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Realidades conversacionales La construccién de la vida a través del lenguaje John Shotter Amorrortu editores Biblioteca de sociologia Conversational Realities. Constructing Life through Lan- guage, John Shotter © John Shotter, 1993 (edicién en idioma inglés publicada por Sage Publications de Londres, Thousand Oaks y Nueva Delhi) ‘Traduccién, Eduardo Sinnott Unica edicién en castellano autorizada por Sage Publications, Inc., Londres, Reino Unido, y debidamente protegida en to- dos los pafses. Queda hecho el depésito que previene la ley n° 11.723. © Todos los derechos de la edicién en castellano reservados por Amorrortu editores S. A., Paraguay 1225, ’ piso (1057) Buenos Aires. La reproduccién total o parcial de este libro en forma idén- tica 0 modificada por cualquier medio mecénico o electréni- 0, incluyendo fotocopia, grabacién o cualquier sistema de almacenamiento y recuperacién de informacién, no autori- zada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilizacién debe ser previamente solicitada. Industria argentina. Made in Argentina ISBN 950-518-182-5 ISBN 0-8039-8933-4, Londres, edicién original ‘Impreso en los Talleres Graficos Color Efe, Paso 192, Avella- neda, provincia de Buenos Aires, en junio de 2001. Indice general 9 Prefacioy agradecimientos 11 Introduccién: una versién retérico-respondiente del construccionismo social 88 Primera parte. Una versién retérico-respondiente del construccionismo social 35 1. El fondo conversacional de la vida social: més alld del representacionalismo 57 2, Localizacién del construccionismo social: conocer sdesde adentro» 81 3. Didlogo y retérica en la construceién de las relaciones sociales 103 Segunda parte. El realismo, lo imaginario y un ‘mundo de acontecimientos 105 4. Los Iimites del realismo 125 5. La vida social y lo imaginario 153. 6. La relatividad lingiiistica en un mundo de acontecimientos 181 Tercera parte. Realidades conversacionales 183 7. En busca de un pasado: reautorfa zerapéutica 202 8. Construcciones reales y falsas en las relaciones interpersonales 224 9. Elgerente como autor préctico: conversaciones para la accién 241 10. La retérica y la recuperacién de la sociedad civil 265 275 279 Epilogo: el construccionismo social retérico- respondiente en forma sumaria Post seriptum, Roy Bhaskar Referencias bibliogréficas Prefacio y agradecimientos Si bien su propésito es dar voz a muchos temas abarca- dos en las demas obras de esta serie dedicada al construc- cionismo social,* este libro va, no obstante, un poco mas alla: intenta describir los rasgos decisivos del mundo los mundos conversacionales dentro de los cuales reside nues- tro ser. Pues la conversacién no es sélo wna de las muchas actividades que desarrollamos en el mundo. Por el contra- rrio, nos constituimos y constituimos nuestros mundos en la actividad conversacional. Esta es fundante para nosotros. ‘Compone el fondo, cominmente ignorado, en el cual arraiga nuestra vida. Pero no es forzoso que siga siendo asi. Porque desde dentro de nuestras propias actividades conversacio- nales podemos llamar la atencién acerca de algunos de sus rasgos de decisiva importancia, que de otro modo nos pasa- rfan inadvertidos. Podemos, pues, llegar a captar aspectos de su naturaleza a través de nuestra propia habla, aun cuando, en teoria, nos esta negada una visin de ella como totalidad. En tanto que la introduccién, el epflogo y los capitulos 1, 2y 3 fuoron eseritos especialmente para asto volumen, loo demas capitulos se tomaron de las fuentes que se indican a continuacién. Capitulo 4: «Underlabourers for science, or “tool-makers” for society?», History of the Human Sciences, 8, pags. 443-57, 1990; capftulo 5: «El papel de lo imaginario en la construecién de la vida social», en T: Thaiiez, ed., El co- nocimiento de la realidad social, Barcelona: Sendai Edicio- nes, 1989; capitulo 6: «Speaking practically: Whorf, the for- mative function of communication, and knowing of the third kind», en R. Rosnow y M. Georgoudi, eds., Contextua- * Se hace referencia aqui a la serie «Inquiries in social constructions Londres: Sage Publications), dirigida por Kenneth J. Gergen y el propio John Shotter, en la que se publics originariamente este libro. WV. del Z.) lism and Understanding in the Behavioural Sciences, Nue- va York: Praeger, 1986; capitulo 7: «Consultant re-author- ing: the “making” and “finding” of narrative constructions», Human Systems, 2, pags. 105-19, 1991, capitulo 8: «Paper for the Don Bannister Memorial Conference: Metaphors in and Paychotherapy>, Londres, octubre de 1988, Insti- ‘tute of Group Analysis; capitulo 9: «The manager as author: a thetorical-responsive, social constructionist approach to social-organizational problems», comunicacién lefda en la conferencia de la Hochlschule St: Gallen sobre Social-Orga- nizational Theory: From Methodological Individualism to Relational Formulations, 1990; capttulo 10: «Rhetoric and the recovery of civil society», Economy & Society, 18, pags. 149-66, 1989. Agradezco a los editores y a los compiladores haberme permitido utilizar esos articulos. Aunque en su mayor parte estos trabajos han sido reelaborados y adapta- dos para este libro, sélo se eliminaron las repeticiones don- de el sentido lo permitia. Deseo agradecer, por tiltimo, la ayuda y la célida amistad de Kenneth J. Gergen, con quien ‘comparto la direccién de la serie en la que aparece esta obra. 10 Introduccién: una versi6n ret6rico- respondiente del construccionismo social «La realidad humana primaria son personas en conver- sacién», Harré, 1983, pag. 58 «Fluye la conversacién, la utilizaci6n y la interpretacion de las palabras, y sélo en su transcurso tienen estas significa- do». Wittgenstein, 1981, n° 135 «La conversacién, entendida con suficiente amplitud, es la forma de las transacciones humanas en general». ‘MacIntyre, 1981, pag. 197 «Si consideramos el saber, no como la posesién de una esen- cia que ha de ser descripta por los cientificos 0 por los filéso- fos, sino mas bien como un derecho a creer, segiin los criterios ‘actuales estamos entonces bien encaminados para ver en la conversacién el contexto ultimo en el que debe entenderse el conocimienton. Rorty, 1980, pag. 389 ‘Lo que hablamos (y lo que escribimos) sobre el habla co- mienza a tomar un giro dialégico o conversacional. En lugar de dar por sentado que entendemos el discurso de otra per- sona captando simplemente las ideas internas que al pare- cer puso en sus palabras, esa imagen de muestro entendi- miento mutuo empieza a ser vista como la excepcién y no como la regla. Segiin advertimos, la mayorfa de las veces no centendemos del todo lo que la otra persona dice. De hecho, uw en la préctica el entendimiento comin, si realmente lo hay, se produce sélo de vez en cuando. ¥ en tal caso, se produce al someter a prueba y verificar los dichos del otro mediante preguntas, objeciones, reformulaciones, reelaboraciones, ete. Pues en la practica el entendimiento comuti es objeto de un desarrollo o una negociacién por parte de los participan- tes a lo largo de un determinado lapso, durante una conver- sacién (Garfinkel, 1967). Pero si lo que las personas hacen noes simplemente poner sus ideas en palabras, ;qué suelen. hacer cuando hablan? Ante todo, segtin parece, responden a Jas expresiones del otro en un intento por enlazar sus activi- dades précticas con las de quienes estan a su alrededor; yen tales intentos por coordinar sus actividades, construyen re- laciones sociales de una u otra especie (Mills, 1940). El ca- récter de estas relaciones conversacionalmente desarrolla- das y en desarrollo, y los acontecimientos que se producen en su seno, empiezan a considerarse de mayor importancia que las ideas compartidas que podrian (o no) suscitar, y esto porque lo que se habla cobra significado en el contexto dina- micamente sostenido de esas relaciones construidas de ma- nera activa. Por consiguiente, en lugar de centrarnos de in- mediato en la forma en que los individuos llegan a conocer Jos objetos y las entidades del mundo que los rodea, comen- zamos a interesarnos mas en cémo crean y mantienen, pri- mero, determinadas formas de relacionarse entre si en su platica, y después, a partir de esas formas de hablar, entien- den sus circunstancias. 