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Guerra, civilización e identidad nacional.

Una aproximación al coleccionismo de Benjamín


Vicuña Mackenna,1879–1884

por Carmen Mc Evoy

Abstract. – This article seeks to reconstruct the process by which a group of assorted Peru-
vian documents was transported to Chile during the years in which Lima was occupied
(1881–1883). Most of these documents ended up in the impressive private collection of
the renowned politician, historian, and publicist Benjamín Vicuña Mackenna. This article
also discusses to what extent the transportation of cultural artifacts from one capital city to
another one – and from a national repository to private hands – is connected to the civiliz-
ing discourse of the Chilean bourgeois intelligentsia, of which Vicuña Mackenna was
probably the leading representative. The war allowed Vicuña Mackenna to fulfill the
dream of every nineteenth-century collector: to increase its exclusive collection with one-
of-a-kind items. The conflict with Peru also created the conditions for the Chilean bour-
geoisie to strengthen its civilizing discourse by appropriating those cultural artifacts that
contradicted the allegedly barbarous nature of their enemies. The international conflict
that frames my analysis, thus, is no longer seen as a mere military event and becomes one
of revealing ethnographic connotations: the degradation of the enemy and the mutilation
of its historical memory were directly connected with the consolidation of a Chilean
national identity that, by affirming its superiority, justified its “civilizing mission”.

“No hay documento de civilización que


no sea a la vez un documento de barbarie”
Walter Benjamin1

En “La hidra”, artículo publicado en Iquique a escasas semanas de la


caída de Lima (ocurrida el 17 de enero de 1881), el publicista chileno
Ramón Pacheco aconsejaba a su Gobierno replicar en la antigua capi-

1
Walter Benjamin, “Tesis de filosofía de la historia”: Ensayos escogidos (Buenos
Aires 1967), p. 46.

Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas 46


© Böhlau Verlag Köln/Weimar/Wien 2009
110 Carmen Mc Evoy

tal virreinal el expediente a través del cual el comandante Patricio


Lynch había logrado reducir a los departamentos de la costa peruana.
Según Pacheco, Chile debía entregarse a una “guerra de civilización y
escarmiento” que dejara huellas “profundas” en las entrañas del “país
provocador”. Si el Perú – de acuerdo a la metáfora sintetizada en el
título – representaba a aquella “fabulosa serpiente” que como la hidra
de Lerma aterrorizaba con sus siete cabezas, Chile debía convertirse
entonces en el hércules de América del Sur y descabezarla con la furia
“de un solo golpe”, un golpe de alcances heroicos que sacudiría hasta
el último cimiento de la ciudad sometida.2 Constantemente deformada
mediante alegorías de ese tipo, cuando no feminizada de manera ver-
gonzosa, durante la Guerra del Pacífico la prensa chilena se reveló
experta en retratar a la capital peruana como un espacio lleno de frivo-
lidad, corrupción y decadencia, como una urbe tramada por costum-
bres perversas que no se avenían, en modo alguno, con su impresio-
nante e inmerecida riqueza cultural.3 Precisamente por ello Esteban
Muñoz Donoso, el ilustre sacerdote y redactor de El Estandarte Cató-
lico, consideraba justo que tras cada acto de resistencia a la domina-
ción chilena, los peruanos sufrieran a modo de represalia el inmediato
traslado a Santiago de cada uno de sus delicados tesoros artísticos,
pues resultaba indigno, en palabras del prelado, que un pueblo indife-
rente a los más “vulgares deberes de cultura y humanidad” conservara
siquiera un solo “signo de civilización”.4
Esta interesante estrategia cultural – definida en términos de cons-
tante degradación compensatoria – se había puesto en marcha desde el
inicio de la Guerra del Pacífico. El mismo Benjamín Vicuña Mac-
kenna, en un artículo publicado tempranamente como balance de las
primeras operaciones bélicas, se encargó de ofrecer a sus lectores
varios “antecedentes” que dejaban al descubierto la naturaleza “bár-
bara” de los peruanos. En dicho texto, concebido como reacción a un
conjunto de escritos publicados en la prensa limeña que criticaban el

2
Ramón Pacheco, “La hidra”: El Veintiuno de Mayo (Iquique), 8 de diciembre de
1880.
3
Carmen Mc Evoy, “Bella Lima ya tiemblas llorosa del triunfante chileno en
poder: una aproximación a los elementos de género en el discurso nacionalista chileno”:
Narda Henríquez (comp.), El hechizo de las imágenes: estatus social, género y etnicidad
en la Historia Peruana (Lima 2000), pp. 469–490.
4
Esteban Muñoz Donoso, “Las represalias”: El Estandarte Católico (Santiago de
Chile), 18 de agosto de 1881.
Guerra, civilización e identidad nacional 111

proceder del Ejército chileno, Vicuña rememoró con espanto el asesi-


nato del presidente José Balta y el ajusticiamiento popular de los her-
manos Tomás, Silvestre y Marceliano Gutiérrez. Refiriendo así lo que
consideraba “el borrón más indeleble de la historia de América”, el
reconocido coleccionista de documentos peruanos se valió de estas
mismas piezas históricas para reconstruir las “repugnantes escenas”
que tuvieron lugar en Lima aquel invierno de 1872. Resultaba irónico,
opinaba el intelectual y también senador por Coquimbo, que el país
que hoy desconocía la civilización y cultura de Chile fuera el mismo
que ayer había revuelto en “sus groseras libaciones” el licor y las
“cenizas de los cadáveres” para luego embriagarse “con esa mezcla
infame”.5 Difícilmente estos comentarios pueden sorprender a quien
conozca de cerca su pensamiento. Su desprecio por Perú y Bolivia
llegaba incluso al extremo de negarles la condición de naciones, pues
a su juicio no se trataba sino de tribus informes atrapadas en la frag-
mentación y la anarquía caudillesca. En una ocasión llegó a afirmar
que en el Perú, “tierra de incesantes convulsiones”, habitaba un “lobo
hambriento e insaciable” que había devorado al país desde su cuna,
sentenciándolo a una existencia raquítica y miserable.6
La disputa simbólica tras aquello que los publicistas chilenos defi-
nieron como “la civilización” propia de su país y “la barbarie” carac-
terística de sus enemigos forma parte de un complejo proceso de cons-
trucción identitaria cuyos alcances todavía permanecen desconocidos.7
Si bien esta no era la primera vez que Chile se definía ventajosamente
respecto a sus “atribulados” vecinos, no cabe duda que fue durante la
Guerra del Pacífico cuando la práctica se hizo sistemática.8 Es sabido
que los contornos de esta construcción pueden ser detectados al revi-
sar el impresionante conjunto de folletines y artículos puestos en cir-
culación desde Chile durante los años decisivos de la contienda,
5
El Nuevo Ferrocarril (Santiago de Chile), 14 de julio de 1879.
6
Benjamín Vicuña Mackenna, Historia de la Campaña de Tarapacá: desde la ocu-
pación de Antofagasta hasta la proclamación de la dictadura en el Perú, 2 vols. (Santia-
go de Chile 1881), vol. 1, p. 721.
7
Para una interesante aproximación a los antecedentes de esta idea de la “superio-
ridad chilena” frente a las naciones vecinas, véase Simon Collier, Chile: The Making of
a Republic, 1830–1865. Politics and Ideas (Cambridge 2003), pp. 145–149.
8
Una discusión previa sobre este punto en Carmen Mc Evoy, “¿República nacional
o república continental? El discurso republicano durante la Guerra del Pacífico, 1879–
1884”: eadem/Ana María Stuven (eds.), La República Peregrina: Hombres de armas y
letras en América del Sur, 1800–1884 (Lima 2007), pp. 531–562.
112 Carmen Mc Evoy

momento en que la clásica distinción entre “civilización y barbarie”


pareció más oportuna que nunca.9 Pero es también sabido que opera-
ciones de este tipo jamás se agotan en el plano meramente discursivo;
es común que tiendan a combinarse con otras, promoviéndolas, o jus-
tificándolas cuando menos. Asumiendo esta perspectiva, considera-
mos que la esfera de lo material, o lo que provisionalmente podríamos
delimitar como la circulación de cierto tipo de objetos desde una fron-
tera a otra, revela también importantes noticias en relación a ese pro-
ceso de construcción identitaria al que hemos hecho referencia; tam-
bién a sus vínculos, por cierto, con el imaginario nacionalista y la
experiencia burguesa en Chile.
Interpretando este tipo de nexos, el presente artículo busca recons-
truir el proceso a través del cual un conjunto de documentos peruanos
de diversa naturaleza fue trasladado a Chile durante los años de ocu-
pación de Lima, pasando a engrosar, en la mayoría de los casos, la
impresionante colección privada del político, publicista e historiador
Benjamín Vicuña Mackenna.10 Sin perder de vista este elemento, el
artículo pretende además comprender en qué medida este desplaza-
miento de bienes culturales desde una capital a otra – mejor dicho,
desde fondos nacionales a una colección particular – guarda relación
con el discurso civilizador de la intelectualidad burguesa chilena, de la
cual Vicuña Mackenna es quizás el mejor representante.
Preliminarmente sostengo que tanto la guerra como las gestiones
del miliciano Narciso Castañeda contribuyeron decisivamente a que
Benjamín Vicuña Mackenna consumara la fantasía de todo coleccio-
nista decimonónico, ávido de incrementar con piezas únicas su reper-

