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CUENTO - LADISLAO EL FLAUTISTA

- ¿Oyes maestro?
-¿Qué?
-Flauta.
Y toda la clase se sume en religioso silencio. A cuál más, los muchachos tratan de oír, levantándose de
las carpetas.
-¡Ladislao!
- ¡Sí, el Ladislao!
-Sólo el Ladislao, maestro, sabe tocar así la flauta.
-No puede ser Ladislao, niños. Su padre, hace poco, me ha dicho que está ausente y que ya no
regresará al pueblo. Ha ido a Chachapoyas, donde su madre.
-El Ladislao es, señor. Ha llegado ayer, al anochecer, con la lluvia.
Yo le he visto.
La escuela es ya un revuelo.
En todos los labios tiembla el nombre de Ladislao. Y una profunda ola de simpatía cruza la escuela de
banda a banda.
-El Ladislao es, señor. .. Allí está su cabeza.
-Sí, maestro. Allí está, véalo, véalo usted. Está mirando por el cerco.
Efectivamente, la cabecita hirsuta de Ladislao aparecía por sobre el pequeño cerco de piedras de la
escuela.
-Zamarruelo... Vayan a traerlo.
Y tres de los muchachos más grandes de la clase van como un rayo en su busca y después de un
rato vuelven sin haber podido coger a Ladislao. Y sólo dicen: -Señor; se escapó a todo correr, como
un venado, por el monte.
-¡Qué raro! -exclama el maestro. Ladislao se está volviendo vagabundo. ¡Qué lástima, un buen
muchacho!
Y todos recuerdan con pena al compañero que tantos deliciosos momentos dio a la escuela con su arte.
Parecía que Ladislao hubiera nacido con el divino don de tocar la flauta y de hacer flautas de carrizo
como nadie.
Todos recuerdan aún que, cuando un grupo de comuneros del pueblo salió a explorar la verde e
inmensa selva que empieza al otro lado del cerro, fue él quien iba adelante tocando la flauta,
acompañado en el tambor por Macshi, otro muchachito, hasta la loma de las afueras, donde se despidió
a los valientes exploradores. y, además, todos recuerdan nítidamente su inseparable poncho raído, con
color de la tierra por el demasiado uso y su cabeza enmarañada y rebelde como los zarzamorales de
las quebradas.
-El Ladislao se ha vuelto así diz, maestro, porque mucho le pega su madrastra.
-Sí, algo he sabido. ¡Pobre muchacho!
-A mí me ha contado así, señor, llorando
-Por eso diz que vive así, señor, andando por todos lados, por todos los pueblos. -Aura diz, señor, no
ha llegado a la casa de su padre. Ha llegado donde la mamá Grishi.
-Su padre ya ni cuenta hace de él diz, señor. Lo ve como a un extraño. - y
aura diz, maestro, se va a vivir ya en la mina.
-¿En las minas de sal?
-Sí diz, señor.
-¿y su madre?
-Diz, señor, que está enferma en Chachapoyas y, precisamente, él quiere trabajar para ayudarla.
- y por eso diz, maestro, ya no viene ni vendrá a la escuela.
En ese momento, volvió a oírse lejanas notas de flauta que como sollozo de niño abandonado hacían
florecer en la escuela todo un rosal de emoción perfumado de tristeza.
¡El corazón de los niños estaba en suspenso!
En la huerta, bañada por la luz de oro de un jovial Sol mañanero, hasta los finos álamos parecían
agobiados de pena.
Ladislao, el flautista, se alejaba para siempre de la escuela.
CUENTO - LADISLAO EL FLAUTISTA

