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R alf Dahrendorf

v /s a a
SOCIEDAD
Y
LIBERTAD
Hacia un análisis sociológico
de la actualidad

PROLOGO A LA EDICION ESPAÑOLA POR

José Jiménez Blanco

EDITORIAL TECNOS
MADRID
Los derechos de la versión en castellano de la obra
GESELLSCHAFT UND FREIHEIT
Zur soziologischen Analyse der Gegenwart
editada por © R. P ip e r & Co., de Munich, en 1961,
V/n ;

son propiedad de ED ITORIA L TECNOS, S. A.

i Traducción por
JO SE JIM EN EZ BLANCO
y
(o

l.a edición, 1966


Reimpresión, 1971

© EDITORIAL TECNOS, S. A„ 1971


O’Donnell, 27 - Teléf. 226 29 23 - Madrid (9)
Depósito legal: M. 21040.— 1971

Printed in Spain. Impreso en España por Gráficas Halar, S. L.


' Andrés de la Cuerda, 4. Madrid.-1971
INDICE
ganzl912

Pag.

PRÓLOGO A LA EDICIÓN E S P A Ñ O L A ............................................................... II

PRÓLOGO A LA EDICION ALEMANA ............................................................... 17

S ociología e Ideología

1. SOCIOLOGÍA Y SOCIEDAD INDUSTRIAL............................................... 25


2. CIENCIA SOCIAL Y JUICIOS DE V A L O R ................................................ 36

MÁS ALLÁ DE LA UTOPÍA

3. estr u ctu r a Y FUNCIÓN (Talcott Parsons y el desarrollo de


la teoría sociológica) .......................................................... 57
4. m ás a l l á DE l a UTOPÍA (Para una nueva orientación del
análisis sociológico) ............................................................ 87
5. LAS FUNCIONES DE LOS CONFLICTOS S O C IA L E S .......................... 108

Conflicto y Cambio

6. bu r g u eses Y PROLETARIOS (Las clases sociales y su destino). 127


7. DICOTOMÍA Y JERARQUÍA (La imagen de la sociedad del estrato .
inferior).................................................................................. 150
8. JUECES ALEMANES (Una contribución a la sociología del es*
trato superior) ...................................................................... 162
9. ELEMENTOS PARA UNA TEORIA DEL CONFLICTO SOCIAL ........... 180

El problema alemán

10 . EL ESTADO REPRESENTATIVO Y S U S ENEMIGOS ...................... 2 11


10 ÍNDICE

Pag.

11. DEMOCRACIA Y ESTRUCTURA SOCIAL EN ALEMANIA .................. 229

12 . LA EVOLUCIÓN DE LA SOCIEDAD ALEMANA DE PO SGU ERRA:


RETOS Y R E S P U E S T A S ...................................................................... 262

C o n f o r m is m o y A u t o n o m ía

13. d e m o c r a c ia SIN l ib e r t a d (U n en sayo sobre la política del


ho m b re d irig id o por o tro s).............................................................. 281

E l Futuro de la L ib e r t a d

14 . R EFLEXIO NES SOBRE LA LIBERTAD Y LA IGUALDAD .................. 317


PROLOGO

A LA EDICION ESPAÑOLA
ganzl912

Ralf Dahrendorf aporta a la sociología actual una versión no dialéc­


tica de la teoría sociológica de Carlos Marx; o, si se quiere, una versión
sin dialéctica “ marxista”. El resultado es la teoría del confltcto. A la dia­
léctica de la lucha de clases se le ha quitado su “ clasicismo” y su ”eco-
nomicismo”
Hay lucha — hay conflicto—, pero no es sólo ni fundamentalmente
lucha de clases, ni tampoco son sólo factores económicos los que determi­
nan o condicionan esa lucha. Los conflictos siguen siendo el **motor” del
cambio social, pero a diferencia de Marx, desmontando la dimensión dia­
léctica de su pensamiento sociológico, Dahrendorf no pretende parar el
carro de la historia suprimiendo las causas del cambio. A la dialéctica de
la sociedad ”stn clases” —y, por tanto, siguiendo la lógica interna de la
teoría marxista, sin cambio histórico— se opone la sociedad **con conflic­
tos”. En este sentido la teoría del conflicto, todavía escasamente formali­
zada en términos de sistema lógico cerrado, promete ser una pieza esen­
cial de la teoría sociológica sistemática.
Ahora bien, Dahrendorf pretende que la teoría del conflicto —aplica­
ble a ciertos problemas sociológicos— es compatible con la teoría de Par-
sons del sistema social estabilizado aplicable a otros ciertos supuestos. Si la
teoría del conflicto se basa en el marco de referencia de una sociedad con
conflictos, la teoría de Parsons tiene como marco de referencia una socie­
dad estabilizada por unos valores comunes. Nos parece que ambas teorías
no son compatibles, en el sentido de que no pueden reducirse lógicamente
a elementos de una sola teoría sistemática.
En efecto, los conflictos son, para Marx y Dahrendorf, fenómenos
14 PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

reales o, si se quiere, generalizaciones empíricas. Los conflictos se dan, de


hecho, en las sociedades reales. En cambio, el modelo parsoniano del sis-
tema social estabilizado es una presunción teórica, útil en el plano de la
teoría analítica, pero en modo alguno resultado de una generalización em-
pírica. Por tanto, las sociedades reales, para Parsons, son sólo “relativa-
mente" estables.
La consecuencia principal que se desprende de estas dos teorías es
que la teoría del conflicto tiene que demostrar que es “verdadera” o “falsa"
(o se dan o no se dan los conflictos y sus implicaciones en las sociedades),
en tanto que la teoría del sistema social estabilizado sólo tiene que de-
mostrar que es o no es un instrumento útil para el análisis de las socie-
dades. Como se ve, ambas teorías hacen afirmaciones de distinto valor
lógico y, en consecuencia, no pueden conjugarse como elementos de una
misma teoría sistemática. Dicho de otra manera, no son teorías compatu
bles, que se puedan utilizar una u otra a conveniencia, sino —diríamos
contagiados del vocabulario de Dahrendorf— que son teorías conflictivas.
Que Dahrendorf desprenda del pensamiento marxista la dimensión
dialéctica no significa que renuncie a toda dialéctica. Desmonta, sí, la
dialéctica típicamente «marxista», pero en su lugar no aparece el vacío
dialéctico. (¿Existe el vacío dialéctico?) Desde las primeras líneas de este
libro, Dahrendorf ha hecho profesión de sociólogo “comprometido" o
“responsabilizado" con los problemas de nuestra sociedad. Fiel a esta
profesión, la dialéctica “marxista" que se ha desalojado viene a ser sus-
tituida por una dialéctica que llamaremos de la “democracia pluralista".
Para Dahrendorf los conflictos son reales, existen en toda sociedad.
Es inútil ignorarlos y, lo que es más importante, intentar solucionarlos
definitivamente. La sociedad que lo intenta naufraga en el reino de
Utopía, al margen de la historia, policíacamente mantenido. Pero lo que
puede hacerse es regularlos; es decir, admitiendo como insoslayable la
presencia de conflictos en la sociedad, cabe su regulación; en otras pata*
bras, su institucionalización. (Entre paréntesis, ¿no es éste el punto en
que Dahrendorf y Parsons están muy cerca de decir lo mismo? ¿No
es éste el punto en que Dahrendorf dice explícitamente lo que Parsons
dice implícitamente y que aquél echa de menos en éste?)
Una democracia pluralista es la forma política que Dahrendorf pro-
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ALEMANA 15

pone ante los problemas inexorables de los conflictos en la sociedad.


Sobre esta cuestión nada quiero adelantar a los lectores. De ella se ocupa
la segunda mitad de este libro. Son, sin duda, las páginas más brillantes
y esclarecedoras. Pare el lector su atención en lo mucho que hay de
aprovechable, para un español, en los análisis de los supuestos positivos
y negativos que la Alemania actual presenta para la realización de una
democracia pluralista. (Opinión personal: la democracia pluralista es la
mejor forma política que-se le ha ocurrido a la humanidad.)
Una última palabra sobre nuestra labor de revisión: ha consistido
en precisar el vocabulario técnico. De momento, en España, somos tribu-
taños de un vocabulario técnico sociológico que procede de otras lenguas.
Hay ya cierto acuerdo en la versión castellana de este vocabulario. A con­
tribuir a la fijación de ese acuerdo se ha reducido nuestra labor.

J o s é J im én ez B lanco
Catedrático de Sociología
PROLOGO

A LA EDICION ALEM ANA


“Sociedad" y “libertad" son dos términos tan manoseados que ningún
editor se los concede de buena gana a su autor. Todo el mundo habla
hoy de libertad, y también la sociedad se ha puesto excesivamente de
moda en el último decenio. Mas cuando los conceptos se hallan en boca
de todos, presentándose además para casi todo el mundo con una faceta
distinta en su significado, “ya no sirven" ; y muchos emprenden la
búsqueda de palabras y fórmulas nuevas y “originales". Confío en que el
bondadoso lector perdonará al científico el que no haya tratado de
escapar al problema de lo manoseado mediante semejante clase de origi­
nalidad. Con mayor razón tiene el sociólogo algún derecho a solicitar
dicha tolerancia, pues sus afanes se concentran en dar nueva vida preci­
samente a aquellos conceptos evidentes y manoseados de nuestro existir
social, que no siempre ve quien busca lo totalmente nuevo. El título de
este libro no se ha debido, pues, al afán de encontrar una solución cual­
quiera; designa más bien el aspecto que, sobre todo, importa a su autor.
Sociedad y libertad son términos de diversa especie y, sin embargo,
existe entre ellos una fuerte tensión. La sociedad comporta siempre la
idea de estructura, de regulación efectiva de la conducta humana, de
seguridad, previsibilidad, límite, imposición y fuerza. En la idea de
libertad, en cambio, aletea la posibilidad de la proyección a lo abierto,
de lo todavía indeterminado e informe. La noción de que la sociedad
suponga siempre una renuncia a la libertad, y la libertad, por el contrario,
sea siempre la desvinculación de la sociedad, puede parecer falta de
sentido (por metafísica) e incluso peligrosa (por apolítica). Mas la tensión
entre sociedad y libertad se nos vuelve a presentar de un modo más
específico: ¿Qué hay de las libertades políticas concretas de palabra
e imprenta, de propaganda y asociación en la sociedad moderna? ¿Será
quizá posible que esta misma sociedad moderna, que libertó a incontables
personas de sórdidas dependencias, haya cerrado tantas puertas como
abrió? ¿Hasta qué punto existe en la sociedad moderna la decisión pri-
20 PRÓLOGO A LA EDICIÓN ALEMANA

vada y personal y, en consecuencia, libre? ¿Bajo qué condiciones de la


estructura social alcanza esta decisión su punto óptimo y bajo cuáles su
punto infimo?
Los capítulos de este libro no despejarán la incógnita. Confío, sin
embargo, en que coadyuven por dos vías a su solución. Su contribución
será, en primer lugar, de tipo metódico. Me parece que la posibilidad
de libertad concierne a muchas personas y debería concernirles siempre,
pero es el sociólogo el más calificado para analizar sistemáticamente esta
posibilidad en relación con determinadas circunstancias históricas. Claro
está que es un presupuesto indispensable para ello que el sociólogo no
se limite en su trabajo a considerar de una manera impersonal las expe'
riendas de los demás, sino que elija y trate sus problemas responsabilú
Zándose moralmente con ellos.
Todo el que esté familiarizado con la sociología sabe que semejante
exigencia se opone a la corriente prindpal del desarrollo de esta disciplú
na durante los últimos decenios. Por consiguiente, la defensa realizada en
pro de una sociología responsabilizada, que constituye el aspecto metódico
de este volumen, sólo puede mantenerse en un plan polémico. En
diversos planos, y a base de distintos temas, se corrige críticamente en
los cinco primeros capítulos del libro el concepto escéptico de una socio-
logia que exige como presupuesto del conocimiento científico la absten-
ción en los juicios de valor.
La segunda contribución del presente volumen a la discusión sobre la
posibilidad de libertad en nuestra época, es de naturaleza teórica, y con'
siste en la formulación de una cuestión de tipo general, que ocupa el
punto central de muchos capítulos. Si la libertad se realiza efectivamente
en la sociedad, ello se debe a determinadas formas políticas. Las institu'
dones políticas del Estado “ representativo” no serán, tal vez, condición
suficiente para que sea posible la libertad, pero sí son condición necesaria.
Ahora bien, estas instituciones —un Parlamento con dos partidos, el del
Gobierno y el de la Oposición, un mínimo de división de poderes, la
celebración regular de elecciones, el control efectivo del Gobierno por
el Parlamento, el reconocimiento de determinados procedimientos for'
males en las discusiones— no surgen por casualidad. Así como no pueden
crearse o eliminarse arbitrariamente, así tampoco pueden explicarse por
unas razones de historia o de teoría política. El problema decisivo para
el sociólogo preocupado por la libertad se centra más bien en los pre-
supuestos sociales de la democracia política. ¿Cómo debe ser la sociedad
—y cómo no debe ser— para que las instituciones del Estado “ represen-
tativo” sean eficaces en ella? Esta pregunta no podrá nunca plantearse
bastantes veces ni considerarse lo suficiente, pues sólo en apariencia es de
naturaleza abstrusa. No creo exagerar si afirmo que esta pregunta en­
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ALEMANA 21

cierra en sí todos los grandes problemas soci4 es y políticos del último


decenio.
Hay cuestiones que son demasiado importantes como para soportar un
análisis directo y exhaustivo. Quizá la relación existente entre sociedad
y libertad sea una de ellas y justifique, en este sentido, que sea abordada
por medio de una serie de ensayos seleccionados. Claro que toda colección
de ensayos resulta siempre una categoría literaria poco afortunada, por
dos razones al menos. El lector apenas puede quedar satisfecho, pues
el amontonamiento de esquemas e intentos, sólo trabajosamente, puede
ensamblarse en un todo del que pueda decirse que cada parte tiene en
él su sitio preciso. Repeticiones y vacíos, estilos distintos, temas incone-
xos y la falta de una sola línea de argumentación, roban a la colección
aquella tensión que merece cada libro y que no debe faltarle a un buen
libro. Esto quiere decir, por otra parte, para el autor, que una colección
de ensayos lleva el sello de su personalidad de un modo más acusado del
conveniente —al menos en lo referente a publicaciones científicas—.
Como falta el engarce objetivo o temático quedan unidas las distintas
partes por el hilo del autor común; cada ensayo se convierte en una
ventana, por la que el lector puede contemplar el táüer, pero también
penetrar en el corazón del autor.
Sólo el lector podrá decidir a fin de cuentas hasta qué punto se
pueden suscitar estas objeciones también contra el presente volumen.
Pero quizá se permita aquí al autor (que ya nada puede hacer una vez
publicado el libro) presentar algunos argumentos en defensa propia. El
profesor doctor Heinz Dietrich Ortlieb me animó a publicar algunos de
mis trabajos en un solo volumen. Aun cuando me unen muchos años
de amistosa colaboración con H. D. Ortlieb confieso que al principio no
acepté esta sugerencia con mucho entusiasmo. Recuerdo con agrado mi
época en la “Akademie für Gemeinwirtschaft”, de Amburgo, tan fruc-
tífera en el aspecto personal y profesional, pero no podía disipar la duda
de saber si una colección de ensayos sería el camino indicado para hacer
un resumen de todos esos años. Estas dudas fueron cediendo sólo lenta-
mente', después de que la editorial R. Piper, además de manifestar su
interés en semejante publicación, hubiese tomado también parte activa
en la confección del volumen por medio del doctor Reinhard Baumgart.
De este modo sufrió el libro previsto, en el curso de su preparación, un
proceso alternativo de crecimiento y reducción, siendo responsable por lo
general el autor del primer fenómeno y el editor del último. De un total
de más de tres docenas quedaron finalmente aquellos catorce trabajos
a cuya publicación no estaba el autor dispuesto a renunciar. Con ello el
volumen, previsto en principio como una colección de ensayos, ha recibido
una mayor dosis de concatenación intema, pues los trabajos aquí reunidos
22 PRÓLOGO A LA EDICIÓN ALEMANA

no sólo se encuentran ya engarzados en el indicado sentido temático, sino


que testimonian de un modo particular aquello que más me importaba,
tanto en el aspecto temático como en el metódico.
Como a pesar de este desarrollo selectivo es difícil negar la heteroge-
neidad del volumen es conveniente dar algunas indicaciones generales
sobre los diversos trabajos aquí reunidos. (Las notas al fin del presente
volumen informan detalladamente sobre el curso de publicación de los
diversos capítulos). El ensayo más antiguo procede del año 1954 (“ Estruc-
tura y función"), el más reciente data de hace sólo unos meses ("Elemen­
tos de una teoría del conflicto social"). Algunos capítulos son manuscritos
de conferencias apenas modificados ("Sociología y sociedad industrial",
"Ciudadanos y proletarios", "El Estado representativo y sus enemigos"),
en un estilo más bien ligero; junto a ellos hay ensayos puramente esoté­
ricos ("Estructura y función", "Reflexiones sobre la libertad y la igual­
dad"), que seguramente no cumplirán con todas las condiciones exigibles
de claridad y comprensibilidad. Me he esforzado en combinar armonio­
samente el colorido del material empírico con la severidad del análisis
teórico; sin embargo, no siempre se pudo evitar que en unos dominase
el testimonio empírico ("Dicotomía y Jerarquía", "Jueces alemanes"), en
otros la argumentación abstracta ("Ciencia social y juicios de valor",
"Más allá de la Utopía"). Exactamente, la mitad de los capítulot se han
publicado ya en lengua alemana, aun cuando también casi todos ellos
han sufrido modificaciones. Tres trabajos se han publicado hasta ahora
sólo en inglés (idioma en que fueron escritos originalmente) : "Más allá
de la Utopía", "Dicotomía y Jerarquía", "Democracia sin libertad". Final­
mente son cuatro los ensayos que se imprimen aquí por vez primera
("Ciencia social y juicios de valor", "Las funciones de los conflictos so­
ciales", "Ciudadanos y proletarios", "Elementos para una teoría del
conflicto social").
A pesar de la multiplicidad de los estilos, de los temas y del origen
.de sus partes me atrevo a esperar que se pueda considerar este volumen
casi como un libro. Quien se tome el trabajo de leer los ensayos aquí
reunidos, enlazándolos unos con otros, obtendrá al mismo tiempo unas no­
ciones de introducción a la sociología moderna y un análisis de la sociedad
actual. A esto nos referimos al subtitular el presente libro "Análisis
sociológico de la actualidad", con la esperanza de que alcance dicho
objetivo.
R. D.
Tubinga, verano de 1961.
SOCIOLOGIA E IDEOLOGIA
I

SOCIOLOGIA Y SOCIEDAD INDUSTRIAL *

Si se quisiera concretar, un poco irrespetuosamente, el lugar his­


tórico de algunas grandes disciplinas del pensamiento humano, po­
dríamos afirmar: lo que la Teología significó para la sociedad feudal
medieval y la Filosofía para la época de transición a la Edad
Moderna, eso mismo significa la Sociología para la sociedad indus­
trial. Las tres disciplinas fueron o son, prescindiendo de los fines
que les son propios, instrumentos de autointerpretación de determi­
nadas épocas históricas. Y, en este sentido, se han impuesto sobre
todo por el hecho de que supieron combinar de un modo disimulado,
pero no por ello menos efectivo, la faceta de la autointerpretación
con la de justificantes de estructuras típicas de la época. Los teólo­
gos de la Alta Edad Media, los de la Reforma luterana y de la
Contrarreforma, los filósofos del Empirismo irglés, de la Ilustración
francesa y del Idealismo alemán y los sociólogos de muchos países
en épocas recientes y actuales fueron o son también los ideólogos
de sus sociedades: hombres que representan los hechos políticos y
sociales en sus sistemas o teorías de tal manera que lo real en cada
caso aparece si no como razonable, sí, al menos, como necesario.
El cambio sufrido en los instrumentos de estas autojustificaciones
de época testimonia, por una parte, la existencia inmutable de la
necesidad de trascender ideológicamente la realidad de las socieda­
des humanas y, por otra parte, las mutaciones sufridas en la orien­
tación de esa necesidad. Es punto a discutir si el paso de la Teología
a la Filosofía, y de ésta a la Sociología, representa una tendencia
inequívoca del desarrollo social, si se trata de un progreso o retro­
ceso; pero seguramente valdría la pena de considerar el hecho de que
sociedades que pudieron satisfacer sus necesidades ideológicas con el
espejismo de un mundo ultraterreno, pensado o creído, hayan sido
relevadas hoy por otras sociedades que esperan sólo de las ciencias la
solución a todos sus problemas.

* Redactado en 1960. Manuscrito ligeramente retocado de una conferencia


en la “Universidad por radio” de la emisora RIA S, de Berlín, publicado como
tal en la revista P olitisch e Studien, cuaderno 128 (1960).
26 SOCIEDAD Y LIBERTAD

Mas semejante reflexión no entra en nuestro tema. Al indicar esta


posibilidad sólo queremos hacer notar que también la sociología,
como sociología de la sociedad industrial, y como disciplina cientí­
fica, puede ser objeto de esa especie de desmitificación crítica que
ella misma apoya. Sociología y sociedad industrial mantienen rela­
ciones sumamente extrañas. Por una parte ha nacido la sociología
en la sociedad industrial; apareció y adquirió importancia como
secuela de la industrialización. Pero, por otra parte, la “sociedad
industrial’’ es la niña mimada de la sociología; su propio concepto
puede considerarse como un producto de la moderna ciencia social.
La mutua paternidad es causa de una relación de parentesco para­
dójica y desconocida incluso entre los antropólogos. Mas precisamen­
te por ello parece aconsejable analizar algo más detenidamente las re­
laciones de la sociología y de la sociedad industrial, mitos demasiado
poco discutidos.
Al relatar el origen histórico de la sociología suele iniciarse la
evolución de la ciencia social con la antigüedad griega, con Platón
y Aristóteles. Bien sea con el fin de proporcionar la dignidad de una
venerable tradición a una disciplina que todavía se esfuerza por
por obtener el reconocimiento académico, bien sea también para
enlazar la filosofía antigua con las modernas ciencias sociales, el
caso es que el estudio histórico de la sociología evoca la apariencia
de continuidad allí donde ésta realmente no existe. Claro está que
Platón y Aristóteles, Cicerón y Tácito, San Agustín y Santo Tomás,
y muchos otros pensadores e historiadores se han ocupado de asun­
tos sociales, han pensado sobre las formas reales y posibles de la
sociedad y han tratado de investigar las leyes del desarrollo social.
Más es igualmente cierto que la tipicidad de las estructuras socia­
les todavía no se había convertido para estos pensadores en un pro­
blema de análisis científico. Todos ellos han aceptado los hechos de
la desigualdad de los hombres, cuya problemática debía dar origen
más adelante a la sociología, como “naturales”, o “instituidos por
Dios’’, o también como “obra del demonio”. Para Platón, unos
habían nacido con oro, otros con plata; para Aristóteles, unos eran
señores por naturaleza, los otros esclavos; la sociedad, la buena so­
ciedad, no era para ambos otra cosa que el intento de canalizar
estas discrepancias naturales y establecer un orden en ello. El pen­
samiento cristiano de la igualdad de todos ante Dios no impidió a
los teólogos y políticos medievales aferrarse al pensamiento, repro­
ducido en mil formas diferentes, de que “Dios creó a los hombres
en posición alta o baja y ordenó su status social”.
Sólo en el siglo XVIII se transforma repentinamente en un pro-
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 27

blema el hecho, instituido por Dios y por la Naturaleza, de la des­


igualdad de los hombres. En el año 1754 propuso la Academia de
Dijon, como tema de un concurso literario, el significativo problema:
“¿Cuál es el origen de la desigualdad humana? ¿y está ésta legiti­
mada por el derecho natural?” Todavía titubeaban los sabios en
aceptar soluciones demasiado radicales. Adjudicaron el premio a un
teólogo y no al trabajo de Jeán-Jacques Rousseau, que buscaba el
origen de la desigualdad en la propiedad privada, es decir, en un
fenómeno social. Mas la pregunta quedaba hecha. Poco después es­
cribía el escocés Millar su libro “Sobre el origen de las diferencias
de rango”; también él veía en la propiedad privada la fuente de toda
desigualdad social. No de otra manera argumentába Schiller en sus
lecciones sobre Historia Universal en la Universidad de Jena al des­
cribir la “primera sociedad humana”. Con estos escritos comienza
una tradición de pensamiento y de investigación, que tiene su pri­
mer cénit en Marx a mediados del siglo X IX . Aquí empieza al mis­
mo tiempo la historia de la sociología como desarrollo continuo del
tratamiento científico de un problema propio.
No siempre las circunstancias nos facilitan la labor de descubrir
el trasfondo social de las corrientes ideológicas, como en el caso de
la discusión del problema de la desigualdad social en el siglo XVIII.
Al menos, en Francia e Inglaterra encontramos en esta época socie­
dades en las que ha entrado en crisis el principio de legitimidad del
sistema estamental de privilegios. ¿Ha creado Dios realmente a los
hombres socialmente “altos” o “bajos? ¿Son las diferencias sociales
una consecuencia de derechos naturales, es decir, hereditarios? ¿Es
el hombre efectivamente por nacimiento lo que es, o no es más bien
aquello que posee? La revolución industrial estaba entonces todavía
en sus primeros pasos, pero ya a fines de siglo XV III se dieron cuen­
ta algunos pensadores e investigadores de que estaba en vías de
aparecer una nueva sociedad en la que la desigualdad humana sería
considerada desde un punto de vista distinto del criterio hasta en­
tonces válido. La imposición de la noción moderna de la igualdad
de los ciudadanos en el Estado, y la formación de una clase social
fundada en su posición económica, fueron los estímulos fundamen­
tales de aquella evolución intelectual que más tarde desembocó en
la sociología científica *.
Pero “las instituciones mueren a causa de sus victorias”. Apenas

1 Cfr. para este problema mi exposición más detallada en la monografía


U ber den Ursprung d e r U ngleichheit unter den M enschen (S o b re e l origen
d e la desigualdad en tre los h om bres). (Tubinga, 1961.) Allí mismo otras citas
y más bibliografía.
28 SOCIEDAD Y LIBERTAD

un siglo después de sus comienzos había nacido la sociología como


ciencia y ya comenzó a desarrollar una autolegislación profesional
en la que fueron quedando cada vez más en la penumbra los impul­
sos que animaron su origen. Las etapas más importantes de este
proceso son, probablemente: la discusión de los juicios de valor y
la fundación de la Sociedad Alemana de Sociología antes de 1914, el
descubrimiento de la investigación social empírica, en el segundo de­
cenio y comienzos del tercer decenio de nuestro siglo, y la sorpren­
dente floración de la sociología americana en los años 30 y 40. La
sociología nació como resultado de una situación histórica evolutiva
en el cruce de la época designada con cierta imprecisión como feudal,
y del periodo moderno industrial-capitalista; nació como secuela
del estupor despertado por el descubrimiento de que relaciones te­
nidas hasta entonces como naturales resultasen mutables e histó­
ricas. En el siglo X IX , la crítica social sustituyó a la pregunta mara­
villada, desde Saint-Simon y Proudhon hasta Ruge y Marx, y de
ellos a Le Play, Booth y muchos otros. En todos ellos el análisis so­
ciológico era antes un instrumento de desorientación que de orien­
tación. En cuanto suministraban esquemas intelectuales y filosóficos
eran filósofos y no sociólogos; en cuanto sociólogos trataban de des­
cubrir los males reales y no de justificarlos. Mas luego, con la dis­
cusión de los juicios de valor en la Asociación de Política Social y
la imposición de la tesis de Max Weber de la inhibición valorista en
la Sociedad Alemana de Sociología, se inició el siglo científico de
esta disciplina. Se había perdido el primitivo estupor y se había des­
terrado la valoración crítica; lo que quedó fue y es el intento de
captar la realidad social y la postura del hombre en ella con el único
medio de conocimiento reconocido como válido en nuestro siglo,
a sáber, la ciencia de la experimentación.
Uno de los primeros resultados de este nuevo giro de la socio­
logía fue la creación de la sociedad industrial. En realidad, el con­
cepto de sociedad industrial data del siglo X IX ; pero sólo en los
últimos decenios alcanzó su plena floración e importancia. Los so­
ciólogos y economistas políticos del siglo XVIII aún no tenían nom­
bre apropiado para designar la transformación que se realizaba ante
sus ojos. Los sociólogos del siglo X IX interpretaban la sociedad,
sobre todo, de un modo polémico: como sociedad capitalista, socie­
dad de la enajenación, de la injusticia, de miseria y opresión. Con
la ciencia aválorista comenzaron también a buscarse términos asép­
ticos, y entre ellos se destacó el de sociedad industrial como el más
resistente y eficaz.
Mas la sociedad industrial no era solamente una creación con-
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 29

ceptuál. Pronto se llena de contenido, y fue este contenido el cau­


sante del mito de la sociedad industrial. El problema del origen de
la sociología, el problema de la desigualdad entre los hombres, lo
muestra con toda claridad.
La época de la revolución industrial se caracteriza por la caída
de aquel sistema privilegiado de desigualdad social, que designamos
preferentemente como orden estamental. Pero los pensadores e in­
vestigadores sociológicos del siglo X IX y comienzos del X X se
dieron perfecta cuenta de que con la caída del orden estamental no
había desaparecido la desigualdad entre los hombres. Su gran tema
era la desigualdad como consecuencia de la propiedad y del poder:
la lucha de clases y la sociedad que mide a cada cual según sus in­
gresos y posesiones. La sociedad igualitaria, con la que soñaban
estos hombres, era un cuadro bélico frente a la realidad no iguali­
taria. Sólo en los últimos decenios descubrió la sociología científica
algo completamente nuevo en el desenvolvimiento de la realidad:
la sociedad industrial. También en ella existen todavía, según el
cuadro actualmente válido, estratos sociales e incluso, quizá, clases
sociales; por tanto, también se da en ella la desigualdad humana.
Mas para la mayoría de los sociólogos de la sociedad industrial ha
perdido esta desigualdad su aguijón, e incluso tiende a su propia
disolución en una forma de estructura social que según los gustos y
facetas de cada cual se describe como “sociedad adquisitiva”, “so­
ciedad de masas”, "sociedad de clase media nivelada”, “sociedad
clasista”, “sociedad de la época post-ideológica”, pero siempre como
“sociedad industrial”. Contemplemos más de cerca algunas de las
características designadas como típicas de la sociedad industrial de
nuestro tiempo.
Nos encontramos, en primer lugar, con el campo de los estratos
sociales, es decir, de la desigualdad misma. La imagen dominante
en la actualidad acerca de la estratificación social de la sociedad
industrial está caracterizada sobre todo por tres elementos: en pri­
mer término, se habla de una tendencia a la nivelación por el acer­
camiento de los de “arriba” y los de “abajo”. Se argumenta que
desde la Revolución francesa gozan todos los hombres de un mismo
y común statutus fundamental: el del ciudadano. Se han eliminado
en la sociedad las diferencias de principio entre los hombres. Las
discrepancias accidentales que han quedado ya no son tan grandes
como antes; la jerarquía en la estratificación social se ha reducido,
tanto si se aplica el criterio de los ingresos como el del prestigio,
la formación o incluso el del poder. En segundo término, nos en­
contramos con una fuerte concentración en el campo medio dentro
SOCIEDAD Y LIBERTAD

jerarquía reducida. Mientras que en todas las sociedades


antiguas la mayoría de los hombres se concentraban en el estrato
jerárquico inferior, una inmensa mayoría ocupa ahora la posición
media. Esto vale tanto en un sentido "objetivo” —en cuanto a in­
gresos y prestigio social, medios y situación de formación y poder
entre dos extremos— como también en sentido “subjetivo”, en
cuanto que la mayoría se consideran hoy como pertenecientes a la
“clase media”. Y en cuanto a las restantes diferencias, se puede
afirmar, en tercer lugar, que el individuo en la sociedad industrial
no se halla encadenado a su posición social; puede moverse libre­
mente, bajar y, sobre todo, subir de categoría. Si no consigue él
el ascenso, pueden conseguirlo sus hijos. En cualquier caso la opor­
tunidad del libre movimiento complementa la tendencia a la com­
pensación en las diferencias de las-posiciones sociales.
Más allá del ámbito de la estratificación social queda marcado
el cuadro sociológico de la sociedad industrial por un tipo de aná­
lisis que apunta en la misma dirección y que puede concretarse más
acertadamente por el conocido tema de la “sociedad masiva”. La
sociedad industrial es una sociedad de masas, es decir (en cuanto
se esconde siquiera en ese concepto un sentido determinable), en
ella se convierte el individuo en un granito de arena que no puede
distinguirse en nada de sus semejantes. Pierde su individualidad,
bien como juguete de los demagogos, bien como término objetivo
de la propaganda y de los llamados medios de comunicación ma­
siva, bien como “individuo dirigido desde fuera”. Para demostrar
esta tesis se aduce como prueba la conducta masiva, la moda: todo
el mundo quiere pasar sus vacaciones en Italia, todos se sientan
noche tras noche ante el televisor, todos quieren coche, todos se
visten como todo el mundo, incluso todos piensan y sienten y
hacen lo mismo en el trabajo y en el tiempo libre, en su ambiente
social y político. Es lógico que, en este sentido se atribuya a la
sociedad industrial una estructura que conduce a la eliminación de
la desigualdad entre los hombres mediante su transformación en
una masa genérica y gris, de uniformidad anónima.
El análisis sociológico de la sociedad de masas tiene, por lo ge­
neral, un cierto sabor despectivo, tras el cual, no obstante, no se
esconde apenas otra cosa que la petulancia snobista del intelectual
que se tiene por diferente, es decir, por mejor, tal como lo ha de­
mostrado Hofstátter claramente2. Tanto más favorablemente, en
cambio, se ^valora por casi todos los sociólogos un tercer aspecto

En su libro C ruppendynam ik (D inám ica d e grupos). (Hamburgo, 1957.)


SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 31

básico de la sociedad industrial, que se ha designado con otro tópico


nuevo: el tópico de “sociedad adquisitiva”. En la sociedad esta­
mental la posición social del hombre dependía de su nacimiento;
en la sociedad industrial del siglo X IX el hombre era lo que tenía;
es decir, su situación social se determinaba de acuerdo con sus in­
gresos y posesiones. La sociedad industrial, en cambio, descansa
sobre una nueva base de ordenación: ahora el hombre es lo que
logra. El rendimiento determina la situación social de cada cual;
y las instituciones del sistema educativo tienen la misión de calibrar
la capacidad de rendimiento de cada individuo a fin de dirigir a
cada cual hacia el puesto que le corresponde en la sociedad. Todos
tienen idénticas oportunidades, puesto que ni el origen ni la pro­
piedad deciden ya la situación social del individuo; también la so­
ciedad adquisitiva conduce a eliminar la desigualdad entre los
hombres.
La sociedad industrial está nivelada, masificada, fundada en el
principio del rendimiento. Pero tiene todavía una cuarta caracterís­
tica, que apenas falta en los análisis sociológicos más recientes —de
cualquier lengua y origen— y que es quizá la más curiosa de todas:
en la sociedad industrial desaparece el dominio del hombre por el
hombre; es decir, el instrumento más eficaz de separación entre
arriba y abajo que aglutinaba y desmembraba a todas las socieda­
des antiguas. En este sentido, se habla hoy mucho de la fábrica
automática, en la cual todas las relaciones de dominio se han trans­
formado en un programa de mecanismos guiados electrónicamente,
en donde nadie da órdenes y nadie ha de obedecer. “Mutatis mu-
tandis” se aplica este esquema también a los sistemas políticos; aquí
se habla de la “estructura amorfa del poder” o del “predominio de
la ley” (en oposición al predominio humano), de la “transformación
del Estado” en un mero organismo administrativo y del pluralismo
de grupos, que impide la formación de núcleos de poder. De esta
manera, nadie está en realidad supra o subordinado; también en el
campo del poder y de la servidumbre ha eliminado la sociedad in­
dustrial la desigualdad entre los hombres.
Este es —a trazos gruesos y un poco quizá recargados— el cua­
dro que esboza la sociología científica de la sociedad industrial. Al
tratar de diseñar este cuadro no he citado nombres, aunque podría
aducirse una larga lista de ellos: casi todos los sociólogos de todos
los países han aportado su granito de arena para facilitar el naci­
miento del concepto de sociedad industrial. En cuanto lo hicieron
como sociólogos con rango científico han otorgado a este cuadro,
al mismo tiempo, un marco que desde nuestro punto de vista tiene
32 SOCIEDAD Y LIBERTAD

especial importancia: la sociedad industrial no es una imagen ins­


pirada o especulativa; no es por ello tampoco, cosa evidente para la
sociología, ideología tendenciosa que trate de justificar el predo­
minio de determinados grupos sociales; es más bien la imagen de
nuestra época, tal como ha sido obtenida mediante una investiga­
ción “objetiva” y “avalorista”. Esta tesis es para la mayoría de los
sociólogos un presupuesto evidente. Sólo en los últimos tiempos
han emprendido algunos sociólogos la tarea —por ejemplo, Helmut
Schelsky en Alemania y Daniel Bell en los Estados Unidos 3— de
fundamentar dicho presupuesto, argumentando que vivimos en una
“época postideológica ’, en la que ya no son posibles, o al menos
ya no son efectivos, los cuadros deformadores de la realidad como
instrumentos de autojustificación social. Prescindiendo de que se
acepte esta tesis o r o , es cierto que la noción de que la sociología
pueda ser tal vez un eco ideológico de su creación más estimada
(la sociedad industrial), aparece cada vez menos en los análisis cada
vez más numerosos de la sociedad moderna.
Sin embargo, esta noción es una de las tesis de las presentes
reflexiones. Afirmo que la sociedad industrial, según el concepto
sociológico aquí esquemáticamente presentado, es un mito y un
producto de la fantasía sociológica, y que no resuelve, además, todas
las preguntas básicas que hemos de formular a las sociedades de
nuestra época. Hay que fundamentar esta afirmación.
Al afirmar que la sociología de la sociedad industrial es una
ciencia se quiere decir que ha de proceder de un modo “avalorista”;
es decir, que las convicciones y prejuicios personales del investiga­
dor deben permanecer alejados del análisis objetivo. Sin embargo, si
contemplamos con algún detenimiento el cuadro sociológico de la
sociedad industrial, veremos muy pronto, y con toda claridad, que
aquí sólo se puede hablar de asepsia valorista en un solo sentido:
este cuadro no se basa —como la sociología del siglo X IX — en es­
tímulos crítico-sociales; por el contrario, los sociólogos se preocupan
afanosamente en desterrar de sus análisis cualquier distanciamiento
crítico de la realidad; pero con ello resulta inopinadamente que surge
una imagen que valora, pero en sentido inverso, una imagen de la
armonía, de la integración, del reconocimiento de lo real como ló­
gico y exacto. Claro está que queda casi siempre la condición res­
trictiva de la sociedad de masas, pero esto sólo justifica la reserva

3 Cfr. H. S c h e l s k y : Ortsbestimm ung d er d eu tschen S oziolog ie {D eter­


m inantes d e la sociolog ía alem ana). (Düsseldorf-Colonia, 1959) y D. B e l l :
T he E nd o f Ideology. (New York, 1960.)
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 33

mental privada del intelectual, y no propiamente su postura crítica.


En conjunto, vibra en casi todas las investigaciones sociológicas re­
cientes el sentimiento inexpresado de que todo está bien en nuestro
mundo social y de que la realidad misma tiende hacia formas cada
vez más justas y mejores. Este acento conservador de la sociología
moderna no puede negarse y es incluso admitido por algunos so­
ciólogos. Con menos agrado se ve que en él se esconde igualmente
una especie de valoración especialmente sospechosa de ser ideoló­
gica; vale la pena analizar este hecho.
El concepto de sociedad industrial contiene un elemento de bené­
vola generalización. Todas las diferencias particulares entre las dis­
tintas sociedades desaparecen dentro del mismo: la sociedad inglesa,
americana, alemana, francesa y pronto también la rusa, se funden
en ella en un modelo genérico, que promete a todos los países idén­
tica esperanza. Pero, ¿es que dichas sociedades son, en efecto, tan
semejantes? ¿No hay más bien una inexactitud intranquilizadora en
este concepto de sociedad industrial? ¿No será un intento de evadir
el problema de las qaracterísticas particulares, y quizá menos agra­
dables, de la sociedad americana o alemana o rusa? ¿No queda sin
decir, es más, sin preguntar, todo lo fundamental, si nos acercamos
a la realidad con esa inocente idea general de la sociedad industrial?
Alemania e Inglaterra son sociedades industriales; pero Inglaterra
es la madre de la democracia liberal y Alemania la madre del mo­
derno Estado-autoritario. América y Rusia son sociedades indus­
triales y, sin embargo, su enemistad imprime carácter a nuestra
época. ¿No son éstos problemas sociológicos? Me parece que son
incluso nuestros problemas fundamentales. Mas para solventarlos
hemos de liberarnos inexcusablemente del mito idílico de la sociedad
industrial.
También, en lo que se refiere a cualesquiera sociedades deter­
minadas, resulta un mito la sociedad industrial. ¿Es que efectiva­
mente no existe ya la desigualdad entre los hombres en las socie­
dades modernas? ¿O quizá se han modificado sólo las formas de
esta desigualdad? ¿No son también la categoría del coche, el lugar
de vacaciones, el estilo de la vivienda otros taintos símbolos efectivos
y que dejan huella de la estratificación social, como lo eran los pri­
vilegios en la sociedad estamental? ¿No se puede decir que la socie­
dad de rendimiento, que en realidad es una sociedad de títulos y
certificados, es tan poco “natural” o “justa”, como lo era la sociedad
de origen o de la propiedad? ¿Ha eliminado efectivamente la divi­
sión del trabajo y la burocratización del poder cualquier forma de
supra y subordinación entre los hombres? ¿No existen ya en la so­
3
34 SOCIEDAD Y LIBERTAD

ciedad actual el “arriba” y el “abajo”? Admito que se trata de


cuestiones difíciles, que no pueden contestarse de ningún modo con
una sencilla afirmación o negación; pero creo poder afirmar que
cada una de estas preguntas nos descubriría un aspecto de nuestra
sociedad que no responde a la imagen armoniosa de la sociedad
industrial.
Es sobre todo su regusto armonizador el que hace aumentar la
sospecha de que el concepto sociológico de la sociedad industrial
es un eco ideológico. Si quisiéramos dar fe a todas las tesis mani­
fiestas y latentes de la investigación sociológica, deberíamos conve­
nir en que nuestra sociedad es la utopía hecha realidad, o, por mejor
decir, hecha casi realidad, pues las obras sociológicas se distinguen
por un acumulamiento sospechoso de afirmaciones de “tendencia”.
“Tendemos” a la sociedad de rendimiento, a la nivelación, a la ma-
sificación, etc. Estas afirmaciones de tendencia hacen creer en mo­
destia y empaque científico; en realidad no son ni lo uno ni lo otro.
En realidad no son otra cosa que puras profecías, pues para esta­
blecer pronósticos objetivos todavía le falta a la teoría sociológica
fundamento.
¿Por qué razón, pues, la constante tendencia a profetizar para
un futuro próximo una sociedad industrial justa y armónica? ¿De
qué fuentes se alimenta semejante ciencia? ¿A quién sirve? Aquí
se ve claramente que la sociología moderna de la sociedad industrial
no es en realidad otra cosa que la ideología de aquella capa buro­
crática y de pequeña burguesía que se designa a sí misma como
“clase media” y que domina muchas sociedades modernas; capa a
la que, por lo demás, pertenecen también los mismos sociólogos. Se
ha hecho dificultoso en la reciente sociedad americana, inglesa y
también alemana designar cualquier grupo con toda claridad como
la capa superior de esa sociedad. La división del trabajo en el poder
y en el status social ha aumentado el volumen de los grupos domi­
nantes reduciendo al mismo tiempo su homogeneidad. A pesar de
ello, los burócratas, los “managers” y los técnicos forman una capa
superior, una clase dominante, a la que debe servir una ideología
armónica de la sociedad industrial, para reforzar su débil funda­
mento de legitimidad. Al menos en un punto ha continuado fiel­
mente los pasos de sus antecesores la moderna meritocracia de
títulos y certificados: también necesita una ideología que justifique
la desigualdad. La sociología es la encargada de suministrar dicha
ideología con el mito de la sociedad industrial *.

' Dicha ideología sigue también a sus antecesores en el hecho de consi


SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 35

No es casualidad que sea precisamente la sociología la que


procure dicho refuerzo ideológico a la sociedad industrial. Los bu­
rócratas, “managers” y técnicos constituyen un grupo dominante
“invisible” que evita cuidadosamente aparecer como tal. Necesita
por ello de una ideología lo más “neutral” posible, cuyo carácter
de justificación no sea patenté a simple vista, una ideología con el
nimbo de la ciencia. En parte lo procuran las especulaciones pseudo-
científicas de los físicos modernos sobre “la imagen del universo
de nuestra época”; pero en su mayor parte, y cada vez en mayor
medida, interviene aquí la sociología. Con ello acontece inopinada­
mente que la misma sociología se transforma en un mito; a saber,
en un sucedáneo para decisiones morales y convicciones metafísicas
—quizá, también, religiosas— . Si la sociología fuera efectiva­
mente sólo aquello que pretende ser, es decir, una ciencia, nos
podría ayudar desde luego a captar en las redes de la inteligencia
humana y dominar teóricamente otro aspecto más del mundo,
pero no podría convertirse en sucedáneo de la moral ni de la reli­
gión. El mundo de la ciencia será siempre una geometría no-eucli-
diana de la existencia humana; si la ciencia suministra imágenes
del mundo ha traicionado a su misión. La llamada ciencia de la
sociedad de los países comunistas es un mito, una ideología; aquí
se encuentra su fuerza, pero también su debilidad, pues es fácil
desenmascararla como tal. Desgraciadamente, la sociología de la
sociedad industrial se halla también en el camino más apropiado
para desempeñar un papel semejante en los países no-comunistas.
De aquí que sea oportuno el consejo de buscar en su sitio propio
las fuentes de nuestra comprensión del mundo y de la sociedad;
es decir, de buscarlas en el campo de los valores y convicciones,
más allá de la ciencia meramente instrumental. Sólo si liberamos
a la sociología del peso de exigirle que sea una auto-comprensión
de época y a nuestra imagen ética del universo, de la ilusión de
verla consagrada por la ciencia, se atribuirá a cada una de ellas lo
que le corresponde.

derar las circunstancias sociales contemporáneas, en particular sus caracterís­


ticas desigualdades, como “naturales” — es decir, fundadas en dotes perso­
nales y rendimiento— . Cfr. a d h o c la utopía polémica, de M. Y o u n g : T h e
R ise o f the M eritocracy. (Londres, 1958.)
2

CIENCIA SOCIAL Y JUICIOS DE VALOR *

Un capítulo dramático en la historia de la ciencia social alemana


tuvo su punto álgido el día 5 de enero de 1914 en Berlín, durante
una sesión del comité ampliado de la Asociación de Política Social,
creada en 1872. Las circunstancias que acompañaron a dicha sesión
fueron ya bastante extrañas. Las cincuenta personas escogidas que
tomaron parte en la sesión acordaron, antes de entrar en la discu­
sión del tema, una serie de medidas que ya habrían bastado por sí
solas para garantizar a esta reunión el ingreso en la historia y en
la leyenda: enviaron a casa a los taquígrafos, prohibieron cualquier
protocolización, sé obligaron al silencio frente a extraños y no per­
mitieron que se publicaran los trabajos redactados por eximios cientí­
ficos sobre dicha discusión. Los temores que pudieron haber dado
motivo a semejante secreto quedaron justificados. La discusión ter­
minó con un apasionado choque de las opiniones y de las personas
que dividió para muchos años —y en algún aspecto hasta hoy— en
dos campos a la ciencia social alemana. El tema que fue capaz de

* Redactado en 1957 como manuscrito para mi conferencia de cátedra


ante la facultad de Filosofía de la Universidad del Sarre. Repasado y comple­
tado en 1960. Manuscrito no publicado hasta la fecha.
La renovada actualidad del tema se deduce ya del hecho de haberse ocu­
pado de él varios sociólogos más jóvenes en los últimos años. Cfr., por ejem­
plo, F. H. T e n b r u c k : Die G énesis d er M eth od olog ie M ax Vlebers. (La g é­
nesis d e la m etod olog ía d e Max W eber), K ótn er Z eitschríft fü r S oziologie
11/4 (1959) y C h . von F e r b e r : (D er W esturteilssreít 1909/1959. Versuch
ein er w issenschaftsgeschichtlichen Interpretation). (La discusión d e los jui­
cios d e valor en 1909/1959. In ten to d e interpretación cien tífico-histórica).
K ólner Z eitschrift fü r S oziologie, 11/1 (1959). Quizá revele esta renovación
de un problema que ya se creía enterrado el deseo de una "sociologie enga-
gée”, tal como se defiende aquí.
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 37

provocar medidas tan extraordinarias y semejantes resultados fue


el tema que hoy nos ocupa: ciencia social y juicios de valor.
Incluso hoy no resulta fácil reconstruir en todos sus detalles los
prolegómenos y el desarrollo de aquella memorable “disputa sobre
los juicios de valor” (como ya se la llamó entonces), y es además
imposible hacerlo sin inclinarse hacia uno de los dos bandos. Pres­
cindiendo de lo que pueda pensarse sobre la posibilidad y oportu­
nidad de una ciencia social avalorista, parece cierto que el tema
mismo de la inhibición valorativa no puede discutirse de un modo
“avalorista” o incluso desapasionado. Está demostrado que ya desde
principios de siglo apareció la cuestión de los “juicios de valor
prácticos” en la ciencia social cada vez con mayor frecuencia y
apasionamiento en las discusiones de la Asociación de Política So­
cial. Cuando en el año 1904 asumieron Edgar Jaffé, Werner Sombart
y Max Weber la dirección del “Archivo de Ciencia y Política So­
cial”, publicaron un artículo programático, que contenía la siguiente
declaración: “Por consiguiente, en las columnas de esta revista apa­
recerá inevitablemente también la política social, junto a la ciencia
social. Pero no pensamos en absoluto designar como “ciencia” tales
discusiones y evitaremos, en cuanto podamos, mezclarlas y confun­
dirlas” \ Esta declaración era un ataque abierto e incluso una
afrenta dirigida contra la Asociación de Política Social y, sobre
todo, contra su dirigente, entonces aún casi indiscutible: Gustav
von Schmoller. Schmoller había atribuido a la ciencia económica la
tarea de “explicar lo particular por sus causas, enseñar a compren­
der el desarrollo de la Economía y predecir el futuro en cuanto sea
posible”, así como de “indicarle el camino recto” y recomendar
determinadas “medidas económicas” como “ideal” a im itar12. Ya en
la siguiente sesión de la Asociación, en la sesión de 1905 en Mann-
heim, tuvo lugar un choque violento en este tema entre Schmoller
y Max Weber, que proporcionó a este último —en unión de algunos
otros— el calificativo de “ala izquierdista radical” y que no quedó
sin consecuencias. Pocos años más tarde, en 1909, fundó aquella
“izquierda radical” la Sociedad Alemana de Sociología, en cuyos
estatutos de 1910 se decía con toda claridad: “La finalidad de la
sociedad es el fomento del conocimiento sociológico mediante in­

1 M. W e b e r : “Die Obiektivitát sozialwissen&chftlicher und sozialpoli-


tischer Erkenntnis”. (La ob jetiv id ad d el con ocim ien to cien tífico-social y p olí­
tico-social), G esam m lte A ufsdtze zur W issenschftslehre. (Tubinga, 1951), pá­
gina 157.
2 G. S chmoller : Grundiss d e r allgem einen V olkw irtschftslehre. (E squ e­
ma d e la teoría econ óm ica general.) (Munich-Leipzig, 1920), pág. 77,
38 SOCIEDAD Y LIBERTAD

vestigaciones de naturaleza puramente científica y la publicación


y sostenimiento de trabajos exclusivamente científicos. Rechaza el
representar cualesquiera fines de tipo práctico (ético, religioso, po­
lítico, estético, etc.)3*. Apenas hace falta señalar la expresa adver­
tencia en la memoria del consejo directivo, presentada en la segunda
reunión de los sociólogos alemanes (1912), para decubrir el carácter
polémico de este párrafo —y de la fundación de la Sociedad Ale­
mana de Sociología como tal— : “A diferencia de la Asociación de
Política Social, que existe precisamente para la difusión de deter­
minados ideales, no pensamos en propaganda alguna, sino sólo en
la investigación científica” \ Efectivamente, en el escrito fundacional
de la Asociación de Política Social se había proclamado que impor­
taba “apoyar el favorable desarrollo de la industria, suscitar a
tiempo la intervención bien ponderada del Estado para proteger
los intereses legítimos de todos y fomentar el cumplimiento de las
máximas aspiraciones de nuestra época y nuestro país” 5. Sin embar­
go, los “científicos puros” continuaron siendo miembros de la Aso­
ciación e incluso, en noviembre de 1912, suscitaron en una circular
aquella “disputa de los juicios de valor” que mencionamos al prin­
cipio. A fin de preparar mejor la discusión se proponían en dicha
circular los siguientes cuatro puntos: 1. La situación del juicio de
valor ético en la economía científica nacional. 2. Las relaciones
entre la tendencia al desarrollo y las valoraciones de tipo práctico.
3. La designación de fines económico-políticos y social-políticos.
4. Las relaciones entre los principios generales metodológicos y los
fines específicos de la enseñanza universitaria 6. De acuerdo con lo
propuesto se publicaron entonces “informes” de tesis por una serie
de miembros de la Asociación, que fueron la base de la discusión.
Entre los expertos se hallaban Euleenburg, Oncken, Schumpeter,
Spann, Spranger, Max Weber y von Wiese, para citar sólo los más
importantes. A propuesta de Schmoller tuvo lugar la discusión el
día 5 de enero de 1914 en el ambiente ya indicado de secreto con­
ciliábulo, para (como se dice en una relación favorable a Schmoller)
“conservar en esta reunión el carácter eminentemente íntimo y,

3 Cita del $ 1 de los Estatutos de la Sociedad alemana de Sociología del


año 1910. Cfr. Verhandlungen d es Ersten D eutschen Soziologentages. (A cuer­
dos d e la prim era jom ad a alem ana d e sociología.) (Tubinga, 1911), pág. V.
* Verhandlungen d es Zweiten D eutschen S oziologen tages. (A cuerdos de
la segunda jornada alem ana d e sociolog ía.) (Tubinga, 1913), pág. 78.
5 Cfr. F. B o e s e : G eschichte d es V ereins für S ozialpolitik. (H istoria d e la
asociación d e política social), 1872-1932 (Berlín, 1939; ap. III, págs. 248 y ss.
5 F. B o e s e ; op. cit., pág. 145,
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 39

sobre todo, para evitar que puedan aprovecharse por terceras per­
sonas, contra la Asociación o contra la Ciencia, las notables dife­
rencias de opinión que sin duda han de esperarse” Seguidamente
chocaron las opiniones apasionadas de unos y otros: Max Weber
y Sombart por una parte, Grünberg y seguramente la mayoría de
los presentes por la otra, se enzarzaron en la discusión, hasta que
por fin —siempre siguiendo el informe inevitablemente partidista,
redactado en 1939, del que era entonces secretario de la Asociación,
Franz Boese— Max Weber “se levantó para contestar con palabras
fuertes, que daban a entender con excesiva dureza a los contrin­
cantes que no comprendían lo que él (Max Weber) quería decir”,
abandonando luego, “molesto”, la sesión *8.
Si hemos de creer estos informes, la discusión sobre los juicios
de valor terminó con la derrota de los “sociólogos científicos puros”.
Siete años más tarde, tras la primera guerra mundial y el falleci­
miento de Max Weber, había de constatar Paul Honigsheim: “Sin
embargo, nada de cuanto Max Weber ha hecho, dicho y escrito, se
ha comentado tan tendenciosamente, entendido tan mal y zaherido
como su doctrina de la inhibición valorativa en la ciencia socioló­
gica” 9. Pero la "victoria” de los “sociólogos políticos” fue efímera.
La “retirada de los cuadros valoristas subjetivos a la caja de herra­
mientas” (como lo expresó hace poco el economista hamburgués
Schiller)10, es decir, el camino de la “política social” a la “ciencia
social”, o, por mejor decir, su separación consecuente ha avanzado
desde entonces sin interrupción. El que se hayan dejado de lado,
antes que solucionado, las cuestiones que tanto apasionaron a los
asistentes a “la discusión de los juicios de valor” supone una ne­
gligencia que hoy resulta preciso remediar.

II

Sería erróneo calificar la discusión de los juicios de valor en la


Asociación de Política Social como asunto de unos pocos. A pesar
de ello, su desarrollo quedó marcado especialmente por la actividad

1 F. B oese : op. cit., pág. 147.


8 F. B o e s e : op. cit., pág. 147.
9 P. H onigsheim : “Max Weber ais Soziologe”. (Max W eber co m o so ció ­
logo), K óln er V ierteljahreshefte für Sozialw issenschaften, 1/1 (1921), pág. 35.
10 K. S ch iller : “Der Okonom und die Gesellschaft”. “El economista y
la sociedad”, H am burger Jahrbu ch für W irtschafts- und G esellschaftspolitik,
l.*r aflo (1956), pág. 19.
40 SOCIEDAD ¥ LIBERTAD

de un hombre, con cuyo nombre se halla hoy indisolublemente unida


y para el que representaba algo más que un mero problema cien­
tífico: me refiero a Max Weber. La citada polémica en el “Archivo
de Ciencia y Política Sociales”, las disputas con Schmoller durante
tantos años, la fundación de la Sociedad Alemana de Sociología con
la pretensión de “ciencia pura” en sus estatutos, el informe de su
junta de gobierno en la segunda reunión de sociología alemana, la
iniciación de la discusión de los juicios de valor, todo ello es obra
de Max Weber. En sus diversos trabajos, reunidos más tarde bajo
el título “Ensayos reunidos sobre la teoría científica”, y más aún
en su famosa conferencia de Munich, “La ciencia como profesión”,
viven la intensidad y el patetismo de aquella apasionada discusión
para imponer una ciencia social avalorista. Es cierto que Weber era
parte interesada en esta cuestión, que también a nosotros nos inte­
resa; incluso lo era más que ningún otro. Pero precisamente por
ello parece lógico y lleno de sentido referir las siguientes reflexio­
nes, en parte explícita y en parte implícitamente, sobre todo a Max
Weber.
Al intentar aquí plantear sobre nuevas bases el problema de las
relaciones entre la ciencia social y los juicios de valor y fijar algunas
posiciones en forma de tesis, no queremos con ello, naturalmente,
despertar otra vez viejas pasiones. Lo más importante será ir sor­
teando los numerosos aspectos del problema que en el calor de la
discusión de hace cincuenta años se mezclaron con demasiada fre­
cuencia, borrando sus límites propios, para analizarlos luego a través
de argumentaciones críticas. Habrá que distinguir aquí entre cues­
tiones que permiten dar respuestas definitivas y aquellas otras a
las que, a causa de la propia naturaleza del asunto, sólo puede con­
testarse de un modo verosímil, quizá convincente, pero al fin y al
cabo siempre personal. Max Weber tituló su informe para la discu­
sión de los juicios de valor, revisado en 1917 con motivo de su
publicación: “El sentido de la inhibición valorativa en las ciencias
sociológicas y económicas”. Con más precisión podefnos pregun­
tarnos: ¿Cuál es la posición legítima de los juicios prácticos de valor
en la ciencia sociológica? ¿Dónde y cómo deben y pueden supri­
mirse los juicios prácticos de valor en los esfuerzos científicos de
la sociología? ¿Dónde, de qué modo y en qué medida están auto­
rizados estos juicios de valor a ejercer su influencia sin daño para
los fines y resultados de la investigación científica? ¿Dónde será
posiblemente incluso necesario que abandonemos la severa posi­
ción avalorista que caracteriza la obra toda de Max Weber?
Ya Weber se quejaba: “Una enorme incomprensión y sobre todo
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 41

una disputa de términos, por consiguiente absolutamente estéril, se


ha unido a la palabra “juicios de valor”, que evidentemente no
contribuye en nada a resolver la cuestión” n. En efecto, parece
lógicamente posible presentar sin detalladas disquisiciones un con­
cepto de los juicios prácticos de valor, ya que éstos constituyen
manifestaciones sobre lo que debe o no debe ser, lo que es deseable
o indeseable en la esfera de las acciones humanas. Weber define con
todo lógica: “Bajo “valoraciones” deberán entenderse las calificacio­
nes “prácticas” de rechazable o admisible sobre fenómenos que son
susceDtibles de influencia por nuestras acciones” 12. Está, además,
cía que cada uno de estos juicios de valor, cada manifestación
con referencia a un deber práctico, incluye presupuestos que no pue­
den verificarse o adulterarse por hechos susceptibles de ser obser­
vados experimentalmente. Para decirlo con otras palabras, los juicios
de valor no pueden deducirse u obtenerse mediante reflexiones
científicas. Las tesis científico-sociológicas y las tesis que represen­
tan juicios prácticos de valor representan dos especies legítimamente
distintas de manifestaciones. Podemos preguntarnos dónde, en sus
investigaciones científicas, se encuentra el sociólogo con juicios de
valor y cómo se ha de comportar frente a ellos. Si indagamos con
esta intención el desenvolvimiento del conocimiento científico-social
nos encontraremos, si no me equivoco, con seis puntos de contacto
entre ciencia y juicio de valor, con seis aspectos de nuestro pro­
blema cuyo estudio por separado puede quizá contribuir a llevar el
problema de una sociología avalorista a un final más constructivo
que el explosivo e insatisfactorio, en cuanto al problema mismo, de
la discusión de los juicios de valor.

III

La actividad científica comienza, al menos en el orden cronoló­


gico, con la elección del tema. Aquí se encuentra ya el primer punto
de posible contacto entre ciencia social y juicio de valor: el pro­
blema de la elección del tema. Es una comprobación trivial estable­
cer que el proceso de conocimiento se inicia con la elección de un
tema; pero ya la mera pregunta de saber bajo qué puntos de vista

11 M. W e b e r : D er Sinn d er W ertfreiheit d er soziologischen und ó k o n o -


m ischen W issenschaften. (El sen tid o d e la “libertad d e valores" en las cien ­
cias sociológica y econ óm ica), op. cit., pág. 485.
12 M. W e b e r : D er Sinn... (El sen tid o ...), op. cit., pág. 475.
42 SOCIEDAD Y LIBERTAD

y por qué impulso elige el científico los temas de su investigación


nos lleva fuera de los dominios de la trivialidad. Un sociólogo que
se ocupe, por ejemplo, de la “situación del trabajador industrial en
la sociedad moderna”, puede hacerlo por muchas razones: quizá
crea que sólo este tema es apto para que pueda rendir al máximo.
Tal vez considere que es éste un punto abandonado, cuyo estudio
puede cerrar algún hueco de la ciencia. Puede haber sido encargado
por alguna institución o alguna empresa privada de analizar este
punto. Es posible también que confíe en poder descubrir y señalar,
gracias a este tema, situaciones de injusticia social o incluso en
poder echar nuevos fundamentos para una acción política gracias
a los resultados por él obtenidos. No todos estos motivos —y se­
guramente podrían encontrarse aún muchos más— contienen juicios
prácticos de valor; pero por este ejemplo se ve que la elección del
tema puede ser influenciada por los juicios de valor, y frecuente­
mente lo es. ¿Pueden o deben eliminarse tales juicios? ¿Qué lugar
debe reservárseles en el proceso del conocimiento sociológico?
La primera de estas preguntas es relativamente fácil de contes­
tar. Supongamos que cinco distintos investigadores analizan por los
cinco diversos motivos enumerados el mismo tema de la “situación
del obrero industrial en la sociedad moderna” (debiendo especifi­
carse naturalmente el tema de tal manera que pueda hablarse de
una identidad perfecta entre los términos a analizar). Puede acep­
tarse como evidente que los cinco investigadores pueden llegar a
las mismas conclusiones, y si se trata de análisis de solera cientí­
fica han de llegar a ellas. La elección del tema tiene lugar, en cierto
sentido, en la antesala de la ciencia. Pero en dicha antesala el soció­
logo está todavía libre de las leyes de procedimiento que determi­
narán su investigación como tal. Es probablemente imposible cum­
plir la exigencia de una asepsia valorativa en la elección del tema;
además ni siquiera hace falta plantear esta cuestión, pues en prin­
cipio resulta indiferente para el estudio de un tema saber por qué
motivos se le considera como digno de ser investigado.
Semejante tesis ni es nueva ni excitante. Con razón rechazó Max
Weber como una “falsa objeción” la afirmación de que la misma
elección del tema contenía una postura valorativa. Queda, con todo,
sin contestar la pregunta: ¿deberían guiar determinadas valoracio­
nes prácticas la selección de los temas de investigación sociológica?
¿No deberían tenerse en cuenta determinados valores al elegir los
distintos temas como un requisito de ciencia racional? Debería
quedar claro que la respuesta a estas preguntas, prescindiendo de
que sea afirmativa o negativa, no modifica para nada nuestra pri-
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 43

mera conclusión. Para continuar con la metáfora, es una pregunta


sobre las leyes que imperan en la antecámara de la ciencia y que,
siendo con relación a la metodología de la investigación parte del
campo de la libertad, no puede vulnerar las leyes científicas ni si­
quiera en un plano hipotético.
En la historia de la sociología se ha formulado una y otra vez
la demanda de hacer depender la selección de los temas de inves­
tigación de determinadas condiciones o representaciones sobre lo
que es “importante” o “no importante”. Robert Lynd señala en su
trabajo “Valúes and the Social Sciences” que es una “excelente ca­
racterística del científico bien formado” conocer los criterios de
problemas “importantes” y “no importantes” —criterios que el mis­
mo Lynd designa como “guiding valúes”, como “valores-guía” u. En
realidad, debería considerarse al menos como irresponsable enten­
der la absoluta libertad que en principio existe para las razones de
elegir uno u otro tema, en el sentido de que cualquier objeto puede
tener la misma importancia y sentido para la investigación cientí­
fica. Así, pues, me parece urgente y digna de ser defendida la exi­
gencia, por ejemplo, de no someterse a los “tabúes” sociales sobre
determinados temas “escandalosos” o la de fomentar la autócom-
prensión de los hombres en una sociedad mediante investigaciones
de tipo sociológico. Tal vez pueda decirse, en general, que la calidad
de un trabajo científico aumenta en la medida en que la elección
del tema nos revela una decisión responsabilizada de su autor. Pero
importa reconocer que estas mismas exigencias contienen juicios
prácticos de valor. No forman parte de la investigación científica, e
incluso son para ella, en principio, indiferentes; constituyen más
bien su presupuesto y su marco moral, por lo que no apelan ni a
la evidencia científica ni a la crítica, sino a la sensación evidente y
en todo caso al consenso del investigador.

IV

Considerada la cuestión de la elección temática como un pro­


blema «de posible influencia perniciosa de los juicios de valor sobre
las investigaciones científico-sociales, resulta ser sólo un problema
aparente. El encuentro de la ciencia con las valoraciones resulta13

13 Cfr. R. L y n d : Valúes and the Social Sciences, K n ow ledge fo r What


(Princeton, 1946), pág. 191.
44 SOCIEDAD Y LIBERTAD

aquí tan poco problemático como lo es en un segundo punto, que


podría describirse como el problema de la formación de las teorías.
Los sociólogos americanos Rumney y Maier advierten a los lectores
en su “Introducción a la Sociología”: “No es fácil el estudio de la
sociología... A los pasos iniciales de la ciencia se mezclan con de­
masiada facilidad nuestras pasiones, nuestros deseos conscientes e
inconscientes. Vemos lo que queremos ver y estamos ciegos para
cosas que no queremos ver”. Para eliminar este supuesto peligro
recomiendan los autores al sociólogo que se “ejercíte en la postura
de objetividad científica” por medio del psicoanálisis y de la socio­
logía del conocimiento M. Es cierto que muchos sociólogos “ven sólo
lo que quieren ver” al tratar de sus temas. Max Weber, por ejemplo,
al analizar el nacimiento del capitalismo industrial en Europa sólo
ve la influencia del calvinismo, pero no la de los inventos técnicos.
Talcott Parsons limita su análisis de las integraciones sociales casi
a un plano normativo y descuida los aspectos fáctico-institucionales
del problema. El sociólogo de nuestro ejemplo —lo suponemos un
conservador— se ocupa quizá sólo de aquellos aspectos de la “po­
sición del obrero industrial en la sociedad moderna” que pueden
interpretarse como un “proceso de acomodación” a las condiciones
industriales, como “satisfacción y equilibrio". Las “cosas que no
quiere ver”, las que, en cuanto es ciudadano, son contrarias a sus
teorías políticas y valoraciones —por ejemplo, huelgas, frecuentes
cambios de puestos de trabajo— “no los ve”. ¿Debemos recetarle
por ello, a él a Parsons o a Weber, unas sesiones de “psicoanálisis y
sociología del conocimiento” ? ¿Se esconde en su preferencia por
determinados aspectos y descuidos de otros, debido a la influencia
de los juicios de valor, una mezcla inadmisible de ciencia social y
juicios de valor? ¿Deben eliminarse radicalmente los juicios prác­
ticos de valor al formular teorías científicas?
Popper argumenta con mucha razón: “Todas las descripciones
científicas de hechos reales son selectivas en sumo grado... No sólo
es imposible evitar una postura selectiva, sino que es también ab­
solutamente indeseable hacerlo así, pues aun cuando pudiéramos
hacerlo, no obtendríamos por ello una descripción “más objetiva”,
sino sólo el mero acumulamiento de manifestaciones completamente
inconexas. No puede evitarse una postura determinada y el ingenuo
intento de evitarla sólo conduce al engaño de sí mismo y el empleo*

M J. R umney y J. M a ier : S oziolog íe (S ociolog ía). (Nuremberg, 1954), pá­


ginas 31 y sigs.
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 45

a-crítico de una postura inconsciente15”. “Me parece que todavía


puede avanzarse más en este sentido y defender la tesis de que estos
puntos de vista selectivos, aun cuando se basan en juicios prácticos
de valor, no sólo resultan inevitables, sino que son también abso­
lutamente inocuos para el proceso ulterior del conocimiento cien­
tífico. Esto es evidente si recordamos la diferencia existente entre
los dos aspectos del conocimiento científico, que tantas veces se
han mezclado con peligro de errar, a saber: entre la “lógica y la
psicología de la investigación”.
Una postura selectiva, por ejemplo, la de la inclinación conser­
vadora del sociólogo de nuestro ejemplo, lleva al científico a ver lo
que quiere ver y ser ciego para lo restante. Esta postura, empero,
sólo nos manifiesta cómo ha llegado a formular el investigador una
determinada hipótesis X . No nos dice, en cambio, si la hipótesis X
es falsa o verdadera, sostenible o insostenible. Ni las valoraciones
ni el proceso reflexivo del científico deciden sobre la validez de sus
hipótesis; en este punto, sólo decide la constatación empírica, cuyos
resultados, por su parte, no pueden alterar en ningún punto los va­
lores y proceso reflexivo del investigador. No tiene ninguna impor­
tancia para la exactitud y validez de las teorías e hipótesis socioló­
gicas los valores que hayan penetrado psicológicamente en su for­
mulación. Dado que la psicología y la lógica de la investigación son
dos cosas distintas, que ni están condicionadas la una por la otra ni
se estorban mutuamente, también, con relación al problema de la
formación de las teorías, las ciencias sociales y los juicios de valor
forman dos esferas distintas, cuyo encuentro no tiene consecuen­
cias desagradables. La advertencia de Rumrtey y Maier de ejerci­
tarse en la objetividad tiene aquí tan poco sentido como la crítica,
tantas veces oída, de que un investigador es ciego para determina­
dos aspectos del objeto de su investigación y prefiere sistemática­
mente otros aspectos.
En contra de la conclusión de que también el problema de la
formación selectiva de las teorías es un problema ilusorio puede
levantarse la objeción de que simplifica demasiado el asunto. Aun
cuando la selección inspirada por los juicios de valor pueda ser un
presupuesto inocuo de la investigación científica — así podría argu­
mentarse— consta luego con excesiva frecuencia que son precisa­
mente los sociólogos los que olvidan en el transcurso de sus aná­
lisis el carácter selectivo de sus apotegmas, dando a entender que

15 K. R. P o pper : T he Open S ociety and its E nem ies. (Londres, 1952),


tomo II, págs. 260 y sigs.
46 SOCIEDAD y LIBERTAD

han agotado todos los aspectos del tema estudiado con teorías par­
ciales. Así, por ejemplo, si Parsons tuvo al principio la intención de
analizar sólo los aspectos normativos de la integración social, afirma
luego de repente que la integración de las sociedades se realiza ex­
clusivamente en ese mismo plano normativo. En esta ampliación de
las teorías de un campo específico, para el que han sido utilizadas,
a otros campos ajenos, se esconde realmente un fallo, que habremos
de discutir inmediatamente como el problema de la desfiguración
ideológica. Pero no debe confundirse éste con el problema aparente,
aquí tratado por separado, de la psicología de la investigación, de
la selección influida por una valoración como impulso de la forma­
ción científica de teorías.

