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TÉCNICO

ADMINISTRACIÓN
GRAL. AYTO. SEVILLA
2021

TEMA 1 Evolución histórica de la legislación urbanística española:


Desde la Ley del Suelo de 1956 hasta el Texto Refundido de 2015. El
marco constitucional del urbanismo. La doctrina del Tribunal
Constitucional. Competencias del Estado, de las Comunidades Autónomas
y de las entidades locales.

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En todas las épocas en que el proceso de urbanización ha sido
importante, se han producido regulaciones tendentes a ordenar la
construcción de nuevas ciudades. Son paradigmáticas al respecto
las disposiciones contenidas en las Leyes de Indias, que señalan los
lugares preferibles para su emplazamiento, el trazado aconsejable
según el clima, el papel de las plazas y espacios libres y otros muchos
aspectos que podían contribuir a mejorar lo que hoy llamaríamos la
calidad de vida. Las nuevas poblaciones construidas en América eran
ciudades «planificadas» y así lo constató DARWIN, en el viaje que
realizó en el Beagle, cuando describe la ciudad de Maldonado en la
Banda Oriental (actual Uruguay), con sus calles rectilíneas y una plaza
en el centro, lo que acentuaba, según él, la impresión de
despoblación.

En la Novísima Recopilación son numerosas las disposiciones que se


enmarcan bajo la amplia rúbrica de la «policía urbana». Algunas se
refieren a Madrid y se enmarcan bajo rótulo de «policía de la Corte»
(Libro III, Título XIX), mientras que otras son de carácter general.
Muchas de ellas han llegado hasta nuestros días a través de las
Ordenanzas municipales, de muy antigua existencia y otras se han
incorporado a la legislación estatal (y hoy también a la autonómica).
Entre ellas cabe destacar las relativas a:

- nueva iluminación de calles y plazas en Madrid (1765).

- reedificación de casas en solares yermos (1788).

- prohibición de hornos de yeso dentro del comercio de la Corte


(1693), precedente de la reglamentación de actividades molestas.

- prohibición de balcones, pasadizos y otros edificios que salen de la


pared de las casas a las calles (1530), así como la reparación y
mejora de los existentes para que, cuando se caigan, no puedan ser

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reedificados, lo que anticipa, «mutatis mutandis», la técnica de la
declaración de fuera de ordenación.

B) El siglo XIX: Legislación de ensanche


Hasta bien entrado el siglo XIX las ciudades y pueblos españoles, por
razones militares o fiscales, estaban rodeadas de murallas o cercas,
que impedían su expansión. En el interior de estos recintos se
suscitaban abundantes problemas de congestión, higiene, escasez
de viviendas y consiguiente carestía de las disponibles. Estos
problemas eran especialmente graves en Madrid y Barcelona, donde
el incremento de la población ya no podía encontrar respuesta con
nuevas edificaciones en altura ni con la ocupación de los solares
liberados por la desamortización eclesiástica, primero y la civil,
después.
Sólo en 1854 se autorizó el derribo de las murallas de Barcelona y al
año siguiente el Gobierno encomendó a D. Ildefonso Cerdá el
levantamiento del plano topográfico de los alrededores, que el gran
urbanista entregó acompañado de una Memoria del Anteproyecto de
Ensanche de la ciudad condal. En 1857 se encargó a Carlos M.ª de
Castro la formación de un Proyecto para el ensanche de Madrid,
aunque las cercas de la capital no se derribarían hasta 1868. Estas
iniciativas culminarían con la aprobación de la Ley de 29 de junio de
1864, «fijando las reglas que han de observarse en las obras para el
ensanche de poblaciones». La Ley de Ensanche inaugura
formalmente, a juicio de Bassols, nuestro derecho urbanístico
histórico.

Hasta entonces, las actuaciones de los poderes públicos (y, en


concreto, de los Ayuntamientos) en materia de urbanización y
edificación se habían instrumentado, como hemos dicho, bajo la
rúbrica general de la «policía urbana», denominación expresiva del
significado de la intervención administrativa en la materia: se trataba
de controlar la actividad edificatoria de los particulares, velando por
la seguridad, salubridad y ornato de las construcciones, pero no de
emprender actuaciones urbanísticas por iniciativa pública. No
obstante, un primer y significativo intento de acomodar esa actividad

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privada a un diseño preconcebido lo constituye la Real Orden de 25
de junio de 1846, por la que se hacía obligatorio, en «los pueblos de
crecido vecindario», el levantamiento de un plano geométrico de la
población, sus arrabales y paseos, con el fin de «evitar los conflictos
que suelen ocurrir con motivo de la construcción de edificios de
nueva planta y reedificación de los antiguos». En dichos planos
habrían de marcarse con líneas convencionales las alteraciones que
hubieran de hacerse para la alineación futura de cada calle o plaza.
Este es el primer intento de someter la actividad edificatoria a un
«plan» previo, por embrionario que fuese. Otra Real Orden de 10 de
junio de 1854, sobre reglas que deben observarse en los expedientes
de construcción de casas en Madrid, sujeta estas obras a licencia
para comprobar su adecuación al plano de alineación aprobado
conforme a la Real Orden de 1846.