'Y ello porque si bien las circunstancias pueden permane- cer nuterialmente iguales en todo momento, cl modo en que las entendemos, lo que seleceionamos como objeto de nues- tra atencién o nuestra accién, la forma en que reunimos acontecimientos dispersos en el espacio y el tiempo y les atribuimos un significado, dependen en gran medida de nuestro uso del Jenguaje. Dicho de otra manera: en lugar de entender nuestras ideas y pensamientos como si se nos presentaran viswalmente, al modo en que vemos los objetos circunscriptos y materiales en un instante, empezamos a hablar de ellos como si tuvieran mas bien la calidad de una secuencia extensa de érdenes o de instrucciones acerea de ‘e6mo actuar. En realidad, como sostendremos més adelan- te, es como si tales érdenes o instrucciones nos fueran pre- sentadas dialégica o conversacionalmente por la voz de otro, 12 tuna voz que responde a cada fase de nuestra accién indicn- donos el rasgo al que a continuacién debemos prestar aten- cién (véase la Primera parte). Asi, en lugar de hacerlo me- diante metéforas visuales y oculares, Ilegamos a entender Jo que decimos mediante metéforas tomadas del smbito del propio discurso, Las relaciones lingiifsticamente construidas y nuestras practicas disciplinarias ‘Acaso podamos advertir la importancia de esas relacio- nes lingiifsticamente construidas si consideramos, para em- ppezar, un caso extremo: lo que ocurre en determinado mo- mento de una relacién cuando una persona le dice ala otra, «te quiero». Al margen de su funcién como enunciacién de ‘un hecho, una afirmacién de ese tipo (si la ctra persona res- ponde alla de manera apropiada) puede cumplir la funcién de reconstituir por entero el cardcter de la relacién del ha- blante con la persona a la que se ditige. En rigor —y esto tie- ne especial importancia—, la modificacién de la relaci6n re- percute sobre el hablante para modificar también su natu- raleza. Pues ahora el hablante no solamente asumiré nue- vas obligaciones (a cambio de nuevos derechos) con respecto ala persona del otro, sino que también cambiaré lo que note y le interese en el otro: se modificarén su sensibilidad mo- yal, su ser mismo, el tipo de persona que es. Si bien el ha- Llante sélo era responsable de tratar de que la pareja pu- siera en marcha la «ereacién» de una nueva forma de su re- lacién, y en ese sentido hizo su revelacién como si cayera del cielo, en otro sentido esta no fue en absoluto inesperada. Ambos actiian en un momento decisivo del contexto cam- biante del desarrollo de su relacién. Por regla general, uno de ellos habra advertido determinadas tendencias incipien- tes en la relacién mutua: el otro puede haber pasado més tiempo del habitual mirdndolo, o desconcertarse por su pre- sencia, etc. Y el hablante decidié que cuando la situacién faese la adecuada —cuando se encontrase en una posicién interactiva apropiada con respecto al otro, y en el momento interactivo oportuno—, se arriesgaria a hacer su declara- cién. Puesto que, a no ser que la empresa entera se desbara- 13 te, su significado, su significado singular para las personas en cuestiOn, sera manifiesto en el curso de la actividad en la que aparece. Fl poder de la frase «te quiero» —su poder de modificar todo el cardcter del flujo futuro de una actividad esencialmente conversacional de los interlo¢utores— se deduciré s6lo en muy pequefia medida de las palabras mis- mas. La tinica funcién de estas consistira en establecer una diferencia decisiva en un momento decisivo, que resulta de Ia historia de su fluir hasta entonces; su significado estriba sobre todo en su uso en ese momento. Pero para usarlas asi hace falta juicio; de ahi los sentimientos de aprensién y de riesgo que experimenta el hablante. Con todo, si se la conduce bien, la «declaracién de amor» hace que entre ambos se cree una relacién de un tipo ente- ramente nuevo, desde cuyo interior se pone de manifiesto ‘un nuevo tipo de «realidad», puesto que quienes estn ena- morados atribuyen una significacién muy diferente aun a Jas més leves tendencias de las acciones del otro: el amante se extasia ante la persona amada, encontrando en ella una fuente de «originalidad constantemente imprevista» (Bar- thes, 1983, pag. 34). Porque estar enamorados es més que ser sélo amigos. Su caracteristica distintiva es hacernos sentir repentinamente presa de pasiones que nos arran- can del curso mundano de la vida cotidiana y nos transpor- tan a otra realidad, una realidad especial en la cual las co- sas acontecen de manera al parecer extraordinaria. Por eso, asf como «el mundo del hombre dichoso es diferente del mundo del hombre desdichado» (Wittgenstein, 1961, obser- vacién n° 6.43), el mundo de quienes estén enamorados © diferente del mundo de quienes no lo estén: a) unos y otros se gobiernan (o no) de una manera diferente; 6) tienen expectativas diferentes, advierten cosas diferentes y tienen motivos diferentes en su relacién reciproca; e) también se valen de medios diferentes para juzgar el valor del otro. Es decir, son diferentes en su forma de ser. Y en el marco de es- te nuevo contexto, de esta nueva estructura de sentimien- tos, las personas en cuestién juzgan que determinados actos son apropiados o inapropiados. Por tanto, como resultado de sus declaraciones reciprocas de amor (en el supuesto de que la declaracién inicial haya sido correspondida), esperarén el ‘uno del otro cosas distintas en el futuro. Si toman en serio sus enunciados y les importan sus consecuencias (morales), 4 ahora contarén, por ejemplo, con no quedarse muchas veces solos mientras ¢l otro sale con otros amigos, etc. Ciertamen- te, los hablantes que no cumplen con los compromisos mo- rales implicitos en sus declaraciones pueden sentirse aver- gonzados cuando los destinatarios de estas les enrostran ese hecho. ‘Aunque acaso no sean tan intensas desde el punto de vista emocional, ni tan excluyentes de los demds, muchas de nuestras restantes actividades de la vida cotidiana se de- senvuelven en el contexto de tales relaciones conversa- cionalmente establecidas. Algunas son fugaces; otras, mas duraderas. Algunas son més abiertas y desordenadas que otras; las conversaciones entre amigos tienen menos res- trieciones que las que mantenemos con el fin de concretar algtin «negocio»; en determinados contextcs —oficinas, em- presas, ambientes burocraticos, establecimientos educati- ‘vos, ete.—, el conocimiento del debido orden de la platica es, parte de nuestra competencia social como adultos. En ver- dad, nuestro discurso tiene una capacidad tan grande de afectar nuestras relaciones con los demds que determina- das formas de hablar asumen una forma «oficial» 0 «sacro- santa, y quien habla «en contra» de ellas, por decirlo de este modo, recibe una sancién. Asi, en muchos Ambitos atin se considera ofensiva la afirmacién de Nietzsche de que «Dios hha muerto». ¥, desde luego, en los Estados Unidos ese no es ‘un aspecto obvio del mundo cotidiano al que uno pueda re- currir para oponerse a algunas de las politicas sociales ac- ‘tualmente aplicadas por las legislaturas estaduales some- tidas al control de la derecha cristiana. En el seno de tales grupos, el discurso que socava las formas «bésicas» de ha- blar que emplean para relacionarse entre si genera gran- des susceptibilidades. El discurso que desdibuja los limites entre las categorias que aplicamos a las cosas del mundo nos» desdibuja, atenta contra la estabilidad del tipo de ser que nos atribuimos y contra la forma de los deseos, impulsos y necesidades que tenemos; ese discurso es, por tanto, peli- groso (Douglas, 1966). No es facil poner en tela de juicio 0 modificar nuestras formas «bésicas» de hablar.! 1 Bn buena parte la emocién no se asocia tanto exn el uso de nuestras formas «bésicass de hablar cuanto eon el hecho de mantenerlas en vi- {gencia. Nos conmovemoe en las épocas en que se intenta modificarlas en algsin sentido, Ast, eomo observa Foucault (1972, pag, 216), aunque el 15 En Occidente son muchas las cosas que damos por senta- das en el discurso préctico y cotidiano sobre nosotros mis- mos. ¥ en nuestras formas tradicionales de introspeccién y de examen de la naturaleza de nuestra vida social cotidia- na en los terrenos de la psicologia y la sociologia, hemos codificado esas formas «bésicas» de hablar en una serie de supuestos explicitos; por ejemplo, entendemos que somos individuos autosuficientes, con una mente que contiene srepresentaciones mentales internas» de posibles circuns- tancias «externas», y que nos hallamos ante otros indivi- duos similares y un trasfondo social y natural que carece de esa capacidad cognitiva (Sampson, 1985, 1988). En verdad, tal forma de concebirnos esté tan «incorporada» que es dificil, en las conversaciones cotidianas, hablar inteligible- mente de nosotros mismos —y por tanto imaginarnos— de cualquier otra manera. En realidad, nos aferramos recipro- camente a esas formas de hablar; hacerlo de otra manera se considera un tanto extrafio; es como si uno no supiera bien qué significa ser una persona normal. Esa es la fuente de nuestra suposicién de que entender una cosa quiere decir «tener en la cabeza algo asf como una imagen de ella». ¥ cuando, antes de vernos ante el problema de intentar expli- carlo como un proceso psicolégico, nos enfrentamos con el de decir qué «es» entender, nos decimos que asi es como «tiene que» ser: {de qué otro modo podria ser? Con todo, como se- fiala el antropélogo Geertz (1975, pag. 49) respecto de toda esta concepcién que tenemos de nosotros mismos, «por in- corregible que pueda parecernos, [es] una idea bastante peculiar en el contexto de las culturas del mundo». Otros pueblos parecen haber creado formas muy diferentes de explicarse unos a otros: como informa Lienhardt (1961, pag. 149) sobre los dinka, por ejemplo, estos carecen aparente- mente de «una entidad interna [como la “mente”] que, si se piensa bien, parezca situarse entre el yo que experimenta en cualquier momento dado y lo que es o ha sido una in- discurso no parece ser una actividad muy poderosa en sf misma, -las prohibiciones que lo rodean pronto revelan sus vinculas con el poder y con Ja descabilided (-..) el diseurso no es simplemente el medio que pone de manifiesto —o disimula—~ el deseo; es también el objeto de deseo. De igual ‘modo, los historiadores nos han inculeado constantemente que el discurso ‘no ea la mera verbalizacién de conflictesy sistemas de dominacién, sino el ‘objeto mismo de los conflictos del hombres 16 fluencia exterior ejercida sobre ese yor. {Podria ser que nuestra forma de hablar sobre la gente como si tuviera esta~ dos mentales internos y siempre entendiera las cosas en tér- minos de estos fuera menos universal de lo que creemos? ‘Sin embargo, para nosotros, tal como hemos visto, esa forma de hablar es «basica». Surge de toda una serie de précticas cotidianas, hasta cierto punto interrelacionadas, segiin las cuales vivimos y entendemos nuestra vida en co- mtn. Por tanto, aun cuando puedan proponerse nuevas for- mas de hablar, se