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Cortes de Madrigal 1476

Tomó el Rey la fortaleza de Zamora el 19 de Marzo, y de allí se fue a Medina del Campo, a donde
también acudió la Reina, que estaba en Tordesillas, y luego ambos partieron para Madrigal a
celebrar Cortes. Ortiz de Zúñiga dice que el 29de Abril de 1476 se hallaban los Reyes en dicha villa
celebrando Cortes; y en efecto, el cuaderno de peticiones lleva la fecha del 27, lo cual viene a ser lo
mismo(721).

Fueron las de Madrigal generales, solemnes y concurridas de los grandes del reino,
prelados, vizcondes, ricos hombres, caballeros, letrados del Consejo y procuradores de las ciudades y
las villas.

Según Hernando del Pulgar, los Reyes acordaron llamar a Cortes «para dar orden en
aquellos robos e guerras que en el reino se facían»; y en otra parte añade que fue jurada «la
Princesa Doña Isabel por Princesa heredera de los reinos de Castilla e de León para después de los
días de la Reina»(722).

Además de esto juraron los presentes las capitulaciones del matrimonio que se concertó
entre la Princesa y el Príncipe real D. Fernando de Nápoles: aprobaron los Reyes Católicos las
hermandades de Castilla ya constituidas, pero no todavía organizadas, y les dieron cuaderno en el
cual se contienen las ordenanzas por que debían regirse, y decidieron otros puntos importantes para
la reformación de la justicia y buena gobernación del Estado.

Las alteraciones de Castilla en el reinado de Enrique IV, los bandos de la nobleza dividida
entre los Reyes Católicos y su infortunada sobrina Doña Juana y la guerra con Portugal habían
acostumbrado las gentes a vivir en una libertad salvaje. Nadie por temor de la justicia dejaba de
apoderarse de lo ajeno o de satisfacer sus deseos de venganza, y creciendo el número de los
malhechores con la certidumbre de la impunidad, menudeaban los insultos y delitos, sobre todo en
despoblado.

«En aquellos tiempos de división (escribe Hernando del Pulgar) la justicia padecía, e no
podía ser ejecutada en los malhechores que robaban e tiranizaban en los pueblos, en los caminos e
generalmente en todas las partes del reino. E ninguno pagaba lo que debía, si no quería: ninguno
dejaba de cometer cualquier delito: ninguno pensaba tener obediencia ni subjeción a otro mayor. E
ansí por la guerra presente como por las turbaciones e guerras pasadas del tiempo del Rey D.
Enrique, las gentes estaban habituadas a tanto desorden, que aquel se tenía por menguado que
menos fuerzas facía. E los cibdadanos e labradores e homes pacíficos no eran señores de lo suyo, ni
tenían recurso a ninguna persona por los robos, e fuerzas e otros males que padecían de los alcaides
de las fortalezas e de los otros robadores o ladrones. E cada uno quisiera de buena voluntad
contribuir la meitad de sus bienes por tener su persona e familia en seguridad»(723).

Había ya Enrique IV acudido a este medio violento de restablecer la paz pública,


autorizando la hermandad general de las ciudades, villas y lugares en la junta de Tordesillas de 1466.
Alcanzó grande prosperidad y fue su justicia muy temida, pero también se dejó ir con la corriente de
los abusos que denunciaron los procuradores a las Cortes de Ocaña de 1469.

Apurado el sufrimiento de los pueblos, pensaron algunas personas principales en hacer


hermandades para resistir y castigar a los tiranos y malhechores. Llegaron estas pláticas a noticia del
contador mayor Alonso de Quintanilla y del provisor D. Juan de Ortega, y obtenida la aprobación de
los Reyes Católicos, provocaron una numerosa reunión de procuradores de las ciudades y villas en
Dueñas, en donde quedó asentado y resuelto confederarse por espacio de tres años, organizar una
fuerza armada para perseguir a los delincuentes, repartir la suma necesaria a fin de pagar sueldo a
2.000 hombres de a caballo divididos en cuadrillas al cargo de ocho capitanes, y tomar por general
de la hermandad a D. Alonso de Aragón, duque de Villahermosa.

Instituida la hermandad, formó sus ordenanzas, las cuales fueron aprobadas por los Reyes
Católicos a suplicación de los procuradores en las Cortes de Madrigal de 1476.