9
Cabe señalar que para la década de 1860 ya se había instalado en el imaginario
chileno la idea del indígena como resabio de una barbarie que la civilización blanca
debía extirpar. Este asunto, en relación con la prensa contemporánea, ha sido analizado
por Luis Carlos Parentini y Patricio Herrera en “Araucanía maldita: su imagen a través
de la prensa, 1820–1860”: Boletín de Historia y Geografía 16 (2002), pp. 103–127.
10
Para un acercamiento a Vicuña Mackenna y su obra es preciso consultar:
Homenaje a Vicuña Mackenna, tomo 2 (Santiago de Chile 1932); Guillermo Feliú Cruz,
Las obras de Vicuña Mackenna: estudio bibliográfico precedido de un panorama de la
labor literaria del escritor (Santiago de Chile 1932); idem, Benjamín Vicuña Mackenna,
el historiador. Ensayo (Santiago de Chile 1958); Augusto Iglesias, Benjamín Vicuña
Mackenna: aprendiz de revolucionario (Santiago de Chile 1946); Eugenio Orrego,
Vicuña Mackenna: vida y trabajos (Santiago de Chile 1951); Cristián Gazmuri, Tres
hombres, tres obras. Vicuña Mackenna, Barros Arana, Edwards Vives (Santiago de
Chile 2004), entre otras obras.
Guerra, civilización e identidad nacional 113

torio exclusivo. Asimismo, afirmo que el conflicto con Perú creó tam-
bién las condiciones para que la burguesía chilena fortaleciera su
discurso civilizador apropiándose de aquellos bienes culturales que
precisamente ponían en duda la supuesta naturaleza bárbara de sus
enemigos. De este modo, la conflagración internacional que sirve de
marco a mi análisis deja de ser un evento meramente militar para con-
vertirse en un hecho de reveladoras connotaciones etnográficas. Ello,
porque la degradación del pueblo enemigo y la mutilación de su
memoria histórica tuvieron directamente que ver con la consolidación
de una identidad nacional que al afirmar su superioridad justificaba su
misión civilizadora. En síntesis, mediante la discusión de ciertos ras-
gos específicos del nacionalismo chileno articulado por su intelectua-
lidad burguesa, estas páginas pretenden analizar la sustracción del
patrimonio cultural peruano al interior de una discusión teórica que va
más allá de las coordenadas políticas, económicas o militares.

TIEMPOS DE CATALOGACIÓN APRESURADA

En la carta que Ignacio Domeyko dirigió a M. García de la Huerta,


con fecha 3 de agosto de 1881, el entonces rector de la Universidad de
Chile confirmaba al ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública
la recepción de un cargamento de 64 cajones y 80 bultos provenientes
del Perú.11 Los fardos contenían el valioso material científico y acadé-
mico que las tropas expedicionarias chilenas habían sustraído de
diversas instituciones peruanas durante sus correrías por territorio
enemigo. Advirtiendo que los objetos habían sido empacados sin un
orden claro, Domeyko se entregó a la desafiante tarea de clasificarlos;
cuatro categorías resultaron de esta primera revisión: instrumentos y
aparatos para la enseñanza de Física y Química, preparaciones y obje-
tos anatómicos, objetos de historia natural, y cerca de 10.000 libros.
En su comunicado, el rector también indicaba que entre la “multitud
de objetos” traídos desde la capital que Chile ocupaba militarmente,
se contaba una importante “colección geológica”. Reparó en este
hallazgo únicamente para poner en evidencia el interés que por este

11
Diario Oficial de la República de Chile (Santiago de Chile), 22 de agosto de
1881. Las listas siguieron apareciendo en las ediciones de 23, 24 y 25 de agosto e
incluso posteriormente.
114 Carmen Mc Evoy

tipo de artefactos había manifestado anteriormente el general Pedro


Lagos, quien era de la idea que una parte de la colección peruana
debía servir como base para el Museo Mineralógico que se proyectaba
instalar en el Liceo de Valparaíso.
De los instrumentos y aparatos de Física – en su mayoría “quebra-
dos, deteriorados o inutilizados” tanto por los eventos que sucedieron
a la violenta toma de Lima como por los rigores del largo viaje entre
El Callao y Valparaíso – Domeyko decidió separar unas pocas unida-
des para el laboratorio de esta disciplina existente en la Universidad
de Chile; bultos similares fueron destinados al Instituto Nacional y a
la Escuela Normal de Preceptores. Las “preparaciones y objetos ana-
tómicos” llegaron a manos del profesor de Patología Francisco Puelma
Tupper, quien luego de examinarlos redactó una reseña dando cuenta
al ministro García de la Huerta sobre el trabajo que realizaban sus
pares peruanos. Los objetos de historia natural, entre los que destaca-
ban diez herbarios y varias muestras de peces, lagartos, aves y mamí-
feros disecados, fueron remitidos por Domeyko al Museo Nacional de
Historia Natural, mientras que los 10.000 libros extraídos de la Biblio-
teca Nacional de Lima – algunos de ellos en “muy mal estado” – fue-
ron separados en grupos y colocados en la rotonda de la universidad.12
Tanto la carencia de conocimientos como la escasez de tiempo para
realizar una catalogación de tamaña envergadura obligaron al rector de
la Universidad de Chile a solicitar el apoyo del “erudito bibliófilo”
Diego Barros Arana, quien se consagró con “suma prolijidad y
esmero”, durante varias jornadas, al examen de las obras históricas,
literarias y científicas tomadas como botín de guerra en el Perú; Barros
revisó los libros provenientes de Lima fijándose principalmente “en la
edición y méritos” de cada volumen. En esta tarea, digamos de “biblio-
tecología”, también tomaron parte el “distinguido abogado” Enrique
Cueto y el “ilustrísimo Señor Obispo de Martyrópolis”, Joaquín
Larraín Gandarillas. Tras esta improvisada catalogación, Domeyko
concluyó su informe sugiriendo que las obras de naturaleza científica
debían incrementar las colecciones de la Oficina de Estadística, la Ofi-
cina Hidrográfica, la Oficina de Meteorología y la pequeña biblioteca
de Física de la Universidad de Chile. Pensaba, además, que la selec-

12
Estas fueron las categorías empleadas para clasificar “tan crecido número de
obras”: a) Historia, Literatura y Estadística; b) Ciencias Físicas, Matemáticas, Historia
Natural y Medicina; c) Jurisprudencia; d) Teología y Ciencias Sagradas.
Guerra, civilización e identidad nacional 115

ción hecha por Barros debía servir “para aumentar” las tres bibliotecas
más importantes de Santiago: la Biblioteca Nacional, la de la Universi-
dad de Chile y la del Instituto Nacional. Los textos sagrados y de natu-
raleza teológica, asimismo, “podrían ser aprovechados” por la biblio-
teca del Seminario Católico de la capital chilena.
La metódica tarea llevada adelante por Barros, Cueto, Domeyko,
Larraín Gandarillas y otros personajes asistentes al acto, por lo demás
inédito, de revisar y distribuir el capital cultural acumulado a lo largo
de varios siglos por los peruanos, no era sino la última etapa de una
cadena más extensa, pues cabe recordar que la catalogación de libros y
material científico que culminó en la rotonda de la Universidad de
Chile se había iniciado meses atrás en Lima cuando Federico Stuven
– ingeniero militar y coronel de milicias – recibió la orden de desarmar
y encajonar no sólo los pertrechos de guerra confiscados al enemigo,
sino también un gran número de máquinas y otros objetos que a juicio
de Cornelio Saavedra podían ser de “gran valor para los laboratorios
de física y química” chilenos.13 A propósito de la participación de
Saavedra en esta operación, una reveladora carta que le fue enviada
por Francisco Vidal Gormaz, encargado de la Biblioteca Hidrográfica
de Santiago, deja en evidencia esa suerte de frenesí de expropiación
que embargó a la comunidad intelectual chilena tras la ocupación de
Lima. En su misiva al jefe político-militar, el bibliotecario anunciaba
que su oficina vería con “sumo interés” el incremento de su colección
referente a ferrocarriles, geografía general, estadística, legislación
caminera, telégrafos, vías fluviales, industrias y cuanto estuviera rela-
cionado con el territorio enemigo. El mayor objetivo del funcionario
santiaguino era enriquecer “la sección peruana de la biblioteca geográ-
fica”, atendiendo a que Chile debía estar preparado frente a futuros
problemas con los vecinos del norte.14 No satisfecho con su ambiciosa
solicitud, Vidal se permitió incluso advertir a Saavedra sobre “la exis-

