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EXÁMEN 1

PSICOLOGÍA DE LA PERSONALIDAD

Prof. Dr. Jesús Sanz Fernández

Desarrollo histórico de la disciplina desde su constitución hasta el presente

Parece obvio que la situación actual de cualquier disciplina científica es fruto de su


pasado, pero este hecho es más evidente en el caso de la psicología de la personalidad, al
menos por dos razones. Primero, porque es ésta una disciplina relativamente joven. En 1908,
Ebbinghaus acuñó la frase que decía que la Psicología tenía un largo pasado, pero una corta
historia, frase que Boring (1929, p. 385) repitió y popularizó, y que se ha venido repitiendo
hasta nuestros días al hablar en particular de la psicología de la personalidad (p. ej., Eysenck
y Eysenck, 1987; Stagner, 1993). Mientras que el año 1879 se considera como la fecha de
nacimiento de la Psicología científica, el origen de la psicología de la personalidad como
disciplina científica independiente se suele situar unos 50 años más tarde, en la década de los
30, en concreto en 1937 (Craik, Hogan y Wolfe, 1993). Se podrían encontrar contribuciones
psicológicas al estudio de la personalidad anteriores a esta fecha (véase Eysenck y Eysenck,
1987), pero hay buenos argumentos, tal y como se expondrá más adelante, para apoyar la
propuesta de los años 30 como el momento de nacimiento de la psicología de la personalidad.
En definitiva, nos encontramos con una disciplina de apenas 60 años.

La segunda razón es que muchas veces se ha caracterizado a la psicología de la


personalidad como una disciplina estancada en viejos debates, viejas teorías y con escasa
acumulación de conocimientos:

«Los dilemas a los cuales se enfrenta el teórico de la personalidad hoy


 en día parecen esencialmente los mismos que en 1937» (Sanford, 1963, p.
518).

«[...] El campo de la personalidad necesita una metodología mejor, un


trabajo más experimental y una teoría más integradora. Necesita salirse de
teorías de hace 50 años y de métodos de hace 25. Individualmente, hay
algunos estudios interesantes pero la falta de dirección y fuerza les quita importancia» (Sechrest,
1965, p. 23).

«¡Jesús! ¡Qué desastre valorar la literatura sobre personalidad! Una


literatura que enfatiza su fragilidad y el hecho de que frecuentemente los
resultados de un estudio no llevan a ningún sitio y desaparecen cuando se
replica» (Blake y Mouton, 1959, p. 226).

Sean ciertas o no estas y otras críticas similares, lo que parecen traslucir es que los
antiguos problemas de la disciplina aún no se han resuelto y que, quizás, un examen de su
evolución histórica nos permitiría dar mejores respuestas a tales problemas. En los últimos
años reina un cierto optimismo acerca del estado y futuro de la disciplina, optimismo que a
veces es calificado de «cauto y paciente» (Pervin, 1996). Este optimismo debe ser atemperado
por un sentido de la historia de la disciplina y por la apreciación de la complejidad de la tarea
con que se enfrentan los psicólogos de la personalidad  entender, comprender y predecir el
funcionamiento de la personalidad . Las dificultades de esta tarea son tan grandes que las
ganancias vendrán lentamente. Según Pervin no porque los psicólogos de la personalidad sean
peores científicos que los físicos, los químicos o los biólogos, sino porque llevan en la tarea
menos tiempo y ésta es más difícil que entender las partículas subatómicas, los elementos
químicos o los genes. Creo que estas razones son válidas, pero insuficientes para explicar por
qué a lo largo de la historia muchos psicólogos de la personalidad se han sentido frustrados
y desanimados respecto a su disciplina. Comparto el optimismo cauto y paciente de Pervin;
con la perspectiva que da contemplar la historia de la disciplina, son muchos los logros que,
a mi juicio, puede ofrecer la psicología de la personalidad en 1997. Pero, lejos de toda
complacencia, se pueden hacer también algunas críticas al comportamiento de los psicólogos
de la personalidad como científicos, críticas que dejaremos para temas sucesivos.

Existen ya diversos capítulos y libros en los que se ha abordado la historia de la


psicología de la personalidad (p. ej., McAdamas, 1997; Pelechano, 1993; Pervin, 1990). Por
este motivo, no se pretende ofrecer aquí una exposición exhaustiva del tema, sino señalar
algunos de los aspectos más significativos de su devenir histórico con un triple objetivo:
aclarar el objeto y el concepto de esta disciplina, entender su estado actual, y determinar
algunas corrientes teóricas que se han ido materializando en distintos trabajos a lo largo del
tiempo hasta llegar a nuestros días.

1.1. Antecedentes

Existen una serie de tradiciones dentro del pensamiento occidental que han confluido
en la creación de la psicología de la personalidad. Aunque muchas de ellas se remontan a sus
raíces griegas, no todas son coincidentes en el tiempo ni tienen el mismo peso en la
psicología de la personalidad. En cualquier caso, y como se irá viendo más adelante, todas
ellas inciden de alguna manera en la situación actual de la disciplina o tienen su reflejo en
la misma.

     1.1.1. La tradición literaria

     El peso de la tradición literaria en el estudio de la personalidad es palpable, aunque


sólo sea porque el término actual de «personalidad» es un vocablo derivado de «persona»,
palabra latina que procede a su vez del griego antiguo, lengua en la cual las expresiones
correspondientes a «persona» (prósopsis, prósôpon y peri sôma) se ecuentran relacionadas con
el teatro. Prácticamente desde su origen, la literatura se ha ocupado no solo de la descripción
física de los personajes, sino también de sus rasgos de personalidad, sus conductas,
pensamientos y sentimientos. En la Grecia clásica estas descripciones de la personalidad se
cultivaron como un género literario menor, la etopeya, que tuvo su máxima expresión en el
siglo IV a. de C. en la obra «Caracteres» del filósofo Teofrasto. En su prólogo, el mismo
Teofrasto se formulaba la pregunta que a lo largo de la historia de la psicología de la
personalidad ha sido uno de sus principales objetivos: las diferencias individuales.

«He admirado muchas veces, y confieso que no comprendo aún por


más que reflexiono, por qué hay tanta variedad en las costumbres de los
griegos, siendo la Grecia tan limitada y sus habitantes alimentados y criados
todos de idéntica manera» (Teofrasto, 1959).

En su obra, Teofrasto llevó a cabo una clasificación de 30 tipos «indeseables»: una


serie de retratos elaborados a partir de un rasgo dominante, que recogen ejemplos típicos de
actuación de los individuos dominados por ese rasgo y que, en definitiva, resumen tipos
supuestamente universales (p. ej. el tacaño, el adulador o el garrulo). Pelechano (1993) ha
analizado en profundidad los supuestos teóricos que subyacen tras estas descripciones y la
relevancia que tienen para la psicología de la personalidad actual.

Esta tradición etopéyica se puede rastrear más adelante en la historia. Por ejemplo,
en la Edad Media aparece en las hagiografías (obras que recogen la vida de los santos con
ánimo ejemplificador), y en el Siglo de Oro de la literatura española en las «Novelas
Ejemplares» y el «Quijote» de Cervantes, o en «El Buscón» de Quevedo. La etopeya contó
con excelentes cultivadores en el siglo XIX. Los movimientos realistas y el naturalismo
francés favorecen la aparición de descripciones psicológicas muy detalladas de los personajes
como, por ejemplo, las que aparecen en las obras de los escritores rusos («Los Hermanos
Karamazov» y «Crimen y Castigo» de Dostoiewsky; «Ana Karenina» de Tolstoi), ingleses
(«Oliver Twist» y «David Copperfield» de Dickens), alemanes («La Montaña Mágina» de
Thomas Mann) y españoles («La Regenta» de Clarín). La popularidad de los denominados
«retratos o perfiles psicológicos» de los personajes es si cabe aun mayor en la literatura del
siglo XX, convirtiéndose en uno de los parámetros más utilizados por la crítica y por el
público para valorar los méritos de cualquier novela.

Por supuesto, la utilización de la etopeya no es exclusiva de la narrativa. El teatro


también cuenta con numerosos y bellos ejemplos en obras tan importantes como «La
Celestina», «Hamlet» o «Los Intereses Creados», e igualmente ocurre en el terreno de la
poesía como, por ejemplo, el célebre autorretrato que Antonio Machado escribe en «Campos
de Castilla» y que empieza con el verso: «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla».

Es obvio que los objetivos de la literatura son distintos a los de la ciencia, pero aún
así las descripciones literarias pueden aportar ideas e intuiciones que pueden ser valiosas para
los psicólogos de la personalidad (Allport, 1961; Pelechano, 1993, 1996). Por ejemplo, en
las etopeyas predomina la estética sobre la veracidad y el autor suele seleccionar la
información a su gusto en función de la línea argumental y de las ideas y sentimientos que
pretende transmitir, pero aún así, su objetivo principal es identificar a las personas. Como
se verá más adelante, en 1971 Carlson realizó una dura crítica a la psicología de la
personalidad acusándola de haber olvidado el estudio de la persona en favor del estudio de
variables y concluyendo «que la persona no es lo realmente estudiado en la investigación
actual de la personalidad queda claramente demostrado tras hacer una revisión de la
literatura» (p. 217), crítica que reiteró en 1984. Afortunadamente, en los años 80-90 ha
habido un resurgimiento del énfasis en la persona individual, resurgimiento que es más
evidente en la investigación sobre el yo (self), pero que aún no se ha extendido a otras áreas
de la psicología de la personalidad. En este sentido, se pueden encontrar nuevos vínculos
entre la literatura y la psicología de la personalidad al hilo de un nuevo constructo explicativo
del comportamiento humano que está ganando en popularidad en los últimos años, las
narrativas personales (McAdams, 1996), y del resurgimiento, en paralelo, de los
autobiografías y las historias de vida como métodos e instrumentos de investigación de la
personalidad.

Finalmente, me parece importante señalar la vinculación que tienen las descripciones


literarias con otros temas de interés en la psicología de la personalidad contemporanea: las
teorías implícitas de la personalidad (Borkenau, 1992; Schneider, 1973). A mi juicio, las
etopeyas pueden ser un material muy útil para identificar las expectativas que las personas
en general tienen sobre la relación entre rasgos, y entre rasgos y conductas. Con este mismo
objetivo, se podría también utilizar otro material literario con rancia tradición en España: los
proverbios y refranes populares. Además, creo que el estudio de los proverbios y refranes
puede arrojar alguna luz sobre la influencia de la cultura en la personalidad, otro de los temas
que en el momento actual ha reaparecido con intensidad. En España, Pelechano (1992) ha
iniciado este estudio.
1.1.2. La tradición médica

También hay que remontarse al mundo clásico griego para encontrar los orígenes de
la medicina como ciencia en occidente. Alrededor del siglo V a. de C. la influencia de los
filósofos presocráticos, preocupados por conocer la «physis» o naturaleza de las cosas,
provoca en la medicina griega un abandono de las explicaciones mágicas en favor de
explicaciones naturalistas que sitúan el origen de las enfermedades en el propio cuerpo.
Prácticamente desde esos inicios, se formulan tipologías de los seres humanos que pretendían
explicar por qué unas personas sufren una enfermedad y otras no, y, de forma
complementaria, por qué unas personas sufren un tipo de enfermedades y otras otro tipo.
Estas tipologías responden a distintas propuestas que, por supuesto, siempre suponen un
sustrato corporal, y en muchas ocasiones han sido englobadas dentro de un rótulo general de
tipologías constitucionales. Sin embargo, puesto que su influencia en la psicología de la
personalidad no ha sido la misma, han tenido sus orígenes en distintas hipótesis biológicas
y difieren en su longevidad, parece sensato agruparlas, al menos, en dos categorías
diferentes: tipologías humorales-temperamentales y tipologías morfológicas. Se podría añadir
una categoría más que recogiera las tipologías hormonales, entre las cuales se encuentra la
propuesta por Gregorio Marañón, pero, su influencia en la psicología de la personalidad ha
sido muy escasa y, por tanto, he preferido no incluirlas y remitir al lector interesado a la
revisión que de estas tipología realizó Sandín (1985a). En cualquier caso, estas tres clases de
tipologías no se han presentado de forma independiente ni excluyente a lo largo de la historia,
sino que se encuentran frecuentes entrecruzamientos entre las mismas.

1.1.2.1. La tradición de los humores-temperamentos

Para contestar a las preguntas sobre las enfermedades que antes mencionabamos, la
medicina científica griega comenzó a integrar la doctrina de los cuatro elementos (aire, fuego,
tierra y agua) y sus características respectivas (cálido y húmedo, cálido y seco, frío y seco,
y frío y húmedo), doctrina postulada por Empédocles para explicar el universo, con la teoría
de los humores (fluidos corporales responsables de la salud del organismo). El ser humano
era entendido como un cosmos en miniatura y, por lo tanto, debía estar compuesto de los
mismos cuatro elementos que eran comunes al resto del universo. En consecuencia, se
distinguen cuatro humores en el cuerpo: sangre (procedente del corazón), bilis amarilla (del
hígado), bilis negra (del bazo y del estómago) y flema (del cerebro). Del equilibrio de estos
cuatro humores dependerá la salud del individuo. La preponderancia de cada uno de los
humores dará lugar respectivamente a cuatro temperamentos diferentes: sanguíneo, colérico,
melancólico y flemático, caracterizados, a su vez, por un rasgo predominante: optimismo,
ira, tristeza y apatía.

Esta tipología básica, consolidada por Hipócrates, es quizás la que mayor aceptación
ha alcanzado a lo largo de la historia. De la mano de Galeno se extiende por el mundo
romano y su influencia domina el pensamiento médico desde el siglo II al XVII. Por ejemplo,
en 1575 Juan Huarte de San Juan publica su famoso «Examen de Ingenios para las Ciencias».
En esta obra, Huarte (1991) afirmaba que la naturaleza que determina las diferencias de
ingenio o habilidad que se ven en las personas es el temperamento o particular combinación
de las cuatro cualidades primarias (frialdad, sequedad, humedad y calor), que se da en el
cuerpo de cada persona. Pero, se puede ir aún más lejos y rastrear el vigor de la doctrina de
los cuatro temperamentos incluso hasta la mitad del siglo XX. En el siglo XVIII el gran
filósofo alemán Immanuel Kant actualizó la doctrina de los cuatro temperamentos y la hizo
aceptable a los filósofos, médicos, teólogos y otros estudiosos interesados en la personalidad,
mientras que en el siglo XX se puede constatar su influencia en las propuestas tipológicas de
Wilhelm Wundt, G. Heymans y E. Wiersma, y del mismo Ivan Pavlov (véase Eysenck,
1995; Eysenck y Eysenck, 1985; Pelechano, 1993; Sandín, 1985b). Sobre estas últimas
volveremos más adelante al hablar de la tradición psicológica. En cualquier caso, baste decir
por ahora que todas estas propuestas tipológicas marcaron el trabajo descriptivo de Eysenck,
el cual, de hecho, partió en un momento dado del reanálisis de los datos recogidos por
Heymans y Wiersma para confirmar su tipología.

