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Cap PPublicas
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El concepto de burocracia
A Max Weber (1964) se debe la elaboración de un modelo teórico, al cual dio el nombre de
"burocracia", que permite analizar fenómenos de organización en diferentes épocas y lugares;
de allí que se estudien burocracias en la China antigua, en la Francia de Luis XIV o en el
mundo contemporáneo con sus mercados globales.
La burocracia, en cuanto "tipo ideal" como lo denominó Weber, designa un cuerpo
profesional de funcionarios organizado en forma de jerarquía piramidal que sigue reglas y
procedimientos uniformes e impersonales. Los elementos que configuran este modo de
organización son: división del trabajo, autoridad, cargos o posiciones, y modo de regulación de
las relaciones entre los individuos.
La división del trabajo implica una definición precisa de las tareas y responsabilidades
correspondientes a cada posición o unidad. El principio rector es la existencia de áreas
jurisdiccionales fijas, determinadas por regulaciones administrativas.
La autoridad adquiere carácter legítimo porque se considera apropiado y se acepta el
proceso mediante el cual las reglas son promulgadas. La lealtad del funcionario obedece a
un orden impersonal: es leal a una posición superior no a la persona que la ocupa.
El individuo es reclutado con base en calificaciones formales que testifican el conocimiento
necesario para las tareas especializadas que realizará. La ocupación constituye una
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"carrera", caracterizada por la estabilidad, la continuidad y la separación entre vida pública
y privada.
La regulación del orden burocrático se basa en reglas racionales, diseñadas con base en
conocimiento técnico, para asegurar la máxima eficiencia.
Hoy la expresión "burocracia" se utiliza, en el lenguaje común, para designar los vicios o las
deficiencias de organizaciones gubernamentales, o para denunciar la perversión de un orden
social basado en reglas impersonales. Este significado atribuido a la burocracia resulta de
confundir un modelo teórico con casos observados (o sufridos). También es una consecuencia
de la difusión de estudios realizados por varias generaciones de sociólogos sobre el
funcionamiento de diversos tipos de organizaciones en las sociedades modernas.
La expansión de las funciones de gobierno en las sociedades modernas ha estimulado el
auge de las burocracias públicas: incremento del número de funcionarios de todo tipo, de los
recursos asignados a sus actividades y, en general, de su poder (en alcance y profundidad),
independientemente del régimen político o la naturaleza del sistema económico. Junto con su
auge han crecido también las protestas y denuncias contra sus defectos: alejamiento de las
comunidades y arrogancia con el público, ineficacia, desperdicio de trabajo, retraso excesivo,
obsesión con la autoridad de cada departamento, abuso de poder, resistencia a admitir errores
y tendencia a cubrir todo bajo el manto del secreto. En la mayoría de los países se han
promulgado leyes para controlar la administración pública (sobre todo, el gasto) y
procedimientos para la investigación de reclamos y para mejorar su gestión; por ejemplo,
reclutar funcionarios con base en méritos, para contrarrestar el clientelismo político, o
desarrollar procesos de rendición de cuentas.
Robert Michels (1979), contemporáneo de Weber, planteó que la dinámica interna de la
burocracia conducía inevitablemente al establecimiento de un sistema oligárquico. Su tesis (la
conocida "ley de hierro de la oligarquía") se refiere a la concentración del poder en una élite que
manipula información y usa la red de comunicación contra rivales potenciales, adquiere
conocimiento especializado y destrezas políticas que la hacen irremplazable, y es capaz de
sacrificar cualquier cosa para perpetuarse en el poder. En síntesis, el dominio de la burocracia
en una sociedad tiende a generar un régimen político oligárquico. Hacia mediados de siglo XX,
el sociólogo Robert Merton (1965) analizó las "disfunciones" de la burocracia; en particular,
estudió las causas del papeleo y la pérdida de eficiencia. La rigidez burocrática es una
consecuencia del predominio de reglas racionales y la búsqueda a toda costa de un
comportamiento confiable y predecible del burócrata: los fines resultan desplazados por los
medios.
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decenas de miles de fardos de caña. De esa época data la construcción de grandes obras y
monumentos (sin alcanzar la perfección y grandiosidad de los egipcios) y el código de Ur-
Namun: una colección de veredictos en la forma "si A (hecho), entonces B (consecuencia legal)",
que cubría una variedad de casos tales como adulterio, violación de esclavas, divorcio,
acusación en falso, agresión física y otros relacionados con agricultura y riego. Se conocen
unos 24.000 documentos referidos a la economía de Ur; especialmente, contratos de
préstamos, alquileres de tierras y compras de esclavos.
La población del antiguo Egipto, de un millón a millón y medio de habitantes en 3000 a.C.,
se duplicó en 1000 a.C., como consecuencia del asentamiento impulsado por la agricultura. La
escritura desempeñó también un papel crucial en la centralización del Estado y el desarrollo de
la burocracia. El legado más visible de este período es el conjunto de monumentos construidos.
Las medidas de la Gran Pirámide dan una idea de su grandiosidad: 230 metros en cada lado,
147 metros de altura y 5,3 hectáreas de base. Su construcción requirió planificación y
supervisión precisas para colocar, perfectamente ajustados, 2.300.000 bloques de granito y
caliza, que pesaban en promedio 2.300 kilogramos. Se estima que unas 100.000 personas
trabajaron durante 20 años en la obra.
El problema logístico de alojar y alimentar este ejército de trabajadores debe haber
requerido un alto grado de destreza administrativa. El maestro constructor, quien planificaba y
dirigía las obras, ocupaba una alta posición social y asesoraba directamente al faraón. Bajo su
mando se encontraba una multitud de subordinados, superintendentes y capataces, cada uno
con sus escribas y registradores. Los trabajadores estaban organizados por pandillas: obreros
calificados cortaban el granito para las columnas, arquitrabes, dinteles y marcos; albañiles y
otros artesanos labraban, pulían y colocaban los bloques, y quizás también erigían las rampas
necesarias para llevar las piedras a sus sitios. Aunque se empleaban esclavos, los obreros eran
en su mayoría campesinos cuyo trabajo era una forma de impuesto pagado en servicio y se
reclutaban cuando el Nilo inundaba sus tierras. La mano de obra no se consideraba
desechable; al contrario, supervisores y capataces elaboraban informes sobre su seguridad y
bienestar.
