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¿Puede

un reloj construirse solo? ¿Cómo podría un organismo complejo


surgir espontáneamente? En el año 1859 un investigador riguroso hasta la
exageración y del máximo prestigio, llamado Charles Darwin, proclamó que
había encontrado la respuesta a esta última pregunta, y la llamó «selección
natural». Pocos años más tarde, dejó muy claro que nuestra especie tiene el
mismo origen evolutivo que cualquier otra de las innumerables formas de
vida con las que compartimos el planeta. Darwin fue un gran científico, pero
también una extraordinaria persona que se embarcó a la edad de veintidós
años en una aventura que duraría toda su existencia. Desde entonces nada ha
vuelto a ser igual en el pensamiento humano, y contemplamos el mundo y a
nosotros mismos con otra mirada.
Quién mejor que el paleontólogo Juan Luis Arsuaga para explicar, de forma
apasionante, cómo se fue abriendo paso, cada vez con más fuerza, la idea de
la evolución en la mente de Charles Darwin, mientras su cuerpo enfermaba y
se debilitaba hasta convertirse en su peor enemigo. La interesante visión que
nos ofrece sobre el darwinismo, al integrar en el mismo discurso a científicos
de diferentes épocas, nos ayuda a comprender mejor el debate desde antes de
que Darwin diera voz a su pensamiento hasta las últimas aportaciones del
siglo XXI.

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Juan Luis Arsuaga

El reloj de Mr. Darwin


La explicación de la belleza
y maravilla del mundo natural

ePub r1.2
Titivillus 22.01.2022

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Título original: El reloj de Mr. Darwin
Juan Luis Arsuaga, 2009

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Índice de contenido

Prólogo
Introducción
Parte I
01. Las mocedades de Darwin
02. ¡Arriba el foque!
03. ¡Por fin en casa!
04. La pradera ensangrentada
05. Una vida sosegada
06. Confesar un asesinato
07. Una mente en ebullición
08. Una carta que vino del archipiélago malayo
Parte II
09. El origen de las especies
10. Un forma nueva de ver el mundo
Parte III
11. Darwin según Darwin
12. El gato de Huxley
13. La grandeza de la evolución
Breve reseña bibliográfica
Relación de ilustraciones
Notas

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«Las objeciones de mi padre son éstas: el que me inhabilite para establecerme como
clérigo; mi poco hábito como marinero; lo escaso de tiempo y la posibilidad de que
no me adapte al capitán FitzRoy».

Carta de Charles Darwin de 30 de agosto de 1831 a J. S. Henslow, renunciando a


viajar en el Beagle.

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AGRADECIMIENTOS

Éste ha sido un libro de compleja elaboración, con textos superpuestos en


varios niveles de lectura y numerosas imágenes. Para ese trabajo de costura
literaria he contado con la inestimable ayuda de Milagros Algaba, tan eficaz
y creativa como siempre. En la reproducción de ilustraciones de libros
antiguos han trabajado desinteresadamente (pero de forma exquisitamente
profesional) Tote (José Luis González) y Alejandro Bonmatí. Los espléndidos
dibujos de Fernando Fueyo y Carlos Puche, y los diagramas y caligrafías de
Américo Cerqueira, son un regalo de estos entrañables amigos que les
agradezco de todo corazón (y estoy seguro de que también lo harán los
lectores).

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PRÓLOGO

El sueño del profesor


Un profesor entra en un aula de la universidad. No es viejo, pero tampoco
joven. Se le nota tranquilo y pensativo. Las gastadas bancadas están vacías.
Mira su reloj, extrañado. Vaya, me ha vuelto a pasar, piensa. No he cambiado
la hora y falta una entera para empezar. No importa, así tendré más tiempo
para ordenar mis ideas. Mira sus notas. Es una clase teórica la de hoy, sin
imágenes, sólo palabras y más palabras, de un curso de Paleontología
Evolutiva. Una lección magistral, de las de antes, sin la ayuda del ordenador.
Se siente cansado, con sueño, y apoya la cabeza en el cuenco de las manos.
Le toca hablar de la evolución a unos alumnos muy verdes, que seguramente,
murmura, ni siquiera saben que no saben del tema que va a tratar. Porque lo
mismo le pasaba a él a su edad, en la misma clase, hace ya muchos años.

Cuando yo empezaba mis estudios universitarios, loco por la naturaleza y por


los fósiles, adquirí El origen de las especies, de Charles Darwin, en una
caseta que vendía libros de lance. Lo compré porque literalmente me saltó a
los ojos; yo buscaba guías de campo. Eran tres tomos de formato más
pequeño que una mano, impresos en Madrid en 1921, de la sexta y última
edición, la de 1872, que es la más común por ser considerada la definitiva
(aunque, por cierto, es la que tiene más cambios respecto de la edición
anterior y muchos opinan que donde se encuentra a Darwin en estado puro es
en la primera, con sus ideas originales, frescas y vírgenes, antes de recibir las
críticas —Darwin no enseñó El origen a nadie mientras lo escribía—). En
aquella época los libros viejos me parecían, simplemente, más baratos, pero
ahora sé que me hice con una pequeña joya. Se trataba de la edición de Calpe,
y la traducción había sido realizada por un tal Antonio de Zulueta, de quien,
por supuesto, yo no conocía nada, como tampoco ahora mis alumnos. Y es
una lástima, porque Zulueta fue un gran genetista español, de prestigio

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internacional, que en esos años estaba muy al corriente de los grandes debates
y avances que se producían en torno a la evolución y a la Biología en general.
Leí el prólogo, que termina con éstas, para mí, entonces, enigmáticas
palabras: «Las ideas de Darwin, después de vehementes discusiones,
apasionadas algunas veces, quedaron aceptadas sinceramente por la mayor
parte de los hombres de ciencia, si bien más tarde fue creciendo la tendencia a
discutir no el hecho de la evolución —que hoy es casi universalmente
admitido—, sino el papel que en ella representan la selección natural y la
herencia. Por este motivo, El origen de las especies ha vuelto a ser un libro de
interés actual».
¿Qué quería decir esto? ¿En algún momento se había dejado de leer la
famosa obra? Más sorprendente aún, ¿la habían criticado otros científicos
evolucionistas? ¿No todos, desde que apareció El origen, eran seguidores
convencidos de Darwin? Yo imaginaba de otra manera (sin tener, claro,
ninguna lectura) la historia de las ideas evolucionistas. Luego he descubierto
que casi todo el mundo en nuestro país ha pensado y sigue pensando lo
mismo, incluso parte del mundo académico: que todo el problema se reduce a
que las especies cambian a lo largo del tiempo, convirtiéndose en otras; hay,
por tanto, poco que discutir hoy día sobre esta cuestión, una vez que ha
quedado demostrada la transformación de las especies.
Darwin descubrió la evolución, me decía yo, mientras daba la vuelta al
mundo en misión de exploración en un barco de guerra inglés llamado
Beagle. La idea se le vino a la mente en Sudamérica, y sobre todo en las
Galápagos, donde la cosa era tan evidente que a cualquiera que hubiera ido
por allí y puesto un poco de atención se le habría ocurrido, de puro obvia: hay
unos pájaros llamados pinzones que son distintos en cada isla, porque han
evolucionado independientemente a partir de una especie ancestral llegada del
continente. ¿No es elemental?

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Figura 1. En el Año Darwin, este esquema se ha vuelto tremendamente popular. Y sin embarco no
pertenece a ninguna de sus obras publicadas, porque jamás salió a la luz en vida del autor[1].

A la vuelta a Inglaterra, Darwin se puso a elaborar su teoría y después de


hacer acopio de datos que añadir a los que trajo de su viaje, la publicó en el
libro que yo había comprado aquel día en que me vino a las manos.
Naturalmente, todas las Iglesias se opusieron, porque creían en la Creación y
no podían admitir que el hombre viniera del mono. Incluso hubo un obispo
anglicano, me parecía recordar, que dijo unas cosas muy poco caritativas en
un congreso o una reunión científica, pero fue puesto en ridículo por un
ardiente seguidor de Darwin llamado Thomas Henry Huxley. Este nombre se
me había quedado grabado porque era abuelo del célebre escritor Aldous

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Huxley, autor de la novela Un mundo feliz. Poco a poco la idea de la
evolución fue, sin embargo, calando y al final llegó a ser aceptada incluso en
la conservadora España, si bien es verdad que hay todavía gente que se opone,
en especial algunos sectores americanos, ajenos a la comunidad científica. Y
eso era todo: evolución sí o evolución no.
Las palabras de Zulueta me hicieron ver que hubo mucho más. Y así fui
averiguando que en realidad Darwin no había descubierto la evolución en
Sudamérica, por dos razones. Primero porque la transformación de las
especies ya había sido defendida antes por otros. Y, en segundo lugar, porque
es casi seguro que desembarcó del Beagle sin haber puesto seriamente en
duda la inmutabilidad de las especies, aunque sí sabía de los cambios
geológicos que se habían producido y seguían produciéndose, siempre por las
mismas causas, en la Tierra. Todo parece indicar que no empezó a pensar en
la «transmutación de las especies» hasta pasados unos meses de su regreso a
casa. En una carta de 1877, cuarenta años después, recuerda Darwin cómo
nació esa idea en su cabeza:

Cuando estaba a bordo del Beagle yo creía en la permanencia de las


especies, pero, hasta donde puedo recordar, vagas dudas cruzaban mi
mente. A mi vuelta a casa en el otoño de 1836 empecé inmediatamente a
preparar para la publicación mi Diario del viaje, y entonces vi cuántos
hechos indicaban un origen común de las especies, así que en julio de
1837 empecé un cuaderno de notas para registrar cualquier hecho que
tuviera que ver con esta cuestión. Pero no quedé convencido de la
mutabilidad de las especies hasta que, creo, pasaron dos o tres años.

Darwinismo, en su sentido más estricto, no es igual a evolucionismo. La


clave de lo que el darwinismo realmente representa está en la segunda parte
(en letras más pequeñas) del título de su obra, que casi nunca se escribe
entero: El origen de las especies por medio de la selección natural, aunque
aún habría podido Zulueta ir más allá y completarlo con el subtítulo (de
tipografía aún menor): O la preservación de las razas favorecidas en la lucha
por la vida.
La selección natural y la lucha por la vida representaban el núcleo de la
herencia de Darwin, ya que eran la causa de la evolución. La idea en el fondo
era muy simple, y tenía poco que ver con los fósiles de mamíferos de la
Patagonia, que eran curiosamente de los mismos grupos que las actuales
especies, más pequeñas, de la zona, o con los pájaros de las Galápagos. Esas
observaciones de carácter biogeográfico y paleontológico eran sin duda unos

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hechos interesantes, que sólo encajaban, y cobraban sentido, dentro de la idea
de la evolución, pero no eran su causa.
En su viaje en el Beagle, Darwin leía los recién publicados Principios de
geología de Charles Lyell (el primer tomo lo llevó consigo y los dos
siguientes los fue consiguiendo por el camino) y descubría que las grandes
transformaciones físicas que ha experimentado la Tierra a lo largo de su
historia han sido producidas por agentes geológicos que todavía trabajan,
aunque pasan desapercibidos, ya que sus efectos diarios son mínimos. Sólo a
largo plazo, en millones de años, puede notarse su acción. La explicación de
los enormes cambios en los organismos a través del tiempo debía de ser del
mismo tipo; para su desesperación, buscaba algo que tenía que estar delante
de sus ojos, pero que no podía apreciar porque la vida humana es demasiado
corta. La evolución no se puede ver, como tampoco pueden verse la
excavación de un gran valle o el levantamiento de un Himalaya.
Hacía falta un mecanismo que explicara el origen de las especies y, lo que
es igualmente importante, de sus adaptaciones, que nos hacen aparecer tan
maravillosamente eficaces a las criaturas vivientes. Resultan bellas
únicamente porque son máquinas perfectas. Pero sin un motor conocido, la
propia idea de la evolución no dejaba de ser un interesante ejercicio
especulativo sin base. Para Darwin, la evolución y su causa eran el mismo
problema. Todos los evolucionistas anteriores habían fracasado a la hora de
encontrar esa causa: los hábitos de los animales y la tendencia natural al
progreso (en la escala de la vida) que defendía Lamarck, o la acción directa
del ambiente sobre los organismos por medio de la alimentación, el clima y
demás factores, que sostenían otros. Y al hacerlo con esas explicaciones tan
ridículas en su opinión, habían desacreditado la idea misma de la
modificación de las especies. Pero él había mirado en otra dirección, como le
cuenta en 1844 a su amigo Hooker:

Creo que todas esas disparatadas teorías provienen de que nadie, por lo
que yo sé, ha abordado el tema desde la perspectiva de la variación en
domesticidad, ni ha estudiado todo lo que se conoce sobre la
domesticación.

Darwin se fijó enseguida en cómo los ganaderos, muy despacio (a una


escala temporal superior a la vida de una persona), han producido
históricamente razas tan variadas, y tan útiles, de animales. Supuso que algo
parecido obraba en la naturaleza y por eso creó la expresión «selección
natural», que no deja de ser un oxímoron, es decir, una combinación de dos

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palabras que se contradicen, porque la «selección artificial», la de verdad, la
hacen personas, y con fines lucrativos.

Figura 2. La domesticación o selección por el hombre es la gran analogía sobre la que construye Darwin
su teoría de la evolución de las especies por selección natural.

Como reconoce el propio Darwin:

Otros han opuesto que el término selección implica elección consciente en


los animales que se modifican […]. En el sentido literal de la palabra,
indudablemente selección natural es una expresión falsa […]. Del mismo
modo, además, es difícil evitar la personificación del término Naturaleza;
pero por Naturaleza quiero decir sólo la acción y el resultado totales de
muchas leyes naturales, y por leyes, la sucesión de hechos, en cuanto son
conocidos con seguridad por nosotros. Familiarizándose un poco, estas
objeciones tan superficiales quedarán olvidadas.

Este texto no figuraba en la primera edición de El origen, sino que fue


añadido más tarde, como otros muchos, por Darwin, para responder a las
críticas que la obra había recibido.
La explicación darwiniana para la transformación de las especies, basada
en una mera analogía con la agricultura y la ganadería, tenía sus problemas,
porque no hay en la naturaleza quien dirija la reproducción de los individuos,
y también porque los criadores, que llevan haciendo su trabajo diez mil años,
no han producido todavía especies nuevas de perros o de gallinas, sino sólo

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razas de aspecto muy diferente, sí, pero que se pueden cruzar sin problemas
unas con otras, por increíble que parezca a simple vista. Y para que emerja
una especie nueva es necesario que quede aislada reproductivamente de
cualquier otra. Como reconocía el antes citado Thomas Henry Huxley en
1860 (un año después de El origen):

Después de mucho pensar, y sin predisposición alguna contra


Mr. Darwin, tenemos la clara convicción de que, en cuanto a los hechos,
no está absolutamente probado que un grupo de animales, teniendo todos
los caracteres exhibidos por las especies en la Naturaleza, se haya
originado por selección, sea artificial o natural. Grupos que tienen la
morfología de especies, razas permanentes, en efecto, han sido producidos
una y otra vez; pero no hay prueba positiva de que un grupo de animales
haya, por variación y reproducción selectiva, dado lugar a otro grupo que
sea, incluso en un pequeño grado, infértil con el primero. Mr. Darwin es
perfectamente consciente de esta debilidad y proporciona una multitud de
argumentos importantes e ingeniosos para reducir la fuerza de la objeción.
Admitimos el valor de tales argumentos en toda su extensión, pero nos
atrevemos a decir que un fisiólogo experto obtendrá probablemente a
partir de un tronco común la deseada producción de razas más o menos
infértiles entre sí en relativamente pocos años.

Hablaré mucho de T. H. Huxley a lo largo de estas páginas, porque era un


biólogo inteligentísimo y un acérrimo defensor de Darwin, pero no su acólito.
Tenía ideas propias y leyéndolo podemos hacernos una idea de cómo
entendían sus contemporáneos la doctrina de Darwin, su trascendencia y sus
implicaciones. De T. H. Huxley escribió Darwin: «Su ingenio es tan rápido
como un relámpago y tan cortante como una navaja».

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Figura 3. «Me estoy afilando las uñas y el pico por si hacen falta», le escribió Thomas Henry Huxley a
Darwin el 23 de noviembre de 1859, inmediatamente después de leer El origen de las especies. Huxley
fue el mejor de los propagandistas de la teoría de Darwin, por escrito y verbalmente, gracias a su afilada
pluma y su dialéctica imbatible.

Y ocurrió lo que dice Zulueta: que la evolución fue aceptada


universalmente y Darwin elevado a la categoría de genio indiscutible de la
Ciencia pero, al mismo tiempo, de la selección natural y de la lucha por la
vida no se acordaba casi nadie. Aun así, en 1921, cuando escribió su prólogo,
las cosas estaban empezando a cambiar, y la selección natural volvía a ser
considerada. Él lo sabía bien, porque estaba metido en el ajo.

Con motivo del segundo centenario del nacimiento de Darwin en 2009 y, al


mismo tiempo, del 150 aniversario de la publicación de El origen de las
especies, se me había ocurrido escribir, con fines estrictamente pedagógicos,
una pequeña representación, en la que habrían de aparecer los personajes más
importantes del debate evolucionista, desde antes de Darwin hasta la
actualidad. Esos fantasmas surgirían de la mente de un profesor que va a dar
su clase y, revisando sus notas, en la soledad y el silencio del aula, acabaría
por quedarse dormido con la cabeza derribada sobre la mesa. Así he
empezado este prólogo, y lo que seguiría pasaría sólo dentro de su sueño.

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Tenía que ser así, como un delirio, por un par de razones en particular.
Una, obvia, es que los personajes son de distintas épocas y algunos no se
conocieron entre sí. Pero la otra, mucho más importante, es que yo no quería
hacerles hablar con la voz que tuvieron en su tiempo —ésa ya la sabemos y la
función de teatro no sería otra cosa que una antología de textos—, sino con la
que tendrían ahora. Nunca me ha parecido justo contraponer las ideas de
pensadores de diferentes momentos de la historia, que naturalmente no
disponían de la misma información. Mi experimento consistía en ver si «los
otros evolucionistas» podrían mantener sus tesis con los conocimientos que
hoy tenemos de Paleontología y de Biología, adaptándolas, lógicamente, pero
es que eso y no otra cosa es lo que ha hecho el darwinismo. Todos los
personajes de mi representación estarían muertos, serían espíritus y, sin
embargo, sólo pongo a su lado la fecha de nacimiento, porque gracias a su
trabajo alcanzaron la inmortalidad y aún siguen entre nosotros.
Me temo mucho que no escribiré esos diálogos, pero todavía creo que
merece la pena desarrollar los argumentos.

Ecos del pasado


Un científico al que me apetece mucho rescatar es el francés Georges
Cuvier (1769), considerado el padre de la Paleontología. Lo que mis alumnos
saben de él es que estudió con gran talento el registro fósil y sentó las bases
de la ciencia que yo explico, demostrando que la vida tiene una historia y no
ha sido siempre igual. Hubo especies completamente distintas en el pasado,
faunas y floras como de otro planeta. Pero Cuvier no era evolucionista, sino
algo mucho peor, catastrofista, crimen científico que lo envía directamente al
Infierno de los Grandes Equivocados. Además, se cuenta, fue cruel con
Lamarck, el evolucionista de su época en París, a quien hizo muy desgraciado
con sus críticas. El Elogio fúnebre que escribió Cuvier sobre Lamarck
contenía graves críticas a la idea de la evolución y a su autor, a quien acusaba
de poco científico en este terreno. Se leyó en la sesión del 26 de noviembre de
1832 en la Academia Francesa de las Ciencias, en París. Lamarck había
fallecido el 18 de diciembre de 1829. Pero no fue Cuvier quien leyó el Elogio,
porque él también había muerto el 13 de mayo de 1832. Mientras que Cuvier
fue siempre un científico respetadísimo, Lamarck acabó sus días pobre y
ciego. Su cuerpo fue enterrado en una sepultura provisional, y a los cinco
años sus huesos fueron arrojados a la fosa común del cementerio parisino de
Montparnasse.

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En resumen, Cuvier, el santo patrón de los paleontólogos, pese a todos sus
enormes conocimientos, acaba normalmente retratado como una persona
engreída, empecinada en el error y bastante odiosa.

Figura 4. Aparato para la Historia Natural Española, del franciscano granadino José Torrubia (1698).
Publicado en 1754, se trata del primer tratado de paleontología de nuestro país y uno de los primeros del
mundo, y contiene las primeras representaciones de fósiles que se imprimieron en España.

Pero lo que Cuvier explicaría en su parlamento onírico es que el tiempo le


ha dado la razón. Él, básicamente, defendía la idea de que se habían
producido, cada mucho tiempo, grandes cambios en la Biosfera (así diríamos
con el lenguaje de hoy) como resultado de catástrofes que eran ajenas por
completo a los seres vivos. Después de cada uno de esos cataclismos, la vida

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se habría renovado con otros tipos de organismos, salidos de alguna parte
(¿qué más da de dónde?).
Bueno, nos diría su espíritu, es cierto que las especies se modifican entre
cada revolución orgánica, diversificándose para llenar los huecos que dejaron
vacíos las formas extinguidas, ¿pero es eso realmente lo fundamental del
relato de la Vida, o son los cataclismos devastadores el argumento principal?
Un geólogo llamado Walter Alvarez ha demostrado, junto a su padre, el
premio Nobel de Física Luis Walter Alvarez, que fue un meteorito la causa de
que se pasara de la Era de los Grandes Reptiles a la Era de los Mamíferos,
explicaría Cuvier en su clase. Y ésa es una sola de las cinco grandes
extinciones masivas que han interrumpido la Historia de la Vida. Y entre cada
dos aniquilaciones, producidas por catástrofes geológicas o incluso
extraplanetarias, ¿sucede algo verdaderamente importante en la Biosfera? ¿Es
que hay tantas diferencias entre un mamífero de hace veinte millones de años
y uno actual? El propio Darwin reconocía que, mirándolos, no hay forma de
saber cuál de los dos es más perfecto, salvo por el hecho de que uno está
extinguido y el otro vive.
La evolución existe, como mantenía su oponente Lamarck, pero no es una
cosa relevante, tronaría Cuvier: las catástrofes, al renovar completamente la
vida en la Tierra, son el motor de la historia natural, ya que prácticamente se
puede decir que tras ellas vienen nuevas creaciones (aunque no sean divinas,
sino biológicas). Quien viera un mar de finales de la Era Primaria y otro de
principios de la Secundaria pensaría que se trata de planetas diferentes.
Pasemos ahora a ocuparnos del doblemente derrotado Lamarck, batido en
su tiempo por Cuvier y luego por Darwin. Irónicamente, los dos rivales
franceses comparten castigo eterno en el Infierno de los Grandes
Equivocados. El caballero de Lamarck (1744) era evolucionista —antes que
Darwin— y creía básicamente dos cosas. Una, que la Vida (con mayúsculas)
tendía a mejorar, a progresar. Pero como no se puede negar la existencia de
formas muy simples en la actualidad (y eso que él no sabía que la mayor parte
de los seres que pueblan la Tierra son bacterias), recurría a la generación
espontánea, es decir, a la aparición continua de la vida desde lo inerte. Al
margen de esta ley general de ascenso (o avance), las adaptaciones de los
organismos a sus circunstancias concretas se explicaban por las costumbres
de los mismos. En el más famoso de los ejemplos, el hábito de estirar el
cuello de las jirafas ancestrales para alimentarse de las hojas más altas habría
producido el espectacular resultado que ahora vemos en sus descendientes.
Lamarck creía que los hijos se beneficiaban del esfuerzo de los padres, ya que

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los cambios generados en los órganos por el uso o el desuso durante la vida
(desarrollo o atrofia, respectivamente) se transmitían a los herederos.
Desgraciadamente para Lamarck, otro famoso sabio francés, Louis
Pasteur (1822), demostró que la generación espontánea no se produce nunca,
o mejor, sólo se dio una vez: la vida que conocemos se originó
(espontáneamente) hace tres mil quinientos millones de años, o incluso antes,
a partir de moléculas orgánicas preexistentes.
Y además, un importante sabio alemán llamado August Weissman (1834)
dejó claro en el siglo XIX que los caracteres adquiridos durante la vida no se
heredan, ya que las modificaciones que produce el uso o desuso de una
estructura corporal no afectan para nada al material genético («plasma
germinal» o «germinativo», lo llamaba él) que se transmite a los hijos. Por lo
tanto, doble error, que no se compensa ni siquiera por la simpatía que
despierta Lamarck como perdedor frente al petulante Cuvier.
Pero quizá hoy Lamarck se sintiera algo más satisfecho. En primer lugar,
no se le puede condenar porque su teoría de la herencia fuera errónea.
También lo era la de Darwin, llamada pangénesis, según la cual las diferentes
partes del cuerpo generarían unas partículas o «gémulas» (como si fueran sus
representantes) que se desplazarían para participar en la reproducción; con
este mecanismo, la herencia de los caracteres adquiridos de Lamarck, es
decir, la transmisión a los hijos de las modificaciones producidas en el cuerpo
durante la vida, era perfectamente posible, y así lo tenía que admitir el propio
Darwin. Quien estaba en lo cierto era un monje agustino que experimentaba
con plantas en Brno, Moravia (República Checa), llamado Gregor Mendel
(1822), pero no se hizo famoso hasta que sus leyes fueron redescubiertas en
1900. Sin embargo, Mendel no era en absoluto partidario del evolucionismo.
En segundo lugar, puede aún defenderse con Lamarck que la Vida ha ido
progresando todo el tiempo desde sus orígenes, aunque también se hayan
mantenido formas simples, como las bacterias y los protozoos. Muchos
científicos modernos han sostenido la idea de que hay avance permanente en
la evolución, desde el principio hasta hoy, y que las formas de vida presentes
son en general superiores a las anteriores. Aunque hay que reconocer que
otros tantos autores no tienen en la cabeza esa idea de progreso evolutivo
constante como leitmotiv de la Historia de la Vida. Si ésta empezó en forma
de una célula muy simple, ¿qué tipo de cambio podía experimentar si no es
hacia formas más complejas?, se preguntan. ¿Qué tiene de raro que en
algunos casos las células primitivas hayan adquirido estructuras nuevas y se

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hayan asociado formando organismos pluricelulares, mientras que los
unicelulares continúan siendo la inmensa mayoría?
Algunos opinan que si se rebobinara la cinta de la vida y se volviera a
empezar de nuevo, el resultado sería completamente diferente del actual, y
nada parecido a nosotros existiría. Otros científicos, en cambio, están
impresionados por el gran número de convergencias y paralelismos evolutivos
que se han producido en la Historia de la Vida, lo que significa que muchas
adaptaciones han surgido una y otra vez, como si la evolución estuviera
encauzada, al menos en parte, por las leyes de la Física, la Química y la
Geología. Por eso les parece que si la vida volviera a arrancar desde su estado
más simple, ocurrirían otra vez muchas cosas que ya conocemos, y brotarían
seres con sistema nervioso, ojos, dientes, apéndices, sociedades y, por qué no,
también inteligencia.
Por último, no faltan eminencias científicas como el neurofisiólogo John
Eccles (1903) y el biólogo molecular Jacques Monod (1910) —premios
Nobel y también ensayistas de gran influencia—, o el famoso filósofo de la
ciencia Karl Popper (1902), que han afirmado que, después de todo, los
animales, al «elegir» sus modos de vida, determinan las presiones de
selección, lo que significa que establecen qué variaciones son favorables o
desfavorables para ocupar eficazmente su nicho ecológico (en palabras de
ahora). No, los animales salvajes no son tan pasivos como las vacas o los
caballos domésticos. A fin de cuentas, ¿cómo podría la selección natural
favorecer un carácter (sea una estructura, una función o una conducta
hereditaria) que sus propietarios no usen en su correspondiente lugar de la
naturaleza?
Y, yendo más lejos, ¿no es el hombre el ejemplo más claro de que el
hábito acaba haciendo al monje? ¿No fue la adopción de un modo de vida
basado en la tecnología lo que seleccionó cerebros cada vez más grandes y
capaces? Darwin opinaba que esta discusión de qué fue primero, el rasgo o la
conducta, es del todo irrelevante, pero ¿lo es de verdad en nuestro caso?
Un darwinista de la primera hora al que me gustaría dar voz sería
precisamente su paladín, Thomas Henry Huxley (1825). Resultaría interesante
que nos contara cómo se desarrolló exactamente su famosa discusión con el
obispo Wilberforce en Oxford el 30 de junio de 1860, de la que se guardan
diversas versiones. Huxley escribió extensa y rigurosamente sobre la
evolución humana en un libro titulado Man’s Place in Nature (publicado en
1863, sólo cuatro años después de El origen de las especies), antes de que el
propio Darwin lo hiciera en su obra de 1871 titulada El origen del hombre. En

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El lugar del hombre en la naturaleza (traducción del título original), Huxley
se esfuerza por demostrar que la distancia entre el hombre y los grandes
simios (incluso en el cerebro) es menor que la que existe entre éstos y los
monos pequeños. Nuestra diferencia con los antropomorfos es sólo de grado.
Hoy, con todos los avances que se han producido en Paleoantropología,
estaría muy satisfecho. En su tiempo se buscaba desesperadamente un eslabón
perdido, y ahora tenemos muchos, casi toda la cadena.

Figura 5. Antes de que Darwin abordara en 1871 el tema del origen del hombre, lo hizo su discípulo T.
H. Huxley en 1863 en libro de significativo título: Man’s place in Nature (El lugar del hombre en la
naturaleza).

Para representar a los científicos que han defendido que a la hora de


explicar el origen del hombre, con todas sus capacidades mentales, hace falta
mucho más que las leyes naturales conocidas, necesitaría un coro, de tantos
como han sido. Y entre los primeros, sorprendentemente, estaría Alfred
Russel Wallace (1823), también descubridor, independientemente de Darwin,
de la teoría de la evolución por selección natural; juntos darían a conocer su
idea a la comunidad científica en la reunión del 1 de julio de 1858 de la
Sociedad Linneana.
Darwin admitía que los caracteres adquiridos a base de esfuerzo se
heredaban, como decía Lamarck, aunque pensaba que la selección natural era
un mecanismo mucho más importante y determinante en la evolución.
Además, su modelo de la herencia biológica, la pangénesis ya comentada, era
perfectamente compatible con el lamarckismo. Wallace se consideraba a sí
mismo más darwinista que Darwin, porque sólo creía en la lucha por la

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existencia, de la que salían favorecidos los que tenían, de nacimiento, ciertos
caracteres ventajosos, y no aceptaba que los cambios producidos en la vida de
los organismos para adaptarse al ambiente se transmitieran a la progenie.
Sin embargo, aunque no tenía problemas para extender la explicación
darwinista a las etapas inferiores de la evolución humana, no creía ni por
asomo que las facultades mentales superiores y aquellos rasgos físicos
relacionados con ellas hubieran surgido por selección natural. No hace falta
decir cuánto disgustó a Darwin que su amigo Wallace se mostrase tan opuesto
a considerar a la especie humana como un tipo más de animal, al menos en
cuanto a las causas ordinarias que lo habrían producido. «Espero que no haya
asesinado por completo a nuestra criatura», escribió Darwin a Wallace.
Alfred Russel Wallace no era de clase social muy acomodada como
Darwin, no asistió a la universidad y casi siempre a lo largo de su existencia
tuvo graves problemas económicos. Él sí tuvo que trabajar muy duro para
sacar adelante a su familia, mientras que Darwin se pudo permitir ser toda su
vida un naturalista aficionado, en el sentido de que nadie le pagaba por
disfrutar de su pasión, salvo los editores de sus libros. No me cabe duda de
que Wallace sería también un gran personaje en mi representación, porque
tenía muchas cosas que contar. Si no fuera por su aportación al
evolucionismo, Wallace habría sido recordado por la Historia como viajero,
explorador, naturalista, escritor, activista político a favor de los más
desfavorecidos y de la justicia social y, especialmente, como uno de los
fundadores de la disciplina de la Biogeografía, que se ocupa de la distribución
de las especies en el Globo y de sus causas, que hay que buscar en la
Ecología, la historia de la Tierra y de la Vida. ¿Por qué hay canguros en
Australia y no existen mamíferos placentados allí? Pues porque Australia se
separó del resto de los continentes cuando todavía no habían evolucionado los
mamíferos con placenta. Wallace no sabía que los continentes se movían,
pero en sus viajes observó que por las islas de Indonesia pasaba la frontera
biológica entre Asia y Australia, que hoy se conoce como línea de Wallace.
Siempre sintió una gran admiración por Darwin, y no se consideró
injustamente tratado porque casi toda la fama se la llevara su amigo. Darwin,
por su parte, lo apreciaba y respetaba mucho, y le ayudó a conseguir
estabilidad económica, a pesar de sus desvaríos a propósito de la evolución
humana.

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Mapa 1. La frontera biogeográfica que T H. Huxley llamó Linea de Wallace en honor de este gran
investigador pasa entre las islas de Borneo y Célebes, y más al sur entre las de Bali y Lombok.

La razón que daba Wallace para excluir las cualidades humanas


superiores del campo de la selección natural puede parecernos absurda y
racista, pero en su tiempo fue tomada muy en serio. Los pueblos salvajes,
meditaba, no necesitaban para el tipo de vida que llevaban una inteligencia
mucho más elevada que la de un orangután ni, correspondientemente, un
cerebro muy superior en tamaño. Sin embargo, son muy inteligentes,
reconocía, se amoldan rápidamente a las culturas desarrolladas cuando entran
en contacto con ellas, y pese a que no necesitan nada de eso en sus miserables
vidas, tienen la capacidad innata de cantar muy bien y tocar el piano, porque
sus gargantas y sus dedos son de la misma o mejor calidad que los nuestros.
Ahora bien, la lucha por la vida, sostenía Wallace, no prepara a las especies
para el futuro, sino que hace que sólo sobrevivan los individuos más aptos en

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cada momento historico, así que ¿cómo es que los salvajes tienen las mismas
capacidades que los pueblos más adelantados, si no les sirven de nada y no les
proporcionan ninguna ventaja? No puede entenderse simplemente por
selección natural, concluía.

Figura 6. «Todos los dayaks están de acuerdo en asegurar que no hay animal en la selva que se atreva a
acometerlo [al orangután], con sólo dos excepciones [el cocodrilo y la pitón]». A. R. Wallace. The
Malay Archipiélago.

Wallace se sentía atraído por el espiritismo y creía que había unas


inteligencias superiores que habían dirigido nuestra evolución (a mí este
pensamiento me recuerda mucho a la idea de fondo de la película 2001: una
odisea del espacio). Esas inteligencias no serían divinas, ni habría por que
considerarlas sobrenaturales, sino que simplemente estarían situadas más allá

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de los limites actuales de la ciencia. Wallace estaba convencido de que ciertos
fenómenos psíquicos extraordinarios eran reales y podían ser estudiados
experimentalmente, como hacían los científicos habitualmente en sus
laboratorios de física, química o biología, hasta llegar algún día a ser
comprendidos e incorporados a la doctrina de la ciencia convencional.

LOS ESPÍRITUS SE COMUNICAN


POR EL DEDO GORDO DEL PIE
Las discrepancias sobre el origen del hombre entre Darwin y Wallace se manifestaron de la forma
más insólita en la sala de un tribunal de Justicia de Londres, en el otoño de 1876. No es que los dos
evolucionistas se enfrentaran directamente, sino que lo hicieron, vicariamente, sus ideas. Wallace
creía en fuerzas ocultas, espirituales, que según él habían guiado nuestra evolución. Sólo ellas
podían explicar que los «salvajes» actuales y nuestros antepasados fósiles estuvieran dotados de
unas facultades mentales y físicas, como la capacidad de cantar, que sólo le sirven al hombre
civilizado. La gente como Wallace siempre ha utilizado los mismos argumentos, que se repiten hoy
día, y mucho, entre los partidarios de la pseudociencia: hay tantas cosas que no sabemos que algún
día nos parecerán normales fenómenos que ahora resultan increíbles, como lo eran otros en el
pasado. ¿No es cierto que sólo utilizamos el 10% de las capacidades de nuestro cerebro? Así que
nos queda el 90% restante para comunicarnos por «ondas» mentales, mover objetos con ellas, «ver»
(¿con qué ojos?) lo que pasa en las antípodas, etc. ¿Qué diría un antepasado de hace unos pocos
siglos si le hubieran contado que era posible comunicarse por medio de un pequeño aparato con
alguien situado en el otro extremo del mundo? La tercera ley de Arthur C. Clarke, el famoso
escritor de ciencia ficción, sostiene que toda tecnología suficientemente desarrollada es
indistinguible de la magia. Así que lo que hoy parece magia puede ser algún día ciencia, nos
explican los que se presentan como «mentes abiertas» frente al «inmovilismo académico».
Antes de seguir, me declaro totalmente escéptico respecto de todos estos argumentos y no
espero nada de la pseudociencia. Hay que dejar bien claro que la verdadera ciencia la hacen los
científicos, y no los aficionados a los fenómenos paranormales, y que lo que no existe no lo pueden
estudiar ni si quiera los científicos, por muy «abierta que tengan la cabeza». Además, una cosa es la
tecnología, que sin duda nos seguirá sorprendiendo, y otra, la biología. Las sucesivas revoluciones,
incluyendo las actuales de la informática y la biotecnología, no contradicen ninguna de las leyes
previamente enunciadas de la naturaleza, sino que, todo lo contrario, se apoyan en ellas. Si no fuera
por Mendel y sus leyes, no habría habido progreso en la genética. Y de todos los tópicos, considero
el más disparatado aquél de que sólo utilizamos una mínima parte de nuestro cerebro. Por el
contrario, siendo un órgano tan caro energéticamente, que absorbe muchos recursos, únicamente se
justifica su expansión a lo largo de la evolución humana porque se ha utilizado al máximo y ha
sufrido una gran presión de selección, es decir, porque cualquier pequeña mejoría del sistema
nervioso central daba una mayor eficacia darwiniana a su poseedor: le permitía vivir más y tener
más hijos que perpetuaran sus genes. Creer en la existencia de órganos costosos y a la vez
superfluos es un disparate biológico, un imposible evolutivo.

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Figura 7. «… la extraña y curiosa Charaxes kadenii [mariposa calibre], conocida por tener en
cada una de sus alas posteriores dos colas curvadas a modo de pinzas. Éste era el primer ejemplar
que jamás había visto y todavía hoy sigue siendo el único de su especie con que cuentan las
colecciones inglesas». A. R. Wallace. The Malay Archipiélago.

Pero volviendo a Wallace y Darwin, el primero tenía gran fe en el espiritismo, mientras que a
Darwin le parecía, simple y llanamente, una estafa, y le producía una gran indignación. Por eso
apoyaba (en privado) al joven zoólogo Edwin Ray Lankester en la causa contra el médium Henry
Slade, un americano que se ganaba la vida comunicándose con el espíritu de su difunta esposa en
los teatros y a quien Lankester había denunciado por embaucador después de saltar sobre él en el
escenario y arrebatarle la pizarra en la que «escribían» los espíritus. Lankester llegaría a ser director
del Museo de Historia Natural de Londres. Entre los partidarios de Slade se encontraba también
(paradójicamente) Arthur Conan Doyle, el «padre» del detective Sherlock Holmes, prodigio de la
lógica. Pero Wallace fue más lejos e intervino en el juicio. No afirmó que los mensajes del otro
mundo fueran ciertos, eso no lo podía saber, pero defendió la honradez de Slade como persona. El
juez condenó a Slade a tres meses de trabajos forzados en un penal, el acusado recurrió y
finalmente se marchó a Alemania.
La reputación de Wallace entre los científicos salió muy dañada de sus incursiones en el terreno
de lo inmaterial. Este desacuerdo no afectó a su relación con Darwin, que, en 1879, se propuso
conseguir que el gobierno le diera una ayuda a Wallace, que se ganaba malamente la vida
calificando exámenes. Escribió a Hooker, que era por entonces el director de los Reales Jardines de
Kew, solicitándole su apoyo, pero el insigne botánico y gran amigo de Darwin le recordó lo
desprestigiado que había quedado Wallace por sus ideas espiritistas. A pesar de ello, Darwin
consiguió su propósito y Wallace cobró una pensión vitalicia.
En esta historia de las fuerzas ocultas aparecen dos interesantes personajes más. Uno es un
primo y cuñado de Darwin, Hengsleigh Wedgwood, que estaba a favor de lo misterioso para
disgusto de Darwin, y el otro, cómo no, es Thomas Henry Huxley. El gran paladín de Darwin, a
diferencia de su indignado maestro, se sentía más aburrido que irritado ante la charlatanería
espiritista, aunque se había entretenido mucho remedando a unas precursoras de Slade en el
espiritismo, unas norteamericanas de mediados del siglo XIX, las hermanas Fox, a quienes los
muertos les hacían llegar mensajes por medio de ruidos. A la vejez, una de las Fox, Margaret,
confesó que esos sobrecogedores sonidos los producía ella misma con la articulación del dedo
gordo del pie. Huxley, por su parte, depuró la técnica hasta convertirse en un consumado maestro.
Yo no lo he intentado, pero Huxley recomienda usar calcetines finos y botas holgadas, claro, para
facilitar los movimientos del dedo gordo. Si la suela es dura y no hay alfombra que se interponga

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entre ella y el piso, se obtiene una resonancia mayor. Prueben porque podrán sorprender en las
reuniones de amigos.

Además, Wallace defendía que toda la evolución orgánica, y la previa


inorgánica, anterior a la Vida, respondía a un programa, tenía un fin, mientras
que para Darwin la evolución no tiene objetivo ni propósito.

Figura 8. Arbor genealogica Adam et Evae usque ad diluvium Gen. IV. V.


Representación de la genealogía humana que sigue el relato bíblico al pie de la letra (de mediados del
siglo XVIII).

Entre los evolucionistas cristianos, el más interesante sin duda, y al que


gustosamente daría la palabra en esta obra, es el paleóntologo francés y

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jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1881). Debió de ser un espíritu refinado,
sensible y tolerante, además de un escritor dotado de un lenguaje metafórico,
poco claro pero muy poético, como el de los místicos. Además, su vida fue un
terrible drama, porque, aunque intentaba conciliar el cristianismo con el
evolucionismo, sufrió la incomprensión de la Iglesia, que le impidió publicar
en vida sus ensayos. Un dramaturgo con talento haría de Chardin un personaje
cautivador, un protagonista que mantendría el ánimo de los espectadores en
vilo, con sus maneras elegantes y sus palabras profundas, quizá sólo en
apariencia, aunque en todo caso muy sugerentes.
Como Wallace, pero desde el pensamiento religioso, Chardin encontraba
que la evolución tenía una dimensión cósmica, que empezaba antes de la
aparición de la Vida, y que su destino final era el Hombre, precisamente en
este planeta y no en otro.
Copérnico y Galileo habían demostrado que la Tierra no era el centro del
Universo, el punto fundamental sobre el que giraban los cielos. Darwin
encontró más tarde que la nuestra era una especie más, producto, como las
otras, de la evolución orgánica y sujeta a las mismas leyes fijas que han dado
lugar a los erizos de mar o a los murciélagos. Más aún, nuestros antepasados
eran monos, y los chimpancés, nuestros hermanos. Finalmente, Sigmund
Freud asestó, con su descubrimiento del inconsciente, un rudo golpe a nuestra
racionalidad.
Ante este panorama, Teilhard de Chardin representaba para algunos una
balsa en un naufragio. Como en los tiempos anteriores a Galileo, la Tierra
volvía, de otra forma, a ser el centro del Universo. Además, según Chardin,
todavía estamos lejos de la meta, el Punto Omega, que será algo maravilloso
donde de alguna manera Dios y la Humanidad se encontrarán (o al menos eso
me parece entenderle). Lo mejor está aún por llegar, en resumen, aunque
como la evolución es tan lenta, habrá que tener mucha paciencia. Es cuestión
de decenas de miles de años o tal vez de centenares de miles de años. (Se
podría acelerar si nos lo proponemos, por medio de la selección artificial o
directamente por medio de la manipulación genética, pero ésa es otra historia,
demasiado compleja y apasionante como para tratarla en unas pocas líneas.
Necesitaría un libro entero, ya que la selección artificial, a diferencia de la
natural, sí tiene un propósito. ¿Hacia dónde apuntaríamos? ¿Y qué medios
serían considerados moralmente aceptables? Los seguidores de Darwin
enseguida se hicieron estas preguntas).
No cabe duda de que, puesto que «venimos del mono», es muy consolador
sentirse parte de un proyecto tan ambicioso, y de que un mensaje

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radicalmente optimista es mejor recibido que el seco materialismo de Darwin.
Incluso el más prominente de los neodarwinistas, defensores a ultranza del
pensamiento de Darwin, el genetista Theodosius Dobzhansky (1900), estaba
en 1962 cautivado por esta idea mística: «Teilhard de Chardin vio la
evolución de la materia, de la vida y del hombre como partes integrales de un
proceso único de desarrollo cósmico, de una única y coherente historia del
Universo entero. Más aún, vio en esta historia una dirección o tendencia
clara». Más adelante, Dobzhansky añade: «Es patente que estas grandes
concepciones son indemostrables por medio de hechos científicamente
establecidos. Trascienden el conocimiento acumulado, y es suficiente con que
no sean contradictorias con ese conocimiento. Para el hombre moderno, tan
atormentado espiritualmente en este vasto Universo sin sentido, la idea
evolucionista de Teilhard de Chardin llega como un rayo de esperanza. Cubre
las necesidades de nuestro tiempo». Y sin embargo, el nombre de Teilhard de
Chardin no es conocido por las generaciones más recientes.
Habría igualmente espacio en una obra de teatro de este tipo para que
otros personajes discutieran acerca de si, como se ha dicho a veces, Darwin,
al cambiar la visión del hombre como imagen de Dios, fue responsable
involuntario de los horribles crímenes masivos de los grandes dictadores ateos
del siglo XX, en Europa y en Asia, monstruos sanguinarios para quienes la
vida humana no es sagrada y carece de valor; o si más bien son los fanáticos
religiosos quienes sacrifican sin escrúpulos las vidas de los fieles y de los
infieles en el altar de sus dioses. El darwinismo y la selección natural, qué
duda cabe, han sido invocados por las ideologías supremacistas para justificar
y mantener los privilegios machistas, clasistas, racistas e imperialistas, o para
eliminar, en aras de la «salud de la especie», a los individuos considerados
inferiores, diferentes o subversivos.
Pero me temo que el problema está en la propia naturaleza humana y no
en las teorías científicas, por lo que prefiero convocar a otros investigadores a
este sueño, porque aún nos queda mucho que decir sobre la evolución de las
propias ideas de la evolución.
En el año 1900, fueron redescubiertas las leyes de Mendel, quien,
recordemos, años antes había dado con la verdadera teoría de la herencia
biológica (aunque su hallazgo no tuviera mucho eco), y era radicalmente
diferente de la pangénesis de Darwin. El mendelismo, con sus rígidas leyes de
la transmisión de caracteres fijos (a través de los factores hereditarios,
llamados luego genes), no parecía tener mucho que ver con el darwinismo, ya
que no había demasiado espacio para la variación entre individuos. Y la

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selección natural opera sobre la diversidad. Además, Hugo de Vries (1848),
uno de los nuevos mendelianos, descubrió también la mutación y defendió a
partir de entonces que las subespecies, en un primer paso, y luego las
especies, eran consecuencia de alteraciones importantes y bruscas del material
genético, y no resultado de la selección natural obrando a lo largo de mucho
tiempo y acumulando pequeños cambios en las poblaciones hasta
transformarlas en algo diferente.

Llegado a este punto, cuando soy yo el que de verdad da la clase y no el


profesor que se duerme en mi pequeña obra de teatro, tengo que detenerme
para explicar un concepto que, por experiencia, sé que es difícil de entender.
¿Dónde está el problema con la Teoría de la Mutación, y por qué se
consideraba opuesta al darwinismo? A fin de cuentas, el mutante tendrá que
demostrar que es capaz de sobrevivir en el mundo hostil al que todos venimos
al nacer, ¿no? Pues claro que sí. Un monstruo deforme no tiene ninguna
esperanza de sobrevivir y contribuir con sus genes a la siguiente generación.
Pero para entender la selección natural hay que acudir siempre a la
domesticación, que fue la idea que inspiró a Darwin sus teorías, que plasmaría
en El origen de las especies:

Si la selección consistiese simplemente en separar alguna variedad muy


distinta y hacer cría de ella, el principio estaría tan claro que apenas sería
digno de mención; pero su importancia consiste en el gran efecto
producido por la acumulación, en una dirección, durante varias
generaciones sucesivas, de diferencias absolutamente inapreciables para
una vista no educada, diferencias que yo, por ejemplo, intenté inútilmente
apreciar.

Los ganaderos mejoran la producción de manera muy lenta y continua, a


lo largo de muchas generaciones (del ganado y de sus criadores). El cambio
es insensible, pero acumulativo en una dirección. No esperan pacientemente a
que aparezca un individuo raro para convertirlo en semental sin hacer nada
entre tanto; seleccionan a los mejores, aunque sean muy poco diferentes, para
la reproducción. Entre las razas domésticas y su tronco ancestral salvaje,
como entre una nueva especie y su antecesora, hay, según Darwin, una
gradación continua de formas. ¿Es ese cambio gradual importante? ¿O no es
nada, en la práctica, cuando se compara con el salto cualitativo que supone la
aparición súbita de un mutante? En el fondo, lo que se discutía era cuál es la

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fuerza que protagoniza la evolución, y quién fue su descubridor: la selección
natural y Darwin o la mutación y Hugo de Vries.

Figura 9. «Al principio de mis observaciones me pareció probable que un estudio cuidadoso de los
animales domésticos y de las plantas cultivadas ofrecería mayores posibilidades de resolver este oscuro
problema». C. Darwin. El origen de las especies.

Según el planteamiento del mutacionismo, la selección natural, el gran


descubrimiento de Darwin y de Wallace, la fuerza que opera todo el tiempo y
explica completamente la Historia de la Vida, tendría ahora tan sólo una
función depuradora («higiénica») en las poblaciones, eliminando a los
individuos con taras, pero sin la capacidad creativa de producir nuevas
especies. Esta idea de la necesaria destrucción de los individuos defectuosos
le sonará al lector. Es lo que en los documentales de naturaleza nos suelen
contar para justificar la muerte de las pobres presas: que es ley de vida que los
más débiles, los peor dotados, mueran por «el bien de la especie», es decir,
para que ésta siga siendo igual, para que no cambie.
El mismo Thomas H. Huxley se había sentido bastante incómodo con la
idea de que la evolución tuviera que ser siempre tan gradual como defendía su
maestro, y que no pudiera dar saltos de cuando en cuando. En 1860, Huxley
escribía sobre el problema de la frecuente falta de formas de transición o
intermedias entre las especies vivas, que se presentaba como una objeción
importante a la doctrina de la evolución: «Y la posición de Mr. Darwin
podría, creemos, haber sido todavía más fuerte de lo que es si no se hubiera
obstaculizado a sí mismo con el aforismo Natura non facit saltum, que
aparece tan frecuentemente en sus páginas. Pensamos, como hemos dicho
antes, que la Naturaleza sí que da saltos de cuando en cuando, y el

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reconocimiento de este hecho no es de importancia pequeña para disipar
muchas objeciones menores a la doctrina de la transmutación».
Y Huxley cita el caso de la raza de ovejas ancón, caracterizada por sus
patas cortas, que les impedían saltar las vallas y meterse en la propiedad del
vecino y por eso eran apreciadas. Según un testimonio que recoge, esa raza se
originó al nacer un día un cordero de patas cortas de una oveja normal en un
rebaño normal. Y también cita una pareja de malteses que habían tenido un
hijo con seis dedos, todos perfectamente formados y móviles, en cada una de
sus manos y de sus pies.
Sin embargo, para la hipótesis de Darwin, admitir ese «saltacionismo» de
la evolución era como si la geología de Lyell aceptara ciertas dosis de
catastrofismo. Más adelante, hacia la mitad del siglo pasado, el mendelismo y
el darwinismo se dieron la mano y así surgió la Teoría Sintética de la
Evolución que impera hoy, también llamada Neodarwinismo (aunque, en
rigor, el término lo había utilizado antes August Weissman, quien, al
desacreditar la herencia de los caracteres adquiridos, rechazaba el
lamarckismo y se quedaba sólo con la selección natural de Darwin).
Me gustaría saber qué piensa de todo esto (dondequiera que esté) Richard
Goldschmidt (1878), un genetista que defendió en 1940 las tesis
mutacionistas de una forma distinta a como lo hacía De Vries, aunque
coincidiera en lo fundamental: negar a la selección natural el valor de fuerza
creativa, engendradora de novedades biológicas, el nervio de la evolución.
Para Goldschmidt la clave está en el desarrollo embrionario, donde una
mutación podría cambiar la ruta que recorre el ser en formación y llevarlo
hasta un destino diferente. Normalmente, esta desviación produciría un
monstruo, pero excepcionalmente, el nuevo adulto, aunque diferente de sus
padres, podría tener una oportunidad de sobrevivir y ser la cepa de una nueva
especie. Goldschmidt pensaba que la selección natural podía producir
cambios pequeños en las poblaciones, incluso variedades regionales
(microevolución), pero nunca dar lugar a nuevas especies (macroevolución).
Los partidarios de la Nueva Síntesis, en cambio, sostienen que
microevolución y macroevolución son la misma cosa, sólo que a diferentes
escalas temporales. Las poblaciones cambian de una generación a otra,
aunque sea únicamente en las frecuencias de sus genes, mientras que las
especies aparecen en el tiempo geológico (como resultado de la acumulación
de pequeñas modificaciones).
Y digo que me encantaría saber qué opinaría Goldschmidt hoy, porque la
genética de los tiempos más recientes nos ha dado una gran sorpresa. En estos

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años hemos secuenciado el genoma de muchas especies, incluida la nuestra, y
las diferencias son menores de lo que muchos esperaban, incluso entre tipos
animales muy distintos, construidos según planes corporales que no tienen
aparentemente nada que ver. Más aún, el desarrollo está controlado por unos
genes llamados reguladores, auténticos «escultores» de la morfología, y ésos
también son casi los mismos a todo lo largo de la escala animal. Cuantos
menos genes varíen entre las grandes categorías de seres vivos, más
importancia tiene cada uno de ellos en la evolución.
Sospecho que Goldschmidt defendería ahora que el origen de las grandes
categorías animales está en mutaciones producidas, cada mucho tiempo, en
unos pocos de esos genes reguladores, y que la selección natural tendría un
alcance mucho menor, ya que sólo generaría variantes dentro de los grandes
tipos, una vez que éstos hubieran aparecido. Por supuesto, los nuevos diseños
serían también puestos a prueba en la lucha por la vida, ya que la mayor parte
de los «monstruos» serían criaturas aberrantes e inviables, pero si acudimos a
la analogía con la selección que se viene llevando a cabo desde hace milenios
con los animales domésticos (la metáfora favorita de Darwin), el
protagonismo del paciente ganadero pasaría a ser secundario. Sin duda, no era
esto lo que pensaba Darwin que había ocurrido en la historia de la vida.
El mérito que nadie discute a Darwin y a la selección natural es el de
haber explicado las adaptaciones de los organismos vivientes, es decir, las
estructuras y los procesos fisiológicos (también los comportamientos innatos)
que tienen una función concreta, una utilidad, en relación con el tipo de vida
que lleva cada especie, lo que hoy llamamos el nicho ecológico. Los autores
creacionistas más inteligentes veían en esa maravillosa eficacia de los órganos
una demostración irrebatible de la existencia de un creador, autor de los
diferentes diseños, porque un ojo, al igual que una cámara fotográfica, «sirve
para algo», tiene un propósito. Además, las adaptaciones serían una prueba de
la misericordia de Dios, que dota a sus criaturas de los medios necesarios para
ganarse la vida.
La selección natural permite explicar las adaptaciones sin necesidad de
recurrir a un ingeniero sobrenatural, pero ahora surge una trascendental
pregunta: ¿se originaron los grupos zoológicos mayores, llamados
técnicamente filos, poco a poco, sumándose cambios con valor de adaptación
uno tras otro a lo largo de mucho tiempo?, ¿o surgieron de un modo rápido?
Difícil saberlo, porque hace la friolera de quinientos treinta millones de años
ya existían todos los filos actuales, incluidos los cordados y, dentro de éstos,
los vertebrados. De lo que pasó antes con estos filos no tenemos apenas

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información. Volveremos más adelante a esta importante cuestión varias
veces porque también inquietaba a Darwin y la consideraba un serio desafío a
su teoría.

Figura 10. Dos modelos evolutivos: evolución filética (a la izquierda) y equilibrio puntuado (a la
derecha) (J. L. Arsuaga y A. Cerqueira).

Y cómo no, quisiera ver al recientemente fallecido Stephen Jay Gould


(1941), un paleontólogo que alcanzó gran nombradía como ensayista y
divulgador de la evolución, comentando sus impresiones con Darwin y los
otros personajes históricos. Él, junto con Niles Eldredge, planteó un modelo
llamado del Equilibrio Puntuado (o estabilidad interrumpida), que es
compatible con el darwinismo clásico y moderno, pero aporta un nuevo punto
de vista. Las especies son estables, según Eldredge y Gould, en el tiempo
geológico, a pesar de la selección natural. El cambio sólo tiene lugar en el
momento de su aparición, que es una fracción comparativamene pequeña de
tiempo respecto de su existencia posterior, en la que únicamente se detectan
en el registro fósil fluctuaciones y modificaciones pequeñas. Las nuevas
especies, además, surgen por lo común a partir de una pequeña población
(frecuentemente aislada) de la especie madre, y el grueso de la misma no se
ve involucrado en el cambio. La prueba de que este modo de especiación
(formación de una nueva especie por ramificación) se puede dar es que los
paleontólogos encuentran a menudo que la especie madre y la hija llegan a
coexistir, algo que sorprendería mucho a Darwin.

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Voy a intentar explicar de otra manera por qué el Equilibrio Puntuado es
una forma de ver la evolución distinta de la más común entre los
neodarwinistas. Éstos sostienen que no hay en realidad especies fósiles, sino
continuos evolutivos, es decir, linajes, porque una especie está siempre
cambiando en el tiempo, ya que la evolución casi nunca se detiene, del mismo
modo que, volviendo a la comparación con el uniformismo de Lyell que
inspiró a Darwin, tampoco dejan en ningún momento de actuar y modificar el
relieve los agentes geológicos.
Si podemos identificar especies en el registro fósil, es, según los
darwinistas, porque hay grandes huecos en la información, vastos períodos de
tiempo sin restos conservados. Si encontrásemos los fósiles de todos los
individuos que han existido en una línea evolutiva, sería imposible decidir
cuándo termina una especie, la antecesora, y empieza la siguiente, su
descendiente. Pues bien, según Eldredge y Gould, nada de esto es cierto,
porque las especies se originan rápidamente en alguna parte y luego ya
permanecen sin cambios en todo el territorio que lleguen a ocupar. Si no se
dispone de un registro completo del lugar exacto (y a veces muy reducido)
donde han surgido, lo que veremos en los yacimientos es la aparición súbita
de varias especies, y también la desaparición de otras.
Ya comprendo que estas disquisiciones de especialista pueden llegar a
aburrir a un lector que no esté especialmente intrigado por la evolución y sus
matices, pero me parece que lo que viene a continuación nos interesa a todos.
A Darwin no sólo le preocupaba la evolución morfológica, sino también
la del comportamiento, animal y humano. La conducta es en parte innata y en
parte adquirida a través del aprendizaje, por lo tanto, también está
determinada, parcialmente, por la genética, lo que implica que ha tenido que
ser igualmente moldeada por la selección natural. Una cuestión que preocupa
a los biólogos evolutivos es la existencia de elaborados comportamientos
altruistas y cooperativos en los animales sociales (y, por supuesto, en el ser
humano). A menudo hemos leído u oído decir en un documental que el lobo
que resulta vencedor en un combate no muerde nunca la garganta que le
ofrece el vencido, y que esa inhibición de la agresividad se produce por el
bien de la especie. El gran etólogo austríaco y premio Nobel Konrad Lorenz
(1903) solía utilizar ese razonamiento. Pero la selección natural darwiniana,
operando sobre los sujetos, debería promover más bien el egoísmo, porque lo
que se premia es el bien del individuo y el tamaño de su descendencia, y no el
bienestar del grupo. Nadie hace nada en la naturaleza por el éxito de la
especie.

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Una posible solución al problema consiste en elevar la selección del nivel
del individuo al nivel del grupo, ya que además de competir entre sí los
individuos dentro de su sociedad por la jerarquía o la reproducción, los grupos
compiten unos con otros por el territorio y los recursos. Obviamente, los
grupos con más miembros cooperativos y altruistas tendrán ventaja frente a
los menos cohesionados, pero no se ve cómo pueden los primeros evitar
contaminarse de individuos egoístas que se aprovechen de los más generosos
y echen a perder la eficacia del conjunto. Por ese motivo la selección de grupo
tiene pocos defensores. Es muy difícil aceptar que se haya seleccionado un
carácter (cualquiera) que favorece al grupo y perjudica al individuo que lo
porta (habría que decir, mejor, que lo sufre).
Otra solución al problema es hacer descender la selección darwinista al
nivel de los genes, y las abejas y otros insectos sociales nos proporcionan el
mejor ejemplo. Como pensó J. B. S. Haldane (1892), mis genes no saldrían
perdiendo si sacrificara mi vida por dos hijos, o dos hermanos, o cuatro nietos
(pero yo dejaría de existir y en ese sentido lo perdería todo). Lo que cuenta
para la evolución es el futuro de mi patrimonio genético, es decir, el número
de hijos que yo tengo más los descendientes de mis parientes (ponderados
según el grado de cercanía). Esa idea es la base de la teoría del gen egoísta de
Richard Dawkins y de la Sociobiología de Edward O. Wilson (pero los dos
están vivos y defendiendo sus puntos de vista, por lo que no tienen
parlamento en mi función, ya que no lo necesitan). Además, ellos extienden
esa lógica al estudio y comprensión del comportamiento humano, algo que
otros biólogos encuentran erróneo científicamente y muy peligroso
ideológicamente. Para esos críticos, que se proclaman contrarios al
determinismo genético del comportamiento humano, la Biología tiene poco
que decir sobre nuestra conducta.
El ya citado Konrad Lorenz fue el primero en agitar las aguas con su
famosa obra Sobre la agresión, el pretendido mal, en la que abordaba la
cuestión de las bases biológicas y evolutivas de la agresividad animal y
humana. Llegaba a la conclusión de que ésta era innata y espontánea, y no
simplemente una reacción frente a la presión del ambiente sobre los
individuos. Esto indica que no se puede eliminar por completo, porque
aunque haya causas externas de la agresividad, también existe una fuente
interna. A continuación se preguntaba cómo podía canalizarse la agresividad
humana. Por un planteamiento tan realista recibió multitud de críticas y aún
sigue la discusión. Estamos viviendo una apasionante polémica en este
terreno.

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Cuanto más leo a Darwin, más me sorprendo de que casi todas las críticas
que se le han hecho ya habían sido consideradas en sus escritos. Era muy
consciente de los problemas que se planteaban a su teoría, en todos los
terrenos, y quizá también por eso tardó tanto en publicar El origen.
De modo que, si hubiera podido asistir a la sesión académica que he
imaginado, habría asentido con la cabeza a todas las dudas. Ya lo sé, pensaría,
a mí también se me había ocurrido ese problema.
En mi ficción, Darwin escucharía, pues, muy interesado a estos y otros
personajes sin decir palabra. Al final, se levantaría de su asiento para hablar,
ante la expectación de todos, y en ese momento el profesor se despertaría de
su sueño. Los alumnos estarían empezando a entrar en el aula. Entonces el
profesor tomaría sus notas y Darwin empezaría a hablar por su boca. Eso es lo
que me he propuesto hacer en las páginas que siguen, dar la palabra a Darwin
a través de algunos textos seleccionados que reflejan, espero, lo fundamental
de su pensamiento.

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INTRODUCCIÓN

Las dos vidas de Darwin


La manera en la que a lo largo de mi propia vida he ido viendo a Charles
Darwin ha cambiado mucho. Antes de leer El origen sabía sólo que era un
gran sabio que había descubierto la evolución, y se había atrevido a proclamar
que nuestros antepasados se encontraban entre los monos. Más o menos lo
que piensa (de forma no equivocada, pero sí inexacta, como ya he dicho
antes) casi todo el mundo. Lo consideraba un teórico, casi un filósofo y un
sociólogo, sin duda un ardiente polemista, un entregado predicador de sus
ideas, el mesías tronante de un nuevo credo. La imagen física que yo tenía en
la cabeza de Darwin era la que corresponde a un gran científico: la de un
anciano de semblante grave con largas y blancas barbas.
Más tarde, leyendo el Diario que escribió cuando todavía era joven (no
tenía cumplidos los treinta años), sobre el viaje que había realizado alrededor
del mundo en el navío de Su Majestad Beagle; su Autobiografía, escrita ya de
viejo, y algunas biografías de otros autores, comprendí que a lo largo de los
setenta y tres años que vivió se habían sucedido dos Darwin, conectados, eso
sí, por un hilo delgado que nunca se rompió.
El joven Darwin, y el niño que había sido antes, se caracterizaban por su
dinamismo, energía y amor al campo. En tierras de Sudamérica desplegó una
actividad tal, y lo hizo con tanto valor, que sin duda debe calificársele de
explorador y aventurero, y situarlo entre los más atrevidos y perspicaces
viajeros. No hacía, entonces, sino comportarse igual que de niño y
adolescente, cuando sus correrías se limitaban a las tierras más familiares y
cercanas de Gran Bretaña. Pero el afán era el mismo.
Durante su etapa escolar y universitaria, Darwin no fue un gran
estudiante, así que no puede hablarse de un niño prodigio, un Mozart de la
ciencia, admirado por sus profesores y asombro de familiares y amigos. Pero
tampoco era un vago, ni un rebelde. Él procuraba cumplir con sus
obligaciones, y no dar disgustos a su padre. A su madre la perdió tan joven, a

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los ocho años, que prácticamente no la recordaba. El problema era que le
gustaban las ciencias naturales, y no la medicina ni las Humanidades que
tenía que estudiar por imposición o consejo (según se mire) paterno. En el
campo sí que destacó desde muy joven, pero sólo unos pocos lo sabían, los
profesores de Biología y Geología con los que él se juntaba a la salida de
clase, al margen de sus estudios oficiales.

Figura 11. Hexacoralla.

El segundo Darwin nació a la vuelta del viaje, y es el que ocupa más años
de su existencia. Por alguna misteriosa razón, se retrajo a la vida doméstica y,
literalmente, se convirtió en otra persona (al menos en apariencia). Ya no
vivió más aventuras ni se movió apenas, y desde luego, no participó en
ningún acalorado debate sobre la evolución. Él defendió sus ideas con la
pluma, hasta que no pudo más, y murió, mientras que otros pusieron la voz en
su lugar. Este segundo Darwin fue un hombre cálido, tranquilo y familiar, que
casi siempre estaba enfermo en casa. Pero no pasivo, desde el punto de vista
intelectual, al contrario, permanentemente en guardia.
Lo que he descubierto en estos años es que Darwin fue, por encima de
todo, un apasionado naturalista, un loco por las piedras y por los seres vivos,
un curioso incurable. Le interesaba todo lo que tuviera que ver con el mundo
natural, y nunca se cansó de aprender y de buscar. No fue un teórico, sino

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ante todo un observador y un experimentador. Sus grandes ideas sobre la
evolución, o sobre otras muchas cosas, como los arrecifes de coral, fueron el
jugo de su conocimiento amplísimo, que abarcaba la Botánica, la Zoología, la
Histología, la Fisiología, la Geología toda, la Ecología, la Biogeografía y
otras muchas disciplinas. Recogía los datos, los hechos, y buscaba lo que hay
detrás de ellos, las leyes que rigen el mundo. Insistía siempre en que las
teorías crecían a partir de las observaciones. Y yo no puedo estar más de
acuerdo: la ignorancia no puede engendrar ideas geniales. Aunque también
añadía en una carta a Wallace: «Estoy muy contento de oír que usted presta
atención a la distribución [de las especies] de acuerdo con ideas teóricas. Soy
un firme convencido de que sin especulación no hay observación original y
buena». Esas dos perspectivas, la inductiva y la de la falsación de las ideas
(poniéndolas a prueba con los hechos por medio de la experimentación y la
observación), son la base del método científico moderno y Darwin fue en
ambas un ejemplo que imitar.
Sin duda, ese fuego por la Vida y la Tierra lo conservó siempre, hasta el
último aliento («mi pasión por la ciencia natural ha sido constante y ardiente»,
escribe en las páginas finales de su Autobiografía), y es el nervio de la
personalidad de Darwin, la conexión entre el joven despreocupado y
deportista, coleccionista y cazador, y el hombre maduro absorto, preocupado,
abrumado quizá por el enorme peso de lo que había descubierto.
Pero dejemos ahora que sea el propio Darwin quien nos cuente, desde la
última vuelta del camino, cómo fue su vida.