Todavía ha de mencionarse un tercer problema aparente, que


en la discusión de los juicios de valor ha desempeñado una misión
sumamente enturbiadora: el problema de los valores como objetos
de investigación. Al menos desde Durkheim, Pareto y Max Weber,
y muy especialmente desde la gran obra de Taicott Parsons sobre
la “Structure of Social Action”, ocupa la investigación de los ele­
mentos normativos de la acción social un lugar destacado en la cien­
cia sociológica. Todavía queda más patente la importancia de este
aspecto en la antropología social más reciente. Tanto los “valores
válidos”, como también los "valores divergentes” en relación con
un todo social, es decir, los juicios prácticos de valor, que imprimen
carácter como las normas generalizadas y obligatorias de la con­
ducta de los individuos en una sociedad, forman un objeto prefe­
rente de las investigaciones sociológicas.
Evidentemente existe aquí también un punto de contacto entre
la ciencia social y el juicio valorativo, siendo además un punto de
contacto específico de la sociología. Sin embargo, no habrá nece­
sidad de prolija argumentación para demostrar que este contacto
no puede ser considerado ni siquiera como una posible fuente de
inadmisible mistificación. Ya con razón decía Weber que era “una
falta de incomprensión casi imposible de creer” el que se le obje­
tase que al exigir una sociología avalorista quería sacar el conjunto
temático de los valores del campo de la investigación sociológica.
Con Weber podemos oponer a este malentendido lo siguiente: “si
lo que es válido como norma se convierte en un objeto de investi­
gación empírica, pierde, en cuanto objeto, su carácter normativo:
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 47

es tratado como algo “siendo”, no como algo “valiendo” M”. En rea­


lidad, ni es preciso ni tiene sentido renunciar a investigar los ele­
mentos normativos de las estructuras sociales con los medios de la
sociología empírica; y los numerosos problemas de tales análisis,
que ciertamente existen, no son la resultante de una combinación
inadmisible de ciencia y juicios de valor.
Podrá parecer que los tres aspectos estudiados hasta aquí de las
relaciones entre ciencia sociológica y juicios de valor, quedan rela­
tivamente alejados del núcleo emotivo o incluso central de la dis­
cusión sobre los juicios de valor. Pero semejante objeción sólo está
justificada en parte. Incluso en Max Weber puede descubrirse cierta
falta de claridad en la formulación de las cuestiones, lo que ha
hecho posible el que se confundieran una y otra vez los falsos pro­
blemas de la elección de tema, de la formación de teorías y de la
consideración de los valores como objetos de análisis, con los pro­
blemas verdaderos y más serios que voy a exponer a continuación.
Si hubiera logrado aquí sortear y aclarar los aspectos sólo aparen­
temente problemáticos de una ciencia social avalorista, podría con­
siderarse ya como una gran ganancia. Por otra parte, este resultado,
conseguido con relativa facilidad, no debe cegarnos para no ver que
los problemas que vamos a atacar ahora de la deformación ideoló­
gica, de la aplicación y del papel social del científico son de mucha
mayor dificultad y no permiten tampoco soluciones inapelables y
definitivas del todo.

Y1
Recordemos por un momento el ejemplo del sociólogo de ten­
dencia conservadora que se ocupa de la posición del obrero indus­
trial en la sociedad moderna. Vamos a suponer que estudia, en pri­
mer lugar, la situación del trabajador en la fábrica. Aquí comprue­
ba que uno de los factores que influyen en que el trabajador se halle
a gusto es su pertenencia a grupos pequeños, “informales”. Cuanto
más fuertes son los lazos que unen al individuo a estos grupos in­
formales mayor es su rendimiento y también sus vivencias de satis­
facción. Es ésta una presunción bien concreta y comprobable. Pero
ahora, el sociólogo de nuestro ejemplo, inducido a ello por su orien­
tación conservadora, da otro paso más: generaliza repentinamente
su presupuesto, bien fundamentado por investigaciones de tipo em-10

10 M. W eber : D er Sinn... (En sen tid o...), op. cit., pág. 517.
48 SOCIEDAD Y LIBERTAD

pírico, afirmando que la pertenencia a un grupo es el único elemento


que influye en la satisfacción y en el rendimiento laboral. Ni el sala­
rio, ni las condiciones de trabajo, ni las relaciones entre patrono y
obrero en la fábrica determinan la productividad y el clima laboral,
sino sólo el perfecto funcionamiento de estos grupos informales.
Esta manera de proceder —y en este caso mi ejemplo no es inven­
tado, sino inspirado en las conclusiones obtenidas por Elton Mayo
y sus colegas del llamado experimento de Hawthorne— pone de
relieve aquella mistificación de ciencia social y juicio de valor que
quisiera designar como el problema de la desfiguración ideológica.
Bajo el término “desfiguración ideológica” ha de entenderse aquí
el intento de presentar como axiomas científicos los juicios prácticos
de valor, es decir, ofrecer en forma de axiomas científicos lo que
probadamente no son otra cosa que declaraciones valorativas más
allá de cualquier comprobación empírica. En la sociología nos encon­
tramos una y otra vez especialmente con dos clases de declaraciones
ideológicamente desfiguradas. Por una parte nos encontramos, como
en el ejemplo propuesto, con la generalización y absolutización de
supuestos y teorías específicas. A este grupo pertenecen todas las
llamadas “teorías de un solo factor”, que absolutizan elementos de
raza, nacionalidad, relación de productividad, etc. También se inclu­
yen aquí otras teorías, como, por ejemplo, la que afirma que la ten­
dencia —justamente subrayada— a la equiparación de determinados
símbolos de clase en la sociedad contemporánea “occidental” con­
cierte a ésta en una sociedad “a-clasista” sin conflictos de grupo de­
bidos a la estructura social. Pero, por otra parte, existe también la
desfiguración ideológica allí donde se presentan como supuestos cien­
tíficos declaraciones no susceptibles por principio de ser comproba­
das empíricamente, es decir, meramente especulativas. Un ejemplo
lo tenemos en la tesis de la alienación del obrero en la producción
industrial, que podrá ser lógica desde un punto de vista filosófico,
pero que no tiene lugar legitimado en la ciencia social, porque
—como demuestran las obras de G. Friedmann— no puede ser con­
firmada ni rechazada por cualesquiera estudios de tipo empírico.
Las desfiguraciones de este tipo contienen siempre, implícita­
mente, juicios prácticos de valor. No hay, evidentemente, ninguna
duda de que no puede admitirse su confusión con supuestos cientí­
fico-sociales al presentarse como ciencia lo que probadamente se
alimenta de otras fuentes. Hemos de preguntarnos, pues, de qué
medios dispone el sociólogo para evitar estas desfiguraciones ideo­
lógicas, o bien para descubrir su ilegitimidad cuando se hayan pro­
ducido. Se nos ofrecen tres métodos, sobre cuya diferente fuerza
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 49

crítica no hay opinión acorde entre los científicos; el primer método


es el que Rumney y Maier designan como “ejercitarse en la obje­
tividad, con ayuda del psicoanálisis y de la sociología del conocí
miento”. El sociólogo que se encuentra indisolublemente entremez­
clado con el objeto de su análisis, está expuesto, más que ningún
otro científico, al peligro de mezclar sus tesis con juicios prácticos
de valor. Por ello, con una constante autocrítica y observación de
sí mismo, ha de revisar continuamente sus formulaciones, en este
sentido del peligro de desfiguraciones ideológicas. La segunda posi­
bilidad de asegurarse consiste en la expresa declaración de los valo­
res que han dirigido al sociólogo en sus investigaciones. Se completa
de esta manera la autocrítica, haciendo posible al lector u oyente
referir las falsificaciones inadvertidamente deslizadas en el texto a la
tabla de valores declarada inicialmente por el autor. Sin embargo,
me parece más lógico y con mayores posibilidades de éxito un ter­
cer camino. La ciencia resulta siempre del trabajo concertado de
muchos. El progreso científico se basa al menos tanto en la colabo­
ración de los estudiosos como en la inspiración del individuo. Pero
dicha colaboración no debe agotarse en el “team work", hoy tan
practicado, sino que tiene su propio sentido en la crítica mutua.
Cuando la crítica científica cede su sitio a una tolerancia imprecisa
y quietista queda abierta la puerta de par en par a una investiga­
ción falsificada y de mala calidad. Pues las manifestaciones ideoló­
gicamente desfiguradas han sido también siempre declaraciones cien­
tíficas malas. Y me parece que la labor principal de la crítica cien­
tífica consiste en descubrir y corregir la ciencia defectuosa. Sólo este
camino puede poner a salvo a la sociología —aunque no al sociólogo
en particular—, a la larga del peligro de la mistificación inadmisi­
ble de ciencia y juicios de valor en la forma de desfiguraciones
ideológicas.V
I

VII -

El problema de la desfiguración ideológica sólo ha desempeñado


un papel secundario en la discusión de los juicios de valor. Sólo en
los años 20 se constituyó en el punto central de las discusiones
científico-sociales gracias a Scheler y Manheim. Con tanto más
ahínco se discutió por los participantes de la reunión de Enero
de 1914 la cuestión de las relaciones entre ciencia social y política
social, que podemos reducir ahora al problema de la aplicación de
\
50 SOCIEDAD Y LIBERTAD

resultados científicos a problemas prácticos. El deseo de establecer


un lazo de unión entre las teorías y los supuestos especulativos, por
una parte, y la esfera práctica de la vida, por la otra, es tan antiguo
como la ciencia misma. Desde los comienzos del raciocinio, proble­
mas técnicos han sido siempre motivo de conocimientos científicos.
Claro está que aquí no interesa tanto la cuestión de saber hasta qué
punto los problemas prácticos pueden o deben inspirar las inves­
tigaciones científicas —pues éste es sólo un aspecto del problema
antes mencionado de la elección temática—, sino que más bien se
trata de averiguar si los científicos pueden y están autorizados a
relacionar los resultados de sus estudios con actividades de tipo
práctico. Si el sociólogo de nuestro ejemplo incitado por su descu­
brimiento de la importancia que tiene para la satisfacción del obrero
la constitución de grupos informales en la fábrica, se dedica siste­
máticamente a crear las condiciones necesarias para que surjan tales
grupos, a fin de aumentar así la satisfacción de los obreros habrá
de preguntarse si esta actuación forma parte, legítima o no, de su
actividad científica.
La aplicación de resultados científicos a fines prácticos involucra
evidentemente un encuentro de la ciencia con los juicios de valor.
Para hacer lo que hace el sociólogo de nuestro ejemplo ha de con­
siderarse la satisfacción del trabajador como un valor. Se juntan
aquí dos cosas heterogéneas; por una parte, el conocimiento, fun­
dado en una observación empírica sistemática de aquello que es y,
por otra parte, la convicción —en un sentido estricto meta-empírica—
de aquello que debe ser. Esto último, el juicio práctico de valor, no
se deja deducir por ningún concepto del primero, del conocimiento
científico. Es algo que se añade, algo distinto, sobre todo, algo que
no cae dentro de la esfera del sociólogo científico en cuanto tal. No
se puede considerar como formando parte de la actividad científico-
social la aplicación en su pleno sentido de decisión implícita, o tam­
bién explícita, sobre fines y finalidades. En este punto han de sepa­
rarse estrictamente la ciencia y los juicios de valor.
¿Hay, según esto, algo parecido a una política social científica?
¿O ha de renunciar el sociólogo por completo a intervenir como
timonel en los destinos de la sociedad que estudia? Me parece que
Max Weber ha dado la contestación a estas preguntas con vigencia
también obligatoria en nuestra época. Si bajo “intervención directiva”
(recuerda aquí uno el concepto de “ingeniero social” frecuentemente
usado en los países anglosajones) se entiende una actividad que
tiende a alcanzar objetivos fijados por el sociólogo mismo, se tras­
pasa su competencia científica en sentido estricto. Pero podrá legí-
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 51

timamente indicar, con los instrumentos científicos que tiene a su


disposición, los medios y camino a seguir que prometen la realiza­
ción de objetivos que le han sido propuestos. El intento de cambiar
la situación de una fábrica por propio impulso y con el implícito
postulado de que la satisfacción es un valor, está más allá de los
límites de la ciencia. El informe pericial sobre la pregunta (¿bajo
qué condiciones y con qué medios se puede conseguir un clima de
satisfacción?) queda dentro de su campo. Para el científico —citando
de nuevo a Weber— “la discusión sobre las valoraciones prácticas
sólo puede tener sentido si es para hallar los axiomas valoristas últi­
mos, de trabazón lógica interna, de los cuales parten opiniones con­
tradictorias..., deducir las “consecuencias” de la postura valorativa
que se seguiría de determinados axiomas valorativos fundamentales
si se basara en ella, y sólo en ella, la valoración práctica de hechos
lácticos reales” y, sobre todo, “constatar las consecuencias tácticas
qu i debería tener11 la realización práctica de una determinada pos­
tura, que debe valorarse de un modo práctico frente a un problema
concreto”.

VIII

El problema de la aplicación nos lleva directamente al último


aspecto de las relaciones entre ciencia social y juicios de valor, al
problema de la función social del sociólogo. No creo que sea equi­
vocado suponer que fue, y es todavía actualmente, el problema que
se escondía como máximo motivo de preocupación tras todas las
cuestiones particulares discutidas en aquella sesión sobre los juicios
de valor. La categoría de la función social no es sólo un instru­
mento de análisis sociológico de todos los no-sociólogos, sino tam­
bién del sociólogo mismo. Al igual que el médico, el mecánico, el
tenedor de libros y el secretario de partido ocupa también el soció­
logo una posición social a la que van unidas determinadas expecta­
tivas que ha de satisfacer el individuo que se halla en dicha posi­
ción social. Quizá haya de contentarse a esta pregunta exclusiva­
mente en este terreno, a saber, si nuestra misión se debe agotar sólo
en la investigación de lo que es, o si estamos llamados a defender
también, “en cuanto” sociólogos, juicios prácticos de valor. Si Schmo-
11er creía que el sociólogo, en cuanto tal, tenía la obligación de se-17

17 M. W eber : D er Sinn... (El sen tid o ...), op. cit., pág. 496.
52 SOCIEDAD Y LIBERTAD

ñalar a la sociedad el camino “recto”, y Weber, en cambio, reco­


mendaba la inexorable divisoria entre lo que es propio “de la cáte­
dra” y lo que es propio “de los programas políticos, despachos y
parlamentos”, era todo ello la discusión sobre la función del cientí­
fico, es decir, lo que está llamado a hacer en cuanto tal. Ciencia y
juicio de valor son dos cosas distintas. La pregunta es la siguiente:
¿debería propagar el sociólogo ambas cosas desde la cátedra y en
sus escritos o le obliga su oficio a limitarse a aquello que es cognos­
cible por la ciencia?
Hay evidentemente una cierta lógica interna en la postura de
Max Weber, según la cual la inhibición valorativa o asepsia valo-
rista no es sólo una exigencia dirigida a la sociología, sino que es
también un imperativo para el sociólogo en cuanto tal. Pero la mera
coherencia lógica no garantiza por sí sola la exactitud de una teoría.
En oposición a Weber, y quizá con una formulación paradójica, de­
searía por ello formular la tesis de que, si bien es deseable una so­
ciología como ciencia avalorista en el sentido indicado, debe, sin
embargo, el sociólogo en cuanto tal ser siempre moralista, es decir,
permanecer responsabilizado para protegerse de las consecuencias
imprevistas de sus acciones.
La intención de estas reflexiones era mostrar que en la sociolo­
gía avalorista hay un imperativo mucho menos dramático del que
suponían los acalorados participantes de la discusión de los juicios
de valor en la Asociación de Política Social. En muchos puntos el
encuentro entre ciencia social y juicios de valor no supone proble­
ma alguno; y en donde existe puede actuar como correctivo el con­
cierto crítico de la ciencia. Una sociología avalorista, en este sentido,
responde seguramente a la ética de la investigación científica. Sin
embargo, el sociólogo ha de ser algo más que un hombre que se
ocupa de sociología. Lo que hace, lo que dice y escribe influye de
on modo especial en la sociedad. Puede ser cierto que los sociólogos
no sean, por lo general, ni mejores ni peores que la sociedad en que
viven. Pero aun cuando la investigación sociológica contribuya sólo
a vigorizar tendencias ya de por sí existentes en la realidad, no pue­
de absolverse al sociólogo de las consecuencias de su acción. El
conservadurismo de gran parte de los sociólogos americanos es ya
de por sí un fenómeno que da que pensar. Pero se convierte en la
más clara refutación de la estricta separación de funciones defen­
didas por Weber por el hecho de que se trata de un conservadurismo
imprevisto, en cuanto que, por ejemplo, el efecto conservador de la
teoría estructural-funcional se opone exactamente a las concepciones
políticas de sus autores. De ahí que alcance también al sociólogo, en
SOCIOLOGÍA E IDEOLOGÍA 53

cuanto sociólogo, la orden de protegerse de las consecuencias impre­


vistas de sus acciones, y preservar la consistencia lógica de sus con­
vicciones morales y de sus acciones científicas.
En un sentido estrictamente analítico tiene seguramente razón
laspers cuando escribe interpretando a Max Weber: “La obligación
científica de ver la verdad de los hechos es distinta de la obligación
práctica de intervenir en favor de los propios ideales. Esto no quiere
decir que el cumplimiento de una de ellas impida el cumplimiento
de la otra. Weber sólo ataca aquí la confusión de ambas; sólo su
separación permite la realización nítida de las dos. No hay paren­
tesco entre la objetividad científica y la ausencia de determinada
manera de pensar. Pero el confundirlas lléva a destruir tanto la ob­
jetividad como el programa ideológico” 18. Tampoco puede echarse
en cara a Weber el haber separado concienzudamente sus propios
trabajos científicos de sus convicciones morales y políticas. Pero la
unión apasionada y tensa de “ciencia como profesión" y “política
como profesión” en la personalidad de Max Weber es una solución
tan poco frecuente y tan individual del problema, que no puede ele­
varse a modelo de acción para todos los sociólogos. Tal vez la dife­
rencia entre la tesis aquí expuesta y la de Max Weber sólo consista
en tonalidades de color, quizá sólo en la orientación del problema.
Sin embargo, me parece más importante en la actualidad prevenir
de la separación radical antes que de la confusión de ciencia y juicio
de valor. La responsabilidad del sociólogo no acaba con el cumpli­
miento de las exigencias de su disciplina científica. Como respon­
sabilidad moral se inicia posiblemente en el momento mismo en que
se ha concluido el proces® del conocimiento científico con relación
a un problema dado. Esta responsabilidad consiste en el examen
constante de las consecuencias políticas y morales de la actividad
científica. Nos obliga por ello a mantener también en nuestros es­
critos y en la cátedra nurstras concepciones valorativas.

w K. I aspers : Max W eber. (OMenburg, 1932), pág. 47.


MAS ALLA DE LA UTOPIA
ESTRUCTURA Y FUNCION *

TALCOTT PARSONS Y EL DESARROLLO DE LA


TEORIA SOCIOLOGICA

“No hay exageración alguna en afirmar que el único y principal


criterio para juzgar la madurez de una ciencia es el estado de su
teoría sistemática En ello se incluye el esquema conceptual genera­
lizado aplicado en ese campo, los tipos y grados de integración lógica
que lo constituyen y los métodos que efectivamente se utilizan en
la investigación empírica. Se podría afirmar, por tanto, que la so­
ciología se está transformando en este momento en una ciencia
madura” l.
Ambas afirmaciones —la de que el progreso de una ciencia se
mide por el progreso de su teoría sistemática y la de que la socio­
logía se halla a punto de constituirse como ciencia madura en este
sentido— están igualmente llenas de significado y seguras de sí mis­
mas. Revelan el orgullo del hombre que ha enriquecido las discu­
siones teóricas en sociología con la aportación más ambiciosa hasta
el presente. Revelan además la intención de dicho ensayo, sus carac-*1

* Redactado en 1954. Publicado en la K óln er Z eitschrift fü r S oziologie


und Sozialpsychologie, 7/4 (1955). Cfr. ad h o c D. Lockwood: S om e R em arks
on “The S ocial System ", British Jou rn al o f S ociology V II (1955), así como
R. K. M erton : S ocial T heory and S ocial Structure (Glencoe, 1957), especial­
mente, pág. 83.
1 T. P arsons : T he P resents P osilion and P rospects o f System atic T heory
in S ociology. G. Gurvitch y W. E. Moore (editores): Twentieth Century So­
ciology. (Nueva York, 1945), pág. 42.
58 SOCIEDAD Y LIBERTAD

terísticas a los ojos de su autor. Si está justificado, y hasta qué


punto, el orgullo personal por los resultados objetivos sólo podrá
valorarse analizando la intención y el contenido de la aportación de
Parsons.
No es un hecho evidente que el desarrollo de una ciencia depen­
da del desarrollo de su teoría sistemática, ni se acepta esta tesis
actualmente por todos los sociólogos (o incluso filósofos). Sólo hace
unos años escribía el sociólogo inglés John Madge, con alguna iro­
nía, de aquellos que “tenían la sensación... de que era imposible ac­
tuar con efectividad o valorar las actividades de los demás sin ha­
ber asegurado antes nuestro fundamento teórico”, y que él “en sus
momentos de lógica más prudentes encontraba plenamente convin­
cente el argumento que proponían”. “Sin embargo —añadía— es un
hecho que la ciencia ha progresado sin sus metodólogos y lógicos
e incluso en contra de ellos” 2.
Por mucho que nos seduzca el amable escepticismo de estas
observaciones no nos exime de la tarea de analizar las afirmaciones
formuladas por Parsons. Sigue en pie la pregunta: ¿qué quiere decir
la afirmación de que “el único y principal criterio para juzgar la
madurez de una ciencia es el estado de su teoría sistemática”? ¿Qué
concepto de la sociología hay involucrado en esta afirmación? Más
aún: ¿hasta qué punto confirman los trabajos de Parsons y de otros
sociólogos durante los últimos veinte años sobre teoría sociológica
sistemática las posibilidades de la sociología según semejante con­
cepción?
El intento de esclarecer las implicaciones contenidas en las fra­
ses introducidas de Parsons se resuelve en un principio sólo en de­
terminaciones formalistas de la teoría sociológica. Se refiere sólo
a los presupuestos científico-lógicos de la sociología y no a su con­
tenido empírico-teórico. Pero sin haber articulado primero tales
presupuestos no sólo serían incomprensibles las propias reflexiones
de Parsons, sino también la actitud fundamental que inspira a toda
una serie de sociólogos, y entre ellos al autor de este trabajo, al
considerar sus problemas. Esta actitud fundamental se basa en los
siguientes tres presupuestos que en forma de tesis podrían formu­
larse así:
1. La sociología es una ciencia experimental, es decir, la decisión
sobre la validez de teorías Sociológicas contradictorias es fundamen­
talmente posible.
2. La sociología es una ciencia sistemática, es decir, no sólo1

1 J. Madge: T he T ools o f S ocial Scien ce. (Londres, 1953), pág. 1.


MAs allA de la utopía 59

admite morfologías, clasificaciones y generalizaciones empíricas, sino


también teoría sistemática.
3. La construcción de un sistema teórico lógicamente concor­
dante no sólo es posible, sino también necesario para el progreso de
la sociología como ciencia.
He afirmado que estos axiomas están implicados en los párrafos
introductorios de Parsons. Su aclaración se ajustará, pues, a dichas
frasess.
Apenas se ha discutido que la sociología sea una ciencia experi­
mental — si se emplea este término en un sentido amplio— . Empero,
este consenso universal confirma sólo que el material de la inves­
tigación sociológica procede de datos que por principio son accesi­
bles a la experiencia. Sin embargo, tampoco hoy en día se admitiría
como propio de la sociología un concepto más estricto de ciencia
experimental que considerase el status lógico de las afirmaciones
formuladas en una ciencia. O para expresarlo con palabras de la
cita introductoria: puede considerarse como sumamente discutido
el punto de que en la sociología no hay muchas “teorías sistemáti­
cas’’, sino solamente una “teoría sistemática”.
La historia de la sociología no difiere normalmente mucho de la
historia de la filosofía. Las diferentes doctrinas históricas se orde­
nan y catalogan según categorías; quedan unas junto a otras como
los sistemas metafísicos, epistemológicos y éticos de la filosofía.
Expresamente observa un historiador de la sociología: “En cuanto
fenómeno histórico puede presentar la sociología un número extraor­
dinario de direcciones y campos doctrinales. Se acerca con su mul­
tiplicidad conceptual a la filosofía” \ Incluso von Wiese descubre en
cierto sentido su propio concepto de la sociología cuando habla de
“las principales direcciones sociológicas” y equipara la “sociología
histórica”, la “sociología metafísica” (!) y la “sociología epistemoló­
gica” a la “sociología sistemática”, como “ramas” de igual categoría
de la “sociología en cuanto disciplina científica” 5.*
Precisamente se niega implícitamente esa posibilidad de la his­
toria de la sociología, la comprensión de la sociología como una dis­
ciplina análoga a la filosofía o incluso filosófica cuando se habla de
“teoría sociológica sistemática” en singular. Que la sociología es

* P arsons ha discutido raras veces y de un modo explícito estos presu­


puestos fundamentales de su programa..., de un modo coherente una sola vez:
en el primer capítulo de la Structure o f S ocial A ction . (Nueva York, 1937.)
Cfr. también R. K. M erton : S ocial T heory and S ocial Structure. Introducción.
* H. S choeck : S oziologie (Munich, 1952), pág. 1.
5 L. V. W ie s e : S oziologie (Berlín, 1950), pág. 33.
60 SOCIEDAD Y LIBERTAD

una ciencia experimental quiere decir entonces que no puede haber


en ella “direcciones" y “opiniones científicas”, o que al menos sólo
pueden existir éstas mientras la comprobación empírica no haya
dado a conocer su dictamen sobre la validez de determinadas “opi­
niones científicas” ,o determinadas teorías. Lo que sobrevive a ese
examen se convierte en parte integrante de la teoría sistemática so­
ciológica, lo que no sobrevive se transforma en historia de la socio­
logía, un elemento más entre “aquel gran número de teorías que se
desmoronaron al ser confrontadas con los hechos empíricos” *.
“Un sistema empírico-científico ha de poder fracasar al ser con­
frontado con la experiencia” *7, y, por ello, los sistemas histórico-
filosóficos no son sociología (de aquí el concepto de sociología “me­
tafísica” e incluso “filosófica” comporte una “contradictio in odjecto”.
Como en cualquier ciencia experimental, también en la sociología,
“la teoría es la red que echamos para captar el mundo, para racio­
nalizarlo, explicarlo y dominarlo. Trabajamos para estrechar cada
vez más las mallas de esta red "8*. Esto quiere decir que también la
sociología puede tener muchas "mallas”, muchas teorías específicas,
pero sólo una "red”, una teoría sistemática.
Habrá que analizar ahora con más detalle lo que se esconde en
este pensamiento de la naturaleza sistemática de la teoría socioló­
gica. Muchas veces se habla en la ciencia de “teoría” en un sentido
muy amplio. La posibilidad de poseer una teoría no distingue toda­
vía a la sociología de otras disciplinas científicas históricas o na­
turales. Pero la tesis de la posibilidad de una teoría "sistemática” en
la sociología postula determinadas normas que ya son comunes a
todas las ciencias. No sólo exige un elevado grado de “generalidad
y complejidad de las normas teóricas” y ausencia de contradicción
lógica en todos los juicios de esta disciplina científica8, sino que
también postula sobre todo un sistema de categorías de referencia
más allá del material empírico. Sólo cuando la teoría científica es
sistemática se transforma verdaderamente en la “red que echamos
para explicar el universo”. Ahora bien, si es sistemática, trasciende
también los límites de una ciencia que sólo se limita a clasificar, des­
cribir y establecer relaciones causales inconexas.

• R. K, M erton : S ocial T heory and S ocial Structure, pág. 4.


7 K. R. P o ppper : L ogik d er Forschung. (Lógica d e la investigación.) (Vie-
i'na, 1935), pág. 13.
8 K. R. P o pper : L ogik d er Forschung. (Lógica d e la investigación), pá­
gina 26.
' Así, T. P arsons y E. A. S h il s : Tow ard a G en eral T heory o f A ction
(Cambridge, Mas*., 1951), pág. 49,
MÁS ALLÁ DE LA UTOPÍA 61

Con ello se clasifica la sociología como radicalmente distinta de


las ciencias históricas10. Estas, por su propia naturaleza, no pueden
desarrollar una teoría sistemática, no son ciencias sistemáticas. Su
punto de partida lo constituye el dato histórico en su unicidad y en
sus relaciones específicamente históricas. La sociología, en cambio,
como ciencia experimental sistemática en el sentido aquí discutido,
no tiene por principio respeto alguno ante la individualidad y cro-
nologicidad históricas. Ordena las fechas históricas y contemporá­
neas con ayuda de un sistema de categorías independiente, reorga­
niza con ello el tiempo histórico y trata de explicar el dato único e
individual a partir de lo genérico y formular teorías generalizadoras.
Es válido, en principio, que la sociología no tiene respeto alguno
ante la historia. Esto quiere decir que sus categorías y conceptos se
orientan por un marco de referencia distinto al de la cronología
histórica. Pero no quiere decir que no revista importancia alguna
para el sociólogo sober qué instituciones sociales, por ejemplo, siguen
a otras. No es indiferente para el sociólogo que las sociedades in­
dustriales sigan a las feudales, o al revés. Sin embargo, sí que le es
indiferente que la industrialización empiece en Inglaterra en 1800, en
Alemania en 1870 y en Rusia en 1920. “Inglaterra en el siglo X IX ”,
“la época del emperador Guillermo I” o “la moderna Rusia"
son categorías históricas. No tienen importancia para el sociólogo.
“Sociedad industrial” o “sociedad industrial en la fase de industria­
lización” son categorías sistemáticas (aunque en un plano de ge­
neralización relativamente limitado). Constituyen los elementos de
trabajo del sociólogo, que entiende su ciencia como una ciencia ex­
perimental sistemática.
Una teoría sistemática en el campo de las experiencias humanas
postula, como ya se ha dicho, un sistema de categorías de referencia
del que puedan deducirse todas las restantes categorías analíticas.
Veremos que Parsons introduce aquí el marco de referencia de la
“acción (social)”. Pero antes debemos hacer algunas observaciones

10 La distinción de las ciencias sociales de las históricas es en cierto sen­


tido una implicación todavía más importante del intento parsoniano que la de
las Universidades alemanas, donde se encuentra muy enraizada la bipartición
(aceptada además por amplios círculos) de la filosofía. Esta distinción, ade­
más, tropieza con la más acusada resistencia, especialmente en el campo de
en ciencias de la naturaleza y del espíritu, en las ideas y en las instituciones.
Aquí podría contribuir mucho a la claridad una discusión de la estructura
de las Universidades alemanas, especialmente en lo referente a las disciplinas
de la Economía nacional, Psicología y Sociología, “imposibles de encuadrar
perfectamente”.
62 SOCIEDAD Y LIBERTAD

sobre la tercera de las implicaciones arriba formuladas del intento


de Parsons; a saber, la tesis de que es necesario montar un sistema
teórico lógicamente compacto para el progreso de la sociología.
La formulación de Morris Ginsberg sobre los fines de la investi­
gación sociológica debe considerarse todavía como válida para mu­
chos científicos, especialmente en Europa. Según ella, “las funcio­
nes principales de la sociología” son: “1.a Construir una morfología
o clasificación de tipos y formas de relaciones sociales. 2.a Determi­
nar las relaciones entre diversos elementos componentes o factores
de la vida social. 3.a Desarrollar las condiciones básicas de la está­
tica y dinámica sociales” “. La primera de estas “funciones” designa,
claro está, una condición previa de cualquier ciencia experimental,
pero se queda en el plano de lo que Parsons y Shils han denominado
“un sistema clasificatorio “ad hoc” 1I2, es decir, que se agota en la
construcción de categorías inconexas, sin integración teórica. Tam­
bién la segunda “función” mencionada por Ginsberg se mantiene en
un nivel muy bajo de generalidad, sin revelar intención sistemática
alguna. Más bien descubre, lo mismo que la “tercera función de la
sociología”, una intención de tipo filosófico: a saber, la de obtener,
mediante el estudio de los fenómenos sociales, nuevos puntos de
vista sobre las relaciones ontológicas entre Ser y Consciencia, o
entre el Hacerse y el Perecer. Pero ninguna de las “funciones prin­
cipales de la sociología” formuladas por Ginsberg se ocupa direc­
tamente de la posibilidad de la integración lógica del saber socio­
lógico en un sistema empírico-teórico. La contribución de Parsons
se concreta en el postulado de esa posibilidad, y su avance decisivo
sobre todos los intentos anteriores de teoría sociológica se funda­
menta en la implicación de dicho imperativo referido a las “funcio­
nes principales de la sociología” (al menos en cuanto a su posibili­
dad); pues si la teoría sistemática es posible en la sociología, enton­
ces es también necesaria para el progreso de esa misma sociología
y sólo puede tener sentido en sociología aquella investigación que
se oriente explícitamente hacia la elaboración de un sistema teórico
lógicamente conexo'o se refiera a éste.
R. K. Merton definió en cierta ocasión la “teoría sociológica sis­
temática” como “la reunión de aquellas partículas de anteriores
teorías que han resistido hasta ahora el examen del análisis empí­
rico” 13. En este sentido, casi inservible por su excesiva prudencia,

11 M. G in sberg : Sociology (Londres, 1953), pág. 17.


12 Cfr. T . P arsons y E. A. S h il s : T ow ard a G eneral T heory o f A ction,
páginas 50/51.
13 R. K. M erton : Social T heory and S ocial Structure, pág. 4.
MÁS ALLÁ DE LA UTOPÍA 63

no puede considerarse a la teoría sistemática como “conditio sine


qua non” del progreso de la sociología. Nos lleva más adelante la
orientación de la sistematización en los planos indicados por Par­
sons y Shils: partiendo del “sistema clasifica torio "ad hoc” y pasando
por el “sistema de categorías” —en el que se unen las categorías a
clasificar en relaciones empíricamente verificables— , por el “sistema
teórico” —que como, por ejemplo, en la mecánica clásica formula
supuestos (leyes) verificables, válidos en condiciones ideales—, hasta
el “sistema empírico-teórico”, que permite el dictamen de procesos
en sistemas empíricos, es decir, más allá de las condiciones experi­
mentales constitutivas de los sistemas teóricos. Sólo esto último es
“a largo plazo la finalidad de la actividad científica” M.
Si la situación de la teoría sistemática nos da el índice de la
madurez de una ciencia, esto quiere decir que sin el desenvolvi­
miento de una teoría sistemática resultan estériles las investigacio­
nes en esa ciencia. En este sentido el desenvolvimiento de un sistema
teórico lógicamente concatenado es imprescindible para el progreso
de la ciencia. Un sistema teorético lógicamente compacto es, pues,
un sistema de categorías y variables unidas por hipótesis verificables,
en el que “la implicación lógica de cualquier proposición dentro del
sistema encuentra su expresa [y verificable, R. D.] formulación en
otra proposición dentro del mismo sistema” 14I5. La meta ideal de la
investigación sociológica es, evidentemente, la descripción completa
y la explicación de la acción social. Presupuesto indispensable y
“rationale” para alcanzar esta meta es la construcción de un sistema
teórico lógicamente cerrado en el sentido indicado.
Parsons inicia su gran obra sobre la “Estructura de la Acción
Social” con una constatación y una pregunta: “Spencer ha muerto.
¿Pero quién le ha matado y cómo? He aquí el problema”. Parsons
da una parte de la solución: Pareto, Durkheim y Weber. Mas él
mismo, y todo aquel que acepta las tesis presentadas en esquema en
este capítulo, es también responsable de su muerte. Y no sólo de la
muerte de Spencer, también de la de Comte, Marx y de la de todos
aquellos cuya obra llena todavía hoy gran parte de las historias de
la sociología y de los textos sociológicos. Este es el imperativo de la
sociología como ciencia sistemática. Ahora hay que examinar con
qué contenido ideológico ha contribuido Talcott Parsons a su jus­
tificación.

14 Cfr. T. P arsons y E. A. S h il s : Tow ard a G eneral T heory o f A ction,


páginas 50/51.
15 T. P arsons: T he Structure o f S ocial A ction, pág. 10.
64 SOCIEDAD Y LIBERTAD

II

Quizá se considere prematuro delimitar el campo total de una


ciencia antes que ésta se haya impuesto con éxito en sus aspec­
tos particulares. Merton ha hablado del “riesgo de producir equiva­
lentes sociológicos del siglo X X de los grandes sistemas filosóficos
de la antigüedad, con su diversa fuerza inspiradora, con todo su
brillo arquitectónico y esterilidad científica” 16. Esta advertencia, en sí
justificada, no puede aplicarse al intento de Parsons. Parsons deli­
mita ciertamente el contenido ideal de la sociología como ciencia
experimental, pero no intenta colmarlo de una sola vez mediante un
“sistema empírico-teórico”. “Este libro —dice acerca de una de sus
obras principales— es un ensayo de teoría sistemática, pues cons­
tantemente se ha sostenido que en el estado actual del conocimiento
no puede formularse semejante sistema” 17. Dentro del plan de con­
junto teórico de la sociología sistemática ve Parsons en dos puntos
álgidos de interés científico: en el sistema de categorías de referen­
cia que se halla a la base de la sociología (el “marco de referencia
de la acción social”) y en el aparato conceptual del análisis socio­
lógico mismo y de su integración teórica (la “teoría estructural-
funcional”). Las observaciones siguientes representan el intento de
exponer brevemente el programa de Parsons y sus reflexiones, al
menos en breves notas, acerca de esta cuestión.
Talcott Parsons (nacido en 1902) estudió primero Ciencias Eco­
nómicas. Después de obtener su título de A. B. en el Amherst
College (1924) permaneció dos años en Europa: primero, 1924-25,
en la London School of Economics, donde escuchó las lecciones de
Hobhouse, Ginsberg y Malinowski; luego en la Universidad de
Heidelberg, donde Parsons tuvo el primer contacto con la obra de
Max Weber. En Heidelberg se doctoró Parsons en Filosofía, en
1927, con una tesis sobre “Concepto del capitalismo en las teorías
de Max Weber y Werner Sombart”. Su carrera docente la inició
como “Instructor” de Economía, primero en el Amherts College y
luego (desde 1927) en Harvard, donde sigue hasta la fecha. En 1931
fue nombrado “Instructor” de Sociología, en 1936 “Assistant Pro-18

18 R . K. M e r t o n : Social T heory and S ocial Structure, p á g . 10.


*' T. P a r s o n s : The S ocial System (Glencoe, 1951), pág. 536. “La Revista
de Occidente” publicará próximamente la traducción en castellano de esta
obra, con el título El sistem a social, realizada por José Jiménez Blanco y José
Cazorla Pérez.
MÁS ALLÁ DE LA UTOPÍA 65

fessor”, en 1939 “Associate Professor”, en 1944 Catedrático de So­


ciología, y en 1946, además, director del “Departament of Social
Relations” de la Universidad de Harvard. En 1953-54 estuvo Parsons
otro año en Europa invitado por la Universidad de Cambridge y,
Ultimamente, en el Seminario Americano de Salzburgo1S.
Además de su formación de economista y de sus estudios sobre
Weber hay otros dos factores que son dignos de mención por haber
caracterizado también la obra de Parsons y que no se desprenden de
su biografía. Una de estas dos influencias tiene su origen en el fisió­
logo de Harvard L. J. Henderson, que animó a Parsons directamente
en sus estudios sobre Pareto181920, pero cuyo influjo sobre Parsons fue
mucho más profundo, encontrando su expresión más clara en el
concepto de sistema, capital en la obra de Parsons y que procede de
Henderson, lo mismo que los conceptos parsonianos de "estructura”
y “función”, entendidos siempre de un modo análogo al de la fisio­
logía. Un segundo influjo, quizá más importante, procede de sus
estudios sobre Freud, desde fines de los años 30, que atrajeron su
atención cada vez más a las categorías de la motivación en cuanto
a su importancia para la integración y función de los sistemas so­
ciales.
Las obras de Parsons dan testimonio de las múltiples influencias
de sus voluminosos estudios. La cuestión de “status sistemático de
los aspectos no-económicos de la conducta económica”, considerada
por B. Barber como la clave para comprender el desarrollo de Par-
estudios sobre Freud, desde fines de los años 30, que atrajeron su
curso desde la “Structure of Social Action” al “Social System” y los
“Working Papers in the Theory of Action”. La primera y quizá la
más significativa de las obras de Parsons, “Structure of Social
Action”, representa un intento de mostrar, mediante el análisis de
determinados —y, según Parsons, comunes— presupuestos funda­
mentales de las obras de Pareto, Durkheim y Weber, el nacimiento
de una teoría que Parsons denomina “la teoría voluntarista de la
acción”. Catorce años más tarde, en 1951, propuso Parsons el pro­
yecto sistemático de esta teoría en la parte central del symposium,

18 Cfr. para otros datos biográficos de B. B a r b e r el “Biographical Sketch”


en la obra de P a r s o n s : Essays in S ociolog ical T heory Puré and A pplied
(Glencoe, 1948), las notas al final del trabajo de P a r s o n s sobre G. G u r v j t c h
y W. E. M o o r e : T w entieth Century S ociology (o p . cit.) y H. S c h o e c k : Sozio-
logie (Sociología), págs. 341 y ss., págs. 416 y ss.
19 H e n d e r s o n m i s m o p u b l i c ó u n l i b r o s o b r e l a P a reto’s G en eral Sociology.
20 B. B a r b e r en: T. P a r s o n s : Essays in S ociolog ical T heory Puré and
A pplied, pág. 349.
5
66 SOCIEDAD Y LIBERTAD

publicado en colaboración con E. A. Shils, “Toward a General


Theory of Actíon”, bajo el título “Valores, motivos y sistemas de
acción”. El mismo Parsons observó que este trabajo representaba
“en lo esencial una formulación nueva y ampliada del objeto teórico
de la “Structure of Social Action” Mientras que estos trabajos
sobre la teoría de la acción, como demostraremos, trascienden el
marco de la teoría sociológica2122 y tratan de determinar el fondo
común de todas las ciencias sociales, representa las repetidas veces
mencionada “teoría estructural-funcional” la contribución de Par­
sons a la teoría sociológica en un sentido más estricto. El concepto
de “teoría estructural-funcional”, lo mismo que el de “función” en
general, falta todavía en la “Structure of Social Action”. Lo encon­
tramos por vez primera en Parsons en algunos escritos publicados
desde 1945, transformándose en el tema central del capítulo sobre
“el sistema social”, en la contribución de Parsons y Shils a "Toward
a General Theory of Action”, y especialmente en la tercera gran
obra de Parsons, “The Social System”, aparecida en aquel mismo
año. Desde entonces ha fijado Parsons su atención sobre todo en
dds problemas que entiende estrechamente relacionados: en la ela­
boración y ampliación de la teoría de la acción, sobre todo de su
dimensión psicológica (cfr., los “Working Papers in the Theory of
Action” y una serie de artículos de revistas) y en la aplicación de la
teoría estructural-funcional a problemas específicamente sociológi­
cos 23 (cfr., por ejemplo, “Revised Analitycal Approach to the Theory
of Social Stratification”). Los estudios empíricos de grupos pequeños,
realizados a veces muy intensivamente por Parsons y su colabora­
dor y colega R. E. Bales, representan un intento de combinar las
dos intenciones arriba mencionadas.
Los datos biográficos son reveladores ciertamente sólo hasta
cierto grado. Pero del conocimiento del desarrollo científico de Par­
sons se deducen dos consecuencias. En primer lugar, nos muestra
que Parsons no ha intentado colocar a la sociología en un campo
más amplio partiendo de esta disciplina, sino que ha querido, por el
contrario, concretar el sitio de la sociología junto a otras ciencias
sociales a partir de esquemas más amplios. En segundo lugar, y

21 T. P a r so n s: T he S ocial System, pág. IX.


22 P a rso n s m is m o c o n s i d e r a q u e la Structure o f Social A ction “no es
un e s tu d io so b re la t e o r í a s o c io ló g ic a en s e n tid o e s t r ic t o , s in o u n a n á lis is ...
sobre la n a t u r a l e z a e i m p l i c a c i o n e s d e l s i s t e m a d e r e f e r e n c i a d e la a c c i ó n ” ..
23 Esto último lo ha hecho P a r s o n s naturalm ente tam bién antes-, cfr. sus
Essays in S ociological T heory Puré and A pplied o el capítulo X del Social
system sobre el estamento profesional de los médicos.
MÁS ALLÁ DE LA UTOPÍA 67

como su consecuencia, el desenvolvimiento científico de Parsons nos


da dos puntos de partida de sus reflexiones teóricas: la teoría de la
acción, por una parte, y la teoría estructural-funcional, por otra,
que se afirman relacionados, pero que se hallan al menos en dos dis­
tintos grados de generalización. Habrán de considerarse por sepa­
rado, y uno tras otro, ambos puntos de partida.

III

Si la teoría sociológica ha de ser sistemática, debe basarse en un


marco de referencia que trascienda las categorías deducibles me­
diante una generalización empírica obtenida de los materiales de la
sociología misma. Debe orientarse por unas cuantas categorías que
—lo mismo que el espacio, el tiempo, la masa, el movimiento, etc.,
en la mecánica clásica—, en cuanto categorías descriptivas, propor­
cionen la base de cualquier análisis de los fenómenos sociales. Esto,
empero, quiere decir que dicho marco de referencia —a no ser que
se defienda “la teoría enciclopédica, que considera a la sociología
como la síntesis de todos nuestros conocimientos sobre la conducta
humana en sociedad” 24— debe trascender los límites de la socio­
logía. “De alguna manera” ha de elaborarse un “aparato teórico,
que coordine nuestro propio campo [la sociología, R. D.] con los
otros, los cuales forman parte igualmente de un sistema fundamen­
tal más amplio” 25*.
En su “Structure of Social Action” cita Parsons cuatro distintos
marcos de referencia d eesta clase, que F. Znaiecki había distinguido
en su libro “The Method of Sociology”: “acción social”, “relaciones
sociales”, “grupos sociales” y “personalidad social” 2S. Parsons se
decide por el primero, por dos motivos: 1. Porque es el marco de
referencia en el que converge la teoría sociológica tradicional; y
2. Porque “puede ser considerado como el más elemental” 27.
El primero de estos argumentos es de tipo histórico y puede
probar que tiene sentido elegir la acción social como la categoría
básica de semejante marco de referencia. A su estudio y discusión se

54 T. P a r s o n s : “The Position of Sociological Theory” , Essays in S ociolo-


g ical T heory, pág. 4.
25 T. P a r s o n s : “The Position of Sociological Theory”, Essays in S o cio ­
logical Theory, pág. 4.
2S T. P a r so n s: T he Structure o f S ocial A ction, pág. 30.
27 T. P a rso n s: T he Structure o f S ocial A ction, p á g . 39.
«8 SOCIEDAD Y LIBERTAD

dedica la mayor parte de la “Structure of Social Action”, que se


ocupa de explicar la tesis de la convergencia de las teorías de Pa-
reto, Durkheim y Weber. El segundo argumento es lógico. Si se
puede fundamentar, debe considerarse como imperativa la elección
de la “acción social” como marco de referencia. Sin seguir aquí en
detalle sus distintos pasos, puede afirmarse que Parsons ha aducido
dicha prueba.
Como categoría fundamental del marco de referencia de la “ac­
ción”, el “acto unidad” (“unid act”). Más adelante habla de una ma-
duce Parsons en la “Structure of Social Action” la “unidad de ac­
c i ó n ” , el “acto unidad” (“unit act”). Más adelante habla de una ma­
nera más abstracta y, al mismo tiempo, más exacta de la “acción”
(“action”) como elemento de la teoría de la acción. La acción es para
Parsons cualquier forma de conducta humana, que puede descri­
birse y analizarse mediante categorías determinadas, que Parsons
designa como implicaciones lógicas del concepto de “acción”. Estas
categorías representan al mismo tiempo el punto de partida de la
teoría de la acción. Constan de aquel “mínimum de términos des-
criptibles” o hechos, que han de ser predicables de la unidad fun­
damental de un sistema, antes que pueda designarse a ésta como
■ ta l”. Las tres implicaciones esenciales sin las cuales no puede en­
tenderse la acción en este sentido, son para Parsons los actores
(“actors”), la situación de la acción (“situation of action”) y la orien­
tación de los actores con referencia a la situación (“orentation of the
actor to. the situation”) ”. La teoría de la acción se inicia a partir del
análisis del marco de referencia de la acción, constituido por estas
categorías elementales formales y descriptivas.
Apenas necesita explicarse que la acción no puede ser pensada
sin actores. Por actores entiende Parsons tanto a individuos como
a colectividades, que se presentan bien como sujeto bien como ob­
jeto de la acción.
La situación de la acción comprende todos los objetos sociales y
no-sociales que se encuentran ante el actor como presupuestos in­
controlables o como instrumentos controlables. Como situación se
comprenden, pues, sólo aquellos elementos que tienen algún signi­
ficado para la acción de que se trate, separados del campo ilimitado
en principio, que rodea al actor en su acción. Puede tratarse de un
significado difuso o específico de personas o cosas como condiciones289

28 Cfr. T. P arsons : T he Structure o f Social A ction, pág. 44.


29 Así, e n T. P arsons y E . A . S h i l s : Tow ard a G eneral T heory o f
A ction, pág. 56.
MÁS ALLÁ DE LA UTOPÍA 69

o medios de la acción, pero en cualquier caso se trata de objetos ex­


trínsecos al actor.
Los presupuestos intrínsecos y las implicaciones de la acción, y
con ello la categoría fundamental decisiva del marco de referencia
de la acción de Parsons, están comprendidos bajo el punto de vista
de “orientación del actor referida a la situación”. Esta categoría,
descrita como la acción en lo universal o genérico, comprende dos
especies de orientación analíticamente distintas: la orientación mo-
tivacional y la de valor. Ambas tienen implicaciones importantes.
Que toda la acción pueda ser analizada desde el punto de vista de
la orientación motivacional quiere decir que está siempre dirigida
hacia un fin, que nace de la voluntad del actor. Y, por otra parte,
que toda la acción pueda ser analizada bajo el aspecto de la orien­
tación de valor significa que se sujeta siempre a normas y criterios
Selectivos, internalizados por el actor, los cuales deciden sobre la
elección entre dos alternativas.
En la deducción de otras categorías de la teoría de la acción, a
partir de este marco de referencia, el máximo interés se centra na­
turalmente en el desarrollo de conceptos formal-descriptivos para
la orientación de los actores, referida a situaciones concretas. Par­
sons propone categorías para la descripción: 1. De modos posibles
de orientación motivacional. 2. De modos posibles de orientación
de valor; y 3. De posibles alternativas en la interpretación de situa­
ciones de acción, en cuanto contribuyen a la orientación referida a si­
tuaciones ”. Todas estas categorías son formales en cuanto carac­
terizan determinadas maneras de actuar sólo según su forma y
estructuras lógicas; son descriptivas, en cuanto que esta designación
conceptual sirve, en primer lugar, sólo a su caracterización y no al
análisis.
El próximo paso de la teoría de la acción consiste en analizar las
maneras en que pueden considerarse como integradas dentro de un
sistema las acciones o unidades de acción. “Las acciones, en un
plano empírico, no se hallan aisladas, sino que se presentan en cons­
telaciones, que llamamos sistemas” 31. Distingue aquí Parsons tres
sistemas, en los que se organizan, cada uno de un modo distinto, los

“ Aquí introduce P a r s o n s el llamado “pattern-variable-scheme” (que se


podría interpretar como el esquema variable de los modos de orientación),
que consta de cinco dicotomías, de las que cada una “ha de ser elegida por
su parte por el que actúa, antes que quede fijado para él el significado de
una situación” (T ow ard a G en eral T heory o f A ction, pág. 77).
51 T . P a r s o n s y E . A. S h i l s : Tow ard a G eneral T heory o f A ction, pá­
gina 54.
70 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

terminadas propiedades básicas, sin las cuales es imposible concebir


elementos de la acción: el “sistema social”, el “sistema de la perso­
nalidad” y el “sistema cultural” ”Los sistemas sociales, de la per­
sonalidad y culturales constituyen el objeto crítico de la teoría de la
acción. En los dos primeros casos se consideran los sistemas mismos
como actores cuya acción se concibe como orientada hacia metas y
hacia la satisfacción de disposiciones de necesidad, como presentán­
dose en situaciones, consumiendo energía y siendo regulados por
normas. El análisis de la tercera clase de sistema es esencial para la
teoría de la acción, porque los sistemas de criterios de valor (crite­
rios de selección) y de otras pautas culturales, cuando se han insti­
tucionalizado en sistemas sociales e internalizado en sistemas de la
personalidad, guían al actor tanto en la orientación referida a ñnes
como en la regulación normativa de actividades de medios y ex­
presivas, siempre que las disposiciones de necesidad del actor per­
mitan decisiones electivas en estas cuestiones"*3334.
El, análisis formal de los tres sistemas (o subsistemas) de la ac­
ción conduce luego a la teoría propiamente sociológica, psicológica
y antropológica, respectivamente. Pero antes que demos este
paso, que lleva a un plano de generalización más inferior y se dis­
tinguió al comienzo del capítulo de la teoría de la acción, parece
oportuno hacer dos observaciones sobre esta teoría.
Para concretar el sitio reclamado por Parsons en las ciencias so­
ciales para su teoría de la acción, quizá no está fuera de lugar llamar
la atención sobre una analogía que él mismo utiliza repetidamente.
Parsons compara muchas veces el marco de referencia que sirve de
fundamento a esta teoría con el marco de referencia de la mecá­
nica clásica. A la acción corresponde aquí la partícula elemental, a
las tres implicaciones de la acción los atributos de estas partículas
elementales. “Este es el marco más general de categorías, dentro de
las que se hace plausible la investigación empírico-científica” 3*. “Así
como las unidades de un sistema mecánico en el sentido clásico, las
partículas, sólo pueden definirse por sus atributos de masa, velo­
cidad, situación en el espacio, dirección de movimiento, etc., así
también pueden poseer las unidades de los sistemas de acción de-

12 “Social system” , "personality system” y "cultural system”. Es tal vez


importante advertir que el concepto de “cultura” se interpreta aquí en el sen­
tido de la antroposociología norteamericana como el resumen de la fijación
de valores de una sociedad.
33 T . P a r s o n s y E . A. S h i l s : Tow ard a G en eral T heory o f A ction, p á ­
g in a s 55/56.
34 T. P a rso n s: T he P resen t P osition an d P rosp ects..., pág. 44.
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 71

terminadas propiedades básicas, sin las cuales es imposible concebir


dichas unidades como “existentes” “. Esta analogía empleada por
Parsons puede dar lugar quizás a más de una observación crítica;
nosotros nos hemos limitado a reproducirla aquí para aclarar lo
dicho más arriba.
La comparación con la mecánica clásica puede contribuir a la in-
telección del status lógico de la teoría de la acción, pero oculta la
generalidad que comporta esta teoría. La afirmación, hecha ya repe­
tidas veces, de que esta teoría rompe el marco de la teoría propia­
mente sociológica, puede formularse ahora con más exactitud y niti­
dez; sólo queda justificada su pretensión si la teoría de la acción
puede conceptuarse como sistema de relación para todas las disci­
plinas científico-sociales. Partiendo de esta situación teórica se ex­
plica el symposium “Toward a General Theory of Action”. Nueve
sociólogos han contribuido a esta colección habiendo aceptado todos
ellos el sistema de relación de la acción como básico para su disci­
plina científica: tres sociólogos (T. Parsons, E. A. Shils, S. A. Stouf-
fer); cuatro psicólogos (E. G. Tolman, G. W. Allport, H. A. Murray,
R. R. Sears) y dos antropólogos (C. Kluckhohn, R. C. Sheldon). En
distintos sitios intenta Parsons determinar el orden, no sólo de estas
tres ciencias, sino también de las Ciencias Económicas, de las Polí­
ticas, de la Historia, a partir de la teoría de la acción*36. Parece evi­
dente que la teoría de la acción permite a Parsons fijar las relaciones
entre sociología y psicología, o sociología y antropología, con más
detalle de lo que era posible hasta la fecha. Por lo contrario, dicha
teoría está unida indisolublemente, a largo plazo, a la aceptabilidad
de su pretensión de ser el sistema de categorías de relación para
todas las ciencias sociales37*.

IV

Como acabamos de ver, el sistema social es para Parsons uno de


los tres sistemas lógicos equivalentes de la acción. Su estudio analí-

15 T. P a r s o n s : The Structure o f S ocial A ction , pág. 43.


36 Cfr. sobre todo T he Structure o f S ocial A ction, pág. 757 y sigs.: The
Social Sustem , cap. X I I ; también Toward a G en eral T heory o f A ction, pá­
ginas 28/29, y T h e P resen t P osition and P rospects, etc., pág. 66.
37 De ahí que tenga considerable importancia, como se ha sabido, el
hecho de que varios de los autores del symposium Tow ard a G eneral T heory
o f A ction se hayan distanciado entretanto otra vez de esta empresa (el caso
más llamativo es el de E. C. T olMan),
72 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

tico es tarea propia de la sociología, y, en sus aspectos formales, de


la teoría sociológica (sistemática). El sistema social representa una
de las maneras en que pueden ser integrados los elementos del marco
de referencia de la acción. Su estudio precisa, pues, tanto de la re­
ferencia a su sistema de categorías como de un esquema analítico
que le es propio.
La referencia al sistema de categorías de la acción se realiza, por
de pronto, sin dificultades. Como todo sistema, también el sistema
social posee una estructura, es decir, “un conjunto de modos refe-
renciales de unidades relativamente estables”. “Y como la unidad
del sistema social es el actor, la estructura social es un sistema de
modos sociales de relación del actor” ”. “El acto se convierte en­
tonces en una unidad dentro del sistema social, en cuanto que es
parte de un proceso de interacción entre su autor y otros actores” *.
Las categorías de la teoría de la acción son, pues, aplicables a la teo­
ría sociológica, en cuanto que el sistema social es un sistema de ac­
tores que en las distintas situaciones actúa con determinadas orienta­
ciones motivacionales y de valor.
Pero este esquema elemental no basta —o es demasiado am­
plio— para solventar los problemas de la teoría sociológica. “Es una
característica relevante de la estructura de los sistemas de acción
social el hecho de que el actor no participa en la mayoría de las re­
laciones en su totalidad, sino sólo mediante un sector diferenciado
dado de su acción total. Este sector, que representa la unidad del
sistema de relaciones sociales, se designa preferentemente como
“rol” *40. De ahí que “para la mayoría de los fines sea el rol la
unidad conceptual del sistema social” 41. Más adelante escribe to­
davía más explícitamente: “Para la mayor parte de los fines del
análisis preferentemente macroscópico de los sistemas sociales re­
sulta, sin embargo, conveniente emplear una unidad de mayor orden
que el acto, a saber, el status-rol, como será denominada” 42. Para
entender este punto de partida de la teoría estructural-funcional son
necesarias algunas reflexiones antes de entrar en la discusión de los
conceptos de “status” y “rol”.
El problema con que se encuentra la teoría sociológica es el del
análisis teórico de procesos. Se trata aquí de un problema en doble

* T. P a r so n s: T h e P resen t P osition and P rospects..., p á g . 6 1 .


* T. P a r so n s: T he Social S ystem , p á g . 2 4 .
40 T. P a r so n s: T he P resen t P osition and P ro sp ects..., p á g . 6 1 .
41 T. P a r so n s y E . A . S h i l : T ow ard a G en eral T heory o f A ction, pá­
g in a 1 9 0 .
41 T, P a r so n s: T he Social System , pág. 2 5 .
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 73

sentido. El análisis de procesos no es sólo el objeto de la teoría so­


ciológica, sino que es también un objeto con muchas diñcultades,
que se resiste de una manera clara a la racionalización y explicación
científica. La explicación científica de procesos requiere el conoci­
miento de las leyes conforme a las cuales se desarrollan los mismos.
Pero la formulación de estas leyes requiere, en primer lugar, el co­
nocimiento de todas (en los sistemas empíricos-teóricos) o al menos
de las esenciales (en los sistemas teóricos) variables, que son de al­
guna efectividad en los procesos de referencia y luego, además, la
determinación exacta de las relaciones entre dichas variables y su
importancia en cada caso. Pero precisamente aquí se ofrece al so­
ciólogo un problema que de primera intención es casi insoluble: el
control de variables que no son experimentalmente reproducibles.
Parsons se da perfecta cuenta de este problema. Como fin propio
de la teoría sociológica ve también él la explicación de procesos so­
ciales. Al mismo tiempo ve también, precisamente en este punto,
la mayor dificultad de la teoría sociológica. “El ideal de la teoría
científica debe ser ampliar cuanto sea posible la dimensión dinámi­
ca del análisis de sistemas complejos como un todo. La consecución
de este ideal es lo que depara las mayores dificultades teóricas a la
ciencia” ‘3.
En este dilema nace la teoría estructural-funcional y tiene su ori­
gen en sociología los conceptos de “estructura” y “función”. Se intro­
ducen con la intención de racionalizar, describir y fijar puntos aclara­
torios en el plano abstracto del sistema teórico hechos anterior­
mente, no explicables en un sistema simplificado.
El primer paso de este intento consiste en la construcción de
una estructura relativamente estable de sistemas como punto de
partida de todos los procesos que involucran a dicho sistema. Se
reconoce que semejantes estructuras estables no pueden presentarse
nunca empíricamente. En su construcción se ha quedado parado el
carácter esencialmente procesual de la realidad social. La construc­
ción de una estructura considerada como estable de sistemas so­
ciales es, vista lógicamente, una operación en la que se fijan como
constantes determinadas categorías que, en realidad, son variables.
La categoría de estructura implica, por tanto, una pérdida de ple­
nitud empírica, es una simplificación. Pero al mismo tiempo se pre­
senta como “un instrumento técnico auténticamente analítico”43

43 T. P a r s o n s : T he P resent P osition and P rosp ects..., pág. 47. Cfr. tam­


bién el siguiente argumento, op. cit.
44 T. P a r s o n s : T he P resen t P osition and P ro sp ects,.., p á g . 47.
74 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

porque permite relacionar análisis procesuales con un punto de par­


tida fijo y porque obliga a tener constantemente presentes todos los
componentes de esta situación.
Las categorías estructurales, como es evidente, son necesaria­
mente "estáticas”. Describen relaciones en una estructura sacada de
un contexto pocesual. Con ello adquiere importancia el problema
de encontrar un modo de relacionar estas “categorías estructurales
"estáticas” ... con los elementos dinámicamente variables dentro del
sistema. El concepto importantísimo de función proporciona esta
conexión. Su misión esencial consiste en proporcionar criterios para
calibrar la "importancia” de los factores dinámicos y los procesos
dentro del sistema. Son importantes en cuanto que tienen signifi­
cación funcional para el sistema... El significado funcional, en este
contexto, es en sí mismo teleológico. Un proceso o una serie de con­
diciones "contribuye” al mantenimiento (o desarrollo) del sistema,
o es disfuncional en cuanto se opone activamente a la integración
o efectividad, etc., del sistema. De aquí que la referencia funcional
de todas las condiciones especiales y procesos con el estado del
sistema en su conjunto, como una unidad funcional, es lo que pro­
porciona el equivalente lógico de las ecuaciones simultáneas en un
sistema plenamente desarrollado de teoría analítica” 49.
Las categorías de “estructura" y “función” designan los puntos
de interés centrales en una teoría sociológica, que todavía no tiene
la pretensión de dar “un sistema plenamente desarrollado de teoría
analítica”. En su esfuerzo por solventar los problemas del análisis
dinámico se presupone en cada caso dado la estructura del sistema
social, luego la función de partes especiales de este sistema, después
se investiga su contribución al funcionamiento del sistema, para
poder determinar finalmente la estabilidad o inestabilidad de los
sistemas sociales. Todos los demás conceptos de la teoría estruc-
tural-funcional, también los términos “status” y “rol”, se llenan de
sentido respecto de esta intención y de los pasos analíticos nece­
sarios para su realización, que quedan caracterizados por las cate­
gorías de “estructura”' y “función”.
Recordemos que Parsons ha introducido el complejo terminoló-15

15 T. P a r s o n s : The P resen t P osition and P ro sp ects..., pág. 4 8 . P a r s o n s


presenta preferentemente como ejemplo de un sistema teórico lógicamente
compacto y coherente (y en este sentido "plenamente desarrollado”) la estruc­
tura lógica de un sistema con ecuaciones dadas de diversas variantes (“simul-
taneous equations”), es decir, de un sistema en el que todas las variantes
están ya completamente fijadas. Cfr., por ejemplo, T he Structure o f Social
A ction, pág. 10.
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 75

gico “satus-rol” “como unidad fundamental para el análisis de los


sistemas sociales. Esta unidad fundamental no es la “acción” o el
“actor”, sino sólo un sector concreto del actor en una determinada
acción, precisamente su “status-rol”. La pareja “status” y “rol”
corresponde exactamente a la de “estructura” y “función”. El sec­
tor, con el que el actor participa en las n^ituas relaciones sociales,
tiene dos aspectos principales. Por un lado está el aspecto posicio-
nal —es decir, aquel en que está “localizado” el actor en cuestión
dentro del sistema social en relación con los otros actores. Esto es
lo que llamamos su status, que es su lugar en el sistema de rela­
ciones considerado como estructura, es decir, como sistema pautado
de “partes”—. Por otro lado, se encuentra el aspecto procesual, el de
lo que el actor hace en sus relaciones con los otros, visto en el con­
texto de su significación funcional para el sistema social. A esto lo
denominaremos su rol”
Ambos conceptos, status y rol, evitan la regresión a la perso­
nalidad como sistema psicológico. Naturalmente pueden retrotraerse
a ésta, pero dentro del marco del análisis sociológico no se retro­
traen, sino que se tratan como unidades elementales específicas de
la teoría sociológica. Por consiguiente, todos los demás supuestos
sociológicos no son manifestaciones acerca de personas, sino sobre
“status” y “roles”, designando siempre el “status” su posición y el
“rol” su aspecto correspondiente en la conducta de las personas. En
cuanto pueda ser considerada la personalidad individual dentro del
análisis sociológico lo será siempre como portadora de “status” y
“roles”.
Partiendo de estas categorías básicas distingue Parsons tres cam­
pos de problemas principales dentro de la teoría estructural-funcio-
nal, que se siguen lógicamente, en cuanto que la solución de los
problemas posteriores presupone la solución de los anteriores:
1. La teoría de la estructura social. 2. La teoría de los procesos de
motivación dentro del sistema; y 3. La teoría del cambio.
La teoría de la estructura'social se basa en el supuesto de que
“es una condición de la estabilidad de los sistemas sociales que ha
de existir una integración de los criterios de valor de las unidades
componentes para constituir un sistema de valores cdmunes”. “La
existencia de semejante sistema de pautas como punto de referencia

“ T.
P a r s o n s : T he S ocial System , pág. 25. Es interesante notar aquí que
P vuelve a comprobar — como y a lo hizo en e l sistema de referencia
a rso n s

de la acción con la teoría de la acción— : “El status-rol es análogo al átomo


de la m ecánica...” (T he S ocial System, pág. 25).
76 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

para el análisis de los fenómenos sociales —dice Parsons— es un


supuesto central que se sigue inmediatamente de la aplicación del
marco de referencia de las acciones al análisis de los sistemas socia­
les” *7. Claro que es muy difícil de demostrar la relación directa del
supuesto de un sistema de valores comunes, como principio de la
estructura de los sistemas sociales, sobre el sistema categorial de la
acción, aunque sí puede hacerse con relación al complejo concep­
tual “status-rol”. La conexión es lo bastante importante como para
estudiarla más detenidamente.
“El rol, como aspecto de conducta de status, proporciona el
nexo de unión entre las normas ideales y las de conducta de una
sociedad” ,s. El que el rol sea el aspecto correspondiente al status en
la conducta de las personas quiere decir, en primer lugar, que a cada
status se atribuyen determinadas conductas, ya esperadas. “Así se
espera de una “esposa”, como obligaciones propias de su status, que
tome a su cargo la responsabilidad de la economía doméstica y, en
su caso, el cuidado de los hijos” *9. Estas conductas ya esperadas o
“expectativas de rol” se han institucionalizado, es decir, para cada
rol hay determinadas obligaciones y prohibiciones socialmente de­
finidas. Hay otros que vigilan, también como formando parte de sus
expectativas de rol, para que los actores cumplan con sus obliga­
ciones. “Lo que son sanciones para el ego, son expectativas de rol
para el alter, y al revés" *5051. “Desde este punto de vista, el aspecto
esencial de la estructura social se encuentra en el sistema de expec­
tativas normativas, que definen la conducta adecuada de las perso­
nas que desempeñan determinados roles” !1, es decir, en un sistema
de valores comunes, supra-individual e institucionalizado. “El ele­
mento fundamental y estructuralmente estable de los sistemas so­
ciales, que tiene una importancia básica para su análisis teórico, es
por ello su estructura de pautas institucionalizadas, que definen los
roles de los actores que los constituyen” 52. Otros análisis de la
teoría de la estructura social se ocupan luego principalmente de la

T. P ar s on s : “A Revised Anaíytical Approach to the Theory of So­


cial Stratification”, en R. Bendix y S. M. Lipset (editores): Class Status and
P ow er (Glencoe, 1953), pág. 93.
18 T. P a r s o n s : “Toward a Common Language for the Area of Social
Science”, Essays iti S ociological T heory, pág. 43.
43 T. P a r s o n s : “Toward a Common Language...”, Essays in S ociological
Theory, pág. 43.
50 T. P a r s o n s : T h e S ocial System, pág. 38.
51 T. P a r s o n s : “The Present Position and Prospects...”, págs. 61/62.
53 T. P a r s o n s : “The Present Position and Prospects.,.”, pág. 62.
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA

existencia de las normas de valor predominantes en los sistemas


sociales53*5 y de la diferenciación institucional en estos mismos sis­
temas.
La teoría de los procesos de la motivación dentro del sistema se
ocupa de la conexión de las determinantes igualmente objetivas, es
decir, institucionales, de la estructura social con la motivación sub­
jetiva de los actores en esa misma estructura. Sus problemas esen­
ciales son: ¿cómo se transforman los valores fijos e institucionali­
zados de una sociedad en parte de la estructura de la personalidad
de los individuos en dicha sociedad? Y. ¿qué procesos en la perso­
nalidad de los distintos actores llevan a acciones lesivas, que rom­
pen la adecuación con las expectativas de rol? La primera de estas
cuestiones se refiere al problema, estudiado por Parsons con todo
detalle, de la internalización de valores fijos sociales como condi­
ción de la estabilidad de personalidades y sistemas sociales. La se­
gunda cuestión toca el problema de la conducta patológica, que se
aparta de los valores fijos institucionalizados y de los mecanismos
que conocen las sociedades para controlar estas conductas patoló­
gicas (control social)
La teoría estructural-funcional tiene la intención de formular un
conjunto de categorías relacionadas con cuya ayuda: 1. Se pueda
analizar todo fenómeno social parcial —categoría o grupo social,
norma o institución— de tal manera que aparezca claro su papel
dentro de determinadas estructuras y en procesos salidos de dichas
estructuras. 2. Se puedan analizar sociedades enteras de modo que
no sólo sean susceptibles de una racionalización científica su estruc­
tura, sino también sus “puntos neurálgicos” y las tendencias de
desarrollo sugeridas por éstos. En el ¿entro de estos análisis están
las categorías de “estructura” y “función”, a su salida las de “status-
rol” y las categorías y conceptos deducibles de éstas, en especial
aquellas que se refieren a la institucionalización de normas de va­
lores y sanciones, la internalización de dichas normas y las maneras
de desviación de ellas. Pero su coronación es el análisis dinámico del
cambio social mismo. “La última rama de la teoría sociológica... es
la teoría dinámica del cambio institucional... Es indudablemente el
punto de culminación sintético de la estructura teórica de nuestra
ciencia “.

53 Conforme al “pattern-variable-scheme”, cfr. nota 30.


5* Para el problema de la interiorización, sobre todo el cap. VI, para el
de la conducta patológica el cap. VII del Social System.
55 T. P a r s o n s : “The Position of Sociological Theory”, Essays in S o cio ­
logical Theory, etc., pág. 12.
78 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

Pero las reflexiones de Parsons sobre esta teoría del cambio ape­
nas son una contribución. El capítulo del “Social System” titulado
“Los procesos de cambio de los sistemas sociales” no sirve a la
formulación de categorías para el análisis del cambio social, sino
para demostrar la tesis de que “en el momentp actual de la ciencia
es imposible una teoría general de los procesos de cambio de los
sistemas sociales” ". Parsons aduce especialmente dos motivos o
razones: 1. La convicción de que la teoría del cambio exigiría una
“síntesis de todas las restantes ramas del sistema teórico conjun­
to" ”, para lo cual falta todavía el instrumento; y 2. Las limitaciones
inmanentes a una teoría estructural-funcionál que ha nacido del
dilema de la ausencia de conocimiento de “las leyes que determinan
los procesos dentro del sistema” ". Así se limita Parsons a proponer
algunas generalizaciones empíricas y una variable traída “ad hoc”
como importante para la teoría del cambio.

Talcott Parsons es considerado hoy por muchos autores, y no


sólo en América, como el teórico de la sociología más importante
del momento actual. Esto no quiere decir, sin embargo, que su obra
no haya sido discutida. Parsons mismo designó en cierta ocasión a la
“Evolución” como el “verdadero dios de la ciencia”. Con ello quiso
indicar que aquellos “que le prestan obediencia con auténtico espí­
ritu científico no han de considerar el hecho de que la ciencia evolu­
cione más allá de los puntos que han alcanzado ellos mismos como
una traición cometida contra sus personas. Es el cumplimiento de
sus mismas mayores esperanzas” ". La obra de Parsons puede correr
y correrá esa misma suerte.
Desde luego, la crítica propiamente teórica (e inmanente) de la
obra de Parsons se halla todavía en sus comienzos. En el fondo no
pasa de un par de estudios indirectamente críticos de Robert K. Mer-
ton. Nuestro trabajo en este último apartado será formular algunas
observaciones sobre ella.

