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Los términos de tradición y sociedad tradicional están asociados, no osamos decir


que tradicionalmente, al ejercicio de la etnología. Para muchos, comprendidos los
etnólogos, esta disciplina se consagra a la descripción y al análisis de los hechos más
tradicionales y privilegia, por razones sobre las cuales no hay lugar de extenderse aquí, la
investigación de las formas más tradicionales de la vida social. Brevemente, la tradición
será el pan cotidiano de los etnólogos, su estudio la marca distintiva de su actividad.

Ahora bien, ocurre a menudo que la frecuencia de empleo de ciertas palabras es


inversamente proporcional a la claridad de su contenido. Las usamos sin pensarlo. Esta
situación no se observa sólo en el lenguaje ordinario sino también en el interior de las
ciencias sociales. Podemos verificar que ciertos términos de uso corriente están, a imagen
de las palabras de orden político, muy poco definidos. Esto no es sin duda una casualidad ni
necesariamente un mal. El alcance heurístico de ciertas nociones, en particular sociológicas,
depende en una parte de su indefinición relativa. La integración, por ejemplo, que ocupa un
sitio importante en las teorías durkheinianas, está sin embargo entre las menos
especificadas por razón de que ella es, con todo rigor, indefinible; puede ser así porque esta
indefinición, según la hipótesis de los comentaristas, llena una función en la economía del
pensamiento durkheiniano.

No es seguro, en cambio, que el empleo casi obligado del término tradicional en


etnología no presente algún inconveniente. En efecto, contribuye a la consolidación de un
cuadro de referencia intelectual, constituido por un sistema de oposiciones binarias
(tradición/cambio, sociedad tradicional/sociedad moderna) donde la pertinencia se revela
muy problemática si le damos a estas oposiciones un valor genérico. Las reflexiones que
siguen encuentran su punto de partida en esta constatación fuertemente banal que muchos
etnólogos han hecho, pero de la que pocos se han preocupado de sacar conclusiones.

Pongamos por tanto aparte el uso automático y, por decirlo todo, perezoso de los
términos tradición y sociedad tradicional e intentemos, a la luz de trabajos recientes,
tornarlos en serio, al pie de la letra en suma. ¿Qué es exactamente una tradición? ¿Qué
podría ser un hecho tradicional? ¿Siguiendo qué criterio es posible organizar el censo de
tales hechos? ¿De qué propiedades estarían provistos de las que consecuentemente estarían
privados los hechos no tradicionales? ¿Podemos definir de una manera que no sea negativa
o positiva los universos sociales y culturales tradicionales? ¿A qué conduce, en una palabra,
el atributo de tradicional?

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Primeramente remarcaremos que el contenido de la noción de tradición, tal como es más


frecuentemente empleada en etnología, no está nunca en ruptura con la acepción corriente
del término tradición. La tradición del etnólogo se confunde muy generalmente con la
tradición del sentido común. O el que dice sentido común dice en realidad cultura
particular, la nuestra en ese momento. La tradición del etnólogo se inscribe en una
representación cultural, quiere decir convencional (no yendo nunca por supuesto), del
tiempo y de la historia. La representación de un tiempo lineal, de una historia donde el
pasado está pensado como detrás de nosotros y siempre se disuelve en un presente nuevo.
¿Avanzaríamos mucho haciendo la hipótesis de que sólo la cultura occidental moderna
considera que tradición y cambio son profundamente antinómicos? Esta distinción que
nosotros operamos sin casi pensar, adquiere valor en toda una serie de contrastes entre
pasado y presente, entre estático y dinámico, continuidad y discontinuidad, y se inscribe al
mismo tiempo en una tendencia que parece confundir la historia con el cambio, como si la
persistencia de un estado de hecho en el tiempo no fuera también histórica. El cambio sólo
hará la historia.

Otra cosa es el estatuto de la tradición, suponiendo que tenga uno, en el interior de


culturas cuyo tiempo y régimen de historicidad no se entienda bajo una forma lineal sino,
por ejemplo, cíclica. Aquí el acontecimiento no se concibe como único e inédito sino como
idéntico a su original. La experiencia del pasado se recrea en el presente; en lugar de un
corte entre pasado y presente, el pasado es continuamente reincorporado en el presente, el
presente se ve como una repetición (y no excepcionalmente como un tartamudeo).

Ahora bien, ¿es necesario recordar que nada permite afirmar que nuestra propia
concepción del tiempo y de la historia es más "objetivamente" exacta, adecuada a la
realidad de las cosas, verdadera en suma, que la concepción que se hacen o se harán esas
sociedades que llamamos tradicionales? ¿La historia inventa más que reproduce? ¿Reitera
más que innova?. Es cuestión de puntos de vista. Brevemente, esta representación del
pasado y del presente, de sus relaciones, de donde deriva el uso que hacemos de la noción
de tradición, es, como otros, un prejuicio cultural, una tradición.

