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Material Personalidad I. Unidad I 2016
Material Personalidad I. Unidad I 2016
PSICOLOGÍA DE LA PERSONALIDAD
Sean ciertas o no estas y otras críticas similares, lo que parecen traslucir es que los
antiguos problemas de la disciplina aún no se han resuelto y que, quizás, un examen de su
evolución histórica nos permitiría dar mejores respuestas a tales problemas. En los últimos
años reina un cierto optimismo acerca del estado y futuro de la disciplina, optimismo que a
veces es calificado de «cauto y paciente» (Pervin, 1996). Este optimismo debe ser atemperado
por un sentido de la historia de la disciplina y por la apreciación de la complejidad de la tarea
con que se enfrentan los psicólogos de la personalidad entender, comprender y predecir el
funcionamiento de la personalidad . Las dificultades de esta tarea son tan grandes que las
ganancias vendrán lentamente. Según Pervin no porque los psicólogos de la personalidad sean
peores científicos que los físicos, los químicos o los biólogos, sino porque llevan en la tarea
menos tiempo y ésta es más difícil que entender las partículas subatómicas, los elementos
químicos o los genes. Creo que estas razones son válidas, pero insuficientes para explicar por
qué a lo largo de la historia muchos psicólogos de la personalidad se han sentido frustrados
y desanimados respecto a su disciplina. Comparto el optimismo cauto y paciente de Pervin;
con la perspectiva que da contemplar la historia de la disciplina, son muchos los logros que,
a mi juicio, puede ofrecer la psicología de la personalidad en 1997. Pero, lejos de toda
complacencia, se pueden hacer también algunas críticas al comportamiento de los psicólogos
de la personalidad como científicos, críticas que dejaremos para temas sucesivos.
1.1. Antecedentes
Existen una serie de tradiciones dentro del pensamiento occidental que han confluido
en la creación de la psicología de la personalidad. Aunque muchas de ellas se remontan a sus
raíces griegas, no todas son coincidentes en el tiempo ni tienen el mismo peso en la
psicología de la personalidad. En cualquier caso, y como se irá viendo más adelante, todas
ellas inciden de alguna manera en la situación actual de la disciplina o tienen su reflejo en
la misma.
Esta tradición etopéyica se puede rastrear más adelante en la historia. Por ejemplo,
en la Edad Media aparece en las hagiografías (obras que recogen la vida de los santos con
ánimo ejemplificador), y en el Siglo de Oro de la literatura española en las «Novelas
Ejemplares» y el «Quijote» de Cervantes, o en «El Buscón» de Quevedo. La etopeya contó
con excelentes cultivadores en el siglo XIX. Los movimientos realistas y el naturalismo
francés favorecen la aparición de descripciones psicológicas muy detalladas de los personajes
como, por ejemplo, las que aparecen en las obras de los escritores rusos («Los Hermanos
Karamazov» y «Crimen y Castigo» de Dostoiewsky; «Ana Karenina» de Tolstoi), ingleses
(«Oliver Twist» y «David Copperfield» de Dickens), alemanes («La Montaña Mágina» de
Thomas Mann) y españoles («La Regenta» de Clarín). La popularidad de los denominados
«retratos o perfiles psicológicos» de los personajes es si cabe aun mayor en la literatura del
siglo XX, convirtiéndose en uno de los parámetros más utilizados por la crítica y por el
público para valorar los méritos de cualquier novela.
Es obvio que los objetivos de la literatura son distintos a los de la ciencia, pero aún
así las descripciones literarias pueden aportar ideas e intuiciones que pueden ser valiosas para
los psicólogos de la personalidad (Allport, 1961; Pelechano, 1993, 1996). Por ejemplo, en
las etopeyas predomina la estética sobre la veracidad y el autor suele seleccionar la
información a su gusto en función de la línea argumental y de las ideas y sentimientos que
pretende transmitir, pero aún así, su objetivo principal es identificar a las personas. Como
se verá más adelante, en 1971 Carlson realizó una dura crítica a la psicología de la
personalidad acusándola de haber olvidado el estudio de la persona en favor del estudio de
variables y concluyendo «que la persona no es lo realmente estudiado en la investigación
actual de la personalidad queda claramente demostrado tras hacer una revisión de la
literatura» (p. 217), crítica que reiteró en 1984. Afortunadamente, en los años 80-90 ha
habido un resurgimiento del énfasis en la persona individual, resurgimiento que es más
evidente en la investigación sobre el yo (self), pero que aún no se ha extendido a otras áreas
de la psicología de la personalidad. En este sentido, se pueden encontrar nuevos vínculos
entre la literatura y la psicología de la personalidad al hilo de un nuevo constructo explicativo
del comportamiento humano que está ganando en popularidad en los últimos años, las
narrativas personales (McAdams, 1996), y del resurgimiento, en paralelo, de los
autobiografías y las historias de vida como métodos e instrumentos de investigación de la
personalidad.
También hay que remontarse al mundo clásico griego para encontrar los orígenes de
la medicina como ciencia en occidente. Alrededor del siglo V a. de C. la influencia de los
filósofos presocráticos, preocupados por conocer la «physis» o naturaleza de las cosas,
provoca en la medicina griega un abandono de las explicaciones mágicas en favor de
explicaciones naturalistas que sitúan el origen de las enfermedades en el propio cuerpo.
Prácticamente desde esos inicios, se formulan tipologías de los seres humanos que pretendían
explicar por qué unas personas sufren una enfermedad y otras no, y, de forma
complementaria, por qué unas personas sufren un tipo de enfermedades y otras otro tipo.
Estas tipologías responden a distintas propuestas que, por supuesto, siempre suponen un
sustrato corporal, y en muchas ocasiones han sido englobadas dentro de un rótulo general de
tipologías constitucionales. Sin embargo, puesto que su influencia en la psicología de la
personalidad no ha sido la misma, han tenido sus orígenes en distintas hipótesis biológicas
y difieren en su longevidad, parece sensato agruparlas, al menos, en dos categorías
diferentes: tipologías humorales-temperamentales y tipologías morfológicas. Se podría añadir
una categoría más que recogiera las tipologías hormonales, entre las cuales se encuentra la
propuesta por Gregorio Marañón, pero, su influencia en la psicología de la personalidad ha
sido muy escasa y, por tanto, he preferido no incluirlas y remitir al lector interesado a la
revisión que de estas tipología realizó Sandín (1985a). En cualquier caso, estas tres clases de
tipologías no se han presentado de forma independiente ni excluyente a lo largo de la historia,
sino que se encuentran frecuentes entrecruzamientos entre las mismas.
