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Luciano Duran Bbger

EN LAS
TÍERR/

ÉSSKV..
Luciano Duran Boger

EN LAS TIERRAS
DE ENIN

La Paz — Bolivia

1967
OBRAS DEL AUTOR
NOVELAS
Sequía.— Editada en Lima.— Agotada. (1960).
Inundación.— Agotada. (1965).
En las tierras de Enín (Bcni).

ENSAYO
Poetas del Beni.— Agotada. (1963).

POEMAS
Geografía de la Sangre.— Auto-antología— Agotada. (1963).

CUENTOS
Frente al Mar.— Inédita.

CRONICAS
Crónicas Viajeras.— Inédita.

Es propiedad del autor

Impreso en Boiivia — Prmted in Bolivia


Primera edición Mayo 1967.

Empresa Editora NOVEDADES LTDA. — E. Burillo. — La Paz.


E N I N

Hay nombres que no tienen historia, co-


mo las estrellas. El que empleo ahora, para
titular este libro, tiene la sugerencia poética
del canto de los p á j a r o s que se escucha
—gozosamente— sin traducción, con todos
los silencios del Tiempo sin medida, sin
principio ni fin.
ENIN, es el n o m b r e legendario del
BENI. Es el pathos de la e n t r a ñ a ilumina-
da de la raza m o j e ñ a . Es la p a l a b r a admo-
nitora p a r a los señores del desprecio, que
no figura en los diccionarios de ningún idio-
ma universal. Su raíz telúrica está encar-
nada en la génesis vigorosa del h o m b r e
camba: hijo del bosque secular y la llanura
inmensa, con sus 35 ríos que avanzan hacia
el mar, silenciosos, p r o f u n d o s , donde el
a m o r y la esperanza renacen cada día.

L. D. B.
LA BESTIA BLANCA
El camino tiene —ahora— un sugerente n o m b r e de
calle de leyendas. Desde un barrio s u b u r b a n o , con árbo-
les frutales, comienza sus primeros pasos: h o n d o s y are-
nosos. Y la vida que t r a n s c u r r e sobre él, es u n inadverti-
do ir y venir de gente humilde. En o t r o s tiempos, f u e la
r u t a de los hombres audaces. Abandonaban la molicie
pueblerina y la holganza de la hamaca siesteril. Empren-
dían largos viajes, atravesaban pampas, h o r a d a b a n bos-
ques y procelosos ríos.
"Por este camino, se va al Beni p a r a no volver. . .",
dice alguien. " E s verdad, señor", c o n f i r m a u n viejo bar-
b u d o que luce el casco de nieve de m u c h o s años idos. "Yo
me quedo solo. No importa. Váyanse de u n a vez", y brota
un rictus amargo del m u e s t r a r i o a r r u g a d o de su cara que,
como el redondel de llave secreta de una c a j a de cauda-
les, gira a la izquierda y se e n f r e n t a a un g r u p o de indi-
viduos jóvenes. Son sus hijos.
Noche de plenilunio. Después de u n sobrio yantar,
d e b a j o del alero de un ruinoso caserón, con paredes de
greda seca y grietosa, se reúnen para plantear la solución
del problema relacionado con la adquisición de los caba-
llos, que utilizarán en su ambicioso plan. A la luz de un
mechero chisporroteante de cebo hediondo, las siluetas en-
trecruzadas se mueven como fantasmas. La tertulia, con
frases redondeadas por la vulgaridad, va orilleando la dis-
posición, en pos de las libras esterlinas que circulan: des-
tellantes medios de cambio, b a j o la explotación del cau-
cho, donde el hombre tiene su precio. . .

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"No tenemos dinero. Es cierto. Pero no importa. Hay


que robar", expresa el que tiene carácter enérgico y em-
p u j e de mando. "Primero los aperos. Las riendas. Los es-
tribos. Y después los caballos", afila sus largos bigotillos
de mocetón con mandíbulas agudas. Se levantan de sus
asientos, bien duros, porque en lugar de sillas, hicieron
uso de unas troncas desparramadas sobre el patio calu-
roso de aquella vivienda antigua.
El rojo bracero del cielo, comienza a calentar el pe-
llejo de todos los hombres. Cabalgan. Los caballeros su-
man: nueve. Ninguno de ellos llora por el patriarca que
se queda solitario (como se quedan todos los padres del
mundo). Este es el primogénito. Aquel: el que le sigue
en orden cronológico. Los otros: siete, tienen la misma
inquietud de los dos primeros. Conquistadores de la For-
tuna que la pintan calva y con un solo pelo. . .
Marchan, sombríos. Callados, conjuncionados en pen-
samiento y en la acción. Y son: una sola voluntad ambi-
ciosa que camina. Pero, detrás de sus espaldas, la calle
ya no es calle y el camino ha dejado de serlo. Nadie su-
po en qué instante la inmensa y hermosa llanura verde
los rodea. Mientras avanzan, el horizonte, azulado y trans-
parente, se aleja huidizamente de sus ojos, con visión de
lejanía. El cansancio de sus huesos y sus carnes, magu-
llados, les obliga a pernoctar a la intemperie, entre u n
palmar, muy oloroso a primavera. Desensillan. Atan a los
caballos, cuidadosamente; asegúranlos en las troncas de
las palmeras. J u n t o a ellas, acomodan sus camastros im-
provisados. Las monturas y los pellones de mezquinos col-
choncillos, para sus espaldas. Cada uno extrae de sus al-
forjas de cuero, pequeños redondeles de plátanos fritos,
charque molido, harina de yuca, panecillos, pedazos de
empanizado y otros comestibles. Se destaca la rara con-
dición humana de estos aventureros: cejijuntos, melan-
cólicos, silenciosos. El arte del diálogo, para ellos, es un
hueso atorado en sus gargantas acostumbradas al trago
corto, áspero y quemante con alcohol de 40 9 , con una mi-
lésima parte de agua.
—"Hablemos algo. Parecemos almas en pena. ¡Qué
burros somos!".

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—"Habla tú. Y déjanos en paz".


Beben de sus cantimploras m a n u f a c t u r a d a s con re-
dondas calabazas, envueltas por redecillas de suela suave
y lustrosa, con un color de canela antigua.
—"Parece que el dolor de la vida hubiese tomado el
mismo matiz de la vejez", así lo ve el que pudo ser un
artista. . .
Uno de ellos, el más sereno, sencillo y humilde, pulsa
su pálida guitarra; se aleja del conjunto; puntea las cuer-
das con delectación y se abstrae en su m u n d o interior y
b r o t a entonces —como torrente— u n melodioso acompa-
ñamiento en do mayor. Y fluye de sus labios una expre-
siva y romántica canción.
Nadie aplaude. Egocéntricos, envidiosos, individualis-
tas, ponen la cabeza sobre los aperos que rezuman sudor
concentrado de los b r u t o s silloneros. Menos uno — bate
palmas —; éste se ha emocionado al escucharlo.
—¡Cállate! Déjame dormir. Si quieres seguir berrean-
do, regresa al pueblo.
—Yo canto, p o r q u e a mí me da la gana y porque sien-
to lo que ustedes no comprenden .
—¡Silencio, hombre!
—Y tú también te callas.
— E s t a m o s bien.
—Así no llegamos.
—No faltaba más.
—Por culpa de esa guitarra vamos a pelear.
—Ella y el cantor se van a la porra. . .
Hablaron los nueve, y de ellos, uno dio muestra de
solidaridad fraternal.
Corre por los ríos ocultos de aquellos organismos
jóvenes, la misma sangre de un mismo padre y de u n a
misma entraña maternal. Sin embargo, no es posible una
identificación de caracteres semejantes. Este, el de la con-
versación con tono —completamente— airado y contra
dictorio, agrio y enojoso, brusco y displicente, es un su-
jeto positivista y práctico. Su cerebro funciona con el mis-
mo compás de un émbolo bien aceitado. No tiene fibra
de corazón romántico. Mira las cosas y encuentra en ellas

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un hondo sentido de utilidad. Por ejemplo: un botón, una


aguja, representan, para él, algo más que un complemen-
to de valor, pegado al ojal de su bragueta; algo más que
el fierrecillo puntiagudo con su extremo traspasado por
el hilo que jugó entre las delicadas manos de la costure-
ra que confeccionaba sus camisas y sus calzoncillos. "Las
cosas —así piensa— no solamente sirven para esto y para
aquello, sino que el botón y la aguja, valen dinero. Y el
dinero vale más que todas las cosas, p o r q u e con él se
adquiere, se compra, se obtiene no sólo eso y lo otro, sino
que se alcanza y se mantiene hasta el cariño y el a m o r de
las mujeres, más jóvenes, más lindas, m á s . . . ", iba a de-
cir amorosas, cuando uno de los caballos comienza a en-
cabritarse, a pezuñar contundentemente; movedizo y en-
crespado: bufa babeante; relincha medrosamente; dobla
las rodillas hasta golpear el suelo; contráense sus ollares
y se abren resoplantes; y tiembla todo su cuerpo.
—¿Qué pasa? —se traga el final de la frase; pero ter-
mina arrojándola con mayor vigor: "¡Le ha mordido la
víbora!"
—¡Seguro q u e . . . !
—¡Es mi caballo!
—¡Levántate hombre!
—¡No me da la gana!
—¡Qué víbora ni ocho reales!
—¿Y entonces?
—¡Qué tonto eres! ¿Y eso que ves allá, será tu abuela?
—aguza la percepción visual y distingue en la plancha fo-
tográfica nocturna, la mancha movediza de la fiera.
—A ese se lo espanta con la guitarra. No sean mie-
dosos —finaliza bofeteando la expresión del individualis-
mo exagerado, sin un ápice de comprensión colectiva. Se
pone a tocar y canta una marcha alegre. Camina lenta-
mente en dirección de los dos puntos vibrátiles, de don-
de brotan chispas luminosas. Va acercándose —más y
más— a la bestia bravia y empacada sobre sus piernas
y patas traseras. Se detiene —el cantor— a la distancia
hacia donde está el caballo arrodillado. El b r a m i d o que
se escucha, interfiere la sonoridad de las cuerdas metá-

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licas del instrumento y las sensuales de los ligamentos de


la laringe masculina.
—¡Es el tigre! —grita desesperadamente— y quiere
defenderse, poniendo la guitarra delante de el, en direc-
ción a las fauces de la fiera.
—¡Mátalo! —dice enérgicamente uno de ellos—, diri-
giéndose al que es poseedor de una escopeta.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja¡ —la risotada surge con el impulso
del miedo incontrolado.
—¡No seas bruto! —expresa otro; pero ya es tarde.
—¡No te acerques! —asimismo, la advertencia quedó
al margen del instante fatal.
—¡Dispara de una vez! —ordena el que está próximo
al que empuña la escopeta. Pero éste no dispara por te-
mor de herir al que ha caído b a j o las garras de la bestia
hambrienta.
—¡Déjenmelo! —grita desaforadamente el que em-
puña su puñal.
—¡Cuidado! —su recomendación es muy tardía.
—¡Quieto ahí! —agarra al que levanta el puñal, fre-
nando en seco a quien está a punto de sacrificarse —
también — inútilmente.
La acometividad feroz que chocó contra el caballo,
cambia de dirección y maniobrando con velocidad de un
rayo, busca otro objetivo. La guitarra rueda hecha peda-
zos, b a j o el peso brutal del hambriento animalón, que en-
tierra sus colmillos y sus garras, en la carne y hasta la su-
perficie de los huesos. El agredido —mortalmer.te— gi-
me y manotea desesperadamente. Cunde el pánico entre
los espectadores que más es lo que escuchan que lo que
ven. Como punto final de aquella tragedia nocturna, se
produce el disparón de los jumentos. Los ocho sujetos,
atónitos, se dan cuenta —sin saber qué hacer— de cómo
la fiera, arrastra el cuerpo sangrante de la víctima que
semiagónica, hace rodar, rápidamente, el portacinta de
sus recuerdos más queridos. Pero primero siente que la
sangre chorrea sobre su rostro herido. Su guitarra, "su fiel
V querida compañera", en esos instantes de alucinación
angustiosa, adquiere cuerpo y formas de m u j e r . Escucha
su cálida voz de cantor de serenatas. Recorre en menos de

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un segundo, dolorosamente triste, las ventanas y las puer-


tas de las casas solariegas, donde duermen muchachuc-
las, con sus labios carnosos y sensitivos. Ve a ésta, a la
otra, a la fulana, que le sonríen como lejanas estrellas
moribundas, en amaneceres perfumados por rosas y jaz-
mines. Y cuando la imagen de su madre se hace presente
con la ternura y el lloro definitivo de su "adiós", clava la
cabeza con el téx inexorable del chorro de su sangre.
Paralelamente, en aquel instante pavoroso de un des-
tino y de su h o r a . . . cuando el silencio sin tumba de la
Noche, envuelve, sobre su regazo maternal, a la hermosa
ciudad de Santa Cruz, criatura ciudadana del Oriente, el
padre de familia que despidió —resignadamentc— a los
nueve cruzados de la p a m p a y de la selva, diciendo con
angustia anudada a la garganta: "Yo me quedo solo, co-
mo loro en su estaca. No importa. Así es la vida. Vayan-
se" — caminando a tientas, tambaleante, cansino como
viejo buey enyugado, adelante de las ruedas. Sueña en
despierto una horrorosa p e s a d i l l a . . . Y se aproxima ha-
cia" la puerta tuerta y ladeada de su vecina que tiene ya
la piel pegada y seca sobre el astillero en ruinas de sus
huesos. "¡Cascarón reseco de añejo tronco vegetal que flo-
reció centurias de una raza pujante, de un pueblo ro-
mántico por excelencia, con un poquitín de dichas, desde
y hasta c u a n d o ! . . . " —dice así el veterano.
—No sé qué me pasa. Ayúdeme — señora — siento
que se muere mi sangre, por el precio de una libra ester-
lina. No sé. . . ¡Ayayai! ¡Ayyyyy!
—Qué le pasa señor. — la abuelita: arco curvado de
miserias sin cuentos y añoranzas, — lo acoge — temblo-
rosamente — y evita el derrumbe del poste huesudo y
varonil de aquella sombra gótica, confundida en la penum-
bra. "Siéntese" — menea la cabeza; le alcanza una silla
de mimbre lustroso, con el redondel agujereado, al cen-
tro, semejante a una boca desdentada con la misma de-
crepitud de seres d e s a m p a r a d o s . . . Es ésta: la figurada
imaginada por ella. "Espéreme un ratito", le dice. A tien-
tas y, con tímido caminar de gacela soñolienta y grávida,
se dirige hacia la cocina rústica. Bate y sopla, con agili-
dad nerviosa, las últimas brasas semiapagadas. Uno, dos,

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tres y cuatro tizones, colocados en roseta, dan protección


y cuerpo a los poquísimos rubíes encendidos, cenicientos,
todavía. El viejo tacho con agua fría de la noria crista-
lina, es colocado por las manos esqueletizadas, en cir-
cunstancia feliz, cuando la llama adquiere vigor y crece
luminosa y juguetona, movida por el abanico de la brisa
que sopla desde el Este — es colocado — así — cuidado-
samente sobre los travesanos metálicos. Ella extrae — de
una pequeña y remendada bolsa de t r a p o que cosió, uti-
lizando los restos chirapudos de su última pollera — un
puñado de hierbas sedantes y aromáticas. Las aprieta, las
e s t r u j a y sopla impregnándoles su aliento de optimismo,
pleno de fe. Ansiosa, con generoso corazón, propio de su
pueblo hospitalario. Espera. Sigue soplando y cuando el
agua alcanza los grados suficientes, para dar el salto de
ebullición o hervor, introduce los gajillos y las hojas de
efecto curativo.
—Ya está, señor. Sírvase usted.
El otro, como si hubiese despertado de un sueño en-
trecortado, por la p e s a d u m b r e inconsciente o arrincona-
da en su otro yo. . ., condición peculiar al debilitamiento
del cerebro envejecido, b a j o la plancha de plomo de los
rioventaitantos años, se inclina agradecido. Recibe la taza
enlozada y olorosa, m á s que a hierbas: a la sublime esen-
cia de la bondad femenina, que nada exige. Y que sólo
quiere el abrazo cariñoso de su h e r m a n a : la h u m a n a gra-
titud. "Usted es muy buena, señora" — arguye él. "Y us-
ted, señor, es más que todo ésto. . . Desde ahora, mi so-
ledad ha muerto", retribuye ella. "Pero yo, ¿qué puedo
hacer, señora, por usted?" — le dice, tiernamente. "Nada.
Juntos los dos, nos contaremos — siquiera — lo que qui-
simos ser, cuando yo tenía quince años. ¿Recuerda? En-
tonces, mi boca era como las brasas que he escarbado y
he soplado, para que mi pobre cocina le dé lo que usted
acaba de tomar".
Callan con la pausa de puntos suspensivos: como idi-
lio de p a r e j a postergada, que recién saborea la dicha de
los besos. Los viejos, agarrados de las manos, se quedan
dormidos, tranquilamente.

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Y, (ellos no perciben) no muy lejos, funciona una


ortofónica. Se escucha la sonata n ú m e r o 26, en mi bemol
mayor, cuyo título es: "Los adioses" de Bcethovcn, con su
despedida — con su ausencia — y ¿el regreso? Así, con
el diseño rítmico — silábico a través de todo el primer
movimiento; en el segundo tiempo y una potente descrip-
ción de soledad personal; y el finale, sin pausa, repenti-
no destello, de alivio y de alegría, ante el retorno. . .

El cambio de escena, prosigue desarrollándose sobre


el tinglado de la llanura inmensa y a través de leguas y
más leguas. Y, esa misma noche, el felino, después de un
arrastre, esforzado y lento, con r u m b o certero, hacia unas
breñas y más allá, hasta un sector boscoso, detiénese y se
encima sobre la osamenta del que fue cantor y guitarris-
ta. Se lame los belfos y saborea la sangre, fresca aún, de
la cara herida. Bate su cola, con r i t m o de ola pausada y
lenta que fluye y refluye al besar la playa. Abulta el pe-
cho, orgulloso de su hazaña. Sin embargo, mueve la ca-
bezota, de derecha a izquierda, como si husmease la
aproximación de otros seres. Y, en el palmar, los herma-
nos viajeros reaccionan y recobran el aplomo de su se-
renidad.
—Sigamos las huellas — dice Rómulo y, rápidamen-
te, atina a envolver, en u n gajo porrudo, una toalla de
cara y entremezcla, en sus pliegues, unas retazos de cebo.
Conforma con ellos un mechón que enciende, no con po-
ca dificultad.
—Tenemos que m a t a r al tigre y e n t e r r a r . . . — inte-
rrumpe la oración un movimiento brusco, al pisar sobre
un hueco y el desnivel de un hormiguero, más grande que
la cabeza de un toro. La escopeta de doble cañón que cuel-
ga de su hombro izquierdo, se zafa. La detiene con su ma-
no derecha. Revuelve la cara. Alumbra en dirección al
grupo de los otros que permanecen indiferentes a su ini-
ciativa.

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—¡Vamos hombres! ¡No sean cobardes! — Rómulo


repite la frase con indignación y b a j a la escopeta, dispues-
to a f i j a r la puntería contra ellos. Y, en sus recuerdos,
surgen a flote las tres características de su personalidad
de h o m b r e cazador: Siempre incursionó al bosque acom-
pañado de su perro a quien a m a b a m á s que a su padre
y a sus hermanos; el sentido de orden al m a n e j a r los po-
cos y contados cachivaches de su cuarto; y su acentuada
celotipia, recelosa en la convivencia con sus amantes pue-
blerinas. Celoso — indudablemente — como un buen
a m a n t e beduino.
Al observar que sus compañeros de viaje no dan se-
ñales de solidaridad, f r e n t e a su actitud, les grita: "¡Si no
vienen, los mato, cara jo!" Y pone el mechero ardiente
sobre el suelo y — r á p i d a m e n t e — m a n e j a la escopeta y
apunta, resuelto a disparar.
—¡Ya hombre! ¡Ya! — responde Nicolás.
Se mueven c o n j u n t a m e n t e , como si un látigo fustiga-
se sobre sus rostros. Rómulo e m p u ñ a el mechón y toma
la delantera. Camina sigilosamente. Tras él, los otros. Si-
gue los rastros dejados por la fiera y por el cuerpo exá-
nime de la víctima. Acelera la caminata. Concentra sus fa-
cultades mentales y sólo piensa en la venganza, sin per-
d ó n . . . "¡Yo lo mato! ¡El cuero no lo vendo! ¡Voy hacer
una f u n d a para mi escopeta y un hermoso cinturón, para
mí!" — piensa además: "Mi f a m a de cazador a u m e n t a r á ,
considerablemente. En tertulias, con mis amigos, tendré
mucho que contar. Esta será la más grande hazaña de mi
vida" — se ha olvidado por completo de que, detrás de
él, vienen los otros h o m b r e s de su propia sangre. Deja
de cavilar y observa que tiene delante las breñas por don-
de la fiera se introdujo. Su intuición sigue siendo certera.
Se detiene para m i r a r a t r á s y comprueba —satisfactoria-
mente — que sus acompañantes, siguen sus pasos. "Por
aquí. Ya estamos cerca" — expresa y a r r o j a el mechón,
con agónico resplandor que se diluye entre la claridad
difusa e indefinida del alba. Todos se animan y la vida
renace con el optimismo que inspira la luz del So!. Los
perseguidores de la bestia hambrienta, respiran hondo y
sienten los efectos del rocío que los ha empapado, desde

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la cabeza hasta los pies. El guía les hace una señal, in-
dicándoles el r u m b o que deben seguir. Surge, en ellos, el
sentimiento de inquietud que pone de punta los pelos.
Despliegan una línea de protección, a la retaguardia del
que marcha adelante, con la escopeta en actitud alerta y
cautelosa. Al fin penetran al bosque. Después de caminar
un largo trecho, atrepellando ramas, lianas y gajos espi-
nudos, un b r a m i d o ronco y de tono grave, los inmovili-
za. Todos se miran las caras, sobresaltados y temerosos.
El cazador espía. Los otros hacen lo mismo y e m p u ñ a n
sus machetes.
—¡Allí está! — Rómulo prepara el gatillo del cañón
de grueso calibre y avanza unos pasos.
—¡Síganme! ¡No tengan miedo! — advierte el peli-
gro. Porque como experto cazador, sabe que cuando la
fiera está pisando la osamenta, no escapa nunca y que
acomete fieramente o se hace matar. La espectativa hu-
mana se transforma en miedo incontrolable. Todos tiem-
blan y están pálidos.
El cazador respira hondo y se m u e r d e el labio infe-
rior. Se agacha un poco y apunta. Pero, antes de que sue-
ne el disparo, la bestia gruñe y toma impulso para lan-
zarse al asalto. Tras la detonación, se escucha el b r a m i d o
desgarrador y un golpe r u d o sobre el suelo. Trampolinea
y pela los dientes y, los ojos centellean, con una horripi-
lante visión dantesca. Los hombres se han quedado quie-
tos como estatuas. La piel gruesa del animal feroz se con-
trae y se distiende elásticamente, y la cola vibrátil y tiesa,
golpetea de arriba a abajo, de derecha a izquierda y a la
inversa.
Nadie se mueve y absortos contemplan la máscara
ensangrentada de la víctima. Entonces, los ojos se hume-
decen y hay alguien que gime y llora, con la tristeza me-
lódica y fúnebre de angustiada quena. Lleva las manos a
su cara y no puede más y se derrumba ovillando un tem-
blor de honda pena. Los que lo rodean, auxiliándolo, mien-
tras el cazador — apunta nuevamente y dispara el tiro de
gracia. Varias municiones penetran a la cabeza del cadá-
ver estropeado al máximo, por el largo arrastre, desde el
escenario trágico del palmar hasta aquel lugar donde el

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IiNLAS TIERRAS DE ENIN

coraje y la ansiedad de justa venganza, han dado fin con


la vida monstruosa del felino que ya conocía el sabor de
la carne y de la sangre h u m a n a , palpitantes.
—¡Hermano!
—¡Querido hermano!

La amplitud de la p a m p a abierta, habla al corazón de


los mortales, con la voz incitante de la alegría eglógica.
En el espacio verde, la magnética y bella fisonomía de
la Naturaleza, adquiere serenidad y placidez de alma so-
ñadora, generosa __y tierna. La caricia de la Luz, reparte
su magnificencia y la vida de los seres, parece alejarse
del Dolor y de la Muerte. La p a m p a o llanura verde, es
una negación pacífica de todos los elementos abismales
de la m a r bravia y tormentosa. Es una hermosa m u j e r
desnuda que d u e r m e plácidamente. En su regazo limpio
y p e r f u m a d o , j a m á s puede detenerse la furia de los vien-
tos que siembra las semillas de la angustia y que germi-
na — implacablemente — en las urbes h u m e a n t e s . . .
Cuando los ocho hermanos, retornan a ella, después
de haber dado sepultura al guitarrista — más acá de las
breñas — se escucha el canto lírico de los tordos, que
reanima el vitalismo de esos hombres, sometidos a la du-
ra prueba impuesta p o r Melpómene.
—¿Dónde h a b r á n ido a p a r a r nuestros caballos?
—Tenemos que dividirnos en dos grupos pa' buscar-
los. No deben estar muy lejos.
El más baqueano, habla así: "No es necesario. Vamos
juntos. Con seguridad los vamos a encontrar aquí cerca.
El arrocillar de la laguna queda a este lado. Vamos rápi-
do" — y al t o m a r la delantera, apura el paso. Siguen tras
él — menos el cazador — los siete restantes. "Escúchen-
me. Vayan ustedes. Yo me quedo con mi propio destino
— se siente filósofo — para estacar el cuero. No voy a
desperdiciar lo que me cuesta sudor y miedo . . . tras este
largo camino" — recapitula en sus adentros el firme pro-
pósito pensando en los instantes cruciales de su perse-

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LUCIANO DURAN 150GER

cución a la fiera que mató a su hermano. Mientras em-


prenden la marcha en busca de los cuadrúpedos, Rómulo
extiende el pellejo fresco y ensangrentado. La cabezota,
está — integramente— encajada al extremo de un palo
puntiagudo que ha sido plantado, j u n t o a la palmera,
donde están — amontonados — el apero, las a l f o r j a s del
que fue guitarrista. Sobre el paño verde de mesa de bi-
llar del bellísimo paisaje, luce allí aquel trofeo, con el
simbolismo del coraje característico de los hombres del
trópico. "Hijo de mierda, ahora vas a saber que donde
hay un macho, de nada sirven tus colmillos y tus uñas.
Te la tenía jurada. Te comiste a mi compadre el carrete-
ro. También te tragaste a doña Filomena y a su hija, el
día que regresaban al pueblo, después de lavar la ropa,
con que se ganaban el pan de cada día. Muerde pues aho-
ra". Después de monologar, arranca — rabiosamente — el
mástil y, la cabeza amarillenta, rueda a pocos pasos de él.
Parece que lo desafiara con sus enormes colmillos pela-
dos. "Estarás donde yo viva. J u r o que: vivo y muerto,
algún día serás mi alcahuete" — expresa Rómulo. Y, co-
mo sujeto libidinoso y de impulsos diabólicos, f o r j a — en-
tonces — un plan macabro. E n t r e las bambalinas de sus
secretos íntimos, se hace presente el rostro de la ven-
ganza. Energúmeno, comienza a agujerear las orillas del
cuero: hermoso e j e m p l a r decorativo. Luego, va estirán-
dolo; coloca en los agujeros, estacas que golpea con un
tronco firme, así: una tras otra. Luego, con sus manos
nervudas, abre — f u e r t e m e n t e — las quijadas y brillan —
lúcidamente — los marfiles finísimos de los puntiagudos
colmillos y, con firme decisión, coloca un pedazo de palo
de arriba hacia a b a j o — verticalmente — determinando
la abertura permanente de la bocaza coloreada con san-
gre humana. El pellejo queda tenso, con la parte peluda a
ras de suelo. "Ahora, los de tu raza, no volverán a pro-
vocarme" — Rómulo, sigue monologando. Se limpia el su-
dor de su cara y huele la sangre que le produce deseos
de beber un rico vino. "Amalaya. Pronto \ o y a brindar
por el olor de tu sanare". Se crispan sus nervios. Cree
escuchar la voz de los crímenes perpetrados en el corazón
de la Selva. Cuando está por sentarse al pie de la pal-

— 24 —
EN LAS T I E R R A S D E E N I N

mera, en que quiso a r r i m a r su cabeza la noche de la tra-


gedia que dio fin con su hermano, un halcón, vuela v gira
en torno a ese sitio, hasta posarse a pocos metros de dis-
tancia, donde se encuentra el cuero atirantado. No da
pábulo a las pretericiones rapaces del visitante, por con-
siderarlo inofensivo. Al contrario, su presencia lo distrae.
Examina su escopeta. Acaricia la culata. Sus manos re-
corren —suavemente — sobre los cañones relucientes. Be-
sa el a r m a como si estuviera acariciando el cuerpo desnu-
do de una m u j e r hermosa. "Te quiero mucho, es verdad.
Pero desconfío de ti. Yo sé que en manos de un mal ami-
go, puedes traicionarme, como . . " — y se calla pensan-
do en la felonía de una pérfida. Parece que está presente —
una de tantas — en el e n j a m b r e oculto de sus recuerdos . . .
"Sin embargo, así como eres . . . seguiré siempre querién-
dote" — y el soliloquio de Rómulo, tiene un sabor de
vino que deja de ser vino p a r a convertirse en vinagre.
Piensa en todas las m u j e r e s que ha querido, pero hay una
cuyo retrato está fuera del marco de sus gratas año-
ranzas.
—¡Rómulo! — el llamado hace eco en la bóveda so-
nora del cerebro de Rómulo. Permanece impertérrito.
—lAquí está tu caballo! ¡Ven agárralo!
Rómulo no responde y su silencio armoniza con la
inmovilidad de su cuerpo. Van apareciendo los que han
logrado la recuperación de los animales.
El potro moro, luce en la frente una mancha negra
con puntas que semejan una caprichosa estrella. Su pro-
pietario es un señor que posee una hacienda, donde se
crían animales de raza de p r i m e r a sangre. Lo m o n t a b a y
lo llamaba: Lucero. Era su predilecto y ahora lo monta
Rómulo. Su hermosa e s t a m p a se destaca entre la tropilla.
Huele la sangre del cuero de tigre y para las orejas; rom-
pe al trote y hala el lazo que está asegurado al cuello de
un matusi, manso v peludo. Los arrestos espantadizos de
Lucero, son frenados y su ímpetu brioso es contenido por
el control que Nicolás viene ejercitando.
—¡Levántese, señor que yo no soy su mozo! Aquí está
su potro — Nicolás está dispuesto a replicar, con mayor
energía, a su h e r m a n o Rómuio, pero considera que éste se

—• 25 —
LUCIANO DURAN 150GER

merece un buen descanso, como premio a su heroísmo.


Cambia de talante y, con estimación, aproxima a Lucero
al pie de la palmera que hace sombra a Rómulo. "Aquí
tenes a tu gran amigo. Aconséjale que deje su arrechera,
pues se cree todopoderoso, capaz de empreñar a la yegua
que nos a c o m p a ñ a " —Nicolás mira al animal que está
con la cabeza erguida husmeando el olor aromático que
viene desde un manchón de arrocillo que crece alrededor
de una pequeña aguada, no muy distante del sitio que
sirve de escenario a sus inquietudes de viajeros en des-
gracia.
—No debemos apurarnos. Esperemos que b a j e el Sol.
Hay tiempo para todo, hasta para morir. Saldremos de
aquí, al atardecer, para llegar a media noche, al rancho
de las "Tres Cruces". La luna llena nos a l u m b r a r á — dice
Nicolás con entonación de m a n d o y se quita el sombrero»
delante de Rómulo. Este se levanta animosamente, con
dirección al lugar donde está el caballo. Lucero no le ins-
pira confianza. Receloso, con mucha cautela, pero sin
pisca de miedo, se acerca al animal y agárralo del cuello;
palmea su hermosa cabeza; acaricia sus orejas. "Poco a
poco se avanza lejos. Tienes que quererme. Vení acá, her-
moso" — hala el lazo del cual está sujeto.
El grupo compacto de hombres y cuadrúpedos, re-
dondean al cuero de tigre atirantado. "¿Y qué vas hacer
con ésto? ¿O te vas a quedar algunos días, hasta que
seque?" — se dirige al cazador.
—¡Ajá! Con que esas tenemos. ¿Quieren d e j a r m e so-
lo? Están muy equivocados. Aquí nos quedamos todos.
Nadie viaja hasta que yo ordene. — y Rómulo empuña
su escopeta. "A ver quién se mueve, primero" — amena-
za a todos.
—Bueno hombre. Te haremos caso. Préstame tu es-
copeta. A ver si puedo cazar algo — interviene Nicolás.
Los otros hermanos permanecen en silencio.
—No busques cinco pies al gato. Tu sabes que no
se presta, ni m u j e r , ni caballo, ni escopeta. ¿Para qué quie-
res cazar? Tenemos lo suficiente. Si te falta algo, aquí
tienes. Puedes comer hasta que se reviente tu panza —
replica Rómulo.

— 26 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

Nicolás mira a su h e r m a n o entremezclando un gesto


despreciativo y un ademán de lástima que transfórmanse
en respeto y admiración. Desde niño le inspiró sentimien-
tos contradictorios. Lo quería y aborrecía. Siendo joven,
descubre en él: propensiones, propias de un carácter em-
prendedor, audaz, acometedor de empresas casi invero-
símiles. Otras: le profesaba desprecio, cuando Rómulo in-
cursionaba en hechos delictuosos, con los que se distin-
guía, dando mal ejemplo a la pandilla de gualaichos, ca-
pitaneada por ambos, en el barrio de los algarrobos vie-
jos y grietosos, donde jugaban, realizando simulacros de
asaltantes y bandidos.
La canícula septicmbrina, está produciendo sus efec-
tos notorios en la h u m a n i d a d de los caballeros que sien-
ten inquietud, ante el peligro de ser alcanzados por algu-
na supuesta comisión policial, que puede venir en per-
secución de ellos y para rescatar los caballos robados. A
medida que declina el sol, la hermosa cabellera de la tar-
de recibe la caricia del aire fresco y p e r f u m a d o que llega
desde las últimas estribaciones de la violácea cordillera.
Conducen a los caballos a la aguada. Abrevan hasta sa-
tisfacer la sed que los inquieta. Varios de los jinetes se
desnudan y se bañan. Al regresar, observan que Rómulo,
sin a f l o j a r la escopeta, con h o j a s de pequeños arbustos,
cubre el cuero de tigre, a fin de resguardarlo, para que
no sea estropeado por la h u m e d a d nocturna y el rocío ma-
ñanero. Prenden una fogata que la alimentan hasta horas
avanzadas de la noche; su resplandor aviva el ánimo de
los viajeros.
—Así que nos quedamos aquí hasta que tu bendito
cuero . . .
—¡Silencio! — Rómulo interrumpe. Ya he dicho que
nadie se va de aquí, hasta cuando a mi me de la buena
gana.
La noche, coloca, sobre los ojos de cada uno de ellos,
el pañuelo de seda de los sueños. Y al día siguiente, des-
piertan animosos de proseguir adelante. Pero están ama-
r r a d o s a la voluntad del cazador que sigue cuidando —
con todo esmero — la buena conservación del cuero de!
felino. Y cuando un nuevo atardecer viene a sumarse al

— 27 —
LUCIANO DURAN 150GER

anterior, ven •— alegremente — que Rómulo, comienza a


arrancar las estacas. Levanta el pellejo y lo sacude; lo
arrolla cuidadosamente; asegura sus extremos con cuer-
das y arrímalo sobre el tronco de la palmera. Comienza
a ensillar a Lucero.
—¡Vamonos! El que quiere me sigue o sinó puede
volver al pueblo. No se obliga a nadie — habla Rómulo.
Nadie responde. La mayoría permanece en silencio. Y, sin
pérdida de tiempo, sigue el ejemplo y en pocos minutos
más, están listos para continuar viaje.
—¿Qué vas hacer, hombre? — Rómulo, pregunta dis-
gustado al ver que Nicolás, trata de recoger los restos
destrozados de la guitarra.
—Es m e j o r quemarlos para que no sean juguete del
viento — Nicolás refuerza su actitud defensiva, a favor
de la mueca expresiva de lo que f u e la sonora guitarra y,
criticando a Rómulo, le dice: "Te estás volviendo inso-
portable. Está bien que hayas matado al tigre. Recono-
cemos y admiramos tu valentía. Pero esto n o te da dere-
cho para que te creas un super-hombre y trates de joro-
barnos a todos" — comienza a recoger los pedazos de la
guitarra; los amontona sobre el fogón o cocina improvi-
sada, con la cual prepararon su desayuno. Sopla con su
enorme sombrero de u r d i m b r e fina, t r a m a d a con fibras
de hojas de palmera; y comienza a arder la m a d e r a que
va reduciéndose a un montón de cenizas, donde los tras-
tes, las cuerdas y las llaves, todos de estructura metálica,
ofrecen un aspecto de crispación, como si el "espíritu"
del guitarrista muerto — que la adoraba tanto como a
su madre, y más que a todas las mozuelas que h u b o con-
quistado con ella — se hiciera presente, cuando la apre-
taba sobre su pecho e inclinaba su frente, para escuchar-
la, como si le hablase en secreto, antes de cantar sus sen-
timentales endechas. Y, entonces, decía estos versos:

No
hay cadera de mu jer
que a ti se iguale en la ternura
cuando canta la Tristeza,
cuando liura la Alegría.

— 28 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

Y, mientras las cenizas son esparcidas por el viento,


los viajeros van alejándose a la distancia, como figuras bo-
rrosas de un sutil esparcimiento de lenta y suave pince-
lada de acuarela que enmarca el paisaje de la pampa lu-
minosa.

Rómulo y Nicolás, van adelante de la tropilla. Sobre


las ancas de Lucero, el cuero de tigre, bien arrollado, co-
mo una estera de junco o de totora, se mueve y balancea,
como un sube y b a j a de p a r q u e infantil. El brioso animal,
no puede acostumbrarse, ni puede soportar el olor pican-
te que despide el trofeo. "¿Qué le pasa a este? Está cada
vez más endemoniado. ¿Quieres botarme, no?" — Rómu-
lo, clava las estrellas puntiagudas y aceradas de sus rui-
dosas espuelas. Su h e r m a n o Nicolás, le advierte: "Es por
culpa del cuero, hombre. Sería m e j o r que lo botes. ¿Pa-
ra qué quieres esa hedentina? ¿Qué vas hacer con é P
—menosprecia la utilidad del pellejo pintado, con el vi-
vo color del oro y los redondeles de un ébano brillante".
¡No! Porque el cuero de . . . "— se traga el nombre de la
víctima. "Así e s . . . El cuero de un h o m b r e vale menos
que el cuero de una fiera. Por eso . . . Ya ves .. . Este que
llevo atrás, vale más que la piel que están comiendo los
gusanos, del que fue nuestro h e r m a n o " — irónicamente
— Rómulo — argumenta y revuelve para contemplar —
admirativamente — al cuero de tigre que sube y b a j a ju-
gueteando . . . sobre la grupa lustrosa de Lucero.
—¿Y por qué no has tenido valor para nombrarlo,
al pobre — nuestro h e r m a n o — que por culpa de la mal-
dita guitarra, se ha sacrificado inútilmente? — interroga
Nicolás a Rómulo. Y observa que éste, se preocupa con
obstinación v ahinco por ser el primero de la comparsa
aventurera. "¡Ooo! . . . Ya descansó. Además, se nace para
vivir y m o r i r el rato menos pensado. Tú, vo y esta cáfila
de estúpidos (se refiere a los otros seis sujetos identifi-
cados por la misma sangre) que nos acompañan, estira-

— 29 —
LUCIANO DURAN 130GER

remos las patas . . en cualquier parte". "¿Y tú —habla


Nicolás — dónde quisieras morir; y cómo?. Comido por
un caimán — por ejemplo — o asesinado por otro . ." —
iba a pronunciar la palabra criminal, pero se abstiene
sin saber por q u é . . . Rómulo, no responde; interroga: "Y
estos animales ¿por qué no hablan?".
—¡Estúpidos! ¡Conversen algo! — Rómulo, grita y
talonea a Lucero. El animal, lanza un corcovo y bufa ex-
teriorizando contrariedad. El trato que recibe lo violenta.
Siente el u l t r a j e y demuestra que está dispuesto a vol-
tear al que va m o n t a d o sobre sus lomos. Está furioso;
quiere m o r d e r la cara de su nuevo dueño.
—¿Qué ganamos con hablar? A boca cerrada no entra
mosca — uno de los aludidos, emplea el refrán, querien-
do — a toda prueba — manifestar el hondo desprecio que
profesa a su h e r m a n o Rómulo.
—¡Oye! Te hablo a ti Nicolás. Yo me regreso — ar-
guye el menor. Está pensando en la vida tranquila y sin
sacrificios que gozaba allí, donde ha dejado a su mucha-
chuela. T r a b a j ó en los quehaceres hogareños más humil-
des. Acarreaba agua en dos latas de alcohol, a m a r r a d a s a
los extremos de un palo, del cual pendían y se balancea-
ban rítmicamente, según el movimiento de sus pasos agi-
lizados con sus pies descalzos. Cobraba por el transporte
del líquido vital, algunos centavos. Estaba contento con
el rendimiento de su t r a b a j o que le proporcionaba el di-
nero suficiente para alimentarse y satisfacer sus apetitos
de buen f u m a d o r y también de bebedor que se emborra-
chaba una vez por semana, es decir: la noche del sábado.
Estudió hasta el segundo año de primaria y dibuja — ape-
nas — las letras de su nombre. Es feliz, porque no ambi-
ciona nada, para él no existen problemas económicos, ni
inquietud intelectual. Vacío por dentro, ve solamente la
superficie de las cosas y carece en absoluto de la idea
abstracta del tiempo. No lo emocionaban ni las flores, ni
las estrellas, ni el canto de los pájaros. Todo es igual pa-
ra él. No encuentra diferencia entre una m u j e r fea y una
m u j e r bonita. Sus familiares, sus amigos y la gente que
lo conoce, lo llaman con el sobrenombre de "Peta" (tor-
tuga). Otro: alias el "Chicote Alzado", siempre vistió pan-

- 30 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

talones bien planchados, le gusta usar camisas blancas,


con cuello d u r o almidonado; adora los gatos v aborrece
a los perros; pródigo en saludos; quiere ser rico para
repartirse a todos como las f r u t a s m a d u r a s de un árbol.
—Si quieres volver al pueblo, nadie te a t a j a — la
respuesta se hizo esperar para advertir, sentenciosamen
te, a renglón seguido: "A donde vamos, solamente van
los machos" — refuerza lo dicho por Rómulo, con mu-
cho énfasis.
El " R e m a d o r " — llamado así, por ser rengo, no res-
pinga, temeroso de recibir la crítica aguda de los que ca-
pitanean la aventura. H o m b r e melancólico. Desprecia la
vida; la considera inútil: "Para qué tanto esfuerzo, si al
final, nada nos pertenece".
El "Ñato" es tímido con las m u j e r e s y sus relaciones
sexuales las prodigó con una m u j e r sordo-muda, que tra-
b a j a b a como lavandera profesional. Le prodigaba por su
cariño de buen amante, todo lo indispensable para que
no m u e r a de h a m b r e . Es "Ñato" — de sobrenombre —
p o r q u e su nariz tiene las mismas características de la
p u n t a de un sable, extremadamente larga. Holgazán em-
pedernido. Sombrío, pero afable con personas extrañas.
La hamaca, significa para él, el invento m á s maravilloso
creado por las manos del h o m b r e . . . En cierta ocasión
le dijo a su padre: "El que tiene u n a hamaca, lo tiene
todo. Para qué sirve t r a b a j a r , si otro puede hacerlo Dor
mí. Esta — por ejemplo — señala a la sordo-muda — ha-
ce lo que yo debo hacer y es leal p o r q u e la desprecian
los otros hombres. En cambio yo le doy lo que nadie pue-
de darle".
—¡Vamos más rápido! — grita Rómulo. Lucero se
encabrita.
"Elegante", posee una psicología de riquísimos quila-
tes. Le gusta el juego; la riña de gallos; las anuestas de
carreras de caballos; juega a las cartas con suma habili-
dad de prestidigitador tramposo; es b u h o n e r o o vendedor
ambulante de poca monta; parlanchín y mentiroso; enga-
tusaba no solamente a los ingenuos, sino a la gente avisa-
da en la vida traficante de los comerciantes; penetraba a

— 31 —
LUCIANO DURAN 150GER

los hogares más humildes; vendía agujas y espejitos de


mano, recitando a las m u j e r e s estos versos:
"Espejito de mano
compañero de mi coquetería,
no le me quiebres nunca".

Incursionaba a los hogares de la sociedad feudal y


con un vocabulario especial se hacía comprar: calcetines
importados de u l t r a m a r , licores y conservas finos, traí-
dos por la ruta del Brasil, p o r los reenganchadores de
obreros. A la gente ricachona, no le recitaba. Ante ella,
empleaba estos proverbios de Salomón: "Todo tiene su
tiempo y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su
hora. Tiempo de nacer y tiempo de morir. Tiempo de
llorar; tiempo de endechar; y tiempo de bailar; y tiempo
de reir" — y reía a carcajada batiente; bailaba con aguili-
llura y donaire de danzarín. Y sus clientes, reían, al ver-
lo deslizarse con ritmo y agilidad de simio. Les decía:
"Yo danzo como nuestros hermanos de la selva. ¿Qué les
parece este choti estilizado, esta mazurka peripatética?
"Rían, rían y rían que m a ñ a n a tienen que llorar" — y
reía desbocadamente. "Lloren, lloren, lloren. Las lágri-
mas tienen sabor y esencia, mil veces m e j o r que el a j e n j o ,
mejor que el vino v el coñac. El llanto del hombre, fabri-
cado por el dolor, es la bebida predilecta de los dioses"
•— y "Elegante" se desplazaba con pasos y brincos armo-
niosos. Como punto final, se quedaba quieto, inmóvil, se-
reno, tranquilo como un árbol. Conquistaba la simpatía
de las adolescentes; les hablaba con suavidad, endilgán-
doles frases y elogios, como melodías incitantes a la cu-
riosidad de sus secretos íntimos. Se enamoraban de él,
por la atracción hipnótica de sus ojos negros. No se pro-
digaba a todas; desechaba lo mediocre y elegía lo selec-
to. y entonces se empleaba a fondo, hasta adueñarse de la
belleza femenina.
—Mírame que estoy enfermo . . . Esta negrura de mis
ojos, son las noches que paso en blanco, pensando en ti —
"Elegante", se tapaba los ojos con sus manos blancas,
grandes y ágiles, igual que las manos de un excelente pia-

— 32 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

nista; y, como si la tenaza de un dolor agudo, lo tortu-


rase, se agarraba la frente. Era irresistible. Con táctica
sutil, comenzaba besándoles las manos, después la fren-
te. Poco a poco, comenzaba la invasión de sus manos, de
sus labios. La victoria final no la contaba nunca, ni la sil-
vaba a nadie. Las mismas muchachas se encargaban de
prepararle el caldo-cultivo de su prestigio. "Elegante",
por encima de todo esto, quería a su h e r m a n o el guita-
rrista, entrañablemente, porque con él planeaba incursio-
nes sentimentales y románticas. Juntos daban serenatas
a las muchachas más bonitas. Se identificaban en lo con-
cerniente a las líneas y los contornos del buen gusto esté-
tico. Su h e r m a n o el guitarrista f u e su más grande amigo.
Se cooperaban y se ayudaban — recíprocamente — pro-
porcionándose recursos económicos. Por eso, ante el ca-
dáver de su h e r m a n o despedazado por el tigre, lloró.
Al "Dotor" — el penúltimo de los hermanos — le
gusta mucho la buena lectura. Y lee — también — hasta
los avisos comerciales de los periódicos. Presta libros y
no los devuelve a sus dueños. Su buhardilla está repleta
de obras de toda índole: sociológicas, geográficas, textos
de economía política; poéticas, filosóficas; apilados sobre
cajones y tablones asegurados, sobre estacas, contra las
paredes. "Yo tengo que escribir las mejores novelas de mi
tiempo — sentenciosamente — anunciaba a sus amigos.
Al ambular por las calles, siempre lucía b a j o el brazo un
libro con empaste de cuero y cuando alguien quería sa-
ber el título y su contenido, o p a r a hojearlo, rehuía y de-
jaba insatisfecha la intención. "Los libros son para leer-
los y no para verlos. Además nadie tiene derecho a mano-
searlos, así porque sí. Y el que quiera adquirirlos, de-
be . . . " — dejaba trunca la frase sentenciosa.
—Ahí viene el "Dotor". Tiene que ser diputado o
senador.
—A lo m e j o r — nada raro será — puede llegar a
ser hasta Presidente de la Nación.
Los comentarios menudeaban, unos: en serio y otros
burlándose de su inclinación fervorosa, hacia la cultura.
Nunca escribió, ni siquiera un artíeulejo periodístico, que
le permitiese d e m o s t r a r la capacidad de su intelecto, cul-

— 33 —
LUCIANO DURAN 150GER

tivado con gran esmero. Le gusta discutir sobre proble-


m a s y temas económicos. Comenta las noticias de vuelo
internacional. Es crítico de arte y literario.
Al último de los hermanos, lo llaman: el "Chueco"
q u e pasa desapercibido como hombre del montón.
—¡Al fin en qué quedamos! ¿O viajan con hombres
o regresan al pueblo como maricones? — Rómulo, ener-
gúmeno, acicatea a sus hermanos.
Nadie responde.
Van quedándose rezagados. "Peta", el que advirtió a
Nicolás que regresaría al pueblo, afloja la rienda de su
caballo. Levanta la cabeza y mira hacia adelante. Siente
pesadumbre, al desprenderse —disimuladamente— del
c o n j u n t o plomizo que se aleja como nube tormentosa que
hace s o m b r a sobre cumbres lejanas. No es h o m b r e de
carácter vigoroso, es pusilánime, escurridizo, igual que
u n a anguila, p a r a el trato social. Siente un escalofrío, con
temblor medroso, ante ía inmensidad de lo desconocido.
Recuerda que, cuando era niño, su padre, lo llevó a una
cacería, y en esa oportunidad, su espíritu sufrió el impac-
to brutal que u n tapir enorme le ocasionó, atrepellándolo
de raspetón. Cayó de espalda sobre u n tenso montón de
gajos flexibles, de unos matorrales, que devolvieron el
impulso a r r o j á n d o l o de bruces, sobre lianas y gajillos es-
pinosos. Se paralizó su corazón, hasta desmayarse y per-
der el control de sus sentidos. Y, ahora, f r e n t e al espacio
sin límites de la pampa y frente a la masa verde-oscura,
densa y p r o f u n d a de la Selva que se aproxima, reflexio-
na: "Tranquilo estoy en mi pueblo, allá no hay tigres, ni
toros salvajes, y si los hay, estos no tienen ni garras, ni
colmillos enormes, ni cuernos filudos" — "Peta", detiene
el caballo y sigue estableciendo la comparación: "Tienen
uñas, dientes y "cuernos" de esos invisibles . . . conocidos
por el qué dirán, de las gentes" — sin darse cuenta, la
sonrisa humorística que brota desde adentro, imprime
a su rostro un gesto melifluo que borra las arrugas de su
preocupación de fuga.
Rómulo, advierte la maniobra del desertor. Hace gi-
r a r a Lucero, hacia la derecha. Lo incita a desarrollar un
trote fuerte. En poquísimos segundos, está frente a quier
rehusa proseguir la marcha del séquito aventurero. Pre
— 34 —
EN LAS TIERRAS D E E N I N

para la lazada. Mira a su h e r m a n o , desafiante. "Peta" le


responde con una m i r a d a triste y piadosa. Siente lástima
por el verdugo de su propia sangre. Rómulo, indiferente,
como si se enfrentase a una persona extraña, como si es-
tuviese delante de un animal c u a d r ú p e d o , lo enlaza y hala
— violentamente— hasta hacerlo r o d a r .
—Vas a viajar con nosotros o de lo contrario ya sa-
bes lo que te espera.
Se levanta de prisa y se limpia su boca magullada y
ensangrentada, herida por el golpe rudo. Erguido y con
actitud rebelde, le dice a Rómulo: "¿Quién eres tú para im-
poner tu voluntad de odioso capataz? ¡Soy libre de hacer
lo q u e a mi me da la gana!" — latiguea — rabiosamente —
con sus palabras. Aprieta — f u e r t e m e n t e — la brida de
su j u m e n t o . Rómulo, no afloja. Tironea — violentamen-
te — con el lazo y lo a r r a s t r a con r u m b o a u n islote de
árboles y a r b u s t o s espinudos.
—¡Déjalo hombre! ¡No abuses así! — interviene Ni-
colás. Mas, el otro, empuña su escopeta — ostentosamen-
te — y atemoriza a los que están dispuestos a defender
a quien se niega a continuar el penoso viaje.
—Ahora vas a saber que en n u e s t r a familia no pue-
den existir cobardes — sigue h a l a n d o hasta conducir a
su prisionero, j u n t o a un árbol h a b i t a d o por hormigas
feroces. "Peta", forcejea, sin largar la brida de su caba-
llo, substrayendo fuerzas p a r a defenderse de la acometi-
vidad de su perseguidor gratuito. Rómulo lo a m a r r a al
árbol diabólico, sin librarse de la f u r i a de los insectos,
cuyas picaduras duelen como q u e m a d u r a s de chispas sa-
lidas de la chimenea de una locomotora. "Aprendé la lec-
ción, c o j u d o " — y Rómulo queda satisfecho del atenta-
do — sin precedente — que acaba de p e r p e t r a r .
—¡Qué b á r b a r o eres, hombre! ¿No te da pena ultra-
j a r tu propia sangre? — Nicolás, amonesta al que impone
su vesanía, por el prevalecimiento q u e le da el estar ar-
mado. Los otros espectantes no dicen siquiera: esta boca
es mía. Prosiguen la marcha, y, a pocas horas, un cami-
nante, les da encuentro. El último de la pandilla, se
aproxima a él, y, con voz muy b a j a , le hace n o t a r lo
ocurrido, recomendándole que auxilie al que quedó pe-
leando con las hormigas.
— 35 —
LUCIANO DURAN 150GER

—¡Te odio. Desde ahora, serás para mi, no un her-


mano, sino un vulgar y despreciable capataz de tus pro-
pias maldades! — reprocha Nicolás.
—Escúchame Nicolás. Tú debes ocuparte de cuidar
las mansas palomas de tus virtudes, si es que las tienes.
Pero, ¡mucho cuidado! No permito que te pases de la raya.
Ya sabes que a mí nadie me pisa el poncho. ¡Me cono-
ces! ¿No es cierto?
Cunde la indignación entre los viajeros. A medida
que ganan espacio, caminando — pampa abierta — se
esfuma el sentimiento de reproche — silencioso — por-
que conocen el camino delictuoso de Rómulo, emprendi-
do — tortuosamente — desde su niñez. Fue siempre inco-
rregible. Ni la vigilancia, ni el control enérgico de su pa-
dre, fue capaz de enderezar el árbol torcido de su con-
ducta, más amarga que bilis negra, de sus impulsos san-
guinarios e irreverentes a la personalidad h u m a n a .
Lucero está inquieto, camina —nerviosamente — y,
rato tras rato, da pequeños corcovos. Relincha; suave-
mente, y expide unos vientos traseros . . . "¿Qué te pasa
Lucero? ¿Ya quieres llegar a Tres Cruces? Brincotea V
suénale. La bosta es el m e j o r abono de las flores" — Ró-
mulo, bromea, dialogando con Lucero. "Jiui, Jiu" — le
responde el potro.
—No seas tonto, hombre. ¿No ves que las hormigas
le están haciendo cosquillas, en el b a j o vientre? — Nico-
lás, le hace notar a Rómulo. "Jiui. Jiui", Lucero, conti-
núa con su risita aguililla. "Espera h o m b r e — Rómulo
para en seco al animal. Desmonta y, sin desprender la
rienda larga que lo sujeta, se agacha, sin ningún recelo
y muy conf iado; trata — en vano — de quitarle el monton-
cillo de insectos. "Ya, espera un poco" — expresa Rómu-
lo. "Zaz". Una coz, cae sobre su costado derecho y lo arro-
ja brutalmente al suelo. Lucero, levanta las piernas tra-
seras, para castigarlo nuevamente. Pero Rómulo, ágil-
mente, gatea. Sin aflojar la rienda, evita la pateadura.
Se pone de pie y hala — f u e r t e m e n t e — la brida, lasti-
mando la dentadura y belfos de Lucero. Ambos — hom-
bre v caballo — se miran desafiantes.

— 36 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

—No subas, hombre. Espera un rato — le advierte


Nicolás. Rómulo obedece y permanece quieto. Después
de unos minutos de espera, se aproxima cautelosamente,
y acaricia el cuello de Lucero. Están hechas las paces. Ca-
balga. Se sienta sobre la montura, con firme decisión.
Pisa f i r m e m e n t e sobre los estribos. Está dispuesto a de-
mostrarle a Lucero que es excelente jinete y que no teme
a su briosa condición de potro. Los otros, están atentos
a lo que pueda sobrevenir. Lucero, levanta la cabeza y
espera el m a n d a t o . No por eso, con el movimiento de sus
finas orejas, deja d e m o s t r a r la malquerencia que le ins-
pira su nuevo amo.
La cabalgata, continúa su marcha. Lucero no puede
acostumbrarse a sobrellevar el peso del cuerpo de Rómu-
lo. A cada instante, voltea arrogante su robusto cuello,
decorado con un sinnúmero de puntillos negros, sobre su
lustrosa pelambre. Regio e j e m p l a r de pura sangre. Su
estampa airosa, despierta en Rómulo, el deseo de perma-
nente posesión. "Serás mío hasta que te m u e r a s " — pien-
sa Rómulo. Pero Lucero, exterioriza su franca intención
hostil. Quiere morderle las rodillas. "Esperá canejo. Te
voy a sacar hasta la última m a ñ a " — expresa Rómulo.
Le clava las espuelas, con suavidad rasguñante, con el
propósito de hacerse sentir, advirtiéndole: su c o r a j e de
a m a n s a d o r experto — de potros chúcaros. Y hace vibrar
el látigo sobre el rostro luminoso del paisaje.
—Hasta Lucero, no quiere saber nada de ti. La ver-
dad es que b a j o tu cuerpo, todo huele a desprecio y anti-
patía — Nicolás, no quiere saber nada de la odiosa com-
pañía de Rómulo. "¡Silencio!" — Rómulo no se atreve a
castigar de hecho, a Nicolás. Lo respeta, porque la per-
sonalidad de aquel, impúsose desde cuando eran niños.
Y porque la primogenitura, siempre fue respetada, en la
vida hogareña del pueblo donde nacieron y se criaron.
Nicolás se ha propuesto — a cada m o m e n t o — refregar
— cáusticamente — sobre el ámbito espiritual de su her-
mano, como castigo sutil al atropello cometido — abusi-
vamente — contra el humilde "Peta" que sufrió la tortu-
ra de la tiranía brutal de las hormigas del árbol endemo-

— 37 —
LUCIANO DURAN 150GER

niado de aquellas tierras feraces y de p r o f u n d o s contras-


tes selváticos.
Avanza el tic-tac del tiempo implacable, que pisa y
pasa sobre el polvo de todos los caminos y de la vida
pasajera de los hombres . . . Y sobre aquel en que, el brio-
so Lucero, luce su magnífica estampa, que se ensombrece
con las últimas pinceladas de la tarde.
Y Rómulo y Nicolás, sobre los rieles de dos tempe-
ramentos contradictorios, se perfilan — pálidamente —
al claror de la fina porcelana de la luna. Lucero, se deses-
pera y vibran sus nervios. Camina con un acentuado pa-
sitrote, que le permite tomar la delantera.
—¡Miren. Es el farol de la otra vida! — grita el que
marcha postergado. El fuego fatuo, asciende y su trayec-
toria traza una curva, como si una m a n o oculta lo con-
dujera hacia el encuentro de los viajeros.
—Dicen que trae mala suerte. ¿Será verdad? — es
"Chicote Alzado", el que con aliento supersticioso, talo-
nea a su caballo y logra colocarse al lado de Rómulo, co-
mo si buscara protección. La aparición fugaz, no les ha
dado tiempo para discurrir sobre otros motivos que la
credulidad popular, siempre tuvo argumentos de leyen-
das, con relación a aquel fenómeno luminoso, desprendi-
do de las osamentas y de los cementerios.
—Es el espíritu de nuestro hermano. Algo necesita.
El pobrecito debe querer que se trasladen sus restos al
panteón. No tiene chiste que se quede enterrado donde
viven los tigres. — habla el "Ñato", medroso y crédulo.
Ha acumulado en el pozo oscuro de su condición de ciu-
dadano inculto, el lastre de la tradición popular. Arguve
— ingenuamente — con nobleza de sentimientos, respecto
a la última morada de su hermano, del que f u e trovador
de exquisita sensibilidad artística. Rómuio escucha a su
hermano. Lanza una carcajada despampanante para la
sensibilidad del "Ñato" que sigue recordando a la víctima
desgarrada por el felino.
—La tierra es entraña que pare por igual en todas
partes. Nacer aquí o ser enterrado donde estamos, o en
la China, o en el Congo, o donde sea, da lo mismo. ¡Déja-
te de tonterías! — filosofa Rómulo.

— 38 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

—No es pues lo mismo. Y la cruz, las guirnaldas, los


responsos y las velas de los "deudos", allá en el cemente-
rio del pueblo, ¿no vale nada para vos? No hay nada
que hacer: Eres el mismo diablo en persona — replica
"Ñato".
Rómulo, lanza otra risotada. Razona crudamente, sin
respeto a las viejas "tradiciones" o costumbres de los pue-
blos primitivos.
—No, no, no digo lo contrario. Es así. Esas cosas va-
len y valen mucho dinero. Andá sacando las cuentas: un
responso, 20 ctvs. de plata fina; una cruz, la más sencilla,
sin cepillar, sin letras pintadas con sapolín, una de esas:
8 reales. Y sigue s u m a n d o y verás que todo eso vale, para
los que se aprovechan de los tontos. Pero todo eso ¿qué
del mundo? ¡Tontería, hombre! Y déjalo a nuestro her-
mano, allá donde lo hemos enterrado. Allá, tendrá las
raíces y las flores de las plantas silvestres que crecen li-
bremente, donde nadie cobra ni u n centavo por decir
palabras inútiles que se las lleva el viento — a f i r m a Rómu-
lo, muy sentenciosamente.
—¿Qué b á r b a r o eres! ¿No digo? Si eres el mismo dia-
blo empantalonado, — "Ñato", refuerza su opinión ma-
nifestada con tono miedolento.
La intemperie del cielo raso, el rocío y la frescura
del aire nocturno de la llanura, sobrecoge el sistema ne¿
vioso de los viajeros. Van aproximándose t;I í a n c h o ae las
Tres Cruces. La Osa Ma'/or, b a j o el toldo azulado de la
noche, está presente — a la hora cero — con la belleza de
sus estrellitas que c o n f o r m a n la figura de un volador lu-
minoso, cambiando de posición en la estupenda inmensi-
dad universal, sin límite ni medida, sin principio ni fin . . .

— 39 —
El rancho apetecido por los caminantes aventureros,
no es un poblado, es un cementerio de vivos que duer-
men, sin encontrarle a la vida, ni el menor sentido filosó-
fico y artístico que los diferencie de los animales de cua-
t r o patas. Es u n núcleo humano, una célula de habitan-
tes, carente de los elementos técnicos de la civilización
moderna. No hay luz eléctrica, ni aguas potables, ni u n
hospital, ni farmacia, ni médico, ni enfermera, ni matro-
na que atienda los alumbramientos de madres palúdicas,
con las condiciones higiénicas; no existe ni una escuela,
ni una sala de cine, menos un teatro. En las letrinas, a
ojos vista: danzan los gusanos y los olores fétidos cam-
pean y dispersan soplados por el abanico invisible del
viento. Todo está librado a la "buena suerte" y a la resig-
nación inoperante de seres enfermos de pereza, que nacen,
crecen y esperan la muerte, sin ninguna inquietud, sin
aspiración ni anhelo de progreso o mejoramiento social.
—Todos roncan. Parece que no hay alma viviente.
¿Qué hacemos ahora? — se pregunta Nicolás.
—¿Cómo, qué hacemos? Esto se arregla así, h o m b r e
— Rómulo, sin pérdida de tiempo empuña su escopeta y
va a disparar. Pero Nicolás — rápidamente — interfiere la
actitud resuelta de su hermano.
—¡No seas tonto! No olvides que estamos viajando
con caballos robados. ¿ 0 quieres que nos descubran? Es
mejor que descansemos, durmiendo hasta cuando salga
el lucero de la mañana. Y después: alas y buen viento.

_ 40 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

—No señor. Yo quiero e m b o r r a c h a r m e esta noche.


Quiero m a t a r las penas. ¡Que vivan el alcohol y las mu-
jeres! Por eso lo quiero y a d m i r o a Cristo. Cristo fue el
más grande b o r r a c h o del m u n d o — expresa Rómulo con
acento irreverente.
—¡Qué b á r b a r o eres! ¿Por qué hablas así? — inter-
viene "Chicote Alzado", reverente y respetuoso a "Dios"
hecho hombre, al "Dios" de los cristianos, "inmortal" co-
m o filósofo y poeta de su época", esto último f u e pensa-
do por "Elegante" que no pierde una sola palabra del
diablo de sus hermanos, pero que permanece en silencio,
p o r considerarse — intelectualmcnte — superior a ellos,
p o r q u e valoriza la función de su cerebro, sobre un plano
más elevado, en la gradación espiritual que lo diferencia
de los demás.
—¿Y acaso no f u e Cristo el que convirtió el agua
en vino? — vuelve Rómulo con las suyas.
—Así f u e pues — c o n f i r m a "Chicote Alzado".
—¿Y en qué q u e d a m o s entonces? Ya ves que yo ten-
go toda la razón del m u n d o . — Rómulo, con risa irónica,
remacha con aplomo. Deja de reir como si estuviera ha-
blando en serio.
—Y bueno. ¿Con quién vas a beber? — pregunta uno
de los caballeros, intrigado con la iniciativa de Rómulo.
—Con ninguno de ustedes. Porque esta noche, yo, voy
a beber con la muchacha m á s linda que pisa la tierra —
Rómulo se dirige a la casa del Corregidor. Toca la puer-
ta, m e j o r dicho: golpea con el estribo de fierro, del lado
derecho de su cabalgadura, golpea y golpea sobre la ma-
dera de la enorme puerta del caserón, donde vive la úni-
ca autoridad política de Tres Cruces. Nadie responde.
Vuelve a golpear, con violenta insinuación, hasta que de
adentro se escucha una voz que dice: "¿Quién es? ¿Qué
quiere a estas horas?" "Soy yo, señor Comisario. Abra
usted, que soy su compadre. ¿O es que ya se olvidó de
mí? Abra mi querido cumpa. Quiero servirme un trago
con usted" — dijo Rómulo.
Se escucha el ruido c r u j i d o r de la puerta que se abre.
La silueta penumbrosa de la autoridad y dueño de casa,
se destaca, enmarcada por el vislumbre de un viejo lam-

— 41 —
LUCIANO DURAN 150GER

pión que pestañea, trasnochadamente sobre una mesa rús-


tica, larga y ancha, donde se velan a los muertos, sin dis-
criminación alguna: niños, jóvenes y viejos, según el tur-
no con que la huesuda y cavadora de ojos, se entretiene
— de vez en cuando — periódicamente, para invitar a los
gusanos su banquete suculento.
—Había sido usted, pues, compadre. ¿Y qué vientos
me lo traen por acá y a estas horas?
—La noche es larga, mi cumpa. Y tenemos mucho
tiempo para tertuliar a nuestras anchas. Y dígame: ¿Tiene
del que hace valiente a los cobardes, músico y poeta a los
cretinos?
—En estas tierras de "Dios", felizmente, ese del que
me habla, no falta nunca, para los hombres de pelo en
pecho, como usted — el Comisario le estrecha la mano,
con afecto. Se abrazan ambos. Después de dar la bienve-
nida a los otros viajeros, ofréceles asiento. Se dirige en
pos de la botella de aguardiente, que la tiene oculta, en-
tre botellas vacías, arrinconadas y en completo desorden.
Y tras esas botellas, siguen: dos, tres, cuatro y otras más,
hasta que el alcohol produce sus efectos.
—Ya ven ustedes. ¡Que viva el señor Comisario! — ex-
clama Rómulo admirativamente. Su alegría desborda mez-
clándose con la turbulencia del m a r de fondo de su otro
yo, de taras e impulsos brutales, que remueven la mal-
dad de la herencia en su sangre. . . Y en sus pupilas, co-
m o en una pantalla cinematográfica, desfilan los hechos
criminales de sus antepasados.
—¡Gracias compadre! — dijo el Comisario y respon-
de emocionado y siente orgullo de ser el personaje cen-
tral de Tres Cruces.
—Y dígame, compadre ¿dónde lo madrugó a ese que
— por lo visto — hace poco que usted lo ha despellejado?
— observa el hermoso cuero de tigre que luce, sobre el
suelo, su color de oro antiguo y la pinta llamativa que
juega de arriba a abajo, hasta el extremo de la cola, co-
mo diamantes negros.
—Mejor es que no hablemos de cosas tristes, mi cum-
pa. Yo le ruego. No quiero recordar. Me da mucha rabia.
Si usted supiera.

— 42 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

—Cuénteme, mi cumpa. La tristeza de los hombre


machos, vale la pena que se sepa, aquí o en cualquie
parte — levanta la copa y brinda. Choca su vaso con c
vaso de Rómulo y beben los dos entrelazados, como si e
la mente de ellos no existiesen ideas egoístas e intencic
nes ocultas, propias de los seres malvados. Y entonces
Rómulo da rienda suelta a sus recuerdos. Relata con de
talles, a u m e n t a n d o y corrigiendo a su modo, todos lo
pormenores de la tragedia de su h e r m a n o el guitarrista.
Los otros, t r a t a n con respeto y mucha consideraciói
al señor Comisario, que proporciona a todos generosa
cordial acogida, por igual, con amplio espíritu hospitala
rio.
Están borrachos.
—Desensillen sus caballos. Que aquí no falta un cuen
para dormir a pierna suelta — señala sonriente — el prc
pietario del caserón, un corredor con ala acogedora, don
de los pasajeros que se cobijaron b a j o su techo, tuvieroi
siempre un sitio f r a t e r n a l , p a r a dormir y descansar.
—Oiga mi cumpa. ¿Y dónde está Lucila? — averigu;
Rómulo.
—¿A quién se refiere mi c u m p a ? — el Comisario tra
ta de esquivar el requerimiento.
—A esa de los ojazos m á s tristes que mis penas ne
gras.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! No hay nada que hacer. Usted
pues, compadre, sabe decir palabras lindas. Parece que
f u e r a poeta — dijo el Comisario.
—De eso, no tengo nada, mi cumpa. Lo que pasa e:
que, cuando el deseo me tienta, aquí adentro, jyo no s é . .
me siento como si fuera un tigre hambriento. ~Pero usted
no ha respondido a mi pregunta — Rómulo está excitadc
y dirige sus m i r a d a s al aposento, donde varios camas
tros exhiben en la p e n u m b r a los cuerpos de las persona;
que duermen, entre ellos el de Lucila.
La farra toma cuerpo entre el humo del tabaco fu
m a d o con bocanadas p r o f u n d a s . El Comisario, como pres
tidigitador, hace aparecer una botella verde, conteniendc
la bebida cristalina. Los brindis siguen cruzándose, une
tras otro. Sube la t e m p e r a t u r a del entusiasmo alcoholi

— 43 —
LUCIANO DURAN 150GER

zado. Hablan de todo. De esto y de lo otro, de la siembra


del arroz, de las próximas elecciones, de los raptos amo-
rosos que aún se estilan en esos rincones alejados y prete-
ridos, donde el corazón romántico palpita con ímpetu y
coraje, por encima de prejuicios. Donde el h o m b r e sigue
siendo un conquistador audaz, de m u j e r e s hermosas que
no saben traficar con la exuberancia de sus pechos y sus
muslos.
—¡Hace falta el guitarrista, mi cumpa! —habla el Co-
misario. Y grita entusiasmado:
—¡Lucila! ¡Lucila! ¡Lucila! ¡Despierta y ven que aquí
te necesitan! ¡¡¡Lucila!!! — agudízase el llamado con vi-
goroso grito.
—¡Hace falta el guitarrista! ¿Y dónde está, pues? —
El Comisario, avanza unos pasos, hacia la bocaza negra
de la puerta que se agranda en sus retinas, como efecto
directo de la magia oscura de la Noche, que manipulea
— dantescamente — con el b r u j e r í o de sus tinieblas y
con todos los maleficios de su entraña impenetrable en sus
silencios. . . Espía y espía. Abre los párpados, con ansie-
dad indescriptible; se dilatan las pupilas; y como si los de-
dos de un mendigo hambriento, arrancasen los ojos de
un cordero asado, se ahondan las cuencas del curioso Co-
misario. Mira y mira, pisando el grietoso y desportillado
umbral. Sus pies se estremecen y con ellos — de a b a j o a
arriba — todo su sistema nervioso — como si estuviese
al borde de un p r o f u n d o precipicio.
—¡Allí viene el guitarrista, mi cumpa!
—¡Lucila! ¡Lucila! ¡Lucila!
—¡El cuero de tigre, mi cumpa!
—¿Pero qué pasa?
—¡¡¡Lucila!!!
Cunde el espanto entre los circundantes. Se arremo-
linan — medrosamente— y alguien tropieza sobre las pa-
tas de la mesa. El lampión rueda estrepitosamente y se
escucha la explosión de un golpe, con el trizamiento agu-
do de los vidrios.
—¡¡¡Lucila!!!
Todos sienten un estremecimiento frío. Se ha apa-
gado la mecha del lampión. La oscuridad se agiganta. Se

— 44 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

oyen c r u j i r las patas de la mesa rústica, larga y ancha,


donde siempre se velan los muertos del rancho de Tres
Cruces.
Cuando la serenidad vuelve a todos, como caricia de
m u j e r , ya está amaneciendo y el licor de la alborada se
d e r r a m a — luminosamente — sobre la inmensa alfombra
verde de la llanura.
"Elegante", con la fina percepción de sus sentidos,
recibe la ternura de la Naturaleza. Escucha el coro de los
tordos. Extasiado, ve que se asientan sobre el follaje pri-
maveral y pintoresco de las esbeltas palmeras; compara
a éstas como novias pensativas, sobre el paisaje tropical.
Los tordos para él, son poemas negros de la Noche lírica,
son la poesía viva y son el canto; cada tordo, es un poeta
y es un músico, con alas; cantan y cantan, saludando al
Día. Ha querido poetizar, pero se da cuenta que sus imá-
genes carecen de justeza entre la realidad y el ensueño.
Rómulo, durmió su aguardiente, tranquilamente, co-
m o el más bueno y "angelical" de los mortales, tirado y
al descubierto, sobre el hediondo y hermoso cuero felino.
Despierta. Se sienta. Ve a Lucero que trisca u n a s hierbas,
h ú m e d a s aún, con el rocío mañanero. Se levanta y rápi-
damente lo ensilla.
El Comisario, está reclinado sobre el b o r d e de la ca-
becera de la mesa rústica. Sangra la herida de su pecho.
Su corazón ya no palpita. Su rostro escuálido, es un mas-
carón de cera amarillenta. Tiene los ojos saltados. De-
b a j o de su mano derecha, con sus dedos lánguidos, que
rozan el suelo, con las yemas a m o r a t a d a s , hay u n puñal
ensangrentado hasta la "cacha".
—¡Lucila! — Rómulo llama y agacha la cabeza.
—¡Qué pasa! — pregunta la muchacha.
—¡Tu tío está muerto!
—¡Quién lo ha matado! — interroga "Chicote Alzado".
Nadie responde a la interrogación anhelante. Todos
se miran las caras, como si buscasen al p r e s u n t o criminal.
—¡Lucila, ven acá! — Rómulo vuelve a llamarla.
—¿Qué quiere usted, señor?
—¡Sube!
—¿Dónde, señor?

— 45 —
LUCIANO DURAN 150GER

—Aquí. ¡Rápido, que no estoy para perder tiempo!


—Así será, señor.
—¡Oye! A dónde vas! Tenemos que velar al Comisa-
rio! ¿No ves que está muerto? —Nicolás, le llama la
atención a Rómulo.
—No digas. ¿Tu verdad? Vélenlo ustedes. Yo los es-
pero en Cuatro Ojos. Responde socarronamentc. Con su
presa propiciatoria, da un latigazo sobre el cuero de ti-
gre que está asegurado al lado de la montura. Lucila ha
montado ya sobre las ancas lustrosas de Lucero. Rompe
al trote. Va adquiriendo impulso, más y más, hasta que
sus remos, trazan en el aire, un ritmo de onda de olas que
avanza hasta diluirse en el filo del borde de la playa se-
dienta e insaciable con sus arenas cálidas. Después de
un cuarto de hora —más o menos— disminuye la elasti-
cidad de sus vibrantes nervios y tendones. Su trotar, mar-
ca un compás acentuado, lento, como si dos cuerpos —uno
masculino y el otro del sexo contrario— estuvieran mo-
viéndose, desde las caderas hasta la cabeza. Lucila deja
escapar un suspiro p r o f u n d o .
—¿Qué sientes, hija? — interroga Rómulo.
—Mucha tristeza, señor —lo abraza fuerte, para evi-
tar el resbalón desde las ancas del potro brioso.
—¿Y por qué estás triste?
—Es mejor que no hablemos, señor. Mire usted, aquí
está el puñal. Le ruego que bajemos. Quiero descansar.
Rómulo, detiene al animal. Desmonta y ayuda a Lu-
cila, a bajar.
—Aquí está, señor —le alcanza el arma, teñida de
púrpura, no encendida, porque al dejar de palpitar, fuera
del pecho, donde la punta del acero hincó bien hondo,
volviose oscura y triste, como la negra y desgreñada cabe-
llera de Lucila, después de la pelea . . .
—¿El puñal? —Rómulo, reconoce el arma que usa-
ba el guitarrista.
—Es suyo, señor. Esas son sus iniciales. Vea usted,
como la R, tiene una cola como la del cuero de tigre,
cuya hediondera ya no puedo soportar. ¿Por qué no lo
bota?

— 46 —
IiN LAS TIERRAS DE ENIN

Rómulo, mira la e m p u ñ a d u r a y reconoce —sorpren-


dido— que el puñal, es —evidentemente— el suyo y no
el de su h e r m a n o que lo vio venir entre sueños, cuando
clavó la cabeza, sobre el apero oloroso a sudor de Luce-
ro, esa noche en que, después de cruzar las últimas pala-
bras, su compadre: el Comisario, murió trágicamente. Re-
cuerda que —en plena oscuridad— alguien le arrebató
del cinto, el a r m a .
—Es evidente que el puñal es mío. Pero te j u r o por
Dios que yo no lo maté —Rómulo se aproxima más a
Lucila, y siente el grato aliento de su respiración.
Lucila, empuña —resueltamente— el acero punzan-
te que se abre paso, hiere y se hunde sobre materia blan-
da: una, dos, tres y hasta que al fin, se queda adentro,
quieto, como el cierre de aguda admiración.
—Ya está, hija, No llores más. Duerme. Dulcemente.
Nadie te despertará. Duerme, hija. Duerme. No hay ma-
yor felicidad que aquella que nos brinda el sueño . . .
Duerme.
B a j o el toldo negro de la Noche, la p a r e j a se a r r e b u j a
sobre el cuero de tigre, a distancia conveniente, a fin de
que sus cuerpos no s u f r a n los efectos del calor intenso
de la fogata, que f u e encendida para ahuyentar el acecho
de los tigres. Ambos se miran las caras, tan distante está
el uno del otro, espiritualmente, que toda aproximación
corporal, tiene un sentido mecánico, algo así: como cuan-
do dos objetos de diferentes f o r m a s , son colocados, uno
al otro, sin que exista vibración de afinidades mutuas.
Lucila, llora como si el corazón quisiera salírsele por
los ojos. Sus manos tiemblan de frío; se estremece y se
aproxima a Rómulo ansiosa de calor . . .
—¿Por qué lloras, hija?
—Estoy viendo los ojos de mi padre, señor.
—¿Cómo? ¿Acaso no era tu tío?
-—Si señor, pero . . . —Lucila, siente que la lengua se
le traba y que no puede hablar. Se le nublan los ojos.
—¿En qué quedamos? —pregunta Rómulo, con voz
sobrecogida ante la actitud de la muchacha.
-—¿Y el puñal?

— 47 —
LUCIANO DURAN BOGER

Después, se acumulan sobre la oscuridad nocturna,


nubes tormentosas, donde retumban los cañonazos de los
truenos. Los relámpagos cuchillean desgarradoramente el
cortinaje del escenario sombrío. Sobre el pecho de Luci-
la, la cruz de la e m p u ñ a d u r a del acero, parece que acu-
sara, ante los cielos, el secreto, el último secreto sin pa-
labras, que se queda pendiente entre sus labios, repitien-
do, temblorosamente: "¡Padre mío!", y se calla. Duerme.
—¿Y el puñal? —Rómulo, averigua, insistentemente.
La presencia del arma lo tiene inquieto. Asocia su perma-
nencia objetiva con todo lo que puede recordar de las
escenas que vivió aquella noche, en Tres Cruces. Sabe
que cuando se emborracha pierde el juicio. Las personas
que bebieron con él, se quejaron siempre de su agresivi-
dad. Todo esto lo tiene preocupado. Se enfrenta a ella e
indaga, nuevamente. Apenas logra una confesión que no
es nada concreta.
—Si, señor, la verdad es que mi tío .. . —hace una
pausa y rectifica —mi padre . .., no me dejaba dormir
tranquila. Me molestaba, casi todas las noches. Ya no
podía soportarlo —Lucila, da la espalda a Rómulo, con
gesto de rotundo desprecio porque experimenta repulsa
contra él. Todos los hombres le parecen iguales. . . Busca
la oportunidad para alejarse de ellos. Con su silencio cie-
r r a la puerta del diálogo. Y el sueño la sumerge —nue-
vamente— en el lago de la tranquilidad p r o f u n d a .

— 48 —
Dos noches de d o r m i r a la intemperie y dos días más
de viaje aburridor, sobre terreno arenoso. En algunos sec-
tores del camino, entre a r b u s t o s espinudos, Lucero, con
el sobrepeso del cuerpo de la hermosa muchacha, hunde
sus cascos y los arranca con esfuerzo. Los viajeros no
dialogaron más, porque cuando la incitativa partía de Ró-
mulo, Lucila rehuía disgustada, inclinando la cabeza so-
bre su pecho y la mudez grietosa de la piedra se hacía pre-
sente, entre sus hermosos labios húmedos. T o r t u r a bru-
tal, sin precedente, para el jinete, que, estando al lado de
una m u j e r , siempre f u e dicharachero, jovial y cariñoso,
contrastando con su e m p a q u e displicente cuando alterna-
ba con los hombres. Empleó todos los recursos de la gen-
tileza, del ruego y de las palabras más sugerentes, para
lograr que su compañera de viaje se portase con él, en
el peor de los casos, afable. Lucila no cede, inconmovible
como una montaña, su desprecio es un témpano de hielo.
Rómulo, no se da por derrotado. Insiste y acomete, cuan-
do el magnetismo de la Noche, despliega su influencia
sobre la sensibilidad de los cuerpos jóvenes. Ni la frial-
dad del aire de la madrugada, puede ser favorable a sus
intentos. Pocos son los minutos de descanso. Y amanece.
—Ya está asomando el lucero de la m a ñ a n a —dice
Rómulo. Limpia el puñal sobre la hierba, donde los bri-
llantes del rocío, juegan la alegría pasajera de la vanidad
pueril, sobre un cuello de m u j e r . Se pone de pie. Contem-
pla a Lucila que tiene cubierto —entre sus carnosos bra-

— 49 —
LUCIANO DURAN BOGER

zos de morena clara— su redondeado y hermoso rostro.


Está recostada, sobre el lado derecho de su cuerpo es-
cultural. El Sol radiante que amanece, reparte sobre él,
el oro diluido de sus destellos benéficos y pone pátina
dorada sobre sus muslos mórbidos, duros, como los mus-
los en el rapto de las hijas de Leucipo, del cuadro famo-
so de Rubcns.
Lucila no escucha a Rómulo. Llora su desventura. Des-
de niña, fue presa de la desgracia. Cayó como caen las
palomas, b a j o el disparo certero de cazadores que, en
vez de perseguir presa mayor, cazan —fácilmente— ave-
cillas indefensas.
—¡Levántate! ¡Sécate las lágrimas! ¡Prepara el des-
ayuno! —Rómulo, ordena enérgicamente. Cambia de tác-
tica. Emplea la violencia. Y clava el puñal de su malévola
mirada. Pero Lucila no obedece y continúa recostada.
Entonces, Rómulo busca gajillos secos; los amontona y
prende candela.
—¡Levántate! —Rómulo ordena y empuña su fuete.
Lucila permanece inmóvil, somnolienta y magullada,
desperézase. Levanta los brazos y bosteza. No puede de-
tener el torrente salobre de sus lágrimas. La viborilla ne-
gra de la angustia, se enrosca en su garganta. El p á j a r o
canoro de la esperanza ya no canta en su corazón. Se po-
ne de pie. Con la tortuga de su dejadez, camina hacia la
orilla del río; autómata. Prescinde en absoluto de la pre-
sencia de Rómulo. Retrotrae los recuerdos de los hechos
más dolorosos de su vida. Apenas cuenta diecisiete años,
pero las uñas del hastío que le araña el pecho, son uñas
de vieja setentona. Siendo niña de cuatro años, murió su
madre, con un infarto de las glándulas del cuello. Al que-
dar huérfana, el espectro del hambre y la miseria ultra-
jaron sus sentimientos y la fue e m p u j a n d o al barranco
de las humillaciones más repudiables. El tutelaje de su
tío, la obligó —para conseguir dinero— a que extendiese
la mano, mendigando a los transeúntes. Sus labios se
abrían —tímidamente— para pronunciar palabras pedi-
güeñas, con un timbre mecánico de muñeca que habla,
que cierra y abre los ojos, sin vibración de alma. Adoles-
cente, al ver a un hombre joven, de mirada melancólica,

50 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

sintió en todo su ser un estremecimiento y el a m o r le


abrió una herida permanente. No volvió a verlo. Desde
entonces, su espíritu, s u f r e una constante depresión y le
hace ver el antifaz ensangrentado del suicidio.
Sus ojos y sus labios, nunca más sonrieron.
Se detiene al borde de las aguas turbias, delante de
la playa de aquel puerto arenoso, denominado Cuatro
Ojos. Se da cuenta de la casual realidad, amarga como
gota de hiél.
—Hoy cumplo 17 años— se dice. En ese instante, ex-
trae de su seno, un espejito de mano. Se contempla llo-
rosa. El desamparo y la fatalidad —hechura del medio
social de aquella época— la abrazan, disputándose la be-
lleza de sus grandes ojos negros.
Se considera la muchacha más infeliz sobre la tierra.
Mira sus pies descalzos. Ve que el único vestido que
cubre la hermosura de su cuerpo escultural, está borda-
do de remiendos.
—¡Lucila! ¡Ven acá! —Rómulo la llama con voz des-
pótica. Observa que está p e n e t r a n d o —cada vez más—
a la h o n d u r a de las aguas que han subido hasta su cintura.
—¡Ven acá! ¡Te vas a ahogar! — Rómulo, corre y pene-
tra al río, hasta llegar muy cerca a ella. La agarra —fuer-
temente— de su negra cabellera y la a r r a s t r a hasta la
playa seca.
Lucila permanece en silencio. Estática, insensible, her-
mosamente triste, clava los ojos, hacia abajo. La actitud
hostil de Rómulo, es interrumpida, por la aproximación
casual de una embarcación a remos.
Rómulo da la espalda a Lucila. Espera —nerviosa-
mente— el cncoste bullicioso del personal que viene en
ella. Un señor que tiene las trazas de ser capataz, empuña
el timón o gobernalle. Es alto, b a r b u d o e imponente, co-
mo un arbolón de raíces p r o f u n d a s y añejas, audaz y co-
rajudo, nació en la región donde 35 ríos caudalosos, cons-
tituyen maravillosa red fluvial, entre llanuras y selvas,
abarcando el espacio total de la rosa de los vientos. Opti-
mista y orgulloso de h a b e r nacido en aquellas tierras fe-
races, siempre tiene presente el anuncio futurista, que le
hiciera un científico europeo, en sentido de que allí, en

— 51 —
LUCIANO DURAN 150GER

no lejano día, cincuenta millones de habitantes, senta-


rían las bases de una sociedad progresista. Más que esto,
le inquieta la visión del oro de las libras esterlinas, con
tenidas en tres cajas, aseguradas —fuertemente— con cin-
chos de fierro. Se sabe millonario, sin serlo, porque es
apenas un empleado del comerciante que viene sentado
—cómodamente— debajo de un camarote, construido con
un cuero de ganado vacuno.
La verdad es que el piloto de marras, sabe soñar en
despierto. Tiene imaginación de novelista. Durante el tra-
yecto de la larga y tortuosa ruta navegable, entretuvo al
traficante mercantil y a la tripulación, contándoles epi-
sodios pintorescos de sus viajes imaginarios, a través de
lejanas latitudes del orbe. Lector de textos de geografía.
Sabe de memoria, muchísimos nombres de ciudades, de
los principales puertos de ultramar, de los mares y lagos
más conocidos, de todos los continentes. Le llaman el
"Poeta". Su presencia, ha impresionado a Rómulo, que
admira su porte y la maestría con que apalanca hacia la
izquierda. Gira la embarcación con impulso vigoroso. Pe-
netra sobre la arena, en dirección —directa— al sitio don-
de se encuentra inmóvil, Lucila, igual que una estatua
en el paisaje.
—¡Olé tu gracia, hija de Dios! —grita el cura español
que viene acurrucado, próximo a la proa. Se pone de pie
y el viento huracanado, bate su sotana, como a una ban-
dera negra de fatídicos anuncios.
El Poeta, levanta el remo largo, de paleta ancha.
Y al criticar al sotanudo liberal, por su don de gentes,
y porque siempre discutió con él, sobre las grandes men-
tiras teológicas, arrinconándolo con su saber, le dice:
—Llena de gracia como el Ave María, sí señor cura,
pero ésta no es para usted. Agua que no has de beber,
déjala correr. Lanza una risotada burlesca, sobre las bar-
bas del sotanudo.
—¡Qué sabes tú, hijo de Dios! — el cura, le responde
con acento de mujeriego hispánico, acometedor e impulsi-
vo, implacable, libidinoso, digno discípulo de Dn. Juan. Se
empina, coquetón y desafiante, lo mismo que un cuervo
en celos, arrolla su sotana y dirige sus miradas, con an-

— 52 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

siedad de personaje célibe que siempre supo decir piro-


pos de urgencia.
—¡Hija mía, tus pecados serán perdonados! — el so-
tanudo, contornea la estatua de carne y hueso, de la única
m u j e r que allí se hace presente.
Rómulo, picado por los celos, esboza un plan que
abarca la más audaz estrategia defensiva y de ataque. Sin
saludar a nadie, se aproxima a la embarcación, llevando
del brazo a Lucila, casi de rastra.
—¡Sigúeme! ¡La Fortuna, nos sonríe! ¡Fíjate bien!
—le dice con suma energía— ¡En esos cajones, están las
libras esterlinas. Vas a tener todo lo que quieras! ¡Sigúe-
me! —Vuelve a repetir la palabra que es m a n d a t o inape-
lable p a r a Lucila.
Avanzan unos pasos. Le brillan los ojos a Rómulo.
Lucila, indiferente, se fija en la cara simpaticona del sa-
cerdote que se lame los labios, enseñando la p u n t a de
su lengua libidinosa.
La muchacha, e m p u j a violentamente a Rómulo. Sa-
cudiendo su brazo y su mano, doloridos, lentamente se
encamina hacia el confesor, buscando un escape a su do-
lor. Nunca le dio importancia a la confesión. En su pue-
blo, iba a las iglesias no para rezar. Visitaba los templos,
porque encontraba solaz para su espíritu, magullado como
f r u t a pintona caída del árbol, antes de tiempo. Su mis-
ticismo, nada tenía que ver con el sacrificio de la misa.
Cuántas veces b r o t ó de sus labios una sonrisa compasiva,
al ver a los h o m b r e s arrodillados delante del altar. Y, ba-
jo las bóvedas, de esos templos, levantaba la f r e n t e alti-
va, buscando a Dios, pero no lo encontraba.
—Muy bien, hija. ¿Quieres confesarte? —el cura se
f r o t a las manos —suavemente— como todo buen jesuita.
Intenta alejarse de la embarcación, llevando a Luci-
la del brazo que siente adormecido.
—No me agarre del brazo, señor -—Lucila, clava un
flechazo con sus ojos negros, al intruso, confesor. Enton-
ces, el cura agarra de la cabeza a la muchacha. Y en cir-
cunstancias de conducirla, unos pasos más allá, Rómulo
grita con voz estentórea, la nombra y la llama con toda
la fuerza de sus pulmones.

— 53 —
LUCIANO DURAN 150GER

Sorpresivamente, los hermanos de Rómulo comien-


zan a llegar, rodeando a Lucero que se inquieta ante la
presencia del c o n j u n t o de los caballos. La playa que res-
plandece —calurosamente— adquiere animación. El ru-
mor de las voces y el relincho de los cuadrúpedos, trans-
forma el ámbito arenoso del puerto de Cuatro Ojos, en
un escenario, donde los actores están atentos al instante
en que debe levantarse el telón de fondo de los saludos
y la convivencia h u m a n a . Son dos grupos de hombres
con r u m b o s y destinos completamente diferentes. Se ob-
servan detenidamente — y con suma curiosidad.
—¿A dónde van ustedes, hijos de Dios? —interroga
el sacerdote.
—Nosotros, no vamos, porque nuestros caballos, to-
davía no han aprendido a caminar sobre las aguas —Ró-
mulo, responde, acentuando la n o t a paradógica, seria y
semiburlona.
—Entonces, vuestro viaje termina aquí —afirma el
señor cura.
—Siempre que el diablo no disponga otra cosa— in-
terviene Nicolás, escudriñando la actitud pensativa de
Rómulo. Parece que adivinase el plan que está f o r j a n d o ,
a fin de utilizar los medios ilícitos, para lograr una salida
oportuna, concerniente a la prosecución del viaje.
—¿Impusiste al desertor el castigo que se merecía?
Y, coléricamente, agrega: —Ya son dos los cobardes— di-
ce Rómulo.
—¡Déjalos; Son libres de seguir el camino de sus pro-
pios destinos —Nicolás, responde, dándole la lección que
se merece.
—Tú, siempre sales en defensa de los inútiles, de los
incapaces. Nadie los obligó a viajar. El que es h o m b r e y
toma una decisión, no debe retroceder —expresa Rómulo,
sin dejar de vigilar a Lucila, que en ese instante habla,
confidencialmente, con el sacerdote.
La playa, se ha t r a n s f o r m a d o en un teatro donde
actúan personajes con los caracteres más contradictorios,
sin embargo, su aspecto global presenta un alegre colori-
do, semejante a la belleza de la bahía azulada y verduzca
de Río de Janeiro. Allá —detrás de ella— en la lejanía,

— 54 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

la acuarela esmeráldica de la pampa, como enamorada


adolescente se desnuda p a r a vestirse de novia, b a j o el velo
de las nubes más blancas, sin igual. Es la luz, la magia
maravillosa, con que la naturaleza, dibuja y pinta el mu-
ral del Cielo . . .
Lucila, deja solo al que viste de hábitos. Se destaca
singularmente. Señuelo de belleza h u m a n a . Estatua —no
de mármol— de carne, de huesos y de sangre. Levanta
la cabeza y contempla la tristeza de la luna mañanera.
Sus labios, aún, ignoran la dulzura —incomparable— de
los besos. Hierve el líquido vital de los ríos de sus venas.
Las tenazas del dolor impronunciable que ella no puede
traducir, ni c o m p r e n d e r —en esos instantes—, aprietan
las raíces de su sistema nervioso, nutridas con la infinita
ternura que existe en el corazón de toda m u j e r . Un ataque
nervioso, crispa sus dedos y con r a p t o de violencia, los
encaja en el borde deshilachado de la parte superior de
su vestido, que a j u s t a sus pechos puntiagudos, y, de arri-
ba-abajo, rasga la vieja zaraza, que cubre las abultadas
f o r m a s de su pechuga de paloma.
Grita — d e s a f o r a d a m e n t e — y, semidesnuda, se lanza
sobre la playa, Rueda —velozmente— igual que un lápiz,
sobre la superficie plana de una mesa.
—¡Se ha vuelto loca! ¡Agárrenla! —exclama Rómulo
y corre tras ella.
El alboroto remolinea. Los tripulantes, el comercian-
te, Nicolás, el piloto y los otros, todos a la vez, como si
estuvieran soñando, perciben —instantáneamente— la su-
cesión fugaz de la imagen multiplicada, del cuerpo de Lu-
cila que va desnudándose, hasta quedar libre, en f o r m a
absoluta, descubierta como una f r u t a descascarada y ju-
gosa. E n t r e todos, vibra una sola emoción. Uniforme y
unitariamente, funcionan las facultades perceptivas de los
espectadores, frente a aquella escena, que delata un ata-
que de histerismo. El corazón de Lucila, parece que qui-
siera salírsele por la boca. Se hiclifican sus extremidades
inferiores. Muerden sus carnes, una ansiedad lasciva. Su
frente como una hoja marchita — está pálida.
Se agrupan alrededor de su cuerpo, como moscas
ciue volotean sobre la miel.

— 55 —
LUCIANO DURAN 150GER

—¡Alto ahí! ¡Todos atrás! —Rómulo cnarbola el pu-


ñal que fue ensangrentado en la noche aquella —trágica
y sombría— de Tres Cruces.
Lucila escuchó el mandato. Sus ojos negros, brillan
como estrellas lejanas, en una noche oscura y tormentosa.
El cura se las da de protector santificado. Con hipo-
crecía, cúbrese los ojos. Se santigua y con voz quejum-
brosa, recita, levantando la mirada al cielo:

Dios te salve María,


llena eres de gracia
entre todas las m u j e r e s .

Y cuando iba a pronunciar: Bendito sea el f r u t o / de


tu vientre Jesús, el relincho — inesperado — de Lucero,
apaga la voz del tonsurado.
—¡Retírense! —rápidamente, Rómulo se quita la ca-
misa. Cubre las partes pudibundas de Lucila y les encaja
a todos, en particular al sacerdote, el estilete de sus pu-
pilas iracundas.
—¡Canallas! —Rómulo increpa con interjección des-
afiante.
—¡Usted se calla! ¡Porque es igual a todos! —Lucila,
se levanta —serenamente— y a r r o j a la camisa sobre la
cara de Rómulo. Se acerca a él. Le agarra del cuello y
lo e m p u j a —violentamente— hasta hacerlo retroceder. Y
cuando lo ha colocado junto al sacerdote, escupe la cara
de los dos.
Luego, lentamente se encamina hacia donde está Lu-
cero. De paso, recoge su vestido rotoso. Se cubre con él
y ve que la línea del horizonte se pierde en el ocaso, mien-
tras la Luna se hunde tristemente en su agonía.

Al día siguiente, se aleja de todos. Como si estuviera


enamorada de Lucero, lo busca, nuevamente, y, como si
éste, fuera el único animal capaz de comprenderla. Am-
bos se miran.

— 56 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

—¡Qué malos y egoístas somos los seres humanos!—


pronuncia estas palabras y, se queda perpleja al medir la
h o n d u r a de la verdad que e n t r a ñ a n .
Se siente vieja por dentro. Las lágrimas bañan sus
mejillas. Paso a paso, va hacia Lucero. Se aproxima, más
y más. Le abraza el cuello. Llora. Cae de rodillas, El ani-
mal le lame la cabeza.
Todos contemplan la escena. Se miran atónitos. Hay
un silencio de tumbas.
Lucila se levanta. Da la espalda al animal sumiso, apc-
sar de su briosa condición de potro. La muchacha se diri-
ge a la embarcación. Le abren paso con admiración res-
petuosa.
Siente necesidad de humillarlos, nuevamente. Y cuan-
do está por cumplir el designio de su naturaleza de rosa
virginal, fresca, p u j a n t e y atesorando la gota del rocío . . .,
lista para desnudar el encanto de su belleza sin igual, el
relincho de Lucero, interfiere su atrevida decisión.
Los ha desarmado a todos. Cada uno de ellos, recobra
el dominio de sus facultades mentales.
El sacerdote, sin a f l o j a r su maletín de cuero, portá-
til y de mano, se dirige a Rómulo, prescindiendo en abso-
luto del comerciante, del piloto, de la tripulación y tam-
bién de la presencia de Lucila.
—Escúchame hijo de Dios— dice el sacerdote.
—¡Qué hijo de Dios, ni qué leva, ni las polainas del
Diablo! Diga usted lo que quiera, pero no me venga con
sus palabras aprendidas de memoria. Yo sé cuánto vale
usted. Cuánto vale Lucila. Cuánto valgo yo —expresa Ró-
mulo y está a punto de referirse a la propuesta, hecha
por el comerciante.
El sacerdote, abre, sin más trámite, el maletín y ex-
trae de él, tres taleguillas de diferentes tamaños, conte-
niendo, cada una, porciones —también diferentes— de
libras esterlinas.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu-
santo— pone los saquillos delante de sus ojos.
—Lo que en buena ley os propongo, hijo mío, es esto
v no otra cosa: Quiero, v la verdad es ésta . . . —el cura

— 57 —
LUCIANO DURAN 150GER

dice muchas palabras, encubriendo el objetivo de su pro-


pósito.
—Ya ilustrísimo. Vamos al grano. ¿Qué es lo que quie-
re usted? ¿Quiere llevársela a Lucila? —dijo Rómulo, in-
terrumpiendo a boca de j a r r o y quiere a g a r r a r las tale-
guillas.
—No te apresures. Todo con calma. Mis libras me
cuestan más de lo que os habéis imaginado. Esta que
esa más, por lo que pueda valer Lucila. La verdad es.
E ijo mío, que se la necesita, la necesito, la necesitamos,
para eso, para esto y p a r a aquello, etc., etc., etc., como
vos comprenderéis —así palabrea el cura.
—Muy bien, señor cura. Y la mediana ¿a cuenta de
qué?
—Esta, vaya por tu cuadrúpedo, con el que debo via-
j a r hasta mi destino. Y la más pequeña por el alazán en
que debe viajar nuestra buenamoza. ¿Estás conforme, hijo
mío? —dice el sacerdote.
—Ni una palabra m á s — afirma Rómulo, ansioso de
tener, entre sus manos, las libras esterlinas.
A su vez, el comerciante, se aproxima a Rómulo, con-
siderando —implícitamente— que es —a la vista— la
máxima autoridad entre los viajeros.
—Mire don Rómulo. Yo necesito que usted y sus ami-
gos (ignora que son sus hermanos) me vendan sus caba-
llos. Con ellos debemos viajar al pueblo. Se los compro
a buen precio. Además, en mi otra embarcación que debe
llegar mañana o pasado, pueden continuar viaje, gratui-
tamente —dijo el comerciante, haciendo gala de su ge-
nerosidad.
Rómulo, ha escuchado —atentamente— la propuesta.
Y dice:
—Vamos por orden. En primer lugar, debo atender
al señor cura. Después hablaré con usted. ¿Qué le parece?
—interroga con expresión muy suave, empleando una tác-
tica sagaz y convincente.
—¿Y qué más olrece usted, señor cura? —Rómulo —
muy hábilmente— incita a su c o m p r a d o r o cliente, igual
que un pescador lanza el anzuelo a un pez hambriento.

— 58 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

—¿Que más puedo ofrecerte, hijo mío, sino las indul-


gencias y mis oraciones.
-—Los negocios son negocios y eso es lo que vale.
Comprar v vender. Vender y c o m p r a r . Esta es la ley del
hombre. Y Lucero es suyo. Se lo lleva usted. Pero ¿a
Lucila? Ja! Ja! Ja! Ja! ¡Qué equivocado está usted, mi
ilustrísimo señor! Debe saber que las cosas del corazón,
no se compran ni se venden — r e m a t a Rómulo, con aire
prepotente.
El sacerdote, pudo preguntar a Rómulo, si en ver-
dad quiere a Lucila y si ésta admite la posibilidad de re-
cíproco afecto, por lo menos eso, porque la breve confe-
sión que recibió de ella, constituye una negativa, cerran-
do el camino de cualquier entendimiento, entre ambos.
Rómulo y el sacerdote, se miran cara a cara.
En esos instantes, el buen cazador de tigres, pelea
con los recuerdos que se acumularon en su mente, cuan-
do vivía en el pueblo. Y escucha lo que sigue:
—Donde está Lucero está la Muerte—. El mayordo-
mo del floreciente establecimiento, de donde proviene el
hermoso animal, f o r m u l ó dicho juicio, atribuyéndole una
presencia de anuncios trágicos. Esta opinión se generali-
zó, hasta tal p u n t o que, cuando el animal regresaba con
la tropilla, todos sentían u n estremecimiento de temor.
—La Muerte es el jinete preferido de Lucero— agre-
gó otro de los supersticiosos que siempre escabulló el
cuerpo, delante del p o t r o y que nunca quiso cabalgarlo.
Rómulo reacciona, moviendo la cabeza, enérgicamente.
Pero, otro de los antecedentes biográficos del potro
muy popular por su indómito carácter de chucaro, de
animal indomesticable, bravio o salvaje, se le hace pre-
sente, retrotrayendo en su mente, el hecho de que los
tres primeros amansadores que lo montaron, murieron
atropellados — b r u t a l m e n t e y b a j o sus pezuñas diabóli-
cas. Y, asimismo, recuerda que a esc número de víctimas,
se suman: la del jinete que m a t ó en una carrera de caba-
llos, con motivo de un festival; la de otro, en una demos-
tración del "juego de la sortija"; y la del hijo de su pro-
pietario, que, a ocultas de su progenitor, lo ensilló y lo
montó, a raíz de una excursión colegial.

— 59 —
LUCIANO DURAN 150GER

—Son seis los muertos, tranquilamente y a sangre


fría —Rómulo monologa en sus adentros. He podido ser
yo el séptimo. De pocas me he librado— y al pensar en el
cura, se dice el cazador de tigres:
—Poco me importa. Curas hay por demás en el mun-
do, como abundan los militares ociosos y los abogados
picapleiteros. Uno más o uno menos, da lo mismo— Rómu-
lo, se autocontrola y seca el borde labial de sus bigotes
humedecidos, pasando su mano derecha, sobre ellos, con
un gesto inefable, como el que suele experimentar al libar
un trago exquisito de vino, después de un suculento al-
muerzo.

