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Prefacio

Viernes 13 de abril 2015 – París

—¡Hola amor! —Isabella atendió el teléfono después del segundo timbre.


—Hola cariño, ¿puedes hablar? —preguntó su esposo.
—Dame un segundo para buscar un lugar menos ruidoso. —El bullicio abrumador no
dejaba espacio para una conversación—. No te imaginas donde estoy. —Sin dar tiempo
para una respuesta dijo: —Terminamos en un recital con mis amigas.
Ella se encontraba exaltada por su viaje. Había partido con Lara, su mejor amiga de la
universidad. Juntas estaban conociendo la ciudad más romántica del planeta: París. En
ese momento habían entrado en la famosa sala de espectáculos Bataclan, en 50 Boulevard
Voltaire escuchaban un grupo de rock. Recibieron las entradas de una buena amiga
parisina que ahora estaba haciendo de guía turística. La habían conocido en un
intercambio de la universidad hace varios años atrás. Isabella no era fanática del rock,
pero era la última atracción en el recorrido de ese día.
—¿Me escuchas ahora? —Se había apartado del bullicio para poder escuchar mejor a
su marido.
—Sí. Ahora puedo oírte.
—Amor, ¡como quisiera que estuvieras aquí conmigo! Conocimos tanto en estos
días… París es un lugar hermoso y romántico, ideal para compartir contigo.
Isabella había tenido unos días ajetreados por sus extensos recorridos, pero alcanzó a
conocer la imponente Torre Eiffel, la que la tenía maravillada. Cuando uno piensa en
París es inevitable remontarse a la gran torre. Nunca había considerado que una
construcción con semejantes proporciones y esa exagerada cantidad de hierro, la
impresionara de tal manera. Una vez que estuvo ahí no pudo creer lo magnífico que se
veía el piso de vidrio y, por supuesto, la vista de toda la ciudad desde lo alto. Luego
conoció el magnífico Arco de Triunfo y alcanzó a recorrer el Museo del Louvre. La
pirámide de vidrio reflejaba la luz solar en todas las direcciones y la peatonal que la
rodeaba, parecía pintada por un arcoíris. El aroma al arte ya las recibía desde el exterior.
Al finalizar el recorrido terminaron en un recital de la banda californiana llamada
“Eagle of Death Metal”.
—Sabes que me encantaría estar allí contigo: estamos tan cerca… Pero hace poco que
empecé en este trabajo y no sería lo adecuado pedir vacaciones.
—Bueno, amor. Te veré en unos días y te prometo que… ¡Qué diablos! ¡Por Dios! —
Isabella gritó desesperadamente, el terror desbordaba en su voz.
—¿Qué sucede?
—¡Disparos! ¡Disparan hacia la gente! ¡Dios mío! —En ese instante se cortaba la
comunicación y el tono intermitente anunciaba la desconexión de la llamada.
—¡Isabella! ¡ISABELLAAAA!

El espejo roto

Martes 16 de abril de 2019 – Port Erillos

Lucio vivía en una zona rural, a hora y media de la ciudad, en un pueblo llamado Port
Erillos. No era un lugar tan buscado para vivir, por lo que las viviendas resultaban
económicas. Dicho pueblo no tenía más de 700 habitantes, era un lugar tranquilo donde
no había centros comerciales, cines, y esa clase de distracciones que se disfrutan en las
ciudades. Era tan tranquilo que lo más descabellado que se podía encontrar era una pelea
entre amantes por alguna infidelidad o una pelea de borrachos después de una noche de
alcohol. En cuanto a sus atracciones turísticas, lo más exótico y visitado eran unas
piscinas de aguas termales, las que se podían disfrutar todo el año. El resto de las
actividades estaban desarrolladas para el escaso número de habitantes, tales como la
escalada en roca o las bajadas de rafting por el imponente río que los rodeaba. Sin
embargo, estas actividades se desarrollaban sobre todo en verano, el mayor ingreso se
debía a las piscinas de aguas termales, que mantenían sus puertas abiertas durante todo el
año para el que quisiera visitarlas.
—¡Maldito gallo! —renegó mientras estiraba los brazos sacándolos debajo de las
sábanas.
Lucio no solía enfadarse, pero si algo lo sacaba de quicio era no poder levantarse a la
hora que él quisiera. Debido al cantar cronometrado de los gallos vecinos, siempre
despertaba a las seis de la mañana, normalmente malhumorado.
La casa más cercana distaba más de cuarenta metros por los extensos terrenos que
poseía cada vivienda. Port Erillos estaba lleno de propiedades amplias que permitían el
lujo de tener huertas, gallineros e inmensas montañas de leños.
Lucio comenzó el día renegando. Sin ganas, se sentó al borde de la cama mirando el
suelo, tratando de acomodar sus pensamientos.
—Vamos, mi reina, ya es hora de despertarse —le dijo a su fiel compañera, que
todavía dormía.
A su lado siempre estaba Freya, su único amor, pelo rubio con ojos color miel. Su
mirada cariñosa lo decía todo: de haber sido una mujer se podría asegurar que Lucio
moriría en recompensa a su lealtad. Había encontrado la perra abandonada cuando era
pequeña, muerta de frío, ya que las temperaturas más altas en verano no llegaban a los
quince grados Celsius. Fue amor a primera vista: él no dudó en meterla debajo de su
campera para darle un poco de calor hasta llegar a su hogar. Fue un animal agradecido y
de inmediato pudo adaptarse a esa vida junto a su nuevo amo.
Lucio, licenciado en física en la Facultad de Ciencias Exactas, obtuvo una beca con
la que pudo trabajar en el CERN, la Organización Europea para la Investigación Nuclear,
donde terminó su doctorado en física de partículas. Ahora, con otra beca de un organismo
del gobierno, había instalado su oficina en la segunda habitación de su casa, la que
utilizaba para estudiar y avanzar en sus investigaciones. Además, obtenía un ingreso
adicional trabajando como profesor de Física y Matemáticas en uno de los colegios del
pueblo.
Comenzó su rutina diaria acompañado únicamente con su fiel amiga Freya, que lo
seguía a todos lados. Al levantarse de la cama fue directo al baño, se llenó las manos del
agua helada que venía del exterior y la arrojó en su cara. Sintió como se le congelaba el
rostro: en esa zona el agua solo venía de un pozo y calentarla significaba un consumo
energético muy costoso, a parte del tiempo que necesitaba para que el agua caliente
almacenada en la cisterna recalentara las cañerías congeladas, que viajaban desde el
exterior hasta su casa. Limpió sus ojos y al mirar el espejo exclamó:
—¡Qué carajo!
Lo que vio no tenía explicación. Se había encontrado con la sombra de un rostro en
el vidrio. Solo alcanzó a ver unos ojos azules y todo lo demás era una silueta distorsionada
Con los pocos detalles que alcanzó a distinguir, pudo suponer que se trataba de una mujer.
Retrocedió sobresaltado sin comprender lo que pasaba. Fue ahí cuando se distrajo por
el aullido de dolor de Freya al aplastar una de sus patas peludas.
Refregó sus ojos y volvió a mirar. Solo vio salpicaduras de agua desparramadas sobre
la superficie plateada. Las secó con una toalla, y luego se acercó y observó
cuidadosamente. Rápido, como un pez asustado, giró y al no advertir nadie detrás, además
de su mascota lamiendo su pata dolorida, salió al pasillo que comunicaba las habitaciones
y el baño. Efectivamente no había nadie. No sabía qué pensar. Con el corazón agitado
terminó de limpiarse y, se confundido, se fue a desayunar.
Una hora más tarde, Lucio recorrió el trayecto hacia el colegio pensando en lo que
había visto. De a ratos lo distraía el caminar juguetón de Freya que se entretenía con las
hojas que levantaba el viento. Lucio conocía a su amiga y en ocasiones ella solía jugar
pisando charcos o se quedaba al borde de un automóvil en movimiento. Muchas veces
rozaba el peligro y por supuesto su dueño no confiaba en todas las aptitudes que por
naturaleza tenían los perros. Llamarle la atención sacaba a Lucio de su ensimismamiento
por el acontecimiento irreal de hacía unas horas. Era una persona escéptica y no creía en
cosas sobrenaturales. Para él, la ciencia podía explicar todo, y si todavía no estaba
resuelto, sabía que era porque aún no habían encontrado la explicación científica.
Pertenecía a una familia católica y le gustaba participar de las misas, pero era consciente
que desde hacía unos años su fe católica estaba en una meseta. Su batalla emocional entre
la ciencia y la fe aún persistía.
Al llegar al colegio se despidió de Freya. Ella se quedó en la entrada, mirando como
su dueño desaparecía al cruzar las puertas de doble vidrio que usaban exclusivamente los
profesores para ingresar al colegio. Al sentir que se desvanecía el rastro de su amo, dejaría
de esperar y con sus paseos cotidianos por el pueblo volvería a casa.
Lucio fue directo a la sala de profesores donde encontró a varios colegas conversando
mientras tomaban un té para calentarse.
—Buenos días —saludó educadamente a sus compañeros.
—Buenos días, Lucio —le contestaron a coro los tres profesores que se encontraban
allí.
Disimuló su desinterés en las conversaciones que se originaban en el lugar. Era de los
tipos de pocas palabras y en ocasiones llegaban a molestarle las personas charlatanas.
Evitó mostrar su desagrado en los comentarios triviales, miró su móvil y habló en voz
alta para que lo escucharan todos:
—Hasta luego, profesores, sino llegaré tarde —mintió y salió apurado.
Su clase constaba de unos treinta alumnos de séptimo grado donde daba Matemáticas,
y en otra clase con unos veinticinco alumnos que estudiaban Física en quinto año. En este
curso tenía a todas las alumnas prestando atención. Lucio era un hombre alto y corpulento,
tenía su pelo castaño claro peinado hacia atrás, lo que hacía resaltar sus ojos claro, traía
su barba prolija y abultada al estilo vikingo del siglo XXI. Se caracterizaba por ser un
hombre pulcro. Por otro lado, estaban los alumnos varones, la mitad distraídos en sus
coqueteos con las compañeras. Y para terminar estaban los jóvenes de la fila delantera,
llamados cariñosamente por él, ñoños o nerds. De todas maneras, la mayoría prestaba
atención en clase ya que Lucio explicaba con pasión la Física. Claramente era lo suyo.
Al salir de clase, la última de su jornada, se encontró en el corredor del colegio con
Elena, una de sus colegas enamoradas. Se había divorciado hacía dos años y se abocaba
con el mayor ahínco a su trabajo como profesora de Lengua y Literatura. La actividad
laboral la ayudó a superar la desbastadora separación. Era una hermosa mujer pelirroja,
alta, rondando el metro setenta, labios finos y ojos claros llamativos. Resaltaban con el
color de su cabello. Decían que era un espécimen raro que atraía a cualquier hombre. Sin
embargo, Lucio nunca la consideró más que una compañera de trabajo. A pesar de que él
se comportara como ermitaño, ella de a poco fue tomando confianza y ya no disimulaba
sus ganas de acercarse. Lucio tenía buena labia y sabía cómo hablarles a las mujeres. Por
eso mismo Elena buscaba esos encuentros que rosaban la galantería y animaban sus
mañanas.
Por el modo de ser de Lucio y su imponente personalidad, era considerado como el
casanova de un pueblo escondido entre las montañas, ya que todos se enteraban de lo que
hacía cada uno, pero como él venía de la ciudad poco le importaba lo que pensaran.
Además, sus galanteos no pasaban a mayores, solo eran juegos para animar el ego
mutuamente. A lo sumo salía para ir a comprar y por las noches para beber una cerveza
artesanal fabricada en el pueblo.
Esta era una de esas oportunidades y Elena salió a su encuentro.
—Hola, Lucio. ¿Cómo andas?
—Hola, Elena. Bien, ¿y tú?
—Bien. Lidiando con estos diablillos —. Se refería a sus alumnos más pequeños, que
eran, también, los más inquietos de la escuela—. No los soporto más.
—¿Qué sucede?
—No escuchan, no estudian, no hacen nada… Solo molestan.
—Son niños… Ten paciencia.
—¿Cómo llevas tu día? —dijo ella tratando de mantener la conversación.
—Hasta ahora normal. Ya he terminado —contestó con simpatía.
—Esta noche saldremos en grupo a beber algo al bar. Por si quieres ir…
Se refería al único bar del pueblo. Su nombre real era BERLIN, fruto de la
nacionalidad alemana de su dueño. Los clientes creían que era un nazi oculto o un espía,
pero la verdad, Joseph era muy bueno para odiar judíos y demasiado tonto para ser espía.
—Gracias Elena, pero tengo que terminar una presentación.
—Bueno. Si terminas temprano pásate por allí, así te desconectas un poco…
Lo que Elena no entendía era que a Lucio le gustaba desconectarse en su casa con una
cerveza, leyendo sus libros, fumando sus cigarrillos armados y hablando, sin tener una
verdadera conversación, con Freya, para luego terminar en su cama mirando una película
hasta quedarse dormido.
—No te prometo nada. Igual, gracias por la invitación.
Intentó franquear a Elena para continuar su camino, pero ella lo tomó del brazo con
su mano suave, lo miró dulcemente y le dijo:
—¡Espero verte! —Soltándole el brazo le guiñó el ojo y siguió su camino.
Ese guiño sí llamó la atención de Lucio.

Luego del colegio, al llegar a su casa, su fiel compañera cruzó ansiosa por debajo de
las maderas de la tranquera. Lo recibió con su gran baile de felicidad corriendo alrededor
del jardín. Lucio abrió la puerta de la casa y, dejando las cosas al costado de la entrada,
fue directamente al galpón a buscar unos leños. Ya estaban en la mitad del invierno. Ese
año no había sido tan crudo, gracias a lo que le quedaría leña para el próximo. Con la
mano libre tomó las cosas que había dejado en la puerta y entró. Freya ya giraba
acomodándose en su colchón color rosa cerca de la salamandra: ella sí conocía su lugar
en la casa. El hombre metió los leños en la estufa, tomó unas maderas de esos cajones que
se usan para trasladar verduras, y las colocó debajo de los palos más gruesos. Prendió un
papel, sopló generando una corriente perfecta, hasta ver las maderas más finas
encendidas, y luego cerró la salamandra. Era distinguido y meticuloso a la hora de prender
el fuego, ya que de ese esmero dependía el mayor aprovechamiento del calor.
Tomó una lata de cerveza de la heladera y se fue directo a su oficina. El eco de los
pasos resonaba en el pasillo que conectaba las habitaciones de la casa. Una era su
dormitorio con la cama de dos plazas, un televisor y su amplio guardarropa. Saliendo de
su cuarto, a mano derecha, estaba el baño tenía lo esencial, como cualquier otro baño
común y corriente. En la otra habitación, más pequeña, y frente de su cuarto, había
instalado el estudio. Encima del escritorio tenía una cantidad exagerada de papeles y su
laptop. En el piso varias plantas decoraban el ambiente dando un poco de vida y color al
espacio de trabajo. Debido a la escasa luz natural que recibían, necesitaban un cuidado
especial. No parecían reales, pero eran auténticas. Su fuerte color servía para demostrar
el cuidado que recibían de su dueño. El resto del mobiliario incluía una repisa doble
adosada a la pared, donde descansaba una fila completa de todo tipo de libros, desde
manuales, enciclopedias, novelas, hasta revistas y comics. En la parte superior se
encontraban sus libros favoritos: la trilogía de Alexandros de Massimo Manfredi y unos
cuantos relacionados con la Segunda Guerra Mundial. Aborrecía a Hitler, pero le
sorprendía cómo una sola persona pudo llegar a manejar al noventa por ciento de la
población alemana, motivo por el cual merecía ser estudiado. Sus padres le habían
comentado que sus abuelos tenían ascendencia rusa, por lo que tenía libros sobre la URSS,
le interesaba cómo eran las reformas liberales y el cambio de la economía estancada en
la Unión Soviética, desde la entrada de Gorbachov hasta la disolución de la Unión
Soviética. Influido por esto aprendió ruso y aparte, también sabía algo de alemán. Por
último, se encontraban libros de Física, un par de mecánica cuántica, otros de agujeros de
negros, uno pequeño sobre tiempo curvo y, entre sus favoritos, dos más, de gran tamaño,
sobre Relatividad General: Gravitón del famoso Kip Throne y otro de Robert Wald, libros
importantes para un ávido de conocimiento como Lucio. Al final de la repisa, engrampado
a la pared, se encontraba la imagen de su ídolo Albert Einstein, siguiendo con la mirada
hacia aquél que apreciaba el póster, mostraba una leyenda: “Hay una fuerza motriz más
poderosa que el vapor, la electricidad y la atómica: LA VOLUNTAD”.
Habían pasado quince minutos desde que Lucio encendió su laptop y solo le alcanzó
a beber su cerveza. Sabía que algo no lo dejaba concentrarse: ese guiño sensual que
recibió antes de salir del colegio. Solía tener gran debilidad ante esos coqueteos. En su
cabeza comenzaba a rondar la propuesta de Elena de salir a tomar algo. Lucio tenía más
de una pretendiente en el pueblo, y no le parecía conveniente arriesgar una relación con
su compañera de trabajo. Para él no era ético mezclar trabajo con placer, pero hacía meses
que no estaba con una mujer y pensó que esa noche tenía una oportunidad.
Aunque cansado, dejó todo lo que estaba haciendo, se metió a la ducha y se preparó
para salir.

Un par de horas más tarde, Lucio ingresaba al bar.