Para contestar a las preguntas sobre las enfermedades que antes mencionabamos, la
medicina científica griega comenzó a integrar la doctrina de los cuatro elementos (aire, fuego,
tierra y agua) y sus características respectivas (cálido y húmedo, cálido y seco, frío y seco,
y frío y húmedo), doctrina postulada por Empédocles para explicar el universo, con la teoría
de los humores (fluidos corporales responsables de la salud del organismo). El ser humano
era entendido como un cosmos en miniatura y, por lo tanto, debía estar compuesto de los
mismos cuatro elementos que eran comunes al resto del universo. En consecuencia, se
distinguen cuatro humores en el cuerpo: sangre (procedente del corazón), bilis amarilla (del
hígado), bilis negra (del bazo y del estómago) y flema (del cerebro). Del equilibrio de estos
cuatro humores dependerá la salud del individuo. La preponderancia de cada uno de los
humores dará lugar respectivamente a cuatro temperamentos diferentes: sanguíneo, colérico,
melancólico y flemático, caracterizados, a su vez, por un rasgo predominante: optimismo,
ira, tristeza y apatía.
Esta tipología básica, consolidada por Hipócrates, es quizás la que mayor aceptación
ha alcanzado a lo largo de la historia. De la mano de Galeno se extiende por el mundo
romano y su influencia domina el pensamiento médico desde el siglo II al XVII. Por ejemplo,
en 1575 Juan Huarte de San Juan publica su famoso «Examen de Ingenios para las Ciencias».
En esta obra, Huarte (1991) afirmaba que la naturaleza que determina las diferencias de
ingenio o habilidad que se ven en las personas es el temperamento o particular combinación
de las cuatro cualidades primarias (frialdad, sequedad, humedad y calor), que se da en el
cuerpo de cada persona. Pero, se puede ir aún más lejos y rastrear el vigor de la doctrina de
los cuatro temperamentos incluso hasta la mitad del siglo XX. En el siglo XVIII el gran
filósofo alemán Immanuel Kant actualizó la doctrina de los cuatro temperamentos y la hizo
aceptable a los filósofos, médicos, teólogos y otros estudiosos interesados en la personalidad,
mientras que en el siglo XX se puede constatar su influencia en las propuestas tipológicas de
Wilhelm Wundt, G. Heymans y E. Wiersma, y del mismo Ivan Pavlov (véase Eysenck,
1995; Eysenck y Eysenck, 1985; Pelechano, 1993; Sandín, 1985b). Sobre estas últimas
volveremos más adelante al hablar de la tradición psicológica. En cualquier caso, baste decir
por ahora que todas estas propuestas tipológicas marcaron el trabajo descriptivo de Eysenck,
el cual, de hecho, partió en un momento dado del reanálisis de los datos recogidos por
Heymans y Wiersma para confirmar su tipología.
La Frenología de Gall
Una mayor aceptación científica tuvo la frenología que Franz Joseph Gall desarrolló
a finales del siglo XVIII. La frenología, inicialmente denominada craneoscopia o fisiología
cerebral, suponía que las diversas facultades mentales y rasgos de personalidad se
relacionaban con distintas zonas y circunvoluciones cerebrales. En consecuencia, proponía
que la medida de las protuberancias craneales (como indicadoras de esas zonas y
circunvoluciones cerebrales) podrían ofrecer información acerca de la manera de ser y actuar
de las personas. Dejando a un lado esta última hipótesis por la que ha sido más conocido y
criticado, es evidente que la frenología de Gall tuvo un notable impacto en la psicología en
general (Fodor, 1986) y en la psicología de la personalidad en particular, al defender la
relación del cerebro con las diversas funciones mentales y la heterogeneidad de éste como
soporte diferenciado de dichas facultades.
A partir de aquí, la frenología de Gall entronca con el uso de la hipnosis por parte de
los fundadores de la psicopatología francesa (Jean Charcot, Pierre Janet) para examinar a los
pacientes con trastornos histéricos, y con el interés por el fenómeno de la personalidad
múltiple mostrado por Morton Prince, díscipulo estadounidense de Charcot. Posteriormente,
algunos elementos de esta tradición, basada fundamentalmente en la idea de que distintas
partes contradictorias de la naturaleza humana coexisten en un mismo individuo, tendría un
exponente claro en la obra de Freud, y en algunos de los arquetipos recogidos en la
«psicología analítica» de Carl G. Jung como parte esencial de la estructura de personalidad.
Todos estos entronques se examinarán más adelane, dentro de la tradición psicológica.
No sería justo terminar este apartado sin hacer, aunque sólo sea una mención breve,
al papel del neurólogo británico Jackson (1835-1911) en la gestación de algunas de las ideas
más fructíferas para la disciplina, ya que tanto el modelo de personalidad de Freud
(Rapaport, 1967) como la misma teoría de los estratos a la que acabamos de referirnos tienen
un antecedente inmediato y claro en él.
Estas tipologías defienden la existencia de fuertes relaciones entre los tipos físicos y
los rasgos de personalidad. La teoría tipológica del psiquiatra alemán Ernst Kretschmer
(1888-1964) puede considerarse como la tipología somática más representativa de esta línea
del pensamiento médico. En 1925 Kretschmer publicó «Constitución y Carácter» (Kretschmer,
1967), un libro en el que establecía tres tipos somáticos básicos en función del desarrollo de
las estructuras musculares, óseas y epidérmicas: leptosomático, pícnico y atlético, y un cuarto
tipo, el displásico, que hacía referencia a formas somáticas anormales producidas por alguna
alteración metabólica. Kretschmer afirmaba que existía una relación probabilística entre los
tipos somáticos y los trastornos mentales, de manera que un leptosomático, si sufría un
trastorno, tendería a desarrollar una psicosis esquizofrénica, el pícnico tendería a desarrollar
una psicosis maníaco-depresiva y el atlético tendería a desarrollar una epilepsia.
Posteriormente Kretschmer extendió sus hipótesis a las personas normales, postulando una
relación entre tipo somático y rasgos de personalidad, de forma que los leptosomáticos
normales serían introvertidos, tímidos, idealistas y nerviosos, es decir, tendrían un
temperamento esquizotímico, mientras que los pícnicos normales serían gregarios, amables,
joviales y con muchos cambios de humor, es decir, tendrían un temperamento ciclotímico.
Por supuesto, la línea de pensamiento que guarda más relación con el origen de la
psicología de la personalidad es la que entronca con el origen de la Psicología como ciencia.
Dentro del campo de la psicología científica hay tres enfoques de investigación distintas, cada
uno con su propio planteamiento de la observación y sus propios puntos fuertes y débiles: el
enfoque clínico, el correlacional y el experimental. Estos tres enfoques tienen su origen en
disciplinas distintas, distintos bagajes culturales y en distintos objetos de investigación. El
primer enfoque está unido al pensamiento médico y ligado al origen de la psiquiatría y la
neurología; el segundo está relacionado con el pensamiento evolucionista y las ciencias
biológicas, y el tercero proviene de la línea de pensamiento filosófico y fisiológico. Los tres
enfoques tienen su origen en los años finales del siglo XIX y aunque evolucionaron de forma
algo independiente, los tres abordaron el estudio de la personalidad y cimentaron las bases
de la psicología de la personalidad como disciplina.