Hízose la hermandad extensiva a todos los concejos y obligatoria, cuidando los Reyes
Católicos de limitar su acción a los salteamientos de caminos, robos de bienes muebles y
semovientes, muertes, heridas y prisión de hombres por propia autoridad, e incendio de casas, viñas
y mieses, siempre que se cometieren estos delitos en campo yermo o despoblado. Todo lugar menor
de 50 vecinos era habido por yermo o despoblado.

En cada ciudad, villa o lugar ordenados a voz de hermandad se debían nombrar uno o dos
alcaldes, según su vecindario, y cierto número de cuadrilleros a juicio del concejo.

Cuando se denunciaba algún delito por la parte agraviada o era conocido de oficio, salían
los cuadrilleros a perseguir a los malhechores y se mandaba tocar las campanas a rebato.
Continuaban los perseguidores siguiendo el rastro hasta recorrer la distancia de cinco leguas, y
llegando al cabo, la emprendían y proseguían por otras cinco los del pueblo inmediato, y así los
demás sin cesar, mientras los delincuentes no fuesen presos o echados del reino.

Los prelados, caballeros, alcaides de los castillos y tenedores de casas fuertes, los
concejos, oficiales y hombres buenos de cualesquiera ciudades, villas y lugares estaban obligados a
entregar a los malhechores acogidos a su protección; y si dijeren que no sabían de ellos, debían
permitir a los alcaldes y cuadrilleros de la hermandad el registro de la morada sospechosa. La
resistencia se castigaba con la pena reservada al malhechor, si fuese habido, además de otras
accesorias.

Tenían los alcaldes de la hermandad jurisdicción criminal, cuyo símbolo era una vara
teñida de verde que usaban en poblado y despoblado. El procedimiento se seguía por trámites
breves y sumarios. Recibida la información del hecho y preso el delincuente, los alcaldes de la
hermandad, «sabida la verdad simpliciter e de plano sin estrépitu e figura de juicio», pronunciaban
sentencia y la mandaban ejecutar sin apelación a ningún juez o tribunal superior.

La pena de muerte en caso de hermandad por cualquiera de los delitos previstos en las
ordenanzas, se daba públicamente con saeta en el campo, «según que se acostumbraba hacer en
tiempo de las otras hermandades pasadas.»

Tales fueron, en sustancia, los capítulos de la Santa Hermandad aprobados por los Reyes
Católicos en las Cortes de Madrigal de 1476. La política que presidió a la institución de esta fuerza
militar permanente no pudo ser más hábil y discreta. Limitar la jurisdicción de los alcaldes a pocos
casos, someter los cuadrilleros a rigorosa disciplina poniendo a su frente capitanes y nombrar o
hacer que fuese nombrado general de aquella milicia, siempre en pie de guerra, el Duque de
Villahermosa, hermano bastardo de D. Fernando el Católico, eran medios seguros de encomendar a
los concejos la persecución y el castigo de los malhechores, evitando los inconvenientes y peligros de
la licencia popular. La unidad del cuerpo y la concentración del mando convirtieron la Santa
Hermandad en un auxiliar poderoso de la monarquía, porque los 2.000 hombres de guerra que los
concejos pagaban, «estaban prestos para lo que el Rey o la Reina les mandasen»(724).

Asentado lo perteneciente a la Santa Hermandad, tratose en las Cortes de reformar la


administración de la justicia y poner orden en el gobierno.
Los muchos títulos que Enrique IV concedió del Consejo, de oidores de la Audiencia y de
alcaldes de Corte y de la Chancillería, a pesar de las peticiones de los procuradores en contrario y de
las promesas del Rey de emendarse, habían abatido estos oficios hasta envilecerlos, como se ha
visto al examinar el cuaderno de las Cortes de Santa María de Nieva de 1473. Los Reyes Católicos, en
éstas de Madrigal de 1476, accediendo a lo suplicado por los procuradores, redujeron a cuatro el
número de los alcaldes de Casa y Corte, y a nueve el de los alcaldes de provincia que formaban parte
de los tribunales superiores, revocaron las mercedes de alcaldías acrecentadas y otorgaron que no
darían título del Consejo, de la Audiencia ni de la Chancillería sino en caso de vacante.