- ¿Oyes maestro?
-¿Qué?
-Flauta.
Y toda la clase se sume en religioso silencio. A cuál más, los muchachos tratan de oír, levantándose de
las carpetas.
-¡Ladislao!
- ¡Sí, el Ladislao!
-Sólo el Ladislao, maestro, sabe tocar así la flauta.
-No puede ser Ladislao, niños. Su padre, hace poco, me ha dicho que está ausente y que ya no
regresará al pueblo. Ha ido a Chachapoyas, donde su madre.
-El Ladislao es, señor. Ha llegado ayer, al anochecer, con la lluvia.
Yo le he visto.
La escuela es ya un revuelo.
En todos los labios tiembla el nombre de Ladislao. Y una profunda ola de simpatía cruza la escuela de
banda a banda.
-El Ladislao es, señor. .. Allí está su cabeza.
-Sí, maestro. Allí está, véalo, véalo usted. Está mirando por el cerco.
Efectivamente, la cabecita hirsuta de Ladislao aparecía por sobre el pequeño cerco de piedras de la
escuela.
-Zamarruelo... Vayan a traerlo.
Y tres de los muchachos más grandes de la clase van como un rayo en su busca y después de un
rato vuelven sin haber podido coger a Ladislao. Y sólo dicen: -Señor; se escapó a todo correr, como
un venado, por el monte.
-¡Qué raro! -exclama el maestro. Ladislao se está volviendo vagabundo. ¡Qué lástima, un buen
muchacho!
Y todos recuerdan con pena al compañero que tantos deliciosos momentos dio a la escuela con su arte.
Parecía que Ladislao hubiera nacido con el divino don de tocar la flauta y de hacer flautas de carrizo
como nadie.
Todos recuerdan aún que, cuando un grupo de comuneros del pueblo salió a explorar la verde e
inmensa selva que empieza al otro lado del cerro, fue él quien iba adelante tocando la flauta,
acompañado en el tambor por Macshi, otro muchachito, hasta la loma de las afueras, donde se despidió
a los valientes exploradores. y, además, todos recuerdan nítidamente su inseparable poncho raído, con
color de la tierra por el demasiado uso y su cabeza enmarañada y rebelde como los zarzamorales de
las quebradas.
-El Ladislao se ha vuelto así diz, maestro, porque mucho le pega su madrastra.
-Sí, algo he sabido. ¡Pobre muchacho!
-A mí me ha contado así, señor, llorando
-Por eso diz que vive así, señor, andando por todos lados, por todos los pueblos. -Aura diz, señor, no
ha llegado a la casa de su padre. Ha llegado donde la mamá Grishi.
-Su padre ya ni cuenta hace de él diz, señor. Lo ve como a un extraño. - y
aura diz, maestro, se va a vivir ya en la mina.
-¿En las minas de sal?
-Sí diz, señor.
-¿y su madre?
-Diz, señor, que está enferma en Chachapoyas y, precisamente, él quiere trabajar para ayudarla.
- y por eso diz, maestro, ya no viene ni vendrá a la escuela.
En ese momento, volvió a oírse lejanas notas de flauta que como sollozo de niño abandonado hacían
florecer en la escuela todo un rosal de emoción perfumado de tristeza.
¡El corazón de los niños estaba en suspenso!
En la huerta, bañada por la luz de oro de un jovial Sol mañanero, hasta los finos álamos parecían
agobiados de pena.
Ladislao, el flautista, se alejaba para siempre de la escuela
SEGUIMOS SIENDO EL LAGO