La figura que quizás puede servir de punto de unión entre la tradición médica y la
psicológica de enfoque clínico es Jean Martin Charcot (1825-1893), el neurólogo francés que
aventuró las primeras hipótesis psicológicas sobre el origen de los problemas histéricos y
utilizó la hipnosis para su tratamiento. Amén de estas aportaciones, la importancia de la
figura de Charcot en la historia de la psicología de la personalidad radica en haber sido el
maestro de otros tres grandes médicos: Pierre Janet (1859-1947), Morton Prince (1854-1929)
y Sigmund Freud (1856-1939).
Janet continuó los estudios de Charcot sobre los trastornos histéricos y el uso de la
hipnosis, los cuales le llevaron a postular la existencia en la histeria de «ideas fijas»
disociadas de la conciencia que producían los síntomas histéricos. Las ideas de Janet sobre
la disociación en la histeria tuvieron cierto impacto en figuras como William James o Morton
Prince, pero fueron abandonadas durante un largo período de tiempo (cf. Kihlstrom, 1990;
Kihlstrom, Barnhardt y Tataryn, 1995). Sin embargo, en los años ochenta sus teorías fueron
reavivadas por los psicólogos cognitivos y de la personalidad interesados en los procesos
inconscientes (p. ej., la teoría neodisociativa de la conciencia dividida de Hilgard, 1986,
1992, y el inconsciente cognitivo de Kihlstrom, 1990; Kihlstrom, Glisky y Angiulo, 1994).
Una segunda razón para la importancia de Prince es que fue el fundador de la Clínica
Psicológica de Harvard en 1927, la cual, como se explicará más adelante, tuvo un importante
papel en la creación de la psicología de la personalidad como disciplina independiente. La
tercera razón es que Prince también fundó en 1906 una revista científica dedicada a la
publicación de investigaciones sobre procesos sociales, de personalidad y psicopatológicos,
revista que, a la postre, se ha convertido en la publicación periódica de mayor tirada e
impacto en esos tres campos, aunque escindida en dos revistas distintas. Originalmente, la
publicación fundada por Price se denominó «Journal of Abnormal Psychology», para
posteriormente, en 1922, llamarse «Journal of Abnormal and Social Psychology». Dado el
volumen de trabajos que tenía que absorber, en 1965 el contenido de la revista se divide en
dos: la investigación sobre psicopatología quedó en la revista original que recupera el título
que tenía en 1922, «Journal of Abnormal Psychology», y la investigación sobre psicología
social y de la personalidad fue redirigida a una nueva revista denominada «Journal of
Personality and Social Psychology».
Por supuesto, al legado directo de Freud hay que añadir el de sus primeros discípulos,
fundamentalmente, aquellos que rompieron con él y fundaron sus propias escuelas de
pensamiento. En 1911 Alfred Adler (1870-1937) abandonó la Sociedad Psicoanalística de
Viena y fundó su propio grupo de discusión. La psicología individual de Adler, que hacía
hincapié en los determinantes sociales de la personalidad y en el papel de la constelación
familiar, influyó de manera importante en teóricos psicoanalíticos posteriores (p. ej., los
psicólogos del ego y los neo-freudianos). Por otro lado, son muchos los autores que ven la
obra de Adler como pionera en el estudio cognitivo de la personalidad al utilizar conceptos
como el de «estilo de vida» y concebir el «self» (yo) dinámicamente, como constructor de la
propia vida (Avia, 1986; Forgus y Shulman, 1979).
En 1913 Carl Jung (1875-1961) rompió relaciones con Freud y desarrolló su propia
teoría, la cual al final llegó a ser conocida como psicología analítica. El influjo de Jung en
la evaluación e investigación de la personalidad también es fácilmente reconocible. Como se
verá más adelante, Henry Murray, uno de los padres de la disciplina, trató de llevar las ideas
de Jung a las arenas de la psicología académica. Más recientemente, la tipología de Jung
condujo al desarrollo de un cuestionario, el Indicador de Tipos de Myers-Briggs (Myers,
1943, 1975; citado en Myers y McCaulley, 1985), que es actualmente uno de los
instrumentos más populares para la evaluación de la personalidad en poblaciones no clínicas.
Por último, parece justo señalar que en 1920, Herman Rorschach (1884-1922) publicó
su famoso test de manchas de tintas, el Test de Rorschach (1967), diseñado para evaluar la
personalidad desde el punto de vista freudiano. Este test pronto se convirtió en el impulsor,
directa o indirectamente, de otros métodos proyectivos que aparecieron en años posteriores,
y en el instrumento por excelencia de los enfoques psicoanalíticos de la personalidad, tanto
en el ámbito clínico como en el de la investigación. La importancia del test de Rorschach en
la evaluación de la personalidad sólo es comparable a la que tuvo más adelante el Minnesota
Multiphasic Personality Inventory (MMPI). De hecho, aún hoy en día es el segundo
instrumento más utilizado por los psicólogos clínicos y el segundo que más investigaciones
genera, sólo superado por el MMPI (Butcher y Rouse, 1996).
Más o menos al mismo tiempo que Charcot realizaba sus estudios sobre la histeria,
el inglés Francis Galton (1822-1911) llevaba a cabo sus estudios sobre las diferencias
individuales, su medida y el papel de la herencia en ellas. Notablemente influido por la teoría
de Darwin, de quien era primo lejano, Galton inició algunas de las nociones básicas de lo que
más adelante se conocería como enfoque correlacional de la personalidad: el énfasis en las
diferencias individuales y su medida, el uso de tests objetivos de laboratorio, escalas de
valoración y cuestionarios, la utilización de gran cantidad de sujetos, y el interés por la
herencia de los atributos humanos. Dada la popularidad de este enfoque en nuestros días, es
de justicia admitir que, al menos en parte, se ha cumplido la predicción que Allport hizo en
1937 de que la idea de Galton «parece destinada a dominar la psicología de la personalidad
durante el siglo XX» (Allport, 1937, p. 97).