suscitarén dificultades, a no ser que se descubra una manera de adaptarlas a las va existentes. En este sentido, para nosotros, como académicos de profesién, revisten particular interés las relaciones interdisciplinarias ‘que mantenemos con nuestros colegas. Aunque en el pasado nos acostumbramos a imaginar que nuestras disciplinas es- taban consagradas a un conocimiento desapasionado, resul- ta claro que, por asi decirlo, las cosas s6lo funcionan de ese modo en el centro de ellas. Quienes actian alli, quienes han aprobado sus exémenes, quienes no solamente saben basar- se en determinados significados ya fijados dentro de un or- den de significados, sino también rechazar eriticamente to- dos los que no resultan apropiados, hallan un mundo orde- nado y apacible, en el que todas las cosas estén en su lugar. Pero como observa Foucault (1972, pag. 223), en los limites, como lo saben por experiencia propia quienes estén en los mérgenes de las disciplinas, hay toda una gama de précti- cas de exclusién orientadas a conservar la naturaleza limi- tada y ordenada de su objeto. «Dentro de sus limites, toda disciplina reconoce proposiciones verdaderas y falsas, pero rechaza toda una teratologia del aprendizaje». Asi ha ocu- rrido en la historia de la psicologia (Danziger, 1990). En ella, cada nuevo enfoque tuvo que ingresar luchando desde Jos margenes hasta hallar un lugar en el centro. Puesto que para quienes ahora se sitian en él, los nuevos enfoques pue- den parecerse a peligrosos monstruos que merodean en tor- no de los limites externos de la disciplina, empefiados, si se les permite entrar, en destruir todo el orden que ha logra- do establecerse en su seno. Asi, como amigos a punto de ser amantes, {podemos (0 debemos) arriesgarnos a dar a nues- tras relaciones disciplinarias un nuevo fundamento? Sibien experimentariamos tal vez lo que antes jams experimenta- mos, es muy posible que perdiéramos también las bases de Ww todos los logros alcanzados hasta ahora. Pero, lo mismo que Jos enamorados de que antes hablébamos, acaso el riesgo no sea tan grande como tememos. Quizé sélo se nos exija que reconozeamos lo que ya hacemos en nuestras relaciones mutuas: reconocernos y vernos en accién alli donde antes suponiamos que debia haber «mecanismos» fuera de nues- tro gobierno. Cual es el tema de este libro En el intento de hacerlo y reorientar nuestra atencién, como antes lo sefialamos, dejaremos de concentrarnos en la forma en que entendemos los objetos para poner en el nii- cleo del anélisis nuestra comprensién reeiproca: el interés pasard asi de la epistemologia a la hermenéutica préctica (Shotter, 1984). Y al centrarse en el uso que se hace de de- terminadas formas de hablar para construir diferentes ti pos de relaciones sociales, este libro abordara una versién dialégica o conversacional especial del construccionismo so- cial (Coulter, 1979, 1983, 1989; Gergen, 1982, 1985; Harré, 1983, 1986; Shotter, 1984, 19936), versién que he llamado sret6rico-respondiente». Le doy esa denominacién porque mi propésito es sostener que nuestra capacidad, como indi- viduos, de hablar en términos representacionales —esto es, de pintar o describir un estado tinico de cosas (ya sea real 0 no) en la forma en que lo deseemos, independientemente de las influencias del medio—, surge del hecho de quo, fanda- mental y primariamente, hablamos en respuesta a quienes nos rodean. En rigor, parte de lo que tenemos que aprender cuando crecemos, si deseamos que vean que hablamos con autoridad acerea de cuestiones ficticas, es el modo de res- ponder a los demas en caso de que pongan en tela de juicio nuestras afirmaciones. Al hablar, debemos ser conscientes de la posibilidad de que se produzcan esos euestionamien- tos, y poder contestarlos justificando lo que sostenemos. Esa es una de las razones para caracterizarla como una forma ret6rica, antes que referencial, de lenguaje; puesto que mas que pretender describir inicamente un estado de cosas, nuestras formas de hablar pueden «mover» alos demas a la aceién 0 modificar sus percepeiones. ¥ podemos hacerlo —y 18. esta es una segunda razén para lamarla «etérica-— por- que la retorica emplea metaforas que pueden ayudar a una audiencia a «establecer conexiones» entre enunciados del hablante que de otro modo parecerfan deseonectados entre si, esto es, a dar una forma lingiiistica inteligible a senti- mientos 0 tendencias meramente percibidas que comparten los hablantes y su audiencia. Este interés —en los procesos sociales (y éticos) que conlleva la «factura» de dichas cone- xiones— earaeteriza todos los capitulos de este volumen. ‘Antes que en el lenguaje considerado en términos de patro- nes 0 sistemas ya existentes, compuestos por «palabras ya dichas», la versin del construccionismo social examinada aqui se centra en los usos formativos a los que se aplican ‘das palabras en su decir», y en la naturaleza de las «situa- ciones» relacionales que de ese modo se crean entre quienes estén en contacto comunicativo reciproco a través del len- guaje. De tal manera, al hacer hincapié en el habla conversa- cional entre nosotros mismos, enfocamos la atencién en diversos factores de la existencia humana. En lugar de con- centrarnos en los sucesos que se desenvuelven en la dinémi- ca interna de la psique individual (subjetivismo, romanti- cismo y cognitivismo), o en los que afectan las caracteris- ticas ya determinadas del mundo externo (objetivismo, modernismo y conductismo) —los dos polos? de acuerdo con Jos cuales nos hemos concebido en los iiltimos tiempos (Ger- gen, 1991; Taylor, 1989; Volosinoy, 1973)—, en el construc- cionismo social prestamos atencién a acontecimientos ocu- rridos dentro del flujo contingente de interaccién comuni- cativa continua entre los seres humanos. En el pasado, el interés en uno u otro de los polos sefialados —asi como un impulso iluminista a producir sistemas tinicos y unificados de conocimiento— dio lugar a la ambicién de situar un mun- do més all deo social y lo hist6rico, y alos intentos de des- cubrir ese mundo, ya fuera en lo profundo de la supuesta naturaleza orgénica o psiquica del individuo o, acaso, en sis- temas o principios abstractos mas amplios a los que el indi- viduo presuntamente estaba sujeto. Como resultado de ello, 2 Expresarse asf es, por cierto, simplifcar bastants, puesto que entre e508 dos polos hay infhuencias y préstamos, al punto de que, en el terre- zno de Ia peicologi, todas las teorias contienen axpectos de una y otra ten- dencia 19 hasta hace poco quedé en segundo plano esta tercera esfera de actividad difusa, sensorial o afectiva,? este desordenado alboroto o bullicio* de la vida social de todos los dias, ala. pera de una dilucidacién en términos de principios ahist ‘cos, atin por descubrir, de la mente o del munds. Segtin s0s- tendré, es en ese flujo de actividades y practicas respondien- tes y relacionales —una esfera de actividad que en otro lu- gar Ilamé «accién conjunta» (Shotter, 1984; se lo presenta con mas detalle en el capitulo 1)— donde se originan y se forman® todas las restantes dimensiones socialmente signi- ficativas de la interaccién interpersonal, con los modos de ser subjetivo u objetivo asociados a ellas. Concebir de este modo nuestras capacidades cogniti- vas —como si se formaran en lo que hacemos y decimos, y no como fuentes ya existentes y bien constituidas de nuestras aceiones y nuestros enunciados— es, como lo ha sefialado recientemente Harré (1992a), contribuir a una «segunda revolucién cognitiva», que da «an giro discursivo» (por ejem- plo, Edwards y Potter, 1992). Mientras que la primera fue iniciada publicamente en Harvard en la década de 1960 por 4J.S. Bruner y George Miller, y en gran medida estaba en la Tinea (cuando la examinamos retrospectivamente) de la orientacién instrumental, individualista, sistemstica, uni- taria, ahistérica y representacional del pensamiento domi- 8 Pienso aquf en Ia primera tosis de Marx sobre Feuerbach, segtin la cal -In principal deficiencia de todos los materialismos existentes hasta, ‘shora incluido el de Feuerbach) es que la cosa, la realidad, la sensibilidad, ‘se conciben a6locon la forma del objeto o dela contemplacin, pero n0 come préctica, actividad humana sencorial, no subjetivamentes (Marx y En- ‘els, 1977, pg. 120. ‘“Alboroto-y bulliciox son términos empleados por Wittgenstein (1980, 11, n's 625, 626, 629) para indicar el cardcter indefinido del marco que dctermina nuestras respuestas a lo que experimentamos, y sein el cual Jusgames los acontecimientos de nuestra vida cotidiana, P's interesante en este sentido lo que sefala Toulmin (19824, pA. 64) ‘acerca de In genealogta de la palabra sconciencias: -Etimolégicamente, el término “conciencia” es, por supuesto, una palabra relacionada con el ‘conocimiento, Lo pone de manifiesto la forma latina —sei— ineerta en me ‘do de ella. Pero jqué diremos del prefijo con- que la precede? La respucs- ta se obtiene facilmente si se considera el uso del Lermino en el derecho romano, Dos o més agentes que acttian juntos —que tienen una intencién ‘comin, han trazado un plan y han eoncertado gus acciones— son, como reaultado de ello, conscientes. Actian como lo hacen porque cada uno de ‘llas conoce los planes del otro: actian conociendo juntos» 20 nante en la época, esta segunda revolucién ha sido un de- sarrollo mucho mas marginal, producido no solamente en Jos bordes de la psicologia (Berger y Luckman, 1966; Coul- ter, 1979; Gergen, 1985; Harré, 1983, 1986; Shotter, 1975, 11964), sino también en los limites de muchas otras discipli- nas, especialmente la teorfa literaria y la antropologia. Este desarrollo tiende a destacar los aspectos