"T . P a rso n s: T he S ocial System , p á g . 4 8 6 .


s7 Así, en: “The Position of Sociological Theory”, Essays in S ociological
Theory, etc., pág. 11; cfr. también T he S ocial System , pág. 480.
" T . P a r so n s: T h e S ocial System , p á g . 4 8 3 .
" T . P a r s o n s : T he Structure o f S ocial A ction, p á g . 4 1 .
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 79

La crítica más frecuente de la obra de Parsons se dirige contra


la incomprensibilidad de su terminología técnica, la complicación
innecesaria de su aparato conceptual o, también de un modo más
genérico, la abstracción y falta de referencia empírica de sus refle­
xiones sistemáticas. En muchos autores goza Parsons de la fama de
ser “incomprensible”. En un reciente comentario sobre “Revised
Analytical Approach to the Theory of Social Stratification” escribía
W. E. Moore: “Aunque no desearía ser considerado como antiteó­
rico y, ciertamente, no como despreciador de una formación expre­
samente conceptual, encuentro la mayor parte del aparato [teórico,
R. D.J poco manejable y superfluo” “. El resumen de estas críticas
se encuentra en unas cuantas observaciones del comentario de la
obra “Social System”, de Parsons, hecho por S. D. Clark: “Los so­
ciólogos siempre han reaccionado sensiblemente ante la acusación
de que sus trabajos no tienen el suficiente fundamento teórico...
Parsons parece haberse enfrentado con efectividad a esta acusación
mediante la construcción de un edificio teórico completo, presen­
tando en un lenguaje técnico, que nadie que no esté introducido en
la materia puede presumir que entiende... O ¿es que nos hemos de­
jado impresionar excesivamente por esa terminología difícil, supo­
niendo que la teoría contiene más de lo que hay realmente en
ella?” *51. Sin embargo, estas observaciones, por muy plausibles que
puedan parecer al esforzado lector de los libros de Parsons, son mera
polémica, mientras no puedan apoyarse en objeciones de más peso
y sustancia.
Si se está de acuerdo con Parsons en la tesis básica, en la con­
vicción de la posibilidad de una teoría sociológica sistemática, y, se
limita uno a la estimación crítica desde el punto de vista del soció­
logo, se encuentra en el plano más amplio con dos puntos para ini­
ciar una crítica: 1. La cuestión de las relaciones entre la teoría de
la acción y la teoría estructural-funcional; y 2. El problema de la
utilidad de la teoría estructural-funcional para el análisis de los pro­
blemas del cambio social. La primera de estas cuestiones, en lo que
concierne a la teoría sociológica misma, tiene sólo carácter formal,
mientras que la segunda afecta al núcleo mismo de su contenido.
Parsons, como hemos visto, parte de la afirmación de que el
sistema de categorías de relación de la teoría sociológica ha de ser

* W . E. M o o r e , comentario de R. B e n d ix y S. M. L i p s e t : “Class, status


and power”, A m erican S ociolog ical R eview , año 19, núm. 4 (agosto 1954), pá­
gina 497.
51 S. D. Clark en: A m erican Jou rn al o f Sociology, año LVIII, núm. 1
(julio, 1952), pág. 103.
80 S O C IE D A D y L IB E R T A D

más amplío que ésta. De ahí que introduzca la acción como sistema
de relación. La implicación de esta operación consiste en que los
elementos de la teoría sociológica pueden deducirse directamente de
este sistema de relación y en el que el sistema social —el objeto del
análisis sociológico— representa una entre otras formas de integra­
ción de las categorías de este sistema referencial de la acción. La
intención de este argumento es en sí convincente. No es, sin embargo,
evidente en la exposición de Parsons que puedan deducirse de un
modo verdaderamente necesario los elementos de la teoría socioló­
gica de este marco de referencia de la acción, y que no puedan pen­
sarse como elementos de la teoría sociológica sin esa deducción
del sistema dicho. Parece que ha de contestarse negativamente a
ambos puntos.
Las categorías elementales de la teoría sociológica son, para
Parsons, el “status” y el “rol”. Hemos mencionado ya antes el lugar
significativo del “Social System” en que Parsons introduce estas ca­
tegorías. Habla allí primeramente —de un modo consecuente y apli­
cando realmente la teoría de la acción del “actuar” o de la “acción”
en concreto, como unidad de los sistemas sociales. Pero luego añade
(“en segundo lugar”, como sorprendentemente añade Parsons) otra
cosa: “Para la mayor parte de los fines del análisis preferentemente
macroscópico de los sistemas sociales resulta, sin embargo, conve­
niente emplear una unidad de mayor orden que el acto, a saber, el
“status-rol” ". En primer lugar es de destacar que al hablar de “la
mayor parte de los fines del análisis preferentemente macroscópico”
y del hecho de que es algo “conveniente” se nos da a entender que
no hay paso lógico necesario de una categoría a otra. Si se ha de
creer lo que asegura Parsons, las categorías fundamentales de la teo­
ría estructural-f unción al se deducen directamente de las del marco
de referencia de la acción. Pero si se pregunta si “status” y “rol”
pueden reducirse efectivamente a “acción” y “actores”, “situacio­
nes” y “orientaciones”, la respuesta ha de ser negativa: el complejo
conceptual “status-rol” no representa un caso especial de la acción,
sino que es una unidad categorial independiente, que suplanta a la
acción como sistema de relación porque es “más conveniente”.
La misma conclusión puede demostrarse de otra manera. Se pue­
de preguntar si la teoría estructural-funcional sería imposible o no
tendría sentido sin el marco de referencia de la acción. De nuevo la
respuesta sólo puede ser negativa. Hay obras de sociología que utili-

62 T . P a r s o n s : The Social System, pág. 24/ 25; a llí ta m b ié n c ita s p a re c i­


das de o tro s e sc rito s d e P a r so n s .
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 81

zan expresamente la teoría estructural-funcional como instrumento


de análisis, sin mencionar en absoluto la teoría de la acción 63. Tra­
tan de estructura y función, de status y rol, sin que surja la im­
presión en ningún momento de que falta la referencia a un sistema
de categorías todavía más amplio. Parece, por consiguiente, que la
teoría estructural-funcional ni está lógicamente unida de una manera
necesaria con la teoría de la acción ni tampoco relacionada Con ella
de tal manera que sin la misma perdiera todo su sentido.
Este argumento es evidentemente de naturaleza puramente for­
mal. No afecta de un modo inmediato a la validez ni de la teoría
estructural-funcional, ni a la de la teoría de la acción. Sí afecta, en
cambio, a lo que Parsons pretende para la teoría de la acción. Parsons
afirma que es el fundamento sin el cual no puede construirse la
casa, es decir, la teoría sociológica. En realidad, parece ser más bien
el tejado, terminado antes de la casa. La demanda de Merton de
posponer “las especulaciones de tipo universal” y “los sistemas con­
ceptuales magistrales” en favor de las “teorías de alcance medio” fl
suena muy convincente en semejante escenario. Parece, efectiva­
mente, que los sociólogos haríamos bien en darnos por enterados de
la existencia de la teoría de la acción y mantenernos atentos a ella,
pero continuando por ahora en nuestros trabajos sobre la base de la
teoría propiamente sociológica, como si nunca se hubiese dado el
intento de una teoría de la acción.
En cambio, no puede suprimirse ya de la sociología actual la
teoría estructural-funcional. Sus problemas son los problemas de
todo sociólogo y su crítica descubre la intención de afinar y ampliar
su campo, no la de desecharla. Si, pues, se defiende aquí la tesis de
que la teoría estructural-funcional, en la exposición de Parsons y con
los complementos de Merton, no puede solventar satisfactoriamente
los problemas del cambio social, se hace esto con la intención de
ampliar dicha teoría y no con la de refutarla.
No es nueva la tesis de la teoría estructural-funcional para el
análisis de los problemas del cambio social. También Parsons co­
noce la dificultad a que da lugar y ha dado su opinión en algunas
frases que se citarán aquí por extenso. Al final del capítulo sobre
el cambio social escribe en su “Social System”: “Tal vez se me per-

63 Por ejemplo, J. W . B e n n e t y M . M . T u m i n : Social L ife - Structure


and Function. Cfr. también M . J. L e v y , jr .: T h e Structure o f Society (Prin-
ceton, 1953) v , naturalmente, R . K . M e r t o n : Social T heory and S ocial
Structure.
61 R . K . Merton: Social Theory and Social Structure, pág. 5.

6
82 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

mita una última observación. Se ha afirmado persistentemente que el


enfoque “estructural-funcional” para los problemas teóricos en el
campo de la sociología sufre de un prejuicio “estático”. Se ha dicho
que los problemas del cambio están fuera de su campo y que —así
dice el argumento— como evidentemente son estos problemas de
verdadera importancia, semejante teoría sólo conduciría a liberarse
de una relevancia auténticamente empírica. [Tal vez, los ejemplos
antes aducidos] contribuyan a convencer al lector de que el autor
sabe perfectamente que vivimos, como se dice a veces, en una so­
ciedad “dinámica”. Quizá no sea tampoco demasiado esperar que
todo este capítulo le convencerá de que en el dilema entre aspectos
"estáticos” y “dinámicos” hay cierta falsedad. Si la teoría es una
“buena teoría”, sea cual sea la clase de problemas que trata de un
modo inmediáto, no hay razón- alguna para no creer que no pueda apli­
carse de “igual manera” a los problemas del cambio, así como a los
problemas de procesos de sistemas estabilizados” “.
La objeción contra la teoría estructural-funcional, que ha de for­
mularse también aquí, no está definida de un modo logrado con las
palabras “prejuicio estático”. Pero los argumentos contrarios de
Parsons resultan todavía menos felices y revelan, o bien la insegu­
ridad o lo incompleto de su posición en este punto. Cuando Parsons
asegura que conoce el carácter dinámico de la sociedad (americana)
contemporánea, explícita una postura que nadie puede discutir en
serio o ha discutido alguna vez. Incluso hubiera podido avanzar más
y haber recordado que en muchos lugares ha calificado el análisis
dinámico como fin último de la teoría estructural-funcional. El otro
argumento, de que la contraposición de las teorías estática y dinámica
es falsa en algún sentido, no deja de ser lógico. Si puede darse una
teoría sociológica sistemática, ha de ser ésta “una sola” teoría siste­
mática y no una estática y otra dinámica. Pero deducir de aquí o
afirmar incluso que “una buena teoría” debe ser aplicable siempre
del mismo modo a problemas de estructura y problemas de cambio
es una conclusión peligrosa, que Parsons mejor hubiera evitado: o
bien la afirmación es correcta, y entonces la teoría estructural-fun­
cional es una teoría mala, o bien la teoría estructural-funcional es
buena teoría, y entonces resulta inexacta la afirmación. Parsons puede
estar contento si sus críticos, que ponen al descubierto los defectos
de la teoría estructural-funcional acerca de la explicación de los pro­
cesos sociales, conceden aún a sus reflexiones el calificativo de “buena
teoría”.

M T. P a rso n s: The Social System, pág. 535.


MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 83

La teoría sociológica sistemática se propone parar el curso de la


historia, elevar a un conjunto estructurado sus materiales por medio
del espíritu cognoscente, ordenador y racionalizador de la ciencia y
liberar de este modo al hombre de su pasiva inmersión en la historia.
La dificultad de esta teoría consiste en cómo volver a introducir el
elemento del movimiento, del conflicto y del cambio en el plano de
la abstracción analítica, en sus modelos o premisas, es decir, en cómo
respetar el carácter esencialmente procesual de la realidad social den­
tro del análisis teórico. Este problema —formulado ya en distintas
ocasiones y conocido también por Parsons— designa el punto en que
la teoría estructural-funcional fracasa en su forma presente y en el
que debe fracasar, debido a la disposición de sus categorías.
Los términos de “función” y “rol” han sido introducidos por
Parsons para hacer posible el análisis dinámico sobre el trasfondo
de la construcción de estructuras estables. Estas categorías pueden
igualmente describir todos los procesos que se realizan dentro de
su funcionamiento ordinario —ordenación de roles y status, distri­
bución de oportunidades y bienes, etc.— y explicarlos por su cone­
xión (“funcional”) con otros elementos de las mismas estructuras.
No pueden, sin embargo, describir tendencias que, según su inten­
ción, trascienden los límites de una estructura establecida, de tal
manera que se tengan en cuenta sus posibilidades reales de éxito,
lo que quiere decir, también, de las posibilidades básicas de cambio
de la estructura. Tanto el concepto de “rol” como el de “función”,
por su propia definición, y siempre que se apliquen a determinados
fenómenos sociales, se refieren estos fenómenos a un orden existente,
de tal modo que o bien son empleados como contribución al fun­
cionamiento de este orden o bien se dejan de lado, como desvia­
ciones patológicas, es decir, quedan como residuales. Es cierto que
Parsons menciona también la categoría de “disfunción” (lo mismo
que Merton y M. J. Levy), pero en el fondo sólo es una categoría
residual, que no tiene sitio dentro de la teoría estructural-funcional.
Para consolidar estas afirmaciones como argumentos necesitaría­
mos una discusión más larga de la que aquí es posible. Habría que
explicar, sobre todo con ejemplos, lo que significa cambio social,
procesos sociales y conflictos sociales en concreto, y hasta qué punto
no basta la teoría estructural-funcional para su descripción y ex­
plicación. Habría que analizar luego, en particular, por qué razón
debe quedarse como residual la categoría de “disfunción” en el marco
de la teoría estructural-funcional y por qué la descripción de fenó­
menos que no contribuyen al funcionamiento de un sistema social o
trabajan directamente en contra del mismo enturbian la mirada,
84 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

como “desviados” o “patológicos”, para entender el significado inde­


pendiente de tales fenómenos. El conflicto que se halla en la base de
todos estos argumentos puede resumirse quizás así: el modelo de la
sociedad implicado en la teoría estructural-funcional postula un sis­
tema relativamente estable de partes, cuya función está determinada
con relación a dicho sistema. Pero para solucionar los problemas
dinámicos en el plano de la sociología sistemática es necesario pre­
suponer un modelo de sociedad en que se postula como norma el
conflicto sobre los principios de una estructura existente desde siem­
pre, considerada como una construcción heurística, y se determine
la situación de los fenómenos individuales no sólo con relación al
sistema, sino también con relación al proceso envolvente del desarro­
llo histórico. De acuerdo con dicho modelo, el caso especial patológico
de la vida social no está constituido por el conflicto y el cambio,
sino por la estabilidad y el orden.
Es evidentemente fácil presentar semejantes exigencias programá­
ticas, pero resulta difícil transformarlas en realidades al nivel del aná­
lisis teórico. Incluso se puede pensar que la prudencia de Parsons so­
bre “una teoría del cambio” tiene sus buenas razones. Claro que esta
opinión no resiste un análisis más profundo. Ya sólo por el hecho
de sugerir Parsons la deseabilidad de una “teoría del cambio” realiza
una intervención prohibida: pues la tarea no consiste, como Parsons
mismo da entender en otros lugares, en construir una teoría del
cambio independiente de la teoría estructural-funcional, sino en am­
pliar la teoría estructural-funcional de tal manera que permita un
análisis satisfactorio de los fenómenos de cambio social. Y siempre
cabría pensar que unas cuantas categorías, que no refieren al indi­
viduo al orden estable de un sistema, pudieran completar provecho­
samente, en este sentido, la teoría estructural-funcional.
Sólo en vagas alusiones, casi insostenibles, se ha podido exponer
aquí la problemática de la teoría estructural-funcional, desde el
punto de vista de su utilidad para los conflictos sociales y el cambio
social. El problema más importante que en el momento actual se
presenta al teórico de la sociología quizá sea el de desarrollarla más
y encontrar una salida al dilema del concepto de orden implicado
en ella. Es de suponer que la solución de este problema mostrará
los límites de la teoría estructural-funcional en su forma actual,
pero sin disminuir apenas la importancia de la misma para el aná­
lisis sociológico.
Hay que mencionar aún una última objeción, que se refiere
tanto a la ampliación de la teoría estructural-funcional como a su
expresión parsoniana. Al discutir las obras de Parsons se plantean
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 85

frecuentemente las siguientes preguntas: ¿Cómo pueden emplearse


las categorías desarrolladas por Parsons en la investigación socio­
lógica empírica? ¿Hasta qué grado fecundan el trabajo sociológico
empírico? ¿Con qué contribuye Parsons a nuestros conocimientos
sobre las relaciones y leyes de la realidad social en su plenitud em­
pírica? La disposición de este estudio ha dado poca oportunidad
para enfrentarse con estas preguntas. También ahora —desgracia­
damente— sólo podemos referirnos a ellas de una manera general,
sin citar ejemplos.
La demanda de aplicar las categorías teóricas nace frecuente­
mente de un prejuicio empírico y demuestra sólo la incomprensión
de sus autores sobre el papel que juega la teoría en una ciencia.
Muchos sociólogos creen que cada paso que den más allá del aná­
lisis descriptivo del material concreto los aleja de la sociología. Su
intolerancia con los teóricos demuestra que no se han dado cuenta
ni de los supuestos implicados inconscientemente en sus propios
trabajos, ni de la superioridad de una teoría explícita y sistemática
frente a sus propias suposiciones, introducidas expresamente “ad
hoc". Evidentemente, las categoría más genéricas de la teoría es­
tructural-funcional no pueden aplicarse sin más a los problemas
más específicos de la investigación sociológica empírica. Confiamos,
sin embargo, en haber razonado suficientemente en el primer capí­
tulo de este trabajo el hecho de que su explicación resulta lógica.
Sin embargo, es justo exigir de las reflexiones teóricas, dentro
del marco de una ciencia empírica, que demuestren su utilidad pana
el análisis de fenómenos concretos. Deberían abrir nuevos campos
e iluminar otras facetas de los problemas ya conocidos. Parsons
mismo ha tratado de demostrar en diversos lugares que la teoría
estructural-funcional es capaz de cumplir esta exigencia. En parte
ha resultado en ello víctima del engaño de creer que las categorías
más universales podían referirse de un modo inmediato a proble­
mas empíricos M. Pero algunos de sus muchos trabajos, así como los
estudios de R. K. Merton, K. Davis, W. E. Moore, P. Selznick,
A. Gouldner y otros, prueban que las categorías de la teoría estruc­
tural-funcional pueden ser muy útiles para las investigaciones em­
pírico-sociológicas.
La cuestión de la aplicabilidad de reflexiones sistemático-teóri-
cas, como las de Parsons, sólo tiene un aspecto, a partir del cual

“ Así, por ejemplo, en : “Revised Analytical Approach to the Theory o í


Social Stratification”, que es más un ensayo teórico acerca de la estructura
social que una contribución al estudio de la estratificación social.
86 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

puede entenderse como una objeción lógica. Se puede opinar, con


Merton, que todavía “no estamos a punto” para intentos de siste­
matización en un nivel tan universal, que “los trabajos previos no
han terminado aún” 67. Indudablemente, la prioridad lógica en una
ciencia empírica corresponde a la teoría sistemática. Pero puede
haber disparidad de opiniones sobre el momento en que se ha al­
canzado, en el desarrollo efectivo de una ciencia, el punto en el
que se ha cumulado suñciente material empírico y presupuestos
previos del “nivel medio” para no dejar flotando en el aire reflexio­
nes teóricas de tipo universal; Talcott Parsons ha realizado sin duda
alguna un intento prematuro, pero magníñco, de construir un siste­
ma de categorías que permita la integración sistemática de los co­
nocimientos sociológicos. Pero los impulsos e intentos que se han
originado a partir de este esfuerzo no bastan para su justiñcación.
No es mengua para su contenido, ni sobre todo para su intención,
que ¿aya de ser completado en algunos puntos esenciales. Desde
Parsons, la sociología está más cerca que nunca del estadio de una
ciencia madura.

«7 R. K. M erton ; Social Theory and Social Structure, pág. 6.


4

MAS ALLA DE LA UTOPIA *

PARA UNA NUEVA ORIENTACION DEL ANALISIS


SOCIOLOCIGO

“Así, pues, escuchad lo que me ha sucedido con el


Estado qué hemos expuesto. Pues tengo la misma sensa­
ción que uno que pudiera alimentar el deseo de ver en
movimiento y sostener una lucha, proporcionada a su
apariencia exterior, a los animales hermosos que vio en
algún lugar, bien representados por pintores, bien tam­
bién realmente vivos, pero en estado de quietud. Eso
mismo me sucede a mí con el Estado que hemos proyec­
tado.”
(Sócrates, en el " Timeo” , de Platón.)

Todas las utopías, desde el Estado platónico hasta el hermoso


nuevo mundo de 1984, de George Orwell, tienen un elemento común:
son sociedades en las que falta la evolución. Tanto si se concibe
como el estadio final y el punto culminante del desarrollo histórico,
o como la pesadilla de un intelectual, o como un sueño romántico,

* Redactado en 1957. Publicado en A m erican Jou rn al o f Sociology,


LXIV/2 (1958) bajo el título: Out o f u to p ia : T ow ard a reo rien ta ro n o f socio-
logical analysis. El ensayo dio lugar a muchos comentarios y discusiones en los
Estados Unidos y en Inglaterra. Fue premiado en 1959 c o q el “Journal Fund
Award or Leamed Publication”, pero también duramente atacado; así, por
ejemplo, por R. K . M e r t o n en la introducción a su volumen de colaboración
S ociology Today (Nueva York, 1959). El presente texto es en su mayor parte
una traducción literal de la versión original inglesa; se publica con la amable
autorización de la University of Chicago Press.
88 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

histórico, ni puede tampoco conocerlo. Quizá sería para el soció­


logo un experimento espiritual interesante y divertido intentar hallar
la figura social de Utopía no conoce el incesante río del proceso
en el imperio totalitario de 1984 las posibles fuentes de conflictos
y cambios, y predecir la dirección de ese mismo cambio, a la que
tiende la Sociedad del Gran Hermano. Claro que su autor no lo ha
hecho: su Utopía no tendría sentido si no fuera más que un periodo
pasajero del desenvolvimiento social.
No es casualidad que el lema del Mundo Feliz de Huxley —“Co­
munidad, Identidad, Estabilidad”— pueda aplicarse con la misma
razón a la .mayor parte de las demás construcciones utópicas. Las
sociedades utópicas (para emplear una expresión muy en boga en
la sociología actual) poseen determinadas condiciones estructurales;
hay determinados rasgos que han de presentar para ser lo que pre­
tenden ser. En primer lugar, la utopía no nace de la realidad cono­
cida y con arreglo a leyes evolutivas objetivas. Para la mayoría de
los autores, utopía sólo tiene un pasado nebuloso y ningún futuro;
se presenta de repente y se quedará ahí, en medio del tiempo o,
nejor, en algún lugar más allá de las representaciones comunes del
tiempo. Para los ciudadanos de 1984, nuestra propia sociedad no
será más que un pálido recuerdo. Por encima de ello hay un vacío
inexplicable, una especie de mutación en algún lugar entre 1948 y
1984, que se interpreté a la luz de “documentos” caprichosos y
siempre adaptados del Ministerio de la Verdad.
El ejemplo de Marx es quizá todavía más ilustrativo. Es sabido
cuánto tiempo y energías gastó Lenin en relacionar el aconteci­
miento, objetivamente posible, de una revolución proletaria con la
imagen de una sociedad comunista, en la que no hay clases, ni con­
flictos, ni Estado, ni división del trabajo. Como sabemos, Lenin no
consiguió, ni en la teoría ni en la práctica, pasar más allá de la
“dictadura del proletariado”, y no puede extrañarnos tampoco. Es
difícil combinar, mediante argumentos racionales o análisis empí­
ricos, la ancha corriente de la historia, que corre aquí más rápida
y allá más lenta, pero que está siempre en movimiento, con la tran­
quila laguna de la utopía.
Tampoco nos sorprende que la “dictadura del proletariado” se
haya presentado en la realidad social en medida cada vez mayor,
como lo primero, la dictadura, en una progresiva participación me­
nor de lo último, del proletariado. Una segunda característica es­
tructural de la utopía parece consistir en la uniformidad de seme­
jantes sociedades o, para seguir hablando en términos sociológicos,
en la existencia de un consenso universal sobre los valores vigentes
MÁS A LLÁ D E L A U T O P ÍA 89

y los órdenes institucionales. También esto será de importancia al


explicar la impresionante estabilidad de la Utopía. El consenso sobre
valores e instituciones no significa que la Utopía no pueda ser, en
cierto sentido, democrática. El consenso puede ser obtenido a la
fuerza, como en el caso de Orwell; pero puede ser también espon­
táneo, descansar en una especie de contrato social, como lo encon­
tramos en algunos autores utópicos del siglo XVIII, y de nuevo
— aunque de un modo adulterado, como espontaneidad condicio­
nada— en Huxley. Al considerarlo más de cerca puede despertarse
la sospecha de que desde el punto de vista de la organización política,
el resultado, en ambos casos, sería muy parecido. Pero semejante
análisis supone una interpretación crítica, por lo que deberá dejarse
de lado por ahora. Baste aquí estatuir que el supuesto de un con­
senso universal parece estar admitido en la mayor parte de las cons­
trucciones utópicas y que designa al parecer uno de los factores
que explican la estabilidad de la Utopía.
El consenso universal supone implícitamente la falta de conflic­
tos originados a causa de la estructura. De hecho, muchos construc­
tores de utopías se afanan bastante para convencer a su público
de que en sus sociedades los conflictos acerca de valores o arreglos
institucionales o son imposibles o sencillamente innecesarios. La
utopía es perfecta —sea perfectamente agradable o desagradable—
y no hay por consiguiente objeto de disputa. Las huelgas y las re­
voluciones faltan en las sociedades utópicas, lo mismo que los par­
lamentos, donde grupos organizados presentan sus programas polí­
ticos opuestos. Las sociedades utópicas pueden ser sociedades de
castas, y lo son con frecuencia, pero no son sociedades de clases, en
las que los oprimidos se insurreccionan contra sus dominadores.
Podemos por ello establecer, en tercer lugar, que la armonía social
parece ser otro factor que se aduce para explicar la estabilidad
utópica.
Algunos autores completan sus ficciones de modo especialmente
habilidoso con un rasgo realista, inventando un individuo que no
se atiene a los valores y al modo de vida reconocidos. El Winston
Smith, de Orwell, y el “Savage”, de Huxley, son ejemplos; pero no
resulta difícil representarse un capitalista sobreviviendo en una so­
ciedad comunista, u otros perturbadores de la paz en utopías pare­
cidas. En semejantes casos las sociedades utópicas disponen de or­
dinario de medios múltiples y efectivos para eliminar a estos im-
portunadores de su unidad. Desde luego resulta mucho más difícil
concretar de dónde podían proceder estos elementos extraños. De
un modo significativo los autores de utopías se basan, por lo general,
90 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

en la casualidad (también los enemigos externos son, en este sen­


tido, una casualidad) para solucionar esta paradoja: sus “elementos
extraños” no son producto de la estructura social de la utopía, ni
pueden serlo tampoco; son algo desviado, individuos patológicos,
infectados de una enfermedad irrepetible.
Para que sus utopías se parezcan al menos un poco a la realidad
han de permitir sus autores, lógicamente, determinados sucesos en
sus sociedades. La diferencia entre una utopía y un cementerio está
en que en la utopía sucede algo al menos de vez en cuando. Pero
—y ésta es mi cuarta tesis— todos los procesos que tienen lugar
como procesos utópicos imitan modelos que se repiten y se realizan
dentro del plan conjunto y como partes del mismo. Estos procesos
no sólo no amenazan el “status quo”: lo confirman y vigorizan, y sólo
por esta razón permite la mayor parte de dichos autores su exis­
tencia. Así, la mayoría de ellos han continuado considerando a los
hombres como mortales. De ahí que de algún modo deban preocu­
parse de la reproducción física y social de la sociedad. De alguna
manera se han de regular el trato sexual (o al menos la fecundación
artificial), la alimentación y educación de los hijos y la selección para
los puestos sociales, para mencionar sólo el mínimo de instituciones
sodales necesarias, por el mero hecho de ser mortales los hombres.
Además, casi todas las ficciones utópicas han de solurionar de algún
modo la división del trabajo. Pero estos procesos regulados no son
en realidad otra cosa que el metabolismo de la sociedad, son la
parte necesaria del consenso universal sobre los valores y sirven
para mantener la situadón existente. A pesar de que algunas de sus
partes se mueven en órbitas prefijadas y calculables, la utopía como
conjunto continúa siendo un “perpetuum inmobile”.
Finalmente —para añadir otra observación patente— aparece la
utopía, por lo general, extrañamente aislada de todas las demás so-
dedades (si es que se trata de una de ellas). Ya se ha mencionado
la posidón aislada en el tiempo, pero de ordinario existe también
en el espado. A los ciudadanos del país utópico sólo raras veces les
está permitido viajar, y cuando pueden hacerlo sirven sus conoci­
mientos más para ahondar que para suprimir las diferencias entre
la Utopía y el mundo restante. Las sociedades utópicas son entes
monolíticos y homogéneos, flotando libres no sólo en el tiempo, sino
también en el espacio, separados del mundo exterior, que podría
convertirse en una amenaza de la bendita inmovilidad de su es­
tructura sodal.
Seguramente aún habrá otros rasgos comunes de las construc­
ciones utópicas que será interesante escudriñar para el sociólogo.
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 91

resultaría agradable vivir en la mejor de las utopías. K. R. Popper


se ha ocupado en su obra sobre la “Sociedad abierta y sus enemigos”
de estos y otros aspectos de las sociedades cerradas y utópicas, en
particular, y poco hay que añadir a su profundo análisis1. Nuestro
interés por las utopías tiene de todos modos una intención más
concreta. Partiendo de la observación de que todas las utopías se
caracterizan por su inmovilidad e inmutable estabilidad, hemos in­
tentado sacar a la luz algunos de aquellos elementos estructurales
de las utopías que contribuyen a hacer plausible, ya que no a hacer
posible, esta estabilidad ñjada. Una posición aislada en el espacio
y en el tiempo, el consenso universal, la falta de cualquier conflicto,
a excepción de las desviaciones individuales y de todos los procesos
que no fomenten el mantenimiento del conjunto, éstos son, como
vimos, algunos de los elementos en cuestión. Una vez formulados
quisiera plantear la cuestión, aparentemente sin sentido e ingenua,
de si nos encontramos con estos elementos, o al menos con algunos
de ellos, en las sociedades realmente existentes.
Una de las ventajas de la ingenuidad de esta pregunta es que
puede contestarse a ella con facilidad. ¿Una . sociedad sin historia?
Hay, ciertamente, “sociedades nuevas”, como los Estados Unidos en
los siglos XVII y XV III; hay “sociedades primitivas”, ante o en el
umbral de la cultura literata. Pero en ambos casos no sólo sería
erróneo, sino sencillamente falso, afirmar que no hay precursores, ni
raíces históricas, ni líneas de desarrollo, que unan a estas sociedades
con el pasado. ¿Una sociedad de consenso universal? ¿Una socie­
dad sin conflictos? Sabemos que sin la ayuda de una policía secreta
no ha sido jamás posible conseguir tal estado y que incluso la ame­
naza de persecución policíaca pudo evitar, sólo temporalmente, que
las diferencias de opinión y los conflictos se manifestaran en discu­
siones de un modo abierto. ¿Una sociedad aislada en el espacio, una
sociedad sin desarrollo, que tantee y cambie su modelo? Los etnó­
logos han afirmado de vez en cuando que existen tales sociedades,
pero nunca se ha tardado mucho en desmentir sus afirmaciones. Pro­
bablemente resulta superfluo estudiar de una manera seria tales cues­
tiones. Es patente que no existan estas sociedades, del mismo modo
que está claro que los valores e instituciones de todas las sociedades1

1 Podrían y deberían ser mencionados, evidentemente, aquí otros autores,


que se han ocupado también por extenso de la utopía y de la vida en las so­
ciedades utópicas. Desde un punto de vista sociológico, los más importantes
son seguramente: L. M u m f o r d : T he Story o f Utopias (Londres, 1923);
K. M a n n h e i m : Ideology and Utopy (Frankfurt, 1950); M. B u ber ; P fad e in
U topia. (Frankfurt, 1950.)
92 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

También podría proponerse uno la pregunta de hasta qué punto


conocidas han cambiado constantemente. El cambio puede ser rápido
o lento, brusco o regulado, total o parcial, pero no falta jamás por
completo allí donde los hombres crean formas determinadas de or­
ganización para vivir en comunidad.
Son estos lugares comunes, sobre los que apenas cabe la dis­
conformidad, ni siquiera entre sociólogos. De todas maneras, Utopía
quiere decir “En Ninguna Parte”, y la construcción de una sociedad
utópica implica que no tiene su correspondencia en la realidad. El
escritor que construye su mundo “En Ninguna Parte” tiene la ventaja
de poder pasar por alto los lugares comunes del mundo verdadero.
Puede hacer habitar la luna, telefonear con Marte, dejar que hablen
las flores y vuelen los caballos, incluso parar el curso de la historia,
mientras no confunda su fantasía con la realidad, pues entonces le
amenazará el destino de Platón en Siracusa, de Owen en Harmony,
de Lenin en Rusia.
Por muy patentes que sean estas observaciones es en este punto
donde se plantea la pregunta que explica nuestro interés por la estruc­
tura social de la utopía y que exige un examen más detenido: si la
inmovilidad de la utopía, su aislamiento en el espacio y en el tiem­
po, la falta de conflictos y procesos históricos, son productos de una
fantasía poética lejos de los lugares comunes de la realidad, ¿cómo
es posible que una parte tan considerable de la teoría sociológica
más reciente descanse precisamente en estos supuestos e incluso
opere como norma con un modelo utópico de sociedad? ¿Dónde
se hallan las razones y dónde las consecuencias del hecho de que
cada uno de los elementos que caracterizan la estructura social de
la utopía aparezca otra vez en el ensayo de sistematizar nuestros
conocimientos de la sociedad y de formular presupuestos socioló­
gicos de tipo universalizador?
Sería evidentemente erróneo e injusto atribuir a cualquier soció­
logo la expresa intención de presentar la sociedad como un producto
inmóvil de eterna estabilidad. En realidad, el lugar común de que
hay cambio dondequiera que nos tropecemos con vida social se
encuentra al comienzo de la mayor parte de los tratados de sociolo­
gía. Sin embargo, mi tesis en este trabajo es que: 1. Los estudios
teóricos más recientes presuponen realmente un cuadro social utó­
pico, utilizando las categorías características de las sociedades inmu­
tables al analizar las estructuras sociales. 2. Que este presupuesto,
sobre todo si va acompañado de la pretensión de que suministra el
modelo más universal, o incluso único posible, ha dañado al progreso
de la investigación sociológica; y 3. Que por ello ha de sustituirse
MÁS A LLÁ DE LA U T O P ÍA 93

por un estudio más útil y realista, con el fin de analizar las estruo
turas y procesos sociales.

II

La discusión teórica en la sociología recuerda no raras veces un


diálogo platónico. Ambos tienen de común un ambiente de irreali­
dad, de falta de controversia y de aburrimiento. No es mi intención
indicar con ello que en nuestro oficio hay o ha habido un Sócrates.
Pero, igual que en los diálogos de Platón, por lo general escoge
alguien un objeto de investigación, o más frecuentemente un campo
de investigación, y da su opinión sobre el mismo. Luego se inicia
cierta disconformidad de la clase de “Pero ¿qué hay de aquello?
y “¿No te has olvidado de lo otro?” Luego, las discrepancias ce­
den a un murmullo aprobatorio, pero en el fondo desinteresado y
poco convincente de “Pero qué cosas dices”,.y “Realmente” y “Qué
interesante”. Luego queda olvidado el objeto de la discusión —que
por otra parte tampoco resulta demasiado excitante— y seguimos
adelante en busca de un nuevo tema, para iniciar otra vez el juego
(si es que no nos apartamos hastiados de todo este asunto de la
teoría). Platón ha conseguido, al menos, con este proceso proporcio­
narnos un sistema filosófico sobre problemas éticos y metafísicos; ni
siquiera esto hemos podido lograr los científicos.
Todavía recuerdo a Platón en un sentido más específico. Hay
un extraño parentesco entre el Estado —al menos a partir de su
Segundo Libro— y una determinada dirección del pensamiento so­
ciológico, que hoy está muy en boga y no sólo cuenta con uno o dos
nombres. En el Estado se ocupan Sócrates y sus interlocutores de
analizar la importancia de la justicia. En la actual teoría sociológica
nos ocupamos en analizar la importancia del equilibrio o, como se
llama a veces, la homóstasis. Sócrates llega a la conclusión de que
justicia significa sobre todo que cada uno haga lo que es propio de
él. Nosotros hemos descubierto que equilibrio quiere decir que cada
uno desempeña su rol. Para ilustrar esta conclusión se ocupan Só­
crates y sus amigos en construir un Estado teórico —y probable­
mente ideal— . Nosotros hemos construido el Sistema Social. AI
final nos encontramos, tanto Platón como nosotros, con una socie­
dad perfecta, que tiene una estructura, funciona, está en equilibrio
y es por ello justa: Pero ¿qué hacemos con esta sociedad? Con sus
proyectos en la cabeza acudió Platón en ayuda de su amigo Dión
94 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

de Siracusa e intentó realizarlos. Fracasó estrepitosamente. Platón


era sabio: confesó su derrota. Sin abandonar su idea del mejor de
los mundos posibles decidió que posiblemente para hombres de carne
y hueso, y en circunstancias reales, la democracia con todos sus fa­
llos era un camino que podía utilizarse. Nosotros, hasta la fecha, no
hemos sido tan sabios. Aunque lo que llamamos teoría ha fracasado
ruidosamente en la solución de problemas auténticos, tanto como el
proyecto de Platón, todavía no hemos reconocido nuestra derrota.
Pero no he abandonado la esperanza de que al fin aún aprenderemos
a contentarnos con proyectos menos prematuros, pero en cambio
más realistas, en los problemas con que nos enfrentamos.
El sistema social, lo mismo que la utopía, no ha salido de una
realidad conocida. En lugar de abstraer un número limitado de varia­
bles y destacar su idoneidad para explicar un problema concreto,
presenta un ediñcio gigantesco y aparentemente omnicomprensivo
de conceptos que no describen, supuestos que nada explican y mo­
delos de los que nada se sigue. Al menos no son capaces de describir
o explicar o ayudar a explicaciones con relación al mundo auténtico,
con el que tenemos que enfrentarnos. A muchos puntos de nuestro
filosofar sobre los sistemas sociales se puede aplicar la objeción
que Milton Friedmann levanta contra el Sistema Económico de
Lange, cuando dice: “Renuncia ampliamente al primer paso de una
teoría —una cantidad grande y representativa de hechos observados
y relacionados, que han de ser generalizados— y llega por lo general
a conclusiones que no se pueden contrastar con hechos reales obser­
vados. Su mayor peso está en la estructura formal de la teoría, en las
mutuas relaciones lógicas de sus elementos. Cree casi siempre que
no es preciso comprobar la validez de su estructura teórica más
que por su conformidad con las leyes de la lógica formal. Sus
categorías se han elegido en primera instancia desde el punto de
vista del análisis lógico, no por su aplicación o comprobación em­
pírica. No se plantea casi nunca la cuestión: ¿Qué hechos observados
podrían contradecir a la abstracción propuesta y qué operaciones
se ofrecen para observar estos hechos críticos?; además, la teoría
está dispuesta de tal modo que aun cuando uno se lo propusiera
sólo podría contestarse a esta cuestión en muy pocas ocasiones. La
teoría nos da modelos formales .de mundos imaginarios y no abs­
tracciones de un mundo real” 2.
El consenso universal acerca de los valores es una de las carac-

2 M. F r i e d m a n n : “Lange on Price Flexibility and Employment”, Essays


in P ositive E con om ics (Chicago, 1953), pág. 283.
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 95

terísticas más significativas del Sistema Social. Algunos de sus de­


fensores hacen una pequeña concesión a la realidad y hablan de un
“consenso relativo”, uniendo habilidosamente su inobservancia de
las reglas de la teoría científica (en cuyos modelos no hay lugar para
“relativo”, “en general” o “casi”) con la regla para los hechos ob­
servables de la realidad (que dan poco pie para un consenso, en
el mejor de los casos, nada más que formal y tautológico). Que las
sociedades se mantienen en cohesión por una especie de consenso
acerca de los valores me parece o bien una definición de sociedades
o una sentencia, a la que los testimonios empíricos contradicen cla­
ramente, a no ser que se ocupe uno menos de las sociedades real­
mente existentes y sus problemas y más de los sistemas sociales, er
que todo puede ser verdad, incluida la integración de todos los
valores sociales en una doctrina de tipo religioso. Hasta la fecha
no he encontrado ni un solo problema, para cuya explicación sea
preciso un sistema de valores unitario, ni una predicción compara­
ble, que se siga de este supuesto.
Es difícil de comprender cómo un Sistema Social, que se basa
en un consenso (“casi”) universal puede permitir conflictos origina­
dos por razones estructurales. Según todas las apariencias un con­
flicto implica siempre una determinada medida de disensión y falta
de unidad acerca de valores determinados. La teología cristiana nece­
sitó del pecado original para explicar el paso del paraíso a la historia.
La propiedad privada funcionó de un modo parecido —“deus ex ma­
china” en la explicación de Marx— en el paso de una sociedad pri­
mitiva en la que “el hombre se siente tan a gusto como el pez en el
agua” a un mundo de enajenación y de lucha de clases. Puede que
ambas explicaciones no resulten demasiado satisfactorias, pero per­
miten al menos darse cuenta de los hechos duros y posiblemente
desagradables de la vida real. Pero la sociología moderna de la es­
cuela estructural-funcional no ha producido ni siquiera esto (a no
ser que se quiera considerar el extrañamente desplazado capítulo
sobre el cambio en el “Social System” de Talcott Parsons como
el pecado original de dicho estudio). Ningún vuelo de la fantasía ni
siquiera la categoría residual de la “disfunción” puede mover el Sis­
tema Social, integrado y equilibrado, a producir conflictos serios y
sistemáticos en su estructura.
Desde luego, el Sistema Social puede producir al bien conocido
elemento extraño de la utopía, al “desviado”. Pero incluso éste nece­
sita de argumentos y de la introducción de una variable casual, o al
menos indeterminada —en este caso de la psicología individual— .
Aunque el sistema en sí es perfecto y equilibrado los individuos no
96 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

siempre pueden alcanzar esa perfección. “La desviación es una ten­


dencia motivada por la que un actor se comporta en oposición a uno
o varios modelos normativos institucionalizados” (Parsons)34. Pero
¿cuáles son los motivos? La desviación se produce o bien cuando
un individuo es patológico o bien “sea por la razón que sea (por
una razón cualquiera) [quedando ésta, naturalmente, indetermina­
da, R. D.] se introduce una alteración en el sistema” *. Dicho con
otras palabras, se produce por una razón de tipo estructural, y esto
quiere decir en sociología por un motivo desconocido y desconocible.
Es el bacilo que ataca al sistema desde las insondables honduras del
alma individual o de las nebulosas lejanías del mundo externo. Afor­
tunadamente, el sistema dispone de determinados mecanismos para
reducir al desviado y “volver a alcanzar el equilibrio”: los meca­
nismos del control social.
La llamativa preferencia de la teoría sociológica por los proble­
mas relacionados con la reproducción, la socialización y la distribu­
ción de roles o, en el plano institucional, por la familia, el sistema
educativo y la división del trabajo (en este orden), encaja bien con
nuestra comparación de esta clase de teorías con las sociedades utó­
picas. Platón evitó cuidadosamente la definición estática de Justi-
niano de la justicia como el “Suum cuique” ; en su definición se carga
el peso en el “Hacer", en el aspecto activo y dinámico —para emplear
un término del que se ha abusado muchas veces— . De un modo pa­
recido el teórico estructural-funcional sigue en su ocupación con un
equilibrio que no es estático, sino dinámico y movible. Pero ¿qué
significa este equilibro inestable? En última instancia quiere decir
que el sistema no es una estructura del tipo de un edificio, sino del
tipo de un organismo. La homóstasis se mantiene por el decurso
regular de determinados procesos reglados que no sólo no perturba
la tranquilidad del estanque, sino que constituye ella misma dicho
estanque. Aquí no vale la sentencia de Heráclito de que “descende­
mos a los mismos ríos, que no son los mismos”. El sistema es siem­
pre el mismo por mucho que lo consideremos. Nacen los niños, se
socializan y distribuyen hasta que mueren; nacen nuevos niños y
comienzan el ciclo otra vez. ¡Qué mundo tan pacífico e idílico es
este sistema! Naturalmente, no es estático en el sentido de falto de
vida, pues siempre sucede algo; pero todo cuanto sucede está bajo
control constante y contribuye siempre a mantener aquel bello

3 T he S ocial System (Glencoe, 1951), pág. 250.


4 Op. cit., pág. 252. El entrecomillado es mío.
m á s a l l á d e l a u t o p ía 97

equilibrio del conjunto. No sólo acontecen cosas, sino que también


funcionan, y mientras funcionen, todo va bien.
Una de las características más desafortunadas, implicadas en la
palabra “sistema”, es su cerrazón lógica. Aunque algunos adeptos
de la teoría estructural-funcional lo han intentado, es muy difícil de
evitar la suposición de que un sistema es esencialmente algo —aun­
que sólo sea “para fines de análisis”— autárquico, consistente en sí
y cerrado hacia fuera. Se puede designar como sistema a un cuerpo,
pero no a una pierna. Por otra parte, los defensores del sistema tienen
en realidad pocos motivos para entristecerse de ese término: si lo
abandonaran perderían sus análisis mucho de su accesibilidad y sería
sobre todo imposible introducir aquellas “fuentes complacientes” y
elementos extraños perturbadores, que ahora aparecen para “expli­
car” realidades no deseadas. No quisiera propasarme en mi polémica,
pero casi se impone la impresión de que un solo paso separa la com­
prensión de las sociedades como sistemas equilibrados de la afirma­
ción de que todo perturbador de dicho equilibrio, todo desviacio-
nista, es un “espía” o un “agente imperialista”. La teoría sociológica
del sistema se acerca peligrosamente, en un sentido implícito, a la
teoría de la conjuración en la historia, y ésta no sólo signiñca el fin
de toda sociología, sino que es también bastante ingenua. En pura
lógica nada se puede objetar contra el concepto de “sistema”. Sólo
se convierte en fuente de toda clase de consecuencias indeseables si
se aplica a sociedades enteras y se transforma en el marco supremo
de referencia de los análisis. Es cierto que la sociología se ocupa de
la sociedad. Pero con la misma razón se sabe que la Física se ocupa
de la naturaleza y, sin embargo, los físicos apenas considerarían/ un
progreso designar a la naturaleza como sistema y analizarla como
tal. La prueba sería rechazada probablemente —y lógicamente—
como una pretensión de metafísica.
Si las reflexiones anteriores son correctas, las sociedades utó­
picas presentan las características de aislamiento en el espacio y en
el tiempo, de consenso universal, de falta de todos los conflictos a
excepción de las desviaciones individuales y de la falta de procesos
ño funcionales; éstas son las condiciones de estructura de una so­
ciedad inmóvil y a-histórica. Ahora bien, parece que el sistema
social, tal como se concibe por algunos teóricos de la sociología
actual, presenta los mismos rasgos. Pero si esto es así, se impone la
conclusión de que esta clase de teoría trata igualmente de socie­
dades que no cambian, y, por tanto, son utópicas en este sentido.
Semejante teoría —para dejar las cosas bien sentadas— no es utó­
pica, pues algunos de sus axiomas son “irrealistas”. Esto podría
i
98 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

aplicarse a las condiciones de casi todas Las teorías científicas. Es


más bien utópico porque se limita a regular las condiciones funcio­
nales de un Sistema Social utópico. La teoría estructural-func íonal
no introduce datos irreales para explicar problemas auténticos, (rea­
les); sino que introduce algunos datos, conceptos y modelos con el
fin de describir un Sistema Social que no ha existido jamás y que
probablemente no se dará tampoco nunca.
Si se compara de este modo el Sistema Social con una utopía se
comete una injusticia con la mayoría de los utopistas que debe co­
rregirse. La causa final de las construcciones utópicas es siempre,
con pocas excepciones, la crítica e incluso la acusación de socieda­
des existentes. La historia de las utopías es la historia de una rama
del pensamiento humano, profundamente ética y polémica; y aun­
que los utopistas, desde un punto de vista objetivo y político, hayan
podido escoger medios de dudosa moralidad para formular sus con­
vicciones, han logrado despertar la preocupación de sus contem­
poráneos por los defectos e injusticias de los valores e instituciones
existentes. Esto, sin embargo, difícilmente puede afirmarse de la
teoría sociológica actual. La atmósfera de conformidad co nel “status
quo”, si no es, incluso, la de justificación que, intencionada —o no
intencionadamente— invade la teoría estructural-funcional en so­
ciología, no encuentra paralelo en la literatura utópica. Incluso como
utopía resulta el Sistema Social un eslabón muy flojo en la tradición
de una crítica profunda y con frecuencia radical. No es mi intención
indicar que la primera obligación de la sociología consiste en des­
cubrir y acusar los males de la sociedad; pero es mi intención afir­
mar que los sociólogos que pensaron que debían lanzarse a la aven­
tura de la utopía no estaban bien aconsejados al conservar las im­
perfecciones técnicas del pensamiento utópico y dejar al mismo
tiempo de lado los impulsos moralizadores de sus numerosos pre­
cursores.I

III

Es fácil polemizar, difícil ser constructivo y —al menos para


mí— imposible ser tan eficazmente universal como aquellos contra
los cuales se dirigen mis críticas. Pero no tengo la intención de es-
cabullirme de la justificada demanda de precisar a qué trabajos me
refiero al hablar del carácter utópico de la teoría sociológica, por
que considero inútil, e incluso dañino para nuestra disciplina, un
MÁS ALLÁ DE LA U tO P ÍA 99

ensayo de esta clase y que caminos mejores hay, en mi opinión,


para resolver nuestros problemas.
El nombre que viene inmediatamente a la memoria, al hablar hoy
en día de la teoría sociológica, es el de Talcott* Parsons. Ya ahora
parece Parsons, en muchas discusiones y para mucha gente, un
símbolo antes que una realidad. Por ello quisiera hacer constar expre­
samente que mi crítica no se dirige ni contra toda la obra de Par­
sons ni sólo contra su obra. No se sefiere ni al magnífico y señalado
análisis filosófico parsoniano de la “estructura de la acción social”,
ni tampoco a sus numerosos e inteligentes trabajos para la mejor
comprensión de fenómenos empíricos. Creo, sin embargo, que una
gran parte de su llamada obra teórica de los últimos años nos pro­
porciona un magnífico ejemplo de lo que he querido indicar al ha­
blar del rasgo utópico en la teoría sociológica. El doble acento sobre
la elaboración de un edificio de conceptos puramente formal, y
sobre el Sistema Social como principio y fin de cualquier análisis
sociológico, involucra todos los males, y, en el caso de Parsons,
ninguna de las ventajas de un trabajo utópico. Pero a la vista de
esta constatación no debe olvidarse que la mayor parte de los so­
ciólogos americanos, y algunos etnólogos ingleses, ha seguido algu­
na vez la misma corriente de pensamiento.
En los últimos años se han propuesto principalmente dos reme­
dios contra la enfermedad utópica. En mi opinión, ambos se basaban
sobre un falso diagnóstico, y corrigiendo el error de diagnóstico po­
demos confiar en haber acertado con la raíz del mal y en hallar a
la vez un camino que nos conduzca fuera del reino de la utopía.
Desde hace algún tiempo se ve con agrado en los medios socio­
lógicos el apoyo prestado a la petición de T. H. Marshall de “colo­
car mojones sociológicos a distancia media”, o la de R. K. Merton
de “teorías de alcance medio”. He de confesar que no encuentro
muy acertadas estas fórmulas. Es cierto que Marshall y Merton
explican con todo detalle lo que quieren decir con sus fórmulas.
Piden en particular algo que han llamado la convergencia de teoría
e investigación. Mas “convergencia” es un término muy mecánico
para un proceso que difícilmente se deja aprisionar en las leyes de
la mecánica. Ante todo implica esta postura que la teoría y la inves­
tigación sociológicas son dos actividades distintas, que pueden divi­
dirse y unirse. No creo que sea exacto. Más bien creo que mientras
nos sometamos a esta concepción nuestra teoría será lógica y filo­
sófica y nuestra investigación, en el mejor de los casos, sociográfica,
desapareciendo la sociología en el abismo abierto entre las dos. Las
advertencias de Marshall y Merton pueden haber llevado efectiva-
100 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

mente a un redescubrimiento elogiable de los problemas empíricos


de la investigación, pero afirmaría que esto, si se considera la for­
mulación, fue más bien una consecuencia imprevista, un producto
secundario, antes qüe el efecto inmediatamente querido.
No hay ninguna teoría que pueda desligarse del análisis empírico,
pero también se puede afirmar exactamente lo contrario. Guardo
pocas simpatías para la confusión entre la exigencia justificada de
que el análisis sociológico haya de incitarse por medio de problemas
empíricos.y la exigencia injustificada de que deba basarse en la
llamada “investigación empírica”, o que incluso deba ocuparse ex­
clusivamente de ésta. En realidad, los representantes de la “investi­
gación empírica” y los de la teoría abstracta se asemejan, en mi opi­
nión, de un modo llamativo en un aspecto fundamental (explicán­
dose así además el hecho de que ambos pudieran coexistir sin mu­
chos roces ni controversias): ambos han perdido en gran parte
aquel primer impulso de toda investigación y ciencia, la curiosidad
ante problemas específicos, concretos —y si hace falta la palabra—,
empíricos. A muchos sociólogos les falta en la actualidad el sencillo
acicate de la curiosidad, el deseo de resolver los problemas presen­
tados por la experiencia, la intranquilidad causada por los mismos.
Más que ninguna otra razón explica este hecho tanto el éxito como
también el peligro del error utópico en el pensamiento sociológico
y el de su hermano menor, el error en la investigación empírica.
No es quizá sorprendente que un libro como el “Social System”
de Parsons se ocupe sólo en muy pequeña medida de los problemas
de nuestra experiencia. Sin embargo, no quisiera ser mal interpre­
tado. Mis argumentaciones en favor de una reincorporación de los
problemas empíricos en el puesto central que les corresponde no
son solamente una defensa en favor de un mayor interés por los
“hechos”, “datos” o “informes empíricos”. Me parece que desde
el punto de vista del planteamiento de problemas hay poca dife­
rencia entre el “Social System” y el número cada vez mayor de
tesis doctorales, indudablemente documentadas, sobre temas como
“La estructura social de un hospital”, “El rol de los jugadores de
fútbol profesionales” y “Las relaciones familiares en un suburbio
de Nueva York”. “Campos de investigación”, “esferas de análisis”,
“temas” y “objetos” escogidos porque hasta ahora nadie los había
estudiado o, por cualquier otra razón arbitraria, no constituyen
problemas. Lo que quiero decir es que al principio de todo análisis
científico debe haber un hecho o un conjunto de hechos que excite
la curiosidad del investigador: los hijos de comerciantes prefieren
una profesión de tipo universitario a otra comercial. Los obreros de
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 101

la industria automovilística de Detroit se declaran en huelga. El


tanto por ciento de suicidios es más elevado entre personas de ca­
tegoría social superior que entre los más humildes. Los partidos
socialistas en países de Europa predominantemente católicos no
parecen poder conseguir más del 30 por 100 de los votos de los
electores. Las gentes en Hungría se rebelan contra el régimen co­
munista... No hace falta enumerar más hechos; lo que importa es
que cada uno de ellos provoca la pregunta “¿por qué?”, y es al fin y
al cabo esta pregunta la que ha seguido inspirando hasta la fecha
esa actividad humana superior de que estamos tratando: la ciencia.
Tiene poco sentido repetir lugares comunes metodológicos. Por
ello quisiera limitarme a afirmar que una disciplina científica, que
permanece consciente de sus problemas en cada peldaño de su
desarrollo, no se ambientará fácilmente en la prisión del pensa­
miento utópico ni separará la teoría de la investigación. Los pro­
blemas exigen explicaciones; las explicaciones necesitan axiomas o
modelos e hipótesis que se deduzcan de tales modelos; las hipótesis,
que implícitamente son siempre sentencias explicatorias y predic-
tivas, exigen la comprobación por observaciones posteriores; y la
comprobación de hipótesis saca a la luz, con frecuencia, nuevos pro­
blemas. Quien quiera distinguir en este proceso entre teoría e inves­
tigación puede hacerlo; pero me parece que esta distinción antes
confunde nuestros pensamientos que los aclara.
La pérdida de la conciencia del problema en la sociología con­
temporánea explica muchos defectos del actual estado de nuestra
discipina, y en particular el carácter utópico de la teoría sociológica;
pero también esa misma pérdida es un problema que necesita de
un análisis más concreto. ¿Cómo es posible que fueran precisamente
los sociólogos los que perdieran el contacto con los misterios de la
experiencia, de los que tantos hay en el mundo sociológico? Creo
que en este lugar tiene su sitio aquella interpretación ideológica del
desarrollo social, que ha sido formulada últimamente por algunos
autores. Al apartarse de los fenómenos críticos de la experiencia han
favorecido y vigorizado los sociólogos aquella tendencia al conser­
vadurismo, que tan poderosa es en el mundo espiritual de hoy.
Además, su conservadurismo no es militante, como el de Raymond
Aron, en Francia, o Milton Friedman, en los Estados Unidos; es
más bien un conservadurismo implícito, una posición conservadora
de la despreocupación. Sin duda alguna, Parsons y muchos otros de
los que con él se han evadido a la utopía rechazarían la acusación
de que son conservadores; y en lo que se refiere a sus convicciones
políticas explícitas no hay razón alguna para dudar de su sinceridad.
102 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

Pero al mismo tiempo, su modo de considerar la sociedad o, más


bien, su modo de no considerarla, si es que lo hicieran, ha fomen­
tado un ambiente de escepticismo, de falta de arrojo responsabi­
lizado, del deseo de no dejarse inquietar por las cosas, e incluso
ha elevado esta posición espiritual del abstencionismo a la cate­
goría de “teoría científica”, según la cual no es necesario inquietarse.
Abandonando la tarea de la preocupación por la verdad a los po­
deres reinantes han reconocido los sociólogos implícitamente la le­
gitimidad de estas potencias; su falta de responsabilidad ha supuesto
—quizá involuntariamente— tomar partido por el bando del “status
quo”. ¡Qué error tan dramático el intento de Max Weber de separar
la política como profesión y la ciencia como profesión!
Deseo repetir que mi interés no se centra en fomentar una cien­
cia sociológica que desde el punto de vista político tenga un con­
tenido teórico de signo radical. No tendría además sentido inten­
tarlo, pues lógicamente no puede existir semejante ciencia. Pero sí
me importa una sociología que no pierda por completo el apasio­
namiento ético de sus fundadores, y estoy convencido de que si
volvemos a recuperar esa conciencia de los problemas, perdida en
los últimos decenios, regresaremos también necesariamente a aque­
lla posición de responsabilización crítica con la realidad de nuestro
mundo social, que necesitamos para hacer bien nuestro trabajo.
Pues confío en que habrá quedado patente que la conciencia de los
problemas no es sólo un medio para evitar prejuicios ideológicos,
sino que es sobre todo una condición necesaria del progreso en
cualquier disciplina del conocimiento humano. La senda que con­
duce más allá de la utopía comienza con el descubrimiento de los
fenómenos experimentales dignos de ser escudriñados y con el en­
frentamiento de los problemas que nos ofrecen estos fenómenos.
Aunque la razón principal por la cual creo que los rasgos utópi­
cos de las teorías sociológicas recientes son nocivos para el progreso
de nuestra disciplina, está en su alejamiento intencionado de los pro­
blemas reales, no es ésta la única razón. Es natural pensar que al
explicar problemas específicos en un determinado nivel empleamos
modelos de tipo muy genérico e incluso leyes universales. Sin sus
elementos más formales y preferentemente decorativos podría ser­
vir el Sistema Social como tal modelo. Si queremos investigar, por
ejemplo, el problema de por qué el éxito en el sistema pedagógico
ocupa un lugar preferente entre las preocupaciones de los indivi­
duos de nuestra sociedad, podría deducirse del Sistema Social la
idea de que en las sociedades industriales desarrolladas el sistema
de educación es el mecanismo más importante, y, en cuanto a la
MÁS ALLÁ DE LA U T O P fA 103

tendencia, incluso el único para la distribución de roles. En este


caso el Sistema Social resulta un modelo útil. Pero creo que tam­
bién en este sentido limitado* resulta el Sistema Social un modelo
lleno de rroblemas y al menos muy unilateral, y que también aquí
ha de plantearse un nuevo comienzo.

IV

Quizá sea inevitable que los modelos empleados para explica­


ciones científicas adquieran vida propia, que los aleja del fin especí­
fico para el que originariamente fueron construidos. El “Homo
ceconomicus” de la teoría económica moderna, introducido en un
principio como un supuesto útil, aunque evidentemente no-objetivo,
del que se dejan deducir hipótesis comprobables, es en la actuali­
dad la figura clave de una filosofía muy comentada de la naturaleza
humana, que se encuentra mucho más allá de las intenciones de la
mayor parte de los economistas. El principio de indeterminación en
la moderna física nuclear, que de nuevo no es más que una hipótesis
útil sin más pretensiones que la de ser un factor objetivo para ope­
rar, ha sido interpretado como la refutación definitiva de todas las
filosofías de tipo determinista. Algo análogo podría decirse tam­
bién sobre el modelo de equilibrio de la sociedad, aunque, como he
tratado de demostrar, sería desgraciadamente falso afirmar que la
finalidad originaria de este modelo consistía en la explicación de
problemas empíricos específicos. Nos enfrentamos con la doble tarea
de indicar las condiciones en las que este modelo resulta analítica­
mente utilizable y de resolver las implicaciones filosóficas del mo­
delo. Parecerá fuera de lugar que el sociólogo se ocupe de este
último problema; pero en mi opinión sería peligroso e irresponsable
pasar por alto las implicaciones de las hipótesis que hacemos, aunque
éstas sean de naturaleza más bien filosófica que científica en sentido
técnico. Prescindiendo de su utilidad instrumental los modelos con
los que trabajamos determinan en medida no pequeña nuestras
perspectivas generales, nuestra selección de los problemas y la ten­
dencia de nuestras explicaciones. Creo que el utópico Sistema Social
ha jugado un papel negativo en nuestra disciplina también en este
sentido.
Puede haber algunos problemas para cuya explicación sea im­
portante presuponer un Sistema Social equilibrado y en funciona­
miento, fundado en el consenso universal, la falta de conflictos y
104 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

el aislamiento en el espacio y en el tiempo. Creo que existe esta


clase de problemas, aunque son mucho más raros de lo que quieren
hacernos creer algunos sociólogos contemporáneos. Además, el mo­
delo de equilibrio de la sociedad tiene una larga tradición en el
pensamiento sociológico, a la que pertenece naturalmente también
la teoría utópica, pero igualmente obras como el “Contrato social”,
de Rousseau, y la “Filosofía del Derecho”, de Hegel. Sin embargo,
ni como explicación de los problemas sociológicos, ni en la historia
de la Filosofía social es éste el único modelo y rechazaría terminan­
temente cualquier afirmación implícita o explícita de que pueda ser
considerado como tal. La afirmación de Parsons en su “Social Sys­
tem” de que esta “obra representa un paso en el desarrollo hacia
un sistema teórico unlversalizado” s es falsa desde todos los puntos
de vista, y especialmente en cuanto implica que todos los problemas
sociológicos pueden resolverse con el modelo de equilibrio de la
sociedad.
Tal vez pueda haber un prejuicio personal en el hecho de que
puedo representarme un número mucho mayor de problemas a los
que no es aplicable el Sistema Social que lo contrario, pero en cual­
quier caso insistiría en que en el nivel sumamente abstracto y en su
mayor parte filosófico en el que se mueve Parsons sería necesario,
como mínimo, un segundo modelo de sociedad. Tiene al menos una
tradición de tanto abolengo y posiblemente mejor que el modelo
de equilibrio. A pesar de ello ningún sociólogo moderno ha formu­
lado sus hipótesis fundamentales de modo que pueda ser utilizado
para la explicación de hechos sociales críticos. Sólo en los últimos
años pueden descubrirse síntomas de que gana terreno en el análisis
sociológico este otro modelo, que llamaré el modelo de conflicto de
la sociedad.
Es verdaderamente sorprendente hasta qué punto ha influido el
modelo del Sistema Social en nuestras ideas sobre el cambio social
y ha enturbiado nuestra mirada en este importante campo de pro­
blemas. En especial, hay dos hechos que ilustran esta influencia. Al
hablar de cambio aceptan hoy muchos sociólogos la distinción, to­
talmente vacua, de “cambio en” y “cambio de sociedades”, que
sólo tiene sentido si aceptamos el Sistema como último y único
punto de referencia. A la vez, muchos sociólogos parecen conven­
cidos de que, para explicar los procesos de cambio, han de descubrir
determinadas circunstancias y factores especiales, que ponen en

s Es sintomático hallar esta afirmación en el capitulo, sorprendentemente


flojo, acerca de T he P rocesses o f Change o f S ocial System , pág. 486.
mAs allA de la utopía 105

movimiento estos procesos, modo de actuar que implica que el


cambio en la sociedad es un estado anómalo o al menos extraordi­
nario, que ha de explicarse como desviación de un sistema “normal”
y equilibrado. Me parece que debemos revisar radicalmente nuestras
hipótesis en ambas direcciones. Ha de haber un cambio de pensa­
miento de 180°, que nos permita reconocer que todas las unidades
de la organización social cambian constantemente, mientras no haya
alguna que trabaje por detener este cambio. Nuestra tarea consiste
en descubrir los factores que intervienen en este proceso normal de
cambio y no buscar las variables que produzcan el cambio. Además,
el cambio es omnipresente no sólo en el tiempo, sino también en el
espacio, es decir, cada parte de la sociedad cambia constantemente
y es imposible distinguir entre “cambio en” y “cambio de socieda­
des”, “cambio microscópico y macroscópico”. Los historiadores han
visto hace algún tiempo que para describir los procesos históricos
no basta limitarse a asuntos de Estado, guerras, revoluciones y deci­
siones gubernamentales. De ellos podremos aprender que lo que
sucede en casa de Fulano o en el subdistrito de un sindicato o en
una parroquia es tan esencial para el proceso social de la historia,
más aún “es” con la misma razón el proceso social de la historia,
como lo que sucede en la Casa Blanca o en el Kremlin.
La gran energía creadora, que impulsa la revolución en el modelo
que aquí trato de describir, y que está también presente en todas
partes, es el conflicto social. La idea puede ser desagradable y per­
turbadora: que hay conflicto siempre que encontremos vida social;
sin embargo, no por ello es menos necesaria para nuestra compren­
sión de los problemas sociales. Como en el caso del cambio, tam­
bién en los conflictos nos hemos acostumbrado a buscar causas
o circunstancias especiales al encontrarnos con ellos; pero también
aquí se impone un cambio radical en nuestros pensamientos. Lo
asombroso y anormal no es la presencia, sino la ausencia de con­
flictos; y tenemos buenos motivos para sospechar si nos encontra­
mos con una sociedad u organización social que parece no tener
conflictos. Naturalmente, no debemos suponer que los conflictos
han de ser siempre violentos e incontrolados. Probablemente hay
continuidad desde la guerra civil a los debates parlamentarios, y de
las huelgas y “lock-outs” a las negociaciones pacíficas de convenios
colectivos. Nuestros problemas y sus explicaciones nos informarán
indudablemente sobre la amplitud de variación de las formas de
los conflictos. Sin embargo, al formular tales explicaciones, no debe­
mos perder nunca de vista la hipótesis en que se basa; es decir,
que los conflictos pueden ser dominados pasajeramente, regulados,
106 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

canalizados y controlados, pero que ni un rey filósofo ni un moder­


no dictador podrá eliminarlos para siempre.
Al instrumental del modelo de conflicto de la sociedad pertenece,
además del cambio y el conflicto, una tercera idea: la idea de la
coacción. Desde el punto de vista de este modelo las sociedades no
se mantienen unidas por el consenso, sino por la coacción, no por
un acuerdo universal de voluntades, sino mediante el control de
unos por otros. Puede resultar útil para determinados fines hablar
del sistema de valores de una sociedad, pero en el modelo de con­
flicto, los valores vigentes son valores dominantes, no comunes, obte­
nidos por coacción y no aceptados voluntariamente por todos en un
momento determinado. Y así como el conflicto impulsa el cambio,
así puede también creerse que la coacción mantiene despiertos los
conflictos de la sociedad. Presuponemos que los conflictos son om­
nipresentes porque la coacción está en todas partes, siempre que los
hombres construyen cualquier tipo de unión social. En ,un sentido
formal es siempre la base de la coacción lo que está en el centro
de los conflictos sociales.
Veo que he dado un esquema muy reducido del modelo de con­
flicto de la sociedad. Pero prescindiendo de las relaciones filosóficas
no es preciso tampoco pasar adelante, a no ser que resulte necesario
para explicar problemas concretos. Pero aquí me interesa algo dis­
tinto. Confío en que ha quedado claro que hay una diferencia esen­
cial entre el modelo de equilibrio y el modelo de conflicto de la
sociedad. La utopía —en el lenguaje de los economistas— es el
mundo de la certidumbre. Es el paraíso hallado; los utopistas tienen
respuesta para todo. Pero nosotros vivimos en un mundo de incer­
tidumbre. No sabemos cómo es el orden social ideal, y si creemos
saberlo, nuestro vecino tendrá una idea totalmente diferente. Como
no hay certeza (la cual, por definición, han de compartir todos los
hombres en determinada situación), debe existir la coacción, para
garantizar un mínimo vital posible de cohesión. Por no conocer to­
das las respuestas ha de existir el conflicto constante acerca de va­
lores e ideas políticas. A causa de la incertidumbre hay constante
evolución y desarrollo. Aun prescindiendo de su utilidad como ins­
trumento de análisis científico, el modelo de conflicto resulta esen­
cialmente a-utópico; es el modelo propio de una sociedad abierta.
No tengo la intención de caer en la falta de muchos teóricos
estructural-funcionalistas, pretendiendo para el modelo de conflic­
to una validez universal y exclusiva. En cuanto puedo distinguir,
para explicar los problemas sociológicos necesitamos tanto el modelo
de equilibrio como el de conflicto de la sociedad; y es posible que
mAs allA de la utopía 107

la sociedad humana, considerada desde un ángulo filosófico, ofrezca


siempre dos caras de idéntica objetividad: la una de estabilidad,
armonía y consenso, y la otra de cambio, conflicto y coacción. En un
sentido estricto no importa tampoco si para la investigación escoge­
mos problemas que sólo puedan ser comprendidos gracias al modelo
de equilibrio u otros para cuya explicación necesitemos el modelo
de conflicto. Tengo, sin embargo, la impresión de que a la vista de
las recientes tendencias de nuestra disciplina y de las reflexiones
críticas arriba expuestas haríamos bien en concentrarnos para el
futuro no sólo en problemas concretos, sino también en aquellos otros
que exigen una explicación bajo el enfoque de la coacción, conflic­
to y cambio. Este segundo aspecto de la sociedad quizá resulte esté­
ticamente menos agradable que el Sistema Social, pero si la socio­
logía no pudiera ofrecer más que una evasión superficial al paraíso
utópico, no valdrían la pena nuestros esfuerzos.
5

LAS FUNCIONES DE LOS CONFLICTOS SO CIALES**

“Lo mismo que en el hombre hay estructura y funciones que


hacen posibles los hechos de los que nos habla su biógrafo, hay
también en la nación estructuras y funciones que hacen posibles los
hechos de los que nos habla el historiador. Y , en ambos casos, ha
de ocuparse la ciencia [a saber, la biología o, en su caso, la sociolo­
gía, R. D.] del origen, desarrollo y ruina de tales estructuras y
funciones”. Ha pasado ya mucho tiempo desde que Herbert Spen-
cer escribiera estas frases en el año 1873 \ Efectivamente, Talcott
Parsons nos aseguró ya en 1936 que Spencer había muerto*. Si he­
mos de creer a Parsons fueron Pareto, Durkheim y Max Weber los
que mataron a Spencer, y él mismo, Parsons, cavó la sepultura del
autor de los “Principies of Sociology” con su “Structure of Social
Action”. Pero ¿podemos creer a Parsons en este punto?
Un cuarto de siglo después de la decidida afirmación de Parsons
podría inclinarse uno a creer que, en realidad, sólo está muerto y
sepultado medio Spencer, a saber, el teórico de la evolución. El
biosociólogo, en cambio, el hombre que traspasó las categorías de
estructura y función del análisis de los “organismos” biológicos al
de los sociales, puede haber quedado oculto durante algún tiempo,

