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A269 NN E ALEAG Juan Gabriel Vasquez (Bogotd, 1973) es autor de a eo Las amantes de Todos los Santos y Los informants (escogida por la revista omo una de las més importantes publi Colombia desde 1982), Historia secreta de Cortaguana (Premio Querty en Barcelona y Premio Fundacién Libros &¢ Letras en Bogor) y El ruido de las cosas al caer (Premio Alfaguara 2014 English Pen Award 2012 y finalist de los premios Femina Feranger y Médics). Vasquez ha publi también una recopilac snsayos litrarios, ELarte de la distortén Joseph Conrad, El hombre de ninguna parte. Ha traducido obras de John Hersey, John Dos Passos, Victor Hugo y E.M. Forster, entre oros, y columnist del periddico colombiano £1 han publicado en diecs 1asy una treintena de paises con extraordinario ito de celica y de puiblico. Ha ganado dos ve cl Premio Nacional de Periodismo Simén Bolivar san en Paris el Premio Rog junto de su obra, otorgado ricotes como Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Ricard Roberto Bolafo, Las reputaciones es su cuarta novela Las reputaciones Juan Gabriel Vasquez Las reputaciones “eae o sn nid Vn Saag Sey un Apt Tar Ag A Gera esata Sales Sere Bere Cat Agia, Ales, Taurus, Alga SA, AvsLeandso N: Alem 720 (100, Buenos Airs * Suntlane Eddones Geecrls S.A. de. V ‘Arde, Universidad, 767, Col. del Val, Mésice, DEC. ojos + Sanilans iicones Generals, SL Avda delos Aresanes 6.38760 Tes Cantos, Madd tsa g7BosbosSong7 lnnpreo en Colombis- Pind n Colaba Primer ein cn Colombia, abr de 2r3 Disco: Proyecto de Basi Sacué © lagen de cubic: Geay Lage Mes with open ech sont wi fics se Mine Shane a ise de bie Sanago Masquer Mejia “Talon deci eran Enpalicln no puree epoch ncn tone a, itech taste fee ree ee iste, congue fan Sper ing meta, Soca, Faun, decetion, maga, tleasipin, por ac, ‘cuir aoe pei prev por cede laid Forsacvomes Para Justin Webster y Assumpta Ayuso Con lo cual narices iguales no hacen hombres iguales. Ropoweate Térere, Essai de la physiognomonie Sentado frente al Parque Santander, dejando que leem- beeunaran los 2apatos mientras esperaba la hora del homengje,, Mallasino cuvo de repente la certeza de haber visto aun cati- ‘caturista muerco. Tenfa el pie izquierdo sobre la huella de ma- dera del cajn y la cintura apoyada en el cojin del respaldo, para que su hernia vieja no comenzara sus reclamos, y haba dejado que se le fuera el tiempo leyendo los tabloides locales, cuyo papel barato ensuciaba los dedos y cuyos tirulares de gran- des letras rojas le hablaban de crimenes sangrientos, de secte- tos sexuaes, de extraterrestres que raptan nifios en ls barrios del sur. La leccura de ka prensa sensacinalista era una suerte de placer culposo: algo que uno sélo se permitfa cuando nadie lo estaba mirando, En eso pensaba Mallarino —en las horas que sele habian escapado aqui, entregado a esta perversion bajo las sombrillas de colores timidos— cuando levanté la cabeza, apartando la mirada de las letras como se hace para recordar mejor, y al encontrarse con los edificis altos, con el ciclo siem- pre gris, con los drboles que rompen el asfalto desde el comien- 20 de los tiempos, sinti6 que vela todo por primera vez. Y en- tones sucedi, Fuena fraccién de segundo: la figura eruzé la earre- 1a Séptima con su traje oscuro y su corbatin desordenado y su sombrero de ala ancha, y luego doblé la esquina de la iglesia de ‘San Francisco y desaparecié para siempre. En el intento por no perderla de vista, Mallarino se incliné hacia delante y ba- j6 el pie del cajén justo cuando el embolador acercaba el pa- fio embetunado al cuero del zapato, yen su media quedé una mancha oblonga de betin: un ojo negro que lo miaba desde abajo y lo acusaba, igual que los ojos entrecerrados del hombre. 4 Mallarino, que hasta ahora s6lo habfa visto al embolador des- de arriba —los hombros del overol azul constelados de caspa nueva, la coronilla despejada por una calvicie agresiva—, se encontré entonces ante la nariz brotada de venas, las orcjas pe- quefias y prominentes, el bigote blanco y gris como la mierda de las palomas, «Perd6m, le dijo Mallarino, «pensé que habia visto aalguien». El hombre volvié a su trabajo, a ls roces cer- feros con que su. mano embadurnabs el empeine, «Oiga», afia- dis, «ze puedo hacer una pregunta?» «Diga, jefe.» «Usted ha ofdo hablar de Ricardo Rendén?» Le llegé un silencio desde abajo: uno, dos palpitos. «No me suena, jefe, dijo el hombre. «Si quiere después preguntamos alos compatieros.» Los compatieros. Dos o tres de ellos ya comenzaban a empacar sus cosas. Plegaban silas, doblaban pafis y baye~ tas, merfan cepillos de cerdas despeinadas y abolladas latas de best en sus cajones de madera, y el aire, por debajo del cla- ‘mor del trfico vespertino, se lenaba con e! picotea de las cha~ pas que se ajustaban y las tapas de aluminio que se cerraban con firmezs. Eran las cinco menos diz de la tarde: zeusindo habfan comenzado a tener horatios ij los emboladores del ‘centro? Mallarino los habia dibujado mas de una ve, sobre to- doen las primeras épocas, cuando venir al centro y dar una ‘vuelta caminando y embolarse los zapatos era una forma de to- marl el pulso a la ciudad eléctrca, de sentir que era testigo di- recto de sus propios materiales. Todo eso habia cambiado: ha- ba cambiado Mallarino; habfan cambiado los emboladares Fl ya no venia casi munca. la ciudad, y se habia acostumbrado mirar el mundo a través de as pancallas y las péginas, a dejar «quella vida le llegara en lugar de perseguisla hasta sus escondi- tes, como si hubiera comprendido que sus méztos se lo permi- tfan y que ahora, después de tantos afos, era la vida la que de- a buscarlo al, Los emboladores, en cuanto a ellos, ya no se hacfan duefios de su lugar de trabajo —esos dos metros cua- drados de espacio piblico—en virtud de un pacto de honor, 15 sino dela pertenencia aun sindicato: el pago de tina cuota men- sual, Ia posesién de un carnet bien plastificado que enseiaban ala menor provocacién. Sf, a ciudad era otra. Pero no era nos- talgia lo que embargaba a Mallarino al constatar los cambios, sino un curioso afin por detener la marcha del c20s, como si hraciéndolo fuera a detener tam Ja lenta oxidacién de sus érganos, la erosién de su memoria re- su propia entropia interior, fcjada en la memoria erosionada de la ciudad: en el hecho, por «ejemplo, de que ya nadie supiera quién era Ricardo Rendén, que acababa de pasar caminando a pesar de llevar setenta y nueve afios muerto, El més grande caricaturista politico de la histo~ sa colombiana habia sido devorado, como tantas otras figuras, porel hambre sin fondo del olvide. También de mt se olvida- én un dia, pensé Mallarino, Mientras bajaba un pie del cajén y subia el otro, y mientras sacudia el periédico para que una ppigina arrugada regresara a la posicién debida (un diescro la- ‘igazo de las mufiecas), Mallarino pens6: Si, «ani también me olvidardn, Pens6: pero todavia falta mucho para eso. En ese momento se escuché decir: «X Javier Mallatino?r El embolador tardé un instante en darse cuenta de que Ja pregunta le estaba dirigida. «Jefe?» «Javier Mallarino, ;Sabe quién es?» «EL que hace los monos del periédico, si, dijo el hom- bre, «Pero ese tipo ya no viene por aca. Se cansé de Bogoti, eso fue lo que me explicaron a mi. Hace rato que vive afera, en la montaiia» ‘De manera que aquello todavia se recordaba. No era para sorprenderse: su mudanza a comienz0s de fos ochenta, cuando no habia estallado ain el tiempo de! terrorismo y la gen- te no tenfa tantas razones para irse, fue noticia nacional. Espe- rando a que el embolador dijera algo, una pregunta o una ex- clamacién cualquiera, Mallarino se quedé mirando el claro de piel dela coronill, ese terrcorio devastado con algunos pelos inrumpiendo aqui y all, con manchas que delataban las horas pasadas al sl: potencales parcelas cancerosas, el lugar por do 16 de comenzaba a extinguitse una vida, Peto el hombre no dijo nada mas. No lo habia reconocido, En unos minutos Mallari- no recibira la consagracién definitiva, el orgasmo correspon dliente a un largo coito de euarentaafios con swoficio,y lo ha- ria sin que eso hubiera dejado de resultarle sozprendente: que nolo reconocieran. Sus caricaruas politicas lo habian conver- ‘ido en lo que era Rendén al comenzar la década de los rein ‘a: una autoridad moral para la mitad del pais, el enemigo pi blico miimero uno para la otra mitad, y para todos un hombre capaz de causar la revocacion de una ley, trastomnar el allo de tun magistrado, cumbar a un alcalde o amenazar gravemente {a estabilidad de un ministerio, y eso com las inicas armas del papel ya cinta china. Ysin embargo en la calle no era nadie, podi seguir siendo nadie, pues ls caricacuras, al contrario de las columnas de ahora, no llevaban nunca la foto del respon- sable: para los lecrores de a calle era como si acurrieran sols, libres ce coda autoria, como un aguacero, como un accdente. El que hace los monos.Si,ese eta Mallatino. El mono- ‘maniaco: alo habfa lamado una ver, en la seeciin de cartas al periédico, un politico heride en su amor propio, Ahora sus ojos, siempre cansados, se fijaban en los habitantes del centro: cl lotero que descansaba en el muro de piedra, el estudiante que buscaba una buseta caminando hacia el norte y mirando por encima del hombyo, la parcja que se detenia en meio de la ace 12, hombre y mujer, los dos oficinisas, los dos vestidos de azul ‘oscuro y camisa blanca, agarrados de ambas manos pero sin. iirarse. Todos ellos eaccionarian ala mencién de su nombre —con admiracién o repulss, nunca con indiferencia—, pero ninguno serfa capaz de identificar su rostro. Si cometicra un crimen, ninguno podria sefialarlo en una fila de sospechosos habituales si, estoy seguro, ese nimero cinco, el barbudo, el delgado, el calvo, Mallarino, para ellos, no tenia sefias particu lares,y los pocos leetores que lo habfan conocido cn el curso de losafios solfan hacer comentarios de extraficza: ne me lo ima- ginaba calvo, ni delgado, ni barbudo. La suya cra una de aque llas calvicies que no llaman la atencién sobre si mismas; cuando 7 volvia a encontrarse con alguien que s6lo habfa visto una vez, Maallacino recibfa con frecuencia los mismos comentarios de desconcierto: «Usted siempre ha sido asf, o también: «Qué raro, No me fi cuando nos conocimos», "Tal verera su expre- ibn, que devoraba la atencién dela gente como devora la luz un hoyo negro: sus ojas de pérpados caidas que se asomaban, tras las gafas con una suerte de tristeza permanente, 0 es barba «quele escondia la cara como el pafitelo de un forajido. La bar- ba fue negra