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Vivimos

en la era de la velocidad, hasta el punto de que el autor afirma en el


arranque de este lúcido ensayo: «Si me viera obligado a señalar un rasgo que
describiera la época actual en su totalidad, no lo dudaría un segundo: elegiría
la aceleración. Este fenómeno explica en buena medida cómo funcionan hoy
en día la economía, la política, las relaciones sociales, nuestros cuerpos y
nuestra psique. El incremento de la velocidad es una mirilla por la cual, sin
tener que recurrir a perspectivas reduccionistas, podemos ver —y acaso
entender un poco mejor— el mundo contemporáneo y a quienes lo
habitamos».
Luciano Concheiro no se limita a reivindicar la contemplación meditativa y la
plácida celebración de lo aparentemente nimio: su mirada analítica va más
allá, e indaga en el capitalismo obsesionado por el beneficio permanente, la
política marcada por el cortoplacismo y las sociedades contemporáneas que
generan individuos estresados y ansiosos.
Éste es por tanto un libro que analiza la velocidad en su dimensión económica
—la obsolescencia programada, el modelo de producción de Toyota y el de
consumo frenético orquestado por Zara, la actualización permanente que
impone la digitalización, los acelerados flujos del capitalismo especulativo…
—, política —decisiones rápidas frente a deliberación, destrucción del
contrincante en lugar de debate ideológico en lo que podríamos denominar el
modelo House of Cards…— y social —el consumo de tranquilizantes y
euforizantes, la volatilidad de las relaciones amorosas, la precariedad
laboral…—, todo lo cual da como resultado un mundo cuya aceleración
imposibilita hilvanar un relato coherente que nos ayude a vivir con equilibrio,
porque la prisa despoja de sentido la existencia.
Para romper con esta dictadura de la velocidad, el autor propone una revuelta
íntima mediante una filosofía de vida basada en la experiencia de una
temporalidad en la que el tiempo deja de transcurrir, que denomina «Filosofía
práctica del instante». Esta propuesta de resistencia tangencial la construye a
partir de las enseñanzas de pensadores y artistas como Bachelard, Suzuki,
Duchamp, Cage, Furio Jensi y Gabriel Orozco: una serie de fotografías de
este último, el artista vivo más importante de México, acompañan las páginas
de este libro a manera de kōan visual. El resultado es un conciso ensayo que
rebosa inteligencia crítica.

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Luciano Concheiro

Contra el tiempo
Filosofía práctica del instante

ePub r1.0
KayleighBCN 26.05.2019

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Título original: Contra el tiempo
Luciano Concheiro, 2016
Ilustraciones: Gabriel Orozco

Editor digital: KayleighBCN
ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta

Contra el tiempo

Epílogo

Fichas de las fotografías

Sobre el autor

Notas

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El día 27 de septiembre de 2016, el jurado compuesto por Salvador
Clotas, Román Gubern, Xavier Rubert de Ventós, Fernando Savater, Vicente
Verdú y el editor Jorge Herralde, concedió el 44.º Premio Anagrama de
Ensayo a Estudios del malestar, de José Luis Pardo.

Resultó finalista Contra el tiempo, de Luciano Concheiro.

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¿No ha llegado ya la hora de declararle la guerra al tiempo, nuestro enemigo
común?

E. M. CIORAN

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Si me viera obligado a señalar un rasgo que describiera la época actual en


su totalidad, no lo dudaría un segundo: elegiría la aceleración[1]. Este
fenómeno explica en buena medida cómo funcionan hoy en día la economía,
la política, las relaciones sociales, nuestros cuerpos y nuestra psique. El
incremento de la velocidad es una mirilla por la cual, sin tener que recurrir a
perspectivas reduccionistas, podemos ver —y acaso entender un poco mejor
— el mundo contemporáneo y a quienes lo habitamos.

Cada etapa histórica se distingue por una manera particular de


experimentar el tiempo. La nuestra es la época de la aceleración. La
concepción temporal de la Modernidad era como una escalera ascendente sin
fin: rectilínea, arrojada hacia el futuro y articulada por la noción de Progreso.
En cambio, la concepción temporal que hoy predomina es más bien como una
página web de scroll infinito (es decir, como funcionan Facebook, Instagram
y Twitter). Percibimos una sucesión constante de eventos que se desplazan
unos a otros rápidamente. No hay dirección, no se va a ningún lugar. Es un
ciclo interminable cuyo único elemento constante es la aceleración. La
Historia terminó porque no hay una narración coherente (un metarrelato,
hubiera dicho Lyotard)[2] que aglutine lo que sucede. Cuando más, podemos
aspirar a construir un listado de hechos: un News Feed o un Timelime
parecidos a los Anales medievales. La imagen que mejor explica cómo
experimentamos el tiempo es la de una rueda para hámster que gira a una gran
velocidad pero no se desplaza. Vivimos en una época de inmovilidad
frenética.

Hay diferentes tipos de aceleración. El sociólogo Hartmut Rosa ha


propuesto un sistema clasificatorio: por un lado, la aceleración de los

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desarrollos tecnológicos; por el otro, la de los cambios sociales, y, por último,
la del ritmo de la vida diaria[3]. Sin embargo, como él mismo reconoce, en
realidad existe un ciclo de retroalimentación entre estas distintas
manifestaciones. De ahí se desprende la dificultad de cualquier análisis sobre
el tema: hay que estudiar la aceleración como un fenómeno total y,
simultáneamente, prestar atención a las formas particulares en las que
encarna.
El presente ensayo busca hacer frente a esta disyuntiva. Para lograrlo, se
explora la aceleración desde distintas perspectivas. En la primera sección, se
examina la manera en que el capitalismo la ha utilizado como mecanismo
para cumplir su necesidad básica (la obtención sin fin de ganancias). En la
segunda, se examina su impacto en la política: cómo ha estructurado una
política oportunista y cortoplacista, que piensa ante todo en la coyuntura y
depende de los medios de comunicación. En la tercera, se investiga el tipo de
subjetividad que ha constituido: sujetos dispersos, estresados, ansiosos,
deprimidos, necesitados de sustancias estimulantes, que siempre están de
prisas.

Ya no basta con realizar un diagnóstico de nuestra época. Hay que


atreverse a dar un paso más allá: arriesgar propuestas. Siguiendo ese
principio, aquí se propone una vía para escapar de la aceleración. La
ingenuidad es dejada de lado: se sabe que en la actualidad no existen las
condiciones para emprender el cambio sistémico necesario para terminar de
tajo con la aceleración. Por esta razón, la propuesta es modesta. No se quiere
erradicar lo que nos oprime, sino simplemente huir de ello. Dicho de otra
forma: se busca emprender una Resistencia tangencial que, aunque no
transforme la realidad circundante, nos permita escapar por momentos de la
velocidad.

La lentitud resulta una estrategia infructuosa frente a la lógica de la


aceleración. Los intentos por querer ir más lento terminan siendo infestados
por su dinámica y, sin excepción, se vuelven veloces. Para escabullirse de la
velocidad hay que aventurarse a enfrentar al tiempo mismo: detener su curso.
Esto sólo puede lograrse mediante el instante: una experiencia que consiste en
la suspensión del flujo temporal. El instante es un notiempo: un parpadeo
durante el cual sentimos que los minutos y las horas no transcurren. Es un
tiempo fuera del tiempo.

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Si se busca hacer un uso político del instante, entenderlo como una
temporalidad radical, es necesario fundar una Filosofía práctica del instante:
una praxis que permita experimentarlo. No un manual ni una rígida doctrina,
sino una teórica práctica en continua construcción. Este libro es un primer
movimiento hacia esa dirección.

De alguna manera, lo dicho en estas páginas sobre el instante está


contenido en las fotografías de Gabriel Orozco. Es fundamental recalcarlo: no
funcionan como ilustración o descripción de lo argumentado. Tampoco es que
retraten un instante particular. Lo que logran es aún más radical. Hacen que el
instante surja, nos permiten experimentarlo.
Los maestros del budismo zen desconfían de los conceptos, pues saben
que resultan insuficientes para transmitir sus enseñanzas. Por eso recurren al
kōan: paradojas que, mediante el dislocamiento de los principios lógicos y
racionales, permiten alcanzar un grado de consciencia superior (la
Iluminación, el Despertar, el Instante). Cada fotografía de Gabriel Orozco
opera como un kōan visual.

Este libro, aunque busca combatir la aceleración, es un libro acelerado. Su


estilo argumentativo está pensado para mis contemporáneos —los que
vivimos asfixiados por la velocidad—. Su estructura está conformada por una
serie de fragmentos, bajo el entendido de que los lectores del presente viven
deprisa y realizando varias tareas en paralelo. Cada fragmento tiene apenas
unas cuantas páginas: lo suficiente para ser leído entre la llegada de un correo
electrónico o mensaje y el siguiente. Los gruesos libros teóricos o filosóficos
han caducado porque nadie tiene el tiempo y la atención necesarios para
consumirlos.
Al lector acelerado, marcado por permanentes golpeteos de información e
imágenes, hay que proveerle de ideas al ritmo que está acostumbrado. No me
interesa hacer extensos argumentos. Cuanto más corto y conciso, mejor. Más
que convencer, quisiera hacer eco con la experiencia cotidiana: desencadenar
el sentimiento de que ya se había percibido aquello que se plantea. Es decir,
generar una simbiosis entre la teoría y lo que vivimos en carne propia día con
día: mostrar que, en última instancia, de lo que se habla no es más que de
nosotros mismos.

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Los capitalistas son como ratones en una rueda, que corren cada vez más deprisa a
fin de correr aún más deprisa.

IMMANUEL WALLERSTEIN

Bajo la lógica capitalista, la velocidad se desea con fruición. Ir más rápido


significa mayores ganancias. A la inversa, cada minuto desperdiciado
conlleva pérdidas monetarias. Mientras que la rapidez, la eficiencia y la
agilidad se santifican; la lentitud, la torpeza y la pereza resultan aberrantes.
Téngase presente que la etimología de «negocio» es neg-otium, la negación
del ocio y, así, del reposo. (En inglés el ejemplo permanece: business
proviene del inglés medio bisy, ocupado, y nombra la condición de estar
ocupado).
El capitalismo, como sistema económico y social, está basado en un
principio simple: el «apetito insaciable de ganar» (Marx)[4]. Su singularidad
radica, más que en la búsqueda de ganancias, en que esta búsqueda es eterna.
Un verdadero capitalista querrá incrementar su riqueza perpetuamente, jamás
estará satisfecho y nada le será suficiente. Existieron sociedades en las cuales
se obtenían ganancias monetarias por la compraventa de mercancías, pero el
dinero conseguido era utilizado para adquirir otras mercancías. La meta no
era enriquecerse, sino satisfacer necesidades. En el capitalismo, por el
contrario, el dinero obtenido en los intercambios mercantiles es invertido para
generar aún más dinero: la circulación del dinero es un fin en sí mismo.
Karl Marx explica este proceso rector del capitalismo mediante la
«fórmula general del capital»[5]: D-M-D’(Dinero-Mercancía-Dinero’). El
dinero es transformado en mercancías y, posteriormente, éstas son convertidas
de nuevo en dinero. Sin embargo, el dinero obtenido al final es siempre mayor
al existente en un inicio. El excedente logrado no es otra cosa que la
plusvalía, objetivo último de cualquier transacción capitalista.
Lo valioso de la fórmula es que evidencia que el proceso de generación de
ganancia es un proceso circular y no lineal. Tanto al principio como al final se

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tiene lo mismo: dinero. El término de un ciclo es, a su vez, el comienzo de
otro. Jacques Derrida señaló con agudeza que «la ley de la economía es el
retorno —circular— al punto de partida, al origen»[6]. El retorno circular es el
deseo fundamental porque implica la cristalización de la ganancia, pero
también porque permite perpetuar eternamente el ciclo de autorreproducción
del dinero. El dinero estático produce resquemor, puesto que sólo mientras se
mantenga en circulación puede irradiar ganancias. Esto, en sentido estricto, es
el capital: no un objeto, sino un proceso: dinero puesto en movimiento con el
anhelo de obtener aún más dinero.
La velocidad resulta esencial debido a esta circularidad: cuanto menor sea
el tiempo en que se complete el ciclo del capital (Dinero-Mercancía-Dinero’),
mayor será la ganancia. No es difícil comprender por qué. Supongamos que
soy un productor de zapatos. Cada tres meses se completa la rotación del
capital y, en cada ciclo, se obtiene una ganancia de mil pesos. Si logro
acelerar el ciclo para que, en lugar de que se complete cada tres meses (cuatro
veces al año), lo haga cada dos (seis veces al año), ganaré anualmente seis mil
y no cuatro mil pesos. Además, como la ganancia será cada vez mayor, se
podrá invertir una cantidad superior de capital y, por lo tanto, incrementar los
mil pesos que en un principio se obtenían como ganancia.
Como señala Marx, «cuanto más ideales sean las metamorfosis
circulatorias del capital, es decir, cuanto más se reduzca a cero o se aproxime
a cero el tiempo de circulación del capital, tanto más funcionará éste, tanto
mayor será su productividad y su autovalorización»[7]. Cualquier mínima
dilación resulta inadmisible. Si se quiere hacer dinero, hay que deshacerse de
aquello que cause fricción y, sobre todo, acelerar los procesos de circulación
del capital invertido. Es ésta la simple pero poderosa razón por la cual una
pulsión por incrementar la velocidad subyace en el devenir del capitalismo.

Desde hace casi tres siglos, la aceleración se ha afianzado como uno de


los mejores mecanismos para maximizar las ganancias económicas. Ha
permitido tanto incrementar exponencialmente la ganancia de los capitalistas
individuales como paliar la voracidad insaciable del sistema en su conjunto.
El afán por acelerar los tiempos de rotación del capital es un mandato
personal y una necesidad sistémica —de ahí su potencia—. Más allá de
cualquier acontecimiento, la obsesión permanece intacta: ganar más,
aumentar la velocidad.
No existe una fórmula única para acelerar la rotación del capital, sino una
pluralidad de maniobras que tienen efectos disímiles. Esto se debe a que el

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tiempo total de rotación del capital está compuesto por diferentes momentos,
cada uno regido por principios y ritmos propios. Por un lado, está el tiempo
de producción, durante el cual el dinero se transforma en mercancía. Desde
luego, un aspecto elemental del tiempo de producción es el tiempo de trabajo.
Pero en él también se incluyen otros intervalos temporales que exceden al
trabajo, los relacionados con procesos naturales. Por ejemplo, la fermentación
del vino, la maduración de un fruto o el crecimiento de un árbol. Por otro
lado, está el tiempo de circulación, durante el cual la mercancía se convierte
en dinero, el cual comprende dos momentos: el tiempo utilizado en
transportar la mercancía del lugar de producción al punto de venta y el tiempo
que tarda en venderse.
La historia del capitalismo puede ser leída como una sucesión permanente
de innovaciones técnicas y tecnológicas, todas ellas encaminadas hacia la
aceleración de los tiempos de producción o de circulación (lo que en otros
términos quiere decir hacia la obtención de una ganancia cada vez mayor). El
momento fundacional del capitalismo moderno, la Revolución Industrial,
surge antes que nada como un intento de reducir el tiempo de rotación del
capital. Los siglos posteriores son tan sólo la repetición incesante del mismo
gesto.
Es cierto que, como Reinhart Koselleck ha probado, desde principios del
siglo XVIII, en la era preindustrial del capitalismo, podemos encontrar
experiencias de aceleración[8]. No obstante, aunque los ejemplos son
múltiples, tienen que ver casi en su totalidad con aumentos menores en la
velocidad del transporte y las comunicaciones: la mejora de las calles en las
ciudades permitió que los coches de caballos viajaran más rápido que antes, la
construcción de canales se extendió logrando que la navegación fluvial
incrementara su velocidad, las noticias comenzaron a llegar con una rapidez
inusitada gracias al correo y a la prensa escrita.
En sentido estricto, el momento inaugural de la aceleración sobre la cual
estamos montados es la incorporación de la máquina como elemento esencial
dentro del sistema productivo, la suplantación del capitalismo mercantil por el
capitalismo industrial. Paulatinamente, el trabajo manual (y animal) comenzó
a ser sustituido por la producción mecanizada, permitiendo acelerar de
manera exponencial los tiempos de producción de mercancías y, así, acortar el
tiempo de rotación del capital e intensificar la ganancia. El tiempo fue
desnaturalizado: dejó de depender de los límites biológicos del ser humano y
de los demás animales que eran utilizados como fuente de energía productiva.

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Se sabe: a principios del siglo XVIII, la industria textil ocupaba un lugar
preponderante en la economía del Imperio británico. La demanda era enorme
y crecía a pasos agigantados. La producción debía incrementarse, es decir,
acelerarse. El principal impedimento era que los hilos, insumo necesario para
elaborar los textiles, continuaban siendo fabricados como se hacía desde la
Edad Media: uno a uno, trenzando fibras manualmente. Esta intolerable
lentitud fue superada por la hiladora Jenny, considerada el primer invento
significativo de la Revolución Industrial. Su logro fue mecanizar el proceso
de trenzado y permitir que una misma persona pudiera trabajar en ocho hilos
al unísono y, entonces, se produjera ocho veces más rápido.
El problema de la hiladora Jenny era que, aun cuando aumentaba
notablemente los tiempos de producción, seguía dependiendo del trabajo
humano y, por lo tanto, estaba sujeta a sus limitaciones. Esto empezó a
cambiar cuando Richard Arkwright diseñó la Water Frame, una hiladora que
para funcionar utilizaba la energía proveniente del movimiento del agua de
los ríos. Sin embargo, el quiebre fundamental sucedió cuando se extendió el
uso de la máquina de vapor. Aunque en términos teóricos había sido ideada
un par de milenios atrás por Herón de Alejandría, no fue sino a partir de 1770,
cuando James Watt realizó mejorías sustanciales a los inventos existentes en
aquel momento, que la energía mecánica emanada del vapor del agua fue
utilizada de manera generalizada en la elaboración de mercancías.
Como bien lo percibieron los ludistas y el capitán Swing, la máquina de
vapor expulsó el trabajo de la esfera de lo humano. Desplazó al obrero y, al
hacerlo, eliminó las barreras biológicas que antes resultaban insoslayables.
Una de ellas, la más importante aquí, es la velocidad de movimientos:
mientras que el hombre necesita descansar y el trabajo manual tiene un límite
para ser acelerado, la máquina puede operar sin necesidad de parar y su
funcionamiento no tiene un límite de velocidad preestablecido. La
mecanización del trabajo abrió el camino a la aceleración sin fin[9].

La máquina no sólo modificó la cadena productiva. Los capitalistas no


tardaron en descubrir su potencial aceleracionista y la utilizaron para acortar
el resto de los procesos involucrados en el ciclo de generación de ganancia.
Siguiendo este principio, la máquina de vapor fue adaptada para la creación
de nuevos medios de transporte como la locomotora y el barco de vapor, los
cuales permitieron acortar los tiempos de circulación de las mercancías y de
las materias primas. Los beneficios económicos de estas disminuciones
fueron descomunales: se redujeron costos de almacenamiento y transporte,

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logrando que el capital permaneciera una menor cantidad de tiempo en forma
de mercancía y pudiera así ser reinvertido con prontitud.
Las transformaciones espaciales causadas por estos nuevos medios de
transporte resultan todavía más sorprendentes que las ganancias obtenidas.
Gracias a ellos, como nunca antes había sucedido en la historia de la
humanidad, la gente comenzó a viajar de un lugar a otro. En 1700, ir de
Londres a Manchester tomaba cuatro días; en 1880, cuatro horas. Esto
desencadenó una serie de desplazamientos humanos inusitados. Con prontitud
se inventaría lo que conocemos como turismo de masas (en 1841 Thomas
Cook funda la primera agencia de viajes), permitiendo que una cantidad cada
vez mayor de personas abandonase por temporadas su hogar, estableciendo
flujos constantes y temporales de una zona a otra del globo.
El movimiento desencadenado fue doble: el mundo se expandió y, al
mismo tiempo, se contrajo. Los individuos ampliaron su campo de
movimiento, el cual se había restringido al lugar de nacimiento durante siglos,
y en paralelo el mundo se volvió cada vez más compacto. Al pasar del
tiempo, el mundo terminaría por volverse una aldea. Este proceso fue
catalizado por los medios de comunicación. Primero el telégrafo, luego el
teléfono y finalmente internet terminaron por propiciar la aniquilación total de
las distancias espaciales. La información se movilizó a velocidades crecientes,
hasta el punto de la simultaneidad, de la unión del aquí y el allá en una misma
realidad virtual.
Debe subrayarse: la pulsión por acelerar los procesos de circulación del
capital no sólo trastoca aspectos temporales, sino también espaciales. David
Harvey[10] ha señalado con precisión cómo el capital busca minimizar costos
en el movimiento de mercancías y para lograrlo termina revolucionando las
relaciones espaciales. Necesita reducir distancias mediante la mejora del
transporte o el perfeccionamiento de la localización (ocupar puntos
estratégicos, concentrar en un mismo lugar los puntos de producción y venta,
etcétera). También necesita erradicar cualquier tipo de barrera física, social o
política: erradicar los elementos que entorpezcan el libre flujo de mercancías
(el neoliberalismo y su exigencia de apertura y desregularización de los
mercados es el punto culminante de esta cruzada). Con otras palabras, el
capital precisa de la aceleración del tiempo, pero también de la compresión
del espacio —la cual, en última instancia, significa una compresión del
tiempo.

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Los inventos se fagocitan unos a otros velozmente: cualquiera, tarde o
temprano, termina volviéndose obsoleto y reemplazable. Sin embargo, las
progresivas mejoras tecnológicas han logrado que se mantenga una constante:
la aceleración. Cada máquina es más potente y veloz que la anterior. Lo turbo
y lo híper dominan la cadencia inventiva. La máquina de vapor primero fue
reemplazada por los motores de combustión interna, luego por los de reacción
y ahora por los propulsores iónicos. La locomotora ha cedido su lugar al
Shinkansen japonés y al Hyperloop, y los barcos de vapor a las lanchas
propulsadas por turborreactores. El telégrafo fue suplantado por la velocidad
de la llamada telefónica, la cual poco a poco es desplazada por la mensajería
instantánea vía internet. El avión de principios del siglo de los hermanos
Wright, que volaba a once kilómetros por hora, se ha transformado en el
Hypersonic Technology Vehicle 2, que alcanza los veintiún mil kilómetros
por hora (de la Ciudad de México a Madrid en veinticinco minutos).
No resulta extraño que la máquina haya terminado por convertirse en
sinónimo de velocidad y, como consecuencia, en objeto de devoción por
todos aquellos engolosinados con las ganancias monetarias y el crecimiento.
Las loas proferidas por Marinetti y el resto de los futuristas sintetizan bien
este sentimiento: «Afirmamos que la magnificencia del mundo se ha
enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil
de carreras con su capó adornado por gruesos tubos semejantes a serpientes
de hálito explosivo…, un automóvil rugiente, que parece correr sobre la
metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia» (Primer manifiesto
futurista)[11].