El imperio Inca abarcaba los territorios de los actuales Perú, Ecuador, Bolivia y el norte de
Chile, cuando llegaron los españoles. Se han encontrado evidencias de agricultura y
asentamiento en comunidades que se remontan a 2300 a.C. Hacia el año 500, el desarrollo
agrícola y de sistemas de transporte condujeron al establecimiento de grandes centros
urbanos, complejos sistemas de clases, instituciones políticas, religiosas y militares, y
poderosas burocracias. La burocracia regía mediante controles políticos impuestos por leyes
más que por costumbres. Su poder remplazó los patrones tradicionales de las miles de
comunidades que absorbió el imperio y permitió el desarrollo de industrias metalúrgicas y la
construcción de monumentos y ciudades.
La primera civilización europea (definida en función de administración, contabilidad,
escritura, urbanismo y separación de diferentes tipos de poder) surgió en el Mediterráneo
oriental, sobre el fondo de las culturas del Neolítico del tercer milenio a.C. El primer Estado
apareció alrededor de 1800 a.C., en Micenas. El crecimiento de la población urbana, la
especialización artesanal y el auge del intercambio económico, condujeron al desarrollo de una
organización burocrática compleja. Pero el mayor logro de organización de la antigua Europa
fue la construcción del Imperio Romano. Unificado por el poder militar de una ciudad, hacia el
siglo II abarcaba todo el Mediterráneo y el sur de Gran Bretaña, el norte de África y Asia
occidental. En Roma se estableció por primera vez una ley que separaba el Estado de la Iglesia.
Roma fue el primer pueblo que tuvo juristas en sentido estricto: profesionales consagrados al
estudio del derecho que plasmaron, en un lenguaje preciso, preceptos que todavía se aplican al
tratamiento de problemas prácticos (piénsese, por ejemplo, en la figura jurídica de la firma
comercial).
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corporativa por la paz y crear una nueva sociedad universal para remplazar la que proveyera el
caído imperio romano. En efecto, fue la iglesia latina, más que la tradición imperial romana, la
que determinó las fronteras de Europa. Esta poderosa influencia de la iglesia descansaba en
un modelo de organización, desarrollado en dos vertientes simultáneas: el monasterio y la
catedral.
El interés especial de la iglesia en la paz se derivaba no sólo de su dedicación a la caridad,
sino también de lo vulnerable y extenso de sus propiedades; de allí su larga y natural alianza
con reyes y emperadores. La constitución original de la diócesis descansaba en el obispo y un
pequeño grupo que vivía con él en la catedral. Posteriormente crecieron centros subordinados
dentro de la diócesis, que se ocupaban de una parroquia cada uno. El reclutamiento del
personal era variado: algunas familias y parroquias ricas aportaban recursos para hombres de
cuna e influencia; mientras que otras reclutaban campesinos que actuaban como algo más que
sirvientes domésticos del terrateniente cuya familia había construido la iglesia. Los empleados
de las capillas reales e imperiales (embrión de una administración pública) constituían un
grupo especial: muchos irían a conformar las universidades de los siglos XII y XIII.
Las primeras comunidades de monjes estaban bajo la supervisión estricta de un obispo, en
teoría. En la práctica, el amplio reconocimiento de la vida monástica como un modelo de
excelencia religiosa, el trabajo misionero de monjes excepcionales y el favor de familias
poderosas, dieron a los monasterios una posición privilegiada bajo la protección directa del
Papa. Esto se convirtió en una fuente de conflictos recurrentes de autoridad: los obispos
reclamaban obediencia y derecho a vigilar el funcionamiento de los monasterios que se
encontraban bajo su jurisdicción. Los monasterios eran corporaciones que poseían propiedades
y sus presidentes (especialmente en las abadías benedictinas) eran con frecuencia más ricos
que los obispos.
Dos elementos determinantes del proceso de modernización fueron la formación del Estado
moderno y el desarrollo del capitalismo. En ambos casos la Cristiandad desempeñó un papel
esencial. El crecimiento de instituciones centralizadas de gobierno requería ciertas destrezas
técnicas de recolección y organización de información. Hasta el siglo XIII, los gobiernos no
disponían de mapas con valor práctico, las estadísticas eran inconsistentes y elaboradas según
principios erráticos, y los métodos de contabilidad impedían la mayoría de los cálculos
efectuados por un gobierno moderno. La semilla de donde crecerían las instituciones de
administración central era la casa inmediata del rey y sus "departamentos": salón, cámara,
capilla y patio. La capilla era por lo general la única que contaba con personas que supieran
leer y escribir, quienes tenían a su cargo la elaboración de los documentos que requiriera el
rey; a la cabeza de ellos se encontraba el canciller, cuya tarea especial era autenticar los actos
reales con un sello que él guardaba. De los primeros departamentos de la burocracia estatal, la
cancillería era quizás el más importante; pues, sin un medio para transmitir un gran número
de órdenes reconocidas como auténticas o registrar los negocios realizados, no es posible
alcanzar cierto grado de centralización. La cancillería papal fue la primera oficina que
desarrolló esta destreza en gran escala.
Un caso ejemplar de desarrollo de la burocracia moderna se encuentra en Francia, durante
los siglos XVI y XVII. La escasez de recursos, ocasionada por las guerras sucesivas y la
insuficiente recaudación de impuestos, condujo a los reyes a vender cargos públicos. Durante
el siglo XVI el número de puestos vendidos se estima en unos 50.000. La racionalización
parcial de las finanzas públicas produjo un incremento del número de asesores profesionales:
el embrión de la élite burocrática. Con la creciente especialización, el consejo del rey devino
una institución más compleja: el Consejo de Estado (centro del gobierno) integrado por la
familia inmediata del rey, altos funcionarios, terratenientes y los prelados y abogados más
influyentes. El elemento profesional que adquirió mayor significación fue el Secretario de
Estado: pasó de subordinado importante a indispensable. Destinados a opacar a los secretarios
de Estado a partir del siglo XVII, los superintendentes eran los responsables de controlar y
salvaguardar las finanzas reales y, sobre todo, preparar los presupuestos anuales. Les seguían
en importancia los intendentes: un grupo especializado en la tarea cada vez más compleja de
asesorar al soberano en asuntos financieros. Así creció una clase especializada de
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administradores, cercana a la corona, cuya influencia se basaba en su pericia y competencia,
más que en su nacimiento.