13
Archivo Nacional de Chile, Fondo Varios (en adelante AN, FV), Correspondencia
de Cornelio Saavedra a Aníbal Pinto, Lima, 22 de febrero de 1881, vol. 412, fs. 178–180.
14
Cabe recordar que durante los años de la conflagración bélica, la oficina hidrográ-
fica de la que Vidal Gormaz formó parte dio a luz los siguientes trabajos: Geografía
náutica de Bolivia; Noticias del desierto y sus recursos; Noticias del departamento del
Litoral de Tarapacá; Geografía náutica y derrotero de la costa del Perú; Noticias de los
departamentos de Moquegua, Tacna y Arequipa con una carta; y Departamento de Lima
con una carta. Al respecto véase Francisco Machuca, Las cuatro campañas de la Guerra
del Pacífico: relación crítica militar, 4 vols. (Valparaíso 1926–1930), vol. 1, p. 185.
116 Carmen Mc Evoy

tencia de un volumen inédito escrito por don José de Moraleda y Mon-


tero” bajo el título “Descripción de Chiloé”. El bibliotecario apuntaba
que dicho original era sumamente importante para adelantar en el
conocimiento de la geografía de la región y aun cuando en la capital
chilena existía una copia, ésta era considerada “muy incorrecta”.15
De la lectura de un oficio enviado por Rafael de la Cruz, sucesor de
Saavedra en el cargo de jefe político militar de Lima, se deduce que
estas labores de catalogación y encajonamiento de objetos científicos
para su envío a Santiago constituyeron una práctica recurrente durante
los años de ocupación. En su misiva al Gobierno, de la Cruz infor-
maba haber comisionado a “un inteligente horticultor” para que visi-
tara el Jardín Botánico de la capital peruana con la finalidad de redac-
tar una nómina de “las plantas que de allí pudiese enviarse a Chile”.
En el catálogo de especies contempladas en aquel informe, preparado
por la autoridad político-militar para el Ministerio de Hacienda, figu-
ran moranthas zebrina, areca alba, raphis, carjata urens, ficus,
cedros, jacarandas, magnolias, helechos, yucas bicolores, enredade-
ras, orquídeas, palmeras, canelas, tamarindas, garcinias y coca, entre
muchas otras. Todos estos ejemplares fueron trasladados, no sabemos
si encajonados, a la capital chilena.16
Si bien las catalogaciones ordenadas por Domeyko y de la Cruz
constituyen ya una clara muestra del tratamiento brindado por la
comunidad político-intelectual chilena al material bibliográfico, cien-
tífico e incluso botánico del Perú, existieron otros tipos de bienes que
también formaron parte de este desconocido proceso de apropiación
cultural. Aquí hacemos referencia a los cientos de archivos, tanto
civiles como militares, requisados en su momento por el ejército de
ocupación y que después pasaron a formar parte de sendas coleccio-
nes privadas en territorio chileno. En el prólogo de su libro Historia
de la Campaña de Tarapacá: desde la ocupación de Antofagasta
hasta la proclamación de la dictadura en el Perú, Benjamín Vicuña
Mackenna, uno de los coleccionistas más reputados de este tipo de
documentos, dejó establecida claramente la procedencia de las fuentes
que sirvieron de sustento a su monumental obra sobre la Guerra del
15
Archivo Nacional de Chile, Fondo Vicuña Mackenna (en adelante AN, VM),
vol. 680, f. 89.
16
La lista completa de las plantas del Jardín Botánico que posteriormente fueron
trasladadas a Santiago se encuentra en el Archivo General del Ejército de Chile,
vol. 843, Jefatura de Lima-Gobernaciones Civil y Marítima del Callao, fs. x, xi, xi (v).
Guerra, civilización e identidad nacional 117

Pacífico.17 Sin contar la valiosa documentación oficial publicada a su


tiempo por el Gobierno de Chile, Vicuña Mackenna aseguró haber
revisado una cantidad considerable de correspondencia inédita y otro
tipo de piezas de innegable interés cuya procedencia y método de
obtención quedaron explícitos en la introducción de su libro:
“Hemos adquirido otros [documentos] no menos importantes en el Perú mismo,
mediante bondadosos amigos neutrales; y lo que es más importante y esencial [...]
hemos leído uno a uno con la perseverancia que ha sido nuestra costumbre en la
investigación histórica, los tres o cuatro mil documentos que formaban el archivo del
Estado Mayor del Ejército del Perú, preciosa colección de papeles de servicio que
fue capturada por nuestras avanzadas en Pozo Almonte en los últimos días de
noviembre.”18

Tal como sucedió con el material científico, bibliográfico y botánico, la


apropiación de documentos oficiales peruanos constituyó un procedi-
miento bastante frecuente. De ello dio cuenta Eulogio Altamirano al
final de la campaña terrestre, cuando en carta al presidente Aníbal Pinto
el secretario general del Ejército informaba que el Comando Cívico-
Militar chileno se encontraba despachando en todos los ministerios
localizados en Lima, razón por la cual los archivos de la nación vencida
estaban a entera disposición del Gobierno de Chile. “Podríamos man-
darlos íntegros”, proponía Altamirano, “si Uds. lo desearan”.19

UN “ROBO HONROSO”

El 19 de febrero de 1881, a un mes de la ocupación de Lima, Narciso


Castañeda enviaba una carta a Benjamín Vicuña Mackenna ponién-
dolo al tanto de un hecho de suma importancia: había logrado sacar
“importantes documentos” que se conservaban en el escritorio del
antiguo sub-secretario de Guerra del Perú. En la misiva Castañeda
prometía “otra sacada” para más adelante, pues “el bulto” era tan
grande que parecía más sensato extraerlo por etapas. El militar y
otrora asistente privado del historiador consideraba que este “robo” de
documentos de la oficina gubernamental peruana era un acto “hon-
roso”, pues las piezas servirían “provechosamente” a la historia de la
17
Vicuña Mackenna, Historia de la Campaña de Tarapacá (nota 6), vol. 1.
18
Ibidem, p. 9.
19
AN, FV, Correspondencia de Eulogio Altamirano a Aníbal Pinto, Lima, 20 de
enero de 1881, vol. 415, fs. 196–199.
118 Carmen Mc Evoy

guerra que el destinatario escribía en ese momento. El celo conserva-


dor de Castañeda se justificaba por la idea de que de otro modo tales
legajos iban a terminar perdidos, pues permanecían acumulados en
papeleras donde los oficiales “rebuscaban” por cualquier cosa, menos
por aquellas piezas que él creía más útiles en manos del intelectual
chileno. “¡Si me hubieran comisionado para sacar documentos históri-
cos”, se lamentaba el capitán, “que cosecha habría hecho!”20
Esta “sacada” de documentos desde la dependencia gubernamental
de Lima fue uno de los tantos episodios que definieron la participación
de Castañeda en esta cruzada patriótica y civilizadora que Vicuña Mac-
kenna lideraba desde Santiago. Sobre la base de lo que debió ser un
tácito compromiso, el capitán ya había escrito a su antiguo jefe en
noviembre de 1880 para informarle del envío de “un diario de guerra o
algo parecido” perteneciente a un boliviano llamado Pablo Pacheco. El
texto había sido hallado “entre unos papeles que se habían salvado de
una casa” en Iquique.21 En rigor, los documentos encontrados en aquel
domicilio por los expedicionarios habían sido finalmente trasladados a
un depósito desde el cual el militar rescató el ejemplar en cuestión,
advirtiendo su utilidad para la investigación que llevaba adelante el
senador de la República. Castañeda puso también énfasis en el envío de
El monitor rebelde Huáscar y sus incidentes conforme a la autoridad
de la ciencia, de la ley y de la jurisprudencia internacional, un libro de
350 páginas sustraído del mismo depósito. El remitente estaba conven-
cido de que la obra perteneciente a José Antonio García y García no
formaba parte de la copiosa biblioteca que el historiador conservaba en
Santiago. De “magnífica impresión”, la pieza fue enviada a Chile por
barco de acuerdo a las específicas instrucciones de Vicuña.22
Para nadie es novedad que el hombre que redactó de manera com-
pulsiva esas miles de páginas sobre la Guerra del Pacífico invirtió
buena parte de su tiempo, energías e incluso su dinero para recolectar
documentos históricos chilenos e hispanoamericanos. Una somera revi-
sión de los cientos de volúmenes que forman parte del Archivo Vicuña
Mackenna – hoy depositado en el Archivo Nacional de Santiago –
revela la existencia no sólo de valiosos manuscritos sobre asuntos ecle-
siásticos y de política colonial (el ejemplo más notable es el archivo
20
AN, VM, vol. 290, fs. 82–83v.
21
Libreta de apuntes de un boliviano residente en Iquique, Pablo Pacheco, regalada
a Vicuña Mackenna por el capitán Narciso Castañeda, AN, VM, vol. 257, fs. 260–416.
22
AN, VM, vol. 289, fs. 148–149v.
Guerra, civilización e identidad nacional 119