Sería erróneo pensar que las innovaciones tecnológicas son la única


estrategia a la que el capitalismo ha recurrido para acelerar los ciclos de
retorno de capital. A lo largo de su historia, han sido ideadas una multitud de
técnicas que persiguen el mismo objetivo: ahorrar tiempo. La primera, y acaso
la más importante de todas, fue el sistema fabril. La aparición de la Water
Frame, hiladora que necesitaba estar cerca de un río para funcionar, hizo que
los trabajadores tuvieran que establecerse en un solo lugar para elaborar las
mercancías. Con esto, además de desarticular la producción gremial y aquella
realizada desde los hogares, forzó a los individuos a dedicarse exclusivamente
a la producción de mercancías y a dejar otras actividades que antes realizaban
en paralelo (por ejemplo, el cultivo de huertos). La concentración de los

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obreros permitió establecer una división del trabajo que antes hubiera sido
impensable por la dispersión de la mano de obra y posibilitó la gobernabilidad
del tiempo (no solamente se comenzó a controlar cuántas horas se trabajaban,
sino cuánto se producía en determinada cantidad de tiempo). Con el
surgimiento de la fábrica, el tiempo del trabajador se convirtió en propiedad
del capataz y el patrón, quienes —guiados por el afán de enriquecimiento—
buscarán siempre que se produzca más rápido.
La siguiente gran transformación vino a principios del siglo XX, con la
producción en serie: la fabricación de grandes cantidades de mercancías
estandarizadas. Los principios teóricos que permitieron este nuevo sistema
fueron concebidos por Frederick W. Taylor[12]. Su planteamiento nodal era
que la ciencia debía utilizarse para optimizar los procesos productivos y
aumentar la eficacia: analizar sus tiempos y el movimiento de los trabajadores
para reducirlos a su mínima expresión, cronometrar cada una de sus
operaciones para acelerarlas, dividir y especializar las labores hasta que cada
obrero se encargara exclusivamente de una. El taylorismo dictaba que se
debía organizar el trabajo bajo criterios científicos; en resumen, convertir la
administración en una ciencia.
Quien se encargó de implementar estos principios fue Henry Ford[13].
Comenzó con la fabricación de automóviles que tienen como nombre su
apellido. Lo que hizo fue dividir la producción en fases diferenciadas: las
piezas giraban en una banda mecanizada y los obreros se encargaban de una
tarea específica. Mediante este procedimiento, los tiempos de desplazamiento
del obrero dentro de la fábrica fueron eliminados. La superespecialización del
trabajo trajo una desacostumbrada agilidad de la mano de obra, se pudo
regular el tiempo de cada fase de la cadena productiva y producir varios
coches simultáneamente. Estas mejoras provocaron un incremento en la
velocidad de la producción. Armar un chasis en 1913 tomaba doce horas y
media. Un año después, tras los cambios impulsados por Ford, tomaba
noventa y tres minutos.
Los japoneses, buscando salir del estancamiento económico causado por
su derrota en la Segunda Guerra Mundial, inventaron otro método opuesto al
modelo fordista, pero que también redundó en beneficio de la aceleración: el
sistema de producción Toyota o «Justo a tiempo»[14], con el cual se lograron
eliminar los momentos de inacción y de desperdicio temporal existentes. Al
contrario de la producción en masa, en la que el productor inunda el mercado
de mercancías, en el «Justo a tiempo» la producción responde a las demandas
del consumidor. Para esto, y de ahí surge su nombre, se precisa que la

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mercancía se entregue justo en el momento y en las cantidades exactas en que
es requerida por el consumidor en cuestión.
El primer efecto de este sistema es la desaparición de inventarios y de
desperdicios (de sobreproducción, de tiempo, de transportación), puesto que
se produce exclusivamente aquello que ya tiene un consumidor listo para
adquirirlo. El segundo es la eliminación de los circulantes entre las distintas
fases de la producción: entre un punto y otro se entrega lo necesario en el
momento preciso. En su conjunto, el sistema de producción Toyota reduce la
inmovilidad del capital y, por lo tanto, acelera su ciclo de rotación: las
mercancías y sus componentes permanecen en un incesante movimiento como
parte de un flujo que no se detiene nunca. Como plantea Jean-Pierre Durand,
mientras el taylorismo pretende eliminar la «pereza sistemática» de los
obreros, el sistema de producción Toyota pretende eliminar la «pereza de la
materia». El objetivo es el mismo: anular la pérdida de tiempo.
El caso paradigmático de la implementación del sistema de producción
Toyota es el de Zara[15]. A diferencia de las marcas de ropa tradicionales,
Zara produce sus prendas a lo largo de la temporada —pudiendo así
reaccionar a las cambiantes exigencias del mercado y de sus consumidores—.
Después de analizar lo que ha sido comprado, cada semana se incorporan
decenas de nuevos modelos a sus tiendas. Esto permite proveer sólo aquello
que se venderá y también responder con prontitud a la volatilidad y velocidad
del mercado. Una anécdota: tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, en
tan sólo quince días se sustituyó el tema ecuestre de las tiendas Zara de
Estados Unidos por ropa negra adecuada para el luto colectivo.

Nuestras vidas están atrapadas por el consumo: vivimos consumiendo y


consumimos para darles sentido a nuestras vidas. Desde varias décadas atrás,
comprar dejó de ser una actividad exclusivamente económica. Los objetos, tal
como Jean Baudrillard explicó[16], más que instrumentos, son ahora signos
lingüísticos: sirven en cuanto significan algo. El consumo se ha convertido en
un sistema simbólico de comunicación mediante el cual los individuos
construyen sus identidades dentro de un orden social que está basado en la
desigualdad y la jerarquización.
Cada objeto sirve no tanto para satisfacer una necesidad como para
expresar una diferenciación entre un individuo y otro. La función de
determinada bolsa de mano poco importa, lo central es el icono estampado en
su exterior, aquel que implica un alto poder adquisitivo. La posesión del
objeto termina siendo algo secundario, lo fundamental es lo que se expresa a

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través del propio consumo. Por ello, el deseo nunca puede ser saciado: no nos
saturamos ni quedamos satisfechos al consumir porque lo que se quiere es
comunicar —y la comunicación no tiene fin.
Para funcionar como lo hace, el consumo precisa de la permanente
aceleración. Por supuesto, la prioridad ya no es lograr que los individuos
consuman —¿quién puede seguir diciendo que no lo hace?—, sino que lo
hagan a una mayor velocidad. Se trata de que nada más adquieran un
producto, deseen y compren el próximo. Este principio proviene de una
evidente racionalidad económica: si se aceleran los ritmos de consumo, se
vende más mercancía y se obtienen mayores ganancias. Aunque siempre fue
importante este principio, actualmente se ha vuelto imprescindible. Si antes se
producía para satisfacer necesidades o demandas concretas, ahora primero se
produce y luego se crea la demanda o, lo que es igual, a los consumidores.
Esto ocasiona que, si no hay una circulación ágil de las mercancías, las
consecuencias (sobreproducción, estancamiento y demás) sean aún más
catastróficas.
Para lograr acelerar los ritmos de consumo se tienen que crear nuevas
necesidades cada vez más rápido y desaparecer a la misma velocidad las
necesidades previamente existentes. Las estrategias empleadas para lograr
esto son innumerables (John Kenneth Galbraith las llamó «aceleradores
artificiales»)[17]. Las hay sutiles y también violentas. La más utilizada, la
publicidad, opera como un genuino arte de la seducción y crea deseos de
manera tersa. Otras funcionan de manera más agresiva. Éste es el caso de la
obsolescencia programada o planificación deliberada de la reducción del ciclo
de vida útil de una mercancía.
Se dice que la primera vez que se planificó y programó la muerte de un
objeto sucedió en 1924, cuando los principales productores de focos (Philips,
Osram, General Electrics) conformaron el «cártel Phoebus». Habían
descubierto, no sin preocupación, que contaban con la tecnología necesaria
para que la vida útil de los focos fuera de dos mil quinientas horas. Vista
desde los intereses capitalistas, la longevidad obtenida gracias al progreso
tecnológico resultaba contraproducente. En consecuencia, tomaron una
decisión en conjunto: modificarían los focos que produjeran para que se
descompusieran al llegar a las mil horas de uso. Lo idóneo era una muerte
rápida, no una larga vida.
Ahora se produce para que los objetos caduquen, no para que duren. La
reparación —sólo practicada en los países periféricos— pertenece al pasado,
cuando los objetos no estaban pensados para ser desechados con prontitud.

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Con lo digital apareció una nueva faceta de la obsolescencia programada:
la perpetua actualización. Para que cualquier aparato electrónico se vuelva
obsoleto basta inventar una nueva actualización. De esta manera, aunque los
aparatos sigan funcionando en términos materiales, pueden dejar de ser
operativos. Cada actualización implica una renovación y, a su vez, el descarte
de lo existente: un golpe de energía y velocidad al ciclo de rotación de las
mercancías.
La expresión más acabada de estas técnicas de aceleración de la
obsolescencia es la moda. En el imperio del consumismo, la simple aparición
de nuevas mercancías caduca a las anteriores. Si el objeto sirve como signo de
diferenciación jerárquica y se quiere mantener el lugar que uno ocupa en la
escala social, es imposible ignorar las novedades que el mercado arroja con
ahínco. Estar a la moda es renovarse permanentemente. Baudrillard nos
recuerda: «Vivimos el tiempo de los objetos. Y con esto quiero decir que
vivimos a su ritmo y según su incesante sucesión»[18].

Los espectáculos (conciertos, exposiciones, cine, festivales) son la


mercancía ideal porque desaparecen mientras se consumen. La tendencia es
encaminarnos hacia un consumo transitorio y desmaterializado, que pueda
acelerarse hasta el infinito, que no dure nada. De esta forma, el consumo
puede volverse permanente e interminable.

Los recientes cambios sistémicos sufridos por el capitalismo no han hecho


más que radicalizar los procesos y dinámicas de aceleración. La transición del
capitalismo industrial al capitalismo financiero ha permitido un aumento
radical de la velocidad. Si bien ambos sistemas estaban marcados por la
misma pulsión de aceleración, en el capitalismo industrial existían una serie
de elementos de índole material que establecían límites a la velocidad que
podía alcanzarse. Las mercancías debían crearse para poder ser vendidas, y,
por más que se redujeran los tiempos de producción, eso ocupaba un lapso
temporal. En pocas palabras: la plusvalía se extraía del trabajo humano, el
cual debía transcurrir en el tiempo.
En cambio, en el capitalismo financiero la producción de valor se ha
separado de lo físico. Franco «Bifo» Berardi ha propuesto que hablemos de
un «semiocapitalismo», por cuanto «ya no existen cosas materiales, sino
signos; ya no hay producción de cosas como materiales visibles y tangibles,
sino producción de algo que es esencialmente semiótico»[19]. El sistema

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financiero es, antes que nada, un sistema de intercambio de signos. La
producción de valor no está en «la intervención generativa de la materia física
y el trabajo muscular», sino en el intercambio de signos inmateriales. Al
poder generarse valor más allá de lo material con el mero intercambio de
signos, las ataduras temporales impuestas por el trabajo y los objetos
desaparecen. La velocidad de la generación de valor ha dejado de tener
barreras y puede realizarse en milisegundos (la milésima fracción de un
segundo)[20].
Esto no es una simple especulación teórica. El fenómeno está siendo
explotado mediante lo que los entendidos llaman High-frequency trading (o
HFT)[21]. La imagen que se tiene de las bolsas de valores (hombres con
corbata desabrochada corriendo, intercambiando acciones de mano en mano y
gritando órdenes por el teléfono) corresponde a un pasado lejano. Hoy los
intercambios se realizan electrónicamente. Los brokers pasan sus días
sentados frente a una computadora emitiendo órdenes de compraventa con un
pequeño teclado.
En el High-frequency trading la computarización de los intercambios
financieros se lleva al extremo, puesto que no intervienen humanos en lo
absoluto. Se realiza desde cuartos repletos de supercomputadoras capaces de
realizar billones de operaciones al segundo. Éstas analizan el comportamiento
de las distintas bolsas de valores y, valiéndose de huecos en la legislación,
obtienen información de los movimientos financieros antes de que se hagan
públicos. Gracias a una serie de complejos algoritmos, tienen la capacidad de
reaccionar en fracciones de segundo. Alguien hace una orden de compra o
venta de acciones, las supercomputadoras se le adelantan y compran —si el
movimiento sube los precios— o venden —si los baja— ese mismo tipo de
acciones. Para hacer un movimiento necesitan apenas treinta milisegundos
(0,03 segundos). Aprovechando la diferencia de precio causada por la orden
de un tercero, logran obtener ganancias en cuestión de milisegundos.
Las operaciones realizadas por los algoritmos utilizados por las
supercomputadoras suceden a tal velocidad que el ojo humano no puede
percibirlas (parpadear toma unos cuatrocientos milisegundos). Las
computadoras de los brokers tampoco son lo suficientemente rápidas para
seguir estos movimientos financieros. Sus pantallas muestran el estado del
mercado unos cuantos milisegundos después: reflejan una realidad diferida
que resulta inútil. Cualquier intento humano por enfrentarse al High-
frequency trading resulta infructuoso. No se puede escapar de los algoritmos,
estarán siempre un paso adelante de cualquier reacción.

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El tema del High-frequency trading recibió especial atención mediática
cuando Gary Cohn, presidente de Goldman Sachs, escribió una columna
catastrofista en la cual expresaba que la equidad del mercado peligraba por su
fragmentación y complejidad. Los riesgos, argumentaba, «son amplificados
por un incremento dramático en la velocidad de la ejecución y de las
comunicaciones comerciales». Llamaba a establecer ciertas regulaciones que
neutralizaran a las compañías dedicadas al High-frequency trading. Un año
después, Goldman Sachs anunciaba una serie de contrataciones de expertos en
tecnología y en el High-frequency trading. Una de las más importantes bancas
de inversión del mundo no pudo resistir a los embates de la velocidad:
entendieron que si no entraban al juego de la aceleración, serían velozmente
superados por sus contrincantes.
Poco a poco el mundo financiero se ha dividido entre aquellos que
entienden el valor de los milisegundos y aquellos que no. Los primeros
invierten cuantiosas sumas de dinero para perfeccionar los distintos procesos
involucrados en el High-frequency trading. Financian grandes empresas
especializadas en acortar los tiempos de obtención de la información.
Organizan oficinas enteras para que las computadoras estén orientadas hacia
el lugar donde se emite la información y así ésta tenga que viajar unos
cuantos metros menos y llegue antes. Invierten centenares de millones en
instalar nuevas redes de fibra óptica para que la información pueda viajar más
rápido. La reducción que se logra es de milisegundos, pero cada milisegundo
resulta enormemente productivo. Jamás una fracción tan pequeña de tiempo
había valido tanto.

El capitalismo contemporáneo se ha convertido en un turbocapitalismo,


necesitado como nunca antes de la velocidad para mantener los ritmos de
crecimiento y las exigencias de ganancia. En buena medida, el elemento
temporal cobró tal importancia porque a finales del siglo XX se completó un
proceso iniciado cuatro siglos atrás: la constitución de una «economía-
mundo»[22]. Desde sus inicios, el capitalismo funcionó como un sistema
supranacional, estableciendo una división del trabajo internacional y una serie
de redes entre distintas regiones del mundo. Esta interconexión se fue
intensificando gradualmente. Los territorios no capitalistas fueron aniquilados
en sucesivas oleadas expansivas hasta que se integró un sistema global. Una
vez que el planeta entero se territorializó bajo los principios del capital, para
poder mantener los ritmos de ganancia esperados no queda más que acelerar
el tiempo. En este mundo, en el que prácticamente no hay rincón alejado de

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los flujos del mercado, la aceleración logró conquistarlo todo. Ni la economía,
ni la política, ni las subjetividades, ni las relaciones sociales han logrado
resistirse al envite de la velocidad. Cada una de estas realidades está
atravesada por la pulsión de aceleración.

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2

¿Por qué no encontramos para nosotros un significado, es decir, una posibilidad


esencial del ser? ¿Por qué desde todas las cosas nos bosteza una indiferencia cuya
esencia no conocemos? ¿Pero quién pretende hablar así, si el tráfico mundial, la
técnica, la economía, arrebatan hacia sí al hombre y lo mantienen en movimiento?

MARTIN HEIDEGGER

Al contrario de lo que podría pensarse, el estilo arquitectónico que mejor


condensa el espíritu político del siglo XX no es el modernismo, sino el
monumentalismo. Hay que voltear a ver, más que la limpidez de la casa
Fallingwater diseñada por Frank Lloyd Wright, el grisáceo hormigón de la
Estatua de la Madre Patria en Stalingrado o del Valle de los Caídos en la
sierra de Guadarrama[23]. El monumentalismo se distingue por una doble
búsqueda: aspira a la grandeza y a la perdurabilidad. Por eso construye
siempre moles gigantes de concreto. No es funcional porque piensa, ante
todo, en el mañana. Lo que le interesa es engarzar el presente con un futuro
lejano, con un mundo por venir. Su combate es contra el olvido.
Así fueron los proyectos políticos del siglo XX: ambiciosas elucubraciones
de largo aliento que pretendieron revolucionar la realidad de tajo y para
siempre. Se quiso reinventar la historia y al hombre mismo (piénsese en el
nuevo hombre soviético). Durante el siglo XX, se pretendió que las
transformaciones realizadas fueran profundas y, todavía más importante,
duraderas. Mussolini y Hitler pensaban en milenios: uno aspiraba a construir
el nuevo Imperio romano, el otro el Reich de los mil años. Se imaginaron
proyectos generalizantes constituidos por una serie de principios inamovibles
desde los cuales se decantaba una cuidadosa planificación. Los proyectos
políticos tenían como horizonte la historia de la humanidad. Si bien el
presente era importante, lo fundamental era lo venidero. Eso explica la
recurrencia de la monumentalidad: fue el mecanismo con el cual la ambición
de eternidad fue satisfecha.

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En abierta contraposición a esa política de hormigón, la lógica de la
aceleración ha impuesto en cada vez más regiones del mundo una política
cortoplacista. En ésta, la visión ya no es hacia delante, sino hacia lo
inmediato. El futuro ha dejado de importar. El tempo acelerado de la
cotidianidad es el que configura esta política: si hoy se quiere algo, mañana se
quiere otra cosa. No hay plan generalizante, sólo hay soluciones concretas que
se realizan improvisadamente para zanjar los problemas del día a día.
La pauta es dada por los ciclos electorales, los cuales son en verdad cortos
(apenas unos cuantos años). Si se quieren ganar las siguientes elecciones, se
debe actuar con prontitud. Las soluciones dadas al electorado deben ser
rápidamente visibles y explotables. Es absurdo hacer un plan de largo aliento,
que recorra varios ciclos electorales, porque cuando se concluya, el político
que lo inició ya no estará en el poder y no podrá extraerle ningún tipo de
beneficio. La apuesta se hace por lo que puede convertirse de inmediato en
fotografía y nota de prensa. Los objetivos políticos se restringen a lo que
asegura el triunfo electoral: dar respuesta a las necesidades inmediatas de los
votantes (reparar los baches, robustecer el suministro de agua, mejorar el
alumbrado, etcétera).
La política cortoplacista está basada en los bandazos, movimientos
bruscos dados de un lado para otro del espectro ideológico. El buen político
es aquel que tiene ideales maleables y, además, sabe cómo cambiarlos
velozmente para adecuarse a lo que dicte la coyuntura. Los principios rígidos
son un lastre. El compromiso político corresponde a otra época, una en la cual
se confiaba en el futuro. Para comprometerse, así como para ser fieles, debe
superarse el presente y pensar en el mañana. Esto se ha vuelto imposible: la
única preocupación son los eventos cotidianos.
Más y más, la participación política se limita a una sucesión de tormentas
de indignación que se esfuman a la misma velocidad con la que surgieron.
Byung-Chul Han retoma el término shitstorms para explicar el fenómeno[24].
Las shitstorms suceden en la red, casi nunca llegan a las calles. Su rasgo
central es que son inestables y efímeras. Un evento desencadena un torbellino
de indignación que unifica momentáneamente a una pluralidad de individuos
que de otra forma no lo harían. Pero entre ellos no existe una unidad
discursiva. Funcionan como una onda incontrolable. Cada voz grita, tuitea,
sube a su muro algo distinto. Nada más lejano al sonido de las consignas
gritadas al unísono por las masas del siglo XX que el barullo de voces
heterogéneas generado por las shitstorms.

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El mayor problema de las shitstorms es que no construyen la continuidad
que cualquier proyecto político necesita. Giran alrededor de un problema
enraizado en el presente y no lo relacionan con nada más, esto es, no elaboran
una narrativa hacia el futuro. Las shitstorms son meras explosiones de afectos,
los cuales nunca logran unificarse. Como dice Byung-Chul Han, la
indignación digital «no es capaz de acción ni de narración. Más bien, es un
estado afectivo que no desarrolla ninguna fuerza poderosa de acción»[25]. Las
shitstorms no tienen una dirección clara ni se rigen por una acción común y
orquestada. Por ello tampoco logran construir un sujeto político, un
«nosotros» que se convierta en actor de una transformación. Son, por
definición, fragmentarias y efímeras: desaparecen con prontitud, para dar paso
a la siguiente ola de indignación.