El gobierno impersonal de procedimientos formales constituidos racionalmente (el sistema
burocrático) implicaba una ruptura con las consideraciones tradicionales de persona, lugar,
parentesco o cultura. El funcionario entrenado sería el pilar tanto del Estado moderno como de
la vida económica de Occidente. Ahora bien, Weber advirtió también que la burocracia podía
ser despótica e irracional. El "triunfo de la razón" no garantizaba su aplicación estricta en la
práctica. La persistencia de comportamientos alejados del modelo racional podría encontrarse
en cualquier parte. Ocasionalmente podía surgir un liderazgo personal, carismático, que
rompiera con las rutinas racionalizadas de la burocracia.
El Estado que se consolidó adquirió rasgos característicos (el modelo Habsburgo) que
podían apreciarse en los distintos ámbitos de la sociedad.
Político: gobierno centralizado, autoritario y jerárquico.
Económico: sistema monopólico mercantilista.
Social: sistema rígido de clases o castas.
Religioso: cuerpo de creencias e instituciones paralelo al sistema estatal e igualmente
absolutista, vertical y autoritario.
Intelectual: sistema cerrado de ideas y prácticas educativas, basado en la verdad revelada,
la memorización y el método deductivo.
En suma, al decir de Howard Wiarda (1997: 53): "las instituciones que España trajo al Nuevo
Mundo... eran las de una sociedad premoderna, medieval y semifeudal"; en contraste con las
prácticas e instituciones llevadas a las colonias inglesas y holandesas, "más de un siglo
después, cuando en esas metrópolis se había roto, esencialmente, el dominio de las
instituciones medievales".
Esta base cultural, la de las antiguas culturas mediterráneas, ha sido resistente en la
misma Europa a los valores y exigencias que se identifican con las sociedades del norte de
Europa y América que desarrollaron economías de mercado integradas con la dinámica social y
emprendieron el proceso de industrialización. Aun hoy las regiones mediterráneas y la América
Latina muestran áreas con diversos grados de desarrollo económico y social que se yuxtaponen
y solapan, produciendo la sensación de "un museo viviente" según la expresión de Charles
Anderson (citada por Graham, 1990: 28), como si se viajara en el tiempo al recorrer un mismo
país. También se ha hablado de sociedades "duales", para designar este fenómeno, aunque
quizá haga más justicia a la heterogeneidad la expresión "sociedades prismáticas" (Riggs,
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1965). En realidad, lo que se encuentra es una variedad de modelos de comportamiento en los
cuales interactúan continuamente y se mezclan, en diversos grados, lo tradicional y lo
moderno, lo rural y lo urbano, lo vernáculo y lo cosmopolita.
El traslado del modelo de Estado ibérico a las colonias tampoco fue perfecto. No había una
verdadera nobleza ni, por lo tanto, estamentos claramente definidos. La población indígena no
encajaba en divisiones funcionales o sectoriales, lo cual obligó a desarrollar nuevos arreglos
(ejidos, comunidades) y categorías (mestizo, castizo, morisco, jíbaro) para crear algo semejante
a una estructura de castas. Tampoco existían Cortes en las que los grupos estuvieran
representados o pudieran hacer escuchar sus voces de manera organizada.
La estructura del poder en América Latina se debatía entre el absolutismo de la metrópoli y
una autoridad con diversos grados de centralización de carácter "patrimonial" (forma de
autoridad personal en la que el gobernante otorga beneficios, privilegios y cargos, a cambio de
lealtad y servicio). En la práctica existía una dicotomía entre una cadena de mando estricta y el
derecho de funcionarios coloniales a apelar directamente a la Corona (aun pasando por encima
de sus superiores) o el derecho de los súbditos a ignorar la autoridad real si consideraban que
no poseía información adecuada sobre las condiciones locales.
El sistema colonial español era una inmensa red de privilegios y obligaciones, cuya eficacia
dependía de la autoridad del rey. Al debilitarse el poder y la legitimidad de los reyes se
fortaleció la autonomía de los grupos y corporaciones de las colonias. Aunque seguían siendo
obedientes, formalmente, aplicaban las leyes de manera selectiva. Los Borbones que
sucedieron a los Habsburgo intentaron recuperar el control, pero generaron la situación de
antagonismo que terminó en la independencia. Al desmembrarse el imperio se desintegró
aquella red "clientelar" que daba cierta cohesión y coordinación a los territorios de América
Latina. El resultado fue un vacío de legitimidad y anarquía: una colección de unidades
regionales desarticuladas y desorganizadas, presididas por caudillos locales u oligarcas
criollos.
La Corona actuaba como una influencia "moderadora" de las fuerzas sociales en conflicto,
que impedía la desintegración social y la guerra civil. Los nuevos estados latinoamericanos
tuvieron, entonces, que adoptar arreglos "ingeniosos" para sobrevivir: (1) poder concentrado en
el ejecutivo, en detrimento de las ramas legislativa y judicial; (2) ciudadanía restringida (sólo
hombres alfabetizados y con propiedades podían votar y ocupar cargos); y (3) restauración de
privilegios corporativos (especialmente, para la Iglesia y el ejército). El ejecutivo y el ejército
asumieron el papel de fuerza moderadora e instauraron nuevos controles para las clases bajas.