Unos años antes de la aprobación de la primera Ley de Ensanche se


elaboró, bajo el impulso del Ministro POSADA HERRERA, un
ambicioso «proyecto de ley general para la reforma, saneamiento,
ensanche y otras mejoras de las poblaciones». En él se regulaban,
entre otras técnicas, la cesión de viales, la reparcelación y la
absorción de plusvalías generadas por obras de urbanización.
Constituye el primer intento serio de introducir las nuevas técnicas
jurídicas que el urbanismo exigía y de establecer un estatuto de la
propiedad urbana, con los derechos y deberes correspondientes a los
propietarios.

La primera Ley de Ensanche de 1864 declara de utilidad pública (a


efectos de la legislación de expropiación de 1836), las obras de
ensanche de las poblaciones en lo que se refiere a calles, plazas,
mercado y paseos. Para realizar estas obras se concede a los
Ayuntamientos el importe de la contribución territorial durante
veinticinco años y un recargo extraordinario. Los propietarios pueden
elegir entre pagar estos tributos o ceder al Ayuntamiento los terrenos
necesarios para calles y plazas y construir la urbanización. Aquí se
instrumentan las dos opciones básicas para financiar las obras de
urbanización, consideradas como obras públicas: bien a costa del

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Ayuntamiento, que recupera su importe mediante tributos, bien a
costa de los propietarios, que ceden, además, los terrenos necesarios
para las vías públicas, pero no pagan los tributos mencionados. Esta
segunda vía ha sido por la que avanzado en el Derecho urbanístico
español en épocas posteriores.
Para gestionar las actuaciones necesarias, se constituye una Junta
de Ensanche, integrada por concejales y representantes de los
propietarios. Entre sus cometidos se incluye el de fijar el justiprecio
de las expropiaciones necesarias. Los expedientes expropiatorios se
instruyen tras la aprobación del proyecto de ensanche, según
precisaría el Reglamento de la Ley, de 25 de abril de 1867.
Estos proyectos, que pueden ser de iniciativa particular o municipal,
se configuran en el Reglamento como planes, aunque, en rigor, sólo
lo son de las obras de urbanización necesarias. El sistema no
funcionó bien, lo que motivó su revisión por la Ley de Ensanche de 22
de diciembre de 1876, que sustituyó las Juntas de Ensanche por unas
Comisiones formadas exclusivamente por concejales e impuso la
cesión de la quinta parte del terreno para calles y plazas o el pago de
su precio, bajo amenaza de expropiación forzosa de la finca.

La última disposición del siglo es la Ley de 26 de julio de 1892.


Limitada, en principio, a los ensanches de Madrid y Barcelona, podía
aplicarse a otras poblaciones (y así se hizo, en efecto), según una
técnica legislativa típica de la época. Esta Ley no derogaba a la de
1876, sino que establecía en realidad un régimen especial, que se
diferenciaba del general en el fortalecimiento de la financiación del
ensanche, extendiendo a treinta años la afectación de la contribución
territorial y su recargo. Daba entrada, de nuevo, a los propietarios en
la Comisión de Ensanche y pretendía generalizar el sistema de cesión
gratuita de viales (la mitad de los terrenos necesarios, expropiándose
la otra mitad por su valor de mercado). Los propietarios que no
aceptaran la cesión podían ser expropiados totalmente, por el valor
que tuvieran los terrenos antes de la apertura de la calle.

C) Legislación de reforma interior de las poblaciones.

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Esta fue la otra gran línea de intervención de finales del s. XIX. La Ley
de Expropiación Forzosa de 10 de enero de 1879 había declarado de
utilidad pública «las obras de policía urbana y en particular las de
ensanche y reforma interior de las poblaciones». También había
previsto la expropiación de las zonas laterales o paralelas a la vía
pública en una anchura de veinte metros, fijándose el justiprecio por
el valor de las fincas antes de la aprobación del proyecto legitimador
de la expropiación. Esta regulación fue modificada por la Ley de 18
de marzo de 1895, de Saneamiento y Reforma Interior de Grandes
Poblaciones (entendiendo por tales las de más de 30.000 habitantes),
que, por un lado, amplía a cincuenta metros la zona lateral
susceptible de expropiación y, por otro, incluye entre los sujetos que
tienen derecho a indemnización a los arrendatarios de
establecimientos mercantiles, con más de diez años de ejercicio.
Otra novedad es que el justiprecio lo determina un Jurado especial,
presidido por el Alcalde e integrado por arquitectos, abogados, un
comerciante, un industrial y varios propietarios.

Los proyectos de urbanización pueden ser formados por los


Ayuntamientos, sociedades y particulares y se aprueban por el
Ministerio de la Gobernación. La ejecución de las obras se adjudica
por subasta, que tramita el Ayuntamiento y aprueba el citado
Ministerio. En la correspondiente concesión administrativa
(concesión de obra pública) surge un agente urbanizador que puede
ser distinto del propietario de los terrenos, lo que es otra novedad
destacable de esta regulación, cuya aplicación práctica parece haber
sido muy compleja y conflictiva. Los ejemplos más conocidos son la
reforma interior de Barcelona, la apertura de la Gran Vía de Madrid y
la reforma interior de Granada, que se dilató nada menos que
cuarenta años, habiéndose programado para dos.