una vez; ahora segufa siendo abundante, pero se habia agrisado: un poco mas en el mentén y bajo ls pails, un ppoco menas en ls lados dela cara. No importa condiendo. Y Mallarino segusa siendo iereco rnimo en fa calles populasas. Ese anonimato le causaba un pla- cer pueril (un nifo escondiéndose en habitaciones prohibidas), ‘ya Magdalena, su mujer en tiempos ya kjanos a tranquilizaba En este pais matan ala gente par menos», le decfa ella cuando desusimagenes sala mal parado un milicar o un narcotrafican- te. «Mejor que nadie sepa quién eres imo eres. Mejor que puie- das ira comprar leche y yo no me preocupe site demoras» Barrié con la mirada cl universo atardecido del Parque Santander. Le basté un instante para encontrar tres personas leyendo el periddico, su periddico, y pens6 que as tres pasarfan en breve o ya habian pasado los ojos por su nombre en letras deimprencay luego por su firma, esa maydiscula bien dibujada aque se transformaba enseguida en un desorden de eurvas y aca- baba desintegeindose en una esquina, triste estela de un avién que se cae. Todos conocian el espacio donde habia estado siem pre su caricarura: en el cenro justo de fa primera peigina de opi nién, ese lugar mitico adonde van los colombianos para odiar asus hombres piblicos o para saber por qué los aman, ese gran divan colectivo de un pais largamente enfermo. Era lo prime- ro que vefan los ojosal llegar esas piginas. El recuadro negro, los trazos delgados, I linea de texto el breve diilogo debajo del marco: la escena que cada dia salfa de su mesa de trabajo y cera elogiada, admirada, comentada, malinterpretada, repudia- da, en una columna del mismo peribdico o de otro, en la carea 18 airada de un airado lector, en un debate cualquiera de cualquier cemisora matutina. Era un poder terrible, sf. Hubo un tiempo cen que Mallarino lo dese més que nada en el mundo; craba~ j6 duro para obtener: lo disfrut6y lo explocé a conciencia. Y ahora, a sus sesenta y cinco afios, la misma clase politica que tanto habfa atacado y acosado y despreciado desde su trinche- 1a, de la cual se habia burlado sin mizamientos ni respeto por lazos de amistad o de familia (y bastantes amigos habia perdi- do por hacerlo, c incluso unos cuantos faniliares), esa misma clase politica habfa decidido poner la gigantesca maquinaria colombiana de la lamboneria al servicio de un homenaje que por primera vez en la historia, y quiz4 por tilkima, tenfaa un ca- ricaturista como destinatario, «Esto no se va a tepetir, le dijo Rodrigo Valencia, director del periddico durante las tiltinas tes, décadas, cuando lo llamé, measajerodiligente, para hablarle de la visita oficial que acababa de ecibi, de fos elogios que acaba- ba de escuchar, de las intenciones que le acababan de comuni- carlos organizadores. «No se vaa repetir, y serfa una bobada sacatle el cuerpo.» e¥ quién dijo que yo le iba a sacar el cuerpor, dijo en- tonces Mallarino, «Nadie», dijo Valencia, «Bueno, yo. Porque lo conoz~ 0, Javier. Y ellos también, la verdad. Si no, para qué me iban a preguntar antes a mi, eAh, ya veo. Usted es el negociador. Usted es el que ‘me convence.» «Mis 0 menos», dijo Valencia, Su vozera gututaly pro~ Funda, una de esas voces que mandan con naturalidad, 0 cu- yas exigencias son aceptadas sin remilgos. Ello sabias se habia. acostumbrado a escoger las palabras que mejor convinieran a sa vor, «E's que lo quieren hacer en el Colén, Javier, imagine- se. No lo vaya a dejar pasar, no sea pendejo. No por usted, en- tiéndame, usted no me importa. Por el periddico.» Mallarino solté un bufido de fastidio. «Pues dgjeme {que lo piense», dijo. Por el periddi on, dijo Vale 19 «Llimeme mafana y hablamos, dijo Mallarino. Yfue- go: «:Serfa en la sala Foyer?» No, Javier, es0 es lo que le estoy diciendo. Lo hacen ena principal» «En la principals, dijo Mallarino. «Es Jo que le estoy diciendo, hombre. La cosa va en serio. Selo confirmaron después —Teatro Col, sala princi- pal la cosa iba en serio—-, el nga le parecié apenas apropiz- dra, debajo del fresco de las seis musas, tras e telén donde Ruy Blasy Romeo y Orelo y Julicta compartian cl mismo espa- cio aluicinado, en el mismo escenario donde habia presenciado tantos hermosos artificios desde que era nifio, de Marcel Mar- ceau a [at vide es suefo, ahora se disponfa a representar un arti- ficio de su propia ceacién: el hijo predilecto cl ciudadano ho- noratio, el compatriorailustre con solapas grandes y capaces, de acoger cuantas medallas fuera necesario. Por eso habia re- chazado el transporte que el Ministerio ibaa poner a st dis- posicién: un Mercedes negto y blindado de vidrios oscuros,, segiin la descripcidn teleféinica de una secretaria de voz tem= blorosa, que debia recogerio en su casa de la montafia y dejarlo cen las escaleras de piedra del teatro, justo debajo de la marque- sina de hierro, joven damisea llegando al baile donde cono- ceri a su principe. No, esta tarde Mallarino habia venido al ‘centro manejando su viejo Land Rover y lo habfa dejado en un pparqueadero dela Quinta com 19: quefa llegar a pica su propia ‘aporcosis, acercarse como cualquier hijo de vecino, aparecer de pronto en una esquina y sentir que su mera presencia sacudia claire, despertaba las lenguas, hacia que se giraran las cabeas, {queria anunciar, con ese tinica gesto, que no habia perdido un. gramo dela vieja independencia: seguia teniendo laautoridad, para poner alos suyos en cl centro de la diana, y eso no lo cam- biaban ni el poder ni los homenajes ni los Mercedes blindados con vidrios oscutos. Ahora, en la silla del embolador, mientras , escribié Mallarino com su propia caligrafia de hacedor de diplomas, pero con pale ‘bras dictadas por Magdalena: «Mando una caricatura original, tuna caricatura censurada y una caricatura sobre la censura. Si lo puede publicar todo junto, el paquete es suyos de lo contra- rio, devuévameloy yo busco ot periédicor. Magdalena insis tié en llevar el sobre, para que Mallarino no pareciera necesita- ddo (munca perdia de vista estas estrategias casi militares de la ‘vida en sociedad) y esa misma tarde timbraron, en wn, comien- +20 de coro histérico, Jos dos teléfonos de la casa, Era el editor de Opinidn, un hombre que Mallarino conocta de antes y que nunca le habia gustado: era uno de esos perseguidos de profe- sin que no son capaces de dar una buena notcia sin que eles note el dolor del bien ajeno. Y Mallarino supo que lo llamaba para darke una buena noticia: eso se sentia en la hostiidad de sa. ton, en sus frases de silabas cortadas como con un machetes ‘a Mallarino lo sorprendia que st rencor o su envidia no hicie- ran espumarajos en el auricular “El director le quiere ofrecer un puesto de plantar, di- joel hombrecto “Pero yo no quiero ¢s0», dijo Mallarine. Yo no quie~ 10 estar en la n6mina de nadie» «No sea bobo, Mallarino. Una némina es lo que se suefia todo dibujante. Un sueldo fijo, no sé si me entiende.» ‘Le entiendo», dijo Mallarino. «Pero no quiero, Pi- guenme lo mismo pero sin némina. Yo les prometo que no di- bajo para nadie mas. Ustedes me promeren que me publican 29 Jo que yo mande, aunque sea contra sus amigos. Vaya pregin- tele al director, y me cuenta.» Era una jugada riesgosa, pero surtié efecto: los tres di- bjs aparccieron al dia siguiente a transitoriamente disfa zados de tira cémica, llamando al lector con tanta elocuencia desde el centro de la pagina, dejaron de ser la mera protesta de tun joven artista con infulas y se convirtieron en una elabora- dda narrativa de la traicién medidcica, una condena de la cen- sura y una sonora burla de las vulnerabilidades burguesas, todo hecho por uno de los hijos més autorizados de esa bur- guesia, «Se enloquecié tu marido», le dijo su padrea Magda- Tena, «a ver siya se nos volvié comunistas. Yella le transmitis cl mensaje Mallarino levantando la cejaizquierda y con una leve sonra ladeadl un gesto de evidente satisaccién que all, nla penumbra de su cuarto al final de un dia lleno de tensio- ines y ansiedades, resulté casi erdtico. Mallarino encendié la ra- dio, por si alcanzaba a encontrarse con una emisién repetida de Kalimdn, pero Magdalena, que detestaba oirsea si misma, s¢ tap6 los ofdos con ademanes histriénicos,y él se vio obli- gado a buscar otra cosa. A Magdalena le resultaba imposible reconocerse en la emisin de su programa: aquella wor no eras ‘voz, decia, sino que habia una conspiracién nacional para es- perara que ella saliera del escudio y entonces regrabar, con otra actriz més entrenada, todo lo que ella habia grabado. Malla- rino abrié cl brazo y Magdalena recost6 la cabeza en su pecho, lo abrazé a su ver, y su boca soleé un par de ruiditos de gato que él no llegé a entender. Al cabo de unos segundos de slen- cio, Mallarino now que el cuerpo de Magdalena cambiaba de peso —su anrcbrazo y su codo, su cabeza de olores limpios—, Y supo que se habla quedado dormida. Encontré en la radio tun partido de fiitbol, y antes de dormirse también, artullado por los ronquidos leves de su esposa y la cantinela monétona de los locutores,alcanz6 a oir dos goles de Apolinar Paniagua ya pensar en algo que no tenia relacién ninguna con los goes, sino con el dibujo de Fl Independiente: pensé que no lo podia probar, que no hubiera sabido decir emo ni por qué, pero que su lugar en el mundo acababa de transformarse sin remedio. 