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Sueños de Guerra
Sueños de Guerra
El espejo roto
Lucio vivía en una zona rural, a hora y media de la ciudad, en un pueblo llamado Port
Erillos. No era un lugar tan buscado para vivir, por lo que las viviendas resultaban
económicas. Dicho pueblo no tenía más de 700 habitantes, era un lugar tranquilo donde
no había centros comerciales, cines, y esa clase de distracciones que se disfrutan en las
ciudades. Era tan tranquilo que lo más descabellado que se podía encontrar era una pelea
entre amantes por alguna infidelidad o una pelea de borrachos después de una noche de
alcohol. En cuanto a sus atracciones turísticas, lo más exótico y visitado eran unas
piscinas de aguas termales, las que se podían disfrutar todo el año. El resto de las
actividades estaban desarrolladas para el escaso número de habitantes, tales como la
escalada en roca o las bajadas de rafting por el imponente río que los rodeaba. Sin
embargo, estas actividades se desarrollaban sobre todo en verano, el mayor ingreso se
debía a las piscinas de aguas termales, que mantenían sus puertas abiertas durante todo el
año para el que quisiera visitarlas.
—¡Maldito gallo! —renegó mientras estiraba los brazos sacándolos debajo de las
sábanas.
Lucio no solía enfadarse, pero si algo lo sacaba de quicio era no poder levantarse a la
hora que él quisiera. Debido al cantar cronometrado de los gallos vecinos, siempre
despertaba a las seis de la mañana, normalmente malhumorado.
La casa más cercana distaba más de cuarenta metros por los extensos terrenos que
poseía cada vivienda. Port Erillos estaba lleno de propiedades amplias que permitían el
lujo de tener huertas, gallineros e inmensas montañas de leños.
Lucio comenzó el día renegando. Sin ganas, se sentó al borde de la cama mirando el
suelo, tratando de acomodar sus pensamientos.
—Vamos, mi reina, ya es hora de despertarse —le dijo a su fiel compañera, que
todavía dormía.
A su lado siempre estaba Freya, su único amor, pelo rubio con ojos color miel. Su
mirada cariñosa lo decía todo: de haber sido una mujer se podría asegurar que Lucio
moriría en recompensa a su lealtad. Había encontrado la perra abandonada cuando era
pequeña, muerta de frío, ya que las temperaturas más altas en verano no llegaban a los
quince grados Celsius. Fue amor a primera vista: él no dudó en meterla debajo de su
campera para darle un poco de calor hasta llegar a su hogar. Fue un animal agradecido y
de inmediato pudo adaptarse a esa vida junto a su nuevo amo.
Lucio, licenciado en física en la Facultad de Ciencias Exactas, obtuvo una beca con
la que pudo trabajar en el CERN, la Organización Europea para la Investigación Nuclear,
donde terminó su doctorado en física de partículas. Ahora, con otra beca de un organismo
del gobierno, había instalado su oficina en la segunda habitación de su casa, la que
utilizaba para estudiar y avanzar en sus investigaciones. Además, obtenía un ingreso
adicional trabajando como profesor de Física y Matemáticas en uno de los colegios del
pueblo.
Comenzó su rutina diaria acompañado únicamente con su fiel amiga Freya, que lo
seguía a todos lados. Al levantarse de la cama fue directo al baño, se llenó las manos del
agua helada que venía del exterior y la arrojó en su cara. Sintió como se le congelaba el
rostro: en esa zona el agua solo venía de un pozo y calentarla significaba un consumo
energético muy costoso, a parte del tiempo que necesitaba para que el agua caliente
almacenada en la cisterna recalentara las cañerías congeladas, que viajaban desde el
exterior hasta su casa. Limpió sus ojos y al mirar el espejo exclamó:
—¡Qué carajo!
Lo que vio no tenía explicación. Se había encontrado con la sombra de un rostro en
el vidrio. Solo alcanzó a ver unos ojos azules y todo lo demás era una silueta distorsionada
Con los pocos detalles que alcanzó a distinguir, pudo suponer que se trataba de una mujer.
Retrocedió sobresaltado sin comprender lo que pasaba. Fue ahí cuando se distrajo por
el aullido de dolor de Freya al aplastar una de sus patas peludas.
Refregó sus ojos y volvió a mirar. Solo vio salpicaduras de agua desparramadas sobre
la superficie plateada. Las secó con una toalla, y luego se acercó y observó
cuidadosamente. Rápido, como un pez asustado, giró y al no advertir nadie detrás, además
de su mascota lamiendo su pata dolorida, salió al pasillo que comunicaba las habitaciones
y el baño. Efectivamente no había nadie. No sabía qué pensar. Con el corazón agitado
terminó de limpiarse y, se confundido, se fue a desayunar.
Una hora más tarde, Lucio recorrió el trayecto hacia el colegio pensando en lo que
había visto. De a ratos lo distraía el caminar juguetón de Freya que se entretenía con las
hojas que levantaba el viento. Lucio conocía a su amiga y en ocasiones ella solía jugar
pisando charcos o se quedaba al borde de un automóvil en movimiento. Muchas veces
rozaba el peligro y por supuesto su dueño no confiaba en todas las aptitudes que por
naturaleza tenían los perros. Llamarle la atención sacaba a Lucio de su ensimismamiento
por el acontecimiento irreal de hacía unas horas. Era una persona escéptica y no creía en
cosas sobrenaturales. Para él, la ciencia podía explicar todo, y si todavía no estaba
resuelto, sabía que era porque aún no habían encontrado la explicación científica.
Pertenecía a una familia católica y le gustaba participar de las misas, pero era consciente
que desde hacía unos años su fe católica estaba en una meseta. Su batalla emocional entre
la ciencia y la fe aún persistía.
Al llegar al colegio se despidió de Freya. Ella se quedó en la entrada, mirando como
su dueño desaparecía al cruzar las puertas de doble vidrio que usaban exclusivamente los
profesores para ingresar al colegio. Al sentir que se desvanecía el rastro de su amo, dejaría
de esperar y con sus paseos cotidianos por el pueblo volvería a casa.
Lucio fue directo a la sala de profesores donde encontró a varios colegas conversando
mientras tomaban un té para calentarse.
—Buenos días —saludó educadamente a sus compañeros.
—Buenos días, Lucio —le contestaron a coro los tres profesores que se encontraban
allí.
Disimuló su desinterés en las conversaciones que se originaban en el lugar. Era de los
tipos de pocas palabras y en ocasiones llegaban a molestarle las personas charlatanas.
Evitó mostrar su desagrado en los comentarios triviales, miró su móvil y habló en voz
alta para que lo escucharan todos:
—Hasta luego, profesores, sino llegaré tarde —mintió y salió apurado.
Su clase constaba de unos treinta alumnos de séptimo grado donde daba Matemáticas,
y en otra clase con unos veinticinco alumnos que estudiaban Física en quinto año. En este
curso tenía a todas las alumnas prestando atención. Lucio era un hombre alto y corpulento,
tenía su pelo castaño claro peinado hacia atrás, lo que hacía resaltar sus ojos claro, traía
su barba prolija y abultada al estilo vikingo del siglo XXI. Se caracterizaba por ser un
hombre pulcro. Por otro lado, estaban los alumnos varones, la mitad distraídos en sus
coqueteos con las compañeras. Y para terminar estaban los jóvenes de la fila delantera,
llamados cariñosamente por él, ñoños o nerds. De todas maneras, la mayoría prestaba
atención en clase ya que Lucio explicaba con pasión la Física. Claramente era lo suyo.
Al salir de clase, la última de su jornada, se encontró en el corredor del colegio con
Elena, una de sus colegas enamoradas. Se había divorciado hacía dos años y se abocaba
con el mayor ahínco a su trabajo como profesora de Lengua y Literatura. La actividad
laboral la ayudó a superar la desbastadora separación. Era una hermosa mujer pelirroja,
alta, rondando el metro setenta, labios finos y ojos claros llamativos. Resaltaban con el
color de su cabello. Decían que era un espécimen raro que atraía a cualquier hombre. Sin
embargo, Lucio nunca la consideró más que una compañera de trabajo. A pesar de que él
se comportara como ermitaño, ella de a poco fue tomando confianza y ya no disimulaba
sus ganas de acercarse. Lucio tenía buena labia y sabía cómo hablarles a las mujeres. Por
eso mismo Elena buscaba esos encuentros que rosaban la galantería y animaban sus
mañanas.
Por el modo de ser de Lucio y su imponente personalidad, era considerado como el
casanova de un pueblo escondido entre las montañas, ya que todos se enteraban de lo que
hacía cada uno, pero como él venía de la ciudad poco le importaba lo que pensaran.
Además, sus galanteos no pasaban a mayores, solo eran juegos para animar el ego
mutuamente. A lo sumo salía para ir a comprar y por las noches para beber una cerveza
artesanal fabricada en el pueblo.
Esta era una de esas oportunidades y Elena salió a su encuentro.
—Hola, Lucio. ¿Cómo andas?
—Hola, Elena. Bien, ¿y tú?
—Bien. Lidiando con estos diablillos —. Se refería a sus alumnos más pequeños, que
eran, también, los más inquietos de la escuela—. No los soporto más.
—¿Qué sucede?
—No escuchan, no estudian, no hacen nada… Solo molestan.
—Son niños… Ten paciencia.
—¿Cómo llevas tu día? —dijo ella tratando de mantener la conversación.
—Hasta ahora normal. Ya he terminado —contestó con simpatía.
—Esta noche saldremos en grupo a beber algo al bar. Por si quieres ir…
Se refería al único bar del pueblo. Su nombre real era BERLIN, fruto de la
nacionalidad alemana de su dueño. Los clientes creían que era un nazi oculto o un espía,
pero la verdad, Joseph era muy bueno para odiar judíos y demasiado tonto para ser espía.
—Gracias Elena, pero tengo que terminar una presentación.
—Bueno. Si terminas temprano pásate por allí, así te desconectas un poco…
Lo que Elena no entendía era que a Lucio le gustaba desconectarse en su casa con una
cerveza, leyendo sus libros, fumando sus cigarrillos armados y hablando, sin tener una
verdadera conversación, con Freya, para luego terminar en su cama mirando una película
hasta quedarse dormido.
—No te prometo nada. Igual, gracias por la invitación.
Intentó franquear a Elena para continuar su camino, pero ella lo tomó del brazo con
su mano suave, lo miró dulcemente y le dijo:
—¡Espero verte! —Soltándole el brazo le guiñó el ojo y siguió su camino.
Ese guiño sí llamó la atención de Lucio.
Luego del colegio, al llegar a su casa, su fiel compañera cruzó ansiosa por debajo de
las maderas de la tranquera. Lo recibió con su gran baile de felicidad corriendo alrededor
del jardín. Lucio abrió la puerta de la casa y, dejando las cosas al costado de la entrada,
fue directamente al galpón a buscar unos leños. Ya estaban en la mitad del invierno. Ese
año no había sido tan crudo, gracias a lo que le quedaría leña para el próximo. Con la
mano libre tomó las cosas que había dejado en la puerta y entró. Freya ya giraba
acomodándose en su colchón color rosa cerca de la salamandra: ella sí conocía su lugar
en la casa. El hombre metió los leños en la estufa, tomó unas maderas de esos cajones que
se usan para trasladar verduras, y las colocó debajo de los palos más gruesos. Prendió un
papel, sopló generando una corriente perfecta, hasta ver las maderas más finas
encendidas, y luego cerró la salamandra. Era distinguido y meticuloso a la hora de prender
el fuego, ya que de ese esmero dependía el mayor aprovechamiento del calor.