1.1.2.2. La tradición morfológica

Esta tradición defiende la existencia de relaciones importantes entre el aspecto físico


y la personalidad, e incluye varias líneas de pensamiento distintas. Algunas de ellas, como
la fisiognomía, tuvieron una aceptación muy desigual en el mundo médico y científico a lo
largo de toda su historia, siendo consideradas las más de las veces una pseudociencia; otras,
en cambio, gozaron en su origen de una plena aceptación por parte del mundo médico y
científico, aunque luego cayeran en desgracia (p. ej. la frenología).

El interés por determinar las características de personalidad a partir de los rasgos


faciales  la fisiognomía o fisiognómica  es muy antiguo. Ya en el siglo IV a. de C.,
Aristóteles defendía la existencia de una relación entre las expresiones faciales y la manera
de ser de los humanos. Aunque algunas remotas reminiscencias de la fisiognomía se pueden
encontrar en la evaluación de la personalidad contemporanea (p. ej., el Test de Szondi), la
influencia de esta pseudociencia ha sido más bien escasa (véase Caro Baroja, 1988, para una
revisión histórica completa de la fisiognomía).

La Frenología de Gall

Una mayor aceptación científica tuvo la frenología que Franz Joseph Gall desarrolló
a finales del siglo XVIII. La frenología, inicialmente denominada craneoscopia o fisiología
cerebral, suponía que las diversas facultades mentales y rasgos de personalidad se
relacionaban con distintas zonas y circunvoluciones cerebrales. En consecuencia, proponía
que la medida de las protuberancias craneales (como indicadoras de esas zonas y
circunvoluciones cerebrales) podrían ofrecer información acerca de la manera de ser y actuar
de las personas. Dejando a un lado esta última hipótesis por la que ha sido más conocido y
criticado, es evidente que la frenología de Gall tuvo un notable impacto en la psicología en
general (Fodor, 1986) y en la psicología de la personalidad en particular, al defender la
relación del cerebro con las diversas funciones mentales y la heterogeneidad de éste como
soporte diferenciado de dichas facultades.

Hay tres líneas vertebradoras de conocimiento generadas a partir de las propuestas de


Gall que resultan especialmente importantes como antecedentes de la psicología de la
personalidad, si bien las tres no tienen la misma significación. La primera de ellas supuso
cierta relación con las teorías de la psicopatología francesa sobre la naturaleza humana. La
segunda línea fue abandonada por los teóricos de la personalidad y pasó a convertirse en
objeto de estudio de otra disciplina, y sólo recientemente es posible reencontrar dicha línea
de trabajo más como línea de datos convergentes que como campo específico de indagación
para la psicología de la personalidad. La tercera dio lugar a una teoría de personalidad. A
continuación, expondremos brevemente cada una de ellas.

La primera línea de pensamiento derivada de las propuestas de Gall es la que se


relaciona con el hallazgo de la asimetría existente entre los dos hemisferios cerebrales. Los
hallazgos de la fisiología del XIX mostraban que cada hemisferio parecía ser responsable de
funciones psicológicas diferentes. Ello indujo a pensar que se había encontrado una buena
razón de índole biológica para explicar algunos fenómenos que se venían observando en la
clínica como fenómenos aparentemente contrapuestos; bastaba con hacer responsable a cada
hemisferio de una de tales funciones (p. ej., razón-locura, mente consciente-mente
inconsciente o razonamiento-emoción). Así, por ejemplo, Holland, el médico de la reina
Victoria, explicaba que los estados de «contradicción y desunión mental» estaban causados
por una disarmonía entre los dos hemisferios.

A partir de aquí, la frenología de Gall entronca con el uso de la hipnosis por parte de
los fundadores de la psicopatología francesa (Jean Charcot, Pierre Janet) para examinar a los
pacientes con trastornos histéricos, y con el interés por el fenómeno de la personalidad
múltiple mostrado por Morton Prince, díscipulo estadounidense de Charcot. Posteriormente,
algunos elementos de esta tradición, basada fundamentalmente en la idea de que distintas
partes contradictorias de la naturaleza humana coexisten en un mismo individuo, tendría un
exponente claro en la obra de Freud, y en algunos de los arquetipos recogidos en la
«psicología analítica» de Carl G. Jung como parte esencial de la estructura de personalidad.
Todos estos entronques se examinarán más adelane, dentro de la tradición psicológica.

Una segunda línea de pensamiento derivada de la frenología de Gall viene a completar


este apartado; se trata del hallazgo consistente en que algunos individuos que padecen
accidentes que afectan a ciertas zonas cerebrales modifican súbitamente sus estilos habituales
de comportamiento. El primero de estos estudios suele situarse hacia 1868, cuando Harlow
describe por primera vez el caso de Phineas Gage, el ejemplo más conocido del cambio de
personalidad como consecuencia de una lesión del lóbulo frontal (Kolb y Whishaw, 1986).
Posteriormente empezaron a proliferar las descripciones por parte de médicos que atendían
a los heridos en la guerra. Esta proliferación llevó a diversos intentos de sistematización en
los que se pretendía relacionar las diferentes alteraciones con distintas zonas cerebrales,
inaugurando un área de trabajo en la que Kretschmer hizo su aportación pionera en 1956. Es
esta una línea de trabajo que llega hasta la actualidad, pero en la que parece haber poco
interés desde la psicología de la personalidad.

La importancia del estudio de este tipo de alteraciones radica no tanto en su interés


clínico per se, ni tampoco en un afán localizacionista por encontrar cuáles son las bases
fisiológicas o neuroanatómicas que sustentan la personalidad. Su interés estriba en la
aportación que el conocimiento de estas situaciones patológicas puede hacer a la comprensión
de los fenómenos normales englobados bajo el nombre de «personalidad». Se trata pues, de
un interés teórico, aun más, un interés por la normalidad. Sea lo que sea ese concepto al que
denominamos personalidad, lo que parece claro es que se trata de una función o conjunto de
funciones altamente integradas en el adulto normal. Una posible forma de obtener datos del
funcionamiento de estas funciones es recurrir a aquellas situaciones en las que, por diversas
razones, tales funciones no operan como se esperaría que lo hicieran, esto es, no operan de
manera normal. Los cambios repentinos de personalidad, frecuentemente observados en
pacientes con lesiones prefrontales y/o frontales, constituyen, en este sentido, un experimento
natural en el que la naturaleza ha creado una situación semejante a la que el experimentador
debería recrear en su laboratorio para estudiar los fenómenos por separado (Sánchez-
Bernardos, 1991).

Esta fuente adicional de datos empíricos ha sido tradicionalmente relegada en el campo


de la personalidad, pero hay razones para confiar en que ese tipo de estudios empezará a
conocer tiempos mejores de la mano de los propios psicólogos de la personalidad. Por un
lado, desde los años ochenta se ha producido un fuerte acercamiento a los esquemas de
trabajo de la psicología cognitiva, disciplina en la que de manera explícita se reconoce tanto
la importancia de esta línea de datos empíricos como el hecho de que no pocas teorías se han
beneficiado notablemente de ella. Por otro lado, desde la propia psicología de la personalidad
se ha renovado el interés por los determinantes biológicos de la personalidad y por los
trastornos de personalidad. No cabe duda, de que estas tendencias auguran un futuro más
prometedor para los estudios que examinan la relación entre personalidad y funcionamiento
cerebral, particularmente con las lesiones y enfermedades cerebrales. De hecho,
recientemente Gruzelier y Mecacci (1992) han recogido algunos de los estudios empíricos
realizados en los años 80 que ejemplifican esta estrategia neuropsicológica de investigación
en la personalidad.

Por último, la tercera derivación de las aportaciones de Gall es ya abiertamente una


teoría de la personalidad, se trata de la teoría de los estratos de personalidad que se elaboró
en Alemania en los años 30. Es bien sabido que el trabajo de Gall entronca con la vieja
psicología de las facultades; con él, la concepción tripartita de la mente (conocimiento,
sentimiento y acción) logró su máxima expresión, ya que dichas facultades en su grado más
pormenorizado representaban la arquitectura funcional del cerebro. El arraigo de la psicología
de las facultades en Alemania, junto con los avances promovidos en el estudio de la función
cerebral culminaron en la teoría de los «estratos de personalidad» en la que la tesis
fundamental era que los diferentes estratos emergen a lo largo del desarrollo como aspectos
psicológicos estrechamente relacionados con la maduración de distintos estratos
neurofisiológicos (paleocortex, neocortex, etc.). Ni la parte psicológica, ni la parte
neuroanatómica de estos emergentes quedan anuladas con la aparición de estratos superiores,
sino que estos últimos controlarán el funcionamiento de los estratos inferiores. La revisión
histórica que Gilbert (1973) ha llevado a cabo sobre esta teoría, señala su influencia en las
formulaciones de Kurt Lewin y Gordon Allport. Asimismo, es evidente el «espíritu de
familia» que dicha teoría mantiene con el modelo de personalidad tripartita de Sigmund
Freud.

No sería justo terminar este apartado sin hacer, aunque sólo sea una mención breve,
al papel del neurólogo británico Jackson (1835-1911) en la gestación de algunas de las ideas
más fructíferas para la disciplina, ya que tanto el modelo de personalidad de Freud
(Rapaport, 1967) como la misma teoría de los estratos a la que acabamos de referirnos tienen
un antecedente inmediato y claro en él.

Las Tipologías Somáticas

Estas tipologías defienden la existencia de fuertes relaciones entre los tipos físicos y
los rasgos de personalidad. La teoría tipológica del psiquiatra alemán Ernst Kretschmer
(1888-1964) puede considerarse como la tipología somática más representativa de esta línea
del pensamiento médico. En 1925 Kretschmer publicó «Constitución y Carácter» (Kretschmer,
1967), un libro en el que establecía tres tipos somáticos básicos en función del desarrollo de
las estructuras musculares, óseas y epidérmicas: leptosomático, pícnico y atlético, y un cuarto
tipo, el displásico, que hacía referencia a formas somáticas anormales producidas por alguna
alteración metabólica. Kretschmer afirmaba que existía una relación probabilística entre los
tipos somáticos y los trastornos mentales, de manera que un leptosomático, si sufría un
trastorno, tendería a desarrollar una psicosis esquizofrénica, el pícnico tendería a desarrollar
una psicosis maníaco-depresiva y el atlético tendería a desarrollar una epilepsia.
Posteriormente Kretschmer extendió sus hipótesis a las personas normales, postulando una
relación entre tipo somático y rasgos de personalidad, de forma que los leptosomáticos
normales serían introvertidos, tímidos, idealistas y nerviosos, es decir, tendrían un
temperamento esquizotímico, mientras que los pícnicos normales serían gregarios, amables,
joviales y con muchos cambios de humor, es decir, tendrían un temperamento ciclotímico.

Las ideas de Kretschmer, en especial su insistencia en la importancia de los factores


constitucionales y su propuesta de una relación entre constitución leptosomática e
introversión, tuvieron cierta repercusión posterior en la teoría factorialista que Hans Eysenck
formuló en los años 40. En esa misma década un discípulo estadounidense de Kretschmer,
William Sheldon (1899-1977), desarrolló una tipología somática muy semejante a la de aquél,
aunque basada en técnicas antropométricas más objetivas y operativas que la de Kretschmer
(Sheldon y Stevens, 1972). Sin embargo, al contrario de lo que ocurrió con la teoría de
Eysenck, que siguió desarrollándose y ganando en reputación científica hasta llegar hasta
nuestros días, la propuesta de Sheldon cayó en desgracia a principios de los años 50, al
menos dentro del ámbito de la psicología de la personalidad y de la psicología académica,
como resultado de la aparición de varios estudios empíricos que no consiguieron confirmar
su tipología somática (p. ej., Child, 1950; citado en Pelechano, 1993).

1.1.3. La tradición psicológica

Por supuesto, la línea de pensamiento que guarda más relación con el origen de la
psicología de la personalidad es la que entronca con el origen de la Psicología como ciencia.
Dentro del campo de la psicología científica hay tres enfoques de investigación distintas, cada
uno con su propio planteamiento de la observación y sus propios puntos fuertes y débiles: el
enfoque clínico, el correlacional y el experimental. Estos tres enfoques tienen su origen en
disciplinas distintas, distintos bagajes culturales y en distintos objetos de investigación. El
primer enfoque está unido al pensamiento médico y ligado al origen de la psiquiatría y la
neurología; el segundo está relacionado con el pensamiento evolucionista y las ciencias
biológicas, y el tercero proviene de la línea de pensamiento filosófico y fisiológico. Los tres
enfoques tienen su origen en los años finales del siglo XIX y aunque evolucionaron de forma
algo independiente, los tres abordaron el estudio de la personalidad y cimentaron las bases
de la psicología de la personalidad como disciplina.

1.1.3.1. La tradición clínica

La figura que quizás puede servir de punto de unión entre la tradición médica y la
psicológica de enfoque clínico es Jean Martin Charcot (1825-1893), el neurólogo francés que
aventuró las primeras hipótesis psicológicas sobre el origen de los problemas histéricos y
utilizó la hipnosis para su tratamiento. Amén de estas aportaciones, la importancia de la
figura de Charcot en la historia de la psicología de la personalidad radica en haber sido el
maestro de otros tres grandes médicos: Pierre Janet (1859-1947), Morton Prince (1854-1929)
y Sigmund Freud (1856-1939).

Janet continuó los estudios de Charcot sobre los trastornos histéricos y el uso de la
hipnosis, los cuales le llevaron a postular la existencia en la histeria de «ideas fijas»
disociadas de la conciencia que producían los síntomas histéricos. Las ideas de Janet sobre
la disociación en la histeria tuvieron cierto impacto en figuras como William James o Morton
Prince, pero fueron abandonadas durante un largo período de tiempo (cf. Kihlstrom, 1990;
Kihlstrom, Barnhardt y Tataryn, 1995). Sin embargo, en los años ochenta sus teorías fueron
reavivadas por los psicólogos cognitivos y de la personalidad interesados en los procesos
inconscientes (p. ej., la teoría neodisociativa de la conciencia dividida de Hilgard, 1986,
1992, y el inconsciente cognitivo de Kihlstrom, 1990; Kihlstrom, Glisky y Angiulo, 1994).

El estadounidense Prince tiene particular importancia para el campo de la personalidad


por tres razones. Primero, publicó un libro en el que presentaba una detallada descripción
de la sintomatología y del tratamiento de personas con personalidad múltiples, y que es
considerado un clásico en el estudio de este trastorno (Prince, 1906). El fenómeno de la
personalidad múltiple despertó un gran interés entre los círculos médicos y filosóficos de la
época. La obra de Stevenson «Dr. Jekyll y Mr. Hyde» sería uno de sus más famosos
ejemplos. Las ideas de Prince fortalecieron los puntos de vistas fragmentistas sobre la
naturaleza humana y, precisamente, la emergencia de la psicología de la personalidad en los
años 30 y su vinculación a la idea de globalidad y unidad, se ha visto como una reacción
frente al fragmentarismo imperante en esa época, y al que el interés por la personalidad
múltiple servía de acicate (Burnham, 1989; Sánchez-Bernardos, 1989). Por otro lado, este
trastorno ha generado mucha investigación en los últimos años, en parte porque se piensa que
ha habido un aumento significativo del número de casos, pero, fundamentalmente, porque
constituye un fenómeno excepcional para estudiar las relaciones entre personalidad, memoria
y conciencia (Dennett, 1991).