La misma suerte corrió otra petición para que reformasen el Consejo, la Audiencia y la
Chancillería, procurando que hubiese buenos jueces y oficiales y estuviesen bien pagados, pues
mostraba la experiencia que la falta de justicia reconocía por causa la corrupción y poco temor de los
malos jueces, de donde procedían la dilación de los pleitos y otros daños que no remedió Enrique IV,
aunque lo prometió en las Cortes de Ocaña de 1469.

Las personas poderosas se hacían pagar lo que les era o no debido sin mandamiento de
juez y sin guardar orden ni forma de juicio. Tomaban por su propia autoridad prendas a los
deudores, y con este color cometían robos como salteadores de caminos. Las peticiones dadas a D.
Enrique IV en las Cortes de Ocaña de 1469 y Santa María de Nieva de 1473, no habían producido
efecto, ni tampoco las ordenanzas de las hermandades para perseguir a los delincuentes y castigar
los delitos.

Al despojo de los bienes se añadían las fuerzas y prisiones de los despojados, que no
hallaban amparo en la justicia. La ley hecha por Don Juan II en las Cortes de Valladolid de 1447
contra tales desafueros no se cumplía.

Los alguaciles, merinos y otros ministros inferiores de la justicia embargaban a los


labradores por deudas los bueyes y ganados de labor, y a los caballeros e hidalgos sus armas y
caballo, contra el tenor y forma del derecho y las leyes del reino.

Los Reyes Católicos dieron la razón a los procuradores, y otorgaron las tres peticiones
terminantes a corregir los abusos de que se dolían.

Don Juan II en las Cortes de Segovia de 1433 hizo un arancel que tasaba los derechos de
los libramientos, privilegios, sobrecartas, etc., en razón de los pleitos y negocios que se ventilaban en
la corte. Enrique IV, cediendo a los ruegos e importunaciones de los interesados, reformó aquellas
ordenanzas y fijó derechos mucho más altos; «pero aun estas tasas desordenadas (dijeron los
procuradores) no pudieron tanto henchir la cobdicia de los oficiales que por maneras exquisitas no
llevasen más contías... que debían haber. E como estos tales oficiales hayan de poner la mano en
muchas cosas, hacen tan grande estrago en las haciendas de muchos, que es cosa intolerable.» La
petición fue cumplidamente satisfecha, dando los Reyes Católicos un extenso y minucioso arancel
más moderado.

Suplicaron los procuradores que para evitar las maliciosas dilaciones de los pleitos no
fuesen admitidos por los jueces y tribunales sino dos escritos a cada parte en ninguna instancia hasta
la conclusión, y otros dos en adelante en la prosecución del negocio, y asimismo que después de
publicados los testigos no se mandase hacer probanza sobre aquellos artículos ni sobre los
contrarios, salvo por escrituras auténticas o confesión de parte, porque además de entorpecer el
curso de la justicia, se abría camino al soborno y corrupción de los testigos y a las pruebas falsas.
En cuanto a lo primero, respondieron los Reyes que se guardase la ley de D. Juan I dada
en las Cortes de Bribiesca de 1387, y respecto de lo segundo, acordaron la reforma solicitada por los
procuradores.

Los jueces eclesiásticos, así los ordinarios como los conservadores, de tal suerte
usurpaban la jurisdicción real de los seglares, que apenas les dejaban el crimen entre legos de que
pudieran conocer. Aquéllos prendían a los legos y se entrometían en causas profanas, y éstos los
distraían de su propio fuero y los trataban injusta y ásperamente, y unos y otros turbaban la paz de
las conciencias lanzando censuras. Los alguaciles eclesiásticos «han tomado la osadía de traer varas,
no teniendo facultad para ello, lo qual es contra toda razón e justicia, e cosa non usada en los
tiempos antiguos»; y de aquí que los legos no se atreviesen a resistirles, y que los prelados, cuya era
la jurisdicción eclesiástica, «se llamasen a posesión.» Los frailes de la Trinidad y de la Merced y otras
órdenes religiosas alegaban privilegios para ver los testamentos, y reclamaban las mandas hechas a
personas y lugares inciertos a título de redención de cautivos. Si el difunto nada les había dejado,
pretendían otro tanto como importaba la mayor manda contenida en el testamento, y llegaban al
extremo de sostener que tenían derecho a todos los bienes de los que morían intestados.