Tomó una lata de cerveza de la heladera y se fue directo a su oficina. El eco de los
pasos resonaba en el pasillo que conectaba las habitaciones de la casa. Una era su
dormitorio con la cama de dos plazas, un televisor y su amplio guardarropa. Saliendo de
su cuarto, a mano derecha, estaba el baño tenía lo esencial, como cualquier otro baño
común y corriente. En la otra habitación, más pequeña, y frente de su cuarto, había
instalado el estudio. Encima del escritorio tenía una cantidad exagerada de papeles y su
laptop. En el piso varias plantas decoraban el ambiente dando un poco de vida y color al
espacio de trabajo. Debido a la escasa luz natural que recibían, necesitaban un cuidado
especial. No parecían reales, pero eran auténticas. Su fuerte color servía para demostrar
el cuidado que recibían de su dueño. El resto del mobiliario incluía una repisa doble
adosada a la pared, donde descansaba una fila completa de todo tipo de libros, desde
manuales, enciclopedias, novelas, hasta revistas y comics. En la parte superior se
encontraban sus libros favoritos: la trilogía de Alexandros de Massimo Manfredi y unos
cuantos relacionados con la Segunda Guerra Mundial. Aborrecía a Hitler, pero le
sorprendía cómo una sola persona pudo llegar a manejar al noventa por ciento de la
población alemana, motivo por el cual merecía ser estudiado. Sus padres le habían
comentado que sus abuelos tenían ascendencia rusa, por lo que tenía libros sobre la URSS,
le interesaba cómo eran las reformas liberales y el cambio de la economía estancada en
la Unión Soviética, desde la entrada de Gorbachov hasta la disolución de la Unión
Soviética. Influido por esto aprendió ruso y aparte, también sabía algo de alemán. Por
último, se encontraban libros de Física, un par de mecánica cuántica, otros de agujeros de
negros, uno pequeño sobre tiempo curvo y, entre sus favoritos, dos más, de gran tamaño,
sobre Relatividad General: Gravitón del famoso Kip Throne y otro de Robert Wald, libros
importantes para un ávido de conocimiento como Lucio. Al final de la repisa, engrampado
a la pared, se encontraba la imagen de su ídolo Albert Einstein, siguiendo con la mirada
hacia aquél que apreciaba el póster, mostraba una leyenda: “Hay una fuerza motriz más
poderosa que el vapor, la electricidad y la atómica: LA VOLUNTAD”.
Habían pasado quince minutos desde que Lucio encendió su laptop y solo le alcanzó
a beber su cerveza. Sabía que algo no lo dejaba concentrarse: ese guiño sensual que
recibió antes de salir del colegio. Solía tener gran debilidad ante esos coqueteos. En su
cabeza comenzaba a rondar la propuesta de Elena de salir a tomar algo. Lucio tenía más
de una pretendiente en el pueblo, y no le parecía conveniente arriesgar una relación con
su compañera de trabajo. Para él no era ético mezclar trabajo con placer, pero hacía meses
que no estaba con una mujer y pensó que esa noche tenía una oportunidad.
Aunque cansado, dejó todo lo que estaba haciendo, se metió a la ducha y se preparó
para salir.
II
La habitación
Un rato más tarde, los novios comenzaron a discutir. Al parecer, Eloy había decidido
pasar junto a la mujer atractiva camino al baño. Sin ocultar la atracción que le despertaba,
se quedó platicando unos instantes con ella. Clara estaba enfurecida, y con razón. Elena
había acertado en llamarlo “perro baboso”.
—¡Ya! —se sintió el grito de Eloy—. Solo quería saber de dónde era, tenía facciones
de extranjera —argumentó enojado—. Fue solo por curiosidad.
—La curiosidad mató al gato —susurró Lucio, sarcasmo que solo escuchó Elena.
Sonrió y le dio un suave empujón en complicidad con el comentario.
—Ojalá te fijes un poco más en mí, como haces con “tu extranjera” —le reprochó
Clara frenética.
Lucio miraba a Clara con pena. La conocía bien y sabía que no era feliz en esa
relación, pero, criada a la antigua, estaba seguro de que temía quedarse sola si perdía a
Eloy. Ella desconocía la cantidad de pretendientes que tenía en el pueblo. Cualquier
hombre buscaría una mujer con sus cualidades: un estilo de mujer latina, medía un metro
cincuenta y tanto, tenía el cabello castaño claro y lacio como si estuviera recién planchado
que le llegaba casi hasta la cintura. Lucio sabía que, con su personalidad, sus ojos miel y
sus labios carnosos, podía conquistar a cualquier hombre.
No solo llamaba la atención físicamente. En algunas ocasiones atrajo la mirada de
muchos caballeros por sus destrezas. Obtuvo el podio lanzando dardos y solía ganar en la
mesa de billar a cualquiera que se atrevía a desafiarla. Había marcado un precedente en
el lugar. Nadie podía creer que Clara, con su pequeño tamaño, hubiese ganado a tantos
hombres. Ellos afirmaban que solo era suerte de principiante, pero lo que no sabían, era
que esos juegos eran los predilectos del padre y del abuelo de Clara, y no pasaban un
domingo sin practicarlos.
Al terminar de beber lo que quedaba en sus jarras, era el momento oportuno para
retirarse. Finalizada la discusión Elena se levantó, buscó su abrigo, las llaves del auto y
le hizo una seña a Lucio.
—Lo siento chicos. Llegó la hora de retirarme. Estoy cansada.
—Creo que yo también debería irme —habló Lucio para todos los de la mesa.
—¿Quieres que te acerque? —le preguntó Elena.
—Claro. ¿Por qué no? —Lucio se hizo el desentendido, demostrando que esa charla
no estaba premeditada.
—No vaya a ser que te desmayes en el camino —bromeó.
—Sí. Será mejor que vaya a descansar. —Ambos saludaban a la pareja mientras se
abrigaban.
Caminaron hacia el auto de Elena, un vehículo de gama alta. No se entendía cómo
podía costearlo con el sueldo de profesora.
—Lindo auto —dijo Lucio mientras subía.
—Sí. Era de mi marido —dijo ella sonriendo—. Es el único recuerdo lindo que me
dejó ese hombre.
—¿Mala relación?
—El desgraciado tenía otra familia. —Ella se volvió evitando que Lucio viera su cara
de odio por el recuerdo—. Mejor cambiemos de tema no quiero amargarme en este
momento. —Dibujó una sonrisa en su rostro demostrando que solo bromeaba.
—Listo. Mejor cambio de tema. No quiero verte enojada —sonrió Lucio—. Y menos
conmigo.
A una cuadra de su destino pensaba en una excusa para hacerla entrar a su casa y
compartir un momento a solas.
—Tendrás que invitarme un vino para quitarme estos recuerdos amargos —dijo Elena
mientras aparcaba el auto frente a la tranquera.
Lucio había conseguido lo que quería sin esfuerzo. La miró y preguntó:
—¿Quieres bajar ahora? Puedes elegir el vino.
—¿Ahora?
—Claro, ¿o estás apurada?
—Para nada. Será un placer.
Lucio bajó y abrió la tranquera señalándole un espacio detrás de la casa. Los dos
sabían que si alguien veía el auto comenzaría el chisme por todo el pueblo. Nunca faltaría
el curioso que preguntara al día siguiente si había sucedido algo con la profesora de
Literatura.
Al llegar a la puerta de entrada sintieron el olfateo ansioso de Freya desde el interior.
Al entrar, la perra fue directo a saludar a su dueño y se recostó entre sus pies panza arriba
pidiendo que la rascara. Miró a Elena con cautela, se dirigió hacia ella y comenzó a
olisquearla con recelo.
—No te preocupes, no hace nada —dijo Lucio—. Ponte cómoda.
Freya, convencida de que la mujer no era un peligro, se fue directo a su cálida cama
pegada a la estufa a leña para recibir el calor que esta emanaba.
Lucio cerró la puerta y fue hasta la salamandra, colocó unos leños, tomó una página
de periódico viejo y la apoyó entre los troncos. Con un delicado soplido creó una corriente
suave de aire y avivó las brasas que se encontraban al borde de perder su escaso brillo.
Al cabo de unos segundos, ya incandescentes, brillaban al rojo vivo.
Elena se sentó en el imponente sillón rojo, que con su tamaño ocupaba la mitad de la
sala donde Lucio frecuentaba mirar televisión antes de irse a dormir. En tanto, él colocó
una lista suave de música en la aplicación de su móvil que incluía un variado de artistas
como David Gilmourd, Gary Coleman y Charles Bradley entre otros.
Destapó un vino tinto, regalo de sus padres que vivían en la ciudad. Acostumbraban
a traerle esa clase de obsequios cada vez que lo visitaban. Sirvió en dos copas de cristal
y le entregó una a Elena. Brindaron y bebieron un sorbo del exquisito Malbec. Lucio la
miró a los ojos y, decidido, se abalanzó delicadamente hacia su boca y la besó. Sin oponer
resistencia, ella también lo besó apasionadamente.
Las lenguas se entrecruzaron. Los fornidos brazos de Lucio se enroscaron en la cintura
de Elena. Ella comenzó a tocar los muslos de él, apretándolos con fuerza.
Hacía un año que ella no tocaba a un hombre. Una sensación de calidez se esparcía
por su cuerpo. Cambió de posición y pudo sentir que después de tanto tiempo volvía a
humedecerse.
—Quiero que me hagas el amor —le suplicó ella.
Lucio la alzó y la llevó al cuarto. Freya alzó la cabeza para ver pasar a los amantes
hacia el dormitorio. Hizo caso omiso, dio un par de vueltas para buscar una posición
cómoda y volvió a recostarse en su cucha.
Al llegar a la habitación, él la depositó sobre la cama, y sin separar sus labios,
comenzaron a quitarse la ropa. Cuando todas sus vestimentas se encontraban
desparramadas por el suelo, Lucio empezó a descender hacia los pies de la cama. Mientras
le abría suavemente las piernas, recorría un camino imaginario con su lengua desde el
cuello hasta el ombligo, para terminar en sus partes más íntimas.
—Oh... Por favor —gimió ahogada de placer—. ¡No pares! —Curvó su espalda,
reclinó su cabeza hacia atrás y comenzó a mover sus caderas hacia arriba y hacia abajo,
acelerando el ritmo cada segundo. Absorta en el placer, se sintió poseída por el momento
y decidida a gritar, ahogó su impulso. Por pudor tomó la cabeza de Lucio y lo obligó a
subir.
Él volvió a escalar por su vientre besándola, atravesó sus pechos y culminó mordiendo
sus labios. Con una mirada ardiente, humectó sus dedos con saliva, la tocó y, sin dudarlo,
la penetró suavemente. Jugaron un rato. Al principio fue lento y suave. Luego, aceleraron
al ritmo de un mar agitado por una tormenta de verano. Al cabo de unos minutos ella
había logrado alcanzar el clímax.
—Es tu turno —dijo Elena con voz complacida.
Lucio continuó besándola. Se movía en distintas posiciones, se acomodaba, la giraba,
pero no pudo acabar. Su cabeza estaba en otro sitio. Con cautela, encontrándose sobre
ella se deslizó a su lado y quedaron ambos observando el techo como si pudiesen apreciar
un cielo estrellado en una noche despejada. Tomó el celular de la mesita de luz para mirar
la hora: veintitrés treinta.