Una segunda razón para la importancia de Prince es que fue el fundador de la Clínica
Psicológica de Harvard en 1927, la cual, como se explicará más adelante, tuvo un importante
papel en la creación de la psicología de la personalidad como disciplina independiente. La
tercera razón es que Prince también fundó en 1906 una revista científica dedicada a la
publicación de investigaciones sobre procesos sociales, de personalidad y psicopatológicos,
revista que, a la postre, se ha convertido en la publicación periódica de mayor tirada e
impacto en esos tres campos, aunque escindida en dos revistas distintas. Originalmente, la
publicación fundada por Price se denominó «Journal of Abnormal Psychology», para
posteriormente, en 1922, llamarse «Journal of Abnormal and Social Psychology». Dado el
volumen de trabajos que tenía que absorber, en 1965 el contenido de la revista se divide en
dos: la investigación sobre psicopatología quedó en la revista original que recupera el título
que tenía en 1922, «Journal of Abnormal Psychology», y la investigación sobre psicología
social y de la personalidad fue redirigida a una nueva revista denominada «Journal of
Personality and Social Psychology».

El tercer alumno de Charcot, Freud, fue el que más influyó en el desarrollo de la


psicología de la personalidad. Y aún sigue haciéndolo. Un estudio publicado este mismo año
sobre los investigadores más eminentes en el campo de la personalidad indica que Freud es
el autor al que más páginas dedican los manuales de la disciplina, con una gran diferencia
sobre el segundo autor, Rogers (Mayer y Carlsmith, 1997). Freud fue una de las figuras
intelectuales más importantes del siglo XX, y su impacto en nuestro sociedad puede
equipararse al que tuvieron personas como Sartre o Einstein. Freud concibió su creación
intelectual, el psicoanálisis, como una teoría de la personalidad, un método terapéutico y un
método de observación (Freud, 1923). En los dos primeros sentidos es como tuvo mayor
influencia, no sólo en el campo de la personalidad, sino también en los de la psicopatología
y la psicoterapia. De hecho, el enfoque psicoanalítico de Freud es uno de los máximos
responsables de que la disciplina que nos ocupa empezara su andadura partiendo de intereses
fundamentalmente clínicos. Aunque es muy difícil hacer una valoración del legado de Freud
a la psicología de la personalidad en unas pocas líneas, se pueden señalar una serie de áreas
en las que su influencia fue máxima: el interés por los trastornos neuróticos como
manifestaciones exageradas de pautas de comportamiento normal; la reivindicación de la
noción de inconsciente como sustrato de los procesos psicológicos; el énfasis en los aspectos
motivacionales (instintos) del comportamiento, y el interés por el desarrollo de la sexualidad
en la infancia.

Por supuesto, al legado directo de Freud hay que añadir el de sus primeros discípulos,
fundamentalmente, aquellos que rompieron con él y fundaron sus propias escuelas de
pensamiento. En 1911 Alfred Adler (1870-1937) abandonó la Sociedad Psicoanalística de
Viena y fundó su propio grupo de discusión. La psicología individual de Adler, que hacía
hincapié en los determinantes sociales de la personalidad y en el papel de la constelación
familiar, influyó de manera importante en teóricos psicoanalíticos posteriores (p. ej., los
psicólogos del ego y los neo-freudianos). Por otro lado, son muchos los autores que ven la
obra de Adler como pionera en el estudio cognitivo de la personalidad al utilizar conceptos
como el de «estilo de vida» y concebir el «self» (yo) dinámicamente, como constructor de la
propia vida (Avia, 1986; Forgus y Shulman, 1979).
En 1913 Carl Jung (1875-1961) rompió relaciones con Freud y desarrolló su propia
teoría, la cual al final llegó a ser conocida como psicología analítica. El influjo de Jung en
la evaluación e investigación de la personalidad también es fácilmente reconocible. Como se
verá más adelante, Henry Murray, uno de los padres de la disciplina, trató de llevar las ideas
de Jung a las arenas de la psicología académica. Más recientemente, la tipología de Jung
condujo al desarrollo de un cuestionario, el Indicador de Tipos de Myers-Briggs (Myers,
1943, 1975; citado en Myers y McCaulley, 1985), que es actualmente uno de los
instrumentos más populares para la evaluación de la personalidad en poblaciones no clínicas.

Por último, parece justo señalar que en 1920, Herman Rorschach (1884-1922) publicó
su famoso test de manchas de tintas, el Test de Rorschach (1967), diseñado para evaluar la
personalidad desde el punto de vista freudiano. Este test pronto se convirtió en el impulsor,
directa o indirectamente, de otros métodos proyectivos que aparecieron en años posteriores,
y en el instrumento por excelencia de los enfoques psicoanalíticos de la personalidad, tanto
en el ámbito clínico como en el de la investigación. La importancia del test de Rorschach en
la evaluación de la personalidad sólo es comparable a la que tuvo más adelante el Minnesota
Multiphasic Personality Inventory (MMPI). De hecho, aún hoy en día es el segundo
instrumento más utilizado por los psicólogos clínicos y el segundo que más investigaciones
genera, sólo superado por el MMPI (Butcher y Rouse, 1996).

1.1.3.2. La tradición correlacional

Más o menos al mismo tiempo que Charcot realizaba sus estudios sobre la histeria,
el inglés Francis Galton (1822-1911) llevaba a cabo sus estudios sobre las diferencias
individuales, su medida y el papel de la herencia en ellas. Notablemente influido por la teoría
de Darwin, de quien era primo lejano, Galton inició algunas de las nociones básicas de lo que
más adelante se conocería como enfoque correlacional de la personalidad: el énfasis en las
diferencias individuales y su medida, el uso de tests objetivos de laboratorio, escalas de
valoración y cuestionarios, la utilización de gran cantidad de sujetos, y el interés por la
herencia de los atributos humanos. Dada la popularidad de este enfoque en nuestros días, es
de justicia admitir que, al menos en parte, se ha cumplido la predicción que Allport hizo en
1937 de que la idea de Galton «parece destinada a dominar la psicología de la personalidad
durante el siglo XX» (Allport, 1937, p. 97).

Galton concentró sus esfuerzos en medir las diferencias en lo que él mismo llamó
«facultades intelectuales», pero también estaba interesado en la medición de las características
de personalidad y, de hecho, fue el iniciador de su medida, de lo que él denominaba rasgos
del «carácter». Por ejemplo, diseñó técnicas de muestreo de conductas basadas en la
observación de las personas en situaciones sociales comprometidas y también sugirió el uso
de la técnica de asociación de palabras para evaluar la personalidad (sugerencia que luego
recogieron Emil Kraepelin y Carl Jung). Para Galton el carácter era un conjunto de
características generales y estables del sujeto, cuantitativas y, por tanto, susceptibles de
medida, y con base biológica. Su punto de vista sobre la personalidad, muy semejante al de
algunas concepciones más modernas, quedó expresado de la siguiente manera: «El carácter
que conforma nuestra conducta es «algo» definido y duradero, y, por tanto,... es razonable
intentar medirlo» (citado en Lanyon y Goodstein, 1982, p. 6).

Galton estableció un laboratorio antropométrico para medir a las personas en diversas


características físicas y psicológicas, llegando a evaluar a miles de individuos con múltiples
instrumentos. Para establecer relaciones entre los datos que encontró desarrolló la idea de una
medida cuantitativa de la asociación entre dos conjuntos de datos. En 1896, un discípulo de
Galton, Karl Pearson rebautizó definitivamente el concepto de su maestro dando lugar al
procedimiento estadístico conocido hoy como coeficiente de correlación producto-momento
de Pearson.

El trabajo de Galton sobre la medición de las diferencias individuales en las


capacidades mentales lo continuó otro psicólogo inglés, Charles Spearman (1863-1945), quien
se propuso determinar si existía una inteligencia general o factor g o si las diferencias en los
tests de inteligencia se debían a diferencias en capacidades intelectuales múltiples e
independientes. Para hacer esto creó el procedimiento estadístico denominado análisis
factorial. Este procedimiento, como se verá más adelante, fue fundamental para el desarrollo
de las teorías factorialistas (de rasgos) de la personalidad. Aunque la historia le recuerda por
sus trabajos sobre el análisis factorial y la inteligencia, Spearman también se adentró en el
estudio de los rasgos de personalidad y, de hecho, fue el primero que demostró la existencia
de los dos factores de neuroticismo y extraversión, en su terminología los factores «w» y «c»,
respectivamente (Eysenck, 1995).

El pionero del estudio de las diferencias individuales en los Estados Unidos de


América fue James McKeen Cattell (1860-1944) quien durante algún tiempo había trabajado
con Galton. J. M. Cattell publicó en 1890 una batería que incluía medidas de inteligencia y
de personalidad, poniendo en circulación el término «test». Otro hito importante en la medida
de la personalidad lo constituyó el trabajo de Alfred Binet (1857-1911) en Francia. Aunque
sus estudios se centraron en el famoso test de inteligencia que lleva su nombre  la Escala
de Inteligencia Binet-Simon publicada en 1905 , sus avances en la medición de la
inteligencia espolearon hasta cierto punto la creación de nuevos instrumentos de evaluación
de la personalidad.

Al mismo tiempo que estas investigaciones se desarrollaban en EE. UU. y Francia,


el filósofo y psicólogo holandés G. Heymans (1857-1930) y sus colegas  principalmente E.
Wiersma  publicaron varios trabajos que pueden considerarse como el primer análisis
estadístico y empírico de la personalidad. En sus estudios publicados entre 1906 y 1909,
Heymans y sus colegas administraron escalas de valoración de rasgos a miles de individuos
(quienes eran evaluados por sus propios doctores), analizaron los datos con coeficientes de
asociación y llegaron a aislar tres rasgos más generales, de los cuales uno es equiparable a
neuroticismo y el otro a extraversión (Eysenck y Eysenck, 1985; Pelechano, 1993). Además,
diseñaron tests objetivos de laboratorio para probar los supuestos mecanismos que subyacían
tras esos dos rasgos, en lo que quizás sea el primer intento de integración de la investigación
correlacional y experimental en el campo de la personalidad. La influencia más importante
del trabajo de estos holandeses se puede reconocer en la teoría factorialista que Hans Eysenck
elaboró 40 años después. Eysenck ha reconocido abiertamente su deuda intelectual con ellos
y ha descrito con detalle su trabajo (Eysenck, 1970; Eysenck y Eysenck, 1985).

De esta forma, cuando se inició la Primera Guerra Mundial, la evaluación de la personalidad


contaba ya con un bagaje técnico digno de tenerse en cuenta. Por tanto, no es de extrañar que
en los EE. UU. se estableciera un comité de psicólogos dentro del Departamento Médico del
Ejército cuyo objetivo era desarrollar tests de inteligencia y personalidad para clasificar a los
reclutas y seleccionar a los aspirantes a oficiales. Este trabajo finalizó en 1919 con la
creación de un inventario de personalidad diseñado para detectar a los reclutas con problemas
emocionales, la Hoja de Datos Personales de Woodworth. Este cuestionario de papel y lápiz
pasa por ser el primer inventario colectivo y estandarizado de personalidad. En resumen,
hacia 1920 existía ya un cuerpo importante de inventarios de personalidad. Dichos inventarios
estaban elaborados a partir de dos líneas de trabajo diferentes y complementarias que han
llegado hasta nuestro días: una línea de trabajo que procede del estudio de las diferencias
individuales, y otra que procede de la evaluación clínica relacionada con aspectos
psicopatológicos (Goldberg, 1971). La confluencia de ambas línea ofreció la base técnica
necesaria para la aparición de las teorías factorialistas y de rasgos décadas más adelante. En
este sentido, Jackson y Paunonen (1980) han señalado la importancia que tuvieron para el
desarrollo de tales teorías y de la psicología de la personalidad en general, la creación de los
inventarios de personalidad con múltiples escalas, la elaboración de los métodos empíricos
de construcción de tests, y el establecimiento de la teoría de tests como disciplina
independiente. Una perspectiva histórica más detallada sobre el desarrollo de los métodos de
evaluación en psicología de la personalidad puede encontrarse en Craik (1986).

1.1.3.3. La tradición experimental

Aproximadamente al mismo tiempo que Charcot y Galton realizaban sus


investigaciones en Francia e Inglaterra, respectivamente, Wilhelm Wundt (1832-1920)
establecía el primer laboratorio de psicología experimental en Alemania. Wundt concibió a
la Psicología como una ciencia experimental similar en sus procedimientos a los que se
utilizan en la ciencia natural y centrada en la experiencia inmediata. Aunque su principal
aportación a la psicología de la personalidad fue sentar las bases del método experimental
aplicado a la Psicología en general, también se ocupó de temas más específicamente
relacionados con los objetivos de la disciplina dentro de la tradición de los temperamentos.
Así, fue el primer psicólogo en considerar el viejo concepto de temperamento griego como
dimensiones, en lugar de categorías. Para Wundt las diferencias individuales representadas
por los cuatro temperamentos clásicos se basaban en diferencias en la velocidad de excitación
emocional (rápido o de gran variación frente a débil o de menor variación) y en la intensidad
de la respuesta (fuerte frente a débil): «Los coléricos y los melancólicos tienden a afectos
fuertes, mientras que los sanguíneos y los flemáticos se caracterizan por los débiles. Se da
un margen de variación mayor en sanguíneos y coléricos, y menor en melancólicos y
flemáticos» (Wundt, 1903, p. 384; citado en Eysenck y Eysenck, 1985).

La aplicación del método experimental a la Psicología se fue consolidando con las


investigaciones de Hermann Ebbinghaus (1850-1909) sobre memoria. Ebbinghaus acentúo el
control experimental en los estudios utilizando, por ejemplo, sílabas sin sentido, y trato de
establecer leyes de funcionamiento de la memoria aplicables a todas las personas como, por
ejemplo, «curvas de olvido» que ignoraban las diferencias individuales.

Al mismo tiempo que Ebbinghaus realizaba sus estudios experimentales en Alemania,


en Rusia, el fisiólogo Ivan Pavlov (1849-1936) estaba llevando a cabo sus estudios
experimentales sobre condicionamiento clásico. Estas investigaciones, en las cuales Pavlov
manipulaba los estímulos que apareaba buscando las relaciones causales entre éstos y las
respuestas de los sujetos, reforzaron aun más la utilidad del método experimental para
explicar la conducta humana, máxime cuando de ellas se derivaron leyes generales de
aprendizaje que se aplicaban tanto a los animales como a los humanos. Curiosamente, el
primer informe sobre la teoría de los reflejos condicionados fue una ponencia que Pavlov
presentó en el Congreso Internacional de Medicina celebrado en Madrid en 1903 (García-
Vega, 1985).