Habiendo recordado esto, intentemos emplear una palabra de moda, desconstruir


esta noción de tradición tal como está enraizada en nuestro sentido común. Como podemos
fácilmente verificar consultando por ejemplo los diccionarios, su contenido es por lo menos
compuesto. Junta significados en los que cada uno, vamos a verlo, tomado aisladamente, es
equívoco y en los que la coherencia de conjunto es hipotética.

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La noción de tradición reenvía primero a la idea de una posición y de un


movimiento en el tiempo. La tradición será un hecho de permanencia del pasado en el
presente, una supervivencia de la obra, el legado todavía vivo de una época ya globalmente
cumplida. Será cualquier cosa vieja que se supone conservada, al menos relativamente
inmodificada, y que, por ciertas razones y según ciertas modalidades, será objeto de una
transferencia en un contexto nuevo. La tradición será lo antiguo persistiendo en lo nuevo.
Esta primera acepción de la noción de tradición como objeto deslizante del pasado hacia el
presente, coincide perfectamente con la imagen que nos hacemos corrientemente del trabajo
etnológico sobre la tradición, especialmente en las sociedades llamadas modernas. La
misión del etnólogo será recoger estos elementos del pasado todavía observables en el
presente, formando una especie de patrimonio, explicar cómo y porqué continúan
conservándose, cómo y porqué comportan todavía un efecto social y tienen sentido.

Pero como no se le ocurrirá a nadie considerar como tradicional todo lo que nos
viene del pasado, la noción de tradición nos reenvía también a la idea de un cierto conjunto
de hechos, o si se prefiere, de un depósito cultural seleccionado. La tradición no transmitirá
la integridad del pasado, actuará a través de un filtrado. La tradición será el producto de
este apartado. No es ciertamente una casualidad que, a nuestros ojos de occidentales
confrontados a otras culturas, la religión aparezca como el campo por excelencia de la
tradición. Cuando evocamos la tradición de tal o cual pueblo, de tal o cual grupo social, no
nos referimos a ningún tipo de institución, de enunciado o de práctica. Dicho de otra forma,
nosotros asociamos a la noción de tradición la representación de un contenido que exprese
un mensaje importante, culturalmente significativo y dotado por esta razón de una fuerza
actuante, de una predisposición a la reproducción.

En fin, además de una inscripción y de una circulación en el tiempo, además de un


mensaje cultural lleno de sentido, la noción de tradición evoca la idea de un cierto modo de
transmisión. De la misma forma que todo lo que sobrevive del pasado no es Y  
tradicional, todo aquello que se transmite no forma parte de la tradición. La tragedia clásica
en tanto que género, aunque venga del pasado y sea representada y comentada en nuestros
días, aunque aporte algo importante a nuestra sensibilidad cultural, no entra evidentemente
en el campo de lo que llamamos tradición. Ésta es, por consiguiente, tanto lo que se
transmite en el orden de la cultura como un modo particular de transmisión. Lo que la
caracteriza no es solamente el hecho de que se transmita sino el medio por el cual es
transmitida. Como sabemos, el término "tradición" viene del latín  YY que designa no
sólo una cosa transmitida sino el acto de transmitir. De manera muy general, podemos decir
que es tradicional, en este tercer sentido, lo que pasa de generación en generación por una
vía esencialmente no escrita, la palabra en primer lugar pero también el ejemplo. La iglesia
católica habla de tradición para designar los conocimientos transmitidos ausentes en las
santas Escrituras. Van der Leeuw precisará a propósito de las religiones: "
 YY  
    Y Y Y  Y    YY 
 YY YY  Y YY  Y     Y 
Y Y     Y YY Y  Y   Y   
        ". La escritura no es más que la representación de
un verbo que permanece como principal. Por otra parte, siendo todo igual, la manera en que
el etnólogo transcribe las tradiciones es una empresa muy paradójica porque se trata de
consignar por escrito -¿cómo hacerlo de otra forma?- una oralidad consustancial a la
tradición, respetando cuanto se puede la originalidad del medio de transmisión autóctono.

Así, esta noción de tradición, cuyo contenido nos parece ir totalmente de suyo,
asocia en realidad tres ideas muy diferentes y necesariamente coherentes entre ellas: la de
conservación en el tiempo, la de mensaje cultural, y la del modo particular de transmisión.
Ahora bien, cada uno de esos tres elementos de definición se presta a equívocos. Ninguno
de ellos define rigurosamente un atributo de tracionalidad, esto es, una propiedad exclusiva
de la que estarían dotados los hechos llamados tradicionales.
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¿La conservación en el tiempo es un criterio de tradicionalidad?. La idea subyacente


a esta concepción de la tradición es que un objeto cultural puede ser llamado tradicional
desde el momento que repite un modelo elaborado originalmente en una época más o
menos alejada. Serían tradicionales un mito, una creencia, un rito, un cuento, una práctica,
un objeto material, toda institución preservada de la transformación. La tradición sería la
ausencia de cambio en un contexto de cambio.