D) El siglo XX: el problema de la vivienda y su desconexión con el


urbanismo.
La legislación de ensanche, promulgada en gran medida para
resolver los problemas derivados del hacinamiento en el interior de
las poblaciones, no produjo los resultados esperados quizá porque

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en su aplicación se tomó en consideración únicamente la
urbanización del suelo, al margen de una política de vivienda. Esta se
iniciará a principios del s. XX, inspirada en motivaciones sociales y
sanitarias, pero desvinculada del planeamiento urbanístico, lo que
tendrá consecuencias muy negativas para el desarrollo urbano, que
no se rectificarán hasta la década de 1970.
A esa política responde la primera Ley de Casas Baratas de 12 de
junio de 1911 y la segunda de 1921. En 1923, como consecuencia de
los trabajos de la Conferencia Nacional de la Edificación, celebrada
ese año, se elaboró un proyecto de ley sobre fomento de la
edificación, cuyo principal mérito, en lo que aquí interesa, estribaba
justamente en la vinculación entre la política de vivienda y la
ordenación urbanística, intentando atajar la retención especulativa de
los terrenos mediante una serie de disposiciones que conservan
plena actualidad: régimen fiscal de los solares sin edificar,
edificación forzosa de los mismos bajo amenaza de expropiación y
prevalencia de los valores fiscales en la fijación de los justiprecios. El
advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera impidió que el
proyecto fuera debatido y tramitado.

E) La legislación de régimen local: el estatuto municipal de 1924.


El Estatuto municipal de 1924 configura el urbanismo como
competencia exclusiva municipal, lo que no impide que subsista la
tutela estatal, ya que los proyectos de las obras de ensanche y
reforma interior son aprobados por las Comisiones Provinciales y
Central de Sanidad, que jugaron un papel muy relevante en el
urbanismo de la época. La preocupación por la materia se refleja
también en el Reglamento de Obras Municipales, aprobado el mismo
año, en el que se recoge la práctica totalidad de las técnicas
urbanísticas acuñadas hasta entonces (zonificación, estándares,
obligatoriedad de licencia para toda obra, aplicación de la
expropiación) y se añaden otras, como las obras de «extensión»
(nuevos núcleos urbanos fuera del casco y no unidos a él) y la
obligatoriedad de los planes de ensanche o extensión en los
Municipios de más de 10.000 habitantes que reunieran determinados
requisitos y, en todo caso, en los de más de 200.000 habitantes.

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El sistema normativo del Estatuto y el Reglamento de Obras se
considera por algunos como el acta de nacimiento del moderno
Derecho urbanístico español y su vigencia se mantuvo en líneas
generales hasta la Ley del Suelo de 1956, ya que la Ley municipal de
1935 apenas introdujo novedades, limitándose a reproducir casi
literalmente el Estatuto de 1924.

F) La ley del suelo de 12 de mayo de 1956.


Tras la guerra civil, se dictaron disposiciones sobre regiones
devastadas y leyes especiales para grandes ciudades2. Por otro lado,
se impulsó la construcción de viviendas protegidas por el Instituto
Nacional de la Vivienda (encuadrado a la sazón en el Ministerio de
Trabajo), pero desvinculada del urbanismo, manteniéndose el
divorcio tradicional entre ambas materias. Por su parte, la Ley de
Solares de 15 de mayo de 1945 generaliza la edificación forzosa de
estos terrenos, declarándolos en venta forzosa e inscribiéndolos en
un registro municipal y la Ley de Bases de Régimen Local de 17 de
julio del mismo año impone la obligatoriedad del «plan de
urbanización» en todos los municipios. El plan debería comprender
«la reforma, ensanche, higienización y embellecimiento de su
aglomeración urbana, incluidas las superficies libres».

Pero la gran disposición del período es la Ley de 12 de mayo de 1956,


sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, cuyos principios
básicos han permanecido vigentes hasta la actualidad. Esta Ley,
verdadero código del urbanismo y que ha merecido elogios
doctrinales casi unánimes, considera que el urbanismo es una
función pública e introduce por primera vez una regulación completa
del estatuto de la propiedad, que se sitúa fuera del Código civil. Como
dice la Exposición de Motivos, el cometido más delicado y difícil que
ha de afrontar la ordenación urbanística es «el régimen jurídico del
suelo, encaminado a asegurar su utilización conforme a la función
social que tiene la propiedad».

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La Ley continúa siendo fundamentalmente una ley de ensanche,
preocupada por los nuevos desarrollos urbanos más que por la
actuación sobre las edificaciones existentes. Generaliza la figura del
plan, afirmando la primacía de este instrumento para la ordenación
del uso de los terrenos y construcciones y configura las limitaciones
impuestas a los propietarios no como servidumbres, sino como
definición del contenido normal del derecho de propiedad, lo que
excluye, en términos generales, la obligación de indemnizar a
consecuencia de la imposición de dichas limitaciones.