30 No se equivocaba. Ese dia fue el primero de la época ‘mis intensa de su vida, una década en que pasé del anonima- to ala reputacidn y huego a la notoriedad, todo a ritmo de una caricatura diaria, Su trabajo era el metrénomo que lo segula- ba: asi como otros viven en mundiales de fitbol o segrin las es- trenos del cine, Mallarino asociarfa cada suceso importante de suvidaa la caricatura que estuviera haciendo en el momento (los pémulos sin ojos del guersillero Tirofij, secuestrador del cénsul holandés, evocarian siempre el primer cincer de su pa- dre; el mentén inexistente y el cuello de ganso del enfermo Francisco Franco, el nacimiento de su hija Beatriz), Su rutina «za invencible, Se levantaba poco antes de las primeras Iuces, entia el susurro de dos periddicos metiéndose a medias por debajo de la puerta, los prudentes pa- y mientras se hacia el café 0s del portero alejindose, la maquinatia del ascensos —su pesarosa queja electednica— volviendo a la vida. Leia la pren- sade pie frente al mesén dela cocina, con las paginas bien ex. tendidas sobre la superficie, para poder seialar los temas inte- resantes con un brusco eirculo de carboncille. Al eerminas, ya con la luz fria de las mafianas andinas lenando timidamente cl salbn se levaba su radio al cuarto de bafo y se dejaba acom- pafar de las noticias mientras su cuerpo se entregaba alos pla- ceres consecutivos de la cagada y a ducha, un ritual que lim- piaba sus intestinos, si, pero sobre todo st cabezat Ia impiaba dela basura acumulada el dia anterior, de todas las erticas que pretendian ser intligentes y slo eran resentidas, todas las opi- niiones que deberian parecerle s6lo imbéciles y en realidad le parecian criminales, codos los enconttonazos con este curioso pais cainita donde se premiaba la mediocridad y se asesinaba Ia excelencia. En la ducha, con el agua caliente resbalindole por la piely fabricando delicados escaloftios de poros que se cerraban y se abrian enseguida, a veces ni siquiera Ilegaba a dlistinguir las palabras dela radio; pero un mecanismo de fan- ‘asia Je permitfa adivinarlas o intuirlas, y al apagar el agua y ‘empujar la puerta corrediza —dos o tres movimientos de ms, pues el filo de aluminio se atascaba invariablemene en el a ‘marco— era como si no se hubiera perdido de nada. Segundos después, al abandonar el mundo de vapor del cuarto de batio, cl dibujo del dia ya habia nacido en su cabeza, y a Mallarino sélo le quedaba dibujarlo, ra, y seguiria siendo durante mucho tiempo, el mo- mento mis feliz de la jornada: media hora, o una, © dos, en que nada existia fucra del amable rectngulo de la cartulina y el mundo que en él iba naciendo, inventado o fundado por las manchas y las lineas, por los ires y venires de la tinta china, Durante esos minutos Mallatino se olvidaba incluso dea in- dignacién o la irritacién o el meto afin contestatatio que ha- ban dado origen al dibujo, y toda su atencién, igual que le oct rrfa en medio del sexo, se volcaba en una forma atractiva —unas ‘orcjas, unos dientes exagerados, un mechén de pelo, un corba- tin deliberadamente ridiculo— fuera de la cual nada existia. Era un abandono tora, silo roto cuando el dibujo resultaba dificil o terco: en esas raras ocasiones Mallarino se encerraba en el bafio de visitantes c tuna Playboy en la mano izquier- da, y una masturbacién répida lo dejaba liso para terminarla bacalla con el dibujo, siempre de manera vicioriosa. Al final se ponfa de pie, daba un paso atrés y miraba el papel como un, general que se asoma a una batalla; luego firmaba, y sélo en- tonces el dibujo comenzaba a formar parte del mundo de las cosas de verdad. Por algiin itil sortilegio, sus caricaturas ca- recian de consecuencias mientras las hacia, como si nadie las fucra a ver nunca, como siexistieran tan sélo para él mismo, y sélo al firmarlas se daba cuenta Mallarino de lo que acababa de hacer o decir. Entonces metia la cartulina en el sobre, sin rirarla fijamente —ucomo Perseo metiendo en la bolsa la ca- beza de la Medusa, le dirfa afios después un periodista— y el sobre en un malerin de cuero desastrado que Magdalena le habla comprado en un mercado de pulgas; se ba en bus a las oficinas del periédico, una suerte de biinker donde los habi- tantes, desde las ascadoras hasta los fordgrafos, parecian tener cl color del hormigén; entregaba el sobre y regresaba a su vida sin saber muy bien en qué ocupar las manos, como desposeido, 32 preguntandose por qué seguia haciendo lo que hacia, qué efee- to real tendia su caticarura en el mundo desenfocado y remoto ‘que comenzaba al borde de su mesa de trabajo, ese precipicio de madera fina, Era desencanto lo que sentia, era mera deso- rientacién, era tedio? :Estaba cayendo en la vieja trampa, es taba teniendo mis bilis que kipiz? El mundo a su alrededor «estaba cambiando: Pedro Leén Valencia habia cedido la diec- cién asu hijo mayor, y Mallarino reconocié que parte del pla- cer de trabajar en EU Independiente era hacerlo con una leyenda, ser el descubrimiento o la invencién de una leyenda. Pasados Jos afios dela novedad, perdido cl envién egocéntrico de abrir el periddico todas las mafianas y ver su nombre en negro sobre blanco, Mallatino empezaba a preguntarse si habia valido la pena abandonar sus lienz0s y sus éleos por esto: poresta adre~ naling que ya no senta, por estas reacciones imaginarias de ima- ginarios lectores que nunca habia Ilegado a conocer, por esta ‘aga y acaso falsasensacién de importancia que sélo le causa- ba disgustos intimos: familiares que lo saludaban con menos catifio, amigos que ya no lo invitaban a comer con sus esposas. Para que? Fuc entonces cuando recibié, en una misma jornada prodigiosa, la respuesta a todas sus preguntas. Se habia acos- ‘tumbrado a pasar ls tarde caminando por el centro, compran- do para su hija las minas absurdas de un élbum absurdo que ‘Magdalena se empefiaba en completar, o embolindose los zapatos y hablando de politica con os emboladores, 0 simple- ‘mente mirando la vida con una especie de hambre que le pe dia quedarse en la calle en lugar de volver a su encierro de las mafianas, y en la calle quitarse la chaqueta y sentir en los bra- os el roce con otros brazos y en la natiz el olor de los cuerpos vivos, la comida que comen y la orina que derraman en los rin- cones. Esa tarde, ademds, era martes, el dia de la semana que Mallatino dedicabaa legar hasta el edificio de Avianca, reco get el correo en su apartado postal (lacajilla metilica y gris ¥ profuanda que le producia flicidades sin cuento, como a un nfo el sombrero ce un mago) y sentarse luego en un café 33 ‘cualquiera de la zona para leer las reviseas, para contestar las cartas. Llegaba ala carrera Séptimaa la aleura de la Biblioteca Nacional y desde alli, siempre por la acera oriental, empezaba 2 caminar hacia el sur, a veces fiéndose en la ciudad ruidosa y desordenada y acosadora, a veces tan distraido que el edifi- sc le aparecia antes de tiempo, sus largas lineas rectas pe- netrando el cielo y golpeadas, cuando la tarde era de sol, por tuna luz densa que no parecla de este mundo. Al entrar, ya su ‘mano habia palpado el lavero en el bolsilo separado al tac- tolallave dela cajlla, para no tener que encontratla y escoger- la frente al muro de cementerio de los apartados. Y asf ocurrié esa vez: Mallarino se abrié paso por los corredores (por su hu blanquecina que dibyjaba ojeras en los ojos de la gente) y se di- rigié a la cajilla gris; alargé el brazo y su mano precisa, esa ma- :no que dibujaba dngulos de noventa grados justos sin necesi- dad de instrumentos, puso la punta dela lave en la cerradura ‘como un caballero medieval hubiera puesto la punta de su lan- zaen el pecho del contrincante, Pero lallave no ente6, Pensé primero que se habia equivocado de cajilla. Se acereé alla portenuelay el stimero lo mits desde la etiqueta me- cilica con todas sus cftas, las de siempre, las que Mallarino co- nocia de memoria, No se habia equivocado, La revelacién le ileg6 tarde, como un invitado negligence: fue una sombra 0 ‘una textura lo que le hizo acercarse a la superficie metilica, y sélo cuando estuvo a tres dedos de la cerradura se dio cuenta de que la habfan bloqueado con chicle, Era una pasta endure- cidda (debfa de llevar allf unos cuantas das) que copaba la ranu- rade manera meticulosa y sin salrse de los bordes: un trabae jo hecho a conciencia. Mallarino acercé la punta de la llave a la pasta, empujé tanteando, rasgé un poco, intenté un movie :miento de tallador con la muicca, pero nada logré: la pasta de chiele seco se mantuvo inamovible. «Uy, lo que le hicieron», dijo alguien, y Mallarino giré la cabeza para encontrarse con ‘un diente de ore que chispeaba cn medio de una cara mal afei- tada. «Eso s{no tiene arreglo, es que la gente ya no respera.» Y al rato Mallarino estaba subiendo por unas escalerasjaspeads, ‘caminando hasta llegar a do c6mo una mujercita evisaba libros y abria cajones y volvia a cerrarlos y sacaba de algin lugar impreciso una forocopia de formulatio y preguntaba si Mallarino le pagarfa en efecti- ‘v0.0 con cheque y se volvia sorda cuando Mallarino protesta- bay decia que él no habia perdido la lave, que alguien le ha- boa puesto un chicle en la cerradura, y la mujer le decfa que era Jo mismo y que cémo le pagaba: zen efectivo o en cheque? Litego hubo sellos de tinta morada, papel carbén y recibos, de colores pastel, tiempo perdido en una silla de phistico du- rayhostl yal final, un grto resonando en las paredes de ce- in mesén, dando su cédula y vien mento: «;Mallarine? Javier Mallarino?» Un cerrajero flaco y afligido —-su overol conservaba dolor de la ropa que se ha secado mal—lo acompatié frente ala cajilla rebelde, sacé una serie de herramientas sin nombre de un cinturdn de cuero y los metales soltaron destellos bajo las luces de neén, y lo siguiente fue la violacién dela cerradu- 1a, 0 lo que Mallarino percibié como tuna violacién, una pene- tracién violenta y traicionera a su vida {ntinza, por mas que él mismo hubiera dado la aurorizacién y el consentimiento, pot sms que en todo momento hubiera estado presente. Le dolieron cl salto dela cerradura, la cachetada de la portezuela al abrirse, la vulnerabilidad de su coleccién de revistas mirindolo supli- cante desde el fondo penumbrose: tima New Yorker, un Canard enchainé que le habia manda- do un colega parisino y que le legaba con retraso. Quisoirse: cencontrarse ya en su casa, en su refugio, acompafiado de sit lectura y una cervera y sintiendo o intuyendo la presencia tranquilizadora de su mujer y de su hija. Pero todavia tavo que presenciar la instalacién de la cerradura nueva y recibir las ‘nuevas llaves y firmar otros papeles y poner propinas en ma- nos sin rostro antes de salir de nuevo a la Séptima con el male- ‘fn de cuero terciado sobre el pecho, la nuca sucorosay los ojos cansados de tanta oscuridad. Luego pensarfa que habia sido ‘ese cansancio, 0 la desorientacién que siempre lo embargaba después de lidiar con la buroctacia sin sentido de este pais, 0 ‘iktima Alternatina, la il 35 simplemente el color blanco del sobre, ese blanco inmacula- do, sin sefias ni escrituras de ningiin tipo, sin estampillas, sin aaqucla estria roja y azul que delataba las carcas que venian del extranjero, Habia empezado a sacar las revistas del maletin (la impaciencia de comenzar a hojearlas) y tenfa la mano me- tida dentro, los dedos movigndose como en un fichero y a ca- beza mirando hacia abajo para ver las portadas, cuando not la punta que se asomaba en medio de las piginas. Se detuvo en pleno parque, miré el sobre por ambos lados, lo abrié, «Ja- vier Mallarino», deca el texto de la carta, escrito a méquina sin lugar ni fecha. «Con sus deformaciones de la verdad usted hha atacado y desprestigiado alas Puerzas Armadas de nuestra Repablica, haciéndole el juego al enemigo, es un MENTIROSO yun aréreipa y le notificamos que se esti agorando ln pacien- ‘cia de quienes