Amén de este respaldo al método experimental en Psicología y del desarrollo de las


leyes de condicionamiento clásico, vale la pensar destacar otras dos aportaciones de Pavlov
al campo de la personalidad. Primera, su estudio de los efectos del condicionamiento
discriminativo a estímulos conflictivos en los perros («neurosis experimental») y su
extrapolación para explicar fenómenos de la personalidad tan importantes como el conflicto
y el desarrollo de los trastornos emocionales. Segunda, su estudio de la relación entre las
diferencias individuales en los perros y el condicionamiento de las respuestas, y su
extrapolación a una tipología humana basada en las propiedades del sistema nervioso: fuerza,
movilidad y equilibrio (Pavlov, 1972). Esta tipología influyó decisivamente en las teorías
biológicas de la personalidad elaboradas posteriormente por sus discípulos soviéticos, B. M.
Teplov y V. D. Nebylitsyn, por la escuela polaca liderada por Jean Strelau y por J. A. Gray
y su equipo en Inglaterra (Sandín, 1985b). Es más, una de las áreas de investigación más
importantes actualmente es la de los determinantes biológicos de la personalidad y, dentro
de ella, juega un papel muy importante la teoría regulativa del temperamento de Strelau.

En 1912 Max Wertheimer publica un artículo titulado «Estudio Experimental sobre


la Visión del Movimiento» que señala el comienzo de la escuela de la gestalt (García-Vega,
1985) y en el que se concibe a la experiencia perceptiva (p. ej., el movimiento aparente)
como un todo no analizable en sus partes. Esta actitud, que prima la totalidad frente al
análisis de las partes, tendrá su máximo valedor en el campo de la personalidad en uno de
los considerados «padres» de la disciplina, Kurt Lewin, pero también afectó a los otros dos
fundadores de la psicología de la personalidad, Henry Murray y Gordon Allport. Los tres
defendieron la idea de que el individuo debe ser estudiado como un todo coherente y no en
términos de partes desconectadas. Peterson (1988) ha resumido la influencia de la gestalt en
la psicología de la personalidad en los siguientes puntos: (a) la teoría de campo como marco
explicativo, (b) el énfasis en las relaciones, (c) la concepción de personalidad como unidad
y con carácter integrador, y (d) la atención al modo peculiar en que cada individuo considera
la realidad.

Un año después del inicio oficial de la escuela de la gestalt, John B. Watson (1878-
1958) publica el artículo «Psychology as the Behaviorist Views It», considerado el manifiesto
fundacional del conductismo (Watson, 1913). En ese artículo, Watson propone una nueva
Psicología que en vez de la mente estudie mediante métodos exclusivamente objetivos la
conducta manifiesta, lo observable. Para Watson, la Psicología era, en definitiva, el estudio
del desarrollo de conexiones estímulo-respuesta (E-R). Tras un período de asentamiento y
difusión, el movimiento conductista se consolida en 1930 como el enfoque dominante en la
psicología académica afectando así a todas las áreas de investigación, incluyendo la naciente
psicología de la personalidad (Yela, 1980). Como se expone más adelante, la influencia del
conductismo en la disciplina será patente de dos formas totalmente contrapuestas: entre los
años 30-60 fomentó la elaboración de teorías de la personalidad basadas en el modelo E-R
de Clark Hull y, en general, en los principios del condicionamiento clásico y operante,
mientras que entre los años 60-80 propició una crítica apasionada a la psicología de la
personalidad, llegando a poner en duda la utilidad del concepto de personalidad y alguna de
sus características más básicas: la estabilidad y consistencia conductual.

1.2. El surgimiento académico de la disciplina (1930-1940)

En los años 30 hay varios hechos que indican el surgimiento de la psicología de la


personalidad como disciplina científica independiente. Primero, en 1932 aparece la primera
revista dedicada específicamente al estudio de la personalidad, «Character and Personality»,
con el objetivo explícito de unir los estudios alemanes sobre el carácter con los estudios
británicos y americanos sobre las diferencias individuales, incorporando trabajos
correlacionales, experimentales, estudios de casos y discusiones teóricas. Posteriormente, en
1945, tras la pérdida de valor científico del término «carácter», la revista cambia su título por
el de «Journal of Personality», nombre con el que se la conoce actualmente, siendo la única
revista que ha seguido sin interrupción hasta nuestros días publicando trabajos sobre
personalidad.

Segundo, entre los años 30 y 40 existe un grupo de profesionales influyentes y


reconocidos que, siguiendo el análisis de Danziger (1979) sobre el origen social de las nuevas
ciencias, tiene acceso a los círculos ya existentes en los que se mueve la psicología
académica, se encarga de definir los roles de los psicólogos de la personalidad, demarcar sus
actividades frente a los psicólogos dedicados a otras áreas, y crear una cierta identidad
profesional (Avia, 1988). Danziger considera que para que se reconozca científicamente el
valor de unas nuevas ideas y, por tanto, se den los pasos para la formación de una nueva
disciplina, es necesaria la existencia de un grupo profesional que demarque sus atribuciones
frente a otros colegas y, a su vez, defina las normas de trabajo para sí mismo. Este grupo
profesional apareció en los años 30 alrededor de la Universidad de Harvard, siendo sus
figuras más importantes Gordon Allport, Henry Murray y Kurt Lewin, a los que justamente
se les ha denominado los padres de la psicología de la personalidad (Avia, 1988).

En 1922 Allport se había doctorado en la Universidad de Harvard con el primer


estudio estadounidense sobre los rasgos de personalidad y, tras viajar becado a Europa,
volvió a Harvard para desarrollar e impartir en 1924 lo que se considera el primer curso
sobre personalidad para estudios de licenciatura en los EE. UU.: «Personality: Its
Psychological and Social Aspects» (Allport, 1968). Este primer esfuerzo de incluir la
psicología de la personalidad en el currículum académico no cae en el vacío y es rápidamente
seguido por muchos psicólogos en la década siguiente, de manera que la necesidad de un
libro de texto adecuado para ese tipo de cursos es ya evidente a mediados de los años 30
(Craik, 1993; Stagner, 1993). En 1926 Allport se trasladó a la Universidad de Dartmouth,
pero en 1930 regresó de nuevo a Harvard, esta vez para siempre, siendo junto a Murrary uno
de los impulsores de la creación en esta Universidad del Departamento de Relaciones
Sociales, el cual combinaba programas de las licenciaturas de psicología, sociología y
antropología en el espíritu de los estudios interdisciplinares que tanto Allport como Murray
defendieron.

En 1927, Morton Prince, un alumno del neurólogo francés Jean Charcot, había
establecido en la Universidad de Harvard una clínica psicológica. Tras su muerte en 1928,
Murray sucedió a éste en la dirección de la clínica, y desde esta posición lideró a un grupo
de psicólogos interesados en estudiar a los individuos intensivamente por medio de la
combinación de datos obtenidos a través de entrevistas, cuestionarios, medidas proyectivas
como el Test de Apercepción Temática (TAT) y pruebas situacionales, además de
proporcionar a otros psicólogos el clima para la integración de la investigación clínica con
la proveniente de la psicología académica.

Lewin no perteneció al claustro de profesores de Harvard, sino que desarrolló sus


programas de investigación en personalidad fundamentalmente en la Universidad de Cornell
y en la de Iowa. Sin embargo, coincidió en varias ocasiones con Allport y Murray en los
seminarios sobre personalidad que se celebraron en Harvard entre los años 30 y 40, y, de
hecho, durante algún tiempo Lewin impartió sus clases en el cercano Instituto Tecnológico
de Massachusetts (Smith, 1971).

Tercero, a mediados de los años 30 aparecen los primeros textos de psicología de la


personalidad. Por supuesto, antes de esos años ya había una importante literatura sobre la
personalidad. A. Roback presentó en 1927 una bibliografía de más de 2.200 títulos que
trataban sobre la personalidad; sin embargo, la mayoría de ellos eran obras literarias o tenían
un cariz muy especulativo. Muy pocos presentaban investigaciones empíricas  aunque los
estudios de casos eran comunes , e incluso muchos menos se enmarcaban dentro de las
líneas teóricas principales de la Psicología como ciencia (Stagner, 1993). Del catálogo de
Roback, tan solo los títulos de Freud, Jung y Adler han pervivido hasta nuestros días como
obras influyentes. Otros textos no recogidos por Roback y publicados antes de mediados de
los años 30 abordaron el tema de la personalidad, pero su énfasis se centraba en la psiquiatría
y la psicología clínica. En este sentido, por ejemplo, se pueden mencionar los escritos de
Charcot, Janet, Prince o Rorschach.
Es en 1935 cuando se publica el primer texto centrado exclusivamente en presentar
una teoría psicológica de la personalidad: el libro de Lewin «A Dinamic Theory of
Personality», en el que presenta su «teoría de campo», teoría que ha tenido una gran
repercusión en los defensores modernos de un modelo interactivo. Bajo la influencia de las
teorías gestálticas de Wertheimer y Kohler, Lewin concibe a la persona y al ambiente como
aspectos diferenciados de una gestalt contemporánea  un campo de fuerzas que asume una
forma característica en un momento particular. Así, Lewin define el «espacio vital» como
la totalidad de hechos que determinan la conducta de un individuo en un momento
determinado, e incluye tanto a la persona como al ambiente psicológico  el ambiente tal y
como la persona lo percibe. Por tanto, este espacio vital incluye todos los factores
motivacionales movilizados y activos en un momento dado y los factores cognitivos
importantes en ese momento, independientemente de que sean o no correctos (imágenes,
percepciones, metas y vías para conseguir esas metas). En consonancia con los
planteamientos lewinianos, muchos estudios de rasgos y motivos realizados más recientemente
han subrayado la importancia del ambiente psicológico (p. ej., Magnusson, 1980; Mischel,
1984). Para representar el espacio vital, Lewin sólo tiene en cuenta los factores presentes que
pueden causar la conducta actual, es lo que denomina el principio de «contemporaneidad»
(Lewin, 1935). Según Lewin, ni el pasado ni el futuro, por definición, existen en el momento
actual y por tanto ninguno de los dos pueden tener un efecto en el presente. La historia
pasada de un individuo sólo es relevante si contribuye al modo en que éste percibe la
situación actual. En resumen, «para Lewin, la persona es el espacio vital. La pregunta más
importante para él sería: ¿cuál es la situación?» (Smith, 1971, p. 360). Por otro lado, la obra
de Lewin, en la cual éste resumía buena parte de sus estudios experimentales sobre conflicto,
frustración y nivel de aspiración, supuso la introducción del método experimental en el
estudio de la personalidad.

Un par de años después, en 1937 se publica la primera edición del libro de Allport
«Personality: A Psychological Interpretation». La publicación de este texto marca un hito en
el surgimiento académico de la disciplina y, de hecho, para muchos psicólogos de la
personalidad representa la fecha de nacimiento de la misma (véanse las contribuciones al libro
de Craik et al., 1993). Efectivamente, el libro de Allport representa un esfuerzo por definir
una nuevo disciplina: la psicología de la personalidad. El mismo Allport concebía su texto
como «una guía que definirá el nuevo campo de estudio  una que articulará sus objetivos,
formulará sus estándar, y comprobará el progreso realizado hasta ahora» (1937, p. vii), y en
su posterior autobiografía, decía al respecto: «No escribí el libro para ninguna audiencia en
particular. Lo escribí simplemente porque creía que tenía que definir el nuevo campo de la
psicología de la personalidad tal y como yo lo veía (1968, p. 394). Con este objetivo en
mente, Allport trata de articular y justificar la identidad de un nuevo campo de estudio
exponiendo sus particularidades dentro de un amplio contexto histórico e interdisciplinario,
para, posteriormente, establecer la naturaleza de sus conceptos básicos revisando más de 49
definiciones del término «personalidad» antes de acuñar su propia definición: «Personalidad
es la organización dinámica dentro del individuo de aquellos sistemas psicofisiológicos que
determinan sus ajustes únicos a su ambiente (Allport, 1937, p. 48). Cada palabra en esta
definición que tanto impacto tendrá en psicólogos posteriores, como así lo atestiguan las
referencias frecuentes a la misma en la literatura, fue elegida con cuidado y refleja los temas
que eran importantes para Allport y que, como se verá más adelante, aun siguen vigentes en
la disciplina. La personalidad es organizada (estructurada), dinámica (cambiante, motivacional
y autorreguladora), psicofísica (implicando la integración de la mente y el cuerpo),
determinada (estructurada por el pasado y predispuesta para el futuro), única (para cada
individuo) y ajustada al ambiente (un modo de supervivencia con significación evolucionista
y funcional). Para estudiar la personalidad así concebida, Allport alentó la utilización de los
métodos de la psicología académica, pero también la utilización de otras técnicas que fueran
apropiadas para entender el carácter único de cada persona. De hecho, Allport es el precursor
de orientaciones tan dispares como las factorialistas y las fenomenológicas/humanistas, de
forma que aún aceptando la existencia de algunos rasgos comunes, había destacado siempre
la idea de la persona como un todo que se distinguía por poseer un patrón único e integrado
de adaptación, y de la cual le interesaba las experiencias que percibía en el presente (su yo
o proprium fenomenológico) y sus rasgos individuales (la forma particular en que los rasgos
se concretan en la vida de cada individuo en particular).

En el mismo año de la publicación del libro de Allport aparece también el texto de


Ross Stagner «Psychology of Personality» (1937). Aunque este libro tuvó dos ediciones
posteriores (1948, 1961), su influencia en el campo fue mucho menor que el de Allport, pero
al igual que este último, el manual de Stagner presentaba a la psicología de la personalidad
como un área de estudio coherente y distinto de otros campos psicológicos, tratando de
ofrecer «un conjunto sistemático de conceptos sobre los cuales enmarcar la psicología de los
rasgos, los procedimientos de medida, etc.» (Stagner, 1937, p. viii). Por otro lado, el manual
de Stagner trataba, al igual que el libro de Allport, de estar más cerca de la psicología
académica que de la psicología clínica. De hecho, Stagner ofrecía en la primera edición de
su manual una explicación estrictamente conductista de los principales fenómenos que engloba
el concepto de personalidad, utilizando para ello las teorías de Watson y Hull.