La política cortoplacista se asemeja a Hollywood: es una especie de star


system en donde el éxito depende de la fama y popularidad del actor en
cuestión. El poder se concentra no en los partidos o los sindicatos, sino en los
individuos. La ideología es algo secundario, lo central es la visibilidad.
Cualquier político lo sabe: nada importa más que su imagen pública. Este
sistema —que arrancó en los años veinte del siglo XX con la expansión de la
radio, se consolidó en los años cuarenta con la televisión y se estableció de
manera definitiva con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión
Soviética— quebró la estabilidad de la vieja política de hormigón, enraizada
en rígidas ideologías e inamovibles estructuras organizativas, y propició una
política versátil y veleidosa.
Este nuevo tipo de política, basada no en los principios sino en los
individuos y su popularidad, está configurada por el escándalo. La disputa
ideológica pasó a un segundo plano como forma de obtener la adhesión del
electorado. Lo fundamental se volvió destruir la legitimidad de los
contrincantes. El escándalo (sexual, de corrupción, etcétera) es el mecanismo
más eficaz porque permite arruinar la reputación del individuo de golpe y así
desarticular también su proyecto político —si es que puede llamársele así—
en su conjunto.
Los grandilocuentes pilares discursivos que estructuraron la política del
siglo XX han sido sustituidos por una variedad interminable de sucesos
cotidianos. Los escándalos emergen por el más mínimo detalle. En la crónica
que escribió sobre su experiencia como candidato a primer ministro, el
intelectual canadiense Michael Ignatieff cuenta: «Una vez que has entrado en
política, siempre estás bajo los focos. Nunca te saltas una cola, nunca te

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muestras impaciente con un conductor o con el personal de la recepción de un
hotel. Nunca pierdes los nervios. Nunca te olvidas de sonreír cuando alguien
se acerca a hacerse una foto contigo o a pedirte un autógrafo»[26]. Se vive
bajo el gobierno de lo contingente. La política se ha vuelto igual a una
telenovela mexicana: un abigarrado melodrama marcado por traiciones y
oscuros encuentros amorosos. Basta ver la popular serie House of Cards para
percatarse: la política se trata de ataques personales entre los actores políticos,
jamás entra en juego ningún tipo de antagonismo ideológico. Como dice su
protagonista, Frank Underwood, en un discurso tras un escándalo que
involucraba a su padre: «Hicieron lo imposible por hacerme quedar mal. Pero
la política es así»[27].
El escándalo, eje rector del ritmo de la política actual, se distingue por su
espontaneidad. Aparece sin anunciarse y cobra relevancia con prontitud. Es
de una efervescencia inesperada. Las redes sociales han propiciado esta
característica. Ahora, en unas cuantas horas, cualquier suceso puede volverse
un escándalo: ni siquiera necesita esperar a las primeras planas del día
siguiente de los medios de comunicación escrita. Además, el escándalo es
siempre un evento efímero. Con la misma velocidad con la que surgió,
desaparecerá: terminará por diluirse entre otras noticias o llegará a un punto
culminante (una disculpa pública, una renuncia, un juicio).
Las características del escándalo[28] han tornado el ritmo del devenir
político en una serie de breves pulsaciones, contrario al largo aliento propio
de la política del siglo XX. El tiempo de los políticos ya no es eterno. Viven
conscientes de su propia fugacidad y de la fragilidad de su poder. Aspirar a la
permanencia es un sinsentido. Una larga carrera política se destruye en un
santiamén. Cualquier legitimidad, sin importar cuánto trabajo tenga detrás,
puede evaporarse con brusquedad en cuestión de horas. El escándalo impone
la volubilidad absoluta sobre la política. Hoy no hay permanencia, todo fluye
y se desbarata con facilidad.

Estructurada en torno a la imagen de los individuos y animada por las


shitstorms y los escándalos, la política cortoplacista depende de los medios de
comunicación masiva. En ellos es donde se construyen (o destruyen) la
legitimidad y las redes de apoyo. Las campañas no se hacen en la plaza
pública y en largos recorridos por la región en disputa, sino en las redes
sociales y en la televisión. Los políticos y su imagen son productos
mediatizados. Se vuelven una mercancía más que debe ser vendida. Mediante
eslóganes cortos e imágenes memorables, se eleva la popularidad y, en

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automático, los votos. Los mercadólogos son los que mandan: los ideólogos
son algo anacrónico o, en su defecto, anecdótico.

El buen funcionamiento de los medios de comunicación depende de


erosionar la memoria. Sólo puede haber una noticia si las existentes dejan de
ser recordadas. Noticia —del latín notitia significa «dar a conocer algo»—. El
término está irremediablemente vinculado a la noción de novedad. Las
noticias versan sobre lo que acaba de suceder, sobre lo cambiante. El
periodista es el encargado de buscar, o mejor dicho, de crear, primicias sin
interrupciones. Al hacerlo, desplaza lo antes existente hacia el pasado. Seguir
las noticias es como sumergirse en el río Lete, cuyas aguas, según la
mitología griega, provocan la desaparición de los recuerdos. Su pretensión
incesante de presentar novedades fomenta la amnesia de los sujetos, quienes
para aprehenderlas se ven empujados a borrar de su mente las noticias
antiguas.
Cuando los medios comienzan a funcionar como negocios, esta amnesia
se convierte en una doctrina rigurosa. Si sus ingresos dependen de la
publicidad, la cual está determinada por la cantidad de consumidores que las
notas tengan, los medios necesitan tener constante material fresco para
sobresalir frente a la competencia y capturar una mayor audiencia. La
cuestión no es la calidad, sino la novedad. En eso radica el éxito de los
medios contemporáneos. Para poner en cifras el tema: The Huffington Post,
que casi triplica el número de lectores en línea del New York Times, publica
mil seiscientas notas por día. Bajo la amenaza de quedar desplazados frente a
la avalancha noticiosa y a sus competidores, todos los medios han tenido que
sumarse a esta tendencia de incrementar la producción de notas diarias, en
detrimento de la calidad de la información y la profundidad del análisis[29].

La cantidad de información almacenada en internet es tal que resulta


difícil cuantificarla: algunos hablan de que ocupa unos quinientos mil
millones de gigabytes (si esta cantidad de información se imprimiera y
encuadernara, formaría una hilera de libros que cubriría diez veces la
distancia entre la Tierra y Plutón)[30]. Estas exorbitantes cifras convierten a
internet, sin lugar a dudas, en el repositorio más vasto jamás creado por la
humanidad (los varios millones de libros que resguarda la Biblioteca del
Congreso de Estados Unidos, una de las mayores del mundo, ocuparían
apenas diez mil gigabytes)[31].

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Más allá de la cantidad de información que almacena, internet fomenta
una aguda desmemoria. Hay múltiples investigaciones que lo prueban. Una de
ellas, realizada por Betsy Sparrow, Jenny Liu y Daniel M. Wegner[32],
demuestra tres cuestiones fundamentales: que cuando se enuncia una pregunta
complicada las personas con acceso a internet tienden a pensar en una
computadora en lugar de elaborar su propia respuesta, que se recuerda con
mayor frecuencia dónde está alojada la información que la información en sí
y que la capacidad de recordar disminuye cuando se asume que luego se
podrá acceder a la información en línea. La explicación de lo anterior es que
la disponibilidad de sofisticados algoritmos de búsqueda (tipo Google o
Yahoo), así como de cuantiosas bases de datos (tipo IMDb o incluso
Wikipedia), ha hecho que no sintamos necesidad de recordar internamente.
Asumimos que, en el momento de necesitar determinado dato, podremos
googlearlo. Este fenómeno de amnesia digital, por razones obvias, se ha
bautizado como «efecto Google».
Nuestro destino es ser sujetos sin memoria, dependientes de una variedad
de dispositivos que funcionarán como memoria externa[33]. Los recuerdos no
nos pertenecerán, puesto que no los retendremos dentro de nuestras mentes,
sino en servidores de empresas como Facebook e Instagram, las cuales los
resguardarán y explotarán mercantilmente.

Cuando fueron inventados, los medios de comunicación masiva no


lograban seguir la pauta de los eventos cotidianos. Había un inminente retraso
entre la realidad y la palabra impresa. El tiempo de producción de la prensa
escrita (periódicos y panfletos) limitaba la cantidad de noticias que podían ser
desplegadas cada día. Se idearon algunas soluciones prácticas como las
versiones vespertinas, que complementaban por las tardes aquello publicado
en las mañanas. Aun así, el número de noticias que podían ser generadas tenía
un límite preciso. Con la radio y la televisión se dio un avance cualitativo: se
comenzó a poder transmitir en vivo. Pero fue con los medios digitales que los
límites desaparecieron por completo. En y por ellos se pueden crear un
número infinito de notas —incluso a una velocidad mayor que los eventos
mismos—. Dan lugar a una especie de periodismo rizomático en el que cada
hombre y cada mujer de a pie, con su teléfono celular en mano, se convierten
en un productor de noticias. Mientras sucede algo, se genera una
multiplicidad irreducible de noticias: cada evento se desdobla en una oleada
de imágenes y palabras.

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Es natural que, al insertar un número creciente de golpes de información
en un mismo lapsus temporal, la velocidad a la que las noticias se suceden
unas a otras aumente. El devenir de la realidad se presenta cada vez más
velozmente, modificando el cómo percibimos y nos relacionamos con los
eventos. La sensación generalizada es que todo sucede más rápido, que nada
permanece. Visto desde otra perspectiva: ningún acontecimiento importa
demasiado, puesto que todos terminan siendo superados y olvidados.

Siendo estrictos, estamos atestiguando el surgimiento de una nueva


percepción temporal cuyo primer rasgo distintivo es la erosión de la memoria.
La amnesia se vuelve una obligación para soportar la velocidad de la sucesión
de información. Si se recordara con firmeza, se sufriría una saturación
imposible de manejar. El influjo de noticias desgasta cualquier recuerdo. El
segundo rasgo es la falta de narrativa. La velocidad es tal que vuelve
imposible estructurar una trama que dé sentido a los hechos y los entreteja en
un conjunto coherente. El fluir del tiempo aparece como una sucesión de
destellos sin conexión entre sí. Su forma es indeterminable: no hay rumbo
claro. Anula el futuro predecible y trae uno brumoso e ilegible.
El impacto es múltiple. El hecho de que se olvide con facilidad hace que
los intereses y las afinidades políticas sean efímeras. Las causas se adoptan
por un periodo breve de tiempo. Casi de inmediato se olvidan. No puede
construirse un lazo íntimo con ellas. El compromiso también se debilita
porque precisa de la memoria para existir. Sin recuerdos, ninguna relación
puede afianzarse. Tampoco sin la posibilidad de construir un futuro común. Si
el futuro es incierto, ¿por qué deberíamos ser solidarios y unirnos con otros en
pos de un mejor porvenir? En una sociedad acelerada no hay confianza
económica ni política porque éstas se ganan con el tiempo y cuando se tiene
certidumbre acerca de lo que vendrá.
Al mermar tanto la potencia de la memoria, única forma de generar una
unión con el pasado, como la potencia del futuro, la vía para generar
expectativas comunes, los lazos duraderos se desgastan. Al igual que las
noticias, que caducan a velocidades asombrosas, las afinidades políticas se
esfuman con prontitud: se tornan débiles y fugaces. Nuestra política es una
política de la amnesia: los agravios y las luchas se olvidan con rapidez. No
hay nada que logre capturar nuestra atención durante un periodo largo de
tiempo. Las relaciones de corte político o ideológico son débiles y frías.
Cualquier causa termina por provocar indiferencia, sabemos que mañana será
desplazada por una nueva preocupación.

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El archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero a la corona del
Imperio austrohúngaro, fue asesinado el 28 de junio de 1914 por un joven
nacionalista serbobosnio. Tras el atentado, estalló lo que se conoce como la
crisis de Sarajevo: una crisis diplomática que, al no poder ser dirimida
pacíficamente, desembocó en la Primera Guerra Mundial.
El historiador Stephen Kern ha probado convincentemente que los
procedimientos diplomáticos resultaron ineficaces debido a la velocidad de
las comunicaciones entre los países en conflicto. El telégrafo y el teléfono
resquebrajaron el funcionamiento de la diplomacia, que hasta entonces
dependía de los encuentros cara a cara y de la negociación pausada. Gracias a
las nuevas tecnologías, los ultimátums y los memos llegaron como ráfagas sin
permitir que los ánimos se calmaran. Los diplomáticos no pudieron mitigar o
canalizar la agresividad y la tensión[34].
En una entrada del diario de Kurt Riezler, un importante diplomático
alemán del momento, se lee: «Este maldito mundo loco se ha vuelto
demasiado confuso para ser comprendido o predicho. Hay demasiados
factores a la vez». Durante la crisis de Sarajevo los eventos se desarrollaron a
una celeridad pavorosa. Frente a ese vertiginoso ritmo, los mecanismos
existentes para la resolución pacífica de los conflictos resultaron obsoletos.
Los diplomáticos se quedaron pasmados, rebasados, y una de las guerras más
cruentas de la historia terminó por estallar.

¿Qué sucede cuando el imperativo de la aceleración golpea de lleno al


quehacer político y, particularmente, a los sistemas democráticos? Como
William E. Scheuerman ha argumentado, el pensamiento democrático
contiene ciertos presupuestos temporales implícitos: sus principios sobre la
toma de decisiones y la creación de leyes dependen de que se tenga una
cantidad considerable de tiempo y requieren de cierta lentitud. La
deliberación y el debate, los dos fundamentos operativos de la democracia
desde la Antigüedad, son procesos lentos. Si se ejerce una presión temporal
sobre ellos, simplemente estallan. Su lógica les imposibilita ir al ritmo veloz
que hoy se les exige[35].
En un mundo en el que se privilegia la velocidad y la agilidad sobre lo
pausado y lo meditativo, ciertos procesos que son clave para el buen
funcionamiento de cualquier democracia peligran. El poder que sufre las
peores alteraciones al ser acelerado es el poder legislativo. Carl Schmitt, a

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mediados del siglo XX, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo: «Los
procedimientos legislativos se vuelven más rápidos y más circunscritos, el
camino hacia el cumplimiento de la regulación legal más corto y la porción de
jurisprudencia más pequeña»[36]. Las legislaturas transmutan en una fábrica
de leyes que busca solucionar problemas inmediatos: se producen leyes a
velocidades inauditas, queriendo seguir la pauta de los eventos cotidianos.
Para retomar las palabras del propio Schmitt, legislar se motoriza.
Con la aceleración, la adaptabilidad de las leyes deja de operar. La
velocidad de la sucesión de los eventos y de las transformaciones sociales,
tecnológicas y económicas hace que las leyes caduquen prontamente. A
menudo los legisladores no entienden el mundo sobre el cual tienen que
operar. Los cambios los rebasan: pretenden crear normas sobre una realidad
que ya es otra, que cambia mientras buscan reglamentarla. Presionados por la
realidad misma, no hay tiempo para debatir, estudiar o deliberar. Se crean
normas de emergencia, no suturadas, pensadas para responder a la
contingencia. Empiezan a proliferar los vacíos legales puesto que las leyes
existentes corresponden a una realidad pasada.
Frente a lo pausado de la deliberación, la lógica de la aceleración
privilegia la toma de decisiones de golpe. Cuando se llega al limite de
velocidad de los procesos legislativos, se recurre a los decretos del poder
ejecutivo. No es extraño que exista una tendencia mundial hacia la
proliferación de gobiernos que se articulan alrededor de un ejecutivo unitario
y enérgico, de individuos carismáticos que prometen eficacia antes que
cualquier otra cosa. Algo está claro: si lo que se quiere es ahorrar tiempo en la
capacidad de acción, el punto culminante es un poder que recaiga sobre un
individuo, el cual puede responder velozmente y sin necesidad de consultar la
toma de decisiones, de deliberar o de llegar a un consenso —todo lo cual
requiere de tiempo—.
Avanza así una forma de gobernar arraigada en el imperio de la
discrecionalidad. Las normas y leyes traen una esclerosis al sistema, que
precisa una capacidad de respuesta expedita. Debido a la exigencia de
velocidad, buena parte de los acuerdos comienzan a tener que hacerse entre
las élites debajo de la mesa, como si se estuviera en un estado de excepción
permanente (o, en palabras de Giorgio Agamben, «en un umbral de
indeterminación entre democracia y absolutismo»[37]). Deliberar o discutir en
público una decisión resulta una pérdida de tiempo incosteable.
Es evidente que el mandato de la velocidad es, en efecto, el mandato de la
fuerza. Laurence Boisson de Chazourne afirma que «la emergencia no

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produce leyes porque las leyes emanan de procesos políticos normales». Al
respecto, Paul Virilio escribió: «Pienso que esta idea es esencial. La ley del
más rápido es el origen de la ley del más fuerte. En el presente, las leyes están
bajo un estado de emergencia permanente»[38]. La velocidad conlleva una
acumulación de poder. El más rápido es el más poderoso, y cuanto más poder
se tiene, más rápido se puede ser. Es, por tanto, una espiral que
inevitablemente propicia la concentración del poder.

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3

When was the last time I remembered a birthday?


When was the last time I wasn’t in a hurry?

KANYE WEST

Vivimos apurados, en un frenesí permanente. Nuestros días están


asediados por las prisas: queremos resolverlo todo con prontitud. Terminamos
una tarea para enfrascarnos en la siguiente. Una interminable lista de
pendientes nos atormenta a cada momento. El sentimiento generalizado es
que el tiempo con el que contamos nunca es suficiente. Dondequiera
escuchamos la queja: «Cómo me gustaría que el día durara más». O su
variante: «Qué rápido pasa el tiempo, no me alcanza para nada». Descansar se
ha vuelto una ilusión imposible de alcanzar. La presión por reemprender las
tareas pendientes nunca desaparece. Por más energía que derrochemos, no
logramos ponernos al día. Estamos constantemente un paso atrás, rebasados
por la velocidad de la realidad y sus representaciones.
Es indudable: las prisas y la presión que rigen nuestra cotidianidad
derivan del espíritu del capitalismo, que tiene como objetivo primordial la
generación de ganancia y el aumento incesante de ella y, por ende, precisa
que las acciones productivas se ejecuten con prontitud y tenacidad. Ambos
fenómenos psicológicos han sido catalizados por la propagación de internet y,
muy especialmente, por la aparición de los dispositivos móviles (celulares
inteligentes, tabletas, computadoras portátiles, etcétera). Estos desarrollos
tecnológicos han permitido que el trabajo desborde los que fueron sus límites
temporales y espaciales durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX: la
jornada de ocho horas y la semana laboral de cinco días, por un lado; la
fábrica y la oficina, por el otro. Hoy en día, el trabajo y la vida misma se
confunden: entre ambos se formó un continuum sin fronteras distinguibles.
El trabajo ya no se restringe a los horarios y días laborales. Uno está
disponible, conectado a su celular, las tardes y las noches. También los fines
de semana y las vacaciones. ¿Podemos decir que se diferencia el periodo

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vacacional del periodo laboral si en ambos estamos activos, prestos a
responder a las exigencias de nuestro trabajo? En términos espaciales sucedió
lo mismo: ahora trabajamos desde cualquier lugar y no exclusivamente en la
oficina o la fábrica. Nuestros hogares y automóviles se han vuelto genuinos
espacios de trabajo gracias a los desarrollos tecnológicos. Incluso trabajamos,
respondiendo obsesivamente correos electrónicos, desde la cama —espacio
que Michel Foucault había reconocido como paradigma de las
heterotopías[39].
Las galerías de arte en Nueva York tienen como norma incuestionable que
el timbre del teléfono de la recepción no puede sonar más de dos veces y que
los correos electrónicos deben ser contestados en menos de doce horas sin
importar el día o la hora en que sean recibidos. Estas reglas sintetizan las dos
nuevas obligaciones cardinales del trabajador contemporáneo: disponibilidad
permanente y apresuramiento en la ejecución de las labores. El grado de
tolerancia hacia la espera y la demora disminuyen a pasos agigantados. Se
debe responder, o mejor dicho, producir, lo más rápido posible. El mantra: ser
más rápidos es ser más productivos.
Las innovaciones tecnológicas han respondido a estas necesidades. El
Apple Watch, uno de los más recientes lanzamientos de Apple —y mientras
escribo debe haber aparecido un nuevo producto que invalida esta afirmación
—, es la mejor ilustración de lo anterior: un reloj que permite hablar por
teléfono, contestar el correo electrónico y la mensajería instantánea, consultar
la agenda o los movimientos de la bolsa de valores. Es, para decirlo pronto,
una oficina para ser portada en la muñeca. Si se prefiere: una oficina
protésica. No sin razón, su propaganda dicta: «Recibe y responde
notificaciones al instante». Con este tipo de smartwatches, no hay pretexto
para la tardanza, para el reflejo atolondrado. El principio de urgencia se
extiende así hacia toda actividad. Por más insignificante que sea nuestra tarea,
de algo podemos estar seguros: es urgente. Debemos vivir en alerta, listos a
responder apresuradamente a lo que se nos solicite.

Al contrario de lo que prometieron los adalides de la ciencia, las


innovaciones tecnológicas no nos han liberado del trabajo. Sucedió lo
opuesto: nos han encadenado aún más a él. Las máquinas propiciaron una
existencia acelerada y repleta de estrés, lejana a la tranquilidad del ocio
alguna vez pronosticado.

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El anhelo de disponibilidad permanente del trabajador, que no es otra cosa
que la posibilidad de una productividad y consumo sin pausas, radica en el
corazón mismo del capitalismo. El deseo a lo largo de los años ha sido crear
un trabajador y un consumidor que no duerman, que insomnemente trabajen y
compren 24/7. Como argumenta Jonathan Crary, «el planeta se reimagina
como un sitio de trabajo sin parar o un centro comercial de infinitas
elecciones, tareas, selecciones y digresiones siempre abierto. El insomnio es
el estado en el cual producir, consumir y desechar ocurre sin pausa,
acelerando la extenuación de la vida y el agotamiento de recursos»[40].

Quien no sea capaz de ser un sujeto multitasking se encuentra relegado en


el mercado laboral y en el de las relaciones sociales —incluidas las amorosas
—. La obligación de ahorrar tiempo, ser más eficaces y estar
permanentemente disponibles para el otro nos empuja a tener que dedicarnos
a múltiples tareas al mismo tiempo: intercambiar mensajes mientras se
redacta un informe, hablar mientras se maneja, responder un correo mientras
se cena. Se debe saltar de tarea en tarea, pero también atajar varias en
paralelo. Quien falle en este malabarismo vertiginoso resulta ineficaz: será un
deficiente empleado, un mal amigo o un torpe amante.
Las interrupciones, propiciadas por los dispositivos portátiles que suenan
y vibran sin cesar, son continuas. Esto ha erradicado los momentos de
concentración intensa o, visto desde otro ángulo, los momentos
contemplativos o meditativos. Nuestra atención no puede descansar en una
sola actividad. Hacemos algo y, sin notarlo, hacemos algo más. Estemos
donde estemos, el pensamiento, saltando de tema en tema, permanece en otro
lugar. Mientras, los dedos buscan la pantalla del celular nerviosamente. La
condición: distracción total.