Elena lo tomó de la mano, observando el dedo anular y, girando la alianza que usaba
Lucio, le preguntó:
—¿La extrañas mucho?
—Sí…
Lucio se había casado en el 2014. Su esposa falleció en un atentado en Francia a un
año de su matrimonio. Por desgracia, ella se encontraba en uno de los tres ataques
ocurridos en París, ejecutados por un grupo de islamitas suicidas. Angustiado, Lucio dejó
la ciudad y partió a Port Erillos en búsqueda de una nueva vida o tal vez escapando de los
recuerdos de ese inmenso amor. Necesitaba un lugar diferente donde crear nuevas
vivencias, donde no tuviese algún tipo de relación con su difunta esposa. Cada lugar de
la ciudad lo asociaba con ella y la pena no lo dejaba avanzar. Sabía que debía superar ese
sentimiento de dolor y la mejor opción fue mudarse. Seguía usando su alianza de bodas
y acostumbraba a pasar horas contemplándola.
—Perdona, pero tengo que ir al baño. —Recogió el calzoncillo, la camiseta y se
dirigió a la ducha.
Al terminar se vistió y se dirigió con altas expectativas hacia el espejo, miró con
desconfianza. Lo encontró empañado y no pudo ver nada. A la vez que sostenía la toalla,
con la mano desocupada lo limpió. Para su decepción solo se reflejaba su cara, su pelo y
su barba mojada.
Volvió a la habitación y observó cómo Elena, ocupando toda la cama, dormía
plácidamente. La acomodó y se recostó a su lado.
Lucio no podía conciliar el sueño. Tenía las hormonas vibrando por todo su cuerpo a
gran velocidad, y en su cabeza solo la imagen de esos ojos azules como el mar sereno,
que había visto a través del espejo.
La intranquilidad desbordaba su cuerpo. No lograba encontrar una posición cómoda
para descansar. Aparentemente sus emociones desordenadas atrajeron a Freya: la buscó
con su mirada, y ahí estaba en sus cuatro patas, con el pelo crispado mirándolo. Jamás le
había gruñido, ni desde pequeña. Él podía quitarle la comida del hocico que ni eso la
hacía enojar. La escena lo dejó perplejo.
De repente, su cuerpo comenzó a pesar más de lo normal, parecía que lo aplastaban
contra la cama, la gravedad aumentaba como si se acercase al horizonte de un agujero
negro. Sus párpados comenzaron a cerrarse en contra de su voluntad. La amplitud de las
ondas sonoras se fue aplacando y fue ahí cuando pasó al otro lado, el lado de los sueños.
III
El sueño
IV
Dukesa
Sobresalían por los costados de su gorro de lana: esos mechones bailaban al compás
del reflejo del sol como serpientes doradas. Salió de la panadería, solía cerrar a las cinco.
Era una tarde fría y el cielo estaba parcialmente nublado y se alcanzaban a ver unos rayos
de sol por detrás de las nubes dispersas. Vivió toda la vida en ese pueblo, el pueblo en
que varias de sus generaciones habían dejado su rastro.
Al llegar al edificio, en el vestíbulo revisó el correo, descartó los remitentes de los
vecinos y tomó el que tenía su nombre. Al entrar a la casa colgó su abrigo, prendió el
termostato de la losa radiante. En la región era la calefacción predilecta y hasta en los
inviernos más crueles se podía caminar descalzo y mantener los pies cálidos. Como de
costumbre, se sacó las botas y las colocó al costado de la puerta.
Puso las noticias en la televisión. Necesitaba un ruido de fondo para no sentir la
soledad del hogar. Agotada, tomó una botella de vino, una copa y se sentó frente al
escritorio. Abrió la carta. Se trataba de la propaganda de la famosa joyería “Jewelry
Boucheron” que abriría en el centro comercial. «Nada importante, pero…», se quedó
abstraída pensando un momento. ¿Sería un déjà vu?
Dukesa salió del baño. Calculando meticulosamente cada paso, se dirigió hacia su
compañera de cuarto: tenía el pelo blanco veteado con manchones marrones y grises, y
era tan esponjosa que sus patitas casi no se veían por el largo del pelaje. De un salto subió
al escritorio donde estaba su dueña, sin importarle pisó unos papeles y tiró un bolígrafo
al piso. Con tal descaro, ignorando su torpeza, empujó la mano de su ama con la cabeza
peluda ordenando que la acariciara.
—Tú sí que eres mañosa —le dijo a su gata.
Entre sorbo y sorbo, hizo bailar el vino con cada movimiento de la copa. Descendía
con lágrimas danzarinas arrastrando un tinte rojizo por las paredes de cristal, mientras
ella apreciaba desde su ventana el paisaje frío que le ofrecía el pueblo norteño. Tenía una
mirada fija, una mirada perdida, una mirada pensativa.
El pensamiento frenético que la abrumada la llevó a tomar un pequeño alhajero
guardado en el primer cajón. Lo que albergaba en su interior la había mantenido
desconcertada por años. Lo abrió y, postrada como bailarina en una cajita musical, se
encontraba una alianza. Representaba una herencia familiar. Nunca había pensado en
venderla, ni siquiera en momentos de necesidad. Analizó la inscripción interior por unos
segundos, la colocó en su dedo anular…, pero no encajaba.
Las voces de las noticias internacionales se escuchaban a lo lejos. Intrigada volteó
hacia el televisor. Por casualidad o por destino, vio una lista de las personas caídas en el
atentado ocurrido cuatro años atrás en París. Y ahí estaba esa persona. Velozmente abrió
su computadora, volvió a mirar el nombre grabado en el anillo. Comenzó a buscar en
internet. Encontró un artículo que contenía una lista con noventa personas, todas de
distintas partes del mundo. Y allí estaba ella de nuevo. Se dio cuenta que, si quería
encontrar al hombre que había usado esa alianza, tendría que cruzar medio continente.
Finalmente, luego de pensarlo por unas horas, tomó la decisión de ir a buscarlo. Tantos
años de incertidumbre la habían obligado a tomar esa decisión. Tendría que comprobar
por ella misma la historia que había escuchado por su abuela innumerables veces. Ahora
tenía una pista fiable.
Esa misma tarde compró los boletos. Armó los bolsos apurada, como si tuviese que
tomar el último vuelo dentro de media hora, aunque saldría dentro de una semana.
El relato
Esa noche, más tarde, cuando Lucio se encontraba demasiado nervioso para dormir,
apagó las luces y prendió la televisión. Buscó una película de la Segunda Guerra Mundial
para ver si reconocía algún lugar. El filme trataba de un grupo de soldados soviéticos que
debían detener el avance alemán a través de la ciudad de Stalingrado. «Voy a tener que
aprender a pelear si llego a volver allí», pensó riéndose para sus adentros. Lucio
identificaba cada táctica de guerra: el más mínimo detalle lo ayudaría a desempeñarse en
esa clase de terreno, ya que, para él, el campo de batalla era algo que solo conocía en
películas como esta.
Miraba la hora en su móvil una y otra vez. Sabía que podría volver a viajar y no estaba
seguro de lo que pasaría.
En su mesita de luz tenía la impresión de un periódico. Había googleado la imagen
de un diario antiguo que decía en su titular “Hitler ha muerto” y ponía la fecha de su
deceso. Colocó el papel a su lado, junto con su cuchillo estilo Rambo. Pensaba que, si
podía llevarlo con él, tal vez le serviría para defenderse. «Al menos contra un chancho
salvaje. Sería mejor llevar un chaleco antibalas» pensó distraído, sin prestar atención a la
película.
Desconcertado, despertó por los ladridos de Freya. Miró el televisor y vio la pantalla
a oscuras. La película había terminado, pero la televisión continuaba encendida. En ese
momento comenzó a sentirse fatigado, involuntariamente se le comenzaron a cerrar los
ojos. Sabía lo que estaba por suceder, era hora de volver al pasado. Quería controlar el
tiempo que pasaba en el otro lado. Estiró la mano para agarrar el móvil y ver la hora, pero
su fuerza no fue la suficiente. Su brazo era débil y sus manos comenzaron a temblar. No
pudo sostener las extremidades y cayó vencido. De fondo se seguían oyendo los ladridos
de Freya. El sueño ya se había apoderado de su cuerpo, los sonidos comenzaban a alejarse,
lo claro se volvió gris para luego convertirse en oscuridad. Y en ese mismo instante no
oyó nada más.
VI
La mirada
Con dificultad abrió los ojos. Permanecía recostado sobre una camilla de tela verde
militar. Estaba solo en un cuarto de tres por tres. Revisó con la mirada hasta donde se lo
permitió el cuello. Los agujeros esparcidos en las paredes permitían ver cómo ingresaba
la opaca luz de un día nublado. A su derecha visualizó una gran cantidad de papeles sobre
una mesa antigua apoyada contra la única pared en buen estado: a las demás les faltaban
uno que otro ladrillo. Junto a una botella que contenía, al parecer vodka, había una
lámpara de aceite recostada. Le faltaba un pedazo de la pantalla y la manija estaba
perdida. Era muy probable que no funcionara.
En la entrada vio un pedazo triangular de tela que oscilaba con el viento. En cada
flamear, una brisa helada e invisible arrastraba copos de nieve desde el exterior.
Trató de reincorporarse y notó que su cuerpo no se lo permitía. Entonces vio su
hombro izquierdo inmovilizado, rodeado por una venda blanca salpicada con un tinte
rojo. Al tocarlo soltó un quejido mudo. Apretó el labio inferior con los dientes para que
no lo oyeran. Desconocía dónde se encontraba. El sentido común le demostraba que debía
ser cauteloso.
En ese momento el trozo de tela dejó de flamear y, encorvada para no golpearse la
cabeza, apareció la dama de pelo rubio. Cuando ella se enderezó, lo primero que Lucio
distinguió fueron esos ojos azules. No era solo el color de los ojos, sino también su
mirada, una mirada desconfiada. Sin hacer contacto visual ella movió sus pupilas
horizontalmente y observó de reojo, la mirada preocupada del hombre. Al ver como lo
ignoraban, su corazón sonaba con un palpitar cada vez más acelerado. El calor ascendía
a su pecho, los nervios se iban apoderando de él y una llama subía hacia su garganta
quemando cada palabra que necesitaba articular.
Callada se acercó a la mesa y se sirvió de la botella el escaso líquido que quedaba, lo
bebió y arrojó la botella vacía en un rincón del cuarto. Sin decir palabra arrastró la silla
en dirección a la cama. El chirriar de las patas erizó los vellos de todo el cuerpo del
hombre. Ella se sentó con las piernas abiertas y con el respaldo en dirección a Lucio. Lo
observó por un rato y analizó su rostro asustado. Luego de un momento preguntó con
tono irritante:
—Kak tebya zovut? —dijo mientras sostenía el mango del cuchillo que colgaba del
cinto.
Lucio sabía que le estaba preguntando su nombre.
—Privet. —Antes de contestar la saludó en ruso. Sabía que no le haría daño, seguro
que había sido ella quien vendó su hombro lastimado—. Soy Lucio, muchas gracias por
salvarme —le dijo en su idioma.
La mujer se tranquilizó y retiró su mano desconfiada del cuchillo.
—¿Cuál es su compañía, camarada? ¿Y cómo llegó aquí? —preguntó entrecerrando
los ojos y largó una mirada desafiante.
