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Contra El Tiempo - Luciano Concheiro
Contra El Tiempo - Luciano Concheiro
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Luciano Concheiro
Contra el tiempo
Filosofía práctica del instante
ePub r1.0
KayleighBCN 26.05.2019
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Título original: Contra el tiempo
Luciano Concheiro, 2016
Ilustraciones: Gabriel Orozco
Editor digital: KayleighBCN
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
Contra el tiempo
Epílogo
Sobre el autor
Notas
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El día 27 de septiembre de 2016, el jurado compuesto por Salvador
Clotas, Román Gubern, Xavier Rubert de Ventós, Fernando Savater, Vicente
Verdú y el editor Jorge Herralde, concedió el 44.º Premio Anagrama de
Ensayo a Estudios del malestar, de José Luis Pardo.
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¿No ha llegado ya la hora de declararle la guerra al tiempo, nuestro enemigo
común?
E. M. CIORAN
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desarrollos tecnológicos; por el otro, la de los cambios sociales, y, por último,
la del ritmo de la vida diaria[3]. Sin embargo, como él mismo reconoce, en
realidad existe un ciclo de retroalimentación entre estas distintas
manifestaciones. De ahí se desprende la dificultad de cualquier análisis sobre
el tema: hay que estudiar la aceleración como un fenómeno total y,
simultáneamente, prestar atención a las formas particulares en las que
encarna.
El presente ensayo busca hacer frente a esta disyuntiva. Para lograrlo, se
explora la aceleración desde distintas perspectivas. En la primera sección, se
examina la manera en que el capitalismo la ha utilizado como mecanismo
para cumplir su necesidad básica (la obtención sin fin de ganancias). En la
segunda, se examina su impacto en la política: cómo ha estructurado una
política oportunista y cortoplacista, que piensa ante todo en la coyuntura y
depende de los medios de comunicación. En la tercera, se investiga el tipo de
subjetividad que ha constituido: sujetos dispersos, estresados, ansiosos,
deprimidos, necesitados de sustancias estimulantes, que siempre están de
prisas.
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Si se busca hacer un uso político del instante, entenderlo como una
temporalidad radical, es necesario fundar una Filosofía práctica del instante:
una praxis que permita experimentarlo. No un manual ni una rígida doctrina,
sino una teórica práctica en continua construcción. Este libro es un primer
movimiento hacia esa dirección.
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Los capitalistas son como ratones en una rueda, que corren cada vez más deprisa a
fin de correr aún más deprisa.
IMMANUEL WALLERSTEIN
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tiene lo mismo: dinero. El término de un ciclo es, a su vez, el comienzo de
otro. Jacques Derrida señaló con agudeza que «la ley de la economía es el
retorno —circular— al punto de partida, al origen»[6]. El retorno circular es el
deseo fundamental porque implica la cristalización de la ganancia, pero
también porque permite perpetuar eternamente el ciclo de autorreproducción
del dinero. El dinero estático produce resquemor, puesto que sólo mientras se
mantenga en circulación puede irradiar ganancias. Esto, en sentido estricto, es
el capital: no un objeto, sino un proceso: dinero puesto en movimiento con el
anhelo de obtener aún más dinero.
La velocidad resulta esencial debido a esta circularidad: cuanto menor sea
el tiempo en que se complete el ciclo del capital (Dinero-Mercancía-Dinero’),
mayor será la ganancia. No es difícil comprender por qué. Supongamos que
soy un productor de zapatos. Cada tres meses se completa la rotación del
capital y, en cada ciclo, se obtiene una ganancia de mil pesos. Si logro
acelerar el ciclo para que, en lugar de que se complete cada tres meses (cuatro
veces al año), lo haga cada dos (seis veces al año), ganaré anualmente seis mil
y no cuatro mil pesos. Además, como la ganancia será cada vez mayor, se
podrá invertir una cantidad superior de capital y, por lo tanto, incrementar los
mil pesos que en un principio se obtenían como ganancia.
Como señala Marx, «cuanto más ideales sean las metamorfosis
circulatorias del capital, es decir, cuanto más se reduzca a cero o se aproxime
a cero el tiempo de circulación del capital, tanto más funcionará éste, tanto
mayor será su productividad y su autovalorización»[7]. Cualquier mínima
dilación resulta inadmisible. Si se quiere hacer dinero, hay que deshacerse de
aquello que cause fricción y, sobre todo, acelerar los procesos de circulación
del capital invertido. Es ésta la simple pero poderosa razón por la cual una
pulsión por incrementar la velocidad subyace en el devenir del capitalismo.
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tiempo total de rotación del capital está compuesto por diferentes momentos,
cada uno regido por principios y ritmos propios. Por un lado, está el tiempo
de producción, durante el cual el dinero se transforma en mercancía. Desde
luego, un aspecto elemental del tiempo de producción es el tiempo de trabajo.
Pero en él también se incluyen otros intervalos temporales que exceden al
trabajo, los relacionados con procesos naturales. Por ejemplo, la fermentación
del vino, la maduración de un fruto o el crecimiento de un árbol. Por otro
lado, está el tiempo de circulación, durante el cual la mercancía se convierte
en dinero, el cual comprende dos momentos: el tiempo utilizado en
transportar la mercancía del lugar de producción al punto de venta y el tiempo
que tarda en venderse.
La historia del capitalismo puede ser leída como una sucesión permanente
de innovaciones técnicas y tecnológicas, todas ellas encaminadas hacia la
aceleración de los tiempos de producción o de circulación (lo que en otros
términos quiere decir hacia la obtención de una ganancia cada vez mayor). El
momento fundacional del capitalismo moderno, la Revolución Industrial,
surge antes que nada como un intento de reducir el tiempo de rotación del
capital. Los siglos posteriores son tan sólo la repetición incesante del mismo
gesto.
Es cierto que, como Reinhart Koselleck ha probado, desde principios del
siglo XVIII, en la era preindustrial del capitalismo, podemos encontrar
experiencias de aceleración[8]. No obstante, aunque los ejemplos son
múltiples, tienen que ver casi en su totalidad con aumentos menores en la
velocidad del transporte y las comunicaciones: la mejora de las calles en las
ciudades permitió que los coches de caballos viajaran más rápido que antes, la
construcción de canales se extendió logrando que la navegación fluvial
incrementara su velocidad, las noticias comenzaron a llegar con una rapidez
inusitada gracias al correo y a la prensa escrita.
En sentido estricto, el momento inaugural de la aceleración sobre la cual
estamos montados es la incorporación de la máquina como elemento esencial
dentro del sistema productivo, la suplantación del capitalismo mercantil por el
capitalismo industrial. Paulatinamente, el trabajo manual (y animal) comenzó
a ser sustituido por la producción mecanizada, permitiendo acelerar de
manera exponencial los tiempos de producción de mercancías y, así, acortar el
tiempo de rotación del capital e intensificar la ganancia. El tiempo fue
desnaturalizado: dejó de depender de los límites biológicos del ser humano y
de los demás animales que eran utilizados como fuente de energía productiva.
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Se sabe: a principios del siglo XVIII, la industria textil ocupaba un lugar
preponderante en la economía del Imperio británico. La demanda era enorme
y crecía a pasos agigantados. La producción debía incrementarse, es decir,
acelerarse. El principal impedimento era que los hilos, insumo necesario para
elaborar los textiles, continuaban siendo fabricados como se hacía desde la
Edad Media: uno a uno, trenzando fibras manualmente. Esta intolerable
lentitud fue superada por la hiladora Jenny, considerada el primer invento
significativo de la Revolución Industrial. Su logro fue mecanizar el proceso
de trenzado y permitir que una misma persona pudiera trabajar en ocho hilos
al unísono y, entonces, se produjera ocho veces más rápido.
El problema de la hiladora Jenny era que, aun cuando aumentaba
notablemente los tiempos de producción, seguía dependiendo del trabajo
humano y, por lo tanto, estaba sujeta a sus limitaciones. Esto empezó a
cambiar cuando Richard Arkwright diseñó la Water Frame, una hiladora que
para funcionar utilizaba la energía proveniente del movimiento del agua de
los ríos. Sin embargo, el quiebre fundamental sucedió cuando se extendió el
uso de la máquina de vapor. Aunque en términos teóricos había sido ideada
un par de milenios atrás por Herón de Alejandría, no fue sino a partir de 1770,
cuando James Watt realizó mejorías sustanciales a los inventos existentes en
aquel momento, que la energía mecánica emanada del vapor del agua fue
utilizada de manera generalizada en la elaboración de mercancías.
Como bien lo percibieron los ludistas y el capitán Swing, la máquina de
vapor expulsó el trabajo de la esfera de lo humano. Desplazó al obrero y, al
hacerlo, eliminó las barreras biológicas que antes resultaban insoslayables.
Una de ellas, la más importante aquí, es la velocidad de movimientos:
mientras que el hombre necesita descansar y el trabajo manual tiene un límite
para ser acelerado, la máquina puede operar sin necesidad de parar y su
funcionamiento no tiene un límite de velocidad preestablecido. La
mecanización del trabajo abrió el camino a la aceleración sin fin[9].
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logrando que el capital permaneciera una menor cantidad de tiempo en forma
de mercancía y pudiera así ser reinvertido con prontitud.
Las transformaciones espaciales causadas por estos nuevos medios de
transporte resultan todavía más sorprendentes que las ganancias obtenidas.
Gracias a ellos, como nunca antes había sucedido en la historia de la
humanidad, la gente comenzó a viajar de un lugar a otro. En 1700, ir de
Londres a Manchester tomaba cuatro días; en 1880, cuatro horas. Esto
desencadenó una serie de desplazamientos humanos inusitados. Con prontitud
se inventaría lo que conocemos como turismo de masas (en 1841 Thomas
Cook funda la primera agencia de viajes), permitiendo que una cantidad cada
vez mayor de personas abandonase por temporadas su hogar, estableciendo
flujos constantes y temporales de una zona a otra del globo.
El movimiento desencadenado fue doble: el mundo se expandió y, al
mismo tiempo, se contrajo. Los individuos ampliaron su campo de
movimiento, el cual se había restringido al lugar de nacimiento durante siglos,
y en paralelo el mundo se volvió cada vez más compacto. Al pasar del
tiempo, el mundo terminaría por volverse una aldea. Este proceso fue
catalizado por los medios de comunicación. Primero el telégrafo, luego el
teléfono y finalmente internet terminaron por propiciar la aniquilación total de
las distancias espaciales. La información se movilizó a velocidades crecientes,
hasta el punto de la simultaneidad, de la unión del aquí y el allá en una misma
realidad virtual.
Debe subrayarse: la pulsión por acelerar los procesos de circulación del
capital no sólo trastoca aspectos temporales, sino también espaciales. David
Harvey[10] ha señalado con precisión cómo el capital busca minimizar costos
en el movimiento de mercancías y para lograrlo termina revolucionando las
relaciones espaciales. Necesita reducir distancias mediante la mejora del
transporte o el perfeccionamiento de la localización (ocupar puntos
estratégicos, concentrar en un mismo lugar los puntos de producción y venta,
etcétera). También necesita erradicar cualquier tipo de barrera física, social o
política: erradicar los elementos que entorpezcan el libre flujo de mercancías
(el neoliberalismo y su exigencia de apertura y desregularización de los
mercados es el punto culminante de esta cruzada). Con otras palabras, el
capital precisa de la aceleración del tiempo, pero también de la compresión
del espacio —la cual, en última instancia, significa una compresión del
tiempo.