Las prisas, vistas con detenimiento, son un imperativo por incrementar la


velocidad de nuestras acciones, pero también una exigencia por ejecutar cada
vez más acciones en un lapsus temporal cada vez menor. De forma más
simple: las prisas pretenden que se desperdicie menos tiempo y,
simultáneamente, que se hagan más cosas. Entendidas de esta manera, como
una consecuencia conductual del fenómeno de la aceleración, explican por
qué una parte cada vez mayor de la población reporta sentir un cansancio
profundo permanente. La mente y el cuerpo resienten el tener que ser más

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veloces, el verse forzados a emprender más acciones y el estar siempre
asediados por una nueva tarea: el nunca poder descansar. Como una máquina
a la que se obliga a trabajar a marchas forzadas durante largos periodos de
tiempo, los sujetos se sobrecalientan y terminan desgastándose.
Que existe un cansancio generalizado ha sido percibido por muchos, y se
le han dado varios nombres (burnout laboral, neurastenia, síndrome de fatiga
crónica[41] o, el preferido por la Organización Mundial de la Salud,
encefalomielitis miálgica). Los síntomas: agotamiento experimentado durante
varios meses, debilitación de la memoria, problemas de concentración,
dificultad para dormir o insomnio, dolores musculares y en las articulaciones,
jaqueca, padecimientos digestivos (diarrea, náusea, estreñimiento). Si se lee
esta lista, cuesta pensar en un habitante de cualquier ciudad del mundo que no
padezca al menos un par de ellos.

Estamos expuestos a golpeteos de información a todas horas. Frente a


nuestros ojos aparecen imágenes sin cesar. Ruido visual y sonoro al que no
podemos responder más que con ansiedad y apretando las mandíbulas.
Padecemos lo que Roberto Calasso ha bautizado como la enfermedad de lo
lleno: «La enfermedad de quien vive en una continuidad mental ocupada por
un torbellino de palabras entrecortadas, de imágenes tontamente recurrentes,
de inútiles e infundadas certezas, de temores formulados en sentencias antes
que en emociones»[42].

Alguien —creo que fue Nietzsche, aunque poco importa si fue él o no—
instó a los filósofos a convertirse en psicólogos de su época. Hoy, todo aquel
que pretenda comprender al sujeto contemporáneo debe hacer suyo este
llamado. La solución, si se quiere captar algo de lo que nos sucede
internamente, está en aventurarse a diagnosticar los trastornos mentales
colectivos.
Sin embargo, el gesto debe hacerse de manera inversa a la que procede un
psicólogo. No hay que comenzar estudiando la psique, sino los fenómenos
económicos y políticos que le dan forma. Debe tenerse claro: la lógica de la
aceleración, producida por la voracidad del capital, genera una subjetividad
determinada. No es que seamos naturalmente estresados, distraídos,
angustiosos, sino que nos han hecho así. Nuestra subjetividad es un producto
más entre el sinfín de creaciones del capitalismo.

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La duración de las relaciones amorosas ha disminuido notoriamente. El
divorcio y la separación son prácticas normalizadas incluso dentro de los
estratos más conservadores de la sociedad. Proliferan los servicios en línea
que tramitan divorcios exprés. Por una reducida cantidad de dinero y en tan
sólo cuatro pasos, se obtiene un acta de divorcio. Atención: lo más
significativo es que los matrimonios duran apenas unos cuantos meses, que
los divorcios cada vez suceden con mayor antelación.
Esta degradación de la solidez y duración de las relaciones amorosas es
otro resultado de la lógica de la aceleración. El psicoanalista italiano Massimo
Recalcati insiste: la «aceleración maníaca del tiempo hace que la promesa
amorosa del “para siempre” se vuelva ridícula, ingenua e incluso
estúpidamente supersticiosa». Existe un «imperativo social de lo Nuevo»
cuyo principio básico es que lo duradero resulta negativo, que nos empuja a
desear y gozar lo novedoso. «Exige un goce siempre Nuevo, y, en
consecuencia, vive las relaciones que se prolongan en el tiempo como
cámaras de gas que acaban con la fascinación misteriosa del deseo»[43].

Uno de los elementos definitorios de la clase media, al menos en el


terreno conceptual, es la estabilidad laboral. En principio, los pasos en la vida
de cualquier miembro de este estrato serían: estudiar, conseguir un trabajo
relacionado con lo que se había estudiado, ascender en progresión y tener un
mejor sueldo, casarse y tener hijos, retirarse. El futuro, para ellos, era claro y
estaba —literalmente— asegurado.
A cualquier joven esta narrativa le suena, por decir lo menos, como una
grosera tomadura de pelo. Tenemos presente que, de hecho, en nuestras vidas
sucederá lo contrario: estudiar no garantizará que obtendremos un trabajo,
conseguiremos uno que no tendrá nada que ver con lo estudiado, tendremos
que tomar posiciones para las cuales estamos sobrecalificados, cambiaremos
innumerables veces de trabajo, las contrataciones serán por proyecto
específico, haremos outsourcing, no nos ascenderán sino que nos despedirán
varias veces, nos endeudaremos. A los economistas les gusta englobar y
explicar esta serie de fenómenos bajo el término desregulación del mercado
de trabajo, que significa la desaparición de trabas legales para contratar y
despedir a los trabajadores. Adiós prestaciones, adiós cualquier posibilidad de
retiro y pensión. Bienvenida la precarización absoluta.
Frente a la estabilidad y el sentido progresivo prometidos, en la actualidad
vivimos bajo la incertidumbre y el dinamismo. No sabremos qué vendrá ni
qué nos espera. La clásica pregunta de los padres o el tío controlador acerca

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de cómo nos vemos de aquí a cinco años resulta ofensiva: lo de menos es que
nuestro futuro sea un absoluto misterio, lo doloroso es que muy
probablemente viviremos en peores condiciones. En un hecho concreto se
cristaliza lo lejos que estamos de la confianza gozada por las generaciones
anteriores: en la ausencia de seguro de gastos médicos. Para los jóvenes, la
salud, es decir, el futuro, no se encuentra asegurado: al frente, encontramos
sólo bruma.

La presión temporal nos sofoca: los días son demasiado cortos para la
infinidad de tareas que debemos emprender. Por más ágiles y eficaces que
seamos, por más que nos apuremos, no podemos terminarlas. ¿Los efectos?
Estrés. Tensión física y emocional. Presión arterial alta. Bruxismo. Nervios e
intolerancia. Ansiedad: estrés incluso cuando no existe un factor externo que
lo cause, estrés sin razón concreta. Eccema. Aprensión. Ataques de pánico o
crisis de ansiedad: periodos en los que se experimenta un agudo miedo
acompañado de padecimientos tales como palpitaciones, sudoración, dolor en
el pecho, temblores, hiperventilación, náuseas.
La benzodiazepina (nombres comerciales: Rivotril, Xanax, Klonopin) es
el fármaco con mejores resultados para controlar la ansiedad. Actúa
directamente sobre el sistema nervioso central reduciendo la actividad
eléctrica cerebral. Sus efectos son rápidos y contundentes. Está pensado para
ser ingerido sólo ocasionalmente y durante periodos reducidos dado que
sumerge a quien lo toma en un limbo soñoliento en el que, aunque se es
semifuncional, las respuestas emocionales son casi inexistentes (la pérdida de
libido es uno de sus primeros efectos secundarios). Sin embargo, cada vez es
utilizado por más personas como un acompañamiento (¿o salvavidas?) a su
vida diaria. El gotero de Rivotril en el bolso: un poco antes de empezar el
trabajo, otro poco tras comer, otro poco más para poder dormir. Si volteamos
a nuestro alrededor descubriremos una considerable cantidad de sujetos bajo
el influjo del clonazepam. Basta verlos a los ojos: su mirada perdida, acuosa e
incapaz de generar una conexión los delatará.

La aceleración se enfrenta con límites biológicos (necesidad de dormir,


fatiga, dolores musculares). El cuerpo y la mente de los humanos ponen
barreras a la velocidad. La piernas dan de sí hasta cierto punto: llega el
momento en que no se puede correr más rápido. Pero la lógica de la
aceleración contraataca poniendo a nuestra disponibilidad una generosa

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cantidad de sustancias estimulantes. Vivimos inmersos en una cultura del
dopaje: buscamos a través de distintas sustancias la estimulación necesaria, el
golpe de energía faltante. Oficinistas y amas de casa que sin café no logran
despertar. Red Bull o alguna otra bebida energética para terminar la jornada
laboral. Ingerir lo que sea necesario para inhibir a los neurotransmisores que
reciben las señales de cansancio y sueño. El objetivo: embrutecer el sistema
nervioso central para poder seguir trabajando.
Resulta poco sorprendente que las drogas características de las últimas
tres décadas sean aquellas que estimulan psíquica y físicamente. Aunque en
principio sean recreativas, lo cierto es que son el suplemento ideal para los
sujetos acelerados, sujetos que viven bajo la obligación de responder (léase:
trabajar, amar, moverse) con mayor intensidad, a una velocidad siempre
creciente.
Consumir crystal meth o metanfetamina de cristal se vuelve cada vez más
popular. Se lo conoce como speed en las calles por el principal efecto que
genera: un asalto de hiperactividad y energía. Sin embargo, la cocaína es la
droga que ilustra a la perfección las necesidades contemporáneas. Roberto
Saviano la describe: «No es la heroína, que te convierte en un zombi. No es el
porro, que te relaja y te inyecta los ojos en sangre. La coca es la droga
performativa. Con la coca puedes hacer cualquier cosa. Antes de que te haga
estallar el corazón, antes de que el cerebro se te haga papilla, antes de que el
pene se te quede fláccido para siempre, antes de que el estómago se te
convierta en una llaga supurante, antes de todo eso trabajarás más, te
divertirás más, follarás más. La coca es la respuesta exhaustiva a la necesidad
más apremiante de la ética actual: la falta de límites. Con la coca vivirás más.
Te comunicarás más, primer mandamiento de la vida moderna. Cuanto más te
comunicas más feliz eres, cuanto más te comunicas más disfrutas, cuanto más
te comunicas más comercias en sentimientos, más vendes, vendes más de
cualquier cosa. Más. Siempre más»[44].
Es por estas cualidades estimulantes que la cocaína dejó de ser una droga
recreativa. Con creciente frecuencia es utilizada en el trabajo para poder
aguantar las largas y demandantes jornadas laborales. Al contrario que los
consumidores de otras sustancias, el cocainómano es alguien productivo y
funcional, que está inserto en las dinámicas sociales. Es más: el sujeto bajo
los efectos de la cocaína, estimulado y eufórico, con reflejos rápidos y una
inusitada seguridad en sí mismo, con ánimos exaltados y que jamás tiene
sueño o siente cansancio, podría tomarse como el ideal deseado por la lógica

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de la aceleración. Con o sin cocaína, todos estamos encaminados hacia ese
modelo —con sus efectos negativos incluidos.

La velocidad ha destruido la posibilidad de darle un sentido coherente y


unitario a nuestras vidas. Sucedió lo mismo que cuando adelantamos o
retrasamos una película: el ojo no alcanza a discernir con claridad las
imágenes, los cuadros en vez de configurar una trama producen una sucesión
atronadora sin sentido. Las experiencias se suceden unas a otras tan rápido
que resulta imposible hilarlas para que compongan una narrativa.
Las transformaciones son tantas y tan frecuentes que el pasado resulta
inútil muy pronto. Lo acontecido no puede ser utilizado como fuente de
conocimiento porque el presente es radicalmente distinto. Mientras que antes
la vejez era un referente de autoridad y sabiduría, el día de hoy es un lastre.
Basta fijarnos en nuestra propia cotidianidad para descubrir cómo los lazos
con el pasado se han roto, cómo aquello que sabíamos hace diez años
actualmente es inservible. La novedad desplaza el pasado lejos de nosotros.
En paralelo, la relación que mantenemos con el futuro se ha modificado
drásticamente. Ya no tenemos claro lo que vendrá. Tampoco confiamos en
que las cosas se estén encaminando hacia un fin superior. Hemos abandonado
la idea de progreso, la idea de que la historia avanza hacia mejor. En su lugar,
hay desconfianza e incertidumbre ante el porvenir.
Sentimos que lo experimentado en el día a día carece de dirección y fin.
La vida tan sólo transcurre aceleradamente, no hay continuidad entre cada
uno de sus elementos. Cualquier evento es episódico: pasa y se esfuma. Si
existe un principio rector, es el de la ausencia de un orden o sentido. La
velocidad genera una desarticulación y, tarde o temprano, caos[45].
Por eso existen tal cantidad de individuos deprimidos. Están desubicados.
Más bien, están mareados: no saben dónde están ni hacia dónde dirigirse. La
realidad gira y gira aleatoriamente. Franco «Bifo» Berardi explica que «el
caos es un orden demasiado complejo para poder ser analizado y gobernado
por el conjunto de cerebros (humanos y mecánicos) conectados»[46]. En un
mundo acelerado resulta imposible hilvanar una narrativa aglutinadora y
coherente para nuestras vidas. El sentido de nuestra existencia nos ha sido
arrebatado por la celeridad.

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4

No azotar la puerta, no escapar con zancadas teatrales, simplemente voltearse.

LUIGI AMARA

Desde 1789 hasta 1991, desde la toma de la Bastilla hasta el Tratado de


Belavezha, el sueño fue el mismo: emprender la Revolución. Se quería
cambiar de golpe el mundo. Mejorarlo repentinamente. Arrancar el poder a
quien lo ostentara y transformar la sociedad desde la raíz. Tomar a sangre y
fuego las riendas del Estado. Si era necesario, sacrificar la vida misma.
Inmolarse. Utilizar las armas como catalizadoras del progreso, la violencia
como herramienta de emancipación: «Es verdad, la revolución tiene que ser
violenta precisamente porque el Faraón no dejará que te vayas. Si el Faraón te
dejara ir, la revolución no tendría que ser violenta» (Michael Hardt)[47].
Hoy pareciera que ese sueño es irrealizable. Los intentos por llevarlo a la
realidad se revelaron siniestros. Las buenas intenciones terminaron en
terribles atrocidades. En lugar de traer el progreso prometido, las revoluciones
desencadenaron oleadas de violencia y muerte. En términos simbólicos, con
la disolución de la Unión Soviética entró en crisis el espíritu revolucionario.
En el imaginario colectivo, el fin del régimen soviético encarnó la
demostración de que la opción de mejorar una sociedad mediante una
revolución era, por decir lo menos, un mal camino[48].
Además, las condiciones en el mundo entero han cambiado drásticamente:
sucedieron ciertos cambios estructurales que dificultan la aparición de
revoluciones tal como las entendíamos. El más significativo tiene que ver con
la serie de procesos que acompañan a la globalización capitalista, en
particular el debilitamiento del Estado y el establecimiento de la economía de
mercado en todas las regiones del mundo. Es algo bien sabido: las economías
han dejado de ser nacionales y se han unificado en una sola economía global
regida por las corporaciones y una clase capitalista transnacional[49]. En esta

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operación, el Estado ha perdido la relevancia que tenía en los asuntos
económicos y políticos.
Con el adelgazamiento del Estado, con la disminución de su injerencia,
los revolucionarios perdieron su principal blanco o, en el mejor de los casos,
ahora tienen múltiples blancos que atajar si quieren gobernar un territorio.
Antes bastaba con tomar el Palacio de Invierno o Versalles. ¿Qué es necesario
conquistar ahora? ¿Las oficinas gubernamentales, la bolsa de valores, las
casas de los empresarios o las sedes de sus compañías? El objetivo del ataque
dejó de ser claro. El Comité Invisible, un colectivo anónimo de pensadores,
afirma: «El poder no reside ya en las instituciones. En ellas sólo hay templos
desiertos, fortalezas en desuso, simples decorados; y auténticos señuelos para
revolucionarios. El impulso popular de invadir la escena para descubrir lo que
pasa entre bastidores muestra propensión a ser decepcionante. Incluso los más
fervientes complotistas, si tuvieran acceso a ellos, no descubrirían ningún
arcano. La verdad es que el poder simplemente no es ya esa realidad teatral a
la que la modernidad nos acostumbró»[50]. En el pasado, las revoluciones
aspiraron a controlar el Estado y, desde ahí, implementar las transformaciones
sociales necesarias. Con un Estado desvencijado, ha desaparecido el principal
instrumento transformador, aquel en el que se confiaba para desencadenar el
progreso.
Pasa el tiempo y en cada vez más países se impone la democracia como
modelo político. Más allá de su funcionamiento real, por sus rasgos, este
sistema desincentiva los intentos de llevar a cabo una revolución. Al menos
en la teoría, si uno mismo elige cada tanto a sus gobernantes no hay razón por
la cual querer usar la violencia para cambiarlos. Se supone que para eso están
las elecciones. Nadie quiere otorgar su vida gratuitamente. En principio, hay
una serie de mecanismos creados para dirimir las pugnas (manifestaciones,
lobbying, huelgas, boicots). Estos mecanismos institucionalizan y canalizan el
conflicto social, lo que significa que hay menos oportunidad para que un
llamado a tomar las armas tenga éxito —elemento sin el cual el ideal
revolucionario no puede concretarse.
Vale la pena enfatizar: los problemas que incitaron las revoluciones del
pasado —la explotación, la desigualdad, el hambre, la injusticia permanecen,
pero la revolución ha dejado de ser una opción viable para erradicarlos. En
pocas palabras, la revolución desapareció del imaginario político. Habrá
estallidos de violencia, habrá terrorismo, habrá descabezados y colgados, pero
no habrá revoluciones: éstas son un fenómeno propio de otro momento
histórico.

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La crisis de imaginación política que nos acecha es severa. No existen
propuestas paralelas al capitalismo y a la democracia liberal. Cada vez que
tiene oportunidad de hacerlo, Slavoj Žižek afirma: «Podemos imaginar el fin
de la Tierra o el fin del mundo —eso resulta muy fácil de imaginar—. Pero
imaginar un pequeño cambio en el capitalismo, en el mercado, nos resulta
imposible»[51]. Para el filósofo esloveno una prueba infalible de esto es que,
frente a la infinidad de películas apocalípticas (la vida terrestre aniquilada por
asteroides, plagas, epidemias o guerras nucleares) existentes, no hay ninguna
que retrate un mundo poscapitalista.
Resulta significativo que el objetivo de las agrupaciones políticas
contemporáneas más radicales no sea alcanzar mejores condiciones, sino
recuperar las perdidas. Se lucha por regresar al Estado de bienestar de
mediados del siglo XX. En los casos más dramáticos lo que se exige, a veces
incluso mediante la violencia, son las promesas básicas del capitalismo
liberal.
Los planteamientos de Francis Fukuyama[52] permanecen como el
zumbido de un mosquito a mitad de la noche. Parecería que no se equivocó,
que en efecto presenciamos el fin de la Historia, el fin de las ideologías. Pero
más bien habría que decir: estamos ante el fin de las ideologías excepto de la
capitalista. Es evidente que por ahora nos encontramos estancados en el
capitalismo y en la democracia liberal. Y no queda claro dónde está la salida.

Una de las mayores trabas para que suceda algún cambio sistémico es que
nos entregamos consciente e inconscientemente a las demandas del
capitalismo. «Ya no trabajamos para nuestras necesidades, sino para el
capital. El capital genera sus propias necesidades, que nosotros, de forma
errónea, percibimos como propias» (Byung-Chul Han)[53]. Somos sujetos
autoexplotados. Nosotros mismos nos exigimos trabajar arduamente,
consumir de manera desaforada. Sin notarlo siquiera, seguimos a pie juntillas
la dinámica impuesta por un sistema basado en la búsqueda eterna de
ganancia y en la explotación de unos a otros.

En el mundo entero, diariamente, a cualquier hora somos testigos de lo


mismo: shitstorms, activismo digital. Válvulas de escape del enorme y
generalizado descontento existente. Los sujetos hostiles, al protestar, obtienen
un calmante eficaz. Y el sistema sigue su curso.

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Los actos aislados resultan inútiles si se quiere transformar la realidad y,
de hecho, no hacen otra cosa que fortalecer el statu quo. Hay quienes creen
que la revolución se logrará sumando una multitud de acciones individuales.
No obstante, como apunta el Comité Invisible: «La Historia está ahí para
desmentir esa tesis: […] en cada ocasión, la revolución es la resultante del
choque entre un acto particular —la toma de una prisión, una derrota militar,
el suicidio de un vendedor ambulante de frutas— y la situación general, y no
la suma aritmética de actos de revuelta separados. Mientras se espera, esa
definición absurda de la revolución produce sus estragos previsibles: uno se
agota en un activismo que no va a ningún sitio, uno se abandona a un culto
agotador de la acción donde todo radica en actualizar en todo momento, aquí
y ahora, su identidad radical —en manifestación, en amor o en discurso—.
Esto dura un tiempo —el tiempo del burn out, de la depresión o de la
represión—. Y uno no ha cambiado nada»[54].

Vivimos condenados a ser, de una forma u otra, parte de la vorágine.


Actualmente no existen las condiciones, ni objetivas ni subjetivas, para
resistir la aceleración que nos asedia. Espoleada por la avaricia del capital, la
velocidad termina por roer lo que sea. La explicación: todo es propenso a
volverse parte de un intercambio comercial y, como tal, a ser infestado por el
ritmo acelerado del capital. Nada es inmune a esta transfiguración: ni los
políticos ni los líderes sociales, ni las ideas ni la amistad. La tendencia ya
había sido vislumbrada por Karl Marx: «Como no se puede ver en el dinero lo
que se ha transformado en él, por eso se transforma en dinero todo, mercancía
o no. Todo se hace vendible y comprable. La circulación se convierte en la
gran retorta social en la que se cae todo para volver a salir como cristalización
de dinero. A esta alquimia ni siquiera se resisten los huesos de los santos, ni
aun otras mucho menos toscas res sacrosantae, extra comercial hominum
[cosas sacrosantas, fuera del comercio de los hombres]»[55].
Cualquier objeto o idea que sea incorporada a los principios del
intercambio comercial será, a su vez, doblegada por la lógica de la
aceleración. Será transformada en una mercancía más: se venderá, consumirá
y, de inmediato, se desechará por una nueva oferta. Esto también les sucede, a
final de cuentas, a los actos subversivos. Aparecen, son invadidos por la
aceleración y, con la misma enjundia con que nacieron, desaparecen —tal
como sucede con las tormentas tropicales.

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Si lo grandilocuente y estruendoso resulta inútil en el presente, tal vez
tengamos que prestar atención a lo minúsculo, a lo apenas perceptible. Quizás
ahí esté contenido el modesto espíritu revolucionario de nuestra época.
Tregua de vidrio
el son de la cigarra
taladra rocas.