* Redactado en 1960 según apuntes para dos conferencias en las Univer­


sidades de Colonia y Frankfurt en 1959. Manuscrito no publicado hasta la
fecha.
1 H. S p e n c e r : T he Study o f Sociology. (Londres, 1873), pág. 58.
* T . P a r s o n s : T he Structure o f S ocial A ction. (Glencoe, 1949), pág. 1.
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 109

pero está hoy menos muerto que antes. Ya en el año 1926 había
resucitado Malinowski al Spencer estructural-funcional en su famo­
so artículo “Anthropology” de la Enciclopedia Británica. Radcliffe-
Brown y otros antropólogos aceptaron prontamente esta idea y, no
en último lugar, gracias también a Parsons, penetró el funcionalis­
mo, ya en los años 30, en la teoría sociológica, donde puede consi­
derarse hasta la fecha como la doctrina oficialmente reconocida.
A pesar de diferentes artículos críticos en los últimos años’ y del
intento de Kingsley Davis de declarar al funcionalismo como un
mito inexistente *, las categorías de “estructura” y “función”, y en
eran parte también un modelo de sociedad relacionado con dichas
categorías, como sistema social, dominan en los análisis de los
sociólogos americanos, ingleses, holandeses, escandinavos y, en nú­
mero creciente, de los franceses y alemanes. A la vista de este desa­
rrollo parece lógico susjñrar, muy en contra de la prematura decla­
ración de fallecimiento parsoniana: ¡si por fin hubiera ya muerto
Spencer!
Merton nos ha mostrado en un estudio luminoso e importante
acerca de las “Manifest and Latent Functións” cuántos significados
tiene el concepto de función, tanto en el lenguaje corriente como
en el científico3456. Nosotros solemos decir: “Se ha hecho cargo de
una función directiva”. “El barco de vela ha perdido su función”.
“El precio está en función de la oferta y la demanda”. “La funció :
educativa está en la socialización del hombre”. En cada una de estas
frases —y sin ninguna dificultad podrían encontrarse muchas más—
posee la palabra, es decir, el concepto de función, un matiz de sig­
nificado distinto. Pero en la antropología y sociología modernas se
ha impuesto claramente el significado que se presenta en el último
ejemplo aducido. Con analogía al concepto biológico la “función”
designa aquí siempre la referencia de una parte a un todo, o más
exactamente; las consecuencias de una institución o valoración para

3 Cfr. D . L o c k w o o d : S om e R em arks on "T he S ocial S ystem ”, British


Journal of Sociology V lI/2 (1956); C. W . M i l l s : T he S ociolog ical Im agina-
tion (Nueva York, 1959); así como el ensayo precedente “Más allá de la
Utopía”.
4 K . D a v i s : “The Myth of Functionalism”, A m erican S ociological Revietv,
1960.
5 R. K . M e r t o n : “Manifest and Latent Functións”, S ocial T h eory and
Social Structure (Glencoe, 1957).
6 T. P a r s o n s : “The Present Position and Prospects of Systematic Theory
in Sociology”, en T w entieth C entury Sociology, publicado por G . G u R v i t c h
y W. E. M o o r e (Nueva York, 1945), pág. 48
110 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

el funcionamiento del conjunto de una asociación o comunidad, con­


ceptuado como sistema. No sin razón llama Parsons al concepto de
función “importantísimo”, porque es capaz de “suministrar crite­
rios para la significación de factores dinámicos y procesos dentro del
sistema” 6. Al designar la socialización del hombre como función
del sistema educativo, hemos dado a este sistema un lugar en la
sociedad, y, a saber, un lugar en la parte positiva del sistema socio­
lógico de coordenadas, como contribución al mantenimiento de la
integridad de las estructuras existentes. “La función” y “el funciona­
miento” son categorías estrechamente relacionadas entre sí: algo
tiene una función si favorece el funcionamiento del sistema. El
funcionalismo es por ello la escuela sociológica que estudia todos
los problemas bajo el aspecto del funcionamiento equilibrado y
perfecto de las sociedades y sus “subsistemas”, analizando cada
fenómeno en cuanto contribuye a mantener la armonía en el sistema.
Hay sin duda algunos problemas y fenómenos en los que un
estudio semejante promete resultados interesantes. La ya mencio­
nada relación entre la socialización humana y las instituciones del
sistema educativo puede servir de ejemplo. Pero hay otros hechos
sociales constantes en los cuales su estudio funcional conduce a
dificultades evidentes. A éstos pertenece el fenómeno del conflicto
social y todos los problemas relacionados con el mismo. Se puede
decir con razón, desde un punto de vista empírico, que las socieda­
des no forman conjuntos totalmente armónicos y equilibrados, sino
que siempre incluyen también diferencias entre grupos, valores in­
conciliables y expectativas. El conflicto parece ser un hecho social
universal e incluso es, quizá, un elemento necesario de toda^ vida
social. De aquí que se plantee la cuéstión: ¿Cómo explica la,tesis
funcional estos hechos?
En la historia del funcionalismo sociológico no faltan intentos
de hallar una respuesta a esta cuestión evidentemente fundamental.
Se presentan aquí, tanto en orden cronológico como también de
importancia, tres intentos correlativos de solución, cuya insuficiencia
atañe al núcleo mismo del problema de la teoría funcionalista y
facilita a la vez una respuesta a la pregunta sobre el lugar de los
conflictos sociales en la sociedad humana.I

II

El primer intento, en el tiempo, de aplicar una imagen funcional


al problema del conflicto social es a la vez el menos satisfactorio en
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 111

cuanto al asunto mismo se refiere. Uno de sus paladines más acu­


sados fue el sociólogo industrial americano Elton Mayo; sin em­
bargo, su ingenuidad, que llega a veces hasta lo increíble, no puede
ocultarnos que la postura dé Mayo sirve todavía hoy en día como
característica para un considerable número de sociólogos y la ma­
yor parte de los técnicos de Economía y Política aplicadas, así como
de otras disciplinas.
Para Mayo el estado “normal de la sociedad es el de la integra­
ción, organización, cooperación del funcionamiento equilibrado del
sistema. Cada individuo, cada grupo y cada institución tiene su
lugar y su misión en el sistema de conjunto; tiene su función. Claro
que no se le escapa a Mayo que las sociedades no siempre funcio­
nan a la perfección (aunque parece considerar estas perturbaciones
funcionales como un distintivo de las sociedades modernas): “Des­
graciadamente resulta muy característico de las sociedades indus­
triales que conocemos, que los grupos, distintos según su formación,
no se esfuerzan con todo interés en colaborar con los otros grupos.
Su disposición, por el contrario, suele ser la de la indiferencia u hos­
tilidad” 7. Ahora bien, esta hostilidad entre grupos tiene consecuen­
cias separatistas y conduce a las sociedades a la ruina.
Ya el planteamiento del problema muestra cómo quiere explicar
Mayo los aspectos disgregadores de las estructuras sociales. Las lu­
chas y conflictos entre grupos no pueden nacer de la estructura de
la sociedad, puesto que la sociedad es una construcción completa­
mente funcional. De ahí que donde encontremos conflictos proce­
derán éstos de causas meta-sociales, es decir, individual-patológicas.
Los conflictos sociales son proyecciones de trastornos patológicos
(en aquellas personas que “originan” tales conflictos) en el campo
social. Con plena lógica habla, pues, Mayo al tratar de los conflictos
industriales, preferentemente de los dirigentes sindicales y, en éstos,
de nuevo, sólo sobre sus características personales: “Estos hombres
no tenían amigos... No sabían entretenerse... Consideraban el mun­
do como algo hostil... En cada caso su historia personal era la his­
toria de la exclusión social..., una niñez sin relaciones normales y
felices con los otros niños en el trabajo y en el juego...” 8. El pro­
blema de dominar los conflictos sociales no es, pues, en el fondo,
más que el problema de la psicoterapia de los dirigentes de grupos

7 E. M a y o : T he Social P roblem s o f an Industrial Civilization (Londres,


1952), pág. 7.
8 E. M ayo : Op. cit., pág. 24.
112 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

de conflicto o, como dice Mayo, un problema de dirección de “apti­


tudes sociales”.
Si cada individuo posee las aptitudes de la cooperación pacífica
con los demás, la sociedad funcional se transforma en sociedad que
funciona.
Es divertido, siguiendo las reflexiones de Mayo, observar cómo
el concepto de “lo normal” se transforma en un concepto normativo.
Dice Mayo: “Una sociedad no puede ejercer con efectividad un
régimen representativo si está dividida en su seno por grupos hos­
tiles y odio” s. ¿Acaso no es misión del régimen representativo captar
y canalizar todas las hostilidades que puedan surgir entre los distin­
tos grupos? Para Mayo, sin embargo, la situación normal del fun­
cionamiento equilibrado de la sociedad, de la cooperación de todas
las partes para mayor gloria del conjunto se convierte también en
el estado ideal. Todo lo que funcionalmente debe considerarse como
un trastorno —como, por ejemplo, el conflicto— se rechaza en
seguida como algo inferior, tanto política como normalmente. El
principio declaratorio sociológico se transforma en dogma político:
“Una sociedad es un sistema cooperativo; una sociedad civilizada es
aquella en que la cooperación descansa en la comprensión y en la
voluntad de colaboración y no de la fuerza” 910.
Si prescindimos de su aspecto valorativo la lógica de los argu­
mentos de Mayo es evidente. Las sociedades, de modo parecido a
los organismos, son construcciones funcionales. En cuanto cada uno
de sus elementos contribuye en algo al mantenimiento del conjunto,
no puede originar de su propia estructura perturbaciones del equi­
librio.
Si a pesar de todo surgen esas perturbaciones tendrán causas
meta-sociales. Se presentan aquí, en primer lugar, motivos de tipo
psicológico. El conflicto es, por tanto, desde el punto de vista so­
ciológico, un fenómeno arbitrario de perturbación del sistema co­
operativo llamado sociedad. Esta es la lógica utópica; la lógica del
tratamiento totalitario de los desviados; pero es también, al me­
nos implícitamente, la lógica de todos los intentos científicos de
explicación psicológica de los disturbios políticos, incluidas las afir­
maciones sobre la relación entre el síndrome autoritario y la con­
ducta fascista (en el “Authoritarian Personality”, de Th. W. Adorno

9 E. M ayo : Op. cit., pág. X III.


10 E. M ayo : Op. cit., pág. 115.
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 1 13

y otros) o entre la personalidad neurótica y la orientación socia­


lista (en la obra de H. J. Eysenck, “Psychology and Politics” u.
Las consecuencias de este ensayo son patentes y muestran con
toda claridad la esterilidad de un funcionalismo radical. Si los con­
flictos no tienen ninguna función, porque ni siquiera son un fenó­
meno social, se priva al sociólogo de toda posibilidad de estudiarlo
como un problema. Si a pesar de todo se ocupa en describirlo, no
podrá distinguir entre criminalidad, psicopatología, conflictos la­
borales y oposición política; todos estos fenómenos se convierten
en variantes sintomáticas de perturbaciones individuales idénticas
por principio. Podría uno abandonar a su suerte el anverso político
—o quizá, mejor, terapéutico— de esta tesis, si no resultara por ra­
zones sociológicas probadas que el intento de solventar por la vía
psicológica los conflictos sociales suele dar, por lo general, un re­
sultado contrario, es decir, que contribuye a hacer más acusados
dichos conflictos. En cada aspecto se esconde, bajo este funciona­
lismo radical, un medio inservible de aquella forma de análisis, para
la cual las correlaciones designadas por Mayo o Adorno, o Eysenck,
aunque sean correctas, no suministran una solución, sino en el
mejor de los casos sólo una formulación de los problemas. La pre­
gunta sociológica es: ¿qué causas sistemáticas, es decir, estructura­
les, tiene el hecho constante de los conflictos sociales? ¿Cuál es,
por ello, el lugar del conflicto en la sociedad humana y en su his­
toria? Mayo se escapa a estas preguntas con juicios de valor débil­
mente disimulados y recetas teñidas de psicología, porque, para él.
la tesis funcional es un dogma incontrastable

III

Un intento mucho más serio que el de Mayo para resolver estas


cuestiones lo ha emprendido R. K. Merton en su ya mencionado1

11 Se han criticado frecuentemente las notables obras de T h. W . A d o r n o


y otros, así como de H. J. E y s e n c k , pero no conozco ninguna crítica que haya
'formulado con toda claridad la objeción aquí indicada. Desde un punto de
vista sociológico es decisivo que aun en los casos en que quedan confirma­
das por la realidad las. correlaciones entre tipos de personalidad y actuación
política, no se esconde en ellas explicación alguna de fascismo, por ejemplo,
o de socialismo. Personalidades autoritarias y neuróticos existen por todas
partes, pero no así el fascismo y el socialismo; de ahí que las variantes deci­
sivas no son aquí evidentemente de naturaleza psicológica, sino sociológica.
8
114 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

estudio sobre “Manifest and Latent Functions” y en el trabajo,


también muy citado, sobre “Social Structure and Anomie" 12. Tam­
bién Merton es funcionalista. Pero su postura, con relación a la de
Mayo, presenta dos limitaciones: aun cuando Merton —en primer
término— mantiene el modelo del sistema social equilibrado y fun­
cionalmente perfecto, se esfuerza en conservar el carácter de mero
modelo de esta imagen, evitando cualquier connotación normativa.
El sistema social en funcionamiento es sólo un instrumento del
análisis sociológico. Y, en segundo lugar, limita Merton los postu­
lados radicales de la “unidad funcional” en cuanto que, para él,
aunque las sociedades tienden a un funcionalismo continuo, no
siempre lo tienen. Los sistemas sociales pueden funcionar, pero pue­
den igualmente no funcionar, y ambos estados son objeto legítimo
del análisis sociológico.
Sobre todo, la segunda limitación autoriza a Merton, en oposi­
ción a Mayo, a admitir los conflictos como resultado sistemático
de las estructuras sociales. Hay para él situaciones en las que las
estructuras de funciones, de grupos de referencia o de instituciones,
crean necesariamente conflictos. Pero ¿cuál es el lugar y la impor­
tancia de estos conflictos? Aquí introduce Merton el concepto, tan
empleado desde entonces, de “disfunción”. Los conflictos son “dis­
funcionales", es decir, contribuyen a que la sociedad no funcione,
son una fuerza destructiva y disgregadora del sistema. “Las dis­
funciones son aquellas consecuencias observadas que disminuyen
la adaptación del sistema” u. Un poco más adelante añade Merton:
Él concepto de disfunción, que incluye en el nivel estructural el
concepto tensión, proporciona un enfoque analítico para el estudio
de la dinámica y del cambio” “.
Queda fuera de duda que el intento de Merton supuso un avance
considerable en el desarrollo del análisis funcional. Este avance con­
siste, sobre todo, en la advertencia de la posibilidad de explicación
sistemática de los conflictos ("en un nivel estructural"). Mas ai
mismo tiempo debe aparecer como muy problemático, si el con­
cepto de la disfunción basta para enlazar el análisis estructural-
funcional con el análisis del cambio. Es exacto que la “distunción”
no es una pura categoría residual. Merton no dice que los conflictos
no contribuyan al funcionamiento de los sistemas sociales —cosa*1

12 R. K. M e r t o n : S ocial Structure an d A n om ie, en Social Theory and


Social Structure. (Glencoe, 1957.)
18 R . K. M e r t o n : Op. c i t . , pág. 5 1 .
11 R. K. M e r t o n : Op. cit., pág. 53.
MÁS ALLÁ DE LA U T O P ÍA 115

que signiñcaría la renuncia total a afirmar algo— , sino que dice que
los conflictos contribuyen al no-funcionamiento de los sistemas. Por
consiguiente, el concepto de disfunción nos dice algo sobre los con­
flictos. Pero no nos dice bastante, pues continúa sin solución la pre­
gunta decisiva: ¿qué es, en realidad, el no-funcionamiento de las
sociedades? ¿Es una “enfermedad” de la sociedad, una desviación
de la norma social? ¿O es, a su manera, otro “estado normal" en
que reinan desde luego leyes completamente distintas? Puesto que
esta pregunta queda sin respuesta me inclinaría a ver en el concepto
de disfunción, a la postre, una renuncia a manifestaciones concre­
tas, es decir, una categoría residual. La “disfunción” no pasa de ser
una etiqueta, que se puede pegar sobre los fenómenos cuya expli­
cación se considera posible, pero que hasta la fecha no ha podido
darse aún; pues con sólo comprobar que una huelga o una revolu­
ción son “disfuncionales”, es decir, que contribuyen a que no fun­
cionen los sistemas sociales en cuestión, no se ha explicado evi­
dentemente demasiado.
La dificultad de combinar el funcionalismo y el análisis del con­
flicto queda por ello especialmente al descubierto allí donde Merton
se ocupa en particular de los fenómenos de conflicto. En su “tipo­
logía de los modos de adecuación individual” a las estructuras so­
ciales — lo que en el lenguaje del análisis estructural-funcional quie­
re decir: a “metas culturales” y “medios institucionales”— distingue
Merton cinco modos de adecuación. Los cuatro primeros son en sí
correctos y pueden describirse con los medios del análisis funcio­
nal: “la conformidad", como reconocimiento de los valores y medios
vigentes; “la innovación”, rechazando los medios institucionales vi­
gentes en cuanto normas culturales aceptadas, es decir, con “pro­
testantismo" en sentido estricto; “el ritualismo”, como conformis­
mo meramente externo con los medios prescritos en la sociedad,
sin reconocimiento simultáneo de los valores vigentes; y la desig­
nada como “actitud de retirada" (“retreatism”), susceptible de inter­
pretación errónea, que representa el desprecio, tanto de los valores
vigentes como de los medios institucionales por los “auténticos
extraños” de la sociedadls. Ahora nota Merton que en este último
grupo, que consta para él de “psicóticos, autistas, parias, expulsa­
dos, vagos, vagabundos, maleantes, alcoholizados e intoxicados por
drogas” 156 debería incluir también a los revolucionarios políticos, en
cuanto que los fines y medios empleados por éstos contradicen por

15 Cfr. R. K. M erton : Op. cit., pág. 140 y págs. 141-157.


16 R. K. M e r t o n : Op. cit., pág. 153.
116 S O C IE D A D Y» L I B E R T A D

principio al sistema en vigor. Sin embargo, quiere distinguir a estos


últimos de los primeros y por ello propone una quinta categoría:
la “rebelión”, de la que él mismo dice que está colocada “en un ni­
vel claramente diferenciado de los demás 17. “Rebelión” y “retirada”
no se distinguen en absoluto en su posición frente al sistema de
fines y medios de la sociedad; su única diferencia está en el carácter,
socialmente más activo, de la rebelión o, menos todavía (puesto
que la postura de una cuadrilla criminal debería ser considerada
también como una rebelión en este sentido) en la calidad de la pro­
testa contra el orden vigente.
Es aquí donde se hacen del todo patentes los méritos y los pun­
tos débiles del ensayo de Merton. El autor quería sin duda alguna
hallar un camino para dar solución teórica al análisis de las contra­
dicciones sociales; y quería al mismo tiempo conservar todo el ma­
terial, ciertamente impresionante, de la tesis funcional. Pero dicho
material se revela tan poco dúctil, que transforma la intención de
Merton en una mera declaración de buena voluntad: su categoría
de la “rebelión” demuestra que Merton ha dejado tras sí la inge­
nuidad de Mayo; pero prueba también que partiendo del sistema so­
cial funcional de valores y medios se dificultan hasta lo imposible los
estudios fructíferos sobre los conflictos sociales. Puesto que la in­
fluencia de Merton sobre el pensamiento sociológico dentro y fuera
de los Estados Unidos era y es grande, resulta fácil suponer en este
dilema una de las causas de la negligencia, por lo demás muy llama­
tiva, del análisis de los conflictos sociales en los últimos decenios.
La obra de R. K. Merton presenta, en general, determinados
puntos flacos simpáticos y a la vez problemáticos, para los que es
significativo su tratamiento de los conflictos sociales. En diversos
lugares trata de hallar caminos, partiendo de la evidencia de la mul-
tiformidad de los problemas sociales, para suavizar la uniformidad,
abstracción.y rigidez de la tesis funcional. Pero como sigue siendo
funcionalista, el resultado de sus intenciones se concreta casi siem­
pre en determinadas limitaciones (como las reservas frente a los
postulados del funcionalismo o la demanda de una “teoría de alcan­
ce medio”), que debilitan la fuerza de la teoría sin hacer avanzar el
análisis. Así, en el fondo, el intento de su discípulo Lewis Coser, de
introducir los conflictos sociales dentro de la tesis funcional, resulta
en teoría más consecuente y lógico, aunque analíticamente más esté­
ril. El “Functions of Social Conflict”, de Coser, presenta el tercer

" R- K. M erton : Op. cit., pág. 140, nota 13.


MÁS A LLÁ DE LA U T O P ÍA 117

estadio del pensamiento funcional acerca de los conflictos18. Pero


al completar esta obra las posibilidades de la solución funcionalista
de los conflictos sociales demuestra al mismo tiempo la insuficiencia
básica de aquella tesis, que ya se considera demasiado tiempo como
casi sinónimo de la teoría sociológica.
, Coser subraya en muchos lugares de su estudio, basado en el
capítulo de Simmel sobre “la disputa’’, el abandono intranquilizador
de los problemas del conflicto social en la sociología más reciente.
Su crítica del funcionalismo no deja de ser acre en algunos lugares.
Sin embargo, la meta teórica de sus reflexiones consiste en unir el
funcionalismo y el análisis de los conflictos sociales y, en cuanto
cree posible alcanzar esta meta, se limita su crítica de Parsons,
Merton y otros, en el fondo, a constatar que éstos habían abando­
nado caprichosamente el estudio de los conflictos desde un punto
de vista idiosincrásico, al menos teórico. Los conflicstos sociales —ar­
gumenta Coser— pueden ser disgregadores y, por ende, difunciona­
les. Mas no siempre lo son, y esta afirmación no agota su efectividad.
Por el contrario, cada conflicto contiene también elementos, que Co­
ser designa en muchas formas y no sin fantasía de lenguaje como
“funcionalmente positivos”, es decir, qué los conflictos —lo mismo
que las funciones, valores e instituciones— prestan su colaboración
al funcionamiento de los Sistemas sociales: “El conflicto puede ser­
vir para eliminar los elementos disgregadores de una relación y res­
tablecer la unidad. En cuanto que el conflicto significa una descarga
de la tensión entre elementos hostiles, posee una función estabiliza-
dora y se transforma en componente integrativo de dicha relación...
La dependencia mutua de grupos hostiles y toda la gama de conflictos
que sirven para unir el sistema social, al eliminarse mutuamente, im­
piden la desintegración...” 19. Por consiguiente, la tesis funcional no
sólo es capaz de dar una explicación satisfactoria de los conflictos,
sino que, más aún, el hecho constante de los conflictos sociales, sólo
puede captarse en su importancia integrativa por medio del análisis
funcional.
Ahora bien, es seguramente exacto que todo conflicto social pre­
supone, y también crea, una comunidad entre las partes en lucha.
No hay relaciones de conflictos entre las amas de casa alemanas y
los ajedrecistas peruanos, porque entre estos dos grupos posicionales
no existe ninguna relación. El conflicto entre obreros y patronos, por
otra parte, se constituye en punto de partida del desenvolvimiento de

18 L. Co ser : The Functions o f Social C on flict (L o n d re s, 1 9 5 6 ).


19 L. C o ser : Op. cit., p á g . 8 0 .
118 sociedad y libertad

determinadas reglas de juego, que atan mutuamente a ambas partes.


Pero así como resulta importante ver sobre todo la última conse­
cuencia de los conflictos sociales —lo que Marx, por ejemplo, des­
cuidó, con perjuicio de sus pronósticos— queda claro que con éstos
sólo se ha dicho muy poco sobre las consecuencias de los conflictos
sociales. ¿Se encuentra verdaderamente la única consecuencia impor­
tante, desde el punto de vista sociológico, de una huelga o incluso
de una revolución en el hecho de que constituye una revelación en­
tre grupos hostiles? Hacer esta pregunta significa denegarla. Coser
logra, desde luego, mostrar que también el funcionalista puede decir
todavía algo acerca de los conflictos, pero a la vez demuestra lo
anodino de la tesis funcional ante fenómenos que trascienden cual­
quier sistema social existente. Las palabras finales de Coser represen­
tan también la última sentencia del funcionalismo ante la problemá­
tica de los conflictos sociales: éstos han nacido, en cuanto a su posi­
bilidad, de la estructura de las sociedades; pueden ser disfuncionales,
pero también funcionales. Mas cabe esperar que la última palabra del
funcionalismo no sea también la última palabra de la sociología ante
este problema. Esto quiere decir, empero, que la teoría sociológica
ha de separarse radicalmente del modelo de sistema funcional de la
sociedad y buscar nuevos puntos de referencia al concretar las con­
secuencias de los conflictos sociales.V

Mi tesis es que la misión constante, el sentido y efecto de los


conflictos sociales se concretan en mantener y fomentar la evolución
d eja s sociedades en sus partes y en su conjunto. Si se quiere podría
calificarse como “la función” de los conflictos sociales. Pero en este
caso se emplea el término de función en un sentido plenamente neu­
tral, es decir, sin referencia alguna hacia un “sistema” en equilibrio.
No se pueden encuadrar bajo el aspecto del sistema social las con­
secuencias de los conflictos sociales; por el contrario, los conflictos
sólo pueden comprenderse en su efectividad e importancia cuando
son referidos al proceso histórico de las sociedades humanas. Los
conflictos son indispensables como un factor del proceso universal
del cambio social. Siempre que faltan, o se oprimen o se solventan
en apariencia, se hace más lento o se para el cambio. Cuando se
admiten y regulan los conflictos se mantiene el proceso evolutivo
como un desenvolvimiento gradual, Pero en cualquier caso, en los
MÁS ALLÁ DE LA VTOPÍA 119

conflictos sociales se esconde una excepcional energía creadora de


sociedades. Precisamente por tender más allá de las situaciones exis­
tentes son los conflictos un elemento vital de las sociedades, lo mis­
mo que, posiblemente, sea el conflicto un elemento vital general de
toda vida.
Esta tesis no es nueva. Aun cuando al precisarla y explicarla
hayan dado motivos de observaciones críticas puede decirse de un
modo general que Marx y Sorel, lo mismo que antes de ellos Kant
y Hegel y después de ellos Aron, Gluckman y Mills y algunos otros
sociólogos en todos los países, han reconocido la fertilidad de los
conflictos sociales y han insistido en sus relaciones con el proceso
histórico “. No se puede negar, sin embargo, que la corriente princi­
pal del pensamiento sociológico, desde Comte, pasando por Spencer,
Pareto, Durkheim y Max Weber, hasta Talcott Parsons, ante la dia­
léctica comtiana de orden y progreso han optado con excesiva irre­
flexión por un aspecto, el del orden, dejando por ello sin suficiente
solución todos los problemas del conflicto’ y del cambio. De ahí que
sea importante formular de nuevo con toda claridad una tesis que en
sí no es original.
Al hablar aquí de conflictos se comprenden todas las relaciones
contrarias, originadas estructuralmente, de normas y expectativas,
instituciones y grupos. En contra de la acepción lingüística corriente
no es preciso que estos conflictos sean siempre violentos. Pueden
presentarse de un modo latente o manifiesto, pacífico o violento,
suave o intenso. Los debates parlamentarios y las revoluciones,, las
negociaciones de salarios y la huelga, la lucha por el poder en un
club de ajedrez, en un sindicato y en el Estado son formas distintas
de manifestarse esa gran energía del conflicto social, que en todas
partes tiene la misión de conservar vivas y empujar adelante las rela­
ciones sociales, las uniones e instituciones.
Con un desconocimiento extraño de la normatividad social han
buscado muchos sociólogos desde Marx, y en especial desde la obra
perniciosa e influyente de Ogburn sobre “Social Change”, los fac­
tores de la evolución en datos meta-sociales. Una y otra vez se pre­
sentó el progreso técnico como impulsor del cambio social, hasta
que por fin la idea de una superconstrucción social de “relaciones
de producción” en lugar del motor técnico de “fuerzas de produc-

M Aun cuando esto no dice en favor del hilo lógico de sus reflexiones ha
subrayado también L. C o s e r la relación existente entre conflicto y evolución,
aquí indicada, en un artículo publicado después de haber aparecido su libro:
S ocial C onflict and Social Change, British Journal of Sociology, VIII/3 (1957).
11957).
120 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

ción” convirtióse en el lugar común del pensamiento sociológico.


Es cierto que en el progreso técnico hay un factor de cambio social;
pero no es éste el único factor, ni siquiera el más importante. Tiene
al menos la misma importancia el extraño hecho social de que todas
las sociedades provocan continuamente antagonismos en su seno, que
no se presentan por casualidad ni pueden ser eliminados tampoco
a voluntad. La capacidad explosiva de funciones sociales dotadas de
expectativas contradictorias, la incompatibilidad de normas vigentes,
las diferencias regionales y confesionales, el sistema de desigualdad
social que llamamos estratificación y la barrera universal entre do­
minadores y dominados constituyen elementos de la estructura social
que provocan necesariamente conflictos. Y de estos conflictos pro­
vienen siempre fuertes descargas sobre la velocidad, la radicalidad y
la dirección del cambio social.
La relación entre conflicto y cambio es clara. ¿Qué se sigue de la
contradicción existente entre gobierno y oposición? Para la mera su­
pervivencia del sistema vigente bastaría un grupo. Si la oposición
sólo fuera un elemento patológico, un factor de inestabilidad, sería
superflua. Mas la finalidad manifiesta del juego entre gobierno y
oposición consiste en mantener vivo el proceso político, descubrir
nuevos caminos en la réplica y discusión, y conservar así la cualidad
creadora de las sociedades humanas. Lo mismo se puede decir de
los conflictos en el terreno económico, en el de la justicia y en todas
las demás organizaciones e instituciones. Por consiguiente, la fina­
lidad y la efectividad de los conflictos sociales consiste en mantener
despierto el cambio histórico y fomentar el desarrollo de la sociedad.
Es claro que semejante calificación funcional tiene unos presu­
puestos meta-teóricos que no son la teoría estructural-funcional. Para
ésta el sistema social es el punto último de referencia del análisis.
La dinámica del sistema se agota en los procesos que mantienen al
equilibrio de lo ya existente. Los elementos del sistema tienen una
función en cuanto contribuyen al funcionamiento equilibrado del
conjunto. Pero la tesis de que la causa final de los conflictos socia­
les está en el mantenimiento del cambio histórico presupone que
toda sociedad, en todo tiempo y en todas sus partes está sometida
al cambio. Este presupuesto ha de entenderse con toda su fuerza.
Tampoco los conflictos son causas del cambio social; incluso resulta
superfluo preguntar por las causas del cambio si damos la vuelta
galileana completa a la cuestión, constituyendo el movimiento como
nuestra piedra fundamental. Pero los conflictos son uno de los fac­
tores que determinan la forma y dimensión del cambio; de ahí que
sólo puedan comprenderse en el contexto de un modelo social estrié'
MÁS ALLÁ DE LÁ U T O P ÍA 121

tamente histórico. La analogía entre organismo y sociedad es la base


de la teoría estructural funcional; mas para las reflexiones aquí indi­
cadas la sociedad humana es una unidad “sui generis”. Según la
teoría estructural-funcional el conflicto y el cambio representan des­
viaciones patológicas de la norma del sistema equilibrado; en cam­
bio, para la teoría aquí expuesta, son la estabilidad y rigidez lo pato­
lógico en la sociedad. En el funcionalismo los problemas de conflicto
son fenómenos marginales de la vida social, de difícil solución siem­
pre, en tanto que forman el centro de cualquier análisis a la luz
de la tesis aquí expuesta.

VI

Una parte de las tesis contenidas en las reflexiones antes expues­


tas se encuentra, en su aspecto metodológico, en el límite entre la
teoría sociológica y la teoría filosófica de la sociedad. La relación
“funcional” de conflicto y cambio presenta, por una parte, conse­
cuencias inmediatas para el análisis de determinados problemas;
pero, por otra parte, puede entenderse también como que hace refe­
rencia a estructuras antropológicas. Al menos una posible antropolo­
gía podría partir lógicamente de la evidencia de la división e histo­
ricidad de la existencia humana en la sociedad.
Si nos representáramos una vez el modelo de sociedad estructu­
ral-funcional en un plano normativo (con una interpretación que se
desvía conscientemente de su intención científica), es decir, si nos,
preguntáramos qué tal se viviría en un sistema social funcional, des­
cubriría este modelo inmediatamente su peor aspecto. El sistema
funcional equilibrado es, en cuanto representación ideal, un pensa­
miento terrible. Es la sociedad en la que cada uno y cada cosa tiene
su sitio fijo, representa su rol y desempeña su función; la sociedad
en la que todo sigue su marcha a la perfección y nada tiene por
ello que alterarse; la sociedad ordenada perfectamente para siempre.
Si esto es así no necesita la sociedad estructural-funcional de ningún
conflicto y como por otra parte no tiene ningún conflicto evoca el
cuadro terrible de una sociedad perfecta. Este modelo podría admi­
tirse como el producto de una fantasía utópica, pero sólo puede tener
consecuencias a-liberales en cuanto programa o sistema ideológico
correspondiente a condiciones reales. Si la utopía se convierte en
realidad se hace siempre totalitaria; pues sólo una sociedad totali­
taria conoce “de facto” —al menos, en apariencia— aquel consenso
122 S O C IE D A D V L IB E R T A D

y unidad universales, aquella gris uniformidad de los iguales que ca­


racterizan a la sociedad perfecta. Quien quiere conseguir una socie­
dad sin conflictos ha de hacerlo por el terror y la fuerza policíaca;
pues ya sólo la idea de una sociedad sin conflictos es un acto de
violencia cometido contra la naturaleza humana.
Que esto es así parece tener un motivo que casi podría designarse
como epistemológico. Una sociedad humana perfecta presupone la
posibilidad de que al menos haya un hombre capaz de reconocer lo
perfecto en toda su plenitud. Presupone la certeza. Pero tenemos,
como mínimo plausible, la suposición filosófica de que constitucio­
nalmente vivimos en un mundo de incertidumbre, es decir, que nin­
gún hombre será jamás capaz de dar las respuestas exactas y defini­
tivas a todas las preguntas. Todo cuanto podemos decir —sobre el
mundo, sobre la sociedad humana, sobre los agudos problemas de
política interior y exterior— se dice siempre con la previa restricción
crítica de “en cuanto sabemos” o “en cuanto nos es posible cono­
cer”. Siempre nos falta información para poder estar completamente
ciertos; siempre nos falta potencia de conocimiento para penetrar con
absoluta certeza en la esencia de las cosas. El universo puede ser
perfecto y llevar en sí la posibilidad de certeza. Pero los hombres son
siempre y por su propia naturaleza demasiado imperfectos para ad­
quirir semejante certeza.
Partiendo de la incertidumbre de la existencia humana en el
mundo podría justificarse el sentido antropológico del conflicto en
la sociedad, y también en el individuo. Puesto que nadie sabe todas
las respuestas, cada respuesta sólo puede ser exacta en parte y en
un momento determinado. Puesto que no podemos conocer la socie­
dad perfecta, ha de ser la sociedad humana “histórica”, es decir, ha
de tender siempre a nuevas soluciones. Puesto que en la sociedad
histórica lo que hoy es exacto puede ser mañana falso (y quizá
incluso deba serlo) y puesto que en el mundo incierto la respuesta
de uno no puede ser más verdadera que la de otro, descansa todo el
progreso en la multiplicidad y contradictoriedad de la sociedad hu­
mana, es decir, en encontrar en el desacuerdo de normas y grupos
la solución aceptable en cada caso, para volver a relativizarla de un
modo crítico e inmediato. El conflicto y el cambio, la multiformi-
dad y la historia descansan, en este sentido, en la incertidumbre
constitucional del conocimiento humano.
En estas condiciones el conflicto y el cambio son mucho más que
meros males necesarios. Si es cierto que la incertidumbre caracteriza
nuestra existencia en este mundo, si el hombre, pues, como ser so­
cial es siempre a la vez ser histórico, entonces el conflicto significa
MAS ALLA de la utopía 123

la gran esperanza de una superación digna y racional de la vida en


sociedad. Los antagonismos y conflictos no aparecen ya entonces
como fuerzas que apremian a su propia eliminación en una “solu­
ción", sino que ellos mismos constituyen el sentido humano de la
historia: las sociedades permanecen como sociedades humanas en la
medida en que combinan en sí lo irreducible y mantienen vivo el
desacuerdo. No es la síntesis utópica, sino la antinomia racional, no
la armonía de una sociedad ñnal a-clasista, en la que el espíritu del
universo ha vuelto a sí mismo, sino la oposición, mantenida y regla­
da, de las normas e intereses constituyen la oportunidad objetiva
y real de aquella época histórica que puede soñarse (no sin ironía
y ciertamente con restricción crítica) como “la paz eterna”. Para
decirlo con Kant: “Sin aquellas características que en sí mismas no
resultan ciertamente atractivas, de la insociabilidad, de las que nace
la oposición, que cada uno ha de encontrar necesariamente, dadas
sus tendencias egoístas, quedarían ocultos, para siempre en germen,
todos los talentos en una vida pastoril arcádica con perfecta con­
cordia, frugalidad y altruismo: los hombres, dt buen natural como
las ovejas que apacientan, apenas proporcionarían a su existencia
un valor mayor del que tienen sus animales domésticos, y no col­
marían lo vacío de la creación considerando su finalidad propia
como naturaleza racional. Hay que agradecer en consecuencia a la
naturaleza la inconciliabilidad, la presunción que rivaliza en envi­
dia, la concupiscencia insatisfacible del poseer o del dominar. Sin
ellas todas las magníficas disposiciones naturales de la huma­
nidad dormitarían eternamente sin ser desarrolladas. El hombre
quiere la concordia, pero la naturaleza sabe mejor lo que conviene
a su especie: ella quiere discordia” M.

i
81 E. K a n t : R eflex ion es so b re una historia gen eral c o n in ten cion es d e
ciudadanía universal, en Kants Popularen Schriften (Berlín, 1911), pági­
nas 210 y sigs.
I

í
i
CONFLICTO Y CAMBIO
BURGUESES Y PROLETARIOS *
LAS CLASES SOCIALES Y SU DESTINO

Hace sólo treinta años el término “burgués” era para muchos


hombres un insulto y el de “proletario”, un nombre honorífico. No
sólo los intelectuales se esforzaban en lo posible por “no ser bur­
gueses”: en todas las ramas del movimiento obrero la vida “bur­
guesa” designaba todo aquello que se aborrecía y trataba de superar.
Tener propiedad era “burgués”, luego tenía que desaparecer la pro­
piedad. Llevar corbata era “burgués”, luego iba uno con el cuello
de la camisa abierto. Tener un vida matrimonial armoniosa era
"burgués", luego se hablaba del “amor libre”. Con fervor y convic­
ción cantaba la juventud obrera: “Nosotros formamos la joven guar­
dia del proletariado...”. La sociedad se hallaba profundamente divi­
dida en “burgueses” y “proletarios”, en aquellos a los que se acu­
saba de estar satisfechos con el vigente estado de cosas y aquellos
otros que querían revolucionar todo lo existente y crear una socie-

* Redactado en 1958 como manuscrito para una emisión en la emisora


Nord-deutscher Rundfunk el 6-5-1958. El artículo, publicado aquí sin nin­
guna alteración, es un resumen, a completar en algunos puntos, de importantes
capítulos de mi libro S oziale K lassen und K lassen kon flikt in d e r industriellen
G esellschaft. (C lases sociales y con flicto d e clases en la socied ad industrial.)
(Stuttgart, 1957). E l análisis, formulado aquí indudablemente algo simplificado,
me sigue, pareciendo también en la presente forma no sólo lleno de sentido,
sino también algo de lo que no puede prescindirse para entender los con­
flictos sociales y políticos de las sociedades modernas.
128 S O C IE D A D V LIBERTAD

dad enteramente nueva. Esto, como hemos dicho, sucedía hace ape­
nas treinta años. ¡Cómo han cambiado estos conceptos desde en­
tonces! Hace algún tiempo dio la prensa diaria la noticia de que
un gran periódico demócrata-social de un estado federal había pre­
sentado demanda judicial contra la competencia porque ésta se
designaba a sí misma como “el periódico más importante” de aquel
estado federal. “¿Es que nosotros no somos burgueses?”, pregunta­
ba indignado el periódico social-demócrata, que tenía mayor tirada.
El "no ser burgués” se ha convertido de la meta de todos los deseos
en un insulto. Y al preguntar el sociólogo de Hamburgo, Kluth,
a trabajadores jóvenes si se sentían como "proletarios”, éstos no
sabían siquiera lo que significaba dicha palabra. “Un criminal”,
o “uno que no come carne”, creían estos obreros que significaba
ser un proletario. La palabra “proletario” ha perdido tanto valor
en el lenguaje de los que en un tiempo se adornaban orgullosos
con ella, que en el mejor de los casos se puede emplear todavía
como un insulto.
El cambio social del significado de la palabra “burgués” y “pro­
letario” es lo que en la ciencia se llama un hecho crítico, un hecho
que llama la atención y precisa de una explicación. Desde luego,
no resulta del todo fácil dar de ello una explicación satisfactoria.
En su aspecto negativo el hecho crítico del significado transforma­
do de las palabras “burgués” y “proletario” tiene fácil explicación:
la antigua división de la sociedad en los que lo quieren cambiar todo
y aquellos otros que no quieren alterar nada, no existe ya eviden­
temente en esta forma. Nadie trata hoy de destacarse como prole­
tario frente a los burgueses —a no ser que le obligue a ello una
orden totalitaria sobre el lenguaje—; al contrario, el ser un burgués
cuenta hoy como una característica natural de todo hombre. Al
menos una categoría para la comprensión de la sociedad, quizá tam­
bién una especie de estructura, social, ha desaparecido. Pero ¿qué
significa este hecho en su aspecto positivo? ¿Qué cosa ha ocupado
el lugar de la antigua imagen social y de la antigua estructura
social?
Como mínimo son tres las categorías que compiten aquí por su
reconocimiento, tanto en el campo científico como en el público.
Una de estas teorías afirma que al desaparecer la antigua división
en burgueses y proletarios han desaparecido también todas las cla­
ses y diferencias de clases. Según esta concepción vivimos en una
sociedad a-clasista, en la que todos los hombres son burgueses con
un nivel de vida relativamente uniforme, con intereses y estilos
parejos. “Los burgueses” y “los proletarios” se han encontrado
C O N F L IC T O Y C A M B IO 129

en un campo común "de clase media” y forman una masa única


de individuos socialmente indiferenciados. Otra teoría, en cambio,
afirma, que las antiguas clases han desaparecido ciertamente, que,
por tanto, burgueses y proletarios han muerto, pero que les han
sucedido nuevas líneas de diferenciación y de conflicto. Aunque
no haya para las nuevas clases nombres tan llamativos como los
de “burgueses” y "proletarios”, son éstas los legítimos descendien­
tes de aquéllos. También dividen la sociedad en dos grupos, que
se hostilizan mutuamente y luchan por el predominio social. Entre
estas dos se coloca, en cierto sentido, una tercera teoría, según la
cual han sucedido a las viejas clases nuevas formas de diferencia­
ción, pero éstas no traen ya consigo una división en sólo dos gran­
des grupos, sino que forman una muchedumbre de clases o estra­
tos. En lugar de hablar de burgueses y proletarios debemos tratar,
según esta teoría, de estratos superiores, medios e inferiores o incluso
de capas superiores, dentro del estrato superior, de capa inferior-
superior, capa superior-media, capa inferior-media, capa superior-
inferior y capa inferior-inferior.
Prescindiendo ya del conocimiento científico tampoco en general
resulta indiferente cuál de estas teorías es la verdadera. Nuestro
modo de entender la sociedad influye en no pequeña medida en
nuestros actos. Si resulta verdadera la teoría del a-clasismo de
nuestra sociedad, podemos prever un periodo relativamente pacífico
y sin conflictos en el desarrollo social; si, en cambio, han sucedido
a las viejas clases otras nuevas, nos esperan nuevos conflictos en
el campo social y político. Sobre la validez de las teorías deciden al
fin y al cabo los hechos reales. Pero antes de someterlas a esta prue­
ba resulta necesario formular las teorías con toda claridad. También
por este motivo parece puesto en razón —prescindiendo por entero
del interés puramente histórico de semejante estudio— considerar
de nuevo la historia del pensamiento de una división clasista de
la sociedad y de la especial división de la sociedad industrial en
burgueses y proletarios.I

II

El tema de las dos clases sociales de burgueses y proletarios


y de su lucha por el predominio se remonta a la obra de Karl
Marx. Tienen precedentes los términos que empleaba Marx y el
contenido ideológico particular de su obra. La palabra “dase” para
130 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

designar grupos sociales aparece por primera vez en el censo roma­


no, donde era sinónimo de “clase impositiva". Según sus bienes, los
recaudadores de impuestos romanos distinguían cinco clases impo­
sitivas, siendo la quinta la de aquellos cuyo patrimonio consistía
únicamente en sus hijos —prole— formando la clase de los “prole-
tarii”. Por consiguiente, los “proletarios” eran también desde el prin­
cipio, en sentido sociológico, una clase (aunque esta palabra desa­
pareciera durante muchos siglos del lenguaje corriente). En cambio,
el calificativo de “burgueses” se daba, hasta entrado el siglo XVII
y XVIII, a todos los habitantes de una ciudad, sin distinguir cate­
goría social o patrimonio. Se distinguían, en este sentido, de los
estamentos predominantemente rurales de la sociedad feudal. Poco
a poco fue reduciéndose el concepto. En creciente medida sólo podían
designarse como “burgueses” (“bourgeois”) —en oposición al “pueblo”
(“peuple")— los habitantes de la ciudad que como miembros de una
corporación gozaban de determinados privilegios, siendo frecuente­
mente la riqueza y la formación cultural presupuestos para conse­
guir estos privilegios. En el siglo X V III aparece el concepto tan
enmarcado que se podía decir de los “burgueses” que no trabajaban
manualmente. Y, en este sentido, designan ios conceptos de “bur­
gueses” y “proletarios” en el siglo X IX los dos nuevos grupos cuyo
conflicto, tras la revolución industrial, ha dominado la sociedad
occidental.
Los primeros analizadores de la revolución industrial empleaban
aún otros términos. Adam Smith, Ricardo y otros economistas polí­
ticos hablaban de dos “clases", pero las llamaban la clase ‘‘pobre”
y la “rica”. La “clase pobre”, significativamente, se apellidaba a
veces también la “clase trabajadora”, concepto que junto al de
“proletariado” se ha mantenido durante mucho tiempo y que tam­
poco hoy está del todo fuera de moda. Los primeros economistas
ingleses no relacionaban la distinción en dos clases con una teoría
social. “Clases pobres y ricas” eran nombres a propósito para desig­
nar los nuevos grupos de empresarios industriales y sus asalariados;
Smith y sus sucesores se concentraban sobre todo en los efectos
económicos de la revolución social. Los comienzos de una teoría
social clasista —aunque sin el término de clase— los encontramos
en Hegel. En su “Fenomenología del Espíritu” habla Hegel de la
dialéctica del señor y del siervo, de riqueza y pobreza. La aplicación
del proceso dialéctico a este par de conceptos significa que el siervo
o la pobreza son el extremo opuesto del señor o de la riqueza, cuya
actividad contribuye a que dicha antítesis sea resuelta un día en
una nueva síntesis. En Hegel se trataba de una idea aún muy abs-
C O N F L IC T O Y C A M B IO 131

tracta, cuya importancia sociológica no era patente. Y, sin embargo,


precisamente esta dialéctica de siervo y señor había de desarrollar
después de su muerte una extraordinaria explosividad. Hay un ca­
mino directo desde la dialéctica hegeliana del siervo y del señor
a la teoría marxista de la lucha de clases con la solución definitiva
en la revolución proletaria y en la sociedad comunista y, de aquí,
a la revolución bolchevique y a la formación de la sociedad soviética.
Las dos fuentes principales del pensamiento de Marx están en
las obras de Hegel y de los economistas ingleses. La manera como
Marx unió ambas fuentes quizá no aparezca en ninguna parte con
tanta claridad como en su teoría de las clases Sociales. El material
y la terminología de esta teoría está ya diseñada en muchos rasgos
de la escuela económico-política de Adam Smith; la estructura in­
terna de la teoría representa una fiel aplicación del principio dia­
léctico de Hegel. Pero Marx ha añadido a estas dos tradiciones una
visión propia, una manera de ver las cosas que hoy llamaríamos
sociológica. La teoría de las clases sociales no es ni económica ni
filosófica; se refiere más bien a la conducta humana en los distintos
grupos sociales, a los orígenes de estos grupos y al decurso de las
relaciones entre los mismos. La intención epistemológica, que Marx
unió a su teoría de las clases sociales, es totalmente ajena a disci­
plinas anteriores y ha contribuido en no pequeña medida al desa­
rrollo de la sociología. Quizá sea culpa de la originalidad de esta
visión el que se haya malentendido con tanta frecuencia la inten­
ción epistemológica de la teoría de las clases sociales.
La gran cuestión que dominaba en toda la obra de Marx era la
pregunta por las leyes evolutivas de la sociedad capitalista. ¿Adonde
de se dirige esta sociedad, su estructura económica, política y, en
un sentido más estricto, su estructura social? ¿Qué fuerza la em­
puja y en qué dirección? ¿Cómo progresa la sociedad capitalista?
¿Qué viene después de ella? Para poder contestar a estas preguntas
Marx había de intentar descubrir en su mundo propio las fuerzas
vivas que impulsaban a la sociedad capitalista y rastrear su breve
historia. Si su diagnóstico había de ser algo más que mera especu­
lación debía intentar deducirlas del análisis de las circunstancias
vigentes. Insistiendo sobre todo en el “análisis”, Marx no se interesó
jamás por una mera descripción, ni siquiera completa, de las cir­
cunstancias reales. La relación entre descripción y análisis corres­
ponde a la dé fotografía y obra de arte: mientras que la descrip­
ción y la fotografía reproducen con toda exactitud todos los deta­
lles de un objeto, interesa en el análisis y en la obra de arte descu­
brir y hacer resaltar los rasgos esenciales del objeto. En este sentido
132 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

ningún análisis —ni tampoco obra de arte alguna— representan


plenamente la plenitud y multiplicidad de la realidad; y en este
sentido también Marx tuvo que pagar el denso contenido de sus
teorías a base de renunciar a la inclusión total de todos sus ras­
gos empíricos, objetivos. Esto se aplica en especial a su teoría cla­
sista.
Marx habla ocasionalmente de otras clases, además de las de
burgueses y proletarios. “Terratenientes”, “agricultores”, “pequeños
burgueses” y otros “niveles medios y de transición”, como Marx
los llama, no le son plenamente desconocidos como grupos autó­
nomos. No es, desde luego, casualidad que estas “clases” se men­
cionen sobre todo en los escritos históricos de Marx, pues la his­
toria es de todas las disciplinas científicas la que más se parece a
una “fotografía social”. En sus análisis, en cambio, Marx sólo cono­
ce dos grandes clases sociales, y a ellas dedica principalmente su
atención. Pues la teoría marxista afirma que el desarrollo de la
sociedad capitalista se impulsa debido a los conflictos sociales. Y los
conflictos sólo comprenden siempre dos grupos: los que gobiernan
y los gobernados, los señores y los siervos, los propietarios y los
que no tienen propiedad, los ricos y los pobres, los burgueses y los
proletarios. Marx ha introducido el modelo bi-clasista no porque
efectivamente cada individuo pertenezca a una de las dos clases,
sino porque, desde un punto de vista de pura lógica, los conflictos
se presentan siempre como conflictos entre dos partes. Sabía bien
que el agricultor y el tenedor de libros, el médico y él mismo, como
científico e intelectual, no podían ser atribuidos sin alguna violencia
a uno de los dos grupos; pero veía en el conflicto entre asalariados
y capitalistas el gran conflicto de la sociedad capitalista, a cuyo
lado palidecían todos los demás grupos, intereses y conflictos. Las
clases son para Marx fuerzas en conflictos sociales y no meramente
grupos o categorías de la especie de la clase media, de los intelec­
tuales o de la capa superior de la clase alta. Para dar mayor relieve
a esta tesis con una imagen de todos conocida: entre los especta­
dores de un partido de fútbol se encuentran, ordinariamente, ade­
más de los partidarios de uno y otro equipo, otros espectadores
que no simpatizan con ninguno de los dos equipos, o simpatizan
con ambos a la vez, o que, al menos al principio, no se inclinan por
uno de los dos bandcfc. Si el entrenador del equipo quiere saber si
el público está a favor o en contra de su equipo se interesará en
cambió sólo por los espectadores más decididos y dejará de lado
los indecisos. La lucha de clases es para Marx como un juego en
terreno neutral. Al comienzo del juego han fijado claramente sus
C O N F L IC T O V C A M B IO 133

simpatías sólo grupos pequeños, pero muy ruidosos, de partidarios;


la mayoría de los espectadores no pertenece a ninguno de los dos
bandos en lucha. Con el transcurso del juego y poco a poco van to­
mando también partido los indecisos por uno u otro bando, hasta
que, finalmente, la mayor parte de los espectadores está envuelta
en la lucha alrededor de los grupos más ruidosos.
La intención analítico-epistemológica del concepto de clase mar-
xista tiene muchas consecuencias. Una de estas consecuencias es
que la tercera teoría arriba mencionada de nuestra propia sociedad
no puede representar una auténtica superación de la teoría clasista
de Marx. Esta teoría afirma que en lugar de la lucha de clases
entre burgueses y proletarios existe hoy una diferenciación en mu­
chos estratos. Puede ser que podamos distinguir en la sociedad
actual cinco o seis, o siete, estratos sociales. Pero esto no tiene
nada que ver con la lucha de clases. También en la sociedad de
Marx había muchos estratos; y ninguna descripción completa de
esta sociedad debería omitir esta multitud de estratos. Marx, em­
pero, no pensaba en semejante descripción. El se interesaba por las
fuerzas dominantes en los conflictos sociales; y si queremos colo­
car una nueva teoría al lado de la suya, hemos de repetir sus pre­
guntas. Aunque la teoría de la superación de las dos clases por
medio de muchos estratos está difundida, resulta de poca utilidad
al analizarla más de cerca. Confunde el concepto de “estrato o
capa social’’, es decir, de un plano identificable en la pirámide del
prestigio, ingresos y estilo de vida sociales con el de “clase social’^
como una fuerza en los conflictos sociales. Si comprendemos bien
y tomamos en serio las intenciones de Marx, hemos de eliminar
como errónea, de la ulterior discusión, la teoría conciliatoria que
sustituye las clases por los estratos sociales.I

III

Al menos, los que conocían el ambiente inglés debían darse


cuenta a principios del siglo X IX que con la producción mecánica
y manufacturada de bienes había surgido un nuevo factor de ex­
traordinario dinamismo en la historia social de la humanidad. In­
glaterra experimentó la revolución industrial antes que otros países,
pero no hizo falta ningún Marx para predecir la rápida difusión de
este nuevo procedimiento productivo. También se inició en época
temprana la experiencia personal de Marx del desarrollo inglés. Leía
134 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

las obras de los economistas ingleses; su amigo Engels, que era


socio de una casa comercial inglesa, conocía personalmente el am­
biente inglés; más tarde vivió Marx muchos años en el exilio en
Inglaterra, aunque visitaba mucho más las colecciones de docu­
mentos dei Museo Británico que las fábricas de los Midlands, York-
shire y Lancashire, sobre las que disertaba. El dinamismo de la re­
volución industrial se manifestaba en todos los campos de la vida.
Los economistas políticos habían escrito ya sobre los cambios en
la organización de la productividad agrícola, sobre el perfeccio­
namiento de la división del trabajo, sobre la evolución del trabajo
manual y en el increíble aumento de productividad en las fábricas
mecanizadas. Marx reunió todas estas tendencias dentro de una
perspectiva más amplia y seleccionada. Le parecía que el aspecto
revolucionario de la producción industrial se concretaba en el na­
cimiento de dos nuevos y poderosos grupos sociales: el grupo de
los que poseían las máquinas y fábricas y el de aquellos otros que
eran alquilados por estos propietarios para realizar un trabajo. To­
davía no se identificaban como grupos el trabajo asalariado y el
capital. La mayor parte de los trabajadores acababan de abandonar
el campo para ganarse la vida en las fábricas. Muchos propietarios
habían sido antes artesanos y comerciantes. La fluctuación dentro
y entre los dos grupos era grande: había trabajadores que se inde­
pendizaban y fundaban sus propias fábricas, y empresarios que fraca­
saban y se hacían operarios asalariados. Marx creyó, empero, poder
distinguir en este hervor transformador el germen de un nuevo orden
social, de una sociedad que quedaba caracterizada en su imagen y
desarrollo por los dos nuevos grupos, el de los propietarios de los me­
dios de producción y el de los proletarios sin propiedad, que debían
ofrecer en el mercado su trabajo para poder vivir. A mediados del
siglo X IX no podía haber ninguna duda para quien observase la
situación que estos dos grupos no serían colaboradores pacíficos en
una obra común, sino que más bien había entre ellos intereses
opuestos e insalvables. El capital y el trabajo asalariado se convir­
tieron en bandos hostiles en un conflicto encarnizado; y el punto
de partida empírico de la teoría marxista de las clases sociales es
que el conflicto de estos dos grupos es el signo dominante de la
sociedad capitalista, cuyo dinamismo empuja el desarrollo de dicha
sociedad hasta el punto en que, con una gigantesca explosión, des­
aparezca definitivamente la sociedad capitalista al mismo tiempo
que la antítesis entre burgueses y proletarios.
El origen de los grupos sociales en conflicto, que Marx deno­
mina clases, reside para él en un tipo determinado de condiciones,
C O N F L IC T O V C A M BIO 135

a saber, en las condiciones de propiedad dentro de la producción.


Cada sociedad conoce una especie determinada de producción; y
cada una de estas especies de producción está caracterizada por
una determinada distribución de la propiedad de los medios pro­
ductivos —tierras y fábricas, instrumentos y máquinas, siervos de
la gleba y trabajadores asalariados— . Las dos clases que son causa
de los conflictos en la sociedad se distinguen también por otras
cosas: una de ellas es rica, la otra pobre; una tiene el monopolio
del poder político, la otra depende del mismo; la una es libre, la
otra no. Pero el factor que se halla a la base de todas estas diferen­
cias sociales es la propiedad de los medios de producción. Si que­
remos concretar las leyes del desarrollo de una sociedad hemos de
descubrir sus conflictos esenciales. Y esto presupone la identifica­
ción de las clases en oposición. Las clases, por su parte, se orientan
según las condiciones de propiedad en la producción. Cada con­
flicto de clases es, por tanto, un conflicto entre propietarios y no-
propietarios; el conflicto de clases de la sociedad capitalista es una
lucha entre capitalistas y trabajadores asalariados.
Marx ha descrito en particular, y con un notable conocimiento
de las conexiones sociales, cómo se desenvuelven las clases a partir
de las condiciones de propiedad. La propiedad y la no-propiedad
determinan, según su teoría, intereses contrapuestos. Los capita­
listas, dada su posición, tienen interés en mantener el orden de
cosas vigente; los asalariados, por el contrario, quieren cambiar
dicho orden para conseguir una parte de la riqueza social. Estos
intereses contrapuestos relacionan a los dos grupos. En un primer
momento no representan, desde luego, más que un elemento semi-
consciente de las acciones de los capitalistas por un lado y de los
asalariados por el otro, pero al tender la sociedad capitalista hacia
su perfección aumentan en grado de conciencia. Al mismo ritmo
que aumenta la conciencia de clase avanza también la creación de
organizaciones políticas para representar los intereses de ambas
partes. Estas comienzan en un ambiente local y en la industria, se
extienden cada vez más, hasta que finalmente la burguesía y el pro­
letariado se hallan frente a frente como grandes grupos organizados
en una lucha de clases irreconciliable. La burguesía consta de los
propietarios de los medios de producción, que por su poder econó­
mico dominan también el Estado y quisieran mantener el orden
social que les permite tener dichas ventajas. El proletariado, por
otra parte, se forma de los trabajadores asalariados, sin poder eco­
nómico ni político, que exigen el total cambio de la situación
vigente,
136 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

Marx creía poder deducir la probable línea evolutiva de la so­


ciedad capitalista y de su conflicto de clases a partir de las circuns­
tancias sociales de su época. Profetizó en particular tres procesos
que contribuirían al creciente endurecimiento del conflicto de clases
hasta la explosión revolucionaria del mismo. El primero de estos
procesos puede describirse como la creciente polarización de la so­
ciedad en dos clases. Lo mismo que en la comparación del partido
de fútbol, había también en los inicios de la sociedad capitalista,
según Marx, una serie de grupos aún indecisos: labradores, peque­
ños comerciantes, universitarios, etc. Pero en el transcurso del des­
arrollo social se ven obligados estos grupos a adoptar una decisión.
La mayoría de los grupos intermedios, cree Marx, serían pulveriza­
dos por la competencia capitalista y caería en el proletariado; al­
gunos quizá conseguirían ascender a la clase de los capitalistas.
“Toda la sociedad se divide progresivamente en dos campos gran­
des, en dos grandes clases directamente opuestas: burguesía y pro­
letariado”. Así escriben Marx y Engels en el “Manifiesto Comu­
nista”.
Al mismo ritmo que la polarización en dos clases, avanza la dis­
tancia que separa estos partidos. Los capitalistas aumentan en ri­
quezas; crecen sus empresas; el proceso de la concentración indus­
trial reúne progresivamente un poder cada vez mayor en las manos
de menos individuos. El proletariado, en cambio, sufre un progre­
sivo proceso de miseria. Disminuye su participación en la riqueza
social; la pobreza y la penuria determinan la vida del grupo de
trabajadores industriales. El salario es el justo para poder mantener
la vida física de los operarios.
Finalmente, siguiendo las ideas de Marx, las dos clases se hacen
cada vez más uniformes en su estructura interna. Los diferentes in­
tereses de los distintos capitalistas, existentes al principio, ceden
al interés común del aumento de los beneficios y del mantenimiento
de la situación de propiedad vigente. En la clase obrera desaparecen
la competencia entre los individuos por conseguir mejores puestos,
y la diferenciación en trabajadores de distintas categorías califica-
torias. Ambas clases se transforman en grandes bloques homogé­
neos que, como organizaciones nacidas para un fin concreto, luchan
por el mantenimiento o la alteración del orden social existente.
El proceso evolutivo de la sociedad capitalista es, por tanto,
para Marx, un proceso de progresivo endurecimiento del conflicto
entre clases que le es inherente. De una tensión latente y localizada
se transforma poco a poco en una lucha de clases que envuelve a
toda la sociedad. Cuando se haya alcanzado el punto de la máxima
C O N F L IC T O V C A M BIO 137

división de la sociedad, de la máxima concentración de bienestar


en una parte y de la máxima penuria en la otra, se romperá la so­
ciedad en la revolución proletaria. El proletario subyugado y sin
propiedad se adueñará del poder y fundará una nueva sociedad, la
comunista.
Hasta este punto, la teoría clasista de Marx debe considerarse
como una seria contribución a la inteligencia científica de la so­
ciedad. Puede ser errónea; sus tesis y predicciones no resistirán,
tal vez, la prueba de los hechos reales; pero puede comprobarse por
medio de datos históricos y es, en este sentido, una teoría socio­
lógica. Pero esta teoría aparece colocada en la obra total de Marx
entre otras dos reflexions de índole completamente distinta, y sólo
gracias a estas reflexiones que la acompañan resulta inteligible su
efectividad en estos últimos cien años. Por un aparte, Marx quería
que su teoría de la sociedad capitalista de clases se interpretara
como un instrumento político, y sus partidarios le han seguido en
este punto. Marx asegura, desde luego, que la evolución por él pro­
fetizada se daría "con necesidad inmanente", prescindiendo de los
deseos e ideas de todos los interesados; pero no dejaba de ver que
la organización de las clases necesitaba de un acto consciente, la ad­
quisición de conciencia de los intereses de clase no se darían sin
una formulación expresa y, la lucha de clases misma, sin dirección
y orientación. Marx no solamente predijo a la sociedad de su tiem­
po el constante arreciamiento de sus conflictos, sino que también
quería este recrudecimiento. Tenía interés en acelerar con todas
sus fuerzas el advenimiento de la revolución proletaria y con ello de,
una sociedad comunista más justa. La actividad política personal
de Marx es una tragicomedia de intrigas, divisiones y rencillas per­
sonales que no se queda atrás si se la compara con la historia po­
lítica de la izquierda intelectual de los tiempos recientes en falta
de efectividad. Pero no puede haber ninguna duda que el éxito del
marxismo en manos de hombres políticamente más formados co­
rrespondería plenamente, en teoría, a los deseos de su autor.
Por otra parte, la teoría clasista era para Marx sólo parte de
una teoría más amplia, que estaba inspirada más por motivos filo­
sóficos que científicos. Marx no solamente condena el estado de
cosas de la sociedad capitalista como injusto, sino como el más in­
justo de la historia. Veía en la historia de la humanidad una evo­
lución progresiva de despersonalización del hombre, que había al­
canzado su cénit en el capitalismo. Todas las formas sociales ante­
riores le parecían sólo pasos previos del orden capitalista, y este
último es el postrer peldaño de una nueva sociedad, que se dife-
138 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

letaria desaparecerían todos los demás males casi de un modo auto­


mático. En la sociedad comunista no hay propietarios ni a-propie­
tarios, y por ello ni señores ni siervos. El Estado “muere por con­
sunción”, como Marx recalcaba una y otra vez en una lúgubre me­
táfora. Incluso desaparecerá la división del trabajo, que caracte­
riza a todas las sociedades conocidas. En la sociedad comunista
puede desarrollar el hombre libre todas sus cualidades hasta su
plena floración. Esta sociedad es por lo mismo, en cierto sentido, el
estado final de la historia; no hay en ella conflictos ni luchas de
clases, no hay represión ni revoluciones. Muchos autores han sub­
rayado recientemente que el marxismo político ha tomado, sobre
todo de este aspecto de las teorías marxistas, su fuerza casi reli­
giosa — aspecto que, repetimos, es de tipo filosófico y, por consi­
guiente, no susceptible de comprobación empírica— . En su con­
cepto básico de propiedad privada ha reunido Marx de un modo
brillante el concepto hegeliano de la historia universal como pro­
ceso del nacimiento de la libertad con el análisis sociológico de la
sociedad capitalista. El resultado es un edificio doctrinal impre­
sionante, mientras no intentemos tomar por separado sus hetero­
géneos componentes y analizar su validez individualmente. Los ideó­
logos de los estados comunistas saben muy bien por qué han ele­
vado a dogma inconmovible la unidad de la obra marxista. Pero
nosotros no estamos atados a estos tabúes tan irracionales; es, por
el contrario, un presupuesto para la discusión crítica de la teoría
marxista de las clases sociales el que analicemos por separado cada
uno de sus elementos, si ello resultara necesario.IV

IV

Al analizarla, claramente se ve que la unidad de la teoría mar­


xista de la sociedad de clases es una tesis dél todo insostenible.
Marx desarrolla, por una parte, una teoría sociológica general del
conflicto. De acuerdo con esta teoría toda sociedad tiene un con­
flicto dominante, nacido de las condiciones de propiedad que en
ella reinan. Las condiciones de propiedad forman el germen del
nacimiento de dos grupos opuestos, que se organizan en la esfera
política, cuyos conflictos se agudizan en determinadas condiciones
(en la polarización de la sociedad, en la extremización de la situa­
ción de las clases, en la uniformización interna de las clases), para
originar finalmente, mediante una revolución, un nuevo orden social.
C O N F L IC T O V C A M BIO 13 9

rencia esencialmente de todas las anteriores. Marx consideraba la


propiedad privada como el pecado original de la historia; creía por
ello que al desaparecer la propiedad privada en la revolución pro-
Por otra parte habla Marx de una sociedad sin clases ni conflictos
entre clases, de la sociedad comunista. Es patente lo inconciliable
de estas dos ideas. O bien el conflicto de clases es un fenómeno
social universal —entonces no puede haber sociedades a-clasistas y
el descubrimiento por Milovan Djilas de “una nueva clase” en las
sociedades comunistas representa una aplicación exacta de los prin­
cipales marxistas. O bien existe la sociedad sin clases— y entonces
la teoría marxista de las clases se reduce a ser una descripción des­
provista de toda fuerza de un proceso histórico, que no se puede
comprobar en otras sociedades, y de poco peso analítico. Estamos
en una encrucijada y me parece que sacaremos más provecho de
las ideas de Marx si nos decidimos por la primera interpretación.
Suponemos, pues, que Marx quiso suministrarnos una teoría ge­
neral de los conflictos de clase, y olvidamos por ahora sus adornos
especulativos, incluida su tesis de una sociedad sin clases. Seccio­
namos así de un modo radical la obra de Marx; y, sin embargo,
resulta una operación necesaria, si nos preocupa seriamente el es­
tadio de las ventajas e inconvenientes de la teoría clasista.
Si aceptamos esta elección, el segundo paso para analizar crí­
ticamente la teoría de las clases de Marx es de naturaleza empírica.
¿Hasta qué punto y por qué causa no se han realizado, al menos
en las sociedades industriales de Occidente, las predicciones que
derivaba Marx de su teoría clasista? Es hoy admitido por todos el
hecho de no haberse realizado; pero nuestra formulación de la teoría
marxista de las clases nos capacita para precisar más este hecho um­
versalmente admitido. La validez de las profecías marxistas depende
por entero de aquellos tres estadios evolutivos, que hemos descrito
antes como la polarización de la sociedad en dos clases, la extremi-
“zación de las condiciones de vida de estas dos clases y la progresiva
uniformización interna de estas mismas clases. Estos tres estadios
deciden para Marx aquella agudización del conflicto clasista, que
ha de conducir finalmente a la revolución proletaria y a la funda­
ción de la sociedad comunista. Ahora bien, puede demostrarse que
aunque las tres condiciones parecieron darse durante algún tiempo
en la segunda mitad del siglo X IX, se presentó luego una evolución
efectivamente distinta e incluso de signo contrario, que destruía
conjuntamente la validez de sus presupuestos y la tesis de Marx.
Ya antes de finalizar el siglo se inició en todas las sociedades
industriales un cambio de estructura, que obraba directamente en
140 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

contra de la polarización de la sociedad en burgueses y proletarios.