—¡Viniste! —gritó Elena sorprendida y contenta a la vez
—Aquí estoy. Estaba tentado de beber una cerveza —expresó Lucio mientras se
acercaba a la mesa haciéndose el desentendido de la alegría de Elena.
Lucio vestía un jean ajustado azul oscuro, lo que provocó la mirada de un grupo de
tres mujeres sentadas en la mesa próxima a la entrada: se le marcaba la cola y se notaban
los cuádriceps bien trabajados, debajo de su chaqueta negra de pluma traía una camiseta
cuello escote en “v” roja. Solía vestirse a la moda sin llamar la atención; tal vez solo a
veces para alguna que otra mujer.
—Me alegra que hayas venido, Lucio. Estar todos los días con niños agota —dijo
Elena mientras se acomodaba el pelo hacia atrás. Estaba demasiado peinada, como si le
hubiesen estado pasando el cepillo durante horas.
—Claro, todos los profesores necesitamos distraernos un poco de vez en cuando —
replicó Lucio.
Ella estaba delicadamente arreglada, bien maquillada nada extravagante, aunque
vestía sensual. Llevaba una blusa blanca y corta que le marcaba los pechos.
—¿No tienes frío con esa falda? —preguntó Lucio.
—¿No te gusta…?
—Me encanta —sonrió—, aunque me da frío con solo mirarte.
La falda dejaba poco a la imaginación y estaba lejos de la persona que todos veían en
clase. No se entendía cómo podía usar faldas con las noches heladas que albergaba el
pueblo. «Lo que soportan las mujeres para verse más sensuales», pensó Lucio.
Al entrar colgó su chaqueta en una silla justo al lado de Elena, en la misma mesa
donde se encontraban Clara y Eloy. La pareja llevaba más de tres años viviendo juntos.
Los cuatro tenían buena amistad, aunque Clara había sido la primera en entablar una
excelente amistad con Lucio desde el primer momento que él arribo al pueblo. Se veían
a diario ya que ella era la vicedirectora del colegio de Port Erillos donde ambos
trabajaban.
Cuando se conocieron, ella ya estaba en pareja con Eloy. Después de un tiempo, los
dos hombres si hicieron amigos. Esa amistad le llamaba la atención a Lucio, ya que nunca
supo si era para evitar alguna competencia amorosa o si realmente quería conocerlo,
puesto que pasaba mucho tiempo en compañía de Clara.
—¿Qué es lo que estás haciendo que te mantiene tan ocupado para no querer hacerme
compañía? —preguntó Elena sin darle tiempo a sentarse.
—Es una investigación. La tengo que presentar en una conferencia virtual para este
viernes.
—¿Sobre?
—Es sobre Relatividad General, específicamente túneles temporales y utilización de
partículas elementales.
—¡Ah Claro! —dijo ella sonriendo como si hubiese entendido sobre el tema.
—Algún día te explico si estás interesada —dijo Lucio sonriendo.
—Mmm… Suena interesante, pero prefiero hablar de poesía si quieres.
A Lucio no le gustaba cuando las mujeres no se interesaban en comprender las cosas
de su interés. Él sabía que si tenía que aprender sobre poesía por una mujer lo hubiera
hecho. Realmente valoraba la dedicación y esperaba lo mismo del resto de las personas.
No le dio mucha importancia al desinterés de Elena. Sus intenciones eran otras.
—Podría aprender —dijo Lucio con una sonrisa desvergonzada.
Mientras las mujeres chismorreaban de los sucesos que pasaban en el pueblo y de la
vida de los demás, Lucio vio a Eloy mirando por encima del menú a una mujer con mucho
busto, aprovechando que Clara estaba atenta a la conversación de Elena.
La despampanante mujer estaba en la barra hablando con Joseph, mientras este le
preparaba un trago. No se alcanzaba a ver qué era, pero estaba vertiendo dos botellas a la
vez en un vaso colmado de hielo y algo que parecía hierbabuena. Un mojito tal vez.
Clara se dio cuenta cómo su pareja miraba a esa voluptuosa fémina, pero no dijo nada.
Lucio conocía bien a Clara y sabía que era una excelente mujer, ella nunca había estado
con otro hombre, nunca se enojaba. Aparentemente su relación estaba cargada de
templanza o indiferencia, era difícil determinarlo. Demostraba un carácter débil en la
relación de pareja, aunque era totalmente distinta en el colegio donde solía ser estricta y
firme al hablar, siempre sin perder la cordialidad, por lo que recibía respeto por parte de
los alumnos y profesores. Él observó la expresión de vergüenza en Clara al darse cuenta
de lo que hacía Eloy.
—Los ojos están hechos para mirar, ¿no? —dijo Clara con disgusto a Lucio,
interrumpiendo la conversación que tenía con Elena.
Sin darle la razón Lucio solo la miró y levantó las cejas, dando a entender que no
quería involucrarse en la situación y entrar en una discusión tan intrascendente.
Elena comprendió la situación, se elevó de su silla y con un empujón desconectó a
Eloy del trance en el que se encontraba sumido. Apartó la vista de la mujer y vio, con sus
ojos marrones de pestañas largas y espesas, como los tres tenían clavadas sus miradas en
él.
—Perro baboso —fue lo único que dijo Elena defendiendo a su amiga. Luego volvió
a sentarse en la silla y tomó su jarra.
Elena y Eloy habían sido vecinos en la infancia hasta que ella dejó el pueblo para
estudiar en la universidad de la ciudad la Licenciatura en Letras. A su regreso fue quien
hizo de Cupido y le presentó a Clara. Siempre se pensó que había algo entre ellos, pero
solo eran rumores de un pueblo pequeño, aburrido y de pocos habitantes.
Eloy era un hombre morocho de metro ochenta. Siempre vivió en el pueblo y había
seguido el oficio de su familia: era mecánico. Le iba económicamente bien, heredó el
prestigioso y único taller del pueblo. Nunca alcanzó a terminar el colegio, pero se
caracterizaba por ser un hombre multifacético.
—¡Eh! Solo estaba mirando qué era lo que le estaba preparando Joseph —aseguró
mirando a Clara.
—Sí por supuesto —dijo a su novio sonriendo irónicamente.
Irritada siguió con su cerveza a la espera de que Elena continuara su conversación.
En eso Lucio se levantó de la mesa para ir al baño. Mientras pasaba cerca de Eloy,
este lo agarró del brazo.
—¿Vas al baño? —preguntó mirando con cara de picardía, sabiendo que tendría que
pasar por delante de la voluptuosa mujer que estaba en la barra—. ¿Quieres que te
acompañe?
—No gracias, Eloy. No soy como las mujeres. Yo siempre recuerdo el camino de
regreso —dijo riendo y observó las caras de desaprobación de sus amigas que habían oído
el cometario sexista.
Ambas lo miraron con gesto de irritación e hicieron caso omiso para continuar con su
conversación. Lucio no entendía por qué las mujeres siempre tenían que ir al baño en
compañía.
Efectivamente pasó entre la mujer de grandes pechos y la mesa de billar, donde solía
venir a jugar con Clara y Eloy de vez en cuando. Al pasar vio cómo Joseph continuaba
hablando con ella, tratando de sacarle conversación para que no dejara la barra.
Abrió la puerta del baño de caballeros. Tenía una luz tenue, haciendo juego con el
estilo del bar. Había solo dos mingitorios enfrentados al único lavamanos, que estaba
bastante desajustado y en cualquier momento se descolgaría. Encima, un espejo salpicado
con gotas secas de agua, y por último, en el fondo, tres servicios con sus inodoros.
Sintió que alguien estaba vomitando en el sanitario más cercano a los mingitorios. No
quiso ni imaginar cómo estaba ese inodoro, del que emanaba un horrible olor. Decidió
entrar al excusado más alejado.
—¿Se encuentra bien? —preguntó amablemente mientras pasaba por delante del
cubículo tratando de mantener la respiración.
Sin oír respuesta, entró y cerró la puerta. Se colocó para orinar. Al terminar sacudió
y guardó. Luego caminó hasta el lavamanos. Mientras se subía el cierre de su pantalón,
levantó la cabeza y miró al espejo manchado. Por detrás oyó la hebilla del cinturón del
borracho. Dedujo que estaba haciendo malabares.
—¡Todo bien, señor! —balbució el borracho al pasar por detrás, tocando la espalda
de Lucio para darle una palmadita.
Fue más que una palmadita. La pérdida de equilibrio del borracho hizo que las manos
de Lucio resbalaran del lavamanos y cayendo hacia delante, golpeó su cabeza contra el
espejo.
—¡Borracho estúpido! —le gritó Lucio mientras el borracho salía y cerraba la puerta
del baño.
Al levantar la cabeza miró el espejo trisado, corrió un poco la cara para ver fuera del
ángulo donde se había partido el vidrio. Ahí fue cuando Lucio, se sintió desconcertado
como si hubiera visto un fantasma.
Lo que observó no era ni lo más parecido a un fantasma. Había visto la cara de una
hermosa mujer, no recordaba algo tan hermoso ni en las películas. Su cabello era de un
color rubio, ondulado y largo. Sus ojos verdes profundos y transparentes lo miraban sin
parpadear. Su nariz era chiquita, sin espacio como para colocarse lentes, pómulos bien
marcados y unos labios para besar.
Lucio no podía quitar la vista del espejo. La imagen era tan nítida que no aceptó la
idea de que fuese un reflejo, de igual manera giró rápidamente para buscarla detrás de él.
Para su sorpresa no había nadie.
Entornó su mirada, su búsqueda fue intempestiva. Esa deslumbrante mujer se había
desvanecido como la estela de un avión en el cielo.

II

La habitación

Martes 16 de abril de 2019 – Port Erillos

Cuando volvió a la mesa con sus compañeros, su semblante mostraba extrañeza y


desconcierto. Clara lo miró, bajó una sola ceja y levantó la otra con un atisbo de
preocupación.
—¿Qué te pasó Lucio? Estás pálido. —preguntó Clara y le colocó su pequeña mano
suavemente sobre la frente— ¡Te encuentras helado!
Elena observó con celos por no darse cuenta antes y ser ella quien tocara la frente de
Lucio mostrando su interés, y sumar así algunos puntos a su favor.
—Nada, no te preocupes estoy bien. —Tomó de manera delicada la mano de Clara y
la apoyó en la mesa.
—Pero… ¿Qué te ha pasado? ¿Te sientes bien? —peguntó Elena. Su palidez hablaba
por sí sola. Parecía que acababa de salir del interior de un refrigerador.
—Puede que se me haya bajado la presión, nada para preocuparse. Igual, gracias por
preguntar —contestó de forma autómata sin pensar lo que decía. Por su cabeza solo se
cruzaba el rostro de esa desconocida mujer que lo deslumbró en tan solo unos segundos.
—¡Te dije que te acompañaba! —se burló Eloy al entender que no era nada grave. Él
era el típico machote, criado así por su padre quien le había enseñado que los hombres no
se quejaban de los golpes ni demostraban las tristezas o dolores. ¡Y menos hablar de un
llanto delante de su padre cuando era tan solo un crío!
Elena sonrió por el comentario. En cambio, Clara con una patada suave por debajo de
la mesa, logró hacer callar a su novio. Ella, a diferencia de Eloy, estaba criada en una
familia con otros valores, más igualitarios, casi llegando al feminismo. Por lo que él sabía
hasta donde podía llegar con su machismo en la relación, para que las conversaciones no
arribaran en peleas.
En la mesa continuaban con sus pláticas. Lucio tenía su mirada perdida, clavada en la
cerveza, y fascinado con lo que había visto en el espejo. Trataba de entender si era real o
si solo había sido una ilusión por efecto del cansancio y el alcohol. Estaba seguro de que
ninguna alucinación se vería tan real como la que presenció. Absorto en sus pensamientos,
jugaba con su dedo deslizándolo por la boca de la jarra. Elena se aproximó y le susurró
algo al oído. Lo tomó desprevenido, pero con el bullicio de la gente que colmaba el
ambiente no alcanzó a entender.
—Disculpa, Elena. No te escuché.
Ella le hizo una seña con su mano para que se acercara, y le susurró al oído lo que le
había dicho segundos atrás.
—Si no te sientes bien puedo llevarte a casa.
—Claro. Me vendría bien un aventón. La noche está demasiado fría para caminar. —
Intentaba borrar el recuerdo de la mujer que vio hace unos momentos y trató de volver al
presente—. Terminamos esta ronda y nos largamos —afirmó Lucio y le devolvió el guiño
que había recibido esa misma mañana.
Ambos habían entendido las indirectas.

Un rato más tarde, los novios comenzaron a discutir. Al parecer, Eloy había decidido
pasar junto a la mujer atractiva camino al baño. Sin ocultar la atracción que le despertaba,
se quedó platicando unos instantes con ella. Clara estaba enfurecida, y con razón. Elena
había acertado en llamarlo “perro baboso”.
—¡Ya! —se sintió el grito de Eloy—. Solo quería saber de dónde era, tenía facciones
de extranjera —argumentó enojado—. Fue solo por curiosidad.
—La curiosidad mató al gato —susurró Lucio, sarcasmo que solo escuchó Elena.
Sonrió y le dio un suave empujón en complicidad con el comentario.
—Ojalá te fijes un poco más en mí, como haces con “tu extranjera” —le reprochó
Clara frenética.
Lucio miraba a Clara con pena. La conocía bien y sabía que no era feliz en esa
relación, pero, criada a la antigua, estaba seguro de que temía quedarse sola si perdía a
Eloy. Ella desconocía la cantidad de pretendientes que tenía en el pueblo. Cualquier
hombre buscaría una mujer con sus cualidades: un estilo de mujer latina, medía un metro
cincuenta y tanto, tenía el cabello castaño claro y lacio como si estuviera recién planchado
que le llegaba casi hasta la cintura. Lucio sabía que, con su personalidad, sus ojos miel y
sus labios carnosos, podía conquistar a cualquier hombre.
No solo llamaba la atención físicamente. En algunas ocasiones atrajo la mirada de
muchos caballeros por sus destrezas. Obtuvo el podio lanzando dardos y solía ganar en la
mesa de billar a cualquiera que se atrevía a desafiarla. Había marcado un precedente en
el lugar. Nadie podía creer que Clara, con su pequeño tamaño, hubiese ganado a tantos
hombres. Ellos afirmaban que solo era suerte de principiante, pero lo que no sabían, era
que esos juegos eran los predilectos del padre y del abuelo de Clara, y no pasaban un
domingo sin practicarlos.
Al terminar de beber lo que quedaba en sus jarras, era el momento oportuno para
retirarse. Finalizada la discusión Elena se levantó, buscó su abrigo, las llaves del auto y
le hizo una seña a Lucio.
—Lo siento chicos. Llegó la hora de retirarme. Estoy cansada.
—Creo que yo también debería irme —habló Lucio para todos los de la mesa.
—¿Quieres que te acerque? —le preguntó Elena.
—Claro. ¿Por qué no? —Lucio se hizo el desentendido, demostrando que esa charla
no estaba premeditada.
—No vaya a ser que te desmayes en el camino —bromeó.
—Sí. Será mejor que vaya a descansar. —Ambos saludaban a la pareja mientras se
abrigaban.
Caminaron hacia el auto de Elena, un vehículo de gama alta. No se entendía cómo
podía costearlo con el sueldo de profesora.
—Lindo auto —dijo Lucio mientras subía.
—Sí. Era de mi marido —dijo ella sonriendo—. Es el único recuerdo lindo que me
dejó ese hombre.
—¿Mala relación?
—El desgraciado tenía otra familia. —Ella se volvió evitando que Lucio viera su cara
de odio por el recuerdo—. Mejor cambiemos de tema no quiero amargarme en este
momento. —Dibujó una sonrisa en su rostro demostrando que solo bromeaba.
—Listo. Mejor cambio de tema. No quiero verte enojada —sonrió Lucio—. Y menos
conmigo.
A una cuadra de su destino pensaba en una excusa para hacerla entrar a su casa y
compartir un momento a solas.
—Tendrás que invitarme un vino para quitarme estos recuerdos amargos —dijo Elena
mientras aparcaba el auto frente a la tranquera.
Lucio había conseguido lo que quería sin esfuerzo. La miró y preguntó:
—¿Quieres bajar ahora? Puedes elegir el vino.
—¿Ahora?
—Claro, ¿o estás apurada?
—Para nada. Será un placer.
Lucio bajó y abrió la tranquera señalándole un espacio detrás de la casa. Los dos
sabían que si alguien veía el auto comenzaría el chisme por todo el pueblo. Nunca faltaría
el curioso que preguntara al día siguiente si había sucedido algo con la profesora de
Literatura.
Al llegar a la puerta de entrada sintieron el olfateo ansioso de Freya desde el interior.
Al entrar, la perra fue directo a saludar a su dueño y se recostó entre sus pies panza arriba
pidiendo que la rascara. Miró a Elena con cautela, se dirigió hacia ella y comenzó a
olisquearla con recelo.
—No te preocupes, no hace nada —dijo Lucio—. Ponte cómoda.
Freya, convencida de que la mujer no era un peligro, se fue directo a su cálida cama
pegada a la estufa a leña para recibir el calor que esta emanaba.
Lucio cerró la puerta y fue hasta la salamandra, colocó unos leños, tomó una página
de periódico viejo y la apoyó entre los troncos. Con un delicado soplido creó una corriente
suave de aire y avivó las brasas que se encontraban al borde de perder su escaso brillo.
Al cabo de unos segundos, ya incandescentes, brillaban al rojo vivo.
Elena se sentó en el imponente sillón rojo, que con su tamaño ocupaba la mitad de la
sala donde Lucio frecuentaba mirar televisión antes de irse a dormir. En tanto, él colocó
una lista suave de música en la aplicación de su móvil que incluía un variado de artistas
como David Gilmourd, Gary Coleman y Charles Bradley entre otros.
Destapó un vino tinto, regalo de sus padres que vivían en la ciudad. Acostumbraban
a traerle esa clase de obsequios cada vez que lo visitaban. Sirvió en dos copas de cristal
y le entregó una a Elena. Brindaron y bebieron un sorbo del exquisito Malbec. Lucio la
miró a los ojos y, decidido, se abalanzó delicadamente hacia su boca y la besó. Sin oponer
resistencia, ella también lo besó apasionadamente.
Las lenguas se entrecruzaron. Los fornidos brazos de Lucio se enroscaron en la cintura
de Elena. Ella comenzó a tocar los muslos de él, apretándolos con fuerza.
Hacía un año que ella no tocaba a un hombre. Una sensación de calidez se esparcía
por su cuerpo. Cambió de posición y pudo sentir que después de tanto tiempo volvía a
humedecerse.
—Quiero que me hagas el amor —le suplicó ella.
Lucio la alzó y la llevó al cuarto. Freya alzó la cabeza para ver pasar a los amantes
hacia el dormitorio. Hizo caso omiso, dio un par de vueltas para buscar una posición
cómoda y volvió a recostarse en su cucha.
Al llegar a la habitación, él la depositó sobre la cama, y sin separar sus labios,
comenzaron a quitarse la ropa. Cuando todas sus vestimentas se encontraban
desparramadas por el suelo, Lucio empezó a descender hacia los pies de la cama. Mientras
le abría suavemente las piernas, recorría un camino imaginario con su lengua desde el
cuello hasta el ombligo, para terminar en sus partes más íntimas.
—Oh... Por favor —gimió ahogada de placer—. ¡No pares! —Curvó su espalda,
reclinó su cabeza hacia atrás y comenzó a mover sus caderas hacia arriba y hacia abajo,
acelerando el ritmo cada segundo. Absorta en el placer, se sintió poseída por el momento
y decidida a gritar, ahogó su impulso. Por pudor tomó la cabeza de Lucio y lo obligó a
subir.
Él volvió a escalar por su vientre besándola, atravesó sus pechos y culminó mordiendo
sus labios. Con una mirada ardiente, humectó sus dedos con saliva, la tocó y, sin dudarlo,
la penetró suavemente. Jugaron un rato. Al principio fue lento y suave. Luego, aceleraron
al ritmo de un mar agitado por una tormenta de verano. Al cabo de unos minutos ella
había logrado alcanzar el clímax.
—Es tu turno —dijo Elena con voz complacida.
Lucio continuó besándola. Se movía en distintas posiciones, se acomodaba, la giraba,
pero no pudo acabar. Su cabeza estaba en otro sitio. Con cautela, encontrándose sobre
ella se deslizó a su lado y quedaron ambos observando el techo como si pudiesen apreciar
un cielo estrellado en una noche despejada. Tomó el celular de la mesita de luz para mirar
la hora: veintitrés treinta.
Elena lo tomó de la mano, observando el dedo anular y, girando la alianza que usaba
Lucio, le preguntó:
—¿La extrañas mucho?
—Sí…
Lucio se había casado en el 2014. Su esposa falleció en un atentado en Francia a un
año de su matrimonio. Por desgracia, ella se encontraba en uno de los tres ataques
ocurridos en París, ejecutados por un grupo de islamitas suicidas. Angustiado, Lucio dejó
la ciudad y partió a Port Erillos en búsqueda de una nueva vida o tal vez escapando de los
recuerdos de ese inmenso amor. Necesitaba un lugar diferente donde crear nuevas
vivencias, donde no tuviese algún tipo de relación con su difunta esposa. Cada lugar de
la ciudad lo asociaba con ella y la pena no lo dejaba avanzar. Sabía que debía superar ese
sentimiento de dolor y la mejor opción fue mudarse. Seguía usando su alianza de bodas
y acostumbraba a pasar horas contemplándola.
—Perdona, pero tengo que ir al baño. —Recogió el calzoncillo, la camiseta y se
dirigió a la ducha.
Al terminar se vistió y se dirigió con altas expectativas hacia el espejo, miró con
desconfianza. Lo encontró empañado y no pudo ver nada. A la vez que sostenía la toalla,
con la mano desocupada lo limpió. Para su decepción solo se reflejaba su cara, su pelo y
su barba mojada.
Volvió a la habitación y observó cómo Elena, ocupando toda la cama, dormía
plácidamente. La acomodó y se recostó a su lado.
Lucio no podía conciliar el sueño. Tenía las hormonas vibrando por todo su cuerpo a
gran velocidad, y en su cabeza solo la imagen de esos ojos azules como el mar sereno,
que había visto a través del espejo.
La intranquilidad desbordaba su cuerpo. No lograba encontrar una posición cómoda
para descansar. Aparentemente sus emociones desordenadas atrajeron a Freya: la buscó
con su mirada, y ahí estaba en sus cuatro patas, con el pelo crispado mirándolo. Jamás le
había gruñido, ni desde pequeña. Él podía quitarle la comida del hocico que ni eso la
hacía enojar. La escena lo dejó perplejo.
De repente, su cuerpo comenzó a pesar más de lo normal, parecía que lo aplastaban
contra la cama, la gravedad aumentaba como si se acercase al horizonte de un agujero
negro. Sus párpados comenzaron a cerrarse en contra de su voluntad. La amplitud de las
ondas sonoras se fue aplacando y fue ahí cuando pasó al otro lado, el lado de los sueños.

III

El sueño

Miércoles 17 de abril de 2019 – Port Erillos

—¡Aaaaahh! —Saltó de la cama y sin querer golpeó en el muslo a Elena.


—¡Ay! ¿Qué sucede? —preguntó exaltada con un destello de enojo en su voz. La
habían despertado de un sobresalto a altas horas de la madrugada, y de tal manera, que
no encontró otra forma de responder.
—Ehhh… —Se quedó pensando, sin saber qué decir o sin querer contarle lo que había
soñado—. Nada, nada. No te preocupes, creo que fue una pesadilla—. Evadió explicar el
suceso onírico, en el cual había visualizado con mayor nitidez a la dama del espejo.
—Ok. Relájate y vuelve a dormir —dijo Elena mientras giraba hacia el otro lado de la
cama y le dio la espalda desnuda.
Lucio no pudo volver a conciliar el sueño por un tiempo. Tenía los ojos tan abiertos
que sus párpados parecían pegados con cinta adhesiva a su frente. Solo tenía en mente a
esa desconocida que había identificado a lo lejos durante su fantasía, donde sus rizos
dorados flameaban debajo del gorro de lana. No entendía qué era lo que le había sucedido.
¿Había sido algo más que un simple sueño? ¿Habría sido un viaje y no tan solo un sueño?
Aún no encontraba respuestas.
Miró hacia el costado y encontró a Freya durmiendo a su lado, acostada en un trozo
de frazada que caía desde un extremo de la cama. A su cuerpo llegaba una brisa de
tranquilidad al encontrarse cómodo al abrigo de un hogar seguro y una cama templada.
Hubo otra media hora, o más, donde él se movía de un lado a otro. Trataba de no
despertar a Elena: no necesitaba otro reto por no dejarla dormir.
Con tanto meneo sintió una molestia en su hombro, como un pequeño pinchazo. Lo
tocó superficialmente por encima de su camiseta, pero no sintió nada extraño. Luego de
practicar un pequeño ejercicio de respiración, se tranquilizó y logró dormirse.