Después del período de caos y desorganización (1824-50) comenzó un proceso de
modernización, centralización y crecimiento del Estado (1850-80). A los cuatro ministerios
tradicionales (defensa, hacienda, relaciones exteriores y obras públicas) se sumaron otros
ministerios y organismos, con lo cual se expandió la burocracia nacional para hacerse cargo de
nuevas funciones y dominar cada vez más ámbitos de la sociedad. Al período de prosperidad o
"apogeo del gobierno oligárquico" (1890-1930) corresponde la consolidación de tres modelos de
Estado en América Latina: (1) gobierno oligárquico estable y pacífico (Chile, Argentina, Brasil,
Perú); (2) dictadura orientada a lograr "orden y progreso" (México, Venezuela, República
Dominicana); y (3) ocupación estadounidense combinada con alguno de los modelos anteriores
(países pequeños de Centro América y el Caribe).
A esta época corresponde el desarrollo de un proceso político genuinamente
latinoamericano: "política criolla". Un sistema político patrimonial, con una estructura
centralizada y corporativa, dejaba espacio a nuevos grupos sociales (élites empresariales,
clases medias), siempre y cuando no recurrieran a métodos revolucionarios, sino a elecciones,
golpes de Estado bien ejecutados o usos cuidadosos de la violencia. El cataclismo
desencadenado por la depresión global condujo a un período de colapso de los regímenes
políticos (1930-34): hubo no menos de catorce revoluciones de primera magnitud.
En el nuevo modelo de Estado que surgió se mezclaban, de manera original, la herencia
histórica con nuevas fuerzas tales como una ideología corporativa más explícita, creciente
participación del Estado en la planificación central, influencias fascistas, capitalismo de
Estado, controles autoritarios para refrenar fuerzas sociales emergentes y aspiraciones de
industrialización y crecimiento económico.
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Si bien el proceso fue con frecuencia caótico, con grandes variaciones de un país a otro e
interrumpido a veces por interludios democráticos, a partir de 1930 hubo una tendencia
general hacia una forma más estatista o burocrático-autoritaria de corporativismo (Wiarda,
1997: 66).
Aunque no utilizaran la etiqueta de "corporativismo", esta tendencia se manifestaba en códigos
laborales, sistemas de bienestar social, estructuras de relaciones industriales y otros
programas de políticas públicas y sociales. Pero lo cierto es que ninguno de los regímenes
latinoamericanos adoptó un sistema corporativo completo (con economía, política y sociedad
organizadas por corporaciones) ni la forma europea limitada por grupos económicos
(agricultores, empresarios y trabajadores). Es necesario incluir la influencia liberal de Estados
Unidos y, además, reconocer formas diferentes: regímenes de izquierda y derecha, demócratas
cristianos y seculares, militares y civiles.
El descrédito del corporativismo se hizo más evidente después de la Segunda Guerra
Mundial. Muchos países latinoamericanos abandonaron la etiqueta y sus formas más
manifiestas, aunque se siguió practicando en formas disfrazadas. Durante los años setenta
comienza una nueva ola democrática impulsada y alentada por Estados Unidos. Hacia
mediados de los noventa todos los países, con la excepción de Cuba, tenían diversas formas de
gobierno democrático. ¿Habían desterrado el autoritarismo y el corporativismo? La caída del
comunismo parece haber dejado una sola vía: democracia y mercado. La competitividad
implica modernizar, racionalizar y mejorar la eficiencia de los gobiernos, con la ayuda-presión
de Estados Unidos y los organismos multilaterales.
El "gran viraje", el movimiento hacia la reducción, la descentralización y la privatización,
encabezado por Chile, México y Argentina, implicaba desmantelar una red de controles y
privilegios corporativos (sindicatos, grupos empresariales y burócratas), construida durante
décadas (o quizás siglos). ¿Hasta qué punto no implica esto, también, atentar contra la frágil
integración social de estos países? Lo cierto es que las prácticas e instituciones corporativas
están lejos de haber desaparecido y las formas liberales no están aun firmemente establecidas
ni institucionalizadas. Según Wiarda (1997), lo más razonable es esperar que América Latina
termine con sistemas mixtos, con diversas combinaciones, superposiciones y posiciones
intermedias de liberalismo y corporativismo.
Es preciso reconocer que, en realidad, el Estado no es un "estado" sino un "proceso". Si en
algún lugar esto es cierto es en América Latina. "En las arenas movedizas de la política
latinoamericana, donde el equilibrio entre Estado y sociedad es cosa de matices y
renegociaciones prácticamente diarias entre los diversos actores, ese equilibrio es siempre
difícil de alcanzar, y hoy no menos que en el pasado" (Wiarda, 1997: 73). Esta es la realidad
que corresponde a los países que se encuentran en un permanente proceso de modernización,
pero sin llegar a alcanzarla, con diversos grados de éxito, fragmentarios, irregulares. Por
ejemplo, en el caso de la burocracia, sin haberse asimilado plenamente los modelos europeos
de administración pública, se comenzaron a injertar técnicas y herramientas procedentes de
Estados Unidos.
El resultado ha sido una mezcla de legalismo europeo con gerencia estadounidense que no
llega a amalgamarse ni a superar la persistencia de los patrones informales de influencia, el
clientelismo y las relaciones de poder. Por ello, los recurrentes planes de reforma
administrativa dejan poco cambio efectivo y mucha frustración, que se traduce en la invocación
de cambios radicales como única salida. Sin embargo, como sugiere la experiencia de
Nicaragua, las revoluciones pueden destruir el antiguo régimen; pero, "cuando el fervor y las
pasiones asociadas con la ilusión de construir una nueva sociedad pasan a un segundo plano,
vuelven las viejas preguntas de cómo lograr la productividad económica sostenida que se
requiere para transformar realmente la sociedad y cómo mejorar las condiciones de vida de la
mayoría" (Graham, 1990: 148).
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eficiencia; especialmente, los mecanismos de contratación y privatización. La crítica del papel
"intervencionista" o "desarrollista" del Estado y el consiguiente proceso de reforma,
desmantelamiento y reducción de su tamaño y capacidad de acción, dio paso luego, en una
especie de movimiento "pendular", a una vuelta atrás: hay áreas que no pueden dejarse a las
fuerzas del mercado, hay que reconstruir la estructura institucional del Estado, hay que
buscar un punto medio entre liberalización e intervención, hay que restablecer la capacidad del
Estado para formular y ejecutar políticas. A pesar de la heterogeneidad de los procesos de
reforma y sus diferentes grados de éxito en los distintos países, la experiencia fue similar: la
"retirada" del Estado de áreas sensibles ocasionó un vacío político e institucional (Vellinga,
1997).