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I. LAS MOCEDADES DE DARWIN

La escuela
Los primeros recuerdos que Darwin cita en su Autobiografía se refieren a sus
inicios como estudiante, a la edad de ocho años:

Por la época en que iba a esta escuela diurna, mi afición por la historia
natural y, más especialmente, por las colecciones estaba bastante
desarrollada. Trataba de descifrar los nombres de las plantas, y reunía
todo tipo de cosas, conchas, lacres, sellos, monedas y minerales. La
pasión por coleccionar que lleva a un hombre a ser naturalista sistemático,
un virtuoso o un avaro, era muy fuerte en mí, claramente innata, puesto
que ninguno de mis hermanos o hermanas tuvo jamás esta afición.

Con nueve años lo enviaron interno a otra escuela cercana a su casa y allí
permaneció hasta los dieciséis.

Nada pudo ser peor para el desarrollo de mi inteligencia que la escuela del
doctor Butler, pues era estrictamente clásica, y en ella no se enseñaba
nada, salvo un poco de Geografía e Historia antiguas. Como medio de
educación, la escuela fue sencillamente nula.

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Figura 12. Autor: Carlos Puche.

Parece ser que la familia le decía que era más lento aprendiendo que su
hermana mayor, Catherine, que era travieso y «aficionado a inventar historias
falsas». En su descargo, Darwin también apunta que ya por entonces tenía el
espíritu inquieto y curioso que mantuvo toda su vida.

Recordando lo mejor que puedo mi carácter durante mi vida escolar, las


únicas cualidades que prometía para el futuro en aquella época eran: que
tenía aficiones sólidas y variadas y mucho entusiasmo por todo aquello
que me interesaba, y que sentía un placer especial en la comprensión de
cualquier materia o cosa compleja. Un profesor particular me explicó
Euclides, y recuerdo nítidamente la intensa satisfacción que me
proporcionaban las claras demostraciones geométricas. Con la misma
nitidez recuerdo el deleite que me producían las explicaciones de mi tío
(el padre de Francis Galton) sobre el vernier de un barómetro.

Darwin pasó por la escuela con más pena que gloria, pero no fue por falta
de aptitudes, sino más bien por una profunda incompatibilidad con el sistema
educativo de la época. Su opinión queda patente en una carta escrita el 7 de
marzo de 1852 a su primo segundo, W. D. Fox, cuando ambos se planteaban
el tipo de educación que iban a dar a sus hijos: «Nadie puede despreciar más
sinceramente que yo la vieja educación clásica, estúpida y estereotipada». Los

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intereses del niño iban por caminos muy distintos de los que le ofrecía la
escuela, pero de lo que no cabe duda es de que los tenía:

Al principio de mi etapa escolar, un chico tenía un ejemplar de Wonders


of the World (Maravillas del mundo) que yo leía con frecuencia, y
discutíamos con otros muchachos sobre la veracidad de algunos relatos;
creo que este libro me inspiró el deseo de viajar por países remotos que se
cumplió finalmente con el viaje del Beagle.

La universidad
El joven Charles viajó a Edimburgo con su hermano mayor, Erasmus,
para estudiar Medicina, la carrera del padre. Enseguida comprendió que no
era lo suyo, sobre todo cuando asistió a las operaciones sin anestesia.

La educación en Edimburgo se impartía enteramente en forma de


lecciones magistrales, que resultaban intolerablemente aburridas, a
excepción de las de química de Hope. […] También asistí en dos
ocasiones a la sala de operaciones en el hospital de Edimburgo y vi dos
operaciones muy graves, una de ellas de un niño, pero salí huyendo antes
de que concluyeran. Nunca más volví a asistir a una, pues ningún
estímulo hubiera sido suficientemente fuerte como para forzarme a ello;
esto era mucho antes de los benditos días del cloroformo. Los dos casos
me tuvieron obsesionado durante muchos años.

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Figura 13. «Estos cuernos […] recuerdan los de varios cuadrúpedos, como los ciervos, rinocerontes,
etc., y son maravillosos tanto por tamaño como por diversidad de forma». C. Darwin. El origen del
hombre.

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Sin embargo, su amor por la naturaleza no le abandonó en tierras
escocesas. Algo había en ello de herencia familiar, porque su abuelo Erasmus
(1731), también médico, había escrito una Zoonomía en la que defendía la
evolución. No debe pensarse, sin embargo, que Charles creció en un hogar
partidario de la «transmutación de las especies», ni que trabajó sobre las ideas
de su abuelo Erasmus.

En aquella época yo admiraba mucho la Zoonomía, pero al leerla por


segunda vez quedé muy defraudado, tan grande era la proporción de
especulaciones respecto de los datos que proporcionaba.

Muy por el contrario, su padre, Robert (1766), era un creacionista sin


fisuras. Además, el evolucionismo del abuelo estaba basado en la herencia de
los caracteres adquiridos durante la existencia, que es sin duda la explicación
más fácil (la más «lógica», aparentemente) para entender cómo los seres
vivos adquieren las adaptaciones que necesitan para sus diferentes modos de
vida. La selección natural es un razonamiento mucho más retorcido y por eso
nadie cayó en la cuenta de que ésa era la explicación hasta que dieron con ella
Darwin y Wallace. Así suele ocurrir con los grandes descubrimientos
científicos, que van generalmente contra la intuición y la apariencia, porque el
mundo no se rige por las leyes de nuestro sentido común ni de lo que nos
dicta la razón en primera instancia (es la Tierra la que se mueve, no el Sol,
aunque nuestros ojos nos digan lo contrario). Ésa es también la causa de que
nos cueste tanto trabajo a los profesores explicar esas leyes naturales, que
parece que no nos entran en la cabeza.
Erasmus, en realidad, se anticipó a Lamarck, y por eso no fue un
precedente para la teoría de la selección natural de Charles Darwin. Éste
consideraba, por otro lado, absolutamente fracasado el libro de Lamarck, y no
le prestó gran atención, así que tampoco la obra del biólogo francés puede
considerarse un punto de partida para el evolucionismo de Darwin[2]. Otros
autores ya habían considerado que las especies vivientes podían descender de
formas anteriores, en vez de haber sido creadas independientemente, pero sin
una explicación convincente de cómo se podían haber producido esos
cambios, todo se reducía, a los ojos de Darwin, a una pura especulación.
Lamarck defendía, para explicar la evolución, que la vida tendía
necesariamente a progresar, una idea que no satisfacía a Darwin. De todos
modos, y en contra del padre, Charles terminaría dando la razón al abuelo en
cuanto a la «transmutación de las especies». Curiosa familia, no cabe duda.

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Parece que, de nuevo, el mejor recuerdo que le queda de su época de
estudiante de Medicina está relacionado con la zoología:

A propósito, en Edimburgo vivía un negro que había viajado con


Waterton y que se ganaba la vida disecando pájaros, cosa que hacía
excelentemente: me daba lecciones que yo pagaba, y acostumbraba a
reunirme con él a menudo, ya que era un hombre muy agradable e
inteligente.

A la vista de su escaso interés por la medicina, su padre pensó que podría


ser clérigo y lo envió a estudiar a la Universidad de Cambridge, en el
Christ’s College[3]

Tras haber pasado dos cursos en Edimburgo, mi padre se percató, o se


enteró por mis hermanas, de que no me agradaba la idea de ser médico,
así que me propuso hacerme clérigo.

En un país católico como el nuestro, tal elección parece excesivamente


drástica. Sin embargo, en la sociedad anglicana a la que pertenecía, esa
opción «profesional» no era en absoluto descabellada. No se trataba de llevar
una austera vida de párroco de aldea, al estilo español, sino una mucho más
convencional y adecuada para un joven como él, de buena familia, un esquive,
un caballero. Una parroquia en el campo proporcionaba una situación
económicamente desahogada, con sirvientes, por supuesto, y socialmente muy
respetada (Darwin era además rico). Alternaría con la gente de su clase social.
Podría formar una familia y le quedaría tiempo para dedicarse a sus aficiones
deportivas (como criar caballos y perros de raza) y científicas, que estaban
bien vistas en un caballero de la época. Muchos ministros de la Iglesia
desarrollaban entonces tareas intelectuales, al margen de su labor pastoral, y
gozaban de gran prestigio en el mundo de la cultura. Thomas Robert Malthus
(1766), el autor del Ensayo sobre el principio de la población (1798), que
tanto influyó en Darwin, era un vicario rural. Aunque no hubiera embarcado
en el Beagle, quizá Darwin habría sido, de todos modos, un notable
naturalista inglés, seguramente un experto en la biología y geología de su
zona. Pero ¿habría defendido desde su parroquia la teoría de la evolución?
Charles, antes de aceptar la propuesta de su padre de convertirse en
clérigo, se tomó responsablemente un tiempo para comprobar que no
albergaba en su pensamiento ninguna objeción que oponer a la ortodoxia
religiosa que iba a abrazar, y tras la lectura de varios libros de teología, se

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sintió libre de dudas. Iba a ser un hombre de Dios en algún bucólico lugar del
campo, rodeado de rocas, animales y plantas. Sin embargo, tampoco
consiguió entusiasmarse con la universidad:

Durante los tres años que pasé en Cambridge desperdicié el tiempo tan
absolutamente como en Edimburgo y en la escuela, en lo que a los
estudios académicos se refiere.

Así pues, las tres etapas de la educación convencional de Darwin fueron


un absoluto fracaso: los estudios rigurosamente clásicos de la escuela, los de
Medicina en Escocia y las Humanidades en el Christ’s College de Cambridge
no dejaron en él ninguna huella. Pero en esta última universidad, por fortuna,
había dos grandes científicos, un botánico y un geólogo, y esa feliz
coincidencia resultó crucial para el futuro de Charles. Hasta ese momento, su
interés por el campo había sido más deportivo que realmente sistemático. Le
faltaba rigor y le sobraba vigor.

Durante el tiempo que pasé en Cambridge no me dediqué a ninguna


actividad con tanta ilusión, ni ninguna me procuró tanto placer como la de
coleccionar escarabajos. Lo hacía por la mera pasión de coleccionar, ya
que no los disecaba y raramente comparaba sus caracteres externos con
las descripciones de los libros, aunque, de todos modos, los clasificaba.
[…] Jamás poeta alguno se ha deleitado tanto al ver su primer poema
publicado como yo cuando vi en Illustrations of British Insects de
Stephens las palabras mágicas: «Capturado por C. Darwin, Esq.».

El primero de los dos influyentes científicos que conoció fue el


catedrático de Botánica, quien tuvo una importancia decisiva en su vida
posterior. El reverendo profesor John Stevens Henslow (1796) permitía la
libre asistencia de cualquier alumno a sus clases y además le gustaba que lo
visitaran en su casa y lo acompañaran en sus excursiones al campo. Henslow
fue un amigo y un maestro en el sentido más amplio y noble de la palabra, el
de transmitir la llama del conocimiento y del amor a la ciencia a quienes
podían levantar la antorcha más alto que él.

No he mencionado aún una circunstancia que influyó más que ninguna


otra en mi carrera. Se trata de mi amistad con el profesor Henslow. Antes
de ingresar en Cambridge, mi hermano me había hablado de él como
hombre que conocía todas las ramas del saber, por lo que yo estaba ya
predispuesto a respetarle. El profesor recibía en su casa una vez en

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semana, y allí se reunían por la tarde todos los estudiantes aún no
graduados y algunos de los miembros más antiguos de la Universidad
vinculados a la ciencia. Pronto conseguí una invitación a través de Fox, y
desde entonces asistí a aquellas reuniones regularmente. Al poco tiempo
hice buena amistad con Henslow, y durante la segunda mitad de mi
estancia en Cambridge paseábamos juntos muchos días, por lo que
algunos alumnos me llamaban «el que pasea con Henslow». Con
frecuencia me invitaba a comer con su familia. Tenía grandes
conocimientos de botánica, entomología, química, mineralogía y
geología. Su mayor afición consistía en deducir conclusiones a partir de
largas y minuciosas observaciones. Su criterio era excelente y su
inteligencia, en conjunto, muy equilibrada; sin embargo, supongo que
nadie diría que poseía un genio original. […] Sus cualidades morales eran
admirables en todos los sentidos. Estaba libre del menor asomo de
vanidad u otros sentimientos mezquinos.

El segundo profesor está relacionado con Henslow, puesto que fue él


quien le puso en contacto con Adam Sedgwick (1785), el geólogo, y aunque
Darwin no asistió a sus clases, sí pudo acompañarlo en una de sus excursiones
a Gales. Hasta entonces el joven Charles se había aburrido soberanamente en
las lecciones de Geología que recibió en Edimburgo, y estaba predispuesto en
contra de esta materia (algunas veces he oído comentar que la Geología es
«pétrea» y creo que nadie puede pensar tal cosa de la Ciencia de la Tierra,
salvo que le haya sido muy mal explicada). Sin embargo, en contra de lo que
suele pensarse, fue luego tan buen geólogo como biólogo, y lo primero antes
que lo segundo. A Darwin hay que definirlo como un naturalista completo,
algo que nos habría gustado ser a muchos de los que, desgraciadamente,
hemos realizado los estudios universitarios modernos después de que estas
dos ciencias se separasen completamente (como si no quisieran saber más la
una de la otra).

El profesor Sedgwick pensaba visitar el norte de Gales a comienzos de


agosto para proseguir sus famosas investigaciones geológicas en medio de
las rocas más antiguas, y Henslow le pidió que me dejara acompañarle.
Así pues, vino a casa de mi padre y pasó allí la noche. […] Esta
expedición me proporcionó un sorprendente ejemplo de lo fácilmente que
pueden pasar inadvertidos los fenómenos, por evidentes que sean, antes
de que nadie los haya estudiado. Pasamos muchas horas en Cwm Idwal,
examinando con extremo cuidado todas las rocas, pues Sedgwick estaba
empeñado en hallar fósiles en ellas; pero ninguno de los dos vio ni un

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rastro de los maravillosos fenómenos glaciales a nuestro alrededor; no
advertimos ni las rocas claramente estriadas ni los cantos rodados
detenidos en posiciones poco estables, ni las morrenas laterales y
terminales. Sin embargo, estos fenómenos eran tan evidentes que, como
ya manifesté en un artículo publicado muchos años después en
Philosophical Magazine, una casa arrasada por el fuego no expone tan
claramente su historia como aquel valle.

Figura 14. Corte ideal de la corteza terrestre, con los diferentes tipos de rocas.

Fue también Henslow quien animó a Darwin a conseguir el primer tomo


de los Principios de geología de Charles Lyell, que tanto le influyó luego
durante su viaje para interpretar lo que vio en Sudamérica (a pesar de que,
junto con la recomendación de leerlo, el mismo Henslow, que era un
catastrofista ortodoxo, ¡le había prevenido contra las ideas del ilustre
geólogo!). Además, el pensamiento «uniformista» o «actualista» de Lyell,
opuesto de raíz al catastrofismo que había imperado anteriormente, sin duda
contribuyó a la idea que se formó Darwin de la evolución como un proceso
lento, continuo y gradual, sin saltos ni revoluciones, regido por las mismas
causas ordinarias que actúan en cada uno de nuestros días.

La ciencia de la geología tiene una enorme deuda con Lyell —creo que
más que con cualquier otra persona en todos los tiempos—. Cuando iba a
partir para mi viaje en el Beagle, el sagaz Henslow, que en aquellos días
creía, como todos los geólogos, en los cataclismos sucesivos, me aconsejó

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que consiguiera y estudiara el primer tomo de los Principios, que acababa
de publicarse, pero que de ninguna forma aceptara los puntos de vista que
en él se defendían. ¡De qué modo tan diferente hablaría cualquiera de los
Principios hoy día!

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II. ¡ARRIBA EL FOQUE!

En 2009 se celebra el segundo centenario del nacimiento de Darwin, y lo que


es más importante, el siglo y medio de la publicación de El origen de las
especies. Hay muchos lugares en el mundo, especialmente en su país natal y
en Sudamérica, donde se le puede tributar un homenaje y decir: «Darwin
estuvo aquí». Desgraciadamente, España no es uno de ellos, y no porque
Darwin no quisiera conocer nuestro país. Deseó, y mucho, visitar Tenerife,
siguiendo el rastro del gran viajero, geógrafo y naturalista Alexander von
Humboldt (1769), que había ascendido al Teide, realizando observaciones de
lo más interesantes allí. Así pues, comenzó a hacer preparativos para el viaje
y a estudiar español.

Durante mi último año en Cambridge, leí con atención y profundo interés


Personal Narrative, de Humboldt. Esta obra y la Introduction to the Study
of Natural Philosophy de sir J. Herschel suscitaron en mí un ardiente
deseo de aportar aunque fuera la más humilde contribución a la noble
estructura de la ciencia natural. Ningún libro de la docena que había leído
me influenció tanto como aquellos dos. Tomé nota de largos párrafos de
Humboldt sobre Tenerife y se los leí en voz alta a Henslow, Ramsay y
Dawes (creo), en una de las excursiones antes mencionadas, ya que
precisamente les había hablado en una ocasión de las glorias de Tenerife y
algunos del grupo habían declarado que intentarían ir allá; pero creo que
hablaban medio en broma. Yo, sin embargo, me lo tomé muy en serio, y
conseguí que me presentaran a un marino mercante de Londres que me
informara sobre barcos; por supuesto, el proyecto quedó frustrado por el
viaje del Beagle.

Y sin embargo estuvo a punto de ver cumplido su sueño gracias al viaje,


porque la primera escala del buque fue precisamente en Tenerife. Ya tenía la
isla a la vista y estaba ansioso por poner pie en tierra cuando les fue prohibida
la entrada por razones sanitarias. En la primera carta que escribió a casa desde
el Beagle lo cuenta así:

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El 6 [de enero de 1832] por la tarde entramos en el puerto de Santa Cruz.
Ahora me encuentro por primera vez medianamente bien, y me estaba
imaginando el deleite de la fruta fresca que crece en hermosos valles y
leyendo la descripción de Humboldt de las magníficas panorámicas de las
islas, cuando (quizá puedas suponer nuestra decepción) un hombrecillo pálido
nos informó de que debíamos guardar una estricta cuarentena de doce días. En
el barco se hizo un silencio sepulcral hasta que el capitán gritó ¡arriba el
foque! Y dejamos aquel lugar por el que tanto habíamos suspirado.
Durante el día estuvimos sin viento entre Tenerife y Gran Canaria y aquí
experimenté por primera vez algún placer. La panorámica era magnífica. El
pico de Tenerife, visto entre las nubes, parecía otro mundo. El único
inconveniente era nuestro deseo de visitar esta magnífica isla.

Así que Darwin se quedó sin subir al Teide, y nosotros sin su relato, que
habríamos podido poner al lado del de Humboldt. Si queremos celebrar la
venida de Darwin a España, lo tendremos que hacer en un velero, frente a las
costas canarias o en el puerto de Santa Cruz de Tenerife.
Curiosamente, muchos años después Darwin tuvo la oportunidad de
conocer en persona al gran mito, que resultó ser, cómo no, un ser humano.
Pero creo que a todos nos ha pasado cosa parecida en alguna ocasión.

Una vez, durante una comida en casa de sir R. Murchison, conocí al


ilustre Humboldt, que me honró expresando su deseo de verme. Quedé un
poco decepcionado del gran hombre, aunque es probable que me hubiera
hecho una imagen previa demasiado idealizada de él. No puedo recordar
nada de nuestra entrevista, excepto que Humboldt estuvo muy jovial y
charló mucho.

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Figura 15. El Beagle en la desembocadura del río Santa Cruz. Aquí fue varado el buque para reparar el
casco y la quilla, y mientras tanto FitzRoy y Darwin remontaron el curso del río hasta llegar a divisar la
cordillera andina.

Según el propio Darwin, su gran escuela, donde verdaderamente se


convirtió en «algo», fue el viaje de cinco años que realizó alrededor del
mundo, deteniéndose sobre todo en tierras de Sudamérica, en el Beagle. Este
pequeño barco de guerra de doscientas treinta y cinco toneladas fue su
verdadera universidad, y los estudios en ella empezaron a los veintidós años.
Se trataba en origen de un brig de diez cañones, un navío de dos mástiles con
velas cuadras, de la clase Cherokee, al que los marineros llamaban bergantín
ataúd por su inestabilidad, ya que era demasiado alto de borda para su
pequeño tamaño. Sufrió varios cambios, como la elevación de la cubierta
superior para que hubiera más espacio debajo y para que embarcara menos
agua al recibir las olas (con lo que el buque ganó flotabilidad y perdió
estabilidad), y el añadido de una mesana, con vela cangreja en vez de verga
cruzada, que convirtió la nave en un bric-barca, reduciendo también el
número de cañones a seis (más una carroñada en el castillo de proa). Su
misión era hidrográfica (un «barco de sondeo», como lo describió Darwin),
aunque como navío de Su Majestad (HMS) que seguía siendo, debía estar
preparado, con su artillería y sus hombres, para defender los intereses y a los
ciudadanos del Reino Unido donde hiciera falta. El Beagle se portó muy bien,
habida cuenta de la dura tarea que llevó a cabo, a menudo con muy mala mar.

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Para las misiones de exploración y cartografía, así como para aprovisionarse
de leña, agua o alimento en tierra, se destacaba una partida de unos pocos
hombres en alguna de las barcas que transportaba el navío, que funcionaba así
como base de operaciones. La flotilla que albergaba el Beagle estaba formada
por siete botes: cuatro balleneras (dos en cubierta y dos colgadas de
pescantes), un chinchorro colgado de través a popa, una yola y un cúter (que
se estibaba dentro de la yola). Sin esos tentáculos no habría podido cumplir su
misión.
No era la primera vez que el Beagle visitaba las costas sudamericanas. En
el viaje anterior, la soledad y la desesperación ante la dificultad del trabajo
por realizar habían hecho presa en el capitán Pringle Stokes, quien se había
pegado un tiro en la cabeza en Puerto Hambre, en el estrecho de Magallanes.
Su puesto fue ocupado por un jovencísimo marino de ilustre familia llamado
FitzRoy, que mandaba también la segunda expedición, en la que viajó
Darwin. FitzRoy había solicitado a un profesor de Cambridge (George
Peacock) amigo de Henslow que le buscara un naturalista como acompañante,
y el botánico pensó en su joven protegido[4].
En la carta que le enviara Henslow a Darwin, le dejaba claro lo que se
esperaba de él. No que hiciera un gran trabajo científico, ni mucho menos,
sino que coleccionara ejemplares y tomara notas de lo que viera por ahí. Es
decir, que observara, pero no que pensara. Viajaba en calidad de acompañante
del capitán, no de sabio de las ciencias naturales. Henslow no lo tenía por un
profesional acabado, y sólo necesitaban que proporcionara materiales que
pudieran ser de utilidad para que los estudiaran los grandes expertos.

Al regresar a casa tras mi breve excursión geológica por el norte de Gales,


encontré una carta de Henslow, informándome de que el capitán FitzRoy
deseaba ceder parte de su camarote(1) a un joven voluntario que quisiera ir
con él en el viaje del Beagle como naturalista, sin recibir ninguna
retribución.

El caso es que Darwin estuvo a punto de no realizar el viaje de su vida. Su


padre se lo desaconsejó vivamente, por parecerle un proyecto insensato (algo
que yo mismo, como padre, puedo comprender), y Charles renunció por carta.
Pero su tío Josiah Wedgwood se ofreció para acompañarlo a The Mount, la
casa familiar de Shrewsbury, y convencer al doctor Darwin. Más tarde, en
carta desde el Beagle, confesaría a su padre: «Ahora percibo aún con más
claridad su buen criterio de arrojar un jarro de agua sobre el proyecto, tan
numerosos son los riesgos de que hubiera resultado al revés. Hasta tal punto

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siento esto que si alguien me pidiera consejo en una ocasión similar, lo
pensaría mucho antes de animarlo». Desde Shrewsbury viajó a Cambridge
para ver a Henslow y luego a Londres para entrevistarse con FitzRoy. Éste le
explicó más tarde, cuando tuvo confianza, que estuvo a punto de rechazarlo
por la forma de su nariz. El capitán creía que se podía conocer el carácter de
una persona por sus facciones y desconfiaba del apéndice nasal de su futuro
compañero de mesa y mantel.

El viaje del Beagle ha sido con mucho el acontecimiento más importante


de mi vida, y ha determinado toda mi carrera; a pesar de ello, dependió de
una circunstancia tan insignificante como que mi tío se ofreciera para
llevarme en coche las treinta millas que había hasta Shrewsbury, cosa que
pocos tíos hubieran hecho, y de algo tan trivial como la forma de mi nariz.
Siempre he creído que le debo a la travesía la primera instrucción o
educación real de mi mente; me vi obligado a prestar gran atención a
diversas ramas de la historia natural, y gracias a eso perfeccioné mi
capacidad de observación, aunque siempre había estado bastante
desarrollada.

A pesar de que manifiesta repetidas veces la gran importancia que este


viaje tuvo en su vida, no le dedica muchas páginas en su Autobiografía:

No es preciso que haga referencia aquí a lo sucedido durante la travesía


—dónde fuimos y qué hicimos—, puesto que di una relación
suficientemente completa de los hechos en mi diario, ya publicado. Hoy
día, lo que más vivamente me viene a la memoria es el esplendor de la
vegetación de los Trópicos; aunque la sensación de sublimidad que
excitaron en mí los grandes desiertos de Patagonia y las montañas
cubiertas de bosques de la Tierra del Fuego ha dejado una impresión
indeleble en mi mente. La vista de un salvaje desnudo en su tierra natal es
algo que no se puede olvidar nunca. Muchas de mis excursiones a caballo
por regiones selváticas, o en barcas, algunas de las cuales duraban varias
semanas, fueron enormemente interesantes; en aquel tiempo, la
incomodidad y el cierto grado de peligro que encerraban apenas suponía
un inconveniente, y posteriormente llegué a aceptarlos con toda
naturalidad. Pienso también con gran satisfacción en algunos de mis
trabajos científicos, como la solución del problema de las islas de coral y
la explicación de la estructura geológica de algunos otras, por ejemplo la
de Santa Elena. Tampoco debo pasar por alto el descubrimiento de las
singulares relaciones existentes entre los animales y las plantas de las

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diversas islas del archipiélago de las Galápagos y de todos ellos con los
de América del Sur.

El viaje estaba planeado para dos años(2), pero se convirtieron en cinco, es


decir, la duración de una licenciatura universitaria de ciencias como la que yo
estudié. Sobra decir que aunque el Beagle les parecía tecnología punta a sus
ocupantes, con los veintidós cronómetros de la mejor clase para medir
exactamente la longitud, no sobraban las comodidades. Además, el joven
Darwin nunca llegó a ser un lobo de mar, y se mareaba cada vez que el
Beagle daba señales de vida. En una carta dirigida a su padre se lamenta
amargamente: «Lo mal que lo he pasado a causa del mareo supera con creces
lo que yo hubiera podido imaginar». Pero sí resultó un lobo de tierra, como
era de esperar conociendo su fuerza y entusiasmo como cazador y jinete en
sus años mozos. Así que cada vez que el barco tocaba tierra, a la menor
oportunidad, Darwin se iba de expedición, como un audaz explorador. Tres de
los cinco años los pasó sobre suelo bien firme[5].
Por otro lado, no podía hacer gran cosa en el mar porque su conocimiento
de los ecosistemas marinos era muy escaso por entonces. Darwin no ejerció
apenas de oceanógrafo, en cambio, estaba encantado con la iluminación que
había recibido de Lyell, descubriendo que por medio del actualismo se podía
entender la historia de la Tierra e interpretar los signos que venían del pasado.

Había llevado conmigo el primer volumen de Principios de geología de


Lyell, que estudié atentamente, y me resultó de gran ayuda en muchos
aspectos. El primer lugar que examiné, Santiago, en el archipiélago de
Cabo Verde, me demostró claramente la maravillosa superioridad del
método que Lyell aplicaba a la geología, en comparación con el de los
autores de cualquiera de las obras que yo llevaba conmigo, o que haya
leído después. […] La geología de Santiago es muy chocante, y sin
embargo, sumamente simple: sobre el fondo del mar, constituido por
conchas recientes trituradas, y por corales, corrió en otro tiempo un río de
lava que endureció aquellos materiales, convirtiéndolos en una roca
blanca y dura. A partir de entonces fue surgiendo la isla. Pero la línea de
rocas blancas reveló un nuevo e importante hecho, a saber, que alrededor
de los cráteres que desde entonces habían estado en actividad, y habían
vertido lava, se había producido un hundimiento. Entonces se me ocurrió
por primera vez que quizá podía escribir un libro sobre la geología de las
diversas regiones visitadas, y ello me hizo estremecer de gozo. Aquélla
fue una hora memorable para mí y recuerdo con extraordinaria claridad el

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profundo acantilado de lava bajo el cual descansaba, con un sol abrasador,
algunas extrañas plantas del desierto junto a mí y, a mis pies, corales
vivos en las lagunas de marea. Posteriormente, durante el viaje, FitzRoy
me pidió que le leyera algo de mi diario y manifestó que merecería la
pena publicarlo; ¡así que aquí había un segundo libro en perspectiva!

Habían pasado tres semanas desde la salida del Beagle de Plymouth en


Inglaterra, y aquel maravilloso día, en Cabo Verde, sentado al pie del
acantilado, el joven Charles, a la edad de veintidós años, se convirtió en
Darwin. Más tarde, en la Tierra de Fuego, decidió que quería entregar su vida
al estudio de la Historia Natural, con la esperanza de hacer avanzar el
conocimiento en este campo. Su vocación estaba decidida.

Figura 16. Formación de arrecifes de coral por hundimiento progresivo de la isla en torno a la cual se
forman. De este modo los arrecifes costeros (o franjeantes) pasan a ser arrecifes de barrera (con un
lagoon en medio) y luego, si continúa la subsidencia, desaparece la isla y se convierten en atolones.

Aunque no hubiera escrito El origen, Darwin habría pasado a la historia


de las Ciencias Naturales por descubrir, mientras estaba en el Beagle, cómo se
forman los atolones. La geología de campo consiste en resolver problemas a
baso de observación y deducción, un ejercicio mental muy del gusto del
joven. A lo que más se parece es a una ecuación matemática con múltiples
incógnitas. A Darwin siempre le gustaron estos trabajos y gozó como no

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había podido imaginar nunca con la Geología de Sudamérica. Fuera del barco,
fue, por encima de todo, un geólogo. Para iniciarse «sólo hace falta un poco
de lectura, razonamiento y darle al martillo», le escribió, entusiasmado con la
Geología, a William Darwin Fox. Francis Darwin oyó comentar a su padre
que «la Geología de Sudamérica le proporcionó casi más placer que ninguna
otra cosa».

Figura 17. Journal of Researches. Al poco tiempo de publicarse junto con otros dos tomos sobre los
viajes del Beagle (de los que se encargó FitzRoy), el Diario escrito por Darwin se reeditó como libro
independiente, con gran éxito.

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La investigación geológica de cada uno de los lugares visitados fue
mucho más importante, puesto que en ella entra en juego el razonamiento.
Cuando se empieza a examinar un territorio desconocido, nada parece
más desesperanzador que el caos de las rocas; pero al ir registrando la
estratificación y la naturaleza de aquéllas y de los fósiles en múltiples
puntos, especulando siempre y pronosticando lo que encontraremos en
otros lugares, se empieza a ver clara la región, y su estructura de conjunto
se hace más o menos inteligible.

Desgraciadamente, no disponía de una guía como la que Lyell le


procuraba, en Geología, para enfrentarse con los misterios de la Biología,
carecía de todo conocimiento de anatomía comparada y no tenía ninguna
práctica en la disección científica (algo que, si se hubiera aplicado, habría
podido aprender cuando estudiaba Medicina en Edimburgo). Además, era
incapaz de dibujar (su torpeza sólo era comparable a la falta completa de oído
musical) y poco partido podía sacar de un animal al que era incapaz de pintar
por fuera o por dentro (aprovecho para recordar, con nostalgia, que mi
promoción debió de ser una de las últimas que todavía cursaron una
asignatura de dibujo artístico en la carrera, lo que me convierte en un
«clásico»; pero siempre he envidiado a los geógrafos, geólogos y biólogos
que tienen los cuadernos de campo llenos de anotaciones y apuntes al natural:
se ven mejor las cosas cuando se dibujan).

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Figura 10. Seguramente los jóvenes oficiales del Beagle consultarían el libro del que procede este
dibujo, que, por cierto, refleja una dramática situación por la que FitzRoy pasó dos veces, y Darwin una,
con grave peligro de hundimiento[6].

Otra de mis ocupaciones era recoger todo tipo de animales; hacía una
breve descripción y disecaba groseramente muchos de los que procedían
del mar, pero, como no era capaz de dibujarlos y no poseía un
conocimiento anatómico suficiente, el montón de manuscritos que había
hecho durante la travesía resultó prácticamente inservible. Perdí mucho
tiempo de este modo, con la excepción de que dediqué a adquirir algún

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conocimiento sobre crustáceos, pues esto me sirvió cuando, años después,
emprendí una monografía sobre los cirrípedos. […]. En lo que puedo
juzgar respecto de mí mismo, trabajé al máximo durante la travesía por el
mero placer de investigar y guiado por mi firme deseo de añadir alguno
más a la gran masa de datos con que cuenta la ciencia natural. Pero
también ambicionaba alcanzar una buena posición entre los científicos,
aunque no tengo idea de si lo ambicionaba más o menos que la mayoría
de mis colegas.

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III. ¡POR FIN EN CASA!

Llegó a Inglaterra (2 de octubre de 1836), físicamente muy diferente. Su


padre dijo que le habían cambiado los huesos de la cabeza, y desde luego
había perdido casi todo su pelo. Darwin tenía mucho que hacer, con todos los
ejemplares que había enviado a Cambridge, tantas notas sobre las que trabajar
y tantos especialistas a los que consultar. Conservaba aún fuerzas.

Estos dos años y tres meses fueron los más activos de mi vida, aunque en
ocasiones me encontraba indispuesto, por lo que perdí algún tiempo. Tras
haber estado yendo y viniendo varias veces entre Shrewsbury, Maer
[residencia de los Wedgwood], Cambridge y Londres, el 13 de diciembre
fijé mi residencia en Cambridge, donde estaban todas mis colecciones
bajo la custodia de Henslow. Allí me quedé tres meses, y examiné mis
minerales y rocas con la ayuda del profesor Miller. […] El 7 de marzo de
1837 trasladé mi residencia a Great Malborough Street, en Londres,
donde permanecí casi dos años, hasta que contraje matrimonio. […] A lo
largo de estos dos años hice también cierta vida de sociedad y fui
secretario honorario de la Geological Society. Veía mucho a Lyell. Una
de sus principales características era su solidaridad hacia el trabajo de los
demás, y yo estaba tan impresionado como complacido por el interés que
mostró cuando, a mi regreso a Inglaterra, le expuse mis puntos de vista
sobre los arrecifes de coral. Esto me animó extraordinariamente y su
consejo y ejemplo tuvieron mucha influencia en mí.

Como todo el mundo, Darwin se equivocaba en ocasiones. Pero los fallos


en los datos no le duelen tanto a un científico como los errores en las
hipótesis, que son los hijos más queridos, el resultado no de la experiencia y
de la práctica profesional (un producto de la edad, sin más), sino de la
capacidad para el razonamiento abstracto, de la creatividad. El talento se
expresa en las teorías, y son éstas las que hacen que alguien pase a la historia
y sea recordado en el futuro como un gran descubridor… o ridiculizado para
siempre como un gran tonto. Así de claro. En las grandes ideas es donde el

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aspirante a genio se la juega… si es que decide intentarlo. Muchos son tan
prudentes que prefieran apuntarse, a posteriori, al consabido «ya lo decía yo».
Darwin demostraría su valía como geólogo con la teoría sobre la
formación de los arrecifes de coral, como se verá más adelante, pero
asimismo cometió un grave error en la solución de otro enigma geológico, el
de los «caminos paralelos» de Glen Roy. Esa equivocación la lamentó
siempre y hasta es posible que lo volviera excesivamente cauto a la hora de
publicar su teoría de la descendencia con modificación, para la que nunca
parecía tener suficientes pruebas. Y habría seguido tal vez acumulándolas
hasta el día de su muerte si no hubiera sido por una carta que recibió desde el
otro confín del mundo. Pero ya hablaremos de eso luego.

Mapa 2. Brazo sur del ventisquero de San Quintín. «El glaciar más alejado del polo explorado durante
los viajes del Adventure y del Beagle, está en la latitud 46º 50’, en el Golfo de Penas». C. Darwin.
Diario.

En las Highlands de Escocia hay un valle de origen glaciar con lo que


parecen ser tres caminos paralelos hechos por el hombre en sus laderas. Se
trata de las antiguas líneas costeras de un lago que se formó justo al final de la
última glaciación, cuando un glaciar cerró la salida del valle e hizo que se
represara el agua, al actuar como dique. Los movimientos del glaciar son la
causa de las elevaciones y los descensos del nivel del lago que, a su vez,
originaron los caminos paralelos. Darwin pasó allí unos pocos días en el

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verano de 1838 (se encontró bien y se sentía feliz) y pensó, equivocadamente,
que esas «carreteras» eran de origen marino y no lacustre, pese a que están
situadas a considerable altura sobre el nivel del mar, a 265, 325 y 350 metros.
Pero es que en su estancia en Sudamérica había deducido los grandes
levantamientos del continente que se habían producido en épocas geológicas
recientes; lo sabía porque encontraba conchas de moluscos marinos actuales a
considerable altitud.

A lo largo de estos dos años hice algunas excursiones cortas, a modo de


esparcimiento, y una más larga a la rada paralela de Glen Roy, de la que
se publicó una referencia en las Philosophical Transactions. Este artículo
fue un gran fracaso y me avergüenzo de él. Como estaba profundamente
impresionado por lo que había visto de la elevación de la Tierra en
Sudamérica, atribuí la rada paralela a la acción del mar; pero tuve que
renunciar a esta opinión cuando Agassiz propuso su teoría de los lagos
glaciares. Yo me había pronunciado a favor de la acción del mar porque
de acuerdo con el nivel de nuestros conocimientos en aquellos tiempos no
era posible ninguna otra explicación; y mi error fue una buena lección que
me enseñó a no confiar jamás en el principio de exclusión en el terreno
científico.

Cuando observaba los bloques erráticos (boulders) dispersos en las


llanuras de Patagonia, Darwin recurría a las ideas de Lyell para explicar la
presencia de esas grandes piedras aisladas, cuya composición indicaba que se
encontraban muy alejadas de la montaña a la que pertenecían. Si las llanuras
habían estado cubiertas por el mar, antes de elevarse, entonces los boulders
podrían haber viajado montados en icebergs, y luego caído sobre el lecho
marino. La misma explicación valía para los bloques erráticos del norte de
Gales y los de Escocia. Darwin había visto playas marinas levantadas en
Chile, y por eso pensaba que las terrazas del Glen Roy también lo eran.
Pero en 1840 un naturalista suizo llamado Louis Agassiz, un par de años
mayor que Darwin, llegó a la conclusión de que su tierra natal había estado
ocupada por el hielo, es decir, que los glaciares de los Alpes se extendían
otrora por los tramos altos de los valles fluviales, como el del Ródano. El
empuje de los ríos de hielo era lo que había desplazado los bloques erráticos,
no los icebergs flotando en el mar. Agassiz había descubierto las glaciaciones.
En el pasado, decía, Suiza había sido como es ahora Groenlandia, una tierra
cubierta por un caparazón de hielo, del que emanaban lenguas glaciares. Viajó
por Escocia en el mismo año de 1840 con el naturalista inglés reverendo

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William Buckland (1784), presidente entonces de la Sociedad Geológica, y
pudo observar el mismo modelado del paisaje por la acción de los hielos que
en Suiza: estrías, bloques erráticos, rocas aborregadas, depósitos de piedras
transportadas (morrenas), etc. La presa que había formado el lago del Glen
Roy, y dado lugar a las terrazas, había sido una lengua de hielo que cerraba la
salida del río. El mar nunca había llegado hasta allí.
Darwin se desplazó al norte de Gales (en el verano de 1842), donde había
estado trabajando con el profesor Sedgwick, de Cambridge, justo antes de
embarcar en el Beagle, y reconoció las huellas del hielo por todas partes.
Había estado ciego la vez anterior, como todos los demás geólogos de la
época, incluido el escocés Lyell, que tenía el modelado glaciar literalmente a
la vista desde la casa de su padre en Kinnordy. Y es que nadie puede ver
aquello que no busca. El método científico que Darwin aplicó tan bien en los
problemas de la evolución y de los arrecifes de coral consiste en elevarse
desde los hechos conocidos hasta las hipótesis (inducción: el método de
Francis Bacon), y luego buscar nuevos hechos para ver si son compatibles con
las hipótesis (falsación). Con todo, Darwin seguía aferrándose a su idea de las
playas levantadas de Glen Roy; creía todavía que ambas explicaciones,
glaciar y brazo de mar, eran complementarias. El caso es que Darwin no tenía
que haberse equivocado, ya que él mismo dice, en carta escrita a Lyell a la
vuelta del viaje, que no encuentra conchas en las supuestas playas marinas de
Glen Roy:

Me he convencido por completo (tras ciertas dudas al principio) de que


los bancos de arena son playas marinas, aun cuando no pude encontrar ni
un rastro de concha, y creo poder aclarar la mayor parte de las
dificultades, si no todas.

Janet Browne, autora de una completísima biografía de Darwin, explica


este fracaso por el hábito de Darwin de pensar a la contra (es decir, en
términos negativos), que tan buenos resultados le dio en el caso de la
evolución. La ausencia de evidencia no es lo mismo que la evidencia de la
ausencia (contra el dictado de la intuición), diría Darwin. La ausencia de
formas fósiles intermedias entre las especies y los grupos de organismos
actuales no quiere decir que no hayan existido, simplemente no se han
conservado. Un juego brillante, pero muy arriesgado, opina Browne. Y así es,
en efecto, porque en este caso, la ausencia de conchas en las terrazas del Glen
Roy sí quiere decir que nunca las hubo, porque jamás brazo alguno de mar
llegó hasta allí.

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Figura 19. Louis Agassiz fue un gran científico que descubrió la existencia de las grandes glaciaciones
en el pasado. Pero se mantuvo inflexible en la defensa del creacionismo hasta el día de su muerte, y
sostenía que había varias especies humanas.

Las vidas de Darwin y de Louis Agassiz tomaron a partir de entonces


caminos muy diferentes. El científico suizo que tan brillantemente había
derrotado a Darwin en el campo de la Geología se trasladó a Estados Unidos,
tomando posesión de una cátedra de Zoología y Geología en la Universidad
de Harvard (donde fundó el Museo de Zoología Comparada). Desde ella
combatió hasta el fin de sus días el evolucionismo, convirtiéndose en el
último momento casi en una rareza entre los grandes científicos.
Después de que Darwin publicara El origen, Agassiz intentó demostrar
que la glaciación había afectado a la totalidad del planeta, bajando el hielo
desde la cordillera andina hasta el Amazonas, a donde el suizo-americano
viajó para encontrar las pruebas. A la vuelta se manifestó convencido de que
toda América había estado cubierta con un escudo de hielo continuo, de modo
que ninguna especie del Terciario, o más tardía, que fuera anterior a la
glaciación habría podido sobrevivir hasta los tiempos actuales. Tan terrible
enfriamiento global habría destruido toda forma de vida, haciendo imposible
la evolución de las especies que defendía Darwin. Por eso Agassiz había
afirmado en la Academia Nacional de la Ciencias de Estados Unidos que «en
consecuencia, esto es el fin de la teoría de Darwin».
En una carta de Darwin a Lyell de principios de septiembre de 1866 le
comenta:

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Me gustó mucho leerlo [un artículo de Agassiz de ese año], aunque
básicamente como una curiosidad psicológica. Le sigo totalmente en
considerar a Agassiz loco con los glaciares. Sus pruebas se reducen a
supuestas morrenas que son difíciles de identificar en un terreno cubierto
de bosque; y con respecto a los bloques erráticos, no se dice que sean
angulares (como tendrían que ser) y su área fuente no se puede conocer en
un país tan escasamente explorado. Cuando estuve en Río, me llamó
continuamente la atención la profundidad (algunas veces de 100 pies)
hasta la cual las rocas graníticas se descomponían in situ y que su textura
blanda fácilmente daría lugar a grandes acumulaciones aluviales.
Recuerdo bien lo difícil de trazar una línea entre los materiales aluviales y
la roca descompuesta in situ. ¡Qué espléndida imaginación tiene Agassiz!
¡Y qué entusiasta es! ¡Qué gran obra podría haber hecho si se hubiera
nutrido de sus Principios [el libro de Lyell] con la leche de su madre! Es
maravilloso que haya escrito tal insensatez sobre los valles del Amazonas.

Por otro lado, Agassiz defendió el poligenismo o creación separada de las


diferentes razas humanas, que serían equivalentes a especies. El poligenismo
no era una idea muy popular entre los seguidores de la Biblia, porque en el
Libro sólo se habla de una pareja original, Adán y Eva. Pero Agassiz, que no
había tenido tratos con los negros en Europa, sufrió un choque emocional
cuando entró en relación con ellos en América. Stephen Jay Gould, en su
famoso libro La falsa medida del hombre, reproduce unos párrafos
esclarecedores de una carta de Agassiz a su madre, de diciembre de 1846, que
no se había publicado en su integridad antes (porque estas líneas fueron
censuradas por su esposa en la recopilación Life and Letters):

Fue en Filadelfia donde estuve por primera vez en contacto prolongado


con los negros; todos los criados de mi hotel eran hombres de color.
Apenas puedo expresarte la penosa impresión que me produjeron, sobre
todo porque lo que sentí es contrario o todas nuestras ideas acerca de la
confraternidad del género humano y el origen único de nuestra especie.
Pero lo único que cuenta es la verdad. Sin embargo sentí piedad al
contemplar a esta raza degradada y degenerada, y me llené de compasión
al pensar en su destino, si es que son realmente hombres. Sin embargo, no
puedo evitar la impresión de que no tienen la misma sangre que nosotros.
Al ver sus negros rostros, con esos labios gruesos y la mueca de sus
dentudas bocas, la lana de su cabeza, las piernas torcidas, las manos
alargadas, sus grandes uñas arqueadas y, sobre todo, el color lívido de la

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palma de sus manos, no pude dejar de clavar mis ojos en su rostro para
indicarles que se mantuvieran bien lejos.

Agassiz pensaba también que eran inferiores mentalmente, infantiles


podría decirse, y no debían educarse como los niños blancos. En la vida
social, Agassiz predicaba la segregación y esperaba que los negros se fueran a
vivir al Sur, cuyo clima se correspondía mejor con el del lugar en el que
fueron creados. Sobre todo le aterraba que se mezclaran las sangres.
En 1871, Darwin publicaba El origen del hombre. En él defendía un
origen único para la especie humana, y además por evolución[7].

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IV. LA PRADERA ENSANGRENTADA

Darwin paleontólogo

Figura 20. «El gaucho es invariablemente atento, educado y hospitalario […] es modesto, pero tiene un
gran sentido de la propia dignidad y de la de su país, y al mismo tiempo es muy valiente y corajudo». C.
Darwin. Diario.

Darwin ha pasado también a la historia de la literatura de viajes, como su


admirado Humboldt, por la crónica de su aventura con el Beagle. En el barco
leía un ejemplar de Personal Narrative, que llevaba esta dedicatoria: «J. S.
Henslow, a su amigo C. Darwin, con ocasión de su marcha de Inglaterra para
emprender un viaje alrededor del mundo. 21 de septiembre de 1831».
Humboldt sin duda le sirvió de modelo, pero el Diario del viaje de un
naturalista alrededor del mundo(3) es también un libro inmortal y muy leído,
una obra maestra del género viajero. La edición que yo cito a continuación es
la clásica de Calpe de 1921, traducida por Juan Mateos y revisada con todo
cuidado por J. Dantín Cereceda, un importante geógrafo español de la época.
La primera versión del Diario la terminó Darwin en el verano de 1837 y se
publicó en 1839, como tercer tomo de una obra de conjunto sobre los dos
viajes del Beagle a Sudamérica. En 1845 salió una segunda edición revisada

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(la que uso aquí) que tuvo una extraordinaria acogida de público, algo de lo
que Darwin siempre se sentiría muy orgulloso.

En 1845 me esmeré en la corrección de una nueva edición de mi Journal


of Researches que había sido publicado originalmente en 1839 como parte
del trabajo de FitzRoy. El éxito de este mi primer producto literario
cosquillea siempre en mi vanidad más que el de cualquier otro de mis
libros. Aún hoy día se vende continuamente en Inglaterra y en Estados
Unidos, y ha sido traducido al alemán por segunda vez, al francés y a
otros idiomas. Este éxito de un libro de viajes, y especialmente de un libro
científico, tantos años después de su primera publicación, es sorprendente.
En Inglaterra se han vendido diez mil ejemplares de la segunda edición.

Es muy significativo a quién y por qué le dedica el libro:

A Charles Lyell, con hondo reconocimiento, se dedica esta segunda


edición, en homenaje a la parte principal que, en orden al posible mérito
de este diario y demás obras del autor, se debe al estudio de sus
conocidísimos y admirables Principios de geología.

El viaje le cambió la vida, como el encuentro con Henslow y Sedgwick, o


el libro de Lyell, pero en realidad, porque son muchos los que viajan, asisten a
clases o leen, sólo hizo que saliera a la superficie lo que él llevaba dentro.
El Diario es un libro que se lee con placer porque está lleno de
contenidos, de naturaleza y de gentes, y Darwin sabía escribir; después de
todo, puede que le resultara útil su formación clásica de la escuela de
Shrewsbury. No hace demasiadas concesiones al lirismo, aunque sus
descripciones de la naturaleza son a menudo muy bellas; se nota que el autor
tenía un espíritu sensible. A mí me gusta especialmente la impresión que le
causó el inacabable paisaje de la Patagonia; yo sentí lo mismo cuando estuve
allí, siguiendo sus pasos:

No se veía un árbol, y apenas algún cuadrúpedo o ave; únicamente el guanaco


aparecía en la cima de algún cerro, velando como fiel centinela por su rebaño.
Todo era silencio y desolación. Sin embargo, al pasar por regiones tan yermas
y solitarias, sin ningún objeto brillante que llame la atención, se apodera del
ánimo un sentimiento mal definido, pero de íntimo gozo espiritual. El
espectador se pregunta por cuántas edades ha permanecido así aquella
soledad, y por cuántas más perdurará en este estado.

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Nadie puede decirlo…; todo parece ahora eterno.
El desierto tiene una lengua misteriosa,
que sugiere terribles dudas.
(None can replay — all seems eternal now.
The wilderness has a mysterious tongue,
Which teaches awful doubt).
Shelley, «Mont Blanc»

En su juventud, Darwin disfrutaba mucho con la poesía:

Por aquel entonces me deleitaba muchísimo la poesía de Wordsworth y


Coleridge y puedo alardear de haber leído La excursión entera dos veces.
Anteriormente, El Paraíso perdido de Milton había sido mi principal
favorito, y, cuando en las exclusiones que hice durante mi viaje en el
Beagle podía llevar un solo libro conmigo, siempre escogía el de Milton.

En eso también cambió mucho con los años el carácter de Darwin, y al


final de sus días se lamentaba de haber perdido su sensibilidad para el arte.

Figura 21. Darwin y Owen creyeron equivocadamente que el fósil Macrauchenia patachonica era un
lejano pariente de gran tamaño de los camélidos sudamericanos como el guanaco o la llama.

Pero volvamos a la mocedad y al viaje. Darwin se fijó en las faunas


fósiles, tan peculiares, de Sudamérica, y su parentesco con las actuales, no

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menos originales. Algo tenía que ver el pasado con el presente de la región.
La explicación estaba, efectivamente, en la descendencia con modificación:

En Puerto San Julián, en un légamo rojo que cubre la grava de la llanura, de


27 metros de altitud, encontré medio esqueleto del Macrauchenia
patachonica, notable cuadrúpedo, tan grande como un camello. Pertenece a la
misma división o grupo de los Paquidermos, junto con el rinoceronte, tapir y
Paloeotherium, pero en la estructura de los huesos de su largo cuello ofrece
una evidente relación con el camello, o más bien con el guanaco y llama. Del
hecho de haberse hallado conchas marinas recientes en dos de las más altas
llanuras escalonadas, que deben de haberse modelado y levantado antes de
que se depositara el légamo en que quedó sepultado el Macrauchenia, se
colige con certeza que este curioso cuadrúpedo vivió mucho tiempo después
de haber estado poblado el mar por sus conchas actuales. En un principio no
podía comprender cómo un cuadrúpedo tan corpulento había hallado manera
de subsistir en la latitud 49º 15’, en estas desoladas llanuras de grava, con su
raquítica vegetación; pero la afinidad del Macrauchenia con el guanaco, que
ahora habita en las regiones más estériles, explica en parte esta dificultad.
La relación, aunque lejana, entre el Macrauchenia y el guanaco, entre el
Toxodon y el Capybara; el parentesco, más estrecho aún, entre muchos
Desdentados extintos y los vivientes perezosos, hormigueros y armadillos,
hoy tan eminentemente característicos de la zoología sudamericana, y las
afinidades, mucho más acentuadas que las anteriores, entre las especies,
fósiles y vivientes, del Ctenomys e Hydrochoerus, constituyen los hechos más
interesantes. Todas esas relaciones se patentizan maravillosamente —tan
maravillosamente como las que existen entre los marsupiales de Australia,
fósiles y extintos— en la gran colección, últimamente llevada a Europa, de las
cuevas del Brasil, por los señores Lund y Clausen. En dicha colección se
cuentan especies extintas de todos los treinta y dos géneros, excepto cuatro,
de los cuadrúpedos terrestres que ahora habitan las comarcas donde se hallan
las cuevas, y las especies extintas son mucho más numerosas que las vivientes
de hoy; hay hormigueros, armadillos, tapires, pecaríes, guanacos, zarigüeyas,
junto con numerosos roedores, monos y otros animales sudamericanos, todos
fósiles. Esta admirable relación, en el mismo continente, entre las especies
muertas y las vivas ha de arrojar de aquí en adelante —no lo dudo— más luz
[la cursiva es mía] sobre el aspecto exterior(4) de los seres orgánicos en
nuestro planeta y sobre su desaparición que cualquier otra clase de hechos.

Si se coteja la segunda edición del Diario (que es la que acabamos de


leer) con la primera, se observan diferencias de lo más interesantes. En la

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época en que Darwin escribió el primer texto, en el verano de 1837, ya
revoloteaban por su cabeza las ideas evolucionistas desde marzo de aquel año.
Para cuando se publicó el Diario, en 1839, había leído a Malthus (en los
últimos días de septiembre y primeros de octubre de 1838) y concebido la
idea de la selección natural. Pero nada de esto se trasluce (o por lo menos no
es evidente) en el libro. La edición de 1845 se revisó meses después de que
Darwin hubiera escrito (en 1844) un largo ensayo de 230 páginas con toda su
teoría de la evolución por medio de la selección natural ampliamente
desarrollada. Y es en esta segunda edición donde se atisban sus ideas
evolucionistas, aunque en ningún caso se lleguen a expresar (sólo las
conocían unos pocos íntimos por entonces). Pero nosotros podemos
interpretar los cambios que hizo en el Diario por el afán de eliminar lo que le
parecía ya incorrecto y quizá también de expresar, aunque fuera de forma
encubierta, su pensamiento «transformista», que pugnaba por salir al exterior.
De lo que no cabe duda es de que Darwin ya sabía la contestación que iba a
dar a las preguntas que el libro planteaba.
En la edición de 1839 Darwin escribe:

La ley de la sucesión de tipos, aunque sujeta a algunas notables


excepciones, debe tener el máximo interés para todo filósofo natural
[científico se dice ahora], y fue primero observada claramente en
Australia, donde se descubrieron en una cueva fósiles de canguros
extinguidos de gran talla y de otros marsupiales.

Para 1845 ya se han producido los descubrimientos de las cuevas de


Brasil, que no aparecen en la primera edición. La curiosa «ley de sucesión de
tipos» se reformula en la segunda edición como «la admirable relación, en el
mismo continente, entre las especies muertas y vivas». Y a continuación
utiliza la expresión «arrojar más luz» (throw more light), que parece anunciar
algo, como si fuera a completar el razonamiento en el futuro. Y así lo hizo en
El origen de las especies, donde, curiosamente, la misma expresión vuelve a
aparecer, indicando también, crípticamente, que hablaría algún día
extensamente sobre otra cuestión: «Light will be thrown on the origin of man
and his history». Pero esta vez fueron muchos los lectores que supieron hacia
dónde apuntaba: al origen del hombre por transformación de especies
desaparecidas. Ahora volvamos a América:

Es imposible reflexionar sobre el cambio que se ha realizado en el


continente americano sin sentir el más profundo asombro. En remotas

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épocas, América debe de haber sido un hervidero de grandes monstruos;
ahora no hallamos más que pigmeos, cuando se los compara con las razas
afines que los han precedido. Si Buffon hubiera tenido noticia del
perezoso gigante y de otros animales parecidos al armadillo, también de
tamaño enorme, así como de los paquidermos desaparecidos, habría
podido decir que las fuerzas creadoras de América han perdido su poder;
afirmación más verosímil que la de que no lo tuvieron nunca sino en corto
grado. El mayor número, si no todos, de estos cuadrúpedos extintos vivió
en un período reciente y fueron contemporáneos de las más de las conchas
marinas que hoy existen. Desde que ellos vivieron no se ha efectuado
ningún gran cambio en la forma del país. ¿Cuál ha sido, pues, la causa
que ha exterminado tantas especies y todos los géneros? El ánimo se
siente arrastrado desde luego irresistiblemente a suponer algún gran
cataclismo; mas para destruir así tantos animales, grandes y pequeños, en
el sur de Patagonia, en Brasil, en la Cordillera del Perú, en Norteamérica
hasta el examen de la geología de La Plata y Patagonia conduce a la
creencia de que todos los rasgos del país provienen de cambios lentos y
graduales.

Si la geología no mostraba la existencia de ninguna catástrofe, ¿cómo se


podía entender una extinción tan rápida, tan masiva y tan extendida
geográficamente como la de los grandes mamíferos de los dos continentes
americanos? La aplicación del actualismo de Lyell (las cosas han sido
siempre como son ahora) al terreno de la biología tropieza con un serio
obstáculo en este caso, y bien lo sabía Darwin cuando expresaba que «el
ánimo se siente arrastrado desde luego irresistiblemente a suponer algún gran
cataclismo», es decir, a abandonar a Lyell y abrazar a Cuvier.

Juzgando por el carácter de los fósiles en Europa, Asia, Australia y las


dos Américas, del Norte y del Sur, parece que las condiciones favorables
a la vida de los mayores cuadrúpedos coexistieron últimamente en todo el
mundo. Qué condiciones fueron ésas, nadie ha podido ni siquiera
conjeturarlas hasta ahora. Difícilmente cabe atribuirlo a un estrecho de
Bering, sería menester sacudir el globo entero. Fuera de eso, cambio de
temperatura, que casi al mismo tiempo destruyera los habitantes de
latitudes tropicales, templadas y árticas en ambos hemisferios. Por
Mr. Lyell sabemos positivamente que en Norteamérica vivieron grandes
cuadrúpedos con posterioridad al período en que los cantos erráticos
fueron transportados a latitudes donde ahora no llegan nunca los icebergs;
podemos tener por cierto, por razones concluyentes, aunque indirectas,

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que en el hemisferio meridional el Macrauchenia también vivió mucho
después del período del transporte glaciar de cantos erráticos. ¿Es que el
hombre, después de su incursión primera en Sudamérica, destruyó, como
se ha sugerido, el indómito y pesado Megatherium y los otros
Desdentados? Al menos, debemos buscar otra causa por lo que se refiere
a la destrucción del pequeño tucutuco en Bahía Blanca y de muchos
ratones fósiles y otros pequeños cuadrúpedos en Brasil. A nadie le pasará
por las mientes que una sequía, aun suponiéndola mucho más terrible que
las causantes de estos estragos en las provincias de La Plata, sea capaz de
destruir todos los individuos de las diversas especies desde la Patagonia
meridional hasta el estrecho de Bering. Y ¿qué diremos de la extinción
del caballo? ¿Es que faltaron pastos en las llanuras recorridas de entonces
acá por millares y cientos de millares de caballos descendientes de los
introducidos por los españoles? ¿Acaso las especies introducidas
posteriormente consumirían los alimentos de las grandes razas anteriores?
¿Podemos creer que el Capybara se apropió la comida del Toxodon, el
guanaco la del Macrauchenia, y los pequeños desdentados existentes la
de sus numerosos prototipos gigantescos? Ciertamente, en la larga historia
del mundo no hay un hecho tan sorprendente como el de los amplios y
repetidos exterminios de sus habitantes.

Darwin se equivoca al creer que el Macrauchenia, mamífero extinguido


de largo cuello, era un pariente de los actuales camélidos sudamericanos(5),
como el guanaco; ni tampoco el Toxodon, del tamaño de un rinoceronte, tenía
que ver con el capibara, el roedor más grande del mundo. Pero sus
razonamientos son en general muy atinados. Todavía hoy nos preguntamos
cuál es la causa de la extinción de la gran fauna americana, que se produjo en
todo el continente, de Norte a Sur, hacia el final de la última glaciación. Unos
opinan que fue la llegada del hombre a América, que tuvo lugar por esas
fechas. Al encontrarse con una megafauna que no había evolucionado con él,
y no conocía por tanto al cazador bípedo que mata a distancia, le fue fácil
acabar con ella. Animales tan lentos como los perezosos gigantes no podrían
escapar de los venablos de los primeros amerindios. Pero incluso hasta el
último de los caballos desapareció. Otros autores piensan que fue el cambio
del clima, con el deshielo, lo que alteró los medios e hizo que se desmoronase
la pirámide ecológica, desapareciendo los herbívoros más grandes, y con ellos
los carnívoros más poderosos[8].

LA JOYA DEL MUSEO DE CIENCIAS NATURALES

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Figura 22. Zarigüeya: un marsupial americano.

Durante muchos millones de años, Sudamérica fue una gigantesca isla, como una alargada
Australia. Los mamíferos que habitaban allí evolucionaban por separado de los del resto del
mundo. Había marsupiales, algunos de los cuales todavía subsisten, como las zarigüeyas. Es más,
los depredadores eran marsupiales, con su bolsa para las crías, igual que los canguros. Pero también
había muchos mamíferos con placenta. El aislamiento sudamericano cesó cuando se levantó el
istmo de Panamá, hace unos tres millones de años. Entonces se produjo un intercambio de faunas
entre el norte y el sur y muchos mamíferos sudamericanos desaparecieron. Todos los carnívoros
actuales (como el jaguar) son placentados. Pero todavía hoy existe un grupo de mamíferos «muy
raros», que no se encuentra en ninguna otra parte. Son los desdentados: los osos hormigueros, los
perezosos y los armadillos (los dos últimos tienen dientes, aunque simplificados). Cuando llegaron
los indios, desde Asia, hace unos 13 000 años, se encontraron con los actuales desdentados y
también con unos parientes suyos de enorme tamaño: los megaterios (con pelo como los perezosos)
y los gliptodontes (acorazados como los armadillos). No se sabe si los amerindios tuvieron que ver
con su desaparición, aunque desde luego los cazaban. Otros muchos grandes mamíferos
placentados desaparecieron en aquel tiempo en las dos Américas, quizá por culpa del hombre, tal
vez a causa del cambio climático que se produjo: era el final de la última glaciación.
Los desdentados fósiles tuvieron una gran importancia en la forja de las ideas evolucionistas de
Darwin, y le dieron mucho que pensar. Geológicamente parecían muy modernos, representaban una
fauna gigante misteriosamente desaparecida y eran familia de las especies actuales. Antes de su
reciente extinción, Sudamérica no tenía nada que envidiar, en cuanto a grandes mamíferos, a las
praderas africanas. Hoy día sólo quedan sus pequeños primos. Así que los desdentados fósiles le
obligaban a preguntarse el porqué de las extinciones, las relaciones entre las especies actuales y las
fósiles, y la causa de la distribución de las faunas del planeta.
En Bahía Blanca, concretamente en Punta Alta, Darwin ejerció por primera vez de paleontólogo
de mamíferos en septiembre de 1832. En el Diario describe la estratigrafía del yacimiento y los
huesos que se encuentran en él. Fósiles que, por cierto, fueron estudiados por Richard Owen,
entonces colaborador de Darwin y más tarde uno de los más encarnizados oponentes de la teoría de
la evolución. Los restos de los mamíferos se encuentran junto a conchas de especies que todavía
existen, de donde se deduce que «vivieron cuando el mar estaba poblado por la mayor parte de los

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habitantes que hoy tiene». Los fósiles se encuentran a pocos metros (de cuatro a seis) del nivel del
mar en la pleamar, dice Darwin, luego la elevación del país ha sido pequeña desde entonces.
Muchos geólogos de la época, que estaban muy lejos de imaginar la deriva de los continentes y la
tectónica de placas que la origina, suponían que se producían movimientos verticales en la corteza
terrestre que tenían gran poder explicativo. Así se entendía que aparecieran animales marinos a
grandes altitudes. No se debía a la subida del nivel del mar, sino al ascenso del continente. Darwin,
siguiendo a Lyell, creía que esos movimientos eran lentos, imperceptibles, en comparación con la
duración de la vida humana, pero importantes a la escala de tiempo geológico. Ése es el principio
del actualismo(6). Darwin encontró en Argentina las pruebas, geológicas y paleontológicas, de una
elevación del terreno lenta, pero de una extensión enorme.
El primer gran mamífero fósil cuyo esqueleto se montó completo en el mundo es el del Museo
de Ciencias Naturales de Madrid (Megatherium americanum). Fue descubierto en 1785 en el Río
Luján y enviado al Real Gabinete de Historia Natural de Madrid por el virrey del Río de la Plata, el
marqués de Loreto, en 1788. El Real Gabinete estaba entonces en la calle de Alcalá y compartía el
edificio con la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, que sigue allí. El ejemplar se hizo
muy famoso internacionalmente porque Cuvier se ocupó de él. Darwin lo menciona en una carta de
1832 a su hermana Caroline: «He encontrado partes de la curiosa coraza ósea que se atribuye al
megaterio; como los únicos ejemplares existentes en Europa están en Madrid (enviados en 1798
desde Buenos Aires), solamente esto basta para compensar algunos momentos de cansancio». Pero
se equivoca en la fecha (por diez años) y en el animal. Lo que él había descubierto era un
gliptodonte (con su coraza de placas de hueso) y no un megaterio como el de Madrid. De todos
modos, la sala del Museo de Ciencias Naturales es un magnífico lugar para homenajear a Darwin (y
la mejor manera de honrar a un científico es la de preguntarse en qué acertó y en qué se equivocó).
Otro espléndido marco para la celebración del bicentenario del nacimiento y del sesquicentenario
de El origen de las especies es la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Allí hay una
inscripción en piedra sobre la puerta de entrada que me entusiasma: Carolus III Rex/Naturam et
artem sub uno tecto/In publicam utilitatem consociavit. El Rey don Carlos III unió bajo un mismo
techo a las ciencias naturales y a las artes para utilidad pública[9].
Lo que Darwin vio en Sudamérica y lo que vio el capitán FitzRoy fue casi lo mismo, pero su
interpretación fue completamente diferente. Mientras ascendían el río Santa Cruz ambos
observaban la geología, porque los dos tenían un gran interés en ella. Comentaban como amigos lo
que se les ofrecía a la vista y estaban de acuerdo. A la vuelta del viaje, en Inglaterra, se pusieron
manos a la obra de publicar las observaciones de los dos viajes del Beagle, que vieron la luz a
principios del verano de 1839 en forma de tres libros (y un cuarto tomo de apéndices). El primero
correspondía al capitán Phillip Parker King y trataba de los viajes por Sudamérica de los navíos de
su majestad Adventure y Beagle entre 1826 y 1830. King era el jefe de la expedición y el Beagle
había sido mandado, primero por Pringle Stokes y, tras dispararse un tiro en la cabeza, por FitzRoy.
Como King vivía en Australia, le tocó a FitzRoy poner en orden el material de King, el de Stokes y
el propio. El segundo volumen trataba del segundo viaje del Beagle y lo escribió íntegramente
FitzRoy. El tercero, Journal and Remarks, 1832-1836, era el de Darwin. Los volúmenes se vendían
por separado, y fue el tercero el único que tuvo éxito, tanto que el editor Henry Colburn hizo una
nueva tirada en el mes de agosto, con el título Journal of Researches into de Geology and Natural
History of the Various Countries Visited by the H. M. S. Beagle Under the Command of Captain
FitzRoy, R. N. From 1832 to 1836[10].
FitzRoy leyó el manuscrito de Darwin antes de publicarse y su contenido le enfureció. Su mente
había cambiado mucho entre tanto y se había vuelto un firme creyente en la literalidad de la Biblia.
Así que expresó sus opiniones al respecto de la Geología en el capítulo final del segundo volumen,
el que había escrito sobre la circunnavegación del Beagle. Lleva por título «Unas pocas notas en
referencia al Diluvio».

