Ojeras.- Un atardecer de otoño dora la vida del suburbio Lamarta.
Visto desde cualquiera de los flaycoches que pasan por el cielo, entre la ciudad capital y los barrios ajardinados, el paisaje es chato pero cautivante como la vasta proyección en plano de un cerebro que sueña. Hay minúsculos terrenos con sus casas inconclusas en el medio, hileras de viviendas adosadas, un centro comercial de insumos y baratijas, un pantallator de historias relámpago, un quiosco de la organización Vecinos Sin Máscara, templos sectarios de policarbonato y salones bailables de chapa coloreada, una laguna con sus viejos pescando bagres mecánicos y su festón de aromos, un baldío pisoteado donde no crece ni la cizaña y, como un bagaje de residuos útiles en un armario mohoso, la maraña de cuasicasas, estriada de barros eternos, que los lugareños llaman Lafiera. Ahí se comercializa todo lo que los impuros del barrio requisan en las zonas pudientes, y ahí se atrincheran los impuros. Más lejos hay una fábrica de baterías, otra de blísters para medicamentos y, como un mojón del estado servicial, un infanterio educativo. Reinan una aceptable paciencia y un solapado temor al aburrimiento. Mujeres de vuelta de empleos domésticos arrastran maridos exhaustos a comprar algo para la cacerola. Inhibidos, torvos, algunos policías derivan a nivel de las cabezas en precarias garitas flotantes. Pululan chiquilines pedigüeños, más ahora que llega un tranviliano al apeadero elevado. Niñas pizpiretas improvisan una coreografía de videoclip y por las ventanas les tiran monedas de caridad lujuriosa. Parte el convoy. Por la escalera se derraman jóvenes desocupados y una manada de perros hoscos, flacos, inocuos. El sol se pone un poco más. Junto a una salida de la autopista que bordea el barrio, bajo un techado de policarbonato, se encienden los impetuosos reflectores de una explanada rica en espacio libre y en artefactos competentes. Es una estación de servicio, la Gasomel de la zona; el lugar donde trabaja Neuco.
Merigüel.- Varios coches ronronean ahí en sus vahos, atendidos
por los robots inyectores. Otros robots despachan cervezas y cafés en el bar, adonde ya llegan varios de los jóvenes vagos que bajaron del tranviliano. Un avejentado flaytaxi granate se deposita en la rampa combustible para aéreos. La robotina repostadora no logra conectarle el inyector. Neuco, uno de los supervisores humanos, va hasta la consola de la unidad central y activa el programa de averías. Mientras por fin emboca el fluido en el flaytaxi, la robotina canta algo. Canta un conocido merigüel de Abrán “Chita” Baienas: Yo me perdía bebiendo / el licor de tus caderas. / No sin razón dicen todos / que te llevo en mis ojeras. / Era el deseo imborrable / de tu boca inalcanzable. Los dedos del chofer tabalean a destiempo en la burbuja de la cabina. Trapo y secador en mano, Neuco se acerca a hacer lo que los robots no saben: preguntarle al flaytaxista si quiere que le lave la burbuja. Sí, bracho, dale.
Burbuja.- A medida que el secador retira la espuma del
parabrisas, alrededor de la cara de Neuco, distorsionada en primer plano, se reflejan los inyectores de fluido, los coches, los gestos de los muchachos tras las ventanas del bar, la pistola vibradora que un policía ha depositado en una mesa, las nubes de mazapán rosado, las fintas de los coches en la autopista, el meneo torpe con que un verdulero mima el paso de una muchacha. Ese conjunto autónomo, enorme en el centro, menguante hacia los bordes, parece tan completo que más se nota lo que le falta, y a Neuco se le atraviesa. Pero no le gusta el rencor y sigue trabajando. El flaytaxi parte entre un vendaval de polvo. La robotina sigue tarareando. Neuco enjuaga su trapo. El aire huele a metales acres y chorizo chamuscado. Vendrán otros vehículos y él verá otros reflejos, cuadros variados del mismo escenario, hasta que a las diez de la noche pueda irse a su casa. Cenará pan de queso con ensalada. Leerá Casos y cosas del idioma. Con suerte, se dormirá pensando en las palabras. Y como todavía no logra creer en los milagros, si bien se esfuerza, Verdey Maranzic ni su fantasma irán a visitarlo. Cintas.