Galton concentró sus esfuerzos en medir las diferencias en lo que él mismo llamó
«facultades intelectuales», pero también estaba interesado en la medición de las características
de personalidad y, de hecho, fue el iniciador de su medida, de lo que él denominaba rasgos
del «carácter». Por ejemplo, diseñó técnicas de muestreo de conductas basadas en la
observación de las personas en situaciones sociales comprometidas y también sugirió el uso
de la técnica de asociación de palabras para evaluar la personalidad (sugerencia que luego
recogieron Emil Kraepelin y Carl Jung). Para Galton el carácter era un conjunto de
características generales y estables del sujeto, cuantitativas y, por tanto, susceptibles de
medida, y con base biológica. Su punto de vista sobre la personalidad, muy semejante al de
algunas concepciones más modernas, quedó expresado de la siguiente manera: «El carácter
que conforma nuestra conducta es «algo» definido y duradero, y, por tanto,... es razonable
intentar medirlo» (citado en Lanyon y Goodstein, 1982, p. 6).
Un año después del inicio oficial de la escuela de la gestalt, John B. Watson (1878-
1958) publica el artículo «Psychology as the Behaviorist Views It», considerado el manifiesto
fundacional del conductismo (Watson, 1913). En ese artículo, Watson propone una nueva
Psicología que en vez de la mente estudie mediante métodos exclusivamente objetivos la
conducta manifiesta, lo observable. Para Watson, la Psicología era, en definitiva, el estudio
del desarrollo de conexiones estímulo-respuesta (E-R). Tras un período de asentamiento y
difusión, el movimiento conductista se consolida en 1930 como el enfoque dominante en la
psicología académica afectando así a todas las áreas de investigación, incluyendo la naciente
psicología de la personalidad (Yela, 1980). Como se expone más adelante, la influencia del
conductismo en la disciplina será patente de dos formas totalmente contrapuestas: entre los
años 30-60 fomentó la elaboración de teorías de la personalidad basadas en el modelo E-R
de Clark Hull y, en general, en los principios del condicionamiento clásico y operante,
mientras que entre los años 60-80 propició una crítica apasionada a la psicología de la
personalidad, llegando a poner en duda la utilidad del concepto de personalidad y alguna de
sus características más básicas: la estabilidad y consistencia conductual.
En 1927, Morton Prince, un alumno del neurólogo francés Jean Charcot, había
establecido en la Universidad de Harvard una clínica psicológica. Tras su muerte en 1928,
Murray sucedió a éste en la dirección de la clínica, y desde esta posición lideró a un grupo
de psicólogos interesados en estudiar a los individuos intensivamente por medio de la
combinación de datos obtenidos a través de entrevistas, cuestionarios, medidas proyectivas
como el Test de Apercepción Temática (TAT) y pruebas situacionales, además de
proporcionar a otros psicólogos el clima para la integración de la investigación clínica con
la proveniente de la psicología académica.
Un par de años después, en 1937 se publica la primera edición del libro de Allport
«Personality: A Psychological Interpretation». La publicación de este texto marca un hito en
el surgimiento académico de la disciplina y, de hecho, para muchos psicólogos de la
personalidad representa la fecha de nacimiento de la misma (véanse las contribuciones al libro
de Craik et al., 1993). Efectivamente, el libro de Allport representa un esfuerzo por definir
una nuevo disciplina: la psicología de la personalidad. El mismo Allport concebía su texto
como «una guía que definirá el nuevo campo de estudio una que articulará sus objetivos,
formulará sus estándar, y comprobará el progreso realizado hasta ahora» (1937, p. vii), y en
su posterior autobiografía, decía al respecto: «No escribí el libro para ninguna audiencia en
particular. Lo escribí simplemente porque creía que tenía que definir el nuevo campo de la
psicología de la personalidad tal y como yo lo veía (1968, p. 394). Con este objetivo en
mente, Allport trata de articular y justificar la identidad de un nuevo campo de estudio
exponiendo sus particularidades dentro de un amplio contexto histórico e interdisciplinario,
para, posteriormente, establecer la naturaleza de sus conceptos básicos revisando más de 49
definiciones del término «personalidad» antes de acuñar su propia definición: «Personalidad
es la organización dinámica dentro del individuo de aquellos sistemas psicofisiológicos que
determinan sus ajustes únicos a su ambiente (Allport, 1937, p. 48). Cada palabra en esta
definición que tanto impacto tendrá en psicólogos posteriores, como así lo atestiguan las
referencias frecuentes a la misma en la literatura, fue elegida con cuidado y refleja los temas
que eran importantes para Allport y que, como se verá más adelante, aun siguen vigentes en
la disciplina. La personalidad es organizada (estructurada), dinámica (cambiante, motivacional
y autorreguladora), psicofísica (implicando la integración de la mente y el cuerpo),
determinada (estructurada por el pasado y predispuesta para el futuro), única (para cada
individuo) y ajustada al ambiente (un modo de supervivencia con significación evolucionista
y funcional). Para estudiar la personalidad así concebida, Allport alentó la utilización de los
métodos de la psicología académica, pero también la utilización de otras técnicas que fueran
apropiadas para entender el carácter único de cada persona. De hecho, Allport es el precursor
de orientaciones tan dispares como las factorialistas y las fenomenológicas/humanistas, de
forma que aún aceptando la existencia de algunos rasgos comunes, había destacado siempre
la idea de la persona como un todo que se distinguía por poseer un patrón único e integrado
de adaptación, y de la cual le interesaba las experiencias que percibía en el presente (su yo
o proprium fenomenológico) y sus rasgos individuales (la forma particular en que los rasgos
se concretan en la vida de cada individuo en particular).
Al año siguiente de la publicación del libro de Allport, aparece otra obra que también
marcará un hito en la historia de la psicología de la personalidad, aunque desde un punto de
vista diferente, con un énfasis en la psicología clínica y en los aspectos emocionales y
motivacionales: «Explorations in Personality» de Murray (1938). Murray acuñó el término
personología para referirse al estudio interdisciplinario único del individuo, al estudio
detallado y cuidadoso de «vidas humanas y los factores que influyen en su curso».
Fuertemente influido por los conceptos psicoanalíticos de Freud y, especialmente, por los de
Jung, Murray trató de integrar la riqueza clínica de tales conceptos con el valor de los
métodos experimentales y estadísticos de la psicología académica en un esfuerzo por entender
a la persona como un todo, lo cual suponía entender su historia, ya que, como Allport
acertadamente resumía, «para Murray, la personalidad es la historia vital» (Smith, p. 360,
1971). Ese esfuerzo por abarcar la capacidad integradora de lo clínico y el rigor de lo
experimental se tradujo en la utilización de equipos diagnósticos en los que varios
observadores estudiaban al mismo sujeto y luego integraban sus hallazgos en un diagnóstico
final, y en la utilización de muy diversas pruebas de evaluación de la personalidad, las cuales
iban desde el TAT prueba que el mismo Murray diseñó en colaboración con C.D. Morgan
para desentrañar los procesos inconscientes hasta pruebas situacionales bajo condiciones
controladas para así evaluar las conductas manifiestas o cuestionarios y entrevistas más
centradas en los aspectos conscientes. La importancia de la dimensión temporal de la
conducta, el énfasis en un enfoque holista e interdisciplinar de la personalidad y los estudios
longitudinales que estudian al individuo a través de etapas importantes de su historia, aspectos
todos defendidos especialmente por Murray, son actualmente reivindicados y constituyen
parte del importante legado de este padre de la psicología de la personalidad.