Rómulo está complacido con la proposición de com-


pra que acaba de hacerle el sacerdote, hábil y aventajado
comerciante que trae misión apostólica, con destino al
pueblo de donde es oriundo Rómulo, Nicolás y los otros
hermanos. Surge de sus adentros, una sonrisa maliciosa,
al comprobar que a Lucero, le impresiona, desagradable-
mente, el color negro de la sotana y el movimiento que
ésta suscita en su sensibilidad.
El diálogo entre Rómulo y el representante de "Dios",
vuelve a reanudarse. Ambos constituyen el centro de la
charla del conjunto. Se suma a ellos, el comerciante. Ni-
colás, no ha intervenido, ni los otros hermanos que tie-
nen los labios cerrados, como cosidos por hilos de alam-
bres finísimos.
El recuerdo de los hechos ocurridos en Tres Cruces,
lo tiene anonadado. Además, está sujeto —por cálculo y
conveniencia al buen éxito de la empresa de la cual es
copartícipe— a la astucia con que actúa Rómulo. Reco-
noce capacidad táctica y una perspicacia sutil y aguda,
en la manera o método de proceder de Rómulo, que aven-
taja a todos.
—Pues sí, mis buenos amigos. Están echadas las bue-
nas cartas. Nuestro inteligente piloto, el señor Poeta —

— 60 —
IiNLAS TIERRAS DE E N I N

como lo llaman— se q u e d a r á con ustedes —dijo el co-


merciante, propietario de la embarcación a remo y de los
cajones repletos de libras esterlinas. Y agregó: "Su mi-
sión es cuidar la embarcación. Ustedes, pueden pedirle
lodo lo que necesiten. Es h o m b r e de mucha imaginación.
Ustedes ya lo van a conocer. Les contará anécdotas, chis-
tes y les dirá todo lo que ha vivido en sus viajes ima-
ginarios".
—Y usted señorita, ¿en qué está pensando? Venga
por acá. Mire que a mí no me gustan las m u j e r e s tristes.
"Dios" hizo a la m u j e r p a r a alegrar la vida del hombre.
¿O nó es así, señor c u r a ? —dice el comerciante y se acer-
ca a Lucila — cariñosamente — estrechándola con su
brazo derecho, como si la amistad los uniera desde mu-
cho tiempo atrás.
—Mira hija. Toma ésta llave y abre aquel cajón. Saca
de él los vestidos que te cuadren— el comerciante, estira
el brazo con la llave a p r e t a d a entre el índice y el pulgar,
a p u n t a n d o directamente al corazón de Lucila. Lucila le-
vanta la cabeza, con aire de indiscutible orgullo.
—Así no va, señor. Le agradezco su generosidad. Pe
ro, no acepto su regalo. Prefiero mis chirapas, antes que
nadie se sienta con derecho de tocarme—.
—No es así, señorita. Usted se equivoca. Le he ofre-
cido la llave, porque no solamente ésto, se merece. Us-
ted es digna de ser esposa del h o m b r e más afortunado.
No sólo por su belleza, sino por todo lo que hay en usted,
por su personalidad que se distingue a la legua. No se
deje llevar por las penas. Usted puede y debe pisotearlas
— y el comerciante, refuerza su argumento, después de
analizar el a r r a n q u e sorprendente de los impulsos del ca-
rácter raro, de Lucila.
—¿Cuál es su nombre, señor? — interroga la m u j e r de
los ojos negros.
—Silvestre Moreno, señorita. A sus órdenes —respon-
de el comerciante y se siente favorecido con la sonrisa de
Lucila.
—¡Qué bonito su nombre, señor! ¡Gracias por sus pa-
labras! Como un recuerdo de lo que cree que valgo yo,
para usted ésto, señor —Lucila saca de su dedo mayor,

— 61 —
LUCIANO DURAN 150GER

una sortija de colmillo blanco de caimán, avanza sonrien-


te, hacia Silvestre Moreno. Toma la mano izquierda del
hombre, mira la sortija y mira los dedos, y, con suma deli-
cadeza, coloca el anillo en el dedo-corazón, del comer-
ciante.
—Bueno pues, Los negocios son los negocios. ¿Me
vende su caballo? —propone el sacerdote.
—No es caballo. Es un potro —Rómulo aclara la fi-
gura, temeroso de que la parte interesada, eche pie atrás.
—¿Un potro? — interroga el cura.
—Sí ilustrísimo. Un personaje como usted, debe mon-
tar lo mejor de lo mejor. Esta es la cabalgadura que se
merece su señoría —Rómulo, habla peyorativamente, tra-
tando de despertar mayor interés, en la venta de Lucero.
—A ver. Lo veremos. Ensíllelo. Quiero probarlo.
Lucila, se acerca al sacerdote, para decirle que tenga
mucho cuidado al montarlo. Pero Rómulo —rápidamen-
te— evita la intervención y desvía la atención del cura.
—Espere un momento. Venga para acá — y lo agarra
del brazo, lo conduce hacia donde se encuentra el animal.
El hombre de hábitos, no larga el maletín, conteniendo
las libras esterlinas. Sigue a Rómulo, con no poca ansiedad.
—Y bien señor. No perdamos tiempo. Primero la
bolsa y enseguida le entrego el potro, con freno, m o n t u r a
y espuelas. ¿Verdad que es un hermoso animal? —Rómu-
lo, utiliza, con énfasis, su lenguaje convincente.
—Es mío. Ni una palabra más. Aquí están su libras
esterlinas — el sacerdote, sin mayor trámite, entrega la
taleguilla a Rómulo. A éste le brillan los ojos y, después
de guardarlas cuidadosamente, se apresura a ensillar al
bruto. Sin largar la brida, le dice: "Se lo recomiendo, se-
ñor cura. Trátelo con cariño. Cabalgue, usted".
Lucero permanece quieto. No ofrece ninguna resis-
tencia.
—¿Y dígame. ¿No tiene mañas? —pregunta el nue-
vo propietario.
—Nada más que una: Relincha cada vez que mueren
los vientos del Oeste .. .

— 62 —
IiN LAS TIERRAS DE ENIN

—Ja! Ja! Ja! Ja! A usted no le faltan ocurrencias. De


modo que éste no calla ni sus propios pecados —dice el
sacerdote.
—Usted lo ha dicho, señor cura. Es un animal muy
franco. También es muy educado, porque cuando olí atea
a una yegua, pide permiso al jinete. Se para en dos patas.
Se lanza, coquetón y altanero. Y termina haciéndole el
amor. ¿Qué le parece, señor?
—Está bien, hombre. Esta bien —afirma el sacerdote.
—¡Listo!
Lucero, se queda plantado con la cabeza gacha. Cuan-
do el jinete talonea sobre sus hijares, rompe a galope ten-
dido y, como si fuese chúcaro, da un brinco y a r r o j a al
sacerdote que cae de cabeza, rompiéndose la nuca. Acto
seguido, la bestia le encaja coz sobre coz, relincha y bos-
tea sobre el cuerpo de su víctima.
—¡Auxílienlo! ¡El p o t r o lo va a matar! —Nicolás, gri-
ta despavoridamente.
Rómulo, corre y logra sacar al sacerdote de entre
las patas de la fiera que escapa furiosamente, abriéndose
paso, por la ruta que conduce a Tres Cruces.
—¡Está muerto! —Nicolás, con sobresalto, lo alza y
la cabeza cuelga descoyuntada, con una mueca horripi-
lante.
—¡Maldito animalj —Yo te advertí muchas vcccs que
terminaría dando fin con tu vida o con la de cualquier
otro. Y ahora ¿qué hacemos? —dice Nicolás a Rómuio.
—Sepultar al señor cura. ¿Qué otra cosa se puede
hacer? —responde Rómulo, como si nada hubiese su-
cedido.
La faena condicionada por la voluntad del comercian-
te que adquirió los otros caballos, para viajar con destino
a! pueblo, con gran pena, con todos los sentimientos de
pesar, queda postergada.
En la noche, se encienden muchas velas de esperma
y velan el cadáver del sacerdote. Al día siguiente, se lo
entierra sin cajón, sin responsos ni capilla ardiente.
—Tan bueno que era —el estribillo de siempre, no
se hace esperar.

— 63 —
LUCIANO DURAN 150GER

Designan a Elegante, para que pronuncie un discur-


so fúnebre. Acepta gustoso, pero en vez de un discurso,
escribe y pronuncia delante del cadáver, estos pensamien-
tos:
"No se quiere a la vida antes de haber sufrido.
" Los años pasan y el h o m b r e que envejece, sin
" darse cuenta del tiempo que ha vivido, es co-
" rao la arena inestable a la orilla del m a r o en
" la inmensidad de los desiertos. Todos los mucr-
" tos son felices, porque duermen para siempre".

—No sigas adelante, hermano. Es m e j o r el silencio —


dice Nicolás, sin disimular su contrariedad y desesperado
abatimiento, en esos instantes de inquietud conmovedora,
delante del cadáver del sacerdote. Se siente enfermo. Quie-
re encontrar algo que le devuelva la serenidad de su es-
píritu. Ha resuelto seguir viaje, p o r q u e el destino de Ró-
mulo, le preocupa y también el de sus otros hermanos,
que deben jugar un papel importante, en la aventura.
Agarra un p u ñ a d o de tierra y lo a r r o j a —el primero—
sobre el cuerpo inerte. Los demás acompañantes, hacen
lo propio. A ras de suelo, el cúmulo de tierra, va eleván-
dose visiblemente. Lo entierran. Silenciosamente se dis-
persa la comitiva.
Rómulo y Nicolás, caminan juntos. Van mirando al
suelo, como si los dos estuvieran m a r c h a n d o al patíbulo.
Al fin, rompen la campana cristalina del silencio.
—Déjamelo por mi cuenta. Mejor no pueden marchar
las cosas — piensa en las libras esterlinas —obsesiona-
damente— como si soñara en despierto, un sueño de las
mil y una noches. Tenemos dinero, más de lo necesario,
hasta para comprar la voluntad del Diablo. Tú no debes
preocuparte de nada. ¿Qué te pasa? Te veo muy triste.
Tú y Lucila, parece que fueran novios, condenados, ca-
mino al matadero. Debes estar tranquilo, hermano. Yo
me responsabilizo de todo. Debes saber, que los caballos
ya están vendidos al comerciante. Además, se ha com-
prometido llevarnos, sin cobrarnos ni un solo centavo,
en una de sus embarcaciones. Como ves, no se nos puede
presentar mejores condiciones. Todo está a pedir de boca.

— 64 —
IiN LAS TIERRAS DE ENIN

Como te digo, déjame m a n i o b r a r —Rómulo adquiere pres-


tancia y ánimo jubiloso.
—Así será, pues. La verdad, hermano, es que yo y
nuestros hermanos, estamos maniatados, encadenados a
tu voluntad caprichosa v o m n í m o d a . Te has erigido en
árbitro y dueño de nuestras vidas. Somos cómplices del
crimen y del robo. Tus manos están manchadas y con
ellas, nuestras propias manos. Si tú vas a la cárcel o al
banquillo del acusado, o al patíbulo, allí debemos estar
también, nosotros. ¿No es así? —expresa Nicolás, con
acento de amargura. Y como el pecador que —después
de confesar actos de flagrante inmoralidad— recibe la
absolución, recobra su espíritu, la vivacidad del alivio de
su m u n d o interior; el péndulo del mecanismo de su pe-
cho: su corazón, se mueve —tranquilamente— al compás
del optimismo que inspira u n a bella m a ñ a n a plena de sol.
Rómulo, despectivamente, levanta la mano, como si arro-
jase una cáscara de m a n d a r i n a , al aire, en circunstancias
de servirse las t a j a d a s agridulces. Mira y escucha a Ni-
colás, indiferentemente, y dice p a r a sí:
—¡Eres un pobre diablo!
—¿Y qué piensas hacer con Lucila? ¿La has hecho
ya tu m u j e r ? —Nicolás termina de f o r m u l a r las pregun-
tas y escucha y también escucha Rómulo, con voz clara
y resuelta.
—¡Soy vo la que resuelvo! Ni Rómulo, ni nadie tie-
nen que ver con mi propio destino. Ahora soy libre. Fe-
lizmente ha m u e r t o el que esclavizó mi niñez y mi juven-
tud. ¡Soy libre! ¡Libre como Lucero! ¡Pero no quiero re-
gresar al pueblo, porque allí me conocen. No quiero su-
frir la humillación que me impone mi pasado. Si no fuese
por eso, volvería a mi pueblo a u n q u e fuese a pie. ¿Y quién
sería capaz de a t a j a r m e ? ¡No soy m u j e r de Rómulo, ni
de nadie! ¡Pero el puñal ensangrentado de sus fechorías,
lo hago mío. Cargaré con él, hasta el final de este camino,
donde la Muerte va con nosotros, como la mascarita más
entusiasta, en un carnaval de Río Janeiro.
—¡Gracias Lucila! ¡Y perdóname! Desde este instan-
te, serás para nosotros, la m u j e r más querida y respeta-

— 65 —
LUCIANO DURAN 150GER

ble —dice Rómulo, actuando como si f u e r a el protagonis-


ta más fino y genial, en el escenario de la tragedia griega.
Lucila que m a r c h a detrás de Rómulo y de Nicolás,
atenta al diálogo —como resultado de un cambio rapidísi-
m o de escena— se ve acompañada en guardia de honor.
Pero la reconciliación no convence a Nicolás. Conoce
a Rómulo. Duda de sus palabras. Advierte que Lucila con-
fiere a Rómulo, una simpatía singular, inexplicable. Sabe
que toda m u j e r —como el ser m á s sensible— está siem-
pre sujeta a lo imprevisto. Y que, su psicología, ofrece
sorpresas inesperadas en el juego caprichoso de los sen-
timientos humanos. Nicolás, lo ve claro y a f i r m a en sus
adentros: la alternativa trunca de u n romance que puede
terminar en manos de Melpómene que viaja con ellos,
desde el comienzo del camino, p o r el que se va para no
volver nunca, j a m á s . . .

— 66 —
Ensillan los caballos y cabalga el comerciante, es de-
cir: Silvestre Moreno y sus asalariados. El Poeta, esto es:
el piloto de la embarcación, los despide sin emoción, ha-
ciendo protestas de su lealtad a los intereses del nego-
ciante acaudalado. Pero la verdad es otra . . .
Rómulo, soba con fruición sus bigotes hirsutos y ob^
serva, con sonrisa maquiavélica, al p e r s o n a j e que queda
al cuidado del barco, liviano ya, con ansiedad de fuga . . .
Corre el tiempo y el sol de mediodía, repliega las
sombras de los cuerpos de los transeúntes de la playa, al
límite mínimo, como si se moviesen pisando tortugas noc-
turnas de benianas lejanías . ..
—¡Amalaya! — alguien dice.
El tema dominante de la conversación colectiva, dis-
curre con mucha animación, sobre el atractivo de los ca-
jones que contienen libras esterlinas, b a j o sellos de plomo,
que f u e r o n colocados y a m a r r a d o s sobre los lomos de un
caballo, con la atenta vigilancia de su propietario Silvestre
Moreno, provisto de dos revólveres y un cinto contornea-
do de proyectiles de grueso calibre.

El h a m b r e conspira con los intestinos.


Nadie está libre
de la Selva
y de la sangre . . .

Piensa el Poeta. Mira al río. Mira al barco y lo en-


cuentra vacío, vacío como el corazón del comerciante.

— 67 —
LUCIANO DURAN 150GER

Después, sus ojos se encuentran con los ojos de Elegante


Y fluye en ambos una corriente de simpatía.
Rómulo llama a Lucila, con un tono que denota dis
tinción y afecto, claro está: hipócritamente. Pero Lucila
no le hace caso.
—¡Señorita! —grita Rómulo— Dígale a su amigo el
Poeta, que está invitado a almorzar con nosotros —mira
a la muchacha y le sonríe, despectivamente, y, entredien-
tes, pronuncia una f r a s e hiriente contra la persona aludida.
—Así será señor. Pero ¿a qué almuerzo se refiere
usted? Si las a l f o r j a s están casi vacías —Lucila, lo mira
con expresión de reproche y, a renglón seguido, le espeta
esta observación sentenciosa:
—Al Poeta, no se debe herirlo con bromas. Usted no
puede humillarlo, así porque sí, como acostumbra hu-
millar al común de la gente. ¿No es cierto don Nicolás?
— y se dirige a la persona que le profesa estimación res-
petuosa. Se coloca al lado de Elegante.
—El qué comer, está listo señorita —saca de las al-
f o r j a s todo lo necesario y tiende la "mesa" sobre el cuero
de tigre— Rómulo, habla no en tono cordial, sino impar-
tiendo una orden.
Lucila queda desarmada. Baja la cabeza por su inter-
vención fuera de lugar. Se siente menospreciada. Su her-
mosa cabellera negra, ondeante y p e r f u m a d a , le cubre la
cara. Se encamina hacia el Poeta. Y, con pocas palabras,
trasmite el encargo.
—Señorita, aquí está la llave que el señor comercian-
te, me ha dejado para que se la entregue. Haga favor de
cambiarse ropa. ¡Yo le agradezco a don Rómulo su invi-
tación! ¡Voy enseguida! — habla el Poeta, en voz alta.
Después de entregar la llave a Lucila, se encamina al lu-
gar donde el cuero de tigre está extendido, luciendo los
magros comestibles del almuerzo, que ha sido p r e p a r a d o
con la participación de los hermanos de Rómulo.
—Amigo Poeta, usted es mi invitado de honor. Lás-
tima que este almuerzo sea a secas, porque no se puede
brindar con el agua del río, porque está muy turbia. ¿Y
usted sabe que . . . —Rómulo, con machetazo de brusco
silencio infla sus carrillos. Dio a su voz un registro de

— 68 —
IiNLAS TIERRAS DE E N I N

b a j o y terminó modulando una tos sareástiea. Observa al


Poeta, desde los pies hacia la cabeza. Y, a la distancia,
se encuentra, frente a frente, con la fresca y alucinante
plástica de la imagen de Lucila. Está desnudándose.
—No es problema, don Rómulo. La bebida y las con-
servas corren por mi cuenta— El Poeta se encamina con
r u m b o a la embarcación.
Lucila, como si estuviese ante la presencia de otra
m u j e r , sigue tranquila. Acaricia el torrente de su cabelle-
ra negra. Y, en ese instante, la morena redondez de sus
pechos juveniles, hace impacto en las retinas del Poeta.
—Disculpe usted— da la espalda a la joven que no
responde a la discreta excusa. Se agacha y extrae de unos
cajones, media docena de botellas, con etiquetas de visto-
sos colores, con marcas de fabricación industrial de ul-
tramar.
Lucila ha terminado de vestirse. Con la p u n t a de su
lengua, humedece la yema del dedo-corazón de su mano
derecha, y, con suavidad artística, encrespa las sedeñas
pestañas de sus bellos ojos. Mira al Poeta como si f u e r a
un niño.
—Vamos, amigo —lo toma del brazo, con cariño. Lo
induce a c a m i n a r hacia el grupo de los hermanos que ro-
dean el cuero de tigre.
—He olvidado las conservas. Le ruego que me espe*
re —se desprende de Lucila y vuelve a la nave. Extrae
varias latas, unas planas y otras de f o r m a cilindrica. Luci-
la ayuda a transportarlas. Caminan juntos. Ella está res-
plandeciente. El vestido nuevo, color de p ú r p u r a encen-
dido, ha enmarcado el p o r t e estatuario de su juventud
floreciente de encantos.
—Usted parece u n a herida que sangra — le dice con
emoción inequívoca e impresionado súbitamente.
—Prefiero que no diga nada de mí. Hable usted de
las cosas de la vida. ¿Qué cosa ha dicho? Repita por fa-
vor. —Lucila, al medir la hondura de la frase, se estre-
mece. Y al m i r a r los ojos del Poeta, cree adivinar un dra-
mático mensaje. Se sobrecoge y vibra su sistema nervio-
so, e insinúa nuevamente. Se le nublan los ojos, sacude
su cabeza y la placa del recuerdo le hace ver a Lucero que

— 69 —
LUCIANO DURAN IJOGER

trota con r u m b o al ocaso. Da un paso más y deja caer los


tarros de conserva que lastiman sus pies. Busca protec-
ción. Estrecha su cuerpo con el cuerpo del Poeta. Y pal-
pita su corazón aceleradamente.
—No se qué me pasa. Me falta aire. Agárreme, que
me caigo.
El Poeta la sostiene. Lucila se ha puesto pálida. Pa-
san algunos minutos. La muchacha recobra su estado nor-
mal. Recogen las latas de conservas y se encaminan con
dirección al lugar donde se encuentra el c o n j u n t o de los
hermanos hambrientos.
Rómulo contempla a Lucila con o j o de enamorado
satisfecho. Está sentado sobre el tronco de u n árbol seco.
Se levanta, movido maquinalmente. Se r e p r i m e y contro-
la su impulso. Desvía la trayectoria de sus pasos y se
dirige a dar encuentro al Poeta. Le pide que le alcance
parte del cargamento. "Con todo esto, la verdad es que
nos vamos a servir u n banquete. Para eso tenemos dine-
ro. Pagaremos al señor comerciante, todo lo que vamos
a comer y beber" —dice Rómulo con énfasis. "Esto es
parte de lo que yo puedo contribuir. Usted sabe que cuan-
do los hombres simpatizan, todo lo demás no vale lo que
vale la amistad" —el Poeta, deposita las botellas sobre
el cuero de tigre.
—Lucila, esto es p a r a usted— saca de su bolsillo,
una pequeña c a j a de cartón, conteniendo un hermoso co-
llar de perlas. El Poeta se aproxima a ella y con sorpresa
de los circunstantes, coloca la joya sobre el cuello contor-
neado por el vestido rojo.
—¡Gracias amigo! Lo usaré hasta mi muerte.
—Pero ¿por qué le gusta pronunciar esa palabra, tan...
—Tan hermosa, dirá usted.
—Yo la detesto, por eso evito pronunciarla.
—La Muerte, para mí no es aquello que hemos pre-
senciado hoy día, al e n t e r r a r al sacerdote, La muerte es
más que todo eso. Yo no sé. No puedo explicarme. Mi
ignorancia, no me permite hacerlo. Pero, para mí la muer-
te tiene todo el encanto de aquello que la vida no puede
ofrecernos. Todo lo que nos fue negado por las manos
del hombre, egoísta y mezquino en su pequeñez de gusano

— 70 —
IiNLAS TIERRAS DE E N I N

que se arrastra, enlodado, por los caminos de la envidia,


del odio, del crimen, de la barbarie y. de la injusticia hu-
manas, de la lucha del h o m b r e contra el h o m b r e —Lucila
goza con el eco de sus palabras, con la resonancia íntima
de su condición de ser que puede emitir aquella melodía
que brota de sus labios.
Rómulo y sus h e r m a n o s el "Doctor" y "Elegante", se
han quedado perplejos ante los conceptos filosóficos que
acaban de escuchar. Rómulo —despectivo— no da pábulo
a lo dicho p o r la muchacha. La considera loca. Fija su
atención a todas las atenciones que el Poeta viene pres-
tando a Lucila. Está celoso. Y en esos instantes, pasa la
palma de su mano derecha, sobre el acero tibio de la em-
p u ñ a d u r a del puñal que cuelga de su cinto. Lucila lo mi-
ra con fijeza y reconviene, enérgicamente, la vileza del
intento. Con rapidez, cambia la m i r a d a p o r otra, llena de
ternura. Rómulo, le sonríe y le agradece con sus ojos, la
preocupación que le concede la muchacha.
—A comer se dijo. Salud, señores — el Poeta levanta
su copa, dirigiéndose en p r i m e r término a Rómulo y se-
guidamente a Lucila.
¡Salud!
¡Salud!
Los brindis se suceden unos tras otros. Lucila no
bebe. Todos están pendientes de las palabras de ella. El
Poeta, sin decir nada a nadie, se levanta y se dirige a la
embarcación. Regresa de allí, trayendo entre sus brazos
un bulto extraño, envuelto por una bolsa enorme de paño
negro.
—Señores, les voy a dar una sorpresa. Voy a presen-
tarles la octava maravilla del mundo. Les ruego sí, tapar-
se los ojos.
Todos se cubren con sus manos, obedientes a lo pro-
puesto. Rápidamente, quita la bolsa y un enorme embudo
acústico, apunta con su bocaza, al grupo de los que están
allí presentes. El fonógrafo marca "Victor", comienza a
funcionar.
—¡Bravo! ¡Bravo! — i r r u m p e n todos. Se escucha un
vals célebre que ellos no saben si es de Metra o del gran
compositor austríaco Juan Strauss.

— 71 —
LUCIANO DURAN IJOGER

Lucila se aleja del conjunto, en circunstancias de que


la especial iva mayoritaria, había configurado un señuelo
anhelante, alrededor de su persona. Nadie se atreve a
lanzar a viva voz la insinuación respectiva. Comprenden
que la muchacha, al alejarse, está rehuyendo la posibili-
dad de danzar con ellos.
—¡Lucila! —Rómulo rompe la armonía.
—¡Déjala! ¡No la molestes! —Nicolás se pone de pie.
Está resuelto a medirse con su hermano.

— 72 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

—¡Cuidado Nicolás! No se meta usted en cosas que


son de mi pertenencia exclusiva —replica Rómulo. Se po-
ne de pie como esperando el desafío.
—¡Respeta a la m u j e r que no te pertenece! —Nicolás
se dirige a Rómulo, con voz enérgica y en actitud des-
afiante.
—¡Malditas sean las mujeres! Donde hay una muier,
está presente el Diablo. ¿Vamos a pelear entre hermanos,
por culpa de una m u j e r ? No! ¡No! No vas a ser tú —re-
fiérese a Lucila— ni ninguna otra, la que destruya mis
planes. ¡Se las regalo! ¡El que quiera cargar con ella, ahí
la tiene! —Argumenta Rómulo, echándoles a todos una
mirada de tigre rabioso.
—Se las regalo. ¡Qué bonita frase, don Rómulo! Pero
usted se equivoca, Yo no soy como este collar, ni soy na-
da de lo que sus manos pueden agarrar y tocar, nada que
pueda usted c o m p r a r con sus libras esterlinas. Así que, el
collar —arranca la joya b r ú s c a m e n t e — y este vestido, no
valen nada para mí —Lucila, violentamente se desviste.
Arroja el collar y el t r a j e color p ú r p u r a , sobre la cara de
Rómulo. Desnuda, completamente desnuda, tranquila, se
dirige a la nave. Llega a ella y recoge de la proa, su bata
chirapuda y, de frente, ante los ojos de los espectadores,
se la coloca. Se sienta al borde de la embarcación. Da la
espalda a los curiosos y ve llegar el carro azul de las es-
trellas de aquella noche: templo solemne de alucinación
y de poesía.

El Poeta y Rómulo, charlan —animosamente, hasta


horas avanzadas. Rómulo, despliega sus argucias. Va en-
volviendo al piloto en la red de sus planes, entretejida
con los dedos de la mala fe. La embarcación, está ya en
sus manos. No necesita eliminar la vida del cuidante o
empleado del comerciante, porque éste está s u j e t o a su
voluntad.
—Esto merece un trago. Así que usted, desde este
instante, ha dejado de ser un explotado por el señor Sil-
— 73 —
LUCIANO DURAN IJOGER

vestre Moreno. Usted como comandante o capitán de la


embarcación, nos llevará hasta donde debemos plantar las
bases de nuestra gran empresa. Usted será socio de ella.
A partir de utilidades —expresa Rómulo y estrecha al
Poeta. Lo abraza con júbilo.
—¿Qué ira a decir el dueño, no? Imagínese el chasco
que se va a llevar, cuando al regresar a este puerto, no
nos encuentre — y el piloto, siente un remordimiento al
considerar que está por cometer un acto delictuoso, con
el que su reputación de hombre honrado, caerá por el
suelo.
—¿Qué le importa a usted. Acaso no sabe que el co-
merciante, ha despellejado con su habilidad a otros ton-
tos que creyeron en la buena ley de sus negocios? Lo que
viene por agua por agua se va —Rómulo invita al Poeta,
u n trago de fino coñac.
Beben y beben. Pasa el tiempo. Ambos están ebrios
y terminan buscando sus camas, es decir el sitio corres-
pondiente y se acuestan. Son pocas las horas que apro-
vechan para reposar.
Nicolás ha seguido hilo tras hilo, cogiendo el ovillo
del engaño, con que su h e r m a n o Rómulo ha enredado al
empleado del comerciante. Está conforme —mal de su
agrado— con el proceder y la estratagema con que po-
drán proseguir viaje.
—El fin justifica los medios —Nicolás escucha que
su conciencia, como una piedra bruta, ha caído al pozo
profundo de la absoluta inmoralidad, relacionada con las
condiciones de trabajo, de producción y distribución, ca-
racterísticas de la época.

— 74 —
Rómulo está en estado de sopor p r o f u n d o . La má-
quina fotográfica de su conciencia está hecha pedazos.
Sus brazos golpetean alrededor de su cuerpo que suda
frío, como si estuviese moribundo. Los restos de los co-
mestibles que se sirvieron, sobre el cuero de tigre, son
desparramados, con los movimientos bruscos de las ma-
nos insensibles. Su vientre está hinchado como el de una
m u j e r preñada. El s u d o r copioso que baña sus axilas y
sus m i e m b r o s genitales, despiden u n hedor nauseabundo.
Su estatura mediana, está esbozada —cabalísticamente—
sobre el m a r c o suave y lustroso de la piel de tigre. Cosa
curiosa: Un ave nocturna y con sus ojos brillantes de
redondez agorera, se posa a corta distancia del cuerpo
de Rómulo. Lo está velando. Sus ojos abiertos, a l u m b r a n
los ojos cerrados de Rómulo. Las manos, los brazos, es-
tán —completamente— quietos, insensibles, como si to-
dos estuviesen muertos, a la luz de los brillantes faroles,
b a j o los dos penachos de plumas alzadas. El cuadro es
espeluznante. No existe comparación alguna. Ni en los
trágicos círculos del Dante, se puede encontrar el símil
del cuadro, en que a veces los ojos del ave, son soles
agónicos y estrellas fulgentes que nacen. Y el cuerpo de
Rómulo, asqueroso, está ahí delatando la p o d r e d u m b r e de
la materia del hombre, en constante proceso de trans-
formación, de nacimiento, crecimiento y muerte, sobre la
tierra, de la cual es parte integral del cosmo. Su boca
babeante. Hinchada la panza. Pelados los dientes, con mue-
ca macabra. Exhibe todo aquello que lleva muy oculto,

— 75 —
LUCIANO DURAN IJOGER

muy adentro: la danza triunfal de los gusanos. Y el con-


torno de tintas oscuras, de carbones muy negros, lo for-
man los otros que duermen. Nicolás está próximo a los
pies de su hermano Rómulo, que es figura central. Elegan-
te, se perfila igual que un delgado minutero. Los otros,
nada más que masa amorfa de un montón o fosa común.
Más allá, apenas se adivina el cuerpo de la m u j e r so-
litaria. No duerme. Sus ojos están abiertos y contrastan
con la luz misteriosa de los ojos del ave nocturna. Inter-
mitentemente, se pone de pie, Camina. Va y vuelve. Se
sienta. Se acuesta. Toda ella es un hálito. Es sueño sin
sueño. Es alma de almas. Parece una s o m b r a de roca,
cortada a cincel, por las manos de un genio, por ejemplo:
las de un Miguel Angel.
Se trata de Lucila.
Le duele el cerebro. Se toca la nuca. Suspira. Las do-
lorosas impresiones que desde su niñez, hasta su adoles-
cencia, tallaron sobre la m a d e r a de su finísima sensibi-
lidad, son en esos instantes: visiones fantasmagóricas que
no dejan que se cierren sus ojos. Todo le duele. Le duele
la vida. Le duele el p r o f u n d o vacío que existe en su pecho.
Le duele el pensar que tuvo u n a madre, p o r q u e sabe que
todo ser vivo es producto de entraña maternal. Pero no
sabe cómo fue su madre y qué rasgos tenía su cara.
Le duele saber que no puede querer a los h o m b r e s
y que tiene un cerebro que piensa. Quiere llorar y no
puede.
Elegante, que se negó a beber, tampoco duerme.
Desde el comienzo de la farra, simuló tener mucho sueño
y estar completamente apaleado por el cansancio del via-
je. No ha dormido. Se acostó bien temprano, excusándose
—ante todos— con mucha educación. No ha pegado ojo.
La inquietud del retorno, su indecisión para tomar ese
camino, las angustias, las miserias, la impunidad del cri-
men que observó y constató en el ambiente p a u p é r r i m o
de Tres Cruces, como manos de acero, le han apeñusca-
do —brutalmente— el corazón. Además, la luminosa pre-
sencia y la suerte —así la considera— de Lucila, han avi-
vado los resortes de su sensibilidad. Siente la (Vagancia de
la abierta rosa de su juventud femenina. La espía y obser-

— 76 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

va, con suma detención. Entre eso y ésto, la u r d i m b r e


de la negra araña de las horas de la Noche, redondean la
abstracta impresión de! Tiempo, donde toda idea de "Dios"
se hace pedazos y se diluye en el espacio universal. Echa-
do de bruces, como si fuera un detective, aguza su sentido
de observación. Su aguda penetración filosófica, está ten-
sa. No se le escapa nada, ni un solo detalle. Los palabras
de su h e r m a n o Rómulo —las está escuchando— tienen el
timbre, el acento grave de todas las grandes campanas del
m u n d o . Piensa en Rómulo. Lo detesta, porque lo conside-
ra un h o m b r e sin ninguna moral. Por otro lado, lo admi-
ra, ve en él —al cazador de tigres— al hombre valiente
que no tiene miedo a la muerte.
Elegante, después de bosquejar el retrato vivo de su
h e r m a n o Rómulo, fija su atención en el piloto o Poeta.
Lo estudia. Considera que es un ser muy generoso, un su-
jeto desprovisto del sentimiento de la envidia, un hombre
muy inteligente, imaginativo. Pero —advierte— que la
parte flaca de su espíritu lo convierte en un m u ñ e c o de
trapo, en un títere manejable por los hilos y las manos
de cualquier influencia amistosa.
Seguidamente, Elegante fija su observación, acuciosa,
en el ave nocturna que está a pocos pasos de distancia
de él, como si estuviese velando a su h e r m a n o Rómulo
Lo contempla con fascinación y con estremecimiento ex-
traño. Le parece que los secretos de ultratumba, estuvie-
sen brillando en sus ojos alucinantes. Para no espantarlo,
se ve obligado a arrastrarse, lenta y suavemente, trazando
una línea curva, r u m b o al lugar donde se encuentra Lu-
cila.
—¿Quién es? •—-exclama Lucila, ai percatarse que al-
guien llega hasta ella, subrepticia y cautelosamente.
—Soy yo, Lucila —responde Elegante, pronunciando
las palabras a la sordina.
—¡Y quién es yo! —prende rápidamente u n fósforo.
Reconoce a Elegante. Serénase. Callada, permite que se
acerque. Apremia en ella el deseo de tener a su lado al-
guien que la acompañe, para poder dialogar, para disipar
la angustia del insomnio.
-—Me preocupa tu soledad.

— 77 —
LUCIANO DURAN IJOGER

—La soledad es mi hermana. Es mi mejor compañe-


ra y confidente. No cuenta nada a nadie de lo que yo
le digo.
—Estás enferma Lucila. Las crisis nerviosas que apa-
lean tu tranquilidad, te van a matar. Necesitas cambiar
de ambiente. Busca un compañero con quien compartir
tus alegrías y tus penas.
—¿Alegrías? No las tuve nunca. Las penas, estas sí,
siempre estuvieron c h u p á n d o m e la sangre, como las pul-
gas de los perros vagabundos. Me he acostumbrado tanto
a ellas, que ni el dolor de vivir en este mundo, puede
ahuyentarlas. ¿Un compañero? Ya lo tengo. . . Sea por ca-
pricho o porque el destino así lo impone, seguiré por ese
camino, al lado del hombre que me apasiona, por lo que
hay en él, tan metido en lo más hondo de su ser, como
las raíces de los árboles gigantescos de la selva.
—Lucila, puedes explicarme ¿por qué te has desnuda-
do delante de todos nosotros, con la naturalidad y la fres-
cura que lindan con el desequilibrio, propio de una perso-
n a que está loca?
—Porque solamente así se puede derrotar a los hom-
bres. Enseñándoles aquello que desean y que no pueden
poseer. —Lucila, enciende otro palillo extraído de su fos-
forera, tallada, de madera fina y, en vez de alumbrar —
primeramente— la simpática cara de Elegante, como si
invocase a su sueño ido, contempla la llama, eleva la mi-
rada, lo busca en las tinieblas, pero, no ve nada. Enton-
ces, Lucila y Elegante, escuchan que alguien camina. Los
dos se miran. Lucen y chocan sus miradas. La candela se
apaga. Lucila, no siente miedo, sin embargo, aproxima su
cuerpo, más y más, al cuerpo de Elegante. Roza su cara
sobre el h o m b r o de su amigo. Ambos escuchan: lejos, muy
lejos, un tiro. Lucila se estremece. Y la aspiración lenta y
prolongada del suspiro, como un niño que busca su ali-
mento, hace temblar sus pechos. Cierra los ojos. Mira
hacia adentro. Su corazón vigila, acecha los sentimientos,
como si no quisiera que nazca la criatura del germen ocul-
to, que es ternura y es cariño.
—Desnuda. Nosotros. Natural. Frescura. Desequili-
brio. Loca. —Estas palabras, vuelven a sonar en su mente.

— 78 —
EN I-AS TIERRAS DE ENIN

—Lucila, abre los ojos. Cree ver la luz del día. Sueña, pe-
ro está despierta. Agarra la mano de Elegante. Ha pro-
nunciado las palabras troncales de la interrogante que
brotó con franqueza, de los labios del hermano de Ró-
mulo, que lo tiene prisionero, a su lado.
—¡Si. Y bien desnuda! ¿Acaso mi cuerpo tiene llagas
que sangran? —Lucila, ríe desaforadamente. Se apega
más al cuerpo de Elegante. Se estrecha más y más. Y el
h e r m a n o de Rómulo, aprovecha del instante. La abraza.
Están recostados sobre el espacio —en ángulo abierto—
de la proa de la nave. Se produce un suave movimiento.
—Así me vieron tus hermanos. Me viste tú. ¿No es
verdad que mi cuerpo, es igual al cuerpo de todas las mu-
jeres? M u j e r al fin, dueña y completa participación de los
derechos de ustedes los hombres, copartícipe de los co-
nocimientos y deberes de ustedes. ¡Desnuda, sí! ¡Sexo per-
fecto, menos fuerte que el de ustedes! ¡Debilidad desnuda
que puede ir tan lejos, por este mismo camino, p o r donde
deben ir ustedes! ¿No es así? ¡Sí. Y bien desnuda!
Elegante se ha q u e d a d o perplejo, al escucharla. Se
siente desarmado. No sabe si delira la m u j e r que está a
su lado, en plena oscuridad. Es congruente, todo lo que
escucha. Pero, en su mente, se t r a m a una lucha. Pelea lo
abstracto y lo concreto. Encuentra imágenes que se pro-
yectan como en un borroso espejo cubierto de h u m e d a d .
Duda. Estrecha más y más, el cuerpo de Lucila. Ella rehu-
ye, sin d e j a r de sentir, p o r eso, la grata comodidad para
su cuerpo y el contento que le proporciona la compañía
del cuerpo de su amigo.
—Nosotros —Lucila prosigue deshebrando. En apre-
tada síntesis, discurre. Su discurso es elegante. Desarro-
lla el tema que abarca la pluralidad del contenido esencial
que representan los h e r m a n o s de Rómulo, éste y el Poeta,
mejor dicho: se refiere a los siete transeúntes que duer-
men en aquella playa.
—Natural. Frescura. Desequilibrio —con s u m a habi-
lidad, critica y analiza con elegancia p a r a d o j a l , los con-
ceptos que entrañan, para ella, cada término o vocablo.
Intcncionalmente, los subraya con el énfasis de su YO/
perfumada, con ansiedad de besos. Luego, proyecta un

— 79 —
LUCIANO DURAN IJOGER

ángulo de incidencia con el tema que le preocupó desde su


adolescencia. Lo hace con admiración próxima al limite
de la sensibilidad estética, más pura, más limpia, plena
de belleza universal, con el espíritu apolíneo, con su sen-
tir sobre la dualidad de los sexos, con la cual —ella lo
sabe, c o m o cualesquiera otra m u j e r — se engendra la vi-
da, entre el p e r p e t u o torbellino de las luchas intermina-
bles, en el escenario sangriento de la historia: mezcla de
vino y lágrima . . . t r a b a j o , s u d o r y sangre . . .
Lucila, suspira p r o f u n d a m e n t e . Piensa que su cerebro
se ha congelado y que está más f r í o que u n t é m p a n o de
hielo. Su espíritu rebasa — c o m o la corriente de un río—
las orillas de la serenidad y de la lógica. Su voluntad cali
b r a —contradictoriamente— lo que hace y lo que deberá
hacer m a ñ a n a .
—Tú eres u n a m u j e r muy r a r a . ¡Lucila! No sé lo que
debo decir c u a n d o te escucho. Es cierto que no te veo,
sin embargo, no sé . . . Elegante, después de los puntos
suspensivos de su silencio, reanímase y prosigue.
—Tus p a l a b r a s suenan con u n algo de misterio. Ad-
m i r o tu inteligencia. Cuando hablas, me imagino que estov
escuchando a las m u j e r e s m á s célebres del m u n d o . Todo lo
que m e has dicho, hasta este m o m e n t o , tiene sabor a
música . . .
—¡Gracias! Te ruego que le vayas. Quiero d o r m i r si-
quiera unos minutos, p o r q u e sinó voy a t e r m i n a r gritan-
do —Lucila está q u e m a d a por dentro. La falta de sueño
ha crispado su sistema nervioso.
Elegante, vuelve —cautelosamente— al lugar donde
se encuentra el c o n j u n t o de los que d u e r m e n y advierte
que el p a j a r r a c o malagüero ha desaparecido entre las bru-
mas de la h o r a indefinida.

Con el silencio y la quietud de las cosas, la perma-


nencia de los que tienen los ojos cerrados, es apenas una
visión intuitiva para Lucila y Elegante que, al separarse,
se estrecharon las manos, como si —al hacerlo— hubiesen

— 80 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

pactado un compromiso serio. Lucila, b o r r a de su mente


las imágenes del diálogo. Baja de la proa del barco y sobre
un m o n t ó n de lona vieja, se acurruca. Anestesiada con el
cansancio producido por la falta de sueño, su cabellera,
le sirve —en parte— de suave almohada. Aspira el eflu-
vio que e m a n a de ella, y, al cerrarse automáticamente sus
párpados, escapa de la dura realidad que la rodea.
Del fondo de la embarcación, un escorpión rojo, sube
por una de sus piernas. Para la cola y prosigue su camina-
ta, hasta colocarse sobre su cuello. Después de algunos
minutos, se escurre —suavemente— para clavar su agui-
jón. Se pasea sobre los pechos —semidesnudos— de Lu-
cila y vuelve, el arácnido, a su escondite.

Uno tras otro, despiertan atolondrados por el efecto


de la borrachera. Rómulo, es el primero en levantarse.
Evidencia si las taleguillas que contienen las libras ester-
linas, están o no en sus bolsillos. Siente un deseo de con-
tarlas, pero se abstiene, temeroso de ser visto.
La playa va desapareciendo con el avance de las aguas.
El barco se balancea, a c u n a n d o el cuerpo de Lucila. To-
dos despiertan y b a j o la voz de m a n d o de Rómulo; ocu-
pan su respectivo lugar en la nave a remo, que comienza
a navegar aguas a b a j o . Navegan y navegan. Transcurren
los días y las noches. La monotonía del viaje tiene un rit-
mo monocorde que m a r c a el r e m a r uniforme.
Hasta que un día, después de cuatro lunas, por indi-
cación expresa de Rómulo, encostan o desembarcan en un
lugar donde un afluente del caudaloso río que al echar sus
aguas al Océano, acoge, en una de sus riberas, un empo-
brecido rancherío de campesinos.

— 81 —
—Aquí mando yo. El que quiera puede quedarse. Tra-
b a j o no faltará —dice Rómulo. Sube al promontorio. En
la m e j o r de las casuchas que han sido construidas por los
nativos, levanta su tienda. Su escopeta bien limpia, la co-
loca sobre el cuero de tigre. Sobre ellos, está el máximo
objetivo del símbolo de su valor y de su temple.
Después del primer mes de permanencia, su iniciativa
de individuo explotador, va conjuncionando en un solo
haz de voluntades a las familias de campesinos de ese
lugar. Poco a poco se impone como "señor" y patrón. Su
carácter despótico no lo disimula.
Nicolás está aburrido con la insolencia y los desplan-
tes del propietario de las libras esterlinas y, en la primera
embarcación que pasa por allí, se suma a los tripulantes.
Sin despedirse, se aleja de la vista de Rómulo, con un
sentimiento de encono que tiene crispación de uñas de
felino.
Rómulo tiene un sentido de ahorro, muy exagerado
que linda con la avaricia. No arroja, ni desperdicia abso-
lutamente nada. Un botón, un clavo, cualquier cosa, tiene
para él, su valor de uso. La usura y el chalaneo, es su
norma. Los que llegan a La Loma, son despellejados por
la vivacidad y el espíritu fenicio del fino y hábil co-
merciante.
—Ya sabes. A La Loma, no sube nadie. El que quie-
ra encostar, que encoste. Pero todos deben permanecer
dentro de su propia embarcación. Más acá de la tranque-
ra del puente, nadie avanza. A los que acaban de llegar,

— 82 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

puedes venderles lo que quieran. A mí nadie me busca ni


me ve. Aprende a vender lo más caro posible y a c o m p r a r
las cosas al precio más b a r a t o —instruye Rómulo a Da-
niel Canelas que lo rebautiza con el sobrenombre de Can-
ciller.
Daniel Canelas o Canciller, es un sujeto de estatura
mediana. Temperamento apacible; bonachón y comedido;
es optimista y con su filosofía de campesino que sabe leer
y escribir correctamente, a f i r m a que no hay problema sin

— 83 —
LUCIANO DURAN IJOGER

solución. Considera que todo mal tiene remedio y que


las dificultades se vencen, si se actúa con entusiasmo y
buena voluntad. Vive en La Loma, hace muchos años; es
amigo de sus habitantes que le profesan estimación; cono-
ce a todos y sabe cuáles son las debilidades de cada uno.
Rómulo está contento en su residencia. Se mira en
un espejo de cuerpo entero que compró a un comerciante.
Se contempla como un Adonis en la luna cristalina de la
fuente. Se ve hermoso.
—Mi juventud, mi coraje y mi inteligencia, valen más
que las libras esterlinas — piensa Rómulo. Maquinalmen-
te, impulsado por una fuerza interior incontrolable, ca-
mina hacia un baúl. Con una llave de f u e r t e acero, abre
la chapa y levanta la tapa del arca de madera fina. Extrae
las bolsas que contienen las bellas monedas de oro. Las
desparrama sobre su cama. Juega con ellas, como si fue-
ra un niño. Le brillan los ojos de alegría. Siente que la
ambición de ser rico y poderoso, cosquillea en su corazón.
—Ya está listo todo señor. He c o m p r a d o azúcar, sal,
charque gordo, plátanos, yuca, tocuyo, lienzo, clavos, hilo,
agujas, conservas, licores, para usted señor. Y también
alcohol para vender a los peones; herramientas, las nece-
sarias para hacer chalupas y batelones. Uno de los dueños
<le las embarcaciones, me dijo que lo invitara a usted a
jugar una partida de poker o a los dados — informa Can-
ciller.
—¿A jugar? ¿Para qué? Yo ¡10 creo en el azar ni en
la buena suerte. Yo creo y tengo fe en lo que hacen las
manos y los brazos de la gente que t r a b a j a . Anda diles que
les agradezco su invitación. Y que pueden jugar en sus
embarcaciones, hasta despellejarse. Que beban, que hagan
lo que quieran, pero aquí en La Loma, aquí en mi casa:
nada. Ya sabes —sentencia Rómulo.
Amontona sus libras y las guarda, sintiendo íntima
fruición. Con la llave hace funcionar el mecanismo de se-
guridad de su enorme cofre de madera.
Canciller se encamina al puente de madera, parsimo-
niosamente; aproxímase a los comerciantes que están ju-
gando a los dados. Uno de ellos es propietario de un bar-
co a remo, repleto de mercaderías de ultramar. Los dados

— 84 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

y las apuestas, ruedan y redóblanse con sumas de mone-


das de plata y de oro.
—Señores, dice el patrón que lo disculpen. Pero no
vendrá p o i q u e no quiere jugar.
—No juega porque la avaricia lo domina y controla
hasta lo que come —replica uno de los jugadores.
—¿Así que no podemos subir a La Loma? —pregunta
el otro comerciante. Detiene el m a n e j o del cubilete. Mira
f i j a m e n t e a Canciller.
—No. Está prohibido señor. El patrón no quiere ha-
blar con nadie. Habla no más con su espejo y conmigo
cuando me necesita.
—¿Y si nosotros subimos y lo visitamos?
—No señor. Puede matarlos. No hace m u c h o —Canci-
ller no termina la frase. Recuerda el crimen perpetrado
en la persona de un pasajero que tuvo la osadía de subir
a La Loma p a r a entrevistarlo. Lo recibió a tiros. Su cadá-
ver fue echado al río, teniendo la sangre caliente.
—Este . . . el patrón no quiere saber nada del mundo.
Así lo ha dicho. Estamos j u n t a n d o todo el material nece-
sario p a r a construir su casa de dos pisos. Es un h o m b r e
f u e r t e y nadie lo gana a cazar en el bosque. Tiene mucha
suerte. El otro día cazó una tigresa parida. Y está criando
su tigresillo. Juega con él. Con su revólver caza al vuelo
colibríes. Si lo vieran ustedes cómo nada de ligero. Cuan-
do no hay pasajeros, cruza el río y zambulle como un pez.
Y también es un h o m b r e que lee mucho. Los echó de La
Loma a todos sus hermanos que se f u e r o n uno tras u n o
•—Canciller vuelve a callarse. Da la espalda a los jugadores
y desaparece entre el boscaje de los n a r a n j o s en flor. Si-
gue su camino, pensativo. Guarda en su cerebro muchos
secretos. Los hechos más íntimos y sobresalientes de la
vida de Rómulo, los va almacenando. Acumula recuerdos
dramáticos de su acontecer biográfico.
Canciller está sentenciado a muerte. ¡Ay! de él si de-
lata. Todos los que viven en La Loma, saben también el
final trágico que les espera. Por eso cierran la bcca y no
hablan. La servidumbre, la esclavitud material que pesa
sobre ellos, es brutal.

— 85 —
LUCIANO DURAN IJOGER

—¡Do dónde vienes! —pregunta Rómulo, rabiosamen-


te. Tu cara está como una hoja seca. Algún pecado has
cometido. Dios te está m i r a n d o en tus adentros. Eres dé-
bil de espíritu como es débil tu carne. ¡Levanta la cara!
¡No mires abajo! Algo has dicho que debías callar. ¡Mu-
cho cuidado! ¡No me ocultes nada! ¡Habla! —intimida
Rómulo a Canciller.
—No he dicho nada malo, señor. Les dije que no pue-
den subir a La Loma y que no deben visitarlo a usted.
Que es m e j o r que jueguen a los dados y se queden tran-
quilos y no lo molesten.
—¿Qué clase de gente está allí abajo? ¿Son negros,
amarillos, o blancos? ¿De dónde vienen? ¿Bajan o suben?
¿A dónde van? ¿Llevan armas? ¿Y la carga que transpor-
tan es de buena calidad? —interroga Rómulo.
—Son blancos, señor. Van aguas arriba. Me han di-
cho que viajan hacia la playa de donde vino usted. La
mercadería es fina y ha sido traída de Liverpool. Las ar-
mas son de variado calibre. ¿Los asaltamos señor? —ha-
bla Canciller.
—No. Déjalos pasar. Me conviene que vayan y vuel-
van trayendo más gente. A su regreso será negocio redon-
do. Estos tienen su destino como yo tengo el mío. Cada
hombre tiene su camino, como las aguas de los ríos. Nadie
sabe de dónde vino, ni a dónde va . . . Pero todos vienen y
van . . . Caminan hasta que les llega su hora. La verdad
es que somos como las h o j a s que se lleva el viento —Ró-
mulo da la espalda a Canciller y busca el espejo. Se en-
frenta a él. Se contempla. Arregla su peinado. Se ve jo-
ven y fuerte. Pero siente necesidad de descansar. Se diri-
ge a su hamaca. Agarra uno de sus extremos; la sacude;
y. después de respirar con h o n d u r a y con satisfacción, se
monta sobre ella; la abre y se acuesta, con la mirada ha-
cia el poniente.
—Desde mañana, tienen que comenzar la construcción
de mi casa de alto. Ya sabes cómo la quiero. Hay que ca-
bar bien hondo para poner los cimientos. ¡No falta nada!
Tenemos todo el material necesario. Las maderas, los la-
drillos, las tejas, los adobes. Todo ¿no es cierto?

— 86 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

—Si señor. No falta nada — a f i r m a Canciller.


*

Rómulo, cierra los ojos. Se duerme. El rectángulo en


posición vertical del espejo, retrata la imagen de su cuer-
po, cimbrado con la curva de la hamaca.
A orillas del río y d e b a j o del puente, los comerciantes
siguen jugando. La vida p a r a ellos es nada más que co-
r a j e y audacia. La ambición de ser ricos, está por encima
de todo. Los huesos ruedan, m e j o r dicho: los dados. Cam-
bia la suerte, como m u j e r voluble que tan pronto quiere
a un hombre, lo deja a éste p a r a querer a otro. Así pasan
los minutos y las horas. El tiempo vuela. Beben unos tra-
gos para saciar la sed. Continúan jugando. Anochece. El
amanecer de un nuevo día, sorprende a los amantes de
la fortuna. Y u n o de ellos pierde todo, hasta las ganas
de comer.
—Bueno. Qué le vamos hacer. Me ha ganado usted.
Las mercancías con la embarcación y los asalariados,
cambian de dueño. El perdidoso se pone de pie y grita
a la gente.
—Ustedes ya nada tienen que hacer conmigo. El nue-
vo propietario de todo, es aquí el señor — el perdidoso,
mira al río y se le aguan los ojos. Se siente solo y desam-
parado. Quiere subir a La Loma p a r a hablar con Rómulo,
pero reflexiona y se somete ciegamente al informe que le
hizo Canciller.
—Mire amigo. Qué le parece si me permite viajar co-
mo remero. Le colaboraré en todo —ruega el perdidoso.
—Está bien. Un plato de comida no falta para los
hombres de buena voluntad. Cuando lleguemos al pueblo
yo le voy a dar un préstamo, para que usted comience de
nuevo a t r a b a j a r . Desde luego le voy a proporcionar unas
cuantas libras, p a r a que d u r a n t e el viaje tenga usted con
qué jugar. Así nos distraeremos. ¿Qué ic parece?
El perdidoso no dijo: ni sí, ni nó. Meneó la cabeza
afirmativamente.
—Y este tigre de La Loma está resultando ser un su-
jeto misterioso. No se deja ver con nadie. Corren rumo-

— 87 —
LUCIANO DURAN BOGER

res que tiene a su haber varios crímenes. ¿Será cierto?


Habría que indagar. La verdad es que se ha constituido
en señor y dueño absoluto de la gente de este lugar.
—¿Y por qué no subimos a La Loma?
—No. Mejor es que sigamos viaje. A la vuelta, cuan-
do traigamos más gente, podemos visitarlo. La prudencia
es buena consejera —argumenta el ganancioso.
En circunstancias en que el propietario de los bar-
cos, está efectuando una inspección del estado de la car-
ga y el control de los peones, Canciller se hace presente.
Con voz calmosa y serena les hace n o t a r que el tiempo
de permanencia en el puerto oficial, j u n t o al puente, ha
vencido para ellos y que según el reglamento de La Loma,
deben continuar viaje. Les dice que el dueño les desea un
feliz viaje y que cuando regresen, pueden encostar en el
puerto para negociar con él, como representante de los
intereses del dueño de La Loma.
—Gracias amigo. Dígale a don Rómulo que le agra-
dezco por su hospitalidad. Llévele este c a j ó n de ron para
que se sirva a mi nombre. Es del mejor. Enséñele la mar-
ca. Además esta escopeta de doblar, p a r a que la use cuan-
do vaya a cazar tigres.
Canciller, sin pronunciar palabra alguna, recibe el ob-
sequio y sin demostrar complacencia, se detiene a la es-
pera de que desamarren las embarcaciones. Cuando éstas
han desaparecido de su visual, da media vuelta, echa el
cajón que contiene el ron, sobre sus hombros, empuña la
escopeta y camina sobre el puente r u m b o a la habitación
que ocupa Rómulo. El trayecto^ no es muy corto. Hace
un alto para descansar. Baja el cajón. La escopeta está
cargada. Cuenta el número de los proyectiles depositados
en su caja de cartón. Le gusta el a r m a y le nace la idea
de ocultarla para apropiarse de ella. Reflexiona y consi-
dera que tal proceder puede ocasionarle consecuencias fu-
nestas. Prosigue la marcha cavilando sobre sus condicio-
nes de vida sujetas a la férula de Rómulo.
—Aquí está señor. Esto le manda de regalo el comer-
ciante— baja el cajón y le entrega la escopeta.
Rómulo, con muy poco interés examina el contenido.
Mira las botellas v la escopeta aviva su atención. Desde
IiN LAS TIERRAS DE ENIN

el u m b r a l , apunta y dispara haciendo impacto en el cuer-


po de un gallinazo que estaba en la copa de un naranjo.
La detonación alborota a los perros. Uno de ellos corre y
se apropia del ave de rapiña; le muerde la cabeza, pero
abandona su presa asqueado por el fétido olor del paja-
rraco.
—De nada sirve tener h a m b r e . Hasta los perros sa-
ben distinguir lo bueno de lo malo, lo agradable de lo
hediondo —Rómulo ha comido de todo; las carnes de la
mayoría de los animales; carne de las serpientes más ve-
nenosas; carne de tigre; de loro; de avestruz.
—Ni gallinazo ni zorro. A la carne de estos animales,
Cristo debió darles el mismo sabor de la carne de pavo
p a r a que se la coma el Papa. ¿No te parece Canciller que
este debió ser uno de los m e j o r e s milagros de vuestro Re-
dentor? —es manifiesta la repulsa ideológica de Rómulo,
sobre los representantes de la iglesia.
—¿Qué ha dicho, señor? —Canciller elude la respues-
ta, muy hábilmente.
—A falta de una ya tengo dos. Lo que abunda no
daña —Rómulo examina la escopeta que le regaló el co-
merciante. Establece u n a diferencia subjetiva con su esco-
peta que está colocada sobre el cuero de tigre.
—Usted tiene ocurrencias muy raras, señor. A veces
no comprendo lo que usted habla —Canciller, al igual que
la gente analfabeta, no a d m i r a a Rómulo, rodeando su
personalidad con una aureola de misterio. Lo comparan
con la idea temerosa del demonio.
— N o me importa lo que pienses de mí. Anda a traba-
jar. Hay que comenzar a levantar las paredes de mi casa.
Reúne a la gente y distribuye las herramientas. ¡Manos a
la obra! —Rómulo, desarrolla el plano y le enseña a su
capataz. Le entrega el papel donde están delineadas las
dimensiones del edificio que abarcan cuatro habitaciones
amplias, arriba y abajo, un altillo, un corredor con baran-
dados en el primer piso.

— 89 —
LUCIANO DURAN IJOGER

La gente del rancherío de La Loma, está confrontan-


do un fenómeno económico - social, cuyas variantes se ha-
cen muy notorias. Las relaciones de producción que se
efectúan, desde la llegada de Rómulo, están experimentan-
do un cambio radical. Se hace presente el uso de la mone-
da. La presencia de las libras esterlinas y otras monedas
de plata, suscitan entre los pobladores —al comienzo—
una confusión. Y el sentido del ahorro, va desarrollándose
entre ellos. Sienten la necesidad de guardar dichas mone-
das. Pero este anhelo es un sueño imposible . . .
Rómulo, dispone a discreción y a su a n t o j o de la fuer-
za de t r a b a j o de los hombres y mujeres, a cambio de azú-
car, sal, alcohol, telas de vestir, instrumentos de t r a b a j o
o de producción, en la cantidad y a su capricho. Seleccio-
na a los elementos más jóvenes y más fuertes. Pero el
sujeto de mayor confianza para imponer su autoridad, es
Canciller. Su m a n d a t o y poderío es omnímodo. El se da
cuenta del proceso de explotación que se está operando
a favor de sus propios intereses de acumulación de rique-
za entre sus manos. Considera que ha procedido con mu-
cha inteligencia al no permitir la permanencia de sus her-
manos, en ese lugar donde su voluntad no encuentra com-
petencia, ni antagonismo alguno. Sabe que la limitación
del orden, actúa en su cerebro y que el c o m p r a r v vender
están sujetos al orden de los precios impuestos por él.
Y goza íntimamente al saber que todos le obedecen. Va
reuniendo un c o n j u n t o de individuos, serviles y sumisos
a su poderío. El es jefe como lo es el jefe de cualquier
Estado. Los otros obedecen y cumplen su m a n d a t o sin
observación alguna, ni derecho a crítica. No escapa a su
intelecto el hecho de que la producción económica de La
Loma y las relaciones sociales existentes en ella, están a
disposición exclusiva de su prepotencia feudal.
Rómulo, reúne al equipo de sus elegidos y como un
gobernante de Estado que designa a sus secretarios o mi-
nistros, les lija funciones específicas.
—Tú tienes que atender a la gente que llegue al puer-
to— le dice a Canciller.
—Tú tienes que recolectar el ganado; organizar las
estancias; tienes que comprar y vender vacas v novillos.

— 90 —
IiN LAS TIERRAS DE ENIN

No olvides que el ganado cerril de las llanuras, es una


riqueza próspera, abandonada y sin propietarios. Hay que
vaquear, recolectar y m a r c a r el mayor número de cabezas.
—Tú tienes que castigar a los rebeldes y flojos —le
entrega un chicote como símbolo de autoridad y del meca-
nismo coercitivo de su feudo.
—Tú atenderás la limpieza y el orden de La Loma.
—Tú te encargas de la construcción de chalupas, ca-
noas y batelones.
A los restantes les asigna funciones secundarias. Les
hace comprender que el dueño absoluto de La Loma es
él y que todos deben obediencia a su autoridad.

—¡A beber y a bailar, se dijo!— ordena Rómulo.


Suena la banda de música que ha venido del pueblo.
Los músicos ingresaron a La Loma, después de una re-
quisa minuciosa. Solamente ellos penetraron a los domi-
nios territoriales de La Loma y sin ninguna otra persona.
Rómulo se ha vestido con sus pantalones de lino blan-
co y su camisa bien almidonada, del mismo color. De su
cinto ancho y lustroso de zuela bien pulimentada, cuelga
un revólver y como a d o r n o sobresale la hilera de cartu-
chos amarillos. Un aludo s o m b r e r o de paño, cubre su ca-
bezota; la parte del ala frontal, está levantada dando es-
pacio visible a la frente alargada del "tigre" de La Loma
—así lo distingue la gente, porque con su n o m b r e de pila,
muy rara vez lo mencionan.
Desfilan, ante él, p a r e j a s de m u j e r e s y de hombres.
Con venias ceremoniosas, lo saludan con una expresión
de contentamiento momentáneo, pasajero. Bailan melo-
días populares con mímica y gracejo de entusiasmo juve-
nil. El único que no danza porque permanece de especta-
dor al lado de Rómulo, es Canciller. Tiene la mirada en-
tristecida. No es melancolía lo que siente; es una pena
honda la que se retuerce en lo más oculto de su espíritu.

— 91 —
LUCIANO DURAN IJOGER

El cuadro de una visión con imágenes humanas, está en-


marcado rigurosamente por su secreto que tiene compro-
metida su propia vida.
—¿En qué piensas? —Rómulo interroga, impulsado
por la necesidad de hablar, pues su carácter irascible y
empacado, lo aleja de la convivencia f r a t e r n a l entre per-
sonas de afinidad anímica.
—En lo mismo que piensa usted —Canciller simula
identificarse con el hombre que no tiene entrañas ni co-
razón. Lo mira de pies a cabeza. Y como si le recriminase
un hecho delictuoso, fija su mirada con vibración hipócri-
ta en los ojos de su patrón.
—¡No me mires así!— pela su revólver y dispara al
aire la carga completa de seis cartuchos. —Anda y tráeme
una botella de ron que quiero e m b o r r a c h a r m e .
Canciller se pone de pie y, con rapidez, cumple el
mandato. Regresa trayendo dos botellas.
—He traído una más, señor.
—Está bien. Después de la primera viene la segunda.
Una sin otra no vale y que venga la segunda —Rómulo,
repite la frase usada en el ambiente social de los pueblos
latinoamericanos. La repite de memoria porque no la sien-
te. Descorcha la botella y se sirve en una copa de fino
cristal, cóncava y de hemisferios bien abultados. Sigue to-
mando y, cuando el alcohol ha s a t u r a d o su sangre y ha
iluminado su cerebro, se suma al ruedo de los bailadores.
Brincotea y canta. Salta cantando como lo hacía en su pue-
blo, bailando en carnaval.
—¡Beban! ¡Que mañana es otro día! ¡Beban! ¡Que la
vida no es más que una, aquí en la tierra y nó en el cielo!
¡Beban! ¡Porque la vida tiene su precio! ¡Beban! ¡Porque
el precio de la vida de ustedes, está en mis manos! ¡Beban!
¡Porque la sangre de vuestras venas, corre, como corren
las aguas de los ríos! ¡Beban! ¡Porque nosotros, los bo-
rrachos, bebiendo, m a t a m o s las penas! ¡Beban! ¡Beban!
¡Beban! — Rómulo, liba —suavemente— las últimas go-
tas de su copa.
—¡Beban!— Iba a continuar hablando, pero las de-
tonaciones de unos disparos, que suenan en dirección del
puerto, anunciando el arribo de una embarcación, parali-

— 92 —
IiNLAS TIERRAS DE E N I N

zan su entusiasmo. Mira la copa vacía. Menea la cabeza.


Oscurecen sus ojos una nube de tristeza. Aprieta la copa.
Y, con dirección al puerto, lanza el cristal, por encima de
todas las cabezas. La copa vuela en el aire y silba. Silba
hasta caer hecha pedazos, sobre la nave cargada de gen-
te triste.
—¡Silencio! ¡Todos a sus puestos! ¡Canciller! ¡Anda
a ver quiénes han llegado! ¡Ya sabes que nadie tiene dere-
cho a verme!
Rómulo, tiene sus contradicciones íntimas, como las
tienen los pueblos, los Estados y las clases sociales a las
cuales representan, ésta, por ejemplo: La de beber en co-
pa de crista] de roca, siendo u n avaro. Jamás, quiso beber
en el vaso de fierro y enlozado, donde beben sus esclavos.
Canciller, sin pérdida de tiempo, camina presuroso,
con dirección al puerto.
Rómulo sigue bebiendo a solas, como si nada extra-
ordinario ocurriese en sus dominios. Se encamina a su
cuarto, llevando la última botella de ron. Se contempla en
el espejo. Mira a su escopeta y la presencia del cuero de
tigre aviva el caudal emotivo de sus recuerdos. Con cau-
tela, se aproxima a la p u e r t a de la habitación vecina, don-
de el cachorro-felino se halla encadenado. La fierecilla pe-
la la dentadura y se avalanza contra Rómulo; éste lo re-
chaza —hábilmente— y golpea con un látigo. Espía pol-
la rendija y ve que varias imágenes se mueven. Cierra su
mano y con la parte exterior se soba los bigotes. El tigre-
sillo, aprovecha esa circunstancia y le muerde la pierna,
con mucha suavidad.
—¡Bestia! ¡Deja! ¡De esta carne tú no puedes comer!
—Rómulo se agacha y hala de los bigotillos del cachorro
felino, cuya pelambre, a medida que t r a n s c u r r e el tiempo,
va adquiriendo un tinte amarillo v flamante.
—Espera. Ya te van a traer la carne que te mereces.
Es verdad querido: La carne pide carne — dialoga con el
animalcjo, como si éste comprendiese el lenguaje que
emerge de su boca h ú m e d a y libidinosa. Cierra los ojos y
encuentra que sus impulsos íntimos se identifican con JOS
instintos del felino adolescente. Recuerda que, cuando era

— 93 —
LUCIANO DURAN IJOGER

mozalbete, sus padres le hicieron beber sangre caliente de


toro, para fortalecerlo.
Nuevamente, se escuchan otros disparos, pero Rómu-
lo permanece impertérrito. Encuentra solaz y se deleita
contemplando a la fierecilla.
Sobre el puente, ocurre algo extraordinario. Canciller,
como si estuviese delante de una pantalla de cine, ve ve-
nir un potro hermoso con blancura de copos de algodón.
Intenta atajarlo. Levanta los brazos y con agrietada voz
se enfrenta al equino; éste se para sobre sus patas trase-
ras y manotea en el aire, con sus delanteras. Levanta y
b a j a el cuello y la cabeza; pezuñea como un caballo de
circo; relincha; sopla y resopla con sus ollares. Crujen las
tablas del puente.
La visión patética de Canciller, adquiere contornos
inenarrables. Cree que está soñando, pero la realidad le
hace comprender el peligro que tiene por delante.
Vuelven a sonar otros disparos que incitan a Rómulo
y lo colocan en actitud de guardia. Abandona al tigrecillo
y con toda rapidez, empuña su arma y, al identificar al
cuadrúpedo, grita furiosamente.
—¡Canciller! ¡Apártate! ¡Déjalo pasar!
El potro ha olfateado a la potranca, color de granos
de café recién tostados, que se destaca con su briosa es-
tampa, sobre la alfombra primaveral, donde trisca la yer-
ba fresca del barranco.
Seguidamente, se entremezclan las escenas. El sujeto
armado, alerta, espera, tranquilamente, la aparición de
los personajes que acaban de llegar. Rómulo sabe quienes
son.
—Son ellos— dice. Son los que vienen desde Cuatro
Ojos. Está bien. No les tengo miedo. Veremos quien pa-
ga la deuda —afirma Rómulo y empuña su escopeta.
El potro, que nó es otro sinó Lucero, está ya corre-
teando a la par de la joven hembra, arisca. Se adueña del
espacio luminoso de la pampa de La Loma.
Rómulo, aviva el coraje de su sangre. Y goza enfren-
tándose al peligro. Clava sus ojos de águila que ven a la
distancia, en línea recta, sobre el puente, proyectada, ha-

— 94 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

cia el puerto. El horizonte y la luz vibrante del paisaje,


se ponen por delante.
—¡Canciller! ¡Ven acá! ¡No tengas miedo! ¡Que su-
ban al puente si son machos! —Rómulo, ordena y anima
la actitud medrosa de su inmediato colaborador.
Ni una sola voz, ni un ruido. No se escucha nada que
pueda ser anuncio de acechanza. Al extremo del puente y
más a b a j o del río, todo permanece quieto.
Rómulo no puede explicarse a que se debe la presen-
cia de Lucero que dio fin con la existencia del cura. ¿Se-
rá el caballo de Troya? ¿Y por que el que lo ha traído
no se lanza al ataque? — se hace estas interrogantes sin
perder los estribos de la serenidad.
Vuelve a m i r a r con delectación —propia de su espíri-
tu de h o m b r e nacido en tierras calientes— la perspectiva
del puente. Desvía la mirada hacia la culebra serpenteante
del arroyo que acaricia los contornos de La Loma. Sabe
a u e en sus aguas se oculta su colaborador temible que lo
llama el "Chocolate", p o r q u e aquel caimán, es del mismo
color del cacao molido. Lo quiere y no permite que nadie
lo mate. La fiera devora con voracidad los desperdicios
y las carroñas de esos dominios. Rómulo, piensa en esos
instantes que la fiera p o d r á banquetearse con los cadáve-
res de sus adversarios que, en actitud de alarma o ame-
nazante, le han largado al p o t r o y han disparado al aire
varios proyectiles.
—¡Canciller! ¡Ven acá! ¿Qué hay de nuevo? ¡Desembu-
cha de unn vez! —reauiere con voz enérgica, sin perder
la visión del puente. No afloja la escopeta que e m p u ñ a con
voluntad férrea.
—L)s recién llegados no dicen nada, señor. E' dueño
de las embarcaciones y del personal, es un tipo muy en-
frascado y parece que trae malas intenciones.
—¡Anda y dilc que desocupe el puerto! —levanta la ca-
beza y ve que un sujeto vestido de blanco ha escalado el
puente y avanza e m p u ñ a n d o un fusil.
—Ya viene. Es él —Rómulo cambia la escopeta por
un winchester; maneja el g u a r d a m o n t e y pone bala en
boca. Sale de la habitación y camina a dar encuentro al
intruso.

— 95 —
LUCIANO DURAN IJOGER

—¡No siga adelante! ¡Retroceda!


El audaz personaje, no obedece y continúa avanzan-
do. Rómulo, con suma rapidez, levanta el arma, apunta y
dispara. El proyectil penetra al pecho. La víctima tam-
balea y cae precipitadamente. Boca abajo, vomita un coá-
gulo de sangre.
—¡Listo! ¡La deuda está cancelada!
Llama a Canciller. Sopla el cañón del a r m a y prosi-
gue caminando hacia el puerto. Se detiene j u n t o al cadá-
ver. Lo requisa. Extrae del bolsillo de la camisa mancha-
da de sangre, una cadena y u n reloj de oro.
—¡Guárdalos y no pierdas tiempo! ¡Arrástralo y en-
trégaselo al Chocolate para que se lo almuerce —Rómulo,
camina rápidamente hasta la última tabla del puente y
observa que uno de los tripulantes trata de desamarrar
la embarcación p a r a facilitar la fuga. Le hace alto v dis-
para. El intimidado levanta las manos.
Cunde el temor en la mayoría. Rómulo, ufánamente,
con gesto autoritario, se aproxima a ellos y les ordena
desembarcar y t r a n s p o r t a r todo el cargamento al almacén.
—¡Está vivo señor!— Canciller observa que la vícti-
ma mueve los ojos y d e r r a m a lágrimas. Con voz temblo-
rosa le clama que no cumpla la orden impartida por Ró-
mulo.
—¡Dale el tiro de gracia con su rifle! ¡Rápido y no
pierdas tiempo!
Canciller se sobrecoge y siente necesidad de huir. Ate-
rrorizado mira a Rómulo y le ruega que perdone la vida
al herido.
—¡Imbécil! ¡Tira rápido o sinó el y tú van a terminar
juntos en la boca de Chocolate —Rómulo apunta y está
dispuesto a hacer fuego sobre Canciller.
El colaborador de Rómulo, tembloroso y con desespe-
ración, empuña el arma y apunta a la cabeza y dispara.
Seguidamente, alza el cadáver, caliente aún — y lo lanza
por encima del barandado del puente; cae al arroyo; se
hunde y, sobre las aguas, brota una mancha roja y move-
diza. Los pececillos se alborotan y brincotcan alrededor de
aquella superficie. El caimán que se pasea a sus anchas,
tras el cauce del arroyuelo, se proyecta veloz, como una

— 96 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

flecha, al lugar donde los peces se encuentran rodeando


el cadáver hundido. Se sumerge y vuelve a surgir; vigila
y espera el m o m e n t o en que comienza el cuerpo a flotar.

Rómulo, contempla satisfecho a Lucero que retoza a


sus anchas en el escenario fresco y deslumbrante del fron-
tis ribereño. Como si los hechos, en los que ha sido actor,
tuviesen u n contenido regular de normalidad que no afec-
tan a la moral y a las costumbres de la vida, su espíritu
está tranquilo.
Llama a Canciller, p o r q u e siente un deseo de charlar
y p o r q u e tiene que impartir órdenes, relacionadas con el
t r a b a j o de los nuevos obreros.

— 97 —
Ahí está el río. Impasible e indiferente a todo lo que
es vida dentro de su propia vida y f u e r a de ella. Sus
aguas pasan tranquilas y en ellas, la imagen abstracta de
la eternidad del tiempo, es un espejo que no se r o m p e
nunca. Este río como todos los otros que se deslizan ondu-
lantes y rumorosos, sobre el redondeado vientre de la tie-
rra, pasa y no se sabe de dónde viene y a dónde va a
morir...
El tripulante más astuto, al escuchar el disparo que
dio fin con la existencia del comerciante que quiso ven-
garse con sus propias manos, a j u s t a n d o las cuentas a Ró-
mulo, su terrible adversario, se tiende de bruces entre
unas bolsas y espera el instante más o p o r t u n o para cortar
las a m a r r a s de la embarcación que es a r r a s t r a d a por la
corriente del río.
Mientras ocurre ésto, allá en cientos de kilómetros
a lo largo, Nicolás y el piloto experto, alias el Poeta, que
prestó sus servicios al ya difunto comerciante, salvan el
pellejo. Sus compañeros de viaje, fueron tragados por las
aguas turbulentas del viejo y caudaloso río.
Nicolás y Renato Calvimonte, alcanzan la orilla y es-
tán mojados, de la cabeza a los pies, como dos cuervos
acuáticos. La lluvia torrencial del gran temporal o agua-
cero, sigue azotándolos inmiscricorde.
La corriente arrastra —vertiginosamente— un árbol
gigantesco.
Los sobrevivientes se miran y sonríen —placentera-
mente— al contemplar la belleza de la luz del día.

— 98 —
IiN LAS TIERRAS DE ENIN

—Nos hemos salvado milagrosamente.


—Y ahora ¿Qué hacemos?
—Ya veremos.
—Somos dos. Y el destino nos ha unido para siempre.
-—Así es ¿Y qué será de Rómulo.
—Le ruego que no se acuerde más de él. Porque es
el ser más despreciable. Hago mal en decirlo, p o r q u e es
mi hermano. Es el ser más inhumano que pisa la tierra.
Imagínese que, un día de esos, disparó contra su propia
sombra diciendo: "Maldita seas! ¡Ño me sigas! ¡Te odio
a muerte! Tu suerte que eres muda, sino ya te hubiera
asesinado. Además tú no tienes sangre"— habló Nicolás,
con sabor de f r u t a podrida.
El árbol se precipita veloz y sus ramas, su tronco cor-
pulento y sus raíces seculares, giran como u n a ruleta en
el remanso alborotado de la confluencia de dos ríos, u n o
de aguas claras y el o t r o —más ancho y m á s p r o f u n d o —
con el líquido vital, espeso y rojizo.
Las corrientes en colisión brutal, aprietan al árbol
que c r u j e y va desprendiéndose del abrazo b r u t a l de las
aguas, hasta escapar del r e m a n s o y, como un héroe triun-
fal, acoge, entre sus ramas, u n nido con tres maticos po-
liuelos. El héroe vegetal, parece que sonríe feliz con la
carga poética de las avecillas.
Nicolás se siente filósofo y piensa entonces con fer-
vor admirativo.
—El árbol es el m á s grande amigo del h o m b r e . Des-
pués de nuestro propio corazón.
—¡Qué h o m b r e m á s romántico! ¡Y en plena selva!
—¿Y usted no piensa así?
—Yo no pienso. Lo que deseo ahora, es comer un
costillar: flor de carne, con sus ricas mandiocas asadas,
olorosas a calor de cuerpo de m u j e r joven.
—¡Cállese mejor! —dice Nicolás, avergonzado ante
el realismo de su contertulio.
—¡Mire lo que se nos viene encima! —Un inmenso
nubarrón, tormentoso y cargado de electricidad, cubre,
a la redonda, todo el sector de aquella zona acuática.
—No tenga miedo. Que de aquí no está muy lejos la
barraca do mis compadres y vamos a pasar de día. Tene-

— 99 —
LUCIANO DURAN IJOGER

mos q u e gritar. Ojalá que la suerte nos a c o m p a ñ e y que


haya alguien que nos oiga y nos vea.
— ¿ E n qué orilla está la b a r r a c a ?
— E n ésta, por donde vamos orillando. Tenemos que
ir con mucha calma p a r a p e r d e r el miedo — la iniciativa
de Calvimonte, se convierte en esfuerzo mayúsculo y so-
b r e h u m a n o . La corriente del caudaloso río les es favora-
ble, h a s t a esos m o m e n t o s . Los t r u e n o s y los r e l á m p a g o s
se suceden unos tras otros. La lluvia arrecia y su f u r i a
flagela a los ex-náufragos q u e no p i e r d e n la serenidad.
Ambos se dan aliento p a r a avivar sus f u e r z a s de h o m b r e s
jóvenes. Sus m a n o s despliegan agilidad p a r a a p a r t a r los
gajos, r a m a s v las lianas; orillando, evitan alejarse de
la ribera boscosa.
—¡Mire! ¡Por allí viene u n a embarcación! ¡Estamos
salvos! —dice Nicolás.
— ¡ E s t a m o s aquí! — Calvimonte, a g a r r a , f u e r t e m e n t e ,
u n gajo. Obligadamente, suelta y grita con toda la fuerza
de sus pulmones.
Los tripulantes advierten la presencia de los sobre-
vivientes. El piloto r e m a con s u m a maestría; en el ins-
tante preciso apalanca hacia la izquierda y, c u a n d o está
la p u n t a de la nave p r ó x i m a a la orilla, les grita.
—¡Ya, listo! ¡Tírense al agua!
Nicolás y Calvimonte, escuchan el m a n d a t o y sin pér-
dida de tiempo, se lanzan al río y comienzan a nadar, ayu-
dados p o r la corriente, hasta alcanzar el b o r d e de la em-
barcación, a la que t r e p a n con agilidad de monos.
— E n c o s t e m o s , p o r q u e sino el oleaje nos va tragar a
todos y no va q u e d a r u n o solo, ni p a r a c o n t a r el cuento.
—¡Remen fuerte! ¡Más fuerte! ¡Apalanquen ustedes!
¡Hacia la izquierda, se dijo!
Nicolás, siente apetencia por la vida. Se ha salvado
del n a u f r a g i o donde la mayoría de sus h e r m a n o s han muer-
to t r a g a n d o agua. Sabe que sobre la tierra quedan vivos:
Rómulo, Miguel o alias el Peta que se e n c u e n t r a viviendo
tranquilo en su pueblo natal. Y él, sonriente, a u n q u e con
la ropa m o j a d a y sus bigotes húmedos, agarra el tale-
guillo repleto de m o n e d a s de oro. Viene a su mente el
r e f r á n que dice: "Lo que vino por agua, por agua se va".

— 100 —
I:N LAS T I E R R A S D E E N I N

—¡Macanas! ¡Macanas! ¡Macanas! ¡Que el diablo te


crea. Porque lo que son ustedes, no se las llevará el río
"—el corazón de Nicolás, late ambiciosamente y piensa en
su hermano Rómulo. Siente hacia él un p r o f u n d o despre-
cio. Y dice para sí: "Algún día caerás b a j o mi dominio.
No has permitido que yo me quede en La Loma, m e j o r pa-
ra mí. Sólo quedará sobre la tierra uno solo y ese soy yo.
Felizmente, los otros de mi sangre, el río se íos tragó. Yo
y nadie más que yo. Con estas libras esterlinas comenza-
ré a imponer mi voluntad sobre los tontos que caigan ba-
jo mis manos"— se soba los mostachos humedecidos por
la lluvia. Mira con el rabillo del ojo al que le dijo: "So-
mos dos y el destino nos ha unido para siempre" y termina
recapitulando la f r a s e pronunciada por el piloto del ya
extinto comerciante: Silvestre Moreno, con una sonrisa
despreciativa; y, por último, lanza una c a r c a j a d a grietosa
de histerismo concentrado.
—¿Qué le pasa don Nicolás? ¿Se está volviendo loco?
—interviene el propietario de la embarcación que los au-
xilió.
La entrecortada risa de Nicolás, no es suficiente p a r a
él, que muy rara vez estira y afloja los resortes de la risa.
Y agrega (con franqueza extraordinaria a su temperamen-
to extrovertido e hipócrita p o r naturaleza) la f r a s e de
réplica hiriente.
—¡Qué estúpido! ¡Dónde ha visto loco que se ría de
los imbéciles como usted! ¡O sinó que hable el Poeta!—
se refiere a Renato Calvimonte, su c o m p a ñ e r o de viaje
que se salvó del naufragio, con serenidad y coraje, junta-
mente con él.
—¿No es así mi querido Dionisio? — Nicolás, pregun-
ta irónicamente.
—Es así mi estimado Apolo. Pero, es m e j o r que reme
basta que la luna nueva le de una novia más negra, novia
brasileña y más negra que todas sus penas.
—¡Cállense, hombres! Ustedes no se van con las aguas
del río. O si se van, se van conmigo v p a r a siempre. Us-
tedes deben agradecerme. La tertulia de ustedes me pro-
duce aburrimiento. Y no me molesten —argumenta Félix
Estremadoiro.

— 101 —
LUCIANO DURAN NOGER

—Estamos de acuerdo. A mi también, los versos me


producen indigestión— se dirige a Calvimonte. La única
melodía que suena bien a mis oídos, es el sonido de las
libras esterlinas. Espere poco. Y será muy pronto. Ya verá
usted. Cuando las tenga a montones, su inspiración enmu-
decerá para siempre y sus musas serán mis cocineras—.
Nicolás, vuelve a tocar el taleguillo que contiene las áureas
monedas que robó al cura, que quedó enterrado en la pla-
ya arenosa de Cuatro Ojos.
El aguacerón cede poco a poco. Los viajeros han des-
embarcado y están pisando tierra firme. El fuego de la
fogata, encendida debajo de un árbol f r o n d o s o y de tron-
co grueso, con diámetro que mide más de un metro, ha-
ce hervir la olla que contiene un enorme retazo de char-
que y plátanos verdes.
Dicho contenido, brincotea bulliciosamente con el bur-
b u j e a r del agua hirviente.
—Sus c o c i n e r a s . . . ¿No es cierto don Nicolás, que
u n a cocinera, cualquiera que sea, es siempre una m u j e r ?
Amalaya. Ya quisiera usted tenerla en estos momentos —
aduce el Poeta y mira a Nicolás; sonriente, con mirada
burlona, mide su estatura desde la cabeza a los pies, tra-
tando de encontrar la imagen de la personalidad que ocul-
ta, de las dobleces espirituales de su contertulio.
—¿Cómo se llama usted, señor? — indaga uno de los
remeros que atiza el juego.
—¿Yo? — habla el h o m b r e de los bigotazos.
—Si señor.
—Nicolás.
—¡Qué lindo nombre!
—¿Y tú, cómo te llamas?
—Salustio Mendieta.
Nicolás, observa la hermosa paleta del remo cons-
truido de madera fina.
—¿Le gusta mi remo, señor? — pregunta Mendieta.
—Sí, hijo. La verdad es que sin este remo, a esta ho-
ra, yo v .. . —iba decir: "y mis libras esterlinas"— todos,
nosotros, estaríamos r u m b o a las cachuelas.
—¿A qué cachuelas se refiere usted? — indaga otro
de los remeros, simulando ignorancia.

—- 102 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

—A las que están b r a m a n d o alborotadas y donde na-


die puede salvar su pellejo ¿No es cierto mi estimado,
señor? — Nicolás, se dirige a Saturnino Roca, propietario
de la embarcación, que momentos antes le habló de aquel
estupendo salto de agua.
—Así es pues, mi estimado viejo. Usted lo ha dicho.
Ni el bicho más feo y más fuerte, se salva en las cachuelas.
La selva está húmeda, igual que una m u j e r recién
parida; tibia y olorosa, ocultando en sus entrañas el mis-
terio abismal de la vida de las plantas, de las raíces y los
seres que ocultan los secretos inenarrables de la sangre . . .
Mientras Nicolás se ha quedado pensando en la rea-
lidad de las cachuelas que aún no conoce, el Poeta, diva-
ga absorto en la fascinación p r o f u n d a de la inextricable
m a r a ñ a , del soberano imperio de los árboles.
Nicolás y Renato Calvimonte, a u n mismo tiempo,
abren los ojos con ansiedad inusitada, al igual que Satur-
nino Roca, al igual que los otros que rodean la fogata,
ante la apetitosa presencia del contenido de la olla, que
comienza a repartirse, en partes iguales y proporcional-
mente, equitativamente al h a m b r e que acicatea sus ins-
tintos vitales.
—¿Qué hubiera sido de usted dos— se refiere a Ni-
colás y a Renato Calvimonte — si nosotros no hubiéramos
aparecido a pedir de boca, cuando iban sin rumbo, cami-
nando por la orilla del monte, como hurina (gacela) per-
seguida por el tigre? — pregunta Saturnino Roca, con su
más y sus menos . .., con intención malévola, con el pro-
pósito de conocer el fondo íntimo de sus protegidos.
La pregunta no mereció respuesta. Por pasiva, Nico-
lás, habla parsimoniosamente. Come y traga su saliva.
—¿Y a dónde van ustedes? — Nicolás agacha la ca-
beza — como siempre lo hace — m i r a n d o al suelo y apre-
tando los labios; frunce la boca; bigotes y labios frunci-
dos hacia la nariz; con gesto displicente, levanta la frente
—lentamente— y sus ojos se enfrentan con los ojos de
Saturnino Roca. Los aludidos que son cinco, se miran las
caras. El más maduro, por las arrugas y las vivencias que
dan los años, responde con sencillez, desvistiéndose de to-
da actitud aviesa. Le hace conocer su plan de t r a b a j o .

— 103 —
LUCIANO DURAN IJOGER

Deben penetrar al corazón del bosque, con la fiebre


que está estremeciendo los nervios de los pueblos sin nor-
te y sin horizontes, de una sociedad paupérrima, que ha
heredado todas las taras y costumbres del feudalismo co-
lonialista hispánico.
Ellos ambicionan ser ricos, y nada más, cueste lo que
cueste. Quieren extraer la sangre blanca del árbol de la
goma, hasta secarlo y dejarlo macilento, como el cuerpo
de un tuberculoso. Ellos, son parte integrante del cuerpo
de la danza trágica de la explotación gumífera que, como
cualquier otra empresa industrial y comercial, exige el
rendimiento vivo del esfuerzo, del sudor y la sangre de
los hombres esclavos y semiesclavizados.
—¿Qué rico el charque! —dice Rómulo Salvatierra,
mientras mastica y saborea su bocado.
—Muy rico, ¿no? — hace dúo Saturnino Roca, mas-
ticando un pedazo de plátano verde, caliente y humeante.
Traga y abre la boca.
—¡Sumamente rico! A esta hora en que nos mira San-
cho Panza, cualquier carne —fresca o seca— es muy agra-
dable. Además, cuando las tripas están vacías, aunque sea
carne dura de loro, resulta sabrosa —interviene Renato Cal-
vimonte (alias el Poeta) dando las espaldas a Nicolás y
a Saturnino Roca, despreciativamente; y con actitud admi-
rativa, ante la belleza majestuosa del río que divide, en
dos inmensas alas, el volumen verdcoscuro del monte.
—Con eso, quiere decir usted que le ha llegado la ho-
ra ¿al loro? . . . —interroga — burlonamente— Nicolás.
—¡No! Porque es la hora del hombre que tiene ape-
tencia de la vida — el Poeta, replica a Nicolás, con pro-
fundidad filosófica y discurre, sardónicamente, sobre las
cosas más serias, relacionadas con el destino humano.
-—¡Qué p r o f u n d o está usted, señor Poeta!— agrega
Nicolás.
—Si señor, es verdad que la vida del hombre, tiene
su precio — como alguien ha dicho -—- a f i r m a el Poeta.
Desde los primeros días de convivencia, se establece
una beligerancia espiritual, entre Nicolás y Renato Calvi-
monte. La discrepancia es respetuosa; es tolerante, no
obstante de existir, entre ambos, una diferencia de edad,

— 104 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

u n desnivel de grados culturales; pero en sensibilidad o


percepción estética, tienen —casi— la misma estatura.
El Poeta conoce y es a m a n t e de la selva. Nicolás, es
señor de la llanura; y recién abre los ojos, para adentrar-
se en la espesura de la entraña selvática. El Poeta no le
tiene miedo. Nicolás, se estremece delante de la enorme
catedral de las raíces. Porque —a diferencia de su her-
m a n o Rómulo— no gusta de las impresiones ásperas de
la caza; por eso, prefiere la vida tranquila y apacible. Se
siente empequeñecido y añora la vida patriarcal que se
vive en Santa Cruz.
Después del aguacerón, aparece el sol repartiendo
sus flechazos de luz. La tarde abrazada a su cintura, cami-
na hacia el ocaso. El corazón de los hombres se entriste-
ce. Se presenta la Noche. Y los h o m b r e s sin nombres, por-
que sufren callados, p o r q u e son más sencillos que el agua,
sienten, en lo más íntimo, florecer la amargura. Pertene-
cen al común denominador del hombre-masa. Entre aquel
grupo que acaba de servirse el frugal alimento, son cua-
tro los siringueros o peones, sometidos a la férula del ex-
plotador intermediario. Uno de ellos, penetra al bosque,
con machete en mano. Va cortando gajos y gajillos. Se
detiene. Extrae de su bolsillo, su t a b a q u e r a de goma con
boca elástica, con pliegues fruncidos que se abre con el
simple o sencillo m a n e j o de los dedos; y se cierra auto-
máticamente. Hace uso de una pequeña cantidad de ta-
baco; la envuelve en una fina hoja de papeliño; lleva el
cigarrillo a la boca; f r o t a el pedernal de su yesquero que
hace chispas; lo enciende y absorbe una bocanada de hu-
mo; vuelve a e m p u ñ a r su machete de acero filo, con hoja
deslumbrante y puntiaguda; contento, como un niño ma-
nejando su juguete, sigue avanzando, con paso certero. Se
detiene y mira hacia arriba. Hasta ese momento, no en-
cuentra lo que busca. La h u m e d a d del aguacero esparcido
en las ramas y las hojas, ha e m p a p a d o sus remendados
y harapientos pantalones. No es terquedad lo que impulsa
su entusiasmo, en el t r a b a j o de seguir macheteando. Se de-
tiene otra vez, levanta la cabeza y observa las copas de los
árboles. Con alegría, descubre lo que buscaba. L.as hojas
del árbol que está su jeto a su p e n e t r a n t e observación, iden-

— 105 —
LUCIANO DURAN BOGER

tifican que, en esa región, es posible abrir una estrada,


dos, tres y, quizás, mucho más, Juan Durán, experto rum-
beador y guía en el duro t r a b a j o de la explotación del
caucho, se abre paso corlando gajos espinudos. Sus pies
descalzos están sangrando. Aguanta el dolor de las heri-
das. Es h o m b r e de temple acerado. Corajudo, sabe pene-
t r a r al corazón de la Selva. Cuando se pierde en aquel
mundo de raíces, de troncos, de gajos y de hojas, no sien-
te miedo; se sienta y descansa; se concentra en sí mismo;
aguza su sentido p r o f u n d o de cazador y buscador de ár-
boles; entonces utiliza todos los elementos que le propor-
ciona la práctica, su riquísima experiencia. Mira hacia
arriba y escudriña un retazo de cielo abierto, por más
pequeño que sea. Baja la vista al suelo y observa la hue-
lla de sus pisadas. Ño usa reloj, pero el correr del tiem-
po y de las horas, están marcados —cronométricamente—
en su cerebro. Olfatea el aire y entonces deja de f u m a r .
Cuando la Noche lo sorprende, busca a las estrellas. Se
sube a u n árbol de tronco delgado y se empalca. No duer-
me y espera el amanecer. Cuando se hace la luz, b a j a tran-
quilamente. Raciona su alimento y se sirve la cantidad
que debe comer. Y, entonces, reúne todos sus conocimien-
tos; con el machete en la mano toma rumbo, camina des-
pacio, sin m i r a r atrás.

—Ya te encontré — Juan Durán, macheteando y ma-


cheteando se aproxima al árbol de caucho. Lo abraza, co-
mo si abrazara a un amigo después de una larga ausen-
cia. Descansa, reclinado sobre él. Después, corta los pe-
queños arbustos que están a su alrededor. Limpia una
circunferencia de dos metros de diámetro —mas o me-
nos— en los aledaños del tronco del árbol. Cumplida esta
tarea, regresa hacia el punto de partida, cortando con su
machete y ensanchando el caminillo. Llega al grupo don-
de están: Saturnino Roca, Nicolás, Renato Calvimonte
(alias el Poeta) y sus tres compañeros de t r a b a j o y su-
frimientos.
—¿Cómo te lúe, hi jo? — pregunta — ansiosamente —
Saturnino Roca que permanece sentado, próximo a la fo-
gata que arde chisporroteando e iluminando el pequeño

- - 106 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

ámbito de la pascana o lugar que eligieron para guarecer-


se y descansar.
—A mí nunca me va mal, señor — responde con des-
gano y casi despreciativamente, al intermediario explota-
dor de caucho. Se acerca a la logata y agarra un tizón ar-
diendo y enciende el pucho. Absorbe y f u m a . Juan Durán,
tiene h a m b r e y tiene sed. Observa —detenidamente— las
caras de la gente que está allí, presente. Ve que todos
están satisfechos. Las hamacas y los mosquiteros de to-
dos ellos, están extendidos, a t i r a n t a d o s y colgados. Su
vieja hamaca y su mosquitero todo remendado, están hú-
medos y amontonados dentro de la embarcación. No tuvo
tiempo de sacarlos oportunamente, p o r q u e como h o m b r e
de mucha iniciativa, f u e el primero en buscar y cortar
leña para la fogata; llenó la olla con agua; lavó el char-
que; peló los plátanos verdes; atizó los leños; en suma:
p r e p a r ó el alimento para todos. Y a h o r a que regresa, des-
pués de cumplir u n t r a b a j o , sacrificado y muy importante,
nadie se comide, para ofrecerle el resto del alimento que
le corresponde en justa ley . . .
—Así son las cosas ¿no? — contrariado, ante la con-
ducta individualista de los que están allí reunidos, al lado
de la fogata, haciendo hora para acostarse — Juan Du-
rán, expresa su descontento. Siente ganas de e m p u ñ a r su
machete y machetear las cabezas de los que no dan mues-
tra de espíritu colectivo.
El único que sopesó el contenido de la f r a s e de Juan
Durán, es el Poeta. Inmediatamente, deja su postura de
acuclillamiento y se pone de pie. Se dirige al lugar don-
de está la olla; ia trac y le entrega a Juan Durán.
—Come amigo. Yo guardé tu parte— dice el Poeta.
—Gracias, señor. Yo sabía que usted es el único . . . —
se calla. Y vuelve a hablar:
—Los demás son compañeros del ahorcado . . .
—¿Qué has dicho?— Saturnino Roca, interroga con
energía relampagueante.
—Yo no he dicho nada para usted— responde Juan
Durán, suprimiendo el vocablo: señor. Levanta la olla y
se va con ella en dirección a la embarcación.

— 107 —
LUCIANO DURAN IJOGER

—No te vayas amigo. Come aquí junto al fogón. Co-


me tranquilo. Nadie tiene derecho a molestarte— le sa-
le al paso el Poeta y evita que Juan Duran, abandone el
lugar donde estaba sentado. Le agradece con los ojos su
intervención solidaria. Sus caras iluminadas por el res-
plandor de las llamas de la fogata, se encuentran sonrien-
tes, con un gesto de verdadera simpatía fraternal.

Un día más.
Los siete hombres: mezcla de ambición y sufrimiento,
no durmieron bien. La acechanza del tigre que bramó, va-
rias veces, muy cerca a sus orejas, los colocó en actitud
de permanente vigilancia. Mantuvieron viva la fogata, ati-
zándola a cada instante. Dispararon tiros. Charlaron con
voz tonante. Contaron cuentos y dijeron chistes, a fin de
espantar el sueño. Nicolás fue el único que durmió sin
sobresaltos, dentro del mosquitero y d e b a j o de la hama-
ca de Saturnino Roca.
Aparentemente, el río sigue durmiendo, echado de es-
palda y envuelto entre los pliegues de la sábana neblinosa.
El canto de los p á j a r o s se ahoga en el silencio. La so-
ledad del hombre, en el verde océano de la selva, es
más triste que una estrella perdida, en la inmensidad sin
límite del universo.
Amanece.
—¡Levantarse flojos! — Saturnino Roca, es el prime-
ro en a b a n d o n a r la curvatura perezosa de la hamaca. Po-
ne pie en tierra y contempla el rostro cetrino de Nicolás
que duerme con la insensibilidad de un tronco de árbol
tirado sobre el suelo.
—¡Qué hombre más feliz! ¡Este sí que no siente y no
escucha nada! ¡En vez de ser comerciante debió estudiar
para obispo! ¡Levántese hombre! — Saturnino Roca, le da
un suave puntapié en los glúteos, pero Nicolás sigue dur-
miendo.

— 108 —
IiN LAS TIERRAS DE ENIN

—Venga a servirse su desayuno, que ya está listo el


cafe batido, señor — Juan Durán, junto a la cocina rús-
tica, bate, con un gajillo verde, el contenido aromático
que tiene un tinte negruzco y espumeante. Extrae —ju-
guetonamente— de entre las brazas esparcidas y cenicien-
tas, varios plátanos verdes, reventados, olorosos, apeti-
tosos e incitantes, delante de los colmillos del hambre
sin nacionalidad y sin f r o n t e r a s . . .
—¡No se apuren señores! ¡Que aquí está lo que uste-
des no esperaban! —el Poeta, entusiasta y hábil pescador,
se presenta— inesperadamente — con una sarta de palo-
metas, brillantes, r o j a s y amarillas. Había m a d r u g a d o y
con el anzuelo de uno de los peones o siringueros; pes-
có más de una docena.
—¡Qué lindas! Se ve que usted las tenía a m a r r a d a s .
¿Qué le parece, si las d e j a m o s para el almuerzo? —Juan
Durán consulta al Poeta.
—Como usted guste, amigo — responde Renato Cal-
vimonte.
—Sírvase su desayuno — en un vaso cnlozado, le
alcanza la bebida caliente, complementando la ración con
un plátano.
—Cuidado, n o se vaya a quemar — Juan Durán, en-
trega todo —directamente— a su amigo el Poeta.
—Gracias, amigo — Renato Calvimonte alias el Poe-
ta, se acurruca, al lado de Juan Durán, sintiendo mucha
simpatía por el siringuero, rudo, de alargada y amplia
frente, de cara angulosa, de cabellos ondulados, de pómu-
los salientes, de mediana estatura, de nervios y músculos
fornidos.
Todos, los siete hombres, se sirven el desayuno pre-
parado —voluntariamente— por Juan Durán. Saturnino
Roca, con la orientación del amigo del Poeta, ha descu-
bierto el indicio certero de aquella realidad geográfica
que ofrece perspectivas halagüeñas, favorables para el ne-
gocio de la explotación cauchera. Y sin hacer alarde de
alegría y entusiasmo p o r lo que acaba de descubrir, gra-
cias a Juan Durán, se soba las manos y mira hacia el bos-
que umbrío, voluminoso y quieto, orgulloso, desaliante
y terco como un m o n s t r u o de las leyendas árabes.

— 109 —
LUCIANO DURAN BOGER

—Aquí nos quedamos. No necesitamos seguir más


adelante— con voz baja y sonora de órgano que ejecuta
una fuga del gran Bach, 110 agrega ni una palabra más.
—Listo. Vamos ya. Tú adelante — Saturnino Roca,
pela su espejeante machete y comienza —haciendo dúo
armónico con Juan Durán— a cortar los pequeños arbus-
tos, lianas y la maleza de las orillas del caminillo o estre-
cha senda que fue abierta, el día anterior, por el c o r a j u d o
siringuero Juan Durán. Los tres acompañantes, siguen el
ejemplo. Nicolás, malhumorado, con Renato Calvimonte,
contribuye a la limpieza de aquel espacio, donde están
ardiendo los leños de la cocina rústica. Recogen y amon-
tonan los gajos al borde del b a r r a n c o del río,
El Poeta, advierte que la Selva une a los hombres,
hace nacer en ellos el espíritu solidario que no existe en
otros ámbitos de vida ciudadana. Sabe — p o r propia ex-
periencia— que la monstruosidad del imperio verde, ce-
de —según las circunstancias— al poder combativo de
los hombres cuando acometen con esfuerzo y sacrificio
cualquier empresa que beneficie a la colectividad.
La noche, llega repartiendo el cántico lúgubre de las
aves que se ocultan y duermen de día. El silencio y la
soledad se abrazan. La noche, igual que una hembra in-
saciable se adueña —íntegramente— del espíritu de los
hombres que han perdido la alegría de vivir. Los siringue-
ros, provistos de coraje, están alertas, p a r a repeler cual-
quier ataque sorpresivo, que pudiese surgir de la bocaza
enorme de las tinieblas.
—¿Dónde está Juan Durán? — Saturnino Roca, pre-
gunta por aquel hombre en quien ha depositado toda su
confianza.
—Debe estar cazando. El disparo que hemos escucha-
do debe ser de él — responde Julián Sosa. Este es el si-
ringuero más joven, de diecinueve años de edad. Es tími-
do v muy rara vez abre la boca para pronunciar palabras.
En l a ventana de sus o jos siempre está espiando la tris-
teza de una lágrima. La imagen lejana de su madre, se
le hace presente a cada instante. Vagamente, recuerda a
su padre que murió, a consecuencia de la mordedura de
una serpiente venenosa.

— 110 —
IiNLAS TIERRAS DE E N I N

—¿Y los otros?— Saturnino Roca, se refiere a los dos


siringueros: Camilo Soria y Pascual Tovar.
—Deben estar también con él— a f i r m a Julián Sosa.
Todos están inquietos. Pascual Tovar, descendiente
de una familia selvícola, cuando realizaba su tarca corres-
pondiente, en la a p e r t u r a de una estrada, encontró una
flecha. La observó detenidamente. La miró y la olió, lle-
gando a la conclusión deductiva de que los salvajes, es-
taban próximos. Pascual Tovar, advirtió el peligro. Ni-
colás y el Poeta, dialogan y están juntos, codo a codo.
H a n establecido un t u r n o de vigilancia, t r a t a n d o de ase-
gurar la permanencia de sus vidas. Dialogan hasta ho-
ras avanzadas.

— 111 —
E n t r e viejos troncos, corroídos por la acción pene-
trante del agua los pececillos desarrollan, ágil y rítmica-
mente, un desplazamiento escenográfico. El cuerpo dan-
zante traza líneas bellísimas donde impera la curva vibran-
te, con adiestramiento tenso de piernas femeninas. Pero,
allí más que el dibujo, predomina el color: platino, dora-
do, gualda. El r u b í chispeante, incita —con duelo de bra-
sa que dejó de ser llama— a la esmeralda cristalina de
aguas océanicas, a convertirse en cielo azul, sereno. Y son-
ríe el arroyo un contentamiento mañanero. Todo —a su
alrededor— despierta optimismo. El que tuvo la suerte
de contemplar un paisaje semejante, debió pensar que
vale la pena vivir, olvidando que la vida es un viaje pa-
sajero hacia la muerte . . .
Al f r e n t e —en la otra orilla— el cuadro es diferente.
El marfil de la bestia, hace crujir los últimos huesos de
quien pretendió —inútilmente— ejercitar el m a n d a t o de
venganza de la divinidad griega, que es ciega.
El caimán, está tragando los bocados que le quedan
del banquete.
Suena la maquinilla armoniosa del reloj de oro que
—ahora— cuelga del chalequín color de luna nueva, ajus-
tado sobre las espaldas y las costillas de Rómulo. Aprieta
un bolón y se abre —suavemente— la tapa luminosa, en
que se r e t r a t a la cara del feudalón dictatorial. Mira la
hora. Con el índice, la cierra. Acaricia el reloj con el pul-
gar de la mano izquierda. Vuelve a colocarlo en el bolsi-

— 112 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

lio respectivo. O s t e n t o s a m e n t e , cuelga la cadena de oro.