posticos y retéri- 05, sociales e histéricos, plurales, asf como los respondie: tes y sensoriales del uso del lenguaje, intereses que la pri- ‘mera revolucién cognitiva dejé en un segundo plano. Pero, segtin veremos, al adoptar una concepeién dial6gica y argu- mentativa del ineremento del conocimiento, y no una po- sicién eliminatoria, neodarwiniana y monologica, no se suprimen ni se subordinan del todo los anteriores intereses del cognitivismo —el instrumental, el sistematico, ete—, ‘que atin conservan una «voz» en el didlogo. Pero que ahora no es tan intensa como para silenciar la voz de esos otros in- tereses. Hasta aqui, esos otros aspectos més respondientes y poéticos del uso del lenguaje no fueron para nosotros tan ‘silenciosos» como «invisibles» (seguin la terminologia hoy més preponderante de las metéforas visuales). Como adul- tos modernos, autoconscientes y auténomes (y en especial como investigadores y académicos), estamos muy familiari- ‘zados con la eapacidad de usar nuestro lenguaje de manera referencial y representacional para hablar (0 escribir) a nuestro antojo sobre «cosas» y «estados de cosasv: ya sea que Jas «cosas» en cuestién estén en el mundo o en nuestra cabe- za, ya sea que existan realmente 0 s6lo sean ficticias, ya sea (que haya ono alguien que nos escuche (o nos lea). Como in- dividuos adultos, hemos estimado que esa funcién referen- cial y representacional es la funcién primaria de nuestro Jenguaje. Pero en el construccionismo social, todo lo que po- driamos denominar las dimensiones persona-mundo, refe- renciales y representacionales de la interaccién a las que po- demos acveder en el momento como individuos —todas las formas conocidas de que ya disponemos para hablar de no- sotros mismos, de nuestro(s) mundo(s) y de sus posibles re- laciones, que en el pasado consideramos primarias en algtin sentido pueden ser vistas ahora, segtin sostenemos, como secundarias y derivadas, surgidas del fondo cotidiano y con- versacional de nuestra vida. En este aspecto, esa dimensién 21 de la interaccién, en contraste con Ia més conocida dimen- sion representacional, puede lamarse dimensién yo-otro y retorico-respondiente. Alli reside, pues, la especificidad de la versién del construccionismo social debatida en este libro: la concepcién del lenguaje que se ofrece en él es ima concep- cién comunicacional, conversacional o dial6gica, en la que es primordial la comprensién respondiente reciproca entre la gente. Por cierto, podrfa sostenerse que al proceder de esa for~ ma, sensorial y respondiente, las personas actiian en un ni- vel psicolégico més bajo que cuando lo hacen en formas apa- rentemente no tan ligadas a su «situacion». Podria aducirse ‘que en la adultez abandonan esa forma de comportamiento receptiva a la situacién, y pasan a obrar de manera indi dual y auténoma, de acuerdo, ahora, con sus representaci nes mentales internas. Pero aun como adultos que obran enteramente solos, las personas siguen enfrentandose con Ja tarea de hacer que su accién sea pertinente, si no para la situacién conversacional inmediata en la que se encuen- tran, para la «situacién social, cultural, histérica y politica en la que «imaginan» estar. Y, una vez més, su tarea es juz- gar de manera respondiente (y responsable), con inteligen- cia (y legitimidad), cémo hacer que sus respuestas se adap- ten debidamente a las exigencias de esa situacién. En cuyo aso, reiterémoslo, la actividad conjunta entre ellos y su situacién socialmente (y lingifsticamente) constituida, y no ellos por sf solos, es la que «estructura» lo que hacen o dicen. Es como si tuviéramos que adecuarnos a una realidad obje- tiva que existiese independientemente de todos los indi duos en cuestion: pero tenemos que adecuarnos a ella, noen raz6n de su configuracién material, sino porque moralmen- ze todos nos exigimos, de manera reciproca, adaptarnos a Jas «situaciones» que surgen entre nosotros. Ellas son como una tercera entidad existente entre nosotros y quienes nos rodean. Por eso, como individuos, puede parecernos que tales situaciones constituyen un mundo «externo» de algtin tipo, algo que est en el otro extremo de la dimensién «per- sona-mundor de la interaccién que antes mencioné. Sin embargo, esas situaciones no son externas a «nosotros» como grupo social. Al no ser ni «mfas» ni «tuyas», constitu- yen una Otredad que es «nuestra», que es nuestra forma 22 peculiar de Otredad. ¥ desde el interior de esa Otredad® tenemos que distinguir, lenta y gradualmente, entre lo que se debe y lo que no se debe a nuestras relaciones mutuas: la tarea de distinguir lo que depende de los rasgos de nuestra habla de lo que es independiente de ella. Esa tarea seré difi- cily politicamente discutida; pero es claro que hasta ahora se la ha ignorado. Como algunos advertirén, hablar asf de «otros» y de . La actividad mental debe estudiarse de otra manera: como una actividad situada, de moral pric- tica, y conjunta. Pero la naturaleza de tal actividad nos resulta enigma- tica y extrafia; no estamos acostumbrados a hablar de las situaciones desde cuyo interior actuamos como realidades primordialmente intralingitisticas; no estamos acostum- brados a aceptar que s6lo establecemos contacto con los as~ pectos del mundo que son independientes de nosotros desde el interior de ellas, mediante los recursos que nos proporcio- nan. En un esfuerzo por mostrar cémo podria ser su natura- leza antes de que nos ingenidramos para imponerles un or- den inteligible, a fin de captar la naturaleza plural, cam- biante, incompleta y discutida de tales realidades (de fon- do), intento, en el capitulo 2, situar el construccionismo so- cial en un mundo de actividades y de acontecimientos (en Ingar del acostumbrado mundo de cosas y sustancias). Y sostengo que esas realidades conversacionales, y las tradi- ciones dialégicas de argumentacién contenidas en ellas, de- ben encarnar una forma no sistemitica y bilateral de cono- cimiento —un lamado sentido comtin (sensus communis) dilemético— que proporciona a quienes viven dentro de ellas un recurso préctico y flexible, para emplear en su sos- tenimiento y en su «desarrollo». En el capitulo 3 exploro los procesos dial6gicos y ret6ricos que producen y reproducen dicho sensus communis dilemético y las tradiciones de argu- mentacién que él sostiene, para pasar a mostrar parte de lo que implica empezar a realizar la investigacién psicol6gica desde dentro de un contexto semejante, como empresa dia- logica antes que monolégica. Afirmo asimismo que su fun- 26 amentacién en un sentido comin bilateral proporciona, sin predeterminar el resultado de los argumentos de las personas, una base comiin suficiente para que todas elas sepan que al menos intervienen en el mismo argumento, con lo que se evita la acusacién de que una postura cons- truccionista social conduce ineludiblemente a un relativis- mo del «todo vale. Si esta situada o «enraizada» en el fondo conversacional de la vida cotidiana, no es entonces mas re- lativista que cualquiera de los marcos sistemsticos formula- dos en las ciencias particulares; ni sus afirmaciones, ni las de los partidarios del construccionismo social, pueden ir mas all de los limites de nuestras capacidades de compren- sién, forjadas en nosotros por las tradiciones de argumenta- cién de que disponemos en nuestra historia y nuestra cul- tura. En la Segunda parte considero el realismo, lo imaginario y la naturaleza de un mundo de acontecimientos. Quienes ‘todavia mantienen una concepeién no dial6gica y no retori- ca del conocimiento cotidiano y atin creen que este nos pro- porciona un «marco» tedrico monolégico para la interpreta- cién de los acontecimientos, temen el supuesto relativismo intrinseco del construccionismo social. A su juicio, este no muestra ningtin camino para establecer contacto con una crealidad> més alld de un marco de pensamiento. Asi, mu- hos de los que adhieren a una teorfa construccionista social de los procesos sociales, quieren no obstante adoptar una metodologta «realistar (Bhaskar, 1989, 1991; Eagleton, 1991; Greenwood, 1989, 1992; Norris, 1990; Parker, 1992). Pero, en todas sus variedades, el realismo nace del intento de hallar una solucién de principio, sistemdtica y anticipa- da a un dilema bésico que deriva, por una parte, de saber que el simple decir no puede lograrlo, pero, por la otra, de saber que podemos hacer cosas con las palabras. Como aho- ra afirma Harré (1990, pag. 304), la mejor forma de resolver este dilema es un «realismo politico» de acuerdo con el cual «leemos las teorfas no como series de enuneiados verdade- ros 0 falsos, sino como gufas para actos cientificos posibles. Las précticas de manipulacién pueden ser eficaces 0 inefica- ces». Pero politicamente esto suscita un nuevo dilema, que puede reformularse del siguiente modo: a) se intenta resol- ver un dilema como este por anticipado mediante decisiones ‘en principio politicas desde el interior de un sistema de pen- 27 samiento? Y, en ese caso, ide quién es la politica (el sistema te6rico) que debe aceptarse, y con qué «fundamentos»? O bien: 5) {sencillamente aceptamos la existencia de dichos dilemas y estamos de acuerdo en resolverlos, toda vez. que se presenten, en términos de «fundamentos» locales, contex- tuales, sostenidos como tales por los interesados? Y sies asi, {endl es la condicién de los fundamentos en cuestién? Esto fs, a mi entender, lo que est en discusién en los argumen- tos sobre el realismo: ide quién —te6ricos o profesionales (de la reflexién)— es la forma «bésica» de hablar que ha de dominar? Opto por la segunda posibilidad. Segiin lo veo, no hay en el mundo ningtin orden de cosas preestablecido; los