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Pantha Chaterjee – La nación en tiempo heterogéneo

9. Es decir, el eje transversal de sus ensayos es el problem a de la modernidad en las sociedades


no occidentales y en India específicamente. Chatteijee sostiene la necesidad de fundar una
epistemología que interprete la historia desde nuevas categorías y no desde el paradigma que se
creó para interpretar la historia occidental. Su trabajo constata los peligros de transponer los
resultados de un desarrollo histórico específico, el de Europa occidental, a situaciones en otros
países que no necesariam ente com parten las mismas precondiciones. En suma, su proyecto
aspira a m irar más allá de la construcción hegem ónica de la historia producida por las élites
occidentales.

24. Nuestra percepción contem poránea, que vincula la expansión europea con una actividad
económica racional y cort un gobierno m oderno, suele ignorar el hecho de que esa conexión sólo
apareció gradualm ente a lo largo de quinientos años, y que no se aplica a la prim era parte de
este periodo de la misma forma en que se podría aplicar a la última. Un elem ento central para
explicar las expediciones portuguesas a India son las leyendas y rum ores acerca de un cierto
Arcipreste Juan, gobernante cristiano que presuntam ente viviría en algún lugar del O riente, del
cual se decía que estaba ávido de unir sus fuerzas con los reyes de Europa en su cruzada contra el
Islam. En una atmósfera cargada con el recuerdo de la reciente “reconquista” de la Península
Ibérica de manos de los llamados “m oros”, y en una situación estratégica en la que los
gobernantes y mercaderes musulmanes establecidos a lo largo de las costas de Africa, Arabia y
Persia eran percibidos como los principales obstáculos para la expansión europea en el O céano
índico, resulta comprensible que la búsqueda de un aliado cristiano en O riente fuera tan aprem
iante para los grupos dom inantes en Lisboa.

30, 31. Esta “regla” se aplica cuando se defiende que una proposición normativa de supuesta
validez universal (y mu-^ chas proposiciones de este tipo iban a ser enunciadas en los siglos que
nos separan de las primeras expediciones portuguesas) no se aplica a la colonia en razón de alguna
deficiencia moral inherente a esta última. Así, a pesar de que los derechos del hombre hayan sido
declarados en París en 1789, la revuelta en Santo Domingo (hoy Haití) fue reprimida porque
aquellos derechos no podían aplicarse a los esclavos negros.

En cada caso, la colonia sería convertida en la frontera del universo moral de la hum anidad
normal. Más allá de estas fronteras, las normas universales podían mantenerse en suspenso.

38, 39. He insistido en el hecho de que éste es un elem ento que no desaparece en las relaciones
entre Europa y el sur de Asia a lo largo de todo el periodo, aun después de que las formas de
poder supuestamente más racionales y modernas fueran introducidas por los británicos. El nuevo
elemento, el amor, llega ju n to con el dominio británico. No nace en India y es por eso que no va a
ser encontrado si se lo busca en los archivos de la historia india anterior al siglo x v iii. Su
genealogía reposa en ciertas formas radicalm ente nuevas de pensar la sociedad y el poder en la
Europa de finales del siglo x v iii.

57. De manera general, me refiero a aquellas regiones que no participaron de manera directa en la
historia de la evolución institucional de la democracia capitalista moderna, que podrían ser
consideradas como parte de lo que denominamos, de forma imprecisa, el Occidente moderno.
58. La democracia, hoy en día, no es el gobierno del pueblo por el pueblo para el pueblo. Antes
bien, debería ser vista como la política de los gobernados.

60. Tales resistencias al capitalismo (o a la m odernidad) son interpretadas como rem anentes del
pasado de la hum anidad, algo que las personas deberían haber dejado atrás, aunque por alguna
razón no lo hicieron. Al im aginar al capitalismo (o a la m odernidad) como un atributo propio de la
contem poraneidad, esta perspectiva no sólo consigue categorizar las resistencias que se le
enfrentan como arcaicas y atrasadas: consigue tam bién asegurar al capitalismo y a la m odernidad
su triunfo final, independientem ente de las creencias y esperanzas que algunas personas pudieran
tener, porque a fin de cuentas, como todo el m undo sabe, el tiempo no se detiene.

En The Spectre of Comparisons, A nderson continúa el análisis iniciado en Comunidades


imaginadas, distinguiendo entre nacionalismo y políticas de la etnicidad. En este sentido, identifica
dos tipos de series producidas por el imaginario moderno de la comunidad. Por un lado, están las
series de adscripción abierta (unbound series) plasmadas en los conceptos universales
característicos del pensamiento' social moderno: naciones, ciudadanos, revolucionarios,
burócratas, trabajadores, intelectuales, etc. El otro tipo está constituido por las series de
adscripción cerrada (boundseries) de la gubernamentalidad: los totales finitos de las clases de
población producidas por los censos y por los sistemas electorales modernos.