La Ley se preocupa también por garantizar la distribución equitativa


de los beneficios y cargas del planeamiento entre los afectados,
mediante la técnica de la reparcelación y la aplicación de los diversos
sistemas de ejecución de aquél. Intenta racionalizar los valores del
suelo en función de su situación urbanística (valor inicial, expectante,
urbanístico y comercial), introduciendo unos criterios diferentes de
los establecidos en la Ley de Expropiación Forzosa, sólo dos años
anterior.

Otra novedad importante fue el impulso de la intervención pública en


el mercado inmobiliario mediante los patrimonios municipales de
suelo, opción que la Exposición de Motivos considera más viable que
el «ideal» de la propiedad pública de todo el suelo necesario para la
expansión de la población, para lo que se necesitarían unos recursos
de que no se dispone.

Pese a su excelente calidad técnica, la Ley de 1956 tuvo mucha


menor incidencia práctica de la esperable, quizá porque se retrasó
demasiado el proceso de implantación del planeamiento urbanístico,
al que el legislador había confiado la mayor parte de sus objetivos.
Tampoco los Patrimonios Municipales de Suelo cumplieron la
función que de ellos esperaba el legislador. La creación del Ministerio
de la Vivienda, en 1957, al que se atribuyeron las competencias
urbanísticas que antes venía ejerciendo el Ministerio de la
Gobernación, no sirvió de impulso suficiente, quizá porque los

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Ayuntamientos no estaban preparados para la compleja gestión que
exigía la aplicación de la Ley.

G) La primera reforma: ley de 1975 y texto refundido de 1976.


La primera gran reforma de la Ley de 1956 se llevó a cabo mediante
la Ley de 2 de mayo de 1975 #. Su Exposición de Motivos señala que
los problemas planteados no derivan tanto de la vigencia de los
principios de la Ley de 1956, a la que alaba, como de su inaplicación.
Las novedades que contiene son, en síntesis, las siguientes:

- se introduce la figura de los Planes Directores Territoriales de


Coordinación para llenar el vacío existente en orden a la conexión del
planeamiento físico con el socioeconómico y a la previsión de
grandes infraestructuras de carácter supramunicipal

- los Planes Generales de Ordenación se configuran como planes


abiertos, sin plazo de vigencia fijo, susceptibles de adaptación a los
cambios de circunstancias. Se presta mayor atención a las Normas
Subsidiarias como instrumento de ordenación en defecto de Plan
General.

- se regula con mayor precisión el planeamiento parcial,


estableciendo por primera vez las dotaciones mínimas para parques
y jardines públicos, centros docentes y culturales y aparcamientos.
También se marca un límite a la densidad de población (75 viviendas
/Ha., ampliable a 100)

- se sustituye el suelo de reserva urbana por una regulación más


flexible del suelo urbanizable (programado y no programado),
incluyendo la posibilidad de que las Normas Subsidiarias prevean
áreas aptas para la urbanización (suelo apto para urbanizar). En
estos suelos de nueva urbanización se refuerza la equidistribución
mediante la técnica del aprovechamiento medio y se abren nuevas

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fórmulas de urbanismo concertado para estimular la colaboración de
los agentes privados en el proceso de urbanización.

La reforma de 1975 se completó con la aprobación de un Texto


Refundido de la Ley del Suelo # (Real Decreto 1346/1976, de 9 de
abril) y con la publicación, en 1978, de los tres Reglamentos de
Planeamiento, Gestión y Disciplina Urbanística. El problema fue que,
entre la gestación de la reforma, que comenzó en 1970 y su
culminación, se modificó profundamente el marco político-
institucional, lo que habría de tener consecuencias inmediatas en el
ámbito del urbanismo.

La constitución de 1978 y su incidencia sobre el urbanismo.


A) La distribución de competencias
La organización territorial del Estado introducida en 1978 ha tenido
en el urbanismo una de las referencias en que más claramente se
aprecia la nueva distribución vertical del poder.

Ya en la llamada fase preautonómica se transfirieron a las nuevas


Entidades territoriales la práctica totalidad de las competencias
ejecutivas con el criterio de colocar a aquéllas en el lugar que el Texto
Refundido de 1976 asignaba a la Administración del Estado. Tras la
promulgación de la Constitución, que incluyó el urbanismo entre las
materias susceptibles de atribución a las Comunidades Autónomas
(junto con la ordenación del territorio y la vivienda), los sucesivos
Estatutos de Autonomía configuraron la competencia en estas
materias como «exclusivas», lo que implica la asunción de facultades
legislativas plenas, junto con las ejecutivas.
A primera vista, el Estado parecía quedar desposeído de cualquier
competencia en materia de urbanismo. Sin embargo, en la práctica el
Gobierno de la Nación siguió dictando todavía importantes
disposiciones (Real Decreto-Ley 3/1980, sobre creación de suelo y
agilización de la gestión urbanística, Real Decreto-Ley 12/1980 #,
para impulsar las actuaciones del Estado en materia de vivienda y

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suelo y, sobre todo, Real Decreto-Ley 16/1981, sobre adaptación de
planes generales de ordenación urbana, en el que se salvan ya
expresamente las competencias de las Comunidades Autónomas) y
adoptó algunas iniciativas legislativas de gran alcance, que no
llegaron a cuajar por vicisitudes políticas. Por su parte, las
Comunidades Autónomas, haciendo uso de sus competencias
estatutarias, empezaron a legislar en la materia, aprobando leyes de
gran calado (como la Ley 3/1984 #, de medidas de adecuación del
ordenamiento urbanístico de Cataluña o la Ley 11/1985 #, de
adaptación de la del suelo a Galicia), aunque ninguna de ellas con
pretensión de sustituir en bloque al ordenamiento estatal.