Pasemos rápidamente sobre lo que puede haber de paradójico en el hecho de definir


la tradición, en etnología, como permanencia del pasado en el presente y su estudio como la
"     Y          " (Pouillon, 1975:159). El
tiempo sería, en efecto, el principio de inteligibilidad gracias al cual la tradición tendría
sentido. He aquí que reduciría la etnología a no ser más que una historia de una historia,
que además es casi siempre imposible. Paradoja que, siguiendo a Pouillon, podemos
enunciar así: los etnólogos se consagran principalmente a sociedades que dicen ser
tradicionales, incluso aunque no conozcan nada o casi nada de su pasado, en todo caso no
suficientemente para estar seguro, suponiendo que lo pretendan, de que ellas se
reproduzcan sobre la forma de la continuidad. ¿Cómo calificar de tradicional una sociedad,
un objeto cultural, desde el momento que no existe ningún modo de verificar que son
realmente idénticos a una fórmula de origen que no ha sido jamás directamente observada?.
Veremos más tarde que los etnólogos no vacilan en designar como tradicionales fenómenos
en los que saben pertinentemente que no van conformes a un original, que saben
igualmente que no existe.

Pasemos igualmente sobre esta constatación de sentido común, a saber, que no hay,
afortunada o desafortunadamente, tabla rasa en el orden de la cultura. Todo cambio, por
revolucionario que pueda parecer, se opera sobre un fondo de continuidad, toda
permanencia integra variaciones. La oposición canónica entre tradición y cambio presenta
alguna analogía con la famosa imagen de la botella mitad vacía y la botella mitad llena.
Que una sea, vacía o llena, a las tres cuartas partes y la otra a la cuarta, no cambia
estrictamente nada del asunto.
Vayamos a lo esencial que es, por tanto, que todos los objetos culturales calificados
de tradicionales por los etnólogos sufren cambios. Todos han probado la experiencia que de
una recitación a la otra, por ejemplo, el texto de un mito o de un cuento varía, bien porque
se han omitido ciertos elementos, bien porque se incorporen otros; que de una ceremonia a
la otra, el ritual no se desarrolla de una manera idéntica. El cumplimiento de una tradición
no es jamás la copia idéntica de un modelo donde todo desmiente, por lo demás, que existe.
Como Lévi-Strauss ha demostrado, el principio de sustitución se dilata en el "pensamiento
salvaje". Viene a faltar tal ingrediente que reemplazamos sin dudar por otro: no se
experimenta, por tanto, el sentimiento de faltar a la tradición; no tiene la etiqueta inflexible,
el protocolo inmutable. Brevemente la tradición, asociada a conservación, manifiesta una
singular capacidad de variación, proporciona un asombroso margen de libertad a los que la
sirven (o la manipulan). Como dice Boyer, "        Y 
  Y    YY  Y  Y    Y  Y 
   Y  Y             YY  " (Boyer, s.d.:
14). Ahora bien, como puede suponerse, la empresa destinada a calcular una tasa de
transformación (o de conservación) es absurda, como está desprovista de sentido la fijación
de un umbral que, respetado, atestiguaría una permanencia y, sobrepasado, denotaría la
presencia de cambio. Las ciencias de la cultura no disponen de barómetros.

En una palabra, ¿cómo la conservación podría ser un criterio de tradicionalidad


después de que nada permite medir su grado rigurosamente y que la idea misma de medida
se muestra indefendible?

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Responderíamos sin duda a tales argumentos haciendo valer que lo esencial de la


conservación tradicional no se encuentra en la letra (o en la forma literal) sino en el
espíritu, es decir, en el contenido subyacente a las manifestaciones de la tradición. Las
diferencias de expresión serían accesorias si el mensaje permanece idéntico. ¡Qué importa
el frasco con tal de que tengamos la tradición!. Tomemos esta idea en serio incluso si la
etnología debe, como por vocación, juzgar como sospechosa toda distinción en términos de
letra y de espíritu, de forma y de fondo.
Esta idea de que la tradición reside en un mensaje transmitido de generación en
generación por medio de formas susceptibles de cambiar, nos conduce de hecho a abordar
el segundo elemento de definición de la tradición, aquél que la dota precisamente de un
contenido socialmente importante, culturalmente significativo. ¿Se trata aquí de un criterio
operativo del hecho de la tradicionalidad?.

Una tal concepción de lo tradicional como mensaje cultural viene a decir que las
prácticas y los enunciados que observa y registra el etnólogo no son, hablando con
propiedad, tradiciones sino expresiones de la tradición. Un mito, un rito, un cuento, un
objeto, constituirían menos objetos tradicionales en tanto que tales que manifestaciones de
representación, ideas y valores que serían, ellas solas, la tradición. Ésta estaría escondida
detrás de palabras y de gestos, orientándolas en último término pero quedando siempre por
descifrar. Para tomar un ejemplo simple, lo que habría de tradicional en una casa tradicional
sería menos su arquitectura exacta o los materiales de los que está hecha que "la idea" que
hubiera presidido su construcción, el complejo sentido cristalizado en ella que ha
sobrevivido idéntico a la transformación eventual de sus elementos constitutivos. La
tradición sería ese hueso duro, inmaterial e intangible, alrededor del cual se ordenarían las
variaciones.