somos LEALES a nuestro querido pais, sabemos donde vive y donde estudia su hija, no vacilaremos en castigar con Ja mayor dureza si vuelve a vulnerar Ja honra En la l- tima linea, escorada a la derecha sin un Atentamente, sin un De usted, sin un Saludos cordiales, una sola palabra que pare- cla gritar desde la pagina: «PATRIOTAS». Lo primero que hizo al legar a casa fue ensefiarle el andnimo a Magdalena, y supo que ella estaba genuinamente preocupada cuando la oy6 burlarse dela redaccidn y de la gra- sética. Entre los dos se pusieron a recordar cual habfa sido la ‘altima caricatura con un militar como protagonista; tuvieron aque retroceder seis semanas para encontrar una serie de tres dibujos en que urvcaballo con cara desconsolada hablaba con tuna mujer que manipulaba unas estructuras de hierro. Ma llarino habia dibujado aquellas escenas después de que Fel za Bursztyn, una escultora bogotana famosa por trabajar con. chatarra, hubiera sido acusada de actividades subversiva, re- cluida en las caballerizas del Ejército, manoseada y humillada y forzada ms tarde a marcharse al exilio. Magdalena y Ma- ilarino pasicron los originales sobre el soft largo de la sala y durante un buen rato estuvieron mirindolos, como deseando su desaparicién del pasado reciente. Tuvieron tanto miedo esa 36 noche que pusieron un coleh6n en el suelo desu cuarto para que alli se acostara la pequctia Beatriz, que por entonces tenia seis, aiios recién cumplides,y la familia durmié asi, amontonada en el mismo espacio insuficiene, respirando un are gastado du- rante toda la noche y con el seguro bien puesto en la puerta de aglomerado, Luego vendrian dias de paranoia, de mirar hacia ats en las calles del centro, de volver a casa antes de que se h- ciera de noche, pero mds tarde, cuando la amenaza fue cayen- do en el alvido, lo que recordarian seria la reaccién de Rodti- go Valencia, que solté una carcajada desde l otro lado de la Tinea cuando Maggalena lo llamé a la edaccién del peri 0, el dia después de recibida la nota, para contarle lo sucedi- 0, Mallatino vio a Magdalena fruncir el cei con el teléfono pegado a la oreja, y luego la oy6 transmitir fielmente el men- saje: «Dice Rodrigo que felictaciones, que yaestés donde tenias que estar. Que en este pais uno sélo es alguien cuando alguien més quiere hacerle dafio.» En el hombro izquierdo del escenario, oculto entre bam- balinas, Mallarino esperaba. Los organizadores del homenaje Je habian pedido que no sc moviera de all hasta ser anunciado, 17, obedient se entretuve mirando el terciopelo de las corti tnasylas vetas de la maderaen el entablado, pero también el aje- treo de la gente que caminaba sin tropezarse con las viga, los cables de usos ignotos, los atrezos abandonados como restos de viejas batallas. El Teatro Colén estaba sumido en una me~ dia penumbra, El pablico, aquel pablico que habia venido a vero a dl, tenia Ia mirada fijaen el fondo del escenario, en las imagenes suekas que se proyectaban sobre una pantalla blanca ‘mientras tina vor de locutor profesional contaba su biografia com un fondo de maisica ms bien curs. Mallarino traté de 250- ‘masse sin ser visto, El éngulo imposible no le impidié recono- ccerse a sf mismo pintando cn el patio de sus padres, © hablando ‘con el presidente Berancur, o recibiendo a unos eamarégrafos 37 para que le hicieran un documental en su casa de la montafia, © posando junto a un viejo dibujo e dia de su primera exposi- cién reteospectiva, 2 comienzos de los afios noventa. Era una caricatura de Gorbachey; Mallarino la recordaba como sila hhubiera dibujado ayer: a cabeza calva del modclo, yen ella, en lugar dela mancha de nacimiento que ya era célebre fos mapas de Nicaragua y de Irin, Detrds de Gorbachey, como vigilindo- lo, sealcanzaba a vera un Ronald Reagan preocupado y mc- ditabundo. En el vexto se lia: ¥ ests sos, ze Tnn-Comtra noio- ‘70e?E dibujo entero le habia omado poco més de una hora, pero el chiste Ficil del rexto lo habla dejado siempre insatise- cho, y ahora Mallarino revivia esa insaisfaccin y redactaba ‘en su cabeza nuevos borradores, distintas combinaciones de las -mismas palabras, retuécanos menos evidentes. En esas estaba cuando oy6 el anuncio, ylo siguiente fue salir a escena, sulir clasalto de las hces, sentir estallida de los aplausos como wn sgolpe de viento y escuchar su estruendo como un aguaccro. ‘Mallarino levanté una mano en son de saludos su bo- «a se movié imperceptiblemente. Vio su sila vacia como cntte nieblas; vio caras que lo saludaban, manos que se alargaban solicit para aprecar la suya yhuego regres al aplauso, ripi- das como las de un embolador c« tumbre —pero de dénde le vendrfa, cudndo habria nacido— se sacé del bolsllo del pecho dos plumillas y su lapicero de hacer apuntes y los colocé sobre la mesa, tres lineas perfecta- ‘mente paralelas La sala estaba llena: en un fogonazo record sus visitas anteriores, y en su cabeza se mezclaron un concier- to de Les Luthiersy una zarzuela que le habia gustado mucho 4 pesar de que Luisa Fernanda, nada menos, habia soltado un gallo en a primera cancién. Buscé el paleo que habia ocupa- do entonces, cuatro ala derecha del Presidencial, y lo encon- «16 ocupado por una banda de scis jévenes que lo aplaudian de pie, Sélo cuando el resto del paiblico se fue sentando poco a poco, dibujando olas delicadas sobre el mar de la plata, se dio cuenta de que todos os asistentes habian estado de pie un 38 ‘momento antes: se habian puesto de pie para recibirlo, Ea la primera fila estaba Rodrigo Valencia, las manos juntas sobre el vientre, los codos invadiendo las sillas vecinas: Valencia siempre daba la impresi6n de que lassillas le quedaban peque~ fias. Una vor soné a través de os altoparlantes, Mallarino tx- ‘vo que buscar su fuente, primero en la mesa, luego en el aril cde madera barata que ostentabsa un escudo de Colombia. Tras cl atri, la ministra —Mallarino la habia visto en los noticieros yy habia lefdo sus declaraciones: sus intenciones eran tan lauda- comenzaba a hablar. bles como grande era su ignorancia— «Si a mi me preguntan cémo es el expresidente Pas- trana», decfa, sigual que si me preguntan cémo cran Franco 0 ‘Arafat, la imagen que se forma en mi cabeza no es una foto, sino un dibujo del maestro Mallarino, Mi idea de muchas per- sonas es lo que él ha dibujado, no lo que yo he visto. Es posi- ble, no, es seguro que lo mismo les pasa a muchos de los pre- sentes, Mallarino la escuchaba con la mirada fija en la mesa, percibiendo como una mano la mirada de los otros sobre él, jugueteando con un anillo inexistente: el anillo que una vez estuvo en su anular izquierdo y cuya presencia Mallazino se- guia sintiendo, tal como sienten los amputados el miembro que les falta, «De alguna manera», seguia la ministra, «ser carica- turizado pot Javier Mallafino es tencr vida politica. El politi co que desaparece de sus dibujos deja de existir. Pasa a mejor vvida. Yo he conocido a muchos que ademés me lo han dicho: la vida después de Mallarino es mucho mejor», Una breve ri- sa premié la ocurtencia, De modo que la mujercita tenia sen- tido del humor, pensé Mall 10, ¥ levanté la caras y en ese instante, ral como nos lama la atencién nuestro nombre perdi- do en medio de una pagina cualquiera, Mallarino enconteé la cara luminosa de Magdalena en medio de la multitud sonrien- ‘te. También ella sonrefa, pero a suya era una sontisa melancd- lica, la sonia de las cosas perdidas. Qué estaria pasando en su vida? Llevaban muchos afos in hablar en sero: habian con venido, con las solemnidades de un tratado internacional, que revelarse mutuamente sus vidas privadas slo iba a servitles 39 para complicazlo todo: para acelerar, como cualquier bacteria, Ja descomposicién de sus buenos recuerdos, y para amargar- lela vida a Beatriz, cuya adolescencia habia sido un meticu- Joso martirioen el cual ella era la culpable de cada una de las desgracias familiares, y el resto de su vida habia sido siempre una terca y veloz huida hacia adelante. Para Mallarino, las ‘opciones vitales de su hija—su marido de familia provinciana yy catlica, su carrera como médico sin Fromteras— no eran mis ‘que una sofisticada manera de escapar de la familia, de ese apellido que despertaba siempre reacciones embarazosas, pero también de la dolorosa experiencia de erecer como hija de una pareja rota ofracasada. El nico lunar de esta noche era la ae sencia de Beatriz, que justo esta semana habia debido hacer un viaje imprevisto a La Paz, y en unos dias harfa otto, mds lar- goy meditado, a un pueblo impronunciable de Afganistén, y entre los dos pasariaaverlo o lo Hamarfa para que almorzaran juntos, y Mallarino sabra, ras esa vsia o ese almuerzo, que frente él se abria un desierto de meses y meses sin volver aver- 1a, La ministra estaba de repence hablando de vasos griegos y dle trazos esenciales, pronunciando palabras como simbolo, co- smo alegoria y atributo, y Mallarino recordaba mientras tanto Lun seminario sobre petiodismo de opinin —un titulo pom- ‘oso unos invtados grandilocuertes— donde le preguntazon ‘qué cambiaria desu viday él sélo acerté a pensar en st relacidn con Beatriz. «Con el paso del tiempo, de estos cuarenta afios que hoy son motivo de celebraciéno, decta mientras tanto la minis- tra, dos dibujos del maestro Mallarino se han ido entrstecien- do, Sus personajes se han endurecido. Su mirada se ha vueleo més intransigente, més critica. Y sus caricaturas, en general, se than vuelto imprescindibles. Yo no imagino una vida sin la ca- ricatura diaria de Javier Mallarino, pero tampoco me imagi- ‘no un pais que pueda dasse el lujo de no tenerlo». Eto, admi- ti6 Mallasino, le haba salido bonito: zquién le eseribirfa los iscursos? ees por eso que hoy le hacemos este homenaje, un reconocimiento minimo a un artista que se ha convertido en 0 Ja conciencia critica del pais. Hoy le entregamos esta condeco- racién, la mds alta que entrega nuestra patria, pero también le centregamos otra cosa, maestro: una pequefia sorpresa que te- rnemos para usted.» Detris dela mesa, en el fondo del escenae rio, aparecié ce nuevo la pantalla blanca del principio, y sobre cllase iluminé una imagen: era la earicatura que Mallarino habia hecho de si mismo cuarenta afios atris, ese irénico au- torretrato que le habia servido para defenderse de una censura y pata empezar su caztera en El Independiente. Pero all, s0- brela pantalla, a imagen llevaba un marco dentado, y sobre lacara barbada de Mallarino, a la altura de sus gafis, se lefa un precio, Era una estampilla, «Maestro Mallarino», dijo la minis- tua: eacepte, por favo, el primer ejemplar de la nueva