Al despertarse a la mañana siguiente, encontró una nota en su almohada donde tenía


escrito “GRACIAS POR UNA NOCHE ESPECTACULAR”, escrito que llenó de orgullo
la virilidad de Lucio. Tenía un beso marcado con pintalabios rojo fuerte tendiendo a un
borgoña, en la esquina inferior derecha del papel. «Espero que no haya exagerado», pensó
y largó una sonrisita fanfarrona para sí. Elena se fue temprano y había dejado plasmada
en la carta su gratificación de una gran noche. Lucio estaba tan rendido que no sintió ni
el canto del gallo, menos la partida de la mujer con la que había dormido.
Continuó recostado: los miércoles no daba clases en el colegio. Trató de dormir un
poco más para recuperar las horas de mal sueño, pero su cabeza estaba tan agitada que no
volvió a pegar un ojo.
Aprovechó el tiempo libre para descifrar el sueño. Estaba seguro de que era la mujer
del espejo, quien estaba camuflada y sosteniendo un fusil.
«Esto no fue un sueño», se dijo a modo de convencimiento. Para él había sido algo
totalmente nuevo. Sentía que todo era coherente, las personas no se desvanecían y el
tiempo pasaba a un ritmo real. Todo se sentía auténtico, a diferencia de los sueños
normales donde las cosas se ven distorsionadas, las acciones son incoherentes, las caras
se van modificando y el tiempo es distinto al real. Aunque algo lo inquietaba y lo hacía
dudar, en ningún momento pudo sentir olores: su sentido del olfato estaba desactivado
como cuando alguien tiene una espantosa congestión nasal.
Lucio había leído el libro escrito por su progenitor “La ausencia de olores en los
sueños”. Su padre era un prestigioso psicólogo que atendía en la ciudad, especializado en
el ámbito onírico, y siempre destacaba el hecho que sus pacientes al soñar no percibían
olores, a menos que fueran estimulados desde afuera del sueño. Y ni así era factible
identificar el aroma.
Dejó de divagar. Podría haber seguido con sus pensamientos abrumadores, pero debía
terminar su proyecto de investigación y presentarlo dentro de dos días.
De un salto enérgico se levantó, tomó el móvil y marcó, de la sección de contactos
habituales, un número de teléfono.
—Hola Lucio. ¿Qué necesitas? —La voz decaída de Clara se escuchó luego de varios
timbres.
—Clara, buen día. ¿Está todo bien?
—Claro —escuchó que le decía, sin más.
—Te conozco bastante. Sé por tu tono de voz que no estás de buen humor.
—No realmente, pero no te preocupes. Luego te explico.
Ella era una mujer que llevaba una sonrisa en cada conversación y siempre estaba
alegre. Lucio sabía que cuando contestaba así, era porque había algún problema en el
colegio o había peleado con Eloy. No cabían más posibilidades.
—Ok. Te llamaba por lo de mi clase de matemáticas del viernes.
—Sí. Lo recuerdo. Me lo pediste hace una semana —expresó Clara—. Ya tengo a la
profesora Romero que te cubrirá.
—Perfecto. Por eso la gente te quiere —dijo riendo—. Ahora... ¿Quieres contarme
qué es lo que te sucede?
—No. Por teléfono no. Esta tarde paso a dejarte los papeles para que firmes el cambio
de hora y te cuento bien. Obviamente si tienes tiempo —le dijo Clara sumida en su
tristeza.
La casa de Lucio quedaba de camino. No le costaría nada pasar por allí. Además, no
quería volver a su casa y necesitaba el consuelo de su buen amigo.
—Clara… Para ti sabes que tengo todo el día —manifestó.
Un poco preocupado colgó el teléfono y se fue al comedor. Mientras preparaba el
desayuno abrió un sobre con alimento especial para Freya. Era como ofrecerle un dulce
a un niño: ella saltaba de un lado para otro cada vez que Lucio buscaba en la alacena su
alimento. Lo colocó en un platito y lo mezcló con su alimento cotidiano. Luego se puso
a trabajar en su investigación. Solo le quedaban algunas correcciones por hacer y
necesitaba terminarlo antes que llegara su amiga Clara.
Temía que algo hubiese pasado con Eloy. Recordó que al irse con Elena ellos
continuaban discutiendo.
Sumido en su proyecto se le pasaba el tiempo volando y cada media hora salía a estirar
las piernas. En uno de esos descansos, se sentó en un tronco de gran tamaño que albergaba
en su patio: disfrutaba más de dos mil metros de jardín. Unas líneas de árboles marcaban
el límite entre propiedades. En la parte trasera había un galpón con toda la chatarra, un
pequeño taller con un torno que usaba para sus trabajos en madera, y a la derecha de este,
el acopio de leños. Por último, una colorida huerta con gran cantidad de vegetales. Era un
placer para él tener sus alimentos orgánicos y espacio a su alrededor.
Encendió un cigarro, relajó el cuello y su cabeza cayó por inercia. Se quedó
apreciando el cielo celeste. Cerró sus ojos y colocó, por el lado interior de los párpados,
la imagen de esa desconocida que había cautivado tanto su agitado corazón.
El retrato de la mujer le hizo preguntarse qué sería de su vida amorosa. Si alguna vez
volvería a conocer el amor, si encontraría o no a alguien, o si moriría en soledad y
escuchando solamente el retumbar hueco de sus pasos. Tenía miedo de enamorarse de
nuevo. Había perdido a la única mujer que amó y comprendía que reconstruir su
destrozado corazón le estaba llevando demasiado tiempo. Aunque esa misteriosa
aparición le hacía replantearse el tema. Tal vez, estos viajes tenían un significado
trascendental: podrían transformarse en el puntapié inicial para superar el triste pasado y
dejar atrás el tormento que le produjo la muerte de su esposa.
«Creo que terminaré enamorándome de una mujer imaginaria», pensó con una
sonrisa. Tiró la mitad de su cigarro y, meditabundo en sus reflexiones, volvió a trabajar.

Luego de un par de horas, un vehículo se estacionó en la puerta de su casa. Por la


ventana vio que Clara bajaba. Con ánimo salió a recibirla.
—Adelante. ¡Pasa, pasa! —dijo Lucio.
Freya corrió, mientras ladraba, para ver quién era la visita, le saltó a la altura de la
cintura marcando unas patas grises en su colorido vestido de flores estampadas. La olfateó
y le hizo juegos por un buen rato, siguiéndola por todos lados y acompañado el
movimiento con su rabo.
A Clara le encantaban los perros y acostumbraba a hacer de cuenta que tenía una
conversación con ellos.
—¡Hola hermosa! ¿Cómo estás? ¡Tanto tiempo sin verte! —Clara reía entusiasmada
por el espléndido recibimiento.
Freya ladraba y emitía un sonido que parecía articular palabras, con lo cual siempre
entretenía a Clara. Nunca podía dejar pasar esas charlas interesantes, por más que viniesen
de parte de un can.
Clara se sentó en el sillón mientras Lucio le preparaba un té. Solo tomaba té verde
porque decía que era un estimulante para el corazón y para el cerebro. Además, evitaba
indigestiones y fatiga.
—Dime, ¿qué sucedió con Eloy? —preguntó Lucio mientras le entregaba la taza de
té.
—¿Cómo sabes que estoy así por él? —carraspeó Clara luego de intentar dar su primer
sorbo— ¿Habló contigo? —volvió a preguntar.
—No he hablado con él, no te preocupes. Lo imaginé por lo de anoche en el bar y por
tu voz de ultratumba.
Clara le contó cómo Eloy, la noche anterior le había pedido el número de teléfono a
la mujer atractiva, de grandes pechos, sentada en la barra del bar.
—Al llegar a casa encontré la servilleta con un número y debajo había un nombre…
“María”.
Sin saber qué responder, Lucio mordió su labio inferior, abrió los ojos y levantó los
hombros sin expresar palabra. Comprendía que se merecía alguien que la tratara bien.
Era una lástima que fueran amigos desde hacía años. Lucio sabía que sería una excelente
pareja para cualquier hombre, incluyéndose.
—¿Qué le dijiste?
—Le dije que se fuera. Recuerda que esa es la casa que me regaló mi padre.
Los padres de Clara tenían grandes fincas y suerte con las cosechas. Unos años antes,
al volver de la ciudad con su profesorado de Historia, le regalaron una maravillosa casa
en una colina del pueblo. Luego de un arduo trabajo como maestra en el colegio la
ascendieron a vicedirectora. Así ganaba un sueldo moderado, suficiente para vivir
cómodamente.
—Seguro que llamará para volver a verte.
—¡Que no se le ocurra a ese descarado! Sé lo que es la lealtad y la fidelidad. La
elección y la persistencia con una pareja es algo que se reafirma cada día y esa fue la gota
que rebalsó el vaso —exclamó Clara—. Prefiero no hablar del tema. Solo necesitaba
descargarme con alguien. Discúlpame Lucio.
—No te preocupes. Hay muchos peces en el mar. Recuerda que un admirador te dejó
un ramo de rosas para tu cumpleaños la semana pasada.
—¿Qué estás diciendo? ¡Ese viejo pervertido de leyes! —le gritó a Lucio.
Se referían a uno de los pocos abogados del pueblo, que dictaba la cátedra de Derecho
en el colegio. Rondaba los sesenta años y solía ser “muy cariñoso” con las profesoras.
Lucio comenzó a reírse sin parar, mientras Clara le lanzaba un golpe, sin fuerzas,
directo en la espalda, reprochándole su comentario.
—Gracias por levantarme el ánimo. Estas pequeñas cosas son las que necesito en este
momento —le agradeció.
—Para eso estamos los amigos. ¿No?
—¿Y a ti? ¿Qué te pasa? ¿Por qué traes esas ojeras?
—Mira. Si te cuento no me creerías —dijo mientras se levantaba a dejar su taza en el
lavaplatos.
—¡Soy toda oídos! —Clara apoyó la taza en una mesita cuadrada que estaba delante
suyo, cruzó los brazos y se recostó en el sillón lista para escuchar atenta el relato.
—Pero promete que no me tratarás de loco.
—Prometido. —Ella levantó la mano jurando como hacen los testigos al declarar en
un juicio.

IV

Dukesa

Sábado 13 de abril de 2019 - Arkhangelsk

Sobresalían por los costados de su gorro de lana: esos mechones bailaban al compás
del reflejo del sol como serpientes doradas. Salió de la panadería, solía cerrar a las cinco.
Era una tarde fría y el cielo estaba parcialmente nublado y se alcanzaban a ver unos rayos
de sol por detrás de las nubes dispersas. Vivió toda la vida en ese pueblo, el pueblo en
que varias de sus generaciones habían dejado su rastro.
Al llegar al edificio, en el vestíbulo revisó el correo, descartó los remitentes de los
vecinos y tomó el que tenía su nombre. Al entrar a la casa colgó su abrigo, prendió el
termostato de la losa radiante. En la región era la calefacción predilecta y hasta en los
inviernos más crueles se podía caminar descalzo y mantener los pies cálidos. Como de
costumbre, se sacó las botas y las colocó al costado de la puerta.
Puso las noticias en la televisión. Necesitaba un ruido de fondo para no sentir la
soledad del hogar. Agotada, tomó una botella de vino, una copa y se sentó frente al
escritorio. Abrió la carta. Se trataba de la propaganda de la famosa joyería “Jewelry
Boucheron” que abriría en el centro comercial. «Nada importante, pero…», se quedó
abstraída pensando un momento. ¿Sería un déjà vu?
Dukesa salió del baño. Calculando meticulosamente cada paso, se dirigió hacia su
compañera de cuarto: tenía el pelo blanco veteado con manchones marrones y grises, y
era tan esponjosa que sus patitas casi no se veían por el largo del pelaje. De un salto subió
al escritorio donde estaba su dueña, sin importarle pisó unos papeles y tiró un bolígrafo
al piso. Con tal descaro, ignorando su torpeza, empujó la mano de su ama con la cabeza
peluda ordenando que la acariciara.
—Tú sí que eres mañosa —le dijo a su gata.
Entre sorbo y sorbo, hizo bailar el vino con cada movimiento de la copa. Descendía
con lágrimas danzarinas arrastrando un tinte rojizo por las paredes de cristal, mientras
ella apreciaba desde su ventana el paisaje frío que le ofrecía el pueblo norteño. Tenía una
mirada fija, una mirada perdida, una mirada pensativa.
El pensamiento frenético que la abrumada la llevó a tomar un pequeño alhajero
guardado en el primer cajón. Lo que albergaba en su interior la había mantenido
desconcertada por años. Lo abrió y, postrada como bailarina en una cajita musical, se
encontraba una alianza. Representaba una herencia familiar. Nunca había pensado en
venderla, ni siquiera en momentos de necesidad. Analizó la inscripción interior por unos
segundos, la colocó en su dedo anular…, pero no encajaba.
Las voces de las noticias internacionales se escuchaban a lo lejos. Intrigada volteó
hacia el televisor. Por casualidad o por destino, vio una lista de las personas caídas en el
atentado ocurrido cuatro años atrás en París. Y ahí estaba esa persona. Velozmente abrió
su computadora, volvió a mirar el nombre grabado en el anillo. Comenzó a buscar en
internet. Encontró un artículo que contenía una lista con noventa personas, todas de
distintas partes del mundo. Y allí estaba ella de nuevo. Se dio cuenta que, si quería
encontrar al hombre que había usado esa alianza, tendría que cruzar medio continente.
Finalmente, luego de pensarlo por unas horas, tomó la decisión de ir a buscarlo. Tantos
años de incertidumbre la habían obligado a tomar esa decisión. Tendría que comprobar
por ella misma la historia que había escuchado por su abuela innumerables veces. Ahora
tenía una pista fiable.
Esa misma tarde compró los boletos. Armó los bolsos apurada, como si tuviese que
tomar el último vuelo dentro de media hora, aunque saldría dentro de una semana.

El relato

Miércoles 17 de abril de 2019 – Por Erillos


Clara estaba expectante. Lucio contó la historia desde el principio. Comenzó con lo
sucedido el día anterior: cómo esa mañana vio la silueta de la mujer proyectada en el
espejo de su casa. Esa misma noche después de golpearse la cabeza en el baño del bar,
volvió a ver sus ojos y facciones con mayor nitidez. Se percató que ella lo miraba a través
del espejo, y lo impactante y real que se veía.
—¿Qué? ¿Te golpeaste en el espejo? —interrumpió la historia que contaba Lucio—
. No dijiste nada cuando regresaste del baño — le reprochó Clara.
—Sí, supongo que lo omití —. Esbozó una sonrisa en su rostro—. Además, tricé el
espejo del baño. Creo que tendré siete años de mala suerte.
—Tú no crees en supersticiones.
—Claro que no, pero… ¿Puedo continuar mi historia? —preguntó Lucio
fanfarroneando.
—Continúa… —rezongó Clara.
Lucio reanudó su relato. No sabía qué había pasado esa noche: si se había dormido, o
si se había desmayado. Pero de repente se encontró al costado de una carretera de tierra,
muerto de frío. Se miró de pies a cabeza y notó que llevaba únicamente la camisa y el
calzoncillo que tenía puesto esa misma noche. El miedo corría por sus venas: estaba
semidesnudo a menos de cero grados, todo estaba cubierto de nieve. Solo se veían los
pastos más largos que sobresalían del suelo blanco. Había pequeños manchones de tierra
creados por las huellas de algún vehículo grande. Sintió como rápidamente se le iban
enfriando los pies, seguido del temblor que subía por su cuerpo tensando todos los
músculos. Miró a su alrededor, no sabía qué camino tomar. Lo primero que hizo fue tratar
de buscar refugio, y frente a sus ojos, a no más de cien metros, divisó un edificio en ruinas.
Al acercarse descubrió que no se trataba de un edificio. Lo que estaba viendo era una
catedral, o mejor dicho, lo que quedaba de ella. La parte más alta debió llegar a unos
sesenta metros, el color marrón oscuro de los muros tenía un tinte rojizo. La mayoría
tenían hileras que carecían de ladrillos, dando una luminosidad tenue al interior. De estilo
semejante al románico, las puertas se hallaban formadas por una serie de arcos redondos
concéntricos y en degradación, y las ventanas eran bastante más altas que anchas,
terminando en arco. Solo se veía un ingreso: se trataba de uno de los arcos que debió
haber funcionado como entrada para los feligreses. La catedral estaba en pésimo estado.
«Creo que es el mejor refugio que puedo encontrar por ahora», pensó en ese momento.
Se acercó con precaución, parecía tierra de nadie. A los costados, carros quemados y
despanzurrados permanecían silenciosos en la banquina. Caminó esquivando los
escombros con precaución de no pinchar sus pies descalzos. Ocultaba el cuello con su
mentón mientras se abrazaba tratando de calentar su cuerpo. Se notaba el frío en cada
bocanada de vapor que salía de su boca temblorosa.
Después de recorrer unos metros en su gélida caminata, comenzó a oír explosiones a
lo lejos. Sin ningún interés en averiguar qué sucedía a sus espaldas, con la velocidad de
un venado asustado corrió hacia la catedral. Golpeaba la nieve con sus canillas, pisaba
charcos y tropezaba con trozos de ladrillos dispersos por el suelo, algunos ocultos bajo
los copos blancos, y otros a simple vista, todos esparcidos a causa de los bombardeos
previos acaecidos en ese lugar. En tiempo récord logró cruzar el arco de la iglesia
poniéndose a resguardo.
Ahuecó las manos y las calentó con el vapor de su aliento. Mientras caminaba,
imaginaba lo lujoso que habría sido ese lugar. Pisando con cautela iba de columna en
columna acercándose al altar. Una especie de tela colgaba desde el techo, aparentemente
tapando un hueco donde ahora se podía apreciar el cielo gris. Tanto el techo como los
pisos estaban decorados con granito. Su diseño arquitectónico mostraba los magníficos
techos abovedados que durante su esplendor debió generar una acústica impresionante.
Subió los escalones que llevaban hacia el altar, cubierto de un distinguido roble ocre
que milagrosamente no había tenido ni un rasguño. Al continuar la acelerada inspección,
se espantó al ver un sendero de sangre que desfilaba por el piso del presbiterio. Con temor
se acercó y cruzó por delante del sagrario. Lo que encontró le hizo girar la cara e,
intuitivamente, taparse la nariz, aunque no pudiera oler nada. Con la mitad del rostro
aplastado por un gran trozo de escombro, yacía detrás del altar, el cuerpo de un soldado.
Vaciló un instante. Su instinto de supervivencia lo incitó a tomar la ropa. A ese
cadáver ya no le haría falta y él se encontraba en una situación extrema. Apartó la mirada
del cráneo deforme evitando tocar la sangre y desabotonó una chaqueta de lana con
bolsillos en la sección del pecho. Al colocársela sintió cómo, gracias al suave algodón
interior, subía gradualmente su temperatura corporal. A pesar de que el soldado se veía
más bajo que él, le sobraban mangas. Le dio una vuelta al ruedo y pudo volver a ver sus
manos. Le retiró las botas y jaló del cadáver un pantalón semibombacho. Se colocó las
botas, realizadas en cuero negro de media caña. Las suelas estaban reforzadas por clavos
metálicos y con herradura en el tacón. Al calzarse sintió cómo se le doblaban los dedos
al introducir completamente el pie. Por último, colgó el fusil en su hombro. De inmediato,
al igualar sus uniformes, formó parte de los soldados. Se sentó, analizó la situación y miró
detalladamente su vestimenta color verde oliva oscuro. Se dio cuenta que ahora pertenecía
al Ejército Rojo.
Luego de aclimatar su cuerpo analizó el resto del panorama. Fue inevitable sacar
conclusiones: el antiguo fusil, los carros demolidos y algunas grandes huellas de tanques,
todo afirmaba que estaba en una guerra, la Segunda Guerra mundial.
El silencio empezó a cubrir el exterior de la catedral. Decidido a salir se coló por una
brecha irregular de la pared. No era muy ancha. Irguió la espalda, contrajo su pecho y sus
tripas, de tal manera que apenas pasó rozando los bordes de los ladrillos. Su fusil se quedó
trabado en un elemento puntiagudo que sobresalía de la abertura. Sacudió los hombros y
la correa cedió.
—En cuanto pisé el exterior de la catedral, escuché que alguien me murmuraba desde
arriba. Alcé la mirada y allí se encontraba ella. Hermosa, camuflada, vestida con un overol
blanco, recostada y apuntando con un rifle —contaba Lucio.
—¿Ella…? —preguntó Clara, ansiosa por saber quién era.
—Sí, la mujer que vi en el espejo.
Lucio explicó con detalle las facciones delicadas de la enigmática mujer. Sus pómulos
marcados y su fugaz mirada le hicieron recordar el rostro de Isabella. Guardaba aún en su
recuerdo la imagen de la última despedida en el aeropuerto.
—¿Te estaba apuntado con el arma?
—No, no. Ella apuntaba hacia el horizonte.
—Y luego, ¿qué paso?
—Solo me observó y luego… abrió sus ojos de par en par. Me quedé perplejo,
mirándola boquiabierto —se refería a como hacen en las caricaturas al ver una mujer
hermosa—. Luego sentí el impacto de una bala, un disparo que penetró mi cuerpo.
—¡Te dispararon! —gritó Clara sumergida en el relato.
—Así parece. En ese instante desperté sobresaltado y golpeé la pierna de Elen... —
Sin terminar la frase abrió los ojos. Se dio cuenta que había hablado de más.
—¡Qué! ¿Dormiste anoche con Elena? —Clara cambió repentinamente el tema—
¿Sabes que trabaja en el colegio y también es tu amiga? —Clara lanzó una pregunta
retórica.
Él sabía que esa situación era algo de una noche. Si terminaba mal podría afectar la
relación laboral con Elena. El otro problema era que siempre estaba la profesora
chismosa, con su vida aburrida y rutinaria, que se encargaba de entrometerse en la vida
de los demás.
—Sí, por supuesto. No me digas que ahora viene el sermón parroquial. ¿Me darás la
penitencia por ser la directora del colegio?
—Vicedirectora —lo corrigió Clara mirándolo a los ojos—. Y por supuesto que no,
tú eres uno de los pocos amigos que tengo en este pueblo —expresó sus sentimientos
mientras agachaba su cabeza arrepentida por el reto—. Volviendo al sueño, ¿quieres mi
veredicto?
—Por supuesto.
—Primero, te estás enamorado de una mujer imaginaria —se burló con una risita
ahogada—, y segundo, solo es un sueño. No tienes de qué preocuparte.
Eso era lo que le preocupaba: sabía que no era un sueño común y corriente. El golpe
en la cabeza debió afectarlo. Nada era igual a cuando alguien sueña. Allí podía sentir
todo: la respiración, la temperatura, sus pies fríos al tocar la nieve, la falta de abrigo, el
peso de la ropa que llevaba puesta y hasta el temible ruido de las explosiones. Recordaba
la suave superficie de la madera del fusil que sostenía, incluso hasta el gélido viento que
llegaba a sus manos sin guantes.
—¿Crees que estoy loco? —preguntó Lucio preocupado.
Clara negó con la cabeza. Se le acercó, lo tomó del hombro dulcemente para afirmar
lo que iba a decir.
—Yo te creo. Cuenta conmigo para lo que necesites.
Al ver la expresión de incomodidad al tocarlo, retiró inmediatamente la mano.
—¿Qué sucede? —preguntó asombrada por la reacción de su compañero.
Lucio, desconcertado, estiró la camiseta que llevaba puesta y enseñó su hombro.
Distinguieron una extraña cicatriz que nunca estuvo ahí. Luego miró a Clara y le dijo
asustado:
—Esto no fue un sueño.