Evadió la primera pregunta sin saber qué responder y contestó la segunda:
—Realmente no sé cómo llegué aquí.
—¿Eres un desertor? —preguntó ella frunciendo el ceño.
—No, no. Lo cierto es que no logro recordar nada. Tuve un fuerte golpe en la cabeza
—mintió tratando de hacer tiempo y pensar cómo salir de la situación.
—¡No te creo! —Se puso de pie y salió del cuarto apurada, como cuando alguien
olvida algo en el fuego.
—¡Espera! —dio un grito desesperado.
Asustado, Lucio miró para ver si el cuchillo que dejó sobre su cama habría viajado
junto a él, aunque no supiese qué hacer con el arma. Miró a su alrededor y no lo encontró.
Su idea no había funcionado.
Alterado, sin saber lo que le esperaba, intentó levantarse, aunque nuevamente sin
éxito. Un segundo después ella volvió a entrar con una hoja en su mano. La colocó a
centímetros de la cara de Lucio. Él, primero miró las manos de ella, delicadas y pequeñas,
sin un grano de tierra entre las uñas. Luego analizó lo que había en el papel.
Se sorprendió al ver su rostro en él. Analizó unos segundos el dibujo hasta que lo
retiraron de su vista. El retrato que ella había dibujado era idéntico a Lucio.
—Yo te vi a través de ese espejo. —Señaló un espejo que se encontraba al fondo de
la habitación sobre un tacho que hacía de lavamanos— ¡Sé que tú también me viste! —
le dijo ella con seguridad.
—Sí, claro que te vi. Y con el respeto que te mereces… Déjame decirte que…, ¡eres
hermosa!
Ese comentario hizo que ella abriese los ojos y se ruborizara. Definitivamente no
estaba acostumbrada a los cumplidos. Por el color de sus cachetes parecía que no estaban
en invierno. Ella susurró algo en ruso, pero él no entendió. Había palabras que no conocía.
Pensó que había sido algún insulto, pero normalmente nadie se enojaba después de un
piropo. Lo dejó pasar sin darle importancia.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó con una voz suave para no alterarla.
Ella se negó a responder. Definitivamente Lucio todavía no ganaba su confianza. La
mujer acercó su cara a la de él y le dijo:
—Escucha. Si no me dices cómo llegaste aquí, el comandante de batallón tendrá
muchas preguntas para hacerte.
Lucio recordó lo leído en los libros de Historia y lo que vio en películas bélicas. Sabía
que si lo tomaban por un desertor probablemente lo fusilarían. Pensó decirle la verdad,
pero nadie le creería. De todas maneras, haría el intento.
—Mira. Te diré la verdad. Es probable que no me creas, pero…, antes necesito saber
en qué lugar estamos… —preguntó Lucio.
—Estamos en Prusia Oriental —contestó ella.
—Y…, ¿en qué fecha?
—25 de enero de 1945 —le dijo velozmente, decidida a escuchar su relato.
Quedó sorprendido por lo que oyó. No por el año: él sabía que la guerra para Rusia
había comenzado en 1941, sino por el hecho que solo quedaban unos meses para que la
Alemania nazi fuera derrotada.
Él le explicó con la verdad, lo sucedido. Comenzó narrando los hechos con los
espejos. Sabía que ella, de alguna manera, había experimentado lo mismo. No supo
decirle cómo había llegado hasta ahí. La realidad era que ni él mismo lo entendía. Y que
luego corrió desnudo a ponerse en resguardo a la catedral.
Pese a la perplejidad y a la inquietud de la mujer, que escuchaba como a un niño de
cinco años contar una historia fantástica, continuó atenta sin interrumpir. Lucio trató de
convencerla con datos reales de la Segunda Guerra Mundial, cómo el ejército soviético
había entrado en Berlín, que tanto Hitler como su amada Eva Brown habían cometido
suicidio… Aunque a esas alturas ya era oficialmente Eva Hitler, sucesos que se
comprobarían…, interrumpió la conversación para recordar y calcular:
—Exactamente dentro de tres meses y cinco días —le dijo a su captora.
Evaluando la expresión en su rostro, los ojos se le habían duplicado en tamaño. Estaba
enterándose de noticias maravillosas, cosas que cualquier soviético quisiera escuchar,
aunque se notaba que continuaba desconfiando del relato.
Lucio recordó la impresión del periódico que había dejado a su lado. Supo que podía
encontrarse en una situación así, entonces buscó con su brazo sano por debajo y a sus
costados la hoja del periódico que mostraba el fin de la guerra. Pero ocurrió lo mismo que
con su cuchillo: no estaba ahí. Parecía que Lucio no podía traer nada en sus viajes, a
excepción de la escasa ropa con la que apareció allí por primera vez.
—¡Quieto! —gritó ella, asustada por el movimiento repentino que había hecho.
—¡Espera! —Lucio en ese instante recordó que llevaba su anillo de bodas—. ¡Mira!
Observa la fecha.
Se lo arrebató con la rapidez de un rayo y lo alzó para observar la inscripción en su
interior. Lo sostenía como si estuviera mirando un billete a tras luz. Por unos instantes se
quedó pensando en lo que había leído: “26 de noviembre de 2014”. Luego se lo entregó
sin decir una palabra.
Meditó en silencio lo que había escuchado y lo leído en la sortija dorada. Lo miró a
los ojos y le preguntó:
—¿Eres casado?
—Viudo —contestó él.
Demostrando lástima por su respuesta, y aún con un limitado convencimiento en la
historia, le dijo:
—Roza Georgiyevna Shanina, comandante del pelotón de francotiradores.
Finalmente había conocido el nombre de la misteriosa mujer.
—Roza. ¡Qué bello nombre! —dijo alucinado.
Parecía una mujer de carácter decidido y, con su mirada firme, hacía que cualquiera
que la viera por un segundo entendiera cómo le habían afectado los años de guerra. Era
probable que si estuviera en un ambiente menos agresivo o peligroso se mostraría dulce
y compasiva. Su hablar correcto mostraba educación a pesar de ser una mujer de pueblo.
Pero ahora ocultaba cualquier vestigio de comprensión o dulzura para los que la rodeaban.
También por ser mujer, porque a pesar de ser respetada por su valentía y sus honores,
daba la impresión de que algún rasgo de simpatía le quitaría perspectiva en el campo de
batalla. La templanza y la distancia le permitirían una concentración sin igual como
francotiradora, por lo menos hasta ahora había dado excelentes resultados. Toda su
atención se mimetizaba en el campo de batalla, semejaba un camaleón con el entorno y,
tal vez por eso, era uno de los sobrevivientes condecorados del Ejército Rojo. Sus bajas
eran gracias a la destreza que había obtenido por los exigentes entrenamientos: cada roce
del viento despertaba sus sentidos para dar en el blanco y podía ver el recorrido de la bala,
ya que el destello de la pólvora que se desvanecía la guiaría a su objetivo.
Lucio no sabía qué iba a ser conveniente contar a los superiores de Roza. Luego de
ver el dibujo, él no tuvo problemas en narrar la extraña historia de película de ficción,
pero ya no era conveniente husmear en el límite de la aceptación esotérica del resto. Lo
más corriente que llegaba a las tiendas eran heridos, pero también se sabía que a todos se
les preguntaba su procedencia y eran juzgados en el concejo de guerra, donde se
investigaba a cualquier posible desertor.
Roza lo tranquilizó. Ella les diría que él pertenecía a una división en la que todos
habían muerto por la artillería alemana, y que lo encontró malherido e inconsciente. Pero
debería quedarse a su lado y combatir en el frente para demostrar que no era un desertor.
Ella le contó la historia de su compañero que había sido fusilado, sin éxito, junto a
cinco más por una redada alemana. Fue el único sobreviviente. Con dos balas incrustadas,
una en su hombro y otra en la pelvis, logró llegar, casi muerto, a la enfermería más
cercana. Pensó que lo enviarían a casa, pero no fue así. Fue juzgado por el concejo de
guerra: cada sobreviviente pasaba por él ya que era el control que tenían para evitar a los
desertores. Para el concejo a todos se los veía, en primer lugar, como ratas que huyen de
un barco que se hunde. Analizaban cada uno de los casos para ver si deberían ser enviados
a prisión o directamente al frente de batalla con los batallones de castigo, los Shtrafbats.
Se notaba que ya confiaba en Lucio. Roza detalló su experiencia. Parte de su
confianza hacia él se debía a que ella había quedado impresionada y afectada por lo
sucedido con el misterioso evento del espejo. Fue muy real. O irreal.
Seis meses atrás se había iniciado la ofensiva de Prusia Oriental. Su división había
logrado avanzar desde Vilna hasta donde se encontraban ahora, en la ciudad de
Instemburg. Lucio no pudo determinar con exactitud dónde se encontraba. Recordó que
después de la disolución de Prusia Oriental los nombres de las ciudades habían cambiado.
Llevaban dos días que no podían avanzar por la intensa defensa alemana que atacaba
el puesto de avanzada sin parar. De los setenta y ocho camaradas de su Batallón Especial
de Rifles habían muerto setenta y dos. No sabía cuánto más podían sostener la posición
con lo que quedaba del regimiento. Lucio era consciente de que se encontraban en el
frente de batalla, el lugar más peligroso en una guerra. «¡Qué afortunado!», pensó
irónicamente.
Luego de unas horas, ella había cambiado su actitud. Ahora tenía la mirada más pura
que unos ojos podrían mostrar, dueña de una templanza solemne forjada por las
circunstancias, pero dejando entrever un destello de luz reservado solo para los elegidos
que tenían la dicha de cruzar en su camino a tan único ser. Ese encuentro despertaba la
sensación de estar en una isla paradisíaca, una mirada cargada de un magnetismo
primitivo, salvaje, voraz, que hacía olvidar el frío a cualquier soldado si se dejaban atrapar
por ella. Era como Medusa, pero no los convertiría en piedra, sino que los llenaría de
satisfacción y tranquilidad, sensaciones preciadas para el momento que se vivía.
—Ahora, si me disculpas, iré a vigilar desde mi puesto. Te recomiendo descansar un
rato. —Se levantó de la silla y se retiró.
Lucio se acomodó y cerró los ojos, solo para repensar si esto que estaba viviendo era
un sueño. Pero desconfiaba de que lo fuese.
No sabía exactamente cuánto tiempo había estado en ese lugar. Se sentó en la cama y
se quedó quieto, tratando de armar en su cabeza todo lo que había vivido. Empezó a sentir
cómo Freya le lamía los pies con su lengua tibia. En su mano, dos copos de nieve se
desvanecían como un terrón de azúcar en el café.
VII
La investigación
Entró al colegio corriendo como una liebre y fue directamente al despacho de Clara.
Necesitaba narrarle lo que había vivido esa noche en su extraño viaje.
Entró sin golpear a la oficina de la vicedirectora. Empujó la pesada puerta al pasar y
la dejó cerrar con la inercia.
—¡Necesito contarte algo!
—Buen día. No… —le dijo en forma de reproche.
—Buen día, Clara. Disculpa, pero… ¡Ya sé cómo se llama!
—¿Quién?
—¡La mujer!
—¿La qué? ¿Qué mujer?
—La de mis sueños. —Sabía que su comentario había sonado cursi, pero no le
importó: estaba exaltado.