Al año siguiente de la publicación del libro de Allport, aparece otra obra que también
marcará un hito en la historia de la psicología de la personalidad, aunque desde un punto de
vista diferente, con un énfasis en la psicología clínica y en los aspectos emocionales y
motivacionales: «Explorations in Personality» de Murray (1938). Murray acuñó el término
personología para referirse al estudio interdisciplinario único del individuo, al estudio
detallado y cuidadoso de «vidas humanas y los factores que influyen en su curso».
Fuertemente influido por los conceptos psicoanalíticos de Freud y, especialmente, por los de
Jung, Murray trató de integrar la riqueza clínica de tales conceptos con el valor de los
métodos experimentales y estadísticos de la psicología académica en un esfuerzo por entender
a la persona como un todo, lo cual suponía entender su historia, ya que, como Allport
acertadamente resumía, «para Murray, la personalidad es la historia vital» (Smith, p. 360,
1971). Ese esfuerzo por abarcar la capacidad integradora de lo clínico y el rigor de lo
experimental se tradujo en la utilización de equipos diagnósticos en los que varios
observadores estudiaban al mismo sujeto y luego integraban sus hallazgos en un diagnóstico
final, y en la utilización de muy diversas pruebas de evaluación de la personalidad, las cuales
iban desde el TAT  prueba que el mismo Murray diseñó en colaboración con C.D. Morgan
para desentrañar los procesos inconscientes  hasta pruebas situacionales bajo condiciones
controladas  para así evaluar las conductas manifiestas  o cuestionarios y entrevistas  más
centradas en los aspectos conscientes. La importancia de la dimensión temporal de la
conducta, el énfasis en un enfoque holista e interdisciplinar de la personalidad y los estudios
longitudinales que estudian al individuo a través de etapas importantes de su historia, aspectos
todos defendidos especialmente por Murray, son actualmente reivindicados y constituyen
parte del importante legado de este padre de la psicología de la personalidad.

1.3. La formulación de las grandes teorías (1940-1950)

El período que va desde 1940 hasta 1950 se caracterizó por la formulación de buena
parte de los grandes sistemas y teorías de la personalidad que aun hoy siguen teniendo gran
influencia en la disciplina, al menos en los libros de textos, aunque sólo una o dos mantienen
su vigencia en la labor de investigación  la de Eysenck y, en menor medida, la de Cattell .
En general, en ese período hubo una intensa labor teórica en todas las áreas de la Psicología.
Por ejemplo, entre 1930 y 1950, numerosos psicólogos conductistas, entre los que sobresalen
Hull, Tolman, Guthrie y Skinner, abordan la tarea de construir nuevas teorías que tratan de
depurar las ideas de Watson (Yela, 1980). En este contexto, y una vez que la disciplina se
establece y reconoce, los psicólogos de la personalidad se dedican a elaborar grandes
teorizaciones que sirvan de marcos de referencias de los demás datos psicológicos. «El
psicólogo de la personalidad va a funcionar durante este tiempo como el individuo romántico
que trata de integrar datos muy dispares que provienen de muchas ramas de la Psicología,
asumiendo la disciplina cierta responsabilidad integradora» (Avia, 1988, p. 9).

Así, en esta década Neal Miller y John Dollard escriben dos libros que describen sus
esfuerzos por desarrollar una teoría de la personalidad desde el punto de vista de la psicología
experimental y de integrar en ella al psicoanálisis (1941; Dollard y Miller, 1950). Su primer
libro juntos (Miller y Dollard, 1941) representa uno de los primeros intentos de aplicar los
principios del aprendizaje desarrollados por Hull al estudio de la personalidad, y en ese
intento ofrecieron una visión de los procesos de imitación-identificación psicoanalítica en
términos de procesos operacionales de aprendizaje social. En su segundo libro, estos autores
abordan de manera más sistemática la integración de los conceptos básicos de la teoría
psicoanalítica freudiana con las ideas, lenguaje, métodos y resultados de la investigación
experimental de laboratorio sobre el aprendizaje y la conducta.

El intento de Miller y Dollard de integrar psicoanálisis y psicología experimental no


fue el primero. En 1936, Sears ya había ofrecido una versión experimental de los procesos
de identificación tal y como eran entendidos por el psicoanálisis (véase también Sears, 1944).
En ambos casos, tales intentos fueron duramente criticados tanto por los psicoanalistas como
por los psicólogos del aprendizaje. El propio Freud desautorizó los primeros intentos de Sears
(cf. Pelechano, 1993). Sin embargo, la influencia de los trabajos de Miller y Dollard se dejó
notar en una parte importante de las investigaciones longitudinales y transculturales que se
realizaron en la década posterior sobre personalidad y prácticas de crianza infantil (p. ej.,
Sears, Maccoby y Levin, 1957; Whiting y Child, 1953).

También entre los años 40 y 50 aparecen las primeras teorías factoriales de la


personalidad basadas en el uso de calificaciones y cuestionarios como fuentes de datos de
personalidad, en el uso del análisis factorial como técnica estadística y en el concepto de
rasgo como unidad fundamental de la personalidad. Un claro exponente de estas teorías
factoriales es el trabajo de J.P. Guilford y sus colaboradores (1959; Guilford y Zimmerman,
1949). Para Guilford, «la personalidad de un individuo es su patrón único de rasgos» (1959,
p. 5), y de ahí que iniciara uno de los programas de investigación más amplios y continuados
en el tiempo dirigidos a la búsqueda de los rasgos básicos de personalidad. Para Eysenck,
«la gran contribución de Guilford fue haberse dado cuenta de que las intercorrelaciones entre
los ítems de los inventarios, y el análisis factorial de esas correlaciones, constituyen pasos
indispensables en el aislamiento de factores de personalidad estables, y en la construcción de
cuestionarios apropiados» (1995, p. 243). Tras múltiples análisis factoriales, muchos de ellos
a partir de su propio cuestionario, «The Guilford-Zimmerman Temperament Survey»
(Guilford y Zimmerman, 1949), Guilford llegó a aislar 11 factores principales
intercorrelacionados entre sí y que descansan a su vez en cuatro factores de segundo orden.
A pesar de su impresionante trabajo, su teoría no ha sido tan influyente como las de otros
dos psicólogos factorialistas: Raymond Cattell y Hans Eysenck.

A mediados de los años 40 Cattell (1946, 1950) desarrolla un sistema comprensivo


de la personalidad basado en conceptos de autores tan dispares como McDougall, Freud,
Lewin, Murray y Allport, pero centrado en la búsqueda de una taxonomía útil de rasgos de
personalidad que permita predecir la conducta de un individuo en una situación determinada.
Así, la naturaleza interactiva de la conducta se expresa de forma matemática en la ecuación
de especificación de Cattell: una combinación lineal de índices cuantitativos de rasgos, roles
y estados, ponderados de acuerdo a su relevancia en la situación actual. A partir de los
trabajos anteriores de Allport (Allport y Odbert, 1936), encaminados a aislar los rasgos de
personalidad a partir de los descriptores de personalidad encontrados en la lengua inglesa,
y a partir del análisis factorial de las respuestas de grandes cantidades de sujetos a miles de
ítems de cuestionarios, Cattell encontró 16 factores de personalidad que representan una de
sus contribuciones más vigentes en la actualidad, fundamentalmente a partir de la popularidad
alcanzada por los tests que diseñó para su medida: el «Cuestionario de 16 Factores de
Personalidad (16 PF)» y sus tres versiones para adolescentes y niños (véase del Barrio, 1992).

La teoría de Eysenck, incialmente propuesta a finales de los años 40 (Eysenck, 1947;


1952), ha ido ganando en importancia a lo largo de los últimos 50 años, de forma que hoy
en día es considerada la principal alternativa al modelo de los Cinco Grandes en la
descripción de los factores básicos de personalidad. Eysenck identifica tres dimensiones
fundamentales de la personalidad (el modelo PEN):

1. extraversión / introversión
2. estabilidad emocional / neuroticismo
3. psicoticismo / control de impulsos.

Los cuales a su vez engloban rasgos más primarios que se interrelacionan. Eysenck utiliza el análisis
factorial de forma más deductiva que sus predecesores, como una forma de probar hipótesis más que
de llegar a ellas, ya que su principal objetivo era el análisis de las causas que originan las
diferencias conductuales. Eysenck hipotetiza que las tres dimensiones globales de la
personalidad se basan en patrones neurofisiológicos específicos. La extraversión se
relacionaría con los conceptos de excitación-inhibición cortical que hacen alusión a ciertos
procesos corticales que facilitan o inhiben los procesos mentales y tras los cuales subyace el
funcionamiento del sistema reticular de activación ascendente. El neuroticismo estaría
relacionado con diferencias individuales en excitabilidad y respuesta emocional dependientes
de la activación autónoma, es decir, con los umbrales diferenciales de activación del cerebro
visceral (sistema límbico  hipocampo, amígdala, cíngulum y septum  e hipotálamo). Por
último, el psicoticismo se relacionaría con el sistema hormonal androgénico. Anticipándose
al interés actual sobre las bases genéticas de la personalidad, Eysenck también hipotetiza que
los factores genéticos juegan un papel causal importante en las diferencias individuales
encontradas en las dimensiones anteriores.

Desde aproximaciones psicoanalíticas también se desarrollaron un número importante


de teorías amplias de la personalidad que, sin abandonar los conceptos y principios clave de
Freud, rebasaban de manera considerable sus ideas, cambiando su enfoque del estudio del
adulto al del niño, del ello al yo, y del énfasis en los procesos evolutivos psicosexuales de
carácter biológico al papel de la sociedad y la cultura en el desarrollo de la personalidad. En
estos años, pues, aparecen diversos modelos de personalidad desarrollados bien por los
denominados psicólogos del yo, como Erik Erikson (1950) y Heinz Hartmann (1939), o bien
por los psicoanalistas neo-freudianos, esto es, Erich Fromm (1941), Karen Horney (1939),
Otto Rank (1945) y Melaine Klein (1948). En ambos casos, su principal influencia se dejó
notar en el campo clínico en el cual las teorías psicoanalíticas seguían siendo la aproximación
psicológica más popular.

Desde ese ámbito clínico, la teoría de Carl Rogers también empieza a tomar forma
(Rogers, 1942, 1947). Esta teoría, que tanto impacto ha tenido en la psicoterapia y en el
consejo psicológico, ha sido menos fructífera en el campo de la personalidad. Mientras que
Rogers se esmeró en el estudio empírico del proceso psicoterapéutico, su teoría de la
personalidad se basaba casi exclusivamente en la utilización de un método fenomenológico
que puede tacharse de «ingenuo», ya que olvida datos importantes firmemente asentados en
la investigación empírica de la personalidad por el simple hecho de no estar simbolizados (p.
ej., la existencia de factores inconscientes). La fenomenología hace hincapié en que lo
importante no son los acontecimientos por sí mismos, sino cómo son percibidos, lo cual
implica la convicción de que el mejor punto de vista para entender a un individuo es el de
la propia experiencia. Sin embargo, este conocimiento fenomenológico, aunque sea útil, es
por sí solo insuficiente y necesita ser confirmado por otro tipo de datos, ya que, en otro caso,
corre el riesgo de convertirse en mera especulación. A pesar de estas limitaciones, es justo
reconocer que la teoría de Rogers ha sido directamente responsable de reintroducir el
concepto de yo (self) en la Psicología, concepto que trató de sacar de su status metafísico y
místico para someterlo a una definición operativa, adelantándose con ello a las
aproximaciones cognitivas que en los años 80 investigaron en profundidad el yo mediante
métodos experimentales.

Para finalizar, basta recordar que en esta misma década se desarrollaron otras grandes
teorías de la personalidad, entre las que cabe mencionar las de Paul Lecky (1945) y Gardner
Murphy (1947).

Como se comentaba antes, esta amplia variedad de teorías, así como aquellas que se
habían formulado en la década anterior (las de Allport, Murray y Lewin) eran muy
ambiciosas en sus pretensiones de explicar todo tipo de conductas y de integrar todo tipo de
datos psicológicos. Amén de estas pretensiones, la mayoría de estas teorías compartían otra
serie de características reseñables (McAdams, 1997):

1. Se basaban en el supuesto de que la personalidad se puede entender desde


múltiples perspectivas y desde niveles diferentes y, por consiguiente, la mayoría propone
múltiples constructos organizados en múltiples niveles. Un ejemplo muy evidente son las
teorías jerárquicas factorialistas.
2. Simultáneamente, también conciben la personalidad como una totalidad unificada
y organizada, lo que queda reflejado en conceptos tales como el yo rogeriano o el proprium
de Allport.
3. Proponen alguna variación del concepto de reducción de la tensión como
explicación de la motivación humana. Esto es más aparente en todas las teorías basadas en
los sistemas teóricos freudianos, desde Murray, Cattell, Miller y Dollard, hasta los mismos
discípulos y seguidores de Freud.
4. Finalmente, conciben el desarrollo de la personalidad en términos de socialización:
la personalidad es un producto de su ambiente, especialmente del ambiente familiar y, en
particular, durante la infancia. Quizás las teorías de Eysenck y Cattell parecen apartarse de
este supuesto general al poner más énfasis en la determinación genética.

En resumen, los psicólogos de la personalidad de los años 40-50 dedicaron todos sus
esfuerzos a una labor teórica comprensiva, la mayoría de la veces más especulativa que
basada en datos empíricos, pero que, en cualquier caso, supuso una época de prosperidad de
la disciplina y, efectivamente, las revisiones de la literatura que analizaron poco después esa
década valoraban de forma optimista el desarrollo de la psicología de la personalidad, tanto
en términos de los contenidos considerados como en términos de los esfuerzos realizados por
organizar el campo de estudio:

«La investigación y teoría de la personalidad efectivamente se han


movido hacia áreas que, como los sueños, son a la vez familiares y esquivas...
[...] Para su sorpresa, este revisor se encuentra animado e impresionado... la
psicología de la personalidad se ha movido lejos de lo que una vez fue una
jungla de hechos desconectados y a menudo irrelevantes, y de especulaciones
fragmentarias y sin base» (Bronfenbrenner, 1953, pp. 157, 176).
1.4. La elaboración de constructos (1950-1970)

Aunque en los años 50 aparecieron algunas grandes teorías de la personalidad,


similares en sus características y ambiciones a las que surgieron en las décadas anteriores,
éstas fueron raras excepciones en un ambiente que había cambiado su foco de interés de las
cuestiones teóricas a las cuestiones prácticas, metodológicas y empíricas.

Durante esos años tanto Cattell (1957) como Eysenck (1952, 1953) siguen
desarrollando sus influyentes teorías factorialistas, las cuales serán en parte responsables de
la creciente preocupación por los aspectos metodológicos y de medida que, como se verá más
adelante, caracterizará las décadas de los años 50-70. A su vez, aparecen nuevas teorías de
la personalidad. En 1955, George Kelly publica dos extensos volúmenes donde presenta su
teoría de los constructos personales. La teoría de la personalidad de Kelly, de corte cognitivo
y a la que Bruner calificó como la «única y más grande contribución de la pasada década a
la teoría del funcionamiento de la personalidad» (1956, p. 355), se basa en una visión del
hombre en la que se le equipara a un científico, y se anticipó en muchos años a los modelos
recientes que insisten en la interacción entre sucesos ambientales y modos de construcción
personales como clave para comprender la acción humana. De hecho la teoría despertó un
gran interés en los años setenta de la mano de ciertos teóricos cognitivos y del aprendizaje
social que reconocieron su deuda intelectual con la obra de Kelly (p. ej., Mahoney, 1974;
Mischel, 1971). Otra excepción es la teoría del aprendizaje social de Julian Rotter (1954),
en la que éste trata de integrar las propuestas de Hull con las de Tolman, esto es, integrar
las teorías de reforzamiento con las teorías de campo o cognitivas, partiendo para ello del
supuesto de que la unidad de análisis para el estudio de la personalidad es la interacción del
individuo con su entorno significativo, con la situación psicológica.