El período que va desde 1940 hasta 1950 se caracterizó por la formulación de buena
parte de los grandes sistemas y teorías de la personalidad que aun hoy siguen teniendo gran
influencia en la disciplina, al menos en los libros de textos, aunque sólo una o dos mantienen
su vigencia en la labor de investigación la de Eysenck y, en menor medida, la de Cattell .
En general, en ese período hubo una intensa labor teórica en todas las áreas de la Psicología.
Por ejemplo, entre 1930 y 1950, numerosos psicólogos conductistas, entre los que sobresalen
Hull, Tolman, Guthrie y Skinner, abordan la tarea de construir nuevas teorías que tratan de
depurar las ideas de Watson (Yela, 1980). En este contexto, y una vez que la disciplina se
establece y reconoce, los psicólogos de la personalidad se dedican a elaborar grandes
teorizaciones que sirvan de marcos de referencias de los demás datos psicológicos. «El
psicólogo de la personalidad va a funcionar durante este tiempo como el individuo romántico
que trata de integrar datos muy dispares que provienen de muchas ramas de la Psicología,
asumiendo la disciplina cierta responsabilidad integradora» (Avia, 1988, p. 9).
Así, en esta década Neal Miller y John Dollard escriben dos libros que describen sus
esfuerzos por desarrollar una teoría de la personalidad desde el punto de vista de la psicología
experimental y de integrar en ella al psicoanálisis (1941; Dollard y Miller, 1950). Su primer
libro juntos (Miller y Dollard, 1941) representa uno de los primeros intentos de aplicar los
principios del aprendizaje desarrollados por Hull al estudio de la personalidad, y en ese
intento ofrecieron una visión de los procesos de imitación-identificación psicoanalítica en
términos de procesos operacionales de aprendizaje social. En su segundo libro, estos autores
abordan de manera más sistemática la integración de los conceptos básicos de la teoría
psicoanalítica freudiana con las ideas, lenguaje, métodos y resultados de la investigación
experimental de laboratorio sobre el aprendizaje y la conducta.
1. extraversión / introversión
2. estabilidad emocional / neuroticismo
3. psicoticismo / control de impulsos.
Los cuales a su vez engloban rasgos más primarios que se interrelacionan. Eysenck utiliza el análisis
factorial de forma más deductiva que sus predecesores, como una forma de probar hipótesis más que
de llegar a ellas, ya que su principal objetivo era el análisis de las causas que originan las
diferencias conductuales. Eysenck hipotetiza que las tres dimensiones globales de la
personalidad se basan en patrones neurofisiológicos específicos. La extraversión se
relacionaría con los conceptos de excitación-inhibición cortical que hacen alusión a ciertos
procesos corticales que facilitan o inhiben los procesos mentales y tras los cuales subyace el
funcionamiento del sistema reticular de activación ascendente. El neuroticismo estaría
relacionado con diferencias individuales en excitabilidad y respuesta emocional dependientes
de la activación autónoma, es decir, con los umbrales diferenciales de activación del cerebro
visceral (sistema límbico hipocampo, amígdala, cíngulum y septum e hipotálamo). Por
último, el psicoticismo se relacionaría con el sistema hormonal androgénico. Anticipándose
al interés actual sobre las bases genéticas de la personalidad, Eysenck también hipotetiza que
los factores genéticos juegan un papel causal importante en las diferencias individuales
encontradas en las dimensiones anteriores.
Desde ese ámbito clínico, la teoría de Carl Rogers también empieza a tomar forma
(Rogers, 1942, 1947). Esta teoría, que tanto impacto ha tenido en la psicoterapia y en el
consejo psicológico, ha sido menos fructífera en el campo de la personalidad. Mientras que
Rogers se esmeró en el estudio empírico del proceso psicoterapéutico, su teoría de la
personalidad se basaba casi exclusivamente en la utilización de un método fenomenológico
que puede tacharse de «ingenuo», ya que olvida datos importantes firmemente asentados en
la investigación empírica de la personalidad por el simple hecho de no estar simbolizados (p.
ej., la existencia de factores inconscientes). La fenomenología hace hincapié en que lo
importante no son los acontecimientos por sí mismos, sino cómo son percibidos, lo cual
implica la convicción de que el mejor punto de vista para entender a un individuo es el de
la propia experiencia. Sin embargo, este conocimiento fenomenológico, aunque sea útil, es
por sí solo insuficiente y necesita ser confirmado por otro tipo de datos, ya que, en otro caso,
corre el riesgo de convertirse en mera especulación. A pesar de estas limitaciones, es justo
reconocer que la teoría de Rogers ha sido directamente responsable de reintroducir el
concepto de yo (self) en la Psicología, concepto que trató de sacar de su status metafísico y
místico para someterlo a una definición operativa, adelantándose con ello a las
aproximaciones cognitivas que en los años 80 investigaron en profundidad el yo mediante
métodos experimentales.
Para finalizar, basta recordar que en esta misma década se desarrollaron otras grandes
teorías de la personalidad, entre las que cabe mencionar las de Paul Lecky (1945) y Gardner
Murphy (1947).
Como se comentaba antes, esta amplia variedad de teorías, así como aquellas que se
habían formulado en la década anterior (las de Allport, Murray y Lewin) eran muy
ambiciosas en sus pretensiones de explicar todo tipo de conductas y de integrar todo tipo de
datos psicológicos. Amén de estas pretensiones, la mayoría de estas teorías compartían otra
serie de características reseñables (McAdams, 1997):
En resumen, los psicólogos de la personalidad de los años 40-50 dedicaron todos sus
esfuerzos a una labor teórica comprensiva, la mayoría de la veces más especulativa que
basada en datos empíricos, pero que, en cualquier caso, supuso una época de prosperidad de
la disciplina y, efectivamente, las revisiones de la literatura que analizaron poco después esa
década valoraban de forma optimista el desarrollo de la psicología de la personalidad, tanto
en términos de los contenidos considerados como en términos de los esfuerzos realizados por
organizar el campo de estudio:
Durante esos años tanto Cattell (1957) como Eysenck (1952, 1953) siguen
desarrollando sus influyentes teorías factorialistas, las cuales serán en parte responsables de
la creciente preocupación por los aspectos metodológicos y de medida que, como se verá más
adelante, caracterizará las décadas de los años 50-70. A su vez, aparecen nuevas teorías de
la personalidad. En 1955, George Kelly publica dos extensos volúmenes donde presenta su
teoría de los constructos personales. La teoría de la personalidad de Kelly, de corte cognitivo
y a la que Bruner calificó como la «única y más grande contribución de la pasada década a
la teoría del funcionamiento de la personalidad» (1956, p. 355), se basa en una visión del
hombre en la que se le equipara a un científico, y se anticipó en muchos años a los modelos
recientes que insisten en la interacción entre sucesos ambientales y modos de construcción
personales como clave para comprender la acción humana. De hecho la teoría despertó un
gran interés en los años setenta de la mano de ciertos teóricos cognitivos y del aprendizaje
social que reconocieron su deuda intelectual con la obra de Kelly (p. ej., Mahoney, 1974;
Mischel, 1971). Otra excepción es la teoría del aprendizaje social de Julian Rotter (1954),
en la que éste trata de integrar las propuestas de Hull con las de Tolman, esto es, integrar
las teorías de reforzamiento con las teorías de campo o cognitivas, partiendo para ello del
supuesto de que la unidad de análisis para el estudio de la personalidad es la interacción del
individuo con su entorno significativo, con la situación psicológica.