He sufrido mucho en estos años por una inclinación a dudar, si no a negar, la historia revelada
escrita por Moisés. Sabía tan poco de ese libro, o de la manera tan estrecha en que el Viejo
Testamento está relacionado con el Nuevo, que imaginé que algunos hechos allí relatados

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podían ser fabulosos o mitológicos, mientras creía sinceramente en la verdad de otros; un
vaivén de opiniones que sólo podía producir un vacilante y, por tanto, infeliz estado mental.
[…] Gran parte de mi insatisfacción se debía a haber leído libros escritos por gente de la
escuela de Voltaire, y de geólogos que contradicen, implícitamente, si no declaradamente, la
autenticidad de las Escrituras, antes de que tuviera conocimiento del libro que tan
imprudentemente rebaten. […] Mientras estaba desviado por ideas escépticas y conociendo
muy poco de la Biblia, uno de mis comentarios a un amigo [¿quién podría ser si no Charles
Darwin, que viajaba, precisamente, para darle amistad al capitán?] al cruzar vastas praderas
(las márgenes del río Santa Cruz) compuestas de cantos rodados estratificados en depósitos
detríticos cuaternarios de algunos cientos de pies de profundidad, fue «esto no lo habría
podido haber hecho nunca un diluvio de cuarenta días», una expresión que indica el desvarío
de la mente y la ignorancia de la Escritura.

Eso era, literalmente, lo que pensaba Darwin, que los potentes depósitos de cantos no los podía
haber hecho un Diluvio, sino el mar, y que luego se habían levantado, siguiendo la idea de Lyell de
que los diversos bloques que forman la corteza de la Tierra suben muy lentamente, de forma
imperceptible para el ser humano. Darwin llevó aún más lejos esa mecánica geológica: cuando
bajan los bloques, y se hunde el fondo del mar, se forman los atolones de coral, en la lucha de estos
organismos coloniales por no alejarse de la superficie.
A propósito de las formaciones geológicas de la llanura del río Santa Cruz, Darwin dice en su
Diario:

Los geólogos de hace años habrían hecho intervenir la acción violenta de algún cataclismo,
pero se pueden explicar por causas físicas como las actuales, aunque debemos confesar que
aturde pensar en el número de años, centuria tras centuria, que han debido necesitar las
mareas, sin ayuda de una fuerte resaca, para arrasar un área tan vasta y el espesor de la sólida
lava basáltica.

Cuando remontaban el río Santa Cruz, hacia los Andes, Darwin le iba convenciendo a su
capitán de las teorías que había leído a bordo del Beagle en los Principios de geología de Lyell, un
libro que el propio FitzRoy le había regalado. Una vez en casa, FitzRoy prefirió el relato bíblico, y
trató de hacerlo compatible con las observaciones de campo en su propia versión de la geología del
viaje.
Sus caminos se habían separado para siempre, y en sentidos opuestos. Darwin, el recién
licenciado y acompañante sin sueldo del capitán del Beagle, avanzaba hacia la gloria, y el brillante
y prometedor marino FitzRoy se dirigía hacia el declive de su carrera. En la reunión de la
Asociación Británica para el Avance de las Ciencias de 1860 en Oxford, FitzRoy leyó un trabajo,
Tormentas Británicas, el 29 de junio. Al día siguiente se produjo el famoso debate entre Huxley y
el obispo Wilberforce. FitzRoy, en uniforme de contraalmirante, en pie y moviendo la Biblia sobre
su cabeza, trataba de hacerse oír en la algarabía que siguió a la intervención de Huxley. Su esfuerzo
resultaba patético. Cinco años más tarde se rebanaba el cuello con su navaja de afeitar.

En el laboratorio de la evolución
Los días que el Beagle pasó en las Galápagos[11] fueron igualmente decisivos
para que, a la vuelta del viaje, Darwin cambiara su visión fijista de las
especies y adoptara la descendencia con modificación, hasta el punto de que
las Galápagos son hoy mundialmente famosas como un «laboratorio natural
de la evolución» (una expresión que ha hecho fortuna, aunque todas las islas

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tienen algo de eso, ya que en condiciones de aislamiento pueden evolucionar
formas que no tendrían posibilidades en el continente):

Hasta ahora no he indicado el rasgo más notable de la Historia Natural de


este archipiélago, y es que las diferentes islas, en una extensión
considerable, están habitadas por conjuntos diferentes de seres. El
vicegobernador, Lawson, me llamó la atención sobre este hecho,
manifestándome que había notables diferencias entre las tortugas de las
diversas islas, y que podía discernir con toda seguridad la isla de donde
procedía cada una. Por algún tiempo no presté gran atención a este aserto,
y ya había mezclado en parte las colecciones de dos islas. Nunca pude
figurarme que unas islas separadas por cincuenta o sesenta millas de
distancia, y la mayor parte a la vista unas de otras, formadas precisamente
de las mismas rocas, gozando de un clima idéntico, y que se levantan casi
a la misma altura, estuvieron pobladas por seres orgánicos diferentes;
pero pronto veremos que así sucede. Parece signo adverso de casi todos
los viajeros tener que salir precipitadamente de una localidad en cuanto
han descubierto lo más interesante que hay en ella; sin embargo, quizá
debo dar gracias porque obtuve suficientes materiales para establecer este
hecho notable en la distribución de los seres orgánicos. […] Los
habitantes, como he dicho, se precian de saber distinguir las tortugas
procedentes de las diferentes islas, y aseguran que no sólo se diferencian
en el tamaño, sino en otros caracteres. El capitán Porter ha descrito las de
Charles y las de Hood, que es la más próxima a ella, diciendo que sus
espaldares son gruesos y vueltos hacia arriba, como una silla de montar
española, mientras que las tortugas de la isla de James se distinguen por
ser más redondas, negras, y por tener un sabor más agradable después de
cocidas. Sin embargo, Mr. Bibron me participa que ha visto lo que
considera dos especies distintas de tortugas, procedentes de las
Galápagos, aunque ignora de qué islas. Los ejemplares traídos por mí a
Inglaterra, cogidos de tres islas, eran jóvenes, y probablemente debido a
esta causa ni Mr. Cray ni yo logramos descubrir en ellas ninguna
diferencia específica. He observado que el Amblyrhynchus marino era
mayor en la isla de Albemarle que en otras partes, y el citado Mr. Bibron
me notifica que conoce dos distintas especies acuáticas de este género; de
modo que las diferentes islas tuvieron probablemente sus especies
representativas o razas de Amblyrhynchus, así como de tortugas. La
primera vez que este hecho provocó mi atención fue cuando al comparar
los numerosos ejemplares de sinsontes o pájaros mimos que había cazado
en diversos puntos, con gran asombro descubrí que todos los de la isla

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Charles pertenecían a una especie (Mimus trifasciatus); todos los de
Albemarle, al M. parvulus, y todos los de James y Chatham —entre las
que hay interpuestas otras dos islas, como para enlazarlas—, al M.
melanotis. Estas dos últimas especies son muy afines, y algunos
ornitólogos las consideran como razas o variedades muy marcadas, pero
el M. trifasciatus es enteramente distinto.

Luego fueron los sinsontes, y no los pinzones, los pájaros que pusieron a
Darwin sobre la pista de la sorprendente diversidad insular de las Galápagos.

Figura 23. Amblyrhynchus cristatus. Iguana marina de las Galápagos, que Darwin encontró en todas las
islas del archipiélago, a diferencia de la iguana terrestre.

Por desgracia la mayoría de los ejemplares de la tribu de los picogordos


[pinzones, finch tribe] estaban todos mezclados; pero tengo poderosas
razones para suponer que algunas especies del subgrupo Geospiza viven
confinadas en islas separadas. Si cada una de éstas tiene sus
representantes especiales de Geospiza, esto ayudaría a explicar el
grandísimo número de especies de dicho subgrupo en un archipiélago tan
pequeño y, como probable consecuencia del número, la serie
perfectamente graduada en el tamaño de sus picos. Se logró adquirir dos
especies del subgrupo Cactornis y dos del Camarhynchus en el
archipiélago, y de los numerosos ejemplares de estos dos subgrupos
cazados por cuatro colectores en la isla de James se vio que todos
pertenecían a alguna especie de las primeras, mientras que los numerosos
ejemplares muertos a tiros, bien en Chatham, bien en Charles (porque
todos estaban mezclados), pertenecían a las otras dos especies; de donde
podemos estar seguros de que dichas islas poseen especies representativas

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de estos dos subgrupos. En cuanto a las conchas terrestres, esta ley de
distribución no parece cierta. En mi reducida colección de insectos,
Mr. Waterhouse halla que entre los rotulados con su respectiva localidad
no hay ninguno común a las dos islas.

Darwin no fue plenamente consciente de la diversidad biológica de las


islas Galápagos hasta la vuelta de su viaje, pese a lo que le había contado
Lawson acerca de la especificidad de las tortugas. Por falta de cuidado, al no
saber de su importancia, el joven naturalista había mezclado en su colección
especímenes de diferentes procedencias, de modo que la variación insular no
era evidente una vez en casa. Entonces resultó providencial la intervención de
John Gould, el ornitólogo que se encargó del estudio de las aves cazadas
durante la travesía del Beagle. Fue él quien de verdad se dio cuenta de que
había diferentes especies de pájaros en las distintas islas Galápagos. Para
comprobar que cada una de ellas pertenecía a una isla en particular, Darwin
visitó al capitán FitzRoy, quien tenía su propia colección de ejemplares, en la
primavera de 1837. Tomaron el té y discutieron. El carácter de FitzRoy se
había agriado considerablemente. «Alguna parte de su cerebro necesita un
arreglo», le escribió Darwin a Lyell. Pese a todo, FitzRoy cedió los
ejemplares y Darwin se quedó preguntándose por qué los pinzones se
repartían las islas.

La distribución de los vivientes de este archipiélago no sería tan sorprendente


si, por ejemplo, una isla tuviese un pájaro burlón y otra isla algún otro género
algo distinto; si una isla poseyera su género peculiar de lagartos y una
segunda otro distinto, o ninguno; o si las diferentes islas estuvieran habitadas
no por especies representativas de los mismos géneros de plantas, sino por
géneros totalmente distintos, como hasta cierto punto sucede, pues un gran
árbol que produce bayas en la isla de James no tiene especie que lo represente
en la isla de Charles. Pero lo que hace subir de punto mi asombro es que
varias de las islas poseen sus peculiares especies de tortugas, sinsontes o
burlones, picogordos, junto con numerosas plantas, y que estas especies
tienen los mismos hábitos generales; ocupan sitios análogos y llenan sin duda
los mismos fines en la economía natural de este archipiélago. Puede
sospecharse que algunas de estas especies representativas de las diversas islas,
al menos en el caso de la tortuga y de algunas aves, han de resultar, en fin de
cuentas, razas bien caracterizadas; pero esto mismo ofrece un interés
igualmente grande para el naturalista. He dicho que la mayor parte de las islas
están a la vista unas de otras, y puedo puntualizar que la de Charles dista sólo
cincuenta millas de la parte más próxima de Chatham y treinta y tres de la

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parte más cercana de Albemarle. La isla de Chatham está a sesenta millas de
la parte más vecina de la isla de James; pero hay entre ellas dos islas
intermedias que no visité. James está solamente a diez millas de la parte más
próxima de la isla de Albemarle; pero los sitios en que se hicieron las
colecciones están a la distancia de treinta y dos millas. Debo repetir que ni la
naturaleza del suelo, ni la altura del mismo, ni el clima, ni el carácter general
de los seres asociados, ni, por tanto, su acción recíproca, pueden diferir
mucho en las diversas islas. Si existe alguna diferencia apreciable en su clima,
debe de ser entre el grupo de barlovento —esto es, islas de Charles y Chatham
— y el de sotavento; pero, según parece, no se nota la diferencia
correspondiente en las producciones de estas dos mitades del archipiélago.
Tal vez arroje alguna luz sobre el peculiar carácter de las producciones
vegetales y animales de las diversas islas, y es el único dato que puedo aportar
para explicarlo, la circunstancia de que estuvieran aisladas las islas
septentrionales y meridionales por corrientes marinas que se dirigieran al O o
al ONO; de hecho, entre las islas del Norte se ha observado una gran corriente
Noroeste, que sin duda establece una separación eficaz entre James y
Albemarle. Como el archipiélago está exento de huracanes y fuertes vientos
en grado excepcional, no es verosímil el traslado atmosférico de aves,
insectos o semillas ligeras de unas islas a otras. Y, por último, la inmensa
profundidad del océano entre las islas y su origen volcánico, al parecer
reciente (en sentido geológico), hace en extremo improbable que hayan estado
nunca unidas; y ésta acaso es una consideración mucho más importante que
cualquier otra, por lo que hace a la distribución geográfica de los seres que las
habitan. Repasando los hechos referidos, el ánimo se llena de asombro ante la
magnitud de fuerza creadora, si tal expresión cabe, desplegada en estas
pequeñas, yermas y rocosas islas, y más todavía de su diversa, aunque
análoga, acción sobre puntos tan próximos unos a otros. He dicho que el
archipiélago de las Galápagos podría llamarse un satélite del continente
americano; pero mejor se denominaría un grupo de satélites físicamente
semejantes, orgánicamente distintos, pero estrechamente relacionados entre
sí, y todos en grado notable, aunque mucho menor, con el gran continente
americano.

SE BUSCA IMPORTANTE ÑADÚ DESAPARECIDO

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Figura 24. Ñandú petiso, estudiado y dibujado por Gould, el ornitólogo que tanta importancia tuvo
en la formación de las ideas evolucionistas de Darwin al estudiar los especímenes del Beagle.

Cuando estuve en el río Negro, en la Patagonia Septentrional, oí repetidas veces a los gauchos
hablar de un ave muy rara, que llamaban Avestruz Petise. […] Estando en Puerto Deseado
[…], Mr. Martens mató de un tiro un avestruz; le echó una ojeada, olvidando
momentáneamente, del modo más inverosímil, toda la historia de los Petises, y creí que era un
ejemplar ordinario, todavía no bien crecido. Fue guisado y comido antes de que volviese mi
memoria. Por fortuna, se conservaron la cabeza, el cuello, las patas, las alas, muchas de las
plumas mayores y una gran parte de la piel, y con estos elementos se ha reconstituido un
ejemplar casi del todo perfecto, que al presente se exhibe en el Museo de la Sociedad
Zoológica. Mr. Gould, al describir esta nueva especie me ha honrado designándola con mi
nombre.

Aunque Darwin escribe en el Diario que los gauchos le hablaban del «Avestruz Petise» (y así
aparece en la traducción española de Juan Mateos), supongo que más bien dirían avestruz petiso
(que por allá quiere decir pequeño). El ornitólogo John Gould, que estudió el ejemplar que cazó
Mr. Martens, le dedicó en 1837 la especie a Darwin: Rhea darwinii. Por cierto, Conrad Martens fue
el segundo ilustrador que tuvo el Beagle, el primero, Augustus Earle, abandonó la expedición por
problemas de salud en Montevideo. Martens, a su vez, se quedó en Australia. Las ilustraciones que
conocemos del viaje se las debemos a estos dos artistas.
En la primera edición del Diario (publicado en 1839 como Journal and Remarks, 1832-1836, y
unas semanas después como Journal of Researches), Darwin escribe:

M. D’Orbigny, cuando estuvo en el río Negro hizo grandes esfuerzos para procurarse este ave,
pero nunca tuvo la buena fortuna de conseguirlo. Lo menciona en sus Viajes, y propone
(supongo que en el caso de que se obtenga un ejemplar) llamarlo Rhea pennata[12].

A continuación añade que la especie ya había sido observada y descrita por Dobrizhoffer en
1749. En una nota a pie de página explica Darwin que cuando estuvieron en Río Negro oyeron
hablar mucho del naturalista francés Alcide d’Orbigny y de sus admirables investigaciones entre
1826 y 1833, por lo que lo sitúa inmediatamente después de Humboldt en la lista de los grandes
viajeros por América.
Resulta curioso leer esos mismos párrafos en la segunda edición, muy corregida, de 1845. Todo
sigue igual, pero hay algunos cambios. Uno es mínimo: ahora fecha los viajes de D’Orbigny entre

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1825 y 1833. Otros dos cambios son más importantes. En la primera edición decía: «En conclusión,
debo repetir que el Struthio Rhea habita el país de La Plata hasta un poco al sur del río Negro, a los
41º de latitud, y que el Petise se halla en la Patagonia meridional, siendo la región del río Negro
territorio neutral». En 1845, el término Petise ha sido sustituido por Struthio Darwinii. Y lo que es
más importante: la frase: «Lo menciona (Alcide d’Orbigny) en sus viajes, y propone (supongo que
en el caso de que se obtenga un ejemplar) llamarlo Rhea pennata», ha desaparecido.
Está claro que Darwin quería que la especie llevase su nombre, pero el autor reconocido de la
especie, al final, es el francés, y el nombre válido el que Alcide d’Orbigny propuso en 1834 (Rhea
pennata), aunque nada se opone a que en el lenguaje ordinario se le llame ñandú de Darwin; sin
embargo, yo prefiero el nombre de ñandú petiso, que le daban los gauchos, o mejor choique, la
versión de los indios tehuelches. Modernamente ha cambiado el género y el nombre científico de la
especie ha quedado como Pterocnemia pennata.
Tenía interés por ver ese espécimen tan famoso que se exhibía, dice Darwin, en el Museo de la
Sociedad Zoológica de Londres, y que se comió el naturalista. Inicio mis pesquisas, localizo un
trabajo sobre la colección de aves del Beagle propiedad de Darwin, voy al ejemplar tipo u holotipo,
el que fue utilizado por Gould en 1837 para crear la nueva especie dedicada a Darwin, compruebo
que perteneció a la colección de la Sociedad Zoológica de Londres, que estuvo montado, y
descubro que su situación actual es… desaparecido.
Este ejemplar de tan accidentada vida después de la muerte tuvo su importancia en la génesis
del pensamiento evolucionista de Darwin. Si, como decía Gould, se trataba de una especie diferente
del ñandú común que vivía más al norte, y no de una simple variedad o raza geográfica de la misma
especie, entonces la cosa resultaba muy intrigante. Más adelante, en El origen de las especies,
Darwin puso en negro sobre blanco qué pensaba de todo ello.

Las llanuras próximas al estrecho de Magallanes están habitadas por una especie de Rhea, y, al
norte, las llanuras de La Plata por otra especie del mismo género, y no por un verdadero
avestruz o un emú como los que viven en África y Australia a la misma latitud. […] Tardo ha
de ser el naturalista que no se sienta movido a averiguar en qué consiste esta relación.

En la primera edición del Diario, en un párrafo muy significativo del capítulo de las islas
Galápagos, a propósito de los famosos pinzones, enuncia el problema de la relación geográfica:

He expuesto que en las trece especies de pinzones puede observarse una gradación casi
perfecta desde un pico extraordinariamente gordo a uno tan fino que puede compararse con un
warbler [sin traducción]. Sospecho que algunos miembros de la serie [de pinzones] están
confinados en diferentes islas; en consecuencia, si la colección se hubiera hecho en sólo una
isla, no se habría presentado una gradación tan perfecta. Está claro que si varias islas tienen
sus especies propias del mismo género, cuando se ponen juntas, habrá un amplio rango de
variación del carácter. Pero no hay espacio en este libro para entrar en este curioso tema.

En la segunda edición se apunta la solución al problema:

Al ver esta gradación y diversidad de estructura en un grupo de aves pequeño e íntimamente


relacionado, podría imaginarse realmente que de un corto número de ellos, existentes
originariamente en este archipiélago, una especie se ha dividido y modificado para servir a
diferentes fines.

¿Qué conclusión se saca de todo esto? ¿Cómo se entiende? En la primera edición escribe:

La semejanza en tipo entre islas lejanas y continentes, mientras las especies son distintas,
apenas ha llamado la atención. La cuestión se explicaría, según los puntos de vista de algunos
autores, diciendo que el poder creador ha actuado siguiendo la misma pauta en una extensa
área.

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Es decir, creando el mismo tipo de pájaros en todas partes. En la segunda edición la redacción
es algo distinta:

Repasando los hechos referidos, el ánimo se llena de asombro ante la magnitud de la fuerza
creadora, si tal expresión cabe, desplegada en estas pequeñas, yermas y rocosas islas, y más
todavía en su diversa, aunque análoga, acción sobre puntos tan próximos unos a otros.

Darwin ya sabía, desde hacía siete años, el nombre que corresponde a tal fuerza creadora:
descendencia con modificación (evolución) por selección natural.

La gran cabalgada
En el viaje del joven naturalista no faltaron las aventuras, que se produjeron
especialmente porque Darwin fue a su encuentro. Nadie le había ordenado
que se alejara del barco ni que recorriera por su cuenta territorios tan
extensos, que no formaban parte de la misión del Beagle de cartografiar las
costas. Seguramente pocos naturalistas profesionales lo habrían hecho.
Reproduzco ahora, por su interés y, sobre todo, emoción, un pasaje extenso de
las jornadas del 8 de septiembre al 19 de septiembre de 1833, durante las que
Darwin viajó a caballo desde Bahía Blanca hasta Buenos Aires, mientras el
Beagle hacía el recorrido por mar. En él podemos hacernos una idea del
carácter inquieto de Darwin en Sudamérica, prolongación del que había
tenido en sus años anteriores en Inglaterra, pero totalmente diferente del que
mostró a su vuelta a casa y hasta el día de su muerte.

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Figura 25. Darwin halló en Bajada un diente fósil de caballo, que demostraba que había vivido en
América y luego se había extinguido antes de su reintroducción por los españoles.

En aquella época, las llanuras argentinas, al igual que las grandes praderas
norteamericanas, eran el escenario de sangrientos enfrentamientos entre los
indios, sus naturales habitantes, y los colonos de origen europeo. La
reintroducción del caballo por parte de los españoles dio a los nativos una
enorme movilidad y la posibilidad de atacar por sorpresa en cualquier punto
del país. Los pocos blancos que osaban instalarse en territorios tan abiertos y
desprotegidos corrían un peligro cierto de ser asesinados. La propia Bahía
Blanca fue atacada varias veces, la última por nada menos que tres mil
guerreros en 1859. Indígenas y recién llegados se combatían a muerte en una
guerra sin cuartel. El general Rosas estaba llevando a cabo una campaña de
exterminio con los indios. Así estaban las cosas cuando Darwin cabalgaba
con los gauchos, por un mar de hierba.

8 de septiembre.—Contraté un gaucho para que me acompañara en mi viaje a


caballo a Buenos Aires, aunque con alguna dificultad, pues el padre del que
quise ajustar primero no se atrevió a dejarle ir, y habiendo buscado otro que
parecía querer hacerlo de buen grado me lo pintaron tan tímido que no me
resolví a tomarle, porque me dijeron que si llegaba a divisar un avestruz a lo
lejos le tomaría por un indio y escaparía como alma que lleva el diablo. La
distancia a Buenos Aires es de unos seiscientos kilómetros, y casi todo el
camino por país desierto. Salimos por la mañana muy temprano, y, subiendo a

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cosa de cien metros desde la hondonada cubierta de césped en que se alza
Bahía Blanca, entramos en una extensa llanura desolada. Está constituida por
un lecho de desmenuzada roca arcillocalcárea, la cual, a causa de la sequedad
del clima, cría solamente matojos dispersos de agostada hierba, sin un arbusto
ni árbol que rompa aquella monótona uniformidad. El tiempo era magnífico;
pero la atmósfera, notablemente caliginosa; creí que esto auguraba tempestad;
pero los gauchos me explicaron que se debía a la humareda producida por un
incendio en el interior. Después de un prolongado galope y de haber mudado
de caballos dos veces, llegamos al río Sauce; es una profunda, rápida y
pequeña corriente, de unos siete metros de ancha. En sus márgenes se halla
instalada la segunda posta del camino de Buenos Aires; un poco más arriba
hay un vado para caballos, donde el agua no les llega al vientre; pero desde
ese punto, en toda la longitud de su curso hasta el mar, no es vadeable de
ningún modo, y de ahí que forme una útilísima barrera contra los indios.
Aunque esta corriente carece de importancia, el jesuita Falconer, cuya
información es de ordinario exactísima, la presenta como un río considerable
que nace al pie de la Cordillera. Con respecto a sus fuentes, no dudo que así
sea, porque los gauchos me aseguraron que a mediados del seco verano esta
corriente tiene, al mismo tiempo que el Colorado, avenidas periódicas, lo cual
sólo puede provenir de la fusión de la nieve en los Andes. Es por extremo
improbable que una corriente tan pequeña como el Sauce atraviese toda la
anchura del continente; y, por otra parte, si fuera el residuo de un gran río, sus
aguas, como en otros casos bien probados, serían salinas. Durante el invierno,
debemos considerar los manantiales que brotan en torno de Sierra Ventana
como las fuentes de su pura y límpida corriente. Sospecho que las llanuras de
Patagonia, como las de Australia, se hallan cruzadas por muchas corrientes
que sólo en ciertos períodos llenan su peculiar misión. Probablemente éste es
el caso de las aguas que fluyen en la parte interior de Puerto Deseado, así
como el río Ghupat, en cuyas riberas los oficiales empleados en los trabajos
topográficos hallaron masas de escorias muy esponjosas.
Como era poco después de mediodía cuando llegamos, tomamos caballos
de refresco, y con un soldado por guía llegamos a la Sierra de la Ventana.
Esta montaña es visible desde el fondeadero de Bahía Blanca, y el capitán
FitzRoy calcula su altura en 1000 metros, elevación muy notable en esta parte
oriental del continente. No tengo noticia de que ningún extranjero, antes de
mi visita, haya subido a esta sierra, y realmente muy pocos de los soldados de
Bahía Blanca sabían algo de ella. Oí hablar de yacimientos de carbón, oro y
plata, de cuevas y bosques, todo lo cual sobreexcitó mi curiosidad, sólo para
llevarme un desengaño. La distancia desde la posta era de unas seis leguas,
sobre una llanura uniforme del mismo carácter que antes. La cabalgada no

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dejó de ofrecer interés, sobre todo desde que la montaña empezó a mostrar su
verdadera forma. Cuando llegamos al pie del macizo principal, tropezamos
con grandes dificultades para hallar agua, y creíamos tener que pasar la noche
sin ella. Al fin descubrimos alguna examinando de cerca la montaña, pues a la
distancia de unos centenares de metros los arroyuelos no se veían por estar
sepultados y perderse enteramente en las deleznables calizas y sueltos
detritos. No creo que la Naturaleza haya producido jamás una acumulación
tan desolada y solitaria de rocas: con razón se le ha dado el nombre de
Hurtado, o apartada. La montaña es muy empinada, escabrosa y llena de
barrancos, y tan enteramente desprovista de árboles y arbustos que nos fue
imposible procurarnos un palo aguzado para sostener la carne sobre el fuego,
hecho con tallos y cañas de cardos. El extraño aspecto de esta montaña
contrasta con el extenso mar de tierras que, tendiéndose en torno de ella, no
sólo llega hasta el pie mismo de sus laderas, casi verticales, sino que separa
las sierras paralelas. La uniformidad del color da una extremada monotonía al
paisaje, pues el gris blanquecino de las rocas de cuarzo y el pardo suave de la
agostada hierba del llano lo dominan todo, sin una sola nota brillante. Por la
costumbre adquirida, se espera ver siempre en los alrededores de una montaña
alta y escarpada un terreno quebrado, cubierto de enormes fragmentos. Aquí
la Naturaleza muestra que el último movimiento, antes que el lecho del mar se
trocase en el seco país, pudo realizarse con tranquilidad. En estas
circunstancias es curioso observar que se encuentran varios guijarros
emparentados con la roca madre. En las playas de Bahía Blanca, y cerca del
poblado, había algunos de cuarzo, que seguramente proceden de esta fuente;
la distancia es de setenta y dos kilómetros.
El rocío, que durante la primera parte de la noche humedeció las monturas
mientras dormía abrigado con ellas, se heló al venir la mañana. Aunque la
llanura parecía continuar siendo perfectamente horizontal, se había elevado
insensiblemente a una altura de 250 a 300 metros sobre el nivel del mar.
A la mañana siguiente (9 de septiembre) el guía me invitó a subir al
macizo más próximo, que, según él se figuraba, había de conducirme a los
cuatro picos que coronan la cima. La operación de trepar por rocas tan
escarpadas fue fatigosísima; las laderas presentaban tales desigualdades que el
terreno ganado en cinco minutos se perdía en los siguientes. Al fin, cuando
llegué a la cumbre de la montaña mi desencanto fue extremo al hallar un valle
de laderas empinadas tan hondo como la llanura, el cual cortaba la cadena
transversalmente en dos y me separaba de las cuatro puntas. Dicho valle es
muy angosto, pero de fondo plano, y forma un hermoso camino de herradura
para los indios, por establecer la comunicación entre las llanuras de las
vertientes norte y sur de la cadena. Me resolví a descender, y, habiéndolo

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efectuado, vi al cruzarlo dos caballos pastando, e inmediatamente me escondí
entre la alta hierba y empecé a reconocer el sitio; pero no descubrí señales de
indios y procedí cautelosamente a subir la opuesta ladera. El día estaba ya
bastante avanzado, y esta parte de la montaña, como la anterior, era escarpada
y abrupta. A eso de las dos llegué a la cima del segundo pico, pero con
extrema dificultad; a cada veinte metros me daban calambres en la parte
superior de ambos muslos, de modo que temí no poder bajar de nuevo.
Además, era necesario volver por otro camino, pues no había que pensar en
hacer la travesía del profundo vallado. Vime, pues, obligado a prescindir de
los dos picos más altos. Su altura no era más que un poco mayor, y nada
nuevo podía hallar en punto a geología. Por tanto, no había motivo a
aventurarse en ulteriores esfuerzos. Presumo que la causa del calambre fue el
gran cambio de la acción muscular desde el violento ejercicio de un rudo
galope al más violento aún de trepar. Es una lección digna de tenerse
presente, ya que en determinados casos podría ocasionar graves
contratiempos.
Ya he dicho que la montaña se compone de una roca de cuarzo blanco en
asociaciones de pequeñas pizarras lustrosas. A la altura de algunos centenares
de pies sobre la llanura se veían vetas de conglomerado adheridas en varios
sitios a la roca sólida. En su dureza y en la naturaleza del comento se parecían
a las masas que diariamente pueden observarse en formación sobre algunas
costas. No dudo que estos cantos rodados se agregaron de un modo análogo
en un período en que la gran formación calcárea se fue depositando
lentamente en el fondo del mar que la rodeaba. Podemos creer que las marcas
como de dientes y las formas melladas del duro cuarzo muestran todavía los
efectos del oleaje de un océano libre. Quedé, en definitiva, desencantado con
esta ascensión. Hasta el panorama era insignificante: una llanura como el mar,
pero sin su bello color y contornos definidos. Sin embargo, para mí fue un
espectáculo nuevo, y con un poco de peligro para darle algo de sabor, como la
sal a la carne. De que ese peligro era muy escaso no había duda, pues mis dos
compañeros hicieron una buena hoguera, cosa en que jamás se piensa si se
sospecha que los indios están próximos. Llegué al sitio en que habíamos de
vivaquear al ponerse el sol, y luego de beber mate y fumar varios cigarrillos,
me preparé la cama para pasar la noche. El viento era muy fuerte y frío, pero
nunca dormí más a gusto.
10 de septiembre.—Por la mañana, tras una buena corrida viento en popa,
llegamos al mediodía a la posta del Sauce. En el camino vi gran número de
ciervos, y cerca de la montaña un guanaco. La llanura, que termina al pie
mismo de la sierra, está atravesada por algunos barrancos curiosos, uno de los
cuales tenía cerca de seis metros de ancho y más de nueve de hondo. A

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consecuencia de ello nos vimos precisados a dar un gran rodeo antes de hallar
paso. Durante la noche nos quedamos en la posta, y la conversación, como de
ordinario, versó acerca de los indios. Sierra Ventana fue en otro tiempo un
gran lugar de refugio, y hace tres o cuatro años hubo allí muchas refriegas. Mi
guía se halló presente en una en que murieron muchos indios; las mujeres
escaparon a la cumbre de la montaña y pelearon desesperadamente arrojando
grandes piedras, con lo que lograron salvarse no pocas.
11 de septiembre.—Hemos emprendido el camino para la tercera posta en
compañía del teniente que la mandaba. Dijeron que la distancia era de quince
leguas, pero es sólo a ojo y generalmente exagerada. El camino careció de
interés y cruzó una llanura seca y herbosa; a nuestra izquierda, a mayor o
menor distancia, había algunos cerros de poca altura, y pasados éstos nos
encontramos muy cerca de la posta. Antes de nuestra llegada tropezamos con
un gran rebaño de vacas y caballos guardado por quince soldados, pero nos
dijeron que se habían perdido muchos. Es muy difícil conducir animales a
través de las llanuras, porque si durante la noche se acerca un puma o un
raposo, no hay modo de evitar que los caballos se dispersen en todas
direcciones, y el mismo efecto producen las tempestades. No hacía mucho
que un oficial había salido de Buenos Aires con quinientos caballos y cuando
llegó al ejército no le quedaban más que veinte.
Poco después percibimos por una gran nube de polvo que un grupo de
jinetes venía hacia nosotros; cuando aún estaban muy distantes, mis
compañeros conocieron que eran indios por las luengas cabelleras flotantes a
la espalda. Los indios usan generalmente una cinta atada a la cabeza, pero
ninguna otra prenda que la cubra, y sus negras guedejas, cruzándose sobre sus
rostros atezados, aumentan extraordinariamente la salvaje tosquedad de su
aspecto. Al fin resultó que era un grupo perteneciente a la tribu amiga de
Bernantio, que iba por sal a una salina. Los indios toman mucha sal y sus
niños la chupan como si fuera azúcar. Esta costumbre es del todo opuesta a la
de los gauchos españoles, que, no obstante llevar el mismo género de vida,
apenas la prueban. Según Mungo Park, la gente que se alimenta de vegetales
siente una necesidad irresistible de tomar sal. Los indios nos saludaron con
joviales inclinaciones de cabeza al pasar a todo galope, llevando delante una
tropa de caballos y detrás una cuadrilla de escuálidos perros.

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Figura 26. Las boleadoras son el equivalente argentino del lazo vaquero, y lo utilizaban tanto los indios
patagones como los gauchos.

12 y 13 de septiembre.—En esta posta me detuve dos días, aguardando un


piquete de soldados que el general Rosas tuvo la atención de enviar a
participarme su próximo viaje a Buenos Aires, recomendándome que
aprovechara la oportunidad de la escolta. Por la mañana cabalgamos hasta
unas lomas cercanas, a fin de inspeccionar el país y examinar la geología.
Después de comer, los soldados se dividieron en dos partidas para ejercitar su
destreza con las bolas. Clavaron dos picas en tierra, a una distancia de treinta
y cinco metros; pero de cuatro o cinco veces que tiraron, sólo una dieron en el
blanco. Las bolas pueden lanzarse a unos cincuenta o sesenta metros, pero
con poca seguridad de acierto. Lo cual, sin embargo, no se aplica a un hombre
a caballo, pues cuando la velocidad de éste se añade a la fuerza del brazo, se

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dice que pueden alcanzar con eficacia un blanco situado a ochenta metros.
Como prueba de su fuerza mencionaré que en las islas Falkland, cuando los
españoles asesinaron a varios de sus compatriotas y a todos los ingleses, un
joven español amigo de éstos huía a todo correr; pero un hombre llamado
Luciano le siguió galopando con su caballo, intimándole a que se detuviera,
pues sólo deseaba hablarle. En el momento preciso en que el fugitivo estaba a
punto de alcanzar el bote, Luciano le arrojó las bolas, y le acertó en las
piernas con tal fuerza que le derribó, dejándole insensible por algún tiempo.
Luciano, después de haberle dicho las cuatro palabras que deseaba, le dejó
escapar. Nos contó que le habían quedado grandes verdugones en las piernas,
donde se le habían enredado las correas, como si se las hubieran fustigado con
un látigo.
En el centro del día llegaron dos hombres con un paquete, desde la posta
inmediata, para enviárselo al general; de modo que nuestro grupo se compuso
esta tarde de esos dos hombres, el teniente con sus cuatro soldados, mi guía y
yo. Los soldados referidos eran tipos extraños: el primero, un hermoso joven
negro; el segundo, un mestizo de indio y negro, y los dos restantes, un viejo
minero de Chile, de color de caoba, y un sujeto de aspecto amulatado; ambos
de catadura tan detestable como no creo haberla visto en mi vida. Por la
noche, mientras estaban sentados alrededor de la hoguera jugando a la baraja,
me retiré a un lado para contemplar aquella escena, digna de Salvator Rosa.
Como se habían puesto al pie de una loma, pude mirarlos a mi gusto desde
encima; en torno de los jugadores yacían tendidos los perros, y cerca de éstos
las armas, junto a restos de ciervo y avestruz esparcidos por diversas partes,
mientras a distancia un poco mayor se erguían las largas picas de los jinetes
clavadas en el césped. Mas allá, en el fondo oscuro, estaban atados los
caballos, dispuestos para cualquier peligro súbito. Cuando el ladrar de uno de
los perros interrumpía la quietud solemne de la desolada llanura, uno de los
soldados dejaba la hoguera y, aplicando su cabeza al suelo, escudriñaba con
atención el horizonte. Con sólo que el alborotador terutero profiriera su
acostumbrado grito, había una pausa en la conversación y todas las cabezas,
por un momento, se inclinaban un poco.
¡Qué vida más miserable me parecen llevar estos hombres! Había, por lo
menos, diez leguas desde la posta Sauce y veinte desde la otra, como
consecuencia de haber quedado suprimida una desde el asesinato cometido
por los indios. Se supone que éstos efectuaron su asalto a medianoche, porque
al día siguiente muy de mañana, después del asesinato, se los vio, por fortuna,
acercarse a esta posta. Pero aquí el piquete entero de soldados huyó,
llevándose todo el retén de caballos, dispersándose cada uno por su lado con
los animales que pudo conducir.

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La pequeña chabola, construida con cañas de cardo, en que dormí no me
preservaba del viento ni de la lluvia; y en cuanto a la última, el único efecto
producido por el tejado consistía en condensarla en grandes gotas. Los
soldados del puesto no tenían qué comer sino lo que pudieran cazar, como
avestruces, ciervos, armadillos, etc., y su único combustible eran los tallos
secos de una pequeña planta algo parecida al aloe. Todo el regalo que estos
hombres disfrutaban se reducía a fumar cigarrillos de papel y a sorber mate.
Con frecuencia me venía el pensamiento de que los buitres carroñeros,
constantes seguidores del hombre en estas yermas llanuras, mientras
permanecían inmóviles en las lomas vecinas, parecían decir con su paciente
actitud: «¡Ah, si vinieran los indios! ¡Qué festín iba a ser el nuestro!».
Por la mañana salimos de caza, y aunque no fuimos muy afortunados,
cobramos algunas piezas y hubo animados incidentes. A poco de partir se
dividió el grupo, después de haber convenido que a cierta hora del día
(muestran mucho tino en calcularla) acudiríamos de los diversos puntos del
horizonte a cierto paraje llano, llevando allí los animales cazados. Cierto día
que estuve también de caza en Bahía Blanca, mis compañeros avanzaron en
forma de media luna, guardando entre uno y otro la distancia de kilómetro y
medio. Los jinetes más adelantados cogieron las vueltas a un soberbio macho
de avestruz; pero el animal intentó escapar por un lado. Lanzáronse los
gauchos en su persecución a un furioso galope, haciendo a la vez girar a los
caballos con admirable dominio, mientras volteaban las bolas alrededor de la
cabeza. Al fin los más delanteros las arrojaron dando vueltas por el aire, y en
un instante el avestruz cayó y rodó por el suelo un buen trecho, con las patas
juntas, enlazadas por la correa.
Las llanuras abundan en tres especies de perdices, y de ellas dos son tan
grandes como faisanes. Su capital enemigo es un pequeño y bonito zorro,
también muy numeroso; en el discurso del día vimos lo menos cuarenta o
cincuenta. Generalmente estaban cerca de sus madrigueras; mas a pesar de
ello los perros mataron uno. De regreso a la posta encontramos a dos del
grupo, que habían vuelto de cazar por su cuenta. Habían matado un puma y
hallado un nido de avestruz con veintisiete huevos, cada uno de los cuales
pesa, según dicen, lo mismo que once huevos de gallina; de modo que este
nido nos suministró una cantidad de alimento equivalente a doscientos
noventa y siete huevos de gallina.
14 de septiembre.—En vista de que los soldados pertenecientes a la posta
inmediata pensaban regresar, y de que formábamos una partida de cinco, y
todos armados, resolví no aguardar a las tropas que se esperaban. Mi patrón
de hospedaje, el teniente del puesto, me instó a detenerme. Yo le estaba
obligadísimo no sólo por haberme dado de comer, sino también por haberme

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prestado sus propios caballos; y, por tanto, quería corresponderle con alguna
remuneración. Pregunté a mi guía si estaría bien que lo hiciera, pero me
respondió que no, añadiendo que probablemente mi oferta sería rechazada con
estas palabras: «En nuestro país tenemos carne para los perros, y por
consiguiente no se la regateamos a ningún cristiano». No debe suponerse que
la categoría de teniente en un ejército de tal índole fuera causa de negarse a
aceptar el pago; lo hubiera hecho así movido sólo por un sentimiento de
generosa hospitalidad, que todo viajero ha de reconocer en todas estas
provincias, donde dicho sentimiento se halla extendido universalmente.
Después de galopar algunas leguas llegamos a una región baja y pantanosa,
que se extiende, aproximadamente unos ciento veintiocho kilómetros hacia el
Norte, hasta la Sierra Tapalguen. En algunas partes hay hermosas llanuras
húmedas, cubiertas de hierba, mientras otras tienen un suelo negro y turboso.
También se encuentran numerosos lagos, tan anchurosos como poco
profundos, y grandes cañares. El país, en general, se parece a las mejores
partes del condado de Cambridge. Por la noche tuvimos algunas dificultades
en hallar entre los pantanos un sitio seco para vivaquear.

Figura 27. Los indígenas a los que los españoles llamaron patagones eran de la etnia tehuelche.

15 de septiembre.—Madrugamos mucho al día siguiente, y poco después


pasamos por la posta donde los indios habían asesinado a cinco soldados. El
oficial tenía en su cuerpo dieciocho heridas de chuzo. Hacia el mediodía, tras
un violento galope, llegamos a la quinta posta, y a causa de cierta dificultad
en procurarnos caballos nos detuvimos allí toda la noche. Como este punto
era el más expuesto de toda la línea, había estacionados allí veintiún soldados;

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al ponerse el sol volvieron de cazar, trayendo consigo tres avestruces, siete
ciervos y muchos armadillos y perdices. Cuando se cabalga por el país hay
costumbre de hacer hogueras en la llanura, y de ahí que durante la noche,
como en esta ocasión, se presente el horizonte iluminado por brillantes
incendios en muchos lugares. De intento se prende fuego a la hierba, en parte
para desconcertar a los indios extraviados, pero principalmente por mejorar
los pastos. En las llanuras herbosas no ocupadas por grandes cuadrúpedos
rumiantes parece necesario quemar la vegetación superflua, para que pueda
utilizarse mejor al año siguiente.
El rancho en este sitio carecía hasta de techo, reduciéndose simplemente a
una cerca redonda de cañas de cardo, para quebrantar la fuerza del viento.
Estaba situado en las márgenes de un lago grande y somero que hervía en
aves silvestres, sobresaliendo entre ellas el cisne de cuello negro.
La especie de andarrío que parece andar en zancos (Himantopus
nigricollis) abunda aquí en bandadas bastante numerosas. Se la ha tildado de
inelegante, pero a mi juicio sin razón, pues cuando vadea en agua poco
profunda, que es su lugar predilecto, se mueve con cierta gracia. Estas aves,
cuando van en bandada, hacen un ruido que imita de un modo especial el de
una cuadrilla de perros en plena caza; al despertar por la noche, más de una
vez me ha sorprendido y asustado este rumor oído de lejos. El terutero
(Vanellus cayanus) es otra ave que a menudo perturba el silencio de la noche.
En su aspecto y costumbres se parece por muchos conceptos a nuestras
avefrías; sus alas, sin embargo, están armadas con agudos espolones, como
los que el gallo común tiene en las patas. De igual modo que los nombres de
otras aves, el del terutero es onomatopéyico, e imita el sonido que produce al
cantar. Mientras se camina por las llanuras herbosas, vese uno perseguido
constantemente de estas aves, que parecen odiar a la humanidad, y sin duda
son ellas las merecedoras de odio por sus incesantes chillidos, tan monótonos
como despreciables. Para el cazador son una verdadera calamidad, porque con
su aproximación le espantan todas las demás piezas; en cambio, tal vez
favorezca al viajero, según dice Molina, previniéndole contra el salteador
nocturno. Durante la época de la procreación intentan, a ejemplo de nuestros
frailecillos, apartar de sus nidos a los perros y otros animales fingiéndose
heridos. Los huevos del terutero gozan fama de ser exquisitos.
16 de septiembre.—Hemos caminado hasta la séptima posta al pie de la
Sierra Tapalguen. La comarca era casi perfectamente horizontal, con una
hierba tosca y un suelo blando y turboso. La choza o rancho de este puesto se
distinguía por su pulcritud, pues su armazón de postes y traviesas se
componía de haces de caña y tallos, procedentes, como en otros casos, de los
cardos, los cuales estaban atados con tiras de cuero. El soporte de esta especie

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de columnas jónicas y el techo y las paredes se hallaban formados por zarzos
también de cañas.
Se nos refirió un suceso al que no hubiera dado crédito de no haber tenido
en parte pruebas oculares del mismo, y fue que durante la noche anterior
habían caído piedras tan grandes como manzanas pequeñas y extremadamente
duras, matando gran número de animales salvajes. Uno de los hombres había
encontrado muertos y tendidos en tierra trece ciervos (Cervus campestris), y
yo mismo vi sus pieles, frescas aún; otro de los soldados del destacamento, a
los pocos minutos de mi llegada, trajo siete más. Ahora bien: estoy cierto de
que un hombre sin perros difícilmente podría matar siete ciervos en una
semana. Los demás individuos de la posta aseguraron que habían visto unos
quince avestruces muertos (y de ellos comimos uno en parte), añadiendo que
otros varios corrían con evidentes señales de estar tuertos. El pedrisco mató
además muchas aves más pequeñas, como patos, halcones y perdices. Vi una
de éstas con una señal amoratada en el lomo, como si le hubieran dado una
pedrada con un guijarro gordo. Una cerca de cañas de cardo que rodeaba al
rancho quedó casi deshecha, y el que me dio estas noticias llevaba una venda
por haber recibido una herida considerable en el momento de asomarse para
ver lo que pasaba. La tempestad, según me dijo, había abarcado un área
limitada, y, realmente, desde el sitio donde vivaqueamos la última noche
vimos una espesa nube y relámpagos en esa dirección. Es maravilloso que las
piedras pudieran matar animales tan fuertes como el ciervo; pero, por los
testimonios y pruebas presentadas, estoy cierto de que la relación no es
exagerada en lo más mínimo. Con todo ello, me complazco en aducir, en
confirmación de lo dicho, la autoridad del jesuita Drobrizhoffer, quien,
hablando de una comarca mucho más al Norte, dice que cayeron en una
ocasión piedras de enorme tamaño y mataron gran número de vacas y
caballos; los indios llaman al lugar de referencia Lalegraicavalca, nombre
que significa «los pequeños objetos blancos». El doctor Malcolmson, por su
parte, me hace saber que él mismo presenció en la India, en 1831, un pedrisco
que mató muchas aves grandes y causó estragos en el ganado mayor. En este
caso las piedras eran aplanadas, habiendo una de veinticinco centímetros de
circunferencia y otra que pesó cincuenta y seis gramos y medio. Abrieron
hoyos de menuda grava, como si fueran balas de mosquete, y taladraron los
cristales de las ventanas con agujeros redondos sin romperlos.
Después de terminar nuestra comida, que se preparó con carne de
animales muertos por el pedrisco, cruzamos la Sierra Tapalguen, una pequeña
cadena de colinas de unos cien metros de altura, que comienza en Cabo
Corrientes. La roca en esta parte es cuarzo puro; más al Este tengo entendido
que es granítica. Las montañas presentan una forma singular: se componen de

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pequeñas mesetas rodeadas de paredones perpendiculares que parecen ser
estratos salientes de un depósito sedimentario. La eminencia a que subí era
muy pequeña, pues su diámetro no pasaba de doscientos metros, pero vi otras
mayores. Una, llamada El Corral, tiene, según dicen, de tres a cinco
kilómetros de diámetro y está rodeada de cantiles perpendiculares, cuya altura
es de nueve a doce metros, excepto en un sitio donde se halla la entrada.
Falconer nos presenta en un curioso relato a los indios conduciendo tropas de
caballos salvajes, a los que forzaban a penetrar en ese recinto para guardarlos
con seguridad. No he oído jamás que exista otra meseta semejante en una
formación de cuarzo, y el que yo examiné en lo alto de una eminencia de ésas
no presentaba hendiduras ni estratificación. Me dijeron que la roca de El
Corral era blanca y servía para dar chispas con el eslabón.
No llegamos a la posta establecida en el río Tapalguen hasta después de
oscurecer. Mientras cenábamos llegó a mis oídos algo que me hizo estremecer
de horror, creyendo estar comiendo uno de los platos favoritos del país, es
decir, un feto de vaca a medio formar, muy anterior a la época del parto. Al
cabo resultó ser puma, cuya carne, muy blanca, se parece mucho en el gusto a
la de ternera. Algunos incrédulos se han reído del doctor Shaw cuando afirmó
que «la carne de león goza de gran estima por tener no escasa afinidad con la
de ternera, así en el color como en el gusto y olor». Lo mismo exactamente
ocurre con el puma. Los gauchos no están de acuerdo en cuanto a si la carne
de jaguar es buen bocado, pero sostienen unánimemente que el gato es
excelente.
17 de septiembre.—Seguimos el curso del río Tapalguen, a través de una
campiña fértilísima, hasta la novena posta. El poblado de Tapalguen lo forma
un conjunto de toldos o chozas indias en figura de horno, diseminadas en una
llanura perfectamente horizontal, hasta donde puede alcanzar la vista. Las
familias de los indios amigos que peleaban al lado de Rosas residían aquí.
Encontramos y dejamos a nuestra espalda a varias jóvenes indias montando
dos o tres juntas en el mismo caballo; tanto ellas como muchos jóvenes eran
sorprendentemente hermosos, y su bella y ruda complexión eran la pintura de
la salud. Además de los toldos había tres ranchos: uno habitado por el
comandante de la posta y los otros dos por españoles, que tenían en ellos unos
tenduchos.
Aquí pudimos comprar algunas galletas. Llevaba ya varios días sin probar
más que carne; y no es que me desagradara este nuevo régimen, pero me
parecía que sólo podía sentarme bien haciendo fuerte ejercicio. He oído decir
que en Inglaterra algunos enfermos intentaron sujetarse a un régimen
alimenticio exclusivamente animal, y que a pesar de irles en ello la vida,
apenas habían podido soportarlo. Sin embargo, el gaucho en las Pampas se

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pasa meses enteros sin tocar otra cosa que la carne de vaca. Pero he tenido
ocasión de notar que comen gran cantidad de sebo, sustancia de naturaleza
menos animalizada, y rechazan de un modo muy particular la carne seca,
como la del agutí. El doctor Richardson ha observado también «que cuando la
alimentación ha estado constituida durante largo tiempo por carne magra se
siente una necesidad irresistible de tomar grasa, en términos de poder
consumirla pura en grandes cantidades, y aun derretida, sin sentir náuseas»;
esto me parece un curioso fenómeno fisiológico. Quizá de este régimen
alimenticio puramente animal procede que los gauchos, de igual modo que
algunos animales carnívoros, pueden estar sin comer largo tiempo. A
propósito de esto me refirieron que en Tandil un destacamento de voluntarios
había perseguido una partida de indios por tres días sin comer ni beber.
En las tiendas vi muchos artículos, tales como aparejos de montar, cintos
y polainas tejidos por las indias. Los dibujos eran realmente preciosos y los
colores brillantes, y en cuanto a la obra de mano, alcanzaba tal grado de
perfección que un comerciante inglés de Buenos Aires los creyó fabricados en
Inglaterra, hasta que halló las bolas sujetas con cuerdas hechas de tendones.

Figura 28. Equipo ecuestre de los jinetes patagones.

18 de septiembre.—En este día hicimos una larguísima caminata a


caballo. En la duodécima posta, siete leguas al sur del río Salado, llegamos a
la primera estancia, donde había ganado mayor y mujeres blancas.
Posteriormente tuvimos que cabalgar muchos kilómetros por un terreno
inundado, en que el agua les llegaba a los caballos a las rodillas. Cruzando los

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estribos y montando a estilo árabe, con las piernas dobladas y recogidas,
logramos conservarnos sin importantes mojaduras. Era ya casi de noche
cuando llegamos al Salado; la corriente era profunda y tenía unos cuarenta
metros de ancha; en verano, sin embargo, el cauce queda poco menos que
seco, y la escasa agua restante es tan salada como la del mar. Dormimos en
una de las grandes estancias del general Rosas. Estaba fortificada y era tan
extensa que me hizo creer, en medio de la oscuridad reinante, que era una
ciudad protegida por una fortaleza. Por la mañana vi inmensos rebaños de
ganado, pues el general tenía aquí setenta y cuatro leguas cuadradas de
terreno. En otro tiempo había en esta posesión unos trescientos guardas y
capataces, que bien organizados hacían frente a todos los ataques de los
indios.
19 de septiembre.—Hemos dejado atrás Guardia del Monte, linda
población de caserío disperso, con numerosos jardines llenos de
melocotoneros y membrilleros. La llanura aquí se parecía a la que rodea a
Buenos Aires, tapizada de menudo césped con rodales de trébol y cardos y
madrigueras de vizcachas. Sorprendióme mucho el notable cambio que
presentaba el aspecto del país después de cruzar el Salado. De una hierba
basta se pasa a una alfombra de hermoso verdor. En un principio lo atribuía al
cambio de la naturaleza del suelo, pero los habitantes me aseguraron que aquí,
como en Banda Oriental, donde hay una gran diferencia entre el país que
rodea a Montevideo y las sabanas muy poco pobladas de Colonia, la causa de
tal diferencia estaba en el abono y pastoreo del ganado. Exactamente el
mismo hecho ha sido observado en las praderas de Norteamérica, donde la
hierba loca, de metro y medio a dos metros de alta, después de pastada por el
ganado se convierte en el país de los grandes pastos. No poseo bastantes
conocimientos en Botánica para decir si el cambio de esta región se debe a la
introducción de nuevas especies, al crecimiento alterado de una misma o a la
diferencia en la proporción de unas y otras. Azara ha observado también con
asombro este cambio, mostrándose perplejo ante la repentina aparición de
plantas que no se hallan en los alrededores ni en las lindes de las rutas que
conducen a cualquier rancho recién construido. En otro lugar dice: «Esos
caballos salvajes tienen la manía de preferir los caminos y el borde de las
rutas para depositar sus excrementos, de los que se encuentran montones en
esos lugares». ¿No explica esto en parte la circunstancia apuntada? He ahí,
pues, el porqué de esas líneas de tierra bien abonadas que sirven de canales de
comunicación a través de extensas comarcas.
Cerca de Guardia hallamos el límite meridional de dos plantas europeas
que al presente se han propagado extraordinariamente. El hinojo cubre con
gran profusión los bordes de las zonas en las cercanías de Buenos Aires,

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Montevideo y otras ciudades. Pero el cardo (Cynara cardunculus) abarca un
área mucho mayor, pues se encuentra en estas latitudes en ambos lados de la
Cordillera a través del continente. Lo vi en parajes solitarios de Chile, Entre
Ríos y Banda Oriental. Sólo en el último país muchos kilómetros cuadrados
(tal vez varios centenares) están cubiertos por una masa de estas plantas
espinosas, en la que ni hombres ni bestias pueden penetrar. En las llanuras
onduladas, donde crecen con profusión esas plantas, ninguna otra puede vivir.
Sin embargo, antes de su introducción la superficie debe de haber alimentado,
como en otros puntos, una hierba lozana. Dudo que haya memoria de otro
caso de invasión en tan grande escala de una planta extraña sobre las
aborígenes. Según dejo dicho, no he visto en ninguna parte el cardo al sur del
Salado, pero es probable que al crecer la población del país el cardo extienda
sus límites. Otra cosa muy distinta sucede con el cardo gigante (de hojas
jaspeadas) de las Pampas, porque lo encontré en el valle del río Sauce. De
acuerdo con los principios tan bien establecidos por Mr. Lyell, pocos países
han sufrido cambios más notables desde el año 1535, en que los primeros
colonos de la Argentina desembarcaron con setenta y dos caballos. Las
incontables caballadas, vacadas y rebaños de ovejas, además de alterar el total
aspecto de la vegetación, han desterrado el guanaco, el ciervo y el avestruz.
Análogamente han debido ocurrir otros cambios innumerables; el cerdo
salvaje en algunas partes reemplaza probablemente al pécari; también se oyen
aullar cuadrillas de perros salvajes en las frondosas márgenes de las corrientes
menos frecuentadas, y el gato común, convertido en una bestia feroz, habita
en las alturas rocosas. Según ha observado M. D’Orbigny, el aumento de los
buitres carroñeros desde la introducción de los animales domésticos ha debido
de ser infinitamente grande, y por nuestra parte hemos expuesto las razones
que hay para creer en la ampliación de su área meridional. Indudablemente
muchas plantas, además del cardo e hinojo, se han naturalizado; así vemos,
por ejemplo, las islas inmediatas a la desembocadura del Paraná pobladas de
albérchigos y naranjos, brotados de semillas arrastradas allí por el agua del
río.
Mientras tomábamos caballos de refresco en la Guardia muchas personas
nos acosaron a preguntas sobre el ejército —no he visto nada parecido al
entusiasmo por Rosas y el éxito de la «más justa de las guerras, porque se
hace contra los bárbaros»—. Esta expresión —fuerza es confesarlo— se halla
perfectamente justificada, pues hasta hace poco ni hombre ni mujer ni caballo
estaban libres de los ataques de los indios. Hicimos una larga caminata a
caballo por la misma llanura, alfombrada de verde césped y abundante en
hatos de diversas clases, con alguna estancia aislada aquí y allá, al lado de su
árbol ombú. Por la tarde cayó una copiosa lluvia; al llegar a una casa de

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postas nos dijo el dueño que si no teníamos pasaporte regular debíamos seguir
nuestro camino, pues los ladrones abundaban de tal modo que no era posible
fiarse de nadie. Pero cuando leyó mi pasaporte, que empezaba: «El naturalista
don Carlos», su respeto y cortesía ilimitados corrieron parejos con los recelos
antes manifestados. En cuanto a lo que pudiera ser un naturalista, sospecho
que ni él ni sus paisanos tenían la menor idea; pero no por eso perdió mi título
un adarme de su valor.

Aparte de las efemérides propiamente darwinianas, en el año 2009 se


celebran otros dos importantes bicentenarios relacionados con el tema. Uno es
el de la publicación de la Filosofía zoológica de Lamarck, por supuesto. El
otro, la aparición del libro Voyages dans l’Amérique méridionale, de don
Félix de Azara (1742), la edición francesa (impresa en París en cuatro
volúmenes) que Darwin tanto consultó y cita en todas sus obras principales.
Gracias a Azara también los españoles tenemos algo que recordar. Hay un
retrato de Goya de este insigne militar, geógrafo y naturalista aragonés, que
durante veinte años describió un enorme caudal de especies nuevas
sudamericanas.

DARWIN Y LOS INDIOS

Figura 29. «Una de las cosas que más sorprenden es el espectáculo del salvaje en su natural
guarida; del hombre primitivo en el más bajo estado de abandono, ignorancia y barbarie». C.
Darwin. Diario.

Viendo que los habitantes de la Tierra de Fuego pueden subsistir sin vestidos en su horrible
clima, no consideramos que la pérdida del vello haya sido tan perjudicial al hombre primitivo,

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que habitaba un país cálido. (El origen del hombre).

El naturalista quedó marcado para siempre por sus experiencias con los nativos americanos. El
haber conocido al hombre en su estado natural le dio mucho pie para la reflexión. Antes de la
llegada de los españoles a América, los habitantes de la Patagonia y los de las Pampas, al norte de
Río Negro, eran todos tehuelches, aunque de diferentes grupos. Luego, los mapuches, como se
llaman ellos, o araucanos, como los conocían los españoles, traspasaron los Andes desde Chile y
fueron absorbiendo a los primitivos habitantes, ya que los trasandinos eran más numerosos y
estaban más preparados para la guerra. Cuando Darwin estuvo por allí, el proceso de expansión
mapuche estaba muy avanzado. La propia palabra tehuelche parece ser araucana.
Curiosamente, en su expedición más profunda hacia el interior de la Patagonia, la que llevó a
cabo FilzRoy remontando con tres balleneras y 25 hombres en total el río Santa Cruz, no
encontraron a ningún patagón, aunque sí sus rastros: los indios los habían estado espiando por la
noche. Los expedicionarios se aproximaron al lago Argentino, donde nace el Santa Cruz, y a los
Andes. Un pico muy famoso recibió luego el nombre de FitzRoy, y es meca de escaladores. Los
indígenas, los tehuelches aóinekenk, lo llamaban Chaltén («Montaña Humeante»; no es un volcán,
pero su cumbre está a menudo cubierta de nieblas). Con los tehuelches que vivían por allí tuvieron
que relacionarse en cambio tanto el español Antonio de Viedma, descubridor en 1782 del lago y
glaciar que llevan su nombre, como, casi un siglo más tarde, el famoso explorador argentino
Francisco P. Moreno (más conocido como Perito Moreno porque era el experto comisionado para
marcar los límites con Chile), quien también tiene su nombre bien inscrito en el paisaje patagónico
por el asombroso glaciar Perito Moreno. Fue este explorador argentino quien le impuso en 1877 el
nombre de FitzRoy al pico que los tehuelches conocían como Chaltén. Por cierto, a los glaciares los
llaman allí todavía ventisqueros, como ocurría en los Pirineos antes de que se generalizara el
tecnicismo «glaciar».
Tuve la oportunidad de andar por aquellas tierras, y me quedaron varias dudas. Una es la de si
Darwin y FitzRoy llegaron siquiera a ver, desde el punto del río Santa Cruz en el que se dieron la
vuelta, el pico dedicado al capitán.
Dice Darwin:

4 de mayo.—El capitán FitzRoy resolvió no llevar los botes más anilla. El río tenía un curso
tortuoso y muy rápido, y el aspecto del país no convidaba a seguir adelante. Por todas partes
encontramos las mismas producciones y el mismo paisaje desolado. Ahora nos hallamos a 150
millas del Atlántico y a unas 60 de la costa más cercana del Pacífico. El valle, en su parte
superior, se dilata en una anchurosa cuenca, limitada al norte y al sur por plataformas
basálticas y enfrontadas por la larga cadena de la nevada Cordillera. Pero contemplamos con
pena aquellas grandes montañas porque nos veíamos forzados a imaginar su naturaleza y
producciones en vez de estar, como habíamos esperad, en sus cimas.

Veían los Andes nevados, pero quizá era otro sector. En una guía argentina, leo: «El almirante
FitzRoy halló la montaña que lleva su nombre mientras exploraba el lago Argentino». ¡Pero si
nunca llegó a remontar el río hasta su nacimiento en ese lago!
Una pregunta que hacía a menudo a los argentinos cuando alcanzaba a tener cierta confianza
era: ¿qué pasó con los tehuelches? Ya sabía que había indios mapuches en la Argentina de hoy,
pero ¿quedó algo de los primeros patagones? El que Darwin no viera ninguno en las orillas del
Santa Cruz podría querer decir que eran muy pocos, o muy pacíficos, o muy precavidos. Sin
embargo, el Perito Moreno conoció a muchos indios décadas después y corrió increíbles aventuras
con ellos, que casi le cuestan la vida y darían para hacer apasionantes películas. Mi duda, formulada
de otra manera, era: ¿desaparecieron los tehuelches asimilados por los mapuches, diezmados por las
enfermedades de los blancos, alcoholizados o víctimas del ejército argentino (o por todas esas
causas juntas)? ¿O se desvanecieron sólo étnicamente, quiero decir, perdieron su lengua y su
cultura y simplemente se convirtieron en argentinos modernos, mezclándose con los demás?
Me informé luego y saqué algunos datos, aunque me gustaría saber mucho más porque
encuentro el tema fascinante. Las últimas guerras indias de Argentina tuvieron lugar en 1883-1884.

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El 22 de febrero de 1883 se produjo una batalla importante en Apeleg (alto río Senguer). Como
vemos en las películas del Oeste, los indios disponían de armas de fuego que adquirían a los
blancos, un comercio que le parecía desleal e indignaba al ejército porque les producía muchas
bajas. Algunos indígenas combatían del lado de los blancos y les servían de guías. Los vencidos, a
lo largo de todas las Guerras del Desierto, fueron tratados poco menos que como esclavos,
dispersados, separadas las familias, obligados a alistarse en el ejército los jóvenes, convertidas en
criadas de las familias acomodadas las mujeres. Como consecuencia, la cultura tehuelche fue
desestructurada y desapareció, aunque se dieron unos pocos lotes de tierra a algunas familias. Una
de esas reservas es la del arroyo Chalía (al suroeste del río Chubut), concedida su tenencia en 1916
al cacique tehuelche Quilchamal a título precario. Después de muchas usurpaciones de tierras por
parte de los vecinos blancos y reclamaciones de los indígenas, el 29 de octubre de 1990 se
otorgaba, por fin, el título de propiedad a favor de la comunidad aborigen «Chalía o Manuel
Quilchamal» con una superficie de 32 902 hectáreas.
La misma pregunta sobre el destino final de los indios y de sus culturas me la hago también con
respecto a los indios que habitaban en la Tierra de Fuego. Tres de ellos viajaban a bordo del Beagle
con Darwin. FitzRoy los había capturado en la expedición anterior (junto a un cuarto que murió de
viruela en Inglaterra).
Las culturas indias de la zona más austral eran entonces cuatro: los yámana o yahganes, los
selk’nam (más conocidos como onas, aunque esta palabra es yámana y significa «los del norte»),
los liaus o manekenk y los alakaluf o kaweskar. Los selk’nam y manekenk estaban seguramente
relacionados con los tehuelches y eran altos y corpulentos como ellos. También muy valientes y
guerreros. A menudo se dice, erróneamente, que los fueguios o fueguinos del Beagle eran onas.
Estos indios, los selk’nam, vivían en la Isla Grande de la Tierra de Fuego de la caza, sobre todo de
guanacos, con arco y flechas, y se desplazaban a pie. Hay fotos y películas de principios del siglo
XX en los que aparecen los últimos onas «en estado salvaje», como solía decirse, cubiertos sólo
con pieles de guanaco. Muchísimos fueron aniquilados vilmente a tiros por los ganaderos europeos,
pero ¿qué pasó con los que habían sido acogidos en la Misión Salesiana de Río Grande?
Los fueguinos que conocieron los ingleses del Beagle eran en realidad yámana, de baja estatura
pero fuertes, que viajaban en canoas y se alimentaban básicamente de recursos costeros como
moluscos, crustáceos, erizos, pescado y lobos marinos; en algunas celebradísimas ocasiones,
también de ballenas u otros cetáceos varados. Las mujeres buceaban muy bien (sólo de pensar en
meterme en el agua allí, me estremezco) para conseguir peces y marisco. Se tapaban con unas
pocas pieles de nutria marina o zorro, una protección muy ligera para aquellas latitudes, pero se
untaban el cuerpo con grasa para conservar el calor. Esperaríamos verlos vestidos como
esquimales, buriatos o lapones, los habitantes del otro polo terrestre. Pero dado el clima tan frío y a
la vez tan extremadamente húmedo en el que vivían (muy diferente del ambiente ártico, helado
pero seco), quizá el más insufrible que pueblo alguno haya tenido que soportar nunca, seguramente
era mejor cobijarse bajo pieles (meterse debajo y embadurnarse con grasa) que llevarlas pegadas al
cuerpo. Es más, se dice que contrajeron neumonías mortales cuando, por influencia de los
misioneros, adoptaron ropas europeas, que estaban siempre caladas. En la bahía Lapataia, cerca de
Ushuaia, se pueden ver los montones de conchas, cáscaras y huesos que formaron alrededor de sus
cabañas los yámana, como un muro con forma de herradura.
Como hemos dicho, FitzRoy tomó a cuatro de estos indios en el primer viaje (después de que
asumiera el mando del Beagle) como represalia porque los nativos le robaron una ballenera. Más
tarde, al ver que, según él, se encontraban felices y con buena salud, se le ocurrió la idea de
llevarlos a Inglaterra para educarlos y evangelizarlos antes de devolverlos a su tierra; de este modo
esparcirían la civilización y las buenas costumbres entre sus paisanos. El experimento de FitzRoy
acabó muy mal, pero ésa es otra historia. Los dos viajes del Beagle no fueron la única relación de
los ingleses con los yahganes, porque más tarde llegaron otros británicos para instalar una misión
de la Iglesia anglicana.
En la actualidad quedan media docena de alakaluf y sólo vive una yámana, llamada Cristina
Calderón, en el mismo canal del Beagle por donde pasó Darwin, concretamente en Puerto
Williams, en la isla Navarino (Chile).