estampi- lia del corrco nacional, para que de ahora en adelante as cartas {que se franqueen en nuestras ciudades sean también un ho- menaje a su vida ya su obras, Y se aparté del microfono y del ately legé hasta donde él estaba. Mallarino vio el pelo largo ‘que febotaba sobre los hombros el pecho que se evantaba con 1a respinacién nerviosa, la mano que soltaba un sintineo de pal- seras delicadas al extenderle un marco negro. Por una vieja de- formacién, Mallarino identificé la moldura de madera, el vi- dio matey l cartén pluma. En el centro de un enorme espacio negro, profundo como el cielo noctutno, estaba la estampilla, ‘Cambié de manos ef marco y el aguaceto de aplausos estallé por segunda vez. Mallarino registr6 un leve cosquilleo en la nuca y un movimiento en la boca del estémago. Al accrearse al atril con el escudo de Colombia, cuyos flancos sobresalien- tes se veian desde atrds como las orejas de un murciélago, se dio cuenta de que estaba emocionado. «Cuarenta aio», ij, inelinando el cuerpo hacia el mi- ‘eréfono que lo miraba como el ajo de una mosca. «Cuarenta aos y mis de diez mil caricaturas. Y déjenme que les confiese ‘una cosa: todavia no entiendo nada. O quizis es que las cosas © no han cambiado tanto. En estos cuarenta aftos, se me ocurre ahora, hay por lo menos das casas que no han cambiado: pri- mero, lo que nos preocupa; segundo, lo que nos hace reir. Eso a sigue igual, sigue igual que hace cuarenta afios, y mucho me temo que seguir’ igual dentro de cuarenta afios més. Las bue- nas caticaturas tienen una relacién especial con el tiempo, con nuestro tiempo, Las buenas caricaturas buscan y encuentran Ja constante de una persona: aquello que nunca éambia, aque- Uo que permanece y nos permite reconocera quien no hemos | visto en mil aftos. Aunque pasaran mil aftos, Tony Blair segui- | tfa teniendo orejas grandes y Turbay un corbatin. Son rasgos que uno agradece. Cuando un politico nuevo tiene uno de esos rasgos, uno inmediatamente piensa: que haga algo, por fa- ‘vor, que haga algo para que pueda usarlo, que no se pierda ese rasgo en I2 memoria del mundo, Uno piensa: por favor, que no sea honesto, que no sea prudente, que no sea buen politica, porque entonces no lo podeia utilizar con tanta frecuencia.» Se oyé tn susutro de risas, delgado como el rumor previo al escindalo. «Claro, hay politicos que no tienen rasgos: son ca- ras ausentes, Ellos son los més dificiles, porque hay que inven- tarlos,y entonces uno les hace un favor: no tienen personali- dad, y yo les doy una. Deberian estarme agradecidos. No sé por qué, pero casi nunca lo estén.» Una brusca carcajada bue- bujed en el teatro, Mallarino esperd a que la sala regresara de nuevo al silencio respecuoso, «Casi nunea lo estén, no. Pero uno se tiene que quitar de la catyeza la idea de que eso impor- ta, Los grandes caricaturistas no esperan el aplauso de nadie, ni dibujan para conseguirlo: dibujan para molestar, para in- ‘comodar, para que los insulten. A mi me han insultado, me han amenazado, me han declatado personat non grata, me han prohibido la entrada a restaurantes, me han excomulgado. Y lo nico que he dicho siempre, mi tinica respuesta las quejas ya las agresiones, es asi las caricaturas pueden exagerar la rea lidad, pero no inventarla. Pueden distorsionar, pero nunca! ‘mentir» Mallarino hizo una pausateatral,esperd el aplauso y' el aplauso Hlegé. Levaneé entonces la cara, miré al gallinero y recordé haberlo ocupado antes, con dieciocho afos, la pri- ‘mera ver que érajo a una novia al Colin (Un ballo in muasche- ra, eta la funciGn que presentaban entonces), y huego bajé la 2 ‘mirada a la placea, buscando a Magdalena, queriendo ver en su cara la admiracién que habia visto alguna vee, esa admira- én irrestricta que en otros tiempos fue su alimento y su obje- tivo, pero su mirada se quedé dando yueltas en el vacfo como tuna polila «(No se muera nunca, Mallarino!s, grit una voz de mujer desde algiin lugar de las primeras filas, quiz a su iz- quierda, y Mallarino salié de la ensofiacién. La vor del grito cer una vor madura, gastada por el cigartllo acaso, acaso por toda una vida de grtar en teatro, y su rono perentorio fue re- cibido a carcajadas por el piblico. ¢Nuncaly, grité alguien des- de atrés. Mallarino temié por un instante que e] homenaje entero se convirtiera en un mitin politico. «Ricardo Rendén, se apresuré a deci, «comparé una vez la acon un aguijén, pero forrado de miel. Yo tengo esta frase en mi lugar de trabajo, mas 0 menos como un marinero tiene una brdjula. Un aguijén forrado de miel. La identidad del carica- turista depende de las medidas con que mezcle los dos ingze= dientes, pero los dos ingredientes siempre deben estar aht..No bay caricavura sin aguijén, y no la hay sin miel. No hay cari- catura sino hay subversién, porque toda imagen memorable de un politico es por naturaleza subversiva: le quita su equili- brio al solemne y delata al impostor. Pero tampoco hay cati- catura si no hay una sonrisa, aunque sea una sontisa amarga, en la cara del lector...» Esto estaba diciendo Mallarino cuan- do su mirada néufraga se encontté con los ojos de Magdale~ nna, con aquellas cejas delgadas que sélo se arqueaban ast, ast ‘como ahora se arqueaban, cuando Magdalena estaba de ver- dad atenta: era una de esis mujeres que no pueden fingir inte- 1és, ni siquiera por coqueterfa. Una urgencia sibita lo invadi, tun desco brutal de bajar y estar con ella, oft la vor que no era de este mundo, hablar en susurros con el pasado, Mallatino francié el cefo (otra vex el histrién, pensé, otta ver la repre~ sentacién de un papel) y aceres la boca al ojo de mosca del mi- créfono, «Quiero despedirme», dijo, eecordando tna certeza quea menudo olvidamos: que a vida es el mejor caricaturista mi maestro», os B La vida nos labra nuestra propia caricatura. Tienen ustedes, | tenemos todos, la obligacién de hacernos la mejor caricatura posible, de camuflar lo que no nos guste y exaltarlo que nos | guste ms, El buen entendedor sabr& que no hablo solamen- | te de rasgosfisicos, sino del misterioso rastro que deja la vida en nuestras facciones, ese paisaje moral, sf, no hay otra mane- rade llamarlo ese paisaje moral que se va dibujando en nues- tro rostroa medida que la vida pasa y nos vamos equivocando o teniendo aciertos, a medida que herimos a los dems 0 nos esforzamos por no hacerlo, a medida que mentimas y engafia- ‘mos o persistimas, a veces & costa de grandes sacrificios, en la siempre dificil carea de decir la verdad. Muchas gracias Los periddicos del dia siguiente de elogios trillados. Aporzosts nv EL C poensu seccién cultural, y El Eipecta asunto ala primera pagina: [avin Ma rustorta, s lfa all, las palabras flotz blanco y negro, de grano grueso y de ec dda en contrapicado por un buen estudiaiss we Vases Esto fe lo que dijo Mallarino: «Un buen estudiante de Orson Welles». Magdalena, cuyo rostro emergia sin prisas del suefio, Jos delicados mésculos moviéndase y acomodéndose en la fremte yen los pémulos yen el rictus dela boca, lenindose de expresién como se lena de forma al secarse una mascara de ye- so, miré la imagen de Mallarino hablando deers del ail y abriendo los brazos como para abrazar al teatro entero, y opi- 1né que sel fordgeafo estaba pensanda en Citizen Kane, l mo- delo estaba pensando en Titanic: Recostado en un desorden de almohadas, Mallarino s6lo podia preguntarse qué habia pa- sado para que acabaran aqui, en su casa de la montafia, amane- ciendo juntos y desnudos en la misma cama como no lo hacfan, desde otras vidas, y guardando los das un silencio cuidadoso: no el dela costumbre y la cotidianidad, sino al silencio apren- sivo que se guarda para no romper —con una torpeza, con 44 tuna pregunta inoportuna, con un sarcasmo— el frégil equi- librio de los reencuentros. 2Era esto un reencuentso? La pa- Iabra le pesaba en la lengua, como un sabor atascado desde la tilkima comida: no, no habfa que hablar de lo ocurtido, come- terese error de principiantes, Flablaban de otras cosas: del tra- bajo de ella en la emisora universitaria, del programa musical «que dirigia y presentaba desde hacia varios afios, tan agradable porque no le tocaba nunca lidiar con los vives, con sus vanti- dades y sus prevensiones. Magdalena grababa su programa en tun estudio pequefio de paredes ocre, y en aquella soledad fic- ticia (porque del otro lado del cristal estaba el técnico, y detris del téenico, el ruido del mundo) lea el rexto que ella misma, ‘muchas veces con ayuda de quienes sabjan més, habia redac- tado. Las historias de las canciones, de eso se trataba el progra- ma de Magdalena: de contarle a la gente quiénes eran Jude 0 Michelle, qué desgracias habia decris de Laigle noir, a.qué fra- ‘caso matrimonial se referfa Graceland. Todo esto lo contaba ahora con Ia boca escondida bajo la cobija blanca, protegién- close del frio mavutino, Era fea, la casa de la montasia: hubie- +a sido una inexactivud cientifica decir que estaban en el pra- ‘mo, pero estaban cerca; si uno salfa a caminar, los érboles altos iban desapareciendo y no era imposible toparse con algunos frailejoncs. A Mallarino, ademas, le gustaba la idea de vivir en esas alturas, yla usaba con frecuencia para impresionar alos incautos, aunque fuera exagerada: mi casa del paramo, Levan- té la cobija para espiar el cuerpo de Magdalena, y ella dio una palmada que hizo volar una pluma diminuta pot los aires. «No me jodas, dijo, «que me tengo que ir» ‘Todo eta extrafio: era extrafio, como primera medida, «ue Magdalena reconociera lo extrafio que era todo, que lo en- tendiera de la misma forma o pareciera entenderlo, y era extra- fio también el peso de su cuerpo sobre esta cama, distinto al de otros cuerpos y curiosamente suyo, y era extrafia la familia- ridad, la insolente familiaridad que sentfan a pesar de tantos afios de no estar juntos, y era extrafa, en particular a capaci- ‘dad que tenia Mallarino de anticiparse a los movimientos de oy Magdalena. «Hoy cengo un dia terrible, dijo ella, epero vei ‘monos mafiana, cquieres? Te invito a almorzar en el centro, para que no pierdas la costumbres. «Al centro no», dijo Mae Iarino. «A los de la montafta nos Horan los ojos.» «Qué flo- jo», dijo Magdalena. «Un poquito de contaminacién, eso no Te hace mal a nadie» Y luego: «:Me recoges en la emisora» Y luego: eDigamos 2 la unas. Mallarino dio que estaba bien, que almorzarian mafiana en el centro, que la recogeria ala una en Ia emisora, que un poco de contaminacién no le hace dao a nadie, yal mismo tiempo estabs lanzando predieciones priva- das: ahora se acostaré de lado, dndole la espalda, mirando a ninguna parte, y