érdenes que haya en é! son construidos y sostenidos por el hombre, Asf, en el capitulo 4—en el que examino criticamente la in- fluyente versin de Bhaskar de un «realismo cientifico o eri- tico-— intento poner de manifiesto algunas de las cuestio- nes politicas contenidas en afirmaciones como la de Bhas- kar: que en efecto hay érdenes preexistentes. Planteo alli cuestiones que tienen que ver, por ejemplo, con lo siguiente: 4@) los fil6sofos, los psicélogos 0 los tedricos sociales, jdeben. ser «peones de los cientificos» 0 «fabricantes de herramien- tas para la sociedad en generab?, y 6) qué se encierra en el hecho de que los grupos de elite resuelvan dilemas en forma tedrica, antes de tiempo y previamente a su resolucién, me- nos formal, en arenas de naturaleza mas publica de la socie- dad civil? Alrechazar el realismo, rechazo la idea de que es posible doccubrir «fundamentos», «normas» 0 «limites» indiscuti- bles de acuerdo con los cuales puedan juzgarse nuestras pretensiones de verdad. Sin embargo no deseo, por supues- to, Hegar al extremo de decir que en la medida en que se pueda contar una buena historia que le sirva de apoyo, «to- do vale». Una vez més, puede hallarse la clave para resolver este dilema si se lo sitda en el seno de una comunidad. Se transforma entonces en el dilema de distinguir, desde el in- terior de la comunidad, entre lo que para nosotros son posi- bilidades «reales» y posibilidades ficticias», habida cuenta de quiénes somos culturalmente para nosotros mismos. En el capitulo 5 examino esta cuestiGn en términos del concepto de «lo imaginario». Este concepto nos provee de los recursos ‘que necesitamos para hablar de las entidades «politicas» 28 que atin no existen del todo —pero que tampeco son del todo ficticias—, de acuerdo con las cuales organizamos y susten- tamos retéricamente nuestras relaciones sociales. En un principio, la existencia de esas entidades politicas reside en su mera «subsistencia» en Io que la gente dice de ellas, pero —en la medida en que nuevas formas de hablar tienden a «construir» nuevas formas de relacién social— empiezan a asumir una existencia mas «real» (moralmente intransi- gente) cuanto mas se habla «des ellas, y dan arigen a nuevas, instituciones y estructuras sociales. Un proceso manifesta do en la psicologia, por ejemplo, con el paso de una perspec- tiva conduetista a una cognitivista que se inici6 entre fines de la década de 1950 y comienzos de la de 1960; 0 que moto- rriza esos procesos de cambio no gon nuevos descubrimientos sobre la verdadera naturaleza empirica de las cosas, sino la modificacién de los intereses de las personas. Su existencia recién empieza a desvanecerse nuevamente cuando dejan de aportar el tipo de conocimiento necesario para compren- der actividades sociales de importancia: cuando las formas cientificas individualistas de conocimiento, populares en los, mereados desregulados de la década de 1980, ya no parecen fancionar en las comunidades socialmente fragmentadas de Ia década de 1990. En un intento de captar la naturaleza de un mundo donde los «acontecimientos» cobran vida y la pierden de distintas maneras —muy diferente de un mundo de objetos de existencia constante—, en el capitulo 6 exami no la obra de Whorf y reintroduzeo su principio de la relat vidad lingziistica, para mostrar que, victima de s{ misma, esta ha sida lofda a interpretada como una doctrina me- ramente sintéetica. Bn la lectura que propango puede vér- sela como una doctrina que ofrece una amplia gama de de- mostraciones, vitiles para el construccionismo social, del modo en que las formas de hablar pueden actuar en la cons- truccién de formas de realidad y de sus formas interrela- cionadas de individualidad muy diferentes de las nuestras. Por tiltimo, tras haber proporcionado en la Primera par- te un instrumental de dispositivos retoricos y en la Segun- da una relacién general de los contextos en que podrian aplicarse, en la Tercera parte me propongo estudiar algunos de los resultados de su aplicacién en distintas esferas espe- ales. El tema conductor que enlaza todos esos estudios se refiere a las dificultades que se plantean cuando los indivi- 29 duos intentan entender la vida de las personas (inchuida la propia) desde un marco ordenado. Puesto que el hecho de que modelemos o hagamos modelar nuestra vida de acuerdo con un tinico orden preexistente significa ignorar la necesi- dad siempre presente de responder a las acciohes de quie- nes nos rodean, de una manera que «encaje» con nuestras circunstancias singulares y conforme al uso particular que hacemos de los recursos que socialmente estan a nuestro al- cance. Ya sea el orden previo un orden sistematico y mecéni- 0.0 uno mucho mas rico, no sistematico y narrativo, el caso es el mismo; se impone a los individuos un orden previo que no les permite enunciar sus actividades de acuerdo con su propia situacién singular. Asf, se sienten «entrampados», impedidos de actuar segtin sus necesidades. En el capitulo 7 ‘examino el caso de Ronald Fraser, un historiador oral que se refiere a las trampas que lo encierran en su propio pasado. Considero alli las formas respondientes de comunicacién obrantes en su psicoandlisis, donde son mas los «sentimien- tos» que las «ideas» los que dan forma a lo que se dice. Fra- ser empieza a salir de su aprisionamiento cuando cae en la cuenta de que su pasado consiste, mas que en una tinica historia fija, en una coleccién de recursos narrativos que le suministraron las personas que lo rodeaban en su nifiez. Al emplearlos advierte que puede transformarse en el autor de su propia infancia en vez-de no ser més que su tema. Los re- cursos estén a su disposicién para que él los emplee como le agrade. En el capitulo 8 prosigo con ese tema: la posibilidad de quedar prisioneres de historias que nosotros mismos hemos forjado. Alli examino, en particular, la urgencia que Freud sintié de construir en el psicoandlisis narraciones causales coherentes que satisficieran la necesidad «cientifica» de lle- gar a explicaciones causales ordenadas. Califico de «falsifi- cadas» las construcciones producidas en tales circunstan- cias, porque si bien pueden, al igual que un billete falso ac- tual de un délar o de una libra, transmitir una perfecta «sensacién de realidad», tienen sin embargo el efecto de apropiarse en forma permanente de un recurso comunitario para un propésito individual: el de imponer un orden prees- tablecido en favor de los especialistas en psicoandlisis. Ade- més, en ese capitulo pongo de manifiesto que la produceién de un orden inteligible en la reflexion, mediante la cons- 30 truccién de una exposicién narrativa, distorsiona con mu- cha frecuencia el cardcter de la situaci6n en la préctica real; completa falsamente como algo consumado y terminado lo que era una circunstancia abierta e inacabada, cuya aper- tura misma « en nuestra vida conversacional cotidiana en comtin, una -urbanidad> que haga posibles las conversacio- nes y los debates constitutivos de la busqueda hidica de esa cultura: y es eso lo que esta politicamente en juego en la ver- in del construccionismo social presentada en este libro, puesto que en nuestro actual individualismo de mercado es una preocupacién al parecer inuitil y arbitraria, 32 Primera parte. Una versi6n retérico- respondiente del construccionismo social 1. El fondo conversacional de la vida social: més allé del representacionalismo «Las ciencias humanas, cuando se ocupan de lo que es la re- presentacién (en forma consciente o inconsciente), tratan como su objeto lo que en realidad es su condieién de posibili- dad (,..) Delo quees dado a ta representacién pasan a lo que Ia hace posible, pero que sigue siendo representacién (...) En el horizonte de toda ciencia humana esta el proyecto de re- cordar a la conciencia del hombre cuales son sus condiciones reales, de devolverla a los contenidos y las formas que le dieron origen y se nos escapan en ella». Foucault, 1970, pag. 364 ‘Uno de los propésitos de la formulacién de una versién ret6rico-respondiente del construccionismo social se corres- ponde con el mencionado por Foucault en ol texto citad puede colocarnos ante las condiciones sociohistéricas y so- cioculturales «reales» de nuestra vida, y hacer eon ello posi- ble la naturaleza actual de nuestras conciencias, donde, desde luego, segtin la concepcién adoptada en este libro, forma parte de su cardcter de condiciones «reales» de nues- tra vida el hecho de que todos los intentos de caracterizarlas sean, por su naturaleza misma, discutidos. Si ese es el caso, debemos dejar de concebir la «realidad» en la que vivimos ‘como si fuera homogénea, la misma en todas partes y para todos. Personas diferentes en posiciones diferentes y en mo- mentos diferentes vivirdn en realidades diferentes. Por tan- to, debemos comenzar a repensarla ahora como diferencia- da, heterogénea y consistente en una serie de regiones y de momentos, cada uno de los cuales tiene propiedades dife- rentes. Podemos comenzar a concebir la realidad social en general como un flujo turbulento de actividad social con- 35 tinua, que comprende en sf dos especies fundamentales de actividad: a) una serie de centros relativamente estables de actividad bien ordenada y autorreproductiva, sostenida por las personas que en ellos son reciprocamente responsables de sus acciones (Mills, 1940; Shotter, 1984), pero cuyas for- mas de justificacién estén abiertas a la discusién (Billig, 1987; Macintyre, 1981); 5) esas diversas regiones 0 momen- tos de orden institucionalizado estan separados entre si por zonas de una actividad mucho més desordenada, inexplica- bley caética. Bs en esas regiones marginales e inexplicables —en los bordes del eaos, lejos de los ordenados centros de la vida social—donde se producen los acontecimientos que nos interesan. ‘A decir verdad, a medida que nos desplazamos desde un mundo moderno hacia un mundo posmoderno para enfren- tarnos con los tiempos en que vivimos, comenzamos a ad- vertir que nuestra realidad suele ser un asunto mucho més desordenado, fragmentado y heterogéneo de lo que antes habiamos creido.t Por tanto, a) si la incertidumbre, la va- guedad y la ambigiiedad son rasgos reales de gran parte del mundo en que vivimos, y 6)1la manera en que en la realizacién de los procesos comunicativos cotidianos y, en particular, en su funcién formativa 0 «modeladora», yen las «resistencias» que hallan ‘en esos procesos.