Esa noche, más tarde, cuando Lucio se encontraba demasiado nervioso para dormir,
apagó las luces y prendió la televisión. Buscó una película de la Segunda Guerra Mundial
para ver si reconocía algún lugar. El filme trataba de un grupo de soldados soviéticos que
debían detener el avance alemán a través de la ciudad de Stalingrado. «Voy a tener que
aprender a pelear si llego a volver allí», pensó riéndose para sus adentros. Lucio
identificaba cada táctica de guerra: el más mínimo detalle lo ayudaría a desempeñarse en
esa clase de terreno, ya que, para él, el campo de batalla era algo que solo conocía en
películas como esta.
Miraba la hora en su móvil una y otra vez. Sabía que podría volver a viajar y no estaba
seguro de lo que pasaría.
En su mesita de luz tenía la impresión de un periódico. Había googleado la imagen
de un diario antiguo que decía en su titular “Hitler ha muerto” y ponía la fecha de su
deceso. Colocó el papel a su lado, junto con su cuchillo estilo Rambo. Pensaba que, si
podía llevarlo con él, tal vez le serviría para defenderse. «Al menos contra un chancho
salvaje. Sería mejor llevar un chaleco antibalas» pensó distraído, sin prestar atención a la
película.
Desconcertado, despertó por los ladridos de Freya. Miró el televisor y vio la pantalla
a oscuras. La película había terminado, pero la televisión continuaba encendida. En ese
momento comenzó a sentirse fatigado, involuntariamente se le comenzaron a cerrar los
ojos. Sabía lo que estaba por suceder, era hora de volver al pasado. Quería controlar el
tiempo que pasaba en el otro lado. Estiró la mano para agarrar el móvil y ver la hora, pero
su fuerza no fue la suficiente. Su brazo era débil y sus manos comenzaron a temblar. No
pudo sostener las extremidades y cayó vencido. De fondo se seguían oyendo los ladridos
de Freya. El sueño ya se había apoderado de su cuerpo, los sonidos comenzaban a alejarse,
lo claro se volvió gris para luego convertirse en oscuridad. Y en ese mismo instante no
oyó nada más.
VI

La mirada

«Año 1945 – Algún lugar de Europa Oriental»

Con dificultad abrió los ojos. Permanecía recostado sobre una camilla de tela verde
militar. Estaba solo en un cuarto de tres por tres. Revisó con la mirada hasta donde se lo
permitió el cuello. Los agujeros esparcidos en las paredes permitían ver cómo ingresaba
la opaca luz de un día nublado. A su derecha visualizó una gran cantidad de papeles sobre
una mesa antigua apoyada contra la única pared en buen estado: a las demás les faltaban
uno que otro ladrillo. Junto a una botella que contenía, al parecer vodka, había una
lámpara de aceite recostada. Le faltaba un pedazo de la pantalla y la manija estaba
perdida. Era muy probable que no funcionara.
En la entrada vio un pedazo triangular de tela que oscilaba con el viento. En cada
flamear, una brisa helada e invisible arrastraba copos de nieve desde el exterior.
Trató de reincorporarse y notó que su cuerpo no se lo permitía. Entonces vio su
hombro izquierdo inmovilizado, rodeado por una venda blanca salpicada con un tinte
rojo. Al tocarlo soltó un quejido mudo. Apretó el labio inferior con los dientes para que
no lo oyeran. Desconocía dónde se encontraba. El sentido común le demostraba que debía
ser cauteloso.
En ese momento el trozo de tela dejó de flamear y, encorvada para no golpearse la
cabeza, apareció la dama de pelo rubio. Cuando ella se enderezó, lo primero que Lucio
distinguió fueron esos ojos azules. No era solo el color de los ojos, sino también su
mirada, una mirada desconfiada. Sin hacer contacto visual ella movió sus pupilas
horizontalmente y observó de reojo, la mirada preocupada del hombre. Al ver como lo
ignoraban, su corazón sonaba con un palpitar cada vez más acelerado. El calor ascendía
a su pecho, los nervios se iban apoderando de él y una llama subía hacia su garganta
quemando cada palabra que necesitaba articular.
Callada se acercó a la mesa y se sirvió de la botella el escaso líquido que quedaba, lo
bebió y arrojó la botella vacía en un rincón del cuarto. Sin decir palabra arrastró la silla
en dirección a la cama. El chirriar de las patas erizó los vellos de todo el cuerpo del
hombre. Ella se sentó con las piernas abiertas y con el respaldo en dirección a Lucio. Lo
observó por un rato y analizó su rostro asustado. Luego de un momento preguntó con
tono irritante:
—Kak tebya zovut? —dijo mientras sostenía el mango del cuchillo que colgaba del
cinto.
Lucio sabía que le estaba preguntando su nombre.
—Privet. —Antes de contestar la saludó en ruso. Sabía que no le haría daño, seguro
que había sido ella quien vendó su hombro lastimado—. Soy Lucio, muchas gracias por
salvarme —le dijo en su idioma.
La mujer se tranquilizó y retiró su mano desconfiada del cuchillo.
—¿Cuál es su compañía, camarada? ¿Y cómo llegó aquí? —preguntó entrecerrando
los ojos y largó una mirada desafiante.
Evadió la primera pregunta sin saber qué responder y contestó la segunda:
—Realmente no sé cómo llegué aquí.
—¿Eres un desertor? —preguntó ella frunciendo el ceño.
—No, no. Lo cierto es que no logro recordar nada. Tuve un fuerte golpe en la cabeza
—mintió tratando de hacer tiempo y pensar cómo salir de la situación.
—¡No te creo! —Se puso de pie y salió del cuarto apurada, como cuando alguien
olvida algo en el fuego.
—¡Espera! —dio un grito desesperado.
Asustado, Lucio miró para ver si el cuchillo que dejó sobre su cama habría viajado
junto a él, aunque no supiese qué hacer con el arma. Miró a su alrededor y no lo encontró.
Su idea no había funcionado.
Alterado, sin saber lo que le esperaba, intentó levantarse, aunque nuevamente sin
éxito. Un segundo después ella volvió a entrar con una hoja en su mano. La colocó a
centímetros de la cara de Lucio. Él, primero miró las manos de ella, delicadas y pequeñas,
sin un grano de tierra entre las uñas. Luego analizó lo que había en el papel.
Se sorprendió al ver su rostro en él. Analizó unos segundos el dibujo hasta que lo
retiraron de su vista. El retrato que ella había dibujado era idéntico a Lucio.
—Yo te vi a través de ese espejo. —Señaló un espejo que se encontraba al fondo de
la habitación sobre un tacho que hacía de lavamanos— ¡Sé que tú también me viste! —
le dijo ella con seguridad.
—Sí, claro que te vi. Y con el respeto que te mereces… Déjame decirte que…, ¡eres
hermosa!
Ese comentario hizo que ella abriese los ojos y se ruborizara. Definitivamente no
estaba acostumbrada a los cumplidos. Por el color de sus cachetes parecía que no estaban
en invierno. Ella susurró algo en ruso, pero él no entendió. Había palabras que no conocía.
Pensó que había sido algún insulto, pero normalmente nadie se enojaba después de un
piropo. Lo dejó pasar sin darle importancia.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó con una voz suave para no alterarla.
Ella se negó a responder. Definitivamente Lucio todavía no ganaba su confianza. La
mujer acercó su cara a la de él y le dijo:
—Escucha. Si no me dices cómo llegaste aquí, el comandante de batallón tendrá
muchas preguntas para hacerte.
Lucio recordó lo leído en los libros de Historia y lo que vio en películas bélicas. Sabía
que si lo tomaban por un desertor probablemente lo fusilarían. Pensó decirle la verdad,
pero nadie le creería. De todas maneras, haría el intento.
—Mira. Te diré la verdad. Es probable que no me creas, pero…, antes necesito saber
en qué lugar estamos… —preguntó Lucio.
—Estamos en Prusia Oriental —contestó ella.
—Y…, ¿en qué fecha?
—25 de enero de 1945 —le dijo velozmente, decidida a escuchar su relato.
Quedó sorprendido por lo que oyó. No por el año: él sabía que la guerra para Rusia
había comenzado en 1941, sino por el hecho que solo quedaban unos meses para que la
Alemania nazi fuera derrotada.
Él le explicó con la verdad, lo sucedido. Comenzó narrando los hechos con los
espejos. Sabía que ella, de alguna manera, había experimentado lo mismo. No supo
decirle cómo había llegado hasta ahí. La realidad era que ni él mismo lo entendía. Y que
luego corrió desnudo a ponerse en resguardo a la catedral.
Pese a la perplejidad y a la inquietud de la mujer, que escuchaba como a un niño de
cinco años contar una historia fantástica, continuó atenta sin interrumpir. Lucio trató de
convencerla con datos reales de la Segunda Guerra Mundial, cómo el ejército soviético
había entrado en Berlín, que tanto Hitler como su amada Eva Brown habían cometido
suicidio… Aunque a esas alturas ya era oficialmente Eva Hitler, sucesos que se
comprobarían…, interrumpió la conversación para recordar y calcular:
—Exactamente dentro de tres meses y cinco días —le dijo a su captora.
Evaluando la expresión en su rostro, los ojos se le habían duplicado en tamaño. Estaba
enterándose de noticias maravillosas, cosas que cualquier soviético quisiera escuchar,
aunque se notaba que continuaba desconfiando del relato.
Lucio recordó la impresión del periódico que había dejado a su lado. Supo que podía
encontrarse en una situación así, entonces buscó con su brazo sano por debajo y a sus
costados la hoja del periódico que mostraba el fin de la guerra. Pero ocurrió lo mismo que
con su cuchillo: no estaba ahí. Parecía que Lucio no podía traer nada en sus viajes, a
excepción de la escasa ropa con la que apareció allí por primera vez.
—¡Quieto! —gritó ella, asustada por el movimiento repentino que había hecho.
—¡Espera! —Lucio en ese instante recordó que llevaba su anillo de bodas—. ¡Mira!
Observa la fecha.
Se lo arrebató con la rapidez de un rayo y lo alzó para observar la inscripción en su
interior. Lo sostenía como si estuviera mirando un billete a tras luz. Por unos instantes se
quedó pensando en lo que había leído: “26 de noviembre de 2014”. Luego se lo entregó
sin decir una palabra.
Meditó en silencio lo que había escuchado y lo leído en la sortija dorada. Lo miró a
los ojos y le preguntó:
—¿Eres casado?
—Viudo —contestó él.
Demostrando lástima por su respuesta, y aún con un limitado convencimiento en la
historia, le dijo:
—Roza Georgiyevna Shanina, comandante del pelotón de francotiradores.
Finalmente había conocido el nombre de la misteriosa mujer.
—Roza. ¡Qué bello nombre! —dijo alucinado.

Parecía una mujer de carácter decidido y, con su mirada firme, hacía que cualquiera
que la viera por un segundo entendiera cómo le habían afectado los años de guerra. Era
probable que si estuviera en un ambiente menos agresivo o peligroso se mostraría dulce
y compasiva. Su hablar correcto mostraba educación a pesar de ser una mujer de pueblo.
Pero ahora ocultaba cualquier vestigio de comprensión o dulzura para los que la rodeaban.
También por ser mujer, porque a pesar de ser respetada por su valentía y sus honores,
daba la impresión de que algún rasgo de simpatía le quitaría perspectiva en el campo de
batalla. La templanza y la distancia le permitirían una concentración sin igual como
francotiradora, por lo menos hasta ahora había dado excelentes resultados. Toda su
atención se mimetizaba en el campo de batalla, semejaba un camaleón con el entorno y,
tal vez por eso, era uno de los sobrevivientes condecorados del Ejército Rojo. Sus bajas
eran gracias a la destreza que había obtenido por los exigentes entrenamientos: cada roce
del viento despertaba sus sentidos para dar en el blanco y podía ver el recorrido de la bala,
ya que el destello de la pólvora que se desvanecía la guiaría a su objetivo.
Lucio no sabía qué iba a ser conveniente contar a los superiores de Roza. Luego de
ver el dibujo, él no tuvo problemas en narrar la extraña historia de película de ficción,
pero ya no era conveniente husmear en el límite de la aceptación esotérica del resto. Lo
más corriente que llegaba a las tiendas eran heridos, pero también se sabía que a todos se
les preguntaba su procedencia y eran juzgados en el concejo de guerra, donde se
investigaba a cualquier posible desertor.

Roza lo tranquilizó. Ella les diría que él pertenecía a una división en la que todos
habían muerto por la artillería alemana, y que lo encontró malherido e inconsciente. Pero
debería quedarse a su lado y combatir en el frente para demostrar que no era un desertor.
Ella le contó la historia de su compañero que había sido fusilado, sin éxito, junto a
cinco más por una redada alemana. Fue el único sobreviviente. Con dos balas incrustadas,
una en su hombro y otra en la pelvis, logró llegar, casi muerto, a la enfermería más
cercana. Pensó que lo enviarían a casa, pero no fue así. Fue juzgado por el concejo de
guerra: cada sobreviviente pasaba por él ya que era el control que tenían para evitar a los
desertores. Para el concejo a todos se los veía, en primer lugar, como ratas que huyen de
un barco que se hunde. Analizaban cada uno de los casos para ver si deberían ser enviados
a prisión o directamente al frente de batalla con los batallones de castigo, los Shtrafbats.
Se notaba que ya confiaba en Lucio. Roza detalló su experiencia. Parte de su
confianza hacia él se debía a que ella había quedado impresionada y afectada por lo
sucedido con el misterioso evento del espejo. Fue muy real. O irreal.
Seis meses atrás se había iniciado la ofensiva de Prusia Oriental. Su división había
logrado avanzar desde Vilna hasta donde se encontraban ahora, en la ciudad de
Instemburg. Lucio no pudo determinar con exactitud dónde se encontraba. Recordó que
después de la disolución de Prusia Oriental los nombres de las ciudades habían cambiado.
Llevaban dos días que no podían avanzar por la intensa defensa alemana que atacaba
el puesto de avanzada sin parar. De los setenta y ocho camaradas de su Batallón Especial
de Rifles habían muerto setenta y dos. No sabía cuánto más podían sostener la posición
con lo que quedaba del regimiento. Lucio era consciente de que se encontraban en el
frente de batalla, el lugar más peligroso en una guerra. «¡Qué afortunado!», pensó
irónicamente.
Luego de unas horas, ella había cambiado su actitud. Ahora tenía la mirada más pura
que unos ojos podrían mostrar, dueña de una templanza solemne forjada por las
circunstancias, pero dejando entrever un destello de luz reservado solo para los elegidos
que tenían la dicha de cruzar en su camino a tan único ser. Ese encuentro despertaba la
sensación de estar en una isla paradisíaca, una mirada cargada de un magnetismo
primitivo, salvaje, voraz, que hacía olvidar el frío a cualquier soldado si se dejaban atrapar
por ella. Era como Medusa, pero no los convertiría en piedra, sino que los llenaría de
satisfacción y tranquilidad, sensaciones preciadas para el momento que se vivía.
—Ahora, si me disculpas, iré a vigilar desde mi puesto. Te recomiendo descansar un
rato. —Se levantó de la silla y se retiró.
Lucio se acomodó y cerró los ojos, solo para repensar si esto que estaba viviendo era
un sueño. Pero desconfiaba de que lo fuese.

No sabía exactamente cuánto tiempo había estado en ese lugar. Se sentó en la cama y
se quedó quieto, tratando de armar en su cabeza todo lo que había vivido. Empezó a sentir
cómo Freya le lamía los pies con su lengua tibia. En su mano, dos copos de nieve se
desvanecían como un terrón de azúcar en el café.
VII

La investigación

Jueves 18 de abril de 2019 – Port Erillos

Entró al colegio corriendo como una liebre y fue directamente al despacho de Clara.
Necesitaba narrarle lo que había vivido esa noche en su extraño viaje.
Entró sin golpear a la oficina de la vicedirectora. Empujó la pesada puerta al pasar y
la dejó cerrar con la inercia.
—¡Necesito contarte algo!
—Buen día. No… —le dijo en forma de reproche.
—Buen día, Clara. Disculpa, pero… ¡Ya sé cómo se llama!
—¿Quién?
—¡La mujer!
—¿La qué? ¿Qué mujer?
—La de mis sueños. —Sabía que su comentario había sonado cursi, pero no le
importó: estaba exaltado.
Lucio retiró unos libros que se encontraban en la silla frente a ella, la que era el temor
de los alumnos inadaptados, puesto que ellos sabían que alguna penitencia sería
adjudicada después de sentarse allí.
Se ubicó al costado de Clara y comenzó a moverle la pila de cuadernos que estaban
sobre el vistoso escritorio de mármol: demasiado lujoso para un colegio rural. Estaba tan
entusiasmado que no advirtió cómo evolucionaba el rostro de Clara.
—¡Lucio!
—¿Qué?
—¡Siéntate! Te tranquilizas y me cuentas…
Luego del reto, un poco más calmado, le explicó que había recolectado información
de un diario viejo para llevarse “al otro lado”: así decidió llamar a los viajes. Pero no
había funcionado. Solo pudo cargar lo que tenía puesto la primera vez. Le contó todo lo
relativo al primer encuentro. Lo que habían estado hablando, las curaciones en su hombro
y el retrato hecho en lápiz de él, por lo que no fue necesario que él iniciara la conversación,
ya que se habían visto mediante el espejo y cualquier explicación irreal sería aceptable.
Finalmente, al mostrar el anillo pudo justificar su ubicación temporal, suficiente para
despertar la confianza en ella y así obtener su nombre
—¡Roza! —exclamó Lucio. Abrió los ojos y esperó la reacción de Clara. Silencio—.
Roza Shanina, comandante de…, algo.
—No me suena ese nombre.
—Es una francotiradora del Ejército Rojo.
Lucio había buscado el nombre en el móvil antes de salir de su casa. Roza era una
francotiradora soviética. Con veinte años la habían apodado “el terror oculto de Prusia
Oriental”. Pertenecía al pelotón de francotiradores femeninos de la División de Rifle. Pero
entre toda esa información, había un dato que preocupaba: ella moriría en tres días.
No tenía noción de cómo pasaba el tiempo cuando él estaba en el otro lado. Todavía
no podía averiguar cómo trascurría el tiempo en ese mundo en relación con el actual.
—No sé cuánto tengo para salvarla.
—Pero… ¿No me dijiste que dentro de tres días?
—Claro. Aunque creo que el tiempo pasa más lento cuando estoy con ella, o sea,
cuando estoy en el pasado —corrigió—. El tiempo es relativo: “Cuando un hombre se
sienta con una muchacha bonita durante una hora, parece que fuese un minuto. Pero déjalo
que se siente en una estufa caliente durante un minuto y le parecerá más de una hora. Eso
es relatividad” —le recitó una frase de su ídolo.
—Déjame decirte que estoy preocupada por ti —aseveró Clara—. Pero te ayudaré en
lo que pueda.
Se colocó frente a la computadora y comenzó a buscar información de Roza. Encontró
un artículo que describía a cuántos nazis había matado con su rifle y los detalles de su
muerte.
—Lucio. Mira esto.
Se acercó a Clara y tomó apresuradamente el mouse. Sin darse cuenta colocó su mano
sobre la de ella. La miró unos segundos, sintió un poco de vergüenza y dijo:
—Disculpa, Clara, creo que estoy ansioso.
Luego comenzó a leer en voz alta el artículo.
La francotiradora Roza Shanina destruyó a 59 fascistas durante su estancia
en el frente. Se convirtió en la primera mujer de servicio del 3er. Frente
Bielorruso en recibir la Orden de la Gloria. El 16 de septiembre de 1944,
Shanina se hizo acreedora de su segunda distinción militar, la Orden de la
Gloria de 2da. clase por la valentía demostrada en batalla contra los alemanes
en ese año. El 26 de octubre de 1944, se convirtió en elegible para la Orden
de Gloria de Primera Clase por sus acciones en una batalla, pero finalmente
recibió la Medalla por el Valor.
Frente a la ofensiva de Prusia Oriental, los alemanes trataron de fortalecer
las localidades que controlaban contra grandes dificultades. En una entrada
en el diario del 16 de enero de 1945, Shanina escribió que no tenía miedo y
que incluso había aceptado ir "a un combate cuerpo a cuerpo". El 27 de enero,
Shanina resultó gravemente herida, encontrándola luego dos soldados, con el
pecho abierto por una esquirla. A pesar de los intentos de salvarla, Shanina
murió al día siguiente cerca de la finca Richau, a 3 kilómetros al noroeste de
la aldea de Ilmsdorf en Prusia Oriental. La enfermera que la atendió,
Yekaterina Radkova, recordó que a pesar de la terrible condición en que se
encontraba le había dicho: “sin llantos, sin lágrimas”, aunque en su hora final
le tomó la mano y murmuró: “No quiero morir. He visto tan poco y he hecho
tan poco”.
Roza Shanina fue enterrada debajo de un peral extendido en la orilla del río
Alle.