secreto de la Real Audiencia), sino también cientos de cartas y docu-


mentos personales de los hermanos Carrera, Bernardo O’Higgins y de
un sinnúmero de héroes de la independencia hispanoamericana, como
Antonio José de Sucre.23 La copiosa correspondencia – por no decir el
archivo completo – de los militares peruanos Luis José de Orbegoso y
Domingo Nieto, sin contar la correspondencia de éstos con otros caudi-
llos peruanos como Agustín Gamarra, son otras de las joyas históricas
que reposan en la colección personal del prolífico escritor chileno.24
Respecto a la temprana y poco documentada irrupción de Vicuña
Mackenna en los archivos peruanos, es necesario recordar que al final
de su destierro en Lima en la década de 1860, el futuro intendente de
Santiago obtuvo de manos de Demetrio O’Higgins el codiciado
archivo privado de su padre, quien falleció en 1842 en el Perú.25 Es
evidente que la documentación que el historiador recogió en la
Hacienda Montalván fue de gran utilidad para la redacción de su obra
cumbre sobre el Director Supremo.26 Asimismo, su previo paso por
Bolonia significó el redescubrimiento de la desatendida obra cientí-
fica del abate José Ignacio Molina, algunos de cuyos trabajos trajo
consigo en su regreso a Chile.

23
El proceso de catalogación del Archivo Vicuña Mackenna fue iniciado tras la
muerte de su dueño por Mauricio Cristi, quien abarcó los volúmenes 1 a 336 y realizó
este trabajo entre el 20 de febrero y el 15 de octubre de 1886. Para este punto ver Catá-
logo de la biblioteca y manuscritos de don Benjamín Vicuña Mackenna (Santiago de
Chile 1886). 52 tomos del archivo catalogado por Cristi corresponden a documentos que
Vicuña Mackenna hizo copiar a cinco escribientes en el Archivo de Indias. Un catálogo
posterior, de Paz González Vial, realizado en 1974, abarca desde el tomo 337 al 390. Esta
sección del archivo comprende los manuscritos originales de artículos y libros del autor,
como también variada correspondencia con diversas personalidades, tanto chilenas como
hispanoamericanas. Para esta catalogación ver Paz González Vial, Catálogo del archivo
de don Benjamín Vicuña Mackenna: II parte (Santiago de Chile 1974). En 1976 Regina
Claro Tocornal realizó la catalogación de los volúmenes 404–411: Catálogo crítico del
archivo privado de don Benjamín Vicuña Mackenna (Santiago de Chile 1976).
24
En la actualidad me encuentro recopilando este material, que será editado próxi-
mamente en el Perú.
25
Para una aproximación al exilio de O’Higgins en el Perú y su posterior repatria-
ción a Chile, ver Carmen Mc Evoy, “El regreso del héroe: Bernardo O’Higgins y su
contribución en la construcción del imaginario nacional chileno, 1868–1869”: eadem
(ed.), Funerales republicanos en América del Sur: Tradición, ritual y nación, 1832–
1896 (Santiago de Chile 2006), pp. 125–155.
26
Benjamín Vicuña Mackenna, El ostracismo del jeneral D. Bernardo O’Higgins,
escrito sobre documentos inéditos y noticias auténticas (Valparaíso 1860).
120 Carmen Mc Evoy

No cabe duda que esta incontenible obsesión por los documentos


históricos, que tempranamente marcaría su carácter y que lo llevaría,
por ejemplo, a contratar cinco escribientes con la misión de copiar
volúmenes enteros en el Archivo de Indias, tiene estrechas conexiones
con el proceso de elaboración de su particular modelo historiográfico
nacionalista al que alude José Luis Rénique en su fundamental trabajo
sobre el intelectual sudamericano. Dicho modelo, además de exhibir
una nítida obsesión por el orden, muestra elementos que resultan cla-
ves para entender tanto su trabajo intelectual como su comportamiento
político: sensibilidad geopolítica, capacidad para la metamorfosis gra-
dual, reabsorción de la disidencia, conciliación con el pasado – aquí la
importancia del diálogo permanente con las fuentes originales – y por
cierto una peculiar amalgama de tópicos “civilizadores” en la que fun-
dió sin problemas el americanismo dialogante con el nacionalismo
agresivo.27 Por otra parte, el coleccionismo de Vicuña Mackenna,
expresado en esa pasión metódica e inagotable que sostuvo la forma-
ción de su fabuloso archivo particular, parece directamente emparen-
tado con la tendencia a la acumulación de corte victoriano tan propia
de las burguesías decimonónicas y que David Viñas ha analizado bril-
lantemente para el caso argentino.28 Cabe recordar, como reveladora
anécdota, que el intelectual chileno incluso obtuvo para uso personal el
caballo del general peruano Andrés A. Cáceres, al que bautizó con el
mismo nombre del héroe de la Resistencia.29
En el caso específico de la acumulación de documentos sobre la Gue-
rra del Pacífico, existen al menos dos motivaciones centrales que nos
permiten comprender la obsesión de este personaje. La primera tiene
que ver tanto con su apremio por redactar una historia de la guerra en
tiempo real como con su deseo de verdad.30 Los libros que Vicuña Mac-
kenna publicó sobre la conflagración bélica, todos “esencialmente con-
27
José Luis Rénique, “Benjamín Vicuña Mackenna: exilio, historia y nación”:
Mc Evoy/Stuven, La República Peregrina (nota 8), pp. 487–529.
28
David Viñas, “Sarmiento: Madness or Accumulation”: Tulio Halperin et al. (eds.),
Sarmiento: Author of a Nation (Berkeley/Los Angeles/Londres 1994).
29
Para esta referencia ver Homenaje a Vicuña Mackenna (nota 10).
30
“En los presentes tiempos en que todo es luz, nacida ésta de la presión del riel que
anda, del alambre que vuela, del cilindro que imprime y multiplica, la historia no nece-
sita pedir plazos para ser imparcial y verdadera. Su incubación en el corazón del pueblo
que interroga y lee, como en el cerebro del artífice que trabaja y difunde, se hace casi
espontáneamente como la de ciertas plantas acariciadas en los invernáculos que a su
calor ostentan rica lozanía, mientras que cuando crecían al cierzo del tiempo y del
Guerra, civilización e identidad nacional 121

temporáneos” según propia confesión, fueron escritos “encima del crá-


ter mal apagado todavía de los acontecimientos”. Creía con firmeza que
cada uno de esos episodios, transformados por una narrativa ágil y
seductora, debían ser inmediatamente conocidos por los diversos secto-
res de la sociedad chilena. Lo que perseguía Vicuña Mackenna, al menos
en teoría, era registrar cuanto antes las diferentes versiones de los acto-
res involucrados en esta guerra multinacional, a riesgo – incluso – de
parecer impertinente.31 El historiador chileno pensaba que combinando
las “informaciones domésticas” con las que se había procurado “con
rara abundancia en los territorios enemigos”, sería posible articular una
visión certera de lo que verdaderamente había ocurrido entre 1879 y
1884 en el Pacífico Sur. Del contraste oportuno de todas las versiones,
incluidas las de los enemigos de Chile, sería posible hacer brillar la luz
de la verdad histórica, pensaba.32 Así, por ejemplo, luego del combate
naval de Iquique Vicuña Mackenna logró copiar íntegramente el libro
del telegrafista peruano Narciso de la Colina, material que le permitió
describir pormenorizadamente las alternativas del enfrentamiento entre
las escuadras chilena y peruana. Esas 200 páginas en folio del libro
copiador le sirvieron, según sus palabras, para sacar el argumento de una
“naración conmovedora, pero rigurosamente histórica”.33

páramo, alcanzaban solo vida desmedrada, sin flores, sin follaje y sin perfume”. Vicuña
Mackenna, Historia de la Campaña de Tarapacá (nota 6), vol. 1, p. 10
31
La agresividad de Vicuña Mackenna para obtener información de primera mano
fue un hecho que no dejó de provocar comentarios. Una carta anónima enviada a la
sección “Remitidos” de El Nuevo Ferrocarril indicaba que “en vez de esperar las oca-
siones para verificar” de manera “natural y oportuna” los eventos de la guerra, el histo-
riador forzaba las puertas de los testigos sin respetar siquiera “el duelo de los esposos” o
“la salud de los pacientes”. Sus visitas a los hospitales, denunciaba este corresponsal,
habían sido “funestas para los heridos”, con algunos de los cuales conversó hasta “tres y
cuatro horas” sin aparentemente recordar o importarle “el estado de debilidad” en que se
encontraban y menos “la influencia moral” que en muchos de ellos “debían de ejercer
los recuerdos de combate”. Aun cuando el denunciante reconocía “la importancia y la
utilidad de los escritos” de Vicuña Mackenna, también reparaba en la necesidad de cui-
dar la salud de los oficiales y soldados chilenos. Por ello suplicaba al apasionado histo-
riador moderar su “patriótica impaciencia” y esperar “algunos meses” para recopilar las
noticias con las que ilustraría a sus lectores. AN, VM, vol. 253, f. 36v.
32
Vicuña Mackenna, Historia de la Campaña de Tarapacá (nota 6), vol. 1, p. 9.
33
Pedro Muñoz Feliú (comp.), El veintiuno de mayo de 1879: compilación de artí-
culos, biografías y discursos que con tal motivo escribiera D. Benjamín Vicuña
Mackenna, tomados de la prensa de la época, libros y revistas ya agotadas (Santiago de
Chile 1930), p. 152.
122 Carmen Mc Evoy