Señalemos inmediatamente que esta representación de la tradición como mensaje en


lontananza, enterrada en los comportamientos y en el discurso, es perfectamente congruente
con otro uso del término "tradición". ¿Cuando hablamos de tradición dogon, pueblo, kabila
o bretonne, no nos referimos a una visión general del mundo, a un estilo cultural de sentir,
de pensar y de actuar, que constituiría de una cierta forma "el genio" de estos pueblos?

Pero reducir la tradición a lo que se manifestaría, bajo formas muy variables, del
espíritu duradero de una cultura, de su filosofía en suma, plantea evidentemente un cierto
número de problemas. Primero, el que se transparenta en la actitud de los etnólogos sobre el
terreno: ellos no conceden el estatuto de tradicional a todos los actos y a todos los
enunciados observados y recogidos. Sólo algunos parecen reflejar la tradición. Ahora bien
¿por qué esta última seencarna en ciertos gestos y no en otros, en ciertas palabras con la
exclusión de otras?. Suponiendo que el mensaje de la tradición sea socialmente compartido
en el interior de un grupo humano, lo que es un postulado implícito de numerosos trabajos
etnológicos, ¿por qué no orienta la totalidad de los comportamientos de este grupo?, ¿por
qué no sería todo tradicional?. Como subraya justamente Boyer, no vendría a la cabeza de
ningún etnólogo considerar como "tradicional", por ejemplo, la lengua de una sociedad,
lengua que es sin embargo a la vez la matriz y la condición de posibilidad de toda mirada
sobre el mundo. El etnólogo efectúa, por tanto, una selección implícita que contradice la
visión de la tradición como reja interpretativa.

Pero una concepción como ésta de la tradición plantea otros problemas ampliamente
evocados por Boyer. Si admitimos que la tradición es, más o menos, una especie de
"teorización del mundo", debería poder ser objeto de una enunciación bajo la forma de un
conjunto de proposiciones coherentes entre ellas, a la manera de esos libros que se titulan
"
     ", debidos a la pluma de escritores cuidadosamente escogidos por los
editores. Ciertos etnólogos han afirmado la posibilidad de una tal transcripción como
testimonia la tradición africanista de los tratados de cosmogonía indígena. Pero estas
recogidas de la tradición han sido generalmente efectuadas no sobre la base de la
observación y el registro de hechos y enunciados "tradicionales" sino a partir de verdaderos
interrogatorios de guardianes especializados del saber, de detentadores autorizados del
conocimiento, de dueños del discurso en suma. Ahora bien, éstos proceden a un empleo
totalizante en los que los efectos son todavía más acentuados por las intervenciones del
etnólogo. Podemos preguntamos en qué medida la tradición así referida emana de una
elaboración social y orienta verdaderamente los comportamientos ordinarios. ¿Quién
sostendría, por ejemplo, que aquí mismo el saber de los teólogos recubre la experiencia de
la tradición compartida por los feligreses que reiteran cada domingo los gestos comunes de
la liturgia?. ¿Una tradición ignorada por la mayoría es una tradición en este sentido? ¿y cuál
puede ser su fuerza actuante?.

Conviene interrogarse sobre el estatuto a todas luces extraño de esta tradición vista
como complejo de ideas corrientemente implícitas, jamás formuladas si no es por
especialistas reconocidos, sin embargo fielmente transmitidas y que obligan a un cuerpo
social completo a reiterar ciertas prácticas. ¿Podemos verdaderamente creer que repetir una
tradición es reproducir en actos un sistema de pensamiento?. Tomemos un ejemplo
concreto: el de la educación en la mesa. No hay ninguna duda de que detrás de la forma de
disponer platos y cubiertos, de usarlos y de comportarse en general, hay una cierta
concepción simbólica del orden de las cosas -¿por qué no fragmentos de cosmogonía?-
sobre la cual los especialistas podrían ilustramos. Nos darían elementos de significación
que serían, solos, la tradición en la acepción que hemos visto. Pero la inmensa mayoría de
los convidados que se sientan a la mesa ignoran esa tradición. Todo lo mas algunos de ellos
tienen algunas ideas aisladas y sin duda contradictorias. ¿Podemos hacer la hipótesis de que
la tradición, el sistema completo de ideas y de valores de los que cada convidado tiene
algunas nociones, sea el verdadero agente de la reproducción "tradicional" de estas maneras
en la mesa? ¿Ponemos el tenedor a la izquierda y el cuchillo a la derecha para repetir
inconscientemente los principios abstractos reguladores de la oposición izquierda/derecha
en la cultura francesa?. Es más lógico pensar que procedemos así diariamente por la sola
referencia a esta disposición observable, y que esta disposición repetida informa sólo de las
ideas que podemos hacernos y del deber social de conformidad. Dicho de otra forma, todo
parece pasar como si la "tradición" no estuviera en las ideas sino que residiera en las
prácticas{como si fuera menos un sistema de pensar que formas de hacer. Si éste no fuera
el caso, el etnólogo se vería dotado de un indudable privilegio, el ser el único en enunciar la
tradición del , construyéndola inductivamente a partirde observaciones. A falta de un
detentador cualificado de la tradición, tendremos siempre necesidad de un etnólogo para
apropiarse de la tradición.