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A Darwin le interesaban los aspectos etnográficos de las culturas con las que se tropezaba, pero
también las miraba con los ojos del biólogo. ¿Hasta qué punto la acción directa de las condiciones
ambientales (clima y estilo de vida) es responsable de las características físicas de los diferentes
pueblos de la Tierra?, se preguntaba en El origen del hombre. Poco o nada, concluía, y de ahí
deducía que la selección sexual tenía que ser la fuerza directriz de la división en razas de la
humanidad. La prueba la encontraba en lo que había visto en el gran viaje de su vida:

Los indígenas de la Tierra de Fuego se encuentran en completa desnudez y se alimentan con


los productos marinos de sus inhóspitas playas. Los botocudos del Brasil vagan por los cálidos
bosques del interior y viven principalmente de productos vegetales. Sin embargo, ambas tribus
se parecen tanto entre sí que algunos brasileños creyeron que eran botocudos los naturales de
la Tierra de Fuego que teníamos a bordo del Beagle. Todavía más, los botocudos, como el
resto de los habitantes de la América tropical, son enteramente distintos de los negros que
viven en las playas opuestas del Atlántico, y no por esto dejan de encontrarse sometidos a un
clima parecido, ni de seguir casi el mismo género de vida.

Los diferentes gustos en la elección de la pareja para reproducirse eran la explicación. A los
negros, por ejemplo, los gusta ese color, según Darwin, aunque él lo encontrase horrible para una
persona:

A primera vista parece monstruosa la idea de que el negro azabache de la raza de ese color se
haya logrado por selección sexual, pero esta opinión aparece apoyada por diversas analogías, y
sabemos que los negros admiran su tez.

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V. UNA VIDA SOSEGADA

El 29 de enero de 1839 se casó con su prima Emma Wedgwood, hija de su


riquísimo tío Josiah, que tan importante había sido para que Darwin
embarcase en el Beagle inclinando a su favor el ánimo de su padre. Josiah
Wedgwood era a su vez hijo del fundador, del mismo nombre, de la fábrica de
cerámicas Etruria. Si con la herencia familiar ya tenía garantizada una vida
cómoda, sin necesidad de percibir un salario por su trabajo, este matrimonio
todavía aseguraba más su posición. Nunca fue profesor de universidad, ni
siquiera doctor, sino simplemente Mr. Darwin.

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Figura 30. Casa de Darwin en Down. «El encanto del lugar reside, para mí, en que casi todos los
campos son atravesados (como el nuestro) por uno o más senderos; nunca vi tantas alamedas en ningún
otro lugar del campo. La región es extraordinariamente rural y tranquila». Carta de C. Darwin a su
hermana Catherine, de 24 de julio de 1842.

Su primer hogar familiar estuvo en Londres, y se trasladó por razones de


salud a una casa de campo en la aldea de Down, Kent, no lejos de Londres
(dieciséis millas al sur), el 14 de septiembre de 1842. Allí transcurriría su
existencia durante los siguientes cuarenta años, aislado pero en modo alguno
incomunicado científicamente, porque se escribía con una asombrosa cantidad
de especialistas en todo el mundo que le proporcionaban la ingente masa de
datos que necesitaba para demostrar su teoría de la evolución.

A pesar de que trabajé todo lo que pude en los tres años y ocho meses que
residimos en Londres, jamás he hecho tan poca cosa en un período de tiempo

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similar. Ello se debió a que frecuentemente estaba indispuesto, y a una larga y
grave enfermedad. La mayor parte de mi tiempo, cuando podía hacer algo, la
consagraba a mi trabajo sobre los Coral Reefs (Arrecifes coralinos) que había
empezado antes de mi boda y cuya última prueba de imprenta estuvo
corregida el 6 de marzo de 1842. Este libro, aunque pequeño, me costó veinte
meses de duro trabajo, pues tuve que leer todas las obras que trataban de las
islas del Pacífico y consultar muchos mapas. Fue altamente considerado por
los científicos y creo que en la actualidad la teoría expuesta en él está
totalmente demostrada.
No he emprendido ningún otro trabajo con un espíritu tan deductivo como
éste, pues toda la teoría fue concebida en la costa occidental de América del
Sur, antes de haber visto un verdadero arrecife de coral.

Figura 31. Atolón sin isla en medio porque (según el modelo de Darwin) ya se ha hundido.

Figura 32. Arrecife de barrer en torno a una isla.

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La teoría de la formación de las islas coralinas que propuso Darwin
merece ser explicada, aunque sea brevemente. Pero mejor será que lo haga el
gran geólogo Lyell, que había sostenido una tesis contraria:

¿Le dijo a usted Darwin cuando estaban en El Cabo cuál considera que es
la verdadera causa? Supongamos que una montaña se sumerge
gradualmente, y que el coral crece en el mar en el que aquélla se hunde, y
tendremos un anillo de coral, y finalmente sólo una laguna en el centro…
Las islas coralinas son el último esfuerzo de los continentes que se
hunden por sacar la cabeza del agua. Se pueden detectar las regiones de
elevación y hundimiento en el océano por el estado de los arrecifes de
coral (carta a John Herschel de 1837).

La Geología moderna ha dado la razón a Darwin. Los sondeos profundos


en los atolones del Pacífico han mostrado espesores de los arrecifes coralinos
de más de un kilómetro en algunos casos. Efectivamente, el suelo se hunde y
los corales crecen hacia arriba en los atolones.
Pero la carrera de geólogo de Darwin estaba a punto de terminar. Las
energías físicas se le iban y se encontraría enseguida incapaz de hacer trabajo
de campo. Tendría que refugiarse en la teoría y la experimentación.

En el verano de 1842 me encontré algo restablecido e hice yo solo un


pequeño recorrido por el norte de Gales, con el fin de observar los efectos
de los antiguos glaciares que antaño habían ocupado los valles más
extensos [y para comprobar la hipótesis de Agassiz]. Publiqué una breve
referencia de los que vi en la Philosophical Magazine. Esta excursión me
interesó muchísimo, y fue la última ocasión en la que me encontré con
fuerzas suficientes para escalar montañas o hacer marchas largas, como
precisa la labor del geólogo.

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VI. CONFESAR UN ASESINATO

No es difícil de entender que la extraña quiebra vital que experimentó Darwin


a la vuelta del viaje en el Beagle haya suscitado toda clase de hipótesis para
explicarla. Ciertamente es extraordinaria y si le ocurriera a un conocido
nuestro, nos daría mucho que pensar. El propio Darwin imaginaba que sus
amigos lo tenían por un hipocondríaco. ¿Qué le pudo haber pasado? Hay dos
tipos de explicaciones. Unas son de carácter orgánico y otras psicológicas. La
que daba el mismo Darwin, según su hijo Francis, es la de una enfermedad
hereditaria: «Se ha supuesto que su mala salud en años posteriores se debió a
lo mucho que había padecido de mareos. No era esto lo que creía él, que
atribuía su debilidad más bien a los efectos hereditarios que se manifestaron
en forma de gota en alguna de las generaciones pasadas». De hecho, Darwin
temía que sus hijos hubieran heredado su mala constitución y esto le
atormentaba.
También es posible que contrajera una enfermedad grave en Sudamérica,
quizá el mal de Chagas, producido por un protozoo que se transmite por las
heces de una chinche llamada vinchuca. Darwin cuenta en su Diario cómo le
habían picado(7). El mal de Chagas produce, según parece, síntomas parecidos
a los de Darwin. A veces mata en poco tiempo, porque afecta al músculo del
corazón, pero en otros casos la enfermedad se prolonga durante muchos años.
Además, Darwin estuvo bastante tiempo severamente(8). enfermo en 1834.
Ya en el prólogo del Diario agradece al cirujano del Beagle los solícitos
cuidados que le prodigó en Valparaíso. Más adelante en el libro lo cuenta así:

20 del mismo mes. […] Durante el día me sentí muy mal, y desde esa época
hasta fines de octubre no me repuse.
22 de septiembre. […] Aquí me detuve los dos días siguientes y, aunque
bastante mal, me esforcé por recoger de la formación terciaria algunas
conchas marinas.
24 de septiembre. […] Nuestra ruta se dirigió ahora directamente hacia
Valparaíso, que con grandes dificultades alcancé el día 27, para meterme en

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cama y permanecer en ella hasta fines de octubre.

Figura 33. Valparaíso durante la batalla de Viña del Mar.

En carta de 13 de octubre de 1834 a su hermana Caroline le dice:

He estado enfermo y en cama durante la última quincena, y ahora sólo


puedo incorporarme durante breve tiempo. Como quiero estar ocupado,
voy a intentar escribir esta carta. Volviendo de mi excursión al país estuve
unos pocos días en las Minas de Oro y mientras estaba allí bebí algo de
chicha, un vino recién hecho muy débil y agrio, que casi me envenena, y
me quedé hasta que creí estar bien; pero los primeros días de cabalgada,
que fueron muy largos, volvieron a trastornar mi estómago y después no
pude sentirme bien; perdí bastante apetito y me debilité mucho.

Yo me inclino por esa posibilidad, la de la enfermedad tropical, pero los


partidarios de que el trastorno era de orden psicológico recurren a los
antecedentes familiares de enfermedades nerviosas, y a posibles conflictos
entre su creencia en la verdad literal de la Biblia a la partida del viaje y la
teoría de la evolución que se fue afirmando en su mente a la vuelta. Desde
1837 hasta 1859, cuando publicó El origen, Darwin rumió sus ideas sobre la
modificación de las especies prácticamente solo, sin tener a su lado a nadie
que verdaderamente le creyera, aunque se atreviera a expresárselas
tímidamente a un reducido grupo de confidentes.

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En una carta a su amigo el botánico Joseph Hooker de enero de 1844, le
cuenta:

Por fin ha surgido un rayo de luz, y estoy casi convencido (totalmente en


contra de la opinión de la que partía) de que las especies no son (es como
confesar un asesinato) inmutables[13].

Muy serias tenían que ser sus preocupaciones respecto del choque de sus
ideas científicas con las firmes convicciones creacionistas de su querida
esposa Emma: ¿qué pensaría ésta de sus ideas evolucionistas? ¿Hablaría el
matrimonio, cuando se quedaban solos, en la tranquilidad rural de su casa de
Down, de si el hombre viene o no del mono y de la gran tormenta que Darwin
estaba desatando en la sociedad? Tal vez nunca tocaran esos temas tan
delicados, pese a que Darwin no trabajaba en otra cosa. Francis, su hijo,
escribió que Darwin apenas hablaba de sus creencias en casa[14].
Otra posible fuente de conflicto psicológico pudo ser la figura paterna. El
doctor Darwin era un hombre literalmente enorme («el más grande que he
visto nunca»), muy alto y corpulento, y ejercía una gran autoridad sobre el
hijo. Sus opiniones tenían mucho peso en Charles, tanto a la hora de escoger
estudios universitarios como para, más adelante, darle permiso para embarcar
en el Beagle. Las relaciones entre ambos no parecen haber sido especialmente
difíciles, pero el Darwin anciano todavía recordaba con vivo dolor una
anécdota que haría las delicias de cualquier psicoanalista.

Mi padre me dijo una vez algo que me mortificó profundamente: «No te


gusta más que la caza, los perros y coger ratas [shooting, dogs, and rat-
catching], y vas a ser una desgracia para ti y para toda tu familia». Pero
mi padre, que era el hombre más cariñoso que he conocido jamás, y cuya
memoria adoro con todo mi corazón, debía de estar enfadado y fue algo
injusto cuando utilizó estas palabras.

Ahora bien, si, como creo, el mal de Darwin era totalmente físico y
contraído en el viaje, entonces su vida posterior al viaje fue una lucha titánica
y ejemplar contra una penosa enfermedad, que mermó terriblemente sus
fuerzas, pero no torció su férrea voluntad.
Por supuesto, aún cabe una tercera posibilidad: Darwin tenía una
enfermedad orgánica, más o menos grave, y la utilizó inconscientemente para
dedicarse exclusivamente a su trabajo, cuidado constantemente por una
esposa-enfermera y viviendo en el más protector de los ambientes, sin tener

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que enfrentarse jamás a los amenazadores enemigos de fuera ni a los
terroríficos fantasmas de dentro, instalado permanentemente dentro de la
enfermedad (¿quién no ha deseado alguna vez rodearse de una muralla
infranqueable que deje fuera los problemas que nos angustian? ¿Quién no
teme al lunes el domingo por la noche?).

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VII. UNA MENTE EN EBULLICIÓN

Sin duda, lo que ha hecho de Darwin una de las mentes más geniales de la
historia del pensamiento fue (para mí la máxima, porque lo que descubrió fue
lo más importante de todo: el secreto de nuestra propia existencia), claro está,
su trabajo sobre la evolución o, como la llamaba él, la «descendencia con
modificación». En su viaje en el Beagle algunos hechos de la Biología le
habían llamado la atención, y fueron, al poco de volver, los que le llevaron a
decantarse por la «transmutación de las especies» y a buscarle una
explicación[15]. También le preocupaba mucho «la adaptación casi perfecta de
unos seres orgánicos a otros, y a sus condiciones físicas de vida» (es decir, al
medio, que está formado tanto por el terreno y el clima como por los
organismos que conviven). El viaje había transcurrido entre el 27 de
diciembre de 1831 y el 2 de octubre de 1836 y Darwin empezó a recoger en
julio de 1837 observaciones sobre la transmutación de las especies en un
cuaderno de notas. Esos hechos que no encajaban con el creacionismo tenían
que ver con las relaciones entre especies, tanto en el espacio, es decir, entre
especies vecinas, como en el tiempo, o sea, entre formas extinguidas y formas
vivientes en la misma zona. Las especies próximas geográficamente se
asemejaban mucho, lo que indicaba una procedencia común, y las faunas
antiguas, ya va dicho, se parecían a su vez a las actuales en cada región,
sugiriendo una descendencia con modificación.

Durante el viaje del Beagle había quedado profundamente impresionado


cuando descubrí en las formaciones de las pampas grandes animales fósiles
cubiertos de corazas, como las de los actuales armadillos; en segundo lugar,
por la manera en que animales estrechamente emparentados se sustituyen
unos a otros conforme se va hacia el sur del continente; y en tercer lugar por
el carácter suramericano de la mayor parte de los productos de las islas
Galápagos, y más especialmente por la manera en que difieren ligeramente
los de cada una de las islas del grupo sin que ninguna de ellas parezca muy
vieja en sentido geológico.

Página 114
Era evidente que hechos como éstos y también otros muchos sólo podían
explicarse mediante la suposición de que las especies se modifican
gradualmente; y el tema me obsesionaba. Pero era igualmente evidente que ni
la acción de las condiciones del entorno, ni la inclinación de los organismos
(especialmente en el caso de las plantas) podrían explicar los innumerables
casos en que sistemas de todas clases están extraordinariamente adaptados a
sus hábitos de vida —por ejemplo, un pájaro carpintero o una rana de San
Antonio para trepar a los árboles, o las semillas para dispersarse por medio de
ganchos o plumas—. Siempre me habían llamado mucho la atención tales
adaptaciones, y hasta que no pudieran ser explicadas me parecía inútil
esforzarse en demostrar por pruebas indirectas que las especies se habían
modificado.
Después de mi regreso a Inglaterra me pareció que, siguiendo el ejemplo
de Lyell en geología, y recogiendo todos los datos que de alguna forma
estuvieran relacionados con la variación de los animales y las plantas bajo los
efectos de la domesticación y la naturaleza, se podría quizá aclarar toda la
cuestión.

Pero ¿estaban las clases más cultas de la sociedad inglesa, y por


extensión, del ámbito occidental, en buena disposición para escuchar lo que
Darwin tenía que decir? Es posible que sí, debido al éxito editorial que
supuso, desde el primer día (en que se agotó la edición), El origen de las
especies. Además, ya hacía mucho tiempo que se habían dado a conocer las
primeras ideas evolucionistas, y éstas seguían encontrando defensores de vez
en cuando. El último, Robert Chambers, autor (secreto) de Vestiges of the
Natural History of Creation (1844), un libro dirigido al gran público que tuvo
enorme éxito. Por estas razones, se podría contestar afirmativamente a la
pregunta: el mundo estaba preparado, era el momento adecuado.

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Figura 34. Iguana terrestre. Darwin la encontró sólo en las islas centrales de las Galápagos: «Es como si
hubiera sido creada en el centro del archipiélago, y de ahí se hubiera dispersado sólo hasta una cierta
distancia». C. Darwin. Diario.

Pero no pensaba lo mismo T. H. Huxley, sino todo lo contrario: la


hipótesis del «transformismo» había caído en el mayor de los descréditos
después de la oleada de críticas que había recibido Lamarck (entre las que
destacaban las de Cuvier y Lyell), cuya reputación había terminado de
rematar el oculto autor de los Vestiges; de modo que defender ante la
academia la mutabilidad de las especies era exponerse a la mofa. Aunque el
anónimo Vestiges tuvo gran difusión, sin embargo, fue despreciado por
lamarckista y poco serio por los investigadores profesionales.
Darwin, según Huxley, no perfeccionó una idea que flotaba en el
ambiente y que llevaban tiempo acariciando las mentes más avanzadas; la
rescató del fango y le sacó lustre. La prueba está en que Darwin fue
creacionista hasta la vuelta del Beagle, en contra de las opiniones
evolucionistas de su abuelo Erasmus, y el propio T. H. Huxley también lo fue,
pese a haber discutido con Darwin sobre el tema, hasta que leyó El origen.
Sólo podría citarse a Herbert, Spencer (1820) como un evolucionista
convencido, y figura que imponía respeto, en aquellos años que precedieron a
El origen. T. H. Huxley lo conoció en 1852, y discutieron sin que Spencer
consiguiera llevarlo al terreno de la transmutación de las especies (Darwin,
por otro lado, no consideraba que Spencer le hubiera influido en nada, y no lo
tenía por un precedente de su pensamiento).
¿Y qué opinaba sobre el tema el mismo Darwin? Nos lo cuenta en la
Autobiografía:

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Se ha dicho en ocasiones que el éxito de El origen demostró «que el tema
estaba en el aire», o «que la mente de la gente estaba preparada para dicho
tema». No creo que esto sea estrictamente cierto, pues a veces sondeé a
no pocos naturalistas, y nunca di con uno sólo que pareciera dudar de la
permanencia de las especies. Ni siquiera Lyell y Hooker parecían estar de
acuerdo, aunque siempre me escucharon con interés. En una o dos
ocasiones intenté explicar a hombres capaces lo que entendía por
selección natural, pero fracasé notoriamente. Lo que creo que era
absolutamente cierto es que innumerables hechos perfectamente
observados estaban esperando en las mentes de los naturalistas, listos para
ocupar su puesto tan pronto como se explicara suficientemente una teoría
que los abarcara.

El término evolución, con el que nos referimos normalmente a los


cambios en las especies a lo largo del tiempo, no fue utilizado por Darwin en
1859, salvo una vez; curiosamente, la última palabra de El origen es el
participio evolved (que Zulueta traduce por «desarrollado»), Aunque
enseguida se generalizó su uso como sinónimo de la descendencia con
modificación, transmutación de las especies o transformismo (Darwin emplea
el término en El origen del hombre), era utilizado por los biólogos desde el
siglo XVIII para referirse, primero, a una de las dos doctrinas que competían
para explicar el desarrollo del embrión, y más tarde para aludir al desarrollo
sin distinción de escuelas.
Pero, y sobre todo por la influencia de Herbert Spencer, de la historia del
individuo la palabra evolución saltó a la historia de la especie, y sustituyó a
todas las expresiones precedentes (descendencia con modificación,
transmutación y trasformación de las especies). Hoy, en cambio, no se utiliza
evolución para referirse al desarrollo, que fue la acepción original. De todos
modos, hay una diferencia fundamental entre los dos tipos de cambio. El
desarrollo, desde el óvulo fecundado hasta el adulto, es cambio programado,
dirigido y previsible. También para Lamarck y algunos evolucionistas
contemporáneos de Darwin la historia de la vida se desplegaba en el tiempo
geológico siguiendo una pauta, absolutamente predecible, que conduciría
desde lo más simple hasta lo más perfecto (y que habría acabado con la
llegada de nuestra especie). Pero la evolución de las especies, según Darwin,
no es direccional ni predecible porque depende de las variaciones que se
producen en el medio físico (la Biología sigue a la Geología).
Volvamos ahora a los años treinta del siglo XIX. Darwin, como vimos,
había empezado a pensar en la evolución de las especies, como hipótesis, al

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poco de volver del viaje alrededor del mundo, hacia marzo de 1837. Pero su
carácter le obligaba a buscar la causa, si es que existía tal fenómeno.
Rápidamente se dio cuenta de que tenía a su alcance múltiples casos de
descendencia con modificación: los animales domésticos y las plantas
cultivadas.

Empecé mi primer cuaderno de notas en julio de 1837. Trabajé sobre


verdaderos principios baconianos y, sin ninguna teoría, empecé a recoger
datos en grandes cantidades, especialmente en relación con productos
domesticados, a través de estudios publicados, de conversaciones con
expertos ganaderos y jardineros y de abundantes lecturas. […] Pronto me
di cuenta de que la selección era la clave del éxito del hombre cuando
conseguía razas útiles de animales y plantas. Pero durante algún tiempo
continuó siendo un misterio para mí la forma en que podía aplicarse la
selección a organismos que viven en estado natural.

Los animales no se autodomestican, ni las plantas se autocultivan, por lo


que Darwin parecía estar en un callejón sin salida. Y, sin embargo, la
evolución de las especies tenía que ser un proceso muy parecido a lo que
venimos haciendo desde que se inventó la economía de producción en el
Neolítico, sólo que natural, es decir, sin la guía del hombre. De alguna forma,
igual que de un caballo ancestral, o de un uro, o de una paloma bravía han
salido tantas razas domésticas, y tan diferentes entre sí, de una especie
ancestral común podrían haber divergido un conjunto de especies actuales
emparentadas. No pasó mucho tiempo hasta que por fin se le ocurrió la
solución.

En octubre de 1838, esto es, quince meses después de haber empezado mi


estudio sistemático, se me ocurrió leer por entretenimiento el ensayo de
Malthus[16] sobre la población [en donde decía que las poblaciones
humanas tendían siempre a crecer a un ritmo superior al de la producción
de alimentos] y, como estaba bien preparado para apreciar la lucha por la
existencia que por doquier se deduce de una observación larga y constante
de los hábitos de animales y plantas, descubrí enseguida que bajo estas
condiciones las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las
desfavorables a ser destruidas. El resultado de ello sería la formación de
especies nuevas. Aquí había conseguido por fin una teoría sobre la que
trabajar; sin embargo, estaba tan deseoso de evitar los prejuicios que
decidí no escribir durante algún tiempo ni siquiera el más breve
esbozo[17]. En junio de 1842 me permití por primera vez la satisfacción de

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escribir un resumen muy breve de mi teoría, a lápiz y en treinta y cinco
páginas; éste fue ampliado el verano de 1844, convirtiéndose en otro de
doscientas treinta páginas que copié entero y todavía poseo.

Este amplio resumen fue leído por su amigo Joseph Dalton Hooker (1817)
hacia 1846. El dato es importante, porque más adelante, cuando llegó el
trabajo de Wallace en 1858 sobre la evolución por selección natural, fue la
prueba de que Darwin había fraguado ya su teoría años antes. Hooker no
parece haberle prestado demasiada atención entonces, porque en 1859,
después de leer El origen, se declara partidario convencido de su doctrina y le
confiesa: «Con frecuencia pienso que he debido de ser muy estúpido para no
haber seguido aquél [el manuscrito] con más atención».

Figura 35. Cirripedia.

Pero no eran las cuestiones teóricas las únicas que ocupaban su


pensamiento. A comienzos de 1844 se publicaron sus observaciones sobre las
islas volcánicas visitadas con el Beagle, y el año siguiente, como hemos visto,
la edición revisada del Journal of Researches (Diario del viaje), que ya
contiene claros reflejos de sus ideas evolucionistas todavía no publicadas
(llevaba desde 1837 pensando en ello) y que nosotros, no sus lectores de
entonces, podemos entender. En 1846 salieron sus Geological Observations

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in South America (el tercer y último libro de geología que escribiría Darwin,
después de Arrecifes coralinos de 1842 y Observaciones geológicas sobre las
islas volcánicas de 1844) e inmediatamente después empezó a trabajar con
cirrípedos (percebes y balanos), enfrentándose por primera vez a fondo con
los problemas de la clasificación de especies. Esta experiencia práctica de
ocho años de intenso trabajo le dio un conocimiento de primera mano sobre
qué son las especies en el mundo real y cuán borrosos aparecen los límites
entre variedades y especies cuando se intenta sistematizarlas. También
entendió lo poco lucido de esta tarea tan importante. El geólogo Darwin se
había convertido en un biólogo.

Los cirrípedos constituyen un grupo de especies variadísimas y difíciles


de clasificar, y mi trabajo me resultó de considerable utilidad cuando tuve
que examinar los principios de una clasificación natural en El origen de
las especies. Sin embargo, dudo que la tarea mereciera tanto tiempo como
le dediqué.

Joseph D. Hooker escribió lo siguiente a Francis Darwin:

Su padre señalaba tres grandes etapas en su carrera como biólogo: la de


simple coleccionista en Cambridge; la de coleccionista y observador en el
Beagle, y durante algunos años más; y la del naturalista formado, después,
y sólo después del trabajo de los cirrípedos. También es cierto que
durante todas ellas fue un pensador, y un naturalista bien preparado no
podría sino emular gran parte de sus escritos anteriores al trabajo citado.
Con frecuencia se refería a este último como una valiosa disciplina, y
añadía que aun el «odioso» trabajo de desenterrar sinónimos y de
descripción no sólo había supuesto un progreso para sus métodos, sino
que le había mostrado claramente las dificultades y los méritos del más
aburrido de los catalogadores. Resultado de ello fue el hecho de que
nunca permitió una observación despectiva acerca de esta clase de
investigadores científicos, la más baja, sin expresar su protesta, si su
trabajo era honrado y correcto en su género. Siempre he considerado éste
uno de los más bellos rasgos de su carácter —esta generosa consideración
de los peones de mano de la ciencia y de su labor…— y fue la
monografía sobre los percebes lo que originó esta actitud.

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VIII. UNA CARTA QUE VINO DEL
ARCHIPIÉLAGO MALAYO

Me encontraba tan enfermo que cuando mi querido padre murió, el 13


de noviembre de 1848, fui incapaz de asistir a su funeral ni de actuar
de testamentario.

En Inglaterra, los funerales son necesariamente servicios religiosos de cuerpo


presente, no misas conmemorativas posteriores al entierro, de donde se
deduce que no estuvo en la iglesia ni en el cementerio. Aunque parece
seguirse de estas palabras que ni siquiera se movió de Down, según Janet
Browne viajó a The Mount, aunque llegó tarde, cuando el cortejo ya había
partido hacia la iglesia de St. Chad.
Después de acabar con los cirrípedos (que casi acaban con él), Darwin
emprendió la tarea de escribir un gran libro sobre el origen de las especies,
que iba a ser mucho más grande que el que luego se publicó. En cartas de
mayo y diciembre de 1857 a Wallace le cuenta que lleva trabajando veinte
años en una obra en la que abordará «la cuestión de cómo y en qué modo se
diferencian mutuamente las especies», pero que el tema es tan amplio que
aunque ya ha escrito muchos capítulos, no cree que vaya a la imprenta en los
siguientes dos años. En septiembre de 1857 envió una carta al botánico
americano Asa Gray que contenía un breve esbozo de su teoría. Finalmente,
en julio de 1858, le llega desde el archipiélago malayo (Indonesia) una
auténtica bomba:

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Figura 36. «Echando al intruso». Wallace vivió realmente entre los nativos de Indonesia, y en
condiciones mucho más incómodas que las de Darwin en su viaje.

A comienzos de 1856 Lyell me aconsejó que redactara mis puntos de


vista con bastante extensión, y enseguida empecé a hacerlo a una escala
tres o cuatro veces más amplia que la que adoptaría luego en El origen de
las especies; con todo, se trataba sólo de un resumen de los materiales que
había recogido, y realicé alrededor de la mitad de la obra a esta escala.
Pero mis planes se vinieron abajo, pues a comienzos del verano de 1858,
Mr. Wallace, que en aquel tiempo estaba en el archipiélago malayo, me
envió un ensayo, On the Tendency of varieties to depart indefinitely from
the Original Type (Sobre la tendencia de las variedades a apartarse
indefinidamente del tipo original), y este ensayo contenía una teoría
exactamente igual a la mía. Mr. Wallace expresaba el deseo de que en
caso de que me pareciera bien el ensayo, se lo enviara a Lyell para que lo
leyera cuidadosamente. […] En el Journal of the Proceedings of the
Linnean Society, 1858, p. 45, se exponen las circunstancias en las que
atendí a la petición de Lyell y Hooker de que accediera a la publicación
de un resumen de mi manuscrito, así como una carta a Asa Gray, con
fecha del 5 de septiembre de 1857, al mismo tiempo que el ensayo de
Wallace.

Página 122
Los trabajos de Darwin y Wallace[18] se leyeron, en ausencia de los dos
autores, en la sesión de la Linnean Society del 1 de julio de 1858, y estuvieron
presentes Lyell y Hooker. No hubo discusión posterior, en parte porque el
tema cogió por sorpresa a los socios, y en gran medida porque el apoyo de
Lyell y Hooker, que eran quienes habían presentado los textos, disuadió a los
posibles críticos. En el texto de comunicación de los trabajos a la Sociedad
Linneana, Lyell y Hooker exponen que este último había leído la memoria de
Darwin de 1844, y había informado de su contenido a Lyell.
Sin embargo, nuestros trabajos combinados merecieron muy
escasa atención, y la única mención que se publicó al respecto fue la
del profesor Haughton de Dublín, cuyo veredicto fue que todo lo que
había de nuevo en nuestros trabajos era falso, y lo que había de cierto
era viejo. Esto demuestra lo necesario que es el que todo nuevo punto
de vista se explique con una extensión considerable, con el fin de
despertar la atención del público.
En septiembre de 1858 me puse a trabajar, siguiendo el insistente
consejo de Lyell y Hooker, para preparar un volumen sobre la
transmutación de las especies, pero sufría frecuentes interrupciones a
causa de mi mala salud y de las breves visitas al delicioso
establecimiento hidropático del doctor Lane en Moor Park. Resumí el
manuscrito que había empezado a escala mucho mayor en 1856 y
completé el volumen en la misma reducida proporción. Me costó trece
meses y diez días de duro trabajo. Se publicó con el título de Origin of
Species en noviembre de 1859. Aunque considerablemente aumentado
y corregido en posteriores ediciones, continúa siendo sustancialmente
el mismo libro.
Es, sin duda, la obra más importante de mi vida. Desde el
principio tuvo un gran éxito. La reducida primera edición de 1250
ejemplares se vendió en el mismo día de su publicación[19].
Ha sido traducido a casi todos los idiomas europeos, incluso a
algunos como el español, bohemio, polaco y ruso…

Darwin escribió El origen a lo largo de poco más de un año, sin consultar


absolutamente con nadie. Temía realmente ser un loco que había concebido
una teoría totalmente disparatada, de la que se reiría la Historia. Estaba tan
metido en el problema, desde hacía más de veinte años, que le faltaba
distancia y claridad de juicio. Su confianza en la descendencia con
modificación y la selección natural era absoluta, pero otros antes habían
perseguido sueños aberrantes durante toda su existencia con el mismo celo y

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convencimiento. Le aterrorizaba la idea de haber desperdiciado su vida
completamente. Por eso, esperaba el juicio de los tres científicos que más
respetaba: Lyell, Hooker y Huxley. Cuando le dieron su veredicto en general
favorable, se sintió inmensamente aliviado (aunque Lyell tardó años en
«convertirse», y quizá nunca lo hizo hasta las últimas consecuencias). Estaba
seguro de que por lo menos no decía necedades, y la opinión de otros colegas
le afectaba mucho menos, como la despiadada crítica del geólogo Sedgwick,
su antiguo profesor en Cambridge: «Si fuera posible (gracias a Dios no lo es)
esta quiebra, la humanidad, en mi opinión, sufriría daños que la
embrutecerían y hundirían a la raza humana en la mayor degradación en la
que haya caído desde que los testimonios escritos nos cuentan su historia».
Henslow, su querido maestro de Botánica en Cambridge, y a quien
Darwin debía el viaje en el Beagle, el mismo que le había recomendado la
lectura de los Principios de geología de Lyell, pero con la advertencia de que
no los creyera demasiado, no pudo alinearse con su antiguo discípulo (que era
en cierto modo el continuador en Biología de Lyell), pero su postura no fue
tan contraria y agresiva como la de Sedgwick.
Antes de El origen, Robert Chambers había propuesto sin éxito en su obra
Vestiges of Natural History of Creation una visión no materialista de la
evolución, que aparecía como el despliegue a lo largo del tiempo geológico de
un plan divino de creación progresiva que, sin milagros, avanzaba hacia
formas cada vez más perfectas y que culminaba en nuestra especie.
Curiosamente, Chambers criticaba a Lamarck, ya que asociaba a este autor
con la herencia de los caracteres adquiridos y tal mecanismo podía muy bien
explicar la adaptación de cada especie a sus circunstancias particulares, pero
no el movimiento general de la Vida hacia la complejidad. Sin embargo,
Lamarck también creía en ese progreso como ley de fondo, y Chambers, por
su parte, terminó aceptando la herencia de los caracteres adquiridos en
relación con la (para él) cuestión menor de la adaptación.
Aunque en su momento, 1844, el libro de Chambers fuera ridiculizado,
luego la idea fue retomada por algunos científicos antidarwinistas, como St.
George Jackson Mivart[20] (1827) o el famoso paleontólogo Richard Owen[21]
(1804), inventor del término «dinosaurio», quien, pese a que había ayudado al
joven Darwin a clasificar los ejemplares de mamíferos fósiles sudamericanos,
se convirtió luego en un firme adversario de sus ideas materialistas. Otro gran
oponente a Darwin fue, en Estados Unidos, el naturalista de origen suizo, ya
mencionado, Louis Agassiz.

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Merece un comentario aparte el botánico americano Asa Gray (1810),
buen amigo y seguidor de Darwin, con quien mantuvo una intensa
correspondencia. Gray era evolucionista y seleccionista, pero no
completamente al modo de Darwin. Como a otros «evolucionistas teístas»
posteriores, le parecía que el darwinismo era verdad, pero no contenía toda la
verdad: tenía que haber «algo más», una guía externa para la evolución, que
no podía depender simplemente de la acción de «fuerzas brutas». El
mecanismo por el que la evolución podía discurrir según el plan trazado era
que las variaciones se produjeran sólo en la dirección conveniente, la que
favorece al individuo. La lucha por la vida las seleccionaría, desde luego, por
ser beneficiosas.
Darwin no pensaba nada de eso. Para él, las variaciones eran tanto
beneficiosas como perjudiciales, porque se daban en todas las direcciones.
Volviendo al símil de la domesticación, Darwin le decía a Asa Gray que no
podía ocurrir que los animales criados por el hombre experimentaran cambios
en determinadas direcciones exclusivamente para satisfacer nuestros deseos,
sino que los criadores se quedaban sólo con las variaciones útiles. También
les preguntaba a Gray y a Lyell (que no terminaba de aceptar las ideas de
Darwin) si creían que la forma de su nariz (la misma nariz que no le gustó a
FitzRoy) respondía a algún plan. Porque si lo creían, no tenía nada más que
añadir, pero si no era así, debía «pensar que no es lógico suponer que las
variaciones que la selección natural preserva por el bien de cualquier ser
obedecen un designio».
Darwin no creía que la evolución se hubiera desarrollado a lo largo de una
línea principal de progreso que conduce al ser humano. Más bien entendía que
la selección natural adapta los organismos a los cambios que se producen en
sus condiciones de vida, respetando sólo a los que son más eficaces. La
evolución es oportunista, está sujeta a las variaciones que impone la Geología
en el medio y no tiene propósito ni dirección. Su representación gráfica no
sería una lanza, ni un surtidor que proyecta un chorro hacia arriba, sino un
árbol ramificado sin guía ni tronco principal. Porque no hay unos individuos
mejores que otros, en términos absolutos (como si pudieran ser medidos
según una escala de perfección), sino que simplemente algunos sujetos son
más idóneos para las circunstancias que se dan en un momento y lugar
concreto. El más apto hoy, puede no serlo mañana.
En el continente, el principal valedor de Darwin fue el genial y
enciclopédico biólogo alemán Ernst Haeckel (1834), que se sumó pronto al

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movimiento (en 1862), aunque en realidad era más lamarckista que
seleccionista.

Figura 37. Darwin sabía que la selección natural no lo explica todo: «Sin embargo, en un número de
especies los colores son demasiado conspicuos y singularmente organizados para permitirnos suponer
que sirven a otros propósitos». C. Darwin. El origen del hombre.

Un año después de que apareciera El origen, Darwin tenía mucha más


confianza en su teoría en general. Sus terrores anteriores a la publicación ya
habían pasado. Pero cansado de las críticas adversas, Darwin manifestaba a
Huxley que confiaba en que las nuevas generaciones partieran en sus
investigaciones de la idea de la evolución y no de la de la creación. No podía
imaginar que su profecía se cumpliría tan pronto, él era mucho más pesimista.
Los jóvenes se fueron identificando enseguida con la revolucionaria doctrina
del evolucionismo, mientras que el creacionismo se mantenía fuerte entre los
profesores consagrados.

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CURIOSIDADES
Hay muchas historias que se cuentan en torno a la vida y obra de Darwin y sus colegas. Aunque
afortunadamente nos dejó su autobiografía, quedan pequeños detalles por aclarar. Anécdotas la
mayoría, pero con cierto interés histórico.

Darwin y Wallace
Una de ellas es la de cómo se desarrolló la sesión de la Sociedad Linneana en la que la evolución
por selección natural fue dada a conocer al mundo, en un rincón de Londres. Aunque pasara casi
desapercibido, aquél fue sin duda el gran acontecimiento de la historia de la Biología. Según
Francis Darwin, fue así:

El articulo conjunto de Mr. Wallace y mi padre se leyó en la Sociedad Linneana la tarde del
primero de julio. Sir Charles Lyell y sir J. D. Hooker estuvieron presentes en la lectura del
trabajo, y creo que ambos hicieron algunas observaciones, principalmente con la intención de
convencer a los presentes de la necesidad de prestar la máxima atención a lo que habían oído.
Pero no hubo ni atisbo de discusión. Sir Joseph Hooker me escribe: «El interés suscitado fue
intenso, pero el tema era demasiado nuevo y amenazador para que la vieja escuela se alistara
sin armarse antes. Después de la reunión hubo una tímida discusión: el apoyo de Lyell, y
también en cierto modo el mío, puesto que yo era su lugarteniente en el asunto, intimidó
bastante a los socios, que de otro modo se habrían precipitado contra la teoría. Contábamos
también con la ventaja de estar familiarizados con los autores y con el tema».

En esta ocasión los amigos de Darwin no contaron con T. H. Huxley, quien aún no era miembro
de la Sociedad Linneana.

Huxley y Owen
Todo el mundo ha oído hablar de la discusión que mantuvieron en el salón de conferencias del
Museo Universitario de Historia Natural de Oxford el día 30 de junio de 1860, sábado, Thomas H.
Huxley, el «bulldog de Darwin», y el obispo Wilberforce, llamado soapy, el cobista o jabonoso, por
sus suaves maneras o quizá por la costumbre de frotarse las manos (gesto con el que aparece en una
caricatura). El obispo había sido asesorado la noche anterior por el paleontólogo Richard Owen,
considerado el sucesor inglés de Cuvier. Sin embargo, la anécdota carece de interés científico y se
parece a las muchas discusiones que siguieron (y aún continúan) entre científicos evolucionistas y
no científicos creacionistas. Mucho más importante es la discusión que habían sostenido dos días
antes, el jueves, en otra sesión de la reunión de Oxford, Huxley y el mismo Owen, esta vez cara a
cara. Aunque la historia venía de más atrás y la cuenta Huxley en su libro de 1863 Evidence as to
Man’s Place in Nature. En el año 1857 Owen había presentado en la Linnean Society un artículo en
el que se decía que el cerebro humano era radicalmente diferente al del resto de los primates y
demás mamíferos por tener el «lóbulo posterior» (que se llama ahora lóbulo occipital), que recubre
el cerebelo, el cuerno posterior del ventrículo lateral y el hippocampus minor (el hipocampo es lo
fundamental del arqueocórtex). Huxley se puso a investigar y descubrió que esas estructuras las
compartían el hombre y los demás primates superiores.

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Figura 38. Comparación del cerebro humano con el de un chimpancé, que demuestra su gran
semejanza, en contra de la opinión de Richard Owen; a: lóbulo posterior, b: ventrículo lateral, c:
cuerno posterior, x: hippocampus minor.

El resultado de mis investigaciones fue probar que las tres afirmaciones de Mr. Owen […]
eran contrarias a los hechos más palmarios. Les comuniqué esta conclusión a mis estudiantes
en clase. Y como no tenía deseo de embarcarme en una discusión que no podía redundar en la
gloria de la ciencia británica, me dediqué a otras ocupaciones más interesantes. En la reunión
de la Asociación Británica en Oxford, en 1860, el profesor Owen repitió estas aseveraciones
delante de mí, y por supuesto yo inmediatamente les di una réplica directa y sin preparar,
prometiéndome justificar esa forma de actuar más adelante. Cumplí esa promesa publicando
en el número de enero de 1861 de Natural History Review un artículo en el que la verdad de
las siguientes tres proposiciones quedaba completamente demostrada [se refiere a que las tres
estructuras en cuestión no son exclusivas de nuestra especie y existen también en los primates
superiores].

Darwin y Marx
Julian Huxley y H. D. B. Kettlewel cuentan en su biografía de Darwin que Karl Marx «quiso
dedicarle la traducción inglesa de Das Kapital, a lo que éste se negó atentamente». S. J. Gould lo
descarta: «Una leyenda bastante repetida, la de que Marx le ofreció a Darwin dedicarle el segundo
volumen de Das Kapital, y que éste no aceptó, resulta ser falsa». Howard E. Gruber, por su parte,
reproduce una carta de Darwin a Marx en la que rechaza la proposición: «Preferiría que esa parte o
volumen no estuviera dedicada a mí (aunque le agradezco que me haya propuesto tal honor) porque
ello sugeriría, en cierto grado, mi aprobación a la obra entera, de la que no tengo conocimiento»[22].
En todo caso, hay un ejemplar del primer volumen de Das Kapital (edición de Verlag von Otto
Meissner, Hamburgo, 1872) en la biblioteca de la casa de Darwin en Down y lleva la dedicatoria
«De su sincero admirador. Karl Marx». Pero tiene las páginas sin cortar, según Gould, que añade
que Darwin no era aficionado al idioma alemán. Eso es seguro, aunque también puede ser que no le
interesara demasiado el libro, o no tanto como para hacer un gran esfuerzo, porque sabía alemán,
aunque no mucho. Según dice su hijo Francis: «Muchas de sus lecturas científicas eran en alemán y
ello le representaba una pesada labor […]. Hace mucho tiempo, cuando empezó a estudiar alemán,
alardeó del hecho (según solía contar) ante sir J. Hooker, que respondió: “Ah mi querido colega,
eso no es nada; yo lo he empezado muchas veces”. A pesar de su carencia de gramática, conseguía
salir adelante con su alemán maravillosamente y las frases que no comprendía eran por lo general
las complicadas».

Darwin y Mendel

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Otra famosa leyenda cuenta que Darwin tenía en su biblioteca un ejemplar de las Actas de la
Sociedad de Historia Natural de Brünn (hoy Brno), donde Gregor Mendel publicó (en alemán) sus
Experimentos de hibridación en plantas (1866), y que el libro estaba con las páginas sin cortar.
Esta vez no cabe duda de que la historia es completamente falsa. No hay tal ejemplar y Darwin
nunca supo del trabajo de Mendel. Es verdad, en cambio, que Darwin poseía un ejemplar del libro
(de 1881) del médico y botánico alemán Wilhelm Olbers Focke titulado Los híbridos. Una
contribución a la biología de las plantas en el que se contienen breves referencias a Mendel, pero
esas páginas sí que están por cortar. ¿Se habría tomado la molestia de leer a Mendel si hubiera
tenido conocimiento de sus investigaciones? ¿Le habría influido en algo?
El importante, de todos modos, era Darwin y por eso se dio la situación inversa. Mendel
adquirió un ejemplar de la segunda edición alemana de El origen de las especies, publicado en
1863, que era una traducción de la tercera edición inglesa, de 1861. No cabe duda de que lo leyó,
porque marcó pasajes que le interesaban en 18 páginas, aunque no lo cita en sus Experimentos de
hibridación en plantas.
Mendel estuvo en Londres en julio y agosto de 1862, cuando casi había terminado sus
experimentos con los guisantes, pero no acudió a Down a visitar a Darwin, quien tampoco estuvo
en Londres en esas fechas. Mendel no hablaba inglés, y Darwin se defendía malamente en alemán.
¿Se habrían entendido? Aunque no era el alemán la barrera que más les separaba. Mendel no tenía
ningún interés por la evolución.

Darwin y Down
Por último, una anécdota sobre la casa de Darwin en Down. Su nieta Gwen Raverat escribió un
libro delicioso titulado Period Piece (algo así como Pieza de época), ilustrado con unos dibujos
deliciosos. Uno de los capítulos está dedicado a la casa de su abuelo, a quien no conoció. Sí
recordaba en cambio a su abuela, que murió catorce años después que Darwin (aunque sólo era un
año más joven que su esposo). El invierno lo pasaba la anciana en Cambridge e iba a Down (luego
llamado Downe) en verano. En la casa no había agua corriente, sino que la bombeaban de un pozo
situado junto a la mansión, al lado de una morera en la que se posaban los mirlos a comer las
moras. Gwen Raverat recuerda cómo veía a los pájaros desde la ventana del cuarto de los niños
cuando se levantaba la primera por la mañana, y cómo oía chillar a la bomba por las tardes, bajo la
ventana, cuando sacaban el agua. Se suponía que el pozo tenía más de cien metros de profundidad.
Como en todas las casas de la época, y hasta mucho tiempo después, la gente no se bañaba en el
mismo cuarto donde estaba el retrete.

No había cuarto de baño en Down, ni agua caliente, excepto en la cocina, pero había muchas
criadas para acarrear los grandes cubos de baño pintados de marrón. Y así como todo era
perfecto en Down, también lo era el más hermoso, secreto, romántico retrete que hubo nunca,
al final de un largo pasillo y después de subir algunos peldaños. Sólo tenía una ventana que
miraba al huerto de árboles frutales, y siempre estaba bañado en una tenue luz verde. Se
podían ver las copas de los manzanos, y cuando leía Romeo y Julieta (que fue el primer
Shakespeare que leí por mí misma), el verso That tips with silver all these fruit-tree tops (que
platea las copas de todos estos frutales), siempre me recordaba aquella ventana.

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IX. EL ORIGEN DE LAS ESPECIES

Un cortés caballero
El origen de las especies es un libro que se lee con gusto y parece fácil de
entender. Francis Darwin dice a propósito del estilo de su padre:

El lector se siente como un amigo al que está hablando un cortés


caballero, no como un alumno que recibe una clase del profesor. El tono
de un libro como El origen es encantador y casi patético(9); es el tono de
una persona que, convencida de la verdad de sus puntos de vista, apenas
espera convencer a los demás; es exactamente el reverso del estilo de un
fanático, que trata de forzar a sus lectores a que le crean. El lector jamás
es despreciado por muchas que sean las dudas que pueda sentir, y su
escepticismo es tratado con paciente respeto. Parece como si, por regla
general, tuviera en su mente al lector escéptico, o quizá incluso al
irrazonable. Quizá era consecuencia de este sentimiento el que se
esforzara mucho en aquellos puntos que imaginaba sorprenderían al
público, o le ahorrarían molestias, y de esta forma le incitarían a la
lectura.

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Figura 39. Portada de la primera edición de El origen de las especies. En las cinco primeras ediciones,
el título del libro es Sobre el origen de las especies, etc., queriendo indicar que se trata de un resumen
de una obra que se espera sea más extensa. Sólo en la sexta edición se suprimió el adverbio sobre, con
lo que el título sugiere que se trata de la versión definitiva.

Sin embargo, si uno trata de analizar los razonamientos que contiene El


origen, resulta uno de los textos más complejos que se hayan escrito nunca,
tan cargado está de conceptos en todas sus páginas. Literalmente, es una obra
casi inabarcable para la mente humana. Por alguna extraña y misteriosa razón,
cuando se cierra el libro, y sin saber cómo ha pasado, está uno convencido de
la evolución de las especies, aunque es probable que no se sea capaz de
argumentarla ni de defenderla en una discusión.

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La explicación puede estar en la manera en la que El origen está
estructurado. Primero se describe una serie de hechos, que se ilustran con
ejemplos numerosísimos. Esos hechos parecen patentes: en las especies
silvestres, como en los animales domésticos, hay variación entre los
individuos, ya que no todos son iguales, ni mucho menos; esas diferencias
tienen un cierto componente hereditario, esto es, los hijos se asemejan a los
padres, pero sólo se parecen, no llegan a ser idénticos; en la naturaleza, el
crecimiento de las poblaciones, si no tiene freno, termina por superar los
recursos que proporciona el medio, que no son inagotables, como decía
Malthus que ocurría con las poblaciones humanas.
Pues bien, si todo esto es verdad, y Darwin nos convence suavemente de
ello, entonces, a partir de tales premisas puede seguirse una cadena de
razonamientos: los individuos competirán entre ellos por el alimento, que no
alcanza para todos; el éxito será diverso, ya que hay diferencias entre los
miembros de una especie, y unas variantes favorecen al individuo en esa
lucha y otras le perjudican, o le favorecen menos; los individuos que resulten
vencedores serán los progenitores de las siguiente generación, y así ocurrirá
una vez tras otra. El resultado final, al cabo de muchas generaciones, es
doble: a escala individual, las adaptaciones a «los hábitos de vida» (es decir, a
otros organismos y al medio físico); a escala de especie, la evolución, o, en
palabras de Darwin, la descendencia con modificación.
Darwin admitía (sobre todo en la sexta edición de El origen) otras dos
causas posibles para la descendencia con modificación: la acción directa del
entorno sobre los individuos(10) (por ejemplo, la alimentación o el clima),
siempre y cuando la variación así producida fuera transmisible a la
descendencia; y la herencia de los caracteres adquiridos durante la vida por el
uso y desuso de los órganos, al utilizarlos más o menos según los hábitos. Sin
embargo, no concedía a la acción del ambiente sobre los organismos un papel
determinante en las adaptaciones (¿cómo podría el ambiente producir tales y
tan abundantes maravillas en las criaturas?). Ambas causas han resultado ser
falsas, porque ninguna de esas modificaciones se heredan; de todas formas,
Darwin las consideraba de mucha menor importancia que su mecanismo de la
selección natural, que consta de dos partes: primero, la «variación accidental»
o «al azar» (es decir, no inducida y sin ninguna dirección preferente), y
segundo, la lucha por la vida (que tiene, ésa sí, una dirección muy clara,
porque favorece a unos y perjudica a otros). Por eso, y aunque la teoría de la
herencia de Darwin, la pangénesis, también era errónea, Darwin se mantiene

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como el genio que encontró la causa de la evolución (con Wallace), y por lo
tanto la hizo creíble.
Como decía Thomas H. Huxley, el «bulldog de Darwin», el
funcionamiento de la selección natural no depende de cuál sea la causa de la
variación, de que ésta sea continua (cuantitativa, gradual) o discontinua
(cualitativa, súbita, a saltos), dirigida o al azar, siempre y cuando se transmita
de alguna manera a los descendientes. La selección natural, tomada en un
sentido muy amplio (como un simple «algoritmo de cálculo»), depende sólo
de que haya variaciones hereditarias en los individuos y de que exista
competencia por los recursos o «lucha por la vida». Pero es que, además,
Darwin estaba en lo cierto al pensar que la variación no viene dirigida por el
ambiente ni por los hábitos de los animales, sino que se produce, de alguna
manera que él entonces desconocía, espontáneamente y sin dirección alguna.
La causa no se supo hasta que se descubrió la mutación.
Para entender bien la diferencia entre el modo de razonar de Lamarck y el
de Darwin, puede ser una buena idea acudir al ejemplo más famoso, el del
cuello de la jirafa. Para Lamarck es el producto de generaciones de jirafas
esforzándose por llegar a las copas de los árboles para ramonear. Así lo
explica en su Filosofía zoológica (obra publicada en 1809, curiosamente el
año en que nació Darwin, y exactamente medio siglo antes de que éste le
diera la réplica en El origen):

En relación con los hábitos, es curioso observar el resultado en la forma


particular y la talla de la jirafa: es sabido que este animal, el más alto de
los mamíferos, habita en el interior de África, y vive en los lugares donde
la tierra, casi siempre árida y sin hierba, obliga a pacer las hojas de los
árboles y a esforzarse continuamente para alcanzarlas. Como resultado de
este hábito sostenido desde hace mucho en todos los individuos de la raza,
las patas de delante se han hecho más largas que las traseras, y su cuello
se ha vuelto tan largo que la jirafa, sin enderezarse sobre las patas de
atrás, levanta su cabeza y alcanza seis metros de altura.

Para Darwin, el esfuerzo no tiene nada que ver. En el párrafo que se cita a
continuación de El origen, hay tres conceptos fundamentales. Uno es el de
que la selección natural, como la selección artificial, actúa sobre los
individuos, no sobre órganos o funciones (algo que los biólogos
evolucionistas de hoy olvidan en ocasiones). El segundo es el de que dentro
de la variación natural y espontánea de la especie, los más altos sobrevivirán
y los más bajos morirán de hambre. ¿Pero en qué circunstancias? Y aquí

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viene el tercer concepto: la selección natural actúa sobre ventajas de ordinario
muy pequeñas, que se vuelven cruciales, no en condiciones normales, sino
cuando sobrevienen situaciones críticas. De ese modo, la selección natural
puede «ver» variaciones aparentemente insignificantes, pero que deciden
entre la vida y la muerte en casos extremos. La selección natural no produce
las variaciones, ni las dirige, pero las evalúa.

Figura 40. ¿Cómo se desarrolló el largo cuello de la jirafa? Darwin y Wallace, por un lado, y Lamarck,
por otro, ofrecían diferentes explicaciones.

La jirafa, por su elevada estatura y por su cuello, miembros anteriores, cabeza


y lengua muy alargados, tiene toda su conformación admirablemente
adaptada para ramonear en las ramas más altas de los árboles. La jirafa puede
así obtener comida fuera del alcance de los otros ungulados, o animales de
cascos y de pezuñas, que viven en el mismo país, y esto tiene que serle de
gran ventaja en tiempos de escasez. El ganado vacuno ñato de América del

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Sur nos muestra qué pequeña puede ser la diferencia de conformación que
determine, en tiempos de escasez, una gran diferencia en la conservación de
la vida de un animal. Este ganado puede rozar, igual que los otros, la hierba;
pero por la prominencia de la mandíbula inferior no puede, durante las
frecuentes sequías, ramonear las ramitas de los árboles, las cañas, etc.,
alimento al que se ven obligados a recurrir el ganado vacuno común y los
caballos; de modo que en los tiempos de sequía los ñatos mueren si no son
alimentados por sus dueños.
Antes de pasar a las objeciones de Mr. Mivart, puede ser conveniente
explicar, todavía otra vez, cómo obrará la selección natural en todos los casos
ordinarios. El hombre ha modificado alguno de sus animales sin que
necesariamente haya atendido a puntos determinados de estructura,
simplemente conservando y obteniendo cría de los individuos más veloces,
como en el caballo de carreras y el galgo, o de los individuos victoriosos,
como en el gallo de pelea. Del mismo modo en la naturaleza, al originarse la
jirafa, los individuos que ramoneasen más alto y que durante los tiempos de
escasez fuesen capaces de alcanzar aunque sólo fuesen una pulgada o dos más
arriba que los otros, con frecuencia se salvarían, pues recorrerían todo el país
en busca de alimento. El que los individuos de la misma especie muchas
veces difieren un poco en la longitud relativa de todas sus partes puede
comprobarse en muchas obras de Historia Natural, en las que se dan medidas
cuidadosas. Estas pequeñas diferencias en las proporciones, debidas a las
leyes de crecimiento y variación, no tienen la menor importancia ni utilidad
en la mayor parte de las especies. Pero al originarse la jirafa habrá sido esto
diferente, teniendo en cuenta sus costumbres probables, pues aquellos
individuos que tuviesen alguna parte o varias partes de su cuerpo un poco más
alargadas de lo corriente hubieron, en general, de sobrevivir. Éstos se habrán
unido entre sí y habrán dejado descendencia que habrá heredado, o bien las
mismas particularidades corpóreas, o bien la tendencia de variar de nuevo de
la misma manera, mientras que los individuos menos favorecidos por los
mismos conceptos habrán sido los más propensos a perecer.

La evolución de las especies no se puede ver «en tiempo real» porque se


produce a escala geológica (aunque los esposos Peter R. y B. Rosemary Grant
aprecian, precisamente en los pinzones de las Galápagos, cambios
direccionales a lo largo de las generaciones). Sin embargo, la generación de
razas domésticas tiene una escala temporal mucho menor, aunque también
mayor que la de las vidas humanas. Pero Darwin había encontrado en las
vacas ñatas sudamericanas (de la región del Plata), el equivalente doméstico
de las jirafas, una ilustración perfecta del modus operandi de la selección

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natural. Las ñatas, como las jirafas, no tenían problemas para pastar en los
tiempos normales, pero en épocas de sequía se veían incapacitadas para
alimentarse de «palitos y astillas de caña», por la estructura de la boca. Esta
historia de las vacas ñatas aparece en la segunda edición del Diario del viaje.
Obviamente, el interés de la extraña raza para la evolución se le ocurrió
después de escribir la primera versión, en el verano de 1837, cuando
empezaba a preguntarse por la transmutación de las especies y a escribir su
primer cuaderno de notas sobre el tema. Darwin nos cuenta que después de su
regreso, el capitán Sulivan de la Royal Navy («mi amigo», le llama) le envió
una calavera de vaca ñata, y también que escribió a don F. Muñiz, vecino de
Luján, pidiéndole toda la información disponible sobre la raza. Bartholomew
James Sulivan (nacido en 1810, es decir, un año después que el naturalista)
había viajado en el Beagle con Darwin como teniente. De 1842 a 1846 mandó
el buque Philomel en aguas de Sudamérica, especialmente de las Malvinas.
Por cierto, a la muerte de FitzRoy en 1865, su esposa e hija quedaron en muy
mala posición económica y Sulivan convenció al Gobierno para que les diera
3000 libras, a las que Darwin añadió otras 100 libras de su propio peculio.
Como anécdota que me parece viene al caso, contaré que recientemente se
han publicado estudios sobre la dieta de unos homínidos africanos llamados
parántropos, que tienen las muelas muy grandes en comparación con sus
antepasados los australopitecos (que ya las tenían grandes de por sí). La dieta,
sin embargo, ha resultado ser bastante parecida entre australopitecos y
parántropos, y para explicar esta contradicción se ha dicho lo siguiente: el
gran tamaño de los molares de los parántropos no quiere decir que
normalmente comieran otra cosa, sino que cuando el alimento habitual
escaseaba podían recurrir a ciertos vegetales, de carácter muy duro y abrasivo,
que requieren mucha masticación. Bastaría con que esa ventaja les salvara la
vida de cuando en cuando, quizá cada varias generaciones, para explicar que
los parántropos invirtieran más energía que los australopitecos en fabricar
unas muelas (y una mandíbula y unos huesos de la cara) más robustos.

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Figura 41. Alfred Russel Wallace. Él y Darwin llegaron a la misma explicación para la evolución (la
selección natural), pero por caminos independientes.

También Wallace escribió sobre la dichosa jirafa en el famoso ensayo de


Ternate que envió a Darwin en febrero de 1858 (Ternate es el nombre de la
isla indonesia donde Wallace descubrió que la lucha por la vida podía
explicar la evolución y las adaptaciones):

La hipótesis de Lamarck de que los cambios progresivos en las especies


se han producido por los esfuerzos de los animales de desarrollar sus
propios órganos y de esta manera modificar sus estructura y hábitos, ha
sido fácil y repetidamente rebatida por todos los que han escrito sobre el
tema de las variedades y especies, y parecería entonces que el tema ha
sido resuelto en su totalidad; pero la idea que se desarrolla aquí hace tal
hipótesis [la de Lamarck] superflua, al demostrar que se pueden conseguir
resultados totalmente similares por la acción de principios que actúan
constantemente en la naturaleza. Las poderosas garras retráctiles de los
halcones y felinos no han sido producidas o aumentadas por la voluntad
de dichos animales; pero de las variedades que se producían entre las
primeras y menos organizadas formas de estos grupos, vivían más tiempo
los que tenían más facilidad para agarrar a sus presas. Ni tampoco
adquirió la jirafa su largo cuello por el deseo(11) de alcanzar el follaje de
los matorrales más altos, estirando continuamente el cuello con este
propósito, sino porque las variedades que aparecían entre sus antepasados
con un cuello más largo de lo normal se aseguraron de golpe un

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suplemento de forraje en el mismo lugar que sus compañeros de cuello
más corto, y a la primera escasez de comida fueron así capaces de
sobrevivirlos.

¿No es sorprendente lo que se parecen las tesis de Darwin y de Wallace?


Incluso en la idea de que el largo cuello de algunas jirafas es una ventaja sólo
en los tiempos de crisis. Es cierto que mantuvieron intercambio epistolar, y
sabían que el otro buscaba una explicación para el mismo problema: la
descendencia con modificación, como describe Darwin la evolución, o «la
tendencia de las variedades a separarse indefinidamente del tipo original»,
como dice el título del trabajo de Ternate de Wallace (On the tendency of the
varieties to depart indefinitely form the original type). Pero sobre la lucha por
la vida (siguiendo las ideas de Malthus), y la supervivencia de unos pocos
privilegiados (los de garras más poderosas o cuellos más largos), no habían
contrastado sus ideas.
¿Me permiten ahora una divertida y breve historia en un libro tan serio?
Augusto Monterroso, el genial escritor de relatos breves (¿se acuerdan de
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí?), también se ocupó del
problema evolutivo del cuello de las jirafas en un relato titulado La jirafa que
de pronto comprendió que todo es relativo. Trata de una jirafa despistada que
se salió de la selva y, perdida, llegó a un desfiladero donde se libraba una
batalla. Un cañón disparó una bala que pasó rozando la cabeza de la jirafa,
que pensó: «Qué bueno que no soy tan alta, pues si mi cuello midiera treinta
centímetros más, esa bala me habría volado la cabeza; o bien, qué bueno que
esta parte del desfiladero en que está el Cañón no es tan baja, pues si midiera
treinta centímetros menos, la bala también me habría volado la cabeza. Ahora
comprendo que todo es relativo».

El misterio de los misterios


En la obra capital de Darwin hay tantos casos particulares con los que
ilustra su idea que es fácil perder de vista el hilo conductor y lo que el autor
pretende demostrar con ellos. Brevemente, a continuación, llevaremos a cabo
una disección del libro, como si de un ser vivo se tratara.
La primera edición, la de 1859, empieza con unas palabras que ya nos
suenan, porque son casi iguales a otras que escribió en la Autobiografía para
explicar cómo surgió en él la duda sobre la inmutabilidad de las especies,
antes de que se decidiera por la transmutación. Se trataba sólo de hechos,
observaciones, pero que le daban que pensar. O el Creador tenía una mente

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muy caprichosa en lo que se refiere a la distribución de los seres vivos en el
planeta, o unas especies estaban relacionadas con otras en cuanto a su origen.

Cuando estaba como naturalista a bordo del Beagle, buque de la marina


real, me impresionaron mucho ciertos hechos que se presentan en la
distribución geográfica de los seres orgánicos que viven en América del
Sur y en las relaciones geológicas entre los habitantes actuales y los
pasados de aquel continente. Estos hechos, como se verá en los últimos
capítulos de este libro, parecían dar alguna luz sobre el origen de las
especies; este misterio de los misterios, como lo ha llamado uno de
nuestros mayores filósofos[23].

El gran filósofo al que se refiere Darwin es John Herschel (1792) y la


frase «el misterio de los misterios» aparece en una carta de 1836 de Herchel a
Lyell, a propósito de los Principios de geología: «Por supuesto, aludo al
misterio de los misterios: el reemplazamiento de unas especies por otras».

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Figura 42. «Sin embargo, debo confesar que desconfío bastante de la verdad de la teoría, hoy muy
extendida, de que lodos nuestros animales domésticos proceden de diferentes razas salvajes; aunque no
me cabe duda de que en muchos casos es así». Carta de Darwin a Wallace de 1 de mayo de 1857.

El fenómeno de la domesticación fue la primera pista que siguió Darwin


para tratar de entender cómo se originaban las especies (Wallace, sin
embargo, no se interesó por el tema de la domesticación, ni por la selección
artificial y mejora de las razas, sino que llegó directamente a la idea de la
lucha por la vida a partir del ensayo de Malthus). A fin de cuentas, las
distintas razas de un mismo animal podrían pasar por especies diferentes,
aunque cercanas, si no fuera porque se cruzan entre ellas sin dificultad. Y

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hasta es posible que en ocasiones procedan de diferentes troncos salvajes,
especulaba Darwin. Así lo pensaba en el caso de los perros, como lo han
hecho otros autores posteriores. En su delicioso librito Cuando el hombre
encontró al perro, Konrad Lorenz creía, por las diferencias de carácter entre
las razas caninas, que unas descendían del chacal, las más sumisas, y otras del
lobo, las que tienen un temperamento más independiente (pero más fiel). Sin
embargo, los estudios genéticos han demostrado que todas vienen del lobo.
Puede ser la primera especie que domesticó el hombre, a finales de la última
glaciación, en el Paleolítico.

Cuando consideramos las variedades hereditarias o razas de las plantas y


animales domésticos, y las comparamos con especies muy afines, vemos
generalmente en cada raza doméstica, como antes se hizo observar, menos
uniformidad de caracteres que en las especies verdaderas. Las razas
domésticas tienen con frecuencia un carácter algo monstruoso; con lo que
quiero decir que, aunque difieren entre sí y de las otras especies del mismo
género en diferentes puntos poco importantes, con frecuencia difieren en
sumo grado en alguna parte cuando se comparan entre sí, y más aún cuando
se comparan con la especie en estado natural de que son más afines. Con estas
excepciones —y con la de la perfecta fecundidad de las variedades cuando se
cruzan, asunto para ser discutido más adelante— las razas domésticas de la
misma especie difieren entre sí del mismo modo que las especies muy afines
del mismo género en estado natural; pero las diferencias, en la mayor parte de
los casos, son en grado menor. Esto ha de admitirse como cierto, pues las
razas domésticas de muchos animales y plantas han sido clasificadas por
varias autoridades competentes como descendientes de especies
primitivamente distintas y por otras autoridades competentes como simples
variedades. Si existiese alguna diferencia bien marcada entre una raza
doméstica y una especie, esta causa de duda no se presentaría tan
continuamente. Se ha dicho muchas veces que las razas domésticas no
difieren entre sí por caracteres de valor genérico. Puede demostrarse que esta
afirmación no es exacta, y los naturalistas discrepan mucho al determinar qué
caracteres son de valor genérico, pues todas estas valoraciones son al presente
empíricas. Cuando se exponga de qué modo los géneros se originan en la
naturaleza, se verá que no tenemos derecho alguno a esperar hallar muchas
veces en las razas domésticas un grado genérico de diferencia.
Al intentar apreciar el grado de diferencia estructural entre razas
domésticas afines, nos vemos pronto envueltos en la duda por no saber si han
descendido de una o de varias especies madres. Este punto, si pudiese ser
aclarado, sería interesante; si, por ejemplo, pudiese demostrarse que el galgo,

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el bloodhound, el terrier, el spaniel y el bulldog, que todos sabemos que
propagan su raza sin variación, eran la descendencia de una sola especie,
entonces estos hechos tendrían gran peso para hacernos dudar de la
inmutabilidad de las muchas especies naturales muy afines —por ejemplo, los
muchos zorros— que viven en diferentes regiones de la tierra. No creo, como
luego veremos, que toda la diferencia que existe entre las diversas castas de
perros se haya producido en domesticidad; creo que una pequeña parte de la
diferencia es debida a haber descendido de especies distintas. En el caso de
razas muy marcadas de algunas otras especies domésticas hay la presunción,
o hasta pruebas poderosas, de que todas descienden de un solo tronco salvaje.
Se ha admitido con frecuencia que el hombre ha escogido para la
domesticación animales y plantas que tienen una extraordinaria tendencia
intrínseca a variar y también a resistir climas diferentes. No discuto que estas
condiciones han añadido mucho al valor de la mayor parte de nuestras
producciones domésticas; pero ¿cómo pudo un salvaje, cuando domesticó por
vez primera un animal, conocer si éste variaría en las generaciones sucesivas
y si soportaría o no otros climas? La poca variabilidad del asno y el ganso, la
poca resistencia del reno para el calor, o del camello común para el frío, ¿han
impedido su domesticación? No puedo dudar que si otros animales y plantas,
en igual número que nuestras producciones domésticas y pertenecientes a
clases y regiones igualmente diversas, fuesen tomados del estado natural y se
pudiese hacerles criar en domesticidad, en un número igual de generaciones
variarían, por término medio, tanto como han variado las especies madres de
las producciones domésticas hoy existentes.