® Por tanto, en estos estudios adopto la posicién de que en un proceso cotidiano que conlleva innu- merables interacciones espontdneas, respondientes, no conscientes de si, pero cuestionadas, sin advertirlo «damos forma» 0 «construimos» entre nosotros, como ya he sefiala- do, no solamente un sentido de nuestras identidades, sino también de nuestros «mundos sociales». O, para decirlo de otra manera, el plano en el que hablamos de lo que conecbi ‘mos como las earacteristicas ordenadas, explicables, mani- fiestamente cognoscibles y controlables, tanto de nosotros mismos (como personas individuales auténomas) cuanto de nuestro mundo, se construye sobre otro plano inferior, en ‘una serie de formas conversacionales inadvertidas, ininten- 5 «La palabra es un acto bilateral. Esta igualmente determinada por aquel a quien pertencce y por aque al que esté destinada (...) es justa- mienteel producto de la relacién ree‘proca entre el hablante y et ayente, en- treel emisor ye receptor. Tada palabra expresa al “uno” en relacién con él “otro”, Me dey unsa configuracign verbal a partir del punto de vista del otro; ‘en ditima instancia, a partir del punto de vista de la comunidad a la que ppertenezcor(Valosinov, 1973, pig. 86). 40 cionales y desordenadas, que implican luchas entre los demas y nosotros. Histéricamente, nos situamos en el plano més ordenado y explicable —manejado de acuerdo con ciertas formas sbasieas» de hablar— para intentar construir y establecer formas adn més ordenadas o institucionalizadas de hablar, esto es, discursos disciplinarios, cuerpos discursivos o de escritura supuestamente «racionales». En él esos discursos son, para decirlo con palabras de Foucault, «précticas que sistematicamente dan forma a los objetos de los que ha- blan» (1972, pag. 49); vale decir que los forman como objetos de contemplacién y debate racional, para establecer de esa, manera los departamentos académicos modernos. Si bien Jas disciplinas académicas modernas —en especial las «ciencias humanas» (Foucault, 1970)— se fandaron como disciplinas —esto es, se establecieron e institucionalizaron, ‘como profesiones— en el optimismo del siglo XIX, las condi- ciones que hicieron posible esta situacién fueron producto dela Hustracién del siglo XVII, y convendra aunque sélo sea enumerar algunas de ellas. La nocién misma de ser ilustra- do —enunciada simplemente como el intento de vivir la vida a la luz de la razén— sostenia que la razén daba a los, individuos la autodeterminacién necesaria para hacer su vida, en vez de que esta fuera determinada por otros que ejercian autoridad sobre ellos. Se traté, en efecto, de un movimiento en el que determi- nado grupo de clase media o alta —conocido como los philo- sophes, el primer grupo secular (y semiprofesional) de inte- lectnales con poder suficiente para desafiar al clero— puso en tela de juicio el derecho de los clérigos a decretar las for- mas de hablar «basicas» de la sociedad. Se crearon nuevas formas seculares de avalar las pretensiones de verdad (Ger- gen, 1989), formas que subvertfan la autoridad tradicional de los sacerdotes. En ellas fueron fundamentales las si- guientes caracteristicas: a) la elaboracién de una forma . Es exe el fondo sobre el cual, como observa Foucault (1970), surgieron las «ciencias humanas» que son la sociolo- fa, la psicologia y las disciplinas dedicadas al andlisis de la literatura y la mitologia. Puesto que en estas disciplinas es- peciales, el «hombre» no es sélo ese ser viviente que tiene una forma peculiar (una fisiolo- gia un tanto especial y una autonomia casi tinica); es ese ser viviente que, desde el interior de la vida a la que pertenece por entero y que atraviesa la totalidad de eu cer, conetituye representaciones mediante las cuales vive y sobre cuya base posee esa extrafia capacidad de representarse precisamente esa vida» (1970, pag. 352). El tema de las ciencias humanas no es —como en definitiva leg6 a resultar obvio con la aparicién de una ciencia cogniti- va, interesada en las representaciones mentales, como are- na fundamental del debate actual, salida a su vez del émbi- to mas heterogéneo de las ciencias de la conducta— el len- guaje como tal, sino determinada forma del ser humano: la que se constituye dentro de un conjunto determinado de dis- cursos establecidos. Donde los discursos en cuestién son, di- gamos, de naturaleza ideol6gica, dado que fueron formula- 42 dos por primera vez por los philosophes (como grupo) de acuerdo con sus intereses, que, aunque ellos esperaban que faeran compartidos por todo el mundo, eran de alguna ma- nera sus propios intereses, puestos en el destronamiento de la historia y las tradiciones. En los capitulos que siguen, mi propésite es, por supues- to, cuestionar las normas que mantienen la vigencia de esos discursos, intentar poner de manifiesto sus orfgenes conver- sacionales més desordenados y mostrar que —en la transi- cién de la conversaci6n cotidiana a la formacién del discur- s0— estuvieron y estsin en juego procesos ideolégicos que obran en beneficio de determinados grupos por encima de La psicologfa como ciencia moral y ne como ciencia natural Si pasamos ahora a la psicologia profesional y académi- ca, podemos comenzar por subrayar que en nuestras «doc- trinas oficiales» (Ryle, 1949) se considera «natural», por asi decirlo, concebirnos como poseedores de algo que lamamos «mente»: un érgano interno secular de pensamiento que me- dia entre nosotros y la realidad externa que nos rodea. Por otra parte, también es «natural» pensar que, como tal, nues- tra mente tiene sus propios principios operativos naturales y susceptibles de ser descubiertos, cuya naturaleza no debe nada a la historia 0 a la sociedad. En consecuencia, la tarea de la psicologia como ciencia natural es, por supuesto, des- cubrir esos principios. De tal modo, en Ia ideologia del mo- mento no hay necesidad de que los psicdloges profesionales. Justifiquen sus proyectos o programas de investigacién; pa- Tecen ser «bviamente> correctos. No obstante, esa concepcién dela «mente es, a mi jui ‘un mito: nuestra forma de hablar de la mente nos leva a ex: perimentarnos como si habléramos acerca de nuestra men- te; esto es, a hablar entre nosotros como si nuestra «mente» existiera como algo real que subyace a nuestra conduct. Mi opini6n, empero, es que no hay ninguna «realidad subya- cente» por descubrir,y la ereencia de que la hay ha levado a la psicologia a muchos errores peligrosos. En esta introduc- 43 cién me propongo examinar s6lo uno de ellos, el que conside- ro més importante y més peligroso: la circunstancia de que no se tome en cuenta el hecho de que en nuestra vida social cotidiana en comin no nos os fil relacionarnos reciproca- mente en formas que sean a /a vez inteligibles (y legitimas) y apropiadas a «nuestras» circunstancias (singulares); y el hecho de que, al menos ocasionalmente, a pesar de eso lo- ‘gremos hacerlo. Si se atiende a los detalles empiricos reales de tales transacciones, se advierte un proceso complejo pero incierto de puesta a prueba y de verificacién, de negociacién de la forma de la relacién segin una amplia gama de cues- tiones esencialmente éticas: cuestiones relacionadas con juicios en materia de solicitud, interés y respeto, acerca de Ja justicia, los derechos, etc. Puesto que en nuestra vida so- cial en comtin el hecho es que todos tenemos que desempe- far un papel en una responsabilidad colectiva superior: la doble tarea de mantener en circulacién la «moneda» comu- nicativa, por asi decirlo, de acuerdo con la cual Hevamos adelante todas nuestras transacciones sociales, y la de de- sarrollarla y actualizarla a fin de hacer frente a los cambios de nuestras circunstancias a medida que se producen. Eso ‘es lo que implica el hecho de que conservemos una civilidad en nuestra existencia social en comin. Pues nuestras for- mas y medios para «entendernos» unos a otros (y unos con otros) no nos han sido dados como una dote «natural» ni subsisten sencillamente de por sf; lo que es posible entre no- sotros es lo que nosotros (0 nuestros predecesores) hemos hecho» posible. Es esta responsabilidad lo que la psicologia modern lu ignorado, y lo que la ha conducido, equivocada- mente, a dar un sustento profesional a la concepcién «de que “yo” puedo seguir siendo “yo” sin “ti’»: una concepcién que, segtin lo mostraré en el capitulo siguiente, hace que la ma- yor parte de nuestra vida social real sea «racionalmente in- Visible», esto es, esté mas alld de la discusién y el debate ra- cionales. Por tanto, disiento de la afirmacién de que la psicologia es «naturalmente» una ciencia biolégica, que para su mane- jo requiere de los métodos de las ciencias naturales, neutra- les desde el punto de vista moral, y sostengo (véanse tam- bién Shotter, 1975, 1984, 19985) que no es una ciencia na- tural sino una ciencia moral, y que esto le confiere un carse- ter enteramente nuevo. El