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LIB. Arsuaga, Juan Luis. El Reloj de Mr. Darwin
LIB. Arsuaga, Juan Luis. El Reloj de Mr. Darwin
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Juan Luis Arsuaga
ePub r1.2
Titivillus 22.01.2022
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Título original: El reloj de Mr. Darwin
Juan Luis Arsuaga, 2009
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Prólogo
Introducción
Parte I
01. Las mocedades de Darwin
02. ¡Arriba el foque!
03. ¡Por fin en casa!
04. La pradera ensangrentada
05. Una vida sosegada
06. Confesar un asesinato
07. Una mente en ebullición
08. Una carta que vino del archipiélago malayo
Parte II
09. El origen de las especies
10. Un forma nueva de ver el mundo
Parte III
11. Darwin según Darwin
12. El gato de Huxley
13. La grandeza de la evolución
Breve reseña bibliográfica
Relación de ilustraciones
Notas
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«Las objeciones de mi padre son éstas: el que me inhabilite para establecerme como
clérigo; mi poco hábito como marinero; lo escaso de tiempo y la posibilidad de que
no me adapte al capitán FitzRoy».
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AGRADECIMIENTOS
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PRÓLOGO
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internacional, que en esos años estaba muy al corriente de los grandes debates
y avances que se producían en torno a la evolución y a la Biología en general.
Leí el prólogo, que termina con éstas, para mí, entonces, enigmáticas
palabras: «Las ideas de Darwin, después de vehementes discusiones,
apasionadas algunas veces, quedaron aceptadas sinceramente por la mayor
parte de los hombres de ciencia, si bien más tarde fue creciendo la tendencia a
discutir no el hecho de la evolución —que hoy es casi universalmente
admitido—, sino el papel que en ella representan la selección natural y la
herencia. Por este motivo, El origen de las especies ha vuelto a ser un libro de
interés actual».
¿Qué quería decir esto? ¿En algún momento se había dejado de leer la
famosa obra? Más sorprendente aún, ¿la habían criticado otros científicos
evolucionistas? ¿No todos, desde que apareció El origen, eran seguidores
convencidos de Darwin? Yo imaginaba de otra manera (sin tener, claro,
ninguna lectura) la historia de las ideas evolucionistas. Luego he descubierto
que casi todo el mundo en nuestro país ha pensado y sigue pensando lo
mismo, incluso parte del mundo académico: que todo el problema se reduce a
que las especies cambian a lo largo del tiempo, convirtiéndose en otras; hay,
por tanto, poco que discutir hoy día sobre esta cuestión, una vez que ha
quedado demostrada la transformación de las especies.
Darwin descubrió la evolución, me decía yo, mientras daba la vuelta al
mundo en misión de exploración en un barco de guerra inglés llamado
Beagle. La idea se le vino a la mente en Sudamérica, y sobre todo en las
Galápagos, donde la cosa era tan evidente que a cualquiera que hubiera ido
por allí y puesto un poco de atención se le habría ocurrido, de puro obvia: hay
unos pájaros llamados pinzones que son distintos en cada isla, porque han
evolucionado independientemente a partir de una especie ancestral llegada del
continente. ¿No es elemental?
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Figura 1. En el Año Darwin, este esquema se ha vuelto tremendamente popular. Y sin embarco no
pertenece a ninguna de sus obras publicadas, porque jamás salió a la luz en vida del autor[1].
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Huxley, autor de la novela Un mundo feliz. Poco a poco la idea de la
evolución fue, sin embargo, calando y al final llegó a ser aceptada incluso en
la conservadora España, si bien es verdad que hay todavía gente que se opone,
en especial algunos sectores americanos, ajenos a la comunidad científica. Y
eso era todo: evolución sí o evolución no.
Las palabras de Zulueta me hicieron ver que hubo mucho más. Y así fui
averiguando que en realidad Darwin no había descubierto la evolución en
Sudamérica, por dos razones. Primero porque la transformación de las
especies ya había sido defendida antes por otros. Y, en segundo lugar, porque
es casi seguro que desembarcó del Beagle sin haber puesto seriamente en
duda la inmutabilidad de las especies, aunque sí sabía de los cambios
geológicos que se habían producido y seguían produciéndose, siempre por las
mismas causas, en la Tierra. Todo parece indicar que no empezó a pensar en
la «transmutación de las especies» hasta pasados unos meses de su regreso a
casa. En una carta de 1877, cuarenta años después, recuerda Darwin cómo
nació esa idea en su cabeza:
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hechos interesantes, que sólo encajaban, y cobraban sentido, dentro de la idea
de la evolución, pero no eran su causa.
En su viaje en el Beagle, Darwin leía los recién publicados Principios de
geología de Charles Lyell (el primer tomo lo llevó consigo y los dos
siguientes los fue consiguiendo por el camino) y descubría que las grandes
transformaciones físicas que ha experimentado la Tierra a lo largo de su
historia han sido producidas por agentes geológicos que todavía trabajan,
aunque pasan desapercibidos, ya que sus efectos diarios son mínimos. Sólo a
largo plazo, en millones de años, puede notarse su acción. La explicación de
los enormes cambios en los organismos a través del tiempo debía de ser del
mismo tipo; para su desesperación, buscaba algo que tenía que estar delante
de sus ojos, pero que no podía apreciar porque la vida humana es demasiado
corta. La evolución no se puede ver, como tampoco pueden verse la
excavación de un gran valle o el levantamiento de un Himalaya.
Hacía falta un mecanismo que explicara el origen de las especies y, lo que
es igualmente importante, de sus adaptaciones, que nos hacen aparecer tan
maravillosamente eficaces a las criaturas vivientes. Resultan bellas
únicamente porque son máquinas perfectas. Pero sin un motor conocido, la
propia idea de la evolución no dejaba de ser un interesante ejercicio
especulativo sin base. Para Darwin, la evolución y su causa eran el mismo
problema. Todos los evolucionistas anteriores habían fracasado a la hora de
encontrar esa causa: los hábitos de los animales y la tendencia natural al
progreso (en la escala de la vida) que defendía Lamarck, o la acción directa
del ambiente sobre los organismos por medio de la alimentación, el clima y
demás factores, que sostenían otros. Y al hacerlo con esas explicaciones tan
ridículas en su opinión, habían desacreditado la idea misma de la
modificación de las especies. Pero él había mirado en otra dirección, como le
cuenta en 1844 a su amigo Hooker:
Creo que todas esas disparatadas teorías provienen de que nadie, por lo
que yo sé, ha abordado el tema desde la perspectiva de la variación en
domesticidad, ni ha estudiado todo lo que se conoce sobre la
domesticación.
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palabras que se contradicen, porque la «selección artificial», la de verdad, la
hacen personas, y con fines lucrativos.
Figura 2. La domesticación o selección por el hombre es la gran analogía sobre la que construye Darwin
su teoría de la evolución de las especies por selección natural.
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razas de aspecto muy diferente, sí, pero que se pueden cruzar sin problemas
unas con otras, por increíble que parezca a simple vista. Y para que emerja
una especie nueva es necesario que quede aislada reproductivamente de
cualquier otra. Como reconocía el antes citado Thomas Henry Huxley en
1860 (un año después de El origen):
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Figura 3. «Me estoy afilando las uñas y el pico por si hacen falta», le escribió Thomas Henry Huxley a
Darwin el 23 de noviembre de 1859, inmediatamente después de leer El origen de las especies. Huxley
fue el mejor de los propagandistas de la teoría de Darwin, por escrito y verbalmente, gracias a su afilada
pluma y su dialéctica imbatible.
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Tenía que ser así, como un delirio, por un par de razones en particular.
Una, obvia, es que los personajes son de distintas épocas y algunos no se
conocieron entre sí. Pero la otra, mucho más importante, es que yo no quería
hacerles hablar con la voz que tuvieron en su tiempo —ésa ya la sabemos y la
función de teatro no sería otra cosa que una antología de textos—, sino con la
que tendrían ahora. Nunca me ha parecido justo contraponer las ideas de
pensadores de diferentes momentos de la historia, que naturalmente no
disponían de la misma información. Mi experimento consistía en ver si «los
otros evolucionistas» podrían mantener sus tesis con los conocimientos que
hoy tenemos de Paleontología y de Biología, adaptándolas, lógicamente, pero
es que eso y no otra cosa es lo que ha hecho el darwinismo. Todos los
personajes de mi representación estarían muertos, serían espíritus y, sin
embargo, sólo pongo a su lado la fecha de nacimiento, porque gracias a su
trabajo alcanzaron la inmortalidad y aún siguen entre nosotros.
Me temo mucho que no escribiré esos diálogos, pero todavía creo que
merece la pena desarrollar los argumentos.
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En resumen, Cuvier, el santo patrón de los paleontólogos, pese a todos sus
enormes conocimientos, acaba normalmente retratado como una persona
engreída, empecinada en el error y bastante odiosa.
Figura 4. Aparato para la Historia Natural Española, del franciscano granadino José Torrubia (1698).
Publicado en 1754, se trata del primer tratado de paleontología de nuestro país y uno de los primeros del
mundo, y contiene las primeras representaciones de fósiles que se imprimieron en España.
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se habría renovado con otros tipos de organismos, salidos de alguna parte
(¿qué más da de dónde?).
Bueno, nos diría su espíritu, es cierto que las especies se modifican entre
cada revolución orgánica, diversificándose para llenar los huecos que dejaron
vacíos las formas extinguidas, ¿pero es eso realmente lo fundamental del
relato de la Vida, o son los cataclismos devastadores el argumento principal?
Un geólogo llamado Walter Alvarez ha demostrado, junto a su padre, el
premio Nobel de Física Luis Walter Alvarez, que fue un meteorito la causa de
que se pasara de la Era de los Grandes Reptiles a la Era de los Mamíferos,
explicaría Cuvier en su clase. Y ésa es una sola de las cinco grandes
extinciones masivas que han interrumpido la Historia de la Vida. Y entre cada
dos aniquilaciones, producidas por catástrofes geológicas o incluso
extraplanetarias, ¿sucede algo verdaderamente importante en la Biosfera? ¿Es
que hay tantas diferencias entre un mamífero de hace veinte millones de años
y uno actual? El propio Darwin reconocía que, mirándolos, no hay forma de
saber cuál de los dos es más perfecto, salvo por el hecho de que uno está
extinguido y el otro vive.
La evolución existe, como mantenía su oponente Lamarck, pero no es una
cosa relevante, tronaría Cuvier: las catástrofes, al renovar completamente la
vida en la Tierra, son el motor de la historia natural, ya que prácticamente se
puede decir que tras ellas vienen nuevas creaciones (aunque no sean divinas,
sino biológicas). Quien viera un mar de finales de la Era Primaria y otro de
principios de la Secundaria pensaría que se trata de planetas diferentes.
Pasemos ahora a ocuparnos del doblemente derrotado Lamarck, batido en
su tiempo por Cuvier y luego por Darwin. Irónicamente, los dos rivales
franceses comparten castigo eterno en el Infierno de los Grandes
Equivocados. El caballero de Lamarck (1744) era evolucionista —antes que
Darwin— y creía básicamente dos cosas. Una, que la Vida (con mayúsculas)
tendía a mejorar, a progresar. Pero como no se puede negar la existencia de
formas muy simples en la actualidad (y eso que él no sabía que la mayor parte
de los seres que pueblan la Tierra son bacterias), recurría a la generación
espontánea, es decir, a la aparición continua de la vida desde lo inerte. Al
margen de esta ley general de ascenso (o avance), las adaptaciones de los
organismos a sus circunstancias concretas se explicaban por las costumbres
de los mismos. En el más famoso de los ejemplos, el hábito de estirar el
cuello de las jirafas ancestrales para alimentarse de las hojas más altas habría
producido el espectacular resultado que ahora vemos en sus descendientes.
Lamarck creía que los hijos se beneficiaban del esfuerzo de los padres, ya que
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los cambios generados en los órganos por el uso o el desuso durante la vida
(desarrollo o atrofia, respectivamente) se transmitían a los herederos.
Desgraciadamente para Lamarck, otro famoso sabio francés, Louis
Pasteur (1822), demostró que la generación espontánea no se produce nunca,
o mejor, sólo se dio una vez: la vida que conocemos se originó
(espontáneamente) hace tres mil quinientos millones de años, o incluso antes,
a partir de moléculas orgánicas preexistentes.
Y además, un importante sabio alemán llamado August Weissman (1834)
dejó claro en el siglo XIX que los caracteres adquiridos durante la vida no se
heredan, ya que las modificaciones que produce el uso o desuso de una
estructura corporal no afectan para nada al material genético («plasma
germinal» o «germinativo», lo llamaba él) que se transmite a los hijos. Por lo
tanto, doble error, que no se compensa ni siquiera por la simpatía que
despierta Lamarck como perdedor frente al petulante Cuvier.
Pero quizá hoy Lamarck se sintiera algo más satisfecho. En primer lugar,
no se le puede condenar porque su teoría de la herencia fuera errónea.
También lo era la de Darwin, llamada pangénesis, según la cual las diferentes
partes del cuerpo generarían unas partículas o «gémulas» (como si fueran sus
representantes) que se desplazarían para participar en la reproducción; con
este mecanismo, la herencia de los caracteres adquiridos de Lamarck, es
decir, la transmisión a los hijos de las modificaciones producidas en el cuerpo
durante la vida, era perfectamente posible, y así lo tenía que admitir el propio
Darwin. Quien estaba en lo cierto era un monje agustino que experimentaba
con plantas en Brno, Moravia (República Checa), llamado Gregor Mendel
(1822), pero no se hizo famoso hasta que sus leyes fueron redescubiertas en
1900. Sin embargo, Mendel no era en absoluto partidario del evolucionismo.
En segundo lugar, puede aún defenderse con Lamarck que la Vida ha ido
progresando todo el tiempo desde sus orígenes, aunque también se hayan
mantenido formas simples, como las bacterias y los protozoos. Muchos
científicos modernos han sostenido la idea de que hay avance permanente en
la evolución, desde el principio hasta hoy, y que las formas de vida presentes
son en general superiores a las anteriores. Aunque hay que reconocer que
otros tantos autores no tienen en la cabeza esa idea de progreso evolutivo
constante como leitmotiv de la Historia de la Vida. Si ésta empezó en forma
de una célula muy simple, ¿qué tipo de cambio podía experimentar si no es
hacia formas más complejas?, se preguntan. ¿Qué tiene de raro que en
algunos casos las células primitivas hayan adquirido estructuras nuevas y se
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hayan asociado formando organismos pluricelulares, mientras que los
unicelulares continúan siendo la inmensa mayoría?
Algunos opinan que si se rebobinara la cinta de la vida y se volviera a
empezar de nuevo, el resultado sería completamente diferente del actual, y
nada parecido a nosotros existiría. Otros científicos, en cambio, están
impresionados por el gran número de convergencias y paralelismos evolutivos
que se han producido en la Historia de la Vida, lo que significa que muchas
adaptaciones han surgido una y otra vez, como si la evolución estuviera
encauzada, al menos en parte, por las leyes de la Física, la Química y la
Geología. Por eso les parece que si la vida volviera a arrancar desde su estado
más simple, ocurrirían otra vez muchas cosas que ya conocemos, y brotarían
seres con sistema nervioso, ojos, dientes, apéndices, sociedades y, por qué no,
también inteligencia.
Por último, no faltan eminencias científicas como el neurofisiólogo John
Eccles (1903) y el biólogo molecular Jacques Monod (1910) —premios
Nobel y también ensayistas de gran influencia—, o el famoso filósofo de la
ciencia Karl Popper (1902), que han afirmado que, después de todo, los
animales, al «elegir» sus modos de vida, determinan las presiones de
selección, lo que significa que establecen qué variaciones son favorables o
desfavorables para ocupar eficazmente su nicho ecológico (en palabras de
ahora). No, los animales salvajes no son tan pasivos como las vacas o los
caballos domésticos. A fin de cuentas, ¿cómo podría la selección natural
favorecer un carácter (sea una estructura, una función o una conducta
hereditaria) que sus propietarios no usen en su correspondiente lugar de la
naturaleza?
Y, yendo más lejos, ¿no es el hombre el ejemplo más claro de que el
hábito acaba haciendo al monje? ¿No fue la adopción de un modo de vida
basado en la tecnología lo que seleccionó cerebros cada vez más grandes y
capaces? Darwin opinaba que esta discusión de qué fue primero, el rasgo o la
conducta, es del todo irrelevante, pero ¿lo es de verdad en nuestro caso?
Un darwinista de la primera hora al que me gustaría dar voz sería
precisamente su paladín, Thomas Henry Huxley (1825). Resultaría interesante
que nos contara cómo se desarrolló exactamente su famosa discusión con el
obispo Wilberforce en Oxford el 30 de junio de 1860, de la que se guardan
diversas versiones. Huxley escribió extensa y rigurosamente sobre la
evolución humana en un libro titulado Man’s Place in Nature (publicado en
1863, sólo cuatro años después de El origen de las especies), antes de que el
propio Darwin lo hiciera en su obra de 1871 titulada El origen del hombre. En
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El lugar del hombre en la naturaleza (traducción del título original), Huxley
se esfuerza por demostrar que la distancia entre el hombre y los grandes
simios (incluso en el cerebro) es menor que la que existe entre éstos y los
monos pequeños. Nuestra diferencia con los antropomorfos es sólo de grado.
Hoy, con todos los avances que se han producido en Paleoantropología,
estaría muy satisfecho. En su tiempo se buscaba desesperadamente un eslabón
perdido, y ahora tenemos muchos, casi toda la cadena.
Figura 5. Antes de que Darwin abordara en 1871 el tema del origen del hombre, lo hizo su discípulo T.
H. Huxley en 1863 en libro de significativo título: Man’s place in Nature (El lugar del hombre en la
naturaleza).
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existencia, de la que salían favorecidos los que tenían, de nacimiento, ciertos
caracteres ventajosos, y no aceptaba que los cambios producidos en la vida de
los organismos para adaptarse al ambiente se transmitieran a la progenie.
Sin embargo, aunque no tenía problemas para extender la explicación
darwinista a las etapas inferiores de la evolución humana, no creía ni por
asomo que las facultades mentales superiores y aquellos rasgos físicos
relacionados con ellas hubieran surgido por selección natural. No hace falta
decir cuánto disgustó a Darwin que su amigo Wallace se mostrase tan opuesto
a considerar a la especie humana como un tipo más de animal, al menos en
cuanto a las causas ordinarias que lo habrían producido. «Espero que no haya
asesinado por completo a nuestra criatura», escribió Darwin a Wallace.
Alfred Russel Wallace no era de clase social muy acomodada como
Darwin, no asistió a la universidad y casi siempre a lo largo de su existencia
tuvo graves problemas económicos. Él sí tuvo que trabajar muy duro para
sacar adelante a su familia, mientras que Darwin se pudo permitir ser toda su
vida un naturalista aficionado, en el sentido de que nadie le pagaba por
disfrutar de su pasión, salvo los editores de sus libros. No me cabe duda de
que Wallace sería también un gran personaje en mi representación, porque
tenía muchas cosas que contar. Si no fuera por su aportación al
evolucionismo, Wallace habría sido recordado por la Historia como viajero,
explorador, naturalista, escritor, activista político a favor de los más
desfavorecidos y de la justicia social y, especialmente, como uno de los
fundadores de la disciplina de la Biogeografía, que se ocupa de la distribución
de las especies en el Globo y de sus causas, que hay que buscar en la
Ecología, la historia de la Tierra y de la Vida. ¿Por qué hay canguros en
Australia y no existen mamíferos placentados allí? Pues porque Australia se
separó del resto de los continentes cuando todavía no habían evolucionado los
mamíferos con placenta. Wallace no sabía que los continentes se movían,
pero en sus viajes observó que por las islas de Indonesia pasaba la frontera
biológica entre Asia y Australia, que hoy se conoce como línea de Wallace.
Siempre sintió una gran admiración por Darwin, y no se consideró
injustamente tratado porque casi toda la fama se la llevara su amigo. Darwin,
por su parte, lo apreciaba y respetaba mucho, y le ayudó a conseguir
estabilidad económica, a pesar de sus desvaríos a propósito de la evolución
humana.
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Mapa 1. La frontera biogeográfica que T H. Huxley llamó Linea de Wallace en honor de este gran
investigador pasa entre las islas de Borneo y Célebes, y más al sur entre las de Bali y Lombok.
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cada momento historico, así que ¿cómo es que los salvajes tienen las mismas
capacidades que los pueblos más adelantados, si no les sirven de nada y no les
proporcionan ninguna ventaja? No puede entenderse simplemente por
selección natural, concluía.
Figura 6. «Todos los dayaks están de acuerdo en asegurar que no hay animal en la selva que se atreva a
acometerlo [al orangután], con sólo dos excepciones [el cocodrilo y la pitón]». A. R. Wallace. The
Malay Archipiélago.
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de los limites actuales de la ciencia. Wallace estaba convencido de que ciertos
fenómenos psíquicos extraordinarios eran reales y podían ser estudiados
experimentalmente, como hacían los científicos habitualmente en sus
laboratorios de física, química o biología, hasta llegar algún día a ser
comprendidos e incorporados a la doctrina de la ciencia convencional.
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Figura 7. «… la extraña y curiosa Charaxes kadenii [mariposa calibre], conocida por tener en
cada una de sus alas posteriores dos colas curvadas a modo de pinzas. Éste era el primer ejemplar
que jamás había visto y todavía hoy sigue siendo el único de su especie con que cuentan las
colecciones inglesas». A. R. Wallace. The Malay Archipiélago.
Pero volviendo a Wallace y Darwin, el primero tenía gran fe en el espiritismo, mientras que a
Darwin le parecía, simple y llanamente, una estafa, y le producía una gran indignación. Por eso
apoyaba (en privado) al joven zoólogo Edwin Ray Lankester en la causa contra el médium Henry
Slade, un americano que se ganaba la vida comunicándose con el espíritu de su difunta esposa en
los teatros y a quien Lankester había denunciado por embaucador después de saltar sobre él en el
escenario y arrebatarle la pizarra en la que «escribían» los espíritus. Lankester llegaría a ser director
del Museo de Historia Natural de Londres. Entre los partidarios de Slade se encontraba también
(paradójicamente) Arthur Conan Doyle, el «padre» del detective Sherlock Holmes, prodigio de la
lógica. Pero Wallace fue más lejos e intervino en el juicio. No afirmó que los mensajes del otro
mundo fueran ciertos, eso no lo podía saber, pero defendió la honradez de Slade como persona. El
juez condenó a Slade a tres meses de trabajos forzados en un penal, el acusado recurrió y
finalmente se marchó a Alemania.
La reputación de Wallace entre los científicos salió muy dañada de sus incursiones en el terreno
de lo inmaterial. Este desacuerdo no afectó a su relación con Darwin, que, en 1879, se propuso
conseguir que el gobierno le diera una ayuda a Wallace, que se ganaba malamente la vida
calificando exámenes. Escribió a Hooker, que era por entonces el director de los Reales Jardines de
Kew, solicitándole su apoyo, pero el insigne botánico y gran amigo de Darwin le recordó lo
desprestigiado que había quedado Wallace por sus ideas espiritistas. A pesar de ello, Darwin
consiguió su propósito y Wallace cobró una pensión vitalicia.
En esta historia de las fuerzas ocultas aparecen dos interesantes personajes más. Uno es un
primo y cuñado de Darwin, Hengsleigh Wedgwood, que estaba a favor de lo misterioso para
disgusto de Darwin, y el otro, cómo no, es Thomas Henry Huxley. El gran paladín de Darwin, a
diferencia de su indignado maestro, se sentía más aburrido que irritado ante la charlatanería
espiritista, aunque se había entretenido mucho remedando a unas precursoras de Slade en el
espiritismo, unas norteamericanas de mediados del siglo XIX, las hermanas Fox, a quienes los
muertos les hacían llegar mensajes por medio de ruidos. A la vejez, una de las Fox, Margaret,
confesó que esos sobrecogedores sonidos los producía ella misma con la articulación del dedo
gordo del pie. Huxley, por su parte, depuró la técnica hasta convertirse en un consumado maestro.
Yo no lo he intentado, pero Huxley recomienda usar calcetines finos y botas holgadas, claro, para
facilitar los movimientos del dedo gordo. Si la suela es dura y no hay alfombra que se interponga
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entre ella y el piso, se obtiene una resonancia mayor. Prueben porque podrán sorprender en las
reuniones de amigos.
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jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1881). Debió de ser un espíritu refinado,
sensible y tolerante, además de un escritor dotado de un lenguaje metafórico,
poco claro pero muy poético, como el de los místicos. Además, su vida fue un
terrible drama, porque, aunque intentaba conciliar el cristianismo con el
evolucionismo, sufrió la incomprensión de la Iglesia, que le impidió publicar
en vida sus ensayos. Un dramaturgo con talento haría de Chardin un personaje
cautivador, un protagonista que mantendría el ánimo de los espectadores en
vilo, con sus maneras elegantes y sus palabras profundas, quizá sólo en
apariencia, aunque en todo caso muy sugerentes.
Como Wallace, pero desde el pensamiento religioso, Chardin encontraba
que la evolución tenía una dimensión cósmica, que empezaba antes de la
aparición de la Vida, y que su destino final era el Hombre, precisamente en
este planeta y no en otro.
Copérnico y Galileo habían demostrado que la Tierra no era el centro del
Universo, el punto fundamental sobre el que giraban los cielos. Darwin
encontró más tarde que la nuestra era una especie más, producto, como las
otras, de la evolución orgánica y sujeta a las mismas leyes fijas que han dado
lugar a los erizos de mar o a los murciélagos. Más aún, nuestros antepasados
eran monos, y los chimpancés, nuestros hermanos. Finalmente, Sigmund
Freud asestó, con su descubrimiento del inconsciente, un rudo golpe a nuestra
racionalidad.
Ante este panorama, Teilhard de Chardin representaba para algunos una
balsa en un naufragio. Como en los tiempos anteriores a Galileo, la Tierra
volvía, de otra forma, a ser el centro del Universo. Además, según Chardin,
todavía estamos lejos de la meta, el Punto Omega, que será algo maravilloso
donde de alguna manera Dios y la Humanidad se encontrarán (o al menos eso
me parece entenderle). Lo mejor está aún por llegar, en resumen, aunque
como la evolución es tan lenta, habrá que tener mucha paciencia. Es cuestión
de decenas de miles de años o tal vez de centenares de miles de años. (Se
podría acelerar si nos lo proponemos, por medio de la selección artificial o
directamente por medio de la manipulación genética, pero ésa es otra historia,
demasiado compleja y apasionante como para tratarla en unas pocas líneas.
Necesitaría un libro entero, ya que la selección artificial, a diferencia de la
natural, sí tiene un propósito. ¿Hacia dónde apuntaríamos? ¿Y qué medios
serían considerados moralmente aceptables? Los seguidores de Darwin
enseguida se hicieron estas preguntas).
No cabe duda de que, puesto que «venimos del mono», es muy consolador
sentirse parte de un proyecto tan ambicioso, y de que un mensaje
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radicalmente optimista es mejor recibido que el seco materialismo de Darwin.
Incluso el más prominente de los neodarwinistas, defensores a ultranza del
pensamiento de Darwin, el genetista Theodosius Dobzhansky (1900), estaba
en 1962 cautivado por esta idea mística: «Teilhard de Chardin vio la
evolución de la materia, de la vida y del hombre como partes integrales de un
proceso único de desarrollo cósmico, de una única y coherente historia del
Universo entero. Más aún, vio en esta historia una dirección o tendencia
clara». Más adelante, Dobzhansky añade: «Es patente que estas grandes
concepciones son indemostrables por medio de hechos científicamente
establecidos. Trascienden el conocimiento acumulado, y es suficiente con que
no sean contradictorias con ese conocimiento. Para el hombre moderno, tan
atormentado espiritualmente en este vasto Universo sin sentido, la idea
evolucionista de Teilhard de Chardin llega como un rayo de esperanza. Cubre
las necesidades de nuestro tiempo». Y sin embargo, el nombre de Teilhard de
Chardin no es conocido por las generaciones más recientes.
Habría igualmente espacio en una obra de teatro de este tipo para que
otros personajes discutieran acerca de si, como se ha dicho a veces, Darwin,
al cambiar la visión del hombre como imagen de Dios, fue responsable
involuntario de los horribles crímenes masivos de los grandes dictadores ateos
del siglo XX, en Europa y en Asia, monstruos sanguinarios para quienes la
vida humana no es sagrada y carece de valor; o si más bien son los fanáticos
religiosos quienes sacrifican sin escrúpulos las vidas de los fieles y de los
infieles en el altar de sus dioses. El darwinismo y la selección natural, qué
duda cabe, han sido invocados por las ideologías supremacistas para justificar
y mantener los privilegios machistas, clasistas, racistas e imperialistas, o para
eliminar, en aras de la «salud de la especie», a los individuos considerados
inferiores, diferentes o subversivos.
Pero me temo que el problema está en la propia naturaleza humana y no
en las teorías científicas, por lo que prefiero convocar a otros investigadores a
este sueño, porque aún nos queda mucho que decir sobre la evolución de las
propias ideas de la evolución.
En el año 1900, fueron redescubiertas las leyes de Mendel, quien,
recordemos, años antes había dado con la verdadera teoría de la herencia
biológica (aunque su hallazgo no tuviera mucho eco), y era radicalmente
diferente de la pangénesis de Darwin. El mendelismo, con sus rígidas leyes de
la transmisión de caracteres fijos (a través de los factores hereditarios,
llamados luego genes), no parecía tener mucho que ver con el darwinismo, ya
que no había demasiado espacio para la variación entre individuos. Y la
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selección natural opera sobre la diversidad. Además, Hugo de Vries (1848),
uno de los nuevos mendelianos, descubrió también la mutación y defendió a
partir de entonces que las subespecies, en un primer paso, y luego las
especies, eran consecuencia de alteraciones importantes y bruscas del material
genético, y no resultado de la selección natural obrando a lo largo de mucho
tiempo y acumulando pequeños cambios en las poblaciones hasta
transformarlas en algo diferente.
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fuerza que protagoniza la evolución, y quién fue su descubridor: la selección
natural y Darwin o la mutación y Hugo de Vries.
Figura 9. «Al principio de mis observaciones me pareció probable que un estudio cuidadoso de los
animales domésticos y de las plantas cultivadas ofrecería mayores posibilidades de resolver este oscuro
problema». C. Darwin. El origen de las especies.
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reconocimiento de este hecho no es de importancia pequeña para disipar
muchas objeciones menores a la doctrina de la transmutación».
Y Huxley cita el caso de la raza de ovejas ancón, caracterizada por sus
patas cortas, que les impedían saltar las vallas y meterse en la propiedad del
vecino y por eso eran apreciadas. Según un testimonio que recoge, esa raza se
originó al nacer un día un cordero de patas cortas de una oveja normal en un
rebaño normal. Y también cita una pareja de malteses que habían tenido un
hijo con seis dedos, todos perfectamente formados y móviles, en cada una de
sus manos y de sus pies.
Sin embargo, para la hipótesis de Darwin, admitir ese «saltacionismo» de
la evolución era como si la geología de Lyell aceptara ciertas dosis de
catastrofismo. Más adelante, hacia la mitad del siglo pasado, el mendelismo y
el darwinismo se dieron la mano y así surgió la Teoría Sintética de la
Evolución que impera hoy, también llamada Neodarwinismo (aunque, en
rigor, el término lo había utilizado antes August Weissman, quien, al
desacreditar la herencia de los caracteres adquiridos, rechazaba el
lamarckismo y se quedaba sólo con la selección natural de Darwin).
Me gustaría saber qué piensa de todo esto (dondequiera que esté) Richard
Goldschmidt (1878), un genetista que defendió en 1940 las tesis
mutacionistas de una forma distinta a como lo hacía De Vries, aunque
coincidiera en lo fundamental: negar a la selección natural el valor de fuerza
creativa, engendradora de novedades biológicas, el nervio de la evolución.
Para Goldschmidt la clave está en el desarrollo embrionario, donde una
mutación podría cambiar la ruta que recorre el ser en formación y llevarlo
hasta un destino diferente. Normalmente, esta desviación produciría un
monstruo, pero excepcionalmente, el nuevo adulto, aunque diferente de sus
padres, podría tener una oportunidad de sobrevivir y ser la cepa de una nueva
especie. Goldschmidt pensaba que la selección natural podía producir
cambios pequeños en las poblaciones, incluso variedades regionales
(microevolución), pero nunca dar lugar a nuevas especies (macroevolución).
Los partidarios de la Nueva Síntesis, en cambio, sostienen que
microevolución y macroevolución son la misma cosa, sólo que a diferentes
escalas temporales. Las poblaciones cambian de una generación a otra,
aunque sea únicamente en las frecuencias de sus genes, mientras que las
especies aparecen en el tiempo geológico (como resultado de la acumulación
de pequeñas modificaciones).
Y digo que me encantaría saber qué opinaría Goldschmidt hoy, porque la
genética de los tiempos más recientes nos ha dado una gran sorpresa. En estos
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años hemos secuenciado el genoma de muchas especies, incluida la nuestra, y
las diferencias son menores de lo que muchos esperaban, incluso entre tipos
animales muy distintos, construidos según planes corporales que no tienen
aparentemente nada que ver. Más aún, el desarrollo está controlado por unos
genes llamados reguladores, auténticos «escultores» de la morfología, y ésos
también son casi los mismos a todo lo largo de la escala animal. Cuantos
menos genes varíen entre las grandes categorías de seres vivos, más
importancia tiene cada uno de ellos en la evolución.
Sospecho que Goldschmidt defendería ahora que el origen de las grandes
categorías animales está en mutaciones producidas, cada mucho tiempo, en
unos pocos de esos genes reguladores, y que la selección natural tendría un
alcance mucho menor, ya que sólo generaría variantes dentro de los grandes
tipos, una vez que éstos hubieran aparecido. Por supuesto, los nuevos diseños
serían también puestos a prueba en la lucha por la vida, ya que la mayor parte
de los «monstruos» serían criaturas aberrantes e inviables, pero si acudimos a
la analogía con la selección que se viene llevando a cabo desde hace milenios
con los animales domésticos (la metáfora favorita de Darwin), el
protagonismo del paciente ganadero pasaría a ser secundario. Sin duda, no era
esto lo que pensaba Darwin que había ocurrido en la historia de la vida.
El mérito que nadie discute a Darwin y a la selección natural es el de
haber explicado las adaptaciones de los organismos vivientes, es decir, las
estructuras y los procesos fisiológicos (también los comportamientos innatos)
que tienen una función concreta, una utilidad, en relación con el tipo de vida
que lleva cada especie, lo que hoy llamamos el nicho ecológico. Los autores
creacionistas más inteligentes veían en esa maravillosa eficacia de los órganos
una demostración irrebatible de la existencia de un creador, autor de los
diferentes diseños, porque un ojo, al igual que una cámara fotográfica, «sirve
para algo», tiene un propósito. Además, las adaptaciones serían una prueba de
la misericordia de Dios, que dota a sus criaturas de los medios necesarios para
ganarse la vida.
La selección natural permite explicar las adaptaciones sin necesidad de
recurrir a un ingeniero sobrenatural, pero ahora surge una trascendental
pregunta: ¿se originaron los grupos zoológicos mayores, llamados
técnicamente filos, poco a poco, sumándose cambios con valor de adaptación
uno tras otro a lo largo de mucho tiempo?, ¿o surgieron de un modo rápido?
Difícil saberlo, porque hace la friolera de quinientos treinta millones de años
ya existían todos los filos actuales, incluidos los cordados y, dentro de éstos,
los vertebrados. De lo que pasó antes con estos filos no tenemos apenas
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información. Volveremos más adelante a esta importante cuestión varias
veces porque también inquietaba a Darwin y la consideraba un serio desafío a
su teoría.
Figura 10. Dos modelos evolutivos: evolución filética (a la izquierda) y equilibrio puntuado (a la
derecha) (J. L. Arsuaga y A. Cerqueira).
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Voy a intentar explicar de otra manera por qué el Equilibrio Puntuado es
una forma de ver la evolución distinta de la más común entre los
neodarwinistas. Éstos sostienen que no hay en realidad especies fósiles, sino
continuos evolutivos, es decir, linajes, porque una especie está siempre
cambiando en el tiempo, ya que la evolución casi nunca se detiene, del mismo
modo que, volviendo a la comparación con el uniformismo de Lyell que
inspiró a Darwin, tampoco dejan en ningún momento de actuar y modificar el
relieve los agentes geológicos.
Si podemos identificar especies en el registro fósil, es, según los
darwinistas, porque hay grandes huecos en la información, vastos períodos de
tiempo sin restos conservados. Si encontrásemos los fósiles de todos los
individuos que han existido en una línea evolutiva, sería imposible decidir
cuándo termina una especie, la antecesora, y empieza la siguiente, su
descendiente. Pues bien, según Eldredge y Gould, nada de esto es cierto,
porque las especies se originan rápidamente en alguna parte y luego ya
permanecen sin cambios en todo el territorio que lleguen a ocupar. Si no se
dispone de un registro completo del lugar exacto (y a veces muy reducido)
donde han surgido, lo que veremos en los yacimientos es la aparición súbita
de varias especies, y también la desaparición de otras.
Ya comprendo que estas disquisiciones de especialista pueden llegar a
aburrir a un lector que no esté especialmente intrigado por la evolución y sus
matices, pero me parece que lo que viene a continuación nos interesa a todos.
A Darwin no sólo le preocupaba la evolución morfológica, sino también
la del comportamiento, animal y humano. La conducta es en parte innata y en
parte adquirida a través del aprendizaje, por lo tanto, también está
determinada, parcialmente, por la genética, lo que implica que ha tenido que
ser igualmente moldeada por la selección natural. Una cuestión que preocupa
a los biólogos evolutivos es la existencia de elaborados comportamientos
altruistas y cooperativos en los animales sociales (y, por supuesto, en el ser
humano). A menudo hemos leído u oído decir en un documental que el lobo
que resulta vencedor en un combate no muerde nunca la garganta que le
ofrece el vencido, y que esa inhibición de la agresividad se produce por el
bien de la especie. El gran etólogo austríaco y premio Nobel Konrad Lorenz
(1903) solía utilizar ese razonamiento. Pero la selección natural darwiniana,
operando sobre los sujetos, debería promover más bien el egoísmo, porque lo
que se premia es el bien del individuo y el tamaño de su descendencia, y no el
bienestar del grupo. Nadie hace nada en la naturaleza por el éxito de la
especie.
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Una posible solución al problema consiste en elevar la selección del nivel
del individuo al nivel del grupo, ya que además de competir entre sí los
individuos dentro de su sociedad por la jerarquía o la reproducción, los grupos
compiten unos con otros por el territorio y los recursos. Obviamente, los
grupos con más miembros cooperativos y altruistas tendrán ventaja frente a
los menos cohesionados, pero no se ve cómo pueden los primeros evitar
contaminarse de individuos egoístas que se aprovechen de los más generosos
y echen a perder la eficacia del conjunto. Por ese motivo la selección de grupo
tiene pocos defensores. Es muy difícil aceptar que se haya seleccionado un
carácter (cualquiera) que favorece al grupo y perjudica al individuo que lo
porta (habría que decir, mejor, que lo sufre).
Otra solución al problema es hacer descender la selección darwinista al
nivel de los genes, y las abejas y otros insectos sociales nos proporcionan el
mejor ejemplo. Como pensó J. B. S. Haldane (1892), mis genes no saldrían
perdiendo si sacrificara mi vida por dos hijos, o dos hermanos, o cuatro nietos
(pero yo dejaría de existir y en ese sentido lo perdería todo). Lo que cuenta
para la evolución es el futuro de mi patrimonio genético, es decir, el número
de hijos que yo tengo más los descendientes de mis parientes (ponderados
según el grado de cercanía). Esa idea es la base de la teoría del gen egoísta de
Richard Dawkins y de la Sociobiología de Edward O. Wilson (pero los dos
están vivos y defendiendo sus puntos de vista, por lo que no tienen
parlamento en mi función, ya que no lo necesitan). Además, ellos extienden
esa lógica al estudio y comprensión del comportamiento humano, algo que
otros biólogos encuentran erróneo científicamente y muy peligroso
ideológicamente. Para esos críticos, que se proclaman contrarios al
determinismo genético del comportamiento humano, la Biología tiene poco
que decir sobre nuestra conducta.
El ya citado Konrad Lorenz fue el primero en agitar las aguas con su
famosa obra Sobre la agresión, el pretendido mal, en la que abordaba la
cuestión de las bases biológicas y evolutivas de la agresividad animal y
humana. Llegaba a la conclusión de que ésta era innata y espontánea, y no
simplemente una reacción frente a la presión del ambiente sobre los
individuos. Esto indica que no se puede eliminar por completo, porque
aunque haya causas externas de la agresividad, también existe una fuente
interna. A continuación se preguntaba cómo podía canalizarse la agresividad
humana. Por un planteamiento tan realista recibió multitud de críticas y aún
sigue la discusión. Estamos viviendo una apasionante polémica en este
terreno.
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Cuanto más leo a Darwin, más me sorprendo de que casi todas las críticas
que se le han hecho ya habían sido consideradas en sus escritos. Era muy
consciente de los problemas que se planteaban a su teoría, en todos los
terrenos, y quizá también por eso tardó tanto en publicar El origen.
De modo que, si hubiera podido asistir a la sesión académica que he
imaginado, habría asentido con la cabeza a todas las dudas. Ya lo sé, pensaría,
a mí también se me había ocurrido ese problema.
En mi ficción, Darwin escucharía, pues, muy interesado a estos y otros
personajes sin decir palabra. Al final, se levantaría de su asiento para hablar,
ante la expectación de todos, y en ese momento el profesor se despertaría de
su sueño. Los alumnos estarían empezando a entrar en el aula. Entonces el
profesor tomaría sus notas y Darwin empezaría a hablar por su boca. Eso es lo
que me he propuesto hacer en las páginas que siguen, dar la palabra a Darwin
a través de algunos textos seleccionados que reflejan, espero, lo fundamental
de su pensamiento.