ahora salded de la cama en un solo movimien- co diesto, un deslizarse hacia fuera que ni siquera pasa por sen tarse en el borde y desperezarse, y ahora caminars hasta el ba- fio sin mirar atrds, 0 mas bien dejéndose mirar, segura de que Mallarino la mirarfa como la miraba ahora, comparando su ‘cuerpo con el que habla conocido aos ats y viendo las estsias de las caderas y las sombras de las nalgas y tenigndoles celos, porque las sombrasy las estrias no eran sombras y estrias, sino ‘mensajeros de todo lo que habia sucedido en su ausenicia: to- do lo que Mallarino se habia perdido. La noche anterior habia sido como hacer cl amor con una memoria, con la memoria de tuna mujer, y no con la mujer presente, igual que seguimos sin- tendo, después de pisar una piedra con el pie desnudo, la for- sma de la piedra en cl arco del pic. Eso cra Magdalena: una pic- ddraen su pie desnudo. La vio encerrarse en el bafioy supo {un saber incémodo y a la vez tan satisfactorio) que no volveria a saliren un buen cuarto de hora. ¥ enconerindose alli, ferte a un ventanal por donde ya entraban los bosques hiimedos, ro- dado de los periddieos que daban la noticia de su triunfo y es- perando a que su mujer recuperada volviera junto a él, Malla- rino sintié un raro sosiego. Se pregunts si cra cso le que sentia la gente fli, y estuvo seguro de que as era unas horas mis tar- dd, después de que Magdalena se hubiera despedido con un be- s0.en la boca y él se hubiera quedado trabajando en la carica- ‘ura siguiente, cuando ladraron los perros y zumbé el timbre 46 dela enttada y Mallarino se encontré con la periodista joven de lianoche anterior, la que le habia pedido ana enerevista para un blog de nombre desconocido, yal hacerla seguir a la sala.y offe- cerle una bebida se dio cuenta, no sin sorpresa, de que no tent lamas mfnima intencidn de seducirla Se llamaba Samanta Leal. La noche anterior, durante el.coctel que se habia oftecido en el bar del Teatro Colén para brindar por Mallarino y su condecoracién, se le habia aercado, tuna entre decenas, para pedirle que le autografiara el ileimo desus libros. Lo trafa todavia cubierto por ese plstico antipé- tico que tienen los libros en Colombia y que parece disefiado sélo para desanimar al lector y humillar al autor que, como Ma- Ilarino, in ente abrislo para escribir una dedicatoria. Mallari- tno, sus dedos hnimedos por l rocio del vaso de whishy, fraca- «6 estrepitosamente en Ia rarea; cuando la interesada le quit6 cllibro con ambas manos y se lo lev’ a la boca y mordid una esquina del pléstico, Mallarino se fj6 en los largos dedos sin anillos y luego en los labios encresbiertos y luego en los dien- tes que mordfan y luego en la boca entera, que se hacfa un Ifo ‘con el txoz0 desptendido y trataba de escupirlo educadamen- tecon movimientos cémicos de una lengua muy rosada (Ma- llarino pensé: una lengua de nitia). Debia de ser la emocién del momento, pero todo le parecié tan sensual, ran concret, {que se fijé especialmente en el nombre de la joven al eseribir. «Para Samanta Leal», dijo, pronunciando las eles con cuidado, como para retenerlas, como si fueran a escaparse. »gQueé quic- re que le ponga? «No s6, dij ella, «ponga lo que quieras. Y A escribié: Para Samanta Leal: lo que quiera. Nada de-lo que ‘ocuttiria con Magdalena habfa comenzado todavia —ella lo habia felictado carifiosamente, pero huego se habia sentado en tuna silla de terciopelo rojo yse rela a carcajadas con un escri- tor costefio—, y Mallarino se senta libre de fantasear con tnt treintasicra arractiva y de actuar sobre esas fancasas, Ella ey6 la dedicatoria; en lugar de dar las pracis y despedtirse, fruncio Jos labios de una forma gue @ Mallarino le hizo pensar en una fsa recién lavada, «Pucs lo que quiero», Jo sorprendié Saman- a ta Leal, ees una entrevistar. Balbuceé cl nombre del medio, tana palabra inglesa, fea y lena de consonantes; l dijo que no sabia nada de blogs, que no le gustaban y no los lea, y que mas bien e generaban desconfianza. Sia pesar de todo eso ela seguia interesada, a esperaba en su casa mafiana, alas tres en punto de la tarde, para que hiciera lo que pudiera hacer en cua- fenta y cinco minutos y luego lo dejara libre de volver al ea- bajo ‘Y ahora estaba aqui la tal Samanta Leal. Llevaba unas medias de lana verde, una falda gris que no le Hlegaba alas r0- dillas y una blusa blanca, lisa como un lienzo de Malevich, ccuyo iinico adorno era el cambio de relieve del lugar donde comenzaba el brasier. Los ojos que habian sido oscuros la.n0- che anterios, bajo las tenues Limparas del bar, eran ahora ver- des, y se abrian generosamente para escrutar las paredes con esa mezcla de embeleso y decepcién con que se observan los lugares de quienes admiramos. Habja algo impaciente en su ‘manera de sentarse y cruzar la pierna, una cierta intranquili- dad, una clectricidad incémoda; y cuando empezé a hacer pre- sguntas sucltas (;desde eudndo vivia en esta casa’, gpor qué ha- ba decidido irse de Bogot.2), Mallarino pensé lo mismo que habia pensado antes: que la entrevista era un pretexto, Con el tiempo habia aprendido a reconocer las dobles intenciones de uiienes se le acercaban: la entrevista, la dedicatoria, la breve conversacién, s6lo eran una estrategia idénea para fines muy distintos: una recomendacién para Conseguir trabajo, el favor de que dejara en paz a algtin politico, el sexo. Se divitis (pe- ro cra una diversién consternada) haciendo apuestas consigo mismo sobre Samanta Leal y el desenlace de esta visita, sus di- versos grados de desmucdez 0 vergiienza. La joven hacfa pregun- 1a, y el desorden, la ausencia de método, no era el nico de sus zasgos que parecfa un doblez: en la calma de su casa dele mon tafa, el acento de Samanta Leal le revelaba a Mallarino misi- cas nsdlitas que la nocke anterior no le habfa sido posible notar. Ella miraba las paredes y la miraba mirar, viendo su propia casa a través de aquellos ojos extrafiados, descubriendo, al tiem- 48 ‘po que los descubria ella, los sapos vestidos ce Débora Aran: {g0, el cuadro rojo de Santiago Cardenas 0 un paisaje de Ariza, entre boyacense y japonés. La miraba y buscaba en st rosteo emocidn o sorpresa, pero nada de eso enconttaba: Samanta Leal recorria los cuadros como viendo una ausencia, como si ‘entre ellos faltara el que leinteresaba realmente, «Fue en 1982», dijo Mallarino. «Me cansé de Bogoté, simplemente, me cansé cde muchas cosas. Compré esta casa y dos perros, los pastores alemanes, un macho y una hembra, que luego tuvieron a los {que hay ahora, Los del lucero en la frente, todos igualitos. Cla- ro que no estén todos: me quedé con dos y a los demés los ven- di, comen por veintey fos mios son como caballos de grandes, no sé silos haya visto.» Samanta Leal dijo que si, que los ha- ba visto y es habfa renido un poco de miedo, la verdad. «No, riedo no», dijo Mallarino. «No escriba esto en su entrevista, pero mis perros son de lo mas cobarde que existe: no sirven pa ra cuidar nada» Y Samanta: «No lo esctibo. Prometido. ;1982, ‘me dice?» Y Mallarino: «Si, eso. 1982, como a mediados. Ha- ce fifo, pero es que a mi me gusta el frio. El péramo comien- ‘za aqui cerca, ;sabe? Uno sube un poco por la montafia y abhi comienza>, Samanta habia sacado tres cosas de su cartera aguaama- tina: un encendedor de aluminio opaco, una libreta de bol- sillo y una pluma del mismo color que la cartera. Puso el en- cendedor sobre la mesa, y Mallarino comprendié que no era tun encendedor, sino una diminuta grabadora digital. Hizo al- gin comentario al respecto —aen mi época sélo se tomaban horas, uizds, 0 quizés «ya los periodistas no confian en sume moriar—, y Samanta le pregunté cémo se llevaba con la tec- nologia, si acostumbraba usar ayudas digitale. «Nunca», jo Mallarino. «No me gustan. Ni siquiera corrijo digitalmente, «que es algo que hacen muchos. Yo no. Yo dibujo a mano, y Io que sale, sale. Las ayudas digitales hacen que todo se vuelva aburrido, predecible, monétono. Uno puede aburritse en este oficio sefiorica, y tiene que inventarse trucos para que es0 no pase. Por ejemplo, yo a veces me pongo teros: hacer toda una 49 caricatura sin evantar la mano del papel, o dibujar al fondo, decrds de la escena principal, una reproduecién en miniacu- rade una obra maestra. La gente no se pregunta por qué de- tris de Chavez esté un Rembrandt o un Rafe... Asf que no, no me venga con tecnologias. Eso no es para mi.» «¥ para mandarlas?s eePara mandarlas qui» «:No usa un computador?» «No tengo computador. No uso internet, no tengo co- 1e0 electrdnico. :No lo sabsa? Soy famoso por eso: absurda~ ‘mente famoso, si quiere que le diga mi opinién. Yo no veo qué tiene esto de raro, Tengo seis o siete suscripciones en tres Ien- ‘guas: un montén de papel que nunca termino de ler del todo. Con eso y la televisién me basta para mantenerme informado, “Tengo cable, eso sf, tengo mas canales de noticias de los que necesito, y puedo incluso poner pausa para verle mejor la cara alguien. «Pero cémo las manda, entonces? ;Cémo manda las ccaricaturas?> «Al principio las llevaba yo, claro. Luego comencé a usarel fax lo usé durante afias. Ahora lo uso para comunicar- me con la gente. Ese aparato es mi correo personal: si usted quiere escribirme, lo hace por fax, yyo le contesto por fax. Es ‘muy simple, Pero antes lo usaba para mandar las caricaruras, No fancioné. Se quebraba la linea, sabe? Los amigos lama- ban preocupadas: “-Estis enfermo, te pasa algo? Se te estd que- brando la linea”. Abi empezaron a recogerlas.» «-Quiénes?» Bl periédico manda un mensajero. Siempre ha habi- do un mensajero que va par la ciudad recogiendo y levando papeles, ya eso le dicen la Chiva. Y cuando viene arecoger mi dibujo, le dicen fa Chiva de Mallarino» «Pero usted vive lejos», dijo Samanta. “Hay que cru- zar toda la ciudad. ;Y hasta aqui vienen?» 4+Son muy amables», dijo Mallarino, «Lo consienten mucho», dijo Samana. 