62. Porque, aunque las personas puedan imaginarse a sí mismas en un tiempo hom ogéneo y
vacío, no viven en él. El espacio-tiempo hom ogéneo y vacío es el tiempo utópico del capitalismo.
Linealm ente conecta el pasado, el presente y el futuro, y se convierte en condición de posibilidad
para las imaginaciones historicistas de la identidad, la nacionalidad, el progreso, etc., con las que
Anderson y otros autores nos han familiarizado.

El espacio real de la vida m oderna es una heterotopía (en este punto, mi deuda hacia Michel
Foucault es obvia, a pesar de que no estoy siempre de acuerdo con el uso que hace de ese
concepto) .5 El tiempo es heterogéneo, disparmente denso. No todos los trabajadores industriales
interiorizan la disciplina de trabajo del capitalismo, e incluso cuando lo hacen, esto no ocurre de la
misma manera. En este contexto, la política no significa lo mismo para todas las personas. Creo
que ignorar esto implica desechar lo real por lo utópico. El espacio real de la vida m oderna es una
heterotopía (en este punto, mi deuda hacia Michel Foucault es obvia, a pesar de que no estoy
siempre de acuerdo con el uso que hace de ese concepto) .5 El tiempo es heterogéneo,
disparmente denso. No todos los trabajadores industriales interiorizan la disciplina de trabajo del
capitalismo, e incluso cuando lo hacen, esto no ocurre de la misma manera. En este contexto, la
política no significa lo mismo para todas las personas. Creo que ignorar esto implica desechar lo
real por lo utópico.

63. Pero definir estas situaciones como producto de la convivencia de varios tiempos -e l tiempo
de lo moderno y el tiempo de lo premoderno supondría únicamente ratificar el utopismo
característico de la modernidad occidental. U n gran número de trabajos etnográficos recientes
ha establecido que estos “otros” tiempos no son meras supervivencias de un pasado
premoderno: son los nuevos productos del encuentro con la propia modernidad.

69. Aun cuando las personas participaban en los mismos grandes eventos, tal como son descritos
por los historiadores, sus diversas percepciones eran narradas en lenguajes muy diferentes y
habitaban tam bién universos vitales muy distintos. La nación, pese a estar siendo constituida a
través de tales eventos, vínicamente existía en tiempo heterogéneo.

84. A diferencia de las reivindicaciones utópicas del nacionalismo universalista, la política de


heterogeneidad nunca puede aspirar al prem io de encontrar una fórm ula única que sirva a todos
los pueblos en todos los tiempos: sus soluciones son siempre estratégicas, contextúales,
históricam ente específicas e, inevitablem ente, provisionales.

94. En otras palabras, el Estado colonial se m antiene fuera del campo “interior” de la cultura
nacional. Pero no es, como se piensa, que el llamado ámbito de lo espiritual permanezca
inalterable. De hecho, es desde aquí que el nacionalism o lanza su proyecto más poderoso, más
creativo e históricam ente significativo: m odelar una cultura nacional “m oderna”, que no sea de
ninguna m anera occidental.

99. Debemos recordar que el Estado colonial no fue solamente la institución que trajo los
formatos modulares del Estado m oderno a las colonias. También fue una, institución destinada a
no cum plir nunca la misión de “normalización” del Estado m oderno, porque la premisa de su
poder era la “regla de la diferencia colonial”, es decir, la preservación de la particularidad del
grupo dom inante.

100, 101. El proyecto era una “norm alización” cultural, como Anderson plantea, es decir, un
proyecto liegemónico burgués, sin duda, pero con una gran diferencia: el proyecto hegemónico
del nacionalismo indio tenía que escoger su espacio de autonomía desde una posición de
subordinación a un régimen colonial, que tenía de su lado los recursos legitimadores más
universales generados por el pensamiento social posterior a la Ilustración. Como resultado de ello,
las formas autónomas de imaginar la comunidad fueron, y continúan siendo, oprimidas y
desestimadas por la historia del Estado poscolonial

Si la nación es una comunidad imaginada, y si las naciones deben a su vez asumir la forma de
Estados, entonces nuestro lenguaje teórico deberá permitirnos hablar sobre comunidad y Estado
al mismo tiempo. Pero, según creo, nuestro lenguaje teórico actual no lo permite.

103, 104. Existe un intento, perceptible en la reciente historiografía india, por abordar estos dos
dominios como los ámbitos de la política de la “élite” y de la política de los “subalternos”.8 Sin
embargo, uno de los resultados importantes de este enfoque historiográfico ha sido
paradójicamente demostrar que cada dominio no solamente actúa en oposición al otro, sino
que, a través de este proceso de confrontación, modela también las formas emergentes del otro.
Por lo tanto, la presencia de lo popular o de elementos comunitarios integrados en el orden
liberal del Estado poscolonial no debe asumirse como un signo de falta de autenticidad o de
deshonestidad de la élite política. Es, más bien, un reconocimiento por parte de ésta de la
presencia tangible de un espacio para la política de los subalternos, a partir del cual existe la
necesidad de negociar acuerdos.