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INTRODUCCIÓN
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los ocho años, que prácticamente no la recordaba. El problema era que le
gustaban las ciencias naturales, y no la medicina ni las Humanidades que
tenía que estudiar por imposición o consejo (según se mire) paterno. En el
campo sí que destacó desde muy joven, pero sólo unos pocos lo sabían, los
profesores de Biología y Geología con los que él se juntaba a la salida de
clase, al margen de sus estudios oficiales.
El segundo Darwin nació a la vuelta del viaje, y es el que ocupa más años
de su existencia. Por alguna misteriosa razón, se retrajo a la vida doméstica y,
literalmente, se convirtió en otra persona (al menos en apariencia). Ya no
vivió más aventuras ni se movió apenas, y desde luego, no participó en
ningún acalorado debate sobre la evolución. Él defendió sus ideas con la
pluma, hasta que no pudo más, y murió, mientras que otros pusieron la voz en
su lugar. Este segundo Darwin fue un hombre cálido, tranquilo y familiar, que
casi siempre estaba enfermo en casa. Pero no pasivo, desde el punto de vista
intelectual, al contrario, permanentemente en guardia.
Lo que he descubierto en estos años es que Darwin fue, por encima de
todo, un apasionado naturalista, un loco por las piedras y por los seres vivos,
un curioso incurable. Le interesaba todo lo que tuviera que ver con el mundo
natural, y nunca se cansó de aprender y de buscar. No fue un teórico, sino
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ante todo un observador y un experimentador. Sus grandes ideas sobre la
evolución, o sobre otras muchas cosas, como los arrecifes de coral, fueron el
jugo de su conocimiento amplísimo, que abarcaba la Botánica, la Zoología, la
Histología, la Fisiología, la Geología toda, la Ecología, la Biogeografía y
otras muchas disciplinas. Recogía los datos, los hechos, y buscaba lo que hay
detrás de ellos, las leyes que rigen el mundo. Insistía siempre en que las
teorías crecían a partir de las observaciones. Y yo no puedo estar más de
acuerdo: la ignorancia no puede engendrar ideas geniales. Aunque también
añadía en una carta a Wallace: «Estoy muy contento de oír que usted presta
atención a la distribución [de las especies] de acuerdo con ideas teóricas. Soy
un firme convencido de que sin especulación no hay observación original y
buena». Esas dos perspectivas, la inductiva y la de la falsación de las ideas
(poniéndolas a prueba con los hechos por medio de la experimentación y la
observación), son la base del método científico moderno y Darwin fue en
ambas un ejemplo que imitar.
Sin duda, ese fuego por la Vida y la Tierra lo conservó siempre, hasta el
último aliento («mi pasión por la ciencia natural ha sido constante y ardiente»,
escribe en las páginas finales de su Autobiografía), y es el nervio de la
personalidad de Darwin, la conexión entre el joven despreocupado y
deportista, coleccionista y cazador, y el hombre maduro absorto, preocupado,
abrumado quizá por el enorme peso de lo que había descubierto.
Pero dejemos ahora que sea el propio Darwin quien nos cuente, desde la
última vuelta del camino, cómo fue su vida.
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I. LAS MOCEDADES DE DARWIN
La escuela
Los primeros recuerdos que Darwin cita en su Autobiografía se refieren a sus
inicios como estudiante, a la edad de ocho años:
Por la época en que iba a esta escuela diurna, mi afición por la historia
natural y, más especialmente, por las colecciones estaba bastante
desarrollada. Trataba de descifrar los nombres de las plantas, y reunía
todo tipo de cosas, conchas, lacres, sellos, monedas y minerales. La
pasión por coleccionar que lleva a un hombre a ser naturalista sistemático,
un virtuoso o un avaro, era muy fuerte en mí, claramente innata, puesto
que ninguno de mis hermanos o hermanas tuvo jamás esta afición.
Con nueve años lo enviaron interno a otra escuela cercana a su casa y allí
permaneció hasta los dieciséis.
Nada pudo ser peor para el desarrollo de mi inteligencia que la escuela del
doctor Butler, pues era estrictamente clásica, y en ella no se enseñaba
nada, salvo un poco de Geografía e Historia antiguas. Como medio de
educación, la escuela fue sencillamente nula.
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Figura 12. Autor: Carlos Puche.
Parece ser que la familia le decía que era más lento aprendiendo que su
hermana mayor, Catherine, que era travieso y «aficionado a inventar historias
falsas». En su descargo, Darwin también apunta que ya por entonces tenía el
espíritu inquieto y curioso que mantuvo toda su vida.
Darwin pasó por la escuela con más pena que gloria, pero no fue por falta
de aptitudes, sino más bien por una profunda incompatibilidad con el sistema
educativo de la época. Su opinión queda patente en una carta escrita el 7 de
marzo de 1852 a su primo segundo, W. D. Fox, cuando ambos se planteaban
el tipo de educación que iban a dar a sus hijos: «Nadie puede despreciar más
sinceramente que yo la vieja educación clásica, estúpida y estereotipada». Los
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intereses del niño iban por caminos muy distintos de los que le ofrecía la
escuela, pero de lo que no cabe duda es de que los tenía:
La universidad
El joven Charles viajó a Edimburgo con su hermano mayor, Erasmus,
para estudiar Medicina, la carrera del padre. Enseguida comprendió que no
era lo suyo, sobre todo cuando asistió a las operaciones sin anestesia.
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Figura 13. «Estos cuernos […] recuerdan los de varios cuadrúpedos, como los ciervos, rinocerontes,
etc., y son maravillosos tanto por tamaño como por diversidad de forma». C. Darwin. El origen del
hombre.
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Sin embargo, su amor por la naturaleza no le abandonó en tierras
escocesas. Algo había en ello de herencia familiar, porque su abuelo Erasmus
(1731), también médico, había escrito una Zoonomía en la que defendía la
evolución. No debe pensarse, sin embargo, que Charles creció en un hogar
partidario de la «transmutación de las especies», ni que trabajó sobre las ideas
de su abuelo Erasmus.
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Parece que, de nuevo, el mejor recuerdo que le queda de su época de
estudiante de Medicina está relacionado con la zoología:
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sintió libre de dudas. Iba a ser un hombre de Dios en algún bucólico lugar del
campo, rodeado de rocas, animales y plantas. Sin embargo, tampoco
consiguió entusiasmarse con la universidad:
Durante los tres años que pasé en Cambridge desperdicié el tiempo tan
absolutamente como en Edimburgo y en la escuela, en lo que a los
estudios académicos se refiere.
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semana, y allí se reunían por la tarde todos los estudiantes aún no
graduados y algunos de los miembros más antiguos de la Universidad
vinculados a la ciencia. Pronto conseguí una invitación a través de Fox, y
desde entonces asistí a aquellas reuniones regularmente. Al poco tiempo
hice buena amistad con Henslow, y durante la segunda mitad de mi
estancia en Cambridge paseábamos juntos muchos días, por lo que
algunos alumnos me llamaban «el que pasea con Henslow». Con
frecuencia me invitaba a comer con su familia. Tenía grandes
conocimientos de botánica, entomología, química, mineralogía y
geología. Su mayor afición consistía en deducir conclusiones a partir de
largas y minuciosas observaciones. Su criterio era excelente y su
inteligencia, en conjunto, muy equilibrada; sin embargo, supongo que
nadie diría que poseía un genio original. […] Sus cualidades morales eran
admirables en todos los sentidos. Estaba libre del menor asomo de
vanidad u otros sentimientos mezquinos.
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rastro de los maravillosos fenómenos glaciales a nuestro alrededor; no
advertimos ni las rocas claramente estriadas ni los cantos rodados
detenidos en posiciones poco estables, ni las morrenas laterales y
terminales. Sin embargo, estos fenómenos eran tan evidentes que, como
ya manifesté en un artículo publicado muchos años después en
Philosophical Magazine, una casa arrasada por el fuego no expone tan
claramente su historia como aquel valle.
Figura 14. Corte ideal de la corteza terrestre, con los diferentes tipos de rocas.
La ciencia de la geología tiene una enorme deuda con Lyell —creo que
más que con cualquier otra persona en todos los tiempos—. Cuando iba a
partir para mi viaje en el Beagle, el sagaz Henslow, que en aquellos días
creía, como todos los geólogos, en los cataclismos sucesivos, me aconsejó
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que consiguiera y estudiara el primer tomo de los Principios, que acababa
de publicarse, pero que de ninguna forma aceptara los puntos de vista que
en él se defendían. ¡De qué modo tan diferente hablaría cualquiera de los
Principios hoy día!
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II. ¡ARRIBA EL FOQUE!
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El 6 [de enero de 1832] por la tarde entramos en el puerto de Santa Cruz.
Ahora me encuentro por primera vez medianamente bien, y me estaba
imaginando el deleite de la fruta fresca que crece en hermosos valles y
leyendo la descripción de Humboldt de las magníficas panorámicas de las
islas, cuando (quizá puedas suponer nuestra decepción) un hombrecillo pálido
nos informó de que debíamos guardar una estricta cuarentena de doce días. En
el barco se hizo un silencio sepulcral hasta que el capitán gritó ¡arriba el
foque! Y dejamos aquel lugar por el que tanto habíamos suspirado.
Durante el día estuvimos sin viento entre Tenerife y Gran Canaria y aquí
experimenté por primera vez algún placer. La panorámica era magnífica. El
pico de Tenerife, visto entre las nubes, parecía otro mundo. El único
inconveniente era nuestro deseo de visitar esta magnífica isla.
Así que Darwin se quedó sin subir al Teide, y nosotros sin su relato, que
habríamos podido poner al lado del de Humboldt. Si queremos celebrar la
venida de Darwin a España, lo tendremos que hacer en un velero, frente a las
costas canarias o en el puerto de Santa Cruz de Tenerife.
Curiosamente, muchos años después Darwin tuvo la oportunidad de
conocer en persona al gran mito, que resultó ser, cómo no, un ser humano.
Pero creo que a todos nos ha pasado cosa parecida en alguna ocasión.
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Figura 15. El Beagle en la desembocadura del río Santa Cruz. Aquí fue varado el buque para reparar el
casco y la quilla, y mientras tanto FitzRoy y Darwin remontaron el curso del río hasta llegar a divisar la
cordillera andina.
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Para las misiones de exploración y cartografía, así como para aprovisionarse
de leña, agua o alimento en tierra, se destacaba una partida de unos pocos
hombres en alguna de las barcas que transportaba el navío, que funcionaba así
como base de operaciones. La flotilla que albergaba el Beagle estaba formada
por siete botes: cuatro balleneras (dos en cubierta y dos colgadas de
pescantes), un chinchorro colgado de través a popa, una yola y un cúter (que
se estibaba dentro de la yola). Sin esos tentáculos no habría podido cumplir su
misión.
No era la primera vez que el Beagle visitaba las costas sudamericanas. En
el viaje anterior, la soledad y la desesperación ante la dificultad del trabajo
por realizar habían hecho presa en el capitán Pringle Stokes, quien se había
pegado un tiro en la cabeza en Puerto Hambre, en el estrecho de Magallanes.
Su puesto fue ocupado por un jovencísimo marino de ilustre familia llamado
FitzRoy, que mandaba también la segunda expedición, en la que viajó
Darwin. FitzRoy había solicitado a un profesor de Cambridge (George
Peacock) amigo de Henslow que le buscara un naturalista como acompañante,
y el botánico pensó en su joven protegido[4].
En la carta que le enviara Henslow a Darwin, le dejaba claro lo que se
esperaba de él. No que hiciera un gran trabajo científico, ni mucho menos,
sino que coleccionara ejemplares y tomara notas de lo que viera por ahí. Es
decir, que observara, pero no que pensara. Viajaba en calidad de acompañante
del capitán, no de sabio de las ciencias naturales. Henslow no lo tenía por un
profesional acabado, y sólo necesitaban que proporcionara materiales que
pudieran ser de utilidad para que los estudiaran los grandes expertos.
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siento esto que si alguien me pidiera consejo en una ocasión similar, lo
pensaría mucho antes de animarlo». Desde Shrewsbury viajó a Cambridge
para ver a Henslow y luego a Londres para entrevistarse con FitzRoy. Éste le
explicó más tarde, cuando tuvo confianza, que estuvo a punto de rechazarlo
por la forma de su nariz. El capitán creía que se podía conocer el carácter de
una persona por sus facciones y desconfiaba del apéndice nasal de su futuro
compañero de mesa y mantel.
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diversas islas del archipiélago de las Galápagos y de todos ellos con los
de América del Sur.
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profundo acantilado de lava bajo el cual descansaba, con un sol abrasador,
algunas extrañas plantas del desierto junto a mí y, a mis pies, corales
vivos en las lagunas de marea. Posteriormente, durante el viaje, FitzRoy
me pidió que le leyera algo de mi diario y manifestó que merecería la
pena publicarlo; ¡así que aquí había un segundo libro en perspectiva!
Figura 16. Formación de arrecifes de coral por hundimiento progresivo de la isla en torno a la cual se
forman. De este modo los arrecifes costeros (o franjeantes) pasan a ser arrecifes de barrera (con un
lagoon en medio) y luego, si continúa la subsidencia, desaparece la isla y se convierten en atolones.
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había podido imaginar nunca con la Geología de Sudamérica. Fuera del barco,
fue, por encima de todo, un geólogo. Para iniciarse «sólo hace falta un poco
de lectura, razonamiento y darle al martillo», le escribió, entusiasmado con la
Geología, a William Darwin Fox. Francis Darwin oyó comentar a su padre
que «la Geología de Sudamérica le proporcionó casi más placer que ninguna
otra cosa».
Figura 17. Journal of Researches. Al poco tiempo de publicarse junto con otros dos tomos sobre los
viajes del Beagle (de los que se encargó FitzRoy), el Diario escrito por Darwin se reeditó como libro
independiente, con gran éxito.
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La investigación geológica de cada uno de los lugares visitados fue
mucho más importante, puesto que en ella entra en juego el razonamiento.
Cuando se empieza a examinar un territorio desconocido, nada parece
más desesperanzador que el caos de las rocas; pero al ir registrando la
estratificación y la naturaleza de aquéllas y de los fósiles en múltiples
puntos, especulando siempre y pronosticando lo que encontraremos en
otros lugares, se empieza a ver clara la región, y su estructura de conjunto
se hace más o menos inteligible.
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Figura 10. Seguramente los jóvenes oficiales del Beagle consultarían el libro del que procede este
dibujo, que, por cierto, refleja una dramática situación por la que FitzRoy pasó dos veces, y Darwin una,
con grave peligro de hundimiento[6].
Otra de mis ocupaciones era recoger todo tipo de animales; hacía una
breve descripción y disecaba groseramente muchos de los que procedían
del mar, pero, como no era capaz de dibujarlos y no poseía un
conocimiento anatómico suficiente, el montón de manuscritos que había
hecho durante la travesía resultó prácticamente inservible. Perdí mucho
tiempo de este modo, con la excepción de que dediqué a adquirir algún
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conocimiento sobre crustáceos, pues esto me sirvió cuando, años después,
emprendí una monografía sobre los cirrípedos. […]. En lo que puedo
juzgar respecto de mí mismo, trabajé al máximo durante la travesía por el
mero placer de investigar y guiado por mi firme deseo de añadir alguno
más a la gran masa de datos con que cuenta la ciencia natural. Pero
también ambicionaba alcanzar una buena posición entre los científicos,
aunque no tengo idea de si lo ambicionaba más o menos que la mayoría
de mis colegas.
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III. ¡POR FIN EN CASA!
Estos dos años y tres meses fueron los más activos de mi vida, aunque en
ocasiones me encontraba indispuesto, por lo que perdí algún tiempo. Tras
haber estado yendo y viniendo varias veces entre Shrewsbury, Maer
[residencia de los Wedgwood], Cambridge y Londres, el 13 de diciembre
fijé mi residencia en Cambridge, donde estaban todas mis colecciones
bajo la custodia de Henslow. Allí me quedé tres meses, y examiné mis
minerales y rocas con la ayuda del profesor Miller. […] El 7 de marzo de
1837 trasladé mi residencia a Great Malborough Street, en Londres,
donde permanecí casi dos años, hasta que contraje matrimonio. […] A lo
largo de estos dos años hice también cierta vida de sociedad y fui
secretario honorario de la Geological Society. Veía mucho a Lyell. Una
de sus principales características era su solidaridad hacia el trabajo de los
demás, y yo estaba tan impresionado como complacido por el interés que
mostró cuando, a mi regreso a Inglaterra, le expuse mis puntos de vista
sobre los arrecifes de coral. Esto me animó extraordinariamente y su
consejo y ejemplo tuvieron mucha influencia en mí.
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aspirante a genio se la juega… si es que decide intentarlo. Muchos son tan
prudentes que prefieran apuntarse, a posteriori, al consabido «ya lo decía yo».
Darwin demostraría su valía como geólogo con la teoría sobre la
formación de los arrecifes de coral, como se verá más adelante, pero
asimismo cometió un grave error en la solución de otro enigma geológico, el
de los «caminos paralelos» de Glen Roy. Esa equivocación la lamentó
siempre y hasta es posible que lo volviera excesivamente cauto a la hora de
publicar su teoría de la descendencia con modificación, para la que nunca
parecía tener suficientes pruebas. Y habría seguido tal vez acumulándolas
hasta el día de su muerte si no hubiera sido por una carta que recibió desde el
otro confín del mundo. Pero ya hablaremos de eso luego.
Mapa 2. Brazo sur del ventisquero de San Quintín. «El glaciar más alejado del polo explorado durante
los viajes del Adventure y del Beagle, está en la latitud 46º 50’, en el Golfo de Penas». C. Darwin.
Diario.
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verano de 1838 (se encontró bien y se sentía feliz) y pensó, equivocadamente,
que esas «carreteras» eran de origen marino y no lacustre, pese a que están
situadas a considerable altura sobre el nivel del mar, a 265, 325 y 350 metros.
Pero es que en su estancia en Sudamérica había deducido los grandes
levantamientos del continente que se habían producido en épocas geológicas
recientes; lo sabía porque encontraba conchas de moluscos marinos actuales a
considerable altitud.
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William Buckland (1784), presidente entonces de la Sociedad Geológica, y
pudo observar el mismo modelado del paisaje por la acción de los hielos que
en Suiza: estrías, bloques erráticos, rocas aborregadas, depósitos de piedras
transportadas (morrenas), etc. La presa que había formado el lago del Glen
Roy, y dado lugar a las terrazas, había sido una lengua de hielo que cerraba la
salida del río. El mar nunca había llegado hasta allí.
Darwin se desplazó al norte de Gales (en el verano de 1842), donde había
estado trabajando con el profesor Sedgwick, de Cambridge, justo antes de
embarcar en el Beagle, y reconoció las huellas del hielo por todas partes.
Había estado ciego la vez anterior, como todos los demás geólogos de la
época, incluido el escocés Lyell, que tenía el modelado glaciar literalmente a
la vista desde la casa de su padre en Kinnordy. Y es que nadie puede ver
aquello que no busca. El método científico que Darwin aplicó tan bien en los
problemas de la evolución y de los arrecifes de coral consiste en elevarse
desde los hechos conocidos hasta las hipótesis (inducción: el método de
Francis Bacon), y luego buscar nuevos hechos para ver si son compatibles con
las hipótesis (falsación). Con todo, Darwin seguía aferrándose a su idea de las
playas levantadas de Glen Roy; creía todavía que ambas explicaciones,
glaciar y brazo de mar, eran complementarias. El caso es que Darwin no tenía
que haberse equivocado, ya que él mismo dice, en carta escrita a Lyell a la
vuelta del viaje, que no encuentra conchas en las supuestas playas marinas de
Glen Roy:
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Figura 19. Louis Agassiz fue un gran científico que descubrió la existencia de las grandes glaciaciones
en el pasado. Pero se mantuvo inflexible en la defensa del creacionismo hasta el día de su muerte, y
sostenía que había varias especies humanas.
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Me gustó mucho leerlo [un artículo de Agassiz de ese año], aunque
básicamente como una curiosidad psicológica. Le sigo totalmente en
considerar a Agassiz loco con los glaciares. Sus pruebas se reducen a
supuestas morrenas que son difíciles de identificar en un terreno cubierto
de bosque; y con respecto a los bloques erráticos, no se dice que sean
angulares (como tendrían que ser) y su área fuente no se puede conocer en
un país tan escasamente explorado. Cuando estuve en Río, me llamó
continuamente la atención la profundidad (algunas veces de 100 pies)
hasta la cual las rocas graníticas se descomponían in situ y que su textura
blanda fácilmente daría lugar a grandes acumulaciones aluviales.
Recuerdo bien lo difícil de trazar una línea entre los materiales aluviales y
la roca descompuesta in situ. ¡Qué espléndida imaginación tiene Agassiz!
¡Y qué entusiasta es! ¡Qué gran obra podría haber hecho si se hubiera
nutrido de sus Principios [el libro de Lyell] con la leche de su madre! Es
maravilloso que haya escrito tal insensatez sobre los valles del Amazonas.
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palma de sus manos, no pude dejar de clavar mis ojos en su rostro para
indicarles que se mantuvieran bien lejos.
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IV. LA PRADERA ENSANGRENTADA
Darwin paleontólogo
Figura 20. «El gaucho es invariablemente atento, educado y hospitalario […] es modesto, pero tiene un
gran sentido de la propia dignidad y de la de su país, y al mismo tiempo es muy valiente y corajudo». C.
Darwin. Diario.
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(la que uso aquí) que tuvo una extraordinaria acogida de público, algo de lo
que Darwin siempre se sentiría muy orgulloso.
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Nadie puede decirlo…; todo parece ahora eterno.
El desierto tiene una lengua misteriosa,
que sugiere terribles dudas.
(None can replay — all seems eternal now.
The wilderness has a mysterious tongue,
Which teaches awful doubt).
Shelley, «Mont Blanc»
Figura 21. Darwin y Owen creyeron equivocadamente que el fósil Macrauchenia patachonica era un
lejano pariente de gran tamaño de los camélidos sudamericanos como el guanaco o la llama.
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menos originales. Algo tenía que ver el pasado con el presente de la región.
La explicación estaba, efectivamente, en la descendencia con modificación:
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época en que Darwin escribió el primer texto, en el verano de 1837, ya
revoloteaban por su cabeza las ideas evolucionistas desde marzo de aquel año.
Para cuando se publicó el Diario, en 1839, había leído a Malthus (en los
últimos días de septiembre y primeros de octubre de 1838) y concebido la
idea de la selección natural. Pero nada de esto se trasluce (o por lo menos no
es evidente) en el libro. La edición de 1845 se revisó meses después de que
Darwin hubiera escrito (en 1844) un largo ensayo de 230 páginas con toda su
teoría de la evolución por medio de la selección natural ampliamente
desarrollada. Y es en esta segunda edición donde se atisban sus ideas
evolucionistas, aunque en ningún caso se lleguen a expresar (sólo las
conocían unos pocos íntimos por entonces). Pero nosotros podemos
interpretar los cambios que hizo en el Diario por el afán de eliminar lo que le
parecía ya incorrecto y quizá también de expresar, aunque fuera de forma
encubierta, su pensamiento «transformista», que pugnaba por salir al exterior.
De lo que no cabe duda es de que Darwin ya sabía la contestación que iba a
dar a las preguntas que el libro planteaba.
En la edición de 1839 Darwin escribe:
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épocas, América debe de haber sido un hervidero de grandes monstruos;
ahora no hallamos más que pigmeos, cuando se los compara con las razas
afines que los han precedido. Si Buffon hubiera tenido noticia del
perezoso gigante y de otros animales parecidos al armadillo, también de
tamaño enorme, así como de los paquidermos desaparecidos, habría
podido decir que las fuerzas creadoras de América han perdido su poder;
afirmación más verosímil que la de que no lo tuvieron nunca sino en corto
grado. El mayor número, si no todos, de estos cuadrúpedos extintos vivió
en un período reciente y fueron contemporáneos de las más de las conchas
marinas que hoy existen. Desde que ellos vivieron no se ha efectuado
ningún gran cambio en la forma del país. ¿Cuál ha sido, pues, la causa
que ha exterminado tantas especies y todos los géneros? El ánimo se
siente arrastrado desde luego irresistiblemente a suponer algún gran
cataclismo; mas para destruir así tantos animales, grandes y pequeños, en
el sur de Patagonia, en Brasil, en la Cordillera del Perú, en Norteamérica
hasta el examen de la geología de La Plata y Patagonia conduce a la
creencia de que todos los rasgos del país provienen de cambios lentos y
graduales.
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que en el hemisferio meridional el Macrauchenia también vivió mucho
después del período del transporte glaciar de cantos erráticos. ¿Es que el
hombre, después de su incursión primera en Sudamérica, destruyó, como
se ha sugerido, el indómito y pesado Megatherium y los otros
Desdentados? Al menos, debemos buscar otra causa por lo que se refiere
a la destrucción del pequeño tucutuco en Bahía Blanca y de muchos
ratones fósiles y otros pequeños cuadrúpedos en Brasil. A nadie le pasará
por las mientes que una sequía, aun suponiéndola mucho más terrible que
las causantes de estos estragos en las provincias de La Plata, sea capaz de
destruir todos los individuos de las diversas especies desde la Patagonia
meridional hasta el estrecho de Bering. Y ¿qué diremos de la extinción
del caballo? ¿Es que faltaron pastos en las llanuras recorridas de entonces
acá por millares y cientos de millares de caballos descendientes de los
introducidos por los españoles? ¿Acaso las especies introducidas
posteriormente consumirían los alimentos de las grandes razas anteriores?
¿Podemos creer que el Capybara se apropió la comida del Toxodon, el
guanaco la del Macrauchenia, y los pequeños desdentados existentes la
de sus numerosos prototipos gigantescos? Ciertamente, en la larga historia
del mundo no hay un hecho tan sorprendente como el de los amplios y
repetidos exterminios de sus habitantes.
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Figura 22. Zarigüeya: un marsupial americano.
Durante muchos millones de años, Sudamérica fue una gigantesca isla, como una alargada
Australia. Los mamíferos que habitaban allí evolucionaban por separado de los del resto del
mundo. Había marsupiales, algunos de los cuales todavía subsisten, como las zarigüeyas. Es más,
los depredadores eran marsupiales, con su bolsa para las crías, igual que los canguros. Pero también
había muchos mamíferos con placenta. El aislamiento sudamericano cesó cuando se levantó el
istmo de Panamá, hace unos tres millones de años. Entonces se produjo un intercambio de faunas
entre el norte y el sur y muchos mamíferos sudamericanos desaparecieron. Todos los carnívoros
actuales (como el jaguar) son placentados. Pero todavía hoy existe un grupo de mamíferos «muy
raros», que no se encuentra en ninguna otra parte. Son los desdentados: los osos hormigueros, los
perezosos y los armadillos (los dos últimos tienen dientes, aunque simplificados). Cuando llegaron
los indios, desde Asia, hace unos 13 000 años, se encontraron con los actuales desdentados y
también con unos parientes suyos de enorme tamaño: los megaterios (con pelo como los perezosos)
y los gliptodontes (acorazados como los armadillos). No se sabe si los amerindios tuvieron que ver
con su desaparición, aunque desde luego los cazaban. Otros muchos grandes mamíferos
placentados desaparecieron en aquel tiempo en las dos Américas, quizá por culpa del hombre, tal
vez a causa del cambio climático que se produjo: era el final de la última glaciación.
Los desdentados fósiles tuvieron una gran importancia en la forja de las ideas evolucionistas de
Darwin, y le dieron mucho que pensar. Geológicamente parecían muy modernos, representaban una
fauna gigante misteriosamente desaparecida y eran familia de las especies actuales. Antes de su
reciente extinción, Sudamérica no tenía nada que envidiar, en cuanto a grandes mamíferos, a las
praderas africanas. Hoy día sólo quedan sus pequeños primos. Así que los desdentados fósiles le
obligaban a preguntarse el porqué de las extinciones, las relaciones entre las especies actuales y las
fósiles, y la causa de la distribución de las faunas del planeta.
En Bahía Blanca, concretamente en Punta Alta, Darwin ejerció por primera vez de paleontólogo
de mamíferos en septiembre de 1832. En el Diario describe la estratigrafía del yacimiento y los
huesos que se encuentran en él. Fósiles que, por cierto, fueron estudiados por Richard Owen,
entonces colaborador de Darwin y más tarde uno de los más encarnizados oponentes de la teoría de
la evolución. Los restos de los mamíferos se encuentran junto a conchas de especies que todavía
existen, de donde se deduce que «vivieron cuando el mar estaba poblado por la mayor parte de los
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habitantes que hoy tiene». Los fósiles se encuentran a pocos metros (de cuatro a seis) del nivel del
mar en la pleamar, dice Darwin, luego la elevación del país ha sido pequeña desde entonces.
Muchos geólogos de la época, que estaban muy lejos de imaginar la deriva de los continentes y la
tectónica de placas que la origina, suponían que se producían movimientos verticales en la corteza
terrestre que tenían gran poder explicativo. Así se entendía que aparecieran animales marinos a
grandes altitudes. No se debía a la subida del nivel del mar, sino al ascenso del continente. Darwin,
siguiendo a Lyell, creía que esos movimientos eran lentos, imperceptibles, en comparación con la
duración de la vida humana, pero importantes a la escala de tiempo geológico. Ése es el principio
del actualismo(6). Darwin encontró en Argentina las pruebas, geológicas y paleontológicas, de una
elevación del terreno lenta, pero de una extensión enorme.
El primer gran mamífero fósil cuyo esqueleto se montó completo en el mundo es el del Museo
de Ciencias Naturales de Madrid (Megatherium americanum). Fue descubierto en 1785 en el Río
Luján y enviado al Real Gabinete de Historia Natural de Madrid por el virrey del Río de la Plata, el
marqués de Loreto, en 1788. El Real Gabinete estaba entonces en la calle de Alcalá y compartía el
edificio con la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, que sigue allí. El ejemplar se hizo
muy famoso internacionalmente porque Cuvier se ocupó de él. Darwin lo menciona en una carta de
1832 a su hermana Caroline: «He encontrado partes de la curiosa coraza ósea que se atribuye al
megaterio; como los únicos ejemplares existentes en Europa están en Madrid (enviados en 1798
desde Buenos Aires), solamente esto basta para compensar algunos momentos de cansancio». Pero
se equivoca en la fecha (por diez años) y en el animal. Lo que él había descubierto era un
gliptodonte (con su coraza de placas de hueso) y no un megaterio como el de Madrid. De todos
modos, la sala del Museo de Ciencias Naturales es un magnífico lugar para homenajear a Darwin (y
la mejor manera de honrar a un científico es la de preguntarse en qué acertó y en qué se equivocó).
Otro espléndido marco para la celebración del bicentenario del nacimiento y del sesquicentenario
de El origen de las especies es la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Allí hay una
inscripción en piedra sobre la puerta de entrada que me entusiasma: Carolus III Rex/Naturam et
artem sub uno tecto/In publicam utilitatem consociavit. El Rey don Carlos III unió bajo un mismo
techo a las ciencias naturales y a las artes para utilidad pública[9].
Lo que Darwin vio en Sudamérica y lo que vio el capitán FitzRoy fue casi lo mismo, pero su
interpretación fue completamente diferente. Mientras ascendían el río Santa Cruz ambos
observaban la geología, porque los dos tenían un gran interés en ella. Comentaban como amigos lo
que se les ofrecía a la vista y estaban de acuerdo. A la vuelta del viaje, en Inglaterra, se pusieron
manos a la obra de publicar las observaciones de los dos viajes del Beagle, que vieron la luz a
principios del verano de 1839 en forma de tres libros (y un cuarto tomo de apéndices). El primero
correspondía al capitán Phillip Parker King y trataba de los viajes por Sudamérica de los navíos de
su majestad Adventure y Beagle entre 1826 y 1830. King era el jefe de la expedición y el Beagle
había sido mandado, primero por Pringle Stokes y, tras dispararse un tiro en la cabeza, por FitzRoy.
Como King vivía en Australia, le tocó a FitzRoy poner en orden el material de King, el de Stokes y
el propio. El segundo volumen trataba del segundo viaje del Beagle y lo escribió íntegramente
FitzRoy. El tercero, Journal and Remarks, 1832-1836, era el de Darwin. Los volúmenes se vendían
por separado, y fue el tercero el único que tuvo éxito, tanto que el editor Henry Colburn hizo una
nueva tirada en el mes de agosto, con el título Journal of Researches into de Geology and Natural
History of the Various Countries Visited by the H. M. S. Beagle Under the Command of Captain
FitzRoy, R. N. From 1832 to 1836[10].
FitzRoy leyó el manuscrito de Darwin antes de publicarse y su contenido le enfureció. Su mente
había cambiado mucho entre tanto y se había vuelto un firme creyente en la literalidad de la Biblia.
Así que expresó sus opiniones al respecto de la Geología en el capítulo final del segundo volumen,
el que había escrito sobre la circunnavegación del Beagle. Lleva por título «Unas pocas notas en
referencia al Diluvio».
He sufrido mucho en estos años por una inclinación a dudar, si no a negar, la historia revelada
escrita por Moisés. Sabía tan poco de ese libro, o de la manera tan estrecha en que el Viejo
Testamento está relacionado con el Nuevo, que imaginé que algunos hechos allí relatados
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podían ser fabulosos o mitológicos, mientras creía sinceramente en la verdad de otros; un
vaivén de opiniones que sólo podía producir un vacilante y, por tanto, infeliz estado mental.
[…] Gran parte de mi insatisfacción se debía a haber leído libros escritos por gente de la
escuela de Voltaire, y de geólogos que contradicen, implícitamente, si no declaradamente, la
autenticidad de las Escrituras, antes de que tuviera conocimiento del libro que tan
imprudentemente rebaten. […] Mientras estaba desviado por ideas escépticas y conociendo
muy poco de la Biblia, uno de mis comentarios a un amigo [¿quién podría ser si no Charles
Darwin, que viajaba, precisamente, para darle amistad al capitán?] al cruzar vastas praderas
(las márgenes del río Santa Cruz) compuestas de cantos rodados estratificados en depósitos
detríticos cuaternarios de algunos cientos de pies de profundidad, fue «esto no lo habría
podido haber hecho nunca un diluvio de cuarenta días», una expresión que indica el desvarío
de la mente y la ignorancia de la Escritura.
Eso era, literalmente, lo que pensaba Darwin, que los potentes depósitos de cantos no los podía
haber hecho un Diluvio, sino el mar, y que luego se habían levantado, siguiendo la idea de Lyell de
que los diversos bloques que forman la corteza de la Tierra suben muy lentamente, de forma
imperceptible para el ser humano. Darwin llevó aún más lejos esa mecánica geológica: cuando
bajan los bloques, y se hunde el fondo del mar, se forman los atolones de coral, en la lucha de estos
organismos coloniales por no alejarse de la superficie.
A propósito de las formaciones geológicas de la llanura del río Santa Cruz, Darwin dice en su
Diario:
Los geólogos de hace años habrían hecho intervenir la acción violenta de algún cataclismo,
pero se pueden explicar por causas físicas como las actuales, aunque debemos confesar que
aturde pensar en el número de años, centuria tras centuria, que han debido necesitar las
mareas, sin ayuda de una fuerte resaca, para arrasar un área tan vasta y el espesor de la sólida
lava basáltica.
Cuando remontaban el río Santa Cruz, hacia los Andes, Darwin le iba convenciendo a su
capitán de las teorías que había leído a bordo del Beagle en los Principios de geología de Lyell, un
libro que el propio FitzRoy le había regalado. Una vez en casa, FitzRoy prefirió el relato bíblico, y
trató de hacerlo compatible con las observaciones de campo en su propia versión de la geología del
viaje.
Sus caminos se habían separado para siempre, y en sentidos opuestos. Darwin, el recién
licenciado y acompañante sin sueldo del capitán del Beagle, avanzaba hacia la gloria, y el brillante
y prometedor marino FitzRoy se dirigía hacia el declive de su carrera. En la reunión de la
Asociación Británica para el Avance de las Ciencias de 1860 en Oxford, FitzRoy leyó un trabajo,
Tormentas Británicas, el 29 de junio. Al día siguiente se produjo el famoso debate entre Huxley y
el obispo Wilberforce. FitzRoy, en uniforme de contraalmirante, en pie y moviendo la Biblia sobre
su cabeza, trataba de hacerse oír en la algarabía que siguió a la intervención de Huxley. Su esfuerzo
resultaba patético. Cinco años más tarde se rebanaba el cuello con su navaja de afeitar.
En el laboratorio de la evolución
Los días que el Beagle pasó en las Galápagos[11] fueron igualmente decisivos
para que, a la vuelta del viaje, Darwin cambiara su visión fijista de las
especies y adoptara la descendencia con modificación, hasta el punto de que
las Galápagos son hoy mundialmente famosas como un «laboratorio natural
de la evolución» (una expresión que ha hecho fortuna, aunque todas las islas
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tienen algo de eso, ya que en condiciones de aislamiento pueden evolucionar
formas que no tendrían posibilidades en el continente):
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Charles pertenecían a una especie (Mimus trifasciatus); todos los de
Albemarle, al M. parvulus, y todos los de James y Chatham —entre las
que hay interpuestas otras dos islas, como para enlazarlas—, al M.
melanotis. Estas dos últimas especies son muy afines, y algunos
ornitólogos las consideran como razas o variedades muy marcadas, pero
el M. trifasciatus es enteramente distinto.
Luego fueron los sinsontes, y no los pinzones, los pájaros que pusieron a
Darwin sobre la pista de la sorprendente diversidad insular de las Galápagos.
Figura 23. Amblyrhynchus cristatus. Iguana marina de las Galápagos, que Darwin encontró en todas las
islas del archipiélago, a diferencia de la iguana terrestre.
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de estos dos subgrupos. En cuanto a las conchas terrestres, esta ley de
distribución no parece cierta. En mi reducida colección de insectos,
Mr. Waterhouse halla que entre los rotulados con su respectiva localidad
no hay ninguno común a las dos islas.
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parte más cercana de Albemarle. La isla de Chatham está a sesenta millas de
la parte más vecina de la isla de James; pero hay entre ellas dos islas
intermedias que no visité. James está solamente a diez millas de la parte más
próxima de la isla de Albemarle; pero los sitios en que se hicieron las
colecciones están a la distancia de treinta y dos millas. Debo repetir que ni la
naturaleza del suelo, ni la altura del mismo, ni el clima, ni el carácter general
de los seres asociados, ni, por tanto, su acción recíproca, pueden diferir
mucho en las diversas islas. Si existe alguna diferencia apreciable en su clima,
debe de ser entre el grupo de barlovento —esto es, islas de Charles y Chatham
— y el de sotavento; pero, según parece, no se nota la diferencia
correspondiente en las producciones de estas dos mitades del archipiélago.
Tal vez arroje alguna luz sobre el peculiar carácter de las producciones
vegetales y animales de las diversas islas, y es el único dato que puedo aportar
para explicarlo, la circunstancia de que estuvieran aisladas las islas
septentrionales y meridionales por corrientes marinas que se dirigieran al O o
al ONO; de hecho, entre las islas del Norte se ha observado una gran corriente
Noroeste, que sin duda establece una separación eficaz entre James y
Albemarle. Como el archipiélago está exento de huracanes y fuertes vientos
en grado excepcional, no es verosímil el traslado atmosférico de aves,
insectos o semillas ligeras de unas islas a otras. Y, por último, la inmensa
profundidad del océano entre las islas y su origen volcánico, al parecer
reciente (en sentido geológico), hace en extremo improbable que hayan estado
nunca unidas; y ésta acaso es una consideración mucho más importante que
cualquier otra, por lo que hace a la distribución geográfica de los seres que las
habitan. Repasando los hechos referidos, el ánimo se llena de asombro ante la
magnitud de fuerza creadora, si tal expresión cabe, desplegada en estas
pequeñas, yermas y rocosas islas, y más todavía de su diversa, aunque
análoga, acción sobre puntos tan próximos unos a otros. He dicho que el
archipiélago de las Galápagos podría llamarse un satélite del continente
americano; pero mejor se denominaría un grupo de satélites físicamente
semejantes, orgánicamente distintos, pero estrechamente relacionados entre
sí, y todos en grado notable, aunque mucho menor, con el gran continente
americano.
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Figura 24. Ñandú petiso, estudiado y dibujado por Gould, el ornitólogo que tanta importancia tuvo
en la formación de las ideas evolucionistas de Darwin al estudiar los especímenes del Beagle.
Cuando estuve en el río Negro, en la Patagonia Septentrional, oí repetidas veces a los gauchos
hablar de un ave muy rara, que llamaban Avestruz Petise. […] Estando en Puerto Deseado
[…], Mr. Martens mató de un tiro un avestruz; le echó una ojeada, olvidando
momentáneamente, del modo más inverosímil, toda la historia de los Petises, y creí que era un
ejemplar ordinario, todavía no bien crecido. Fue guisado y comido antes de que volviese mi
memoria. Por fortuna, se conservaron la cabeza, el cuello, las patas, las alas, muchas de las
plumas mayores y una gran parte de la piel, y con estos elementos se ha reconstituido un
ejemplar casi del todo perfecto, que al presente se exhibe en el Museo de la Sociedad
Zoológica. Mr. Gould, al describir esta nueva especie me ha honrado designándola con mi
nombre.
Aunque Darwin escribe en el Diario que los gauchos le hablaban del «Avestruz Petise» (y así
aparece en la traducción española de Juan Mateos), supongo que más bien dirían avestruz petiso
(que por allá quiere decir pequeño). El ornitólogo John Gould, que estudió el ejemplar que cazó
Mr. Martens, le dedicó en 1837 la especie a Darwin: Rhea darwinii. Por cierto, Conrad Martens fue
el segundo ilustrador que tuvo el Beagle, el primero, Augustus Earle, abandonó la expedición por
problemas de salud en Montevideo. Martens, a su vez, se quedó en Australia. Las ilustraciones que
conocemos del viaje se las debemos a estos dos artistas.