No nos queda más que interrogarnos sobre la tercera definición de la tradición: la


que pone por delante no el contenido transmitido sino el medio de transmisión. En esta
perspectiva, recordémoslo, la tradición sería lo que en una sociedad se reproduce de
generación en generación por el solo medio de la memoria oral.

Es a partir de esta aproximación del hecho de la tradición, que la etnología


desarrolla las reflexiones más interesantes sobre los mecanismos sociales y psicológicos de
la transmisión cultural. Mecanismos sociales: los que se utilizan en la organización
colectiva de la inculcación de la tradición. Mecanismos psicológicos: los que son
movilizados en el proceso de interacción (del tipo escuchar/recitar, observar/repetir) y de
memorización en las culturas llamadas de tradición oral. Pensamos en todos los trabajos,
especialmente en los de Goody, que se han asomado sobre la ruptura inducida por la
introducción de la escritura, en sociedades calificadas de tradicionales precisamente por no
tener escritura (o consideradas como tales). Volveremos más tarde sobre la noción de
sociedad tradicional.
Pero observemos al mismo tiempo que esta aproximación a la tradición
privilegiando el medio de su transmisión y la forma que ello genera, no resuelve ninguno de
los problemas que hemos apuntado: el de la delimitación de los hechos tradicionales (¿qué
es lo que no es tradicional en una sociedad de tradición oral?), el de los dispositivos de
selección, el de las operaciones individuales y colectivas efectuadas sobre las cosas
transmitidas, el de la compatibilidad entre estas operaciones y el hecho de conservación, el
de la "fuerza" de la tradición y el del origen de esta fuerza.

Que la tradición sea vista como simple hecho de permanencia en el tiempo, como
mensaje cultural diluido en las prácticas o como medio específico de transmisión, guarda
una gran parte de su misterio. En efecto, ninguna de estas acepciones permite delimitar con
razón entre hechos tradicionales y otros que no lo son, ni de percibir dónde se situarían
exactamente los mecanismos de su perpetuación. Definida en estos términos, la tradición no
revela ni su naturaleza ni las fuentes de su autoridad social.

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Puede ser conveniente, como nos invitan los trabajos de Boyer y de Pouillon,
razonar de otra forma y abandonar los dos presupuestos que determinan los usos del
vocablo tradición. Según el primero, la tradición sería un dato prometido con antelación a la
recogida y al conocimiento. Existiría lista para ser registrada (o almacenada) en una    
que no debe nada o casi nada a los hombres del presente. Éstos la recibirían pasivamente, la
conservarían repitiéndola de forma estereotipada. En cuanto al segundo presupuesto,
conduce a la reflexión -siguiendo una forma propia a nuestro modo de pensar la
historicidad-, a encerrar la tradición sólo en el camino que lleva del pasado al presente. Su
elaboración sería de sentido único: se casaría con el movimiento del tiempo; su verdad sería
de orden cronológico. Gozaría, en suma, de todos los privilegios de la edad, siendo
reconocida como más verdadera y actuante cuanto más anciana.

Tomar el contrapié de estos prejuicios culturales no resuelve, seguro, todos los


problemas antropológicos que levanta la noción de tradición, pero presenta al menos el
mérito de poner de acuerdo el empleo conceptual y la actitud de los etnólogos sobre el
terreno, lo que dicen de ella y lo que hacen de ella; de ofrecer, en suma, algunos elementos
para una etnografía razonada de los fenómenos tradicionales.
¿En qué consiste entonces la tradición? No es el producto del pasado, una obra de
otra época que los contemporáneos recibirían pasivamente sino, según las palabras de
Pouillon, un "punto de vista" que los hombres del presente desarrollan sobre lo que les ha
precedido, una interpretación del pasado conducida en función de criterios rigurosamente
contemporáneos. "ë             Y     
    Y        Y   
 Y    " (Pouillon, 1975:160). En esta acepción, tradición no
es (o no necesariamente) lo que ha estado siempre, es lo que hacemos estar.

De aquí se desprende que el itinerario a seguir para aclarar su génesis no toma el


camino que va del pasado hacia el presente, sino el camino por el cual todo grupo humano
constituye su tradición: del presente hacia el pasado. En todas las sociedades, comprendida
la nuestra, la tradición es una "retroproyección", fórmula que Pouillon explicita en estos
términos: "ë             Y   
      Y                
   " (1975:160). La tradición constituye una "filiación invertida": en vez de que
los padres engendren a los hijos, los padres nacen de los hijos. No es el pasado el que
produce el presente sino el presente el que da forma al pasado. La tradición es un proceso
de reconocimiento de la paternidad.

Puede ser que podamos objetar que el pasado tiene que haber existido, y de una
cierta manera persiste para que el presente pueda agarrarse a él; que su invención no puede
ser absolutamente libre. Sin duda, pero tal como dice Pouillon, "    Y  
 Y   Y  Y    Y    Y     
     " (1975:160). Por otra parte, estos límites son singularmente ligeros. El
margen de maniobra que ofrece el pasado no conoce prácticamente hitos, como saben bien
los historiadores. Una palabra es a veces suficiente para recrear todo un universo,
presentando a los ojos de los contemporáneos las garantías de "autenticidad" suficientes
para erigirla es tradición, establecerla como referencia.