principal cambio introducido es este: abandonar el simple intento de descubrir nuestras na- turalezas supuestamente «naturales», y volearse al estudio del modo en que realmente nos tratamos unos a otros como participantes de las actividades comunicativas de la vida cotidiana, cambio que nos leva a interesarnos en el «hacer», y los procesos de «construccién social» (Harré, 1979, 1983; Gergen, 1982, 1985; Shotter, 1975, 1984, 19938; Shotter y Gergen, 1989). En lo que resta de esta introduecién me pro- pongo hacer, pues, dos cosas: 1) examinar la razén de que estemos tan adheridos (tan «entrampado», en realidad) al mito de una mente «con principios naturales», y a otros mi- tos similares relacionados con sus supuestos «contenidos», tales como las «ideas», las «intenciones», los «deseos, etc., y 2) examinar la naturaleza de un supuesto alternativo de acuerdo con el cual puedan orientarse las investigaciones psicol6gicas, una alternativa que deje tanto espacio a nues- tro chacer» cuanto a nuestros «descubrimientos». Las realidades textuales y los mitos de la mente 4Por qué parecemos estar, por asf decirlo, tan «fijados» a a idea de que, en alguna parte de todos nosotros, debe ha- ber una «mente» que trabaja de acuerdo con ciertos princi- ios sistematicos ya existentes o «naturales y que, median- te los métodos apropiados, seria posible descubrir? Asimis- ‘mo, gpor qué estamos tan vehementemente convencidos de que debe haber una «realidad» tinica y bien ordenada que hay que descubrir detrés de las apariencias, asi como un punto de vista «objetivo» segrin el cual se la puede caracteri- zar? Existen, a mi juicio, dos razones principales, relaciona- das ambas con nuestro interés en los sistemas heredado de Ia lustracién, y que ya hemos esbozado antes. Permitase- me que examine ahora esas razones. ‘Primero: como en parte ya he sefialado, pero ahora debe- mos verlo en detalle, desde los griegos de Ia Antigtiedad Oc- cidente ha crefdo que la «realidad» debe «hallarse detras de las apariencias». Durante largo tiempo se estimé, pues, que en la naturaleza del pensamiento reflexivo o te6rico reside ‘una capacidad especialisima, a saber, la de poder penetrar a través de las formas superficiales de las cosas y de las activi- 45 dades para captar la naturaleza de la «forma de un orden» mas profundo, un orden subyacente del que debe manar de hecho todo el pensamiento y toda la actividad humana. Por eso la sociedad en general ha aceptado que es tarea legitima de determinados grupos especiales de personas—lamados clérigos, después eruditos y ahora fil6sofos, cientificos 0 simplemente intelectuales— intentar enunciar la naturale- za de ese orden més profundo. Pero los problemas que en- frentan son: {dénde hay que encontrar ese orden especial subyacente? {Y cémo se lo puede hacer visible? En un primer momento, en Occidente buscamos sin éxi- to ese orden més profundo en los sistemas religiosos ¥ me~ tafisicos. Pero después, durante la Hustracién, tras haber perdido la fe en «el espfritu de los sistemas», adoptamos en nuestras investigaciones, dice Cassirer (1951, pag. vii), «el espiritu sistematizador». Y en mi opinién todavia es ese el proyecto implieito en la psicologia moderna que hemos he- redado de la Tustracién: la tarea de «descubrir» una serie supuestamente neutral de principios «mentales» subyacen tes en la que, racionalmente, deberéa reposar el resto de la vida. Pocos de nosotros, sin embargo, poseemos atin la con- fianza (la pasién) intelectual o moral para aceptar de buena fe este epitome. Con todo, aunque no podemos renunciar por completo a la creencia en que el esfuerzo de pensar con seriedad las opciones de la vida debe tener algtin valor, nos es dificultoso idear alternativas; seguimos viéndonos como si estuviéramos «entrampados» en un laberinto invisible del que no hay salida: y ello porque en nuestras précticas aca- Aémicas profecionales, tal como se las ejorce en la actuali- dad, esto es, como empresas sistematicas que se desenvuel- ven en mareos légicos, ino la hay! Bato me lleva a la segunda de las dos razones por las que, segtin he sefialado, nos es tan dificil formular versiones al- ternativas inteligibles de nosotros mismos: al cumplir con nuestras responsabilidades como académicos profesionales xy competentes, debemos escribir textos sistemdticos; si no lo hacemos, corremos el riesgo de que se nos considere incom- petentes. Hasta hace poco dimos por sentado que esos tex- tos eran un medio neutral para emplear en la forma que de- sedsemos. Ahora quiero afirmar que eso es un error, y tene- ‘mos que estudiar su influencia. Pero por qué tiene que re- vestir tanta importancia para los psicélogos cientificos la 46 preocupacién por la naturaleza de los artificios literarios y ret6ricos que constituyen la estructura de un texto sistemd- tico y descontextualizado? Porque los te6ricos, al intentar representar la naturale- za abierta, vaga y temporalmente cambiante del mundo ¢o- mo una naturaleza cerrada, bien definida y ordenada, em- plean determinadas estrategias textuales y ret6ricas a fin de construir en el interior de su texto wn conjunto cerrado de referencias intralingitisticas. No han apreciado, sin embar- g0, la naturaleza de los procesos sociales implicados en ese echo. Pero lo cierto es que, al pasar de un uso conversacio- nal corriente del lenguaje a la construecién de un discurso textual sistemético, se pasa del respaldo en los significados particulares, practicos y tinicos, negociados «ahi mismo», con referencia al contexto inmediato, a un respaldo en los lazos con cierto cuerpo de significados ya determinados; un cuerpo de recursos interpretativos especiales que se han inculeado en el lector profesional debidamente formado, a fin de interpretar tales textos.° El hecho de ser capaz de alu- dir a significados ya determinados en esos textos permite que en ellos se reduzca la referencia a lo que wes» y que au- mente, de manera correlativa, la referencia a lo que «podria ser». Pero para poder hablar de ese modo, como participante profesional en un discurso disciplinario, es preciso desarro- llar métodos para justificar, en el curso del habla, las afir~ maciones acerca de lo que «podria ser» como si fuera lo que ‘«es». Gracias al uso de esos artificios retéricos —como la re- ferencia a «métodos especiales de investigacién», «evidencia objetiva», «métodos especiales de prueba». «testimonios independientes», ete.—, quienes son competentes en tales procedimientos pueden construir sus enunciados como senunciados ficticos» y pretender que poseen Ia autoridad de revelar una realidad «verdadera» particular situada de- tras de las apariencias, sin referencia alguna al contexto co- tidiano de sus afirmaciones (véase Dreyfus y Rabinow, 1982, pag. 48). © Como sefiala Foucault (1972, pig. 255), todo diseurso disciptinariofija ‘un ritual que deben obsorvar quienes participan en él «establece los ge ‘tos que hay que realizar ..) establece la significacién eupuesta o impue ta de las p Que se emplean, su efecto en aquellos a quienes 86 dirigen, las limitaciones de su presunta validez. 47 Pero ese proceso puede producir —y para nosotros, en las ciencias sociales, en efecto produce— lo que Ossorio (2981) ha Namado falacias «del hecho ex post facto»: la en} fiosa afirmacién retrospectiva de que, para que los aconteci- mientos presentes sean como son, sus causas tienen que ha- ber sido de un tipo determinado. Entre quienes ya han estu- diado la naturaleza general de esta falacia en relacién con los temas cientificos se cuenta Fleck (1979), que comenta esa naturaleza general de la siguiente manera: forma parte de ella. ‘Esa es la raz6n por la que creo que es importante estudiar la naturaleza real, empirica, de nuestros modos y medios con- versacionales corrientes, cotidianos, no profesionales y no textuales de comprensién compartida; porque son ellos los que, a través del habla, nos «convencen» de nuestras su- puestas «realidades» Acontecimientos en las realidades conversacionales Como ya he sefialado antes, la esencia de la comunica- cién textual es la llamada intertextualidad: el hecho de que, para la construceién de sus significados, recurra al conoci miento que las personas tienen de determinada masa de significados ya formulados; por ese motivo los textos pue- den entenderse sin contextos, esto es, independientemente de los contextos inmediatos ¥ locales. ¥ también por eso, creo, los especialistas pueden quedar atrapados en los siste- mas de pensamiento que ellos mismos han elaborado. Pero, como sefiala Garfinkel (1967), en la conversacién corriente Jas personas se niegan a dejar que los demas entiendan de ‘esa manera lo que hablan. Se desarrolla un significado tni- co y adecuado a la situaci6n y a las personas que estén en ella. Sin embargo, ese significado no es ficil de negociar. Asi —como de hecho todos sabemos por experiencia propia—, en muchos momentos de una conversacién por fuerza suele no ser claro «de qué se esta hablando»; debemos darnos reci- procamente ocasién de contribuir a la produccién de signif cados acordados. En un proceso semejante «el tema del que se habla» se desarrolla s6lo de manera gradual. En verdad, como dice 49 Garfinkel (1967, pag. 40), se trata de un eso. Ignorarlo nos lleva a igno- rar la naturaleza evolutiva, tinica y especialisima de esas si- tuaciones o acontecimientos conversacionales y los derechos de las personas que intervienen en ellos. En realidad, insis- tir en que las palabras tienen significados predeterminados es intentar despojar a las personas de su derecho a tomar parte en el desarrollo de un tema conversacional con los otros y a disponer de su manera individual