MATSUO BASHŌ[56]

La Revolución Francesa inauguró una forma particular de pensar la


política y la Historia: se asumió que la realidad es transformable y mejorable
y, no menos significativo, que el hombre puede propiciar esa mejoría. Se
instituyó un optimismo desbocado, el cual se convirtió en la espina vertebral
de las filosofías políticas concebidas durante la Modernidad. Nació un
genuino engolosinamiento con el hombre: se creyó que éste podía moldear
con libertad su realidad política y social. Surgió, por decirlo de otra manera,
una política cargada de virilidad altanera.
La propuesta aquí enarbolada es ir en contra de las ideas propugnadas por
los modernos: no querer transformar, sino huir. Asumir que, al menos por
ahora, no podemos mejorar de golpe nuestra realidad. Contra la altanería de
aquellos que se sentían capaces de cambiar el rumbo de la historia y derrocar
a quien fuera, seguir un principio que los niños practican con enorme éxito:
cuando no se puede destruir o neutralizar al enemigo, lo más sensato resulta
escapar de él. Nombremos Resistencia tangencial a esta nueva forma de
pensar el quehacer político subversivo: una resistencia que se aleja de la
confrontación y, en su lugar, sugiere dar la espalda, escabullirse.

El arte de la guerra de Sun Tzu[57] se descubre como el manual militar


más interesante porque es un manual militar antibelicista, un manual de
guerra que explica cómo evitar llegar a la guerra. Su enseñanza básica es que
«lo más deseable es someter al enemigo sin librar batalla con él». El objetivo
es, antes que ningún otro, suprimir el combate: vencer sin tener que llegar al
enfrentamiento.
El buen estratega no es el más fuerte ni el más agresivo, sino quien
«somete a las fuerzas enemigas sin combatirlas, toma las fortificaciones
enemigas sin atacarlas, desmembra los Estados rivales sin permitir que las
acciones militares se prolonguen. De este modo, puede conquistar el mundo

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entero conservando todas sus fuerzas; su ejército no desfallece y sus riquezas
se mantienen íntegras. Éste es el método de los planes ofensivos».

Desposeída de una fe en el Progreso, la Resistencia tangencial no asumiría


que la historia esté encaminada hacia un fin superior o que se dará una
mejoría gradual de la situación presente. Tampoco aspiraría a mejorar el
mundo. Aceptaría con tranquilidad que es probable que las cosas empeoren.
Sería una resistencia pesimista y desencantada, desprovista de la idea de un
futuro esperanzado.

La Resistencia tangencial no pretendería emprender la transformación


radical de nuestra condición presente. Querría algo más profano: arrancarle
unos momentos de respiro a la velocidad. En el fondo, lo único que esperaría
sería lograr escapar esporádicamente de la aceleración.

Gabriel Orozco señala: «Siempre decepcionaremos a alguien. El arte


decepciona. No es espectáculo y no es entretenimiento. Es una banqueta. Un
foco, ruido. No es nada del otro mundo. Es concebida decepción, cosa casi
real y aburrida para los espectadores del espectáculo»[58]. Esto mismo
sucedería con la Resistencia tangencial: decepcionaría y aburriría a aquellos
que imaginan la política y la desobediencia como una actividad heroica,
construida por momentos fastuosos y dadora de generosos influjos de
adrenalina. El lugar de la Resistencia tangencial sería la cotidianidad.
Resistiría sin producir héroes y estatuas. Las (grandes) batallas, los fuegos de
artificio y la sangre derramada por causas trascendentales. Las grandes
expectativas serían desdeñadas. No existiría la preocupación de impresionar
al prójimo, tampoco a la posteridad.

Si el mundo no puede mejorar drásticamente por ahora, tal vez lo que


hace falta es iniciar una relación estética con él.

Caeríamos en un error si confundiéramos la Resistencia tangencial con la


resistencia pasiva. La segunda se basa en una negativa frontal y sigue como
principio básico los principios camusianos («¿Qué es un hombre rebelde? Un
hombre que dice no. Pero si se niega, no renuncia: es además un hombre que
dice sí desde su primer movimiento»)[59]. El caso paradigmático de este tipo

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de resistencia es el de Bartleby, personaje creado por Herman Melville. Este
oficinista responde a cualquier petición de su jefe con la frase «Preferiría no
hacerlo»[60]. Por medio del No, logra evitar las tareas que se le querían
imponer. La Resistencia tangencial, al contrario, evita enfrentarse —aunque
sea mediante la falta de acción—. Es una huida.
En este sentido, la Resistencia tangencial también estaría lejos de la
desobediencia civil propuesta por Henry David Thoreau[61] y de la resistencia
pacífica a lo Mahatma Gandhi (satyagraha). Para ésta, la clave es no cooperar
con el sistema que se considera injusto. Se debe actuar de manera directa
contra el opresor, pero sin utilizar la violencia. Sus tácticas son bien
conocidas: manifestaciones pacíficas, boicots, huelgas de hambre, laborales y
de celo. La Resistencia tangencial estaría alejada de este tipo de acciones para
resistir a la situación presente porque no busca cambiar el sistema desde
dentro, sino vivir transitoriamente fuera de él. Sería ésta la razón por la cual
no le parecería una vía el dejar de cooperar. De hecho, oponiéndose al
fundamento mismo de la desobediencia civil, la Resistencia tangencial se
basaría en la renuncia a la confrontación.

Si con alguien estaría emparentada la Resistencia tangencial es con los


cínicos, la escuela de filósofos de la Antigua Grecia. Ellos creían que la
habilidad para la fuga resultaba central, por cuanto es la mejor vía para evitar
el sufrimiento. Se cuenta que Diógenes, uno de los más grandes cínicos,
comentaba sobre el tema: «Las mismas bestias lo han comprendido a la
perfección. Las cigüeñas, por ejemplo, dejan tras de sí el calor tórrido del
verano en busca de un clima más templado: se quedan allí mientras les resulte
agradable y luego vuelven a partir dejándole el lugar al invierno, mientras que
las grullas, que soportan bien el invierno, vienen en tiempo de siembra para
encontrar su alimento. Los corzos y la liebres, por su parte, descienden de las
montañas a las planicies y los valles cuando llega el frío: anidan en árboles
convenientes, protegidos del viento; pero, cuando sobreviene la canícula, se
retiran a los bosques y a regiones situadas más al norte»[62].

A pocas concepciones se asemejaría tanto la Resistencia tangencial como


al wu wei[63], uno de los fundamentos del taoísmo filosófico. El concepto se
traduciría literalmente como «no-acción» o «no intervención». Sin embargo,
no debe confundirse con la pasividad, el ascetismo o la pereza. No significa
no hacer, sino el hacer no haciendo. O, para decirlo de otra manera, el hacer

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sin esfuerzo. «Wu wei no es inactividad sino hacer de forma espontánea,
natural» (Huainanzi)[64].
El wu wei es, ante todo, simplicidad: hacer lo menos posible. La
tranquilidad y la debilidad son las máximas virtudes. En el Tao Te Ching se
lee: «Lo blando y débil triunfa de lo fuerte». La clave está en mantenerse
detrás y debajo, no delante ni encima. No avanzar, sino replegarse. Aquel que
sigue el wu-wei, «hace menos y menos hasta que deja de intervenir en el curso
de las cosas. No interviene en el curso de las cosas pero nada queda sin
cumplimiento. Sólo si no se interviene en los asuntos se rige el mundo». Con
la Resistencia tangencial se resistiría sin realmente hacerlo. No se confronta,
se buscaría fluir entre lo que acaece, aprovechar con perspicacia las
circunstancias dadas. Ésa es la razón por la cual no habría un plan
preexistente. Lo necesario sería poco. Ser espontáneo: agilidad y soltura.
Saber atajar lo que viene a chocar contra nosotros, eludir lo que produce
insatisfacción o nos oprime. Ser como el agua que desde la debilidad resiste:
No hay nada en el mundo más blando y débil que el agua,
mas nada le toma ventaja en vencer a lo recio y duro,
pues que nada en ello puede ocupar su lugar.
El agua vence a lo duro,
lo débil vence a lo fuerte.

LAO-TSE,
Tao Te Ching[65]

El sistema capitalista tiene la capacidad de asimilar los actos subversivos


e incorporarlos a su lógica. Una vez detectados, son convertidos en
mercancías y configurados por los principios mercantilistas. Es curioso: la
visibilidad, que en otros tiempos se hubiera considerado un elemento positivo
y necesario, constituye hoy una condena. Cuanto más crezca la fuerza de un
movimiento o un líder social, más probable es que sea neutralizado a partir de
su transmutación en un producto de consumo que, como cualquier otra
mercancía, está destinado a ser utilizado y desechado prontamente. Sin
importar lo corrosiva que sea, la crítica, al volverse visible, es cosificada.
La Resistencia tangencial entendería bien lo anterior y evitaría a toda
costa ser descubierta. Detestaría los reflectores y los megáfonos. Se
practicaría siempre a escondidas, en las sombras. Descreería de la vitalidad y
potencia de la plaza pública, por esto opera en los espacios y momentos más
íntimos. Sería, en el sentido amplio del término, microscópica. Se efectuaría
la mayoría de las veces sin cómplices. Sería consciente de que actuar en

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colectivo es peligroso hoy porque se abre la posibilidad de ser detectados, de
ser consumidos.

Desde la Antigua Grecia, la política se entiende como algo que tiene que
ver con lo público. La palabra viene del griego pólis, ciudad. Pero aquí
ciudad, más que ser una entidad espacial, significa «comunidad de
ciudadanos» (Aristóteles)[66]. La política, politiké techne es, en este sentido, el
arte de vivir en sociedad. Se concentra en estructurar y normar la vida de la
polis, la vida social, con el objetivo de alcanzar la felicidad común y en
común.
A la Resistencia tangencial le preocuparía algo distinto: la esfera de lo
privado. Poco le interesaría la organización gubernamental más justa o el
sistema político ideal. Su objetivo sería incidir sobre la conducta personal. La
Resistencia tangencial operaría en sentido inverso a la política tradicional:
poniendo lo privado como centro de sus preocupaciones. Antes que la res
publica, la res privata.
Cada vez que la Resistencia tangencial fuera implementada, partiría desde
la especificidad y la singularidad. No se presentaría como una obligación ni
como un imperativo trascendental, sino como un don; y como tal hay que
recibirla: con soltura, sin obligaciones ni expectativas.

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5

¿Y no hay más belleza en ceder al instante violento y vivir el resto del tiempo en
austero apartamiento, a convivir sin pasión?

ANTONIETA RIVAS MERCADO

La fuerza del capitalismo actual, que bien podría ser bautizado como
turbocapitalismo, emana de la lógica de la aceleración. Gracias a ella puede
mantener su afán insaciable por obtener ganancias. Aumentar la velocidad de
la producción, del consumo y de los movimientos financieros es uno de los
mecanismos más eficaces para mantener a flote la avaricia capitalista. Como
consecuencias directas: moverse de un lugar a otro más rápido, una política
oportunista que piensa en el corto plazo, una memoria degradada, déficit de
atención, prisas, estrés y ansiedad, la imposibilidad de construir una narrativa
contrahegemónica duradera y coherente. Si se quisiera un ejemplo visual: la
lógica de la aceleración es un torbellino que atrae todo hacia sí para
incorporarlo a su veloz movimiento circular regido por los criterios
mercantiles.
Ésta es la razón por la cual cualquier intento por resistir al estado de las
cosas actual debe enfocarse en enfrentar la aceleración, la concepción del
tiempo sobre la cual descansa nuestra época. Si se logra evadirla, se mina el
sistema político y económico actual —ese que nos obliga a ser veloces
siempre.
Giorgio Agamben apuntó con razón que «cada cultura es ante todo una
determinada experiencia del tiempo y no es posible una nueva cultura sin una
modificación de esa experiencia. Por lo tanto, la tarea original de una
auténtica revolución ya no es simplemente “cambiar el mundo”, sino también
y sobre todo “cambiar el tiempo”»[67].
Por eso la política por venir, aquella que va al fondo de las cosas y resulta
efectiva, debe ser una cronopolítica. Esto quiere decir, una política que
transforme la relación con el tiempo existente y construya una diferente. El
objetivo último es instituir una nueva concepción del tiempo que desencadene

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otra forma de estar en el mundo, otra manera de relacionarse con los otros —
sean objetos o individuos— que permita, para decirlo contundentemente, otra
vida.

La reacción natural frente a la velocidad es buscar disminuirla. Ir más


lento. La ensayista mexicana Vivian Abenshushan ha condensado con
precisión este afán: «¿No sería oportuno que alguien se diera a la tarea de
inventar una nueva máquina, la Máquina de la Lentitud, un artefacto
imposible, capaz de desacelerar el tiempo y de reconquistar las horas de ocio,
las caminatas morosas y sin rumbo fijo, las lecturas prolongadas en posición
horizontal?»[68].
Existe un número considerable de intentos por lograr esta codiciada
desaceleración. Acaso el más importante sea el slow movement[69], cuyo
objetivo primordial es, como su nombre indica, aminorar el ritmo de nuestras
vidas. El logotipo que utilizan sus miembros es un caracol. Propugnan el slow
sex, la slow fashion, el slow gardening, el slow traveling, la slow food. Esta
última vertiente, que pretende que los alimentos se cultiven, preparen y
coman lentamente, es la que mayor repercusión ha tenido: tiene miles de
seguidores en el mundo entero, existen fastuosas tiendas basadas en su credo
y guías de restaurantes que siguen sus principios. Se ha vuelto un verdadero
gancho para que los turistas visiten determinadas regiones. Slow food, además
de ser popular, se ha convertido en un próspero negocio.
El potencial económico de la lentitud no ha pasado desapercibido. En
1999, se fundó The World Institute of Slowness, un organismo dedicado por
completo a la SlowConsulting®. Ellos mismos se definen como los
«principales asesores del mundo para entender la estrategia organizacional,
empresarial y de marca en cámara lenta». Su especialidad es la conformación
de SlowBrands®, marcas cuya identidad empresarial está basada en la
lentitud.
La idea de que debemos «ir más lento» está cada vez más extendida y ha
llegado a infestar el discurso de los más diversos e insospechados actores
políticos. En su encíclica Laudatio si, el papa Francisco I argumenta que el
sistema actual, en el cual se explota la naturaleza sin desenfreno y se nos
impone un «consumismo obsesivo» y una «cultura del descarte», ha
desencadenado una crisis socioambiental. Calentamiento global,
contaminación, agotamiento y deterioro de los recursos, pérdida de la
biodiversidad y, junto con ello, deterioro de la calidad de la vida humana,
degradación social, inequidad. Entre sus propuestas para salir de la doble

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crisis sobresale la de ralentizar: «Tenemos que convencernos de que
desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar
lugar a otro modo de progreso y desarrollo»[70].
Más allá de las buenas intenciones, los intentos emprendidos por
desacelerar han sido suficientes para poder afirmar que esta estrategia es
infructuosa. No se ha logrado interrumpir la velocidad y, mucho menos,
desactivar la lógica aceleracionista —la verdad es que estos intentos siempre
terminan siendo incorporados a ella—. En una apresurada TED Talk que dura
apenas unos cuantos minutos, Carl Honoré, el más reputado gurú de la
lentitud y autor de un afamado bestseller sobre el tema, acepta su propio
fracaso: «La ironía más grande de publicar un libro sobre la lentitud es que
tienes que ir promocionándolo muy rápidamente. Estos días parece que paso
la mayor parte de mi tiempo corriendo de ciudad en ciudad, estudio en
estudio, entrevista en entrevista, presentando el libro a pedacitos. Porque todo
el mundo hoy en día quiere saber cómo frenar, pero quiere saberlo de manera
muy rápida»[71]. Él mismo se da cuenta de cómo, por más que se procure
resistir, las fuerzas de la aceleración lo obligan a ir deprisa[72].
Otra historia ilustrativa: Project Alabama es una empresa para la cual
producir local, lenta y cuidadosamente era la clave. Recibió grandes halagos
en la revista Vogue y comenzó a volverse un negocio rentable. La popularidad
y el éxito fueron su condena: los socios decidieron subcontratar la producción
a empresas establecidas en India. La lentitud terminó cediendo con facilidad
frente a la velocidad y su promesa de traer incrementos en las ganancias[73].
El problema es claro: la lentitud misma termina por ofrecerse como un
producto más, tarde o temprano se vuelve una mercancía y es incorporada a la
dinámica acelerada del capital. Al hacerlo, su eventual poder subversivo
desaparece. Cede ante la velocidad. No hay excepciones, en el mundo actual,
lo lento siempre termina convirtiéndose en algo rápido.
Carl Honoré argumenta que la velocidad es un hábito. Ésa es la opinión
generalizada entre los paladines de la lentitud. Creen que el culto a la
velocidad es una costumbre que puede erradicarse por elección propia.
Desestiman la fuerza del capital. No logran percatarse de que la velocidad es
una de las principales necesidades del sistema capitalista para lograr mantener
a flote su ambición de enriquecimiento. Más que una tara individual, la
aceleración es una necesidad sistémica. Funciona, por decirlo así, como
combustible de un sistema cuya aspiración primordial es obtener crecientes
ganancias.

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Se debe analizar la aceleración como un fenómeno estructural. De
hacerlo, entenderemos por qué el voluntarismo es algo inútil. Por más que
uno desee y busque desacelerar su vida diaria (o, si se quiere ser más
ambicioso, el mundo), no tendrá éxito. Mientras no se abandonen los
principios básicos del sistema que nos impone la velocidad, la lentitud resulta
imposible: es como estar bajando por una pendiente con un auto sin frenos y
querer detenerse. La inercia existente tiene una potencia imparable.

Si se quiere escapar de la aceleración, hay que desatender a los que


defienden y promulgan la lentitud. Sin darse cuenta, son esclavos de la
velocidad. Juegan bajo sus reglas y las reproducen. Para resistir hace falta un
acción más radical, que sea verdaderamente antisistémica. No se resiste a la
velocidad queriendo detenerla, sino saliendo de su dinámica. ¿Cómo lograr
esto? Deteniendo el transcurrir del tiempo. Luchando contra él.

El uso corriente del término —entendiéndolo como una «brevísima


porción de tiempo» (Diccionario de la lengua española)— nos ha hecho
olvidar que el instante[74], más que ser una unidad de medición del tiempo, es
una experiencia temporal particular. Como dicta la sabiduría popular, el
instante dura apenas unos segundos, pero lo definitorio no es eso, sino que
gracias a ese fugaz momento se pierde la noción del pasar del tiempo. El
instante es una chispa que nos arroja fuera del devenir. Las horas se paralizan,
las fechas son abolidas. Sencillamente: el tiempo deja de correr. La sucesión
desaparece.

El instante irrumpe como la ocurrencia: de golpe y sorprendiendo. Nunca


es algo esperado. Es, más bien, un imprevisto que trastoca el estado de las
cosas. Un tropezón que suspende la normalidad e introduce una
discontinuidad. Es desgarrador: produce siempre una incisión en el devenir.

Si bien el instante apenas dura, todos los tiempos están contenidos en él.
Lo que sucedió, sucede y sucederá aparece como un resplandor que nos ciega.
Presencia absoluta. Ante nuestros ojos, en un aquí y ahora permanente: todo.
El instante es, permíteme la obvia comparación, una especie de aleph
borgiano[75].

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El error más grave sería creer que el instante constituye una experiencia
similar a la emanada de la doctrina del YOLO. You only live once (sólo vives
una vez) se ha vuelto, desde que el rapero Drake lo popularizó en una
canción[76], el lema de buena parte de la juventud. Esta especie de hedonismo
extremo no es una crítica al sistema capitalista de explotación, sino el eslabón
final de la ética de consumo. No llama a vivir una vida plena en la que nos
demos cuenta de que la libertad significa no necesitar nada. Más bien propicia
un deseo desaforado de poseer. El objetivo es enriquecerse rápido y gastar a
la misma velocidad. La acción clave se vuelve el despilfarro. El ideal: autos
de lujo y deportivos, yates, helicópteros y aviones privados, Chanel, Dior,
Louis Vuitton y Hermès, caviar, animales exóticos, relojes ostentosos,
champaña, mujeres —porque los cuerpos se consumen como cualquier otro
producto—. Todo ello exhibido a través de las redes sociales. (Véase la
cuenta Rich Kids of Instagram[77], donde se compilan fotografías bajo el
principio «Ellos tienen más dinero que tú y esto es lo que hacen».)
En el mundo financiero se llama YOLOing[78] a la práctica de poner la
totalidad de los recursos personales en una inversión. Apuestas en las que se
pueden ganar importantes cantidades de dinero velozmente y, en paralelo,
existen altas posibilidades de perderlo todo. Inversiones de alto riesgo en las
cuales la volatilidad es el rasgo esencial. Lo único asegurado: generosas dosis
de adrenalina, estrés y ansiedad. Hacer negocios como si se estuviera jugando
en un casino de Las Vegas tras esnifar cocaína, beber un martini y tomar un
Xanax.
El YOLO, especie de carpe diem[79] capitalista, es muy distinto al instante
—el cual exige recogimiento y fomenta una relación con la realidad que no
pretender ser de consumo o explotación, sino de beneficio mutuo—. Si se
quiere mayor precisión, el instante impone una comunión entre el hombre y
sus semejantes, entre el hombre y los objetos, entre el hombre y la Naturaleza.

La experiencia del instante obliga a un olvido de sí. Rompemos con


nuestro pasado y nuestro futuro. El yo se disuelve y nos volvemos todos los
hombres. O mejor: nos volvemos cualquier hombre o mujer. Somos el otro y
lo otro.
Comunión total, en el instante los contrarios y las dualidades se disipan:
unión del yo y el tú, pero también del aquí y el allá, de la luz y la sombra, del
silencio y el ruido, de la quietud y el movimiento, de la vida y la muerte. La
distinción entre los individuos desaparece, así como la barrera entre el sujeto

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y los objetos. En el instante, como se lee en el Chāndogya Upaniṣad, «tú eres
aquello»[80].
El instante es como un abrazo mediante el cual los contrarios entran en
armonía. Funciona a la manera de un conjuro de corte animista que nos
empuja a palpitar al unísono con el cosmos, a incorporarnos a su ritmo —que
no es otro que el del tiempo primordial—. Entendido de esta forma, el
instante está relacionado con la mística puesto que el individuo
experimentándolo entra en unión con algo que está más allá de él, se conecta
con otro lugar y otro tiempo —con lo divino, se hubiera dicho antes—. En el
léxico religioso: es un éxtasis, una exaltación contemplativa. En suma, es una
experiencia sagrada.