Aun cuando continuaron reduciéndose las antiguas capas inter­
medias de los campesinos, artesanos y pequeños comerciantes (y
Marx siguió teniendo razón en este sentido), se desarrolló primero
en la industria y luego también en la administración pública y en el
comercio una “nueva clase media” de empleados y funcionarios,
cuya filiación en una u otra clase no era evidente de ninguna ma­
nera. La concentración y racionalización industriales, la extensión
de las funciones gubernamentales y el rápido desarrollo de las “in­
dustrias terciarias” del comercio y del transporte crearon continua­
mente nuevos puestos, que no pueden caracterizarse suficientemente
ni por la propiedad de los medios de producción ni por el trabajo
asalariado.
Al mismo tiempo acabó el proceso de extremización de las
clases, al menos por parte del proletariado. Por la intervención del
gobierno, por la tendencia estabilizador de la expansión industrial,
y, sobre todo, por la actividad de los sindicatos como organizaciones
obreras, comenzaron a mejorar los sueldos reales y con ello las
condiciones de vida de los trabajadores, proceso que continúa hasta
la fecha y que rebate sin duda alguna la teoría marxista de la pro­
gresiva depauperación del proletariado. Las leyes fiscales, cada vez
más severas, en tiempos recientes han significado también un cerrojo
para la acumulación de patrimonios cada vez mayores por parte de
los propietarios de los medios productivos, prescindiendo ya del
hecho de que, desde la implantación de las sociedades anónimas, ha
disminuido constantemente el número de los capitalistas en el sen­
tido clásico de la palabra.
Finalmente se ha hecho también menor y no mayor la uniformi­
dad interna de ambas clases, al menos desde comienzos de siglo.
Entre los trabajadores se han formado nuevas líneas diferenciadoras
según la calificación. Hoy en día una jerarquía enmarañada lleva
desde el ingeniero y el obrero especializado al grupo cada vez más
reducido de los peones sin ningún aprendizaje. Dentro de la burgue­
sía la separación entre propiedad y control de las empresas indus­
triales ha hecho surgir los dos grupos, no siempre acordes, de los
accionistas y los “managers”. Los llamados capitalistas financieros
forman un tercer grupo junto a éstos.
Hechos empíricos de esta clase nos autorizan a afirmar que la
teoría marxista de la sociedad capitalista de clases ha quedado refu­
tada. Pero no podemos contentarnos con esta afirmación. Una teoría
científica refutada es evidentemente falsa, o por lo menos insufi­
ciente. ¿Dónde están los fallos, en la teoría marxista de las clases?
C O N F L IC T O Y C A M BIO 141

¿Cuáles de sus rasgos hemos de revisar o desechar a la vista del


desarrollo efectivo de la sociedad industrial? ¿Puede cambiarse esta
teoría de modo que nos dé una explicación más satisfactoria de las
líneas evolutivas de la sociedad industrial de lo que pudo conse­
guirlo en la formulación de Marx?
Un estudio detallado debería revisar críticamente numerosos ele­
mentos de la teoría marxista de las clases. Se destacan, sin embar­
go, de entre los errores de la teoría marxista tres en particular, que
tanto científica como políticamente han tenido graves consecuen­
cias y cuya crítica resulta por ello más necesaria. El primero de
estos errores está en la tesis de Marx de que el conflicto de clases
en la sociedad capitalista (y en realidad en cualquier sociedad) sufre
un proceso de progresiva agudización hasta llegar a la explosión
revolucionaria. Esta tesis es un dogma que sólo puede mantenerse
despreciando todas las observaciones empíricas. Desde un punto
de vista sociológico, parece razonable aceptar que cada sociedad
conoce conflictos de grupo que son característicos de ella. También
es comprobable la hipótesis de que el grado de intensidad y vio­
lencia de estos conflictos depende de determinadas condiciones va­
riables, entre los que pueden contarse la uniformidad interna de
los grupos en conflicto, el extremismo de la situación de clase y el
grado de polarización social. Pero de ninguna manera está prede­
terminado sin remedio si estas condiciones se agudizan y con ello
el conflicto de clases. Más bien parece que dicho conflicto puede
ser en el transcurso del desarrollo histórico alternativamente más
fuerte y más débil, sin que le sea inherente una tendencia clara y
rectilínea. Sabemos hoy, por ejemplo, que hay periodos de conflic­
tos industriales violentos y otros de relativa paz, y que ambos se
suceden mutuamente en ciclos por principios indeterminados. Y
sabemos, sobre todo, que el cambio social no siempre ha de tener
un carácter revolucionario ni el conflicto social desemboca en una
guerra civil. El cambio puede ser gradual, y la lucha de clases de­
sarrollarse en formas regladas y parlamentarias. De hecho, han ex­
perimentado las sociedades industriales occidentales en los últimos
decenios profundos cambios sin haber pasado por conmociones re­
volucionarias o conflictos de guerra civil. Sólo si despojamos a nues­
tra imagen social del dogma marxista de un conflicto de piases, que
se agrava progresivamente y sin remisión en cambios revoluciona­
rios y luchas de guerra civil podemos confiar en llegar a una expli­
cación satisfactoria del desarrollo de las sociedades industriales.
El segundo dogma que Marx introduce en su teoría como un pre­
supuesto indiscutible, aunque está necesitado de la comprobación
142 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

empírica reside en la tesis de que en las sociedades industriales los


propietarios de los bienes de producción dominan en cierto sentido
y automáticamente también el Estado y los instrumentos de gobier­
no. Ya en tiempos de Marx no era del todo fácil demostrar la iden­
tidad de los “nuevos ricos” capitalistas con los jefes de la adminis­
tración estatal, que se reclutaban con frecuencia entre la antigua
nobleza. ¡Cuánto más difícil resulta presentar esta prueba en las
sociedades democráticas de la actualidad! Claro está que no faltan
en la historia reciente de Inglaterra, de los Estados Unidos y de
Alemania ejemplos de la influencia ejercida por representantes de
la industria sobre la política gubernamental. Directores de empresa
que se hacen ministros, asociaciones que sobornan a funcionarios,
firmas que apoyan a partidos políticos. Pero sólo quien tenga la
vista turbada por prejuicios puede ver en las asociaciones industria­
les el único grupo que se mezcla en asuntos gubernamentales. Los
parlamentos son elegidos por sufragio directo y no constan eviden­
temente sólo de “cómplices de los grupos industriales”. La burocra­
cia gubernamental forma un grupo con normas, valores e intereses
propios. Junto a los grupos industriales existen muchos otros, que
al mismo tiempo que ellos —y con frecuencia con éxito— compiten
por el favor de los partidos políticos: grupos de la clase media y
asociaciones femeninas, iglesias y grupos regionalistas, cooperativas
de consumidores y asociaciones deportivas. Las clases hostiles in­
dustriales, trabajadores y empresarios, son ciertamente grupos pode­
rosos en todas las sociedades industriales. Pero ni son grupos omni­
potentes ni puede defenderse hoy en día la tesis de que sus conflic­
tos dividen a toda la sociedad en dos grandes campos enemigos. Las
relaciones entre la industria y el Estado son más sutiles y complejas
de lo que Marx creía, y no hay razón alguna para aceptar su afir­
mación imponderable de que ambos son en el fondo una misma
cosa. Aun cuando hay todavía burgueses y proletarios, es decir,
una clase dominadora y otra dominada en la sociedad, no se con­
funden éstas, en modo alguno con los capitalistas y los asalariados
de la industria.
Tras estos dogmas insostenibles se esconde en la teoría de Marx
un error, que es desde luego comprensible por las especiales cir­
cunstancias de su época, pero que roba a la teoría de las clases
mucha parte de su posible fuerza y que precisa por ello una revisión.
Este error consiste en deducir las clases a partir de las condicio­
nes de propiedad de los medios productivos. Investigaciones recien­
tes sugieren casi la conclusión de que la escisión de las sociedades
en un “arriba” y un “abajo”, en los que se aprovechan de las cir-
C O N F L IC T O Y C A M BIO 1 43

cunstancias reinantes, porque “tienen la sartén por el mango’’, y


aquellos otros que están dependiendo de los primeros y “no pueden
cambiar nada” es una realidad social fundamental. “Arriba” y “aba­
jo”, dominadores y dominados, los hay en cada sociedad. Parece
fácil concluir que hay que buscar en esta escisión la última razón
de los conflictos dominantes de cada sociedad. Pero esta división no
se identifica con la de propietarios e individuos sin propiedad. Para
elegir un ejemplo extremo: bajo el régimen laborista de Inglaterra
eran precisamente los propietarios y empresarios los que estaban
“abajo”, porque les faltaba la posibilidad de decidir su suerte y
estaban a merced de las decisiones obligatorias de otros grupos. La
propiedad y el poder político son dos factores determinantes de
posición social perfectamente distinguibles. Había sociedades, en
las cuales la propiedad comportaba también siempre el poder polí­
tico, y la sociedad capitalista de los tiempos de Marx era posible­
mente una de ellas. Pero esto no significa que sólo la propiedad
proporcione poder político ni tampoco que, por el contrario, la falta
de propiedad signifique necesariamente la impotencia política. Al
instituir Marx la propiedad como principio del conflicto de clases
se ha despejado el camino para afirmar que la liquidación de la pro­
piedad significaría también la desaparición de todos los conflictos
de clase; pero con ese mismo truco — pues no es otra cosa— ha qui­
tado a su teoría clasista su aplicabilidad general y fuerza de argu­
mentación. En e) mismo momento en que intentamos desvirtuar
la identificación de propiedad y poder político y deducir los con­
flictos de clase de las condiciones de poder se hace patente qíie
estos conflictos caracterizan por igual a las sociedades totalitarias
y democráticas, comunistas y capitalistas. En la industria no está
“arriba” quien posee los medios de producción, sino el que los
controla. Por tanto, los funcionarios estatales de la economía diri­
gida comunista forman una clase industrial tan dominante como
los “managers” de las sociedades anónimas occidentales.V

Semejante observación crítica acierta con el meollo de la teoría


marxista de las clases sociales. Antes de preguntarnos si y de qué
manera una teoría del conflicto de clases, revisada según estas crí­
ticas, es capaz de explicar, mejor que la de Marx, el desarrollo de
la sociedad industrial, es de interés echar una mirada al destino
14 4 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

de la doctrina marxista en las manos de aquellos que se enorgulle­


cen de ser los herederos auténticos de su obra. ¿Cómo se han en­
frentado los teóricos del comunismo con las contradicciones empí­
ricas y con los defectos de la concepción marxista? ¿Cómo combi­
nan la crítica bastante fuerte de la sociología científica y la crítica
en todo caso imposible de no ser oída de los hechos sociales con
su pretensión de colocar la autoridad de Marx aún hoy en día como
el fundamento de su teoría social y de su política?
En el proceso evolutivo (si es que cabe hablar de semejante
proceso) de la teoría marxista de las clases sociales, dentro de la
escuela y del movimiento marxista, se pueden distinguir dos etapas,
cuya divisoria viene a coincidir con la revolución bolchevique en
Rusia. El primero de estos dos estadios es de escaso interés, relati­
vamente. Antes de 1917, los teóricos ortodoxos marxistas se con­
centraban en la discusión de las consecuencias prácticas de la teoría
clasista. Kantsky, por ejemplo, estudiaba la cuestión de cómo podría
transformarse la teoría clasista en un instrumento de la lucha de
clases. Otros intentaban escudriñar más de cerca el paso, sólo apun­
tado por Marx, de la sociedad de clases capitalista a la sociedad
sin clases comunista, empresa de evidente signo especulativo, que
sin embargo acaloraba los ánimos, puesto que suponía que la revo­
lución proletaria estaba a punto de estallar. La obra “Estado y revo­
lución”, de Lenin, presentando la “dictadura del proletariado” como
estadio de transición, es el documento más importante de esta dis­
cusión y debía resultar más tarde el instrumento imprescindible de
salvación de las profecías marxistas.
Después de 1917 recibió la discusión marxista nuevos ánimos
gracias a dos nuevas fuentes. En primer lugar se disponía ahora en
la Unión Soviética de un campo experimental gigantesco para con­
firmar la prognosis de Marx de una sociedad a-clasista; en segundo
lugar, las transformaciones arriba apuntadas se manifestaron en las
sociedades industriales occidentales en grupos cada vez más nume­
rosos. A la vista de esto último, es decir, de los cambios reales en las
sociedades no-comunistas desarrollaron pronto los llamados marxis­
tas ortodoxos un método que se componía principalmente de las
cuatro tácticas siguientes: la táctica de acomodar en pequeña es­
cala la teoría a las nuevas circunstancias, la de repetir dogmática­
mente sus tesis sin tener en cuenta el cambio efectivo, la de negar
dicho cambio y la de inventar conspiraciones anti-comunistas. Cada
uno de estos métodos puede ser ilustrado con numerosos ejemplos.
Cuando ya no era posible dudar de que al trabajador de 1930 le iba
mejor que al de 1890 dio J. Kuczcynski una nueva interpretación
C O N F L IC T O Y C A M BIO 145

de la teoría marxista de la progresiva depauperación. Según ella,


Marx no había querido decir que las condiciones de vida del pro­
letariado empeorarían progresivamente, sino más bien que la parti­
cipación del proletariado en el producto social disminuiría progre­
sivamente. Sin preocuparse de los textos originales de Marx ni del
lenguaje todavía más claro de la situación real de la clase obrera
manipuló Kuczcynski con estadísticas poco seguras para apoyar
su intento de defender a Marx. En cambio, en lo referente a las
condiciones de propiedad en la industria, los teóricos del marxismo
han ignorado sencillamente, aún hoy en día, la evolución sufrida
por las sociedades occidentales, la separación de propiedad y control
en la sociedad anónima, la nacionalización de importantes ramas
industriales y el control de otras. Con una ingenuidad monótona
repiten que el capitalismo aún vive y que las sociedades occidenta­
les están dominadas por los propietarios de los medios de produc­
ción. Todavía resulta más curioso el caso de la movilidad social,
es decir, de los considerables movimientos ascendentes y descen­
dentes en lo social, que caracterizan a todas las sociedades actuales.
Estos movimientos de subida y bajada se ven confirmados por nu­
merosos estudios hechos en diversos países y contradicen claramente
el pronóstico marxista del aumento de rigidez de los frentes de cla­
ses en las sociedades capitalistas. En el Congreso Internacional de
Sociología de Amsterdam, en 1956, afirmaron importantes científicos
soviéticos con toda tranquilidad, que todos los estudios sociológicos
de movilidad estaban inventados y arreglados; que no era posible
subir de categoría social en los países occidentales. Esta clara nega­
ción de cambios sociales evidentes se acerca ya mucho al cuarto
método arriba mencionado de inventar conjuras anticomunistas cuan­
do fallen las teorías. El ejemplo más antiguo para este método se
encuentra ya en Marx. Al conseguir el movimiento sindical sus
primeros pequeños éxitos se dirigió Marx contra estas medidas
parciales con el argumento de que corrompían la voluntad de la
clase obrera para cambios revolucionarios. Hasta la fecha para los
marxistas ortodoxos los sindicatos occidentales y los partidos social-
demócratas son instrumentos de los capitalistas para desbaratar la
conciencia supuestamente revolucionaria de la clase obrera.
Más serios y por lo demás más cargados de consecuencias fueron
los efectos del experimento de la sociedad soviética para el ulterior
destino de la teoría marxista de las clases en manos de sus defen­
sores ortodoxos. Los observadores de la Rusia comunista se dieron
pronto cuenta de que en la sociedad soviética ya no hay, desde
luego, propiedad privada de los bienes de producción, pero con ello
146 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

ni habían desaparecido todas las diferencias sociales ni tampoco


todos los conflictos sociales. Durante mucho tiempo la teoría leni­
nista del carácter transitorio de la sociedad soviética, de los dolores
de parto y enfermedades infantiles del comunismo, fue la única
explicación de la ausencia de la sociedad ideal sin clases. En la línea
ideológica oficial de la mayoría de los países comunistas sigue aún
teniendo vigencia esta teoría. Pero en nuestros días se hace patente
por vez primera a los partidarios y simpatizantes del sistema comu­
nista que la sociedad transitoria del comunismo se ha convertido
entretanto en una sociedad dividida, en que un grupo dominante
dicta la ley de su vida a muchos dominados. La importancia de un
libro como “La nueva clase” no está en la tesis de que también
las sociedades comunistas son sociedades de clases. Los sociólogos
lo han comprobado ya desde hace algún tiempo. Su importancia
consiste más bien en el hecho de que, junto con su autor Djilas,
hay muchos otros que evidentemente empiezan a perder la fe en
una teoría que, después de cuarenta años de experiencias, no se en­
cuentra más cerca de su confirmación que en el día de la Re­
volución.
En cambio, los teóricos del marxismo-leninismo siguen hablando
todavía hoy de burgueses y proletarios, capitalistas y asalariados,
propiedad privada y depauperación del proletariado como si en los
últimos cien años no hubiera pasado nada. Desde luego hace ya
tiempo que no actúan según las recetas de Marx. Ni siquiera se las
puede echar en cara; pues las recetas marxistas son —como hemos
tratado de demostrar—, en puntos esenciales, sencillamente falsas,
es decir, insostenibles e inútiles. Solamente se puede echar en cara
a estos teóricos que a pesar de hechos tan evidentes hayan empren­
dido el intento, y continúan en parte haciéndolo, de mantener inmu­
table la teoría marxista de las clases mediante una red impenetrable
de tesis dogmáticas, mentiras, acusaciones sin sentido y taimadas
acomodaciones, a no ser que tengamos el suficiente optimismo para
ver en estos esfuerzos desesperados para salvar una teoría, su refu­
tación más convincente a los ojos de todas las personas que piensan
de un modo crítico.V I

VI

La dificultad en todas las consideraciones sobre la obra de Marx


reside en la doble cara de su autor. Hay que enfrentarse siempre
C O N F L IC T O Y C A M BIO 147

con el científico Marx y con el político Marx, con algunos libros


voluminosos que los menos han leído, y con un imperio, que bajo
el nombre de Marx, ha iniciado su camino, tocando muy de cerca
a la vida de cada uno de nosotros. AI ocuparse de Marx sólo hay
un paso de la abstracción científica al acaloramiento político y de
la desaprobación política a los prejuicios científicos. Por poco que
nos importe la situación política de la línea oscilante del partido
ortodoxo marxista-leninista, no podemos permitirnos tampoco el
prejuicio científico de echar por la borda, junto con sus errores,
también los méritos de Marx. Pues, a pesar de sus defectos, la
teoría marxista de las clases representa una magnífica contribución
a la comprensión sociológica de los procesos de la sociedad. Sin una
concepción que ha sido por lo menos estimulada por la crítica mar­
xista sería nuestra imagen de la sociedad aquel sistema funciona-
lista inmóvil de los sociólogos americanos, que parece desde luego
práctico e impresionante, pero que se halla condenado a llevar una
vida alejada de la tan problemática realidad. No con el fin de salvar
a Marx o sus teorías, sino para perfeccionar nuestra imagen de la
sociedad, resulta importante no perder de vista, por encima de toda
crítica, las tesis fructíferas de la teoría marxista de las clases.
El intento de explicar el cambio de las estructuras sociales a
causa de los conflictos de grupo es hoy tan lógico como hace cien
años. Los sindicatos y las asociaciones de empresarios, manifestando
sus intereses opuestos, dan la forma futura a la industria; al enfren­
tarse los partidos del gobierno y de la oposición en los debates par­
lamentarios deciden el destino de la sociedad. Siempre que surgen-
conflictos sociales entre grupos organizados son dos grupos más
o menos grandes los que se enfrentan. En este sentido, tenía razón
Marx al hablar de las dos clases de la sociedad capitalista, y en
este sentido existen también hoy en día dos clases, y sólo dos clases.
Esta tesis no debe ser malentendida. No se afirma que la sociedad
no conozca, desde otra perspectiva, más gradación que una división
en dos grandes campos enemigos ni puede deducirse tampoco de ella
que sólo existen siempre dos partidos políticos. El modelo bi-clasista
afirma sólo que en cada conflicto hay dos campos y sólo estos dos:
el del gobierno y el de la oposición. Ambos pueden componerse de
coaliciones; pero en un punto esencial resultan intrínsecamente uni­
formes y distintos entre sí, a saber: en su relación respecto al poder.
La tesis analítica de la concepción marxista y el supuesto de una
oposición entre dos clases son elementos uniformemente lógicos de
una teoría clasista.
En la mayoría de los puntos restantes necesita la teoría marxista
148 S O C IE D A D V L IB E R T A D

de las clases ser criticada y corregida si queremos mantener su


tesis como base de una teoría sociológica utilizable. El punto de
partida de los conflictos sociales no se halla en las relaciones de
propiedad, sino en las de poder dentro de las organizaciones socia­
les. La lucha entre el trabajo asalariado y el capital, entre el prole­
tariado y la burguesía era, en su aspecto más formal, la lucha por
la autodeterminación del propio destino, es decir, una lucha de po­
der. Bajo esta ampliación puede aplicarse la teoría de las clases
a todas las sociedades conocidas; desde este punto de vista la idea
de una sociedad a-clasista es una ficción de utópica fantasía. Esto
no quiere decir, desde luego, que toda sociedad viva constantemente
en un estado de guerra civil. Más bien se distinguen las sociedades
por el modo como saben regular los conflictos que les son inma­
nentes. Los conflictos sociales de la sociedad capitalista permane­
cieron durante mucho tiempo sin regular y por ello, no siendo éste
el menor motivo, se vieron sometidos a un proceso de continuo
empeoramiento. Pero después que las organizaciones sindicales se
transformaron en una fuerza legalmente aceptada para defensa de
los intereses de los trabajadores, después que por la actuación
de estas organizaciones (y de otros factores) se ha desarrollado
todo un mecanismo que posibilitaba a los trabajadores, al menos de
un modo parcial, a realizar sus intereses, se detuvo el proceso del
empeoramiento revolucionario en las sociedades occidentales. Ade­
más, el conflicto industrial por conseguir una mayor participación
en lás ganancias perdió su importancia absorbente; eran cada vez
mayores los núcleos de población que ya no se veían afectados por
la lucha. Tanto en el campo industrial como en el político sucedió un
cambio gradual a la rigidez progresiva y explosión final de los fren­
tes clasistas esperadas por Marx. Una teoría razonable de las clases
deberá tener en cuenta el hecho de que también ahora siguen
existiendo las clases y los conflictos de clase, pero que la lucha de
clases y el grito revolucionario han sido sustituidos por formas más
ordenadas de discusión entre dichas clases.
Es muy poco probable que las dos clases que representan hoy
en día los conflictos dominantes puedan ser descritas en cualquier
país como “burgueses” y “proletarios”. En todas partes han ocu­
pado grupos nuevos el sitio de los antiguos; los señores y los domi­
nados de 1950 son otros que los de 1850. En los Estados totalita­
rios orientales las líneas de diferenciación de clases continúan tan
duras como antes. Frente a los funcionarios del Estado y del Partido
se halla el gran número de aquellos que no tienen ninguna posibili­
dad de hacer escuchar sus quejas e intereses. Si el pronóstico mar-
C O N F L IC T O V C A M BIO 149

xista del constante empeoramiento de los conflictos se cumple en


algún lugar es precisamente en estas sociedades. Los acontecimientos
de los últimos años han demostrado con probada suñciencia que
los países comunistas guardan dentó de sí el germen de conflictos
revolucionarios. En cambio, los frentes clasistas se encuentran rela­
tivamente desdibujados en las actuales sociedades democráticas oc­
cidentales. Es posible ascender y descender de categoría; una gran
mayoría de grupos y asociaciones ve cumplidas sus aspiraciones, al
menos en parte; pero sobre todo, disponen las sociedades democrá­
ticas de un mecanismo para solucionar los conflictos sociales que
hace innecesaria la guerra civil y la revolución. Hay parlamentos, en
los que el gobierno y la oposición solventan sus diferencias; hay
regularmente elecciones, en las que puede intercambiarse el per­
sonal que ocupa los puestos del poder; hay un sistema de justicia que
se halla vinculado a leyes legítimas como instancia que solventa
conflictos. Si admitimos que el conflicto entre dominadores y domi­
nados caracteriza a toda sociedad humana, parece ser que el proce­
dimiento democrático es efectivamente el mejor método para regular
estos conflictos con un mínimo de coste, es decir, para llevar la
lucha de clases entre burguesía y proletariado hacia una discu­
sión reglamentada de partidos políticos de rasgos menos duros y
acusados.
7

DICOTOMIA Y JERARQUIA *

LA IMAGEN DE LA SOCIEDAD DEL ESTRATO INFERIOR

Apenas nadie —sea sociólogo o no— negará que también hoy en


día hay aún conflictos industriales. Aumentos de salarios, demanda
del derecho co-gestión, huelgas y “lock-outs” son demasiado paten­
tes para no verlos en una discusión. Pero hay muchos que afirman
que, teniendo en cuenta la vida política de la sociedad actual, rigen
criterios muy distintos de los del pasado y que los intereses y con­
flictos de clase han sido sustituidos por. relaciones completamente
nuevas. Siempre que se argumenta así hay con frecuencia una extraña
mezcla de medias verdades y mentiras. Se dice, por ejemplo, que los
problemas industriales no afectan ya a todos los ciudadanos; esto es
cierto, pero no significa que no haya ya asuntos que no dividan a
la sociedad política. Se dice que los partidos políticos se parecen en
sus programas hasta confundirse; también esto es cierto, pero no
quiere decir que desde el punto de vista del votante o del político
sean efectivamente iguales. Se dice que los hombres no reaccionan
ya frente a programas ideológicos; es cierto, pero no significa que
hayan dejado de existir convicciones divergentes. En el fondo de
estos argumentos se esconde frecuentemente una afirmación inexacta:
que los hombres, comparando su conducta durante la era dorada
o terrible del capitalismo, han variado en su actitud y modo de
pensar frente a la sociedad. Se dice que hoy en día los hombres no

* Redactado en 1958. El texto presente es en lo esencial una traducción


del capítulo original, escrito en inglés, "How People See Society”, en mi libro:
Class and Class C on flict in Industrial Society. Stanford, Londres, 1961.
C O N F L IC T O Y C A M BIO 151

experimentan ya la sociedad bajo el signo de la oposición y las


tensiones, sino que califican a cada uno según sus méritos en un
conjunto felizmente cooperante y que, por esta razón, los sociólo­
gos que hablan de conflictos vuelven sin necesidad a poner en primer
plano problemas que con éxito acaban de archivarse en las actas
de la historia.
Tal afirmación no es ya, desde luego, una media verdad, sino
una falsedad. Pero existe aquí la ventaja de que a base de estudios
empíricos sobre la conducta humana se la puede analizar y rebatir.
Claro está que, en m opinión, resulta ya un hecho indudable de
experiencia la existencia de conflictos políticos anterior a cualquier
análisis científico. Y como sociólogo insistiría también en el hecho
de que es posible la explicación de tales conflictos y de su evidente
persistencia sin tener que recurrir a las opiniones y actitudes de los
hombres. Mas la pregunta de si en la sociedad contemporánea hay
todavía conflictos políticos dominantes y a lo largo de qué direc­
trices corren éstos tiene también una dimensión social-psicológica.
Al menos, para completar el análisis sociológico resulta importante
saber: cómo experimentan los hombres de nuestro tiempo su reali­
dad política y social. En qué categorías tratan de explicarse su am­
biente social; con qué imágenes sociales determinan su propio lugar
en la compleja realidad de la sociedad.
Estas preguntas son tanto más fructíferas cuanto que hoy nos
hallamos en la dichosa situación de poseer una serie de investiga­
ciones competentes de diversos países, que o bien plantean estas
cuestiones directamente o bien suministran indirectamente material
para su solución. Cuatro de estos estudios me parecen de especial
importancia: el de Centers en los Estados Unidos, Popitz y sus
colaboradores en Alemania, Willener en la Suiza francesa y Hog-
gart en Inglaterra \ A pesar de que estos estudios se han realizado
casi con total independencia unos de otros, la formulación y finali-
“dad de sus temas muestran una semejanza sorprendente. Hay en
particular dos conceptos que aparecen en todos ellos; son el de
“clase” (“class”, “classe”, Klasse”) y el de “imagen de la sociedad”,
(“Gesellschaftsbild”, “image of society”, “image de la societé”). Más
o menos directamente se intenta en los cuatro estudios investigar1

1 Los cuatro libros son: R. C en ter s : T he P sychology o f S ocial Classes


(Princeton, 1949). H. P opitz , H. P. B anrdt, E. A. J ü res , H. K estin g : Das
G esellschaftsbild d es A rbeiters (Tubinga, 1957). A. W illen er : Im ages d e la
so c iété et classes sociales (Berna, 1957). R. Hoggart: T h e Uses o f Literacy
(Londres, 1957).
152 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

las imágenes típicas de la sociedad que tienen los distintos estratos


sociales8.
Aunque los temas de los cuatro trabajos son muy parecidos su
modo de proceder y métodos de interpretación son totalmente dife­
rentes. Centers se limita en lo esencial a reproducir los resultados
cuantiñcados de un cuestionario5. También Willener ha trabajado
con cuestionarios, pero que contenían, á diferencia de los de Centers,
sobre todo “preguntas abiertas”; sus resultados, mucho más com­
plejos, se preparan e interpretan según tablas. Popitz y sus colabo­
radores han tenido entrevistas individuales de cierta extensión con­
forme a un esquema flexible; en la interpretación del material re­
unido evita Popitz casi por completo conclusiones cuantitativas y
da, en su lugar, un análisis de luminosa comprensión. El estudio de
Hoggart, finalmente, se mueve en un plano completamente diferen­
te. Es un relato “impresionista", más bien literario, sobre (como dice
su autor) “aspectos de la vida en la clase obrera”, que se basa en
experiencias personales y sólo es estructuralmente cualitativo. A pe­
sar de la diferencia de métodos resulta posible una valoración
comparativa; incluso gane quizá en colorido esta valoración por la
disparidad de hipótesis.
Una de las primeras conclusiones de los cuatro estudios consiste
en que los hombres, en general, tienen una imagen de la sociedad.
En cierto modo no resulta quizá sorprendente. La necesidad de de­
terminar el propio lugar en el mundo es posiblemente una necesidad
existencial; a ello pertenece también la necesidad de situarse en el
campo social de relaciones. Por otra parte, hay que considerar que
una imagen de la sociedad no se obtiene espontáneamente, sino que
exige algún esfuerzo de cada individuo. Por muy vaga o estereoti­
pada que pueda ser dicha imagen, exige un considerable esfuerzo
reflexivo y de distanciamiento de la esfera más personal. Claro está
que hay hombres que no son capaces de esta reflexión y distancia-
miento. Popitz refiere el caso de un laminador en unos altos hornos,*

* Naturalmente que las aquí mencionadas no son las únicas contribuciones


al tema. Para citar solamente dos títulos más, completamente distintos:
R. B endix y B. B erger : Im ages o f Society and P roblem s o f C on cept Form a-
tion in Sociology, en L. Gross, editor, Symposium o f S ociologicál T heory
(Nueva York, 1959). H. Moore y G. K leining : Das B ild d er sozialen W irk-
h ch keit. (La im agen d e la realidad social), Kolner Zeitschrift für Soziologie,
11/3 (1959).
* Desatiendo aquí la introducción teórica, esquemática y bastante des­
plazada, así como la conclusión del libro de C enters . Ambos no guardan ape­
nas relación con los resultados de su análisis.
C O N F L IC T O Y C A M BIO 153

a quien faltaba esta imagen de la sociedad: ■Qué opinión tiene usted


del progreso técnico?). No me preocupa algo tan lejano. Yo siempre
digo: detrás de nosotros que venga lo que quiera. (¿Cómo surge el
progreso técnico?). Eso lo hacen los encargad c, los ingenieros y los
empresarios... (¿Qué entiende usted por derecho a la co-gestión?).
¿Es que se ha conseguido? Para eso tengc muy poco interés...” *.
Esta es, ciertamente, una postura más bien pobre. ¿Pero no debemos
esperar encontrarnos muy frecuentemente c m ella? Si reflexionamos
sobre ello se ve que el resultado está muy le os de responder a ese tó­
pico: los hombres tienen una imagen bastan:e diferenciada de la so­
ciedad en que viven.
Un segundo resultado uniforme de los cuatro estudios consiste
en que las imágenes de la sociedad de los hombres se hallan dife­
rentemente repartidas y que estas diferencias en la distribución no
son casuales. Tanto Popitz como Willener distinguen seis tipos de
imágenes de la sociedad. Los tipos de Willener se refieren de un
modo inmediato a problemas de estratificación y estructura de cla­
ses. Según ésta los seres humanos experimentan la sociedad desde
los puntos de vista de: 1. Categorías social-económicas. 2. Profe­
sionales. 3. De una dicotomía de dependencia. 4. De la lucha de
clases. 5. Del prestigio social. 6. De categorías políticas. La tipología
de Popitz es más genérica. Según el pensamiento central de las
diversas imágenes de la sociedad distingue: 1. Orden estático. 2. Or­
den progresivo. 3. Dicotomía como destino colectivo. 4. Dicotomía
como destino colectivo y conflicto individual. 5. Reforma del orden
social. 6. Concepción de la lucha de clases. En ambas investigacio­
nes se coincidió en que posee escaso significado la representación
(marxista) de la sociedad como desgarrada por la lucha de clases;
un 10 por 100 de los interrogados por Willener y un 1 por 100 (1) de
los interrogados por Popitz mantenían aún esta idea45. Aquí no es
posible la comparación con los resultados de Centers y Hoggart.
Willener y Popitz, por otra parte, están de acuerdo en que sus
seis tipos pueden reducirse aún más a dos imágenes fundamentales
de la sociedad que sustentan toda esa multiplicidad eiúpírica. En
este punto puede consultarse también la obra de Centers. Este dis-

4 H. P opitz : Op. cit., pág. 227.


s Estos datos, por lo demás sorprendentes, encuentran su explicación
natural a causa de las diversas agrupaciones efectuadas. P opitz sólo incluye
dentro de esta imagen social a aquellas personas que defienden teorías mar-
xistas en sentido estricto, W illener , en cambio, también a aquellas que sólo
hablan de “capital”, “explotación", etc., en general.
154 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

tingue, con perfecta lógica, entre estratos sociales, así como entre
las correspondientes imágenes “estáticas” y “dinámicas” de la socie­
dad. Esta es, desde luego, una afirmación de tipo teórico, que pre­
cede al estudio de su material. Pero las investigaciones de Popitz
y Willener demuestran que esta afirmación se reproduce en las imá­
genes efectivas de la sociedad que poseen los individuos. "Los es­
tratos (o niveles) —afirma Willener— omplican una imagen de “con­
tinuidad”..., mientras que las clases señalan grupos “antagónicos”, y
añade que a razón de los resultados de su cuestionario demoscópico
sobre esta diferenciación “no puede haber duda alguna que hay
diferencias fundamentales entre la imagen de aquellos que se en­
cuentran en cabeza de la escala social y aquellos otros que se hallan
al pie de la misma”. Más exactamente: “Las categorías inferiores
de los interrogados contestan con preferencia no en el sentido de
estratos, sino de clases; por el contrario, los interrogados que per­
tenecen a las categorías superiores tienden a hablar con más fre­
cuencia de estratos que de clases” '. Esta conclusión tiene un gran
parecido con la de Popitz, que emplea los términos “dicotomía” y
“jerarquía” en lugar de “clase” y “estrato”: “Todos los trabajadores
con los que hemos conversado y que poseen una imagen de la
sociedad en el sentido aquí propugnado consideran la sociedad
como una “dicotomía”, irremediable o remediable, imposible de supe­
rar o capaz de relaciones “sociales”. El empleado, en cambio, tiene
conciencia de un Arriba, que se halla por encima de él, y de un
Abajo, inferior al mismo. Se considera a sí mismo en una posición
intermedia y desarrolla una aguda capacidad de diferenciación y una
gran sensibilidad para gradaciones sociales. Se puede suponer, por
ello, que no considera la sociedad de un modo dicotómico como el
trabajador industrial, sino “jerárquico”” \
En estas explicaciones vuelven a aparecer dos imágenes de la
sociedad que conoce también la teoría sociológica. La continuidad
de un sistema jerárquico de estratificación connota orden e integra­
ción. En una sociedad así imaginada pueden surgir problemas y difi­
cultades, pero no hay cortes profundos ni oposiciones violentas.
Por el contrario, los antagonismos de una estructura clasista dico-
tómica evocan la idea de conflicto, discusión y coacción. Pero a
diferencia de la teoría sociológica estas concepciones, encuadradas
en los resultados empíricos de Popitz y Willener, no son algo com­
plementario del mismo objeto. Es cierto que no se presentan aquí67

6 A. W illener : Op. cit., pág. 206, pág. 208.


7 H. P o p it z : Op. cit., pág. 237, pág. 242.
C O N F L IC T O y C A M BIO 155

tampoco como algo contradictorio. Pero se trata de las imágenes


de grupos diferentes. Aquellos que están arriba ven la sociedad como
una jerarquía ordenada y continua de posiciones; para aquellos que
están abajo resalta sobre todo el vacío existente entre ellos y “los
otros’’. Este hecho extraño e importante puede explicarse de diver­
sas maneras. Desde el punto de vista de la teoría del conflicto
podría pensarse que los grupos dominantes de una sociedad mani­
fiestan su relativa satisfacción con las circunstancias reinantes, en­
tre otros, por el hecho de describir ese estado de cosas como orde­
nado y razonable. Los grupos inferiores, en cambio, tienden a sub­
rayar las contradicciones que, en su opinión, explicarían su poster­
gación. En los modelos sociales de la Sociología y, según parece, de
la conciencia social genérica se halla, al menos en potencia, un fac­
tor de tipo ideológico. El modelo de integración, la imagen jerár­
quica de la sociedad, se ofrece como la teoría de la satisfacción y
la equilibrada inercia; el modelo de coacción, la imagen dicotómica
de la sociedad, sirve como expresión del descontento y del deseo
de una transformación del “statu quo”. También en una época en
que los programas teóricos revolucionarios, como el marxismo, han
perdido en todas partes su efectividad sobre la clase obrera, queda
viva una imagen social que en sus consecuencias políticas se aviene
muy mal con la imagen armónica de aquellos que se hallan arriba,
llámeselos “capitalistas”, “clase dominante” o incluso “clase media”.
Apenas es necesario analizar con detalle la imagen jerárquica de
la sociedad tal como se representa principalmente por los grupos de
la clase media. Esta imagen se deduce claramente del pensamiento
de una jerarquía burocrática, en la que cada uno tiene su sitio bien
definido por encima y por debajo de otros. El conjunto resulta un
sistema bien ordenado y organizado, en el que se puede subir, pero
no descender, un sistema con un orden jerárquico reconocido e ins­
titucionalizado de símbolos, títulos y posiciones. Si aún existen con­
flictos, éstos son de tipo individual y sumamente personal; todas las
demás contradicciones son desplazadas del campo de la conciencia
como realidades desagradables toleradas.
Frente a esta imagen resultan mucho más variadas incluso las
versiones más uniformes y estereotipadas de la imagen dicotómica
de la sociedad. Según los estudios aquí discutidos parece ser que exis­
ten en muchos idiomas expresiones sencillas, pero expresivas, para
caracterizar los dos bandos de la dicotomía: “los de arriba” y
“nosotros los de aquí abajo”, “them” y “us” en inglés, “ceux qui
son en haut” y “en bas” en francés; evidentemente, fórmulas que
forman parte de los tópicos del lenguaje corriente del trabajador.
156 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

He aquí, por ejemplo, una selección de respuestas acerca de la


co-gestión entre los obreros preguntados por Popitz: “Se puede
sobornar a los representantes de los trabajadores. Donde está el
dinero está el poder. Y *si los representantes de los obreros han
conseguido realmente imponer una decisión, se puede manipular la
realización práctica de la decisión de manera que no resulte nada...
Esos no quieren enseñar sus cartas a nadie..., si consientes por una
vez en la co-gestión, entonces será sólo como les resulte más cómodo
a ellos: la mayor dosis posible de co-responsabilidad para los tra­
bajadores, pero lo menos posible de co-decisión". No tenemos nada
que decir. Eso lo decide la dirección”. Lo que ésos dicen, se hace...,
y todo lo demás son cuentos”. “Todo eso son ganas de charlar. No
tenemos nada que decir. Eso lo han arreglado los sindicatos, y si en
el mejor de los casos alguien puede co-decidir serán los secretarios
de los sindicatos y los caciques... Los de arriba de todos modos no
hacen caso" 8. Hóggart ha resumido la actitud manifestada en seme­
jantes expresiones en una magnífica colección de tópicos ingleses
(que apenas pueden reproducirse en traducción): son “los que está a
la cabeza, los de arriba, los que te enviaron a la guerra, te castigaron,
te obligaron en los años 30 a separarte de tu familia para evitar una
reducción en el auxilio social, los que al fin te pescan, de los que uno
no puede fiarse, que son presumidos y altaneros al hablar, en el
fondo son unos estafadores, no te dicen nunca la verdad (por ejem­
plo, sobre un pariente en el hospital), te meten en la prisión, te jue­
gan una mala pasada si pueden, te denuncian, los que se juntan en
una pandilla, te tratan como escoria” 9.
Son numerosas las propiedades distintivas de los dos grupos que
forman la dicotomía social. La lista de tópicos de Hoggart posee
un fuerte acento de resentimiento frente a la autoridad, de modo
que la línea divisoria entre “ellos" y “nosotros" puede buscarse en
las diferencias de poder: “Ellos" es el mundo de los jefazos, tanto si
estos jefazos son individuos particulares o, como es el caso actual
en número cada vez mayor, funcionarios públicos” También Wille-
ner subraya la característica del poder, pero añade otras: “Algunos
de los interrogados conocen fundamentalmente dos clases: los que
reciben un sueldo y los que no reciben un sueldo o, con otras pala­
bras, los independientes y los no-independientes. Se podría añadir
la fórmula de los que trabajan y los que no trabajan, que se da*5

8 H. P o pit z : Ob. citf, pág. 202 y ss.


5 R. Hoggart: Op. cit., pág. 62.
“ R. H oggart: Op. cit., pág. 62.
C O N F L IC T O Y C A M BIO 157

menos veces, pero con idéntico significado” 11. También Popitz sub­
raya la “alternativa estereotipada de poder-impotencia” pero cree
que hay otra características de igual importancia: la dicotomía entre
trabajo manual y no-manual. Esta dicotomía está, para Popitz, es­
trechamente emparentada con la “fórmula” que Willener encontró
entre sus preguntados: “Incluso trabajadores muy inteligentes, que
juzgan de los empleados de un modo francamente ponderado y reco­
nocen que también debe haber esta clase de personas, son escép­
ticos en un aspecto: les parece sumamente dudoso que los em­
pleados trabajan efectivamente” 123*15. A la actividad del empleado le
falta “publicidad”, pues no se puede controlar del mismo modo
en que se controla el trabajo manual; y entre los que realizan un
trabajo “visible” y los que lo realizan “invisible” se distingue con
gran claridad.
En esta cuestión de los criterios de dicotomía social es también
significativa la investigación de Centers. Aun cuando no era ésta
en absoluto su intención encontró Centers realmente que también
para la mayor parte de los norteamericanos constaba su sociedad
sólo de dos clases: la clase media y la clase obrera u. El 94 por 100
de los encuestados se agrupaban en uno de estos dos estratos. Entre
las características distintivas de estos estratos encontró Centers
como los de más importancia las de “convicción y criterios”, “fami­
lia” y “dinero”. Pero Centers subraya como Willener: “Para los
miembros de la clase obrera, después del dinero o de los ingresos, el
criterio más importante de pertenencia a la clase media está en la
posesión de un pequeño negocio, de un despacho o de una firma
comercial; en resumen, de cualquier forma de trabajo independiente”.
Frente a esto “debe considerarse como sumamente significativo que
la característica más clara que se aduce para la pertenencia a la cla­
se obrera es el “trabajar para ganarse el sustento diario” ls. No

11 A. W illen er : Op. cit., pág. 155.


12 H. P o p it z : Op. cit., pág. 244.
12 H. P o pit z : Op. cit., pág. 238.
M En otra encuesta posterior, sobre la que refiere C enters , valía esto
sólo para el 88 por 100, mientras que los demás "no sabían” o se conside­
raban como “clase superior, resp. clase inferior”. En ambas encuestas las
alternativas eran: "upper”, "middle”, “working” y “ lower class” .
15 R. C en ters : Op. cit., págs. 99/100. Aquí llama sobre todo la atención
que el material a comparar ofrece coincidencias hasta en los detalles del len­
guaje empleado: “trabajar de verdad y no trabajar de verdad” (P o pitz , Ale­
mania), “ceux qui travaillent et ceux qui ne travaillent pas” (W illener , Suiza),
“working for a living and not working for a living” (C enters , EE. UU.).
158 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

puede sorprender que Centers, de modo parecido a Popitz y Wille-


ner, llegue a la conclusión de que estas distinciones “hacen que las
dicotomías de trabajo de oficina y trabajo manual, así como de
trabajo a sueldo y de trabajo asalariado, dada su importancia como
criterios para la pertenencia a la clase obrera, se conviertan en
fundamentos importantes de la separación de clases, así como que,
desde un punto de vista psicológico, inviten a los empleados a
identificarse con la clase media” 16.
Claro está que los cuatro autores reconocen que estas caracte­
rísticas distintivas no permiten una ordenación plenamente unívoca
de todas las personas y profesiones en “clase media” o “clase obrera”,
en “arriba” y “abajo”. Los estudios parecen estar de acuerdo en que
la línea divisoria entre “ellos” y “nosotros” pasa por la zona media
no concretada de los empleados. “La situación de clase de los
empleados de oficinas no aparece clara, pues con la misma fre­
cuencia son considerados como pertenecientes a la clase obrera
o a la media. De ahí que la dificultad de determinar a qué clase per­
tenecen no sea menor para los propios individuos que para el soció­
logo” 17. Willener cree que la mayoría se refiere a los empleados
a sueldo y a los asalariados al hablar de “los de abajo” 18. Sin embar­
go, yo me inclinaría más bien hacia la suposición de Popitz y Hog-
gart de que para distinguir entre “arriba” y “abajo” es esencial, al
fin y al cabo, el fenómeno de la distancia social. Para Popitz. los
oficiales de primera y los inmediatos superiores en el trabajo indus­
trial, cuya actividad es patente y visible para muchos trabajadores,
se suelen considerar como pertenecientes a la clase obrera; el “arri­
ba” empieza con los maestros, los jurados de empresa y los secreta­
rios sindicales, que ya no pertenecen inmediatamente al cuerpo
obrero 19. Según Hoggart el mundo “de los otros” comienza todavía
antes: “De aquí que cuando se proponga a los trabajadores que se
hagan oficiales tengan frecuentemente sus dudas. Cualquiera que
sean sus razones se consideran desde entonces como estando en el
lado de los otros” 20. En cualquier caso resulta importante hacer
constar que para aquellos que ven la sociedad como dividida en
dos campos, la parte superior de la dicotomía empieza no lejos del
plano inferior de la estratificación social y comprende a todos aque-

16 R. Cen ters: O p . c it., p ág . 1 0 2 .


17 R. Cen ter s: O p . c it., p ág . 8 1 y ss.
18 C fr. A . W il l e n e r : O p . c it ., p á g . 1 6 3 .
lü C fr. H . P o p it z : O p . c it ., p á g . 2 4 3 y ss.
20 R . H oggart: O p . c it., p ág . 6 4 .
C O N F L IC T O Y C A M BIO 159

líos que participan de alguna manera en el poder por muy escasa


e ínfima que sea esta participación.
Sean cualesquiera los cambios ocurridos en los últimos cien
años, el pensamiento de que hay una división fundamental de la
sociedad en “los que tienen” y “los que no tienen”, en “arriba” y
“abajo”, “los otros” y “nosotros”, no ha perdido fuerza para muchas
personas. Espontáneamente tiende uno a ver en la imagen dicotó-
mica de la sociedad un resto del marxismo o, de un modo más gené­
rico, del estado de la sociedad en la primera época del capitalismo
y de su interpretación teórica. Ossowski, por otra parte, ha demos­
trado que “la representación dicotómica de la estratificación social”
—como se titula, uno de sus ensayos— “es más antigua y también
más universal que el estado social del capitalismo”. “La metáfora
topográfica, que presenta a la sociedad como una reunión de seres
humanos, en la que unos se hallan arriba y otros abajo, forma
parte de aquellas imágenes que no pierden actualidad en el curso
de los siglos y que se imponen a la fantasía, como parece demos­
trarlo la historia de las culturas” 21.
Ossowski persigue esta imagen a través de las mitologías y reli­
giones de la humanidad, la literatura y la filosofía. Tres aspectos
de la dicotomía social acompañan a sus muchas formas históricas
de expresión: las divisiones en dominadores y dominados, ricos y
pobre, así como la de los que trabajan y la de aquellos para quienes
se trabaja22. Podemos inclinarnos a sustituir la palabra “Dios” por
“Sociedad” en la redondilla medieval inglesa y quitar así a la dico­
tomía su más duro aguijón, pero su contenido esencial sigue siendo
verdadero también hoy en día:

The rich man in his castle,


he poor man at his gate,
Grd made them high or Icrwly
. and ordered their estáte.

Desde luego no se puede demostrar con el material aquí expuesto


4a tesis de que la imagen dicotómica de la sociedad sea un arque­
tipo de comprensión humana. Este material, por el contrario, da
más bien ocasión de limitar nuestras conclusiones. Ya se dijo que
no todo el mundo tenía formada una imagen de la sociedad; hay

21 S. Ossow ski : “La visión dichotomique de la stratification sociale”.


C ahiers Internationaux d e S ociolog ie, X X (1956), pág. 16.
22 Cfr. S. Os s o w s k i : Op. cit., pág. 19.
160 SO C IE D A D Y L IB E R T A D

personas a quienes basta un mínimo de reflexión sobre cuestiones


que se hallan más allá de su inmediato horizonte visual 2\ De los
que tienen una imagen social sólo una parte considera la sociedad
como un edificio dicotómico. Se clasifican los criterios de los hom­
bres según su situación profesional o de clase, se encontrarán seña­
les de “conducta desviada’’ desde el punto de vista de una severa
teoría clasista: hay trabajadores que creen pertenecer a la clase
media y empleados cuya imagen social presenta todas las caracte­
rísticas de la dicotomía. Hay, además, grupos ambiguos, que no se
pueden situar bien en una sencilla representación dicotómica; a
estos grupos pertenecen, por ejemplo, los oficinistas y los labrado­
res. Finalmente, los hombres sacan consecuencias muy diversas de
sus imágenes sociales. Centers cree que “los estratos profesionales
superiores se caracterizan por su adhesión al “status quo” del orden
político-económico. Por el contrario, los grupos profesionales infe­
riores quedan marcados por la falta de cualquier apoyo al “status
quo” y su adhesión a teorías claramente radicales" “. Por muy razo­
nable que esto parezca en el caso de Centers se trata más bien de
una deducción directa de su teoría que de un resumen del material
estudiado. Probablemente se acerca Popitz más a la realidad con
su consecuencia de que “la conciencia de clase de los trabajadores
puede reconocer aún ante sí misma y ante los demás que el traba­
jador industrial tiene sus propios intereses, que chocan con los inte­
reses de los otros” 23*5; pero que, por otra parte, hay muchos facto­
res sociales y personales que hacen titubear a los trabajadores al
sacar consecuencias políticas especialmente radicales de su imagen
dicotómica de la sociedad. Esta teoría queda confirmada por Glantz
que, en un estudio realizado en los Estados Unidos, encontró que
“en algunos trabajadores existe, sin duda alguna, una tendencia
latente al radicalismo, pero que hay poco o ningún material histó­
rico que demuestre que esta tendencia se haya transformado en los
últimos años en un cuadro ideológico consciente” 26. Ossowski ha

23 Popitz h a lló q u e e l 20 p o r 1 0 0 d e la s p e r s o n a s in te r r o g a d a s n o te n ía n
u n a im a g e n s o c i a l a u t é n t i c a (o p . c i t . , p á g . 233); el 24 p o r 1 0 0 d e lo s p r e g u n ­
ta d o s p o r W il l e n e r c o n te s ta r o n d e u n m o d o n e g a tiv o , p o c o c la r o , o n o c o n ­
t e s t a r o n e n a b s o l u t o (o p . c i t . , p á g . 1 6 1 ) ; e n c o m p a r a c i ó n c o n é s t o s p a r e c e m u y
b a jo el n ú m ero del 2 por 100 de a q u e llo s que “no te n ía n o p in ió n ” o “no
c r e í a n e n la s c l a s e s ” d e l a n á l i s i s d e C e n t e r s ( o p . c i t . , p á g . 7 7 ) .
R. C en ters : Op. cit., pág. 208.
H. Po pit z : Op. cit., pág. 247 y ss.
O. G l a n t z : “Class Consciousness and Political Solidarity”, A m erican
S o.iolog ical Review , XXIII/4 (1958), p á g . 378. Esta conclusión, lo mismo que
C O N F L IC T O Y C A M BIO 161

demostrado que la imagen dicotómica de la sociedad puede avan­


zar hacia una ideología de conflicto político; pero, en este sentido,
no es por ahora otra cosa que una interpretación del mundo social.
Como modo de entender la sociedad, la tesis dicotómica es una
realidad social constante y probablemente poderosa. Puede servir
para dar peso empírico a las tesis de una teoría sociológica clasista.
En cualquier caso las investigaciones aquí reunidas refutan las fal­
sedades y medias 'verdades mencionadas al principio. Que la socie­
dad, desde un punto de vista, se presenta como una dicotomía y
ofrece una imagen de conflicto y discusión no es de ningún modo
un invento de los sociólogos atribuido a una realidad armónica en
el fondo. Las dicotomías de la sociedad moderna pueden tener poco
de común con las de Marx: en este punto existe perfecto acuerdo
entre la opinión sociológica y la pública. Pero existen aún dicotomías
que son muy reales para todos aquellos que viven la sociedad a su
través. Aquí, como también en general, es el análisis sociológico •
algo más que un mero pasatiempo del espíritu; es el intento de una
explicación racional y sistemática de hechos que representan para .
los hombres en la sociedad verdaderas piedras de escándalo.

todo el estudio de G lantz se dirige expresa (y convincentemente) contra cier­


tos aspectos del análisis de C enters .
11
8

JUECES ALEMANES *

UNA CONTRIBUCION A LA SOCIOLOGIA DEL ESTRATO


SUPERIOR*

La sociología alemana de postguerra ha producido varios estudios


importantes sobre la situación social obrera. Deben tenerse en cuenta
sobre todo los trabajos de Popitz y colaboradores, Pirker y colabo­
radores, Kluth y colaboradores, Neuloh y colaboradores, y del Ins­
tituto de Investigación Sociológica de Frankfurt. Todavía son más
numerosos —aunque, como rasgo típico e irónico, se trata de estu­
dios personales y no de investigaciones de equipo— los trabajado­
res sobre la “nueva clase media” de los empleados (Bahrdt, Claes-
sens, Croner, Hartfiel, Miiller, Neundórfer, entre otros). Faltan, en
cambio, con la única excepción del gran trabajo sobre profesores
universitarios realizado por el Seminario de Sociología de Gotinga.
estudios alemanes sobre el estrato superior de la sociedad alemana *.*3

* Redactado en 1959-60. Publicado por primera vez en el H am burger Jahr-


buch für W irtschafts- uhd G esellsch aftsp olitik, año 5.° (1960). El artículo se
basa en un estudio sobre los jueces en las audiencias territoriales de la Repú­
blica Federal, llevcado a cabo por el Dr. W. R ichter en colaboración conmigo.
Los resultados de esta investitgación se dieron a conocer en un artículo de
W. R ichter : “Die Richter der Oberlandesgerichte der Bundesrepublik. Eine
berufs- und sozialstatistische Analyse”, op. cit., y se presupone en parte en el
análisis presente.
3 M. I anowitz: “Soziale Schichtung und Mobilitát in Westdeutschland”.
En K oln er Z eitsch rift fü r S oziolog ie und S ozialpsychologie, año 10 (1958),
cuaderno 1.
C O N F L IC T O Y C A M BIO 1 63

Hace poco pedía Th. Pirker a la sociología industrial una mayor


atención al estudio “de las organizaciones de “managers” y de sus
funciones” 12*. Esta demanda puede extenderse plenamente a la socio­
logía en general, es decir, a la investigación de los grupos que enca­
bezan la sociedad. Por ahora, sin embargo, se halla a la cabeza de
nuestra jerarquía social un estrato desconocido. Este hecho no
parece casual; puede responder al desarrollo científico de la sociología
y también al cambio de las sociedades modernas.
No puede pasar inadvertido al atento observador de la sociología
actual que haya una serie de conceptos de antigua tradición, que
hoy aparecen cada vez con menor frecuencia y que incluso en la
conversación se emplean sólo con cierta indecisión y como excu­
sándose. Entre éstos se cuentan los conceptos de “capitalista”, “em­
presario” (designados ambos con el recatado circunloquio de “ma­
nager”) y, sobre todo, los de “élite”, “clase dominante” (a veces
incluso “señores”) y “estrato superior”. El estudio hecho por M. Ja-
nowitz de la estratificación social en Alemania occidental descubre,
desde luego, rasgos americanos -en sus hipótesis y formación de
conceptos, pero no deja de ser también característico para la Re­
pública Federal al describir prudentemente el “estrato superior”
como “clase media superior” 3. La ideología de la “sociedad de clase
media nivelada” va tan lejos en su actividad que cualquier men­
ción de “lo de arriba”, sea como “élite” sea como “clase dominan­
te”, se considera algo que choca y, por tanto, se evita. Ya sólo el
título de su libro “The Power Elite” hizo que se identificase a
C. Wright Mills en América como radical; el efecto no sería dis­
tinto en Alemania, sólo que aquí aún no se ha escogido esa cali­
ficación.
No es difícil demostrar que la mala conciencia de los sociólogos,
con relación a las élites y a las clases dominantes de las sociedades
modernas, no puede justificarse por la afirmación de que ya no exis­
te ese “arriba”. El estudio de Popitz ha demostrado claramente
que, al menos en la conciencia del obrero, continúa siendo una rea-

1 El estudio mencionado es de H. P lessner (ed.): Untersuchungen iiber


d ie Lage d er deu tschen H ochschu llehrer, 3 tomos (Gotinga, 1957-58). En el
extranjero parece mayor el interés. Cfr., por ejemplo, H. H artmann : A utho-
rity and Organization in Germán M anagem ent (Princeton, 1959); K. W.
D eutsch y L. E dingerh Germ any R ejoin s the P ow ers (Princeton, 1959); así
como el Elite Etudies, del Toover Institute de Stanford.
2 T h. P irk er : “Technischer Fortschritt und Management”. E n: Gesells-
chaft, Verhandlungen des 14. Deutschen Soziologentages (Stuttgart, 1959), pá­
gina 123.
164 S O C IE D A D V L IB E R T A D

lidad la dicotomía de “arriba” y “abajo” 4; además, cosa graciosa,


los estudios sobre la auto-clasificación social de los individuos, en
los que no se pregunta a sociólogos, sino a ciudadanos de tipo
medio, vuelven a recaer una y otra vez en los “viejos” conceptos
de “capa superior” o “capa dominante” 56. Por otra parte, sin em­
bargo, la mala conciencia sociológica es también un síntoma de la
evidencia de los estratos modernos superiores (a los que seguramente
pertenecen los sociólogos). Si considera uno los estudios que exis­
ten se llega a la conclusión de que la clase superior actual está
caracterizada, sobre todo, por su mala conciencia: sólo 1,9 por 100
de los individuos representativos de la población federal alemana
interrogados por Janowitz se designaron a sí mismos como perte­
necientes a la capa superior (y de éstos, más de la mitad no eran
“objetivamente” clase superior, sino agricultores independientes y pe­
queños comerciantes)c; pero incluso la limitadísima “Social Class I”
de las estadísticas demográficas inglesas, que se recluta entre los
funcionarios y empleados superiores, los empresarios de más cate­
goría y los universitarios, abarca aún más del 3 por 100 de la po­
blación to ta l7. La conciencia tranquilizadora de ser sólo “upper
middle class”, es decir, de no distinguirse apenas “de los otros”,
caracteriza la evidencia de los estratos superiores de todas las so­
ciedades industriales desarrolladas.
La mala conciencia de las clases superiores modernas tiene tam­
bién una razón objetiva. En una sociedad de estratos abiertos, los
límites entre “arriba” y “en medio” —así como también entre “en
medio” y “abajo”— fluctúan en determinado sentido: así como
cada uno de los que se encuentran abajo conoce otros inferiores a

* H. P opitz y colaboradores: Das G esellsch aftsbild d es A rbeiters (Tu-


binga, 1957). Cfr. el artículo precedente en este volumen.
5 Así, por ejemplo, M. J anowitz: Op. cit. Cfr. también H. M oore y
G. K leining : "Das Bild der sozialen W irklichkeit” e n : K oln er Z eitschrift
für S oziologie und S ozialpsychologie, año 11 (1959), cuaderno 3.
6 Cfr. M. J anowitz: Op. cit., tabla 17. El cálculo de la tabla da por
resultado: Entre 64 personas de las examinadas (3.385), que se consideraban
como miembros de la clase superior, había, según los propios cálculos de
J anowitz, 29 de la clase media superior, 18 de la clase media inferior (pro­
fesiones liberales, empleados y funcionarios de categoría media y sencilla),
tres de la clase inferior-superior, dos de la clase inferior (trabajadores), 10
eran agricultores independientes y dos no pudieron ser clasificados.
1 Cfr. Census 1951, One P er C ent Sam ple T ables (Londres, 1952), Tab.
II. I. Los valores correspondientes para Alemania sólo se dejan calcular con
dificultades considerables, puesto que las estadísticas federales no están infor­
madas en sentido sociológico.
C O N F L IC T O Y C A M BIO 165

sí, del mismo modo ven todos los que están arriba a otros que se
hallan por encima. El director gerente de una gran empresa se
compara con el catedrático de Universidad, el catedrático se fija
en el ministro, el ministro en el gran empresario, y todos creen que
el otro está realmente más arriba: gana más, tiene más influencia,
goza de mayor prestigio y consideración. Al menos en las socieda­
des liberales de nuestra época se han diluido las escalas de estra­
tificación social. Unos ingresos fabulosos no suponen necesaria­
mente el máximo poder, el poder no va unido siempre a un gran
prestigio. La clase superior se desintegra en una serie de grupos en
competencia, que se miran siempre en el espejo y a la sombra de
los competidores. El catedrático conoce las.medidas de los grados
académicos, el ministro las del influjo político, el financiero las del,
crédito y del peso económico; pero viven en mundos en compe­
tencia y nadie podría decir con razón que se halla en la cumbre de
la escala social. Tal vez esta capa superior pluralista sea una con­
dición funcional del Estado liberal. Pero en cualquier caso, una
clase superior de esta especie se escapa a toda interpretación uní­
voca y a cualquier clara delimitación por los sociólogos.
En lo que respecta al análisis sociológico de la capa social su­
perior, esto quiere decir que habrán de encontrarse, en primer
lugar, las características que permitan una delimitación prudente
entre los estratos en pugna, a saber el superior, medio e inferior de
la jerarquía social. En este punto no se puede proceder de un modo
dogmático ni tampoco sistemático; más bien parece ser de primor­
dial ■importancia el fijar los grupos sociales sobre cuya influencia
decisiva para el destino de la sociedad en conjunto apenas puede
haber dudas, que por consiguiente pertenecerán con toda seguridad
a la capa social superior, siempre que (y mientras) exista seméjarite
estrato. Estos grupos —a mi entender— se concentran en las élites
funcionales de nuestra sociedad, es decir, en los que ocupan los
primeros puestos de las grandes ordenaciones institucionales en las
que se realiza nuestra vida social: Economía y Política, Educación
y Religión, Cultura, Ejército y Derecho. Si se acepta esta división
pueden distinguirse siete elites funcionales, cuyo estudio más de­
tallado sería la misión de una sociología del estrato social superior:
1. Los dirigentes de la economía, en particular los grandes empre­
sarios y los presidentes de consejos de administración de las socie­
dades mercantiles más importantes. 2. Las fuerzas políticas, especial­
mente los miembros del gobierno, “funcionarios políticos”, jefes de
partido y miembros del cuerpo legislativo. 3. Catedráticos y profe­
sores, al menos los directores de escuelas e institutos, y los funcio-
166 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

narios superiores de la administración escolar. 4. Príncipes eclesiás­


ticos de las diversas confesiones, pastores y párrocos. 5. Los más
“prominentes” del teatro y cine, la prensa, radio y televisión, de­
portes e “industria de espectáculos y diversiones”. 6. Generales y
almirantes. 7. Jueces y abogados fiscales, así como abogados en ge­
neral. En todos esos grupos sería necesario analizar su origen,
proceso de formación, situación, rol y conducta social efectiva. Es­
tos estudios contribuirían a liberar a los sociólogos de la situación
estrecha y cohibida de su propio estrato y a iluminar así parte de
esa desconocida clase superior de nuestra sociedad.
El pequeño estudio que W. Richter expone en su ensayo “Los
jueces de las Audiencias territoriales y provinciales en la República
Federal” supone un paso en este camino8. Para el jurista resulta
de indudable interés, aún más allá de su importancia sociológica.
Pero su valor sociológico reside en el hecho de que se presenta aquí
un material —aunque limitado— que es capaz de contribuir al
conocimiento de una de las siete elites funcionales en la sociedad
alemana actual. W. Richter, con un espíritu ascético digno de enco­
mio, se ha limitado en su ensayo a preparar y exponer el material
reunido. Sin embargo, le está permitido al sociólogo utilizar este
material como motivo para formular algunas observaciones gene­
rales sobre la situación y conducta de los jueces de dichas Audien­
cias (OLG), aun cuando estas generalizaciones tengan, en gran par­
te, el carácter de hipótesis y no de consecuencias, es decir, deban
ser comprobadas por investigaciones posteriores. En muchos casos,
estas hipótesis sobre la situación de los jueces adquieren su verda­
dero perfil sólo tras haber sido comparadas con otras elites funcio­
nales, que por ello, y en cuanto sea posible, se tendrán en cuenta,
al menos a modo de alusión o indicación.

n
Según el estudio de W. Richter la característica más acusada de
la situación social de los jueces de OLG es su sedentariedad social
en el sentido de la ausencia de movilidad. Está claro que la movi­
lidad o inmovilidad no se pueden predicar nunca de un grupo aisla­
do, sino siempre sólo en relación con los demás. Pero en el caso de

8 Hamburger Jahrbuch für Wirtschafts- und Gesellschaftspolitik, añ o 5.°


(T u b in g a , 1 9 6 0 ), pág. 24 1 y ss.
C O N F L IC T O Y C A M BIO 167

los jueces, y aun antes de hacer la comparación, se impone ya la


impresión de que se trata, en este caso, de un grupo social que
tanto en sentido horizontal (geográfico) como también vertical (en
sentido de ascenso y descenso) parece ser sobremanera estable. Ob­
servaciones comparativas y reflexiones de tipo general refuerzan
esta impresión. Del trabajo de W. Richter se deduce que tres jueces
de cada cuatro proceden de la República Federal y, sobre todo,
que casi uno de cada dos de todos los jueces, y dos de cada tres de
los procedentes de la República Federal han nacido en el distrito
judicial de la Audiencia donde hoy prestan sus servicios. Estos
datos corresponden probablemente casi del todo a la relación entre
el domicilio actual y el lugar de nacimiento en la población total
de la R. F.; mas precisamente en este punto está lo sorprendente en
el caso de estos jueces. En determinados grupos sociales es un fenó­
meno normal y esperado la a-movilidad geográfica: en el caso de
agricultores, profesiones independientes menores y dentro de de­
terminados límites también en los obreros. En otros grupos, en
cambio, cabría esperar una considerable medida de movilidad e in­
cluso suponerla como esencial de la pertenencia a aquel grupo; aquí
se encuentran todos los que pertenecen al estrato social superior.
W. Richter ha establecido al referirse a la estructura descentrali­
zada de la Justicia alemana, por qué es bastante menor la probabi­
lidad de movilidad geográfica en el caso de los jueces que en el de
los catedráticos o de los miembros de la elite política o económica.
La explicación que se esconde en esta referencia no afecta, sin em­
bargo, al hecho de la a-movilidad y habrá que ver qué consecuen­
cias tiene este hecho para la conducta de los jueces.
Todavía resulta más sorprendente la inmovilidad social de los
jueces desde el punto de vista del ascenso y descenso9. Casi dos
de cada tres jueces proceden de familias que, desde el punto de
vista de la profesión paterna, constituyen sólo una vigésima parte
de la población total, a saber, los 5 por 100 superiores. Casi todos
los jueces se reclutan de estratos sociales a los que pertenecen las
2/5 partes superiores de la población. Más de la mitad de la pobla­
ción, a saber, toda la clase obrera, incluyendo los trabajadores espe­
cializados y los artesanos, ha dado sólo 24 de 856 jueces del total en
las Audiencias; un solo juez tiene como padre un obrero especiali-•

• Cfr. op. cit., pág. 247 y ss. En el siguiente análisis hay que tener en
cuenta que, a diferencia de R ichter , he mantenido la clasificación de J a-
n o w it z , al contar al funcionario de categoría superior como miembro de la
clase media superior.
168 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

zado o no, es decir, procede de un grupo profesional que constituye


más de 1/3'de la población. Son cifras que permiten una mirada
profunda en los límites y posibilidades de movilidad en la sociedad
alemana. Quedan aún más subrayados por el hecho de que un juez
de cada catorce, pero sólo un ciudadano de cada mil de la R. F. ha
tenido por padre a un juez o abogado fiscal, que un juez de cada
cuatro procede de una familia de juristas y uno de cada dos de
una familia de funcionarios.
Entre las esposas de los jueces la imagen no difiere fundamen­
talmente de ésta. También aquí se halla en primer plano la clase media
superior (con 56,5 por 100) y las clases inferiores desaparecen. La
única diferencia notable entre el origen de los jueces y el de sus
esposas está en la transposición compensatoria de las profesiones
mercantiles y de funcionarios, que explica que muchos hijos de
funcionarios se casan con hijas de empresarios o de empleados en
puestos directivos. Por lo demás destaca también aquí la estabilidad
de clase, que llega hasta el extremo de casi 2/3 de todos los jueces
de la clase media inferior se hayan casado con mujeres procedentes
de su mismo estrato.
A base de estos datos podrían señalarse diversas características
sociales típicas de los jueces: el caso del hijo del juez o abogado
de una ciudad, que estudia en la Universidad más próxima, para
regresar luego a su ciudad natal, casarse con la hija de un universi­
tario o de un director de empresa y comenzar su carrera. El hijo
de un funcionario de categoría superior de una ciudad grande o me­
diana, que después de sus estudios regresa también a su ciudad
natal, se casa con la hija de un funcionario y asciende con ella al
puesto de juez. O el hijo de un comerciante de una pequeña o me­
diana ciudad, que se casa con la hija de otro comerciante y después
de sus estudios comienza su actividad en la Audiencia más próxi­
ma. Todos ellos, si no plenamente inmóviles, sí son sedentarios en
un sentido esencial: se hallan vinculados a un círculo regional y
social limitado, del que no salen en toda su vida. Viven en lo que
suele llamarse “situación económica ordenada”: una vida sin impre­
vistos ni saltos repentinos, sin riesgo económico o social.
W. Richter se refiere con razón, al tratar de la sedentariedad
social de los jueces, al fenómeno subrayado por K. M. Bolte y otros
de la herencia profesional en nuestra sociedad 10. Debe tenerse en
cuenta, no obstante, que en esta referencia hay una etiqueta termi­
nológica, pero de ningún modo una explicación de la estabilidad

10 Cfr. K. M. B o l t e ; S ozialer A ufstieg und A bstieg (Stuttgart, 1958).


C O N F L IC T O r C A M BIO 169

de la profesión judicial. Queda aún sin contestar la pregunta de


por qué se reclutan estos jueces preferentemente en las capas su­
periores de la sociedad. Aquí habrá que pensar, por una parte, en el
rol social del juez y en las expectativas sociales en él cristalizadas;
por otra parte, y sobre todo, en los privilegios visibles e invisibles
del sistema educativo alemán en los decenios decisivos en este
punto: en los impedimentos de tipo económico presentados para una
formación superior universitaria y en las barreras sociales para as­
cender a profesiones universitarias, ante las que se acobardan mu­
chas familias obreras. Todavía más importante que la explicación de
la sedentariedad de estos jueces parece la pregunta sobre las conse­
cuencias que esta situación social tiene sobre la conducta de los
jueces. El intento de formular algunas, de estas consecuencias en
forma de hipótesis presupone la comparación de la situación social
de los jueces con la de otras elites funcionales; sólo entonces se verá
claramente hasta qué punto poseen los jueces las características ge­
nerales de la clase alemana superior, es decir, cuáles son las carac­
terísticas típicas de estos jueces.I

III

El cuadro sobre algunas estructuras de la capa social superior


alemana, a base de trabajos ya realizados (Cuadro I) hace factible
una comparación limitada de la situación social de los jueces con
la de otras elites. Una interpretación completa y exhaustiva de
esta mirada de conjunto exigiría un trabajo especial; de ahí que sólo
destacaremos las características más acusadas.
Del compendio se deduce, en primer lugar, que la clase media
superior no representa sólo para los jueces el principal campo de
“reclutamiento. Los catedráticos de Universidad proceden todavía en
mayor medida de esta pequeña clase superior, así también aproxi­
madamente la mitad de todos los estudiantes de Universidades y
' Escuelas Superiores alemanas tienen padres que pertenecen a esta
clase media superior. El hecho de que casi las 3/5 partes de todos
los diputados del Congreso federal hayan ejercido una profesión
que suponía su pertenencia a dicha clase media superior podría dar
lugar a reflexiones muy interesantes sobre el fenómeno de la repre­
sentación política. En todas las elites funcionales enumeradas en
los cuadros juegan las clases inferiores, como campo de recluta­
miento, un papel que prácticamente desaparecerá. La herencia pro-
170 SO C IE D A D V L IB E R T A D

fesional tiene vigencia en la capa superior alemana no sólo en el


sentido amplio de pertenencia de padre e hijo a un mismo estrato
social, sino también en el sentido más estricto de tener la misma
profesión: aproximadamente, cincuenta maestros primarios, setenta
jueces y ciento setenta catedráticos proceden de padres que tienen
la misma profesión, si se toma como una ordenación de probabilidad
al azar u. Queda, pues, fuera de duda la fuerza de atracción no sólo
del estrato social paterno, sino también de la profesión paterna.
Una característica especial de la capa superior alemana, en com­
paración con la de otros países, puede residir en la extraordinaria
importancia del funcionamiento como campo de reserva pára la
élites. Alrededor de la mitad de los jueces, catedráticos y maestros,
y un buen tercio de todos los estudiantes universitarios proceden
de familias de funcionarios; todavía una cuarta parte de todos los
diputados son funcionarios. Es éste un hecho sorprendente y de
graves consecuencias a la vista del peso numérico del funcionario
en comparación con la población total.
Nuestro cuadro demuestra que la profesión de maestro primario
—en contra de suposiciones demasiado prematuras11213— sigue tenien­
do carácter de una profesión ascensional, es decir, de una etapa
intermedia en el camino hacia arriba. El maestro se halla en el lími­
te entre la clase media superior e inferior. Es, en cierto sentido, el
primer paso para los que proceden de la clase media inferior y de
aquellas otras clases inferiores que quieren mejorar su situación
social. Así se explica el hecho de que casi un quinto de todos los
maestros proceden de familias obreras y también que casi uno de
cada catorce estudiantes, juez o catedrático universitario tenga por
padre a un maestro u .

11 Esto es, presuponiendo que la parte de los maestros, jueces y profeso­


res entre los padres de los actuales miembros de estos grupos profesionales
corresponde exactamente a la cuota de dichos grupos profesionales en la po­
blación total (cuadro I, b, columna 2).
12 Cfr., por ej'emplo, H. von R ecum : “Soziale strukturwandlungen des
Volksschullehrerberufes - Vom Aufstiegsberuf zum Mangelberuf”. Evolucio­
nes estructurales sociales de la profesión de maestro - De la profesión de as­
censo a la de escasez”. E n : K óln er Z eitschrift fü r S oziolog ie und Sozialpsy-
ch olog ie, año 7 (1955), cuaderno 4.
13 Entre los maestros, desde luego, hay diferencias muy importantes de­
terminadas por el Sexo. Asi, por ejemplo, para las muchachas de la clase
media superior no representa la profesión de maestra un descenso social. En
general, me parece que la verdadera evolución estructural en la profesión de
maestro se está realizando en el creciente número de mujeres que abrazan
esta profesión.
C O N F L IC T O V C A M BIO 171

C uadro i

E structura del estrato superior alemán "

a) Estratos sociales (según fanowitz).