El problema competencial pasó a primer plano, cuando en la segunda


mitad de la década de los 80, ante el espectacular incremento de los
precios del suelo, el Gobierno se propuso, entre otras medidas, la
reforma de la Ley del Suelo de 1976, con el fin de garantizar el
cumplimiento de los deberes legales de los propietarios y reforzar los
instrumentos de intervención de los poderes públicos en el mercado
inmobiliario. Simultáneamente, algunas Comunidades Autónomas
emprendían iniciativas en la misma dirección (Ley foral 7/1987, sobre
medidas de intervención en materia de suelo y vivienda y Ley vasca
9/1989, de valoración del suelo). La reforma de la legislación estatal,
instrumentada mediante la Ley 8/1990 # y el posterior Texto
Refundido de 1992 sería recurrida ante el Tribunal Constitucional por
varias Comunidades, dando lugar a la STC 61/ 1997, a que más
adelante se hará referencia.

B) La segunda reforma de la ley del suelo: ley 8/90 y texto refundido


de 1992.
Los objetivos de la Ley 8/90 #, de reforma del régimen urbanístico y
valoraciones del suelo, eran, en síntesis, los siguientes:

- poner mayor énfasis en los deberes de los propietarios, en el marco


de la función social de la propiedad, sujetando su cumplimiento a
plazos que habrían de ser fijados en el planeamiento y generalizando

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la expropiación o venta forzosa en caso de incumplimiento imputable
a los propietarios. El estatuto de la propiedad se configuraba como
un proceso de adquisición gradual y sucesiva de facultades, a medida
que se cumplieran los deberes legales correspondientes

- reforzar los mecanismos de equidistribución, extendiéndolos al


suelo urbano y dando cobertura a una serie de técnicas que se habían
acuñado a tal efecto en el planeamiento municipal. El
aprovechamiento susceptible de apropiación se fijaba en un
porcentaje (85 %) del aprovechamiento tipo de cada área de reparto
de cargas y beneficios, que los planes deberían delimitar conforme a
los criterios establecidos en la Ley.

- se establecían criterios de valoración del suelo objetivos, en función


del grado de adquisición de facultades, si bien a efectos
expropiatorios se reconocía al terreno un determinado
aprovechamiento urbanístico (75 % del aprovechamiento tipo en
suelo urbano y 50 % en suelo urbanizable). Esta dualidad de criterios
de valoración fue uno de los puntos más débiles de la Ley.

- se atribuía a los Ayuntamientos derechos de adquisición preferente


(tanteo y retracto) en determinadas transmisiones de suelo y vivienda
y se potenciaba la adquisición de terrenos para patrimonio municipal
del suelo, permitiendo el recurso a la expropiación, incluso en suelos
no urbanizables. En contrapartida, se limitaban los fines a que ese
patrimonio podía destinarse (viviendas sujetas a algún régimen de
protección pública u otros usos de interés social), en términos que
todavía permanecen vigentes.

Los preceptos de la Ley 8/90 # se incorporaron al Texto Refundido


de 1992 (Real Decreto Legislativo 1/1992, de 26 de junio), junto con
los de la Ley de 1976 que continuaban vigentes. En algunos de ellos
se introdujeron retoques en uso de las facultades de regularizar,
aclarar y armonizar que la Constitución atribuye al Gobierno en esta
modalidad de Decretos Legislativos.

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La sentencia del tribunal constitucional 61/1997.
La promulgación de la Ley estatal 8/1990 # dio lugar, como ya se ha
dicho, a la interposición de varios recursos de inconstitucionalidad
por parte de algunas Comunidades que consideraron vulneradas sus
competencias en materia de urbanismo. Lo mismo sucedió tras la
aprobación del Texto Refundido de 1992. Los recursos, basados en
motivos puramente competenciales y no de fondo, fueron resueltos
por la STC 61/1997, de 20 de marzo, que se pronunció únicamente
sobre la impugnación de los preceptos del Texto Refundido, ya que
consideró que los recursos formulados contra la Ley 8/90 # habían
quedado sin objeto, al haber sido derogada la citada Ley por el Texto
Refundido posterior.

A) Los motivos de inconstitucionalidad.


Para comprender mejor el alcance de la sentencia del TC, conviene
recordar que la Ley 8/90 # y el Texto Refundido de 1992 habían
clasificado sus preceptos en tres grupos: a) los que tenían el carácter
de «legislación básica» y, por ello, vinculaban a los legisladores
autonómicos, sin perjuicio de la facultad de éstos para desarrollarlos;
b) los de aplicación «plena», denominación que se aplicaba a los
relativos a materias en las que se entendía que el Estado tenía
plenitud competencial, sin margen para su regulación por los
legisladores autonómicos; c) los de aplicación supletoria, en defecto
de legislación propia de la Comunidad Autónoma. Este último grupo
era el más numeroso. Los otros dos se apoyaban en la competencia
estatal prevista en el art. 149.1.1ª (condiciones básicas del derecho
de propiedad), 149.1.8ª (legislación civil), 149.1.13ª (bases y
coordinación general de la planificación económica), 149.1.18ª
(bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas,
procedimiento administrativo común, expropiación, responsabilidad
y legislación básica sobre contratos y concesiones administrativas)
y 149.1.23ª (legislación básica sobre medio ambiente, que se
entendía aplicable únicamente a los escasos preceptos dedicados a
la regulación del suelo no urbanizable).