La segunda motivación que ilumina su interés por conservar fuen-


tes primarias es su disputa política-ideológica con la administración
de Aníbal Pinto, su contendor en las elecciones de 1876. Fue precisa-
mente esa disputa la que lo llevó a formar una sólida, compleja y ubi-
cua red de informantes y proveedores de documentos en el teatro
mismo de la guerra, red en la que comprometió desde soldados rasos
hasta conspicuos generales. Entre 1879 y 1882, señala el historiador
chileno Guillermo Feliú Cruz, Vicuña Mackenna fue reconocido “uni-
versalmente” como el jefe moral de la República de Chile, como el
animador de sus ejércitos – del pueblo en armas – y como el cantor de
las glorias de todos, “de capitán a paje, de marinero a almirante”. Para
ejercer y mantener ese poder simbólico, reconocido por sus numero-
sos lectores, Vicuña Mackenna no tuvo más opción que montar un
complejo aparataje comunicacional que le permitiera competir con el
Estado chileno por información de primera mano.34
En dicho contexto, su impresionante manejo de documentos boli-
vianos, chilenos y peruanos pasó a convertirse en un arma fundamen-
tal para disparar a diestra y siniestra contra quienes consideraba sus
enemigos. El 3 de febrero de 1881, en un artículo de El Nuevo Ferro-
carril, Vicuña Mackenna dejó en evidencia la efectividad y alcances
de su activa red de informantes y, presumiendo de exclusividad, se
vanagloriaba de “haber recibido algunos documentos originales
encontrados en el Callao”. El primero de ellos estaba firmado por
Manuel Villavicencio, comandante de la Unión, quien en vísperas de
la caída de Lima había desempeñado el puesto de sub-prefecto e inten-
dente de policía de esa ciudad. Basándose en la lectura de los expe-
dientes tomados desde la oficina de Villavicencio, el publicista refirió
con ironía “la heroica dispersión de la policía de Lima” en una de sus
tantas columnas consagradas a realzar la pusilanimidad de los venci-
dos.35 Junto con proveer material de valor para la confección de la
lista de defectos con la que definió al enemigo, la red de informantes
también fue activa en el envío de informes “internos” que le permitie-
ron cuestionar públicamente el comportamiento del comando cívico-
militar chileno. En una carta envíada por Narciso Castañeda a pocas
semanas de la ocupación de Lima, el informante se encargó de ponerlo

34
Próximamente publicaré una selección de las cartas escritas a Vicuña Mackenna,
en cuya selección y edición me encuentro actualmente trabajando.
35
AN, VM, vol. 292, f. 221v.
Guerra, civilización e identidad nacional 123

al tanto sobre el reprensible comportamiento de algunos generales que


solían sentarse “en la puerta de palacio” a tomar el “fresco desde las
cinco de la tarde hasta la hora del té.”36 En una misiva anterior, Casta-
ñeda se había referido con sorna a “la multitud de cajones” que viaja-
ban desde Iquique con destino a la casa de Patricio Lynch. Si bien
nadie conocía el contenido exacto de los envíos, no dejaba de parecer
sospechoso que el misterioso embarque hubiera sido celosamente
vigiliado por el mismísimo hijo del futuro jefe político militar del
Perú.37
Otros episodios confirman el hecho de que entre los diversos pro-
pósitos de las cartas enviadas a Vicuña Mackenna, quien en la práctica
hacía las veces de intermediario entre los soldados y la opinión
pública, el más importante haya sido la denuncia de cómo la guerra
era administrada en sus distintos frentes. Ese por cierto era el objeto
de una carta que le remitió Gadalmes López, embarcado en el Pisa-
gua, quien relató detalladamente el desequilibrado comportamiento
del comandante J. Manuel Campbell, un verdadero tirano según la
descripción hecha por el subordinado. Ante la desobediencia de la tri-
pulación de la nave que comandaba, Campbell había ordenado “traer
su espada y recorrió furioso todo el buque dando de planazos y hacha-
zos a todo el que encontraba a su paso, sin distinción, hiriendo mala-
mente” a varios marineros. Éstos, con la ayuda de algunos rifles
“granjeados” en Chorrillos, resolvieron dispararle para amendrentarlo
iniciándose así “una Babilonia” de balazos de la cual no se salvaron ni
siquiera los que trataban de permanecer ajenos a la trifulca.38
Descontando las cartas de denuncia o la serie de informes “inter-
nos” que Vicuña Mackenna recibía a título personal, resulta intere-
sante definir con precisión las restantes prácticas y los mecanismos
que contribuyeron a acrecentar su colección particular. En primer
lugar, una parte no menor de los libros, diarios de campaña y docu-
mentación diversa que recopiló el historiador arribaron en calidad de
“obsequios” personales. Ese fue el caso de la “Relación detallada de
mi expedición al Perú” de Thomas Harris Cole, enviada por Isidoro
Errázuriz.39 Se cuentan también en esta lista algunos ejemplares de la
36
AN, VM, vol. 290, f. 83.
37
AN, VM, vol. 289, fs. 149–149v.
38
AN, VM, vol. 252, fs. 86–87v.
39
“Relación detallada de mi expedición al Perú por Thomas Harris Cole” (Antofa-
gasta), 16 de agosto de 1879, AN, VM, vol. 260, fs. 249–259.
124 Carmen Mc Evoy

Geografía del Perú de José Gregorio Paz Soldán, remitidos por


Eduardo Keriost;40 y también el interesante “Libro copiador de la
plaza del Callao desde el 11 de abril de 1880 hasta el 15 de enero de
1881”, obsequiado – con dedicatoria incluída – por el coronel José
Antonio Varas. Entre los valiosos documentos que llegaron a su ofi-
cina de Santiago cabe destacar un legajo completo de la Prefectura de
Lima, obsequiado por el teniente coronel José A. Nolasco, junto a dia-
rios de campaña y una colección de cartas de soldados caídos en com-
bate. Entre estas piezas figuraba el diario de campaña del capitán Otto
Von Moltke, muerto en Chorrillos, y las cartas y apuntes del capitán
Manuel Baeza, fallecido en Pucará.41 El archivo también se nutrió de
correspondencia extraviada y una serie de cartas encontradas por sol-
dados chilenos en los campos de batalla.42
Como se ha visto, las maniobras de Narciso Castañeda, el mismo
que confesaba sin dobleces los detalles de su “robo honroso”, resulta-
ron claves para el acopio de documentos peruanos por parte del colec-
cionista chileno. Incluso Mauricio Cristi, el primer catalogador del
Archivo Vicuña Mackenna, dejó registro de las maniobras del perso-
naje en una nota al volúmen donde se encuentran diversos documen-
tos oficiales peruanos: “Legajo de 143 telegramas sobre los últimos
hechos de la guerra encontrados en el Ministerio de Guerra por Nar-
ciso Castañeda”. Fue entonces en el marco de las sucesivas “sacadas”
verificadas por el capitán del Regimiento Victoria que llegó a manos
de Vicuña Mackenna la correspondencia entre el ministro peruano
Pedro José Calderón, el cónsul en Panamá Federico Larraña y otros
funcionarios peruanos en torno a la compra de un valioso cargamento
de armas durante el desarrollo de la guerra.43 Mediante igual expe-
diente recibió 1.221 telegramas originales – algunos de ellos firmados
de puño y letra – de Bolognesi, Montero, Suárez, Ugarte, La Torre,
Canevaro, Prado, Zapata y tantos otros jefes militares peruanos hoy
40
AN, VM, vol. 252, fs. 188–190v. En su extensa misiva Keriost confesaba a
Vicuña Mackenna que el ejemplar enviado era una muestra de lo que había podido
“granjear” en Lima.
41
AN, VM, vol. 258, fs. 1–3 y 252–253.
42
AN, VM, vol. 289, fs. 118–120v.
43
“Carpeta sacada del Ministerio de Guerra”, AN, VM, vol. 254, fs. 80–123. Este
valioso material permite reconstruir el modus operandi de la diplomacia peruana respecto
a la compra y traslado de armamento y municiones desde Panamá hasta el puerto del
Callao. En esta maniobra, en la que el Gobierno peruano comprometió 18.000 soles,
intervino directamente J.C. Tracy, a la sazón encargado de negocios del Perú en Panamá.
Guerra, civilización e identidad nacional 125