E s t á contento, p o r h a b e r c o n f e r i d o poderes amplios al co-
codrilo del a r r o y o . Se apoya en la b a r a n d a del altillo de
su casa, recién c o n s t r u i d a con las m a d e r a s más nobles de
la región. Avizora el suave deslizarse de las aguas claras
que, c o m o m a n o s de m u j e r e s , acarician los b a s a m e n t o s de
la a l t u r a — a r e n o s a — del t e r r e n o .
—¡Gringo! ¡Chocolate! — Rómulo, grita con voz im-
perativa, c o m o si llamase a u n o de sus t r a b a j a d o r e s que
le obedecen ciegamente, p o r q u e le temen.
—¡Gringo! ¡Chocolate! — vuelve a g r i t a r los dos nom-
bres, d i f e r e n c i a d o s p o r el c o n t e n i d o de las letras y el
n ú m e r o de sílabas, p e r o q u e — s u b j e t i v a m e n t e — tienen
un m i s m o significado. El c a i m á n los distingue y los reco-
noce c o m o suyos. Rómulo, hace llevar las visceras de los
vacunos d e r r i b a d o s , a la orilla del cauce cristalino, qui-
t a n d o a los h a m b r i e n t o s esclavos de La Loma, aquel bo-
cado.
—¡Gringo! ¡Chocolate! — repite el llamado. El ani-
malón, a b r e la boca e n o r m e y a g a r r a con sus colmillos
— a g u d a m e n t e — la o s a m e n t a . Gira — p e s a d a m e n t e — tra-
zando un círculo s o b r e la greda h ú m e d a . Se desliza con
su c u e r p o longitudinal. I n t r o d u c e al agua, su cabezota;
lanza u n s o n i d o g u t u r a l .
—¡Uup! ¡Uup!— se h u n d e . A pocos m i n u t o s , sin tar-
danza, vuelve a surgir a flor de agua. P e r m a n e c e a flote
en un solo lugar, c o n t r a r r e s t a n d o la suave corriente. Pier-
de la estabilidad. N a d a hasta la orilla d o n d e se encuen-
tra el m o n t ó n de los desperdicios o e n t r a ñ a s de g a n a d o
vacuno. Entonces, Rómulo, en actitud c o n t e m p l a t i v a —go-
zosamente— inmoviliza sus p á r p a d o s . Luego, piensa, con
fruición íntima, en todas las posibilidades de d o m i n i o y
m a n d o sobre los h o m b r e s , a n i m a l e s y cosas q u e le ro-
dean, sobre el t e r r i t o r i o de La Loma, cercado con alam-
bres de púas. Discurre y m e n t a l m e n t e calibra sus ideas,
con la lógica que le dicta la realidad del medio circundan-
te, donde está arraigado, igual que un árbol.
—Tú —se refiere al c a i m á n — cíes " s e ñ o r " y todopo-
deroso en el arroyo, donde t e n d r á s que m o r i r de viejo.
Nadie tiene derecho a intervenir en tus decisiones y en

— 113 —
LUCIANO DURAN IJOGER

tu insaciable voracidad. ¡Ya lo sabes! C o m p a r a aquella


existencia con la suya. Se siente o m n i p o t e n t e , m á s eficien-
te que un Estado, d o n d e la s u m a de poderes, controla y
precautela los intereses de la sociedad a la cual repre-
senta.
Da la espalda al c u a d r o p i n t o r e s c o que ha deleitado
sus sentimientos. Vanidosamente, b a j a del altillo por u n a
escalinata de m a d e r a lustrosa y de color chocolate. Pene-
tra a su habitación y se acuesta en su h a m a c a . Enciende
un cigarrillo, lo lleva a la boca y a b s o r b e b o c a n a d a s de
h u m o , u n a s tras otras. Y m e d i t a . Sabe que existe un go-
bierno, cuyo control e influencia política, no llega a sus
dominios; y que su composición a d m i n i s t r a t i v a está cons-
tituida, p o r un presidente, c o l a b o r a d o p o r ministros o se-
cretarios de E s t a d o .
—Yo soy presidente. Yo tengo mi Canciller. Debo
n o m b r a r a mis o t r o s c o l a b o r a d o r e s — se ríe de su pro-
pósito. Se levanta de la h a m a c a y taconea.
—¡Claro está! ¿Y por qué n o ? ¡Voy a g o b e r n a r aquí
en La Loma, a mis anchas, c o m o yo quiera! — llama a
los elementos de m a y o r confianza, de m á s e m p u j e , jóve-
nes y vigorosos, p e r o todos ellos analfabetos, menos uno.
Ruge en su pecho, la bestia de sus impulsos de m a n d o y
de poder. Se q u e d a quieto, u n o s instantes. Cruza los bra-
zos en actitud napoleónica.
Conducidos p o r Canciller, van llegando los elegidos,
a cada u n o le da su calificativo y tareas de control especí-
fico. Al m e j o r laceador y m e j o r jinete, le otorga el títu-
lo de "Ministro de G a n a d e r í a " . Al m á s a v e n t a j a d o cha-
carero o c a m p e s i n o agricultor que sabe s e m b r a r y cose-
char: maíz, arroz, sandías, fréjoles, yuca o mandioca, ma-
ní, caña de azúcar, que sabe cultivar b a n a n o s o plátanos,
piñas, paltos, v m u c h o s otros árboles frutales, desígnalo
con el cargo de "Ministro de Agricultura". Y así, sucesi-
vamente, u n o tras uno, hasta c o m p l e t a r su gabinete, su-
miso y obediente. Les repite los n o m b r e s de las asignatu-
ras y les obliga a que los pronuncien, hasta lograr la me-
morización de ellos.

— 114 —
IiN LAS TIERRAS DE ENIN

—A ver. Señor "Ministro de Ganadería"— se dirige


al laceador, con sorna y sonríe —burlescamente— sobre
las b a r b a s del aludido.
—Señor— responde el experto scmicsclavo o peón,
arreador de ganado vacuno, a m a n s a d o r de potros y de
toros cerriles, audaz abigeatista al servicio de los intere-
ses del feudalismo de La Loma.
: —¿Qué es eso de señor! ¡Diga usted: Excelentísimo
señor Presidente! —Rómulo, replica a su colaborador in-
mediato, con sumo desagrado.
—Está muy bien, exc . . . exc . . . exc — se atora y no
puede pronuciar las otras sílabas. Simula tartamudeo o
trabazón en la pronunciación de las palabras.
—¡Ex—ce—len—ti—si—mo!— Rómulo, señala la pro-
nunciación del vocablo, silabeando. —A ver. ¡Repita!
—Ex—ceeee—len . . . len . . . len . . . tisimo— repite el
"Ministro de Ganadería".
—Ahora está bien. Aliste los caballos y a los jinetes,
con quienes tiene usted que hacer la vaqueada. Hay que
reunir el mayor n ú m e r o de toros novillos y de vacas que
hayan en la pampa, a cinco y diez leguas a la redonda.
Pero p r i m e r o tienen que c o n s t r u i r corrales en las regio-
nes más apropiadas. ¿ E n t e n d i d o ?
—Muy bien, excelentísimo señor Presidente.
—Ja! Ja! Ja! Ja! Ja!— Rómulo vuelve a reírse de sí
mismo. Pero se autocrítica, p a r a encontrar el equilibrio,
indispensable, de seriedad en lo que hace. Se siente re-
vestido —sin lugar a dudas— de toda la autoridad, con
que un jefe de Estado, debe dirigir los destinos o la for-
ma de un gobierno que defiende los intereses de clase,
bajo las condiciones particularizadas, del sistema de pro-
ducción o de la e s t r u c t u r a económica dominante.
—¡Señor Canciller!— grita con énfasis señorial. Mira
hacia el espacio de la llanura verde, circundante de La
Loma, y observa que, a ciento cincuenta metros de dis-
tancia -—más o menos— hay un apelotonamiento de obre-
ros, hombres y m u j e r e s . Sin pérdida de tiempo, sin pre-
guntar a nadie nada, entra -—rápidamente— a su habita-
ción-dormitorio, e m p u ñ a una carabina, apunta al montón
de gente y dispara.

— 115 —
LUCIANO DURAN IJOGER

Los obreros esclavizados, unos; scmicsclavizados,


oíros, escapan despavoridamente, y, gravemente herido,
solo queda sobre el suelo, un cuerpo, e m p a p a d o en sangre.
—¡Canciller! — Rómulo, esta vez, suprime el vocablo:
señor. A su llamado. Canciller se hace presente, luciendo
una palidez mortal.
—¡Aquí estoy, señor! — Canciller, está llorando lá-
grimas vivas. Se mastica los labios y traga amargo. Siente
en su pecho la congoja brutal, de lo irremediable. La voz
de su sangre, destruida, aniquilada, quemada por dentro
con el incendio del dolor, que arde y consume los ner-
vios, estalla dentro de su corazón. Su impotencia es igual
que todas las cenizas amargas, después del siniestro en
que las llamas se extinguen.
—¡Qué pasó allá!
—La gente estaba protestando p o r q u e . . . p o r . . . p o r . . .
por — Canciller se ahoga con su propio gemido. Llora
copiosamente, dolorido, impotente.
—¡Habla imbécil! — Rómulo, deja caer u n fuetazo,
sobre el h o m b r o izquierdo de Canciller.
—Porque . . . e l . . . e l . . . e l . . .
—Si no hablas te mato. ¡Ya! ¡De una vez! —el sátrapa,
dueño y señor de vidas, de La Loma, empuña su revólver
y le apunta.
—El gringo, el chocolate, señor, acaba de tragarse a
uno de los niños que, con otros, estaba bañándose en el
arroyo.
—Muy bien. Y por eso ¿tanto alboroto? Y tú ¿lloras
como una marica?
—Señor. ¡Qué quiere usted que yo haga! Si el niño
que se ha tragado el caimán, era mi hijo. ¿Le parece po-
co, señor?
—Ja! Ja! Ja! Jaaaa! Querido Canciller. Debiste decir-
le al señor Chocolate, que se iba a b a ñ a r tu hijo.
—¡Señor, usted es . . . — Canciller, se traga las últimas
dos palabras y le clava sus ojos enrojecidos. Estuvo a
punto de decirle: "usted es una bestia!, pero, más pudo
el miedo que su dolor.

— 116 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

—¿Quieres decirme algo más? — Rómulo, se avalanza


contra el infeliz. Mete su cara contra la cara de Canciller
y le larga su aliento fétido, p o r q u e tiene el hígado podrido.
—¡Habla! — pesadamente, como el vuelo de una per-
diz, las palabras del m o n s t r u o de La Loma, van saliendo
de su boca hedionda, porque, apenas, le quedan algunos
troncos y raíces encubiertos con encías violáceas puru-
lentas.
—Usted está enfermo, señor — responde Canciller,
con suma lentitud.
—¿Y quién no lo está? Dios estaba enfermo, cuan-
do nos hizo con un poco de barro. ¡Imbécil! El h o m b r e
no siente la necesidad de vivir como viven las estrellas,
tranquilas, mirándose las unas a las otras, sin hacerse
daño, sin d e r r a m a r una sola gota de sangre.
Retrocede. Da media vuelta. Camina. E m p u ñ a su fu-
sil. Vuelve al mismo lugar donde estuvo antes. Prosigue
desembuchando la perorata, de su tragadero negruzco,
igual que el de un gallinazo a t r a g a n t a d o con la carroña
de cadáveres insepultos.
—Yo estoy enfermo, querido Canciller. ¿Será p o r q u e
siento que Dios está conmigo? Si el nos hizo así, a su ima-
gen y semejanza, nadie es culpable de lo que él quiso que
fuéramos.
En esos instantes, Rómulo detesta a su inmediato co-
laborador. Prepara bala en boca y a p u n t a a Canciller.
—¡Señor! — el padre del hijo comido por el caimán,
cae de rodillas y abraza las piernas de Rómulo.
—¡Levántate cobarde! ¿Dime, qué necesidad tuvo el
hombre de inventar la pólvora y fabricar este fusil y otros
instrumentos más destructores, de mayor peligro para la
conservación del hombre, f r e n t e al h o m b r e ? Si tú me
convences de que el h o m b r e no es una bestia, d e j a r é de
ser lo que soy.
—No es verdad lo que usted acaba de decir. Yo por
ejemplo, no podría matarlo, aunque me ordene. Mi san-
gre se resiste. No porque ame la vida o tema a la muer-
te. Yo mismo no sé por qué.
Se pone de pie. Se siente sereno. Ha perdido el
miedo.

— 117 —
LUCIANO DURAN IJOGER

—Yo tampoco se, Canciller, lo que hay dentro de mi


sangre.
—¡No mate más a nadie! ¡Basta ya señor! — Canci-
ller da la espalda a Rómulo. Camina tranquilamente, rum-
bo a su choza. Ha b o r r a d o de su mente las placas de las
escenas truculentas que ha vivido en menos de dos horas.
—¡No escapes! ¡Quieto! — Rómulo empuña el Win-
chester y apunta. Se escucha un disparo.
La impresión relampagueante en el espíritu de Can-
ciller, nubló sus ojos. Cae de bruces. Mira al suelo V sien-
te un estremecimiento desde los pies a la cabeza. El es-
calofrío del miedo sacude sus nervios. Suda copiosamen-
te. Se levanta tembloroso. Se toca el pecho, se mira las
piernas.
—¡Date la vuelta! — ordena el propietario de La Loma.
Como si despertara de un sueño horroroso, respira —
satisfactoriamente— al c o m p r o b a r que está vivo.

—¿Conoces el camino que va a la pampa de los tres


arroyos?— averigua el Ministro de Ganadería. Asegura su
hermoso lazo sobre las ancas del caballo que pezuñea y
bate la cola, espantando a los tábanos que aguijonean
sobre su cuero vivo.
Sí. Y no hay otro. Para atravesar el bosque, tene-
mos que ir siguiéndolo. De aquí hasta el primer arroyo,
se tarda más o menos cuatro horas —responde el vaque-
ro más guapo del equipo.
Los caballos están húmedos y limpios. El Ministro
de Ganadería y sus acompañantes, cruzaron el río en una
embarcación a remo. Están frente a La Loma.
Enfilan los caballerizos, por una senda estrecha. Los
seis jinetes, avanzan en columna de uno, como hormigas
diligentes, siguen la tortuosa ruta.
—Invítame un cigarro— el "Ministro de Ganadería",
solicita a Hugo Estrada. Detiene su caballo y con él los

— 118 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

otros cinco. Estrada alcanza el cigarrillo, prende candela


y enciende el tabaco.
—Cuando llueve debe m o j a r a todos— dice Hugo
Estrada y reparte cigarrillos a los que vienen detrás de
él. Vuelve a su sitio. Va adelante de todos. Es mocetón
de mediana estatura, blancoide; sus vigorosos puños,
infunden en su inquieto espíritu una mezcla de seguridad
y de coraje. No retrocede ante el peligro y sabe que la
mejor manera para vencerlo, es enfrentarlo, resueltamen-
te. Le gusta el canto y es audaz para conquistar a las
m u j e r e s . Anhela tener muchos hijos, en un medio social
que no sea el de La Loma. El no sabe dónde. Ignora que,
más allá de sus ríos, existen otros centros de población
desarrollados.
Vuelve a imponerse el silencio. La m a r a ñ a ha cubier-
to y cerrado el paso de la senda, en varios sectores. Los
viajeros tienen que sortear esa dificultad, con sentido de
orientación de caballo, de buey o de muía y con búsque-
da constante.
—Síganme. Por acá — Miguel Pedraza, conocedor de
la ruta, no se desvía y conduce a sus compañeros, con
certera dirección. Al final de la travesía, se abre, ante
sus ojos, la inmensidad de la llanura verde.
—Aquí podemos descansar. Allá está el arroyo — di-
ce Miguel Pedraza. Con un movimiento de cabeza, señala
hacia el noroeste, donde muchas palmeras decoran la pla-
nicie con lincamiento y colorido de acuarela.
Acampan d e b a j o de un árbol. Desensillan y aseguran
los caballos. Respiran gratamente el aire s a t u r a d o de aro-
ma silvestre. El bochorno de la selva húmeda, persiste
en el recuerdo de todos ellos. Extraen de sus a l f o r j a s los
comestibles necesarios para m a t a r el h a m b r e y se recues-
tan sobre sus arreos.
—¿Ven ustedes el ganado? Es cerril y sin dueños
Nuestro t r a b a j o debe comenzar con la construcción de
los corrales. Después el laceo y la marcación. Nos va a
demandar mucho tiempo —arguye Miguel Pedraza.
—Está muy bien pensado— afirma el Ministro de Ga-
nadería.

— 119 —
LUCIANO DURAN IJOGER

—El t r a b a j o es de lo más duro — dice José Corte/.,


el menos apto para la empresa. Tiene una estructura ósea
muy raquítica y una piel apergaminada. Analfabeto. Es un
h o m b r e triste. No sabe quiénes f u e r o n sus padres. El re-
cuerdo de su infancia es una nebulosa. Apareció en La
Loma como un pañuelo abandonado y que no interesa a
nadie. Jamás preguntó si existía algo distinto a los hom-
bres y las cosas de La Loma.
—Usted dice que el t r a b a j o es muy duro. Pero hay
que hacerlo aunque nos cueste el pellejo —Pablo Carran-
za, refuerza la opinión de su contertulio. Tiene la venta-
ja sobre Cortez, de ser sujeto experimentado en faenas
de ganadería. Vivió en u n establecimiento donde la doma
de cuadrúpedos endureció su carácter, convirtiéndolo en
obrero de empuje, para enfrentarse a los toros bravios.
Está conforme con las condiciones de vida del núcleo hu-
mano, donde Rómulo campea a sus anchas.
—Con este t r a b a j o tenemos para mucho tiempo. ¿No
les parece que hemos errado al no t r a e r a nuestras mu-
jeres? — Viador Postigo, plantea el problema con serie-
dad de padre que quiere a su m u j e r y a sus hijos, por
encima de todas las cosas.
—¿Nuestras m u j e r e s ? ¿Para que ordeñen las vacas
y hagan quesos? ¿Y para que los zorros se los c o m a n ' —
Pablo Carranza, festeja humorísticamente el planteamien-
to de Postigo.
La ganadería industrial, no existe en esa región. Hay
ganado vacuno, desparramado, sin protección alguna, dis-
perso, por aquí, por allá "a como te criaste", según el de-
cir de los pobladores de esas inmensas llanuras, en que
la fertilidad de la tierra reparte sus dones, a manos llenas.
Los pastales naturales abarcan extensiones sin límite.
Se extermina o derriban vacas y novillos, sin reparo
alguno. A cualquiera que se le ocurre servirse un asado,
dispara y mata, corta el cuero, extrae un retazo de carne
de la res y todo lo demás queda a la intemperie, para el
banquete de los tigres y de los gallinazos. Otros matan
—también— con el único propósito de sacar una lonja
de cuero para hacer correas. Toda esta barbarie que des-

— 120 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

truye aquella riqueza en potencia, la conoce el Ministro


de Ganadería.
-—Yo soy Ministro de Ganadería— se ríe en sus aden-
tros. El título que le ha otorgado Rómulo, le parece una
burla que estropea su condición de h o m b r e vanidoso. Ha
leído uno que o t r o libro y algunas revistas. Hubiera que-
rido ser actor de teatro. Es un soñador, un cazador de
sueños. Su subconsciente t r a b a j a mucho. Soñó una vez
que había estudiado astronomía y que sus padres le ha-
bían d e j a d o una herencia, consistente en varias centenas
de cabezas de ganado vacuno.
Se ríe de sí mismo. Todo lo que le sugiere el ser Mi-
nistro de Ganadería, se lo traga. Se considera una perso-
na muy culta. Es muy hábil p a r a f o r m u l a r comparaciones,
por ejemplo, ésta: Ministro de los EE.UU. de La Loma.
Un cargo insignificante p a r a un gran h o m b r e —se pavo-
nea ostentosamente.
—¿Qué pensará a esta h o r a el Excelentísimo señor
Presidente? ¿Qué irá hacer con tanto ganado? ¿No es
cierto que aquí, el ganado no tiene precio? — Miguel Pe-
draza, pregunta a sus acompañantes. Le preocupa el tra-
b a j o que tienen que realizar.
—Acumular para cuando vengan m e j o r e s tiempos —
responde Hugo Estrada, limpiándose la boca después de
haber bebido agua.
—¿Tiempos mejores? A lo mejor: peores. Todo es
posible. Somos h o m b r e s jóvenes y tendremos la oportuni-
dad de presenciar el auge —hace una pausa— y también
la decadencia del t r a b a j o que ahora se nos impone— Mi-
guel Pedraza, extrae un hacha del fondo de u n a de sus
alforjas, resplandeciente como el metal de la luna. Con
su machete corta un gajo que lo labra y lo convierte en
mango de la herramienta, bien a j u s t a d o . No tiene necesi-
dad de ordenar a sus compañeros, para que hagan lo pro-
pio. Todos alistan las h e r r a m i e n t a s que han traído para
utilizarlas en la tala de m a d e r a , destinada a la construc-
ción de los corrales. Su iniciativa es imitada. Cortan hor-
cones, lianas v largos listones, para el t r a b a j o del primer
atajadizo.

— 121 —
LUCIANO DURAN BOGER

—¿Notan la diferencia que existe entre el bosque y


la llanura? Todo es desigual sobre la tierra. No hay dos
hombres que se parezcan. Me han contado que el Exce-
lentísimo señor Presidente —se refiere a Rómulo — tiene
un hermano que no es como él — dice Miguel Pedraza,
emitiendo las características personales del aludido. Deja
de hachear y escupe sus manos, frotándose las ampollas.
—¿Y qué te parece el Excelentísimo señor Presiden-
te? — la interrogante de José Cortez es aviesa.
—¿Acaso no lo conoces? Te haces el tonto porque
ocultas el temor que te inspira. La manera de ser de tu . . .
—Termina hombre. Entre nosotros no pueden haber
delatores.
—A boca cerrada no entra mosca— expresa Hugo
Estrada. Sale de la tupición selvática y se enfrenta con
el crepúsculo enrojecido que contornea la visión panorá-
mica, con matices polícromos de t a r j e t a postal. Arroja la
herramienta y contempla —melancólicamente— la exten-
sión inconmensurable del espacio verde. Lentamente, se
apagan los últimos celajes, con tintes gualdas y violetas.
Asoman las primeras estrellas. Como todos los hombres
del trópico, los hacheadores —en aquel instante indefini-
do— se sienten poetas.
—Prendamos la fogata— indica Miguel Pedraza, ini-
ciando la labor con sus manos fortalecidas por el trabajo.
—Tengo sed, h a m b r e y sueño. Sí, las tres cosas por las
cuales el hombre se sacrifica inútilmente. Quisiera ser
como las estrellas que nada tienen y se hacen presente
ante nuestros ojos, sin saber si nosotros existimos.
Después, charlan con acento tristón, sobre cosas ni-
mias y sin importancia.
Se hace el silencio.
Dejemos a los vaqueros y volvamos al lugar donde
t r a b a j a n los siringueros. Decisión y coraje. No necesitan
mayor acicate. La ambición de acumular fortuna, con la
explotación i n h u m a n a de los t r a b a j a d o r e s de la goma elás-
tica, aguijonea la voluntad de los h o m b r e s de la época,
b a j o el sistema feudal - terrateniente.
El éxodo de oriente hacia el noroeste tropical benia-
no, se desencadena con inusitado afán. Ya lo hemos visto:
cómo los hermanos Salvatierra recurrieron al robo, al
pillaje y hasta a la b a r b a r i e del crimen, han penetrado al
maravilloso paisaje del territorio del gran Moxos o de la
tierra de Enin. En la estrada del dolor y de la sangre, la
vida y el esfuerzo colectivo de la gente humilde del pueblo
cruceño y del pueblo beniano, es la realidad sangrienta,
salvaje y brutal, donde impera el caciquismo de los gori-
las del látigo, del winchester y del cepo; del h a m b r e y la
opresión.
Los que han a c a m p a d o sobre un barranco, a orillas
del río, entre los que se encuentran Nicolás, h e r m a n o de
Rómulo, uno de los sobrevivientes del naufragio en que
perecieron sus otros hermanos. Están listos para abrir la
estrada.
—Ustedes me siguen —dice Juan Durán, el guía que
comienza a machetear, de izquierda a derecha. Avanza
rápidamente. Los otros siguen tras él macheteando y en-
sanchando el sendero. Gajos y lianas son cortados y arro-
jados a ambos lados. Nicolás, h o m b r e astuto y precavido
que cuida su pellejo y sus libras esterlinas extraídas del

— 123 —
LUCIANO 1)1 'KAN HOGI1K

cadáver del cura, se coloca de ultimo, a la cola tic la co-


l u m n a de los siringueros. Siempre á t e n l o y vigilante a
cualquier sorpresa.
Después de una caminata eslorzada, de mas o menos
unos quince minutos, se escucha el tableteo acerado. Juan

Durán, con su máchele. detuvo al pie del tronco del


p r i m e r árbol guinilero. S;;:ne golpeando con la lila y bri-
llante hoja acerada ••>'• :e el lustroso verde-claro tronco
cilindrico del árbol, lia que el ultimo de la columna
—Nicolás— se acopla e - ¡ u p o . f o r m a n d o un circulo com-
IiN LAS TIERRAS DE ENIN

pació. Se limpian el sudor pegajoso de sus caras. Respi-


ran y loman aliento. Nicolás, observa la planta codiciada,
desde a b a j o hacia arriba. Satisfecho con el hallazgo, mue-
ve la punta de su lengua entre sus labios. Mete la mano
al bolsillo y aprieta el talcguillo que contiene las monedas
aúreas. Piensa silenciosamente v sigue m a d u r a n d o su plan
de traficante, selva adentro. Mira a los siringueros y ve en
ellos, a los obreros que tienen que sudar la sangre blanca
del tronco de la siringa. Alucinado y seguro de su plan,
sabe que a través de los años que vendrán, él llegará a
ser el h o m b r e más potentado de la región, a base de la
explotación de aquellos hombres.
—¡Adelante! — dice Juan Durán. Tras él prosiguen
los otros. Nuevamente i r r u m p e el coro de los machetes.
Un g a j o espinudo por aquí, lianas porrudas, troncos grie-
tosos, palmeras con espinas negras, más agudas que alfi-
leres, arbustos con hormigas de picadas venenosas, hu-
medad, ambiente sombrío, silencio y soledad; esto y aque-
llo obstruyendo el paso de los siringueros.
—Fíjense bien. Es más fácil reconocer el árbol pol-
las hojas y no por el tronco — habla Juan Durán, con el
aplomo de su experiencia, con la seguridad de su p u ñ o vi-
goroso, a p r e t a n d o el machete con que el obrero cruceño
y el obrero beniano, saben abrirse paso con decisión de
hombría, coraje y empeño acerado, venciendo la hostili-
dad del medio selvático y echando por tierra el mito de
la "vorágine" que se traga al hombre . . .
Observan todos minuciosamente. Saturnino Roca y
Nicolás se miran las caras. El lenguaje silencioso de sus
ojos traduce en esos instantes, el sentimiento grato de
sentirse dueños del sacrificio y de la angustia del sirin-
guero que t r a b a j a a ración de hambre, a d e u d a d o desde
los talones hasta la coronilla.
—Por las hojas y no por el tronco. ¡Muy bien! Las
hojas para el pobre siringuero y la sangre blanca que da
el tronco y que vale oro, para los que m a n e j a n las libras
esterlinas — dice el Poeta, prescindiendo en absoluto de
la presencia de Saturnino Roca v de Nicolás. Juan Duran
atropellando la maleza, se abre paso cortando con rapidez.
Corta y destruye ramas espinudas, una más, otra mas, y

— 125 —
LUCIANO DURAN IJOGER

más; esta, aquella. Con sus pies descalzos, sigue atrepe-


llando — f i r m e m e n t e — lo que se le presenta por delante.
Se detiene un instante, m i r a de izquierda a derecha, mira
hacia el f r e n t e y c o m o si sus o j o s fuesen, p o d e r o s a s len-
tes que penetran la espesura de la selva, objetiva una
h e r m o s a planta de siringa con sus h o j a s que son p e q u e ñ o s
abanicos, con cinco p u n t a s lanceoladas, frescas, lozanas,
de un verde claro, movidas p o r u n a leve brisa que está
p e n e t r a n d o p o r un p e q u e ñ o claro de cielo raso. J u a n Du-
rán, serenamente, b a j a la cabeza, m i r a al suelo y antes
de dar un paso, su machetazo cae c o m o un rayo, certe-
r a m e n t e sobre la cabeza de la serpiente venenosa. Y tras
el golpe certero, d e j a c a e r m u c h o s o t r o s más, h a s t a redu-
cir a pedazos, el c u e r p o vibrátil y s e r p e n t e a n t e del reptil.
J u a n Durán se inclina y con la p u n t a de su machete, le-
vanta la cabeza de la víbora y la a r r o j a lejos, en dirección
del río que está p r ó x i m o . Sigue c a m i n a n d o y llega al tron-
co del árbol. Vuelve a golpear p l a n a m e n t e s o b r e el tron-
co. Tras el r u i d o los o t r o s van a p r o x i m á n d o s e . Nadie ha-
bla. Como a u t ó m a t a s , m a c h e t e a n y con la m i s m a práctica
de J u a n Durán, e n s a n c h a n el caminillo q u e t e n d r á que
convertirse en e s t r a d a de u n m e t r o de ancho. Así, guia-
dos p o r J u a n Durán llegan a la t o m a de posesión del se-
gundo árbol.
—¡Adelante! — J u a n Durán, vuelve a repetir la pala-
bra que acicatea la voluntad i n q u e b r a n t a b l e , característi-
ca del e s f o r z a d o siringuero.
La tarca es a r d u a y fatigosa. Al final de diez h o r a s
consecutivas, c o r t a n d o gajos, lianas y troncos; horadan-
do el boscaje e n m a r a ñ a d o , p e n e t r a n d o a él con e m p u j e
y c o r a j e sin igual, J u a n Durán y sus a c o m p a ñ a n t e s han
logrado r e u n i r noventa y ocho árboles, entrelazados por
los caminillos q u e e n t r e t e j e n u n a red alucinante. La idea
del t r a b a j o f r u c t í f e r o , b a j a de la cabeza al corazón, trans-
f o r m a d a en sentimiento de codicia p a r a unos y p a r a otros
en sentimiento de dolor y de miseria. La diferencia es
vida palpitante entre S a t u r n i n o Roca y Nicolás y, los si-
ringueros J u a n Durán, Julián Sosa, Camilo Soria y Pas-
cual Tovar.

— 126 —
IiN LAS TIERRAS DE ENIN

-—Hemos terminado el t r a b a j o de hoy día —dice Sa-


turnino Roca, disimulando la satisfacción íntima que ex-
perimenta, al considerar que el t r a b a j o de los siringueros,
sujetos a su predominio económico, le ofrecen ya —hasta
esc día— la posesión de tres estradas, con doscientos no-
venta árboles, vírgenes o inexplotados aún. Por la infor-
mación que le ha proporcionado Juan Durán, sabe que
en esa misma región, orillando el río aguas arriba, exis-
ten manchones poblados con árboles de la siringa.
Regresan al c a m p a m e n t o improvisado, sedientos y
hambreados. Los siringueros han vencido las tres prime-
ras jornadas. El hallazgo de nuevos árboles, produce en-
tusiasmo inusitado al dueño de la embarcación y de las
herramientas de t r a b a j o y de los víveres.
El h a m b r e —lobo implacable— les está a r a ñ a n d o los
intestinos. El deseo de comer, produce un desasosiego an-
gurriento en los siete h o m b r e s . La diferenciación de sus
temperamentos bien tipificados, desaparece y el espectro
de la desnutrición los t r a n s f o r m a en un c o n j u n t o de se-
res disfrazados — u n i f o r m e m e n t e — con la careta grotesca
del apetito que no espera, del apetito que, insatisfecho,
después del cuarto día de privación —en una huelga de
hambre, por ejemplo— se adormece y se sumerge en el
sueño de la inanición, de la impotencia que enerva la vo-
luntad humana.
—Esperaro voy ponero ra oria— Pascual Tovar, con
la rudeza del dialecto de su tribu salvaje, los coloca en
la situación de la espera angustiada. Rápidamente, agarra
la olla y se dirige a la orilla del río. Llena la vasija con
el líquido vital y regresa a p r e s u r a d a m e n t e ; la coloca so-
bre los leños encendidos. Corta pedazos de charque; des-
cascara los plátanos magros que fueron cortados de sus
plantas, antes de estar en sazón y, con unos cuantos puña-
dos de arroz, echa aquella provisión, todo a un mismo
tiempo. Pascual Tovar, atiza los leños, a fin de intensifi-
car la acción del fuego que facilite la rápida cocción de
los víveres.
—Don Nicolás, vamos a b a ñ a r n o s al río. No puedo
aguantar este sudor pegajoso — Saturnino Roca, se en-
camina hacia la embarcación en busca de ropa limpia que

— 127 —
LUCIANO DURAN IJOGER

se encuentra depositada en una bolsa engomada; en bus-


ca de toalla y de jabón.
—Lo mismo da que me bañe o no, porque cuando
no se tiene ropa limpia, la sucia se pega al cuerpo como
m u j e r enamorada. Prefiero no sentirme soltero — respon-
de Nicolás, empleando la paradoja.
—Venga acá — Saturnino llama a Nicolás, con el pro-
pósito de darle la ropa necesaria para que pueda bañarse.
Como quien no quiere la cosa, discretamente, Nico-
lás Salvatierra sigue los pasos de Saturnino Roca.
Los siringueros observan a la pareja que se va a dar
el lujo de bañarse con jabón p e r f u m a d o . El Poeta está
preocupado y anhela salir lo más pronto de aquel atas-
cadero.
—Oyeme amigo. ¿Qué hacemos aquí empantanados?
¿Qué hacemos hundidos cuerpo y alma, en este yomomo
( p a n t a n o ) donde la vida es un agonizar constante, sin ho-
rizonte, sin esperanza? ¡Vámonos! Demos la espalda a esta
esclavitud del caucho! ¿ T r a b a j a r para otros? Se necesita
ser ¡estúpido! para soportar el dolor y la miseria que im-
ponen a nuestros pueblos los explotadores extranjeros y
nacionales. ¡Vámonos, amigo! ¡Vámonos! —el Poeta, inci-
ta a Juan Durán, resuelto a poner en práctica un plan de
fuga para los siringueros.
—¡Váyase usted, mi buen amigo! Yo no puedo, por-
que estoy encadenado. La vida de mis padres ancianos, de
mi m u j e r y de mis hijos, me obligan a soportar esta mi-
serable situación. En cambio usted no debe nada a nadie.
Es libre, para elegir el camino del regreso. Yo le ayudaré,
el rato que usted quiera —responde Juan Durán, pesaro-
so, mordiendo su impotencia, ante la esclavitud econó-
mica a la que se halla sujeto.
El diálogo ha sido escuchado —atentamente— por
Julián Sosa V Camilo Soria. El primero toma debida nota
y el segundo de los nombrados se entusiasma con la inicia-
tiva planteada por el Poeta.
La explotación del caucho envuelve a todos los habi-
tantes de esas regiones, empujándolos al dédalo de sus
condiciones de producción, favorables para los comercian-
tes e inhumanas para los siringueros.

— 128 —
IiNLAS TIERRAS DE E N I N

—¿Hasta cuándo piensa quedarse usted en este labe-


rinto de la selva? —pregunta el Poeta a Nicolás.
—¿Hasta cuándo? ¿Después de esta actividad, qué
otra puede ofrecernos posibilidades de bienestar y pros-
peridad? Es ésta nuestra época. Y el color del oro negro
es el color de nuestro destino. O morimos pobres o mori-
mos ricos. Yo prefiero lo segundo, p o r q u e la pobreza es
más amarga que la hiél. ¿Me entiende usted? —Nicolás,
argumenta con la mentalidad de un terrateniente avaro.
—Quizás tenga usted razón. Pero yo no me resigno
a e n t e r r a r mi juventud entre los árboles. Además —usted
lo sabe— la riqueza individual, no es más que robo. Y yo
no quiero ser un criminal —el Poeta mira a Nicolás con
un ademán de rotundo desprecio.
—¿Y dónde piensa ir usted? Es m e j o r que t r a b a j e
aquí. Sacrifiqúese un poco. Todo comienzo es duro. Ahí
están los árboles. Verá usted cómo la leche se convierte
en bolachas y éstas en libras esterlinas.
—¿Y usted piensa t r a b a j a r igual que los siringueros?
—Eso corre p o r mi cuenta. No olvide que unos na-
cieron para m a j a r la suela con que se hacen los zapatos
y otros son los que se calzan con ellos — Nicolás piensa
en esos instantes en las monedas de oro que posee. Ha
resuelto comedirse en la faena y esperar con paciencia el
resultado final de la zafra o del p r i m e r fábrico y, en su
oportunidad, poder adquirir todo el producto, a un precio
que le permita un margen de utilidad y de ganancia.
El telón oscuro de las sombras n o c t u r n a s cae pesa-
damente sobre las cabezas de aquellos hombres. Tertu-
lian alrededor de la fogata que siempre está encendida.
Se adormecen. Se acuestan. Duermen como troncos, deba-
jo del techo acogedor de las chozas que construyeron uti-
lizando la madera y las hojas cortadas —sin necesidad de
recorrer grandes distancias— de la orilla del río, en el
mismo lugar donde acamparon obligadamente.
*

Despiertan cuando el sol no ha c o l u m b r a d o aún sobre


el inmenso murallón del bosque. Saturnino Roca —como

— 129 —
LUCIANO DURAN IJOGER

siempre— es el primero en levantarse. Se pone al habla


con Juan Durán. Después del desayuno, rápidamente alis-
tan las herramientas de trabajo. Deben abrir una estrada
más, destinada al cuarto siringuero.
—¿Y usted don Nicolás, va t r a b a j a r con nosotros?
¿O qué es lo que piensa hacer? —interroga Saturnino
Roca.
-—Les voy ayudar. En su oportunidad hablaré con us-
ted sobre las condiciones del negocio que podemos hacer.
El anuncio le parece a Saturnino Roca, algo insólito
V se pregunta: "¿Con qué dinero y dónde lo tiene? En fin,
hay que dejarlo que delire. Además, si dice que nos va
ayudar, está bien, así pagará el alimento que le estoy pro-
porcionando". Saturnino Roca es generoso como todos los
hombres de su pueblo. Como recién comienza a t r a b a j a r ,
no conoce aún el egoísmo de los que acumulan riqueza,
hasta convertirse en avaros empedernidos.
Abandonan el campamento. Penetran a la Selva. Juan
Durán, m a r c h a adelante de todos ellos. Pascual Tovar se
desprende del c o n j u n t o y con su escopeta se interna a la
m a r a ñ a selvática. Debe cazar animales para obtener la
carne necesaria que servirá de base a ia alimentación
del equipo.
Después de una caminata prolongada, abandonan las
sendas de la estrada que queda hacia el sudeste. Juan Du-
rán, se detiene para orientarse. Con mirada acuciosa to-
ma rumbo.
—Por este lado. Caminen más rápido que ya es tarde.
Deben ser las ocho de la mañana — advierte Juan Durán,
manifestando un sentimiento de pesimismo, debido a que
no encuentra señales de nuevos árboles de caucho. Pene-
tran y penetran, pero sin ningún resultado positivo.
-—Hasta aquí no mas. Para atrás, señores. Nuestra
labor ha terminado con las tres estradas que están listas.
—¡Escuchen! ¡Tres disparos seguidos! Con seguridad
que es caza mayor. Ojalá que sean puercos — expresa
Camilo Soria.
—El b á r b a r o —se refiere a Pascual Tovar— es galla-
zo para cazar. Los huele a los puercos a la distancia—
dice Julián Sosa.

— 130 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

Impera el silencio. La gente en el ámbito de la Selva


se vuelve hermética, habla lo escasamente indispensable
para la satisfacción de sus necesidades en la convivencia
cotidiana.
—Y en la b a n d a del río ¿no habrán árboles para ha-
cer otras estradas? — pregunta Saturnino Roca a Juan
Durán.
—Deben haber. Con las tres que tenemos a la mano,
es lo suficiente. Mañana, debemos comenzar la limpieza
y el ensanchamiento que nos va a demandar una semana
de t r a b a j o p o r lo menos. Somos cuatro siringueros. Una
estrada para cada uno. Que Pascual Tovar se dedique a
la caza y a la pesca, hasta que encontremos otros man-
chones de árboles. No creo que don Nicolás y el Poeta
se decidan a t r a b a j a r .
Regresan al c a m p a m e n t o .
Al día siguiente, se levantan a las cinco de la mañana.
Después de t o m a r el frugal desayuno, echan sobre sus
hombros el morral, conteniendo las herramientas necesa-
rias, consistentes en tichelas, machadiños o cuchillas; una
lata o una bolsa engomada donde debe ser depositado el
líquido o látex; su escopeta al hombro; el machete a la
mano. Todos estos i n s t r u m e n t o s de t r a b a j o tienen su pre-
cio. Saturnino Roca, ha cargado al debe de su cuenta, el
valor correspondiente; y esto a cada uno.
Van por los caminos que entrelázanse, uniendo a los
árboles que c o n f o r m a n la estrada. Juan Durán, Julián So-
sa y Camilo Soria, comienzan el trabajo. A una determi-
nada altura, de treinta centímetros, sobre sus cabezas,
trazan unas rayas, cortando la corteza del árbol, con pro-
fundidad que no hiere las fibras, dando lugar a la sangría;
colocan inmediatamente la tichela que tiene f o r m a de un
pequeño vaso, con una punta aguda que penetra a la cor-
teza. Esta operación la repiten en todos los árboles, hasta
abarcar el n ú m e r o total que f o r m a la estrada. Esta ardua
faena dura casi siempre hasta las diez y media de la ma-
ñana. De dos de la tarde a cuatro, hacen el mismo reco-
rrido, recogiendo las tichelas y vaciando el látex a ¡a lata
o la bolsa engomada. Después de esta labor, lenta y pesa-
da, regresan al c a m p a m e n t o con la preciosa carga . . .

— 131 —
LUCIANO DURAN IJOGER

—Qué descansada vida del q u e huvc del m u n d a n a l


r u i d o y sigue la escondida senda, p o r donde han ido los
pocos sabios que en el m u n d o han sido — el Poeta, al
d a r s e cuenta de la ociosidad — ( q u e es madre de todos
los vicios)— de la ociosidad de Nicolás, de S a t u r n i n o Ro-
ca y la de él —expresa sentenciosamente, los versos del
poeta francés.
—¿Qué cosa ha dicho u s t e d ? — p r e g u n t a Nicolás. Y
Renato Calvimonte alias el Poeta, le repite los versos, con
la m i s m a seriedad con que los c o n t a d o r e s de chistes sue-
len hacerlo.
—Ja! ja! ja! ja!— Nicolás, f e s t e j a la ocurrencia.
—Ja! ja! ja!— S a t u r n i n o Roca explosiona.
—Ja! ja! ja!— el Poeta, ríe t a m b i é n .
El coro de la risa, r e p e r c u t e en las p r o f u n d i d a s de la
Selva y el eco r e s u e n a en la o t r a orilla del río.
—Se h a n vuelto locos estos ociosos — dice Julián
Sosa. B a j a la bolsa e n g o m a d a y su m o r r a l y, coloca su
escopeta sobre el tronco de u n a h e r m o s a p a l m e r a sel-
vática.
Los siringueros dan comienzo al t r a b a j o de la fumi-
gación. Utilizan los hornillos q u e c o n s t r u y e r o n , cavando
la tierra, con p r o f u n d i d a d de m e t r o y medio; con b a r r o
y mezcla de h o j a s secas; con u n a p e q u e ñ a chimenea, por
donde sale el h u m o espeso de q u e m a d a s astillas verdes.
El h u m o solidifica las capas de leche o látex, que cada
u n o de los siringueros vacía s o b r e un listón de m a d e r a que
'o hace girar, c o n s t a n t e m e n t e . El líquido s o b r a n t e , cae so-
bre u n a gaveta o b a ñ a d o r g r a n d e . Las capas se van su-
m a n d o u n a s tras otras, hasta que la bolacha crece de vo-
lumen, a d q u i r i e n d o un peso de t r e i n t a a cincuenta kilos,
o algo más.
Y toda aquella sacrificada labor d u r a días y días,
sin ninguna alteración que r o m p a el plomo pesado de la
monotonía que se convierte en a b u r r i m i e n t o .

Desde el p r i m e r día en q u e comenzó el f á b r i c o o za-


fra de la explotación del caucho, la actitud de Nicolás

— 132 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

fue únicamente de observación. Pero el r u m o r de la críti-


ca de los siringueros, llega hasta sus oídos.
—Hemos resuelto con el Poeta dedicarnos a la pesca.
En esta forma contribuiremos al t r a b a j o . Así tendremos
una alimentación a b u n d a n t e — Nicolás se dirige a Satur-
nino Roca, con fuerza y tono de distinción en lo que habla.
—Muy bien. Lo i m p o r t a n t e está en que no deben ha-
ber ociosos entre nosotros. Ya ve usted cómo yo les ayu-
do a los siringueros — a f i r m a Saturnino Roca, sin desagra-
do, porque desde el p r i m e r día del encuentro con Nicolás,
observó en el, los caracteres de una personalidad incon-
fundible.
—Dígame don Nicolás. ¿Usted piensa echar raíces en
estas regiones donde solamente t r i u n f a n los audaces y
valientes? —Saturnino, saca su cigarrera e invita cigarri-
llos a Nicolás y al Poeta.
—Usted lo ha dicho. No queda otra alternativa. Te-
nemos que t r a b a j a r bien d u r o y revestirnos de mucha
paciencia, para ver que la leche de los árboles se con-
vierta en oro.
—Y para que el oro se convierta — algún día — en
fierros viejos — interviene el Poeta.
—Se ve que usted es pesimista y no abriga ideas de
poderío h u m a n o — expresa Nicolás.
—Ni lo uno, ni lo otro. No hago más que adelantar-
me a los hechos. Porque en esta estrada del dolor y la
sangre, lo que viene por agua, por agua se va . . . — el
Poeta lanza una bocanada de h u m o y mira hacia el río.
—Ojalá que su profecía no se cumpla y que el tiem-
po le demuestre lo contrario — Nicolás arguye; aprieta
los puños y con el pensamiento en las libras esterlinas
que posee, a r r o j a el pucho del cigarrillo consumido.
—Me gusta lo que hablan ustedes. Asi vamos a ha-
cer más llevaderos nuestros días.
—¿Por qué usted t r a b a j a igual que los siringueros?
Sería m e j o r que no se c o n f u n d a con ellos. Debe estable-
cer categorías. No olvide que usted es el p a t r ó n — Nico-
lás se soba los bigotes.
—Quizás tenga usted razón — Saturnino se agarra
la barbilla.

— 133 —
LUCIANO DURAN BOGER

El Poeta, observador p r o f u n d o del alma humana, pe-


netra al estercolero íntimo de sus contertulios y con des-
precio rotundo, los abandona. Les da la espalda y se diri-
ge a la orilla del río.
—Mire don Nicolás. Este Poeta es un h o m b r e raro.
Me parece que no nos acompañará por mucho tiempo.
—Sí. Es un soñador. Un excéntrico. No pisa firme so-
bre la tierra. Parece que tuviera alas como los pájaros.
Su m u n d o es el m u n d o de las estrellas. El otro día me
dijo que la felicidad para él, radica en la libertad y la
justicia. No ambiciona nada. Desprecia los bienes terre-
nales. Y me dijo algo más que no puedo comprender —
Nicolás, mira hacia donde está Renato Calvimonte.
—Solamente un loco puede pensar así. Como estos
hombres, la verdad es que hay muy pocos. Y viven sin
problemas y sin complicaciones, como si f u e r a n niños.
Pero . . . me parece que sufren más que nosotros. Son muy
sensibles — Saturnino Roca expresa sus observaciones con
la seguridad de no haberse equivocado.
—Es verdad que son locos, pero cuando hablan, yo
no se por qué, hablan verdades como si hablara Dios —
refuerza Nicolás.
—¡Mírelo! Allí está, m i r a n d o cómo corren las aguas.
Nos ha dejado plantados. ¡Fíjese! Parece que estuviera
hablando con el río.
—¡Ja! ja! ja! ja! — Nicolás, al largar su risotada sien-
te vergüenza.
Se hace la noche. Un cántico lúgubre de p á j a r o acuá-
tico, conmueve a los personajes que han dialogado. En
esos instantes comienzan a llegar los siringueros, sudoro-
sos, hambrientos y con mucha sed, con el gesto agrio en-
tre los labios que parecen cicatrices en la cara del tiempo...
El potro, blanco, como si lo hubiera parido la Luna.
Brioso y rebelde, lleno de fuego en las venas, como si
fuera h i j o del Sol. Brinca y salta, lo mismo que u n atleta
que se entrena con la ambición de ser campeón, entre los
que cultivan la belleza física del h o m b r e . Lucero, persi-
gue mordizqueando a la potranca negra.
La pareja, describe — m a j e s t u o s a m e n t e — las líneas
curvas de la ansiedad eterna . . . Para ellos, la libertad de
la acción no prescribe el a t a j o y su quietud, ni la elocuen-
cia viva de la entrega. Sus belfos rosados tiemblan y des-
tilan miel.
Las patas delanteras de Lucero, se elevan hacia el cie-
lo en actitud triunfal y caen paralelamente sobre los cos-
tados de la h e m b r a .
La blancura movediza y todo lo demás del animal
indómito, cubre la belleza negra y palpitante que semeja
una magistral estatua tallada por los secretos de la No-
che. Y relincha la sangre con el goce indescriptible.
Las culebras de la furia que no lo es, p o r q u e los mor-
dizcos y las coces de la h e m b r a perseguida, no son m a s
que impulsos del instinto que ordena y m a n d a sin pala-
bras, se entrelazan con un r i t m o serpenteante.
Y llega el instante en que la potranca se queda quieta.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Qué estupendo. Bravo. Así me gusta.
A ver Canciller, ésto se merece un trago. Alcánzame mi
Winchester y tráeme una botella de ron —exclama Ró-
mulo. Sin tardanza, Canciller, obediente le alcanza ambas

— 135 —
LUCIANO DURAN IJOGER

cosas. Rómulo, en primer término, dispara al aire los ocho


cartuchos de su arma de fuego y después, lleva el pico de
la botella a su boca y loma enormes tragos del licor de
su predilección.
—Aprende a ser macho, que para eso abundan las
hembras. Y bebe tú también. Esta noche festejamos el
acontecimiento como se debe. Pasa la voz a todos. Y a
bailar y a beber se dijo. ¿Has oído?
—Sí señor—. Canciller no corre, vuela llevando la
noticia a los habitantes de La Loma.
—Ahora sí que he logrado lo que quería. Yo soñé te-
ner potros y potrancas de la estirpe de Lucero — Rómulo,
celebra jubilosamente el acontecimiento.
Canciller va de choza en choza, trasmitiendo la nue-
va. La comunidad esclavizada y temerosa, se pone en mo-
vimiento, lo mismo que las hormigas alborotadas, cuando
se prepara una tormenta.
—A beber y a bailar, se ha dicho — Canciller, repite
la frase pronunciada por Rómulo. Pero sus nervios gene-
ran una corriente hielificada. Después de cumplir la or-
den, vuelve al lado de Rómulo que empuña el winchester,
como si fuera un bastón.
—He cumplido su orden, señor.
Rómulo, observa que la gente va reuniéndose sobre
el espacio verde, donde el p o t r o y la potranca están tran-
quilos, cuerpo a cuerpo como dos angelitos pintados en la
época del Renacimiento.
—Esta bestia qué irá a hacer ahora de nosotros — ex-
presa uno de los t r a b a j a d o r e s . Se despide de su m u j e r co-
mo si estuviese caminando hacia el patíbulo.
—Si yo pudiese acercarme hasta él, le clavaría mi pu-
ñal y bailaría sobre su cuerpo toda una noche — piensa
un adolescente que concentra odio en su corazón contra
el propietario de La Loma. Su hermana se encuentra en-
cadenada en el galpón, j u n t o con las otras prisioneras.
Se escucha un disparo; es la señal del comienzo de
la fiesta. Suena la banda y la gente comienza a beber el
alcohol repartido por el inmediato colaborador de Rómu-
lo. Todos beben como si estuviesen ingiriendo dosis de
veneno. Luego, bailan como fantasmas surgidos de un ce-

— 136 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

menterio. Para ellos, la alegría es un esqueleto que danza


vestido con harapos, movido por las cuerdas invisibles del
entusiasmo alcoholizado. En la coctelera de sus sentimien-
tos, el repudio contra el asesino de La Loma, la pesadum-
bre y el deseo de insumirse en el frenesí del baile y la
ebriedad, se mezclan con el a t u r d i m i n t o de la opresión de
todos los días.
—¡Beban m á s y m á s que ustedes tienen derecho a di-
vertirse! — grita Rómulo y les habla desaforadamente.
Quiere ser escuchado por la multitud.
—¡Oblígales a que canten! — Rómulo, ordena a Can-
ciller.
—¿Qué cosa quiere que canten, señor? — pregunta el
sumiso colaborador.
—¡Cualquier cosa. Que berreen aunque sea! ¿Y por
qué no hablan cuando me ven? — eleva el tono de la voz
y lanza el relámpago de la f u r i a con miradas desafiantes.
—¿No se enoja, señor, si le digo la verdad?
—¡Habla!
—El miedo que le tienen a usted, los ha vuelto mudos.
—¡Ajá ¡Ya sé! — golpetea el suelo con la culata del
arma.
—Dice don Rómulo que canten. Y que canten cual-
quier cosa. Griten a u n q u e sea. Quiere escuchar la voz de
ustedes — expresa Canciller.
Espantados se miran las caras. Buscan a alguien que
rompa la cortina del silencio.
—¡Canten de u n a vez! ¿Qué esperan?
—Empiece usted, pues — se escucha una voz destem-
plada que exige a Canciller inicie la pantomima. Canciller
se ve en apreturas p o r q u e no sabe ninguna canción. Re-
curre a lo más extremo. Dice los versos de un himno. Ha-
olvidado los primeros de la estrofa y recuerda —con mu-
cho esfuerzo— aquellos que se h a n grabado, con sangre,
en su memoria.

es ya libre, ya libre este suelo,


va cesó su servil condición.

— 137 —
LUCIANO DURAN BOGER

Repiten todos, con tiempos desacordes. Canciller vuel-


ve a entonarlos, elevando el tono de la voz. La tropa de
hombres y mujeres, imita y repite la pronunciación de
los versos, como loro que habla y habla en la mañana, aci-
cateado por el hambre.

ya libre, ya libre,
ya libre, ya libre,
ya libre, ya libre.

El coro multiplica las sílabas, hacia lo infinito. El "ya


libre", sigue resonando con el tambor del aire. No hay po-
der h u m a n o que contenga y acalle el estribillo, monóto-
no, desgarrado, agrio y torturante. Brincan como niños
enloquecidos por un torbellino que impulsa la agilidad de
sus nervios. No cantan. Gritan, desesperadamente.
Y ocurre lo inesperado. Desencadénase un viento que
viene desde los matorrales de la pampa. Envuelve a todos.
Desgreña los cabellos y las cabelleras de h o m b r e s y mu-
jeres. El torbellino humano, bullicioso, estridente y enlo-
quecido, no cesa. Con intermitencia de voces agudas, pro-
sigue el palabreo:
ya libre, ya libre,
ya libre, ya libre,
ya libre, ya libre.

Hasta el límite p r o f u n d o de la angustia. Háse perdido


el control de los espíritus. Y el potro y la potranca corren
—nerviosamente— y se desbocan. Se detienen. Vuelven a
trotar, como caballos de circo, alrededor de la multitud.
Acompasan incluidos en el coro. Parece que sus cascos,
acentuasen el "ya libre, ya libre, ya libre, ya libre". El tro-
te de los cuadrúpedos, suena acompasadamente.

tó — con, tó — con,
tó — con, tó — con,
tó — con, tó — con,

Los hombres y las mujeres no repiten más las pala-


bras. Y siguiendo con la vista el trotar del potro y la po-
EN LAS TIERRAS DE ENIN

tranca, gritan: "tó — con, tó — con, tó — con", entremez-


clando risas, chillidos, con desgarramiento histérico.
—¡Silencio! ¿Qué es eso? ¡Silencio! — Rómulo grita
furioso.
La gente —entusiasmada— sigue, con los ojos sobre-
saltados, a las estampas de los equinos briosos que tro-
tan — incansablemente.
Al final, el viento se trueca en huracán furioso. Los
puñales de los rayos desgarran las barrigas preñadas de
las nubes. Se escuchan los cañonazos de los truenos. La
lluvia torrencial d e s p a r r a m a a las personas del coro en-
loquecido. Canciller, permanece atónito. Se queda solita-
rio. No sabe si debe refugiarse en una de las chozas de
los obreros o si debe correr hacia la casa de Rómulo.
—¡Imbécil! ¡Ven acá! — Rómulo e m p u ñ a su fusil y
comienza a reírse como un loco que, del histerismo fu-
rioso, desciende hacia la alegría incontrolada.
—¡Imbécil! — vuelve a gritar.
Canciller escucha el llamado. Está rígido, igual que
una estatua m i r a n d o al cielo.
—¿Qué te pasa?
—No sé, señor —responde amedrentado—. Avanza.
Traspasa el u m b r a l del c u a r t o de Rómulo.
—¡Estúpido! ¡Cierra la puerta!
Los truenos y los relámpagos, hacen c r u j i r las r a m a s
de los árboles y las m a d e r a s del puente de La Loma.

—¡Señor! — Canciller, habla con tono q u e j u m b r o s o y


tiembla de indignación.
—¡Qué deseas! ¡Habla! ¡No tengas miedo! ¡Cobarde!
— Rómulo, increpa a su subordinado.
—¡Es algo más que miedo, señor! ¡Estoy enfermo,
señor! ¡Siento repugnancia, asco y desprecio a nuestra
condición humana. Ya no puedo soportar todo lo que veo
aquí donde usted es más que bestia, más que el p o t r o y
la potranca, sin frenos, desbocados por la furia que les

— 139
LUCIANO DURAN IJOGER

ha producido el coro enloquecido, de esos seres humildes


que no pueden protestar, porque están enfermos del mis-
mo mal que yo sufro. ¡Quiero irme lejos, donde no pueda
verlo nunca más! ¡Máteme de una vez! — Canciller, está
desesperado igual que un gato que ha sido encerrado en
un cuarto, donde salta de un lado para otro, gruñe y ara-
ña despavoridamente, buscando por dónde escapar y ob-
tener su libertad.
—¡Señor, déjeme irme. Se lo ruego. O máteme de una
vez! — Canciller, empuña el fusil y se lo alcanza.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! — Rómulo ríe con brutalidad y
con cinismo. Ríe y ríe. Se pasea en la oscuridad, porque,
en esos instantes, el viento, de sopetón abre ia puerta y
apaga la vela que a l u m b r a b a a ambos.
—¡Señor, déjeme irme, se lo ruego!
La hoja de la puerta se cierra y se abre —con inter-
mitencias— al impulso ciego y brutal del viento tempes-
tuoso.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Verdad que soy una bestia! ¡Lo
mismo que el potro de cuatro patas! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
¡Y tú Canciller, eres un cobarde! ¿Por qué no escapas?
¿Por qué no me matas? ¡Tienes miedo! También es condi-
ción humana que el h o m b r e sea un cobarde. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
¡Ja! ¡Soy una bestia! ¡Sí! ¡Y me gusta matar! ¡Ja! ¡Ja!
¡Ja! ¡Ja! — Rómulo, sigue riendo a carcajadas y aprieta
su barriga porque le duele.
Los golpes de la puerta abierta, en plena oscuridad,
repercuten en las sienes de Canciller que se retuerce so-
bre la cama de Rómulo, en un estado de nerviosismo con-
vulsivo.
—¡Canciller! ¡Levántate! ¡No duermas! ¡Hay que ser
como Lucero! ¡Escúchalo! ¡Está relinchando al lado de su
hembra! ¡Aprende cojudo! ¡Busca el goce de la vida! ¡Ajús-
tate los pantalones! ¡Y relincha como el potro! ¡Ja! ¡Ja!
¡Ja! ¡Ja! — Rómulo agarra una botella y bebe tragos que
raspan su garganta. Ha dejado de tomar ron y ahora in-
giere alcohol de 40 grados.
— ¡Anda cobarde y busca a tu hembra! ¡Pero prime-
ro tienes que traerme a la jovencita más linda que cantó
en la fiesta! ¡Levántate rápido! ¡Ya sabes que la noche sin

— 140 —
IiNLAS TIERRAS DE ENIN

m u j e r es muy triste, y duelen los nervios y el alma se hace


añicos! — Rómulo, babea como un perro enfermo de hi-
drofobia.
—Así será, señor — Canciller responde amedrentado.
Sale de la habitación como alma que lleva el diablo. . .
—¡Cobarde! ¡Te tengo lástima! — Rómulo, refunfu-
ña y sigue bebiendo el licor contenido en la botella, que
quema sus venas por dentro.
Disminuye la ira del temporal. La lluvia repliega su
cortinaje entretejido por los finos hilillos plateados del
líquido vital. Se escuchan los relinchos agudos del potro
que tiembla humedecido y encrespado por la ansiedad de
sus instintos.

— 141 —
El juego o movimiento de escenas de la orgía feudal,
de la orgía de dolor y de la sangre, prosigue repartido en
forma triangular. El ámbito donde se desarrollan los he-
chos criminales de la explotación del caucho, aparente-
mente difiere de región, pero el espacio pampino y selvá-
tico, abarca un mismo territorio continental. Son llanuras
inmensas y bosques gigantescos, surcados por ríos cauda-
losos, con pastales naturales, con riachuelos y lagunas,
donde el ganado vacuno se multiplica abundante y prós-
peramente.
Aquí están. Miguel Pedraza, alias Ministro de Gana-
dería, José Cortez, Pablo Carranza, Viador Postigo y Hu-
go Estrada; y tres obreros más, han terminado de cons-
truir el corralón y los atajaderos, con maderas de vigoro-
sa fibra, que evitarán el avance de ganado vacuno, hacia
el poniente y hacia el noroeste.
El toro y las vacas domesticados, en número de 50,
adquiridos poco a poco por Rómulo, fueron traídos des-
de La Loma, por el mismo sendero. Estas 50 cabezas ser-
virán de madrinas o señuelos para la domesticación del
ganado cerril.
—Abran las tranqueras —dice Miguel Pedraza que ca-
balga en el caballo más hermoso del grupo; más hermoso
por su estampa y el más valioso por la sangre que corre
entre sus venas. "No es blanco, pero es más imponente
que el caballo histórico de Napoleón" — así lo ve el Mi-
nistro de Ganadería. Pedraza se siente orgulloso al cabal-
gar en él.
— 142 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
—¿Abran las tranqueras? —¿Y por que no las abre
usted? — observa Hugo Estrada.
—¡Abran las tranqueras, he dicho! — Pcdraza gira ha-
cia la derecha y su caballo da la grupa al conjunto de
los vaqueros.
—¡Donde manda capitán no manda marinero! ¡A obe-
decer se dijo! — Pcdraza siente que está encarnando su
papel de Secretario de Estado. Se ríe en sus adentros.
Comprueba —psicológicamente— que las ideas se con-
vierten en realidad actuante. ..
—Soy Ministro de Ganadería. Soy la autoridad, quie-
ran o no quieran—. Pedraza afirma los pies sobre los es-
tribos; levanta las posaderas y gira el cuello —con su ca-
bezota enorme— siempre hacia la derecha, con tic ner-
vioso; mira a sus compañeros de trabajo con gesto autori-
tario. Pedraza es neurótico; goza con su aburrimiento de-
mostrado ante las personas extrañas a su intimidad. De
igual a igual, con sus amigos, es un hombre sencillo y muy
emotivo, hasta tocar el diapasón de la sinceridad y de la ter-
nura. La guitarra de la amistad vibra —sonoramente—
cuando alguien le da su estimativa. Tiene desarrollado al
máximo el sentido del orden y de la limpieza esmerada.
Sobre su simpática "negrura" se destaca el sello de la pul-
critud que le dice: "Negro, báñate todos los días". Al mi-
rarse en el espejo las canas de su cabeza dan realce a su
tristeza. Se sabe poeta y lo es, porque en su diario vivir
forja imágenes y comparaciones con giros elegantes. Es
poeta por dentro, sin haber escrito un solo poema, tal co-
mo acontece con todos los hombres jóvenes y maduros,
de mediana o cultivada cultura, que existen en su tierra
natal.
—¡Vamos! — grita entusiasta, acicateando a los arrea-
dores de las 50 cabezas de ganado.
Sus compañeros de trabajo, responden a la incitativa
repitiendo la palabra de mando y Pablo Carranza se aproxi-
ma a él, deseoso de hacerle una observación.
—Vamos, pero con calma. No hay que alborotar al
ganado — le dice amistosamente.
—Está bien. — Pedraza acepta la recomendación.
Al mirarse, Pablo Carranza observa la palidez rostral
— 143 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
de Pedraza y ve en sus ojos un mundo de ensoñación, un
cansado ritmo de hombre insatisfecho. . .
El ganado, recién traído de La Loma, ingresa al corra-
lón. Los vaqueros desensillan sus caballos; preparan co-
mida frugal; comen y después descansan.
*

Refulge el lucero de la mañana; su verde y azulado res-


plandor, ilumina las pupilas ansiosas de los espacios in-
conmensurables y de horizontes redondeados hacia el in-
finito cósmico. La suave y dulce humedad del rocío de la
madrugada, sube desde los pies hasta las rodillas de los
hombres que cabalgan sus caballos.
—¡Adelante muchachos! — Humberto Claore reparte
su animación espiritual mañanera, pero en esos instantes,
mentalmente se transporta al epicéntrico de una ciudad
altísima, áspera y montañosa, con castillos agujereados y
llenos de telarañas de olvidados siglos. Constantemente
experimenta semejantes estados de ensoñación. Despier-
ta de su alucinamiento y recobra el marco de la realidad
que lo circunda.
—¡Adelante! ¡Vamos! ¡Toro! ¡Vamos! ¡Vacas! ¡Va-
mos! El ganado sale trotando del corral en apretada ma-
sa —atrepellándose—, raspando los troncos costaneros de
la tranquera, de izquierda y de derecha. Sale trotando,
con sus costillares vibrantes con carnes gordas.
—¿Y éste tiene derecho de ordenarnos, como si fuera
dueño de las vacas de La Loma? — argumenta José Cor-
tez, con tono despectivo.
—No olvides que es Ministro de Ganadería del Esta-
do sin leyes donde impera don Rómulo. Tienes que obe-
decerle y respetarlo, aunque te ardan las nalgas sobre e!
apero duro y viejo que te ha tocado en la repartición que
nos hicieron en La Loma. La verdad es que somos subal-
ternos de él — afirma Pablo Carranza.
Y José Cortez, sigue hablando, pero ya nadie lo escu-
cha, porque se dispersan en línea de media luna, arreando,
— 144 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
cuidadosamente, la tropilla de las vacas. El toro, levanta
la testuz y eleva las patas delanteras; las deja caer sobre
las ancas de las hembras aue caminan de prisa.
—¡Toro! — José Cortez, arrea el bruto que, con sus
impulsos de macho acometedor, alborota a las vacas.
Cortez se aproxima a Humberto Claore. Con obser-
vación aguda contempla a su adversario gratuito; sin eno-
jos, ve en aquella cara un resplandor verdcazulado, dilu-
yéndose —tenuemente— con un tinte pálido de rostro
agónico que se mueve y respira. ¿"Por qué no vale nada
el sentimiento fraternal más o menos humanizado?" —
piensa así, pero no comprende que todo anhelo de pose-
sión inalcanzable, por ejemplo: el de ser dueño de una
casa, es la causa de la presencia de esa señorita huesuda
que se viste con harapos. . . (¿La Pobreza o la Envidia?).
Por otro lado, Pablo Carranza está apesadumbrado.
Abre sus ojos redondos, semejantes a los de un buey
muerto. Tartamudea unas palabras incomprensibles para
sus compañeros de viaje.
—¿Qué será no?
—¡Vamos! ¡Toro! ¡Vacas! ¡Vamos!
—No grites. ¿No ves que nos aproximamos al ganado
cerril? ¡Deténganse!
Se ve a lo lejos una cantidad enorme de ganado que
se mueve lentamente. La sabana verde extendida —anchu-
rosamente— de noreste a poniente, con visión alucinante,
está moteada de puntos pequeños, con colores variados:
rojizos, blancos y negros. Estos puntos cambian de lugar.
Se entrecruzan, trasladados de aquí y para allá, como si
se movieran mediante resortes automáticos.
La tropilla de ganado domesticado, husmea y huele a
sus congéneres. Con actitud recelosa, el toro negro de la
manada, toma la delantera, sin antes haber acariciado con
sus filudos cuernos a varias hembras que le obstruyen el
paso.
—¡Cuidado que allí va! ¡Atájalo! ¡Fíjate! ¡Tiene malas
intenciones! ¡No conviene que se salga de la tropa! ¡Nos
va a dar mucho que hacer! ¡Crúzale el paso! ¡Adelántate
hombre! — advierte y ordena con énfasis el jefe de los va-
queros.
— 145 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
El peón, dócil y obediente, sin hablar, talonea su ca-
ballo; afloja un poco la rienda, tuerce a la derecha para
ganarle la delantera. La fiera de musculatura vigorosa,
mira al jinete y baja la testuz en actitud de acometer. Re-
sueltamente emprende el trote y raspa el costillar derecho
del caballo que ha sido manejado —rápidamente— para
escapar de la embestida.
—Por poco me ensarta. ¿Y ahora qué hacemos? —ha-
bla el caballerizo que deja escuchar su voz por primera
vez.
—Hay que dejarlo, porque de lo contrario vamos a
espantar el ganado cerril. Es mejor que esperemos. Que
las vacas lo sigan hasta mezclarse con las cerriles — dice
el "Ministro de Ganadería".
—Si así no sucede estamos fritos — responde Hugo
Estrada.
—Es peligroso y me temo que el toro negro esté yen-
do en busca de camorra. Se las va a ver muy negras. 0
logra imponer su autoridad a los cerriles o si no le van a
quitar hasta las ganas de comer. Vamos a tener en qué
entretenernos — expresa Pablo Carranza.
—Lástima que la pelea la vamos a ver desde muy le-
jos — dice Viador Postigo.
—¿A quién apuesta usted mi distinguidísimo señor
Ministro? — Lo que soy yo me inclino y deposito mi fe al
negro que se parece a usted, por eso de la negrura que hay
en su cara y por la tristeza negra de sus penas. ¿Qué apos-
tamos? — José Cortez lanza su provocación con el firme
propósito de desmoralizar a Pedraza.
—¡Silencio! ¡No olvides que tienes que respetarme
porque soy. . . — iba a dccir :"tu jefe", pero prefiere ca-
llar para no despertar motivos de animadversión.
Sigue avanzando el toro negro. A pasos lentos, va
meneando la cabezota, de izquierda a derecha. Exhibe una
frente muy ancha; ojos entornados que no miran hacia
arriba; el cuello sujeto a las quijadas —fuertemente—
atirantado. Bufa y respira; expele, con los agujeros ner-
vudos de sus narices, un aire pesado y tibio. Sopla y, ape-
nas, eleva el hocico, huele a sus congéneres y siente el
olorcillo peculiar, propio de la manada de vacunos dis-
— 146 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
persos. Sabe que los puñales curvados y íiludos de sus
cuernos, cuando embisten, penetran hasta el tronco y
cualcsquier carne, sea humana o la de los otros animales,
es desgarrada brutalmente.
Los toros salvajes, conlinelas celosos de la gran ma-
nada de vacas, se percatan de la intrusa presencia del toro
negro. Levantan las testuces y frunciendo las narices ol-
fatean y perciben el olor masculino del toro domesticado.
Se produce un alboroto entre las hembras que agitan sus
colas. El toro castaño, respetado y temido por los otros,
toma la delantera y se enfrenta al toro negro que dismi-
nuye el impulso de sus pasos; los acorta hasta detenerse.
A diez metros, más o menos, de éste, se planta en seco.
Gira —lentamente—; ofrece el flanco izquierdo a su ad-
versario transeúnte. Toro negro, hace lo propio con la
frente en línea opuesta a la de castaño. Cabeza contra
grupa, grupa contra cabeza. Se aproximan más y más, ca-
minando de costado. Los cuadrúpedos —sigilosamente—
van aproximándose en círculo, alrededor de los conten-
dientes. Entre ellos, existe una gran expectativa. Se abre
la tumba del silencio. La espera adquiere un nerviosismo
tenso entre la muchedumbre vacuna. Castaño toma la ini-
ciativa combativa. Rápidamente da media vuelta y acome-
te ciegamente. Toro castaño, trompea a toro negro; le en-
caja sus armas filudas debajo del cuello. Toro negro no
espera el segundo impacto de la arremetida y rompe a
correr siguiendo el mismo rumbo hacia el corralón. El
toro castaño detiene el impulso de su bravura combatien-
te; mira al suelo; bufa y escarba con las pezuñas de sus
patas delanteras. Toro negro se da cuenta de lo que ocu-
rre; se detiene y gira nerviosamente; se enfrenta al perse-
guidor y lo incita con movimientos de cabeza. Se opera
la misma actitud entre las bestias peleadoras. Y así, toro
negro con táctica bien urdida, va conduciendo a su conten-
dor —engañosamente— rumbo a las tranqueras del corra-
lón que están abiertas. Penetra al ámbito cercado por
horcones y listones de madera verde, olorosa aún a resi-
nas frescas que se cristalizarán con la acción de los rayos
caniculares a la intemperie. El toro castaño, furioso y ce-
gado por la fiereza de su sangre salvaje, penetra al cua-
— 147 —
LUCIANO DURAN BOGER
drilátero, persiguiendo a toro negro que se ha colocado
en posición alerta, apoyándose sobre los listones que for-
man ángulo al extremo con los correspondientes a la lí-
nea longitudinal del atajo. Los vaqueros, se aproximan
—rápidamente— a las tranqueras. Cierran y aseguran con
lazos los extremos de sus palos colocados en sentido ho-
rizontal.
Suena el primer choque de los huesos frontales de
las bestias. Ambos miden su fuerza de contención y se
quedan quietos unos segundos. El toro castaño flamea su
destreza y vuelve a herir a toro negro, esta vez sobre la
paletilla. Toro negro dolorido y sangrante, afloja la fijeza
de sus nervios y sus músculos; con violenta rapidez recu-
la y velozmente gira hacia la derecha. El castaño, precipí-
tase en el vacío hasta estrellarse sobre los listones, magu-
llando su cabeza y estropeando sus filudos cuernos.
—¡Miren lo que viene por allá —dice Pablo Carranza.
Sale de su escondite y sin perdida de tiempo se dirige a
las tranqueras del corral, corta las amarraduras; y las
abre. Vuelve corriendo al lugar de su refugio, mimetizado
entre los matorrales más próximos.
—¡Qué has hecho bárbaro! — replica el "Ministro de
Ganadería".
—¡Qué sabe usted! — responde Pablo Carranza.
—¿No ve que el ganado cerril mezclado con las vacas
y torillos de nuestro corral, viene trotando hacia acá?
¡Ocúltense bien y no hablen!
Toro negro, después del lance táctico se planta firme
y espera a su enemigo. Ocurre que los puñales de castaño
se han incrustado entre los palos. Violentamente se libra
del obstáculo. Sus ojos centellean. Se lanza sobre la man-
cha oscura que proyecta el cuerpo enorme de toro negro.
Cuernos contra cuernos. Cabeza contra cabeza.
—Toqui. Taxxx. Toqui. Taxxx.
—¡Los toros salvajes se nos vienen encima! — excla-
ma José Cortez. Le tiemblan las pantorrillas.
—¡Pongan bala en boca! ¡Hay que matarlos!
—¡Estúpido! ¡Cállate! — interviene el Ministro de
Ganadería, muy oportunamente.
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
Todos los vaqueros están alertas. Sus miradas se pro-
yectan —indistintamente— observando el movimiento de
la tropa de ganado y el duelo a muerte de los toros.
Toro negro recibe la tercera cuchillada que rompe
cuero y carne; sangra y le tiemblan las patas; se le nubla
la vista; puja fuertemente; su cola se pone tiesa como un
palo; sus testículos se inflan y desinflan igual que la bol-
sa medidora de la respiración de un paciente que ha sido
sometido a una operación quirúrgica; la gran vena de su
bajo vientre se pone tensa; aumenta el temblor de sus
patas. El toro castaño permanece inamovible, con el cuer-
no metido hasta el tronco. Toro negro, recula precipita-
damente, pero no logra deshacerse de su adversario. To-
do el peso de su enorme cuerpo aplasta sus patas tra-
seras. La polvareda del suelo reseco lo envuelve íntegra-
mente. El toro castaño vuelve a lanzarse sobi"e su enemi-
go y embiste de abajo hacia arriba. En vez de herir a
toro negro ha clavado sus cuernos sobre la tierra y sien-
te un dolor agudo en su ojo derecho que estremece todo
su sistema nervudo. Levanta la cabeza y acomete furioso;
persigue a toro negro que se ha dado a la fuga, con direc-
ción a las tranqueras abiertas; tuerce a la izquierda y vuel-
ve al mismo lugar donde arrinconó a su adversario que le
aventaja en acometividad con heridas mortales. Como
una danza loca, vuelven a embestirse cegados por la bra-
vura desenfrenada. Toro negro hace un relance rápido y
le encaja su lanzaso en la panza debajo del costillar de su
enemigo y con supremo esfuerzo lo levanta, empellonea
hasta que el cuerpo sangrante se estrella contra la pali-
zada. Toro negro sigue empujando, puja con esfuerzo bru-
tal y, con el enorme gancho de la asta enterrada entre la
carne viva, sangrante y olorosa, desgarra brutalmente la
masa voluminosa de los intestinos. Las piernas traseras
de toro castaño, se doblan angulosamente y se desdoblan
en línea recta, rígidas y temblorosas. Toro negro contrae
—vigorosamente— todo su sistema nervioso y estalla —in-
teriormente— con vibración que trasmite al cuerpo una
corriente de circuito eléctrico. El dolor en el cuerpo del
toro castaño produce una violenta reacción; recobra va-
lor, bravura, empuje, fiereza y, con impulso decisivo de
— 149 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
vida y muerte, se lanza hacia adelante. El puñal redon-
deado, enterrado hasta la "cacha", desgarra y abre más y
más, en la panza de tero castaño y el boquete vomita san-
gre espumante. Toro negro desarrolla el mismo impulso
de su contendor. El castaño, trota, tambaleante, rumbo a
las tranqueras del corral que en esos instantes ha sido re-
basado por la avalancha del ganado cerril y domesticado,
al incursionar —totalmente— al espacio del corral.
Toro negro, mueve —vigorosamente— la cabeza y el
cuerno metido bien hondo, desgarra las tripas de su adver-
sario que rueda de bruces y se inclina como un navio que
se hunde en plena tempestad marítima, y el cuerpo de to-
ro castaño, herido mortalmente, rueda —bruscamente—
sobre el suelo. Y, toro negro recula y arranca el cuerno
sangrante. Levanta la testuz y con gesto altanero mira a
la multitud abigarrada de sus congéneres que lo rodean,
balando y resoplando a los cuatro vientos.
El equipo de los vaqueros, sonrientes, contentos por
dentro y por fuera, como movidos por un resorte, sin per-
der tiempo, aseguran las tranqueras con lazos y huascas,
fuertemente, con nudos ciegos.
—Y ahora, ¿qué hacemos? — pregunta, animosamen-
te, Viador Postigo.
—¡A banquetearse cambas con el toro destripado! —
responde Pablo Carranza.
—Hemos logrado encorralar a justos y pecadores, a
diablos y querubines, delante de Dios. — Pedraza mira al
sol que está en el cénit. Conjuga lo serio con lo humorís-
tico. Todos sus compañeros de trabajo se ríen a carcaja-
da batiente, sin advertir que los otros toros cerriles de la
manada, han comenzado a rodear a toro negro, con acti-
tud amenazante.
—Estamos frente a un peligro muy serio. La danza de
los toros salvajes no ha terminado — argumenta el Mi-
nistro de Ganadería, con su pose señorial de feudal por
dentro y burgués por fuera. . .

— 150 —
SANTA CRUZ
Entre la arena y el viento que alborota todo: vestidos,
cabelleras y deseos, con sus manos nerviosas irreverentes,
la gente humilde del pueblo de Santa Cruz, sin actividad
de producción desarrollada, tieso — igual que santo de ye-
so, fetiche católico — sin vida activa social, sin cultura,
sin arte, está sobrecogida. El desenfreno de los trafican-
tes, dueños de la orgía, de la sangre y del oro, ha sacudi-
do el alma de esa colectividad.
Sin ningún decoro, sin respeto a la personalidad hu-
mana, los agentes del crimen que llegan con los bolsillos
repletos de libras esterlinas, han convertido al pueblo cru-
ceño en una abigarrada comparsa de carnaval permanen-
te. Las bandas de música, los conjuntos de orquestas —
guitarras, mandolinas, flautas, violines y tambores — sue-
nan de día y de noche. Están de fiesta las familias empo-
brecidas con niños hambrientos, semidesnudos que osten-
tan sus hinchados y cristalinos vientres; con dentadura
putrefacta.
Hay bullicio atronador, con bombos y platillos, en las
casas con piso de ladrillo —algunas— y en las otras de
suelo limpio, donde una sola habitación es sala de recibo,
dormitorio y comedor — a un mismo tiempo y a diferen-
tes horas. El corazón de las mujeres, baila dichosamente.
—¡A bailar se dijo! ¡Ustedes viven muriendo! ¡Dejen
ya de sufrir! ¡Con las libras esterlinas, no hay hamore y
no hay tristeza! — El apuesto caballero, recién llegado de
las pampas, de los ríos y de la selva, pertenecientes al in-
menso territorio del Beni, con su copa de cristal, brinda
— 151 —
LUCIANO DURAN BOGER
—uno tras otro— tragos de alcohol de 40 grados, mez-
clado con agua.
—Aquí tiene doña Estefanía. Compre usted un puer-
quito. Prepárelo y al horno se dijo — extrae de su bolsillo
varias monedas de oro. Agarra la mano de la mujer que
es madre de tres muchachas simpáticas, que lucen sus 14,
16 y 17 años de edad primaveral — respectivamente.
—Pero esto es mucho, señor. Para qué me da tanto —
dice la dueña de casa, pagando, con mucho disimulo la
generosidad del traficante de sangre y carne humana, con
las sonrisas complacientes de sus encantadoras hijas.
—¡Oooooh! doña Estefanía. Esto es nada — levanta
el brazo y abre la mano, como arrojando monedas al aire
— ¡Agarre usted, que para eso la bolsa está llena! ¡A co-
mer, a bailar y a quererse, se dijo. ¿No es así, señoritas?
— se dirige a las muchachas, con gesto de "puédelo todo",
de rufián, de mujeriego, de comprador y vendedor de
vidas.
—¡Qué generoso es usted, señor! ¡Que Dios le pague
a manos llenas! ¡Que Dios lo bendiga! A ver, tú Carmen-
cita, anda a buscar el chanchito. Dile a mi comadre Pau-
lina que te venda uno de los gorditos que tiene encerrado
en su chiquero. Y tú Rosita, anda donde don Salustio Ca-
sanova y dile que venga trayendo su banda que aquí el
caballero le va a pagar por hora. ¿Cuánto? — pregunta al
"marchante".
—Dos libras esterlinas o algo más, según cómo se
porte —responde el aludido.
—¿No le parece bien? — se dirige a doña Estefanía
Claros, agarrándola de la cintura ascendente de sus cade-
ras con graciosas curvas.
—¡Está bien, caballero! — Y tú Juanita — se acerca
y le dice a la sordina — agarra a la pescuezo pelao y estí-
raselo. ¡Prepara un caldo de leche con sus huevos largao!
¡Rápido hijita! ¡No pierdas tiempo! — cariñosamente le
da una palmadita sobre la mejilla izquierda.
—¿Le gusta a usted el caldo de gallina?
—Sí señora. Me gusta mucho, muchísimo, la carne de
gallina. Y mejor si es de polla, porque mientras más po-
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
lias o jovencilas son las mujeres, más rico y sabroso es el
almuerzo a media noche. . .
—¡Jesús que es usted, caballero! Pero me gusta lo que
habla.
Las tres gracias, no corren, vuelan entusiasmadas, con
la ingenuidad de la mujer de aquellas épocas, donde el
amor es más puro y desinteresado, más fresco y saluda-
ble que un vaso de agua para un caminante sediento.
Han transcurrido pocos minutos y Rosita vuelve acom-
pañada. Salustio Casanova llega agarrando del brazo a la
muchacha.
—Aquí está la banda, caballero — anuncia la joven-
cita y regala una sonrisa al repartidor de libras esterlinas.
El viento ondulante, travieso, con sus manos invisi-
bles, en las esquinas de las calles tortuosas, coloca en si-
tuaciones muy difíciles a las muchachas callejeras. Es el
viento galante del noroeste. Las rubias y negras cabelle-

LAS
WEPMANA!
CLAROS

ras se levantan serpenteantes. Los muslos rosados y mo-


renos sienten la caricia de la brisa que se transforma en
ruda corriente de aire inquieto, tenaz y persistente, como
mano de hombre vigoroso que sabe acariciar sobre la nu-
ca. Durante los meses de julio, agosto y septiembre, los
duendes del ventarrón, desparraman y riegan la arena pe-
gajosa, sobre los ojos y la boca de los transeúntes que
— 153 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
tienen que dar media vuelta —rápidamente— y presentar
las espaldas, a fin de escudarse trente a aquella incomo-
didad que se convierte en fastidio de diez y media a doce
horas del día.
Carmen, con caminar apresurado, en busca de doña
Paulina Gutiérrez, propietaria de los chanchos, al doblar
una esquina, se choca con el viento que la empuja y levan-
ta sus vestidos livianos. Con agilidad, la joven apuesta,
bella como ninguna, da muchas vueltas y eleva los brazos
y las manos para cubrirse la cara. Parece una bailarina
clásica que se desliza suave y armoniosamente, con los pies
de punta. Camina de prisa, casi semiahogada. Aspira pro-
fundamente. Se detiene sobre el espacio de una puerta ce-
rrada. Lleva sus manos sobre su negra cabellera, para sua-
vizarla. Emprende nuevamente su caminata. Avanza en lí-
nea recta, tuerce hacia la derecha. Sube y baja por los co-
rredores accidentados. Después de un recorrido de ocho
cuadras, llega a la casa de la dueña de los chanchos. La
puerta está cerrada. Carmen la golpea y llama.
—¡Señora Paulina! ¡Señora Paulina! ¡Señora Paulina!
¡Qué pena! Se ve que no hay nadie — habla Carmen, y se
dirige a la casa vecina. Allí la atiende una mujer anciana.
Le informa que doña Paulina salió temprano acompañada
por un muchachón que llevaba sobre sus hombros un
chancho. Le expresa que ha debido ir a venderlo.
—Vaya, búsquela. Ella es muy conocida. Cualquier
persona le va a dar razón. Vaya señorita, no pierda su
tiempo. Vaya usted a la casa del Dr. Lucas Velasco, segu-
ro que la va a encontrar allí porque hoy festeja su cum-
pleaños — enciende su cigarro y se echa en su hamaca.
Carmcncita Claros, le agradece. Apura el paso y siguien-
do la indicación, camina y camina, peleando con el viento.
Al fin llega a la casa del Dr. Lucas. Encuentra allí a doña
Paulina Gutiérrez que dialoga con el hombre de leyes.
—¡Hola Carmcncita! ¿Qué vientos te traen por acá? —
interroga el abogado. Se aproxima a ella, muy sonriente.
—Buenos días, doctor. Necesito hablar con la señora
Paulina — Carmen se siente cohibida y agacha la cabeza.
—Aquí estoy. ¿Qué necesitas? — se despiden del doc-
tor y se alejan de la casa. Dialogan. El muchachón sigue
— 154 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
llevando el chancho que 110 quiso comprar Lucas Vclasco.
Carmen entrega a Paulina cinco libras esterlinas a true-
que del porcino. Y se va, peleando con el viento, con el
muchachón y el chancho.
—¿Cómo te llamas? — Carmencita pregunta el nom-
bre del muchacho que hace vida familiarizada con los
chanchos de Paulina Corrales.
—Panchito Gutiérrez — responde sonriente y acari-
cia las orejas del porcino que carga sobre sus espaldas.
—¿Chanchito? ¿Así te llamas? — ríe la muchacha y
le llena el alma de dulzura con la belleza de sus ojos: enor-
mes diamantes negros.
—Ha escuchado mal, señorita. Panchito le he dicho
— y se acerca tímidamente al lado de la joven esbelta que
deja caer su cabellera negra sobre sus hombros. El mu-
chacho se inclina y coloca al puerco junto a sus pies des-
calzos. El viento, celoso e implacable, sigue castigando el
rostro divino de Carmen. . .
—¿Panchito?
—Señorita — levanta los ojos. La mira y la contem-
pla sumiso, y tiembla de emoción.
—¿Sabes el nombre de esta moneda? — se acerca y le
enseña una de las dos redondas y áureas monedas que se
exhiben en su mano (de piel morena clara) bellísima co-
mo una magnolia. . .
—No sé señorita — responde Pancho, mirando con
sus ojos tristes las monedas destelleantes.
—Es una libra esterlina. Tengo dos. Te regalo una —
estira la mano.
—¡Señorita! ¡Vamos donde don Juan Mateo, para que
le haga un hermoso brazalete! ¡Es aquí a la vuelta, seño-
rita! ¡Vamos! ¡Vamos, señorita! — alza el chancho y lo co-
loca sobre sus hombros.
—¡Por aquí, señorita! — camina rápidamente, guian-
do a Carmen por el camino más recto, rumbo a la casa del
joyero. Se pone a reir con el cosquilleo que le produce la
lengua del porcino que le lame la nuca.
—¿De qué te ríes?
— 155 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
—¡No me río de usted, señorita! Es que este chancho
me está lamiendo el pescuezo.
Carmen y Pancho, se ríen con armoniosa voz.
—¿Por qué no me has recibido la libra que te he re-
galado? — pregunta con tono melifluo y se aproxima al
muchacho.
—Porque esa moneda de oro debe usarla usted y no
yo, señorita — responde Pancho, admirando la belleza ine-
fable de la joven.
—¡Aquí es! ¡Ya llegamos! — Pancho, hace esfuerzo
y sube las tres gradas — pujando bajo el peso del por-
cino — hasta pisar firmemente sobre el corredor de la-
drillos.
—Espere un ratito, señorita — baja al puerco y lo
arrima contra la pared.
—No me digas señorita, llámame de mi nombre —
suenan las campanitas de oro de su sonrisa, bien adentro
del corazón del muchacho.
—Carmen... Carmen... Carmen... — con voz sua-
ve, lenta, silenciosa, imperceptible con el mismo acento
de la voz límpida del céfiro, caminando como un sueño
de poeta en las tardes orientales, sobre la llanura verde,
Pancho pronuncia su nombre. Después de contemplarla,
penetra a la habitación de Juan Mateo, de puntillas, sin
hacer ruido.
—Don Juanito — pone su mano derecha sobre el hom-
bro del joyero.
—Me has asustado hijo — Juan Mateo, revolviendo
hacia la izquierda y mirando sobre su hombro, reconoce
a su amigo.
—Pase. . . Pase. . . éste. . . — mira a Carmen y baja la
vista, como cuando algunos hombres (de espíritu) —silen-
ciosamente — en plena soledad, miran a una estrella.
—¡Carmen! — ya te he dicho. Carmen se aproxima
al muchacho y le habla con dulzura.
—Este. . . mire don Juanito — el joyero se sorpren-
de al ver a Carmen.
—¡Carmen! ¡Qué milagro es éste! ¡La muchacha más
bonita de mi pueblo! ¡Ven acá! — el joyero, deja caer el
valioso anillo que engasta la piedra grande y fina.
— 156 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
—Aquí está don Juanito. No se asuste — rápidamen-
te el muchacho, después de agacharse y recoger la joya,
se la entrega.
—La verdad es que estoy asustado. Estoy sintiendo
miedo. ¡No sé qué me pasa! ¡Perdóname! ¡Yo no soy su-
persticioso! ¡Pero... perdóname Carmencita! — limpia el
anillo, con una pequeña escobilla, sopla y vuelve a soplar
a la joya.
—Don Juanito. E s t e . . . éste.. . — el muchacho mira
a Carmen, deseoso de escucharla. La muchacha, ha com-
prendido el requerimiento y rápidamente, da dos pasos
y le entrega las dos libras esterlinas.
—Habla muchacho. ¡Al grano se dijo! ¡Qué es lo que
quieres! — el joyero mira las libras esterlinas que han si-
do colocadas delante de él, sobre la pequeña mesa chis-
peante, donde lucen briznas de metal amarillento.
—Un brazalete de oro p a r a . . . — el muchacho enmu-
dece. No puede llamarla de su nombre.
—Para mí, don Juan — afirma, con soltura y decisión.
—¡Para vos Carmen! ¡Para vos! ¡Más bonita que la
virgen de Cotoca! — Juan Mateo, se pone de pie. Agarra
las dos libras esterlinas. Se aproxima a la muchacha. Con
una trenza de seda roja (porque éste es el color predilecto
del joyero) le mide el cuello perfecto de la muchacha, tan
perfecto como el cuello de la Venus de Milo.
—¡Ya está! ¡No será un brazalete! ¡Será la joya más
bella que haga yo en mi vida! ¡Después, aunque yo me
muera!
—¡Gracias don Juanito! — responde con profunda
emoción. Y ¿cuándo debe venir a recogerla?, éste. . . se
sobrecoge. Y sale —rápidamente— en busca del porcino.
—¡Carmen, de una vez! ¡Qué tanto miedo! — replica
la muchacha. Sale tras él, pero no lo encuentra (como si
se lo hubiera tragado el viento).
—¡Elay! ¡Eso faltaba, no máj, puej! ¡Elay! — Carmen
se queda plantada en la esquina.
El viento ha declinado. Y no la molesta más. . .

— 157 —
LUCIANO DIJHAN BOGER

La banda de Salustio Casanova, marca el compás de


un taquirari jacarandoso. Estefanía Claros, baila -—dicho-
samente— con el entusiasmo de su sangre de mujer cru-
ceña. Con el calor de su sangre tropical. Con sus 30 años
de mujer fecunda, hermosa y madura. Está bailando con
el jefe de los negreros recién llegado de las tierras fera-
ces, de las tierras benianas, de las tierras del gran impe-
rio de Enin.. Estefanía Claros, bajo el hipnotismo del al-
cohol de caña, ha reclinado su rostro sobre el pecho pe-
ludo, sobre el pecho-gorila del gran criminal. Y, entre
sueño y sueño... recuerda su primer amor, cuando te-
nía 12 años. Abre los ojos, luminosamente hermosos (co-
mo dos incendios que queman los pajonales de las pam-
pas mojeñas, en agosto y septiembre, en plena oscuridad
nocturna). Y en esas horas negras de la orgía, Estefanía
Claros, llora. Compungidamente siente que le duele hasta
los huesos.
—¡Dame un beso!
—¡No! — responde enérgicamente. Se desprende de
los brazos del rufián y corre al inmenso patio de su ca-
sa. Se limpia los ojos y la boca, con su pañuelo negro y
de seda que viene usándolo desde cuando cumplió catorce
años. Estefanía Claros, todo lo ve claro... Disimula el
llanto. Se toca el pecho y lo siente más duro que una roca.
Suspira. Ve que viene —no muy lejos— su hija Carmen.
Se mira en ella. Corre (Carmen) como si la persiguiera el
viento que ulula entre sus piernas. Vuelve a mirarla y se
ve retratada en ella (de cuerpo entero. . .).
—¿Qué ha pasado, mi hija? — se aproxima a Car-
men y le besa la frente.
—¡Nada! ¿Por que me preguntas? — Carmen mira a
su madre. Ve que está llorando. Se estrecha contra su
cuerpo, hasta confundirse con ella. Estefanía Claros, vuel-
ve a besar la frente de su hija. Rosa y Juanita, contemplan
la escena, atónitas.
—¡Mamá! — grita Rosa.
—¡Mamá! — exclama Juanita.
Despavoridamente, corren las dos muchachas y se su-
— 158 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
man al cuadro dramático, cuando la angustia anuda un
sollozo en la garganta de Estefanía.
—¿Qué pasa mamá? — interroga Rosa.
—¡Nada, hi ja! ¡Son cosas de la vida! — Estefanía Cla-
ros camina lentamente hacia la cocina. Tras ella, siguen
sus hijas.
—Comadre, ya está lista el agua hervida para pelar
el chancho — habla Paulina Corrales.
Carmen se limpia los ojos. A pocos pasos de la coci-
na, observa —detenidamente— que el muchacho (que
desapareció de la casa del joyero) está destripando al chan-
cho. Se aproxima. Sonrientes, se miran las caras.
—¿Qué has hecho? — pregunta la muchacha.
—¡Nada! — responde el desollador del puerco.
—¿Cómo, nada? — Carmen se aproxima a Francisco
Gutiérrez, alias Panchito...
— N a d a . . . N a d a . . . P o r q u e . . . E s t e . . . E s t e . . . — se
pone de pie y suelta la carcajada. Pero se calla al ver que
su camisa se encuentra ensangrentada.
—¡El chancho ha cambiado de color! ¡Nada más!
—¡Vas a ver, bribón! ¡Me las vas a pagar!
Carmen y Panchito se miran las caras y ríen y ríen.
—¡Carmencita! — Estefanía Claros, llama a su hija.
—¡Mamá!
—¡Ven! ¡El caballero te reclama! ¡Quiere bailar con-
tigo!
—¡No mamá! — Carmen se queda quieta, fría.
—¿Qué cosa? — ¡Ven acá! ¡Yo te ordeno! — Estefa-
nía Claros, clava los puñales de sus ojos en los ojos de
su hija.
—¡Te lo ruego, mamita! ¡Que vaya Rosa! ¡Le tengo
miedo a ese hombre!
—¡Ven acá! ¡Obedece! — Estefanía Claros, ebria y
llorosa se dirige al lugar donde se encuentra su hija.
—¡Por favor mamita! ¡Te lo ruego! ¡No me exijas! —
la muchacha, como una paloma herida y que quiere ocul-
tarse a ras del suelo, camina de prisa hacia la ramazón
tupida de la arboleda más próxima. Y desaparece como
si la tierra se la hubiese tragado.
— 159 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
—¡Déjala mamá! ¡Iré yo en vez de ella! — Rosa se
interpone rápidamente entre su madre y Carmen.
Madre e hija, caminan juntas. Entran a la sala y se
enfrentan con el jefe de los negreros.
—¿Dónde está Carmcncita? — interroga el rufián.
—¡Baile usted con Rosita, caballero! — levanta el
brazo y la mano de su hija, entregándosela.
—¡No! ¡Voy a bailar con usted! — responde energú-
meno; aparta a la muchacha; aprieta —fuertemente— la
cintura de la madre y la estrecha contra su pecho.
En el instante en que Francisco Gutiérrez clava su
cuchillo en el cuerpo del chancho destripado y lo arranca
ensangrentado, con la firme decisión de ir en busca de
Carmen, escucha la voz de una mujer que le habla.
—Panchito, aquí está el agua hirviendo — Paulina
Corrales, asienta al suelo una olla grande, humeante. Sin
estar invitada, ha venido a la casa de su comadre, para
participar en la fiesta, comedidamente.
—¿Qué ha pasado, Francisco? ¡Ese no es el chancho
que le he vendido a Carmencita! — descubre la estrata-
gema. Disgustada se enfrenta a Francisco Gutiérrez que
sin pérdida de tiempo, estira el brazo y empuñando el cu-
chillo le apunta hacia la cara, con gesto diabólico, pelán-
dole los ojos. Coloca el índice de su mano izquierda sobre
sus labios, imponiéndole silencio. Paulina Corrales, retro-
cede atemorizada y regresa a la cocina rápidamente. Co-
mo si nada hubiese sucedido, Francisco Gutiérrez, evade
el compromiso airosamente. El chancho que colocó ama-
rrado sobre el corredor de la casa del joyero, alguien car-
gó con él. Entonces, regresó corriendo al chiquero y hur-
tó otro en reemplazo de aquel. Así solucionó el proble-
ma, quedando bien ante Carmen.
-—¡Fuerza maestro! ¡Bailen todos! ¡Nadie se queda
sentado! — el rcscatador de obreros para el trabajo de
la siringa, incita mayor animación al dueño de la banda
y a la concurrencia. En momentos en que no baila, sale
al corredor y desde lugar visible, llama a los hombres
que pasan por allí y, con palabras salameras, los hace
entrar a la habitación para que participen en la liesta.
Va aumentando el número de las personas concurrentes
— 160 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
al jolgorio. Oportunamente, con oratoria grandilocuente
se dirige a ellos. Les reparte vasos conteniendo licor.
—¡Amigos: Los he llamado a esta fiesta, como invi-
tados de honor. Quiero que sepan que la fortuna les son-
ríe a todos ustedes. Mejor perspectiva de trabajo no ten-
drán de aquí a mucho tiempo. He venido para llevarlos
a todos ustedes a cosechar libras esterlinas, allí, en las
hermosas tierras mojeñas. Aquí tienen ustedes, convén-
zanse.. El arbolito de oro, da sus frutos a manos llenas.
No se necesita mucho esfuerzo. Con rayar sobre el tron-
co del árbol de la goma, ustedes cosecharán las mone-
das de oro que en poco tiempo, los convertirá en millo-
narios. Vean ustedes. Esto es una verdadera maravilla. Las
condiciones de trabajo son muy ventajosas y muy hu-
manas. No desperdicien la oportunidad. No olviden que
la fortuna no tiene más que un solo pelo. Hay que saber-
lo agarrar. Vean ustedes — vuelve a repetir la frase y
con agilidad de prestidigitador, muestra muchas libras,
destelleantes, sobre su mano.
—¡Bravo! ¡Habla muy bien el caballero! ¡Vámonos
con él al Beni! — vitorea y grita uno de los concurrentes
adiestrados en el truco de la propaganda organizada y
bien dirigida.
—¡Bravo! ¡Está muy bien! ¡Nos vamos todos con él!
— responde otro de los colaboradores del caballero de
las libras esterlinas. Se produce un apiñamiento alrede-
dor del mago que comienza a repartirles de a una libra
esterlina. Seguidamente habla a cada uno de ellos, esta-
bleciendo las condiciones básicas del contrato inflado
como un globo.
—Está bien, señor. Yo me voy con usted — y como
éste todos se comprometen a viajar al Beni, como sirin-
gueros.
—¡Fuerza maestro! ¡A beber y bailar! ¡Trago no fal-
ta! — ordena el caballero de las libras esterlinas a los
comedidos que desempeñan el papel de sirvientes alegres
y entusiastas. Sobre un pliego de papel, va anotando los
nombres y la edad de los aspirantes a siringueros. Sin pér-
dida de tiempo y sin ningún comprobante o recibo, les
adelanta de a diez libras esterlinas. La alegría y el con-
— 161 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
tentamiento florece en los ojos de aquella gente humilde
que se ha dejado alucinar con los destellos del arbolito
de oro.
—¿Y de dónde sale tanto oro, señor? — pregunta uno
de los circunstantes.
—¡Ya les he dicho! ¡Es cuestión de rayar el tronco
de la siringa y el oro comienza a chorrear, como chorrea
la leche de las tetas de una vaca! ¡Es algo maravilloso,
maravilloso y parece un sueño de las mil y una noches!
¡Ya van a ver ustedes! ¡Fuerza maestro! ¡A beber y a bai-
lar se dijo!
—¡Bravo! ¡Todos al Beni!
—¡Bravo! — responde la multitud harapienta y des-
nutrida.
—¿Qué ha dicho? ¡De las... de l a s . . . — interroga
el elemento más joven del grupo.
—¡De las mil y una noches! ¡Aprende pues, analfa-
beto! — replica el que está a su lado.
—¡No me insulte cojudo! ¡Pregunto porque me da
la gana! ¡No es porque yo no sepa!
—¡Aaaaaa! ¡Bueno hombre, ya está! ¡Por esta peque-
ñez no vamos a pelear!
—¡Salud! — brinda el que plantea la reconciliación.
—¡Salud! ¡Todo! — responde el agraciado.
—¡Todo! — lleva el vaso a la boca y traga, rápida-
mente.
—¡Que viva la siringa!
—¡Que viva!
—¡Que vivan las libras esterlinas!
—¡Que vivan!
—¡Que vivan los nuevos millonarios!
—¡Que vivan!
La mesa larga está tendida sobre tablas y cajones,
cubierta con blancos manteles, añadidos unos tras otros.
Fuentes, platos, cubiertos, pequeños jarrones con flores.
Todas las mujeres maduras y jóvenes de la vecindad, ami-
gas y conocidas de Estefanía Claros, se han dado cita, con
sus maridos, con sus novios y enamorados, con sus hijos
menores. Hasta los monos y los perros están presentes.
El espíritu fraternal domina entre todos. Todos se esti-
— 162 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
man, todos se quieren y departen amistosamente. El pa-
tio bien barrido, con naranjos floridos, está atestado de
gente.
El sol va declinando. Se siente el olor apetitoso del
chancho que, bien rellenado con uvas pasas, aceitunas,
huevos y otros menjunjes, fue metido al horno. La testera
de la mesa larga, es ocupada por el repartidor de libras
esterlinas. La dueña de casa y sus tres hijas, colaboradas
por sus tres comadres, entre ellas Paulina Corrales, re-
parten los retazos del porcino, entremezclados con mon-
toncillos de lechuga, con yuca y plátanos, con pequeñas
porciones de arroz, cocidos.
—Sírvanse, antes de que se enfríe — se mueve de
aquí y va hacia allá, ágil y con el reparto de su sonrisa
y de su afecto, atiende y sirve a todos, esmeradamente.
Jarras de cristal con chicha de maíz y el buen vino tinto,
van de mano en mano, llenando los vasos que son libados
con ansiedad y sed. Todos comen hasta decir: basta.
Animosamente charlan los hombres que están ya com-
prometidos para viajar como siringueros, a las cálidas y
misteriosas regiones del Beni. La habitación que es dor-
mitorio y sala de recibo, está rebasando con aquellos,
hombres que ignoran los contornos dramáticos de la ex-
plotación del caucho. Son seres humildes, silenciosos y
tienen un sentido profundo de resignación para sobrelle-
var el yugo de la pobreza dominante del medio feudal.
Hasta el más joven de ellos, es padre de familia. Algunos
son propietarios de una choza, con un catre rústico, una
hamaca, un cuero seco y lustroso de ganado vacuno, donde
duermen padres e hijos, sin almohadas, con una frazada
de reserva para los días en que los vientos fríos flagelan
la carne y los huesos, semidesnudos, de viejos, adultos y
niños.
Los futuros siringueros, beben animosamente el re-
sacado o alcohol de 40 grados, mezclado con agua. Están
esperando su turno, para aproximarse a la mesa larga que
se encuentra repleta con más de 35 personas, entre hom-
bres y mujeres.
—¿Será conveniente que llevemos a nuestras muje-
res y a nuestros hijos? — Sebastián Pérez, consulta a su
— 163 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
amigo Carmelo Sevilla. Ambos se encuentran ebrios, ai
igual que los otros concurrentes a la orgía.
—Depende pues de lo que resuelva el patrón de las
libras esterlinas.
—Yo no sé qué vamos a hacer con tanto oro. En qué
lo vamos a gastar. Imagínese la alegría de nuestras mu-
jeres cuando les entreguemos estas monedas — Carmelo
Sevilla mete la mano al bolsillo y extrae el anticipo de las
libras. Las contempla, les da movimiento y escucha el tin-
tineo sonoro. Se sonríe jubilosamente.
Varios de los concurrentes rodean a los dialogantes.
Zenón Algarañá, está informado por personas que logra-
ron regresar a Santa Cruz, como remeros de las embar-
caciones venidas de los centros de mayor actividad del
caucho, encostadas en el Puerto de Cuatro Ojos del Río
Grande, que las condiciones de vida y de trabajo son dra-
máticas y crueles. Pero Zenón Algarañá prefiere callar lo
que sabe. Le conviene recibir una mayor cantidad de li-
bras esterlinas y después ocultarse.
—¿Será cierto que nos ha llegado la hora para dejar
de ser pobres y volvernos ricos? Ya me veo yo vestido
de lino blanco, con zapatos negros de charol; oloroso a
perfume, de esos que usan los hermanos que tienen ca-
beza de algodón — Camilo Oyóla, se refiere a los herma-
nos Gutiérrez que nacieron con cabellos blancos (caracte-
rística familiar).
—De vez en cuando, querido Camilo, es bueno soñar.
A nosotros los pobres, nadie nos puede quitar ese derecho.
Yo no anhelo mucho. Yo no quisiera ir al Beni. Porque
me han dicho que los que van allí, no vuelven nunca. Mue-
ren vomitando negro, con espundias, comidos por un cai-
mán, flechados por los bárbaros, flagelados a calzón qui-
tado, o liquidados por un plomo, bajo la ley del 44 (se
refiere al winchester, calibre 44) que es la única ley im-
perante con que se hace justicia el dueño o señor de vi-
das. Las libras esterlinas, son bonitas ¿no? — remacha
irónicamente, Pablo Tcrmishaki, con advertencia realísti-
ca sobre la tragedia de los siringueros que, además de per-
der la libertad, pierden el derecho a vivir y morir como
seres humanos, y viven y mueren como esclavos.
— 164 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
La banda del creador de melodías alegres (carnava-
litos) escucha la tertulia de aquellos hombres que están
camino a perder la tranquilidad hogareña, en que viven
adormecidos, durmiendo, apaciblemente, sobre la luna
nueva de la hamaca sicstera, lodos los días, desde Enero
hasta Diciembre.
—¡Muchachos! ¡Vayan al Beni hombre! ¡No sean co-
bardes! ¡Aquí, allí, más allá de los mares, la sangre tiene
su precio! ¡En cualquier parte la Muerte está espiando!
¡Aquí, allí, en todas partes, los que compran y venden la
sangre de los hombres, la sangre de los pueblos explota-
dos, son los mismos, son los mismos negreros que mane-
jan las libras esterlinas! ¡A bailar muchachos! ¡Despídan-
se de su pueblo con la alegría de mis carnavalitos! — Sa-
lustio Casanova, agarra su pistón, como un niño agai-ra
su mamadera, y toca la introducción de una alegre melo-
día. El bombo y el tambor, acompasan —movidamente—
y tras ellos, irrumpen cadenciosamente: el bajo, el clari-
nete, el contrabajo, el trombón, la flauta y los platillos.
—¡A ver esos hombres, vengan por acá! ¡A comer"~se"
dijo que el chanchito está muy rico! — el dueño de las
libras esterlinas; el que reparte, pródigamente, las mone-
das áureas, como expresión de compra y venta del traba-
jo colectivo de los siringueros, llama a los que, apesar de
la borrachera, están hambrientos. Salen de la habitación,
donde Salustio Casanova, expande armoniosamente sus
sentimientos de poeta y de músico, célebre entre la gente
humilde y encopetada del animoso, del arrogante y gene-
roso pueblo cruceño, donde Carmencita Claros, es una es-
trella luminosa, bella, bellísima, hasta no poder decir
más; muchacha de belleza permanente que alumbra a ple-
na luz del día. La gente que la conoce, sabe lo que vale.
Los invitados caminan —ceremoniosamente— tamba-
leando un poco, y se colocan detrás de las sillas, esperan-
do la presencia de Estefanía Claros, la dueña y señora de
la casa.
—Tomen asiento, queridos amigos. En una bandeja
de madera, repleta con huesos y carne gorda de porcino,
Carmencita trae la ración apetitosa que comienza a repar-
tir, en parles proporcionales a los campesinos y obreros,
— 165 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
reunidos en esos instantes. Se dirige con atención singu-
lar al maestro y compositor, dueño de la banda.
—¡Carmcncita! ¡Amalaya! ¡Capullito de rosa! — el
músico y poeta le lanza aquel madrigal de urgencia y sien-
te que se le va el alma.
—Le agradezco por las serenatas que me trae de vez
en cuando — le expresa su gratitud.
—Quisiera enviudar, Carmcncita.
—¿Y para qué?
—Para ser tu dueño.
—Eso pues, depende de la dependidura — Carmen,
por sobre la profunda tristeza que ocultan sus hermosos
ojos, sonríe afablemente al artista, con la innegable esti-
mativa de su espíritu sensible por todo lo que es música,
poesía y belleza.
—¡Te quiero mucho Carmencita!
—¿Su verdacinga? ¿Cómo será no? — su espíritu de
muchacha inquieta, delante de sus admiradores, juega
continuamente con el pedernal de la fina ironía. Hace lan-
ce a las situaciones más difíciles y lanza la saeta de su co-
quetería. Se defiende. Y hiere con ternura, con la punta
de oro de la aguja de su sencillez.
—Esta presa, la más rica del chanchito, es para ti
— se aproxima a Francisco Gutiérrez que, con pleno de-
recho, se encuentra cómodamente sentado al extremo fi-
nal de la mesa. Se apega a él, como si nada. Entonces, Pan-
chito le agarra la mano.
—¿Me esperas esta noche?
—¿Dónde?
—Donde tú sabes.
El enorme tronco del algarrobo florido, no está muy
lejos de la casa. Muchos arbustos frondosos, forman una
cortina verde entre la casa y el árbol. Más allá, haciéndo-
le la competencia se destaca con mayor elevación, el ár-
bol que produce flores enrojecidas, conocidas con el nom-
bre de gallitos. Cuando está llorido, los picaflores o coli-
bríes, los maticos y los tordos, vienen desde muy lejos
y se asientan sobre sus ramas. En coro, con las voces más
dulces y armoniosas, cantan al amor y a la vida. Carmen,
— 166 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
oculta entre el matorral más próximo, se deleita escuchan-
do aquellas melodías.
Sólo quiero
para mí
nada más
que lo que el Sol
me ofrece.
No quiero
que la tristeza
anide en mi corazón.
Quiero ser
la flor humilde
que florece.
Tiene un corazón muy triste. (Ella lo sabe). Adora la
sencillez del alma de las cosas. Sonríe. Huye del viento.
Le tiene miedo. Ama a las rosas, más que a las otras flo-
res. Y llora, cuando está sola, sin saber por qué.