Estructura social de la población total (1955), origen social de la x clase


media superior (1955), de los jueces de las Audiencias (1959), de los catedrá­
ticos numerarios de las Universidades y Escuelas Superiores alemanas, de una
muestra de maestros de escuelas primarias en Schleswig-Holstein (1954) y de
los estudiantes de las Universidades y Escuelas Superiores alemanas (1935-
1956), así como estratificación profesional de los diputados del III Congreso
federal.
(Todos los datos en % de la población correspondiente en cada caso.)

I 2 3 4 5 6 7 8
Pobla- C. me- Cate- Mtros. Esíu D ip u
Estrato social ción dia Jueces drá- prí- dian- tados
total superior ticos manos tes

Clase media super. 4 ,6 2 7 ,7 6 0 ,1 6 5 ,8 2 0 ,7 4 7 ,2 5 9 ,0


Clase media in fe r. 3 8 ,6 5 5 ,5 3 5 ,0 3 1 ,8 6 0 ,9 4 7 ,4 3 4 ,0
Clase inferior super. 1 3 ,3 9 ,7 2 ,7 1 5 ,8 3 ,8
2 ,4 5 ,0
Clase inferior in fe r . 3 8 ,6 5 ,8 0 ,1 2 ,1 —
Sin clasificación ... 4 ,9 1 ,3 2 ,1 — 0 ,5 0 ,4 3 ,2

T o t a l .................. 1 0 0 ,0 1 0 0 ,0 1 0 0 ,0 1 0 0 ,0 1 0 0 ,0 1 0 0 ,0 1 0 0 ,0

n 3385 155 856 4155 189 110688 526

b) Grupos profesionales escogidos.14

1 2 4 5 6 7 8
Pobla­ Cate­ Mtros. Estu­ Dipu­
Grupos profesionales ción Jueces drá­ pri­ dian­
total ticos marios tes tados

Funcionarios.............................. 4,0 50,4 42,9 52 37,2 25,1


Catedráticos ....................... (0,05) 1,6 8,4 ? 1,3 2,5
Jueces y Abogados Fis­
cales .................................... (0,1) 7,1 3,7 7 1,3 1,»
Maestros primarios .......... (0,5) 7,8 7,5 27 6,9 1,5
Profesiones liberales................ 7 6,6 18,4 4 11,1 12,3
Independientes............................ 14,8 25,2 25,7 7 23,7 22,1

14 Para indicación de fuentes, cfr. la publicación original en el Ham bur-


g er H ahrbuch fü r W irtschafts- und G esellsch aftsp olitik,
172 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

Es evidente que estos cuadros no comprenden todo el estrato


social superior. Para nosotros es importante sobre todo la confron­
tación con los datos de Janowitz sobre la movilidad social en Ale­
mania occidental (Cuadro 1, a), columna 3). Sólo el 27,7 por 100 de
toda la clase media superior —frente a más del 60 por 100 de cate­
dráticos y jueces— son también oriundos de dicha clase. Esto quiere
decir que en esa clase debe haber grupos que se reclutan de un
modo distinto al aquí señalado, sobre todo entre la élite económica
y los funcionarios. En este punto deberían continuarse los trabajos.
La comparación limitada aquí emprendida entre los jueces y otras
élites demuestra que, con referencia a su reclutamiento social, no
hay diferencias fundamentales entre los jueces de Audiencias y otras
elites universitarias; todas las elites universitarias de la sociedad
alemana presentan un elevado índice de sedentarismo social y he­
rencia profesional.
Con ello se plantea la cuestión de las características distintivas
de la profesión judicial como parte del estrato superior.

C uadro 2

G rupos escogidos de origen de los estudiantes alemanes en las


distintas F acultades y E scuelas S uperiores alemanas durante
el curso 1955-56 15
% d e estud ian ­

% de h ijo s de
o b rero s p o r
tes por F a c u l­

o b re ro s ..........
tad es ............

Fa cu ltad es ...

¿fe
u n iv ersitario s

Ov
de h ijo s de

de h ijos de

1 NI
4
2

“-4

FA C U L T A D
.

Teología .................................... 5 ,0 1 2 .2 2 4 ,1 2 ,0 1 2 ,0 2 ,4 0
Humanidades.............................. 1 6 ,6 5 ,7 2 9 ,5 5 ,2 1 7 ,9 1 ,1 5
Disciplinas té cn ica s................ 2 0 ,0 5 ,5 2 4 ,9 4 ,5 2 1 ,8 1 ,0 9
Ciencias naturales..................... 1 4 ,5 5 ,6 2 9 ,1 5 ,2 1 5 ,9 1 ,1 0
Ciencias Jurídicas y E c o n ó -
micas .................................... 2 9 ,4 4 ,5 2 6 ,3 5 ,9 2 6 ,6 0 ,9 0
Ingenieros agrícolas y fores-
tales......................................... 1 ,6 2 ,4 3 0 ,7 1 2 ,8 0 ,7 0 ,4 0
Medicina .............................. 1 3 ,9 1 ,9 5 2 ,1 2 7 ,4 5 ,1 0 ,3 7

T o ta l ........................................ 1 0 0 ,0 5 ,0 3 0 ,5 6 ,0 1 0 0 ,0 1 ,0 0

15 Todos los datos están calculados conforme a la Statistik d er Bundesre-


publik D eutschland, tomo 196, cuaderno 1 (Stuttgart, 1958), tabla B, 8, pá­
gina 52 y ss. La distribución de las Facultades según la estadística federal; la
serie según la cuota de participación de los hijos de trabajadores entre los
estudiantes en línea descendente.
C O N F L IC T O Y C A M BIO 1 73

De los estudios hasta aquí realizados sólo puede deducirse con


seguridad la siguiente característica: entre los padres de los jueces
de OLG es muy superior el número de juristas (25,1 por 100), y en
particular el de jueces y abogados fiscales (7,1 por 100), al de los
padres de otras elites funcionales. Esta tesis se desprende de la
herencia profesional, que es la característica común a todos los com­
ponentes del estrato superior. Otras características distintivas de
los jueces no se deducen tan claramente del material disponible y
han de formularse por ello como meras suposiciones. Algunas su­
gerencias para tales supuestos nos las da la estadística universitaria
si confrontamos la estratificación social de los estudiantes de las
distintas facultades con las de los jueces de las audiencias
(cuadro 2).
También el cuadro 2 merecería una interpretación más extensa
de la que aquí es posible. Presenta notables diferencias en la estra­
tificación social de las diversas Facultades. Pero do nuevo queremos
limitarnos a los puntos que interesan aquí, aun cuando los datos
disponibles precisamente para nuestro problema sean de escasa uti­
lidad, puesto que en la estadística federal se relacionan en la misma
columna los estudiantes de Ciencias Jurídicas y Económicas, es
decir, de dos disciplinas que con razón se suponen muy diversa­
mente estratificadas. De todos modos, aun a pesar de esta clasifi­
cación, se ve que las Ciencias Jurídicas y Económicas forman parte
de aquellas disciplinas que parecen atraer menos a los estudiantes
nacidos de familias obreras. La relación de hijos de universitarios
frente a hijos de obreros es aquí de 5 ,9 : 1, y con ello sensiblemente
más desfavorable para los hijos de los trabajadores que en casi todas
las demás disciplinas (con la clara excepción de Medicina, que sor­
prende además por su diferencia numérica). Este hecho resaltaría,
probablemente, aún más si se separaran las Ciencias Jurídicas de
las Económicas. Guardan correlación los restantes componentes de
los estudiantes de las diversas Facultades: donde el número de
hijos de trabajadores es relativamente elevado se encuentra tam­
bién por encima del término medio el número de los que proceden
de la clase media inferior, y al revés. La estratificación social de las
Facultades, que se desprende de estos datos, presenta a la Teología
y la Pedagogía a la base de la pirámide, el Derecho y la Medicina
en su cumbre, y las disciplinas técnicas y científico-naturales en el
medio.
La relación entre hijos de universitarios y de obreros, en los jue­
ces que nos ocupan, es de 10,7 :1 . Está, por consiguiente, muy por
encima de la cuota para los estudiantes de las disciplinas jurídicas y
174 S O C IE D A D y L IB E R T A D

económicas. Se ofrecen tres razones para explicar esta diferencia: evo­


lución de las oportunidades educativas entre la época en que estudia­
ban los actuales jueces y la época actual; características peculiares de
las Ciencias Jurídicas frente a las Económicas; una posterior selec­
ción entre los hijos de la clase media superior, dentro del estamento
de los juristas, para la profesión judicial. Sea cualquiera el peso re­
lativo de estos factores parece justificada la conclusión de que el
Derecho forma parte del campo de la estructura social alemana, en
el que son especialmente poco numerosos los hijos de las clases
sociales inferiores, sea porque la profesión de juez les parece poco
atractiva, sea también porque parecen estar o efectivamente están
bloqueados los caminos para ellos. La comparación con algunas otras
elites funcionales permite la conclusión de circunscribir el origen
social de estos jueces a cuatro características, de las que los jueces
comparten dos con otras elites universitarias, mientras que las otras
dos son específicas suyas: 1. Los jueces, al igual que otros grupos
profesionales universitarios, se reclutan casi del todo, cerca de 2/3,
del 5 por 100 superior de la jerarquía social. 2. Al igual que otros
grupos profesionales universitarios —especialmente los maestros—
más de la mitad de los jueces proceden de familias de funciona­
rios, siendo más o menos igual el número de funcionarios superio­
res por una parte y de funcionarios de categoría media e inferior
por la otra. 3. A diferencia de otras elites, un porcentaje despro*
porcionadamente alto de los jueces, a saber: un cuarto, procede
de familias de juristas. 4. Entre los jueces, lo mismo que entre los
juristas en general, es especialmente pequeño el número de aque­
llos que se reclutan de familias obreras. A base de estas tesis parece
ahora puesto en razón el intento de formular algunas consecuencias
sobre la situación social de los jueces.IV

IV

W. Richter señala al comenzar su informe sobre la discusión


pública de la actual situación de la justicia alemana: tienen aquí
importancia los argumentos y frases, que W. Richter designa por
palabras concretas, como “Crisis de la justicia”, “Justicia de cla­
ses”, “Vinculación de los jueces al estrato gubernamental actual o
anterior”, “Actitud militarista de los jueces”. Parece, pues, proce­
dente empezar el análisis de la situación social de estos jueces, en
lo referente a su actitutd e ideología, por el aspecto político de su
C O N F L IC T O Y C A M BIO 1 75

conducta, aunque precisamente en este aspecto no pueda ser dema­


siado fructífero el estudio citado. Al releer los resultados de la in­
vestigación destacan dos aspectos de inmediata relevancia política.
Por una parte reviste aquí importancia la época del primer nombra­
miento, sobre todo si se supone que un nombramiento durante el
periodo del Tercer Reich presupone un mínimum de adhesión a los
principios del Estado nacional-socialista. Tres cuartas partes de to­
dos los jueces fueron nombrados después de 1945, una cuarta parte
en los años 1933 a 1945. Para calibrar en su verdadero valor estos
datos es precisa una aclaración previa. Por término medio, los jue­
ces, al ser designados por vez primera como miembros del tribunal
de la Audiencia, tienen unos cuarenta y cinco años; se puede supo­
ner, pues, que los jueces desempeñan su puesto en las Audiencias
durante veinte años por lo general. Además, si no se interrumpe el
proceso político se puede admitir que cada año se nombra el mismo
número de jueces1617. Presuponiendo estas dos hipótesis deberían
haber sido nombrados durante los veinte años anteriores al estudio
presente, es decir, desde 1939 hasta 1958, alrededor del 5 por 100
de los jueces actualmente en servicio; esto es, 30 por 100 hasta
1945 y 65 por 100 desde 1946. Efectivamente, el número de los jueces
nombrados antes de 1945 resulta inferior y el de los nombrados
desde 1946 superior. Aun cuando pueda creerse, por consiguiente,
que hay todavía un número considerable de jueces que fueron nom­
brados durante el Tercer Reich, puede comprobarse un exceso no­
table de jueces nombrados después de 1945. Evidentemente, la tra­
gedia de 1945 ha supuesto también algo en lo que se refiere a la
ocupación de los altos cargos en el sector judicial.
El segundo aspecto llamativo de la situación de los jueces apun­
ta en la misma dirección. Con razón advierte W. Richter que la
experiencia bélica de estos jueces no difiere esencialmente de la de
otros grupos comparables. Aquí sólo resulta digno de consideración
él número de los oficiales del Ejército con funciones judiciales. El
6,8 por 100 de todos estos jueces, es decir, uno de cada quince, era
juez en funciones en el Ejército y, de ellos, dos tercios con el rango
de M ayor”. Lá interpretación de este hecho lleva en seguida al
círculo de las preferencias valorativas personales: podría creerse que
este hecho produciría la sospecha de que muchísimos —es decir,
demasiados— jueces habían apoyado activamente el régimen nazi;

16 Cfr. para los valorés medios en el artículo de W. R ich ter : op. cit., pá­
gina 254, tabla 7.
17 Cfr. el artículo d e W. R i c h t e r : op. cit., píg. 2 5 8 , tabla 9 .
176 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

podría argumentarse, por otra parte, que un número del 7 por 100
escaso es sorprendentemente bajo, dada la formación jurídica previa
de los jueces (ya que por lo demás sería falso acusar dé sentir sim­
patías nazis, sin más examen e indiscriminadamente, a todos los
¡funcionarios jurídicos del Ejército). Yo me inclinaría más bien hacia
esta última interpretación y creería que tampoco el pasado militar
de los jueces es una señal inequívoca de simpatías nazis disemina­
das entre los jueces.
Más importante e interesante que estas referencias inmediatas
de tipo político, sacadas del presente material, resultan las actitu­
des que pueden deducirse de la situación social de los jueces. M. Ja-
nowitz ha probado en su estudio sobre la estratificación social y
movilidad alemanas, que los miembros de la clase media superior
(e inferior), así como también aquellos que no han ascendido ni
descendido, es decir, han permanecido estables en la escala social,
se inclinan en medida desproporcionada a dar sus votos para los
partidos del Centro y de la Derecha conservadora18. Ambas carac­
terísticas,. pertenencia a la clase media superior y estabilidad, se en­
cuentran en el caso de estos jueces, y combinadas significan que
también los padres de los jueces, en muchos casos, pertenecían a la
clase media de orientación más bien conservadora. Hablando en
general, la estabilidad social inclina más bien hacia una conducta
que, según las preferencias políticas, puede designarse como con­
servadora y enraizada en lo tradicional o como reaccionaria, rígida
y de horizontes limitados. Quizá sea lo más adecuado aquí el tér­
mino de actitud conservadora: una actitud, por tanto, que acepta
el “statu quo” político y social y lo defiende con cierta reserva, en
principio, frente a cualquier actividad política.
En el caso de los jueces de las audiencias se fortifica aún más
esta suposición por el hecho de que más de la mitad de ellos procede
de familias de funcionarios. W. Richter señala a este respecto “que
al menos en la generación precedente cumplía el funcionamiento
con sus obligaciones poseído de una auténtica ética estatal y que
también sus hijos crecieron en este espíritu” 19. Efectivamente, la
más importante consecuencia del gran número de funcionarios en las
familias de donde proceden estos jueces debería buscarse en el
hecho de que muchos jueces han crecido ya en un ambiente de
relaciones muy estrechas con el Estado, es decir, que en un sentido
muy concreto proceden de “estratos estatales”. Naturalmente, el13

13 Cfr. M. Janow it z : o p . c it-, ta b la 18, pág. 32.


“ W . R ic h t e r : op. c it., p ág . 2 4 8 .
C O N F L IC T O Y C A M BIO 177

Estado aquí considerado es el Estado alemán de la época pre-nazi,


con su ética de servicio, de obligación, de disciplina, de orden y
subordinación. Resulta al menos probable que el concepto y la
ética estatales del funcionario prusiano imprimiera carácter a mu­
chos de los jueces actuales de las audiencias, y determinan por
ello aún ahora su ideario político.
Si se quiere formular una tesis sobre la postura característica de
estos jueces con relación al Estado, que debería comprobarse por
ulteriores experimentos, podría decirse: los jueces, en su mayoría,
se distinguen por una actitud conservadora, que respeta la autori­
dad legal, se apoya en una ética de servicio y obligación, desea sobre
todo orden y seguridad en los asuntos públicos. Esta postura no es
democrática en el sentido en que el sistema competitivo de la de­
mocracia se hallaba en oposición al concepto hipostasiado del Estado
y a la idea de orden prusiano y del Imperio Alemán dominado por
Prusia, pero al mismo tiempo se distancia claramente del régimen
criminal nacional-socialista. Es la actitud de servicio al Estado de
viejo estilo.V

En cualesquiera circunstancias sociales, el rol del juez queda


descrito por expectativas que podrían designarse como conservado­
ras. El juez ha de salvaguardar y administrar el derecho vigente,
que es expresión, al mismo tiempo, del “status quo”. Aun en el caso
de que las lagunas de la ley le obligan a crear derecho, se orientará
por lo ya vigente, por analogía o referencia a una ley ya existente,
aunque todavía no codificada. Como funcionario del Estado ocupa
un puesto estatal; la división de poderes de las constituciones mo­
dernas garantizan al juez una independencia condicionada, pero
no una autonomía real. Su rol social le exige en todas sus partes
que haga coincidir su propia opinión con la opinión dominante y
con las correspondientes circunstancias o que las reprima en su con­
ducta. Así no resulta tal vez sorprendente que la vocación de
juez atraiga sobre todo a hombres que ya por su familia tienen ten­
dencias conservadoras.
Sin embargo, no es absolutamente njecesario un rol de tipo con­
servador unido a una herencia profesional, origen de la clase supe­
rior, o bien de una familia de funcionarios. Cabría pensar, sin em­
bargo, que el sistema, ya de por sí poco flexible, del derecho codi-
i’
178 S O C IE D A D V L IB E R T A D

ficado, experimentaría cierto aligeramiento mediante cambios en


la composición del estamento judicial, es decir, que la imagen social
de las elites funcionales de la justicia —como parece suceder en la
República Federal— no vaya renqueando tras las estructuras reales
de la sociedad en la misma medida que el derecho.
Pues la consecuencia más importante que presenta el material
aquí expuesto se refiere a la imagen social previsible propia de los
jueces. Al igual que otros elementos de la clase superior alemana
viven también los jueces de las Audiencias, evidentemente, en una
sociedad dividida, su mundo social se extiende desde los puestos
más importantes de los distintos campos funcionales hasta “la clase
media inferior”, a las profesiones libres, los pequeños empleados y
los funcionarios. Pero más allá de estos ámbitos, entre el 50 por 100
de los trabajadores cualificados y no cualificados, está envuelta la
sociedad en una penumbra de desconocimiento. Hay un "mundo
propio”: el de los universitarios, funcionarios y empleados, de las
fuerzas económicas directoras, conductoras, de los terratenientes
campesinos, operarios manuales y comerciantes, quizá también el
de los bedeles, criados, empleados de una gasolinera y barrenderos,
y existe un “mundo extraño”: el de los obreros de la industria y
del agro.
Desgraciadamente nos falta por completo material sobre la es­
tratificación social de la criminalidad, pero es al menos verosímil
que una parte considerable de los delincuentes se recluta del mundo
de las clases inferiores, ajeno al de los jueces20. Algunos jueces re­
llenarían las lagunas de su cuadro social con semejante^ experien­
cias, entendiendo, por consiguiente, el mundo propio como un mun­
do de orden, de corrección y digno de confianza; el mundo de los
otros, en cambio, como en peligro, indisciplinado y desordenado.
Al menos la situación social de los jueces da pocos motivos para
pensar que tengan contacto con las clases inferiores fuera de los
tribunales de justicia.
El fenómeno de la distancia social es naturalmente de tanta
efectividad “arriba” como "abajo”. También los trabajadores poseen
representaciones muy oscuras y frecuentemente desfiguradas en
“slogans” de “los de allá arriba” como “los privilegiados”, “los que
llevan Mercedes”, etc. Pero llama la atención que, siendo incluso
iguales los métodos de reclutamiento, la distancia con las clases
inferiores no es igual en todas las elites funcionales o no tiene en

30 Las o b se rv a cio n es sig u ien tes se lim itan c o n sc ien te m e n te a la ju sticia


penal, d o n d e las ev en tu ales c o n se cu e n cia s poseen m ay o r tra sce n d e n cia .
C O N F L IC T O V C A M BIO 179

todas ellas las mismas consecuencias: el empresario, el médico y,


en menor medida, también el maestro, conoce a hombres de todas
las clases sociales, con sus virtudes y debilidades, aun cuando él
mismo proceda del estrato social superior. Aunque la sociedad se
halle dividida, en su opinión, sigue siendo una realidad en todas
sus partes. En el caso de los jueces se puede decir lo mismo, mu­
chas veces sólo en relación con los miembros del estrato inferior, que
han entrado en conflicto con la ley. Aun cuando sería exagerado
deducir de estos supuestos una "justicia de clase’’, en el sentido de
jurisdicción llevada en interés de la clase dominante, no puede uno
rechazar la sospecha de que en nuestros tribunales la mitad de la
sociedad está autorizada a juzgar a la otra mitad, que le es desco­
nocida. Quien tiene a la vista la efectividad de la distancia social en
nuestra sociedad, manifiesta en tales ejemplos, sólo podrá hablar
de una "sociedad de clase media nivelada” si su propia imagen de
la sociedad se limita a la mitad superior del sistema estratificado.
Los jueces de Audiencia alemanes no son unos intelectuales, si
consideramos como elemento constitutivo de una existencia inte­
lectual el romper con la propia esfera originaria — en sentido geo­
gráfico o social— . Por ello, y a diferencia de los intelectuales, están
muy influidos y marcados por su propio estrato y origen sociales.
Mas el estrato propio y el de los jueces comprende sólo una parte
muy limitada de la sociedad en conjunto. Es por ello verosímil que
los jueces vivan la sociedad sólo desde su limitada sección. Puede
opinarse que este hecho no da motivos para criticar el estamento
de juez o la sociedad que así le mantiene. Posiblemente no consti­
tuyan los jueces de tipo intelectual una imagen ideal; y seguro que
no se favorece a nadie si en lugar de reclutar los jueces entre las
familias de funcionarios del Estado y de universitarios se les es­
coge, siguiendo el modelo de Alemania Oriental, de un nuevo es­
trato social, fundamento del Estado, de funcionarios del Partido
totalitario. De todos modos habrá que preguntarse si determinadas
variaciones en la estratificación de origen de los jueces y de las
demás elites universitarias de nuestra sociedad no podrían contri­
buir a borrar algo las rígidas fronteras que continúan establecidas
entre las dos mitades de nuestra sociedad.
9

ELEMENTOS PARA UNA TEORIA DEL


CONFLICTO SOCIAL *

Es explicable que la clase dominante de las sociedades totali­


tarias no haga mucho caso de los conflictos sociales. Cualesquiera
disturbios interiores amenazan su privilegiada situación de poder
y son por ello reprimidos. Pero tampoco las sociedades liberales
actuales aman el conflicto. Esto se puede ver ya teniendo en cuenta
la evolución en el significado de la palabra “liberal”. Si esta pala­
bra designaba en la época del capitalismo primitivo el reconoci­
miento de la existencia de intereses opuestos en la sociedad, actual­
mente delimitan mucho, también los “liberales”, las fronteras de
las diferencias de opinión toleradas. En la actual sociedad, dirigida
“desde fuera”, se considera poco elegante la lucha para implantar
los propios intereses. De ahí que muchos consideren preferente­
mente en el conflicto no la realidad propia, sino la enfermedad de
los demás. Pero en esta actitud negativa ante los conflictos sociales
hay un doble error de graves consecuencias: quien considera el con­
flicto como una enfermedad no entiende en absoluto la idiosincrasia
de las sociedades históricas; quien echa la culpa de los conflictos,
en primer lugar, a “los otros”, queriendo indicar con ello que cree

* Redactado en 1961, manuscrito no publicado hasta la fecha. Al prepa­


rarlo para su publicación tomé algunas ideas del artículo “Zu einer Theorie
des sozialen Konflikts”. (Cfr. también la versión inglesa, “Toward a Theory of
Social Conflict”, C onflict R esolution, II/2, 1958), aparecido por primera vez en
el H am burger Jah resbu ch für W irtschafts und G esellsch aftsp olitik, año 3
(1958); pero el artículo aquí publicado representa una formulación mucho
más amplia y completamente renovada.
C O N F L IC T O Y C A M BIO 181

posibles las sociedades sin conflictos, entrega la realidad y su aná­


lisis en manos de sueños utópicos. Toda sociedad “sana" autocons-
ciente y dinámica conoce y reconoce conflictos en su estructura;
pues su denegación tiene consecuencias tan graves para la sociedad
como el arrinconamiento de conflictos anímicos para el individuo.
No quien habla del conflicto, sino quien trata de disimularlo, está
en peligro de perder por él su seguridad.
Lo mismo que en otros asuntos, también en su actitud frente a
los conflictos ha seguido la sociología a la sociedad por ella estu­
diada. A diferencia de los comienzos históricos de la sociología, que
se encontraba completamente dominada por los grandes temas de
la pasada revolución burguesa y de la futura revolución proletaria,
se ha quedado muy al fondo en la nueva sociología el problema de
los conflictos sociales. De las dos cuestiones básicas del análisis
sociológico: “¿qué cosa mantiene unidas a las sociedades?”, y “¿qué
es lo que las empuja hacia adelante?”, predominó la primera en estos
últimos decenios. Sólo en tiempos recientísimos, al aumentar la
sospecha de que semejante unilateralidad sólo nos descubre siem­
pre una parte de la realidad, ha aumentado también el número de
estudios sobre este tema. Tanto en Europa como en América, por
antropólogos y sociólogos, a raíz de problemas concretos como en
estudios de tipo general, han aparecido durante este último decenio
numerosos e importantes trabajos sobre cuestiones de conflicto so­
cial. Bastará aquí citar los nombres de Aron, Coleman, Coser, Dubin,
Gluckman, Kerr, Philip, Sheppard y Thurlings, para darse cuenta
del renovado interés por los conflictos sociales. El volumen de la
UNESCO sobre la naturaleza del conflicto, y la revista, publicada
desde 1956, “Conflict Resolution” demuestran además que precisa­
mente aquí hay un campo muy prometedor de colaboración inter­
disciplinar. Psicología y Relaciones Internacionales, Ciencias Jurí­
dicas y Económicas, Antropología y Sociología comparten diversos
temas para el análisis y regulación de conflictos \1

1 Aquí nos referimos a las siguientes publicaciones: R . Aron : La so ciété


industrie He e t la guerre (Paris, 1959). J. C o l e m a n : C om m unity C on flict
(Glencoe). L. C o s e r : T h e Functions o f Social C on flict (Glencoe-Londres,
1956) . R . D u b i n : “Industrial Conflict and Social Welfare”, C on flict R eso ­
lution. 1/2 (1957). M . G l u c k m a n : C ustom an d C on flict in A frica (Manches-
ter, 1956). C. K e r r : “Industrial Conflict and Its Mediation”, 'American
Journal o f Sociology, LX/3 (1954). A. P h i l i p : L e S ocialism e trahi (París,
1957) . H. L. S h e p p a r d : “Approaches to Conflict in American Industriar So­
ciology”, British Jou rn al o f Sociology, V/4 (1954). J. M. G. T h u r l i n g : H et
Sociale C onflict (Nimega, 1960). International Sodological Association: T he
N ature o f C on flict (UNESCO, W 57).
182 s o c ie d a d y l ib e r t a d

En esta situación no hará falta razonar por extenso la sospecha


de que siempre encontraremos conflictos allí donde existan socie­
dades humanas. Todas las sociedades conocen conflictos sociales.
Esta suposición no se presenta como una teoría, ni tampoco como
anticipando afirmaciones más concretas. Sólo se expresa en este
momento porque puede facilitarnos la formulación del problema
de una teoría del conflicto. Nada parece menos fructífero en una
discusión sociológica que la pregunta, constantemente repetida, si
en la sociedad A se da o no se da el fenómeno X : ¿Hay clases so­
ciales en una sociedad industrial desarrollada? ¿Existía la familia
en la sociedad primitiva? ¿Habrá una clase dominante en la socie­
dad tecnológica del futuro? Por magníficas que sean las discusiones
que pueden sostenerse durante días y días sobre estas cuestiones,
los resultados positivos de las mismas, para mejor conocimiento de
la realidad, son ínfimos. Por esta razón no plantearemos aquí la
cuestión de si existen conflictos sociales en determinadas socieda­
des y en qué condiciones. Presuponiendo que no existen sociedades
sin conflictos, debería responder una teoría general sobre el conflic­
to social a las siguientes preguntas:
1. ¿Qué hay que entender por conflicto social y qué clases de
conflictos podemos distinguir en las sociedades históricas? Estas
preguntas son evidentemente de tipo definitorio y clasificatorio, en
las que reina en gran medida la arbitrariedad de la decisión termi­
nológica; sin embargo, el modo de proceder en este campo previo
decide también sobre el éxito de la misma teoría.
2. ¿Dentro de qué imagen social se ofrecen los conflictos so­
ciales a la captación racionalizadora de la teoría científica? Tam­
bién esta pregunta, estrictamente considerada, es todavía algo pre­
vio; mas precisamente en la sociología resulta imprescindible la dis­
cusión explícita de “orientaciones generales” que sirven de funda­
mento de las teorías.
3. ¿Cómo se pueden determinar los puntos de partida estruc­
turales de determinadas especies de conflictos sociales? Esta pre­
gunta de causalidad —si así se quiere llamar— constituye lógica­
mente una de las cuestiones centrales, aunque objetivamente no la
más fructífera, de la teoría del conflicto. Con este problema apenas
puede obtenerse algo más que la conexión sistemática de determi­
nadas categorías fundamentales del análisis sociológico.
4. ¿De qué modo se despliegan los conflictos sociales ante el
fondo de determinadas relaciones estructurales sociales? Es el pro­
blema de la formación de los grupos de conflicto y de sus leyes, o,
de un modo más general, de la manifestación de conflictos sociales.
C O N F L IC T O Y C A M B IO 183

5. ¿Cuáles son las dimensiones de variabilidad de determina­


das especies de conflictos sociales y en qué condiciones varían las
formas conflictivas dentro de estas dimensiones? Es ésta la cues­
tión más fructífera de una teoría sociológica del conflicto, tanto
en el aspecto teórico como político. Su contestación facilita la
comprensión de la creciente o menguante intensidad y violencia
de los conflictos sociales, y con ello permite señalar los momentos
en que parece posible, al menos en teoría, una intervención di­
rectora.
6. ¿De qué modo pueden regularse los conflictos sociales? En
sentido estricto este último problema de una teoría del conflicto
es sólo un aspecto del anterior. Sin embargo, puede justificarse su
tratamiento por separado en cuanto que la regulación de los con­
flictos sociales hace surgir, por una parte, un campo de factores
propio y, por otra parte, lleva de nuevo a la problemática general
del conflicto.
Sólo en forma extraordinariamente comprimida, y prescindiendo
casi por completo de presentar ejemplos, podrá intentarse en lo que
sigue el tratamiento de este conjunto de problemas. Sin embargo,
no quisiera renunciar a proyectar una tesis sobre cada uno de
los problemas indicados de una teoría del conflicto y suministrar
así los elementos de una teoría general de los conflictos sociales.
Que esta empresa, aun en el caso de pretenderse una exposición
más completa, tiene que ser extraordinariamnte abstracta, es algo
evidente, y puede uno preguntarse por ello hasta qué punto es este
intento capaz de enriquecer nuestros conocimientos sobre los muy
concretos problemas conflictivos de la sociedad moderna. Para el
lector impaciente resultará efectivamente insatisfactorio este in­
tento. Esto no cambia en nada, sin embargo, la necesidad de pre­
sentarlo. Si queremos manifestar acerca de las leyes que regulan
nuestra sociedad algo más que intuiciones poco comprometedoras,
e- inspiraciones brillantes, no nos queda más remedio que dar un
rodeo largo y dificultoso por formulaciones generales, teóricas, abs­
tractas y no siempre fácilmente comprensibles. Pero si esta vuelta
quiere ser algo más que un paseo sin plan fijo habrá de llevar al final
a la fertilización del análisis de fenómenos concretos. Por ello, al
final de las reflexiones teóricas volveremos a la sociedad actual y a
sus problemas típicos, para indicar al menos hasta qué punto la
teoría antes formulada puede ilustrar los problemas del mundo de
nuestra experiencia inmediata y si puede servir quizá de instru­
mento de control racional de la realidad.
184 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

II

En el lenguaje corriente relacionamos la palabra “conflicto”, por


lo general, con la idea de discusiones especialmente violentas. Si
seguimos el modo ordinario de hablar deberíamos designar como
conflicto upa huelga, pero no las discusiones para llegar a un acuer­
do colectivo; las luchas políticas parecidas a una guerra civil, pero
no los debates parlamentarios. La definición de conflicto que aquí
empleamos difiere de este sentido corriente tan estricto. El con­
cepto de conflicto ha de designar, en primer lugar, cualquier rela­
ción de elementos que puedan caracterizarse por una oposición de
tipo objetivo (“latente”) o subjetivo (“manifiesto”). Si, pues, dos so­
licitantes se esfuerzan en obtener un puesto habrá conflicto, lo mis­
mo que en el caso de dos partidos políticos en lucha por el poder,
dos socios en la distribución de las ganancias obtenidas, dos bandas
criminales que se disputan un determinado sector, dos naciones que
se enfrentan en el campo de batalla, dos personas que no pueden
soportarse mutuamente, y cosas parecidas. La oposición entre los
elementos concurrentes (que con frecuencia, aunque no siempre,
puede describirse como la aspiración común a “valores” escasos)
puede ser consciente o meramente deducida, querida o impuesta
por las circunstancias; tampoco el grado de consciencia es impor­
tante para designar determinadas relaciones como constitutivas de
conflictos. Pero todo conflicto puede reducirse a una relación entre
dos o sólo dos elementos. Siempre que participen en el mismo mu­
chos “partidos”; son las “coaliciones” las que crean el conflicto
como tal entre dos elementos, es decir, los elementos de conflictos
dados pueden ser en su seno multiformes.
Un conflicto se llamará social cuando procede de la estructura
de las unidades sociales, es decir, es supra-individual. El conflicto
del médico internista entre las expectativas de sus pacientes y las
del Seguro de Enfermedad es un conflicto social; pues existe inde­
pendientemente de la personalidad del médico concreto Dr. H. S. Lo
mismo puede decirse, de ordinario, de los conflictos entre partidos
políticos, entre empresarios y sindicatos, entre la ciudad y el campo,
entre confesiones religiosas, etc. En cambio, un conflicto entre dos
individuos que sólo se base en que ambos no pueden sufrirse mu­
tuamente, no es un conflicto social. Tampoco es el intento de la
casa “X ” de desplazar del mercado a la casa “Y ” un conflicto social,
cuando descansa únicamente en la aversión mutua de los dos em-
C O N F L IC T O Y C A M BIO 18 5

presarios. Esta limitación es importante sobre todo en dos casos:


por una parte hay en unidades sociales muy pequeñas (roles, gru­
pos), con mayor frecuencia, diferencias que no poseen relevancia
estructural y a las que no se aplica, por tanto, la teoría del conflicto
social; por otra parte, es fácil suponer que incluso las discusiones
entre unidades sociales muy extensas precisan, a veces, de una ex­
plicación psicológica más que sociológica. Cierta arbitrariedad
social no parece ser ajena a algunas guerras de la historia.

v. Rango de
los parti- SUPERIORES
pipantes IGUALES FRENTE A FRENTE TODO FRENTE
IGUALES A INFERIORES A PARTE
Unidad \
social
Enfermos frente Familia de origen Personalidad social
a Seguros frente a propia familia frente a rol familiar
A (En el rol de médico) (como roles) Rol de soldado fren­
Roles Rol familiar frente a Rol profesional frente te a obligación de
rol profesional a rol asociativo obediencia

Sección fútbol frente Dirección frente a Empleados antiguos


sección atletismo Miembros frente a nuevos
B ligero (en la asociación) (en la empresa)
Grupos (en el club deportivo)
Chicos frente a chicas Padres frente a hijos Familia frente a
(en la clase escolar) (en la familia) “hijo perdido”

Empresa A Uniones de empre­ Iglesia Católica frente


C frente a Empresa B sarios frente a a “Católicos Viejos”
Sindicatos
Sectores Aviación frente a Baviera frente a
Monopolista frente
Ejército a no monopolista Emigrados

Protestantes Partido del gobierno Estado frente a ban­


D frente a Católicos frente a oposición das criminales
Sociedades Flamencos Libres frente a Estado frente a mino­
frente a Valones esclavos ría étnica

Oeste frente a Este Unión Soviética


frente a Hungría ONU frente a Congo
E OEEC frente a
Asociaciones India Alemania frente Francia
Supraestatales frente a Pakistán a Polonia

Está claro que esta definición del conflicto social incluye un


gran número de fenómenos. Sólo la teoría fundada sobre ella podrá
probarnos si es recomendable una definición tan amplia. Pero puede
hacerse desde ahora la advertencia de que gran número de fenó­
menos, que aquí se interpretan como fenómenos de conflicto, re­
sultan probablemente más útiles si se los entiende como una multi­
forme variedad de expresiones de un único fenómeno básico que si
se los divide en una serie de fenómenos distintos; por ejemplo,
guerra, batalla, escaramuza, competencia, discusión, etc. Desde
1 86 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

luego, quien parte de una base semejante se halla en la obligación


de introducir cierto orden en la muchedumbre de manifestaciones
del conflicto social. Tanto para evitar generalidades sin contenido
(“toda sociedad conoce conflictos sociales”) como simplificaciones
empíricamente insostenibles (“la historia de toda sociedad, hasta el
presente, es la historia de la lucha de clases”) es necesaria una cla­
sificación de las distintas especies de conflicto social. El empleo de
dos criterios clasificatorios distintos puede darnos, a continuación,
una idea de la multiformidad empírica de los conflictos sociales.
Una primera manera de clasificación se ofrece partiendo del vo­
lumen de la unidad social, dentro de la cual existe un conflicto
dado. Con una limitación que teóricamente resulta arbritaria pue­
den distinguirse como mínimo cinco especies de conflictos sociales,
partiendo de unidades menores a otras mayores: A) Conflictos den­
tro y entre roles sociales individuales. A esta clase pertenecen el ya
mencionado conflicto de expectativa en el rol del médico (“conflic­
to entre roles”) y también la disensión tan típica de la sociedad
moderna entre la familia y la profesión, es decir, el rol familiar y
el profesional, sobre todo en el hombre (“conflicto dentro de los
roles”). B) Conflictos dentro de grupos sociales dados. Se cuenta en
este grupo la lucha por formar parte de la directiva de un club, lo
mismo que las discusiones acerca de la democracia interna en los
sindicatos. C) Conflictos entre agrupaciones sociales organizadas
(“grupos de intereses") o no organizadas C’cuasigrupos”) dentro de
sectores regionales o institucionales en las sociedades, así por ejem­
plo, entre los maestros y la administración escolar, entre los viticul­
tores y las autoridades en un sector regional, o entre laicos y dig­
natarios en una Iglesia. D) Conflictos entre agrupaciones organiza­
das o sin organizar, que afectan a toda una sociedad (en el sentido
de unidad estatal territorial). El prototipo de estos conflictos es la
discusión política entre dos partidos; pero también pertenecen a
este tipo las oposiciones entre confesiones religiosas o los antago­
nismos entre regiones. E) Conflictos dentro de unidades mayores
de uniones entre dos países, o dentro de federaciones más amplias
que pueden abarcar a todo el mundo, como, por ejemplo, dentro
del Consejo de Europa o de las Naciones Unidas, que incluso pue­
den ser solventados mediante una guerra.
Como atravesando esta clasificación hay otra que se orienta
según la categoría de los grupos o elementos que toman parte en
los conflictos. Dentro de cada una de las unidades sociales que aca­
bamos de distinguir (roles, grupos, sectores, sociedades, relaciones
suprasociales) hay: 1. Conflictos entre dos partes de la misma ca-
C O N F L IC T O Y C A M BIO 187

tegoría. 2. Conflictos entre contendientes que, desde el punto de


vista de su relevancia, son superiores o inferiores. 3. Conflictos
entre el total de la respectiva unidad y una parte de la misma. Entre
los primeros se enumeran, por pjemplo, las diferencias entre fla­
mencos y valones en Bélgica; en el segundo grupo las diferencias
entre empresarios y sindicatos en los países industriales y, en el
tercer grupo, las que existen entre los tiroleses meridionales y el
Estado italiano (para escoger ejemplos completamente al azar).
Combinando las características de ambas clasificaciones se ob­
tienen ya 15 especies más o menos diversas de conflictos sociales,
que van desde la resistencia del soldado a su obligación de obe­
diencia y las tensiones entre chicos y chicas en una clase escolar,
hasta las luchas religiosas y las guerras entre naciones. Apenas será
necesario advertir que una teoría que trate de explicar con el mismo
detalle todas estas especies de conflictos sociales sobrepasa al menos
las posibilidades actuales de la sociología, si es que no representa
una tendencia excesivamente ambiciosa en general. Resultaría más
asequible agrupar las distintas clases de conflictos sociales de modo
que un número reducido de diversas teorías, que sería posible en­
tonces integrar, pudiera hacerse cargo de aquéllos: teorías del “con­
flicto de roles” (Al, A2, A3), “de la competencia" (Bl, Cl), de la
“lucha de clases” (B2, C2, D2), de “las minorías” y la “conducta des­
viada” (B 3 , C3, D3), de la “lucha proporcional” (DI) y de las “rela­
ciones internacionales” (E l, E2, E3). Pero estas agrupaciones resul­
tan hechas tan al azar como las mismas clasificaciones que consti­
tuyen su base. Por ello procederé aquí de un modo distinto.
Quizá no lleve demasiado lejos preguntas si cada sociedad' co­
noce cada una de las 5 distintas especies de conflictos sociales. Pero
sí que parece seguro que entre esas especies hay algunas que carac­
terizan preferentemente determinadas épocas y determinadas so­
ciedades, mientras que otras han tenido parecido significado en
todos los tiempos y en todas las sociedades. Los conflictos de mi­
norías y las luchas de proporcionalidad no tienen la misma impor­
tancia en todas partes; en cambio, las diferencias políticas y eco­
nómicas entre supra y subordinados han desémpeñado un impor­
tante papel en cualquier sociedad y en cualquier época. Por esta
razón —una razón de “arbitrariedad ilustrada”, podríamos decir—
me limitaré en adelante, en puntos decisivos, a los conflictos de la
clase D2. Por consiguiente, los elementos aquí expuestos de una
teoría del conflicto social, tomados en sentido estricto, se refieren
sólo a los conflictos de grupo dentro de sociedades enteras, en
cuanto esos conflictos se originan entre grupos de distinta cate-
188 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

goría. En cada caso concreto habrá que examinar si se pueden apli­


car también a otras clases de conflictos sociales y hasta qué punto.
Sin limitar en lo esencial esta formulación estricta, puede aña­
dirse, sin embargo, otra idea. Esta limitación a conflictos entre
supra y subordinados dentro de una sociedad de conjunto no tiene
la misma gravedad en cada uno de los aspectos a discutir. Se aplica
claramente en las investigaciones sobre la causa de los conflictos
sociales; sus resultados sólo pueden servir por analogía problemá­
tica para los restantes tipos conflictivos de la columna 2. Pero las
reflexiones sobre la variabilidad de las formas de los conflictos tie­
nen probablemente una más amplia validez; esto se aplica en ma­
yor grado aún a las sugerencias sobre la formación de grupos con­
flictivos y a las maneras de regular los conflictos y, muy especial­
mente, a la exposición de la orientación general de un análisis
sociológico del conflicto.

III
Seguramente nos es lícito seguir a Talcott Parsons en su conje­
tura de que el “problema hobbesiano del orden” señala el fondo de
muchas otras y quizá de todas las cuestiones sociales: ¿Cómo se
consigue —para hablar con Parsons— la integración de los moti­
vos de muchos individuos en un sistema social estable? ¿Cómo
hemos de representarnos —para escoger una formulación todavía
más general del problema— la consistencia de las sociedades? ¿Cómo
nos explicamos en realidad que muchos individuos se cohesiona­
ran gracias a las instituciones sociales en aquellas unidades mayo­
res que llamamos sociedades? Tal vez no sea posible contestar de
un modo definitivo a todas estas preguntas. Quizá ni siquiera sea
preciso para cada problema en particular del análisis sociológico
el contestar a ellas. Pero en el caso de la teoría del conflicto parece
que la orientación de tipo general, que se esconde en una postura
determinada frente a estas cuestiones, puede llevar positivamente
a la solución del problema mismo.
En la historia del pensamiento social y político hay dos solu­
ciones de principio al problema del orden en Hobbes. La primera
es la solución del propio Hobbes (que Parsons rechaza con perspi­
cacia insospechada como la “reducción “ad absurdum” del concepto
de sistema social”, es decir, de su propia imagen social)2: La cohe-

2 C fr. T . P a r so n s; T he S ocial System ( G le n c o e , 1 9 5 3 ), p ág. 3 6 , p ág . 4 2


y s ig s .
C O N F L IC T O Y C A M BIO 189

sión de las sociedades se basa en la coacción, en la soberanía de uno


solo o de pocos que ejercen el poder. Para protegerse de las conse­
cuencias de la guerra originaria o “natural” de todos contra todos,
forman los hombres sociedades y traspasan determinadas liberta­
des a un poder central, que garantiza por su parte la integridad
del orden social. La integración de las sociedades se puede describir
por ello como la reducción violenta de la tendencia humana a las
disputas. La otra solución del problema (que Parsons y, con él, mu­
chos otros teóricos recientes de la sociología prefieren) es la de
Rousseau: la sociedad y la cohesión social resultan de un acuerdo
de todos, es decir, de un consenso a la vez libre y universal. El
contrato social representa el valor común de todos los hombres
como seres sociales; los eleva a una unidad superior, sin disminuir
su autonomía y soberanía.
Estas dos soluciones del problema del orden en Hobbes son
casi como arquetipos del pensamiento social. Se encuentran no sólo
en la filosofía política y en la teoría sociológica, sino también en las
opiniones y actitudes de los individuos en las sociedades históricas
La imagen “dicotómica” de la sociedad, según la cual las sociedades
humanas son entidades explosivas por estar en discordia, y que
han de mantenerse unidas sólo por la coacción, tiene alguna seme­
janza con la versión de Hobbes del contrato social, mientras que la
imagen armónica y “jerárquica” de la sociedad recuerda aún mu­
chos de sus rasgos a Rousseau. Quizá exista alguna relación entre
el avance de este último en una sociedad caracterizada en gran
parte por la clase media y la preferencia de la teoría sociológica
por el contrato social al modo rousseauniano; seguro es que todo
esto ha contribuido al abandono en que se hallaba en tiempos re­
cientes el tema de los conflictos sociales. Pues el sentido de la
exposición del problema del orden en Hobbes y de sus soluciones
está en la tesis de que sólo una de estas dos soluciones es capaz
de constituir el fondo apropiado para una teoría sociológica del
conflicto.
La teoría del consenso de la integración social (como la llama­
remos en adelante), que domina en gran parte en la teoría socioló­
gica de observancia funcional, descansa en su forma pura en las
siguientes cuatro tesis sobre la esencia de las sociedades humanas,
tesis que en calidad de óptica selectiva son capaces de determinar
incluso los análisis particulares aparentemente más alejados:

Cfr. el artículo arriba publicado "Dichotomie und Hierarchie”.


190 S O C IE D A D V L IB E R T A D

1. Toda sociedad es un sistema (“relativamente”) constante y


estable de elementos (tesis de la estabilidad).
2. Toda sociedad es un sistema equilibrado de elementos (te­
sis del equilibrio).
3. Cada elemento dentro de la sociedad contribuye al fun­
cionamiento de ésta (tesis del funcionalismo).
4. Cada sociedad se mantiene gracias al consenso de todos sus
miembros acerca de determinados valores comunes (tesis del con­
senso).
El hecho de que apenas haya un sociólogo que defienda sin
limitación alguna de estas tesis, no debe hacernos olvidar que a
pesar de todo forman efectivamente la base de muchos análisis y
describen por lo demás la línea de orientación también de aquellos
autores que tratan de alejarse de ella en mayor o menor medida.
Frente a esta orientación puede pensarse en la existencia de
una teoría coactiva de la integración social, que parte de tesis total­
mente distintas y posiblemente opuestas acerca de las sociedades
humanas. De un modo también exageradamente simplificado podrían
caracterizarse estas tesis del modo siguiente:
1. Toda sociedad y cada uno de sus elementos está sometido
en todo tiempo al cambio (tesis de la historicidad).
2. Toda sociedad es un sistema de elementos contradictorios en
sí y explosivos (tesis de la explosividad).
3. Cada elemento dentro de la sociedad contribuye a su cam­
bio (tesis de la disfuncionalidad y productividad).
4. Toda sociedad se mantiene gracias a la coacción que algunos
de sus miembros ejercen sobre los otros (tesis de la coacción).
No se trata aquí de examinar cuál de estas dos categorías es
“la verdadera” (si es que semejante examen pudiera llevar a alguna
parte). Tampoco ha de decidirse aquí la cuestión de si posiblemente
una de las dos teorías es de tipo más general que la otra, es
decir, si una de ellas pudiera subsumirse en la otra, cuestión que
resulta de alguna importancia porque Parsons (con Rousseau) pre­
tende hacerlo así con la primera teoría, mientras que Mills (con
Hobbes) tratan de conseguirlo para la segunda. Presuponiendo la
posibilidad de que ambas teorías puedan pretender, una junto a la
otra, ser válidas o fecundas, habremos de examinar aquí cuál de
las dos imágenes sociales resulta más apropiada como concepto de
orientación general de una teoría sociológica del conflicto. Bajo este
aspecto tan limitado y concreto afirmaría yo que sólo puede darse
una teoría satisfactoria del conflicto social si colocamos como base
de ella la teoría coactiva de la integración social.
C O N F L IC T O Y C A M BIO 191

Quien se acerca a las sociedades humanas con las tesis de esta­


bilidad, equilibrio, funcionalismo y consenso, tropieza desde el pri­
mer momento con un fenómeno que deja en el aire todas estas
tesis. A pesar de todo, basándose en ellas, son posibles determina­
das manifestaciones acerca de los conflictos sociales: manifestacio­
nes sobre las perturbaciones del equilibrio y su origen, la contribu­
ción de los conflictos al funcionamiento de las sociedades, la forma­
ción de un consenso universal gracias al conflicto, la génesis y
consecuencias de una conducta desviada, etc. Desde luego, debe
existir como fundamento de todas estas manifestaciones la visión
intelectual de que los conflictos representan un fenómeno extraor­
dinario y por ello pasajero y eliminable. El teórico del consenso
puede ver en los conflictos, en el mejor de los casos, un bacilo,
cuyo antiveneno todavía es desconocido, pero jamás una fuerza
creadora que no es posible eliminar de las sociedades históricas.
Pero esto supone que toda teoría conflictiva basada en la línea de
orientación del consenso se ve obligada a menospreciar los conflic­
tos sociales como fenómenos excepcionales o patológicos de un
modo tal que ha de llevar a afirmaciones rebatibles empíricamente.
En cuanto que la teoría del conflicto social aquí intentada parte
de un punto de vista totalmente diferente, presuponiendo la efec­
tividad creadora constante de los conflictos sociales, habrán de de­
mostrar la fertilidad de la orientación los análisis y pronósticos
derivados de la misma. En general, sólo puede afirmarse que es me­
nos difícil descubrir y comprender los conflictos si se entienden las
sociedades humanas admitiendo las tesis de la historicidad, explo-
sividad, disfuncionabilidad y coactividad: sobre semejante base se
presenta el conflicto como un factor necesario en todos los pro­
cesos de cambio. Además, esta orientación excluye el pensamiento
utópico de un sistema social equilibrado, estable y en perfecto fun­
cionamiento, de “la sociedad sin clases”, del “paraíso en la tierra”,
y está con ello más cerca, tanto de la realidad social como también
(en el campo de la teoría política) de la idea de la libertad que la
teoría del consenso. Por estas razones, aun antes de comprobarla ex­
perimentalmente, parece más lógico suponer en la teoría coactiva de
la sociedad el fondo apropiado para una teoría del conflicto social.IV

IV

No la existencia de conflictos, sino la aparente tranquilidad de


sistemas sociales nos da motivos para sorprendernos; pues toda so-
192 SO C IE D A D V L IB E R T A D

ciedad histórica conoce conflictos sociales. Pero, ¿cuál es el ele­


mento en la estructura de las sociedades históricas que proporciona
siempre nuevo alimento a estos conflictos? En este momento se
hace preciso abandonar el discurso genérico de los conflictos socia­
les y considerar más de cerca una forma determinada —a saber, el
"conflicto de clases” entre partes supra y subordinadas en las so­
ciedades en conjunto— . Sólo podrá decirse más tarde si es posible
aplicar los resultados de semejante análisis también a otras formas
de conflictos sociales. A pesar de todo, como análisis paradigmá­
tico conservará este examen su significado aun en el caso de que el
resultado fuera negativo.
Las diferencias de categoría de “partidos” en conflictos que se
desarrollan en una sociedad en conjunto pueden tener muchos sen­
tidos. Puede entenderse así la diferencia de ingresos o de prestigio
social, es decir, la situación relativamente diferente de cada uno en
la escala de la estratificación social: el conflicto entre los que ganan
más de 500 marcos y aquellos que ganan menos; el conflicto entre
los bien considerados especialistas en el ramo de la imprenta y los
menos considerados de las minas; el conflicto entre los funciona­
rios de categoría media y los de categoría superior. Puede designarse
con ello también la desigualdad que se desprende del reparto de la
propiedad fungente ("propiedad privada de los bienes productivos”):
el conflicto entre “capitalistas poseedores” y “proletarios sin pro­
piedad”. Junto a estos ejemplos históricamente más conocidos po­
dría pensarse también en desigualdades desde otros puntos de vista:
en conflictos, por ejemplo, entre las elites “hierocráticas”, “aristo­
cráticas” y “meritocráticas” y los que están excluidos de ellas. Sin
negar la importancia de la multiplicidad empírica de las diferencias
de categoría entre los hombres, que son causa de conflictos, me
atrevería a afirmar que todas estas desigualdades de categoría po­
drían reducirse al desigual reparto del poder en los grupos sociales,
de modo que los conflictos aquí considerados son siempre conflictos
en razón del poder y acerca del mismo. Todas las demás desigual­
dades de categoría que pueden presentarse como punto de partida
estructural inmediato, es decir, como objeto de conflictos —diversas
gradaciones de prestigio social e ingresos, desigual reparto de la
propiedad, formación intelectual, etc.— no son más que efluvios y
formas especiales de la desigualdad más universal del reparto del
poder legítimo.
Dondequiera que se juntan los hombres y fundan formas socia­
les organizadas hay algunos que en razón de su posición social
dentro de un campo concreto y respecto a los demás poseen pode­
C O N F L IC T O y C A M BIO 19 3

res de dominio y otros que en sus posiciones sociales se encuentran


sometidos a estos mandatos. La distinción entre “arriba” y “abajo"
es una de las experiencias fundamentales de la mayoría de los hom­
bres en sociedad; y parece ser, además, que esta distinción se halla
estrechamente relacionada con el reparto desigual del dominio. La
principal tesis defendida en este ensayo se concreta en que hemos
de buscar el origen estructural de los conflictos sociales (del tipo
D2 del cuadro de la pág. 185) en las relaciones de dominio, que
reinan dentro de ciertas unidades de la organización social. Para
estas unidades emplearé el término de Max Weber de la “asociación
de dominio”. La estructura de las sociedades se convierte, por tanto,
en punto de partida de conflictos sociales, en cuanto estas socie­
dades (y determinadas partes de las mismas) pueden ser descritas
como asociaciones de dominio.
Los conceptos básicos sociológicos de poder y dominio son cate­
gorías de gran complejidad. Al que las emplea se le acusa con fre­
cuencia de inexactitud y falta de claridad en la medida misma en
que trata de definirlas “exhaustivamente”. ¿Son ejemplos del ejer­
cicio del poder la influencia del padre sobre sus hijos, de la asocia­
ción industrial sobre el gobierno o del demagogo sobre los que le
escuchan? Para precisar de algún modo un concepto tan difícil y
hacer posible la identificación de los fenómenos de dominio como
tales, me parece útil hasta la fecha la definición de Max Weber,
a pesar de todas las objeciones: “El dominio significa la oportunidad
de hallar obediencia para un mandato de un contenido dado en per­
sonas susceptibles de recibir dicho mandato” *. Esta definición con­
tiene los siguientes elementos: 1. El dominio designa una relación
de supra y subordinación entre dos individuos o grupos. 2. Se espera
de la parte supraordinada (individuo o grupo) que controle la con­
ducta de la parte subordinada por medio de órdenes, indicaciones,
advertencias o prohibiciones. 3. Esta expectativa va unida a una
posición social que teóricamente es independiente del peculiar ca­
rácter de la persona que la ocupa. El dominio comporta, en este
sentido, una relación institucionalizada entre individuos o grupos.
4. El dominio se limita siempre a “contenidos determinados” y
a “personas susceptibles de mandato”; no es jamás (a diferencia del
poder absoluto) un control absoluto sobre otros. 5. Se sanciona la
desobediencia a prescripciones dadas en razón de dominio; un sis­

* M. W e b e r : W irtschaft und G esellsch aft (Tubinga, 1956); pág. 28. Cfr.


para este problema también mi artículo “M acht uijd Herrschaft, Soziologisch”
E n : Sie Religión in Geschichte und Gegenwart (Tubinga, 1960), tomo 4.
n
194 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

tema de derecho (o bien un sistema de normas quasi-jurídicas) vigi­


la la efectividad del dominio. Esta descripción del dominio autoriza
a identificar al ministro, al empresario, al secretario del partido,
como portadores de situaciones de dominio; excluye al mismo tiem­
po al síndico de la asociación industrial (con respecto a decisiones
gubernaentales) y al demagogo (con relación a su público), que no
cumple con la tercera de las condiciones mencionadas.
El siguiente paso en nuestras reflexiones muestra ya desde luego
que la definición aquí propuesta no es capaz de resolver todos los
problemas analíticos y empíricos de la categoría de dominio. Doy
por supuesto: en toda asociación de dominio pueden distinguirse los
dos grupos de aquellos que sólo poseen los derechos fundamentales
comunes (“de ciudadanía”) y aquellos otros que poseen facultades
de dominio más amplias. A diferencia, pues, de las categorías de
prestigio social e ingresos no podemos construir un continuum sin
solución de límites para el reparto del dominio en determinadas
asociaciones; más bien se encuentra aquí una clara bipartición. In­
cluso en las grandes organizaciones burocráticas de las sociedades
modernas puede indicarse para cada puesto en una asociación de
dominio si está del lado de los que dominan o de los dominados.
Pero este dato es siempre, al mismo tiempo, un dato del punto de
partida estructural de determinados conflictos sociales, es decir,
la identificación del reparto dominical explica los conflictos actua­
les y permite a la vez pronósticos sobre los frentes de conflictos
futuros. Dondequiera que existen relaciones de dominio, y socieda­
des sin dominio sólo nos son conocidas hasta ahora en la fantasía
de los utopistas y antropólogos, hay también conflictos que proce­
den de ellas, cuyo núcleo más general puede verse en la transforma­
ción de las relaciones dominicales vigentes.
Esta deducción caracteriza evidentemente por ahora sólo el hori­
zonte general de la teoría del conflicto. No nos dice nada sobre las
circunstancias especiales de conflictos dados (para cuya caracteri­
zación serán posiblemente decisivas las otras formas de desigualdad
arriba mencionadas); no nos dice nada todavía sobre la formación
de agrupaciones opuestas a base de características estructurales; y
en cuanto tal no nos dice nada tampoco sobre las formas de los
conflictos sociales y su variabilidad. Pero esta tesis consigue de
todos modos algo: enraizar el fenómeno fundamental del conflicto
social en una de sus formas más universales (“conflicto de clases”)
no sólo en estructuras sociales firmes, sino sobre todo en elementos
“normales” de la estructura social, es decir, en circunstancias que
se encuentran en cada sociedad y en todos los tiempos. No se pre-
C O N F L IC T O Y C A M BIO 195

cisa, por esta razón, en este proceso de la tesis, de las perturbacio­


nes del equilibrio (“strains and stresses”), para razonar los conflic­
tos; más bien demuestra ya la deducción estructural de los conflic­
tos: la normalidad, ubicuidad y permanencia del fenómeno.
En este momento se presenta la cuestión de si el razonamiento
aquí propuesto para conflictos de una especie se puede extender
o aplicar también a conflictos de otras especies. Hemos partido aquí
de conflictos que tienen lugar en el ámbito de una sociedad en con­
junto y entre diferentes categorías (D2). Parece lógico aplicar estos
razonamientos también a conflictos de los tipos B2 y C2, en cuanto
puedan entenderse distintos grupos o sectores de sociedades ente­
ras como acociaciones de dominio. Para cualesquiera otros tipos
de los conflictos mencionados en el cuadro (pág. 185) se puede afir­
mar, sin embargo, que su razonamiento ha de deducirse de elemen­
tos estructurales diversos a los del reparto de dominio. Puede
presumirse naturalmente que en las “relaciones internacionales” la
dependencia de las naciones posee una cierta fuerza causal para pro­
ducir diferencias; algo análogo' parece también verosímil, en parte,
tratándose de los conflictos de “minorías” y “roles”; pero en seme­
jante dependencia — aun cuando pudierj interpretarse ésta como
una relación de dominio— no se esconde de ningún modo la única
razón explicativa de estos conflictos: lo que aún tiene vigencia para
la liberación del señorío colonialista o la lucha de las generaciones,
no puede mantenerse en cambio al tratar de las rivalidades nacio­
nalistas o de la oposición en roles familiares o profesionales. Aquí
adquieren importancia otros factores estructurales: la instituciona-
lización de la necesidad de mejorar la propia posición (“competen­
cia”, “lucha proporcional”, “relaciones internacionales”), la crista­
lización social de expectativas no susceptibles de acuerdo (“con­
flicto de roles”), la dinámica de los grupos propios y ajenos (“con­
flicto de minorías”), etc. Probablemente se incluyen los conflictos,
a raíz de las condiciones de dominio, entre las especies más univer­
sales, efectivas y de más graves consecuencias de todos los antago­
nismos sociales; pero es evidente que existen también conflictos
motivados en circunstancias completamente distintas.V

Mientras que, por consiguiente, no es posible una declaración


general, del fondo estructural de todos los conflictos sociales, puede
196 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

aplicarse probablemente el proceso de desenvolvimiento de los con­


flictos, a partir de determinadas situaciones estructurales, a todas
las distintas especies. El camino que lleva desde determinadas situa­
ciones estructurales sociales hasta los conflictos sociales desarrolla­
dos, es decir, la formación, por lo general, de grupos de conflicto,
pasa analíticamente a través de tres etapas (cuya distinción, desde
luego empírica, es decir, observando, por ejemplo, la organización
de los partidos políticos, no siempre es posible hacerla con la debida
claridad):
El punto de partida estructural, es decir, el fondo casual mani­
festado de conflictos dados forma la primera etapa del descubrimiento
de conflictos. A base de las características estructurales primarias
en cada caso pueden distinguirse en la unidad social de referencia
dos agregados de posiciones sociales, que forman “los dos bandos”
en el frente del conflicto de dominadores y dominados, flamencos y
valones, los antiguos de la plantilla y los novatos, los rusos y los
húngaros, etc. Estos agregados de los que ocupan determinadas po­
siciones sociales no son, por ahora, grupos sociales en sentido con­
creto; forman cuasi-grupos, es decir, un conjunto manifiesto que
ocupa posiciones sociales y a los que se atribuyen características co­
munes, de cuya existencia no hace falta que se percaten los intere­
sados.
Estas características comunes “atribuidas” tienen ya, sin embargo,
una extraordinaria importancia. Con relación a los conflictos estruc­
turales podemos afirmar ya que la pertenencia a un aglomerado en
forma de cuasi-grupo comporta la justificada esperanza de represen­
tar determinados intereses. Del que es trabajador, por tanto, se espera
que trate de trascender el “status quo” de las circunstancias de domi­
nio en la industria; del flamenco se espera que compita con el valón
por la influencia en el gobierno belga central; del miembro antiguo
de la plantilla de una firma se espera que se alinee en un frente com­
pacto frente al novato, etc. Estos intereses latentes forman parte de
ciertas posiciones sociales; no son necesariamente conscientes de
estos intereses los que ocupan estas posiciones, ni es preciso que se
acepten por ellos: el empresario puede desviarse de sus intereses
latentes y hacer causa común con los obreros; el alemán del año
1914 podía manifestar su simpatía por Francia en contra de sus
expectativas de rol. Pero quien se comporta de un modo desviacio-
nista es castigado por ello. En este sentido, es decir, en cuanto que
se nos presentan como portadores de posiciones sociales posible­
mente ajenas, pero unidas por la fuerza vinculativa de sanciones
sociales, son los conflictos hechos estructurales. No podemos sus­
C O N F L IC T O Y C A M BIO 197

traernos a los intereses latentes adheridos a nuestra posición social,


lo mismo que tampoco podemos sustraernos a la expectativa de con­
formidad con relación a otros modos de conducta.
La segunda etapa en el desenvolvimiento de los conflictos con­
sistirá, pues, en la propia cristalización, es decir, en la evolución
consciente de los intereses latentes, en la organización de los cuasi-
grupos en agrupaciones tácticas. Todo conflicto social tiende a ma­
nifestarse, a la concreción visible. Donde hay intereses latentes no
está lejos su epifanía; siempre que los aglomerados se pueden des­
cribir como cuasi-grupos se ha alcanzado el dintel de la organiza­
ción en grupo de intereses. Claro está que la “organización” signi­
fica algo muy distinto en el caso de “conflicto de clases” que en el
de “conflicto de roles” o en el de “relaciones internacionales”. En
el primer caso se trata de organización que tiende al partido polí­
tico, a la asociación; en el último, en cambio, más bien de la expli-
citación, de la manifestación de conflictos. Sólo en un sentido tras­
ladado puede hablarse de organización de los elementos interesados
en el caso de “conflicto de roles”. Siempre, en cambio, es válido
afirmar que los conflictos tienden a su cristalización y articulación.
Esta cristalización, naturalmente, sólo se presenta cuando se
cumplen determinadas condiciones. Al menos, en el caso de los
conflictos de “clase”, “de proporción” y de “minorías”, son éstas las
“condiciones de organización”. Para que los conflictos encuentren
su manifestación visible, han de cumplirse determinadas condicio­
nes técnicas (personales, ideológicas, materiales), sociales (recluta­
miento sistemático, comunicación) y políticas (libertad de asocia­
ción). Siempre que algunas o todas estas condiciones no se den,
permanecerán los conflictos latentes, ocultos, sin perder por ello
nada de su efectividad. En determinadas circunstancias —sobre
todo cuando tan sólo faltan las condiciones políticas de la organi­
zación —se convierte la misma organización en objeto inmediato
de conflicto, que gana por ello en violencia. Las condiciones de
cristalización de las relaciones internacionales, de competencia y de
conflictos de roles deben examinarse por separado.
La tercera etapa consiste en los mismos conflictos ya desarro­
llados. Al menos por su tendencia los conflictos constituyen siem­
pre diferencias entre bandos, o sea elementos con una identidad per­
sonal visible: entre naciones, organizaciones políticas, etc. Cuando,
por una parte, falta esa identidad (por ejemplo, en los conflictos en­
tre Francia y Argelia o entre los gobiernos totalitarios y su oposición
interna) nos encontramos con conflictos en cierto sentido incom- ,
pletos. Esto no implica que tales diferencias pierdan en interés des-
19 8 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

de el punto de vista de una teoría del conflicto; sucede todo lo


contrario. Pero, en general, se puede afirmar que todo conflicto
dado alcanza su configuración final sólo en el momento en que los
elementos integrantes del mismo presentan una identidad organi­
zada.