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Los inventos se fagocitan unos a otros velozmente: cualquiera, tarde o
temprano, termina volviéndose obsoleto y reemplazable. Sin embargo, las
progresivas mejoras tecnológicas han logrado que se mantenga una constante:
la aceleración. Cada máquina es más potente y veloz que la anterior. Lo turbo
y lo híper dominan la cadencia inventiva. La máquina de vapor primero fue
reemplazada por los motores de combustión interna, luego por los de reacción
y ahora por los propulsores iónicos. La locomotora ha cedido su lugar al
Shinkansen japonés y al Hyperloop, y los barcos de vapor a las lanchas
propulsadas por turborreactores. El telégrafo fue suplantado por la velocidad
de la llamada telefónica, la cual poco a poco es desplazada por la mensajería
instantánea vía internet. El avión de principios del siglo de los hermanos
Wright, que volaba a once kilómetros por hora, se ha transformado en el
Hypersonic Technology Vehicle 2, que alcanza los veintiún mil kilómetros
por hora (de la Ciudad de México a Madrid en veinticinco minutos).
No resulta extraño que la máquina haya terminado por convertirse en
sinónimo de velocidad y, como consecuencia, en objeto de devoción por
todos aquellos engolosinados con las ganancias monetarias y el crecimiento.
Las loas proferidas por Marinetti y el resto de los futuristas sintetizan bien
este sentimiento: «Afirmamos que la magnificencia del mundo se ha
enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil
de carreras con su capó adornado por gruesos tubos semejantes a serpientes
de hálito explosivo…, un automóvil rugiente, que parece correr sobre la
metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia» (Primer manifiesto
futurista)[11].
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obreros permitió establecer una división del trabajo que antes hubiera sido
impensable por la dispersión de la mano de obra y posibilitó la gobernabilidad
del tiempo (no solamente se comenzó a controlar cuántas horas se trabajaban,
sino cuánto se producía en determinada cantidad de tiempo). Con el
surgimiento de la fábrica, el tiempo del trabajador se convirtió en propiedad
del capataz y el patrón, quienes —guiados por el afán de enriquecimiento—
buscarán siempre que se produzca más rápido.
La siguiente gran transformación vino a principios del siglo XX, con la
producción en serie: la fabricación de grandes cantidades de mercancías
estandarizadas. Los principios teóricos que permitieron este nuevo sistema
fueron concebidos por Frederick W. Taylor[12]. Su planteamiento nodal era
que la ciencia debía utilizarse para optimizar los procesos productivos y
aumentar la eficacia: analizar sus tiempos y el movimiento de los trabajadores
para reducirlos a su mínima expresión, cronometrar cada una de sus
operaciones para acelerarlas, dividir y especializar las labores hasta que cada
obrero se encargara exclusivamente de una. El taylorismo dictaba que se
debía organizar el trabajo bajo criterios científicos; en resumen, convertir la
administración en una ciencia.
Quien se encargó de implementar estos principios fue Henry Ford[13].
Comenzó con la fabricación de automóviles que tienen como nombre su
apellido. Lo que hizo fue dividir la producción en fases diferenciadas: las
piezas giraban en una banda mecanizada y los obreros se encargaban de una
tarea específica. Mediante este procedimiento, los tiempos de desplazamiento
del obrero dentro de la fábrica fueron eliminados. La superespecialización del
trabajo trajo una desacostumbrada agilidad de la mano de obra, se pudo
regular el tiempo de cada fase de la cadena productiva y producir varios
coches simultáneamente. Estas mejoras provocaron un incremento en la
velocidad de la producción. Armar un chasis en 1913 tomaba doce horas y
media. Un año después, tras los cambios impulsados por Ford, tomaba
noventa y tres minutos.
Los japoneses, buscando salir del estancamiento económico causado por
su derrota en la Segunda Guerra Mundial, inventaron otro método opuesto al
modelo fordista, pero que también redundó en beneficio de la aceleración: el
sistema de producción Toyota o «Justo a tiempo»[14], con el cual se lograron
eliminar los momentos de inacción y de desperdicio temporal existentes. Al
contrario de la producción en masa, en la que el productor inunda el mercado
de mercancías, en el «Justo a tiempo» la producción responde a las demandas
del consumidor. Para esto, y de ahí surge su nombre, se precisa que la
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mercancía se entregue justo en el momento y en las cantidades exactas en que
es requerida por el consumidor en cuestión.
El primer efecto de este sistema es la desaparición de inventarios y de
desperdicios (de sobreproducción, de tiempo, de transportación), puesto que
se produce exclusivamente aquello que ya tiene un consumidor listo para
adquirirlo. El segundo es la eliminación de los circulantes entre las distintas
fases de la producción: entre un punto y otro se entrega lo necesario en el
momento preciso. En su conjunto, el sistema de producción Toyota reduce la
inmovilidad del capital y, por lo tanto, acelera su ciclo de rotación: las
mercancías y sus componentes permanecen en un incesante movimiento como
parte de un flujo que no se detiene nunca. Como plantea Jean-Pierre Durand,
mientras el taylorismo pretende eliminar la «pereza sistemática» de los
obreros, el sistema de producción Toyota pretende eliminar la «pereza de la
materia». El objetivo es el mismo: anular la pérdida de tiempo.
El caso paradigmático de la implementación del sistema de producción
Toyota es el de Zara[15]. A diferencia de las marcas de ropa tradicionales,
Zara produce sus prendas a lo largo de la temporada —pudiendo así
reaccionar a las cambiantes exigencias del mercado y de sus consumidores—.
Después de analizar lo que ha sido comprado, cada semana se incorporan
decenas de nuevos modelos a sus tiendas. Esto permite proveer sólo aquello
que se venderá y también responder con prontitud a la volatilidad y velocidad
del mercado. Una anécdota: tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, en
tan sólo quince días se sustituyó el tema ecuestre de las tiendas Zara de
Estados Unidos por ropa negra adecuada para el luto colectivo.
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través del propio consumo. Por ello, el deseo nunca puede ser saciado: no nos
saturamos ni quedamos satisfechos al consumir porque lo que se quiere es
comunicar —y la comunicación no tiene fin.
Para funcionar como lo hace, el consumo precisa de la permanente
aceleración. Por supuesto, la prioridad ya no es lograr que los individuos
consuman —¿quién puede seguir diciendo que no lo hace?—, sino que lo
hagan a una mayor velocidad. Se trata de que nada más adquieran un
producto, deseen y compren el próximo. Este principio proviene de una
evidente racionalidad económica: si se aceleran los ritmos de consumo, se
vende más mercancía y se obtienen mayores ganancias. Aunque siempre fue
importante este principio, actualmente se ha vuelto imprescindible. Si antes se
producía para satisfacer necesidades o demandas concretas, ahora primero se
produce y luego se crea la demanda o, lo que es igual, a los consumidores.
Esto ocasiona que, si no hay una circulación ágil de las mercancías, las
consecuencias (sobreproducción, estancamiento y demás) sean aún más
catastróficas.
Para lograr acelerar los ritmos de consumo se tienen que crear nuevas
necesidades cada vez más rápido y desaparecer a la misma velocidad las
necesidades previamente existentes. Las estrategias empleadas para lograr
esto son innumerables (John Kenneth Galbraith las llamó «aceleradores
artificiales»)[17]. Las hay sutiles y también violentas. La más utilizada, la
publicidad, opera como un genuino arte de la seducción y crea deseos de
manera tersa. Otras funcionan de manera más agresiva. Éste es el caso de la
obsolescencia programada o planificación deliberada de la reducción del ciclo
de vida útil de una mercancía.
Se dice que la primera vez que se planificó y programó la muerte de un
objeto sucedió en 1924, cuando los principales productores de focos (Philips,
Osram, General Electrics) conformaron el «cártel Phoebus». Habían
descubierto, no sin preocupación, que contaban con la tecnología necesaria
para que la vida útil de los focos fuera de dos mil quinientas horas. Vista
desde los intereses capitalistas, la longevidad obtenida gracias al progreso
tecnológico resultaba contraproducente. En consecuencia, tomaron una
decisión en conjunto: modificarían los focos que produjeran para que se
descompusieran al llegar a las mil horas de uso. Lo idóneo era una muerte
rápida, no una larga vida.
Ahora se produce para que los objetos caduquen, no para que duren. La
reparación —sólo practicada en los países periféricos— pertenece al pasado,
cuando los objetos no estaban pensados para ser desechados con prontitud.
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Con lo digital apareció una nueva faceta de la obsolescencia programada:
la perpetua actualización. Para que cualquier aparato electrónico se vuelva
obsoleto basta inventar una nueva actualización. De esta manera, aunque los
aparatos sigan funcionando en términos materiales, pueden dejar de ser
operativos. Cada actualización implica una renovación y, a su vez, el descarte
de lo existente: un golpe de energía y velocidad al ciclo de rotación de las
mercancías.
La expresión más acabada de estas técnicas de aceleración de la
obsolescencia es la moda. En el imperio del consumismo, la simple aparición
de nuevas mercancías caduca a las anteriores. Si el objeto sirve como signo de
diferenciación jerárquica y se quiere mantener el lugar que uno ocupa en la
escala social, es imposible ignorar las novedades que el mercado arroja con
ahínco. Estar a la moda es renovarse permanentemente. Baudrillard nos
recuerda: «Vivimos el tiempo de los objetos. Y con esto quiero decir que
vivimos a su ritmo y según su incesante sucesión»[18].
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financiero es, antes que nada, un sistema de intercambio de signos. La
producción de valor no está en «la intervención generativa de la materia física
y el trabajo muscular», sino en el intercambio de signos inmateriales. Al
poder generarse valor más allá de lo material con el mero intercambio de
signos, las ataduras temporales impuestas por el trabajo y los objetos
desaparecen. La velocidad de la generación de valor ha dejado de tener
barreras y puede realizarse en milisegundos (la milésima fracción de un
segundo)[20].
Esto no es una simple especulación teórica. El fenómeno está siendo
explotado mediante lo que los entendidos llaman High-frequency trading (o
HFT)[21]. La imagen que se tiene de las bolsas de valores (hombres con
corbata desabrochada corriendo, intercambiando acciones de mano en mano y
gritando órdenes por el teléfono) corresponde a un pasado lejano. Hoy los
intercambios se realizan electrónicamente. Los brokers pasan sus días
sentados frente a una computadora emitiendo órdenes de compraventa con un
pequeño teclado.
En el High-frequency trading la computarización de los intercambios
financieros se lleva al extremo, puesto que no intervienen humanos en lo
absoluto. Se realiza desde cuartos repletos de supercomputadoras capaces de
realizar billones de operaciones al segundo. Éstas analizan el comportamiento
de las distintas bolsas de valores y, valiéndose de huecos en la legislación,
obtienen información de los movimientos financieros antes de que se hagan
públicos. Gracias a una serie de complejos algoritmos, tienen la capacidad de
reaccionar en fracciones de segundo. Alguien hace una orden de compra o
venta de acciones, las supercomputadoras se le adelantan y compran —si el
movimiento sube los precios— o venden —si los baja— ese mismo tipo de
acciones. Para hacer un movimiento necesitan apenas treinta milisegundos
(0,03 segundos). Aprovechando la diferencia de precio causada por la orden
de un tercero, logran obtener ganancias en cuestión de milisegundos.
Las operaciones realizadas por los algoritmos utilizados por las
supercomputadoras suceden a tal velocidad que el ojo humano no puede
percibirlas (parpadear toma unos cuatrocientos milisegundos). Las
computadoras de los brokers tampoco son lo suficientemente rápidas para
seguir estos movimientos financieros. Sus pantallas muestran el estado del
mercado unos cuantos milisegundos después: reflejan una realidad diferida
que resulta inútil. Cualquier intento humano por enfrentarse al High-
frequency trading resulta infructuoso. No se puede escapar de los algoritmos,
estarán siempre un paso adelante de cualquier reacción.