En la primera edición del Diario (publicado en 1839 como Journal and Remarks, 1832-1836, y
unas semanas después como Journal of Researches), Darwin escribe:
M. D’Orbigny, cuando estuvo en el río Negro hizo grandes esfuerzos para procurarse este ave,
pero nunca tuvo la buena fortuna de conseguirlo. Lo menciona en sus Viajes, y propone
(supongo que en el caso de que se obtenga un ejemplar) llamarlo Rhea pennata[12].
A continuación añade que la especie ya había sido observada y descrita por Dobrizhoffer en
1749. En una nota a pie de página explica Darwin que cuando estuvieron en Río Negro oyeron
hablar mucho del naturalista francés Alcide d’Orbigny y de sus admirables investigaciones entre
1826 y 1833, por lo que lo sitúa inmediatamente después de Humboldt en la lista de los grandes
viajeros por América.
Resulta curioso leer esos mismos párrafos en la segunda edición, muy corregida, de 1845. Todo
sigue igual, pero hay algunos cambios. Uno es mínimo: ahora fecha los viajes de D’Orbigny entre
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1825 y 1833. Otros dos cambios son más importantes. En la primera edición decía: «En conclusión,
debo repetir que el Struthio Rhea habita el país de La Plata hasta un poco al sur del río Negro, a los
41º de latitud, y que el Petise se halla en la Patagonia meridional, siendo la región del río Negro
territorio neutral». En 1845, el término Petise ha sido sustituido por Struthio Darwinii. Y lo que es
más importante: la frase: «Lo menciona (Alcide d’Orbigny) en sus viajes, y propone (supongo que
en el caso de que se obtenga un ejemplar) llamarlo Rhea pennata», ha desaparecido.
Está claro que Darwin quería que la especie llevase su nombre, pero el autor reconocido de la
especie, al final, es el francés, y el nombre válido el que Alcide d’Orbigny propuso en 1834 (Rhea
pennata), aunque nada se opone a que en el lenguaje ordinario se le llame ñandú de Darwin; sin
embargo, yo prefiero el nombre de ñandú petiso, que le daban los gauchos, o mejor choique, la
versión de los indios tehuelches. Modernamente ha cambiado el género y el nombre científico de la
especie ha quedado como Pterocnemia pennata.
Tenía interés por ver ese espécimen tan famoso que se exhibía, dice Darwin, en el Museo de la
Sociedad Zoológica de Londres, y que se comió el naturalista. Inicio mis pesquisas, localizo un
trabajo sobre la colección de aves del Beagle propiedad de Darwin, voy al ejemplar tipo u holotipo,
el que fue utilizado por Gould en 1837 para crear la nueva especie dedicada a Darwin, compruebo
que perteneció a la colección de la Sociedad Zoológica de Londres, que estuvo montado, y
descubro que su situación actual es… desaparecido.
Este ejemplar de tan accidentada vida después de la muerte tuvo su importancia en la génesis
del pensamiento evolucionista de Darwin. Si, como decía Gould, se trataba de una especie diferente
del ñandú común que vivía más al norte, y no de una simple variedad o raza geográfica de la misma
especie, entonces la cosa resultaba muy intrigante. Más adelante, en El origen de las especies,
Darwin puso en negro sobre blanco qué pensaba de todo ello.
Las llanuras próximas al estrecho de Magallanes están habitadas por una especie de Rhea, y, al
norte, las llanuras de La Plata por otra especie del mismo género, y no por un verdadero
avestruz o un emú como los que viven en África y Australia a la misma latitud. […] Tardo ha
de ser el naturalista que no se sienta movido a averiguar en qué consiste esta relación.
En la primera edición del Diario, en un párrafo muy significativo del capítulo de las islas
Galápagos, a propósito de los famosos pinzones, enuncia el problema de la relación geográfica:
He expuesto que en las trece especies de pinzones puede observarse una gradación casi
perfecta desde un pico extraordinariamente gordo a uno tan fino que puede compararse con un
warbler [sin traducción]. Sospecho que algunos miembros de la serie [de pinzones] están
confinados en diferentes islas; en consecuencia, si la colección se hubiera hecho en sólo una
isla, no se habría presentado una gradación tan perfecta. Está claro que si varias islas tienen
sus especies propias del mismo género, cuando se ponen juntas, habrá un amplio rango de
variación del carácter. Pero no hay espacio en este libro para entrar en este curioso tema.
¿Qué conclusión se saca de todo esto? ¿Cómo se entiende? En la primera edición escribe:
La semejanza en tipo entre islas lejanas y continentes, mientras las especies son distintas,
apenas ha llamado la atención. La cuestión se explicaría, según los puntos de vista de algunos
autores, diciendo que el poder creador ha actuado siguiendo la misma pauta en una extensa
área.
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Es decir, creando el mismo tipo de pájaros en todas partes. En la segunda edición la redacción
es algo distinta:
Repasando los hechos referidos, el ánimo se llena de asombro ante la magnitud de la fuerza
creadora, si tal expresión cabe, desplegada en estas pequeñas, yermas y rocosas islas, y más
todavía en su diversa, aunque análoga, acción sobre puntos tan próximos unos a otros.
Darwin ya sabía, desde hacía siete años, el nombre que corresponde a tal fuerza creadora:
descendencia con modificación (evolución) por selección natural.
La gran cabalgada
En el viaje del joven naturalista no faltaron las aventuras, que se produjeron
especialmente porque Darwin fue a su encuentro. Nadie le había ordenado
que se alejara del barco ni que recorriera por su cuenta territorios tan
extensos, que no formaban parte de la misión del Beagle de cartografiar las
costas. Seguramente pocos naturalistas profesionales lo habrían hecho.
Reproduzco ahora, por su interés y, sobre todo, emoción, un pasaje extenso de
las jornadas del 8 de septiembre al 19 de septiembre de 1833, durante las que
Darwin viajó a caballo desde Bahía Blanca hasta Buenos Aires, mientras el
Beagle hacía el recorrido por mar. En él podemos hacernos una idea del
carácter inquieto de Darwin en Sudamérica, prolongación del que había
tenido en sus años anteriores en Inglaterra, pero totalmente diferente del que
mostró a su vuelta a casa y hasta el día de su muerte.
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Figura 25. Darwin halló en Bajada un diente fósil de caballo, que demostraba que había vivido en
América y luego se había extinguido antes de su reintroducción por los españoles.
En aquella época, las llanuras argentinas, al igual que las grandes praderas
norteamericanas, eran el escenario de sangrientos enfrentamientos entre los
indios, sus naturales habitantes, y los colonos de origen europeo. La
reintroducción del caballo por parte de los españoles dio a los nativos una
enorme movilidad y la posibilidad de atacar por sorpresa en cualquier punto
del país. Los pocos blancos que osaban instalarse en territorios tan abiertos y
desprotegidos corrían un peligro cierto de ser asesinados. La propia Bahía
Blanca fue atacada varias veces, la última por nada menos que tres mil
guerreros en 1859. Indígenas y recién llegados se combatían a muerte en una
guerra sin cuartel. El general Rosas estaba llevando a cabo una campaña de
exterminio con los indios. Así estaban las cosas cuando Darwin cabalgaba
con los gauchos, por un mar de hierba.
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cosa de cien metros desde la hondonada cubierta de césped en que se alza
Bahía Blanca, entramos en una extensa llanura desolada. Está constituida por
un lecho de desmenuzada roca arcillocalcárea, la cual, a causa de la sequedad
del clima, cría solamente matojos dispersos de agostada hierba, sin un arbusto
ni árbol que rompa aquella monótona uniformidad. El tiempo era magnífico;
pero la atmósfera, notablemente caliginosa; creí que esto auguraba tempestad;
pero los gauchos me explicaron que se debía a la humareda producida por un
incendio en el interior. Después de un prolongado galope y de haber mudado
de caballos dos veces, llegamos al río Sauce; es una profunda, rápida y
pequeña corriente, de unos siete metros de ancha. En sus márgenes se halla
instalada la segunda posta del camino de Buenos Aires; un poco más arriba
hay un vado para caballos, donde el agua no les llega al vientre; pero desde
ese punto, en toda la longitud de su curso hasta el mar, no es vadeable de
ningún modo, y de ahí que forme una útilísima barrera contra los indios.
Aunque esta corriente carece de importancia, el jesuita Falconer, cuya
información es de ordinario exactísima, la presenta como un río considerable
que nace al pie de la Cordillera. Con respecto a sus fuentes, no dudo que así
sea, porque los gauchos me aseguraron que a mediados del seco verano esta
corriente tiene, al mismo tiempo que el Colorado, avenidas periódicas, lo cual
sólo puede provenir de la fusión de la nieve en los Andes. Es por extremo
improbable que una corriente tan pequeña como el Sauce atraviese toda la
anchura del continente; y, por otra parte, si fuera el residuo de un gran río, sus
aguas, como en otros casos bien probados, serían salinas. Durante el invierno,
debemos considerar los manantiales que brotan en torno de Sierra Ventana
como las fuentes de su pura y límpida corriente. Sospecho que las llanuras de
Patagonia, como las de Australia, se hallan cruzadas por muchas corrientes
que sólo en ciertos períodos llenan su peculiar misión. Probablemente éste es
el caso de las aguas que fluyen en la parte interior de Puerto Deseado, así
como el río Ghupat, en cuyas riberas los oficiales empleados en los trabajos
topográficos hallaron masas de escorias muy esponjosas.
Como era poco después de mediodía cuando llegamos, tomamos caballos
de refresco, y con un soldado por guía llegamos a la Sierra de la Ventana.
Esta montaña es visible desde el fondeadero de Bahía Blanca, y el capitán
FitzRoy calcula su altura en 1000 metros, elevación muy notable en esta parte
oriental del continente. No tengo noticia de que ningún extranjero, antes de
mi visita, haya subido a esta sierra, y realmente muy pocos de los soldados de
Bahía Blanca sabían algo de ella. Oí hablar de yacimientos de carbón, oro y
plata, de cuevas y bosques, todo lo cual sobreexcitó mi curiosidad, sólo para
llevarme un desengaño. La distancia desde la posta era de unas seis leguas,
sobre una llanura uniforme del mismo carácter que antes. La cabalgada no
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dejó de ofrecer interés, sobre todo desde que la montaña empezó a mostrar su
verdadera forma. Cuando llegamos al pie del macizo principal, tropezamos
con grandes dificultades para hallar agua, y creíamos tener que pasar la noche
sin ella. Al fin descubrimos alguna examinando de cerca la montaña, pues a la
distancia de unos centenares de metros los arroyuelos no se veían por estar
sepultados y perderse enteramente en las deleznables calizas y sueltos
detritos. No creo que la Naturaleza haya producido jamás una acumulación
tan desolada y solitaria de rocas: con razón se le ha dado el nombre de
Hurtado, o apartada. La montaña es muy empinada, escabrosa y llena de
barrancos, y tan enteramente desprovista de árboles y arbustos que nos fue
imposible procurarnos un palo aguzado para sostener la carne sobre el fuego,
hecho con tallos y cañas de cardos. El extraño aspecto de esta montaña
contrasta con el extenso mar de tierras que, tendiéndose en torno de ella, no
sólo llega hasta el pie mismo de sus laderas, casi verticales, sino que separa
las sierras paralelas. La uniformidad del color da una extremada monotonía al
paisaje, pues el gris blanquecino de las rocas de cuarzo y el pardo suave de la
agostada hierba del llano lo dominan todo, sin una sola nota brillante. Por la
costumbre adquirida, se espera ver siempre en los alrededores de una montaña
alta y escarpada un terreno quebrado, cubierto de enormes fragmentos. Aquí
la Naturaleza muestra que el último movimiento, antes que el lecho del mar se
trocase en el seco país, pudo realizarse con tranquilidad. En estas
circunstancias es curioso observar que se encuentran varios guijarros
emparentados con la roca madre. En las playas de Bahía Blanca, y cerca del
poblado, había algunos de cuarzo, que seguramente proceden de esta fuente;
la distancia es de setenta y dos kilómetros.
El rocío, que durante la primera parte de la noche humedeció las monturas
mientras dormía abrigado con ellas, se heló al venir la mañana. Aunque la
llanura parecía continuar siendo perfectamente horizontal, se había elevado
insensiblemente a una altura de 250 a 300 metros sobre el nivel del mar.
A la mañana siguiente (9 de septiembre) el guía me invitó a subir al
macizo más próximo, que, según él se figuraba, había de conducirme a los
cuatro picos que coronan la cima. La operación de trepar por rocas tan
escarpadas fue fatigosísima; las laderas presentaban tales desigualdades que el
terreno ganado en cinco minutos se perdía en los siguientes. Al fin, cuando
llegué a la cumbre de la montaña mi desencanto fue extremo al hallar un valle
de laderas empinadas tan hondo como la llanura, el cual cortaba la cadena
transversalmente en dos y me separaba de las cuatro puntas. Dicho valle es
muy angosto, pero de fondo plano, y forma un hermoso camino de herradura
para los indios, por establecer la comunicación entre las llanuras de las
vertientes norte y sur de la cadena. Me resolví a descender, y, habiéndolo
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efectuado, vi al cruzarlo dos caballos pastando, e inmediatamente me escondí
entre la alta hierba y empecé a reconocer el sitio; pero no descubrí señales de
indios y procedí cautelosamente a subir la opuesta ladera. El día estaba ya
bastante avanzado, y esta parte de la montaña, como la anterior, era escarpada
y abrupta. A eso de las dos llegué a la cima del segundo pico, pero con
extrema dificultad; a cada veinte metros me daban calambres en la parte
superior de ambos muslos, de modo que temí no poder bajar de nuevo.
Además, era necesario volver por otro camino, pues no había que pensar en
hacer la travesía del profundo vallado. Vime, pues, obligado a prescindir de
los dos picos más altos. Su altura no era más que un poco mayor, y nada
nuevo podía hallar en punto a geología. Por tanto, no había motivo a
aventurarse en ulteriores esfuerzos. Presumo que la causa del calambre fue el
gran cambio de la acción muscular desde el violento ejercicio de un rudo
galope al más violento aún de trepar. Es una lección digna de tenerse
presente, ya que en determinados casos podría ocasionar graves
contratiempos.
Ya he dicho que la montaña se compone de una roca de cuarzo blanco en
asociaciones de pequeñas pizarras lustrosas. A la altura de algunos centenares
de pies sobre la llanura se veían vetas de conglomerado adheridas en varios
sitios a la roca sólida. En su dureza y en la naturaleza del comento se parecían
a las masas que diariamente pueden observarse en formación sobre algunas
costas. No dudo que estos cantos rodados se agregaron de un modo análogo
en un período en que la gran formación calcárea se fue depositando
lentamente en el fondo del mar que la rodeaba. Podemos creer que las marcas
como de dientes y las formas melladas del duro cuarzo muestran todavía los
efectos del oleaje de un océano libre. Quedé, en definitiva, desencantado con
esta ascensión. Hasta el panorama era insignificante: una llanura como el mar,
pero sin su bello color y contornos definidos. Sin embargo, para mí fue un
espectáculo nuevo, y con un poco de peligro para darle algo de sabor, como la
sal a la carne. De que ese peligro era muy escaso no había duda, pues mis dos
compañeros hicieron una buena hoguera, cosa en que jamás se piensa si se
sospecha que los indios están próximos. Llegué al sitio en que habíamos de
vivaquear al ponerse el sol, y luego de beber mate y fumar varios cigarrillos,
me preparé la cama para pasar la noche. El viento era muy fuerte y frío, pero
nunca dormí más a gusto.
10 de septiembre.—Por la mañana, tras una buena corrida viento en popa,
llegamos al mediodía a la posta del Sauce. En el camino vi gran número de
ciervos, y cerca de la montaña un guanaco. La llanura, que termina al pie
mismo de la sierra, está atravesada por algunos barrancos curiosos, uno de los
cuales tenía cerca de seis metros de ancho y más de nueve de hondo. A
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consecuencia de ello nos vimos precisados a dar un gran rodeo antes de hallar
paso. Durante la noche nos quedamos en la posta, y la conversación, como de
ordinario, versó acerca de los indios. Sierra Ventana fue en otro tiempo un
gran lugar de refugio, y hace tres o cuatro años hubo allí muchas refriegas. Mi
guía se halló presente en una en que murieron muchos indios; las mujeres
escaparon a la cumbre de la montaña y pelearon desesperadamente arrojando
grandes piedras, con lo que lograron salvarse no pocas.
11 de septiembre.—Hemos emprendido el camino para la tercera posta en
compañía del teniente que la mandaba. Dijeron que la distancia era de quince
leguas, pero es sólo a ojo y generalmente exagerada. El camino careció de
interés y cruzó una llanura seca y herbosa; a nuestra izquierda, a mayor o
menor distancia, había algunos cerros de poca altura, y pasados éstos nos
encontramos muy cerca de la posta. Antes de nuestra llegada tropezamos con
un gran rebaño de vacas y caballos guardado por quince soldados, pero nos
dijeron que se habían perdido muchos. Es muy difícil conducir animales a
través de las llanuras, porque si durante la noche se acerca un puma o un
raposo, no hay modo de evitar que los caballos se dispersen en todas
direcciones, y el mismo efecto producen las tempestades. No hacía mucho
que un oficial había salido de Buenos Aires con quinientos caballos y cuando
llegó al ejército no le quedaban más que veinte.
Poco después percibimos por una gran nube de polvo que un grupo de
jinetes venía hacia nosotros; cuando aún estaban muy distantes, mis
compañeros conocieron que eran indios por las luengas cabelleras flotantes a
la espalda. Los indios usan generalmente una cinta atada a la cabeza, pero
ninguna otra prenda que la cubra, y sus negras guedejas, cruzándose sobre sus
rostros atezados, aumentan extraordinariamente la salvaje tosquedad de su
aspecto. Al fin resultó que era un grupo perteneciente a la tribu amiga de
Bernantio, que iba por sal a una salina. Los indios toman mucha sal y sus
niños la chupan como si fuera azúcar. Esta costumbre es del todo opuesta a la
de los gauchos españoles, que, no obstante llevar el mismo género de vida,
apenas la prueban. Según Mungo Park, la gente que se alimenta de vegetales
siente una necesidad irresistible de tomar sal. Los indios nos saludaron con
joviales inclinaciones de cabeza al pasar a todo galope, llevando delante una
tropa de caballos y detrás una cuadrilla de escuálidos perros.
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Figura 26. Las boleadoras son el equivalente argentino del lazo vaquero, y lo utilizaban tanto los indios
patagones como los gauchos.
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dice que pueden alcanzar con eficacia un blanco situado a ochenta metros.
Como prueba de su fuerza mencionaré que en las islas Falkland, cuando los
españoles asesinaron a varios de sus compatriotas y a todos los ingleses, un
joven español amigo de éstos huía a todo correr; pero un hombre llamado
Luciano le siguió galopando con su caballo, intimándole a que se detuviera,
pues sólo deseaba hablarle. En el momento preciso en que el fugitivo estaba a
punto de alcanzar el bote, Luciano le arrojó las bolas, y le acertó en las
piernas con tal fuerza que le derribó, dejándole insensible por algún tiempo.
Luciano, después de haberle dicho las cuatro palabras que deseaba, le dejó
escapar. Nos contó que le habían quedado grandes verdugones en las piernas,
donde se le habían enredado las correas, como si se las hubieran fustigado con
un látigo.
En el centro del día llegaron dos hombres con un paquete, desde la posta
inmediata, para enviárselo al general; de modo que nuestro grupo se compuso
esta tarde de esos dos hombres, el teniente con sus cuatro soldados, mi guía y
yo. Los soldados referidos eran tipos extraños: el primero, un hermoso joven
negro; el segundo, un mestizo de indio y negro, y los dos restantes, un viejo
minero de Chile, de color de caoba, y un sujeto de aspecto amulatado; ambos
de catadura tan detestable como no creo haberla visto en mi vida. Por la
noche, mientras estaban sentados alrededor de la hoguera jugando a la baraja,
me retiré a un lado para contemplar aquella escena, digna de Salvator Rosa.
Como se habían puesto al pie de una loma, pude mirarlos a mi gusto desde
encima; en torno de los jugadores yacían tendidos los perros, y cerca de éstos
las armas, junto a restos de ciervo y avestruz esparcidos por diversas partes,
mientras a distancia un poco mayor se erguían las largas picas de los jinetes
clavadas en el césped. Mas allá, en el fondo oscuro, estaban atados los
caballos, dispuestos para cualquier peligro súbito. Cuando el ladrar de uno de
los perros interrumpía la quietud solemne de la desolada llanura, uno de los
soldados dejaba la hoguera y, aplicando su cabeza al suelo, escudriñaba con
atención el horizonte. Con sólo que el alborotador terutero profiriera su
acostumbrado grito, había una pausa en la conversación y todas las cabezas,
por un momento, se inclinaban un poco.
¡Qué vida más miserable me parecen llevar estos hombres! Había, por lo
menos, diez leguas desde la posta Sauce y veinte desde la otra, como
consecuencia de haber quedado suprimida una desde el asesinato cometido
por los indios. Se supone que éstos efectuaron su asalto a medianoche, porque
al día siguiente muy de mañana, después del asesinato, se los vio, por fortuna,
acercarse a esta posta. Pero aquí el piquete entero de soldados huyó,
llevándose todo el retén de caballos, dispersándose cada uno por su lado con
los animales que pudo conducir.
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La pequeña chabola, construida con cañas de cardo, en que dormí no me
preservaba del viento ni de la lluvia; y en cuanto a la última, el único efecto
producido por el tejado consistía en condensarla en grandes gotas. Los
soldados del puesto no tenían qué comer sino lo que pudieran cazar, como
avestruces, ciervos, armadillos, etc., y su único combustible eran los tallos
secos de una pequeña planta algo parecida al aloe. Todo el regalo que estos
hombres disfrutaban se reducía a fumar cigarrillos de papel y a sorber mate.
Con frecuencia me venía el pensamiento de que los buitres carroñeros,
constantes seguidores del hombre en estas yermas llanuras, mientras
permanecían inmóviles en las lomas vecinas, parecían decir con su paciente
actitud: «¡Ah, si vinieran los indios! ¡Qué festín iba a ser el nuestro!».
Por la mañana salimos de caza, y aunque no fuimos muy afortunados,
cobramos algunas piezas y hubo animados incidentes. A poco de partir se
dividió el grupo, después de haber convenido que a cierta hora del día
(muestran mucho tino en calcularla) acudiríamos de los diversos puntos del
horizonte a cierto paraje llano, llevando allí los animales cazados. Cierto día
que estuve también de caza en Bahía Blanca, mis compañeros avanzaron en
forma de media luna, guardando entre uno y otro la distancia de kilómetro y
medio. Los jinetes más adelantados cogieron las vueltas a un soberbio macho
de avestruz; pero el animal intentó escapar por un lado. Lanzáronse los
gauchos en su persecución a un furioso galope, haciendo a la vez girar a los
caballos con admirable dominio, mientras volteaban las bolas alrededor de la
cabeza. Al fin los más delanteros las arrojaron dando vueltas por el aire, y en
un instante el avestruz cayó y rodó por el suelo un buen trecho, con las patas
juntas, enlazadas por la correa.
Las llanuras abundan en tres especies de perdices, y de ellas dos son tan
grandes como faisanes. Su capital enemigo es un pequeño y bonito zorro,
también muy numeroso; en el discurso del día vimos lo menos cuarenta o
cincuenta. Generalmente estaban cerca de sus madrigueras; mas a pesar de
ello los perros mataron uno. De regreso a la posta encontramos a dos del
grupo, que habían vuelto de cazar por su cuenta. Habían matado un puma y
hallado un nido de avestruz con veintisiete huevos, cada uno de los cuales
pesa, según dicen, lo mismo que once huevos de gallina; de modo que este
nido nos suministró una cantidad de alimento equivalente a doscientos
noventa y siete huevos de gallina.
14 de septiembre.—En vista de que los soldados pertenecientes a la posta
inmediata pensaban regresar, y de que formábamos una partida de cinco, y
todos armados, resolví no aguardar a las tropas que se esperaban. Mi patrón
de hospedaje, el teniente del puesto, me instó a detenerme. Yo le estaba
obligadísimo no sólo por haberme dado de comer, sino también por haberme
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prestado sus propios caballos; y, por tanto, quería corresponderle con alguna
remuneración. Pregunté a mi guía si estaría bien que lo hiciera, pero me
respondió que no, añadiendo que probablemente mi oferta sería rechazada con
estas palabras: «En nuestro país tenemos carne para los perros, y por
consiguiente no se la regateamos a ningún cristiano». No debe suponerse que
la categoría de teniente en un ejército de tal índole fuera causa de negarse a
aceptar el pago; lo hubiera hecho así movido sólo por un sentimiento de
generosa hospitalidad, que todo viajero ha de reconocer en todas estas
provincias, donde dicho sentimiento se halla extendido universalmente.
Después de galopar algunas leguas llegamos a una región baja y pantanosa,
que se extiende, aproximadamente unos ciento veintiocho kilómetros hacia el
Norte, hasta la Sierra Tapalguen. En algunas partes hay hermosas llanuras
húmedas, cubiertas de hierba, mientras otras tienen un suelo negro y turboso.
También se encuentran numerosos lagos, tan anchurosos como poco
profundos, y grandes cañares. El país, en general, se parece a las mejores
partes del condado de Cambridge. Por la noche tuvimos algunas dificultades
en hallar entre los pantanos un sitio seco para vivaquear.
Figura 27. Los indígenas a los que los españoles llamaron patagones eran de la etnia tehuelche.
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al ponerse el sol volvieron de cazar, trayendo consigo tres avestruces, siete
ciervos y muchos armadillos y perdices. Cuando se cabalga por el país hay
costumbre de hacer hogueras en la llanura, y de ahí que durante la noche,
como en esta ocasión, se presente el horizonte iluminado por brillantes
incendios en muchos lugares. De intento se prende fuego a la hierba, en parte
para desconcertar a los indios extraviados, pero principalmente por mejorar
los pastos. En las llanuras herbosas no ocupadas por grandes cuadrúpedos
rumiantes parece necesario quemar la vegetación superflua, para que pueda
utilizarse mejor al año siguiente.
El rancho en este sitio carecía hasta de techo, reduciéndose simplemente a
una cerca redonda de cañas de cardo, para quebrantar la fuerza del viento.
Estaba situado en las márgenes de un lago grande y somero que hervía en
aves silvestres, sobresaliendo entre ellas el cisne de cuello negro.
La especie de andarrío que parece andar en zancos (Himantopus
nigricollis) abunda aquí en bandadas bastante numerosas. Se la ha tildado de
inelegante, pero a mi juicio sin razón, pues cuando vadea en agua poco
profunda, que es su lugar predilecto, se mueve con cierta gracia. Estas aves,
cuando van en bandada, hacen un ruido que imita de un modo especial el de
una cuadrilla de perros en plena caza; al despertar por la noche, más de una
vez me ha sorprendido y asustado este rumor oído de lejos. El terutero
(Vanellus cayanus) es otra ave que a menudo perturba el silencio de la noche.
En su aspecto y costumbres se parece por muchos conceptos a nuestras
avefrías; sus alas, sin embargo, están armadas con agudos espolones, como
los que el gallo común tiene en las patas. De igual modo que los nombres de
otras aves, el del terutero es onomatopéyico, e imita el sonido que produce al
cantar. Mientras se camina por las llanuras herbosas, vese uno perseguido
constantemente de estas aves, que parecen odiar a la humanidad, y sin duda
son ellas las merecedoras de odio por sus incesantes chillidos, tan monótonos
como despreciables. Para el cazador son una verdadera calamidad, porque con
su aproximación le espantan todas las demás piezas; en cambio, tal vez
favorezca al viajero, según dice Molina, previniéndole contra el salteador
nocturno. Durante la época de la procreación intentan, a ejemplo de nuestros
frailecillos, apartar de sus nidos a los perros y otros animales fingiéndose
heridos. Los huevos del terutero gozan fama de ser exquisitos.
16 de septiembre.—Hemos caminado hasta la séptima posta al pie de la
Sierra Tapalguen. La comarca era casi perfectamente horizontal, con una
hierba tosca y un suelo blando y turboso. La choza o rancho de este puesto se
distinguía por su pulcritud, pues su armazón de postes y traviesas se
componía de haces de caña y tallos, procedentes, como en otros casos, de los
cardos, los cuales estaban atados con tiras de cuero. El soporte de esta especie
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de columnas jónicas y el techo y las paredes se hallaban formados por zarzos
también de cañas.
Se nos refirió un suceso al que no hubiera dado crédito de no haber tenido
en parte pruebas oculares del mismo, y fue que durante la noche anterior
habían caído piedras tan grandes como manzanas pequeñas y extremadamente
duras, matando gran número de animales salvajes. Uno de los hombres había
encontrado muertos y tendidos en tierra trece ciervos (Cervus campestris), y
yo mismo vi sus pieles, frescas aún; otro de los soldados del destacamento, a
los pocos minutos de mi llegada, trajo siete más. Ahora bien: estoy cierto de
que un hombre sin perros difícilmente podría matar siete ciervos en una
semana. Los demás individuos de la posta aseguraron que habían visto unos
quince avestruces muertos (y de ellos comimos uno en parte), añadiendo que
otros varios corrían con evidentes señales de estar tuertos. El pedrisco mató
además muchas aves más pequeñas, como patos, halcones y perdices. Vi una
de éstas con una señal amoratada en el lomo, como si le hubieran dado una
pedrada con un guijarro gordo. Una cerca de cañas de cardo que rodeaba al
rancho quedó casi deshecha, y el que me dio estas noticias llevaba una venda
por haber recibido una herida considerable en el momento de asomarse para
ver lo que pasaba. La tempestad, según me dijo, había abarcado un área
limitada, y, realmente, desde el sitio donde vivaqueamos la última noche
vimos una espesa nube y relámpagos en esa dirección. Es maravilloso que las
piedras pudieran matar animales tan fuertes como el ciervo; pero, por los
testimonios y pruebas presentadas, estoy cierto de que la relación no es
exagerada en lo más mínimo. Con todo ello, me complazco en aducir, en
confirmación de lo dicho, la autoridad del jesuita Drobrizhoffer, quien,
hablando de una comarca mucho más al Norte, dice que cayeron en una
ocasión piedras de enorme tamaño y mataron gran número de vacas y
caballos; los indios llaman al lugar de referencia Lalegraicavalca, nombre
que significa «los pequeños objetos blancos». El doctor Malcolmson, por su
parte, me hace saber que él mismo presenció en la India, en 1831, un pedrisco
que mató muchas aves grandes y causó estragos en el ganado mayor. En este
caso las piedras eran aplanadas, habiendo una de veinticinco centímetros de
circunferencia y otra que pesó cincuenta y seis gramos y medio. Abrieron
hoyos de menuda grava, como si fueran balas de mosquete, y taladraron los
cristales de las ventanas con agujeros redondos sin romperlos.
Después de terminar nuestra comida, que se preparó con carne de
animales muertos por el pedrisco, cruzamos la Sierra Tapalguen, una pequeña
cadena de colinas de unos cien metros de altura, que comienza en Cabo
Corrientes. La roca en esta parte es cuarzo puro; más al Este tengo entendido
que es granítica. Las montañas presentan una forma singular: se componen de
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pequeñas mesetas rodeadas de paredones perpendiculares que parecen ser
estratos salientes de un depósito sedimentario. La eminencia a que subí era
muy pequeña, pues su diámetro no pasaba de doscientos metros, pero vi otras
mayores. Una, llamada El Corral, tiene, según dicen, de tres a cinco
kilómetros de diámetro y está rodeada de cantiles perpendiculares, cuya altura
es de nueve a doce metros, excepto en un sitio donde se halla la entrada.
Falconer nos presenta en un curioso relato a los indios conduciendo tropas de
caballos salvajes, a los que forzaban a penetrar en ese recinto para guardarlos
con seguridad. No he oído jamás que exista otra meseta semejante en una
formación de cuarzo, y el que yo examiné en lo alto de una eminencia de ésas
no presentaba hendiduras ni estratificación. Me dijeron que la roca de El
Corral era blanca y servía para dar chispas con el eslabón.
No llegamos a la posta establecida en el río Tapalguen hasta después de
oscurecer. Mientras cenábamos llegó a mis oídos algo que me hizo estremecer
de horror, creyendo estar comiendo uno de los platos favoritos del país, es
decir, un feto de vaca a medio formar, muy anterior a la época del parto. Al
cabo resultó ser puma, cuya carne, muy blanca, se parece mucho en el gusto a
la de ternera. Algunos incrédulos se han reído del doctor Shaw cuando afirmó
que «la carne de león goza de gran estima por tener no escasa afinidad con la
de ternera, así en el color como en el gusto y olor». Lo mismo exactamente
ocurre con el puma. Los gauchos no están de acuerdo en cuanto a si la carne
de jaguar es buen bocado, pero sostienen unánimemente que el gato es
excelente.
17 de septiembre.—Seguimos el curso del río Tapalguen, a través de una
campiña fértilísima, hasta la novena posta. El poblado de Tapalguen lo forma
un conjunto de toldos o chozas indias en figura de horno, diseminadas en una
llanura perfectamente horizontal, hasta donde puede alcanzar la vista. Las
familias de los indios amigos que peleaban al lado de Rosas residían aquí.
Encontramos y dejamos a nuestra espalda a varias jóvenes indias montando
dos o tres juntas en el mismo caballo; tanto ellas como muchos jóvenes eran
sorprendentemente hermosos, y su bella y ruda complexión eran la pintura de
la salud. Además de los toldos había tres ranchos: uno habitado por el
comandante de la posta y los otros dos por españoles, que tenían en ellos unos
tenduchos.
Aquí pudimos comprar algunas galletas. Llevaba ya varios días sin probar
más que carne; y no es que me desagradara este nuevo régimen, pero me
parecía que sólo podía sentarme bien haciendo fuerte ejercicio. He oído decir
que en Inglaterra algunos enfermos intentaron sujetarse a un régimen
alimenticio exclusivamente animal, y que a pesar de irles en ello la vida,
apenas habían podido soportarlo. Sin embargo, el gaucho en las Pampas se
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pasa meses enteros sin tocar otra cosa que la carne de vaca. Pero he tenido
ocasión de notar que comen gran cantidad de sebo, sustancia de naturaleza
menos animalizada, y rechazan de un modo muy particular la carne seca,
como la del agutí. El doctor Richardson ha observado también «que cuando la
alimentación ha estado constituida durante largo tiempo por carne magra se
siente una necesidad irresistible de tomar grasa, en términos de poder
consumirla pura en grandes cantidades, y aun derretida, sin sentir náuseas»;
esto me parece un curioso fenómeno fisiológico. Quizá de este régimen
alimenticio puramente animal procede que los gauchos, de igual modo que
algunos animales carnívoros, pueden estar sin comer largo tiempo. A
propósito de esto me refirieron que en Tandil un destacamento de voluntarios
había perseguido una partida de indios por tres días sin comer ni beber.
En las tiendas vi muchos artículos, tales como aparejos de montar, cintos
y polainas tejidos por las indias. Los dibujos eran realmente preciosos y los
colores brillantes, y en cuanto a la obra de mano, alcanzaba tal grado de
perfección que un comerciante inglés de Buenos Aires los creyó fabricados en
Inglaterra, hasta que halló las bolas sujetas con cuerdas hechas de tendones.
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estribos y montando a estilo árabe, con las piernas dobladas y recogidas,
logramos conservarnos sin importantes mojaduras. Era ya casi de noche
cuando llegamos al Salado; la corriente era profunda y tenía unos cuarenta
metros de ancha; en verano, sin embargo, el cauce queda poco menos que
seco, y la escasa agua restante es tan salada como la del mar. Dormimos en
una de las grandes estancias del general Rosas. Estaba fortificada y era tan
extensa que me hizo creer, en medio de la oscuridad reinante, que era una
ciudad protegida por una fortaleza. Por la mañana vi inmensos rebaños de
ganado, pues el general tenía aquí setenta y cuatro leguas cuadradas de
terreno. En otro tiempo había en esta posesión unos trescientos guardas y
capataces, que bien organizados hacían frente a todos los ataques de los
indios.
19 de septiembre.—Hemos dejado atrás Guardia del Monte, linda
población de caserío disperso, con numerosos jardines llenos de
melocotoneros y membrilleros. La llanura aquí se parecía a la que rodea a
Buenos Aires, tapizada de menudo césped con rodales de trébol y cardos y
madrigueras de vizcachas. Sorprendióme mucho el notable cambio que
presentaba el aspecto del país después de cruzar el Salado. De una hierba
basta se pasa a una alfombra de hermoso verdor. En un principio lo atribuía al
cambio de la naturaleza del suelo, pero los habitantes me aseguraron que aquí,
como en Banda Oriental, donde hay una gran diferencia entre el país que
rodea a Montevideo y las sabanas muy poco pobladas de Colonia, la causa de
tal diferencia estaba en el abono y pastoreo del ganado. Exactamente el
mismo hecho ha sido observado en las praderas de Norteamérica, donde la
hierba loca, de metro y medio a dos metros de alta, después de pastada por el
ganado se convierte en el país de los grandes pastos. No poseo bastantes
conocimientos en Botánica para decir si el cambio de esta región se debe a la
introducción de nuevas especies, al crecimiento alterado de una misma o a la
diferencia en la proporción de unas y otras. Azara ha observado también con
asombro este cambio, mostrándose perplejo ante la repentina aparición de
plantas que no se hallan en los alrededores ni en las lindes de las rutas que
conducen a cualquier rancho recién construido. En otro lugar dice: «Esos
caballos salvajes tienen la manía de preferir los caminos y el borde de las
rutas para depositar sus excrementos, de los que se encuentran montones en
esos lugares». ¿No explica esto en parte la circunstancia apuntada? He ahí,
pues, el porqué de esas líneas de tierra bien abonadas que sirven de canales de
comunicación a través de extensas comarcas.
Cerca de Guardia hallamos el límite meridional de dos plantas europeas
que al presente se han propagado extraordinariamente. El hinojo cubre con
gran profusión los bordes de las zonas en las cercanías de Buenos Aires,
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Montevideo y otras ciudades. Pero el cardo (Cynara cardunculus) abarca un
área mucho mayor, pues se encuentra en estas latitudes en ambos lados de la
Cordillera a través del continente. Lo vi en parajes solitarios de Chile, Entre
Ríos y Banda Oriental. Sólo en el último país muchos kilómetros cuadrados
(tal vez varios centenares) están cubiertos por una masa de estas plantas
espinosas, en la que ni hombres ni bestias pueden penetrar. En las llanuras
onduladas, donde crecen con profusión esas plantas, ninguna otra puede vivir.
Sin embargo, antes de su introducción la superficie debe de haber alimentado,
como en otros puntos, una hierba lozana. Dudo que haya memoria de otro
caso de invasión en tan grande escala de una planta extraña sobre las
aborígenes. Según dejo dicho, no he visto en ninguna parte el cardo al sur del
Salado, pero es probable que al crecer la población del país el cardo extienda
sus límites. Otra cosa muy distinta sucede con el cardo gigante (de hojas
jaspeadas) de las Pampas, porque lo encontré en el valle del río Sauce. De
acuerdo con los principios tan bien establecidos por Mr. Lyell, pocos países
han sufrido cambios más notables desde el año 1535, en que los primeros
colonos de la Argentina desembarcaron con setenta y dos caballos. Las
incontables caballadas, vacadas y rebaños de ovejas, además de alterar el total
aspecto de la vegetación, han desterrado el guanaco, el ciervo y el avestruz.
Análogamente han debido ocurrir otros cambios innumerables; el cerdo
salvaje en algunas partes reemplaza probablemente al pécari; también se oyen
aullar cuadrillas de perros salvajes en las frondosas márgenes de las corrientes
menos frecuentadas, y el gato común, convertido en una bestia feroz, habita
en las alturas rocosas. Según ha observado M. D’Orbigny, el aumento de los
buitres carroñeros desde la introducción de los animales domésticos ha debido
de ser infinitamente grande, y por nuestra parte hemos expuesto las razones
que hay para creer en la ampliación de su área meridional. Indudablemente
muchas plantas, además del cardo e hinojo, se han naturalizado; así vemos,
por ejemplo, las islas inmediatas a la desembocadura del Paraná pobladas de
albérchigos y naranjos, brotados de semillas arrastradas allí por el agua del
río.
Mientras tomábamos caballos de refresco en la Guardia muchas personas
nos acosaron a preguntas sobre el ejército —no he visto nada parecido al
entusiasmo por Rosas y el éxito de la «más justa de las guerras, porque se
hace contra los bárbaros»—. Esta expresión —fuerza es confesarlo— se halla
perfectamente justificada, pues hasta hace poco ni hombre ni mujer ni caballo
estaban libres de los ataques de los indios. Hicimos una larga caminata a
caballo por la misma llanura, alfombrada de verde césped y abundante en
hatos de diversas clases, con alguna estancia aislada aquí y allá, al lado de su
árbol ombú. Por la tarde cayó una copiosa lluvia; al llegar a una casa de
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postas nos dijo el dueño que si no teníamos pasaporte regular debíamos seguir
nuestro camino, pues los ladrones abundaban de tal modo que no era posible
fiarse de nadie. Pero cuando leyó mi pasaporte, que empezaba: «El naturalista
don Carlos», su respeto y cortesía ilimitados corrieron parejos con los recelos
antes manifestados. En cuanto a lo que pudiera ser un naturalista, sospecho
que ni él ni sus paisanos tenían la menor idea; pero no por eso perdió mi título
un adarme de su valor.
Figura 29. «Una de las cosas que más sorprenden es el espectáculo del salvaje en su natural
guarida; del hombre primitivo en el más bajo estado de abandono, ignorancia y barbarie». C.
Darwin. Diario.
Viendo que los habitantes de la Tierra de Fuego pueden subsistir sin vestidos en su horrible
clima, no consideramos que la pérdida del vello haya sido tan perjudicial al hombre primitivo,
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que habitaba un país cálido. (El origen del hombre).