Lucio retiró unos libros que se encontraban en la silla frente a ella, la que era el temor
de los alumnos inadaptados, puesto que ellos sabían que alguna penitencia sería
adjudicada después de sentarse allí.
Se ubicó al costado de Clara y comenzó a moverle la pila de cuadernos que estaban
sobre el vistoso escritorio de mármol: demasiado lujoso para un colegio rural. Estaba tan
entusiasmado que no advirtió cómo evolucionaba el rostro de Clara.
—¡Lucio!
—¿Qué?
—¡Siéntate! Te tranquilizas y me cuentas…
Luego del reto, un poco más calmado, le explicó que había recolectado información
de un diario viejo para llevarse “al otro lado”: así decidió llamar a los viajes. Pero no
había funcionado. Solo pudo cargar lo que tenía puesto la primera vez. Le contó todo lo
relativo al primer encuentro. Lo que habían estado hablando, las curaciones en su hombro
y el retrato hecho en lápiz de él, por lo que no fue necesario que él iniciara la conversación,
ya que se habían visto mediante el espejo y cualquier explicación irreal sería aceptable.
Finalmente, al mostrar el anillo pudo justificar su ubicación temporal, suficiente para
despertar la confianza en ella y así obtener su nombre
—¡Roza! —exclamó Lucio. Abrió los ojos y esperó la reacción de Clara. Silencio—.
Roza Shanina, comandante de…, algo.
—No me suena ese nombre.
—Es una francotiradora del Ejército Rojo.
Lucio había buscado el nombre en el móvil antes de salir de su casa. Roza era una
francotiradora soviética. Con veinte años la habían apodado “el terror oculto de Prusia
Oriental”. Pertenecía al pelotón de francotiradores femeninos de la División de Rifle. Pero
entre toda esa información, había un dato que preocupaba: ella moriría en tres días.
No tenía noción de cómo pasaba el tiempo cuando él estaba en el otro lado. Todavía
no podía averiguar cómo trascurría el tiempo en ese mundo en relación con el actual.
—No sé cuánto tengo para salvarla.
—Pero… ¿No me dijiste que dentro de tres días?
—Claro. Aunque creo que el tiempo pasa más lento cuando estoy con ella, o sea,
cuando estoy en el pasado —corrigió—. El tiempo es relativo: “Cuando un hombre se
sienta con una muchacha bonita durante una hora, parece que fuese un minuto. Pero déjalo
que se siente en una estufa caliente durante un minuto y le parecerá más de una hora. Eso
es relatividad” —le recitó una frase de su ídolo.
—Déjame decirte que estoy preocupada por ti —aseveró Clara—. Pero te ayudaré en
lo que pueda.
Se colocó frente a la computadora y comenzó a buscar información de Roza. Encontró
un artículo que describía a cuántos nazis había matado con su rifle y los detalles de su
muerte.
—Lucio. Mira esto.
Se acercó a Clara y tomó apresuradamente el mouse. Sin darse cuenta colocó su mano
sobre la de ella. La miró unos segundos, sintió un poco de vergüenza y dijo:
—Disculpa, Clara, creo que estoy ansioso.
Luego comenzó a leer en voz alta el artículo.
La francotiradora Roza Shanina destruyó a 59 fascistas durante su estancia
en el frente. Se convirtió en la primera mujer de servicio del 3er. Frente
Bielorruso en recibir la Orden de la Gloria. El 16 de septiembre de 1944,
Shanina se hizo acreedora de su segunda distinción militar, la Orden de la
Gloria de 2da. clase por la valentía demostrada en batalla contra los alemanes
en ese año. El 26 de octubre de 1944, se convirtió en elegible para la Orden
de Gloria de Primera Clase por sus acciones en una batalla, pero finalmente
recibió la Medalla por el Valor.
Frente a la ofensiva de Prusia Oriental, los alemanes trataron de fortalecer
las localidades que controlaban contra grandes dificultades. En una entrada
en el diario del 16 de enero de 1945, Shanina escribió que no tenía miedo y
que incluso había aceptado ir "a un combate cuerpo a cuerpo". El 27 de enero,
Shanina resultó gravemente herida, encontrándola luego dos soldados, con el
pecho abierto por una esquirla. A pesar de los intentos de salvarla, Shanina
murió al día siguiente cerca de la finca Richau, a 3 kilómetros al noroeste de
la aldea de Ilmsdorf en Prusia Oriental. La enfermera que la atendió,
Yekaterina Radkova, recordó que a pesar de la terrible condición en que se
encontraba le había dicho: “sin llantos, sin lágrimas”, aunque en su hora final
le tomó la mano y murmuró: “No quiero morir. He visto tan poco y he hecho
tan poco”.
Roza Shanina fue enterrada debajo de un peral extendido en la orilla del río
Alle.
VIII
La partida
IX
El borracho
Jueves 18 de abril de 2019 - Port Erillos
Esa misma tarde, al llegar a casa de Eloy golpeó la puerta de su taller, al no obtener
respuesta, entró por la puerta del jardín. Fue allí donde lo encontró, con un pack vacío de
cervezas tirado en su costado. Sentado en una mesa llena de herramientas bebía
aparentemente la sexta cerveza. Sus pies no alcanzaban a tocar el piso y hacían jueguitos
con una pelota de fútbol invisible.
—¡Eloy! ¿Estás bien? —interrogó Lucio, sabiendo que su aspecto demostraba lo
contrario.
Intentó responder, pero las palabras se le resbalaban del mismo modo que lo hacía su
cuerpo sobre la mesa, Lucio acudió en su ayuda antes de que se golpeara con el suelo.
—Vamos adentro así te recuestas un momento —dijo Lucio llevando a rastras a su
compañero.
Mientras Lucio buscaba la cafetera, notó el desastre que había en la casa. Grasa en las
alacenas, pilas de diarios viejos, botellas vacías en los rincones, y tornillos desparramados
por el piso. Parecía que un tornado furioso había entrado en esa casa. Suponía que no
vivía de esa manera con Clara, ya que ella era su antítesis, ordenada y meticulosa con la
limpieza. Finalmente corrió unas cajas de la mesada y encontró la cafetera. Preparó un
café bien cargado mientras Eloy dormía despatarrado en el sillón. Decidió esperar para
darle la bebida espirituosa, ya que todavía se encontraba en un estado de inconsciencia.
Luego de veinte minutos, cansado de esperar, Lucio zamarreó a Eloy para despertarlo.
A pesar de que estaba frente a un hombre dañado por el amor y que había ahogado sus
penas en alcohol, debía aprovechar el momento para aprender a disparar, en este caso la
necesidad tenía cara de mujer. La resaca era fuerte aún, por lo que empezó a hablar en
voz baja, para que el eco interior no vibrara en su cabeza.
—¿Hace cuánto estás aquí? —preguntó Eloy.
—Media hora… Tal vez más. ¿Qué haces tomando tan temprano?
—En realidad no he tenido una buena semana.
—Supongo que estás así por Clara. No sabía que estabas tan afectado.
—Sí, gracias por visitarme.
Lucio sabía los hechos en torno a su relación con Clara, pero no quería tocar ese tema,
su atención estaba en otro lado. Sin embargo, Eloy también era su amigo, a pesar de estar
totalmente en desacuerdo con su actitud en el bar, su manera de llevar la relación y el
trato hacia Clara.
Lucio le acercó el café caliente bien cargado. Él lo bebió, de inmediato frunció su cara
y chillando le dijo:
—¡Diablos Lucio! Con esto no sé si se me pasará la resaca, o si moriré de una úlcera.
Eres pésimo haciendo café, aunque excelente para levantar un cuerpo alcoholizado.
Dime… ¿Qué te ha traído hasta mi casa?
Sabía que la visita era extraña, pocas veces ellos habían estado a solas, era sabido que
su punto de unión en la amistad lo ejercía Clara.
—Después te explico, primero dime ¿Cómo estás? —preguntó Lucio nervioso—. No
es bueno verte así.
—Trato de pasar el mal trago. Creo que esta vez sí se le acabó la paciencia.
Confesó ser un estúpido por buscar el número de esa mujer, tenía en claro que hacía
tiempo le venía reclamando más atención. Él lo sabía bien y se había arriesgado a que ella
siguiera con su inmensa paciencia por sus idioteces.
Clara siempre había sido considerada en su relación de pareja, Lucio no entendía el
porqué. Ella siempre trataba de demostrarle sus malas actitudes, muchas incluso egoístas.
Eloy venía de una familia donde el buen trato hacia los demás no era lo primordial, eso
lo llevó a tener malas relaciones que rozaban la agresión verbal. Clara sabía eso, pero
había visto un lado amable en él. Como muchas mujeres confiaba en esa pequeña chispa
de bondad para progresar en una relación, pero su ego lo llevó a repetir estupideces, que
fueron apagando su paciencia. Es así como se vio reflejado el hecho, de que cuando una
mujer reclama es porque todavía la relación le interesa, pero cuando deja de hacerlo es
porque ya se ha cansado y no queda nada que rescatar.
—Esta mañana estuve con ella. —comentó Lucio.
—¿Te dijo algo?
—Mmm…
—Ya… lárgalo Lucio.
Lucio pensó un momento antes de responder, aunque su verdadera amiga era Clara,
no quería herir los sentimientos de Eloy.
—Mira, todavía está enfadada, es todo lo que puedo decirte.
—¡Maldita! Que se pudra ya me buscaré otra, y cuando me vea volverá a rastras.
Lucio sabía que estaba equivocado. Aunque entendía que sus respuestas estaban
influenciadas por el efecto del alcohol.
—¿Qué te trae por aquí Lucio?
—Necesito que me enseñes a disparar, por favor.
Eloy descostillado de risa, se volcó hacia atrás, sin el menos cuidado derramó el café
en toda su ropa.
—Pero, si tú no puedes matar ni una mosca Lucio —le soltó sin dejar de reír.
—Bueno, Eloy. ¿Lo harás o no?
—Claro, claro —se mordió los labios y volvió a su posición evitando reírse. Aceptó
con gusto enseñarle, como había dicho Clara, el tiro era algo que le apasionaba—, pero…
¿Por qué quieres aprender?
Lucio tuvo que mentirle, no estaba interesado en contar toda la historia, sabía que no
le creería y terminaría perdiendo su tiempo.
—He estado escuchando ruidos extraños durante las noches fuera de casa y prefiero
estar preparado.
—Perfecto ¿Cuál prefieres, pistola o rifle?
Al ver la indecisión del aprendiz, fue directo a su cuarto, tomó el rifle y colocó la
pistola en su cinturón, Lucio esperaba ansioso. Caminaron hacia la parte trasera de su
espacioso jardín. Colgadas de un gigante y deshojado olivo, se veían como trofeos de
guerra, un par de latas abolladas utilizadas de blanco. Aumentaban el aspecto tétrico y
decadente del lugar.
Lucio precavido, sin saber cómo agarrar el rifle preguntaba todo antes de hacer algún
movimiento que los pusiera en peligro. Eloy con un par de demostraciones simples daba
siempre en el blanco. Le mostró cómo sacar el seguro, cómo apuntar, dónde apoyar la
culata, cómo utilizar la otra mano para sostener el cañón, y otras cosas que él no tenía ni
la remota idea.
—Mantén firme el rifle, respira hondo, mantén la respiración y aprieta el gatillo
—hablaba pausadamente al oído de Lucio.
