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El tiempo de la distopía
El fenómeno editorial de la saga ‘Los juegos del hambre’ alienta la
nueva vigencia de un género literario que ha dejado de hablar del
futuro para desvelar el presente
JORDI COSTA
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tan distintos como la gestión estatal del odio y la violencia, la derrota evolutiva del
ser humano por una especie con mayor conciencia medioambiental y lo que
Stanislaw Lem vaticinó como farmacocracia, pero que, de hecho, ya existe como
realidad palpable bajo lo que Beatriz Preciado denomina control farmacológico-
pornográfico de nuestras estructuras de poder.
CINCO ESENCIALES
Un mundo feliz (1932). Aldous Huxley. El placer es la principal herramienta de control en
una sociedad futura que se parece demasiado a un presente donde hedonismo y trivialidad
neutralizan nuestra capacidad de reacción.
1984 (1949). George Orwell. El texto distópico más influyente del siglo XX: una hipérbole
de la pesadilla totalitaria de los cuarenta, cuyos agresivos conceptos —de la neolengua a la
Policía del Pensamiento— parecen haberse adaptado y camuflado en nuestra cotidianidad
videovigilada y políticamente correcta.
pertinencia de esa clave genérica para descifrar un presente donde la memoria del
pasado se desvanece ante la creciente materialidad de lo que, hasta no hace mucho,
eran nuestros miedos futuros. De todos modos, el tiempo de las distopías también
puede ser territorio fértil para su antítesis: la reciente traducción de Beaubourg. Una
utopía subterránea (Enclave de Libros), de Albert Meister, obra en la que el suizo
imaginaba un espacio utópico en el subsuelo del entonces recién inaugurado Centro
Pompidou, permite establecer claras analogías entre su fantasía libertaria y las
nuevas políticas culturales cultivadas en los círculos asamblearios surgidos tras el
15-M.
“Se ha impuesto una sensación general de escepticismo tras esta crisis financiera
que no ha sido sólo económica, sino también social y de valores”, señala el escritor
Ricard Ruiz Garzón, coordinador de la antología Mañana todavía. Doce distopías para
el siglo XXI (Fantascy). “La literatura distópica”, continúa, “ha vivido siempre sus
momentos de mayor creatividad después de grandes crisis colectivas, que han
colocado grandes interrogantes sobre el futuro. 1984, de George Orwell, y Fahrenheit
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modo que la crisis del petróleo en
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A pesar de todo eso, el experto británico David Pringle, editor de la legendaria revista
dedicada al género Foundation entre 1980 y 1986 y autor del muy influyente libro
divulgativo Ciencia-ficción: las 100 mejores novelas (Minotauro), tiene una opinión
disidente frente a nuestro impulso de establecer una inmediata relación causa-
efecto entre realidad y ficción: “En nuestro planeta está viviendo ahora mucha más
gente que en ningún otro momento de la historia, con una media de vida más larga y
con un índice de bienestar mayor que en cualquier punto de nuestro pasado. Si
hemos de creer a Steven Pinker, autor de Los ángeles que llevamos dentro (Paidós),
nos hemos convertido en una especie más amable y benigna. Los índices de
criminalidad han descendido en las últimas décadas. Así que, en vista de todo esto,
no queda otro remedio que concluir que vivimos en el mejor de los tiempos posibles.
De todos modos, el animal humano tiene una pulsión por lo perverso (como bien
sabía J. G. Ballard), así… ¿es posible que el fenómeno de la distopía contemporánea
derive del hecho de estar viviendo en lo que, comparado con el resto de la historia,
sería una utopía? Demasiada paz y tranquilidad nos hacen anhelar un poco de
horror: la distopía”.
La distopía crece y se expande como género literario a finales del siglo XIX, con los
peligros del secularismo, el socialismo y el protofeminismo como primeros acicates
para imaginar futuros problemáticos. La dialéctica entre capitalismo y socialismo
dominará los primeros pasos de ese modelo de discurso dentro de una literatura de
ciencia-ficción propiamente dicha para ir acogiendo, en décadas sucesivas, diversas
modulaciones fóbicas espoleadas por los avances tecnológicos, la depredación
medioambiental o la progresiva inmersión de lo real en lo virtual. En el último tramo
de su trayectoria —el que se abre, en 1988, con la nouvelle Furia feroz (Booket) y se
prolonga hasta su última obra de ficción Bienvenidos a Metro-Centre (Minotauro)—,
J. G. Ballard tuvo la magistral intuición de despojar al género de su naturaleza
anticipatoria para rastrear los elementos distópicos del presente. “No creo que
Ballard se sintiese cómodo con el término distópico”, precisa Pringle, uno de los
máximos especialistas en su obra, “él consideraba su trabajo como una exploración,
que no era de por sí ni optimista, ni pesimista. A pesar de eso, a sus lectores nos
resulta posible contemplar sus últimos trabajos bajo el signo de lo distópico. Están
ambientados en un futuro muy cercano, que parece compuesto de lugares estables
y felices, minados, no obstante, por esa demasiado humana pulsión por lo perverso.
Según su punto de vista, la utopía no funciona porque la gente siempre se siente
impelida a pulverizarla”. En Idyll (Dolmen), el cineasta reciclado en novelista Elio
Quiroga propone una suerte de versión death-metal de ese último ciclo narrativo de
Ballard. Resulta significativo que el escenario escogido —una zona residencial
levantada en el desierto— se inspire en una inquietante utopía inmobiliaria sacada
del mundo real: Celebration, la ciudad ideal con más de 7.000 habitantes que
levantó The Walt Disney Company en Osceola County (Florida) a mediados de los
años noventa, cumpliendo un viejo sueño del padre de Mickey Mouse.
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los tres dedos de Los juegos del hambre”. Otro signo de los tiempos —la distopía
multiusos— o la cuadratura del círculo —Panem, el escenario de Los juegos del
hambre, como un espacio tan ambiguo como lo fue en los orígenes la Utopía de
Tomás Moro.
Mañana todavía ofrece una excelente panorámica del buen estado de salud de la
literatura de género en España: en ella conviven nombres veteranos —Javier
Negrete, Elia Barceló, Rodolfo Martínez— con nuevos efectivos de una literatura de
ciencia-ficción que tantea registros inéditos y se resiste a seducir sólo al iniciado —
Marc Pastor, Emilio Bueso, Félix J. Palma—. En Los centinelas del tiempo, de Javier
Negrete, la ortopedia lingüística de la corrección política se revela encarnación
palpable de la neolengua que imaginó Orwell en 1984 (Debolsillo). Los relatos de
Mañana todavía no juegan a las quinielas con el porvenir: usan las herramientas de la
ficción para desvelar la estructura profunda del presente.
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