El naturalista quedó marcado para siempre por sus experiencias con los nativos americanos. El
haber conocido al hombre en su estado natural le dio mucho pie para la reflexión. Antes de la
llegada de los españoles a América, los habitantes de la Patagonia y los de las Pampas, al norte de
Río Negro, eran todos tehuelches, aunque de diferentes grupos. Luego, los mapuches, como se
llaman ellos, o araucanos, como los conocían los españoles, traspasaron los Andes desde Chile y
fueron absorbiendo a los primitivos habitantes, ya que los trasandinos eran más numerosos y
estaban más preparados para la guerra. Cuando Darwin estuvo por allí, el proceso de expansión
mapuche estaba muy avanzado. La propia palabra tehuelche parece ser araucana.
Curiosamente, en su expedición más profunda hacia el interior de la Patagonia, la que llevó a
cabo FilzRoy remontando con tres balleneras y 25 hombres en total el río Santa Cruz, no
encontraron a ningún patagón, aunque sí sus rastros: los indios los habían estado espiando por la
noche. Los expedicionarios se aproximaron al lago Argentino, donde nace el Santa Cruz, y a los
Andes. Un pico muy famoso recibió luego el nombre de FitzRoy, y es meca de escaladores. Los
indígenas, los tehuelches aóinekenk, lo llamaban Chaltén («Montaña Humeante»; no es un volcán,
pero su cumbre está a menudo cubierta de nieblas). Con los tehuelches que vivían por allí tuvieron
que relacionarse en cambio tanto el español Antonio de Viedma, descubridor en 1782 del lago y
glaciar que llevan su nombre, como, casi un siglo más tarde, el famoso explorador argentino
Francisco P. Moreno (más conocido como Perito Moreno porque era el experto comisionado para
marcar los límites con Chile), quien también tiene su nombre bien inscrito en el paisaje patagónico
por el asombroso glaciar Perito Moreno. Fue este explorador argentino quien le impuso en 1877 el
nombre de FitzRoy al pico que los tehuelches conocían como Chaltén. Por cierto, a los glaciares los
llaman allí todavía ventisqueros, como ocurría en los Pirineos antes de que se generalizara el
tecnicismo «glaciar».
Tuve la oportunidad de andar por aquellas tierras, y me quedaron varias dudas. Una es la de si
Darwin y FitzRoy llegaron siquiera a ver, desde el punto del río Santa Cruz en el que se dieron la
vuelta, el pico dedicado al capitán.
Dice Darwin:
4 de mayo.—El capitán FitzRoy resolvió no llevar los botes más anilla. El río tenía un curso
tortuoso y muy rápido, y el aspecto del país no convidaba a seguir adelante. Por todas partes
encontramos las mismas producciones y el mismo paisaje desolado. Ahora nos hallamos a 150
millas del Atlántico y a unas 60 de la costa más cercana del Pacífico. El valle, en su parte
superior, se dilata en una anchurosa cuenca, limitada al norte y al sur por plataformas
basálticas y enfrontadas por la larga cadena de la nevada Cordillera. Pero contemplamos con
pena aquellas grandes montañas porque nos veíamos forzados a imaginar su naturaleza y
producciones en vez de estar, como habíamos esperad, en sus cimas.
Veían los Andes nevados, pero quizá era otro sector. En una guía argentina, leo: «El almirante
FitzRoy halló la montaña que lleva su nombre mientras exploraba el lago Argentino». ¡Pero si
nunca llegó a remontar el río hasta su nacimiento en ese lago!
Una pregunta que hacía a menudo a los argentinos cuando alcanzaba a tener cierta confianza
era: ¿qué pasó con los tehuelches? Ya sabía que había indios mapuches en la Argentina de hoy,
pero ¿quedó algo de los primeros patagones? El que Darwin no viera ninguno en las orillas del
Santa Cruz podría querer decir que eran muy pocos, o muy pacíficos, o muy precavidos. Sin
embargo, el Perito Moreno conoció a muchos indios décadas después y corrió increíbles aventuras
con ellos, que casi le cuestan la vida y darían para hacer apasionantes películas. Mi duda, formulada
de otra manera, era: ¿desaparecieron los tehuelches asimilados por los mapuches, diezmados por las
enfermedades de los blancos, alcoholizados o víctimas del ejército argentino (o por todas esas
causas juntas)? ¿O se desvanecieron sólo étnicamente, quiero decir, perdieron su lengua y su
cultura y simplemente se convirtieron en argentinos modernos, mezclándose con los demás?
Me informé luego y saqué algunos datos, aunque me gustaría saber mucho más porque
encuentro el tema fascinante. Las últimas guerras indias de Argentina tuvieron lugar en 1883-1884.
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El 22 de febrero de 1883 se produjo una batalla importante en Apeleg (alto río Senguer). Como
vemos en las películas del Oeste, los indios disponían de armas de fuego que adquirían a los
blancos, un comercio que le parecía desleal e indignaba al ejército porque les producía muchas
bajas. Algunos indígenas combatían del lado de los blancos y les servían de guías. Los vencidos, a
lo largo de todas las Guerras del Desierto, fueron tratados poco menos que como esclavos,
dispersados, separadas las familias, obligados a alistarse en el ejército los jóvenes, convertidas en
criadas de las familias acomodadas las mujeres. Como consecuencia, la cultura tehuelche fue
desestructurada y desapareció, aunque se dieron unos pocos lotes de tierra a algunas familias. Una
de esas reservas es la del arroyo Chalía (al suroeste del río Chubut), concedida su tenencia en 1916
al cacique tehuelche Quilchamal a título precario. Después de muchas usurpaciones de tierras por
parte de los vecinos blancos y reclamaciones de los indígenas, el 29 de octubre de 1990 se
otorgaba, por fin, el título de propiedad a favor de la comunidad aborigen «Chalía o Manuel
Quilchamal» con una superficie de 32 902 hectáreas.
La misma pregunta sobre el destino final de los indios y de sus culturas me la hago también con
respecto a los indios que habitaban en la Tierra de Fuego. Tres de ellos viajaban a bordo del Beagle
con Darwin. FitzRoy los había capturado en la expedición anterior (junto a un cuarto que murió de
viruela en Inglaterra).
Las culturas indias de la zona más austral eran entonces cuatro: los yámana o yahganes, los
selk’nam (más conocidos como onas, aunque esta palabra es yámana y significa «los del norte»),
los liaus o manekenk y los alakaluf o kaweskar. Los selk’nam y manekenk estaban seguramente
relacionados con los tehuelches y eran altos y corpulentos como ellos. También muy valientes y
guerreros. A menudo se dice, erróneamente, que los fueguios o fueguinos del Beagle eran onas.
Estos indios, los selk’nam, vivían en la Isla Grande de la Tierra de Fuego de la caza, sobre todo de
guanacos, con arco y flechas, y se desplazaban a pie. Hay fotos y películas de principios del siglo
XX en los que aparecen los últimos onas «en estado salvaje», como solía decirse, cubiertos sólo
con pieles de guanaco. Muchísimos fueron aniquilados vilmente a tiros por los ganaderos europeos,
pero ¿qué pasó con los que habían sido acogidos en la Misión Salesiana de Río Grande?
Los fueguinos que conocieron los ingleses del Beagle eran en realidad yámana, de baja estatura
pero fuertes, que viajaban en canoas y se alimentaban básicamente de recursos costeros como
moluscos, crustáceos, erizos, pescado y lobos marinos; en algunas celebradísimas ocasiones,
también de ballenas u otros cetáceos varados. Las mujeres buceaban muy bien (sólo de pensar en
meterme en el agua allí, me estremezco) para conseguir peces y marisco. Se tapaban con unas
pocas pieles de nutria marina o zorro, una protección muy ligera para aquellas latitudes, pero se
untaban el cuerpo con grasa para conservar el calor. Esperaríamos verlos vestidos como
esquimales, buriatos o lapones, los habitantes del otro polo terrestre. Pero dado el clima tan frío y a
la vez tan extremadamente húmedo en el que vivían (muy diferente del ambiente ártico, helado
pero seco), quizá el más insufrible que pueblo alguno haya tenido que soportar nunca, seguramente
era mejor cobijarse bajo pieles (meterse debajo y embadurnarse con grasa) que llevarlas pegadas al
cuerpo. Es más, se dice que contrajeron neumonías mortales cuando, por influencia de los
misioneros, adoptaron ropas europeas, que estaban siempre caladas. En la bahía Lapataia, cerca de
Ushuaia, se pueden ver los montones de conchas, cáscaras y huesos que formaron alrededor de sus
cabañas los yámana, como un muro con forma de herradura.
Como hemos dicho, FitzRoy tomó a cuatro de estos indios en el primer viaje (después de que
asumiera el mando del Beagle) como represalia porque los nativos le robaron una ballenera. Más
tarde, al ver que, según él, se encontraban felices y con buena salud, se le ocurrió la idea de
llevarlos a Inglaterra para educarlos y evangelizarlos antes de devolverlos a su tierra; de este modo
esparcirían la civilización y las buenas costumbres entre sus paisanos. El experimento de FitzRoy
acabó muy mal, pero ésa es otra historia. Los dos viajes del Beagle no fueron la única relación de
los ingleses con los yahganes, porque más tarde llegaron otros británicos para instalar una misión
de la Iglesia anglicana.
En la actualidad quedan media docena de alakaluf y sólo vive una yámana, llamada Cristina
Calderón, en el mismo canal del Beagle por donde pasó Darwin, concretamente en Puerto
Williams, en la isla Navarino (Chile).
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A Darwin le interesaban los aspectos etnográficos de las culturas con las que se tropezaba, pero
también las miraba con los ojos del biólogo. ¿Hasta qué punto la acción directa de las condiciones
ambientales (clima y estilo de vida) es responsable de las características físicas de los diferentes
pueblos de la Tierra?, se preguntaba en El origen del hombre. Poco o nada, concluía, y de ahí
deducía que la selección sexual tenía que ser la fuerza directriz de la división en razas de la
humanidad. La prueba la encontraba en lo que había visto en el gran viaje de su vida:
Los diferentes gustos en la elección de la pareja para reproducirse eran la explicación. A los
negros, por ejemplo, los gusta ese color, según Darwin, aunque él lo encontrase horrible para una
persona:
A primera vista parece monstruosa la idea de que el negro azabache de la raza de ese color se
haya logrado por selección sexual, pero esta opinión aparece apoyada por diversas analogías, y
sabemos que los negros admiran su tez.
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V. UNA VIDA SOSEGADA
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Figura 30. Casa de Darwin en Down. «El encanto del lugar reside, para mí, en que casi todos los
campos son atravesados (como el nuestro) por uno o más senderos; nunca vi tantas alamedas en ningún
otro lugar del campo. La región es extraordinariamente rural y tranquila». Carta de C. Darwin a su
hermana Catherine, de 24 de julio de 1842.
A pesar de que trabajé todo lo que pude en los tres años y ocho meses que
residimos en Londres, jamás he hecho tan poca cosa en un período de tiempo
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similar. Ello se debió a que frecuentemente estaba indispuesto, y a una larga y
grave enfermedad. La mayor parte de mi tiempo, cuando podía hacer algo, la
consagraba a mi trabajo sobre los Coral Reefs (Arrecifes coralinos) que había
empezado antes de mi boda y cuya última prueba de imprenta estuvo
corregida el 6 de marzo de 1842. Este libro, aunque pequeño, me costó veinte
meses de duro trabajo, pues tuve que leer todas las obras que trataban de las
islas del Pacífico y consultar muchos mapas. Fue altamente considerado por
los científicos y creo que en la actualidad la teoría expuesta en él está
totalmente demostrada.
No he emprendido ningún otro trabajo con un espíritu tan deductivo como
éste, pues toda la teoría fue concebida en la costa occidental de América del
Sur, antes de haber visto un verdadero arrecife de coral.
Figura 31. Atolón sin isla en medio porque (según el modelo de Darwin) ya se ha hundido.
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La teoría de la formación de las islas coralinas que propuso Darwin
merece ser explicada, aunque sea brevemente. Pero mejor será que lo haga el
gran geólogo Lyell, que había sostenido una tesis contraria:
¿Le dijo a usted Darwin cuando estaban en El Cabo cuál considera que es
la verdadera causa? Supongamos que una montaña se sumerge
gradualmente, y que el coral crece en el mar en el que aquélla se hunde, y
tendremos un anillo de coral, y finalmente sólo una laguna en el centro…
Las islas coralinas son el último esfuerzo de los continentes que se
hunden por sacar la cabeza del agua. Se pueden detectar las regiones de
elevación y hundimiento en el océano por el estado de los arrecifes de
coral (carta a John Herschel de 1837).
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VI. CONFESAR UN ASESINATO
20 del mismo mes. […] Durante el día me sentí muy mal, y desde esa época
hasta fines de octubre no me repuse.
22 de septiembre. […] Aquí me detuve los dos días siguientes y, aunque
bastante mal, me esforcé por recoger de la formación terciaria algunas
conchas marinas.
24 de septiembre. […] Nuestra ruta se dirigió ahora directamente hacia
Valparaíso, que con grandes dificultades alcancé el día 27, para meterme en
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cama y permanecer en ella hasta fines de octubre.
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En una carta a su amigo el botánico Joseph Hooker de enero de 1844, le
cuenta:
Muy serias tenían que ser sus preocupaciones respecto del choque de sus
ideas científicas con las firmes convicciones creacionistas de su querida
esposa Emma: ¿qué pensaría ésta de sus ideas evolucionistas? ¿Hablaría el
matrimonio, cuando se quedaban solos, en la tranquilidad rural de su casa de
Down, de si el hombre viene o no del mono y de la gran tormenta que Darwin
estaba desatando en la sociedad? Tal vez nunca tocaran esos temas tan
delicados, pese a que Darwin no trabajaba en otra cosa. Francis, su hijo,
escribió que Darwin apenas hablaba de sus creencias en casa[14].
Otra posible fuente de conflicto psicológico pudo ser la figura paterna. El
doctor Darwin era un hombre literalmente enorme («el más grande que he
visto nunca»), muy alto y corpulento, y ejercía una gran autoridad sobre el
hijo. Sus opiniones tenían mucho peso en Charles, tanto a la hora de escoger
estudios universitarios como para, más adelante, darle permiso para embarcar
en el Beagle. Las relaciones entre ambos no parecen haber sido especialmente
difíciles, pero el Darwin anciano todavía recordaba con vivo dolor una
anécdota que haría las delicias de cualquier psicoanalista.
Ahora bien, si, como creo, el mal de Darwin era totalmente físico y
contraído en el viaje, entonces su vida posterior al viaje fue una lucha titánica
y ejemplar contra una penosa enfermedad, que mermó terriblemente sus
fuerzas, pero no torció su férrea voluntad.
Por supuesto, aún cabe una tercera posibilidad: Darwin tenía una
enfermedad orgánica, más o menos grave, y la utilizó inconscientemente para
dedicarse exclusivamente a su trabajo, cuidado constantemente por una
esposa-enfermera y viviendo en el más protector de los ambientes, sin tener
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que enfrentarse jamás a los amenazadores enemigos de fuera ni a los
terroríficos fantasmas de dentro, instalado permanentemente dentro de la
enfermedad (¿quién no ha deseado alguna vez rodearse de una muralla
infranqueable que deje fuera los problemas que nos angustian? ¿Quién no
teme al lunes el domingo por la noche?).
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VII. UNA MENTE EN EBULLICIÓN
Sin duda, lo que ha hecho de Darwin una de las mentes más geniales de la
historia del pensamiento fue (para mí la máxima, porque lo que descubrió fue
lo más importante de todo: el secreto de nuestra propia existencia), claro está,
su trabajo sobre la evolución o, como la llamaba él, la «descendencia con
modificación». En su viaje en el Beagle algunos hechos de la Biología le
habían llamado la atención, y fueron, al poco de volver, los que le llevaron a
decantarse por la «transmutación de las especies» y a buscarle una
explicación[15]. También le preocupaba mucho «la adaptación casi perfecta de
unos seres orgánicos a otros, y a sus condiciones físicas de vida» (es decir, al
medio, que está formado tanto por el terreno y el clima como por los
organismos que conviven). El viaje había transcurrido entre el 27 de
diciembre de 1831 y el 2 de octubre de 1836 y Darwin empezó a recoger en
julio de 1837 observaciones sobre la transmutación de las especies en un
cuaderno de notas. Esos hechos que no encajaban con el creacionismo tenían
que ver con las relaciones entre especies, tanto en el espacio, es decir, entre
especies vecinas, como en el tiempo, o sea, entre formas extinguidas y formas
vivientes en la misma zona. Las especies próximas geográficamente se
asemejaban mucho, lo que indicaba una procedencia común, y las faunas
antiguas, ya va dicho, se parecían a su vez a las actuales en cada región,
sugiriendo una descendencia con modificación.
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Era evidente que hechos como éstos y también otros muchos sólo podían
explicarse mediante la suposición de que las especies se modifican
gradualmente; y el tema me obsesionaba. Pero era igualmente evidente que ni
la acción de las condiciones del entorno, ni la inclinación de los organismos
(especialmente en el caso de las plantas) podrían explicar los innumerables
casos en que sistemas de todas clases están extraordinariamente adaptados a
sus hábitos de vida —por ejemplo, un pájaro carpintero o una rana de San
Antonio para trepar a los árboles, o las semillas para dispersarse por medio de
ganchos o plumas—. Siempre me habían llamado mucho la atención tales
adaptaciones, y hasta que no pudieran ser explicadas me parecía inútil
esforzarse en demostrar por pruebas indirectas que las especies se habían
modificado.
Después de mi regreso a Inglaterra me pareció que, siguiendo el ejemplo
de Lyell en geología, y recogiendo todos los datos que de alguna forma
estuvieran relacionados con la variación de los animales y las plantas bajo los
efectos de la domesticación y la naturaleza, se podría quizá aclarar toda la
cuestión.
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Figura 34. Iguana terrestre. Darwin la encontró sólo en las islas centrales de las Galápagos: «Es como si
hubiera sido creada en el centro del archipiélago, y de ahí se hubiera dispersado sólo hasta una cierta
distancia». C. Darwin. Diario.
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Se ha dicho en ocasiones que el éxito de El origen demostró «que el tema
estaba en el aire», o «que la mente de la gente estaba preparada para dicho
tema». No creo que esto sea estrictamente cierto, pues a veces sondeé a
no pocos naturalistas, y nunca di con uno sólo que pareciera dudar de la
permanencia de las especies. Ni siquiera Lyell y Hooker parecían estar de
acuerdo, aunque siempre me escucharon con interés. En una o dos
ocasiones intenté explicar a hombres capaces lo que entendía por
selección natural, pero fracasé notoriamente. Lo que creo que era
absolutamente cierto es que innumerables hechos perfectamente
observados estaban esperando en las mentes de los naturalistas, listos para
ocupar su puesto tan pronto como se explicara suficientemente una teoría
que los abarcara.
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poco de volver del viaje alrededor del mundo, hacia marzo de 1837. Pero su
carácter le obligaba a buscar la causa, si es que existía tal fenómeno.
Rápidamente se dio cuenta de que tenía a su alcance múltiples casos de
descendencia con modificación: los animales domésticos y las plantas
cultivadas.
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escribir un resumen muy breve de mi teoría, a lápiz y en treinta y cinco
páginas; éste fue ampliado el verano de 1844, convirtiéndose en otro de
doscientas treinta páginas que copié entero y todavía poseo.
Este amplio resumen fue leído por su amigo Joseph Dalton Hooker (1817)
hacia 1846. El dato es importante, porque más adelante, cuando llegó el
trabajo de Wallace en 1858 sobre la evolución por selección natural, fue la
prueba de que Darwin había fraguado ya su teoría años antes. Hooker no
parece haberle prestado demasiada atención entonces, porque en 1859,
después de leer El origen, se declara partidario convencido de su doctrina y le
confiesa: «Con frecuencia pienso que he debido de ser muy estúpido para no
haber seguido aquél [el manuscrito] con más atención».
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in South America (el tercer y último libro de geología que escribiría Darwin,
después de Arrecifes coralinos de 1842 y Observaciones geológicas sobre las
islas volcánicas de 1844) e inmediatamente después empezó a trabajar con
cirrípedos (percebes y balanos), enfrentándose por primera vez a fondo con
los problemas de la clasificación de especies. Esta experiencia práctica de
ocho años de intenso trabajo le dio un conocimiento de primera mano sobre
qué son las especies en el mundo real y cuán borrosos aparecen los límites
entre variedades y especies cuando se intenta sistematizarlas. También
entendió lo poco lucido de esta tarea tan importante. El geólogo Darwin se
había convertido en un biólogo.
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VIII. UNA CARTA QUE VINO DEL
ARCHIPIÉLAGO MALAYO
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Figura 36. «Echando al intruso». Wallace vivió realmente entre los nativos de Indonesia, y en
condiciones mucho más incómodas que las de Darwin en su viaje.
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Los trabajos de Darwin y Wallace[18] se leyeron, en ausencia de los dos
autores, en la sesión de la Linnean Society del 1 de julio de 1858, y estuvieron
presentes Lyell y Hooker. No hubo discusión posterior, en parte porque el
tema cogió por sorpresa a los socios, y en gran medida porque el apoyo de
Lyell y Hooker, que eran quienes habían presentado los textos, disuadió a los
posibles críticos. En el texto de comunicación de los trabajos a la Sociedad
Linneana, Lyell y Hooker exponen que este último había leído la memoria de
Darwin de 1844, y había informado de su contenido a Lyell.
Sin embargo, nuestros trabajos combinados merecieron muy
escasa atención, y la única mención que se publicó al respecto fue la
del profesor Haughton de Dublín, cuyo veredicto fue que todo lo que
había de nuevo en nuestros trabajos era falso, y lo que había de cierto
era viejo. Esto demuestra lo necesario que es el que todo nuevo punto
de vista se explique con una extensión considerable, con el fin de
despertar la atención del público.
En septiembre de 1858 me puse a trabajar, siguiendo el insistente
consejo de Lyell y Hooker, para preparar un volumen sobre la
transmutación de las especies, pero sufría frecuentes interrupciones a
causa de mi mala salud y de las breves visitas al delicioso
establecimiento hidropático del doctor Lane en Moor Park. Resumí el
manuscrito que había empezado a escala mucho mayor en 1856 y
completé el volumen en la misma reducida proporción. Me costó trece
meses y diez días de duro trabajo. Se publicó con el título de Origin of
Species en noviembre de 1859. Aunque considerablemente aumentado
y corregido en posteriores ediciones, continúa siendo sustancialmente
el mismo libro.
Es, sin duda, la obra más importante de mi vida. Desde el
principio tuvo un gran éxito. La reducida primera edición de 1250
ejemplares se vendió en el mismo día de su publicación[19].
Ha sido traducido a casi todos los idiomas europeos, incluso a
algunos como el español, bohemio, polaco y ruso…
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convencimiento. Le aterrorizaba la idea de haber desperdiciado su vida
completamente. Por eso, esperaba el juicio de los tres científicos que más
respetaba: Lyell, Hooker y Huxley. Cuando le dieron su veredicto en general
favorable, se sintió inmensamente aliviado (aunque Lyell tardó años en
«convertirse», y quizá nunca lo hizo hasta las últimas consecuencias). Estaba
seguro de que por lo menos no decía necedades, y la opinión de otros colegas
le afectaba mucho menos, como la despiadada crítica del geólogo Sedgwick,
su antiguo profesor en Cambridge: «Si fuera posible (gracias a Dios no lo es)
esta quiebra, la humanidad, en mi opinión, sufriría daños que la
embrutecerían y hundirían a la raza humana en la mayor degradación en la
que haya caído desde que los testimonios escritos nos cuentan su historia».
Henslow, su querido maestro de Botánica en Cambridge, y a quien
Darwin debía el viaje en el Beagle, el mismo que le había recomendado la
lectura de los Principios de geología de Lyell, pero con la advertencia de que
no los creyera demasiado, no pudo alinearse con su antiguo discípulo (que era
en cierto modo el continuador en Biología de Lyell), pero su postura no fue
tan contraria y agresiva como la de Sedgwick.
Antes de El origen, Robert Chambers había propuesto sin éxito en su obra
Vestiges of Natural History of Creation una visión no materialista de la
evolución, que aparecía como el despliegue a lo largo del tiempo geológico de
un plan divino de creación progresiva que, sin milagros, avanzaba hacia
formas cada vez más perfectas y que culminaba en nuestra especie.
Curiosamente, Chambers criticaba a Lamarck, ya que asociaba a este autor
con la herencia de los caracteres adquiridos y tal mecanismo podía muy bien
explicar la adaptación de cada especie a sus circunstancias particulares, pero
no el movimiento general de la Vida hacia la complejidad. Sin embargo,
Lamarck también creía en ese progreso como ley de fondo, y Chambers, por
su parte, terminó aceptando la herencia de los caracteres adquiridos en
relación con la (para él) cuestión menor de la adaptación.
Aunque en su momento, 1844, el libro de Chambers fuera ridiculizado,
luego la idea fue retomada por algunos científicos antidarwinistas, como St.
George Jackson Mivart[20] (1827) o el famoso paleontólogo Richard Owen[21]
(1804), inventor del término «dinosaurio», quien, pese a que había ayudado al
joven Darwin a clasificar los ejemplares de mamíferos fósiles sudamericanos,
se convirtió luego en un firme adversario de sus ideas materialistas. Otro gran
oponente a Darwin fue, en Estados Unidos, el naturalista de origen suizo, ya
mencionado, Louis Agassiz.
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Merece un comentario aparte el botánico americano Asa Gray (1810),
buen amigo y seguidor de Darwin, con quien mantuvo una intensa
correspondencia. Gray era evolucionista y seleccionista, pero no
completamente al modo de Darwin. Como a otros «evolucionistas teístas»
posteriores, le parecía que el darwinismo era verdad, pero no contenía toda la
verdad: tenía que haber «algo más», una guía externa para la evolución, que
no podía depender simplemente de la acción de «fuerzas brutas». El
mecanismo por el que la evolución podía discurrir según el plan trazado era
que las variaciones se produjeran sólo en la dirección conveniente, la que
favorece al individuo. La lucha por la vida las seleccionaría, desde luego, por
ser beneficiosas.
Darwin no pensaba nada de eso. Para él, las variaciones eran tanto
beneficiosas como perjudiciales, porque se daban en todas las direcciones.
Volviendo al símil de la domesticación, Darwin le decía a Asa Gray que no
podía ocurrir que los animales criados por el hombre experimentaran cambios
en determinadas direcciones exclusivamente para satisfacer nuestros deseos,
sino que los criadores se quedaban sólo con las variaciones útiles. También
les preguntaba a Gray y a Lyell (que no terminaba de aceptar las ideas de
Darwin) si creían que la forma de su nariz (la misma nariz que no le gustó a
FitzRoy) respondía a algún plan. Porque si lo creían, no tenía nada más que
añadir, pero si no era así, debía «pensar que no es lógico suponer que las
variaciones que la selección natural preserva por el bien de cualquier ser
obedecen un designio».
Darwin no creía que la evolución se hubiera desarrollado a lo largo de una
línea principal de progreso que conduce al ser humano. Más bien entendía que
la selección natural adapta los organismos a los cambios que se producen en
sus condiciones de vida, respetando sólo a los que son más eficaces. La
evolución es oportunista, está sujeta a las variaciones que impone la Geología
en el medio y no tiene propósito ni dirección. Su representación gráfica no
sería una lanza, ni un surtidor que proyecta un chorro hacia arriba, sino un
árbol ramificado sin guía ni tronco principal. Porque no hay unos individuos
mejores que otros, en términos absolutos (como si pudieran ser medidos
según una escala de perfección), sino que simplemente algunos sujetos son
más idóneos para las circunstancias que se dan en un momento y lugar
concreto. El más apto hoy, puede no serlo mañana.
En el continente, el principal valedor de Darwin fue el genial y
enciclopédico biólogo alemán Ernst Haeckel (1834), que se sumó pronto al
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movimiento (en 1862), aunque en realidad era más lamarckista que
seleccionista.
Figura 37. Darwin sabía que la selección natural no lo explica todo: «Sin embargo, en un número de
especies los colores son demasiado conspicuos y singularmente organizados para permitirnos suponer
que sirven a otros propósitos». C. Darwin. El origen del hombre.
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CURIOSIDADES
Hay muchas historias que se cuentan en torno a la vida y obra de Darwin y sus colegas. Aunque
afortunadamente nos dejó su autobiografía, quedan pequeños detalles por aclarar. Anécdotas la
mayoría, pero con cierto interés histórico.
Darwin y Wallace
Una de ellas es la de cómo se desarrolló la sesión de la Sociedad Linneana en la que la evolución
por selección natural fue dada a conocer al mundo, en un rincón de Londres. Aunque pasara casi
desapercibido, aquél fue sin duda el gran acontecimiento de la historia de la Biología. Según
Francis Darwin, fue así:
El articulo conjunto de Mr. Wallace y mi padre se leyó en la Sociedad Linneana la tarde del
primero de julio. Sir Charles Lyell y sir J. D. Hooker estuvieron presentes en la lectura del
trabajo, y creo que ambos hicieron algunas observaciones, principalmente con la intención de
convencer a los presentes de la necesidad de prestar la máxima atención a lo que habían oído.
Pero no hubo ni atisbo de discusión. Sir Joseph Hooker me escribe: «El interés suscitado fue
intenso, pero el tema era demasiado nuevo y amenazador para que la vieja escuela se alistara
sin armarse antes. Después de la reunión hubo una tímida discusión: el apoyo de Lyell, y
también en cierto modo el mío, puesto que yo era su lugarteniente en el asunto, intimidó
bastante a los socios, que de otro modo se habrían precipitado contra la teoría. Contábamos
también con la ventaja de estar familiarizados con los autores y con el tema».
En esta ocasión los amigos de Darwin no contaron con T. H. Huxley, quien aún no era miembro
de la Sociedad Linneana.
Huxley y Owen
Todo el mundo ha oído hablar de la discusión que mantuvieron en el salón de conferencias del
Museo Universitario de Historia Natural de Oxford el día 30 de junio de 1860, sábado, Thomas H.
Huxley, el «bulldog de Darwin», y el obispo Wilberforce, llamado soapy, el cobista o jabonoso, por
sus suaves maneras o quizá por la costumbre de frotarse las manos (gesto con el que aparece en una
caricatura). El obispo había sido asesorado la noche anterior por el paleontólogo Richard Owen,
considerado el sucesor inglés de Cuvier. Sin embargo, la anécdota carece de interés científico y se
parece a las muchas discusiones que siguieron (y aún continúan) entre científicos evolucionistas y
no científicos creacionistas. Mucho más importante es la discusión que habían sostenido dos días
antes, el jueves, en otra sesión de la reunión de Oxford, Huxley y el mismo Owen, esta vez cara a
cara. Aunque la historia venía de más atrás y la cuenta Huxley en su libro de 1863 Evidence as to
Man’s Place in Nature. En el año 1857 Owen había presentado en la Linnean Society un artículo en
el que se decía que el cerebro humano era radicalmente diferente al del resto de los primates y
demás mamíferos por tener el «lóbulo posterior» (que se llama ahora lóbulo occipital), que recubre
el cerebelo, el cuerno posterior del ventrículo lateral y el hippocampus minor (el hipocampo es lo
fundamental del arqueocórtex). Huxley se puso a investigar y descubrió que esas estructuras las
compartían el hombre y los demás primates superiores.
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Figura 38. Comparación del cerebro humano con el de un chimpancé, que demuestra su gran
semejanza, en contra de la opinión de Richard Owen; a: lóbulo posterior, b: ventrículo lateral, c:
cuerno posterior, x: hippocampus minor.
El resultado de mis investigaciones fue probar que las tres afirmaciones de Mr. Owen […]
eran contrarias a los hechos más palmarios. Les comuniqué esta conclusión a mis estudiantes
en clase. Y como no tenía deseo de embarcarme en una discusión que no podía redundar en la
gloria de la ciencia británica, me dediqué a otras ocupaciones más interesantes. En la reunión
de la Asociación Británica en Oxford, en 1860, el profesor Owen repitió estas aseveraciones
delante de mí, y por supuesto yo inmediatamente les di una réplica directa y sin preparar,
prometiéndome justificar esa forma de actuar más adelante. Cumplí esa promesa publicando
en el número de enero de 1861 de Natural History Review un artículo en el que la verdad de
las siguientes tres proposiciones quedaba completamente demostrada [se refiere a que las tres
estructuras en cuestión no son exclusivas de nuestra especie y existen también en los primates
superiores].
Darwin y Marx
Julian Huxley y H. D. B. Kettlewel cuentan en su biografía de Darwin que Karl Marx «quiso
dedicarle la traducción inglesa de Das Kapital, a lo que éste se negó atentamente». S. J. Gould lo
descarta: «Una leyenda bastante repetida, la de que Marx le ofreció a Darwin dedicarle el segundo
volumen de Das Kapital, y que éste no aceptó, resulta ser falsa». Howard E. Gruber, por su parte,
reproduce una carta de Darwin a Marx en la que rechaza la proposición: «Preferiría que esa parte o
volumen no estuviera dedicada a mí (aunque le agradezco que me haya propuesto tal honor) porque
ello sugeriría, en cierto grado, mi aprobación a la obra entera, de la que no tengo conocimiento»[22].
En todo caso, hay un ejemplar del primer volumen de Das Kapital (edición de Verlag von Otto
Meissner, Hamburgo, 1872) en la biblioteca de la casa de Darwin en Down y lleva la dedicatoria
«De su sincero admirador. Karl Marx». Pero tiene las páginas sin cortar, según Gould, que añade
que Darwin no era aficionado al idioma alemán. Eso es seguro, aunque también puede ser que no le
interesara demasiado el libro, o no tanto como para hacer un gran esfuerzo, porque sabía alemán,
aunque no mucho. Según dice su hijo Francis: «Muchas de sus lecturas científicas eran en alemán y
ello le representaba una pesada labor […]. Hace mucho tiempo, cuando empezó a estudiar alemán,
alardeó del hecho (según solía contar) ante sir J. Hooker, que respondió: “Ah mi querido colega,
eso no es nada; yo lo he empezado muchas veces”. A pesar de su carencia de gramática, conseguía
salir adelante con su alemán maravillosamente y las frases que no comprendía eran por lo general
las complicadas».
Darwin y Mendel
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Otra famosa leyenda cuenta que Darwin tenía en su biblioteca un ejemplar de las Actas de la
Sociedad de Historia Natural de Brünn (hoy Brno), donde Gregor Mendel publicó (en alemán) sus
Experimentos de hibridación en plantas (1866), y que el libro estaba con las páginas sin cortar.
Esta vez no cabe duda de que la historia es completamente falsa. No hay tal ejemplar y Darwin
nunca supo del trabajo de Mendel. Es verdad, en cambio, que Darwin poseía un ejemplar del libro
(de 1881) del médico y botánico alemán Wilhelm Olbers Focke titulado Los híbridos. Una
contribución a la biología de las plantas en el que se contienen breves referencias a Mendel, pero
esas páginas sí que están por cortar. ¿Se habría tomado la molestia de leer a Mendel si hubiera
tenido conocimiento de sus investigaciones? ¿Le habría influido en algo?
El importante, de todos modos, era Darwin y por eso se dio la situación inversa. Mendel
adquirió un ejemplar de la segunda edición alemana de El origen de las especies, publicado en
1863, que era una traducción de la tercera edición inglesa, de 1861. No cabe duda de que lo leyó,
porque marcó pasajes que le interesaban en 18 páginas, aunque no lo cita en sus Experimentos de
hibridación en plantas.
Mendel estuvo en Londres en julio y agosto de 1862, cuando casi había terminado sus
experimentos con los guisantes, pero no acudió a Down a visitar a Darwin, quien tampoco estuvo
en Londres en esas fechas. Mendel no hablaba inglés, y Darwin se defendía malamente en alemán.
¿Se habrían entendido? Aunque no era el alemán la barrera que más les separaba. Mendel no tenía
ningún interés por la evolución.
Darwin y Down
Por último, una anécdota sobre la casa de Darwin en Down. Su nieta Gwen Raverat escribió un
libro delicioso titulado Period Piece (algo así como Pieza de época), ilustrado con unos dibujos
deliciosos. Uno de los capítulos está dedicado a la casa de su abuelo, a quien no conoció. Sí
recordaba en cambio a su abuela, que murió catorce años después que Darwin (aunque sólo era un
año más joven que su esposo). El invierno lo pasaba la anciana en Cambridge e iba a Down (luego
llamado Downe) en verano. En la casa no había agua corriente, sino que la bombeaban de un pozo
situado junto a la mansión, al lado de una morera en la que se posaban los mirlos a comer las
moras. Gwen Raverat recuerda cómo veía a los pájaros desde la ventana del cuarto de los niños
cuando se levantaba la primera por la mañana, y cómo oía chillar a la bomba por las tardes, bajo la
ventana, cuando sacaban el agua. Se suponía que el pozo tenía más de cien metros de profundidad.
Como en todas las casas de la época, y hasta mucho tiempo después, la gente no se bañaba en el
mismo cuarto donde estaba el retrete.
No había cuarto de baño en Down, ni agua caliente, excepto en la cocina, pero había muchas
criadas para acarrear los grandes cubos de baño pintados de marrón. Y así como todo era
perfecto en Down, también lo era el más hermoso, secreto, romántico retrete que hubo nunca,
al final de un largo pasillo y después de subir algunos peldaños. Sólo tenía una ventana que
miraba al huerto de árboles frutales, y siempre estaba bañado en una tenue luz verde. Se
podían ver las copas de los manzanos, y cuando leía Romeo y Julieta (que fue el primer
Shakespeare que leí por mí misma), el verso That tips with silver all these fruit-tree tops (que
platea las copas de todos estos frutales), siempre me recordaba aquella ventana.
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IX. EL ORIGEN DE LAS ESPECIES
Un cortés caballero
El origen de las especies es un libro que se lee con gusto y parece fácil de
entender. Francis Darwin dice a propósito del estilo de su padre:
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Figura 39. Portada de la primera edición de El origen de las especies. En las cinco primeras ediciones,
el título del libro es Sobre el origen de las especies, etc., queriendo indicar que se trata de un resumen
de una obra que se espera sea más extensa. Sólo en la sexta edición se suprimió el adverbio sobre, con
lo que el título sugiere que se trata de la versión definitiva.
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La explicación puede estar en la manera en la que El origen está
estructurado. Primero se describe una serie de hechos, que se ilustran con
ejemplos numerosísimos. Esos hechos parecen patentes: en las especies
silvestres, como en los animales domésticos, hay variación entre los
individuos, ya que no todos son iguales, ni mucho menos; esas diferencias
tienen un cierto componente hereditario, esto es, los hijos se asemejan a los
padres, pero sólo se parecen, no llegan a ser idénticos; en la naturaleza, el
crecimiento de las poblaciones, si no tiene freno, termina por superar los
recursos que proporciona el medio, que no son inagotables, como decía
Malthus que ocurría con las poblaciones humanas.
Pues bien, si todo esto es verdad, y Darwin nos convence suavemente de
ello, entonces, a partir de tales premisas puede seguirse una cadena de
razonamientos: los individuos competirán entre ellos por el alimento, que no
alcanza para todos; el éxito será diverso, ya que hay diferencias entre los
miembros de una especie, y unas variantes favorecen al individuo en esa
lucha y otras le perjudican, o le favorecen menos; los individuos que resulten
vencedores serán los progenitores de las siguiente generación, y así ocurrirá
una vez tras otra. El resultado final, al cabo de muchas generaciones, es
doble: a escala individual, las adaptaciones a «los hábitos de vida» (es decir, a
otros organismos y al medio físico); a escala de especie, la evolución, o, en
palabras de Darwin, la descendencia con modificación.
Darwin admitía (sobre todo en la sexta edición de El origen) otras dos
causas posibles para la descendencia con modificación: la acción directa del
entorno sobre los individuos(10) (por ejemplo, la alimentación o el clima),
siempre y cuando la variación así producida fuera transmisible a la
descendencia; y la herencia de los caracteres adquiridos durante la vida por el
uso y desuso de los órganos, al utilizarlos más o menos según los hábitos. Sin
embargo, no concedía a la acción del ambiente sobre los organismos un papel
determinante en las adaptaciones (¿cómo podría el ambiente producir tales y
tan abundantes maravillas en las criaturas?). Ambas causas han resultado ser
falsas, porque ninguna de esas modificaciones se heredan; de todas formas,
Darwin las consideraba de mucha menor importancia que su mecanismo de la
selección natural, que consta de dos partes: primero, la «variación accidental»
o «al azar» (es decir, no inducida y sin ninguna dirección preferente), y
segundo, la lucha por la vida (que tiene, ésa sí, una dirección muy clara,
porque favorece a unos y perjudica a otros). Por eso, y aunque la teoría de la
herencia de Darwin, la pangénesis, también era errónea, Darwin se mantiene
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como el genio que encontró la causa de la evolución (con Wallace), y por lo
tanto la hizo creíble.
Como decía Thomas H. Huxley, el «bulldog de Darwin», el
funcionamiento de la selección natural no depende de cuál sea la causa de la
variación, de que ésta sea continua (cuantitativa, gradual) o discontinua
(cualitativa, súbita, a saltos), dirigida o al azar, siempre y cuando se transmita
de alguna manera a los descendientes. La selección natural, tomada en un
sentido muy amplio (como un simple «algoritmo de cálculo»), depende sólo
de que haya variaciones hereditarias en los individuos y de que exista
competencia por los recursos o «lucha por la vida». Pero es que, además,
Darwin estaba en lo cierto al pensar que la variación no viene dirigida por el
ambiente ni por los hábitos de los animales, sino que se produce, de alguna
manera que él entonces desconocía, espontáneamente y sin dirección alguna.
La causa no se supo hasta que se descubrió la mutación.