50 «Supongo que si, dijo Mallarino, «Debe ser que usted es importantes, dijo Samanta con tuna sontisa, eDebe ser» «iY qué se sence?» «Qué se siente qué» «Ser importante. Ser la conciencia de un pats.» «Mires, dijo Mallarino, «vivimos tiempos desorienta- dos. Nuestros lideres no estén liderando nada, y mucho menos estdn contdndonos qué es lo que pasa. Ahi entro yo. Le cuen- to ala gente lo que pasa. Lo importante en nuestra sociedad no es lo que pasa, sino quién cuenta lo que pasa. Vamos a de- jar que s6lo nos lo cuenten los politicos? Seria tn suicidio, un suicidio nacional, No, no podemos confiar en ellos, no pode~ ‘mos quedarnos con su veisién, Nos toca buscar otra vers. la de otra gente con ott0s intereses: [a de los humanistas. Eso es Jo que yo soy: un humanista, No soy un chistégrafo. No soy ‘un pintamonos. Soy un dibujante satirico. Bso tiene sus ries- {gos también, por supuesto, Fl riesgo del dibujo es convertirse ‘en analgésico social las cosas dibujadas se vuelven mas com- prensibles, més asimilables. Nos duele menos enfrentarlas. Yo ‘no quisiera que mis dibujos hicieran eso, claro que no. Pero no s€.sise pueda evitar», ‘Samanta recibia diligentemente el dictado. Mallari- zo la vefa copiar en su libreta y repasar con los ojos o escrito, e508 ojos grandes incluso bajo el echo del cefio grave. «Pade ‘mos pasara su estudio?», pregunté ella, y Mallarino sinc, Leindied un corredor oscurecido y, al fondo del corzedor, unas, escaleras de madera encerada; la dejé avanzar primero, en parte por caballerosidad, en parte para buscar en su falda las formas de su cuerpo cuando comenzara a subir los peldatios. Mallarino habia dado muchas entrevista en los tltimos tiem- pos, pero esta vez, por alguna raz6n, era distinta: esta vez que ria hablar, Se sentialocuaz, comunicativo, abierto y dispuesto a dejarse ver. Quizds era la impresidn reciente de su noche eon ‘Magdalena, o qaizés la nocién de que la vida, a partir de esta 31 mafiana, era una vida distinta, pero de repente se habia pues- toa contar anéedotas,a hacer lo que munca hacfa: hablar de si mismo. Hablé del dia en que un alcalde cambié de opinién después de terminado un dibujo, y Mallarino resolv el asun- to dibyjando oro globo con cuatro palabras cortas: O tal vez ino. Hablé del empresario que lo llamé una vera peditle que djara de dibujarlo como era antes: ya se habla cambiado las aft ridiculas, ya se habla corregido la demracra protuberan- te, pero Mallarino lo seguia dibujando igual: no era una in- justicia? «Una vez no se me ocurrié nada», dijo Mallarino, «Es, rato, pero pasa. Me pinté a mi mismo con la taza de café, con cl papel en blanco y un globo con el bombillo de las ideas ro- talmente apagado, Mandé una nota al editor que decia: mire, zo se me ocurrié nada. Tengo que entregar una caricatura y no seme ocurre nada. Lo siento. Usted vers la publica o qué. La caricatura se public6. Al dia siguiente empecé a recibir lama- dasde flicitaciones. Toda el rnundo me felicia, Resulta que cldfa antes de la caricatura hubo un apagén gravisimo en uno de los barrios mas pobres de Medellin, La caricarura se inter- preté como critica: la indolencia de la Administracién, ex tera. Yo nunca los desengafié.» Habjan llegado al estudio, La luz de la tarde entraba porla ventana que dabaaa la ciudad, esa luz untada de bruma, de humos sucios, como si llegara cansada del otro lado de la sabana. +E] centro de creacién», dijo Samanta Leal, detenién- dose en medio del cuarto, justo debajo de una claraboya que Jederramaba encima aquella luz ya escasa, y girando sobre si misma, triste cariétide extraviada, para devorar con los ojos clarchivador de juzgado, gris y metilico y sonoro, que vigi- Jaba la habitacién desde una esquina, y luego la repisa de los instrumentos, la sila hidréulica y la mesa de trabajo, un tablén cde madera con veintids grados precisos de pendiente que se recostaba como una rampa para subir a una pared de corcho, o para que de la pared de corcho bajaran, como por un tobo- gin, os recortes de noticias, los bocetos, las lstas de cosas por hacer y las fotos de las figuras piblicas del momento, victimas 52 ‘ beneficiarios Gobre todo victimas) de las caricacuras. «Pue- de prender la luz, pregunté Samanta. Ya no se ve nada.» So- licito (pero por qué tanto, por qué con tanto entasiasme), Ma- llarino buscé el interruptor; dos limparas de luz halégena se cencendieron en el techoy una pared aiborrada de marcos apa~ recié de la nada. «Es mi altar», dijo Mallarino. «Yo trabajo mirando a la pared de corcho: ahi est mi tatea diaria, lo que estoy haciendo en el momento. Pero cuando las cosas se ponen jodidas, cuando empiezo a preguntarme pot qué carajos me ‘meti en esto, o cuando Ia realidad se pone tan cochina que es ‘como si no se mereciera ni un dibujo... entonces vengo y me paro aqui, frente a esta pared. Un par de minutos, ¢s0 cs su- ficient. Es como la confesién para un catblico, me imagino “Todos estos son mis curas personales, los que me oyen, los que me dan consejo. . Fueron cuatro palabras, oo mis bien tres palabras y una interjeccion, y nadie las hubie~ ra crefdo capaces de inaugurar con su sola fuerza una noche tan larga. Veinticuatro horas después, recordando ese instante preciso, éladmirarfa la compostura con que Samanta cami- 1né hasta la pared para mirar mas de cerca una de ls ilustea~ ciones, como si hubjera descubierto a un caricatuirista nuucvo cen lugar de estar asomindose al despetiadero de su desgracia. ‘Mallarino supo que ya no Ie hablaria de Ricardo Rendén ni discutiria con ella lo del aguijn forrado de micl, que ya no le explicaria el dibujo de James Gillray donde Napoledn corta sun buen trozo del pastel de Europa, que ya no le enseriaria las ‘caberas grorescas de Da Vinci ni mencionarfa a Porta ya Lava- ‘er, para quienes el cardcter de un hombre puede encontrarse cn laestructura de su cara. Lo supo, o supo con toda convic~ cién, cuando la vio darse la vuelta all, fente aa imagen del rey Louis-Philippe como la dibujé Daumier en 1834. En aquella cabeza con forma de pera cabian, milagrosamente es rostros: tuno joven y contento, oto pélide y amargado, otro ensombre- ido y triste. El conjunco era grotesco, algo que nadie quisiera cencontrarse por sozpresa en mitad de la noche. ¥ en lugar de preguntar quién era el caricaturista o quién el pobre caricatu- rizado, en lugar de aceptar explicaciones sobre la forma de la cabeza y la triple expresidn del rostro, Samanta comenz6 a de- cit con vor cansina que la disculpara, sefior Mallarino, que hasta ahora le habia estado mintiendo y toda esta visita era tuna gran impostura, pues ella no eta periodista, ni le interesa- ba entrevistarlo, ni era su admiradora, pero habia tenido que inventar la mentira entera, la flsa identidad y el interés fing do, para encrar en esta casa y recorrerlay buscar en ela la cabe- za rara que habfa visto una sola vez.con anterioridad, muchos atfios atris, cuando era nifiay su vida estaba hecha de certezas, ‘cuando era nifia y tenfa toda la vida por delance. Hay mujeres que no conservan, en el mapa de su cara, ninggin rastro de la nifia que fueron, quizés porque se han es- forzado mucho en dejar la nificzatrés —sus humillaciones, sus sutiles persecuciones, la experiencia de la desilusién constan- te—, quizis porque entretanto ha sucedido algo, uno de esos cataclismos {ntimos que no moldean a la persona sino que la arrasan, como a un edifico, yla obligan a construirse de nuevo desde los cimientos. Mallarino miraba a Samanta Leal y erata- ba de cazar en sus facciones alguna forma (Ia curva del hue- so frontal al llegar al entrecejo, la manera en que el bulo de la oreja se une a la cabeza) 0 acaso una expresién de la nifia ‘que habfa visto veintiocho afios atrés. Y no lo lograba: esa ni- fia se habfa ausentado, como si hubiera renunciado a seguir viviendo en este rostro, Aunque era cierto, por otra parte, que Ia habia visto tan sélo tna very por espacio de pocas horas, y caso su memoria, que siempre le permitié evocar los rasgos esenciales de cualquier cara con una precision de cirujano, ya empezabaa deteriorarse. Sias! fuera, el deterioro no podia ser ‘is inoportuno, pues ahora Samanta Leal, de cuyo rostro se habia esfumado una nitia, le pedia urgentemente que recor- ‘esa nifia y su visita a la casa de la montafia en julio de 1982, y no s6lo és0, sino que le pedfa también record la ccunstancias de esa visita ya remota, los nombres y ks seas par- ticulares de quienes estaban presentes esa tarde, rode lo que Mallasino vio y escuché pero tambicn (si era posible) lo que los demas vieron y escuchaton, wAcuérdese, por favor», le decta Samanta Leal. «Necesito que haga memoria.» ¥ &l pensaba en se giro curioso, hacer memoria, como sila memoria fuera algo ‘que fabricamos pudiera conjurarse a partir de ciertos materia- 58 les bien escogidos, con la mera fuerza del trabajo fisco. La me ‘moria seria entonces como la figura que, escondida en el miir- mol, aguarda al escultor capes de obligarla asali,y cualquiera podria tracrla ala vida si euvierael talento y las herramientas, © porlo menos las herramientasy la terquedad. Mallarino sa- bia bien que no era asi, y sin embargo aqui estaba ahora, tra- tando de sacar laescultura de la piedra,sentado fremee ala mu- jer expectante junto a la ventana ya oscurecida: la casa entera seinclinaba sobre la ciudad encendida, como espindola; Ma latino veia las puntadas lurninosas sobre el fondo negro (la ciudad convertida en una tela bordada que mifamos a contra- luz) y,a la distancia, florando en el aire nocturno, los aviones ‘que aguardaban su turno para aterrizar; y pensaba en los hom- bres y mujeres quc en cste momento ocupaban esos esp: iluminados y tataban, como él, de recordar, recordar algo im- portante, recordar algo banal, pero recordar siempre, pues a 630 nos dedicamos todos todo el tiempo, en eso s€-205 ¥ exiguas encegias. Es muy pobre la memoria que sélo funciona hacia atrds, pensé de nuevo, y de nuevo se pregunté de dén- de salfan esas palabras. Aqui se rataba de eso, de mirar hacia ards y traer lo pasado hasta nosotros. «Acuérdese, por favor, le habia dicho Samanta Leal. Poco a poco, memoria a memo- ria, Mallarino se estaba acordando. Por esos dias acababa de mudarsea fa casa de la mon- tafa, La mudanza habja sido, mis que un mero cambio de hu- ‘gar, una suerte de tiltimo recurso, un intento desesperado por reservar, mediante la estrategia de la separacién y a distan- cia, el bienestar de la familia. ;Cudndo habia comenzado a fra- guarse este momento? Con el anénimo amenazante, quizé, con ese violento desequilibrio que le habia seguido? Por prime- +a vez Magglalena le habia hecho la pregunta que é,callada- mente, se hacia todos los dias: valia la pena? ;Valian la pena el miedo y el riesgo y cl antagonismo y la amenaza? «No lo ten- go claro», dijo Magdalena. «No tengo claro que valga la pena. ‘Ti: sabrés, pero piensa en lana, Y piensa en mi, No sé sival- gala pena» Mallarino recibié sus palabras como una traicién, 59 tuna ¢taicién minima, pero traici6n al fin y al cabo. ;Habfa co- renzado entonces el deterioro lento e imperceptible de la pare- ja, este monstruo de dos jorobas que durante mds de una déca- da se habia comportado tan bien? Pero era imposible decirlo, ppensaba Mallatino, imposible extender los aos de matrimonio como tn tineratio sobre una mesa y