conservados en el archivo del renombrado historiador.44 A lo anterior


podrían sumarse los papeles oficiales del Gobierno Dictatorial (1879–
1881), entre los que destacan 108 fojas de oficios evacuados por la
Sub-prefectura de Lima, 56 notas de sub-prefectos informando a la
autoridad política capitalina el día a día en tambos, hoteles y posadas,
260 cartas particulares dirigidas al prefecto Juan Peña, una serie de
noticias sobre las operaciones secretas de la guerra y otros papeles de
no menos importancia que permiten reconstruir desde diversos ángu-
los los agitados meses de la dictadura.45
Lima, por cierto, no fue la única ciudad ocupada cuyos oficios y
ordenanzas pasaron a engrosar el acervo que analizamos. En efecto,
en la extraordinaria colección catalogada por Mauricio Cristi se pue-
den encontrar otros importantes documentos tomados de la Prefectura
de Tacna, entre ellos el estado del Ejército de Montero – que incluye
una serie de piezas relativas a un contingente militar movilizado desde
Puno –, información relativa a la Corte Superior, apuntes de contribu-
ciones individuales, correos, rentas, licencias y fianzas correspondien-
tes al giro del departamento.46 Otro legajo contiene las listas de los
contribuyentes obligados a pagar patentes, la memoria de beneficen-
cia de Tacna escrita por Carlos Basadre y un índice de leyes, resolu-
ciones y órdenes del ramo de Hacienda dictadas desde 1821 en ade-
lante. En el archivo se conserva también el libro copiador de todas las
notas de los sub-prefectos de la Caja Fiscal y de la Aduana de Arica
dirigidas a la Prefectura de Tacna, que por esa fecha se encontraba a
cargo de Pedro del Solar. Respecto a la Provincia Constitucional del
Callao, Vicuña Mackenna incorporó en su colección un libro en folio

44
“Libro copiador de telegramas peruanos 1879–1880”, AN, VM, vol. 254, fs.
41–76. Para conocer los telegramas remitidos desde el Palacio de Gobierno a las dife-
rentes baterías, incluida la de Ancón, véase AN, VM, vol. 261, fs. 250–329; del mismo
fondo, también revisar vol. 258, fs. 273–315. Toda esta documentación resulta funda-
mental para tomar el pulso a la guerra desde el frente peruano.
45
AN, VM, vol. 256. En el volumen 288 de la misma colección se pueden encontrar
además una relación de los agentes de la Prefectura de Lima en la época de la dictadura,
la circular de la Secretaría de Gobierno a los prefectos del Perú sobre las primeras ope-
raciones de bloqueo a El Callao, bandos del prefecto de Tacna, Pedro del Solar, y una
colección de El Cascabel, periódico publicado en Lima entre 1872 y 1873.
46
En el volumen 260 de la misma colección también se encuentran: “Notas del
coronel del Batallón de Artesanos de Tacna”, fs. 1–75; “Documentos del ejército peru-
ano-boliviano”, fs. 76–125; “Documentos del Batallón Cholque”, fs. 180 y ss.; y “Apun-
tes para la Historia de la Artillería Peruana”, fs. 200 y ss.
126 Carmen Mc Evoy

mayor de 284 páginas en el que se encuentran copiadas todas las dis-


posiciones de la Comandancia General de Marina, entre el 12 de junio
de 1878 y el 13 de enero de 1881, y también el memorandum de la
Secretaría de Gobierno y Policía.47 Para el caso de La Libertad, des-
taca la presencia de la colección del registro oficial de aquel departa-
mento, que abarca desde el 23 de enero de 1879 hasta el mes de
diciembre del mismo año. Su archivo atesora además una copia de
todas las providencias tomadas en la Sub-prefectura de Chincha. Una
anotación del mismo Cristi ilustra sobre la importancia de este legajo,
que ofrece una atractiva aproximación al “sabor campesino” y los aza-
res de la guerra en varias provincias del Perú.48
A estas alturas conviene agregar que el hurto de documentos perua-
nos perpetrado por el capitán Castañeda no se circunscribió única-
mente al ámbito de lo público, pues el improvisado pesquisidor tam-
bién irrumpió en recintos privados con la finalidad de sustraer
documentación personal de interés para su jefe. El allanamiento de la
vivienda de Enrique Reyes, corresponsal de La Opinión Nacional en
El Callao, es una muestra del celo con que Castañeda asumió su
tarea.49 En dicha incursión el militar extrajo cinco cartas de Julio
Octavio Reyes – hermano del propietario, también periodista y secre-
tario de Miguel Grau –, todas ellas enviadas a Vicuña Mackenna junto
a un borrador de la misiva que el comandante del Huáscar escribiera
a Carmela Carvajal, viuda de Arturo Prat. Cabe destacar que según
este borrador, atesorado por el historiador como una verdadera joya,
Grau suprimió algunos epítetos exaltatorios en honor a Prat, entre
ellos “digno y valiente”. Las cartas que Castañeda tomó sin otro dere-
cho que el de la guerra ofrecen un interesante acercamiento tanto al

47
El volumen 291, fs. 49–308, guarda los documentos tomados durante la campaña
de Tacna. Ahí sobresalen expedientes de prefecturas, cuadros del Ejército del Sur,
Estado Mayor General, juzgados, etc. El volumen 292 está íntegramente formado por
documentos peruanos. Una pieza notable es el legajo sobre el Ejército del Sur: “Estado
que manifiesta la fuerza efectiva y disponible con expresión de armamento, municiones,
equipo, menaje y material de artillería que tiene el expresado a la fecha” y los telegra-
mas capturados de las oficinas telegráficas peruanas. El “Memorandum de la Secretaría
de Gobierno y Policía” se encuentra en vol. 259, fs. 42–44.
48
Varios comentarios de este tipo aparecen en la introducción a la obra de Cristi,
Catálogo de la biblioteca y manuscritos (nota 23).
49
El mismo Cristi anotó junto a los documentos de los hermanos Reyes lo siguiente:
“Este documento fue encontrado por el capitán Castañeda en un cajón de papeles per-
tenecientes a Enrique Reyes, en una pieza que arrendaba en el Callao”. Ibidem, p. 120.
Guerra, civilización e identidad nacional 127

día a día a bordo del Huáscar como a las preocupaciones, incluso


políticas, de su distinguido comandante.50
En una coincidencia notable, la historia de la emblemática nave
peruana nos entrega nuevos antecedentes respecto a los alcances de la
obsesión de Vicuña Mackenna. Como es sabido, la captura del Huás-
car despertó un entusiasmo indescriptible y nadie permaneció ajeno a
esa curiosidad “inmensa y febril” por ver al otrora monitor enemigo
navegando bajo pabellón chileno. En su viaje de incorporación a la
fuerza naval triunfante, los habitantes de los puertos de Chañaral, Cal-
dera, Huasco y Coquimbo acudían en “romería” para estar cerca del
“buque altar” donde Prat se había inmolado. Cuando fondeó en Valpa-
raíso fue necesario disponer trenes especiales para trasladar a los
curiosos “de toda condición y sexo” que viajaban desde el interior con
el único deseo de visitarlo.51 Es en este contexto que cobra sentido la
exposición de trofeos históricos del Huáscar organizada por Vicuña
Mackenna en la ciudad de Santiago. Con el apoyo de Manuel Lira,
otro de sus proveedores de piezas y documentos, el antiguo intendente
logró reunir una interesante colección de artefactos pertenecientes a la
nave, entre ellos un tornillo de la torre de maniobras, un par de capo-
nas, una taza de servicio de Miguel Grau, su bandera particular y una
corona de laurel que las damas de Lima habían obsequiado al marino.
En la lista que hoy se conserva en el Archivo Vicuña Mackenna
incluso hay menciones a “un pedazo de damasco teñido con la sangre
de Prat” del sofá en el que fue colocado su cuerpo antes que diera “su
último suspiro”.52
La exposición pública de las “preciosas reliquias del Huáscar”
montada en la Sección Trofeos del Museo Nacional fue inaugurada el
23 de mayo de 1880. Bajo la dirección del ingeniero sueco Julio Berg-
50
Las cinco cartas tomadas por Castañeda en la casa de los hermanos Reyes se
encuentran en AN, VM, vol. 254, fs. 113–119v. Estas cartas contienen valiosos antece-
dentes relativos a Miguel Grau y sus excursiones en el Huáscar. Julio Octavio Reyes,
quien registró en detalle las hazañas del comandante peruano, también era corresponsal
de La Opinión Nacional.
51
Gonzalo Bulnes, Guerra del Pacífico, 3 vols. (Santiago de Chile 1955), vol. I, p.
502. Para los contemporáneos el Huáscar fue una “aparición que todos temían y que
todos creían ver en todas partes y a todas horas, desde Antofagasta hasta Valparaíso,
mientras el legendario buque peruano surcó las aguas”. Jacinto López, La guerra del
guano y del salitre. A la gloria del Gran Almirante del Perú Miguel Grau en el
Sesquicentenario de su natalicio 1834–1984 (Lima 1984), p. 137.
52
AN, VM, vol. 253, f. 42.
128 Carmen Mc Evoy

