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ARQUIDIÓCESIS DE BARQUISIMETO

SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DIVINA PASTORA


INSTITUTO DE ESTUDIOS SUPERIORES “DIVINA PASTORA”
FACULTAD DE FILOSOFÍA
CURSO: METAFÍSICA

Julio del 2021 del Señor

ENSAYO SOBRE
LAS DIMENSIONES METAFÍSICAS EXISTENCIALES
INQUIETUD. AMOR. LIBERTAD. ADMIRACIÓN

Se ha llegado al final de este interesante curso. Los ensayos realizados exploraron los elementos
introductorios de la metafísica, la relación esencial de la fenomenología existencial y la autenticidad y,
por último, este texto ensayo se presenta como el camino de la auto-realización metafísica, o lo que es
lo mismo, reflexiones hechas en torno a las dimensiones metafísicas existenciales que convierten a la
metafísica en un proyecto vital. Ésta es la idea que gobernará la estructura de los planteamientos por
presentar. Hay que decir, desde ya, que la estructura de este último ensayo responde fielmente a las líneas
teóricas que el autor de la bibliografía recomendada aporta, sin embargo, se ha creído oportuno hacer
unos ajustes metodológicos. Los mismos revelan lo propio del autor de este ensayo y, por demás, en nada
afectan a las valiosas ideas del autor bibliográfico. En un primer apartado, se hablará de la admiración
como la base de toda filosofía. En el segundo apartado, se hablará de la inquietud en perspectiva de
dinámica integradora. En el tercer apartado, se hablará de la libertad en clave de autonomía, dominio de
sí y responsabilidad. En el cuarto apartado, conclusión, se hablará del amor como la auto-realización
humana.

De la admiración.
Desde la antigüedad se ha creído que la admiración es la base fundamental de la filosofía, o mejor
expresado, para hacer filosofía. Aristóteles creía que la filosofía nació de la admiración del hombre al
contemplar y advertir la realidad tan asombrosa, llena de enigmas, grandiosa y atrayente del exterior.
Esta realidad es admirable, no sólo por el hecho de existir, sino por el conjunto ordenado que es ella
misma y el seguimiento estricto de las leyes racionales que la rigen. La admiración exige del hombre una
postura contemplativa dirigida al misterio. Pero, la admiración, como base filosófica, no se limita
exclusivamente a la realidad exterior, sino al hombre y su grandeza. Por lo que se puede decir que, el
hombre naturalmente se inclina hacia lo místico, lo sobrenatural, lo metafísico. Admirar, desde la
filosofía, implica, también, salir de sí mismo y dejarse cautivar por lo que hay fuera; así las cosas, la
admiración mantiene vivo al hombre. El principio filosófico vital de la admiración ha sido transmitido
ininterrumpidamente con la palabra latina admiratio, la misma tiene una significación etimológica de
asombro, un asombro maravillado. Un asombro que busca desmenuzar totalmente lo que rodea al
hombre; un asombro atrayente, absorbente; un asombro que es esencialmente aprehensivo y al que no se
puede renunciar sin más. La admiración, así descrita y asumida, sólo puede venir del alma.

Las afirmaciones anteriores permiten confirmar, con base en la tradición filosófica, que todos los
hombres están llamados a emplear esta realidad de su interior, pues no existe ninguno que, en algún
momento de su vida, no se haya realizado preguntas radicales. En el cuestionamiento del hombre, la
admiración juega un papel fundamental, pues el hombre admirado pregunta por la razón del ser y desde
allí comienza su búsqueda de la verdad, desde allí comienza su filosofía. Aunque no es tema de objeto
de este ensayo, la admiración esconde en sí misma una búsqueda de Dios. Es insatisfactorio, superficial,
poco objetivo afirmar que la admiración se queda en el estadio elemental de “observar” lo imponente de
la realidad sin preguntar por el Creador. Es indiscutible esta aseveración: Un hombre admirado por la
majestuosa realidad es un hombre buscador de Dios y de la Verdad última.

En la cultura impuesta hoy, admirar ha pasado de moda, es decir, ponerse a pensar sobre algo,
reflexionar algún asunto, contemplar lo maravilloso de la realidad, inclinarse por la profundad del ser de
lo que está en el entorno del ser humano es ridículo. Todo lo que hace el hombre de hoy parece estar
signado por la sospecha, la duda, el desprecio y/o el desencanto. Nada de lo que hace el ser humano se
inspira en la admiración, sino más bien, en un espíritu hastiado. En la mente y en el corazón del hombre
contemporáneo parece estar implantada una sentencia: ¿Para qué pensar? Ciertamente, hay respuestas.
El hombre ha dado respuestas, pero la admiración ya no es una constante. La alegría – permítase el uso
del término – de buscar la verdad ha sucumbido a la tentación de poseer la Verdad. Allí la admiración
no tiene sitio.