Las formas de organización que han surgido, para llenar el vacío dejado por la reducción de
la burocracia estatal, tales como organizaciones de intereses económicos, organizaciones de
autoayuda, organizaciones no gubernamentales y diversos movimientos sociales, no parecen
capaces de cumplir su cometido. Las décadas de los ochenta y noventa dejaron un enorme
"déficit social" acumulado. Los problemas esenciales de las sociedades latinoamericanas
(desigualdad y exclusión) son consecuencias de patrones de asignación de recursos enraizados
en la estructura económica y social de estos países. Corregirlos requiere sistemas legítimos de
reglas para elegir gobernantes y tomar decisiones. Ese es precisamente el mayor reto. "América
Latina carece de una tradición de legitimación legal-racional del Estado democrático en sentido
weberiano" (Vellinga, 1997: 16).
Los estados latinoamericanos son calificados de irresponsables, poco democráticos e
incapaces para llevar a cabo las tareas burocráticas. Ciertamente, no son muchos los que
cuentan con poderes judiciales independientes y burocracias competentes. Ahora bien, el
Estado no es simplemente un organismo administrativo, técnico o "neutro", sino una realidad
política, un ámbito de conflictos y disputas, una estructura compleja de relaciones de poder.
Su organización y funcionamiento son resultados de la competencia entre actores sociales y
fuerzas de diversa índole (tanto locales como internacionales), que intentan controlarlo. El
Estado latinoamericano actual arrastra el legado que dejó su consolidación mediante
regímenes autoritarios y populistas que utilizaron la expansión de su burocracia como un
mecanismo para la distribución de empleos, beneficios y privilegios entre una creciente
clientela.
¿Cómo funcionan realmente los estados latinoamericanos actuales? Es muy difícil
responder esta pregunta. Escasean estudios y mediciones comparables que permitan
evaluarlos. Las percepciones dentro y fuera de los países son, generalmente, sesgadas. Sin
embargo, vale la pena conocer las opiniones difundidas en la comunidad internacional; pues,
como se sabe, tales orientaciones afectan el rumbo de decisiones y políticas dirigidas a la
región. Los indicadores de calidad del gobierno 2000-2001 recopilados para el Banco Mundial
(por D. Kaufmann, A. Kraay y P. Zoido-Lobaton) se basan en las respuestas de un gran número
de personas entrevistadas en países industriales y en desarrollo, pertenecientes a
organizaciones no gubernamentales, agencias calificadoras de riesgo y equipos asesores (think
tanks). Estas opiniones permiten apreciar diferencias y regularidades, en las posiciones
relativas de países. Las áreas evaluadas fueron: responsabilidad pública (accountability),
estabilidad política, efectividad del gobierno, calidad reguladora, estado de derecho (rule of law)
y control de la corrupción. En general, este grupo de países obtiene calificaciones inferiores a
las asignadas a los países desarrollados o industrializados. Las áreas peor evaluadas son el
estado de derecho, el control de la corrupción y la efectividad del gobierno. Algunos países
(Chile, Costa Rica y Uruguay) tienden a recibir altas calificaciones en las distintas áreas y, en
el otro extremo, se encuentran países tales como Ecuador, Haití, Nicaragua, Paraguay y
Venezuela.
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Responsabilidad pública: Calificaciones asignadas en 2001
(índices compuestos de -2,5, peor, a 2,5, mejor)
Costa Rica
Uruguay
Panamá
Chile
Argentina
Brasil
R Dominicana
Bolivia
El Salvador
Perú
México
Honduras
Nicaragua
Ecuador
Guatemala
Venezuela
Colombia
Paraguay
Haití
Uruguay
Chile
El Salvador
Panamá
Argentina
Brasil
R Dominicana
Nicaragua
Honduras
México
Perú
Venezuela
Haití
Bolivia
Guatemala
Ecuador
Paraguay
Colombia
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Efectividad del gobierno: Calificaciones asignadas en 2001
(índices compuestos de -2,5, peor, a 2,5, mejor)
Chile
Costa Rica
Uruguay
México
Argentina
Panamá
R Dominicana
El Salvador
Brasil
Perú
Colombia
Bolivia
Honduras
Guatemala
Nicaragua
Venezuela
Ecuador
Paraguay
Haití
Uruguay
El Salvador
Panamá
Costa Rica
Bolivia
R Dominicana
México
Perú
Argentina
Guatemala
Brasil
Colombia
Ecuador
Honduras
Nicaragua
Venezuela
Paraguay
Haití
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Estado de derecho: Calificaciones asignadas en 2001
(índices compuestos de -2,5, peor, a 2,5, mejor)
Chile
Uruguay
Costa Rica
Argentina
R Dominicana
Panamá
Brasil
Bolivia
México
Perú
El Salvador
Ecuador
Colombia
Nicaragua
Venezuela
Paraguay
Guatemala
Honduras
Haití
Costa Rica
Uruguay
Brasil
Perú
R Dominicana
México
El Salvador
Argentina
Colombia
Panamá
Venezuela
Honduras
Guatemala
Bolivia
Nicaragua
Haití
Paraguay
Ecuador
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Los problemas administrativos de los gobiernos latinoamericanos no son muy diferentes de
los del resto del mundo en desarrollo. Pocos gobiernos son capaces de asegurar resultados de
políticas en las cuales comprometen abundantes recursos, debido a problemas de coordinación
y control. Aunque se reconoce la necesidad de reducir el empleo en el sector público, las
nóminas de los gobiernos siguen creciendo, debido a la incapacidad de sus economías. Sus
presupuestos son restringidos por numerosas tareas y compromisos. La pobreza y la debilidad
del sector privado imponen exigencias enormes (subsidios y regulaciones), para aliviar las
condiciones sociales y estimular el crecimiento económico. Luego se denuncian la excesiva
presencia del Estado y los excesivos controles. Crecen sin control el papeleo y los permisos,
para procesar los asuntos más rutinarios, y al mismo tiempo se desarrollan redes paralelas de
contactos y procedimientos informales, para agilizar asuntos importantes o urgentes. En suma,
los gobiernos de los países en desarrollo son débiles ante las presiones internas y externas.
