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Convertido en villano

Me gusta la palabra “efímero”. Me gusta porque es una de esas palabras que se resisten a
la inmutabilidad de las formas. Intentar sustantivarla es pretender abarcar lo inabarcable. El
sustantivo es una entidad tangible y duradera. Lo eterno se vuelve “La eternidad” y tan real nos
parece, que vivimos sin vértigos, como si la vida pudiera embalsamarse. Lo efímero, en cambio, se
desvanece, no se deja atrapar, se vuelve fugaz como su significado y no da lugar siquiera al
pensamiento.

Así fue nuestro viaje de Julio de 2014. Lo que quedó de él no llega a ser recuerdo. Cuando
hablamos de aquel invierno sólo aparecen sentimientos y las historias que vienen son todas
distintas, como si a la memoria no le hubiese dado el tiempo para retenerlas. O quizás nos
detuvimos lo suficiente, pero en mundos donde las formas no habitan. Lo cierto es que para mí el
recorrido del tren que unió Buenos Aires con Tucumán duró algo así como 2 días. Mi amigo Iñaki
dirá que el viaje fueron 79 partidos de tute y para Tincho, los 4 minutos que dura el "Tema de
Piluso", porque Rosario siempre parecía cerca. Nunca un cuento es igual a otro. Sebastián
empezaría a esbozar que el tiempo es una realidad cíclica, un avance infinito al punto de partida,
un eterno retorno y quién sabe qué otros desarrollos que implicarían seguramente que sigamos
arriba del tren. Tal vez Ramiro, el más sensato si es que hay alguno, pueda aproximar un haz de
verdad, “algo” de lo que aferrarse en el inminente lodo del olvido. Pero es un ser tan correcto que
despierta cierta sospecha. Aun así, entre los laberintos que tejen las cinco versiones de cada
instante compartido, hay un camino con sólo dos bifurcaciones. Dos relatos de un mismo
acontecimiento, o más bien, dos sentidos construidos a partir de un mismo acontecimiento. Y para
poder hacerle frente a la confabulación, al poder que ejerce el sentido común, al único acuerdo
que tuvieron mis compañeros en esta historia circular que una y otra vez se repite en asados,
partidos de fútbol y cualquier tipo de juntada, quisiera dar mi testimonio. Quisiera contar por qué
pasó lo que pasó o mejor dicho, por qué actué como actué.

Estábamos parando en Amaicha del Valle, en la casa de Luli, una mujer que conocí años
atrás en la provincia de Río Negro. Su casa está en medio del valle, rodeada por cerros, tierra,
cardones y piedras. No hay casas vecinas ni tampoco mucho ser humano dando vueltas, lo que la
convierte prácticamente en una casa de retiro. Pensábamos quedarnos ahí unos días y seguir viaje
pero no pudimos, tiramos los bolsos y nos instalamos doce días. Nuestra actividad no era mucha:
cocinábamos, dormíamos alguna que otra siesta, leíamos, jugábamos a las cartas; en cierta
ocasión dimos una mano en Terramama, el restaurante de Luli, pero por sobre todas las cosas
estábamos ahí, sin diagramar, sin planificar. Estábamos entregados a la espontaneidad, a
compartir mates, charlas, pensamientos. Si pintaba caminar, caminábamos, si pintaba fumar,
fumábamos. Pintábamos los días.

Cierta tarde andábamos camino a la Cascada El Remate, uno de los atractivos que tiene el
pueblo, pateando el silencio porque así lo pedía el paisaje. Nuestros sentidos alertas se
despertaban del letargo mientras el entorno, sabio y paciente, nos iba haciendo parte de la obra
maestra. El cielo, la montaña, el viento. Se empezó a gestar una especie de mestizaje entre la
naturaleza y nuestro andar. Fue como si ese caminar se convirtiera en un punto de anclaje, en un
volver a ligar los lazos ancestrales del hombre y la tierra. Éramos cinco, pero en ese instante de
vivencia primaria, éramos todos y ninguno. Y en esa huella, que había trazado ya la especie y
donde ahora corría una acequia, sucedieron estas palabras. Porque ya estaban escritas o se
escribieron en el momento en que apareció esa pelota.

Como si nos hubiesen pinchado el globo de un sueño hermoso, a los gritos y


despojándonos de la frazada para ir al colegio, recibimos un fulbazo de quién sabe dónde. Nos
miramos sin entender cómo, en ese “vacío cultural” (entre un montón de comillas), podía haber
lugar para una pelota rodando. Se frenó a escasos centímetros de donde detuvimos la marcha y
siguiendo la trayectoria de sus últimos movimientos, giramos la cabeza y vimos, como en una
revelación, la mejor cancha de fútbol que jamás hayamos visto. Es difícil encontrar en medio del
valle un llano de esas dimensiones. Tenía el tamaño estándar de una cancha de 5, calculo yo, y
estaba delimitada por montones de piedras grandes. Los arcos estaban hechos con unos palos
perfectamente rectos, traídos de algún otro lugar exclusivamente para eso. El terreno de juego era
de tiedra, esa mezcla en la que nunca sabes hasta qué punto es tierra o hasta dónde piedra, y en el
centro de la escena, en el círculo central, había un hombrecito.