—Señora. Usted tiene que ayudarme en mi plan de


trabajo — dice el traficante.
—¿En qué puedo servirlo? Diga usted — responde
Estefanía Claros; se aproxima a su acompañante, deseo-
sa de serle útil, satisfaciendo los propósitos y los deseos
de aquel hombre que llegó a su casa, inesperadamente.
Se conocieron en la mañana de ese mismo día y el fulano
ha depositado en ella toda su confianza. Por orden de él,
uno de sus ayudantes le ha entregado tres pesadas cajas,
aseguradas con cinchos de acero. Se le hizo saber que con-
tienen libras esterlinas.
—Escúcheme. Quiero que desde mañana, prepare us-
ted desayunos, almuerzos y comidas para esta gente que
está comiendo y para un mayor número. El personal que
— 167 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
yo necesito debe ser, más o menos, de 80 a 90 hombres.
Hasta que yo me vaya con ellos, le ruego a usted que los
atienda, proporcionándoles alimento. Es la mejor forma
de comprometerlos y lograr el cumplimiento del contrato
verbal. A fines de este mes, debo partir de acá, rumbo a
Cuatro Ojos. Aquí tiene usted todo lo necesario para sus
gastos — le entrega una talega conteniendo monedas de
oro.
—Muy bien — Estefanía, cree que está soñando. Aga-
rra el depósito de lonilla vigorosa. La aprieta con ambas
manos y la coloca sobre sus pechos.
Antes de que los comilones se levanten de sus asien-
tos, el fulano se dirige a la mesa larga. Les habla con to-
no paternal informándoles que ha dispuesto proporcio-
narles desayuno, almuerzo y comida, todos los días, hasta
que emprendan el viaje. Les recomienda conseguir a otras
personas, a fin de completar el número que necesita para
el trabajo de la explotación cauchera.
—Pueden irse tranquilos a sus casas. Regresen ma-
ñana a las ocho.
La mayoría de los invitados que ha recibido ya un
anticipo en monedas de oro, manifiesta su conformidad
con ademanes y palabras de regocijo íntimo. Los hom-
bres que están comprometidos en la aventura de pene-
tración al vientre de la selva, en condición de siringue-
ros, se ponen de pie, y abrazando al traficante, se despi-
den de él con muestras de gratitud, prometiendo lealtad
y cumplimiento al contrato verbal estipulado. Se despi-
den de Estefanía Claros, agradeciéndole por la atención
que han recibido al participar en el rico asado de chancho
con la buena chicha y el buen vino.
—Ya saben. Vuelvan mañana a las ocho a servirse
el desayuno con un café batido. ¡Cuidado con faltar! —
recomienda Estefanía Claros, repartiendo su sonrisa ca-
riñosa para todos por igual.
El fulano de las libras esterlinas, cuyo nombre y ape-
llido sigue ocultándolos, porque así le conviene, se acer-
ca al maestro de música y dueño de la banda. Le indica
que él no debe irse. Le transmite esta determinación, ha-
— 168 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
blándolc al oído, a fin do que no escuchen los campesinos
y obreros que comienzan a salirse.
—Así será señor. Ya sabe usted que mis instrumen-
tos soplan allí donde se me paga bien — responde Salus-
tio Casanova. Se limpia la boca con la orilla colgante del
mantel blanco, limpio y oloroso a nada más que agua.
Permanece sentado. Mira y busca en diferentes direccio-
nes a Carmencita Claros, pero no la encuentra. En esc
preciso instante se hace presente doña Estefanía, roza-
gante y guapa, con andar de tigresa solitaria, como reina
felina de la selva, independiente y libre, sin amantes, ro-
deada por todos los silencios. El poeta y músico — a la
vez — la contempla y ve en ella toda la hermosura y arro-
gancia de las mujeres de su pueblo romántico y sensual.
—¡Que hermosa está usted, señora! — Salustio Casa-
nova la estrecha con un medio abrazo y la besa en la me-
jilla.
—¡Gracias mi querido maestro! — responde Estefa-
nía Claros, experimentando —gratamente— un golpe de
sangre que enrojece su rostro lozano de morena clara. Se
deshace del artista. Levanta la cabeza buscando a sus tres
hijas. No aparece ninguna. Sobrecogida por la extrañeza
se dirige a la cocina. Allí se encuentra con su comadre
la propietaria de los chanchos. Dialoga con ella y vuelve
rápidamente al lado de Salustio Casanova.
—Mi querido Casanova, le ruego que nos haga escu-
char el carnavalito más fogoso y alegre que usted sepa. Es-
ta noche voy a matar todas mis penas — Estefanía Cla-
ros, levanta la cabeza con gesto de gallardía — una, dos
y tres veces, repetidamente — con movimiento de onda
de mar bravia.
—¡Y cómo se llama el afortunado? — pregunta en for-
ma directa y sin dobleces.
—¿Cómo se llama? ¿A quién se refiere? ¡El afortu-
nado es mi corazón y nadie más! — responde Estefanía
Claros, con el dominio de su personalidad. Estefanía Cla-
ros, no es una mujer culta, ni siquiera medianamente in-
telectualizada, es como el común denominador de las mu-
jeres de su pueblo que apenas saben leer y escribir. Pero
la fortaleza de su espíritu, reside en el sexto sentido con
— 169 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
que siempre, la mujer de cualquier parte del mundo, su-
pera y aventaja al hombre. . .
—Me refería al señor de las libras esterlinas — Salus-
tio Casanova conoce el drama íntimo de su amiga. Sabe
que se casó en primeras nupcias, a los trece años de edad,
siendo entonces ya una muchacha guapísima y bien des-
arrollada. Y que después del primer matrimonio, vino el
segundo; y a poco tiempo: el tercero, no por culpa de
ella, sino por la inconstancia de sus maridos, caracterís-
tica del hombre cruceño, heredero de las costumbres de
los españoles con mezcla de la poligamia turca.
—Yo sé que usted sabe — como lo sabe la gente del
pueblo — que he querido a tres hombres. ¿Hay algo de
malo en ésto? ¿Tengo yo la culpa de ser engañada? — Es-
tefanía Claros, llorosa y con rabia muerde el pañuelo ne-
gro de seda que no larga nunca.
—¡Perdóneme usted! ¡No he intentado escarbar las
cenizas de su pasado! levanta la copa y brinda por ella
y por sus tres hijas que en ese instante aparecen, una tras
otra.
—Carmencita, ¿dónde estabas hija mía? ¿Y ustedes,
dónde se pierden? — Estefanía Claros, interroga a las tres,
con notoria pesadumbre.
Madre e hijas se encaminan hacia la sala. Salustio
Casanova, avergonzado de su intervención, agarra —fuer-
temente— su pistón y melancólicamente entona la can-
ción intitulada: "Flores negras" y sus acompañantes se
ponen a tono con la sensibilidad de su espíritu román-
tico.
—¡Muy bien! ¡Lo felicito! ¡Usted ha adivinado lo que
yo quería escuchar! — Estefanía Claros, le grita al músi-
co desde el límite del corredor de su casa. Con acento tris-
tón, tarareando, dice el primer verso de la primera estro-
fa: "Oye bajo las ruinas de mis pasiones", y tras ese ver-
so, los otros. Y termina llorando.
—¡Basta ya de cosas tristes! ¡Toque usted un carna-
valito! — Estefanía Claros, le grita al músico y estruja
su pañuelo negro.
-—¡Muy bien, patrona! — Salustio Casanova, respon-
de entusiastamente y sin pérdida de tiempo, irrumpe con
— 170 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
su pistón y con el sus acompañantes, ejecutando una agi-
tada y cálida melodía popular, que trasunta el carácter
eufórico de la gente cruccña.
Se entreteje la red de las parejas bailarinas. Carmen-
cita Claros baila con el propietario de las libras esterli-
nas. Se encuentra asediada con los requiebros del que ha
depositado toda su confianza en la autora de sus días. Ella
escucha y sonríe. El traficante está pagado de su suerte.
Carmencita Claros es una excelente bailarina. Desarrolla
un ritmo cadencioso pleno de gracia, con soltura de cade-
ras, suma agilidad en las piernas y ligereza volátil en sus
pies. El fulano la atrae sobre su caja toráxica, le ajusta
su cintura. Carmencita Claros, no ofrece resistencia.
—¡Carmencita, eres la muchacha más bella de nues-
tro pueblo! — la afloja y le lanza el elogio.
—Se ve que usted es miope. Conviene que use anteo-
jos — le responde serenamente.
—No te burles. Te estoy diciendo nada más que la
verdad — replica el sujeto que sigue ocultando su nom-
bre.
—Yo también le respondo con la misma verdad con
que Cristo hablaba a sus discípulos — Carmencita Claros
se defiende sin perder los estribos de la serenidad.
Son las tres de la madrugada, más o menos. Estefa-
nía Claros, siente cansancio. Durante todo el día ha cami-
nado mucho. El sueño se adueña de sus hermosos ojos.
Pero se sobrepone al aflojamiento de sus nervios y sus
músculos, con voluntad férrea. La gente va despabilándo-
se, poco a poco, hasta que la dueña de casa se queda sola
con el personaje a quien le ha otorgado el derecho de dor-
mir en su vivienda como un alojado. Carmencita, Rosa y
Juanita Claros, se han acostado en sus respectivas camas,
sin hacer reparo alguno.
—Hablemos claro. ¿Qué es lo que desea usted? — in-
terroga Estefanía Claros, sentada al borde de la cama que
ella ha alistado para su huésped.
—Escúchame Estefanía -—comienza tuteándola—. Me
interesa tu destino que es el destino mío y el de tus hijas.
Pero antes, debo agradecerte por la generosidad con que
me has acogido en tu casa. El plan que tengo, como ya te
— 171 -
LUCIANO DURAN BOGER
he manifestado, es de gran alcance. La riqueza que poseo,
es base segura para asegurar tu bienestar y felicidad perso-
nal al lado de tus tres hijas. Desde hoy, no tienes necesi-
dad de sacrificarte. Te irás conmigo al Beni, con plena
confianza de que en mis dominios serás más que una se-
ñora, serás la "reina" ante mis peones y sirvientes. Tus hi-
jas tendrán el sitial que se merecen. Es todo lo que te
ofrezco, entregándote las llaves de mi casa — el trafican-
te argumenta con el tono más convincente, utilizando to-
dos los ángulos agudos del convencimiento. Le alcanza un
llavero que pende de una maciza cadena de oro.
—¡Gracias, por todo! ¡Pero le ruego que no moleste
en nada, a mis hijas! — Estefanía Claros, recibe el llave-
ro con mano temblorosa. Se le aguan los ojos y termina
limpiándolos con su pañuelo negro de seda.
—¡Lógico! ¡Tus hijas serán mis hijas! ¡Llevarán mi
apellido! — afirma con elocuencia.
—;Y cuál es su nombre? Hasta este momento no me
ha dicho usted ni su nombre ni su apellido. ¿Por qué me
los oculta? — Estefanía Claros, plantea el problema con
suma extrañeza.
—Mañana te los diré. No tiene importancia. Llámame
como quieras — resnonde aviesamente.
—Lo llamaré entonces Juan Pérez — responde entre
broma y serio.
—Como tú quieras — da su asentimiento, pasándose
la mano sobre su mejilla derecha.
Se apaga la candela y las tinieblas encubren el secre-
to más íntimo. Y las tres puñaladas del cántico del gallo
que duerme en la cocina, desgarran la zaraza del silencio.

Amanece. Enmudece el acero del serrucho del grillo


del rincón. Una araña negra, después de un prolongado
movimiento, se queda quieta, con la quietud de un profun-
do deseo satisfecho.
- 172 -
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
"Parece que la vida fuera, nada más que (res instin-
tos: Comer, dormir y amar. Todo lo demás: sueño y más
sueño en la hondura del pozo sin fondo del subconsciente.
Pero la materia no duerme nunca. Nunca está quieta. En
las órbitas infinitas del Universo, la vida es constante mo-
vimiento. Elemo movimiento".
Tales elucubraciones, fueron hechas por el poeta y
músico: Salustio Casanova, que se retiró de la orgía, cavi-
lando sobre el destino que le espera a su amiga Estefanía
Claros y a sus tres encantadoras hijas, tan semejantes por
su hermosura a las Tres Gracias, pintadas por Rcgnault.
—¡Amalaya! — dijo Salustino Casanova, al pensar en
ellas. Se limpió la boca, con sabor a cobre de su pistón
enverdecido por la acción del tiempo y su saliva.
—El deseo insatisfecho, se vuelve saliva amarga—
escupe y lleva a la boca la del instrumento musical. So-
pla y desgarra, con sonidos agudos, la ansiedad de su co-
razón. Tiene la edad de Cristo, pero sigue soltero. Cuan-
do el insomnio crucifica sus sienes, golpea fuertemente
el bombo y así llama a sus sumisos y leales acompañan-
tes. Poco a poco, se hacen presentes en el umbral de su
casa. Adentro en el canchón, hay cinco hamacas atiranta-
das, de horcón a horcón. En ellas duermen cuando quie-
ren, la siesta tropical.
—¡Vamos a dar serenata! — Salustio Casanova, da
el anuncio que, más que anuncio, es una orden. Le obede-
cen ciegamente. Todo lo que le paga la gente acomodada,
en fiestas, cumpleaños y jaranas, durante todo el año,
de Enero a Diciembre, les reparte proporcionalmente. Sa-
lustio Casanova vive con los almuerzos y las comidas que
le proporciona su generosa clientela. Se viste con los cor-
tes que le regalan los enamorados, dadores de serenatas.
Es el hombre más querido y solicitado por la gente de
su pueblo, por pobres y ricos.
—¿A dónde vamos? — Pablito Munguía Seríate, to-
cador del trombón, pregunta con dejo de aburrimiento
concentrado.
—Donde Carmcncita Claros. Tenemos que tocar allí,
de día y de noche, todo el tiempo que permanezca en
Santa Cruz, el señor de las libras esterlinas. ¡A soplar se
— 173 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
dijo! ¡Así es la vida, querido. Unos soplan, para que otros
bailen! —Salustio Casanova escupe la saliva amarga, con
ella arroja lejos, muy lejos, la angustia filosófica con que
analiza el dolor de la vida de los hombres y el alma de
las cosas . . .
Húmeda, la arena de las calles, siente las pisadas
del músico y poeta Salustio Casanova y las de sus acom-
pañantes. Se dirigen por una ancha avenida que comien-
za en un ángulo y bocacalle de la plaza principal. Quieto
el aire. Las viejas beatas como fantasmas trasnochados,
cubiertas con mantones de seda negra, atraviesan las ca-
lles tortuosas, bajan de un corredor suben a otro, pujan-
do y quejándose de sus achaques reumáticos. Mujeres tris-
tes, momias arrugadas. Nada tienen que contar. Son igual
que las rosas marchitas de un florero, donde el agua se
pudre. Los perros hambrientos corren de aquí para allá,
enloquecidos, olfateando la miseria. Las campanas repi-
can. Son las cuatro de la mañana. Al pie de la ventana
de la casa de Estefanía Claros, Salustio Casanova da co-
mienzo a la serenata. Los músicos ejecutan una marcha
alegre.
La gente humilde del barrio, despierta y la sangre
tropical en las venas bulle y corre precipitadamente como
los ríos turbulentos del Beni. Se abren las puertas de las
chozas y la brisa mañanera, acaricia los rostros de las
muchachas que, al escuchar los aires melodiosos de la
banda de Salustio Casanova, se sienten alegres y opti-
mistas.
—¡Estefanía! ¡Estefanía! ¡Estefanía! ¡Despierte! ¡Le
estoy trayendo la mamona que me encargó ayer!— el va-
quero Clemente Santistevan, montado en su brioso tor-
dillo, sujetando el lazo que tiene aprisionada a una va-
quilla overocolorada, después de dar una vuelta al tron-
co del árbol, hala y hala hasta que la cabeza de la res
topctca contra el robusto algarrobo, que se yergue tran-
quilo y sereno, próximo a la casa de Estefanía Claros.
Carnaviltos, marchas, polcas paraguayas y marchi-
nas brasileñas, continúan escuchándose. La fiesta agita
los pañuelos blancos de la alegría innata en el corazón de
— 174 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
los crúcenos. Carmencita Claros, es la primera en levan-
tarse. Atiende al vaquero con el saludo de su sonrisa.
Sus ojeras, delatan haber pasado una noche intranquila.
Pero ella, sin pérdida de tiempo, extrae agua de la noria
hasta llenar un enorme balde de calamina. Alza la vasija
y la lleva a la caseta de largas astillas de palmeras. Se
desviste y se baña rápidamente. Sale del recinto sacu-
diendo su hermosa cabellera negra, larga y ondulada,
olorosa a jaboncillo y chorreando el agua fresca. Carmen-
cita Claros, adquiere su lozanía de rosa mañanera, lim-
pia y perfumada.
—Comenzó la fiesta. Vamos al desayuno. Hoy se sir-
ve chocolate en leche con biscochuelo — invita y anuncia
Crisanto Carvajal, uno de los que han caído en la tram-
pa del reenganche de gente, para la explotación de la
siringa.
Comienzan a desfilar por los caminillos arenosos,
hombres, vestidos en su mayoría con pantalones y ca-
misa blancos. Llegan a la casa de Estefanía Claros y, des-
pués del saludo de rigor, penetran al canchón y se sien-
tan en la mesa larga —pero esta vez pelada, sin mantel—
esperando con buen apetito, el desayuno que comienza a
ser servido por tres mujeres, compañeras de tres hom-
bres, cuyos nombres figuran en la nómina de los campe-
sinos y obreros contratados —con adelanto de libras es-
terlinas— por el traficante que ha sido bautizado, por Es-
tefanía Claros, con el nombre de Juán Pérez.
—A ver, ustedes dos, a derribar y descuartizar la ma-
mona. Me olvidaba. Antes de nada, vamos a correr lista
— el fulano que pasó la noche más feliz de su vida, en
la casa de Estefanía Claros, nombra uno por uno, a los
futuros siringueros que suman cuarenta y siete.
—Esta bien. Necesito más gente. Ustedes, vayan in-
mediatamente casa por casa, a reclutar a los hombres más
jóvenes, fuertes y voluntariosos. Invítenlos a almorzar.
Díganles que hay almuerzo de mamona, con chicha, vino
y aguardiente. Y que traigan a sus enamoradas, a sus mu-
jeres, a sus hijas jóvenes. Que hay banda para bailar de
noche y de día. Rápido muchachos. Y ustedes tres —indi-
ca con el índice— me preparan el desayuno con un cos-
— 175 —
LUCJANO DURAN BOGLR
tillar asado — con los brazos en jarro, reparte órdenes
que son obedecidas al pie de la letra.
—Mi querido Casanova, por lo pronto nos serviremos
un cafecilo. El desayuno con carne, pero con flor de car-
ne gorda y tierna, viene en seguida. Los riñoncitos están
reservados para usted — Estefanía Claros habla al maes-
tro de la banda, con la estimación que se merece.
Esta vez, Estefanía Claros se pone los guantes blan-
cos . . . de mando y dirección de ama de casa. Todo lo
dirige; con voz y palabras afectuosas manda a sus coma-
dres y a las mujeres de los campesinos y obreros que van
sumándose uno tras otro, al conjunto de los reengancha-
dos. Cargan el horno, lo encienden y una vez que está
caldeado, lo barren; meten a su espacio redondeado, la-
tas alargadas, repletas de piezas de carne bien aderezada,
con cebolla, especias, vinagre y vino.

Noche de domingo. Un desfile de muchachas bonitas,


rubias y morenas, exhiben sus cuerpos vestidos con telas
de colores suaves, dando vuelta a la plaza, desde las ocho
a diez. En aquella feria juvenil, nocturna, destácase el es-
píritu tranquilo y confiado de las generaciones mozas. La
mujer en Santa Cruz es la parte más visible en el todo socio-
lógico del potencial humano. La siembra de caña, de arroz,
la producción de alcohol, de azúcar, la ganadería incipien-
te, la artesanía, todo gira alrededor de una bella mujer.
Y ésta, consciente de su misión, trabaja empeñosamente
más que el hombre. La poligamia sin registro oficial, es
terrón de azúcar, común y corriente en el medio social
feudal. Y el hombre se ufana de esta costumbre, aunque
su capacidad de trabajo o falta de trabajo, no le permi-
ta subvenir a las necesidades ante dos, tres o cuatro mu-
jeres, con quienes mantiene relaciones. La siesta prolon-
gada, el uso de la hamaca y la pasividad patriarcal, tipifi-
can la holganza dominante de la época, en que el sistema
— 176 —
UN LAS TIERRAS DE ENIN
de producción es lento, primitivo y sin prisa, como es
lento el carretón tirado por la yunta de bueyes cansinos.
—¿Qué le parece? Estefanía Claros, ya tiene un nue-
vo marchante. Es el cuarto y esta vez sí que le ha tocado
un morrocotudo ricachón que reparte libras esterlinas
como si fueran granos de maíz — habla uno de los con-
tertulios del grupo de vejestorios, que a medio día, en los
atardeceres y en las noches, se reúnen para tijeretear con
maledicencia la tela transparente de la vida ajena .. .
—Eso es lo de menos, hombre. Lo importante del
caso es que el fulano va a cargar con madre e hijas— el
que habla a continuación, se ríe burlonamcntc.
—Y dizque se va con él al Beni. Pobrecita, no sabe
lo que le espera — argumenta el tercero.
—¡Fíjense! ¡Ahí va Carmencita Claros con sus otras
dos hermanas, luciendo vestidos de seda! ¿No les dije?
— observa el que habló primero.
Los vejestorios, ostentan bigotes largos a la usanza
de aquellos tiempos. Prosiguen empleando la tertulia cri-
ticona. Todos los antecedentes y las características per-
sonales de lo que fue y de lo que es Estafanía Claros, de
la vida de sus ex-maridos, fueron colgados como trapitos
al sol, sobre la cuerda tensa de la sátira. No le dejan
hueso sano. Ella y sus tres bellas hijas, son los persona-
jes del día. El nombre de Estefanía Claros va de boca
en boca.
Pero, como la hermosa mujer del pañuelo negro de
seda, conocc_a fondo la psicología de su pueblo, se sonríe
del qué dirán y con dominio de escena, recorre las calles
retorcidas de su ciudadela natal, con la frente altiva. No
saluda a nadie, menosprecia a viejos y a jóvenes, por
igual.
—Allí va la orgullosa. Ahora no mira a nadie porque
tiene libras esterlinas como jachi (peluza de maíz molido).
Mírenla pues. Y qué andar el que se gasta. Parece que
fuera la Reina de Saba! ¡Ni que fuera Clcopatra! ¡Pero
¡mírenla! Y ¡cómo menea las caderas! ¡Ejta vej sí que
noj ha eclipsao! —el mocetón alto y apuesto (que habla
tragando las eses, como habla la mayoría de crúcenos y
benianos) critica —nerviosamente— a Estefanía Claros
— 177 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
que, en ese momento, atraviesa la calle axenosa de una
vereda a otra, luciendo una hermosa falda, verde como
la llanura inmensa, donde campean las palmeras arro-
gantes, burlándose del viento . ..
—¡Cállate hombre! ¿No ves que es la mujer más her-
mosa que tenemos, pues, ahora, en Santa Cruz? ¡Hablas
de pura envidia, porque tu mujer no le llega ni a los
talones! — el amigo que replica, aprieta los puños, por
sí las moscas . . .
—Es la pura verdad. No hay nada que hacer. Al César
lo del César. ¡Y a la Reina de Saba lo que es de la reina!
Porque las zapatillas que calza una gringa yanqui de pa-
tas de oro, jamás se pondrá la hermosa y guapa Estefanía
Claros. ¡Porque Estefanía Claros es tan linda y bella como
Cleopatra!
—¡Pa que hablaj tanto hombre! ¿Acaso puej la cono-
cijte voj a la egipcia? —socarronamente — interviene —
el humorístico gordiflón que rompe la armonía estatuaria
del conjunto, debido a la chatura de su arquitectura ósea.
—¡Olé tu gracia morena! —grita — desaforadamente
— el más joven del corrillo, que se destaca por su elegan-
cia y apostura varonil.
Vibra la luz de la mañana clara, aproximándose al
mediodía, bella epifanía como el dulce rostro de Estefa-
nía Claros que pasó por delante de los hombres ociosos,
sonriendo a la vida . . .

Animosamente se sirvió el almuerzo con abundancia


de alimentos. La mamona o vaquilla derribada ofreció sus
carnes blandas y gordas. La casa de Estefanía Claros, re-
basó júbilo colectivo y contentamiento amistoso, como
la espuma de un vaso de cerveza. Las parejas bailaron
hasta el amanecer. Los campesinos y obreros reclutados,
en apretados grupos, en la sala, en los corredores y en el
amplio espacio del canchón, bebieron todo lo que quisie-
ron. Oportunamente, el propietario de las libras esterlinas
— 178 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
registró los nombres de los nuevos reenganchados, hasta
el crecido número de 145. Continuó la repartición de li-
bras, como anticipo y señuelo de bonanza.
—Es necesario que sepan que ya están listos los carre-
tones en que debemos llevar los víveres — Estefanía Cla-
ros, da sus instrucciones y reparte órdenes a los reengan-
chados. Ven en su mirada sonriente un aliento de seguridad
y de confianza. Cuando la oyen hablar reconfortan las as-
piraciones que han depositado en la aventura del viaje
al Beni, en pos del "arbolito de oro".
—Que me ^conseja, señora ¿Llevaré a mi mujer? —
pregunta uno de los reenganchados.
—¿Cuántos hijos tienes?—
—Ni uno, señora.
—Llévala. No olvides que un hombre sin mujer, es
lo mismo que un tejón solitario. Tanto se engorda que
termina perdiendo su agilidad . . . Y debe ser muy triste
la realidad del hombre, en plena selva, sin una compa-
ñera. Llévala. Ella como yo, será una de las muchas .mu-
jeres que abandonan la vida tranquila de nuestro pueblo,
para acompañar a un hombre que mañana puede dejar-
nos botada en la orilla de un río.
—¿Por qué habla así, señora? A usted ningún hombre
puede abandonarla. Siendo tan linda y tan buena, los hom-
bres se pelean por usted — argumenta, con elocuencia sin-
cera, el obrero interlocutor. Ignora el pasado de Estefanía
Claros.
La mujer del traficante —porque ya lo es— deja plan-
tado al musculado futuro siringuero, dando la espalda
al diálogo que acaba de provocar en su espíritu una ver-
dad filosófica y, además, la duda de un futuro incierto.
Estefanía Claros, extrae de su seno el pañuelo negro de
seda y se limpia el sudor copioso de su rostro, en aquel
mediodía. Muerde su corazón una profunda tristeza. Tie-
ne ganas de llorar. Traga el torrente del llanto. Sus ojos,
redondos y negros, se humedecen.
—;Qué te parece mamá! — Carmencita Claros, ense-
ña (a la hermosa autora de sus días) la cadena de oro
v la libra esterlina que pende en su centro, que lucen
— 179 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
sobre el istmo sonrosado de su pecho que separa sus se-
nos que apuntan como palomas en actitud de vuelo.
—¡Muy bien mi hija. Se ve que has sabido aprovechar
las libras que te regaló... —iba a decir Juan Pérez, pero
se abstiene y permanece muda, con un temblor de labios.
—¡Qué te pasa mamá! ¡Te has puesto pálida! ¿Te due-
le la cabeza? — expresa Carmen y se siente conmovida y
aguijoneada por los alfileres de la duda.
—¡La cabeza, no! ¡El corazón, si! ¡Y basta de pregun-
tas, hija mía! ¡Llama a tus hermanas, que quiero habí ar
con las tres! — imparte la orden, reforzando, en su
interior, la decisión inapelable que ha tomado. Ha resuel-
to viajar al Beni, con sus tres hijas, pase lo que pase. Las
tres gracias.. concebidas en su entraña, producto del
amor con tres hombres diferentes, tendrán que seguirla,
porque adoran a su madre y le obedecen ciegamente.

Día Lunes. Sol fulgurante. La casa de Estefanía Cla-


ros, en todos sus contornos y a la redonda, presenta un
cuadro de actividad inusitada. Hombres y mujeres, se mue-
ven de aquí, para allá, con nerviosismo controlado por
el equilibrio temperamental anímico, propio del carácter
de la gente cruceña que, hasta en los momentos más do-
lorosos de la vida, es sereno, como las aguas tranquilas
de un arroyo. Sin embargo, se ve en los ojos de la gente,
una tristeza profunda, sin llanto. En sus rostros compun-
gidos, se hace presente el ademán con que la gente se des-
pide de un muerto . . .
Está todo listo. Estefanía Claros, entrega las llaves
de la puerta de su casa, a su comadre Pascuala Taborga,
recomendándole el cuidado de la habitación, donde na-
cieron sus tres hijas.
El alboroto de los viajeros, ha conmovido la pasivi-
dad de la vida del pueblo cruceño. Las autoridades polí-
ticas y las eclesiásticas, están preocupadas. Pero no han
tomado ninguna medida que precautele la seguridad y el
— 180 —
I:N LAS TIERRAS DE ENIN
destino de la gente reenganchada por el dueño de las li-
bras esterlinas.
—¡Vamos ya!— el fulano, cabalga en un hermoso tor-
dillo. Ayuda a subir a la grupa, a Estefanía Claros que
reparte sonrisas a los reenganchados. Carmen, Rosa v Jua-
nita Claros, suben una tras una, a un carretón entoldado.
—¡Adiós! — dice Carmen Claros.

—¡Adiós! — responde Francisco Gutiérrez.


Suena la banda de Salustio Casanova detrás de la
compacta caravana de hombres y de las contadas mujeres
que marchan tras ellos, unas que son madres y otras com-
pañeras.
El éxodo en columna, tras el camino arenoso, rumbo
a Cuatro Ujo.-., parece una larga nube blanca, viajando
al infinito
— 181 —
—¿Qué noticias tiene usted de sus hijos? —interroga
Napoleón Lcigue, al "patriarca" que, como tronco de ár-
bol viejo, está quieto, sentado sobre el sillón destartalado,
con las extremidades superiores e inferiores retorcidas
igual que lianas secas, inmóviles y, a ratos, crujientes y
temblorosas cuando se mueve el cuerpo semientumecido
por la decrepitud.
—¿De... qué. .. hijos m e . . . h a . . .habla... usted, se-
ñor? — responde haciendo un supremo esfuerzo para so-
breponerse al hondo vacío mental de su cerebro. Segura-
mente, mejor para él, porque así el dolor de su sistema
nervioso gastado y retorcido por los años, frente a la in-
gratitud filial, no muerde su corazón. Napoleón Leigue,
advierte que la negativa está muy lejos de ser una expre-
sión del despecho provocado por la ausencia de sus nue-
ve hijos que lo han abandonado, para siempre. Napoleón
Leigue, le da unas palmaditas sobre sus hombros huesu-
dos y se aleja de él, pensando en su proyecto de viaje ha-
cia el país donde se extrae el oro negro. Camina miran-
do al suelo. Va atrepellando la esponjosa arena que se in-
troduce a sus zapatos, produciéndole una sensación des-
agradable. Llega a su casa y, después de informar a su
mujer el resultado de su entrevista, insiste en que ella
debe vender sus joyas, para obtener el dinero necesario,
para emprender su viaje de aventura, en pos de Eldorado
apasionante. La mujer ofrece resistencia y, con los ojos
llorosos, al final, le da su asentimiento. Napoleón Leigue
la abraza y besa su mano derecha, donde lucen varios
anillos con brillantes y zafiros, destelleantes.
— 182 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
—No me importa que estas joyas no vuelvan nunca
más a mis manos, pero lo que me hace sufrir es tu ter-
quedad, tu empeño de viajar a donde han ido muchos
hombres para no volver — argumenta Sebastiana de Lei-
gue.
—¡No seas pesimista, hija! La fortuna exige sacrifi-
cio. Conmigo no sucederá lo mismo. El esfuerzo y el sa-
crificio nos producirán grandes utilidades — dice Napo-
león Leigue.
Vendieron las joyas. Napoleón Leigue contrató peo-
nes, adquirió víveres y fletó dos carretones tirados por
bueyes. Después de una despedida con banda de música,
emprende la ruta terrestre hasta llegar a Cuatro Ojos,
puerto fluvial a orillas del Río Grande. Allí, alquila una
embarcación a remo, construida por carpinteros que tía-
bajan en La Loma.
Bajo los rayos furiosos de un sol canicular, Napoleón
Leigue, parte aguas abajo. Los remeros en número de
ocho, con las espaldas bronceadas, con bíceps tensos y
vibrantes, comienzan a impulsar la pesada embarcación.
No hablan ni ríen. Están agobiados por la inclemencia
y la intemperie tropical. Es el tercer viaje que realizan.
Vinieron reenganchados desde sus pagos ribereños, incrus-
tados en el corazón de la selva. Este coro de hombres vi-
gorosos, es un testimonio vivo de la pujanza del nativo
beniano. Estos remeros, como heraldos negros de la Muer-
te, van y vienen, alquilados. Vienen desde La Loma y
vuelven hacia ella, porque son animales de trabajo, de pro-
piedad exclusiva del sátrapa Rómulo Salvatierra. Van y
vienen sin saber en qué instante fatal brindarán su vida
como holocausto propiciatorio de la ambición explotado-
ra del caucho.
—¡Remen más fuerte! — grita Napoleón Leigue. Y el
capataz que los conduce y los controla, armado hasta los
dientes, hace silbar su chicotillo sobre la espalda del re-
mero postergado que rompe la unidad del esfuerzo colec-
tivo.
—¡Más fuerte! — refuerza el mandato violento y vuel-
ve a silbar el chicotillo, negro y fino como lengua de ví-
bora.
— 183 —
LUCIANO DURAN BOGLR
El río de aguas turbias, desmayado al comienzo, va
adquiriendo un cauce más profundo. Se angosta y sus ri-
beras elévanse con barrancas de greda deleznable. Desli-
zase la embarcación presurosamente. Los remos de los
hombres curtidos por el sol y los vientos, roncan; brillan
sus paletas espejeantes y chorrean gotas cristalinas. Y el
silencio de los remeros es desolador. La maniobra del
piloto experto, endereza la proa de la embarcación hacia
una curva costanera. Cae la noche. Nubarrones plúmbeos
anuncian una tempestad. La selva costanera adquiere un
tinte espeso de penumbra impenetrable.
—¡Remen más fuerte! ¡Más fuerte! — vuelve a gritar
Napoleón Leigue.
Los remeros, sudorosos, cejijuntos, con movimientos
rítmicos parejos, reman y reman uniformemente, sin de-
cir "esta boca es mía"; meten y sacan los remos, al agua
y del agua, con sus puños y brazos brillantes. Escrutan
el horizonte con sus ojos: mezcla de agua y sol; se cla-
van inmóviles atrapados por las enormes distancias de la
llanura verde.
—¡Remen más fuerte! — el estribillo de la voluntad
dictatorial de Napoleón Leigue, se repite hasta el cansan-
cio y nadie lo escucha. Los remeros están sordos y, si re-
man, reman como engranajes acerados e insensibles de
una misma máquina.
—¡Remen más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Remen más fuer-
te! — Napoleón Leigue grita como si estuviera loco. El pi-
loto maniobra hacia la derecha y la nave clava su pun-
tiaguda trompa sobre la orilla amarillenta y arenosa. Los
remeros respiran hondo y el aire de sus pulmones forta-
lecidos por el aire puro y oxigenado del río, pugnando con-
tra el trabajo forzado y continuo de muchas horas, sale
por entre sus labios, como un solo suspiro, desesperado
y largo.
El oleaje es brutal y persistente.
Cruje el batelón al frotar el maderamen de su casco
sobre un tronco enorme v la palizada orilleante. El co-
razón de los remeros sangra por dentro. Pero los remeros
no lloran y soportan el dolor de ser esclavos, con profun-
do silencio. Bajan los remeros y, con sus machetes, dan
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
comienzo al rozamiento de gajos, lianas y ramas espinu-
das. Ascencio Ñoco, frunce la nariz y olfatea un olorci-
11o imperceptible para sus compañeros. Levanta la cabe-
za y deja de machetear.
—Ño te vayas a dormir — Asccnsio Ñoco se aproxi-
ma a Gregorio Temo. Corta la frase oportunamente al ver-
se observado por Napoleón Leigue.
—Mucho cuidado, porque esta noche pueden asaltar-
nos los bárbaros — le susurra al oído.
—No le digas nada. . . Quédate calladingo. No le di-
gas nada al patrón — le dice y piensa en sus
adentros, sin dejar de sentir miedo, que, mejor sería es-
capar utilizando una de las pequeñas canoas que están
atadas en el puerto. Observa y le parece extraño que no
estén presentes los pobladores de aquel pequeñísimo ran-
cherío.
—¡Bajen las ollas y prendan fuego! ¡Preparen algo que
comer! — ordena Napoleón Leigue. Empuña su fusil y
pone bala en boca. Mira desafiante a sus peones. Toma
posesión de una de las chozas y hace barrer el suelo. Lue-
go, indica a Ascensio Ñoco, la conveniencia de que le arre-
gle de inmediato su cama cubierta por largo y ancho mos-
quitero de tul blanco.
—Señor, éste... — Gregorio Temo, está nervioso.
Pero ha preferido tragar su confidencia sobre la posibi-
lidad del asalto traicionero.
—¿Qué ibas a decir? ¡Habla! ¿Por qué te callas? —
interviene Napoleón Leigue, con indisimulable inquietud
de temor.
—Nada, señor — expresa el peón, concentrando en
apretado silencio todo el aborrecimiento que quisiera
echárselo a la cara como un vómito de perro que no sabe
limpiarse la boca y que arroja aquel contenido pútrido
después de haber masticado hierbas verdes.
—Acomoden aquí sus camas. — Napoleón Leigue
manda airosamente, buscando en aquel ámbito de serpien-
tes y de tarántulas emboscadas, la compañía aborrecible
por la diferencia de clase social entre él y ellos, pero de-
seable, para no sentirse solo, frente a aquella oscuridad,
densa e impenetrable del enmarañado bosque. Posible-
— 185 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
mente lo estén acechando los salvajes —así lo supone—
para hundir en su carne, entre sus nervios, rompiendo la
sutileza de sus venas y de sus arterias, las filas y puntia-
gudas flechas, fabricadas con grietosas tacuaras, más pon-
zoñosas que las uñas de los tigres.
—Está bien, señor. — Ascensio Ñoco, mira sus porru-
dos dedos, encogidos por las miserias de los pies sin za-
patos, que pudieron ser cobertura acogedora, generosa de
sus tarsos y metatarsos curtidos y aporreados por el tiem-
po y la inclemencia, dentro y fuera del agua, bajo el achi-
charronamiento canicular, con su enorme brasa sin fogón,
porque es ascua del horno universal; y al mirarlos así, de-
formes y con objetividad antiestética, cumple la orden.
Pero, satisfactoriamente, observa que sus compañeros de
infortunio, que sus acompañantes explotados, uniforma-
damente como él, no se preocupan por lo indicado, deso-
bedientes a la requisitoria del explotador, hacen lo que
quieren, en ese instante.
En esos momentos de aquel anochecer, se va despe-
jando el espacio visible —como retazo de papel blanco—
entre la oscuridad, hecho añicos por mano invisible de
mujer que es pensamiento melancólico en el cerebro de
Napoleón Leigue. Su mosquitero limpio y blanco, huele —
para él — a cuerpo de hembra de su especie pensante.
El céfiro se transforma en viento silbador. El viento
que viene del Norte queda superpuesto —bruscamente—
por la corriente de otro, tibio primero, y más frío a me-
dida que pasan veloces los minutos. La transición es brus-
ca; de 31 grados, la temperatura baja —verticalmente— a
14 grados.
—¡Qué buena suerte! ¡Nos hemos salvado de que los
bárbaros nos cocinen a flechazos — afirma Ascensio Ño-
co, dirigiéndose a Gregorio Temo que pone atención a las
palabras de su amigo. Esta afirmación no la ha escucha^
do Napoleón Leigue, que tiembla, no porque el viento frío
lo determine así, sino por el miedo que siente ante un po-
sible ataque de los bárbaros. Los bárbaros huyen —des-
pavoridamente— cuando sienten que el frío invade sus
cuerpos al descubierto, porque los resfriados y las pulmo-
nías son sus peores enemigos. Napoleón Leigue, ignora es-
— 186 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
ta experiencia. — Los bárbaros —dice amedrentado—. Re-
pite la frase y siente un estremecimiento en su cuerpo.
La carne de sus músculos se pone como carne de gallina.
Empuña su revólver. Mira hacia el fondo impenetrable
de las tinieblas y el brillo de las luciérnagas que aparecen
con visual fantasmagórica, le hacen ver una visión sobre-
cogida de ojillos acechantes, como si los rostros de los
bárbaros se presentasen con dirección al refugio donde
están él y los peones, acampados.
Los remeros, soportan el cansancio. Sudorosos y exte-
nuados por el largo viaje, tienen en sus ojos la presencia
inmovilizada de las aguas turbulentas del anchuroso río
como una imborrable pesadilla incrustada en sus retinas.
Napoleón Leigue añora —en aquella dudosa permanencia
entre selva y río— la seguridad del estar vegetativo y de
la apacible convivencia de su hogar, donde su mujer, al
despedirlo, gimió y se ahogó en un mar de lágrimas, lo-
gándole que no la abandonase. "No vayas, es mejor que
estés a mi lado. ¿No tienes miedo a los bárbaros? Te pue-
den matar. Aquí en tu casa no te pasará nada" — así le
dijo y Napoleón Leigue, llama a Ascensio Ñoco, a Grego-
rio Temo y a los otros tripulantes. Su voz medrosa lo de-
lata y los obreros se sonríen irónicamente. Miguel Anto-
nio Oliveira Carranza do Cruceiro —sujeto silencioso y de
mirada fuerte, aguda y torva, ojos relampagueantes que
vislumbran a su interlocutor— lo escucha, urdiendo en
sus adentros un plan que anhela realizarlo, cueste lo que
cueste. Desempeña el papel de piloto de la embarcación
que ha sido alquilada por Napoleón Leigue. Miguel Anto-
nio Oliveira Carranza do Cruceiro, es uno de los capata-
ces instruidos y pagados por Rómulo Salvatierra.
—Vengan acá. Acomoden sus camas aquí. Vamos a
charlar hasta que nos tome el sueño. Van a hacer turno
de vigilancia, cada dos horas. Tú —se dirige al brasileño
emboscado en su mutismo— enciende fuego y prepara
café para que tomemos todos. El susodicho, con dos enor-
mes cicatrices en la cara, se levanta de mala gana y con
ayuda de Ascensio Ñoco —rápidamente— con gajos y ra-
mas secas— arma la cocina rústica.

— 187 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Espere un poco señor que esla noche. . . — Miguel
Anlonio Oliveira Carranza do Cruceiro se calla bruscamen-
te. Prende candel y silba un aire carioca.
—¿Qué cosa? — interroga Napoleón Leigue, aprisio-
nando en su interior el hielo de la impresión micdolenta.
Atiranta su hamaca. Se sienta en ella. Se levanta y cami-
na de aquí y va allá en el estrecho límite cubierto por la
techumbre de paja de la choza donde está tendida su ca-
ma cubierta por el mosquitero. El brebaje es servido —
a la brevedad posible, después de una espera que ha per-
mitido la cocción del agua— es servido a discreción en va-
sos enlozados que circulan, produciendo en los espíritus
de los viajeros un cálido aliento de satisfacción y de espe-
ranza, como si en el fondo oscuro de aquellos recipien-
tes, se ocultase la ilusión del retorno a la ansiedad del
amanecer de un nuevo día. Napoleón Leigue traga el lí-
quido caliente y se quema la lengua, pero aguanta y no
prorrumpe en queja, evitando así que se burlen de él. No
puede explicarse si los lagrimones que brotan de sus ojos
temblorosos son producidos por la dura realidad del me-
dio selvático o por la sensación ardiente. Coloca el vaso
sobre su pecho y vuelve a añorar. Con la amargura del
arrepentimiento, lleva a su boca el vaso. Tiembla su ma-
no. Bebe el café sin poder sentir el gusto de la aromática
bebida. Los tripulantes duermen uno tras uno, menos Mi-
guel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro.
Extínguense los destellos de la fogata, como la res-
piración de niños moribundos. La oscuridad envuelve a
todos. Napoleón Leigue y los aporreados —duramente—
por el remar de largas horas consecutivas, acompasan un
coro monótono de ronquidos desgarradores. Entremezcla-
do al volumen ruidoso de las gargantas, se escucha a lo
lejos el cántico lúgubre de un ave nocturna que tiene su
leyenda cantada por los poetas de aquellas regiones ubé-
rrimas, de árboles, de ríos, de riquísima fauna silvestre,
de peces multicolores, grandes, medianos y chicos. Miguel
Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro, escucha al ave noc-
turna, pero no se conmueve. Apenas siente correr un hili-
11o de melancolía dentro de sus venas. Lo conoce porque
llegó a identificarlo, después de una búsqueda sigilosa.
188
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
Recuerda que el pajarraco dormía —entonces— bajo un
sol caldeante. Tenía los ojos cerrados. Sus párpados ce-
nicientos armonizaban con el color plomizo de su pluma-
je sedeño de garza nocturna. "Sigue llorando. Tú eres el
único que puedes saber q u e . . . " — Miguel Antonio Oli-
veira Carranza do Cruceiro, se dice a sí mismo, sentencio-
samente y a la sordina, hurgando el estercolero de sus se-
cretos. Siente un escozor en la yema de su dedo índice
y la sangre se agolpa en su cara. Se pone de pie cuidadosa-
mente, sin hacer ruido. Camina de puntillas y se dirige a
la embarcación. Llega hasta ella y a tientas arranca una
flecha con la cual mata y atrapa peces. Regresa cautelo-
samente, lo mismo que un gato, avanza elásticamente, lis-
to para saltar sobre el ratón que ignora su agresividad fe-
lina. Clava la flecha sobre materia blanda.
—¡Los bárbaros! — grita Miguel Antonio Oliveira Ca-
rranza do Cruceiro y corre de un lado para otro, brinco-
tea, grita y grita como si hubiese enloquecido. Exclama
la misma frase de advertencia. Los tripulantes se levantan
despavoridos. Miguel Antonio Oliveira do Cruceiro, deja
de gritar. Nadie lo ve. Ha desaparecido arrastrando un
bulto pesado. Se lo traga la boca negra del lobo de las
tinieblas, abierta desmesuradamente.
—¿Dónde están los bárbaros? ¡Yo no los veo! — pre-
gunta y afirma alguien.
Nadie responde a la interrogante entretejida por el mie-
do y un poco de coraje que nace, en esos momentos, con
temblor de hoja seca barrida por el viento. Se hace el si-
lencio. Ascensio Ñoco recobra plena serenidad. Atiza los
leños de la fogata. Se iluminan los rostros de sus com-
pañeros de viaje. Todos se acuclillan a la redonda, junto
a la lumbre, en actitud defensiva, armados con sus ma-
chetes. Se miran las caras y nadie habla. Parecen estatuas
agachadas que duermen en un museo. Gregorio Temo,
busca la (jila que contiene el resto del brebaje negro y
la coloca sobre el centro de la fogata.
—Tomemos un poco de café para espantar el miedo
•— expresa Gregorio Temo, enciende el pucho del cigarri-
llo que dejó de fumar antes de acostarse, sobre el cuero
seco de vacuno que es el único bien que posee y la 1ra-
— 189 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
zada vieja que heredó de sus padres, asesinados en La
Loma.
—Está bien — expresa Ascensio Ñoco que tirita de
frío. No tiene con qué cubrir su desamparado cuerpo.
—¡Escúchenlo! ¡Qué saber roncar! — habla Julio Ci-
rio. Ha escuchado unos ronquidos que son lanzados desde
dentro del mosquitero de la cama de Napoleón Leigue.
Encienden sus cigarros y charlan con frases entrecorta-
das. En ese momento se presenta sorpresivamente el bra-
sileño. Todos ellos se asustan y se ponen de pie con ac-
titud alertadora, listos para defenderse.
—¡Nos ha asustado, hombre! — dice Camilo Salinas,
que recién abre la boca.
—¿De dónde viene usted? — pregunta Celso Paloco.
Mira fijamente a la cara de Miguel Antonio Oliveira Ca-
rranza do Cruceiro que le clava su mirada penetrante y
no responde. Miguel Antonio Oliveira Carranza do Crucei-
ro, está tranquilo, impávido, con pasos lentos se aproxi-
ma a ellos y se suma al ruedo. Pide un cigarro a Camilo
Salinas. Lo recibe y lo enciende. Fuma con deleite y arro-
ja el humo levantando la cara y descubre la belleza de
Venus, titilante, sereno con la expresión eterna del infi-
nito universal, impenetrable, inconmovible. Está amane-
ciendo y los pájaros reparten su melodiosa alabanza al
amor y a la vida, en aquel tumultuoso laberinto vegetal.
Nadie dice nada, todos callan, porque son seres, mental-
mente, más limitados que los pájaros. Los remeros, están
friolentos, entumecidos, hambrientos y respiran con alien-
to amargo, con desaliento: mezcla de tristeza y de ansie-
dad. La ausencia de Napoleón Leigue no les interesa en lo
más mínimo, porque se imaginan que está durmiendo.
—Y bueno, vamonos. Ya es hora — expresa Miguel
Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro, con gesto displi-
cente y con firme acento autoritario.
—¡Apúrense que no hay tiempo que perder! — agre-
ga y levanta el brazo derecho. Señala con su índice, fijan-
do el rumbo preciso hacia donde se encuentra el batelón.
Con la otra mano empuña el revólver, cañón, puntería y
gatillo preparados, listo para disparar. Mira a todos con
intrépida energía.
— 190 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
—¡Ya! ¡Vamos! ¿Que esperan? ¡Vamos! — manda re-
sueltamente.
—¿Y dónde esta el señor Leigue? — dice Ascensio
Ñoco. Mira en dirección de la hamaca y se aproxima a
la cama. Levanta el mosquitero y observa que no hay na-
die adentro.
—Seguro que lo han matado los bárbaros y se han
llevado su cadáver para comérselo. — Miguel Antonio Oli-
veira do Cruceiro responde a media voz y transparenta la
evidencia, negando la verdad de los hechos perpetrados
bajo el manto encubridor de las tinieblas.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Lo mataron los bárbaros! ¡Ave-
maria purísima! — Julián Cirio ríe a mandíbula batiente
y subraya incrédulamente.
—¡Silencio! ¡Recoja ese mosquitero, la cama y la ha-
maca! ¡Rápido! ¡Todos a la embarcación! — Miguel An-
tonio Oliveira do Cruceiro, ordena enérgicamente. Y agre-
ga: ¡Vamos! ¡Los bárbaros están aquí cerca! — empuja a
Julián Cirio que lleva sobre sus hombros el montón de los
enseres pertenecientes al desaparecido Napoleón Leigue.
En columna de a uno, los remeros apuran el paso y se en-
caminan hacia el barranco. Bajan, ladeándose hacia un
costado para afirmar sus pies sobre la greda deleznable.
Descienden, paso a paso, cautelosamente, para evitar un
deslizamiento que los precipite al abismo de las aguas
frías sobre la superficie, y tibias por dentro. Saltan —cui-
dadosamente— sobre el pequeño entablado triangular de
la proa del batelón y se sientan al extremo de los angos-
tos tablones que sirven de simétrica y justa ubicación, pa-
ra el trabajo de meter el remo a las aguas y sacarlo de
ellas, acompasada y rítmicamente. Miguel Antonio Olivei-
ra Carranza do Cruceiro, desata las amarras del batelón
y sin dejar de empuñar su revólver, se dirige a la popa.
Agarra —fuertemente— el travesaño del timón. Con fir-
meza y dirección de viejo navegante, bate de izquierda a
derecha.
—¡Remen todos!
La embarcación se desliza siguiendo la corriente. Se
desliza veloz bajo el impulso impetuoso de las aguas y del
empuje vigoroso de los remos. Julián Cirio, deja de rc-
— 191 —
LUCIANO DURAN BOGLR
mar, estornuda bruscamente, mueve el cuello hacia el la-
do de su corazón. Sus retinas transfiguran la visión cor-
pórea de Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro,
en algo que no es ni él ni otra persona conocida por el
remero. Experimenta un escalofrío que sobrecoge sus ner-
vios y penetra hasta la médula. Tiembla y castañetean sus
dientes. Se encoge de hombros y el frío lo conmueve y lo
cuchillea desde la coronilla hasta la punta de los dedos
de sus pies. Pela los ojos y como si alguien se los arran-
case de sus órbitas, los clava rabiosamente sobre los ojos
de Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro.
—¡Qué me miras! — interviene el flamante propieta-
rio de la nave repleta de mercaderías y víveres que per-
tenecieron al malogrado Napoleón Leigue.
—¡Yoooooo! — Julián Cirio vuelve a estornudar chis-
porroteante, con saliva verde, porque estaba masticando
retoños de hojas de palmeras enanas, gordiflonas y peta-
cudas como mujeres preñadas, que hubo arrancado, de
paso, al venir desde la choza hasta la orilla del río. Y dijo;
"Toma, prueba el sabor de la vida amarga, ya que no pue-
do destriparte y saborearte al revés, devorando tus espe-
ranzas, porque la carne humana pertenece a los gusanos
engendrados por Dios. Toma y saborea lo que he mordi-
do yo, mi miseria mordida". La saliva dejó de ser verde
y pintó manchitas negras, con el desprecio amarillo de su
hígado lamido por perros, sobre el rostro rosado de Mi-
guel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro.
—Ahora no miro. Abro mi boca para mostrarle mis
dientes y mis muelas carcomidas. — Julián Cirio es anal-
fabeto pero tiene un cerebro que funciona a las mil mara-
villas, cuando el escalofrío le hace crujir los huesos salva-
jemente. Y entonces las ideas bellas y absurdas cosqui-
llean en sus costillas. Vuelve a escupir el líquido nasal que
al salir del subterráneo de sus órganos, humedece sus bi-
gotes hirsutos y puntiagudos. Iba a repetir el yoooooo, sin
personalidad distinguida, pero siente sobre sus espaldas
un latigazo que le quema hasta el alma. Julián Cirio, beodo
sin haber bebido ni un trago de licor, siente que los cu-
chillos de hielo del viento hieren su sangre y que en me-
nos de un segundo de transición violenta, hierve la gra-
— 192 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
sa de su carne, igual que el tocino de un cerdo vivo me-
tido a un horno caldcado. Levanta los hombros y tiembla
no de rabia contenida, sino de impotencia varonil que mue-
re, resucita y se transforma violentamente, torciendo —
infinitesimalmente— las fibras de sus células y como ca-
ña exprimida, machacada por el trapiche, se distienden y
se hinchan de coraje. Aprieta el remo con toda la fuerza
de sus nervios calcinados después de la hiclificación y,
cuando está a punto de convertirse en héroe para lanzar
el remo, certeramente, sobre la cabeza del agresor pre-
potente, escucha que pasa silbando, por encima de su ore-
ja, el proyectil quemante que hace impacto, hiere, rompe
y hunde —brutalmente— las aguas movedizas, a una dis-
tancia de cien metros — más o menos — que en vez de
huir, retroceden, se aproximan al flanco derecho del bate-
lón. Julián Cirio afloja la presión de sus manos y traga su
saliva y siente que su corazón revienta. Se ahoga con ella.
—¡Remen más fuerte!
Tras una detonación siguen las otras: dos, tres, cua-
tro y cinco. El esqueleto de Julián Cirio, recobra sereni-
dad y acompasa el ritmo de su remo con el coro de los
remos de sus "hermanos" que miran hacia abajo, con
sus cuellos quemados por la furia del aire quemante, del
reflejo vidrioso del agua: fuego blanco, con el yugo ar-
diente de la explotación con sangre, de la fatalidad palú-
dica, del vómito negro de la angustia, de la parálisis ge-
neral del alma con hinchazón edematosa. Todo ésto y to-
do aquello. . . dolor y sangre de la tragedia del Beni.
—Ahora sí que vamos bien. Las nubes nos ayudan a
remar. Fíjense bien.
—Las nubes son también rameras —quiso decir re-
meras, pero la a le ganó el camino a la e y asomó a la
puerta de la boca la palabra desnuda, sin escrúpulos, exi-
giendo su valor conceptual antes de ofrendar su horizon-
talidad, entre los sonidos que duran breves instantes y
después se pierden. Sí. Todos van (perfectamente) senta-
dos cómodamente. Así lo ve Miguel Antonio Oliveira Ca-
rranza do Cruceiro y para él las nubes sin manos y sin
reinos, son también sus obreras. Y también se le ocurre
pensar, sin razón o con ella: Los que tienen bienes por
— 193 —
LUCIANO DURAN BOGER
más que estén muriéndose atacados con todas las enfer-
medades del mundo, se sienten sanos como un pollito re-
cién salido del cascarón — recto el timón. Es el único que
viaja verticalmcntc, puesto firme sobre sus pies, mirando
lejos, con todo su poderío — ya no de capataz sino de pro-
pietario de bienes — gravitando sobre las espaldas cur-
vadas de los remeros. ..
—¡Remen más fuerte! — quiso decir algo original, ex-
jresar por ejemplo, ésto que dijo alguien: "Las vidas son
Íos ríos que van a dar a la mar" — pero le salió otra co-
sa. . . con el:
—¡Remen más fuerte! ¡Tenemos que llegar a La Lo-
ma! ¡Más fuerte! ¡Más.. .! — Miguel Antonio Oliveira Ca-
rranza do Cruceiro se atora con el hueso de la frase trun-
ca. Observa que Julián Cirio ha dejado de remar. Y que,
en su lugar, rema la Muerte...
Por el mismo camino con agua, que se lleva todo y
no deja nada, por donde van las nubes sin remar, van
pasando los días y con ellos: hechos, cosas y seres muy
tristes. Lejos de allí, "algún día deberá estallar la guerra
mundial. Y a mí qué me importa" — piensa el fulano de
las libras esterlinas. Tampoco le interesa el color blan-
co de las nubes, más blanco que el blanco del óleo, de la
acuarela, del almidón y del yeso de los "sepulcros blan-
queados" de los ricos... Le preocupa —únicamente— la
inmigración de los futuros siringueros, del éxodo forzado
donde marchan algunos hombres con pantalones blancos
y él — convertido en un Moisés — como guía con todos
los atributos de su poderío, del engaño, de la mentira so-
nora de las libras, de la elocuente verdad de sus revól-
veres.
—Ya estamos cerca de Tres Cruces. Pero vamos a pa-
sar directamente — piensa en aquel lugar de tristes recuer-
dos, donde los hermanos Salvatierra, después de embo-
rracharse y dormir a la intemperie, fugaron —madruga-
doramente— dejando detrás de sus espaldas el cadáver
del comisario, tío y padre putativo de Lucila. Así fue. Pa-
saron sin detenerse, hasta llegar a Cuatro Ojos.
—¿Por qué hay lugares que tienen nombres tan feos?
Desagradan al pronunciarlos. Todos los sitios donde vi-
ven los hombres deberían tener nombres de pájaros, de
llores y de estrellas — Estefanía Claros, no quiso mirar
atrás — en aquella oportunidad — ¿seguramente por no
convertirse en estatua de sal? ¡Quién sabe! En cambio,
siempre pronunció gustativamente el apasionante nombre
de Lucila. Conoce algunos datos biográficos de este per-
— 195 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
sonaje femenino, célebremente popularizado entre los hom-
bres y mujeres de Santa Cruz.
—No hay nada feo sobre la tierra y los nombres tie-
nen algo de la belleza de los hombres. Ya ves cómo me
gusta el nombre con que me has rebautizado. ¡Juan Pé-
rez! No me desagrada que me llames así, pero me causa
risa, pero no una risa que alargada puede transformarse
en carcajada — argumenta con voz timbrada, muy sim-
pática para Estefanía Claros.
Primero llegó el carretón con las "tres gracias": Ro-
sa, Carmen y Juanita (las tres Claros). Y también — una
hora después — Estefanía Claros: "Mi Cleopatra" — lla-
mada así por Juan Pérez, muy bien sentada con la reta-
guardia de sus nalgas y de sus espaldas con suavísimos
bellos sedeños; y su cabellera negra en cascada fulguran-
te, hacia el naciente; con la vanguardia de sus redondos
senos mirando a los picachos de los Andes, como un desa-
fío del fuego frente a la nieve. Retaguardia y vanguardia,
corporalmente asentadas sobre la grupa sudorosa del ca-
ballo, dirigido por el fulano de las libras esterlinas. Los
otros — la mayoría — llegaron después; los futuros si-
ringueros, caminando a pie, jadeantes, con los pies descal-
zos hundiéndose en la arena más caliente que una nlancha
sobre ropa húmeda. Parecía que los futuros siringueros
lloraban no por los ojos, sino por los poros de los pies,
toda la alegría de los carnavalitos que habían bailado
en la orgía de la casa de Estefanía Claros. Sus intestinos
gruñían con la hiena del hambre. Los mares secos de la
inmensa esponja de la sed, se tragaban sus lenguas más
ásperas que puntiagudas piedras. Los chanchos y las ma-
monas o vaquillas, cocidas en los hornos y en las parri-
llas, se ríen de todos ellos, danzando locamente en sus reti-
nas. Las bocas de las jarras con chicha, vino y aguardien-
te, les mostraban los dientes de la ansiedad insatisfecha.
Así, las escenas anteriores a esta dura realidad en el mar-
co del espejismo del hambre y de la sed, tenían ahora, pa-
ra todos ellos, el suave y femenino color de un sueño
rosado.
-—¡A bailar se dijo, que la vida no es más que una!
¡A comer mamonas, antes que los gusanos nos coman a
— 196 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
nosotros! — el primero del éxodo pronunció estas ver-
dades de peso y como regueros de pólvora encendida, co-
rrieron hasta el último de la caravana.
—Es muy fácil tragarse la vela, lo difícil es echar el
pabilo — dijo el último, respondiendo al primero —bur-
lonamcntc— igual que doblar de campanas en una entra-
da de carnaval.
—Están ustedes invitados a almorzar donde doña Es-
tefanía Claros. ¡Vamos hombres! ¡Vamos! ¡La banda va
a sonar noche y día! ¡Vamos! — gritó el tercero que ca-
minaba cojeando, porque las glándulas de los ángulos
de donde nacen las piernas, con la caminata a sol y vien-
to, estaban duras igual que bolas de cristal.
—¡Silencio! — gritó el capataz más fornido. Disparó
al aire (ante el alboroto inusitado de la caravana) un car-
tucho de su revólver calibre 38. La detonación hirió los
tímpanos tensos de los futuros siringueros que movían sus
caras famélicas. Escupían secamente y tragaban aire. La
falta de la satisfacción de las dos principales necesidades
vitales, los había unido con una sola voluntad, con un
solo deseo, con una sola ansiedad. Todos quisieron de-
sertar, pero no pudieron, porque el éxodo estaba bien res-
paldado y bien conducido.
—¡Caminen más rápido! ¡Ya vamos a llegar a Cuatro
Ojos! ¡Detrás de aquel bosque desparramado, está el río!
— habló uno de los que sin ser policía al servicio del Es-
tado, funcionan como tales; éstos, pelaron sus revólveres;
con amenazas y gritos, comenzaron a empujar a la ma-
sa humana compacta de la hambrienta y sedienta cara-
vana, cejijunta, larga y amarilla; amarilla por fuera, ro-
ja por dentro, poraue la sangre se había infiltrado hasta
los subterráneos de los huesos, lo mismo que corrientes
de aguas, ocultas —profundamente— muy abajo de un
desierto.
— ¡No me empuje, porque si no me lo como vivo
es porque. . . — le encaja un puñetazo en la boca del es-
tómago. El genízaro, lanza un ¡ay! desgarrado; se frunce
como pelota desinflada; larga el arma y cae boca al sucio.
Relampaguean los ojos de la multitud. Ha sonado el ins-
tante del motín. La rompiente del odio colectivo con ma-
— 197 —
LUCIANO DURAN BOGER
rea de sangre, levanta su coraje hacia adelante y el olea-
je espumeante del dolor, avanza sin norte, nin ningún ob-
jetivo. "Sí. Así —infelizmente— actúa esta masa humana,
sin fusiles y sin dirección de vanguardia organizada... De
nada sirve el flujo y reflujo de un mar tormentoso, de un
mar desbocado. En cambio, el cauce de un río — que no
retrocede (.avanza y avanza) penetra hasta el mar" —
piensa el bachiller Miguel Zapata que cayó en la trampa
del reenganche.
—¡Alto ahí! — grita un gendarme, parapetado detrás
de un árbol. Se escuchan varios disparos. Caen heridos
(mortalmente) varios hombres de la multitud. Cunde la
confusión.
—¡Nadie se mueve! — es escuchan más disparos y
se desploman varios muertos.
Los sobrevivientes del éxodo sin armas, llegan a la
orilla del río, con las manos amarradas detrás de las es-
paldas. Como una imprecación salida del corazón de la
tierra, se escucha la siguiente advertencia:
—¡A todo le llega su hora!
Aquí están Nicolás y Renato Calvimonte, alias el "Poe-
ta", entre un gris y brumoso despertar, frente al incen-
dio de rubíes del sol sobre la cabeza inmensa de la selva.
—¡Pero qué diablos! —dice éste—. Estoy con los ojos
cerrados y, sin embargo, estos seres que se mueven con
vida en mis retinas, son luz y sombra de todo lo que fue-
ron delante de mí. Vea usted. Yo también estoy cerca,
muy junto a ellos y a la orilla del río, de este río que ba-
ja tranquilo, indiferente, callado, como si no existiera.
¡Mírelo! ¿Pasan sus aguas? No pasan. Están ahí como la
sangre de nuestras venas que no la sentimos correr. ¡Nues-
tras venas son ríos de sangre! ¡Transportan (calladamen-
te) el dolor de vivir! ¡Mire usted don Nicolás! — el poe-
ta habla como si estuviera con los ojos abiertos.
—¡Despierte hombre! — Nicolás Salvatierra, grita
asustado porque la cara de su amigo está pálida. Pero una
sonrisa leve, breve, brevísima como la de un niño de pe-
cho, brota, inesperadamente, redondeando el semblante de
Renato Calvimonte que permanece recostado sobre el rús-
tico camastro, duro, firme, fuerte, angosto y largo.
—¡Qué expresión de sencillez! -— Nicolás, con esta
frase logra valorar la realidad sustentadora del cuerpo
magro y ágil de su acompañante.
—¡Levántese hombre! ¡Abra los ojos y no ame tanto
la profundidad del sueño! ¡Levántese que está amane-
ciendo! -— Nicolás levanta la cabeza y ve (entre las ramas
de la copa de un árbol) el punto negro del cuerpo de una
pava campanilla. Hierve su sangre porque siente deseo
de matarla.
— 199 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
Los siringueros marchan tras los culebreantes cami-
nos de la estrada. Van clavando las tichelas como puña-
ladas sobre el cuerpo de un hombre, atado a un palo. San-
gran los árboles. Chorrea la sangre, gota a gota.
—¡Levántese hombre! ¡Hace rato que los siringueros
se marcharon a sangrar los árboles! En cambio, usted y
yo permanecemos aquí sin hacer nada. Es verdad que yo
no tengo necesidad de trabajar porque soy dueño de lo
necesario para comprar no solamente el producto del tra-
bajo de los siringueros, si no a todos ellos y a usted tam-
bién. — Nicolás expresa esta declaración sincera, con la
seguridad que le inspira la posesión de las libras esterli-
nas que robó del cadáver del cura pisoteado por el po-
tro (Lucero), allí en el puerto de Cuatro Ojos.
—¡A mí nadie me compra, porque el rato que a mí
me dé la gana, monto sobre un árbol y me voy aguas
abajo! — Renato Calvimonte, responde airosamente, abo-
feteando con un gesto agrio la cara amarillenta de Ni-
colás.
—¡Y usted, con lo que dice tener, se queda aquí pa-
ra enriquecerse chupando la sangre de estos esclavizados
pobres hombres! — Renato Calvimonte, replica —despre-
ciativamente— al ladrón, vulgar y corriente, de las libras
esterlinas y, con asco, con fastidio directo, de frente, es-
cupe a los pies de Nicolás. Se levanta de su camastro —
duro pero limpio— y se dirige al barranco del río. Aspira
profundamente y la calidad humana de todo su ser se
identifica con la profunda grandeza de las aguas que co-
rren, tras el cauce incontenible.
Pasa el río —suavemente— transportando inmensos
árboles, secos y verdes, recién desarraigados de sus ori-
llas gredosas; desarraigados por la acción lenta del agua
que sube y sube con el volumen pujante de miles y miles
de toneladas. Pasa el río —sonriente— llevando sobre las
palmas de sus manos móviles, lianas, hojas y flores sil-
vestres.
Nicolás se ha quedado solo sin saber qué hacer.
La neblina se eleva lentamente desde la superficie
acuática. Igual que un velo de novia, de arriba hacia aba-
jo, con su manto vaporoso, cubre la negra cabellera del
— 200 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
boscaje ribereño. El canto de la vida se patentiza —ar-
moniosamente —en el buche canoro de los pájaros. El mie-
do a las tinieblas y a la acechanza de las fieras, cual un
fantasma derrotado por el aletazo viril de un gallo, ha
desaparecido del corazón de los hombres que recorren las
estradas, en pos de los árboles que atesoran la resina co-
diciada por los traficantes colonialistas del imperialismo
inglés. Con aferrado mutismo, marchan con la mirada aler-
ta, fijándola a salto de mata, inquieta y acuciosa, de iz-
quierda a derecha, atenta al más leve movimiento de ra-
mas y de hojas que delaten la presencia del peligro den-
tellante que, en actitud de asalto, puede amenazar la exis-
tencia de cada uno de ellos. El silencio y la soledad, los
identifica —uniformemente— como a hijos agrupados en-
tre los brazos de una madre que no hace diferencias, por-
que ama a todos por igual. El silencio y la soledad, borran
—de un solo brochazo— la individualidad del carácter de
esos hombres, la unidad espiritual (complejo de funcio-
nes cerebrales) de su propio mundo, tejiendo (con sus
sentimientos de coraje, de incertidumbre, de tristeza, de
pena y angustia, concentrados) una finísima red (igual
que la de un pescador de pececillos multicolores), donde
sus nervios anúdanse en un todo indefinible que se traga
la selva. Todos, en instantes diferentes, de tiempo y espa-
cio, rodean los árboles, con pequeñísimas hachas (macha-
diños) de mano, los hieren —con inclinación oblicua de
15 centímetros con línea recta, de arriba hacia abajo —
suavemente — sobre la corteza a fin de no destruir las fi-
bras del tronco amarillento. Debajo del extremo inferior
de las heridas que chorrean sangre espesa, clavan el pun-
zó de la tichela que recibe la sangría, gota a gota. Dejan
ese árbol. Caminan hasta colocarse al pie de otro. Y, con
automatismo especializado, repiten la misma operación,
hasta que no queda ni uno solo, sin que haya sufrido el
sacrificio de la explotación.
Transcurren los minutos y se suceden las horas entre
la pasmosa solemnidad de las bóvedas del templo incon-
mensurable del imperio de los árboles. La mente rústica
de aquellos hombres sencillos y humildes, se encuentra
encasillada en la más mínima expresión de personalidad
— 201 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
humana, que no puede explicarse el ¿por qué? de aquel
silencio y de aquella soledad que, en abrazo nupcial, se
convierte en ámbito absorvente de absoluta resignación
al medio selvático aplastante, como si sobre ellos hubiese
caído el peso de los siglos sangrientos de la Historia (lu-
cha de clases) bajo el talón de hierro del Tiempo inexo-
rable. En cada gota de la sangre blanca que mana de las
heridas de los árboles —bellamente verdes por lucra y
tristemente pálidos por dentro— ven y sienten que, en
cada una de ellas, sus esperanzas y también sus sueños,
se acumulan —gota a gota— en el pequeño recipiente de
hojalata, enmohecido por la acción corrosiva de la hume-
dad del aire saturado de aroma denso, pictórico y sen-
sual. Cada uno experimenta la ansiedad de estar juntos,
aunque sea para mirarse las caras sin decir una sola pala-
bra, alrededor del tronco medianamente grueso o robus-
to, vertical y hermoso del árbol de la goma, sin heridas.
Entonces, advierten que la individualidad en cada uno de
ellos, es antisocial e ilógica. Y los senderos que transitan,
penetran a sus retinas, como culebras fantasmagóricas.
Y el ordenamiento de la faena que realizan, acicatea en
sus espíritus el automatismo del cumplimiento del deber
esclavizado. Vuelven al campamento —después de cinco
a seis horas de trabajo fatigoso— con la angustia de la
sed y del hambre, sudorosos, cabizbajos, entristecidos y
con una ansiedad de luz y de horizontes, destruidos por
dentro bajo el límite de la oscura densidad del bosque,
que bordea el arabesco entretejido de las líneas curvas
de las orillas arenosas del río que pasa tranquilo c in-
diferente. Así, retornan, unos tras uno. Llegan al cam-
pamento. Depositan con desgano —como si la carga de sus
hombros, lucra la carga pesada de la Muerte— primero:
la escopeta; luego: el morral que contiene el inachadiño,
el resto de las tichelas, unas veces los cocos recogidos de
las palmeras y también los racimos violáceos de las pal-
mas que se distinguen entre el laberinto incontable de
los árboles.
—¿Cómo te ha ido? — Nicolás pregunta al obrero
que llegó primero al campamento, prescindiendo en abso-
luto de! capataz o contratista de quien depende la cua-
— 202 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
drilla de los siringueros que se encuentran trabajando
en esa zona.
—¡Y a usted que le importa! Sería mejor que usted
también trabaje. ¿No ve que el que nos ha traído está
trabajando igual que nosotros? — Juan Durán, le respon-
de duramente, con rabia concentrada, como si hubiese
disparado un certero escopetazo a la cara amarillenta del
bigotudo Nicolás.
—Dices bien, h i j o . . . — Nicolás es interrumpido —
bruscamente.
—¡Qué es eso de hijo! ¡Sepa usted que mi padre fue
hombre de verdad! — enérgicamente replica Juan Durán.
—Está bien — Nicolás habla con tono mesurado —
Pero debes saber que yo no tengo necesidad de trabajar.
Tu "patrón" ese que de patrón nada tiene, tiene necesi-
dad de trabajar igual que ustedes. En cambio yo no, por-
que . . . — calla repentinamente. Oculta la idea de su plan
de compra del producto de la explotación cauchera que
se está efectuando allí, donde él y alias el Poeta, perma-
necen inactivos.
Ambos se miran cara a cara. Se ha producido un due-
lo de miradas. Juan Durán se dirige a la cocinilla que arde
muy próxima a la choza con horcones, travesaños y tije-
ras de maderas verdes, con techo de hojas de palmeras,
sin puertas, sin ventanas, con entrada amplia, parecida
a un escenario de teatro sin telón de fondo. Fue cons-
truida por Juan Durán, con entusiasmo placentero y su-
ma habilidad. La choza es muy semejante a las otras que
fueron edificadas por sus compañeros de trabajo. Juan
Durán, coloca sobre las brasas de leños encendidos, re-
tazos de carne extraídos del roedor que cazó en la noche
del día anterior. Baja la pendiente del barranco del río
y —rápidamente— llena con agua la vasija metálica; sor-
be unos tragos y sacia la sed que le devora las entrañas;
luego, vuelve a llenarla; sube —velozmente— las gradas
arenosas del barranco, se aproxima a la cocinilla y, des-
pués de atizar los leños de un lado, coloca el recipiente.
—¡Qué valiente es usted! — Nicolás elogia a Juan
Durán que, apesar del cansancio, desarrolla actividad inu-
sitada.
— 203 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
—¡Y usted, un gran holgazán! — le responde a que-
marropa.
—No me insulte, por favor — Nicolás se sienta so-
bre un tronco, próximo al fogón, descoso de alentar el
contentamiento del siringuero que lo repudia.
—No lo insulto. Le digo la verdad. Usted tiene ham-
bre, como la tengo yo. El hambre y la sed divide a los
hombres. Cuando todos los hombres no sientan hambre
y no sientan sed, cuando nadie se alimente con el sudor
y la sangre de los hombres, recién habrá paz y amor so-
bre la tierra — Juan Durán, se pone de pie, está ebrio de
dolor humano como si hubiese bebido champán en la
copa del corazón ..., llora sangre por dentro.
Sin embargo, Juan Durán cambia de talante. Sonríe
a su interlocutor como anticipación de su generosidad,
característica de los campesinos y obreros benianos.
—Espere un momento. Porque donde come un Du-
rán, comen todos o no come nadie. Ya va a estar el asado,
Comeremos todos y después tomaremos un café caliente.
—¿Qué le parece?
Atónito, despatarrado, sin aliento para nada, Nicolás
Salvatierra, ha recibido la lección, la enseñanza más sa-
bia que no ¡e enseñaron sus padres, que no le enseñaron
sus maestros en la escuela. Agacha la cabeza y como perro
con la cola entre las piernas, recibe el pedazo de carne
que le entxega Juan Durán. Rápidamente —éste— ha pe-
netrado a la hondura del lodo humano de Nicolás. Y, co-
mo si no existiese diferenciación de clases sociales, el an-
fitrión del mísero banquete, tolera la ingrata presencia
de Nicolás.
Mientras el cambio de csccna se opera en aquel am-
biente de miseria, van llegando los otros siringueros, uno
tras otro; repiten los mismos actos ejecutados por Juan
Durán, frente a Nicolás.
En esos instantes, Renato Calvimonte, se hace pre-
sente con entusiasmo jubiloso, cargando sobre sus hom-
bros dos enormes pescados que atrapó, con sus anzuelos,
en una laguna próxima al campamento. Todos los sirin-
gueros, el capataz y Nicolás, como muñecos movidos por
un mecanismo unitario, levantan las cabezas y abren los
— 204 —
liN LAS TIERRAS DE ENIN
ojos —alegremente— al ver llegar al Poeta con el bolín
de su feliz iniciativa.
—Ya tenemos lo necesario para matar el hambre—
arguye entusiastamenle; deposita los pescados sobre un
montón de hojas frondosas de palmeras, cortadas (con
rapidez) de una planta en crecimiento, de estatura baja,
próxima a la choza de Juan Durán que no descuidó el
asado, repartiendo a todos por igual. Camilo Soria y Pas-
cual Tovar, venciendo el cansancio, se comiden con suma
agilidad, desenvainan sus cuchillos y proceden a destripar
los hermosos ejemplares que lucen una gama pictórica,
donde el color plateado, con estrías de colores verdes,
amarillas y dorado brillante, contrastan con las manchas
de un rojo vivo que conjuncionan el esmalte carmesí de
las agallas ensangrentadas.
—Apurémonos que las tichelas deben estar ya casi
llenas — Julián Sosa, advierte a sus compañeros de tra-
bajo.
—No te apures hombre, que hay tiempo para todo,
hasta para morirse — responde Camilo Soria. Al espantar
a un tábano impertinente, se da tamaña palmada sobre
la oreja derecha; menea la cabeza y escucha un silbido
agudo de su cráneo. Julián Sosa que está a su lado lan-
za una risotada y levanta las manos con las tripas del
pescado; el retazo de collar intestinal, va directamente a
la cara del bigotudo Nicolás Salvatierra.
—Disculpe, señor. La culpa la tiene el tábano.
—¡Mucho cuidado! ¡Costillas guardan costillas! — Ni-
colás Salvatierra, advierte con indignación y se limpia los
bigotes.
—Por eso yo no me dejo crecer los bigotes, porque
además de ser un estorbo parecen escobas de las brujas
— dice Julián Sosa. Mira su cuchillo y comienza a qui-
tar las escamas del pescado. Vuelve a reir a carcajadas.
Se calla porque siente, otra vez, la molestia del tábano.
—Además, no son nada democráticos cuando se vive
en la Selva — corrobora Camilo Soria, mirando de un
lado y agachadamente la cara de Nicolás Salvatierra.
—¡Silencio! ¡Apurarse se dijo! ¡Nada de chistes entre
nosotros! ¡El fuego quema! ¡Y por último: este señor me-
— 205 —
LUCIANO DURAN BOGER
rcce respeto! — el capataz Saturnino Roca, interviene y
deja sentir su autoridad; lleva la mano a la culata de su
revólver. Se aproxima a Nicolás y le cuchichea.
Los otros obreros, cortan gajos secos. Y, con la bre-
vedad de un suspiro, arman una pira y la encienden; le-
vantan sobre las brasas una parrilla con ramas verdes;
colocan sobre ellas los dos cuerpos de los pescados fres-
cos, bien untados con sal. Renato Calvimonte, Nicolás,
Saturnino Roca, Juan Durán y los otros siringueros for-
man un conjunto de hombres que se miran recelosos; for-
man un todo de seres humanos, donde la envidia, la ava-
ricia, el sentido angurriento y mezquino que produce la
utilidad del robo, de la explotación del hombre por el
hombre, se hace presente como un hato de lobos derrota-
dos —esta vez— por la unión que impone el instinto de
conservación . . . ante la adversidad, en un páramo in-
hóspito. ..
—¿Por qué vamos a pelear? Debemos estar unidos.
Somos cuatro gatos en esta tupición — reflexiona Satur-
nino Roca, tratando de convencer por las buenas, a sus
esclavos.
—El hombre es bueno — dice Renato Calvimonte —
No estoy de acuerdo con las bellas mentiras — algunas
no todas — campeantes en la Biblia, con las cuales se
afirma que el ser humano nace malo y egoísta. El hombre
nace bueno y si se vuelve lobo, es por culpa de eso que
se nombra con la palabra: "mío" — clava sus miradas a
Nicolás y a Saturnino Roca. Pero estos dos "señores",
se sonríen burlándose del predicador.
—¡Imbéciles! ¡Cretinos! ¡No se van a burlar de mí!
Porque con la carne de estos pescados, ustedes — los se-
ñala con el índice — mis amigos los obreros y yo, come-
remos y ¿después de matar el hambre, quedaremos todos
contentos y satisfechos, sintiendo la dicha de esta falsa
igualdad que nos proporciona la abundancia? ¡La abun-
dancia que no es de usted — señala a Nicolás Salvatierra
— ni de usted tampoco — apunta a Saturnino Roca —
ni de éstos — empuña los dedos de su mano — involu-
crando a los obreros — ni mía — y se toca el pecho des-
pués de pronunciar el vocablo con énfasis — Renato Cal-
— 206 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
vimontc (alias el Poeta) se pone rojo porque un golpe
de sangre ha inundado las células de su rostro. Da la es-
palda al conjunto de los circunstantes y, abandonándolos,
se dirige hacia el barranco y reprime entre sus labios un
grito furibundo.
—¿Por qué vamos a pelear? Debemos estar unidos.
Somos cuatro gatos en esta tupición — Juan Durán, re-
pite las frases pronunciadas por Saturnino Roca y se ríe
sarcásticamente. Se pone de pie y agrega:
—Los gatos y los perros por más que se hayan criado
juntos, nunca serán amigos — Juan Durán — con su mi-
rada altiva — pone puntos suspensivos y busca el hori-
zonte y sus ojos se topan con la cara radiante del Poeta.
Allí está Renato Calvimonte. Sin saber en qué instante
han brotado de sus ojos unas gotas salobres, se siente
débil e indefenso como un niño recién nacido. En acti-
tud contemplativa, ve correr el caudal presuroso de la
gran arteria. Una hora después, al sentir el olor apetitoso
de los pescados asados, retorna al lado del fogón.
—¿Ya le pasó el mal humor, amigo? — Nicolás pre-
gunta á Renato Calvimonte.
—¡Usted es un cretino! — Calvimonte responde con
firmeza. Sus manos se mezclan con las manos de todos los
que comen —apetitosamente— los pescados asados. Renato
Calvimonte, Saturnino Roca, Nicolás Manos, Juan Durán,
Julián Sosa, Camilo Soria y Pascual Tovar, menean las
cabezas como perros hambrientos y comen los últimos bo-
cados silenciosamente.

La sede de los dominios de explotación de Rómulo,


cimentada sobre el espacio de La Loma v de sus contor-
nos geográficos abarcando cientos de leguas a la redonda,
apasiona y cautiva a la mayoría de los navegantes que
vienen v van por los caminos que andan . . . Quieren lle-
gar a ella, ansiosos de penetrar a sus ámbitos donde cam-
pea con voluntad omnímoda aquel dueño y señor de vi-
das y de bienes.
— 207 —
LUCIANO DURAN BOGER
liN LAS TIERRAS DE ENIN
Los "fenicios" de selva adentro se aproximan a la
orilla de La Loma, miran hacia arriba descosos de descu-
brir al personaje que ha adquirido contornos de leyenda.
Pero toda tentativa de observación directa, todo propó-
sito de obtener informes detallados de las condiciones
de vida que se lleva en aquel ámbito, es inútil. Desde la
orilla del río, sus ojos ávidos de curiosidad apenas alcan-
zan a columbrar, como la visión de un sueño, el extremo
final del puente que parece estar remachado a la pared
delantera de la casa, exhibiendo vanidosamente la techum-
bre rojiza del altillo cimentado con horcones lustrosos
de fina madera. Los matices pictóricos del conjunto glo-
bal de la casa de hacienda, resaltan armoniosamente hacia
un primer plano, sobrepuestos al fondo verdeoscuro de
la fronda ribereña del arroyuelo.
—Quiero visitar al dueño de La Loma — manifiesta
el propietario de la embarcación a remo que está repleta
con un cargamento de caucho.
—Es imposible señor, porque el dueño del estableci-
miento no recibe visitas de nadie. Deme usted por escri-
to los artículos que trae y el valor total de su carga. El
verá si conviene comprarlo o no. — Canciller examina la
calidad del cargamento. Conoce los gustos de Rómulo y
también sus caprichos de comerciante a quien nadie le
discute ni regatea los precios que fija a su arbitrio.
—Si es así me voy. Yo no ruego a nadie — exclama
con voz desafiante y ordena a la tripulación que suelten
las amarras del barco.
—Es mejor que no diga nada. Tarde o temprano ne-
cesitará usted la ayuda del dueño de La Loma. Le doy
este consejo que me lo agradecerá toda su vida.
—¿Y por qué no se deja ver? ¿Acaso tiene la nariz
comida por la espundia o mira solamente con un ojo porque
el otro se lo comieron los gusanos? — el comerciante em-
plea la sátira emplazando a Canciller al duelo de las pala-
bras que pueden revelar los secretos de la vida del todo-
poderoso de La Loma.
—Nada de lo que usted supone. Pero todo lo que
quiere indagar lógrelo por boca del viento que de la mía
y de las bocas de los habitantes de esta "República Uni-
— 209 —
LUCIANO DURAN BOGER
taria" no sabrá ni siquiera a qué hora desayuna en su te-
rritorio sin países limítrofes — Canciller emplea con sa-
lida picaresca la respuesta que deja perplejo a su conter-
tulio. Y agrega con gesto sardónico:
—Para eso estoy yo, señor comerciante. No necesita
verle la cara al Excmo. Sr. Presidente de La Loma. Ade-
más sus ojos, su nariz, su boca y sus orejas, se parecen
a los nuestros.
—Así debe ser. Me lo imagino muy hermoso como
fue Nerón. Preséntele mis saludos respetuosos al Excmo.
Sr. Presidente de La Loma. Que se conserve bien. Hasta
mi vuelta.
—No se vaya, hombre. ¿Dígame cuánto vale su carga?
—No vale nada — burlonamente dice la siguiente cuar-
teta vulgar:
Olas vienen,
olas van,
¡hola Rómulo!
¡hola qué tal!
—Haga favor señor Ministro de Relaciones del Go-
bierno de La Loma, de entregar este sobre cerrado a su
Excmo. Sr. Presidente — abre un maletín de madera y
extrae un paquete con fotos, saca de él dos de diferentes
personas, la suya y la de Nicolás con quien mantiene re-
laciones amistosas; las deposita en un sobre y lo cierra;
le alcanza a Canciller, después de frotarlo repetidas veces
hasta tener plena seguridad de que se encuentra debida-
mente pegado.
—¡Vamos muchachos! ¡Remen fuerte! — la embarca-
ción se desprende de la orilla, deslizase suavemente hasta
perderse en la curva culebreante cubierta por el volumen
aplastante de la vegetación impenetrable con tintes de un
verde opaco sin vibración de vida.
Canciller, por primera vez, experimenta un agravio y
sin encontrar argumento para disculparse ante Rómulo,
por la fuga inesperada del comerciante de marras, da la
espalda al río. Paso a paso enfila sobre el entablado del
puente que cruje, como si e! maderamen tuviese espíritu
— 210 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
y boca para rcirsc de la broma del viajero que desapare-
ce menospreciando el poderío del sátrapa imperante en
los dominios del promontorio gredoso, cubierto de vege-
tación primaveral.
—¡Qué te pasa! — grita Rótnulo.
—Se fue V no quiso saber nada de nada. Dijo que
volverá algún día trayendo novedades. — La excusa de
Canciller, no satisface la ansiedad de Rómulo.
—Es increíble que haya alguien que se atreva a pasar
de largo sin dejar utilidad alguna en mis dominios. Esta
conducta debe tener una explicación — palmotea sobre
la mesa de su escritorio.
—Me dijo que le entregara este sobre cerrado — le
alcanza sin disimular su curiosidad. Rómulo rompe la en-
voltura de papel y se encuentra con dos fotografías; una
enmarca la fisonomía de un personaje retratado en blan-
co y negro, tiene las características morfológicas de un
sujeto de raza blanca, ojos claros, nariz aguileña, frente
amplia. Se trata de un hombre de mucho carácter, de vo-
luntad emprendedora, audaz y de mucha empresa. El re-
trato luce con clara caligrafía la siguiente dedicatoria:
"Para el Excmo. Sr. Presidente de la Nación de la Repú-
blica Unitaria, Democrática e Independiente de La Loma,
con mi mayor respeto y admiración. Muy atte. su seguro
servidor — Antenor Toro Diez (Desde mi embarcación y
a orillas del río, fecha — mes y año).
—¡Con que esas tenemos! ¡Algún día vas a volver por
acá. Ya nos vamos a ver las caras! ¡Si te conozco! — Ró-
mulo, arguye desafiante no porque la dedicatoria hubiese
producido un impacto al acentuado cuito de la personali-
dad arraigada en él, sino porque sabe que el fotografiado
constituye un verdadero y peligroso adversario. Detiene
—seguidamente— su mirada en el otro retrato que es la
de su hermano Nicolás. Coloca los dos cartones en el so-
bre y los arroja al suelo, pero, acto seguido, Rómulo re-
capacita, forjando en su mente la idea más brillante para
ejercitar su venganza. Se inclina, recoge el sobre y, des-
pués de soplar —fuertemente-— limpia el polvo que ha
ensuciado los rasgos impresos de aquel presente insólito;
termina arrojándolo sobre su escritorio.
— 211 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¡Ya te llegará la hora! ¡Espera poco! — expresa Ró-
mulo con agudeza, retiene un bostezo, sube, peldaño tras
peldaño, la escalera que une el amplio espacio de su dor-
mitorio con el del altillo que le sirve de atalaya, desde
donde contempla, con mirada acuciosa, la corriente cris-
talina del arroyo. La ve bajar con lenta suavidad hasta
confundirse con el inmenso caudal, turbio y turbulento
de las aguas que corren arrastrando a su paso un sinnú-
mero de ramas, árboles y plantas acuáticas. Con gran sor-
presa —en ese instante— observa que un ejército de hor-
migas rojizas, sube —rápidamente— por los horcones que
cimentan la estabilidad del puente. La gravedad del caso
está en el avance incontenible de los insectos que se enca-
minan hacia el altillo — así considera Rómulo y, sin pér-
dida de tiempo, llama a Canciller, quien sube y alarmado
ve que las hormigas se aproximan más y más. Bajan am-
bos —precipitadamente— hasta el corredor con perspec-
tiva frontal al espacio verde. Antes de esto, Rómulo em-
puñó su carabina. Dispara al aire tres cartuchos cuya de-
tonación resuena en los ámbitos de La Loma. Es el lla-
mado urgente para que se reúnan los pobladores. Es la
hora de la siesta, del descanso obligado por la modorra
tropical. Salen —despavoridos— de sus chozas y se apro-
ximan a la casona de Rómulo Salvatierra, temerosos de
la iracundia con que suele actuar imponiendo su terque-
dad impulsiva, hasta llegar al sitial del crimen, impu-
nemente.
—¡Todos acá! — ordena Rómulo, y después de una
pausa, agrega:
—¡Hay que quemarlas!
-—No ganamos nada con intentar quemarlas, a no ser
que el fuego incendie todo, hasta su casa, el altillo y el
puente. Es mejor ponerle una batea con miel — alguien
del montón, pronuncia aquellas frases, señalando la me-
jor forma de repeler la marcha de los insectos.
—No seas tonto! ¡No están impulsadas por el hambre,
sino por la luria. La única forma de detenerlas es que-
mándolas — replica Rómulo. La mayoría de la gente, co-
rre en busca de las hojas secas extraídas de plantas de
maíz y, también, en pos de gajos secos. Prenden candela
— 212 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
y varios elementos jóvenes se precipitan con los hacho-
nes ardientes, sobre el maderamen extremo del puente que
colinda con las paredes del altillo. Las hormigas 110 re-
troceden y atolondradamente caen achicharradas entre la
voracidad de las llamas. Los listones del puente produ-
cen un calor humeante.
—¡Cuidado! — grita Canciller, advirtiendo a un 1110-
cetón que corajudamente y sin medir el peligro, se lanza
sobre la madera que ha comenzado a arder.
—¡Hay que apagar el fuego o de lo contrario el puen-
te se quema! — dice otro con voz angustiada, de entre el
tumulto que permanece inmóvil y nerviosamente sin sa-
ber qué hacer.
—¡Que se queme! — grita Rómulo. Le importa un co-
mino la conservación del puente, con tal de liberarse del
avance de los insectos. Y piensa además:
—Para eso tengo esclavos que pueden reconstruirlo
en un cerrar y abrir de ojos.
El puente continúa ardiendo hasta horas avanzadas
de la noche. Las estrellas parpadean en el infinito. La ma-
yoría de los pobladores de La Loma no pudo agarrar el
sueño. Otros sufrieron pesadillas bajo la horripilante im-
presión del incendio.
—¡Qué bestia es este hombre! — expresa uno de los
obreros, dialogando con el silencio.
—¡Qué bestia es este hombre! — responde el eco del
bosque ribereño, devolviendo las voces del obrero que
anatematiza, con la sabiduría del pueblo, la bestialidad de
Rómulo. Y, a renglón seguido, dice:
—Hemos podido detener el avance de las hormigas,
si le hacía caso a Manuel Nocopuyero. Manuel Nocopuyc-
ro, es padre . . . del niño más silencioso y triste de la po-
blación infantil de La Loma. Manuel Nocopuyero — hom-
bre de 79 años de edad — regresa a su choza. Camina mi-
rando al suelo como si hubiese perdido la niña de sus
ojos. Se detiene junio al tronco de un árbol frondoso;
en él, duermen los pájaros que vienen desde lejos. Levan-
ta la cabeza v mira al espacio universal. El cielo es un
inmenso poblado de tinieblas donde no se refleja el ros-
tro de la tristeza. Manuel Nocopuyero, atesora en su co-
— 213 —
LUCIANO DURAN BOGER
razón la tradición más vieja de su pueblo, fiero por den-
tro y callado como una estatua rígida. No llora porque
la esponja del dolor colectivo le ha secado el alma. Aprie-
ta los dedos huesudos de sus manos y empuña el grito
de las injusticias de todos los siglos que no puede esta-
llar en su garganta. Sin querer, golpea el tronco del árbol
y espanta las aves que vuelan —ciegamente— hasta cho-
car con las ramas de otros árboles. Camina —lentamen-
te— y penetra a su choza. Casi tropieza con la orilla tiesa
del cuero de vacuno, donde duermen su mujer, sus dos
hijas y el niño Valentín. Aspira hondo y contempla el
cuadro dramático que presentan aquellos seres de su afec-
to y de su sangre. Se le ha quitado el sueño. No tiene ga-
nas de acostarse. El ámbito de su choza, es un sepulcro
gris y húmedo, donde ambulan las cucarachas, los escor-
piones, los grillos y el viento silba un estribillo monóto-
no al filtrarse por entre las paredes de caña hueca de la
mísera habitación.
—¿No tiene sueño, papá? — Valentín, despertó con el
ruido del ladrido de los perros que rondaban la choza,
cuando Manuel Nocopuyero se aproximaba a ella. Al ob-
servar que su padre se ha sentado sobre un pequeño tron-
co de madera, se levanta de la cama rústica y va a sen-
tarse a su lado.
—Se me ha quitado el sueño, hijo — dice Manuel No-
copuyero y abraza al niño acogiéndolo sobre su pecho.
—¿Por qué no me enseña a leer? Siento envidia al
ver a don Rómulo que lee los libros que hay en su mesa
— habla Valentín con viva ansiedad.
—Hijo, yo tampoco sé leer.
—¿Como? ¡Pero si usted es un hombre viejo como
don Rómulo!
—No depende de eso, hijo. A don Rómulo le ense-
ñaron a leer cuando tenía tu edad. Yo no tuve la suerte
de que alguien me enseñe. Porque en este lugar, jamás
hubo una escuela.
-—¿Y cómo puedo saber lo que sabe don Rómulo?
—Hijo, todo lo que yo sé le voy a enseñar a viva
voz. Y vas aprender muchas cosas que no sabe don Ró-
mulo. Por ejemplo: No matar a nadie. No ser un crimi-
— 214 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
nal ni ser un ladrón. No ultrajar a nadie ni con el pen-
samiento. No explotar a nadie. No hacerse rico con el
sudor y el esfuerzo de otros hombres. No esclavizar a
nadie porque todos los hombres tienen derecho a ser li-
bres. No . . . — un grito agudo interrumpe la plática de
Manuel Nocopuyero. Su mujer estaba soñando, en ese
instante, que el caimán del arroyo, devoraba a don Ró-
mulo. La pesadilla, la despertó y el grito angustioso que
lanzó, despertó a sus hijas. Todos se miraron las caras.
El mechero de cebo se apaga.

Se escucha otro grito.