La pasividad con que Eloy podía darle las instrucciones de tiro era admirable. Aún se
notaba que persistía la borrachera, pero parecía que el alcohol en verdad le provocaba un
temperamento apacible y tranquilo, lo cual era productivo para que Lucio pudiera cumplir
con su cometido.
Después de varias horas de práctica, el sol se escondía detrás de las montañas. Lucio
era lo menos parecido a un experto en tiro, a diferencia de su profesor que era todo un
experto en armas, pero ya sabía cómo apuntar y disparar. Cosas básicas que necesitaba
saber para sobrevivir otra noche en el frío Instemberg. Solo le quedaba confiar que
hombre prevenido valdría por dos.
El atardecer despuntaba con sus dedos rosáceos y los rayos de sol ya no brillaban en
las latas, en ese mismo instante Lucio recordó su compromiso con Clara.
—Eloy sabes que eres un excelente profesor —dijo elogiándolo—, pero debo irme si
quiero terminar la revisión de mi presentación —mintió.
La realidad es que no se encontraba preocupado por su presentación. Es más, por tanto
trajín y por lo que estaba viviendo había olvidado por completo sus pendientes.
—Bueno ¿Quieres llevarte el revólver? —preguntó Eloy— Sé que no tienes con que
defenderte. Luego me lo devuelves.
—No, no te preocupes, gracias por tu tiempo. —Salió corriendo para encontrarse con
su amiga.
Eloy quedó confundido al ver como rechazaba su arma, sin dar mayor importancia,
dio media vuelta y entró a su casa. Era probable que continuara con la actividad que había
interrumpido Lucio con su visita.
Era una casa grande, superaba en amplitud al resto de los terrenos. Contaba con tres
habitaciones, una completa de cachivaches bien ordenados, otra usada como cuarto de
estudio y la última, su dormitorio, donde antes dormía con Eloy. Lucio se dirigió al
cómodo sillón de tres cuerpos ubicado en el comedor, al sentarse se hundió entre una
montaña de almohadones. A su lado se encontraba una imponente chimenea, con un
grueso vidrio frontal corredizo para introducir los leños. Encendió la televisión y le fue
inevitable hacer zapping, su cabeza estaba en otro en lado. Trataba de olvidar el mal
momento que había pasado. Sus pensamientos estaban en su próximo viaje, estaba seguro
de que, si no actuaba diferente, no lograría sobrevivir en la guerra.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó mientras abría un paquete de snacks en la cocina
que se encontraba anexada al comedor.
—Cerveza…
—¿Solo tomas cerveza? —Ya comenzaba a cambiar de humor, e iban floreciendo
unas sonrisas en su rostro.
—Soy un hombre simple y práctico. Lo sabes.
—Claro que sí, por eso siempre te elijo para los proyectos más complicados de la
escuela —sonrió—. Eres uno de los profesores más querido y buscado para el trabajo
duro de la huerta.
Cada curso tenía su espacio en la huerta del instituto. Hace un par de años habían
ganado un premio por el manejo autosostenido de cultivos orgánicos a través de los
residuos y desechos.
—Sabes que no tengo competencia allí. —esbozó una pequeña sonrisa.
Lucio era el único profesor del colegio, sin contar el profesor pervertido y ocioso de
Derecho que esquivaba cualquier esfuerzo físico, dando cualquier excusa tonta para evitar
acarrear a los alumnos en los trabajos de la huerta.
Clara reía, parecía que ya había olvidado el gusto amargo del momento. Por supuesto,
ella no había tenido un revolver apuntando entre sus ojos. En cambio, Lucio todavía sentía
como le flaqueaban las piernas.
Clara le acercó la cerveza, apagó las luces de la cocina y del comedor, dejando solo
una luz distante iluminando el pasillo a los dormitorios. Se sentó en el sillón junto a Lucio,
lo miró y dijo con una voz tierna de agradecimiento.
—Gracias. En serio.
—De nada. Como siempre te he dicho, para eso estamos los amigos.
Al escuchar eso, ella dio media vuelta con una actitud displicente, le quitó el control
remoto de su mano y comenzó a buscar una película. Tenía sentimientos encontrados, en
los últimos días Lucio le había prestado más atención de lo que Eloy le había ofrecido en
el último tiempo de la relación. Al parecer el buen trato la llevó a sentirse querida y fue
inevitable su disgusto en esa fracción de segundos.
—¿Qué sucede?
—Nada Lucio, no te preocupes —Se hizo la distraída y fijó su atención en una novela
romántica, donde la mayor cantidad de espectadores son las mujeres adolescentes—, debe
ser el estrés acumulado.
Lucio no comprendió ese cambio repentino de actitud, pasando de sonrisas como si
nada hubiese pasado, al proceder un enojo de parejas.
Al cabo de un rato, Lucio comenzó a contarle el miedo y la ansiedad que sentía; miedo
a quedarse dormido, y ansiedad de estar con Roza. Trataron de buscarle una explicación.
Descartaron la posibilidad de que fuese un sueño, una de las opciones era la de un viaje a
través del tiempo. No sabía qué pensar, todo parecía sacado de una película de ficción.
—Podría tratarse de un viaje temporal. En mi investigación lo explico, pero nunca
creí experimentarlo en carne propia, y realmente, nunca pensé que pudiese ser real. —
confesó Lucio.
—Pero… ¿se puede cambiar el pasado?
—Realmente no sé, son solo teorías, como las paradojas temporales. Por ejemplo, la
paradoja del abuelo. Parte del supuesto que una persona viaja a través del tiempo y mata
a su abuelo, antes de que este conozca a la abuela del viajero y puedan concebir. Entonces,
él nunca podría ser concebido si su padre, o su madre, nunca nacieron. De tal manera, si
el viajero nunca nació tampoco pudo haber viajado al pasado.
Clara esbozaba en su rostro una mirada confundida por la explicación de su
compañero, había sido como un tsunami de palabras inentendibles. Pero por la seguridad
con la que exponía, estaba segura de que solo él había entendido su trabalenguas.
Lucio estaría jugando con esas paradojas, que le impedirán llevar a cabo esos
deseados cambios en el pasado. Aunque en uno de los temas de su investigación, había
algo llamado principio de autoconsistencia. Establecido por un físico ruso, llamado
Nóvikov. Había utilizado un modelo matemático para representar que, si cambiaba
ligeramente los hechos del pasado, sin afectar bruscamente los acontecimientos del
presente, no causaría una paradoja temporal. Por lo tanto, podría salvar a Roza de su
muerte predestinada, si cumplía con estas acciones no-paradójicas.
Pensaban en todas esas películas sobre viajes temporales que habían visto, y
analizaron cómo viajaban. En auto, con un estuche de violín, dentro de un placar, en un
jacuzzi, incluso con una tostadora; a diferencia de ellos, él no necesitaba nada para viajar.
«Tan solo con un golpe en la cabeza y una mujer bella», pensó Lucio mientras sonreía.
—Podrías escribir una nueva película —dijo ella en broma.
En ella se notaba el cambio cíclico de humor, con esfuerzo trataba de ubicarse en la
situación, iba ordenando sus ideas y emociones. Debía sacar esos sentimientos confusos
de su cabeza y ayudarlo, la vida de él corría peligro.
Lucio empatizó con esos cambios cíclicos, tapando su boca disimuló la sonrisa. Su
mente preocupada se encontraba en un revoloteo de ideas. Se había interesado tanto en
Roza, que no reparó la idea de encontrar una salida a esos viajes. La próxima vez podría
encontrarse con un tirador más hábil, y con menos suerte, acertarían el disparo en forma
fatal.
Al finalizar la novela, Clara dormía, pensó en levantarla, pero prefirió dejarla allí. La
amplitud del sillón le permitía descansar a sus anchas cómodamente. La tapó con una
frazada antigua, tejida en lana formada por cuadrados de colores conectados por sus
aristas. Buscó el control remoto, sin éxito, se levantó en silencio y apagó la televisión
desde la pantalla. Tomó su teléfono móvil, miró la hora y ya era media noche. Se
acomodó en el espacio restante del sofá mientras pensaba la mejor manera de revelarle a
Roza que iba morir. La biografía que había encontrado bastaba para poder ubicar el
momento del deceso. Iba a hacer lo posible para cambiar la historia. Pero debía
convencerla de que ella iba a morir, al cabo de unos días, en un hospital debido a una
explosión.
Lucio continuaba despierto, no quitaba la mirada de su teléfono controlando la hora,
tenía la sensación de que viajaría al siglo XX nuevamente. Cerró los ojos, trataba de
respirar y concentrarse. Su intención era meditar para relajarse, bajar la ansiedad y el
temor que albergaba en su pecho. Sentía la lluvia golpeando en el techo, el viento soplaba
haciendo vibrar los árboles. El sonido decadente del viento se mimetizaba con su estado
de ánimo, dentro de él también rugía una gran tempestad que debería acallar en algún
momento, pero no sabía cómo. El olor dulce a jazmín que comenzó a percibir lo sacó de
su bruma, era un perfume arrimándose desde el cuerpo de Clara. Ese aroma le traía
recuerdos, no sabía a qué, pero la sensación era grata. Fue solo una fugaz sensación.
Al cabo de unos instantes, como había predicho, Lucio se desconectó de esa realidad.
X
La lámpara de aceite
XI
El arribo
XII
Al abrir los ojos, Lucio vio los cabellos largos, castaños y desparramados de Clara,
cayendo en forma de cascada sobre su cuerpo. Seguía durmiendo apoyada en su hombro
plácidamente. La alzó como a una pluma y la llevó a su habitación, tan solo eran cincuenta
kilos. La dejó en la cama, la tapó y salió del cuarto dejando la puerta entreabierta.
Ya eran las seis de la mañana. Parecía que los vecinos no tenían gallineros: no se
había escuchado el canto de ningún gallo en las cercanías. «Afortunada», pensó Lucio.
Lavó y guardó las tazas de la noche anterior y partió hacia su hogar.
Aún llovía a cántaros y el viento era fortísimo. Dos minutos después estaba deseando
no haber salido. Tardó media hora en llegar. Freya no salió a su encuentro con las
volteretas y ladridos de bienvenida. Supuso que, con la lluvia torrencial de la noche
anterior, estaría con algún vecino. Nunca tuvo problemas para visitar las casas aledañas.
Conquistaba a todos los que quería con sus gracias, los aullidos semejantes a palabras y
el baile de colita para demostrar su alegría. Lucio confió que, como siempre, ella ya
regresaría.
Todo empapado se desvistió y se dio una ducha caliente. Al terminar decidió
prepararse un café cargado e inmediatamente se puso a trabajar en su presentación. Debía
explicarla frente a varios físicos de otras ciudades en cuatro horas. Solo quedaba ultimar
algunos pequeños detalles.
Ya eran casi las diez cuando le llegó un mensaje al móvil. Por el horario supuso que
era Clara que ya habría despertado y, al notar su ausencia, estaría preguntando por él.
Aunque después recordó que no podría ser ella debido al percance de la noche anterior:
su teléfono había quedado desarmado como una montaña de legos cayendo desde una
mesa. Se levantó y buscó el móvil que estaba enchufado cargándose.
Elena Profesora
1 MENSAJE NO LEÍDO
2 MENSAJES NO LEÍDOS
Lucio tenía los minutos contados: su conferencia comenzaba a las diez y media.
Además, su cabeza trabajaba a mil kilómetros por hora. Pensaba el cómo y el porqué de
sus viajes, cómo salvaría a Roza, si había cambiado el presente al modificar el pasado y,
sobre todo, tenía una corazonada que lo mantenía inquieto: Freya estaba afuera con esta
tormenta y aún no tenía noticias.