man, quien había permanecido como prisionero de los peruanos por


algunos meses, la muestra se proponía acercar al público masivo a la
historia de una hazaña patriótica escrita “en eternos trozos de fierro,
bronce y acero”. Vicuña Mackenna estaba convencido de que el pue-
blo de Santiago acudiría con “avidez” a “examinar” los trofeos que
representaban las glorias de la República de Chile.53 Los asistentes,
que de esa manera se aproximaban a los pormenores de la guerra sin
sufrirla, debían pagar una entrada de 20 centavos los días martes y
jueves, y de medio peso los domingo. Cabe señalar que fue Eulogio
Altamirano quien otorgó los permisos correspondientes para que
el armamento y las piezas incautadas a las fuerzas peruanas fueran
enviadas a Santiago con motivo de la muestra. De esta manera el
afán coleccionista del político, periodista e historiador trascendió nue-
vamente los límites individuales para adquirir una dimensión na-
cional.54
En cierto sentido, la sustracción de documentos gubernamentales
peruanos, según la fórmula sugerida por Altamirano, puede enten-
derse bajo una lógica de seguridad nacional; asimismo, la creación de
la Sección Trofeos del Museo Nacional puede interpretarse como un
acto tendiente a promover el nacionalismo entre los habitantes de una
república joven y ambiciosa.55 Lo que resulta difícil de comprender,
sin embargo, es que un coleccionista particular de Santiago terminase
acopiando en su propio archivo documentos pertenecientes al
Gobierno del Perú. Y el nudo se vuelve aún más complicado al adver-
tir que una buena parte de las piezas obtenidas por Benjamín Vicuña
Mackenna durante los años de la ocupación tuvieron poco o nada que
ver con los pormenores del conflicto; conflicto cuya narración, hasta
donde sabemos, era la principal justificación para los esfuerzos reco-
pilatorios del ilustre intelectual. Es difícil explicar, entonces, que en
dicha colección repose una copia de las actas de examen del Colegio
de Nuestra Señora de Guadalupe (1880), la lista de pago de patentes
del Consejo Departamental de Lima, una serie de partidas de naci-
miento emitidas por el mismo municipio, recibos de alquiler y contra-
53
AN, VM, vol. 253, f. 37.
54
AN, VM, vol. 253, f. 30.
55
Las tempranas tendencias museográficas de Vicuña Mackenna han sido brillante-
mente analizadas por Patience Schell, “Exhuming the Past with the Future in Mind:
History Exhibitions and Museums in Late Nineteenth-century Chile”: publicado en
línea, http://www.bbk.ac.uk/ibamuseum/texts/Schell03.htm .
Guerra, civilización e identidad nacional 129

tos de arrendamiento del Instituto Nacional de Agricultura, cuadros de


empleados de la Guardia Civil e incluso el expediente completo del
asesinato del presidente José Balta.56 Sólo el transtorno de una guerra,
los pormenores de una violenta ocupación militar y la enfermiza obse-
sión de un coleccionista burgués parecen explicar este curioso tránsito
de patrimonio histórico desde archivos nacionales a una colección
particular.

GUERRA, CIVILIZACIÓN E IDENTIDAD BURGUESA: EL CASO CHILENO

La manida distinción entre la “barbarie” de Perú y Bolivia y la “mora-


lidad y civilización” de Chile – tan cara a intelectuales como Vicuña
Mackenna – proveyó al Estado y a la sociedad chilena de los argu-
mentos apropiados no sólo para respaldar la invasión de los territorios
salitreros, sino también, tal como lo planteara el sacerdote Muñoz
Donoso, para justificar la sustracción de los numerosos tesoros cultu-
rales de los vencidos.57 Más aún, este discurso de fuertes connotacio-
nes burguesas fue también utilizado para avalar la destrucción de gran
parte del capital tecnológico acumulado durante años por la élite eco-
nómica peruana; capital tecnológico que precisamente contradecía las
representaciones de atraso y primitivismo que la intelectualidad chi-
lena reiteradamente atribuía a sus vecinos.
Los apuntes del ingeniero militar Federico Stuven, actor gravitante
en el marco de la expedición Lynch, la misma cuyo modus operandi el
periodista Ramón Pacheco sugirió replicar en Lima, grafican los
alcances de la empresa destructiva a la que se entregaron las tropas
expedicionarias chilenas como expresión de la degradación compen-
satoria orquestada a nivel discursivo. Dicha política de destrucción
tuvo una de sus expresiones más dramáticas en la imponente hacienda

56
AN, VM, vol. 259, fs. 2–49, 90–91, 193 y ss. Dentro del mismo volumen cabe
también destacar los siguientes documentos: Guardia Civil, Estado Mensual (compa-
ñías, altas, bajas, armamento, municiones y listas de jefes y oficiales), fs. 213–216;
Pagaduría de Policía, f. 268; Escuadrón de Gendarmes, f. 272; Archivo de la Seguridad
Pública, fs. 355–359.
57
Este punto ha sido analizado en Carmen Mc Evoy, “‘Cálculo de Estado’. Tensio-
nes y rémoras en la expansión del Estado chileno durante la Guerra del Pacífico, 1879–
1881”: Annick Lempérière (ed.), Estado, territorio, partidos. El Estado-Nación en las
Américas a lo largo del siglo XIX (en prensa).
130 Carmen Mc Evoy

azucarera Palo Seco, cercana a Chimbote, cuya moderna maquinaria


fue dinamitada por expresa orden del comandante Patricio Lynch. Aun
cuando “daba lástima” – reconoció Stuven en un informe – emprender
la destrucción total del costoso ingenio, fue él mismo quien definió los
pasos del ritual seguido en esta hecatombe. Aplicando explosivos
especialmente a “las piezas nobles” – las valanciers – logró que las
máquinas a vapor “saltaran en pedazos, los cilindros de las mismas se
inutilizaran y las pilastras del establecimiento se rompieran”. Todo lo
restante fue entregado a la fuerza del fuego, atendiendo principal-
mente a que el tiempo era escaso como para verificar “una destrucción
completa” del recinto. Invadiendo los pisos superiores del ingenio, la
incontenible pira derritió las escalas de fierro fundido, mientras la
maestranza perdía sus tornos, taladros y calderos. El humo, las llamas
y otras circunstancias dificultaron, no obstante, “la operación de des-
trozar otras piezas”, y por ello la zona del trapiche quedó “casi
intacta”. Lo que sí resultó totalmente arruinado fue un alambique que
el mismo Stuven definió como lo “más hermoso” que había visto en
su vida. Al anochecer el ingeniero inició su regreso a Chimbote
dejando atrás una “inmensa e inextinguible hoguera” que devoraba no
sólo los cañaverales aledaños al ingenio, sino también los cuadros,
pianos, espejos y toda clase de muebles de la casa-hacienda y el inge-
nio de arroz, que distaba unos cinco kilómetros de la plantación.58

58
Un telegrama enviado a Aníbal Pinto desde Arica, con fecha 25 de septiembre de
1880, confirmó el éxito de la misión desempeñada en este punto por la expedición
Lynch, que había destruido “por completo” la hacienda de propiedad de Dionisio Der-
teano. Véase Pascual Ahumada, Guerra del Pacífico. Documentos oficiales, correspon-
dencias y demás publicaciones referentes a la guerra que ha dado a la luz la prensa de
Chile, Perú y Bolivia, 4 vols. (Santiago de Chile 1982), vol. 2, tomos III y IV, p. 507.
Una descripción de la hacienda hecha por Eloy Caviedes, corresponsal de El Mercurio,
permite hacernos una idea del inmenso valor económico y estético de Palo Seco. Según
el corresponsal, la “casa era una verdadera ciudad, o más bien dicho, un castillo feudal;
los edificios eran obras de todo lujo. Sus formas artísticas tenían semejanza con el Pala-
cio de la Exposición de Santiago”. Asimismo, “las maquinarias del establecimiento azu-
carero y de destilación de ron era una maravilla por su buen gusto, por su aseo y su
calidad”. Esa maquinaria, informaba el publicista, había costado 100.000 libras esterli-
nas. El campo, por otra parte, estaba cultivado con la misma esplendidez y grandeza del
resto de las instalaciones. “Hasta perderse la vista, decía, todo estaba sembrado de caña
dulce”. Para esta cita y otros detalles en torno a lo ocurrido en la Hacienda Palo Seco,
véase Mariano Paz Soldán, Narración Histórica de la Guerra de Chile contra Perú y
Bolivia (Buenos Aires 1884), pp. 533–536.
Guerra, civilización e identidad nacional 131