A pesar de esos esfuerzos teóricos, la disciplina parecía decantarse por los aspectos
aplicados, y para resolver éstos se necesitaban teorías, constructos e instrumentos de
evaluación refrendados por datos empíricos. En consecuencia, los psicólogos de la
personalidad se esforzaron en buscarlos lejos de las grandes teorías, las cuales se antojaban
muy especulativas y parecían estar muy lejos de los datos.

La necesidad de lidiar con los aspectos aplicados fue una consecuencia directa de la
II Guerra Mundial. Al final de ésta, hubo una gran profesionalización de la Psicología que
respondía a las necesidades que el conflicto mundial demandó de ella, tanto durante el mismo
como tras su finalización. Por ejemplo, durante la guerra las grandes figuras de la psicología
de la personalidad tales como Allport, Murray, Stagner, Kelly o Rotter, estaban implicados
en aspectos aplicados: Allport haciendo contribuciones al análisis del rumor; Murray en los
procedimientos de selección de los individuos que sirvieran en la Oficina de Servicios
Estratégicos, precursora de la CIA; Stagner como psicólogo del trabajo en industrias
relacionadas con la defensa; Kelly enrolado en la marina como psicólogo de aviación
dirigiendo un programa de entrenamiento de pilotos civiles, y Rotter como psicólogo y asesor
de personal del ejército (Engler, 1996; Stagner, 1993). Tras la guerra, empezó a surgir una
necesidad significativa de psicólogos clínicos conforme los soldados que regresaban requerían
ayuda para los problemas psicopatológicos que los años de guerra les habían provocado y
para los problemas de adaptación con que se enfrentaban en su vuelta al mundo civil. La
psicología clínica llegó a ser considerada como una parte esencial de los servicios de salud.
Durante la guerra también había habido una gran demanda de psicólogos del trabajo para
atender a las necesidades de las industrias bélicas, lo que a la postre redundó de igual modo
en una mayor profesionalización de la Psicología.

Una buena muestra de esta reorientación hacia las cuestiones empíricas y aplicadas
es el cambio en la política editorial de la revista decana de la psicología de la personalidad:
«Character and Personality». En el mismo año en que finaliza la II Guerra Mundial, la revista
cambia de nombre y anuncia su primera reorientación editorial desde su creación en 1932:

«Se seguirán aceptando contribuciones metodológicas, históricas y


teóricas apropiadas, pero el énfasis principal se pondrá en los informes de
investigaciones originales, empíricas, significativas y, en la medida que el
material lo permita, experimentales, sin restricción en cuanto el tecnicismo de
la presentación» (Zener, 1945, p. 1).

En este contexto, la psicología de la personalidad durante el período que va entre


1950-1970 presenta unas características particulares (McAdams, 1997):

Primero, el énfasis en la elaboración de constructos y en su medición.


Durante esos años, los psicólogos de la personalidad se dedican fundamentalmente a
identificar constructos relevantes a cuestiones prácticas sobre los cuales pueden recoger datos y
analizarlos, con la esperanza de avanzar en el conocimiento de los diferentes elementos de la
personalidad y, una vez conseguido esto, poder formular teorías generales mucho mejores que
integraran esos elementos. Las palabras de McClelland en el prefacio de su manual de personalidad
son bastante elocuentes:

«Actualmente nadie conoce lo suficiente para construir una teoría. Más


bien lo que se necesita y lo que he tratado de hacer es encontrar un número
de constructos en términos de los cuales podamos recoger datos sobre la
personalidad, quizás con la esperanza final de construir una teoría»
(McClelland, 1951, p. xiv).

Aunque se proponen muchos constructos (p. ej., locus de control, rigidez, empatía
o dependencia/independecia de campo) buena parte de la investigación gira en torno a tres
de ellos: logro, autoritarismo y ansiedad, las tres «AAA» (achievement, authoritarianism and
anxiety) con que Blake y Mouton (1959) describen la literatura sobre personalidad en la
década de los cincuenta.

El constructo de ansiedad había ocupado un papel importante en muchas teorías de


la personalidad anteriores a esta época, pero su relevancia como tema de investigación
alcanza su máximo expresión en los años 50 y 60, y proviene tanto de las aproximaciones
experimentales representadas paradigmáticamente por los estudios sobre ansiedad y
rendimiento realizadas por las escuela de la Universidad de Iowa  Spence, Taylor  y la
Universidad de Yale  Sarason, Mandler  (p. ej., Sarason y Mandler, 1952; Spielberger,
1966; Taylor, 1953; véase una revisión de estos estudios en Bermúdez 1985a,b), como de
las aproximaciones más humanistas representadas, por ejemplo, por Rollo May cuya obra
«The Meaning of Anxiety» marcó la publicación de cientos de libros sobre el mismo tema.

Quizás esta relevancia en el campo de la investigación sólo fuera un reflejo de la


naturaleza de la sociedad de la posguerra, particularmente de la estadounidense, y de la
popularidad del concepto de ansiedad para el hombre de la calle. En 1947, el dramaturgo y
poeta inglés Wystan H. Auden, que un año antes había adoptado la nacionalidad
estadounidense, había publicado una obra en la que trataba de caracterizar el espíritu de los
años 50 y que tituló «The Age of Anxiety». En su obra, que alcanzó una gran popularidad
hasta llegar a ser premio Pulitzer en 1948, Auden sostenía que la ansiedad era el precio que
los estadounidenses tenían que pagar por vivir en la era posbélica nuclear, tesis compatible
con los postulados del movimiento filosófico existencialista que tras la II Guerra Mundial
alcanzó su máximo apogeo a través, por ejemplo, de las novelas y escritos de Jean Paul
Sastre. En ambos casos, se buscaba entender la ansiedad y enajenación que la cultura
contemporánea había intensificado en las personas.

Las razones de la popularidad de los otros dos constructos, necesidad de logro


(McClelland, 1961; McClelland, Atkinson, Clark y Lowell, 1953) y autoritarismo (Adorno,
Frenkel-Brunswik, Levinson y Sanford, 1950), en las agendas de investigación de los
psicólogos de la personalidad de los años 50 y 60 probablemente también tienen que ver con
la naturaleza de la sociedad estadounidense de la posguerra (McAdams, 1997). La
personalidad autoritaria, ejemplificada en su máxima expresión por el nazismo alemán,
representaba en principio todo aquello contra lo que la democracia estadounidense había
luchado y triunfado y, por tanto, su estudio era importante si se quería evitar una nueva
historia de racismo, antisemitismo y holocausto, pero, a su vez, también representaba el
racismo de la propia sociedad estadounidense, racismo que el movimiento de los derechos
civiles había puesto en evidencia. Por el contrario, la necesidad de logro era un constructo
que celebraba el espíritu emprendedor e innovador de la clase media estadounidense y el
papel de los EE. UU. como primera potencia económica.

Buena parte de la literatura psicológica sobre la ansiedad, la necesidad de logro y el


autoritarismo se ocupa de su medición y, en general, los problemas y cuestiones relacionados
con la medida de los constructos representan una de las áreas de investigación más activas
en estas dos décadas. Por ejemplo, en los años 50 se publican los clásicos trabajos sobre la
validez de constructo, la validez convergente y discriminante, y las matrices multirrasgo-
multimétodo (Cronbach y Meehl, 1955; Campbell y Fiske, 1959), todos los cuales reflejan
la preocupación de los psicólogos de la personalidad por clarificar y precisar el significado
de sus constructos (en el Tema 5 se abordará con más detenimiento la importancia de la
validez de constructo para el estudio de la personalidad).

Por otro lado, también en esa década se producen animadas controversias relacionadas
con cuestiones metodológicas y de medida, en particular, sobre las ventajas y desventajas de
la aproximación clínica frente a la estadística en la predicción de la conducta (Holt, 1958;
Meehl, 1954, 1956, 1957), sobre el análisis factorial como un instrumento útil para descubrir
las unidades de la personalidad (Atkinson, 1960; Jensen, 1958) y sobre el problema de los
estilos de respuesta (Block, 1965; Edwards, 1957; Jackson y Messick, 1958). El principal
escenario de estas polémicas fue el Minnesota Multiphasic Personality Inventory (MMPI;
Hathaway y McKinley, 1943), el instrumento de personalidad más utilizado en esa época y
que aún hoy en día sigue en esa primera posición, con gran diferencia respecto a otros
instrumentos (Butcher y Rouse, 1996).

Precisamente por la gran atención que atraen las cuestiones metodológicas y de


medida en estas décadas, las orientaciones factoriales acaban siendo muy populares,
popularidad que hoy en día siguen gozando, aunque sólo representan una parte de la
psicología de la personalidad.

Segundo, el deterioro gradual de la identidad de la psicología de la personalidad dentro de la


Psicología. El final de la II Guerra Mundial tuvo también repercusiones directas sobre la
psicología académica en los EE. UU., produciéndose una gran expansión del mundo
universitario. Favorecidos por la Ley GI, una gran cantidad de veteranos de guerra volvieron
o entraron por primera vez en la universidad, lo que permitió el crecimiento de los
departamentos académicos. Como otros departamentos, los de psicología crecieron en número
y en tamaño. También hubo fondos federales para la investigación tanto aplicada como
básica. Esta expansión trajo consigo una mayor especialización y, por ejemplo, tal y como
se mencionó antes, el período de 1950-70 asistió a un gran desarrollo de la psicología clínica
que atrajo a muchos psicólogos de la personalidad. Este desarrollo se tradujo en la aparición
de muchas formas de psicoterapia y consejo psicológico, entre las que merece destacar el
inicio de la modificación y terapia de conducta, con lo que esto último supuso de énfasis en
las condiciones ambientales que elicitaban y mantenían la conducta manifiesta. La mayor
especialización también afectó a la psicología social, la cuál emergió como una disciplina con
una base científica sólida, fundamentada en el método experimental, y con un amplio abanico
de aplicaciones.

Esta situación no era muy cómoda para la psicología de la personalidad: era holista
por naturaleza en una época de especialización, amiga de las aproximaciones correlacionales
a la investigación en un tiempo en que se ensalzaba el método experimental, e interesada en
las diferencias individuales en una época en que la psicología social afirmaba con fuerza que
todas las personas son muy parecidas, que lo importante es la situación. Así lo demostraba
con estudios tan reveladores como el de Milgram sobre obediencia a la autoridad o el de
Asch sobre conformismo social que, además, pasaban por ser los exponentes máximos de la
simulación de la realidad en el laboratorio, es decir, del uso del método experimental en
Psicología. De hecho, los años 60 supusieron una especie de edad de oro para la psicología
social experimental espoleada además por nuevas teorías como la de la disonancia cognitiva
de Festinger o la de la atribución de Heider. De esta forma, en las universidades
estadounidenses, se desarrollaban con más fuerza los programas en psicología social que los
programas en personalidad.

En resumen, por un lado la personalidad estaba siendo atraída hacia programas


clínicos que tenían un enfoque conductual; por otro lado, estaba siendo atraída hacia
programas sociales que, de forma similar, cuestionaban los supuestos básicos de la teoría de
la personalidad tradicional  tanto los supuestos de las escuelas psicométricas como de las
escuelas clínicas/organísmicas. No es sorprendente, por tanto, que durante estos años, en
ocurrente frase de Sechrest (1976), la psicología de la personalidad se deletreara: c-l-í-n-i-c-a
o s-o-c-i-a-l.

Tercero, la caída del concepto de la reducción de la tensión como idea principal en la


descripción y explicación de la motivación humana. En este período, tanto la investigación con
animales como la investigación con humanos va acumulando datos que sugieren que la motivación a
menudo no implica ninguna reducción detectable en el impulso o tensión. Asimismo, la denominada
«revolución cognitiva», a la que me referiré a continuación, supuso que la atención de los
investigadores se desplazara lejos de los constructos motivacionales. Kelly (1955), uno de los
primeros psicólogos de la personalidad en elaborar una teoría de tinte cognitivo, insistía en que el ser
humano es fundamentalmente activo, por lo cual el concepto de motivación es innecesario
e irrelevante. Coherentemente con estos planteamientos, en la teoría de Kelly no existe
referencia alguna a nociones internas del tipo «motivación», «tendencia» o «impulso». De
hecho, Pervin (1984) ha señalado que el interés en el concepto de motivación decayó tan
abruptamente en este período como tema de preocupación central de los psicólogos, que su
utilidad como constructo científico estuvo gravemente cuestionado.

Cuarto, la aparición de las aproximaciones cognitivas en la comprensión de la


personalidad. Hacia mediados de la década de los cincuenta se observa en la psicología académica
un abandono progresivo de los presupuestos conductistas, y un retorno de los procesos
mentales como objeto legítimo de estudio. De la mano de Miller, Bruner, Newell, Neisser
o Broadbent y sus respectivos colaboradores, un nuevo paradigma cristaliza al final de la
década, cuya carta fundacional es, en opinión de muchos (García-Vega, 1985; de Vega,
1984), el texto de Miller, Galanter y Pribram titulado «Plans and the Structure of Behavior»
y publicado en 1960. La aparición del cognitivismo fue el resultado de la confluencia de
ciertos factores sociales e históricos unidos a la crisis del conductismo (García-Vega, 1985;
Pinillos, 1980; Yela, 1980) y al influjo de otras disciplinas científicas (Mayor, 1980; de
Vega, 1985). Se coincide en apuntar tres raíces fundamentales entre las que han contribuido
a configurar la moderna orientación cognitiva de la Psicología: (1) la evolución de las
ciencias del ordenador; (2) el desarrollo del enfoque del procesamiento de información, fruto
principalmente de las investigaciones de la teoría general de la comunicación sobre la
ejecución de operadores humanos y de la ingeniería de telecomunicaciones en estrecho
paralelismo con los avances de la tecnología del computador, y (3) el nacimiento y desarrollo
de la psicolingüística a partir de los trabajos de Noam Chomsky.

Estas influencias provocaron que la psicología cognitiva moderna se desarrollara


independientemente de la psicología de la personalidad y disciplinas afines, como son la
psicopatología, la psicología clínica y la psicología social, campo dentro del cual,
históricamente, había sido una especialidad (Glucksberg, 1981). Como se verá, mas adelante,
los años finales de la década de los setenta y la década de los ochenta han asistido a la
terminación de un ciclo, en el que la psicología de la personalidad, la psicopatología, la
psicología clínica y la psicología social, tras desembarazarse de los prejuicios conductistas,
vuelven a estar interesados en los procesos mentales, pero ahora bajo la tutela teórica y
experimental de la psicología cognitiva.