Para entender bien la diferencia entre el modo de razonar de Lamarck y el
de Darwin, puede ser una buena idea acudir al ejemplo más famoso, el del
cuello de la jirafa. Para Lamarck es el producto de generaciones de jirafas
esforzándose por llegar a las copas de los árboles para ramonear. Así lo
explica en su Filosofía zoológica (obra publicada en 1809, curiosamente el
año en que nació Darwin, y exactamente medio siglo antes de que éste le
diera la réplica en El origen):
Para Darwin, el esfuerzo no tiene nada que ver. En el párrafo que se cita a
continuación de El origen, hay tres conceptos fundamentales. Uno es el de
que la selección natural, como la selección artificial, actúa sobre los
individuos, no sobre órganos o funciones (algo que los biólogos
evolucionistas de hoy olvidan en ocasiones). El segundo es el de que dentro
de la variación natural y espontánea de la especie, los más altos sobrevivirán
y los más bajos morirán de hambre. ¿Pero en qué circunstancias? Y aquí
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viene el tercer concepto: la selección natural actúa sobre ventajas de ordinario
muy pequeñas, que se vuelven cruciales, no en condiciones normales, sino
cuando sobrevienen situaciones críticas. De ese modo, la selección natural
puede «ver» variaciones aparentemente insignificantes, pero que deciden
entre la vida y la muerte en casos extremos. La selección natural no produce
las variaciones, ni las dirige, pero las evalúa.
Figura 40. ¿Cómo se desarrolló el largo cuello de la jirafa? Darwin y Wallace, por un lado, y Lamarck,
por otro, ofrecían diferentes explicaciones.
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Sur nos muestra qué pequeña puede ser la diferencia de conformación que
determine, en tiempos de escasez, una gran diferencia en la conservación de
la vida de un animal. Este ganado puede rozar, igual que los otros, la hierba;
pero por la prominencia de la mandíbula inferior no puede, durante las
frecuentes sequías, ramonear las ramitas de los árboles, las cañas, etc.,
alimento al que se ven obligados a recurrir el ganado vacuno común y los
caballos; de modo que en los tiempos de sequía los ñatos mueren si no son
alimentados por sus dueños.
Antes de pasar a las objeciones de Mr. Mivart, puede ser conveniente
explicar, todavía otra vez, cómo obrará la selección natural en todos los casos
ordinarios. El hombre ha modificado alguno de sus animales sin que
necesariamente haya atendido a puntos determinados de estructura,
simplemente conservando y obteniendo cría de los individuos más veloces,
como en el caballo de carreras y el galgo, o de los individuos victoriosos,
como en el gallo de pelea. Del mismo modo en la naturaleza, al originarse la
jirafa, los individuos que ramoneasen más alto y que durante los tiempos de
escasez fuesen capaces de alcanzar aunque sólo fuesen una pulgada o dos más
arriba que los otros, con frecuencia se salvarían, pues recorrerían todo el país
en busca de alimento. El que los individuos de la misma especie muchas
veces difieren un poco en la longitud relativa de todas sus partes puede
comprobarse en muchas obras de Historia Natural, en las que se dan medidas
cuidadosas. Estas pequeñas diferencias en las proporciones, debidas a las
leyes de crecimiento y variación, no tienen la menor importancia ni utilidad
en la mayor parte de las especies. Pero al originarse la jirafa habrá sido esto
diferente, teniendo en cuenta sus costumbres probables, pues aquellos
individuos que tuviesen alguna parte o varias partes de su cuerpo un poco más
alargadas de lo corriente hubieron, en general, de sobrevivir. Éstos se habrán
unido entre sí y habrán dejado descendencia que habrá heredado, o bien las
mismas particularidades corpóreas, o bien la tendencia de variar de nuevo de
la misma manera, mientras que los individuos menos favorecidos por los
mismos conceptos habrán sido los más propensos a perecer.
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natural. Las ñatas, como las jirafas, no tenían problemas para pastar en los
tiempos normales, pero en épocas de sequía se veían incapacitadas para
alimentarse de «palitos y astillas de caña», por la estructura de la boca. Esta
historia de las vacas ñatas aparece en la segunda edición del Diario del viaje.
Obviamente, el interés de la extraña raza para la evolución se le ocurrió
después de escribir la primera versión, en el verano de 1837, cuando
empezaba a preguntarse por la transmutación de las especies y a escribir su
primer cuaderno de notas sobre el tema. Darwin nos cuenta que después de su
regreso, el capitán Sulivan de la Royal Navy («mi amigo», le llama) le envió
una calavera de vaca ñata, y también que escribió a don F. Muñiz, vecino de
Luján, pidiéndole toda la información disponible sobre la raza. Bartholomew
James Sulivan (nacido en 1810, es decir, un año después que el naturalista)
había viajado en el Beagle con Darwin como teniente. De 1842 a 1846 mandó
el buque Philomel en aguas de Sudamérica, especialmente de las Malvinas.
Por cierto, a la muerte de FitzRoy en 1865, su esposa e hija quedaron en muy
mala posición económica y Sulivan convenció al Gobierno para que les diera
3000 libras, a las que Darwin añadió otras 100 libras de su propio peculio.
Como anécdota que me parece viene al caso, contaré que recientemente se
han publicado estudios sobre la dieta de unos homínidos africanos llamados
parántropos, que tienen las muelas muy grandes en comparación con sus
antepasados los australopitecos (que ya las tenían grandes de por sí). La dieta,
sin embargo, ha resultado ser bastante parecida entre australopitecos y
parántropos, y para explicar esta contradicción se ha dicho lo siguiente: el
gran tamaño de los molares de los parántropos no quiere decir que
normalmente comieran otra cosa, sino que cuando el alimento habitual
escaseaba podían recurrir a ciertos vegetales, de carácter muy duro y abrasivo,
que requieren mucha masticación. Bastaría con que esa ventaja les salvara la
vida de cuando en cuando, quizá cada varias generaciones, para explicar que
los parántropos invirtieran más energía que los australopitecos en fabricar
unas muelas (y una mandíbula y unos huesos de la cara) más robustos.
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Figura 41. Alfred Russel Wallace. Él y Darwin llegaron a la misma explicación para la evolución (la
selección natural), pero por caminos independientes.
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suplemento de forraje en el mismo lugar que sus compañeros de cuello
más corto, y a la primera escasez de comida fueron así capaces de
sobrevivirlos.
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muy caprichosa en lo que se refiere a la distribución de los seres vivos en el
planeta, o unas especies estaban relacionadas con otras en cuanto a su origen.
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Figura 42. «Sin embargo, debo confesar que desconfío bastante de la verdad de la teoría, hoy muy
extendida, de que lodos nuestros animales domésticos proceden de diferentes razas salvajes; aunque no
me cabe duda de que en muchos casos es así». Carta de Darwin a Wallace de 1 de mayo de 1857.
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hasta es posible que en ocasiones procedan de diferentes troncos salvajes,
especulaba Darwin. Así lo pensaba en el caso de los perros, como lo han
hecho otros autores posteriores. En su delicioso librito Cuando el hombre
encontró al perro, Konrad Lorenz creía, por las diferencias de carácter entre
las razas caninas, que unas descendían del chacal, las más sumisas, y otras del
lobo, las que tienen un temperamento más independiente (pero más fiel). Sin
embargo, los estudios genéticos han demostrado que todas vienen del lobo.
Puede ser la primera especie que domesticó el hombre, a finales de la última
glaciación, en el Paleolítico.
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el bloodhound, el terrier, el spaniel y el bulldog, que todos sabemos que
propagan su raza sin variación, eran la descendencia de una sola especie,
entonces estos hechos tendrían gran peso para hacernos dudar de la
inmutabilidad de las muchas especies naturales muy afines —por ejemplo, los
muchos zorros— que viven en diferentes regiones de la tierra. No creo, como
luego veremos, que toda la diferencia que existe entre las diversas castas de
perros se haya producido en domesticidad; creo que una pequeña parte de la
diferencia es debida a haber descendido de especies distintas. En el caso de
razas muy marcadas de algunas otras especies domésticas hay la presunción,
o hasta pruebas poderosas, de que todas descienden de un solo tronco salvaje.
Se ha admitido con frecuencia que el hombre ha escogido para la
domesticación animales y plantas que tienen una extraordinaria tendencia
intrínseca a variar y también a resistir climas diferentes. No discuto que estas
condiciones han añadido mucho al valor de la mayor parte de nuestras
producciones domésticas; pero ¿cómo pudo un salvaje, cuando domesticó por
vez primera un animal, conocer si éste variaría en las generaciones sucesivas
y si soportaría o no otros climas? La poca variabilidad del asno y el ganso, la
poca resistencia del reno para el calor, o del camello común para el frío, ¿han
impedido su domesticación? No puedo dudar que si otros animales y plantas,
en igual número que nuestras producciones domésticas y pertenecientes a
clases y regiones igualmente diversas, fuesen tomados del estado natural y se
pudiese hacerles criar en domesticidad, en un número igual de generaciones
variarían, por término medio, tanto como han variado las especies madres de
las producciones domésticas hoy existentes.
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Figura 43. «No puedo dejar de pensar que sobreestima la importancia de los orígenes múltiples de los
perros. La única diferencia es que, en el caso del origen único, todas las diferencias entre las razas se
han originado desde que el hombre domesticó la especie. En el caso de orígenes múltiples, parte de la
diferencia se produjo en condiciones naturales». Carta de Darwin a Lyell de 23 de noviembre de 1859.
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a la incapacidad o desinterés de la gente que vivía en esos territorios? La
respuesta de Jarek Diamond es que el problema estaba en las especies
mismas, no en las culturas. Sigamos con El origen de las especies:
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admirables investigaciones del profesor Rütimeyer. Respecto a los caballos,
por razones que no puedo dar aquí, me inclino, con dudas, a creer, en
oposición a diversos autores, que todas las razas pertenecen a la misma
especie. Habiendo tenido vivas casi todas las razas inglesas de gallinas,
habiéndolas criado y cruzado y examinado sus esqueletos, me parece casi
seguro que todas son descendientes de la gallina salvaje de la India, Gallus
bankiva, y ésta es la conclusión de Mr. Blyth y de otros que han estudiado
esta ave en la India. Respecto a los patos y conejos, algunas de cuyas razas
difieren mucho entre sí, son claras las pruebas de que descienden todas del
pato y del conejo comunes salvajes.
Consideremos ahora brevemente los grados por que se han producido las
razas domésticas, tanto partiendo de una como de varias especies afines.
Alguna eficacia puede atribuirse a la acción directa y determinada de las
condiciones externas de vida y alguna a las costumbres; pero sería un
temerario quien explicase por estos agentes las diferencias entre un
caballo de tiro y uno de carreras, un galgo y un bloodhound, una paloma
mensajera inglesa y una volteadora de cara corta. Uno de los rasgos
característicos de las razas domésticas es que vemos en ellas adaptaciones
no ciertamente para el propio bien del animal o planta, sino para el uso y
capricho del hombre. Algunas variaciones útiles al hombre,
probablemente, se han originado de repente o de un salto; muchos
naturalistas, por ejemplo, creen que el cardo de cardar, con sus garfios,
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que no pueden sor igualados por ningún artificio mecánico, no es más que
una variedad del Dipsacus silvestre, y este cambio puede haberse
originado bruscamente en una plantita. Así ha ocurrido, probablemente,
con el perro Lurnspit, y se sabe que así ha ocurrido en el caso de la oveja
ancón. Pero si comparamos el caballo de tiro y el de carreras, el
dromedario y el camello, las diferentes castas de ovejas adecuadas tanto
para tierras cultivadas como para pastos de montañas, con la lana en una
casta, útil para un caso, y en la otra, útil para el otro; cuando comparamos
las muchas razas de perros, cada una útil al hombre de diferente modo;
cuando comparamos el gallo de pelea, tan pertinaz en la lucha, con otras
castas tan poco pendencieras, con las «ponedoras perpetuas»
—everlasting layers— que nunca quieren empollar, y con la bantam, tan
pequeña y elegante; cuando comparamos la multitud de razas de plantas
agrícolas, culinarias, de huerta y de jardín, útilísimas al hombre en las
diferentes estaciones y para diferentes fines, o tan hermosas a sus ojos,
tenemos, creo yo, que ver algo más que simple variabilidad. No podemos
suponer que todas las castas se produjeron de repente tan perfectas y tan
útiles como ahora las vemos; realmente, en muchos casos sabemos que no
ha sido ésta su historia. La clave está en la facultad que tiene el hombre de
seleccionar acumulando; la Naturaleza da variaciones sucesivas; el
hombre las suma en cierta dirección útil para él. En este sentido puede
decirse que ha hecho razas útiles para él.
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Figura 44. «Mediante un sencillo procedimiento de selección y un amaestramiento cuidadoso, los
caballos ingleses han llegado a aventajar en velocidad y tamaño a los progenitores árabes». C. Darwin.
El origen de las especies.
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producción excesiva de descendientes y la afilada cuchilla de la lucha por la
vida, en la naturaleza.
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supone que todos los individuos de la misma especie estén fundidos
absolutamente en el mismo molde. Estas diferencias individuales son de
la mayor importancia para nosotros, porque frecuentemente, como es muy
conocido de todo el mundo, son hereditarias, y aportan así materiales para
que la selección natural actúe sobre ellos y las acumule, de la misma
manera que el hombre acumula en una dirección dada las diferencias
individuales de sus producciones domésticas. Estas diferencias
individuales afectan generalmente a lo que los naturalistas consideran
como partes sin importancia; pero podría demostrar, mediante un largo
catálogo de hechos, que partes que deben llamarse importantes, tanto si se
las mira desde un punto fisiológico como desde el de la clasificación,
varían algunas veces en los individuos de una misma especie. Estoy
convencido de que el más experimentado naturalista se sorprendería del
número de casos de variación, aun en partes importantes de estructura,
que podría recopilar autorizadamente, como los he recopilado yo durante
el transcurso de años. Hay que recordar que los sistemáticos están lejos de
complacerse al hallar variabilidad en caracteres diferentes y que no hay
muchas personas que quieran examinar trabajosamente órganos internos e
importantes y comparar éstos en muchos ejemplares de la misma especie.
Nunca se hubiera esperado que las ramificaciones de los nervios
principales junto al gran ganglio central de un insecto fuesen variables en
la misma especie; podría haberse pensado que cambios de esta naturaleza
sólo se habían efectuado lenta y gradualmente y, sin embargo, sir J.
Lubbock ha mostrado la existencia de un grado de variabilidad en estos
nervios principales en Coccus, que casi pueden compararse con la
ramificación irregular del tronco de un árbol. Puedo añadir que este
naturalista ha mostrado también que los músculos de las larvas de algunos
insectos distan mucho de ser uniformes.
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Figura 45. Darwin apenas se ocupó en El origen de las especies de la selección sexual que embellece a
los machos de algunas aves, como el faisán argus.
Las especies que sistematizan los biólogos no son homogéneas, sobre todo
si abarcan una gran porción de territorio. Por el contrario, se suelen reconocer
variedades locales, razas o subespecies, que ocupan extensiones menores. La
diferencia entre variedades geográficas y especies, sin embargo, no es clara
para los taxónomos que trabajan en la clasificación, sino muy subjetiva. Se
pasa de unas a otras insensiblemente y aquí tenemos un dato importante para
entender cómo se originan las especies en el tiempo: antes de serlo, fueron
variedades.
Hace muchos años, comparando y viendo comparar a otros las aves de las
islas —muy próximas entre sí— del archipiélago de las Galápagos, unas
con otras y las del continente americano, quedé muy sorprendido de lo
completamente arbitraria y vaga que es la distinción entre especies y
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variedades. En las islitas del pequeño grupo de las Madeira existen
muchos insectos clasificados como variedades en la admirable obra de
Mr. Wollaston, pero que seguramente serían clasificados como especies
distintas por muchos entomólogos. Hasta Irlanda tiene algunos animales
considerados ahora generalmente como variedades, pero que han sido
clasificados como especies por algunos zoólogos. Varios ornitólogos
experimentados consideran nuestra perdiz de Escocia (Lagopus scoticus)
sólo como una raza muy caracterizada de una especie noruega, mientras
que el mayor número la clasifica como una especie indubitable, propia de
Gran Bretaña. Una gran distancia entre las localidades de dos formas
dudosas lleva a muchos naturalistas a clasificar éstas como dos especies
distintas; pero se ha preguntado con razón: ¿qué distancia bastará? Si la
distancia entre América y Europa es grande, ¿será suficiente la que hay
entre Europa y las Azores, o Madeira, o las Canarias, o entre las varias
islitas de estos pequeños archipiélagos?
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cada caso una lucha por la existencia, ya de un individuo con otro de su
misma especie o con individuos de especies distintas, ya con las condiciones
físicas de vida. Ésta es la doctrina de Malthus, aplicada con doble motivo al
conjunto de los reinos animal y vegetal, pues en este caso no puede haber
ningún aumento artificial de alimentos, ni ninguna limitación prudente por el
matrimonio. Aunque algunas especies puedan estar aumentando
numéricamente en la actualidad con más o menos rapidez, no pueden hacerlo
todas, pues no cabrían en el mundo.
No existe excepción de la regla de que todo ser orgánico aumenta
naturalmente en progresión tan alta y rápida que, si no es destruido, estaría
pronto cubierta la tierra por la descendencia de una sola pareja. Aun el
hombre, que es lento en reproducirse, se ha duplicado en veinticinco años y,
según esta progresión, en menos de mil años su descendencia no tendría
literalmente sitio para estar en pie. Linneo ha calculado que si una planta
anual produce tan sólo dos semillas —y no hay planta tan poco fecunda— y
las plantitas salidas de ellas producen en el año siguiente dos, y así
sucesivamente, a los treinta años habría un millón de plantas. El elefante es
considerado como el animal que se reproduce más despacio de todos los
conocidos, y me he tomado el trabajo de calcular la progresión mínima
probable de su aumento natural; será lo más seguro admitir que empieza a
criar a los treinta años, y que continúa criando hasta los noventa, produciendo
en este intervalo seis hijos, y que sobrevive hasta los cien años; y siendo así,
después de un período de setecientos cuarenta a setecientos cincuenta años
habría aproximadamente diecinueve millones de elefantes vivos
descendientes de la primera pareja.
Pero sobre esta materia tenemos pruebas mejores que los cálculos puramente
teóricos, y son los numerosos casos de aumento asombrosamente rápido de
varios animales en estado salvaje cuando las circunstancias han sido
favorables para ellos durante dos o tres años consecutivos. Todavía más
sorprendente es la prueba de los animales domésticos de muchas clases que se
han hecho salvajes en diversas partes del mundo; los datos sobre la rapidez
del aumento en América del Sur, y últimamente en Australia, de los caballos
y ganado vacuno —animales tan lentos en reproducirse— no habrían sido
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creíbles si no hubiesen estado muy satisfactoriamente autorizados. Lo mismo
ocurre con las plantas; podrían citarse casos de plantas introducidas que han
llegado a ser comunes en islas enteras en un período de menos de diez años.
Algunas de estas plantas, tales como el cardo común y un cardo alto, que son
actualmente comunísimas en las vastas llanuras de La Plata, cubriendo leguas
cuadradas casi con exclusión de toda otra planta, han sido introducidas de
Europa, y hay plantas que, según me dijo el doctor Falconer, se extienden
actualmente en la India desde el cabo Comorín hasta el Himalaya, las cuales
han sido importadas de América después de su descubrimiento. En estos
casos —y podrían citarse otros infinitos— nadie supone que la fecundidad de
animales y plantas haya aumentado súbita y transitoriamente en grado
sensible. La explicación evidente es que las condiciones de vida han sido
sumamente favorables y que, a consecuencia de ello, ha habido menos
destrucción de adultos y jóvenes, y que casi todos los jóvenes han podido
criar. Su progresión geométrica de aumento —cuyo resultado nunca deja de
sorprender— explica sencillamente su aumento extraordinariamente rápido y
la amplia difusión en su nuevo hábitat.
En estado natural, casi todas las plantas, una vez desarrolladas, producen
semillas cada año, y entre los animales son muy pocos los que no se aparean
anualmente. Por lo cual podemos afirmar confiadamente que todas las plantas
y animales tienden a aumentar en progresión geométrica, que todos poblarían
con rapidez cualquier sitio en el cual puedan existir de algún modo, y que esta
tendencia geométrica al aumento ha de ser contrarrestada por la destrucción
en algún período de la vida. El estar familiarizado con los grandes animales
domésticos tiende, creo yo, a despistarnos; vemos que no hay en ellos gran
destrucción, pero no tenemos presente que anualmente se matan millares de
ellos para alimento y que en estado natural un número igual tendría que
invertirse de algún modo.
Ahora estamos enterados de que hay variación entre los individuos de una
misma población natural, y entre las diferentes poblaciones locales. Una
especie ha sido antes una subespecie. El procedimiento por el que se ha
llegado a diferenciar una variedad es porque una fuerza actúa sobre los
individuos de un lugar y determina cuáles de ellos van a vivir y reproducirse.
En la mayor parte de las especies de animales y plantas, los huevos
fecundados o las semillas que se convertirán en individuos reproductores son
una ínfima minoría, pero no cualquiera: se trata de los mejores, los más
idóneos, los mejor adaptados. No en todos los casos, naturalmente, porque el
azar también interviene, pero sí en términos de probabilidad. A largo plazo,
sólo quedarán los más aptos.
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Es la guadaña de la muerte, que se ceba sobre todo en los más pequeños,
la responsable de tanta belleza y armonía como muestra el mundo orgánico.
El nombre de esa guadaña es el de lucha por la vida. Su resultado: la
supervivencia de los más adecuados. A esto es a lo que llama Darwin
selección natural. Es decir, el lugar que ocupa el hombre en la selección
artificial, le corresponde a la lucha por la vida en la selección natural. Sólo
había que sustituir un agente por otro para entender cómo funciona la
evolución y tanto Wallace como Darwin cayeron en la cuenta leyendo a
Malthus.
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Figura 46. «Respecto de que la semejanza mimética sea tan común en los insectos, ¿no piensa que
puede estar conectado con su pequeño tamaño?; no pueden defenderse; no pueden escapar volando, al
menos de los pájaros, y por lo tanto escapan por medio del fraude y del engaño». Carta de Darwin a
Bates de 20 de noviembre de 1862.
Creo que procede aquí recoger siquiera unas pocas palabras de Wallace
sobre su descubrimiento de la lucha por la vida, que se había producido en
1858. En forma resumida lo cuenta, muchos años después, en carta de
diciembre de 1887:
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La coincidencia más interesante en el asunto, creo, es que yo, igual que
Darwin, había llegado a la teoría a través de Malthus —en mi caso fue la
complicada relación de la acción de los «obstáculos preventivos» que
mantienen la población de las razas salvajes en un número bastante
estable, pero reducido—. Esto me había impresionado enormemente, y de
repente se me ocurrió que si el número de todos los animales se ve
necesariamente limitado de este modo —«la lucha por la existencia»—,
las variaciones en las que yo pensaba constantemente debían,
necesariamente con frecuencia, ser beneficiosas, y en ese caso
provocarían el crecimiento en número de las variaciones en cuestión,
mientras que las variaciones nocivas disminuirían.
Lo que Darwin quería decir es que la selección natural no inicia nada, sino
que es posterior a la variación. Y si las especies varían, como lo hacen las
razas domésticas, no es posible dudar de que algunas variantes sean más
favorables que otras para la supervivencia del individuo y su éxito
reproductor. Y esos afortunados individuos, en general, serán los que vivan
más tiempo y tengan más descendientes. Si la acción del hombre ha
conseguido mejorar tanto las razas, la naturaleza, que dispone de mucho más
tiempo y es absolutamente brutal, ha tenido que ser infinitamente más eficaz
modificando las especies. Pero por naturaleza entiende Darwin, y pone mucho
interés en aclararlo, tanto al clima como a las otras especies.
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Las causas que contienen la tendencia natural de cada especie al aumento son
oscurísimas. Consideremos la especie más vigorosa: cuanto mayor sea su
número, tanto más tenderá a aumentar todavía. No sabemos exactamente
cuáles sean los obstáculos, ni siquiera en un solo caso. Y no sorprenderá esto
a nadie que reflexione cuán ignorantes somos en este punto, aun en lo que se
refiere a la humanidad, a pesar de que está tan incomparablemente mejor
conocida que cualquier otro animal. Este asunto de los obstáculos al aumento
ha sido competentemente tratado por varios autores, espero discutirlo con
considerable extensión en una obra futura, especialmente en lo que se refiere
a los animales salvajes de América del Sur. Aquí haré sólo algunas
observaciones nada más que para recordar al lector algunos de los puntos
capitales. Los huevos o los animales muy jóvenes parece que generalmente
sufren mayor destrucción, pero no siempre es así. En las plantas hay una gran
destrucción de semillas; pero, de algunas observaciones que he hecho, resulta
que las plantitas sufren más por desarrollarse en terreno ocupado ya
densamente por otras plantas. Las plantitas, además, son destruidas en gran
número por diferentes enemigos; por ejemplo: en un trozo de terreno de tres
pies de largo y dos de ancho, cavado y limpiado, y donde no pudiese haber
ningún obstáculo por parte de otras plantas, señalé todas las plantitas de
hierbas indígenas a medida que nacieron y, de trescientas cincuenta y siete,
nada menos que doscientas noventa y cinco fueron destruidas, principalmente
por babosas e insectos. Si se deja crecer césped que haya sido bien guadañado
—y lo mismo sería con césped rozado por cuadrúpedos—, las plantas más
vigorosas matarán a las menos vigorosas, a pesar de ser plantas
completamente desarrolladas; así, de veinte especies que crecían en un
pequeño espacio de césped segado —de tres pies por cuatro—, nueve
especies perecieron porque se permitió a las otras crecer sin limitación.
La cantidad de alimento para cada especie señala naturalmente un límite
extremo a que cada especie puede llegar; pero con mucha frecuencia lo que
determina el promedio numérico de una especie no es el obtener alimento,
sino el servir de presa a otros animales. Así, parece que apenas hay duda de
que la cantidad de perdices y liebres en una gran hacienda depende
principalmente de la destrucción de las alimañas. Si durante los próximos
veinte años no se matase en Inglaterra ni una pieza de caza y si al mismo
tiempo no fuese destruida ninguna alimaña, habría, según toda probabilidad,
menos caza que ahora, aun cuando actualmente se matan cada año centenares
de miles de piezas. Por el contrario, en algunos casos, como el del elefante,
ningún individuo es destruido por animales carnívoros, pues aun el tigre en la
India rarísima vez se atreve a atacar a un elefante pequeño protegido por su
madre.
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La idea de la lucha por la vida cambia por completo nuestra querida visión
de la naturaleza como un lugar paradisíaco de criaturas felices y lo convierte
en un infierno de seres con «garras y picos ensangrentados». ¿No se podría
sustituir esa lucha por la existencia entre individuos por la más aceptable y
hasta heroica lucha contra los elementos? El príncipe ruso Kropotkin hizo
sitio incluso a la solidaridad y la cooperación entre los individuos que se
enfrentan al clima. Pero Darwin no lo veía así: los rigores del tiempo llevan
más bien al sálvese quien pueda:
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consiguiente, de competidores decrece hacia el Norte; de aquí que, yendo
hacia el Norte o subiendo a una montaña, nos encontramos con mucha
mayor frecuencia con formas desmedradas, debidas a la acción
directamente perjudicial del clima, que dirigiéndonos hacia el Sur o
descendiendo de una montaña. Cuando llegamos a las regiones árticas, o a
las cumbres coronadas de nieve, o a los desiertos absolutos, la lucha por
la vida es casi exclusivamente con los elementos.
Había una dificultad que mortificaba mucho a Darwin, según nos cuenta
en su Autobiografía:
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Figura 47. Diagrama abstracto de la evolución, la única ilustración que aparece en El origen de las
especies.
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Figura 48. Esta bellísima composición de Carlos Puche nos muestra la variedad de pinzones de las
Galápagos, tan diferentes entre sí que durante el viaje Darwin los tomó por aves de distintas clases.
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LA TENDENCIA A LA SEPARACIÓN
Tomemos una guía de las aves de España y Europa. Miremos las ilustraciones de las especies y los
mapas de distribución. Sin necesidad de movernos de casa podemos hacer algunas observaciones
biogeográficas muy interesantes. El trabajo de investigación ya lo han llevado a cabo otros.
Enseguida nos damos cuenta de que en un mismo territorio conviven especies muy semejantes,
aunque su modo de vida (su nicho ecológico) no sea a veces exactamente el mismo y no prefieran
los mismos ambientes. El águila imperial, por ejemplo, no se diferencia mucho del águila real. A
ambas podemos encontrarlas en la sierra de Guadarrama, cerca de Madrid. A la primera la
reconocemos sobre todo por su mancha blanca en los «hombros». Entre los pájaros pequeños pasa
lo mismo. El bisbita alpino, el arbóreo y el campestre se parecen mucho y los tres viven igualmente
en el Sistema Central. La cogujada común no se distingue apenas de la cogujada campesina, ni el
aguilucho cenizo del pálido, y así podríamos encontrar numerosos ejemplos; también entre los
mamíferos, los reptiles, los anfibios, los peces, los insectos y los demás animales. Ocurre que las
especies de un mismo género se parecen mucho (por definición, ya que se agrupan en función de su
semejanza) y son meras variantes de un único diseño biológico. Es sencillo reconocer un reyezuelo,
pero es complicado saber de qué reyezuelo se trata. Para eso, precisamente, para identificar
especies que se distinguen mal se publican guías tan detalladas y con tantas explicaciones.
En esos libros maravillosos, llenos de naturaleza que vuelve al campo, aprendemos otras cosas.
Por ejemplo, que la perdiz nival sólo vive en nuestro país en los Pirineos. Además, resulta que las
águilas calzadas se pueden presentar en dos colores diferentes, la forma clara y la forma oscura, así
que normalmente se dibujan ambas. Y por último, si la guía tiene suficiente información, sabremos
que el urogallo cantábrico no es exactamente igual al nórdico.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? Eso mismo se preguntaba Darwin. Europa no es un
conjunto de islas, como las Galápagos, así que las diferentes especies no han podido originarse en
condiciones de aislamiento geográfico[24]. Tras darle muchas vueltas al problema, creyó descubrir
la solución: el principio de divergencia. Eso debió de ocurrir entre 1854 y 1857, o sea, muchos años
después de que en 1838 encontrara el principio de la selección natural. Darwin estaba igualmente
orgulloso de sus dos principios.
La idea que le vino a la mente en aquel momento que tan bien recordaba («yendo en mi coche»)
es muy simple. Las especies eran antes variedades. Algunas de ellas habitan diferentes regiones (las
variedades geográficas), pero otras (las «variedades ecológicas») conviven en la misma región de
un continente. Las variedades que se encuentran juntas tienden a divergir, a modificarse en distintas
direcciones, ocupando diferentes lugares en la naturaleza, especializándose en modos de vida cada
vez más alejados.
Otro principio, que puede ser llamado el principio de divergencia, tiene, creo yo, una parte
importante en el origen de las especies. El mismo lugar sustentará más vida si es ocupado por
formas muy diversas; vemos esto en los muchos géneros que hay en una yarda cuadrada de
hierba.
Así se lo explicaba Darwin al botánico americano Asa Gray en la famosa carta del 5 de
septiembre de 1857, en la que también le adelantaba el principio de la selección natural, y que fue
presentada a la Sociedad Linneana como prueba de que Darwin no había copiado a Wallace.
El inteligentísimo Huxley se preguntaba dónde estaba la idea genial y por qué Darwin se había
torturado tanto buscándola: «Es curioso que se le diera tanta importancia a esta idea suplementaria.
Parece obvio que la teoría de las especies por selección natural implica la divergencia de las formas
seleccionadas». Yo también lo pensaba así, pero intuía que algo muy profundo le rondaba la cabeza
a Darwin. Y ahora tengo la impresión de que Huxley no había entendido el problema de su maestro.
Se trataba de saber por medio de qué mecanismo se podían producir dos o más especies a partir de
una forma ancestral, sin cambiar de lugar. ¿Cómo podrían evitar mezclarse las variedades
incipientes, cuando apenas hay diferencias en sus modos de vida y en sus características, si los
individuos están juntos? Darwin aplicaba la misma lógica al aislamiento geográfico que al
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aislamiento ecológico, pero en el primer caso es físicamente imposible el cruzamiento entre
variedades y en el segundo, en cambio, nada lo impide.
Darwin se esforzó por encontrar casos de este modo de especiación (formación de especies por
división) sin aislamiento geográfico, pero fracasó. Y los que lo han intentado más tarde tampoco
han tenido demasiado éxito. Y es que no existen, o son muy raras, las «variedades ecológicas» (las
formas clara y oscura de las águilas calzadas no lo son, ya que ocupan, por lo que sabemos, el
mismo nicho). Darwin sólo pensaba en el aislamiento geográfico por medio del mar, pero hay otras
barreras en los continentes (físicas o climáticas) que aíslan poblaciones y permiten que diverjan.
Luego, si desaparece el obstáculo, la nueva especie puede llegar a convivir con la especie madre o
con otras especies que hayan aparecido, mientras tanto, de la misma forma[25].
Recurriendo, como siempre, a la comparación con las razas domésticas de animales, Darwin
argumentaba que el hombre ha seleccionado, a la vez, caballos cada vez más ligeros y esbeltos para
correr, y otros muy robustos y pesados para tirar del carro. Algo así tendría que haber ocurrido en la
naturaleza.
Cuando se le ocurrió la idea de la selección natural, dio con un mecanismo (la lucha por la vida)
que hacía el mismo trabajo de criba que en el corral lleva a cabo el ganadero. La analogía entre
ambos tipos de selección resulta fácil si se compara la evolución lineal (unidireccional) con la tarea
de mejorar una raza, de hacerla más productiva o beneficiosa para el hombre, exagerando
determinada característica, es decir, especializándola en una única dirección. Pero no es tan clara la
comparación entre la evolución divergente, o por división, con la tarea de producir a la vez, en la
misma comarca o incluso en el mismo corral, dos razas diferentes, porque no es evidente cómo la
selección natural podría hacer eso. El ganadero decide qué animal se reproduce con cuál, y así evita
que se crucen dos razas incipientes en la misma granja, ¿pero cómo haría la naturaleza para impedir
que se mezclen las especies incipientes que conviven?
A mí me cuesta trabajo entender cómo el gran sabio, tan racionalista, se contentó con una
explicación tan poco científica. Porque la palabra tendencia suena a mentalidad precientífica, a
explicación animista. Atribuye a la naturaleza una propensión, casi un deseo. Y Galileo y sus
compañeros de lo que se ha llamado la Revolución Científica del Barroco se propusieron eliminar
toda noción de voluntad o propósito en la naturaleza. A cambio formularon leyes (ciegas, neutras,
fijas) que rigen los fenómenos de la naturaleza y los explican.
El biogeógrafo Ernst Mayr, uno de los creadores del neodarwinismo(12), ha sido quien mejor ha
estudiado el principio de la divergencia. Su texto más importante sobre el tema empieza así: «Se
debe evitar convertir la historia de la ciencia en una hagiografía de sus grandes sabios. Incluso los
más grandes científicos tienen sus puntos negros y caen víctimas de sus contradicciones. A pesar de
mi casi ilimitada admiración por Charles Darwin, debo confesar que incluso él era humano». Y
termina diciendo: «Es irónico que de los dos principios, que Darwin consideraba igual de
importantes, el de la divergencia fue mucho menos criticado que el de la selección natural. Pero al
final fue la selección natural la que salió victoriosa, mientras ahora es evidente que el principio de
divergencia no es válido».
El mal en el mundo
Darwin no sólo se interesaba por la forma de los animales, sino también
por su conducta. El instinto no era para él algo que hubiera que dejar al
margen de la evolución, o que se opusiera a la idea misma, sino que, por el
contrario, podían aplicársele exactamente igual que a las estructuras
anatómicas los conceptos de variabilidad hereditaria, lucha por la vida,
supervivencia de los más eficaces y, en consecuencia, selección natural y
descendencia con modificación.
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Muchos instintos son tan maravillosos que su desarrollo parecerá
probablemente al lector una dificultad suficiente para echar abajo toda mi
teoría. Debo sentar la premisa de que no me ocupo del origen de las
facultades mentales, de igual modo que tampoco lo hago del origen de la
vida misma. Nos interesa sólo la diversidad de los instintos y de las demás
facultades mentales de los animales de una misma clase.
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Figura 49. «Veo demasiada miseria en el mundo. No puedo convencerme de que un Dios bondadoso y
omnipotente creara deliberadamente los Icheneumonidae con la expresa intención de que se alimentaran
con los cuerpos de gusanos vivos, o que un gato tenga que divertirse jugando con los ratones», le
argumenta Darwin a Asa Gray en carta de 22 de mayo de 1860.
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habitando en partes distintas del mundo y viviendo en condiciones
considerablemente diferentes, conservan, sin embargo, muchas veces casi los
mismos instintos. Por ejemplo: por el principio de la herencia podemos
comprender por qué es que el tordo de la región tropical de América del Sur
tapiza su nido con barro, de la misma manera especial que lo hace nuestro
zorzal británico; por qué los cálaos de África y la India tienen el mismo
instinto extraordinario de emparedar y aprisionar las hembras en un hueco de
árbol, dejando sólo un pequeño agujero en la pared, por el cual los machos
alimentan a la hembra y a sus pequeñuelos cuando nacen; por qué las
ratillas(13) machos (Troglodytes) de América del Norte hacen nidos de macho
(cock-nests), en los cuales descansan como los machos de nuestras ratillas,
costumbre completamente distinta de las de cualquier otra ave conocida.
Finalmente, puede no ser una deducción lógica, pero para mi imaginación es
muchísimo más satisfactorio considerar instintos, tales como el del cuclillo
joven, que expulsa a sus hermanos adoptivos; el de las hormigas esclavistas;
el de las larvas de icneumónidos, que se alimentan del cuerpo vivo de las
orugas, no como instintos especialmente creados o fundados, sino como
pequeñas consecuencias de una ley general que conduce al progreso de todos
los seres orgánicos, es decir, que multiplica, transforma y deja vivir a los más
fuertes y deja morir a los más débiles.
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Figura 50. Macho y hembra de Lophornis ornatus en su nido.
¡Qué bella idea la de que los nidos son de alguna manera instintos
conservados! También en el registro fósil pueden buscarse comportamientos
preservados en forma de huellas y otros signos de actividad orgánica. Y por
supuesto la Prehistoria estudia los comportamientos fosilizados de nuestros
antepasados.
Hasta aquí, Darwin ha ido encadenando razonamientos para demostrar
que la selección natural hace inevitable la evolución de las especies, como
una consecuencia necesaria de su actuación. Pero el método científico
moderno exige que las hipótesis se sometan a la falsación con los hechos.
Para ello se formulan predicciones del estilo: «Si todo esto es cierto, entonces
se encontrará tal cosa». Esa falsación o «contrastación», como también se
llama, se puede hacer por la vía de la experimentación o por la de la
observación. Si la predicción no se cumple, entonces se rechaza la hipótesis.
Si no se refuta la hipótesis, en ese caso se sigue adelante con ella. Y si no se
pueden hacer predicciones, se considera que la hipótesis no es científica.
Darwin buscó pruebas de que se cumplía la teoría de la evolución y las
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encontró en dos campos. Uno es el de la biogeografía, del que ya hemos
hablado mucho. Las faunas sudamericanas de las diferentes latitudes se
parecen entre sí, como cabía esperar, y no cada una de ellas (tropicales,
subtropicales, templadas, frías, etc.) a las de su misma latitud y clima en otros
continentes. No eran, pues, el ambiente y la ecología las variables que
determinaban la composición taxonómica de las diferentes biotas, sino la
historia geológica y biológica de cada región.
La otra prueba de la evolución que satisfacía a Darwin era de carácter
embriológico, como dejó dicho en su Autobiografía:
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Figura 51. «Después de los precedentes comentarios realizados por tan altas autoridades, sería superfluo
por mi parte proporcionar un número de detalles prestados mostrando que el embrión humano se
asemeja estrechamente al de otros mamíferos». C. Darwin. El origen del hombre.
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facultades de Ciencias y de Medicina, miembro de ambas academias,
catedrático del Instituto de San Isidro de Madrid y fundador de la Sociedad
Española de Historia Natural. Por cierto, el primer lector del ejemplar que
tengo, en 1874, es un tal José Fernández y Fernández de Úbeda (siempre me
produce un cosquilleo ver escrito el nombre de un propietario anterior ya
fallecido, o su ex libris; me pregunto cómo habrá transcurrido su vida y me
parece que el libro aún conserva algo de él, aparte de la firma en la primera
página). El texto es estupendo, aunque no está enfocado desde la perspectiva
evolucionista. No obstante, en la parte de Geología explica lo siguiente: «Los
millares de fósiles que hay en los terrenos estratificados demuestran que la
tierra ha sido poblada por un conjunto de seres organizados que se han
sucedido no por transformación de unos en otros y de lo sencillo a lo
complicado, en su lucha por la vida, selección natural, divergencia orgánica
y acción de la herencia como pretende Darwin y los de su escuela; tampoco
en esos períodos indefinidos, tan absurdos como inconmensurables supuestos
por algunos geólogos, sino en épocas determinadas por la influencia de causas
cuyo poder, superior y muy distinto de las actuales, debió acelerar los
fenómenos de la vida individual o específica para renovarse en breve tiempo
generaciones que hoy requieren muchos años».
Aunque por supuesto don Sandalio se remite al Creador como causa
primera de todo lo existente, y desprecia la teoría darwinista, subsiste la
pregunta de cómo es posible que tanta evolución y diversificación se hayan
producido en tan poco tiempo, ya que entonces se pensaba que la vida en la
Tierra no era muy antigua.
Darwin se enfrenta a este problema y a otro de similar calibre y que ya
hemos comentado: el de la súbita aparición de todos los grandes tipos (o filos)
de animales pluricelulares al principio del Paleozoico o Era Primaria, en el
Cámbrico. Su explicación es que antes del Cámbrico debió de haber
transcurrido mucho tiempo, y que ya había organismos formando la cepa de la
que procede la que se ha llamado «explosión de vida del Cámbrico». Además
creía que el comienzo del Paleozoico era más viejo de lo que se decía en su
época. Darwin estaba en lo cierto, como sabemos ahora, e incluso se quedó
corto en cuanto a la profundidad del tiempo geológico: la vida lleva en la
Tierra al menos tres mil quinientos millones de años y el Cámbrico empezó
hace quinientos setenta millones de años. Sin embargo, y como, a pesar de
estirarlo todo lo que podía, le seguía faltando tiempo geológico, se vio
obligado a admitir la posibilidad de que la evolución hubiera sido más rápida
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en el pasado. Hoy no necesitaría hacer esa concesión, una vez que los
métodos físicos de datación de las rocas nos las hayan envejecido tanto.