De una choza a otra, media el límite estrecho de po-
quísimos pasos. Cada una de ellas es un punto insigni-
ficante bajo la inmensidad del cielo: gota gris de llanto
sin un pañuelo que la enjugue. En las noches sin luna,
parecen bultos acechantes de asaltantes de caminos por
donde la vida humana, se hace presente en ellas con el vis-
lumbre de lucecillas (luciérnagas) que alumbran las caras
de los trabajadores esclavizados. El cuadrilátero del suelo
sin ladrillos, sin enlozamiento, sin machihembrado, prote-
ge con sabor de tierra húmeda a los seres que allí duer-
men en promiscuidad, que ríen de vez en cuando, que
aman —los padres— en presencia de los hijos, sin el me-
nor reparo de todo lo que debe ser revestido por la inti-
midad pudibunda, civilizada. De una choza a otra, se es-
cucha un llamado que es convivencia del amor con la
muerte. No debió suicidarse porque su fortaleza de hom-
bre maduro no solamente nutría esperanzas. Pero las que-
maduras que sufrió en el incendio del puente había com-
prometido definitivamente la fecundidad de su sexo. To-
do está destruido y el órgano de su virilidad presenta lo
más doloroso e inaceptable para los instintos de la super-
vivencia optimista de haber nacido y estar vivo.
De la choza que recibió el gemido uo qu.cn acababa
de clavarse un puñal de selva, se escucha un quejumbro-
— 215 —
LUCIANO DURAN BOGER
so grito. Es la voz piadosa de una mujer que da a luz: car-
ne, hueso y sangre de su cuerpo achicharrado por las len-
guas ígneas desparramadas a lo largo y a lo ancho de la
construcción de madera que unía las paredes del caserón
con el borde de las aguas del río. En aquella otra choza
se mueven siete personas entre padres, hermanos c hijos,
igual que un montón de gusanos moviendo y removiéndo-
se de un lado a otro, entre quejidos y lamentos.
—¡Las quemaduras! ¡Las quemaduras! ¡Ay! ¡ay! ¡aya-
yai!
Esta, la otra, aquella, todas las chozas son un suman-
do de heridos que no disponen de vendas, de pomadas,
de algo que pueda aliviar el dolor de la mayoría de hom-
bres y mujeres, víctimas de la tragedia horrenda.
En la noche de la invasión de las hormigas, Rómulo
Salvatierra, con el winchester entre sus manos, les obligó
a saltar sobre las llamas —como en noche de San Juan—
so pretexto de detener el avance de las hormigas alboro-
tadas con los preparativos del temporal.
Rómulo Salvatierra sintió un goce indescriptible al
percibir el olor de la carne chamuscada, como si estuvie-
se delante de una parrillada.

Manuel Nocopuyero habla así:


—Valentín, tú tienes 7 años de edad. Desde mañana
y en la hora en que la cara del Sol se hincha y se vuelve
grande, tendrás que irte con todo a vivir al lado de don
Rómulo. Es su orden. Ni tu madre ni yo podemos evitarlo.
¿Has oído?
El niño no dice ni sí, ni no. Acércase a su madre y
acuéstase a su lado buscando un pedazo de cariño, como
si las manos de su progenitora fueran dos panes de trigo.
Está hambriento y ante la falta de alimento, busca el calor
del cuerpo de la mujer que sin haberlo parido, lo crió sin
saber para qué. Valentín no sabe la verdad de su naci-
— 216 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
miento que constituye un secreto de familia, impuesto por
la criminalidad de Rómulo.
—¿Voy a vivir al lado de don Rómulo? ¿Con todo?
¡Pero si yo no tengo nada! — pregunta el niño de los 7
años.
—He querido decirte — responde Manuel Nocopuye-
ro — que te irás de nuestro lado para siempre y que, si
él quiere o no quiere, no podrás vernos nunca más.
Las chozas se funden en la oscuridad, densa y pesada,
igual que una plancha de acero carcomida por la hume-
dad y el olvido de los hombres. Son tumbas de seres vi-
vos que mueren cada día. Tienen los huesos machacados
por las manos de la inseguridad, ante el peligro constante
de ser víctimas propiciatorias del hombre y del crimen
que ronda sus míseras existencias. Las chozas que habi-
tan son para ellos jaulas que aprisionan sus espíritus,
temerosos de ver, el rato menos pensado, la cara odiosa
de la perversidad humana encarnada en el propietario de
La Loma. Todos aquellos hombres y mujeres, en su mayo-
ría analfabetos, no sienten cariño hacia el ámbito de sus
cubiles húmedos, frágiles, inestables y sin calor de hogar,
donde un viento huracanado puede fácilmente arrancar
de cuajo la techumbre y sus paredes de caña hueca. Aque-
lla arquitectura primitiva, rústica y sencilla, no dispone
ni siquiera de una puerta de madera para detener la furia
de los vientos fríos sureños que se hacen presentes en los
meses de mayo, junio y julio. La lujuria del viento, todo
lo toca, todo lo junta. Apretuja a los padres, hermanos,
hijos y parientes en una promiscuidad de perros en celos.
Entra por todas partes. Manosea los muslos, aprieta los
nervios y encoje las venas . . .
En la choza de Samuel Pedraza sucede algo raro. La
vaca overa colorada de la manada, que tiene el vicio de
masticar y comer los trapos viejos o nuevos que encuen-
tra a su paso, ha penetrado a ella y ha sembrado la con-
fusión y el pánico. Gritan los niños desesperada y angus-
tiosamente. Uno de ellos ha sido atropellado brutalmente
y herido por las pezuñas del animal vacuno. Samuel arrea
y espanta a la vaca que se precipita —con tan mala suer-
te para los que habitan en la choza— contra la pared de
— 217 —
LUCIANO DURAN BOGER
cañas huccas; sus cuernos se atoran entre éstas. Empuja
y recula, forcejea insistentemente hasta que al fin puede
escapar de su atascamiento y enfila hacia campo libre,
escapando precipitadamente. La criatura —gravemente he-
rida en el estómago, la cara y la cabeza— está agonizando.
—¡Se está muriendo la peladinga! —grita y gime la
madre, ahogándose en un sollozo prolongado.
Los chillidos, las lágrimas, el dolor, la desesperación
y la angustia, se mezcla todo en un remolino de locura y
confusión. Samuel Pedraza, enciende el mechero de cebo
y contempla aquel cuadro horripilante que lo deja atóni-
to y sin saber qué hacer. La mujer se ha desmayado. Dos
de sus hijos están sobre ella, apretujados con las cabezas
hundidas entre su regazo. Samuel, acude (desesperadamen-
te) hacia la niña moribunda. La alza y la lleva al camastro
donde su mujer y sus otros hijos, son un enorme bollo
de carne temblorosa.
—¡Candelaria! ¡Candelaria! ¡Despierta! ¡Atiende a tus
hijos! — grita en vano. Ve que su hijo —el séptimo—
porque son nueve — se dirige a él. Se levanta y pisotea el
cuerpo de su madre y de sus hermanos. Estira sus brazos
en busca de protección. La niña atropellada por la vaca,
muere. Samuel Pedraza, lanza un grito y exclama:
—¡Maldita sea mi suerte! — pronuncia muchos adje-
tivos de industria pesada, atropelladamente como un ca-
mión embarrancado. Quiere atrepellar el dolor de la tra-
gedia que se ensaña implacable con su sangre y su carne,
doloridos. Los vecinos no lo auxilian, porque ellos están
anonadados. Ante aquellas circunstancias, el espíritu de
solidaridad humana ha desaparecido.
Parece que en los cerebros de aquella gente humilde
el sálvese quien pueda, se ha generalizado y nadie piensa
en el sufrimiento de los demás. Samuel Pedraza, instantá-
neamente recuerda las enseñanzas del viejo Manuel No-
copuyero que un día les decía:
—Ese que ha dicho: "Si algo te sucede. ¿Qué quieres
que haga?" Ese no es un hombre. Porque el amor del hom-
bre por los hombres, es lo único que vale sobre la tierra.
Todos deberíamos unirnos para ser fuertes. Entonces nues-
— 218 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
tras manos caerían sobre las bestias, hasta aplastarlas y
ahogarlas y hacerles morder el polvo de su derrota. . .
El puente sigue ardiendo. Es una columna de fuego
que toma cuerpo en dirección que le señala el viento, ha-
cia la orilla del río iluminado. En sus aguas que parecen
espejos diabólicos, se retratan —fugazmente— nubarro-
nes plúmbeos y pesados y el aleteo de los vampiros que
van y vienen (como si los "demonios" se burlaran de
"Dios" indiferente ante la desgracia humana) transfigu-
rados en seres pequeñísimos, es una danza jubilosa por
el triunfo de sus designios infernales . . .

El amanecer es radiante y jubiloso en el escenario de


la selva. Los árboles, las ramas, las hojas y los nidos, re-
ciben el aliento benéfico de la luz universal que se expan-
de sin límite y, abriéndose paso a través de todas las lati-
tudes del continente, hace hervir la sangre en las venas de
mujeres morenas, de hembras de pechos turgentes y cade-
ras abiertas como las barrancas de los ríos. Este hemis-
ferio de inmensas costas azules, tiene —es verdad— gran-
des desiertos arenosos, tuscales atormentados, arbustos
espinudos, donde la falta del líquido vital es un desafío
al poder de la sangre. Pero frente a este duro y crispado
dramatismo en erocción y mezquindad geológica, la natu-
raleza fecunda y generosa, con sus llanuras, sus ríos, sus
lagunas, riachuelos cantarines, cascadas sonoras, le dice
al hombre:
¡Tómame! ¡Poséeme y te daré todo lo que quieras!
¡Soy tu hembra y hazme parir! ¡Trabájame y extraerás
de mis entrañas todo lo que necesitas para ser feliz, fuer-
te y dominante, hasta transformar la vida en un poema
de belleza incomparable, en un himno de paz, en una can-
ción de amor!
Desde La Loma, el río Ibare baja y baja culebreando
entre las alas abiertas del boscaje umbrío. Se precipita.
— 219 —
LUCIANO DURAN BOGER
Atleta juvenil que corre —suavemente— sin saltos sobre
obstáculos pétreos. Afluye y desemboca remolineante mez-
clándose con el denso volumen enloquecido y desbordan-
te del río Mamoré. Se abre el horizonte de su invencible
poderío, tragándose al Ibare, igual que un hombre fuerte
que brinda y bebe de un solo golpe la copa de vino, para
saciar su sed. De allí, hasta el lugar donde se encuentran
los siringueros, van sumándose unas tras otras las playas
que se expanden en tiempo seco y las barrancas que se
derrumban y desaparecen, en tiempo de lluvias. Todo aque-
llo y todo ésto, Renato Calvimonte alias el Poeta, ha con-
templado y ha valorado, dando a la realidad contrapuesta,
la expresión inefable que le proporciona el todo magnifí-
cente de aquellas latitudes inconmensurables y despobla-
das, donde pueden tener cabida y calor de hogar, muchos
millones de hombres. Después de desprenderse de Nicolás
y de los siringueros, acicateado por el relato que hiciera
un comerciante que vino desde Santa Cruz, sobre las fe-
chorías de Rómulo, embarca en una pequeña piragua que
construyó su amigo Juan Durán en los días domingos, y
echa rumbo hacia La Loma. Al segundo día de navegación
—aguas arriba— Renato Calvimonte, rema que rema, ham-
briento y trasnochado, se encuentra —por su buena suer-
te— con Antenor Toro Diez.
—¡Buenos días! — saluda Calvimonte. Rema rápida-
mente y con las pocas energías que le quedan, apega su
liviana embarcación a la del viajero que regaló los dos
retratos al hermano de Nicolás.
—Buenos días — responde Toro Diez. Ordena a uno
de los tripulantes se dé inmediata colaboración al nave-
gante solitario.
— ;A dónde va usted? — pregunta Antenor, con cierta
f
desconfianza creyéndolo uno de los muchos que íugan de
los centros caucheros. Rápidamente, mira a los ojos de su
contertulio y descubre en él, un hombre sin culpa y sin
deudas.
—Estoy yendo a La Loma. Quiero saber lo que hay
y lo que pasa allá. Tengo deseos de conocer a Satanás en
cuerpo y alma — responde y, sin pérdida de tiempo, de
puntilla, equilibrándose, tras el borde del camarote, se
— 220 --
EN LAS TIERRAS DE ENIN
coloca muy próximo a Toro Diez. Le da la mano con fuer-
za expresiva.
—¡Usted está loco! El canto de las sirenas de La Lo-
ma, cautiva a jóvenes y viejos. No hay nada que hacer.
Desista de tal intento, porque es más fácil dormir con
las encantadoras de las rocas escarpadas mitad mujeres y
mitad peces, que ver a Rómulo, porque este monstruo es
invisible. Yo mismo he fracasado en mi propósito de verlo.
Mejor es que dé media vuelta. Conmigo podrá vivir us-
ted, unos cuantos años más. A mi lado no le faltará tra-
bajo — expresa con generosidad y convence al viajero so-
litario.
Prosigue el diálogo y ambos se sienten contentos. Han
simpatizado. Armonizan a través de la plática. Se impone
un equilibrio cimentado por el grado de nivel cultural
conciliatorio entre el comerciante y el otro totalmente
desposeído.
—Ahora ¿dígame qué es lo que tengo que hacer, pa-
ra pagar mi pasaje en este viaje que yo mismo no sé a
dónde me llevará? — Calvimonte, pregunta a Toro Diez
que le responde con una sonrisa complaciente.
—Usted es un hombre joven, inteligente. Será mi se-
cretario y contador por todo el tiempo que usted quiera.
Me gustan y no me gustan las cosas que usted me ha di-
cho. Exige muy poco de la vida. No me convencen sus
ideas pero me entusiasman como cuando estoy delante de
una mujer hermosa. Es verdad que no tienen sentido prac-
ticista pero me gustan porque tienen la misma redondez
del ombligo femenino. No le gusta el dinero y ésto se ex-
plica porque entre nosotros la justicia — a la que se ha
referido con deleite como si ella fuese una mujer desnu-
da — no es femenina, es lo contrario y sólo tiene un ojo
qüe no está vendado, porque es la boca del cañón del Win-
chester. Fíjese bien — Antcnor, mira al fusil flamante
que duerme en actitud serena, tranquilo como un niño.
Busca la cara de su contertulio y observa que éste no ha
prestado atención a sus palabras y que se encuentra con-
templando a su canoa que va remolcada. Calvimonte o
el Poeta configura en ella el símbolo de la libertad que
ama por sobre todas las cosas. Permanece mudo sin atir-
— 221 —
LUCIANO DURAN BOGER
mar ni negar. Considera que el ofrecimiento del comer-
ciante Toro Diez, es promisor. Pero, ser empleado de un
hombre que puede más que él, por los bienes que posee,
no le alucina y está a punto de agradecer la oferta y pro-
seguir el sendero incierto de su propio destino.
—¡Hable hombre! ¡No sueñe tanto! — incita Toro
Diez.
—Cuando se tiene hambre no hay ganas para conver-
sar, por eso le he dicho que las estrellas son más felices
que nosotros los gusanos en dos pies. Yo no creo en lo
que usted me dice. De nada sirve que usted hubiera estu-
diado Derecho y hubiese leído tantos libros, cuando es un
vulgar comerciante, un cretino como Nicolás, es decir un
pobre diablo y nada más. Usted se cree un hombre culto
porque ha estudiado en una universidad y tiene infor-
mación revisteril. ¡Pedantería! Se olvida usted que la Cul-
tura — así con mayúscula — es un pozo sin fondo donde
usted se cae de cabeza y antes de caerse ya tiene el crá-
neo roto.
El río y el tiempo caminan desapercibidamente, para
los tertuliadores enfrascados en temas culturales y filosó-
ficos. Pasan como dos amigos que caminan — a lo largo —
por una avenida desierta, sin transeúntes, de una ciudad
que ha sido abandonada por los hombres, ante el temor
de una invasión de ejército poderoso.
La embarcación se detiene bruscamente encallada en
un banco de arena, produciendo alarma entre el propie-
tario y los tripulantes. En esos instantes el río Mamoré es
una aorta negra, invisible, impalpable, sin longitud ni an-
chura, abstracto, sin hondura, igual que el sentido filo-
sófico con que el Poeta ha comparado a la Cultura.
Han transcurrido las horas de aquella tarde y parte de
la noche, sin presagios intuibles. Entonces, el Poeta, sin
medir el riesgo de las tinieblas que rodean a todos, es el
primero en lanzarse al agua para contribuir al desenca-
llamiento de la embarcación.
—¡No haga eso hombre! — grita Antenor.
—¡Suba rápido que el caimán se lo va a comer! —
alumbró con su lampión y observó que la fiera voraz ve-
nía veloz — como una flecha — en dirección al Poeta.
liNLAS TIERRAS DE ENIN
—¡Suba rápido! — vuelvo a gritar.
El Poeta queda paralizado por el miedo intempestivo
que sacude su sistema nervioso. Ve venir al saurio con
su enorme cabeza y cierra los ojos. Los segundos pasan
fugazmente. Los tripulantes gritan en coro ansiosos de
evitar el desenlace trágico que se cierne sobre el Poeta.
Y sucede lo imprevisto. Antenor, sin perder la serenidad,
entrega el lampión a un tripulante y empuña el Winches-
ter apunta a la cabeza del animalón y dispara certera-
mente en un ojo. La bestia da un barquinazo y voltea su
cuerpo panza arriba y queda flotando a un metro —más
o menos— de distancia del Poeta.
—¡Suba rápido, hombre! — vuelve a exclamar.
El Poeta, como si hubiese despertado de una pesa-
dilla, trepa a la embarcación y resbala sobre el entablado
húmedo y cae de espaldas. El golpe que sufre en el occi-
pital le hace perder el conocimiento. Antenor y los tri-
pulantes lo rodean. Pide un balde con agua y vacía vio-
lentamente el líquido sobre la cara del Poeta que i"eco-
bra el dominio de sus sentidos.
—¡Levántese amigo y dése por feliz!
Le traen ropa para que se cambie. Se hace el silen-
cio. Ninguno de los tripulantes se atreve a lanzarse al
agua para movilizar a la embarcación. El dueño de ella,
tampoco los incita a realizar esa tarea arriesgada, frente
al peligro inminente de la voracidad de las fieras.
—Aquí pasamos la noche porque estamos rodeados
de caimanes. — El cañuelar fangoso, de donde emergió
el ejemplar que ya está muerto, se mueve revuelto por una
gran cantidad de animales voraces y peligrosos, entre
ellos: palometas, anguilas eléctricas y rayas.
—De modo que la felicidad depende del hilo de un
instante en que la Muerte da media vuelta y se detiene pa-
ra mirar la cara del miedo que nos convierte en autóma-
tas del poderoso instinto que nos hace amar la vida. La
felicidad. Qué bonita palabra. No existe, como no existe
el amor, porque ambos son abstracciones absolutas, como
la idea del tiempo, como la idea de "Dios", que escapan
del límite de la satisfacción de las necesidades del hom-
— 223 —
LUCIANO DURAN BOGER
bre. Felicidad, amor, justicia, libertad, paz, belleza y totus
in illis (pensando en no se qué tonterías que absorben to-
do mi pensamiento) — el Poeta irrumpe en carcajadas y
su voz rompe el silencio de tumba dominante en el ámbito
de la embarcación. Antenor lo mira y se sobrecoge, sin-
tiendo la pequeñez de su ser.
—Es así, señor. Solamente existe el hambre, la sed,
el placer de los sexos, el dolor, la avaricia de los ricos y
la mueca de la Muerte que se ríe en nuestros huesos —
el Poeta vuelve a lanzar su risotada que conmueve a la
embarcación y el eco de su voz vibra en los confines ro-
deado de tinieblas.
—¡A ver muchachos! ¡Vengan todos acá! No ha su-
cedido nada. Peor es casarse. Canta Pastor que esta no-
che te vas a ganar un trago y vas a matar la sed de la
que nos ha hablado el Poeta. Vengan todos acá — Antenor
se siente triste.
—¡Gracias señor! — Pastor Zubieta, afina y templa
las cuerdas de su guitarra. Preludia unos sones que van
penetrando al corazón del Poeta. Luego el guitarrista se
aproxima a él. Se aleja del recuerdo de la escena dramá-
tica que conmovió a todos. Entona una canción amorosa.
Antenor ordena a Rosendo Talavera que reparta aguar-
diente a sus compañeros de trabajo. Abre su portabalayo
o caja de madera y extrae una botella de ginebra de fa-
bricación francesa; descorcha y vacía en dos copas; en-
trega una al Poeta; le brinda y bebe. El Poeta permanece
completamente callado. Beben y beben hasta dar fin con
el contenido de la botella.
—¡Hable hombre! ¡Hable hombre que una vez se vi-
ve y una vez se muere! — Usted lo sabe muy bien. Sería
mejor que en vez de hablar de la tristeza que siento en
estos instantes, hablemos de los negocios, de las libras
esterlinas, de Londres y París. Si usted conociera aquello
cambiaría su manera de pensar. Me comprometo llevarlo.
-—Los negocios, las libras esterlinas, qué bonito tin-
tineo. — Antenor vuelve a brindarle al Poeta. Pero éste
permanece en silencio. Con gesto displicente y mirada in-
concreta, difusa, entristecida, levanta la cara y mira de
— 224 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
izquierda a derecha; fija sus ojos en los de su contertulio
y levanta la copa, brinda ceremoniosamente, bebe sabo-
reando el exquisito licor; menea la cabeza, mira la copa,
la acaricia como cuando se estrecha el cuello de la mujer
querida. Vuelve a beber esta vez brindándose a sí mismo
y no dice nada. Prescinde de la presencia de Antenor que
lo contempla admirativamente. Son dos personalidades
inconfundibles. Antenor, hombre de unos 35 años de edad,
es generoso y noble, su sentido filosófico aflora un hondo
humanismo. No discrimina ni categorías raciales, respeta
el fuero conciencial de los hombres. Ve en el poeta un
hombre lleno de porvenir. Piensa que, con la colaboración
eficiente de él, podrá alcanzar la ejecución de sus planes
de hábil comerciante. En el diálogo de estilo platónico que
entablaron, pudo medir la capacidad intelectual, la bri-
llante facultad imaginativa que posee, su visión intuitiva
para adelantarse a los hechos circundantes a su propia
existencia y a la de los demás.
—A usted le falta poco para ser adivino. Hay un bri-
llo de penetración a largas distancias en sus ojos de águi-
la. Usted ve el acontecer histórico, presente y lejano de
la vida y el destino de los pueblos. Váyase lejos de aquí,
lejos de estas latitudes donde la cara de la civilización no
ha asomado aún. Usted nació para mandar. La cultura de
usted — como la mía — como bien lo ha dicho — es po-
brísima. Pero la capacidad creadora de su talento es ex-
traordinaria. Las líneas angulosas de su calavera monda,
con apretadas sienes y las cuencas de sus pequeños ojos,
tan profundas que da miedo mirarlas, revelan los miste-
riosos signos que hay en su mundo espiritual.
El poeta interrumpe a su amigo con una carcajada
mefistofélica y le dice a boca de jarro, haciéndole sentir
el aliento de su boca:
—¡Cállese hombre! ¡Ha hablado más de lo necesario!
Soy enemigo del panegírico. La sencillez no me permite
que la vanidad anide en mi corazón — el Poeta sabe lo que
vale. Es orgulloso con los potentados v humilde con los
desposeídos.
— 225 —
LUCIANO DURAN BOGER
El Poeta cierra los ojos.
—Esta noche...
—¿Qué pasará? — interroga Toro Diez, con un sobre-
salto que estremece todo su ser.
— N a d a . . . — el Poeta se traga las palabras, apesa-
dumbradamente. Oculta un presagio que se hizo presente
entre sus retinas.
Antenor Toro Diez y el Poeta están ebrios. Los tripu-
lantes u obreros, duermen a pierna suelta, apaleados por
el duro remar. Unos roncan, abiertamente; otros, respiran
fatigosamente; se vuelcan de un lado a otro, fastidiados
por las picaduras de los insectos dípteros.
—Tengo sueño, amigo mío — expresa Antenor. Cami-
na hacia su camarote empotrado en el espacio medio de
la embarcación.
—Usted puede dormir en mi hamaca — invita el Poe-
ta, señalando la cama-columpio, cubierta por una colga-
dura con entretejido de hilos sutilísimos, blanca como co-
po de nieve, limpia y olorosa a jabón.
—¡Hasta mañana Poeta! — Antenor se despide sin ob-
tener respuesta.
Cuando el primer canto de la alondra, picotea sobre
las ventanillas ocultas de la audacia y del coraje del Poe-
ta, éste desaparece de la embarcación.

En las horas de aquella madrugada, los caimanes, las


palometas y otros peces, se disputaron, rabiosa y voraz-
mente, la sangre del animalón que por pocas no saboreó
la carne y la sangre del Poeta. Fueron horas de festín y
de pelea. Los colmillos blancos, agudos y penetrantes, hin-
caron y repartieron dentelladas mortíferas. La lucha por
la vida se hizo presente. El más fuerte pudo más sobre el
— 226 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
más débil. El más grande se devoró al pequeño. La pugna
de siempre, entre la vida y la muerte.

Antes que amaneciera, empezó a crecer el caudal y el


nivel de las aguas del río. Los caimanes y los peces, huyen
de los alrededores de los bancos de arena que habían apri-
sionado —de babor a estribor — el vientre abultado de la
embarcación de Antenor. El batelón comienza a flotar
—tranquilamente— y se desliza impulsado por la corrien-
te. Avanza. El cañuelar atrapado por la palizada del ban-
co de arena, se distingue muy apenas, allá, a la distancia.
—¡Levantarse muchachos! — ordena Antenor. Obser-
va que el Poeta no está en su hamaca. Sobre el mosqui-
tero se exhibe, asegurado con una aguja, un pedazo de
papel escrito con clara y firme caligrafía que dice: "¡Gra-
cias por todo! ¡Feliz viaje!"
—Buena me la hizo. Yo que había puesto todas mis
esperanzas en él. Se va sin decirme a dónde. Está obse-
sionado por La Loma. Quiere conocer a Rómulo aunque
le cueste la vida. Piensa escribir una novela sobre la vida
de él y la de su hermano Nicolás. Cada loco con su tema
— dice Antenor, dirigiéndose al piloto de su embarcación.
—Así es señor. Su amigo es un hombre raro. Ayer, lo
observé detenidamente. Me parece que sueña en despier-
to. Cuando mira está ausente de sí mismo. ¿No se lijó us-
ted cuando le hablaba? — interroga Pedro Miguel Alva-
rez, como si estuviera viendo al Poeta.
—Tienes razón, hijo. Este hombre llegará muy lejos.
¿Pero qué rumbo habrá tomado? Por último, allá él con
su estrella en el tiempo. — Antenor, disgustado por la
conducta de su protegido, hace un gesto de simulado des-
precio, pero en el fondo de su recuerdo, está el retrato
del Poeta, enredado entre las fibras afectuosas de su co-
— 227 —
LUCIANO DURAN BOGER
razón y de la urdimbre de su aspiraciones que surgieron
en él, creyéndolo un sujeto muy útil y aprovechable en la
realización de su plan progresista, ideado hace mucho
tiempo. Toro Diez, piensa que el Poeta lo buscará tarde
o temprano porque necesita su protección. "Además de
las excelentes cualidades que posee, es un hombre muy
triste. Volverá porque requiere mi ayuda. Lo estoy vien-
do" — afirma Antenor, monologando en sus adentros.
Pedro Miguel Alvarez, se sonríe. Maniobra lentamente
hacia la derecha y el timón se queja igual que una per-
sona gravemente enferma. La embarcación deslizase sua-
vemente y marcha tras la ruta de un ensueño en lejanía...

Marzo, en los primeros días de su primera semana,


recibe el regalo próspero de las nubes preñadas que se
detienen a descansar, horas cálidas, en el viaje sin fron-
teras, de aquí y allá. Los ríos abultan el tórax de su cau-
dal, caminando de prisa hacia las orillas del océano. Ha-
ce mucho tiempo que ha surgido una interrogante entre
los pobladores de La Loma. Hay un ambiente de paz. La
gente respira un aire de tranquilidad como si la vida hu-
biese sido siempre buena y respetuosa a la perfecta con-
vivencia de los hombres, sin represiones, sin torturas, sin
derramamiento de sangre.
—¿Será cierto que don Rómulo ha viajado a Santa
Cruz?
—Verdad ¿no?
—Ojalá no regrese nunca.
—¿Y a qué habrá ido?
—Dicen que ha ido a visitar a sus padres.
—¡Qué hombre más bueno! Si es un ángel. . .
Abundan los comentarios a cual más contradictorios.
La gente ha despertado de una noche de pesadillas y se
— 228 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
siente jubilosa; mira los árboles, el río, la pampa, la sel-
va, su propia humanidad semidesnuda, las taperas, los vie-
jos cacharros, ésto y lo otro. Todo lo encuentra rodeado
de una aureola de optimismo y bienestar. La cara de la
tristeza íntima, se sonríe. Los hombres y las mujeres se
aman con la jubilosa alegría de los novios. Sienten que
la vida es dulce y que tiene el encanto del primer beso
que da y recibe un adolescente. La Loma ha dejado de
ser para ellos el lugar odioso de las torturas, de los fla-
gelamientos y de los asesinatos.
Las puertas del caserón de Rómulo están cerradas.
Una sola persona puede abrirlas y entrar por ellas. Can-
ciller ha asumido control y mando, haciéndose presente en
todos los lugares donde las faenas del quehacer colectivo
prosiguen su ritmo ininterrumpido. Los obreros, trabajan
con entusiasmo, confiados y alegres porque no tienen el
fantasma del temor acechante, impuesto por el propieta-
rio de La Loma. Canciller, mira a todos —silenciosamen-
te— repartiendo un aliento de confianza y respeto a la
personalidad humana.
Se aproxima la columna imponente de las siete em-
barcaciones donde viene Estefanía Claros, convertida en
una madona por el rango que la naturaleza le asignó en-
tre el mundo de las flores de carne. Cuando desea sentir-
se dichosa, entremezclando la luminosidad de sus hermo-
sos ojos negros con la realidad edénica y brutal del país
de los árboles, los impulsos contradictorios de su vida,
ponen un sabor amargo entre sus labios carnosos. Enton-
ces, la tranquilidad serena y arenosa de su pueblo cruce-
ño, revuélease como un cerdo hambriento en el lodo de
la angustia de los desengaños. No se explica por qué es-
tá sentada allí, a la sombra protectora del camarote de
la embarcación y huye de la sombra, como un pájaro des-
pués del disparo a quemapluma; su espíritu quiere ser
nube para regresar fugaz, arrastrada por los vientos nores-
teños que cruzan diagonalmente la plaza de su pueblo.
Sale del camarote —ansiosamente— deseosa de encontrar
el principio vital de su pasado. Pero está vacía. El cadá-
ver de su muerta juventud lo ve reencarnado en sus hijas
— 229 —
LUCIANO DURAN BOGER
y quiere ser el duro talón de la venganza. Si pudiera ma-
tarlas, le pediría a su Dios el último milagro (de su insol-
vencia, de su incapacidad creadora, ante el poder del ce-
rebro del Hombre que interpreta y utiliza las leyes del
Universo para transformar la Naturaleza) rogándole de
rodillas que su sangre en la sangre de sus hijas, se con-
vierta en un renacer de n i ñ a . . .
—¡Quiero vengarme de mi juventud! — dice Este-
fanía.
—No te entiendo, madre. La verdad es que hace siete
noches que no duermo. Va reventar mi cabeza. Estoy a
punto de tirarme al río. ¡Madre! ¡Ya no puedo más! —
expresa Carmen.
—¡Qué barbaridad! Por qué no me hablaste antes.
Hubiéramos tertuliado, juntas — le responde cariñosa-
mente.
Carmen, (la muchacha más bella de su pueblo — ya
lo dijimos — de su generación) está pálida como una mag-
nolia muerta. Al dialogar con su madre, arroja los vi-
drios rotos incrustados en la pulpa de su alma y dice
entonces:
—¿Qué hemos hecho? ¿Por qué este viajar que no
hemos pedido nunca a nadie? ¡Estos árboles no son nues-
tros ni nosotras de ellos! ¡Algo veo madre que nos va
a tragar a todas juntas!
—¡Cállate, hija! — Estefanía Claros, no se siente cul-
pable. Ella no buscó al hombre que entró a su casa, con
el señuelo de las libras esterlinas. No necesitaba la dádi-
va. Trabajaba humildemente, sin pedirle al amor lo que
nunca pudo darle. . .
Van en la primera embarcación. En ella, no va "Juan
Pérez", el hombre a quien rebautizó. Lo busca deseosa de
interrogarlo, de pedirle que las haga volver. Pero el fu-
lano desapareció de su vista, en el madrugón sombrío de
Cuatro Ojos, cuando embarcaron y se alejaron de la playa
árida y embustera, donde Lucila —hace mucho tiempo—
se desnudó —nerviosamente— como un desafío a su des-
tino amargo. El fulano, va muy atrás, en la última embar-
— 230 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
cación, custodiando el avance de las otras, donde van los
remeros —esclavizados— mirando siempre hacia abajo,
curvados bajo el arco de la tristeza.
Ella es la capitana de aquella marcha forzada. Va
adelante con sus hijas, como una bandera de pueblo sin
patria, como la esperanza que murió antes de que hubie-
ra nacido el primer hombre. ..
—¡Ya vamos a llegar a La Loma! — el anuncio fue
pronunciado desde la última embarcación y en línea con-
tinuada llegó hasta la primera. Produjo un espejismo de
alucinamiento en Estefanía, en sus hijas Rosa y Juanita,
menos en Carmen. En los remeros se aviva el deseo de lle-
gar, porque sus músculos reclaman la tranquilidad del
descanso. Carmen, al escuchar la frase del anuncio, sintió
como un golpe de puñal sobre su pecho.
A pocos minutos, divisan el promontorio. Se aproxi-
man. La primera embarcación —suavemente— encosta en
el puerto. Y así van llegando las otras.
—Ya llegó don Rómulo.
—No ha tardado mucho.
—Y nosotros que deseamos que no volviera nunca.
—¿Y dónde está?
—¡Pero si éste no es don Rómulo!
—Fíjense bien.
—Verdad ¿no?
—Elay. Si es Pablo Carranza.
—¿Y dónde está don Rómulo?
—Allí está en su altillo. Mírenlo.
—¿Y qué ha pasado?
—Se ve que estaba oculto.
—Es más zorro que todos los zorros juntos.
Todo el tránsito de la vida y la inquietud pasajera,
yendo y viniendo, siguiendo las latitudes y entre los va-
riados climas de aquel ámbito, repiten, a cada instante,
el nombre de Rómulo y de La Loma. Se han divulgado
tanto con acentos graves y agudos. Hombres y mujeres,
hasta los niños (que todo lo escuchan y aprenden de me-
moria) expresan vivo deseo de conocerlo. Pero desde el
— 231 —
LUCIANO DURAN BOGER
incendio del puente, ha tornádose difícil la visibilidad del
personaje sombrío. Y la interrogante, referente a la suerte
y desaparición de Lucila, ha adquirido filo y punta de pu-
ñal en el corazón piadoso de la gente.
Equidistante de este juego de escenas con el arribo
de Estefanía Claros y su hija Carmen (la incomparable),
entre un paréntesis de silencios, de actitudes tensas, de
designios proyectados por Rómulo, en su ocultamiento
del altillo — a distancias no iguales pero que se aproxi-
man — Nicolás está ya en posesión de las bolachas de
goma.
Ha comprado el primer fábrico. En estas circunstan-
cias, siente ansiedad por ir a La Loma. Su ansiedad se
convierte en palpitante angustia. Recuerda haber leído en
un libro la historia de los crímenes de los Borgia.
—Armas de iniquidad sus armas.
—Porque en su furor mataron hombres.
Desde que el hombre dejó de ser mono para empi-
narse verticalmente sobre su origen, apasiona a chicos y
grandes...
La tragedia —recuerda bien— desde Homero hasta
Shakespeare y hasta nuestros días, no es más que el pro-
fundo dolor de la sangre del hombre derramada en el
mundo. Pero Nicolás Salvatierra muy rara vez sabe soñar.
Deja de pensar y abandona el sublime alucinamiento de
haber leído tales conceptos... Cuenta los bollos enormes
del látex o caucho que acaba de adquirir. Está feliz. Su
ambición de ser poderosamente rico, rebasa su corazón.
Mira a los obreros que tienen que seguir trabajando para
él, mira también a la embarcación donde están amonto-
nando —ordenadamente— la olorosa mercancía que tras-
ciende igual que los muslos tensos de mujer negra, o las
axilas de ésta con las bolachas, mezcla de sudor, de tra-
bajo, sangre y humo, de dolor para unos... y alegría para
otros. .. Nicolás, advierte que en su cerebro el recuerdo
de Rómulo y de La Loma, vuelve a tocar la puerta de su
ansiedad. Otra vez la visión de la sangre, el eterno dolor
que sufre el hombre, destruyendo la vida en otros hom-
bres. Lo ve muy claro. Muchas veces se ha contemplado
en un espejo. Sabe que su rostro no sabe sonreír. Vuelve
a pisar el terreno duro de la realidad que lo rodea y, la
orden que ha impartido, es obedecida por los siringueros.
Debe emprender viaje hacia las riberas del río proceloso,
donde existen unas cachuelas bulliciosas como el hablar
intermitente en una reunión de mujeres. Piensa que (co-
mo su hermano Rómulo) debe echar raíces en un lugar
donde pueda fincar autoridad y predominio. Quiere su-
peditar a Rómulo. Una noche, cuando la luna tísica des-
nudaba su virginidad nocturna, mostrándoles a los hom-
— 233 —
LUCIANO DURAN BOGER
bres los secretos de su frialdad de siglos, sobre la fronda
de palmeras salvajes, con troncos grietosos y enormes ho-
jas que forman abanicos rumorosos para el viento pasa-
jero, Nicolás escuchó de boca de un siringuero (a orillas
del río Iténez), el relato auspicioso sobre un hermoso lu-
gar, con barrancas cascajosas, greda morena y prieta. Le
dijo que allí, podría acampar para siempre. Y que en ese

lugar confluían las embarcaciones repletas con grandes


fortunas, pertenecientes a los rescatadores de caucho. Em-
prendió viaje y, después de tres días de navegación, su
embarcación encosté) en el puerto de Guayaramerín. Ven-
dió la goma. Viajo a Cachuela.
Pasa el tiempo con el precio de la sangre. . .
A través de un quinquenio, Nicolás, con el esfuerzo de
los obreros hace construir casas, galpones y un astillero,
— 234 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
transformándose aquel puerto en señuelo de prosperidad
y trabajo. Nicolás, acumula riqueza de bienes y libras es-
terlinas, explotando a los trabajadores benianos y a los
venidos de Santa Cruz. Funda muchas barracas caucheras,
colocando en cada una de ellas, un capataz responsable,
sumiso, obediente y leal defensor de sus intereses feuda-
les. Se adueña de inmensas regiones territoriales con más
de SIETE MILLONES DE HECTAREAS CONSOLIDADAS
y un millón y. . . de cabezas de ganado vacuno. Con am-
bición desmedida, con impulso de dominio angurriento,
con voracidad de palometa, se siente todopoderoso en
aquellas latitudes, donde el aparato del poder estatal de
los kollas con mentalidad mineralizada, no asoma por nin-
gún lado. Entonces, compara su situación con la de su
hermano Rómulo y cree haberlo supeditado.
—El comandante de la embarcación que acaba de en-
costar le ha traído esta carta. Dice que quiere hablar
con usted — el mensajero le anuncia a Nicolás.
—Muy bien. Dile que lo espero. — Nicolás llama a
la joven sirvienta y le ordena que prepare un almuerzo
para invitar al visitante. Petrona —la sirvienta— guapa y
atrayente, bella y suculenta como una América del Sur,
con sus caderas de barrancas olorosas, en vez de bajar
la cerviz para acatar la orden de Nicolás, levanta sus gran-
des ojos negros que proyectan una sombra enigmática so-
bre la arrogancia de las dos palomas de sus pechos, en-
cubiertos —coquetonamente— con la blancura del tapuz
que cubre holgadamente la esbeltez de su cuerpo moreno
de mozuela de 15 años de edad. Con sonrisa vaguedosa,
clara, dulce, con divinidad de estrella solitaria entre in-
mensos nubarrones de noche tempestuosa, mira a Nico-
lás, y éste, sorprendido, siente que el enredamiento ner-
vioso de su carácter apático, se estremece igual que una
red de pescador, sacada a flor de agua, aprisionado en el
bolsón de su metraje largo y ancho, un pez: vibrátil y
—extraordinariamente— raro por la belleza de su plasti-
cidad decorado en oro, con incrustaciones esmeráldicas y
retazos do corazón viviente. A despecho, Nicolás habla
— 235 —
LUCIANO DURAN I50GER
con gesto de patrón que impone severidad en el registro
de su voz.
—Anda rápido. Prepara el almuerzo. Ya sabes que
hoy tenemos mesa larga... — Nicolás, peleando con el
pedido de la carne (que pide carne), logra deshacerse del
oleaje avasallante de la presencia encantadora de la nubil
mojeña.
—Está bien, señor. — Pctrona, sale volando de la am-
plia sala de recibo y, al traspasar el umbral de la puerta
que empalma con el largo corredor pleno de sombra fres-
ca y de brisa cachuelereña, no controla su psiquis y suel-
ta una sonora risa entrecortada, con preludio musical de
turpial hembra, en celos. Nicolás, se tuerce los bigotazos
que decoran su enfrascado rostro, con grandes y tupidas
cejas, cetrino y anguloso, que envasa la levadura flemá-
tica, temperamental, del cacique feudal introvertido, en
oposición franca y directa al carácter abierto, cínico, ex-
pansivo y sincero de su ya célebre hermano Rómulo.
Nuevamente, se escucha la alegre y aguda sirena de
una lancha a vapor que vibra en el puerto bullicioso y
crepitante por los tumbos y las precipitaciones violentas
y espumosas del agua que cae desde más de 15 metros de
nivel del río, convertida en rosas y diamantes...
El propietario del puerto, con una enorme espina
ponzoñosa, levanta — con calma y muy suavemente — el
borde engomado del sobre de la carta que acaba de reci-
bir. Una vez abierta, extrae el papel escrito y lee:
"La Loma (sin fecha) Excmo. Sr. Dn.
" Nicolás Salvatierra.-— Su Despacho.— De mi mayor
" consideración:
Desde este antro de miserias esqueletizadas,
donde la condición de haber nacido hombre ha des-
" cendido hasta el nivel más bajo, donde un gusano
" putrefacto se nutre con los excrementos de la im-
" punidad del crimen, me permito dirigirme a Ud., pa-
ra hacerle conocer algunos aspectos del vía crucis
" que viola, flagela, apalea y ensangrienta nuestras vi-
" das sin protección ni amparo.
— 236 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
Debo comenzar informándole que, desde el día
" en que Ud. y su distinguido hermano desembarca-
" ron en el puerto. . .

* *

Nicolás, en forma exabrupta e intempestivamente no


pudo continuar leyendo el texto de la carta porque está
inconcluso. La avidez de sus retinas choca violentamente
con el espacio en blanco del papel vacío. Ni una coma, ni
un punto y ni otro signo, ni siquiera una mancha de tinta
que delate la causa de la interrupción, no se hacen pre-
sentes ante la mirada acuciosa y ante la inquietud suscita-
da en su espíritu. Contrariado, arroja el sobre y el papel
sobre una mesa rinconera de mimbre, pintada con sapo-
lín negro. Y a pedir de boca (favorable para disipar su
desagrado) escucha el saludo cordial y respetuoso del
viajero que fue anunciado. La contraluz que se proyecta
a través del espacio abierto de la puerta encandila sus
pupilas y, sin poder recobrar —rápidamente— la normal
percepción visual, responde acogedoramente al descono-
cido. Se restrega sus párpados cerrados y, como si des-
pertara de un sueño, ve que quien lo busca se dirige con
los brazos abiertos para estrecharlo. Hace lo propio y los
dos cuerpos quedan unidos. La cabeza de Nicolás se apo-
ya en el pecho del otro hombre que sobrepasa su estatura
mediana. Se desprenden y se miran cara a cara.
—Dígame: ¿Quién le entregó la carta? — Nicolás in-
daga y con sus dedos pulgares e índices estira sus bigo-
tazos, lentamente.
—Un sujeto que debe ser capataz o amanuense de su
hermano Rómulo — responde Antenor Toro Diez. El ver-
dadero origen de las letras escritas, no es ése. El autor
del anónimo es él. Lo escribió sin intención malévola, de-
scoso -—únicamente— de que Nicolás interviniese en al-
— 237 —
LUCIANO DURAN BOGER
guna forma a fin de hacer variar las condiciones de opre-
sión que pesan sobre los habitantes de La Loma. "Cuando
la pregunté su nombre, me dijo: Soy el Canciller de la
República Unitaria de La Loma. La respuesta me produjo
risa. Al entregarme la carta observé que sus manos tem-
blaban y me dio la espalda presurosamente. Subió al puen-
te y sus pasos hicieron crujir las tablas" — Antenor si-
gue relatando con pose serena de actor de teatro. Nico-
lás no le ha brindado asiento porque está preocupado por
la situación de su hermano Rómulo y por todo lo que
acontece en La Loma. Antenor, psicólogo, hombre de cien-
cia, médico, político, periodista, parlamentario y ahora
comerciante, tolera a Nicolás y compadece su estado aní-
mico.
—¿Usted conoció a mi hermano y habló con él? —
Nicolás sigue interrogando.
Antenor se sonríe y habla sin tapujos. Le dice que no
conoce a su hermano y que no tiene interés en conocerlo.
—Puedo asegurarle que su hermano es uno de los
muchos enfermos y locos de la tierra que gozan con la
sed del cuchillo. Es: homo lupus sádico. Es un montón
entripado de serpientes que se mueven de un lado a otro,
en busca de carne y de sangre para morder y envenenar.
Tiene un cúmulo de inmundicias en el alma. No es más
que un pobre... — Antenor no termina la frase porque
el último vocablo lo escribió en el anónimo. Mira por el
rabo del ojo piadosamente. Nicolás, por primera vez, tiem-
bla de emoción y suda frío. Alza la voz con énfasis para
gritar:
—¡Basta ya! — extrae de uno de los bolsillos de su
saco de lino fino, un pañuelo blanco de seda y limpia
su rostro.
—Por favor, siéntese usted. ¿Cuál es su nombre?
Antenor Toro Diez se ríe a medio tono de voz.
—¿Por qué se ríe?
—Porque usted y yo no seremos nunca socios de una
misma empresa.
En ese instante, entra la muchacuela garbosa y les
reparte dos pequeñas tazas de café. Se impone el silencio
— 238 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
y vuelve la serenidad y el equilibrio a dominar el buen ta-
lante de los personajes que, después de saborear la esen-
cia del brevaje negro y tinto, reanudan el diálogo. Ambos
hacen protesta de franca y sincera amistad. Antenor, con
pleno dominio de su vigorosa personalidad, dueño de la
escena, inicia un relato histórico de los preliminares de la
explotación gomera desarrollada en el inmenso continente
de las tortugas de oro y de la ciudad de los diamantes,
enterrada en la selva de Eldorado fabuloso.
—Petrona, llama a Guillermo. Dile que venga rápido
— Nicolás ordena a la muchacha que está, en ese momen-
to, recogiendo las tazas vacías; al aproximarse a Antenor
recibe de éste en cinco palabras el elogio a su belleza de
mujer campesina, muy merecido. Nicolás se hace el de la
vista gorda y deja transcurrir la atención licenciosa de
su visitante. La mozuela abandona la sala y cumple el en-
cargo impartido por su patrón. Viene Guillermo y recibe
de Nicolás la instrucción de invitar a los vecinos notables,
al almuerzo o banquete que se servirá en honor de su fla-
mante amigo.
Usted está invitado a un almuerzo. Quiero presen-
tarlo a mis mejores amigos.
—Gracias. Trataré de ser simpático ante ellos. Espe-
ro que los discursos sean sonoros, con palabras no rim-
bombantes. El elogio mesurado es agradable, en cambio
el ditirámbico es ridículo y mueve a risa.
—No se preocupe. Aquí, la gente habla muy poco,
porque pocas son las personas que saben leer.
Se hace presente la igualdad económica de ambos.
Antenor posee una fortuna que heredó siendo muy joven.
Le hace conocer a Nicolás sus sueños colonizadores y de
gran envergadura industrial. Nicolás acepta la propuesta
que acaba de hacerle y le ofrece como aporte de sus ac-
ciones, la suma de 50.000 libras esterlinas. Aglutinan con
fe y confianza recíproca, todo un plan de realizaciones
que abarcan el dominio integral y monopolio de la explo-
tación industrial y comercial de aquel inmenso territorio,
donde son poseedores de bienes y de una fortuna cauda-
losa.
— 239 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Buenas tardes. . . Buenas tardes. . . Buenas tar-
des. . . Comienzan a llegar los invitados y los saludos y
cumplidos, forman un collar de simpatía novedosa en tor-
no de Antenor.
Se sirve el almuerzo.
Las muchachas más garridas de aquel núcleo de po-
blación ribereña, con sus trajes vistosos de colores mile-
narios, perfumadas con las lociones más finas de extrac-
ción europea, exhiben sus encantos primaverales; depar-
ten con Antenor, en risueña y coquetona competencia, an-
siosas de cazar el corazón de aquel hombre de estampa
varonil, que juega con el amor con la misma acechanza de
un jaguar cebado ya en fechorías y con terneras de es-
tancias al descubierto o en pampa abierta... Nicolás, con-
sidera que es el momento oportuno de hacer funcionar
el gramófono con música de la época.
—A bailar, señoritas y señores. La fiesta debe ser
completa. Supongo que a usted Antenor debe gustarle
mucho hacer mover los pies y las alocadas caderas con
sus 35 años. Elija la más linda de entre todas las muje-
res — habla Nicolás, con la jovialidad suscitada por los
tragos del burbujeante champán, de los vinos más exqui-
sitos importados de París.
—Bendita eres entre todas... bendito sea el fruto
de t u . . . — Antenor toma del brazo a la muchacha más
garbosa, la estrecha y acompasa un brincado choti, y si-
gue perorando: "De los treinta y cinco a los treinta, el
hombre reza cuando baila".
—Usted sabe rezar muy bien. Pero usted se ha equi-
vocado porque yo no soy la virgen María — argumenta
Inés.
—No es María. Y entonces, ¿cómo se llama?
—Ana María Inés, para servirlo a usted.
—¿Para servirme? Entonces, nos casamos ahora mis-
mo.
—Pero señor, no se apure tanto, bailaremos primero.
El aparato que funciona a tropezones porque el dis-
co está rayado, deja de sonar. Antenor, cercmoriiosamen-
— 240 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
te acompaña a su pareja hasta el lugar en que se encuen-
tra una silla. Detrás del asiento está Petrona. Antenor la
mira y la invita a bailar, sabiendo que está metiendo la
pata. . . Petrona se sonríe y le dice: "Yo no soy señorita"
— se agacha y cuchichea a Inés. Ambas se ríen. Antenor
se siente derrotado y dice como un último recurso: "No
eres señorita porque no usas zapatos, pero todas las se-
ñoritas que hay aquí, no valen lo que valen tus hermosos
ojos".
—Usted ha dicho una verdad, señor. Petrona es la mu-
chacha más linda de este puerto. Baile usted con ella. Yo
le presto mis zapatillas a Petrona.
—Gracias señorita Inés. Usted es muy buena.
Antenor ¡venga usted por acá! — Nicolás recomien-
da a su amanuense que siga haciendo funcionar el viejo
aparato que da animación a la fiesta.
—Voy enseguida. Pero primero voy a bailar con Pe-
trona.
—Baile usted. Dése gusto. Que donde hay una hay
otras.
Antenor, comienza a bailar con la muchacha, así des-
calza. Ambos se entremezclan con las otras parejas, lo más
bien. Nadie observa la conducta de Antenor. Y los hom-
bres miran a Petrona, deseosos de bailar con ella.
—Te quiero para mi mujer.
—Gracias, señor. Yo quiero a otro hombre, sencillo
como yo. El también no usa zapatos. Lo quiero desde cuan-
do era niña. El no sabe. Pero el rato menos pensado voy
a ser su mujer.
—Avemaria purísima. Si todas las mujeres fueran co-
mo tú, el mundo sería otra cosa.
Vuelve a atorarse el fonógrafo. Se detienen las pare-
jas y del montón se escucha la voz de un hombre que grita:
—¡Viva Petrona!
—¡Que viva! — responden en coro todos los hom-
bres.
El fonógrafo sigue sonando. Antenor quiere continuar
bailando con Petrona, pero ésta rehusa y le ruega que la
deje libre. Se desliza del conjunto de las parejas que si-
— 241 —
LUCIANO DURAN BOGER
guen bailando y desaparece de la escena. Un fluido de
poesía y de ternura conmueve a Antenor que se queda
inmóvil con la mirada fija en lontananza. Y como si el es-
píritu de Pctrona hubiese escapado de la tierra, en el in-
sondable espacio, la presencia de una estrella, entristece
los ojos de Antenor. Camina lentamente y busca a Nico-
lás. Llega hasta él.
—Es verdad que existe el amor.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque lo que he visto y he escuchado esta noche,
es algo extraordinario.
—Deje de ser romántico. Hablemos mejor de los ne-
gocios.
—Como usted quiera.
Un brindis y otro más. Y así, sucesivamente. Se abra-
zan. La ebriedad los une en un diálogo que parte desde
el corazón hasta los labios. Los dos hombres se han qui-
tado las caretas y se miran lo huesos. A veces el alcohol
aproxima a los hombres y los vuelve sinceros. Y se apla-
ca el dolor de la sangre que separa a los hombres. Ante-
nor es un hombre cien veces más culto que Nicolás. El
conocimiento amplio que tiene de la Economía Política
liberal y socialista, de Filosofía y Literatura Universal, lo
coloca en una situación ventajosa sobre el propietario
del puerto que fue bautizado por el explorador Heath,
con el nombre de Cachuela Esperanza. Antenor y Nicolás,
comienzan a tutearse. En esos instantes, Antenor recibe
de Nicolás el brindis y el homenaje más expresivo de su
vida. Los concurrentes, hacen turno y abrazan al home-
najeado. Antenor responde con elocuencia de orador par-
lamentario, electrizando a todos con un brillante discur-
so. Luego se dirige a Nicolás y le dice a la sordina:
—La verdad es que somos dos vulgares terratenien-
tes. La explotación de los obreros bajo nuestros domi-
nios, la explotación del hombre por el hombre, nos colo-
ca en el sitial de ser reyes del oro negro. ¡Salud Majestad!
Te propongo que a nuestros vasallos, a nuestros esclavos,
se les dé un trato más humano. ¿Qué te parece si desde
— 242 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
hoy los liberamos de la barbarie del látigo y de la ley del
44 (se refiere al winchester calibre 44).
—¿Estás loco? ¿Hablas así porque estás borracho?
— responde Nicolás con vivo desagrado. — El látigo, el
cepo (aparato de tortura que atiranta los miembros supe-
riores e inferiores), la ley de fuga o la ley del Art. 44, no
pueden ser desterrados de nuestros dominios, si queremos
acrecentar nuestras riquezas. Tú sabes que los obreros no
trabajan, no rinden con esfuerzo sin el temor, sin el cas-
tigo violento que deja marcas de fuego en carne viva. No
es preciso que nosotros aparezcamos como crueles y san-
guinarios tal el caso de mi hermano Rómulo. Para eso te-
nemos a nuestros capataces, que cargan con todo el odio
y el sentimiento de venganza que sienten los obreros. ¿De
modo que tú te las das de muy humanista y "revolucio-
nario"? Así no vamos, Antenor. Si tú no estás de acuerdo
con mi manera de pensar, me abro y dejo de ser tu socio.
No olvides que las libras esterlinas valen más que la san-
gre de todas las nalgas de los flagelados que pueden ser
registrados por partida doble — Nicolás se desprende de
Antenor, con menosprecio y fríamente. Abandona la con-
currencia y camina hacia su dormitorio. Antenor lo si-
gue, le da alcance y lo toma del brazo y le dice:
—Nicolás, no tomes en serio mis palabras. Nuestro
plan es irreversible y nadie podrá interferido. Nuestra
voluntad es una sola y la gran empresa que está en nues-
tras manos se realizará contra viento y marea. Tú tienes
sobrada razón para señalar los métodos de violencia con
que debemos hacer rendir mayor ganancia o plusvalía,
con la explotación de nuestros trabajadores.
—Ahora sí que has hablado con sentido práctico. ¡Ade-
lante en nuestros negocios, querido Antenor!
Todos bebieron hasta horas avanzadas de la madru-
gada. Los dos jerarcas, durmieron en un mismo dormi-
torio, en camas separadas, porque Nicolás no permitió
que Antenor fuese a dormir a otra habitación.
—Nicolás, estoy alegre y no puedo dormir — dice
Antenor.
— 243 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Yo también estoy muy contento y se me ha quita-
do el sueño — arguye Nicolás. Levántase de su cama que
es muy blanda y suave como las nubes. Parsimoniosamen-
te, con todo el aflojamiento de su sistema nervioso de
hombre tranquilo, sereno, apático, gelatinoso, (porque su
tiroides que sustenta los impulsos temperamentales del
hombre, es semiatrofiada y carente de un descargue san-
guíneo vigoroso) se encamina hacia uno de los rincones
de la sala-dormitorio, donde — sobre una mesa rústica —
se exhibe el retrato de una imagen religiosa. Camina len-
tamente, llega junto a un reclinatorio, se inclina reveren-
te y se arrodilla. Se persigna, reza y agacha la cabeza, se
golpea el pecho y repite:
—Mea culpa, por mi grandísima culpa, amén — se
levanta y regresa a su dormitorio; se acuesta; vuelve a
levantarse y se sienta al borde de la cama. Antenor obser-
va y deja escapar una carcajada.
—¿Por qué te ríes?
—No te vayas a enojar si te digo la verdad.
—Habla, querido Antenor.
—El motivo de mi risa ha sido provocado por tu so-
lemne hipocresía...
—Tú eres ateo.
—No se trata de eso. Es que, mientras tú rezabas,
yo he sentido la necesidad de dar a mi cuerpo lo que en
estos instantes me pide. Quiei"o que sepas: Soy un ado-
rador de mi cuerpo, porque en él se encierra lo más be-
llo de la vida. En mi cuerpo siento la fortaleza creadora
de la Tierra que pelea contra la podredumbre de la Muer-
te y los gusanos. Mi cuerpo ama la grandeza universal que
está por encima de nuestras cabezas, donde el ocaso de
los dioses y del tuyo (y al pronunciar estas últimas pala-
bras lo hace con táctica para no malquistai'se y distanciar
a su socio) se ha convertido en tinieblas de un eclipse
total, bajo el poder de la Ciencia. Y al amar mi cuerpo
por sobre todas las cosas, quiero saborear la suprema di-
cha, el goce infinito del instante... al lado de una mu-
jer. ¿Me entiendes querido Nicolás?
— 244 --
EN LAS TIERRAS DE ENIN
—Sí que te entiendo. Nada más sencillo. Mañana a
primera hora, puedes elegir a la que te pida tu cuerpo.
Te casas y así ya no dormirás solo. Tu cuerpo estará acom-
pañado con el de tu esposa.
—Que imbécil eres, yo no necesito casarme para te-
ner lo que mi cuerpo necesita. Con las libras esterlinas
que llevo en mis bolsillos, puedo comprar lo que mi cuer-
po exige en justa ley. ¿Me entiendes?
—Claro que te entiendo. Espera que amanezca. Por-
que en estos momentos, la gente está durmiendo y no ol-
vides que a esta hora, solamente los gatos acostumbran
hacer el amor sobre tejados de las casas.
—No hay nada qué hacer. Tú eres un hombre que sa-
be salir airosamente de las situaciones más embarazosas.
La verdad es que ya nos pasó la borrachera y la razón
de la sinrazón de la razón se impone con la claridad del
día.
Sorpresivamente, Henry Wickham, inglés de elevada
estatura, parsimonioso, de bellísimos ojos azules, de an-
dar calmo, con sus largos brazos y manos como remos,
avanza siguiendo las huellas cenicientas que dejara el puen-
te incendiado de La Loma.
—¡Alto ahí! ¡No avance más! — advierte Canciller
al intruso y desconocido.
—Yo no avanzo. Camino no más — responde el bo-
tánico excéntrico, enviado por el Jardín Botánico de la
capital británica. Canciller se enfrenta a Henry Wickham
y lo detiene poniéndole la mano sobre el pecho.
—¿Quién es usted? — le pregunta levantando su ca-
ra para ver la del personaje rubicundo que está poniendo
a riesgo su vida al incrustarse intempestivamente, al incur-
sionar a los dominios feudales de Rómulo. Responde el
aludido con su castellano endurecido por la imperfecta
pronunciación. Le expresa que tiene una singular misión
que consiste en colecionar orquídeas raras para el rey de
Inglaterra.
—¿Orquídeas? Usted está loco. ¿Y qué va a hacer con
ellas? Usted es un hombre indefenso. Vuelva al puerto y
espei'e que el dueño de este territorio disponga de su vi-
da. Si usted tiene buena suerte salvará su pellejo — lo
agarra del brazo y lo conduce hacia la orilla del río.
—Espere. Vuelvo enseguida — a Canciller le ha sido
simpático el inglés y piensa abogar por él, ante Rómulo.
Henry, acata sin mayor reparo lo resuelto por Canciller.
Canciller habla con el propietario de La Loma y después
de recibir su orden expresa, retorna al lado de Henry que
— 246 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
está sentado en la popa de su embarcación a motor. Can-
ciller le dice a Henry Wickham:
—Usted puede ir a vivir a la comunidad de los sclví-
colas, de aquí a distancia de varios kilómetros, en plena
selva. Allí existe una casa donde podría instalarse, cómo-
damente, junto a los selvícolas incorporados al poder es-
tatal de La Loma. Usted ha tenido suerte. La verdad es
que las orquídeas lo han salvado. Vamos y no pierda
tiempo porque puede suceder que don Rómulo cambie
de parecer y entonces yo no respondo de su vida. ¿Trae
usted libras esterlinas?
—Sí. Yo regala ústed — Wickham, comprende la ad-
vertencia.
—No. ¡Gracias!
—Usted ¿gusta fúmar? — extrae unos cigarrilos ru-
bios e invita a Canciller. Hace funcionar su motor y toma
rumbo hacia la otra orilla del río.
Encostan. Y Canciller guía al pasajero. Condúcelo
por una senda que penetra a la selva. Caminan durante
más de una hora hasta llegar a un espacio desmontado
donde se destaca el frontis de una casa rústica, abando-
nada, pero rodeada de muchas otras chozas o taperas que
habitan los selvícolas.
—Aquí puede vivir usted. Vendré a verlo cada fin de
mes, para saber lo que usted necesita en su labor de bus-
cador de orquídeas. No se le vaya ocurrir explotar o com-
prar caucho, porque entonces está perdido. — Henry Wick-
ham, menea la cabeza asintiendo todo lo indicado por
Canciller. Vuelven a la ribera, acompañados de tres bár-
baros o nativos de la selva y comienzan a transportar to-
dos los enseres y comestibles traídos por el botánico in-
glés, a la vivienda que se le ha asignado. Henry, mientras
asea la habitación y arregla sus bártulos y todos los instru-
mentos que ha traído para mejor cometido de su secreta
misión, se sonríe al pensar en las orquídeas que no son
otra cosa que la fábula con la cual efectuará su papel de
astuto y audaz agente de penetración colonialista del ca-
pitalismo internacional británico, sobre tierras latinoame-
— 247 —
LUCIANO DURAN BOGLR
ricanas. Henry Wickham, había leído en un libro acusa-
dor, importantes datos históricos de cómo el capitalismo
británico opera aquella intromisión, antes de adquirir el
complejo disfraz de las doctrinas político-económicas que
pudiesen encubrir los despojos bajo la perspectiva pre-
fabricada del "capitalismo civilizador". Recordaba que los
primeros europeos en descubrir el caucho fueron los je-
suítas, que trasmitieron el hallazgo al viejo mundo como
uno de los muchos aportes científicos que sumáronse a
la civilización occidental. Sabía que los indios — en aque-
lla época hacían pelotas de un material diferente al de
las usadas entre los cristianos y que en 1739 el explorador
francés La Condamine, después de recorrer la cuenca del
Amazonas, presentó ante la Academia de Ciencias de París
un estudio sobre las características del producto que ob-
tenían los "mangabeiros" suramericanos de la "Havea
Brasiliensis", con detalles del procedimiento y muestras
de la especie. Entonces, Europa no da importancia a la
explotación del caucho y Brasil comienza a inundar los
mercados mundiales con su producto, todavía limitado a
media docena de aplicaciones de poca monta industrial...
En tales circunstancias, en 1840 Goodyear descubre la vul-
canización que representa un hallazgo "revolucionario"
que hace cambiar en poco más de medio siglo la historia
del caucho y su monopolio. Todo este relato histórico ha
recordado Henry Wickham, sintiéndose feliz, porque sabe
que está pisando el terreno propicio para buscar orquí-
deas y también para levantar una plantación de árboles
gumíferos.
Transcurre el tiempo y ni a Rómulo, ni a los selví-
colas de la región les llama la atención la actividad acce-
soria del botánico. El "gringo" como lo llaman, refirién-
dose a Wickham, es tildado de "loco" que realiza experi-
mentos raros. . . Pero Henry, sigue sonriéndose todos los
días. Anota todo lo que ve y traza dibujos de las hojas,
árboles y semillas que remite en encomiendas bien asegu-
radas, al director del Jardín Botánico sir Joseph Hooker.
Joseph Hooker se pone en relación con el encargado de
— 248 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
la Oficina de Indias, sir Clement Markham. Menudean las
cartas y se trazan los planes.
—Todas son tus mujeres — el jefe de la tribu al ha-
cerle la ofrenda generosa a Henry Wickham, le brinda una
cantidad enorme de chicha de mandioca salvaje, en una
tutuma o calabaza.
—Mi mujer una — responde Henry y bebe el líquido
aguantando las náuseas.
—¡No! Todas... Todas... Todas... — el cacique sel-
vícola le advierte, con gesto disgustado.
—Está bien. Así será — Henry Wickham llega a con-
quistar la voluntad de los salvajes y con el esfuerzo co-
lectivo de ellos, levanta la plantación de árboles gumífe-
ros.
Henry, es un sujeto metódico, sobrio y se identifica
con las costumbres de los terrígenos que le proporcionan
todo lo que él necesita, desde el alimento hasta el amor.
En menos de tres años de convivencia con la tribu, apren-
de su dialecto. Goza lo indecible con los bienes que le ofre-
ce aquella naturaleza pujante. Han pasado muchísimos so-
les y lunas y nunca tuvo necesidad de recurrir a los ser-
vicios ofrecidos por Canciller.
Henry, evita tener hijos, no por prejuicios de discri-
minación racial, sino por quitar el cuerpo a enredos fa-
miliares que pueden entrabar su misión de hombre cien-
tífico al servicio de los intereses del capitalismo británico
y de la casta aristocrática del reinado del imperio de los
mares... Las aborígenes se disputan el afecto que depa-
ra a todas por igual. . . Es un excelente dibujante y pin-
tor. Y con sus carboncillos realiza esbozos magníficos de
los bellos cuerpos de las nativas que posan para él, en
sus momentos de descanso y de íntimo solaz. Pero como
la Naturaleza se burla — a veces — de la Ciencia y de los
científicos, un día de esos nace una niña bellísima con piel
morena y tostada como la greda y con ojos de mar azul.
La tribu rodea a la criatura y le da el nombre de "Orquí-
dea Roja", porque esta flor, la más decorativa de la tie-
rra, es tabú, de amor y de ternura entre los hombres sal-
— 249 —
LUCIANO DURAN I50GER
vajes, con quienes departe — fraternalmente — el botá-
nico inglés.
Henry, ante el fruto inesperado de su sangre mezcla-
da con la sangre de la india salvaje, se siente defrauda-
do, pero su condición de hombre lo conmueve. Atiende a
la madre y al retoño de sus venas, con el cuidado y el
cariño que llenan de gozo a la comunidad selvícola.
El oro viejo del Otoño se acumula en el alma de Hen-
ry Wickham. Considera que su permanencia en aquella
región debe prolongarse hasta fines del siguiente año. De-
cide agregar a sus ocupaciones de investigación cientí-
fica en aquel laboratorio magnífico de raíces, de tron-
cos, de gajos, hojas, flores y frutos, que le proporcionan
conocimientos para el libro que está escribiendo, la apli-
cación de su saber teórico en el arte de Terpsícore. Selec-
ciona los elementos humanos y da comienzo a la discipli-
na de ejercicios corporales, gimnasia rítmica, con jóve-
nes y muchachas de la comunidad.
Transcurre el tiempo. Sus conocimientos de danza y
escenografía, llevados a la práctica, han dado resultado
positivo. Celebra el solsticio de Primavera con festival
plástico, donde se exhiben desnudas las nubiles de 12 a
15 primaveras. Las flores silvestres de la selva y de las
pampas circundantes, son expuestas con devoción pagana
sobre las cabelleras negras de las vírgenes. El cuerpo de
ballet que ha organizado, representa la composición líri-
co-dramática, cuya trama y argumento es un idilio selvá-
tico, con desenlace trágico donde el matriarcado de la co-
munidad primitiva, baja el telón de fondo. . . después de
un machetazo sobre el cráneo de un hombre rubio que
traiciona al amor en promiscuidad (hetairismo) siguien-
do el proceso de transición a la monogamia. Como apor-
te musical, los hombres jóvenes de la tribu ejecutan me-
lodías con flautas (que fueron construidas bajo la direc-
ción de Henry) con el acompañamiento de bombos, tam-
bores y sonajas de maderas sonoras. Aquella noche, el al-
ma de la juventud, aflora (bellísimamente en el escenario
de la selva), un canto, un poema sin palabras, escenas
— 250 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
pictóricas de plástica viviente, ritmos y poses de escultu-
ras de sangre y carne, palpitantes.
—¡Es la fiesta de la Primavera Salvaje! — expresa
Henry.
Henry Wickham está ebrio de alegría. Recita versos
de Shakespeare y pequeños poemas compuestos por él y
traducidos al dialecto de la tribu.
—¡Oh, mis orquídeas de sangre! — exclama Wickham.
—¡Te queremos! — el cacique de los bárbaros lo le-
vanta en vilo y lo coloca sobre una plataforma de leños
y listones de maderas finas y olorosas. Hombres y mu je-
res, danzando febrilmente, le rinden pleitesía cariñosa. Lo
abrazan y lo besan (el beso fue introducido por la fa-
vorita de Henry). Al amanecer se sirven un banquete con
carne asada de un enorme tapir, de pavas, tortugas, de
armadillos y torcazas con acompañamiento de plátanos y
mandiocas, cocidos sobre las brasas de la pira que viene
ardiendo desde treinta días antes del solsticio, con fuego
permanente, atendida y cuidada por los hombres más
viejos de la tribu.
—¡Te queremos! — tom — tom — tómm — suena el
bombo, acentuado con vigor agudo y fuerte en la última
percusión.
El estribillo, repetido a viva voz, repercute en los oí-
dos de Henry, durante toda la fiesta, hasta el cansancio
y su persistencia monótona le produce una repulsa que
le obliga a taparse las orejas. Al rayar la aurora con sus
banderas escarlatas, la madre de "Orquídea" acaricia la
cabeza del hombre científico y le llena los ojos de lágri-
mas.
—¿Me queréee?
—¡No!
—¿Me querée?
—¡No!
—¡Me queréee! — grita la madre de "Orquídea".
—Yes. . . Yes. . . Yes. . . ¡No moleste mí! — respon-
de Henry con la cara pringada de besos.
El bombo, los tambores y las flautas, no descansan.
Baten y suenan a la distancia, muy lejos del lugar don-
— 251 —
LUCIANO DURAN BOGER
de se encuentra la pareja contradictoria. Y el botánico se
sumerge en el sueño narcotizado en éxtasis. . .

En las proximidades de la plantación de Henry Wic-


kham, ancla un buque que tiene el nombre de "Amazonas".
Rómulo se percata de la novedad e inquiere a Canciller
de lo que pasa con la presencia del navio. Canciller va en
busca del botánico y en compañía de él visitan la nave.
El comandante habla en inglés con Wickham y como re-
sultado de la charla, varios cajones de bebidas, conser-
vas finas y ropa de vestir son descargadas y entregadas a
Canciller como un regalo para el propietario de La Loma.
Canciller regresa e informa a Rómulo con la elocuencia
del obsequio, despistándose así el objetivo del buque.
Henry Wickham, actúa con vertiginosa rapidez: tra-
baja de día y de noche con los indios, recolectando las
semillas de los mejores árboles gumíferos, previamente
seleccionadas. Las envuelve en hojas de bananeros; luego,
las embarca en el "Amazonas". La primera partida del
plan ha marchado sin inconvenientes. Los nativos no sos-
pechan nada malo de la actividad que desarrolla el botá-
nico. Falta la parte más difícil del plan que consiste en
llevar las semillas a Londres, en el tiempo más corto, por-
que las semillas de la "hevea" se descomponen rápidamen-
te y pierden sus fuerzas germinativas. Además necesitan
una temperatura elevada para mantenerse, por eso han
sido protegidas con envoltura doble de las hojas de plá-
tanos y con mantas de lana.
En circunstancias en que Henry Wickham está por
embarcarse al buque, la tribu lo rodea con bulliciosa al-
gazara. La madre de la niña de los ojos azules, se lanza
ansiosamente sobre Wickham y lo abraza fuertemente has-
ta dejarlo casi sin respiración. Los dos caen al suelo. La
multitud se agrupa precipitadamente y rodea a los cuer-
pos enlazados que ruedan con el impulso dado por la pro-
genitora de "Orquídea". Interviene el cacique de la tribu.
— 252 --
EN LAS TIERRAS DE ENIN
Dispersa a la multitud y cuando Wickham se pone de pie,
todo maltrecho y lleno de tierra, le dice:
—Tu mujer y "Orquídea" van con vos.
—Está bien — asiente Wickham, mal de su agrado,
cediendo a la voluntad mayoritaria que en esos instantes
se hizo visible. El problema escabroso para Wickham es
el de vestir a la madre de su hija. Rápidamente extrajo
de su maleta un pijama de seda y se la entregó a ella.
Con alegría inusitada, cubre S'i desnudez. La muchedum-
bre selvícola brincotea gozosamente y ríe al ver a su con-
génere disfrazada.
—¡Adiós! — Henry Wickham, agita su pañuelo blanco.
El buque "Amazonas", eleva el ancla. Silenciosamen-
te se desliza sobre las aguas del río y la estela espumosa
que deja atrás se diluye entre las ondas. Corre veloz. Su
itinerario es de 2.000 kilómetros, con navegación difícil por
los innumerables bancos de arena e islas flotantes que
tiene la vía fluvial. Tiene que burlar el registro de las au-
toridades brasileñas. El gobierno de Río de Janeiro ha
adoptado medidas muy enérgicas para evitar que las se-
millas de la "Hevea" salgan del país. Impone castigos dra-
conianos a quienes intentan burlarlas. Las plantaciones es-
tán vigiladas minuciosamente y todos los barcos que par-
ten a través de la ruta del Atlántico, están sometidos a
un registro escrupuloso. Henry Wickham, después de ra-
zonar muy cuerdamente, ha elaborado un ardid tan hu-
mano como verosímil. Mientras se acerca al puesto de fis-
calización, manda decir que ha encontrado una serie de
extraños bulbos de orquídeas que piensa llevar sin demo-
ra a su rey. Informa que ha terminado de realizar una
magnífica recolección y que abandonará muy satisfecho
el país. Cuando las autoridades brasileñas suben al barco
se encuentran con una mesa tendida, con luces, vinos y
flores. . Quiere despedirse con un banquete inolvidable.
Los funcionarios aduaneros aceptan tan gentil invitación
y tienen vivo interés de conocer las bellas y extraordina-
rias orquídeas. Revisan a medias el barco. En el compar-
timiento cerrado que despierta la curiosidad de los fun-
cionarios aduaneros, están las orquídeas delicadas que no
—- 2 5 3 —
LUCIANO DURAN BOGER
pueden ser expuestas al frío. . . Y ellas merecen admira-
ción y respeto y gozan de toda inmunidad. . . Henry Wic-
kharn, es políglota. Ofrece el almuerzo a sus invitados,
empleando un portugués clásico e ininteligible para los
circunstantes. Elogia las maravillas y la fecundidad de
las tierras amazónicas. Cuando toca a su fin la grandilo-
cuencia perorática, la hermosa mujer selvática que esta-
ba encerrada entre las orquídeas y las pequeñas plantas
de caucho, se presenta inesperadamente ante la concu-
rrencia, con su deslumbrante desnudez.
En vano, Henry Wickham quiso detenerla. Ella — an-
te el asombro de los agasajados — muy oronda y sonrien-
te se aproxima a su amante y le da un fuerte abrazo. Se
desprende de él y va y se sienta en una silla que está deso-
cupada. Desde ese instante los invitados no saben del sa-
bor de los platos y manjares que ingieren tragando como
avestruces. La presencia de la mujer terrígena, colma la
expectativa de todos. Henry Wickham, en alguna forma
tiene que salir del paso. Rápidamente, se pone de pie y
comienza a platicar sobre el arte desnudo de la pintura.
—"Señores —dice— nada pecaminoso, nada des-
" honesto existe sobre la tierra. Todo es natural y hu-
mano, cuando las cosas y los seres son observados
" con mirada científica y con sentido estético. Fíjense
" ustedes que éste singular ejemplar de belleza cor-
" pórea, reúne todos los elementos plásticos de una
" inigualada orquídea de los muchos bellísimos ejem-
" piares que he recolectado para nuestro rey. El arte
" desnudo, pulido y estilizado, apareció ya en la pin-
tura egipcia desde unos 3.000 años antes de Jesu-
" cristo. Después, la mujer desnuda, aparece con ele-
gancia, estilo y arcaísmo llevados hasta la frialdad
" por las reacciones de los artistas griegos. Entre los
" romanos, el desnudo femenino conoce mejor suer-
te. La cualidad misma de la pintura romana, valo-
rizada por contrastes de luces y de sombras, se pres-
ta maravillosamente a reproducir la palpitante vida
de la carne".
— 254 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
—¡Que cosa más linda! — dice uno de los circuns-
tantes.
—¿La carne de este plato? — interroga el que está
a su lado.
—¡Calla bruto! la carne palpitante de la suculenta
mujer que tenemos a la vista — le susurra al oído.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! — ríe a sus anchas.
—¡Silencio, hombre! Escucha al sabio.
—"Por otra parte — prosigue Wickham — la ins-
" piración griega y la nueva visión pictórica romana,
" crcan en el tipo de la mujer desnuda, curiosas
" transacciones, de las cuales son ejemplo viviente las
" misteriosas mujeres desnudas de la Ciudad de los
" Misterios, iniciadas no se sabe en qué rito erótico-
" místico..."
Mientras Wickham, con un conocimiento cultural a
todas luces, prosigue exponiendo capítulos interesantes de
la historia del arte. Su mujer desnuda, desaprensivamen-
te y como si nada sucediera a su lado, se sirve los platos
exquisitos que le trae el garzón. Los dos hombres que
están a su derecha y a su izquierda, han dejado de comer
y se dedican a beber vino y más vino. Se lamen los labios
y sienten un hormigueo entre sus venas. Están a punto de
ponerse a bailar, es su deseo. No hay música, porque Wic-
kham, como si hubiese presentido algo espectacular, no
contrató orquesta alguna.
Wickham continúa:
—"Sí señores. Con Botticelli, el primer pintor pa-
" gano-cristiano, dentro del espíritu del Renacimiento,
" el diálogo entre el pintor y la mujer desnuda, conti-
" núa, y entra en su fase más sonora y más fecunda.
" El Renacimiento es la edad de oro para los desnu-
" dos femeninos. Nunca jamás alcanzarán las reivin-
dicaciones de las feministas los fines que han alcan-
zado, en el arte, las opulentas desnudeces de Flo-
" rencia, de Vcnecia y de Roma. Hasta se puede decir
— 255 —
LUCIANO DURAN BOGER
" que en esta época todos los cuadros que son de te-
" mas religiosos representan desnudos de mujer. ¡Ja-
" más la Tierra hizo competencia más directa con el
" Cielo! He dicho, señores".
—¡Bravo! ¡Que viva la mujer desnuda! — aplaude y
vitorea el señor Jefe de Aduanas.
—¡Que viva! — responden todos.
Acaban de comer y sobre todo de mirar algo extraor-
dinario. Wickham, resultó ser un anfitrión incomparable.
El más curioso de entre todos, pregunta a Wickham:
—¿Y esta orquídea de sangre, también está reservada
para su rey? — se refiere a la mujer desnuda.
—No. Porque esta reina de orquídeas es de mi propie-
dad...
Ambos se miran como si se lanzasen guantes de desa-
fío. Pero Wickham tuvo que extremar su argucia diplo-
mática y termina sonriendo a su interlocutor. Y en ese ins-
tante dice:
—Señores: Mi mujer desnuda se llama Venus. Tengo
el gusto de presentárselas.
La agarra de un brazo y le dice que se ponga de pie.
Venus obedece sonriente. Acaricia su hermosa cabellera.
Los funcionarios aduaneros se levantan de sus asientos.
Ceremoniosamente le estrechan la mano.
—Tengo el honor de conocerla — expresa el Jefe de
Aduanas.
Venus responde con un abrazo y un beso, a cada uno.
Los brasileños no desconfiaron y el "Amazonas" par-
te a la madrugada, a toda marcha.

Allá en El Havre, Henry Wickham abandonó el barco


dirigiéndose a Londres por tierra, vía París. El Jardín Bo-
tánico de Kew preparó todo en pocas horas, habilitando
un invernáculo especial para orquídeas. Se envió un tren
especial a Liverpool donde atracó el "Amazonas". Y diez
— 256 - -
liN LAS TIERRAS DE ENIN
minutos después del amarre ya estaban las semillas y las
pequeñas plantas de caucho en viaje al Jardín Botánico
de Londres. Plantadas las. semillas y cuidadas "como or-
quídeas", doce días después aparecieron los primeros bro-
tes. Y poco después mil cien plantas gumíferas se alinea-
ban orgullosas en el Jardín Botánico de Kew.
Los barcos ingleses transportaron las plantas a la Ma-
lasia y la India donde ya se había probado que la tierra
era apta para ese cultivo.
La experiencia demostró que el territorio recién ad-
quirido tenía el humus, ácido fosfórico y calcio indispen-
sables para dar vida a los árboles gumíferos. El robo de
todo un monopolio fue planeado así, paso a paso, eligien-
do el terreno a donde iba a ir el producto del latrocinio
de Henry Wickham.
Por último, el capitalismo fue generoso con el ladrón.
Y como hizo con el famoso pirata Francis Drake, conver-
tido en Sir por la Corona, también Wickham fue, con el
tiempo, el honorable Sir Henry Wickham.

— 257 —
En La Loma, las cosas son distintas. Canciller acaba
de dar a Rómulo la grata noticia del encoste de dos em-
barcaciones que traen remeros encadenados por los pies.
El dueño es un señor barbón, piernas largas, cariredon-
do, blanco, espaldas anchas, usa un cinto dobleancho con
hebilla de plata, tachonado de proyectiles; cuelga de él un
revólver envainado. Imparte órdenes a los rehenes con
voz aguardentosa.
Rómulo recibe —satisfactoriamente— el anuncio que
acaba de darle Canciller, porque considera que aquella
gente que ha perdido su libertad puede ser traspasada a
sus dominios por el valor de unas cuantas libras esterli-
nas. Instruye a Canciller para que proponga al comercian-
te la tratativa. Este, presuroso pónese al habla con el tra-
tante que exige se le permita dialogar con su patrón, úni-
ca forma de poder comerciar de igual a igual.
—Yo no hablo con los pies, hablo con la cabeza. Díga-
le así a su dueño — dice con tono enérgico, despreciando
a Canciller.
—Después de don Rómulo, mando yo. Podemos ne-
gociar. Don Rómulo le pagará a usted lo que yo le indi-
que — argumenta Canciller.
—Donde manda capitán no manda marinero— em-
plea el refrán y le da la espalda a Canciller.
Canciller vuelve al lado del propietario de La Loma
y explica las razones que pone por delante el "caballero"
que demanda la presencia de Rómulo. Rómulo, empuña
su carabina y se dirige al barranco con pasos lentos y
acompañado por Canciller.
— 258 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
A la distancia, brillan los torsos de los hombres ator-
mentados por los fierros que aprisionan sus tobillos in-
móviles, enmudecidos y, con el ceño entristecido, miran
a lo ancho y a lo largo buscando una señal de esperanza,
una mano que les anuncie lo más preciado para el hom-
bre, el canto con que las aves traducen el bello símbolo
de sus alas, al despertar y al piar alegremente junto a
sus nidos, entre las ramas de un árbol, donde la vida no
tiene amos ni verdugos. La masa movediza de sus espal-
das, penetra a las retinas de Rómulo. Experimenta una
ansiedad de dominio que contrasta con el sentimiento
amargo de los nervudos hombres que lo vieron venir cre-
yendo que podía hacer variar la inmovilidad en que se
encuentran —fuese como fuese— a cambio de lo que fue-
ra con tal de poder transitar sobre el más estrecho y li-
mitado espacio de la tierra, donde su verticalidad deja
el ángulo torturante de permanecer sentados, horas y
más horas, para comer, para orinar y defecar, para dor-
mir, sujetos a la prisión más grande que hiere el corazón
humano, cuando siente perdido su derecho a caminar li-
bremente por los caminos, por las calles o en el espa-
cio —grande o pequeño— del lugar en que se encuentre.
—¿Quién es usted? — interroga Rómulo.
—Yo . . . ¿Y usted quién es? — responde y pregunta,
a la vez, el traficante negrero, blanco y rubio.
Cosa rara. La actitud de su contertulio no le moles-
ta. Al contrario, encuentra en él cierta atracción que lo
aproxima. Se abre entre ambos una puerta de similitud
y vivo interés de departir "amigablemente". Rómulo, re-
cuerda que hasta los tigres, suelen en casos muy extra-
ordinarios, aproximarse y caminar a corta distancia, cuan-
do están ahitos y no aguijonea en sus instintos feroces los
estrujones del hambre canina.
—Yo me llamo Pascual Coimbra. A sus órdenes.
—Rómulo, para servirlo. Este . . . — observa que ei
nombre y apellido no guarda relación con la morfología
del sujeto.
Se estrechan las manos. Se miran desconfiadamente
y terminan entrando a fondo del motivo que urge a am-
— 259 —
LUCIANO DURAN BOGER
bos. Concretan las condiciones de venta y compra del ne-
gocio ilícito.
—¿Cuánto vale este hombre? — pregunta Rómulo,
señalando al esclavo más fornido.
—A usted se lo doy en 150 libras esterlinas.
—¡Muy caro!
—Qué va ser caro. Fíjese bien. Es un ejemplar de
macho formidable; amansador de potros y cazador. Rema
sin descansar 48 horas y es laceador de primera; hachea-
dor incansable; amansador de potros y cazador como nin-
guno. No puedo rebajarle ni una sola libra esterlina.
—Bueno. Se lo compro. Pero los otros me los da a
135 libras. ¿Qué le parece?
—Ya está. Trato hecho.
Pascual Coimbra entrega la llave del candado con
que se abre y cierra el encadenamiento de los hombres
sometidos a trabajo forzado. Rómulo, ordena a Canciller,
quitar las cadenas a los 20 hombres que, después de sen-
tirse "libres" de los atormentadores fierros, a más no po-
der, entumecidos y acalambrados, se ponen de pie y uno
tras uno se acerca a Rómulo y le besan las manos. Rómu-
lo, se sonríe y piensa que ha procedido hábilmente.
—Tenga mucho cuidado. Que estos mismos a quie-
nes acaba de hacerles quitar las cadenas, algún día pue-
den degollarlo. Usted es muy ingenuo — dice Pascual
Coimbra. Recibe de manos de Rómulo el pago correspon-
diente, en libras esterlinas.
—¡Vámonos! — ordena a sus esclavos que se ha re-
servado —como remeros— para continuar navegando.
—Espere un momento. Quiero que usted me haga
un favor. Como usted va viajar a Londres, le encargo
que esta fotografía la haga reproducir en la base interior
de mil bacines de metal. Aquí tiene lo suficiente para que
el favor que 1c pido sea efectuado a mi regalado gusto —
Rómulo, entrega un sobre y el dinero en oro, a manos de
Coimbra que recibe todo, con desgano.
—Está bien. Trataré de cumplir su encargo, pero a
cambio de una de sus criadas, porque necesito sus servi-
— 260 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
cios, para satisfacer lo que no pueden darme los hombres.
Usted comprende ¿no? —- propone Coimbra.
—¡Magnífico! Yo haría lo propio. Canciller. Anda y
trae a la hija mayor de Nocopuyero, para compañera de
don Pascuai. Y llévate a éstos — se refiere a los 20 hom-
bres que acaba de comprar.
—Esta bien, señor — responde Canciller.
—Mientras tanto, juguemos una "pinta" — extrae de
su bolsillo unos dados y un puñado de libras esterlinas
que coloca sobre la superficie de la proa de la embar-
cación.
—Muy bien — Coimbra, sin pérdida de tiempo, extrae
de la bolsa otro puñado y responde a la apuesta.
A poco rato, Canciller regresa acompañado de una mu-
chacha de unos 16 años de edad, fresca, morena y con ojos
grandes pero tristes, caminando casi de puntillas, sobre-
cogida por el miedo de todos los días, experimentado bajo
la potestad despótica ejercitada por Rómulo.
—Aquí está, señor — dice Canciller.
Los jugadores hacen un pequeño alto.
—Magnífico. Me gusta y le agradezco por su regalo.
—No es nada. Quiero que los bacines, me proporcio-
nen el mismo goce que sentirá usted acostándose con
Justa. ¿No le parece?
—No. Porque lo que usted me da, vale más que la
foto que no es más que un cartón inservible — arguye
Coimbra.
—Así lo crce usted, pero la venganza es el alimento
de los dioses. El montón de libras de la apuesta, vino a
parar a manos de Rómulo. Justa —la hija de Nocopuye-
ro— baja a la embarcación de Coimbra, llorando en si-
lencio. Traga sus lágrimas y se muerde los labios. Con
todo el dolor de su alma, lanza un grito agudo y con la
velocidad de un relámpago, extrae de su seno un cuchillo
y ante el asombro de los criminales, se clava el acero en
la boca del estómago y precipitadamente se tira al río.
El cadáver de la suicida, se hunde.
—¡De mí nadie se burla! ¡Canciller! Anda y trae a
— 261 —
LUCIANO DURAN BOGER
Micaela se refiere a la hermana de Justa —¡Rápido!—
Rómulo reacciona brutalmente y tiembla de cólera.
—¿Qué le parece, amigo?
—Perfecto. Pero usted me da la revancha — Coitnbra
extrae de su bolso otro puñado de monedas luminosas y
empuña los dados y con sangre fria los hace x'odar sobre
el tablado. La suerte vuelve a inclinarse a favor de Rómulo
que no recoge lo ganado. Aprisiona los dados y en instan-
tes en que debe arrojarlos, escucha la voz de Canciller,
haciéndole saber que ha cumplido sus órdenes. Micaela,
sumisa y muda como una esfinge, sube a la embarcación
y pasa por encima de las monedas fulgurantes y va a sen-
tarse sobre un travesarlo. Mira allá, allí, acullá, con la
misma desesperación de un ser agónico que pelea frente
a la Muerte. No encuentra a su hermana Justa y, enton-
ces, se pone de pie y trata de salir corriendo de la embar-
cación, pero siente que una mano áspera la detiene. Se
le nublan los ojos y no ve nada. Su cuerpo tembloroso se
desploma y rueda sobre el maderamen. La caída es bru-
tal. Su cabeza cae sobre el ángulo agudo de los remaches
curvados de la embarcación. Dos de los encadenados —re-
meros— acuden y alzan el cuerpo inerte de la víctima.
Los criminales prosiguen jugando como si nada hubiese
ocurrido. Por tercera vez resulta perdidoso Coimbra.
Anochece y cuando Coimbra logra rescatar todo lo
perdido, se pone de pie. Los criminales se abrazan y se
despiden. Se escucha el canto lúgubre de un ave noctur-
na. Las sombras caen como una plancha enorme, sobre
el corazón dolorido de la Tierra. Los remeros encadena-
dos y la mujer herida y sobreviviente Micaela que siente
el olor de su sangre, agachan la cabeza y se sienten mo-
rir. Las embarcaciones, marchan aguas abajo como fan-
tasmas que ambulan sembrando la angustia y el dolor de
vivir.
En La Loma, todo está tranquilo como si no hubiese
sucedido nada.
Lucero, encarnación de nube en cuatro patas, limpio,
ágil como el relámpago, brioso como una carcajada sobre
la dura pesantez de las cosas, alegre y retozón como un
— 262 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
niño que escapa del control malicioso de los adultos, brin-
cotea y sus remos baten elegantemente, forjando una pin-
tura de ritmo y movimiento que escapa a la lente más
fina de una máquina fotográfica. Está celoso, busca a su
hembra y la incita; ésta irrumpe destellante con la plasti-
cidad de una ebúrnea mujer africana que salta, con sus
pechos duros, sobre el escenario de una danza frenética.
—¡Estrella negra! ¡Mi yegua! ¡Qué linda és! — grita
Rómulo.
Hace tres años que parió un bellísimo potrillo, sin
una sola mancha negra. Lúcido, arriscado y bravucón,
mordió el belfo inferior de Lucero, hecho que determinó
su confinamiento a un puesto ganadero donde vive ahora
Miguel Pedraza, alias Ministro de Ganadería.
Los habitantes de La Loma, no pueden contemplar
el espectáculo radiante, porque les está prohibido parti-
cipar de lo que constituye goce íntimo de Rómulo.
La escala de la excitación de la dichosa pareja equi-
na, sube hasta el pentagrama de Sol mayor. Estrella ne-
gra (la yegua) se ha quedado quieta como una estatua
de mármol negro. Sobre su pelambre lustrosa, la luz se
convierte en espejos que aprisionan la bella estampa de
Lucero (el potro). Y cuando todo se curva bajo el estre-
mecimiento sublimizado del instinto de los celos, Rómulo
le dice a Canciller:
—No hay nada que hacer: Los extremos del eje po-
lar de la vida son el estómago y el sexo.
—Así es señor — responde Canciller. Piensa que de
aquella unión vendrá otro animalejo que le ocasionará el
problema serio de cuidarlo, con misma asiduidad con
que un padre cuida a su hijo. Recuerda que el primogé-
nito de Lucero, le sacó canas verdes. Y anhela vivamente
que esto no vuelva a suceder. En cambio, Rómulo cspecta
la escena con sumo deleite y demuestra su contentamien-
to palmeando las espaldas de Canciller. Finalizado el es-
pectáculo, Rómulo recuerda que se ha sumado al número
de sus obreros y servidumbre los 20 hombres que adqui-
rió a buen precio y que es necesario registrarlos en el ha-
ber de la cuantiosa riqueza de sus bienes.
— 263 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Díle a Pablo Carranza, que hay que ponerles mi
marca a los desencadenados.
Canciller se estremece y con mirada suplicante le rue-
ga a Rómulo:
—Señor, ¿no sería mejor dejar la marcación para
otro día? Están muy flacos y necesitan reponerse un poco.
Rómulo se enfurece y advierte a Canciller, haciéndole
notar que el hierro candente puede señalarlo a él como
a defensor de causas ajenas.
—¡Mis órdenes se cumplen, tuerto o derecho! — replica
Rómulo y hace silvar un chicotazo por encima de la ca-
beza de Canciller.
Pocos minutos después, se levanta una pequeña pira,
donde Pablo Carranza (alias Ministro de Gobierno) ca-
pataz y verdugo número uno de Rómulo, coloca la marca
pequeña que es una R, entre los leños encendidos. Los 20
hombres (esclavos) ante la presencia atemorizada de los
pobladores de La Loma que han sido reunidos para pre-
senciar la marcación. La banda de música ejecuta la Mar-
sellesa, por indicación del propietario de La Loma. Los
hombres que van a ser martirizados con fierro y fuego,
están vendados y alineados. Dan la espalda al público de
aquel circo dantesco. El verdugo baja los pantalones y
aplica el hierro candente sobre el glúteo derecho de cada
uno de ellos. Se escucharon 20 gritos que hicieron eco
en el corazón sombrío de la Selva. Los hombres humilla-
dos van asegurándose los pantalones y soportando el dolor
de la quemadura en carne viva. Pasan por delante de
Rómulo que permanece sentado sobre un sillón estilo
patriarcal.
—Buenos días patrón — dice cada uno de los hom-
bres marcados. Dirigen sus pasos hacia el galpón donde
están hirviendo los enormes pailones de la molienda de
caña de azúcar.
Rómulo se pone de pie.
En coro, hombres, mujeres y niños, lo saludan y co-
mo movidos por un solo resorte, inclinan la cabeza hasta
que Rómulo se ha alejado del dramático escenario donde
el olor de la carne humana chamuscada penetra a sus
— 264 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
narices. En esos momentos, Rómulo siente un gran apeti-
to y dispone que se le sirva el almuerzo con pedazos de
carne asada.
—La carne pide carne— salibea y espera ansiosamen-
te el banquete opulento. Comienza a beber acompañado
por Canciller.
—Estoy muy contento. Los acontecimientos de ayer y
hoy han colmado mis deseos. El secreto de saber vivir
depende en gran manera de la satisfacción de nuestros
instintos. Yo gozo con el dolor de los demás. El crimen
lo inventó "Dios" para tener siempre de rodillas y a sus
pies a los que delinquen, a los que les brindan espíritus
que se van directamente a su mundo celestial. Si "Dios"
hizo al hombre a su imagen y semejanza, él es el único
culpable para que hayan monstruos que gozan con el
dolor de la sangre. Yo soy hijo de "Dios" y me parezco
a él. "Dios" es bueno, "Dios" es santo y también "Dios"
es ladrón y es criminal. ¿No es así, hijo? ¡Habla Canciller,
habla sin miedo, si tienes argumentos para refutarme y
criticarme! ¡Hiéreme con el odio que puedes sentir con-
tra mí! ¡No me elogies, no me adules, quiero que me di-
gas la verdad punzante como la punta de un puñal! ¡Ha-
bla! — levanta la copa llena y bebe como bebe un buey
sediento a la orilla de un arroyo.
—Señor, ya le he dicho. Usted está gravemente en-
fermo. Sus instintos perversos desbordan cuando usted
deja de ser una persona consciente. Mírese al espejo. La
palidez de su rostro y el semblante cadavérico, lo delatan
cada vez que usted está pisando el abismo de los hechos
inhumanos que perpetra —tranquilamente— como si es-
tuviese cortando la rama de una flor. Entonces tiemblo
y siento la necesidad de matarlo, pero la compasión y el
miedo detienen mi mano justiciera. Me veo desarmado
y sus instintos criminales me derrotan. La verdad es que
yo ante usted soy una hormiga, un insecto inofensivo, y
como hombre un cómplice vulgar que merece ser ajus-
ticiado y repudiado por todos los que han llorado por
la muerte de sus hermanos, de sus hijos y parientes que
cayeron bajo la bestialidad de sus manos ensangrentadas
— 265 —
LUCIANO DURAN ROGER
— Canciller suda frío y está temblando como tiemblan
los enfermos, antes de sufrir el brote de la fiebre malig-
na del paludismo.
—Así me gusta que hables. ¿Y por qué cuando siento
sed de sangre, no te mato? ¿Por qué estás vivo todavía?
¿Por qué la monstruosidad de mi sangre no te ha conver-
tido en víctima? Parece que fueras parte de mis nervios,
de mis huesos y mi carne — dice Rómulo babeando, tré-
mulo y tambaleante. Agarra un puñal y se dirige contra
Canciller que permanece quieto y espera con ansiedad
la puñalada.
—¡De una vez señor que estoy harto y asqueado de
vivir a su lado!— exclama compungido, como cuando un
amante requiere los labios de la mujer querida que lo
abandona por otro hombre.
Rómulo, lanza una carcajada y se precipita sobre Can-
ciller enarbolando el arma y en vez de clavarle el acero
que fulgura relampagueante con la contraluz, lo abraza
y le besa la frente. Y le dice con ternura:
—Tú eres el único que puede comprenderme— llora
desesperadamente como un niño hambriento.
La Noche que encubre —siempre— con su velo mis-
terioso — el alma de los hombres y de las cosas, deja caer
el telón de las tinieblas. Las taperas o chozas de los po-
bladores esclavizados, parecen nichos de un cementerio
abandonado. (Y la verdad es que La Loma es nada más
que un panteón de vivos). El croar de los sapos y las ra-
nas subrayan la tristeza de siglos de la hora . . . Graznan
los buhos y se estremece el follaje de los árboles con el
respirar del viento que acaba de llegar anunciando las
corrientes gélidas del Polo Antártico. En La Loma no se
escucha voz humana. Todo ha muerto . . .

— 266 —
TRINIDAD

A quince kilómetros de distancia de La Loma, vive


y se defiende de la opresión feudal del "carayana" o mes-
tizo blancoide, una comunidad de campesinos o terríge-
nas que hablan un dialecto. Entre ella ese pequeño grupo
de familias castellanas, convive nutriéndose económica y
socialmente de las relaciones de producción, reparto y
consumo a costa del esfuerzo colectivo de esos elementos
campesinos. Aquel incipiente centro de población con tres
mil habitantes (más o menos) se llama Trinidad y es ca-
pital del ("Departamento") Beni. Es una aldea, construi-
da con arquitectura primitiva, sin cimientos de piedra,
con paredes de adobe, con techumbre de madera y tejas
coloradas (las pocas casas de la gente medianamente aco-
modada) y taperas o chozas de tabique rellenado con ba-
rro o greda entremezclada con paja carona y techo de
hojas de palmeras, unas y otras de paja carona y techo de
la humedad y la acción de las lluvias torrenciales. Una
plaza cercada con postes y alambres para evitar el ingre-
so del ganado vacuno; un enorme galpón construido con
las maderas más fuertes de la región, con su viejo campa-
nario, donde miles y miles de murciélagos duermen y
acoplan, donde su excremento y sus orines han saturado
aquel ámbito "santificado" con agua bendita, misas y res-
ponsos, con un olor agrio y asfixiante; un matadero don-
de se derriban dos o tres cabezas de ganado vacuno; tres
norias públicas; una escuela; habitaciones donde funcio-
nan: la prefectura, el juzgado, la policía con cinco o sie-
— 267 —
LUCIANO DURAN BOGER

CO,^BC;A O. O
te gendarmes que no usan zapatos, descalzos unos y con
abarcas los menos y la cárcel que es un galpón con pare-
des que están a punto de derrumbarse por la acción de
las lluvias periódicas de lodos los años. Omiorneando
aquel pequeño radio urbano, culebrea un ai royuelo que
se llena de agua en primavera y verano \ se seca en
otoño.
— 268 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
A cuatro y ocho kilómetros (aproximadamente) a
orillas de los ríos Ibarc y Mamoré, los nativos de esa po-
blación resignada, de mentalidad primitiva, analfabeta,
sin inquietudes y ninguna aspiración de progreso, durante
los meses estivales, cultivan la tierra; siembran plátanos,
mandioca, frijoles, arroz, maíz, maní, cacao; cultivan ár-
boles frutales: naranjales, limoneros; una variedad de plan-
tas silvestres cuyos frutos son apetecidos por su grato
sabor agridulce, otros sumamente melifluos. Los nativos
se dedican a la crianza de aves de corral: gallinas, patos;
porcinos y otros animales mamíferos extraídos de ia ri-
quísima fauna selvática de aquellas regiones feraces, don-
de la vida y el amor es un canto de esperanza. Son hábi-
les cazadores y pescadores. Disponen de lo necesario pa-
ra satisfacer sus necesidades vitales. Viven cglógicamcnte
y con sensibilidad sensual-epicúrea, alabando la generosi-
dad (a manos llenas) de la entraña fecunda de aquella
naturaleza pujante, donde la mueca trágica del Hambre es
totalmente desconocida. De año en año, en la estación de
verano, la cosecha acumulada, es llevada a la población
trinitaria, para su distribución y venta, en pequeñas em-
barcaciones a remo (canoas) que transitan por los dos
ríos y el arroyuelo (anteriormente nombrados) cuyas
> aguas —de éste— y las aguas del rebalse de la llanura,
penetran a las principales calles del centro urbano, con-
virtiendo aquel centro poblado en una isla de 500 metros
de diámetro, cuyas principales bocacalles que entroncan
con el arroyuelo, se establecen pequeños puertos. Cuando
la llenura sobrepasa el límite de la profundidad o altura
de las aguas, las canoas (ágiles y pequeñas embarcaciones
a remo) avanzan más allá de aquellos embarcaderos y,
costaneramente, los navegantes o remeros campesinos,
atan la proa puntiaguda, en los horcones o pilares de ma-
dera de las casas rodeadas de agua, siguiendo la línea
de sus veredas frontales. En aquella oportunidad o cir-
cunstancia de panorama acuático, la población campesi-
na y mestiza —entremezclada— adquiere animación pinto-
resca, grata y generosa. La gente cambia de carácter y
reviste su espíritu de alegría tropical. En los atardeceres,
— 269 —
LUCIANO DURAN BOGER
cuando declina la enorme brasa solar, la juventud y la
muchachada acude a las orillas del riachuelo en plena
llenura, a nadar y a jugar con las aguas tibias.
—Vamos a la banda — incita el nadador más ágil y
de mayor resistencia.
—Vamos, hombre — refuerza otro de los imberbes
que por primera vez va a realizar la hazaña de cruzar a
nado de una orilla a la otra.
—Anda tú si quieres tragar agua y que tu panza se
infle como la barriga de un sapo muerto.
—¡Calla cobarde!
—¡Cobarde será tu padre!
—¡Te callas!
—¡Anda a obligar a que se callen las gallinas de tu
madre!
—¡Vamos a lo seco!
—¡Ya estáaa! ¡Crees que te tengo miedo! ¡Ahora no
vas a tragar agua sino que vas a comer tierra! — respon-
de con energía y decisión corajuda.
Nadan hacia la orilla. Pisan tierra firme. Parsimonio-
samente, salen los dos, se visten con sus calzoncillos y se
enfrentan con los torsos desnudos. Empuñan y se ponen
en guardia. La pelea es singular. Ambos miden su agili-
dad de pugilistas. Se trenzan y ruedan sobre el pequeño
barranco hasta caer al agua.
—Ahora ya sabes que no te tengo miedo. Si yo llego
primero a la otra orilla, no vuelves más a hablarle a Etaín.
—¿Y si yo llego primero?
—Él que de más fuerte se queda con ella.
—¡Listo!