A pesar de esos esfuerzos teóricos, la disciplina parecía decantarse por los aspectos
aplicados, y para resolver éstos se necesitaban teorías, constructos e instrumentos de
evaluación refrendados por datos empíricos. En consecuencia, los psicólogos de la
personalidad se esforzaron en buscarlos lejos de las grandes teorías, las cuales se antojaban
muy especulativas y parecían estar muy lejos de los datos.
La necesidad de lidiar con los aspectos aplicados fue una consecuencia directa de la
II Guerra Mundial. Al final de ésta, hubo una gran profesionalización de la Psicología que
respondía a las necesidades que el conflicto mundial demandó de ella, tanto durante el mismo
como tras su finalización. Por ejemplo, durante la guerra las grandes figuras de la psicología
de la personalidad tales como Allport, Murray, Stagner, Kelly o Rotter, estaban implicados
en aspectos aplicados: Allport haciendo contribuciones al análisis del rumor; Murray en los
procedimientos de selección de los individuos que sirvieran en la Oficina de Servicios
Estratégicos, precursora de la CIA; Stagner como psicólogo del trabajo en industrias
relacionadas con la defensa; Kelly enrolado en la marina como psicólogo de aviación
dirigiendo un programa de entrenamiento de pilotos civiles, y Rotter como psicólogo y asesor
de personal del ejército (Engler, 1996; Stagner, 1993). Tras la guerra, empezó a surgir una
necesidad significativa de psicólogos clínicos conforme los soldados que regresaban requerían
ayuda para los problemas psicopatológicos que los años de guerra les habían provocado y
para los problemas de adaptación con que se enfrentaban en su vuelta al mundo civil. La
psicología clínica llegó a ser considerada como una parte esencial de los servicios de salud.
Durante la guerra también había habido una gran demanda de psicólogos del trabajo para
atender a las necesidades de las industrias bélicas, lo que a la postre redundó de igual modo
en una mayor profesionalización de la Psicología.
Una buena muestra de esta reorientación hacia las cuestiones empíricas y aplicadas
es el cambio en la política editorial de la revista decana de la psicología de la personalidad:
«Character and Personality». En el mismo año en que finaliza la II Guerra Mundial, la revista
cambia de nombre y anuncia su primera reorientación editorial desde su creación en 1932:
Aunque se proponen muchos constructos (p. ej., locus de control, rigidez, empatía
o dependencia/independecia de campo) buena parte de la investigación gira en torno a tres
de ellos: logro, autoritarismo y ansiedad, las tres «AAA» (achievement, authoritarianism and
anxiety) con que Blake y Mouton (1959) describen la literatura sobre personalidad en la
década de los cincuenta.
Por otro lado, también en esa década se producen animadas controversias relacionadas
con cuestiones metodológicas y de medida, en particular, sobre las ventajas y desventajas de
la aproximación clínica frente a la estadística en la predicción de la conducta (Holt, 1958;
Meehl, 1954, 1956, 1957), sobre el análisis factorial como un instrumento útil para descubrir
las unidades de la personalidad (Atkinson, 1960; Jensen, 1958) y sobre el problema de los
estilos de respuesta (Block, 1965; Edwards, 1957; Jackson y Messick, 1958). El principal
escenario de estas polémicas fue el Minnesota Multiphasic Personality Inventory (MMPI;
Hathaway y McKinley, 1943), el instrumento de personalidad más utilizado en esa época y
que aún hoy en día sigue en esa primera posición, con gran diferencia respecto a otros
instrumentos (Butcher y Rouse, 1996).
Esta situación no era muy cómoda para la psicología de la personalidad: era holista
por naturaleza en una época de especialización, amiga de las aproximaciones correlacionales
a la investigación en un tiempo en que se ensalzaba el método experimental, e interesada en
las diferencias individuales en una época en que la psicología social afirmaba con fuerza que
todas las personas son muy parecidas, que lo importante es la situación. Así lo demostraba
con estudios tan reveladores como el de Milgram sobre obediencia a la autoridad o el de
Asch sobre conformismo social que, además, pasaban por ser los exponentes máximos de la
simulación de la realidad en el laboratorio, es decir, del uso del método experimental en
Psicología. De hecho, los años 60 supusieron una especie de edad de oro para la psicología
social experimental espoleada además por nuevas teorías como la de la disonancia cognitiva
de Festinger o la de la atribución de Heider. De esta forma, en las universidades
estadounidenses, se desarrollaban con más fuerza los programas en psicología social que los
programas en personalidad.
Aunque en los años 50 se afirmaba que no se sabía lo suficiente para elaborar teorías
comprensivas de personalidad, había un sentimiento de optimismo sobre el futuro de la
disciplina y la posible solución a los problemas que se planteaba (p. ej., McClelland, 1951;
Nuttin, 1955). A finales de esa década empiezan a aparecer los primeros signos de
descontento con la situación de la psicología de la personalidad, fundamentalmente en
relación a tres aspectos:
el mismo constructo llegaban a resultados dispares (Wiggins, 1973). Con estos dos pilares
psicométricos tambaleándose, no es de extrañar que también arreciaran las críticas respecto
a la validez de constructo de las medidas de personalidad, el tipo de validez que sustenta todo
el entramado teórico de la personalidad (p. ej., Christie y Lindauer, 1963; Vannoy, 1965).