Un marco teórico iluminador para explicar la evidente fricción entre


un discurso civilizador y prácticas que lo contradicen – aquí me refiero
a la sustracción de los libros de la Biblioteca Nacional, el robo de
documentos de archivos públicos y privados, el traslado de especies
botánicas y la destrucción del capital tecnológico acumulado en la
costa peruana – ha sido desarrollado por Michael J. Shapiro. De
acuerdo a este autor, ninguna de las aproximaciones provistas por las
ciencias sociales en torno al tema de la guerra logra explicar con clari-
dad los aspectos etnográficos que todo conflicto bélico encierra. Desde
un punto de vista cultural, arguye, la violencia física, verbal y simbó-
lica ejercidas contra el enemigo responden a razones más ontológicas
que utilitarias, pues terminan convirtiendo al adversario en un objeto,
que permite perpetuar la identidad del oponente.59 Una lectura cultural
de la guerra como ésta nos permite comprender la real dimensión de
polaridades, como la recreada por el editorialista de La Juventud, de
San Fernando, a escasos meses de la declaratoria de guerra, cuando se
propuso instruir a sus lectores respecto a los “contrastes” existentes
entre chilenos y peruanos. Mientras los primeros se caracterizaban por
su “valor, pujanza, heroísmo, virtud y entereza”, los segundos no
podían ocultar su “necedad, pequeñez, cobardía, sentimientos rastreros
y pusilanimidad”.60 Cabe recordar, además, que en la interpretación
hegeliana de la conciencia humana, la negación de la identidad del otro
juega un papel fundamental. De acuerdo a lo anterior, sería precisa-
mente en la guerra donde esta negación, definida simultáneamente en
los ámbitos público y privado, adquiere una dimensión que puede ser
explicada filosóficamente al asociarla con otros aspectos de la vida
civil, política e incluso cultural de cada pueblo.
A inicios de abril de 1881 un redactor de La Actualidad, periódico
chileno que comienza a imprimirse en Lima tras la ocupación, ofreció
otro retrato revelador – “Esto eres tú” lo tituló – de lo que los invaso-
res consideraban era la verdadera identidad de los vencidos. Descrito
como “un moribundo” que casi no podía asirse de la vida, el Perú
parecía estar condenado a la extinción por los excesos y la corrupción
de un pasado tumultuoso. Atmósferas sociales como la peruana, afir-
maba el publicista, sólo podían purificarse “al calor” que en el trans-

59
Michael J. Shapiro, Violent Cartographies: Mapping Cultures of War (Minneapo-
lis 1997).
60
La Juventud (San Fernando), 8 de junio de 1879.
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curso de los combates evaporizaba “la sangre y las lágrimas de millo-


nes de víctimas”. Por fortuna la guerra había permitido disipar “a
cañonazos” las tinieblas que lo nublaban, aclarando así “con sus ful-
gores” el camino por el que inevitablemente transitarían de allí en
adelante los peruanos.61
En la medida que los diagnósticos respecto a la “enfermedad” del
Perú fueron evolucionando hasta llegar a encasillarlo con un enfermo
mental incurable, la auto-percepción providencialista y regeneradora
de su médico fue dando paso a soluciones más drásticas.62 Para el
autor del artículo “Anexión o anarquía”, publicado también en La
Actualidad, la única posibilidad de civilización que tenía el Perú
pasaba por su anexión a Chile. La noción de que ambos países debían
constituir una sola nación denominada “La Unión Chilena”, con capi-
tal en Santiago, beneficiaría grandemente a la casta de “los rebeldes
de profesión” que pronto desaparecería en su mezcla con la raza chi-
lena y algunos elementos europeos. Por otro lado, la subordinación
peruana a un Estado que, como el chileno, contaba con leyes e institu-
ciones sólidas, parecía la solución más apropiada para sus crónicas
turbulencias políticas. A pesar de que el artífice de este esquema
anexionista, y sin lugar a dudas imperial, era consciente de que la pro-
puesta podía ofender a muchos peruanos, opinaba también que ningún
amante de la ley y el orden, del progreso intelectual y moral, “de la
civilización en suma”, debía sentir pesar ante el hecho de que una
“raza progresista” entrara en posesión de un territorio consumido en
manos “de un pueblo ocioso y afeminado”.63
A estas alturas sería perfectamente lógico concluir esta exposición
afirmando que la historia del coleccionismo de Vicuña Mackenna es la
expresión programática de una sociedad que, como la chilena, exhibe
claras tendencias imperiales, según lo que se desprende de la prepo-
tencia verbal y física recién reseñada. Sin embargo, las contradiccio-
nes que caracterizan tanto a ese coleccionismo burgués como al dis-
curso civilizador chileno revelan un escenario algo más abstruso, o
que al menos no podemos reducir a un mero ethos imperial. En efecto,
la obsesión de Benjamín Vicuña Mackenna por recolectar documentos
peruanos y las innnegables dimensiones bárbaras de la supuesta cru-

61
La Actualidad (Lima), 7 de abril de 1881.
62
La Actualidad (Lima), 26 de febrero de 1881.
63
La Actualidad (Lima), 10 de mayo de 1881.
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zada civilizadora chilena – que en definitiva justificaban la guerra – se


imbrican para realzar tanto la complejidad como la precariedad de un
proyecto de construcción identitaria hasta hoy poco conocido. En
lugar de repetir el lugar común que sigue al análisis de los conocidos
delirios imperiales de la élite político-intelectual chilena, mi propuesta
plantea que esta identidad nacional guarda estrecha relación con el
coleccionismo de Vicuña Mackenna y con el acto de apropiación que
una obsesión de ese tipo suele imponer. La lectura, por cierto, no es
original. La forja de la identidad nacional chilena fue descrita magis-
tralmente por Joaquín Blest Gana como una colección de “diversos
jirones” ensamblados “con tal arte” que hacían imposible reconocer la
falta de identidad de sus compatriotas. Esta suerte de collage permitía
ocultar la gran complejidad de una sociedad que no era comerciante,
ni guerrera, ni filósofa, ni artista, ni industrial, ni salvaje, sino un
“compuesto” de todo ello. En breve, lo disperso y fragmentado vis-
tiendo un ropaje indefinido – construido a ratos con jirones ajenos – y
disimulando muy bien sus inmensas contradicciones.64
En otro sentido, la sustracción de libros, documentos y objetos
científicos peruanos por parte de Chile y la participación de intelec-
tuales de renombre, como Barros y Vicuña, en la mutilación de la
memoria histórica del país vecino son episodios directamente vincula-
dos con los elementos culturales de la guerra estudiados por Shapiro.
Remito aquí a la idea de lo peruano como objeto de deseo y también
al tema de la destrucción simbólica del otro como premisa para la
construcción identitaria. Negar al Perú su derecho a ser una nación
arrancándole, al mismo tiempo, trozos enteros de su memoria histó-
rica constituye un hito central en el proceso de afirmación identitaria
de una república joven y con una historia menos rica y compleja que
la peruana. En aquello que el mismo Vicuña Mackenna denominó
como el dictámen de la historia de Chile, el viejo y perdido satélite
colonial terminó convertido en el médico de hierro de su antigua y
envidiada metrópoli. En el marco de este fascinante trastocamiento de
roles, en el que Perú es feminizado y Chile masculinizado, Lima ter-
mina siendo forzada a ceder sus tesoros culturales al nuevo poder
hegemónico del Pacífico Sur, y no bastando con ello los peruanos son

64
Bernardo Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile, tomo I:
Sociedad y cultura liberal en el siglo XIX: J.V. Lastarria (Santiago de Chile 1997), pp.
138–139.
134 Carmen Mc Evoy

además sentenciados a presenciar la destrucción sistemática del capi-


tal tecnológico consolidado.
Todo lo anterior nos permite afirmar que los oscuros pormenores
de la ocupación del Perú constituyeron una declaración flagrante de
hegemonía cultural donde el coleccionismo de Vicuña Mackenna
adquiere su verdadera y justa dimensión. Frente al irreversible argu-
mento de las armas resulta obvio que nadie, salvo la comunidad aca-
démica peruana, se atreviera a criticar la participación de Domeyko,
Barros, Vicuña y tantos otros en aquella operación, pública y privada,
mediante la cual una joven e impetuosa república se apoderó, en aras
de la civilización, del riquísimo patrimonio cultural acumulado
durante siglos por su otrora poderoso vecino.

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