El instante es algo muy similar al satori del budismo zen. Si bien la


tradición señala la imposibilidad de acercarse al satori por medio de la
palabra, existen dos descripciones que sirven para dar cuenta de la relación
entre ambos conceptos. Una de D. T. Suzuki: «Tener la experiencia-de-satori
no es sino experimentar una apertura a nuestra actividad mental en su raíz
fundamental, cuando esta actividad aún no ha establecido diferencias y
todavía no se ha visto fijada en algo que pueda ser definido de modo
categórico como “esto” o “lo otro”»[81]. Y, por otro lado, una de Gabriel
Orozco: «Patear una lata, aplaudir, eructar, tronar los dedos, pestañear, besar.
El accidente, la revelación, la interrupción (lo que nos manda a otro estado).
La calle, el exterior, externar el ruido de lo otro»[82].

Debemos estar precavidos frente a una eventual confusión: el instante no


es lo mismo que el acontecimiento (l’événement) —concepto de moda entre
los teóricos contemporáneos—. El acontecimiento, tal como lo describe
Slavoj Žižek, es «algo traumático, perturbador, que parece suceder de repente
y que interrumpe el curso normal de las cosas; algo que surge aparentemente
de la nada, sin causas discernibles, una apariencia que no tiene como base
nada sólido»[83]. Hasta aquí, en realidad, no habría mayor diferencia entre el
instante y el acontecimiento. Los dos comparten la espontaneidad, la
imposición de una discontinuidad y el desbordamiento del orden causal. Sin
embargo, como dice una frase de Nietzsche que ha sido retomada por Alain
Badiou, el acontecimiento «parte en dos la historia del mundo»[84]. Al igual
que las revoluciones lo hacían, sacude la realidad: la transforma radicalmente
y para siempre. Por el contrario, el instante introduce un cambio transitorio.

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La experiencia temporal que impone dura un breve lapso de tiempo y, tras su
paso, no deja rastro.

Se llama «point vélique» al punto de convergencia que se da cuando la


vela de un barco es empujada por el viento y por la resistencia que ejerce el
mar contra el casco. Al encontrarse estas dos fuerzas generan un equilibrio
momentáneo. La inmovilidad y el movimiento funcionan en simultáneo:
hacen surgir una fijeza que genera una propulsión. El único rastro que deja
esta sinergia es un chiflido. A Gaston Bachelard le gustaba utilizar en sus
clases este término proveniente de la náutica para explicar qué es un
instante[85].

Un equivalente conceptual del instante, según me lo señaló el artista


Abraham Cruzvillegas, es el infraleve (inframince) de Marcel Duchamp. Hay
definiciones del infraleve que prueban lo anterior (por ejemplo: el infraleve es
una «tensión intersticial, donde el tiempo desaparece en el instante y el
movimiento se subsume en el deseo para convertir la posibilidad en
hecho»[86], por citar tan sólo una). No obstante el mejor camino es ser fieles a
Duchamp, para quien dar una definición precisa del infraleve es imposible y
la única manera de aproximarse a su sentido es por medio de ejemplos:

• El calor de un asiento (que se acaba de dejar) es infraleve.


• Puertas del metro. La gente que pasa en el último momento.
• Pantalones de pana: su ligero silbido (al andar) por el roce de las dos
piernas.
• Cuando el humo de tabaco huele también a la boca que lo exhala.
• El ruido de detonación de un fusil (muy cercano) y la aparición de la
marca de la bala en el blanco.
• Pintura sobre vidrio vista del lado no pintado.
• Telaraña. No la tela (croquis), sino las telas de araña que parecen
tejido gris-blanco.
• Lo nacarado, lo tornasolado, lo irisado en general.
• Los vahos sobre superficies pulidas (vidrio, cobre).
• Jabón que resbala, resbalamiento, fricción, patinaje.
• Reflejos sobre ciertas maderas, luz que se refleja sobre superficies.
• El paso de lo uno a lo otro tiene lugar en lo infraleve.

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• Lo posible es un infraleve. La posibilidad de que varios tubos de
colores lleguen a ser un Seurat es «la explicación» concreta de lo
posible como infraleve[87].

El instante es, por reutilizar palabras de D. T. Suzuki, «el momento en que


el espíritu finito comprende que está arraigado en el infinito»[88]. Mediante el
instante, desde nuestra condición de mortales, accedemos a un momento de
eternidad: un momento en que el tiempo está detenido. El instante es el no-
tiempo, breve suspiro en el que se anula el devenir. (¿No es eso la eternidad,
no un «para siempre», sino lo intemporal, la dilación sin fin?)
Gaston Bachelard acertó al recalcar con vehemencia que el instante no
tiene duración. No puede decirse que tenga un principio ni un fin. Por tanto,
tampoco que tenga contorno. «No tiene dos caras, es entero y solo»[89]. A
pesar de ello, el instante no es un círculo. A lo más, se asemeja a un punto. Es
pequeño, amorfo, apenas distinguible, fugaz. Sus rasgos están desbordados y
resulta imposible definirlos. Por esta razón, no puede medirse ni
contabilizarse. Mucho menos, como algunos quisieran, comercializarse. Es,
por definición, autonomía radical.

El instante es como parpadear: un acto impulsivo y evanescente que nos


aparta por un momento de la realidad circundante.

La magnitud del instante es inagotable. Recuérdese lo que decía Francis


Bacon: «No hay nada más vasto que las cosas vacías»[90].

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En los terrenos que nos ocupan, sólo hay conocimiento a modo de relámpago. El
texto es el largo trueno que después retumba.

WALTER BENJAMIN

Como cualquier revelación, el camino hacia el instante debe ser recorrido


por uno mismo. El instante es un acto personal, una experiencia que nadie
puede tener por nosotros. Por eso mismo, es incomunicable y los intentos por
asirlo resultan infructuosos. Intentamos atraparlo y se evapora en nuestras
manos, no da tiempo ni siquiera de nombrarlo.

El instante es una experiencia disponible para cualquiera. Es una


experiencia que conocemos bien, a la cual nos enfrentamos con frecuencia.
«Todos hemos vivido —aunque casi siempre lo olvidamos— un momento en
que la sucesión temporal se rompe. Un momento de epifanía, comunión,
visión. A pesar de su naturaleza fugitiva, a través de esos momentos todos
hemos vislumbrado nuestra realidad real, nuestra verdadera patria. Somos de
allá, un allá que es un aquí. Todas las edades y todas las circunstancias son, a
veces, favorables a estas revelaciones: la infancia o la vejez, la exaltación del
amor o la absentia de la melancolía, al caminar por una ciudad populosa o en
un paisaje solitario, ante un muro que se cierra o ante el mar que se abre, ante
la muerte o en la alegría al ver un árbol y dos nubes. En soledad o en
compañía. No, el tiempo no es puramente sucesión: hay rupturas que
llamamos, no muy exactamente, epifanías: momentos en que se trasciende la
sucesión. No somos mera temporalidad». Es evidente: de lo que Octavio Paz
habla es del instante.

El instante está contenido en los gestos simples: no en lo extraordinario, ni


en lo excepcional, sino en la más sencilla cotidianidad. Radica en el plano de

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lo contingente. Vale la pena subrayarlo: el instante no es propiamente una
rareza. Gabriel Orozco apunta que lo importante es «mover las cosas con los
pies. Patear, patear. Un gesto simple que permita la contemplación»[91]. Éste
puede resultar un buen principio para quienes busquen acceder al instante: lo
central son las pequeñas acciones; no hay que poner atención en el más allá,
sino en el más acá.

El instante tiene una potencia subversiva gigantesca. Es una experiencia


temporal que es capaz de contrarrestar la velocidad a la que estamos sujetos.
Permite huir del tiempo actual y de la lógica de la aceleración que arrastra
todo tras de sí.

Para desencadenar el instante no basta saber qué es. Dado que es una
experiencia, para acercarse a él se tiene que fundar una praxis. La praxis,
como la define Adolfo Sánchez Vázquez, es «el acto o conjunto de actos en
virtud de los cuales el sujeto activo (agente) modifica una materia prima dada.
Es un saber que aspira a conocer el mundo y también actuar sobre él»[92]. De
acuerdo con una acertada frase de Antonio Labriola, en la praxis se va «de la
vida al pensamiento, y no del pensamiento a la vida»[93].
Aunque praxis deriva del griego antiguo πρᾱξις (práctica), debe ser
entendida como una actividad teórico-práctica[94]. Es un actuar que rebasa la
simple contemplación, que supone una reflexión. Funciona como el trabajo
del artesano: una sincronización entre la mano y la conciencia. Si asumimos
que así son las cosas, debemos apostar por la creación de una Filosofía
práctica del instante que fomente la aparición de instantes dentro de nuestra
vida diaria. Es decir, que instaure momentos basados en otra experiencia
temporal, una que logre escapar de la aceleración.
Ésta no es más que una propuesta de resistencia tangencial: una
resistencia que otorga la posibilidad de escapar, al menos esporádicamente, de
la velocidad que nos sofoca.

La Filosofía práctica del instante sería una filosofía en un sentido poco


convencional porque no sería sistemática y no le interesarían los problemas
tradicionales de la disciplina. Encontrar la verdad, así como proceder objetiva
y racionalmente, le resultarían cuestiones secundarias. Su interés es más bien
terrenal: quiere transformar la vida[95].

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A lo que la Filosofía práctica del instante aspira al fomentar el instante es
a generar, por un momento, otra manera de estar en el mundo, de relacionarse
con los otros y con los objetos. Quiere hacer surgir una vida diferente. En este
sentido, la filosofía es una forma de vida, una sabiduría. Michel Onfray
plantea que, en sus orígenes, «la filosofía se propone alcanzar una forma de
vivir mejor, el bienestar, la calidad de la existencia. Lo que está en juego es la
vida misma, y las diversas formas de sabiduría proponen técnicas para
llevarla a buen puerto con la mayor alegría y beatitud y con el mínimo de
penas y sufrimientos posibles»[96]. La Filosofía práctica del instante pretende
regresar a esta concepción de la filosofía.
André Breton repetía: «“Transformar el mundo”, dijo Marx; “cambiar la
vida”, dijo Rimbaud: estas dos consignas son una y la misma»[97]. La
Filosofía práctica del instante abandona esta ingenuidad surrealista y toma
franco partido por Rimbaud. Tiene claro que transformar la vida no significa
cambiar el mundo. Esto no le preocupa demasiado: sabe que tiene
herramientas sólo para trastocar provisionalmente la realidad más inmediata,
es decir, la experiencia temporal.
Se puede argumentar que la Filosofía práctica del instante es egoísta
porque, en el fondo, lo que quiere es aminorar las angustias personales:
escapar del sufrimiento y la presión impuestos por la aceleración. Es cierto.
Entiende los problemas a solucionar, antes que cualquier otra cosa, como una
cuestión de calidad de vida. O tal vez, para hacer un guiño psicoanalítico,
como una cuestión de curación.

En concreto, la Filosofía práctica del instante no sería más que una serie
de prácticas que permitieran desencadenar el instante. Serían prácticas (o
tácticas) libres, no técnicas (o estrategias) dadas[98]. Es inimaginable la
redacción de un manual que estableciera los procedimientos puntuales a
seguir. Sería absurdo querer sistematizar las posibles prácticas que la
compondrían. Se sabe que gracias a ellas —y con algo de suerte— se
alcanzará el instante, pero es imposible conocer de antemano el camino que
debe ser recorrido para lograrlo. Como escribió Guy Debord en las
instrucciones de Jeu de la Guerre, el famoso juego de mesa que diseñó en
colaboración con su esposa Alice Becker-Ho: «Los principios están claros,
pero su aplicación es incierta»[99].
En tanto están arraigadas a contextos delimitados, las prácticas que
conformarían la Filosofía práctica del instante deberían cambiar cada vez que
fueran activadas. La práctica útil en determinado momento-lugar dejaría de

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serlo en uno distinto. Nunca logran ser universales. Serían personales y
tendrían que reinventarse cada vez. Habría que habituarse a una «apertura
infinita», a dejarse ir[100].
La Filosofía práctica del instante es un contenedor vacío cuyo contenido
debe ser creado de forma ininterrumpida.

Nadie puede indicarnos cuál es el camino exacto para experimentar el


instante. Cada quien debe encontrar sus propios mecanismos, sus propias
prácticas. Desde la intimidad, desde la especificidad. Con creatividad e
imaginación.

Si hago memoria, descubro varias prácticas que han sido eficaces en


distintos momentos de mi vida. De ninguna manera son generalizables.
Mucho menos ejemplares. A lo sumo, funcionan como prueba de la
terrenalidad del instante, de su simplicidad y su practicabilidad.

Durante varios años mi padre tuvo encima de su escritorio una fotografía


en la que se me ve dormido dentro de una carriola en medio de una
manifestación. Yo tendría, a lo más, dos años. Por mi edad, supongo que se
marchaba para respaldar el levantamiento armado del Ejército Zapatista de
Liberación Nacional (EZLN). En mi familia, conformada por un grupo de
comprometidos comunistas de salón, las manifestaciones representaban una
acción política, pero también una forma de socialización y convivencia: al
terminar, nos reuníamos con primos y tíos en una esquina designada para ir a
comer a un mismo restaurante. Las manifestaciones operaban como sustituto
de la comida familiar dominical.
Mi relación con las manifestaciones mutó durante la adolescencia (esa
etapa de la vida que, según Julia Kristeva, está marcada por el síndrome
kamikaze)[101]. Seguí yendo a ellas con cierta frecuencia aunque poco me
importara la causa defendida en cuestión o convivir con los conocidos. Ahora
que lo pienso, tampoco es que confiara en la manifestación como estrategia de
resistencia.
Lo que hacía, nada más llegar, era separarme de los contingentes centrales
de la manifestación para desplazarme a la periferia. Ahí se encontraba el
black bloc: jóvenes vestidos de negro, con el rostro cubierto, afines en su
mayoría al anarquismo[102]. Eran, para ser sinceros, grupos de choque que,

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armados con resorteras, piedras y palos, se dedicaban a cometer actos
violentos. Me cubría improvisadamente el rostro con una bufanda y me
mezclaba entre ellos. Y así, desde el anonimato colectivo, participaba en la
revuelta: romper un parabrisas o un escaparate con una pedrada, patear los
escudos de los policías antimotines, saquear una tienda de conveniencia
recién vandalizada.
La revolución y la revuelta son dos fenómenos muy distintos. Es
irrelevante que tengan ciertas similitudes, emanan de dos concepciones del
tiempo opuestas entre sí. El pensador italiano Furio Jesi fue quien se percató
de ello: «Si, de acuerdo con el significado habitual de ambas palabras, la
revuelta es un repentino foco de insurrección que puede insertarse dentro de
un diseño estratégico pero que de por sí no implica una estrategia de largo
plazo, y la revolución por el contrario es un complejo estratégico de
movimientos insurreccionales coordinados y orientados relativamente a largo
plazo hacia los objetivos finales, entonces podría decirse que la revuelta
suspende el tiempo histórico e instaura de golpe un tiempo en el cual todo lo
que se cumple vale por sí mismo, independientemente de sus consecuencias y
de sus relaciones con el complejo de la transitoriedad o de perennidad en el
que consiste la historia. La revolución estaría, al contrario, entera y
deliberadamente inmersa en el tiempo histórico»[103].
La revolución es futurocéntrica, por cuanto piensa en el futuro sobre
cualquier otro elemento. Su único objetivo es asegurar un mejor porvenir. El
proceder de los revolucionarios consiste en elaborar un detallado esquema de
cómo será el mundo venidero que anhelan y articular una serie de pasos
puntuales para poder alcanzarlo. Su temporalidad es el largo plazo. Un
genuino revolucionario está dispuesto a sacrificar su presente en pos del
mañana porque se sabe parte de un proceso histórico que lo sobrepasa como
individuo. La causa vale más que la vida. La revuelta, en cambio, es un
insurrección espontánea. Los sublevados no piensan más que en su presente.
Su única preocupación es alcanzar el triunfo en la batalla en que están
inmersos: lo central es ese momento. No saben bien bien qué consecuencias
tendrán sus actos. Desde su interior, la revuelta es «absolutamente autónoma,
aislada, válida en sí misma». Cuando se está participando en la revuelta,
cuando está en curso la «epifanía violenta», las acciones suceden en un
presente puro, en un estático para siempre.
La revuelta es una insurrección que aparece de pronto para poner en
paréntesis el devenir histórico: suspende el tiempo mediante un estallido de
violencia. Cuando se participa en una revuelta, el futuro y el pasado no

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existen. Pero tampoco el presente. El tiempo deja de transcurrir. Se está sólo
ahí, en ese lugar y en ese momento. Nada más importa.
La revuelta significa también un encuentro con el otro. Al suceder, genera
una comunidad improvisada. El individuo sublevado se vuelve parte de una
colectividad que lo trasciende. No forma una masa (agrupación unitaria,
disciplinada, que marcha al unísono y comparte una serie de principios
ideológicos básicos) como lo hacía la revolución. Los sublevados conforman
un conjunto amorfo momentáneo, que surge espontáneamente y cuya unión
está enraizada en lazos afectivos. La soledad y enajenación del hombre
urbano es disipada mediante la aparición de una comunidad, que también es
de alguna manera una comunión. De nuevo, Furio Jesi: «Puede amarse una
ciudad, pueden reconocerse sus casas y sus calles en los más remotos o
entrañables recuerdos; pero sólo a la hora de la revuelta la ciudad se siente
verdaderamente como la propia ciudad: propia, por ser del yo y al mismo
tiempo de los “otros”; propia, por ser el campo de una batalla elegida y que la
comunidad ha elegido; propia, por ser el espacio circunscripto en el cual el
tiempo histórico está suspendido y en el cual cada acto vale por sí solo, en sus
consecuencias absolutamente inmediatas. Nos apropiamos de una ciudad
huyendo o avanzando en la alternancia de los ataques, mucho más que
jugando, de niños, en sus calles, o paseando luego por los mismos lugares con
una muchacha. A la hora de la revuelta, dejamos de estar solos en la ciudad».

Nunca he podido leer poesía en inglés porque ignoro la pronunciación


adecuada de demasiadas palabras: entiendo lo que dicen, pero no logro
aprehender cómo lo dicen. Castellanizo los sonidos y la acentuación. Mi
lectura es entrecortada, arrítmica. Eso me impide seguir y reactivar el ritmo
de los poemas.
Si despojamos a los poemas de su ritmo dejan de tener sentido. Se
vuelven un puñado de vagas metáforas. Y, lo que es más grave, la posibilidad
de obtener una experiencia poética se vuelve prácticamente imposible. ¿En
qué consisten estas experiencias poéticas? Octavio Paz explica[104]: «Cada
vez que el lector revive de veras el poema, accede a un estado que podemos
llamar poético. La experiencia puede adoptar esta o aquella forma, pero es
siempre un ir más allá de sí, un romper los muros temporales, para ser otro».
Y continúa: «La poesía pone al hombre fuera de sí y, simultáneamente, lo
hace regresar a su ser original: lo vuelve a sí. El hombre es su imagen: él
mismo y aquel otro. A través de la frase que es ritmo, que es imagen, el
hombre —ese perpetuo llegar a ser— es. La poesía es entrar en el ser».

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Las imágenes poéticas presentan, en un solo momento, una pluralidad de
eventos contradictorios. Anulan las diferencias y las oposiciones. Los
principios lógicos y los criterios de sucesión temporal resultan inoperantes.
Frente a la metáfora, hay exclusivamente percepción. Las barreras
conceptuales desaparecen y entramos en comunión: un encuentro con la
otredad en el que se vuelve evidente que yo soy tú y esto es aquello.
Al leer poesía y revivir las imágenes rítmicamente que la componen se
quiebra la sucesión temporal. Hay un retorno al origen —algunos dirían que
al tiempo mítico—. Evitemos la confusión: ese origen no está localizado en el
pasado, no es el Comienzo, sino el ahora: un no-tiempo en el que todos los
tiempos están contenidos. La poesía hace desaparecer el tiempo del reloj,
vacío y homogéneo, y lo convierte en ritmo —en el ritmo primordial.
De esta forma, la experiencia poética impone una experiencia temporal
particular. Como decía Bachelard, en la poesía «el tiempo no corre. Brota».
Los versos rompen la sucesión e introducen una incisión construida por un
presente puro. La poesía produce un tiempo vertical que se encuentra
detenido, «un tiempo que no sigue el compás». Otra forma de entenderlo:
genera un tiempo que se opone al de la prosa, que está basado en la sucesión y
que «corre horizontalmente con el agua del río y con el viento que pasa»[105].
Si logramos recitar un poema, incorporarnos a su ritmo, lo que
experimentamos es el instante, ese otro tiempo: un presente inmóvil,
suspendido, pleno. Octavio Paz otra vez: «La experiencia poética es un abrir
las fuentes del ser. Un instante y jamás. Un instante y para siempre. Instante
en el que somos lo que fuimos y seremos. Nacer y morir: un instante. En ese
instante somos vida y muerte, esto y aquello».

