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El caminante y el cuervo

Autor: Fedro

Resulta que un día, caminaba un hombre por un sendero, cuando oyó:

– ¡Salud!

Él se detuvo para ver quién le saludaba, pero por más que

buscó, no encontró a nadie, así que siguió andando, cuando

escuchó de nuevo:

– ¡Salud, salud!

La voz parecía amable, así que el caminante se detuvo de

nuevo para buscar a la persona que hablaba. Pero tampoco la

encontró. Poco después, un cuervo revoloteó por su cabeza,

diciendo:

– ¡Salud!, ¡salud!, ¡salud!

El hombre, al verle, dijo enfadado:

– ¡Así que eras tú! Por tu culpa llegaré tarde, porque iba con

prisa. Si no me hubiera entretenido en buscar quién hablaba…

El dragón de muchas cabezas y el de muchas colas

Autor: Jean De La Fontaine

Un mensajero del Gran Turco se vanagloriaba, en el palacio del Emperador de Alemania, de que
las fuerzas de su soberano eran mayores que las de este imperio.

Un alemán le dijo —Nuestro Príncipe tiene vasallos tan poderosos que por sí pueden mantener un
ejército.

El mensajero, que era varón sesudo, le contestó —Conozco las fuerzas que puede armar cada uno
de los Electores, y esto me recuerda una aventura, algo extraña, pero muy verídica. Estaba en
lugar seguro, cuando vi pasar a través de un seto las cien cabezas de una hidra. La sangre se me
helaba, y no era para menos. Pero todo quedó en susto: el monstruo no pudo sacar el cuerpo
adelante. En esto, otro dragón, que no tenía más que una cabeza, pero muchas colas, asoma por el
seto. ¡No fue menor mi sorpresa, ni tampoco mi espanto! Pasó la cabeza, pasó el cuerpo, pasaron
las colas sin tropiezo: esta es la diferencia que hay entre vuestro Emperador y el nuestro.
Los dos amigos y el oso

Autor: Samaniego

Dos hombres que se consideraban buenos amigos paseaban un día por la montaña.

Iban charlando tan animadamente que no se dieron cuenta de que un gran oso se les acercaba.
Antes de que pudieran reaccionar, se plantó frente a ellos, a menos de tres metros.

Horrorizado, uno de los hombres corrió al árbol más cercano y, de un brinco, alcanzó una rama
bastante resistente por la que trepó a toda velocidad hasta ponerse a salvo. Al otro no le dio
tiempo a escapar y se tumbó en el suelo haciéndose el muerto. Era su única opción y, si salía mal,
estaba acabado.

El hombre subido al árbol observaba a su amigo quieto como una estatua y no se atrevía a bajar a
ayudarle. Confiaba en que tuviera buena suerte y el plan le saliera bien.

El oso se acercó al pobre infeliz que estaba tirado en la hierba y comenzó a olfatearle. Le dio con la
pata en un costado y vio que no se movía. Tampoco abría los ojos y su respiración era muy débil. El
animal le escudriñó minuciosamente durante un buen rato y al final, desilusionado, pensó que
estaba más muerto que vivo y se alejó de allí con aire indiferente.

El amigo cobarde comprobó que ya no había peligro alguno, bajó del árbol y corrió a abrazar a su
amigo.

-¡Amigo, qué susto he pasado! ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algún daño ese oso entrometido? –
preguntó sofocado.

El hombre, sudoroso y aun temblando por el miedo que había pasado, le respondió con claridad.

– Por suerte, estoy bien. Y digo por suerte porque he estado a punto de morir a causa de ese oso.
Pensé que eras mi amigo, pero en cuanto viste el peligro saliste corriendo a salvarte tú y a mí me
abandonaste a mi suerte. A partir de ahora, cada uno irá por su lado, porque yo ya no confío en ti.

Y así fue cómo un susto tan grande sirvió para demostrar que no siempre las amistades son lo que
parecen.
El burro y la flauta

Autor: Iriarte

Era un precioso día de primavera. En una parcela, un burro se paseaba de aquí para allá sin saber
muy bien cómo matar el aburrimiento.

No había muchas cosas con qué entretenerse, así que charló un poco con la vaca y el caballo,
comió algo de heno y se tumbó un ratito para relajarse, arrullado por el leve sonido de la brisa.
Después, decidió acercarse hasta donde estaba el naranjo en flor por si veía algo interesante.
Caminaba despacito al tiempo que iba espantando alguna que otra mosca con la cola.

¡Qué día más tedioso! … Ni una mariposa revoloteaba cerca del árbol. Bajo sus patas, notaba la
hierba fresca y sentía el aroma de las primeras lilas de la estación. Al menos, el crudo invierno ya
había desaparecido.

De repente, sintió algo duro debajo de la pezuña derecha. Bajó la cabeza para investigar.

– ¡Uy! ¿Pero qué es esto? ¿Será un palo? ¿Una piedra alargada?… ¡Qué objeto tan raro!

Ni una cosa ni otra: era una flauta que alguien se había dejado olvidada. Por supuesto, el burro no
tenía ni idea de qué era aquel extraño artefacto. Sorprendido, la miró durante un buen rato y
comprobó que no se movía, así que dedujo que no entrañaba ningún peligro; después, la golpeó
un poco con la pata; el instrumento tampoco reaccionó, por lo que el burro pensó vagamente que
vida, no tenía. Temeroso, agachó la cabeza y comenzó a olisquearla. Como estaba medio
enterrada entre la hierba, una ramita rozó su hocico y le hizo cosquillas. Dio un resoplido y por
casualidad, la flauta emitió un suave y dulce sonido.

El borrico se quedó atónito y con la boca abierta. No sabía qué había sucedido ni cómo se habían
producido esas notas, pero daba igual. Se puso tan contento que comenzó a dar saltitos y a
exclamar, henchido de felicidad:

– ¡Qué maravilla! ¡Pero si es música! ¡Para que luego digan que los burros no sabemos tocar!

Convencido de su hazaña, se alejó de allí con la cabeza bien alta y una sonrisa de oreja a oreja, sin
darse cuenta de su propia ignorancia.

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