Al cabo de unos minutos comenzó su presentación:
—Gracias a todos los presentes. Antes de adentrarme en el tema, voy a refrescarles la
memoria con uno de los experimentos que verifica la Teoría de la Relatividad General.
Como sabemos, la dilatación temporal y la contracción espacial se pueden observar de
forma notable en los muones. Entendemos que estas partículas tienen una vida media de
aproximadamente 2,2µs. Esto quiere decir que luego de 2,2 millonésimas partes de un
segundo, la mitad de los muones…
Camino al río gritaban para ver si Freya salía a su encuentro como solía hacer, pero
fue en vano. Mientras se acercaban el rugido del agua era cada vez más fuerte. Siempre
sucedía lo mismo: la corriente subía luego de las tormentas, pero esta vez había sido peor.
Habían caminado unos cien metros cuando Clara cruzó hacia el otro extremo por uno
de los brazos que se formaban en ese punto. De esa manera cada uno inspeccionaría su
orilla. A unos pocos metros, Clara esquivó unos troncos y vio entre dos piedras enormes
una especie de cueva formada por la acumulación de plantas y ramas que habían sido
arrastradas por la corriente. Se acercó con algo de miedo recordando las películas de
terror. Asomó con cuidado la cabeza y vio a Freya. La llamó alzando la voz, pero no vio
que se moviera. Entró a rastras a buscarla. Afortunadamente Freya despertó al sentir las
manos de Clara sobre su lomo. Por lo visto algo le dolía y estaba toda mojada. La levantó
y la colocó entre sus brazos. Freya lengüeteaba suavemente su cara en forma de
agradecimiento.
—¡Vaya susto que nos has dado, pequeña traviesa! Esperemos que solo estés muy
cansada por tu larga noche de juegos. —Clara la regañaba con voz tierna para evitar que
se asustara. Mientras, miraba a su alrededor para comprobar a qué distancia estaba su
compañero de búsqueda. Inmediatamente distinguió a Lucio al otro lado cruzando el
brazo del río: los separaban unos cuantos metros. Aseguró a Freya entre sus brazos y se
dispuso a cruzar. Sin preocuparse por el agua, Clara pisaba las piedras sobresalidas
evitando los charcos profundos. Solo quería llegar a un lugar seguro. En un mal
movimiento su pie quedó atascado entre dos rocas. Trató de mantener el equilibrio y, por
no dejar que Freya cayera, giró en el aire para caer de espaldas. Ahora sí ambas estaban
inmovilizadas y desparramadas en la fría corriente.
—¡Clara! ¡Freya! —gritó Lucio y comenzó a correr hacia ellas.
—Estamos bien —contestó Clara con una sonrisita, expresando su torpeza.
—¿Se golpearon muy fuerte? —preguntó a las dos damiselas. Sin duda, solo esperaba
la respuesta humana y no la canina.
—Ella está bien. Pero no puedo decir lo mismo de mi tobillo: me duele. —Mientras,
Lucio la ayudaba a levantarse.
Clara apenas podía apoyar el pie, pero no soltaba a Freya.
—¡Dámela! Yo la cargaré y tú te agarrarás de mí.
Lucio llevaba prácticamente a ambas cuesta arriba. No le preocupó. El trayecto desde
el río a su casa no era tan extenso, aunque la subida le pareció mucho más larga de lo que
recordaba. Sin duda era por los kilos de más que traía consigo.
—Clara, quédate en mi casa. Así no estarás sola. Por lo menos hasta que puedas
asentar el pie.
—¡Perfecto! Aunque no tienes que preocuparte tanto. Estoy segura de que solo es una
torcedura de mi tobillo malo. Quedó sensible hace años, luego de caerme en una cabalgata
familiar.
—Para mí es un placer. No tengo planes para este fin de semana. —Ambos rieron:
sabían que no había muchas opciones para divertirse en el pueblo.
—Pero…, ¿podrás con las dos? —Largó una risita burlona. Aprovecharía la situación
para que la atendiera como a una reina.
—Te sorprendería. De hecho, elige un menú. El que sea, yo lo prepararé esta noche.
Mientras Lucio hacía café, Clara revisaba a Freya buscando algún daño, pero fuerte
como cualquier perro de la calle, al cabo de un rato el animal ya se encontraba recorriendo
la casa en busca de comida.
Pasaron toda la tarde hablando de los viajes de Lucio. Buscaron la forma de persuadir
a Roza para que dejara el frente, por lo menos hasta que terminara la guerra. No faltaba
mucho y su vida dependía de esa decisión. Por las propias palabras de la soldado,
comprendían que daría todo hasta el final. Su patriotismo era genuino, estaba dispuesta a
dar la vida por su país, aunque en su lecho de muerte se arrepintiera. Una de las ideas de
Clara era atarla. Por supuesto, no conocía la destreza de Roza, por lo que tratar de atarla
era imposible. Él comenzó a reírse. Obviamente no utilizaría esa táctica. Al final
decidieron que el mejor plan era una charla persuasiva.
Llegada la noche, Lucio comenzó a preparar la cena que había prometido. Cocinó
unas empanadas de camarones con queso, comida común en la cultura de donde ellos
provenían. No eran difíciles y, aunque no se prestaban para lucir sus atributos culinarios,
a él le encantaban.
En cuanto llegaron a la cocción deseada las llevó a la mesa. Clara estaba sentada en
el suelo sobre una piel de oveja. Recostada a poca distancia se hallaba Freya descansando
como un cachorro luego de amamantar. Así, Clara tenía al alcance de su mano la cabeza
peluda de la mimada del hogar. Era reconfortante ver a Clara acariciando a Freya.
En ese instante sonó el teléfono. Lucio apoyó rápidamente la bandeja para ver quién
llamaba. En la pantalla aparecía el contacto de “Elena Profesora”. Alternó la mirada entre
el móvil y la escena de Clara con Freya y decidió cortar la llamada, dejar el móvil en la
inaudible distancia de la cocina. Se sentó a comer en ese acogedor ambiente.
El avance
Despertó con los miembros entumecidos y con ganas de orinar. El frío durante la noche
había llenado su vejiga. A pocos centímetros de su nariz se enredaba ese pelo rubio que
había rozado su cara durante toda la noche. Olfateó como un perro el cabello de Roza.
Fue en vano, ya que solo percibió cómo se filtraba la sensación de la fría mañana. El ruido
que produjo con la nariz despertó a la mujer. Se dio vuelta, lo miró con los ojos
entrecerrados por un segundo y le dio un corto beso.
—Buenos días —dijo ella.
—Ehhh… B-b-buenos días —tartamudeó Lucio sin entender por qué había recibido
ese beso fugaz.
—No creo que huela bien mi pelo.
—Ohh… Lo siento. Igualmente, no tengo olfato. —Actuó como si nada hubiese
pasado y se levantó para ir al baño. No quiso profundizar sobre el beso: todavía estaba
desorientado y ella, confundida e influenciada por la caballerosidad de Lucio. Sin pensar
lo que hacía, había decidido darle un beso de buenos días en los labios, unos labios que
no venían de una guerra, que no estaban afectados ni resecos por el clima frío del crudo
invierno.
—Ya vengo. Voy al baño —dijo Lucio.
Tomó su rifle y salió de la habitación. Subió las escaleras. Con precaución revisó cada
rincón del lugar. Miró a la izquierda y se sobresaltó al no ver el cuerpo que habían dejado
la noche anterior. Se acercó un poco más y allí estaba. La ansiedad le había jugado una
mala pasada. Vaciló un instante y orinó en esa habitación cerca del cuerpo. Lo miraba
creyendo tontamente que podría levantarse.
Al salir, Roza lo estaba esperando en la puerta del hospital.
—Vamos, sígueme. Tenemos que volver al campamento —dijo ella.
Caminaron hacia el noreste por una media hora. Costeaban trincheras construidas por
los residentes, tomando la precaución de no tropezarse con ningún alemán rezagado o
herido que pudiera atacarlos.
Después de un rato llegaron a una casa bastante deteriorada por los bombardeos. En
los alrededores había varios soldados con los mismos uniformes que Lucio. Antes de
entrar, Roza le advirtió que no hablara, ya que su acento era bastante notorio.
Ingresaron por una abertura y bajaron por unos escalones al subsuelo. Pasaron sin
golpear por una puerta que accedía al puesto de mando. Lucio no podía ver nada y siempre
caminaba un paso más atrás de Roza. Cuando avanzaron sus ojos comenzaron a aclararse
y, como si apareciese un claro en un bosque, pudo ver a tres uniformados.
—¡Camarada! —exclamó el más fornido de los tres.
Tenía la cara lisa y, aunque su cara estaba curtida por la intemperie, mostraba menor
tosquedad que los otros dos. Por los uniformes parecía que era el de rango más alto. Otro
estaba sentado atrás limpiando su arma y el último le servía un vaso con vodka.
No eran más de las diez de la mañana y ya estaban bebiendo. Claramente era la mejor
forma de calentarse en el terrible clima en que se encontraban. Le ofrecieron un trago a
los recién llegados. Roza se lo tomó de un sorbo, mientras que Lucio tuvo que terminarlo
en dos o tres veces.
—Buenos días. Camarada Capitán Sazonov. Está todo libre en el frente: solo un par
de fritz rezagados, pero se están retirando —le explicó Roza—. ¿Ya llegó la División de
artillería? —le preguntó.
—Perfecto —respondió—. No, aún no tenemos los refuerzos. En cuanto lleguen
comenzaremos el avance. Primero, antes de avanzar con los Katyusha, hay que solucionar
este problema. —Apoyó el dedo sobre un mapa extendido en una mesa improvisada con
un tablón, con más curvas que una pista de fórmula uno, sobre dos caballetes que lo
sostenían—. Tenemos informes que hay una granja donde han cavado una zanja
antitanque y puede que haya alemanes. Irás detrás de dos shtrafbats y rastrillarás toda
esta zona. —Marcó un círculo imaginario con su dedo índice sobre el mapa.
—¿Dónde están sus hombres, comandante? ¡Vaya inmediatamente a buscar a esos
desertores! —Se dirigió con autoridad hacia el camarada que estaba sentado limpiando
su rifle y este salió rápidamente.
Los shtrafbats estaban compuestos por convictos soviéticos o soldados condenados
por delitos al Derecho Militar. Los mandaban al frente de batalla como castigo, en lugar
de ir a prisión o, en el peor de los casos, recibir la pena capital.
—Perfecto, camarada capitán —dijo ella sin refutar las órdenes y asintió con su mano
firme en la frente—. Este es el camarada Novicov del 31º ejército de la 220ª División de
Fusileros. —Señaló a Lucio—. Lo encontré en una catedral al sur de aquí, desmayado
debajo de unos escombros. Todo su pelotón está bajo las ruinas. Me gustaría que nos
acompañe. Es un excelente tirador —mintió Roza—. Lucio se puso firme, copiando a
Roza llevó la mano hacia su frente exhibiendo el mismo saludo militar hacia el
comandante.
—No hay problema. —El superior sacudió su mano señalando la salida sin levantar
la mirada—. Puede retirarse, sargento. —ordenó a Roza y continuó absorto analizando el
mapa.