De la inquietud.
La admiración y la inquietud tienen una relación muy estrecha. Ambas son presupuestos
necesarios para la existencia de la otra. Entre los filósofos es común la consideración de que la inquietud
es, de algún modo, condición para una buena filosofía. La admiración, como se ha dicho, mantiene al
hombre vivo y hace de él un corazón inquieto en el sentido de “buscador”. Es inevitable no recordar la
frase del filósofo católico Agustín de Hipona: “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde
te amé. Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me
lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste, tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. Me
retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serian. Llamaste y clamaste, y rompiste
mi sordera: Brillaste y resplandeciste, fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por
ti; Gusté de ti y siento hambre y sed; Me tocaste y me abrasé en tu paz. Nos hiciste, Señor, para ti y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”:

La inquietud hace de la vida un proyecto y un marco de referencia en el que la búsqueda se hace


obligatoria y, a su vez, marca la diferencia entre los hombres. Se ha llegado a afirmar que la inquietud es
la marca de una vida feliz, pues todas las realidades de la existencia pasan por un período de ansiosa
búsqueda de lo certero. Y, más aún, la inquietud es, en términos analógicos, la identidad constitutiva del
ser humano que se preocupa por la autenticidad existencial. Una vida humana sin inquietud se puede
considerar trivial, pues un ser humano admirado, que se siente motivado, nunca está pasivo ni se
conforma con lo regulado. Por el contrario, la inquietud hace de la vida un proceso dinámico en lo interno
y externo a los fines de iluminar con sentido todo lo que sucede en la cotidianidad de la existencia.

Un planteamiento reflexivo y filosófico nace de una inquietud. La inquietud gobierna al ser


humano con asombrosa potestad, al punto que revela la apertura natural del mismo hombre a lo
metafísico. Ciertamente, la inquietud se maravilla de lo exterior, pero tiene una pretensión metafísica.
Hasta cierto punto, se puede decir que la inquietud, desde lo filosófico, no puede ser satisfecha, ya que,
de ser así, se acabaría la actividad de búsqueda del hombre, en otras palabras, él mismo. Así las cosas, la
inquietud es una orientación hacia el otro, una orientación que mantiene vivo al ser humano en el éxtasis
de su temporalidad y significación. Es una búsqueda del ser.

De la libertad.
La libertad ha sido uno de los conceptos más trabajados en la historia de la filosofía. Son muy
profundos, diferentes, controversiales las determinaciones que se le ha aplicado. Se considera que la
libertad es un tesoro a ser conquistado, siempre en construcción sistemática. Y esta construcción es tarea
de la filosofía, pues a través de la reflexión filosófica se desarrolla la concepción de libertad y mediante
los fenómenos que tienen lugar en la exterioridad se da su aplicación. Ejemplo de lo anterior son los
diferentes procesos históricos, culturales, sociales y económicos que ha visto la humanidad. Parece ser
un común denominador la idea de libertad o liberación. Hay quienes creen que la filosofía es incapaz de
aportar bases sólidas a la concepción de la libertad, en lo teórico y en lo práctico. Se acusa a la filosofía
de haber sumergido al hombre en un mar incontrolable – permítase el uso del término metafórico - de
especies lingüísticas que, en vez de aclarar, nublan y dificultan una idea tangible de la misma. ¿Pero,
realmente es así? En el parecer del autor de este ensayo, habiendo analizado las propuestas del autor del
libro recomendado al curso, no es así.

La idea de libertad está bastante clara: La libertad es autonomía; dominio de sí y del entorno;
decisión de hacer el bien por amor; responsabilidad personal. Todo lo anterior confirma lo hasta ahora
dicho: Un hombre admirado e inquieto por la búsqueda de Dios, la Verdad y lo último es libre porque
es autónomo, se domina a sí mismo, considera su exterior objetivamente, se decide por el bien y se hace
responsable. La libertad hace de la existencia humana una integralidad con determinaciones nacidas de
la reflexión filosófica justa. No se desea dejar de lado ni mucho menos minimizar la estructura y el
impacto personal, social, histórico y metafísico que tiene la libertad, en este sentido, es menester hacer
hincapié en la función operativa del sujeto que no debe entenderse como una realidad adjetival ni
categorial, por el contrario, es una realidad fundamental con base en su universalidad.