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La sentencia, aun reconociendo la existencia y virtualidad de los
títulos competenciales que habían sido invocados por el legislador
estatal, declaró la inconstitucionalidad y consiguiente nulidad de casi
las dos terceras partes del Texto Refundido, con base en dos
argumentos fundamentales: a) imposibilidad de que el Estado dicte
normas meramente supletorias en materias de competencia
exclusiva de las Comunidades Autónomas, como es el urbanismo; b)
extralimitación en el ejercicio de las competencias estatales
invocadas y, en particular, en la relativa a la determinación de las
condiciones básicas sobre el derecho de propiedad.
Esta competencia, que se había venido entendiendo como un
«denominador común» normativo garantizador de la igualdad
sustancial de todos los españoles en todo el territorio del Estado, se
interpreta ahora restrictivamente como un «mínimo denominador
común», en cuya virtud sólo se pueden dictar normas «principales» o
«mínimas», lo que se traduce, a efectos prácticos, en que el legislador
estatal únicamente puede definir supuestos (derechos y deberes
básicos, posiciones jurídicas fundamentales, limitaciones generales,
etc.), pero no puede imponer, con carácter vinculante u obligatorio
para otras Entidades territoriales, consecuencias jurídicas ligadas a
esos supuestos (ni siquiera en caso de incumplimiento).
El resultado es que las normas estatales reguladoras de las
«condiciones básicas» son, en general, normas incompletas, que
deben ser integradas por la correspondiente legislación autonómica
y que, por consiguiente, carecen de plena efectividad mientras no sea
dictada dicha legislación (salvo en materia de valoraciones, en que la
regulación estatal es aplicable sin necesidad de desarrollo).

B) Contenido de la competencia sobre urbanismo.


Según esta sentencia, el contenido de la competencia autonómica en
materia de urbanismo «se traduce en concretas potestades (...) tales
como las referidas al planeamiento, la gestión o ejecución de
instrumentos planificadores y la intervención administrativa en las
facultades dominicales sobre el uso del suelo y la edificación (...) a lo
que ha de añadirse la determinación, en lo pertinente, del régimen

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jurídico del suelo en tanto que soporte de la actividad transformadora
que implica la urbanización y edificación» (FJ 6.a).
En esta caracterización de la competencia sobre el urbanismo es
fácil reconocer los cuatro ejes en torno a los que se ha articulado
desde la Ley del Suelo de 1956 la actividad urbanística configurada
como función pública: régimen del suelo, planeamiento, gestión y
disciplina. Según la sentencia, la regulación del suelo es competencia
compartida entre el Estado («condiciones básicas del derecho de
propiedad») y las Comunidades Autónomas, mientras que los otros
tres aspectos corresponden en bloque a estas últimas. Pero el
Tribunal intenta, además, una definición más precisa de ese conjunto
de potestades:

El contenido que acaba de enunciarse se traduce en lo que


pudiéramos llamar políticas de ordenación de la ciudad, en tanto en
cuanto mediante ellas se viene a determinar el cómo, cuándo y dónde
deben surgir o desarrollarse los asentamientos humanos, y a cuyo
servicio se disponen las técnicas e instrumentos urbanísticos
precisos para lograr tal objetivo.

(FJ 6.a).

Esta es una concepción del urbanismo más estrecha que la que


inspiraba la legislación preconstitucional, en la que se incluían
materias que ahora se vinculan a otros títulos competenciales del
Estado, de modo que éste ya no puede dictar una regulación general
del régimen del suelo, pero sí puede afectar «puntualmente a la
materia urbanística». En palabras del Tribunal, «el orden
constitucional de distribución de competencias ha diseccionado la
concepción amplia del urbanismo que descansaba en la legislación
anterior a la Constitución de 1978» (FJ 6.b). Aquí, como puede verse,
hay una relativización del concepto de urbanismo desde la
perspectiva competencial: en sentido estricto, el urbanismo es
competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas (en rigor,
compartida con los Municipios y en Canarias y Baleares, con las

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Islas), mientras que una acepción más amplia (la que inspiraba a la
Ley del Suelo de 1976) incluye también materias cuya regulación es
competencia estatal. En concreto, las que derivan de los títulos
competenciales invocados por la Ley 8/90 #, que ya hemos
mencionado (art. 149.1.1ª, 8ª, 13ª, 18ª y 23ª).