Por su parte, la política de los subalternos se ha familiarizado cada vez más con las formas
institucionales características de la élite dominante, hasta llegar a adaptarse a ellas en
ocasiones. Por lo tanto, el punto aquí no es la simple demarcación e identificación de dos
espacios diferenciados, que es lo que en un primer momento se requería para rom per con los
clamores totalizadores de la historiografía nacionalista. La tarea consiste en rastrear, en sus
historicidades m utuam ente condicionadas, las formas específicas que surgieron, por un lado,
en el espacio definido por el proyecto hegemónico de la modernidad nacionalista, y, por el otro
lado, en las innum erables resistencias fragm entadas hacia ese proyecto normalizador.

130. Pero es igualmente importante resaltar que en este proceso los pobladores se vieron
obligados a reinventar su identidad colectiva, dotándola de un carácter moral que antes no poseía.
Este es un elemento crucial de la política de los gobernados: “revestir la forma empírica de un
grupo de población (tal o cual asentamiento, por ejemplo) con los atributos morales de una
comunidad”

134. Las categorías de la gubernamentalidad, como podemos observar, están siendo


confrontadas con las posibilidades imaginativas de la comunidad, incluyendo su capacidad de
inventar relaciones de parentesco, para producir una nueva, aunque algo titubeante, retórica de
demandas políticas.

142. Los pobres del mundo rural que se movilizan para reivindicar los beneficios derivados de los
programas gubernamentales no lo hacen como miembros de la sociedad civil. Para conseguir
orientar en su favor estos beneficios, deben aplicar la presión adecuada en los puntos adecuados
del aparato gubernamental. Muchas veces, esto significa forzar o eludir las reglamentaciones, ya
que los procedimientos existentes frecuentem ente implican su exclusión y marginación. Tener
éxito implica movilizar grupos de población para contrarrestar en el ámbito local la distribución de
poder existente en la sociedad considerada como un todo.

158. Pero nuestras prácticas gubernamentales reales están aún basadas en la premisa de que no
todo el m undo puede gobernar. Lo que he intentado demostrar es que, junto a la promesa
abstracta de la soberanía popular, las personas en la mayor parte del m undo están vislumbrando
nuevas maneras a través de las cuales elegir cómo quieren ser gobernadas.

175. Esto es algo que Anderson no llega a percibir. El dominio interior, propio de la cultura, es
declarado el territorio soberano de la nación. Al Estado colonial no le está permitido el ingreso en
este campo, aun cuando el dominio exterior permanezca sometido al poder colonial. El ejemplo de
Gandhi es particularmente bueno respecto a este punto. La retórica apela aquí a las nociones de
amor, parentesco, austeridad, sacrificio, etc. Se trata, de hecho, de una retórica anti-moderna,
anti-individualista e incluso anticapitalista.

179. l momento de convergencia entre la modernidad ilustrada y los anhelos de una ciudadanía
extendida a todos en el marco de la nación debe buscarse, sin duda, en la Revolución Francesa.
Este evento ha sido celebrado y canonizado de muchas maneras en los últimos doscientos años,
pero tal vez el homenaje más ferviente sea la aceptación casi universal de la fórmula que
establece la identidad entre pueblo y nación, por un lado, y, por otro, entre nación y Estado. La
legitimidad del Estado moderno está hoy firme y claramente anclada en el concepto de
soberanía popular

181. Los líderes de la revolución haitiana habían tomado en serio el mensaje de libertad e igualdad
escuchado de París y se habían sublevado para declarar el fin de la esclavitud. Para su sorpresa
fueron informados por el gobierno revolucionario de Francia de que los derechos del hom bre y
del ciudadano no se extendían a los negros, aun en el caso de que éstos se hubiesen declarado
libres, toda vez que ellos no eran (o todavía no eran) ciudadanos
182, 183. La noción m oderna de nación es tanto universal como particular. La dimensión universal
está representada, en prim er lugar, por la idea del pueblo como locus original de la soberanía del
Estado moderno y, en segundo lugar, por la idea de que todos los seres humanos son portadores
de derechos. Pero, aun si esto fuese universalmente válido, ¿cómo podría plasmarse de m anera
concreta? La respuesta es: sacralizando los derechos específicos del ciudadano en un Estado
constituido por un pueblo particular, bajo la forma autoasumida de una nación. El Estado-nación
se ha convertido en la forma particular (y normalizada) del Estado moderno.

187. Las instituciones deben, como Philip Pettit plantea de manera aguda, “conquistar un lugar en
los corazones del pueblo”.14 Deben, en otras palabras, encontrar su espacio en la red de normas y
valores propios de la sociedad, que, generados de manera autónoma frente al Estado, son el
sustento de las leyes de la nación. Unicamente esta sociedad podría proveer, usando el lenguaje
tradicional, la base social necesaria para sustentar la democracia capitalista.

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