La plaza rústica está cubierta por paja amarillenta


que crece sin control alguno; su cuadrilátero está dividido
por cuatro caminillos transversales que su entrecruzado
lincamiento forma una cruz, y más que cruz es una X
bien cuadrada entre sus esquinas. Por esos caminillos, los
— 270 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN
moradores de la aldea, van y vienen, en el tra jín cotidiano.
La gente tiene la modorra tropical, bien acentuada entre
sus venas. La sociabilidad de la gente mestiza, discurre
sin ninguna inquietud, sin dinamismo acelerado. Parsi-
moniosamente, nacieron para comer, amar y dormir, por-
que no existe actividad industrial, ni comercial que impri-
ma el ritmo de centros urbanos desarrollados. La gente
no es perezosa por naturaleza, es activa y dinámica cuan-
do se presenta un trabajo, en que el hombre tiene que
desarrollar voluntad férrea para trabajar bajo la furia
canicular, ya sea remando, enlazando y arreando toros y
vacas; hacheando los troncos de los árboles corpulentos;
macheteando los gajos y quemando los barbechos, don-
de cavan y ponen la semilla del arroz, del maíz, del maní
y los frijoles; al carpir y cortar las malezas que obstru-
yen el sembradío de la mandioca. El hombre beniano no
es holgazán ni perezoso, como cree la gente del kollao.
Trabaja con más esfuerzo que los denostadores de la acti-
vidad colectiva de los pueblos mojeños. Es verdad que
siente la modorra del clima tropical, bien acentuada entre
sus venas, pero sabe derrotarla con vigor espartano, con
tensitud de músculos y bíceps vibrantes. Es hombre cora-
judo y desafía con bravura a la naturaleza salvaje, porque
nace, crece y muere en aquellas tierras calientes que cha-
musca los pies descalzos de los hombres y mujeres del
pueblo.
En el centro de la aldea, cada cuatro o cinco sema-
nas, a más tardar, son colocadas banderolas de tres dife-
rentes colores, sobre un pilar de madera, en la esquina
de la plaza, anunciando la apertura de valijas de correos
que vienen de ciudadelas (capitales de departamentos)
que centralizan el todo de los ciudadanos de la nación
desvertebrada por una geografía de grandes precipicios,
valles y llanuras, sin caminos estables ni carreteras an-
gostas o amplias.
—Allí está la bandera roja. Ha llegado correo del
interior, es decir: del kollao. Vamos a ver si tenemos car-
tas — habla el flamante abogado Serafín Cañedo. El jo-
ven jurista tiene porte arrogante, de modales circunspec-
— 271 —
LUCIANO DURAN BOGER
tos y de andar rápido, como si estuviese en una metrópoli
de grandes muchedumbres. Es pulcro, de finos modales.
Le gusta vestir bien. Es tímido ante las mujeres, pero no
las teme. Cuando sale de su casa, se despide de su madre,
respetuosamente, dándole un beso en la frente. "Hasta
luego, señora" — nunca le dice madre o mamá. Habla el
francés a la perfección. Estudió en París. Viajó a la ciu-
dad "Luz", con su propia iniciativa y su tesonero esfuerzo.
Después de vencidos sus estudios de ciclo secundario, lo-
gró titularse en Humanidades. Estudió Derecho y es, aho-
ra, el primer abogado en la aldea trinitaria.
—Buenos días.
—Buenos días mi doc-torcito . . .
Serafín, tiene el marcado afán de indagar — noche
y día — todo lo que ocurre en La Loma. Ha llegado al con-
vencimiento de que no hay nada secreto en la vida de
los hombres.
—El secreto en la vida de los hombres no existe,
porque no es una sola persona la que vive sobre la Tie-
rra. Siempre hay dos y al haber dos, existe el diálogo.
Al existir el diálogo —es verdad— (la mentira: oculta) la
verdad no oculta nada, lo dice todo.
—¿Y el secreto de los cónclaves, de los comités de
los organismos políticos, de las organizaciones comercia-
les e industriales, de las castas militares, de los jurados
que sentencian a los criminales y de las que planifican la
alta política de los Estados? — argumenta el contertulio
de Serafín.
—Deja de ser secreto, cualesquier directiva, resolu-
ción, consigna, plan de acción, estrategia y táctica. Ni la
Muerte que es una, puede guardar secretos . . . — Serafín,
tiene el proyecto de escribir una novela, sobre el tema en
discusión y piensa titularla: SECRETO. Las informacio-
nes y noticias que viene recogiendo sobre los atentados
criminales perpetrados por Rómulo, va registrándolas, cro-
nológicamente. No escapa nada. Con todo ese material,
escribió un folleto intitulado: LOS CRIMENES DE LA
LOMA.
— 272 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
Calurosa está la noche. El aire caliente y sofocante,
obliga a muchas personas a dormir fuera de las habita-
ciones (en los corredores interiores y en los patios), se-
midesnudas, cubiertas —escasamente— las partes pudi-
bundas. Serafín, está sudando copiosamente. Mientras sus
amigos, en pequeños grupos, pascan por las calles a la
luz de una luna llena, alumbrado por los destellos tenues
de una vela de esperma, lee el texto íntegro del folleto.
—¿Qué le parece, señora? — interroga a la autora de
sus días.
—Está bien. Es la verdad y nada más que la verdad.
Pero sería mejor que lo quemes, porque este documento,
te puede traer muchos dolores de cabeza. Y esto seria lo
de menos. Lo grave está en que puedes ser víctima de
la barbarie de ese hombre que no tiene entrañas. Es un
monstruo —opina. Ella lo conoce, pues fue una de las
muchas mujeres encadenadas de La Loma, que logró es-
capar del maldito encierro (donde vive muriendo Lucila)
milagrosamente, gracias a la simpatía y generosidad que
mereció de Canciller. La verdad es que Fabiana, (mujer
que lleva —en sus tobillos— las terribles marcas de las
cadenas, del erotismo y de la lascivia del señor todopode-
roso de La Loma) le relató a su hijo Serafín los hechos
criminales de Rómulo.
Después, sale a la calle en busca de aire y deseoso
de conversar con los hombres jóvenes de su pueblo. En
primer término, se dirige a la casa donde vive la madre
de su amiga Virginia; allí, se sirve una taza de te caliente.
Charla unos minutos con la muchacha y después se marcha.
—¿Qué les parece si nos divertimos esta noche, a la
francesa?
—¿A la francesa? A lo camba, hombre.
—Muy bien. No vamos a discutir sobre el estilo de
nuestra diversión. Lo importante está en divertirse con
mujeres jóvenes — Serafín, con sus amigos, se dirige en
busca de la banda. La contratan y organizan un baile, en
la casa de Susana. Recuerda todas sus aventuras con
un determinado número de amigas —universitarias— pa-
risienses. Lo escuchan con deleite, pues su charla está re-
— 273 —
LUCIANO DURAN BOGER
dondeada con el más alio estilo romántico, ajustado a los
conocimientos que tiene de la literatura francesa, desde
Victor Hugo hasta los escritores y poetas de fines de si-
glo XIX.
Conviene no olvidar que Fabiana Cañedo, al escapar
del antro de La Loma, conquistó a un joven abogado,
apellidado Jordán, que llegó a ser padrastro de Serafín.
—Un jour vous partirez pour París — así bromea
Serafín, con sus amigos.
—Uí. .. u í . .. u í . . uíiiiiiiii — le responde uno de ellos,
remachando su buen humor con una carcajada estrepito-
sa. Los otros aprenden la frase y su significado literal.
La repiten a cada instante, intercalándola entre charla y
charla que va de lo más serio a lo humorístico del decir
popular.
Adentro, en la habitación cuya puerta principal da a
la calle, están las muchachas sentadas sobre sillas rústi-
cas, en hilera. En su mayoría son ojozas, morenas, con
cejas y pestañas negras; forman una galería de mozuelas
simpatiquísimas entre los 15 a 18 años, ansiosas de en-
contrar quien las enamore, porque el elemento femenino
prolifera en el pueblo en relación de cinco hembras para
cada macho.
—Ya viene el doctorcito — anuncia Paulina, la pri-
mogénita entre las 7 hijas de aquel hogar en que se reali-
zan los preparativos para el baile.
—Es muy simpático el franchuti— dice Etaín.
—¿Te refieres a ésta? — pregunta Carmela. En ese
instante, una palmípeda ha invadido la sala donde tendrán
que bailar las parejas. Y la muy indiscreta, deja el regue-
ro de su malcriadez aguachenta y esparcida con aire mal-
oliente.
—¡Marcelina, espanta a esa asquerosa! — grita la ma-
dre de las mozuelas.
—¡Pata! ¡Pata! ¡Pata! — Paulina, levanta sus brazos
desnudos y espanta a la intrusa . . .
•—Arréala a la cocina — dice Pascuala _con aire auto-
ritario.

— 274 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
—Y tú no te quedes sentada. Levántate a limpiar esa
asquerosidad — replica la guapa señora, a su hija Nol-
berta.
En ese momento de apreturas en que menudean los
comentarios entremezclados con risillas picarescas entre
los labios de las mozuelas, la banda irrumpe con los so-
nes de una marcha española. Olvidaron todas, la inter-
vención indiscreta de la pata clueca y están ansiosas de
ver a Serafín y a sus otros amigos, para dar comienzo
a la fiesta.
Se hace presente el grupo de los hombres jóvenes. Se-
rafín, es el hombre de la fiesta. Las miradas de todas las
muchachas le lanzan sus dardos coquetones y sonrientes,
disputándose —ansiosamente— la primacía ante el galán
cuya fama deriva de haber estudiado y vivido en París.
—Simpático ¿no?. Fíjate, nos está mirando — Cie-
mentina cuchichea a Lola. Se desata una ola de especta-
tiva y simpatía alrededor de la personalidad de Serafín.
Las mira a todas como si estuviese delante de una expo-
sición de cuadros pictóricos. Compara la vibración de los
bellos ojos femeninos, con el destello luminoso de las pin-
celadas de los cuadros famosos que tuvo oportunidad de
admirar en la gran capital de la cultura y del arte plás-
tico, que ha atesorado en los museos las obras de los pin-
tores más célebres del mundo contemporáneo. Scxafín,
baila con todas, sin fijar atención e interés particulariza-
dos en ninguna de ellas. Baila como un autómata, pues
su cerebro está pensando en problemas serios inherentes
a las condiciones paupéxrimas de la vida económica y
social de sus pueblo.
—¡Salud, querido Serafín! ¡Estás muy preocupado!
¡Alégi-ate hombre! ¡Deja de pensar en cosas serias! ¿No
dijiste que querías divertirte? — Gerardo — su amigo ínás
íntimo — le alcanza una copa.
—¡Gi'acias! ¡Tienes toda la razón del mundo! Pero
como la ley de las contradicciones se hace presente en
las cosas más triviales de la vida, yo no puedo dejar
de pensar en lo que no le interesa para nada, al corazón
de la mujer. Por eso es dulce la mujer .. .
— 275 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¡Que filósofo! — Ovidio, lo elogia en tono admi-
rativo.
—¡Vamos hombre! ¡Deja descansar tu cerebro! ¡Bebe
y baila! — Pedro, interviene incitándolo a que se divierta.
—¿Cuál de las muchachas que están aquí, te gusta
más? — inquiere Arturo.
—¡Todas y ninguna! — responde Serafín.
El baile dura hasta las tres de la madrugada. Serafín
sigue ocupando los servicios del orfeón. Y la serenata que
da, lo delata. Recién llegan a saber sus amigos, cuál de
las muchachas ha merecido su elección.

—Doctor, usted camina muy rápido. Vamos más des-


pacio, porque de lo contrario nos vamos a salir del po-
blado — el acompañante de Serafín, lanza la frase criti-
cona y se ríe violentamente.
—Escúcheme Julián. Usted, como la mayoría de la
gente de nuestro pueblo, tiene pies de plomo, por eso el
progreso de esta población va a paso de tortuga. Pero
no discutamos, hombre. Acompáñeme al correo. Seguro
que ha llegado el folleto que escribí en la capital de la
República, sobre los . . . — se queda en suspenso y con-
trae el ceño.
—¡Sobre qué, doctor Serafín? Hable con toda fran-
queza y sin ningún temor. Si hay algo reservado, yo sabré
callar.
—No hay nada reservado. Se trata de mi folleto que
se llama: Los Crímenes de La Loma.
—¿Los crímenes de La Loma? Ufff, eso es cosa seria.
Tiene que tener mucho cuidado. Porque el título en sí,
ya es una abierta acusación contra el poderoso señor de
La Loma.
•—Es verdad. Pero como hombre de derecho y delen-
sor de la justicia, no podía quedarme callado, ante la
— 276 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
monstruosidad y la prepotencia de la bestia blanca que
impera en aquel promontorio donde campea la arbitra-
riedad y el despotismo, sin paralelo en la historia del
Código Penal — responde Serafín.
Ambos entran a la oficina de correos. Saludan al jefe.
—Doctor, buenos días — responde al saludo; el admi-
nistrador estrecha la mano a Serafín.
—Tiene usted unos paquetes, conteniendo unos folle-
tos que acaban de llegar. Usted solo no podría llevarlos.
—Gracias por la grata noticia que me da. Buscaré a
un muchacho. Pero, haga favor de entregarme un paque-
te, que mi ansiedad desborda.
—Será lo que usted diga, estimado doctor — El em-
pleado subalterno le entrega un paquete, debidamente
amarrado por un precinto de alambre fino y con un ró-
tulo sellado con lacre rojo.
El primero en recibir un ejemplar del folletín im-
preso, es Julián Antequera. Lo recibe de manos de Sera-
fín (su autor) que escribe en la primera página una dedi-
catoria conceptuosa.
Ambos salen de la oficina de correo, preocupados en
la lectura del documento que tiene olor a papel húmedo.
Se dirigen silenciosamente al caserón donde funciona la
primera autoridad política de esa jurisdicción. Serafín,
solicita audiencia para entrevistar al Prefecto. Entra al
despacho y se encuentra con el personaje, cuya voluntad
y mandato oficial, impone subordinación a siete gendar-
mes y un intendente que controlan el orden de los ha-
bitantes de la aldea.
—Pase usted Dr. Tome asiento. En qué podemos
servirlo.
—He venido a saludarlo y a poner en sus manos este
documento del cual soy autor responsable. Espero que lo
lea y forme un juicio cabal, sereno c imparcial.
—¡Gracias! — la primera autoridad recibe el regalo
y elogia a Serafín, por su labor intelectual y sus conoci-
mientos jurídicos que siempre fueron requeridos. Mira
el folleto y lo hojea con acuciosa curiosidad.
— 277 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Está bien doctor. Pero tenga mucho cuidado. Se-
ría mejor que no lo haga circular. Estoy viendo que este
documento es sumamente comprometedor. Cuidado, cui-
dado, cuidado, mi querido doctor. Sea usted más pru-
dente.
El autor del folleto, se despide de su amigo y sale
rápidamente del recinto oficial. Va a su casa y sin pérdi-
da de tiempo, se dirige nuevamente al correo, acompañado
de un jovenzuelo que, después de extender un lienzo co-
loca sobre él los paquetes, levanta el bulto y lo pone
sobre sus espaldas, emitiendo un pujido que denota es-
fuerzo. La noticia de la llegada del folleto corre como re-
guero de pólvora encendida. Hasta horas avanzadas de la
noche, la gente curiosa entra y sale de la casa del autor,
después de recibir un ejemplar como regalo. Menudean
las felicitaciones.
—Acabo de leer algunas páginas del ejemplar que
usted me ha regalado. Mis congratulaciones, doctor. Ver-
daderamente, usted es un hombre muy inteligente — ex-
presa un individuo desconocido para Serafín. Es un adve-
nedizo recién llegado.
—Aquí tiene otro ejemplar. Puede usted obsequiarlo
a uno de sus amigos.
—¡Gracias! Usted es muy gentil — responde el fo-
rastero, lanzando un escupitajo que humedece los ladri-
llos del corredor.

Los vientos gélidos en oleadas atormentadoras para


las carnes de los habitantes semidesnudos y carentes de
ropa de lana, se hacen presentes y desaparecen en La Loma,
con intermitencias persistentes y fugaces, entre intervalos
de cuatro a nueve días. Manuel Nocopuyero, con sus cin-
co décadas y unos dos años más, en menos de un mes
ha envejecido como si de golpe se hubiesen acumulado
sobre su esquelética existencia, tres lustros consecutivos
más. Se le ha quitado el apetito y no duerme las horas
necesarias para recobrar las energías perdidas en las ar-
— 278 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
duas faenas de la molienda, del carpido de las hierbas ma-
las y amargas como sus penas que se enredan y enraizan,
cubriendo de dolor íntimo su corazón. La pérdida de sus
dos hijas, lo tiene crucificado entre la nostalgia y el pesar.
Y esc dolor, como una rata hambrienta, le roe el alma.
Contempla a su mujer, su abnegada mujer que le habla
cariñosamente, tratando de darle aliento para sobrellevar
la inquietante pesadumbre.
—Manuel, scrvite este café que yo lo he tostado y
molido, para que tomes cuando tú me lo pidas. Come
Manuel este asado que el charque está gordo y sabroso.
No te pongas así. .. que me da mucha pena —llorosamen-
te habla a su marido y lo abraza de la cintura.
—¿Cuándo nos moriremos hija, para descansar? Ya
no quiero vivir. Quiero que tú me entierres al lado de
mis padres, allí debajo de ese árbol alto. ¿Ves hija? Allí,
allí mismo — sus ojos entristecidos parecen lagunas se-
cas, en plena sequía de las que periódicamente convier-
ten la tierra como piel enferma de sarna, grietosa, áspera
y endurecida. — Pero Manuel, recapacita; reflexiona que
sería injusto morir antes que su leal compañera.
—No pienses así.
—Tienes razón hija. Para eso soy hombre y debo
aguantar y tragarme las lágrimas. Debo sufrir en silen-
cio. Para eso recibí de mi padre la herencia de su sangre,
resignada y callada como las aguas del río, la herencia
de sus nervios, fuertes como las raíces de nuestros árbo-
les que nunca se quejan cuando el hacha los tumba. —
Desde su corazón brota este amargo decir:
Esclavo naciste.
Vive triste . . .
muere triste . . .
Pobre raíz torcida
del árbol que cayó
derrumbado por el viento.

— 279 —
LUCIANO DURAN BOGER
Para mal de sus males, escuchan cantar aquella es-
trofa a su vecino patirrengo, encorvado e inválido que
sufrió la dolorosa tortura del cepo (dos listones de ma-
dera con agujeros, uno para las manos y el otro para los
pies) donde fue atirantado de manos y de pies, recibiendo
sobre sus glúteos cien azotes propinados por Rómulo, un
día en que aburrido no sabía con qué distraerse.
—Cállese mi compadre que su cantar nos hiere como
espinas clavadas en los ojos — la mujer de Manuel, rue-
ga a Juan Salmón para que no siga cantando.
—Comadre: Déjeme cantar. Así me olvido que soy
una piltrafa, un añico de nervios y nada más que un mon-
tón de huesos inservibles.
La mayoría de los habitantes de La Loma, quieren
y respetan a Manuel, porque es un hombre que mira, ob-
serva y calla. Las confidencias, de las penas y desdichas
confiadas a él, jamás las divulga a nadie. Sabe callar cuan-
do conviene hacerlo y rara vez da consejo, pero cuando
lo hace, nunca falla porque su orientación es certera. Se
adelanta a los hechos como si tuviera un poder y ojos
mágicos para penetrar en los arcanos del futuro. Allí don-
de se hace presente la desgracia, está listo para restañar
heridas, comedido y generoso para ayudar a los desdi-
chados.
El ventarrón que sopla con intensas corrientes de aire
hiclificado, descarga toda su furia remolineante y destruc-
tora. Las endebles taperas o chozas donde se encuentran
refugiados los habitantes de La Loma, desde la techum-
bre hasta la cobertura de sus paredes entretejidas por
cañas huecas, son sacudidas por el impulso conmovedor
de los vientos que arremeten brutalmente haciendo crujir
las hojas, las ramas, gajos y los troncos de los arbustos
y de los arbolones seculares que contornean las orillas
del río y los que se empinan en islotes circunvecinos al
área de La Loma, totalmente cubierta por una impenetra-
ble oscuridad, porque carece de alumbrado de petróleo
o eléctrico que debería estar al servicio de aquellos seres
humanos, carentes de los medios más elementales y pro-
pios de una existencia más o menos semicivilizada.
— 280 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
Los pobladores de La Loma, tienen costumbre de su-
frir la inclemencia y el embate aterrador de las tempes-
tades, de las sequías y de las inundaciones que suelen pre-
sentarse periódicamente, pero esta vez, están atemoriza-
dos y tiemblan acongojados, ante el inesperado empuje
que hace volar los techos de sus habi(aciones raquíticas
y sin ninguna base consistente.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Auxilio! — se escucha el grito
angustiado de las madres que abrazan a sus pequeños hi-
jos que lloran temblorosos entre sus brazos entumecidos
y friolentos. Vuelve a repetirse el llamado anhelante que
va disminuyendo de intensidad y termina ahogado por
el estruendo que producen las enormes descargas eléctri-
cas. Cunde el pánico entre la gente. No les queda otro
recurso.
¡Vida o Muerte!
Y con el vislumbre de los relámpagos, se orientan y
corren despavoridos hacia la casa de Rómulo.
Los amplios corredores de la residencia de aquel hom-
bre "todopoderoso", están rebasando con el apiñamien-
to desordenado de la comunidad flagelada por la tormen-
ta, desgarrada por los garfios invisibles del frío que ha
descendido —verticalmente— desde los 30 hasta los 10 ,
9 9

con transición brusca, sin ningún otro precedente, inigua-


lable, hasta entonces.
—Silencio—
Hombres mujeres y niños se apretujan, se buscan unos
a otros, deseosos de acaparar calor. Todos ellos están des-
provistos de frazadas, de mantas, de vestidos apropiados
para defenderse de la penetración de la humedad hielo-
sa que cala —profundamente— hasta los huesos.
Nadie puede explicarse cómo ha logrado Manuel No-
copuyero, reunir un montón de gajos secos, ramas y ho-
jas que comienzan a arder "milagrosamente", delante y
alrededor del aglomeramicnto humano que absorbe un
aliento de aire tibio. El viento se encarga de animar el
— 281 —
LUCIANO DURAN BOGER
cuerpo de aquella hoguera que se extiende longitudinal-
mente sobre el corredor ancho y acogedor de la única
casa con cimientos de cascajo, con paredes de adobes
y techo de tejas.
Los rostros parecen figuras surgidas de un mundo
de alucinamientos ígneos. Brillan y se oscurecen. Los tin-
tes violáceos y los rojizos se entremezclan y van surgien-
do siluetas que solamente un pincel mágico sería capaz
de delinear y esbozar los gestos y las miradas atónitas,
las manos crispadas unas sobre otras, apretadas sobre los
pechos; los hombros encogidos ajustan convulsivamente
los cuellos, sosteniendo las agachadas caras y los cráneos
cubiertos por cabelleras desgreñadas.
La llovizna menuda y fría penetra hasta la médula
de aquel grupo humano que ha perdido el espíritu y sen-
tido de solidaridad, bajo el desvanecimiento de la inani-
ción y del sacudimiento tembloroso, acicateado por el aire
hielificado del ventarrón sureño.
—Mamá, ya no puedo más. Me muero de frío — ex-
presa con voz debilitada un huesudo y tísico infante que
se arrebuja sobre el pecho de su madre que cubre la
cabeza de su hijo con sus brazos y sus manos temble-
queantes.
Manuel no ha logrado que los elementos jóvenes de
aquel apiñamiento dramático, le ayuden en su tarea deses-
perante. Con agilidad sorprendente, esforzándose hasta el
límite de un impulso de alas, de un correr sin frenos;
con un desborde de voluntad torrencial, va y retorna con
sus manos y sus brazos repletos de materiales que son
arrojados violentamente al seno de las llamas. La mujer
de Manuel, en circunstancias en que trata de ayudar a
atizar los leños encendidos de la fogata, advierte que
Pedro Añez, anciano de 89 años de edad se encuentra
agonizando, confundido entre el conjunto, al lado de su
hijo único que, con gran esfuerzo lo llevó de rastras des-
de su choza destrozada por el ciclón, hasta el lugar donde
toda la gente hubo de refugiarse desesperadamente.
—¡Manuel, se está muriendo el viejito Añez!— grita
con amargura y llama con insistencia a su marido. Manuel,
— 282 --
liN LAS TIERRAS DE ENIN

se aproxima al agonizante en instantes en que exhala el


último aliento. El hi jo del occiso llora y su lamento con-
tagia pesar entre los circunstantes que se estremecen mie-
dolentos y compungidos. El cadáver está rígido y su pre-
sencia proyecta una sensación que conmueve a todos, im-
primiendo en sus nervios un sacudimiento de pavor, acen-
tuado por el silencio y la penumbra que se hace cada vez
más intimidatoria, sobre todo, entre los adolescentes que
tratan inútilmente de borrar la visión espeluznante del
cuerpo sin vida y congelado.
—¡Mamá, tengo miedo! ¡El muerto me está agarran-
do! — vocifera nerviosamente un chiquillo de nueve años
que se siente acosado por él miedo.
—No es nada hijo. No te asustes que para eso estás
a mi lado — arguye su madre, dándole coraje. Las llamas
de la fogata se extinguen y entonces las tinieblas envuel-
ven sombríamente a todo el conjunto friolento, de entre
los cuales muchos son los que hacen crujir su dentadura,
bajo el temblor producido por la bajísima temperatura
que crispa sus nervios. Nadie duerme y sin embargo, casi
todos se han olvidado del estiramiento final del extinto
Añez" que se quedó dormido para siempre . . . La furia del
ventarrón desatado, va cediendo y su fuga lenta, con avan-
ce amortiguado, permite un respiro animador ante el
desastre causado por su acometida brutal que destruyó y
echó abajo las viviendas de aquellos pobladores indi-
gentes.
—Ya está amaneciendo — pronuncia esta frase alen-
tadora, el que ha quedado sin padre.
—Ya vamos a ver la cara del día — le responde el
amigo que está a su lado, compañero de infancia.
Arriba, el amo de todos los desdichados, Rómulo (el
gran señor del desprecio, como lo calificó Antenor Toro
Diez al dialogar con Nicolás) desde el comienzo de! ci-
clón, estuvo feliz y tranquilo, especiando desde su atalaya
residencial el desarrollo del drama sufrido por los inde-
fensos pobladores de La Loma. Cuando arreció el huracán
con sus corrientes gélidas, se dirigió con paso tranquilo
hacia la sombría habitación cuidada por el tigre encade-
— 283 —
LUCIANO DURAN BOGER
nado y donde habitan las infelices mujeres del harén que
es de su exclusiva propiedad. Después de dar al felino
su sabrosa troncha, abrió la puerta, penetró silenciosa-
mente y extrayendo de su bolsillo un manojo de llaves,
desencadenó a una de las muchachas y previo asegura-
miento del candado de la puerta, la condujo a su dor-
mitorio.

Carmen, la bellísima muchacha cruceña que fue ence-


rrada con su madre y sus dos hermanas, inmediatamente
que desembarcaron, ante la presencia de Valentín Nocopu-
yero •—que ha cumplido 17 años de edad— y ante la es-
pectativa dramática de los esclavos de La Loma, muerde
y araña a su verdugo, le escupe la cara y lo maldice:
—¡Bestia blanca! — le muerde las manos y los brazos.
-—¡Cómo quisiera ser hombre para degollarte, para
destriparte, para hundirte los ojos y cavártelos y arran-
carlos de cuajo y morderlos y estrujarlos y pisotearlos,
para cortarte las manos y arrancarte la lengua y dárse-
— 284 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
lo ¡todo! a los perros hambrientos de La Loma. ¡Cómo
quisiera ser hombre, para arrancarte los testículos! —
exclama enloquecida.
—¡Bestia blanca! ¡Maldito seas! ¡Que el hombre jo-
ven de La Loma, con sus manos vengativas haga pedazos
tu cráneo; y con él se levanten todos los hombres de este
lugar para destruir y convertir en cenizas tu maldita gua-
rida! — Carmen, enmudece de golpe y se desmaya.
Así, con estufa de sangre humana, con la grata tibie-
za de la carne fragante y olorosa a juventud, pasó las
horas de aquella noche tenebrosa. (Rómulo está feliz, nun-
ca se sintió tan feliz, como en esos instantes).
—Oye bestezuela ¿es verdad que todas ustedes me
odian y quisieran verme muerto? — pregunta Rómulo a
la muchacha que la nombra con el número 27, porque le
ha quitado su nombre y su apellido a través de los meses
de encierro que ella, y sus compañeras de padecimientos,
viene sufriendo sin la más remota esperanza de libertad.
La pregunta tiene por respuesta el más profundo silencio.
—¡Habla! — Rómulo se levanta del lado de la joven
inmutable, insensible al dolor causado por la oscura pri-
sión de largos y prolongados meses.
—¡Habla!— Rómulo, empuña un duro y nervudo lá-
tigo, construido con el nervio viril del toro destripado
por el toro negro, en la pelea singular de su estancia de-
nominada "Roma", donde reside su colaborador Pedraza
(Ministro de Ganadería) que le regaló el mencionado lá-
tigo, en el día de su onomástico, con esta leyenda escrita
con la sangre del toro, sobre un papel amarillento:
El látigo es el símbolo de la esclavitud. Pero no olvi-
de usted que la violencia — frente al hombre — engen-
dra la violencia.
—¡Habla! — Rómulo, soba —suavemente— desde el
tronco a la punta, el duro y nervudo látigo. Se aproxima
a la muchacha del número 27 (bordado sobre su pecho
con hilos negros) y levanta el ñervo de toro —brúscamcn-
te— y azota las nalgas desnudas del cuerpo femenino
que está a su alcance.

— 285 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¡Bestia, no me azote! ¡Lo odiamos y quisiéramos
verlo muerto! — habla con desgarrada voz y llora. Le due-
len sus glúteos. Se pone de pie y vuelve a escupirle la cara.
—Lo sabía. Pero me gusta oirlo de tu boca. Dicen que
el odio no es más que la máscara del amor —la empuja—
brúscamente y la tumba sobre el lecho.
—Por eso te perdono. Ahora, dame toda la ternura
que necesito. La mujer si no paga al hombre con caricias,
todo lo que le debe desde los tiempos más remotos, deja
de ser mujer, porque la verdad es que se inicia la primera
sociedad con la aproximación de dos seres que no pue-
den vivir uno sin el otro: el hombre y la mujer. El amo
es el hombre y la mujer su esclava. Ha sido la Naturale-
za la que ha creado ciertos seres para dirigir y otros para
obedecer, ambos se asocian por el instinto de la conser-
vación. Ha dispuesto que el ser dotado de razón y de pru-
dencia, mande. Y el que por sus condiciones corporales
puede realizar los mandatos, obedezca. Y en esta segunda
sociedad buscan el amo y el esclavo su interés mutuo. ¿No
es así, hija? — Rómulo ha expresado conceptos socráticos
que los asimiló leyendo en su juventud, los libros que le
prestaba el párroco de la iglesia de su pueblo, hombre
liberal y librepensador.
—¿No es así, hija? — vuelve a repetir la pregunta y
entonces su esclava, mejor dicho: su prisionera, sin res-
ponderle, cambia de posición y se cubre la cara con sus
brazos. Rómulo al sentir frío, se acuesta al lado de la mu-
chacha y después . . . se queda dormido hasta la hora en
que el primer cántico del gallo lo despierta. Se levanta y
se viste. Conduce a la mujer número 27, a la celda colec-
tiva donde sus compañeras de desgracia duermen en un
apiñamiento y promiscuidad que les permite departir re-
cíprocamente el calor de sus cuerpos, en aquellas horas
de enfriamiento invernal.
En la mañana, Rómulo reparte órdenes a sus explo-
tados que obedecen sumisamente.
—¡A reconstruir sus chozas! ¡Pronto! ¡Animales en
dos patas! ¡No importa que el huracán hubiera pasado
por aquí rugiendo igual que una bestia troglodita. Para
— 286 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
eso tienen ustedes manos, machetes y hachas, para re-
construir lo deshecho por las fuerzas ciegas de la Natu-
raleza. Trabajen que para eso tienen el alimento que me
cuesta adquirirlo a cambio de mis libras esterlinas. Tú
lo sabes — se dirige a Canciller.
—Sí, señor — Canciller afirma incondicionalmente el
argumento esgrimido por Rómulo, con avieza intención,
porque él sabe muy bien que el alimento que tragan y
digieren sus explotados, es producto del esfuerzo de sus
músculos, del trabajo agotador que realizan a sol y viento.
—¿Y qué es eso de allá? — fija su mirada en el ca-
dáver del anciano que permanece insepulto, con la cara
expuesta a la intemperie, mirando al cielo con sus ojos
fríos, opacos y abiertos porque no hubo una mano que
los cerrase oportunamente. Nadie se atrevió a hacerlo
porque la presencia de Rómulo se interpuso, desde el ins-
tante en que sus órdenes fueron repartidas violentamente,
sin darles tiempo ni siquiera para servirse un frugal
desayuno.
—Es el cadáver de Pedro Añez. Se ve que el frío dio
fin con su existencia — responde Canciller, aproximán-
dose al montón de "aquel pellejo convertido en arrugado
pergamino que la mano del tiempo, imprimió en él los
signos de la triste decrepitud, sin solvencia ante la im-
posibilidad de prolongar el vitalismo que vibra en las cé-
lulas de los seres jóvenes y maduros" — estas ideas es-
carban en la mente de Rómulo, agudo observador de la
vida y de las cosas.
—¿Lo hacemos enterrar, señor? — interroga Canciller.
—No seas tonto. Llévalo a la orilla del arroyo y re-
gálaselo a "Chocolate" — se refiere al caimán. —Es la
mejor manera de dar utilidad a lo que ya no sirve para
nada.
—Está bien — Canciller, va y envuelve el cadáver en
una vieja colcha, con sus enormes agujeros. Con gesto
agriado, lo alza y lo transporta hasta la playa gredosa del
tranquilo arroyuelo donde el caimán parece que hubiese
olfateado el olor de la carne decrépita que hace algunas
horas dejó de palpitar. Emocionado, reza un Padrenuestro
— 287 —
LUCIANO DURAN BOGER
encomendando a "Dios" el "espíritu" del que fue Pedro
Añez. Pero de súbito se hace presente Ambrosio Añcz. Se
interpone entre el piadoso y obediente servidor de Rómu-
lo y con frase aguda, mitad protesta y mitad recrimina-
ción, echa en cara la falta de coraje con que debió opo-
nerse al sacrilegio.
—¡El cadáver de mi padre, no pertenece a nadie. Lo
enterraré donde yo quiera!
—Está bien Ambrosio. No te enojes conmigo. Apú-
rate, antes que don Rómulo meta su trompa, porque en-
tonces tú, yo y el cadáver, podemos servir de banquete
para el caimán hambriento.
Piadosamente, ambos miran el cadáver. Ambrosio, lo
alza cuidadosamente, lo echa sobre sus hombros y se da
prisa. Camina orillando la corriente rumorosa, donde la
figura dramática del que está mirando su tristeza en los
espejuelos movedizos de la dulce transparencia, de las
aguas que corren con la inefable expresión de una sonri-
sa femenina, le parece una irreverencia a su dolor. Am-
brosio lleva en su mano derecha una pala limpia de moho
que reluce y destella a la luz opaca de aquella mañana
húmeda. Deja de contemplar la sonrisa mañanera del arro-
yo. Va mirando hacia abajo y le duele el corazón. Al ob-
servar el pedazo de fierro de la pala, retrotrae a su men-
te, los años de pujanza y vigorosa actividad del que fue
su padre, que con aquel instrumento, carpió y rozó, des-
de el amanecer enjoyado de rocío hasta la hora de la en-
tristecida penumbra en que se confunden el día que ago-
niza con la presencia de las sombras de la noche. Con esa
pala, con el machete en mano, con el hacha, contribuyó
—durante muchos años— al enriquecimiento del amo que,
en el haber de su cuenta de contabilidad sin libros, regis-
trada en la avara y engañosa memoria, la deuda de su
padre, en muchos miles de pesos, tendrá que pagarla co-
mo herencia de explotación y de injusticia sin nombre.
—Pagaré lo que injustamente debo, lo que no he co-
mido y no he bebido — piensa Ambrosio. Sigue caminan-
do como un autómata sonambulcsco. Abstraído en lo abso-
luto, no siente el peso de la vieja carroña que lleva sobre
— 288 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
sus hombros. Sus pies descalzos, van humedeciéndose con
el agua del arroyuelo. Se detiene en circunstancias de sen-
tir que algo raro toca sus pantorrillas. Mira al costado y
observa que un perro flacuchento, con el arpa de sus cos-
tillas visibles, lame sus tobillos.
—Ah ¿eres tú? Acompáñame. Ya estamos cerca al
tajibo que da flores amarillas, donde mi padre, gustaba
sentarse y arrimado sobre su tronco, me contaba con pa-
labra calmosa, los cuentos inolvidables de mi niñez —
avanza en curvada línea hacia la izquierda y el perro lo
sigue. Va olfateando hacia arriba. Camina y retrocede y
empieza a aullar quejumbrosamente.
—Ven Chico. No llores. El ha dejado de sufrir. En
cambio tú y yo tenemos para largo, allí en La Loma, has-
ta que nos volvamos viejos. Allí en La Loma . . . — enmu-
dece, ante la visión fatídica del promontorio de los atro-
pellos y de los crímenes que permanecen en la impuni-
dad. El perro se ha quedado sentado sobre sus patas tra-
seras, con el hocico levantado hacia el cielo y con inter-
mitencias lo abre para lanzar su aullido conmovedor y
triste que termina arrancando un llanto y un gemido en-
trecortado de los ojos y la garganta de Ambrosio.
—Chico, ven. No llores. Ven sigúeme. — El animal.,
humanizado, al extremo de sentirse parte unitaria del pe-
sar de su amo, mirando hacia abajo con la cola arrastra-
da, se acerca a él, toma la delantera y a unos cincuenta
metros más o menos, se detiene al :?ie del tronco del ta-
jibo florido, con una alfombra de pétalos amarillos al con-
torno de su añoso cuerpo, redondo y grietoso, vertical, igual
que una columna dórica, se destaca solitario en el espacio
inconmensurable de la llanura verde. Muy próximo a aquel
monumento de raíces profundas que se sumergen en estío,
más y más, en busca de la humedad telúrica, para nutrir-
se y sobrevivir desafiando al tiempo, Ambrosio comienza
a cavar la tierra seca y dura. Cava y cava y el sudor co-
pioso redondea muchas gotas que brotan de la frente del
hombre joven.
El atardecer se torna más sombrío. Ambrosio no des-
cansa en su faena monótona y acesante. El golpear mo-
— 289 —
LUCIANO DURAN BOGER
nocorde de la pala que cava, ahonda en el corazón de Am-
brosio una tristeza profunda que no tiene fondo . . . El
agujero que va abriéndose a lo largo, encuentra analogía
en la dilatación visual de las retinas de Ambrosio.
—Suficiente — se dice y arrastrando el cadáver que
está tendido sobre una frazada color violcta-oscuro, lo
lleva hasta el lado derecho del hoyo. Baja a la hondura
de él que le da hasta la altura de sus tetillas. Por último,
mete las manos a las piernas y a la cabeza del cuerpo
inerte; y, con esfuerzo recogido hacia su propio pecho,
baja los restos sagrados del que fue su padre. Después de
cerrarle los ojos, cubre la cabeza y el rostro con el único
pañuelo que sacó de su bolsillo rotoso. Sale del hoyo y
comienza a lanzar las paladas de tierra cascajosa y rojiza.
Aplana bien la tierra removida. Cubre aquel espacio con
grama verde, tratando de ocultar el sitio donde están los
huesos hundidos para siempre en la entraña de la tierra.
—Chico, ven. Vámonos — Ambrosio siente sed y un
cansancio de siglos. El perro no le hace caso y se acurru-
ca sobre aquel sitio donde se hace el silencio y donde la
columna vegetal permanece insensible y hierático ante el
dolor humano. Cae la noche y cubre con su manto negro
la tristeza de vivir sobre La Loma.

—¿Y esto qué es? — pregunta Rómulo a Canciller que


trata de ocultar el folleto que lleva por título: LOS CRÍ-
MENES DE LA LOMA. Lo sorprende en instantes de in-
tranquilidad. Quiere ocultar el desenlace de la suerte que
ha corrido el cadáver reconquistado por Ambrosio.
—¡Ya! ¡Enséñame! — replica Rómulo.
—No es nada importante, señor — evade Canciller y
trata de esquivar el interés despertado (como la luz ma-
ñanera para un nocharniego somnolento en la curiosidad
— 290 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
de los ojos de Rómulo que, se avivan ante la presencia
de cualquier folleto o libro. Es asiduo lcctor. Las horas
nocturnas que pasa en la atrincherada circunscripción te-
rritorial de su omnímoda prepotencia, siempre estuvieron
cubiertas por variados títulos de obras científicas y lite-
rarias, de textos de geografía universal. Proyecta viajes
imaginarios, leyendo páginas donde la descripción de las
costas océanicas, de golfos, de puertos, donde la vida de
los marinos resalta pintorescamente a bordo de navios
que van y vienen, cargados de esperanzas y saudades que
palpitan en la sangre de viajeros que se comprenden con
el lenguaje mudo, pero expresivo, de las miradas, entre
todos ellos, porque hablan idiomas diferentes.
Entonces, el monstruo de los crímenes horrendos que
hay en Rómulo, es un "ángel" deseoso de transmitir cari-
ño, ternura, bondad infinita, como si el corazón de "Dios"
que solo existe para el, en esas horas tranquilas y espiri-
tualizadas, negándolo después con actos de odio inhuma-
no hacia su propia especie, como si el espíritu de su ma-
dre (todo dulzura y sacrificio para con sus hijos) se en-
cárnese en el abismo ensangrentado de su inconsciencia
de bestia troglodita. Entonces, ve entre las hojas de los
libros, el lado bueno de la naturaleza del hombre. Y pien-
sa en la vida de los poetas, de los músicos, en todos los
creadores de belleza en el Arte. Quiere y desea ser igual
que ellos. Pero a medida que su meditación surgida —por
ejemplo— bajo el influjo y la inspiración de un hermoso
poema, de una melodía que suele escuchar haciendo fun-
cionar la vieja ortofónica que adquirió en aquella noche
inolvidable de la playa arenosa de Cuatro Ojos, a medida
que surge a flote de la inmersión profunda del misterioso
designio de su ser contradictorio que es crimen y bondad
idealizada c irrealizable, se mira en el espejo empañado
de su miserable existencia y se autorcconoce. Crispa sus
puños y se detesta, se repudia hasta conmover todo su
sistema nervioso. Y piensa: "Soy lo que soy y no puedo
ser lo que quisiera ser" —y agrega cínicamente:
En mis venas corre el veneno de todas las serpientes
mortíferas. Mi voluntad es igual al filo del acero del hacha
— 291 —
LUCIANO DURAN BOGER
con que el carnicero hace pedazos los huesos de la res
que degüella en el matadero.
Despierta su impulso de curiosidad por el folleto que
trata de ocultarle su leal colaborador —Canciller— inquie-
to, atrapado por la maraña de preocupaciones.
—¡Entrégame ese folleto! O sino, ya sabes lo que te
espera — Rómulo, amenaza a Canciller.
Canciller, corre precipitadamente hacia el espacio ver-
de de la pampa playera de La Loma. Y cuando está por
dirigirse al río, con la intención de lanzar al cauce de sus
aguas, el documento acusador de "Los crímenes de La
Loma" (escrito por el abogado Serafín) escucha el grito
amenazante:
—¡Trae acá, o si no te mato!
Tras la última palabra se escucha un disparo. El pro-
yectil silba sobre los pies de Canciller. El miedo lo inmo-
viliza y no puede continuar hacia adelante. Su mirada se
fija en el folleto que está cubierto por una carátula de
papel negro, acartonado, con el titular que tiene el mismo
color de la sangre. Mira nuevamente el folleto y su ima-
ginación enmarca la fisonomía de Serafín, a quien cono-
ció un día que fue a Trinidad. Pero la verdad es otra. La
fisonomía que se hace presente ante los ojos de su cul-
pabilidad, es la del sujeto que subrepticiamente llegó has-
ta él, una noche en que Rómulo recuperaba su sueño per-
dido, dilapidado en una farra en que bebió con él, hasta
horas avanzadas de la madrugada, precisamente, en la no-
che anterior a aquella en que Porfirio Martínez —de na-
cionalidad peruana— le entregó el folleto, recomendán-
dole que no dijera su nombre, con la aviesa pillería de
convertirse en agente delator de todas las corrientes ad-
versas a la conservación e inmunidad de la vida de Ró-
mulo.
—Trae ese folleto. ¡Rápido, ya te he dicho! — subra-
ya con acento violento.
—Aquí está, señor. No le de importancia. Es un cuen-
to con trama tendenciosa. Es verdad que el protagonista
lleva su nombre. Pero de ninguna manera debe ser usted.
Ya lo verá. Léalo serenamente v se convencerá.
— 292 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
—¿Y dónde está el que te entregó el folleto? — pre-
gunta ansioso de dar con el origen subrepticio de la pre-
sencia del documento que comienza a leer con avidez in-
disimulada.
—Está en mi cuarto descansando, porque es un tipo
muy trabajador y que le será muy útil para trabajos más
peligrosos que puede confiarle, con la seguridad de obte-
ner resultados beneficiosos para sus negocios clandesti-
nos — Canciller con esta recomendación, quiere influen-
ciar en Rómulo, para restar en alguna forma la actitud
vengativa que hará recaer sobre el hombre letrado que
es autor del folleto.
—Tráemelo rápido — manda Rómulo y no pierde un
segundo de tiempo. Sigue leyendo y menea la cabeza. Se
sonríe amenazadoramente. Y cuando llega a los capítulos
que delatan lo más "secreto" de los hechos conocidos por
él y Canciller, descarga su animadversión sobre el perso-
naje que conoce y que, sin embargo hace público todo lo
que él creía que era ignorado por otros seres que nunca
pusieron la planta de sus pies, sobre sus dominios de La
Loma.
—¡Desgraciado! ¿Y cómo ha llegado a saber todo es-
to, el picapleitero de marras que me acusa en esta forma,
pintándome como a una bestia —tal como soy— sedienta
de sangre humana? ¡Canciller! — llama con voz desga-
rrada — ¡Tráeme a este tal!... — iba a decir: Serafín, pero
reflexiona rápidamente y cambia el nombre con el de
Porfirio Martínez. Canciller obedece y presuroso camina
a su cuarto; llega delante de él, despega el candado que
asegura la puerta cerrada y penetra cautelosamente, de
puntillas porque sabe que el sujeto a quien busca está
durmiendo, pues durante las horas de la noche ya trans-
currida, no durmió temeroso de ser descubierto por al-
guien. Sufre delirio de persecución y el recuerdo de algu-
nos hechos delictuosos, sobrecogen su espíritu de malhe-
chor cobarde.
—¡Despierte, amigo. Venga por acá que lo necesita-
mos! — Porfirio se pone de pie y va con Canciller hasta
ponerse delante de Rómulo. Saluda compungido y se atra-
— 293 —
LUCIANO DURAN BOGER
ganta con su saliva. Rómulo inquiere con ansiedad, lodo
lo que Porfirio sabe de la vida de su acusador. Escucha
atento y sin pérdida de tiempo lo induce por el camino
de la venganza.
—Yo había pensado este plan — comienza a delinear-
lo con habilidad sorprendente que subyuga a Rómulo, al
extremo de merecer su aprobación con un apretón de ma-
no sobre el cuello.
—Bien muchacho. Aquí está el veneno. Está bien gra-
duado. Aquí están las libras que necesitas para la prepa-
ración del banquete que tienes que hacer servir en ho-
nor del doctor. Irás a su entierro. Lo acompañarás hasta
la última morada. Si sabes rezar, rézale a mi nombre.
Desde el cielo me mirará muy agradecido — habla entre
serio y broma — porque he acortado su camino evitán-
dole los dolores de cabeza que proporcionan los litigantes
de causas injustas. ¿No es así Canciller? — pregunta en
tono sarcástico.
Porfirio Martínez, se siente satisfecho con la ubica-
ción que acaba de encontrar. Pagado de su suerte, con-
templa la cara de Rómulo y comienza a quei-erlo como si
fuera su padre. Se dice para sí:
—De hoy en adelante tendré todo lo que necesito—
al salir de la sala amplia y amoblada, desde donde Rómu-
lo imparte órdenes, después de despedirse ceremoniosa-
mente de su "protector" — así lo conceptúa, respetuosa-
mente — lleva la mano a su bolsillo y acaricia las libras
esterlinas con fruición. Las monedas aúreas, son para él:
un sueño anhelado, como es la libertad para los encarce-
lados, como debió ser para los encadenados remeros de
las galeras esclavistas en aquellos tiempos remotos en que
se compraba y vendía a los hombres. Piensa que puede
llegar a ser rico, sirviendo al pensamiento a Rómulo que
acaba de darle una muestra de desprendimiento. Con la
tercera parte del contenido deslumbrante de las libras, po-
drá adquirir todo lo indispensable para el banquete, don-
de él actuará como elegante anfitrión. Ya sabe a quién
habrá de sobornar para que le fabrique un discurso de
ofrecimiento con frases enaltecedoras a la inteligencia del
— 2 9 4 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
flamante hombre de leyes, con palabras conceptuosas que
pongan de relieve el valor civil del representante de la
justicia. Porfirio se soba las manos y con la imaginación
se adelanta al festín, viéndose actuar sigilosamente, con
astucia de zorro, apto y ducho para cumplir la delicada
misión que Rómulo le ha confiado.
—Mucho cuidado con el veneno — le advierte Can-
ciller.
—No se preocupe. Lo guardaré bien — penetra al
cuarto del nombrado y busca un envase apropiado para
depositar el polvo mortífero.
—¿No le parece que esta caja — se refiere a una que
alza de la mesa de Canciller — está a pedir de boca?
—Haga uso de ella — autoriza Canciller.
—Aquí tiene su parte — Porfirio alcanza a Canciller
un determinado número de libras esterlinas, pero éste re-
chaza, demostrando su indignación con el gesto de su cara.
—No faltaba más. Eso es de usted. No olvide que es
su primer sueldo. Ganará más, siempre que no le falle
el golpe. De lo contrario puede . . . — Canciller enmudece
encubriendo un posible final trágico para Porfirio que es-
tá jugando papel muy arriesgado. Porfirio vuelve a meter
el dinero a su bolsillo. Está soñando en despierto. No
puede disimular su contentamiento. Es la primera vez que
palpa aquel puñado de monedas cuyo contenido esencial
es de metal fino y codiciado por todo el mundo. Esa no-
che procura dormir, pero no puede. El insomnio se ha
apoderado de todo su sistema nervioso. Forja con su men-
te — calenturienta — un cúmulo de posibilidades miliuna-
nochescas. "El oro". "El oro". "El oro" — repite la
frase ansioso de dormir, hasta que logra el narcótico na-
tural cuando el tercer cántico del gallo se ha dejado es-
cuchar entre la oscuridad de los contornos redondeados
del lugar donde se encuentra, acostado sobre un camastro
de vieja madera y de colchón hediondo a orines de gato
y de murciélagos.

— 295 —
LUCIANO DURAN BOGER

-—Los demonios se le han metido al cuerpo. ¿Ves


cómo se pasea de un lado a otro? — Pedro Callaú, pasa
la voz a su compadre, al observar que Rómulo está cami-
nando inquieto en el corredor de su altillo.
Húmeda está la sábana verde enjoyada de rocío del
enorme cuadrilátero que separa la casa solariega del ti-
rano, con la montonera de chozas o taperas de los escla-
vos que trabajan para él. Canciller está delante de Rómu-
lo, bajo la amenaza de sufrir la descarga de la furia con-
centrada de su amo. Recibe la dura crítica que está por
estallar en un hecho violento. El ingreso subrepticio de
Porfirio, agente portador del documento acusador, al te-
rritorio cercado a la redonda con alambres de púas, ha
producido una reacción de furor que hace crisis en el po-
des despótico de Rómulo.
—¿Por qué has permitido — dice Rómulo a Canciller
— el ingreso de aquel sujeto que ha traído el folleto con
que se me acusa como a un monstruo? ¡Responde im-
bécil!
—Yo no me explico cómo ha podido penetrar — res-
ponde Canciller — ¿Pero por qué se disgusta si usted lo
está premiando y le está proporcionando trabajo útil pa-
ra sus fines de venganza contra el abogado que se ha per-
mitido denigrarlo? Ni los perros le ladraron. Fue para mí
una gran sorpresa encontrarlo en mi habitación — res-
ponde Canciller sin titubear y con pleno dominio.
—Ante lo hecho no he tenido más que utilizarlo. Pe-
ro antes de entrevistarse conmigo debiste aplicarle la san-
ción que se merecía. ¡Porque a La Loma no penetra na-
die! ¡Tú lo sabes!
—Lo sé, señor. Me desarmó con todo lo que me dijo
al presentárseme como una persona interesada y leal a
la causa de usted. Cuando lo amenazó, me respondió que
estaba resuelto a todo y que no le importaba la conser-
vación de su vida. Es muy astuto. Anoche — por ejem-
plo — líjese bien usted — desapareció como si la tierra
se lo hubiera tragado. Es un lince y agilísimo como una
ardilla. Me contó que su especialidad — al vivir en Tri-
— 296 --
EN LAS TIERRAS DE ENIN
nidad — es la de robar gallinas y matar los chanchos que
pasean por las calles, aprovechándolos en suculentos al-
muerzos que los hace preparar con sus amigas. Me ha
dicho que su promesa de vengarlo la cumplirá tal como
usted lo desea. Me juró que volverá trayendo el más bri-
llante discurso fúnebre que pronunciará ante los restos
mortales del abogado. Como ve, Porfirio Martínez, es un
sujeto que le será muy útil. Conoce la manera de ser y de
sentir de los pobladores donde vive el abogado Serafín
Cañedo. Los informes que constantemente puede propor-
cionarle, le serán provechosos. Cualquier misión que le
encomiende, sabrá cumplirla con audacia y habilidad. Y
además . . .
—¡Basta ya! No me interesan las alabanzas que te
permites hacer a favor de tú protegido. Has dado lugar
a la violación del secreto de mis dominios. Por la falta
de vigilancia de tus colaboradores y tuya, te castigo con
un día de no comer absolutamente nada. Has preparar un
almuerzo con chancho al horno. Me lo servirás a la vista
de todos y tú estarás presente, sentado a mi lado, delante
de los platos y cubiertos y en vez de agua vas a tomar
salmuera. No probarás ni un solo bocado y ni una sola
copa de vino. ¡Has oído! — Rómulo amenaza airado a
Canciller.
—Está bien, señor. Mire usted cómo ha florecido la
hermosa planta japonesa. Esta flor tiene una virtud. En
las mañanas tiene un color rosado muy pálido, pero a
medida que avanzan las horas hacia el mediodía, sus péta-
los van enrojeciéndose hasta convertirse en un canto de
juventud. Es algo maravilloso. Le hago notar este fenó-
meno, porque usted siempre demostró tener una sensibi-
lidad de hombre culto y amante de los seres hermosos y
de las cosas bellas que ofrece la naturaleza a los ojos del
hombre, como un regalo a su condición de ser superior a
los animales irracionales. Y fíjese . . .
Canciller es interrumpido por una carcajada brutal
que lanza Rómulo, burlándose de su exposición. Sin em-
bargo, Canciller ve en los ojos de su amo, una inquietud
que se contrapone con elocuencia visible a la actitud bur-
— 297
LUCIANO DURAN BOGER
lona del hombre que trata, en lodo instante, de ocultar sus
sentimientos de señorío y nobleza humana, por lodo ¡o
que significa sensibilidad estética.
—Está bien, Canciller. No permitas que nadie corte
esa planta. Cuídala bien. Solamente los picaflores podrán
acercarse a ella. ¿Has oído Canciller? Las flores y los pája-
ros, son estrellas que han bajado a la Tierra, para per-
fumar y alegrar la vida de los hombres que nacieron tris-
tes —de todos los hombres— porque saben que han na-
cido para morir. ¡Cuida bien esa planta! ¿Has oído Can-
ciller?
—Muy bien, señor — Canciller afirma su obediencia,
jubilosamente. Pero al bajar del altillo, escucha indigna-
do, otra carcajada burlona, emitida por Rómulo, que se
prolonga y penetra como una puñalada hasta las fibras
más sensibles de su condición humana, estropeadas al má-
ximo por los hechos de barbarie incalificables, que día
tras día le destrozan el alma. Canciller vuelve a contem-
plar la presencia de las flores de la planta japonesa que
impresiona su espíritu, como si escuchase un mensaje de
labios de una mujer joven que le habla invisiblemente,
dando aliento y fortaleza a su corazón romántico. La plan-
ta aquella que se interpone al salvajismo que aflora de ¡a
existencia de Rómulo, fue sembrada por él. Las semillas,
se las obsequió Antenor Toro Diez, diciéndole —lo recuer-
da bien—.
—Amigo, si estas semillas germinan la buena suerte
lo acompañará hasta en los momentos más difíciles —
Canciller, vuelve a escuchar la carcajada irónica y enlo-
quecida de Pvómulo. Pero esta vez se trata de un alucina-
miento, del eco lejano que vuelve a renovarse en su cere-
bro magullado por el dolor de vivir angustiado en el ám-
bito de la locura y la tragedia, que se vive en La Loma.
Canciller, sacude su cabeza y siente un cansancio y un
dolor global en su cabeza, que baja de las sienes hasta
la nuca.
—Me estoy volviendo loco — Canciller se da prisa
dirigiéndose a la choza de Hervecio, habilísimo porquero
que cuida la manada de cerdos de La Loma.
— 298 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
—Hcrvccio, mata el chancho más gordo, prepáralo y
mételo al horno. Tienes que servir un almuerzo con el
mejor vino, al aire libre, con dos cubiertos. Manos a la
obra, no pierdas tiempo — escupe al suelo con asco.
—Un clianchito gordo / no está mal al mediodía /'/
Uvas pasas / aceitunas y unos huevos / / y entremedio mu-
chas copas del buen vino / proporcionan alegrías. / / / / Fi-
lo es mi cuchillo. / Me gusta cortar tocino / porcino /'
chancho / cerdo / puerco, / todos ellos son lo mismo / si
el honrado mata a un pillo / y si un loco mala a un cuer-
do. / / / / ¿No 1c parece compadre / que usted de todo
tiene un poco? — declama el porquero.
—Disculpe compadre que yo no me refiero a usted,
pero si usted se las toma, le aconsejo que si come en el
almuerzo, coma, coma, coma, pero poco — Hervacio, nun-
ca tiene la boca cerrada. Le gusta hablar hasta por los
codos . . . — Cuando está delante de Rómulo, lanza ocu-
rrencias, sabiendo que cada una de ellas le cuesta chico-
tazos y escupitajos del tirano. Pero no escarmienta y cada
vez que sufre el pago doloroso a sus bufonadas, termina
emborrachándose y canta entonces sus estrofas queján-
dose de su suerte. Les dice a sus compañeros de desgra-
cia que él debió nacer en París.
—Allí he podido ser el hombre mas feliz de la tierra,
porque talento me sobra. En estos instantes estaría ha-
ciendo rcir a la gente más seria de los palacios donde se
come y se bebe como príncipe. ¡Viva la vida buena, com-
padre! — lanza una risotada de actor dramático-cómico
— En el almuerzo de hoy, no se olvide de levantar la copa,
brindando a mi salud — se dirige a Canciller que se en-
cuentra sentado sobre un viejo tronco. Tiene la cabeza y
su cara reclinada y ajustada como acero de martillo sobre
su puño derecho. Está pensando en la terrible humilla-
ción que tiene que sufrir como castigo, por haber permiti-
do el ingreso del pillastre Martínez que burló la vigilan-
cia y logró penetrar a los dominios de La Loma.
—Por último, ¡qué me importa! — se dice y su voz
es escuchada por su compadre el porquero.
— 299 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¿Cómo? ¡No le importa que don Rómulo, coma, con
la coma que viene después del punto y coma? Compadre,
yo le aseguro que por lo que usted acaba de contarme
que será usted el invitado de honor. Lo conozco más que
a mi camisa. Acuérdese de mí. La amenaza del castigo, es
nada más que para probar si usted es hombre de pelo en
pecho. Póngase su mejor vestido. Péincse bien con agua
de loción brasileña. No olvide que a don Rómulo le gustan
las buenas apariencias. Preséntese con su bastón de man-
do. Usted sabe que después de él está usted y nadie le
quita su pre . . . su pre . . . su pre . . . ¿cómo se dice com-
padre? eso pues, eso que quiere decir . . . (prerrogativa).
—¡Basta compadre, no me jorobe la paciencia . . . Le
ruego. Pero le agradezco por su consejo. Voy a bañarme.
Hasta luego — Canciller se encamina a su habitación. Lle-
ga a ella, penetra y busca una toalla, un jaboncillo y una
escudilla enlozada. Se dirige al puerto donde el caimán
suele hacerse presente en espera de las osamentas que pe-
riódicamente le ponen a su disposición. Entre Canciller y
la fiera, parece que existiese una mutua simpatía, gratitud
y respeto. Se desviste y se baña sigilosamente, con la vis-
ta puesta en la bestia voraz. Dialoga con él.
—¿Será verdad que hoy voy a almorzar con tu amo?
¿O a lo mejor tú te banqueteas conmigo? ¿Qué dices? —
Canciller lanza una carcajada burlándose de sí mismo.
La cabezota del animal se hunde. Salen a flote unas bur-
bujas.
—Hasta luego, querido "Chocolate" — Canciller vuel-
ve a su habitación. Al vestirse siente un presentimiento
angustioso, como cuando el sentenciado a muerte se pre-
para para el desenlace definitivo. Mira las cosas y enseres
dispersos en el espacio de su cuarto. Sin darse cuenta co-
mienza a tararear una melodía melancólica y termina en-
tonando a viva voz una marcha fúnebre. Se dirige a la
esquina del corredor del interior y se detiene frente a una
jaula donde brincotea un cardenal que al verlo lo saluda
con silbido característico, con el que le demuestra su líri-
ca amistad. Al contemplarlo siente la necesidad de abrir
la puerta de la prisión estrecha de su "hijo" alado —así
— 300 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
lo llama— pero reacciona y recapacita. Piensa que lo que
experimenta no es más que un delirio de persecución. En
ese instante una voz lo llama y sin pérdida de tiempo, sale
al encuentro de la persona que interviene en favor de su
situación de pesadumbre.
—Lo llama don Rómulo. Vaya urgente — expresa el
porquero.
Canciller, mira la hora, en el reloj despertador en-
mohecido, que marca el tic-tac sobre una mesa rústica
donde se exhibe el retrato de su madre.
—Voy enseguida— observa en la mirada de la perso-
na que acaba de buscarlo, una expresión de seguridad y
complacencia amistosa. Esta comprobación le imprime
aliento y se siente reconfortado. Camina rápidamente has-
ta ponerse delante de Rómulo.
—Estás muy elegante Canciller. Así me gusta. Hoy
festejaremos el aniversario de la toma de posesión sobre
esta capital que es sede del Estado donde yo mando y or-
deno — expresa Rómulo.
—Es así, señor — con entusiasmado aliento se acer-
ca a Rómulo y lo abraza fuertemente.
—Cuidado Canciller que mis costillas no son de ace-
ro. Guarda tus impulsos para cuando tengas a tu lado a
la mujer que habrá de acompañarte hasta que mueras.
Canciller se sonríe gratamente y piensa —rápidamen-
te— en la hija de su amigo el porquero, con la que tiene
anudado algunos sentimientos afectuosos.
—Vamos rápido, hombre — Rómulo se detiene con
actitud altanera, desde el último peldaño de la escalera
de su altillo y atalaya con sus ojos radiantes la amplitud
del tapete esmeráldico, donde la mesa del almuerzo y dos
sillas se destacan con la visión más estrambótica. Canci-
ller lo espera. Camina Rómulo y él marcha a su lado, con
un sentimiento que es temor y duda. Sale a su encuentro
el porquero y, cruzándose en el camino, como cuando un
borracho se ladea de derecha a izquierda y viceversa, to-
petea al porquero y a continuación retrocede y teatral-
mente, resbala y cae de espalda delante de Rómulo. Este,
tranquilamente camina sobre él sin importarle para nada,
— 301 —
LUCIANO DURAN BOGER
atropcllar el cuerpo de su leal sirviente que está acos tu ¡li-
brado a soportar las vejaciones humillantes que se con-
vierten en heridas, chichones y magulladuras doloroso.
Soy tu puente — hijo de .. . Adán y de Mimí.
Si tú quieres regresar — plan — reta — plan . ..
ya no pasarás por encima de mí.
El porquero Hervacio es hábil e inspirado versifica-
dor. Dijo aquellos versos, después del atropellamiento que
acaba de sufrir. Rápidamente se ha puesto de pie. Con
una servilleta, lo torea a Rómulo, con pase de verónica.
El déspota, da media vuelta y en vano quiere castigarlo,
porque su agilidad de bufón aporreado no le permite. Sal-
ta y brinca como un simio. Tiene la nariz sangrante. Sopla
y resopla y las gotas de sangre se esparcen sobre su pe-
chera de lienzo.
—Toma imbécil. Límpiate la cara — grita Rómulo y
le arroja su pañuelo.
—No hay nada que hacer que usted es un es . . . ca . .
ra .. ba . . . ca . . . r a . . . Tengo mala memoria. Me olvidé —
abre su boca traga aire y lo vuelve a expulsar con el lan-
zamiento de una estrepitosa risotada. No disimula el ges-
to burlesco. Siente el sabor de su sangre. Tiene ganas de
brincar sobre Rómulo y con toda su furia apretarle el
cuello y estrangularlo en un cerrar y abrir de ojos. Pero
se detiene y se dice:
—Espera poco. Tanto va el agua al cántaro que al fin
se rompe. También es verdad que la piedra que cae al
agua deja de mirar al sol — agrega.
Rómulo y Canciller se sientan, frente a frente.
—Sírvete imbécil. ¡Qué esperas! ¿O quieres que te
destripe? — empuña su cuchillo y amenaza a Canciller.
Pero este permanece tranquilo, esperando la cuchillada
que no llega sobre su cuerpo.
—No puedo comer, porque estoy castigado — argu-
menta Canciller.
—¡Come estúpido! ¡Es mi orden. Come! ¡0 sinó te
mato! — Rómulo, replica amenazante.
— 302 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
Entonces, Canciller corta una buena troncha, la lleva
a su plato y como si estuviese solo, comienza a cortar par-
simoniosamente. El porquero Hervacio, especta y observa
sorprendido, la escena. Adquiere seriedad y cuando quie-
re lanzar una de sus acostumbradas carcajadas, pela los
dientes y sorprendido por la mirada vigilante del déspota,
no le queda otro recurso que hacer muecas a cual más
desencajadas.
—Muy bien, hombre. Eres un excelente artista. Eres
rey de bufones. Por eso te perdono la vida. Sigue comien-
do hasta que los gusanos te coman — Rómulo se levanta
y se aproxima violentamente contra el porquero y descar-
ga sobre él fuertes chicotazos. Vuelve a su asiento y si-
gue llevando bocados de carne de puerco.
Ya ves, ya ves, ya ves,
las fieras entre fieras
se las entienden bien.
Me la debes, me la debes, feudalón . . .
Noventa y nueve más uno son cien . . .
—Salud, Canciller. Te perdono. Agradécele a este im-
bécil. Pero desde hoy en adelante tienes que tener más
cuidado. No debes permitir que nadie meta la trompa aquí
donde mando yo y solo yo. ¿Has escuchado? — Rómulo,
lanza un chicotazo a Canciller que cae chasqueante y que-
mante sobre su cabeza.
—Así será, señor — responde mordiéndose los labios.
Casi se atora con un pedazo de carne que traga a medio
masticar.
Feliz, se siente el tirano. Arroja una troncha de hue-
so con carne — como se arroja a un perro — al porquero,
bufón y versificador.
—Come tú, que tienes pleno derecho.
Bebe desaforadamente. Copa tras copa de vino, to-
ma y cuando la ebriedad se extiende por todo su sistema
nervioso, lanza gritos y vítores a! alcohol y a la muerte.
—¡A ver! ¡Ven acá porquero! ¡Anda trac aguardiente
que ahora van a beber hasta que se ahoguen! ¡Llama a
— 303 —
LUCIANO DURAN BOGER
todos! ¡A beber se ha dicho! ¡Para eso mando yo aquí!
¡A beber! ¡A beber! — y Rómulo, sigue cantando el estri-
billo de la ópera "Marina" que aprendió escuchándolo en
uno de los discos del anticuado fonógrafo que adquirió
en la inolvidable playa de Cuatro Ojos.

El jolgorio toma cuerpo y la borrachera desborda en-


tre la masa popular sedienta de libertad, que encuentra
en esa oportunidad un canal de desahogo a sus comprimi-
dos psíquicos. La banda de música no deja de soplar, eje-
cutando melodías a gusto y sabor de la juventud obrera
y de los hombres y mujeres maduros que bailan por igual.
Porque los pueblos del trópico tienen un sentido alegre de
la vida que traduce el vitalismo de la naturaleza salvaje
del bosque y la llanura y de sus hermosos ríos.
La fiesta se ha convertido en bacanal bajo la imposi-
ción del déspota libidinoso y corrompido que obliga a la
gente le prodiguen elogios y ditirambos serviles y asque-
rosa adulación, como reconocimiento a la generosidad y
aflojamiento de su autoridad tiránica. La mayoría que da
rienda suelta a sus impulsos báquicos, se satura con el lí-
quido metílico, pero siente que sus intestinos están vacíos
y desea llevar a la boca, algo sólido para masticar.
Cae la tarde. El Sol, con la redondez de su materia
ígnea universal, proyecta, sobre la ceja densa de los bos-
ques que perfilan su fisonomía verdeoscura, la belleza in-
comparable de su presencia bienhechora. Esta apreciación
contemplativa, escarba jubilosamente en el espíritu joven
de Valentín Nocopuyero. Es la única persona que obser-
va todo, vigilante y en función permanente de la profunda
conciencia de su responsabilidad ante su propio pueblo
que lo quiere y lo ama por sobre todas las cosas. Lo obser-
va y lo estudia, con el goce de su plenitud consciente, por-
que no ha bebido. Ahonda en sus secretos, los menores
— 304 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
movimientos, las actitudes y los deseos del conglomerado
humano. Valentín Nocopuycro, apoyado sobre el tronco
de un árbol corpulento, piensa en las necesidades impe-
riosas de su pueblo en los intereses y las esperanzas de
aquel enjambre humano, matriz y entraña de su propio
ser. Sabe que su fuerza de voluntad es inmensa y que po-
see una inteligencia que puestas al servicio de esa colec-
tividad, mancomunadamente, (no aisladamente) pueden
determinar la destrucción de la servidumbre odiosa que
está en manos de Rómulo (terrateniente feudal, ambicio-
so y avaro como su hermano Nicolás).
—¡Canciller! ¡Llama al degollador! Dile que traiga
aquí el buey más viejo y despatarrado. Derríbenlo. Ardan
fogatas y preparen asados para que estos perros hambrien-
tos (alude a la masa popular de La Loma) traguen carne
y monden los huesos — Rómulo imparte su orden a voz
en cuello. Los obreros lo escuchan con menosprecio y al-
guien del tumulto expresa esta frase:
—El perro hambriento eres tú, miserable, que te ali-
mentas y engordas con nuestro sudor y esfuerzo — dirige
su mirada a Valentín Nocopuyero.
Se movilizan y en menos de un pestañar traen a la
víctima propiciatoria para el festín. El animal indefenso
se halla rodeado por un apiñamiento de individuos. Le ha-
lan la cola, las orejas; lo empujan, se montan sobre su
desnudo espinazo, se cuelgan de sus astas; asediado y ja-
deante, dobla sus patas y cae agobiado por el enorme pe-
so del grupo de personas que se avalanza sobre su mísera
osamenta palpitante.
—Aquí estoy, señor — Tiburcio, carnicero profesional,
se hace presente con un enorme cuchillo, largo y puntia-
gudo cual lengua de serpiente y con un hacha.
•—¡Retirarse todos! — ordena Rómulo y se pone de
pie, tambaleante, apoyado sobre Canciller que le sirve de
báculo, levanta la mano apretando su 1 riele con empuña-
dura de plata. Abandonan al decrctipo y huesudo buey con
un rumor sordo. Acezantes y con miradas vidriosas for-
man un círculo oleante. Luego, su ayudante, rápidamente
manea al manso cornúpcdo caído ya y recostado sobre
— 305 —
LUCIANO DURAN BOGER
uno de sus costillares; maneja brutalmente la testuz del
cuadrúpedo; agarrando sus cuernos, cimbra hacia la su-
perficie del suelo y cuando el cuello del animal está tenso,
Tiburcio, rápidamente se aproxima y pone en movimiento
la hoja acerada.
—Canciller. Llena este vaso con sangre del buey —
le alcanza la vasija de cristal. Rápidamente, Canciller re-
cibe el vaso y se dirige al lugar donde se encuentra el ani-
mal derribado. Recibe del chorro de sangre, la cantidad ne-
cesaria. Regresa donde Rómulo y le alcanza el recipiente.
—¡Todos acá! — se dirige a la multitud. Levanta el
vaso repleto de sangre caliente, olorosa y espumante.
—¡Salud para todos ustedes, imbéciles!
—¡Salud, señor! — responden en coro.
—¡Así se bebe! — Rómulo lleva el vaso a sus labios
y bebe la sangre; liba hasta la última gota; se limpia la
boca con la manga de su camisa. Los especiantes aplauden
desenfrenadamente la actitud espectacular de Rómulo y
comienzan a bailar alrededor de la res que está descuarti-
zando Tiburcio. Los leños de la enorme fogata son atiza-
dos y a continuación, el ayudante del degollador, va colo-
cando las piezas sobre el hacinamiento de leña encendida.
—¡Coman perros hambrientos! — grita Rómulo. En-
tonces, comienza la pantomima. Se empujan unos a otros.
Los cuchillos y las cortaplumas relampaguean a la luz de
las llamas que van extinguiéndose. Al final, en menos de
un cuarto de hora,.los huesos mondados son arrojados,
por aquí, por allá, hasta desaparecer encubiertos por la
oscuridad de la noche.
—¡Llenen sus tripas! — Rómulo, vuelve a exclamar
con frase hiriente. Se aleja babeante y eructando igual que
un árabe satisfecho y hartado. El festín ha llegado a su
fin.
—¿Qué te parece Canciller?
—¡Magnífico, señor!
—¿Es verdad que soy un hombre muy bueno?
—Si señor, buenísimo como una blanca paloma.

— 306 —
El puerto de las Cachuelas, con su monorítmica sono-
ridad que envuelve y remolinea con un contenido insur-
gente, a través del brillante y agitado cauce del río, hace
vibrar los tímpanos de los oídos de los pobladores. Es
una invitación cordial y un abrir de brazos fraternos pa-
ra los navegantes que se aproximan cautelosamente, al
venir desde muy lejos siguiendo el impulso de otros cau-
dales rumorosos, contorneados por el dominio lujurioso
de la Selva secular que se extiende inconmensurablemen-
te. El espectro iridiscente explosiona entre la ondulación
oleante del líquido fluvial. Las masas correntosas, caen y
se levantan, se hunden y vuelven a resurgir con un ritmo
de sinfonía anhelante. Parece que fuese el himno de la
vida que nace, crece y muere sin demostrar cansancio con
su victoriosa perennidad que nutre de esperanza el cora-
zón del hombre.
—Aquí se ha levantado la superestructura de un sis-
tema económico que está muy lejos de ser la panacea de
la emancipación de los trabajadores que materializan —
con su esfuerzo — la acumulación de una riqueza que es
el producto acumulado de la fuerza del trabajo del obre-
ro, no pagada — así hubo argumentado Antenor Toro
Diez, en el diálogo que sostuvo con el hermano de Rómulo.
—Pero ¿qué cosa me está hablando usted? No le en-
tiendo ni jota — Nicolás — en esa oportunidad — mani-
festó su ignorancia absoluta en materia de economía po-
lítica.
—La verdad es que usted es un ladrón como yo, por-
que usted se adueña de esa fuerza del obrero no pagada —
reafirmó Antenor.
— 307 —
LUCIANO DURAN BOGF.R
EN LAS TIERRAS DE ENIN
—Si es así, entre ladrones nos vamos a entender muy
bien — Nicolás, respondió con tono despectivo. Estiró sus
bigotazos y movió la nariz hacia arriba como frunce su
trompa un tejón (carnívoro).

—Hija, estoy preocupado — dice Nicolás a su mujer


— Acaban de informarme que han asesinado a Rómulo.
Pero la información es todavía un "dizque" que ha veni-
do transmitiéndose de boca en boca, entre los viajeros que
pasan y se detienen contados minutos en el puerto de La
Loma. Pienso largarme allí — está pensando en la posi-
bilidad de heredar la fortuna del presunto asesinado —
para evidenciar el hecho. Será mejor esperar una noticia
confirmatoria ¿No te parece?
—Creo que has pensado bien. Debes esperar. No ga-
narías nada con precipitarte llevado por tus sentimientos.
A veces las noticias son producto nada más que de la ima-
ginación de quienes no quieren a determinadas personas
o que desean el mal para otros — argumenta la mujer de
Nicolás, con el sentido de seguridad con que siempre dis-
curre la inteligencia colaboradora del cerebro del hombre.
No obstante de la acuciosa reflexión femenina, el hom-
bre de los grandes mostachos y de la plena serenidad que
es una de las características de su personalidad, está in-
tranquilo. Para desviar su preocupación, vuelve a leer la
correspondencia que ha recibido de su socio Antenor To-
ro Diez que permanece en Londres, activando las tratati-
vas de la gran empresa con proyecciones de desarrollo in-
dustrial y comercial, de colonización con ciudadanos eu-
ropeos de probada solvencia para las "prósperas" organi-
zaciones explotadoras del capitalismo. Por los datos que
le ha enviado en apretadas líneas, considera que todo mar-
cha bien. Por primera vez, sus labios apretados afloran
una sonrisilla casi imperceptible, delatando su complacen-
— 309 —
LUCIANO DURAN BOGER
cia ante las auspiciosas noticias que acaba de recibir, me-
diante el servicio postal que se hace presente en esas re-
giones, atravesando latitudes cálidas del continente, con
un perfume de puertos y de playas, donde la melodía de
los idiomas más hermosos que hablan los hombres, se in-
terponen con barreras sutiles, invisibles, pero apasionan-
tes, acicateando el vivo anhelo de la comprensión futura
de la comunidad humana, que habrá de fraternizar con el
florecimiento de una cultura totalmente universalizada,
hablando y cantando la felicidad de haber nacido en una
era histórica, donde la plenitud de la vida, tendrá un ele-
vadísimo sentido artístico, comprensible para todos, me-
diante el instrumento maravilloso de la palabra, de la voz
humana con una sola lengua . . .
Nicolás, no obstante de tener un cerebro sumamente
perezoso para gozar con la lectura de buenos libros — to-
do lo contrario de Rómulo — al leer las letras de Antenor,
ha captado como una ensoñación los conceptos del espí-
ritu poetizante de su socio, hombre culto a quien compren-
de a través del lenguaje con que se plantean y proyectan
los negocios, entre personas practicistas. Nicolás está con-
tento y como nunca siente un entusiasmo que lo coloca
en la situación de responder con su puño y letra, a la co-
municación epistolar suscrita por el talentoso Antenor.
La verdad es que Nicolás, hasta la edad que tiene, no
había escrito nunca una sola carta. Pero esta vez, el pulso
caligráfico de su mano derecha, traza muchos signos que
él mismo los encuentra subyugantes, bellos y sugerentes
como los de una misiva amorosa para un adolescente. Es-
tampa su firma y rúbrica con suma delectación y vuelve
a sonreírse por segunda vez.
"Querido Antenor: — Estoy contento y anhelo que la
"buena suerte te acompañe en la empresa, en la cual es-
"tamos los dos comprometidos con aportes que represen-
t a n oro efectivo. Vuelvo a estrecharte con ambas manos.
"— Nicolás — (firma) — Vale."—
Esta es la posdata de la carta de referencia. Seca la
tinta de las líneas escritas. Empleó una arenilla fina, finí-
— 310 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
sima a la usanza antigua. Espera unos instantes y luego
sopla. Coloca con suave tranquilidad la hoja escrita de
papel sedoso, en el sobre blanco y lleva a sus labios los
bordes triangulares que, después de mojarlos con saliva,
los pliega, también suavemente, sobre la superficie plana
de la mesa de caoba negra que le sirve de escritorio.
En esos instantes acaba de llegar una pequeña lancha
a vapor. Los toques de la sirena que anuncian su encoste,
son escuchados por Nicolás. Es norma reglamentaria im-
puesta por el Capitán de Puerto, asalariado por la casa
comercial de Nicolás, que cualquier embarcación a remo
o motorizada, al arribar a sus dominios debe izar la ban-
dera nacional. El propietario o comandante está obligado
a presentar, ante la oficina, una información escrita con-
teniendo la nómina de la tripulación, pasajeros, cantidad
y peso de la carga que transporta, a fin de que ese control
pague al Capitán o funcionario una gabela o impuesto, cu-
ya recaudación anual está destinada para los gastos de
arreglo y conservación periódica del puerto.
El propietario de la lancha es un ciudadano inglés.
Le falta una pierna y usa una muleta rústica de palo. Fri-
sa su edad en los 45 años. Masculla el idioma castellano
y al finalizar cada oración dice siempre, como costumbre
invariable:
—Perfecto — se yergue tratando de disimular su co-
jera.
Cumplido el requisito de la información detallada, se
dirige —taconeando con la vigorosa muleta— al domicilio
de Nicolás. No necesita ser anunciado. Encuentra la puer-
ta abierta de la enorme sala, donde —momentos antes—
Nicolás leyó al carta de Antenor y escribió la respuesta,
cuya posdata ya la conocemos.
El inglés golpea la puerta con el extremo del palo con
puño atravesado que tiene una encasquilladura de metal.
Se hace presente a su llamado una criada, la misma que
atendió a Antenor, cuando lo entrevistó por primera vez.
—¿Qué desea, señor?
•—Yo quiero hablar su patrón —perfecto— despega
los labios con dificultad.
— 311 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Esta bien, señor. Pero debo decirle que el señor no
se llama Períecto. El nombre del caballero es Nicolás.
—Está muy bien. Yo agradezco usted — Perfecto.
—Tome asiento, señor. Espérelo un momento.
El inglés toma asiento. Coloca la muleta al borde de
la mesa escritorio y se sienta al lado de ella. Nicolás no
se hace esperar mucho tiempo, se presenta ante el recién

— 312 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
llegado y muy cordialmentc le da la bienvenida. Después
de los cumplidos de la presentación amistosa, Richard
Lenz (este es el nombre del inglés) extrae de su bolsillo
una pequeña y preciosa caja manual. La abre y enseña a
Nicolás las relucientes piedras preciosas contenidas en
ella. Se destaca entre todas, una enorme y hermosa esme-
ralda. Destellan fulgurantes los brillantes, los rubíes, los
topacios y otras. Richard Lenz, da movimiento a la caja
y se deleita con el juego alucinante de las luces de los
vértices y aristas que reparten su magnificencia ante los
ojos de Nicolás, partidario y entusiasta coleccionador de
joyas que adquiere sin regatear los precios y las acumula
en la caja de caudales que posee. Nicolás se enamora de
la esmeralda, sin perder de vista a las otras que en orden
de tamaño forman un cuerpo, como un conjunto de bai-
larinas jóvenes, haciendo ruedo armonioso.
—¿Qué le paguece a usted, señog Nicolás — Perfecto?
—Me gustan. ¿Cuánto valen? Diga el precio. — Mi-
ra, las palpa y vuelve a mirarlas con delectación.
—No valen nada. — Perfecto. — Richard Lenz, cie-
rra la caja y la coloca en el mismo bolsillo de donde fue
extraída.
—Gracias, señor Nicolás. Hasta Luego — Perfecto —
quiere ponerse de pie, pero no puede. Echa de menos su
muleta y no la encuentra a su lado. Nicolás le pregunta:
—¿Qué cosa busca?
—Yo busco mi esposa — Perfecto — así llama a su
muleta.
—Aquí la tiene — se la entrega.
—Muchas gracias — Perfecto — Richard, antes de
despedirse le expresa a Nicolás la profunda simpatía que
le ha inspirado, por el hecho de que es la primera per-
sona que no ha reído, ante la ocurrencia con que siem-
pre se presenta a las personas con quienes traba amis-
tad.
LUCIANO DURAN BOGER

La vida en Cachuela Esperanza, discurre bajo un


clima de relativa tranquilidad, donde existe más consi-
deración por la personalidad del hombre, sin que los
brotes del caciquismo gamonalista, propios del medio
y de la época feudal-terrateniente, dejen de tener vigen-
cia y sin que el imperio del látigo, en manos del capataz
taimado, no silben sobre los glúteos de los obreros. En
La Loma, lar. condiciones de barbarie rebasan y se dejan
sentir brutalmente a cada instante. Nicolás y Rómulo no
mantienen ningún nexo de comunicación. Rómulo no ex-
terioriza nunca el recuerdo de su hermano. En cambio
Nicolás en la intimidad, entre sus familiares, de vez en
cuando, sin poner énfasis, expresa por él una remembran-
za que entronca con pasajes de su juventud.
El inglés de la muleta, vuelve a visitar a Nicolás. En
el diálogo trae a colación con mucha diplomacia algunos
comentarios que ha escuchado de viajeros, sobre la pros-
peridad de Rómulo. Muy hábilmente correlaciona aquel
hecho, manifestando —ante Nicolás— que Gran Bretaña
es el "mejor" amigo de los flamantes pueblos latinoame-
ricanos y de que la diplomacia británica trabaja más y
mejor en la "ayuda" a los hombres de empresa.
—Sé que a su hermano — continúa Richard Lenz —
le ha sido confiado el contrato de construcción de durmien-
tes destinados para el ferrocarril gumífero, destinado a
centralizar el transporte del caucho — Perfecto — atrae
sobre su pecho a su "esposa" y reclina su cabeza sobre
ella.
—Ignoraba tal cosa — interviene Nicolás sin disi-
mular su asombro ante aquella noticia.
—Su hermano — continúa Richard — está obtenien-
do grandes ganancias — Perfecto. Es verdad que en esta
empresa, están muriendo muchos obreros bajo su depen-
dencia — Perfecto. El tifus, la malaria, el beriberi, son los
peores enemgios de los trabajadores reclutados por él —
Perfecto. Imagínese que por cada durmiente que sus ca-
pataces hacen colocar en el tramo del ferrocarril, mueren,
— 314 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
más o menos, cinco peones matriculados bajo su lirma —•
Perfecto -— extrae su pañuelo del bolsillo con boca tan
grande como la de una bolsa, y se limpia el copioso sudor
de su cara enrojecida.
—¿Y sabe qué ha dicho su hermano, ante esta reali-
dad? — Perfecto.
—¿Qué ha dicho? — pregunta Nicolás encubriendo su
inquietud por todo lo que está relacionado con la vida de
Rómulo.
—Que los huesos de los obreros muertos abonan la
tierra y que los durmientes sirven de base — muy justi-
ficable — de enriquecimiento de los empresarios — Per-
fecto. Para la tierra, la cal de los huesos y para mí las li-
bras esterlinas — Perfecto.
Nicolás se levanta indignado de su asiento y replica:
—No creo que mi hermano hubiese expresado seme-
jante opinión.
—¡Disculpe, usted, señor — Perfecto. No he querido
ofenderlo! — Perfecto — Richard, sobrecogido, cambia de
tema y le ofrece en venta la hermosa esmeralda. Nicolás
está resentido y se niega a comprarla con mucho pesar.
Entonces Richard, en sus adentros, al escuchar la negati-
va, se siente dichoso porque el ofrecimiento no fue más
que una estratagema para alejar el disgusto que ha pro-
ducido en el ánimo de su contertulio. Y Nicolás — por
su parte — considera que ha desperdiciado la oportuni-
dad de adquirir una valiosísima joya. Se dice a sí mismo:
"No será la primera ni la última. Se presentarán ante mis
ojos, muchísimas otras. Pero . . . ésta es extraordinaria-
mente bella, su hermosura y rareza, sus incomparables he-
chizos de facetas naturales, atraen y apasionan igual que
una bellísima mujer de ojos negros y redondos. No debe ha-
ber otra en el mundo. Todas las que poseo, las que he
despreciado porque no me atrajeron, por ser comunes,
todas las que figuran en muestrarios multicolores, en ma-
nos de coleccionistas que llegaron hasta mí, no competi-
rán jamás ante esta soberana "mujer" de las calidas y
misteriosas regiones arboladas" — Nicolás, esta vez ha
delirado febrilmente.
— 315 —
LUCIANO DURAN BOGF.R

—¡Mi esmeralda... — se abrieron sus apretados la-


bios de hombre introvertido, de alma tranquila, más se-
rena que un lago engastado entre el follaje fresco de las
impenetrab'es junglas; pero el autocontrol de su equili-
brado cerebro, evita la continuidad de su expresividad ad-
mirativa y ansiedad fascinante que le ha producido aque-
lla hechura de silicato de alúmina y glucina, con su co-
lor verde de luz y tiempo y de óxido de cromo — Nicolás
vuelve a concentrarse íntimamente con los casi poéticos
detalles de su conocimiento sobre la estructura y compo-
sición minei alógica, prescindiendo en absoluto de la pre-
sencia del flemático y astuto anglosajón. Y como si la hip-
nosis de su extraordinario alucinamiento, primogénito en
todo el transcurso de sus años maduros, sujeto a un aná-
lisis de colapso de una futura crisis hipocondríaca, se ha
quedado inmóvil con la cabeza gacha, decapitada con hu-
mor acuoso y frío.
Con actitud sorprendente, Richard aligera su parsi-
moniosa cojera: uno, dos, tres golpes contundentes de su
adorada "esposa" (muleta), avanza hacia Nicolás, en cir-
cunstancias en que ella se empina lenta y temblorosamen-
te, cuando sale del vacío mental y recobra su estabilidad
de dominio espacial.
—¿Algo pasa usted? — Perfecto — pregunta emocio-
nado, asegurando su codiciada caja que atesora la inigua-
lada esmeralda, en el bolsillo de su casaca tornasol.
—Nada. Estoy bien. Ya pasó. . . He vuelto. La reali-
dad es otra. Rómulo... La Loma. . . Usted y . . . Me inte-
resa mucho. . . Como sea. . . La quiero. .. Será. .. — Ni-
colás emite estas palabras entrecortadas, sintiendo un tre-
mendo dolor de cabeza.
—¡Yo llama un médico! — Perfecto — Richard, sobre-
saltado, agarra a Nicolás de su brazo derecho, lo levanta
con sumo esfuerzo.
—Déjeme usted, por favor. No me moleste. Estoy bien
— Nicolás, vuelve a sentarse con pesantez, flácido, cual
si hubiese entrado de golpe, con el impulso de un salto,
para caer precipitadamente al ultimo período de la vida
humana.
EN LAS TIERRAS DE ENIN
La puerta está abierta y es un amplio saludo frater-
nal para el camino anchuroso en aquel sector: amplitud
acogedora, orlada por floridos naranjales. Lomo de pes-
cado, terraplén lúcido, cascajal brillante, rojizo: naranja
madura y tostada por el sol; alucinante visión, espíritu
gozoso, todo esto: el camino en sí. Inefable belleza. Con-
centración de feraz naturaleza. Detrás de sus espaldas.
Nicolás sereno. Richard y su "esposa", también detrás.
Más allá la perspectiva. Ve. Viene la figura. Alma de poe-
ta. Vida sencilla. Se aproxima. Es un hombre. Sobre sus
hombros trae una cabeza o racimo de encrespados pláta-
nos. Llega. Descarga. El silencio que separó y distanció
a ambos (Richard y Nicolás), recoge la voz:
—Buenos días, señor. Esto es para usted y disculpe
— expresa Florentino.
Sin pose jactanciosa, Nicolás penetra con su mirada
en la del hombre vestido con harapos remendados pero
limpios como el agua que corre, del río que es todo para
él, porque lo quiere y lo ama.
—Gracias, hijo. Esto para ti — Nicolás le alcanza su
mano y el otro la recibe. Y la moneda áurea y fina (libra
esterlina) pasa a la mano áspera y callosa. El justo equi-
valente del producto verde, con el metal de dieciocho qui-
lates (racimo de plátano por su igual: la libra esterlina).
Richard permanece mudo.
—Hija, coloca un cubierto más sobre la mesa — Ni-
colás, después de despedir a Florentino, llama a la mo-
zuela de los hermosísimos ojos y le imparte aquella orden.
—No se vaya. Va almorzar conmigo — Nicolás se di-
rige a Richard.
—¡Gracias! — Perfecto. — Richard acepta compla-
cido la invitación. Observa que Florentino se introduce
al boscaje ribereño. Richard, cuando algo raro penetra al
enjambre de su curiosidad, no se queda tranquilo si no
descubre los hilos sutiles del asunto. Quiere saberlo todo.
Investiga hasta los detalles más insignificantes. Siente
fruición íntima por la acumulación del ¿por qué? de las
cosas v los hechos.

— 317 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¿Cuánto vale un racimo de plátano? — Perfecto.
Este por ejemplo, ¿qué precio tiene aquí, donde la gente
lo tiene por principal alimento? — Perfecto. Soy capaz de
volverme sembrador de plátanos — Perfecto — afirma
Richard.
—Lo más sencillo. Me vende usted su lancha con toda
la tripulación, su carga y las joyas que posee y le regalo
las hectáreas de tierra que usted quiera — Nicolás al re-
ferirse a las joyas, se soba las manos deseoso de hacer su-
ya la esmeralda.
—No estaría mal — Perfecto — afirma Richard. Es-
tá en una encrucijada. La verdad es que habló en serio.
Hace tiempo que viene deseando transformarse en un cam-
pesino. Pero, esta aspiración es una contradicción de su
ser. Nació en Londres, en pleno corazón de la gran me-
trópoli. Sus hábitos o costumbres, sus gustos de ciudada-
no, lo inhabilitan para cambiar de profesión. Es un hábil
comerciante, tan hábil, audaz y de buena "suerte" en los
negocios que, en los albores de su carrera, acumuló dine-
ro vendiendo piedrecillas de color, recogidas del borde de
la playa.

La senda por donde marcha Florentino es muy estre-


cha y al alejarse del camino real se enrosca en el corazón
del caminante, cual un collar en el cuello de una mujer.
Escuchó siempre el monologar sencillo de aquel hombre
que la quiere íntimamente, porque de su choza a la vía
central cíe Cachuela Esperanza, es la única arteria, el nexo
insubstituible, entre la permanencia de su vida silenciosa,
al convivir — accidentalmente — con la gente del asiento
comercial de Nicolás. Camina Florentino (esta vez) sin
atender la realidad sugerente de su amiga: la senda que
huele a selva y que guarda todos los silencios del mundo
vegetal.
— 318 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
—¿Qué ha pasado?
—¿Estoy soñando?
—¿Será posible?
Se arrima al tronco del árbol que se deslaca solita-
rio, como si fuese el único entre el volumen denso, com-
pacto de aquella maraña impenetrable, estructurada por
troncos y raíces, adustos e invisibles (fuera y delante de
la selva; hipnóticos, alucinantes, misteriosos, estando den-
tro de ella) columnas señeras de aquella catedral del Si-
lencio donde la eternidad del Tiempo sin Dios, parece que
durmiese con los ojos abiertos. Donde las ramas, las ho-
jas y las flores — así lo siente Florentino — se elevan
horadando la cúpula del Cielo, como fuga de sensaciones
poderosas, fuertes, agudas, intensas, acechantes y persi-
guiendo lo infinito...
Se arrima al tronco del árbol que con delectación ine-
fable le dio personalidad singularizada, al rozar y carpir
a su alrededor un redondel de varios metros, mantenién-
dolo siempre limpio. Y en su soledad, perturbado por im-
pulsos inexplicables, llega a sentir horror por la aflicción
que le causa su espíritu, al intuir la limitación de su vida,
sujeta a la meta final (que concluye abrazado a la Muer-
te) al fin de todo lo que circunscribe o reduce sus sensa-
ciones indefinidas que él no puede determinar, ni conce-
bir distintamente y que confunde por lo común con las
sensaciones que le producen los astros y el espacio uni-
versal.
Vuelve a repetir las tres interrogantes. Tiene entre
sus manos la libra esterlina. La contempla y el destello
inenarrable del metal maravilloso, substrae el fenómeno
de la percepción objetiva que existe en su contorno a la
redonda. Sabe que el racimo de plátano que lo cortó sin
mucho esfuerzo y lo desprendió de su planta, vale allí, en
Cachuela Esperanza, la unidad de aquella moneda. Pero
que la paridad de ese valor de cambio, ni él, ni ningún
otro hombre, puede obtenerlo, porque lo corriente y ge-
neralizado (en ese medio económico-social) es — no sola-
mente una imposición — sino un mandato dictatorial de
Nicolás, que por cada cabeza de plátanos, reciben escasa-
— 319 —
LUCIANO DURAN BOGER
mente veinte centavos de la moneda corriente, cuando su
equivalente es de una libra esterlina, por doce pesos.
Deja de abrazar el árbol y se sonríe.
—No ha pasado nada. No estoy soñando — Floren-
tino, ha comprendido que quien le entregó la moneda de
oro (Nicolás), en esos instantes, no estaba en el goce de
su sano juicio. Leyó en sus ojos la causa del impulso de
una falsa generosidad, jamás experimentada y sentida. Vio
en la cara de aquel sujeto imperturbable, cuando sudaba
copiosamente, el símil del trofeo de hueso que conserva,
de la cabeza del tigre que cazó con suma astucia, vengan-
do a su mujer que fue víctima de la osadía y voracidad
de aquella bestia.
—No ha pasado nada. No estoy soñando — vuelve a
sonreír y mira entonces con sumo desprecio la libra es-
terlina. Piensa que con ella puede adquirir muchas cosas
de la tienda, de la única que existe en Cachuela Esperanza,
de propiedad de la firma comercial de Nicolás, abarro-
tada con mercancías de ultramar, desde el suelo hasta ro-
zar los límites de la techumbre.
Llega al patio de su choza. Se sienta sobre un pedazo
de tronco con fibras perfumadas (con olor a cuerpo de
mujer selvática) y antes de saciar su sed (mira la tinaja
de greda colorada, húmeda y atrayente), extrae la libra
esterlina de su bolsillo y la coloca sobre la calavera del
que fue su adversario de vida o muerte.

Muchacha hermosa. Ojos negros. Piel morena. Fiel


cumplidora de los gustos y caprichos de su patrón. Al re-
cibir el mandato de:
—Hija, coioca un cubierto más sobre la mesa — se
dio prisa para disponer de lodos los artículos comestibles
de primera necesidad. Movilizó a los cocineros que tra-
bajan bajo sus órdenes — hombres y mujeres —, para
— 320 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
que, además de sacrificar un par de gallinas, matasen un
pavo, el consabido, y lo aderezasen con los rellenos más
exquisitos, advirtiéndoles que la invitación nada tiene que
ver con un vulgar y corriente almuerzo, sino con un ban-
quete de estilo, como los que sabe ofrecer Nicolás, cuan-
do está enfrentado ante un personaje de quien debe sa-
car mucho provecho en bien de sus intereses de acauda-
lado y próspero comerciante.
—Mantel de seda, cucharas de plata, copas de cristal
de roca, los mejores vinos de Francia, la cerveza negra
alemana — la muchacha, ordena y pide que le traigan
todo lo enumerado. Después de tender el mantel de seda,
largo y más amplio que la enorme mesa, con las iniciales
del propietario de la casa, coloca la vajilla de plata y los
cubiertos, en número de 13. Porque Nicolás nunca olvida
los detalles de la cena cristiana en que estuvieron pre-
sentes sus doce apóstoles. Esta costumbre tradicional se
cumple invariablemente, aunque en el ánimo de la buena
moza, produzca siempre una sonrisa irónica.
—Sírvase usted. Como buen inglés, usted sabe que los
aperitivos son indispensables antes de un almuerzo o ban-
quete suculento — Nicolás le entrega una copa a Richard.
Levanta la suya, lentamente. Brinda y la lleva a su boca;
bebe y saborea la esencia del líquido: jugo de uva pura,
fermentado a través de muchos años. Es vino añejo.
Menudean el coñac y los vinos más finos de Borgoña.
—Ya está listo el almuerzo, señor — anuncia la mu-
chacha, garbosa y sonriente.
—Pase usted — indica Nicolás, agarrando del brazo
izquierdo a su invitado. Se sienta en la testera y a su lado
derecho: Richard. Después de un prolongado silencio, el
inglés abre el asegurador del cofre de las reservas ínti-
mas y reanúdase el diálogo. Como hábiles duelistas que
estudian y miden sus golpes maestros, hablaron de lodo
menos de negocios. Pero esta vez, el alcohol los ha aproxi-
mado solidariamente, haciendo escapar el zorro de la ma-
licia.
—Gracias al vino, la diplomacia y los negocios, se
abrazan cariñosamente como novios — Perfecto — la fra-
— 321 —
LUCIANO DURAN BOGF.R
se salió de los labios de Richard, como magnífica intro-
ducción protocolar.
—Así es buen amigo Richard. ¡Salud! — Nicolás no
oculta su contentamiento y llama a Petrona: la dulce mo-
rena de mirada tentadora que alborota a todos.
—¿Me llamó, señor?
—Sí, mi hija. Trae más vino pero del que tú sabes.
De ese mismo. .. — siempre le ordena con frases que son
alusión disimulada.
Siguen bebiendo y masticando. Intercalan expresiones
de afecto o cumplidos, hasta que llegada la hora del tu-
teo y del "yo te estimo" se levantan de la mesa y vuel-
ven al salón de recibo. Richard, cojeando y sin perder el
equilibrio, porque su fortaleza orgánica resiste los efec-
tos de las bebidas alcohólicas, mira la mesa que le pro-
duce una impresión desoladora, como si en ella hubiesen
comido fantasmas o seres de ultratumba.
—¿Qué miras, querido Richard? — interroga Nico-
lás.
—Tu mesa. Tu mesa — Perfecto. Me parece que los
espíritus de muchos amigos muertos, tuyos y míos, hu-
biesen almorzado juntamente con nosotros — Perfecto —
bajo la influencia de la ebriedad, el inglés suelta la co-
rrecta pronunciación del idioma castellano, que lo utiliza
hábilmente, según las circunstancias.
La respuesta de Richard, conmueve la sensibilidad de
Nicolás, porque es supersticioso y cree en el espiritismo.
Fija sus ojos seminublados por la embriaguez sobre el con-
junto simétrico de platos, copas, cubiertos, sillas, que na-
die hizo uso.
—Sí, allí se sientan los espíritus de mis padres y de
mis hermanos. Pero dejemos estas cosas que a ti no de-
ben preocuparte y hablemos de otros asuntos. Dime, ¿qué
cargamento traes en tu lancha?
La reticencia de Richard se hace notoria. Considera
que ha llegado el instante para obtener de su flamante
amigo todo lo que quiera. Da dos pasos hacia adelante,
aproximándose a su interlocutor. El toe — toe de su "es-
posa" (su muleta) repercute agudamente en los oídos de
EN LAS TIERRAS DE ENIN
Nicolás, y se siente molestado, pero deja pasar desaper-
cibidamente la reacción. Toma la iniciativa y se sienta,
esperando que su amigo inválido haga lo propio. Ambos
están a la misma altura del franco deseo de llegar a pun-
tos equidistantes para la tratativa comercial.
—Es de mucho valor para ti, solamente para ti — Per-
fecto. Vale mucho porque antes de llevársela a tu herma-
no Rómulo, prefiero que tú la compres al precio que te
la ofrezco — Perfecto. Imagínate lo que puede valer. Por
encargo especial de tu hermano, viajé a Londres (recuer-
da que en esa oportunidad mintió a Rómulo haciéndose
pasar como Pascual Coimbra, hecho que despertó descon-
fianza al propietario de La Loma), hace algún tiempo —
Perfecto. He vuelto con ella, pero de ninguna manera con-
viene que se la lleve — Perfecto. Por eso te la he traído
a tí — Perfecto. Porque tú . . . formas parte de ella —
Perfecto. Imagínate. . .
—Perfecto. Perfecto. Perfecto. Bueno, hombre. Pero
déjate de introducciones peripatéticas y entra al grano.
¿De qué se trata, hombre? — Nicolás interrumpe exabrup-
tamente e interroga con desagrado.
—Es muy liviana. Tú sabes que. . . — Perfecto. Es-
pera un momento — Perfecto — Richard lleva su mano
al bolsillo enorme y con gesto sonriente hace intento de
sacar la caja donde se encuentra bien guardada la hermo-
sa esmeralda. — Aquí está la esmeralda — Perfecto.
Nicolás, espera ansioso que vuelva a colocar en sus
manos la caja de joyas que ya conoce, pero muy contra-
riado observa que Richard baja la mano y vuelve a guar-
darla.
—Te la enseñaré más tarde — Perfecto. Vamos a mi
lancha — Perfecto. Antes debo informarte — Perfecto.
—Habla de una vez. Qué tanto rodeo, hombre — ma-
nifiesta Nicolás — visiblemente — su contrariedad.
—Tu hermano Rómulo se ve que sufrió un error — Per-
fecto. La verdad es que cuando estuve en La Loma, me en-
tregó una fotografía para hacerla grabar en el asiento —
interiormente — de mil bacines de cobre — Perfecto.

— 323 —
LUCIANO DURAN BOGER
Sin perder la serenidad Nicolás, indignado, replica a
Richard.
—Todo es perfecto para vos. Es perfecto que mi re-
trato esté grabado en los bacines. Perfecto. Sí. Perfecto.
Y ¿cuánto pides por los mil bacines que debo comprár-
telos, cueste lo que cueste? Perfecto. ¿No es así? Perfec-
to. Ni una palabra más. Perfecto. No me da la gana. Per-
fecto. Pero ahora me toca hablar a mí. Perfecto. Si no me
vendes la esmeralda, no te compro los bacines y haz lo que
quieras con ellos. Perfecto.
Planteada la disyuntiva, Richard está colocado en una
situación muy difícil. Advierte que la decisión de Nicolás
es tajante.
—Perfecto.