Esta aproximación del hecho de la tradición evalúa, por tanto, como falso
problema la cuestión apuntada más arriba del cambio y de la conservación, de las tasas
relativas de transformación y de preservación. No es ciertamente inútil saber un poco más
sobre los materiales en que el presente se ampara para constituirlos en tradición, pero
aunque pudiéramos verificar que éstos traicionan la verdad del pasado, la tradición no sería
menos tradición. Su fuerza no se mide por la exactitud en el ejercicio de la reconstrucción
histórica© Ella dice "verdad" incluso cuando dice falso, porque se trata menos de
corresponder a hechos reales, de reflejar lo que fue, que de enunciar las proposiciones
mantenidas, en suma, consensuadamente verdades. Su verdad no es, por retomar una
distinción clásica, del tipo correspondencia (  Y) sino del tipo coherencia. Es de una
cierta forma de la tradición, como del testimonio una retórica de lo que se atestigua haber
sido.

En esta perspectiva, en fin, la tradición no nace solamente de una problemática en


términos de sentido sino también funcional. No le basta decir cualquier cosa del pasado, lo
dice prestando atención a ciertos fines que comandan el aseguramiento del contenido del
mensaje. Si ella es un punto de vista, ella es también un dispositivo que tiene su utilidad en
general (y a lo singular) y en particular (y a lo plural). La utilidad en general de una
tradición es la de suministrar al presente una razón de lo que es: enunciándola, una cultura
justifica de una cierta manera su estado contemporáneo. Su tradición, es decir sus
referencias, sus estados de servicios, sus testimonios de moralidad; su herencia -si
queremos-, pero a diferencia de las gerencias políticas siempre sufridas y vilipendiadas, una
herencia muy libremente constituida, como hemos visto, y generalmente glorificada.
Gracias a ella una cultura se dota de la "génesis" que le conviene, se adorna de un traje
arcaico en tanto que es verdad que la pátina en este dominio es signo de calidad y, por
tanto, la usa como una carta de identidad. La utilidad en particular de una tradición es
ofrecer a todos aquellos que la enuncian y la reproducen cada día, el medio de afirmar su
diferencia y, por eso mismo, de asentar su autoridad. Poullión insiste justamente sobre la
multiplicidad de tradiciones en el seno de una sociedad, fenómeno que tiende algunas veces
a ocultar una etnografía muy impregnada de unanimidad social y que el estudio de las
sociedades más estratificadas pone en evidencia. Aquí cada grupo, cada entidad social se
busca  tradición, yendo a sacar del pasado el pabellón que le conviene. El universo
académico ofrece muchos ejemplos de una búsqueda sistemática de ancestros, ejerciendo,
tal como son descubiertos en su verdad de origen (el verdadero Marx, el verdadero Freud),
una función de aval o, como decimos de una manera trivial, de "cobertura intelectual".

Existe en París una tintorería cuya puerta tiene esta única mención: "Y
    ". Podemos razonablemente hacer la hipótesis de que pocos clientes
saben exactamente quién era Pouyanne, en qué consistía su arte particular, y las
condiciones exactas en las cuáles le comunicó los secretos a Parfait. Pero en pocas palabras
se ha sugerido lo esencial de una tradición: un origen prestigioso y un poco lejano, un saber
misterio, una herencia exclusiva, una diferencia proclamada, una autoridad afirmada. Así se
formula una tradición.

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 Evocaremos más brevemente la noción de sociedad
tradicional. De todas las acepciones de esta noción, inscritas en lo que conviene llamar en
etnología el "gran reparto" entre sociedades y culturas, no retendremos más que aquélla que
está fundada literalmente sobre el criterio de tradicionalidad. Como su nombre indica,
ciertas sociedades serían más tradicionales que otras nominadas al mismo tiempo
modernas.


     

: Admitamos provisionalmente lo que hemos
criticado más arriba, a saber, que la tradición sería la conservación de un contenido cultural.
Parece casi evidente que si las sociedades son tradicionales en este sentido, éstas serían las
nuestras, las que se hunden bajo el peso de archivos y de libros, han inventado los museos y
la profesión de anticuario y conferimos a la historia, definida como la restitución del
pasado, el estatus privilegiado que sabemos. Las sociedades modernas deberían ser las más
tradicionales.