de hacer esa con- tribucién. Pero lo que esta en juego es aun mas: privar a nuestra propia cultura de las ocasiones 0 de los aconteci- mientos conversacionales en los que se constituye y se re- produce la individualidad de las personas. Es también reemplazar por la autoridad de los textos profesionales para Justificar las pretensiones de verdad (sobre la base de la idea, que ahora comprobamos injustificada, de que nos dan acceso a una realidad extralingitistica independiente), las buenas razones que corrientemente nos damos unos a otros en nuestras conversaciones y debates mas informales. Ahora bien: si no podemos encontrar los fundamentos que necesitamos para una psicologia académica en los escritos de los fil6sofos o las investigaciones de nuestros cientificos, éAénde podremos hallarlos? Los fundamentos de Ja psicologia: gen los principios de la mente o en las realidades conversacionales cotidianas? El paso de una concepcién referencialista y representa- cional del lenguaje a una visién retorico-respondiente com- prende también pasar de un interés descontextualizado en una «psicologia de la mente» tedrica y explicativa a un in- 52 terés «situado» en la «psicologia de las relaciones socio-mo- rales», practica y descriptiva, que he sefialado antes. Puesto que la «mente», como tal, deja de ser una cosa por explicar y se transforma en un artificio retérico, algo de lo que habla- mos en diferentes momentos y con distintos propésitos. ¥ lo que necesitamos son formas de describir eriticamente esos propésitos. Donde entendemos por descripcién critica una descripcién consciente de los sesgos ideolégicos inherentes al discurso normal del momento; esto es, consciente del hecho de que no siempre estamos acertados en nuestras teo- rrias acerca de por qué hablamos de nosotros mismos como lo hhacomos. Sin embargo, un cambio semejante —la adopeién de un enfoque critico practico y descriptive— conlleva un ‘cambio en lo que consideramos los fundamentos de nuestra disciplina. Como sabemos, la tradicién cartesiana hace que nues- tras investigaciones, a fin de que se las considere intelec- tualmente respetables, deban tener su fundamentacién en enunciados proposicionales explicitamente formulados y manifiestamente verdaderos. Y negarlo (como en realidad lo ha hecho Rorty {1980)), parece abrir la puerta al caos del «todo vale». Presuntamente, no habria nada en absoluto en cuyos términos pudieran juzgarse las pretensiones de cono- cimiento. Sin embargo, las cosas sencillamente no son ast. Permitaseme hacer constar una vez. mas lo que me parece un dato empirico innegable que la psicologia concebida co- mo ciencia natural ha ignorado constantemente: el hecho de que nuestra vida diaria no arraiga en los textos escritos on lareflexién contemplativa, sino en el encuentro oral y el dis- curso mutuo. Dicho de otra manera: vivimos nuestra vida social diaria en una atmésfera de conversacién, discusin, argumentacién, negociacién, critica y justificacién; gran parte de ello se refiere a problemas de inteligibilidad y de le- gitimacién de las pretensiones de verdad. Cualquiera que desee negarlo nos pondré de inmediato frente a un ejemplo ‘empirico de su verdad. ¥ es ese «arraigo» de todas nuestras actividades en nuestros compromisos con quienes nos ro- dean lo que impide el caos de un «todo vale». Pero sélo si tenemos un tipo determinado de sentido comiin, un tipo es- pecial de sensibilidad ética adquirida en el curso de nuestro crecimiento desde la nifiez hasta la adultes, relacionada con la percepcién o el sentimiento de lo que quienes nos rodean 53 procuran hacer con sus acciones, estamos calificados para un compromiso semejante. De faltar eso, se nos niega nues- tro derecho a actuar con libertad, nuestra condicién de seres auténomos. Esa percepcién, esos sentimientos (a los que de manera inapropiada se denomina «emociones»}, operan co- mo «pautas» de acuerdo con las cuales se juzga la adecua- cién o la propiedad de nuestras formulaciones mas expl citas. De hecho, me propongo sostener, con Wittgenstein (1980, I, n°s 624-9), que: «, sus «motivos-, sus «necesidades» y sus «deseosr —en sintesis, como habla acerea de sus «mentes»—, omiti- mos tomar en cuenta «los contenidos y las formas que le dan existencia [a esa habla)» (Foucault, 1970, pag. 364). En ella, de acuerdo con la visién del construccionismo social, las per- sonas no hacen referencia a la naturaleza de sus mentes ya existentes, sino que toman parte en un proceso debatido (0 al menos debatible), una tradicién de argumentacién en la que atin luchan por aleanzar la constitucién de su propia estructura mental. En el plano personal, todo el Iéxico de la «menter y de la «actividad mental» suministra una serie de recursos 0 artificios ret6ricos susceptibles de utilizarse en beneficio do eus intereses personales en esa lucha; en tan- to que en el nivel social, es una forma de hablar que sirve para mantener y acaso desarrollar atin més nuestra forma occidental de vida y personalidad social. Si nos proponemos modificarla, debemos embarearnos en un debate en el que, como sugieren Billig et al. (1988, pag. 149), «una de las me- tas de la accion social o de Ja reforma social es ganar una discusién actual a fin de modificar la agenda de la argumen- tacién», y esa es la tarea en la que, en polémica con los cog- nitivistas, estamos hoy embarcados los construccionistas sociales. 2. Localizacién del construccionismo social: conocer «desde adentro» «El tema del que se habla", como acontecimiento en desa- rrolloy desarroliado en el curso de la accion que lo produce, en tanto proceso producto, [es] conocido desde dentro de es- te desarrollo por las dos partes, cada wna de por sty en nom- bre de la otra». Garfinkel, 1967, pag. 40 En este capitulo me propongo profundizar en el examen de las consecuencias de situar los estudios del construccio- nismo social en un fondo o contexto conversacional. Esto es, me propongo indagar qué conlleva el hecho de llevar ade- ante nuestros estudios desde el interior de un flujo cons- tantemente en circulacién de una actividad social diferen- ciada, turbulenta pero formativa, donde nuestros intereses tienen que ver con «algo [que est] dentro de ese bullicio» (para reiterar la frase de Wittgenstein citada en el capitu- Jo anterior). Es caracteriatico que, una vez que colocamos perceptivamente en primer plano una entidad para estu- diarla, nos habituemos a tratarla como si tuviese una exis- tencia separada e ignoremos su fondo; no solemos tratarla como si existiera solamente en virtud de su constante inte- raccién con las circunstancias que le sirven de fondo. Pero, como lo ilustraba el ejemplo del «te quiero» presentado en la como correcto. Nos «instruimos» en esos sentimientos con nues- tras lecturas de los textos disciplinarios apropiados (y con los exdmenes que nos toman sobre ellos). Como en las cien- cias sociales y comportamentales uno de esos sentimientos es, en estos momentos, que resulta crucial intentar explicar nuestros mundos «externos» sélo en términos de tipos espe- cificos de entidades objetiva y teGricamente identificables, una exposicién se califica de «meramente» descriptiva y se la percibe como inadecuada. Puesto que, hasta hace poco, al creer que s6lo podriamos ver los lejanos alcances de nuestras formas de vida si estabamos sobre los hombros de gigantes, nos parecfa razonable sostener que algunos de nuestros modos especiales de ser —como el del actor, el dra maturgo, el novelista, el pintor, el periodista, el poeta, el ez hombre de negocios, el disefiador, el académico y especial- mente el cientifico— nos ofrecfan ocasién de «vere la totali- dad. La reformulacién de la cuestién sefislando que en la base hay una estructura de sentimiento, situada en un con- texto, sugiere que es imposible articular la naturaleza de la totalidad desde el mero punto de vista de una de sus partes especializadas. Se necesita algo mas que una «visién». Asi, es preciso que intentemos describirla desde nuestra condi- cién de personas comunes y corrientes, a medida que nos desplazamos por el diferenciado paisaje que constituye el telén de fondo de nuestra vida y pasamos de un centro insti- ‘tucional a otro, experimentamos el cruce de fronteras, cons- tatamos las diferencias entre el centro visto desde los mér- genes y los margenes vistos desde el centro, etcétera.* ‘Pasemos, pues, a la cuestién de cémo dan cuenta las per- sonas, ante quienes las rodean, de sf mismas y del cardcter general de sus circunstancias. Como hemos visto en el exa- men de las exposiciones sobre las formas de conciencia ‘occidental y de los dinka que nos ofrecen, respectivamente, Geertz (1975) y Lienhardt (1961), personas que pertenecen a grupos sociohistéricos diferentes parecen dar cuenta de si mismas y de su mundo de maneras muy diferentes. Como lo vimos anteriormente, mucho de lo que nosotros experimen- tamos como parte de nosotros mismos, como un aspecto de nuestra agencia que est4 bajo nuestro control, es experi- mentado por los dinka como una presencia en su entorno que actia sobre ellos desde afuera. La sensacién es que ha- blar de un ethos, del hecho de estar incorporados a una es- tructura de sentimiento, seria més inmediatamente intel gible para ellos que para nosotros. Para reforzar el argu- mento podriamos también comparar la forma en que expe- rimentamos la problematica relacién entre nosotros y el mundo con la naturaleza aparente de esa relacién para los + Bn este sentido, como observé Wittgenstein (1959), aparentemente es imposible «eoldar ens investigaciones en «tun orden natural sin fisurass, ‘eto es, formar una

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