Los Reyes Católicos hallaron justa la petición contra los abusos de la jurisdicción
eclesiástica, mandaron observar la ley dada por Don Juan II en Tordesillas en 2 de Mayo de 1454 en
defensa de la jurisdicción real, y confirmaron la de Alfonso XI revocando cualesquiera cartas y
privilegios concedidos por él o los Reyes sus antecesores a los institutos religiosos en razón de las
demandas con que fatigaban a los herederos y testamentarios de los finados.

Renovose en estas Cortes la cuestión tan debatida del nombramiento de corregidores. Las
leyes del reino no consentían que el Rey los enviase a ninguna ciudad, villa o provincia sino a
petición del concejo o concejos, cuando así cumpliese y sólo por un año prorogable por otro y no
más, ejerciendo el corregidor bien su oficio. Los corregidores suplicaron contra la práctica de alargar
los corregimientos dos, tres, cuatro o más años, porque (decían) «con esto se hacen parciales e
banderos en los pueblos donde están»; pero los Reyes Católicos, cuya política ya se inclinaba a llevar
la representación de su autoridad a todo el territorio de la monarquía, no hallaron conveniente
renunciar a la facultad de nombrar magistrados que administrasen justicia en su nombre y
reprimiesen con igual vigor los desmanes de la nobleza y la licencia popular, por lo cual respondieron
que «asaz bien provisto está por las leyes de nuestros reinos.»

Obsérvase en esta petición que ya se daban corregidores a las provincias con jurisdicción
sobre varios concejos, rompiendo con la costumbre de enviarlos a tal ciudad o villa. El corregidor de
provincia era un verdadero gobernador por el Rey de cierta comarca, oficio que tenía semejanza con
el más antiguo de adelantado, con la diferencia de predominar en el uno las armas y en el otro las
letras.

Recordaron los procuradores las leyes hechas por Enrique IV en las Cortes de Valladolid
de 1442 y Ocaña de 1469 contra el exceso de las mercedes, origen del estrago y disipación de su
patrimonio real, cada vez más disminuido en fuerza de tantas donaciones de ciudades, villas, lugares
y términos de la corona. Añadieron que no había cumplido la promesa de revocar las mercedes de
juro de heredad y por vida concedidas desde el mes de Setiembre de 1464 en adelante, ni tampoco
puesto el orden debido en el repartimiento de los mrs. situados en rentas determinadas conforme a
la ley dada en las Cortes de Santa María de Nieva de 1473, y suplicaron que tornasen a la Corona real
las villas y lugares de behetría que habían pasado a ser de señorío, entregándose a algunos
caballeros y personas poderosas para que los defendiesen contra las persecuciones que de ellos
mismos venían.
Otorgaron los Reyes Católicos la petición relativa a moderar las mercedes, aplazaron la
revocación de las hechas por Enrique IV, temerosos de provocar el descontento de la nobleza, y
fieles a su política de disimular lo que no podían corregir, respondieron que mandarían ver lo
tocante a las behetrías y proveerían lo conveniente a su servicio.

La insensata prodigalidad de Enrique IV se había extendido a dar oficios de por vida en su


Casa y Corte. Apenas subió al trono Isabel la Católica, se rodeó, como era natural, de las gentes que
habían seguido su bandera cuando Princesa. Los oficiales nombrados por su hermano con la
condición de conservar los cargos mientras viviesen, se quejaron del despojo, y los puestos por la
Reina defendían su posesión con buenas razones.

Los procuradores se hallaban perplejos. Por una parte (decían a la Reina), habiendo
sucedido vuestra alteza como heredera universal del Rey vuestro hermano, y siendo así que por
ficción de derecho el heredero se reputa una misma persona con aquel a quien sucede, parece que
los oficios no espiraron con Enrique IV, y que los oficiales los deben tener durante su vida. Por otra,
los oficios de vuestra casa y hacienda son de confianza, «y tales que siempre se mira para ello la
fidelidad e industria de la persona, e que sea acepta e cognoscida del sennor que dél ha de confiar»,
por lo cual siempre acostumbraron los nuevos Reyes, al tomar las riendas del gobierno, poner
consejeros, contadores, mayordomos, secretarios, camareros, despenseros y demás oficiales del
servicio de su casa y administración de su hacienda, escogiendo personas de su agrado; pero si
ofrecía inconvenientes y aun peligros para el Rey depositar sus secretos en sujetos desconocidos o
de fidelidad dudosa, no militaba la misma razón en las alcaldías, regimientos, alguacilazgos,
merindades, juraderías, escribanías y otros oficios de administración de las ciudades, villares y
lugares. En conclusión, para terminar las contiendas pendientes y evitar cuestiones en los tiempos
venideros, suplicaron los procuradores a la Reina que ordenase en forma de ley lo que por bien
tuviere.