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El tema del High-frequency trading recibió especial atención mediática
cuando Gary Cohn, presidente de Goldman Sachs, escribió una columna
catastrofista en la cual expresaba que la equidad del mercado peligraba por su
fragmentación y complejidad. Los riesgos, argumentaba, «son amplificados
por un incremento dramático en la velocidad de la ejecución y de las
comunicaciones comerciales». Llamaba a establecer ciertas regulaciones que
neutralizaran a las compañías dedicadas al High-frequency trading. Un año
después, Goldman Sachs anunciaba una serie de contrataciones de expertos en
tecnología y en el High-frequency trading. Una de las más importantes bancas
de inversión del mundo no pudo resistir a los embates de la velocidad:
entendieron que si no entraban al juego de la aceleración, serían velozmente
superados por sus contrincantes.
Poco a poco el mundo financiero se ha dividido entre aquellos que
entienden el valor de los milisegundos y aquellos que no. Los primeros
invierten cuantiosas sumas de dinero para perfeccionar los distintos procesos
involucrados en el High-frequency trading. Financian grandes empresas
especializadas en acortar los tiempos de obtención de la información.
Organizan oficinas enteras para que las computadoras estén orientadas hacia
el lugar donde se emite la información y así ésta tenga que viajar unos
cuantos metros menos y llegue antes. Invierten centenares de millones en
instalar nuevas redes de fibra óptica para que la información pueda viajar más
rápido. La reducción que se logra es de milisegundos, pero cada milisegundo
resulta enormemente productivo. Jamás una fracción tan pequeña de tiempo
había valido tanto.
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los flujos del mercado, la aceleración logró conquistarlo todo. Ni la economía,
ni la política, ni las subjetividades, ni las relaciones sociales han logrado
resistirse al envite de la velocidad. Cada una de estas realidades está
atravesada por la pulsión de aceleración.
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MARTIN HEIDEGGER
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En abierta contraposición a esa política de hormigón, la lógica de la
aceleración ha impuesto en cada vez más regiones del mundo una política
cortoplacista. En ésta, la visión ya no es hacia delante, sino hacia lo
inmediato. El futuro ha dejado de importar. El tempo acelerado de la
cotidianidad es el que configura esta política: si hoy se quiere algo, mañana se
quiere otra cosa. No hay plan generalizante, sólo hay soluciones concretas que
se realizan improvisadamente para zanjar los problemas del día a día.
La pauta es dada por los ciclos electorales, los cuales son en verdad cortos
(apenas unos cuantos años). Si se quieren ganar las siguientes elecciones, se
debe actuar con prontitud. Las soluciones dadas al electorado deben ser
rápidamente visibles y explotables. Es absurdo hacer un plan de largo aliento,
que recorra varios ciclos electorales, porque cuando se concluya, el político
que lo inició ya no estará en el poder y no podrá extraerle ningún tipo de
beneficio. La apuesta se hace por lo que puede convertirse de inmediato en
fotografía y nota de prensa. Los objetivos políticos se restringen a lo que
asegura el triunfo electoral: dar respuesta a las necesidades inmediatas de los
votantes (reparar los baches, robustecer el suministro de agua, mejorar el
alumbrado, etcétera).
La política cortoplacista está basada en los bandazos, movimientos
bruscos dados de un lado para otro del espectro ideológico. El buen político
es aquel que tiene ideales maleables y, además, sabe cómo cambiarlos
velozmente para adecuarse a lo que dicte la coyuntura. Los principios rígidos
son un lastre. El compromiso político corresponde a otra época, una en la cual
se confiaba en el futuro. Para comprometerse, así como para ser fieles, debe
superarse el presente y pensar en el mañana. Esto se ha vuelto imposible: la
única preocupación son los eventos cotidianos.
Más y más, la participación política se limita a una sucesión de tormentas
de indignación que se esfuman a la misma velocidad con la que surgieron.
Byung-Chul Han retoma el término shitstorms para explicar el fenómeno[24].
Las shitstorms suceden en la red, casi nunca llegan a las calles. Su rasgo
central es que son inestables y efímeras. Un evento desencadena un torbellino
de indignación que unifica momentáneamente a una pluralidad de individuos
que de otra forma no lo harían. Pero entre ellos no existe una unidad
discursiva. Funcionan como una onda incontrolable. Cada voz grita, tuitea,
sube a su muro algo distinto. Nada más lejano al sonido de las consignas
gritadas al unísono por las masas del siglo XX que el barullo de voces
heterogéneas generado por las shitstorms.
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El mayor problema de las shitstorms es que no construyen la continuidad
que cualquier proyecto político necesita. Giran alrededor de un problema
enraizado en el presente y no lo relacionan con nada más, esto es, no elaboran
una narrativa hacia el futuro. Las shitstorms son meras explosiones de afectos,
los cuales nunca logran unificarse. Como dice Byung-Chul Han, la
indignación digital «no es capaz de acción ni de narración. Más bien, es un
estado afectivo que no desarrolla ninguna fuerza poderosa de acción»[25]. Las
shitstorms no tienen una dirección clara ni se rigen por una acción común y
orquestada. Por ello tampoco logran construir un sujeto político, un
«nosotros» que se convierta en actor de una transformación. Son, por
definición, fragmentarias y efímeras: desaparecen con prontitud, para dar paso
a la siguiente ola de indignación.
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muestras impaciente con un conductor o con el personal de la recepción de un
hotel. Nunca pierdes los nervios. Nunca te olvidas de sonreír cuando alguien
se acerca a hacerse una foto contigo o a pedirte un autógrafo»[26]. Se vive
bajo el gobierno de lo contingente. La política se ha vuelto igual a una
telenovela mexicana: un abigarrado melodrama marcado por traiciones y
oscuros encuentros amorosos. Basta ver la popular serie House of Cards para
percatarse: la política se trata de ataques personales entre los actores políticos,
jamás entra en juego ningún tipo de antagonismo ideológico. Como dice su
protagonista, Frank Underwood, en un discurso tras un escándalo que
involucraba a su padre: «Hicieron lo imposible por hacerme quedar mal. Pero
la política es así»[27].
El escándalo, eje rector del ritmo de la política actual, se distingue por su
espontaneidad. Aparece sin anunciarse y cobra relevancia con prontitud. Es
de una efervescencia inesperada. Las redes sociales han propiciado esta
característica. Ahora, en unas cuantas horas, cualquier suceso puede volverse
un escándalo: ni siquiera necesita esperar a las primeras planas del día
siguiente de los medios de comunicación escrita. Además, el escándalo es
siempre un evento efímero. Con la misma velocidad con la que surgió,
desaparecerá: terminará por diluirse entre otras noticias o llegará a un punto
culminante (una disculpa pública, una renuncia, un juicio).
Las características del escándalo[28] han tornado el ritmo del devenir
político en una serie de breves pulsaciones, contrario al largo aliento propio
de la política del siglo XX. El tiempo de los políticos ya no es eterno. Viven
conscientes de su propia fugacidad y de la fragilidad de su poder. Aspirar a la
permanencia es un sinsentido. Una larga carrera política se destruye en un
santiamén. Cualquier legitimidad, sin importar cuánto trabajo tenga detrás,
puede evaporarse con brusquedad en cuestión de horas. El escándalo impone
la volubilidad absoluta sobre la política. Hoy no hay permanencia, todo fluye
y se desbarata con facilidad.
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automático, los votos. Los mercadólogos son los que mandan: los ideólogos
son algo anacrónico o, en su defecto, anecdótico.
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Más allá de la cantidad de información que almacena, internet fomenta
una aguda desmemoria. Hay múltiples investigaciones que lo prueban. Una de
ellas, realizada por Betsy Sparrow, Jenny Liu y Daniel M. Wegner[32],
demuestra tres cuestiones fundamentales: que cuando se enuncia una pregunta
complicada las personas con acceso a internet tienden a pensar en una
computadora en lugar de elaborar su propia respuesta, que se recuerda con
mayor frecuencia dónde está alojada la información que la información en sí
y que la capacidad de recordar disminuye cuando se asume que luego se
podrá acceder a la información en línea. La explicación de lo anterior es que
la disponibilidad de sofisticados algoritmos de búsqueda (tipo Google o
Yahoo), así como de cuantiosas bases de datos (tipo IMDb o incluso
Wikipedia), ha hecho que no sintamos necesidad de recordar internamente.
Asumimos que, en el momento de necesitar determinado dato, podremos
googlearlo. Este fenómeno de amnesia digital, por razones obvias, se ha
bautizado como «efecto Google».
Nuestro destino es ser sujetos sin memoria, dependientes de una variedad
de dispositivos que funcionarán como memoria externa[33]. Los recuerdos no
nos pertenecerán, puesto que no los retendremos dentro de nuestras mentes,
sino en servidores de empresas como Facebook e Instagram, las cuales los
resguardarán y explotarán mercantilmente.
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Es natural que, al insertar un número creciente de golpes de información
en un mismo lapsus temporal, la velocidad a la que las noticias se suceden
unas a otras aumente. El devenir de la realidad se presenta cada vez más
velozmente, modificando el cómo percibimos y nos relacionamos con los
eventos. La sensación generalizada es que todo sucede más rápido, que nada
permanece. Visto desde otra perspectiva: ningún acontecimiento importa
demasiado, puesto que todos terminan siendo superados y olvidados.
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El archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero a la corona del
Imperio austrohúngaro, fue asesinado el 28 de junio de 1914 por un joven
nacionalista serbobosnio. Tras el atentado, estalló lo que se conoce como la
crisis de Sarajevo: una crisis diplomática que, al no poder ser dirimida
pacíficamente, desembocó en la Primera Guerra Mundial.
El historiador Stephen Kern ha probado convincentemente que los
procedimientos diplomáticos resultaron ineficaces debido a la velocidad de
las comunicaciones entre los países en conflicto. El telégrafo y el teléfono
resquebrajaron el funcionamiento de la diplomacia, que hasta entonces
dependía de los encuentros cara a cara y de la negociación pausada. Gracias a
las nuevas tecnologías, los ultimátums y los memos llegaron como ráfagas sin
permitir que los ánimos se calmaran. Los diplomáticos no pudieron mitigar o
canalizar la agresividad y la tensión[34].
En una entrada del diario de Kurt Riezler, un importante diplomático
alemán del momento, se lee: «Este maldito mundo loco se ha vuelto
demasiado confuso para ser comprendido o predicho. Hay demasiados
factores a la vez». Durante la crisis de Sarajevo los eventos se desarrollaron a
una celeridad pavorosa. Frente a ese vertiginoso ritmo, los mecanismos
existentes para la resolución pacífica de los conflictos resultaron obsoletos.
Los diplomáticos se quedaron pasmados, rebasados, y una de las guerras más
cruentas de la historia terminó por estallar.
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mediados del siglo XX, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo: «Los
procedimientos legislativos se vuelven más rápidos y más circunscritos, el
camino hacia el cumplimiento de la regulación legal más corto y la porción de
jurisprudencia más pequeña»[36]. Las legislaturas transmutan en una fábrica
de leyes que busca solucionar problemas inmediatos: se producen leyes a
velocidades inauditas, queriendo seguir la pauta de los eventos cotidianos.
Para retomar las palabras del propio Schmitt, legislar se motoriza.
Con la aceleración, la adaptabilidad de las leyes deja de operar. La
velocidad de la sucesión de los eventos y de las transformaciones sociales,
tecnológicas y económicas hace que las leyes caduquen prontamente. A
menudo los legisladores no entienden el mundo sobre el cual tienen que
operar. Los cambios los rebasan: pretenden crear normas sobre una realidad
que ya es otra, que cambia mientras buscan reglamentarla. Presionados por la
realidad misma, no hay tiempo para debatir, estudiar o deliberar. Se crean
normas de emergencia, no suturadas, pensadas para responder a la
contingencia. Empiezan a proliferar los vacíos legales puesto que las leyes
existentes corresponden a una realidad pasada.