Las principales diferencias de los países latinoamericanos, con respecto a la mayoría de los
demás países en desarrollo, se deben a sus mayores niveles de ingreso (relativo) y al mayor
tamaño y complejidad de sus burocracias. Estas condiciones, lejos de reducir los problemas, se
han convertido en trabas al mejoramiento de la eficiencia de los gobiernos y su contribución al
desarrollo económico. Casi de manera "inercial", las burocracias tienden a crecer y asumir
funciones, pero se resisten férreamente a reducir su tamaño y a abandonar roles. América
latina encierra también marcados contrastes: desde países pequeños con mínima capacidad
administrativa, como Nicaragua, hasta aquellos como Brasil que cuentan con burocracias
establecidas de gran tamaño y complejidad estructural (Graham, 1990).
Las políticas de reforma y ajuste estructural, la liberalización y modernización, el auge de
los tecnócratas vinculados con los organismos multilaterales, toda la onda de transformación
estimulada por las crisis económicas generalizadas pretendía dar al traste con el pasado, con el
Estado burocrático y populista. Sin embargo, los resultados siguen alejados de las
expectativas. Las políticas macroeconómicas y la orientación hacia la exportación se han
traducido, en muchos casos, en marginación de pequeños productores agrícolas y de pobres
urbanos. La atención de necesidades sociales ha pasado a manos de fondos para el "alivio de la
pobreza extrema", con financiamiento extranjero, que han terminado convertidos en programas
manejados por la presidencia (cuyo funcionamiento recuerda el populismo de siempre). Es
forzoso reconocer, también, que las políticas adoptadas no sólo no han mejorado el manejo de
las finanzas públicas en muchos países de la región, o reducido su endeudamiento, sino que el
servicio de la deuda sigue siendo una carga que compite con otros fines como es el caso de la
educación, por ejemplo.
El desmantelamiento o debilitamiento de áreas del Estado se ha traducido en una
privatización "informal" de servicios públicos. El caso de la Oficina Nacional de Identificación y
Extranjería (Onidex) de Venezuela es un ejemplo patético: obtener un pasaporte se ha
convertido en un calvario de filas que se prolongan de un día para otro, con diversos estaciones
donde deben hacerse pagos "informales" a distintos funcionarios, si no se cuenta con suficiente
dinero para pagar gestores que "agilizan" los trámites y conducen al interesado directamente a
la estación final, ante la mirada atónita y la rabia de quienes han sufrido todo el proceso.
La realidad es que, detrás de una fachada moderna y democrática, se mantienen las
prácticas más tradicionales de los regímenes burocrático-autoritario-populistas: elecciones
amañadas, oposición política cooptada o intimidada, decisiones parlamentarias sesgadas por la
presidencia, descentralizaciones sin transferencias de recursos, militares participantes en
decisiones políticas (cuando no utilizados directamente en la lucha política, como en el caso del
régimen venezolano instaurado desde 1998). Pueden diagnosticarse defectos de diseño y
errores de ejecución, para explicar los estruendosos fracasos de muchos gobiernos de la región.
Pero detrás de los defectos y los errores se encuentra una estructura de prácticas arraigadas
que impide la transparencia, genera aparentes "caprichos" burocráticos, diluye
responsabilidades y, como en el caso de la Onidex venezolana, autoriza o da apariencia de
legitimidad a una "privatización encubierta" del sector público.
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Gasto público en educación (1995-97) y servicio de la deuda (1999) en países latinoamericanos
(porcentajes del PNB, para educación, y del PIB, para deuda)
Educación Deuda
Argentina
Brasil
Ecuador
México
Nicaragua
Panamá
Chile
Colombia
Honduras
Bolivia
Perú
Venezuela
Uruguay
Costa Rica
Paraguay
El Salvador
Guatemala
R Dominicana
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nota: Las cantidades no son, en rigor, comparables. Se presentan los datos más recientes
disponibles, con fines meramente ilustrativos.
Fuente: Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (www.undp.org/hdr2001/indicator).
0 5 10 15 20 25 30 35 40 45 50
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Empleo del gobierno relativo al empleo total 1995-1998
(porcentajes)
1995 1998
14
12
10
0
Panamá Costa Rica Argentina Brasil España El Salvador México Colombia Chile Venezuela Nicaragua
Nota: El empleo del gobierno incluye personal del gobierno central, organismos
descentralizados autónomos, poder legislativo y poder judicial. Las cifras de empleo total no
son, en rigor, comparables; pues existen diferencias entre países según los intervalos de edades
considerados, la cobertura geográfica o temporal (períodos anuales) y el tipo de personal (civil o
militar).
Fuentes: Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo
(www.clad.org.ve/siareweb), para el empleo gubernamental, y Organización Internacional del
Trabajo (http://laborsta.ilo.org/cgi-bin/brekerv8.exe), para el empleo total.
El papel del Estado es esencial en el área social, en las funciones relacionadas con el
bienestar de la población; pero "aun en el campo económico es una falacia sugerir que una
economía de mercado desregulada puede funcionar sin la presencia de un Estado fuerte"
(Vellinga, 1997: 41). Además, su presencia es insustituible en áreas tales como infraestructura,
regulación y distribución de la riqueza, el poder y el conocimiento. Una opinión que ha sido
desmentida una y otra vez, pero persiste, se refiere al tamaño exagerado del Estado en América
Latina. Lo cierto es que, a pesar de diferencias entre países que confirman la heterogeneidad de
los procesos políticos en la región, las tendencias son claras: el tamaño del Estado, relativo al
resto de la economía, es mayor en los países ricos que en los pobres. Una sencilla comparación
(de carácter meramente ilustrativo, pues escasean cifras precisas) entre el empleo del gobierno
y el empleo total en países latinoamericanos permite apreciar no sólo que el tamaño del Estado
no es exagerado sino que ha decrecido relativamente.