Clara miraba a Lucio en su compenetrada lectura. Al ver que había terminado, le


preguntó:
—¿Qué opinas?
—Creo que tendré que aprender a usar un arma —rio él.
—Bueno, en ese caso puedes ir a lo de Eloy. Tiene varias y solía ir a cazar con su
padre. Pero no te acompañaré. No quiero ver a ese hombre.
—No lo decía en serio, pero… ¡No es mala idea!
La cacería era una actividad que Clara desaprobaba completamente: no podía ni matar
un insecto. Si ella veía una araña en su casa, la llevaba arrastrando hacia afuera sin hacerle
daño.
—¿Piensas matar nazis? —inquirió Clara.
—¿Matar? Nunca he golpeado a nadie, menos matar… Pero tú sabes lo que me pasó
en el hombro. Si voy a volver a ese lugar, es mejor saber defenderme.
—Eso quiere decir que, si te mueres en el sueño, entonces… ¿No te volveré a ver? —
dijo tomándole la mano a Lucio.
—No sabría decirte Clara, pero prefiero no arriesgarme. Además, no sé cuánto dure
esto, pero no voy a dejarla morir. Si el destino me puso allí es por algo. Tal vez ella pueda
sobrevivir a los disparos no como Isabella. Y haré todo lo posible para que así sea.
Clara le soltó la mano al ver la determinación que tenía en salvar a esa mujer. Era
asombroso verlo tan decidido, la vivacidad que se despertaba en él era admirable. ¡Cómo
no lo iba a apoyar en una ocasión como esa! No todos los días pasaban cosas tan extrañas
en el pueblo.
—Está bien. Solo prométeme que tendrás cuidado. Eres uno de los pocos amigos que
tengo y no quiero perderte.
Lucio la miró con sus ojos penetrantes y le expresó su cariño mediante un gran abrazo.
Clara parecía perderse entre ellos ya que la diferencia de tamaños era notoria.
—Esta noche te invito a beber algo. ¿Qué te parece?
—Perfecto. Puedo a las nueve. —dijo Clara tratando de cambiar el humor que se
notaba en sus muecas y en su tono de voz.
—A las nueve…

VIII

La partida

Viernes 19 de abril de 2019 – Aeropuerto de Talagi


Una semana después, a horas de su partida, tomó una larga ducha, secó su pelo y lo
planchó dándole un lizo perfecto similar a los comerciales de televisión. Se colocó frente
al espejo, pintó los delicados labios con un color rojo suave, empolvó las mejillas y la
pequeña nariz. Los ojos claros combinaban con su cabello rubio y sus rasgos la hacían
parecer una modelo.
Dejó abundante comida en un plato amplio con gatitos pintados a sus costados, y una
fuente completa de agua que al más mínimo movimiento dejaría un charco en el piso. Su
gata estaría satisfecha por los próximos cuatro días gracias a esa cuota alimenticia. De
todos modos, su vecina iría a cuidarla.
Con besos que impregnaban su ropa de pelos, se despidió de Dukesa. Sabía que la
echaría de menos. Nunca se había separado tanto tiempo de ella, por lo que le dedicó
media hora entre juegos y cariños que no recibiría en los próximos días.
Tampoco acostumbraba a cerrar la panadería, era su única fuente de ingresos, y ella
era una mujer que vivía para atender a sus clientes regulares, cosa que hizo por años.
En cada paso, camino hacia su negocio, se desvanecía la melancolía y aumentaba la
ansiedad. Colocó un cartel anunciando “CERRADO POR VACACIONES” y pidió un
taxi. Durante el trayecto hacia el aeropuerto de su ciudad, se preguntó sobre la decisión
que había tomado. «¿Estaré haciendo lo correcto?». Y si no, serían unas agradables y
necesitadas vacaciones.
En la sala de preembarque mientras escuchaba música en sus auriculares, jugaba con
el anillo alternándolo en cada uno de sus dedos con precaución de no perderlo.
En cuanto sintió el primer llamado de embarque se levantó de un salto, colocó la
alianza en su billetera y colgó la pesada mochila a sus espaldas.
—Allá vamos… —dijo entusiasmada y desapareció a través de la puerta del avión.

IX

El borracho
Jueves 18 de abril de 2019 - Port Erillos

Esa misma tarde, al llegar a casa de Eloy golpeó la puerta de su taller, al no obtener
respuesta, entró por la puerta del jardín. Fue allí donde lo encontró, con un pack vacío de
cervezas tirado en su costado. Sentado en una mesa llena de herramientas bebía
aparentemente la sexta cerveza. Sus pies no alcanzaban a tocar el piso y hacían jueguitos
con una pelota de fútbol invisible.
—¡Eloy! ¿Estás bien? —interrogó Lucio, sabiendo que su aspecto demostraba lo
contrario.
Intentó responder, pero las palabras se le resbalaban del mismo modo que lo hacía su
cuerpo sobre la mesa, Lucio acudió en su ayuda antes de que se golpeara con el suelo.
—Vamos adentro así te recuestas un momento —dijo Lucio llevando a rastras a su
compañero.
Mientras Lucio buscaba la cafetera, notó el desastre que había en la casa. Grasa en las
alacenas, pilas de diarios viejos, botellas vacías en los rincones, y tornillos desparramados
por el piso. Parecía que un tornado furioso había entrado en esa casa. Suponía que no
vivía de esa manera con Clara, ya que ella era su antítesis, ordenada y meticulosa con la
limpieza. Finalmente corrió unas cajas de la mesada y encontró la cafetera. Preparó un
café bien cargado mientras Eloy dormía despatarrado en el sillón. Decidió esperar para
darle la bebida espirituosa, ya que todavía se encontraba en un estado de inconsciencia.
Luego de veinte minutos, cansado de esperar, Lucio zamarreó a Eloy para despertarlo.
A pesar de que estaba frente a un hombre dañado por el amor y que había ahogado sus
penas en alcohol, debía aprovechar el momento para aprender a disparar, en este caso la
necesidad tenía cara de mujer. La resaca era fuerte aún, por lo que empezó a hablar en
voz baja, para que el eco interior no vibrara en su cabeza.
—¿Hace cuánto estás aquí? —preguntó Eloy.
—Media hora… Tal vez más. ¿Qué haces tomando tan temprano?
—En realidad no he tenido una buena semana.
—Supongo que estás así por Clara. No sabía que estabas tan afectado.
—Sí, gracias por visitarme.
Lucio sabía los hechos en torno a su relación con Clara, pero no quería tocar ese tema,
su atención estaba en otro lado. Sin embargo, Eloy también era su amigo, a pesar de estar
totalmente en desacuerdo con su actitud en el bar, su manera de llevar la relación y el
trato hacia Clara.
Lucio le acercó el café caliente bien cargado. Él lo bebió, de inmediato frunció su cara
y chillando le dijo:
—¡Diablos Lucio! Con esto no sé si se me pasará la resaca, o si moriré de una úlcera.
Eres pésimo haciendo café, aunque excelente para levantar un cuerpo alcoholizado.
Dime… ¿Qué te ha traído hasta mi casa?
Sabía que la visita era extraña, pocas veces ellos habían estado a solas, era sabido que
su punto de unión en la amistad lo ejercía Clara.
—Después te explico, primero dime ¿Cómo estás? —preguntó Lucio nervioso—. No
es bueno verte así.
—Trato de pasar el mal trago. Creo que esta vez sí se le acabó la paciencia.
Confesó ser un estúpido por buscar el número de esa mujer, tenía en claro que hacía
tiempo le venía reclamando más atención. Él lo sabía bien y se había arriesgado a que ella
siguiera con su inmensa paciencia por sus idioteces.
Clara siempre había sido considerada en su relación de pareja, Lucio no entendía el
porqué. Ella siempre trataba de demostrarle sus malas actitudes, muchas incluso egoístas.
Eloy venía de una familia donde el buen trato hacia los demás no era lo primordial, eso
lo llevó a tener malas relaciones que rozaban la agresión verbal. Clara sabía eso, pero
había visto un lado amable en él. Como muchas mujeres confiaba en esa pequeña chispa
de bondad para progresar en una relación, pero su ego lo llevó a repetir estupideces, que
fueron apagando su paciencia. Es así como se vio reflejado el hecho, de que cuando una
mujer reclama es porque todavía la relación le interesa, pero cuando deja de hacerlo es
porque ya se ha cansado y no queda nada que rescatar.
—Esta mañana estuve con ella. —comentó Lucio.
—¿Te dijo algo?
—Mmm…
—Ya… lárgalo Lucio.
Lucio pensó un momento antes de responder, aunque su verdadera amiga era Clara,
no quería herir los sentimientos de Eloy.
—Mira, todavía está enfadada, es todo lo que puedo decirte.
—¡Maldita! Que se pudra ya me buscaré otra, y cuando me vea volverá a rastras.
Lucio sabía que estaba equivocado. Aunque entendía que sus respuestas estaban
influenciadas por el efecto del alcohol.
—¿Qué te trae por aquí Lucio?
—Necesito que me enseñes a disparar, por favor.
Eloy descostillado de risa, se volcó hacia atrás, sin el menos cuidado derramó el café
en toda su ropa.
—Pero, si tú no puedes matar ni una mosca Lucio —le soltó sin dejar de reír.
—Bueno, Eloy. ¿Lo harás o no?
—Claro, claro —se mordió los labios y volvió a su posición evitando reírse. Aceptó
con gusto enseñarle, como había dicho Clara, el tiro era algo que le apasionaba—, pero…
¿Por qué quieres aprender?
Lucio tuvo que mentirle, no estaba interesado en contar toda la historia, sabía que no
le creería y terminaría perdiendo su tiempo.
—He estado escuchando ruidos extraños durante las noches fuera de casa y prefiero
estar preparado.
—Perfecto ¿Cuál prefieres, pistola o rifle?
Al ver la indecisión del aprendiz, fue directo a su cuarto, tomó el rifle y colocó la
pistola en su cinturón, Lucio esperaba ansioso. Caminaron hacia la parte trasera de su
espacioso jardín. Colgadas de un gigante y deshojado olivo, se veían como trofeos de
guerra, un par de latas abolladas utilizadas de blanco. Aumentaban el aspecto tétrico y
decadente del lugar.
Lucio precavido, sin saber cómo agarrar el rifle preguntaba todo antes de hacer algún
movimiento que los pusiera en peligro. Eloy con un par de demostraciones simples daba
siempre en el blanco. Le mostró cómo sacar el seguro, cómo apuntar, dónde apoyar la
culata, cómo utilizar la otra mano para sostener el cañón, y otras cosas que él no tenía ni
la remota idea.
—Mantén firme el rifle, respira hondo, mantén la respiración y aprieta el gatillo
—hablaba pausadamente al oído de Lucio.
La pasividad con que Eloy podía darle las instrucciones de tiro era admirable. Aún se
notaba que persistía la borrachera, pero parecía que el alcohol en verdad le provocaba un
temperamento apacible y tranquilo, lo cual era productivo para que Lucio pudiera cumplir
con su cometido.
Después de varias horas de práctica, el sol se escondía detrás de las montañas. Lucio
era lo menos parecido a un experto en tiro, a diferencia de su profesor que era todo un
experto en armas, pero ya sabía cómo apuntar y disparar. Cosas básicas que necesitaba
saber para sobrevivir otra noche en el frío Instemberg. Solo le quedaba confiar que
hombre prevenido valdría por dos.
El atardecer despuntaba con sus dedos rosáceos y los rayos de sol ya no brillaban en
las latas, en ese mismo instante Lucio recordó su compromiso con Clara.
—Eloy sabes que eres un excelente profesor —dijo elogiándolo—, pero debo irme si
quiero terminar la revisión de mi presentación —mintió.
La realidad es que no se encontraba preocupado por su presentación. Es más, por tanto
trajín y por lo que estaba viviendo había olvidado por completo sus pendientes.
—Bueno ¿Quieres llevarte el revólver? —preguntó Eloy— Sé que no tienes con que
defenderte. Luego me lo devuelves.
—No, no te preocupes, gracias por tu tiempo. —Salió corriendo para encontrarse con
su amiga.
Eloy quedó confundido al ver como rechazaba su arma, sin dar mayor importancia,
dio media vuelta y entró a su casa. Era probable que continuara con la actividad que había
interrumpido Lucio con su visita.

Se bañó, se vistió y salió de su casa, con la puntualidad que lo caracterizaba, a las


nueve estaba llegando al bar. Buscó con la mirada por todas las mesas y para su
tranquilidad Clara aún no había llegado. No le gustaba hacer esperar a las personas, y
tampoco le molestaba esperar a alguien allí. Solía empezar solo con una sabrosa cerveza
artesanal para ir entrando en calor.
Habían pasado veinte minutos y Clara todavía no llegaba, algo raro, ya que ella
también era una persona puntal. Miró su teléfono para ver si tenía algún mensaje. Al no
tener noticias, decidió llamarla, pero tampoco obtuvo respuesta. Caminó hacia la barra y
le preguntó a Joseph si la había visto, o le había dejado algún mensaje. Solo obtuvo una
respuesta negativa del cantinero. La ausencia de su amiga le pareció muy extraña. Decidió
ir a buscarla.
Mientras caminaba hacia la casa de Clara, comenzó a garuar. Caminaba bajo los
árboles cubriéndose y esquivando pequeños charcos de agua. La gente del pueblo evitaba
caminar por las aceras resbalosas en días de lluvia. Apresuró su paso, ya que no llevaba
nada para cubrirse. Su piloto y el pequeño paraguas habían quedado olvidados en la
entrada de su casa. Como siempre, no se había puesto al tanto con el servicio
meteorológico.
El frente de la casa estaba adornado con adoquines, que llevaban a la inmensa puerta
de hoja doble, custodiada por dos pilares lisos helicoidales y unos macetones que lucían
unos pequeños pinos a sus costados. Todo era muy lujoso. Se acercó a la puerta
empapado. Tocó la campana y luego de unos instantes de no tener respuesta, rodeó la
casa y vio a la entrada de la cochera la camioneta de Eloy. Con el hallazgo decidió no
entrometerse por lo que dio media vuelta para regresar a su hogar.
Antes de alejarse lo suficiente sintió los gritos de Eloy, seguido de un estruendo contra
la puerta de ingreso. Se volvió y rápidamente abrió la puerta sin golpear. Desparramados
en el suelo estaban los restos de un teléfono móvil, ese fue el ruido que había despertado
la atención de Lucio. Atraído por los gritos de Clara se dirigió a la cocina, ambos discutían
y envolvían el ambiente con una tensión violenta.
—¡Vete de aquí, borracho! —gritó Clara.
Lucio vio en el estado de embriagues que se encontraba, por cómo se tambaleaba
sabía que había continuado bebiendo al irse de su casa esa misma tarde.
—¿Qué carajos haces aquí Lucio? —Eloy habló con dificultad.
—Compórtate Eloy.
—¡Tú compórtate, ella es mi novia!... No te incumbe lo que yo haga.
—Ya no soy tu novia. Entiéndelo, no quiero que estés aquí. Por favor vete —dijo
llorando.
Lucio sabía que era en vano dialogar con un borracho, así que solo trató de calmarlo.
Intentó convencerlo de llevarlo a su casa, sabía que no podría conducir en ese estado, pero
para sorpresa de ambos, Eloy fuera de sí, sacó el revólver que traía consigo y apuntó a
Lucio.
—Esto es tu culpa, tú me la quieres… quitar. Te haces el correctito, con tus…buenos
modales. Acaso… acaso eres más importante porque tienes estudios. Y luego vienes a mi
casa… y me llamas amigo. —espetó Eloy con dificultad al hablar.
Lucio sin saber que hacer frente al avance de un hombre enfadado, extremadamente
borracho y con un arma, le pidió a Clara que llamara a la policía, pero su teléfono estaba
destruido. Al retroceder, una pequeña mesa con varios adornos de porcelana se atravesó
en su camino, y lo hizo desplomarse de espaldas contra el piso. Con la caída quedó boca
arriba y sin lograr ponerse de pie, solo pudo empujarse con sus manos en el suelo para
evitar que el arma se acercara a su rostro.
Lucio cerró los ojos al sentir el estallido, su corazón se paralizó. Para su suerte Eloy
caía inconsciente al piso, golpeó su cara contra las baldosas generando un sonido seco.
Clara en un intento desesperado e involuntario había noqueado a su pareja, mejor dicho,
su expareja, con una botella de vino que se encontraba en una pequeña cava sobre la
mesada.
Pasada la media hora, la ambulancia se había llevado a Eloy. Lo habían sacado como
un bulto inerte en la camilla, ya consiente, pero balbuceando frases inentendibles. La
policía se encontraba dentro de la casa, Clara tuvo que hacer la denuncia policial por lo
ocurrido. Tenía miedo de que volviera a beber y fuese a buscarla, en el peor de los casos
provocando alguna fatalidad. El policía que llevaba la investigación era un hombre obeso
y desaliñado. Mientras hacía las preguntas de rutina, movía vulgarmente un
escarbadientes con su lengua. Se apreciaba su desgano en el interrogatorio, por lo que las
preguntas no le tomaron mucho tiempo, puesto que la evidencia mostraba la típica escena
de un ataque de celos. A ningún oficial le gustaba salir de su casa a tales horas, y menos
por la crisis de un borracho.
Al terminar con el oficial, Clara miró a Lucio y le preguntó con una mirada tierna,
con la que ningún hombre podría dar un no como respuesta:
—¿Podrías hacerme compañía esta noche? —habló con voz relajada después de
superar un momento de mucha adrenalina.
Lucio estaba decepcionado después de lo ocurrido. Lo había tomado como un
entrenamiento fallido, era la segunda vez que una mujer le salvaba la vida. Tenía en mente
volver temprano a su casa, necesitaba estar listo y preparado por si volvía a viajar al otro
lado. Por su cabeza solo se cruzaba Roza, quería conocerla, quería estar junto a ella, quería
salvarla…, pero Clara era su amiga y tenía que estar ahí para ella.
—Por supuesto Clara, me quedaré aquí, puedo dormir en el sofá.
—Gracias.

