — Udovico Renán, da la espalda a su con-
tertulio y se dirige al montón de los trabajadores que lo
escuchan y lo aplauden con cariño y admiración.
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EN l.AS TIERRAS DE ENIN
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LUCIANO DURAN BOGER
La casa residencial de Rómulo sigue ardiendo con
llamaradas fulgurantes. El altillo comienza a derrumbar-
se, poco a poco, convertido en leños encendidos.
Valentín se reúne con sus camaradas de mayor con-
fianza. Trazan un plan. Se disponen todas las medidas de
vigilancia y seguridad. Los centinelas se reparten en los
puntos de penetración y acceso a La Loma. Vigilan y no
duermen durante las horas sombrías de la noche. Los
elementos más jóvenes y de gran experiencia para la caza
nocturna, son comisionados para cumplir el papel de vi-
gías, a distancias de 100, 200 y 300 metros, respectivamen-
te, acompañados de los perros tigreros.
Las canoas del aserradero de La Loma y las otras
(con un remero en cada una) que con anticipación de un
mes fueron acumuladas y concentradas en un determina-
do lugar, ocultas entre los árboles, a distancia de cinco
kilómetros, más o menos, comienzan a llegar. El puerto
oficial está animado con la presencia de aquellas pequeñas
embarcaciones. Los tripulantes-combatientes van colocan-
do lo más estrictamente necesario para un caso de emer-
gencia, aguas abajo.
La gente está alerta. Todos cumplen sus tareas seña-
ladas por las comisiones. Se turnan en la vigilancia noc-
turna.
La hamaca de Rómulo, atirantada, frente al gran cú-
mulo de las ruinas humeantes de la que fue su casa resi-
dencial, contiene el picadillo de carne, de huesos, de ten-
dones y de nervios, de su cadáver. La mece el viento, al-
borotado del Este, que sopla huracanadamente, desde la
segunda quincena de marzo.
—¡Así mueren los tiranos y los verdugos de los pue-
blos! — habla Manuel Nocopuyero que — secretamente
— inculcó el espíritu revolucionario de liberación de su
pueblo, en el corazón y la conciencia de Valentín. Manuel
y Valentín se abrazan con profunda emoción. Se despren-
"*den. Manuel (con pocas palabras) revela a Valentín el se-
creto de su nacimiento. Se miran las caras. Valentín ca-
mina — rápidamente — hacia el jardincillo. Se abre paso
por entre las flores. Corta rosas rojas. Deposita un ramo
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EN l.AS TIERRAS DE ENIN
sobre la sepultura donde reposan los restos de Lucila.
Florece la tristeza en el rostro de Valentín.
—¡Madre mía! — inclina la cabeza y llora.
La imagen del crimen y la locura, fuga del tablado
tétrico de la Noche.
Amanece.
—¡Todos al bosque! ¡Nadie queda aquí en La Loma!
— ordena Valentín.
—¡Vamos! — levanta la voz Manuel Nocopuyero. Asu-
me la responsabilidad de la conducción de su pueblo. Co-
mienza el éxodo a la entraña de la selva, rumbo a la co-
munidad selvícola, donde moran los hombres y mujeres
que acogieron — hospitalariamente — al traficante Hen-
ry Wickham. Un piquete constituido por hombres jóvenes
y maduros, bien armados, cubre la retirada.
Aumenta el calor excesivo producido por las llamas
flameantes de las taperas incendiadas.
—¡Púdrete y hiede bestia blanca! — dice Salvador y
lanza un escupitajo a la hamaca que contiene la osamenta
del que fue Rómulo Salvatierra.
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