encerrar en un cficulo de ‘el momento preciso, ral como el poeta Silva le pidié a su ‘médico que encetrara en un efrculo el agar exacto de su cora- 26n. Por supuesto que Silva, tras a vista médica, legé a su casa se quit6 la camisay se peg6 un balazo en el centro del ciculo: para eso habia buscado la leeciin de anatoma, para sucidar- iencia. Mallacino la hubiera querido para orca cos secon ppara reparar, para eliminar de la cadena de la vida el momen- tw nocivo, ese primer comenta hhostl, esa primera respuesta bafiada en sarcasmo, esa primera mirada vacia de toda admiracién. Si, eso era: Ia admiracién se habfa caido de los ojos de Magdalena, Se dio cuenta de que fa admiracién de su mujer lo habia alimentado siempre, y encontrarse de repente sin ell fue demasiado parecido a una bofetada en pitblico. La revelacién le result fascinante y a la vex despiadada la experiencia de la necesidad, la pérdida de la perfecta independencia que Ma- latino habia cultivado toda la vida, lo desequilibré ms de lo que hubiera previsto. -Wo no me caso con nadie», soia decir: io que ya no era impaciente sino era uno de sus reffanes, una guia de conducta, y Mallarino ha- bia echado mano de ella varias veces para justificarse. Cuan- do su caricatura atacaba a un amigo de la familia, oa un socio desu padre (arruinando un negocio, poniendo a su padre en entredicho, presenténdolo ante el mundo como el hombre que era incapaz de granjearse la lealtad de su hijo), Mallarino re- Si, llevarscla, Pero eso es mds tarde, las nifias tienen tiempo de jugar» «Ay, pues mejor. Bueno, el papi de Samanta viene por ella. Yo no vengo, viene él. :A qué hora estd bien?» «Ala hora que quiera», dijo Mallarino, «pero que ven- gacon tiempo. Si Samanca es como mi hija, le vaa costar un buen rato sacarla de aqui. La mujer no respondié al humor de Mallarino, y él pens: es una deexas. Lo confirmé en el momento de despedir- se, cuando, después de darle la mano y empezar a marcharse, la mujer giré medio cuerpo y, casi por encima del hombro, le pregunté: «Usted es el caricatutista, gno?> «Xo soy el caricaturista», dijo Mallarino, «Si, usted es, dijo la madre de Samanta, #Es que yo averigii¢ para dénde venia.» Parecié que iba a decir algo mas, pero lo que siguié fue un silencio ineémodo. Ladr6 un perro. Mallarino lo buscé sin éxito; vio que habia legado un invita- cdo mis, «Bueno, e ecomiendo a a nifia, dij la mujer -¥ que gracias» YY ahora Mallarino las habia perdido de vista. Las vela pasar de vez en eutando, de ver en cuando escuchaba y reco- nocfa la voz de Beatriz, su delicado tintineo inconfundible, y deveren cuando sent, con alguna parte de la conciencia, los pasos de ls dos nifias juntas, los pasos inquietos y ripidos y ajenos, can ajenos, al mundo de los adultos. Mallarino se sir- vi un whisky, tomé un trago con sabor a madera y sintié un ardor en la boca del est6mago. Sali al pequefio jardin donde los invitados parecfan més de los que eran en verdad, y levan- 16 la cara y cerré brevemente los ojos para sentir el sol, y asi, con los ojos cerrados, conté una, dos nubes,o dos sombras que pasaron cortiendo por el telén del cielo. Le gustaba este jar- din: Beatriz podria pasar buenos ratos aqut, En los escalones tavo que tener cuidado de no patear un cenicero leno de coli- las muercas; mis all, junto al muro, alguien habia dejado caer tun pedazo de carne que ahora ensuciaba el lugar, como los cexctementos de un perro. Junto al rosal estaba Gabriel San- toro, profesor del Rosario, que habfa traido a su hijo ya una amiga extranjera, y més all cerca de un montén de tejas y baldosas que habian sobrado tras las obras y nadie se habia le- vado todavia, Ignacio Escobar hablaba con la presentadora de un noticiero y su novio més reciente, Monsalve, tal vez, 0 tal ‘vez Manosalbas: a Mallarino se le olvidaba el nombre. Era posible que hubiera menos conocidos que desconocidos en es- ta reuni6n? Y siasi fuera, squé significaba eso? «Ah, por fin», le dijo Rodrigo Valencia al vero llegar. «Venga, Javier, venga y brinda con nosotros, carajo, o ¢s que usted no habla con sus invitados.» Rodrigo Valencia no cuteaba nunca, ni siquiera a sus hij, pero su manera de hablar era tan fisica—hecha de o interjecciones y palmadas, de manos pesadas en los hombres, de histridnicas inclinaciones de su cuerpo grueso— que nadie cechaba de menos su cercania o su confianza. Abraz6 a Javier y dijo: «Este va ‘a ser el més grande, acuérdense de mi. Ya es un grande, pero va a ser el mas grande. Acuérdense de mi». Los destinatarios de la profecia, cada uno con una copa de aguar- diente cn la mano, eran Elena Rondcros, la mujer de Valen- cia, y un columnista de El Independiente, Gerardo Gomez, que acababa de volver de un exilio de dieciocho meses en México, Igual que Mallarino, habia recibido un anénimo amenazan- te; pero en su caso, por razones que nadie entendia muy bien, 1a policia habla considerado prudente que se fuera alguna par te mientras se calmaban las cosas. «Mientras se calman las vai- nas, asi me dijon, decia Gémez. A usted no? Nunca le di jeron que se fuera?» «Nunca», dijo Mallarino, «Quién sabe por qué.» «Serd porque los dibujos no son tan directos», dijo Gémex, «Pero los ve mis gente», dijo Valencia, «Pero no son tan directos», dijo Gémez.«¥ el Fuerte de esta gente no es le sutileza, Oiga, Javier, gy qué pasa si vuelven amandar algo?» «No vana volver a mandar nada», dijo Mallarino, «Ya ‘vamos para un afio entero.» «Pero y si vuelven a mandar algo? Usted tiene que pensar qué va a hacer» «No van a mandar nada», dijo Mallarino. eqPor qué esti tan seguro, dijo Gémez. «Se nos va a poner blando, o qué?» Eso hizo, y Mallavino se encontté frente a un chaleco dc hilo cuyos rombos anule y verdes quedaban violentamente rotos por la prominencia del vientre. Mallarino, en sus carica- ruras, nunca habia aprovechado esas curvas recién descubier- tas, y pensé que lo haria la proxima vez, Condujo a Cuellar a tuna esquina del salén, la que estaba més cerca de la cocina, y alli, en dos sillas que no estaban puestas para ser usadas, sino para acompaviar la mesita de teléfono, se sentaron a hablar. a ‘Mallarino, tras un tanteo, encendié la limpara: en ese kagar de la casi, lejos del ventanal del jardin, se notaba que la tarde estaba cayendo. La hiz amarillenta iluminé la cara de Cuéllar yy dibujé sombras inéditas en los huesos y en la piel que ahora se movia. Cuéllar se agach6 para arreglarse un mocasin (tal verse le estaba tragando la media, pensé Mallarino, so po- dia set muy incémodo) y luego se enderez6 de nuevo. «Mire, Javiers, empezé a decir, «yo lo queria conocer a usted, queria ‘que nos encontriramos, porque me parece que usted tiene una imagen, cémo decitlo, equivocada. De mi, claro, Una imagen equivoceda de mis, Mallarino lo escuchaba mientras buscaba tun par de vasos limpios y servia dos whiskys dobles, cucstién de no fileara sus ceberesnisiquiera con un hombre indigno de ellos. Del jardin les Hlegé una carcajada de mujer: Mallarino Fevanté la cara para ver quién habia refdo; Cuéllar, en cam- bio, selimpié las palmas en los pantalones, los dedos estiados ‘como si quisiera que Mallarino se fijara en la limpieza de sus tufas, y sigui6 hablando. «Yo no soy la persona que usted pinta en sus monos. Soy distinto, Usted no me conoce.» «Es lo que le acabo de decir», dijo Mallarino, eque usted y yo no nos co- nocemos, «No nos conocemos», dijo Cuéllar. «¥ a mi me parece que usted es injusta conmigo, perdéneme que le diga. ‘Yo no soy una mala persona, i me entiende? Yo soy una buc- na persona, Pregiintele a mi esposa, pregiinteles a mis hijos, yo tengo dos, dos varoncitos. Pregiinteles y verd que le dicen eso, que yo soy una buena persona. Pobrecitos. Yo no les mucstro sus dibujos. Mi esposa no se los muestra, perdéneme que le di- gatodo esto, perdéneme» Mallarino apenas lo podia creer: el hombrecito habia venido en misién suplicante. Me llamé a rogarme, habia dicho ‘Valencia, era como sel tipo se me estuviera arrodillando por el teléfino, Se sintié invadido por un despreéio sélido, palpable co- ‘mo un tumor. Qué lo irritaba canto? Era quizds la humildad con que le hablaba Adolfo Cuéllar, la cabeza gacha que le ha- cia sombras debajo de la nariz, los brazos apoyados en las r0- dillas (la pose de quien se confiesa ance un cura amigo, un pecador fuera de su confesionario), oquizas el respeto con que trataba a Mallarino a pesar de que é,evidentemente, no sentfa rninguno. Lo he humillado, pensaba Mallarino, lo he ridiculi- zado, y ahora me viene a lamer el culo. Qué tipo repugnante Si, eso era, una repugnancia impredecible y por eso mismo més incensa, una repugnancia para la cual no se habia preparado Mallarino. Fl habia esperado reclamos, protestas, incluso dia- tribas; unos minutos atrés habia saludado a este hombre con ciera hostilidad sdlo para enfrentarse mejor ala hostilidad del ‘tro, igual al empleado que, sorprendido en fata llegaa la of cina del supervisor manoteando y hablando fuerte, lanzando ppequefios ataques preventivos. Pus bien, ahora resuleaba que CCuéllar no habia venido a exigir la suspensién inmediata de esos ibujos agresivos, sino a humillarse todavia mas ante su agre- sor, Fs un adulto, pensaba Mallarino, es un hombre adulko y lo he humillado, tiene esposa y tiene hijos y lo he ridiculizado, y el hombre adulto no se defiende, cl padre de familia no respon- de con golpes parejos, sino que se humilla mas todavia, toda- via més busca el ridiculo, Mallarino se descubriésintiendo una ‘emocién confisa que iba més all del mero desprecio, algo que no era rrtacién ni molestia sino que se parecapeligrosamente al odio, y se alarmé al sentidla. «Por favor, Javier», decia Cud- las, «por favor no me dibuje més as, yo no Soy as. Y huego de- j6 de llamarlo por su nombre. «Eso vine a pedirle, sefior Ma- latino», decia con vor inestable y nerviosa (nerviosa como el ‘gesto de Beatriz al lamerse las manos resecas), «gracias por re- cibirme y escucharme, perdén por su tiempo, digo, gracias por su tiempon. Mallarino lo escuchaba y pensaba: Es débil. Es dé bil y lo odio por eso. Es débil y yo soy fuerte ahora, y lo odio por poner ese hecho en evidencia, por permitirme abusar de mi fuerza, por delatarme, si, por delatar mi poder que tal vex no merezco. Vista desde esta silla, la puerta corrediza del jardin se habia convertido en un gran recténgulo iluminado, y Malla- tino vela, recortadas sobre ese fondo claro, las siluetas- que ya comenzaban a entrar, «Ya se enftié el dia», se oyé decir. La casa sellend de didlogos animados, de rsas abiertas o mis discretas;

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