Era una casa grande, superaba en amplitud al resto de los terrenos. Contaba con tres
habitaciones, una completa de cachivaches bien ordenados, otra usada como cuarto de
estudio y la última, su dormitorio, donde antes dormía con Eloy. Lucio se dirigió al
cómodo sillón de tres cuerpos ubicado en el comedor, al sentarse se hundió entre una
montaña de almohadones. A su lado se encontraba una imponente chimenea, con un
grueso vidrio frontal corredizo para introducir los leños. Encendió la televisión y le fue
inevitable hacer zapping, su cabeza estaba en otro en lado. Trataba de olvidar el mal
momento que había pasado. Sus pensamientos estaban en su próximo viaje, estaba seguro
de que, si no actuaba diferente, no lograría sobrevivir en la guerra.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó mientras abría un paquete de snacks en la cocina
que se encontraba anexada al comedor.
—Cerveza…
—¿Solo tomas cerveza? —Ya comenzaba a cambiar de humor, e iban floreciendo
unas sonrisas en su rostro.
—Soy un hombre simple y práctico. Lo sabes.
—Claro que sí, por eso siempre te elijo para los proyectos más complicados de la
escuela —sonrió—. Eres uno de los profesores más querido y buscado para el trabajo
duro de la huerta.
Cada curso tenía su espacio en la huerta del instituto. Hace un par de años habían
ganado un premio por el manejo autosostenido de cultivos orgánicos a través de los
residuos y desechos.
—Sabes que no tengo competencia allí. —esbozó una pequeña sonrisa.
Lucio era el único profesor del colegio, sin contar el profesor pervertido y ocioso de
Derecho que esquivaba cualquier esfuerzo físico, dando cualquier excusa tonta para evitar
acarrear a los alumnos en los trabajos de la huerta.
Clara reía, parecía que ya había olvidado el gusto amargo del momento. Por supuesto,
ella no había tenido un revolver apuntando entre sus ojos. En cambio, Lucio todavía sentía
como le flaqueaban las piernas.
Clara le acercó la cerveza, apagó las luces de la cocina y del comedor, dejando solo
una luz distante iluminando el pasillo a los dormitorios. Se sentó en el sillón junto a Lucio,
lo miró y dijo con una voz tierna de agradecimiento.
—Gracias. En serio.
—De nada. Como siempre te he dicho, para eso estamos los amigos.
Al escuchar eso, ella dio media vuelta con una actitud displicente, le quitó el control
remoto de su mano y comenzó a buscar una película. Tenía sentimientos encontrados, en
los últimos días Lucio le había prestado más atención de lo que Eloy le había ofrecido en
el último tiempo de la relación. Al parecer el buen trato la llevó a sentirse querida y fue
inevitable su disgusto en esa fracción de segundos.
—¿Qué sucede?
—Nada Lucio, no te preocupes —Se hizo la distraída y fijó su atención en una novela
romántica, donde la mayor cantidad de espectadores son las mujeres adolescentes—, debe
ser el estrés acumulado.
Lucio no comprendió ese cambio repentino de actitud, pasando de sonrisas como si
nada hubiese pasado, al proceder un enojo de parejas.
Al cabo de un rato, Lucio comenzó a contarle el miedo y la ansiedad que sentía; miedo
a quedarse dormido, y ansiedad de estar con Roza. Trataron de buscarle una explicación.
Descartaron la posibilidad de que fuese un sueño, una de las opciones era la de un viaje a
través del tiempo. No sabía qué pensar, todo parecía sacado de una película de ficción.
—Podría tratarse de un viaje temporal. En mi investigación lo explico, pero nunca
creí experimentarlo en carne propia, y realmente, nunca pensé que pudiese ser real. —
confesó Lucio.
—Pero… ¿se puede cambiar el pasado?
—Realmente no sé, son solo teorías, como las paradojas temporales. Por ejemplo, la
paradoja del abuelo. Parte del supuesto que una persona viaja a través del tiempo y mata
a su abuelo, antes de que este conozca a la abuela del viajero y puedan concebir. Entonces,
él nunca podría ser concebido si su padre, o su madre, nunca nacieron. De tal manera, si
el viajero nunca nació tampoco pudo haber viajado al pasado.
Clara esbozaba en su rostro una mirada confundida por la explicación de su
compañero, había sido como un tsunami de palabras inentendibles. Pero por la seguridad
con la que exponía, estaba segura de que solo él había entendido su trabalenguas.
Lucio estaría jugando con esas paradojas, que le impedirán llevar a cabo esos
deseados cambios en el pasado. Aunque en uno de los temas de su investigación, había
algo llamado principio de autoconsistencia. Establecido por un físico ruso, llamado
Nóvikov. Había utilizado un modelo matemático para representar que, si cambiaba
ligeramente los hechos del pasado, sin afectar bruscamente los acontecimientos del
presente, no causaría una paradoja temporal. Por lo tanto, podría salvar a Roza de su
muerte predestinada, si cumplía con estas acciones no-paradójicas.
Pensaban en todas esas películas sobre viajes temporales que habían visto, y
analizaron cómo viajaban. En auto, con un estuche de violín, dentro de un placar, en un
jacuzzi, incluso con una tostadora; a diferencia de ellos, él no necesitaba nada para viajar.
«Tan solo con un golpe en la cabeza y una mujer bella», pensó Lucio mientras sonreía.
—Podrías escribir una nueva película —dijo ella en broma.
En ella se notaba el cambio cíclico de humor, con esfuerzo trataba de ubicarse en la
situación, iba ordenando sus ideas y emociones. Debía sacar esos sentimientos confusos
de su cabeza y ayudarlo, la vida de él corría peligro.
Lucio empatizó con esos cambios cíclicos, tapando su boca disimuló la sonrisa. Su
mente preocupada se encontraba en un revoloteo de ideas. Se había interesado tanto en
Roza, que no reparó la idea de encontrar una salida a esos viajes. La próxima vez podría
encontrarse con un tirador más hábil, y con menos suerte, acertarían el disparo en forma
fatal.

Al finalizar la novela, Clara dormía, pensó en levantarla, pero prefirió dejarla allí. La
amplitud del sillón le permitía descansar a sus anchas cómodamente. La tapó con una
frazada antigua, tejida en lana formada por cuadrados de colores conectados por sus
aristas. Buscó el control remoto, sin éxito, se levantó en silencio y apagó la televisión
desde la pantalla. Tomó su teléfono móvil, miró la hora y ya era media noche. Se
acomodó en el espacio restante del sofá mientras pensaba la mejor manera de revelarle a
Roza que iba morir. La biografía que había encontrado bastaba para poder ubicar el
momento del deceso. Iba a hacer lo posible para cambiar la historia. Pero debía
convencerla de que ella iba a morir, al cabo de unos días, en un hospital debido a una
explosión.
Lucio continuaba despierto, no quitaba la mirada de su teléfono controlando la hora,
tenía la sensación de que viajaría al siglo XX nuevamente. Cerró los ojos, trataba de
respirar y concentrarse. Su intención era meditar para relajarse, bajar la ansiedad y el
temor que albergaba en su pecho. Sentía la lluvia golpeando en el techo, el viento soplaba
haciendo vibrar los árboles. El sonido decadente del viento se mimetizaba con su estado
de ánimo, dentro de él también rugía una gran tempestad que debería acallar en algún
momento, pero no sabía cómo. El olor dulce a jazmín que comenzó a percibir lo sacó de
su bruma, era un perfume arrimándose desde el cuerpo de Clara. Ese aroma le traía
recuerdos, no sabía a qué, pero la sensación era grata. Fue solo una fugaz sensación.
Al cabo de unos instantes, como había predicho, Lucio se desconectó de esa realidad.
X

La lámpara de aceite

«25 de enero de 1945 – Prusia Oriental»

Mientras Lucio dormía, los alemanes irrumpieron quebrando el silencio en el interior


de la catedral.
—¡Vamos, levántate! ¡Nos están atacando!
La tranquilidad que habían tenido los rusos por dos días consecutivos se destruyó por
los bombardeos de la Luftwaffe. Como un rayo en la inmensidad del mar, los aviones
desaparecieron del cielo y se desvanecieron entre las nubes. De inmediato comenzaron
las explosiones de los morteros enemigos. Atacaban hacia un enemigo invisible, dejando
destrucción en cada rincón de la ciudad de Insterburg.
Con dificultad se colocó la chaqueta quitada al cadáver de la catedral, tomó el rifle y
enganchó la correa sobre el hombro sano. El dolor había menguado y debido a la repentina
subida de adrenalina no sintió dolor. Siguió a la soldado y salieron de la habitación.
—Ten cuidado —dijo Roza mientras saltaba habilidosamente los escombros—.
¡Sígueme!
Desde hacía unos días caminaba por la zona y, como buena francotiradora, tan solo
de un vistazo fugaz reconocía con detalle la posición de cada objeto. Así sabía si alguien
había pasado por ahí. Ella podría cruzar el lugar con los ojos vendados y no trastabillaría.
Lucio, depositando toda la confianza en ella, seguía cada huella que dejaba marcada en
el polvo.
A través de las paredes ahuecadas ingresaban copos danzarines de nieve, vestigios del
terror provocado por las explosiones cercanas.
—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó Lucio confundido, tropezando con todo en el
sin sentido de su carrera.
—¡Donde sea, pero fuera de esta catedral!
Corrieron agazapados a campo traviesa bajo fuego enemigo, buscando resguardarse.
Se veía cómo las motas grises invadían el cielo azul, dejando una sensación opaca y
lúgubre en el ambiente que los rodeaba. Corrían de un edificio en ruinas a otro, alejándose
de los escombros que volaban en todas direcciones.
Las explosiones llegaban sin cesar. Fuego de ametralladoras y proyectiles aturdían los
oídos de los veloces corredores. Tratando de evitar los espacios abiertos atravesaron una
casa devastada. La mejor opción era evitar los espacios abiertos. La dirección elegida fue
hacia el noroeste. Luego de tres cuadras se toparon con lo que parecía un hospital
abandonado. Continuaron hasta un subsuelo por unas escaleras empolvadas.
Lucio estaba desconcertado. Nada de lo que había imaginado ni las películas que
había visto, lo ayudaron en su actuar. Nunca creyó sentir en carne propia el miedo de esos
personajes bélicos. Si bien la temperatura en el exterior debió estar bajo cero, él secó con
su antebrazo, el sudor que descendía de la frente hasta el costado de sus ojos. Incrédulo,
solo se dedicaba a observar cada movimiento que ella hacía. Al contrario, y sin decir
palabra, Roza apoyó el rifle sobre un mueble polvoriento y se sentó de manera relajada
contra una pared. Se notaba despreocupada ya que vagaba al filo de la muerte cada día.
Le parecía una experiencia cotidiana, comparable a cuando él llegaba a su casa para
sentarse en el sillón y descansar de un largo día.
—Roza…
—Dime.
—Y ahora… —se detuvo para tomar aliento—. ¿Qué haremos?
—Descansar hasta que no sintamos ruidos. —Corrió su cantimplora hacia un costado
y se colocó unas frazadas mugrientas que encontró tiradas en el suelo, acolchonando su
espalda contra la pared.
Lucio despulsado recorrió la habitación: esta tenía una ubicación inmejorable contra
los aviones soviéticos. Se notaba que la habían usado los lugareños como resguardo de
los bombardeos. Vio varias camillas, la mayoría solo eran pedazos de hierros, ninguna
con un cómodo colchón en el cual recostarse. Esparcidas en un rincón había una gran
cantidad de latas vacías, seguidas de un balde rodeado de moscas que volaban como
buitres esperando el último suspiro de un animal en agonía. No pudo oler nada, pero
estaba seguro de que emanaba un olor pútrido. Eso fue suficiente para desviarse de su
caminata, esquivándolo.
Por último, se puso a revisar unos libros antiguos apoyados en una especie de
estantería prácticamente destruida. Detrás había una lámpara de aceite. La tomó con
ambas manos y la inspeccionó. El acero con que estaba construida la hacía muy pesada.
La movió hacia los lados y colocó su oreja cerca del depósito para tratar de oír el vaivén
del combustible. Efectivamente todavía le quedaba líquido dentro.
Revisó los bolsillos de la chaqueta robada, buscando cerillos para encenderla, sin
suerte. Miró a Roza y le preguntó:
—¿Tienes cómo encender esto?
—Creo que tengo un encendedor por aquí. —le respondió.
Roza buscó debajo de su camuflaje, sacó un Zippo y se lo arrojó. Era un encendedor
original, pero a este lo habían personalizado. En el frente tenía una grabada un águila, y
por el reverso tenía una esvástica.
—¡Perfecto! —exclamó mientras miraba los detalles estampados. En su época
pagarían un buen dinero por un ejemplar como ese.
—Se lo robé a un soldado de la SS. —Se refería a los soldados del cuerpo de combate
de élite de las Schutzstaffel.
Lucio tiró de la palanca para poder levantar la pantalla, opaca y sucia por los años de
uso. Prendió la mecha sin dificultad. La tomó de la cogedera y la llevó hasta donde se
encontraba su nueva camarada. Ambos frotaban sus manos rodeando el círculo de luz que
emanaba la cálida llama.
Al cabo de media hora, los sonidos exteriores se calmaron. Solo unas pocas
explosiones se sentían a lo lejos.
—Suponiendo que todo lo que me has dicho es verdad… ¿Qué más puedes contarme?
—Roza bebió un sorbo de agua y le pasó la cantimplora a Lucio.
Él quería advertirle lo de su muerte, pero sin saber cómo abordarlo, le habló de temas
como su trabajo en una guardería antes de la guerra, cómo estaba compuesta su familia,
las dos medallas, la Orden de Gloria y sobre las cincuenta y nueve bajas que había logrado
en toda su carrera militar.
—Cincuenta y seis —corrigió ella—. Todavía me faltan tres. —Sonrió orgullosa
mientras recibía y cerraba la cantimplora—. Pero… ¿Cómo sabes tanto de mí? —
preguntó sorprendida.
Él le detalló palabra por palabra todo lo que recordaba sobre su diario.
Nadie sabía de su diario de combate: estaban estrictamente prohibidos en el ejército
soviético. Para preservar el secreto militar Shanina nombraba a los muertos y heridos
como negros y rojos respectivamente. Asombrada por este detalle, buscó en un bolsillo
oculto en el interior de la chaqueta, sacó su diario y se lo mostró. Desde ese preciso
instante ella comenzó a confiar en las palabras de Lucio.
—Te dije que no soy de esta época —le aclaró—. También sé hasta qué fecha llega
ese diario… —Lucio se acercaba al tema de su muerte, pero se vio interrumpido por la
tierra que caía desde el techo sobre la lámpara. Eso, sin dudas, se debía a unas pisadas
sigilosas en el piso superior.
—Shhh…— chitó a Lucio, colocando un dedo sobre sus labios y apagó la lámpara
con cuidado sin hacer ruido.
Shanina tomó una lata vacía y luego desenvainó su cuchillo finlandés. Era utilizado
por los rusos que le llamaban “finka”. De mango negro, hoja larga y ancha, su excepcional
filo servía como para cortar una hoja de papel. Ambos se colocaron detrás de la escalera,
Roza por adelante. Los pasos sigilosos se sentían desde su posición, cada roce de los
escalones aceleraba la respiración de Lucio. Por el espacio desparejo de la escalera se
veía cómo el soldado cruzaba un pie delante del otro con la destreza de un león cuando
acecha a su presa. Con el fusil apuntaba en todas direcciones, preparado para presionar el
gatillo en cuanto encontrara una víctima acorralada.
Roza levantó el dedo índice. Señaló que se trataba de un soldado. Pasó el mismo dedo
a través del ancho de su cuello, dando a entender que deberían darlo de baja con la mayor
cautela. Lucio abrió los ojos de par en par, pero comprendió que era la única opción para
mantenerse a salvo. Asintió con un titubeante “sí” de su cabeza.
Al pisar con las botas negras el último escalón, alcanzaron a distinguir el casco y el
uniforme verde grisáceo inconfundible soldado alemán. El plan de distracción debía
llevarse a cabo. Con destreza Roza lanzó la lata que había tomado anteriormente, para
distraerlo. En ese instante de descuido, ella, con una furia iracunda saltó sobre la espalda
del alemán decidida a desgarrarle el cuello. Al escucharla, el nazi astuto y veloz, acertó
un golpe en el rostro de Shanina. El codo había dado en el centro de su frente por lo que
la dejó tendida en el piso obnubilada.
Sin entender de dónde había tomado tanto coraje, y sin alternativa, Lucio se precipitó
hacia el soldado, sujetando el cañón de su metralleta MP40, mientras esta comenzó a
dispararse a ciegas por la pared y el techo. El polvillo cayó encima de ellos dificultando
la visión. Lucio se sujetaba como un león furioso y hambriento a su presa. El coraje y la
fuerza afloraban de su cuerpo.
Roza sacudía su cabeza tratando de disipar el dolor del codazo recibido.
—¡Sostenlo! —exclamó mientras sus ojos se aclaraban.
Los restos de techo seguían cayendo por el impacto de las balas. La pelea sería a
muerte. Roza, como una hiena hambrienta y desde el piso, tiró de los pies del enemigo.
El impulso fue suficiente para que él perdiera el equilibrio y cayera como fila de dominó.
El cuerpo se desplomó contra la estantería con una pila de libros para terminar con un
golpe seco de su cabeza contra el muro. El estampido del acero del casco retumbó dentro
de la habitación.
Con un rápido movimiento Roza saltó sobre su pecho.
—¡Bitte töten Sie mich nicht! ¡Bitte töten Sie mi…!
El soldado no pudo terminar. La punta del cuchillo afilado cercenó su corazón al
tiempo que su grito interrumpido rogaba piedad. El desconocido se retorcía, en sus ojos
se reflejaba el temor al saber que moriría.
Lucio se quedó petrificado, los músculos no recibían ningún tipo de estímulo. Su
sistema nervioso registró la atrocidad antes que su mente: los vellos del brazo se le
erizaron ante el truculento episodio. Una mirada perdida reflejaba el terror de ver cómo
le arrebataba la vida a sangre fría a ese hombre.
—Toma tu arma y acompáñame. No creo que haya estado solo. Con tanto ruido ya
deben saber nuestra posición —incitó Roza.
Ambos subieron agazapados, pasaron por la planta baja revisando el pasillo, y
siguieron hasta el primer piso para tener una visión completa de los alrededores. Roza se
recostó frente a una brecha que había en la pared, colocó la punta del cañón unos
centímetros detrás de la abertura. Explorando con la mira de su rifle divisó, a unos
cuarenta o cincuenta metros, a dos alemanes acercándose con cautela. Sigilosamente se
abrían paso entre la nieve, usando cada obstáculo que encontraban como escondite.
El enfrentamiento era inminente. No tenían tiempo para recuperar el aliento. De
inmediato, Lucio se colocó detrás de ella. Desde su ubicación descubrió a otra pareja de
enemigos acercándose desde la derecha con intensión de emboscarlos, bloqueando
cualquier salida de escape.
—¡Roza…! Por aquí viene otro par —susurró mientras se colocaba cuerpo a tierra y
apuntaba a través de una ventana rota, posición clave que permitiría un disparo certero.
—¡Carajo! —exclamó ella—. Sigue mis instrucciones y podremos salir de esta.
Le explicó el plan: no había que darles tiempo suficiente después del primer disparo,
para que no alcanzaran a buscar refugio. Al dar la señal ambos dispararían al más cercano
de su flanco e inmediatamente al enemigo restante. Roza daba por sentado que Lucio
podría eliminar a ambos.
—¿Lo tienes? —preguntó a Lucio.
—Creo que sí —titubeó él en su respuesta.
—Perfecto. Entonces…. ¡Ahora!
Se sintió un disparo e inmediatamente el segundo. Roza ya había abatido a los dos
alemanes.
—¿Qué sucede? —preguntó Roza
—No puedo hacerlo. Lo siento… —dijo compungido mientras negaba con la cabeza.
Ella se deslizó con un veloz movimiento hacia la ventana donde estaba Lucio. Apuntó
al casco del alemán que se encontraba más cerca, disparó y dio en el blanco. Mientras
Roza jalaba el cerrojo de su carabina, Lucio tomó coraje y apuntó al último alemán que
los acechaba. Este en un movimiento inesperado levantó su mano donde portaba una
granada. Lucio en su arrebato apuntó al cuerpo, pero la bala impactó en el hombro del
enemigo, demasiado bien para un tirador inexperto que había disparado un par de veces.
Con la inercia del tiro recibido, el nazi dejó caer el explosivo entre sus pies y el estallido
lo hizo volar por los aires.
—Cincuenta y nueve bajas… —dijo ella pensando en sus tres nuevos caídos.
Sabía que si Lucio estaba en lo cierto, la guerra terminaría en dos meses. Por lo tanto,
si el número final de bajas era el correcto, eso podría significar una sola cosa: algo malo
estaba a punto de sucederle. En ese momento la incertidumbre se apoderó de ella, su
cabeza comenzaba a confirmar todo lo que Lucio le había dicho.
—He matado a un hombre —musitó Lucio en voz alta, consternado.
Sin decir palabra volteó su cuerpo lánguido, asentó el rifle sobre un mueble
deteriorado, y dejó caer su cuerpo contra la pared descascarada por años de humedad.
Contemplaba el techo. Por su mente solo transitaba la culpa de haber arrebatado la vida
de un hombre.
—Eso ha sido un fascista —le dijo ella mientras se colocaba en cuclillas frente a él—
. Eso fue lo que me dijeron mis compañeras de pelotón la primera vez que eliminé a un
alemán, pero realmente me temblaban las piernas. De hecho, todo el cuerpo se me movía
como una hoja al viento. Sentía un vacío como el que tú sientes ahora. Es apabullante ver
cómo la vida de una personase se vuelve tan insignificante y débil, que con una pequeña
bala la hacemos desaparecer—.
Y le tomaba sus manos temblorosas, tratando de consolarlo por algo que ella ya había
pasado.
—¿Cómo hiciste para superarlo? —Movía la cabeza negando lo que había
presenciado.
—Después del primero se hace más fácil —contestó ella con voz de experiencia y
superación.
—Sabes que ese hombre podría tener una esposa que está anhelando volver a besarlo,
o hijos que lo esperan ansiosamente para jugar con su padre, ahora difunto.
—Te diré una cosa, y espero que entres en razón.
—¿Qué?
—Es él o tú. Él no pensará si tú tienes esposa o hijos antes de dispararte. —Le soltó
las manos y se puso de pie—. Ahora ayúdame a llevar el cuerpo que está abajo a otra
habitación.
Sacó el cuchillo ensangrentado, lo limpió en el uniforme del cadáver y lo guardó.
Entre los dos levantaron el cuerpo y lo llevaron a rastras al piso de arriba. Al terminar de
subir las escaleras, caminaron pisando con cuidado por un pasillo tétrico y apagado. Lucio
volteaba la cabeza cada dos pasos evitando tropezar con algo. En la primera habitación
que encontraron dejaron el cuerpo en un rincón.
—Vamos. Deberías comer algo —dijo preocupada por él.
Bajaron nuevamente al subsuelo. Lucio iba pensando en lo que le habían dicho Roza.
Si quería sobrevivir en este viaje debería actuar como un verdadero guerrero para
preservar vida, y la de su valiente, hermosa y nueva compañera de combate.
Roza había completado el rastrillaje del pueblo y era hora de volver con su regimiento.
La división estaba posicionada en un campamento a más de una hora de donde se
encontraban. Debido a que ya estaba anocheciendo, decidieron pasar la noche allí.
—Al amanecer iré a encontrarme con mi división para continuar nuestro avance hasta
Königsberg. Eso si es que han llegado las Katyushas. —Se refería a la artillería
autopropulsada. Básicamente eran varios misiles montados sobre un vehículo de gran
porte blindado—. Ahora cuéntame. Quiero saber más del lugar de dónde vienes —dijo
Roza curiosa, cambiando de tema.
Lucio pensó que no había problema en esperar un poco para retomar la charla previa,
conversación interrumpida por la intromisión de los alemanes.
Comenzó explicando cómo había conseguido tanta información sobre ella a través de
internet, aunque fue en vano tratar de enseñarle cómo funcionaba. Luego, arrastrando su
dedo en el polvo del piso, dibujó un teléfono móvil. Le mostró todo lo que se podía hacer
con ellos y lo pequeños y avanzados que eran.
Ella asombrada, seguía interesada por saber más cosas del futuro. Por lo que Lucio
siguió hablando de otros avances tecnológicos. Le explicó cómo habían comenzado a
conocer el espacio por medio de cohetes y la puesta en órbita de satélites. Ella se maravilló
al enterarse de que el hombre había llegado a la luna. No podía creer todo lo que estaba
oyendo. Su entusiasmo era similar al de una niña entrando a un mercado de golosinas.
Luego de un momento la charla entró en una pausa: el cansancio se había entrometido
entre ellos. Lucio, aprovechando el silencio, se acomodó con discreción aproximándose
y clavó su mirada en los ojos de ella. Sabía que era el momento de hablar sobre su muerte.
—Sabes, tengo algo que contarte sobre tu futuro.
—Mmm… Creo saber de qué se trata… No podré matar más fascistas. —Se refería a
las cincuenta y nueve bajas que había completado—. Sí… Lo sé —contestó resignada.
Roza había comprendido que no le quedaba mucho tiempo en esta guerra.
—Pero… No te preocupes, podemos evitarlo —dijo Lucio tratando de levantarle el
ánimo.
—Si debo morir por mi Patria lo haré —contestó convencida, aunque no pudo
contener una lágrima que comenzaba a deslizarse por su mejilla.
Se dieron cuenta de lo cerca que estaban. Ella lo miró con fijeza, con sus ojos grandes
y claros. Tenía una ceja ligeramente levantada. No arqueada, ni siquiera traviesa, solo un
poco curiosa. De pronto notó una extraña sensación de debilidad en el estómago.
—Gracias por ser tan respetuoso. Estos últimos días he sido acosada por cada
camarada que me he cruzado, tratándome como una prostituta. Ya no puedo soportarlo.
Me vigilan como si fuera un tesoro al que tienen que custodiar—dijo entre lágrimas.
—¿Quieres decir que no hay que guardarte como un tesoro? —Sin pedir permiso,
delicadamente limpió las lágrimas de su cara.
—Pero en este caso soy un tesoro que quieren robar con las más viles intenciones.
Sus superiores le habían comentado los riesgos para las mujeres en el campo de
batalla, no solo por sus oponentes sino también por sus mismos compañeros. Estar lejos
de sus familias y en tiempos de guerra complica la vida para todos. Por eso tenían la
precaución de cuidar la integridad de las francotiradoras. Al estar en el frente de batalla,
en un ambiente hostil, los bajos instintos de los camaradas afloraban con mayor ahínco.
En una de las últimas oportunidades, Roza había tenido el auxilio de su comandante,
justo en el momento que estaba siendo acosada por un soldado de su división. La llegada
del superior evitó que su destino fuera igual al de otras compañeras que, sin tener la suerte
de Roza, sí habían sido abusadas.
Desde que Lucio apareció todo era un poco más incierto. El miedo había comenzado
a apoderarse de ella. Era una sensación que la llevaba a sentirse fuera de sí, como si su
alma quisiera o debiera estar en otro lugar. Ella deseaba abrazarlo, necesitaba consuelo,
brazos fuertes que la envolvieran por completo, que la hicieran sentir protegida, sentir el
cariño de un hombre, sentir que no estaba sola.
—¿Por eso estabas sola en la catedral?
—Sí. Cumplía órdenes y era perfecto para estar sola. De todos modos, como siempre,
un alemán se cruza en mi camino y no me da tiempo para mis pensamientos —respondió
mientras dejaba de divagar, así la nube de pensamientos afectuosos se desvanecía.
—Y… ¿Todavía necesitas estar sola?
—No, claro que no. Me siento cómoda contigo —dijo sincerándose con Lucio—
¿Puedo pedirte un favor? —preguntó con vergüenza.
—Dime.
—¿Puedes…? ¿Puedes abrazarme un segundo?
Se evidenciaba el cambio de una mujer fuerte que no necesitaba nada de nadie, a ser
un gatito indefenso que buscaba con la cabeza una caricia. Lucio, sin pensarlo dos veces,
estiró los brazos para abrazarla, dejando espacio en su pecho para que apoyara su
cabellera ondulada.
Sentían el calor pasando de un cuerpo a otro. Era una sensación de confort mutua,
ambos lo estaban disfrutando.
Al cabo de unos instantes se miraron como dos enamorados en una cena romántica
bajo la luna, con un escenario bastante diferente. Fue un momento incómodo: Lucio
quería besarla, pero no se animaba. Solo había sido un abrazo. Además, ella estaba
traumada con todo lo que había vivido. No era el momento adecuado. Había cosas más
importantes en que pensar.
—Será mejor que planeemos cómo vamos a salvarte —concluyó Lucio mientras se
ponía de pie y se acomodaba el uniforme.
—Será mejor que durmamos —dijo Roza.
Le hizo una seña a Lucio para que se acomodara junto a ella. Así evitarían congelarse:
el equilibrio térmico entre ambos cuerpos sería la mejor herramienta. Roza no tardó más
de cinco minutos en dormirse. Su cuerpo estaba rendido, la fatiga no la dejó aguantar más.
Se oía su respiración profunda, acompañada del movimiento del pecho contra la espalda
de Lucio, hinchándose al inspirar y alejándose al exhalar.
El recuerdo del soldado asesinado había desaparecido como un hielo en un vaso de
agua caliente, gracias al escenario apacible en el que se encontraba. No podía creer lo que
estaba viviendo y en su pecho burbujeaba la emoción. En tan solo dos días había conocido
a la mujer que le conmocionaba los pensamientos. Había aprendido a disparar, había
asesinado y ahora estaba acostado en algún lugar frío de la ex Prusia Oriental con una
exquisita mujer. No quería dormirse todavía, sabía que probablemente iba a despertar en
la otra realidad, su realidad.
Al cabo de un rato, sus párpados no pudieron soportar el cansancio. Cayeron con su
propio peso, como una piedra que se desprende de un risco. Los dos cuerpos que dormían
contiguos compartían el escaso calor que generaba la sutil luz de la lámpara de aceite.