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Figura 43. «No puedo dejar de pensar que sobreestima la importancia de los orígenes múltiples de los
perros. La única diferencia es que, en el caso del origen único, todas las diferencias entre las razas se
han originado desde que el hombre domesticó la especie. En el caso de orígenes múltiples, parte de la
diferencia se produjo en condiciones naturales». Carta de Darwin a Lyell de 23 de noviembre de 1859.

Jarek Diamond ha escrito un libro famoso sobre esta cuestión tan


peliaguda, titulado Armas, gérmenes y acero. La pregunta que se hace en él es
inevitable: ¿en el caso de las especies de animales y plantas que no se
domesticaron o cultivaron nunca (la inmensa mayoría), pese a estar muy
próximas genéticamente (y evolutivamente) a otras que sí lo fueron, se debe a
la dificultad intrínseca de las especies para ser aprovechadas por el hombre, o

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a la incapacidad o desinterés de la gente que vivía en esos territorios? La
respuesta de Jarek Diamond es que el problema estaba en las especies
mismas, no en las culturas. Sigamos con El origen de las especies:

En el caso de la mayor parte de las plantas y animales domésticos de antiguo,


no es posible llegar a una conclusión precisa acerca de si han descendido de
una o varias especies salvajes. El argumento con que cuentan principalmente
los que creen en el origen múltiple de nuestros animales domésticos es que en
los tiempos más antiguos, en los monumentos de Egipto y en las habitaciones
lacustres de Suiza, encontramos gran diversidad de razas, y que muchas de
estas razas antiguas se parecen mucho o hasta son idénticas a las que existen
todavía. Pero esto hace sólo retroceder la historia de la civilización y
demuestra que los animales fueron domesticados en tiempo mucho más
antiguo de lo que hasta ahora se ha supuesto. Los habitantes de los lagos de
Suiza cultivaron diversas clases de trigo y de cebada, el guisante, la
adormidera para aceite y el lino, y poseyeron diversos animales domesticados.
También mantuvieron comercio con otras naciones. Todo esto muestra
claramente, como ha señalado Heer, que en esta remota edad habían
progresado considerablemente en civilización y esto significa además de un
prolongado período previo de civilización menos adelantada, durante el cual
los animales domésticos tenidos en diferentes regiones por diferentes tribus
pudieron haber variado y dado origen a diferentes razas. Desde el
descubrimiento de los objetos de sílex en las formaciones superficiales de
muchas partes de la tierra, todos los geólogos creen que el hombre salvaje
existió en un período enormemente remoto, y sabemos que hoy día apenas
hay una tribu tan salvaje que no tenga domesticado, por lo menos, el perro.
El origen de la mayor parte de nuestros animales domésticos
probablemente quedará siempre dudoso. Pero puedo decir que, considerando
los perros domésticos de todo el mundo, después de una laboriosa
recopilación de todos los datos conocidos, he llegado a la conclusión de que
han sido amansadas varias especies salvajes de cánidos y que su sangre,
mezclada en algunos casos, corre por las venas de nuestras razas domésticas.
Por lo que se refiere a las ovejas y cabras no puedo formar opinión decidida.
Por los datos que me ha comunicado Mr. Blyth sobre las costumbres, voz,
constitución y estructura del ganado vacuno indio con joroba, es casi cierto
que descendió de diferente rama primitiva que nuestro ganado vacuno
europeo, y algunas autoridades competentes creen que este último ha tenido
dos o tres progenitores salvajes, merezcan o no el nombre de especies. Esta
conclusión, lo mismo que la distinción específica entre el ganado vacuno
común y el de joroba, puede realmente considerarse como demostrada por las

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admirables investigaciones del profesor Rütimeyer. Respecto a los caballos,
por razones que no puedo dar aquí, me inclino, con dudas, a creer, en
oposición a diversos autores, que todas las razas pertenecen a la misma
especie. Habiendo tenido vivas casi todas las razas inglesas de gallinas,
habiéndolas criado y cruzado y examinado sus esqueletos, me parece casi
seguro que todas son descendientes de la gallina salvaje de la India, Gallus
bankiva, y ésta es la conclusión de Mr. Blyth y de otros que han estudiado
esta ave en la India. Respecto a los patos y conejos, algunas de cuyas razas
difieren mucho entre sí, son claras las pruebas de que descienden todas del
pato y del conejo comunes salvajes.

La manera por la que el ser humano ha creado las diferentes razas de


animales domésticos es la selección artificial, o mejora (perfeccionamiento)
de las razas. No cabe duda de que, a la vista de los resultados, se trata de un
método muy eficaz. A Darwin le interesaba mucho este procedimiento para
tratar de aplicarlo al caso de las especies naturales. Lo primero que nos dice
es que las razas no se han originado por medio de la acción directa de las
condiciones de vida, ni por el uso y desuso, las dos alternativas al darwinismo
para explicar el origen de las especies. No, con las razas está muy claro, su
origen se debe a la selección artificial (aunque cauto, como siempre, concede
un posible papel marginal a las otras dos causas).
Además, Darwin imagina este perfeccionamiento como un largo proceso
dirigido por el criador, en el que lentamente se van acumulando mejoras, tan
pequeñas que son del todo inapreciables salvo para un gran experto (en algún
caso, la variación se ha producido de un salto, admite Darwin, pero es la
excepción). Sólo si el criador se esfuerza durante mucho tiempo obtendrá
finalmente su fruto.

Consideremos ahora brevemente los grados por que se han producido las
razas domésticas, tanto partiendo de una como de varias especies afines.
Alguna eficacia puede atribuirse a la acción directa y determinada de las
condiciones externas de vida y alguna a las costumbres; pero sería un
temerario quien explicase por estos agentes las diferencias entre un
caballo de tiro y uno de carreras, un galgo y un bloodhound, una paloma
mensajera inglesa y una volteadora de cara corta. Uno de los rasgos
característicos de las razas domésticas es que vemos en ellas adaptaciones
no ciertamente para el propio bien del animal o planta, sino para el uso y
capricho del hombre. Algunas variaciones útiles al hombre,
probablemente, se han originado de repente o de un salto; muchos
naturalistas, por ejemplo, creen que el cardo de cardar, con sus garfios,

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que no pueden sor igualados por ningún artificio mecánico, no es más que
una variedad del Dipsacus silvestre, y este cambio puede haberse
originado bruscamente en una plantita. Así ha ocurrido, probablemente,
con el perro Lurnspit, y se sabe que así ha ocurrido en el caso de la oveja
ancón. Pero si comparamos el caballo de tiro y el de carreras, el
dromedario y el camello, las diferentes castas de ovejas adecuadas tanto
para tierras cultivadas como para pastos de montañas, con la lana en una
casta, útil para un caso, y en la otra, útil para el otro; cuando comparamos
las muchas razas de perros, cada una útil al hombre de diferente modo;
cuando comparamos el gallo de pelea, tan pertinaz en la lucha, con otras
castas tan poco pendencieras, con las «ponedoras perpetuas»
—everlasting layers— que nunca quieren empollar, y con la bantam, tan
pequeña y elegante; cuando comparamos la multitud de razas de plantas
agrícolas, culinarias, de huerta y de jardín, útilísimas al hombre en las
diferentes estaciones y para diferentes fines, o tan hermosas a sus ojos,
tenemos, creo yo, que ver algo más que simple variabilidad. No podemos
suponer que todas las castas se produjeron de repente tan perfectas y tan
útiles como ahora las vemos; realmente, en muchos casos sabemos que no
ha sido ésta su historia. La clave está en la facultad que tiene el hombre de
seleccionar acumulando; la Naturaleza da variaciones sucesivas; el
hombre las suma en cierta dirección útil para él. En este sentido puede
decirse que ha hecho razas útiles para él.

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Figura 44. «Mediante un sencillo procedimiento de selección y un amaestramiento cuidadoso, los
caballos ingleses han llegado a aventajar en velocidad y tamaño a los progenitores árabes». C. Darwin.
El origen de las especies.

Darwin reconoce que a veces se forman razas domésticas de manera


brusca y da por comprobado el caso de las famosas ovejas de patas cortas
ancón, que invocaba T. H. Huxley en el prólogo de este libro. Pero aunque
admite excepciones a su idea de que natura non fácil saltum, las considera
muy poco importantes comparadas con una rigurosa selección actuando a lo
largo de tiempos muy amplios sobre variaciones imperceptibles, excepto para
el ojo infalible del ganadero, en la granja, y la acción combinada de la

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producción excesiva de descendientes y la afilada cuchilla de la lucha por la
vida, en la naturaleza.

La gran fuerza de este principio de selección no es hipotética. Es seguro


que varios de nuestros más eminentes ganaderos, aun dentro del tiempo
que abraza la vida de un solo hombre, modificaron en gran medida sus
razas de ganado vacuno y de ovejas. Para darse cuenta completa de lo que
ellos han hecho es casi necesario leer varios de los muchos tratados
consagrados a este objeto y examinar los animales. Los ganaderos hablan
habitualmente de la organización de un animal como de algo plástico que
pueden modelar casi como quieren. Si tuviese espacio podría citar
numerosos pasajes a este propósito de autoridades competentísimas.
Youatt, que probablemente estaba mejor enterado que casi nadie de las
obras de los agricultores, y que fue él mismo un excelente conocedor de
animales, habla del principio de la selección como de «lo que permite al
agricultor no sólo modificar los caracteres de su rebaño, sino cambiar
éstos por completo. Es la vara mágica mediante la cual puede llamar a la
vida cualquier forma y moldear lo que quiere». Lord Somerville,
hablando de lo que los ganaderos han hecho con la oveja, dice: «Parecería
como si hubiesen dibujado con yeso en una pared una forma perfecta en sí
misma y después le hubiesen dado existencia». En Sajonia, la importancia
del principio de la selección, por lo que se refiere a la oveja merina, está
reconocida tan por completo que se ejerce como un oficio: las ovejas son
colocadas sobre una mesa y estudiadas como un cuadro por un perito; esto
se hace tres veces, con meses de intervalo, y las ovejas son marcadas y
clasificadas cada vez, de modo que las mejores de todas pueden ser por
fin seleccionadas para la cría.

Ese criador de ojo entrenado, que es capaz de captar diferencias sutiles


entre los individuos, necesita aun así que no todos los animales del rebaño
sean iguales. Vayamos ahora a la naturaleza. ¿Existe ahí también variabilidad,
para que pueda actuar la selección natural? ¿No nos parecen todos los
saltamontes, todos los conejos y todos los peces de la misma especie copias
exactas, al menos en lo que se refiere a sus partes esenciales? Pues no, entre
ellos existe variación como en las razas domésticas:

Las muchas diferencias ligeras que aparecen en la descendencia de los


mismos padres, o que puede presumirse que han surgido así por haberse
observado en individuos de una misma especie que habitan una misma
localidad confinada, pueden llamarse diferencias individuales. Nadie

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supone que todos los individuos de la misma especie estén fundidos
absolutamente en el mismo molde. Estas diferencias individuales son de
la mayor importancia para nosotros, porque frecuentemente, como es muy
conocido de todo el mundo, son hereditarias, y aportan así materiales para
que la selección natural actúe sobre ellos y las acumule, de la misma
manera que el hombre acumula en una dirección dada las diferencias
individuales de sus producciones domésticas. Estas diferencias
individuales afectan generalmente a lo que los naturalistas consideran
como partes sin importancia; pero podría demostrar, mediante un largo
catálogo de hechos, que partes que deben llamarse importantes, tanto si se
las mira desde un punto fisiológico como desde el de la clasificación,
varían algunas veces en los individuos de una misma especie. Estoy
convencido de que el más experimentado naturalista se sorprendería del
número de casos de variación, aun en partes importantes de estructura,
que podría recopilar autorizadamente, como los he recopilado yo durante
el transcurso de años. Hay que recordar que los sistemáticos están lejos de
complacerse al hallar variabilidad en caracteres diferentes y que no hay
muchas personas que quieran examinar trabajosamente órganos internos e
importantes y comparar éstos en muchos ejemplares de la misma especie.
Nunca se hubiera esperado que las ramificaciones de los nervios
principales junto al gran ganglio central de un insecto fuesen variables en
la misma especie; podría haberse pensado que cambios de esta naturaleza
sólo se habían efectuado lenta y gradualmente y, sin embargo, sir J.
Lubbock ha mostrado la existencia de un grado de variabilidad en estos
nervios principales en Coccus, que casi pueden compararse con la
ramificación irregular del tronco de un árbol. Puedo añadir que este
naturalista ha mostrado también que los músculos de las larvas de algunos
insectos distan mucho de ser uniformes.

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Figura 45. Darwin apenas se ocupó en El origen de las especies de la selección sexual que embellece a
los machos de algunas aves, como el faisán argus.

Las especies que sistematizan los biólogos no son homogéneas, sobre todo
si abarcan una gran porción de territorio. Por el contrario, se suelen reconocer
variedades locales, razas o subespecies, que ocupan extensiones menores. La
diferencia entre variedades geográficas y especies, sin embargo, no es clara
para los taxónomos que trabajan en la clasificación, sino muy subjetiva. Se
pasa de unas a otras insensiblemente y aquí tenemos un dato importante para
entender cómo se originan las especies en el tiempo: antes de serlo, fueron
variedades.

Hace muchos años, comparando y viendo comparar a otros las aves de las
islas —muy próximas entre sí— del archipiélago de las Galápagos, unas
con otras y las del continente americano, quedé muy sorprendido de lo
completamente arbitraria y vaga que es la distinción entre especies y

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variedades. En las islitas del pequeño grupo de las Madeira existen
muchos insectos clasificados como variedades en la admirable obra de
Mr. Wollaston, pero que seguramente serían clasificados como especies
distintas por muchos entomólogos. Hasta Irlanda tiene algunos animales
considerados ahora generalmente como variedades, pero que han sido
clasificados como especies por algunos zoólogos. Varios ornitólogos
experimentados consideran nuestra perdiz de Escocia (Lagopus scoticus)
sólo como una raza muy caracterizada de una especie noruega, mientras
que el mayor número la clasifica como una especie indubitable, propia de
Gran Bretaña. Una gran distancia entre las localidades de dos formas
dudosas lleva a muchos naturalistas a clasificar éstas como dos especies
distintas; pero se ha preguntado con razón: ¿qué distancia bastará? Si la
distancia entre América y Europa es grande, ¿será suficiente la que hay
entre Europa y las Azores, o Madeira, o las Canarias, o entre las varias
islitas de estos pequeños archipiélagos?

Me encuentro a menudo, a la hora de explicar la evolución, con el


problema de que solemos pensar que los seres vivos llevan una vida
«desahogada» en la naturaleza, siempre y cuando el ser humano no les
moleste. Si fuera así, ¿por qué habrían de cambiar? ¿Qué necesidad tendrían
de adaptarse? También me resulta difícil hacer entender que los recursos con
los que cuentan los seres vivos son muy limitados, y que la energía que un
organismo invierte en un órgano no la puede utilizar en producir y mantener
otros, ya que las calorías que puede conseguir al día son las que son, y encima
hay que descontar las que gasta en obtenerlas. Y la razón de que toque a tan
poco es que hay muchos compitiendo por lo mismo. Haciendo unas cuentas
muy fáciles se obtienen unas cifras espectaculares de descendientes de una
pareja, en pocas generaciones, si no hubiera mortandad. Pero el crecimiento
casi ilimitado de una especie, su explosión demográfica, la lleva pronto a
sobrepasar la cantidad de alimento disponible. A partir de entonces, ya no hay
para todos. Empieza la competencia:

De la rápida progresión en que tienden a aumentar todos los seres orgánicos


resulta inevitablemente una lucha por la existencia. Todo ser que durante el
curso natural de su vida produce varios huevos o semillas tiene que sufrir
destrucción durante algún período de su vida, o durante alguna estación, o de
vez en cuando en algún año, pues de otro modo, según el principio de la
progresión geométrica, su número sería pronto tan extraordinariamente
grande que ningún país podría mantener el producto. De aquí que, como se
producen más individuos que los que pueden sobrevivir, tiene que haber en

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cada caso una lucha por la existencia, ya de un individuo con otro de su
misma especie o con individuos de especies distintas, ya con las condiciones
físicas de vida. Ésta es la doctrina de Malthus, aplicada con doble motivo al
conjunto de los reinos animal y vegetal, pues en este caso no puede haber
ningún aumento artificial de alimentos, ni ninguna limitación prudente por el
matrimonio. Aunque algunas especies puedan estar aumentando
numéricamente en la actualidad con más o menos rapidez, no pueden hacerlo
todas, pues no cabrían en el mundo.
No existe excepción de la regla de que todo ser orgánico aumenta
naturalmente en progresión tan alta y rápida que, si no es destruido, estaría
pronto cubierta la tierra por la descendencia de una sola pareja. Aun el
hombre, que es lento en reproducirse, se ha duplicado en veinticinco años y,
según esta progresión, en menos de mil años su descendencia no tendría
literalmente sitio para estar en pie. Linneo ha calculado que si una planta
anual produce tan sólo dos semillas —y no hay planta tan poco fecunda— y
las plantitas salidas de ellas producen en el año siguiente dos, y así
sucesivamente, a los treinta años habría un millón de plantas. El elefante es
considerado como el animal que se reproduce más despacio de todos los
conocidos, y me he tomado el trabajo de calcular la progresión mínima
probable de su aumento natural; será lo más seguro admitir que empieza a
criar a los treinta años, y que continúa criando hasta los noventa, produciendo
en este intervalo seis hijos, y que sobrevive hasta los cien años; y siendo así,
después de un período de setecientos cuarenta a setecientos cincuenta años
habría aproximadamente diecinueve millones de elefantes vivos
descendientes de la primera pareja.

Y sin embargo los ecosistemas dan la sensación de equilibrio y armonía.


En las pirámides ecológicas (o de números) hay una estratificación perfecta,
con pisos de tamaño decreciente hacia la cúspide. Todo parece medido y
tasado. ¿Dónde están entonces esas explosiones demográficas, esos
desbordamientos de vida?

Pero sobre esta materia tenemos pruebas mejores que los cálculos puramente
teóricos, y son los numerosos casos de aumento asombrosamente rápido de
varios animales en estado salvaje cuando las circunstancias han sido
favorables para ellos durante dos o tres años consecutivos. Todavía más
sorprendente es la prueba de los animales domésticos de muchas clases que se
han hecho salvajes en diversas partes del mundo; los datos sobre la rapidez
del aumento en América del Sur, y últimamente en Australia, de los caballos
y ganado vacuno —animales tan lentos en reproducirse— no habrían sido

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creíbles si no hubiesen estado muy satisfactoriamente autorizados. Lo mismo
ocurre con las plantas; podrían citarse casos de plantas introducidas que han
llegado a ser comunes en islas enteras en un período de menos de diez años.
Algunas de estas plantas, tales como el cardo común y un cardo alto, que son
actualmente comunísimas en las vastas llanuras de La Plata, cubriendo leguas
cuadradas casi con exclusión de toda otra planta, han sido introducidas de
Europa, y hay plantas que, según me dijo el doctor Falconer, se extienden
actualmente en la India desde el cabo Comorín hasta el Himalaya, las cuales
han sido importadas de América después de su descubrimiento. En estos
casos —y podrían citarse otros infinitos— nadie supone que la fecundidad de
animales y plantas haya aumentado súbita y transitoriamente en grado
sensible. La explicación evidente es que las condiciones de vida han sido
sumamente favorables y que, a consecuencia de ello, ha habido menos
destrucción de adultos y jóvenes, y que casi todos los jóvenes han podido
criar. Su progresión geométrica de aumento —cuyo resultado nunca deja de
sorprender— explica sencillamente su aumento extraordinariamente rápido y
la amplia difusión en su nuevo hábitat.
En estado natural, casi todas las plantas, una vez desarrolladas, producen
semillas cada año, y entre los animales son muy pocos los que no se aparean
anualmente. Por lo cual podemos afirmar confiadamente que todas las plantas
y animales tienden a aumentar en progresión geométrica, que todos poblarían
con rapidez cualquier sitio en el cual puedan existir de algún modo, y que esta
tendencia geométrica al aumento ha de ser contrarrestada por la destrucción
en algún período de la vida. El estar familiarizado con los grandes animales
domésticos tiende, creo yo, a despistarnos; vemos que no hay en ellos gran
destrucción, pero no tenemos presente que anualmente se matan millares de
ellos para alimento y que en estado natural un número igual tendría que
invertirse de algún modo.

Ahora estamos enterados de que hay variación entre los individuos de una
misma población natural, y entre las diferentes poblaciones locales. Una
especie ha sido antes una subespecie. El procedimiento por el que se ha
llegado a diferenciar una variedad es porque una fuerza actúa sobre los
individuos de un lugar y determina cuáles de ellos van a vivir y reproducirse.
En la mayor parte de las especies de animales y plantas, los huevos
fecundados o las semillas que se convertirán en individuos reproductores son
una ínfima minoría, pero no cualquiera: se trata de los mejores, los más
idóneos, los mejor adaptados. No en todos los casos, naturalmente, porque el
azar también interviene, pero sí en términos de probabilidad. A largo plazo,
sólo quedarán los más aptos.

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Es la guadaña de la muerte, que se ceba sobre todo en los más pequeños,
la responsable de tanta belleza y armonía como muestra el mundo orgánico.
El nombre de esa guadaña es el de lucha por la vida. Su resultado: la
supervivencia de los más adecuados. A esto es a lo que llama Darwin
selección natural. Es decir, el lugar que ocupa el hombre en la selección
artificial, le corresponde a la lucha por la vida en la selección natural. Sólo
había que sustituir un agente por otro para entender cómo funciona la
evolución y tanto Wallace como Darwin cayeron en la cuenta leyendo a
Malthus.

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Figura 46. «Respecto de que la semejanza mimética sea tan común en los insectos, ¿no piensa que
puede estar conectado con su pequeño tamaño?; no pueden defenderse; no pueden escapar volando, al
menos de los pájaros, y por lo tanto escapan por medio del fraude y del engaño». Carta de Darwin a
Bates de 20 de noviembre de 1862.

Creo que procede aquí recoger siquiera unas pocas palabras de Wallace
sobre su descubrimiento de la lucha por la vida, que se había producido en
1858. En forma resumida lo cuenta, muchos años después, en carta de
diciembre de 1887:

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La coincidencia más interesante en el asunto, creo, es que yo, igual que
Darwin, había llegado a la teoría a través de Malthus —en mi caso fue la
complicada relación de la acción de los «obstáculos preventivos» que
mantienen la población de las razas salvajes en un número bastante
estable, pero reducido—. Esto me había impresionado enormemente, y de
repente se me ocurrió que si el número de todos los animales se ve
necesariamente limitado de este modo —«la lucha por la existencia»—,
las variaciones en las que yo pensaba constantemente debían,
necesariamente con frecuencia, ser beneficiosas, y en ese caso
provocarían el crecimiento en número de las variaciones en cuestión,
mientras que las variaciones nocivas disminuirían.

Se ha criticado a Darwin que adoptara la expresión, original de Herbert


Spencer, de «supervivencia de los más aptos o más ajustados», que no estaba
en la edición de 1859 de El origen (y fue introducida en la quinta, diez años
después). En el subtítulo de la primera edición ya daba Darwin una definición
de la selección natural: «the preservaron of the favoured races in the struggle
for life». Ahora nos aclara quiénes son los favorecidos en la lucha por la vida:
«the fittest», los mejor adaptados. Pero se ha dicho que «la supervivencia de
los más aptos» es una tautología, un argumento circular que no explica nada,
porque los más aptos, por definición, son los que sobreviven (no van a serlo
los que perecen) y se vuelve al principio del razonamiento. Quizá se entienda
mejor la frase completa «selección natural, o la supervivencia de los más
aptos», si se pone al revés:

A este principio de conservación o supervivencia de los más adecuados lo


he llamado selección natural.

Lo que Darwin quería decir es que la selección natural no inicia nada, sino
que es posterior a la variación. Y si las especies varían, como lo hacen las
razas domésticas, no es posible dudar de que algunas variantes sean más
favorables que otras para la supervivencia del individuo y su éxito
reproductor. Y esos afortunados individuos, en general, serán los que vivan
más tiempo y tengan más descendientes. Si la acción del hombre ha
conseguido mejorar tanto las razas, la naturaleza, que dispone de mucho más
tiempo y es absolutamente brutal, ha tenido que ser infinitamente más eficaz
modificando las especies. Pero por naturaleza entiende Darwin, y pone mucho
interés en aclararlo, tanto al clima como a las otras especies.

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Las causas que contienen la tendencia natural de cada especie al aumento son
oscurísimas. Consideremos la especie más vigorosa: cuanto mayor sea su
número, tanto más tenderá a aumentar todavía. No sabemos exactamente
cuáles sean los obstáculos, ni siquiera en un solo caso. Y no sorprenderá esto
a nadie que reflexione cuán ignorantes somos en este punto, aun en lo que se
refiere a la humanidad, a pesar de que está tan incomparablemente mejor
conocida que cualquier otro animal. Este asunto de los obstáculos al aumento
ha sido competentemente tratado por varios autores, espero discutirlo con
considerable extensión en una obra futura, especialmente en lo que se refiere
a los animales salvajes de América del Sur. Aquí haré sólo algunas
observaciones nada más que para recordar al lector algunos de los puntos
capitales. Los huevos o los animales muy jóvenes parece que generalmente
sufren mayor destrucción, pero no siempre es así. En las plantas hay una gran
destrucción de semillas; pero, de algunas observaciones que he hecho, resulta
que las plantitas sufren más por desarrollarse en terreno ocupado ya
densamente por otras plantas. Las plantitas, además, son destruidas en gran
número por diferentes enemigos; por ejemplo: en un trozo de terreno de tres
pies de largo y dos de ancho, cavado y limpiado, y donde no pudiese haber
ningún obstáculo por parte de otras plantas, señalé todas las plantitas de
hierbas indígenas a medida que nacieron y, de trescientas cincuenta y siete,
nada menos que doscientas noventa y cinco fueron destruidas, principalmente
por babosas e insectos. Si se deja crecer césped que haya sido bien guadañado
—y lo mismo sería con césped rozado por cuadrúpedos—, las plantas más
vigorosas matarán a las menos vigorosas, a pesar de ser plantas
completamente desarrolladas; así, de veinte especies que crecían en un
pequeño espacio de césped segado —de tres pies por cuatro—, nueve
especies perecieron porque se permitió a las otras crecer sin limitación.
La cantidad de alimento para cada especie señala naturalmente un límite
extremo a que cada especie puede llegar; pero con mucha frecuencia lo que
determina el promedio numérico de una especie no es el obtener alimento,
sino el servir de presa a otros animales. Así, parece que apenas hay duda de
que la cantidad de perdices y liebres en una gran hacienda depende
principalmente de la destrucción de las alimañas. Si durante los próximos
veinte años no se matase en Inglaterra ni una pieza de caza y si al mismo
tiempo no fuese destruida ninguna alimaña, habría, según toda probabilidad,
menos caza que ahora, aun cuando actualmente se matan cada año centenares
de miles de piezas. Por el contrario, en algunos casos, como el del elefante,
ningún individuo es destruido por animales carnívoros, pues aun el tigre en la
India rarísima vez se atreve a atacar a un elefante pequeño protegido por su
madre.

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La idea de la lucha por la vida cambia por completo nuestra querida visión
de la naturaleza como un lugar paradisíaco de criaturas felices y lo convierte
en un infierno de seres con «garras y picos ensangrentados». ¿No se podría
sustituir esa lucha por la existencia entre individuos por la más aceptable y
hasta heroica lucha contra los elementos? El príncipe ruso Kropotkin hizo
sitio incluso a la solidaridad y la cooperación entre los individuos que se
enfrentan al clima. Pero Darwin no lo veía así: los rigores del tiempo llevan
más bien al sálvese quien pueda:

El clima desempeña un papel importante en determinar el promedio de


individuos de una especie y las épocas periódicas de frío o sequía
extremos parecen ser el más eficaz de todos los obstáculos para el
aumento de individuos. Calculé —principalmente por el número
reducidísimo de nidos en la primavera— que el invierno de 1854-1855
había destruido cuatro quintas partes de los pájaros en mi propia finca, y
ésta es una destrucción enorme cuando recordamos que el diez por ciento
es una mortalidad sumamente grande en las epidemias del hombre. La
acción del clima parece, a primera vista, por completo independiente de la
lucha por la existencia; pero en tanto en cuanto el clima obra
principalmente reduciendo el alimento, lleva a la más severa lucha entre
los individuos, ya de la misma especie, ya de especies distintas, que viven
de la misma clase de alimento. Aun en los casos en que el clima, por
ejemplo, extraordinariamente frío, obra directamente, los individuos que
sufrirán más serán los menos vigorosos o los que hayan conseguido
menos alimento al ir avanzando el invierno. Cuando viajamos de Sur a
Norte, o de una región húmeda a otra seca, vemos invariablemente que
algunas especies van siendo gradualmente cada vez más raras y por fin
desaparecen; y como el cambio de clima es visible, nos vemos tentados de
atribuir todo el efecto a su acción directa. Pero ésta es una idea errónea;
olvidamos que cada especie, aun donde abunda más, está sufriendo
constantemente enorme destrucción en algún período de su vida a causa
de enemigos o competidores por el mismo lugar y alimento, y si estos
enemigos son favorecidos, aun en el menor grado, por un ligero cambio
de clima, aumentarán en número y, como cada área está ya
completamente provista de habitantes, las otras especies tendrán que
disminuir. Cuando viajamos hacia el Sur y vemos una especie decrecer en
número, podemos estar seguros de que la causa estriba exactamente lo
mismo en que otras especies son favorecidas como en que aquélla es
perjudicada. Lo mismo ocurre cuando viajamos hacia el Norte, pero en
grado algo menor, porque el número de especies de todas clases y, por

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consiguiente, de competidores decrece hacia el Norte; de aquí que, yendo
hacia el Norte o subiendo a una montaña, nos encontramos con mucha
mayor frecuencia con formas desmedradas, debidas a la acción
directamente perjudicial del clima, que dirigiéndonos hacia el Sur o
descendiendo de una montaña. Cuando llegamos a las regiones árticas, o a
las cumbres coronadas de nieve, o a los desiertos absolutos, la lucha por
la vida es casi exclusivamente con los elementos.

Había una dificultad que mortificaba mucho a Darwin, según nos cuenta
en su Autobiografía:

Pero en aquel tiempo pasé por alto un problema de gran importancia; y, a


no ser por el principio del huevo de Colón, me resulta sorprendente cómo
pude olvidar esta cuestión y su solución. Este problema es la tendencia en
seres orgánicos descendientes del mismo tronco a divergir a medida que
se modifican. Que han llegado a diferenciarse mucho, es obvio, por la
manera en que las especies de todas las clases pueden ser clasificadas en
géneros, los géneros en familias, las familias en subórdenes y así
sucesivamente; y aún recuerdo el lugar exacto del camino en que, yendo
en coche, y para mi contento, se me ocurrió la solución; esto fue mucho
después de haber venido a Down. La solución, según creo, es que los
vástagos modificados de todas las formas dominantes y crecientes tienden
a adaptarse a los muchos y sumamente variados lugares por economía de
la naturaleza.

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Figura 47. Diagrama abstracto de la evolución, la única ilustración que aparece en El origen de las
especies.

La solución a este problema que tanto preocupaba a Darwin le parecía a


T. H. Huxley de pura lógica y no entendía por qué le dio tantas vueltas. En El
origen aborda también la cuestión:

La selección natural lleva también a la divergencia de caracteres, pues


cuanto más difieren los seres orgánicos en estructura, costumbres y
constitución, tanto mayor es el número que puede sustentar un territorio,
de lo que vemos una prueba considerando los habitantes de cualquier
región pequeña y las producciones aclimatadas en países extraños. Por
consiguiente, durante la modificación de los descendientes de una especie
y durante la incesante lucha de todas las especies por aumentar el número
de individuos, cuanto más diversos lleguen a ser los descendientes, tanto
más aumentarán sus probabilidades de triunfo en la lucha por la vida. De
este modo, las pequeñas diferencias que distinguen las variedades de una
misma especie tienden constantemente a aumentar hasta que igualan a las
diferencias mayores que existen entre las especies de un mismo género o
aun de géneros distintos.

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Figura 48. Esta bellísima composición de Carlos Puche nos muestra la variedad de pinzones de las
Galápagos, tan diferentes entre sí que durante el viaje Darwin los tomó por aves de distintas clases.

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LA TENDENCIA A LA SEPARACIÓN

Tomemos una guía de las aves de España y Europa. Miremos las ilustraciones de las especies y los
mapas de distribución. Sin necesidad de movernos de casa podemos hacer algunas observaciones
biogeográficas muy interesantes. El trabajo de investigación ya lo han llevado a cabo otros.
Enseguida nos damos cuenta de que en un mismo territorio conviven especies muy semejantes,
aunque su modo de vida (su nicho ecológico) no sea a veces exactamente el mismo y no prefieran
los mismos ambientes. El águila imperial, por ejemplo, no se diferencia mucho del águila real. A
ambas podemos encontrarlas en la sierra de Guadarrama, cerca de Madrid. A la primera la
reconocemos sobre todo por su mancha blanca en los «hombros». Entre los pájaros pequeños pasa
lo mismo. El bisbita alpino, el arbóreo y el campestre se parecen mucho y los tres viven igualmente
en el Sistema Central. La cogujada común no se distingue apenas de la cogujada campesina, ni el
aguilucho cenizo del pálido, y así podríamos encontrar numerosos ejemplos; también entre los
mamíferos, los reptiles, los anfibios, los peces, los insectos y los demás animales. Ocurre que las
especies de un mismo género se parecen mucho (por definición, ya que se agrupan en función de su
semejanza) y son meras variantes de un único diseño biológico. Es sencillo reconocer un reyezuelo,
pero es complicado saber de qué reyezuelo se trata. Para eso, precisamente, para identificar
especies que se distinguen mal se publican guías tan detalladas y con tantas explicaciones.
En esos libros maravillosos, llenos de naturaleza que vuelve al campo, aprendemos otras cosas.
Por ejemplo, que la perdiz nival sólo vive en nuestro país en los Pirineos. Además, resulta que las
águilas calzadas se pueden presentar en dos colores diferentes, la forma clara y la forma oscura, así
que normalmente se dibujan ambas. Y por último, si la guía tiene suficiente información, sabremos
que el urogallo cantábrico no es exactamente igual al nórdico.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? Eso mismo se preguntaba Darwin. Europa no es un
conjunto de islas, como las Galápagos, así que las diferentes especies no han podido originarse en
condiciones de aislamiento geográfico[24]. Tras darle muchas vueltas al problema, creyó descubrir
la solución: el principio de divergencia. Eso debió de ocurrir entre 1854 y 1857, o sea, muchos años
después de que en 1838 encontrara el principio de la selección natural. Darwin estaba igualmente
orgulloso de sus dos principios.
La idea que le vino a la mente en aquel momento que tan bien recordaba («yendo en mi coche»)
es muy simple. Las especies eran antes variedades. Algunas de ellas habitan diferentes regiones (las
variedades geográficas), pero otras (las «variedades ecológicas») conviven en la misma región de
un continente. Las variedades que se encuentran juntas tienden a divergir, a modificarse en distintas
direcciones, ocupando diferentes lugares en la naturaleza, especializándose en modos de vida cada
vez más alejados.

Otro principio, que puede ser llamado el principio de divergencia, tiene, creo yo, una parte
importante en el origen de las especies. El mismo lugar sustentará más vida si es ocupado por
formas muy diversas; vemos esto en los muchos géneros que hay en una yarda cuadrada de
hierba.

Así se lo explicaba Darwin al botánico americano Asa Gray en la famosa carta del 5 de
septiembre de 1857, en la que también le adelantaba el principio de la selección natural, y que fue
presentada a la Sociedad Linneana como prueba de que Darwin no había copiado a Wallace.
El inteligentísimo Huxley se preguntaba dónde estaba la idea genial y por qué Darwin se había
torturado tanto buscándola: «Es curioso que se le diera tanta importancia a esta idea suplementaria.
Parece obvio que la teoría de las especies por selección natural implica la divergencia de las formas
seleccionadas». Yo también lo pensaba así, pero intuía que algo muy profundo le rondaba la cabeza
a Darwin. Y ahora tengo la impresión de que Huxley no había entendido el problema de su maestro.
Se trataba de saber por medio de qué mecanismo se podían producir dos o más especies a partir de
una forma ancestral, sin cambiar de lugar. ¿Cómo podrían evitar mezclarse las variedades
incipientes, cuando apenas hay diferencias en sus modos de vida y en sus características, si los
individuos están juntos? Darwin aplicaba la misma lógica al aislamiento geográfico que al

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aislamiento ecológico, pero en el primer caso es físicamente imposible el cruzamiento entre
variedades y en el segundo, en cambio, nada lo impide.
Darwin se esforzó por encontrar casos de este modo de especiación (formación de especies por
división) sin aislamiento geográfico, pero fracasó. Y los que lo han intentado más tarde tampoco
han tenido demasiado éxito. Y es que no existen, o son muy raras, las «variedades ecológicas» (las
formas clara y oscura de las águilas calzadas no lo son, ya que ocupan, por lo que sabemos, el
mismo nicho). Darwin sólo pensaba en el aislamiento geográfico por medio del mar, pero hay otras
barreras en los continentes (físicas o climáticas) que aíslan poblaciones y permiten que diverjan.
Luego, si desaparece el obstáculo, la nueva especie puede llegar a convivir con la especie madre o
con otras especies que hayan aparecido, mientras tanto, de la misma forma[25].
Recurriendo, como siempre, a la comparación con las razas domésticas de animales, Darwin
argumentaba que el hombre ha seleccionado, a la vez, caballos cada vez más ligeros y esbeltos para
correr, y otros muy robustos y pesados para tirar del carro. Algo así tendría que haber ocurrido en la
naturaleza.
Cuando se le ocurrió la idea de la selección natural, dio con un mecanismo (la lucha por la vida)
que hacía el mismo trabajo de criba que en el corral lleva a cabo el ganadero. La analogía entre
ambos tipos de selección resulta fácil si se compara la evolución lineal (unidireccional) con la tarea
de mejorar una raza, de hacerla más productiva o beneficiosa para el hombre, exagerando
determinada característica, es decir, especializándola en una única dirección. Pero no es tan clara la
comparación entre la evolución divergente, o por división, con la tarea de producir a la vez, en la
misma comarca o incluso en el mismo corral, dos razas diferentes, porque no es evidente cómo la
selección natural podría hacer eso. El ganadero decide qué animal se reproduce con cuál, y así evita
que se crucen dos razas incipientes en la misma granja, ¿pero cómo haría la naturaleza para impedir
que se mezclen las especies incipientes que conviven?
A mí me cuesta trabajo entender cómo el gran sabio, tan racionalista, se contentó con una
explicación tan poco científica. Porque la palabra tendencia suena a mentalidad precientífica, a
explicación animista. Atribuye a la naturaleza una propensión, casi un deseo. Y Galileo y sus
compañeros de lo que se ha llamado la Revolución Científica del Barroco se propusieron eliminar
toda noción de voluntad o propósito en la naturaleza. A cambio formularon leyes (ciegas, neutras,
fijas) que rigen los fenómenos de la naturaleza y los explican.
El biogeógrafo Ernst Mayr, uno de los creadores del neodarwinismo(12), ha sido quien mejor ha
estudiado el principio de la divergencia. Su texto más importante sobre el tema empieza así: «Se
debe evitar convertir la historia de la ciencia en una hagiografía de sus grandes sabios. Incluso los
más grandes científicos tienen sus puntos negros y caen víctimas de sus contradicciones. A pesar de
mi casi ilimitada admiración por Charles Darwin, debo confesar que incluso él era humano». Y
termina diciendo: «Es irónico que de los dos principios, que Darwin consideraba igual de
importantes, el de la divergencia fue mucho menos criticado que el de la selección natural. Pero al
final fue la selección natural la que salió victoriosa, mientras ahora es evidente que el principio de
divergencia no es válido».

El mal en el mundo
Darwin no sólo se interesaba por la forma de los animales, sino también
por su conducta. El instinto no era para él algo que hubiera que dejar al
margen de la evolución, o que se opusiera a la idea misma, sino que, por el
contrario, podían aplicársele exactamente igual que a las estructuras
anatómicas los conceptos de variabilidad hereditaria, lucha por la vida,
supervivencia de los más eficaces y, en consecuencia, selección natural y
descendencia con modificación.

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Muchos instintos son tan maravillosos que su desarrollo parecerá
probablemente al lector una dificultad suficiente para echar abajo toda mi
teoría. Debo sentar la premisa de que no me ocupo del origen de las
facultades mentales, de igual modo que tampoco lo hago del origen de la
vida misma. Nos interesa sólo la diversidad de los instintos y de las demás
facultades mentales de los animales de una misma clase.

Darwin intentaba evitar los dos temas más conflictivos, el origen de la


vida y el del hombre (con su mente racional), para no desviar la atención de
su principal argumento en El origen de las especies: que la selección natural
puede actuar mejorando la adaptación de los organismos a su ambiente.
Incluso los instintos más maravillosos, como los de las abejas para fabricar
celdillas, que se habían presentado como prueba irrebatible de la
imposibilidad de que la naturaleza por sí misma produjera un diseño tan
inteligente como el de un panal, podían explicarse por medio de la selección
natural.
Para compensar, si los instintos eran producto de las leyes de la
naturaleza, incluso los más extraordinarios, se podía exonerar al Creador de
tanto sufrimiento como se causan unos animales a otros.

La selección natural no puede producir ninguna modificación en una


especie exclusivamente en el beneficio de otra, aun cuando en la
naturaleza, incesantemente unas especies sacan ventaja y se aprovechan
de la conformación de otras. Pero la selección natural puede producir, y
produce con frecuencia, estructuras para perjuicio directo de otros
animales como vemos en los dientes de la víbora y en el oviscapto del
icneumónido, mediante el cual deposita los huevos en el cuerpo de otros
insectos vivos.

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Figura 49. «Veo demasiada miseria en el mundo. No puedo convencerme de que un Dios bondadoso y
omnipotente creara deliberadamente los Icheneumonidae con la expresa intención de que se alimentaran
con los cuerpos de gusanos vivos, o que un gato tenga que divertirse jugando con los ratones», le
argumenta Darwin a Asa Gray en carta de 22 de mayo de 1860.

Pero la estrategia no le sirvió de nada: en cuanto apareció el libro, los


creacionistas dedujeron que Darwin sostenía que «venimos del mono» y le
acusaron de materialismo ateo.

En este capítulo me he esforzado en mostrar brevemente que las cualidades


mentales de los animales domésticos son variables y que las variaciones son
hereditarias. Aún más brevemente, he intentado demostrar que los instintos
varían ligeramente en estado natural. Nadie discutirá que los instintos son de
importancia suma para todo animal. Por consiguiente, no existe dificultad real
en que, cambiando las condiciones de vida, la selección natural acumule hasta
cualquier grado ligeras modificaciones de instinto que sean de algún modo
útiles. En muchos casos es probable que la costumbre, el uso y desuso hayan
entrado en juego. No pretendo que los hechos citados en este capítulo
robustezcan grandemente mi teoría; pero según mi leal saber y entender, no la
anula ninguno de los casos de dificultad. Por el contrario, el hecho de que los
instintos no son siempre completamente perfectos y están sujetos a errores; de
que no puede demostrarse que ningún instinto haya sido producido para bien
de otros animales, aun cuando algunos animales saquen provecho del instinto
de otros; de que la regla de Historia Natural Natura non facit saltum es
aplicable a los instintos lo mismo que a la estructura corporal, y se explica
claramente según las teorías precedentes, pero es inexplicable de otro modo;
tiende todo ello a confirmar la teoría de la selección natural.
Esta teoría se robustece también por algunos otros hechos relativos a los
instintos, como el caso común de especies muy próximas, pero distintas, que,

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habitando en partes distintas del mundo y viviendo en condiciones
considerablemente diferentes, conservan, sin embargo, muchas veces casi los
mismos instintos. Por ejemplo: por el principio de la herencia podemos
comprender por qué es que el tordo de la región tropical de América del Sur
tapiza su nido con barro, de la misma manera especial que lo hace nuestro
zorzal británico; por qué los cálaos de África y la India tienen el mismo
instinto extraordinario de emparedar y aprisionar las hembras en un hueco de
árbol, dejando sólo un pequeño agujero en la pared, por el cual los machos
alimentan a la hembra y a sus pequeñuelos cuando nacen; por qué las
ratillas(13) machos (Troglodytes) de América del Norte hacen nidos de macho
(cock-nests), en los cuales descansan como los machos de nuestras ratillas,
costumbre completamente distinta de las de cualquier otra ave conocida.
Finalmente, puede no ser una deducción lógica, pero para mi imaginación es
muchísimo más satisfactorio considerar instintos, tales como el del cuclillo
joven, que expulsa a sus hermanos adoptivos; el de las hormigas esclavistas;
el de las larvas de icneumónidos, que se alimentan del cuerpo vivo de las
orugas, no como instintos especialmente creados o fundados, sino como
pequeñas consecuencias de una ley general que conduce al progreso de todos
los seres orgánicos, es decir, que multiplica, transforma y deja vivir a los más
fuertes y deja morir a los más débiles.

En una carta de 1859 (enviada entre la comunicación conjunta a la


Sociedad Linneana y El origen), Darwin expone a Wallace el mismo
pensamiento:

Me alegra saber que ha estado usted ocupándose de nidos de pájaros. Yo


también les he prestado atención, aunque desde un punto de vista casi
exclusivamente: la demostración de que los instintos cambian, de modo
que la selección puede actuar sobre ellos y perfeccionarlos. Pocos
instintos, aparte de éstos, se pueden conservar en museos, por así decirlo.

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Figura 50. Macho y hembra de Lophornis ornatus en su nido.

¡Qué bella idea la de que los nidos son de alguna manera instintos
conservados! También en el registro fósil pueden buscarse comportamientos
preservados en forma de huellas y otros signos de actividad orgánica. Y por
supuesto la Prehistoria estudia los comportamientos fosilizados de nuestros
antepasados.
Hasta aquí, Darwin ha ido encadenando razonamientos para demostrar
que la selección natural hace inevitable la evolución de las especies, como
una consecuencia necesaria de su actuación. Pero el método científico
moderno exige que las hipótesis se sometan a la falsación con los hechos.
Para ello se formulan predicciones del estilo: «Si todo esto es cierto, entonces
se encontrará tal cosa». Esa falsación o «contrastación», como también se
llama, se puede hacer por la vía de la experimentación o por la de la
observación. Si la predicción no se cumple, entonces se rechaza la hipótesis.
Si no se refuta la hipótesis, en ese caso se sigue adelante con ella. Y si no se
pueden hacer predicciones, se considera que la hipótesis no es científica.
Darwin buscó pruebas de que se cumplía la teoría de la evolución y las

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encontró en dos campos. Uno es el de la biogeografía, del que ya hemos
hablado mucho. Las faunas sudamericanas de las diferentes latitudes se
parecen entre sí, como cabía esperar, y no cada una de ellas (tropicales,
subtropicales, templadas, frías, etc.) a las de su misma latitud y clima en otros
continentes. No eran, pues, el ambiente y la ecología las variables que
determinaban la composición taxonómica de las diferentes biotas, sino la
historia geológica y biológica de cada región.
La otra prueba de la evolución que satisfacía a Darwin era de carácter
embriológico, como dejó dicho en su Autobiografía:

Mientras trabajaba en El origen, ningún otro aspecto me procuró tanta


satisfacción como la explicación de la gran diferencia existente en muchas
clases entre el embrión y el animal adulto, y del estrecho parecido entre
los embriones dentro de una misma clase. Hasta donde alcanza mi
memoria, en las primeras críticas a El origen no se recogía ningún
informe sobre este punto, y recuerdo que expresé mi sorpresa por este
particular en una carta a Asa Gray. En años posteriores varios críticos
dieron total crédito a Fritz Müller y Haeckel, que indudablemente han
estudiado este punto en forma más completa, y en algunos aspectos más
correcta, que yo.

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Figura 51. «Después de los precedentes comentarios realizados por tan altas autoridades, sería superfluo
por mi parte proporcionar un número de detalles prestados mostrando que el embrión humano se
asemeja estrechamente al de otros mamíferos». C. Darwin. El origen del hombre.

La profundidad del tiempo geológico


A pesar de la indudable fuerza de los razonamientos de Darwin, había
algunos hechos que parecían oponerse a la teoría, y el más fuerte de todos
estaba en el registro fósil, mi especialidad.
Tengo en la biblioteca un libro de texto de Historia Natural (con nociones
de Fisiología e Higiene). Se trata de la sexta edición, impresa en Madrid.
Data de 1873, y su autor es don Sandalio de Pereda y Martínez, doctor por las

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facultades de Ciencias y de Medicina, miembro de ambas academias,
catedrático del Instituto de San Isidro de Madrid y fundador de la Sociedad
Española de Historia Natural. Por cierto, el primer lector del ejemplar que
tengo, en 1874, es un tal José Fernández y Fernández de Úbeda (siempre me
produce un cosquilleo ver escrito el nombre de un propietario anterior ya
fallecido, o su ex libris; me pregunto cómo habrá transcurrido su vida y me
parece que el libro aún conserva algo de él, aparte de la firma en la primera
página). El texto es estupendo, aunque no está enfocado desde la perspectiva
evolucionista. No obstante, en la parte de Geología explica lo siguiente: «Los
millares de fósiles que hay en los terrenos estratificados demuestran que la
tierra ha sido poblada por un conjunto de seres organizados que se han
sucedido no por transformación de unos en otros y de lo sencillo a lo
complicado, en su lucha por la vida, selección natural, divergencia orgánica
y acción de la herencia como pretende Darwin y los de su escuela; tampoco
en esos períodos indefinidos, tan absurdos como inconmensurables supuestos
por algunos geólogos, sino en épocas determinadas por la influencia de causas
cuyo poder, superior y muy distinto de las actuales, debió acelerar los
fenómenos de la vida individual o específica para renovarse en breve tiempo
generaciones que hoy requieren muchos años».
Aunque por supuesto don Sandalio se remite al Creador como causa
primera de todo lo existente, y desprecia la teoría darwinista, subsiste la
pregunta de cómo es posible que tanta evolución y diversificación se hayan
producido en tan poco tiempo, ya que entonces se pensaba que la vida en la
Tierra no era muy antigua.
Darwin se enfrenta a este problema y a otro de similar calibre y que ya
hemos comentado: el de la súbita aparición de todos los grandes tipos (o filos)
de animales pluricelulares al principio del Paleozoico o Era Primaria, en el
Cámbrico. Su explicación es que antes del Cámbrico debió de haber
transcurrido mucho tiempo, y que ya había organismos formando la cepa de la
que procede la que se ha llamado «explosión de vida del Cámbrico». Además
creía que el comienzo del Paleozoico era más viejo de lo que se decía en su
época. Darwin estaba en lo cierto, como sabemos ahora, e incluso se quedó
corto en cuanto a la profundidad del tiempo geológico: la vida lleva en la
Tierra al menos tres mil quinientos millones de años y el Cámbrico empezó
hace quinientos setenta millones de años. Sin embargo, y como, a pesar de
estirarlo todo lo que podía, le seguía faltando tiempo geológico, se vio
obligado a admitir la posibilidad de que la evolución hubiera sido más rápida

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en el pasado. Hoy no necesitaría hacer esa concesión, una vez que los
métodos físicos de datación de las rocas nos las hayan envejecido tanto.

Se presenta aquí otra dificultad análoga mucho más grave. Me refiero a la


manera como las especies pertenecientes a varios de los principales grupos
del reino animal aparecen súbitamente en las rocas fosilíferas inferiores que
se conocen. La mayor parte de las razones que me han convencido de que
todas las especies vivientes del mismo grupo descienden de un solo
progenitor se aplican con igual fuerza a las especies más antiguas conocidas.
Por ejemplo: es indudable que todos los trilobites cámbricos y silúricos
descienden de algún crustáceo, que tuvo que haber vivido mucho antes de la
edad cámbrica, y que probablemente difirió mucho de todos los animales
conocidos. Algunos de los animales más antiguos, como los Nautilus,
Lingula, etc., no difieren mucho de especies vivientes y, según nuestra teoría,
no puede suponerse que estas especies antiguas sean las progenitores de todas
las especies pertenecientes a los mismos grupos, que han ido apareciendo
luego, pues no tienen caracteres en ningún grado intermedios.
Por consiguiente, si la teoría es verdadera, es indiscutible que, antes de
que se depositase el estrato cámbrico inferior, transcurrieron largos períodos,
tan largos, o probablemente mayores, que el espacio de tiempo que ha
separado la edad cámbrica del día de hoy y, durante estos vastos períodos, los
seres vivientes hormigueaban en el mundo. Nos encontramos aquí con una
objeción formidable, pues parece dudoso que la tierra, en estado adecuado
para habitarla seres vivientes, haya tenido la duración suficiente. Sir W.
Thompson llega a la conclusión de que la consolidación de la corteza
difícilmente pudo haber ocurrido hace menos de veinte millones de años ni
más de cuatrocientos, y que probablemente ocurrió no hace menos de noventa
y ocho ni más de doscientos. Estos límites amplísimos demuestran lo dudosos
que son los datos y, en el futuro, otros elementos pueden tener que ser
introducidos en el problema. Mr. Croll calcula que desde el período cámbrico
han transcurrido aproximadamente sesenta millones de años; pero esto —
juzgado por el pequeño cambio de los seres orgánicos desde el comienzo de la
época glacial— parece un tiempo cortísimo para los muchos y grandes
cambios orgánicos que han ocurrido ciertamente desde la formación
cámbrica, y los ciento cuarenta millones de años anteriores apenas pueden
considerarse como suficientes para el desarrollo de las variadas formas
orgánicas que existían ya durante el período cámbrico. Es, sin embargo,
probable, como afirma sir William Thompson, que el mundo, en un período
muy remoto, estuvo sometido a cambios más rápidos y violentos en sus
condiciones físicas que los que actualmente ocurren, y estos cambios habrían

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tendido a producir modificaciones proporcionadas en los organismos que
entonces existiesen.

Eslabones perdidos
Con El origen, Darwin se había convertido en el Lyell de la Biología,
igualando en prestigio a su maestro, ya que la revolución que supuso su libro
fue considerada por sus contemporáneos equivalente a la de los Principios.
Cuando El origen alcanzaba su mayoría de edad, veintiún años después de
publicarse, Thomas H. Huxley hacía esta valoración con suficiente
perspectiva de lo que había significado el libro:

La doctrina de la evolución en Biología es la consecuencia necesaria de la


aplicación lógica de los principios del uniformismo a los fenómenos de la
vida. Darwin es el sucesor natural de Hutton y de Lyell, y El origen de las
especies la continuación lógica de los Principios de geología.

Figura 52. Darwin tenía en la más alta estima a Charles Lyell, como científico y como persona, y los
Principios de geología, aunque no eran evolucionistas, influyeron enormemente en su pensamiento.

Pero, como escribía T. H. Huxley, nada de todo esto pasaría de ser una
especulación si la teoría de la transmutación de las especies no fuera
conciliable con los fósiles. Ésa era la prueba definitiva para la idea de la
descendencia con modificación, y en 1859 todos los datos se pronunciaban en

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contra. La Paleontología era absolutamente catastrofista, como lo había sido
la Geología hasta la aparición de los Principios de Lyell. ¿Dónde están los
extintos antepasados de los animales actuales?, se preguntaban. ¿Qué fósiles
podrían rellenar el profundo abismo que existe entre las grandes categorías de
la vida que conocemos (todas las clases de vegetales, de animales, los hongos,
los variados tipos de seres unicelulares)? En el momento de publicar El
origen Darwin no tenía más recurso que apelar a la imperfección del registro
fósil y argumentar que la ausencia de evidencia no era lo mismo que la
evidencia de la ausencia de esas necesarias, para su doctrina, formas fósiles
de transición.

En relación con la hipótesis de la desaparición de una infinitud de


eslabones que conecten los habitantes vivos del mundo con los
extinguidos, y en cada período sucesivo entre las especies extinguidas y
las que aún son más antiguas, ¿por qué cada formación geológica no está
repleta de estos eslabones intermedios? ¿Por qué no proporciona cada
colección de fósiles la prueba palmaria de la gradación y cambio de las
formas de vida? No encontramos tal evidencia y es ésta la objeción más
grave y plausible de las muchas que pueden presentarse en contra de mi
teoría. La explicación está, a mi parecer, en la extrema imperfección de
los registros geológicos(14).

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Figura 53. Archaeopteryx. Darwin habría sido muy feliz si hubiera conocido la existencia de esta
especie fósil de ave antes de publicar El origen de las especies, porque resultó ser la perfecta forma de
transición entre dos grandes categorías animales. Pero el primer ejemplar completo no se encontró hasta
tres años después y Darwin lo recoge en su 3.ª adición (1866).

Cuando pasaron veintiún años desde la publicación del libro, el panorama


había cambiado completamente en Paleontología. Se habían encontrado
fósiles tan importantes como el Archaeopteryx, «el eslabón perdido entre el
reptil y el ave», hallado en 1858 (ahora sabemos que las aves son dinosaurios
emplumados y voladores; hubo otros dinosaurios con plumas que no
sobrevivieron a la gran extinción, una auténtica catástrofe, del final del
Cretácico: ya saben, lo del meteorito). Darwin había observado en su viaje la
estrecha relación entre las faunas recientemente extinguidas de Sudamérica y
las vivientes, pero cuando El origen cumplía la mayoría de edad, se habían

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desenterrado las profundas raíces de las especies que componen la Biosfera
actual. Darwin había ganado su apuesta más arriesgada, la mano en la que
parecía que le habían venido las peores cartas y los catastrofistas se cargaban
de ases. Ya podía respirar aliviado, pero sólo le quedaban dos años de vida.
¿Qué habría pasado si Wallace no hubiera enviado la carta a Darwin en la
que le exponía sus ideas? ¿Habría publicado alguna vez éste su teoría de la
evolución? Es posible que no. En carta a Wallace de 25 de enero de 1859,
Darwin reconoce:

Les debo indirectamente mucho a usted y a ellos [Lyell y Hooker]; pues


casi creo que Lyell habría demostrado tener razón y yo nunca habría
terminado mi mayor trabajo, porque me habría resultado muy duro acabar
el resumen dada mi pobre salud, pero ahora, gracias a Dios, estoy ya en
mi último capítulo.

Y, nada más leer las pruebas de El origen, el 3 de octubre de 1859, Lyell


escribe a Darwin en los siguientes términos:

He terminado ahora mismo su libro, y me alegro muchísimo de haber


hecho lo posible con Hooker para convencerlo de que lo publicara, y de
que no esperara una ocasión que probablemente no hubiera llegado nunca,
aunque viviera cien años, siendo así que ya tenía preparados todos los
datos en los que ha basado tan importantes generalizaciones.

¿Y si hubiera muerto a causa de sus achaques antes de 1859? Darwin


había previsto esta posibilidad y en 1844 tomó medidas para que, en el caso
de su fallecimiento, su esposa publicara el texto de doscientas treinta páginas
que había escrito ese mismo año. Después de barajar algunos nombres de
posibles editores (Lyell, Henslow, Hooker, Strickland, Owen), en 1854 se
decantó por el botánico Joseph Hooker, que lo había leído. Pero si esto no
hubiera ocurrido, la evolución habría sido descubierta seguramente poco
después, y precisamente por los más catastrofistas de todos los naturalistas:
los paleontólogos. O al menos eso era lo que pensaba en 1880 T. H. Huxley:

Tan simple como esto. Si la doctrina de la evolución no hubiera existido,


los paleontólogos la habrían creado, tan irresistiblemente es empujada
hacia la mente por el estudio de los restos de los mamíferos del Terciario
que han sido sacados a la luz desde 1859.

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X. UNA FORMA NUEVA DE VER EL MUNDO

El origen del hombre y otros ensayos


Pero la obra científica de Darwin no había terminado con El origen, ni
mucho menos, y los años que van desde 1859 hasta su muerte en 1882 fueron
muy ricos en observaciones, experimentación y escritura. Trabajó mucho en
las plantas en ese tiempo, un nuevo campo de investigación para el que
Darwin no tenía gran experiencia previa, pero en el que se convirtió en un
especialista consumado, aunque él no se considerara un botánico. Eso sí, sus
trabajos posteriores a 1859 serían abordados desde la perspectiva de la
evolución y la adaptación, que es la que siguen adoptando a día de hoy todos
los biólogos. Las investigaciones de Darwin en el mundo vegetal se refieren a
la polinización por insectos, la reproducción sexual, las plantas trepadoras, las
insectívoras y los movimientos de las plantas.
Algunos críticos de la teoría de la evolución argumentaban que había
muchos rasgos de los organismos que carecían por completo de utilidad, y por
lo tanto no podían haber sido seleccionados. Con su trabajo sobre las
orquídeas, Darwin aspiraba a demostrar lo contrario. En carta a Hooker de
1862 dice:

He encontrado el estudio de las orquídeas muy útil a la hora de mostrar


que casi todas las partes de la flor están coadaptadas para la fertilización
por los insectos, y son en consecuencia resultado de la selección natural,
incluso en los más nimios detalles[26].

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Figura 54. «Nunca, en toda mi vida, me ha interesado más un tema que este de las orquídeas». Carta de
Darwin a Hooker de 13 de octubre de 1861.

Las plantas insectívoras proporcionaron un gran placer a Darwin, que


nunca dejó de ser un naturalista muy curioso. Empezó sus observaciones
sobre la drosera en el verano de 1860, estando en la casa de su cuñada, y para
divertirse cuando no tenía nada que hacer. De la observación pasó a la
experimentación. Increíblemente, ¡las plantas parecían estar adaptadas a
obtener el nitrógeno orgánico atrapando insectos! Enseguida comprobó que
detectaban también el nitrógeno químico, en solución. En carta a Lyell
confiesa que está «asombrado y asustado por sus resultados». Y añade: «¿No
es curioso que una planta sea mucho más sensible al tacto que cualquier
nervio del cuerpo humano?».

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Figura 55. Plantas insectívoras: drosera y atrapamoscas. «He trabajado como un poseso en la drosera».
Darwin a Hooker, 21 de noviembre de 1860.

Para el eterno observador que era Darwin, las comunes y humildes plantas
trepadoras eran fascinantes. Al igual que las droseras, se comportaban como
animales. En carta a Hooker de 1863 le cuenta admirado que los zarcillos
deben de tener algún tipo de sentido.

… en cuanto el zarcillo toca un objeto, su sensibilidad hace que lo agarre;


un jardinero inteligente, mi vecino, que vio la planta sobre mi mesa
anoche, dijo: «Creo, sir, que los zarcillos pueden ver, porque donde ponga
la planta encuentra un tallo cerca».

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Figura 56. «Mimosa púdica. Esta planta ha sido objeto de innumerables observaciones, pero hay
algunos puntos en relación con nuestro tema que no han recibido suficiente atención». C. Darwin. The
power of mouvements in plants.

Los libros no botánicos son cuatro. En Variación de los animales y


plantas en régimen de domesticidad, de 1868, se ocupa en extenso de uno de
sus temas preferidos, la selección artificial, a través del cual llegó a entender
el proceso de la evolución como resultado de la variación «accidental» y la
lucha por la vida. Es además importante el libro porque en él también se
expone su fallida teoría de la herencia, la pangénesis, según la cual cada una
de las unidades del cuerpo produce una gémula que la representa en la
reproducción. Darwin consideraba que los contenidos de esta obra y el tema
de la selección sexual eran los únicos en los que había podido desarrollar
completamente sus ideas.

En el segundo volumen se examinan, en la medida que lo permite nuestro


presente estado de conocimientos, las causas y leyes de variación, la

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herencia, etc. Hasta el final de la obra expongo mi vilipendiada hipótesis
de la pangénesis. Una teoría no verificada tiene escaso o ningún valor;
pero si en lo sucesivo pudiera inducir a alguien a hacer observaciones
mediante las cuales pudiera establecerse alguna hipótesis por el estilo,
habré hecho un buen servicio, ya que de esta forma podrá conectarse un
número asombroso de datos aislados, y se harán inteligibles. En 1875 se
publicó una segunda edición ampliamente corregida, que me costó
bastante trabajo.

En El origen del hombre, de 1871, se aclara su más o menos velada


alusión al tema que aparece en El origen de las especies (referencia que
Darwin, en escritos posteriores, consideraba que estaba clarísima). Pero la
mayor parte de la obra trata sobre la cuestión de la selección sexual,
complementaria de la selección natural, un mecanismo que explica cómo las
diferentes especies animales adquieren los rasgos que diferencian a los dos
sexos, y que no tienen que ver con su ecología (no se trata de adaptaciones) ni
con la lucha por la vida, sino con la reproducción o la competencia por dejar
descendencia. Algo (tres páginas) había explorado ya esta cuestión en El
origen, así que no se la sacó de la chistera para explicar el tema del
hombre[27]. A Darwin le parecía que los machos intentan de dos maneras
diferentes asegurar su descendencia. Luchando físicamente, o sea, en la
palestra, o exhibiéndose ante las hembras para ser elegidos, es decir, en la
pasarela. Muchas aves optan por lo segundo, y los machos son el sexo bello, y
muchos mamíferos machos hacen la guerra primero, entre ellos, para luego
poder hacer el amor. El vencedor se lo lleva todo en las especies polígamas y
por eso es el más vigoroso, el más grande y el mejor armado. Curiosamente,
en nuestra especie, según Darwin, a pesar de ser mamíferos, las mujeres son
el sexo bello, y los hombres los que eligen.

Mi Descent of Man (El origen del hombre) se publicó en febrero de 1871. En


el año 1837 o 1838, tan pronto como llegué a la conclusión de que las
especies eran productos mutables, no pude evitar el convencimiento de que el
hombre debía estar sometido a la misma ley. En consecuencia, recogí notas
sobre el tema para satisfacción propia y, durante mucho tiempo, sin intención
alguna de publicarlas. Aun cuando en El origen de las especies no se examina
la derivación de especie alguna en particular, pensé que, con objeto de que
ninguna persona honrada me acusara de ocultar mis puntos de vista, convenía
añadir que por medio de la obra «se aclararía el origen del hombre y su
historia». Habría sido inútil y perjudicial para el éxito del libro haber

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alardeado de mi convicción con respecto a este origen, sin facilitar ninguna
prueba.
Pero cuando supe que muchos naturalistas habían aceptado plenamente la
doctrina de la evolución de las especies, me pareció aconsejable dar forma a
las notas que poseía y publicar un tratado sobre el origen del hombre
específicamente. Yo estaba contentísimo de hacerlo, ya que ello me
proporcionaba la oportunidad de discutir plenamente la selección sexual —un
tema que siempre me había interesado muchísimo—.

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Figura 57. «Nadie disputará, en efecto, que los cuernos ramificados de los ciervos y los hermosos en
forma de lira que lucen ciertos antílopes con la elegante doble curvatura que presentan, aparecen a
nuestros ojos como ornamentales». C. Darwin. El origen del hombre.

Los precedentes de El origen del hombre son la obra de Huxley, que dejó
claro que nuestro lugar en la naturaleza estaba entre los grandes simios, y la
Natürliche Schöpfungsgeschichte de Ernst Haeckel (1868). Darwin dice
respecto del libro del alemán: «Si esta obra hubiera aparecido antes de haber
escrito yo mi ensayo, probablemente lo habría dejado sin terminar». Se refiere
a la primera parte del libro, la que trata de «La genealogía o el origen del
hombre».

Página 183
A falta de formas de transición entre el hombre y los monos, Darwin se
esfuerza por demostrar la animalidad del ser humano, fijándose en lo que
tenemos en común con los primates, en todos los terrenos: anatómico,
fisiológico, del desarrollo y de la conducta.
A Darwin le impresionaron mucho los indios de la Tierra de Fuego, a tres
de los cuales llegó a conocer bien porque viajaban en el Beagle de vuelta a
casa, y desde entonces no le cupo duda de que nuestros antepasados habían
sido «salvajes». Sin embargo, no compartía los puntos de vista de Wallace
sobre el origen especial de nuestras facultades mentales superiores. Ésas
habían surgido de forma normal, como un producto de la selección natural, ya
que conferían ventajas a nuestros antepasados. No hacía falta, por lo tanto,
recurrir a ninguna instancia sobrenatural.
Darwin dice que el hombre es el animal más dominante que ha vivido en
la Tierra, extendiéndose por toda ella y sometiendo a las demás criaturas.

Evidentemente, debe esta inmensa superioridad a sus facultades


intelectuales, a sus hábitos de sociabilidad, que le llevan a ayudar y
defender a sus semejantes, y a su estructura corporal.

Pero no hay razón para dudar de que nuestro origen sea como el de las
demás criaturas; en nuestro caso, por medios ordinarios la naturaleza ha
producido resultados extraordinarios.

No llego, pues, a comprender por qué sostiene Mr. Wallace que «la
selección natural sólo ha podido dar al salvaje un cerebro un poco
superior al cerebro de un mono».