Frente a lo pausado de la deliberación, la lógica de la aceleración
privilegia la toma de decisiones de golpe. Cuando se llega al limite de
velocidad de los procesos legislativos, se recurre a los decretos del poder
ejecutivo. No es extraño que exista una tendencia mundial hacia la
proliferación de gobiernos que se articulan alrededor de un ejecutivo unitario
y enérgico, de individuos carismáticos que prometen eficacia antes que
cualquier otra cosa. Algo está claro: si lo que se quiere es ahorrar tiempo en la
capacidad de acción, el punto culminante es un poder que recaiga sobre un
individuo, el cual puede responder velozmente y sin necesidad de consultar la
toma de decisiones, de deliberar o de llegar a un consenso —todo lo cual
requiere de tiempo—.
Avanza así una forma de gobernar arraigada en el imperio de la
discrecionalidad. Las normas y leyes traen una esclerosis al sistema, que
precisa una capacidad de respuesta expedita. Debido a la exigencia de
velocidad, buena parte de los acuerdos comienzan a tener que hacerse entre
las élites debajo de la mesa, como si se estuviera en un estado de excepción
permanente (o, en palabras de Giorgio Agamben, «en un umbral de
indeterminación entre democracia y absolutismo»[37]). Deliberar o discutir en
público una decisión resulta una pérdida de tiempo incosteable.
Es evidente que el mandato de la velocidad es, en efecto, el mandato de la
fuerza. Laurence Boisson de Chazourne afirma que «la emergencia no
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produce leyes porque las leyes emanan de procesos políticos normales». Al
respecto, Paul Virilio escribió: «Pienso que esta idea es esencial. La ley del
más rápido es el origen de la ley del más fuerte. En el presente, las leyes están
bajo un estado de emergencia permanente»[38]. La velocidad conlleva una
acumulación de poder. El más rápido es el más poderoso, y cuanto más poder
se tiene, más rápido se puede ser. Es, por tanto, una espiral que
inevitablemente propicia la concentración del poder.
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3
KANYE WEST
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vacacional del periodo laboral si en ambos estamos activos, prestos a
responder a las exigencias de nuestro trabajo? En términos espaciales sucedió
lo mismo: ahora trabajamos desde cualquier lugar y no exclusivamente en la
oficina o la fábrica. Nuestros hogares y automóviles se han vuelto genuinos
espacios de trabajo gracias a los desarrollos tecnológicos. Incluso trabajamos,
respondiendo obsesivamente correos electrónicos, desde la cama —espacio
que Michel Foucault había reconocido como paradigma de las
heterotopías[39].
Las galerías de arte en Nueva York tienen como norma incuestionable que
el timbre del teléfono de la recepción no puede sonar más de dos veces y que
los correos electrónicos deben ser contestados en menos de doce horas sin
importar el día o la hora en que sean recibidos. Estas reglas sintetizan las dos
nuevas obligaciones cardinales del trabajador contemporáneo: disponibilidad
permanente y apresuramiento en la ejecución de las labores. El grado de
tolerancia hacia la espera y la demora disminuyen a pasos agigantados. Se
debe responder, o mejor dicho, producir, lo más rápido posible. El mantra: ser
más rápidos es ser más productivos.
Las innovaciones tecnológicas han respondido a estas necesidades. El
Apple Watch, uno de los más recientes lanzamientos de Apple —y mientras
escribo debe haber aparecido un nuevo producto que invalida esta afirmación
—, es la mejor ilustración de lo anterior: un reloj que permite hablar por
teléfono, contestar el correo electrónico y la mensajería instantánea, consultar
la agenda o los movimientos de la bolsa de valores. Es, para decirlo pronto,
una oficina para ser portada en la muñeca. Si se prefiere: una oficina
protésica. No sin razón, su propaganda dicta: «Recibe y responde
notificaciones al instante». Con este tipo de smartwatches, no hay pretexto
para la tardanza, para el reflejo atolondrado. El principio de urgencia se
extiende así hacia toda actividad. Por más insignificante que sea nuestra tarea,
de algo podemos estar seguros: es urgente. Debemos vivir en alerta, listos a
responder apresuradamente a lo que se nos solicite.
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El anhelo de disponibilidad permanente del trabajador, que no es otra cosa
que la posibilidad de una productividad y consumo sin pausas, radica en el
corazón mismo del capitalismo. El deseo a lo largo de los años ha sido crear
un trabajador y un consumidor que no duerman, que insomnemente trabajen y
compren 24/7. Como argumenta Jonathan Crary, «el planeta se reimagina
como un sitio de trabajo sin parar o un centro comercial de infinitas
elecciones, tareas, selecciones y digresiones siempre abierto. El insomnio es
el estado en el cual producir, consumir y desechar ocurre sin pausa,
acelerando la extenuación de la vida y el agotamiento de recursos»[40].
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veloces, el verse forzados a emprender más acciones y el estar siempre
asediados por una nueva tarea: el nunca poder descansar. Como una máquina
a la que se obliga a trabajar a marchas forzadas durante largos periodos de
tiempo, los sujetos se sobrecalientan y terminan desgastándose.
Que existe un cansancio generalizado ha sido percibido por muchos, y se
le han dado varios nombres (burnout laboral, neurastenia, síndrome de fatiga
crónica[41] o, el preferido por la Organización Mundial de la Salud,
encefalomielitis miálgica). Los síntomas: agotamiento experimentado durante
varios meses, debilitación de la memoria, problemas de concentración,
dificultad para dormir o insomnio, dolores musculares y en las articulaciones,
jaqueca, padecimientos digestivos (diarrea, náusea, estreñimiento). Si se lee
esta lista, cuesta pensar en un habitante de cualquier ciudad del mundo que no
padezca al menos un par de ellos.
Alguien —creo que fue Nietzsche, aunque poco importa si fue él o no—
instó a los filósofos a convertirse en psicólogos de su época. Hoy, todo aquel
que pretenda comprender al sujeto contemporáneo debe hacer suyo este
llamado. La solución, si se quiere captar algo de lo que nos sucede
internamente, está en aventurarse a diagnosticar los trastornos mentales
colectivos.
Sin embargo, el gesto debe hacerse de manera inversa a la que procede un
psicólogo. No hay que comenzar estudiando la psique, sino los fenómenos
económicos y políticos que le dan forma. Debe tenerse claro: la lógica de la
aceleración, producida por la voracidad del capital, genera una subjetividad
determinada. No es que seamos naturalmente estresados, distraídos,
angustiosos, sino que nos han hecho así. Nuestra subjetividad es un producto
más entre el sinfín de creaciones del capitalismo.
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La duración de las relaciones amorosas ha disminuido notoriamente. El
divorcio y la separación son prácticas normalizadas incluso dentro de los
estratos más conservadores de la sociedad. Proliferan los servicios en línea
que tramitan divorcios exprés. Por una reducida cantidad de dinero y en tan
sólo cuatro pasos, se obtiene un acta de divorcio. Atención: lo más
significativo es que los matrimonios duran apenas unos cuantos meses, que
los divorcios cada vez suceden con mayor antelación.
Esta degradación de la solidez y duración de las relaciones amorosas es
otro resultado de la lógica de la aceleración. El psicoanalista italiano Massimo
Recalcati insiste: la «aceleración maníaca del tiempo hace que la promesa
amorosa del “para siempre” se vuelva ridícula, ingenua e incluso
estúpidamente supersticiosa». Existe un «imperativo social de lo Nuevo»
cuyo principio básico es que lo duradero resulta negativo, que nos empuja a
desear y gozar lo novedoso. «Exige un goce siempre Nuevo, y, en
consecuencia, vive las relaciones que se prolongan en el tiempo como
cámaras de gas que acaban con la fascinación misteriosa del deseo»[43].
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de cómo nos vemos de aquí a cinco años resulta ofensiva: lo de menos es que
nuestro futuro sea un absoluto misterio, lo doloroso es que muy
probablemente viviremos en peores condiciones. En un hecho concreto se
cristaliza lo lejos que estamos de la confianza gozada por las generaciones
anteriores: en la ausencia de seguro de gastos médicos. Para los jóvenes, la
salud, es decir, el futuro, no se encuentra asegurado: al frente, encontramos
sólo bruma.
La presión temporal nos sofoca: los días son demasiado cortos para la
infinidad de tareas que debemos emprender. Por más ágiles y eficaces que
seamos, por más que nos apuremos, no podemos terminarlas. ¿Los efectos?
Estrés. Tensión física y emocional. Presión arterial alta. Bruxismo. Nervios e
intolerancia. Ansiedad: estrés incluso cuando no existe un factor externo que
lo cause, estrés sin razón concreta. Eccema. Aprensión. Ataques de pánico o
crisis de ansiedad: periodos en los que se experimenta un agudo miedo
acompañado de padecimientos tales como palpitaciones, sudoración, dolor en
el pecho, temblores, hiperventilación, náuseas.
La benzodiazepina (nombres comerciales: Rivotril, Xanax, Klonopin) es
el fármaco con mejores resultados para controlar la ansiedad. Actúa
directamente sobre el sistema nervioso central reduciendo la actividad
eléctrica cerebral. Sus efectos son rápidos y contundentes. Está pensado para
ser ingerido sólo ocasionalmente y durante periodos reducidos dado que
sumerge a quien lo toma en un limbo soñoliento en el que, aunque se es
semifuncional, las respuestas emocionales son casi inexistentes (la pérdida de
libido es uno de sus primeros efectos secundarios). Sin embargo, cada vez es
utilizado por más personas como un acompañamiento (¿o salvavidas?) a su
vida diaria. El gotero de Rivotril en el bolso: un poco antes de empezar el
trabajo, otro poco tras comer, otro poco más para poder dormir. Si volteamos
a nuestro alrededor descubriremos una considerable cantidad de sujetos bajo
el influjo del clonazepam. Basta verlos a los ojos: su mirada perdida, acuosa e
incapaz de generar una conexión los delatará.
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cantidad de sustancias estimulantes. Vivimos inmersos en una cultura del
dopaje: buscamos a través de distintas sustancias la estimulación necesaria, el
golpe de energía faltante. Oficinistas y amas de casa que sin café no logran
despertar. Red Bull o alguna otra bebida energética para terminar la jornada
laboral. Ingerir lo que sea necesario para inhibir a los neurotransmisores que
reciben las señales de cansancio y sueño. El objetivo: embrutecer el sistema
nervioso central para poder seguir trabajando.
Resulta poco sorprendente que las drogas características de las últimas
tres décadas sean aquellas que estimulan psíquica y físicamente. Aunque en
principio sean recreativas, lo cierto es que son el suplemento ideal para los
sujetos acelerados, sujetos que viven bajo la obligación de responder (léase:
trabajar, amar, moverse) con mayor intensidad, a una velocidad siempre
creciente.
Consumir crystal meth o metanfetamina de cristal se vuelve cada vez más
popular. Se lo conoce como speed en las calles por el principal efecto que
genera: un asalto de hiperactividad y energía. Sin embargo, la cocaína es la
droga que ilustra a la perfección las necesidades contemporáneas. Roberto
Saviano la describe: «No es la heroína, que te convierte en un zombi. No es el
porro, que te relaja y te inyecta los ojos en sangre. La coca es la droga
performativa. Con la coca puedes hacer cualquier cosa. Antes de que te haga
estallar el corazón, antes de que el cerebro se te haga papilla, antes de que el
pene se te quede fláccido para siempre, antes de que el estómago se te
convierta en una llaga supurante, antes de todo eso trabajarás más, te
divertirás más, follarás más. La coca es la respuesta exhaustiva a la necesidad
más apremiante de la ética actual: la falta de límites. Con la coca vivirás más.
Te comunicarás más, primer mandamiento de la vida moderna. Cuanto más te
comunicas más feliz eres, cuanto más te comunicas más disfrutas, cuanto más
te comunicas más comercias en sentimientos, más vendes, vendes más de
cualquier cosa. Más. Siempre más»[44].