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El punto de partida para entender su naturaleza sus logros y fracasos es observar con
claridad las organizaciones que integran el sector público. Una distinción clásica entre las
organizaciones del sector público se refiere a la administración central y los entes
descentralizados. Otra es la funcional o sectorial. Sin embargo, para comprender el fenómeno
organizacional en el sector público es necesario clasificar las organizaciones según sus clientes,
sus ámbitos de actuación y las características de los recursos humanos que predominan en
ellas.
El conjunto estándar de organizaciones del sector público, en América Latina, incluye,
aparte de la rama ejecutiva del gobierno (ministerios, direcciones o departamentos y
organismos), una variada "familia" de corporaciones, comisiones, consejos, institutos,
fundaciones, bancos de desarrollo (por sectores o regiones) y empresas estatales, que
funcionan con diversos grados de autonomía, aunque sean financiadas por el gobierno. En
estos países, con la excepción de Cuba, se encuentran diversas mezclas de actividad pública y
privada; sin embargo, es el Estado el que marca la pauta y la iniciativa privada sigue la
orientación y el ritmo del gobierno. La proliferación de organizaciones "paraestatales" fue una
consecuencia de la presión de las élites modernizadoras, para quienes las burocracias
tradicionales resultaban demasiados lentas, rígidas, inexpertas y limitadas para acompañar las
estrategias de desarrollo económico.
En los gobiernos latinoamericanos prevalece una distinción entre los funcionarios clave (los
políticos electos: presidente, gobernadores, alcaldes, senadores y diputados) y el cuerpo de
funcionarios administrativos (ministros, directores de organismos, presidentes de institutos o
empresas, profesionales y funcionarios de distintos niveles), responsables directos de la
aplicación de leyes y regulaciones, y de la provisión de servicios públicos. Una tipología útil
para entender la dinámica organizacional ha sido propuesta por Joel Migdal (citado por
Vellinga, 1997), quien distingue ámbitos de actuación del Estado según las presiones que
recibe: constituyen verdaderos escenarios políticos, donde las negociaciones y conflictos
introducen distorsiones, reversiones y abandonos de objetivos, políticas, procedimientos y
decisiones, cuando se pasa de un ámbito a otro.
1. Trincheras: ámbito donde se aplican directamente las reglas y programas, a menudo en
situaciones cara-a-cara.
2. Oficinas dispersas: ámbito donde se lleva a cabo la formulación detallada de
procedimientos para la aplicación de políticas regionales y locales.
3. Oficinas centrales: ámbito donde se definen y aplican las políticas nacionales, y se asignan
y movilizan recursos (ámbito del auge de la tecnocracia).
4. Alto gobierno: ámbito donde compiten presiones internas (de la burocracia estatal) y
externas (fuerzas no estatales nacionales e internacionales) para influir las decisiones.
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organizaciones y estructuras hace del concepto de Estado una abstracción más que una
realidad" (Graham, 1990: 10).
La perspectiva que ofrecen los ámbitos más cercanos a las realidades locales (las trincheras
y las oficinas dispersas) es la de un mundo que aprovecha la debilidad de las conexiones
centro-periferia, para oponerse a las decisiones tomadas en el centro, acumular recursos
propios a partir de las trasferencias recibidas y canalizar recursos según sus propias
prioridades. Las condiciones y actores locales tienen un impacto mayor en lo que, final y
realmente, se lleva a cabo que las directrices emanadas de los niveles superiores y de los
representantes regionales. Aparte del hecho evidente de que la cercanía a la fuente de los
problemas otorga mayor capacidad de influencia, la desconexión entre ámbitos o niveles actúa
como un mecanismo de delegación informal, espontáneo. Tal como sucedía cuando la Corona
era incapaz de controlar lo que se hacía en las colonias o los súbditos acataban
"selectivamente" sus decretos.
Otro aspecto de los gobiernos latinoamericanos que se ha señalado (o denunciado) como
obstáculo a su efectividad es la separación del ámbito de las "oficinas centrales" del resto de la
burocracia, asociada con el fenómeno bautizado como "auge de la tecnocracia". Vinculados
estrechamente con el ámbito superior del alto gobierno, con las élites de la sociedad y con los
representantes de organizaciones internacionales, los tecnócratas tienden a alejarse del
problema de la aplicación de las medidas que diseñan o contribuyen a definir. En toda la
región surgieron y adquirieron prominencia grupos de individuos con formación de alto nivel en
destacadas universidades (especialmente, las pertenecientes a la conocida Ivy League
estadounidense), que ocupaban cargos clave de decisión o asesoría en los gobiernos. Este
fenómeno comenzó a apreciarse desde los años setenta; pero durante la década de los ochenta,
con las reformas y ajustes estructurales, adquirió mayor relevancia. El caso emblemático fue el
chileno, con los "Chicago boys".
Este no era, sin embargo, un fenómeno tan nuevo. Desde los años veinte podían
encontrarse en varios países latinoamericanos alianzas de militares con tecnócratas civiles, que
desempeñaban papeles activos en los procesos de reforma económica y administrativa; de allí
que adquirieran una imagen negativa por su asociación con las dictaduras. Durante los años
cincuenta y sesenta, los tecnócratas desempeñaron también un papel destacado en los
regímenes democráticos de la región, empeñados en procesos de industrialización e integración
regional. Se les llamaba "cuadros técnicos" y se trataba de darles un perfil bajo, pues tenían
una imagen elitista que contradecía el tono populista de aquellos gobiernos. En los regímenes
del Cono Sur de los sesenta y setenta, militares y tecnócratas "compartían el rechazo por la
política de los partidos y la fe en soluciones técnicas y 'apolíticas' para los problemas
nacionales" (Silva, 1997: 107).