La selección natural había obrado en nuestra evolución del mismo modo


que en la de otras especies, evaluando la variación que aparecía
espontáneamente y al azar, es decir, sin relación alguna con las necesidades y
las conveniencias de los individuos. Las variaciones no tendían a favorecer a
sus portadores, y podían ser tanto beneficiosas como perjudiciales. La lucha
por la vida, consecuencia de la escasez de los recursos y de la propensión de
las poblaciones a crecer indefinidamente, también se habría producido en
nuestro caso. Era posible, según Darwin, que los hábitos y las condiciones de
vida tuvieran algún papel en la evolución humana, pero el protagonismo era
para la selección natural:

Me he esforzado en demostrar que el hombre ha adquirido, con


probabilidad a través de la selección natural, bien directamente o mejor

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indirectamente, algunos de sus caracteres más distintivos.

En cuanto a «la diferenciación de las razas del hombre», es decir, la


diversidad humana actual, Darwin pasa revista a los tres mecanismos que él
admitía como posibles: las costumbres de los individuos, la acción directa del
ambiente y la selección natural, su preferida. El resultado de su análisis es que
tiene que haber otra causa: la selección sexual, es decir, los gustos a la hora de
elegir a la pareja, porque muchos de los rasgos raciales no son adaptativos, no
confieren ninguna ventaja al individuo en la lucha por la vida.

La gran variabilidad de todas las diferencias externas entre las razas del
hombre indica asimismo que no pueden ser de mucha importancia; si lo
fueran, hace largo tiempo que se hubiesen fijado, preservado o eliminado. En
este particular, se asemeja el hombre a esas formas que los naturalistas llaman
proteas o polimorfas, que se han conservado variables en extremo, debido, a
lo que parece, a la naturaleza indiferente de esas variaciones, por cuyo motivo
escaparon a la acción de la selección natural.
Por todo esto hemos resultado hasta ahora burlados en cuantos intentos
nos han llevado a explicar las diferencias originadas entre las razas del
hombre. Pero nos queda aún acudir a un factor importante, la selección
sexual, que evidentemente ha actuado poderosamente sobre el hombre, lo
mismo que sobre otros muchos animales.

Lo cierto es que hoy día no está claro a qué responde la variación de las
poblaciones humanas. Algunas diferencias parecen tener que ver con el clima,
y serían por lo tanto adaptaciones al medio, pero en otras no hay consenso
sobre cuál es su origen. Es posible también que sean producto del azar, por
medio de la llamada deriva genética, que es un mecanismo no previsto por
Darwin que sin embargo admiten los neodarwinistas; consiste en que en
pequeñas poblaciones pueden fijarse, simplemente por suerte, caracteres raros
que no suponen ninguna ventaja para los individuos.

Darwin y los fósiles humanos


Estas interrupciones o lagunas dependen señaladamente del número de
formas afines que se han extinguido. En una época futura, no muy
distante aunque haya de contarse por siglos, las razas humanas civilizadas
habrán exterminado y reemplazado en todo el mundo a las razas salvajes.
Al propio tiempo, habrán desaparecido también los monos antropomorfos,
según asegura el profesor Schaaffhausen. Será entonces mayor el vacío

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entre el hombre y sus afines más próximos, porque se presentará —yo así
lo espero— entre un hombre en un estado más civilizado que el caucásico
actual y algún tipo de mono que se halle tan bajo en la escala como el
cinocéfalo [los babuinos o papiones], en lugar de tenerse que llenar, como
ahora, entre el negro o el indígena australiano y el gorila.

Darwin estaba preocupado por la inexistencia de formas intermedias entre


los antropomorfos y el hombre, y la explicaba por la desaparición de las
mismas. Yo suelo decir a mis alumnos que no habría sido tan raro que
hubieran sobrevivido los australopitecos (o mejor, sus descendientes los
parántropos) en África, y entonces los miraríamos como un interesante
pariente muy lejano, aunque más próximo que los chimpancés. Serían unas
criaturas pequeñas, erguidas, de caninos pequeños y con manos y pies
(diminutos) como los nuestros, pero con un aire de grandes monos, una
especie de «chimpancés bípedos». Sólo hace un millón y medio de años que
abandonaron la Tierra y para entonces ya había humanos mucho más
parecidos a la especie actual.

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Figura 58. «Sabido es de todos que el hombre está construido sobre el mismo tipo general o modelo que
los demás mamíferos. Todos los huesos de su esqueleto son comparables a los huesos correspondientes
de un mono, de un murciélago o de una foca». C. Darwin. El origen del hombre.

Por cierto, en la versión anteriormente citada de El origen del hombre, de


M. J. Barroso-Bonzon, parece traslucirse más sentimiento de superioridad
racial que el que tenía Darwin, que no era pequeño, de todos modos. Pero no
deseaba la extinción, sino el progreso. Si vamos al original inglés, la
expresión as we may hope aparece más tarde en la oración, que quedaría
entonces así: «… porque se presentará entre un hombre en estado más
civilizado —yo así lo espero— incluso que el caucásico y algún tipo de
mono…».

Página 187
A casi todo el mundo le pareció, incluido el obispo Wilberforce, que
intervino en la famosa reunión de Oxford y fue contestado tan magistralmente
por Huxley, que El origen de las especies se resumía en una sola frase:
venimos del mono. El sábado 30 de junio de 1860, en la reunión de la
Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, y ante setecientas
personas, Wilberforce habló durante media hora. Su discurso había sido
preparado con Richard Owen, el gran científico que había colaborado con
Darwin identificando las especies de mamíferos fósiles de Sudamérica, y que
se convirtió en su peor enemigo (hubo en su relación algo así como el odio
que Salieri, un músico muy reconocido en su época, pudo sentir por Mozart,
el auténtico genio). Al final de su discurso, y con una sonrisa insolente,
Wilberforce se volvió a Huxley y le preguntó si creía que descendía del simio
por vía paterna o materna. Cuando acabaron los aplausos, el presidente de la
sesión llamó a Huxley para intervenir. Ese presidente no era otro que el
reverendo Henslow, el ilustre botánico que había formado a Darwin como
naturalista e hizo posible que se embarcase en el Beagle; Henslow no se
convirtió al evolucionismo, pero miraba a Darwin con cariño. Según le contó
el propio Huxley a un amigo por carta, contestó al obispo que había
escuchado con gran atención su intervención, sin descubrir ningún dato o
razonamiento nuevo, excepto la cuestión de su procedencia. Y que si tuviera
que elegir entre un miserable simio como abuelo o un hombre bien dotado de
luces y con grandes medios e influencia, que sin embargo utiliza esas
facultades con el mero propósito de hacer gracias en una seria discusión
científica, entonces sin duda preferiría al simio.
Por supuesto que El origen de las especies dice cosas mucho más
interesantes que lo que popularmente se resume en la frase de que «venimos
del mono», y además sólo contiene una alusión a nuestros propios orígenes
evolutivos. Porque el mensaje de Darwin era, en realidad, mucho más
revolucionario, y lo explica en El origen del hombre: no es que vengamos del
mono, como si ya no lo fuéramos; seguimos siendo monos, nunca hemos
dejado de serlo.

Y como el hombre desde el punto de vista genealógico pertenece al grupo


catarrino o tronco del Viejo Mundo, debemos afirmar, no importa el
grado ni la manera en que esta conclusión hiera nuestro orgullo, que
nuestros remotos progenitores eran miembros de ese grupo. Pero no
debemos caer en el error de suponer que ese remoto progenitor de ese
tronco simio, sin exceptuar al hombre, fue idéntico o siquiera muy
semejante a ninguno de los monos hoy existentes.

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Esto quiere decir que no descendemos de los chimpancés; ellos son
nuestros parientes (hermanos o primos, no padres) y hoy Darwin se
sorprendería de saber que nuestra diferencia genética es sólo del 1%.
Como también se maravillaría del avance de la paleontología en general, y
de la paleoantropología, a la hora de encontrar, en estado fósil, esas formas de
transición cuya ausencia tanto le mortificaba. Se cumple así su predicción:

Con respecto a la ausencia de restos fósiles que sirvan de eslabón que una
al hombre con sus progenitores simios, nadie que haya leído Antiquity of
Man (1863) y Elements of Geology (1865), de sir C. Lyell, concederá
mucha importancia al asunto: en esos estudios se demuestra que en todas
las clases de vertebrados ha sido muy lento y casual el descubrimiento de
vestigios fósiles. Y no debe olvidarse que todavía no han sido exploradas
por los geólogos las regiones que mejor pudieran darnos esos restos que
enlacen al hombre con los simios extinguidos.

En El origen del hombre, Darwin sólo menciona un fósil humano y una


especie de simio muy antigua. Empecemos por la última. Se trata del
Dryopithecus fontani, que había sido publicado por Edouard Lartet en 1856.
Darwin la relaciona con los gibones, pero es posterior a la separación de esta
línea, hace más de veinte millones de años, y anterior al momento, hace unos
seis o siete millones de años, en que nosotros dijimos adiós a los chimpancés.
Los driopitecos vivieron en Europa hace entre trece y nueve millones de años,
y en Cataluña se han descubierto en los últimos tiempos unos fósiles
espectaculares.

Figura 59. Mandíbula de La Naulette, el único neandertal al que alude Darwin en El origen del hombre.

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El fósil humano mencionado por Darwin es una mandíbula neandertal, la
del yacimiento belga de La Naulette, descubierta en 1866. A propósito del
tamaño de los caninos, Darwin escribe: «Se dice que en Naulette son
enormes». No lo eran, por supuesto, ya que los neandertales no se distinguen
en esto de nosotros; además en la mandíbula fósil no se conservan los dientes
y el desarrollo de la corona de los caninos se había deducido, erróneamente,
del hueco (alveolo) donde había estado encajada la raíz.

Figura 60. El fósil de Neandertal no era el «eslabón perdido» que Darwin necesitaba para salvar la
brecha que separa al hombre de los demás primates.

Es curioso que no se detenga Darwin a analizar el famoso esqueleto


descubierto en 1856 en la gruta Feldhofer, en el valle de Neander, cerca de
Düsseldorf (valle que toma su nombre moderno, por cierto, de la traducción al
griego del apellido de un compositor del siglo XVII, y no del río que pasa por
allí, el Düssel). Quizá se deba a que ya lo había hecho Huxley en 1863 en su
Man’s place in Nature, sin darle demasiada importancia. Apreció sus rasgos
primitivos, por supuesto, como el grueso toro supraorbitario, o la forma
alargada del occipital, pero no le concedió al fósil alemán el rango de
«eslabón perdido». Más bien le parecía un caso extremo, el más simiesco y
primitivo, de la variación craneal humana. De hecho, los neandertales no son
antepasados nuestros, sino una especie hermana; algunos (entre los que no me
incluyo) dirían que más bien formaron una subespecie de Homo sapiens, es
decir, una raza geográfica que vivía en Europa y parte de Asia. El primero de
los eslabones perdidos africanos, en el sentido que le daban Darwin y Huxley

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de forma intermedia entre el hombre y el chimpancé o gorila, fue el cráneo de
Australopithecus africanus que Robert Dart descubrió en Taung (Sudáfrica)
en 1924. Una cría muerta en la edad del destete que pasaría a la historia como
el Archaeopteryx de la evolución humana.
Pero Darwin trata en El origen del hombre cuestiones importantes, aún sin
fósiles. Una es la de nuestro origen geográfico. Darwin acertó al suponer que
África era el lugar de nacimiento:

Por tanto, es probable que África fuera habitada antiguamente por monos
ya extinguidos, estrechamente emparentados con el gorila y el chimpancé;
y como estas dos especies son los afines más cercanos del hombre, es
cosa más que probable que nuestros progenitores vivieron en el continente
africano, y no en cualquier otro lugar.

Otro importante tema es el de la reducción de nuestros caninos (los


colmillos), que se proyectan muy poco comparados con los de los
antropomorfos. Darwin, como hemos visto, pensaba que los caninos eran
todavía grandes en el neandertal de La Naulette. Pero habían empezado a
cambiar, según él, mucho antes:

… a medida que el hombre fue adoptando la posición erguida y se servía


continuamente de sus manos y de sus brazos para empuñar y lanzar
bastones y piedras en sus peleas, y para otros fines de la vida,
gradualmente disminuyó el uso de sus mandíbulas y de sus dientes. […]
Siguiendo tal marcha llegó al cabo a desaparecer la primitiva desigualdad
que presentaban en las mandíbulas y en los dientes los dos sexos
humanos. Resulta este caso casi paralelo al de numerosos rumiantes
machos en los cuales los caninos han quedado reducidos a meros
rudimentos, o han desaparecido, evidentemente a causa del
desenvolvimiento de los cuernos.

Darwin atinaba otra vez en que la reducción de los caninos es antigua,


porque ya se manifiesta en los primeros australopitecos, de hace cuatro
millones de años, e incluso en los antepasados de aquéllos. Pero no va
asociada a la reducción general de la mandíbula y los dientes, porque los
australopitecos tenían caras proyectadas hacia delante, y muelas grandes.
Seguimos sin estar seguros de por qué los homínidos prescindieron de tan
importantes puñales como eran los caninos, y los convirtieron,
funcionalmente, en incisivos. Quizá la respuesta correcta sea otra vez la de
Darwin: los grandes caninos de los machos fueron sustituidos por otras armas

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para la lucha; los cuernos en el caso de los ciervos, los palos y las piedras en
el de nuestros ancestros.

EL PIANO DE EMMA

Todo el mundo está convencido de que existen razas humanas. Y todos los pueblos de la Tierra
distinguen a los otros pueblos por su aspecto físico. No hay nada perverso o racista en decir que un
indígena australiano luce, como dicen en América, distinto de un gallego o un esquimal. Es más, un
mexicano de origen exclusivamente local es también diferente de un descendiente de españoles, y
fácilmente identificable. Es en cambio falso y racista decir que unas razas son, por su biología, más
inteligentes o más trabajadoras o más honradas que otras.
¿Es por lo tanto la especie humana más variable que otras especies de primates? Parecería
lógico, puesto que nosotros vivimos en casi todo el planeta desde hace unos 13 000 años (que es
cuando se produjo el verdadero descubrimiento de América), mientras que los chimpancés, los
gorilas y los orangutanes ocupan regiones mucho más pequeñas. E incluso así se reconocen dos
especies de chimpancés (el común y el bonobo) separadas por el río Congo, varias razas
geográficas de gorilas y dos subespecies o quizá especies de orangutanes (la de Sumatra y la de
Borneo).
Una vez que ya hemos comentado las diferencias que hay entre los seres humanos por fuera,
hablemos de las de dentro. Sorprendentemente, los esqueletos no se distinguen racialmente, ni a
primera vista, ni midiéndolos. Quiero decir que aunque hay diferencias en las medidas promedio
entre las poblaciones, son mayores las que existen entre los individuos de una misma población. O
dicho de otro modo, si desaparecieran todas las poblaciones humanas menos una, la mayor parte de
la variación esquelética se conservaría. No nos sorprenderá ahora saber que exactamente lo mismo
puede decirse de los genes, según se ha averiguado en los últimos tiempos. La variación
interpoblacional es mucho menor que la intrapoblacional. Somos una de las especies de mamíferos
menos diversa genéticamente, mucho menos que los chimpancés comunes, por ejemplo, que viven
tan localizados en el mapa.
Tanta homogeneidad significa que el origen de la especie es reciente, por lo que aún no le ha
dado tiempo a divergir en varias direcciones. Los primeros fósiles de Homo sapiens (aunque no son
exactamente iguales a nosotros) se han encontrado en África y tienen unos 200 000 años, pero se
piensa que nuestra especie atravesó en época aún más reciente (la mitad de ese tiempo o menos) un
cuello de botella que redujo mucho el tamaño de la población, a tan sólo unos pocos miles de
Homo sapiens, con lo que inevitablemente se perdió diversidad genética. Luego, a pesar de la
expansión humana por todo el mundo, no ha habido tiempo para que se produjera mucha
separación genética entre las poblaciones que ocupan las múltiples esquinas del planeta.
Muchos de los autores anteriores a Darwin o contemporáneos suyos pensaban que un zoólogo
normal, al estudiar a los seres humanos como animales, distinguiría varias espacies, o por lo menos
reconocería una serie de subespecies muy marcadas. Para Darwin esa discusión no tenía mucho
interés, ya que la diferencia entre especie y variedad le parecía artificial.

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Figura 61. «Uno de mis primeros objetivos fue el de enterarme de la gente que suele cazar aves del
paraíso. Viven a cierta distancia de la selva y se envió un hombre para hablar con ellos. Cuando
llegaron tuvimos una conversación por medio del “Orang-kaya” como intérprete y dijeron que
pensaban que podrían conseguir algunos». A. H. Wallace. The Malay Archipielago.

Todo naturalista que haya tenido la desgracia [imagino que se refiere a su experiencia con los
percebes] de emprender la descripción de un grupo de organismos altamente variable (hablo
por experiencia), habrá encontrado casos completamente semejantes al que ofrece el hombre.

Lo importante para Darwin era dejar claro que la especie humana, pese a las aparentemente
grandes diferencias raciales, tenía un origen único. Sólo un biólogo creacionista se preguntaría por
el número de actos separados de creación que ha habido.

En cambio, los naturalistas que admiten el principio de evolución (y la mayor parte de los
jóvenes se afilian ya a este grupo) no vacilarán en reconocer que todas las razas humanas
descienden de un solo tronco primitivo, por más que crean útil o no clasificarlas en especies
distintas con objeto de expresar la extensión de sus diferencias.

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Además, Darwin no encontraba que hubiera grandes diferencias en inteligencia entre unas razas
y otras.

Los indígenas americanos, los negros y los europeos difieren tanto por su inteligencia como
otras tres razas cualesquiera; sin embargo, durante mi estancia con los indígenas de la Tierra
del Fuego, a bordo del Beagle, me causó profunda sorpresa el observar en estos últimos gran
número de rasgos de carácter que evidenciaban cuán parecida era a la nuestra su inteligencia;
lo mismo pude observar en un negro de pura sangre con quien estuve un tiempo en íntimas
relaciones [supongo que se refiere al africano que en Edimburgo le enseñó a disecar pájaros].

Pero sí creía Darwin que eran importantes las diferencias externas, y trataba de explicarlas. No
le parecía que tuvieran que ver con la adaptación al ambiente, ni siquiera en el caso del color de la
piel (que hoy día se relaciona con la vitamina D, necesaria para el normal desarrollo de los huesos,
y que depende de la radiación solar: en las tierras brumosas los humanos de piel oscura no pueden
sintetizarla igual de bien que los de piel blanca, y a su vez los pueblos del norte están más
expuestos al cáncer de piel en el luminoso ecuador).
La solución que Darwin encontró al problema de las razas humanas fue la selección sexual.
Vemos que cada etnia tiene sus cánones de belleza, de manera que visten y se adornan de forma
diferente y hasta se deforman el cuerpo para parecer atractivos al otro sexo y encontrar pareja. ¿Por
qué entonces no habría podido esta disparidad en gustos, cada vez más exagerada, llegar a producir
notables diferencias físicas entre poblaciones?
Darwin siempre tenía en la cabeza la analogía entre la evolución biológica y la domesticación,
porque esta última era una prueba de que los principios que supuestamente regían la primera
realmente funcionaban a la escala más pequeña de la selección artificial. Ya vimos cómo la
domesticación también proporcionaba buenos ejemplos para el principio de divergencia. De una
misma especie, el caballo, por ejemplo, cabe obtener razas especializadas en trabajos diferentes:
correr o tirar del carro. Ahora, para explicar las razas humanas, recurría a la «selección
inconsciente» que ejerce el hombre sin proponérselo.

Otro ejemplo: si dos cuidadosos criadores se dedicaran algunos años a criar animales de la
misma familia, cada uno por su parte, y no los comparasen a un tipo común, se encontrarían
ambos sorprendidos con que, al cabo, los animales producidos se diferenciaban ligeramente:
cada criador habría impreso, habría marcado el carácter de su propia mente, de su propio gusto
y discernimiento, como dice muy bien Von Nathusius, a sus animales. ¿Por qué razón,
entonces, no ha de esperarse idénticos resultados de la larga continuada selección de mujeres
hermosas por los hombres de cada tribu que estuvieron en condiciones de producir y de criar
el mayor número de hijos? No sería esto otra cosa que una selección inconsciente, porque el
efecto se produjo independientemente de toda aspiración o propósito de parte de los hombres
que eligieron unas mujeres a otras.

Así pues, por medio de la selección sexual Darwin solucionaba dos problemas al mismo
tiempo. Las diferencias entre hombres y mujeres (los llamados caracteres sexuales secundarios) y
las diferencias entre variedades geográficas (los caracteres raciales).
Pero el mecanismo de la selección sexual nos puede llevar más allá de los límites de la especie.
Richard Dawkins, un neodarwinista muy estricto, le da una gran importancia en la evolución
humana. ¿Por qué no pensar que los sujetos más inteligentes o los más diestros en el uso del
lenguaje tuvieron un mayor éxito reproductor? Para Dawkins incluso la postura bípeda triunfó no
por razones utilitarias, sino porque gustaba más, porque simplemente le resultaba más atractiva a
los miembros del otro sexo. Caminar de pie se puso de moda, los que se movían a cuatro patas no
encontraban tan fácilmente pareja.

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Figura 62. «Bien sabido es que en un buen número de mujeres hotentotes se proyecta ampliamente
la parte posterior del cuerpo, son esteatopígicas, y sir Andrew Smith tiene la certeza de que
aquellos hombres admiran realmente esta cualidad». C. Darwin. El origen del hombre.

Para terminar, Darwin encontraba unas diferencias de carácter y también de talento entre
hombres y mujeres que, aunque comprensibles en el contexto de la época en la que vivió, no nos
agrada leer ahora. Por ejemplo, dice:

Si formáramos dos listas, con los nombres de los hombres y de las mujeres más eminentes en
poesía, pintura, escultura, música —tanto composición como interpretación—, historia,
ciencia, y filosofía, con media docena de nombres en cada una de esas ramas del saber, no
sostendrían comparación las dos listas [a favor de los hombres].

Pero según Darwin, aún podía haber sido mayor la desigualdad:

En consecuencia, el hombre se ha hecho superior a la mujer. Afortunadamente, la ley de la


transmisión por igual de los caracteres a los dos sexos prevalece entre los mamíferos; de otro
modo es probable que el hombre hubiera llegado a ser tan superior a la mujer en capacidades
mentales como el pavo real macho lo es a la hembra en la ornamontación del plumaje.

Y eso que Emma Wedgwood, su amada esposa y enfermera, era una destacada pianista que
había tomado en París lecciones de Chopin, y le amenizaba por las noches con sus deliciosos
conciertos. Más aún, Darwin tenía sus propias razones para creer en la superioridad musical de la
mujer:

Generalmente posee la mujer voz más dulce que el hombre, y si esto puede guiarnos a alguna
deducción, hemos de inferir que fue el sexo femenino el que primero adquirió las facultades
musicales para con ellas atraer mejor al otro sexo.

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Figura 63. «Ningún otro miembro de toda la clase de mamíferos aparece con tan extraordinaria
coloración como el macho adulto del mandril». C. Darwin. El origen del hombre.

Como subproducto de El origen del hombre, del que en principio iba a ser
sólo un capítulo, surgió en 1872 el ensayo Expression of the Emotions in Man
and Animals (La expresión de las emociones en el hombre y en los animales).
Con su último trabajo, La formación del mantillo vegetal por la acción de
las lombrices, se puede decir que se cierra un largo ciclo, ya que vuelve
Darwin a la geología, completando una investigación que había comenzado
muchos años antes, y además aplica la lógica del actualismo de Lyell,
demostrando que pequeñas causas muy corrientes (¿hay algo más humilde y
vulgar que el trabajo de las lombrices de tierra?), actuando a largo plazo, en el
tiempo geológico, pueden producir grandes resultados, igual que la selección
natural obrando en cada generación da lugar a la descendencia con
modificación. Dicho en forma resumida, el principio del actualismo, en

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Geología como en Biología, establece que el presente es la llave para entender
el pasado.

Ahora (1 de mayo de 1881) he enviado a los impresores el manuscrito de


un librito sobre The Formation of Vegetable Mould through the Action of
Worms. Sin embargo, este tema es de escasa importancia y no sé si
interesará a algún lector, pero a mí me ha interesado. El libro completa un
pequeño ensayo que leí ante la Geological Society hace más de cuarenta
años, y ha revivido viejas consideraciones geológicas.

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XI. DARWIN SEGÚN DARWIN

En las últimas páginas de su Autobiografía, el naturalista escribe sobre sí


mismo, y como ya estaba próxima su muerte, no hay duda de que podemos
considerar estos comentarios como una reflexión final sobre su personalidad.

Creo que ahora soy un poco más hábil para conjeturar explicaciones acertadas
e idear pruebas experimentales, si bien es probable que ello sea simplemente
consecuencia de la práctica y de un mayor acúmulo de conocimientos. Tengo
tanta dificultad como siempre para expresarme clara y concisamente; esta
dificultad me ha ocasionado una gran pérdida de tiempo, aunque, como
compensación, ha supuesto la ventaja de hacerme pensar larga y atentamente
cada frase, y ello me ha llevado a percatarme de los errores de razonamiento y
de los contenidos en mis propias observaciones o en las de otros.
… Esta curiosa y lamentable pérdida de los más elevados gustos estéticos
es de lo más extraño, pues los libros de historia, biografías, viajes
(independientemente de los datos científicos que puedan contener) y los
ensayos sobre todo tipo de materias me siguen interesando igual que antes. Mi
mente parece haberse convertido en una máquina que elabora leyes generales
a partir de enormes cantidades de datos; pero lo que no puedo concebir es por
qué esto ha ocasionado únicamente la atrofia de aquellas partes del cerebro de
las que dependen las aficiones más elevadas. Supongo que una persona de
mente mejor organizada o constituida que la mía no habría padecido esto, y si
tuviera que vivir de nuevo mi vida, me impondría la obligación de leer algo
de poesía y escuchar algo de música por lo menos una vez a la semana, pues
tal vez de este modo se mantendría activa por el uso la parte de mi cerebro
ahora atrofiada. La pérdida de estas aficiones supone una merma de felicidad
y puede ser perjudicial para el intelecto, y más probablemente para el carácter
moral, pues debilita el lado emotivo de nuestra naturaleza. […]
Algunos de mis críticos han dicho: «¡Es un buen observador, pero no tiene
ninguna capacidad para razonar!». No creo que esto pueda ser verdad, ya que
El origen de las especies es una larga demostración de principio a fin y
convenció a no pocos hombres de talento. Nadie que careciera en absoluto de

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capacidad de argumentación podría haberlo escrito. Tengo una mediana dosis
de inventiva y de sentido común o discernimiento, igual que el que deben
tener los abogados o médicos que triunfan; pero creo que no en mayor grado.
En cuanto al lado favorable de la balanza, creo que estoy por encima del
común de las gentes en lo que se refiere a la percepción de cosas que escapan
fácilmente a nuestra atención, y a su atenta observación. Mi laboriosidad ha
sido la máxima posible en la observación y recogida de datos. Y lo que es
mucho más importante, mi pasión por la ciencia natural ha sido constante y
ardiente.
De cualquier forma, esta pasión pura ha recibido un gran estímulo. La
ambición de contar con la estima de mis colegas naturalistas. Desde los
primeros años de mi juventud he tenido el más firme deseo de comprender o
explicar todo lo que observaba —esto es, de agrupar todos los hechos en leyes
generales—. Estas razones combinadas me han dado paciencia para
reflexionar o meditar, durante los años que fuera, en torno a cualquier
problema no explicado. Hasta donde llega mi critica, no soy capaz de seguir
ciegamente la dirección de otra persona. Continuamente me he esforzado por
mantener libre mi mente a fin de renunciar a cualquier hipótesis, por querida
que fuera, en cuanto que se demostrara que los hechos se oponían a ella (y no
puedo evitar formarme una respecto de cada tema). En verdad, no me
quedaba más elección que la de actuar de esta manera, ya que con la
excepción de los arrecifes coralinos, no recuerdo ni una sola hipótesis de
primera intención que no haya desdeñado o modificado considerablemente
después de cierto tiempo. Naturalmente, esto me ha hecho desconfiar del
razonamiento deductivo en las ciencias mixtas. Por otra parte, no soy muy
escéptico —condición intelectual que creo perjudicial para el progreso de la
ciencia—. Es aconsejable un cierto escepticismo en un científico para evitar
mucha pérdida de tiempo, pero me he encontrado con no pocas personas a las
que estoy seguro de que este escepticismo ha impedido llevar a cabo
experimentos u observaciones que hubieran resultado directa o indirectamente
útiles.

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Figura 64. Despacho de Darwin en Down. Darwin se sentaba en la butaca con ruedas del fondo,
cruzando un tablero sobre los brazos del sillón para poder escribir. El origen de las especies fue creado
en esa butaca.

Mis costumbres son metódicas, y ello ha sido de no poca utilidad para mi


particular línea de trabajo. Por último, he disfrutado de bastantes ratos de ocio
por no tener que ganarme el pan. También mi mala salud, aunque ha
aniquilado varios años de mi vida, me ha librado de las distracciones de la
sociedad y de la diversión.
Por lo tanto, mi éxito como hombre de ciencia, cualquiera que sea la
altura que haya alcanzado, ha sido determinado, en la medida que puedo
juzgar, por complejas y diversas cualidades y condiciones mentales. De ellas,
las más importantes han sido: la pasión por la ciencia, paciencia ilimitada para
reflexionar largamente sobre cualquier tema, laboriosidad en la observación y
recolección de datos y una mediana dosis de inventiva, así como de sentido
común. Con unas facultades tan ordinarias como las que poseo, es
verdaderamente sorprendente que haya influenciado en grado considerable las
creencias de los científicos respecto a algunos puntos importantes.

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Hay dos palabras que resumen la personalidad de Darwin, y las dos
aparecen asociadas en la última frase de El origen de las especies: sencillez y
grandeza.

There is grandeur in this view of life, with its several powers, having been
originally breathed by the Creator into a few forms or into one; and that,
whilst this planet has gone cycling on according to the fixed law of gravity,
from so simple a beginning endless forms most beautiful and most wonderful
have been, and are being, evolved.
Hay grandeza en esta concepción de que la vida con sus diferentes fuerzas
ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola
[la referencia al Creador no aparecía en la primera edición]; y que, mientras
este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han
desarrollado y se están desarrollando [en inglés evolved], a partir de un
principio tan sencillo, infinidad de formas las más bellas y portentosas.

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XII. EL GATO DE HUXLEY

Excavar la mente de Darwin


El profesor se va de clase entre dudas, como todos los años. ¿Qué habrán
entendido los alumnos de la explicación? Suele hacerles una pregunta al final:
¿quién está más cerca de un macaco (como la mona de Gibraltar): el
chimpancé o el ser humano? Casi todos responden que el chimpancé. Los
primeros años, el profesor se lo tomaba muy a mal, porque quería decir que
no habían entendido nada de la evolución. Ahora piensa que el tema es más
difícil de lo que parece y se ha vuelto comprensivo con el tiempo.
Por supuesto, el chimpancé y el ser humano están a la misma distancia del
macaco, porque ambos tienen un antepasado común, que no lo es de la mona
de Gibraltar. Del mismo modo, mi hermano y yo somos equidistantes de un
primo común, el hijo de un tío o tía. Por distancia me refiero a la relación o
grado de parentesco en el caso de la genealogía humana, y de proximidad
respecto del antepasado común en el caso de la filogenia o genealogía de
especies. Así, el macaco está más cerca de nuestra especie que la musaraña
(pequeño mamífero insectívoro), y ésta, que el lagarto ocelado, y éste, que el
tritón jaspeado, y éste, que el besugo, y éste, que la estrella de mar, y ésta, que
un percebe. O dicho de otro modo, el tritón está más emparentado con el
hombre que con el besugo, y el lagarto queda (evolutivamente) más cerca de
nosotros que del tritón. También es cierto que los chimpancés (hay dos
especies) están más cerca del hombre que del gorila, y que el gorila está más
emparentado con el hombre que con el orangután.
En resumidas cuentas, lo que cuesta es pasar de un esquema lineal de la
evolución, como una escalera de progreso en la que cada peldaño que se va
subiendo es un ascenso hacia una forma superior de organización, a una
geometría en forma de árbol(15), en el que todas las especies vivientes
representan los extremos de las numerosas ramas del árbol de la vida(16), que
se han ido separando y dividiendo una y otra vez a lo largo del tiempo. Y por
supuesto, los actuales orangutanes, las musarañas, o los besugos, no se han

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apartado o desviado de la corriente principal de la evolución, sino que son
descendientes de la otra rama en cada una de las bifurcaciones que nos han
ido separando[28].

Figura 66. Esquema lamarckista de la evolución representada como una escala de progreso. (J. L.
Arsuaga y A. Cerqueira. 2009).

Darwin nunca publicó una filogenia de un grupo concreto de organismos


(en El origen de las especies hay un esquema de cómo se produce la
divergencia evolutiva e hizo además un par de bocetos también teóricos), pero
sí que dibujó a lápiz para él mismo una filogenia de los primates, incluyendo
al hombre, con forma de árbol, que se encuentra en la Biblioteca de la
Universidad de Cambridge con el resto de sus papeles. Se trata de un esbozo

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con muchas tachaduras (aunque se puede leer lo que había debajo), que
expresa su pensamiento en relación con el origen del hombre y la teoría de la
transmutación en general. Data del 21 de abril de 1868, es decir, antes de que
se publicara El origen del hombre, pero refleja casi exactamente las
relaciones evolutivas entre los diferentes primates que va a utilizar en el libro.

Figura 66. Esquema darwinista de la evolución en forma de árbol. (J. L. Arsuaga y A. Cerqueira. 2009).

En este esquema se pueden ver varias cosas muy interesantes. Para


empezar, no descendemos de ninguna especie viviente (como los chimpancés
y gorilas), sino que tenemos antepasados comunes (de los que
codescendemos). A pesar de ello, Darwin fue acusado, y caricaturizado por

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ello, de afirmar que venimos de algún mono actual, más concretamente de un
gran simio. Lo que de verdad dice Darwin en El origen del hombre es que si
un naturalista hubiera visto a uno de nuestros primeros antepasados, lo habría
llamado mono o simio. También supone, con razón, que sería habitante del
bosque tropical y se alimentaría de frutos.
En la figura en cuestión los chimpancés y gorilas (que sitúa en la misma
rama), junto con los orangutanes y los gibones (Hylobates), forman un grupo
natural, con un antepasado común exclusivamente suyo (lo que hoy se llama
un clado). Se puede ver que el gibón (el antropomorfo de menor tamaño) se
separó primero. En el esquema aparecen también en posición basal los
lemures, que se han venido llamando «primates inferiores» (Darwin y los de
su época incluían entre ellos al pequeño Tarsius, que hoy se clasifica con los
otros primates, pero me temo que éstas son soporíferas matizaciones de
especialista). Acertadamente separa los monos del Nuevo Mundo (o
platirrinos) de los del Viejo Mundo (o catarrinos), a los que dice que
pertenecemos. Dentro de éstos, a su vez, hace cuatro grupos. Uno se separa
muy abajo y, francamente, no sé a cuál se refiere (creo que quería expresar
simplemente la divergencia entre catarrinos y platirrinos). Y luego distingue,
dentro de los catarrinos, entre cercopitécidos (por utilizar el término
moderno), hominoideos (aunque él tampoco usa esta categoría) y el hombre.
Reconoce Darwin que dentro de los primeros, los que ahora llamamos
colobinos (como el género Semnopithecus, el langur), son distintos y tienen
adaptaciones especiales en el estómago (para digerir fibras, ya que son
folívoros). Sus hermanos son los actuales cercopitecinos, como el género
Cercopithecus, el macaco (que él escribe Macacus y hoy es Macaca) y el
babuino o papión.

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Figura 67. Transcripción del esquema de Darwin sobre la evolución de los primates y del hombre. (J. L.
Arsuaga y A. Cerqueira. 2009).

Respecto del hombre, lo considera una rama aparte desde antiguo y no lo


integra dentro del clado de los simios antropomorfos (la superfamilia
Hominoidea de la clasificación moderna), pero los separa de éstos después de
que se desgajaran los cercopitécidos, luego tendríamos un antepasado común
con los antropomorfos, lo cual es cierto. El esquema es, en general, bastante
válido todavía. El mayor error que comete es ignorar que nuestro grupo
hermano son los chimpancés en concreto (y enseguida, los gorilas), no todos

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los simios en grupo, incluyendo a los gibones. Darwin opina en El origen del
hombre que hemos debido de brotar del tronco común de los catarrinos hace
mucho tiempo, en la época llamada Eoceno en Geología, «porque los simios
superiores se han diferenciado de los inferiores ya en el Mioceno superior,
como muestra la existencia del Dryopithecus». Darwin se equivocaba, porque
el Eoceno terminó hace unos treinta y cuatro millones de años, y el Mioceno
hace cinco millones de años, y ahora sabemos que la separación entre las
líneas de chimpancés y humanos se produjo hace poco más de seis millones
de años, al final del Mioceno.
Parece que Darwin tenía ganas de apartarnos lo máximo posible de los
simios vivientes y de presentar a éstos como unos parientes bastante remotos,
que no asustaran a la buena sociedad. Recuérdese la divertida anécdota de la
esposa del obispo de Worcester, cuando exclamó, al conocer la teoría
darwiniana: «¡Descendientes de los simios! Esperemos que no sea cierto, pero
si lo es, roguemos por que no se sepa».
Si bien no deja de ser un juicio de intenciones (aunque sean
subconscientes), y tal vez simplemente veía a los simios muy alejados, un par
de datos parecen apuntar a que Darwin sabía que somos hermanos de
chimpancés y gorilas (en particular).
En primer lugar, hay una flagrante contradicción entre: 1) la filogenia de
Darwin junto con el texto anteriormente citado sobre nuestra gran antigüedad,
y 2) el párrafo de El origen del hombre en el que afirma que chimpancés y
gorilas son nuestros parientes más cercanos: «It is therefore probable that
Africa was formerly inhabited by extinct apes closely allied to the gorilla and
chimpanzee; and as these two species are now man’s nearest allies [los más
cercanos al hombre en la actualidad], it is somewhat more probable that our
early progenitors lived on the African continent than elsewhere». Y a
continuación añade que es inútil especular sobre este tema porque el
Dryopithecus, según él estrechamente relacionado con Hylobates (el gibón),
vivió en Europa durante el Mioceno y desde entonces han ocurrido muchas
cosas.
En segundo lugar, en su figura, sospechosamente, los gorilas y
chimpancés son la rama más próxima, la de al lado (man’s nearest allies),
aunque no formen horquilla con nosotros, sino tridente con los otros simios.
Pero, y ahora viene lo mejor, en una primera versión del árbol evolutivo de
Darwin la rama más cercana al hombre era la del gibón (Hylobates) y la de
los simios africanos la más alejada, y luego tachó los nombres e invirtió sus
posiciones, como si quisiera acercarnos a los chimpancés y gorilas.

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Es posible que Darwin pensara que los chimpancés y gorilas son los más
parecidos físicamente al hombre, pero no sus parientes más próximos. En ese
caso, unos y otros habrían seguido una evolución paralela o convergente, de
modo que la semejanza no significaría relación evolutiva, pero no me parece
que sea ése el caso. Más bien creo que era consciente de la proximidad de los
grandes simios africanos a nuestra especie, pero no se atrevía a pensar o a
expresar que son nuestros hermanos.
Cambiando de tema, puede verse que el hombre no ocupa un lugar central
en la filogenia, ni constituye el extremo de su eje, porque no hay tal eje. Las
otras especies de primates no son, pues, ni los peldaños inferiores en la
escalera que conduce hasta nosotros, ni las ramas desviadas del tronco
principal de la evolución.
En esencia, esa imagen del árbol de la evolución es la gran herencia de
Darwin. Lamarck creía en la frecuente generación espontánea de la vida y así
pensaba que cada tipo de organismos, con su origen particular y exclusivo,
llevaba su propia trayectoria evolutiva, impulsada por el afán de todas las
criaturas de progresar, avanzando por su cuenta hacia la perfección, y de
adaptarse al mismo tiempo a las circunstancias del momento. Darwin nos
legó, en cambio, la idea de comunidad de origen, de parentesco entre todas las
formas de vida, de hermandad del hombre con las demás criaturas, ya que
como dice el último párrafo de El origen de las especies (en su primera
edición), la vida tiene una raíz única (o unas pocas), que es muy remota en el
tiempo: «… life with its several powers, having been originally breathed into
a few forms or into one…».
Un árbol de la vida muy ramificado y sin tronco principal es la
representación cabal del pensamiento de Darwin, porque él no veía más
dirección en la evolución que la de una cada vez mayor adaptación de las
criaturas a sus ambientes. Seguramente, la ausencia de finalidad en el mundo
orgánico fue lo que más le costó expresar a Darwin, más que la idea misma de
modificación de los organismos a lo largo del tiempo. Si Darwin hubiera
postulado que el cambio es más o menos lineal y sigue una trayectoria
ascendente, seguramente no habría sido tan polémica su teoría, y tal vez la
hubiera publicado antes, porque resultaba más fácil en su tiempo defender que
la evolución apuntaba, desde el principio (desde el origen de la vida), hacia un
objetivo final, programado, previsible e inevitable: el ser humano. Lo difícil
habría sido entonces conciliar esa direccionalidad con el mecanismo de la
selección natural, que por definición no tiene meta, ya que es una fuerza
meramente práctica, utilitaria. Sólo recurriendo a una causa externa a la

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naturaleza, a un «Gran Criador» (usando su metáfora predilecta de la
domesticación), habría sido posible encontrarle un propósito a la evolución.
Pero esa opción no era científica.
Darwin fue el Lyell de la Biología en el sentido de que explicó el
fenómeno de la vida como si «no hubiera nada más», es decir, sin recurrir a
ninguna fuerza sobrenatural, tal y como había hecho Lyell con la Geología.
Como dice Darwin en 1859: «[las plantas, los pájaros, los insectos, los
gusanos] those elaborately constructed forms, so different from each other,
and dependent on each other in so complex a manner, have all been produced
by laws acting around us» (… estas formas, primorosamente construidas, tan
diferentes entre sí, y que dependen mutuamente de modos tan complejos, han
sido producidas por leyes que obran a nuestro alrededor). Por las mismas
leyes fijas que operan ahora, sin que nos demos cuenta. Al igual que ocurre en
el mundo geológico, pequeños efectos sumados a lo largo de muchos miles de
años acaban produciendo grandes resultados.
Otros investigadores habían empezado ya ese trabajo en los terrenos de la
Astronomía, de la Física y de la Química, donde se buscaban desde hacía
muchos años explicaciones científicas, materialistas, como si «no hubiera
nada más». En realidad, el objetivo confesado de la ciencia es comprender el
mundo material por medio de leyes naturales, que sean aceptadas (o
discutidas) por todos los científicos, sin tener en cuenta su cultura o sus ideas
políticas y religiosas (unos científicos creen que «hay algo más» y otros que
no, pero de eso no se trata en las publicaciones y congresos). Se parte del
principio de que las leyes de la naturaleza son ajenas a las creencias humanas.
De hecho, se supone que actúan mecánicamente, con independencia de la
propia existencia de los seres humanos.
Al profesor le preocupa esta cuestión porque no quiere desviar la atención
del terreno científico llevándolo al ámbito de la religión. La evolución es un
problema de la Biología, suele decir, porque atañe a los seres vivos, y nadie
que no sea biólogo o paleontólogo tiene nada que opinar al respecto. Como
tampoco los paleontólogos discuten los problemas de la física de partículas o
del arte románico. Por eso se ha negado siempre a participar en debates con
creacionistas. No porque lo sean, sino porque no saben nada de Biología.
El profesor evita pronunciarse en clase sobre sus creencias religiosas, o su
carencia de ellas. Esa cuestión no está en el temario de Paleontología. Pero no
puede prohibir las preguntas de los alumnos al respecto. ¿Se hizo Darwin ateo
como lógica consecuencia de su teoría? Edward O. Wilson piensa que ocurrió
exactamente lo contrario: que gracias a que se desprendió del freno de una fe

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ciega, pudo pensar libremente y atreverse a proponer un origen del hombre
por evolución, una idea que de otro modo no habría osado explorar. Darwin
no se consideraba un «experto» sobre la cuestión religiosa, y tenía poco que
decir al respecto, pero se sentía más bien como un agnóstico al final de sus
días. Un término, por cierto, el de agnóstico, inventado en 1869 por Thomas
Henry Huxley.
En la segunda edición de El origen de las especies, Darwin introdujo a
Dios en el famoso párrafo final, como autor de la vida («en una o unas pocas
formas»). Pero eso no significa una conversión a las ideas providencialistas,
las que recurren, en mayor o menor grado, a la intervención divina para
entender lo que ha pasado aquí en la Tierra. Más bien parece una concesión
de Darwin para evitar enfrentamientos, innecesarios y peligrosos, con la
religión. Peligrosos porque Darwin conocía muy de cerca, desde sus tiempos
de la Universidad de Edimburgo, lo que le podía pasar (marginación social y
muerte académica) a quien sostuviera tesis materialistas en Biología (Howard
E. Gruber, en su magnífico trabajo Darwin sobre el hombre, le concede una
gran importancia a este miedo a ser perseguido a la hora de explicar por qué
tardó tanto en expresar públicamente sus ideas evolucionistas). Innecesarios
porque El origen trata de la acción de la selección natural sobre las formas
vivientes, produciendo la adaptación, no de cómo éstas se han originado.
En una carta a Hooker (de 29 de marzo de 1863) dice:

Pero me he arrepentido largamente de haberme doblegado a la opinión


pública, empleando la expresión bíblica creación, por la que realmente
quería decir «apareció» por algún proceso completamente desconocido.
Es una mera tontería pensar hoy sobre el origen de la vida; se podría
razonar igual sobre el origen de la materia.

Sin embargo, no cambió el párrafo en las tres ediciones posteriores a la


carta: se habría notado muchísimo si lo hubiera hecho.
De todos modos, es seguro que Darwin creía en un origen de la vida a
partir de la química, sin ayudas sobrenaturales. En 1871 escribía:

Se dice a menudo que todas las condiciones para la producción directa de


un organismo vivo existen ahora, y podrían haber estado siempre
presentes. Pero si (pero ¡oh!, qué gran si) pudiéramos imaginar que en
algún pequeño charco cálido, con todo tipo de sales de amonio y de
fósforo, luz, calor, electricidad, etc., un compuesto proteico se formó
químicamente, listo para experimentar cambios aún más complejos, en la

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actualidad tal materia sería inmediatamente devorada o absorbida, lo que
no habría sido el caso antes de que aparecieran los seres vivos.

Lo importante del párrafo final de El origen, para la Biología, es que le


niega a la generación espontánea el papel necesario en la evolución que le
atribuía Lamarck, y sitúa el origen de las especies en un pasado antiquísimo.
La pervivencia de formas simples en el mundo actual se explica mejor por
medio de su idea del árbol de la vida, en el que unas ramas han cambiado más
que otras.
¿Es la teoría de la evolución compatible hoy con la fe cristiana? El
profesor contesta que son muchos los científicos que están convencidos de
que ciencia y religión (cualquiera de ellas y las tres religiones del Libro en
particular) son radicalmente incompatibles, pero cita a continuación al
científico español Francisco J. Ayala, una auténtica eminencia mundial en
biología evolucionista. Según Ayala, los creyentes deben ver en la evolución
una verdadera aliada, no una enemiga de su religión. El profesor (como el
propio Darwin) no lo ve tan claro, pero siente mucho respeto por Ayala,
porque además de su impresionante carrera científica, se ha destacado
siempre por su lucha frente a los zarpazos del creacionismo, tanto en su
versión clásica del «no a todo», como con su disfraz actual de «diseño
inteligente», supuestamente muy moderno, pero que en realidad es anterior a
Darwin. El propio Stephen J. Gould también creía que ciencia y fe pueden
cohabitar sin conflictos en la mente de un científico porque representan
magisterios de distinta clase.
En cambio, D. Dennett, R. Dawkins y E. O. Wilson consideran
incompatibles ambas formas de pensamiento, y además no aceptan siquiera
que sea conveniente una aproximación. Para este último autor hay que elegir
entre tres concepciones del ser humano. Una es la religiosa (el hombre como
creación divina), que ha producido grandes luces y enormes sombras. Cuando
se une al «tribalismo» (etnicismo o nacionalismo excluyente) es realmente
muy peligrosa, como vemos estos días. La segunda concepción del hombre
niega la existencia de una «naturaleza humana» en lo relativo a la mente y ha
sido defendida por los regímenes comunistas (y entre nosotros, añado, por el
filósofo Ortega y Gasset). Los experimentos sociales basados en la
«programación humana» por medio de la educación y la propaganda han
dejado millones de muertos y grandes fracasos económicos. Queda, dice
Wilson, el humanismo científico, de base biológica, aunque nunca ha sido
puesto en práctica como sistema político. El profesor cree que el siglo XXI
verá una lucha entre estas tres concepciones.

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En todo caso, al profesor le parece que las convicciones, valores y
creencias son importantes de verdad a la hora de aplicar el conocimiento
científico, no antes; incluso se puede argumentar sobre la moralidad de
algunas técnicas de investigación (como la vivisección o el uso de embriones
humanos), pero ése no es el problema de la biología evolutiva. Todo el mundo
(bien informado) puede opinar, y debe decidir, sobre qué fuentes de energía
es mejor utilizar, o sobre los usos de la genética para la salud humana o la
alimentación, y al profesor no le molesta encontrarse en la misma mesa que
un sacerdote (de la religión que sea) o un político. Pero encuentra que en esos
debates los demás participantes tienen las ideas mucho más claras que él. En
materia de bioética, por ejemplo, a veces no sabe qué pensar. Los otros están
seguros de conocer lo que es bueno, moral y conveniente, él duda. Pero
encuentra consuelo en unas palabras de Darwin en El origen del hombre, a
propósito de la decadencia española, que al naturalista inglés le interesaba
mucho y atribuía a la Santa Inquisición por eliminar a «algunos de los
mejores hombres —aquellos que dudaban y hacían preguntas, y sin dudar no
puede haber progreso—».

Figura 68. El naturalista.

Al profesor le preocupa mucho que los árboles no dejen ver el bosque. Al


explicar los diferentes puntos de desencuentro en el terreno del
evolucionismo, ha habido alumnos que han llegado a la conclusión de que el
profesor ponía en duda la evolución. Y no. La evolución es un hecho
incontrovertible, insiste; la selección natural, en cambio, es una teoría cuya

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validez y alcance se puede y debe poner a prueba. Y es que hay muchas
mentes que preferirían reducir todo el problema a una simple frase: las
especies evolucionan. Amén. Éste es, por cierto, un tema delicado. Cada vez
que un investigador matiza algún aspecto del darwinismo, parece que está
dando argumentos al creacionismo. Ese reproche se le ha hecho precisamente
a S. J. Gould: que la discrepancia que plantea el equilibrio puntuado respecto
del neodarwinismo ha sido utilizada una vez más para decir que la
explicación de Darwin «sólo es una teoría». Los dogmáticos pretenden que
convirtamos el darwinismo en un dogma, pero ése no es nuestro estilo. Habrá
que resignarse a que utilicen nuestras discusiones como pruebas de que
dudamos. Pero mejor que resignarse será proclamar que todos estamos de
acuerdo en lo fundamental: en ese árbol de la evolución al que me he referido
antes y en el propósito de intentar explicar el funcionamiento del mundo por
medio de leyes naturales, «como si no hubiera nada más».
Lo realmente importante del tema es que el propio Darwin dejó muchas
cuestiones abiertas, empezando porque él mismo admitía otras causas de la
evolución aparte de la selección natural y de la selección sexual, como la
acción directa del ambiente sobre los organismos y la herencia de los
caracteres adquiridos (y en eso se equivocaba). Flaco favor le haríamos a
Darwin al conmemorar su bicentenario y sesquicentenario momificándolo.

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Figura 69. «La primera conjetura que se le ocurre a cualquiera es que los usan [los cuernos] los machos
en las peleas, y como tales animales son muy pendencieros, probablemente sea ésta una justa opinión».
C. Darwin. El origen del hombre.

Una cuestión esencial es la de la responsabilidad del científico respecto de


las malas interpretaciones o abusos de su teoría.
¿Fue Darwin responsable del llamado darwinismo social, que defendía la
superioridad de unas clases, razas y naciones sobre otras? ¿Y de la eugenesia
o supuesta mejora de la especie humana por selección? ¿Son responsables los
neodarwinistas Richard Dawkins y Edward O. Wilson de que se diga por ahí
que determinados comportamientos indeseables tienen una base evolutiva, y
por lo tanto son justificables? Obsérvese que en la segunda pregunta hay
implícitas dos cuestiones: ¿tienen un origen evolutivo?; y si fuera así, ¿serían
justificables?

El reloj de Darwin
Si el profesor tuviera que decir en pocas palabras por qué Darwin debe ser
recordado y homenajeado, ¿con qué se quedaría? Al profesor le llama la
atención que Thomas H. Huxley llegara en 1864 a la misma conclusión a la
que le condujo a él la lectura de El origen de las especies, más de un siglo
después: Darwin fue un genio, quizá el más grande de la historia, porque

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resolvió el problema del diseño sin diseñador. Explicó cómo pueden aparecer
órganos perfectamente adaptados para cumplir una función concreta sin que
nadie los haya proyectado, simplemente por el mecanismo natural de prueba y
error. Así lo cuenta Huxley en este largo texto que merece ser meditado hasta
la última palabra, porque es un lúcido análisis del gran libro de Darwin, muy
pocos años después de su publicación.

Lo que le impresionó más al autor de estas líneas del primer examen de El


origen de las especies fue la convicción de que la Teleología, tal como se
entiende normalmente, había recibido un golpe de muerte de manos de
Mr. Darwin. Porque el razonamiento teleológico [no teológico] funciona así:
un órgano u organismo (A) está perfectamente adecuado para realizar una
función o propósito (B); en consecuencia, fue especialmente construido para
llevar a cabo esa función. En el famoso ejemplo de Paley, la adaptación de
todas las partes de un reloj para la función o propósito de medir el tiempo se
presenta como prueba de que el reloj fue ingeniado especialmente para ese
fin; basándose en que la única causa que conocemos capaz de producir un
resultado tal como un reloj que mide la hora es una inteligencia que adapte los
medios directamente al fin.
Supongamos, sin embargo, que alguien fuera capaz de demostrar que el
reloj no ha sido hecho directamente por nadie, sino que es el resultado de la
modificación de otro reloj que daba la hora peor, y que éste a su vez fue
precedido por una estructura que malamente pudiera ser llamada un reloj —
sin números en la esfera y de rudimentarias manecillas—; y que yendo cada
vez más hacia atrás en el tiempo llegáramos al final a un tonel que da vueltas
como el primer rudimento identificable del aparato. E imaginemos que
hubiera sido posible demostrar que todos esos cambios son el resultado,
primero, de una tendencia de la estructura a variar indefinidamente; y
segundo, de algo en el medio que hubiera favorecido todas las variaciones que
se produjeran en la dirección de medir el tiempo con precisión, y suprimido
todas las que tuvieran lugar en las otras direcciones; sería entonces obvio que
la fuerza del argumento de Paley desaparecería. Se demostraría que un
aparato absolutamente bien adaptado para un propósito concreto podría ser el
resultado del procedimiento de prueba y error llevado a cabo por fuerzas no
inteligentes, tanto como de la aplicación directa de los medios apropiados
para ese fin por un agente inteligente.
Bien, lo que hemos dicho, a modo de ejemplo, del reloj es lo que la teoría
de Darwin dice del mundo orgánico. Porque la idea de que cada organismo ha
sido creado como es ahora, y directamente producido con un propósito, es
sustituida por Darwin por la noción de algo que puede ser llamado un método

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de prueba y error. Los organismos varían todo el tiempo; unas pocas
variaciones dan con condiciones ambientales que les son propicias y
prosperan, la mayoría son inadecuadas y se extinguen.
De acuerdo con la Teleología, cada organismo es como una bala de rifle
disparada contra un objetivo; según Darwin, los organismos son como una
descarga de perdigones de los cuales uno da en algo y el resto falla.
Para un teleólogo, un organismo existe porque fue hecho para las
condiciones en las que se encuentra; para el darwinista, un organismo existe
porque, entre muchos de su clase, es el único que ha sido capaz de medrar en
las condiciones en las que se encuentra.
La Teleología implica que los órganos de cada organismo son perfectos y
no pueden ser mejorados; la teoría darwinista simplemente afirma que
funcionan lo bastante bien como para permitirle al organismo arreglárselas
frente a los organismos con los que se enfrenta, pero admite la posibilidad de
una mejora perpetua. Pero un ejemplo puede aclarar la profunda contradicción
entre la idea de la teleología ordinaria y el darwinismo.

Figura 70.

Los gatos cazan muy bien ratones, pajaritos y cosas parecidas. La


Teleología nos dice que lo hacen tan bien porque fueron especialmente
construidos para hacerlo —que son máquinas cazarratones perfectas, tan
perfectas y tan finamente ajustadas que ninguno de sus órganos podría ser
alterado sin que el cambio implicara la modificación de los demás—. El
darwinismo afirma, por el contrario, que no ha habido tal construcción
perfecta; sino que de entre la multitud de variedades de felinos, muchos de los
cuales desaparecieron, algunos, los gatos, estaban mejor adaptados para cazar

Página 217
ratones que los otros, por lo que prosperaron y sobrevivieron,
proporcionalmente a la ventaja que tenían sobre los demás.
Lejos de imaginar que los gatos existen para cazar ratones bien, el
darwinismo supone que los gatos existen porque cazan ratones bien —cazar
ratones no es el fin, sino la condición para su existencia—. Y si los gatos han
persistido mucho tiempo como sabemos, la interpretación basada en los
principios darwinistas sería, no que los gatos han permanecido sin
variaciones, sino que todas las demás variedades que han ido apareciendo
fueron menos adecuadas para la vida que el tipo de gato actualmente
existente.

El citado William Paley (1743) fue otro insigne alumno del Christ’s
College de Cambridge, pero años antes de que Darwin viviera allí. Paley hizo
célebre la famosa analogía del reloj en su libro Natural Theology (1802):
«Pero supongamos que encuentra un reloj en el suelo y se hace la pregunta de
qué hace el reloj en ese sitio. Difícilmente pensaría en la respuesta que he
dado antes [hablando de una piedra], la de que, por lo que sé, el reloj podría
haber estado siempre allí».
Darwin había estudiado a Paley con placer en la universidad, aceptando
sus ideas teleológicas sin ninguna reserva. Pero más adelante su pensamiento
cambió radicalmente:

El antiguo argumento en torno a la predestinación de la naturaleza según


lo expone Paley, que antaño me parecía tan concluyente, falla ahora que
se ha descubierto la ley de la selección natural. No podemos sostener por
más tiempo que, por ejemplo, la hermosa charnela de una concha bivalva
tenga que haber sido creada por un ser inteligente, al igual que la bisagra
de una puerta ha de hacerla el hombre. En la variabilidad de los seres
orgánicos y en la acción de la selección natural no parece haber más
predestinación que en la dirección en la que sopla el viento. Todo en la
naturaleza es el resultado de leyes fijas.

El reloj biológico de Darwin se había construido solo.


Lamarck también había creído encontrar, cincuenta años antes que
Darwin, la manera de que la naturaleza construyera un reloj muy elaborado,
pero requería del esfuerzo y la voluntad del propio reloj para cambiar hacia
mejor, para perfeccionarse, y de la herencia de los caracteres adquiridos, es
decir, de la transmisión de las mejoras conseguidas durante la vida, para que
los hijos no tuvieran que volver a empezar desde el principio. Veamos cómo

Página 218
entendía Lamarck (en su Filosofía zoológica de 1809) que se había realizado
la construcción del reloj más perfecto de todos, nuestro propio cuerpo:

Figura 71. El primer simio que vio Darwin fue una hembra de orangután llamada Jenny en el zoo de
Londres el 28 de marzo de 1838, quedando muy impresionado de las expresiones tan humanas que
mostraba, «como un niño malo».

Efectivamente, si una raza cualquiera de cuadrumanos [primates], sobre todo


la más perfeccionada, perdiera, por la fuerza de las circunstancias o por
cualquier otra causa, el hábito de trepar a los árboles y asirse a las ramas con
los pies, al igual que con las manos, para engancharse, y si los individuos de
esta raza a lo largo de una serie de generaciones, estuvieran obligados a no
servirse de sus pies y dejaran de utilizar sus manos como pies, no es dudoso,
según las observaciones expuestas en el capítulo precedente, que esos
cuadrumanos se transformarían finalmente en bimanos y que los dedos gordos
de los pies dejarían de estar separados de los otros dedos, ya que esos pies no
les servirían sino para andar.
Por otro lado, si los individuos de los que hablo, movidos por el deseo de
ver a la vez más campo y más lejos, se esforzaran en mantenerse de pie y
tomaran constantemente el hábito de generación en generación, tampoco es
dudoso que sus pies adoptarían insensiblemente una conformación adecuada
para mantenerlos erguidos, que sus piernas adquirirían pantorrillas y que estos

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animales no podrían andar más que de mala manera sobre pies y manos a la
vez.
Finalmente, si estos mismos individuos dejaran de utilizar sus mandíbulas
como armas para morder, desgarrar o sujetar, o como instrumentos para cortar
la hierba y alimentarse, y sólo las utilizasen para la masticación, no es dudoso
de nuevo que su ángulo facial se abriría, su morro se acortaría cada vez más, y
que finalmente, habiendo desaparecido éste por completo, sus incisivos serían
verticales.

En el pensamiento de Lamarck también había un cierto componente de


lucha por la vida, pero entre grupos, ya que esa «raza más perfeccionada»
competirá con las otras razas, disputándoles «los bienes de la tierra» y
obligándolas a «refugiarse en los lugares que ella no ocupa». En esos espacios
marginales, el progreso de las razas inferiores quedará detenido, mientras que
en la dominante se crearán necesidades nuevas, al ocupar tantos territorios y
hacerse tan numerosa que la empujarán a perfeccionarse más aún. Esa raza
tan avanzada se irá alejando cada vez más de los animales, dejando una gran
brecha entre medias, que es lo que le ocurre al hombre en comparación con el
resto de los primates.
Por el mismo principio han surgido las características mentales distintivas
de nuestra especie y que son nuestro mayor orgullo:

Al contrario, los individuos de la raza dominante, ya mencionada,


teniendo necesidad de multiplicar los signos para comunicar rápidamente
sus ideas, cada vez más numerosas, y no bastándoles ni las señas ni las
inflexiones posibles de la voz para representar esta multitud de signos que
se habían hecho necesarios, llegaron a través de distintos esfuerzos, a
formar sonidos articulados: primero sólo utilizaban una cantidad pequeña,
combinada con inflexiones de su voz; enseguida los multiplicaron,
variaron y perfeccionaron según el aumento de sus necesidades y lo que
se ejercitaran. En efecto, el uso habitual de su gaznate, de su lengua y de
sus labios para articular los sonidos habría desarrollado notablemente en
ellos esta facultad.

Para Darwin, lo expuesto era una descripción de cómo pudo haber


acaecido nuestra historia, no una explicación convincente del funcionamiento
de la evolución, de su motor. El hábito y la voluntad, el mecanismo que
proponía el naturalista francés para explicar la adaptación, y la tendencia al
progreso, para impulsar la evolución hacia arriba, no eran unas verdaderas
causas científicas para el sabio inglés, ya que él buscaba leyes fijas,

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automáticas, ciegas y mecánicas, es decir, externas a los objetos como las de
la Física. El pensamiento de Lamarck le resultaba a Darwin muy poco serio.
Darwin envió pruebas o ejemplares prepublicación de El origen de las
especies a unos pocos amigos escogidos. Uno de ellos era, claro está, Charles
Lyell, quien le felicitó e hizo una serie de comentarios. Por ejemplo, le
sorprendía que afirmara que los más eminentes naturalistas rechazaban la idea
de la mutabilidad de las especies, sin mencionar a los franceses Lamarck y G.
St. Hilaire: «¿Quería decir naturalistas vivos?». Darwin le dio la razón y
modificó el texto. Pero Darwin no deseaba que su idea se confundiera lo más
mínimo con la de Lamarck: «Usted alude a menudo a la obra de Lamarck. No
sé lo que piensa sobre ella, pero a mí me parece extremadamente pobre. No
he tomado de ella ni un solo dato o idea».
Las ideas de Darwin al respecto quedan claramente expresadas en la
misma carta de contestación a Lyell:

En el estado actual de nuestros conocimientos debemos asumir la creación


de una o unas pocas formas [tal como se dice en el párrafo final de El
origen respecto del nacimiento de la vida] de la misma manera en que los
filósofos asumen la existencia de un poder de atracción [la fuerza de la
gravedad] sin ninguna explicación. Pero rechazo enteramente, por
innecesaria a mi juicio, cualquier adición posterior de «nuevos poderes y
atributos y fuerzas», o de «cualquier principio de progreso», excepto en
cuanto a que cada carácter que es seleccionado o preservado en la
naturaleza representa de alguna manera mejora o ventaja, ya que de otro
modo no habría sido seleccionado, Si estuviera convencido de que son
necesarios tales añadidos a la teoría de la selección natural, la rechazaría
como una estupidez, pero tengo firme fe en ella, pues no puedo creer que
de ser falsa explicara tantas categorías completas de hechos, como, si
estoy en mis cabales, parece explicar.

Los relojes biológicos no cambian por sí mismos, transformándose y


adoptando nuevas funciones, hay algo que desde fuera los hace modificarse.
Las leyes que operan a nuestro alrededor son otras, mucho más mecánicas: las
que producen la selección natural.

Estas leyes, tomadas en el sentido más amplio son la del Crecimiento por
medio de la Reproducción; la de la Herencia que está casi implícita en la
de reproducción; la de la Variación por la acción directa e indirecta de las
condiciones externas de vida y por el uso y desuso; una Tasa de
Crecimiento tan alta que conduce a la Lucha por la Vida, y como

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consecuencia a la Selección Natural, que implica Divergencia de
Caracteres y Extinción de las formas menos mejoradas. (El origen de las
especies).

Darwin desconocía el origen de la variación y la atribuía, erróneamente, a


la acción del ambiente y al uso y desuso de los órganos por el hábito, en vez
de a las mutaciones, que son errores de copia del código genético, es decir,
cambios al azar del ADN. El resto del razonamiento se mantiene vigente hoy
día para explicar las adaptaciones.
El gato cazarratones del que hablaba Huxley es también la clave para
superar la aparente circularidad de la expresión «supervivencia de los mejor
adaptados» (survival of the fittest) que Darwin tomara de Spencer como
explicación de la selección natural. Como generalización, efectivamente es
una tautología, porque los supervivientes son por definición los mejores. Pero
en cada caso particular está muy claro lo que quiere decir, y es algo muy
concreto y muy biológico. Los mejores gatos en el pasado fueron los que
tenían mejor visión, con los ojos situados más frontalmente para formar
imágenes tridimensionales, los que eran más ágiles, tal vez incluso más
pequeños para adaptarse al tamaño de sus presas, y por qué no, también los
más inteligentes, ya que el cerebro del gato es más poderoso que el del ratón
(los depredadores siempre necesitan más talento que sus víctimas), y así
podríamos seguir un buen rato. Los más adecuados seguro que no eran los
más torpes, ni los más ciegos (como sucede, en cambio, con los topos), ni los
más pesados, ni los que tenían menos cerebro. Sobrevivieron, como dice
Darwin, los mejor adaptados, cada uno a su lugar en la naturaleza, es decir, en
relación con otros seres orgánicos y con el medio físico.

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XIII. LA GRANDEZA DE LA EVOLUCIÓN

Hágalo usted mismo


Esta idea de que gracias a la selección natural es posible el diseño biológico
sin diseñador inteligente, ni voluntad y esfuerzo por parte de los organismos
que evolucionan, fue expresada mucho tiempo después por el premio Nobel
François Jacob cuando explicó que la evolución hace «bricolaje». Es decir,
modifica estructuras preexistentes para mejorar su función, y a veces para
darles una nueva función. Seguimos siendo estructuralmente iguales a los
primeros vertebrados pisciformes del Cámbrico, cuyos fósiles tienen más de
quinientos millones de años. Pero eso no quiere decir en absoluto que la
evolución haya perdido desde entonces su creatividad. Los vertebrados
tetrápodos (con cuatro extremidades) hemos poblado la tierra firme (una gran
hazaña, no cabe duda); los mamíferos y las aves nos hemos vuelto
endotermos (o «de sangre caliente») y regulamos nuestra temperatura
corporal, que mantenemos constante al margen de la del exterior y por eso
somos más activos; los mamíferos placentados nos desarrollamos durante
mucho tiempo en el útero de nuestras madres, bien protegidos, y luego somos
alimentados con leche; y los humanos hemos alcanzado la consciencia,
también por evolución, como se han desarrollado el esqueleto, las patas, la
endotermia, la placenta y las mamas.

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Figura 72. «La construcción homologa completa de la estructura de los miembros de una misma clase
resulta bien comprensible si reconocemos su descendencia de un progenitor común». C. Darwin. El
origen del hombre.