La respuesta fue que los oficios de la Casa y Corte del Príncipe quedasen reservados a su
libre provisión en llegando a reinar; y en cuanto a los pertenecientes al Rey, así en su Casa y Corte y
Chancillería, como en las ciudades, villas, lugares y provincias del reino, se respetase el derecho de
sus poseedores.

Con este tino y prudencia cortaron los Reyes Católicos el nudo de la dificultad,
conservando cerca de sí los servidores de más confianza, sin ofender a los que tenían oficios por la
vida, ya fuesen de justicia, ya de administración de la hacienda y gobierno de los pueblos.

A ruego de los procuradores redujeron al número antiguo el de alguaciles de Corte, y se


reservaron proveer lo conveniente respecto al de alcaldes, regidores y escribanos, acrecentado
desde Setiembre de 1464, cuya disminución otorgó Enrique IV en las Cortes de Ocaña de 1469 y
Santa María de Nieva de 1473.

También mandaron consumir las contadurías mayores que vacaren, hasta reducirlas al
número antiguo de dos.

En materia de tributos declararon que las sillas, frenos, espuelas y estribos no debían ser
habidos por armas, y por tanto debían pagar alcabala; confirmaron la ley hecha en las Cortes de
Santa María de Nieva de 1473, para que no se estableciesen portazgos nuevos, revocando
cualesquiera mercedes y privilegios en contrario, y prohibieron a los alcaldes, regidores, jurados y
demás oficiales de concejo arrendar por sí ni por tercera persona las rentas reales y las de los
propios de las ciudades, villas y lugares conforme a lo establecido en las leyes del reino.
Limitaron los Reyes Católicos la exención de pechos en favor de los que hubiesen
obtenido cartas de hidalguía; ordenaron que solamente el Rey pudiese armar caballeros con las
ceremonias y solemnidades determinadas en las Partidas para evitar que por este camino se
disminuyese el número de los vasallos pecheros; ofrecieron suplicar al Papa en razón de los clérigos
que se resistían a pechar por las heredades que compraban a los legos, y acordaron exigir el pago de
los pedidos repartidos en el reino de Galicia, que hacía tiempo andaba muy remiso en satisfacer la
deuda de los tributos, y obligar a rendir cuentas a los contadores mayores con toda puntualidad.
Respecto a lo debido antes del fallecimiento de Enrique IV y a los finiquitos que dio, no embargante
la ley hecha en las Cortes de Ocaña de 1469, respondieron a los Procuradores que proveerían sobre
ello según entendieren conveniente a su servicio.

Fijaron los Reyes Católicos, a ruego de los procuradores, el valor relativo de las monedas
de oro, plata y vellón, a saber: los excelentes en 880 mrs; los enriques castellanos en la mitad, o sea
440; las doblas de la banda en 340; los florines en 240; el real en 30, y la blanca en 10, o sean tres
blancas un mr.; es decir, que subieron el valor de la moneda con respecto al que tenía según la
pragmática de Segovia de 1471, salvo el real, que bajó de 31 a 30 mrs.

Reclamaron los procuradores la observancia y fiel ejecución de las leyes dictadas para
reprimir la «endiablada osadía» de sacar la moneda de oro, plata y vellón, de la cual ya quedaba tan
poca, que era de temer desapareciese del todo, sumiendo el reino en una extremada pobreza.
Decían que nunca se aplicaba la pena al delincuente, «e quando mucho se hace, es que algunas
personas que lo podrían corregir e castigar, llevan algún cohecho a los culpados en este delito, o con
esto callan luego», y suplicaron a los Reyes Católicos que mandasen guardar y cumplirlas ordenanzas
hechas por sus antepasados, principalmente la de Segovia de 1471, y no concediesen perdón a los
que por sentencia definitiva fuesen condenados a muerte; petición otorgada en todas sus partes.