Es por estas cualidades estimulantes que la cocaína dejó de ser una droga
recreativa. Con creciente frecuencia es utilizada en el trabajo para poder
aguantar las largas y demandantes jornadas laborales. Al contrario que los
consumidores de otras sustancias, el cocainómano es alguien productivo y
funcional, que está inserto en las dinámicas sociales. Es más: el sujeto bajo
los efectos de la cocaína, estimulado y eufórico, con reflejos rápidos y una
inusitada seguridad en sí mismo, con ánimos exaltados y que jamás tiene
sueño o siente cansancio, podría tomarse como el ideal deseado por la lógica
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de la aceleración. Con o sin cocaína, todos estamos encaminados hacia ese
modelo —con sus efectos negativos incluidos.
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LUIGI AMARA
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operación, el Estado ha perdido la relevancia que tenía en los asuntos
económicos y políticos.
Con el adelgazamiento del Estado, con la disminución de su injerencia,
los revolucionarios perdieron su principal blanco o, en el mejor de los casos,
ahora tienen múltiples blancos que atajar si quieren gobernar un territorio.
Antes bastaba con tomar el Palacio de Invierno o Versalles. ¿Qué es necesario
conquistar ahora? ¿Las oficinas gubernamentales, la bolsa de valores, las
casas de los empresarios o las sedes de sus compañías? El objetivo del ataque
dejó de ser claro. El Comité Invisible, un colectivo anónimo de pensadores,
afirma: «El poder no reside ya en las instituciones. En ellas sólo hay templos
desiertos, fortalezas en desuso, simples decorados; y auténticos señuelos para
revolucionarios. El impulso popular de invadir la escena para descubrir lo que
pasa entre bastidores muestra propensión a ser decepcionante. Incluso los más
fervientes complotistas, si tuvieran acceso a ellos, no descubrirían ningún
arcano. La verdad es que el poder simplemente no es ya esa realidad teatral a
la que la modernidad nos acostumbró»[50]. En el pasado, las revoluciones
aspiraron a controlar el Estado y, desde ahí, implementar las transformaciones
sociales necesarias. Con un Estado desvencijado, ha desaparecido el principal
instrumento transformador, aquel en el que se confiaba para desencadenar el
progreso.
Pasa el tiempo y en cada vez más países se impone la democracia como
modelo político. Más allá de su funcionamiento real, por sus rasgos, este
sistema desincentiva los intentos de llevar a cabo una revolución. Al menos
en la teoría, si uno mismo elige cada tanto a sus gobernantes no hay razón por
la cual querer usar la violencia para cambiarlos. Se supone que para eso están
las elecciones. Nadie quiere otorgar su vida gratuitamente. En principio, hay
una serie de mecanismos creados para dirimir las pugnas (manifestaciones,
lobbying, huelgas, boicots). Estos mecanismos institucionalizan y canalizan el
conflicto social, lo que significa que hay menos oportunidad para que un
llamado a tomar las armas tenga éxito —elemento sin el cual el ideal
revolucionario no puede concretarse.
Vale la pena enfatizar: los problemas que incitaron las revoluciones del
pasado —la explotación, la desigualdad, el hambre, la injusticia permanecen,
pero la revolución ha dejado de ser una opción viable para erradicarlos. En
pocas palabras, la revolución desapareció del imaginario político. Habrá
estallidos de violencia, habrá terrorismo, habrá descabezados y colgados, pero
no habrá revoluciones: éstas son un fenómeno propio de otro momento
histórico.
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La crisis de imaginación política que nos acecha es severa. No existen
propuestas paralelas al capitalismo y a la democracia liberal. Cada vez que
tiene oportunidad de hacerlo, Slavoj Žižek afirma: «Podemos imaginar el fin
de la Tierra o el fin del mundo —eso resulta muy fácil de imaginar—. Pero
imaginar un pequeño cambio en el capitalismo, en el mercado, nos resulta
imposible»[51]. Para el filósofo esloveno una prueba infalible de esto es que,
frente a la infinidad de películas apocalípticas (la vida terrestre aniquilada por
asteroides, plagas, epidemias o guerras nucleares) existentes, no hay ninguna
que retrate un mundo poscapitalista.
Resulta significativo que el objetivo de las agrupaciones políticas
contemporáneas más radicales no sea alcanzar mejores condiciones, sino
recuperar las perdidas. Se lucha por regresar al Estado de bienestar de
mediados del siglo XX. En los casos más dramáticos lo que se exige, a veces
incluso mediante la violencia, son las promesas básicas del capitalismo
liberal.
Los planteamientos de Francis Fukuyama[52] permanecen como el
zumbido de un mosquito a mitad de la noche. Parecería que no se equivocó,
que en efecto presenciamos el fin de la Historia, el fin de las ideologías. Pero
más bien habría que decir: estamos ante el fin de las ideologías excepto de la
capitalista. Es evidente que por ahora nos encontramos estancados en el
capitalismo y en la democracia liberal. Y no queda claro dónde está la salida.
Una de las mayores trabas para que suceda algún cambio sistémico es que
nos entregamos consciente e inconscientemente a las demandas del
capitalismo. «Ya no trabajamos para nuestras necesidades, sino para el
capital. El capital genera sus propias necesidades, que nosotros, de forma
errónea, percibimos como propias» (Byung-Chul Han)[53]. Somos sujetos
autoexplotados. Nosotros mismos nos exigimos trabajar arduamente,
consumir de manera desaforada. Sin notarlo siquiera, seguimos a pie juntillas
la dinámica impuesta por un sistema basado en la búsqueda eterna de
ganancia y en la explotación de unos a otros.
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Los actos aislados resultan inútiles si se quiere transformar la realidad y,
de hecho, no hacen otra cosa que fortalecer el statu quo. Hay quienes creen
que la revolución se logrará sumando una multitud de acciones individuales.
No obstante, como apunta el Comité Invisible: «La Historia está ahí para
desmentir esa tesis: […] en cada ocasión, la revolución es la resultante del
choque entre un acto particular —la toma de una prisión, una derrota militar,
el suicidio de un vendedor ambulante de frutas— y la situación general, y no
la suma aritmética de actos de revuelta separados. Mientras se espera, esa
definición absurda de la revolución produce sus estragos previsibles: uno se
agota en un activismo que no va a ningún sitio, uno se abandona a un culto
agotador de la acción donde todo radica en actualizar en todo momento, aquí
y ahora, su identidad radical —en manifestación, en amor o en discurso—.
Esto dura un tiempo —el tiempo del burn out, de la depresión o de la
represión—. Y uno no ha cambiado nada»[54].
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Si lo grandilocuente y estruendoso resulta inútil en el presente, tal vez
tengamos que prestar atención a lo minúsculo, a lo apenas perceptible. Quizás
ahí esté contenido el modesto espíritu revolucionario de nuestra época.
Tregua de vidrio
el son de la cigarra
taladra rocas.
MATSUO BASHŌ[56]
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entero conservando todas sus fuerzas; su ejército no desfallece y sus riquezas
se mantienen íntegras. Éste es el método de los planes ofensivos».
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de resistencia es el de Bartleby, personaje creado por Herman Melville. Este
oficinista responde a cualquier petición de su jefe con la frase «Preferiría no
hacerlo»[60]. Por medio del No, logra evitar las tareas que se le querían
imponer. La Resistencia tangencial, al contrario, evita enfrentarse —aunque
sea mediante la falta de acción—. Es una huida.
En este sentido, la Resistencia tangencial también estaría lejos de la
desobediencia civil propuesta por Henry David Thoreau[61] y de la resistencia
pacífica a lo Mahatma Gandhi (satyagraha). Para ésta, la clave es no cooperar
con el sistema que se considera injusto. Se debe actuar de manera directa
contra el opresor, pero sin utilizar la violencia. Sus tácticas son bien
conocidas: manifestaciones pacíficas, boicots, huelgas de hambre, laborales y
de celo. La Resistencia tangencial estaría alejada de este tipo de acciones para
resistir a la situación presente porque no busca cambiar el sistema desde
dentro, sino vivir transitoriamente fuera de él. Sería ésta la razón por la cual
no le parecería una vía el dejar de cooperar. De hecho, oponiéndose al
fundamento mismo de la desobediencia civil, la Resistencia tangencial se
basaría en la renuncia a la confrontación.
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sin esfuerzo. «Wu wei no es inactividad sino hacer de forma espontánea,
natural» (Huainanzi)[64].
El wu wei es, ante todo, simplicidad: hacer lo menos posible. La
tranquilidad y la debilidad son las máximas virtudes. En el Tao Te Ching se
lee: «Lo blando y débil triunfa de lo fuerte». La clave está en mantenerse
detrás y debajo, no delante ni encima. No avanzar, sino replegarse. Aquel que
sigue el wu-wei, «hace menos y menos hasta que deja de intervenir en el curso
de las cosas. No interviene en el curso de las cosas pero nada queda sin
cumplimiento. Sólo si no se interviene en los asuntos se rige el mundo». Con
la Resistencia tangencial se resistiría sin realmente hacerlo. No se confronta,
se buscaría fluir entre lo que acaece, aprovechar con perspicacia las
circunstancias dadas. Ésa es la razón por la cual no habría un plan
preexistente. Lo necesario sería poco. Ser espontáneo: agilidad y soltura.
Saber atajar lo que viene a chocar contra nosotros, eludir lo que produce
insatisfacción o nos oprime. Ser como el agua que desde la debilidad resiste:
No hay nada en el mundo más blando y débil que el agua,
mas nada le toma ventaja en vencer a lo recio y duro,
pues que nada en ello puede ocupar su lugar.
El agua vence a lo duro,
lo débil vence a lo fuerte.
LAO-TSE,
Tao Te Ching[65]
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colectivo es peligroso hoy porque se abre la posibilidad de ser detectados, de
ser consumidos.
Desde la Antigua Grecia, la política se entiende como algo que tiene que
ver con lo público. La palabra viene del griego pólis, ciudad. Pero aquí
ciudad, más que ser una entidad espacial, significa «comunidad de
ciudadanos» (Aristóteles)[66]. La política, politiké techne es, en este sentido, el
arte de vivir en sociedad. Se concentra en estructurar y normar la vida de la
polis, la vida social, con el objetivo de alcanzar la felicidad común y en
común.
A la Resistencia tangencial le preocuparía algo distinto: la esfera de lo
privado. Poco le interesaría la organización gubernamental más justa o el
sistema político ideal. Su objetivo sería incidir sobre la conducta personal. La
Resistencia tangencial operaría en sentido inverso a la política tradicional:
poniendo lo privado como centro de sus preocupaciones. Antes que la res
publica, la res privata.
Cada vez que la Resistencia tangencial fuera implementada, partiría desde
la especificidad y la singularidad. No se presentaría como una obligación ni
como un imperativo trascendental, sino como un don; y como tal hay que
recibirla: con soltura, sin obligaciones ni expectativas.
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¿Y no hay más belleza en ceder al instante violento y vivir el resto del tiempo en
austero apartamiento, a convivir sin pasión?
La fuerza del capitalismo actual, que bien podría ser bautizado como
turbocapitalismo, emana de la lógica de la aceleración. Gracias a ella puede
mantener su afán insaciable por obtener ganancias. Aumentar la velocidad de
la producción, del consumo y de los movimientos financieros es uno de los
mecanismos más eficaces para mantener a flote la avaricia capitalista. Como
consecuencias directas: moverse de un lugar a otro más rápido, una política
oportunista que piensa en el corto plazo, una memoria degradada, déficit de
atención, prisas, estrés y ansiedad, la imposibilidad de construir una narrativa
contrahegemónica duradera y coherente. Si se quisiera un ejemplo visual: la
lógica de la aceleración es un torbellino que atrae todo hacia sí para
incorporarlo a su veloz movimiento circular regido por los criterios
mercantiles.