Cuenta la historia que Buda estaba atravesando un bosque junto a su principal


discípulo, sediento, el Buda se dirigió a su acompañante:
-Ananda, hace algo más de una hora cruzamos un arroyo. Por favor, toma mi
cuenco y tráeme un poco de agua. Me siento muy cansado —.
Así lo hizo el discípulo. Deshizo sus pasos, pero cuando llegó al arroyo,
acababan de cruzarlo unas carretas tiradas por bueyes que habían removido
las hojas muertas y el cieno, enturbiado el agua y convirtiéndolo en un lodazal.
Esta agua ya no se podía beber; estaba demasiado sucia. Así que Ananda
regresó junto a su maestro, con el cuenco vacío.
-Tendrás que esperar un poco — dijo el discípulo — . Iré por delante. He oído
que a sólo cuatro o cinco kilómetros de aquí hay un gran río. Traeré el agua de
allí.
Pero Buda insistió:
-Regresa y tráeme el agua de ese arroyo.
Ananda quedó perplejo, no podía entender la insistencia, pero si su maestro lo
solicitaba, él, como discípulo, debía obedecer. Así que volvió a tomar el cuenco
en sus manos y se dispuso a iniciar el camino de regreso al arroyo.
-Y no regreses si el agua sigue estando sucia — dijo Buda — . No hagas nada,
no te metas en el arroyo. Simplemente siéntate en la orilla en silencio y
observa. Antes o después el agua volverá a aclararse, y entonces podrás llenar
el cuenco.
Molesto, Ananda volvió hasta allí, descubriendo que su maestro tenía razón.
Aunque aún seguía algo turbia, el agua estaba visiblemente más clara. De
modo que se sentó en la orilla, observando pacientemente el flujo del río. Poco
a poco, el agua se tornó cristalina. El discípulo tomó el cuenco y lo llenó de
agua, y mientras lo hacía, comprendió que había un mensaje en todo esto.
Regresó bailando hasta donde estaba Buda, entregándole el cuenco y
postrándose a los pies de su maestro para darle las gracias.
-Soy yo quien debería darte las gracias, me has traído el agua — dijo Buda. -
Volví enojado al río — contestó el discípulo — , pero sentado en la orilla, he
visto como mi mente se aclaraba, al igual que el agua del arroyo. Si hubiera
entrado en la corriente, se habría enturbiado de nuevo. Si salto dentro de la
mente, genero confusión, empiezan a aparecer problemas. He comprendido
que puedo sentarme en la orilla de mi mente, observando todo lo que arrastra:
sus hojas muertas, sus dolores, sus heridas, sus deseos… Despreocupado y
atento, me sentaré en la orilla y esperaré hasta que se aclarara. Por eso,
maestro, yo te doy las gracias.
SEGUIMOS SIENDO EL LAGO

Cuenta la historia que Buda estaba atravesando un bosque junto a su principal


discípulo, sediento, el Buda se dirigió a su acompañante:
-Ananda, hace algo más de una hora cruzamos un arroyo. Por favor, toma mi
cuenco y tráeme un poco de agua. Me siento muy cansado —.
Así lo hizo el discípulo. Deshizo sus pasos, pero cuando llegó al arroyo,
acababan de cruzarlo unas carretas tiradas por bueyes que habían removido
las hojas muertas y el cieno, enturbiado el agua y convirtiéndolo en un lodazal.
Esta agua ya no se podía beber; estaba demasiado sucia. Así que Ananda
regresó junto a su maestro, con el cuenco vacío.
-Tendrás que esperar un poco — dijo el discípulo — . Iré por delante. He oído
que a sólo cuatro o cinco kilómetros de aquí hay un gran río. Traeré el agua de
allí.
Pero Buda insistió:
-Regresa y tráeme el agua de ese arroyo.
Ananda quedó perplejo, no podía entender la insistencia, pero si su maestro lo
solicitaba, él, como discípulo, debía obedecer. Así que volvió a tomar el cuenco
en sus manos y se dispuso a iniciar el camino de regreso al arroyo.
-Y no regreses si el agua sigue estando sucia — dijo Buda — . No hagas nada,
no te metas en el arroyo. Simplemente siéntate en la orilla en silencio y
observa. Antes o después el agua volverá a aclararse, y entonces podrás llenar
el cuenco.
Molesto, Ananda volvió hasta allí, descubriendo que su maestro tenía razón.
Aunque aún seguía algo turbia, el agua estaba visiblemente más clara. De
modo que se sentó en la orilla, observando pacientemente el flujo del río. Poco
a poco, el agua se tornó cristalina. El discípulo tomó el cuenco y lo llenó de
agua, y mientras lo hacía, comprendió que había un mensaje en todo esto.
Regresó bailando hasta donde estaba Buda, entregándole el cuenco y
postrándose a los pies de su maestro para darle las gracias.
-Soy yo quien debería darte las gracias, me has traído el agua — dijo Buda. -
Volví enojado al río — contestó el discípulo — , pero sentado en la orilla, he
visto como mi mente se aclaraba, al igual que el agua del arroyo. Si hubiera
entrado en la corriente, se habría enturbiado de nuevo. Si salto dentro de la
mente, genero confusión, empiezan a aparecer problemas. He comprendido
que puedo sentarme en la orilla de mi mente, observando todo lo que arrastra:
sus hojas muertas, sus dolores, sus heridas, sus deseos… Despreocupado y
atento, me sentaré en la orilla y esperaré hasta que se aclarara. Por eso,
maestro, yo te doy las gracias.

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