- El país se estanca en un largo rezongo y el barrio Lamarta también. El compuesto de rezagos técnicos de otros países y herencias propias desgraciadas es de una gran estabilidad, incluso en su guerra de clases, aun en la tormenta de los sexos. Parece que ha llegado el futuro. Con todo, falta algo. Neuco piensa que falta amor. También falta Verdey Maranzic. No por mucho tiempo. Ahí está, dice de golpe otro supervisor humano de la estación Gasomel. Y, como todos los atardeceres, seis grifos situados en los bordes de la autopista empiezan a disparar un vapor blanco y espeso. Al tiempo que el sistema de sonido adjunto al propulsor difunde otro melonche de Abrán Baienas, el vapor forma una superficie vibrante; en esa suerte de pantalla un proyector estampa una maleza de cintas sinuosas que poco a poco se desenlazan, se yerguen. Bailan las cintas, plásticas pero no incitantes, como si su ondulación sólo manifestara los ritmos esenciales que sustentan la vida de todo paisaje. Como si fuera el don de la vida: lianas, algas, juncos, serpentinas, pulsátiles volutas, fulares y gusanitos flameantes, sinusoides que se alargan sin llegar a la recta, espirales que tienden al despliegue y en el límite de la tensión vuelven a enrollarse. Son de todos los matices del verde, del esmeralda al berilo, del pulpa de aguacate al acelga cruda. Son la memoria abstracta de Verdey Maranzic, y la letra de la canción al compás de la cual bailan las origina y las celebra. Una danza universal parte en dos el flujo de la autopista, pero no lo frena. Subrepticias vetas doradas atisban entre el verdor como puntualizándole a la memoria que Verdey Maranzic era rubia. Los coches se precipitan en el vapor polícromo y salen en uno u otro sentido más leves, dispuestos casi a alzar vuelo, como refrescados por un rito de tránsito instantáneo y fácil. Los ojos de los conductores destellan, algunos de llanto. Bailá, amor mío, bailá. / Bailá, Verdey que tus pies / de las flores que les tiro / hacen amor y hacen miel, se propaga por el barrio la voz de Abrán “Chita” Baienas. En el cóctel machacón hay un componente subliminal de frecuencia mnádex. El tempo básico que bailan las cintas /Verdey es un activador de redes neurales. Reinstaura los pulsos elementales que la ansiedad suele asfixiar, y el que oye la canción queda alelado de empatía. La conexión es de ritmo a cerebro como si no hubiera aire en el medio, le dijo a Abrán el profesor que descubrió la frecuencia mnádex. Cuando la canción termina las cintas se desmoronan de levedad. Los surtidores se apagan. La pantalla de vapor se desvanece en un silencio que por poco no sobrecoge. Sólo entonces los chicos del barrio siguen corriendo. Un carnicero guarda cuadriles en la cámara de frío. En una casucha de Lafiera se reducen zapatillas de contrabando, repuestos de flaymóvil y frascos de Sinculpán. Los coches de la autopista siguen pasando del afán veloz al desasosiego hogareño. El bar de la estación de servicio empieza a vaciarse. La garita policial flotante pierde el rumbo. Todos guardan en las retinas la esencia del meneo de Verdey Maranzic. La guardan voluntariamente, como si el recuerdo fuera una gran contrición, un sacramento, y al mismo tiempo una prenda de perdón colectivo por la muerte de Verdey. Pero sólo a Neuco le falta la Verdey real. Esa porquería no es Verdey, masculla, y ni siquiera las hebras doradas. Y además piensa que no todos tienen la culpa de que Verdey muriera, y que si todo el mundo buscara una muerte de que acusarse no habría ni un inocente sobre la tierra. Precisamente eso le decía Verdey a Neuco cuando él le hablaba de pureza.
Finado.- Se lava las manos y entra en el bar ya desierto. Las
golosinas del quiosco renuevan su parpadeo. Un expendedor alarga el brazo articulado ofreciéndole una cerveza. Neuco pasa de largo. Al fondo, mucho más allá del toilet de damas, hay un anticuado musicalio que intenta disimular su caducidad ofreciendo éxitos de Abrán Baienas, de Las Cleos, de Funkipapá, de Loba en la Retama. Neuco sabe que hace un par de años su amigo el finado Nígolo, de memoria gorda, se las ingenió para colar en el aparato unas pocas piezas de poesía maníaca y música conmovedora que hoy nadie escucha salvo él. Se llaman tangos, y están entre el vértigo cenital de los ritmos contemporáneos como una luz de amanecer lluvioso en la vereda de un café. A Neuco los tangos le despiertan esa clase de imágenes. Le parecen muy bailables. Verdey habría podido bailarlos. En los rótulos de las teclas no hay títulos, como si los años hubieran obligado a los tangos a simular mudez, o ceguera, pero Neuco ya sabe cuál es cada uno y pone una moneda y aprieta una tecla. Clic. Chirrriac. Uno busca lleno de esperanzas / el camino que los sueños prometieron a sus ansias, se desata una voz apabullante, homogénea en sus emociones. Neuco enciende un cigarrillo. Sabe que la lucha es cruel y es mucha / pero lucha y se desangra / por la fe que lo empecina. Da diez pitadas, tira el cigarrillo y lo aplasta con la suela. Es un gesto que aprendió del viejo Nígolo y está empezando a reventarle. No porque Nígolo también esté muerto, sino porque es un gesto avinagrado. Si se deja influir por el tango, hasta podría despachar vengativamente el recuerdo de Verdey: Como pucho que se tira / cuando ya / ni sabor ni aroma da.