Ésta es la razón por la cual cualquier intento por resistir al estado de las
cosas actual debe enfocarse en enfrentar la aceleración, la concepción del
tiempo sobre la cual descansa nuestra época. Si se logra evadirla, se mina el
sistema político y económico actual —ese que nos obliga a ser veloces
siempre.
Giorgio Agamben apuntó con razón que «cada cultura es ante todo una
determinada experiencia del tiempo y no es posible una nueva cultura sin una
modificación de esa experiencia. Por lo tanto, la tarea original de una
auténtica revolución ya no es simplemente “cambiar el mundo”, sino también
y sobre todo “cambiar el tiempo”»[67].
Por eso la política por venir, aquella que va al fondo de las cosas y resulta
efectiva, debe ser una cronopolítica. Esto quiere decir, una política que
transforme la relación con el tiempo existente y construya una diferente. El
objetivo último es instituir una nueva concepción del tiempo que desencadene
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otra forma de estar en el mundo, otra manera de relacionarse con los otros —
sean objetos o individuos— que permita, para decirlo contundentemente, otra
vida.
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crisis sobresale la de ralentizar: «Tenemos que convencernos de que
desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar
lugar a otro modo de progreso y desarrollo»[70].
Más allá de las buenas intenciones, los intentos emprendidos por
desacelerar han sido suficientes para poder afirmar que esta estrategia es
infructuosa. No se ha logrado interrumpir la velocidad y, mucho menos,
desactivar la lógica aceleracionista —la verdad es que estos intentos siempre
terminan siendo incorporados a ella—. En una apresurada TED Talk que dura
apenas unos cuantos minutos, Carl Honoré, el más reputado gurú de la
lentitud y autor de un afamado bestseller sobre el tema, acepta su propio
fracaso: «La ironía más grande de publicar un libro sobre la lentitud es que
tienes que ir promocionándolo muy rápidamente. Estos días parece que paso
la mayor parte de mi tiempo corriendo de ciudad en ciudad, estudio en
estudio, entrevista en entrevista, presentando el libro a pedacitos. Porque todo
el mundo hoy en día quiere saber cómo frenar, pero quiere saberlo de manera
muy rápida»[71]. Él mismo se da cuenta de cómo, por más que se procure
resistir, las fuerzas de la aceleración lo obligan a ir deprisa[72].
Otra historia ilustrativa: Project Alabama es una empresa para la cual
producir local, lenta y cuidadosamente era la clave. Recibió grandes halagos
en la revista Vogue y comenzó a volverse un negocio rentable. La popularidad
y el éxito fueron su condena: los socios decidieron subcontratar la producción
a empresas establecidas en India. La lentitud terminó cediendo con facilidad
frente a la velocidad y su promesa de traer incrementos en las ganancias[73].
El problema es claro: la lentitud misma termina por ofrecerse como un
producto más, tarde o temprano se vuelve una mercancía y es incorporada a la
dinámica acelerada del capital. Al hacerlo, su eventual poder subversivo
desaparece. Cede ante la velocidad. No hay excepciones, en el mundo actual,
lo lento siempre termina convirtiéndose en algo rápido.
Carl Honoré argumenta que la velocidad es un hábito. Ésa es la opinión
generalizada entre los paladines de la lentitud. Creen que el culto a la
velocidad es una costumbre que puede erradicarse por elección propia.
Desestiman la fuerza del capital. No logran percatarse de que la velocidad es
una de las principales necesidades del sistema capitalista para lograr mantener
a flote su ambición de enriquecimiento. Más que una tara individual, la
aceleración es una necesidad sistémica. Funciona, por decirlo así, como
combustible de un sistema cuya aspiración primordial es obtener crecientes
ganancias.
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Se debe analizar la aceleración como un fenómeno estructural. De
hacerlo, entenderemos por qué el voluntarismo es algo inútil. Por más que
uno desee y busque desacelerar su vida diaria (o, si se quiere ser más
ambicioso, el mundo), no tendrá éxito. Mientras no se abandonen los
principios básicos del sistema que nos impone la velocidad, la lentitud resulta
imposible: es como estar bajando por una pendiente con un auto sin frenos y
querer detenerse. La inercia existente tiene una potencia imparable.
Si bien el instante apenas dura, todos los tiempos están contenidos en él.
Lo que sucedió, sucede y sucederá aparece como un resplandor que nos ciega.
Presencia absoluta. Ante nuestros ojos, en un aquí y ahora permanente: todo.
El instante es, permíteme la obvia comparación, una especie de aleph
borgiano[75].
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El error más grave sería creer que el instante constituye una experiencia
similar a la emanada de la doctrina del YOLO. You only live once (sólo vives
una vez) se ha vuelto, desde que el rapero Drake lo popularizó en una
canción[76], el lema de buena parte de la juventud. Esta especie de hedonismo
extremo no es una crítica al sistema capitalista de explotación, sino el eslabón
final de la ética de consumo. No llama a vivir una vida plena en la que nos
demos cuenta de que la libertad significa no necesitar nada. Más bien propicia
un deseo desaforado de poseer. El objetivo es enriquecerse rápido y gastar a
la misma velocidad. La acción clave se vuelve el despilfarro. El ideal: autos
de lujo y deportivos, yates, helicópteros y aviones privados, Chanel, Dior,
Louis Vuitton y Hermès, caviar, animales exóticos, relojes ostentosos,
champaña, mujeres —porque los cuerpos se consumen como cualquier otro
producto—. Todo ello exhibido a través de las redes sociales. (Véase la
cuenta Rich Kids of Instagram[77], donde se compilan fotografías bajo el
principio «Ellos tienen más dinero que tú y esto es lo que hacen».)
En el mundo financiero se llama YOLOing[78] a la práctica de poner la
totalidad de los recursos personales en una inversión. Apuestas en las que se
pueden ganar importantes cantidades de dinero velozmente y, en paralelo,
existen altas posibilidades de perderlo todo. Inversiones de alto riesgo en las
cuales la volatilidad es el rasgo esencial. Lo único asegurado: generosas dosis
de adrenalina, estrés y ansiedad. Hacer negocios como si se estuviera jugando
en un casino de Las Vegas tras esnifar cocaína, beber un martini y tomar un
Xanax.
El YOLO, especie de carpe diem[79] capitalista, es muy distinto al instante
—el cual exige recogimiento y fomenta una relación con la realidad que no
pretender ser de consumo o explotación, sino de beneficio mutuo—. Si se
quiere mayor precisión, el instante impone una comunión entre el hombre y
sus semejantes, entre el hombre y los objetos, entre el hombre y la Naturaleza.
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y los objetos. En el instante, como se lee en el Chāndogya Upaniṣad, «tú eres
aquello»[80].
El instante es como un abrazo mediante el cual los contrarios entran en
armonía. Funciona a la manera de un conjuro de corte animista que nos
empuja a palpitar al unísono con el cosmos, a incorporarnos a su ritmo —que
no es otro que el del tiempo primordial—. Entendido de esta forma, el
instante está relacionado con la mística puesto que el individuo
experimentándolo entra en unión con algo que está más allá de él, se conecta
con otro lugar y otro tiempo —con lo divino, se hubiera dicho antes—. En el
léxico religioso: es un éxtasis, una exaltación contemplativa. En suma, es una
experiencia sagrada.
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La experiencia temporal que impone dura un breve lapso de tiempo y, tras su
paso, no deja rastro.
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• Lo posible es un infraleve. La posibilidad de que varios tubos de
colores lleguen a ser un Seurat es «la explicación» concreta de lo
posible como infraleve[87].
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6
En los terrenos que nos ocupan, sólo hay conocimiento a modo de relámpago. El
texto es el largo trueno que después retumba.
WALTER BENJAMIN
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lo contingente. Vale la pena subrayarlo: el instante no es propiamente una
rareza. Gabriel Orozco apunta que lo importante es «mover las cosas con los
pies. Patear, patear. Un gesto simple que permita la contemplación»[91]. Éste
puede resultar un buen principio para quienes busquen acceder al instante: lo
central son las pequeñas acciones; no hay que poner atención en el más allá,
sino en el más acá.
Para desencadenar el instante no basta saber qué es. Dado que es una
experiencia, para acercarse a él se tiene que fundar una praxis. La praxis,
como la define Adolfo Sánchez Vázquez, es «el acto o conjunto de actos en
virtud de los cuales el sujeto activo (agente) modifica una materia prima dada.
Es un saber que aspira a conocer el mundo y también actuar sobre él»[92]. De
acuerdo con una acertada frase de Antonio Labriola, en la praxis se va «de la
vida al pensamiento, y no del pensamiento a la vida»[93].
Aunque praxis deriva del griego antiguo πρᾱξις (práctica), debe ser
entendida como una actividad teórico-práctica[94]. Es un actuar que rebasa la
simple contemplación, que supone una reflexión. Funciona como el trabajo
del artesano: una sincronización entre la mano y la conciencia. Si asumimos
que así son las cosas, debemos apostar por la creación de una Filosofía
práctica del instante que fomente la aparición de instantes dentro de nuestra
vida diaria. Es decir, que instaure momentos basados en otra experiencia
temporal, una que logre escapar de la aceleración.
Ésta no es más que una propuesta de resistencia tangencial: una
resistencia que otorga la posibilidad de escapar, al menos esporádicamente, de
la velocidad que nos sofoca.
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A lo que la Filosofía práctica del instante aspira al fomentar el instante es
a generar, por un momento, otra manera de estar en el mundo, de relacionarse
con los otros y con los objetos. Quiere hacer surgir una vida diferente. En este
sentido, la filosofía es una forma de vida, una sabiduría. Michel Onfray
plantea que, en sus orígenes, «la filosofía se propone alcanzar una forma de
vivir mejor, el bienestar, la calidad de la existencia. Lo que está en juego es la
vida misma, y las diversas formas de sabiduría proponen técnicas para
llevarla a buen puerto con la mayor alegría y beatitud y con el mínimo de
penas y sufrimientos posibles»[96]. La Filosofía práctica del instante pretende
regresar a esta concepción de la filosofía.
André Breton repetía: «“Transformar el mundo”, dijo Marx; “cambiar la
vida”, dijo Rimbaud: estas dos consignas son una y la misma»[97]. La
Filosofía práctica del instante abandona esta ingenuidad surrealista y toma
franco partido por Rimbaud. Tiene claro que transformar la vida no significa
cambiar el mundo. Esto no le preocupa demasiado: sabe que tiene
herramientas sólo para trastocar provisionalmente la realidad más inmediata,
es decir, la experiencia temporal.
Se puede argumentar que la Filosofía práctica del instante es egoísta
porque, en el fondo, lo que quiere es aminorar las angustias personales:
escapar del sufrimiento y la presión impuestos por la aceleración. Es cierto.
Entiende los problemas a solucionar, antes que cualquier otra cosa, como una
cuestión de calidad de vida. O tal vez, para hacer un guiño psicoanalítico,
como una cuestión de curación.
En concreto, la Filosofía práctica del instante no sería más que una serie
de prácticas que permitieran desencadenar el instante. Serían prácticas (o
tácticas) libres, no técnicas (o estrategias) dadas[98]. Es inimaginable la
redacción de un manual que estableciera los procedimientos puntuales a
seguir. Sería absurdo querer sistematizar las posibles prácticas que la
compondrían. Se sabe que gracias a ellas —y con algo de suerte— se
alcanzará el instante, pero es imposible conocer de antemano el camino que
debe ser recorrido para lograrlo. Como escribió Guy Debord en las
instrucciones de Jeu de la Guerre, el famoso juego de mesa que diseñó en
colaboración con su esposa Alice Becker-Ho: «Los principios están claros,
pero su aplicación es incierta»[99].
En tanto están arraigadas a contextos delimitados, las prácticas que
conformarían la Filosofía práctica del instante deberían cambiar cada vez que
fueran activadas. La práctica útil en determinado momento-lugar dejaría de
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serlo en uno distinto. Nunca logran ser universales. Serían personales y
tendrían que reinventarse cada vez. Habría que habituarse a una «apertura
infinita», a dejarse ir[100].