No sería por tanto la tradición la que haría las sociedades tradicionales, sino el
grado de sumisión a lo que ella enuncia. Las sociedades tradicionales serían sociedades de
conformidad. Tomemos esta proposición en serio aunque exista la reflexión de que medir el
grado de tradicionalidad de una sociedad es una empresa tan difícil como la que consiste en
evaluar un coeficiente de cambio o una tasa de preservación. No es inútil recordar, como ha
hecho Pouillon (1977:204), que hace ya muchos decenios un etnólogo, Hocart, negaba en
un artículo significativamente titulado "x    !" #", fechado en 1927,
que nuestras sociedades fueran menos sumisas a la tradición que esas sociedades que
llamamos tradicionales. De una comparación entre el europeo y el melanesio, concluía que
el europeo se dobla, más que el melanesio, bajo el peso de la tradición. Su argumento era el
siguiente: la educación empieza más temprano en nuestros países, su olvido llega por tanto
más pronto igualmente; en consecuencia, los comportamientos del europeo le aparecen
como más libres, menos aprendidos que en Melanesia. Cuanto menos es consciente el
hombre, más obedece a la tradición.

He aquí que conduce a evocar una idea frecuentemente presente detrás de las
representaciones que nos hacemos de la diferencia entre "ellos" y "nosotros", entre las
sociedades llamadas tradicionales y las sociedades llamadas modernas. Las primeras
estarían gobernadas por el principio del tradicionalismo. En otros términos, ciertas
sociedades, al contrario de otras, no solamente quieren conservar sino que se someten a los
decretos del pasado. Se conducen así, sea en función de un verdadero "proyecto" de
sociedad, de una carta cultural inscrita en su ser colectivo (hipótesis presente en ciertos
textos de Lévi-Strauss), sea que obedezcan a una disposición psicológica de tipo
conservador (hipótesis cognitivista). "  YY Y        YY "
(Boyer, s.d.:14). Siguiendo al filosofo Eric Weil, Boyer ha propuesto la crítica de esta
visión de las cosas sobre la base estricta de datos etnográficos. "  YY Y -
escribe-  Y    Y    Y       $
        Y      Y    $ 
%Y      YY Y         Y   Y      
    Y   Y     Y  
  Y  Y               Y    
   Y   YY    Y      YY "
(Boyer, s.d:15). Es en nuestras propias sociedades donde nos apegamos a efectuar un
apartado en el pasado, a definir las "buenas" herencias culturales, a hacer una elección
deliberada de los que es tradicional y de lo que no sabría serlo, a manifestar la voluntad de
mantenerse y, llegado el caso, a constreñir al conjunto del cuerpo social a conformarse.

Sin duda, no es posible descartar tan categóricamente como lo hace Boyer la idea de
que en el interior de las sociedades tradicionales, el pensamiento colectivo lo sea en la
medida de elecciones pasadas más o menos conscientes. Evocando la cuestión de relación
entre mitos y reglas de acción, Lévi-Strauss (1983) ha hecho la demostración de que esta
manera de pensar lo social podría prestarse, en ciertos casos, a una especie de control
experimental. No vemos porqué las sociedades modernas han de tener el monopolio de
proyectos de sociedad. Es un hecho, no obstante, que pocos etnógrafos han cruzado sobre
sus terrenos, si no es en sociedades en que la historia -la nuestra por ejemplo- ha situado en
el cruce de los caminos a los Bonald o a los SaintVincent de Lérins. Hay pocos
conservadores declarados en las sociedades sin Estado que sentirán la necesidad de recordar
a todos que "     Y              
 Y Y Y &  '      Y                Y 
    Y  Y  " (Bonald), pocos integristas en las sociedades politeístas que
prueban la necesidad de afirmar que "  Y       
Y       Y     " (Saint-Vincent de Lérins), pocos letrados
en las sociedades de tradición oral defendiendo ariscarnente la letra de la tradición oral. No
es seguro que esto vaya absolutamente de suyo en las sociedades tradicionales; es cierto,
por el contrario, que esto no va de ningún modo de suyo en las nuestras.

Parece bastante lógico admitir que todas las sociedades se forman sus tradiciones
desarrollando puntos de vista sobre el pasado, que todas elevan la tradición a la altura de un
argumento y que en todas el criterio de la "auténtica" tradición no es su solo contenido,
bien hipotéticamente, bien conservado en el Estado, o bien la autoridad social de los que
han recibido la misión (o se han dado ellos mismos la misión) de velar por ella, esto es, de
usarla.

Por tanto, la única cuestión etnológicamente pertinente no es interrogarse sobre el


medio de oponer globalmente a las sociedades entre ellas, desde el punto de vista de sus
relaciones con la tradición, sino de preguntarse qué diferencia introduce la escritura como
medio de conservación y de comunicación, en la forma en que las sociedades se construyen
sus tradiciones y las utilizan. Precisemos de todas maneras que una tal cuestión deja de lado
el problema de la naturaleza misma del hecho de la escritura (¿dónde comienza? ¿no estaba
ya presente en las sociedades orales?) y de la posibilidad de separar radicalmente entre
sociedades con escritura y sociedades sin escritura.

ü


  
Qué diferencia hay por tanto entre lo "tradicional" de
las sociedades de tradición oral y lo "tradicional" de las sociedades de tradición escrita?
Apoyándose especialmente en los trabajos de Goody, Pouillon (1977) aporta algunos
elementos de respuesta a esta pregunta que van al encuentro de lo que tendemos a pensar
espontáneamente.