Obligose Enrique IV a no dar cartas de naturaleza a extranjeros, cuya merced los


habilitaba para obtener beneficios en las iglesias de León y Castilla como si hubiesen nacido en estos
reinos, y aun revocó las concedidas, rindiéndose a las vivas instancias de los procuradores a las
Cortes de Santa María de Nieva en 1473. Sin embargo, contra el tenor de esta ley, perseveró en el
abuso de favorecer a los clérigos extranjeros con mengua y en perjuicio de los naturales.

Los Reyes Católicos confirmaron el ordenamiento de Nieva, dieron por nulas todas las
cartas de naturaleza expedidas por Enrique IV, y acordaron que en adelante no se otorgase dicha
gracia a persona alguna, salvo por grandes servicios y a pedimento de los procuradores de Cortes.

Protegieron la ganadería mandando guardar las leyes para que no se pidiese ni cogiese
más de un servicio de montazgo cada año, y fuesen respetadas las cañadas y caminos de los
pastores; fijaron la ley de once dineros y cuatro granos a la plata de marcar para labrar piezas sin
fraude de los compradores, y evitar que los plateros fundiesen la moneda; prohibieron los tableros
de juego que algunos concejos arrendaban; renovaron las leyes contra la usura, y especialmente las
dadas por Enrique III, y la hecha por Enrique IV en las Cortes de Toledo de 1462 acerca de la
contratación entre cristianos y Judíos; aumentaron las precauciones y cautelas para impedir que a
título de bienes mostrencos fuesen los verdaderos dueños privados de su propiedad, y castigaron
con rigor a los blasfemos; todo esto conforme a lo suplicado por los procuradores.

Suplicaron asimismo la derogación de las leyes de Alfonso XI y Enrique II, en las cuales
ordenaban que ni Judío ni Moro pudiese ser preso por deuda ni obligación que tuviere con cristiano;
otorgaron que Judío ni Moro pudiese conocer de causa criminal alguna, aunque fuese entre ellos
mismos, limitando la jurisdicción de sus alcaldes a los negocios civiles, como en los tiempos
anteriores a Enrique IV; mandaron guardar los ordenamientos sobre que los Judíos y Moros llevasen
señales en sus ropas para ser conocidos, porque los unos y los otros andaban «vestidos de pannos
finos, e de ropas de tal fechura que no se podía conoscer si los Judíos eran Judíos, o clérigos, o
letrados de grande estado y autoridad, ni si los Moros eran Moros, o gentiles hombres de palacio», y
usaban guarniciones de oro y plata en las sillas, «e en las espuelas, e frenos, e estrivos, e en los
cintos e espadas», y dictaron reglas para facilitar la contratación entre cristianos y Judíos sin fraude
de usura, declarando el sentido de la ley hecha en las Cortes de Toledo de 1472, también de acuerdo
con las peticiones de los procuradores.

La jura solemne de la Princesa Doña Isabel y la institución de la Santa Hermandad en las


Cortes de Madrigal de 1476, bastarían para hacerlas famosas y memorables. A esto se añade que
tienen la importancia de un plan político o programa de gobierno en extremo honroso para los
Reyes Católicos. Reformar el Consejo, la Audiencia y la Chancillería; reducir al número necesario los
oficios de su Casa y Corte; vigorizar la justicia; abreviar los pleitos; reprimir las invasiones de la
jurisdicción eclesiástica con menoscabo de la real ordinaria; poner coto al exceso de las mercedes;
llevar la representación de la monarquía y del poder civil a los pueblos por medio de los
corregidores; conferir los beneficios eclesiásticos a los naturales con exclusión de los extranjeros;
arreglar la moneda y restablecer el orden en la hacienda, no eran grandes novedades en el fondo,
pero sí un conjunto de acertadas providencias dirigidas a emendar los yerros y reparar las injusticias
del reinado anterior.

A las continuas veleidades de Enrique IV opusieron los Reyes Católicos todo un sistema, y
al menos precio de las leyes el propósito deliberado y la firme resolución de hacerlas guardar y
cumplir a los grandes y pequeños.

Cortes de Madrigal, 1476

Colmeiro, M. (1884). Cortes de los Antiguos Reinos de Leon y de Castilla. Parte segunda,
Madrid: Impresores de la Casa Real, pp. 44.

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