Darwin se refería a lo mismo que François Jacob cuando escribía en 1859:

Que la base ósea sea la misma en la mano humana, el ala del murciélago,
la aleta del delfín y la pata del caballo, que el mismo número de vértebras
forme el cuello de la jirafa y el del elefante, e innumerables otros hechos,
se explican al mismo tiempo a partir de la teoría de la descendencia con
lentas y ligeras modificaciones.

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¿Y si la selección natural es el gran artífice, que queda por investigar
todavía? Para empezar, el papel del otro agente principal de Darwin, la
selección sexual, que ha recibido mucha menos atención (y en la que no creía
Wallace). No hay que confundir, además, la Historia de la Vida, de la que
sabemos muchas cosas pero ignoramos aún más, con los mecanismos
evolutivos; es decir, el curso de la evolución con sus causas. Thomas Henry
Huxley decía en 1893, en el prólogo de una colección de ensayos publicada
con el título de «Darwiniana», que seguía considerando vigentes las dudas
que le asaltaron cuando leyó su ejemplar (una prepublicación) de El origen de
las especies:

Aquellos que se tomen la molestia de leer los dos primeros ensayos,


publicados en 1859 y 1860, me harán la justicia de admitir que mi celo en
procurar juego limpio para Mr. Darwin no me convirtió en un mero abogado
defensor; y que mientras reconocía la grandeza de la idea no dejé de indicar
sus puntos débiles. No he visto ninguna razón para cambiar lo que sostuve en
estos dos ensayos; y la aseveración que algunas veces escucho hoy de que me
he «retractado» o cambiado de opinión sobre las ideas de Darwin se me hace
bastante difícil de entender.
Como digo en el séptimo ensayo, el hecho de la evolución ha sido para mí
suficientemente demostrado por los paleontólogos; y me mantengo en la
opinión expresada en el segundo ensayo de que hasta que se pruebe
definitivamente que la selección para la reproducción produce variedades
infértiles entre sí, la base lógica de la teoría de la selección natural está
incompleta. Todavía permanecemos en la oscuridad acerca de las causas de
variación; la herencia aparente de los caracteres adquiridos en algunos casos;
y la lucha por la existencia dentro de los organismos que probablemente
subyace en la base de esos dos fenómenos.

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Figura 73. Gregor Mendel. Este monje agustino es el padre de la genética, pero nadie lo supo hasta
después de su muerte, cuando sus leyes se descubrieron de nuevo.

El redescubrimiento de las leyes de Mendel unos pocos años después (en


1900) aclaró la cuestión de la herencia biológica, y se supo que la mutación
era el origen de la variación y que la herencia de los caracteres adquiridos no
existe. Pero la genética del desarrollo aún tiene un largo camino por delante y
es fundamental recorrerlo para entender la evolución. En este campo se
trabaja mucho ahora, ya que tiene importantes aplicaciones en la economía y
salud humanas. Sigue habiendo también amplio espacio para investigar acerca
de cómo nacen las especies, es decir, de los mecanismos que producen el
aislamiento reproductor (la imposibilidad de cruzarse y tener descendencia
fértil con otra especie) al que se refería T. H. Huxley. Y de dónde aparecen, es
decir, si el aislamiento geográfico es siempre, o casi siempre, necesario o no.

Los cuatro grandes temas


En el año 1978, Ernst Mayr, uno de los padres de la Nueva Síntesis darwinista
(y uno de los biólogos evolucionistas más lúcidos del siglo XX), identificaba
en un trabajo algunos problemas que resolver por la Biología Evolutiva y los
agrupaba en cuatro grandes categorías. El profesor empezaba entonces su
carrera científica (¡hace 30 años, Dios mío, cómo pasa el tiempo!) y leyó ese
artículo en un número monográfico de Investigación y Ciencia.

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1) El primero de los temas de Mayr era la función del azar. Qué parte de
la evolución es debida a la selección natural y cuál a las mutaciones
«neutras», que ni perjudican ni benefician al organismo. En aquellos años la
Biología Molecular estaba descubriendo que había mucha más variación en
las proteínas de los individuos de una misma especie de la que cabría esperar
si la selección natural fuera una criba muy exigente. Muchas de esas
variaciones parecían ser «neutras», o no perjudiciales ni beneficiosas, y por lo
tanto invisibles a la acción de la selección natural. Eso dio lugar a la teoría
neutralista de la evolución molecular, encabezada por Motoo Kimura, que
sostenía que la selección natural no actuaba mucho al nivel molecular y que
las variaciones no perjudiciales que surgían aleatoriamente se iban
acumulando a lo largo del tiempo, modificando insensible, pero
constantemente, el genoma.
Mayr se preguntaba: «¿Qué fracción de esa variabilidad es “ruido”
evolutivo y qué fracción depende de la selección? ¿Por qué procedimiento
podemos partir la variabilidad en alelos neutros y alelos dotados de cierta
significación?». Este problema de cuál es el papel del azar (teoría neutralista)
y cuál el de la selección natural (darwinismo) en la evolución molecular sigue
siendo objeto de estudio hoy día.
Llevado al campo de la morfología, podríamos preguntarnos qué
estructuras son adaptativas y han sido moldeadas por la selección natural y
qué otros aspectos de la anatomía han surgido por azar (deriva genética) o por
otras razones y no tienen función. Admitamos (yo, desde luego, lo hago sin
ninguna reserva) que todas las características adaptativas son producto de la
selección natural. La pregunta entonces es: ¿cuántas de las características de
un organismo son adaptativas? Que no todo es adaptación en los seres
vivientes es algo que han defendido con fuerza S. J. Gould y R. Lewontin. En
un conocido trabajo de 1979 proponen la analogía de las pechinas de San
Marcos en Venecia, unas superficies que aparecen bellamente decoradas bajo
la cúpula de la basílica. El que las pechinas se presenten ante nuestros ojos
cubiertas de mosaicos no quiere decir que fueran construidas a propósito para
servir de soporte físico para las imágenes, sino que son simplemente los
cuatro triángulos cóncavos y con el vórtice hacia abajo que quedan entre los
cuatro arcos que sostienen la cúpula. Y ya que existen por razones
estructurales, se incorporaron al programa iconográfico del edificio (a lo que
se quería contar a los fieles). En otras palabras, su aptitud para ser decoradas
no fue la causa de su existencia (sino una necesidad arquitectónica). El
filósofo de la ciencia Daniel Dennett piensa que éste no es un buen ejemplo,

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porque las pechinas de San Marcos son una solución arquitectónica entre las
varias posibles al problema de sostener una cúpula sobre arcos redondos, y
que precisamente fue elegida ésa, y no otra, porque era la que mejor servía a
los fines estéticos. Aunque todo esto parezca una disputa bizantina de la
historia del arte, la metáfora de las pechinas de San Marcos (créanlo o no) es
muy conocida entre los biólogos evolutivos. Los más darwinistas dirían que
no hay muchas pechinas en los organismos, en el sentido de productos
arquitectónicos secundarios (o subproductos) que no han sido creados a
propósito. El equivalente en la Biología serían los caracteres que no han sido
seleccionados. Gould, Lewontin y otros se dedican a buscar pechinas
biológicas.

2) El segundo tema que trata Mayr en 1978 tiene que ver con la genética
del desarrollo: «El descubrimiento por parte de la biología molecular de genes
reguladores y genes estructurales plantea nuevos interrogantes en el campo de
la evolución. ¿Es idéntico el ritmo de evolución de los dos tipos de genes?
¿Son ambos igualmente susceptibles de selección natural? Por lo que respecta
a la especiación o al origen de grupos taxonómicos superiores, ¿es un tipo de
genes más importante que el otro?». Desde entonces se le ha ido dando cada
vez más importancia al papel de los genes que controlan el plan corporal (o
genes homeóticos) para explicar la aparición en los organismos de novedades
estructurales que van más allá de meros retoques a lo ya existente, y en
consecuencia la biología del desarrollo ha ganado mucha relevancia en el
debate evolucionista.

Figura 74. Darwin introduce al anfioxo en la 4.ª edición de El origen de las especies (1866): «Casi las
mismas observaciones son aplicables si consideramos los diferentes grados de organización dentro de
uno de los grupos mayores; por ejemplo, la coexistencia del hombre y el Ornithorhynchus en los
mamíferos; la coexistencia, en los peces, del tiburón y del Amphioxus, pez este último que por la
extrema sencillez de su estructura se aproxima a los invertebrados».

Eso nos lleva a una pregunta que surgió en el capítulo introductorio del
sueño del profesor y que luego hemos visto que tanto preocupaba a Darwin.
Todos los animales actuales pertenecen a unos cuantos grandes tipos

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biológicos, o diseños maestros o formas de organización fundamentales o
baupläne (plural de la palabra alemana bauplan, procedente del campo de la
arquitectura y que significa «plano de obra») o como se les quiera llamar.
Técnicamente son los phyla o filums o filos (castellanizando el término). Los
moluscos son uno, los cordados (donde están encuadrados los vertebrados,
que son la inmensa mayoría) otro, los anélidos otro, y las esponjas, corales,
artrópodos, etc. Estos planes corporales principales están separados entre sí,
es decir, no hay formas intermedias en la actualidad; aunque los
equinodermos están considerados los parientes más cercanos de los cordados,
no hay ningún «puente morfológico» que nos una a los erizos, holoturias y
estrellas de mar. Los filos vivientes se conocen desde el Cámbrico inferior y
tienen 530 millones de años por lo menos. Entonces había muchos filos más,
que no llegaron a prosperar y desaparecieron, quedando unos pocos, los
actuales. No han aparecido luego nuevos tipos biológicos fundamentales entre
los animales (que tendrían que surgir a partir de organismos unicelulares, ya
que todos los animales son pluricelulares), seguramente porque su espacio
ecológico, su lugar en la naturaleza, ya estaba ocupado; pero eso no quiere
decir que no se hayan producido muchas novedades espectaculares (nosotros
somos una de ellas, qué duda cabe) dentro de los filos que han perdurado.
Stephen Jay Gould ve en su libro Vida Maravillosa. (1989) dos grandes
problemas en relación con la llamada «explosión cámbrica». Ha habido más
tarde, en la Historia de la Vida, otras grandes radiaciones adaptativas de los
animales, sobre todo después de episodios de extinciones masivas que
despejaron el campo, pero ninguna como la cámbrica en cuanto a
«creatividad». El primer problema que plantea Gould es, pues, la razón de
tanta diversidad. Empecemos por decir que la explosión cámbrica es muy,
pero que muy antigua, por lo que es difícil saber cómo empezaron los
animales su andadura y si su antepasado común, la cepa de la que todos
salieron, era considerablemente más vieja, o si por el contrario los filos
llevaban relativamente poco tiempo separándose. Gould apuesta por lo
último, que los animales cámbricos se originaron hacia el final del
Precámbrico, que termina hace 570 millones de años.
De ser así, todo sucedió muy deprisa (en tiempo geológico, se entiende) y
se puede hablar de fuegos artificiales que iluminaron de pronto el cielo y lo
llenaron de colores en la noche de la vida. ¿Tuvo la evolución cámbrica un
carácter radicalmente diferente, en algún sentido, de lo que vino luego? ¿Fue
el cambio en aquel entonces más rápido porque había muchos nichos vacíos,
muchas oportunidades para explorar, en el espacio ecológico? ¿Una vez que

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ocuparon sus correspondientes lugares en la naturaleza (en los mares de la
época), los organismos se adaptaron tanto a ellos y se especializaron de tal
modo que ya no dejaron que surgieran nuevos tipos de organismos, ni fueron
ellos mismos capaces de modificarse para producir grandes «inventos»
biológicos? Éstas serían las explicaciones clásicas, pero hay otra, la de que las
reglas del juego de la vida eran distintas entonces de lo que son ahora. En ese
caso, el actualismo de Darwin perdería pie, porque no podríamos entender lo
que pasó en el Cámbrico (y sin duda fue muy importante) a partir de lo que
observamos en el mundo en que nos ha tocado vivir.
Los animales cámbricos parecen responder a una combinatoria de sus
partes más abierta, como si pudieran montarse ojos, placas, espinos, dientes,
segmentos y apéndices casi de cualquier forma, como si un niño estuviera
jugando a crear formas raras juntando piezas de anatomía sueltas que saca de
una bolsa. Y eso nos lleva a la genética. ¿Funcionaron los sistemas de genes
de alguna manera especial para producir formas biológicas tan sorprendentes?
¿Eran, por ejemplo, sus genomas más simples y más flexibles, y luego se
hicieron más complejos y más rígidos? ¿Interaccionaban los primeros genes
menos unos con otros, y había una relación más directa entre los genes y sus
productos, de modo que se expresaban de forma más independiente, menos
articulada?
El segundo problema se refiere a la desaparición de la mayoría de los filos
cámbricos, es decir, de todos los que no siguieron. ¿Por qué sobrevivieron los
que vemos ahora y sucumbieron los demás? ¿Eran peores sus diseños?
¿Estaban peor adaptados? Ésta sería de nuevo la explicación tradicional
darwinista, la que se basa en la competencia entre criaturas y la selección de
los más adecuados. ¿O fue una cuestión simplemente de suerte, de lotería?
¿No es ése el principal argumento de la Historia de la Vida?: a saber, de
cuando en cuando se producen extinciones masivas por causas ambientales
ajenas a la adaptación, y la mayor parte de los grupos perecen, quedando unos
pocos afortunados (que no mejores) que vuelven a ocupar de nuevo la
Ecosfera.
Según sus críticos, Stephen J. Gould insinúa (aunque no llegue a afirmarlo
abiertamente) que lo principal de la evolución no se rige por «las leyes que
operan a nuestro alrededor». Y como ése es, precisamente, el corazón de la
filosofía de Darwin, como también era el núcleo del pensamiento de Lyell en
Geología (esto es, que lo que ocurre en el presente es la explicación del
pasado y de la Historia), Gould parece querer decir (pero no lo dice) que la
idea central de Darwin, la del cambio gradual y lento a lo largo de los eones

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producido por la constante acción de la selección natural, no vale como
explicación de fondo de la evolución. Sin embargo, Richard Dawkins, como
buen darwinista, y por lo tanto buen actualista, piensa que las leyes de la
evolución han sido siempre las mismas y que nunca ha existido ninguna
excepción, ni siquiera en el principio: «Incluso los grandes phyla, cuando
originalmente se bifurcaron unos de otros, eran sólo un par de especies
nuevas, miembros del mismo género» (El capellán del diablo).
Los cuatro grandes ataques de Gould al darwinismo más ortodoxo de la
Nueva Síntesis se refieren al gradualismo, al adaptacionismo, al origen de las
grandes arquitecturas biológicas y al papel de la contingencia. Gould opinaba
que la evolución no es siempre gradual, pero tampoco afirmaba que proceda a
saltos. En realidad se oponía a la idea de cambio evolutivo permanente y a
velocidad constante. Afirmaba que las especies tienden a mantenerse sin
grandes modificaciones una vez que aparecen. También creía que la
evolución y el cambio morfológico se producen más por ramificación, es
decir, a través de la aparición de nuevas especies (lo que se llama
técnicamente cladogénesis) que por transformación a lo largo del tiempo sin
especiación (o anagénesis). Criticaba que todos los caracteres de los
organismos se trataran, por definición, como si fueran adaptaciones, ya que
muchos son subproductos de verdaderas adaptaciones (que luego incluso han
podido ser aprovechados), o resultado del azar. Acertadamente señalaba que
hay que conceder más atención a la biología del desarrollo en la evolución,
porque pequeños cambios en los genes que lo controlan, sobre todo al
principio (del desarrollo y de la Historia de la Vida), podían producir grandes
diferencias en el fenotipo. Finalmente, destacaba la importancia de las
extinciones masivas, que se producen al margen de la adaptación y cambian la
composición de los ecosistemas.
Todas esas reflexiones son aceptadas, y hasta bienvenidas, por
neodarwinistas de referencia como Francisco J. Ayala, Richard Dawkins o
Daniel Dennett. Estos y otros autores agradecen que Gould aportara
perspectivas nuevas y limpiara lo esencial del darwinismo de muchas
adherencias espurias, usos ideológicos interesados y a veces odiosos, tópicos
injustificados, exageraciones o errores de interpretación como los que se
producen en todas las teorías cuando son repetidas por muchos seguidores
durante largo tiempo. Su labor ha depurado y enriquecido el darwinismo y por
lo tanto tiene cabida dentro de una ortodoxia reformada. En todas las iglesias
hay herejes y reformistas (no menos enérgicos y convencidos que los
primeros) y Gould podría haber elegido pasar a la historia en el segundo

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grupo. Como se consideraba a sí mismo un darwinista, debería estar contento
con su papel de reformador. Así pues, ¿qué es lo que nos trataba de decir con
tanta fuerza? ¿Adónde quería ir a parar con sus críticas al neodarwinismo?
¿Por qué se consideraba un revolucionario? ¿Sólo por darse más importancia?
Según Daniel Dennett, su auténtico y nunca confesado blanco era la idea
misma de la selección natural, el nervio del pensamiento de Darwin: que una
fuerza automática y ciega fuera capaz de crear una vida tan maravillosa.

3) El tercer tema de Mayr es el de la multiplicación o diversificación de


las especies. Una cosa es que una especie cambie insensiblemente y que
después de muchísimo tiempo pueda llegar a ser algo muy modificado
respecto del punto de partida (anagénesis), y otra cuestión que no tiene nada
que ver es la de cómo las especies nacidas de un mismo tronco se separan en
varias direcciones y se especializan (cladogénesis). Recordemos el famoso
principio de divergencia de Darwin. Y está aún vigente la cuestión de cómo
se produce el aislamiento reproductivo. La especiación y la biogeografía eran
también la especialidad de Mayr: «La frecuencia de la especiación simpátrica
[sin aislamiento geográfico] sigue siendo motivo de polémica, al igual que
continúa debatiéndose también el papel respectivo de genes y cromosomas en
el proceso de especiación».

4) El cuarto tema es el más polémico, y también el más actual: «En pocos


campos de la biología ha sido tan fructífera la introducción de la perspectiva
evolutiva como en el sector de la biología del comportamiento».
Especialmente de la conducta humana, que por su obvio interés merece un
tratamiento aparte.

EL EQUILIBRIO POLÉMICO

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Figura 75. Si hay unos pájaros famosos en la historia del evolucionismo, ésos son los pinzones de
las Galápagos.

La teoría del equilibrio puntuado ha sido considerada por sus adversarios algo que 1) ya era
conocido y estaba dicho; y 2) no tiene trascendencia alguna en el proceso de la evolución, sea la
teoría cierta o no. Sus autores (en 1972), Eldredge y Gould, se han esforzado en demostrar lo
contrarío. Hay que aclarar que el equilibrio puntuado no se opone al darwinismo, ni representa su
alternativa, porque es completamente darwinista, sino al gradualismo filético (que explicaré
enseguida).
El equilibrio puntuado sostiene que 1) las especies están formadas por poblaciones y
generalmente las adaptaciones nuevas aparecen en las más remotas y periféricas, que están
sometidas a condiciones ambientales límite (para la especie en cuestión) y además son poco
numerosas, ya que las poblaciones grandes y centrales tienen mucha más estabilidad y las
novedades tardan en extenderse; 2) las nuevas especies surgen precisamente en pequeñas
poblaciones (generalmente marginales y aisladas) y no a partir de la totalidad de la especie
progenitora, por lo que madre e hija pueden luego coexistir y hasta competir; 3) las especies se
originan en un tiempo breve (en términos geológicos), pero no a saltos o de una vez; 4) una vez
originadas, las especies no cambian gran cosa, o por lo menos no lo hacen en una dirección
determinada, aunque las poblaciones que las componen puedan variar en distintas direcciones. Pero
sólo si en una de esas poblaciones se produce el aislamiento genético (es decir, la imposibilidad de
que sus miembros se crucen y produzcan descendientes fértiles con individuos de otras
poblaciones), tal variación tiene importancia evolutiva. En caso contrario, antes o después toda
población será absorbida por el grueso de la especie y se perderá su singularidad.
Para el gradualismo filético las especies están cambiando todo el tiempo en una dirección más o
menos constante, de manera que es imposible decir cuándo una especie se ha transformado ya en
otra[29]. Sería más apropiado hablar de continuos evolutivos o linajes. Una estirpe o línea evolutiva
puede, por supuesto, dividirse, pero lo hará muy lentamente. Aunque el término especiación se
refiere simplemente a la aparición de una nueva especie, en realidad sólo tiene sentido usarlo si es
rápido y por ramificación, como le sale una yema a una planta.
Ahora bien, según N. Eldredge y S. J. Gould, el neodarwinismo históricamente ha preferido el
gradualismo filético como patrón fundamental de la evolución, por lo tanto, el equilibrio puntuado
se enfrenta al neodarwinismo. Pero no se opone a un darwinismo más abierto. Además, si es cierto
el equilibrio puntuado, la evolución debe estudiarse a dos escalas: 1) la de las poblaciones dentro de
una especie (microevolución), es decir, lo que les pasa a los individuos; y 2) la de las especies
(macroevolución): su éxito, su fracaso, su capacidad para producir otras especies por ramificación

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(lo que se conoce en la jerga como especiar y especiación), del mismo modo que unos individuos
tienen más descendientes que otros, y por lo tanto más éxito evolutivo.
Para los neodarwinistas la macroevolución es simplemente microevolución a largo plazo y no
tiene objeto hacer esa distinción.
En todo caso, el equilibrio puntuado constituye uno de los últimos grandes debates de la
biología evolutiva, aunque para seguirlo haya que estar muy atento a los matices. Quizá no
acabemos de entender esta polémica, pero nos quedará la impresión de que algo se mueve en las
profundas y oscuras aguas del evolucionismo. Lo que quiero decir es que, siglo y medio después de
El origen de las especies, queda mucho por investigar. A continuación reproduciré unos cuantos
textos en relación con el tema para que el lector pueda juzgar por sí mismo.
En su libro de 1978 El pulgar del panda, Gould nos presenta su visión de la evolución:

Espero que el espíritu plural de la propia obra de Darwin se extenderá a más áreas del
pensamiento evolutivo donde todavía reinan rígidos dogmas como consecuencia de
preferencias, viejos hábitos y prejuicio social. Mi blanco preferido es la creencia en un cambio
evolutivo continuo y lento predicado por la mayoría de los paleontólogos (y estimulado, lo
admito, por las propias preferencias de Darwin). El registro fósil claramente no lo sostiene:
reinan el origen súbito y la extinción en masa. No podemos demostrar la evolución registrando
el cambio gradual de una especie cualquiera de braquiópodo conforme subimos una cuesta [es
decir, ascendemos a lo largo de una sucesión de estratos]. Para eludir esta verdad incómoda,
los paleontólogos han recurrido a la imperfección del registro fósil: faltan todos los pasos
intermedios en un registro que sólo conserva unas pocas palabras de unas pocas Líneas de las
pocas páginas que quedan del libro geológico. Han comprado su ortodoxia gradualista al
precio exorbitante de admitir que el registro fósil casi nunca muestra lo que quieren estudiar.
Pero yo creo que el gradualismo no es lo único válido (en realidad lo veo como bastante
infrecuente). La idea de selección natural no contiene ningún pronunciamiento sobre ritmos.
Puede abarcar cambio rápido (geológicamente instantáneo) por especiación [aparición de una
nueva especie] en pequeñas poblaciones y la convencional e inmensurable lenta
transformación de linajes enteros.

Para Gould, el primer modelo era el suyo (equilibrio puntuado) y el segundo, el de los
neodarwinistas (gradualismo filético).
Richard Dawkins es un famoso neodarwinista que ha chocado con Gould en varios terrenos. Su
opinión del equilibrio puntuado no es muy elogiosa:

El mismo Darwin comprendió este tipo de argumento claramente [que la evolución del ojo de
los vertebrados tiene que haber sido progresiva], razón por la cual era un gradualista tan
obstinado. Dicho sea de paso, es también la razón por la que Gould es injusto cuando sugiere
[…] que Darwin estaba en contra del espíritu de los equilibrios intermitentes. La propia teoría
de los equilibrios intermitentes es gradualista (y por Dios que es mejor que así sea) en el
sentido en que Darwin era gradualista, al menos en lo que a adaptaciones complejas se refiere.
Es sólo que, si la teoría de los equilibrios intermitentes es correcta, los pasos progresivos y
graduales se comprimen en un marco temporal que supera el nivel de resolución del registro
fósil. Gould lo admite cuando se lo presiona lo suficiente, pero no se lo presiona con la
suficiente frecuencia (El capellán del diablo).

Dawkins olvida que el largo período de estabilidad de las especies (que también habrá que
explicar) caracteriza tanto a la doctrina del equilibrio puntuado como la rápida (en términos
geológicos) aparición de las mismas. Por otro lado, Eldredge y Gould nunca se han reconocido
como saltacionistas. Pero, en lo que respecta al origen de las adaptaciones complejas, como el ojo
de los vertebrados, Dawkins está en lo cierto: no hay alternativa a la selección natural darwinista
para explicarlas, algo que Gould tendría que haber reconocido si se lo hubiera presionado lo
suficiente.

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El equilibrio puntuado no es una teoría que defiendan todos los paleontólogos. El gran maestro
que fue el americano George Gaylord Simpson (también uno de los creadores de la Nueva Síntesis
o neodarwinismo) escribía en 1984 lo siguiente: «Gould reúne darwinismo, neodarwinismo y
síntesis como “gradualismo”. Tal y como él define el gradualismo, se trata de un espantajo para ser
atacado. El término no es una descripción de ninguna de las escuelas de pensamiento que quiere
rechazar. El “gradualismo” sensu Gould es un extremo de un continuo y el “equilibrio puntuado” el
otro extremo».
Si todos los patrones evolutivos son posibles, en un continuo que va desde el gradualismo hasta
el puntuacionismo, entonces se trata, naturalmente, de saber qué es lo más frecuente. Para Simpson,
desde luego, la aparición de nuevas especies por ramificación (especiación) tendría un papel muy
marginal en la evolución, comparado con el de sus otros dos modos de evolución (evolución filética
y evolución cuántica, que no trataremos aquí).
A los veintiún años de enunciada su teoría, Gould y Eldredge revisaron las críticas y apoyos que
había recibido: «Como todas la teorías importantes en las ciencias naturales, incluyendo la
selección natural, el equilibrio puntuado defiende su frecuencia relativa, no la exclusividad. El
gradualismo filético ha sido bien documentado, en todos los grupos desde microfósiles a
mamíferos. Seguramente el equilibrio puntuado se da en abundancia, pero la validación de la
hipótesis general requiere una frecuencia relativa suficientemente alta como para conformar la
historia de la vida». La paleontología tiene, por lo tanto, tarea por delante. De lo que me felicito es
de que nadie puede hacerla por ella.

Los gestos siempre dicen la verdad


Darwin se atrevió a estudiar la evolución humana en todas sus
dimensiones, lo que incluye también el comportamiento. En El origen del
hombre ya le dedica mucha atención, aunque la morfología y la selección
sexual se llevan la mayor parte del libro. Donde estudia a fondo la evolución
de nuestros instintos es en su continuación, publicada el año siguiente (1872):
La expresión de las emociones en el hombre y los animales. En un principio
iba a ser simplemente un capítulo de El origen del hombre.

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Figura 76. «Me inclino a pensar que de la misma manera que muchas aves a la vez que levantan sus
plumas, extienden sus alas y cola para parecer lo más grandes posible, así los gatos se empinan, arquean
su lomo, levantan a menudo la base de su cola y erizan su pelo con el mismo propósito». C. Darwin.
The expression of the emotions.

Según Edward O. Wilson, este libro de Darwin es el punto de arranque de


la ciencia del comportamiento en sus tres grandes ramas; la más amplia de la
etología (la conducta general de los organismos y su evolución), la
sociobiología (o estudio del comportamiento social en particular) y la del
comportamiento ecológico (que adapta a los organismos a sus ambientes).
Con este libro Darwin afirmaba algo que muchos humanistas, moralistas y
científicos aún niegan: que el ser humano tiene instintos, es decir,
comportamientos innatos. Por lo tanto, han evolucionado, y unos serán
exclusivos del Homo sapiens y otros los compartiremos con algunas especies,
exactamente igual que ocurre en los demás caracteres.
Lo que creemos conocer de la mente de los demás es lo que intuimos a
partir de su comportamiento. Los estados de ánimo se manifiestan, y se
interpretan, por medio de la expresión de las emociones, pero ¿cómo saber
qué gestos son innatos y cuáles son producto de la educación?
Darwin recurre a varias técnicas de estudio para abordar el problema. Una
es la de la comparación del hombre con los animales. Aquello que vemos
también en otras especies, sobre todo las más cercanas, tanto en la anatomía
como en la fisiología y la conducta (que no deja de ser un aspecto de la

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fisiología), tiene que ser filogenético, es decir, con una base evolutiva.
Nosotros y nuestros parientes habríamos heredado esas estructuras, funciones
e instintos de un antepasado común y estarían programados por nuestros
genes.
Los niños pequeños, antes de ser educados, muestran un comportamiento
más natural, y hacia ellos dirigió su atención Darwin. Pero era un tema que le
intrigaba desde hacía muchos años, más de treinta:

Mi primer hijo nació el 27 de diciembre de 1839, y enseguida comencé a


tomar nota de los primeros destellos de diversas expresiones que
mostraba, pues estaba convencido ya en aquella época de que los más
complejos y sutiles matices de expresión debían tener todos un origen
gradual y natural. Durante el verano del año siguiente, 1840, leí la
admirable obra de sir C. Bell sobre las expresiones, y ello acrecentó
considerablemente el interés que tenía sobre el tema, si bien no podía
estar en absoluto de acuerdo con su convicción de que diversos músculos
habían sido especialmente creados para la expresión. De entonces en
adelante me dediqué ocasionalmente al tema, en relación tanto con el
hombre como con nuestros animales domésticos. Mi libro se vendió bien;
el día de su publicación se agotaron 5267 ejemplares. (Autobiografía).

Los locos también le interesaron, porque Darwin suponía que tenían


menos control sobre sus emociones, es decir, que la expresión de éstas estaba
menos mediatizada culturalmente.
¿Pero qué pasa con las expresiones que son únicas del hombre? La mejor
manera de averiguar si son hereditarias es recurriendo a la antropología. Si
son universales, y dada la gran diversidad cultural que existe (y más en la
época en la que vivió Darwin), tienen que tener una fuerte base biológica.

Los europeos estamos tan acostumbrados al beso como una señal de


afecto que podría pensarse que es innato para toda la Humanidad, pero no
es el caso. Steele se equivocaba cuando dijo: «La naturaleza fue su autora
y comenzó con el primer cortejo». Jemmy Button, el fueguino, me contó
que esta práctica se desconocía en su tierra. Es igualmente desconocida
entre los neozelandeses, tahitianos, papúas, somalíes de África y
esquimales. (La expresión de las emociones).

Sin embargo, añade Darwin, sí que es natural buscar el contacto físico con
la persona querida, lo que se manifiesta de muy diversas maneras, tales como
frotarse diferentes partes del cuerpo o darse golpes.

Página 237
LA COLMENA MATEMÁTICA
Charles Darwin, o mejor dicho, su teoría, tenía un grave problema con los insectos sociales, porque
en ellos existen individuos «neutros», que no se reproducen, y por lo tanto trabajan para los hijos de
otros miembros de la comunidad. Ese comportamiento tan altruista no cuadra con la lógica de la
selección natural. Por definición, los que se sacrifican por los demás no dejan descendencia y ese
comportamiento, si es heredable, debería tender a desaparecer. El egoísmo, en otras palabras,
debería ser el fruto de la selección natural.
En la primera edición de El origen de las especies, lo dice así de claro en el capítulo VII,
dedicado al instinto:

Figura 77. «Muchas especies de cálaos grandes tienen las mismas costumbres que el Buceros
bicornis. El macho empareda a su compañera con su huevo durante la época de la incubación y los
alimenta hasta que el polluelo ha echado ya la pluma por completo. Éste es otro de esos casos
naturales que puede afirmarse que son “más extraños que una ficción”». A. R. Wallace. The Malay
Archipiélago.

… me centraré en una dificultad especial, que a primera vista me pareció insuperable, en


realidad fatal para la totalidad de mi teoría. Me refiero o las hembras neutras o estériles de las
comunidades de insectos, ya que estos neutros a menudo difieren en estructura e instintos tanto
de los machos como de las hembras fértiles y, sin embargo, por ser estériles no pueden
propagar su tipo.

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Darwin, ante esta grave dificultad, elabora una solución que es en gran parte correcta, pero que
carece de una base rigurosa. La solución intuitiva (no formalizada) de Darwin es ésta:

La dificultad, aunque aparentemente insuperable, se reduce o, como yo creo, desaparece


cuando se recuerda que la selección puede aplicarse a la familia tanto como al individuo, y se
obtiene entonces el resultado deseado. […] Esto es lo que yo creo que ha sucedido con los
insectos: una pequeña modificación estructural o del instinto, correlacionada con la condición
estéril de algunos miembros de la comunidad, ha resultado beneficiosa para la comunidad; en
consecuencia los machos y las hembras fértiles han florecido y han transmitido a su
descendencia fértil una tendencia a producir miembros estériles con la misma modificación. Y
creo que este proceso se ha repetido hasta que se ha producido una cantidad prodigiosa de
diferencias entre las hembras fértiles y las estériles de la misma especie, como vemos en
muchos insectos sociales.

Pero el primer investigador que se acercó a una solución matemática del problema fue el inglés
J. B. S. Haldane, uno de los fundadores (con Ronald Fischer y Sewall Wright) de la genética de
poblaciones. Este gran biólogo atisbó que el grado de altruismo que un individuo muestra respecto
de otro de su misma especie depende de la relación de parentesco que mantenga con él. Cuanto más
cercano (más consanguíneo) sea el otro sujeto, más sacrificio estará dispuesto a hacer en su favor,
ya que se trata de «sangre de su sangre». Con esa simple idea ya se está en el buen camino para
resolver el problema.
En términos genéticos, compartimos con nuestros hermanos, en promedio, la mitad de nuestros
genes (1/2 = 0,5), lo mismo que con nuestros padres e hijos. Con los tíos y sobrinos el parentesco
baja a la cuarta parte (1/4 = 0,25), y a la octava parte (1/8 = 0,125) en el caso de los primos
hermanos. Es fácil deducir que en términos de conservación de los genes propios, lo mismo vale la
vida de un individuo que la de dos de sus hermanos, cuatro de sus sobrinos, u ocho de sus primos.
En consecuencia, hay más «genes míos» (más «sangre mía») en la suma de mis tres hermanos que
en mi propio cuerpo. Haldane hizo esos cálculos en 1955, cuando escribió que si uno tiene un gen
que le impulsa a lanzarse a un río para salvar a un niño, y si la probabilidad de ahogarse es de uno
sobre diez, a la larga (después de muchos rescates) se salvarán 5 genes altruistas por cada uno que
se pierda si el niño es mi hermano o mi hijo. Si el niño es un nieto o un sobrino, se salvarán 2,5
genes altruistas por cada uno que se pierda y si el niño en peligro es un primo, la ventaja es muy
pequeña (1,25 frente a 1). No compensa (en términos genéticos) lanzarse al río a por los primos
segundos.
Tampoco se le escapó a Haldane la solución al problema de los insectos sociales. En una
colmena, escribía en 1932, las obreras y las reinas están genéticamente muy próximas, de modo que
cualquier comportamiento de las primeras que beneficie a las hembras reproductoras es rentable.
En efecto es así. Debido al tipo especial de herencia que tienen las abejas (diferente del nuestro),
una obrera está más emparentada con su hermana que con su propia hija o hijo, por lo que le
interesa más cooperar con la abeja reina, su madre, para «tener» hermanas (las otras obreras), que
tener sus propios hijos.
Pero la fórmula necesaria para poder desarrollar modelos matemáticos del comportamiento
social la proporcionó otro biólogo inglés, llamado William Hamilton (1936), que por cierto falleció
a causa de un paludismo contraído en África, a donde fue para confirmar su polémica hipótesis
sobre el virus del sida. La fórmula es muy simple: merece la pena hacer algo por otro individuo
siempre que r × b/c sea mayor que 0. También se puede expresar como r × b > c. En otras palabras:
el cociente entre el beneficio de la acción (para el otro = b) y el coste de la acción (para uno = c)
multiplicado por el coeficiente de parentesco (r) tiene que superar cero. En el caso de mi hermano,
ese coeficiente es de 0,5 (1/2), por lo tanto, el beneficio que él obtiene tiene que superar el doble
del coste que yo pago, para que la acción merezca la pena. Costes y beneficios pueden medirse de
muchas maneras, pero la lógica es siempre la misma. El cálculo se complica cuando mi acción, con
el mismo coste para mí, beneficia a varios parientes, no sólo a uno. Entonces la fórmula para n
favorecidos es:

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Cuantos más parientes se beneficien, mejor para mis genes (que ellos también portan, aunque en
menor cantidad).
El comportamiento altruista también se da en las sociedades animales entre individuos que no
están emparentados, y entonces hay que recurrir a otras explicaciones, como la del altruismo
recíproco, que se resume en esta frase: ayuda a quienes te ayudan. Y la teoría de juegos (con sus
cálculos de costes y beneficios) también ha sido invocada para explicar el comportamiento. ¿Por
qué la mayor parte de los combates entre individuos de la misma especie no son a muerte? ¿No
deberían imponerse los despiadados «halcones» (los que luchan a muerte) sobre las
contemporizadoras «palomas» (que están dispuestas a huir y ceder el campo si la cosa se pone fea,
antes de sufrir graves daños físicos)? Según algunos modelos, ninguna de las dos estrategias
extremas es rentable a largo plazo y se imponen las estrategias mixtas, más flexibles, en las que los
individuos pueden «cambiar de chaqueta». Aquí los cálculos son más complejos, pero también más
divertidos. Seguramente no es éste el lugar para echar cuentas, ya que las simulaciones matemáticas
siempre tienen algo de artificial. ¿Qué les parecen, por ejemplo, estos cálculos (del famoso biólogo
evolutivo John Maynard Smith)?: si a las heridas graves que sufre un halcón cuando pierde se les
asigna un coste de −20, a la victoria siempre se le otorga un pago de +10, y el precio de un combate
largo entre palomas (se gane o se pierda) es de −3, entonces la estrategia evolutivamente más
estable (aquella que si es adoptada por la mayor parte de la población no puede ser desplazada por
una estrategia mutante) consiste en hacer de halcón 8 de cada 13 veces y de paloma el resto de las
ocasiones. Si al modelo se le añade una tercera posibilidad, la de comportarse como un halcón en el
territorio propio y como una paloma fuera de él, los cálculos indican que esa estrategia resulta ser la
más estable evolutivamente. Y en efecto parece que en muchas especies los combates los suelen
ganar los de casa.
Hay, por supuesto, una gran polémica sobre el valor de los estudios biológicos a la hora de
investigar el comportamiento humano. Aunque nadie niega que nuestra condición de seres vivos
impone ciertos condicionantes a nuestra conducta. A fin de cuentas, el mero hecho de ser
mamíferos ya determina muchas de las cosas que podemos y que no podemos hacer. Pero de ahí a
establecer una relación entre ciertos genes y aspectos concretos de nuestro comportamiento media
un gran trecho. Son muchos los que opinan que hay que entender el efecto de los genes en términos
de potencialidades muy abiertas, con un amplio margen de libertad.
Además, nuestra especie se caracteriza, precisamente, porque el parentesco no es el cemento
que une las sociedades. No es que no cuente para nada, desde luego, todos amamos a nuestros
parientes más cercanos, empezando por nuestros padres, hijos y hermanos (sangre de nuestra
sangre), pero el tamaño del grupo al que pertenecemos (la tribu, la nación) se ha hecho muy grande
porque ha traspasado los límites de la consanguinidad. Lo que nos da identidad y sentido de la
trascendencia, lo que nos hace creernos inmortales porque nos precede en el tiempo y nos
sobrevivirá, es aquello que para los griegos era la esencia de su nación (es significativo que se
hicieran la pregunta de quiénes eran cuando fueron invadidos por los persas): compartir historias,
hablar la misma lengua y adorar a los mismos dioses, características todas exclusivamente humanas
(¿pero las tenían otras especies del pasado, como los neandertales?). Las pertenencias se refuerzan,
además, por medio de elementos más tangibles, como la forma de vestir, o los objetos, templos y
signos religiosos, que tampoco se encuentran entre las sociedades animales, por muy bien
organizadas que estén, como las de abejas. Como hay muchos mitos, lenguas, dioses y banderas en
la Tierra, esas mismas identidades nos separan y pueden enfrentarnos. Ahora viene al caso lo que
decía J. B. S. Haldane: «Dudo que el hombre contenga muchos genes para el altruismo general,
aunque sí poseemos probablemente una predisposición innata para la vida en familia. Pero los
psicólogos tienen quizá razón cuando consideran la sociedad una extensión de la vida familiar, y
los teólogos no pueden usar metáforas más agudas que la paternidad de Dios y la hermandad del
hombre». Es curiosa, en efecto, esa transposición de lo biológico a lo social. ¿Cuáles son, entonces,
los límites de las sociedades humanas? Esperemos que algún día el sentido de familia alcance a la
especie completa.

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La riqueza es relativa
La riqueza, de acuerdo con H. L. Mencken, un humorista americano del
siglo pasado, es «ganar un mínimo de 100 $ más al año que el marido de
la hermana de tu mujer». Corrigiendo la cifra por la inflación desde 1949,
no es una mala definición. ¿Pero por qué aquellos que ya ganan mucho
sienten la necesidad de superar a otras personas? ¿Y por qué es tan difícil
eliminar la pobreza? América, la patria de Mencken, ejecuta a unos 40
reos al año por asesinato. Y sin embargo tiene una alta tasa de homicidios.
¿Por qué mata la gente si es casi seguro que los van a detener y pueden, al
menos en América, acabar siendo ejecutados? ¿Por qué, después de
ochenta años de voto femenino, y 40 años de la revolución feminista,
todavía ganan más los hombres? ¿Y por qué hay tanta gente que odia a
otra sólo por el color de su piel?

Éstas son las preguntas que encabezan el artículo Por qué somos como somos
del número especial de Navidades de la prestigiosa revista británica The
Economist (2008). A lo largo del texto aparecen otras, como por ejemplo:
¿por qué ellas los prefieren ricos y poderosos?
Las respuestas las buscan los psicólogos y sociólogos darwinistas en
instintos que surgieron en nuestro pasado como adaptaciones útiles, hace
millones de años, al igual que evolucionaron nuestros órganos. Darwin no
abordó el tema directamente, pero, como en tantos otros problemas, echó los
cimientos sobre los que ahora se construye.
Lo que más sorprende es que The Economist se haya atrevido a tocar un
tema tabú, que, como mínimo, roza la incorrección política: ¿condicionan los
genes (es decir, la historia biológica) nuestra conducta? O dicho de otro
modo, ¿seguimos siendo animales, mamíferos y parientes de los chimpancés
y gorilas, no sólo en la anatomía y fisiología, sino también en el
comportamiento?
La riqueza, por ejemplo, es relativa, lo que cuenta es ganar más que el
resto, es decir, la jerarquía, el estatus. Ése sería el motor que mueve la
economía, porque nunca se será lo bastante rico mientras se mantenga la
competición, nos advierte The Economist. ¿Y de qué sirve estar arriba? Los
poderosos han tenido siempre más hijos, para empezar. Y, en contra de lo que
se piensa comúnmente, los que mandan no viven más agobiados y menos
años, sino que tienen en promedio mejor salud: sufren menos infartos y

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derrames cerebrales, a pesar del estrés. Es estar abajo del todo lo que es malo
para la salud.
Por poner otro ejemplo, parece que en todas las sociedades el asesinato es
un crimen que cometen sobre todo hombres jóvenes, solteros y pobres (en
biología diríamos que de estatus bajo), y las víctimas son de la misma
condición por lo general (las muertes causadas por mujeres son
comparativamente un número insignificante). La proporción de asesinatos por
habitantes puede variar de una ciudad o de un país a otro (y se puede hacer
mucho por evitarlos), pero no el patrón. Lo que quiere decir que la inmensa
mayoría de la gente (incluidos los hombres jóvenes y desesperados) no
comete asesinatos, por lo que no hay ningún determinismo biológico que nos
obligue a la violencia extrema, pero sí existen situaciones más propicias que
otras. Lo que en el fondo se discute es si los humanos tenemos o no tenemos
una naturaleza.
El infanticidio es muy corriente entre los animales. Cuando un gorila
macho pierde su grupo de hembras a favor de otro macho más fuerte, los hijos
lactantes del depuesto son muertos por el vencedor, de modo que sus madres
vuelven a entrar en celo y quedan preñadas del nuevo padre de familia, que
así empieza a transmitir inmediatamente sus genes. Lo mismo hacen los
leones. Las madres que han perdido sus hijos no muestran despego respecto
del agresor, ni se apartan, sino que se aparean inmediatamente con él, también
para transmitir sus genes cuanto antes. Muy pocos padrastros humanos matan
a sus hijos adoptivos, pero los niños de menos de cinco años reciben peor
trato, menos atención y mueren con una frecuencia varias veces mayor por
causas que no son naturales si viven con su padrastro en vez de con su padre
biológico.
Sin embargo, el asesinato y la violación despiertan el rechazo social y son
condenados, no perdonados como hechos biológicos inevitables. Y es que
nuestra especie también habría desarrollado un instinto de la venganza y de la
justicia, en el sentido de castigar a quien perjudica al grupo, ya que hemos
evolucionado como una especie muy social y cooperativa y ésa ha sido la
clave de nuestro éxito biológico. Hay un experimento clásico al respecto: la
mayor parte de la gente prefiere que nadie gane nada a que se divida una
suma entre varios participantes y se quede con más el que reparte el dinero.

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Figura 78. «Las hembras del ave del paraíso están oscuramente coloreadas y carentes de todo
ornamento, mientras que los machos son probablemente los más decorados de todos los pájaros». C.
Darwin, El origen del hombre.

Pero ése no es el único artículo darwinista de The Economist. La Biología,


nos cuenta, también tiene algo que decir sobre otros aspectos de nuestra
naturaleza, incluso aquellos que consideramos más exclusivamente nuestros y
no compartidos con ninguna otra especie. Por ejemplo la música. Darwin no
la encontraba tan original, y la comparaba con los cantos de los pájaros y de
los gibones, los más pequeños y alejados de los simios o monos
antropomorfos, que son los grandes tenores de la selva asiática, como si
fueran los pájaros de entre los monos. En todas esas especies, los cantos
sirven para atraer a la pareja, y son producto de la selección sexual, decía
Darwin, igual que la cola del ave del paraíso; entonces, ¿por qué no habría de
tener el mismo origen nuestro sentido musical? ¿No será un instinto? El
hecho de que haya quien carezca por completo «de oído» (o lo tenga muy
deficiente como el propio Darwin), pese a haber recibido una buena
educación musical, podría querer decir que «el oído» tiene una base genética,

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para empezar. Y la evolución paralela en primates, aves y ballenas podría
indicar que cumple una función similar.
Ya dijo Shakespeare que la música es el alimento del amor, y Darwin
escribe en El origen del hombre: «Amor es todavía el tema que más ocupa
nuestras canciones». ¿Será cierto que cuanto mejor es el intérprete cantando
(¡y bailando!), más atrae al otro sexo? Por lo menos eso intentan los
adolescentes con sus guitarras y sus serenatas nocturnas, y las fans se vuelven
locas por sus ídolos. Luego, con la madurez, el entusiasmo por la música ñoña
y los movimientos de cadera decae, y los antiguos trovadores de playa
veraniega se dedican a otra cosa, como si realmente la cursilería hubiera
perdido gran parte de su función.
Ahora bien, también nos gustan los intérpretes de nuestro mismo sexo, por
lo que la música debe de tener alguna otra misión además de la reproductiva.
Se ha especulado con que sirve para cohesionar al grupo, y la verdad es que la
música del terruño emociona y une, y la militar exalta los ánimos. Pero
entramos aquí en un terreno muy resbaladizo, el de la selección de grupo, de
la que la mayor parte de los biólogos evolucionistas actuales reniegan. La
pregunta clave es: ¿puede existir el altruismo de grupo, consistente en
favorecer a la comunidad en perjuicio propio y sin esperanza de recompensa?
Cuando el grupo está formado por parientes próximos, no cabe duda de que es
posible sacrificarse por el bien común, pero esa forma de selección tiene un
nombre propio y se llama selección familiar o de parentesco. En cualquier
otro caso, los genes del individuo solidario salen perdiendo, con lo que el
comportamiento tiende a desaparecer.
Darwin no investigó mucho el tema, pero en El origen del hombre se
pregunta acerca de cómo puede haber evolucionado la moralidad humana. Le
parece evidente que los sujetos más ejemplares no tendrían más descendientes
que los egoístas. «El individuo que prefiere sacrificar su vida antes que hacer
traición a los suyos tal vez no deja hijos para heredar su noble naturaleza».
Pero, al mejorar la capacidad de raciocinio de nuestros antepasados, se le
ocurre, aprendieron que quien ayuda a otro, sin recibir recompensa en ese
momento, puede ser auxiliado a su vez más adelante, cuando se invierta la
situación. Tal mecanismo se considera hoy válido por algunos y recibe el
nombre de altruismo recíproco. Es necesario para que sea eficaz que el
individuo recuerde a quién ayudó y si éste le devolvió o no el favor más
adelante. Es decir, el altruista espera que los demás miembros del grupo
también lo sean, y es capaz de identificar a los aprovechados y negarles el
auxilio o castigarlos.

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Le da más importancia todavía Darwin a la «aprobación y censura de
nuestros semejantes» y le parece que «el instinto de la simpatía» ya se
encuentra entre los perros, que son muy sensibles ante el elogio y la
reprobación.
Finalmente, Darwin recurre a la selección de grupo, aunque no la
considera diferente de la selección natural:

No cabe duda de que una tribu que comprenda muchos miembros llenos
de un gran espíritu de patriotismo, de fidelidad, de obediencia, de valor y
de simpatía, prestos a auxiliarse mutuamente y de sacrificarse al bien
común, triunfará sobre la gran mayoría de las demás, realizándose una
selección natural.

El razonamiento parece lógico, pero cuando se trata de hacer un modelo


matemático que lo explique en términos de genes, resulta que no salen las
cuentas, si se exceptúa la selección familiar, consanguínea o de parentesco (la
que se produce por competencia entre grupos formados, cada uno de ellos,
por familiares muy próximos entre sí, con coeficientes de parentesco cercanos
a 1). Los cobardes y gorrones tienen todas las de ganar dentro de los grupos,
ya que se benefician de la solidaridad ajena sin esfuerzo ni riesgo. Sólo si la
presión de selección sobre los grupos es muy fuerte, podría darse el caso de
que se mantuvieran los genes que programan los comportamientos altruistas.
Imaginemos que los grupos fueran exterminados, por el ambiente o por otras
comunidades, en cuanto la proporción de mutantes egoístas empezara a tener
algún efecto en la eficacia del grupo; en ese caso nunca llegarían los villanos
a ser muchos, ya que desaparecería antes el grupo del que se aprovechan
(serían como unos parásitos que acaban con su hospedador y mueren con él,
mientras que sobreviven los individuos no infectados).
En un artículo muy reciente en la revista Investigación y Ciencia, donde
defienden que la selección natural opera a varios niveles (el de los genes
dentro del individuo, los individuos dentro del grupo, y los grupos entre sí),
David Sloan Wilson y Edward O. Wilson ponen el ejemplo del ciclismo para
explicar la selección de grupo: en un grupo de escapados todos preferirían no
dar relevos y guardar fuerzas para el sprint final, pero si son muchos lo que
van a remolque y pocos los que tiran, el grupo acaba siendo cazado por el
pelotón. Aquí los intereses del individuo minan los intereses del grupo y lo
pueden echar a perder. Sólo si casi todos colaboran llegarán a la meta los
fugados, pero conforme se acerque la raya, competirán cada vez más entre sí
y obtendrán diferentes premios según el orden de llegada.

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Figura 79. «La razón de que yo me interese tanto en la selección sexual precisamente ahora es que me
he decidido casi a publicar un pequeño ensayo sobre el origen de la Humanidad y creo firmemente
todavía (aunque no logre convencerlo a usted y esto para mí es el golpe más fuerte que puedo sufrir)
que la selección sexual ha sido el principal agente en la formación de las razas». Carta de Darwin a
Wallace de febrero de 1867.

Sin embargo, es difícil encontrar una situación de este tipo en la


naturaleza, donde la selección de grupo sea más intensa que la selección
individual clásica de Darwin. Buscando un símil deportivo más autóctono, si
en una regata de traineras sólo a las primeras embarcaciones se les permitiera
seguir compitiendo, qué duda cabe de que no habría más que tripulaciones
bien conjuntadas, y sin caraduras. Pero como lo que proponen los dos Wilson
es que la selección natural actúa a todos los niveles, el ejemplo de las
traineras no es tan correcto como el de la escapada ciclista, porque todos los
remeros de la misma tripulación llegan a la vez, y sólo hay selección de
grupo.
Tal vez, piensan algunos, cuando se inventaron las armas la lucha entre
tribus fue tan feroz que la selección de grupo llegó a actuar eficazmente en
nuestros remotos antepasados, promoviendo la virtud de la abnegación, que
sus descendientes hemos heredado. Como dice Darwin: «Conviene no olvidar
la gran importancia que la fidelidad y el valor deben tener en las guerras a las
que continuamente se entregan los salvajes». En la sierra de Atapuerca
tenemos un posible caso prehistórico de la competencia entre grupos humanos
de la que habla Darwin. En el yacimiento de la Gran Dolina se están

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excavando los restos óseos de más de diez individuos de todas las edades que
fueron comidos por otros humanos hace casi un millón de años en uno o
varios banquetes caníbales que no parecen haber servido para honrar a los
muertos, sino ser el resultado de matanzas, es decir, de lucha despiadada (a
muerte) entre grupos.
Durante mucho tiempo se pensó, ingenuamente, que era normal y
esperable que los animales actuaran por el bien del grupo o de la especie
(saliendo ellos perdiendo). Sewall Wright (1889), uno de los grandes de la
genética de poblaciones, llegó en 1945 a la conclusión de que sólo pueden
aparecer caracteres adaptativos de grupo si hay selección de grupo; aplicando
la lógica darwinista, unos grupos estarían mejor adaptados que otros en la
lucha por la vida. Es teóricamente posible, y se puede demostrar con números,
pero sólo en ciertas circunstancias bastante especiales. Pero la selección de
grupo fue desacreditada completamente en 1966 por el biólogo evolucionista
George C. Williams, al no encontrar en la naturaleza rasgos que caractericen a
los grupos, únicamente rasgos que caracterizan a los individuos, por lo que la
selección de grupo, concluyó, no se da en la realidad. El altruismo recíproco
le parecía posible, en cambio, pero la capacidad de los individuos de
intercambiar favores se explica por simple selección natural a nivel individual
(basta con recordar a quién se ha beneficiado) y no es una propiedad del
grupo.
En el artículo antes citado, los dos Wilson piensan, por el contrario, que
en nuestra evolución sí que ha habido selección de grupo y que de este modo
han aparecido las adaptaciones de grupo que son únicas del Homo sapiens. Lo
que ha ocurrido, según ellos, es que a lo largo de la evolución humana se ha
reducido mucho la selección entre los miembros del grupo, y así ha primado
la selección de grupo sobre la individual. Los cazadores y recolectores se
reparten los alimentos de forma igualitaria y la jerarquía se controla, en el
sentido de que los jefes no tienen privilegios. «La selección a favor del
trabajo en equipo debió de empezar muy pronto en la evolución humana. Los
bebés humanos señalan espontáneamente cosas a los otros, y no sólo para
obtener lo que quieren, mientras que los chimpancés no lo hacen a ninguna
edad. El pensamiento simbólico, el lenguaje y la transmisión social de
información son actividades fundamentalmente comunitarias que dependen de
que haya compañeros fiables. La explotación, el engaño y el vivir a costa
ajena se dan en los grupos humanos, pero más notable es la medida en que se
suprimen. Si estas conductas ensombrecen tanto nuestros pensamientos, es
precisamente por lo predispuestos que estamos a suprimirlas, como en un

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sistema inmunitario bien adaptado. El trabajo en equipo permitió a nuestros
precursores extenderse por toda África y más allá, reemplazando de paso a las
demás especies de homínidos».
En otras palabras, los grupos humanos han funcionado en el Paleolítico
como las traineras en el ejemplo deportivo (todos los remeros de la misma
barca llegan a la meta juntos), y no como un grupo de ciclistas escapados (que
se disputan los premios entre ellos y al final puede ganar el que menos ha
colaborado en la fuga). En este modelo, aunque los individuos tengan
intereses propios, los grupos altruistas vencen a los grupos egoístas.
No sé si esto es cierto, me pregunto cómo se puede comprobar y además
me parece que el razonamiento se contradice con la selección sexual de
Darwin aplicada a la especie humana, que se basa precisamente en que
siempre ha habido jerarquías masculinas, establecidas por medio de luchas
físicas, y en que los jefes se reproducen más y eligen a las mujeres. Pero en
todo caso la cuestión de la selección de grupo, mito o realidad, es otro
ejemplo de que aún queda mucho por investigar en el terreno de la Biología
Evolutiva.
Por supuesto, no hay obligación de creerse que los genes tienen algo que
ver con el dinero, con la música, o con el altruismo y la moralidad, dice el
profesor. Hay biólogos que atribuyen tal grado de flexibilidad a nuestra
conducta que los genes para ellos no cuentan. En el fondo el profesor teme
que, otra vez, lo interpreten mal los alumnos y le atribuyan un determinismo
genético exagerado. Él no cree que la biología humana termine en el cuello y
no pase a la cabeza, pero en cuanto alguien dice que no somos ángeles, sino
criaturas de carne, hueso y genes, le acusan de justificar las violaciones, el
machismo, el racismo, el capitalismo salvaje y todos los crímenes posibles.

¡Darwinista!
«Nada tiene sentido en biología, excepto a la luz de la evolución», dijo
Theodosius Dobzhansky, y se quedó muy corto. La teoría de Darwin ilumina
otros aspectos de las ciencias naturales y también de las sociales, de las
Humanidades en general, como hemos visto al tratar la psicología evolutiva.
Un campo que sorprendentemente no había aún incorporado en serio al
darwinismo era el de la salud, pero se habla cada vez más de una Medicina
evolucionista, sobre todo a la hora de prevenir las enfermedades orgánicas y,
esto es muy importante, también las mentales. La lógica que subyace en la
Medicina darwinista es la de que muchos trastornos son producto de nuestro
estilo de vida en las sociedades industriales, a las que no estamos adaptados

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filogenéticamente, ya que la evolución biológica es mucho más lenta que la
cultural. Como especie, dejamos de ser cazadores y recolectores
(exclusivamente) hace poco más de diez mil años (algunos pueblos muchos
miles de años menos), y desde entonces ha habido escaso cambio biológico
para adecuarnos a las nuevas condiciones, aunque alguno se ha producido. La
selección natural ha operado favoreciendo a los individuos que presentan más
resistencia a algunas enfermedades, y las gentes de las culturas con larga
historia de ganaderos (como los europeos y algunos pueblos de África) son
mutantes porque pueden asimilar la leche de adultos (ya que nunca dejan de
producir la enzima lactasa), mientras que el resto de los humanos y todos los
demás mamíferos sólo la digieren de lactantes.
En los ecosistemas ancestrales los frutos dulces tenían poca cantidad de
azúcar y por eso nuestros instintos nos empujan a consumir todos los que
podamos. Esa apetencia, natural y ancestral, por lo dulce y la que sentimos
por la grasa (que no les sale gratis a los cazadores, sino que tienen que gastar
muchas calorías para conseguirla matando animales) está convirtiéndonos en
una especie formada por obesos. Y es que cuesta mucho renunciar a una tarta
(pura grasa y azúcar refinado), aunque nos lo exija la razón, cuando nuestra
biología nos lanza con tanta fuerza hacia ella. Éste es un buen ejemplo de
cómo la evolución nos ha dotado de instintos (el de comer muchos azúcares y
grasas) que no deseamos obedecer (con la razón), porque no tienen valor de
adaptación en el mundo en el que ahora vivimos, sino más bien todo lo
contrario. Y seguramente un psicólogo evolutivo diría cosas parecidas de
nuestros comportamientos en otros aspectos de la vida. Se ha podido ver que
los pueblos que han mantenido hasta muy recientemente un estilo de vida
basado en la caza y la recolección, o en todo caso, no muy occidentalizado,
tenían menos sobrepeso, menos diabetes, menos colesterol en sangre y una
presión más baja. Y no debe pensarse que eso se deba a que no llegaban
nunca a edades avanzadas, ya que si bien la mortalidad infantil era muy alta
(y por lo tanto era muy baja la esperanza de vida, que es la edad promedio de
muerte), no han faltado nunca individuos (el 10% por lo menos) con más de
sesenta años en los campamentos de bosquimanos, pigmeos africanos, Hadza
del lago Eyasi (en Tanzania), aborígenes australianos, esquimales, Aché del
Paraguay y otros pueblos. Y con el tipo de vida que llevaban, eso tiene su
mérito.
Nuestros antepasados, además de no sufrir de hipertensión, no eran por lo
general miopes ni se les picaban y caían los dientes como nos viene
ocurriendo desde que cambiamos de hábitos de vida y de dieta. Hay por lo

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tanto muchas enfermedades metabólicas y cardiovasculares, orales y
digestivas, del aparato locomotor, etc., que se podrían evitar o reducir
recuperando ciertos hábitos que podríamos llamar «prehistóricos». Comidas
más naturales y equilibradas, más ejercicio físico, menos contaminación
atmosférica, menos ruido, etc. No se trata de volver al pasado (con su
espantosa mortalidad infantil y su corta vejez), sino de vivir mejor.
Y por supuesto, lo mismo cabe decir de la salud mental: nuestros mayores
en el pueblo, no hay que remontarse al Paleolítico, dedicaban mucho tiempo a
relacionarse y contarse historias. Por todas estas razones, fáciles de
comprender y de sentido común, en este año 2009 se están celebrando
importantes congresos bajo el rótulo de Medicina darwinista.
El profesor tiene en su clase alumnos pertenecientes a licenciaturas muy
diferentes (no sólo biólogos y geólogos) y eso le gratifica porque le hace
pensar que va por el buen camino. Aparte de naturalistas lo escuchan futuros
médicos, veterinarios, filósofos, historiadores (entre los que se cuentan, cómo
no, algunos prehistoriadores), geógrafos, psicólogos, juristas, pedagogos,
sociólogos, y de otras muchas especialidades científicas, que van desde la
inteligencia artificial hasta la ciencia del clima. Darwin se sentiría satisfecho
de ver cómo han penetrado sus ideas en la sociedad, invadiéndolo todo.

Página 250
Figura 80. «Éste es, creo, el primer ejemplo conocido de una “rana voladora” y es muy interesante para
los darwinistas por mostrar que la variabilidad de los dedos de los pies, que ya habían sido modificados
para nadar y trepar por adherencia, ha servido para permitir a especies próximas deslizarse por el aire
como un lagarto volador». A. R. Wallace. The Malay Archipiélago.

En el año 1854, cuando todavía no era evolucionista, Thomas H. Huxley


escribió un ensayo Sobre el valor educativo de las Ciencias Naturales. Decía
en él que la Historia Natural podía tener un gran efecto sobre la vida práctica
por su relación con nuestros sentimientos más elevados y con la mayor fuente
de placer, que es la de la belleza. No pretendía que el conocimiento de tales
ciencias pudiera aumentar nuestra apreciación de la belleza de los objetos
naturales. Pero defendía el valor de las Ciencias Naturales también en este
terreno, porque nos podían guiar en la búsqueda de las bellezas del mundo, en
lugar de confiar en que ellas se presenten fortuitamente ante nuestros ojos.
«Para una persona sin instrucción en la Historia Natural, el campo o costa de
su lugar son como un paseo ante un museo lleno de grandes obras de arte, de
las que las nueve décimas partes están mirando hacia la pared. Enséñale algo
de Historia Natural y pondrás en sus manos un catálogo de aquello que
merece que se le dé la vuelta. Seguramente los sencillos placeres no son tan
abundantes en la vida como para que podamos permitirnos despreciar ésta o
cualquier otra fuente de los mismos». No tengo duda de que después de leer
El origen de las especies, Huxley descubrió que existe otro manantial de
placer aún más grande, el de conocer cómo se ha desarrollado la vida a lo

Página 251
largo de tanto tiempo, a partir de formas tan sencillas, y el de comprender el
origen de tanta belleza. Como dice Darwin en el párrafo final de El origen,
hay «grandeur» (grandeza, grandiosidad, magnificencia) en la idea de la
evolución.
Por eso, el profesor rebate ante sus alumnos la idea de un Darwin triste y
automarginado, abrumado y casi desesperado durante toda su existencia. Se lo
imagina mucho más sonriente después de haber leído a Howard E. Gruber, el
estudioso de la elaboración de las ideas darwinistas: «Cuando comencé mi
trabajo creía en la mayoría de las especulaciones psicoanalíticas acerca del
carácter de Darwin y las raíces psicogénicas de su no diagnosticada
enfermedad. Pero pienso que nuestra imagen de Darwin está cambiando.
Antes se le pintaba como un hombre solitario, obsesivo y neurótico, tratando
siempre de liberarse de la opresión de Tyrannosaurus rex, la bestia grande y
cruel, su padre. Pero Darwin iba a sacudir el mundo y para ello necesitaba una
plataforma personal estable en la que sostenerse. Ahora mi imagen de él es la
de una persona firme, serena y alegre».
A Darwin le encantaría saber que se le honra no sólo como el gran
impulsor de la idea de la evolución, sino por haber encontrado la llave que
permite entenderla, que no es otra que la selección natural. El 9 de mayo de
1863, Darwin replicaba en la revista Athenaeum a alguien que le acusaba de
atribuirse todo el mérito de la teoría de la evolución, ignorando a los
anteriores evolucionistas:

Que el naturalista crea en las teorías de Lamarck, de Geoffroy St. Hilaire,


del autor de los Vestiges [Robert Chambers, quien sólo se manifestó como
autor en la 12.a edición, póstuma, de 1884], de Wallace y mía, o en
cualquier otra teoría, significa poquísimo en relación con el
reconocimiento de que las especies se han originado de otras especies, y
no fueron creadas inmutables, porque el que admite esto como una gran
verdad tiene un amplio campo abierto ante sí para seguir investigando.
Sin embargo, por lo que deduzco del desarrollo de la opinión en el
Continente y en este país, creo que la teoría de la selección natural se
impondrá finalmente, sin duda con muchas modificaciones secundarias y
con muchas reformas.

Y es que el profesor, como el propio Darwin, está convencido de que es


mucho lo que queda por averiguar en relación con la Historia de la Vida y de
los procesos biológicos y geológicos, así como de las contingencias históricas
que han intervenido. Por tanto, se felicita de que siglo y medio después de que

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Darwin abriera la puerta, los naturalistas puedan seguir buscando su camino
en el «amplio campo abierto ante sí para seguir investigando» y también se
alegra de que la selección natural se haya impuesto como explicación de la
adaptación. La contingencia (las circunstancias, «las cosas que pasan») ha
tenido gran protagonismo en la Historia de la Vida, ¿quién lo duda?, y
muchas maravillas biológicas han sido destruidas por catástrofes, pero lo que
más le preocupaba a Darwin era cómo habían sido creadas, una y otra vez,
tantas maravillas[30].

Figura 81. Charle Darwin.

Las «muchas modificaciones secundarias» y las «muchas reformas» de la


teoría darwinista de las que les habla el profesor no impiden que cuando los
alumnos le piden que aclare cuál es su posición en estos debates, y manifieste
cómo se definiría a sí mismo, responda con toda energía: ¡DARWINISTA!

Página 253
BREVE RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Mencionaré tan, sólo en este breve apartado algunas obras relevantes


aparecidas recientemente en lengua española en relación con lo que los
anglosajones han llamado la «industria de Darwin», sin pretender ser
exhaustivo, ni abarcar la teoría evolutiva en general (y sin incluir los libros
que ya han sido citados en el texto).
—La Institución Libre de Enseñaza ha dedicado a Darwin un número
extraordinario de su boletín (octubre 2008, n.º 70-71) que realmente es
extraordinario, con artículos espléndidos y muy útiles de J. M. Sánchez Ron,
F. Blázquez Paniagua, M. Domínguez, F. Pardos, C. J. Cela Conde, F. Pelayo,
A. Girón Sierra, T. F. Glick, A. Gomis, J. Ordóñez y A. García-Bellido.
Incluye además un trabajo ya clásico (de 1976) de Julio Caro Baroja.
—El CSIC (Biblioteca Darwiniana) ha publicado La variación de los
animales y plantas bajo domesticación, La estructura y distribución de los
arrecifes de coral (traducción e introducción de A. García González, en
ambos casos), y Plantas insectívoras (traducción e introducción de S. Pinar de
la 1.a edición de John Murray, de 1875).
—La editorial Laetoli, en su colección «Biblioteca Darwin», que dirige M.
Domínguez, ha traducido las obras de Darwin La fecundación de las
orquídeas (por C. Pastor), Plantas carnívoras (traducción e introducción por
J. Ros de la 2,ª edición, de 1893) y Autobiografía (por J. L., Gil).
—Para quien desee conocer todas las versiones en español de las obras de
Darwin anteriores a las últimas traducciones, puede consultar el exhaustivo
libro de A. Gomis y J. Llosa, Bibliografía crítica ilustrada de las obras de
Darwin en España (1857-2005), CSIC.
—Tusquets, en su colección Meta Breves, ha publicado un ilustrado Darwin,
la historia de un hombre extraordinario, de Tim M. Berra.
—La benemérita editorial Nivola, que tanto hace por dar a conocer la historia
de la ciencia en general, y de la española en particular, ofrece excelentes
biografías de Darwin (por F. Pelayo), Wallace (J. Fonfría) y Lyell (C. Virgili).

