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El otro velo

Por Carolina Sanín


Recuerdo que en los años setenta del siglo pasado, cuando yo empecé a crecer, las niñas
no nos vestíamos obligatoriamente de rosa. Íbamos de rojo, de verde, de azul, de naranja,
de amarillo y de gris, como los niños. Para ellos había una restricción cromática, el rosa.
Para nosotras no había ninguna.
Existía, claro, la convención del celeste para los bebés varones y el rosita pálido para las
bebés, pero correspondía más a un código de decoración que a una regla de indumentaria.
A los recién nacidos se les ponía sobre todo prendas blancas, sin importar su sexo. Luego,
cuando las niñas tenían la conciencia suficiente para saber qué llevaban puesto, asumían
el rosa como una opción fantasiosa, más para accesorios que para atuendos, y a medias
entre el lujo y la parodia. El rosado no era para salir a jugar ni para estudiar, sino para el
ballet y para el día de disfrazarse de princesa de dibujo animado. Habría parecido
levemente vergonzoso y desvergonzado salir cotidianamente vestida de un color de
pastelería. Lo usábamos como un capricho. Lo llevaban especialmente las muñecas en sus
vestidos. Y en su piel, que representaba la piel de niñas muy blancas, de otro país.
Desde hace unos años, en las tiendas de ropa infantil, es difícil encontrar para niñas
prendas que no sean rosadas o no contengan rosa. Y en los parques no veo a una sola
niña a quien no hayan vestido de rosa al menos parcialmente. Ellas van marcadas, y esa
distinción que sus padres y la publicidad les imponen debe de incidir en la manera como
perciben su cuerpo, como construyen su relación con la naturaleza y como se integran al
mundo. Mientras que los niños visten los colores de los árboles, del cielo, de todas las
piedras y de todos los animales, ellas van como una bandera del tabú, cubiertas casi
exclusivamente con el color que ellos no pueden usar; el de algunas flores y algunos cerdos.
Hace unos días empecé a preguntarme por ese cambio de colorido. Desde luego, entre los
años setenta y hoy las mujeres hemos conquistado espacios de los que antes estábamos
excluidas y hemos avanzado en el reconocimiento de nuestros derechos. Debía de haber,
pensé, algún cambio en sentido contrario, algún retroceso que estuviera relacionado con la
explosión del rosado. ¿Sería la nueva entronización de la maternidad? Más bien podía ser
la diseminación sin límites de la pornografía.
Me escandalizó mi propia alienación. ¿Cómo no me había dado cuenta de que la insistencia
en vestir de rosa a las niñas era concomitante con la infantilización de las mujeres? ¿Cómo
no se me había ocurrido que la ubicuidad del rosa era inseparable de la ubicuidad de la
desnudez femenina? Las niñas de rosa van vestidas de niñas desnudas. De mujeres
desnudas. De mujeres desnudas que supuestamente tienen la piel del color de los
maniquíes.
Y las inocentes madres que temen la proliferación de depredadores sexuales y que se
escandalizan con los concursos de belleza de cincoañeras mientras cubren a sus hijas de
ropa exclusivamente rosada -y fucsia y magenta y de todos los tonos de la carne,
particularmente de la de la boca y los genitales, que es la carne que entre la piel se revela-
me recuerdan el cuento del traje nuevo del emperador, solo que en una versión más
obscena.

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