Lo presentado hasta ahora no deja de tener consecuencias reales. Hablar de la persona en términos
de autonomía y responsabilidad no parece ser muy atractivo al hombre de hoy. Quizá, una de las
consecuencias más evidentes es la aseveración moral que tiene lugar como resulta de la postura que se
asuma. Sin duda, en todo este complejo hay un entramado de convicciones y principios que tienen un rol
fundamental. El ser humano goza de libertad, entendida como autonomía, cuando es autora de su propia
vida, decide por sí, sabe cómo valorar lo que le conviene o no. Aunque se puede juzgar ordinaria y
ambigua tal definición es así: La autonomía es un estado ideal de capacidad que se hace personal cuando
se puede desarrollar máximamente.

Por supuesto que las afirmaciones realizadas no son un dogma. Ha habido muchísimos filósofos
que han aportado su parecer y resulta altamente productivo valorarlas. Aquí se presentan dos: Por una
parte, a Gabriel Marcel quien analiza esto muy de cerca. Éste cree que el ser humano con sus ideas de
libertad, autonomía, desarrollo, responsabilidad, moral, entre otras, se ha reducido a un corriente
funcionario coartando su capacidad metafísica. Según su parecer, la única forma posible de solucionar
esto es la exigencia ontológica, pues permite pasar de una fenomenología a una metafísica. Ante el
cuestionamiento sobre si es posible o no, Marcel responde positivamente aclarando que esto no se trata
de una necesidad subjetiva o auto-impuesta, se trata, más bien, de una correlación del misterio que hay
en cada ser humano y, más aún, en el que está. Por otra parte, Ortega y Gasset quien en sus obras analiza
y aporta muchos conceptos de vida bajo las perspectivas de libertad, autonomía, racionalidad, entre otras.
Según Ortega y Gasset, la vida humana es indigente, por eso se hace necesario que el hombre asuma que
es un ente que se hace a sí mismo. Es causa de sí mismo. Ser causa de sí mismo exige una asimilación
doble, primero, como es evidente, se hace a sí mismo, y segundo, porque tiene la capacidad de decidir
qué hacer o no y cómo hacerlo. En este sentido, la libertad es aquello que evita toda identificación
cosificadora del mundo; es tener la oportunidad de superarse a sí mismo; es poder realizar la vocación.
No importa que actitud se asuma en esta realización, lo determinante es que cada ser humano, en cada
situación, se sienta y piense lo que siente y piensa: “Yo soy yo y mis circunstancias y si no las salvo a
ellas, no me salvo yo”.

Del amor.
Hablar de amor no es fácil ni difícil. Del amor se sabe mucho y no se sabe casi nada. Del amor
se ha hablado desde hace muchísimos años, pero desde el pensamiento existencialista y la fenomenología
se sobrecarga la cuestión. Ortega y Gasset, Kierkegaard, Hegel, Scheler, Lévinas, Stein, Marcelo, Buber,
entre otros autores han tratado al amor, en mayor o menor grado, impacto e influencia, como el motor de
la auto-realización humana; como aquella realidad vital de la existencia capaz de transformar todo y a
todos. Se ha de reconocer que el tema no es fácil ni difícil, a la par, esta dimensión metafísica no está
relacionada con la poesía y la lírica como su mejor manifestación. A priori, se pone de manifiesto que
uno de los peores enemigos del amor, es la posesión. Poseer algo o a alguien impulsado por el deseo que
causa el amor es contrario a su naturaleza real. La distorsión radica en la instrumentalización siempre
patente que se hace de la persona. Así las cosas, el amor es capaz de hacer transcender o de esclavizar.

¿No resulta exagerado afirmar que el amor es una fuerza imparable, transformadora, capaz de
las más sublimes obras, pero también de las peores catástrofes? En la opinión del autor de este texto
ensayo, no, no resulta exagerado. Basta con hacer un recorrido por las experiencias de la humanidad:
Todas se relacionan al amor, directa e indirectamente. El amor suscita convicciones y creencias
inamovibles, dicho de otra forma, el amor asume completamente y esta esencia confirma las dimensiones
[metafísicas] ya abordadas, pues para amar hay que sentirse admirado, inquieto y libre. Aunque los
adjetivos anteriores no pueden ser considerados como pre-supuestos para el amor, los mismos determinan
la existencia de éste.