La utilización de la escritura introduce la noción de modelo o, si queremos, de


original al menos relativo ("ë   Y -recuerda Pouillon-        
YY ": lo importante es que lo presentemos como tal). A la vez, la realización de la
tradición puede hacerse en referencia a la versión buena o a la que se pretende lo sea. Y
curiosamente, al menos en apariencia, son nuestras sociedades, no las sociedades de
tradición oral, las que cultivan el arte de la memoria, erigir la reproducción conforme (la
copia) a la verdadera fidelidad. "ë Y Y  -escribe Pouillon-        
  Y        Y   Y", esta última encarnando la
fidelidad de las sociedades sin conservación literal. Brevemente, la escritura tiende a
eliminar la parte de creatividad en la formación de la tradición. Si no fuera más que la
preservación de lo que fue en el pasado, las sociedades más tradicionales serían las
sociedades modernas que disponen con la escritura de un arma absoluta para controlar la
exactitud de la reproducción.

Pero al mismo tiempo, la escritura va a autorizar la eclosión de otro tipo de


creatividad. Goody la llama "innovación radical". Sin pretender entrar aquí en una
discusión profunda del problema, no es seguro que lo esencial esté en la amplitud del
cambio producido. En efecto, el radicalismo de una innovación no es susceptible de una
medida rigurosa. Es, aquí también, cuestión de puntos de vista. No obstante cada uno puede
entrever, intuitivamente al menos, lo que separa la creatividad "cíclica", aquélla que se
expresa en la inventiva ordinaria de quienes reconstruyen cotidianamente la tradición
(bardo, contador, oficiante o artesano), de la creatividad-ruptura que parece propia de las
sociedades con escritura. Puesto que en estas sociedades la tradición es precisamente
consignada, transcrita en su letra, podemos separarnos y sobretodo separarnos
Y    

Por el contrario, en las sociedades en que la tradición es un conjunto borroso de


versiones todos los días recreadas, libremente elaboradas, la desviación es necesariamente
puntual. Sabemos, en general como por instinto, pero instinto cultural, cuál es la "buena"
realización de la tradición pero nos resulta difícil explicar porqué al etnólogo. La fidelidad
al texto evidencia la existencia de un texto pero el "espíritu" de una tradición no tiene
patrón.

Tomemos, con alguna segunda intención dado nuestro sujeto, el ejemplo de la


ortografía. Sabemos la vivacidad de las reacciones que provoca, en Francia, cualquier
sugerencia de reformarla en tanto que, dicho sea de paso, España, Portugal, Holanda,
Alemania y la Unión Soviética han procedido a una puesta en orden de su propio sistema
ortográfico. Entre los numerosos argumentos desarrollados contra su racionalización y su
simplificación, hay éste: no sabremos tocar en una expresión gráfica que asegura, a través
de los siglos, la perennidad de la cultura francesa permitiendo al hombre moderno penetrar
a su aire en las obras maestras de su pasado. La ortografía conservaría los valores del
pasado; sería una tradición en el sentido del mensaje cultural. Ahora bien, nadie ignora que
la ortografía, en tanto que código obligatorio (y objeto de culto), no remonta más que al
siglo XIX, con el desarrollo de la enseñanza primaria. La definición misma de la palabra,
llamando a la regla, es rigurosamente moderna: data de la toma a su cargo de la ortografía
por el Estado, cuando, nacionalizada, se hizo oficial y obligatoria. En los siglos XVII y
XVIII nos inquietábamos poco. Los autores, los impresores e incluso los redactores de
diccionarios tenían sus modos particulares. Voltaire hizo su propia reforma a su exclusivo
beneficio. ¿Qué significa la expresión "saber la ortografía" cuando muchas grafías
coexisten?. A mediados del siglo XIX todavía los usuarios se apuntaban a dos corrientes;
había dos ortografías presentes, singularmente móviles la una y la otra, la "antigua" (pero
¿con relación a qué?) y la "nueva´ que siguen, dicen los historiadores, los dos tercios de los
académicos. Brevemente, la falta de ortografia no aparece más que cuando la norma sucede
al uso o, más exactamente, cuando no podemos hablar de un uso diferente de la norma. Con
la codificación de la ortografía nace la cuestión de su cambio, de su reforma que, aunque
aparezca muy moderada, es en la práctica asimilada a una "innovación radical".

Ocurre, de una cierta forma, en la cultura en general como en la ortografía. Para


querer cambiar, si no necesariamente cambiar   (pero esto es otro problema), hay
que disponer de una referencia tan segura como sea posible a aquello con relación a lo cual
intentamos cambiar. Una sociedad cuantos más medios tenga para reproducir exactamente
el pasado, más apta es para perpetrar el cambio. A la inversa, cuando una sociedad tiene
menos instrumentos y la inquietud de la conservación literal del pasado, menos capacidad
tiene si no de cambiar al menos de proyectar el cambio. Todo como que hace falta haber
sabido para poder olvidar o como que no hay transgresión sin prohibición, la
tradicionalidad es una condición del cambio. A falta de tradición debidamente registrada,
nos atenemos a... la tradición.




 

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