En este contexto de debates y críticas, y a pesar de los concienzudos argumentos y
de los sugerentes datos de sus defensores (p. ej., Hogan, Desoto y Solano, 1977), la
evaluación tradicional de la personalidad atraviesa en la década de los 70 la mayor crisis de
su historia, momento que coincide con una época de esplendor de la evaluación conductual
que, como era de esperar, se mostraba, al menos en sus inicios, abiertamente indiferente,
sino hostil, frente a la evaluación psicológica tradicional. Así, como demuestra un estudio
bibliométrico del período 1971-1982 llevado a cabo por Prieto, Tortosa y Silva (1984), ésta
es la época de los manuales clásicos de evaluación conductual, del nacimiento de revistas
especializadas en el tema y, sobre todo, de una multiplicación progresiva de trabajos que
pueden enmarcarse dentro del modelo conductual.
2. Trivialidad y falta de coherencia en la disciplina. También a medida que se acercaban los años
70 crece la sensación de que la investigación en personalidad es trivial y no es coherente con
los objetivos que vieron nacer la disciplina. Aparecen y desaparecen miniteorías, temas de
investigación y medidas con una facilidad pasmosa, y apenas hay intentos por elaborar teorías
o programas de investigación que respondan a los objetivos comprensivos e integradores de
la disciplina. «Evidentemente, cuando no existe una buena teoría básica, toda insistencia en
los esfuerzos de evaluación y medida acaban siendo poco consistentes, por no decir
irrelevantes» (Avia, 1988, p. 10). Las críticas ya se hacen notar a finales de los años 50 y
arrecian en los años 60:
«Cada año nos trae nuevos descubrimientos que las más de las veces
ponen en compromiso las teorías del año anterior. Sin embargo las teorías en
psicología son raramente refutadas; simplemente desaparecen... [...] La
fórmula para crear una investigación que prolifere y dure consiste en
conseguir un instrumento de medida fácil de usar con un nombre significativo
y un contenido fascinante. Factorialmente, debería ser tan multidimensional
como fuera posible, para que así arroje correlaciones significativas con muchas
otras medidas psicológicas» (Jensen, 1958, p. 295, 306).
La solución a este abandono de las grandes teorías no parecía fácil. Hacia finales de
los 60, había muchos autores que, como Fiske (1971), pensaban que los esfuerzos pioneros
de Allport, Murray o Lewin, aunque heroicos, eran ingenuos, y que el objetivo de
comprender la persona en su totalidad era algo anacrónico en una época de medidas precisas,
análisis factoriales sin sentido y diseños experimentales rigurosos. A la disciplina le faltaba
coherencia, pero ni las grandes teorías servían para realizar esta labor integradora ni se estaban
elaborando reemplazos para las mismas. En 1970 Levy, tras repasar el papel de las grandes teorías
de la personalidad en la investigación contemporánea, concluía:
Tres años más tarde, Fiske (1974) sugería que, dado que los conceptos manejados por
los psicólogos de la personalidad están inevitablemente relacionados con los
convencionalismos del lenguage cotidiano, aquellos tienden a ser tan ambiguos como estos
últimos. Para Fiske, no era posible construir una ciencia acumulativa en base a conceptos
ambiguos, lo que le llevó a dictaminar que, en realidad, la psicología de la personalidad había
llegado a sus límites.
Así, la mayor parte de los estudios empíricos y teóricos de esa época se centraron en
las críticas planteadas por Mischel respecto a la estabilidad y consistencia de la conducta y
que se enmarcaron en un intenso debate sobre la importancia relativa de la persona y de la
situación en la determinación de la conducta. En el libro editado por Magnusson y Endler
(1977) se pueden examinar los puntos de vista de muchos de los principales protagonistas de
este debate, debate que, por otro lado, ya era antiguo en la disciplina, aunque a veces se
había expresado en otros términos (la persona es activa o reactiva, mecánicamente
determinada o relativamente espontánea, gobernada desde el exterior o desde el interior;
véase Allport, 1955; Pervin, 1990).
Aunque algunos autores han manifestado sus dudas sobre si ese debate persona-
situación fue de utilidad para el desarrollo de la psicología de la personalidad como disciplina
(Carlson, 1984; Carson, 1989; Rorer y Widiger, 1983), creo que tuvo consecuencias muy
saludables tanto conceptual como metodológicamente (véase también Avia y Martín, 1985;
Bermúdez, 1985d; Kenrick y Funder, 1988; Krahé, 1992).
El devenir del debate también supuso cambiar la hipótesis general de que los rasgos
de personalidad determinan la conducta por una hipótesis más específica que defendía que
la consistencia sólo podía esperarse en algunos individuos y/o bajo ciertas condiciones. Como
consecuencia de este avance conceptual, se produjeron a su vez avances en el terreno
metodológico. Se buscaron variables moduladoras (p. ej., variables específicas del rasgo o
metarasgos la propia consistencia en el rasgo, la relevancia del rasgo y variables
específicas de la persona la autoobservación, la autoconsciencia ) que afectaran a la
relación entre disposiciones personales y consistencia conductual; en otras palabras, se
buscaron subgrupos de personas caracterizados por niveles altos y bajos de consistencia
situacional (Bem y Allen, 1974; Snyder, 1974, 1979; véase una revisión en Chaplin, 1991).
También se buscaron subgrupos de situaciones que facilitaran la influencia de las
disposiciones personales en la conducta como, por ejemplo, situaciones altamente
estructuradas que delimitan claramente las respuestas apropiadas y, por tanto, elicitan
conductas muy similares en los individuos presentes, frente a situaciones menos estructuradas,
que aceptan una mayor variedad de conductas aceptables y, por consiguiente, aumentan la
probabilidad de que se dé variabilidad intraindividual e interindividual en la conducta
(Mischel, 1973; Price y Bouffard, 1974). Por último, se buscaron referentes conductuales
representativos para los rasgos. Esta estrategia metodológica fue originalmente propuesta por
Epstein (1977, 1979, 1980), quien pensaba que los estudios empíricos que comprometían la
validez predictiva de los rasgos habían cometido graves errores metodológicos al utilizar
criterios conductuales inapropiados. Para evaluar correctamente si las disposiciones
personales predicen o no la conducta individual, ésta debe medirse en un número suficiente
de ocasiones y/o situaciones para reducir así el error de medida que se comete al tomar como
criterio una sola conducta. En definitiva, Epstein propone una aplicación directa de la clásica
relación psicométrica entre fiabilidad y longitud de un test: para obtener una medida fiable
y generalizable de un criterio conductual es necesario agregar conductas, promediar una gama
aplica de índices conductuales observados en un rango igualmente extenso de ocasiones y/o
situaciones. Además, Epstein afirmaba la necesidad de elegir criterios conductuales que
fueran referentes representativos del rasgo en cuestión, es decir, restringir el agregado a
conductas apropiadas en función de consideraciones conceptuales y psicométricas. Esto
supone tomar en consideración la coherencia funcional de las conductas emitidas, buscar una
equivalencia y/o equiparación de conductas en situaciones distintas.