Tenía un nombre que no tardé en olvidar. Lo voy a llamar James para que el relato sea más
llevadero pero cuando termine de escribir seguramente vuelva a dejarlo atrás. James tendría
alrededor de ocho años, nueve con toda la furia, y vivía con su familia entre los cerros. Nos vio
caminando a lo lejos, nos contó dedo a dedo con su mano derecha, se miró y agregó el pulgar de la
izquierda, manoteó el fulbo amarillo que tenía ahí esperando y salió disparado para la canchita.
Antes que nos perdiéramos, con el envión de su propia carrera memorable, metió una volea con la
fuerza de un caballo y nos avisó que él estaba ahí, que ahí estaba la cancha, el fútbol. Y que tanto
él como su familia y los tres perros participaban también de ese todo universal en el que
estábamos sumergidos. Con la misma claridad que lo entendió James, lo vimos nosotros: la pelota,
la cancha a un costado, el hombrecito, los cerros, nosotros cinco. Todo era lo que tenía que ser: un
inevitable 3 contra 3.

Practicar fútbol de alta montaña es como tratar de mantener una conversación mamado.
Sabes lo que querés hacer pero no se lo podés transferir a tu cuerpo. El partido recorrió todos los
estadios lógicos de un evento deportivo de estas características. En la primera parte se pudo
observar cierto orden táctico donde los equipos hacíamos circular la pelota como para entrar en
confianza, tantear el terreno y medir al rival. Un segundo momento que se inició con la apertura
del marcador. Titín acarició el balón con la cara interna de su pie izquierdo y se lo coló a Ramán
por su palo más lejano. Ese gol marcó el comienzo de un fútbol más frenético donde varios buzos
se anudaron a la cintura y demostraron que nadie estaba para quedarse parado. Vinieron varios
goles más y algún que otro destello de calidad.

Ya con el marcador igualado comenzó lentamente a transformarse en lo que podríamos


denominar desde el amateurismo como la etapa del “gran pelotudeo general”. Esa parte en la que
el cansancio se apodera de todos y empiezan a entrar en escena algunos caños imposibles, las más
variadas y elocuentes simulaciones, los laterales hechos con una sola mano, los agarrones. Ciertas
veces aparece el escorpión de Higuita o el tipo que sale de la cancha a tomar un mate. Protestas
de todo tipo a jueces de línea imaginarios. Es como una especie de mantra que tiene puerta de
entrada pero no de salida. Por lo general estos casos se terminan con una revoleada de pelota
bien lejos, se aprovecha el desconcierto y el debate por quién va a buscarla, y en el mientras tanto
se decide unánimemente finalizar el pleito. Pero en esta ocasión ninguno se atrevió. El partido se
había transformado en cualquier cosa pero ahí estaba el hombrecito, James, meta ir y venir
pidiendo la pelota, marcando, gesticulando. Su entusiasmo, propio de la edad que acusaba, era un
indicador de supra energía respecto de nosotros, pero además, considerando que fue la única
persona que nos cruzamos en todo el recorrido, podemos sospechar que el hecho de jugar un
partido de arco a arco con otras personas se convertía para él en una oportunidad caída del cielo.
De todos modos, con el último aliento, decidimos darle fin al encuentro con el famoso “gol gana”.

El tramo final se vivió con mucha intensidad. Renovados por el cambio de aire y por el
ímpetu que acarreaba James, se terminó haciendo de ida y vuelta. Tanta vertiginosidad me hizo
meter tres o cuatro patadas importantes, con lo cual decidí ir un rato al arco para que no pensaran
que me lo estaba tomando muy en serio. Y fue ahí, en un pequeño desconcierto de mi equipo, que
Ramiro habilitó a James en un pase profundo y lo dejó mano a mano conmigo para que defina.
Pero justo cuando estuvo por patear, alguien desde atrás, medio tropezándose, medio tirándose
con la cara, le tocó el pie de apoyo y lo echó al suelo impidiéndole la definición y la posible
sentencia del partido. Penal y roja. James se incorporó, se limpió la tierra que tenía en la trompa,
agarró la pelota amarilla y miró a sus compañeros para que le confirmaran “¿lo pateo yo, no?”. La
apoyó frente al arco y tomó carrera.

Era el final del partido, ya lo sé, estaba claro. Ahí estaba James con sus 8 años parado
junto a la pelota esperando la orden y ahí estaba yo con mi metro ochenta y cinco debatiendo en
mi interior la manera de dejarme hacer el gol sin que lo parezca. Pensé en primera instancia
quedarme quieto. Si él elegía cualquiera de los dos palos era gol seguro y yo, sin
responsabilidades, me sumaría al festejo y la alegría como un verdadero ejemplo de fair play. Pero
si la pelota venía a mí directamente la imagen sería muy grotesca. El lungo tirándose a un palo,
tarde y bruto, dejándola pasar. Sería faltarle el respeto. Mientras me debatía levanté la cabeza y
por primera vez lo vi a él. El hombrecito ahí parado con todos los cerros atrás lleno de vitalidad y
pureza. Pensé en cómo serían sus días, levantándose entre tanta montaña, con el gallo cantando,
respirar ese aire puro. Mientras lo imaginaba empecé a ver los míos, mis madrugadas para salir
corriendo al laburo. El quilombo de la ciudad, los bondis. Comer a las apuradas para llegar, con
menos a fin de mes, con más años que ayer, a una oficina que no tiene sol ni en la ventana. Volví
la mirada al suelo, respiré hondo y recorrí los doce paso que nos separaban (dándome cuenta que
en verdad eran bastante más). Pensé que él ya estaba hecho. Que ese penal no definiría nada. Y
que aquel partido, el otro, el partido importante y eterno, ya lo había ganado James.

Avanzó decidido. Y con todos los cordones de su zapatilla embistió de lleno la pelota y la
puso bien esquinada contra el poste derecho, fuerte. Yo esperé agazapado hasta último momento.
Cuando la vi venir, me adelanté unos pasitos y di un salto que nunca antes había dado en mi vida,
me arrojé también sobre ese palo. Con la punta de los dedos desvié el remate y me llevé de la
altura, un empate muy valioso.

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