VI

Los conflictos sociales nacen de la estructura de las sociedades


en la medida en que éstas constan de asociaciones de dominio. Por
su tendencia son siempre discusiones cristalizadas entre partidos
organizados. Pero es evidente que aun conflictos emparentados por
su origen no siempre se parecen en las distintas sociedades y en
los diversos tiempos. Las disputas entre el gobierno y la oposición
en Hungría, en el año 1956, eran distintas que en Inglaterra; las
relaciones entre Alemania y Francia eran distintas en 1860 que en
1940; las relaciones de la sociedad alemana con sus minorías nacio­
nales y religiosas eran otras en 1860 que en 1940. Evolucionan, por
tanto, las formas de los conflictos sociales; y la teoría del conflicto
social ha de responder a las preguntas de bajo qué aspectos podemos
observar estos cambios de forma, y de qué condiciones dependen és­
tas. Son éstas las cuestiones sobre las dimensiones y los factores de
variabilidad de los conflictos sociales.
En cuanto se refiere, en primer lugar, a las dimensiones de los
conflictos sociales, es decir, a la medida en que éstos pueden variar,
hay dos que parecen resaltar: las de la intensidad y la violencia. Los
conflictos pueden ser más o menos intensos y más o menos violentos.
La distinción entre estas dos dimensiones implica que pueden variar
independientemente una de la otra: no todo conflicto violento es
necesariamente intenso y al revés.
La dimensión de la violencia se refiere a las formas de expresión
de los conflictos sociales. Hay que pensar aquí en los medios que
eligen los bandos en discordia para imponer sus intereses. Señalemos
sólo algunas marcas en la escala de la violencia que podría construir­
se: la guerra, la guerra civil, una disputa general y armada con peligro
de la vida de los participantes designan probablemente un extremo;
el diálogo, la discusión y las negociaciones con todas las formas de la
cortesía y en un ambiente de sinceridad de los interesados, en el otro
extremo. En medio queda un número abigarrado de formas más o
menos violentas de disputas entre grupos: la huelga, la competencia,
199

el debate acerado, el apaleamiento, el intento de mutuo engaño, la


amenaza, el ultimátum, etc. Las relaciones internacionales de la pos­
guerra ofrecen abundantes ejemplos de la diferenciación de la vio­
lencia de los conflictos, desde “el espíritu de Ginebra”, pasando por
la “guerra fría” acerca de Berlín, hasta “la guerra caliente” en
Corea.
Pero la violencia y la intensidad de los conflictos son dos cosas
distintas. La dimensión de la intensidad se refiere al grado de par­
ticipantes de los afectados en los conflictos dados. La intensidad de
un conflcto es grande si éste importa mucho a los afectados, es decir,
si los costes de la derrota son cuantiosos. Cuanto mayor sea la im­
portancia que los participantes atribuyan a una disputa más intensa
será ésta. También aquí pueden aducirse ejemplos para explicar lo
que se quiere decir: la disputa por los puestos directivos en un club
de fútbol puede ser viva e incluso violenta; pero, por lo general, no
significa tanto para los participantes como el conflicto entre empre­
sarios y sindicatos (de cuyo resultado depende el nivel de salarios)
o incluso entre “Oriente” y “Occidente” (de cuyo resultado dependen
las posibilidades de sobrevivir). Una de las evoluciones más llamati­
vas del conflicto industrial en el último siglo consiste seguramente
en que éste ha perdido intensidad; ya no hay tantos intereses en jue­
go en cada disputa concreta como hace una generación. La intensidad
se refiere siempre, por tanto, a la energía invertida por los partici­
pantes y, con ello, al peso social de determinados conflictos.
En este punto debería quedar completamente claro el sentido del
concepto amplio de conflicto aquí empleado. La forma de disputa que
en el lenguaje corriente se denomina “conflicto” (lo mismo, por otra
parte, que la llamada “lucha de clases”) se presenta ahora como una
forma más del fenómeno conflictivo más amplio, a saber, como la
forma de violencia (y posiblemente también de intensidad) más
externa o al menos más acentuada. Con ello se desplazan las pre­
guntas teóricas hacia un campo más prometedor; pues ahora hemos
de preguntarnos: ¿en qué condiciones asumen los conflictos socia­
les una forma más o menos violenta o más o menos intensa? ¿Qué
factores son capaces de influir sobre la violencia e intensidad de
los conflictos? ¿En qué se basa, por tanto, la variabilidad de los
conflictos sociales con relación a las dimensiones aquí distinguidas?
No pudiendo ser nuestra intención contestar aquí estas preguntas
con toda exactitud y minuciosidad, habrán de indicarse, sin embargo,
algunos factores que tienen alguna importancia en este caso y cuyo
ulterior estudio constituye un problema a explorar por una sociología
del conflicto.
200 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

Un primer conjunto de factores se desprende de las condiciones


de organización de los grupos de conflicto, es decir, de la manifesta­
ción de los conflictos. En contra de una sospecha frecuentemente pro­
clamada, parece ser que la plena manifestación de los conflictos es ya
un paso para suavizar sus formas. Muchas disputas alcanzan su má­
ximo grado de intensidad y violencia cuando uno de los dos bandos
en pugna es capaz de organizar, es decir, disponer de las condiciones
sociales y técnicas necesarias, pero se le deniega al mismo tiempo esa
organización, es decir, faltan las condiciones políticas. Para esta si­
tuación pueden sacarse ejemplos históricos, tanto del campo de las
relaciones internacionales (guerra de partisanos y de guerrillas) como
también del de los conflictos intrasociales (disputas industriales antes
del reconocimiento legal de los sindicatos). El más peligroso es siem­
pre el conflicto sólo medio visible, que no acaba de captarse y que
se manifiesta en movimientos explosivos revolucionarios o cuasi-
revolucionarios. Una vez que los conflictos se han reconocido como
tales, no hay tampoco con frecuencia tantos intereses en juego para
el particular y se hace posible suavizar sus formas.
Más importancia parece tener, con vistas a la intensidad de los
conflictos, el elenco de factores de la movilidad social. En la medida
en que es posible la movilidad —sobre todo entre las partes en dispu­
ta— pierden los conflictos en intensidad y al revés. Las discusiones
políticas entre los partidos socialistas y conservadores eran mucho
más intensas en una época en que a los trabajadores o a sus hijos
les resultaba prácticamente imposible ascender a puestos de respon­
sabilidad que en la actualidad; los conflictos nacionales aumentan
en intensidad en la medida en que se cierran las fronteras entre las
naciones (y al revés: los viajes aminoran la intensidad de los conflic­
tos nacionales). Cuanto más fuertemente se halla encadenado el in­
dividuo a su posición social, tanto más intensos son los conflictos
nacidos de esta posición, porque son menores las posibilidades que
tienen los afectados de sustraerse a ellos. A partir de tales premisas
es posible defender la tesis de que los conflictos nacidos de posicio­
nes relacionadas con la edad o el sexo serán siempre más intensos que
los originados por posiciones profesionales, o que las disputas con­
fesionales son por lo general más intensas que las de tipo regional.
Una movilidad vertical u horizontal, el ascenso, el descenso y el
cambio, producen siempre una disminución en la intensidad de los
conflictos.
Uno de los grupos de factores más importantes que es capaz de
influir en la intensidad de los conflictos se encuentra en la dimensión
de lo que equivocadamente podría designarse como pluralismo social
C O N F L IC T O Y C A M BIO 201

o, con más exactitud, como la superposición o separación de sectores


estructurales sociales. Toda sociedad conoce una multitud de con­
flictos sociales. Estos —por ejemplo, entre confesiones religiosas,
entre regiones, entre dominadores y dominados— pueden presentarse
por separado, de modo que las partes de cada conflicto individual
aparecen como tales sólo en éste; pero pueden presentarse también
superpuestos, de modo que los mismos bandos hostiles vuelven a
aparecer en distintos conflictos, y el partido confesional “A”, el regio­
nal “Q” y el partido dominante, por ejemplo, se aglutinan en un único
gran “partido”. Toda sociedad conoce un número indeterminado de
órdenes institucionales: Estado y Hacienda, Jurisdicción y Ejército,
Educación e Iglesia. Estos órdenes pueden gozar también de cierta
relativa independencia, de manera que los grupos directivos políticos,
económicos, jurídicos, militares, pedagógicos y religiosos tienen cada
uno su propia identidad; pero también aquí es posible una superpo­
sición de modo que un único grupo sea el que lleva la voz cantante
en todos los campos. A medida que crecen en una sociedad estos y
parecidos fenómenos de superposición, aumenta la intensidad de los
conflictos; por el contrario, disminuye la intensidad de los conflictos
a medida que la estructura de la sociedad se torna pluralista, es
decir, ofrece muchos y variados sectores autónomos. Al superpo­
nerse distintos sectores sociales implica cada conflicto una lucha por
el todo; quien quiere imponer en este caso una decisión en el sector
económico ha de alterar al mismo tiempo las condiciones de dominio
políticas. Si en cambio se separan los sectores, ya no hay tantos inte­
reses en juego en cada conflicto en particular y los costes de la de­
rrota (por tanto, también la intensidad) son menores.
A estos tres conjuntos de factores, aquí superficialmente indi­
cados, hemos de añadir sobre todo otro que se refiere a la violen­
cia de los conflictos sociales: el de la regulación de conflictos. Pero
su importancia justifica un capítulo propio.V I

VII

De las tres actitudes ante los conflictos sociales, que se encuen­


tran tanto entre particulares como entre grupos y sociedades ente­
ras, hay sólo una que es racional, es decir, acomodada a las leyes
sociales de los conflictos. Por tanto, sólo esta postura garantiza un
control efectivo de la violencia en conflictos sociales dentro y entre
sociedades. Sin embargo, esta última postura es mucho menos co-
202 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

mún que las otras dos, cuya insuficiencia puede probar la teoría so­
ciológica del conflicto.
Es seguramente algo muy conocido por los grupos dominantes
que puede reprimirse la oposición. Aun cuando — cosa compren­
sible— la represión del conflicto ha sido pocas veces recomendada
en la historia de la filosofía política como algo proporcionado, han
seguido muchos este consejo hasta nuestros días. A pesar de ello,
la represión no es sólo un método inmoral, sino también inefectivo
para tratar conflictos sociales. En la misma medida en que se inten­
tan reprimir los conflictos sociales aumentan éstos en potencia viru­
lenta, con lo cual provocan una represión todavía más violenta, has­
ta que finalmente no hay ningún poder en la tierra que sea capaz
de mantener a raya las energías de conflicto privadas de su mani­
festación al exterior: a través de toda la historia de la humanidad
nos proporcionan las revoluciones amargas pruebas de este aserto.
Claro está que no todos los sistemas totalitarios son efectivamente
sistemas de represión, y una represión perfecta se encuentra rara­
mente en la historia. La mayor parte de las formas estatales no par­
lamentarias mezclan la represión y la regulación de conflictos de
un modo sumamente sutil. Cuando esto no se da, cuando cualquier
oposición o antagonismo se ahogan efectivamente mediante la vio­
lencia, sólo será cuestión de tiempo la erupción de conflictos de
extrema violencia. “A largo plazo”, es decir, para un espacio de
tiempo de varios años, el método de la represión no será capaz de
hacerse con los conflictos sociales. Pero esto mismo puede predi­
carse de todas las formas de las llamadas “soluciones” de los con­
flictos. Una y otra vez se ha intentado en la historia, en el campo
internacional y en el pansocial, en las relaciones entre grupos como
entre roles, hacer desaparecer de un modo definitivo contradiccio­
nes y antagonismos interviniendo duramente en las estructuras vi­
gentes. Bajo el término de “solución” de los conflictos habrá que
entender aquí todo intento de hacer desaparecer de raíz cualquier
oposición. También este intento va siempre mal encaminado. Obje­
tos actuales de determinados conflictos —la cuestión de Corea en
el conflicto Este-Oeste, una demanda concreta de salarios en las
discusiones sobre un nuevo contrato colectivo— pueden hacerse de­
saparecer, es decir, pueden regularse de modo que no vuelvan a
surgir otra vez como tales objetos de conflicto. Pero ningún arreglo
de este objeto elimina el conflicto mismo que tras él se esconde. Los
conflictos sociales, es decir, los antagonismos que sistemáticamente
van surgiendo en las estructuras sociales, no se dejan “resolver”
teóricamente en el sentido de una supresión definitiva. Quien intenta
C O N F L IC T O Y C A M BIO 203

resolver conflictos para siempre, caerá pronto en la peligrosa tenta­


ción de dar la impresión, mediante el empleo de la fuerza, de haber
conseguido aquella “solución” que no podía lograr siguiendo el curso
natural del asunto en cuestión. La “comunidad del pueblo” y la
“sociedad sin clases” son sólo dos ejemplos, entre otros muchos, de
esta represión bajo el manto hipócrita de la “solución definitiva” de
los conflictos.
Designaré como regulación de conflictos la postura ante los mis­
mos que, a diferencia de la represión y la “solución”, promete tener
éxito porque se acopla a las realidades sociales. Esta regulación de
los conflictos sociales constituye el medio decisivo para disminuir la
violencia de casi todas las especies de conflictos. Estos no desapare­
cen por su regulación; ni siquiera son luego, necesariamente, menos
intensos; pero en la medida en que se consiga canalizarlos se harán
más controlables y se pondrá su energía creadora al servicio de un
desarrollo progresivo de las estructuras sociales.
El control positivo de los conflictos exige, desde luego, una serie
de presupuestos. Para ello falta1 que los conflictos en general y tam­
bién los antagonismos dados en particular sean considerados por to­
dos los interesados como inevitables, e incluso como justificados y
con sentido. Quien no gusta de los conflictos, quien los tiene por
desviaciones patológicas de un estado normal soñado no logrará do­
minarlos. Tampoco basta el reconocimiento resignado de la inevita-
bilidad de los conflictos. Pero esto significa2 que toda intervención
en un conflicto se limita a la regulación de sus formas y renuncia al
vano intento de extirpar sus causas. No se pueden eliminar las cau­
sas de los conflictos —a diferencia de sus formas externas particu­
lares—; de ahí que al regular los conflictos siempre se habla sólo
de ordenar esas formas manifestadas al exterior y aprovechar su va­
riabilidad. Esto sólo se consigue 3 canalizando las diferencias dadas
de un modo que tenga garantías de éxito. La manifestación de los
conflictos, por ejemplo, la organización visible de grupos de conflicto,
es condición previa de dicha canalización. En este sentido es impor­
tante que dicha manifestación contenga alguna responsabilidad; sir-
yen de poco aquí aquellas organizaciones que no representan efecti­
vamente aquello que o aquel a quien pretender representar. Una vez
cumplidas todas estas condiciones previas, consiste el siguiente paso *
en que todos los interesados convengan en ciertas “reglas de proce­
dimiento”, según las cuales quieren dirimir sus diferencias. Este es
seguramente el paso decisivo en el arreglo de cualquier conflicto
social; mas ha de verse en conexión con los demás presupuestos.
“Reglas de juego”, contratos colectivos, leyes, estatutos y otras ñor-
204 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

mas parecidas, sólo serán efectivas si desde el primer momento no


dan preferencia o postergan a una de las partes interesadas, limitán­
dose a los aspectos formales de la controversia y presuponiendo una
canalización garantizada de todas las diferencias surgidas.
Las formas de las “reglas de juego” son tan variadas como la
realidad misma. Una buena Constitución política exige un procedi­
miento distinto que un contrato colectivo de resultados positivos en
las discusiones de salarios, o que unos estatutos de asociación ade­
cuados o un acuerdo internacional efectivo. Por tanto, y respecto al
fondo de estas reglas de procedimiento positivas sólo puede hacerse
una sugerencia prudente y precavida. Todas las “reglas de juego”
se ocupan del modo como piensan dirimir sus diferencias las partes
afectadas. Se ofrecen aquí una serie de formas que pueden ser em­
pleadas también sucesivamente: 1. La discusión, es decir, la crea­
ción de una entidad en la que se encuentran regularmente las
partes ligitantes, para discutir todos los problemas agudos del con­
flicto y adoptar decisiones según determinadas fórmulas, acomodadas
a su situación estructural (mayoría, mayoría cualificada, mayoría con
derecho de veto, unanimidad). Esta posibilidad, sin embargo, basta
pocas veces; pues las discusiones pueden quedar sin resultado. En
semejante situación es recomendable llamar a “terceras personas”,
es decir, instancias o personas no implicadas en el conflicto. 2. La
forma más suave de instancia es la mediación, es decir, el acuerdo de
las partes litigantes de escuchar en cada caso concreto la opinión
de un tercero y estudiar sus propuestas de solución. A pesar de la
aparente inefectividad de semejante procedimiento, resulta la media­
ción con mucha frecuencia (por ejemplo, en el caso del secretario
general de la ONU, del presidente federal, etc.) un instrumento muy
efectivo para regular conflictos. 3. En muchos casos, sin embargo, es
necesario dar el paso del arbitraje, es decir, proceder o bien a que
debe ser llamado un tercero o bien a que, si ha sido invocada su
intervención, debe ser cumplida su decisión. Esta situación ya ca­
racteriza la actitud de las instituciones jurídicas frente a determina­
dos conflictos (particularmente de tipo internacional). 4. Si se hacen
obligatorias tanto la instancia de un tercero como la aceptación de
su decisión por las partes litigantes, nos encontramos con el arbitraje
forzoso, límite entre el arreglo y la represión de conflictos. Es posible
que este método resulte a veces imprescindible (para asegurar una
forma política de Estado, posiblemente también para asegurar la paz
en el campo internacional); pero siempre es característico de un
momento en que la regulación de conflictos, como control de sus
formas externas, existe sólo precariamente.
c o n f l ic t o y c a m b io 205

Debemos insistir de nuevo en que los conflictos no desaparecen


al ser regulados. Donde hay sociedad hay también conflictos. Pero
el modo de regularlos tiene también consecuencias sobre su violen­
cia. El conflicto regulado queda en cierto sentido descargado: aun
cuando continúa existiendo inalterablemente y puede ser de extra­
ordinaria intensidad, se desenvuelve dentro de unas formas que se
avienen con una estructura social en continuada transformación. Pue­
de opinarse que el conflicto es el padre de todas las cosas, es decir,
la energía creadora e impulsora de todo cambio; pero no es preciso
que el conflicto sea sinónimo de guerra o de guerra civil. Posible­
mente una de las misiones fundamentales de la política consiste en la
sujeción racional de los conflictos sociales.

VIII

La teoría del conflicto social es una cuestión fundamental del


análisis sociológico de las sociedades, porque el conflicto mismo es
un punto candente de las estructuras sociales. De ahí que las posibi­
lidades de aplicación de la teoría del conflicto sean múltiples y bá­
sicas. Apenas hace falta subrayar que cada una de estas aplicaciones
presupone y facilita la precisión del instrumento de estudio aquí
desarrollado; ya sabemos en general que el proceso psicológico de la
mutua fecundación de “teoría” y “hechos empíricos” es una caracte­
rística de toda ciencia; pero también los elementos aquí representa­
dos de una teoría del conflicto poseen ya alguna virtualidad esclare-
cedora. Vamos a terminar nuestras reflexiones haciendo constar la
posibilidad de este acrisolamiento, aun cuando quede por ahora en
suspenso el éxito mismo de esta prueba. Un primer campo de apli­
cación de la teoría del conflicto social se encuentra en el análisis de
los procesos sociales dentro de relaciones históricas concretas, o sea,
con intención generalizadora. Puede uno preguntarse lo que ha su­
cedido en las llamadas sociedades industriales occidentales con la
lucha de clases del siglo XIX. Desde el punto de vista de la teoría
del conflicto es posible contestar a esta pregunta: por supuesto, no
han quedado eliminadas estas luchas entre dominadores y domi­
nados en la economía y en la sociedad política; de todos modos no
es posible extinguirlas ni en una “sociedad sin-clases” ni en una
“sociedad de clase media nivelada”; pero han perdido en intensi­
dad y violencia. Son responsables de esta situación una serie de
206 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

tendencias paralelas: la organización de los grupos interesados en


asociaciones y partidos, el aumento constante en movilidad social
horizontal y vertical, la segregación progresiva de frentes de con­
flictos e instituciones sociales anteriormente entremezclados, el des­
arrollo de nuevas formas para regular de un modo racional las di­
ferencias surgidas en los sistemas de relaciones industriales y par­
lamentarios. De este modo se ha transformado la lucha de clases
revolucionaria en una discusión reglada de partidos unidos por lazos
más flexibles.
Gracias a las categorías de la teoría del conflicto se pueden pre­
cisar también las diferencias clásicas existentes entre las formas es­
tatales democráticas y totalitarias. En un sentido determinado, la
democracia y el totalitarismo no son más que dos maneras de tratar
los conflictos sociales: el totalitarismo se basa en la represión (fre­
cuentemente proclamada como “solución”) de conflictos, la demo­
cracia en su regulación. En otro sentido, las formas democráticas
prosperan en sociedades con estructuras pluralistas, con un grado
de movilidad elevado y múltiples posibilidades de organización; los
Estados totalitarios exigen, en cambio, sociedades monolíticas, en
las que un mismo y único grupo dirige todo el orden institucional,
sociedades carentes de ciertos procesos de movilidad social y de
libertad de coalición. Si deja uno de lado la ingenua identificación
de los actuales bloques políticos con las categorías de “totalitaris­
mo” y “democracia”, las precisiones aquí propuestas nos suminis­
trarán un instrumento de trabajo para saber cuán cerca o cuán
lejos se hallan las actuales sociedades históricas — los Estados Uni­
dos y Rusia, Francia y Polonia, la República Federal y la Repú­
blica Democrática alemanas— de los puntos extremos fijos en la
escala de la libertad política.
La misma teoría nos ofrece también —para señalar otra posibi­
lidad de aplicación— la oportunidad de formular una teoría socio­
lógica de la revolución, siendo las revoluciones formas especiales
(aunque extremadas) del conflicto. También en este caso resaltan
los factores de la intensidad y la violencia del conflicto: las revo­
luciones son conflictos de suma intensidad y violencia. El problema
de una teoría sociológica de la revolución puede plantearse del
modo siguiente: ¿bajo qué condiciones asumen los conflictos intra-
sociales (del tipo D2) formas tan intensas y violentas que ya sólo
son capaces de manifestarse al exterior por medio de una explo­
sión revolutionaria? Probablemente, algunos de los factores que
hacen al caso son la total superposición de todos los conflictos e
instituciones sociales, la rigidez social, la falta de los elementos poli-
C O N F L IC T O Y C A M BIO 207

ticos en la organización de la oposición, junto con la presencia simul­


tánea de las condiciones técnicas y sociales6.
Un segundo campo de aplicación de la teoría del conflicto tras­
ciende el análisis propiamente científico, y se refiere a la autocom-
prensión social de determinadas épocas y sociedades. Así como en
el siglo X IX estaba muy extendida cierta conciencia de catástrofe,
pues la propia sociedad maniobraba metódicamente a su auto-des­
trucción por los conflictos revolucionarios, así creen hoy día muchos
en Occidente que ha quedado superada definitivamente, al menos
en el propio país, la época de los conflictos violentos, de las huelgas
generales y las guerras civiles. Por otra parte, se predice frecuen­
temente con mucha ligereza la inminente explosión de violentos
disturbios internos en los llamados países totalitarios. Semejantes
cuadros históricos tan rectilíneos son siempre muy problemáticos,
según enseña la teoría del conflicto. Las cosas humanas son siem­
pre mudables, las sociedades siempre históricas, y ninguna socie­
dad puede estar tan segura de su estructura que no pueda considerar
posible su desquiciamiento. Aun siendo cierto que en muchas socie­
dades occidentales actuales hay muchas circunstancias que actúan
en el sentido de una disminución de la intensidad y violencia de
los conflictos sociales, denotaría gran ligereza suponer que no pu­
dieran cambiar tales circunstancias, y no solamente en Francia, Ita­
lia y Bélgica, sino también en Alemania, Gran Bretaña y Estados
Unidos. Mientras haya empresas económicas hay también conflic­
tos económicos, que pueden volver a aumentar en intensidad y vio­
lencia; mientras las sociedades humanas continúen siendo, en su
aspecto político, asociaciones de dominio, sigue siendo la guerra
civil una amenaza latente tras todas las reglas de juego de la discu­
sión pacífica.
El otro aspecto de esta advertencia sobre un auto-conocimiento
demasiado ligero o superficial consiste en la esperanza de que de­
pende de las acciones humanas mismas, al menos en parte, el desa­
rrollo ulterior de los conflictos sociales; y en la indicación de
determinadas posibilidades terapéuticas reside el tercer campo de
aplicación de la teoría del conflicto social. Muchos elementos de las

6 Para aplicaciones más detalladas de la teoría de los conflictos en los


campos aquí designados y en otros, cfr. mi Class an d Class C on flict in Indus­
trial Society (Stanford-Londres, 1961). Otros temas de la aplicación de la teo­
ría del conflicto social a problemas de las relaciones internacionales se en­
cuentran ahora en C h . W a t r i n : “Die Weltwirtschaftsorganisationen und die
Regulierung zwischenstaatlicher Interessenkonflikte”. En W irtschaft, C esell-
sch aft und Kultur, F estg abe, fü r A lfred-M iiller-A rm ack (Berlín, 1961).
208 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

estructuras sociales escapan a la captación consciente por la actividad


política. Pero no es preciso adoptar esta actitud de resignación con
relación a la violencia de los conflictos sociales. El que los conflictos
se manifiesten con más o menos violencia depende, en gran parte,
de la actitud que se adopte ante ellos, en especial de que exista o
falte un sistema para su regulación racional. El desarrollo, empero,
y la imposición de estos sistemas reguladores de conflictos es asunto
de una acción consciente, casi siempre política. Hoy en día conocen
ya muchas sociedades, en el campo industrial, un sistema de rela­
ciones industriales, que solventa satisfactoriamente muchos de los
problemas a solucionar por una regulación racional de los conflictos
(aunque precisamente en Alemania son aún bastante deficientes estas
relaciones industriales). En el campo político conocemos, desde lue­
go, las instituciones del Estado representativo; éstas se hallan tam­
bién definidas en las Constituciones de muchos países; pero en mu­
chos casos se las considera sólo como solución de urgencia, es decir,
no sedas reconoce como las únicas normas socialmente adecuadas de
las discusiones políticas. En cambio, en el campo de las relaciones
internacionales la regulación de los conflictos no ha pasado todavía
de ser un deseo. Es en este punto, sobre todo, donde, sin pérdida
de tiempo, importa hallar medios y caminos para cristalizar y cana­
lizar las relaciones entre naciones de modo que las guerras resulten
imposibles. El problema se agrava por el hecho de que, si difícilmente
nos podemos permitir el lujo de que no funcionen en general las
instituciones reguladoras de conflictos, mucho menos todavía cuando
se trata de las relaciones internacionales: las huelgas son costosas y
anti-económicas; las guerras civiles, peligrosas; pero las guerras entre
países en la segunda mitad del siglo X X resultan mortales.
No es absolutamente seguro que la teoría sociológica del conflicto
llegue a aplicarse, o pueda aplicarse, en todos los terrenos indicados.
Por otra parte, es muy posible que se alcancen soluciones prácticas
y racionales aun sin deducirlas de una teoría del conflicto. No era
esto lo que importaba en las reflexiones precedentes. Se trataba más
bien de probar y construir concretamente una tesis sociológica de
tipo general. Toda vida social es conflicto, porque es cambio. No
hay en la sociedad humana algo estable, porque no hay nada cierto.
En el conflicto, por tanto, se halla el núcleo creador de toda sociedad
y la oportunidad de la libertad, pero al mismo tiempo el reto para
resolver racionalmente y controlar los problemas sociales.
EL PROBLEMA ALEMAN
IO

EL ESTADO REPRESENTATIVO Y SUS ENEMIGOS *

El desarrollo político de los últimos decenios y del momento pre­


sente estaba y está determinado por tres grandes fuerzas político-
sociales: la tradición autoritaria, la totalitaria y la representativa. El
conflicto de estas potencias imprime carácter a nuestra época, tanto
a la estructura de sociedades concretas como al paralelograma de
fuerzas del mundo. Las potencias autoritarias, totalitarias y repre­
sentativas han tenido y tienen un peso diferente en distintos países
y épocas, sin que pueda señalarse una tendencia clara en uno u otro
sentido. Las formas autoritarias, representativas y totalitarias se rele­
van unas a otras en confuso desorden. Todavía no se distingue una
clara tendencia en la evolución. Mas sólo una de estas tres maneras
de ejercer el poder garantiza a los hombres aquel grado de libertad
— es decir, de posibilidad de modelar su vida según los fines que
ellos mismos se propongan— a que tienen derecho; es la forma re­
presentativa o liberal del orden político. Con ello se plantea la cues­
tión: ¿en qué condiciones tendrá consistencia esta tradición liberal?
¿Qué condiciones deben cumplirse, sobre todo en el mundo actual,
para que queden con vida las instituciones representativas? Y por
fin: ¿en qué condiciones es mayor la posibilidad de las otras dos

* Redactado en 1940. El artículo aquí publicado se basa en el manuscrito


de una conferencia pronunciada en el Congreso del Partido Demócrata So­
cial alemán “funge Generation und Macht”, el 7-10-1960, en Bad Godesberg.
Una reproducción literal de la conferencia apareció en el tom o: fu n g e G e­
neration und M acht (Hannover, 1960). En cuanto el texto presente coincide
con aquella reproducción, se publica con la autorización de la editorial
f. H. W. Rietz Nachf., Hannover.
212 SO C IE D A D Y L IB E R T A D

corrientes, que limitan, aunque de modo diferente cada una, el espacio


de libertad personal del individuo?
Muchas veces se ha confundido la forma de ejercer el poder so­
cial, que llamo aquí autoritaria, con la totalitaria. Hay aquí un desa­
gradable malentendido. Por autoritaria se entiende aquella comunidad
en la cual un estrato social relativamente estrecho y exclusivista
tiene'en sus manos, y de un modo regular, todas las riendas del
poder. De ordinario se trata, en este caso, de un estrato social supe­
rior, muy relacionado por su origen con la aristocracia. En un Estado
autoritario todos los puestos de responsabilidad en política y econo­
mía, iglesia y ejército, derecho y educación se hallan reservados a los
miembros de dicho estrato. La mayor parte de las personas en un Es­
tado autoritario no son ciudadanos, sino súbditos. Una de las caracte­
rísticas fundamentales del Estado autoritario consiste en que resulta
“non grata” la actividad política de la mayoría y en que, por lo demás
no es tampoco apetecida por los súbditos. En el punto central de la
sociedad autoritaria se asienta la Institución del Estado que recibe la
pátina de hallarse en un nivel superior de justicia, en calidad de “veri­
ficación objetiva del ideal ético”, por estar por encima de las tempes­
tades de los intereses particulares. Tras esta ideología estatal se escon­
de, naturalmente, un estrato social superior que se interesa —como
todos los grupos dirigentes sociales— por mantener sobre todo sus
posiciones. Pero es también, típicamente, una clase superior que se
muestra preocupada por el bienestar de sus súbditos. En cierto senti­
do, el Estado autoritario es siempre un Estado paternalista, lo mismo
que, por el contrario, el Estado paternalista contiene siempre elemen­
tos autoritarios. Quizá no pueda caracterizarse mejor este complejo
que mediante la paradoja de la Alemania de Bismarck, en que las
leyes sociales y la ley contra los socialistas, es decir, la preocupación
por la situación social de los trabajadores y la prohibición de sus
actividades políticas, se hallaban juntas sin solución de continuidad.
Es cierto que muchas elites autoritarias lo son en el fondo de buena
voluntad. Pero se trata de la severa benevolencia del padre de familia
de la época del Kaiser frente a sus hijos: la libertad de unos pocos
se consigue con la “menor edad” de muchos. Libertad de prensa y
asociación, elecciones y parlamentos representativos no cuadran bien
en un Estado autoritario. Un poder autoritario no es directamente
dictatorial, pero significa siempre una organización lo más ceñida
posible para favorecer con ello a la comunidad entera y llevar com­
placientemente de la mano a los “hijos del país”.
Evidentemente, esta forma de ejercer el poder prospera mejor
en circunstancias feudales, es decir, en un ambiente de una ¡erar-
EL PRO BLEM A A LEM Á N 213

quía continuada, con prerrogativas y detrimentos establecidos jurí­


dicamente, con una nobleza de nacimiento intacta, una dependencia
tradicional admitida comúnmente y un control efectivo de la econo­
mía por el Estado. Podría parecer, pues, que el Estado autoritario es
una forma histórica ya desaparecida. Demostraremos que no es así en
realidad. Sin embargo, se la puede designar como una forma de es­
tructura política más antigua, por la que han pasado casi todas las
sociedades conocidas. Sólo una vez rota la tradición autoritaria se
. hacen factibles aquellas otras formas del ejercicio del poder político
que tanto gustamos de designar como modernas. Pero en el momen­
to de romperse la tradición autoritaria, la sociedad afectada se en­
cuentra en una encrucijada, que en el primer momento no tiene aún
señales indicadas; pues en su reacción ante el Estado autoritario, las
fuerzas totalitarias y representativas muestran, en el primer instante,
una sorprendente semejanza. Quizá se esconda en esta relación de
parentesco uno de los grandes problemas políticos de nuestra época.
Tanto el Estado totalitario como el representativo descansan en
la participación política de los ciudadanos. Ambos tienen interés en
relacionar al individuo con el Estado, incluso en encadenarlo al mis­
mo. En ambas formas políticas ocupa la educación una posición de
extraordinaria importancia. Tanto el Estado totalitario como el repre­
sentativo funcionan mejor sobre la base de una economía industrial,
es decir, una vez transcurrida la revolución industrial, mientras que
el Estado autoritario presupone casi siempre el predominio de los
bienes productivos agrícolas y las relaciones sociales típicas del agro.
Mas ante todo: tanto el Estado totalitario como el representativo
sustituyen el severo orden jerárquico de las prerrogativas y pospo­
siciones por la igualdad fundamental de todos los hombres como
miembros del Estado. Naturalmente que también aquí hay diferen­
cias de ingreso y categoría social, pero ni el Estado totalitario ni el
representativo soportan las intocables desigualdades que son tan
características de la sociedad autoritaria. La invocación de una gra­
cia divina o una antigua tradición no bastan en el Estado totalitario
o representativo para justificar el poder político. Ambos deben obrar
al menos como si toda decisión estuviera basada en la voluntad de
todos o de la mayoría, como si estuviera legitimada “racionalmente”.
En este hecho reside la razón por la cual ambos Estados, el totali­
tario y el representativo, se designan a sí mismos con cierta justifi­
cación como “democráticos”, y por qué es recomendable evitar un
concepto tan ambiguo.
Está claro que la semejanza entre las formas totalitaria y repre­
sentativa termina ya en el modo de entender la igualdad de la partí-
214 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

cipación política, del orden económico y del sistema educativo. En


el Estado totalitario todas las personas e instituciones están enca­
minadas hacia un fin unitario, que encuentra su expresión en una
ideología omnicomprensiva. La estructura interna del Estado totali­
tario es severa y monolítica; en el Partido, fusionado con la entidad
estatal, descansa el centro indiscutible del poder político, al que se
hallan sometidas todas las demás instituciones. Todos los individuos
quedan controlados y dirigidos, en cada uno de sus movimientos,
por las instancias estatales. El grupo que ejerce el poder, que se
mantiene por cooptación y se cree en posesión de la verdad definitiva,
utiliza el terror para mantener organizada la sociedad según su ima­
gen. Aquí ha desaparecido por completo la benevolencia de las clases
superiores autoritarias; por el contrario, la disciplina exterior y el
control absoluto de todos los hombres por la violencia se convierte
en su propio fin.
También el gobierno representativo descansa en la igualdad de
todos' los hombres. Pero aquí no se organizan y coordinan los indi­
viduos encaminándolos hacia un único fin, sino que la multiplicidad
es el principio fundamental del Estado representativo. La uniformi­
dad comunitaria se limita a las reglas de juego o procedimiento que
hacen posible a la diversidad siempre presente de intereses encon­
trar una expresión adecuada. La evolución está incluida, en cierto
sentido, en la estructura de poder representativa: la competencia
continua y regular de los grupos políticos por obtener el favor de los
electores facilita la sustitución de las fuerzas dirigentes; y a esta
sustitución va unido el cambio de las tendencias orientativas de la
sociedad.
El Estado representativo se basa, por consiguiente, en una imagen
del hombre que es completamente distinta de la del Estado totali­
tario o incluso autoritario. El Estado representativo se funda en la
tesis, apoyada en serias razones de observación experimental y expe­
riencia, de que los hombres son imperfectos, de que jamás podrá
dar un solo individuo o un solo grupo las respuestas correctas a
todo, de que, por tanto, no podrá uno fiarse nunca de que un indi­
viduo, o un grupo o un solo estrato social,* pueda determinar a largo
plazo lo que es de interés para-la libertad del hombre en la sociedad.
Por el contrario, es preciso preocuparse de que puedan ser sustitui­
dos en cualquier momento los que tienen en sus manos las riendas
del poder, para que la mayor parte de los miembros de la comunidad
esté siempre en condiciones de poder encontrar nuevas soluciones.
En cambio, tanto en el Estado totalitario como en el autoritario se
esconde la idea de qup tal vez la mayor parte de los hombres sea im-
EL PR O BLEM A ALEMÁN 215

perfecta, pero de que existen unos pocos individuos que han supe­
rado esa imperfección. En su calidad de semidioses se hallan capa­
citados y autorizados para decir a todos los demás lo que es exacto
y lo que es equivocado en el mundo social y político. La misión de
la política se limita, pues, a encontrar esos pocos elegidos a los que
poder traspasar toda la soberanía de la decisión.
La sociedad que es fundamento del Estado representativo concede
a sus instituciones —la economía, la iglesia, el sistema educativo, et­
cétera— una vida propia. No sin razón surgieron las instituciones,
representativas en una época en que los nuevos grupos dirigentes eco­
nómicos presentaban sus propias pretensiones frente a las elites más
antiguas de orientación autoritaria: la competencia de los intereses
opuestos es uno de los principios de la tradición representativa. En
la misma medida en que se fusionan diversas elites e intereses se
convierte en problemático el funcionamiento del Estado representa­
tivo. Y, por el contrario, el Estado representativo funciona en la
medida en que se consigue mantener viva la multiplicidad, siempre
presente, de valores y representaciones. El Estado representativo es
un Estado sin ideología, sin cerrazón intelectual, sin pretensiones de
poder absoluto; es por ello el Estado que proporciona al individuo el
más amplio campo para el libre despliegue de sus facultades.
Aun exponiéndome al peligro de ser mal interpretado desearía re­
sumir estas explicaciones en una fórmula, que seguramente causará
extrañeza: el Estado autoritario es el Estado considerado como un
padre de familia recto y bondadoso. El Estado totalitario es el Esta­
do como un vigilante brutal en una prisión. El Estado representa­
tivo es el Estado como un vigilante nocturno, siempre preocupado
por limitar sus atribuciones a la protección de la libertad de las per­
sonas a él confiadas. Aun cuando sea quizá el padre de familia la
figura más digna de los tres, es el vigilante nocturno el que deja más
espacio para moverse a los que le están confiados.
Esta caracterización general no puede cerrarse sin una adverten­
cia final. La realidad política no se identifica jamás con la teoría
política y las reflexiones apuntadas hasta aquí forman más bien
parte de la teoría política. Con ello se quiere dar a entender, sobre
todo, que ninguna sociedad realmente existente se puede caracte­
rizar en todos sus detalles con una de estas tres etiquetas. En par­
ticular, no quisiera ser mal interpretado, confundiendo, por ejem­
plo, los tres tipos de ejercicio del poder con los tres “bloques” de los
neutralistas, los orientales y los occidentales. Se trata más bien de
tres tradiciones políticas —que se podrían designar igualmente como
la conservadora, la extremista y la liberal— que están representadas
216 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

en todos los países. En Rusia hay elementos representativos escon­


didos lo mismo que otros autoritarios ya anticuados; en los Estados
Unidos no faltan tampoco las tendencias autoritarias y totalitarias.
Algo parecido se puede decir de cualquier otro país. La distinción
conceptual solamente proporciona un instrumento analítico, pero no
una descripción de la realidad. Vamos a contrastar ahora este ins­
trumento en dos problemas: en el análisis esquemático de la actuali­
dad política de los países en vías de desarrollo y en Alemania.

II

Los llamados países en vías de desarrollo son hoy en día lo mismo


entre nosotros que en otras partes, tan discutidos y solicitados como
incomprendidos. En el mundo occidental, y precisamente también
en Alemania, se halla muy difundida con respecto a estos países y
su sostenimiento una opinión, que nos lleva directamente al aná­
lisis: la postura del buen padre de familia, que cuida solícitamente
de sus hijos menores de edad. Esta actitud resulta demasiado cono­
cida a los nuevos y estrechos estratos superiores de los países afri­
canos y asiáticos; pues es exactamente la misma actitud autoritaria,
que ha atraído sobre sí todo el odio de los nuevos grupos dirigentes.
Hasta la hora de la autonomía pueden describirse las circuns­
tancias políticas en los países en vías de desarrollo como predomi­
nantemente autoritarias. En el peor de los casos —por ejemplo, en el
Congo— son doblemente autoritarias: hay, por una parte, una clase
superior nativa, que desde luego aparece poco cerrada, en cuanto
consta de los ancianos de una tribu local o de jefes nativos con
pretensiones de dominio muy limitadas, pero que ejerce su poder
político en el sentido ya indicado de la tradición autoritaria. Por
otra parte, existe en estos países una potencia colonial, que entien­
de su misión en sentido parecido, es decir, actúa también autorita­
riamente, castigando con frecuencia de un modo paternalista y de­
mostrado ocasionalmente, por otro lado, su benevolencia; se trata de
una potencia colonial que considera a los hombres en los territorios
a ella confiados como menores de edad. En el mejor de los casos
—como, por ejemplo, en la India—, junto a los señores autoritarios
regionales se coloca una potencia colonial que ha desmontado poco
a poco sus pretensiones autoritarias de dominio. Ofrecía para la for­
mación de una nueva elite nativa tanto sus Universidades como sus
prisiones — que en muchas ocasiones resultaban más efectivas que las
EL PRO BLEM A ALEMÁN 217

primeras— . Desde luego, crecía en ambos casos antes de la época


autonómica una nueva clase dirigente en potencia, que se hallaba
luego en disposición de hacerse cargo del poder, garantizando la
autonomía estatal.
Los potentados y antiguos jefes de tribu, a causa de lo aleatorio
de las fronteras coloniales, ofrecen características exclusivamente
regionales e incluso locales. No pueden pretender el dominio justi­
ficado sobre todo el territorio de la antigua colonia. Si lo hacen, a
pesar de todo, surge inmediatamente el peligro de la disolución del
nuevo Estado en dominios parciales siguiendo las fronteras de los
territorios tradicionales de las tribus. La nueva elite, en cambio,
es un estrato social que flota, por así decirlo, en el vacío. Se com­
pone de personas que se han desligado de los vínculos de lealtad
tradicionales, gracias, casi siempre, a su educación en escuelas o uni­
versidades “occidentales”. Por esta razón dicha clase no posee, en
general, un poder claramente regionalista; prospera y desaparece con
la integridad de los límites coloniales. La nueva clase es el Estado
y por ello el sucesor nato de los señores coloniales.
Una vez que la nueva elite “desvinculada” se ha hecho cargo del
poder se inicia un proceso que, después de las numerosas experien­
cias acumuladas entretanto puede designarse casi como forzoso: la
prosperidad y supervivencia de la joven clase dirigente depende evi­
dentemente por entero de si consigue romper las viejas relaciones
de poder autoritarias y las condiciones sociales tradicionales en su
país. Si lo consiguen, su “Estado” se convierte en el Estado (y nadie
podrá echarme en cara si digo que muchos de los llamados países
en vías de desarrollo, en el momento de la autonomía, son Estados
entre comillas). Si se logra, por consiguiente, la disolución de los vie­
jos vínculos, una edificación colonial arbitraria se convierte en una
nación y la joven elite se alza como su clase social fundadora y diri­
gente. Si no se consigue esto, el “Estado” se atomiza y la joven elite
desaparece. Desde este punto de vista resultarán comprensibles las
medidas típicas tomadas por los gobiernos de estas jóvenes naciones,
que nos resultan muchas veces tan confusas y contradictorias. Es­
tán todas ellas dirigidas al único fin de disolver las relaciones tra­
dicionales de lealtad de tribu y las condiciones autoritarias de poder
con ellas relacionadas. Forma parte de este plan la industrialización,
que no sólo proporciona a la hueva elite una base económica propia,
sino que extrae también a los individuos de sus vinculaciones tradi­
cionales y los hace móviles. También se incluye aquí la rápida organi­
zación de un sistema educativo, en que no se transmiten ya valores
tradicionales, sino otros nuevos y más universales. Igualmente se
218 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

incluye la rápida creación de una burocracia centralista, así como


una organización policíaca o militar que es capaz de imponer la obe­
diencia a la fuerza. Todo esto forma parte de ese plan que solemos
llamar de un modo tan ambiguo como malentendido “proceso de
modernización”.
Hasta este momento recorren las nuevas elites un camino que
puede llevar tanto a formas totalitarias como representativas. Siguen,
sobre todo, un camino anti-autoritario. Mas luego llegan a la encru­
cijada de que hemos hablado antes, y en este punto se ve claramente
que las condiciones sociales y económicas en los países en vías de
desarrollo son mucho más favorables a soluciones totalitarias que
a representativas. Piénsese sólo en los siguientes factores: en su
lucha contra las tendencias autoritarias se encuentran las nuevas
elites, por de pronto, casi completamente solas. Han de vulnerar mu­
chos intereses de grupo creados. No parece aventurado decir que
unas elecciones libres las barrerían en pocos años. De ahí que se
decidan estas elites a prohibir por el momento cualquier oposición
política. Además, el desarrollo económico, social y cultural exige
por el momento la fuerte mano del Estado. Apenas pueden desen­
volverse instituciones autárquicas en el campo económico o educati­
vo. En cierto sentido se cierra automáticamente la sociedad y se hace
monolítica. Con ello se delimitan mucho las posibilidades y la efecti­
vidad de instituciones representativas. A estas sociedades en el paso
entre formas autoritarias y totalitarias se ofrece además el naciona­
lismo como un sistema ideológico útilísimo. Pues el nacionalismo
supone la unidad y el frente cerrado de la población de un país
frente a cualquier injerencia de otra potencia extranjera. El nacio­
nalismo significa, por consiguiente, que descienden a la segunda ca­
tegoría todos los interesen de grupos opuestos que pueden surgir en
el seno de una sociedad. Por esta razón se puede afirmar ya con
cierta seguridad (aunque no de un modo absolutamente convincente)
que las diferencias de apinión o la oposición política se ven ahogadas
en dicha sociedad.
Conviene hacer una aclaración, ya que hemos de dar por termi­
nado el esquema del desarrollo social en los nuevos países. Al decir
que en los países en vías de desarrollo hay muchos factores que
favorecen la creación de formas de poder totalitarias, no quiero con­
fundir el totalitarismo con el comunismo. También el totalitarismo
conoce muchos procedimientos, y se ha de examinar en cada caso
concreto cuál de ellos resulta triunfante en cada país. Incluso podría
darse el caso de que en algunos países africanos y asiáticos se desa­
rrolle un modo de ser totalitario al que habremos de acostumbrarnos
EL PRO BLEM A ALEMÁN 219

y que deberemos aceptar, porque es la única forma posible, por el


momento, de desarrollo político en dichos países. Naturalmente que
también en estos países en .vías de desarrollo pueden surgir algún
día las condiciones favorables a formas políticas representativas, aun­
que hasta la fecha haya pocas señales visibles de ello.

m
Por otra parte hay pocos motivos para nosotros, los alemanes, de
evadirnos hacia regiones lejanas al tocar el punto del Estado repre­
sentativo y sus enemigos. También nuestra propia historia y momento
presente puede incluirse en las categorías de las tradiciones autori­
taria, totalitaria y representativa. Y podría darse el caso de que fue
Alemania, en cierto sentido, el primer país en vías de desarrollo; al
menos, de que en la historia alemana reciente han surgido problemas
muy parecidos a aquellos con los que nos encontramos ahora en los
países en vías de desarrollo. Alemania fue el primer país que recu­
peró, con todas sus consecuencias, el tiempo perdido por la tardanza
en industrializarse y pagó por ello un precio político. De aquí que
en ninguna parte se muestre tan claro el conflicto de las tres poten­
cias políticas —la autoritaria, la totalitaria y la representativa—
como en nuestro propio pasado.
Hoy en día no es ya preciso subrayar que la historia política de
Alemania durante los últimos decenios se aparta llamativamente de
aquella otra de los países occidentales, con los que cabría esperar
lógicamente una comparación. Para encontrar las raíces de este dé-
senvolvimiento especial deberíamos buscar muy atrás en el pasado
germánico. Sólo de una manera simplista y casi superficial pueden
presentarse aquí algunas reflexiones, que necesitan ser constatadas
por la investigación histórica.
Hace ya cincuenta años que el sociólogo americano Veblen señaló
el extraño hecho de que Alemania logró mantenerse en el poder, a
través de todo el proceso de la industrialización, una clase dirigente
esencialmente feudal y autoritaria o, si se quiere, pre-industrial. Aun
con el peligro de herir con ello algunas de las categorías ya introdu­
cidas para la comprensión de la sociedad, me atrevería a afirmar que
hasta 1945 y a diferencia de Inglaterra y los Estados Unidos no ha
sido Alemania jamás un país capitalista. Al menos no conoce la
historia alemana aquel conflicto, tan significativo para el primitivo
capitalismo inglés, entre los nuevos grupos dirigentes económicos
220 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

privados y una elite más antigua, autoritaria, feudal y noble. Jamás


tuvo lugar en Alemania esta disensión, en la cual los grupos dirigen­
tes de economía privada se impusieron lentamente a las potencias
feudales más antiguas, para dar a la sociedad una nueva forma según
su imagen. Al menos la Alemania imperial siguió siendo hasta el
fin un Estado autoritario, al que se añadieron inconmovibles e inal­
terables la práctica y las pretensiones de poder de la nobleza pre­
industrial. El Parlamento era un adorno político, más que una ins­
titución efectiva. La participación activa de los ciudadanos en el
desarrollo político no encajaba bien en la concepción de este Estado.
La clase superior autoritaria representaba, en su lugar, una política
nacionalista, pero también social. Todas sus decisiones aparecían jus­
tificadas por aquella teoría ideológica, según la cual el Estado tiene
un derecho que está por encima de los intereses parciales de cual­
quier partido.
Es ya un lugar común afirmar que la revolución de 1918 no fue
una revolución, o al menos no fue una revolución total. Podemos
precisar mejor este Jugar común con ayuda de nuestros conceptos:
los acontecimientos de 1918 comprometieron, desde luego, el poder
autoritario en Alemania, pero no eliminaron por completo sus bases,
ni en el aspecto personal, ni en el institucional ni en el ideológico.
Es cierto que el desenvolvimiento de la República de Weimar
representó un gran paso hacia formas representativas y liberales. Pero
este paso no era suficientemente grande. La elite autoritaria seguía
presente de un modo inalterable; sólo pasajeramente se retiró a un
segundo plano, para volver a aparecer más tarde y de un modo más
acusado en las posiciones políticas clave. La antigua estructura social
continuaba intacta en gran parte; inalterables quedaron también la
burocracia estatal y el Ejército. La concepción estatal hegeliana, apli­
cada por Bismarck y Lassalle a la Alemania industrial, cada uno a su
propio aire, continuó siendo el sistema ideológico fundamental en
Weimar. Seguían buscando los políticos la respuesta correcta defini­
tiva a todas las preguntas, en lugar de aceptar la respuesta adecuada
a cada momento concreto, según resulta del juego de intereses. Tam­
bién el partido social-demócrata de la época de Weimar es, en parte,
responsable de la falta de evolución en aquella época de Alemania,
debido al hiato tan característico para dicho partido entre sus sin­
ceras intenciones democráticas para dicho partido y una política prác­
tica que contradecía, al menos en parte, dichas intenciones.
En cualquier caso la República de Weimar desembocó en una res­
tauración casi total de los elementos de poder autoritarios. Nos en­
contramos con la vuelta a gabinetes gubernamentales de la nobleza;
EL PR O BLEM A ALEMAN 221

tampoco en su composición regional y social resultaban los últimos


gobiernos de Weimar esencialmente distintos de los gobiernos de la
Alemania imperial; nos encontramos con las formas de una política
de emergencia, la exclusión de los parlamentos, la usurpación de la
sociedad por el Estado, y con ello la eliminación de todos los ele­
mentos representativos de la primera época de Weimar.
A Weimar siguieron aquellos años, a los que con razón califica­
mos como el período más oscuro de la Historia alemana. En sus cau­
sas y consecuencias sociales no hemos acabado aún de dominarlo.
De todos modos se puede intentar su exposición, que será natural­
mente de tipo provisional y expuesta a controversias. Me parece
que la ocupación del poder por los nacional-socialistas se puede ex­
plicar en gran parte por la alianza, a corto plazo, entre los elemen­
tos autoritarios y totalitarios; una alianza que, en el fondo, contra­
dice a todas las experiencias históricas. Debe entenderse esta limi­
tación en toda su gravedad. Se ha convertido en una moda falsificar
nuestra evolución histórica en el sentido de que el totalitarismo
nacional-socialista es el heredero directo e ininterrumpido de la
tradición prusiana. Frente a esta opinión hemos de reconocer que
Bismarck y Hitler, el espíritu prusiano-autoritario y el monstruoso
espíritu nacional-socialista, representan dos etapas totalmente dis­
tintas, e incluso hostiles entre sí, del desarrollo histórico alemán.
Sin embargo, ambos elementos se aliaron transitoriamente en 1933
por su común aversión contra el Estado representativo, eliminando
con ello de un modo definitivo las oportunidades de Weimar. Sabe­
mos hoy en día que fueron incluso las fuerzas autoritarias, a saber,
las germano-nacionalistas, las que exigieron que se tomaran medidas
para extirpar las instituciones representativas, pidiendo, por ejemplo,
la prohibición de partidos políticos. Pero esta alianza no fue de larga
duración. A partir, más o menos, de 1935, se caracteriza toda la
época nazi por la lucha, en parte oculta y en parte manifiesta, entre
los elementos autoritarios y totalitarios: una lucha, en la que las
fuerzas totalitarias consiguieron finalmente la victoria.
Si este análisis es acertado se sigue del mismo la importante con­
secuencia para la comprensión de la época actual, de que el régimen
nazi completó de un modo trágico y terrible aquella revolución
que no tuvo lugar en 1918. Probablemente impidieron los nazis el
renacimiento de los elementos autoritarios en el viejo sentido alemán.
Hemos de pensar aquí, sobre todo, en la disolución de Prusia, en las
pérdidas de la clase superior de la nobleza debidas a la guerra y a las
persecuciones posteriores al levantamiento del 20 de julio (de 1944)
y en los retrocesos de los vínculos regionales y eclesiásticos tradi-
222 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

cionales, que en Alemania han desempeñado siempre un papel polí­


tico de tanta importancia. Se ha perdido el fundamento agrícola de
los grupos dirigentes autoritarios y ha quedado deshecho el Estado
en cuanto institución. Hoy falta cualquier base de tipo económico,
político y personal para una renovada pretensión directora por parte
del estrato social superior germano-prusiano.
De este modo Alemania se encontraba en 1945 exactamente en la
misma encrucijada en que se encuentran hoy tantos países en vías
de desarrollo: o bien orientarse hacia lo liberal'y representativo, o
bien hacia lo anti-liberal y totalitario. A diferencia de los países en
vías de desarrollo no suponía para Alemania una alternativa en que
la decisión estuviera ya echada de antemano por las condiciones
económicas y sociales del país mismo. Como sabemos ahora, Alema­
nia ha elegido ambas soluciones — en cuanto es posible hablar en
este caso de una elección libre— : una parte ha escogido la solución
representativa, la otra parte la totalitaria.

IV

El camino autoritario quedaba cerrado a Alemania después de


1945. Mas a pesar de ello y de las evidentes y multiformes influencias
de las potencias de ocupación de entonces, parece sorprendente ver
con qué unanimidad —suavizando la expresión podría quizá añadirse:
hasta ahora— ha seguido la parte occidental de Alemania el camino
del Estado representativo. No puede explicarse sólo por el influjo del
exterior; tampoco puede ser el resultado de instituciones políticas
acertadamente concebidas. Más bien hay que pensar que han tenido
lugar profundas transformaciones en la sociedad alemana, que nos
autorizan a reservar en la actualidad a las instituciones represen­
tativas una importancia y oportunidades mucho mayores que en
toda la historia política alemana de los tiempos pasados.
Entre estos factores transformados se encuentra, sobre todo, el
desarrollo de un orden económico quasi-liberal. Ha de llamársele
quasi-liberal, porque, naturalmente, no tendría sentido suponer que
en nuestra época puedan existir todavía órdenes económicos libera­
les en el sentido clásico de la palabra. A pesar de todo, el desen­
volvimiento económico de la posguerra en la República Federal ha
originado por primera vez en la historia alemana unas condiciones
que pudieran describirse como capitalistas. Entre dichas condicio­
nes se cuenta que las instituciones y grupos dirigentes económicos
EL PR O B L E M A ALEMÁN 223

poseen en la actualidad una considerable fuerza en la sociedad. Ya


no se hallan subordinados a grupos directores de tipo político o
estatal, como correspondía a la antigua tradición. Otra de las con­
diciones consiste en la orientación dada al problema de la propiedad
dentro de la política económica, en la importancia concedida al
mercado libre frente al control estatal y en la “economización”
—como podríamos decir— de la sociedad en general.
Entre los nuevos factores importantes surgidos en la posguerra
hemos de enumerar igualmente el desarrollo de un nuevo estrato
social superior. Conocemos a dicho estrato; es objeto de muchas y
justificadas burlas; resulta a veces incómodo, y es frecuentemente
ridículo; le falta el aplomo y la seguridad en la presentación, por
los que se conoce a elites establecidas de antiguo. Lo solemos de­
signar con el término de “managers”, extrayendo dicho término de
sus conexiones económicas y empleándolo en su más amplio sen­
tido. Pero a pesar de todas las críticas, este estrato de los “mana­
gers” está mucho más unido a las instituciones del Estado repre­
sentativo de lo que jamás lo estuvieran la nobleza de nacimiento
prusiana o los dirigentes del partido nacional-socialista. También aquí
existe un cambio, que es favorable a las instituciones del Estado re­
presentativo; pues los grupos dirigentes económicos, incluso para
mantener su propia hegemonía, necesitan de esa lucha de la com­
petencia, que está garantizada en las Constituciones de tipo demo­
crático.
Llama especialmente la atención el cambio sufrido en las escalas
de valor de los miembros de nuestra sociedad, ocurrido en estos úl­
timos años: nos referimos a aquel cambio que con tanta frecuencia
y falsedad es denigrado como la tendencia al “materialismo”. Con
este término se quiere indicar, por lo general, que muchos hombres
buscan ahora la máxima felicidad y satisfacción sobre todo para sí
mismos, en cuanto individuos, y que, frente a este afán privado por
hallar la felicidad, se desdibuja un poco el bien común de la sociedad.
Prescindiendo de toda valoración ética es seguro que este “indivi­
dualismo” y “materialismo” sólo pueden prosperar en instituciones
de tipo liberal. Quien se interesa especialmente por el éxito personal,
por unos mayores ingresos, unos viajes más extensos, un coche más
caro, etc., necesita estructuras políticas y sociales que le dejen liber­
tad de movimientos. En este sentido podría afirmarse que se critica
injustamente por muchas personas el “materialismo” de los alemanes.
Está claro que en el desenvolvimiento aquí indicado se esconden
también considerables peligros. Así, no puede negarse que de las
tendencias aquí apuntadas pueden surgir amenazas para el Estado
224 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

representativo. También la economía quasi-liberal tiende a su auto-


eliminación mediante la concentración. Tiende a sustituir el plura­
lismo institucional por la hegemonía económica sobre el Estado. Es
factible, al menos, pensar que la nueva clase social superior se en­
cuentre cierto día en una situación en que crea que sólo podrá garan­
tizar y asegurar su posición gracias a un Estado totalitario dominado
y caracterizado por ella. El individualismo o el materialismo de los
hombres puede llevar a una plena indiferencia política y volverse
también, en este sentido, contra el Estado representativo. Sin duda,
existen tales peligros y denotaría mucha ligereza el despreciarlos.
Pero resultan inofensivos si se los compara con las amenazas contra
las instituciones representativas en períodos anteriores de la historia
alemana.
Este breve análisis puede resumirse echando una mirada crítica
sobre los dos grandes partidos políticos alemanes. Los dos grandes
partidos de la República Federal, el partido social-demócrata (SPD)
y el cristiano-demócrata (CDU), son hoy en día grandes partidos po­
pulares. Son partidos que no sólo reclutan miembros de todos los
estratos sociales, sino que también reúnen en sí intereses y teorías
dispares y muchas veces divergentes. En ambos partidos hay ele­
mentos liberales, conservadores y extremistas, aunque en distintas
proporciones. Pero el desarrollo de ambos partidos políticos durante
los últimos diez años ha sido bien diferente. Y esta diferencia en el
desenvolvimiento tiene gran importancia para entender la actualidad
política de la República Federal.
La CDU es, sin duda alguna, el partido político típico del desa­
rrollo posbélico germano aquí indicado. Se trata de un partido nuevo,
al que trascienden las vinculaciones de grupo tradicionales en la
historia alemana. Ha crecido además al mismo ritmo que aquella
evolución que he descrito como el fundamento de un Estado repre­
sentativo en Alemania occidental. Creo que desde una perspectiva
histórica se verá claramente un día que no fueron escasos los méri­
tos de la CDU en la creación del Estado representativo: fue el
partido de la nueva clase social superior, vigorizado, no en último
término, por la política económica del Ministro Erhard, el partido
de las tesis liberales de posguerra, del sistema de libre competen­
cia económica y política, de la alterada escala de valores públicos y
privados.
Pero en estos últimos años parece que la CDU se aleja de un
modo progresivo de aquella concepción de la sociedad y del Estado,
por cuyo fomento nos prestó originariamente a todos grandes servi­
cios. Por lo menos, desde el fracaso de la primitiva idea de la ley
EL PRO BLEM A ALEMÁN 225

anti-trust, la política de los cristiano-demócratas ha contribuido an­


tes a la auto-destrucción que no a la protección de aquella multipli­
cidad social, que es presupuesto indispensable para cualesquiera ins­
tituciones de tipo representativo. A veces se tiene casi la impresión
de que las fuerzas autoritarias de tiempos pasados pugnan por colo­
carse de nuevo en primera fila. Esta tendencia puede verse en las
decisiones esotéricas, en las frases de tinte nacionalista, en algunas
reminiscencias del Estado paternalista autoritario, unido a las difi­
cultades puestas a la participación política activa de las masas.
La SPD, en cambio, puede presentar un desarrollo de sentido
casi contrario. Ha entrado en la vida política de la República Fede­
ral cargada con el peso de una larga tradición. La SPD procede de
una época en que reinaban en Alemania las fuerzas autoritarias, que
imprimían sus propias características a toda la vida del país. Casj
tiene la apariencia de que, en parte, se nota todavía hoy en día este
aire en la política de los social-demócratas. En cualquier caso los
esfuerzos de años de la SPD para echar por la borda a Marx dan la
impresión de algo equivocado e incluso un poco divertido: pues, en
un sentido estricto, Marx jamás ha estado a bordo. A lo largo de la
historia del partido social-demócrata alemán, desde Lassalle, pasando
por Bebel y Ebert, hasta Schumacher, se va desarrollando una tra­
dición de pensamiento y acción políticos, que tiene muy poco que ver
con Marx y sí mucho con aquella Alemania imperial, en que nació
la SPD. Es sabido que Lassalle era más hegeliano que Bismarck.
Pero, en general, me parece acertada la afirmación de que el partido
social-demócrata fue durante largo tiempo —y en su contexto social,
con cierta razón— un partido político que quería remediar los males
de la realidad social median té el fortalecimiento del Estado pater­
nalista en manos de una nueva aristocracia, a saber, de una aristo­
cracia obrera.
Fue un cometido importante de la SPD el echar por la borda
esos extraños elementos autoritarios de su tradición, e ir al mismo
ritmo del desarrollo de la sociedad. Efectivamente, el partido social-
demócrata ha emprendido en estos últimos años, y con un éxito
constante que va en aumento, la tarea de resolver dichos problemas,
es decir, de redactar de nuevo su programa político y sus pretensio­
nes, de sacarlos fuera del contexto social y político en que tuvieron
su origen. Así goza la SPD actualmente de ciertas posibilidades de
convertirse en ese gran partido político de signo liberal, que forme
el contrapeso necesario frente a las crecientes tendencias conserva­
doras de su antagonista político.

15
226 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

Una de las preguntas más importantes y urgentes que se presen­


tan actualmente a todos los ciudadanos, y en particular al político
y científico, es la siguiente: ¿cómo es posible, hoy en día, la libertad?
La respuesta más general a esta pregunta es: reforzando aquellos
elementos políticos que he designado aquí como representativos o
liberales en oposición a los autoritarios y totalitarios. La política
puede hacer de los hombres seres no-libres, pero jamás puede hacef
de ellos individuos libres. Una de las utopías más peligrosas de nues­
tro tiempo es que pudiera hacer esto último. La actividad política
sólo puede crear aquellas condiciones, dentro de las cuales es posible
la libertad que cada uno de nosotros entiende: la libertad de escuchar
y leer lo que se quiera; la libertad de decir lo que se piensa; la
libertad de colaborar personalmente en la transformación de las cir­
cunstancias; pero también la libertad de ir por la noche al baile, de
coleccionar sellos o de pasar sus vacaciones en Baviera, en el mar del
Norte o en Italia. Mas el marco para la libertad así entendida sólo lo
proporcionan aquellas instituciones políticas que se limitan a fijar
las reglas de juego o procedimiento de las discusiones y del modo de
hallar la solución, sin decidir ellas mismas, y por adelantado, el
contenido de dichas decisiones. Estas instituciones no reclaman para
sí la prerrogativa de hacer efectivamente libres a los hombres, sino
que se contentan con la meta alcanzable de garantizar a cada uno la
posibilidad de la libertad. Las instituciones representativas parten de
la imperfección humana y de sus efectivas circunstancias. Por esta
razón sólo proporcionan el marco dentro del cual mantienen constan­
temente abiertas las posibilidades de cambio. Presuponen la multi­
plicidad de los intereses humanos y procuran al juego antagónico de
estos intereses determinadas formas de expresión.
Pero con estas indicaciones no se contesta a la pregunta sobre
las posibilidades de la libertad hoy en día, sino que se la desplaza.
¿Cómo podremos reforzar las instituciones representativas? ¿Qué
podemos hacer para mantener la libertad en nuesto país? ¿Cómo se
puede sostener vivo y efectivo el espíritu liberal en la comunidad?
A estas preguntas se puede contestar partiendo de las condiciones
funcionales sociales en el Estado representativo. Ante todo parece
necesario alcanzar las cuatro metas siguientes: en primer lugar se
ha de procurar imponer la efectiva igualdad política de todos los ciu­
dadanos, es decir, preocuparse de que todos pueden ejercer sus dere­
EL PROBLEM A ALEMÁN 227

chos sin favoritismos ni postergaciones. En segundo lugar es preciso


matener la estructura pluralista de la sociedad. En tercer lugar de­
ben admitirse los opuestos intereses y conflictos sociales vigentes,
tratando de hallar sus elementos de provecho y regulándolos racional­
mente. Por fin es necesario extender por todas partes la virtud pú­
blica de la participación activa en la vida política.
Con respecto a los países en vías de desarrollo, algunos de los fines
propuestos no pasarán por ahora, desgraciadamente, de ser meras
declaraciones (aunque no por ello sean superfluas). Es muy poco
probable que podamos inducir al señor Nkrumah a llamar del destie­
rro al jefe de la oposición en su país o que consigamos mover al señor
Turé a dejar el paso libre en su nación a una economía de signo capi­
talista privado. Mas para nosotros, para la sociedad alemana, se encie­
rra en estas cuatro líneas todo un programa político:
Primeramente debemos eliminar todos los favoritismos y poster­
gaciones que aún siguen impidiendo a algunos grupos ejercer con
efectividad sus derechos políticos en plan de igualdad con los demás
ciudadanos. En este sentido, y precisamente aquí en Alemania, hemos
de fijarnos en las evidentes desigualdades de las oportunidades de
educación, en la diversificación social con motivo de los cuidados
médicos y en los escondidos privilegios del sistema jurídico.
En segundo lugar el mantenimiento del pluralismo social exige
retener la competencia entre los diversos elementos institucionales y,
en particular, la radical separación de las instituciones políticas y
económicas. Debe garantizarse la competencia libre en el sector eco­
nómico, promulgando una legislación anti-trust severa y tomando
medidas efectivas para oponerse a los dos peligros de la concentra­
ción privada del poder y de la concentración estatal mediante la
nacionalización. También es de gran importancia el control riguroso
de las relaciones mutuas en los campos eclesiástico y estatal, así como
militar y estatal.
En tercer lugar resulta de urgente necesidad que se imponga en
muchas instituciones, incluidas las políticas, la idea de que las dife­
rencias y los conflictos sociales pueden reportar gran utilidad. Queda,
por ejemplo, bastante que hacer para que, lo mismo que en Inglaterra
y en los Estados Unidos, se reconozca también en Alemania la im­
portantísima función a desempeñar por el partido de la oposición.
Hay todavía muchas personas amantes de la paz que opinan que las
discusiones políticas y, por tanto, también el diálogo del gobierno y
de la oposición, son en realidad molestas o al menos de poca impor­
tancia. Creen que sería mejor buscar y encontrar aquella persona
o aquel grupo que pueda proporcionarnos la respuesta a todas las
228 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

preguntas. Todavía hay muchas personas en Alemania a quienes re­


sulta peregrina la idea de que la mejor solución para cada problema
concreto sólo puede hallarse discutiendo y contrastando las dife­
rentes y opuestas opiones.
Finalmente, en la educación del ciudadano, por muchos que sean
los esfuerzos ya realizados, queda todavía una misión importante
para la conservación de las condiciones del Estado representativo.
Está claro que una pregunta de características tan genéricas como
esta de la posibilidad de la libertad no puede recibir la misma res­
puesta para todas las sociedades actualmente existentes. En nuestra
propia sociedad amenazan al orden liberal otros peligros que en los
países comunistas o en las naciones jóvenes. Mas en todas partes la
pregunta sobre la posibilidad de la libertad se confunde con aquella
otra acerca de las condiciones para imponer y mantener institucio­
nes políticas representativas. He aquí la misión de aquellos que se
preocupan por la libertad, y el sociólogo puede contribuir mucho
a la solución de estos problemas si permanece fiel a la tradición de
su disciplina y si recibe fuerzas de los conflictos de la propia sociedad.
DEMOCRACIA Y ESTRUCTURA SOCIAL
EN ALEM ANIA *

Para el sociólogo de la política, que conoce sus obligaciones con


referencia a nuestra época, existen en la actualidad principalmente
dos problemas, y ambos son problemas de la democracia: el problema
de la democracia alemana y el problema de la democracia en los
países en vías de desarrollo. Casi todos los demás objetos de refle­
xión y análisis son solamente facetas y aspectos parciales de estos
dos complejos de preguntas: ¿cómo pudo desembocar la democracia
de un país industrializado, "occidental”, “civilizado”, en el nacional­
socialismo? ¿Cuáles son, por tanto, los elementos de estructura so­
cial que no quedan comprendidos dentro del modelo genérico de la
“sociedad industrial”? Y ¿puede funcionar la democracia en la India
en Ghana, en China? ¿Cuáles son las dificultades que las estructuras
sociales de los países en vías de industrialización oponen a la for­
mación de una democracia efectiva? Ambas preguntas parecen exi­
gir, a primera vista, respuestas muy diferentes. En ambos casos se
discute, desde luego, la relación entre democracia y estructura social.
Pero, así como la falta de funcionamiento de la democracia en los
países en vías de desarrollo supone un desengaño para nuestros
deseos, ya titubeantes, antes que para nuestras esperanzas, el fallo
de la democracia alemana conmueve los cimientos de la compren­
sión misma del mundo occidental. Para emplear el recio lenguaje
intelectual de los antiguos etnólogos alemanes: lo que no sorprende
tratándose de “pueblos primitivos naturales”, se convierte en un

* R e d a cta d o en 19 5 9. P u b lica d o por p rim era vez en el EuropUischen Ar-


chiv sur Soziologie (A rch iv o E u ro p eo S o cio lo g ía ), 1/1 ( 1 9 6 0 ); reim p resió n no
a ltera d a en la re v ista Offerte Welt, núm . 71 (1 9 6 1 ).
230 'S o c i e d a d y l ib e r t a d

acuciante problema al ocurrir en un “pueblo civilizado muy desa­


rrollado”. Habremos de demostrar aún que los “pueblos naturales y
civilizados", que los problemas de la democracia alemana y digamos,
por ejemplo, de la China, no son tan desemejantes entre sí. Las
formas de industrialización en ambos países tienen bastantes rasgos
comunes; en realidad, la revolución industrial alemana desde arriba
sirve como un caso ejemplar de “industrialización atrasada” —com­
parándolo con el ejemplo clásico, que es Inglaterra—. Pero estos fac­
tores comunes son el resultado de un análisis, que se concreta en uno
de los dos problemas: las relaciones entre la democracia y la estruc­
tura social en Alemania.
“Democracia” y “estructura social” son dos de los términos más
usados en el lenguaje corriente para-científico de nuestra época. Como
tengo la intención de emplearlos en este ensayo en un sentido más
concreto del que usualmente tienen, parece útil tratar de “definirlos”.
Lo haré sólo con el término de democracia, sin grandes complicacio­
nes. Siempre que en las páginas siguientes se hable de democracia, se
entenderá con este término la forma de poder,del gobierno represen­
tativo. Con palabras de Schumpeter — aunque sin atarme con ello
a una teoría concreta— podríamos decir: “Y definimos: el sistema
democrático es aquel complejo institucional para la obtención de
decisiones políticas, en el que los individuos se alzan con el poder de
tomar decisiones mediante una lucha de competencia por obtener los
votos del pueblo” l. Aun cuando sé que esta definición puede pres­
tarse a objeciones diversas, me parece adecuada a la importancia his­
tórica del concepto y, por ello, aceptable como término.
No es preciso definir aquí el concepto de estructura social. Pero
hay que advertir que la mera formulación del tema excluye ya una
serie de tesis a investigar por no cumplir con las condiciones nece­
sarias. Por mi parte tal valoración es consciente del todo. Porque
uno de los aspectos de la cuestión de la democracia alemana se
concreta siempre en esta otra pregunta: ¿cómo fue posible en Ale­
mania el nacional-socialismo? La literatura actual sobre este tema
es, lógicamente, numerosísima, y sólo podremos comentar en estas
páginas, cuando sea preciso, una selección muy restringida de ella.
Mas en toda esta serie de libros me parece que nos encontramos
siempre con dos defectos de principio, cuya breve crítica puede ayu­
darnos a centrar mejor el problema (y dar de paso un significado
más concreto a lo que entendemos aquí por “estructura social”).1

1 Cfr. J. S chumpeter ; Capitalism , Socialistn and D em ocracy (Londres,


1 9 4 3 ), pág. 2 6 9 ,
EL PROBLEM A ALEMÁN 231

Uno de los defectos está en lo que me atrevería a llamar el error


de la generalización. El reaccionar con categorías universales de tipo
sociológico, político y humanitario —“sociedad industrial” o “capita­
lista”, el “Occidente”, el "Occidente cristiano”— es, desde luego,
algo legítimo para comprender algunos problemas. Pero debería pen­
sarse que precisamente el triunfo del nacional-socialismo en una so­
ciedad industrial, occidental y cristiana nos pone ante los ojos, con
toda claridad, los límites de este tipo de generalizaciones. Pues el
problema de la democracia alemana no es el problema general de la
estructura social de las sociedades industriales, sino que por ahora
es el que resulta de las condiciones especiales de la sociedad ale­
mana hasta 1933, y quizá hasta nuestros días. Sólo a posteriori son
posibles análisis comparativos con otros países. De ahí que, como
análisis sociológicos, sean insuficientes todos los intentos que no
pasen más allá de las características generales de las sociedades mo­
dernas. Entre este tipo de investigaciones está la tesis marxista del
fascismo como estadio final del capitalismo; el intento de explica­
ción del nacional-socialismo a partir de la anatomía de la vida social
en los países industriales urbanizados; y asimismo, la tesis —com­
probada por lo menos empíricamente, a diferencia de las dos ante­
riores— que ve una relación entre la especial situación social de la
clase media y el éxito de Hitler. En todos estos casos queda sin
contestar la pregunta más importante: ¿por qué razón han llevado
estos presupuestos generales precisamente en Alemania, y sólo en
ella, a una victoria del “extremismo del centro?” J.
Por otra parte, existe igualmente el error de la especificación, y
esta segunda equivocación aparece con frecuencia en combinación
con la primera. Al intentar explicar el nacional-socialismo, muchos
autores se han limitado a los factores políticos inmanentes y espe­
cíficamente históricos. Los puntos débiles de la Constitución de
Weimar, por una parte, y los desastrosos efectos del Tratado de
Versalles, de la inflación y de la crisis económica, por otra, se han
convertido directamente en tópicos baratos en la literatura sobre
la democracia alemana. Está claro que estos hechos y aconteci­
mientos han contribuido, desde luego, casi siempre de un modo
poco aparente, a consumar el triste fin de la primera república ale­
mana. Pero con la misma claridad se ve que hechos y acontecimien-23

2 Cfr. S. M. Lip s e t : “Der ’Faschismus’ - die Linke, die Rechte und die
M itte” ; K oln er Z eitschrift für S oziologie, X I (1959), pág. 401 y ss.
3 T. P arsons: “Democracy and Social Structure in Pre-Nazi Germany",
Essays in S ociological T heory (Glencoe, 1958), pág. 105 y ss.
232 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

tos idénticos o parecidos no han llevado en otros países a los mis­


mos resultados. Me atrevería a afirmar, pues, con T. Parsons: “A di­
ferencia de esta teoría, la tesis del presente análisis será que una
discrepancia tan fundamental en la orientación política, como es la
que se desarrolla actualmente (en 1942) entre las sociedades fascis­
tas y liberal-democráticas, tiene raíces estructurales más profundas
de las que pudiera descubrir dicha teoría” 3*.
Al proponerse el tema de las condiciones de vida de la demo­
cracia en determinados países es fácil deslizarse hacia las especu­
laciones intrascendentes sobre el carácter nacional y el alma o es­
píritu del pueblo. Precisamente con relación a Alemania, renom­
brados científicos no han logrado escapar después de la guerra a
este peligro *; se han atribuido a “los alemanes” tendencias román­
ticas, irracionalismo, extremosidad, ductilidad, espíritu de aplica­
ción y trabajo, servilismo, complejo de mando y muchas otras pro­
piedades, teniendo que prestarse en la mayor parte de los casos
determinadas tradiciones de la historia del espíritu germano (“des­
de Lutero hasta Nietzsche”) 5 a servir de “prueba” de la continuada
presencia de estas características inventadas: “Se han necesitado
alrededor de 400 años para colocar a los alemanes en su actual es­
tadio espiritual; y nadie sabe cuánto tiempo pasará antes que se
consiga demolerlo” 6. Mas, por otra parte, las actitudes del espí­
ritu y los valores que caracterizan la conducta de grupos sociales
de cierta categoría y que incluso adquieren vigencia sancionada por
leyes en una sociedad y se transforman en “mentalidades”, según
la acepción de Th. Geiger, no caen del cielo; tampoco del cielo filo­
sófico y mucho menos del de la fantasía positiva u hostil de his­
toriadores a lo Hegel. Hay que preguntarse: ¿qué grupos, estratos
y clases sociales había en la sociedad alemana, a cuyos intereses
convenían los valores de que aquí hablamos? ¿Qué estructura ins­
titucional fue capaz de procurar validez a estos valores? ¿Qué cua­
lidades de la sociedad alemana, introducidas y fortificadas con el
tiempo, permitieron o incluso exigieron un sistema político, en el
que pudieron crecer y desplegarse los vicios del supuesto carácter
nacional? He aquí las auténticas preguntas acerca de las relaciones
entre democracia y estructura social en Alemania.