A pesar de que el reencuentro entre la psicología cognitiva y la psicología de la


personalidad no se consumó totalmente hasta la década de los ochenta, en los años 60, más
y más psicólogos de la personalidad comenzaron a formular sus explicaciones de la conducta
humana en términos cognitivos. Empezando por Kelly que, como se dijo renglones atrás, se
anticipó con su teoría de los constructos personales a la llegada de la revolución cognitiva al
campo de la personalidad, esas primeras influencias cognitivas son reconocibles en el énfasis
que Rotter (1954) puso en las expectativas subjetivas del individuo acerca de los resultados
futuros y en el valor subjetivo de los reforzadores en la situación psicológica de la persona,
y, posteriormente, también son reconocibles en los trabajos iniciales de Bandura (Bandura
y Walters, 1963) y Mischel (Mischel y Staub, 1965).

1.5. La crisis de la disciplina (1970-1980)

Aunque en los años 50 se afirmaba que no se sabía lo suficiente para elaborar teorías
comprensivas de personalidad, había un sentimiento de optimismo sobre el futuro de la
disciplina y la posible solución a los problemas que se planteaba (p. ej., McClelland, 1951;
Nuttin, 1955). A finales de esa década empiezan a aparecer los primeros signos de
descontento con la situación de la psicología de la personalidad, fundamentalmente en
relación a tres aspectos:

1. Problemas en la medición de la personalidad. A medida que se acercaban los años 70 crecían


las dudas sobre la fiabilidad y validez de los cuestionarios de personalidad. Ese tipo
instrumentos no sólo había permitido la investigación empírica de la mayoría de los
constructos propuestos en la etapa anterior, sino que en muchos casos, era el único
fundamento del status conceptual de tales constructos. Las dudas que se planteaban estaban
relacionadas principalmente con los sesgos y estilos de respuestas, y con la validez predictiva
y convergente de los instrumentos de medida. Ya se comentó antes que a finales de los años
50 se había iniciado un debate sobre los efectos de variables como la aquiescencia y la
deseabilidad social en las respuestas a los cuestionarios (Jackson y Messick, 1958; Messick y
Jackson, 1961). La controversia alcanzó su máximo apogeo en los años 60 y la mayoría de
los principales especialistas en la evaluación de la personalidad participaron en el debate. Por
un lado, figuras como Doug Jackson, Sam Messick y Allen Edwards argumentaban que las
escalas de deseabilidad social como, por ejemplo, las de Edwards y Crowne-Marlowe,
correlacionaban de manera importante con los cuestionarios que medían las principales
variables de la personalidad (p. ej., ansiedad, dominancia y autoestima) y con muchas de las
escalas clínicas del MMPI. Por tanto, estos datos indicarían que las medidas que
proporcionaban tales cuestionarios y escalas eran simplemente un artefacto de tendencias
estilísticas. Por otro lado, Jack Block, D. Crowne, D. Marlowe y otros especialistas en el MMPI
contraatacaban argumentando que las correlaciones no eran tan altas, que existían muchas
pruebas que indicaban que los cuestionarios de personalidad eran efectivamente válidos, o
que las escalas de deseabilidad social en lugar de medir estilos de respuestas, en realidad
estaban midiendo importantes variables de personalidad tales como ansiedad o necesidad de
aprobación. Otras figuras importantes tales como Lewis Goldberg, Jerry Wiggins y Warren
Norman también participaron de forma activa en el debate, aunque adoptaron posturas menos
extremas. Además, otros estudios planteaban serias dudas sobre la validez predictiva y
convergente de los instrumentos de evaluación de la personalidad. Respecto a la primera,
varios estudios indicaban que las medidas de personalidad no predecían la conducta futura
muy bien  la famosa correlación de 0,30, a veces irónicamente denominada «coeficiente de
personalidad», era considerada el límite superior de su validez predictiva, lo cual supondría
explicar apenas un 9% de la varianza observada en las puntuaciones del criterio en cualquier
situación , o bien que no lo hacían mucho mejor que índices más asequibles, como pueden
ser el análisis de la conducta pasada del individuo (Mischel, 1968). En cuanto a la validez
convergente, otros estudios mostraban que distintos instrumentos que supuestamente medían

el mismo constructo llegaban a resultados dispares (Wiggins, 1973). Con estos dos pilares
psicométricos tambaleándose, no es de extrañar que también arreciaran las críticas respecto
a la validez de constructo de las medidas de personalidad, el tipo de validez que sustenta todo

el entramado teórico de la personalidad (p. ej., Christie y Lindauer, 1963; Vannoy, 1965).
     En este contexto de debates y críticas, y a pesar de los concienzudos argumentos y
de los sugerentes datos de sus defensores (p. ej., Hogan, Desoto y Solano, 1977), la
evaluación tradicional de la personalidad atraviesa en la década de los 70 la mayor crisis de
su historia, momento que coincide con una época de esplendor de la evaluación conductual
que, como era de esperar, se mostraba, al menos en sus inicios, abiertamente indiferente,
sino hostil, frente a la evaluación psicológica tradicional. Así, como demuestra un estudio
bibliométrico del período 1971-1982 llevado a cabo por Prieto, Tortosa y Silva (1984), ésta
es la época de los manuales clásicos de evaluación conductual, del nacimiento de revistas
especializadas en el tema y, sobre todo, de una multiplicación progresiva de trabajos que
pueden enmarcarse dentro del modelo conductual.
2. Trivialidad y falta de coherencia en la disciplina. También a medida que se acercaban los años
70 crece la sensación de que la investigación en personalidad es trivial y no es coherente con
los objetivos que vieron nacer la disciplina. Aparecen y desaparecen miniteorías, temas de
investigación y medidas con una facilidad pasmosa, y apenas hay intentos por elaborar teorías
o programas de investigación que respondan a los objetivos comprensivos e integradores de
la disciplina. «Evidentemente, cuando no existe una buena teoría básica, toda insistencia en
los esfuerzos de evaluación y medida acaban siendo poco consistentes, por no decir
irrelevantes» (Avia, 1988, p. 10). Las críticas ya se hacen notar a finales de los años 50 y
arrecian en los años 60:

«La investigación en personalidad, así como en la psicología en


general, muestra muchas de las características de una moda... con algunas
notables excepciones, la investigación se tiende a caracterizar por
experimentos aislados y únicos más que por ataques programáticos a un
problema» (Eriksen, 1957, p. 185)

«Cada año nos trae nuevos descubrimientos que las más de las veces
ponen en compromiso las teorías del año anterior. Sin embargo las teorías en
psicología son raramente refutadas; simplemente desaparecen... [...] La
fórmula para crear una investigación que prolifere y dure consiste en
conseguir un instrumento de medida fácil de usar con un nombre significativo
y un contenido fascinante. Factorialmente, debería ser tan multidimensional
como fuera posible, para que así arroje correlaciones significativas con muchas
otras medidas psicológicas» (Jensen, 1958, p. 295, 306).

«[...] El campo de la personalidad necesita una metodología mejor, un


trabajo más experimental y una teoría más integradora. Necesita salirse de
teorías de hace 50 años y de métodos de hace 25. Individualmente, hay
algunos estudios interesantes pero la falta de dirección y fuerza les quita
importancia. Esto recuerda a aquel piloto que aseguraba a sus pasajeros que,
aunque el avión se ha perdido, al menos hace buen tiempo» (Sechrest, 1965,
p. 23).

«[La psicología de la personalidad se caracteriza por] la abundancia,


dispersión y diversidad [...] el desbarajuste y la diversidad ha sido tanto la
causa como la consecuencia del abandono tácito de las grandes ambiciones
teóricas» (Adelson, 1969, p. 217).

La solución a este abandono de las grandes teorías no parecía fácil. Hacia finales de
los 60, había muchos autores que, como Fiske (1971), pensaban que los esfuerzos pioneros
de Allport, Murray o Lewin, aunque heroicos, eran ingenuos, y que el objetivo de
comprender la persona en su totalidad era algo anacrónico en una época de medidas precisas,
análisis factoriales sin sentido y diseños experimentales rigurosos. A la disciplina le faltaba
coherencia, pero ni las grandes teorías servían para realizar esta labor integradora ni se estaban
elaborando reemplazos para las mismas. En 1970 Levy, tras repasar el papel de las grandes teorías
de la personalidad en la investigación contemporánea, concluía:

«... una interpretación, que parece inevitable, es que estas teorías de


la personalidad no están llevando a cabo la función integradora y heurística
que esperamos de una teoría» (Levy, 1970, pp. 84-85).

3. Resultados empíricos contradictorios. Amén de los estudios empíricos comentados con


anterioridad y que ponían en duda la utilidad predictiva de las medidas de rasgos de
personalidad, en las dos décadas anteriores se van acumulando de manera progresiva datos
que cuestionan la consistencia transituacional de la conducta y la estabilidad temporal de la
misma. En 1968, Mischel revisa en profundidad todos estos estudios en su libro «Personality
and Assessment», una obra clásica que se convirtió en el golpe más duro de los asestados a
la disciplina en su corta historia. En ese libro y en un artículo de 1969, Mischel llega a las
siguientes conclusiones: primera, son insostenibles las hipótesis de la estabilidad y la
consistencia conductual y, en consecuencia, se deben abandonar los planteamientos teóricos
que sustentan la explicación de la conducta a partir de variables personales (p. ej., los
modelos de rasgos/factorialistas, los psicodinámicos y los fenomenológicos); segunda, se
requiere un nuevo paradigma que no olvide la conducta concreta manifiesta, en favor de lo
que tras ella subyace, y que considere suficientemente el peso de los determinantes
situacionales y sociales (p. ej., los modelos de aprendizaje social), y tercera, resulta
injustificada la utilización de las medidas tradicionales de rasgos de personalidad como base
para la descripción y predicción de la conducta. Parece lógico que, dado que la estabilidad y la
coherencia de la conducta son atributos fundamentales del concepto de personalidad, cuando
tales atributos empezaron a cuestionarse y a no ser confirmados con datos empíricos, la
propia disciplina entrara en crisis. La crisis, la duda y el debate persona-situación
En resumen, los problemas con la evaluación tradicional de la personalidad, la
trivialidad y falta de coherencia de la disciplina y, sobre todo, los resultados empíricos que,
supuestamente, ponían en tela de juicio la estabilidad y consistencia de la conducta y, por
ende, el propio concepto de personalidad, llevaron a la disciplina a una profunda crisis, crisis
que caracterizó toda la década de los años 70. A mayor abundamiento, a principios de esa
década, a las duras críticas de Mischel, se unieron otras no menos duras e influyentes que
se quejaban de que la investigación se había olvidado del estudio de la persona como un todo
(Carlson, 1971) o que se cuestionaban la legitimidad científica de los conceptos manejados
por los psicólogos de la personalidad (Fiske, 1974). En un artículo titulado «¿Donde está la
Persona en la Investigación de la Personalidad?» Carlson (1971) sugería que, durante la época
de la elaboración de constructos, la psicología de la personalidad había perdido el norte que
en su día establecieron para ella los padres de la disciplina. Según Carlson, durante los años
50-70, la labor investigadora y teórica se había hecho tan específica que los psicólogos de
la personalidad ya no eran capaces de responder a las preguntas fundamentales que Allport,
Murray y Lewin se formularon acerca de la persona como un todo.

«Parece que la psicología de la personalidad está pagando un precio


exorbitante en conocimiento potencial por la seguridad que ofrece el preservar
las normas de conveniencia y la ortodoxia metodológica. ¿Deben dejarse estas
preguntas importantes y no contestadas a la literatura y la psiquiatría?»
(Carlson, 1971, p. 207).

Tres años más tarde, Fiske (1974) sugería que, dado que los conceptos manejados por
los psicólogos de la personalidad están inevitablemente relacionados con los
convencionalismos del lenguage cotidiano, aquellos tienden a ser tan ambiguos como estos
últimos. Para Fiske, no era posible construir una ciencia acumulativa en base a conceptos
ambiguos, lo que le llevó a dictaminar que, en realidad, la psicología de la personalidad había
llegado a sus límites.

Ante este aluvión de críticas, muchos psicólogos de la personalidad empezaron a


dudar de la propia razón de ser de la disciplina: el estudio científico de la personalidad
parecía algo inviable; en cambio otros, adoptaron apresuradamente posiciones excesivamente
defensivas, menospreciando y tachando las críticas de simplistas o idealistas. Las dudas, las
críticas y las defensas se sucedieron a lo largo de toda la década, tomando la forma de
enconados debates, de multitud de réplicas y contrarréplicas, tanto teóricas como empíricas.
Pero, curiosamente, las críticas de Carlson y Fiske apenas generaron discusiones serias y,
prácticamente, fueron olvidadas en el fragor del debate organizado sobre las críticas qué
Mischel plasmó en su libro, y eso que, por su naturaleza conceptual, las primeras tenían
repercusiones muy importantes para la disciplina (McAdams, 1997).

Así, la mayor parte de los estudios empíricos y teóricos de esa época se centraron en
las críticas planteadas por Mischel respecto a la estabilidad y consistencia de la conducta y
que se enmarcaron en un intenso debate sobre la importancia relativa de la persona y de la
situación en la determinación de la conducta. En el libro editado por Magnusson y Endler
(1977) se pueden examinar los puntos de vista de muchos de los principales protagonistas de
este debate, debate que, por otro lado, ya era antiguo en la disciplina, aunque a veces se
había expresado en otros términos (la persona es activa o reactiva, mecánicamente
determinada o relativamente espontánea, gobernada desde el exterior o desde el interior;
véase Allport, 1955; Pervin, 1990).

Aunque algunos autores han manifestado sus dudas sobre si ese debate persona-
situación fue de utilidad para el desarrollo de la psicología de la personalidad como disciplina
(Carlson, 1984; Carson, 1989; Rorer y Widiger, 1983), creo que tuvo consecuencias muy
saludables tanto conceptual como metodológicamente (véase también Avia y Martín, 1985;
Bermúdez, 1985d; Kenrick y Funder, 1988; Krahé, 1992).

Conceptualmente supuso el desarrollo de las aproximaciones interaccionistas modernas


(Bowers, 1973; Endler y Magnusson, 1976; Magnusson y Endler, 1977). El objetivo de esta
perspectiva es desarrollar un nuevo marco de referencia para la investigación en personalidad
en el cual la conducta del individuo es concebida como el resultado de la interacción
recíproca entre los atributos personales y las características de la situación. En este nuevo
marco, el debate persona-situación se ve como un «pseudo problema» (Endler, 1973) en favor
de modelos teóricos que consideran a las disposiciones personales y a las características
situacionales como condiciones de la conducta individual igualmente necesarias y mutuamente
dependientes.