En síntesis, a la vista de la citada STC, el resultado es que la


regulación de los cuatro grandes bloques que comprende la actividad
urbanística corresponde a las Comunidades Autónomas, con el
importante matiz de que las «condiciones básicas» relativas al
estatuto de la propiedad (clasificación del suelo, derechos y deberes
básicos de los propietarios y valoración del suelo) es competencia
del legislador estatal. Ello ha permitido la adopción de iniciativas
legislativas posteriores por el propio Estado, la última de las cuales
es la Ley 6/1998, de 13 de abril, sobre régimen del suelo y
valoraciones, con sus modificaciones (Real Decreto-Ley 4/2000 y Ley
10/2003 #). Sin embargo, a partir de esta sentencia las Comunidades
Autónomas hubieron de dotarse de una legislación urbanística propia
para no quedarse «congeladas» en la legislación estatal de 1976,
aplicable en defecto de aquélla. Ello explica la proliferación legislativa
posterior a la sentencia, aunque algunas Comunidades ya tenían una
legislación urbanística completa.

C) Competencias autonómicas y municipales.


La STC 61/1997 se enfrenta a la delimitación competencial entre el
Estado y las Comunidades Autónomas en el plano normativo, es
decir, en lo que respecta a la regulación legislativa y reglamentaria de
esta materia. Pero los problemas competenciales no acaban ahí,
pues existe otra vertiente tanto o más importante, como es la relativa
a la delimitación de las competencias autonómicas frente a las que
corresponden a las Corporaciones Locales y, en especial, a los
Municipios. En efecto, el urbanismo, en cuanto ordenación de las
ciudades, es una competencia primariamente municipal y así lo pone
de relieve la vigente LBRL, al incluir entre las materias de
competencia municipal la «ordenación, gestión, ejecución y disciplina
urbanística» (art. 25.2.d).

17
Esas competencias habrán de ejercerse, como todas las que
corresponden a los Municipios, «en los términos de la legislación del
Estado y de las Comunidades Autónomas». Pero, a su vez, la
legislación de ambas esferas territoriales deberá respetar la
autonomía local constitucionalmente garantizada, lo que marca un
límite, aunque sea difuso, a las opciones de los legisladores
respectivos. Sobre el significado de la autonomía local nos
limitaremos a recordar que, según la doctrina del Tribunal
Constitucional, implica el reconocimiento del derecho de estas
Corporaciones a intervenir en la esfera de sus intereses (de la que
indudablemente forma parte el urbanismo). Pero el grado de
intervención y la modalidad de la misma se deja a criterio del
legislador, estatal o autonómico, competente por razón de la materia.
El único límite es que no se prevea intervención o ésta sea
meramente simbólica.

En términos generales, puede decirse que la legislación autonómica


no ha establecido criterios precisos para la delimitación
competencial, en gran medida porque interpreta que la Comunidad
Autónoma, además de sus competencias reguladores o normativas,
también puede asumir competencias ejecutivas directas
especialmente en el ámbito de la gestión urbanística. La
admisibilidad de esta actividad urbanística directa autonómica
implica la concurrencia de ambas esferas territoriales en la materia
(sobre todo, en el planeamiento y su ejecución) e impide,
lógicamente, una distinción nítida entre lo que pueden hacer una y
otra. De ahí que las leyes autonómicas pongan más énfasis en la
concertación y coordinación interadministrativas que en la
delimitación competencial.

Sin embargo, de la STC 61/1997 se pueden extraer algunos criterios


para abordar el problema competencial que nos ocupa,
especialmente en lo relativo al planeamiento urbanístico:

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La Comunidad Autónoma puede establecer el sistema de
planeamiento que considere oportuno, determinando también qué
tipo de instrumento (municipal o supramunicipal) ha de cumplir o
concretar las previsiones básicas de la legislación estatal y las
contenidas en la propia legislación autonómica en materia de
urbanismo. También es competente el legislador autonómico para
decidir qué instrumentos de planeamiento pueden ser elaborados por
los particulares, pudiendo optar por fórmulas de participación de
éstos más amplias o más restringidas que las que han sido hasta
ahora habituales en nuestro Derecho (limitación de esa iniciativa a
los instrumentos de planeamiento de desarrollo). El apoyo de estas
afirmaciones se encuentra en los F.J. 23, 24 y 25.a) de la Sentencia
comentada.

En conexión con lo anterior, corresponde al legislador autonómico la


decisión sobre qué tipo de instrumentos deben ser formulados por
los Ayuntamientos y cuál ha de ser su contenido. Esto no atenta, en
principio, a la autonomía municipal porque las competencias que
correspondan a estas Corporaciones no están predeterminadas en
abstracto, sino que dependen de las leyes sectoriales reguladoras de
las respectivas materias, en este caso la legislación autonómica en
materia de urbanismo (F.J. 25.b).

Los municipios deben ser oídos en la tramitación de los instrumentos


de planeamiento que no formulen ni aprueben, ya que tienen derecho
a intervenir en los asuntos que les afecten (F.J. 25.c.).

Los Planes que tengan un contenido normativo deben ser publicados,


en los términos que establezca la legislación aplicable (F.J. 25.d).

La regulación de la llamada disciplina urbanística (medidas de


reacción, procedimiento y efectos) es, en términos generales,
competencia autonómica (F.J. 34.c.).

19
El legislador autonómico (como el estatal) puede imponer la
aplicación inmediata de las disposiciones que dicte y también decidir
los instrumentos concretos de planeamiento que deben articular su
efectividad, a diferencia del legislador estatal que no puede hacer
esto último (F.J. 42).

