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Eri , primer lugar debo decir y reconocer que estoy viejo. Para los parámetros brasileños soy oficialmente viejo. No quiero,
sin embargo, entender el ser viejo meramente según la óptica biológica. Es verdad que hay en el viejo una pérdida
irrefrenable del capital vital y un lento colapso de los sentidos, pero la vejez es mucho más que su dimensión biológica. Es
la última etapa de la vida, la oportunidad última que la vida nos ofrece para continuar creciendo, llegar a madurar y, por
fin, acabar de nacer.
Si nos fijamos bien, comenzamos a nacer un día, pero todavía no hemos ter minado de nacer porque - aún no estamos
acabados. Estamos siempre en la génesis de nosotros mismos, trabajando, sufriendo, alegrándonos, frustrándonos,
estableciendo relaciones, amando y creando sentidos para nuestro corto paso por este pequeño planeta. Vamos naciendo
lentamente, por etapas, hasta acabar de nacer.
La vejez es la última oportunidad de dar el toque final a la estatua que hemos ido tallando de nosotros mismos.
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La vejez tiene sus ventajas. No se necesita usar las máscaras que la vida impone en cada momento, pues la vida es como
un teatro en el que cada cual está llamado a representar varios papeles. Uno viste la máscara de hombre, de fraile, de
cura, de teólogo, de escritor, de conferenciante, de antiguo hincha del Canto do Rio y después del América y de no sé
qué más. Ahora, como viejo, uno tiene el derecho y el privilegio de ser uno mismo y de librarse de las máscaras.
No es un momento fácil porque frecuentemente nos identificamos con las máscaras. Pero cuando desaparecen, irrumpe
uno mismo en su identidad. Entonces surgen preguntas que asustan: ¿A fin de cuentas, quién eres tú? ¿Cuáles son tus
sueños fundamentales? ¿Qué demonios te atormentan? ¿Cuál es tu fugar en erdesignio del Misterio? ~
En este momento dejamos atrás a nuestros compañeros. Estamos solos con nuestra soledad. Y no hay ya cómo
esconderse tras las máscaras y roles. Ego factus sum quaestío magna ,dice san Agustín: «me he vuelto la gran pregunta
para mí mismo».
La vida en la vejez impone esta exigencia: que nos enfrentemos, con temor y temblor, a las preguntas últimas e
inaplazables. Entonces es cuando podemos madurar, ganar gravedad y acabar de nacer.
Es la oportunidad de volvemos sabios. Es iluso pensar que la sabiduría llega con los muchos años de la vejez. No es así.
Es el espíritu, el coraje con el cual nos enfrentamos a estas cuestiones inevitables lo que puede hacemos sabios. Entonces
habremos concluido la tarea de nuestra vida. Salimos de escena. Entramos en el silencio. Morimos. Si no cargados de días
por lo menos cargados de experiencia y, tal vez, de sabiduría.
He llegado, pues, a esta última fase de la vida. No llegó mi padre, que murió a los 54 años, ni mi madre que falleció con
64, ni mi queridísima herma na Claudia, que se transfiguró a los 33 años.
Yo llegué y esto es gracia de Dios.
Por eso, para atender a estas preguntas tendré que tomar tiempo, renunciar a tantas andanzas, hablar menos,
meditar más y llevar adelante el viaje más largo de la vida, rumbo al propio corazón. Y preparar así el Gran Encuentro.
Bajar como Cristo hasta el corazón del universo, allí donde el corazón de la piedra,- el corazón de la flor, el corazón de
todo lo viviente, el corazón del ser humano y el corazón del universo son un sólo corazón. Y encontrar a Dios, el
Corazón de corazones, la Fuente originaria de todo ser, de toda bondad, de todo amor, de toda ternura y de toda
compasión.
Si ser viejo es poder vivenciar este proceso, entonces bienvenida sea la vejez, bendita sea la vejez. No es castigo, sino
gracia sobre gracia. Ella nos permite experimentar lo que nos dice san Pablo: «En la medida en que decae el hombre
exterior, se rejuvenece el hombre interior» (2Cor 4,16).
Por lo tanto, soy un viejo rumbo a la Fuente de la perenne juventud que es Dios.