XI

El arribo

Sábado 20 de abril de 2019 – A 40 km de Port Erillos

Luego de un día de viaje, finalmente llegaba a su destino. Era la madrugada cuando


las ruedas tocaron el suelo. Por los parlantes se escuchó la voz del piloto que hablaba
desde la cabina.
—Soy el capitán Castillo. Le agradecemos por viajar con nuestra aerolínea. La
temperatura en la ciudad es de…
Interrumpió una señora de unos setenta años:
—Disculpe, jovencita. ¿Me ayuda con mi equipaje? —El carisma brotaba de su
sonrisa, estaba bien maquillada y, por la forma de vestirse, se notaba una mujer coqueta
tratando de imitar la moda juvenil.
Ella sin entender lo que dijo, solo se limitó a abrir los ojos y mirarla con cara de póker.
—¿Me pasaría el equipaje? —repitió la señora.
—Oh. Claro, disculpe. Mi español no es muy bueno.
Ambas se hicieron amigas mientras esperaban que abrieran las puertas del avión. La
joven tenía un español muy tosco, pero manejaba el idioma.
—¿Te gustó España? —preguntó la Señora.
—¡Oh, no! Solo hice escala allí…
—Vamos, cariño, que ya están bajando —interrumpió de nuevo la señora.
Al bajar del avión, ambas fueron a recoger el equipaje. La joven miraba todos los
carteles, se encontraba perdida. Confiaba en que la mujer la guiara hasta la salida. A la
espera de las valijas, continuaron charlando a un costado de la cinta transportadora.
—¿A dónde te diriges?
—Voy en búsqueda de un hombre…, que no conozco —
La confianza que daba la anciana le fue suficiente para decirle la verdad
—¿En verdad? —preguntó sorprendida.
—¿Usted es de aquí? —la joven cambió de tema en cuanto escuchó cómo sonaba lo
que había dicho.
Parecía un cuento de hadas donde el príncipe recorría un largo camino, atravesando
grandes peligros durante su aventura, en busca de la princesa. Aunque en este caso era al
revés.
—No lo puedo creer. Es como una novela de amor —reía tiernamente—. Sí cariño,
vivo en la ciudad. ¿Necesitas que te acerque?
—Oh, no, no. Muchas gracias. Tengo que retirar mi auto de alquiler.
—¡Qué lástima! Me hubiese encantado que me contaras más sobre esta historia
romántica. Toma, promete que me escribirás cuando lo encuentres. — Sacó una libreta
del interior de su bolso decorado con brillantes. Arrancó un papel y escribió su nombre y
teléfono.
—Claro… Beatriz —contestó después de leer la hoja, sin saber si, en realidad, estaba
dando una respuesta honesta.
Tomaron las maletas. La joven ayudó a la señora con su valija. Por lo que pesaba
debió haber llevado un vestidor completo.
—Jovencita, es hora de despedirnos. Mi amiga debe estar esperándome afuera.
Se saludaron y se dieron un abrazo cariñoso. Parecían ser amigas desde hacía tiempo.
La muchacha se dirigió al área designada a la renta de vehículos, cuando escuchó un
grito que venía desde las puertas corredizas de la salida.
—¡Cariño! No me dijiste cómo te llamas.
La joven gritó su nombre. El sonido se mezcló entre los saludos y gritos de las
personas que esperaban ansiosas a sus familiares.
Las puertas se cerraron herméticamente.

XII

Buscando una solución

Viernes 19 de abril de 2019 – Port Erillos

Al abrir los ojos, Lucio vio los cabellos largos, castaños y desparramados de Clara,
cayendo en forma de cascada sobre su cuerpo. Seguía durmiendo apoyada en su hombro
plácidamente. La alzó como a una pluma y la llevó a su habitación, tan solo eran cincuenta
kilos. La dejó en la cama, la tapó y salió del cuarto dejando la puerta entreabierta.
Ya eran las seis de la mañana. Parecía que los vecinos no tenían gallineros: no se
había escuchado el canto de ningún gallo en las cercanías. «Afortunada», pensó Lucio.
Lavó y guardó las tazas de la noche anterior y partió hacia su hogar.
Aún llovía a cántaros y el viento era fortísimo. Dos minutos después estaba deseando
no haber salido. Tardó media hora en llegar. Freya no salió a su encuentro con las
volteretas y ladridos de bienvenida. Supuso que, con la lluvia torrencial de la noche
anterior, estaría con algún vecino. Nunca tuvo problemas para visitar las casas aledañas.
Conquistaba a todos los que quería con sus gracias, los aullidos semejantes a palabras y
el baile de colita para demostrar su alegría. Lucio confió que, como siempre, ella ya
regresaría.
Todo empapado se desvistió y se dio una ducha caliente. Al terminar decidió
prepararse un café cargado e inmediatamente se puso a trabajar en su presentación. Debía
explicarla frente a varios físicos de otras ciudades en cuatro horas. Solo quedaba ultimar
algunos pequeños detalles.
Ya eran casi las diez cuando le llegó un mensaje al móvil. Por el horario supuso que
era Clara que ya habría despertado y, al notar su ausencia, estaría preguntando por él.
Aunque después recordó que no podría ser ella debido al percance de la noche anterior:
su teléfono había quedado desarmado como una montaña de legos cayendo desde una
mesa. Se levantó y buscó el móvil que estaba enchufado cargándose.

Elena Profesora

1 MENSAJE NO LEÍDO

Hola, Lucio, ¿estás bien? Vi que la profesora Romero


te ha reemplazado.
09:48

Sí. Estoy con mi presentación.


09:52

2 MENSAJES NO LEÍDOS

Perfecto y…, ¿Cómo andas?


09:53
Ok. Veo que te encuentras ocupado.
09:58

Sí, lo siento. Luego hablamos.


10:04

Gracias por preocuparte.


10:04

Lucio tenía los minutos contados: su conferencia comenzaba a las diez y media.
Además, su cabeza trabajaba a mil kilómetros por hora. Pensaba el cómo y el porqué de
sus viajes, cómo salvaría a Roza, si había cambiado el presente al modificar el pasado y,
sobre todo, tenía una corazonada que lo mantenía inquieto: Freya estaba afuera con esta
tormenta y aún no tenía noticias.
Al cabo de unos minutos comenzó su presentación:
—Gracias a todos los presentes. Antes de adentrarme en el tema, voy a refrescarles la
memoria con uno de los experimentos que verifica la Teoría de la Relatividad General.
Como sabemos, la dilatación temporal y la contracción espacial se pueden observar de
forma notable en los muones. Entendemos que estas partículas tienen una vida media de
aproximadamente 2,2µs. Esto quiere decir que luego de 2,2 millonésimas partes de un
segundo, la mitad de los muones…

Después de una hora de charla ininterrumpida terminó su presentación y bebió el vaso


de agua que tenía sobre el escritorio. Lucio recibía los aplausos virtuales por los avances
que suponía su presentación.
Una vez desconectado de la reunión, inmediatamente tomó el paraguas y salió a
buscar a Freya. El viento ya se había calmado y la fuerte lluvia ahora era solo garúa.
Buscó por sus vecinos más cercanos. A su mascota le encantaba pasear por el pueblo,
particularmente los días de lluvia. El lodo y las calles empantanadas eran su atracción
favorita. Al no tener suerte, Lucio volvió a la casa con la esperanza de que saliera a su
encuentro. Pero no fue así.
Al entrar dejó el paraguas, se calzó botas impermeables y un piloto beige con líneas
amarillas fluorescentes que recorrían desde los bolsillos hasta la capucha, ideal para que
lo distinguieran en la oscuridad. En ese instante le llegó la imagen de Roza utilizando un
overol similar, aunque con un uso totalmente opuesto: el de ella era todo blanco para
camuflarse en la nieve. Sin mayor demora salió nuevamente para continuar la búsqueda
en una zona más amplia.
En la calle divisó un auto que se acercaba lentamente, esquivando los charcos
profundos que hubieran dejado estancado a cualquiera.
—¿A dónde vas? Están todas las calles inundadas de barro —le dijeron desde el
interior del auto.
La velocidad del vehículo disminuía hasta frenar completamente y colocarse a su lado.
—¡Clara! —exclamó Lucio angustiado—. Estoy buscando a Freya.
—¿Desde cuándo no la ves?
—Cuando llegué a la madrugada ya no estaba. ¿Y tú…? ¿Por qué no estás en el
colegio?
—Vengo de allí, pero es imposible llegar. Todo está inundado por la creciente del río.
—¡Diablos! Ni Dios permita le ha…. —dejó sin concluir la frase. No quería llamar a
la desgracia.
—Te ayudaré. Entre los dos cubriremos más terreno —dijo Clara mientras aparcaba
el auto. Se bajó con un impermeable rosa haciendo juego con unas botas del mismo color.
—Tú siempre combinada, ¿no? —ella le largó una risita coqueta mientras modelaba
su conjunto.
Ambos emprendieron la búsqueda.

Camino al río gritaban para ver si Freya salía a su encuentro como solía hacer, pero
fue en vano. Mientras se acercaban el rugido del agua era cada vez más fuerte. Siempre
sucedía lo mismo: la corriente subía luego de las tormentas, pero esta vez había sido peor.
Habían caminado unos cien metros cuando Clara cruzó hacia el otro extremo por uno
de los brazos que se formaban en ese punto. De esa manera cada uno inspeccionaría su
orilla. A unos pocos metros, Clara esquivó unos troncos y vio entre dos piedras enormes
una especie de cueva formada por la acumulación de plantas y ramas que habían sido
arrastradas por la corriente. Se acercó con algo de miedo recordando las películas de
terror. Asomó con cuidado la cabeza y vio a Freya. La llamó alzando la voz, pero no vio
que se moviera. Entró a rastras a buscarla. Afortunadamente Freya despertó al sentir las
manos de Clara sobre su lomo. Por lo visto algo le dolía y estaba toda mojada. La levantó
y la colocó entre sus brazos. Freya lengüeteaba suavemente su cara en forma de
agradecimiento.
—¡Vaya susto que nos has dado, pequeña traviesa! Esperemos que solo estés muy
cansada por tu larga noche de juegos. —Clara la regañaba con voz tierna para evitar que
se asustara. Mientras, miraba a su alrededor para comprobar a qué distancia estaba su
compañero de búsqueda. Inmediatamente distinguió a Lucio al otro lado cruzando el
brazo del río: los separaban unos cuantos metros. Aseguró a Freya entre sus brazos y se
dispuso a cruzar. Sin preocuparse por el agua, Clara pisaba las piedras sobresalidas
evitando los charcos profundos. Solo quería llegar a un lugar seguro. En un mal
movimiento su pie quedó atascado entre dos rocas. Trató de mantener el equilibrio y, por
no dejar que Freya cayera, giró en el aire para caer de espaldas. Ahora sí ambas estaban
inmovilizadas y desparramadas en la fría corriente.
—¡Clara! ¡Freya! —gritó Lucio y comenzó a correr hacia ellas.
—Estamos bien —contestó Clara con una sonrisita, expresando su torpeza.
—¿Se golpearon muy fuerte? —preguntó a las dos damiselas. Sin duda, solo esperaba
la respuesta humana y no la canina.
—Ella está bien. Pero no puedo decir lo mismo de mi tobillo: me duele. —Mientras,
Lucio la ayudaba a levantarse.
Clara apenas podía apoyar el pie, pero no soltaba a Freya.
—¡Dámela! Yo la cargaré y tú te agarrarás de mí.
Lucio llevaba prácticamente a ambas cuesta arriba. No le preocupó. El trayecto desde
el río a su casa no era tan extenso, aunque la subida le pareció mucho más larga de lo que
recordaba. Sin duda era por los kilos de más que traía consigo.
—Clara, quédate en mi casa. Así no estarás sola. Por lo menos hasta que puedas
asentar el pie.
—¡Perfecto! Aunque no tienes que preocuparte tanto. Estoy segura de que solo es una
torcedura de mi tobillo malo. Quedó sensible hace años, luego de caerme en una cabalgata
familiar.
—Para mí es un placer. No tengo planes para este fin de semana. —Ambos rieron:
sabían que no había muchas opciones para divertirse en el pueblo.
—Pero…, ¿podrás con las dos? —Largó una risita burlona. Aprovecharía la situación
para que la atendiera como a una reina.
—Te sorprendería. De hecho, elige un menú. El que sea, yo lo prepararé esta noche.
Mientras Lucio hacía café, Clara revisaba a Freya buscando algún daño, pero fuerte
como cualquier perro de la calle, al cabo de un rato el animal ya se encontraba recorriendo
la casa en busca de comida.
Pasaron toda la tarde hablando de los viajes de Lucio. Buscaron la forma de persuadir
a Roza para que dejara el frente, por lo menos hasta que terminara la guerra. No faltaba
mucho y su vida dependía de esa decisión. Por las propias palabras de la soldado,
comprendían que daría todo hasta el final. Su patriotismo era genuino, estaba dispuesta a
dar la vida por su país, aunque en su lecho de muerte se arrepintiera. Una de las ideas de
Clara era atarla. Por supuesto, no conocía la destreza de Roza, por lo que tratar de atarla
era imposible. Él comenzó a reírse. Obviamente no utilizaría esa táctica. Al final
decidieron que el mejor plan era una charla persuasiva.
Llegada la noche, Lucio comenzó a preparar la cena que había prometido. Cocinó
unas empanadas de camarones con queso, comida común en la cultura de donde ellos
provenían. No eran difíciles y, aunque no se prestaban para lucir sus atributos culinarios,
a él le encantaban.
En cuanto llegaron a la cocción deseada las llevó a la mesa. Clara estaba sentada en
el suelo sobre una piel de oveja. Recostada a poca distancia se hallaba Freya descansando
como un cachorro luego de amamantar. Así, Clara tenía al alcance de su mano la cabeza
peluda de la mimada del hogar. Era reconfortante ver a Clara acariciando a Freya.
En ese instante sonó el teléfono. Lucio apoyó rápidamente la bandeja para ver quién
llamaba. En la pantalla aparecía el contacto de “Elena Profesora”. Alternó la mirada entre
el móvil y la escena de Clara con Freya y decidió cortar la llamada, dejar el móvil en la
inaudible distancia de la cocina. Se sentó a comer en ese acogedor ambiente.