Con independencia de la valoración que merezca la sentencia


61/1997, es evidente que el marco competencial del urbanismo ha
quedado notablemente clarificado.
No obstante, la jurisprudencia constitucional posterior parece más
proclive a reforzar lo que ha quedado de la competencia estatal, no
ya sobre el urbanismo sino sobre materias con incidencia en aquél.
Así, la STC 164/2001, que resolvió los recursos de
inconstitucionalidad interpuestos contra la citada Ley 6/1998 parece
marcar un punto de inflexión más favorable a la competencia estatal
en cuanto respalda el carácter «básico» de preceptos (como los
relativos a los criterios de clasificación del suelo) que el TR 92 había
considerado supletorios, así como de las dos categorías de suelo
urbano (consolidado y no consolidado).
En la misma línea, la STC 54/2002 descarta la posibilidad de que la
legislación autonómica imponga las mal llamadas «cesiones de
aprovechamiento» en suelo urbano consolidado (lo que parecía
plenamente admisible según la STC 61/1997), interpretando la ley
estatal (art. 14.1) en el sentido de que todos los propietarios de suelo
urbano consolidado patrimonializan el 100 % del aprovechamiento
urbanístico correspondiente a cada parcela o solar (FJ 5), porque, la
«exclusión de toda cesión obligatoria de aprovechamiento
urbanístico en suelo urbano consolidado no admite modalización
alguna de origen autonómico» (ibidem).

IV
Estructura del ordenamiento urbanístico español.
El ordenamiento urbanístico español tiene una estructura compleja,
que refleja, por un lado, la delimitación competencial resultante de la
organización territorial del Estado y, por otro, la existencia de una

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pluralidad de legislaciones, dictadas desde perspectivas más o
menos «sectoriales», pero cuya incidencia territorial y urbanística es
indiscutible en cuanto establecen limitaciones, prohibiciones o
deberes positivos en orden a la utilización del suelo. A falta de un
Código del Urbanismo, como tienen otros países, una visión de
conjunto del ordenamiento urbanístico requiere articular esa
legislación dispersa y a veces fragmentaria, cuya vigencia no siempre
es fácil determinar.

En un intento de síntesis, que es a lo único a que puede aspirarse aquí,


la distribución competencial se basa en el siguiente esquema:

- El Estado es competente para regular las condiciones básicas del


estatuto de la propiedad (derechos y deberes básicos) y ejerce las
competencias sectoriales con incidencia territorial que le
corresponden (carreteras y ferrocarriles, puertos y aeropuertos,
defensa nacional, etc.).

- Las Comunidades Autónomas regulan la ordenación del territorio y


el urbanismo con plenitud de competencia legislativa (planeamiento,
gestión, disciplina, intervención en el mercado inmobiliario y estatuto
de la propiedad con sujeción a las condiciones básicas marcadas por
el Estado). Además ejercen una acción directa sobre el territorio en
ejercicio de sus competencias de ordenación del mismo, urbanísticas
y sectoriales con incidencia territorial.

- Los Municipios son competentes para establecer, en su ámbito, el


modelo territorial a través del planeamiento general, cuya aprobación
definitiva, sin embargo, no les corresponde. También son
competentes para aprobar (incluso definitivamente) el planeamiento
de desarrollo (planes parciales, especiales y otros instrumentos),
para asumir su ejecución o controlarla (en los supuestos de gestión
privada) y para velar por el respeto a la legalidad en todos los actos
de edificación o uso del suelo (disciplina urbanística), otorgando las

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licencias necesarias e imponiendo, en su caso, las correspondientes
sanciones.

La distribución competencial se concreta en el siguiente cuadro, que


refleja las facultades normativas de cada una de las tres esferas
territoriales.

A) Legislación estatal
1. De aplicación directa
- Ley 6/1998, de 13 de abril, sobre régimen del suelo y valoraciones.

- Texto Refundido de la Ley sobre Régimen del Suelo # y Ordenación


Urbana de 26 de junio de 1992: preceptos no declarados
inconstitucionales por la STC 61/1997 ni derogados por la Ley 6/98.

- Real Decreto 1093/1997, de 4 de julio, sobre inscripción en el


Registro de la Propiedad de actos de naturaleza urbanística.

- Leyes sectoriales con incidencia urbanística (Carreteras, Costas,


Aguas, Puertos, Patrimonio Histórico, etc.).

2. De aplicación supletoria
- Texto Refundido de la Ley del Suelo de 9 de abril de 1976.

- Reglamento de Planeamiento Urbanístico, de 23 de junio de 1978.

- Reglamento de Gestión Urbanística, de 25 de agosto de 1978.

- Reglamento de Disciplina Urbanística, de 23 de junio de 1978.

22
B) Legislación autonómica
- Leyes de urbanismo de las Comunidades Autónomas.

- Reglamentos en materia urbanística.

- Legislación sectorial con incidencia urbanística (patrimonio


histórico, carreteras, puertos, etc.).

C) Normativa municipal
- Normas urbanísticas de los planes.

- Ordenanzas municipales sobre edificación y uso del suelo.

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