El cabaret, el bar, la cantina, la taberna, la discoteca son espacios


naturales de experimentación y de cuestionamiento de la tradición. Son, por
decirlo de otra manera, instituciones en las cuales la desobediencia es el
principio básico. No es fortuito que el dadaísmo[106], la más irreverente de las
vanguardias, haya nacido en un cabaret.
Otro buen ejemplo de este tipo de instituciones donde las convenciones
existentes pueden ser trastocadas es el carnaval o, en su defecto, su símil
urbano, la boda. Mijaíl Bajtín afirma: «Los espectadores no asisten al
carnaval, sino que lo viven, ya que el carnaval está hecho para todo el pueblo.
Durante el carnaval no hay otra vida que la del carnaval. Es imposible
escapar, porque el carnaval no tiene frontera espacial. En el curso de la fiesta
sólo puede vivirse de acuerdo a sus leyes, es decir de acuerdo a las leyes de la

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libertad»[107]. En el carnaval se invierten las jerarquías y se suspenden las
diferencias. En lugar de ellas, aparece un espíritu de fraternidad. No existe tal
cosa como un extraño. Los individuos que participan en él se funden en una
hermandad.
Una buena fiesta es otra forma de revuelta. Quien haya estado en una lo
sabe. El orden (político, social, moral) desaparece. La autoridad es
desobedecida. Las normas y las prohibiciones no existen. Cualquier acción es
permitida. La ocurrencia más arriesgada será la más aplaudida. Resulta
insignificante de dónde se venga, el origen social o el pasado. Tampoco
importa el porvenir: nadie piensa, a sabiendas de que los estragos serán
descomunales, en el mañana. Lo único válido es el momento presente. Por
eso, mientras se está en una fiesta, el pasar del tiempo no existe: todo sucede
como un relámpago instantáneo del que apenas podemos percibir ciertos
destellos.
No causa sorpresa que en la fiesta, antes que nada, se baile. Al contrario
de disciplinas como la pintura o la escultura, la danza es siempre un arte para
el momento presente. Se aleja de lo objetual y, con ello, evita ser fijada o
acelerada. Huye de la posteridad del museo. Es un «arte mágica del vuelo»,
por cuanto no deja «huella o trazo lineal que señale su ruta para repetirse»
(José Bergamín)[108].
Desde hace diez mil años, las bebidas alcohólicas han constituido otro
elemento indispensable de las fiestas y rituales. Las razones son múltiples.
Enaltecen el espíritu y funcionan como relajante general. Afianzan la
convivencia y la cohesión social[109]. Lo más importante: inducen un estado
de consciencia arraigado en el desapego y la absorción (Jean-Luc Nancy dice:
«Beber significa absorber, devenir esponja»[110]). El borracho, según el
filósofo taoísta Chuang-tzu, está cerca del hombre perfecto, ese que «habita
allí donde el tiempo aún no ha comenzado su existencia» y «mora en la raíz
de lo infinito». Su explicación: «Cuando alguien que está borracho se cae de
un carro en marcha, quizás se produzca rasguños y contusiones, pero es poco
probable que las heridas sean graves o le produzcan la muerte. Sus huesos y
órganos son iguales que los de cualquier otra persona, mas sin embargo el
daño que un hombre ebrio se produce al caer es, con mucho,
considerablemente menor. Esto se debe a que, en ese momento, su espíritu
(shên) se halla unido. Él no tiene conciencia de ir montado en un carro, no
alberga el menor miedo o temor. Su pecho, en vez de hallarse oprimido, está
libre de preocupaciones sobre la vida y la muerte. Así, al toparse con

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imprevistos y accidentes, el borracho no se asusta, ni siquiera se tensa,
permanece flexible e inmutable, y así se ve libre de daño»[111].

La obra más conocida de John Cage es 4’33”: una composición de tres


movimientos cuya única instrucción es que el o los músicos que la interpreten
no toquen sus instrumentos durante cuatro minutos treinta y tres
segundos[112]. Si bien el impacto y la creatividad de esta pieza son innegables,
personalmente prefiero dos creaciones de Cage menos conocidas:
Organ²/ASLSP (As Slow As Possible)[113] y 0’00”[114].
El título, tomado de una críptica frase («Soft morning city! Lsp!») del
Finnegans Wake de James Joyce, es explícito: Organ²/ASLSP (As Slow As
Possible) es una obra cuyo rasgo esencial es que debe ser interpretada lo más
lento posible. La duración y el tempo no están determinados en lo absoluto.
¿Qué tan lento es lo más lento? ¿Qué quiere decir lo más lento posible? No
hay restricción alguna.
A principios de este milenio, algún intrépido se atrevió a seguir las
instrucciones de Cage e ideó una prolongada interpretación de Organ²/
ASLSP. En la iglesia de St. Burchardi en Halberstadt (Alemania) se está
tocando la pieza a tal velocidad que tomará seiscientos treinta y nueve años
completarla. Se diseñó un órgano automatizado para la ocasión, el cual, en
este preciso momento, está tocando el acorde d#’–a#’–e”. En septiembre de
2020, lo sucederá el próximo acorde. En 2064 llegará a su fin y se volverá la
ejecución musical más larga de la historia. La partitura tendría unos once mil
kilómetros de extensión.
Por más que nos sorprenda el performance, no hay que caer en el engaño.
Aún no ha llegado quien entienda Organ²/ASLSP en su justa dimensión. Si se
hiciera, la primera nota tendría que tocarse eternamente. En este caso,
eternidad no quiere decir «para siempre», sino que el tiempo deja de correr.
Tocar una sola nota sería encarnar un tiempo fijo: un instante.
0’00” (cuyo subtítulo es 4’33” No. 2) es un «solo para ser ejecutado en la
forma que sea por cualquiera». La primera partitura que Cage realizó consiste
en una frase: «En una situación con un máximo de amplificación (sin
feedback), interprete una acción disciplinada». Poco después, agregaría
ciertos detalles: puede haber interrupciones, no puede repetirse la acción en
distintos momentos, la acción no puede ser tocar música.
La duración de esta pieza también es indeterminada. No se sabe ni cuándo
empieza ni cuándo termina. A fin de cuentas, lo que muestra es que todas
nuestras acciones generan música y que, por ende, hay un continuo

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permanente de sonidos. En franca contraposición a la famosa 4’33’’, que
seguía estando acotada por una duración particular, 0’00” abandona por
completo los límites temporales. La música deja de ser un objeto temporal
(con un comienzo, un punto medio y un final) y se vuelve un proceso donde
las mediciones temporales se convierten en un sinsentido[115].
Organ²/ASLSP y 0’00” establecen una temporalidad particular que Cage
llamaba «tiempo cero». ¿En qué consiste? Según Cage, quien adoptó el
concepto del compositor Christoph Wolff: «Hay tiempo cero cuando no
advertimos el paso del tiempo, cuando no lo medimos»[116]. Ambas piezas
son un simple fluir que anula el tiempo del reloj, basado en la medición de
horas y minutos. Mientras están en funcionamiento, el tiempo cronológico y
lineal queda en pausa.
Organ²/ASLSP y 0’00” me empujaron a fijarme en lo que me rodeaba y
daba por hecho. Comencé a atender los sonidos que siempre han estado pero
nunca escuchaba. Descubrí el silencio como lo entendía Cage: no una
ausencia total de sonido, sino el retorno del ruido que históricamente había
sido puesto de lado. Aprendí que estar en silencio es entregarse a lo que nos
llega sin esquemas preestablecidos, sin quererlo descifrar: dejar a los sonidos
ser, abrirnos a ellos[117].

Reírse implica un olvido total. Cuando se hace con energía, incluso


olvidamos respirar —el acto básico para seguir con vida—. La carcajada es
una risa prolongada que nos arroja a una especie de no-estar-vivo en el que
los segundos dejan de transcurrir. Su estruendo rompe de golpe con el curso
del tiempo y nos permite escapar de su yugo. Reír a carcajadas nos lleva a
suspender cualquier ocupación para entregarnos de lleno, cada uno con un
estilo propio, a la inmediatez.

Henri Cartier-Bresson creía que la tarea del fotógrafo consistía en saber


reconocer el momento decisivo, esa fracción de segundo en la cual se debe
disparar la fotografía para capturar la esencia de una situación. Para él, la
cámara era «una extensión de su ojo», que le ayudaba a «“atrapar” la vida —a
preservar la vida en el acto de vivir». Decía que, «de todos los medios de
expresión, la fotografía es el único que fija para siempre el preciso y
transitorio instante»[118].
Las fotografías de Gabriel Orozco surgen de una visión antagónica a la de
Cartier-Bresson. No funcionan como documentación. Tampoco son una

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reliquia. Mucho menos pretenden atrapar la vida o capturar la esencia de un
momento. En otros términos, no son el simulacro inmóvil de un instante. El
propio Gabriel Orozco ha explicado: «La fotografía mata, diseca. Aparenta
poesía, es casi cine, casi pintura. Es medicina. Suero. La peor de las ilusiones,
legitimada por nuestra ceguera y nuestra ansia posesiva. La fotografía no es
un arte. Es un arte caminar y saber ver lo que sucede. Vemos lo que sucede,
no las fotos. […] Caminar y observar: la fotografía es sólo el registro de ese
arte, el arte de la presencia. Caminar, ver y presentarse. Esa cosa se nos
presenta y nosotros la podemos ver. Eso es un arte. La foto lo registra
(siempre mal). El arte de estar ahí y percibir lo que sucede. El arte de
descubrir. El arte de esperar que las cosas se revelen. De esperar que el
tiempo se detenga»[119].
Al observar las fotografías de Gabriel Orozco no hay que esperar una
epifanía o un encuentro sublime. La relación que se establece con ellas no es
de corte religioso. El objeto en sí resulta secundario. También, de hecho, lo
que retratan. Lo valioso es que enseñan a ver de una forma particular.
Desencadenan una mirada basada, más que en el acelerado deseo consumista
de posesión, en el contacto íntimo con lo cotidiano y lo contingente. Una
mirada que presta atención a lo aparentemente banal y, a partir de ello, abre
paso al arte de la presencia —del estar ahí y en ningún otro lugar o momento
—. En pocas palabras: nos enseñan a mirar contemplativamente, a encontrar
los instantes que están frente a nuestros ojos.

Rememoro y descubro que el instante ha existido desde antes de su


conceptualización, que la práctica antecede a la teoría. Más importante aún:
descubro que el instante ha surgido en la cotidianidad, una y otra vez,
sobreponiéndose a la desesperanza. Soy consciente de que, frente a la
magnitud de la barbarie, su impacto es insignificante. Pero al menos sirve
para reafirmar que incluso en el país de la desigualdad y la desposesión, de
los desaparecidos y los feminicidios, de la corrupción y la injusticia, hay
espacio para la resistencia —para la construcción de una vida radicalmente
distinta.

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EPÍLOGO

Este mundo no iría tan rápido si no estuviera constantemente perseguido por la


proximidad de su caída.

COMITÉ INVISIBLE

A decir verdad, lo de menos es qué práctica se decida ejecutar. Por sí


mismas las prácticas no significan nada. Lo primordial es hacer surgir una
temporalidad que disloque la aceleración: lograr experimentar el instante, ese
momento de pura presencia en el que los minutos dejan de transcurrir, en el
que la velocidad es algo imposible.

El instante entendido como una temporalidad radical, como una


experiencia temporal que resiste eficazmente a la aceleración, no es un fin ni
una solución, es una estación: un mientras tanto. Es lo que tenemos por ahora,
pero no asumamos que es todo lo que tendremos.

El alcance subversivo del instante es limitado en tanto el cambio que


establece es pasajero. No trastoca el sistema del cual emana la lógica de la
aceleración, tan sólo escapa de él por un momento. Sin embargo, en ese
escape, que bien podría ser visto como un hiato, se abre la posibilidad de algo
más: se entrevé la posibilidad de otro tiempo.

Ésta es una celebración del instante, no por lo que es, sino por aquello en
lo que puede convertirse, por su potencialidad.

La aparición del instante debe verse como una bisagra, no como una
ruptura. O, más bien, como un umbral entre nuestro tiempo y el que vendrá.

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FICHAS DE LAS FOTOGRAFÍAS

Gabriel Orozco (México, 1962)

Capítulo 0
De techo a techo, 1993
Cibachrome
40,6 × 50,8 cm. (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.

Capítulo 1
Aliento sobre piano, 1993
Impresión cromógena a color
40,6 × 50,8 cm (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.

Capítulo 2
Burbuja sobre pie, 2004
Fuji crystal print
40,6 × 50,8 cm. (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.

Capítulo 3
Green Ball, 1995
Cibachrome
40,6 × 50,8 cm. (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.

Capítulo 4
Quesadilla disk, 2005
Impresión cromógena a color
40,6 × 50,8 cm (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.

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Capítulo 5
Vitral, 1998
Silver Dye Bleach Print
40,6 × 50,8 cm (15,98 × 20 in)

Capítulo 6
Casa y lluvia
40,6 × 50,8 cm (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.

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LUCIANO CONCHEIRO (Ciudad de México, 1992) estudió Historia en la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y Sociología en la
Universidad de Cambridge. Es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras
de la UNAM. Es coautor del libro de entrevistas El intelectual mexicano: una
especie en extinción (Taurus). Ha traducido ensayos de autores como Franco
«Bifo» Berardi, Michael Hardt y Slavoj Žižek. Actualmente es editor en jefe
de huun, una publicación anual de arte y pensamiento mexicanos.

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NOTAS

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[1] La importancia del fenómeno de la aceleración ha sido percibida por
muchos autores. Entre los trabajos sobre el tema, vale la pena señalar: Mark.
C. Taylor, Speed Limits: Where Time Went and Why We Have So Little Left,
New Haven, Yale University Press, 2014; Judy Wajcman, Pressed for Time:
The Acceleration of Life in Digital Capitalism, Chicago, University of
Chicago Press, 2015; Nicole Aubert, Le culte de l’urgence, París,
Flammarion, 2003; Gilles Lipovetsky, «Tiempo contra tiempo o la sociedad
hipermoderna», en Gilles Lipovetsky y Sébastien Charles, Los tiempos
hipermodernos, Barcelona, Anagrama, 2006; Paul Gibbs, Oili-Helena Ylijoki,
Carolina Guzmán-Valenzuela y Ronald Barnett (eds.), Universities in the
Flux of Time: An Exploration of Time and Temporality In University Life,
Nueva York, Routledge, 2015. Mención aparte merece Paul Virilio, quien
puede ser considerado el clásico del tema e incluso ha propuesto fundar una
dromología (una ciencia de la velocidad). Me parece que, entre sus obras,
destacan: Velocidad y política, Buenos Aires, La Marca, 2006; The
Information Bomb, Londres, Verso, 2000; Bunker Archaeology, Nueva York,
Princeton Architectural Press, 1994. Véase también: Steve Redhead (ed.), The
Paul Virilio Reader, Nueva York, Columbia University Press, 2004. Cabe
destacar el reciente trabajo de Harmut Rosa, Alienation and Acceleration:
Towards A Critical Theory of Late-Modern Temporality, Malmö, NSU Press,
2010; Social Acceleration. A New Theory of Modernity, Nueva York,
Columbia University Press, 2013; Harmut Rosa y William E. Scheuerman
(eds.), High-Speed Society. Social Acceleration, Power, and Modernity,
University Park, PA, Pennsylvania State University Press, 2009. <<

www.lectulandia.com - Página 82
[2] Sobre la idea de «metarrelato», véase Jean François Lyotard, La condición

postmoderna: informe sobre el saber, Madrid, Cátedra, 1994; y del mismo


autor La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa, 1987. <<

www.lectulandia.com - Página 83
[3] Sobre este sistema clasificatorio, véase Hartmut Rosa, Alienation and
Acceleration: Towards A Critical Theory of Late-Modern Temporality, op.
cit.; y Social Acceleration. A New Theory of Modernity, Nueva York,
Columbia University Press, 2013. <<

www.lectulandia.com - Página 84
[4] Karl Marx, El capital: crítica de la economía política, libro I, tomo I, trad.

de Vicente Romano García, Madrid, Akal, 2000, p. 207. <<

www.lectulandia.com - Página 85
[5] Sobre la fórmula general del capital y el tiempo de rotación del capital,

véase Karl Marx, El capital: crítica de la economía política, op. cit.; y David
Harvey, A Companion to Marx’s «Capital», vols. 1 y 2, Nueva York, Verso,
2010. <<

www.lectulandia.com - Página 86
[6] Jacques Derrida, Dar (el) tiempo. I. La moneda falsa, trad. de Cristina de

Peretti, Barcelona, Paidós Ibérica, 1995, p. 16. <<

www.lectulandia.com - Página 87
[7] Karl Marx, El capital crítica de la economía política, op. cit., libro II,

tomo I, p. 156. <<

www.lectulandia.com - Página 88
[8]
Reinhart Koselleck, Aceleración, prognosis y secularización, trad. de
Faustino Oncina Coves, Valencia, Pre-Textos, 2003. <<

www.lectulandia.com - Página 89
[9] Sobre la historia de los desarrollos tecnológicos, véase Ian Mcneil (ed.), An

Encyclopedia of the History of Technology, Nueva York, Routledge, 1990. <<

www.lectulandia.com - Página 90
[10]
David Harvey, The Condition of Postmodernity: An Enquiry Into the
Origins of Cultural Change, Oxford, Blackwell, 1990. <<

www.lectulandia.com - Página 91
[11] Para consultar los textos de Marinetti, incluidos sus manifiestos, véase

F. T. Marinetti, Critical Writings, ed. de Günter Berghaus, trad. de Doug


Thompson, Nueva York, Farrar, Straus, and Giroux, 2006. <<

www.lectulandia.com - Página 92
[12]
Sobre el taylorismo: Frederic W. Taylor, The Principles of Scientific
Management, Nueva York, Harper and Brothers Publishers, 1919; y
Benjamin Coriat, El taller y el cronómetro. Ensayo sobre el taylorismo, el
fordismo y la producción en masa, trad. de Juan Miguel Figueroa Pérez,
Madrid, Siglo XXI, 1993. <<

www.lectulandia.com - Página 93
[13] Sobre las innovaciones logradas por Henry Ford, véase Judy Wajcman,

Pressed for Time: The Acceleration of Life in Digital Capitalism, Chicago,


University of Chicago Press, 2015, p. 53. <<

www.lectulandia.com - Página 94
[14] Sobre el sistema «justo a tiempo» (just in time), véase Jean-Pierre Durand,

La cadena invisible. Flujo tenso y servidumbre voluntaria, trad. de Luz María


Sánchez López y Hrindanaxi G. Villagómez, México, FCE-UAM, 2011. <<

www.lectulandia.com - Página 95
[15] Sobre el caso de Zara, véase Alexandra Jacobs, «Where Have I Seen You

Before? At Zara, in Midtown, It’s All a Tribute», The New York Times, 27 de
marzo de 2012; y Seth Stevenson, «Polka Dots Are In? Polka Dots It Is! How
Zara gets fresh styles to stores insanely fast – within weeks», Slate, 21 de
junio de 2012. <<

www.lectulandia.com - Página 96
[16] Jean Baudrillard, La sociedad del consumo. Sus mitos, sus estructuras,

trad. de Alcira Bixio, Madrid, Siglo XXI, 2009. <<

www.lectulandia.com - Página 97
[17] John Kenneth Galbraith, La sociedad opulenta, trad. de Carlos Grau Petit,

Barcelona, Ariel, 2004. Jean Baudrillard plantea algo similar en: La sociedad
del consumo. Sus mitos, sus estructuras, op. cit. <<

www.lectulandia.com - Página 98
[18] Jean Baudrillard. La sociedad del consumo. Sus mitos, sus estructuras, op.

cit., p. 3. <<

www.lectulandia.com - Página 99
[19] Franco «Bifo» Berardi, La sublevación, trad. de Eugenio Tisselli, México,

Surplus, 2014, pp. 113 y 33. <<

www.lectulandia.com - Página 100


[20] Para entender la dimensión de la automatización del mundo financiero (y

el impacto en la aceleración de los procesos básicos), véase Nathaniel Popper,


«The Robots Are Coming for Wall Street», The New York Times Magazine,
25 de febrero de 2016. <<

www.lectulandia.com - Página 101


[21] Sobre el high-frequency trading, véase Michael Lewis, Flash Boys: a

Wall Street Revolt, Nueva York, W. W. Norton, 2014; y Charles Duhigg,


«Stock Traders Find Speed Pays, in Milliseconds», The New York Times, 29
de julio de 2009. <<

www.lectulandia.com - Página 102


[22] Sobre el concepto de «economía-mundo», véase Immanuel Wallerstein,

El moderno sistema mundial. 1, La agricultura capitalista y los orígenes de la


economía-mundo europea en el siglo XVI, Madrid, Siglo XXI, 1984;
Immanuel Wallerstein, El moderno sistema mundial. 2, El mercantilismo y la
consolidación de la economía-mundo europea, 1600-1750, Madrid,
Siglo XXI, 1999; Immanuel Wallerstein, El moderno sistema mundial. 3, La
segunda era de gran expansión de la economía-mundo capitalista, 1730-1850
, Madrid, Siglo XXI, 2004. <<

www.lectulandia.com - Página 103


[23]
Otro buen ejemplo de la arquitectura propia del siglo XX son los
spomeniks de la antigua Yugoslavia. Las fotografías de Jan Kempenaers son
el mejor retrato existente de estas moles de hormigón pensadas para perdurar.
Jan Kempenaers, Spomenik Book, Ámsterdam, Roma Publications, 2010. <<

www.lectulandia.com - Página 104


[24] Sobre las shitstorms, véase Byung-Chul Han, En el enjambre, trad. de

Raúl Gabás, Barcelona, Herder, 2014. <<

www.lectulandia.com - Página 105


[25]
Byung-Chul Han, En el enjambre, trad. de Raúl Gabás, Barcelona,
Herder, 2014, p. 22. <<

www.lectulandia.com - Página 106


[26] Michael Ignatieff, Fuego y cenizas: éxito y fracaso en política, Madrid,

Taurus, 2014, p. 72. <<

www.lectulandia.com - Página 107


[27] House of Cards, temporada 4, episodio 3, capítulo 42. <<

www.lectulandia.com - Página 108


[28] El mejor estudio de teoría social sobre el escándalo que conozco es John

B. Thompson, Political Scandal. Power and Visibility in the Media Age,


Cambridge, Polity, 2000. <<

www.lectulandia.com - Página 109


[29] Sobre los medios digitales y cantidad de notas que producen al día: Josh

Sternberg, «Who’s Winning at Volume in Publishing», Digiday, 1 de julio de


2013. <<

www.lectulandia.com - Página 110


[30] Sobre la cantidad de información almacenada en internet, véase Richard

Wray, «Internet data heads for 500bn gigabytes», The Guardian, 18 de mayo
de 2009. <<

www.lectulandia.com - Página 111


[31] El cálculo sobre la cantidad de información de la Biblioteca del Congreso

proviene de Peter Lyman y Hal Varian, «How Much Information?», Journal


of Electronic Publishing, diciembre de 2000, vol. 6:2. <<

www.lectulandia.com - Página 112


[32]
Betsy Sparrow, Jenny Liu y Daniel M. Wegner, «Google Effects on
Memory: Cognitive Consequences of Having Information at Our Fingertips»,
Science, 333, 2011, p. 776. <<

www.lectulandia.com - Página 113


[33] La idea de una memoria externa o transactiva fue desarrollada por
Daniel M. Wegner. Véase «Transactive memory: A contemporary analysis of
the group mind», en Brian Mullen y George Goethals (eds.), Theories of
Group Behavior, Nueva York, Springer, 1986, pp. 185-208; Wegner,
Raymond y Erber, «Transactive Memory in Close Relationships», Journal of
Personality and Social Pyschology, vol. 61, n.º 6, 1991, pp. 923-929. <<

www.lectulandia.com - Página 114


[34] El argumento sobre cómo la velocidad de las comunicaciones fue un

factor para el estallido de la Primera Guerra Mundial lo tomo, siguiendo una


sugerencia de Rubén Gallo, de Stephen Kern, The Culture of Time and Space
1880-1918, Cambridge, MA, Harvard University Press, 2003. Kurt Riezler
aparece citado en este mismo libro en pp. 276-277. (La traducción es mía.) <<

www.lectulandia.com - Página 115


[35] Sobre la aceleración y su impacto en los procesos democráticos, véase

William E. Scheuerman, Liberal Democracy and the Social Acceleration of


Time, Baltimore, The John Hopkins University Press, 2004. <<

www.lectulandia.com - Página 116


[36] Carl Schmitt citado en Scheuerman, Liberal Democracy and the Social

Acceleration of Time, op. cit., p. 105. (La traducción es mía.) «Law making
procedures become faster and more circumscribed, the path towards the
achievement of legal regulation shorter, and the share of jurisprudence
smaller». <<

www.lectulandia.com - Página 117


[37] La cita de Giorgio Agamben proviene de Estado de excepción. Homo

hacer II, 1, Valencia, PreTextos, 2004, p. 11. <<

www.lectulandia.com - Página 118


[38]
Paul Virilio, The Administration of Fear, trad. de Ames Hodges,
Semiotext(e), p. 92. (La traducción es mía.) <<