La Filosofía práctica del instante es un contenedor vacío cuyo contenido
debe ser creado de forma ininterrumpida.
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armados con resorteras, piedras y palos, se dedicaban a cometer actos
violentos. Me cubría improvisadamente el rostro con una bufanda y me
mezclaba entre ellos. Y así, desde el anonimato colectivo, participaba en la
revuelta: romper un parabrisas o un escaparate con una pedrada, patear los
escudos de los policías antimotines, saquear una tienda de conveniencia
recién vandalizada.
La revolución y la revuelta son dos fenómenos muy distintos. Es
irrelevante que tengan ciertas similitudes, emanan de dos concepciones del
tiempo opuestas entre sí. El pensador italiano Furio Jesi fue quien se percató
de ello: «Si, de acuerdo con el significado habitual de ambas palabras, la
revuelta es un repentino foco de insurrección que puede insertarse dentro de
un diseño estratégico pero que de por sí no implica una estrategia de largo
plazo, y la revolución por el contrario es un complejo estratégico de
movimientos insurreccionales coordinados y orientados relativamente a largo
plazo hacia los objetivos finales, entonces podría decirse que la revuelta
suspende el tiempo histórico e instaura de golpe un tiempo en el cual todo lo
que se cumple vale por sí mismo, independientemente de sus consecuencias y
de sus relaciones con el complejo de la transitoriedad o de perennidad en el
que consiste la historia. La revolución estaría, al contrario, entera y
deliberadamente inmersa en el tiempo histórico»[103].
La revolución es futurocéntrica, por cuanto piensa en el futuro sobre
cualquier otro elemento. Su único objetivo es asegurar un mejor porvenir. El
proceder de los revolucionarios consiste en elaborar un detallado esquema de
cómo será el mundo venidero que anhelan y articular una serie de pasos
puntuales para poder alcanzarlo. Su temporalidad es el largo plazo. Un
genuino revolucionario está dispuesto a sacrificar su presente en pos del
mañana porque se sabe parte de un proceso histórico que lo sobrepasa como
individuo. La causa vale más que la vida. La revuelta, en cambio, es un
insurrección espontánea. Los sublevados no piensan más que en su presente.
Su única preocupación es alcanzar el triunfo en la batalla en que están
inmersos: lo central es ese momento. No saben bien bien qué consecuencias
tendrán sus actos. Desde su interior, la revuelta es «absolutamente autónoma,
aislada, válida en sí misma». Cuando se está participando en la revuelta,
cuando está en curso la «epifanía violenta», las acciones suceden en un
presente puro, en un estático para siempre.
La revuelta es una insurrección que aparece de pronto para poner en
paréntesis el devenir histórico: suspende el tiempo mediante un estallido de
violencia. Cuando se participa en una revuelta, el futuro y el pasado no
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existen. Pero tampoco el presente. El tiempo deja de transcurrir. Se está sólo
ahí, en ese lugar y en ese momento. Nada más importa.
La revuelta significa también un encuentro con el otro. Al suceder, genera
una comunidad improvisada. El individuo sublevado se vuelve parte de una
colectividad que lo trasciende. No forma una masa (agrupación unitaria,
disciplinada, que marcha al unísono y comparte una serie de principios
ideológicos básicos) como lo hacía la revolución. Los sublevados conforman
un conjunto amorfo momentáneo, que surge espontáneamente y cuya unión
está enraizada en lazos afectivos. La soledad y enajenación del hombre
urbano es disipada mediante la aparición de una comunidad, que también es
de alguna manera una comunión. De nuevo, Furio Jesi: «Puede amarse una
ciudad, pueden reconocerse sus casas y sus calles en los más remotos o
entrañables recuerdos; pero sólo a la hora de la revuelta la ciudad se siente
verdaderamente como la propia ciudad: propia, por ser del yo y al mismo
tiempo de los “otros”; propia, por ser el campo de una batalla elegida y que la
comunidad ha elegido; propia, por ser el espacio circunscripto en el cual el
tiempo histórico está suspendido y en el cual cada acto vale por sí solo, en sus
consecuencias absolutamente inmediatas. Nos apropiamos de una ciudad
huyendo o avanzando en la alternancia de los ataques, mucho más que
jugando, de niños, en sus calles, o paseando luego por los mismos lugares con
una muchacha. A la hora de la revuelta, dejamos de estar solos en la ciudad».
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Las imágenes poéticas presentan, en un solo momento, una pluralidad de
eventos contradictorios. Anulan las diferencias y las oposiciones. Los
principios lógicos y los criterios de sucesión temporal resultan inoperantes.
Frente a la metáfora, hay exclusivamente percepción. Las barreras
conceptuales desaparecen y entramos en comunión: un encuentro con la
otredad en el que se vuelve evidente que yo soy tú y esto es aquello.
Al leer poesía y revivir las imágenes rítmicamente que la componen se
quiebra la sucesión temporal. Hay un retorno al origen —algunos dirían que
al tiempo mítico—. Evitemos la confusión: ese origen no está localizado en el
pasado, no es el Comienzo, sino el ahora: un no-tiempo en el que todos los
tiempos están contenidos. La poesía hace desaparecer el tiempo del reloj,
vacío y homogéneo, y lo convierte en ritmo —en el ritmo primordial.
De esta forma, la experiencia poética impone una experiencia temporal
particular. Como decía Bachelard, en la poesía «el tiempo no corre. Brota».
Los versos rompen la sucesión e introducen una incisión construida por un
presente puro. La poesía produce un tiempo vertical que se encuentra
detenido, «un tiempo que no sigue el compás». Otra forma de entenderlo:
genera un tiempo que se opone al de la prosa, que está basado en la sucesión y
que «corre horizontalmente con el agua del río y con el viento que pasa»[105].
Si logramos recitar un poema, incorporarnos a su ritmo, lo que
experimentamos es el instante, ese otro tiempo: un presente inmóvil,
suspendido, pleno. Octavio Paz otra vez: «La experiencia poética es un abrir
las fuentes del ser. Un instante y jamás. Un instante y para siempre. Instante
en el que somos lo que fuimos y seremos. Nacer y morir: un instante. En ese
instante somos vida y muerte, esto y aquello».
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libertad»[107]. En el carnaval se invierten las jerarquías y se suspenden las
diferencias. En lugar de ellas, aparece un espíritu de fraternidad. No existe tal
cosa como un extraño. Los individuos que participan en él se funden en una
hermandad.
Una buena fiesta es otra forma de revuelta. Quien haya estado en una lo
sabe. El orden (político, social, moral) desaparece. La autoridad es
desobedecida. Las normas y las prohibiciones no existen. Cualquier acción es
permitida. La ocurrencia más arriesgada será la más aplaudida. Resulta
insignificante de dónde se venga, el origen social o el pasado. Tampoco
importa el porvenir: nadie piensa, a sabiendas de que los estragos serán
descomunales, en el mañana. Lo único válido es el momento presente. Por
eso, mientras se está en una fiesta, el pasar del tiempo no existe: todo sucede
como un relámpago instantáneo del que apenas podemos percibir ciertos
destellos.
No causa sorpresa que en la fiesta, antes que nada, se baile. Al contrario
de disciplinas como la pintura o la escultura, la danza es siempre un arte para
el momento presente. Se aleja de lo objetual y, con ello, evita ser fijada o
acelerada. Huye de la posteridad del museo. Es un «arte mágica del vuelo»,
por cuanto no deja «huella o trazo lineal que señale su ruta para repetirse»
(José Bergamín)[108].
Desde hace diez mil años, las bebidas alcohólicas han constituido otro
elemento indispensable de las fiestas y rituales. Las razones son múltiples.
Enaltecen el espíritu y funcionan como relajante general. Afianzan la
convivencia y la cohesión social[109]. Lo más importante: inducen un estado
de consciencia arraigado en el desapego y la absorción (Jean-Luc Nancy dice:
«Beber significa absorber, devenir esponja»[110]). El borracho, según el
filósofo taoísta Chuang-tzu, está cerca del hombre perfecto, ese que «habita
allí donde el tiempo aún no ha comenzado su existencia» y «mora en la raíz
de lo infinito». Su explicación: «Cuando alguien que está borracho se cae de
un carro en marcha, quizás se produzca rasguños y contusiones, pero es poco
probable que las heridas sean graves o le produzcan la muerte. Sus huesos y
órganos son iguales que los de cualquier otra persona, mas sin embargo el
daño que un hombre ebrio se produce al caer es, con mucho,
considerablemente menor. Esto se debe a que, en ese momento, su espíritu
(shên) se halla unido. Él no tiene conciencia de ir montado en un carro, no
alberga el menor miedo o temor. Su pecho, en vez de hallarse oprimido, está
libre de preocupaciones sobre la vida y la muerte. Así, al toparse con
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imprevistos y accidentes, el borracho no se asusta, ni siquiera se tensa,
permanece flexible e inmutable, y así se ve libre de daño»[111].
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permanente de sonidos. En franca contraposición a la famosa 4’33’’, que
seguía estando acotada por una duración particular, 0’00” abandona por
completo los límites temporales. La música deja de ser un objeto temporal
(con un comienzo, un punto medio y un final) y se vuelve un proceso donde
las mediciones temporales se convierten en un sinsentido[115].
Organ²/ASLSP y 0’00” establecen una temporalidad particular que Cage
llamaba «tiempo cero». ¿En qué consiste? Según Cage, quien adoptó el
concepto del compositor Christoph Wolff: «Hay tiempo cero cuando no
advertimos el paso del tiempo, cuando no lo medimos»[116]. Ambas piezas
son un simple fluir que anula el tiempo del reloj, basado en la medición de
horas y minutos. Mientras están en funcionamiento, el tiempo cronológico y
lineal queda en pausa.
Organ²/ASLSP y 0’00” me empujaron a fijarme en lo que me rodeaba y
daba por hecho. Comencé a atender los sonidos que siempre han estado pero
nunca escuchaba. Descubrí el silencio como lo entendía Cage: no una
ausencia total de sonido, sino el retorno del ruido que históricamente había
sido puesto de lado. Aprendí que estar en silencio es entregarse a lo que nos
llega sin esquemas preestablecidos, sin quererlo descifrar: dejar a los sonidos
ser, abrirnos a ellos[117].
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reliquia. Mucho menos pretenden atrapar la vida o capturar la esencia de un
momento. En otros términos, no son el simulacro inmóvil de un instante. El
propio Gabriel Orozco ha explicado: «La fotografía mata, diseca. Aparenta
poesía, es casi cine, casi pintura. Es medicina. Suero. La peor de las ilusiones,
legitimada por nuestra ceguera y nuestra ansia posesiva. La fotografía no es
un arte. Es un arte caminar y saber ver lo que sucede. Vemos lo que sucede,
no las fotos. […] Caminar y observar: la fotografía es sólo el registro de ese
arte, el arte de la presencia. Caminar, ver y presentarse. Esa cosa se nos
presenta y nosotros la podemos ver. Eso es un arte. La foto lo registra
(siempre mal). El arte de estar ahí y percibir lo que sucede. El arte de
descubrir. El arte de esperar que las cosas se revelen. De esperar que el
tiempo se detenga»[119].
Al observar las fotografías de Gabriel Orozco no hay que esperar una
epifanía o un encuentro sublime. La relación que se establece con ellas no es
de corte religioso. El objeto en sí resulta secundario. También, de hecho, lo
que retratan. Lo valioso es que enseñan a ver de una forma particular.
Desencadenan una mirada basada, más que en el acelerado deseo consumista
de posesión, en el contacto íntimo con lo cotidiano y lo contingente. Una
mirada que presta atención a lo aparentemente banal y, a partir de ello, abre
paso al arte de la presencia —del estar ahí y en ningún otro lugar o momento
—. En pocas palabras: nos enseñan a mirar contemplativamente, a encontrar
los instantes que están frente a nuestros ojos.