El devenir del debate también supuso cambiar la hipótesis general de que los rasgos
de personalidad determinan la conducta por una hipótesis más específica que defendía que
la consistencia sólo podía esperarse en algunos individuos y/o bajo ciertas condiciones. Como
consecuencia de este avance conceptual, se produjeron a su vez avances en el terreno
metodológico. Se buscaron variables moduladoras (p. ej., variables específicas del rasgo o
metarasgos  la propia consistencia en el rasgo, la relevancia del rasgo  y variables
específicas de la persona  la autoobservación, la autoconsciencia ) que afectaran a la
relación entre disposiciones personales y consistencia conductual; en otras palabras, se
buscaron subgrupos de personas caracterizados por niveles altos y bajos de consistencia
situacional (Bem y Allen, 1974; Snyder, 1974, 1979; véase una revisión en Chaplin, 1991).
También se buscaron subgrupos de situaciones que facilitaran la influencia de las
disposiciones personales en la conducta como, por ejemplo, situaciones altamente
estructuradas que delimitan claramente las respuestas apropiadas y, por tanto, elicitan
conductas muy similares en los individuos presentes, frente a situaciones menos estructuradas,
que aceptan una mayor variedad de conductas aceptables y, por consiguiente, aumentan la
probabilidad de que se dé variabilidad intraindividual e interindividual en la conducta
(Mischel, 1973; Price y Bouffard, 1974). Por último, se buscaron referentes conductuales
representativos para los rasgos. Esta estrategia metodológica fue originalmente propuesta por
Epstein (1977, 1979, 1980), quien pensaba que los estudios empíricos que comprometían la
validez predictiva de los rasgos habían cometido graves errores metodológicos al utilizar
criterios conductuales inapropiados. Para evaluar correctamente si las disposiciones
personales predicen o no la conducta individual, ésta debe medirse en un número suficiente
de ocasiones y/o situaciones para reducir así el error de medida que se comete al tomar como
criterio una sola conducta. En definitiva, Epstein propone una aplicación directa de la clásica
relación psicométrica entre fiabilidad y longitud de un test: para obtener una medida fiable
y generalizable de un criterio conductual es necesario agregar conductas, promediar una gama
aplica de índices conductuales observados en un rango igualmente extenso de ocasiones y/o
situaciones. Además, Epstein afirmaba la necesidad de elegir criterios conductuales que
fueran referentes representativos del rasgo en cuestión, es decir, restringir el agregado a
conductas apropiadas en función de consideraciones conceptuales y psicométricas. Esto
supone tomar en consideración la coherencia funcional de las conductas emitidas, buscar una
equivalencia y/o equiparación de conductas en situaciones distintas.

Para finalizar, me parece justo señalar, aunque sea muy brevemente, que la crisis de
la psicología de la personalidad se inserta en un contexto socio-cultural proclive a las
posiciones situacionistas. Las corrientes de pensamiento dominantes, influidas por las teorías
del «etiquetaje» (Goffman, 1961; Rosenhan, 1973), ven a los tests de personalidad diseñados
para evaluar la conducta en términos de rasgos neuróticos o psicóticos como instrumentos que
la sociedad emplea para «etiquetar» a sus miembros y controlarlos (Hogan et al., 1977;
McAdams, 1997). «El diagnóstico psiquiátrico revela poco acerca del paciente, pero mucho
acerca del entorno en el que un observador lo encuentra» (Rosenhan, 1973, p. 250).
Igualmente, los movimientos pacifistas y de liberación de la mujer, tan populares en la
década de los 70, suscitan y, a la vez, son el producto de una mayor sensibilidad a la gran
influencia que la cultura y el ambiente tiene sobre la conducta humana. «El mensaje implícito
era este: la persona es un producto  incluso una víctima  del contexto social; por
consiguiente, uno debería centrarse en el contexto más que en la persona en la influencia
social más que en la individualidad» (McAdams, 1997, p. 20).

1.6. El renacimiento de la disciplina (1980-actualmente)

A principios y mediados de los años 80 comienzan a publicarse artículos y libros que


consideran que la psicología de la personalidad está resurgiendo de la década de crisis
anterior: los protagonistas de las polémicas parecen haber llegado a un acuerdo; el número
de investigaciones empíricas y teóricas aumenta mientras que disminuye el número trabajos
críticos; se han acumulado datos que demuestran la estabilidad y consistencia de la conducta
y que también parecen haber resuelto el viejo problema de la estructura básica de la
personalidad; se inician nuevos temas de investigación y, a su vez, se recuperan temas
clásicos que se reformulan en términos diferentes, principalmente en términos cognitivos, y,
por último, parece que hay una convergencia de intereses entre la psicología de la
personalidad y las dos disciplinas tradicionalmente más afines a ella (psicología social y
psicología clínica). En definitiva, los escritos suelen concluir vislumbrando un futuro
prometedor para la disciplina (p. ej., Cantor y Kilhstrom, 1981; Feshbach, 1984; Hogan y
Jones, 1985; Millon, 1984/1987), vaticinios que son aun más positivos al valorar en
perspectiva todos los avances producidos en la década de los años 80 (Caprara y Van Heck,
1992; Collins y Gunnar, 1990; Hogan, 1993, y, en general, todas las contribuciones al libro
editado por Craik, Hogan y Wolf, 1993; Pervin, 1990) y claramente entusiastas a medida que
finaliza la década de los 90 (p. ej., McAdams, 1996; Pervin, 1996). Un análisis más
detallado de los avances en psicología de la personalidad durante este período se puede
encontrar en Sanz (1997), en el que se aborda la situación actual de la disciplina.

 Bibliografía:

Murphy, G. (1971). Introducción histórica a la psicología contemporánea. Buenos Aires. Paidós.

Caparrós, A. (1976). Historia de la Psicología. Barcelona. Círculo Editor Universo.

Chateau, J. y otros (1979). Las grandes psicologías modernas. Barcelona. Herder.

Heidbreder, E. (1982). Psicologías del siglo XX. Barcelona. Paidós.


CAPITULO 2: HACIA UNA DEFINICION DE LA PERSONALIDAD

La individualidad, como el carácter separado y único, no es lo que interesa primordialmente al


psicólogo, porque también son individuales una piedra y un ratón. Le interesa además la forma
sorprendentemente compleja como está organizado el ser humano, la multilateral individualidad
psicofisica total habitualmente llamada personalidad.
Este último término es muy vago y puede designar muchas cosas. Convendrá entonces
definirlo pero antes rastrearemos sus significados anteriores.

Etimología y primeros usos de "persona"

Antiguamente 'persona' era la máscara que utilizaba el actor en el teatro. El término 'persona'
podría derivar de cinco sentido anteriores, pero Cicerón sistematizó sus significados en cuatro
grandes sentidos:
1) Persona como la apariencia (en oposición a lo que uno realmente es); 2) Persona como
papel o rol desempeñado en la vida (por ejemplo filósofo); 3) Persona como conjunto de
cualidades personales que capacitan a un hombre para su trabajo; 4) Persona como distinción
y dignidad (por ejemplo los esclavos no eran personas; o bien personas son quienes
representan a un grupo o institución, o importantes y distinguidas en algún sentido). Notemos el
contraste entre el primer sentido (persona como lo falso, lo simulado, la apariencia) con el
último (persona como lo vital, interior y esencial).

Significados teológicos

Se usó al hablar de las tres personas de la Santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo).
Eran tres personas en una, es decir, para la iglesia no eran máscaras o apariencias sino tres
modos de ser que compartían la misma esencia.

Significados filosóficos

La definición de persona como individuo racional, dada por Boecio, fue dominante durante toda
la Edad Media. De todas las definiciones indicadas, las que presentan mayor interés para la
psicología son la s 11, 12, 14, 19 y 25, porque destacan en la persona los atributos de
racionalidad, autoconciencia, esfuerzo conativo y unicidad absoluta.

Significados jurídicos

Para Justiniano, un esclavo no era una persona, y sólo lo eran los hombres libres. En la época
moderna, por influencia cristiana, persona pasó a ser todo ser dotado de vida, inteligencia,
voluntad y existencia individual separada; un individuo de la raza humana; un ser con mente y
cuerpo, etc. con lo que desapareció la diferencia entre libres y esclavos. Luego, también
persona designó un grupo de individuos o corporación (persona artificial), definición esta última
que tuvo influencia en la sociología más que en la psicología.

Significados sociológicos

En sociología un primer sentido importante es persona como ser humano individual, como la
unidad de la masa social humana o la partícula final del grupo humano. También designó el
aspecto corporal, la idea de menosprecio (¡qué persona!), y el aspecto subjetivo de la cultura, o
sea la subjetivización de las costumbres y tradiciones sociales. Una definición amplia y sintética
es la de Burgess, que apunta a la personalidad como situación social efectiva: La personalidad
es la integración de todos los rasgos que determinan el papel y el status de la persona en la
sociedad. Por tanto, la personalidad puede definirse como eficacia social.

La apariencia exterior (significados biosociales)

Se trata de definir personalidad en función de una apariencia engañosa, o de la apariencia


exterior, etc. Jung por ejemplo define persona como una máscara que oculta el verdadero yo
para presentar al mundo una apariencia aceptable. Otro sentido es el de personalidad como
encanto o 'no sé qué'. El significado biosocial se resume bien en la definición de May, que la
define en función d su valor como estímulo social diciendo que la personalidad de un individuo
se define por las respuestas que provoca en los otros. Todos estos sentidos tienen dos
desventajas: a) sólo atienden a una parte de lo que el hombre es (lo aparente o superficial), y b)
sólo consideran la personalidad en función de su influencia sobre los otros y no en cuanto a su
organización interior.

Significados psicológicos

Los diversos sentidos psicológicos parten de considerar la persona como conjunto de


cualidades personales. A partir de aquí, las diversas definiciones pueden clasificarse en cinco
grupos básicos:
1) Definiciones aditivas: la personalidad es una suma o catálogo de atributos. Su problema es
que no tienen en cuenta la organización de dichos atributos en una unidad. 2) Definiciones
integrativas configuracionales: Tienen en cuenta la organización de los atributos, pero tienden a
poner en segundo plano el carácter distintivo y único de la personalidad. 3) Definiciones
jerárquicas: Consideran varios niveles de integración u organización. Por ejemplo, la teoría de
James de los cuatro niveles del yo (material, social, espiritual y puro). 4) Definiciones en
términos de ajuste: Biólogos y conductistas ven en la personalidad una instancia de
supervivencia, que sirve para ajustarse o adaptarse al medio. 5) Definiciones basadas en la
distintividad: definen la personalidad como el sistema que caracteriza a un miembro del grupo
como diferente de cualquier otro miembro. No es una personalidad sustantiva sino adverbial,
pues apunta a un estilo de vida, a un modo de ser.

Una definición para este libro

La PERSONALIDAD es la organización dinámica, dentro del individuo, de aquellos sistemas


psicofísicos que determinan sus ajustes únicos a su ambiente.
Tal definición contiene en germen las definición es jerárquica, integrativa, adaptativa y distintiva
de personalidad, y por tanto puede considerársela una síntesis del uso contemporáneo
psicológico de dicho concepto.
Los componentes de la definición son:
1) Organización dinámica: organización por oposición a mera adición, y dinámica porque la
organización está en constante desarrollo y cambio, es motivacional y se autorregula. La
personalidad también puede 'desorganizarse'.
2) Sistemas psicofísicos: La personalidad no es ni pura mente ni puro sistema nervioso.
Sistemas psicofísicos con los hábitos, las actitudes, los sentimientos y otras disposiciones. El
término 'sistema' alude a rasgos o grupos de rasgos en estado activo o latente.
3) Determina: Los sistemas de la personalidad son tendencias determinantes: cuando es
estimulada, estos sistemas 'hacen' algo para ajustarse al medio, se vuelven expresivos y la
personalidad se torna observable.
4) Únicos: Aunque haya rasgos comunes, cada ajuste es único para cada persona, tiempo,
lugar y cualidad.
5) Ajuste a su ambiente: La personalidad es una forma de supervivencia: tiende a ajustarse al
medio para sobrevivir. El ambiente es no sólo el conductal o significativo para el individuo, sino
también el geográfico en general. Respecto de la adaptación, puede haber desajustes o
inadaptaciones, pero siempre se trata de adaptaciones activas, no meramente reactivas como
se ven en animales y plantas.

Resumen final

La definición de personalidad resume gran parte del pensamiento especulativo del pasado y de
la investigación científica reciente. Toma definiciones que apuntan a lo más superficial y a lo
más profundo o metafísico.

El carácter

Antiguamente se utilizaba a veces carácter como sinónimo de personalidad, pero hoy en día
hay dos enfoques que han invadido la psicología y que afirman que son conceptos distintos.
1) Sentido ético: una versión, usada también en la iglesia, la educación y el sentido común, dice
que el carácter es una 'parte' o una 'subdivisión' de la personalidad que permite al sujeto
controlar sus impulsos, un principio regulador que engendra estabilidad y hace que se pueda
confiar en esa persona, y que hace que la misma sea capaz de un esfuerzo sostenido para
lograr sus propósitos ('x tiene carácter'). Carácter significa así tesón, voluntad, y estricto
cumplimiento de normas sociales y éticas. Así, el carácter sólo hace su aparición cuando este
esfuerzo personal es juzgado desde algún código de normas.
Sin embargo, esta concepción no podemos considerarla pues: a) es aditiva, o sea supone que
la personalidad tiene una parte llamada carácter, junto al temperamento, la inteligencia, etc. b)
mezcla la psicología con la ética al juzgar la personalidad en función de normas morales o
sociales. Con ello, el psicólogo corre el riesgo de juzgar o prescribir conductas de acuerdo con
una norma social determinada. El carácter resulta ser así un concepto de la ética, no de la
psicología, y por tanto esta última no necesitará emplearlo, bastándole solo el de personalidad.
2) Sentido biológico: como cuando se habla de una característica distintiva, por ejemplo
"herencia de un carácter". Del mismo modo de podría hablar de caracteres de la personalidad
como si fueran notas distintivas de ella. Es útil para designar aspectos estables de la
personalidad como los rasgos, actitudes e intereses, y no tiene connotaciones éticas. Lo
importante es no tomar un carácter o característica como si fuera una parte aditiva de la
personalidad.

El temperamento

Desde antiguo, el significado de 'temperamento' ha variado muy poco, y designa los aspectos
mentales que dependen de lo físico o lo constitucional. Sería el clima o base constitucional
sobre el que se desarrolla la personalidad. Es conveniente emplear el término 'temperamento'
para referirnos a disposiciones casi invariables desde la infancia y que duran toda la vida, que
tienen una base constitucional o hereditaria, y que se caracterizan por una cualidad emocional
constante en cuanto a vivacidad, humor, intensidad, etc.
Por tanto, podemos aceptar una definición de temperamento como la siguiente: El término
TEMPERAMENTO designa los fenómenos característicos de la naturaleza emocional de un
individuo, fenómenos como sus susceptibilidad a la estimulación emocional, su intensidad y
velocidad de respuesta habituales, su estado de ánimo predominante y todas las peculiaridades
de fluctuación e intensidad del mismo; todos estos fenómenos se consideran dependientes de
su estructura constitucional y por tanto, como de origen principalmente hereditario.

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