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tendido a producir modificaciones proporcionadas en los organismos que
entonces existiesen.
Eslabones perdidos
Con El origen, Darwin se había convertido en el Lyell de la Biología,
igualando en prestigio a su maestro, ya que la revolución que supuso su libro
fue considerada por sus contemporáneos equivalente a la de los Principios.
Cuando El origen alcanzaba su mayoría de edad, veintiún años después de
publicarse, Thomas H. Huxley hacía esta valoración con suficiente
perspectiva de lo que había significado el libro:
Figura 52. Darwin tenía en la más alta estima a Charles Lyell, como científico y como persona, y los
Principios de geología, aunque no eran evolucionistas, influyeron enormemente en su pensamiento.
Pero, como escribía T. H. Huxley, nada de todo esto pasaría de ser una
especulación si la teoría de la transmutación de las especies no fuera
conciliable con los fósiles. Ésa era la prueba definitiva para la idea de la
descendencia con modificación, y en 1859 todos los datos se pronunciaban en
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contra. La Paleontología era absolutamente catastrofista, como lo había sido
la Geología hasta la aparición de los Principios de Lyell. ¿Dónde están los
extintos antepasados de los animales actuales?, se preguntaban. ¿Qué fósiles
podrían rellenar el profundo abismo que existe entre las grandes categorías de
la vida que conocemos (todas las clases de vegetales, de animales, los hongos,
los variados tipos de seres unicelulares)? En el momento de publicar El
origen Darwin no tenía más recurso que apelar a la imperfección del registro
fósil y argumentar que la ausencia de evidencia no era lo mismo que la
evidencia de la ausencia de esas necesarias, para su doctrina, formas fósiles
de transición.
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Figura 53. Archaeopteryx. Darwin habría sido muy feliz si hubiera conocido la existencia de esta
especie fósil de ave antes de publicar El origen de las especies, porque resultó ser la perfecta forma de
transición entre dos grandes categorías animales. Pero el primer ejemplar completo no se encontró hasta
tres años después y Darwin lo recoge en su 3.ª adición (1866).
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desenterrado las profundas raíces de las especies que componen la Biosfera
actual. Darwin había ganado su apuesta más arriesgada, la mano en la que
parecía que le habían venido las peores cartas y los catastrofistas se cargaban
de ases. Ya podía respirar aliviado, pero sólo le quedaban dos años de vida.
¿Qué habría pasado si Wallace no hubiera enviado la carta a Darwin en la
que le exponía sus ideas? ¿Habría publicado alguna vez éste su teoría de la
evolución? Es posible que no. En carta a Wallace de 25 de enero de 1859,
Darwin reconoce:
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X. UNA FORMA NUEVA DE VER EL MUNDO
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Figura 54. «Nunca, en toda mi vida, me ha interesado más un tema que este de las orquídeas». Carta de
Darwin a Hooker de 13 de octubre de 1861.
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Figura 55. Plantas insectívoras: drosera y atrapamoscas. «He trabajado como un poseso en la drosera».
Darwin a Hooker, 21 de noviembre de 1860.
Para el eterno observador que era Darwin, las comunes y humildes plantas
trepadoras eran fascinantes. Al igual que las droseras, se comportaban como
animales. En carta a Hooker de 1863 le cuenta admirado que los zarcillos
deben de tener algún tipo de sentido.
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Figura 56. «Mimosa púdica. Esta planta ha sido objeto de innumerables observaciones, pero hay
algunos puntos en relación con nuestro tema que no han recibido suficiente atención». C. Darwin. The
power of mouvements in plants.
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herencia, etc. Hasta el final de la obra expongo mi vilipendiada hipótesis
de la pangénesis. Una teoría no verificada tiene escaso o ningún valor;
pero si en lo sucesivo pudiera inducir a alguien a hacer observaciones
mediante las cuales pudiera establecerse alguna hipótesis por el estilo,
habré hecho un buen servicio, ya que de esta forma podrá conectarse un
número asombroso de datos aislados, y se harán inteligibles. En 1875 se
publicó una segunda edición ampliamente corregida, que me costó
bastante trabajo.
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alardeado de mi convicción con respecto a este origen, sin facilitar ninguna
prueba.
Pero cuando supe que muchos naturalistas habían aceptado plenamente la
doctrina de la evolución de las especies, me pareció aconsejable dar forma a
las notas que poseía y publicar un tratado sobre el origen del hombre
específicamente. Yo estaba contentísimo de hacerlo, ya que ello me
proporcionaba la oportunidad de discutir plenamente la selección sexual —un
tema que siempre me había interesado muchísimo—.
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Figura 57. «Nadie disputará, en efecto, que los cuernos ramificados de los ciervos y los hermosos en
forma de lira que lucen ciertos antílopes con la elegante doble curvatura que presentan, aparecen a
nuestros ojos como ornamentales». C. Darwin. El origen del hombre.
Los precedentes de El origen del hombre son la obra de Huxley, que dejó
claro que nuestro lugar en la naturaleza estaba entre los grandes simios, y la
Natürliche Schöpfungsgeschichte de Ernst Haeckel (1868). Darwin dice
respecto del libro del alemán: «Si esta obra hubiera aparecido antes de haber
escrito yo mi ensayo, probablemente lo habría dejado sin terminar». Se refiere
a la primera parte del libro, la que trata de «La genealogía o el origen del
hombre».
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A falta de formas de transición entre el hombre y los monos, Darwin se
esfuerza por demostrar la animalidad del ser humano, fijándose en lo que
tenemos en común con los primates, en todos los terrenos: anatómico,
fisiológico, del desarrollo y de la conducta.
A Darwin le impresionaron mucho los indios de la Tierra de Fuego, a tres
de los cuales llegó a conocer bien porque viajaban en el Beagle de vuelta a
casa, y desde entonces no le cupo duda de que nuestros antepasados habían
sido «salvajes». Sin embargo, no compartía los puntos de vista de Wallace
sobre el origen especial de nuestras facultades mentales superiores. Ésas
habían surgido de forma normal, como un producto de la selección natural, ya
que conferían ventajas a nuestros antepasados. No hacía falta, por lo tanto,
recurrir a ninguna instancia sobrenatural.
Darwin dice que el hombre es el animal más dominante que ha vivido en
la Tierra, extendiéndose por toda ella y sometiendo a las demás criaturas.
Pero no hay razón para dudar de que nuestro origen sea como el de las
demás criaturas; en nuestro caso, por medios ordinarios la naturaleza ha
producido resultados extraordinarios.
No llego, pues, a comprender por qué sostiene Mr. Wallace que «la
selección natural sólo ha podido dar al salvaje un cerebro un poco
superior al cerebro de un mono».
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indirectamente, algunos de sus caracteres más distintivos.
La gran variabilidad de todas las diferencias externas entre las razas del
hombre indica asimismo que no pueden ser de mucha importancia; si lo
fueran, hace largo tiempo que se hubiesen fijado, preservado o eliminado. En
este particular, se asemeja el hombre a esas formas que los naturalistas llaman
proteas o polimorfas, que se han conservado variables en extremo, debido, a
lo que parece, a la naturaleza indiferente de esas variaciones, por cuyo motivo
escaparon a la acción de la selección natural.
Por todo esto hemos resultado hasta ahora burlados en cuantos intentos
nos han llevado a explicar las diferencias originadas entre las razas del
hombre. Pero nos queda aún acudir a un factor importante, la selección
sexual, que evidentemente ha actuado poderosamente sobre el hombre, lo
mismo que sobre otros muchos animales.
Lo cierto es que hoy día no está claro a qué responde la variación de las
poblaciones humanas. Algunas diferencias parecen tener que ver con el clima,
y serían por lo tanto adaptaciones al medio, pero en otras no hay consenso
sobre cuál es su origen. Es posible también que sean producto del azar, por
medio de la llamada deriva genética, que es un mecanismo no previsto por
Darwin que sin embargo admiten los neodarwinistas; consiste en que en
pequeñas poblaciones pueden fijarse, simplemente por suerte, caracteres raros
que no suponen ninguna ventaja para los individuos.
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entre el hombre y sus afines más próximos, porque se presentará —yo así
lo espero— entre un hombre en un estado más civilizado que el caucásico
actual y algún tipo de mono que se halle tan bajo en la escala como el
cinocéfalo [los babuinos o papiones], en lugar de tenerse que llenar, como
ahora, entre el negro o el indígena australiano y el gorila.
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Figura 58. «Sabido es de todos que el hombre está construido sobre el mismo tipo general o modelo que
los demás mamíferos. Todos los huesos de su esqueleto son comparables a los huesos correspondientes
de un mono, de un murciélago o de una foca». C. Darwin. El origen del hombre.
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A casi todo el mundo le pareció, incluido el obispo Wilberforce, que
intervino en la famosa reunión de Oxford y fue contestado tan magistralmente
por Huxley, que El origen de las especies se resumía en una sola frase:
venimos del mono. El sábado 30 de junio de 1860, en la reunión de la
Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, y ante setecientas
personas, Wilberforce habló durante media hora. Su discurso había sido
preparado con Richard Owen, el gran científico que había colaborado con
Darwin identificando las especies de mamíferos fósiles de Sudamérica, y que
se convirtió en su peor enemigo (hubo en su relación algo así como el odio
que Salieri, un músico muy reconocido en su época, pudo sentir por Mozart,
el auténtico genio). Al final de su discurso, y con una sonrisa insolente,
Wilberforce se volvió a Huxley y le preguntó si creía que descendía del simio
por vía paterna o materna. Cuando acabaron los aplausos, el presidente de la
sesión llamó a Huxley para intervenir. Ese presidente no era otro que el
reverendo Henslow, el ilustre botánico que había formado a Darwin como
naturalista e hizo posible que se embarcase en el Beagle; Henslow no se
convirtió al evolucionismo, pero miraba a Darwin con cariño. Según le contó
el propio Huxley a un amigo por carta, contestó al obispo que había
escuchado con gran atención su intervención, sin descubrir ningún dato o
razonamiento nuevo, excepto la cuestión de su procedencia. Y que si tuviera
que elegir entre un miserable simio como abuelo o un hombre bien dotado de
luces y con grandes medios e influencia, que sin embargo utiliza esas
facultades con el mero propósito de hacer gracias en una seria discusión
científica, entonces sin duda preferiría al simio.
Por supuesto que El origen de las especies dice cosas mucho más
interesantes que lo que popularmente se resume en la frase de que «venimos
del mono», y además sólo contiene una alusión a nuestros propios orígenes
evolutivos. Porque el mensaje de Darwin era, en realidad, mucho más
revolucionario, y lo explica en El origen del hombre: no es que vengamos del
mono, como si ya no lo fuéramos; seguimos siendo monos, nunca hemos
dejado de serlo.
Página 188
Esto quiere decir que no descendemos de los chimpancés; ellos son
nuestros parientes (hermanos o primos, no padres) y hoy Darwin se
sorprendería de saber que nuestra diferencia genética es sólo del 1%.
Como también se maravillaría del avance de la paleontología en general, y
de la paleoantropología, a la hora de encontrar, en estado fósil, esas formas de
transición cuya ausencia tanto le mortificaba. Se cumple así su predicción:
Con respecto a la ausencia de restos fósiles que sirvan de eslabón que una
al hombre con sus progenitores simios, nadie que haya leído Antiquity of
Man (1863) y Elements of Geology (1865), de sir C. Lyell, concederá
mucha importancia al asunto: en esos estudios se demuestra que en todas
las clases de vertebrados ha sido muy lento y casual el descubrimiento de
vestigios fósiles. Y no debe olvidarse que todavía no han sido exploradas
por los geólogos las regiones que mejor pudieran darnos esos restos que
enlacen al hombre con los simios extinguidos.
Figura 59. Mandíbula de La Naulette, el único neandertal al que alude Darwin en El origen del hombre.
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El fósil humano mencionado por Darwin es una mandíbula neandertal, la
del yacimiento belga de La Naulette, descubierta en 1866. A propósito del
tamaño de los caninos, Darwin escribe: «Se dice que en Naulette son
enormes». No lo eran, por supuesto, ya que los neandertales no se distinguen
en esto de nosotros; además en la mandíbula fósil no se conservan los dientes
y el desarrollo de la corona de los caninos se había deducido, erróneamente,
del hueco (alveolo) donde había estado encajada la raíz.
Figura 60. El fósil de Neandertal no era el «eslabón perdido» que Darwin necesitaba para salvar la
brecha que separa al hombre de los demás primates.
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de forma intermedia entre el hombre y el chimpancé o gorila, fue el cráneo de
Australopithecus africanus que Robert Dart descubrió en Taung (Sudáfrica)
en 1924. Una cría muerta en la edad del destete que pasaría a la historia como
el Archaeopteryx de la evolución humana.
Pero Darwin trata en El origen del hombre cuestiones importantes, aún sin
fósiles. Una es la de nuestro origen geográfico. Darwin acertó al suponer que
África era el lugar de nacimiento:
Por tanto, es probable que África fuera habitada antiguamente por monos
ya extinguidos, estrechamente emparentados con el gorila y el chimpancé;
y como estas dos especies son los afines más cercanos del hombre, es
cosa más que probable que nuestros progenitores vivieron en el continente
africano, y no en cualquier otro lugar.
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para la lucha; los cuernos en el caso de los ciervos, los palos y las piedras en
el de nuestros ancestros.
EL PIANO DE EMMA
Todo el mundo está convencido de que existen razas humanas. Y todos los pueblos de la Tierra
distinguen a los otros pueblos por su aspecto físico. No hay nada perverso o racista en decir que un
indígena australiano luce, como dicen en América, distinto de un gallego o un esquimal. Es más, un
mexicano de origen exclusivamente local es también diferente de un descendiente de españoles, y
fácilmente identificable. Es en cambio falso y racista decir que unas razas son, por su biología, más
inteligentes o más trabajadoras o más honradas que otras.
¿Es por lo tanto la especie humana más variable que otras especies de primates? Parecería
lógico, puesto que nosotros vivimos en casi todo el planeta desde hace unos 13 000 años (que es
cuando se produjo el verdadero descubrimiento de América), mientras que los chimpancés, los
gorilas y los orangutanes ocupan regiones mucho más pequeñas. E incluso así se reconocen dos
especies de chimpancés (el común y el bonobo) separadas por el río Congo, varias razas
geográficas de gorilas y dos subespecies o quizá especies de orangutanes (la de Sumatra y la de
Borneo).
Una vez que ya hemos comentado las diferencias que hay entre los seres humanos por fuera,
hablemos de las de dentro. Sorprendentemente, los esqueletos no se distinguen racialmente, ni a
primera vista, ni midiéndolos. Quiero decir que aunque hay diferencias en las medidas promedio
entre las poblaciones, son mayores las que existen entre los individuos de una misma población. O
dicho de otro modo, si desaparecieran todas las poblaciones humanas menos una, la mayor parte de
la variación esquelética se conservaría. No nos sorprenderá ahora saber que exactamente lo mismo
puede decirse de los genes, según se ha averiguado en los últimos tiempos. La variación
interpoblacional es mucho menor que la intrapoblacional. Somos una de las especies de mamíferos
menos diversa genéticamente, mucho menos que los chimpancés comunes, por ejemplo, que viven
tan localizados en el mapa.
Tanta homogeneidad significa que el origen de la especie es reciente, por lo que aún no le ha
dado tiempo a divergir en varias direcciones. Los primeros fósiles de Homo sapiens (aunque no son
exactamente iguales a nosotros) se han encontrado en África y tienen unos 200 000 años, pero se
piensa que nuestra especie atravesó en época aún más reciente (la mitad de ese tiempo o menos) un
cuello de botella que redujo mucho el tamaño de la población, a tan sólo unos pocos miles de
Homo sapiens, con lo que inevitablemente se perdió diversidad genética. Luego, a pesar de la
expansión humana por todo el mundo, no ha habido tiempo para que se produjera mucha
separación genética entre las poblaciones que ocupan las múltiples esquinas del planeta.
Muchos de los autores anteriores a Darwin o contemporáneos suyos pensaban que un zoólogo
normal, al estudiar a los seres humanos como animales, distinguiría varias espacies, o por lo menos
reconocería una serie de subespecies muy marcadas. Para Darwin esa discusión no tenía mucho
interés, ya que la diferencia entre especie y variedad le parecía artificial.
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Figura 61. «Uno de mis primeros objetivos fue el de enterarme de la gente que suele cazar aves del
paraíso. Viven a cierta distancia de la selva y se envió un hombre para hablar con ellos. Cuando
llegaron tuvimos una conversación por medio del “Orang-kaya” como intérprete y dijeron que
pensaban que podrían conseguir algunos». A. H. Wallace. The Malay Archipielago.
Todo naturalista que haya tenido la desgracia [imagino que se refiere a su experiencia con los
percebes] de emprender la descripción de un grupo de organismos altamente variable (hablo
por experiencia), habrá encontrado casos completamente semejantes al que ofrece el hombre.
Lo importante para Darwin era dejar claro que la especie humana, pese a las aparentemente
grandes diferencias raciales, tenía un origen único. Sólo un biólogo creacionista se preguntaría por
el número de actos separados de creación que ha habido.
En cambio, los naturalistas que admiten el principio de evolución (y la mayor parte de los
jóvenes se afilian ya a este grupo) no vacilarán en reconocer que todas las razas humanas
descienden de un solo tronco primitivo, por más que crean útil o no clasificarlas en especies
distintas con objeto de expresar la extensión de sus diferencias.
Página 193
Además, Darwin no encontraba que hubiera grandes diferencias en inteligencia entre unas razas
y otras.
Los indígenas americanos, los negros y los europeos difieren tanto por su inteligencia como
otras tres razas cualesquiera; sin embargo, durante mi estancia con los indígenas de la Tierra
del Fuego, a bordo del Beagle, me causó profunda sorpresa el observar en estos últimos gran
número de rasgos de carácter que evidenciaban cuán parecida era a la nuestra su inteligencia;
lo mismo pude observar en un negro de pura sangre con quien estuve un tiempo en íntimas
relaciones [supongo que se refiere al africano que en Edimburgo le enseñó a disecar pájaros].
Pero sí creía Darwin que eran importantes las diferencias externas, y trataba de explicarlas. No
le parecía que tuvieran que ver con la adaptación al ambiente, ni siquiera en el caso del color de la
piel (que hoy día se relaciona con la vitamina D, necesaria para el normal desarrollo de los huesos,
y que depende de la radiación solar: en las tierras brumosas los humanos de piel oscura no pueden
sintetizarla igual de bien que los de piel blanca, y a su vez los pueblos del norte están más
expuestos al cáncer de piel en el luminoso ecuador).
La solución que Darwin encontró al problema de las razas humanas fue la selección sexual.
Vemos que cada etnia tiene sus cánones de belleza, de manera que visten y se adornan de forma
diferente y hasta se deforman el cuerpo para parecer atractivos al otro sexo y encontrar pareja. ¿Por
qué entonces no habría podido esta disparidad en gustos, cada vez más exagerada, llegar a producir
notables diferencias físicas entre poblaciones?
Darwin siempre tenía en la cabeza la analogía entre la evolución biológica y la domesticación,
porque esta última era una prueba de que los principios que supuestamente regían la primera
realmente funcionaban a la escala más pequeña de la selección artificial. Ya vimos cómo la
domesticación también proporcionaba buenos ejemplos para el principio de divergencia. De una
misma especie, el caballo, por ejemplo, cabe obtener razas especializadas en trabajos diferentes:
correr o tirar del carro. Ahora, para explicar las razas humanas, recurría a la «selección
inconsciente» que ejerce el hombre sin proponérselo.
Otro ejemplo: si dos cuidadosos criadores se dedicaran algunos años a criar animales de la
misma familia, cada uno por su parte, y no los comparasen a un tipo común, se encontrarían
ambos sorprendidos con que, al cabo, los animales producidos se diferenciaban ligeramente:
cada criador habría impreso, habría marcado el carácter de su propia mente, de su propio gusto
y discernimiento, como dice muy bien Von Nathusius, a sus animales. ¿Por qué razón,
entonces, no ha de esperarse idénticos resultados de la larga continuada selección de mujeres
hermosas por los hombres de cada tribu que estuvieron en condiciones de producir y de criar
el mayor número de hijos? No sería esto otra cosa que una selección inconsciente, porque el
efecto se produjo independientemente de toda aspiración o propósito de parte de los hombres
que eligieron unas mujeres a otras.
Así pues, por medio de la selección sexual Darwin solucionaba dos problemas al mismo
tiempo. Las diferencias entre hombres y mujeres (los llamados caracteres sexuales secundarios) y
las diferencias entre variedades geográficas (los caracteres raciales).
Pero el mecanismo de la selección sexual nos puede llevar más allá de los límites de la especie.
Richard Dawkins, un neodarwinista muy estricto, le da una gran importancia en la evolución
humana. ¿Por qué no pensar que los sujetos más inteligentes o los más diestros en el uso del
lenguaje tuvieron un mayor éxito reproductor? Para Dawkins incluso la postura bípeda triunfó no
por razones utilitarias, sino porque gustaba más, porque simplemente le resultaba más atractiva a
los miembros del otro sexo. Caminar de pie se puso de moda, los que se movían a cuatro patas no
encontraban tan fácilmente pareja.
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Figura 62. «Bien sabido es que en un buen número de mujeres hotentotes se proyecta ampliamente
la parte posterior del cuerpo, son esteatopígicas, y sir Andrew Smith tiene la certeza de que
aquellos hombres admiran realmente esta cualidad». C. Darwin. El origen del hombre.
Para terminar, Darwin encontraba unas diferencias de carácter y también de talento entre
hombres y mujeres que, aunque comprensibles en el contexto de la época en la que vivió, no nos
agrada leer ahora. Por ejemplo, dice:
Si formáramos dos listas, con los nombres de los hombres y de las mujeres más eminentes en
poesía, pintura, escultura, música —tanto composición como interpretación—, historia,
ciencia, y filosofía, con media docena de nombres en cada una de esas ramas del saber, no
sostendrían comparación las dos listas [a favor de los hombres].
Y eso que Emma Wedgwood, su amada esposa y enfermera, era una destacada pianista que
había tomado en París lecciones de Chopin, y le amenizaba por las noches con sus deliciosos
conciertos. Más aún, Darwin tenía sus propias razones para creer en la superioridad musical de la
mujer:
Generalmente posee la mujer voz más dulce que el hombre, y si esto puede guiarnos a alguna
deducción, hemos de inferir que fue el sexo femenino el que primero adquirió las facultades
musicales para con ellas atraer mejor al otro sexo.
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Figura 63. «Ningún otro miembro de toda la clase de mamíferos aparece con tan extraordinaria
coloración como el macho adulto del mandril». C. Darwin. El origen del hombre.
Como subproducto de El origen del hombre, del que en principio iba a ser
sólo un capítulo, surgió en 1872 el ensayo Expression of the Emotions in Man
and Animals (La expresión de las emociones en el hombre y en los animales).
Con su último trabajo, La formación del mantillo vegetal por la acción de
las lombrices, se puede decir que se cierra un largo ciclo, ya que vuelve
Darwin a la geología, completando una investigación que había comenzado
muchos años antes, y además aplica la lógica del actualismo de Lyell,
demostrando que pequeñas causas muy corrientes (¿hay algo más humilde y
vulgar que el trabajo de las lombrices de tierra?), actuando a largo plazo, en el
tiempo geológico, pueden producir grandes resultados, igual que la selección
natural obrando en cada generación da lugar a la descendencia con
modificación. Dicho en forma resumida, el principio del actualismo, en
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Geología como en Biología, establece que el presente es la llave para entender
el pasado.
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XI. DARWIN SEGÚN DARWIN
Creo que ahora soy un poco más hábil para conjeturar explicaciones acertadas
e idear pruebas experimentales, si bien es probable que ello sea simplemente
consecuencia de la práctica y de un mayor acúmulo de conocimientos. Tengo
tanta dificultad como siempre para expresarme clara y concisamente; esta
dificultad me ha ocasionado una gran pérdida de tiempo, aunque, como
compensación, ha supuesto la ventaja de hacerme pensar larga y atentamente
cada frase, y ello me ha llevado a percatarme de los errores de razonamiento y
de los contenidos en mis propias observaciones o en las de otros.
… Esta curiosa y lamentable pérdida de los más elevados gustos estéticos
es de lo más extraño, pues los libros de historia, biografías, viajes
(independientemente de los datos científicos que puedan contener) y los
ensayos sobre todo tipo de materias me siguen interesando igual que antes. Mi
mente parece haberse convertido en una máquina que elabora leyes generales
a partir de enormes cantidades de datos; pero lo que no puedo concebir es por
qué esto ha ocasionado únicamente la atrofia de aquellas partes del cerebro de
las que dependen las aficiones más elevadas. Supongo que una persona de
mente mejor organizada o constituida que la mía no habría padecido esto, y si
tuviera que vivir de nuevo mi vida, me impondría la obligación de leer algo
de poesía y escuchar algo de música por lo menos una vez a la semana, pues
tal vez de este modo se mantendría activa por el uso la parte de mi cerebro
ahora atrofiada. La pérdida de estas aficiones supone una merma de felicidad
y puede ser perjudicial para el intelecto, y más probablemente para el carácter
moral, pues debilita el lado emotivo de nuestra naturaleza. […]
Algunos de mis críticos han dicho: «¡Es un buen observador, pero no tiene
ninguna capacidad para razonar!». No creo que esto pueda ser verdad, ya que
El origen de las especies es una larga demostración de principio a fin y
convenció a no pocos hombres de talento. Nadie que careciera en absoluto de
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capacidad de argumentación podría haberlo escrito. Tengo una mediana dosis
de inventiva y de sentido común o discernimiento, igual que el que deben
tener los abogados o médicos que triunfan; pero creo que no en mayor grado.
En cuanto al lado favorable de la balanza, creo que estoy por encima del
común de las gentes en lo que se refiere a la percepción de cosas que escapan
fácilmente a nuestra atención, y a su atenta observación. Mi laboriosidad ha
sido la máxima posible en la observación y recogida de datos. Y lo que es
mucho más importante, mi pasión por la ciencia natural ha sido constante y
ardiente.
De cualquier forma, esta pasión pura ha recibido un gran estímulo. La
ambición de contar con la estima de mis colegas naturalistas. Desde los
primeros años de mi juventud he tenido el más firme deseo de comprender o
explicar todo lo que observaba —esto es, de agrupar todos los hechos en leyes
generales—. Estas razones combinadas me han dado paciencia para
reflexionar o meditar, durante los años que fuera, en torno a cualquier
problema no explicado. Hasta donde llega mi critica, no soy capaz de seguir
ciegamente la dirección de otra persona. Continuamente me he esforzado por
mantener libre mi mente a fin de renunciar a cualquier hipótesis, por querida
que fuera, en cuanto que se demostrara que los hechos se oponían a ella (y no
puedo evitar formarme una respecto de cada tema). En verdad, no me
quedaba más elección que la de actuar de esta manera, ya que con la
excepción de los arrecifes coralinos, no recuerdo ni una sola hipótesis de
primera intención que no haya desdeñado o modificado considerablemente
después de cierto tiempo. Naturalmente, esto me ha hecho desconfiar del
razonamiento deductivo en las ciencias mixtas. Por otra parte, no soy muy
escéptico —condición intelectual que creo perjudicial para el progreso de la
ciencia—. Es aconsejable un cierto escepticismo en un científico para evitar
mucha pérdida de tiempo, pero me he encontrado con no pocas personas a las
que estoy seguro de que este escepticismo ha impedido llevar a cabo
experimentos u observaciones que hubieran resultado directa o indirectamente
útiles.
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Figura 64. Despacho de Darwin en Down. Darwin se sentaba en la butaca con ruedas del fondo,
cruzando un tablero sobre los brazos del sillón para poder escribir. El origen de las especies fue creado
en esa butaca.
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Hay dos palabras que resumen la personalidad de Darwin, y las dos
aparecen asociadas en la última frase de El origen de las especies: sencillez y
grandeza.
There is grandeur in this view of life, with its several powers, having been
originally breathed by the Creator into a few forms or into one; and that,
whilst this planet has gone cycling on according to the fixed law of gravity,
from so simple a beginning endless forms most beautiful and most wonderful
have been, and are being, evolved.
Hay grandeza en esta concepción de que la vida con sus diferentes fuerzas
ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola
[la referencia al Creador no aparecía en la primera edición]; y que, mientras
este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han
desarrollado y se están desarrollando [en inglés evolved], a partir de un
principio tan sencillo, infinidad de formas las más bellas y portentosas.
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XII. EL GATO DE HUXLEY
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apartado o desviado de la corriente principal de la evolución, sino que son
descendientes de la otra rama en cada una de las bifurcaciones que nos han
ido separando[28].
Figura 66. Esquema lamarckista de la evolución representada como una escala de progreso. (J. L.
Arsuaga y A. Cerqueira. 2009).
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con muchas tachaduras (aunque se puede leer lo que había debajo), que
expresa su pensamiento en relación con el origen del hombre y la teoría de la
transmutación en general. Data del 21 de abril de 1868, es decir, antes de que
se publicara El origen del hombre, pero refleja casi exactamente las
relaciones evolutivas entre los diferentes primates que va a utilizar en el libro.
Figura 66. Esquema darwinista de la evolución en forma de árbol. (J. L. Arsuaga y A. Cerqueira. 2009).
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ello, de afirmar que venimos de algún mono actual, más concretamente de un
gran simio. Lo que de verdad dice Darwin en El origen del hombre es que si
un naturalista hubiera visto a uno de nuestros primeros antepasados, lo habría
llamado mono o simio. También supone, con razón, que sería habitante del
bosque tropical y se alimentaría de frutos.
En la figura en cuestión los chimpancés y gorilas (que sitúa en la misma
rama), junto con los orangutanes y los gibones (Hylobates), forman un grupo
natural, con un antepasado común exclusivamente suyo (lo que hoy se llama
un clado). Se puede ver que el gibón (el antropomorfo de menor tamaño) se
separó primero. En el esquema aparecen también en posición basal los
lemures, que se han venido llamando «primates inferiores» (Darwin y los de
su época incluían entre ellos al pequeño Tarsius, que hoy se clasifica con los
otros primates, pero me temo que éstas son soporíferas matizaciones de
especialista). Acertadamente separa los monos del Nuevo Mundo (o
platirrinos) de los del Viejo Mundo (o catarrinos), a los que dice que
pertenecemos. Dentro de éstos, a su vez, hace cuatro grupos. Uno se separa
muy abajo y, francamente, no sé a cuál se refiere (creo que quería expresar
simplemente la divergencia entre catarrinos y platirrinos). Y luego distingue,
dentro de los catarrinos, entre cercopitécidos (por utilizar el término
moderno), hominoideos (aunque él tampoco usa esta categoría) y el hombre.
Reconoce Darwin que dentro de los primeros, los que ahora llamamos
colobinos (como el género Semnopithecus, el langur), son distintos y tienen
adaptaciones especiales en el estómago (para digerir fibras, ya que son
folívoros). Sus hermanos son los actuales cercopitecinos, como el género
Cercopithecus, el macaco (que él escribe Macacus y hoy es Macaca) y el
babuino o papión.
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Figura 67. Transcripción del esquema de Darwin sobre la evolución de los primates y del hombre. (J. L.
Arsuaga y A. Cerqueira. 2009).
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los simios en grupo, incluyendo a los gibones. Darwin opina en El origen del
hombre que hemos debido de brotar del tronco común de los catarrinos hace
mucho tiempo, en la época llamada Eoceno en Geología, «porque los simios
superiores se han diferenciado de los inferiores ya en el Mioceno superior,
como muestra la existencia del Dryopithecus». Darwin se equivocaba, porque
el Eoceno terminó hace unos treinta y cuatro millones de años, y el Mioceno
hace cinco millones de años, y ahora sabemos que la separación entre las
líneas de chimpancés y humanos se produjo hace poco más de seis millones
de años, al final del Mioceno.
Parece que Darwin tenía ganas de apartarnos lo máximo posible de los
simios vivientes y de presentar a éstos como unos parientes bastante remotos,
que no asustaran a la buena sociedad. Recuérdese la divertida anécdota de la
esposa del obispo de Worcester, cuando exclamó, al conocer la teoría
darwiniana: «¡Descendientes de los simios! Esperemos que no sea cierto, pero
si lo es, roguemos por que no se sepa».
Si bien no deja de ser un juicio de intenciones (aunque sean
subconscientes), y tal vez simplemente veía a los simios muy alejados, un par
de datos parecen apuntar a que Darwin sabía que somos hermanos de
chimpancés y gorilas (en particular).
En primer lugar, hay una flagrante contradicción entre: 1) la filogenia de
Darwin junto con el texto anteriormente citado sobre nuestra gran antigüedad,
y 2) el párrafo de El origen del hombre en el que afirma que chimpancés y
gorilas son nuestros parientes más cercanos: «It is therefore probable that
Africa was formerly inhabited by extinct apes closely allied to the gorilla and
chimpanzee; and as these two species are now man’s nearest allies [los más
cercanos al hombre en la actualidad], it is somewhat more probable that our
early progenitors lived on the African continent than elsewhere». Y a
continuación añade que es inútil especular sobre este tema porque el
Dryopithecus, según él estrechamente relacionado con Hylobates (el gibón),
vivió en Europa durante el Mioceno y desde entonces han ocurrido muchas
cosas.
En segundo lugar, en su figura, sospechosamente, los gorilas y
chimpancés son la rama más próxima, la de al lado (man’s nearest allies),
aunque no formen horquilla con nosotros, sino tridente con los otros simios.
Pero, y ahora viene lo mejor, en una primera versión del árbol evolutivo de
Darwin la rama más cercana al hombre era la del gibón (Hylobates) y la de
los simios africanos la más alejada, y luego tachó los nombres e invirtió sus
posiciones, como si quisiera acercarnos a los chimpancés y gorilas.
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Es posible que Darwin pensara que los chimpancés y gorilas son los más
parecidos físicamente al hombre, pero no sus parientes más próximos. En ese
caso, unos y otros habrían seguido una evolución paralela o convergente, de
modo que la semejanza no significaría relación evolutiva, pero no me parece
que sea ése el caso. Más bien creo que era consciente de la proximidad de los
grandes simios africanos a nuestra especie, pero no se atrevía a pensar o a
expresar que son nuestros hermanos.
Cambiando de tema, puede verse que el hombre no ocupa un lugar central
en la filogenia, ni constituye el extremo de su eje, porque no hay tal eje. Las
otras especies de primates no son, pues, ni los peldaños inferiores en la
escalera que conduce hasta nosotros, ni las ramas desviadas del tronco
principal de la evolución.
En esencia, esa imagen del árbol de la evolución es la gran herencia de
Darwin. Lamarck creía en la frecuente generación espontánea de la vida y así
pensaba que cada tipo de organismos, con su origen particular y exclusivo,
llevaba su propia trayectoria evolutiva, impulsada por el afán de todas las
criaturas de progresar, avanzando por su cuenta hacia la perfección, y de
adaptarse al mismo tiempo a las circunstancias del momento. Darwin nos
legó, en cambio, la idea de comunidad de origen, de parentesco entre todas las
formas de vida, de hermandad del hombre con las demás criaturas, ya que
como dice el último párrafo de El origen de las especies (en su primera
edición), la vida tiene una raíz única (o unas pocas), que es muy remota en el
tiempo: «… life with its several powers, having been originally breathed into
a few forms or into one…».
Un árbol de la vida muy ramificado y sin tronco principal es la
representación cabal del pensamiento de Darwin, porque él no veía más
dirección en la evolución que la de una cada vez mayor adaptación de las
criaturas a sus ambientes. Seguramente, la ausencia de finalidad en el mundo
orgánico fue lo que más le costó expresar a Darwin, más que la idea misma de
modificación de los organismos a lo largo del tiempo. Si Darwin hubiera
postulado que el cambio es más o menos lineal y sigue una trayectoria
ascendente, seguramente no habría sido tan polémica su teoría, y tal vez la
hubiera publicado antes, porque resultaba más fácil en su tiempo defender que
la evolución apuntaba, desde el principio (desde el origen de la vida), hacia un
objetivo final, programado, previsible e inevitable: el ser humano. Lo difícil
habría sido entonces conciliar esa direccionalidad con el mecanismo de la
selección natural, que por definición no tiene meta, ya que es una fuerza
meramente práctica, utilitaria. Sólo recurriendo a una causa externa a la
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naturaleza, a un «Gran Criador» (usando su metáfora predilecta de la
domesticación), habría sido posible encontrarle un propósito a la evolución.
Pero esa opción no era científica.
Darwin fue el Lyell de la Biología en el sentido de que explicó el
fenómeno de la vida como si «no hubiera nada más», es decir, sin recurrir a
ninguna fuerza sobrenatural, tal y como había hecho Lyell con la Geología.
Como dice Darwin en 1859: «[las plantas, los pájaros, los insectos, los
gusanos] those elaborately constructed forms, so different from each other,
and dependent on each other in so complex a manner, have all been produced
by laws acting around us» (… estas formas, primorosamente construidas, tan
diferentes entre sí, y que dependen mutuamente de modos tan complejos, han
sido producidas por leyes que obran a nuestro alrededor). Por las mismas
leyes fijas que operan ahora, sin que nos demos cuenta. Al igual que ocurre en
el mundo geológico, pequeños efectos sumados a lo largo de muchos miles de
años acaban produciendo grandes resultados.
Otros investigadores habían empezado ya ese trabajo en los terrenos de la
Astronomía, de la Física y de la Química, donde se buscaban desde hacía
muchos años explicaciones científicas, materialistas, como si «no hubiera
nada más». En realidad, el objetivo confesado de la ciencia es comprender el
mundo material por medio de leyes naturales, que sean aceptadas (o
discutidas) por todos los científicos, sin tener en cuenta su cultura o sus ideas
políticas y religiosas (unos científicos creen que «hay algo más» y otros que
no, pero de eso no se trata en las publicaciones y congresos). Se parte del
principio de que las leyes de la naturaleza son ajenas a las creencias humanas.
De hecho, se supone que actúan mecánicamente, con independencia de la
propia existencia de los seres humanos.
Al profesor le preocupa esta cuestión porque no quiere desviar la atención
del terreno científico llevándolo al ámbito de la religión. La evolución es un
problema de la Biología, suele decir, porque atañe a los seres vivos, y nadie
que no sea biólogo o paleontólogo tiene nada que opinar al respecto. Como
tampoco los paleontólogos discuten los problemas de la física de partículas o
del arte románico. Por eso se ha negado siempre a participar en debates con
creacionistas. No porque lo sean, sino porque no saben nada de Biología.
El profesor evita pronunciarse en clase sobre sus creencias religiosas, o su
carencia de ellas. Esa cuestión no está en el temario de Paleontología. Pero no
puede prohibir las preguntas de los alumnos al respecto. ¿Se hizo Darwin ateo
como lógica consecuencia de su teoría? Edward O. Wilson piensa que ocurrió
exactamente lo contrario: que gracias a que se desprendió del freno de una fe
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ciega, pudo pensar libremente y atreverse a proponer un origen del hombre
por evolución, una idea que de otro modo no habría osado explorar. Darwin
no se consideraba un «experto» sobre la cuestión religiosa, y tenía poco que
decir al respecto, pero se sentía más bien como un agnóstico al final de sus
días. Un término, por cierto, el de agnóstico, inventado en 1869 por Thomas
Henry Huxley.
En la segunda edición de El origen de las especies, Darwin introdujo a
Dios en el famoso párrafo final, como autor de la vida («en una o unas pocas
formas»). Pero eso no significa una conversión a las ideas providencialistas,
las que recurren, en mayor o menor grado, a la intervención divina para
entender lo que ha pasado aquí en la Tierra. Más bien parece una concesión
de Darwin para evitar enfrentamientos, innecesarios y peligrosos, con la
religión. Peligrosos porque Darwin conocía muy de cerca, desde sus tiempos
de la Universidad de Edimburgo, lo que le podía pasar (marginación social y
muerte académica) a quien sostuviera tesis materialistas en Biología (Howard
E. Gruber, en su magnífico trabajo Darwin sobre el hombre, le concede una
gran importancia a este miedo a ser perseguido a la hora de explicar por qué
tardó tanto en expresar públicamente sus ideas evolucionistas). Innecesarios
porque El origen trata de la acción de la selección natural sobre las formas
vivientes, produciendo la adaptación, no de cómo éstas se han originado.
En una carta a Hooker (de 29 de marzo de 1863) dice:
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actualidad tal materia sería inmediatamente devorada o absorbida, lo que
no habría sido el caso antes de que aparecieran los seres vivos.
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En todo caso, al profesor le parece que las convicciones, valores y
creencias son importantes de verdad a la hora de aplicar el conocimiento
científico, no antes; incluso se puede argumentar sobre la moralidad de
algunas técnicas de investigación (como la vivisección o el uso de embriones
humanos), pero ése no es el problema de la biología evolutiva. Todo el mundo
(bien informado) puede opinar, y debe decidir, sobre qué fuentes de energía
es mejor utilizar, o sobre los usos de la genética para la salud humana o la
alimentación, y al profesor no le molesta encontrarse en la misma mesa que
un sacerdote (de la religión que sea) o un político. Pero encuentra que en esos
debates los demás participantes tienen las ideas mucho más claras que él. En
materia de bioética, por ejemplo, a veces no sabe qué pensar. Los otros están
seguros de conocer lo que es bueno, moral y conveniente, él duda. Pero
encuentra consuelo en unas palabras de Darwin en El origen del hombre, a
propósito de la decadencia española, que al naturalista inglés le interesaba
mucho y atribuía a la Santa Inquisición por eliminar a «algunos de los
mejores hombres —aquellos que dudaban y hacían preguntas, y sin dudar no
puede haber progreso—».