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EPÍLOGO
COMITÉ INVISIBLE
Ésta es una celebración del instante, no por lo que es, sino por aquello en
lo que puede convertirse, por su potencialidad.
La aparición del instante debe verse como una bisagra, no como una
ruptura. O, más bien, como un umbral entre nuestro tiempo y el que vendrá.
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FICHAS DE LAS FOTOGRAFÍAS
Capítulo 0
De techo a techo, 1993
Cibachrome
40,6 × 50,8 cm. (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.
Capítulo 1
Aliento sobre piano, 1993
Impresión cromógena a color
40,6 × 50,8 cm (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.
Capítulo 2
Burbuja sobre pie, 2004
Fuji crystal print
40,6 × 50,8 cm. (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.
Capítulo 3
Green Ball, 1995
Cibachrome
40,6 × 50,8 cm. (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.
Capítulo 4
Quesadilla disk, 2005
Impresión cromógena a color
40,6 × 50,8 cm (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.
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Capítulo 5
Vitral, 1998
Silver Dye Bleach Print
40,6 × 50,8 cm (15,98 × 20 in)
Capítulo 6
Casa y lluvia
40,6 × 50,8 cm (15,98 × 20 in)
Cortesía del artista y kurimanzutto, Ciudad de México.
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LUCIANO CONCHEIRO (Ciudad de México, 1992) estudió Historia en la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y Sociología en la
Universidad de Cambridge. Es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras
de la UNAM. Es coautor del libro de entrevistas El intelectual mexicano: una
especie en extinción (Taurus). Ha traducido ensayos de autores como Franco
«Bifo» Berardi, Michael Hardt y Slavoj Žižek. Actualmente es editor en jefe
de huun, una publicación anual de arte y pensamiento mexicanos.
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NOTAS
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[1] La importancia del fenómeno de la aceleración ha sido percibida por
muchos autores. Entre los trabajos sobre el tema, vale la pena señalar: Mark.
C. Taylor, Speed Limits: Where Time Went and Why We Have So Little Left,
New Haven, Yale University Press, 2014; Judy Wajcman, Pressed for Time:
The Acceleration of Life in Digital Capitalism, Chicago, University of
Chicago Press, 2015; Nicole Aubert, Le culte de l’urgence, París,
Flammarion, 2003; Gilles Lipovetsky, «Tiempo contra tiempo o la sociedad
hipermoderna», en Gilles Lipovetsky y Sébastien Charles, Los tiempos
hipermodernos, Barcelona, Anagrama, 2006; Paul Gibbs, Oili-Helena Ylijoki,
Carolina Guzmán-Valenzuela y Ronald Barnett (eds.), Universities in the
Flux of Time: An Exploration of Time and Temporality In University Life,
Nueva York, Routledge, 2015. Mención aparte merece Paul Virilio, quien
puede ser considerado el clásico del tema e incluso ha propuesto fundar una
dromología (una ciencia de la velocidad). Me parece que, entre sus obras,
destacan: Velocidad y política, Buenos Aires, La Marca, 2006; The
Information Bomb, Londres, Verso, 2000; Bunker Archaeology, Nueva York,
Princeton Architectural Press, 1994. Véase también: Steve Redhead (ed.), The
Paul Virilio Reader, Nueva York, Columbia University Press, 2004. Cabe
destacar el reciente trabajo de Harmut Rosa, Alienation and Acceleration:
Towards A Critical Theory of Late-Modern Temporality, Malmö, NSU Press,
2010; Social Acceleration. A New Theory of Modernity, Nueva York,
Columbia University Press, 2013; Harmut Rosa y William E. Scheuerman
(eds.), High-Speed Society. Social Acceleration, Power, and Modernity,
University Park, PA, Pennsylvania State University Press, 2009. <<
www.lectulandia.com - Página 82
[2] Sobre la idea de «metarrelato», véase Jean François Lyotard, La condición
www.lectulandia.com - Página 83
[3] Sobre este sistema clasificatorio, véase Hartmut Rosa, Alienation and
Acceleration: Towards A Critical Theory of Late-Modern Temporality, op.
cit.; y Social Acceleration. A New Theory of Modernity, Nueva York,
Columbia University Press, 2013. <<
www.lectulandia.com - Página 84
[4] Karl Marx, El capital: crítica de la economía política, libro I, tomo I, trad.
www.lectulandia.com - Página 85
[5] Sobre la fórmula general del capital y el tiempo de rotación del capital,
véase Karl Marx, El capital: crítica de la economía política, op. cit.; y David
Harvey, A Companion to Marx’s «Capital», vols. 1 y 2, Nueva York, Verso,
2010. <<
www.lectulandia.com - Página 86
[6] Jacques Derrida, Dar (el) tiempo. I. La moneda falsa, trad. de Cristina de
www.lectulandia.com - Página 87
[7] Karl Marx, El capital crítica de la economía política, op. cit., libro II,
www.lectulandia.com - Página 88
[8]
Reinhart Koselleck, Aceleración, prognosis y secularización, trad. de
Faustino Oncina Coves, Valencia, Pre-Textos, 2003. <<
www.lectulandia.com - Página 89
[9] Sobre la historia de los desarrollos tecnológicos, véase Ian Mcneil (ed.), An
www.lectulandia.com - Página 90
[10]
David Harvey, The Condition of Postmodernity: An Enquiry Into the
Origins of Cultural Change, Oxford, Blackwell, 1990. <<
www.lectulandia.com - Página 91
[11] Para consultar los textos de Marinetti, incluidos sus manifiestos, véase
www.lectulandia.com - Página 92
[12]
Sobre el taylorismo: Frederic W. Taylor, The Principles of Scientific
Management, Nueva York, Harper and Brothers Publishers, 1919; y
Benjamin Coriat, El taller y el cronómetro. Ensayo sobre el taylorismo, el
fordismo y la producción en masa, trad. de Juan Miguel Figueroa Pérez,
Madrid, Siglo XXI, 1993. <<
www.lectulandia.com - Página 93
[13] Sobre las innovaciones logradas por Henry Ford, véase Judy Wajcman,
www.lectulandia.com - Página 94
[14] Sobre el sistema «justo a tiempo» (just in time), véase Jean-Pierre Durand,
www.lectulandia.com - Página 95
[15] Sobre el caso de Zara, véase Alexandra Jacobs, «Where Have I Seen You
Before? At Zara, in Midtown, It’s All a Tribute», The New York Times, 27 de
marzo de 2012; y Seth Stevenson, «Polka Dots Are In? Polka Dots It Is! How
Zara gets fresh styles to stores insanely fast – within weeks», Slate, 21 de
junio de 2012. <<
www.lectulandia.com - Página 96
[16] Jean Baudrillard, La sociedad del consumo. Sus mitos, sus estructuras,
www.lectulandia.com - Página 97
[17] John Kenneth Galbraith, La sociedad opulenta, trad. de Carlos Grau Petit,
Barcelona, Ariel, 2004. Jean Baudrillard plantea algo similar en: La sociedad
del consumo. Sus mitos, sus estructuras, op. cit. <<
www.lectulandia.com - Página 98
[18] Jean Baudrillard. La sociedad del consumo. Sus mitos, sus estructuras, op.
cit., p. 3. <<
www.lectulandia.com - Página 99
[19] Franco «Bifo» Berardi, La sublevación, trad. de Eugenio Tisselli, México,
Wray, «Internet data heads for 500bn gigabytes», The Guardian, 18 de mayo
de 2009. <<
Acceleration of Time, op. cit., p. 105. (La traducción es mía.) «Law making
procedures become faster and more circumscribed, the path towards the
achievement of legal regulation shorter, and the share of jurisprudence
smaller». <<
«The End of Revolution?», The Review of Politics, 61 (1), 1999, pp. 5-28;
J. Goodwin, «The Renewal of Socialism and the Decline of Revolution», en
The Future of Revolutions: Rethinking Radical Change in the Age of
Globalization, John Foran (ed.), Londres, Zed Books, 2003; J. Goodwin y
A. Green, «Revolutions», en Encyclopaedia of Violence, Peace, and Conflict,
vol. 3, L. Kurtz y J. Turpin (eds.), San Diego-Londres, Academic, 1999,
pp. 241-251. <<
Manuel Benítez Ariza, Valencia, Pre-Textos, 2009. Ésta en una buena edición
porque viene acompañada de ensayos sobre el tema escritos por Gilles
Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo. También vale la pena, en
cuanto planteamiento teórico de lo que significa ser un bartebly: Enrique
Vila-Matas, Bartebly y compañía. La pregunta de Florencia, México, Seix
Barral, 2015. <<
33, citado por Michel Onfray, Cinismos: retrato de los filósofos llamados
perros, Buenos Aires, Paidós, 2002, p. 63. <<
común. En especial, véanse las pp. 155, 18-20 y 146 (de donde proviene la
cita). La encíclica puede ser consultada en línea. <<
Slow Life Picks Up Speed», The New York Times, 31 de enero de 2008. <<
<<
p. 104. <<
mapa de los nuevos pensamientos críticos, Madrid, Siglo XXI España, 2014,
p. 243. <<
and the Epiphanic Instant», Philosophy Today, pp. 39 y 44. Éste, a su vez,
tomó la referencia de Jean Lescure, «Paroles de Gaston Bachelard», Mercure
de France (mayo de 1963), el cual la había tomado de Pierre Quillet,
Bachelard, París, Seghers, 1964, pp. 9-10. En realidad, ya poco importa de
dónde provenga. <<
dado otra buena definición: el infraleve es «el lugar plástico de esa “con
inteligencia abstracta”, que debe ser intervalo abierto (sin límites finitos) de
demarcación imposible, pero separación que une y donde ocurren colusiones
y no colisiones, es un nódulo pluridimensional de estructura inexistente, sin
espacio, tiempo o movimiento mensurables (pero presentes), refractario a
cualquier análisis y accesible en su unicidad a la intuición solamente». Gloria
Moure, «Introducción», en Marcel Duchamp, Notas, México, Tecnos, 1989,
pp. 13 y 11. <<
p. 54. <<
p. 46. <<
<<
filosofici e politici, F. Sbarberi (ed.), Turín, Einaudi, 1973, vol. II, p. 702,
citado en Wolfgang Fritz Haug, «Gramsci’s “Philosophy of Praxis”», op. cit.,
p. 6. <<
las Tesis sobre Feuerbach de Karl Marx: «Los filósofos se han limitado a
interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de
transformarlo» (tesis 11). Por otro lado, está Antonio Gramsci, quien
imaginaba una filosofía de la praxis, enraizada en «la igualdad o ecuación
entre “filosofía y política”, entre pensamiento y acción». Antonio Gramsci,
Cuadernos de la cárcel, ed. crítica del instituto Gramsci, a cargo de Valentino
Gerratana, tomo 3, cuaderno 7 (1930-1931), trad. de Ana María Palos,
México, Era, 1984, sección § 35, p. 173. Sobre el concepto «filosofía de la
praxis» en la obra de Antonio Gramsci resulta ilustrativo el texto de
Wolfgang Fritz Haug «Gramsci’s “Philosophy of Praxis”», Socialism and
Democracy, vol. 14, n.º 1, primavera-verano de 2000, pp. 1-19. <<
2006, citado en Daniel Bensaïd, «La política como arte estratégico», Viento
Sur, 23 de agosto de 2016. <<
Daniel Charles, México, Alias, 2012, p. 259. Sobre el tema del «tiempo
cero», también véase Carmen Pardo, La escucha oblicua: una invitación a
John Cage, México, Sexto Piso, 2014, p. 60. <<
Cage, Para los pájaros: conversaciones con Daniel Charles, op. cit., p. 260.
<<