Después de la cena, Clara permaneció recostada en la habitación del anfitrión. Con el


pie en alto apoyado sobre una almohada miraba la televisión. Todavía tenía un agudo
dolor en el tobillo.
Lucio preparó unas palomitas para compartir.
—¡Palomitas! —exclamó ella.
—Sí, saladas.
—Puff —se quejó—. Yo quería dulces.
—Creo que te estás malacostumbrando. —Lucio rio y se acomodó en la cama a su
lado.
—Tonto —dijo ella en tono burlón y se adueñó de las palomitas.
El aroma a jazmín volvía a aparecer. Llegaban oleadas de la dulce fragancia y
activaban sensaciones en el cuerpo de Lucio. Más que sensaciones eran recuerdos:
“Isabella”. Sin duda era el mismo perfume que usaba su difunta esposa, lo que lo llevaba
a sentir esa curiosa atracción hacia su amiga. La miró de reojo y apreció a otra mujer: al
parecer sus recuerdos avivaron un sentimiento por Clara. Ya no estaba mirando a su
amiga. Estaba viendo a una mujer con exquisitos atributos, que como bien se sabía,
podrían atraer a cualquier hombre. Incluyendo a Lucio.
Algo confundido, tomó distancia disimuladamente. En sus recuerdos se encontraba
Isabella, en el pasado se estaba enamorando de una mujer que acababa de conocer, y en
el presente comenzaba a sentir cosas por Clara. «¿Qué estoy haciendo?», se preguntó
indignado. Tenía miedo de cambiar el pasado y perder algo valioso en el presente. Fue
inevitable poner una prioridad. Roza iba a morir, y le quedaba poco tiempo para salvarla.
Él sabía lo que tenía que hacer. Intentó acallar sus pensamientos y buscó una distracción
en la pantalla plana de su habitación.
Lucio reía despreocupado. Miraban “¿Quo Vado?”, película que había visto más de
tres veces, pero no se cansaba de los mismos chistes. Es más, él iba anticipando los
chistes.
En un momento sintió que hablaba solo. Giró la cabeza y observó que la invitada
dormía plácidamente. Se percató del respirar despreocupado y apreció esa imagen por
unos segundos. No vio solo a una amiga: vio una mujer atractiva. Su cabeza ardía de tanto
pensar, la sacudió para ver si podía evaporar esas ideas de la mente. Lo que estaba
viviendo era una locura, su vida y sano juicio corrían peligro. Sentía que la vida se le
escapaba como arena entre los dedos. Lentamente todo volvió a convertirse en una
nebulosa...
XIII

El avance

«26 de enero de 1945 – Prusia Oriental»

Despertó con los miembros entumecidos y con ganas de orinar. El frío durante la noche
había llenado su vejiga. A pocos centímetros de su nariz se enredaba ese pelo rubio que
había rozado su cara durante toda la noche. Olfateó como un perro el cabello de Roza.
Fue en vano, ya que solo percibió cómo se filtraba la sensación de la fría mañana. El ruido
que produjo con la nariz despertó a la mujer. Se dio vuelta, lo miró con los ojos
entrecerrados por un segundo y le dio un corto beso.
—Buenos días —dijo ella.
—Ehhh… B-b-buenos días —tartamudeó Lucio sin entender por qué había recibido
ese beso fugaz.
—No creo que huela bien mi pelo.
—Ohh… Lo siento. Igualmente, no tengo olfato. —Actuó como si nada hubiese
pasado y se levantó para ir al baño. No quiso profundizar sobre el beso: todavía estaba
desorientado y ella, confundida e influenciada por la caballerosidad de Lucio. Sin pensar
lo que hacía, había decidido darle un beso de buenos días en los labios, unos labios que
no venían de una guerra, que no estaban afectados ni resecos por el clima frío del crudo
invierno.
—Ya vengo. Voy al baño —dijo Lucio.
Tomó su rifle y salió de la habitación. Subió las escaleras. Con precaución revisó cada
rincón del lugar. Miró a la izquierda y se sobresaltó al no ver el cuerpo que habían dejado
la noche anterior. Se acercó un poco más y allí estaba. La ansiedad le había jugado una
mala pasada. Vaciló un instante y orinó en esa habitación cerca del cuerpo. Lo miraba
creyendo tontamente que podría levantarse.
Al salir, Roza lo estaba esperando en la puerta del hospital.
—Vamos, sígueme. Tenemos que volver al campamento —dijo ella.
Caminaron hacia el noreste por una media hora. Costeaban trincheras construidas por
los residentes, tomando la precaución de no tropezarse con ningún alemán rezagado o
herido que pudiera atacarlos.
Después de un rato llegaron a una casa bastante deteriorada por los bombardeos. En
los alrededores había varios soldados con los mismos uniformes que Lucio. Antes de
entrar, Roza le advirtió que no hablara, ya que su acento era bastante notorio.
Ingresaron por una abertura y bajaron por unos escalones al subsuelo. Pasaron sin
golpear por una puerta que accedía al puesto de mando. Lucio no podía ver nada y siempre
caminaba un paso más atrás de Roza. Cuando avanzaron sus ojos comenzaron a aclararse
y, como si apareciese un claro en un bosque, pudo ver a tres uniformados.
—¡Camarada! —exclamó el más fornido de los tres.
Tenía la cara lisa y, aunque su cara estaba curtida por la intemperie, mostraba menor
tosquedad que los otros dos. Por los uniformes parecía que era el de rango más alto. Otro
estaba sentado atrás limpiando su arma y el último le servía un vaso con vodka.
No eran más de las diez de la mañana y ya estaban bebiendo. Claramente era la mejor
forma de calentarse en el terrible clima en que se encontraban. Le ofrecieron un trago a
los recién llegados. Roza se lo tomó de un sorbo, mientras que Lucio tuvo que terminarlo
en dos o tres veces.
—Buenos días. Camarada Capitán Sazonov. Está todo libre en el frente: solo un par
de fritz rezagados, pero se están retirando —le explicó Roza—. ¿Ya llegó la División de
artillería? —le preguntó.
—Perfecto —respondió—. No, aún no tenemos los refuerzos. En cuanto lleguen
comenzaremos el avance. Primero, antes de avanzar con los Katyusha, hay que solucionar
este problema. —Apoyó el dedo sobre un mapa extendido en una mesa improvisada con
un tablón, con más curvas que una pista de fórmula uno, sobre dos caballetes que lo
sostenían—. Tenemos informes que hay una granja donde han cavado una zanja
antitanque y puede que haya alemanes. Irás detrás de dos shtrafbats y rastrillarás toda
esta zona. —Marcó un círculo imaginario con su dedo índice sobre el mapa.
—¿Dónde están sus hombres, comandante? ¡Vaya inmediatamente a buscar a esos
desertores! —Se dirigió con autoridad hacia el camarada que estaba sentado limpiando
su rifle y este salió rápidamente.
Los shtrafbats estaban compuestos por convictos soviéticos o soldados condenados
por delitos al Derecho Militar. Los mandaban al frente de batalla como castigo, en lugar
de ir a prisión o, en el peor de los casos, recibir la pena capital.
—Perfecto, camarada capitán —dijo ella sin refutar las órdenes y asintió con su mano
firme en la frente—. Este es el camarada Novicov del 31º ejército de la 220ª División de
Fusileros. —Señaló a Lucio—. Lo encontré en una catedral al sur de aquí, desmayado
debajo de unos escombros. Todo su pelotón está bajo las ruinas. Me gustaría que nos
acompañe. Es un excelente tirador —mintió Roza—. Lucio se puso firme, copiando a
Roza llevó la mano hacia su frente exhibiendo el mismo saludo militar hacia el
comandante.
—No hay problema. —El superior sacudió su mano señalando la salida sin levantar
la mirada—. Puede retirarse, sargento. —ordenó a Roza y continuó absorto analizando el
mapa.
Una vez afuera, llegaban dos soldados acompañados del comandante que presenció
la reunión en el sótano. Tomaron algunas provisiones. Roza le consiguió a Lucio un
camuflaje de invierno como llevaba ella, unas bandas de lino para usarlas como medias,
y lo más esencial, tomó a escondidas, una botella de Vodka de unos compañeros que
descansaban al costado de la trinchera. Ahora sí, listos, emprendieron la marcha.
—¿Novikov? —le preguntó a Roza.
—Sí. ¿Qué prefieres? Que le diga que te llamas Lucio y que vienes del futuro… —
Esbozó una sonrisa y, con un pequeño salto, empujó el hombro de Lucio con el suyo.
Continuaron su marcha camino a la granja. Aún había nieve, pero esta vez Lucio tenía
la vestimenta adecuada. Solo sentía un poco de frío en su nariz, aparentemente su cuerpo
estaba mejor climatizado.
La granja quedaba a unos diez kilómetros de distancia. Entre medio deberían cruzar
varios descampados. El peligro era inminente, pero todos, mejor dicho, casi todos, tenían
experiencia en el campo de batalla.
—¿Estamos con desertores? —inquirió Lucio en voz baja para que los recién llegados
no escucharan lo que estaba preguntando.
—No necesariamente todos los que forman parte del batallón de castigo son cobardes.
La mayoría son camaradas que, tal vez, no se han dejado avasallar por malas órdenes de
los superiores —aclaró Roza—. Si quieres saber, puedes preguntarles.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Lucio a uno de ellos.
—Mi nombre es Yuri Orlov, ex capitán del Ejército Rojo. —El soldado tenía una
mirada dura, que afirmaba con los rasgos que delineaban su rostro. Superaba el metro
noventa con creces y su espalda parecía un muro de ladrillos. Era el tipo de persona que
no sería recomendable hacer enojar.
—¿Por qué están en el batallón de castigo? —preguntó Lucio.
—Por cobardía.
—No pareces un cobarde —dijo Lucio.
—Envié tres veces a mi batallón para tomar una posición elevada. A la cuarta me
negué. El ejército fue diezmado. No me arrepiento de mi decisión. Ahora combato solo
o, mejor dicho, no tengo a nadie bajo mi mando. No soy un desertor: solo soy un
insurgente que sigue luchando por su Patria.
—Y tú, ¿cómo te llamas? —Lucio continuó el interrogatorio con el otro soldado. En
comparación con Yuri, a este le faltaba una cabeza para alcanzarlo y se veía bastante más
joven. Era casi tan musculoso como su compañero, aunque más pequeño en proporción a
su altura. Tenía una cicatriz en el ojo izquierdo, lo que le daba un aspecto tenebroso. Sus
ojos eran negros y su mirada seria.
—Soy Pyotr Kapitsa, fusilero del 917º Regimiento 2º Batallón. Estoy aquí por
desacato. Golpeé a mi superior.
—Bueno… Tal vez se lo merecía.
—Me gritó “judío inservible” y después insultó a mi madre. No pude contener mis
puños. Nadie va a insultar a mi santa madre —le explicó Pyotr.
—No te preocupes: están en buenas manos. No somos delincuentes que quieran huir
de esta guerra —interrumpió Yuri—. Y usted, ¿de dónde es camarada? Tiene un dialecto
raro —inquirió el soldado.
—Soy del sur —respondió Lucio con tanta rapidez que no dejó lugar a dudas sobre
su mentira.
—Por eso no te entendemos cuando hablas —se burló Roza evadiendo la
conversación de las procedencias.
Luego de su interrogatorio, Lucio estaba más tranquilo. Parecían buenas personas con
tan solo verlos a los ojos. Yuri era una persona trasparente, y Pyotr era un joven judío
discriminado y se habían metido con su adorada madre.
Al costado del camino había un árbol. Fue inevitable que no llamara la atención de
Lucio: un pequeño rastro sin nieve marcaba un sendero hacia él. Las ramas habían evitado
que la nieve cubriera las raíces sobresalientes, por lo que se observaba el color verdoso
del pasto. Aunque no fue solo el color verde lo que lo atrajo, sino unas marcas blancas
que rodeaban a estas raíces. Parecía un cuadro meticuloso de colores que no se mezclaban.
Al enfocar la vista notó que las marcas blancas eran pequeñas flores.
—¡Roza, mira! —Tiró de la mano de ella para guiarla hacia lo que había visto. Ella,
sin entender, lo siguió.
A los pies del imponente árbol contempló las vivaces flores.
—¿Cómo es posible que crezcan con este frío? —Su asombro esbozaba una dulce
felicidad.
—Se llaman campanillas de invierno. Son las patronas de los gélidos montes —
explicó Roza dándoles importancia a las custodias del gran abedul.
Lucio no pudo evitar ponerse en cuclillas para olerlas, pero fue en vano, no sintió
aroma alguno. Cortó una de ellas y se la entregó a Roza. Ella sí pudo sentir su exquisito
aroma.
—¿No puedes olerlas?
—No —respondió Lucio con gran nostalgia en su voz.
—¿Has olido un lirio?
—¡Sí!
—Huelen tan dulce como los lirios, pero su perfume es más duradero. Con dos de
ellas podrías mantener perfumada una habitación por varios días.
—Ahora sí sabré a qué hueles —le dijo con una sonrisa pícara y le colocó una de las
pequeñas flores en el ojal de su chaqueta, cerca de su pecho.
—Gracias —dijo ella y esbozó una tierna mueca de agradecimiento.
En ese momento, el grito ahogado de uno de sus camaradas desmoronó el
romanticismo.
—¡Al suelo! ¡Fritz adelante!
Todos se tiraron cuerpo a tierra y se arrastraron dentro de una zanja. A lo lejos vieron
a dos alemanes salir de un establo. Cada uno llevaba una gallina en la mano. Se dirigían
a una casa de madera, algo pequeña, aunque una de las pocas completas y sin daño. Estaba
ubicada a un par metros de donde habían sacado las aves. Los soldados iban
despreocupados, a las carcajadas. Antes de ingresar al refugio se quedaron dialogando
con otro par de vigías que patrullaban la zona.
Los rusos y el viajero esperaron pacientes escondidos en la zanja. Al ponerse la luna,
como una sombra sigilosa, Yuri se colocó en el camino marcado por las pisadas de ida y
vuelta de un centinela. Uno de los soldados rojos se acercó silenciosamente y, con
precaución de no ser visto por los enemigos, hundió el cuchillo en el nazi vigía. Un chorro
de sangre saltó hacia los costados manchando al atacante en el rostro. Se colocó el abrigo
del alemán y se limpió la cara con la manga del uniforme verde oliva. Ahora, camuflado
de fascista podía caminar con normalidad. Se aproximó a otro soldado que patrullaba
solo. Lo saludó y lo franqueó. En cuanto le dio la espalda, también lo acuchilló. A la
distancia se encontraban dos alemanes en el puesto de vigilancia. Yuri llamó a Pyotr y lo
paró delante de él como prisionero. Utilizó el revólver robado por al primer alemán caído
y apuntó en la espalda de su compañero. Pyotr sacó su cuchillo y lo sostuvo entre las
manos a sus espaldas.
Lucio divisó la imagen desde su escondite. Roza a su lado le destacaba la valentía con
un gesto de admiración en su mirada. Ambos camaradas caminaban en fila india, Pyotr
como rehén, mientras Yuri lo escoltaba como su valeroso captor.
A pocos metros de los vigías, se levantaron ansiosos a la espera del ruso capturado.
Reían y felicitaban la habilidad del falso compañero, sin saber lo que les esperaba. Lo
único que se pudo divisar desde la zanja fueron gotas silenciosas de sangre que saltaban
en todas direcciones. Escondieron los cadáveres y, los victoriosos shtrafbats se
encaminaron hacia la cabaña.
Roza, a la distancia, se comunicaba a través de señas con Pyotr. Lucio no entendió el
lenguaje mudo en el que se indicaban las próximas acciones, y quedó atento a las órdenes
de su nuevo sargento.
—Sígueme y no levantes la cabeza —le ordenó ella a Lucio y juntos se deslizaron en
dirección opuesta a la del equipo de vanguardia para rodear la casa.
Roza y Lucio se colocaron en la puerta delantera, los del otro grupo se apoyaron
contra las maderas que estaban debajo de una ventana. Por lo que alcanzaban a ver,
adentro se encontraban cuatro nazis, rodeados de un ambiente cálido producto de los
troncos llameantes que irradiaban calor desde la chimenea. Roza dio la señal a Yuri y este
asintió con un movimiento afirmativo de cabeza. Ella sacó una granada de fragmentación,
retiró el seguro, abrió cuidadosamente la puerta y, tratando de no generar sonidos fuertes,
lanzó el explosivo hacia los enemigos. Yuri, aguerrido, se levantó y comenzó a disparar
a través de la ventana. Inmediatamente Pyotr lo imitó. Los vidrios volaban hacia todos
lados y la sangre marcaba la pared dibujando manchas sin sentido de terror. Al entrar
vieron los cuerpos inertes agujereados. Yuri movió con el pie a uno de los cuerpos
chequeando si aún daba vestigios de vida. Definitivamente ese hombre no volvería a
moverse.
—Nosotros iremos a revisar los alrededores, sargento —informó Yuri.
—Perfecto. Nosotros prepararemos la comida a los Fritz —dijo Roza con sarcasmo.
Revisaron los bolsillos de los acribillados. Confiscaron unos encendedores,
municiones y, escondida en el bolsillo de una de las chaquetas, encontraron una armónica.
Roza la analizó meticulosamente, luego sopló para asegurarse que funcionara y se la
guardó en el bolsillo.
Aparentemente, las bajas anteriores eran los únicos enemigos cercanos al lugar. Yuri
y Pyotr se pusieron cómodos cerca la chimenea. La noche estaba próxima. Habían
decidido pernoctar allí, ya que estaban bien resguardados del frío, tenían comida y, sobre
todo, vodka.
Comieron y se sirvieron el último vaso del licor. Mientras ellos contaban sus historias,
Roza sacó la armónica del bolsillo, acomodó delicadamente los labios y comenzó a tocar.
Hacía avanzar la canción con una suavidad que apenas resonaba en las paredes. La
armonía se desplazaba por el aire con la lentitud de un beso lujurioso. Viéndola allí,
recostada en el suelo, con las manos alrededor del instrumento, concentrada, con los ojos
entrecerrados y los labios ligeramente fruncidos, Lucio supo que quería que algún día lo
besara con ese cuidado lento y deliberado, ya que esa mañana solo había tenido un rápido
roce de su boca.
Roza era hermosa. Supuestamente a nadie le resultaría extraño sentir debilidad por
mujeres hermosas por cuyas venas corre la música. Pero mientras ella tocaba, Lucio la
vio nuevamente ese día. Hasta ese entonces lo habían distraído su peinado diferente y su
tosco caminar por el camuflaje blanco. Pero viéndola tocar, todo eso desapareció de su
vista.
El sonido durmió a los dos rusos y relajó a Lucio, tanto, que su día, a pesar de todas
las barbaries que vivieron, había sido una experiencia dulce al lado de esa hermosa mujer.
Lucio estaba tan absorto como si un flechazo lo hubiese abstraído de las circunstancias,
y recordó que no había tenido oportunidad de organizar algún plan con Roza. Desconocía
a qué hora sería asesinada, pero sabía que podían quedar tan solo horas para que una
esquirla le abriera el estómago.

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