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[39] Sobre la idea de heterotropías, véase Michel Foucault, «Of Other Spaces:

Utopias and Heterotopias», Architecture/Mouvement/Continuité, octubre de


1984. <<

www.lectulandia.com - Página 120


[40] Jonathan Crary, 24/7: Late Capitalism and the Ends of Sleep, Londres,

Verso, 2013. (La traducción es mía.) <<

www.lectulandia.com - Página 121


[41] Sobre el síndrome de fatiga crónica, resulta útil Niloofar Afari y Dedra

Buchwald, «Chronic Fatigue Syndrome: A Review», The American Journal


of Psychiatry, vol. 160, n.º 2, febrero de 2003. <<

www.lectulandia.com - Página 122


[42]
Roberto Calasso, La locura que viene de las ninfas, trad. de Teresa
Ramírez Vadillo y Valerio Negri Previo, México, Sexto Piso, 2008, p. 55. <<

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[43] Massimo Recalcati, Ya no es como antes. Elogio del perdón en la vida

amorosa, trad. de Carlos Gumpert, Barcelona, Anagrama, 2015. Las citas


provienen de las pp. 31, 23 y 12 respectivamente. <<

www.lectulandia.com - Página 124


[44] Roberto Saviano, CeroCeroCero: cómo la cocaína gobierna el mundo,

Barcelona, Anagrama, 2014, p. 53. <<

www.lectulandia.com - Página 125


[45] Sobre la nueva relación con el tiempo, véase François Hartog, Regímenes

de historicidad: presentismo y experiencias del tiempo, México, Universidad


Iberoamericana, 2003. <<

www.lectulandia.com - Página 126


[46] Franco «Bifo» Berardi, El sabio, el mercader y el guerrero. Del rechazo

del trabajo al surgimiento del cognitariado, Madrid, Acuarela libros-Antonio


Machado Libros, 2007, p. 159. <<

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[47] La cita de Michael Hardt proviene del documental Examined Life
(directora: Astra Taylor, 2008), luego compilado como libro: Examined Life:
Excursions with Contemporary Thinkers, Nueva York, New Press, 2009. (La
traducción es mía.) <<

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[48] Sobre el fin de las revoluciones se ha escrito bastante. Véase R. Snyder,

«The End of Revolution?», The Review of Politics, 61 (1), 1999, pp. 5-28;
J. Goodwin, «The Renewal of Socialism and the Decline of Revolution», en
The Future of Revolutions: Rethinking Radical Change in the Age of
Globalization, John Foran (ed.), Londres, Zed Books, 2003; J. Goodwin y
A. Green, «Revolutions», en Encyclopaedia of Violence, Peace, and Conflict,
vol. 3, L. Kurtz y J. Turpin (eds.), San Diego-Londres, Academic, 1999,
pp. 241-251. <<

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[49] Sobre la clase capitalista transnacional, véase W. Robinson y J. Harris,

«Towards A Global Ruling Class? Globalization and the Transnational


Capitalist Class», Science & Society, 64 (1), 2000. <<

www.lectulandia.com - Página 130


[50] Comité Invisible, A nuestros amigos, Logroño, Pepitas de
Calabaza/Surplus, 2015, p. 88. <<

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[51] La frase de Žižek aparece citada en Diana Li, «Zizek calls for
reexamination of capitalism», Yale Daily News, 18 de abril de 2012. Una
variante de esta idea, por el mismo Žižek: «In mid-April 2011, the Chinese
government prohibited on TV, films, and novels all stories that contain
alternate reality or time travel. This is a good sign for China. These people
still dream about alternatives, so you have to prohibit this dreaming. Here, we
don’t need a prohibition because the ruling system has even oppressed our
capacity to dream. Look at the movies that we see all the time. It’s easy to
imagine the end of the world. An asteroid destroying all life and so on. But
you cannot imagine the end of capitalism», «Slavoj Žižek speaks at Occupy
Wall Street: transcript», Impose Magazine, 17 de septiembre de 2013. <<

www.lectulandia.com - Página 132


[52]
El polémico planteamiento del «fin de la historia» primero apareció
esbozado en 1989 en un artículo de Francis Fukuyama titulado «The End of
History?» en la revista The National Interest. El autor desarrollaría luego su
argumento en el libro The End of History and the Last Man, Nueva York,
Maxwell Macmillan International, 1992. <<

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[53]
Byung-Chul Han, Psicopolítica: neoliberalismo y nuevas técnicas de
poder, Barcelona, Herder, 2014, p. 18. <<

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[54] Comité Invisible, A nuestros amigos, op. cit., pp. 157-158. <<

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[55] Karl Marx, El capital: crítica de la economía política, op. cit., p. 178. <<

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[56] La versión del poema de Matsuo Bashō es de Octavio Paz, Japón en

Octavio Paz, Aurelio Asiain (edición, selección y prólogo), México, FCE,


2014, p. 147. <<

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[57] Sun Tzu, El arte de la guerra, Madrid, Trotta, 2001, pp. 125 y 126. <<

www.lectulandia.com - Página 138


[58]
Gabriel Orozco, Materia escrita: cuadernos de trabajo, 1992-2012,
México, Era, 2014, p. 50. <<

www.lectulandia.com - Página 139


[59] Albert Camus, El hombre rebelde, trad. de Luis Echávarri, 9.ª ed., Buenos

Aires, Losada, 1978, p. 17. <<

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[60] Herman Melville, Bartleby el escribiente, trad. de José Luis Pardo y José

Manuel Benítez Ariza, Valencia, Pre-Textos, 2009. Ésta en una buena edición
porque viene acompañada de ensayos sobre el tema escritos por Gilles
Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo. También vale la pena, en
cuanto planteamiento teórico de lo que significa ser un bartebly: Enrique
Vila-Matas, Bartebly y compañía. La pregunta de Florencia, México, Seix
Barral, 2015. <<

www.lectulandia.com - Página 141


[61] Sobre la desobediencia civil, el libro clásico es Henry David Thoreau,

Desobediencia civil, trad. de Sebastián Pilovsky, México, Tumbona, 2012. <<

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[62] La cita de Diógenes proviene de Dion Crisóstomo, Discursos, VI, pp. 31-

33, citado por Michel Onfray, Cinismos: retrato de los filósofos llamados
perros, Buenos Aires, Paidós, 2002, p. 63. <<

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[63] Sobre el «wu wei», resultaron útiles: Edward G. Slingerland, Effortless

Action. Wu-wei As Conceptual Metaphor and Spiritual Ideal in Early China,


Oxford-Nueva York, Oxford University Press, 2003; Siroj Sorajjakool, Wu
Wei, Negativity and Depression. The Principle of Non-Traying in the Practice
of Pastoral Care, Nueva York, Routledge, 2014. <<

www.lectulandia.com - Página 144


[64] La cita de Huainanzi proviene de Tan Cheng Yang, Conocer el taoísmo.

Historia, filosofía y práctica, Barcelona, Kairós, 2003, p. 30. <<

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[65] Las citas del Tao Te Ching corresponden respectivamente a las secciones

80 [XXXVI, XLVIII] y 43 [LXXVIII]. La mejor edición en español es Lao Tse, Tao


Te Ching. Los libros del Tao, 3.ª ed., ed. y trad. de Iñaki Preciado Idoeta,
Madrid, Trotta, 2012; pero también utilicé Lao Tse, El libro del Tao, trad. de
Seán Golden, México, Taurus, 2012. (Algunos detalles de las traducciones
han sido alterados por mí.) <<

www.lectulandia.com - Página 146


[66]
Aristóteles, Política, Pedro López Barja de Quiroga y Estela García
Fernández (eds.), Madrid, Istmo, 2005, III, 3, 1276b41-42. <<

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[67] Giorgio Agamben, «Tiempo e historia. Crítica del instante y del
continuo», en Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2011,
p. 129. En la misma tónica, David Couzens Hoy apunta: «Temporality is a
basic feature of interpretations of the world. An interpretation of the world
will always have a temporal dimension, and if that temporality is changed, the
interpretation will change as well». David Couzens Hoy, The Time of Our
Lives. A Critical History of Temporality, Cambridge, MA, MIT Press, 2009,
p. 93. <<

www.lectulandia.com - Página 148


[68] Vivian Abenshushan, Escritos para desocupados, Oaxaca de Juárez,
Oaxaca, Surplus, 2013, p. 66. Éste, hay que decirlo, es uno de los libros de
teoría política más importantes publicados en las últimas décadas en México.
<<

www.lectulandia.com - Página 149


[69] El libro de referencia para el Slow movement es Carl Honoré, Elogio de la

lentitud: un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad, Barcelona,


RBA, 2006. Sobre el movimiento de Slow food, consúltense los libros de
Carlo Petrini, Slow Food: The Case for Taste, Nueva York, Columbia
University Press, 2003; Food & Freedom: How the Slow Food Movement Is
Changing the World Through Gastronomy, Nueva York, Rizzoli Ex Libris,
2015. Sobre The World Institute of Slowness, véase su sitio web oficial:
http://www.theworldinstituteof slowness.com/. <<

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[70] Papa Francisco I. Carta Encíclica Laudatio Si: sobre el cuidado de la casa

común. En especial, véanse las pp. 155, 18-20 y 146 (de donde proviene la
cita). La encíclica puede ser consultada en línea. <<

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[71] «In Praise of Slowness», TED Talk, julio de 2005. <<

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[72] Véase Carl Honoré, Elogio de la lentitud: un movimiento mundial desafía

el culto a la velocidad, op. cit. <<

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[73] La noticia sobre Project Alabama proviene de: Penelope Green, «The

Slow Life Picks Up Speed», The New York Times, 31 de enero de 2008. <<

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[74] Real Academia Española, «Instante», Diccionario de la Lengua Española,

23.ª ed., 2014. <<

www.lectulandia.com - Página 155


[75] Sobre el aleph, véase Jorge Luis Borges, El Aleph, Madrid, Alianza, 1997.

<<

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[76] La canción de Drake a la que me refiero es The Motto (2011). <<

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[77] La página web de Rich Kids of Instagram es
http://richkidsofinstagram.tumblr.com/ y su cuenta de Instagram
@richkidsofinstagram. <<

www.lectulandia.com - Página 158


[78] Sobre el YOLOing en el mundo financiero: Sally French, «Meet the
millennials looking get rich or die tryin’ with one of the Wall Street’s riskiest
oil play», MarketWatch, 2 de abril de 2016. <<

www.lectulandia.com - Página 159


[79] La frase completa dice así: Carpe diem, quam minimum credula postero.

Su traducción es: «Aprovecha el día, no confíes en el mañana». Al parecer, su


origen está en las Odas de Horacio (I, 11). <<

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[80] La cita del Chāndogya Upaniṣad aparece citada en Octavio Paz, El arco y

la lira, 3.ª ed., México, FCE, 1972, p. 102. <<

www.lectulandia.com - Página 161


[81] Daisetz Teitaro Suzuki, ¿Qué es el Zen?, Buenos Aires, Losada, 2012,

p. 104. <<

www.lectulandia.com - Página 162


[82] Gabriel Orozco, Materia escrita: cuadernos de trabajo, 1992-2012, op.

cit., p. 211. <<

www.lectulandia.com - Página 163


[83] Slavoj Žižek, Acontecimiento, Madrid, Sexto Piso, 2014, p. 16. <<

www.lectulandia.com - Página 164


[84] Alain Badiou citado en Razmig Keucheyan, Hemisferio izquierda: un

mapa de los nuevos pensamientos críticos, Madrid, Siglo XXI España, 2014,
p. 243. <<

www.lectulandia.com - Página 165


[85] La anécdota del «point vélique» es citada en Richard Kearney, «Bachelard

and the Epiphanic Instant», Philosophy Today, pp. 39 y 44. Éste, a su vez,
tomó la referencia de Jean Lescure, «Paroles de Gaston Bachelard», Mercure
de France (mayo de 1963), el cual la había tomado de Pierre Quillet,
Bachelard, París, Seghers, 1964, pp. 9-10. En realidad, ya poco importa de
dónde provenga. <<

www.lectulandia.com - Página 166


[86] La definición del infraleve que cito es de Gloria Moure. Ella misma ha

dado otra buena definición: el infraleve es «el lugar plástico de esa “con
inteligencia abstracta”, que debe ser intervalo abierto (sin límites finitos) de
demarcación imposible, pero separación que une y donde ocurren colusiones
y no colisiones, es un nódulo pluridimensional de estructura inexistente, sin
espacio, tiempo o movimiento mensurables (pero presentes), refractario a
cualquier análisis y accesible en su unicidad a la intuición solamente». Gloria
Moure, «Introducción», en Marcel Duchamp, Notas, México, Tecnos, 1989,
pp. 13 y 11. <<

www.lectulandia.com - Página 167


[87] Las citas de Duchamp sobre el infraleve provienen de sus Notas, op. cit.,

pp. 20-39. <<

www.lectulandia.com - Página 168


[88] Daisetz Teitaro Suzuki, Budismo zen y psicoanálisis, México, FCE, 1964,

p. 54. <<

www.lectulandia.com - Página 169


[89] Gaston Bachelard, La intuición del instante, 2.ª ed., México, FCE, 1999,

p. 46. <<

www.lectulandia.com - Página 170


[90] Francis Bacon citado por Gaston Bachelard en La intuición del instante,

op. cit., p. 36. <<

www.lectulandia.com - Página 171


[91] Gabriel Orozco, Materia escrita: cuadernos de trabajo, op. cit., p. 371.

<<

www.lectulandia.com - Página 172


[92] Adolfo Sánchez Vázquez, Filosofía de la praxis, México, Grijalbo, 1980,

p. 245. Sobre el pensamiento de Adolfo Sánchez Vázquez, en particular sobre


su idea de la praxis, véase María Rosa Palazón Mayoral, «La filosofía de la
praxis según Adolfo Sánchez Vázquez», en La teoría marxista hoy:
problemas y perspectivas, Atilio A. Boron, Javier Amadeo y Sabrina
González (eds.), Buenos Aires, CLACSO, 2006, pp. 309-323. <<

www.lectulandia.com - Página 173


[93] Antonio Labriola, «Discorrendo di socialismo e di filosofia», en Scritti

filosofici e politici, F. Sbarberi (ed.), Turín, Einaudi, 1973, vol. II, p. 702,
citado en Wolfgang Fritz Haug, «Gramsci’s “Philosophy of Praxis”», op. cit.,
p. 6. <<

www.lectulandia.com - Página 174


[94] No hay duda de que la síntesis más famosa sobre qué es la praxis está en

las Tesis sobre Feuerbach de Karl Marx: «Los filósofos se han limitado a
interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de
transformarlo» (tesis 11). Por otro lado, está Antonio Gramsci, quien
imaginaba una filosofía de la praxis, enraizada en «la igualdad o ecuación
entre “filosofía y política”, entre pensamiento y acción». Antonio Gramsci,
Cuadernos de la cárcel, ed. crítica del instituto Gramsci, a cargo de Valentino
Gerratana, tomo 3, cuaderno 7 (1930-1931), trad. de Ana María Palos,
México, Era, 1984, sección § 35, p. 173. Sobre el concepto «filosofía de la
praxis» en la obra de Antonio Gramsci resulta ilustrativo el texto de
Wolfgang Fritz Haug «Gramsci’s “Philosophy of Praxis”», Socialism and
Democracy, vol. 14, n.º 1, primavera-verano de 2000, pp. 1-19. <<

www.lectulandia.com - Página 175


[95] E. M. Cioran decía: «La filosofía hindú persigue la liberación; la griega, a

excepción de Pirrón, Epicuro y algunos inclasificables, es decepcionante: no


busca más que la… verdad». Con solidaridad absoluta, la Filosofía práctica
del instante se asume del lado de los inclasificables. La cita proviene de E. M.
Cioran, Ese maldito yo, 3.ª ed., Barcelona, Tusquets, 2008, p. 13. <<

www.lectulandia.com - Página 176


[96]
Michel Onfray, Cinismos: retrato de los filósofos llamados perros,
Buenos Aires, Paidós, 2002, p. 71. <<

www.lectulandia.com - Página 177


[97] André Breton, «Perspectivas del surrealismo», en Las conferencias de

México, trad., prólogo y notas de Jaime Moreno Villareal, Auieo, México,


2015, p. 121. <<

www.lectulandia.com - Página 178


[98]
Para una distinción entre «estrategias» y «tácticas», véase Michel de
Certeau, La invención de lo cotidiano, vol. 1, Artes de hacer, México,
Universidad Iberoamericana, 2000. <<

www.lectulandia.com - Página 179


[99] Guy Debord y Alice Becker-Ho, Le Jeu de la guerre, París, Gallimard,

2006, citado en Daniel Bensaïd, «La política como arte estratégico», Viento
Sur, 23 de agosto de 2016. <<

www.lectulandia.com - Página 180


[100] Sobre el dejarse ir, véase Shizuteru Ueda, Zen y filosofía, Barcelona,

Herder, 2004 (en especial p. 26). <<

www.lectulandia.com - Página 181


[101] Julia Kristeva, This Incredible Need to Believe, Nueva York, Columbia

University Press, 2009, p. 15. <<

www.lectulandia.com - Página 182


[102] Un buen acercamiento al fenómeno del black bloc en México: Carlos

Illades, «Anarquistas posmodernos», Nexos, mayo de 2014. <<

www.lectulandia.com - Página 183


[103]
Furio Jesi, Spartakus: simbología de la revuelta, trad. de Andrea
Cavalletti y María Teresa D’Meza, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2014,
pp. 63, 77, 166 y 72 respectivamente. <<

www.lectulandia.com - Página 184


[104] Octavio Paz, El arco y la lira, op. cit. Las citas provienen de las pp. 25,

113 y 155 respectivamente. <<

www.lectulandia.com - Página 185


[105] Gaston Bachelard, «Instante poético e instante metafísico», en La
intuición del instante, op. cit. Las citas provienen de las pp. 96 y 94. <<

www.lectulandia.com - Página 186


[106] Para una análisis de la temporalidad del dadaísmo, véase: Maria
Stavrinaki, Dada Presentism: An Essay On Art and History, Stanford, CA,
Stanford University Press, 2016, pp. 8-9. Este libro expone un muy
interesante argumento: Dada construye un régimen de historicidad
presentista. Véase también Roman Jackobson, «Dada», en My Futurist Years,
Bengt Jangfeldt y Stephen Rudy (eds.), Nueva York, Marsilio Publishers,
1997, p. 170. Aquí, afirma: «The Dadaists are also eclectics, thought theirs is
not the museum-bound eclecticism of respectful veneration, but a motley
café-chantat program (not by chance was Dada born in a cabaret in Zurich)».
<<

www.lectulandia.com - Página 187


[107] Mijaíl Bajtín, La cultura popular en la Edad Media y en el
Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Madrid, Alianza, 2015,
p. 13. <<

www.lectulandia.com - Página 188


[108]
José Bergamín, La música callada del toreo, Madrid, Turner, 1994,
p. 39. <<

www.lectulandia.com - Página 189


[109] David J. Hanson, «Historical evolution of alcohol consumption in
society», en Alcohol: Science, Policy and Public Health, P. Boyle et al. (eds.),
Oxford, Oxford University Press, 2013. <<

www.lectulandia.com - Página 190


[110] Jean-Luc Nancy, Embriaguez, Lanús, La Cebra, 2014, p. 34. <<

www.lectulandia.com - Página 191


[111] Chuang-tzu citado en Daisetz Teitaro Suzuki, ¿Qué es el Zen?, Buenos

Aires, Losada, 2012, pp. 117 y 118. <<

www.lectulandia.com - Página 192


[112] Para información de esa obra, véase el «Works Index» en la página de

John Cage: http:// www.johncage.org/pp/John-Cage-Work-Detail.cfm?


work_ID=148. Hay una versión anterior: ASLSP (As Slow As Possible)
(compuesta en 1985). Véase: http://www.johncage.org/pp/John-CageWork-
Detail.cfm?work_ID=30. <<

www.lectulandia.com - Página 193


[113] Véase la página del performance-ejecución de Organ2/ASLSP:
https://web.archive.org/web/20110808065305/http://www.john-cage.halber
stadt.de/new/index.php?seite=cdundtoene&l=e. <<

www.lectulandia.com - Página 194


[114] Sobre 0’00” (4’33” No. 2), véase: http:// www.johncage.org/pp/John-

Cage-Work-Detail.cfm?work_ID=18; David Revill, The Roaring Silence.


John Cage: A Life, 2.ª ed., Nueva York, Arcade, 2014, pp. 194-195. <<

www.lectulandia.com - Página 195


[115]
Sobre cómo la música deja de ser un objeto temporal: John Cage,
«Interview with Roger Reynolds» (1962), en Contemporary Composers on
Contemporary Music, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1967. <<

www.lectulandia.com - Página 196


[116] La cita proviene de John Cage, Para los pájaros: conversaciones con

Daniel Charles, México, Alias, 2012, p. 259. Sobre el tema del «tiempo
cero», también véase Carmen Pardo, La escucha oblicua: una invitación a
John Cage, México, Sexto Piso, 2014, p. 60. <<

www.lectulandia.com - Página 197


[117] El silencio, según Cage, es siempre «un silencio lleno de ruidos». John

Cage, Para los pájaros: conversaciones con Daniel Charles, op. cit., p. 260.
<<

www.lectulandia.com - Página 198


[118] Las citas de Henri Cartier-Bresson provienen de su libro The Mind’s Eye.

Writings on Photography and Photographers, Nueva York, Aperture, 1999,


pp. 27 y 22 respectivamente. <<

www.lectulandia.com - Página 199


[119] Las citas de Gabriel Orozco provienen de Materia escrita, op. cit. p. 49.

(La cursiva es mía.) <<

www.lectulandia.com - Página 200


www.lectulandia.com - Página 201

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