Casas de corredores anchos. Las puertas abiertas des-


de tempranas horas de la mañana, alineadas a lo largo
de la única calle frontal mirando al río, parecen saludar
la majestuosidad del inmenso caudal que se precipita de
tumbo en tumbo, hacia las profundidades espumantes, con
rompientes sobre puntiagudos pedrones donde el golpe-
teo de las aguas ruge, remolinea y destella, repartiendo
la fantasía líquida de infinitas e incontables gotas que se
abren en abanicos rumorosos de corrientes saltarinas.
Entre los transeúntes, vemos pasar a la guapa y ga-
rrida Petrona que se dirige a la lancha de Richard. Siempre
sonriente, con sus labios carnosos: fruta madura que al
brindarse en pleno verano, atrae y seduce y la ansiedad
que arraiga el deseo, se abre con el deleite que todos quie-
ren saborear. Su andar de caderas, delata sus frescos y
primaverales años juveniles, intocados aún por mano ru-
da y varonil. Su vigorosa mata de pelos, cae como una cas-
cada de tinieblas hasta diluirse entre los límites de su
cintura, provocando un anhelante ritmo de cadencias que
— 324 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
nace con triunfal euritmia, con apretadas curvas, hasta en-
contrar remate en la juntura de sus tobillos. Petrona —
mujer del trópico — afirma el acabado de una plástica
bellísima.
—¿A dónde vas hermosa con tus ojos más negros que
mis penas? — le dice Serapio Carvalho: auxiliar de conta-
bilidad que ve las cosas con sensibilidad romántica.
La respuesta de Petrona es una mirada dulce porque
sus ojos parece que nacieron solamente para sonreír.
—¡Amalaya, quien tuviera una escopeta para matar
esas dos palomas! — Gonzalo Dorado, jefe de Almacenes,
realista y sujeto de pocas palabras, de visión cabalística
para diferenciar las cosas, unas de otras y para compa-
rarlas analíticamente, cuando da rienda suelta a su buen
talante, lanza aquel requiebro, fijándose en lo más bello
y destacable del cuerpo escultural de Petrona. Entonces,
la muchachuela, sin ruborizarse, abre los labios — grana-
da que revienta en mañana luminosa — y aflorando la
sonrisa, replica dulcemente.
—El mal cazador por más que tenga escopeta de lar-
go alcance no mata ni siquiera una perdiz — Petrona, esta
vez se sonríe burlonamente.
Reunidos en el extremo inicial del largo edificio don-
de trabajan, que esperan el toque de la campana para in-
gresar a sus oficinas, los empleados, sueltan una carca-
jada burlona, dirigiéndose al funcionario de las enormes
y encrespadas pestañas.
—¡Muy bien dicho morena! ¡Bravo! — aplaude Sera-
pio, con la aprobación unánime que hace coro, batiendo
palmas y solidarizándose con el galán apuesto.
Fuera ya del marco de las tentaciones, con un poqui-
tín de orgullo porque sabe lo que tiene y lo que vale, así
lo ha constatado al contemplarse en la hermosa luna de
cuerpo entero, del espejo veneciano, enarbolado en el dor-
mitorio de Nicolás. Y también con otro tanto de vanidad
pueril: condición humana de toda mujer, siente sobre la
nuca, debajo del tronco de su hermosa cabellera, un cos-
quilleo estremecedor, sin poder penetrar a la hondura del
fenómeno psicológico que acaba de producirlo. Caminan-
— 325 —
LUCIANO DURAN BOGER
do, levanta su mano derecha y con toda suavidad, las ye-
mas de sus dedos, rozan — delicadamente — de abajo ha-
cia arriba y entonces, vuelve a estremecerse como si una
sutil corriente eléctrica hubiese tocado el circuito de la
sensibilidad que lleva en sus venas de hermosa mujer bc-
niana. Rápidamente, baja el brazo. Levanta la cabeza y la
imagen de la lancha de Richard, se destaca horizontalmen-
te y adquiere profundidad en sus tres dimensiones, em-
bellecida — luminosamente — en los dos universos de sus
negros ojos. Borra del telón de su mente las figuras de los
individuos que se cruzaron a su paso. Y, con sucesión pre-
cipitada de ideas, recuerda las partes sobresalientes del
diálogo de Nicolás con Richard, que escuchó con sumo in-
terés, después de los postres del banquete que ella misma
hizo servir.
Rómulo y La Loma. El retrato de Nicolás y los mil
bacines.
La hermosa y extraordinaria esmeralda. La lancha...
Petrona, conmovida por un impulso de fuerza extra-
ña (esa mañana) recuerda muy bien — estuvo atenta a
todas las actitudes, el cambio de matices de la voz, a los
movimientos, a los gestos, a la mímica de Nicolás, como
si ella fuese parte integrante de su ser. Inquieta, como
nunca, lo hizo todo, dinámica y activista, dio órdenes, es-
tuvo aquí y allá y con astucia asombrosa, se percata de lo
que decía Nicolás.
Rómulo y La Loma.
Otra vez. . . El acicate de la monstruosidad de algu-
nos crímenes (de Rómulo en La Loma), relatados — ve-
lozmente — por boca de Richard, ante el desagrado de su
hermano Nicolás, hinca profundamente en el corazón de
Petrona, y no en su espíritu. En forma autómata se aga-
rra los pechos. Borrosamente, percibe la realidad que pi-
sa y, sorprendida, conmuévese al cerciorarse de estar a tres
metros de distancia de la lancha que, ansiosamente, que-
ría conocer. Por eso, con pleno conocimiento de saber que
el hermano de Rómulo y Richard se encuentran — a esas
horas — contra la costumbre de su sobrio y parco patrón
— durmiendo bajo los efectos somnolientos del alcohol,
— 326 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
sin decir nada a nadie, con firme decisión, resuelve, pa-
sando por encima de toda observación o riesgo, estar don-
de está, frente a la lancha. La contempla. Es limpia y bo-
nitamente pintada. Se detiene ansiosamente, a la espera
de que alguien le diga: "¿Qué quieres. A quién buscas?"
Pero su extrañeza sobrepasa lo inesperado. La lancha es-
tá vacía. Es decir: deshabitada. Sobrecogida por el asom-
bro, trepida y venciendo su timidez, avanza en puntillas
sobre el tablón inclinado que le permite ascender hasta
poner sus hermosos pies sobre el piso entablado de la
embarcación, con franjas vigorosas de acero, remachadas
de babor a estribor. Rápidamente — sin pérdida de tiem-
po — observa y encuentra el cuadrilátero de la tapa del
purón. Se inclina, agarra con ambas manos la oreja y la
levanta. Sigilosamente, penetra al fondo, con tino extra-
ordinario, con suavidad y agilidad de gata, deja caer la
tapa. Inmediatamente, extrae de entre sus pechos un pe-
queño paquete conteniendo una vela y una cajetilla de
fósforos. Los enciende. Ve que el purón está repleto de
cajas de cartón. Abre una de ellas y observa — detallada-
mente — el brillante bacín de cobre, en cuyo fondo se des-
tacada la silueta en relieve de Nicolás.
—¡Qué barbaridad! — dice Petrona.

Richard — el inglés (Pascual Coimbra para el cono-


cimiento de Rómulo) despierta somnoliento. Se sienta y
observa que está sobre una mullida y confortable cama.
Se restrega los ojos y comienza a desovillar los hilos de
la madeja de sus recuerdos. Se da cuenta que está en la
casa de Nicolás y que ha dormido en ella, después de pro-
longadas horas de convivencia amistosa con él. Se levanta
y va en busca de Nicolás. Después de saludarlo respetuo-
sa y cordialmcnte, desde el límite del umbral de la puerta
abierta del dormitorio en que se encuentra aquel, le dice:
— 327 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Querido Nicolás. Ya me marcho — Perfecto. Me
voy a mi lancha — Perfecto. Voy a mi lancha y conforme
a ¡o que hemos acordado, echaré los mil bacines al río
para que las cachuelas se encarguen de dar fin con ellos
— Perfecto. Te agradezco por el buen precio con que me
has comprado la esmeralda — Perfecto. Queda en buenas
manos — Perfecto. Además, ella servirá de recuerdo del
afecto de nuestra amistad — Perfecto — se arrima a su
"esposa" (muleta) y espera la respuesta de Nicolás que
discurre en estos términos:
—Muchas gracias por todo, querido Richard. Ya sa-
bes que ésta es tu casa. Vuelve a ella las veces que quie-
ras. Cuenta conmigo en todo lo que esté a mi alcance.
Estoy para servirte — responde Nicolás, arrojando enci-
ma de su cuerpo, con mucha suavidad, la sábana blanca
que lo cubría y, no obstante de la costumbre de levantar-
se cuando raya el alba, decide continuar un tiempo mái
acostado, porque todo su cuerpo está amodorrado. Sien-
te necesidad de seguir durmiendo un poco más. Richard
queda contento con las expresiones de tono amistoso ver-
tidas por Nicolás, y con inclinación del tronco, con im-
pulso dado sobre el lado izquierdo en que su "esposa" (la
muleta) es punto básico de sustentación, al girar a la de-
recha, se marcha diciendo en voz alta:
—Desde Londres, siempre te recordaré — Perfecto.
Nicolás se tapa las orejas porque el martilleante:
Perfecto, resuena en su cerebro como una tortura.

Blanco es y de orejas pequeñitas. Es perro de ganado.


Nicolás le profesa mucha consideración y singular cari-
ño, al extremo de que su alimentación se la sirven a su
lado, sentado sobre una silla que ha sido construida es-
pecialmente y delante de una pequeña mesa con mantel.
(Silla y mesa de niño). Desayuna, almuerza y cena, junto
a Nicolás.
— 328 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
—Patrón, ven acá — Nicolás lo llama. El animal está
inquieto. Extraña a Petrona. Ladra y aúlla, echándola de
menos. Camina y corre de un lado a otro. Sube a la ca-
ma de Nicolás y emboca la mano y no la larga. Hala, in-
citándolo a que se levante y salga al dormitorio.
—Ya está. Andate y déjame dormir. No me molestes.
Ya, ya — dice Nicolás. Pero Patrón, no afloja e insiste.
Entonces, Nicolás con la otra mano agarra el cencerro que
está sobre su mesita de noche y la agita llamando con in-
sistencia a Petrona, como suele hacerlo. En vista de no
ser escuchado, se deshace bruscamente del animalejo y
se levanta diciéndole: "Espera hijo. Espera". Se viste y
sale de su dormitorio y, al primero que pasa le pregunta:
—¿Dónde está Petrona?
—No sé señor. No aparece. Ha debido ir al monte.
Ayer, en la noche me dijo que se sentía muy mal del bajo-
vientre. Que la comida de la tarde le había hecho mucho
daño — responde el barrendero, muchachón de com-
plexión sanguínea, volitivamente retardado, pero muy co-
medido y servidor.
—Le voy a servir su desayuno y también al Patrón.
Diga usted, señor, ¿qué cosa prefiere: hay pato, chancho
al horno y pavo rellenado? — enumera el sirviente.
—Nada hijo. Sírvele su desayuno a Patrón y a mí me
traes una tacita de café — se sienta a la mesa con mucha
tranquilidad. Mira a su perro, le acaricia las orejas. Re-
cuerda a Richard y retrotrae las escenas más sobresalien-
tes de las horas que pasó con el hombre de la molestosa
expresión: Perfecto, pegajosa e irrenunciable. Al recordar-
la, Nicolás se sonríe interiormente y construye con ella una
frase sentenciosa, dirigiéndose a Patrón:
—Si tú y yo y todos fueran perfectos, no habría ne-
cesidad de que exista "Dios" — argumenta, acariciando
al can.
—¿Qué cosa, señor? — Julián Messuti, el barrendero,
pregunta a Nicolás, sorprendido al escuchar por primera
vez que charla solo, sin saber si se dirige a él o al perro
que ya está sentado sobre su silla en espera del suculento
desayuno.
— 329 —
LUCIANO DURAN BOGER
Le sirve la tacita de café, bien caliente, espeso y aro-
mático. Enseguida, trae a Patrón, en un plato de loza fi-
na, una apreciablc porción de las carnes que hubo men-
cionado anteriormente, rellenos y huevo cocido, es decir
el mismo desayuno que pudo servirse Nicolás.
—Apúrate Patrón. Apúrate, que tenemos mucho que
hacer en la oficina — expresa Nicolás y se levanta. Se en-
camina a su dormitorio, donde se encuentra la pequeña
caja de caudales que atesora libras esterlinas, valiosas
joyas, documentos privados, títulos de sus bienes, certifi-
cados, etc. Saca de su bolsillo — a un mismo tiempo —
la esmeralda y sus llaves. Después de contemplar con frui-
ción la piedra preciosa, abre la caja-caudales y extrae una
otra pequeña que, después de manejar un redondel metá-
lico numerado, libra la tapa del cierre y la levanta; dentro
de ella, destellan las valiosas joyas. Coloca la esmeralda
encima de todas. Cierra ambas cajas y llama a Patrón que
le acompaña jugueteando, entrecruzándose a su paso par-
simonioso y lento. Lleva la mirada al puerto. Está vacío.
La lancha de Richard ha desaparecido como si las cachue-
las se la hubiesen tragado. Llega al límite de la casa don-
de están instaladas las oficinas. Hace girar un torno de
madera que es seguridad para evitar el ingreso de ganado
al largo corredor, por donde camina Nicolás, mirando al
suelo como si algo tuviese que recoger. Penetra al despa-
cho de la gerencia que dirige. Su secretario privado, con
toda reverencia lo saluda y, conforme a lo establecido por
Nicolás, da comienzo a la apertura de la correspondencia
recién llegada.
—¿Qué noticias tienes? ¿Hay alguna novedad? — pre-
gunta, reclinando su espalda sobre el sillón giratorio. Se
tuerce sus bigotazos y escucha:
—La lancha de Richard Lenz se lúe a pique. No se sa-
be por qué. Pero ha tenido mucha suerte. Pasó las cachue-
las y se ha salvado milagrosamente. Cosa rara, señor. El
cojo (se refiere a Richard) no había tenido tripulación —
informa el secretario.
-—No se dice cojo. Ese señor tiene su nombre — ad-
vierte Nicolás con notorio desagrado.
— 330 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
—Disculpe, señor, es que aquí la gente así lo llamaba.
La verdad es que el señor Richard se fue a pique, pero
está con Dios. Ño en otra forma se explica que haya atra-
vesado las cachuelas sin que su lancha se hubiese hundi-
do. Hubiera visto usted, señor, cómo los tumbos y las
olas se tragaban la embarcación que desaparecía y volvía
a surgir; brincoteaba y saltaba, levantaba su proa y el pi-
loto inmóvil no daba señales de desesperación. Parecía un
fantasma, señor. La gente se agolpó en la orilla del puerto
y gritaba desesperadamente. Cuando la lancha pasó del
peligro y vimos que seguía su curso, navegando normal-
mente, al otro lado, todos aplaudieron como se aplaude a
un jinete que no se deja tirar al suelo — el relator está
emocionado y gesticula con mímica dramática, como si
estuviese contemplando — nuevamente — el espectáculo
conmovedor. Nicolás lo observa en silencio, sin interrum-
pir la actitud emocionada de su secretario que revive la
visión de la lancha y de su piloto, precipitados violenta-
mente entre el cauce turbulento de los pedrones, de arri-
ba a abajo, con caídas escalonadas, con remolinos batien-
tes, crujidores y con masas de aguas explosivas, produ-
ciendo la magnífica visión del espectro solar que traza
arcos de triunfo, permanentes.
—Y después ¿qué sucedió? — interroga Nicolás.
Ruperto Guzmán — el secretario — sobresaltado mi-
ra a su jefe y despierta de su conmovedora actitud.
—Disculpe, señor. Pero la verdad es que lo sucedido
no podrá repetirse. El señor Richard — pronuncia el nom-
bre con acentuado énfasis — vivirá entre nosotros como
un ser misterioso y extraordinario.
—Está bien — dice Nicolás, poniéndose de pie como
para que su inmediato colaborador, ponga punto final a!
relato. Le preocupa la suerte de los bacines. Se abstiene
de preguntar a Ruperto Guzmán, si (ante lo ocurrido) vie-
ron o no, si Richard tiró al río aquellas vasijas. Se con-
forma, reflexiona en sentido de que Richard es un hom-
bre de palabra y muy responsable. No duda de la seriedad
de él que, además de sugerirle motivos de admiración,
despertó también, en su curiosidad, aspectos no revelados,
— 331 —
LUCIANO DURAN BOGER
impenetrables en el claroscuro de la polifacética perso-
nalidad humana. Nicolás revisa la correspondencia con
mucha detención, dando preferencia a la recibida de Lon-
dres. Espera encontrar noticias de Antenor Vaca Diez.
Entre todas las cartas, no encuentra ni una que sea de su
gran amigo y socio. Le preocupa su silencio. Llama a Ru-
perto Guzmán.
—Escriba — le dice —
—Diga usted — habla y alista el lápiz y el papel; es-
pera que Nicolás le dicte. Pero éste cambia de idea y re-
suelve escribir con su puño y letra tal como lo hace Ante-
nor. Considera que es más correcto esta forma de distin-
ción entre hombres identificados por jerarquías en la acti-
vidad de los grandes negocios, en las artes, o en las letras.
—Deje. Conteste usted estas cartas — le entrega aque-
llas que son de los administradores de las muchas barra-
cas que posee, recolectoras de caucho.
Vuelve a recordar a Richard.
—¿Será posible que la embarcación no hubiese zozo-
brado y que Richard, se encuentre vivo, después de la
caída precipitada al torbellino de las cachuelas? — Nico-
lás, —mentalmente— se pregunta.
Abandona su escritorio, una hora antes de lo acostum-
brado. Tiene que apaciguar su nerviosismo. Produce asom-
bro entre los funcionarios de su dependencia. Camina pen-
sativo. Y en vez de dirigirse a su casa, marcha con rum-
bo al puerto. Llega a la orilla del barranco del río y, con
la misma mirada de un poeta, contempla la soberbia cre-
pitación de las aguas que chocan, rebotan y estallan entre
los inmensos pedrones invisibles, porque están encubier-
tos por el oleaje rumoroso. Extrae del bolsillo izquierdo
de su chaqueta un reloj de oro sujeto a una cadenilla del
mismo metal. Aprieta el botón exterior, el que al hundir-
se hace saltar la tapa escuchándose una musiquilla finí-
sima. Es la hora en que todos los habitantes de su sede
industrial, se encuentran almorzando.
—Vamos Patrón — le dice a su perro. Igual que un
sonámbulo, llega a su casa. Cree que sueña en despierto.
Acaricia sus enormes bigotes. Cierra los ojos. Vuelve a
— 332 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
abrirlos y desde el centro de la sala de recibo, ve a Pe-
trona que viene hacia él, sonriente y con un gesto pla-
centero.
—¿Qué ha pasado, hija? ¿Dónde estuviste? ¿Es ver-
dad que estás enferma?
—Estuve en la lancha, señor — responde Petrona.
Vuelve a sonreír. Se detiene a pocos pasos delante de
Nicolás.
—¿En la lancha? — pregunta con tono de descon-
fianza. Menea la cabeza con agitación nerviosa.
—Si, señor. Mientras ustedes dormían, fui allí. Entré
al purón — responde tímidamente.
—¿Y a qué fuiste? — Nicolás, observa detenidamente
a la mozuela, ansioso de encontrar en su mirada un res-
quicio de falsedad.
—Por curiosidad — afirma Petrona.
—¿Y qué viste? — interroga con acento intranquilo.
—Nada, señor. La lancha estaba vacía, arriba y abajo
— retrocede con espanto al ver en los ojos de Nicolás
un destello de furia.
—¿Y por qué no volviste a avisarme que . . .
—,Qué cosa, señor — interrumpe Petrona.
Nicolás se soba la pierna derecha, con la mano dei
mismo lado y da media vuelta dando la espalda a la mu-
chacha. Se dirige, como si nada ocurriese en su interior,
a su dormitorio. Cierra la puerta. Prende la lampara de
su mesita de noche. Abre su caja de caudales. Hace lo
propio con la pequeña caja que contiene las joyas precio-
sas. Con el pulgar y el índice, alza la esmeralda. Con su
mano izquierda agarra la lupa de encima de la mesa don-
de existen esparcidos muchos objetos, cierra el ojo izquier-
do, la coloca delante de su ojo derecho y comienza a ob-
servar —detenidamente— las facetas de la piedra. Des-
pués, vuelve a colocarla en la parte céntrica y sobre los
diamantes, rubíes, perlas, zaliros, aguamarinas, topa-
cios y otras. Cierra ambas cajas. Sopla y apaga la lámpa-
ra. Abre la puerta. Llama a Petrona y le dice:
—Hija, tráeme una tacita de café. Además, le indica
que le alcance un paquete envuelto que se encuentra deba-
— 333 —
LUCIANO DURAN BOGER
jo de su cama. Petrona, sin pérdida de tiempo obedece y
regresa trayendo el pequeño bulto. Le alcanza sin dejar
de observar a Nicolás que desenvuelve el paquete. Después
de mirar el fondo del depósito donde se encuentra graba-
do su retrato, nuevamente lo encubre con la envoltura
de papel acartonado. Piensa entonces que la hora más apro-
piada para deshacerse de aquel "maldito depósito" — así
lo llama, esa media noche. Lo coloca a su lado, sobre el
suelo, como si nada ocurriese.
—Hija, escúchame: De hoy en adelante . . . — y no di-
ce nada más. Su silencio desconcierta a Petrona. Pensó
preguntar a Nicolás sobre el contenido del paquete, pero
prefiere callarse y posterga para otra oportunidad, la ac-
ción de los dedos de su astucia de mujer. Debe descubrir
la realidad que la insta a cometer una indiscreción.
Transcurrieron las horas del día anterior, un poco
tranquilas y otro tanto inquietas, por todos los aconteci-
mientos que han impreso su sello en el espíritu de Nico-
lás. Removieron en él, un desasosiego raro e inexplicable.
Pero como tiene un concentrado dominio sobre sus facul-
tades mentales, logra olvidar todo lo ingrato para su vida
sedentaria de apoltronado feudal. Sin embargo, el paque-
te (que despertó la curiosidad en Petrona) constituye una
preocupación. En momentos en que duerme su acostum-
brada siesta tropical, Petrona aprovecha la ocasión, Pe-
netra de puntillas al dormitorio de Nicolás y, cuando se
acuclilla para agarrar el paquete, escucha una voz.
—Deja eso. ¡Curiosa! — Nicolás abre los ojos y sor-
prende a la buenamoza que, al querer ponerse de pie, res-
bala y rueda sobre el suelo levantando su vestido. Ense-
ña la belleza de sus piernas que se iluminan con el resplan-
dor de los rayos solares de aquella tarde canicular. Se le-
vanta y sale de prisa, avergonzada. Corre hacia la senda
que solamente es transitada por Florentino que, en pago
del racimo o cabeza de plátano, recibió una libra ester-
lina. Petrona, penetra a la selva como si alguien la persi-
guiese. Llega al árbol. Se detiene para descansar. Se sien-
ta y reclina su cuerpo sobre el tronco. Peina su hermosa
y larga cabellera. Camina, rumbo a la choza, acariciando
— 334 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
una idea fija, igual que una naranja redonda y madura
en pleno otoño.

Cae la noche. El aire saturado con el perfume de las


resedas y otras flores silvestres, produce la sensación de
que aquella hora melancólica (indefinida, entre las som-
bras y la luz) se despide en su viaje a través de las ti-
nieblas.
Cuerpo limpio y perfumado de novia joven, caminan-
do —pausadamente— al tálamo del amor — Nicolás per-
cibe esta imagen borrosa, atribuyéndole otro contenido
indescriptible para sus facultades sensoriales. No obstan-
te de este vacio de motivaciones espirituales (porque su
cerebro es obtuso y limitado) se siente abrazado por la
pesadumbre y el recogimiento anímico (tortuga que ocul-
ta la cabeza frente al peligro). Se dirige al amplio patio
donde permanece aún su silla mecedora. Las estrellas y
el medallón verde plateado de la hermosa Luna, en la ple-
nitud de su embarazo estelar, porque — (esto sí que
observa — objetivamente — Nicolás) como nunca — la
danza inmóvil de las estrellas, se presenta fulgurante, en
la totalidad del inconmensurable y profundo toldo uni-
versal.
Se percata que Petrona ha desaparecido del ambiente
residencial, donde su voluntad es única y no hay otra que
interfiera sus deseos. La llama, pero no responde ni apa-
rece. Entonces, el mocetón de temperamento sanguíneo,
se hace presente y responde a su llamado con voz enron-
quecida. El y los demás criados o sirvientes, bajo el pre-
dominio tutelar de Nicolás, ignoran dónde ha ido Petro-
na. Nicolás no insiste ni demuestra preocupación por la
ausencia de la desaparecida.
Pasea y pasca con los brazos sobre sus caderas, co-
giéndose las manos. Piensa en muchos detalles de los pro-
blemas más importantes de sus negocios. Recuerda a su
— 335 —
LUCIANO DURAN BOGER
amigo Antenor que se encuentra en Londres. La imagen
novelesca del aventurero Richard, esta frente a él, mane-
jando a su "esposa" (la muleta) con vigorosa mano. Su
imaginación salta hasta los límites impenetrables de La
Loma y esboza la figura ensangrentada de su hermano
Rómulo. Se estremece. Siente en sus venas, algo así co-
mo sacudimiento de ramas batidas por viento huracana-
do, que corre —de arriba a abajo— un incontrolable es-
calofrío. Se detiene. Vuelve a caminar. Camina y camina.
Va y viene. Se coloca al centro de la mancha oscura de la
sombra proyectada por el árbol de su predilección, donde
acostumbra descansar bien respaldado sobre la mecedora.
Vuelve a estremecerse y cree ver —con alucinamiento re-
lámpago— que un hombre de la misma estatura y porte
de Rómulo, acaba de levantarse de la silla mecedora. Cie-
rra y abre los ojos. Se toca los párpados y —entonces —
por primera vez — siente miedo. Llama al mocctón.
—Acompáñame hijo — avanza con pasos menuditos
hasta la sala de recibo. Agarra la lámpara y con ella va
hasta su cama. Se agacha y —alumbrando— coge el pa-
quete (tentación de Petrona). Sale de su casa, después
de ordenar a otro de sus sirvientes que cierre la puerta
y las ventanas del salón o sala de recibo. Recomienda que
cuide la casa.
—Patrón — llama a su perro. Pero el perro no apare-
ce. Repite el llamado. Tampoco consigue que el animal se
haga presente. Ante esta circunstancia, se encamina a la
orilla del río, acompañado del muchachón que sigue tras
él, temeroso de las víboras. La Luna corre —suave y lige-
ramente — así la vemos— con el tránsito precipitado de
los tules transparentes de las nubes viajeras.
—Ves hijo, cómo corre la Luna — pregunta Nicolás,
mirando atrás. El mocctón ha desaparecido sin decir ni
una sola palabra. Nicolás se detiene, cobra coraje y sigue
el caminillo que lo lleva hasta la orilla del caudaloso río
Beni, que truena y ronca como una bestia embravecida.
Nicolás se agacha y busca con su mano izquierda una pe-
queña piedra que agarra y coloca en el fondo de la vasi-
ja (urinaria) donde está impreso su retrato. Se quita el
— 336 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
cinturón que asegura sus pantalones, levantados por tiran-
tes. Ajusta la envoltura acartonada. Toma impulso y ano-
ja el bacín, a las aguas que relucen una corriente platea-
da, vibrátil y espejante. Rápidamente, Nicolás da media
vuelta y retorna a su casa residencial.
—¡Aquino! — Nicolás, llama: dos, tres, cuatro veces,
al muchachón — pero éste no responde. Acude otro sir-
viente y atiende el pedido del propietario de Cachuela Es-
peranza.
—¡Esta noche vas a dormir aquí! — señala el lugar
que debe ocupar —¡Cuidado con moverse! ¿Estás escu-
chando? — ordena con exclamación autoritaria.
—Está bien, señor — responde el cocinero que extra-
ña a Petrona y está preocupado con su desaparición.
La luna sigue corriendo. La viajera impenitente, nie-
ga ya la generosa intervención directa de sus reflejos ar-
gentos al rectángulo de la tierra cascajosa, donde se en-
cuentra enmarcada la amplia residencia del gran terrate-
niente que, en esos instantes acaba de tender su cuerpo
sobre la cama mullida de su dormitorio.

— 337 —
Fantasma lunar humanizado.
Petrona, corre tras la senda que da paso a su nervio-
sismo medroso. Llega a la choza del chacarero, propieta-
rio de la libra esterlina.
—Buenas noches, Florentino — saluda con respira-
ción agitada y se detiene a pocos pasos del camastro rús-
tico, cubierto con amplio mosquitero.
—¡Quién es! — pregunta Florentino, sorprendido por
la inesperada visita. La sorpresa ha conmovido su sistema
nervioso. No cree en aparecidos (ni en otras yerbas). Su
imaginación fogosa — propia del hombre beniano — le
hace ver — (a través de la transparencia verdeazulada que
la magia bellísima de la Luna, aureola y nimba la blan-
cura del mosquitero en su totalidad) — en el cuerpo de
la visitante, el lincamiento corpóreo, la cadencia, el ritmo,
el metal de voz, el timbre sonoro de la misma, hasta la
respiración, (reencarnados) de la que fue su leal compa-
ñera, que murió peleando con el tigre, con machete en
mano.
—Yo. Petrona. Disculpa que interrumpa tu sueño.
—¡Me has asustado!
—¡Discúlpame!
—¡No faltaba más! ¡Qué te sucede! ¿Malas noticias de
tu patrón? — Florentino, levanta una orilla de la colgadu-
ra de cama y se pone de pie. Está a punto de prender un
fósforo. Petrona interviene.
—No enciendas. ¿Para qué? Suficiente con la luz de
la luna que alumbra tu choza. El patio está limpio y muy
fresco. Florentino. Aquí me tienes. Te quiero mucho —
— 338 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
las palabras surgieron desde el corazón de la muchacha
— sutilmente — lo mismo que el perfume de una rosa.
La escena es bellísima.
La mujer beniana, es por naturaleza, sencilla y buena.
El fruto de su entraña, lo defiende y lo acuna, con amor.
En las tierras del Beni, jamás se encuentran criaturas
abandonadas para que se las coman los puercos.
Petrona, da dos pasos. Entrega sus manos a Flo-
rentino.
Tranquilamente, camina la pareja. Se sientan sobre
la tronca vieja y olorosa, labrada, de madera lustrosa.
—Voy a prender el fuego. Vamos a tomar un café —
Florentino, se dirige a la cocina rústica. Escarba las bra-

sas con un leño ceniciento, pero que, en su extremo, alien-


ta un sector de fibras encendidas. Rápidamente, el fuego
amontonado, con el soplo insistente, salido de la boca de
Florentino, levanta una juguetona y alegre llama que ilu-
mina su cara. Busca el tacho y, después de llenarlo con
agua extraída de la tinaja, colócalo sobre los leños de la
fogata.
Se levanta. Erguido —verticalmente— con la frente
amplia, angulosamente curvada, menos de la mitad, de
— 339 —
LUCIANO DURAN BOGER
las cejas hacia arriba; firmemente combada hacia la hon-
dura del cénit; ojos de águila con miradas que van más
allá del horizonte; nariz cortada en extremo frontal, bajo
el entrecejo, ceñido y rudo; sienes hundidas; pómulos en
alto relieve; maxilar superior, hundido; finísimo labio de
arriba; boca con gesto despreciativo; maxilar inferior, agu-
do; barbilla puntiaguda; orejas crecidas, con oídos hechos
(caracolas sonoras) para captar los silencios de la gran
sinfonía universal; tendones tensos y vigorosos que bajan
desde los apófisis hasta la hondura que cubren las clavícu-
las. En resumen: huesuda máscara mefistofélica que ocul-
ta el hondo dolor de la tragedia humana . . .
—Petrona. Ahora puedes hablar lo que tú quieras —
se sienta a su lado y contempla los hermosos ojos negros
de la muchacha.
—Tú me viste crecer, desde cuando yo era niña. ¿Re-
cuerdas? Jugabas conmigo. Me cogías de las manos. Girá-
bamos como un trompo. Vueltas y más vueltas. Ebria de
vértigo, veía girar la tierra, las casas, los árboles, los hom-
bres y las cosas. Entonces, tú me largabas —despacito—
tambaleando. Caía sobre le yerba. Cerraba los ojos y al
abrirlos te veía: inmensamente grande.
—Te quise cuando eras niña como se quiere a una
estrella lejana. Ahora que eres mujer, exalto —simbólica-
mente— tu personalidad, con este poema de mi juventud.
Escucha:
Ansioso
estaba el corazón
por verte.
Has
llegado contenta
con el traje sencillo
de mis primeros versos.
Primavera
de las sonrisas
mañaneras
— 340 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN

abre la alcoba
de la tristeza vieja
y en el espejo
rinconera del alma
mírense las auroras
de tus ojos.
Lo abraza con emoción frenética. Lo aprieta sobre sus
pechos. Quiere ahogarlo entre sus brazos.
—(¡Oh! tigresa hambrienta que devora al cervatillo
con ansiedad salvaje!) — Florentino, piensa en el podero-
so instinto de la carne.
—Tus recuerdos me emocionan — mira hacia arriba
y contempla el bello paisaje lunar. Baja los ojos y coloca
su frente sobre la de Petrona.
—Entonces, yo era un hombre joven, fuerte y lleno
de esperanzas. Ahora, ya no soy el mismo. El tiempo inexo-
rable ha cavado hondo en mi corazón. Mírame Petrona.
¿Ves estas arrugas? — se desprende de ella y se dirige a
la cocina. Prepara el brevaje aromático.
—Sírvete. Habla y no me ocultes nada — vuelve a
sentarse a su lado. Levanta el brazo y con actitud pater-
nal la agarra y la atráe hacia su costado derecho. Ella se
reclina sumisa y deseosa de encontrar amparo.
—Quiero volver a mi pueblo. Ayer, cuando fui a la
lancha a nada más que curiosear y convencerme si era
cierto lo que ese señor de la muleta (se refiere a Richard)
había manifestado a don Nicolás, abrí el purón y me metí
a él, resuelta a viajar a ocultas y desaparecer para siempre
de este lugar. Me desanimé y aquí me tienes. ¡Escapemos
Florentino! En nuestro pueblo hay gente que nos quiere
mucho.
—Podemos irnos, pero es peligroso que el capataz nos
eche el zarpazo. Tu lo conoces. Es bárbaro — se refiere a
Pantaleón Cuéllar. Es criminal. Hace azotar con crueldad
a los que tratan de huir de estos dominios. Es verdad que
todas sus fechorías se las atribuyen a él, como si don Ni-
colás no tuviese nada que hacer con los actos de barbarie
que se cometen detrás de sus espaldas. Pero la verdad es
— 341 —
LUCIANO DURAN BOGER
otra. Si no fuera así, las personas que trabajan en Cachue-
la, podrían cambiar de patrón y tendrían el justo dere-
cho de irse a cualquier otra parte, a trabajar y a vivir
con sus hijos. Pero nadie puede hacer eso. Los hijos de
los peones están obligados a cargar con la deuda, con el
"debe" que suma cientos y miles de pesos, sin que haya
posibilidad de cancelación. Tú, por ejemplo, estás pagan-
do la deuda de tus padres y no podrás pagarla nunca. Lle-
garás a vieja y cuando te hayas muerto, tus hijos, tus
nietos y bisnietos, seguirán llevando sobre sus hombros
el fardo pesado de lo que ellos no comieron, no bebieron,
ni vistieron. Don Nicolás sabe hacer las cosas con mucha
astucia. Y todo el dolor de las injusticias que sufren sus
habitantes —cree la mayoría— es hechura del terrible Pan-
taleón Cuéllar. ¿No es cierto que es así? — inquiere con
tono de pesadumbre.
—Es así. Por eso, vámonos — la muchacha se pone
de pie, con actitud resuelta.
—Es mejor que te lleve a Cachuela. Es muy tarde.
¡Mira dónde están ya las tres Marías! — observa el cielo
consultando el tiempo en las estrellas.
—No quiero volver. Vámonos ahora. Aprovechemos
la noche con luna. Hay una canoa en el puerto. Yo soy
buena remadora — Petrona habla con entusiasmo e ins-
pira coraje y decisión a Florentino.
—Ahora no. Otro día — le responde, pensando en la
preparación de la fuga en condiciones más ventajosas con
aprovisionamiento de víveres.
—¡Vámonos! — lo abraza y lo besa.
—¿Qué te pasa? ¡Estás soñando! Piensa bien lo que
haces. No quiero que te arrepientas. Tienes nada más que
quince años y yo soy un hombre maduro — quiere disua-
dirla, pero es inútil. Petrona, ha tomado esta determina-
ción, como resultado de una reflexión profunda. Lo qui-
so desde cuando era niña.
—Tú y nadie más. ¡Te quiero! Eres hombre inteligen-
te. Ninguno de los "pinganillos" (elegantes) de Cachuela...
(se calla). Para ellos, yo no soy más que una sirvienta.
Tú eres hombre de mi pueblo. Me has tenido en tus bra-
— 342 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
zos desde niña. ¡Te quiero! ¡No perdamos tiempo! — lo
agarra de la mano y lo conduce a la cama.
Se oculta la Luna (Amiga discreta de los grandes amo-
res). La ceja del monte va hundiéndose en el inmenso
piélago de las tinieblas. El árbol se yergue . . . El Universo
ha entrado en posesión absoluta del satélite. La Selva se
estremece y el Silencio penetra en los secretos más ínti-
mos de su entraña. Las manos invisibles del Silencio no
conocen el temblor del miedo. La ansiedad de sus arterias
invisibles —sensualmente— gustan de la línea curva que
es dominante realidad entre el laberinto primaveral de
lianas, de hojas y corolas abiertas siempre a la vida que
nace, crece y muere, bajo el mandato poderoso de la Na-
turaleza. El Silencio es el amante favorito de la Selva.
La entraña poderosa se da toda y tiembla, imperceptible-
mente. Todo en ella es ofrenda y sacrificio. ¡Oh! dolor su-
blimizado en el límite de la profundidad del goce de la
vida . . .
—Florentino, vámonos. Apúrate — Petrona, vuelve a
repetir el mandato. Besa a su hombre. Le ayuda a enro-
llar el mosquitero, la cama, la esterilla perfumada con
esencias íntimas.
—Déjame — le dice sonriendo. Esta tarea me corres-
ponde a mí. Agarra tu escopeta, tu machete y vámonos.
—La verdad es que tú me mandas. Y no estás borra-
cha de vértigo. Estás ebria de felicidad, como yo . . .
—Qué hermoso hablas, Florentino.
—A ésta no la dejo, lo mismo a ésta otra que nos pue-
de servir para algo — se refiere a la calavera del tigre y
a la libra esterlina que levanta primero y después los re-
dondeados huesos que enseñan —ostentosamente— el mar-
fil de aguzada dentadura, desafiante y tragica, igual que
máscaras de antiguos tabúes de civilizaciones decadentes.
Florentino es un excelente pescador y cazador y nunca le
falta carne de animales del bosque. Esta vez, embolsa el
cuerpo asado de un roedor (de exquisitas carnes) envuelto
con hojas frescas de plátano; un pequeño racimo o cabeza
de plátano y una botella de miel de abejas. Todo, ordena-
damente, es colocado en una bolsa de goma. Además, in-
— 343 —
LUCIANO DURAN BOGER
troduce en ella: platos, cucharas, vasos enlozados y otros
enseres indispensables para el uso diario. Cierra la bolsa
y a su extremo da un nudo con la correa tejida de libras,
formando una oreja.
—¡Silencio cotorras! ¡Donde estoy no hablan las mu-
jeres! ¡Viva el Beni! ¡Canta poeta! — el tordo curichero,
el pájaro que habla y canta, enardecido y bravio con la
presencia de Petrona, brinca y aletea —nerviosamente—
dentro de la jaula.
—¿Quién es ése? — Petrona, se encuentra cara a cara
con el pájaro cantor.
—Es mi hermano — Florentino, con expresión verti-
cal de plomada, responde tranquilamente. El tono y la se-
riedad con que habla, da la impresión de que el aludido,
es verdaderamente un hombre.
—¡Silencio! ¡Viva el Beni! ¡Canta poeta! — hace bri-
llar sus ojos y lanza un silbido agudo, como si un relám-
pago brillase. Petrona se conmueve en lo más íntimo.
—¡Qué hermoso eres! — exclama Petrona con voz ad-
mirativa.
—¡Silencio cotorra! — mastica aire con el pico ace-
rado.
—¡Qué malo eres! ¡Florentino! ¿Para qué le has en-
señado eso?
—¿Yo? Yo no le he enseñado nada . . .
—¡Viva el Beni! ¡Canta poeta!
—Vamos querido.
—¡Vamos! ¡Vamos! — responde el tordo.
Florentino, abre la puerta de la jaula. Mete la mano.
Suavemente acaricia la cabeza del pájaro cantor. Asegu-
ra la pucrtecilla y descuelga la jaula. Camina lentamente
y la coloca al lado de sus bártulos. Florentino se abstrae
en lo absoluto y prescinde de Petrona. Mira con tristeza
el pequeño ámbito de su choza donde escribió los poemas
más bellos de su vida. Llega hasta el borde de su rústica
y lustrosa mesa construida con madera de caoba. Poco a
poco, va levantando los papeles manuscritos.
—¿Te ayudaré? le dice Petrona y le alumbra con
una vela.
— 344 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
—No — le responde, silenciosamente. Amontona los
papeles en varios grupos. Con fibras amarillas-vegetales,
va amarrando, uno tras uno. Cada legajo es un libro de
producciones inéditas. Cuando todo está listo, da media
vuelta, se dirige a la caja de madera, donde guarda su
única mudada de ropa: pantalón, calzoncillo y camisa; su
revólver envainado y el cinto repleto de proyectiles; tres
hermosos puñales y una daga. Levanta todo. Comienza a
colocar en la caja vacía, los paquetes de sus manuscritos;
sobre ellos coloca la ropa. Agarra el revólver y el cinto;
se los ajusta y asegura a la cintura.
—Toma. Es el mejor regalo de boda que te hago. Es-
pero que sepas manejarlo, frente al enemigo común de
nuestro pueblo que el feudalismo-terrateniente de los her-
manos Salvatierra — entrega la daga a Petrona, destellan-
te y luminosa. El apostrofe con filo épico, es una incita-
tiva de futuras luchas en la conciencia de aquel hombre
enigmático que encarna los anhelos de liberación de la
nación mojeña.
—¡No te entiendo Florentino! — Petrona, mira a su
hombre, ansioso de penetrar a lo más profundo de su es-
píritu revolucionario. Lo encuentra sumamente raro y muy
diferente a los hombres que ha conocido. Rehusa el arma.
Sus bellas manos morenas, bellas como un poema, aga-
rran la mano firme y huesuda de Florentino, que empuña
el acero toledano. Petrona se sobrecoge. Tiembla todo su
cuerpo hermoso contorneado igual que una rosa en Pri-
mavera.
—¡Agarra! ¡No tiembles! ¡Aprende a obedecerme! ¡Ya
llega la Aurora! — Florentino, prende su escopeta; mete
la cabeza entre la correa que la sujeta; a brazo partido,
deja que cuelgue.
—¡Vamos! -— alza la jaula y toma rumbo al noroeste.
—¡Florentino! ¿A dónde vamos? — interroga Petro-
na, mirando con extrañeza el sendero que va de la choza
al puerto oficial de Cachuela Esperanza, a orillas del río
Yata.
—No preguntes, Sigúeme — Florentino, avanza rápi-
damente. Semiahogado, se introduce a la 1 ronda ribereña
— 345 —
LUCIANO DURAN BOGER
que va adquiriendo denso volumen selvático. Petrona lo
sigue. Después de un cuarto de hora de caminata sigilosa,
Florentino se detiene. Coloca la jaula sobre el bulto de
la cama envuelta y bien resguardada con un bolsón de
goma.
—Espérame aquí. Voy a traer la caja que contiene
mis papeles.
—No te olvides de traer la tinaja — recomienda Pe-
trona, desarrollando —instantáneamente— el sentido de
seguridad y cuidado hogareño.
—¿La tinaja? — Florentino, ríe suavemente y a la
sordina. Camina rápidamente y retorna a la choza. Agarra
el vaso que cuelga del tinajero. Extrae el agua fresca de
la tinaja y bebe. Coloca la vasija en un enorme clavo en-
mohecido, clavado firmemente entre las fibras compac-
tas de la tronca de un árbol de tajibo, abierta en roseta
con tres fornidos gajos, donde está asentada la tinaja de
greda roja, construida por manos hábiles de mujer mo-
vima. Florentino, alza la caja que contiene sus manuscri-
tos y la coloca sobre el hombro. Sale de la choza y se
detiene —unos instantes— en el pequeño patio, limpio y
oloroso, en ese amanecer mojeño. Levanta su mirada al
horizonte y ve que viene la Aurora, oriflamando banderas
escarlatas y gallardetes granas .. . Florentino, regresa y
observa que Petrona está sentada sobre la proa de la ca-
noa liviana, asentada sobre tierra firme, oculta entre ra-
mas verdes. Rápidamente, Florentino y Petrona, empujan
la canoa a la orilla del río. La embarcación flota sobre
las aguas. Florentino, se ubica y se sienta en la popa y
Petrona —al lado izquierdo— próxima a él. La jaula del
tordo curichero, fue colocada entre los bártulos. Floren-
tino, palanquea con su remo hacia la izquierda. Empren-
den viaje, aguas arriba, siguiendo el plan de fuga que ha
trazado Florentino, con asombro visible de Petrona que
creyó que viajarían rumbo al Mamoré.
—¡Viva el Beni! — interviene el tordo del junquillar
lejano. Viste un plumaje azul marino bien oscuro. Cuando
canta, pliega las alas sobre su cuerpo, saca el pecho y bri-
lla la estrella roja de las plumas finísimas de su copete
— 346 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
que la encubre. Sobre el ángulo troncal de sus alas, lucen
—magníficamente— como puntos de rubíes-grana, igual
que dos gotas de sangre, una a cada lado. Su pico es
puntiagudo y filo como una bayoneta, cuando silba y can-
ta, vibra y mastica el aire. Sus ojos destellan esmeraldas,
cuando se enoja.
—¡Viva el Beni! — vuelve a exclamar el tordo del jun-
quillar lejano que anida en el verde corazón de la llanura.
Se siente feliz con la brisa mañanera del río Yata. Canta
entonces —suavemente— la serenata de amor al paisaje
beniano.

Patrón — perro de ganado — vivaz e inquieto — está


sentado sobre la proa de la embarcación. Mira a Petrona
y menea la cola. La quiere entrañablemente (a Petrona)
porque desde tierna edad, lo crió con mucho cariño, co-
mo si hubiese sido una criatura humana. El perro ladra
ante la presencia de un zancudo que emprende vuelo.
—Rememos, más fuerte. Debemos avanzar lo más rá-
pido posible — expresa Florentino.
La embarcación avanza velozmente. La pareja se com-
plementa magníficamente. Meten y sacan los remos en
forma acompasada y rítmicamente.
—¿Estás contenta, mujer? — pregunta Florentino.
—Si. A tu lado no siento miedo. Y porque sé que lle-
garemos a nuestro pueblo.
Patrón, aviva la mirada, atento al vuelo de las aves
acuáticas que, con intermitencia, se hacen presentes. La
canoa sigue orilleando, aguas arriba. En el ámbito espiii-
tual de los viajeros, el Silencio, sale a escena con la más-
cara de la tragedia. Pero Florentino y Petrona, no se ame-
drentan. Avanzan seguros de llegar a la meta. Flan gana-
do una enorme distancia que los coloca fuera del alcance
— 347 —
LUCIANO DURAN BOGF.R
de sus presuntos perseguidores. Comienza a rayar el alba.
Escuchan el canto de las primeras aves mañaneras.
—¡Canta poeta! — Florentino, se dirige al tordo.
—¡Canta poeta! — le responde y preludia una suave
y dulce melodía mañanera.
El grito de los monos roncadores (mancchis), llega
hasta ellos, con persistencia monótona y melancólica. Pa-
rece que fueran seres angustiados que claman protección.
—Agáchate y cuida tu cabeza. Vamos a penetrar al
bosque. Tenemos que ocultarnos. No debemos viajar de
día — argumenta Florentino. Petrona asiente, compren-
diendo que lo pensado por Florentino es lo más adecuado.
La proa de la embarcación rompe gajos y lianas que están
dentro del agua. Florentino, reconoce la desembocadura
de un arroyuelo, frecuentado por él, en sus incursiones a
lo largo de aquel trayecto del río Yata, en busca de caza
y pesca. Pero no le parece conveniente permanecer en
aquel lugar y prefiere —entonces— sin consultar a Petro-
na, alejarse de esa región. Retrocede y palanquea con su
remo.
—¿Qué pasa? — indaga Petrona.
—Nada hija. Es mejor que busquemos otro lugar pa-
ra ocultarnos. A este arroyo, siempre viene gente a cazar,
porque abundan los patos y también los peces mayores.
De aquí —un poco más adelante— hay un canal angosto
que nos llevará a unas lagunas casi impenetrables porque
es muy gruesa la colcha de plantas acuáticas que cubren
la superficie.
—Tú sabes lo que haces. Apúrate y no perdamos
tiempo.
—No te preocupes — dice Florentino, remando con
toda energía, evitando de que su remo produzca ruido.
Rema a la sordina, pero hundiendo la paleta hasta el fon-
do, con impulso vigoroso, imprimiendo a la pequeña em-
barcación un movimiento veloz. Así, animoso mira a Pe-
trona, en el preciso instante en que la mañana expande
la luz, llenando de vitalismo a lodos los seres invisibles
de la Selva. Ambos se contemplan sonrientes, plenos de
fe y de un sentimiento óptimo que se entrecruza en sus
EN LAS TIERRAS DE ENIN
miradas. Instantes más y Florentino rumbea y con impul-
so arremetedor horada la tupición enmarañada que cubre
el angosto canal. Petrona quiere levantarse para tomar
posición en la parte aguda de la canoa.
—No te muevas. Quédate tranquila — piensa en el
peligro de las serpientes mañaneras que ambulan sobre
los gajos y también en las ramas espinudas que pueden
herirla.
—Quiero ayudarte. No me pasará nada — Petrona con
sigilosa actitud — demostrando mucha experiencia — asu-
me la tarea que le corresponde. Y con sus manos va apar-
tando todo lo que puede constituir obstáculo al avance
de la piragua. Se abre un enorme espacio y penetra sobre
la alfombra densa de la laguna. Petrona se sienta y diri-
ge una mirada de consulta a Florentino.
—No te preocupes. Esta colcha la venceremos con
singa — deja de remar. Reemplaza el remo con una vara
larga y con ella se abre paso hasta aproximarse a la orilla.
Avanza lentamente, pero con rielar que no deja duda de
que el esfuerzo es positivo. El panorama acuático cambia
de aspecto y el agua clara se extiende formando un cañón
que hace curva. Florentino vuelve a retomar su remo y
con entusiasmo visible en su rostro, rema sin descanso.
—Y ¿cómo saldremos de aquí? — pregunta Petrona,
arrepintiéndose por su actitud, pero ante la sonrisa de
su compañero, termina también sonriendo.
—Ya verás cómo salimos. Ante mi voluntad no hay
nada que se oponga. He vencido otras dificultades más
duras que éstas, con la seguridad del triunfo. Allí nos ocul-
taremos. Pescaremos lo que haya. Aquí no falta lo necesa-
rio. Nadie se muere de hambre — penetran a una flores-
ta de árboles un tanto desparramados, donde las aguas
son más claras que en el centro. Las garzas reales, em-
prenden vuelo, trazando bellas parábolas en el espacio
celeste que cobija a los viajeros.
En esos instantes, Florentino deja de remar, recuer-
da a su madre, se concentra, cierra los ojos y forja un
poema.
— 349 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Petrona. Escucha esto — Florentino, dice las estro-
fas.
—¡Me gustan! ¡Cuidado que te olvides! — admira y
recomienda. Petrona quiere abrir la caja de madera para
sacar papel y lápiz.
—No te preocupes. Tengo buena memoria.
—¡Viva el Beni! ¡Canta poeta! — interviene el tordo
como si hubiese comprendido la belleza del poema.
Patrón comienza a ladrar. Petrona le impone silencio.
Florentino rema a la sordina. Penetra más y más,
hasta que el bosque se convierte en una inmensa muralla
inextricable.
—Aquí nos quedamos — dice Florentino.
Petrona amarra la canoa al tronco de un árbol. Co-
mo buena mujer del trópico, observa con suma atención
el ramaje. Dirige un vistazo general a los contornos. Está
segura que no hay nada que constituya peligro.
—Aquí no hay tierra seca. Conviene que duermas.
Acuéstate aquí — señala los bártulos donde se destaca el
bolsón de goma que envuelve la cama.
—Anoche no has dormido nada. Después me tocará
el turno. Mientras tanto, voy a hacer la prueba de pescar.
Petrona busca su comodidad. Se sienta sobre la caja
de madera y reclina su cabeza sobre el bolsón. El pájaro
—próximo a ella— la mira y la contempla. Preludia una
melodía, suave y arrulladora. Se calla.
—Petrona — habla el pájaro.
—¿Escuchaste Florentino? — Petrona, pregunta al-
borozada.
—Si. Ya te conoce — responde Florentino. Se dirige
al centro de la canoa, donde se encuentra un artístico de-
pósito tejido con hojas de palmera. Extrae de ella una
cesta que contiene el espiñcl y los anzuelos desde los más
grandes a los más pequeños. Utiliza los pequeñitos, a fin
de pescar sardinas y otros pececillos que le servirán de
carnada para los anzuelos grandes del espinel.
—No tengo sueño — dice Petrona.
—Debes descansar. Tiende la cama. Acuéstate. Que
— 350 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
el sueño vendrá enseguida — Florentino mira a su mujer
y la contempla embelesado.
Petrona — dice el tordo.
—Si. Ella és — habla Florentino.
Petrona observa —minuciosamente— la actitud de
su hombre. Escucha el maravilloso diálogo. Su inteligen-
cia (la de Petrona) es primitiva, pero la sensibilidad de
su corazón de mujer, hija de la Selva, percibe en esos ins-
tantes la belleza suprema de la vida y del amor de aque-
lla tierra donde los ríos cantan y los pájaros hablan . . .
Agacha la cabeza y se tapa los ojos con sus brazos mo-
renos.
Florentino, corta una varilla, ata en su extremo la
pita delgada y comienza a lanzar el anzuelo pequeño con
diminutos gusanillos que recoge de unas hojas. Pocos mi-
nutos más, Florentino va extrayendo pececillos plateados.
Cuando tiene el número suficiente para cubrir los anzue-
los del espiñel, con toda suavidad y evitando todo ruido,
para no interrumpir el sueño de Petrona, desata la ama-
rradura de la canoa y comienza a maniobrar. Atiranta la
cuerda y amárrala entre dos árboles, de un extremo a otro.
Va colocando los pescaditos, en los grandes anzuelos que
cuelgan con un metro de largo, hasta el número 25, en
espacio de metro y medio. Retorna al mismo lugar y ase-
gura la canoa. Se acurruca al lado de Petrona que ha
logrado cerrar los ojos húmedos con el rocío de su alma
primaveral.
Duermen y sueñan . . .

Crece el alboroto. De boca en boca va pasando el co-


mentario de la desaparición de Petrona y de Florentino.
En la casa de Nicolás, se reúne mucha gente a la pesca
de noticias. Quieren saber cuándo y a qué hora se fugaron.
Todo lo averiguan. Pero nadie da un dato concreto. Apa-
— 351 —
LUCIANO DURAN BOGER
rece el capataz Pantaleón Cucllar marcando el paso con
sus enormes botas de montar y con su colán, verde olivo,
fabricado con tela de "rompe diablo". Empuña un fuete
con mango que tiene empuñadura de plata. Los curiosos,
al ver que viene, se dispersan sigilosamente. Antes de en-
trar a la sala de recibo de Nicolás, se quita su enorme
sombrero de paño, con gruesa toquilla de cuero a la re-
donda. Se destaca su achatada cabeza con pelos tiesos
como si fueran de alambres; frente estrecha, ojos embol-
sados igual que los ojos de un caimán; nariz abultada,
parecida a la de un enfermo de espundia; labios gruesos,
carrillos mofletudos; toda su cara produce una impresión
repugnante; espaldas anchas, brazos cortos; dedos peque-
ños y porrudos; abdomen abombado, glúteos carnosos y
pesados; piernas retorcidas y chuecas. Es el prototipo del
verdadero yanacón de las caricaturas pintadas en folleti-
nes y panfletos. En Cachuela Esperanza no lo llaman de
su nombre, le dicen el "gorila".
—Buenos días, patrón — Pantaleón Cuéllar, se hace
presente ante Nicolás.
—¿A qué has venido? Sabes cuáles son tus atribucio-
nes. Procede sin contemporización alguna — sin responder
al saludo de Pantaleón, sobándose los bigotes, Nicolás,
con acritud le señala el camino que tiene que seguir. Gira
a la derecha y le da la espalda al capataz. Este se despide
respetuosamente y al detenerse en el corredor de la man-
sión señorial, dirige una mirada enérgica a las pocas per-
sonas que aun permanecen frente a la puerta principal.
Escapan apresuradamente y no queda ni uno solo.
—¡Ociosos! ¿Qué quieren aquí? ¡A trabajar se dijo!
— les grita con desgarrada voz. Camina hacia su casa. Una
hora antes de entrevistarse con Nicolás, estuvo en la choza
de Florentino. Investigó minuciosamente las cosas y las
huellas que allí encontró. Recorrió la senda empalmada
al camino central y lúe al puerto donde echó de menos la
embarcación. Con su revólver, disparó dos tiros. El ayu-
dante del Jefe de Puerto de la banda del río, vino reman-
do en su piragua. Con Pantaleón volvió a la otra orilla,
preguntó a muchas peisonas si habían visto a la pareja
— 352 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
en fuga, pero nadie pudo proporcionarle ningún dato. Ca-
be anotar que Florentino —cautelosamente— día antes de
la fuga, se adueñó de la embarcación ocultándola. Este
hecho se sumó a los muchos otros de sabotaje al régimen
feudal-terrateniente de Nicolás. Pantaleón Cuéllar, sin pér-
dida de tiempo, comisionó a dos sabuesos para que fueran
a la población próxima a Cachuela, en pos de Florentino
y Petrona, con la orden expresa de traerlos maniatados.
—No se me escapa la cimarrona. De donde esté la voy
hacer traer de las mechas. Usted sabe muy bien compadre,
que los que fugan de Cachuela Esperanza, tienen que vol-
ver a rendir cuentas. Hasta ahora no se me ha escapado
nadie. Cualquier otra falta puedo perdonar, menos la fu-
ga. Salú compadre — Pantaleón (el "gorila") habla y bebe
con Saturnino Quevedo.
—Lo sé mi querido compadre, porque usted tiene una
muñeca poderosa. Salú compadre — corresponde servil-
mente.
El "gorila", furibundo, puñetea sobre la mesa. Lanza
adjetivos groseros a los cuatro vientos, sin miramiento
ni respeto a las personas que están consumiendo en el
hotel. Hace ostentación de su prepotencia.
—Esta noche nos emborrachamos compadre. Y pobre
del que se me ponga al frente — el "gorila", pela su re-
vólver y dispara haciendo impacto en una botella que es-
taba sobre el mostrador de la cantina. Tintinea la botella
en mil pedazos y los vidrios riegan punzantes, a la redon-
da. El cantinero, en vez de escapar, viene corriendo y se
coloca al lado del capataz.
—¡Bravo! ¡Que viva mi jefe! — con actitud servil,
vitorea.
El único que responde es Saturnino, porque todos los
consumidores y comensales, con mucho tino y oportuna-
mente las emplumaron.
—¿Qué quiere servirse mi jefe? Ordene usted que pa-
ra eso hemos sido puestos aquí, para servirlo como "Dios"
manda — agrega el adulón. Por poco no se arrodilla ante
el "gorila".

— 353 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¡Trácmc un polvorín porque esta noche voy a pren-
der fuego a todos los diablos! — manda el "gorila".
—Un polvorín. Está muy bien mi jefe — el cantinero
vuelve a su puesto y agarra una coctelera que tiene capa-
cidad para medir un litro. Vacía en ella, cantidades igua-
les, una copa de todos los licores a su alcance. Bate y bate,
bailando una melodía popular. Lleva la coctelera a la me-
sa del "gorila".
—Aquí está mi jefe. Lo mejor de lo mejor y como a
usted le gusta.
—Ahora que se ha ido Petrona (afirma alabanciosa-
mente), tu hija mayor va a ser mía, hasta que vuelva la . . .
— termina pronunciando el término más humillante para
la condición humana de una mujer.
—Pero claro, mi jefe. Honradísimo y encantado. El
rato que usted quiera la tiene a su entera disposición —
el cantinero (Arturo Romero Buzeta) cae a lo más bajo,
más que un proxeneta, desciende a lo más abyecto y como
un vil gusano se arrastra entre el estiércol de la ignominia
y de la podredumbre de su servilismo.
—¡Bravo! ¡Bravo muchacho! ¡Este muchacho si que
me gusta! Todas sus hijas van a ser mis . . . (otra vez el
vocablo denigrante).
—Así será mi jefe. Usted lo manda. Y yo estoy para
servirlo — se siente feliz al considerar las enormes ven-
tajas que obtendrá. El "gorila" invita al cantinero a sen-
tarse a su lado.
—Tráete una copa. Vas a beber con nosotros — ex-
presa, dándole oportunidad para departir con él, como
una concesión honrosa.
Romero, parece que tuviera alas y sin pérdida de tiem-
po va al mostrador y trae una copa cilindrica.
—Sírvenos y sírvete lo que quieras. Me gustas mucha-
cho. Eres una joya. ¡Bebe! — la última palabra es un man-
dato con que deja sentir su voluntad impositiva sobre su
futuro alcahuete. Beben los tres.

— 354 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN

Corre por aquí, corre por allá una pandilla de perros


tras la hembra en celos que es una soberbia "zorra". Des-
pués de masticar rabiosamente la correa que la sujeta,
amarrada al tronco de un naranjo florido, escapa del can-
chón de la casa del "gorila". La "zorra" goza de los cuida-
dos más afectuosos que le dispensa su amo. La comida
que le hace servir con uno de sus empleados, varía entre
"lomos montados", sopas, fritos de gallina, todo lo que
come (en sus desayunos, almuerzos y cenas) el capataz,
dueño y señor de todos los privilegios de Cachuela Espe-
ranza, como también la perra de "raza pura". La "zorra"
reparte dentelladas a diestra y siniestra. Se detiene aquí
y allá. Unas veces, camina lentamente. Otras, aligera el
paso; luego, salta y trota; corre como si estuviera persi-
guiendo una perdiz. Nuevamente se detiene y reparte mor-
discos a sus acompañantes. Vuelve a correr. Se para en
seco. Huele a éste, al otro, a aquel. Huele a todos. Levanta
sus puntiagudas orejas y se coloca al medio de los dos
perros más fornidos y arrogantes y los incita a la pelea.
Se trenzan los carnívoros, furiosamente y con un coraje
destellante en sus ojos vidriosos. Es un rubio y es un ne-
gro. La "zorra" indiferente, abandona el lugar del duelo
singular. Las dos fieras, miden sus fuerzas a pechazos y
a mordiscos. El rubio da una voltereta veloz, levanta sus
patas delanteras y se encima sobre el negro que esquiva
nerviosamente la mordedura de su adversario. La agili-
dad de ambos, los vuelve escurridizos y ninguno puede
atrapar al otro. La "zorra" regresa al lugar donde conti-
núan acometiéndose el rubio y el negro. Su presencia al-
borota el ánimo rabioso de los émulos. Ferozmente, pelan
sus colmillos y se lanzan el uno contra el otro. El rubio
logra atrapar una de las orejas del negro que da un chi-
llido estridente, pero, sin perder tiempo muerde la pata
derecha delantera de su enemigo y éste chilla también do-
lorosamente. Ni el uno ni el otro largan la parte de donde
han logrado ajustar agudamente sus filudos marfiles. Se
detienen gruñendo. Están paralizados por el dolor. El que
afloje v largue primero está perdido. La oreja sigue sien-
do agujereada v la carne, entre canilla y canilla, continúa
— 355 —
LUCIANO DURAN BOGER

también la misma suerte. Corre la sangre de ambas heri-


das. Los belfos de ambos babean sanguinolentos. Gruñe
el uno y gruñe el otro. Pero ninguno de los dos larga y
están inmóviles, el rubio encima y el negro debajo, entre-
cruzados c impertérritos. Parecen una estatua en que el
escultor ha sabido combinar el bronce con el granito ne-
gro, conjuncionando el elemento metálico con la estructu-
ra pétrea, en un todo armónico, donde la vibración de los
nervios y la fortaleza de los huesos, es grito de ansiedad
que estalla, expresando la elocuencia de la furia.
En ese instante de belleza incomparable, el nubarrón
que enluta a la Luna, deslizase lentamente y abre su cor-
tinaje denso, permitiendo alumbrar suavemente la escul-
tura de sangre palpitante de los aguerridos enemigos. Al
fondo el paisaje ribereño enmarca el maravilloso espec-
táculo transformando la plasticidad tangible de los cuer-
pos, en un claroscuro pictórico de tonalidades que se es-
fuman con aliento poético, enalteciendo los contornos de
las formas.
Eréctanse las puntiagudas orejas de la "zorra" y pa-
rece que brillara en sus ojos la sonrisa del amor triun-
fante. Ella por sobre todos, orgullosa de su estirpe. No
cede nada a nadie lo que para la "zorra" es un privilegio
y un honor, un regalo de los "dioses" (como dijera alguien)
para exaltar lo privativo al común de los mortales. Ha
elegido ya, entre los invencibles al personaje que habrá
de merecer la más alta distinción. Y después de levantar
la cola en actitud de bandera triunfal, enarbolada en una
batalla encarnizada de valientes, se precipita sobre el mo-
numento de sus preocupaciones y zaz, zaz, zaz, dentellada
tras dentellada, al uno y al otro. Produce el desarme total
de los energúmenos rivales que aflojan y sueltan espan-
tados ante la intervención sorpresiva de la causante o pro-
motora de la pelea que parecía interminable. Más que la
percepción objetiva de la hembra, más que el dolor de
los mordiscos repartdios por ella, ha sido el olor saturado
con la fragancia sensual expelida por todos sus poros, lo
que ha determinado la pacificación extrema de los con-
tendientes.
— 356 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
La magnífica "zorra" se aproxima al rubio y le lame
la pata herida. Se aproxima más y más y junta su cuerpo
con el cuerpo de su elegido. Se separa de él y se lanza ra-
biosamente sobre el negro. Este no escapa y recibe la den-
tellada imperturbablemente. Esta actitud confunde a la
"zorra". Se detiene indecisa y mira al rubio. El rubio co-
jeando se aproxima a ella y en instantes en que los enemi-
gos irreconciliables están por volver a trenzarse, la "zo-
rra" se coloca en medio de ambos y vuelve a lamer la
pata herida. Y como si 1c hubiese dicho: "Vamos, toma
la delantera, el rubio la sigue victoriosamente. Otro nu-
barrón más oscuro que el anterior borra el cuadro que
pintó la mano de la lujuria perruna.

En la casa del cantinero Arturo Romero Buzeta se


está produciendo el espectáculo más abominable. Las tres
muchachas (hijas del alcahuete) y la madre de éstas, se
defienden heroicamente ante la bestialidad del "gorila".
Una muerde, la otra araña y ésta golpea con el taco de
su zapatilla. Un empujón brutal derriba a las tres herma-
nas sobre el camastro donde está el cuerpo de una cria-
tura. La madre con su poderoso instinto se interpone, re-
cibiendo todo el peso de los tres cuerpos que caen sobre
ella, maltratándola.
—¡Bestia! ¡Salga de aquí! ¡Gorila! ¡Criminal! ¡Verdu-
go! ¡Fuera de aquí! — grita desaforadamente la muchacha
que no afloja su zapatilla y se lanza contra el animalón
en dos pies. Pero éste rechaza el golpe y aprieta su fuete
y le lanza un latigazo sobre su cara. Hizo impacto en el
occipital izquierdo, con golpe mortal. El cuerpo de la jo-
ven voltea como si fuera un trompo en instantes en que
se acaba el impulso. Rueda violentamente sobre el suelo.
Sus hermanas, acometen —furiosamente— sobre el cuer-
po rechoncho de la bestia insatisfecha. Las rechaza, lan-
— 357 —
LUCIANO DURAN BOGER
zándolas sobre la primera víctima. La madre grita y llora.
Pide auxilio, pero no larga la criatura que gime y chilla
agudamente. La vela que alumbra el escenario dramático,
ha rodado juntamente con la pequeña mesa donde se en-
contraba. Se apaga y se hacen las tinieblas. Y nadie vio
lo que no se debe ver . . .

Visten de negro. El grupo compacto marcha lentamen-


te al compás de una marcha fúnebre ejecutada por el
orfeón de Cachuela Esperanza.
—Pobrecita. Era un lirio y triste como una estrella al
amanecer — Carlos Villar, con pocas palabras, pinta la
imagen de la víctima de Pantaleón Cuéllar. La madre y
las hermanas no divulgan el hecho, ante el peligro de
nuevos ultrajes. Teresa, se defendió heroicamente, pero
no pudo vencer al sátiro.
Entre los acompañantes que cuchichean comentarios
antojadizos sobre la muerte de Teresa, camina a pasos
cortos un personaje que concentra la atención de los com-
ponentes del cortejo fúnebre.
—¿Quién será, no?
—Debe ser pariente de don Nicolás. Fíjate bien, se
parece mucho.
La gente rodea la sepultura. Echan el cajón al fondo
del pozo. Carlos Villar llora, sin disimular su angustia.
—Ni un discurso. Ni flores. Ni tarjetones. Ni guirnal-
das. La extrema sencillez. Así se entierra a los humildes.
Así se debería enterrar a todos. Pero la humanidad tiene
sus caprichos. Es ostentosa y se complica ella misma, con-
virtiendo la vida en pantomima ridicula — expresa Gon-
zalo, extrayendo seriedad de su espíritu burlón.
Serapio Rivero, dialoga con su amigo Gonzalo Do-
rado. Filosofa sobre el último trance de los mortales.
— 358 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
"Gonzalito", así lo llama en la intimidad, se sonríe y le
larga con desfachatez:
—Lo mismo da. Si a ti te ponen los zapatos viejos o
los nuevos para que vayas al banquete de los gusanos, es
lo mismo, porque tú ya no los sientes y ni los ves — a con-
tinuación, invita a Scrapio, a beber una cerveza fría. Dis-
ponen del tiempo necesario, porque es domingo. Se diri-
gen a la casa de Clemente Lara, amigo de ellos. Clemente
dispone de un pequeño negocio de bebidas que vende de
contrabando, bajo capa de la amistad. Charlan y beben,
hasta que las sombras de la noche dan a Cachuela Espe-
ranza una filosofía de tristeza pueblerina. Las lechuzas
vuelan de aquí y para allá, suscitando un estremecimien-
to medroso con su cántico y asustan a los trasnochadores
que, de vez en cuando, caminan por los caminillos a la
casa de contrabandeadas aventuras eróticas.
—¿Será cierto que la "hija de la luna" (así la llama-
ban a la extinta, porque era blanca y pálida) ha muerto
como resultado de un accidente? — pregunta Serapio, ha-
blando al oído de su contertulio, a fin de que las personas
circundantes que beben cerveza, junto a ellos, no se per-
caten del contenido de la charla.
—¿Accidente? Qué tonto eres. Hay gato encerrado en
el asunto. Córtame una oreja, si lo que ha sucedido no
tiene que ver con la poderosa mano del "Gorila". Lo es-
toy viendo claro como el agua. ¿No es cierto que mucha
gente vio al padre de la muchacha bebiendo con él, hasta
bien tarde? Y dicen que . . .
—Es mejor que te calles. Hablemos de otra cosa.
Porque dicen que los muertos rigen la suerte de los vivos
— interrumpe y arguye Serapio, temeroso de que cual-
quier indiscreción pudiese meterlos en un lío.
—Así es. Los muertos vigilan nuestros pasos. Que te
parece si en vez de hablar de los muertos, hablamos de
la inmortalidad del cangrejo . . . — burlonamcnte, Gonza-
lo Dorado, se aleja del tema comprometedor y en busca
de la charla vulgar c intrascendente, conduce a su amigo
y colega de trabajo, al terreno de la broma picaresca. Re-
lata chascarrillos. Habla con toda seriedad y nunca ríe.
— 359 —
LUCIANO DURAN BOGER
Después de que su oyente está agotado de tanto festejar
reilonamente, recién, estalla en carcajadas atronadoras.
Ríe y ríe hasta que deja caer violentamente la cabeza y
remacha: "Y como Íbamos diciendo. Si a Cristo lo hacen
nacer, y morir y resucitar todos los años, no le queda
otro recurso que fugar de Jerusalén a París. Allí las l'ran-
cesitas no van a permitir que lo crucifiquen. ¡Vámonos.
Se acabó el jabón! — paga la cuenta y se levanta. No per-
mite que nadie le invite. Por eso le han puesto el apodo
de "el millonario".
—Buenas noches — Serapio se despide ceremonio-
samente.
—No olvides que la trompa del elefante no besa boca
cerrada (innova el refrán vulgar) — Gonzalo Dorado es-
trecha la mano de su amigo, como si recién se hubiese
conocido.
—Buenas noches, señores. No se vayan. Quiero ha-
blar con ustedes — el desconocido que suscitó comenta-
rios con su presencia en el entierro de la hija del canti-
nero, exabruptamente se presenta ante Serapio y Gonzalo.
—Soy sobrino de don Nicolás — saca pecho con su
identificación.
—Y verdad que se parece. Sólo le faltan los mosta-
chos para que usted ocupe el mismísimo lugar que repre-
senta él en esta Cachuela alborotada donde todos son
sordos — expresa Gonzalo.
—Vámonos de una vez. Aquí no conviene permanecer
por más tiempo — aduce Serapio, considerando la posi-
bilidad de intervención y control que puede ejercitar el
"Gorila".
—Vamos a la cantina que ya está abierta — informa
el recién llegado que de paso, observó este detalle.
—¿La cantina? ¿Será posible? Si acabamos de ente-
rrar a Teresa, la hija del propietario del negocio.
—Así son las cosas.
—¡Qué desgraciado! ¡Como si su hija fuera una pe-
rra! — Serapio, protesta con profundo disgusto ante la
actitud incalificable del proxeneta (Arturo Romero Bu-
— 360 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
zeta) que, obedeciendo al "Gorila" ha abierto las puertas
de su cantina.
—Vamos allá — insiste el sobrino de Nicolás.
Con desgano notorio, se encaminan al local mencio-
nado. Llegan allá y penetran silenciosamente. Toman
asiento sigilosamente.
—Y vamos al grano. ¿Qué desea usted? Hable sin
miedo — interroga Gonzalo, entre serio y broma.
—Me permito invitarles. Quiero festejar con ustedes
mi llegada.
—¿Ya habló con su tío? — Serapio formula la pre-
gunta deseoso de ayudarlo.
—Lo haré mañana.
—Puede usted alojarse en el cuarto que está al la-
do del mío. Hay una cama vacía.
—Gracias, usted es muy gentil.
—¿Y su equipaje?
—No tengo, escasamente mi maleta con un poco de
ropa.
—Eso basta. Ya tendrá todo lo que necesita. Traba-
jo no le faltará. Es sobrino de don Nicolás, por lo tanto
usted ha caído como anillo al dedo. ¿Qué sabe hacer us-
ted? — Serapio se ha convertido en parte interesada de
la buena suerte del recién llegado.
—Tengo una hermosa letra y buena ortografía.
—Entonces, usted puede ganarse la vida en cualquier
parte. El mundo necesita calígrafos para escribir cartas
de amor y testamentos. Su tío es todavía muy joven y ne-
cesita comunicarse con las londinenses de patas de oro —
Gonzalo da rienda suelta a su humorismo. El sobrino de
Nicolás le ha caído muy bien.
—Traiga tres botellas de cerveza — Gonzalo ordena
al cantinero o mozo que está reemplazando al padre de la
extinta que fue enterrada en las primeras horas de esa
tarde.
El recién llegado les informa de todo lo que sabe, so-
bre los antecedentes de familia de su tío Nicolás. Les
cuenta que su padre, hombre decrépito — cuando salie-
ron de Santa Cruz — murió en lunes de carnaval y que
— 361 —
LUCIANO DURAN BOGF.R
fue enterrado con banda y con el acompañamiento de nu-
merosa concurrencia. Que ese día todos sus vecinos, no
asistieron a los bailes en señal de duelo (miente y fan-
tasea a su regalado gusto). Que allí, la gente recuerda a
Nicolás, a Rómulo y a sus otros tíos y que los comenta-
rios hacen hincapié sobre el hecho de que han encontra-
do fortuna. Y qué por esta razón, él, se ha venido en bus-
ca de ellos, para ver si pueden ayudarle.
—Soy hombre joven — termina diciendo — y no me
falta entusiasmo para trabajar honradamente.
—Está bien joven. Su tío Nicolás, reconociendo sus
virtudes, sabrá darle la colocación que se merece. Desde
luego, tiene usted nuestro apoyo, no es mucho que se diga,
pero le servirá de algo. Sobre todo nuestra amistad, para
que usted no se sienta como ángel caído del cielo. ¿No
le parece bien? — argumenta Gonzalo y dirigiéndose a Se-
rapio le pregunta:
—¿Y tú qué le ofreces a nuestro huésped de honor?
—También le ofrezco mi amistad. Y me permito ofre-
cerle prestado estos pesos — saca de su bolsillo unas mo-
nedas, pero el bienvenido rechaza la oferta, expresando
su agradecimiento.
—Reciba hombre. Tras que le paguen su primer suel-
do, me cancela. Mire que cuando uno no tiene ni un cen-
tavo, hasta los perros lo orinan. Le hablo esta vulgaridad,
pero es la verdad. ¿No es así Serapio?
—Es cierto. Reciba usted.
—Gracias — agarra las monedas y las coloca en su
bolsillo. En esos instantes entran el "Gorila" y el adminis-
trador de la cantina. El segundo está vestido de negro,
pero apesar de la pérdida de su hija, no denota en su ros-
tro ninguna conturbación espiritual, al contrario está son-
riente.
—¿Quiénes son estos señores? — pregunta el recién
llegado a Cachuela.
—No se apure amigo. Poco a poco se anda lejos. Es
mejor que vea y calle. No pregunte. Aquí en Cachuela hay
que caminar muy despacio. No olvide que: pueblo chico
es infierno grande. ¿Comprende usted? — los argumentos
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
reflexivos de Gonzalo Dorado, alertan al sobrino de Ni-
colás.
—Está bien. Le agradezco. Pero es necesario que us-
tedes sepan cómo me llamo. Mi nombre es Alberto Sal-
vatierra. Mi padre murió —así dicen— ahogado en uno
de los ríos de esta gran hoya amazónica, juntamente con
otros tíos míos que viajaron con mis tíos Nicolás y Rómulo.
—Así fue. Conocemos la historia del naufragio. Nos
lo contó un sobreviviente que lo llamaban el Poeta y que
ha desaparecido. Muchos creen que ha viajado a Londres,
pero otras personas aseguran que murió en La Loma. Es
una pena que haya desaparecido ese hombre. Era muy
culto y se hacía querer con todos, porque era muy gene-
roso y enseñaba a leer a los asnos . . . — informa Gonzalo.
—Dígame: ¿Aquí hay escuela? Porque yo quiero ser
profesor . Si no hay, podemos organizaría. ¿Qué les pa-
rece? — habla Alberto.
—Muy buena la idea. Porque la verdad es que no te-
nemos escuela. Usted puede ganarse un poroto. En la pri-
mera charla que tenga con su tío Nicolás, puede plantear-
le la solución de este problema. Lo vamos apoyar — opi-
na Serapio.
—¡Serapio! ¡Gonzalo! A ver ese jovenzuelo. Vengan
por acá — grita el "Gorila".
—Ese señor, es de mucha influencia. Es el capataz.
Es el hombre de mayor confianza de su tío. Se llama Pan-
taleón Cuéllar — Serapio le advierte a Alberto.
Levántanse los tres aludidos y marchan a la mesa del
"Gorila". Lo saludan y uno tras uno busca el lugar más
apropiado.
—¿Quién es usted? — interroga el capataz.
—Sov sobrino de don Nicolás. Acabo de llegar a Ca-
chuela en busca de trabajo. A sus órdenes.
—Muy bien, hombre. No hay nada que hacer, usted
tiene toda la pinta de ser un buen muchacho. Se parece
mucho a nuestro jefe. Se ha ganado un trago. La verdad
es que me ha conquistado. Un muchacho que tiene la
misma sangre de mi jefe, se merece todo mi aprecio. A
ver mozo. Tráe una docena de cervezas. Vamos a festejar
— 363 —
LUCIANO DURAN BOGER
la llegada de éste joven. Y tú querido — se dirige al admi-
nistrador de la cantina — anda y trae la banda. ¡Rápido!
— habla y ordena el "Gorila".
—Muy bien. Es su orden mi jefe — responde obedien-
temente y sale como si tuviese alas en los pies.
—Y ustedes ¿por qué permanecen como si se hubie-
ran comido sus lenguas? ¡Hablen, hombres! — se dirige
a Serapio y a Gonzalo.
—Yo tengo las voces embargadas, señor, porque us-
ted es el único hombre de Cachuela que no he podido ha-
cer reir. Usted sabe que yo hablo para que rían los que
me escuchan. Dé lo contrario me como la lengua con ají.
Pero no me doy por derrotado — Gonzalo, comienza a
contar cuentos y a decir chascarrillos a cual más origina-
les. Serapio y Alberto, ríen y ríen hasta que sienten un
malestar en el estómago. Pero el "Gorila" .permanece in-
sensible y más tieso que un queso, serio y callado. Enton-
ces Gonzalo da rienda suelta a su risa sonora y ríe, ríe, ríe.
Los que están allí presentes, contagiados por aquel torren-
te de hilaridad desbordante, ríen desorbitadamente. En-
tonces, Gonzalo, corta violentamente su carcajada y se
pone más serio que un santo de palo. En ese instante,
la banda de música, comienza a ejecutar una marcha mi-
litar española.
—¡Silencio! La serenata no es para estos señores que
solo saben reír y no saben llorar. Vamos de aquí. Me si-
guen muchachos — el capataz se levanta y trás él sus
acompañantes.
—Maestro: toque la misma marcha fúnebre que tocó
cuando acompañábamos esta tarde a la difunta. Todos me
siguen. Vamos maestro al panteón. Que la serenata que
damos ahora es para los muertos. ¡Adelante muchachos!

No es ni avenida, ni camino, es apenas una viborilla


de espacio que el tránsito de las personas que van allí
llevando, periódicamente, unas cuantas velas, encendidas
— 364 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
con devoción cristiana, le ha dado vigencia de nexo entre
el núcleo de la población de los vivos, a aquel lugar, don-
de yacen los huesos de las víctimas de la fiebre amarilla,
del beriberi, del paludismo y de la avitaminosis. Apenas
se destaca y es visible entre la penumbra y la lechosa luz
de una luna que se va. "Gorila", marcha adelante del re-
ducido conjunto de músicos que caminan miedolentos en
dirección del humilde cementerio, donde no existe ni un
solo bloque de mármol, ni un nicho que sobresalga y os-
tente el poderío o bonanza económica de los descendientes.
Hemos llegado maestro. Salud. Beban. Los muertos
no hacen daño a los vivos. Por eso los quiero. Y se mere-
cen no solamente unas cuantas velas y responsos. Ellos
son dignos del homenaje más sentido. Toque maestro. De
hoy en adelante, cuando yo esté, así como estoy ahora,
siempre les vamos a traer serenata. ¿Qué te parece, Sera-
pio? — después de lanzar su retahila, el capataz, pregun-
ta al amigo inseparable de Gonzalo. Aquel como éste, se
sienten cohibidos, con el acto sacrilego (del cual se creen
cómplices) perpetrado por el sujeto de mayor confianza
de Nicolás. Serapio, no responde. Su mutismo se gene-
raliza.
—¡Toque maestro! — insiste "Gorila".
—¿Qué quiere que toquemos, señor? — pregunta con
voz embargada más que por miedo, por el sentimiento
piadoso dominante en su espíritu.
—Nada de sones tristes. Algo alegre. Los muertos se
sienten nuevamente entre nosotros. Toque un carnavalito.
—¿Un carnaval? No se olvide que estamos en un lu-
gar sagrado — argumenta el músico, contrariando el man-
dato del capataz.
—Toque hombre. No tenga miedo. Los muertos son
inofensivos.
Cosa rara. Junto al último montón de tierra, seña-
lado con una cruz de brazos dislocados, surge un bulto . . .
Los últimos reflejos de la luna agónica, relievan los con-
tornos de la figura aparecida.
—¡Mire usted señor! — grita desesperadamente el mú-
sico y se da a la fuga con todos sus compañeros. Serapio,
— 365 —
LUCIANO DURAN BOGER
Gonzalo, el cantinero, Saturnino v el sobrino de Nicolás,
se suman a los músicos que corren alocadamente.
-—¡Cobardes! — el capataz empuña su revólver, apuu
*a y dispara contra el bulto.
—¡A mí no me asustan los muertos! — larga la frast
pero la crispación cíe sus non los se convierte en un soio-
cón miedolento. Sigue a los fugitivos.
—¡Cobardes! — grita. Nadk le escucha.
Sobre la sepultura, las hormigas habían acumulado
una arenisca. Levantaron un hormiguero. A esas horas, un
hambriento oso hormiguero se banquetea con los insectos.
Al día siguiente, nadie comenta lo ocurrido. Callan
unos para no aparecer como actores de un hecho que no
solamente puede ser criticado por irreverencia; y los otros
por temor de ser castigados bajo la férula del promotor
de la serenata a los muertos.
Sin embargo, en la oficina central de Cachuela Espe-
ranza, Gonzalo, al mirar a Serapio, produce una risita y
un silencio misterioso entre sus compañeros de trabajo
nue lo observan. Hasta que, en un determinado m o m e n -
to, Serapio estalla en risa y obligadamente tiene que salir
de la oficina. Afuera, da rienda suelta a la hilaridad que
le provoca el recuerdo. Después de cumplido el horario
de trabajo, todos se acercan a los dos amigos de aventu-
ra. Inquieren con insistencia, pero ni el uno, ni el otro,
relatan lo ocurrido.
—Están locos. Ríen y no saben explicar el motivo de
la risa. Están locos — el contador Camilo Pcreyra, que se
precia de ser persona seria más insensible que un témpa-
no de hielo, critica a sus colegas de trabajo que ocultan
los pormenores de las escenas ocurridas en el cementerio.
Mientras el capataz, ha desatado toda su furia crimi-
na! sobre las espaldas de los trabajadores y la gente in-
defensa de Cachuela, con atropellos y hechos sangrientos,
Nicolás se enfrenta a dos problemas serios. Entre la co-
rrespondencia que ha recibido, destácase en primer plano
el folleto intitulado: LOS CRIMENES DE LA LOMA, im-
preso en papel fino. Igualmente, concentra atención el in-
forme detallado del naufragio y muerte de Antcnor Toro
— 366 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
Diez. Nicolás hojea el primer documento. Llama a su se-
cretario Ruperto.
—Lea este informe — le alcanza las páginas esexitas
a máquina. (En las hojas de papel se exhibe con letras
doradas y en relieve el siguiente membrete: Industria y
Comercio del Beni — S.A. — Londres). Ruperto aproxima
su silla al escritorio de Nicolás. Da comienzo a la lectura,
con voz pausada, con calma y amaneradamente, diferen-
ciando la c de la s, la v de la b; y pronuncia con énfasis la z.
—Salte usted lo relacionado con los cumplidos — or-
dena a su secretario — Primero el informe — demuestra
ansiedad por interiorizarse del desenlace trágico.
—Dice así: — Ruperto, respáldase sobre la silla; cru-
za la pierna.
— "Zarpo de Burdeos en el transatlántico
"Paranagüe" llevando más de 900 toneladas de mer-
" caderías y las embarcaciones "Adolfito", "Cintra"
" y "Bolívar" para su propio transporte. Larga y pe-
" nosa es su odisea en la navegación. Se le presenla-
" ron una serie de obstáculos en su itinerario. El per-
s o n a l se iba desbandando. Sólo le quedaban sus lan-
" chitas y sus mercaderías. Pero él, incansable y te-
" naz sigue navegando en condiciones cada vez más
" difíciles. Le faltaban dos días para llegar a la pro-
" piedad de Carlos Fermín Fiscarral, rico propietario,
" explotador gomero y terrateniente del Perú. Más de
" siete semanas de navegación sin poder llegar al
" asiento principal del acaudalado peruano. Un día de
" esos, Carlos Fiscarral, aparece con dos grandes ca-
" noas tripuladas por indios "piras", llevando víveres
" para Toro Diez, por indicación del "Cintra" y que
" se había adelantado a las otras embarcaciones. Al
" día siguiente, la "Adolfito" y las dos canoas de Fis-
" carral estaban listas para zarpar. En una de esas
" canoas, don Fermín embarca su equipa je y con Toro
Diez, toma asiento, pero los empleados de éste insis-
" ten en que su jefe los acompañe en la "Adolfito", en
la que ambos iban a encontrar la muerte en la ca-
— 367 —
LUCIANO DURAN BOGER
" chuela de Pulcapa Rota del Ucayali. El cadáver de
" Fiscarral fue encontrado, pero el de Toro Diez se
" perdió para siempre, en las profundidades del tor-
" mentoso río". -— —
" (Fdo.) Me. Douglas — Gerente".

—Es todo lo que se refiere al naufragio y a la muerte


del que fue Dr. Antenor Toro Diez — expresa Ruperto. Ni-
colás se limpia los ojos, pues la noticia ha conmovido su
sensibilidad. Además, le preocupa el riesgo que correrán
las libras esterlinas con que é¡ contribuyó a la empresa
organizada por Toro Diez.
—¿Sigo leyendo, señor? — interroga Ruperto.
—Basta. Para qué más. Las desgracias no vienen solas.
La Fortuna y la Muerte, son hermanas gemelas. Se pare-
cen mucho. Unas veces, son egoístas y otras veces, son ge-
nerosas. Sorprenden al hombre . . . — Nicolás, al hablar,
prescinde de su empleado. Monologa. Agarra el folleto y
abandona su escritorio y marcha a pasos lentos. Mira al
suelo. Extraña al perro que solía acompañarlo. Recuerda
a Petrona, como un padre cariñoso. Llega a su casa. Se
hace servir una tacita de café. Se apoltrona en su mece-
dora de mimbre. Comienza a leer el folleto, desde el titu-
lar sin perder ni un solo detalle: la introducción que abar-
ca la definición clásica del Derecho Penal y la tipificación
del crimen a través de la Historia de la humanidad( las
causas que lo originan, etc., etc.,) la denuncia legal; cabeza
de proceso ante los tribunales de la justicia ordinaria; y,
por último la lista de los nombres de las víctimas y el re-
lato de los crímenes cometidos en La Loma, en el lapso
de un año. Nicolás, lleva el dedo índice a sus labios, moja
la yema con su saliva y delicadamente levanta la hoja 79.
Golpean sus retinas las letras mayúsculas y negras del
subtítulo:

— 368 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN

CRIMENES PERPETRADOS POR


ROMULO SALVATIERRA
—Relato verídico de los hechos—
—Martes — 13 de Enero de 1890 — Rómulo Salva-
tierra, hizo maniatar al obrero Miguel Lobos. En su pre-
sencia, el capataz Sixto Ovando enarbola un látigo y fla-
gela a la víctima con 100 azotes. Luego, desnuda a Lobos
—completamente— y a empujones lo conduce violenta-
mente al río, donde las palometas devoran el cuerpo san-
grante.
—Viernes — 20 de Enero de 1890 — Rómulo Salvatie-
rra, para probar la puntería de un revólver recién com-
prado, apunta y dispara sobre la cabeza del obrero Juan
Montalvo que muere instantáneamente. En vez de hacerle
dar sepultura "cristiana", ordena que el cadáver sea echa-
do al arroyo para que el caimán lo devore.
—Domingo — 3 de Febrero de 1890 — Rómulo Salva-
tierra, violó a la menor Camila Bravo, de 14 años de edad,
en presencia de sus sirvientes: Gastón Caballeros, Joaquín
Pedro Hurtado, Mario Monjo, Rarnero Otiro, Jorge Colle
y Aniceto Ferrier. Estos, a cada instante, aplaudían el he-
cho, batiendo palmas como si estuviesen delante de un
espectáculo teatral. Después del acto, bebieron con Rorau-
lo Salvatierra, hasta ia ebriedad.
—Miércoles — 15 de Febrero de 1890 — Rómulo Sal-
vatierra, hizo degollar a Jaime Alvarado, en presencia de
toda la poblacion de La Loma. Ordenó que colgaran su
cabeza en un árbol seco, donde los buitres se agolparon
y la descarnaron. Hizo colocar un letrero junto a la cabeza
decapitada que decía: "Así mueren los que fugan de La
Loma". Impuso a los pobladores a que desfilaran delante
de ella. El verdugo ¡es leía el letrero en voz alta.
— 369 —
LUCIANO DURAN BOGER
-—Sábado — 26 de Febrero de 1890 — Rómulo Salva-
tierra (como escarmiento, por desobediencia) hizo intro-
ducir al . .. de Ramón Barrientos, un tizón o palo ardiendo.
—Jueves — 4 de Marzo de 1890 — Rómulo Salvatie-
rra, hizo matar a palos a Sebastián Carrasco. Su cadáver
fue descuartizado por el verdugo Néstor Melgar. Hizo pre-
parar una parrillada. Los pedazos de carne, con mandioca
asada, fueron repartidos a los pasajeros que llegaban al
puerto, como regalo especial.
—¿Será posible? — Nicolás, suspende la lectura y
toma aliento. Recuerda la frase bíblica que dice: "En ver-
dad os digo". Llama a uno de sus sirvientes. Le entrega
el folleto con orden expresa de que lo arroje al fuego de
la cocina. Vuelve a llamarlo y le pide el impreso y lee la
dedicatoria: "Nicolás: Mis crímenes son míos y me ufano
de ellos. Más criminales que yo son los provocadores de
las guerras y los militares que asesinan a los pueblos. Soy
una bestia. Pero los verdaderos hijos de Caín, son ellos.
Tu hermano. (Fdo.) Rómulo. — P.D. Después de leer este
folleto que es el único ejemplar que queda, guárdalo. Su
autor ya pasó a mejor vida. Vale. R.
Ya no le quepa duda a Nicolás, de la veracidad de
los hechos denunciados por el abogado Serafín Cañedo,
que pagó con su vida el coraje de acusar a Rómulo, ante
la justicia ordinaria y la opinión pública. (El flamante
jurisconsulto fue envenenado en un banquete que le ofre-
cieron, como justo homenaje a su inteligencia y valor civil,
con esta frase, el anfitrión le dedicó el banquete). El con-
vidador, volvió a La Loma. Y en un amanecer, la des-
carga de un winchester dio fin con su existencia. En Tri-
nidad, un agente de Rómulo, recolecta los folletos (tra-
tando de hacerlos desaparecer). Paga por cada uno, una
libra esterlina).
Nicolás, pálido como una vela de cera, tembloroso y
compungido, siente como si sobre sus espaldas hubiesen
caído de punta millares de agujas. Se levanta de su asien-
to y camina a la cocina.
— 370 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
—Váyansc de aquí. Déjenme solo — ordena a los
sirvientes y al cocinero. Está a punto de incinerar el do-
cumento acusador, pero cambia de idea. ¿Debido al humo
de los leños resinosos que arden chisporroteantes, o por
qué ...? La verdad de la respuesta está en sus ojos que
vierten lágrimas. Se dirige a su dormitorio, abre su caja
de caudales y guarda el folleto, con intención de leerlo
con más calma y en su integridad.

Las orillas de este río, son muy diferentes a las del


caudal torrentoso donde braman las cachuelas. Son tran-
quilas y sus aguas tienen color de vino fabricado con uvas
negras. La mañana perfumada, abraza el viaje silencioso
que corre como la sangre entre las venas. Su silencio es
poesía. Viene de lejos. Nadie sabe de dónde. Igual que el
ritmo, la melodía y la expresión profunda de un canto en
un poema. Viene desde lo más profundo. Florentino y Pe-
trona, van por él.
Razones tuvo — Nicolás — para sentar reales y edi-
ficar en Cachuela Esperanza, la sede de sus dominios de
gran terrateniente. No fueron sentimentales ni románticas,
porque a los explotadores no les interesa nunca la sinte-
tización filosófica - artística, con respecto a los principios
y las causas de las cosas. Solo le interesaba a Nicolás, los
enormes manchones de la Selva, poblados con los silen-
ciosos árboles de la siringa. Y las vigorosas manos y los
pulmones ele los humildes siringueros explotados. En me-
nos de una década vio crecer su poderío de señor acau-
dalado.
—Señor, ha llegado correspondencia del Presidente
Constitucional de la República de Bolivia — con expresión
grandilocuente, Ruperto hace saber a Nicolás. Le entrega
un sobre largo y blanco.
— 371 —
LUCIANO DURAN BOGER

—Abralo — Nicolás, está anonadado con la experien-


cia desagradable que le proporcionaron los documentos.
Es hombre cachazudo y sereno. Está listo para recibir otra
mala noticia.
—Lea— le dice a Ruperto. Menea la cabeza con ritmo
de péndulo. Observa que su empleado se ha quedado es-
tupefacto.
—¿De qué se trata? — interroga Nicolás.
—El Gobierno Central del Altiplano, solicita a usted
un préstamo de 5.000 libras esterlinas — Ruperto desaho-
ga su inquietud.
—Recién se acuerdan de nosotros, cuando alargan la
mano limosnera. ¿Bonita suma, no? Les parece muy fácil
reunir cinco mil libras esterlinas. Si supieran esos señores
de allá, que esa cantidad de oro, es sangre y sudor de
muchos años de trabajo. Si supieran esos politiqueros de
mentalidad mineralizada, que ese oro es sacrificio y pri-
vaciones de la gente que trabaja, acá, completamente ol-
vidada, sin protección alguna, sin ayuda, sin nada que ven-
ga de esas alturas, ni un lápiz, ni un cuaderno, ni un abe-
cedario, para utilizarlos —siquiera— en la enseñanza de
las primeras letras de los hijos de los siringueros, recién
sabrían lo que valen las 5.000 libras esterlinas que solici-
tan. ¿Con qué garantía, con qué solvencia quieren esos se-
ñores que manejan los poderes del Estado del macizo andi-
no, merecer el crédito que me solicitan? Así son. Se acuer-
dan del Bcni, nada más que para confinar a sus adversa-
rios y cuando necesitan ayuda. Así son. Pero, como en la
vida, todo es dar para recibir . .., les vamos a dar gusto.
Así son .. Nicolás piensa —reflexivamente— en los mi-
les de pesos que adeuda su firma comercial, al erario
del Estado altiplánico, por concepto de impuestos de los
muchos millones de hectáreas consolidadas que posee.
—Venga acá, señor Contador — llama a Ruperto —
Extienda usted un cheque a la vista del Banco de Londres,
por la suma de 5.000 libras esterlinas, a favor del gobier-
no del Altiplano — Nicolás se soba sus bigotes que pare-
cen colas de caballos.

— 372 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
—Que les haga provecho — afirma Nicolás, delante
de los funcionarios que le escuchan.
—¿No dije? Las desgracias no vienen solas, vienen
siempre acompañadas. ¿No hay por ahí otra mala noticia?
— Nicolás no espera respuesta de nadie. Sale de la larga
y anchurosa oficina donde está su escritorio y demás de-
pendencias de su sistema contable. Sale a pasos lentos
porque ese es el ritmo de su personalidad caminante. Es
como un monje del medioevo, como uno de esos persona-
jes de los cónclaves secretos del jesuitismo internacional.
Pocas veces habla y cuando lo hace, es porque la elocuen-
cia de los hechos y el acicate de la dura realidad, hincan
profundamente en su espíritu de sujeto reflexivo, calcu-
lador y astuto como un viejo zorro; avisor y de tacto sutil
y calmoso como un oso polar . . .

—Así las cosas, así los hechos, así la historia. Y así


también la alta comedia humana . . . — Rómulo, pronuncia
estas frases sentenciosas, delante de sus secretarios de
Estado . . . de la "República, Libre e Independiente, De-
mocrática y Representativa" de La Loma. La denomina-
ción política, fue dada por Rómulo (con énfasis) en opor-
tunidad de conmemorar el tercer aniversario de su per-
manencia en La Loma.
Canciller, está a la diestra de Rómulo, muy ceremo-
niosamente. Exhibe un gesto de alta jerarquía. Con pose
teatral representa la función que le ha otorgado el Jefe
de Estado.
—Los bacines que tienen sobre la base interior el
retrato en relieve de su hermano don Nicolás, han sido
distribuidos entre la gente de las barracas gomeras. Están
en uso — informa Canciller con voz tímida.
—¿Quiere decir que le entregué también el retrato de
mi hermano? ¡Ah gringo bandido! El tiene que volver al-
— 373 —
LUCIANO DURAN BOGER
gún día por acá (se refiere a Richard, el inglés que vendió
la esmeralda a Nicolás) — interroga y sentencia — a la
vez — con indignación notoria.
—Hace algún tiempo que pasó de largo, con rumbo
a Santa Cruz, para de allí seguir por la ruta del río Pa-
raguay, rumbo a Inglaterra.
—¿Y cómo no me avisaron?
—Por que no encostó en el puerto. Apenas saludó
con sus manos a las personas que estaban en la orilla del
río.
Vuelve a insistir en su anterior pregunta, (respecto
a los bacines).
—Por lo visto, señor. No se explica en otra forma —
afirma Canciller.
—Prosigue — emplaza a su primer secretario, para
que siga informando.
—Es evidente el envenenamiento del abogado autor
del folleto. Y no hay otro asunto importante, señor — Can-
ciller, se limpia el sudor de su cara. Ha sentido un esca-
lofrío, producido más que por la elevada temperatura del
trópico palúdico, por el estado miedolento con que ha
evacuado su informe.
—Está bien. Ahora, habla tú — se dirige al que desem-
peña el papel de Ministro de Gobierno — Miguel Molli-
nedo —, el verdugo más eficaz y desalmado de los domi-
nios de La Loma.
—Yo no tengo nada que informar, estimado Jefe. Us-
ted ha presenciado todas las ejecuciones que he cumplido
bajo su mandato — se soba las manos y enciende un ci-
garrillo.
—Conforme — aprueba Rómulo, sonríe y menea la
cabeza. En esa sonrisa y en ese ademán oculta una inten-
ción. El Ministro de Gobierno, que es un buen psicólogo,
entrevé una alternativa que le produce un sentimiento de
temor.
—Habla tú — se dirige al Ministro de Agricultura y
Ganadería.
—Yo y mis colaboradores, hemos cumplido sus ins-
trucciones. Son 7 los puestos ganaderos que hemos cons-
— 374 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
truido, con galpones y corrales. Hemos encorralado y mar-
cado más de 80 mil cabezas de vacunos. Toros, torillos,
vacas y terneros que hemos encontrado en la pampa, in-
clusive aquellos que llevaban la marca de su hermano Ni-
colás, están incluidos en lo que ahora pertenece a su pro-
piedad. Y también el ganado de otros propietarios — Hum-
berto Claorc, mantiene su arrogancia, no cae en la adula-
ción servil ni en la sumisión propia del esclavo.
—Tiene la palabra, señor Ministro de Defensa — Ró-
mulo se dirige a Domingo Cusicanqui.
—Debo hacerle saber que sobre la base de los 24
rehenes y otros elementos reclutados, he organizado el
alto Comando y los destacamentos del "Ejército Nacio-
nal". Se les ha dado los grados militares respectivos con-
forme a la imbecilidad de cada uno, desde sub-oficiales
hasta generales. El único Mariscal, es su alta autoridad.
—¡Imbécil! Ignoras que yo soy el Capitán General de
las Fuerzas Armadas de la Nación. No hay nada que hacer.
Respondes a tu condición de militar — Rómulo, ríe a
carcajada batiente.
—Continúa — prende su pipa. Rómulo es un excelen-
te fumador. El juego completo de los adminículos con que
fuma los mejores tabacos europeos, suma 31 ejemplares,
uno para cada día del mes, entre las pipas finísimas se
destaca la de "espuma de mar" que la ha bautizado con
el nombre de "emperadora".
—Los fusiles, escopetas, revólveres, puñales, mache-
tes, lanzas, flechas, dinamita, pólvora y proyectiles, están
depositados en el arsenal que usted custodia y en el lugar
secreto que solamente usted y yo, conocemos.
—Bueno. Ustedes deben saber que el 3 de septiembre,
debemos conmemorar la fecha histórica del XVII aniver-
sario de la fundación de mis dominios en La Loma.
Ha llegado la hora del atardecer con su lenta transi-
ción de nubes blancas y plúmbeas, que desaparecen fuga-
ces con el viaje eterno del potencial vaporoso de la lluvia.
Las voces de los pájaros extraen del pentagrama de sus
buches, las melodías más sentidas en el alma popular de
aquel lugar. Transcurrido el minuto de la policromía cre-
— 375 —
LUCIANO DURAN BOGER
puscular de tarjeta postal., el azul oscuro del anochecer,
erige con su presencia nostálgica, un sobrio y destacado
mural en que el abrazo nupcial de ia Noche y el Horizon-
te, destacan la belleza paternal del Universo.
—Apurémonos que ya va a oscurecer — dice Rómulo.
—La palabra, señor — habla Lindorfo Candia.
—La tienes — responde Rómulo.
—Los fondos o el dinero que ha pasado por mis ma-
nos, correspondiente a los ingresos de compra y venta de
goma y de otras mercaderías, suman a 10.000 libras ester-
linas, Aquí tengo el debe y el haber del movimiento de la
Caja, con el V B y la firma de usted. Además debo in-
p 9

formarle que la moneda sellada en metal de 10, 20, 30, 50


centavos y de un peso, con la leyenda de "República de
La Loma", que usted encargó a ese señor a quien dio deter-
minada cantidad de libras, para dicho objeto, ya están en
circulación. Las pequeñas bolsas, fueron dejadas por él
en el barranco del puerto del aserradero. Se negó a en-
costar en el puerto oficial de La Loma, pretextando que
debía continuar su viaje, rápidamente. Me presentó la fac-
tura respectiva y le cancelé lo adeudado. Me informó que
había estado en Cachuela Esperanza y que don Nicolás,
lo había tratado a cuerpo de rey. Me encargó que lo salu-
dase a su nombre y que, desde Londres, le escribiría.
—¡Gringo cangrejo! ¡Que el diablo cargue con él! —
Rómulo, se rasca la cabeza. — No hay nada que hacer que
el gringo pendejo se ha fumado en pipa a los Salvatierra
—escupe un salivazo— La verdad es esa — la sinceridad
del propietario de La Loma, aflora una corola de recono-
cimiento implícito a la inteligencia del astuto Richard.
—Tienen algo más que informar? — pregunta Rómu-
lo, después de haber escuchado el informe de su "Minis-
tro de Hacienda".
—Si, señor. Muchos de los obreros me han hablado
para que haga conocer a usted, el pedido que formulan,
sobre la necesidad de crear una escuela, donde puedan
sus hijos aprender a leer y a escribir — expresa Canciller.
•—Con que ¿esas tenemos? — suena la batería de su
carcajada cínica — Aquí no necesitamos gente leída y "es-
— 376 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
cribida" como diccn. Díles a estos brutos que los hombres
que no saben leer y escribir, son más sabios y más huma-
nos, porque comprenden y entienden con más facilidad
el lenguaje de la Naturaleza. Ahí están los "bárbaros" (sel-
vícolas domesticados) que huelen a la distancia a los chan-
chos. Ven a los animales más astutos en la tupición de la
Selva, a los animales que se hacen invisibles a nuestros
ojos y que nosotros no podemos atraparlos. Nada de es-
cuela. No necesitamos doctores entre la gente de este pue-
blo. Y basta por ahora. Se suspende la reunión. — Agita el
cencerro de verduzco rojizo que extrajo —en su oportuni-
dad— del cuello del buey viejo, que murió agusanado,
después de muchos años de trabajo incansable.