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validez y alcance se puede y debe poner a prueba. Y es que hay muchas
mentes que preferirían reducir todo el problema a una simple frase: las
especies evolucionan. Amén. Éste es, por cierto, un tema delicado. Cada vez
que un investigador matiza algún aspecto del darwinismo, parece que está
dando argumentos al creacionismo. Ese reproche se le ha hecho precisamente
a S. J. Gould: que la discrepancia que plantea el equilibrio puntuado respecto
del neodarwinismo ha sido utilizada una vez más para decir que la
explicación de Darwin «sólo es una teoría». Los dogmáticos pretenden que
convirtamos el darwinismo en un dogma, pero ése no es nuestro estilo. Habrá
que resignarse a que utilicen nuestras discusiones como pruebas de que
dudamos. Pero mejor que resignarse será proclamar que todos estamos de
acuerdo en lo fundamental: en ese árbol de la evolución al que me he referido
antes y en el propósito de intentar explicar el funcionamiento del mundo por
medio de leyes naturales, «como si no hubiera nada más».
Lo realmente importante del tema es que el propio Darwin dejó muchas
cuestiones abiertas, empezando porque él mismo admitía otras causas de la
evolución aparte de la selección natural y de la selección sexual, como la
acción directa del ambiente sobre los organismos y la herencia de los
caracteres adquiridos (y en eso se equivocaba). Flaco favor le haríamos a
Darwin al conmemorar su bicentenario y sesquicentenario momificándolo.
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Figura 69. «La primera conjetura que se le ocurre a cualquiera es que los usan [los cuernos] los machos
en las peleas, y como tales animales son muy pendencieros, probablemente sea ésta una justa opinión».
C. Darwin. El origen del hombre.
El reloj de Darwin
Si el profesor tuviera que decir en pocas palabras por qué Darwin debe ser
recordado y homenajeado, ¿con qué se quedaría? Al profesor le llama la
atención que Thomas H. Huxley llegara en 1864 a la misma conclusión a la
que le condujo a él la lectura de El origen de las especies, más de un siglo
después: Darwin fue un genio, quizá el más grande de la historia, porque
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resolvió el problema del diseño sin diseñador. Explicó cómo pueden aparecer
órganos perfectamente adaptados para cumplir una función concreta sin que
nadie los haya proyectado, simplemente por el mecanismo natural de prueba y
error. Así lo cuenta Huxley en este largo texto que merece ser meditado hasta
la última palabra, porque es un lúcido análisis del gran libro de Darwin, muy
pocos años después de su publicación.
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de prueba y error. Los organismos varían todo el tiempo; unas pocas
variaciones dan con condiciones ambientales que les son propicias y
prosperan, la mayoría son inadecuadas y se extinguen.
De acuerdo con la Teleología, cada organismo es como una bala de rifle
disparada contra un objetivo; según Darwin, los organismos son como una
descarga de perdigones de los cuales uno da en algo y el resto falla.
Para un teleólogo, un organismo existe porque fue hecho para las
condiciones en las que se encuentra; para el darwinista, un organismo existe
porque, entre muchos de su clase, es el único que ha sido capaz de medrar en
las condiciones en las que se encuentra.
La Teleología implica que los órganos de cada organismo son perfectos y
no pueden ser mejorados; la teoría darwinista simplemente afirma que
funcionan lo bastante bien como para permitirle al organismo arreglárselas
frente a los organismos con los que se enfrenta, pero admite la posibilidad de
una mejora perpetua. Pero un ejemplo puede aclarar la profunda contradicción
entre la idea de la teleología ordinaria y el darwinismo.
Figura 70.
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ratones que los otros, por lo que prosperaron y sobrevivieron,
proporcionalmente a la ventaja que tenían sobre los demás.
Lejos de imaginar que los gatos existen para cazar ratones bien, el
darwinismo supone que los gatos existen porque cazan ratones bien —cazar
ratones no es el fin, sino la condición para su existencia—. Y si los gatos han
persistido mucho tiempo como sabemos, la interpretación basada en los
principios darwinistas sería, no que los gatos han permanecido sin
variaciones, sino que todas las demás variedades que han ido apareciendo
fueron menos adecuadas para la vida que el tipo de gato actualmente
existente.
El citado William Paley (1743) fue otro insigne alumno del Christ’s
College de Cambridge, pero años antes de que Darwin viviera allí. Paley hizo
célebre la famosa analogía del reloj en su libro Natural Theology (1802):
«Pero supongamos que encuentra un reloj en el suelo y se hace la pregunta de
qué hace el reloj en ese sitio. Difícilmente pensaría en la respuesta que he
dado antes [hablando de una piedra], la de que, por lo que sé, el reloj podría
haber estado siempre allí».
Darwin había estudiado a Paley con placer en la universidad, aceptando
sus ideas teleológicas sin ninguna reserva. Pero más adelante su pensamiento
cambió radicalmente:
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entendía Lamarck (en su Filosofía zoológica de 1809) que se había realizado
la construcción del reloj más perfecto de todos, nuestro propio cuerpo:
Figura 71. El primer simio que vio Darwin fue una hembra de orangután llamada Jenny en el zoo de
Londres el 28 de marzo de 1838, quedando muy impresionado de las expresiones tan humanas que
mostraba, «como un niño malo».
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animales no podrían andar más que de mala manera sobre pies y manos a la
vez.
Finalmente, si estos mismos individuos dejaran de utilizar sus mandíbulas
como armas para morder, desgarrar o sujetar, o como instrumentos para cortar
la hierba y alimentarse, y sólo las utilizasen para la masticación, no es dudoso
de nuevo que su ángulo facial se abriría, su morro se acortaría cada vez más, y
que finalmente, habiendo desaparecido éste por completo, sus incisivos serían
verticales.
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automáticas, ciegas y mecánicas, es decir, externas a los objetos como las de
la Física. El pensamiento de Lamarck le resultaba a Darwin muy poco serio.
Darwin envió pruebas o ejemplares prepublicación de El origen de las
especies a unos pocos amigos escogidos. Uno de ellos era, claro está, Charles
Lyell, quien le felicitó e hizo una serie de comentarios. Por ejemplo, le
sorprendía que afirmara que los más eminentes naturalistas rechazaban la idea
de la mutabilidad de las especies, sin mencionar a los franceses Lamarck y G.
St. Hilaire: «¿Quería decir naturalistas vivos?». Darwin le dio la razón y
modificó el texto. Pero Darwin no deseaba que su idea se confundiera lo más
mínimo con la de Lamarck: «Usted alude a menudo a la obra de Lamarck. No
sé lo que piensa sobre ella, pero a mí me parece extremadamente pobre. No
he tomado de ella ni un solo dato o idea».
Las ideas de Darwin al respecto quedan claramente expresadas en la
misma carta de contestación a Lyell:
Estas leyes, tomadas en el sentido más amplio son la del Crecimiento por
medio de la Reproducción; la de la Herencia que está casi implícita en la
de reproducción; la de la Variación por la acción directa e indirecta de las
condiciones externas de vida y por el uso y desuso; una Tasa de
Crecimiento tan alta que conduce a la Lucha por la Vida, y como
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consecuencia a la Selección Natural, que implica Divergencia de
Caracteres y Extinción de las formas menos mejoradas. (El origen de las
especies).
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XIII. LA GRANDEZA DE LA EVOLUCIÓN
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Figura 72. «La construcción homologa completa de la estructura de los miembros de una misma clase
resulta bien comprensible si reconocemos su descendencia de un progenitor común». C. Darwin. El
origen del hombre.
Que la base ósea sea la misma en la mano humana, el ala del murciélago,
la aleta del delfín y la pata del caballo, que el mismo número de vértebras
forme el cuello de la jirafa y el del elefante, e innumerables otros hechos,
se explican al mismo tiempo a partir de la teoría de la descendencia con
lentas y ligeras modificaciones.
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¿Y si la selección natural es el gran artífice, que queda por investigar
todavía? Para empezar, el papel del otro agente principal de Darwin, la
selección sexual, que ha recibido mucha menos atención (y en la que no creía
Wallace). No hay que confundir, además, la Historia de la Vida, de la que
sabemos muchas cosas pero ignoramos aún más, con los mecanismos
evolutivos; es decir, el curso de la evolución con sus causas. Thomas Henry
Huxley decía en 1893, en el prólogo de una colección de ensayos publicada
con el título de «Darwiniana», que seguía considerando vigentes las dudas
que le asaltaron cuando leyó su ejemplar (una prepublicación) de El origen de
las especies:
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Figura 73. Gregor Mendel. Este monje agustino es el padre de la genética, pero nadie lo supo hasta
después de su muerte, cuando sus leyes se descubrieron de nuevo.
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1) El primero de los temas de Mayr era la función del azar. Qué parte de
la evolución es debida a la selección natural y cuál a las mutaciones
«neutras», que ni perjudican ni benefician al organismo. En aquellos años la
Biología Molecular estaba descubriendo que había mucha más variación en
las proteínas de los individuos de una misma especie de la que cabría esperar
si la selección natural fuera una criba muy exigente. Muchas de esas
variaciones parecían ser «neutras», o no perjudiciales ni beneficiosas, y por lo
tanto invisibles a la acción de la selección natural. Eso dio lugar a la teoría
neutralista de la evolución molecular, encabezada por Motoo Kimura, que
sostenía que la selección natural no actuaba mucho al nivel molecular y que
las variaciones no perjudiciales que surgían aleatoriamente se iban
acumulando a lo largo del tiempo, modificando insensible, pero
constantemente, el genoma.
Mayr se preguntaba: «¿Qué fracción de esa variabilidad es “ruido”
evolutivo y qué fracción depende de la selección? ¿Por qué procedimiento
podemos partir la variabilidad en alelos neutros y alelos dotados de cierta
significación?». Este problema de cuál es el papel del azar (teoría neutralista)
y cuál el de la selección natural (darwinismo) en la evolución molecular sigue
siendo objeto de estudio hoy día.
Llevado al campo de la morfología, podríamos preguntarnos qué
estructuras son adaptativas y han sido moldeadas por la selección natural y
qué otros aspectos de la anatomía han surgido por azar (deriva genética) o por
otras razones y no tienen función. Admitamos (yo, desde luego, lo hago sin
ninguna reserva) que todas las características adaptativas son producto de la
selección natural. La pregunta entonces es: ¿cuántas de las características de
un organismo son adaptativas? Que no todo es adaptación en los seres
vivientes es algo que han defendido con fuerza S. J. Gould y R. Lewontin. En
un conocido trabajo de 1979 proponen la analogía de las pechinas de San
Marcos en Venecia, unas superficies que aparecen bellamente decoradas bajo
la cúpula de la basílica. El que las pechinas se presenten ante nuestros ojos
cubiertas de mosaicos no quiere decir que fueran construidas a propósito para
servir de soporte físico para las imágenes, sino que son simplemente los
cuatro triángulos cóncavos y con el vórtice hacia abajo que quedan entre los
cuatro arcos que sostienen la cúpula. Y ya que existen por razones
estructurales, se incorporaron al programa iconográfico del edificio (a lo que
se quería contar a los fieles). En otras palabras, su aptitud para ser decoradas
no fue la causa de su existencia (sino una necesidad arquitectónica). El
filósofo de la ciencia Daniel Dennett piensa que éste no es un buen ejemplo,
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porque las pechinas de San Marcos son una solución arquitectónica entre las
varias posibles al problema de sostener una cúpula sobre arcos redondos, y
que precisamente fue elegida ésa, y no otra, porque era la que mejor servía a
los fines estéticos. Aunque todo esto parezca una disputa bizantina de la
historia del arte, la metáfora de las pechinas de San Marcos (créanlo o no) es
muy conocida entre los biólogos evolutivos. Los más darwinistas dirían que
no hay muchas pechinas en los organismos, en el sentido de productos
arquitectónicos secundarios (o subproductos) que no han sido creados a
propósito. El equivalente en la Biología serían los caracteres que no han sido
seleccionados. Gould, Lewontin y otros se dedican a buscar pechinas
biológicas.
2) El segundo tema que trata Mayr en 1978 tiene que ver con la genética
del desarrollo: «El descubrimiento por parte de la biología molecular de genes
reguladores y genes estructurales plantea nuevos interrogantes en el campo de
la evolución. ¿Es idéntico el ritmo de evolución de los dos tipos de genes?
¿Son ambos igualmente susceptibles de selección natural? Por lo que respecta
a la especiación o al origen de grupos taxonómicos superiores, ¿es un tipo de
genes más importante que el otro?». Desde entonces se le ha ido dando cada
vez más importancia al papel de los genes que controlan el plan corporal (o
genes homeóticos) para explicar la aparición en los organismos de novedades
estructurales que van más allá de meros retoques a lo ya existente, y en
consecuencia la biología del desarrollo ha ganado mucha relevancia en el
debate evolucionista.
Figura 74. Darwin introduce al anfioxo en la 4.ª edición de El origen de las especies (1866): «Casi las
mismas observaciones son aplicables si consideramos los diferentes grados de organización dentro de
uno de los grupos mayores; por ejemplo, la coexistencia del hombre y el Ornithorhynchus en los
mamíferos; la coexistencia, en los peces, del tiburón y del Amphioxus, pez este último que por la
extrema sencillez de su estructura se aproxima a los invertebrados».
Eso nos lleva a una pregunta que surgió en el capítulo introductorio del
sueño del profesor y que luego hemos visto que tanto preocupaba a Darwin.
Todos los animales actuales pertenecen a unos cuantos grandes tipos
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biológicos, o diseños maestros o formas de organización fundamentales o
baupläne (plural de la palabra alemana bauplan, procedente del campo de la
arquitectura y que significa «plano de obra») o como se les quiera llamar.
Técnicamente son los phyla o filums o filos (castellanizando el término). Los
moluscos son uno, los cordados (donde están encuadrados los vertebrados,
que son la inmensa mayoría) otro, los anélidos otro, y las esponjas, corales,
artrópodos, etc. Estos planes corporales principales están separados entre sí,
es decir, no hay formas intermedias en la actualidad; aunque los
equinodermos están considerados los parientes más cercanos de los cordados,
no hay ningún «puente morfológico» que nos una a los erizos, holoturias y
estrellas de mar. Los filos vivientes se conocen desde el Cámbrico inferior y
tienen 530 millones de años por lo menos. Entonces había muchos filos más,
que no llegaron a prosperar y desaparecieron, quedando unos pocos, los
actuales. No han aparecido luego nuevos tipos biológicos fundamentales entre
los animales (que tendrían que surgir a partir de organismos unicelulares, ya
que todos los animales son pluricelulares), seguramente porque su espacio
ecológico, su lugar en la naturaleza, ya estaba ocupado; pero eso no quiere
decir que no se hayan producido muchas novedades espectaculares (nosotros
somos una de ellas, qué duda cabe) dentro de los filos que han perdurado.
Stephen Jay Gould ve en su libro Vida Maravillosa. (1989) dos grandes
problemas en relación con la llamada «explosión cámbrica». Ha habido más
tarde, en la Historia de la Vida, otras grandes radiaciones adaptativas de los
animales, sobre todo después de episodios de extinciones masivas que
despejaron el campo, pero ninguna como la cámbrica en cuanto a
«creatividad». El primer problema que plantea Gould es, pues, la razón de
tanta diversidad. Empecemos por decir que la explosión cámbrica es muy,
pero que muy antigua, por lo que es difícil saber cómo empezaron los
animales su andadura y si su antepasado común, la cepa de la que todos
salieron, era considerablemente más vieja, o si por el contrario los filos
llevaban relativamente poco tiempo separándose. Gould apuesta por lo
último, que los animales cámbricos se originaron hacia el final del
Precámbrico, que termina hace 570 millones de años.
De ser así, todo sucedió muy deprisa (en tiempo geológico, se entiende) y
se puede hablar de fuegos artificiales que iluminaron de pronto el cielo y lo
llenaron de colores en la noche de la vida. ¿Tuvo la evolución cámbrica un
carácter radicalmente diferente, en algún sentido, de lo que vino luego? ¿Fue
el cambio en aquel entonces más rápido porque había muchos nichos vacíos,
muchas oportunidades para explorar, en el espacio ecológico? ¿Una vez que
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ocuparon sus correspondientes lugares en la naturaleza (en los mares de la
época), los organismos se adaptaron tanto a ellos y se especializaron de tal
modo que ya no dejaron que surgieran nuevos tipos de organismos, ni fueron
ellos mismos capaces de modificarse para producir grandes «inventos»
biológicos? Éstas serían las explicaciones clásicas, pero hay otra, la de que las
reglas del juego de la vida eran distintas entonces de lo que son ahora. En ese
caso, el actualismo de Darwin perdería pie, porque no podríamos entender lo
que pasó en el Cámbrico (y sin duda fue muy importante) a partir de lo que
observamos en el mundo en que nos ha tocado vivir.
Los animales cámbricos parecen responder a una combinatoria de sus
partes más abierta, como si pudieran montarse ojos, placas, espinos, dientes,
segmentos y apéndices casi de cualquier forma, como si un niño estuviera
jugando a crear formas raras juntando piezas de anatomía sueltas que saca de
una bolsa. Y eso nos lleva a la genética. ¿Funcionaron los sistemas de genes
de alguna manera especial para producir formas biológicas tan sorprendentes?
¿Eran, por ejemplo, sus genomas más simples y más flexibles, y luego se
hicieron más complejos y más rígidos? ¿Interaccionaban los primeros genes
menos unos con otros, y había una relación más directa entre los genes y sus
productos, de modo que se expresaban de forma más independiente, menos
articulada?
El segundo problema se refiere a la desaparición de la mayoría de los filos
cámbricos, es decir, de todos los que no siguieron. ¿Por qué sobrevivieron los
que vemos ahora y sucumbieron los demás? ¿Eran peores sus diseños?
¿Estaban peor adaptados? Ésta sería de nuevo la explicación tradicional
darwinista, la que se basa en la competencia entre criaturas y la selección de
los más adecuados. ¿O fue una cuestión simplemente de suerte, de lotería?
¿No es ése el principal argumento de la Historia de la Vida?: a saber, de
cuando en cuando se producen extinciones masivas por causas ambientales
ajenas a la adaptación, y la mayor parte de los grupos perecen, quedando unos
pocos afortunados (que no mejores) que vuelven a ocupar de nuevo la
Ecosfera.
Según sus críticos, Stephen J. Gould insinúa (aunque no llegue a afirmarlo
abiertamente) que lo principal de la evolución no se rige por «las leyes que
operan a nuestro alrededor». Y como ése es, precisamente, el corazón de la
filosofía de Darwin, como también era el núcleo del pensamiento de Lyell en
Geología (esto es, que lo que ocurre en el presente es la explicación del
pasado y de la Historia), Gould parece querer decir (pero no lo dice) que la
idea central de Darwin, la del cambio gradual y lento a lo largo de los eones
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producido por la constante acción de la selección natural, no vale como
explicación de fondo de la evolución. Sin embargo, Richard Dawkins, como
buen darwinista, y por lo tanto buen actualista, piensa que las leyes de la
evolución han sido siempre las mismas y que nunca ha existido ninguna
excepción, ni siquiera en el principio: «Incluso los grandes phyla, cuando
originalmente se bifurcaron unos de otros, eran sólo un par de especies
nuevas, miembros del mismo género» (El capellán del diablo).
Los cuatro grandes ataques de Gould al darwinismo más ortodoxo de la
Nueva Síntesis se refieren al gradualismo, al adaptacionismo, al origen de las
grandes arquitecturas biológicas y al papel de la contingencia. Gould opinaba
que la evolución no es siempre gradual, pero tampoco afirmaba que proceda a
saltos. En realidad se oponía a la idea de cambio evolutivo permanente y a
velocidad constante. Afirmaba que las especies tienden a mantenerse sin
grandes modificaciones una vez que aparecen. También creía que la
evolución y el cambio morfológico se producen más por ramificación, es
decir, a través de la aparición de nuevas especies (lo que se llama
técnicamente cladogénesis) que por transformación a lo largo del tiempo sin
especiación (o anagénesis). Criticaba que todos los caracteres de los
organismos se trataran, por definición, como si fueran adaptaciones, ya que
muchos son subproductos de verdaderas adaptaciones (que luego incluso han
podido ser aprovechados), o resultado del azar. Acertadamente señalaba que
hay que conceder más atención a la biología del desarrollo en la evolución,
porque pequeños cambios en los genes que lo controlan, sobre todo al
principio (del desarrollo y de la Historia de la Vida), podían producir grandes
diferencias en el fenotipo. Finalmente, destacaba la importancia de las
extinciones masivas, que se producen al margen de la adaptación y cambian la
composición de los ecosistemas.
Todas esas reflexiones son aceptadas, y hasta bienvenidas, por
neodarwinistas de referencia como Francisco J. Ayala, Richard Dawkins o
Daniel Dennett. Estos y otros autores agradecen que Gould aportara
perspectivas nuevas y limpiara lo esencial del darwinismo de muchas
adherencias espurias, usos ideológicos interesados y a veces odiosos, tópicos
injustificados, exageraciones o errores de interpretación como los que se
producen en todas las teorías cuando son repetidas por muchos seguidores
durante largo tiempo. Su labor ha depurado y enriquecido el darwinismo y por
lo tanto tiene cabida dentro de una ortodoxia reformada. En todas las iglesias
hay herejes y reformistas (no menos enérgicos y convencidos que los
primeros) y Gould podría haber elegido pasar a la historia en el segundo
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grupo. Como se consideraba a sí mismo un darwinista, debería estar contento
con su papel de reformador. Así pues, ¿qué es lo que nos trataba de decir con
tanta fuerza? ¿Adónde quería ir a parar con sus críticas al neodarwinismo?
¿Por qué se consideraba un revolucionario? ¿Sólo por darse más importancia?
Según Daniel Dennett, su auténtico y nunca confesado blanco era la idea
misma de la selección natural, el nervio del pensamiento de Darwin: que una
fuerza automática y ciega fuera capaz de crear una vida tan maravillosa.
EL EQUILIBRIO POLÉMICO
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Figura 75. Si hay unos pájaros famosos en la historia del evolucionismo, ésos son los pinzones de
las Galápagos.
La teoría del equilibrio puntuado ha sido considerada por sus adversarios algo que 1) ya era
conocido y estaba dicho; y 2) no tiene trascendencia alguna en el proceso de la evolución, sea la
teoría cierta o no. Sus autores (en 1972), Eldredge y Gould, se han esforzado en demostrar lo
contrarío. Hay que aclarar que el equilibrio puntuado no se opone al darwinismo, ni representa su
alternativa, porque es completamente darwinista, sino al gradualismo filético (que explicaré
enseguida).
El equilibrio puntuado sostiene que 1) las especies están formadas por poblaciones y
generalmente las adaptaciones nuevas aparecen en las más remotas y periféricas, que están
sometidas a condiciones ambientales límite (para la especie en cuestión) y además son poco
numerosas, ya que las poblaciones grandes y centrales tienen mucha más estabilidad y las
novedades tardan en extenderse; 2) las nuevas especies surgen precisamente en pequeñas
poblaciones (generalmente marginales y aisladas) y no a partir de la totalidad de la especie
progenitora, por lo que madre e hija pueden luego coexistir y hasta competir; 3) las especies se
originan en un tiempo breve (en términos geológicos), pero no a saltos o de una vez; 4) una vez
originadas, las especies no cambian gran cosa, o por lo menos no lo hacen en una dirección
determinada, aunque las poblaciones que las componen puedan variar en distintas direcciones. Pero
sólo si en una de esas poblaciones se produce el aislamiento genético (es decir, la imposibilidad de
que sus miembros se crucen y produzcan descendientes fértiles con individuos de otras
poblaciones), tal variación tiene importancia evolutiva. En caso contrario, antes o después toda
población será absorbida por el grueso de la especie y se perderá su singularidad.
Para el gradualismo filético las especies están cambiando todo el tiempo en una dirección más o
menos constante, de manera que es imposible decir cuándo una especie se ha transformado ya en
otra[29]. Sería más apropiado hablar de continuos evolutivos o linajes. Una estirpe o línea evolutiva
puede, por supuesto, dividirse, pero lo hará muy lentamente. Aunque el término especiación se
refiere simplemente a la aparición de una nueva especie, en realidad sólo tiene sentido usarlo si es
rápido y por ramificación, como le sale una yema a una planta.
Ahora bien, según N. Eldredge y S. J. Gould, el neodarwinismo históricamente ha preferido el
gradualismo filético como patrón fundamental de la evolución, por lo tanto, el equilibrio puntuado
se enfrenta al neodarwinismo. Pero no se opone a un darwinismo más abierto. Además, si es cierto
el equilibrio puntuado, la evolución debe estudiarse a dos escalas: 1) la de las poblaciones dentro de
una especie (microevolución), es decir, lo que les pasa a los individuos; y 2) la de las especies
(macroevolución): su éxito, su fracaso, su capacidad para producir otras especies por ramificación
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(lo que se conoce en la jerga como especiar y especiación), del mismo modo que unos individuos
tienen más descendientes que otros, y por lo tanto más éxito evolutivo.
Para los neodarwinistas la macroevolución es simplemente microevolución a largo plazo y no
tiene objeto hacer esa distinción.
En todo caso, el equilibrio puntuado constituye uno de los últimos grandes debates de la
biología evolutiva, aunque para seguirlo haya que estar muy atento a los matices. Quizá no
acabemos de entender esta polémica, pero nos quedará la impresión de que algo se mueve en las
profundas y oscuras aguas del evolucionismo. Lo que quiero decir es que, siglo y medio después de
El origen de las especies, queda mucho por investigar. A continuación reproduciré unos cuantos
textos en relación con el tema para que el lector pueda juzgar por sí mismo.
En su libro de 1978 El pulgar del panda, Gould nos presenta su visión de la evolución:
Espero que el espíritu plural de la propia obra de Darwin se extenderá a más áreas del
pensamiento evolutivo donde todavía reinan rígidos dogmas como consecuencia de
preferencias, viejos hábitos y prejuicio social. Mi blanco preferido es la creencia en un cambio
evolutivo continuo y lento predicado por la mayoría de los paleontólogos (y estimulado, lo
admito, por las propias preferencias de Darwin). El registro fósil claramente no lo sostiene:
reinan el origen súbito y la extinción en masa. No podemos demostrar la evolución registrando
el cambio gradual de una especie cualquiera de braquiópodo conforme subimos una cuesta [es
decir, ascendemos a lo largo de una sucesión de estratos]. Para eludir esta verdad incómoda,
los paleontólogos han recurrido a la imperfección del registro fósil: faltan todos los pasos
intermedios en un registro que sólo conserva unas pocas palabras de unas pocas Líneas de las
pocas páginas que quedan del libro geológico. Han comprado su ortodoxia gradualista al
precio exorbitante de admitir que el registro fósil casi nunca muestra lo que quieren estudiar.
Pero yo creo que el gradualismo no es lo único válido (en realidad lo veo como bastante
infrecuente). La idea de selección natural no contiene ningún pronunciamiento sobre ritmos.
Puede abarcar cambio rápido (geológicamente instantáneo) por especiación [aparición de una
nueva especie] en pequeñas poblaciones y la convencional e inmensurable lenta
transformación de linajes enteros.
Para Gould, el primer modelo era el suyo (equilibrio puntuado) y el segundo, el de los
neodarwinistas (gradualismo filético).
Richard Dawkins es un famoso neodarwinista que ha chocado con Gould en varios terrenos. Su
opinión del equilibrio puntuado no es muy elogiosa:
El mismo Darwin comprendió este tipo de argumento claramente [que la evolución del ojo de
los vertebrados tiene que haber sido progresiva], razón por la cual era un gradualista tan
obstinado. Dicho sea de paso, es también la razón por la que Gould es injusto cuando sugiere
[…] que Darwin estaba en contra del espíritu de los equilibrios intermitentes. La propia teoría
de los equilibrios intermitentes es gradualista (y por Dios que es mejor que así sea) en el
sentido en que Darwin era gradualista, al menos en lo que a adaptaciones complejas se refiere.
Es sólo que, si la teoría de los equilibrios intermitentes es correcta, los pasos progresivos y
graduales se comprimen en un marco temporal que supera el nivel de resolución del registro
fósil. Gould lo admite cuando se lo presiona lo suficiente, pero no se lo presiona con la
suficiente frecuencia (El capellán del diablo).
Dawkins olvida que el largo período de estabilidad de las especies (que también habrá que
explicar) caracteriza tanto a la doctrina del equilibrio puntuado como la rápida (en términos
geológicos) aparición de las mismas. Por otro lado, Eldredge y Gould nunca se han reconocido
como saltacionistas. Pero, en lo que respecta al origen de las adaptaciones complejas, como el ojo
de los vertebrados, Dawkins está en lo cierto: no hay alternativa a la selección natural darwinista
para explicarlas, algo que Gould tendría que haber reconocido si se lo hubiera presionado lo
suficiente.
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El equilibrio puntuado no es una teoría que defiendan todos los paleontólogos. El gran maestro
que fue el americano George Gaylord Simpson (también uno de los creadores de la Nueva Síntesis
o neodarwinismo) escribía en 1984 lo siguiente: «Gould reúne darwinismo, neodarwinismo y
síntesis como “gradualismo”. Tal y como él define el gradualismo, se trata de un espantajo para ser
atacado. El término no es una descripción de ninguna de las escuelas de pensamiento que quiere
rechazar. El “gradualismo” sensu Gould es un extremo de un continuo y el “equilibrio puntuado” el
otro extremo».
Si todos los patrones evolutivos son posibles, en un continuo que va desde el gradualismo hasta
el puntuacionismo, entonces se trata, naturalmente, de saber qué es lo más frecuente. Para Simpson,
desde luego, la aparición de nuevas especies por ramificación (especiación) tendría un papel muy
marginal en la evolución, comparado con el de sus otros dos modos de evolución (evolución filética
y evolución cuántica, que no trataremos aquí).
A los veintiún años de enunciada su teoría, Gould y Eldredge revisaron las críticas y apoyos que
había recibido: «Como todas la teorías importantes en las ciencias naturales, incluyendo la
selección natural, el equilibrio puntuado defiende su frecuencia relativa, no la exclusividad. El
gradualismo filético ha sido bien documentado, en todos los grupos desde microfósiles a
mamíferos. Seguramente el equilibrio puntuado se da en abundancia, pero la validación de la
hipótesis general requiere una frecuencia relativa suficientemente alta como para conformar la
historia de la vida». La paleontología tiene, por lo tanto, tarea por delante. De lo que me felicito es
de que nadie puede hacerla por ella.
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Figura 76. «Me inclino a pensar que de la misma manera que muchas aves a la vez que levantan sus
plumas, extienden sus alas y cola para parecer lo más grandes posible, así los gatos se empinan, arquean
su lomo, levantan a menudo la base de su cola y erizan su pelo con el mismo propósito». C. Darwin.
The expression of the emotions.
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fisiología), tiene que ser filogenético, es decir, con una base evolutiva.
Nosotros y nuestros parientes habríamos heredado esas estructuras, funciones
e instintos de un antepasado común y estarían programados por nuestros
genes.
Los niños pequeños, antes de ser educados, muestran un comportamiento
más natural, y hacia ellos dirigió su atención Darwin. Pero era un tema que le
intrigaba desde hacía muchos años, más de treinta:
Sin embargo, añade Darwin, sí que es natural buscar el contacto físico con
la persona querida, lo que se manifiesta de muy diversas maneras, tales como
frotarse diferentes partes del cuerpo o darse golpes.
Página 237
LA COLMENA MATEMÁTICA
Charles Darwin, o mejor dicho, su teoría, tenía un grave problema con los insectos sociales, porque
en ellos existen individuos «neutros», que no se reproducen, y por lo tanto trabajan para los hijos de
otros miembros de la comunidad. Ese comportamiento tan altruista no cuadra con la lógica de la
selección natural. Por definición, los que se sacrifican por los demás no dejan descendencia y ese
comportamiento, si es heredable, debería tender a desaparecer. El egoísmo, en otras palabras,
debería ser el fruto de la selección natural.
En la primera edición de El origen de las especies, lo dice así de claro en el capítulo VII,
dedicado al instinto:
Figura 77. «Muchas especies de cálaos grandes tienen las mismas costumbres que el Buceros
bicornis. El macho empareda a su compañera con su huevo durante la época de la incubación y los
alimenta hasta que el polluelo ha echado ya la pluma por completo. Éste es otro de esos casos
naturales que puede afirmarse que son “más extraños que una ficción”». A. R. Wallace. The Malay
Archipiélago.
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Darwin, ante esta grave dificultad, elabora una solución que es en gran parte correcta, pero que
carece de una base rigurosa. La solución intuitiva (no formalizada) de Darwin es ésta:
Pero el primer investigador que se acercó a una solución matemática del problema fue el inglés
J. B. S. Haldane, uno de los fundadores (con Ronald Fischer y Sewall Wright) de la genética de
poblaciones. Este gran biólogo atisbó que el grado de altruismo que un individuo muestra respecto
de otro de su misma especie depende de la relación de parentesco que mantenga con él. Cuanto más
cercano (más consanguíneo) sea el otro sujeto, más sacrificio estará dispuesto a hacer en su favor,
ya que se trata de «sangre de su sangre». Con esa simple idea ya se está en el buen camino para
resolver el problema.
En términos genéticos, compartimos con nuestros hermanos, en promedio, la mitad de nuestros
genes (1/2 = 0,5), lo mismo que con nuestros padres e hijos. Con los tíos y sobrinos el parentesco
baja a la cuarta parte (1/4 = 0,25), y a la octava parte (1/8 = 0,125) en el caso de los primos
hermanos. Es fácil deducir que en términos de conservación de los genes propios, lo mismo vale la
vida de un individuo que la de dos de sus hermanos, cuatro de sus sobrinos, u ocho de sus primos.
En consecuencia, hay más «genes míos» (más «sangre mía») en la suma de mis tres hermanos que
en mi propio cuerpo. Haldane hizo esos cálculos en 1955, cuando escribió que si uno tiene un gen
que le impulsa a lanzarse a un río para salvar a un niño, y si la probabilidad de ahogarse es de uno
sobre diez, a la larga (después de muchos rescates) se salvarán 5 genes altruistas por cada uno que
se pierda si el niño es mi hermano o mi hijo. Si el niño es un nieto o un sobrino, se salvarán 2,5
genes altruistas por cada uno que se pierda y si el niño en peligro es un primo, la ventaja es muy
pequeña (1,25 frente a 1). No compensa (en términos genéticos) lanzarse al río a por los primos
segundos.
Tampoco se le escapó a Haldane la solución al problema de los insectos sociales. En una
colmena, escribía en 1932, las obreras y las reinas están genéticamente muy próximas, de modo que
cualquier comportamiento de las primeras que beneficie a las hembras reproductoras es rentable.
En efecto es así. Debido al tipo especial de herencia que tienen las abejas (diferente del nuestro),
una obrera está más emparentada con su hermana que con su propia hija o hijo, por lo que le
interesa más cooperar con la abeja reina, su madre, para «tener» hermanas (las otras obreras), que
tener sus propios hijos.
Pero la fórmula necesaria para poder desarrollar modelos matemáticos del comportamiento
social la proporcionó otro biólogo inglés, llamado William Hamilton (1936), que por cierto falleció
a causa de un paludismo contraído en África, a donde fue para confirmar su polémica hipótesis
sobre el virus del sida. La fórmula es muy simple: merece la pena hacer algo por otro individuo
siempre que r × b/c sea mayor que 0. También se puede expresar como r × b > c. En otras palabras:
el cociente entre el beneficio de la acción (para el otro = b) y el coste de la acción (para uno = c)
multiplicado por el coeficiente de parentesco (r) tiene que superar cero. En el caso de mi hermano,
ese coeficiente es de 0,5 (1/2), por lo tanto, el beneficio que él obtiene tiene que superar el doble
del coste que yo pago, para que la acción merezca la pena. Costes y beneficios pueden medirse de
muchas maneras, pero la lógica es siempre la misma. El cálculo se complica cuando mi acción, con
el mismo coste para mí, beneficia a varios parientes, no sólo a uno. Entonces la fórmula para n
favorecidos es:
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Cuantos más parientes se beneficien, mejor para mis genes (que ellos también portan, aunque en
menor cantidad).
El comportamiento altruista también se da en las sociedades animales entre individuos que no
están emparentados, y entonces hay que recurrir a otras explicaciones, como la del altruismo
recíproco, que se resume en esta frase: ayuda a quienes te ayudan. Y la teoría de juegos (con sus
cálculos de costes y beneficios) también ha sido invocada para explicar el comportamiento. ¿Por
qué la mayor parte de los combates entre individuos de la misma especie no son a muerte? ¿No
deberían imponerse los despiadados «halcones» (los que luchan a muerte) sobre las
contemporizadoras «palomas» (que están dispuestas a huir y ceder el campo si la cosa se pone fea,
antes de sufrir graves daños físicos)? Según algunos modelos, ninguna de las dos estrategias
extremas es rentable a largo plazo y se imponen las estrategias mixtas, más flexibles, en las que los
individuos pueden «cambiar de chaqueta». Aquí los cálculos son más complejos, pero también más
divertidos. Seguramente no es éste el lugar para echar cuentas, ya que las simulaciones matemáticas
siempre tienen algo de artificial. ¿Qué les parecen, por ejemplo, estos cálculos (del famoso biólogo
evolutivo John Maynard Smith)?: si a las heridas graves que sufre un halcón cuando pierde se les
asigna un coste de −20, a la victoria siempre se le otorga un pago de +10, y el precio de un combate
largo entre palomas (se gane o se pierda) es de −3, entonces la estrategia evolutivamente más
estable (aquella que si es adoptada por la mayor parte de la población no puede ser desplazada por
una estrategia mutante) consiste en hacer de halcón 8 de cada 13 veces y de paloma el resto de las
ocasiones. Si al modelo se le añade una tercera posibilidad, la de comportarse como un halcón en el
territorio propio y como una paloma fuera de él, los cálculos indican que esa estrategia resulta ser la
más estable evolutivamente. Y en efecto parece que en muchas especies los combates los suelen
ganar los de casa.
Hay, por supuesto, una gran polémica sobre el valor de los estudios biológicos a la hora de
investigar el comportamiento humano. Aunque nadie niega que nuestra condición de seres vivos
impone ciertos condicionantes a nuestra conducta. A fin de cuentas, el mero hecho de ser
mamíferos ya determina muchas de las cosas que podemos y que no podemos hacer. Pero de ahí a
establecer una relación entre ciertos genes y aspectos concretos de nuestro comportamiento media
un gran trecho. Son muchos los que opinan que hay que entender el efecto de los genes en términos
de potencialidades muy abiertas, con un amplio margen de libertad.
Además, nuestra especie se caracteriza, precisamente, porque el parentesco no es el cemento
que une las sociedades. No es que no cuente para nada, desde luego, todos amamos a nuestros
parientes más cercanos, empezando por nuestros padres, hijos y hermanos (sangre de nuestra
sangre), pero el tamaño del grupo al que pertenecemos (la tribu, la nación) se ha hecho muy grande
porque ha traspasado los límites de la consanguinidad. Lo que nos da identidad y sentido de la
trascendencia, lo que nos hace creernos inmortales porque nos precede en el tiempo y nos
sobrevivirá, es aquello que para los griegos era la esencia de su nación (es significativo que se
hicieran la pregunta de quiénes eran cuando fueron invadidos por los persas): compartir historias,
hablar la misma lengua y adorar a los mismos dioses, características todas exclusivamente humanas
(¿pero las tenían otras especies del pasado, como los neandertales?). Las pertenencias se refuerzan,
además, por medio de elementos más tangibles, como la forma de vestir, o los objetos, templos y
signos religiosos, que tampoco se encuentran entre las sociedades animales, por muy bien
organizadas que estén, como las de abejas. Como hay muchos mitos, lenguas, dioses y banderas en
la Tierra, esas mismas identidades nos separan y pueden enfrentarnos. Ahora viene al caso lo que
decía J. B. S. Haldane: «Dudo que el hombre contenga muchos genes para el altruismo general,
aunque sí poseemos probablemente una predisposición innata para la vida en familia. Pero los
psicólogos tienen quizá razón cuando consideran la sociedad una extensión de la vida familiar, y
los teólogos no pueden usar metáforas más agudas que la paternidad de Dios y la hermandad del
hombre». Es curiosa, en efecto, esa transposición de lo biológico a lo social. ¿Cuáles son, entonces,
los límites de las sociedades humanas? Esperemos que algún día el sentido de familia alcance a la
especie completa.
Página 240
La riqueza es relativa
La riqueza, de acuerdo con H. L. Mencken, un humorista americano del
siglo pasado, es «ganar un mínimo de 100 $ más al año que el marido de
la hermana de tu mujer». Corrigiendo la cifra por la inflación desde 1949,
no es una mala definición. ¿Pero por qué aquellos que ya ganan mucho
sienten la necesidad de superar a otras personas? ¿Y por qué es tan difícil
eliminar la pobreza? América, la patria de Mencken, ejecuta a unos 40
reos al año por asesinato. Y sin embargo tiene una alta tasa de homicidios.
¿Por qué mata la gente si es casi seguro que los van a detener y pueden, al
menos en América, acabar siendo ejecutados? ¿Por qué, después de
ochenta años de voto femenino, y 40 años de la revolución feminista,
todavía ganan más los hombres? ¿Y por qué hay tanta gente que odia a
otra sólo por el color de su piel?
Éstas son las preguntas que encabezan el artículo Por qué somos como somos
del número especial de Navidades de la prestigiosa revista británica The
Economist (2008). A lo largo del texto aparecen otras, como por ejemplo:
¿por qué ellas los prefieren ricos y poderosos?
Las respuestas las buscan los psicólogos y sociólogos darwinistas en
instintos que surgieron en nuestro pasado como adaptaciones útiles, hace
millones de años, al igual que evolucionaron nuestros órganos. Darwin no
abordó el tema directamente, pero, como en tantos otros problemas, echó los
cimientos sobre los que ahora se construye.