Las consideraciones hasta ahora presentadas conducen a una afirmación inequívoca: El hombre
de hoy es un sin sentido porque no ama; porque no es consciente de esta realidad metafísica. El amor,
como se ha dicho, es el motor hacia la auto-realización, por ende, exige un compromiso personal. El
amor es construcción sin detenimiento, no en el sentido de creación, éste ya existe, sino más bien, en
sentido de practicarlo.
Conviene decir en este punto que el amor tiene un carácter personal. El hombre de hoy obvia esto
y parece no estar dispuesto a asumir tal construcción, ya que, “la pasa bien”. El amor ha tomado un
aspecto sacrificial tan negativo que el hombre lo quiere ignorar, se entiende que, si se ama, se pierde. La
auto-centralidad [unipersonal] libra una batalla, no pasiva, contra la hetero-centralidad. A pesar de
evidenciar lo anterior con alarmante frecuencia, no se cree que sea cierto. La hetero-centralidad a la que
conduce el amor no es un atentado ni suprime la auto-centralidad [unipersonal], se debe entender que la
hetero-centralidad es reciprocidad con base en el carácter personal del amor, como ya se dijo.

Los planteamientos hechos hasta aquí pueden ser refrendados por la filosofía de Max Scheler
quien creen que la persona es un valor personal por sí misma, no sólo a nivel de portador de valores o a
nivel individual, sino también social y, en ese sentido, es el amor quien preside la vida de la persona
humana, la sostiene y la lleva a plenitud. Scheler reafirma la tradición católica-religiosa más genuina.
Por una parte, se alinea con Santo Tomás al identificar al amor con el querer hacer el bien. Este soporte
lo justifica diciendo que Santo Tomás tiene razón en que el amor es la expresión concreta del valor
universal y, además de esto, el amor conduce a la libertad. Por otra parte, se alinea con San Agustín
diciendo que existe un ordo amaris, pues el hombre, la persona, antes de ser res cogitans o res volens,
es res amans. Dadas así las cosas, Scheler define amor con tres premisas: El amor es un movimiento:
Esta concepción esencial del amor como dinamismo hace que el mismo amor no pueda detenerse en un
acto de disfrute puramente subjetivo o en un estado de pasiva contemplación. El movimiento que es el
amor se dirige siempre a un objeto individual en cuanto portador de valores: Esto quiere decir que no
hay amor a entidades abstractas o ideales no conocidas. La dirección del movimiento del amor marcha
en su objeto desde el valor más bajo hacia el valor más alto. Esto significa que el inagotable objetivo
que mantiene en marcha el amor es descubrir los valores más altos que puede realizar el objeto amado.

¿Qué es el amor? El amor no tiene nada que ver con lo que esperas obtener, sino con lo que estás
esperando recibir, lo cual es todo. ¿Qué es el amor sino aceptación del otro, sin importar lo que eso sea?
El amor es una fuerza no domesticable. Cuando se controla, destruye. Cuando se intenta encerrar, vuelve
esclavos. Cuando se intenta entender, deja una sensación de desorientación y confusión. El amor es,
como una fiebre que va y viene independientemente de la voluntad. Se puede transmutar el amor,
ignorarlo, confundirlo, pero nunca salir de él. El amor es eterno. El amor no consiste en mirarse, sino en
mirar hacia fuera en la misma dirección. Así lo expresa el cristianismo, religión y comunidad de amor:

“Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,


16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el
corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen
del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así
decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido
el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él». Hemos creído en el amor de Dios: así
puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva (…)
En realidad, eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a
separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida,
la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera
esencia del amor en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente,
ascendente —fascinación por la gran promesa de felicidad—, al aproximarse la persona
al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez
más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará «ser para» el otro.
Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y
pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir
exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre,
también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto
—como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan
ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él
mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo,
de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (…)
Aunque hasta ahora hemos hablado principalmente del Antiguo Testamento, ya se ha
dejado entrever la íntima compenetración de los dos Testamentos como única Escritura
de la fe cristiana. La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en
nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, queda carne y sangre a los conceptos:
un realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste
simplemente en nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en cierto
sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma dramática,
puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la «oveja perdida», la humanidad
doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la
oveja descarriada, de la mujer que busca la dracma, del padre que sale al encuentro del
hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación
de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí
mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su
forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla
Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto departida de esta Carta
encíclica: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta
verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el
cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar (…)
El amor es «divino» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso
unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos
convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea «todo para todos»”.1

La admiración lleva a la inquietud; la inquietud manifiesta la libertad; la libertad se concreta en


el amor; el amor es admirar lo inmaterialmente sublime.

1
Benedicto XVI. Deus caritas est. 25 de Diciembre 2005. Ciudad del Vaticano.

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