Página 254
—El maestro de historiadores de la ciencia españoles J. M. López Piñero ha
escrito una biografía de Darwin (titulada así, Charles R. Darwin) que ha
publicado la editorial de la Universidad de Valencia.
—La misma editorial universitaria ha hecho el gran servicio de verter al
español los dos tomos (El viaje y El poder del lugar) de la imprescindible
biografía de Janet Browne sobre el genio inglés. De Browne es asimismo La
historia del origen de las especies, que ha traducido Debate. Esta gran
conocedora del personaje también es autora, junto con A. Desmond y J.
Moore, de la más concisa biografía Charles Darwin, publicada en español por
Herder, editorial que ha publicado igualmente la Darwinización del mundo,
de Carlos Castrodeza.
—En España hay una sociedad de Biología Evolutiva muy activa y de gran
nivel científico, con una revista electrónica y una página web muy digna de
ser visitada: www.sesbe.org. Además, la SESBE ha publicado Los retos
actuales del darwinismo. ¿Una teoría en crisis?, de Juan Moreno.
—J. L. Riera y F. Pardos han editado un libro muy necesario: La teoría de la
evolución de las especies. Charles Darwin y A. R. Wallace, editorial Crítica.
Los documentos que se traducen en este libro, en torno a la presentación
conjunta de la selección natural por Wallace y Darwin, no pueden ser más
valiosos.
—Un libro muy bello que ya tiene más tiempo (pues data de 1997) es la
Autobiografía y cortas escogidas (selección de Francia Darwin), de Alianza
Editorial, con prólogo de E J. Ayala; y con edición, traducción de los pasajes
censurados por E Darwin, álbum y notas de J. M. Sánchez Ron. En 1999,
Cambridge University Press publicó en español las Cartas de Darwin (1825-
1859), en edición de Frederick Burkhardt (traducción de A. M. Rubio Diez),
con un estupendo prólogo de Stephen J. Gould.
—La editorial Katz ha traducido los libros Charles Darwin, del importante
filósofo de la evolución Michael Ruse, y Darwin. El descubrimiento del árbol
de la vida, de Niles Eldredge (autor con S. J. Gould de la teoría del equilibrio
puntuado). Esta editorial tiene en su catálogo otras obras muy interesantes de
temática evolucionista: Por qué es única la biología, de Ernst Mayr, El
legado de Darwin, de John Dupré, y Qué es el altruismo, de Lee Alan
Dugatkin. El último título es un absorbente relato de cómo se fueron
descubriendo las bases biológicas de la conducta, en el que el biólogo
William David Hamilton es el héroe principal.
—De redacción más popular, hay tres libros que se centran en la vida de
Darwin y su relación con el bipolar capitán FitzRoy, deteniéndose

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especialmente en el viaje del Beagle: Darwin contra FitzRoy, de Peter
Nichols (Temas de Hoy), Hacia los confines el mundo, de Harry Thompson
(Salamandra), que adopta forma de novela y por eso se permite algunas
licencias en el tratamiento de los datos históricos, FitzRoy. Capitán del
Beagle, de John y Mary Gribbin (Juventud).
—Más imaginativa es la novela El secreto de Darwin, de John Darnton
(Planeta).
—Un libro clásico sobre el viaje del Beagle es el de Alan Moorehead:
Darwin. La expedición del Beagle (1831-1836). Publicado en castellano
primero por Serbal y más recientemente por Aguazul.
—Otros libros a considerar son: Las musas de Darwin, de José Sarukhán
(Fondo de Cultura Económica); El remiso Mr. Darwin, de D. Quammen
(Antoni Bosch Editor); La caja de Annie: Darwin y familia, de Randal
Keynes (Debate); Deconstruyendo a Darwin. Los enigmas de la evolución a
la luz de la nueva genética, de Javier Sampedro (Crítica), sobre el pasado y
presente de la biología evolutiva; y El pico del pinzón. Una historia de la
evolución en nuestros días, de Jonathan Weiner (Galaxia Gutenberg), que
trata de las investigaciones de los Grant en las Galápagos y recibió el Premio
Pulitzer.
—Finalmente, el gran biólogo evolucionista Francisco J. Ayala ha escrito un
libro cuyo título lo dice todo: Darwin y el diseño inteligente. Creacionismo,
cristianismo y evolución. (Alianza Editorial).
—En el último minuto descubro que el libro de Gwen Raverat ha sido
publicado en español con el título Un retrato de época por Siglo XXI de
España Editores.

Página 256
RELACIÓN DE ILUSTRACIONES(17)

Figura 1. Darwin, and after Darwin de G. J. Romanes, 1897.


5. Man’s place in nature. T. H. Huxley.
Mapa 1. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
6. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
7. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
11. Kunstformen der Natur. E. Haeckel, 1904.
13. El origen del hombre, C. Darwin.
14. Principios de Geología. C. Lyell.
Mapa 2. Diario, C. Darwin.
20. Diario, C. Darwin.
21. La creación. Historia Natural, J. Villanova y Piera. 1873.
22. La creación. Historia Natural, J. Villanova y Piera. 1873.
23. Diario, C. Darwin.
24. Diario, C. Darwin.
25. La creación. Historia Natural, J. Villanova y Piera. 1873.
26. Las razas humanas, F. Ratzel. 1889.
27. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.
28. Las razas humanas, F. Ratzel. 1889.
29. Las razas humanas, F. Ratzel. 1889.
31. Diario, C. Darwin.
32. Diario, C. Darwin.
33. The Graphic, 1891.
34. Diario, C. Darwin.
35. Kunstformen der Natur. E. Haeckel, 1904.
36. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
37. El origen del hombre, C. Darwin.
38. Man’s place in nature. T. H. Huxley.
40. La creación. Historia Natural, J. Villanova y Piera. 1873.
42. Darwin, and after Darwin de G. J. Romanes, 1897.
43. Darwin, and after Darwin de G. J. Romanes, 1897.
44. Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.
45. El origen del hombre, C. Darwin.
46. Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.
49. Historia Natural. Zoología. C. Claus. 1892.
50. El origen del hombre, C. Darwin.
51. El origen del hombre, C. Darwin.
53. Darwin, and after Darwin de G. J. Romanes, 1897.
54. Historia Natural. Botánica. Odón de Buen. 1891.
55. Historia Natural. Botánica. Odón de Buen. 1891.
56. Historia Natural. Botánica. Odón de Buen. 1891.
57.

Página 257
57. El origen del hombre, C. Darwin.
58. Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.
59. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.
60. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.
61. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
62. Historia Natural. Antropología, P. Topinard. 1891.
63. El origen del hombre, C. Darwin.
68. The Graphic, 1891.
69. El origen del hombre, C. Darwin.
71. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
72. Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.
74. Dibujo de E. Haeckel, reproducido en Darwin, and after Darwin. G. J. Romanes, 1897.
75. Diario, C. Darwin.
76. The expression of emotions, C. Darwin.
77. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
78. El origen del hombre. C. Darwin.
79. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.
80. The Malay Archipielago, A. R. Wallace.

Página 258
JUAN LUIS ARSUAGA FERRERAS (Madrid, España, 1954).
Paleoantropólogo y doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad
Complutense de Madrid. Autor de los ensayos La especie elegida, El collar
del Neandertal y El enigma de la esfinge con los que obtuvo un gran éxito y
que escribió después de llevar casi una década co-dirigiendo las excavaciones
en la sierra de Atapuerca (Burgos). Sus éxitos en los hallazgos prehistóricos le
valieron, junto a los otros dos científicos que están al frente de los
yacimientos, el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y
Técnica otorgado en 1997. De la misma forma, ha visto como sus trabajos en
las sierras burgalesas se han visto recompensados al ser declarados por la
UNESCO Patrimonio de la Humanidad los yacimientos y su entorno.
En los últimos años Juan Luis Arsuaga ha participado en numerosos
congresos internacionales, concedido innumerables entrevistas para dar a
conocer los éxitos obtenidos en las tierras de Atapuerca y se ha convertido en
un gran embajador del grupo de investigadores españoles que siguen
trabajando en las excavaciones. Sin abandonar su trabajo como
paleoantropólogo, Juan Luis Arsuaga ha sido capaz de compaginar sus largas
horas de exposición al sol en cualquiera de los puntos calientes de Atapuerca
con la elaboración de su primera novela, fruto de sus años de experiencia y
trabajo.

Página 259
NOTAS

Página 260
[1] En una página del cuaderno B, Darwin muestra un gráfico de las relaciones

evolutivas entre un antepasado (1) y sus trece especies descendientes vivas


(que distingue con una línea cruzada al final); éstas se agrupan en cuatro
géneros: A, B, C y D. Otras doce especies (descendientes también de 1) se
han extinguido (sus líneas no están rematadas en el dibujo), creando un hiato
entre el grupo A y los demás.
Encima del árbol, Darwin escribe «Yo pienso» y debajo:

Por lo tanto, entre A & B un inmenso vacío de parentesco. C & B la


gradación más fina, B & D distinción bastante más grande. Así se
formarían los géneros, teniendo relación [página siguiente] con tipos
antiguos, con varias formas extinguidas, ya que si cada especie ancestral
(1) es capaz de producir trece formas recientes, doce de las
contemporáneas tienen que no haber dejado descendencia, para mantener
el número de especies constante.

A la derecha del árbol, y dentro de dos círculos, se puede leer:

Puede darse el caso de que una generación de entonces tuviera tantos


vivientes como ahora [círculo exterior]. Para eso y con varias especies en
el mismo género (como pasa) hace falta extinción [círculo interior].

Darwin estaba preocupado por cómo la división sucesiva del árbol de la


vida podría afectar al número total de especies, pero éste no aumentaría si se
produjera extinción en la misma medida. <<

Página 261
[2] En su segundo año de estancia en Edimburgo, en soledad, porque su
hermano se había marchado, Charles Darwin conoció «a varios jóvenes
aficionados a la ciencia natural». Uno de ellos era un zoólogo escocés,
evolucionista y seguidor de Lamarck:

Por último, el doctor Grant, que me llevaba varios años; sin embargo,
no puedo recordar cómo llegué a conocerle; publicó algunos ensayos de
primera clase sobre cuestiones zoológicas, pero después de irse a Londres
como Professor del University College of London [donde fue el primer
catedrático de Anatomía comparada] no hizo nada más en ciencia, algo
que siempre me ha resultado inexplicable. Lo conocía bien; era de
maneras secas y formales, con mucho entusiasmo bajo esta corteza. Un
día, mientras paseábamos juntos, expresó abiertamente su gran
admiración por Lamarck y sus opiniones sobre la evolución. Le escuché
con silencioso estupor, y, por lo que recuerdo, sin que produjera ningún
efecto sobre mis ideas.

Sin embargo, cuando Darwin escribió para la tercera edición de El origen


de las especies un resumen histórico de las ideas sobre el tema anteriores a la
primera edición de su libro, Robert Edmond Grant (1793) aparece recordado
por sus obras de 1826 y 1834, en las que según Darwin, Grant «manifiesta
claramente su creencia de que las especies descienden de otras especies y se
perfeccionan en el transcurso de la modificación». <<

Página 262
[3] El alojamiento de Darwin en el college era de la clase más alta y más cara.

Aunque de familia muy liberal en política, el joven caballero Charles Darwin


vivió en Cambridge como lo que aquí llamaríamos un señorito de provincias.
<<

Página 263
[4] En el segundo volumen de los tres que se publicaron sobre las
expediciones del Beagle a Sudamérica, aquel que escribió FitzRoy en
exclusiva, éste habla sobre Darwin en el capítulo II. Explica cómo le pidió al
hidrógrafo del Almirantazgo, capitán Beaufort, permiso para llevar a una
«persona científica y de buena educación». Beaufort aprobó la sugerencia y
escribió al profesor Peacock de Cambridge, quien lo consultó con el profesor
Henslow, y éste a su vez «nombró a Mr. Charles Darwin, nieto del poeta Dr.
Darwin, un joven prometedor, extremadamente aficionado a la Geología y a
todas las ramas de la historia natural». Darwin puso como únicas condiciones
que pudiera abandonar el Beagle y dejar la expedición cuando lo considerase
oportuno y que pagaría una cantidad justa por compartir mesa con FitzRoy.

Darwin no fue el candidato inmediato. Peacock le sugirió a Henslow que le


ofreciese el puesto a Leonard Jenyns, que renunció porque sus circunstancias
personales no le permitían un viaje de años de duración. Parece ser que el
mismo Henslow sopesó la posibilidad de ser él el acompañante pero también
tuvo que renunciar. Fue así como después de esos descartes llegó a pensar en
Darwin, de buena posición social, sin ataduras familiares, buen observador y
aunque su formación como naturalista fuese insuficiente, sería un buen
recolector de especímenes para los especialistas. Se dice también que FitzRoy
tuvo otro candidato.
Darwin puso otra condición muy importante: ser el propietario de todo el
material que recolectase. <<

Página 264
[5] Se ha discutido mucho acerca de quién era el naturalista oficial del Beagle,

y si no le correspondería el cargo más bien al cirujano de a bordo (Robert


McKormick, que abandonó el buque en abril de 1832, en Río de Janeiro). Por
tanto, Darwin sería tan sólo un caballero acompañante del capitán con
aficiones naturalistas (como el mismo FitzRoy y algunos oficiales del buque).
S. J. Gould, por ejemplo, era de esa opinión: «Ningún documento identifica
específicamente a McKormick como naturalista oficial, pero la evidencia
circunstancial es abrumadora. La Marina Británica de la época tenía una bien
establecida tradición de cirujanos-naturalistas, y McKormick se había
preparado a sí mismo deliberadamente para tal papel» (Desde Darwin). Pero
veamos.
Entre 1838 y 1843, Darwin editó y supervisó la Zoología del viaje del H.
M. S. Beagle bajo el mando del capitán FitzRoy, durante los años 1832 a
1836, publicada con la aprobación de los Lores Comisionados del Tesoro de
Su Majestad [Hacienda], editada y dirigida por Charles Darwin, naturalista
de la expedición. Por lo tanto, Darwin tenía un título oficial, reconocido por el
Almirantazgo, y una carrera por delante, que no era ya la de clérigo, sino la de
naturalista.
En la Zoología se estudiaban los miles ejemplares de vertebrados actuales y
fósiles recogidos por Darwin. Para costear esa magna obra consiguió una
subvención pública de 1000 libras y les encomendó los trabajos a cinco
especialistas: Richard Owen se ocupó de los mamíferos fósiles; George
Robert Waterhouse, de los actuales; John Gould, de las aves (este ornitólogo
pintó también cincuenta espléndidas láminas a color, pero se fue de
expedición a Australia antes de terminar el texto, que fue completado por
George Robert Gray y el propio Darwin); Leonard Jenyns estudió los peces, y
Thomas Bell, los reptiles. No hay sección de invertebrados, pero más adelante
Darwin escribiría extensamente sobre un grupo de ellos, los cirrípedos. Las
láminas de reptiles y peces fueron realizadas por el artista Benjamín
Waterhouse Hawkins. La Zoología es un gran tratado en cinco tomos (o 19
folletos) magníficamente ilustrados, con un total de 166 láminas.
El reverendo Leonard Jenyns, el científico que se ocupó de los peces, había
sido propuesto en primer lugar por George Peacock a Beaufort para viajar en
el Beagle, pero no quiso abandonar su parroquia y además su salud no era
buena. En su diario escribe (en 1831); «Este año recibí el ofrecimiento de
acompañar al capitán FitzRoy como naturalista en el Beagle, en su viaje de

Página 265
exploración de las costas de Sudamérica, para dar luego la vuelta al mundo;
decliné el nombramiento, que recayó en Charles Darwin Esq. del Christ’s
College de Cambridge, nieto del celebrado Erasmus Darwin, autor del
Botanic Garden».
Son, pues, tres los argumentos a favor de que Darwin era el naturalista del
Beagle: 1) FitzRoy lo describe en la lista de tripulantes como
«extremadamente aficionado a la Geología y a todas las ramas de la historia
natural», 2) figura como naturalista de la expedición (aunque eso sí, a
posteriori) en la Zoología del viaje, y 3) acabamos de ver que el puesto que
Jenyns (un naturalista indisputable) entendió en 1831 que se le ofrecía era
precisamente el de naturalista en el Beagle. La última prueba me parece
definitiva. <<

Página 266
[6]

«Llevando mucha vela, si por un chubasco repentino, correrse la estiba


etc., un buque diese a la banda, el método de adrizarlo sin cortar los palos
(lo que debe evitarse siempre que se pueda), es por medio de una
guindaleza, amarrando en su chicote alguna pieza de la madera de respeto,
como verga de juanete, botalón o alguna percha, o con boyas grandes,
como perchas de respeto, gallineros, etc., que se echan afuera por una de
las portas de la aleta de sotavento, como se ha dicho en la virada por
redondo a palo seco».

Los «bergantines ataúd» de la clase Cherokee tenían cierta tendencia a


acostarse sobre la manga, con grave peligro de hundirse. Casi le ocurrió eso al
jovencísimo capitán FitzRoy el 30 de enero de 1829 al poco de asumir el
mando del Beagle, en la primera expedición a América. Cuando se acercaba a
Maldonado (Uruguay), una tormenta de brusca aparición, con fortísimo viento
procedente de tierra (un «pampero») lo zarandeó y escoró peligrosamente, y
se perdieron dos hombres. Un mal comienzo sin duda para tan prometedora
carrera de marino. En el segundo viaje del Beagle, y yendo Darwin a bordo,
sufrieron el 13 de enero 1833 un terrible temporal en el cabo de Hornos. Tres
olas monstruosas golpearon el buque. La tercera lo tumbó sobre la banda de
estribor. La cubierta se llenó de agua. La tripulación aguardó con la
respiración contenida el cuarto golpe de mar, que irremisiblemente volcaría el
Beagle y lo mandaría al fondo del océano. Pero esa cuarta ola nunca llegó y el
Beagle se enderezó, con lo que Darwin no murió ahogado aquel día.
Los jóvenes oficiales y guardiamarinas del Beagle consultarían el libro The
young sea officer’s sheet anchor or a key to the leading of rigging and
topractical seamanship (1808), de Darcy Lever, que el capitán de navío D.
Baltasar Vallarino tradujo en 1842 con el título de Arte de aparejar y
maniobras de los buques. La ilustración que reproduzco y el texto citado son
de esta obra, de la que han hecho facsímil las Librerías París-Valencia.
Darcy Lever explica la razón de su libro: «Las más de las veces el oficial
joven no pregunta, por la vergüenza de manifestar su ignorancia; una obra de
esta clase que puede consultarse privadamente evita tal embarazo».
Curiosamente, Darcy Lever no era marino y el libro, que se convirtió en un
clásico de la navegación a vela, se basa en sus propias investigaciones y en las
entrevistas que hizo a los auténticos lobos de mar. <<

Página 267
[7] Darwin cita a Agassiz en El origen del hombre entre los autores que han

reconocido múltiples especies humanas, ocho en su caso (no demasiadas, en


la lista los hay con muchas más, ¡hasta con 63 especies humanas!). Pero para
Darwin el estatus taxonómico de las poblaciones humanas bien diferenciadas
(razas, subespecies o especies) no es importante, sino el hecho de que haya
una gradación completa entre unas y otras (sin considerar a los mestizos). Eso
le demuestra que proceden de un tronco común, exactamente como las razas
de animales domésticos, con la excepción del perro, que él pensaba
(erróneamente, por lo que sabemos ahora gracias a la genética) que había sido
domesticado más de una vez a partir de diferentes especies animales: «Con el
hombre no cabe esa cuestión, porque no se puede decir que haya sido
domesticado en ninguna época particular».
No hay duda, por otro lado, de que Darwin sabía muy bien que el
poligenismo de Agassiz tenía implicaciones políticas. En carta a W. D. Fox de
4 de septiembre de 1850, comenta:

Me pregunto si las dudas planteadas sobre las distinciones específicas


de las razas humanas son una reflexión derivada de las clases de Agassiz
en los Estados Unidos, en las que ha estado manteniendo la doctrina de la
existencia de varias especies, para gran alivio, supongo, de los dueños de
esclavos del Sur.

Darwin era antiesclavista militante tanto por convicción como por tradición
familiar. <<

Página 268
[8] En octubre de 2007 R. B. Firestone y otros autores propusieron una nueva

explicación para la extinción de la megafauna norteamericana. Se ha


reconocido en medio centenar de yacimientos arqueológicos una capa negra
rica en carbón datada en 12 900 años, que parece coetánea con el súbito y
breve enfriamiento general o pico glaciar que se llama técnicamente Younger
Dryas. Los restos de grandes mamíferos extinguidos se encuentran siempre
por debajo de esta capa, no en ella ni por encima, junto con instrumentos de
piedra del tecno-complejo Clovis. Sobre otros yacimientos de la misma
«cultura» se encuentran en el sedimento indicios químicos y minerales de
impactos de meteoritos. Los autores del trabajo citado sostienen que uno o
más grandes objetos extraterrestres impactaron con Norteamérica hace 12 900
años, produciendo grandes incendios y luego un recrudecimiento glaciar.
Todos estos cambios ambientales habrían desestabilizado los ecosistemas,
reducido la biomasa vegetal disponible para los animales y acabado con los
perezosos gigantes, mamuts, mastodontes, camellos e incluso caballos,
además de otros mamíferos más pequeños y aves. La «cultura» Clovis
también habría desaparecido a causa de esta catástrofe y los humanos habrían
tenido que adaptarse a los nuevos tiempos con nuevas tecnologías y
economías. <<

Página 269
[9] En el llamado Diario del Beagle, que iba escribiendo Darwin cuando tenía

tiempo en el buque o estaba asentado en una casa en tierra (en sus excursiones
llevaba otros cuadernos de bolsillo para notas más rápidas), se menciona el
descubrimiento de conchas y grandes huesos en Punta Alta el 22 de
septiembre de 1832. Al día siguiente se puso manos a la obra: «Caminé a
Punta Alta para buscar fósiles, y para mi alegría encontré la cabeza de un gran
animal metida en roca blanda. Me llevó tres horas sacarlo. Hasta donde puedo
juzgar, es pariente del rinoceronte».
Pero nunca hubo rinocerontes en Sudamérica. Darwin no era entonces
precisamente un experto en huesos de mamíferos. El 8 de octubre siguiente
escribe en el Diario del Beagle:

Después de desayunar caminé a Punta Alta, el mismo lugar donde había


hallado antes fósiles. Encontré una mandíbula con un diente; por éste
descubrí que pertenece al gran animal antediluviano Megatherium. Esto
es particularmente interesante porque los únicos especímenes en Europa
están en la colección real de Madrid, donde para los propósitos de la
ciencia están casi tan escondidos como si permaneciesen en su roca
original.

En carta a Henslow de 24 de noviembre le informa de los importantes


descubrimientos de Punta Alta que habían tenido lugar en septiembre y
octubre:

2.º La mandíbula superior y la cabeza de algún animal muy grande, con


cuatro molares superficiales cuadrados. Y la cabeza muy prolongada
hacia delante. Al principio pensé que pertenecían o bien al Megalonyx o
bien al Megatherium. Como confirmación de esto, en la misma formación
encontré una gran superficie de placas poligonales óseas que
“observaciones posteriores” (¿cuáles son?) demuestran que pertenecen al
Megatherium. Inmediatamente después de verlas pensé que podían
pertenecer a un enorme armadillo, una especie viviente de cuyo género
hay tanta abundancia aquí.

Cuando descubrió y excavó el yacimiento de Punta Alta, Darwin conocía,


gracias a una publicación de Cuvier sobre el ejemplar de Madrid, la existencia
del Megatherium americanum, pero pensaba que tenía una coraza de placas

Página 270
óseas como la de los armadillos vivientes. Fue Richard Owen quien puso
orden en los fósiles de Punta Alta, identificando desdentados fósiles gigantes
con coraza ósea (del grupo de los gliptodontes) o sin ella (del grupo de los
megaterios), y otras grandes especies de mamíferos desaparecidas no
pertenecientes al orden de los desdentados, como el Toxodon.
Sobre el megaterio de Madrid hay un libro magnífico de José María López
Piñero y Thomas F. Glick (El megaterio de Bru y el presidente Jefferson). El
yacimiento de Punta Alta fue cubierto por la construcción de una base naval.
<<

Página 271
[10] En la segunda edición, la de 1845, se invierte el orden de las palabras

Natural History (que pasa delante) y Geology (que ahora aparece detrás). <<

Página 272
[11]
Seis años después de que navegara Darwin por las Galápagos surcó
también sus aguas Herman Melville (1819), el célebre autor de Moby Dick,
aunque probablemente no puso pie en ellas. Melville se había enrolado en
1841 en el ballenero Acushnet. Escribió sobre las Galápagos en The
Encantadas or Enchanted Isles. <<

Página 273
[12] No se esperaba Darwin la dura competencia francesa, como queda de

manifiesto en una carta a Henslow de 24 de noviembre de 1832:

Debo lanzar aún una queja más por la mala suerte de que el gobierno
francés haya enviado a uno de sus recolectores [D’Orbigny] al río Negro,
donde ha estado trabajando durante los últimos seis meses y ahora va a
dar la vuelta al cabo. Ahí pues, y de un modo egoísta, tengo mucho miedo
de que consiga lo mejor y más selecto de todas las buenas cosas antes que
yo. <<

Página 274
[13] John van Wyhe, en su libro (maravillosamente ilustrado) Darwin, no le

concede demasiada importancia a las palabras «las especies no son (es como
confesar un asesinato) inmutables», y las interpreta como una muestra del
humor típico de Darwin, ya que en otras cartas utiliza expresiones similares
en broma. Es evidente, por otro lado, que Darwin confesó el asesinato en
cuestión a mucha gente a lo largo de los años. En todo caso, merece la pena
citar un fragmento más amplio de la carta a Hooker de 11 de enero de 1844,
porque en ella cuenta cómo fueron tomando forma sus ideas evolutivas, y al
mismo tiempo expresa su radical disconformidad con las nociones de
progreso de Lamarck y con su mecanismo de cambio evolutivo (aunque aún
no menciona la selección natural):

Me impresionó tanto la distribución de los organismos de las


Galápagos, etc., etc., y el carácter de los mamíferos fósiles de América,
etc., etc., que decidí coleccionar ciegamente cualquier tipo de hecho que
pudiera tener que ver de alguna forma con lo que son las especies. He
leído muchísimos libros de agricultura y horticultura, y no he dejado de
recoger hechos; por fin ha surgido un rayo de luz, y estoy casi convencido
(totalmente al contrario de la opinión de la que partí) de que las especies
no son (es como confesar un asesinato) inmutables. El Cielo me proteja
de la tontería de Lamarck de una “tendencia a la progresión”,
“adaptaciones de la lenta voluntad de los animales”, etc., pero las
conclusiones a las que he llegado no son muy diferentes de las suyas,
aunque sí lo son por completo los instrumentos del cambio. Creo que he
descubierto (¡esto es presunción!) la simple forma por medio de la cual
las especies devienen exquisitamente adaptadas a varios fines. <<

Página 275
[14] A Charles Darwin su padre le había aconsejado que mantuviera ocultos a

su futura mujer sus problemas de fe, tal como cuenta en su Autobiografía. El


doctor Robert Darwin pensaba que el escepticismo religioso era cosa de
hombres:

Antes de comprometerme en matrimonio, mi padre me aconsejó que


ocultase cuidadosamente mis dudas, porque decía que había conocido
grandes desgracias provocadas por ellas entre personas casadas. Las cosas
iban muy bien hasta que la esposa o el marido enfermaban, y entonces
algunas mujeres sufrían indeciblemente al dudar de la salvación de sus
esposos, haciéndolos sufrir también a ellos. Mi padre añadió que durante
toda su larga vida sólo había conocido tres mujeres escépticas; y debe
recordarse que él conocía una multitud de personas y poseía la
extraordinaria virtud de granjearse la confianza ajena.

Pero parece que Charles no hizo caso del consejo paterno, porque en una
carta de 21-22 de noviembre de 1838, su entonces prometida Emma
Wedgwood le agradece que le haya abierto su corazón y no le oculte sus
opiniones por el temor a hacerle daño, y además le recomienda una lectura del
Nuevo Testamento. Expresa el temor de que sus opiniones sobre «el tema más
importante» difieran ampliamente:

Quizá es una tontería decir todo esto, pero mi querido Charley, ahora
nos pertenecemos el uno al otro y no puedo evitar ser abierta contigo.
¿Me harías un favor? Sí, estoy seguro de que lo harás, se trata de que leas
el sermón de despedida de nuestro Salvador a sus discípulos que
comienza al final del capítulo 13 de Juan. Está tan lleno de amor hacia
ellos y de devoción y de todo sentimiento bello. Es la parte del Nuevo
Testamento que más me gusta.

Y en una carta escrita hacia noviembre de 1839, Emma se muestra


preocupada por que Charles tome el mismo sendero de la duda por el que ya
transita su hermano Erasmus («de cuyo entendimiento tienes tan alta
opinión»). Parece, por tanto, que Charles le manifestaba francamente sus
dudas a Emma, y que ésta trataba delicadamente de disiparlas. Le dice Emma
en la carta:

Página 276
No creas que no es asunto mío y que no significa mucho para mí. Todo
lo que te afecta a ti me afecta a mí y sería la más desdichada si pensara
que no nos pertenecemos el uno al otro para siempre. <<

Página 277
[15] En julio de 1836, muchos meses después de abandonar las Galápagos,

Darwin escribió unos párrafos, en su cuaderno de notas de ornitología, que


parecen traslucir un atisbo de duda sobre la fijeza de las especies:

Si hubiera la más ligera base para estas observaciones, merecería la


pena examinar la zoología del archipiélago, porque tales hechos minarían
la estabilidad de las especies.

Se refiere a que hay sinsontes (o pájaros mimo) ligeramente diferentes en


estructura, pero que ocupan el mismo nicho o lugar en la naturaleza, en islas
distintas, y que él sospecha que sólo son variedades de una misma especie.
Supongo que Darwin se preguntaría si la especie se está dividiendo. En
Londres, el ornitólogo Gould le explicaría que se trataba de especies ya
separadas de sinsontes.
También hay un pasaje de la primera edición de 1839 del Diario del viaje
(en la entrada del día 23 de marzo de 1835) que resulta intrigante. ¿Rumiaba
Darwin el problema de la inmutabilidad de las especies y su relación con los
cambios geológicos cuando cruzaba los Andes desde Chile hacia Argentina, y
luego en el camino de vuelta?

Me sorprendió mucho la marcada diferencia entre la vegetación de


estos valles orientales y la del lado opuesto. Sin embargo, el clima, así
como el tipo de suelo, es casi idéntico, y la diferencia de longitud
insignificante. La misma observación se puede aplicar a los cuadrúpedos,
y en un grado menor a los pájaros e insectos. Debemos exceptuar ciertas
especies que habitual u ocasionalmente frecuentan montañas elevadas; y
en el caso de las aves, ciertas clases que tienen una distribución que llega
tan al sur como el estrecho de Magallanes. Este hecho [la diferencia
biológica entre los dos lados] está en perfecta sintonía con la historia
geológica de los Andes, puesto que estas montañas existen como una gran
barrera desde un periodo tan remoto que todas las razas de animales
deben haber desaparecido posteriormente de la faz de la tierra. En
consecuencia, salvo que supongamos que las mismas especies han sido
creadas en dos regiones diferentes, no debemos esperar una semejanza
más estrecha entre los seres orgánicos en los dos lados de los Andes que
en orillas separadas por un ancho brazo de mar. En ambos casos debemos

Página 278
dejar al margen aquellas clases que han sido capaces de cruzar la barrera,
bien sea de agua salada o de sólida roca.

Y en la última palabra del párrafo hay una llamada a una nota de pie de
página que da todavía más que pensar:

Esto es meramente una ilustración de las admirables leyes sentadas por


Mr. Lyell sobre la influencia de los cambios geológicos sobre la
distribución geográfica de los animales. Todo el razonamiento, por
supuesto, se funda en la aceptación de la inmutabilidad de las especies.
De otro modo, los cambios podrían ser considerados como inducidos por
circunstancias diferentes en las dos regiones a lo largo del tiempo.

No sé en qué momento escribió la nota Darwin, pero es seguro que cuando


se publicó en 1839 el Diario del viaje, Darwin ya había averiguado que las
especies no eran inmutables, y lo que es aún más importante, también había
descubierto (leyendo a Malthus) por qué.

Según Francis Darwin (The life and letters of Charles Darwin, including an
autobiographical chapter, en el volumen 2, pág. 2, edición de 1897), su padre
terminó de redactar el Journal un año antes de la lectura de Malthus:

He has mentioned in the Autobiography (p. 83), that it was not until he
read Malthus that he got a clear view of the potency of natural selection.
This was in 1838 —a year after he finished the first edition (it was not
published until 1839), and seven years before the second edition was
written (1845).

Según R. B. Freeman 97, (The works of Charles Darwin: an annotated


bibliographical handlist, pág. 31) el trabajo estuvo acabado en junio de 1837
y fue impresa a principios de 1838. El prefacio se añadió después donde habla
de un retraso inevitable (porque FitzRoy no terminó hasta entonces la
redacción del resto de la Narrative) (Nota del editor digital). <<

Página 279
[16] Robert Malthus había sido también alumno de Cambridge, pero en el

Jesus College. La primera edición (1798) del Ensayo sobre el principio de la


población se publicó anónimamente, y el nombre del autor apareció en la
segunda (1803). Extraigo unos párrafos de su obra para dar una idea de su
contenido y de cómo pudo haber influido en el pensamiento darwinista (y
también para ilustrar el pensamiento político de Malthus: tener muchos hijos
no era para él una contribución a la grandeza del país, como proclamaban
otros, sino todo lo contrario):

Creo poder honradamente sentar los dos postulados siguientes: Primero: el


alimento es necesario para la existencia del hombre. Segundo: la pasión entre
los sexos es necesaria y se mantendrá prácticamente en su estado actual.
Pero si bien es verdad que con sus maniobras desleales los ricos
contribuyen con frecuencia a prolongar situaciones particularmente
angustiosas para los pobres, no es menos cierto que ninguna forma posible de
sociedad es capaz de evitar la acción casi constante de la miseria, bien sea
sobre una gran parte de la humanidad, en el caso de existir desigualdad entre
los hombres, bien sobre toda ella si todos los hombres fuesen iguales.
La teoría sobre la cual se asienta la verdad de esta posición me parece tan
extraordinariamente clara que no logro imaginarme que parte de la misma
puede ser refutada.
Que la población no puede aumentar sin que aumenten los medios de
subsistencia es una proposición tan evidente que no requiere demostración.
Que la población aumenta invariablemente cuando dispone de los medios
de subsistencia lo demuestra ampliamente la historia de todos los pueblos que
han existido en la Tierra.
Y que la fuerza superior de crecimiento de la población no puede ser
frenada sin producir miseria o vicio lo atestigua con harta certidumbre la
considerable dosis de esos dos amargos ingredientes en la copa de la vida
humana y la persistencia de las causas físicas que parecen haberlos producido.
Pero a fin de afianzar aún más la validez de estas tres proposiciones,
examinemos los diferentes estados por los que la humanidad ha pasado en su
trayectoria histórica. Pienso que un breve repaso de estos estados bastará para
convencernos de que estas proposiciones son verdades incontrovertibles.
[…]
Yo absuelvo totalmente al señor Pitt de toda siniestra intención al introducir
en su proyecto de ley sobre los pobres la cláusula por la que se conceda un

Página 280
chelín semanal a los trabajadores por cada hijo que tengan por encima de tres.
Confieso que antes de la presentación de este proyecto al parlamento, e
incluso durante un cierto tiempo después, pensé que esta regulación sería
altamente beneficiosa; pero desde entonces he reflexionado mucho sobre esta
cuestión, llegando al convencimiento de que si su propósito es mejorar la
suerte de los pobres, lo que va a conseguir será precisamente lo contrario de
lo que se propone. No observo en esta ley la menor tendencia a incrementar la
producción del país, pero sí a aumentar la población; la consecuencia
necesaria e inevitable no puede ser otra sino la distribución de una misma
cantidad de productos en un mayor número de partes, y, por tanto, que con el
trabajo de un día se comprará una cantidad menor de provisiones y
empeorará, por consiguiente, la situación de los necesitados. <<

Página 281
[17] En el cuaderno E de notas, Darwin escribe en noviembre de 1838 unas

líneas muy importantes para la Historia, que muestran que ya ha incorporado


a su pensamiento biológico la idea de Malthus y cerrado «su teoría», la de la
evolución por medio de la selección natural:

Tres principios explicarán todo:


Nietos como abuelos.
Tendencia al cambio pequeño (especialmente con cambio físico) [en inglés
escrito especially with physical change, traducido como “especialmente tras
cambio físico” en la versión española de Darwin on Man, de Howard
Gruber].
Gran fecundidad en relación con el aporte de los padres. <<

Página 282
[18] Estoy de acuerdo con E Pardos en que Darwin y Wallace no son coautores

de la idea de la selección natural en el sentido que se da habitualmente a la


expresión, es decir, el de que trabajaran juntos y colaboraran, tal como
hicieron Watson y Crick, por ejemplo, cuando descubrieron la estructura del
ADN. Simplemente, Darwin y Wallace llegaron a la misma conclusión por
separado. <<

Página 283
[19] Pero no debe entenderse que todos los ejemplares fueron adquiridos el

mismo día por el público, que se precipitó sobre la obra en las tiendas, sino
que el editor John Murray los vendió en un solo día a libreros y distribuidores,
algo que de todos modos indica el interés que El origen de las especies
suscitaba, y las grandes expectativas de venta al público. <<

Página 284
[20] El biólogo inglés Saint George Jackson Mivart (1827) es en cierto modo

un precedente del paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin, porque


ambos intentaron conciliar la evolución con la fe católica, adoptando posturas
que no eran estrictamente científicas (o, si se prefiere, naturalistas), y a pesar
de ello fueron condenados por la Iglesia. Mivart era evolucionista, pero creía
que las leyes naturales no eran explicación suficiente. Elaboró una lista con
las principales objeciones a la teoría de la selección natural, entre la que
destaca una muy utilizada por los antidarwinistas desde entonces, a saber: qué
valor puede tener para el individuo el esbozo (en estado muy incipiente) de un
órgano que sólo muchas generaciones después llegará a ser útil. ¿Cómo
llegaron los mamíferos a adquirir por medio de gradaciones infinitesimales
las mamas, y las ballenas sus barbas? ¿De qué les servían los minúsculos
rudimentos de esas estructuras a los primeros mamíferos y ballenas? ¿Y cómo
en los peces planos pudo un ojo cambiar gradualmente de lado para juntarse
con el otro ojo? Lo mejor que puede hacer el lector si quiere encontrar la
respuesta a estas preguntas es abalanzarse sobre la sexta edición de El origen
de las especies.
Mivart publicó un libro exponiendo sus ideas titulado The Genesis of
Species (1871) y fue también el autor anónimo de una dura crítica de El
origen del hombre en la revista Quarterly Review en julio de 1871. En un
artículo del mismo año, Huxley comparaba el pensamiento de Mivart y el de
Wallace respecto del origen del hombre:

Están tan convencidos [Mivart y Wallace] de la evolución como el


mismo Darwin; pero Wallace niega que el hombre pueda haber
evolucionado de una forma inferior por medio del proceso de selección
natural que él mismo [Wallace], con Darwin, sostiene que ha sido
suficiente para la evolución de los animales inferiores al hombre; mientras
Mivart, admitiendo que la selección natural ha sido una de las condiciones
de la evolución de los animales inferiores al hombre, mantiene que la
selección natural puede, incluso en el caso de aquéllos, haber sido
suplementada por “alguna otra causa” —de cuya naturaleza
desgraciadamente no nos da ninguna razón [ésta es la idea básica que
sostienen hoy, como si fuera una novedad, los partidarios de la llamada
“teoría” del diseño inteligente, a la que pretenden hacer pasar por ciencia
cuando en realidad es religión]—. Por consiguiente, Mivart es menos
darwinista que Wallace porque tiene menos fe en el poder de la selección

Página 285
natural. Pero es más evolucionista que Wallace, porque Wallace cree
necesario invocar un agente inteligente […] para producir incluso el
cuerpo de un hombre; mientras Mivart no requiere una ayuda divina hasta
que se llega al alma humana.

Mivart sostenía que no había conflicto entre el evolucionismo y la Iglesia


católica (él mismo comprobaría en sus carnes lo equivocado que estaba),
porque la Iglesia siempre había defendido una idea «evolutiva» de la
creación, o en otras palabras, una creación sucesiva y por etapas sin continuas
interferencias de Dios una vez que puso en marcha todo el proceso. Mivart
escribe: «El éxito de esta teoría [la evolución] no tiene que alarmar a nadie
porque es, sin ninguna duda, perfectamente congruente con la más estricta y
más ortodoxa teología cristiana».
Pensaba Mivart que una verdadera teoría creacionista no necesita de
prodigios y catástrofes, porque la creación no es una violación milagrosa de
las leyes de la naturaleza, sino la institución misma de esas leyes. Según él, la
creación era para los padres de la Iglesia ley y regularidad, no intervención
providencial. Y cita al jesuita español padre Suárez (1548) como una
autoridad indiscutible de la Iglesia católica que sostenía esas tesis de una
Creación derivada. Huxley, intrigado, estudió la Disputationes metaphsysicae
de Francisco Suárez (que, por cierto, leyó en latín), y llegó a la conclusión de
que Suárez creía, por el contrario, en el relato bíblico del Génesis al pie de la
letra. <<

Página 286
[21] Richard Owen propuso la existencia de tipos estructurales o «arquetipos»

para las grandes categorías de animales, basándose en las estructuras que


comparten las diferentes especies de la misma clase. Podemos imaginar un
arquetipo o tipo ideal de vertebrado, y dentro de este subfilo, un arquetipo
para cada una de sus divisiones principales. Esta idea de los planes
corporales, basados en homologías, es muy aguda y útil, pero ¿a qué se debía
la existencia de esos diseños que permitían agrupar las especies en categorías
taxonómicas? ¿Indicaba la descendencia común a partir de un antepasado
compartido? ¿Quería decir que todas las especies que se clasifican juntas son
modificaciones de un patrón ancestral? ¿O los arquetipos sólo reflejan el plan
divino?
En la tercera edición (1861) de El origen de las especies, Darwin añadió un
bosquejo histórico de las ideas relacionadas con la cuestión anteriores a la
primera edición, donde se transcribe esta frase de 1849 de Owen: «La idea
arquetípica se materializó con diversas modificaciones en este planeta mucho
antes de la existencia de las especies animales que ahora la ejemplifican.
Sobre a qué leyes naturales o causas secundarias se debe la sucesión ordenada
y progresiva de tales fenómenos orgánicos, lo ignoramos por ahora». Y
Darwin sigue citando otros textos de los que podría deducirse que Owen
admitía la mutabilidad de las especies.
En la cuarta edición, de 1866, Darwin amplió el comentario sobre Owen,
que había declarado ese mismo año ¡que fue él quien primero describió la
selección natural, y en 1850! Darwin encontraba totalmente incongruente esa
afirmación con las acerbas críticas que por otro lado Owen le dirigía por sus
ideas evolucionistas.
En la quinta edición, de 1869, Darwin se confesaba incapaz de entender el
pensamiento tan absolutamente contradictorio de Owen, y se consolaba al ver
que a otros les pasaba lo mismo. <<

Página 287
[22] Janet Browne, por su parte, afirma en su biografía de Darwin: «Hay
escasas pruebas de la historia que afirma que Marx le pidió permiso a Darwin
para dedicarle una futura edición de El capital en reconocimiento de la
comprensión de la lucha en la naturaleza por parte del británico. Al contrario,
es mucho más probable que fuese Edgard Aveling quien le preguntase a
Darwin si podía dedicarle uno de sus libros, y que tal solicitud fuese
rechazada». <<

Página 288
[23] En los párrafos de la carta a Haeckel de 8 de octubre de 1864 que se

reproducen a continuación, Darwin expone los hechos que le llevaron al


descubrimiento de su teoría en los mismos términos que en El origen de las
especies y en la Autobiografía. No se olvida del principio de divergencia, al
que le concede una importancia secundaria, pero que de todos modos es el
único que cita después de la selección natural. También puede verse que
Darwin no se consideraba un buen naturalista cuando abordó el Beagle y que
sus excavaciones en Punta Alta, Bahía Blanca, resultaron cruciales para su
pensamiento transformista.

Como parece interesado en el origen de El origen y creo que no lo dice


como un mero cumplido, mencionaré varios puntos. Cuando me uní al Beagle
como naturalista sabía poquísimo de Historia Natural, pero trabajé duro. En
Sudamérica tres clases de hechos reclamaron fuertemente mi atención:
primero, la forma en que especies estrechamente relacionadas se sustituyen
unas a otras cuando se viaja hacia el sur. Segundo, la gran afinidad entre las
especies que habitan las islas cercanas a Sudamérica con las del continente.
Esto me llamó poderosamente la atención, particularmente la diferencia de las
especies entre islas vecinas del archipiélago de las Galápagos. Tercero, la
relación de los desdentados y roedores vivientes con las especies fósiles.
Nunca olvidaré mi asombro cuando excavé una pieza gigantesca de armadura
como la del armadillo viviente.
Reflexionando sobre estos hechos y recogiendo otros análogos, me pareció
probable que las especies relacionadas descendieran de un antepasado común.
Pero durante algunos años no podía imaginar cómo cada forma se había
adaptado de forma tan excelente a sus hábitos de vida. Empecé entonces a
estudiar de modo sistemático las producciones domésticas y después de un
tiempo vi claramente que el poder selectivo del hombre era el agente más
importante. Por haber estudiado los hábitos de los animales estaba preparado
para apreciar la lucha por la existencia y mi trabajo en Geología me dio
alguna idea del tiempo transcurrido. Por consiguiente, cuando se me ocurrió
leer “Malthus sobre la población”, la idea de la selección natural me
deslumbró. De todos los puntos menores el último que aprecié fue la
importancia y la causa del principio de Divergencia. <<

Página 289
[24] ¿Cómo podía un continente llenarse de formas distintas? ¿Qué mecanismo

producía la diversidad de especies que conviven en un mismo territorio


amplio? Antes de que se le ocurriera el principio de divergencia, Darwin
concibió una explicación que estaba basada en dos clases de fenómenos que
había observado durante su Gran Viaje. Uno era el de la existencia de
especies algo distintas en cada una de las islas Galápagos, que al mismo
tiempo se relacionaban con las del continente, de las que no se apartaban
demasiado. El otro fenómeno, este hipotético, era la subsidencia o
hundimiento de la corteza terrestre en determinados lugares, que según
Darwin era el origen de los arrecifes de coral y de los atolones. Combinando
ambos hechos se llegaba a una explicación de la biodiversidad continental. En
carta a Hooker de 8 de septiembre de 1844, razona Darwin:

Con respecto a la creación original o a la producción de nuevas formas,


he dicho que el aislamiento parece el elemento principal: por tanto, con
respecto a las producciones terrestres, yo esperaría que una región que
hubiera experimentado subsidencia con mucha frecuencia dentro de los
últimos periodos geológicos y se hubiera convertido en islas, y luego se
hubieran vuelto a unir, contuviera la mayoría de las formas.

En cada isla se forman nuevas especies, de momento aisladas, pero que al


desaparecer el mar, empezarían a vivir con las de otras ex islas. A pesar de
haber formulado ya su principio de divergencia, en El origen de las especies
Darwin seguía dándole mucha importancia para explicar la diversidad a ese
modelo de una gran área, que aunque hoy sea geográficamente continua, en el
pasado ha sido fragmentada por el mar en varios ciclos sucesivos de
hundimiento y levantamiento. <<

Página 290
[25] El aislamiento geográfico le parecía a Darwin un factor necesario en la

aparición de nuevas especies si existía una barrera casi infranqueable como


era el mar en el caso de las islas Galápagos. Pero no veía tan claro el papel de
la geografía en el tema de las «producciones» continentales. En una carta
escrita siendo ya mayor (1878) a K. Semper decía:

Hoy dos diferentes tipos de casos, me parece, a saber, aquéllos en los


cuales las especies se modifican lentamente en el mismo país (de los
cuales no dudo de que hay innumerables ejemplos) y aquellos casos en los
que una especie se divide en dos, tres o más nuevas especies; y en el
último caso pensaría que una separación casi perfecta ayudaría mucho en
su “especificación”, acuñando un nuevo término […]. Recuerdo bien que
hace tiempo oscilaba mucho; cuando pensaba en la fauna y flora de las
islas Galápagos, estaba completamente a favor del aislamiento, cuando
pensaba en Sudamérica, lo dudaba mucho.

También se puede ver en este párrafo que Darwin creía posible tanto 1) la
evolución por transformación lenta de un linaje a lo largo del tiempo, como 2)
la evolución por división. Es en este último tipo de evolución donde «una
separación casi perfecta ayudaría mucho». <<

Página 291
[26] St. George Mivart utilizaba los casos de las orquídeas y de las plantas

trepadoras como pruebas en contra de la selección natural, en el sentido de


que este mecanismo no explicaría los comienzos muy incipientes de
estructuras que sólo son funcionales cuando se han modificado mucho.
Darwin se esfuerza en demostrar que las estructuras útiles desarrolladas a
impulsos de la selección natural (operando sobre la variación en animales y
plantas) han sido beneficiosas en todos los grados, incluso en los primeros y
más sencillos pasos. <<

Página 292
[27] En el prólogo a la segunda edición (1874) de El origen del hombre,

Darwin dice:

Además, varios críticos han afirmado que cuando encontré que varios
detalles de la estructura humana no podían explicarse por medio de la
selección natural, inventé la selección sexual; sin embargo, tracé un
esbozo razonablemente claro de este principio en la primera edición de El
origen de las especies, y ahí afirmé que era aplicable al hombre. Este
tema de la selección sexual ha sido tratado extensamente en la presente
obra simplemente porque se me presentó por primera vez la oportunidad.
<<

Página 293
[28] La imagen de la evolución que mejor expresa el pensamiento de Darwin

es un árbol, pero no cualquier árbol, sino uno francamente irregular, una


planta que no da ninguna impresión de progreso incesante, y ni tan siquiera de
orden. Sólo de ramificación permanente y extinción también continua. Al
árbol le salen nuevas ramas todo el tiempo, pero son muchas las que caen
podadas. Ni siquiera hay un aumento de diversidad.
¿Cuál sería entonces el dibujo que representaría la evolución de Lamarck?
Él no pintó ninguno, pero veamos. Según el francés, las formas de vida
avanzan, ascienden, hacia la perfección, obedeciendo una inexorable ley de
progreso (de la que el inglés no quería saber nada). Lamarck no contaba con
la extinción para mantener más o menos constante el número de especies de la
biosfera, ni le hacía falta recurrir a ella, ya que no hay ramificación en su
geometría de la vida. Sin embargo, la acomodación a las condiciones
particulares de existencia (por medio del mecanismo del uso y desuso y la
herencia de los caracteres adquiridos) supone pequeños desplazamientos
laterales de las especies en el esquema de Lamarck. Son movimientos
horizontales, porque aunque producen cambios en los organismos, no traen
progreso, sino adaptación, y ésta no representa ningún avance hacia una
mayor perfección o complejidad, sino sólo una mejora en la supervivencia.
De este modo, se forman diferentes estelas o linajes ascendiendo en paralelo.
Por otro lado, nuevas formas inferiores surgen por generación espontánea, a
partir de la materia inerte, reemplazando el hueco que dejaron las formas
anteriores al progresar y hacerse superiores. De este modo, concluye Howard
E. Gruber, la figura que mejor representa la evolución según Lamarck es una
red. <<

Página 294
[29] No hay ninguna duda de que Darwin era gradualista en el sentido de que

no admitía la evolución a saltos, es decir, discontinua o brusca o súbita o


como se la quiera llamar. Siempre tenían que existir una infinidad de pasos
intermedios, cada uno de los cuales habría de proporcionar una ligera ventaja,
por pequeña que fuera, porque la selección natural no puede en ningún caso
favorecer a los peor adaptados.
Darwin admitía que en las razas domésticas el origen de una variedad era a
veces repentino, pero no consideraba que eso pudiera pasar en la naturaleza,
ya que haría falta que la novedad apareciese a la vez en muchos individuos
para que prosperase; si no, la ventaja se diluiría en la población.
¿Pero era Darwin, aparte de gradualista, también uniformista? O sea, ¿el
cambio se tenía que haber producido de manera uniforme y acumulativa a lo
largo de todo el tiempo, a una velocidad constante, siempre al mismo ritmo?
¿O podía admitirse también la posibilidad de una evolución más episódica, es
decir, con unas fases de cambio rápido y otras etapas más lentas, de menor
intensidad evolutiva? El modelo del equilibrio puntuado considera que es
frecuente, quizá normal, que las especies concentren casi todo el cambio en
torno al momento de su aparición, y luego permanezcan más o menos
tranquilas.
Pero es probable que la insistencia de Darwin en el gradualismo se deba a
que se enfrentaba al creacionismo, que representa la forma más radical
posible de aparición súbita de las especies: de golpe, por un soplo divino, sin
que hayan existido nunca formas intermedias entre unas y otras especies.
En la cuarta edición de El origen de las especies y en las siguientes, Darwin
se mostraba más comprensivo hacia la idea de que hay, por lo menos en
ocasiones, cambios de ritmo en la evolución.
Incluso Lyell, su maestro en Geología, tampoco fue un uniformista a
ultranza, aunque hizo hincapié en la uniformidad del cambio (constante y
acumulativo) para contraponerla a la teorías catastróficas que combatía,
teorías de cambios brutales y universales que transformaban todo el planeta
de una vez. Pero Lyell también admitía la existencia de algunos episodios de
mayor actividad geológica. En el primer tomo de los Principios de geología
(el que se llevó Darwin en el Beagle) Lyell pone el ejemplo de los terremotos
de Chile como posible modelo para la elevación de las cordilleras por medio
de sucesivos impulsos. <<

Página 295
[30] Un discípulo joven de Darwin muy interesante es el británico (aunque

nacido en Canadá) George John Romanes (1848), que publicó un libro


titulado Darwin after Darwin (Darwin después de Darwin) en tres volúmenes
(1892-1897). En el primero de ellos (de lectura muy recomendable para
entender el debate evolutivo del momento, al poco de la muerte de Darwin)
expone con envidiable claridad la teoría darwinista y la defiende frente a las
críticas que se le habían opuesto hasta entonces, entre las que se encontraban
las del propio Wallace en relación con la selección sexual. El otro
descubridor de la selección natural pensaba que con esta sola causa bastaba
para explicar todas las características de los organismos (menos las del
hombre, que atribuía a misteriosas inteligencias rectoras del proceso).
Romanes, siguiendo a Darwin, defiende que el origen de la Belleza en el reino
animal, es decir, de las estructuras ornamentales y del colorido de algunos
machos, es la necesidad que tienen de exhibirse ante las hembras para ser
elegidos como pareja reproductora. Y rebate uno por uno los argumentos
desarrollados en contra de la selección sexual por Wallace en el libro Tropical
nature, and other essays (1878).
Sin embargo, Romanes concede que hay algunas cosas que la selección
natural de Darwin y Wallace no aclaran. Después de rechazar el resto, las
objeciones que quedan por explicar son tres:

1) Que una gran proporción de los caracteres de las especies, y aun de


niveles taxonómicos más altos, parecen carecer de utilidad, y en
consecuencia no se prestan a ser entendidos por la teoría de Darwin; 2)
que el más general de todos los caracteres de las especies, es decir, la
infertilidad de los cruces entre especies próximas, no puede deberse a la
selección natural, como probó el mismo Darwin; 3) que los efectos de los
cruces sin restricción [en el interior de una especie] hacen necesariamente
imposible que la selección natural por sí sola pueda producir evolución en
varias líneas divergentes de cambio (a diferencia de los cambios en
secuencia).

En otras palabras, las tres graves objeciones son: los caracteres no


adaptativos (ni sexuales), el problema de cómo se produce el aislamiento
genético de una nueva especie (la barrera que la aísla de la especie madre), y
de qué manera puede ramificarse un linaje evolutivo, dividiéndose en dos o
más (sin que los cruces entre los individuos impidan la diferenciación). El

Página 296
cambio en una única línea, por acumulación de modificaciones a lo largo del
tiempo, no presentaba problemas. Romanes concluye que estas tres
objeciones son fatales para la teoría darwinista sólo si se pretende que ésta
explique absolutamente toda la evolución, pero no constituyen un problema
insuperable si se la atribuye a la selección natural la capacidad de producir las
adaptaciones y se buscan otras soluciones para los tres problemas
mencionados.
Como dice el mismo Romanes:

Por otro lado, si tomamos la teoría como si consistiera meramente en


considerar a la selección como un factor de la evolución orgánica, incluso
aunque pensemos que es el factor mayor o causa principal, las tres
objeciones en cuestión se desvanecen necesariamente. Porque en este
caso, aun si quedara probado a entera satisfacción que la teoría de la
selección natural es incapaz de explicar las tres clases de hechos antes
mencionados, la teoría no se ve afectada por ello; hechos de todas y cada
una de esas clases pueden dejarse de lado con toda coherencia para ser
explicadas por otras causas que no sean la selección natural…

Y yo no puedo estar más de acuerdo con Romanes. <<

Página 297
Notas de esta edición digital

Página 298
[1] Aunque Darwin dice que FitzRoy estaba dispuesto a dejar a parte de su

camarote. Según cuenta a su hermana Susan (carta del e de septiembre de


1831) una de las objeciones del capitán fue que Darwin necesitara un
camarote propio. Darwin lo tuvo para trabajar aunque lo compartía para
dormir con otros miembros de la tripulación. <<

Página 299
[2] Dos años es lo que Henslow le dice a Darwin cuando le ofreció el puesto.

Darwin en su carta a Henslow de 15 de noviembre de 1831 desde Devonport,


acabando los preparativos para zarpar el último día del mes (la salida acabó
retrasándose hasta el 27 de diciembre) le dice que espera que no exceda de 4
años. <<

Página 300
[3] Éste es el título de la edición de Calpe, que parece la combinación del

inicio del título interior largo (Journal of researches…) con el título corto del
lomo de la edición de 1860 (Naturalist’s voyage round the world).
Otras traducciones al español usan el título Viaje de un naturalista alrededor
del mundo (la de la editorial España moderna y todas sus «derivadas» —entre
las cuales debe incluirse el plagio de Constantino Piquer, Mi viaje alrededor
del mundo—) y El viaje del Beagle. (Nota del editor digital) <<

Página 301
[4] Darwin usa el término appearance, traducible como aspecto exterior o

como aparición. La frase completa es:

This wonderful relationship in the same continent between the dead and
the living, will, I do not doubt, hereafter throw more light on the
appearance of organic beings on our earth, and their disappearance from
it, than any other class of facts.

Como aparición se traduce en 1899 (de l’apparition en la traducción francesa


de Barbier de 1875).
Darwin pudo usar intencionadamente el doble sentido del término inglés.
(Nota del editor digital) <<

Página 302
[5] Owen fue quien determinó en los restos fósiles hallados por Darwin
pertenecía a una especie nueva a la que llamó Macrauchenia patachonica, y
ya advirtió de que tenía una mezcla de caracteres que hacían difícil su
clasificación:

A large extinct Mammiferous Animal, referrible to the Order


Pachydermata; but with affinities to the Ruminantia, and especially to the
Camelidae.

Gran mamífero extinto relacionado con los paquidermos pero con


afinidades con los rumiantes, especialmente los camélidos.

Actualmente se le clasifica en el orden de mamíferos extintos sudamericanos


de los Litopternos. (Nota del editor digital) <<

Página 303
[6] Más bien acaba de describir el principio del gradualismo.

Lyell basó su uniformismo en la uniformidad, valga la redundancia, de grado


o gradualismo (sin episodios cataclísmicos) y de causas o actualismo (las
mismas causas se dan en el pasado y en el presente).
El actualismo, que puede señalar incluso la constancia de las leyes naturales,
no era una novedad para los catastrofistas de la época de Lyell, que ya lo
aceptaban. Lyell en sus Principios abogó contra un catastrofismo no actualista
ya superado. (Nota del editor digital) <<

Página 304
[7] Dice Darwin que uno de los oficiales se dejó picar por una benchuca (así la

llama Darwin y así se transcribe en la edición de Calpe) hasta hincharla de


sangre y tuvo alimento durante cuatro meses.
En esa época se desconocía la transmisión infecciosa de enfermedades.
Darwin habla sobre la misteriosa transmisión de la rabia y su llegada a
Sudamérica y a otros lugares del mundo. Otras enfermedades que se atribuían
a efectos de naturaleza desconocida de climas o ambientes perjudiciales,
como los lugares pantanosos donde abundan los mosquitos. (Nota del editor
digital) <<

Página 305
[8] Entiéndase gravemente. Arsuaga traspone el significado del término inglés

severe que no es equivalente al español severo. (Nota del editor digital) <<

Página 306
[9] Arsuaga está traduciendo las palabras de Francis Darwin en el capítulo

sobre sus recuerdos de su padre en The life and letters of Charles Darwin,
including an autobiographical chapter (1887). En este caso traduce pathetic,
aquello que mueve a tiernas pasiones (según el diccionario Webster’s de
1913), es decir, que conmueve; posiblemente se refiera a un estilo «casi
enternecedor». Arsuaga dice poco después «Darwin nos convence
suavemente». (Nota del editor digital) <<

Página 307
[10] Esta acción directa del medio sobre el ser vivo se atribuye erróneamente,

como dice Mayr en The Growth of the Biological Thought, a Lamarck. Fue
una idea defendida por E. Geoffrey Saint-Hilaire que Lamarck rechazó
expresamente en su Filosofía zoológica.
El experimento de August Weismann de cortarles la cola a los ratones durante
varias generaciones, para comprobar si alguna vez nacían sin ella, se lo pudo
ahorrar si hubiese leído a Paley señalar (disimuladamente en latín en su
Natural Theology) que los judíos, después de muchas generaciones de
circuncisión siguen necesitándola. (Nota del editor digital) <<

Página 308
[11] Wallace repite la mala interpretación (por una mala traducción al inglés

como deseo o voluntad) de la palabra usada por Lamarck, besoin, necesidad.


Arsuaga también va a hablar de deseo, voluntad, esfuerzo y pocas veces de
necesidad, al referirse a la teoría de Lamarck. (Nota del editor digital) <<

Página 309
[12] Mayr es uno de los padres de la llamada síntesis evolutiva, expresión a la

que se le suele añadir el calificativo de moderna (aunque va a cumplir un


siglo). Como explica Mayr en su obra Una larga controversia: Darwin y el
darwinismo, el término neodarwinismo fue acuñado por Geore J. Romanes en
1896 para diferenciar el darwinismo de Darwin, que admitía la herencia
blanda, del darwinismo de Weisman, estrictamente seleccionista. En la
actualidad neodarwinismo y teoría sintética (o síntesis evolutiva) se mezclan
y surgen expresiones como síntesis neodarwinista o simplemente se reutiliza
el «viejo» término neodarwinismo para otro nuevo darwinismo que incorpora
los conocimientos de la Genética. (Nota del editor digital) <<

Página 310
[13] Traducción Zulueta del término inglés wren, que incluye la especie más

conocida como chochín (Troglodytes) como única representante europea de


una familia eminentemente americana. Son numerosos los nombres comunes
que se registran en el Diccionario de nombres vernáculos de aves, de Bernis.
(Nota del editor digital) <<

Página 311
[14] No hemos encontrado la procedencia de este párrafo. Sólo el final es el

mismo que podemos encontrar en El Origen. Reproducimos aquí la mitad


final del segundo párrafo del capítulo X en la 5ª y 6ª ediciones (De la
Imperfección de los registros geológicos):

… Sin embargo, la causa principal de que no se presenten por todas partes


en la naturaleza innumerables formas intermedias, depende del proceso
mismo de selección natural, mediante el cual variedades nuevas ocupan
continuamente los puestos de sus formas madres, a las que suplantan.
Pero el número de variedades intermedias que han existido en otro tiempo
tiene que ser verdaderamente enorme, en proporción, precisamente, a la
enorme escala en que ha obrado el proceso de exterminio. ¿Por qué, pues,
cada formación geológica y cada estrato no están repletos de estos
eslabones intermedios? La Geología, ciertamente, no revela la existencia
de tal serie orgánica delicadamente gradual, y es ésta, quizá, la objeción
más grave y clara que puede presentarse en contra de mi teoría. La
explicación está, a mi parecer, en la extrema imperfección de los registros
geológicos.

El texto permanece casi idéntico en las seis ediciones de El origen. La única


alteración de este texto se produjo en la 5ª edición (1869) con la supresión de
las palabras sobre la Tierra (on the earth) en la frase:

Pero el número de variedades intermedias que han existido en otro tiempo


sobre la Tierra tiene que ser verdaderamente enorme, en proporción,
precisamente, a la enorme escala en que ha obrado el proceso de
exterminio. (Nota del editor digital) <<

Página 312
[15] > Este esquema lineal, basado en la admisión de la denominada «gran

cadena del ser», se le adjudica a Lamarck porque fue el que expuso, sin
dibujarlo, en su Filosofía zoológica. No obstante, el esquema ramificado no
es incompatible con el lamarkismo y el propio Lamarck comenzó a trazar un
esquema con alguna ramificación en un apéndice de su obra y lo fue
«perfeccionando» en otras posteriores. Véase «Un árbol crece en París», del
libro de S. J. Gould, Las piedras falaces de Marrakesh. (Nota del editor
digital) <<

Página 313
[16] Darwin pudo elegir el coral como modelo. El coral es una analogía mejor

porque sólo crece hacia el exterior y sólo los extremos están vivos. El resto es
un esqueleto muerto y dejado atrás, como ha ocurrido con todas las especies
fósiles. El árbol echa raíces y está vivo aunque el tronco tenga apariencia
inerte. De hecho, tronco y ramas crecen en grosor y son más gruesas cuanto
más viejas. En la filogenia (también en un coral) algunas ramas pueden
engrosarse (tienen éxito) partiendo de una rama (una especie o grupo en la
filogenia) insignificante. (Nota del editor digital) <<

Página 314
[17] De las siguientes imágenes no queda constancia de su procedencia ni en

esta relación ni en los textos sus respectivos pies:


La imagen 15 procede del tomo II de la Narrative en el que FitzRoy escribió
su relato sobre el segundo viaje del Beagle. Su autor fue Conrad Martens.
La imagen 16 puede proceder tanto de la obra de Darwin dedicada a los
arrecifes coralinos como del resumen que incluyó sobre su teoría de la
formación de los atolones en su Diario, publicado poco después.
También hemos de señalar que la imagen 24 no pertenece a ninguna de las
ediciones (1839, 1845 y 1860) del Diario. Ediciones posteriores a la muerte
de Darwin añadieron ilustraciones de muy distinto origen. La que nos ocupa
del ñadú procede de la Zoología del Beagle (aves, lámina 47).
Los grabados de las figuras 30 y 64 pueden encontrarse en la obra de Francis
Darwin Life and Letters y están hechos por Alfred Parsons en 1882 para un
artículo firmado por Wallace titulado «The debt of science to Darwin» (La
deuda de la ciencia con Darwin) publicado en el número de enero de 1883 de
la Century Magazine. La primera es «Down House, from the garden» y la
segunda, que encabezaba el artículo, «Darwin’s study».
También puede encontrarse en Life and Letters una reproducción de la
imagen del Beagle varado, pero no se indica su procedencia.
La procedencia no declarada de los retratos que ilustran el libro es muy
probablemente internet. Sólo a la imagen de Agassiz (figura 19) no le hemos
encontrado su origen más a allá de que su autor es Antoine Sonrel, como
puede comprobarse por estar firmado.
El retrato de Wallace de la figura 41 se publicó en The popular science
monthly, en una lámina entre las páginas 128 y 129 del vol. XI de 1877.
El retrato de Huxley de la figura 3 fue hecho por Daniel y William Duney (c.
1890) y está en la Wellcome Collection de Londres.
El retrato de Lyell de la figura 52 es de Maull & Co. y también está en la
Wellcome Collection.
El retrato de Darwin de la figura 81 es un grabado hecho por Charles Henry
Jeens para el número 4 de Nature, de junio de 1871 (a partir de una foto de

Página 315
Oscar Gustav Rejlander, fotógrafo que contribuyo a ilustrar su obra de 1872,
«La expresión de las emociones en el hombre y los animales»). (Nota del
editor digital) <<

Página 316

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