* *

La mañana desnuda, tiene un sabor y perfume de co-


legiala cruceña que recorre las calles sonriendo a los hom-
bres maduros. Lleva sobre su frente el pañuelo azul pri-
maveral. Besa los pétalos húmedos de las flores silvestres.
A su paso, fugan momentáneamente las mariposas negras
de la tristeza del pueblo . . .
El hijo de Manuel Nocopuyero, desde los 7 años de
edad, viene preparando el café tinto y en una taza peque-
ña de loza china con decoración dorada primorosa y, con
cucharilla de oro, le sirve a Rómulo. Al despertarlo le dice:
—Buenos días patrón. Sírvase su cafecito — le alcan-
za el brevaje oloroso y humeante.
•—Gracias hijo. ¿Que hora es?
—Deberán ser, más o menos las cinco de la mañana.
El bien servido "señor" de La Loma, se levanta de
su hamaca. Se dirige al altillo y, arrimado al barandado,
contempla el río desde cuya superficie se levanta la ne-
blina. Se sirve el brevaje poco a poco, saboreándolo. Vuel-
ve a la hamaca y se acuesta, hasta que columbra la roja
brasa universal, elevándose lentamente sobre el denso vo-
— 377 —
Valentín \ oco¡ ;; ru
T

— 378 -
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
lumen del vientre de la Selva umbría, embarazada de mis-
terios silenciosos. Valentín Nocopuyero, ha crecido junto
a Rómulo. Ha cumplido 17 años de edad. Es apuesto. Bajo
su frente amplia se destacan sus ojos oscuros. Es valero-
so y posee un corazón vigoroso de milenios . . . Su espíri-
tu por todo lo que es ritmo y armonía, color y plástica,
por toda ia belleza que canta con el idioma silencioso de
los árboles, de las flores y el trinar de los pájaros. Obser-
vador minucioso y profundo de las cosas y los hechos que
existen y actúan en el tinglado de la vida colectiva de La
Loma. Su cuerpo atlético de dorio combatiente a orillas
del Eurotas, luce un tórax magnífico. Es un excelente na-
dador y corre y salta velozmente, inigualable entre los
hombres jóvenes de su generación. Es analfabeto, porque
su padre . . . Manuel, que lo crió — conjuntamente con su
mujer, al lado de sus dos hijas gemelas, tampoco sabe
leer. Valentín es un excelente cazador y pescador afortu-
nado. Nadie lo iguala, nadie puede competir frente a él;
los hombres jóvenes y maduros de La Loma, no han podi-
do superar el record de los tigres, jaguares, gatomontés,
tapires y aves, atrapados por su puntería, con rifles, es-
copetas y también con flechas.
Un día y muchos otros más y así sucesivamente, al
compás del Tiempo cuya mano invisible lo transforma
todo, con las leyes eternas del Universo. Y Valentín sigue
creciendo y madurando como un fruto con semilla de
acero . . .
—Buenos días patrón. Sírvase su cafecito.
—Gracias hijo.
Todos los días, se repite este diálogo: ritornelo amar-
go que precede a la realidad dramática de la masa popu-
lar lomaneña, donde la savia del dolor humano, se retuer-
ce igual que raíces de árboles seculares. Valentín continúa
impertérrito, ante la explicación paternal que acaba de
expresarle el "todopoderoso" propietario del hermoso po-
tro Lucero. Valentín no cambia el tratamiento maíianero.
Se enfrenta cara a cara con Rómulo y éste baja la cerviz.
Se opera en Rómulo un recogimiento emocional que trata
de ocultarlo, pero el corazón lo delata a través del gesto
— 379 —
LUCIANO DURAN BOGER

suavizado de la máscara humana. Rómulo es hombre tea-


tral, personaje de alta comedia, dramático desde la punta
de los pelos de su cabeza, hasta las uñas de sus pies.
Cuando quiere transformar la realidad en ficción y ésta en
realidad, sabe representar, sabe manejar —sutilmente—
hábil y a toda perfección los sentimientos y las emociones.
Delante de Valentín, Rómulo siente que la sangre se le
enfría y anuda fuertemente el secreto que oculta sobre los
orígenes . . . que vio crecer a su lado, cuando la vida era
infancia pasiva, placidez indefensa, llanto débil de ham-
bre y sonrisa de estrella . . .
—Valentín. Hijo, ¿vas a ir a cazar hoy día? — la voz
barítonoma de Rómulo quiere enovillar el diálogo para
cambiar la fisonomía de la presencia de la sangre en su
intimidad profunda . . .
—No sé, patrón — responde con acritud. Recibe la
taza china primorosa y mira una mancha negra en el fon-
do de ella, como si auscultáse el color oscuro, denso y
borroso de la conciencia de Rómulo.
—Oye. Toma esta escopeta. Te la regalo, pero el cuero
del primer tigre que caces es para mí.
—Gracias, patrón — subraya la última palabra como
si le clavase un estilete directamente al corazón. Recibe
el arma con más las municiones que le alcanza Rómulo.
Da media vuelta y se aleja sin pronunciar una sola pala-
bra. Rómulo lo observa de pies a cabeza y medita pro-
fundamente sobre la suerte que le espera al personaje de
sus preocupaciones íntimas. La tacita de café de todos los
amaneceres tibios. Las líneás musicales mozartianas del
alma de los pájaros, se filtra como los sones de una flau-
ta mágica, que vienen en alas de la imaginación poética,
hasta confundirse en las vibraciones del espíritu sensible
de Valentín. Por otro lado, han acumulado un sedimento
inefable en el corazón de Rómulo. Pero no es ésto, lo que
escarba en el estercolero anímico de Rómulo. El se da
cuenta y se percata con claridad meridiana, de la causa
de su debilidad sentimental a la terneza. Y entonces, ate-
naza en su ser una idea. No debe transformarla en reali-
dad. Sabe que esa experiencia, ocasionaría un trastorno
— 380 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
desmoralizador para el común denominador de las perso-
nas afectadas, que corren el mismo albur . . . Equilibra el
pro y el contra y se dice —silenciosamente— crispando los
dedos de su mano derecha:
—Soy un gran animal. Soy una bestia blanca — pu-
ñetea sobre el listón lustroso de la baranda del altillo,
donde todos los días, el clarear de la mañana con su ros-
tro dulce de mujer adolescente, parece que le sonriera
con expresión insinuante.
—¡Valentín! — inadvertidamente, pronuncia el nom-
bre y entonces la visión de su juventud, se presenta ante
su recuerdo, igual que un sueño plácido y sereno. Y sigue
monologando.
—¡Qué me pasa, cretino! — aprieta el corazón y déjate
de sentimentalismos tontos — arguye y levanta la cabeza
orgullosamente. Y piensa:
—Soy lo que soy y aquí mando yo sobre todos. Nadie
más que yo. Soy don Rómulo — los sentimientos y las
ideas humanizadas, ceden el lugar preferente del espíritu
generoso y noble que hay oculto en el lado bueno de los
hombres.
—Soy Mefistófeles y encarno con toda la fuerza de
mi sangre, la bestialidad en dos pies. Soy la pólvora, la
dinamita, soy la espada, el puñal, soy el gatillo y el pro-
yectil que matan, el marfil de las fieras, soy todo lo que en
manos del verdugo, es nada más que un instrumento cie-
go a quien no se puede criticar, reprochar, censurar, ni
aplicar la letra muerta de la ley. Soy la tragedia viva —
irrumpe con una carcajada estrepitosa y camina rápida-
mente hasta el rincón de su dormitorio. Extrae del pre-
cinto claveteado con proyectiles un revólver y se asoma,
desde el umbral de su puerta espaciosa. Apunta al prime-
ro que pasa por allí. Dispara. El plomo pasó silvando a
pocos milímetros de la cabeza del transeúnte que se tien-
de sobre el pasto. Gatea como un animal en cuatro patas,
se desliza velozmente, dinamizando sus brazos y manos,
sus piernas y sus pies hasta ponerse a buen reparo entre
los pequeños arbustos que contornean el cúmulo de las
taperas humildes.
— 381 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Has tenido suerte imbécil — grita Rómulo, Supla
la boca del cañón de su arma y como si no hubiese ocu-
rrido nada particular, vuelve al espacio donde está su dor-
mitorio. Coloca el revólver en la vaina que cuelga del cin-
turón.
La juventud de La Loma, huye del medio ambiente
y se interna a lo más profundo de la entraña de la Selva,
buscando el silencio, la paz y el descanso. Entre los árbo-
les y el laberinto inextricable de los gajos, de las lianas, de
los arbustos espinudos, ellos se sienten felices. Están li-
bres de la dictadura oprobiosa que ejercita Rómulo. Ca-
minan desafiando los peligros de ¡as serpientes y de las
bestias felinas, gozosamente.
Valentín, hastiado de la brutalidad desenfrenada, im-
perante a su alrededor, ha organizado un grupo de ami-
gos. En las horas nocturnas con la luna, cuando los poblado-
res duermen, por caminos diferentes, se deslizan furtiva-
mente. Se reúnen a orillas de una laguna que está a distan-
cia de 3 kilómetros de La Loma. En su oportunidad, lim-
piaron un pequeño sector. Machetearon con agilidad ini-
gualable. Cortaron gajos, malezas y yerbas, hasta cons-
truir un campamento adecuado.
—¿Cómo funcionan sus narices? — Pregunta Valentín.
—Huelo a tigre — responde César.
—Entonces, esta noche va a capitanear el grupo. Que
le acompañen: Modesto, Salustio, Mamerto y Germán.
- ¿ Y tú?—
—Yo no huelo pero estoy escuchando el traqueteo de
los dientes de los chanchos — afirma Constantino, son-
riéndose. Con su mano espanta los mosquitos imperti-
nentes que se asientan en su cara.
—Muy bien. Tú irás con Salvador, Enrique, Federico
y Faustino.
Valentín designa a los elementos de mayor confianza
para que lo acompañen. El silencio, alrededor del campa-
mento, es como una campana de cristal donde se ha he-
cho el vacío. Penetran a la entraña selvática. Avanzan las
horas. A las tres de la madrugada se escucha la detona-
ción del primer disparo, muy lejanamente. Con intermi-
— 382 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
tencias de tiempo y de intensidad en la resonancia, cscú-
chanse otras detonaciones. Y cuando la rosa negra de las
tinieblas, va cerrando sus pétalos con la imperceptibili-
dad del sueño, bajo la magia del despertar perfumado, co-
mienzan a retornar. Traen sobre sus hombros el botín de
varias piezas de cuadrúpedos silvestres.
Esta vez Valentín no disparó ni un solo cartucho. Sus
compañeros están sorprendidos por su actitud, los coloca
en la situación de hacerles la interrogante menos aceptable.
—Vamos rápido. No conviene que nos vean llegar.
Deben ser las cuatro de la mañana y nuestro pueblo des-
cansa. Cuántos, a estas horas, deberán sufrir el sobresalto
de las pesadillas. Yo —por ejemplo— duermo escasa-
mente tres a cuatro horas. Y . . . — se calla ocultando un
plan que no quiere revelar a nadie.
—Verdad es que todos no dormimos, ante la amenaza
del crimen — argumenta Constantino.
—Tengo mucho que hablar con ustedes — dice Va-
lentín.
—Ya sabes que estamos listos para emprender cual-
quier empresa que tú organices — expresa Modesto.
Cortan barras rectas y sobre ellas colocan a los ani-
males muertos. Valentín toma la delantera con un gesto
de honda preocupación. Con su machete, va cortando, de
izquierda a derecha, las ramas espinudas que obstruyen el
paso de la columna de sus compañeros que le siguen. Cuan-
do están a poca distancia del pueblo, se detiene y, en voz
baja les dice:
—Dispérsense.
—¿Te quedas?
—Si.
—Te acompañaré.
—No.
—¿Qué vas hacer?
—No te interesa. Déjenme solo. Hasta pronto.
—Mucho cuidado — dice uno.
—Buena suerte — habla otro.
—Te esperamos — expresa el último de la columna.
— 383 —
LUCIANO DURAN BOGER
Instantes después, sus compañeros han desaparecido
de su visual. Empuña su escopeta. Siente un impulso de
fortaleza espiritual. Adquiere coraje. Carga el arma. Mane-
ja el asegurador. Aprieta vigorosamente la correa que per-
mite comodidad en el manejo. La echa al hombro. Y se
ordena así mismo:
—Vamos — toma rumbo y vuelve a la laguna. Pene-
tra al sector más espeso del bosque. Alúmbrase con un
hachón de caucho, porque aún no ha amanecido. Camina
como si una mano lo condujera a un desenlace trágico.
No admite regresar a su casa, sin haber logrado cazar la
presa que viene anhelando desde mucho tiempo atrás. Las
huellas descubiertas en sus incursiones solitarias, son las
de un felino raro. Penetra más y más. Se detiene. Escu-
cha un gruñido desgarrador. Siente que se le viene encima
un cuerpo vibrante. Alumbra. Velozmente dispara. El im-
pactó es certero. La bestia cae con precipitación mortal.
Roza su costado derecho. Valentín, recobra su serenidad
conmovida. Rápidamente retrocede unos diez metros, más
o menos. Se pone a buen recaudo. Alumbra la cabeza de
la bestia. Dispara, dándole el tiro de gracia. Aspira hon-
do y se da por feliz y habla para sí:
—De pocas me he librado.
Levanta la frente. Admira los destellos rojizos de la
Aurora. Vuelve a su casa. Prepara el café. Como un hábil
mozo de hotel, lleva la tacita infaltable para el gusto siba-
rita de Rómulo. Penetra con sutileza a la sala de recibo
donde existen varias sillas construidas con madera fina de
la región. Entra al dormitorio de Rómulo. Este se encuen-
tra durmiendo en su hamaca.
—Patrón, aquí tiene su café — se aproxima a Rómulo
que despierta y se sienta al borde de la hamaca. Rómulo
se levanta, calmosamente. Recibe el presente mañanero y,
como siempre, se encamina al altillo.
Le da la espalda a Valentín. Poco a poco, loma el
néctar negro.
—Gracias hijo. ¿Y cómo te fue en la cacería? ¿Estre-
naste la escopeta? — sigue dándole la espalda.
— 384 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
Valentín no responde. Espera. Recibe la taza vacía
y baja del altillo, rápidamente.
—¡Oye! ¡Ven acá! — llama impositivamente.
Valentín da media vuelta. Regresa a pasos lentos. Se
enfrenta a Rómulo.
—¿Me llamó patrón? — pregunta, mirando al suelo.
Sube las gradas. Se acerca Rómulo, con la misma actitud
de un perro reprendido por su amo (con la cola entre las
piernas). Es notorio el cambio del tratamiento verbal. Re-
acciona y considera que es necesario simular humildad
para encubrir su rebeldía.
—¡Obedece!
—¿Qué desea, patrón?
—¡Responde!
—Está bien, patrón. ¿Qué quiere que le diga? — ha-
bla Valentín. Se le hace un nudo la ira en sus venas. Per-
manece inmóvil, con el platillo y la taza vacía.
—¡Anda lejos! ¡No quiero verte! — ordena Rómulo
con visible enojo. Lanza un escupitajo sobre el baran-
dado y agrega:
—¡Mucho cuidado! — paséase con el ceño fruncido.
Valentín se moviliza y tropieza sobre una tronca vie-
ja que se encuentra tirada en el anchuroso corredor. Re-
cobra equilibrio. Evita la caída y, consiguientemente, la
rotura del recipiente. Una mano poderosa le aprieta el
corazón . . . Quiere arrancarla y destruirla. Destrozarla con
todo el impulso vibrante de su juventud vigorosa. Pero
está adentro, escarbándole las entrañas.
—¡Maldito seas! — Valentín, abre sus redondos ojos
negros que contrastan con las características morfológi-
cas de la raza de su padre Manuel Nocopuyero. Yergue
la cabeza. Contempla el filo de la navaja del horizonte
que se alarga —filudamente— sobre el tapete verde de
la llanura inmensa, poblada de palmeras salvajes. Baja
la vista. Se encuentra con la miniatura de la taza y el pla-
tillo de fina porccla china, impermeable y translúcida.
Se detiene. Aplaca el arranque impetuoso de su sangre.
Admira la delicadeza, la expresiva suavidad de la loza fina,
igual que piel de hembra adolescente. Entonces, la mano
— 385 —
LUCIANO DURAN BOGER
rígida y brutal del odio que, día tras día, viene estruján-
dole el aire que respira, desaparece invisiblemente. Livia-
no por dentro, más liviano que un ave. El torrente del
llanto, brota por entre sus ojos. Prueba la sal de los océa-
nos, diluida entre sus labios . . . Camina —lentamente—
llevando la bellísima taza de porcelana. Se detiene y se
sienta debajo de las ramas de un arbusto espinudo. Siente
sed, no de agua ni de vino (sed de justicia). La mano in-
visible vuelve a estrujarle el corazón. Se levanta. Desde
allí, un angosto camino siente los pasos de sus pies descal-
zos. Llega a su miserable choza. Un perfume que satura
el aire de aquel ámbito sin comodidad, sin muebles, hu-
milde pero limpio, envuelve el alma de Valentín.
En la otra choza y próxima a ella, la mujer de Manuel,
está soplando el fuego de la cocina rústica, con un abani-
co de hojas de palma. Entre las ramas secas que animan
la llama del fuego, arde un leño de fibras aromáticas (hua-
yacán), oloroso a sándalo.
—Buenos días — Valentín saluda respetuosamente.
—Buenos días, hijo. Ven a tomar. Ya está servido.
—Gracias, mamá. No tengo ganas. Guárdemelo para
más tarde.

Muy cerca de la choza de Valentín, dos gallos de pe-


lea se enfrentan con sus curvados picos. El pajizo de pun-
tiagudos cachos, es de mayor peso y su cresta erecta con
puntas angulosas, igual que los dientes de una sierra,
apuntan al ciclo. Su adversario es más delgado. Luce un
plumaje de azul lustroso, como nube negruzca cargada de
tormentas eléctricas. Cuello flexible y arrogante. Mocetón
y garboso. Nervudas piernas, firmes y vibrantes. Uñas
brillantes y amarillas como el oro. Sus agudas armas son
cortas y están en proceso de crecimiento. Es más liviano
y más joven que el pajizo. El pajizo inicia su avance. Apro-
— 386 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
xímase de costado. Picotea sobre el suelo, ágilmente. Co-
rre nervioso. Se coloca delante de su enemigo. Ambos aga-
chan el cuello. Acomete el pajizo. Da media vuelta y vuel-
ve al ataque. Cambia de táctica. Estira el cuello y lo encoge.
Se lanza presentando cuerpo. Con impulso rápido, se ele-
va y levanta las patas. Clava sus puñales sobre los costa-
dos del cuerpo de su adversario, sin hacer impacto, por-
que las alas del mocetón, ábrense defensivamente. Bara-
jan la acometividad hiriente. El pajizo adopta un juego
de acechanza con picotazos sobre la cabeza pequeñísima
de su contendor. Entonces, sin vacilación alguna, se aco-
meten cuerpo a cuerpo. Aletazos, unos tras otros. El mo-
cetón, mide su vigoroso impulso. Encaja con su pata iz-
quierda el golpe punzante, justamente sobre la nuca del
pajizo. Tras un convulsivo estremecimiento, cae fulmina-
do, igual que un árbol echado a tierra por un rayo.
—¡Listo! — Valentín, vio la pelea desde sus prelimi-
nares. Se acerca y recoge al gallo muerto. Lo levanta de
las patas y examina la cabeza que cuelga amoratada.
—Mama, ya tenemos gallo muerto. Ponga la olla al
juego y prepare un buen almuerzo. Tengo hambre, mama.
Aquí está — le entrega el gallináceo.
—Pobrecito. ¿Qué irá a decir Manuel, cuando sepa
que el gallo de nuestro compadre Jacinto está dentro de
la olla? — argumenta la mujer de Manuel.
—Así es la vida, mama. Ünos mueren para que otros
vivan. ¿Qué le vamos hacer? Le llegó la hora. Donde hay
unos hay otros. No se olvide que el pajizo mató también
a otros. Degolló al barbudo que nos costó criarlo. Una
por otra, mama. ¿No le parece que está bien?
La mujer de Manuel Nocopuyero, permanece en si-
lencio. En principio, no está de acuerdo con Valentín, pe-
ro admite sus razones porque han sido expuestas por el
ser a quien quiere y ama más que a su propio marido.
Recoge el gallo muerto y lo cuelga de las patas. Agarra
una olla grande. La llena con agua y ia coloca sobre el
fuego de la cocina.
Los amigos de Valentín, comentan con admiración el
hecho de que haya dado muerte a una pantera negra, más
feroz que el tigre.
— 387 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¿Y a dónde la cazaslc? — pregunta Camilo. Toca
la pelambre finísima del cuero que se encuentra atiranta-
do (con pequeñas estacas) para que seque.
—Más allá del árbol que quedó en el centro de nues-
tro pequeño campamento. Le disparé en el preciso momen-
to de vida o muerte para mí. Si no disparo a tiempo, no
contaba el cuento. ¡Imagínense ustedes! ¡Me he librado
pero de poquingas — Valentín emplea su lenguaje directo
y expresivo, con la ruda objetividad y sencillez del hom-
bre camba.
—¿Será pantera? — dice Fausto.
—¿Y entonces qué quieres que sea? — interviene Mo-
desto.
—Seguramente hermano del gato negro de su abuela
— Constantino, aclara la figura, burlonamente.
—¿Y de dónde habrá venido la . . . — Enrique, no en-
cuentra palabras para terminar la frase.
—De la tierra pué, hombre. ¿De dónde más iba venir?
—Del cielo, pué — responde Salvador, irónicamente.
—¿Qué vas hacer con el cuero? ¿Lo vas a vender? —
pregunta modesto.
—No, porque ya tiene dueño — responde Valentín,
con mucho aplomo.
— Y . . . ¿quién es? — inquiere Salvador.
—Eso no se dice — Valentín, piensa en Carmen, la
hermosa muchacha cruceña que se encuentra prisionera
entre las mujeres encadenadas. Se conocieron el día que
llegó de Santa Cruz. Simpatizaron mucho. Al dialogar,
anudaron con sus miradas y sus palabras, un amoroso en-
tendimiento indestructible que preocupa a Valentín, de
día y de noche . . . Valentín, no da importancia a las con-
diciones impuestas por Rómulo, con respecto al regalo de
la escopeta. Y porque además, no ha sido tigre lo que ha
cazado primero, con ella.
La noticia de la pantera negra se divulga entre la ma-
yoría de los habitantes de La Loma.
—Trae mala suerte — dice Jacinto que está almorzan-
do en la mesa rústica de Manuel Nocopuyero. Jacinto es
dueño del gallo muerto.
— 388 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
—No sea supersticioso — le replica Valentín.
—La verdad es que la pantera negra no se la encuen-
tra así no más y por que sí. Para mí es anuncio de acon-
tecimientos malos que sucederán entre nosotros. Se van
a acordar de lo que les estoy diciendo. Pantera negra es
muerte segura. . . — Jacinto (le llaman el brujo) — re-
fuerza su opinión haciendo un anuncio trágico.
—No sea zonzo, hombre. Aquí, entre nosotros, con
pantera o sin pantera negra, nunca faltaron los muer-
tos. .. — Valentín, replica a Jacinto, sin disimular su dis-
gusto.
—Coma tranquilo, hombre. Debe saber que el gallo
que está comiendo, es carne y hueso de su pajizo. ¿Recuer-
da que usted también nos invitó a comer un almuerzo,
con los huesos y la carne de mi gallo el barbudo? — Va-
lentín le echa en cara a su invitado.
Jacinto se ríe.
—Así fue. Dicen que la costumbre es ley. Lo han he-
cho bien. Les agradezco por la invitación. El almuerzo
está muy rico, comadre. Usted tiene una mano divina y
un buen gusto para cocinar. Pero es mejor que atemos
a nuestros gallos, porque de lo contrario nos vamos a acos-
tumbrar a estos almuerzos que nos causan mucha pena.
La verdad es que lo quería mucho a mi pajizo — confiesa
Jacinto.
—Yo también lo quería a mi barbudo — refirma Va-
lentín. Una por otra, señor. Ojo por ojo. Diente por dien-
te. Y gallo por gallo. Están hechas las paces — argumen-
ta Valentín, arrojando lejos el hueso de la pierna.
—Así es. — Jacinto admite, con sabor y desagrado,
en instantes en que mastica la carne del cuello del que fue
su pajizo.
—Está bien. De hoy en adelante debemos amarrar
nuestros gallos. — Manuel Nocopuycro, hace suya la pro-
puesta de Jacinto, por ser muy conveniente, desde todo
punto de vista. Pues, la única distracción que tiene el ele-
mento masculino lomadeño, (aparte de la cacería y la
pesca que se han impuesto como trabajo indispensable
— 389 —
LUCIANO DURAN BOGER
por el hambre y la miseria dominantes en aquel medio)
es la riña de gallos.
Desde los cinco años de edad, Valentín (juntamente
con su padre Manuel Nocopuyero) se levantaba al rayar
el alba, para ayudarle a adiestrar los 7 gallos de su pro-
piedad. Interroga ahora:
-—Papá: ¿Por qué los gallos no pueden ser amigos?
¿Por qué siempre están en constante acecho?
Nocopuyero le responde:
—Los gallos son orgullosos y criminales como los ri-
cos o explotadores. Porque tienen muy desarrollado el
instinto de dominio sobre el uso de las hembras, como
aquellos: el sentido de la propiedad privada.
Y el viejo Nocopuyero aprovecha esa oportunidad,
para hacer una comparación entre la barbarie de los ga-
llos con la criminalidad y el latrocinio de los multimillo-
narios y de los que dirigen los Estados y empujan a los
pueblos a las matanzas fratricidas, por adueñarse de los
bienes y riquezas de la propiedad territorial. Asimismo,
le hizo comprender que, una de las causas determinantes
de la bestialidad de Rómulo, es la desmedida ambición
que tiene por la acumulación de las libras esterlinas.
Entonces, Valentín siente repugnancia y arroja el pla-
to que contiene la presa del gallo.
—¡Malditos sean los ricos! — Valentín, lanza la im-
precación con toda la fuerza de sus pulmones y se levan-
ta. Va en busca de ia escopeta que le regaló Rómulo y
dispara al gallo que mató al pajizo. Jacinto, Nocopuyero
y su mujer, dejan de comer y se miran estupefactos.
—Está loco — dice Jacinto.
—¡Silencio! — replica Nocopuyero.
Valentín sigue empuñando la escopeta y tiene el pro-
pósito de ir a la casa de Rómulo. Sin decir nada a nadie,
se va a la orilla del río, arraigando en su corazón la se-
milla del odio. Se sienta sobre el barranco y, contempla-
tivamente, quiere ser una gota de agua. . .
Sobre el mástil cuelga una bandera que luce al centro
un redondel del mismo color de una libra esterlina. El es-
tandarte está quieto porque hay tranquilidad en el aire.
— 390 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
Conforme a lo dispuesto por Rómulo, los aprestos
de los festejos conmemorativos del XVII aniversario de
la fundación de la "República" de marras, se realizan apa-
ratosamente. Los rehenes, uniformados, con gorras, cha-
rreteras, galones y estrellas, representando grados jerár-
quicos, están en fila, pero desarmados. Rómulo desconfía
de ellos. La banda de música, ejecuta marchas militares.
—¡Atención, firme! — ordena Domingo que desempe-
ña la función de "Ministro de Defensa".
Se hace presente Rómulo. Viste un pintoresco unifor-
me con doradas charreteras, un casco estilo español, relu-
ciente espada, guantes blancos y botas encharoladas. En
esos instantes, eí orfeón irrumpe con los sones de la Mar-
sellesa. Rómulo sube a una plataforma de listones de ma-
dera, que ha sido levantada sobre un montón de bolachas
de goma. Canciller, camina al lado derecho de Rómulo y
a la izquierda Humberto Claore, "Ministro de Ganadería";
al lado de ellos, marchan los otros colaboradores de Ró-
mulo. Suben por unas gradas y toman asiento.
—¿Qué le parece, Jefe? Todo está bien organizado
¿no? — Canciller, pregunta a Rómulo, saboreando su con-
tentamiento.
—Así lo veo — responde Rómulo.
Todos los habitantes de La Loma, hombres, mujeres
y niños, en apretada concurrencia, están detrás del con-
junto de los músicos. Abre el acto Canciller. Pronuncia
una alocución grandilocuente. Luego, anuncia al público
que Rómulo hará uso de la palabra. Este se pone de pie
y comienza a perorar:
—Escuchadme con vuestras orejas de burros, porque
" sois nada más que populacho. Yo soy vuestro amo.
" Y soy un hombre malo, porque soy mejor que todos
" ustedes. Vosotros me habéis hecho rico, porque
" sois unos cretinos. Por vuestra cobardía y condición
" de bueyes es que sigo siendo criminal. Yo me río
" de mí mismo. Los envidio, porque no teneis nada
que perder. Delante de la muerte seréis más felices
" que yo. Mi poderío y mi grandeza, frente a vuestra
— 391 —
LUCIANO DURAN BOGER
" esclavitud y miserable existencia, me hace pensar
" en que todo lo que tengo lo he robado, sacrificando
" vuestras propias vidas. Porque os digo la verdad,
" estáis obligados a quererme, a servirme sumisamen-
" te. Porque os hago llorar y sufrir, tenéis que odiar-
" me. Soy avaro y gozo contando mis libras esterli-
" ñas. Soy cínico y esto les golpea el corazón más que
" un garrotazo en la cabeza. Quisiera matarlos a to-
" dos, pero esto no puede ser, porque entonces me
" quedaría solo y dejaría de sentir el placer que sien-
" to al verlos sufrir. He dicho."
—¡Bravo! ¡Así se habla! — exclama Canciller. Se acer-
ca a Rómulo. Lo abraza y le da un beso en la frente.
—¡Retira de aquí. Eres el ser más despreciable, por-
que eres adulón y servil! — Rómulo escupe la cara de Can-
ciller y entonces, se dirige a la multitud para decirles:
—Miren a este hijo de perra. Es el ser más asqueroso
porque no tiene valor para matarme.
—¡Bravo! — vuelven a vociferar los uniformados.
La multitud ha permanecido en actitud indiferente.
Seguidamente, Rómulo ordena a Canciller que haga
repartir varias latas de alcohol. La gente se dispersa y se
dirige al lugar donde el carnicero está degollando uno de
los tres toros destinados para la comilona colectiva.

Un hombre joven, se desprende del enjambre humano.


Con la mirada triste, camina igual que un sonámbulo.. Lo
que ha visto y escuchado le produce una profunda amar-
gura. Medita. Y piensa entonces que el hombre es un ani-
mal en dos pies. El es un analfabeto, pero su meditación
da alas a su espíritu y entonces se siente libre de la mise-
rable condición humana en el escenario de La Loma. Se
interroga:
— 392 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
¿Algún día, los hombres llegarán a ser buenos como
el Sol que nos reparte su luz, sin pedirnos ni exigirnos
absolutamente nada?
—¿A dónde vas, hijo? — Rómulo, interfiere el paso
de Valentín. Este se estremece sobresaltado, ante la pre-
sencia de Rómulo.
—No sé, patrón — responde Valentín.
—Quiero hablar contigo. Acompáñame. Vamos a casa
— Rómulo, eleva el tono de su voz y agarra del brazo a
Valentín. Después de caminar, abriéndose camino por en-
tre la multitud beoda, desbordante de euforia carnavales-
ca. Llega a la casa del altillo. Rómulo, ha bebido y está
ebrio. Desde lo más profundo de su ser, siente un impul-
so bestial y la ternura que momentos antes había aflorado
en su corazón, como si una rosa se hubiese convertido
por obra de un poder sobrehumano, en una dinamita, se
transforma en odio. Crispa sus puños y se lanza sobre
Valentín y le abofetea la cara.
—¿Para eso me ha llamado, patrón? Usted está en-
fermo. Debe viajar a Londres, para hacerse curar. Su vida
está en peligro — limpia la sangre que ha brotado de sus
labios, con la manga de su camisa.
—¡Vete de aquí! ¡No quiero verte! — grita Rómulo
con voz energúmena.
—Hasta mañana, patrón — Valentín se despide, escu-
piendo sanguinolentamente.
Rómulo se ha quedado solo. Se echa en su hamaca.
Se humedecen sus ojos. Viene a su mente el recuerdo
más desagradable de su vida. Se duerme.

El hecho que Rómulo cometió, hace diecisiete años,


es decir: el mismo tiempo transcurrido en la vida de Va-
lentín, es éste:
Esa noche cuando el graznido de una lechuza, lúe in-
terrumpido por los quejidos de una mujer, Rómulo, es-
— 393 —
LUCIANO DURAN BOGER
cucha con atención y ubicando el lugar de dónde venían,
agarra la vela que alumbra su dormitorio y se encamina
al galpón donde se encuentran las mujeres encadenadas.
Después de darle un retazo de carne al tigre que gruñía
fieramente, abre el candado que asegura la puerta del re-
cinto sombrío. Lucila, acaba de dar a luz una criatura.
Sacando fuerzas y valor sobrehumano, a falta de tijeras,
ha cortado, con el filo de la tapa de una lata vacía de con-
serva, el cordón umbilical que unía su cuerpo con el fru-
to de su entraña. Lo envuelve con una vieja sábana, aguje-
reada y rotosa. Lo acuna sobre su pecho. Cuando Rómulo
penetra a la habitación rectangular, todas las mujeres en-
cadenadas, lanzan en coro un grito de indignación. Una
de ellas expresa con voz aguda:
—¡Bestia! ¡Asesino! ¡Salga de aquí!
Las otras mujeres, repiten las mismas interjecciones.
—¡Silencio! — Rómulo, grita y se acerca al lugar don-
de se encuentra Lucila. Como un ave de rapiña que se
lanza en raudo vuelo sobre un pollito, raptándolo del gru-
po de polluellos que la gallina cuida y defiende, arranca
la criatura de los brazos de Lucila. Sale de la habitación.
En instantes en que está por entregar el niño a las fauces
de la fiera, ésta le muerde una de las pantorrillas. Rómu-
lo, lanza un ¡ay! y estrecha — sin querer — al recién na-
cido — sobre su pecho. Vuelve al lado de Lucila. Con una
mano, alza las placentas, calientes aún y arrastrándolas,
se aproxima al felino y se las arroja. Asegura el candado.
Recorre el corredor del galpón y entra a su habitación,
con el niño que llora. Apaga la vela y se encamina a la
choza de Manuel Nocopuyero.
—¿Quién es? — pregunta Manuel.
—Soy yo — responde Rómulo.
Manuel reconoce la voz de su patrón.
—Ya voy, señor — se levanta. Abre la puerta.
—Agarra — le entrega al niño — Agrega:
—Vos y tu mujer, deben criarlo como si fuera vuestro
hijo. Cuidado con contar a alguien. Es hijo de Lucila.
—Está bien, señor — María, toma al niño — Y María
recibe aquel presente, temblando de emoción. Rómulo
— 394 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
desaparece, como un fantasma entre las tinieblas de la
noche fría. El viento gélido del mes de mayo, produce
entre el ramaje de la arboleda, algo así como un gemido
de mujer. Rómulo, regresa satisfecho. Piensa que nadie
sabrá nada sobre el nacimiento del párvulo, dado a luz
en el galpón donde se encuentran sus hembras tortura-
das. Considera que el pueblo tiene conocimiento de que
María (mujer de Nocopuyero), hace apenas tres días, pa-
rió dos criaturas (gemelas). La idea de tener hijos, lo
horroriza. No quiere a los niños. Dialogando con Lucila,
en el trayecto de Tres Cruces a Cuatro Ojos, le confesó
que no dejaría descendencia sobre la tierra. Lucila le con-
testó, escupiéndole la cara:
— ¡Apártese de mi lado!

Rómulo se acuesta. Duerme y ronca igual que el gru-


ñido de un cerdo.

— 395 —
Las proporciones del estómago de Nicolás y de su
servidumbre, siguen siendo las mismas existentes y compa-
rativamente naturales . . . a las del estómago de su herma-
no Rómulo y de los que rindieron homenaje a la bandera
negra, con su redondel del mismo color áureo, de las
libras esterlinas.
Los siringueros esclavizados, famélicos, con espun-
dias en las narices, con parálisis general, tumefacciones,
desnutridos y harapientos, a lo largo y a lo ancho de mi-
les de kilómetros (con carta geográfica que lleva la deno-
minación de TERRITORIO DE COLONIAS), muestran en
sus rostros el sello del dolor humano, del olvido, del anal-
fabetismo, de la tristeza de vivir... Y la sangre blanca
de los árboles cuchilleados durante meses y años, con fue-
go y humo se transforma en oro negro (bolachas de
caucho).
—¿Por qué será que los ríos se parecen a nuestras
venas? — el siringuero Pablo, observa detenidamente la
herida de su pie. Un tronco puntiagudo de tacuara (caña
fuerte, especie de bambú) desgarró su carne. Se quita
la camisa y la rompe con sus dientes. La convierte en ji-
rones que le sirven de vendas. Cubre la herida y anuda
arriba del tobillo. Se sienta sobre un tronco grietoso. Ha-
bla su compañero:
—¿Te duele la herida? — pregunta a su hermano
con voz pesada.
—Un poco — se levanta y comienza a cojear. No
puede asentar la planta del pie. La herida sigue sangran-
do. Agarra su machete y corta un gajo que le sirve de
bastón; y camina.
— 396 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
—Apóyate en mí — le dice su hermano.
—¡Qué vida más perra, la nuestra! — exclama Pablo.
—¡Apúrate! — mira la sangre que chorrea.
Pablo se detiene tranquilamente. Enciende un cigarro.
—¡Vamos! ¡Rápido! — el hermano de Pablo, no pue-
de ocultar su nerviosismo.
—Serénate y responde a mi pregunta — camina len-
tamente y sigue fumando.
—¿Qué cosa? — interroga inquietamente.
—Te he dicho: ¿por qué los ríos se parecen a nues-
tras venas? — siente un vacío en el cerebro. Se le nublan
los ojos.
—¡Vamos rápido! — vuelve a mirar la sangre que
corre.
—¿Sabes por qué? ¡Ay! — se queja — Porque nues-
tras venas son ríos de sangre — Pablo, arroja lejos el
pucho de su cigarrillo.
Y el torrente de sangre sigue corriendo . . .

Nicolás y Rómulo, en Cachuela Esperanza y en La


Loma —respectivamente— siguen acumulando libras es-
terlinas. Las conciencias de los terratenientes, equidis-
tantes a la dolorosa realidad colectiva, marchan paralela-
mente, imponiendo su dominio absolutista. Cachuela Es-
peranza y La Loma, son dos superestados, donde la pro-
ducción social y la distribución de los bienes materiales,
están ligadas íntimamente, no solamente por los lazos de
sangre que une a Nicolás y a Rómulo. Ambos conocen el
contenido de la máxima medieval que dice: No hay tie-
rra sin señor.
Y saben también que la gran propiedad sobre la tie-
rra, en aquellas inmensas regiones tropicales, les sirve de
— 397 —
LUCIANO DURAN BOGER
base para la explotación inhumana de los siringueros.
El tiempo —sin principio ni fin— en su marcha eter-
na, está abriendo surcos en la frente de aquellos perso-
najes de historia y de leyenda. Nicolás está muy preocu-
pado con las noticias recibidas de las inmensas y aparta-
das regiones del Alto Acre. La actividad de los súbditos
brasileños, fermenta y organiza una revuelta separatista.
—Se avecinan días de prueba y de dolor para la pa-
tria — Nicolás, afirma y expresa, con voz timbrada. Ca-
mina con ritmo suave. Se detiene y agacha la mirada al
suelo, delante de los empleados de su dependencia. Tiene
entre sus manos varias hojas de papel con lincas manus-
critas. Entre ellas, figura el siguiente documento firmado
por José Plácido de Castro, ciudadano brasileño, uno de
los cabecillas de la revuelta. El documento dice así:
"Xapury, 20 de agosto de 1902. Al ciudadano Clau-
" dio Farfán y demás ciudadanos bolivianos residen-
'•' tes en el Alto Acre. CIUDADANOS: No debeis ser
" extraños a los acontecimientos que últimamente se
" han desbordado en vuestra patria; por consiguiente,
" habréis de tener leídas las cláusulas del arrenda-
" miento hecho por vuestro gobierno a una compañía
" de aventureros. Deja de ser de esta forma la pro-
" pia soberanía boliviana que vuestro gobierno con
" tan grande falta de escrúpulos, abrió la mano para
" cederlo eternamente ungido a una nación orgullosa
" prepotente como los Estados Unidos; y el peligro
" común quedará grabado en el seno de la América
" del Sur. Las protestas del Brasil y del Perú refor-
" zadas por el apoyo de los otros países sudamerica-
" nos, principalmente la Argentina y Chile, no conse-
" guirán ninguna solución para esta transacción ver-
" gonzosa, contra la cual ios bolivianos deberían ser
" los primeros en protestar en nombre de la sobera-
" nía de su patria.
"Nuestros siringales no consolidados (que son
todos) quedarán, por el contrato, sujetos a tal cotn-
— 398 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
pañía, y con ellos nuestras fortunas, el pan de nues-
tros hijos.
"Un vasto territorio y una grande población, en-
tregados como viles esclavos a aventureros extran-
jeros. Un pacto que no podía pasar en silencio, de-
bía levantar la nube de tamaño ultraje proferido en
nuestra faz, haciendo ver todas las razones podero-
sas que exponemos; dígoles que los aeréanos en
masa, de una sola vez por todas partes, levantarán
la nube que el gobierno boliviano les tiró.
"La guerra, pues, está declarada y enarbolamos
la bandera de independencia, haciendo del Acre en
que vivimos, un Estado independiente. A la sombra
de su bandera podrán todos trabajar, prosperar sin
correr peligro de su vida e intereses entregados al
sindicato extranjero, ni mandados por autoridades
ebrias e incapaces.
"En Xapury como en los demás puntos del Acre,
las autoridades bolivianas que han sido presas, es-
tán cercadas de todos los respetos, garantías y aten-
ciones, como lo habéis de saber por intermedio de
sus mismos patricios.
"Abrigamos la idea de que los propietarios boli-
vianos, tan interesados como nosotros en la defen-
sa del Acre contra el brutal asalto del sindicato ex-
tranjero, nos auxiliarán prestándonos su apoyo o
por lo menos permanecerán neutrales en la con-
tienda.
"Como Jefe Militar, no pensé hostilizarlos en el
mismo punto, pues si hubiese pensado ya lo habría
hecho; entretanto la noticia que recibo del Alto
Acre es que los señores propietarios bolivianos aban-
donaron sus propiedades huyendo locamente para
Bolivia. Esto derramó alguna duda en mi ánimo,
pues entiendo, que una de dos: o huyen para no
convenir con nuestras intenciones o para procurar
organizarse, para hacer alguna resistencia; esta últi-
ma hipótesis sería rematada locura. A los propieta-
rios bolivianos hablo sin reserva. Al único a quien
— 399 —
LUCIANO DURAN BOGER
" declaro guerra sin tregua es a los señores Nicolás
" Salvatierra y Compañía, porque lo reputo como
" nuestro enemigo natural y común.
"A los demás, si no tienen intenciones belicosas,
" los convido a vivir con nosotros, a disfrutar en la
" vida de nuestro trabajo de cada día, a gozar en esta
" floresta que hoy defendemos más que nunca contra
" los ataques del sindicato y toda suerte de aventu-
" reros.
"Cualquiera que sea la nacionalidad a que perte-
" necieran los aventureros les formaremos resistencia
" defendiendo la bandera recién nacida en la América
" del Sur, bandera que simbolizamos por una estrella
" que ha de ser nuestro faro que ilumine con su res-
" plandor el camino político que ahora trazamos.
"Confiad en nuestras 'firmas. JOSE PLACIDO DE
" CASTRO, Comandante en Jefe del ejército acreano".

Nicolás, se siente y se cree un verdadero patriota. Las


noticias y la lectura de los documentos, lo han conmovido.
Le dice a su secretario: "Escriba una carta dirigida a Ró-
mulo". El funcionario escribe el encabezamiento. Entre
muchos aspectos relacionados con la difícil situación, Ni-
colás le expresa a su hermano lo que sigue:
—Ha llegado la hora en que, como verdaderos patrio-
tas, tenemos que defender la soberanía nacional, sacrifi-
cando nuestros bienes. Al defender el territorio de Colo-
nias, defenderemos nuestras propiedades, nuestros sirin-
gales.

La carta está colmada de terminología inflamada de


conceptos en que no se oculta el interés individual, el de-
— 400 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
recho de propiedad privada. Nicolás después de firmar el
papel escrito a máquina, abandona la oficina, compungido
y cabizbajo. Es de noche. Se le quita el sueño. Recién, a
las cuatro de la madrugada, cierra los ojos. Medita un
plan. Mañana espléndida. La luz del Universo, contrasta
con el espíritu sombrío de Nicolás. Hace venir a su casa,
a los empleados de mayor confianza.
—Señores, los brasileños pretenden arrebatarnos lo
que es nuestro. La guerra está declarada — Nicolás sigue
perorando. Se dirige a su Administrador y le dice:
—Organice las comisiones respectivas y que viajen —
sin pérdida de tiempo — en las lanchas, motores y embar-
caciones a remo, a las principales barracas.

—Señores, debemos organizamos militarmente.


Se propala la noticia entre los habitantes de Cachue-
la Esperanza. Existe inquietud en el hormiguero humano.
Algunas personas expresan con entusiasmo su comentario
chauvinista a favor de la guerra. Otros, la repudian como
un hecho de barbarie.
Los siringueros han recibido la noticia, con la más
profunda indiferencia. No les interesa la guerra.
—Por culpa del árbol maldito, estamos aquí esclavi-
zados de por vida, sufriendo más de lo necesario. Y ahora,
por el árbol maldito nos vamos a destripar entre brasi-
leños y bolivianos — argumenta el siringuero que tiene
los pies hinchados y transparentes hasta las rodillas. Es
viudo. Aflora ¡a tristeza en su semblante. La que fue su
mujer, la raptó el capataz. Murió a palos. Resistió hasta
lo último para no ser su amante. Dejó tres hijos hombres.
El vacío que dejó no ha sido ocupado por otra mujer.
-—¡Vamonos de aquí! — expresa el siringuero. Mira
la cara de sus tres hijos. Se levanta como puede, no sin
— 401 —
LUCIANO DURAN BOGER
mucho esfuerzo. Con decisión varonil habla a los tres
hombres jóvenes de su propia sangre. Responde a la inte-
rrogante que le hace el mayor, referente al cambio de
lugar.
—A donde sea, hijo. A cualquier parte. Al corazón de
la Selva — responde con intrepidez. Aprieta bien el ven-
daje de sus pantorrillas. Se pone de pie. Arrolla el mos-
quitero. Echa la escopeta al hombro. Machete en mano.
Levanta la vista y mira al Este. Los tres hijos levantaron
sus bártulos. Silenciosamente siguen los pasos del viejo
siringuero.
Los aleros de la tapera abandonada, arrastran el suelo
igual que las alas de una gallina clueca.

—¡Guerra! ¡Hay guerra! ¡Guerra!


El berbiquí de la noticia horada la tranquilidad pas-
mosa de los siringueros. La movilización arrolla con todos
ellos y como peces arrancados por una red, del fondo de
las aguas del mar, son recogidos y llevados a la matanza
colectiva. Ellos ignoran que la causa de la guerra, es la
competencia del capitalismo inglés y norteamericano, en
pugna, por adueñarse del mercado productor de la mate-
ria prima, extraída del árbol de la siringa (caucho o látex).

—¡Qué me importa! — esta es la respuesta que Ró-


mulo da a su hermno Nicolás.
—¡Que se maten los tontos! A mi me gusta asesinar,
pero ésto es muy diferente. Yo no tengo por qué sacrifi-
car a mi gente. La sangre de ellos me pertenece. Es mía
y de nadie más. Yo no tengo por qué defender lo que es
propiedad privada de Nicolás, explotador, dueño y sobe-
rano del territorio del Alto Acre, dueño de la gente que
— 402 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
explota y oprime como lo hago yo, aquí en mis dominios.
¡Que se vayan al diablo con su gucrrita! . . . ¿Acaso no sa-
bemos que la guerra del Pacífico, no fue más que la guerra
del salitre?! ¡Y tras ésta vendrán otras! ¡Cretinos! ¿No
te parece Canciller que lo que he dicho es la verdad y
nada más que la verdad? — Rómulo dialoga con su pri-
mer Secretario, en circunstancias de regar con agua clara
el rosal que ha sembrado.
—Ven acá Canciller. Vas hablar sin miedo y con sin-
ceridad. Quiero que hables. No te calles. Opina. Si tu cri-
terio es diferente al mío, manifiéstalo. No seas cobarde —
Rómulo induce a su colaborador inmediato al diálogo sin
tapujos, de abierta franqueza, propia del hombre beniano
que no oculta lo que siente.
—Señor, usted debe aportar con algo a la defensa
del Alto Acre, porque esas tierras forman parte del terri-
torio nacional. El pedido que le hace su hermano Nicolás,
es justo y de buena ley .. . Usted debe enviarle gente, ar-
mamento, municiones y víveres, para que la Columna Por-
venir, pueda derrotar a los invasores de nuestro territorio
nacional — Canciller se da cuenta que está hablando al
aire...
Rómulo permite hablar a Canciller sin escuchar lo
que dice. Está abstraído y feliz acariciando a las rosas que
han abierto sus pétalos en esa primavera de 1902. La ma-
no derecha de Rómulo está sangrando. Una espina hirió
una de sus venas, abultadas sobre el exterior de ella. Lle-
va la herida a su boca y chupa con fruición su sangre.
—¡Qué bellas son las rosas. Son las flores que más
me gustan! ¿Has dicho algo? No hay nada que hacer, que-
rido Canciller. Tú eres el hombre más discreto que pisa
la tierra. La carta que te he dictado, contestando a Nicolás,
quémala. Hay problemas que no merecen ser discutidos
por los hombres. ¿Qué les importa a los politiqueros del
gobierno Central del Altiplano, la suerte de los hombres
que viven como pulgas entre los pelos de un perro sar-
noso, abandonados a la gracia de Dios, acá (muy lejos
de ellos) donde van a ofrendar su sangre, por defender
lo que es propiedad de Nicolás? — Rómulo habla para que
— 403 —
LUCIANO DURAN BOGER
lo escuche el viento. Porque Canciller se ha quedado plan-
tado como un árbol, muy atrás de él . ..
—Escúchame Canciller. Yo no me opongo a esa gue-
rrita . .. Debes saber que amo las guerras, porque en ellas
el corazón del hombre madura el odio y la envidia. ¡Por-
que la vida es guerra! Los pueblos y los hombres que no
se odian y no sienten el aguijón de la envidia, están muer-
tos, por más que coman, amen y se desesperen por vivir
en paz . . . La ambición del poder, es más que el sublime
deleite que proporciona la dulzura de la miel acumulada
por las abejas, robando a las flores, lo que las manos y
los labios de los hombres, no pueden extraer con la faci-
lidad con que lo hacen esos insectos que son emblema del
trabajo . . . ¿Me entiendes Canciller? Claro que no. Forque
la verdad es que tú eres un imbécil, por eso te he elegido
como mi colaborador inmediato. La verdad es que yo de-
bería contribuir a la victoria, en la que Nicolás se empe-
ña como jefe, como presidente del Comité de Defensa Na-
cional. Pero no lo hago. Quiero que Nicolás piense que
soy un enemigo y que contribuiré con mi neutralidad al
triunfo de quienes están al otro lado de las trincheras,
donde la gente de sus dominios se agrupa y moviliza pa-
ra matar y hacerse matar, estúpidamente. Esa guerrita,
conviene y será favorable a los intereses de Nicolás. Así,
cuando Nicolás haya muerto, los que sepan que dio todo,
lo mejor que tenía para defender ese territorio invadido
por los que quieren adueñarse de la siringa, de donde
se extrae la resina que se convierte en bolachas y éstas en
libras esterlinas, elogiarán su patriotismo. ¡Su patriotis-
mo! — Rómulo hace sonar el traqueteo de la matraca de
viernes santo de su carcajada. ¡Su patriotismo — otra vez
se ríe. Y continúa con su perorata. Se cree un parlamen-
tario. Goza al escuchar su voz.
—Nicolás pasará a la historia como un ciudadano de
renombre, aunque los que —verdaderamente— van a pe-
lear, son los peones y siringueros, los fregueses, la gente
humilde que no tiene nada que perder, sino sus harapos,
sus miserias, su ignorancia y su hambruna de muchas dé-
cadas. Eslá bien que haya esa guerrita . . . Porque como
— 404 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
dijo alguien: La guerra y el valor han hecho cosas gran-
des, más que el amor al prójimo. Porque la buena gue-
rra .. . las guerras sanias de los pueblos, las que santifican
todas las cosas . . . interrumpe su discurso. Toma aliento.
Sabe que está hablando más de lo necesario. Pero con-
tinúa.
—El nombre de Nicolás figurará en las páginas de la
Historia. Algo más, querido Canciller. Hay que tener ene-
migos para odiarlos, no para despreciarlos. Estoy orgu-
lloso de que Nicolás tenga enemigos. Si triunfa — no él
sino los peones de la Columna Porvenir, porque estoy se-
guro que él no disparará un solo tiro, ni matará un solo
enemigo — me sentiré orgulloso. Su triunfo será el triun-
fo de un hombre que lleva mi sangre. ¿No te parece que-
rido Canciller? La nobleza de toda guerra es la nobleza del
soldado. Por último, en la guerrita aquella, yo no voy a
contribuir con nada. Ni con un fusil, ni un solo peón, ni
una libra de azúcar, absolutamente con nada. ¡Y que viva
la guerrita del Alto Acre! — nadie responde al vítor.
—¡Responde imbécil! — increpa a Canciller que esta
absorto, sin poder comprender los razonamientos de su
amo.
En esos instantes en que Rómulo ha lanzado su pré-
dica contradictoria como su propia vida, observa que va-
rias abejas revolotean y se asientan sobre las hermosas
rosas. Ofrecen a los ojos de quienes las contemplan, la
belleza de sus corolas perfumadas, como mujeres jóvenes:
su hermosura.
Y Rómulo, dice a Canciller:
—¡Mira! Las obreras que fabrican la miel, son seres
que tienen alas. Son insignificantes, pero cumplen una
función muy noble y muy elevada, en bien de los hombres.
En cambio yo y tú ¡cretino! que no has dicho ni una sola
palabra, somos unos zánganos. Somos seres despreciables,
míseros gusanos, con tripas. Tú y yo vivimos pensando y
preocupados, nada más que en la hora del desayuno, de!
almuerzo y de la comida.
—Así es señor — responde Canciller.
—¡Qué bellas son las rosas! — se aproxima a una
— 405 —
LUCIANO DURAN BOGER
planta y sin cortar la rama de cuyo extremo pende la de-
licada flor, huele el perfume que le llega al alma . . . Cie-
rra los ojos y siente que fluye en su sangre una corriente
fresca de sentimientos sublimizados, algo así como un arro-
yuelo de cristalinas aguas, que solo pueden percibir los
hombres de sensibilidad poética.
—Señor, usted es muy romántico — dice Canciller.
Está aburrido. Siente cansancio. Pero no le queda más
que soportar a Rómulo. Es su obligación. Está puesto
para eso.
—¿Quién le enseñó esa palabra? ¿Romántico? — in-
terroga Rómulo.
—La he escuchado de su boca, señor.
—¿Y qué quiere decir?
—No sé, señor.
—Y entonces ¿para qué hablas como loro?
Luego, Rómulo se aproxima a un montón de tierra
que se destaca en el centro del jardín de rosas rojas, ama-
rillas y rosadas. Allí está enterrado el cadáver de Lucila.
Se detiene delante del pequeño promontorio. Como si es-
tuviese rezando, musita unas palabras, inintelegibles para
Canciller. Y Rómulo recuerda que: Lucila, después de tres
días de haber dado a luz al niño que él substrajo —vio-
lentamente—, murió como resultado de una fuerte hemo-
rragia. Los gritos de las compañeras de la que fue Lucila,
obligaron a Rómulo a abrir la puerta del galpón, donde
viven encadenadas, harapientas, con cabellos desgreñados.
Presentan un cuadro horripilante. Caras agrias, con ojos
llenos de una profunda tristeza, con ojeras sombrías. Al
ver entrar a Rómulo, vociferan como perras hidrofóbicas.
Le lanzan sus denuestos más amargos que la hiél. El cadá-
ver de Lucila se encuentra rodeado por un lago de sangre.
Lívido y más pálido que un jazmín en noche de luna. Ró-
mulo, agarra de la cabellera el cadáver y lo arrastra, como
si arrastrase una silla. Al pasar delante del tigre, le son-
ríe y le dice:
—Este banquete no te pertenece, porque es de los gu-
sanos. No seria de tu agrado. Está ya en descomposición
y huele mal.
— 406 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
El tigre mueve el hocico y sus bigotazos.
—¡Cuidado! ¡Déjame pasar! — exclama Rómulo. Co-
mo un domador de circo, le apunta con una varilla de jun-
co. Se abre paso. Sigue arrastrando el cadáver. Lo lleva
hasta el centro del jardín de las rosas. Lo deja allí y va al
altillo de donde extráe una pala. Regresa al lado de la
osamenta humana. Comienza a cavar con mucha dificul-
tad. Sigue cavando y la tierra deja de ser dura. La pala
penetra con facilidad. Cuando el hoyo tiene una profun-
didad de un metro, más o menos, Rómulo, empuja los res-
tos mortales que caen precipitadamente al fondo. Con el
mismo instrumento con que abrió la sepultura, echa la
tierra sobre ellos, hasta cubrirlos totalmente. Se siente
amargamente triste. Ausculta las profundidas de su alma.
Monologa así:
—Tú tienes la culpa. Me odiaste con toda la fuerza de
tu entraña de mujer. La verdad es que yo te quería, pero
a mi manera, no como quiere el común denominador de
los hombres. ¡Tú sabías por qué! ¿Qué culpa tengo de ser
un monstruo? En fin, mal que no tiene remedio, es enfer-
medad que mata. El veneno que me diste: tu odio, es ve-
neno de serpiente. ¡Te has vengado! ¡Tu veneno mortal
está en la sangre del hijo que me has dado! ¡Lo odio y
quisiera matarlo! Mi destino es éste. Mi sangre se mezcló
con la tuya como una maldición gitana. Te doy sepultura,
como no lo hice ni lo haré con nadie, porque en verdad
te quise mucho. Y no podré olvidarte nunca. ¡Adiós! —
levanta la cabeza. Rómulo está sudando frío. Alza la pala
y se dirige al altillo. Agarra una botella de ron y se pone
a beber solo, hasta que da fin con el contenido. Completa-
mente ebrio, babeando y mugiendo como un tigre herido,
se acuesta en su hamaca.
Amanece.
-—Buenos días, patrón. Sírvase su cafccito — Valen-
tín, como todos los días, lo despierta y le entrega la pri-
morosa tacita de porcelana china, caliente con el sublime
brevaje de color negro.

— 407 —
Después de la campaña del Alto Acre, han transcurri-
do varios años. Los valientes caucheros o peones que ex-
traen el látex o caucho, produciendo con su trabajo la acu-
mulación de la plusvalía, a favor de la firma feudal-terra-
teniente de Nicolás, continúan viviendo en las mismas o
peores condiciones de miseria y opresión, anteriores a
aquel conflicto armado. La Columna Porvenir obtuvo la
victoria. Nicolás se siente orgulloso, pero no hay noche
en que deje de pensar en el dinero gastado en la con-
tienda bélica, en los víveres y peones muertos que han de-
jado deudas. Nicolás sabe que sus descendientes carga-
rán con el debe de las cuentas que se registran en los li-
bros de contabilidad de su oficina. Esta medida de obli-
gar a heredar a los hijos las deudas de sus padres, es un
procedimiento corriente y muy usual. Por ese lado, Ni-
colás encuentra que no ha perdido casi nada, solamente
la disminución de los brazos de sus peones sacrificados
en la batalla sangrienta.

Un día de esos, el menos esperado para Nicolás, la


lancha "Illimani", hace vibrar su sirena. Avanza su proa
con arrogancia de pecho de mujer que lleva sobre su cabe-
za un cántaro lleno de agua y enfila al puerto oficial de
Cachuela Esperanza. Un hombre joven se lanza al río,
exhibiendo su maciza envergadura de nervios y de múscu-
— 408 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
los. Hala un cable largo. Con el agua a la cintura, va
aproximándose a la orilla del barranco.
—¡Lisio! ¡Bajarse cambas! — exclama el marinero
de agua dulce.
Otro obrero, también arrogante y fornido, coloca la
plancha de madera, a lo largo, uniendo la orilla de la lan-
cha con el suelo firme y húmedo del barranco. Baja por
ella un hombre alto, de ritmo pausado al caminar, hom-
bre de vigorosa estructura orgánica, de pupilas en lejanía
debajo de una frente no muy amplia; con nariz encurvada,
labios finos; sobre su frente se levanta un corte de cabe-
llo de escobilla. Es Udovico Renán. Este personaje comen-
zó trabajando en el corazón de la jungla, como siringuero
de voluntad acerada. Participó valerosamente en la Cam-
paña del Acre, dirigiendo a los peones y fregueses de la
firma de Nicolás. Alcanzó varios y altos grados militares,
por su conducta de hombre progresista. Su espíritu justi-
ciero, lo coloca al frente (abiertamente) del predominio
del feudo-terrateniente de Cachuela Esperanza que (como
ya sabemos) es algo así como un castillo del medioevo,
levantado entre dos ríos: uno río Beni — impetuoso y
el otro — río Yata — de corriente apacible. Nicolás, há-
bilmente impuso el aislamiento de su ciudadela, sin cami-
nos a las poblaciones provinciales y cantonales más cer-
canas. Su voluntad omnímoda, bajo un sistema contable,
burocracia y administración bien organizada, controla las
relaciones de producción, distribución y el tránsito de pa-
sajeros. Sus embarcaciones a remo, motores y lanchas, van
y vienen, ostentando la bandera de su monopolio económi-
co absorbente. Nadie podía abrir un boquete en la maraña
del bosque que protejo el mandato de aquella voluntad.
—¡Bajarse cambas! — se escucha —nuevamente— el
llamado del obrero asalariado que, aparte de ser un exce-
lente nadador, es timonel experimentado como ningún
otro. Udovico Renán se sonríe y baja, caminando sobre
la plancha. Tras él, hace lo propio la masa de hombres
uniformados, de técnicos o ingenieros. Hombres prácticos
en las duras faenas de saber ganar espacio a la Selva, pe-
netrando a ella, con hachas y machetes, con el instrumen-
— 409 —
LUCIANO DURAN BOGER
tal necesario, con vituallas y el empuje acerado del hom-
bre que vence y transforma los obstáculos de la natura-
leza salvaje. Renán penetra a Cachuela sin pedir permiso
a nadie. Ño lo entrevista a Rómulo. Ni habla con él.
—Quiero conocer al bigotazo — expresa Ascencio, re-
firiéndose a Nicolás.
—Dicen que son largos como las colas de dos caba-
llos. Para caminar, tiene que echarlos sobre sus hombros
y sus espaldas. Se los peina con una escobilla del tamaño
de tu brazo — expresa burlonamente Camilo.
—No deben ser tan grandes. No exageres — intervie-
ne Rigoberto.
—Se ve que ustedes no saben hacer chistes. Díganme
¿qué diferencia hay entre los bigotes de don Nicolás y
los cabellos de don Federico? — pregunta Paulino.
—En que los bigotes bajan abajo y los pelos de la
escobilla suben arriba — responde Rigoberto.
—Calla zonzo. Con la vaina de la espada, ni tú ni yo
podemos cortar la cola de un caballo, ni los pelos de una
escobilla para limpiar zapatos — dice Clemente.
—¿Y cómo es que tú, siendo Calvo tienes pelos en tu
monda calavera? — interroga Paulino, utilizando el ape-
llido de Clemente.
Los que hablaron forman un grupo con nombres de
familias idénticos a nombres particulares de determina-
das cosas. Ellos son: Camilo Peinado, Rigoberto Paredes,
Paulino Espada, Clemente Calvo y Severino Torres. La
coincidencia los ha unido inseparablemente en un grupo
respetable ante la opinión mayoritaria del regimiento de
soldados comandados por Federico Román.
Siguen contando chistes. Avanzan las horas de la no-
che.
—¡Silencio! Es hora de dormir. No olviden que ma-
ñana tenemos que madrugar -— les advierte el cocinero
Corrales.
Los gatos en celo de la casa residencial donde vive
Nicolás, contribuyen a que éste no duerma y su intran-
quilidad desborda en un nerviosismo torturante. Su au-
toridad de señor feudal ha sido menospreciada por la
— 410 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
irrupción intempestiva de la masa organizada militarmen-
te que, bajo la presencia varonil y corajuda de Udovico
Renán, se ha incrustado como un puñal de fino acero en-
tre las venas en su noche de insomnio.
Son las cinco de la mañana. Comienza a cantar la
alondra que ama los amaneceres. El gallo, próximo al
campamento donde duermen los macheteros de Udovico,
cuchillca con su cántico agudo la rosa del silencio ma-
ñanero.
—¡Levantarse muchachos! ¡Adelante se dijo! — la voz
de barítono de Udovico se deja escuchar, con la vibración
de un himno coreado por hombres sencillos, en cuyos
pechos, parece que anida la esperanza de todos los pue-
blos que luchan por un mundo donde la sinfonía del tra-
bajo es justicia y amor a la vida. La masa de los obreros
que empuñan hachas, machetes y una firme voluntad co-
lectiva de echar al suelo los árboles, los arbustos y las
lianas entripadas con el único objetivo de abrir el cami-
no que destruya el embotellamiento del feudo de Cachue-
la Esperanza, se deja sentir con gritos y canciones popu-
lares. Nicolás escucha las voces de aquellos hombres uni-
dos por un solo impulso de acción multitudinaria. Y fro-
tándose las manos con mímica jesuítica, se levanta de su
cama y se dirige al salón de recibo, donde las luces de
una lámpara, con tonalidades de un matiz pálido de hoja
marchita y de luna agonizante, proyecta su sombra.
—¡Adelante! — gritan los trabajadores que visten de
kaky; hacen eco al grito entusiasmado que lanzó Federi-
co Román. Nicolás tiembla de indignación y siente un
frío de muerte. Piensa que su poderío se derrumba. Sien-
te odio contra Udovico, y repudio impronunciable con-
tra la masa compacta de los trabajadores uniformados.
Las hachas y los machetes irrumpen con golpes certeros
y la inmovilidad del imperio del árbol, del absolutismo
de la selva, se estremece y el derrumbe precipitado de
troncos, gajos y hojas, conmueve el corazón del hombre
sobre la Tierra.
—¡Que viva nuestro camino! ¡Adelante se dijo! — el
estribillo del esfuerzo colectivo se repite una, dos, tres,
— 411 —
LUCIANO DURAN BOGER
cuatro, cinco, seis, siete y muchas veces. Nicolás se siente
impotente ante el poder decisivo de las manos v de los
músculos de los hombres que comienzan a abrir un bo-
quete en los murallones selváticos. La penetración de los
pueblos circunvecinos a la sede del feudo, estuvo cerra-
da. Ahora se abre como una puerta, dando paso a la con-
vivencia. En menos de un mes, los 5 kilómetros que me-
dian entre el puerto de Cachuela Esperanza hasta las
orillas del río Yata, han sido vencidos. Es el primer tra-
zo del camino que ha quedado expedito.
Acampan.
Federico Román y sus colaboradores técnicos, deci-
den la construcción de un pontón de estructura mecáni-
ca. No quiere deber ni un solo clavo a la maestranza de
Nicolás. Entonces, se dirige al Astillero Nacional de Ribe-
ralta que funciona a orillas del río Beni. Transcurren los
meses y el día menos esperado, Nicolás ve llegar al puerto
de Cachuela, las planchas de acero, los cables de tensión,
tirantes y tensores. Así, el río Yata, de orilla a orilla, sien-
te que sobre sus aguas, transcurre suavemente el pontón
transportando a hombres, mujeres y niños; a vehículos
motorizados. Ese día los hacheadores y macheteros fes-
tejan el triunfo con alegría desbordante de entusiasmo.
Pasan los días, las semanas y los meses y, después de
más de un año de trabajo intenso, arduo y sacrificado, el
camino abierto a golpe de músculo, de esfuerzo y sudor,
se destaca victoriosamente, a través de centenares de ki-
lómetros.
Al inaugurarse aquella vía de comunicación que de-
bilita el poderío de la firma Nicolás Suárez, Federico Ro-
mán, en el discurso oficial y de estilo que pronuncia, dice
los versos de un poema escrito por un poeta a quien co-
noció en un mitin popular, donde se plantearon puntos
básicos para el desarrollo de una política caminera, fa-
vorable a los intereses de los pueblos del noroeste bo-
liviano.
, Udovico Renán, deja de leer su discurso y levanta la
cabeza y abulia el pecho con actitud satisfactoria.

— 412 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
Udovico está emocionado y con palabras sencillas fe-
licita a todos sus ingenieros y trabajadores que intervi-
nieron en la apertura del camino: Guayaramcrín-Cachucla
Esperanza.
—Usted es un héroe — un ciudadano, residente en
Guayaramerín, expresa a boca de jarro, dirigiéndose a Fe-
derico.
—Gracias, pero no exagere. Yo no soy más que un
hombre que cumple su deber de boliviano.
Udovico Renán, sigue hablando. Manifiesta su repu-
dio a la casta militar y agrega:
—Yo quiero y admiro al ejército del pueblo, no al de
militares zánganos que no hacen más que percibir gran-
jerias del Estado, sirviendo de lacayos al colonialismo ex-
tranjero. Soy enemigo de los militares que hacen masa-
crar a los trabajadores de las minas, a los estudiantes y
universitarios.
—¿Así que usted no quiere a sus camaradas? — pre-
gunta otro vecino de la localidad, brindando en su honor.
—No es que no los quiera. Los detesto porque en vez
de pavonearse con capa y espada por la calle Comercio
de la ciudad de La Paz, deberían estar abriendo caminos
de Norte a Sur, de Este a Oeste, a fin de fortalecer la uni-
dad nacional. Los repudio, porque no hacen otra cosa que
vivir ociosamente, vigilando el Palacio Quemado, con pre-
tensiones de acaudillar movimientos políticos, al servicio
de intereses que son contrarios al progreso, al bienestar,
a la felicidad y al desarrollo industrial y cultural de nues-
tros pueblos — Udovico Renán, da la espalda a su con-
tertulio y se dirige al montón de los trabajadores que lo
escuchan y lo aplauden con cariño y admiración.

El Tiempo sigue atrepellando la vida de los hombres.


Nicolás ha envejecido. Sus bigotes están pajizos, amari-
llentos por el uso del tabaco. Se ha vuelto el hombre más
— 413 —
LUCIANO DURAN BOGER
silencioso. Sus labios tienen el filo de la tristeza. No res-
ponde al saludo de nadie. Ve en cada uno de sus futuros
herederos, a individuos irresponsables e incapaces de po-
der mantener el prestigio y el desarrollo progresivo de
su firma comercial. Monologa:
—¿Para qué tanto sacrificio, si éstos que llevan mi
sangre no harán más que dilapidar la riqueza que he acu-
mulado con esfuerzo?
En otra oportunidad llama al orden a Neptalí, con
estas palabras:
—Te ruego que no me traigas el contagio de la sar-
na de la politiquería — le expresa ésto, en vista de que
Neptalí es aspirante a liderizar un partido político y a
la candidatura por la senaturía del departamento del Be-
ni — se levanta difícilmente de su sillón de mimbre y
deja plantado a quien, en Trinidad, bebe wisky con un
grupo de adulones, como si bebiera agua para saciar la
sed en los días calurosos.
El camino abierto por los trabajadores que sirven
al Estado, al prestar su servicio militar, ha introducido
en la psiquis de Nicolás una punzante intranquilidad, co-
mo una lanza clavada en mitad del pecho/Ve con des-
agrado la presencia de la gente que viene desde Guaya-
ramerín a Cachuela, sin ningún permiso y sin control. Las
caravanas de hombres y mujeres que llegan a Cachuela,
los días domingos y festivos, contraviniendo disposicio-
nes establecidas por Nicolás, irritan su sistema nervioso.
Dispone que toda persona que llegue a Cachuela, debe
pagar 20 centavos (nlata fina) por concepto de peaje. La
gente paga sin discutir ni protestar por la imposición de
este impuesto indirecto. Pero los comentarios y la críti-
ca catalogan a Nicolás como un "viejo avaro". Cuando
este calificativo llega a su oído, se sonríe burlonamente
y afirma:
—El que quiera celeste que le cueste. Que protesten
contra Udovico Renán. Cuando no existía el camino, es-
taban tranquilos en su pueblo. Ahora tienen que andar
y sudar como bueyes, hasta llegar a Cachuela, para tomar
la cerveza alemana que solamente se consigue en mis al-
— 414 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
macenes. — El razonamiento de Nicolás parece infantil,
pero en el fondo tiene un contenido de lógica indiscuti-
ble. Elude así, el resultado positivo de la construcción del
camino, en cuanto se refiere a las relaciones de produc-
ción de la región, de transporte y distribución de los bie-
nes y mercancías de ultramar.
Nicolás, desde el primer día que se hizo presente Udo-
vico Renán en Cachuela, se ha sometido a un ostracismo
que difícilmente puede ser interrumpido.
Es domingo. De entre la gente que ha venido de Gua-
yaramerín, un hombre que luce una barba y cabellos blan-
cos, se aproxima a la casa de Nicolás. Toca la puerta y
el "señor" de las tierras y de bienes, le abre y lo recibe
cordialmente. La presencia del veterano lo impresiona.
Respetuosa y hospitalariamente le ofrece asiento. Llama
a su sirviente y le ordena que sirva café para ambos.
—Don Nicolás. Yo tenía mucho deseo de conocerlo
personalmente. A pesar de mis años, he venido a pie a
Cachuela. La verdad es que caminar por un camino an-
cho, es muy agradable. Usted ha hecho mucho bien al
permitir la construcción de este camino. ¡Lo felicito! —
él ignora los antecedentes relacionados con la apertura
del camino.
—¿Cuál es su nombre? — pregunta Nicolás.
—Me llamo Saturnino Reyes. A sus órdenes.
—Escuche amigo mío. Comprendo muy bien su entu-
siasmo al hablarme del camino. Está bien. Pero vamos al
grano. ¿Qué desea usted? ¿En qué puedo servirlo? — pre-
gunta Nicolás.
—Yo señor, no necesito nada, nada absolutamente na-
da de usted. He venido desde muy lejos andando a pie,
repito, porque quería conocerlo.
—Está bien. Le agradezco. ¿Y qué cosas han dicho
sobre mi persona? •— interroga Nicolás.
—Dicen que usted es el hombre más rico de Bolivia.
Y que su fortuna repartida entre todos los habitantes del
país, alcanzaría para que vivan con casas propias, bien
comidos y bien vestidos.
—¿Y qué más?
— 415 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Este... lo demás no tiene importancia, señor. Y
bueno, ya pagué mi gusto. Lo conozco y ahora puedo mo-
rirme tranquilo. ¡Adiós don Nicolás! Y muchas gracias
por el cafccito que me ha invitado.
—No hay de qué. Que le vaya bien. — Nicolás, rá-
pidamente cierra la puerta de su casa y busca el sillón de
mimbre. El mueble enseña las huellas de un uso perma-
nente de muchos años. Está envejecido como su propie-
tario. Cada vez que recibe el peso del cuerpo magro de
Nicolás, chirría y el sonido que emite parece el quejido
de un enfermo. Nicolás lo quiere entrañablemente. En
sus largas horas de silencio, parece que dialogara con él.
Ninguna otra persona puede hacer uso del sillón de mim-
bre, pintado con sapolín negro. La servidumbre de Ni-
colás lo cuida y lo mezquina, como una joya intocable.
Nicolás se levanta de su sillón predilecto y sale en
busca de aire. Toma la línea recta del camino anchuroso.
Medita:
—Ya estoy viejo. Debo hacer mi testamento — piensa
en la gran fortuna que posee, en los millones de hectáreas
de tierra de su territorio, en sus libras esterlinas, en sus
joyas, en el ganado vacuno, en sus lanchas y vapores, en
los peones que están bajo su poderío, en el progreso ma-
terial de Cachuela. Y cuando medita con sentido filosófi-
co humanista, llega a la conclusión de que, durante su
vida, no ha hecho ningún bien. Que todo lo que le perte-
nece no vale nada, frente a la limitación de su vida fugaz
y pasajera. Menea la cabeza. Recuerda a su hermano Ró-
mulo y piensa:
—Los dos somos criminales. La diferencia está en
que Rómulo no niega los hechos de sangre que ha come-
tido. En cambio mis manos no se tiñeron con la sangre
de mis semejantes, porque mis capataces han aplicado el
castigo brutal y sangriento, sin que aparezca yo por nin-
gún lado. Ahí esta la diferencia. Y eso es todo — Nicolás,
vuelve a menear la cabeza como un péndulo de reloj,
cansado de tanto moverse de un lado a otro, siempre, en
el mismo espacio y en el mismo sitio.

— 416 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN

Corre un aire suave, perfumado por los azahares de


los naranjos que tienen en sus copas un resplandor lunar.
La nieve encrespada de sus florecillas anuncia el abrazo
de la primavera y el verano.
Ya se abrazaron.
En diálogo íntimo se disponen a brindar sus elemen-
tos. Permiten el brote de las yemas y de los frutos con
^apretadas esencias vitales.
Rómulo, cuando su espíritu está sereno y recobra paz
interior, contempla el rostro pleno de la Naturaleza y en-
cuentra en las plantas, en las cosas y en los hombres, el
saludo inefable de una sonrisa que lo substrae de la bru-
talidad y del puño amenazante de los impulsos que lo
empujan al abismo. . . Pero estos estados anímicos de ter-
nura, transcurren fugaz por los canales de su sangre. Sien-
te un sacudimiento, un golpe de circuito eléctrico. Sus
retinas se nublan. Penetra a la hondura del subjetivismo
de la herencia que acumula impronunciables hechos que
vienen de recónditos y olvidados tiempos. Cree ver los
rostros de seres que vivieron a través de milenios, bajo
el signo de la Tragedia. Entonces, da la espalda a todo lo
que impresiona noble y generosamente al corazón del
hombre. Su cara, recibe el soplo del viento del E s t e . . .
Los azahares, tiemblan y muchos pétalos cubren el suelo
con una mantilla lustrosa, pálida, igual que la piel de ni-
ños muertos. La caricia del céfiro, sacude violentamente
el árbol de sus nervios. Mira de un lado a otro y no en-
cuentra a nadie. Está completamente solo. Se inmovili-
zan sus miembros. Piensa que es una estatua rígida de
granitos acumulados por las manos invisibles del Tiempo.
Encoge sus hombros. Hincha su carrillos y sus cuerdas
bucales lanzan un grito agudo:
—¡Valentín!
—Buenos días, patrón. ¿Desea algo? — responde y
pregunta el hombre joven. Tiene en sus manos un espejo
de regular tamaño. Estaba examinando los rasgos de su
rostro. Comparaba la máscara de su sangre con la de don
Rómulo. Se sobrecoge porque ha sido sorprendido.
— 417 —
LUCIANO DURAN BOGER
—¿Que tienes ahí? — pregunta Rómulo, con la mis-
ma actitud de un niño curioso.
—Un espejo — responde Valentín.
—Dámelo — levanta el brazo.
Valentín, lentamente, se acerca a Rómulo. Le entrega
la luna limpia y clara como el agua de un manantial. Ró-
mulo sopla igual que un buey cansado. Se empaña el vi-
drio. Con la manga de su camisa, limpia el cristal y al
contemplarse, cree ver la cara rozagante de Valentín.
—Toma. Guárdalo. No quiero nada que muestre lo
que soy por fuera. No quiero nada que se parezca a mí.
Nada que recuerde la presencia de éste viento del Este. . .
Escúchame, ¿me oyes? — interroga con ansiedad indisi-
mulada.
—Sí, señor. Lo escucho — responde Valentín y se con-
mueve delante de Rómulo porque ve que hay en él la mez-
cla de todas las levaduras humanas.
—¡Escúchame! — insiste Rómulo.
—Sí, señor — habla Valentín.
—Yo he nacido en tierras del E s t e . . . Y este viento
que viene del Este, sabe "Dios" si viene cargado de alien-
tos, que son más que un poema, más que un himno, más
que un canto de amor a la vida, de amor a la tierra, de
amor a los hombres. Escúchame Valentín, este viento que
viene del Este, es anuncio de muerte y de vida. La Vida
y la Muerte siempre marchan del brazo, muy juntos. ¡Va-
lentín! Este viento del Este es anuncio de nuevo destino
— la bestia transfigurada bajo el influjo de secretas co-
rrientes internas, en esos instantes, ofrece ante la obser-
vación de Valentín, un cuadro de doble miraje. Rómulo,
sube al altillo y otea el inmenso horizonte del paisaje ver-
de. Llama a Valentín, pero éste ha desaparecido. Y otra
vez vuelve a enfrentarse con el viento del Este. Vocifera
angustiado. Se muerde los labios. Cierra los ojos. Crispa
los puños. Camina sobre el espacio limitado del altillo. Se
apoya sobre la baranda. La agarra, como se agarra el bra-
zo de una mujer. Vuelve a estremecerse. Y entonces el
viento que viene del Este, flagela su rostro, porque el vien-
— 418 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
to que viene del Esie, se ha vuelto ráfaga y azota igual
que un látigo, despiadadamente.
—¡Valentín! — Rómulo llama repetidas veces, pero
inútilmente.
Valentín ha penetrado a la selva, acompañado de sus
mejores amigos, de sus camaradas de mayor confianza.
En el oculto escenario de la jungla, los hombres jóvenes,
hablan con frases cortadas. Toda emoción, todo sentimien-
to impulsivo, han quedado aplastados por la visión reflexi-
va de los hechos que desde muchos años atrás, vienen
ensangrentando la permanencia de la vida colectiva de
los hombres y mujeres de La Loma.
Rómulo baja precipitadamente del altillo. Abre la
puerta de su habitación donde está acumulado su arsenal.
Se detiene. Pisa el umbral y, con su cuerpo, con sus bra-
zos extendidos en cruz, se solaza pasando revista a los fu-
siles y demás armas. Sonríe satisfactoriamente. Analiza
y saca conclusiones sobre lo que vale el poder del fusil.
Y pronuncia esta frase:
El poder nace del fusil
—Es verdad... Lo sé por propia experiencia. Quien
dijo esta sentencia, es un sabio. La única garantía del
triunfo de los pueblos sobre la tierra, consiste en empuñar
firmemente el fusil. — Rómulo cierra la puerta, la ase-
gura bien con doble candado. Se dirige al rincón de su
sala-dormitorio y se inclina, agarra y empuña su mejor fu-
sil. Lo levanta. Surge en su mente el recuerdo del regalo
de la escopeta que le hizo a Valentín.
—¡Soy un imbécil! — sale con el arma. Comienza a
recorrer las chozas existentes en La Loma. La gente lo
saluda, casi sin palabras, con un movimiento de labios
apretados, pero no bajan la cabeza. Lo miran y brilla un
fulgor de chispa de piedras golpeadas.
—¡Valentín! — grita Rómulo.
Nadie le responde. Sigue caminando y penetrando a
las taperas.
—¡Valentín! — vuelve a llamar. El silencio que ro-
dea a Rómulo, es de tumba. Mete la cabeza aquí y allá
— 419 —
LUCIANO DURAN BOGER
y no encuentra al hombre joven que busca. Se dirige a la
tapera de Manuel Nocopuyero. Visiblemente, este hombre
está agobiado y el cansancio de sus setenta y cinco años
no le permite ponerse de pie con la rapidez con que Valen-
tín, camina a pasos firmes.
—Oye, buen hombre, ¿dónde está Valentín? — pre-
gunta. Cubre con su cuerpo y sus brazos el espacio de la
puerta de la choza.
—No sé, señor. Quizá ha debido ir a cazar — respon-
de el septuagenario.
La mujer de Manuel, tiembla y deja caer el plato va-
cío que tiene entre sus manos.
—¿Quién pregunta por Valentín? — levanta los ojos
opacos, deseosa de reconocer a la persona que busca a
su hijo putativo.
—Es don Rómulo, hija — aclara Manuel.
—¿Don Rómulo? ¿Y para qué lo busca?
—¡Valentín es mi hijo! ¿No es cierto?
—Máteme a mí. Yo soy vieja inservible. El es hombre
joven y tiene derecho a vivir — replica la mujer desden-
tada.
Rómulo aprieta el fusil y cuando está a punto de em-
puñar el arma, sorpresivamente escucha decir:
—¿Qué desea patrón? — Valentín enfréntase a Ró-
mulo. Se miran las caras, igual que dos personas que re-
cién se conocen.
—Te necesito. Acompáñame. Vamos a casa. ¿Dónde
estuviste? — Rómulo toma la delantera. Se encamina
rumbo a la casa del altillo. Entrega el fusil a Valentín.
Este recibe el arma con suma extrañeza. Sabe que Ró-
mulo nunca confió a nadie aquel fusil que lo cuida con
esmero.
Canciller está en el corredor, acompañado por la ma-
yoría de los colaboradores de Rómulo.
—A tiempo. Parece que ustedes hubieran adivinado
lo que estoy pensando. Vengan por acá — abre la puerta
de su sala-dormitorio y los hace entrar a todos. Cierra la
puerta, como si la casa estuviera rodeada por personas
— 420 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
que acechan la tranquilidad y el orden de las cosas de
La Loma.
Se escucha un disparo. Precipitadamente se abre la
puerta y sale Valentín, mostrando un gesto amargo. Se
vuelve a cerrar la puerta. Valentín camina rápidamente
con dirección a la choza de sus padres. Llega allí y, Ma-
nuel que ha escuchado la detonación, le pregunta:
—¿Qué ha pasado, hijo?
—Nada. Se le escapó el t i r o . . . — responde. Sigilo-
samente, mirando a un lado y a otro, se dirige a su rús-
tica vivienda.
Hay alboroto carnavalesco en Trinidad. La banda re-
corre las calles y detrás de ella va Rómulo, acompañado
de personas que recién han trabado amistad con él.
—Es don Rómulo, el ricachón de La Loma. Está bo-
rracho y anda repartiendo libras esterlinas a las mucha-
chas que encuentra a su paso — comenta Ladislao. Con
su amigo Antonio (sentados en el corredor de su casa)
observan el ir y venir de las comparsas.
—Es raro lo que pasa. Después de quince años, viene
al pueblo, a nada más que divertirse en carnaval. El que
no permite que nadie lo vea en su guarida, se presenta
ahora ante la gente del pueblo. Es el lobo disfrazado de
cordero. Seguro que esta noche vamos a tener velorio, en
pleno carnaval — afirma Antonio en voz baja, como si
tuviese temor de que alguien lo escuche.
—Yo no lo conocía. Una vez fui a La Loma y tuve
que dar media vuelta. No me permitieron ni siquiera me-
ter la punta de mi nariz — dice Ladislao.
—¿Será cierto todo lo que cuentan sobre los crímenes
cometidos por don Rómulo? — interroga Antonio. Y
agrega:
—Me parece que abultan mucho los díceres.
—Es mejor que hablemos de otra cosa — Ladislao
desvía la tertulia. Mira con el rabo del ojo derecho por
encima del hombro.
En ese momento, Rómulo pasa por la vereda del fren-
te. Canta con toda la fuerza de sus pulmones. Saca su
revólver de la vaina que cuelga en su cinturón. Dispara y
grita:
— 422 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
—¡Viva el carnaval! — vuelve a disparar.
Una pandilla de muchachos le hace coro. Rómulo les
sonríe. Extrae de su bolsillo algunas libras esterlinas y
se las arroja. Los gualaichos se lanzan a empujones, atre-
pellándose entre ellos, a la pesca de las monedas de oro.
—¡Viva don Rómulo! — grita el más fuerte que ha
logrado desplazar casi a todos, con puntapiés y puñetes.
Apropiase de un buen número de monedas. Continúan
gritando los mozalbetes. Retribuyen en esta forma la ge-
nerosidad de Rómulo. Sus acompañantes llevan botellas
de licores finos.
—¿Cómo dicen que don Rómulo es avaro? ¡Miren lo
que me ha regalado! Quiere llevarme a La Loma para que
yo lo atienda en su casa — habla Margarita. Demuestra
su entusiasmo para aceptar la proposición que le ha he-
cho, en circunstancias en que ella entró a la cantina, don-
de se encontraba bebiendo. Margarita es muy agraciada
y garrida.
—¡No se te vaya a ocurrir semejante barbaridad! ¿No
sabes que el criminal de La Loma tiene muchas mujeres
encadenadas? Y si no me crees, pregúntale a doña Fa-
biana. Ella me ha contado todo lo que sufrió allí y cómo
logró escapar milagrosamente de las manos del monstruo
— Josefina le advierte el peligro.
—¡Jesús, María y José! ¡Ni se te ocurra semejante lo-
cura! — Mercedes corrobora a Josefina. Destellan sus
grandes ojos negros la visión del peligro.
—¿Vamos a la casa de doña Fabiana? ¡Vamos a con-
tarle que está aquí don Rómulo! — Josefina incita a sus
amigas.
—¡Vamos! — responden a un mismo tiempo las otras.
Se dirigen a la orilla del arroyo que ofrece un panora-
ma pintoresco. Navegantes en sus canoas, festejan la en-
trada de carnaval. Con orquestas y en grupos bulliciosos,
desbordan entusiasmo y alegría.
—¡Viva el carnaval!
—¡Que viva!
—¡Fuerza camba!
— 423 —
LUCIANO DURAN BOGER
Margarita, Josefina y Mercedes, a toda prisa, después
de pasar de una vereda a otra, esquivando la acometivi-
dad de los alegres transeúntes, llegan a la casa donde vive
Fabiana. La saludan y, sin rodeos, le hacen saber que Ró-
mulo se encuentra en el pueblo, recorriendo las calles con
la mejor banda.
—¡Si lo viera usted doña Fabiana! Está repartiendo
libras esterlinas como si fueran puñados de maíz tostado.
Fabiana, al escuchar la noticia, palidece. Parece que
le hubieran anunciado su sentencia de muerte. Sale co-
rriendo de la habitación. Orillando el arroyo, rumbea al
noroeste de la población. Llega y penetra a la casa donde
vive su comadre Pastora. Semiahogada por la desespera-
ción, le cuenta lo que sucede.
—¡Ocúlteme comadre! ¡Le tengo miedo a ese mons-
truo! ¡Dios quiera que no se le ocurra venir por acá! —
Fabiana está temblando de pavor.
—¡Cálmese comadre! ¡No ha de venir por acá! — cie-
rra la puerta. Le alcanza un vaso con agua. Le infunde co-
raje.

Durante la semana de carnaval, Rómulo se ha adue-


ñado de los festejos orgiásticos. Costea los gastos de las
orquestas. Distibuye docenas de botellas con bebidas al-
cohólicas en las casas de recepción donde se baila. Bebe
en forma incontrolable. Se prodiga a manos llenas.
-—¡Beban! ¡Bailen! — grita Rómulo con gesto prepo-
tente.
El comentario de su presencia dominante y absor-
bente, ha cundido en toda la población. Sólo se habla de
él. Las autoridades políticas están alarmadas. Temen que
pueda producirse algún hecho de sangre. Están alertas
y alguien sugiere la necesidad de hacerlo tomar preso. Pe-
ro nadie se atreve a enfrentarse a Rómulo.
— 424 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
—Yo no creo que cometa algún atropello. La gente lo
sigue y lo aclama y aplaude. Se ha adueñado de estos car-
navales. Está alegre y regala lo que le piden — el comisa-
rio de turno informa al Jefe de Policía.
—Hay que dejarlo. No lo molesten. Ya se cansará de
beber v se irá tranquilo a La Loma — argumenta Viador.

Transcurren los días de la semana de carnestolendas.


El cansancio y la modorra envuelven a los habitantes co-
mo si un denso nubarrón hubiese cubierto la atmósfera
del villorrio. Rómulo ha encendido un reguero de pólvora
de gratísimos recuerdos. Durante su estada en el pueblo
se portó como un ángel de paz. . . Dio nudos en el largo co-
rreaje de la amistad. Con audacia y dinero se abre paso
en el mundo femenino. Como gallo de muchas heridas en
encuentros a navajazo limpio, atrajo la admiración de las
mujeres jóvenes.
—Qué simpático es don Rómulo.
—El tigre no es como lo pintan .
—Es el mejor partido para una mujer soltera.
—Muchachas, váyanse a La Loma a aumentar el nú-
mero de las mujeres encadenadas.
Estas y muchas otras opiniones son expresadas por
boca de las curiosas que ven en el dueño y "señor" de La
Loma al "príncipe azul" de sus sueños de mujeres núbiles.

El pueblo se ha quedado dormido.


—¿Estás contento, Canciller? ¿Te has .divertido? —
pregunta Rómulo a su colaborador.
—Sí. Usted es el hombre más popular — responde y
espolea a su caballo.
— 425 —
LUCIANO DURAN BOGER
—La popularidad es como una mujer lea. Se la con-
quista fácilmente. Con alcohol, banda y libras esterlinas
se puede ser más popular que el Papa. — Rómulo apura
al potro Lucero, dándole una palmada suave.
Son las cuatro de la madrugada. Se aproximan a La
Loma. Canciller marcha detrás de Rómulo. La cabeza de
su alazán va rozando la grupa del hermoso potro.
—Hubiera visto cómo la gente abrió la boca cuando
el domingo de carnaval recorrió usted las calles montado
en Lucero. Alguien dijo: Se parece a Napoleón Bonaparle
— habla Canciller con manifiesta adulación. Rómulo se
incomoda, porque detesta el servilismo.
—Apaga las brasas de la adulación y no quemes tan-
to incienso — replica Rómulo.
—Vamos Lucero. Vamos a continuar el carnaval en
La Loma — frena y detiene al potro. Extrae de su alforja
una botella de ron. Bebe y le alcanza a Canciller. Apenas
pueden verse las manos. La tinta negra de la noche sin
luminarias en el cielo, los confunde en la mancha de las
sombras impenetrables. Los árboles esparcidos en la pam-
pa anegadiza, con hondonadas cubiertas por raíces acuáti-
cas y por hierbas que tienen vida en la época seca y en
la de lluvias, indistintamente, no son percibidas por las re-
tinas de los nocharniegos. Acaban de beber todo el conte-
nido de la botella. Están ebrios. Rómulo extrae otra bo-
tella. Están deteniendo y alargando el tiempo de la llegada
a La Loma. Las paradas, cada dos o tres minutos con diá-
logo borroso y turbio como las sombras de la madrugada
húmeda y nebulosa, prolongan las distancias. Canciller va
tranquilizando su espíritu. Durante su permanencia en el
pueblo, estuvo en constante zozobra, pues temía que Ró-
mulo hubiese recordado a Fabiana, porque él facilitó su
luga.
-—¡Bebe animal! — le alcanza la botella y atiza los
bríos de Lucero que desespera — nerviosamente — por
llegar a La Loma. Canciller arroja la botella vacía y apura
. a su cabalgadura hasta ponerse al lado de Rómulo.
-—¡Canciller!
—¿Qué dice, señor?
— 426 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
—No veo nada, hijo. Escúchame. En los ojos de la
Noche duerme la Muerte — bajo el influjo del alcohol se
inspira.
—¿Por qué nos aterra la pasividad eterna? ¿Por qué
la vida del hombre no sobrepasa el límite de la luz uni-
versal? ¡Canciller!
—¿Qué dice, señor?
—¡Habla! Parece que fueras compañero de la Muerte.
¡Habla! — Rómulo se siente profundamente triste.
—¡Canciller! ¡Habla! — se inclina adelante y abraza
el cuello oloroso de Lucero.
—Usted dice muchas cosas profundas. — Enciende
un cigarrillo. Habla otra vez.
—Somos fugaz y dolorosa pulsación del tiempo. . .
—¡Bravo Canciller! ¡Ahora sí que mereces estar a mi
lado. Ahora puedo asignarte la misión singular de que tú
me mates. Toma mi revólver y dispara, aquí — le alcanza
el arma, en el instante en que la fuga de las tinieblas se
ha precipitado.
—¡No!, señor. Yo no puedo asesinarlo.
—Yo soy un cobarde. No tengo valor para quitarme
la vida. Hace tiempo que quiero suicidarme, pero no pue-
do. Soy valiente para quitar la vida de otros seres. Me
siento un héroe cuando hago correr la sangre de otros
hombres. ¡Quiero morir! ¡Dispara de una vez! ¡Te premia-
rá la gente! ¡Te besarán las manos!
—Señor, cálmese. Tranquilice su espíritu. Le convie-
ne viajar muy lejos de este lugar. Hágale caso a Valentín.
Como dice él, usted está enfermo. Viaje a Londres.
Rómulo no ha escuchado nada. La ebriedad ha engol-
fado en forma dominante la percepción de sus sentidos.
Ladran los perros de La Loma. Alguien abre las tran-
queras. Canciller baja primero de su cabalgadura. Ayuda
a desmontar, es decir: a bajar el cuerpo tambaleante de
Rómulo. Lo conduce a su habitación-dormitorio y lo co-
loca — cuidadosamente -— en su hamaca. Canciller se va
a dormir.
Al cuarto de hora, más o menos, se escucha la voz
firme y resuelta de Valentín:
— 427 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Buenos días. Sírvase su tacita de café.
Rómulo, como hipnotizado, se levanta de la hamaca,
a tientas y ciegas, recibe el pequeño depósito de loza im-
permeable y translúcida que le ha alcanzado Valentín. Da
unos cuantos pasos y se estrella contra el barandado del
altillo. La tacita de porcelana china se hace pedazos y la
tintura negra y olorosa riega y mancha la blancura de los
pantalones de lino de Rómulo. Se arrima al barandado,
tambaleante.
Valentín blande el ganóte de madera de fibra com-
pacta y pesada. Mira la cabeza de Rómulo. Calcula y mide
el golpe. ¡Fazzzz! y el garrotazo cae con golpe certero y
brutalmente sobre la nuca de Rómulo. El cuerpo se de-
rrumba y azota el suelo.
Sin pérdida de tiempo y serenamente, sintiendo una
profunda satisfacción que llega al éxtasis, alza el cadáver.
Lo suspende como si un niño estuviera manejando un mu-
ñeco de aserrín. Sus brazos fornidos y largos hamaquean
el cuerpo inerme y lo lanza encima del barandado.
Valentín, como si despertara de un sueño placentero,
concentra todo el vigor de su juventud. Acelérase el im-
pulso de su sangre. Inunda sus retinas con el claror en-
rojecido que viene del Este. Contempla la belleza de la
brasa encendida del Sol. Aspira profundamente. Dilata con
amplitud su caja toráxica. De sus pulmones vigorosos bro-
ta el aire y sale de su boca con explosión exclamatoria:
—¡El tirano ha muerto! ¡Viva la liberación de nues-
tro pueblo!
—¡Que viva! — responden animosamente los camara-
das de Valentín que, en grupo compacto, estaban a la es-
pectativa, esperando ansiosamente el instante decisivo.
—¡Adelante! — Valentín incita a todos. Empuña e¡
fusil automático que fuera arma predilecta de Rómulo.
Dispara al aire varios cartuchos. Con el mismo garrote
con que liquidó al que lúe propietario de La Loma, hace
astillas el maderamen de la puerta de la habitación donde
están depositadas las armas. Penetra y comienza a extraer
los fusiles, revólveres, escopetas, cuchillos, puñales y re-
parte a sus camaradas.
— 428 —
LUCIANO DURAN BOGER

—¡Muerte a todos los verdugos! ¡No se salva nadie!


Valentín imparte órdenes. Se dirige al pueblo que se en-
cuentra ya reunido, frente al caserón residencial. Y les
habla:
—¡El tirano ha muerto! ¡Ustedes son libres! ¡Pren-
dan fuego a esa maldita casa! — Valentín, rápidamente se
dirige al galpón donde se encuentran las mujeres encade-
nadas. A unos siete pasos de distancia, apunta al tigre y
dispara certeramente, haciendo impacto sobre el ojo de-
recho del felino que se encuentra sujeto con fuertes cade-
nas, junto al umbral de la puerta de la prisión. La fiera
da un salto y lanza un rugido, pela los dientes, barquinea
y cae desplomada, golpeando la puerta del galpón. Uno
de sus camaradas que lo acompaña, le alcanza el garrote.
Lo agarra y después de mirarlo con íntima fruición, echa
abajo la puerta y grita jubilosamente:
—¡Hermanas! ¡Están libres! ¡El monstruo ha muerto!
— saca de su bolsillo un llavero. Rápidamente, abre los
candados que sujetan pequeñas cadenas que aprisionan el
tobillo derecho de cada una de las rehenes a la cadena
central que unía a todas. Las mujeres lloran de alegría y
vitorean a Valentín. Quieren abrazarlo, pero Valentín co-
mo un rayo, sale del galpón y se suma a la masa popular
que brama como el mar y vocifera, que llora y grita con
entusiasmo desbordante, igual que un torrente, más que
un torrente, igual que una catarata.
La lata de gasolina que Valentín derramó y le pren-
dió fuego, desparrama sus llamas en el salón-dormitorio.
Alguien desata y extrae la hamaca donde dormía Rómulo
y la atiranta entre dos horcones donde se flagelaba (ata-
dos) a los obreros. Suenan muchos disparos. Unos aquí,
otros allá. Se escucha el repiqueteo de la campana. Los
hombres, mujeres y niños están de fiesta.
—¡Tráiganlos acá! — indica Valentín.
-—¡Acá! ¡Que no quede ni uno vivo! — se escucha la
voz de Modesto.
—¡Traigan a los otros! ¡Aquí! ¡A estos perros hay que
matarlos! — grita Salvador.
— 430 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
La campana sigue sonando, manejada por un niño de
ocho años de edad. Los disparos van disminuyendo.
—¡No malgasten las municiones! — instruye Valentín.
—¡Traigan a esc verdugo! ¡Que muera Miguel Jordán!
Miguel Jordán representaba el papel de Ministro de
Gobierno. Lo arrastran de los pies. Una mujer joven brin-
ca sobre él.
—¡Déjenmelo a mí! ¡Este me pertenece! ¡Este asesi-
nó a mi padre y a mi hermano! ¡Toma miserable! — cla-
va su puñal y comienza a degollarlo. Le corta las manos.
Hala de la lengua, fuertemente y la extrae de raíz con el
filo del acero puntiagudo. — ¡Esto para los perros! — ex-
clama desaforadamente.
A Miguel Pedraza, alias "Ministro de Agricultura y
Ganadería", dos jovenzuelos le aseguran una correa en el
cuello, lo arrastran y lo cuelgan en el árbol más próximo
a la masa popular furiosa.
A Domingo Cusicanqui (Ministro de Defensa) lo des-
tripan. Sus intestinos son esparcidos como serpentinas por
encima de las cabezas del apiñamiento tumultuoso.
A Alberto Candia (Ministro de Hacienda), lo liquidan
a palos.
—¡Al arroyo! — grita alguien.
—¡No! ¡Al caimán hay que matarlo también. Esto co-
rre por mi cuenta! — armado con un fusil, arrastra el ca-
dáver de Candia hasta la orilla del riachuelo. Se oculta
detrás de un matorral. Aparece la bestia. Dispara al ojo
del saurio. Da un barquinazo y comienza a flotar sobre las
aguas, panza arriba.
—¿Y dónde está Canciller? — indaga Valentín.
—¡Aquí estoy Valentín! — saca el revólver que le ha-
bía entregado Rómulo, en la madrugada cuando regresa-
ban a La Loma. Rápidamente coloca el cañón sobre la
sien derecha y dispara. Rueda al suelo e instantáneamente
mucre.
Deja de sonar la campana que tocaba el niño. Se ha-
ce el silencio. La Loma parece un cementerio, como si no
existiese alma viviente. Reina un silencio de tumba.

- 431 —
LUCIANO DURAN BOGER
La casa residencial de Rómulo sigue ardiendo con
llamaradas fulgurantes. El altillo comienza a derrumbar-
se, poco a poco, convertido en leños encendidos.
Valentín se reúne con sus camaradas de mayor con-
fianza. Trazan un plan. Se disponen todas las medidas de
vigilancia y seguridad. Los centinelas se reparten en los
puntos de penetración y acceso a La Loma. Vigilan y no
duermen durante las horas sombrías de la noche. Los
elementos más jóvenes y de gran experiencia para la caza
nocturna, son comisionados para cumplir el papel de vi-
gías, a distancias de 100, 200 y 300 metros, respectivamen-
te, acompañados de los perros tigreros.
Las canoas del aserradero de La Loma y las otras
(con un remero en cada una) que con anticipación de un
mes fueron acumuladas y concentradas en un determina-
do lugar, ocultas entre los árboles, a distancia de cinco
kilómetros, más o menos, comienzan a llegar. El puerto
oficial está animado con la presencia de aquellas pequeñas
embarcaciones. Los tripulantes-combatientes van colocan-
do lo más estrictamente necesario para un caso de emer-
gencia, aguas abajo.
La gente está alerta. Todos cumplen sus tareas seña-
ladas por las comisiones. Se turnan en la vigilancia noc-
turna.
La hamaca de Rómulo, atirantada, frente al gran cú-
mulo de las ruinas humeantes de la que fue su casa resi-
dencial, contiene el picadillo de carne, de huesos, de ten-
dones y de nervios, de su cadáver. La mece el viento, al-
borotado del Este, que sopla huracanadamente, desde la
segunda quincena de marzo.
—¡Así mueren los tiranos y los verdugos de los pue-
blos! — habla Manuel Nocopuyero que — secretamente
— inculcó el espíritu revolucionario de liberación de su
pueblo, en el corazón y la conciencia de Valentín. Manuel
y Valentín se abrazan con profunda emoción. Se despren-
"*den. Manuel (con pocas palabras) revela a Valentín el se-
creto de su nacimiento. Se miran las caras. Valentín ca-
mina — rápidamente — hacia el jardincillo. Se abre paso
por entre las flores. Corta rosas rojas. Deposita un ramo
— 432 —
EN l.AS TIERRAS DE ENIN
sobre la sepultura donde reposan los restos de Lucila.
Florece la tristeza en el rostro de Valentín.
—¡Madre mía! — inclina la cabeza y llora.
La imagen del crimen y la locura, fuga del tablado
tétrico de la Noche.

Amanece.
—¡Todos al bosque! ¡Nadie queda aquí en La Loma!
— ordena Valentín.
—¡Vamos! — levanta la voz Manuel Nocopuyero. Asu-
me la responsabilidad de la conducción de su pueblo. Co-
mienza el éxodo a la entraña de la selva, rumbo a la co-
munidad selvícola, donde moran los hombres y mujeres
que acogieron — hospitalariamente — al traficante Hen-
ry Wickham. Un piquete constituido por hombres jóvenes
y maduros, bien armados, cubre la retirada.
Aumenta el calor excesivo producido por las llamas
flameantes de las taperas incendiadas.
—¡Púdrete y hiede bestia blanca! — dice Salvador y
lanza un escupitajo a la hamaca que contiene la osamenta
del que fue Rómulo Salvatierra.

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