Para finalizar, me parece justo señalar, aunque sea muy brevemente, que la crisis de
la psicología de la personalidad se inserta en un contexto socio-cultural proclive a las
posiciones situacionistas. Las corrientes de pensamiento dominantes, influidas por las teorías
del «etiquetaje» (Goffman, 1961; Rosenhan, 1973), ven a los tests de personalidad diseñados
para evaluar la conducta en términos de rasgos neuróticos o psicóticos como instrumentos que
la sociedad emplea para «etiquetar» a sus miembros y controlarlos (Hogan et al., 1977;
McAdams, 1997). «El diagnóstico psiquiátrico revela poco acerca del paciente, pero mucho
acerca del entorno en el que un observador lo encuentra» (Rosenhan, 1973, p. 250).
Igualmente, los movimientos pacifistas y de liberación de la mujer, tan populares en la
década de los 70, suscitan y, a la vez, son el producto de una mayor sensibilidad a la gran
influencia que la cultura y el ambiente tiene sobre la conducta humana. «El mensaje implícito
era este: la persona es un producto incluso una víctima del contexto social; por
consiguiente, uno debería centrarse en el contexto más que en la persona en la influencia
social más que en la individualidad» (McAdams, 1997, p. 20).
Bibliografía:
Antiguamente 'persona' era la máscara que utilizaba el actor en el teatro. El término 'persona'
podría derivar de cinco sentido anteriores, pero Cicerón sistematizó sus significados en cuatro
grandes sentidos:
1) Persona como la apariencia (en oposición a lo que uno realmente es); 2) Persona como
papel o rol desempeñado en la vida (por ejemplo filósofo); 3) Persona como conjunto de
cualidades personales que capacitan a un hombre para su trabajo; 4) Persona como distinción
y dignidad (por ejemplo los esclavos no eran personas; o bien personas son quienes
representan a un grupo o institución, o importantes y distinguidas en algún sentido). Notemos el
contraste entre el primer sentido (persona como lo falso, lo simulado, la apariencia) con el
último (persona como lo vital, interior y esencial).
Significados teológicos
Se usó al hablar de las tres personas de la Santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo).
Eran tres personas en una, es decir, para la iglesia no eran máscaras o apariencias sino tres
modos de ser que compartían la misma esencia.
Significados filosóficos
La definición de persona como individuo racional, dada por Boecio, fue dominante durante toda
la Edad Media. De todas las definiciones indicadas, las que presentan mayor interés para la
psicología son la s 11, 12, 14, 19 y 25, porque destacan en la persona los atributos de
racionalidad, autoconciencia, esfuerzo conativo y unicidad absoluta.
Significados jurídicos
Para Justiniano, un esclavo no era una persona, y sólo lo eran los hombres libres. En la época
moderna, por influencia cristiana, persona pasó a ser todo ser dotado de vida, inteligencia,
voluntad y existencia individual separada; un individuo de la raza humana; un ser con mente y
cuerpo, etc. con lo que desapareció la diferencia entre libres y esclavos. Luego, también
persona designó un grupo de individuos o corporación (persona artificial), definición esta última
que tuvo influencia en la sociología más que en la psicología.
Significados sociológicos
En sociología un primer sentido importante es persona como ser humano individual, como la
unidad de la masa social humana o la partícula final del grupo humano. También designó el
aspecto corporal, la idea de menosprecio (¡qué persona!), y el aspecto subjetivo de la cultura, o
sea la subjetivización de las costumbres y tradiciones sociales. Una definición amplia y sintética
es la de Burgess, que apunta a la personalidad como situación social efectiva: La personalidad
es la integración de todos los rasgos que determinan el papel y el status de la persona en la
sociedad. Por tanto, la personalidad puede definirse como eficacia social.
Significados psicológicos
Resumen final
La definición de personalidad resume gran parte del pensamiento especulativo del pasado y de
la investigación científica reciente. Toma definiciones que apuntan a lo más superficial y a lo
más profundo o metafísico.
El carácter
Antiguamente se utilizaba a veces carácter como sinónimo de personalidad, pero hoy en día
hay dos enfoques que han invadido la psicología y que afirman que son conceptos distintos.
1) Sentido ético: una versión, usada también en la iglesia, la educación y el sentido común, dice
que el carácter es una 'parte' o una 'subdivisión' de la personalidad que permite al sujeto
controlar sus impulsos, un principio regulador que engendra estabilidad y hace que se pueda
confiar en esa persona, y que hace que la misma sea capaz de un esfuerzo sostenido para
lograr sus propósitos ('x tiene carácter'). Carácter significa así tesón, voluntad, y estricto
cumplimiento de normas sociales y éticas. Así, el carácter sólo hace su aparición cuando este
esfuerzo personal es juzgado desde algún código de normas.
Sin embargo, esta concepción no podemos considerarla pues: a) es aditiva, o sea supone que
la personalidad tiene una parte llamada carácter, junto al temperamento, la inteligencia, etc. b)
mezcla la psicología con la ética al juzgar la personalidad en función de normas morales o
sociales. Con ello, el psicólogo corre el riesgo de juzgar o prescribir conductas de acuerdo con
una norma social determinada. El carácter resulta ser así un concepto de la ética, no de la
psicología, y por tanto esta última no necesitará emplearlo, bastándole solo el de personalidad.
2) Sentido biológico: como cuando se habla de una característica distintiva, por ejemplo
"herencia de un carácter". Del mismo modo de podría hablar de caracteres de la personalidad
como si fueran notas distintivas de ella. Es útil para designar aspectos estables de la
personalidad como los rasgos, actitudes e intereses, y no tiene connotaciones éticas. Lo
importante es no tomar un carácter o característica como si fuera una parte aditiva de la
personalidad.
El temperamento
Desde antiguo, el significado de 'temperamento' ha variado muy poco, y designa los aspectos
mentales que dependen de lo físico o lo constitucional. Sería el clima o base constitucional
sobre el que se desarrolla la personalidad. Es conveniente emplear el término 'temperamento'
para referirnos a disposiciones casi invariables desde la infancia y que duran toda la vida, que
tienen una base constitucional o hereditaria, y que se caracterizan por una cualidad emocional
constante en cuanto a vivacidad, humor, intensidad, etc.
Por tanto, podemos aceptar una definición de temperamento como la siguiente: El término
TEMPERAMENTO designa los fenómenos característicos de la naturaleza emocional de un
individuo, fenómenos como sus susceptibilidad a la estimulación emocional, su intensidad y
velocidad de respuesta habituales, su estado de ánimo predominante y todas las peculiaridades
de fluctuación e intensidad del mismo; todos estos fenómenos se consideran dependientes de
su estructura constitucional y por tanto, como de origen principalmente hereditario.