Lo que más sorprende es que The Economist se haya atrevido a tocar un
tema tabú, que, como mínimo, roza la incorrección política: ¿condicionan los
genes (es decir, la historia biológica) nuestra conducta? O dicho de otro
modo, ¿seguimos siendo animales, mamíferos y parientes de los chimpancés
y gorilas, no sólo en la anatomía y fisiología, sino también en el
comportamiento?
La riqueza, por ejemplo, es relativa, lo que cuenta es ganar más que el
resto, es decir, la jerarquía, el estatus. Ése sería el motor que mueve la
economía, porque nunca se será lo bastante rico mientras se mantenga la
competición, nos advierte The Economist. ¿Y de qué sirve estar arriba? Los
poderosos han tenido siempre más hijos, para empezar. Y, en contra de lo que
se piensa comúnmente, los que mandan no viven más agobiados y menos
años, sino que tienen en promedio mejor salud: sufren menos infartos y
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derrames cerebrales, a pesar del estrés. Es estar abajo del todo lo que es malo
para la salud.
Por poner otro ejemplo, parece que en todas las sociedades el asesinato es
un crimen que cometen sobre todo hombres jóvenes, solteros y pobres (en
biología diríamos que de estatus bajo), y las víctimas son de la misma
condición por lo general (las muertes causadas por mujeres son
comparativamente un número insignificante). La proporción de asesinatos por
habitantes puede variar de una ciudad o de un país a otro (y se puede hacer
mucho por evitarlos), pero no el patrón. Lo que quiere decir que la inmensa
mayoría de la gente (incluidos los hombres jóvenes y desesperados) no
comete asesinatos, por lo que no hay ningún determinismo biológico que nos
obligue a la violencia extrema, pero sí existen situaciones más propicias que
otras. Lo que en el fondo se discute es si los humanos tenemos o no tenemos
una naturaleza.
El infanticidio es muy corriente entre los animales. Cuando un gorila
macho pierde su grupo de hembras a favor de otro macho más fuerte, los hijos
lactantes del depuesto son muertos por el vencedor, de modo que sus madres
vuelven a entrar en celo y quedan preñadas del nuevo padre de familia, que
así empieza a transmitir inmediatamente sus genes. Lo mismo hacen los
leones. Las madres que han perdido sus hijos no muestran despego respecto
del agresor, ni se apartan, sino que se aparean inmediatamente con él, también
para transmitir sus genes cuanto antes. Muy pocos padrastros humanos matan
a sus hijos adoptivos, pero los niños de menos de cinco años reciben peor
trato, menos atención y mueren con una frecuencia varias veces mayor por
causas que no son naturales si viven con su padrastro en vez de con su padre
biológico.
Sin embargo, el asesinato y la violación despiertan el rechazo social y son
condenados, no perdonados como hechos biológicos inevitables. Y es que
nuestra especie también habría desarrollado un instinto de la venganza y de la
justicia, en el sentido de castigar a quien perjudica al grupo, ya que hemos
evolucionado como una especie muy social y cooperativa y ésa ha sido la
clave de nuestro éxito biológico. Hay un experimento clásico al respecto: la
mayor parte de la gente prefiere que nadie gane nada a que se divida una
suma entre varios participantes y se quede con más el que reparte el dinero.
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Figura 78. «Las hembras del ave del paraíso están oscuramente coloreadas y carentes de todo
ornamento, mientras que los machos son probablemente los más decorados de todos los pájaros». C.
Darwin, El origen del hombre.
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para empezar. Y la evolución paralela en primates, aves y ballenas podría
indicar que cumple una función similar.
Ya dijo Shakespeare que la música es el alimento del amor, y Darwin
escribe en El origen del hombre: «Amor es todavía el tema que más ocupa
nuestras canciones». ¿Será cierto que cuanto mejor es el intérprete cantando
(¡y bailando!), más atrae al otro sexo? Por lo menos eso intentan los
adolescentes con sus guitarras y sus serenatas nocturnas, y las fans se vuelven
locas por sus ídolos. Luego, con la madurez, el entusiasmo por la música ñoña
y los movimientos de cadera decae, y los antiguos trovadores de playa
veraniega se dedican a otra cosa, como si realmente la cursilería hubiera
perdido gran parte de su función.
Ahora bien, también nos gustan los intérpretes de nuestro mismo sexo, por
lo que la música debe de tener alguna otra misión además de la reproductiva.
Se ha especulado con que sirve para cohesionar al grupo, y la verdad es que la
música del terruño emociona y une, y la militar exalta los ánimos. Pero
entramos aquí en un terreno muy resbaladizo, el de la selección de grupo, de
la que la mayor parte de los biólogos evolucionistas actuales reniegan. La
pregunta clave es: ¿puede existir el altruismo de grupo, consistente en
favorecer a la comunidad en perjuicio propio y sin esperanza de recompensa?
Cuando el grupo está formado por parientes próximos, no cabe duda de que es
posible sacrificarse por el bien común, pero esa forma de selección tiene un
nombre propio y se llama selección familiar o de parentesco. En cualquier
otro caso, los genes del individuo solidario salen perdiendo, con lo que el
comportamiento tiende a desaparecer.
Darwin no investigó mucho el tema, pero en El origen del hombre se
pregunta acerca de cómo puede haber evolucionado la moralidad humana. Le
parece evidente que los sujetos más ejemplares no tendrían más descendientes
que los egoístas. «El individuo que prefiere sacrificar su vida antes que hacer
traición a los suyos tal vez no deja hijos para heredar su noble naturaleza».
Pero, al mejorar la capacidad de raciocinio de nuestros antepasados, se le
ocurre, aprendieron que quien ayuda a otro, sin recibir recompensa en ese
momento, puede ser auxiliado a su vez más adelante, cuando se invierta la
situación. Tal mecanismo se considera hoy válido por algunos y recibe el
nombre de altruismo recíproco. Es necesario para que sea eficaz que el
individuo recuerde a quién ayudó y si éste le devolvió o no el favor más
adelante. Es decir, el altruista espera que los demás miembros del grupo
también lo sean, y es capaz de identificar a los aprovechados y negarles el
auxilio o castigarlos.
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Le da más importancia todavía Darwin a la «aprobación y censura de
nuestros semejantes» y le parece que «el instinto de la simpatía» ya se
encuentra entre los perros, que son muy sensibles ante el elogio y la
reprobación.
Finalmente, Darwin recurre a la selección de grupo, aunque no la
considera diferente de la selección natural:
No cabe duda de que una tribu que comprenda muchos miembros llenos
de un gran espíritu de patriotismo, de fidelidad, de obediencia, de valor y
de simpatía, prestos a auxiliarse mutuamente y de sacrificarse al bien
común, triunfará sobre la gran mayoría de las demás, realizándose una
selección natural.
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Figura 79. «La razón de que yo me interese tanto en la selección sexual precisamente ahora es que me
he decidido casi a publicar un pequeño ensayo sobre el origen de la Humanidad y creo firmemente
todavía (aunque no logre convencerlo a usted y esto para mí es el golpe más fuerte que puedo sufrir)
que la selección sexual ha sido el principal agente en la formación de las razas». Carta de Darwin a
Wallace de febrero de 1867.
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excavando los restos óseos de más de diez individuos de todas las edades que
fueron comidos por otros humanos hace casi un millón de años en uno o
varios banquetes caníbales que no parecen haber servido para honrar a los
muertos, sino ser el resultado de matanzas, es decir, de lucha despiadada (a
muerte) entre grupos.
Durante mucho tiempo se pensó, ingenuamente, que era normal y
esperable que los animales actuaran por el bien del grupo o de la especie
(saliendo ellos perdiendo). Sewall Wright (1889), uno de los grandes de la
genética de poblaciones, llegó en 1945 a la conclusión de que sólo pueden
aparecer caracteres adaptativos de grupo si hay selección de grupo; aplicando
la lógica darwinista, unos grupos estarían mejor adaptados que otros en la
lucha por la vida. Es teóricamente posible, y se puede demostrar con números,
pero sólo en ciertas circunstancias bastante especiales. Pero la selección de
grupo fue desacreditada completamente en 1966 por el biólogo evolucionista
George C. Williams, al no encontrar en la naturaleza rasgos que caractericen a
los grupos, únicamente rasgos que caracterizan a los individuos, por lo que la
selección de grupo, concluyó, no se da en la realidad. El altruismo recíproco
le parecía posible, en cambio, pero la capacidad de los individuos de
intercambiar favores se explica por simple selección natural a nivel individual
(basta con recordar a quién se ha beneficiado) y no es una propiedad del
grupo.
En el artículo antes citado, los dos Wilson piensan, por el contrario, que
en nuestra evolución sí que ha habido selección de grupo y que de este modo
han aparecido las adaptaciones de grupo que son únicas del Homo sapiens. Lo
que ha ocurrido, según ellos, es que a lo largo de la evolución humana se ha
reducido mucho la selección entre los miembros del grupo, y así ha primado
la selección de grupo sobre la individual. Los cazadores y recolectores se
reparten los alimentos de forma igualitaria y la jerarquía se controla, en el
sentido de que los jefes no tienen privilegios. «La selección a favor del
trabajo en equipo debió de empezar muy pronto en la evolución humana. Los
bebés humanos señalan espontáneamente cosas a los otros, y no sólo para
obtener lo que quieren, mientras que los chimpancés no lo hacen a ninguna
edad. El pensamiento simbólico, el lenguaje y la transmisión social de
información son actividades fundamentalmente comunitarias que dependen de
que haya compañeros fiables. La explotación, el engaño y el vivir a costa
ajena se dan en los grupos humanos, pero más notable es la medida en que se
suprimen. Si estas conductas ensombrecen tanto nuestros pensamientos, es
precisamente por lo predispuestos que estamos a suprimirlas, como en un
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sistema inmunitario bien adaptado. El trabajo en equipo permitió a nuestros
precursores extenderse por toda África y más allá, reemplazando de paso a las
demás especies de homínidos».
En otras palabras, los grupos humanos han funcionado en el Paleolítico
como las traineras en el ejemplo deportivo (todos los remeros de la misma
barca llegan a la meta juntos), y no como un grupo de ciclistas escapados (que
se disputan los premios entre ellos y al final puede ganar el que menos ha
colaborado en la fuga). En este modelo, aunque los individuos tengan
intereses propios, los grupos altruistas vencen a los grupos egoístas.
No sé si esto es cierto, me pregunto cómo se puede comprobar y además
me parece que el razonamiento se contradice con la selección sexual de
Darwin aplicada a la especie humana, que se basa precisamente en que
siempre ha habido jerarquías masculinas, establecidas por medio de luchas
físicas, y en que los jefes se reproducen más y eligen a las mujeres. Pero en
todo caso la cuestión de la selección de grupo, mito o realidad, es otro
ejemplo de que aún queda mucho por investigar en el terreno de la Biología
Evolutiva.
Por supuesto, no hay obligación de creerse que los genes tienen algo que
ver con el dinero, con la música, o con el altruismo y la moralidad, dice el
profesor. Hay biólogos que atribuyen tal grado de flexibilidad a nuestra
conducta que los genes para ellos no cuentan. En el fondo el profesor teme
que, otra vez, lo interpreten mal los alumnos y le atribuyan un determinismo
genético exagerado. Él no cree que la biología humana termine en el cuello y
no pase a la cabeza, pero en cuanto alguien dice que no somos ángeles, sino
criaturas de carne, hueso y genes, le acusan de justificar las violaciones, el
machismo, el racismo, el capitalismo salvaje y todos los crímenes posibles.
¡Darwinista!
«Nada tiene sentido en biología, excepto a la luz de la evolución», dijo
Theodosius Dobzhansky, y se quedó muy corto. La teoría de Darwin ilumina
otros aspectos de las ciencias naturales y también de las sociales, de las
Humanidades en general, como hemos visto al tratar la psicología evolutiva.
Un campo que sorprendentemente no había aún incorporado en serio al
darwinismo era el de la salud, pero se habla cada vez más de una Medicina
evolucionista, sobre todo a la hora de prevenir las enfermedades orgánicas y,
esto es muy importante, también las mentales. La lógica que subyace en la
Medicina darwinista es la de que muchos trastornos son producto de nuestro
estilo de vida en las sociedades industriales, a las que no estamos adaptados
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filogenéticamente, ya que la evolución biológica es mucho más lenta que la
cultural. Como especie, dejamos de ser cazadores y recolectores
(exclusivamente) hace poco más de diez mil años (algunos pueblos muchos
miles de años menos), y desde entonces ha habido escaso cambio biológico
para adecuarnos a las nuevas condiciones, aunque alguno se ha producido. La
selección natural ha operado favoreciendo a los individuos que presentan más
resistencia a algunas enfermedades, y las gentes de las culturas con larga
historia de ganaderos (como los europeos y algunos pueblos de África) son
mutantes porque pueden asimilar la leche de adultos (ya que nunca dejan de
producir la enzima lactasa), mientras que el resto de los humanos y todos los
demás mamíferos sólo la digieren de lactantes.
En los ecosistemas ancestrales los frutos dulces tenían poca cantidad de
azúcar y por eso nuestros instintos nos empujan a consumir todos los que
podamos. Esa apetencia, natural y ancestral, por lo dulce y la que sentimos
por la grasa (que no les sale gratis a los cazadores, sino que tienen que gastar
muchas calorías para conseguirla matando animales) está convirtiéndonos en
una especie formada por obesos. Y es que cuesta mucho renunciar a una tarta
(pura grasa y azúcar refinado), aunque nos lo exija la razón, cuando nuestra
biología nos lanza con tanta fuerza hacia ella. Éste es un buen ejemplo de
cómo la evolución nos ha dotado de instintos (el de comer muchos azúcares y
grasas) que no deseamos obedecer (con la razón), porque no tienen valor de
adaptación en el mundo en el que ahora vivimos, sino más bien todo lo
contrario. Y seguramente un psicólogo evolutivo diría cosas parecidas de
nuestros comportamientos en otros aspectos de la vida. Se ha podido ver que
los pueblos que han mantenido hasta muy recientemente un estilo de vida
basado en la caza y la recolección, o en todo caso, no muy occidentalizado,
tenían menos sobrepeso, menos diabetes, menos colesterol en sangre y una
presión más baja. Y no debe pensarse que eso se deba a que no llegaban
nunca a edades avanzadas, ya que si bien la mortalidad infantil era muy alta
(y por lo tanto era muy baja la esperanza de vida, que es la edad promedio de
muerte), no han faltado nunca individuos (el 10% por lo menos) con más de
sesenta años en los campamentos de bosquimanos, pigmeos africanos, Hadza
del lago Eyasi (en Tanzania), aborígenes australianos, esquimales, Aché del
Paraguay y otros pueblos. Y con el tipo de vida que llevaban, eso tiene su
mérito.
Nuestros antepasados, además de no sufrir de hipertensión, no eran por lo
general miopes ni se les picaban y caían los dientes como nos viene
ocurriendo desde que cambiamos de hábitos de vida y de dieta. Hay por lo
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tanto muchas enfermedades metabólicas y cardiovasculares, orales y
digestivas, del aparato locomotor, etc., que se podrían evitar o reducir
recuperando ciertos hábitos que podríamos llamar «prehistóricos». Comidas
más naturales y equilibradas, más ejercicio físico, menos contaminación
atmosférica, menos ruido, etc. No se trata de volver al pasado (con su
espantosa mortalidad infantil y su corta vejez), sino de vivir mejor.
Y por supuesto, lo mismo cabe decir de la salud mental: nuestros mayores
en el pueblo, no hay que remontarse al Paleolítico, dedicaban mucho tiempo a
relacionarse y contarse historias. Por todas estas razones, fáciles de
comprender y de sentido común, en este año 2009 se están celebrando
importantes congresos bajo el rótulo de Medicina darwinista.
El profesor tiene en su clase alumnos pertenecientes a licenciaturas muy
diferentes (no sólo biólogos y geólogos) y eso le gratifica porque le hace
pensar que va por el buen camino. Aparte de naturalistas lo escuchan futuros
médicos, veterinarios, filósofos, historiadores (entre los que se cuentan, cómo
no, algunos prehistoriadores), geógrafos, psicólogos, juristas, pedagogos,
sociólogos, y de otras muchas especialidades científicas, que van desde la
inteligencia artificial hasta la ciencia del clima. Darwin se sentiría satisfecho
de ver cómo han penetrado sus ideas en la sociedad, invadiéndolo todo.
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Figura 80. «Éste es, creo, el primer ejemplo conocido de una “rana voladora” y es muy interesante para
los darwinistas por mostrar que la variabilidad de los dedos de los pies, que ya habían sido modificados
para nadar y trepar por adherencia, ha servido para permitir a especies próximas deslizarse por el aire
como un lagarto volador». A. R. Wallace. The Malay Archipiélago.
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largo de tanto tiempo, a partir de formas tan sencillas, y el de comprender el
origen de tanta belleza. Como dice Darwin en el párrafo final de El origen,
hay «grandeur» (grandeza, grandiosidad, magnificencia) en la idea de la
evolución.
Por eso, el profesor rebate ante sus alumnos la idea de un Darwin triste y
automarginado, abrumado y casi desesperado durante toda su existencia. Se lo
imagina mucho más sonriente después de haber leído a Howard E. Gruber, el
estudioso de la elaboración de las ideas darwinistas: «Cuando comencé mi
trabajo creía en la mayoría de las especulaciones psicoanalíticas acerca del
carácter de Darwin y las raíces psicogénicas de su no diagnosticada
enfermedad. Pero pienso que nuestra imagen de Darwin está cambiando.
Antes se le pintaba como un hombre solitario, obsesivo y neurótico, tratando
siempre de liberarse de la opresión de Tyrannosaurus rex, la bestia grande y
cruel, su padre. Pero Darwin iba a sacudir el mundo y para ello necesitaba una
plataforma personal estable en la que sostenerse. Ahora mi imagen de él es la
de una persona firme, serena y alegre».
A Darwin le encantaría saber que se le honra no sólo como el gran
impulsor de la idea de la evolución, sino por haber encontrado la llave que
permite entenderla, que no es otra que la selección natural. El 9 de mayo de
1863, Darwin replicaba en la revista Athenaeum a alguien que le acusaba de
atribuirse todo el mérito de la teoría de la evolución, ignorando a los
anteriores evolucionistas:
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Darwin abriera la puerta, los naturalistas puedan seguir buscando su camino
en el «amplio campo abierto ante sí para seguir investigando» y también se
alegra de que la selección natural se haya impuesto como explicación de la
adaptación. La contingencia (las circunstancias, «las cosas que pasan») ha
tenido gran protagonismo en la Historia de la Vida, ¿quién lo duda?, y
muchas maravillas biológicas han sido destruidas por catástrofes, pero lo que
más le preocupaba a Darwin era cómo habían sido creadas, una y otra vez,
tantas maravillas[30].
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BREVE RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
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—El maestro de historiadores de la ciencia españoles J. M. López Piñero ha
escrito una biografía de Darwin (titulada así, Charles R. Darwin) que ha
publicado la editorial de la Universidad de Valencia.
—La misma editorial universitaria ha hecho el gran servicio de verter al
español los dos tomos (El viaje y El poder del lugar) de la imprescindible
biografía de Janet Browne sobre el genio inglés. De Browne es asimismo La
historia del origen de las especies, que ha traducido Debate. Esta gran
conocedora del personaje también es autora, junto con A. Desmond y J.
Moore, de la más concisa biografía Charles Darwin, publicada en español por
Herder, editorial que ha publicado igualmente la Darwinización del mundo,
de Carlos Castrodeza.
—En España hay una sociedad de Biología Evolutiva muy activa y de gran
nivel científico, con una revista electrónica y una página web muy digna de
ser visitada: www.sesbe.org. Además, la SESBE ha publicado Los retos
actuales del darwinismo. ¿Una teoría en crisis?, de Juan Moreno.
—J. L. Riera y F. Pardos han editado un libro muy necesario: La teoría de la
evolución de las especies. Charles Darwin y A. R. Wallace, editorial Crítica.
Los documentos que se traducen en este libro, en torno a la presentación
conjunta de la selección natural por Wallace y Darwin, no pueden ser más
valiosos.
—Un libro muy bello que ya tiene más tiempo (pues data de 1997) es la
Autobiografía y cortas escogidas (selección de Francia Darwin), de Alianza
Editorial, con prólogo de E J. Ayala; y con edición, traducción de los pasajes
censurados por E Darwin, álbum y notas de J. M. Sánchez Ron. En 1999,
Cambridge University Press publicó en español las Cartas de Darwin (1825-
1859), en edición de Frederick Burkhardt (traducción de A. M. Rubio Diez),
con un estupendo prólogo de Stephen J. Gould.
—La editorial Katz ha traducido los libros Charles Darwin, del importante
filósofo de la evolución Michael Ruse, y Darwin. El descubrimiento del árbol
de la vida, de Niles Eldredge (autor con S. J. Gould de la teoría del equilibrio
puntuado). Esta editorial tiene en su catálogo otras obras muy interesantes de
temática evolucionista: Por qué es única la biología, de Ernst Mayr, El
legado de Darwin, de John Dupré, y Qué es el altruismo, de Lee Alan
Dugatkin. El último título es un absorbente relato de cómo se fueron
descubriendo las bases biológicas de la conducta, en el que el biólogo
William David Hamilton es el héroe principal.
—De redacción más popular, hay tres libros que se centran en la vida de
Darwin y su relación con el bipolar capitán FitzRoy, deteniéndose
Página 255
especialmente en el viaje del Beagle: Darwin contra FitzRoy, de Peter
Nichols (Temas de Hoy), Hacia los confines el mundo, de Harry Thompson
(Salamandra), que adopta forma de novela y por eso se permite algunas
licencias en el tratamiento de los datos históricos, FitzRoy. Capitán del
Beagle, de John y Mary Gribbin (Juventud).
—Más imaginativa es la novela El secreto de Darwin, de John Darnton
(Planeta).
—Un libro clásico sobre el viaje del Beagle es el de Alan Moorehead:
Darwin. La expedición del Beagle (1831-1836). Publicado en castellano
primero por Serbal y más recientemente por Aguazul.
—Otros libros a considerar son: Las musas de Darwin, de José Sarukhán
(Fondo de Cultura Económica); El remiso Mr. Darwin, de D. Quammen
(Antoni Bosch Editor); La caja de Annie: Darwin y familia, de Randal
Keynes (Debate); Deconstruyendo a Darwin. Los enigmas de la evolución a
la luz de la nueva genética, de Javier Sampedro (Crítica), sobre el pasado y
presente de la biología evolutiva; y El pico del pinzón. Una historia de la
evolución en nuestros días, de Jonathan Weiner (Galaxia Gutenberg), que
trata de las investigaciones de los Grant en las Galápagos y recibió el Premio
Pulitzer.
—Finalmente, el gran biólogo evolucionista Francisco J. Ayala ha escrito un
libro cuyo título lo dice todo: Darwin y el diseño inteligente. Creacionismo,
cristianismo y evolución. (Alianza Editorial).
—En el último minuto descubro que el libro de Gwen Raverat ha sido
publicado en español con el título Un retrato de época por Siglo XXI de
España Editores.
Página 256
RELACIÓN DE ILUSTRACIONES(17)
Página 257
57. El origen del hombre, C. Darwin.
58. Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.
59. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.
60. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.
61. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
62. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.
63. El origen del hombre, C. Darwin.
68. The Graphic, 1891.
69. El origen del hombre, C. Darwin.
71. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
72. Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.
74. Dibujo de E. Haeckel, reproducido en Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.
75. Diario, C. Darwin.
76. The expression of emotions, C. Darwin.
77. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
78. El origen del hombre. C. Darwin.
79. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
80. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
Página 258
JUAN LUIS ARSUAGA FERRERAS (Madrid, España, 1954).
Paleoantropólogo y doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad
Complutense de Madrid. Autor de los ensayos La especie elegida, El collar
del Neandertal y El enigma de la esfinge con los que obtuvo un gran éxito y
que escribió después de llevar casi una década co-dirigiendo las excavaciones
en la sierra de Atapuerca (Burgos). Sus éxitos en los hallazgos prehistóricos le
valieron, junto a los otros dos científicos que están al frente de los
yacimientos, el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y
Técnica otorgado en 1997. De la misma forma, ha visto como sus trabajos en
las sierras burgalesas se han visto recompensados al ser declarados por la
UNESCO Patrimonio de la Humanidad los yacimientos y su entorno.
En los últimos años Juan Luis Arsuaga ha participado en numerosos
congresos internacionales, concedido innumerables entrevistas para dar a
conocer los éxitos obtenidos en las tierras de Atapuerca y se ha convertido en
un gran embajador del grupo de investigadores españoles que siguen
trabajando en las excavaciones. Sin abandonar su trabajo como
paleoantropólogo, Juan Luis Arsuaga ha sido capaz de compaginar sus largas
horas de exposición al sol en cualquiera de los puntos calientes de Atapuerca
con la elaboración de su primera novela, fruto de sus años de experiencia y
trabajo.
Página 259
NOTAS
Página 260
[1] En una página del cuaderno B, Darwin muestra un gráfico de las relaciones
Página 261
[2] En su segundo año de estancia en Edimburgo, en soledad, porque su
hermano se había marchado, Charles Darwin conoció «a varios jóvenes
aficionados a la ciencia natural». Uno de ellos era un zoólogo escocés,
evolucionista y seguidor de Lamarck:
Por último, el doctor Grant, que me llevaba varios años; sin embargo,
no puedo recordar cómo llegué a conocerle; publicó algunos ensayos de
primera clase sobre cuestiones zoológicas, pero después de irse a Londres
como Professor del University College of London [donde fue el primer
catedrático de Anatomía comparada] no hizo nada más en ciencia, algo
que siempre me ha resultado inexplicable. Lo conocía bien; era de
maneras secas y formales, con mucho entusiasmo bajo esta corteza. Un
día, mientras paseábamos juntos, expresó abiertamente su gran
admiración por Lamarck y sus opiniones sobre la evolución. Le escuché
con silencioso estupor, y, por lo que recuerdo, sin que produjera ningún
efecto sobre mis ideas.
Página 262
[3] El alojamiento de Darwin en el college era de la clase más alta y más cara.
Página 263
[4] En el segundo volumen de los tres que se publicaron sobre las
expediciones del Beagle a Sudamérica, aquel que escribió FitzRoy en
exclusiva, éste habla sobre Darwin en el capítulo II. Explica cómo le pidió al
hidrógrafo del Almirantazgo, capitán Beaufort, permiso para llevar a una
«persona científica y de buena educación». Beaufort aprobó la sugerencia y
escribió al profesor Peacock de Cambridge, quien lo consultó con el profesor
Henslow, y éste a su vez «nombró a Mr. Charles Darwin, nieto del poeta Dr.
Darwin, un joven prometedor, extremadamente aficionado a la Geología y a
todas las ramas de la historia natural». Darwin puso como únicas condiciones
que pudiera abandonar el Beagle y dejar la expedición cuando lo considerase
oportuno y que pagaría una cantidad justa por compartir mesa con FitzRoy.
Página 264
[5] Se ha discutido mucho acerca de quién era el naturalista oficial del Beagle,
Página 265
exploración de las costas de Sudamérica, para dar luego la vuelta al mundo;
decliné el nombramiento, que recayó en Charles Darwin Esq. del Christ’s
College de Cambridge, nieto del celebrado Erasmus Darwin, autor del
Botanic Garden».
Son, pues, tres los argumentos a favor de que Darwin era el naturalista del
Beagle: 1) FitzRoy lo describe en la lista de tripulantes como
«extremadamente aficionado a la Geología y a todas las ramas de la historia
natural», 2) figura como naturalista de la expedición (aunque eso sí, a
posteriori) en la Zoología del viaje, y 3) acabamos de ver que el puesto que
Jenyns (un naturalista indisputable) entendió en 1831 que se le ofrecía era
precisamente el de naturalista en el Beagle. La última prueba me parece
definitiva. <<
Página 266
[6]
Página 267
[7] Darwin cita a Agassiz en El origen del hombre entre los autores que han
Darwin era antiesclavista militante tanto por convicción como por tradición
familiar. <<
Página 268
[8] En octubre de 2007 R. B. Firestone y otros autores propusieron una nueva
Página 269
[9] En el llamado Diario del Beagle, que iba escribiendo Darwin cuando tenía
tiempo en el buque o estaba asentado en una casa en tierra (en sus excursiones
llevaba otros cuadernos de bolsillo para notas más rápidas), se menciona el
descubrimiento de conchas y grandes huesos en Punta Alta el 22 de
septiembre de 1832. Al día siguiente se puso manos a la obra: «Caminé a
Punta Alta para buscar fósiles, y para mi alegría encontré la cabeza de un gran
animal metida en roca blanda. Me llevó tres horas sacarlo. Hasta donde puedo
juzgar, es pariente del rinoceronte».
Pero nunca hubo rinocerontes en Sudamérica. Darwin no era entonces
precisamente un experto en huesos de mamíferos. El 8 de octubre siguiente
escribe en el Diario del Beagle:
Página 270
óseas como la de los armadillos vivientes. Fue Richard Owen quien puso
orden en los fósiles de Punta Alta, identificando desdentados fósiles gigantes
con coraza ósea (del grupo de los gliptodontes) o sin ella (del grupo de los
megaterios), y otras grandes especies de mamíferos desaparecidas no
pertenecientes al orden de los desdentados, como el Toxodon.
Sobre el megaterio de Madrid hay un libro magnífico de José María López
Piñero y Thomas F. Glick (El megaterio de Bru y el presidente Jefferson). El
yacimiento de Punta Alta fue cubierto por la construcción de una base naval.
<<
Página 271
[10] En la segunda edición, la de 1845, se invierte el orden de las palabras
Natural History (que pasa delante) y Geology (que ahora aparece detrás). <<
Página 272
[11]
Seis años después de que navegara Darwin por las Galápagos surcó
también sus aguas Herman Melville (1819), el célebre autor de Moby Dick,
aunque probablemente no puso pie en ellas. Melville se había enrolado en
1841 en el ballenero Acushnet. Escribió sobre las Galápagos en The
Encantadas or Enchanted Isles. <<
Página 273
[12] No se esperaba Darwin la dura competencia francesa, como queda de
Debo lanzar aún una queja más por la mala suerte de que el gobierno
francés haya enviado a uno de sus recolectores [D’Orbigny] al río Negro,
donde ha estado trabajando durante los últimos seis meses y ahora va a
dar la vuelta al cabo. Ahí pues, y de un modo egoísta, tengo mucho miedo
de que consiga lo mejor y más selecto de todas las buenas cosas antes que
yo. <<
Página 274
[13] John van Wyhe, en su libro (maravillosamente ilustrado) Darwin, no le
concede demasiada importancia a las palabras «las especies no son (es como
confesar un asesinato) inmutables», y las interpreta como una muestra del
humor típico de Darwin, ya que en otras cartas utiliza expresiones similares
en broma. Es evidente, por otro lado, que Darwin confesó el asesinato en
cuestión a mucha gente a lo largo de los años. En todo caso, merece la pena
citar un fragmento más amplio de la carta a Hooker de 11 de enero de 1844,
porque en ella cuenta cómo fueron tomando forma sus ideas evolutivas, y al
mismo tiempo expresa su radical disconformidad con las nociones de
progreso de Lamarck y con su mecanismo de cambio evolutivo (aunque aún
no menciona la selección natural):
Página 275
[14] A Charles Darwin su padre le había aconsejado que mantuviera ocultos a
Pero parece que Charles no hizo caso del consejo paterno, porque en una
carta de 21-22 de noviembre de 1838, su entonces prometida Emma
Wedgwood le agradece que le haya abierto su corazón y no le oculte sus
opiniones por el temor a hacerle daño, y además le recomienda una lectura del
Nuevo Testamento. Expresa el temor de que sus opiniones sobre «el tema más
importante» difieran ampliamente:
Quizá es una tontería decir todo esto, pero mi querido Charley, ahora
nos pertenecemos el uno al otro y no puedo evitar ser abierta contigo.
¿Me harías un favor? Sí, estoy seguro de que lo harás, se trata de que leas
el sermón de despedida de nuestro Salvador a sus discípulos que
comienza al final del capítulo 13 de Juan. Está tan lleno de amor hacia
ellos y de devoción y de todo sentimiento bello. Es la parte del Nuevo
Testamento que más me gusta.
Página 276
No creas que no es asunto mío y que no significa mucho para mí. Todo
lo que te afecta a ti me afecta a mí y sería la más desdichada si pensara
que no nos pertenecemos el uno al otro para siempre. <<
Página 277
[15] En julio de 1836, muchos meses después de abandonar las Galápagos,
Página 278
dejar al margen aquellas clases que han sido capaces de cruzar la barrera,
bien sea de agua salada o de sólida roca.
Y en la última palabra del párrafo hay una llamada a una nota de pie de
página que da todavía más que pensar:
Según Francis Darwin (The life and letters of Charles Darwin, including an
autobiographical chapter, en el volumen 2, pág. 2, edición de 1897), su padre
terminó de redactar el Journal un año antes de la lectura de Malthus:
He has mentioned in the Autobiography (p. 83), that it was not until he
read Malthus that he got a clear view of the potency of natural selection.
This was in 1838 —a year after he finished the first edition (it was not
published until 1839), and seven years before the second edition was
written (1845).
Página 279
[16] Robert Malthus había sido también alumno de Cambridge, pero en el
Página 280
chelín semanal a los trabajadores por cada hijo que tengan por encima de tres.
Confieso que antes de la presentación de este proyecto al parlamento, e
incluso durante un cierto tiempo después, pensé que esta regulación sería
altamente beneficiosa; pero desde entonces he reflexionado mucho sobre esta
cuestión, llegando al convencimiento de que si su propósito es mejorar la
suerte de los pobres, lo que va a conseguir será precisamente lo contrario de
lo que se propone. No observo en esta ley la menor tendencia a incrementar la
producción del país, pero sí a aumentar la población; la consecuencia
necesaria e inevitable no puede ser otra sino la distribución de una misma
cantidad de productos en un mayor número de partes, y, por tanto, que con el
trabajo de un día se comprará una cantidad menor de provisiones y
empeorará, por consiguiente, la situación de los necesitados. <<
Página 281
[17] En el cuaderno E de notas, Darwin escribe en noviembre de 1838 unas
Página 282
[18] Estoy de acuerdo con E Pardos en que Darwin y Wallace no son coautores
Página 283
[19] Pero no debe entenderse que todos los ejemplares fueron adquiridos el
mismo día por el público, que se precipitó sobre la obra en las tiendas, sino
que el editor John Murray los vendió en un solo día a libreros y distribuidores,
algo que de todos modos indica el interés que El origen de las especies
suscitaba, y las grandes expectativas de venta al público. <<
Página 284
[20] El biólogo inglés Saint George Jackson Mivart (1827) es en cierto modo
Página 285
natural. Pero es más evolucionista que Wallace, porque Wallace cree
necesario invocar un agente inteligente […] para producir incluso el
cuerpo de un hombre; mientras Mivart no requiere una ayuda divina hasta
que se llega al alma humana.
Página 286
[21] Richard Owen propuso la existencia de tipos estructurales o «arquetipos»
Página 287
[22] Janet Browne, por su parte, afirma en su biografía de Darwin: «Hay
escasas pruebas de la historia que afirma que Marx le pidió permiso a Darwin
para dedicarle una futura edición de El capital en reconocimiento de la
comprensión de la lucha en la naturaleza por parte del británico. Al contrario,
es mucho más probable que fuese Edgard Aveling quien le preguntase a
Darwin si podía dedicarle uno de sus libros, y que tal solicitud fuese
rechazada». <<
Página 288
[23] En los párrafos de la carta a Haeckel de 8 de octubre de 1864 que se
Página 289
[24] ¿Cómo podía un continente llenarse de formas distintas? ¿Qué mecanismo
Página 290
[25] El aislamiento geográfico le parecía a Darwin un factor necesario en la
También se puede ver en este párrafo que Darwin creía posible tanto 1) la
evolución por transformación lenta de un linaje a lo largo del tiempo, como 2)
la evolución por división. Es en este último tipo de evolución donde «una
separación casi perfecta ayudaría mucho». <<
Página 291
[26] St. George Mivart utilizaba los casos de las orquídeas y de las plantas
Página 292
[27] En el prólogo a la segunda edición (1874) de El origen del hombre,
Darwin dice:
Además, varios críticos han afirmado que cuando encontré que varios
detalles de la estructura humana no podían explicarse por medio de la
selección natural, inventé la selección sexual; sin embargo, tracé un
esbozo razonablemente claro de este principio en la primera edición de El
origen de las especies, y ahí afirmé que era aplicable al hombre. Este
tema de la selección sexual ha sido tratado extensamente en la presente
obra simplemente porque se me presentó por primera vez la oportunidad.
<<
Página 293
[28] La imagen de la evolución que mejor expresa el pensamiento de Darwin
Página 294
[29] No hay ninguna duda de que Darwin era gradualista en el sentido de que
Página 295
[30] Un discípulo joven de Darwin muy interesante es el británico (aunque
Página 296
cambio en una única línea, por acumulación de modificaciones a lo largo del
tiempo, no presentaba problemas. Romanes concluye que estas tres
objeciones son fatales para la teoría darwinista sólo si se pretende que ésta
explique absolutamente toda la evolución, pero no constituyen un problema
insuperable si se la atribuye a la selección natural la capacidad de producir las
adaptaciones y se buscan otras soluciones para los tres problemas
mencionados.
Como dice el mismo Romanes:
Página 297
Notas de esta edición digital
Página 298
[1] Aunque Darwin dice que FitzRoy estaba dispuesto a dejar a parte de su
Página 299
[2] Dos años es lo que Henslow le dice a Darwin cuando le ofreció el puesto.
Página 300
[3] Éste es el título de la edición de Calpe, que parece la combinación del
inicio del título interior largo (Journal of researches…) con el título corto del
lomo de la edición de 1860 (Naturalist’s voyage round the world).
Otras traducciones al español usan el título Viaje de un naturalista alrededor
del mundo (la de la editorial España moderna y todas sus «derivadas» —entre
las cuales debe incluirse el plagio de Constantino Piquer, Mi viaje alrededor
del mundo—) y El viaje del Beagle. (Nota del editor digital) <<
Página 301
[4] Darwin usa el término appearance, traducible como aspecto exterior o
This wonderful relationship in the same continent between the dead and
the living, will, I do not doubt, hereafter throw more light on the
appearance of organic beings on our earth, and their disappearance from
it, than any other class of facts.
Página 302
[5] Owen fue quien determinó en los restos fósiles hallados por Darwin
pertenecía a una especie nueva a la que llamó Macrauchenia patachonica, y
ya advirtió de que tenía una mezcla de caracteres que hacían difícil su
clasificación:
Página 303
[6] Más bien acaba de describir el principio del gradualismo.
Página 304
[7] Dice Darwin que uno de los oficiales se dejó picar por una benchuca (así la
Página 305
[8] Entiéndase gravemente. Arsuaga traspone el significado del término inglés
severe que no es equivalente al español severo. (Nota del editor digital) <<
Página 306
[9] Arsuaga está traduciendo las palabras de Francis Darwin en el capítulo
sobre sus recuerdos de su padre en The life and letters of Charles Darwin,
including an autobiographical chapter (1887). En este caso traduce pathetic,
aquello que mueve a tiernas pasiones (según el diccionario Webster’s de
1913), es decir, que conmueve; posiblemente se refiera a un estilo «casi
enternecedor». Arsuaga dice poco después «Darwin nos convence
suavemente». (Nota del editor digital) <<
Página 307
[10] Esta acción directa del medio sobre el ser vivo se atribuye erróneamente,
como dice Mayr en The Growth of the Biological Thought, a Lamarck. Fue
una idea defendida por E. Geoffrey Saint-Hilaire que Lamarck rechazó
expresamente en su Filosofía zoológica.
El experimento de August Weismann de cortarles la cola a los ratones durante
varias generaciones, para comprobar si alguna vez nacían sin ella, se lo pudo
ahorrar si hubiese leído a Paley señalar (disimuladamente en latín en su
Natural Theology) que los judíos, después de muchas generaciones de
circuncisión siguen necesitándola. (Nota del editor digital) <<
Página 308
[11] Wallace repite la mala interpretación (por una mala traducción al inglés
Página 309
[12] Mayr es uno de los padres de la llamada síntesis evolutiva, expresión a la
Página 310
[13] Traducción Zulueta del término inglés wren, que incluye la especie más
Página 311
[14] No hemos encontrado la procedencia de este párrafo. Sólo el final es el
Página 312
[15] > Este esquema lineal, basado en la admisión de la denominada «gran
cadena del ser», se le adjudica a Lamarck porque fue el que expuso, sin
dibujarlo, en su Filosofía zoológica. No obstante, el esquema ramificado no
es incompatible con el lamarkismo y el propio Lamarck comenzó a trazar un
esquema con alguna ramificación en un apéndice de su obra y lo fue
«perfeccionando» en otras posteriores. Véase «Un árbol crece en París», del
libro de S. J. Gould, Las piedras falaces de Marrakesh. (Nota del editor
digital) <<
Página 313
[16] Darwin pudo elegir el coral como modelo. El coral es una analogía mejor
porque sólo crece hacia el exterior y sólo los extremos están vivos. El resto es
un esqueleto muerto y dejado atrás, como ha ocurrido con todas las especies
fósiles. El árbol echa raíces y está vivo aunque el tronco tenga apariencia
inerte. De hecho, tronco y ramas crecen en grosor y son más gruesas cuanto
más viejas. En la filogenia (también en un coral) algunas ramas pueden
engrosarse (tienen éxito) partiendo de una rama (una especie o grupo en la
filogenia) insignificante. (Nota del editor digital) <<
Página 314
[17] De las siguientes imágenes no queda constancia de su procedencia ni en
Página 315
Oscar Gustav Rejlander, fotógrafo que contribuyo a ilustrar su obra de 1872,
«La expresión de las emociones en el hombre y los animales»). (Nota del
editor digital) <<
Página 316