Una vez afuera, llegaban dos soldados acompañados del comandante que presenció
la reunión en el sótano. Tomaron algunas provisiones. Roza le consiguió a Lucio un
camuflaje de invierno como llevaba ella, unas bandas de lino para usarlas como medias,
y lo más esencial, tomó a escondidas, una botella de Vodka de unos compañeros que
descansaban al costado de la trinchera. Ahora sí, listos, emprendieron la marcha.
—¿Novikov? —le preguntó a Roza.
—Sí. ¿Qué prefieres? Que le diga que te llamas Lucio y que vienes del futuro… —
Esbozó una sonrisa y, con un pequeño salto, empujó el hombro de Lucio con el suyo.
Continuaron su marcha camino a la granja. Aún había nieve, pero esta vez Lucio tenía
la vestimenta adecuada. Solo sentía un poco de frío en su nariz, aparentemente su cuerpo
estaba mejor climatizado.
La granja quedaba a unos diez kilómetros de distancia. Entre medio deberían cruzar
varios descampados. El peligro era inminente, pero todos, mejor dicho, casi todos, tenían
experiencia en el campo de batalla.
—¿Estamos con desertores? —inquirió Lucio en voz baja para que los recién llegados
no escucharan lo que estaba preguntando.
—No necesariamente todos los que forman parte del batallón de castigo son cobardes.
La mayoría son camaradas que, tal vez, no se han dejado avasallar por malas órdenes de
los superiores —aclaró Roza—. Si quieres saber, puedes preguntarles.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Lucio a uno de ellos.
—Mi nombre es Yuri Orlov, ex capitán del Ejército Rojo. —El soldado tenía una
mirada dura, que afirmaba con los rasgos que delineaban su rostro. Superaba el metro
noventa con creces y su espalda parecía un muro de ladrillos. Era el tipo de persona que
no sería recomendable hacer enojar.
—¿Por qué están en el batallón de castigo? —preguntó Lucio.
—Por cobardía.
—No pareces un cobarde —dijo Lucio.
—Envié tres veces a mi batallón para tomar una posición elevada. A la cuarta me
negué. El ejército fue diezmado. No me arrepiento de mi decisión. Ahora combato solo
o, mejor dicho, no tengo a nadie bajo mi mando. No soy un desertor: solo soy un
insurgente que sigue luchando por su Patria.
—Y tú, ¿cómo te llamas? —Lucio continuó el interrogatorio con el otro soldado. En
comparación con Yuri, a este le faltaba una cabeza para alcanzarlo y se veía bastante más
joven. Era casi tan musculoso como su compañero, aunque más pequeño en proporción a
su altura. Tenía una cicatriz en el ojo izquierdo, lo que le daba un aspecto tenebroso. Sus
ojos eran negros y su mirada seria.
—Soy Pyotr Kapitsa, fusilero del 917º Regimiento 2º Batallón. Estoy aquí por
desacato. Golpeé a mi superior.
—Bueno… Tal vez se lo merecía.
—Me gritó “judío inservible” y después insultó a mi madre. No pude contener mis
puños. Nadie va a insultar a mi santa madre —le explicó Pyotr.
—No te preocupes: están en buenas manos. No somos delincuentes que quieran huir
de esta guerra —interrumpió Yuri—. Y usted, ¿de dónde es camarada? Tiene un dialecto
raro —inquirió el soldado.
—Soy del sur —respondió Lucio con tanta rapidez que no dejó lugar a dudas sobre
su mentira.
—Por eso no te entendemos cuando hablas —se burló Roza evadiendo la
conversación de las procedencias.
Luego de su interrogatorio, Lucio estaba más tranquilo. Parecían buenas personas con
tan solo verlos a los ojos. Yuri era una persona trasparente, y Pyotr era un joven judío
discriminado y se habían metido con su adorada madre.
Al costado del camino había un árbol. Fue inevitable que no llamara la atención de
Lucio: un pequeño rastro sin nieve marcaba un sendero hacia él. Las ramas habían evitado
que la nieve cubriera las raíces sobresalientes, por lo que se observaba el color verdoso
del pasto. Aunque no fue solo el color verde lo que lo atrajo, sino unas marcas blancas
que rodeaban a estas raíces. Parecía un cuadro meticuloso de colores que no se mezclaban.
Al enfocar la vista notó que las marcas blancas eran pequeñas flores.
—¡Roza, mira! —Tiró de la mano de ella para guiarla hacia lo que había visto. Ella,
sin entender, lo siguió.
A los pies del imponente árbol contempló las vivaces flores.
—¿Cómo es posible que crezcan con este frío? —Su asombro esbozaba una dulce
felicidad.
—Se llaman campanillas de invierno. Son las patronas de los gélidos montes —
explicó Roza dándoles importancia a las custodias del gran abedul.
Lucio no pudo evitar ponerse en cuclillas para olerlas, pero fue en vano, no sintió
aroma alguno. Cortó una de ellas y se la entregó a Roza. Ella sí pudo sentir su exquisito
aroma.
—¿No puedes olerlas?
—No —respondió Lucio con gran nostalgia en su voz.
—¿Has olido un lirio?
—¡Sí!
—Huelen tan dulce como los lirios, pero su perfume es más duradero. Con dos de
ellas podrías mantener perfumada una habitación por varios días.
—Ahora sí sabré a qué hueles —le dijo con una sonrisa pícara y le colocó una de las
pequeñas flores en el ojal de su chaqueta, cerca de su pecho.
—Gracias —dijo ella y esbozó una tierna mueca de agradecimiento.
En ese momento, el grito ahogado de uno de sus camaradas desmoronó el
romanticismo.
—¡Al suelo! ¡Fritz adelante!
Todos se tiraron cuerpo a tierra y se arrastraron dentro de una zanja. A lo lejos vieron
a dos alemanes salir de un establo. Cada uno llevaba una gallina en la mano. Se dirigían
a una casa de madera, algo pequeña, aunque una de las pocas completas y sin daño. Estaba
ubicada a un par metros de donde habían sacado las aves. Los soldados iban
despreocupados, a las carcajadas. Antes de ingresar al refugio se quedaron dialogando
con otro par de vigías que patrullaban la zona.
Los rusos y el viajero esperaron pacientes escondidos en la zanja. Al ponerse la luna,
como una sombra sigilosa, Yuri se colocó en el camino marcado por las pisadas de ida y
vuelta de un centinela. Uno de los soldados rojos se acercó silenciosamente y, con
precaución de no ser visto por los enemigos, hundió el cuchillo en el nazi vigía. Un chorro
de sangre saltó hacia los costados manchando al atacante en el rostro. Se colocó el abrigo
del alemán y se limpió la cara con la manga del uniforme verde oliva. Ahora, camuflado
de fascista podía caminar con normalidad. Se aproximó a otro soldado que patrullaba
solo. Lo saludó y lo franqueó. En cuanto le dio la espalda, también lo acuchilló. A la
distancia se encontraban dos alemanes en el puesto de vigilancia. Yuri llamó a Pyotr y lo
paró delante de él como prisionero. Utilizó el revólver robado por al primer alemán caído
y apuntó en la espalda de su compañero. Pyotr sacó su cuchillo y lo sostuvo entre las
manos a sus espaldas.
Lucio divisó la imagen desde su escondite. Roza a su lado le destacaba la valentía con
un gesto de admiración en su mirada. Ambos camaradas caminaban en fila india, Pyotr
como rehén, mientras Yuri lo escoltaba como su valeroso captor.
A pocos metros de los vigías, se levantaron ansiosos a la espera del ruso capturado.
Reían y felicitaban la habilidad del falso compañero, sin saber lo que les esperaba. Lo
único que se pudo divisar desde la zanja fueron gotas silenciosas de sangre que saltaban
en todas direcciones. Escondieron los cadáveres y, los victoriosos shtrafbats se
encaminaron hacia la cabaña.
Roza, a la distancia, se comunicaba a través de señas con Pyotr. Lucio no entendió el
lenguaje mudo en el que se indicaban las próximas acciones, y quedó atento a las órdenes
de su nuevo sargento.
—Sígueme y no levantes la cabeza —le ordenó ella a Lucio y juntos se deslizaron en
dirección opuesta a la del equipo de vanguardia para rodear la casa.
Roza y Lucio se colocaron en la puerta delantera, los del otro grupo se apoyaron
contra las maderas que estaban debajo de una ventana. Por lo que alcanzaban a ver,
adentro se encontraban cuatro nazis, rodeados de un ambiente cálido producto de los
troncos llameantes que irradiaban calor desde la chimenea. Roza dio la señal a Yuri y este
asintió con un movimiento afirmativo de cabeza. Ella sacó una granada de fragmentación,
retiró el seguro, abrió cuidadosamente la puerta y, tratando de no generar sonidos fuertes,
lanzó el explosivo hacia los enemigos. Yuri, aguerrido, se levantó y comenzó a disparar
a través de la ventana. Inmediatamente Pyotr lo imitó. Los vidrios volaban hacia todos
lados y la sangre marcaba la pared dibujando manchas sin sentido de terror. Al entrar
vieron los cuerpos inertes agujereados. Yuri movió con el pie a uno de los cuerpos
chequeando si aún daba vestigios de vida. Definitivamente ese hombre no volvería a
moverse.
—Nosotros iremos a revisar los alrededores, sargento —informó Yuri.
—Perfecto. Nosotros prepararemos la comida a los Fritz —dijo Roza con sarcasmo.
Revisaron los bolsillos de los acribillados. Confiscaron unos encendedores,
municiones y, escondida en el bolsillo de una de las chaquetas, encontraron una armónica.
Roza la analizó meticulosamente, luego sopló para asegurarse que funcionara y se la
guardó en el bolsillo.
Aparentemente, las bajas anteriores eran los únicos enemigos cercanos al lugar. Yuri
y Pyotr se pusieron cómodos cerca la chimenea. La noche estaba próxima. Habían
decidido pernoctar allí, ya que estaban bien resguardados del frío, tenían comida y, sobre
todo, vodka.
Comieron y se sirvieron el último vaso del licor. Mientras ellos contaban sus historias,
Roza sacó la armónica del bolsillo, acomodó delicadamente los labios y comenzó a tocar.
Hacía avanzar la canción con una suavidad que apenas resonaba en las paredes. La
armonía se desplazaba por el aire con la lentitud de un beso lujurioso. Viéndola allí,
recostada en el suelo, con las manos alrededor del instrumento, concentrada, con los ojos
entrecerrados y los labios ligeramente fruncidos, Lucio supo que quería que algún día lo
besara con ese cuidado lento y deliberado, ya que esa mañana solo había tenido un rápido
roce de su boca.
Roza era hermosa. Supuestamente a nadie le resultaría extraño sentir debilidad por
mujeres hermosas por cuyas venas corre la música. Pero mientras ella tocaba, Lucio la
vio nuevamente ese día. Hasta ese entonces lo habían distraído su peinado diferente y su
tosco caminar por el camuflaje blanco. Pero viéndola tocar, todo eso desapareció de su
vista.
El sonido durmió a los dos rusos y relajó a Lucio, tanto, que su día, a pesar de todas
las barbaries que vivieron, había sido una experiencia dulce al lado de esa hermosa mujer.
Lucio estaba tan absorto como si un flechazo lo hubiese abstraído de las circunstancias,
y recordó que no había tenido oportunidad de organizar algún plan con Roza. Desconocía
a qué hora sería asesinada, pero sabía que podían quedar tan solo horas para que una
esquirla le abriera el estómago.