El fenómeno no es, entonces, nuevo. Lo nuevo es la prominencia social de los tecnócratas,
incluyendo su presencia frecuente en los medios de comunicación. Desde los ochenta, con la
hegemonía del pensamiento "neoliberal", los tecnócratas locales se convirtieron no sólo en
"arquitectos" de la política económica sino también en "corredores" entre sus gobiernos y las
organizaciones internacionales (los equivalentes nacionales de los expertos financieros que
evalúan el crédito de las economías latinoamericanas). Por supuesto, pueden ocurrir casos en
que los burócratas nacionales pueden convertirse en adversarios de todo lo que represente
"neoliberalismo", como ha ocurrido en Venezuela desde finales de los noventa. Sin embargo, la
tendencia general es innegable: en los países que como Chile pueden exhibir logros económicos
y financieros, la retórica tecnocrática se impone sobre la populista o "izquierdista". Además, la
reducción del tamaño del Estado, y su "retirada" de algunas áreas, deja en manos de los
tecnócratas la posibilidad de desarrollar la capacidad administrativa requerida para atender
problemas críticos, siempre y cuando se ocupen verdaderamente de los distintos ámbitos de la
ejecución de las políticas públicas y la coordinación del conjunto de la burocracia.
Mucho se ha escrito sobre la diferencia entre la gerencia pública y la privada, sobre las
restricciones dentro de las que debe actuar el gerente público para comprar y vender cosas o
contratar y despedir personas. Sin embargo, una y otra vez vuelven a escucharse las prédicas
de que la solución a los problemas de las burocracias inmanejables de los gobiernos es crear
organizaciones manejadas con criterios empresariales. Esta es una tentación a la que están
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más expuestos los tecnócratas latinoamericanos, sobre todo los que han estudiado en Estados
Unidos. Quisieran gobernar sin llevar la carga de la burocracia, lo cual equivaldría a salirse del
juego.
La buena noticia es que las soluciones existen y deben buscarse dentro de la burocracia.
¿Dónde? En sus prácticas organizacionales. Como dijera J.Q. Wilson (2000: 23): "Hay sólo dos
grupos de personas que niegan la importancia de la organización: los economistas y los que no
lo son". Los economistas no pueden entender que las burocracias puedan adoptar diferentes
formas de organización, como no pueden entender que el comportamiento de una firma no se
ajuste a la economía del costo marginal. Los que no son economistas creen que lo importante
no es la organización sino la gente, como si su vida en ella y los recursos y la autoridad que
recibe fueran ajenos a su comportamiento. La confusión, explica Wilson, viene de identificar la
organización con la estructura que aparece en los diagramas que se dibujan de ella.
La organización es, más bien, un conjunto de prácticas relacionadas con un problema
central: coordinar las acciones de los funcionarios que ocupan distintas posiciones y son
responsables de los distintos ámbitos de la burocracia. Así como no existe una manera óptima,
única, de organizar, tampoco basta con la existencia de metas, normas y procedimientos
formales para lograr la coordinación. En cada nivel jerárquico, los funcionarios están
sometidos a presiones e influencias de las circunstancias que los rodean; especialmente, la
medida en que su trabajo pueda medirse, o tenga resultados evidentes, y las metas sean
claras.
Identificar y reconocer estas condiciones permite entender por qué prevalecen unas
prácticas y no otras, y diseñar los cambios necesarios de manera específica, sin violentar los
diversos flujos y estilos de actividad. No toda la arbitrariedad o ineficacia de la burocracia se
debe a un diseño defectuoso (o a la adopción de un modelo que no se adapta a la realidad,
como suele decirse en América Latina) ni a la irracionalidad o la negligencia intrínsecas de los
burócratas. Buena parte se debe a la incomprensión de las prácticas organizacionales y, en
consecuencia, la acumulación de controles donde no hacen falta o su ausencia donde sí se
requieren. Si a esto se agrega el cuadro de condiciones políticas y sociales en el cual se
desenvuelven, no debe sorprender que las burocracias latinoamericanas luzcan como
monstruos inmanejables, cuyo tamaño y complejidad no deja otra alternativa que intentar salir
de ellas.
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estatal como el despliegue de una red organizacional en el espacio nacional. Un primer paso en
esa dirección consiste en trazar un mapa de las estructuras del Estado que permita determinar
su extensión y sus puntos de contacto con los diversos grupos sociales, políticos y económicos
existentes. Para comenzar a atacar los problemas de coordinación y control de políticas y
programas, es preciso reconocer la interacción de múltiples organizaciones con
responsabilidades y ámbitos de actuación solapados, en los niveles nacional, regional y local.
La experiencia latinoamericana en el diseño y ejecución de planes de desarrollo y reformas
administrativas enseña que una variable clave es la presencia o ausencia de redes
institucionales que conecten los distintos niveles; de allí la importancia de identificar actores
relevantes y sus patrones de interacción, o su ausencia.
La ejecución de políticas públicas requiere por lo general el concurso de varias
organizaciones del sector público y, en no pocos casos, el de organizaciones no
gubernamentales e incluso del sector privado o empresarial. En buena medida, el éxito o el
fracaso de las políticas públicas dependerán de la capacidad de sus diseñadores y ejecutores
para concebir su puesta en práctica como la dinámica de redes de organizaciones en lugar de
la operación de organizaciones aisladas. Entender esta dinámica y aprender a manejarla son
los mayores retos para quienes formulen y ejecuten las políticas públicas requeridas en
América Latina: implican no sólo coordinar esfuerzos partiendo de una amplia perspectiva
espacial sino, lo más importante, derribar obstáculos de todo tipo, especialmente políticos.
América Latina ha debido soportar, a lo largo de su historia pero con más énfasis desde
mediados del siglo XX, sucesivas olas de políticas y reformas que han dejado un superávit
acumulado de frustración. Es preciso reconocer, pese a todas las experiencias y características
comunes, la heterogeneidad de estos países, sus enormes contrastes en necesidades y
prioridades, dotaciones e instituciones. Ello obliga a reconsiderar planes y programas, por bien
intencionados que sean, y a introducir criterios de gerencia capaces de acoplar estrategias y
contingencias.
BIBLIOGRAFÍA
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burocrático-patrimonialista, el corporativismo, el centralismo y el autoritarismo". En M.
Vellinga (coord.): El cambio del papel del Estado en América Latina. México: Siglo XXI.
Wilson, J.Q. (2000): Bureaucracy: What government agencies do and why they do it. Nueva
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