* La mayor parte de las siguientes “características nacionales alemanas"


están sacadas del capítulo “Vom deutschen Nationalcharakter" del libro de
W. R o pk e : D ie deutsche Frage (Zurich, 1948).
5 Cfr. ad h oc J. E. S penlé : D er deu tsch e G eist von Luther bis N ietzsche
(Meisenheim, 1948).
6 A. J. P, T aylor: The C ourse o f Germán H istory (Londres, 1945), pág. 9.
EL PROBLEM A ALEMÁN 233

II

Para dar mayor claridad a los argumentos conviene tratar antes


del primero y fallido ensayo de una democracia alemana, es decir,
de la sociedad alemana anterior a 1933. Podemos partir para ello
del único intento, en cuanto yo sepa, realizado hasta la fecha para
exponer nuestro problema con todas sus implicaciones: del nota­
ble ensayo de Talcott Parsons sobre “Democracy and Social Struc-
ture in Pre-Nazi Germany”, del año 1942.
Parsons encuentra las causas estructurales del fracaso de la de­
mocracia alemana en un conjunto de características de la sociedad
alemana de la época de Weimar: por una parte, el predominio de
Prusía y de su clase dominante de “Junker” (nobles de inferior ca­
tegoría), con sus valores particulares de tipo “militar feudal”. Estos
se unieron —según Parsons— con la burocracia, procedente igual­
mente de estratos pre-industriales, y que constituía “el supremo ele­
mento de prestigio de la burguesía” 7. Los nobles prusianos y la bu­
rocracia estaban unidos por la idea del Estado paternalista, por el
“conservadurismo prusiano”. Como estratos sociales lograron ha­
cerse aun con-el control de la creciente industrialización dentro de
esta ideología. “El hecho de haber surgido en Alemania una econo­
mía industrial moderna en el seno de una sociedad que se hallaba
estructurada en gran parte por el Estado prusiano, y el de haberse
encontrado esta economía industrial relacionada con el modelo, de
profundos efectos, del conservadurismo prusiano, explican sin duda
alguna el desarrollo general en muchos aspectos” 8.
Y así, en Alemania, a diferencia de lo que sucedió en otros países
industriales, no se desarrolló un “individualismo económico” ni tam­
poco un capitalismo liberal, rii siquiera una economía nacional en
sentido clásico. La burguesía industrial se sometió a los valores bu-
rocrático-militares de sus antecesores históricos. Las consecuencias
de este desarrollo se muestran en la estructura estática formalizada
de la sociedad alemana, en la estructura familiar, en la posición de
la mujer, en el “fundamentalismo” y “romanticismo” del pensamien­
to alemán. “Un aspecto, al menos, de importancia crítica del movi­
miento nacional-socialista está en el hecho de que éste representa
una movilización de las tendencias románticas, extraordinariamente*

7 T. P a r s o n s : Op. c it., pág. 108.


* Op. c i t . , pág. 1 1 0 ,
234 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

profundas, de la sociedad alemana, al servicio de un movimiento


político violento y agresivo. Incluyendo dicho movimiento una re­
vuelta de principio contra todas las tendencias racionalizadoras del
mundo occidental, y al mismo tiempo contra sus más sólidos funda­
mentos institucionalizados” 9.
Parsons logra concretar multitud de detalles y observaciones par­
ticulares en una imagen coherente de la sociedad alemana. Pero el
punto fuerte, y también el punto débil, de su análisis —cosa lógica,
teniendo en cuenta la tesis intelectual que le sirve de fondo— está
en la formulación del “sistema de valores” efectivo y vigente en la
sociedad alemana antes de 1933. De todo el “substrato fáctico” de la
sociedad sólo le queda el predominio de la aristocracia prusiana de
viejo cuño y abolengo, el noble, el burócrata del Estado y el militar;
factor desde luego muy importante, pero que, como tal, queda sin
explicación y no representa además la única característica estruc­
tural de la sociedad alemana, de la que puede suponerse que se opo­
nía al funcionamiento de la democracia alemana. Completando, y en
parte oponiéndose también al análisis de Parsons, presentaremos en
las páginas siguientes el substrato fáctico de la estratificación y des­
membración institucional de la sociedad alemana antes de 1933. Ha­
remos resaltar sobre todo cinco elementos, cuya combinación puede
explicarnos el fracaso de la primera República alemana y darnos al
mismo tiempo, en forma generalizada, el andamiaje para una teoría
sociológica de la democracia.

III

“Amplios sectores de la pequeña burguesía han hecho suya la


causa del nacional-socialismo, y el partido, hoy en día, se dirige
sobre todo a ellos. Si esta verdad evidente hubiera precisado de otra
confirmación nos la darían las elecciones prusianas de 1932, de las
que salieron completamente deshechos el partido económico y otros
partidos moderados" (Geiger, en 1932) 10.
“Un estudio sobre los cambios de poder ocurridos en los partidos
no-marxistas y no-católicos nos permite suponer que los nacional­
socialistas se aprovecharon principalmente de los partidos liberales*

* Op. c it., pág. 123.


10 T h . G e ig e r : Diesoziale Schichtung des deutschen Volkes (S tu ttg a rt,
1 9 3 2 ), pág. I I I .
EL PR O B L E M A ALEMÁN 235

de la clase media, que constituían la base más firme antes de la Re­


pública de Weimar” (Lipset, 1959) n.
“En cuanto que el hitlerismo representa un movimiento deses­
perado de las clases medias inferiores, no hace más que continuar
una tendencia iniciada en los últimos años del siglo XIX. No es de
suponer que a los pequeños comerciantes, maestros, párrocos, abo­
gados, médicos, labradores y artesanos, les fuera peor, en lo que
respecta a su bienestar material, a finales del siglo X IX que a me­
diados de siglo. En cambio, desde el punto de vista psicológico, las
clases medias inferiores se veían cada vez más oprimidas por los
obreros y la burguesía superior...” (Lasswell, 1933) 12.
La destrucción de la democracia alemana es por consiguiente
obra de la clase media: esto ya era en 1932 una “verdM de pero-
grullo”. Los hechos presentados para apoyar esta tesis son eviden­
temente convincentes. Sin embargo, los textos citados no contestan
a una pregunta, que es posiblemente la cuestión más fundamental
en nuestro estudio: ¿por qué ha destruido precisamente la clase
media alemana la democracia alemana y no han hecho la clase media
inglesa o americana lo propio con la democracia inglesa o americana?
En Inglaterra, Lewis y Maude pueden escribir todavía en 1953 (no
sin dejar de incluir una observación despectiva sobre las clases me­
dias “europeas” —es decir, continentales—), con el pleno senti­
miento de su conciencia de clase media: “Gran Bretaña misma, como
unidad política victoriosa, es una creación de las clases medias... La
clase media inglesa ha inventado el Estado inglés, que en su desarro­
llo ha proporcionado al individuo la libertad y un nivel de vida su­
perior” 13. ¿Qué misterio se esconderá en la clase media alemana que
la hizo ser el destructor de todo aquello que había creado su homó­
nimo inglés? ¿Qué características especiales de la estratificación so­
cial del pueblo alemán pueden explicar la historia anti-democrática
de la clase media germana?
No deja de haber cierta ironía en la historia de las relaciones
entre democracia y clase media. La burguesía clásica de los comer­
ciantes y artesanos independientes de las ciudades inició su camino
de “clase media” en medio de una aristocracia feudal, con sus -pre­
tensiones políticas de dominio fundadas en la ley del nacimiento, y

11 S. M. Lip s e t : op. cit., pág. 411.


12 H. La ssw ell : “The Psychology of Hitlerism”, T h e P olitical Q uarter-
ly, IV (1933), pág. 374. Citado en S. M. L ip s e t : op. cit., pág. 405.
13 R. Lew is y A. M aude: T he English M iddle C lasses (Penguin Books,
1953), pág. 67.
236 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

un numeroso estrato de pobres, obreros del campo, labradores dé-


pendientes y proletarios de las ciudades. Con la industrialización,
sostenida por esta clase media clásica, dio comienzo una larga lucha
por la hegemonía política, de la que salió finalmente como vencedor
en el siglo X IX la burguesía. Esta burguesía era democrática en el
estricto sentido de la palabra aquí empleado. Necesitaba de la de­
mocracia como arma contra el dominio tradicional de la aristocracia
feudal; y, a la vez, el sistema de competencia democrático y la apli­
cación de las ideas e intereses del mercado libre a la esfera política
correspondía a su mentalidad. Mas la burguesía ya no penetró en el
siglo X X como tal “clase media”. Se encontraba ahora a la cabeza,
era la clase social que dictaba su ley a la sociedad. Bajo ella se des­
arrolló una “nueva clase media”, compuesta, en parte, por indivi­
duos de profesiones liberales, que se preocupaban más de la mera
existencia que de una posible expansión económica, y, por otra parte,
de empleados y funcionarios que de todos modos sólo presentaban
tímidas demandas de poder. Esta “nueva clase media” sólo tiene de
común, en el mejor de los casos, el nombre con la burguesía clásica.
Debido a su situación de intereses ya no es precisamente liberal, sino
que necesita de la “protección estatal”. En el doble frente de “la
lucha económico-política contra los grandes capitalistas” y de “(la
lucha) social-ideológica contra el movimiento obrero” 14 desarrolló
esta nueva clase media las ideologías dominantes en nuestra época:
la idea de “asociación”, de “comunidad del pueblo”, del “consumi­
dor”, de la “clase social media nivelada”, etc. Mas, por mucho que
todas estas ideologías contradigan al liberalismo político, no por ello
contienen necesariamente un elemento anti-democrático. La “nueva
clase media”, que se convierte en el destructor de la democracia po­
lítica, es el resultado de una constelación muy especial de condicio­
nes, de una constelación que se daba y se da en Alemania, en un
aspecto también en Austria e Italia, y quizá en muchos de los paí­
ses en vías de desarrollo, pero que faltaba totalmente en Inglaterra
y en los Estados Unidos.
La burguesía clásica precisaba de la democracia para perfec­
cionar y asegurar mediante el predominio político la posición eco­
nómica alcanzada por su propio esfuerzo. Se hallaba enfrentada a
la aristocracia feudal y al Estado paternalista-autoritario. Pero la
historia alemana no conoce una burguesía clásica en este sentido.
Aquí resulta decisivo el hecho de que la industrialización misma

u T h. G eig er : Die K lassen gesellschaft im S chm elztiegel (Koln-Hagen,


1949), pág. 14.
EL PRO BLEM A ALEMÁN 237

—que en Inglaterra y en los Estados Unidos fue la obra personal


de una burguesía todavía carente de derechos políticos— fue en
Alemania una “revolución realizada desde arriba”. Durante los im­
portantísimos decenios de 1871 a 1914 fue el Estado el impulsor
del desarrollo económico, es decir, la clase social superior pre-in-
dustrial fue también la sostenedora de aquel proceso, que en otras
sociedades llevó a su total apartamiento en el campo político y
social. Bendix ha distinguido, como típicas, dos formas de indus­
trialización: la industrialización realizada por una “clase social de
empresarios autónomos” y la de una clase social de empresarios
dependiente del Estado tradicional. Para este segundo grupo, que
con ciertas salvedades se aplica también a Alemania, observa con
razón: “Puede ser muy intensa la competencia con los grupos do­
minantes, pero es improbable que ataque las líneas básicas de ese
orden social: es decir, que el gobierno [mejor sería hablar aquí del
concepto alemán del Estado, R. T .] es el juez inapelable y la última
instancia para decidir sobre las pretensiones opuestas, dado el con­
trol que ejerce en el reparto de los privilegios” 1516. La clase media
de la sociedad alemana en vías de industrializarse ha quedado siem­
pre como clase media. Puesto que la burguesía alemana fue siem­
pre desde el principio, por gracia de la aristocracia predominante­
mente prusiana, base del Estado, no ha presentado jamás preten­
siones propias de dominio político. Se sometió en su posición so­
cial y política y en su mentalidad a aquella otra capa feudal más
antigua que, de acuerdo con gl modelo inglés, hubiera debido ser
su adversario.
Desde este punto de vista se comprenden muchos fenómenos
extraños de la sociedad alemana anterior a 1933. La estructura pa­
triarcal-autoritaria, frecuentemente citada, de la familia alemana,
la organización militar-paternalista de las empresas alemanas, la
formalización burocrática de la jerarquía social, la credulidad en el
Estado, en particular de los partidos alemanes de izquierda, la falta
de liberalismo, tanto en el pensamiento político y económico como
también en la realidad política, son síntomas de la subordinación
de los grupos industriales dirigentes a la clase social superior de
los terratenientes, generales y funcionarios prusianos, orientada
según directrices sociales feudales, militares y burocráticas

15 R . B e n d i x : W ork and A uthority in Industry (Nueva York-Londres,


1956), pág. 21.
16 Aquí se encuentra por consiguiente — visto correctamente por P a r -
so n s (op cit.)— el lugar sociológico de los resultados de muchas investigacio-
238 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

La República de Weimar se basaba en el supuesto de que con


el fin del Imperio había terminado también la misión histórica del
estrato social superior del mismo. Pero en el transcurso de los
años 20, y cada vez más claramente, se demostró que dicho su­
puesto era falso. Claro está que la nobleza quedó condenada en­
tonces a su petrificación definitiva y que fueron desterrados mu­
chos privilegios de clase, pero no por ello dejó de existir este es­
trato social. Las revueltas de 1918 y 1919 no constituyeron una
auténtica revolución. Los grupos económicos dirigentes continua­
ron sometiéndose a los valores y también a los miembros de la an­
tigua clase superior feudal. La sucesión de los presidentes de la
República, desde Ebert hasta Hidenburg, es a este propósito algo
sintomático. Al menos desde mediados de los años 20 desarrolló
la República de Weimar una tendencia al “extremismo hacia la
derecha”, en el sentido de Lipset: “Los extremistas de derechas
son conservadores y no revolucionarios... El ideal de los extremis­
tas de derechas no es un soberano totalitario, sino un monarca, o
al menos un tradicionalista, que actúe como rey” 17. Sólo ante se­
mejante fondo podían llevar los ánimos resentidos de la “nueva
clase media” al resultado que tuvieron en Alemania.
Cuando Lasswell habla de la doble amenaza de la clase media por
los trabajadores y por la “burguesía superior”, no es exacta esta ima­
gen al aplicarla a Alemania. La “nueva clase media” en Alemania se
encontró con los obreros por debajo de ella misma y por encima con
la vieja aristocracia prusiana de signo derechista conservador, que
se había incorporado a la burguesía hasta hacerla desaparecer. Es po­
sible que el resentimiento de la clase media, amenazada por los dos
grandes en el campo económico, sea un fenómeno universal de las
sociedades modernas. Pero este resentimiento sólo puede hacerse vi­
rulento si uno de los dos bloques se enfrenta en actitud hostil al sis­
tema de mercado libre del Estado representativo. La característica
especial de la situación alemana en 1933 consistía en que, tanto el
estrato superior tradicional como también la clase media amenazada
obraron, por razón de su mentalidad y situación social, en sentido

nes aisladas como, con relación al problema de la familia, la de M. H orkhei-


m er : A u íoritat und Fam ilie (París, 1935); con respecto al problema empre­
sarial la de G. B r ie f : “Betriebssoziologie”. E n : H anduiórterbuch d er Sozio-
logie (Stuttgart, 1959) y O. N euloh : Die d eu tsch e B etriebsverfassu n g und ihre
S ozialform en bis zur M itbestim m ung (Tubinga, 1956), y con relación al pro­
blema del liberalismo, el de L. Kr ieg er : T he G erm án Id ea o f F reedom (Nue­
va York), 1950, etc.
17 S. M. L ip s e t : Op. cit., pág. 404.
EL PRO BLEM A ALEM ÁN 239

anti-democrático —los unos de manera autoritaria, con un extre­


mismo de derechas, y los otros totalitariamente, con un extremismo
del centro— y que ambos grupos se encontraron unidos en' los años
inmediatos a la gran crisis económica. Hablando más concretamente:
decisivo para el fracaso de la democracia alemana fue el fondo social
del hecho simbólico de que en el primer gabinete nacional-socialista
se llamase Hitler el canciller y von Papen el vicecanciller. La estruc­
tura de la sociedad alemana anterior a 1933 podía favorecer poco el
desarrollo de una democracia que funcionase bien, entre otras razo­
nes, porque no solamente su clase media de pequeños empresarios
independientes y empleados a sueldo buscaba, con una añoranza ro­
mántica de tiempos mejores, un salvador frente a la prepotencia de
los grandes, sino que también su estrato social superior carecía de
la tradición liberal de una burguesía capitalista. Porque en Alemania
la clase media empresarial de la época de la industrialización no halló
su posición social enfrente, sino dentro de la clase superior pre-indus-
trial, y porque no se convirtió en la clase dirigente de la sociedad,
pudo tomar la democracia alemana aquel triste camino que encontró
su final en la conquista del poder por Hitler.

IV

Es sólo otro modo de expresar la falta de una burguesía clásica


decir que también el capitalismo se desplegó en Alemania sólo en la
forma especial de un capitalismo refrenado por el Estado, y privado,
por lo mismo, de su fuerza dinámica interior. En la proclama funda­
cional de la Asociación de Política Social del año 1872 se hacía
referencia a la tarea de “suscitar a tiempo la intervención bien pon­
derada del Estado para salvaguardar los legítimos intereses [en el
campo económico, R. D.] de todos los miembros de la comunidad”,
a fin de asegurar con ello el cumplimiento “de las supremas misiones
de nuestra época y de nuestra nación" “ . Pero esta postura, en la
Alemania de fin de siglo en vías de una rápida industrialización, no
era en absoluto radical o reaccionaria, sino que correspondía más
bien a la política oficial, a los hechos reales. “Lo que Bismarck que­
ría decir con ello”, comenta Jantke interpretando un punto de vista
que en lo esencial concuerda con esta tendencia, “no era la creación18

18 Cfr. F. B o e s e : G esch ich te d es Veretns für S ozialpolitik, 1872-1932


(Berlín, 1939), apéndice III, pág. 248 v ss.
240 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

de un orden social y económico federal e independiente de la idea


central estatal, sino de una entidad que poseyese el vigor preciso
para representar los intereses corporativos y que, a pesar de la suma
diferenciación de profesiones, grupos y estratos dentro de la econo­
mía moderna, pudiese impulsar un sentimiento de responsabilidad
público y común, una conciencia nacional-estatal y la ordenación y
subordinación en los intereses comunes representados por el Esta­
do” 1S. ¡Qué contraste frente al decidido y consciente liberalismo de
la burguesía inglesa! Puede definirse el capitalismo como se quiera:
habrá pocas discrepancias sobre el hecho de que una economía in­
dustrial, que se desenvuelve dentro del marco trazado por un Estado
paternalista y benevolente, sólo será un capitalismo impedido y a me­
dio hacer, aun en el caso más favorable de reconocer la propiedad
privada.
Al igual que las de clase media y democracia, también las rela­
ciones entre capitalismo y democracia quedaban sometidas a la evo­
lución histórica. En los comienzos de la economía capitalista, cuando
las ideas de competencia, independencia de pequeñas y medianas
empresas y empresarios, así como de la fuerza reguladora del mer­
cado correspondían aún a la realidad, podía favorecer el capitalismo
el triunfo de las formas democráticas del poder. La descentralización
del poder, tal como se hallaba en la primitiva economía privada libe­
ral de un “orden económico y social” que Jantke describe, no sin
razón, como "federalista”, y el reconocimiento de la legitimidad de
intereses particulares discrepantes reclamaban directamente la pre­
sencia de un sistema político que uniera y combinara esa multipli­
cidad de núcleos y fuerzas por medio de un mecanismo de mercado.
Claro está que en la medida en que el capitalismo llevaba a la con­
centración de las fuerzas económicas, es decir, en que se transforma­
ba en un oligopolio o incluso en un capitalismo monopolista pri­
vado o estatal, representaba antes un peligro que un apoyo para
el sistema de libre competencia de la democracia. Y la economía
industrial alemana se destaca sobre todo por haber empezado más
bien en este estadio tardío del capitalismo sin haber atravesado an­
tes por su periodo liberal. Fue desde el principio economía estatal
en manos de un estrato superior pre-capitalista, que aún continuaba
persiguiendo en el Estado la realización del ideal moral.
Se añade todavía otro hecho a considerar. En toda sociedad exis­
te un determinado orden jerárquico de instituciones, una escala de
valores y poder de los distintos elementos institucionales. Iglesia,*

lu C. J antke : D er V ierte Stand (Hamburgo, 1955), pág. 210.


EL PROBLEM A ALEMÁN 241

Economía, Milicia y Estado —para citar sólo algunos de estos ele­


mentos— se presentan en los distintos periodos históricos en diferen­
tes combinaciones. Es típico de las sociedades capitalistas que entre
estos diversos factores sean las instituciones económicas las que
marquen la pauta. “La sociedad burguesa está moldeada en una for­
ma puramente económica: sus cimientos, vigas y ventanas están he­
chos todos ellos de materiales económicos. El edificio se abre sobre
la parte económica de la vida” Y este predominio de las institu­
ciones económicas favorece el desarrollo de una democracia activa
por dos razones: por una parte es favorable al pluralismo institucio­
nal, por cuanto que ei predominio de la economía sólo puede con­
quistarse y mantenerse en constante lucha con las pretensiones au­
tónomas de las restantes instituciones; por otra parte, incluso bajo
las condiciones de vida del alto capitalismo, los valores característicos
y las normas de la economía se hallan más cerca de una constitu­
ción democrática que los de la iglesia, de la Milicia y sobre todo
que la fuerza autónoma de un Estado que se presenta con la preten­
sión exclusiva y absoluta de ser el representante de los “intereses
comunes”.
También desde este punto de vista ha demostrado el impedido
capitalismo alemán, al menos hasta 1933, ser una rémora para el
desarrollo democrático. El elemento institucional que marcaba la
pauta en Alemania era el Estado. Ya sólo este hecho debe parecer
extraño para el que esté informado de la historia anglosajona, don­
de el Estado constituye un mero mecanismo para el ejercicio del po­
der, sin peso social propio (por ejemplo, de intereses específicos).
Pero ésta es la realidad de la historia alemana. Después que la vie­
ja clase superior de la aristocracia prusiana se vio privada de su
base religiosa por los efectos indirectos de la Revolución Francesa,
de su base económica por la industrialización y también de su base
social por la derrota de la primera Guerra Mundial, consiguió aún,
a pesar de todo, conservar el Estado para sí, sobre todo gracias a la
burocracia estatal, al servicio diplomático y al Ejército, y señalar
a todas las demás instituciones, en virtud de las facultades que le
daba su dominio político, su propio sitio dentro del conjunto social.
Modificando la descripción de la sociedad burguesa, antes citada, de
Schumpeter, podría, pues, decirse: la sociedad alemana estaba mol­
deada en una forma puramente estatal. Sus cimientos, vigas y venta­
nas estaban hechos, todos ellos, de materiales estatales. El edificio
se abría sobre la parte estatal de la vida.20

20 I. S chumpeter : Op. cit., pág. 73.


16
242 s o c ie d a d y l ib e r t a d

El predominio de las instituciones estatales en Alemania, abaste­


cidas de sus propios intereses e idea del orden, no puede simplificarse
y malentenderse como el predominio personal; por ejemplo, de la aris­
tocracia prusiana. Claro está que existía también esta prepotencia
personal: los diplomáticos y generales, los funcionarios y ministros,
no pocos industriales (en particular de las industrias del carbón y del
acero) y algunos dirigentes eclesiásticos protestantes de la Repú­
blica de Weimar procedían de las capas “básico-estatales” de la tradi­
ción prusiana. Mas igual importancia tiene el hecho de que estas ca­
pas habían conseguido injertar a las instituciones eclesiásticas, eco­
nómicas y militares sus propios valores: los valores de la disciplina,
de la educación severa, de la obligación y de la obediencia, de la
vocación tradicional al dominio autoritario, de la grandeza nacional,
de la subordinación del particular dentro del “todo” representado
por el Estado.
En cualesquiera circunstancias parece poco favorable a la demo­
cracia, un orden jerárquico institucional en que el Estado, como fuer­
za propia y autónoma, dé el tono. Los portadores de la “asociación
de dominio política”, con su “monopolio de fuerza física en un de­
terminado territorio” (M. Weber), pueden eliminar la competencia
de otras instituciones con el empleo de esa misma fuerza. El sistema
democrático, con la posibilidad que le es inherente de un cambio en
las posiciones de dominio, ha de aparecer siempre como una amenaza
para determinado estrato social, cuando el Estado se convierte en
objeto monopólico de dicho estrato. Este estrato social, convertido
en soporte único del Estado, puede ser totalitario, aunque no es pre­
ciso que lo sea. Puede mostrarse también preocupado por el bien­
estar de los súbditos, como en el caso de la aristocracia prusiana.
Pero semejante institución estatal —caso típico— concede limosnas,
no derechos. La democracia, lo mismo que el liberalismo, aparece
a los ojos de los portadores de este Estado como situación de anar­
quía y falta de disciplina, que debe evitarse a cualquier costa.
La historia de la democracia social alemana proporciona la prueba
más clara y, desde el punto de vista del desarollo de una democracia
germánica, también la más desoladora, del predominio de las institu­
ciones estatales en la sociedad alemana antes de 1933. El semidesa-
rrollado capitalismo alemán no sólo hizo imposible una burguesía clá­
sica, sino también un proletariado clásico en Alemania. Totalmente
en contra de la prognosis de Marx y de las demandas marxistas
para la supresión del Estado, se encuentran inscritas en el encabe­
zamiento del movimiento obrero alemán las siguientes sentencias del
hegeliano Lassalle: “El Estado es esta unidad de los individuos en
EL PR O B L E M A ALEM ÁN 243

un todo moral... El fin del Estado no es, por tanto, proteger al indi­
viduo sólo en su libertad personal y en su propiedad..., el fin del
Estado es más bien el de colocar a los individuos, gracias a esa aso­
ciación, en situación de obtener aquellos fines, aquel estudio de la
existencia, que, como tales individuos, no hubieran podido alcanzar
jamás... El fin del Estado es, por consiguiente, el de llevar al ser hu­
mano al despliegue positivo y al progresivo desarrollo... Esta es, seño­
res, la naturaleza propia y ética del Estado, su verdadera y superior
misión”
El movimiento obrero alemán consideró, pues, desde un principio,
que su misión consistía en llevar a la práctica los valores de la do­
minante aristocracia prusiana en cierto sentido en contra de ella
misma. La democracia social alemana fue el protestantismo del Esta­
do feudal prusiano. Protestando contra la enajenación de sus valores
originarios se encontraba, sin embargo, dentro del mundo propio de
este Estado. Así pudo darse el caso de que los más calificados repre­
sentantes de este movimiento obrero —Lassalle, Bebel, Ebert— tue-
ran ensalzados una y otra vez por historiadores alemanes de todas
las direcciones ideológicas precisamente por aquello que parece al
menos contradecir a sus intenciones democráticas: por su conciencia
nacional, su fidelidad al Estado y su comprensión de la tradición.
“Donde fracasaron emperadores y reyes, príncipes y nobles, tuvo
que poner orden el antiguo ayudante cabestrero”, escribe el historia­
dor social-demócrata Stampfer con evidente orgullo del presidente
E b e rt22. Mas esto no quiere decir otra cosa sino que el “ayudante
cabestrero” había demostrado ser mejor emperador que, por ejemplo,
Guillermo II. Esto significa que tampoco fue atacado por los de
izquierdas el primado del Estado autónomo como realidad de la idea
moral. Y significa además, por tanto, que también en las actividades
izquierdistas se mantuvo el capitalismo imperfectamente desarrollado
como un obstáculo estructural para la evolución de una democracia
alemana.

V
Hay que analizar el aspecto sociológico de la idea lassalliana del
Estado, que hasta la fecha no es ajena en absoluto a considerables*

21 F. L a salle : A rbeiterprogram m (nueva edición Offenbach, 1946), pá­


gina 41.
** F . S taMp f e r : D ie ersten 14 Ja h r e d er D eutschen R ep u blik (Offen­
bach, 1947), pág. 439.
244 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

sectores de la doctrina estatal alemana, para comprender por qué no


se aviene dicha concepción con las formas de dominio democráticas.
Es un hecho fundamental del análisis sociológico que cada sociedad
histórica ha producido en su seno intereses opuestos y actitudes
políticas. No hay ninguna sociedad sin conflictos sociales y políticos.
Ahora bien, ¿cómo podrá resolver una sociedad sus conflictos políti­
cos si en ella tiene vigencia sancionada la teoría de que el Estado,
revestido de su propia “naturaleza ética”, representa la figura insti­
tucional visible de la misma “idea moral”? ¿Cuál será el destino de
las discusiones sociales y políticas si se reconoce al Estado no sola­
mente el poder, sino también el derecho de fallar en última instancia?
La respuesta a estas preguntas se obtiene estudiando la doctrina es­
tatal alemana desde Hegel hasta Cari Schmitt y más allá. Como el
Estado, por sí mismo, es una fuerza moral, se encuentra por encima
de todos los conflictos, como “voluntad general” que trasciende a
todos los partidos políticos en pugna. El Estado posee el derecho, en
virtud de su posición moral independiente, de decidir vinculativamen-
te quién tiene derecho y quién no tiene razón, qué intereses deberán
ser admitidos y quién ha de someter sus intereses al “bien común”,
representado por el Estado o, lo que es igual, olvidarlos. Existe, por
ello, y por encima de todos los intereses particulares, una última ins­
tancia, dotada de autoridad definitiva, cuyas pretensiones de poder
son también al mismo tiempo pretensiones de derecho y que puede
“resolver” por ello todos los conflictos de un modo definitivo e
irrevocable. Hablando con términos hegelianos: “El Estado es la rea­
lidad de la idea moral”, es “lo razonable en sí y por sí”, “fin propio
absoluto e inconmovible”, que “tiene el sumo derecho contra el indi­
viduo, cuya suma obligación se centra en ser miembro del Estado23.
Esto es lo que yo llamaría una actitud utópica frente a los conflictos
sociales y políticos. La vecindad de esta situación utópica a las prác­
ticas totalitarias es fácil de ver: pues en la realidad “el Estado” no
es una abstracción hipostasiada o sustantiva del Derecho, sino una
institución que se apoya en grupos sociales realmente existentes.
Por tanto, el derecho a dictar fallos inapelables, atribuido al Estado,
supone que determinados grupos usurpan la facultad de señalar a
todos los demás su sitio en la sociedad. Hegel no dejaba de tener
razón cuando consideraba que la realidad de la idea moral en el Es­
tado sólo quedaba asegurada con la intervención de la policía: “para

23 G. W. F. H e g el : G rundlinien d er P h ilosop h ie d es R echts (Hamburgo,


1955), S 257, § 258, pág. 207 y ss.
EL PRO BLEM A ALEMÁN 245

proteger y defender a las masas de fines e intereses especiales” 24, es


decir, para “resolver” los conflictos de intereses sociales y políticos.
La utopía, hecha realidad, de la sociedad sin conflictos se traduce
siemDre en el totalitarismo mediante la represión de cualquier opo­
sición.
También el sistema democrático adopta una determinada postura
ante los conflictos sociales que, en oposición a la actitud utópica me
atrevería a llamar racional. La democracia descansa en la admisión
de la presencia -y necesidad de intereses opuestos. Las decisiones no
se basan aquí en el supuesto derecho de una instancia jurídica por
encima de los partidos, sino en el resultado de la competencia de in­
tereses, concreto y distinto en cada caso. El derecho válido es aquí
la resultante de la lucha de los individuos y partidos para conseguir
los votos de los electores. Esto no quiere decir que el derecho vigen­
te sea siempre también lo justo en un sentido ético; pero significa que
no se atribuye a ningún grupo o estrato sociales el privilegio de un
conocimiento definitivo sobre lo que es derecho y justicia.
Es fácil de explicar, teniendo en cuenta el desenvolvimiento par­
ticular de su estratificación social y estructura institucional, que la
sociedad alemana se presente, en todos sus aspectos y campos, con
rasgos de una actitud utópico-totalitaria frente a los conflictos. En el
campo político mismo, el concepto germano del Estado y su reco­
nocimiento por casi todos los partidos antes de 1933 da testimonio
de esta actitud. La tantas veces citada autoridad paterna en la fami­
lia alemana prestó a la misma, precisamente en lo que atañe a la re­
gulación de las diferencias de opinión y de los conflictos, el carácter
de un Estado prusiano en miniatura. Quizá resulte menos sorpren­
dente en las esferas de la organización eclesiástica y militar la actitud
utópico-totalitaria de “resolver” conflictos por medio de la represión;
mas aun en este caso la comparación con las iglesias (especialmente
las iglesias y sectas “no conformistas”) y los ejércitos de otros países
demuestra que también se dan en estas instituciones detalles de au­
toritarismo organizador. Se ha comentado por muchas personas la
posición autoritaria del profesor y catedrático universitario alemán,
que no sólo no tolera ninguna contracción, sino que tampoco se
encuentra expuesto a crítica alguna, apareciendo siempre en plan de
“autoridad”, debido a la estructura de las instituciones docentes
(como, por ejemplo, al sistema de las “lecciones de cátedra”). En el
aspecto político el rasgo utópico de más graves consecuencias me
parece hallarlo en los dos campos de la sociedad alemana que todavía
nos falta por estudiar: en el sistema jurídico y en la economía.
34 Op. cit., $ 249, pág. 203,
246 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

Es al menos en el Derecho penal donde sociológicamente pueden


interpretarse las diferencias entre la tradición del “common law” y la
legislación romana, es decir, codificada, como una patente diferencia
de posturas con relación a los conflictos. La jurisdicción de preceden­
tes se basa en la teoría de que el derecho es el resultado del litigio
entre las partes y de que la sentencia, por tanto, es en cierto sentido
sólo la solución de un conflicto concreto. El elemento racional de la
jurisdicción alemana (y de todas las que son parecidas estructural­
mente) consiste, en cambio, hablando de nuevo de un modo simplifi-
cador, en que el acusado es medido con la medida abstracta de un de­
recho válido independientemente de cualquier discusión concreta, y
con esa medida es condenado o absuelto. Con esa diferencia básica en
las concepciones nos volvemos a encontrar en la estructura social del
proceso penal (Derecho procesal penal). En el primer caso, el Estado
y el acusado, representados por los abogados fiscal y defensor, discu­
ten en un mismo plano (también en sentido local); el juez vigila, como
árbitro, para que se guarden las reglas de procedimiento formales; un
tribunal arbitral dicta sentencia sobre los méritos correspondientes
de cada uno de los combatientes. En cambio, en el proceso penal
alemán el abogado fiscal se halla sentado por encima del abogado
defensor; no es parte en el combate, sino una autoridad; el juez no
sólo vigila para que se guarden las reglas de procedimiento, sino que
también representa “el Derecho”; se retira a deliberar junto con el
jurado y decide la sentencia como administrador del derecho abs­
tracto, como representante de la justicia en la sala del tribunal. Un
análisis comparativo de sistemas de derecho en la dirección aquí
indicada no sólo podría concretar tal vez mejor las diferencias entre
las actitudes utópicas y racionales, sino suministrarnos también una
clave para comprender mejor las diversas estructuras sociales y sus
instituciones políticas.
El tratamiento dado a los conflictos industriales en Alemania
muestra muchos puntos analógicos con el tratamiento de las discu­
siones jurídicas. Al mismo tiempo vuelve a verse aquí con toda cla­
ridad hasta qué punto el movimiento obrero alemán anterior a 1933
fomentó instituciones sociales, que actúan radicalmente en contra
de su consciente y manifiesta finalidad, la creación de una democracia
alemana. Un rasgo ya tradicional de la política sindicalista germana,
cuya presencia se ha acogido en el extranjero muchas veces con
cierta extrañeza, es su “fuerte inclinación hacia la responsabilidad”,
el intento de cargar sobre las espaldas de sindicatos y obreros misio­
nes propiamente empresariales. El último resultado obtenido hasta
la fecha en este aspecto es el derecho de co-gestión en la industria
EL PR O B L E M A ALEM ÁN 247

alemana del carbón y del acero. Mas ya en la Ley sobre jurados de


empresa, de 1920, se observa la misma tendencia, cuando se endo­
saba a los miembros del jurado la doble e inconciliable tarea de “sal­
vaguardar”, por una parte, los intereses económicos comunes de todos
los productores (trabajadores y empleados) frente al empresario” y
por la otra de “prestar ayuda al empresario para cumplir los fines de
la empresa” 25. No sólo el contenido de esta y de otras leyes resulta
típico en este sentido, sino también el hecho de que todos los con­
flictos industriales se regulan mediante una ley, es decir, de nuevo
por la autoridad del Estado. Un observador norteamericano comen­
taba hace algunos años: “Así, por ejemplo, el campo americano que
ha de regularse por contratos colectivos es mucho más amplio que
en Alemania. En este país muchas de las relaciones entre empresario
y obrero se formalizan sobre la base de un acuerdo mutuo sin que
quede en parte alguna constancia por escrito, y muchas otras rela­
ciones se fijan preferentemente por medio de una ley y en menor
número por medio de contratos colectivos” 26.
Acuerdo mutuo, sin que quede constancia por escrito, es una
definición perfecta de circunstancias tradicionales y paternalistas; la
ley, que encaja perfectamente en este mundo, es la expresión de la
autoridad estatal. Así resulta comprensible la reacción de W. H. Mc-
Pherson: “La confianza, que debe considerarse tradicional, de los
sindicatos alemanes en la regulación legislativa como principal instru­
mento para alcanzar sus fines, provoca en un observador americano
cierta extrañeza” 27. Pues da a entender que los bandos en conflicto en
la industria no se consideran como grupos autónomos en un conjunto
social autónomo, sino que se someten desde un principio a la deci­
sión estatal. Y aquí vuelve a descubrirse de nuevo el constante
intento de “resolver” los conflictos industriales de un modo definitivo.
La fe utópica en una respuesta válida y exacta para siempre a todos
los problemas de la sociedad es más fuerte que la confianza en un
resultado acomodado a las circunstancias históricas, naturalmente
susceptible de evolución, pero que reconoce la necesidad y la justi­
ficación de la existencia de conflictos sociales.
Una sociedad, cuyas instituciones centrales y básicas se caracte­
rizan por formas utópicas para resolver los conflictos sociales, no

45 Ley d elos Jurados de Empresa del 4 de febrero de 1920, § 1.


26 W . H. McP herson : “Betrachtungen zur deutschen Arbeitsverfassung”,
Vfege zum sozialen F ried en , publicado por H. D. Ortlieb y H. S chelsky
(Stuttgart-Düsseldorf, 1954), pág. 69.
27 W . H. M cP h erso n : O p . c it ., p ág . 6 9 y ss.
248 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

puede ofrecer un fundamento adecuado para una democracia política


efectiva. Semejante sociedad da más bien alientos a una victoria de
los partidos y grupos totalitarios. La ideología de los partidos moder­
nos totalitarios es siempre utópica, ya sea una ideología que pro­
pugne la grandeza y el orden nacionales, o la “comunidad del pueblo”,
ya defienda un futuro socialista, una “sociedad sin clases”. En tales
ideologías se esconde siempre el pensamiento de la supresión defi­
nitiva de toda discordia y de todos los conflictos en un futuro ideal
de orden y paz. Que la realización de estas ideologías ha de fracasar
por la resistencia que opone la realidad social, y que la “solución”
de los conflictos ha de terminar con su represión, resultará quizá
desconocido para los seguidores “idealistas” de los extremismos de
izquierdas, de derechas y del centro, o incluso será contrario a sus
planes: mas ésta fue siempre, históricamente, la consecuencia final.
Así podría afirmarse que la estructura social alemana anterior a 1933
incluia rasgos que si no eran positivamente totalitarios, sí lo eran
indirectamente, en cuanto que contenía detalles utópicos que en
cualquier caso no favorecían el funcionamiento de la democracia.V I

VI

Los autores que han tratado de explicar el fracaso de la democra­


cia alemana por causa del “carácter nacional” germánico, no han con­
seguido, por lo general, extraer ese carácter nacional de la tenue capa
de la historia del espíritu y referirlo a la estructura real de las socie­
dades alemanas. El esquema propuesto para estudiar los conflictos
sociales en los distintos campos institucionales de la sociedad ger­
mana puede servir de avance para corregir este defecto. Los rasgos,
muchas veces citados, del pensamiento alemán como romántico, ab­
soluto y metafísico, se avienen bien con lo que he llamado aquí la
forma utópica del trato de los conflictos sociales. Esto se aplica
igualmente al “alemán a-político”, en el que F. Stern ve con cierta
razón “tanto el origen como también el efecto de la divergencia
alemana de Occidente y de sus constantes fallos políticos” 28. El
ensayo de actuar conforme a una directriz utópica del pensamiento
es esencialmente a-político, pasa de lado junto a las condiciones rea­
les de la vida social y se enreda por ello cada vez más profundamente.

28 F . S t e r n : Germany and the West - The Political Consequences of the


Unpolitical Germán, co p ia en m u ltico p ista de una c o n fe re n c ia pron u n ciad a
a n te la A m e rica n H is to rica l A sso cia tio n (1 9 5 7 ).
EL PROBLEM A ALEMÁN 249

Pero el “alemán a-polítíco” resultaba también en otro aspecto un


producto de la estructura de su sociedad, que se distinguía por lo
mismo de otras sociedades industriales occidentales.
Si consideramos los valores que deciden, como imágenes ideales,
la conducta de los hombres en las distintas sociedades, podemos dis­
tinguir entre ellos dos grandes grupos. Hay virtudes que se proponen
por misión la de facilitar unas relaciones perfectas entre los miembros
de una sociedad, es decir, que refieren al individuo a su esfera social
y le atan a la misma. Estas virtudes públicas implican típicamente,
sobre todo en las sociedades modernas, el carácter contractual de
muchas relaciones sociales, es decir, cierto alejamiento emotivo del
prójimo. El “keep smiling”, el desprecio del “self-pity”, la “fair-
ness”, “to be a good sport”, la insistencia sobre el “getting along
with each other”, son todas ellas virtudes públicas de esta clase,
valores de una sociedad a la que importa sobre todo no grabar las
relaciones sociales con el carácter particular y privado de los indi­
viduos. Frente a ellas hay otras sociedades que conocen primordial­
mente aquellas virtudes privadas que trascienden en mucho las re­
laciones sociales contractuales c incluso las desvalorizan implícita
o explícitamente. Imperan aquí valores como “la interioridad”, la
“veracidad” (con la implicación de “la hipocresía de las virtudes pú­
blicas”), “la naturalidad”, “la fidelidad”. Donde se cultivan sobre
todo las virtudes privadas se considera a “la soledad” como un
estado directamente apetecible de la vida: como productivo, “gran­
de”, “fuerte” y “sano”. Tales conceptos los asocian muchos alemanes
—como ha demostrado convincentemente Hofstátter— con “la sole­
dad", mientras que en Inglaterra y en Norteamérica “lonesomeness”
está e noposición a “love” y “success”, y se identifica más bien con
“la angustia” alemana29. En realidad, me parece que puede demos­
trarse claramente la tesis de que en Alemania es algo característico
el estimar sobremanera, en el campo social, las virtudes privadas, y
en los países anglosajones, en cambio, las públicas. Puede ser que
Friedrich no esté tan falto de razón cuando señala la “belief in the
common man” como un presupuesto necesario de la democracia
activa pues la “belief in the common man” supone siempre la con­

29 F. Ho fstá tter : G ruppendynam ik (Hamburgo, 1957), pág. 63 hasta 70.


Hofstátter no ha conseguido explicar satisfactoriamente la sorprendente se­
mejanza de los perfiles de asociación ingleses y americanos. Quizá pueda pro­
porcionar algunos puntos de apoyo para una explicación el argumento que
he intentado proponer aquí.
M Cfr. C. I. F riedrich : D em okratie ais H errschafts- und L eben sform
(Heidelberg, 1959).
250 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

fianza en lo que es común a todos los hombres, es decir, en los hom­


bres como portadores de roles sociales, en las virtudes públicas co­
munes a los hombres, que pierden su eficacia allí donde se desprecia
desde un principio a todo rol, a toda virtud pública como falsedad
e hipocresía.
Valores socialmente vigentes e introducidos no caen de cielo. Es­
tán vinculados a instituciones sociales, por las cuales se lleva pri­
meramente al nuevo miembro de una sociedad a sus valores, se le
“socializa”. En las sociedades modernas son los dos campos institu­
cionales de la familia y del sistema educativo los que cumplen con
esta misión. La sociedad alemana, sin embargo, conoce entre la fami­
lia y la escuela, y conocía, un orden jerárquico que difiere considera­
blemente del de otras sociedades comparables. Mientras que, en
Inglaterra y Estados Unidos, por ejemplo, la carga principal de la
socialización del individuo se concentra en las escuelas por su doble
energía moldeadora de la doctrina “oficial” en la persona del maestro
y la “inoficial” en los grupos de compañeros (“peer-groups”), todos los
influjos centrales sobre la educación del niño en Alemania proceden,
todavía hoy, y en principio, de la familia. Parece lógico suponer que
la transmisión de las virtudes públicas es obra, sobre todo, de las ins­
tituciones pedagógicas, la de las virtudes privadas, en cambio, de la
familia. En este sentido estoy inclinado a afirmar que la supra-ordi-
nación de la familia sobre la escuela en Alemania puede explicar el
predominio de las virtudes privadas en la escala de valores de la
sociedad alemana y con ello el no-funcionamiento de la democracia
alemana. Por ahora ha quedado sin réplica la sentencia de Schiller:
“Alemanes, confiáis en vano hacer de vosotros una nación. Insistid
en cambio con mayor tesón, y lo podéis hacer, en formar de vosotros
hombres libres”.
El orden jerárquico contrario de familia y escuela en la sociedad
alemana y en la inglesa, por ejemplo, se puede comprobar por muchas
observaciones. De especial importancia me parece el significado pura­
mente temporal de ambos en la vida del niño. En Alemania comienza
la escuela al cumplir el niño siete años. Hasta ese momento el niño
queda, en el caso normal, constantemente en el seno de la familia; y
en relación con el momento más oportuno para empezar a ir al cole­
gio reina la opinión generalizada de que ha de atrasarse, antes que
adelantarse, dicho momento. Durante todo el periodo escolar los
niños sólo están pocas horas en el colegio, en el mejor de los casos,
desde las ocho a las catorce horas; el tiempo restante “pertenece a la
familia”. De ahí surge con cierta necesidad el tipo escolar en el que
las virtudes públicas de la convivencia y del entenderse con los de-
EL PR O B L E M A ALEMÁN 2 51

más se desdibujan frente a las virtudes privadas del aprender, de la


diligencia individual. Por consiguiente, el individuo es conducido ha­
cia la convivencia social en la medida en que se le aleja de ella.
Hasta hace poco tiempo era tesis fundamental de la pedagogía ale­
mana sostener que la escuela debía crear en el niño un “mundo es­
piritual’’, junto al “mundo real”, y enfrentado al mismo. En oposición
a este sistema está el inglés, con su temprano comienzo de la escuela
(en el jardín de infancia), con la escuela de todo el día o el internado
con la importancia dada al deporte y al juego, es decir, actividades
sociales, y con la separación casi total del niño de la familia desde
el momento mismo de ingresar en el colegio. ¿Puede todavía sor­
prender a alguien que en el Gobierno federal alemán haya desde lue-
do un “Ministerio para asuntos familiares”, pero que no haya un
“Ministerio de Educación”? Mas esta diferente jerarquía establecida
entre la familia y la escuela en Alemania da por resultado que el
colegio mismo se considere como una especie de prolongación de la
familia, con el maestro en funciones de padre, es decir, como una
institución que ha de contribuir al “perfeccionamiento humano” del
individuo, determinándose aquí el término “hombre” en el sentido
de la cita de Schiller, por su oposición a “nación”, a sociedad. En
los países, en cambio, en los que la escuela se presenta con derecho
de prioridad sobre la familia, muestra esta última la tendencia a
transformarse en “sociedad”, en el sentido de Tonnies, en “peer-
group”, en un conjunto social basado en relaciones contractuales, so­
bre el principio de la igualdad teórica de todos sus miembros.
La historia apenas conoce ejemplos de un desarrollo simultáneo
y sincrónico le las virtudes públicas y privadas. Posiblemente estos
dos grupos de valores tengan carácter compensatorio: en la misma
medida en que se desarrollan las virtudes privadas retroceden las
públicas, y viceversa. Si esta suposición es correcta se seguirá de aquí
entre otras cosas, que en los países con un sistema estatal democrá­
tico activo queda sin desarrollar alguna dimensión de la existencia
privada del hombre —bien sea el “individualismo” francés o la “pro­
fundidad” germana— M. Pero es seguro que una sociedad que fomenta
o estima sobre todo las virtudes particulares de sus miembros y que
las interpreta en oposición a la participación política y social, es poco
apta para formar un Estado representativo.31

31 El número de matrimonios destruidos debería ser para ello un punto


de referencia. Pero en caso de un examen empírico de los supuestos aquí for­
mulados debería tenerse en cuenta no solamente el número de divorcios, sino
también (especialmente en Inglaterra) el de matrimoinios separados.
252 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

El “alemán a-político” es una consecuencia del orden jerárquico


de la familia y la escuela en la sociedad alemana. Y este mismo orden
se halla en clara relación con los factores antes mencionados de una
clase media permanente, del capitalismo subdesarrollado y de la
actitud utópica ante los conflictos. No es casual que la interpretación
de la familia como “portadora” y “germen” de la sociedad sea una
de las tesis fundamentales de la antigua ideología prusiana. También
en este punto se ha seguido durante mucho tiempo la opinión de
Hegel: “La ampliación de la familia como transición de la misma a un
nuevo principio és... su ampliación pacífica a un pueblo, a una nación,
que posee con ello un origen común natural...” 32. Y mientras entre
“familia” y “pueblo”, entre las virtudes privadas y la realidad pú­
blica se abra el gran vacío33 de una “sociedad burguesa”, tenida
como molesta, como “meramente genérica y abstracta”, como “un
Estado impuesto por la necesidad y la razón”, no amenazará ningún
peligro, en virtud de su origen, a la clase dominante pre-industrial,
por la participación activa de todos los ciudadanos. El desarrollo de
las virtudes públicas y su condición indispensable, la desvaloración
relativa de la familia hubieran resultado a la vez, en cuanto condición
de una forma de dominio democrática, un peligro para la clase supe­
rior militar-burocrática-feudal de la sociedad alemana.

VII

Se ha dicho en alguna ocasión que el término de “alemán a-polí­


tico” describe sobre todo a los intelectuales germanos M. Cuando se
habla del fracaso de esta inteligencia germana durante la época nazi
se busca frecuentemente la explicación del mismo en su despego de
la política y no en una actitud activamente anti-democrática de
los intelectuales. Tampoco F. Stern ha escapado del todo a esta falsa
interpretación, aun cuando con relación a la Alemania de Bísmarck
distinga con pleno derecho: “Después de 1871 una pequeña parte de
los intelectuales universitarios, incluso a la vista del éxito, continuó
escéptica frente a la Alemania imperial, confiando que Alemania
aceptaría las instituciones políticas de Occidente. Un grupo más nu-

32 G. W. F. H e g el : Op. cit., § 181, pág. 164.


” Así, H e g e l : Op. cit., § 183, pág. 165.
” Cfr. para el capítulo siguiente también mi ensayo “The Intelligentsia
Whieh Is N ot", C hicago R eview (marzo, 1960).
EL PR O B L E M A ALEMÁN 253

meroso se retiró a lo que se llamó entonces el campo a-político, re­


signándose a su impotencia política. Otro grupo todavía más nutrido
idealizó la Alemania existente y sus tradiciones imperialistas, afir­
mando que la cultura germana, superior a la de Occidente, era capaz
de justificar también el poderío alemán” 35.
Efectivamente había entre los intelectuales alemanes, también
antes de 1871, tres actitudes típicas con relación al Estado y a la
sociedad, de las que sólo una puede describirse en el caso más
favorable como “a-política”. Simbólicamente pueden relacionarse es­
tas tres posturas intelectuales con tres de las figuras más importantes
de la literatura alemana, a saber, con Goethe, Hólderlin y Heine.
Goethe, el Ministro de Estado de Weimar, había hecho las paces
con los poderes dominantes. “Era uno de ellos” y este pertenecer a
las fuerzas del “statu quo”, la participación en el ejercicio del poder
político, caracteriza al mismo tiempo uno de los modelos de las re­
laciones entre intelectuales y Estado en Alemania. Desde los días de
la Asociación de Política Social este apoyo activo a las fuerzas do­
minantes es característica principal de la conducta de los profesores
universitarios alemanes, que son funcionarios estatales. Así, en una
época en que Alemania se tornaba cada vez más prusiana, escribía
el historiador von Treitschke: “Prusia abarca ya con una organiza­
ción estatal sana la mitad de Alemania, que es además, desde un
punto de vista político, la mitad mejor... Si el partido nacionalista
no quiere perderse por caminos utópicos habrá de considerar a la
mitad ya unificada de Alemania como el núcleo del Estado a formar:
ha de tornarse mucho más prusiano que hasta la fecha” 1'1. No sor­
prende aquí la preferencia mostrada por Prusia, sino el hecho de
que un intelectual no exija de su época otra cosa fuera de que se
transforme todavía más en aquello que por otra parte ya lo es con
plena suficiencia. Hay una línea directa de la glorificación de Prusia
realizada por el profesor Treitschke, a la justificación seudo-filosó-
tica del predominio del “Estado Militar” (“Wehrstand”) — aunque
se llame S. A., Grupo de Asalto del partido nazi— hecha por el pro­
fesor Heidegger en el tristemente famoso “discurso de auto-afirma­
ción” de 1933. Treitschke y Heidegger rechazarían probablemente el
epíteto de “intelectuales” como un insulto; y en realidad debemos
preguntarnos si una inteligencia, que abandona cualquier postura de
distanciamiento crítico sobre los grupos y circunstancias dominantes,

3' F. S tern : Op. cit.


56 H. von T r eitsc h k e : H is t o r is c h e u n d p o l i t i s c h e A u fs a t z e (Leipzig.
1871), pág. 235.
254 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

puede considerarse todavía como intelectual. Pero todos los periodos


de la historia alemana más reciente han conocido un grupo intelectual
a-crítico parecido.
Más característico aún resulta para los intelectuales alemanes
una segunda actitud ante su sociedad, para la cual apenas existen
paralelos en otros países. “Qué me importa a mí el naufragio del
mundo”, escribe Hólderlin, el Holderlin de la segunda época, ya no
el de la Fundación de Tübingen, impresionado por la Revolución Fran­
cesa, “no conozco nada fuera de mi isla bienaventurada”. Siglo y me­
dio más tarde acuñó el escritor alemán Frank Thiess (significativa­
mente en un debate público con Thomas Mann) para esta postura,
y no sin cierto orgullo la palabra grave de la “emigración interior”.
El “emigrante interior” es el intelectual que se aparta de su época y
sociedad y se vuelve hacia aquel mundo “mejor” y “más seguro” del
espíritu, que se considera en Alemania como esencialmente a-político.
Este apartamiento y cierre hermético de los intelectuales contra las
influencias del exterior puede tener distintos motivos. Puede fun­
darse tanto en una crítica de lo existente como en un reconocimien­
to positivo del mismo. Pero sean cuales sean los motivos personales
de los “emigrantes interiores”, su conducta efectiva es un modo de
abstenerse de su vo2, que ha de favorecer necesariamente a los par­
tidos más fuertes. La “emigración interna” supone siempre la renun-
- cia a la crítica y a la protesta y con ello el tácito consentimiento de
la realidad imperante.
Junto a la participación plenamente positiva y a-crítica y a la
“emigración interior” conoce la historia de la inteligencia alemana
una tercera actitud frente a la sociedad y al Estado que, aun siendo
tan conocida, se deja muchas veces de lado al analizar la estructura
social germana: la emigración “exterior”, la propiamente tal. Proba­
blemente no fue Heinrich Heine el primer representante de este gru­
po, ni Thomas Mann el último. La crítica de la sociedad adquiere
aquí una forma tan virulenta que la sociedad —siendo ellas misma
anti-liberal— condena al crítico como elemento ajeno e insoportable,
prohibe sus escritos y le destierra. Para comprender el transfondo
estructural en la postura de los emigrantes “exteriores” entre los in­
telectuales alemanes es importante saber que los Ministros del Inte­
rior anti-liberales no fueron ni son la única razón de su emigración.
La desesperación de Heine y de muchos de sus sucesores de menor
importancia con relación a su país había alcanzado más bien un
punto en el que se desesperaba de poder contribuir, mediante la crí­
tica, a un cambio de las circunstancias existentes. Entre los intelec­
tuales alemanes existe una forma de distanciarse de su sociedad
ti. PRO BLEM A ALEMÁN 255

que se interpreta ya ella misma como polémica dede el exterior. Heine


la había emigrado antes que se le obligara a la emigración.
Los tres modelos, en los que se encuadran casi todos los intelec­
tuales germanos de los dos últimos siglos, tenían en su efecto político
una cosa en común, a pesar de la diversidad de sus motivos y de su
conducta: contribuyeron a fortalecer las energías anti-democráticas
de la sociedad alemana. En cuanto que los grupos dominantes en
Alemania se enfrentaban hostilmente al Estado representativo en­
contraban su refuerzo en la intensión de la inteligencia “fiel a las
normas estatales’ del tipo de Treitschke; la retirada a un “mundo
a-político del espíritu” tenía, al menos, la consecuencia imprevista
del fortalecimiento del “statu quo”, y la emigración “exterior”, preci­
samente porque hallaba los puntos de referencia para su crítica antes
fuera que dentro de la sociedad alemana, representaba una forma de
la “presión del exterior” que, según las leyes psicologicosociales, más
bien refuerza que debilita la solidaridad interna de un grupo.
Puede discutirse si existe una relación específicamente demo­
crática entre inteligencia y sociedad. De todos modos es de destacar
que falta en la historia alemana una cuarta posible actitud de los in­
telectuales. En Alemania resulta caso raro el intelectual que, sin­
tiéndose miembro de su sociedad, se enfrenta sin embargo con distan-
ciamiento crítico a su constitución vigente en un momento dado.
Aquí se ve que la inteligencia de la “síntesis dinámica” de Mann-
heim, que al mismo tiempo "reúne en sí todos aquellos impulsos
que penetran dentro del espacio social” y “vuelve a poner una y
otra vez en entredicho la nueva situación del universo” 87, es sólo
una entre varias formas, históricamente reales, de la inteligencia.
La típica “enajenación” de los intelectuales implica todavía cierta
relación interior con la propia realidad social; supone que la propia
sociedad es al mismo tiempo algo ajeno, y, en este sentido, digna
de crítica y necesitada de cambio. A partir de esta actitud puede
convertirse la inteligencia en el fermento de la dinámica social, en
la inquietud impulsora dentro de la perezosa corriente del “statu
quo”. Mas precisamente tal labor fue realizada por muy pocos miem­
bros de la inteligencia alemana en el Berlín de los años 20. Siendo
ajena por completo a su propia sociedad perdió toda función social.
Voluntaria o involuntariamente, queriéndolo o no, contribuyó de
este modo la inteligencia alemana a mantener aquella estructura
su país.
social por cuya culpa fracasó finalmente la democracia activa en

37 K. M a n n h e im : Ideologie und Utopie (F ra n k fu rt, 1952), pág. 137.


256 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

VIII

Si el intento analítico precedente es correcto, deberá explicarse


la victoria del nacional-socialismo en Alemania por la alianza de la
derecha anti-democrática con el centro, igualmente anti-democrá-
tico. El predominio constante de la clase superior prusiana pre­
industrial, con su específica concepción de la sociedad y del Es­
tado, forma el fondo del fracaso de la democracia germana. Mas
sería erróneo buscar en este estrato superior —no importa deno­
minarlos “nobles”, “militares prusianos” o “grandes capitalistas”—
a los sostenedores del totalitarismo nacional-socialista. Bismarck
y Hitler representan dos estratos y dos tradiciones fundamental­
mente distintos de la sociedad alemana. Sin embargo, en el año
1933 resultó posible una alianza transitoria de ambas tradiciones
por su antipatía común hacia el Estado representativo. El “extre­
mismo de derechas”, autoritario y paternalista, y el “extremismo
del centro”, totalitario y terrorista, se unieron para derrocar a la
República de Weimar; la aceptación de la Ley de Emancipación es
obra de ambos grupos, lo mismo que el primer gabinete de Hitler.
Por breve que resultase la duración de este pacto, sus efectos
fueron desastrosos, y desde este punto de vista pueden considerar­
se efectivamente el capitalismo alemán semidesarrollado y la ausen­
cia de una burguesía liberal como las características decisivas de
la sociedad alemana antes de 1933. Sin embargo, precisamente con
referencia a dichas características, ha producido el régimen de
Hitler una serie de consecuencias no intencionadas en la sociedad
alemana, cuya importancia se subestima con frecuencia, aun cuan­
do me parece que deberían formar el punto de partida de cualquier
análisis político-sociológico de la sociedad alemana actual. Hay que
destacar sobre todo tres de estas consecuencias.
En primer lugar, el régimen hitleriano ha llevado, debido a la
guerra, a la eliminación física casi total de la antigua clase supe­
rior prusiana. Tal vez fuera ésa la intención de los nacional-socia­
listas. Así escribía Ulrich von Hassell el 19 de octubre de 1939 —
siete semanas después de comenzada la guerra— en su Diario: “En
Bamberg enseñó el portero del hotel a Ilse algunas páginas del
Listín de Nobles; pero él y un camarero quedaron profundamente
consternados ante la lista interminable de defunciones. Es evidente
que aumenta de día en día el odio del Partido contra los nobles y
los llamados intelectuales. Mientras los jóvenes de la nobleza mue­
ren en masa, víctimas de la guerra, se zahiere su clase social, sin
EL pro blem a alem án 25 7

que nadie proteste, en revistas ilustradas como “Koralle”. No es


de extrañar que cada vez haya más gente convencida de que Hitler
quiere hacer desaparecer la nobleza y las clases cultas” 38. Casi
cinco años más tarde, las consecuencias tastróficas del levanta­
miento inútil del 20 de julio de 1944 — que en este sentido puede
designarse como la última hazaña histórica de una vieja clase social
superior prusiana llevaron a término este cambio. La consecuencia
inmediata de esta extirpación de “la nobleza y las clases cultas”
para la sociedad alemana posterior a Hitler estribó en la necesidad
de formar una clase superior totalmente nueva, sin el prestigio de
origen ni la tradición de su antecesora.
La segunda e importante consecuencia del régimen hitleriano
consistió primeramente en un puro acto administrativo de las fuer­
zas de ocupación: la supresión de Prusia como unidad territorial. Pero
en esta resolución se escondía algo más que un mero acto administra­
tivo no sólo por sus resultados, sino también por sus intenciones. En
efecto, la desintegración de Prusia ha colocado a la sociedad ale­
mana en la necesidad de hallar un nuevo centro. A pesar de todas
las discrepancias regionales, Prusia había sido hasta 1933, y quizá
hasta 1945, y en muchos aspectos, el centro de la sociedad alemana,
el orden estatal y las formas militares, los sistemas jurídico y edu­
cativo, todos los valores vigentes políticos y sociales irradiaban
desde Prusia sobre todo el país. Sólo algunas pocas regiones —es­
pecialmente diversos territorios de Baviera y Württemberg y las
ciudades hanseáticas— pudieron oponer a las demandas prusianas
la resistencia de propias tradiciones vivas. Mas con la disolución
de Prusia sobrevino la necesidad de buscar una orientación com­
pletamente nueva para la estratificación de la sociedad alemana, su
estructura institucional y las normas directivas de conducta válidas
en la misma.
A estas dos consecuencias se añadió el hecho, aparentemente
banal, de la ampia destrucción de la industria alemana, debido
a ¡a guerra, y las medidas tomadas por las fuerzas de ocupación en
la época inmediata a la conflagración. El concepto de “reconstruc­
ción” no descubre plenamente lo radical del problema con el que
se enfrentaba la economía alemana después de 1945. Sin ninguna
exageración se puede afirmar que la sociedad alemana, partiendo
de un nivel potencial económico correspondiente a un país pre-

38 Cfr. T he Von H assel D iaries (Londres, 1948), pág. 76. Como se sabe,
von H a s s e l fue, después del 2 0 de julio, una de las víctimas de la evolución
por él descrita.
17
258 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

industrial, tuvo que realizar la revolución industrial por segunda


vez, tan sólo para alcanzar el nivel de ante-guerra. La presencia de
más de 10 millones de refugiados, procedentes de los territorios
predominantemente agrícolas al este de la línea Oder-Neisse, con­
tribuyó a aumentar la analogía de la situación posbélica alemana
con la de los países en vías de industrialización.
Hasta este punto se puede seguir el análisis sociológico sobre
la democracia y la estructura social en Alemania como el análisis
de una sociedad. Pero a partir de este momento se présenta en
primer plano la consecuencia más llamativa del régimen hitleriano
y de la guerra, que hasta ahora había quedado sin mencionar: la
división de Alemania. Nuestro examen histórico se refiere evidente­
mente a ambas partes de Alemania. Igualmente se aplicaban a los dos
territorios alemanes después de 1945 los tres problemas que Hitler
legó a la sociedad alemana de desarrollar una nueva clase social supe­
rior, de buscar un nuevo centro de orientación y de una renovada in­
dustrialización. Pero con el modo de resolver estos problemas se inició
en las dos partes de Alemania aquel proceso evolutivo, que ha
desembocado hoy ya en el hecho de que Alemania Oriental y Oc­
cidental no sólo tienen gobiernos y formas estatales distintas, sino
que presentan también estructuras sociales diametralmente opues­
tas, que de una sociedad alemana han nacido dos sociedades ale­
manas. El intento final de presentar con pocos rasgos la evolución
de la estructura social germana desde 1945, en cuanto es de impor­
tancia para el funcionamiento de la democracia en Alemania, exige
por ello dos apartados distintos.
La sociedad germano-oriental ha seguido fielmente en los pun­
tos esenciales, en su modo de resolver los problemas legados por
Hitler, a los modelos clásicos de la tradición alemana: también la
segunda revolución industrial, la “reconstrucción” económica, se
realiza y realizó aquí bajo la vigilancia y control de los elementos
políticos. El predominio de las instituciones estatales sobre las eco­
nómicas es en Alemania Oriental incluso más manifiesto que en la
Alemania en vías de industrialización del último tercio del
siglo X IX. Bendix ha analizado agudamente este hecho: “En la
economía planificada de la zona oriental las empresas no son autó­
nomas en este sentido [capitalista, R. D.], sino que se hallan some­
tidas a las directrices específicas y a la vigilancia detallada del Go­
bierno y del Partido” 39. Bendix no cree que se pueda caracterizar
al partido dominante en Alemania Oriental como una “clase do­

R. B endix : Op. cit., pág. 352.


EL PRO BLEM A ALEMÁN 259

minante” *c. Tanto si se trata de partido como de clase el hecho es


que la nueva clase superior de la sociedad germano-oriental en­
cuentra su base preferente en las instituciones del Estado y del
Partido, reproduciéndose por tanto aquí en forma más agudizada
y con nuevo personal el antiguo orden jerárquico del Estado y la
Economía. A pesar del hecho sorprendente de que el partido gu­
bernamental comunista de Alemania Oriental muestra cierta pre­
ferencia —sobre todo en el aspecto militar— por los símbolos de
la Alemania prusiana, no debe exagerarse tampoco el paralelismo
existente entre la estructura social germano-oriental y la de la
vieja Alemania. El “extremismo de derechas” se funda, en el ori­
gen, en la posesión territorial y en la tradición; el “extremismo de
izquierdas”, en cambio, en un consenso universal presumido en la
violencia policíaca y en la promesa de un futuro mejor. El efecto
antidemocrático de la sociedad alemana anterior a 1933 descan­
saba, entre otros extremos, en el hiato abierto entre la familia y el
Estado, en la falta de un sistema político público; el efecto anti­
democrático de la sociedad germano-oriental se basa, entre otros,
en el desprecio de toda esfera privada, en el control público de
cualquier manifestación vital del individuo. Los intentos de signo
utópico para regular los conflictos sociales llevaban con frecuencia
en la Alemania pre-nazi a medidas de supresión parcial (desde la
Ley contra los Socialistas hasta el Arbitraje forzoso de conflictos
laborales en la República de Weimar); en Alemania Oriental la su­
presión consciente y planeada de cualquier forma de oposición por
la ideología utópica de la sociedad sin-clases se encubre sólo dé­
bilmente. Estas diferencias, que además resultan frecuentemente
sólo discrepancias de grado, no alteran por otra parte el hecho
real de que la sociedad germano-oriental, de modo parecido a la
sociedad alemana antes de 1933, posee muchos rasgos estructurales
que se oponen al sistema de libre competencia de la democracia
política. Vuelve a poseer un estrato o Partido que es el “soporte
del Estado”, del que procede toda autoridad y que no tolera nin­
guna contradicción. Le falta el juego vital de los intereses opuestos;
le falta una burguesía liberal; le falta la fuerza dinámica de una in­
teligencia crítica. La clase superior de los funcionarios estatales y
del Partido, el centro de una extraña mezcla de Potsdam y Moscú
y la economía estatal del comunismo caracterizan desde luego pro-

“ Cfr. R . B en d ix : Op. cit., pág. 350: “A ruling party is distinguished


{rom a dominant class by the fact that its interests and ideology are authori-
tatively defined by a central governing body”.
260 S O C IE D A D V L IB E R T A D

fundas transformaciones de la estructura social germana, también


en la Alemania Oriental; pero estas transformaciones antes han ale­
jado de la democracia, más bien que acercado a ella, a la sociedad
germano-oriental.
La Alemania Occidental se enfrentó a los problemas sociales de
la situación posbélica de un modo totalmente diferente. Claro está
que la distancia histórica —lo mismo que en el caso de Alemania
Oriental:— es todavía demasiado pequeña para atreverse a esta­
blecer afirmaciones seguras sobre la persistencia de estas tenden­
cias; mas existe la impresión de que la sociedad germano-occidental
emprende un camino extraordinario, teniendo en cuenta la historia
alemana. Si no engañan todas las apariencias, el “milagro econó­
mico” alemán será sobre todo un “milagro” alemán porque habrá
regalado a Alemania, por vez primera en su historia, un orden eco­
nómico capitalista. A diferencia de la primera industrialización ger­
mana, el impulso económico de Alemania Occidental después de la
guerra fue principalmente obra autónoma de las instituciones eco­
nómicas. Aun con todas las limitaciones obligadas e inevitablies a
mediados del siglo X X , el Estado no vio su misión primordial en
la dirección y vigilancia de las empresas económicas, sino que aban­
donó a éstas a sus propias leyes. Así pudo darse el caso de que la
clase superior actual de Alemania Occidental surgiera del campo
económico. Este estrato muestra desde luego todavía las huellas de
una clase dominante de rápido encumbramiento, de “nuevos ricos”
a lo Veblen; una mezcla de conciencia de poder e inseguridad so­
cial, de burdas prácticas políticas y de consumo un tanto fanfarrón.
Igualmente, este nuevo estrato social busca de vez en cuando nor­
mas de conducta en una jerarquía social por encima de él mismo.
Pero el sitio superior está vacío; y en la medida en que se da cuenta
de este hecho se estabiliza la nueva burguesía alemana, constitu­
yéndose en estrato superior. Hay muchos síntomas que denotan
este desarrollo. En la Economía y en la Política se encuentra uno
en Alemania Occidental con muchas caras “nuevas”. Actualmente
no sólo se da en la República Federal una “economía nacional clá­
sica", sino que uno de sus representantes es desde hace más de
10 años el Ministro de Economía.
El “individualismo económico”, de cuya ausencia en la Alema­
nia pre-nazi se lamentaba Parsons, el afán personal por el éxito, es
la característica más señalada en la conducta social de los alemanes
occidentales. Se ha colocado en el lugar de Prusia, en su aspecto
geográfico, el pluralismo territorial de la República Federal, y en
su aspecto ideológico el mundo de valores de la teoría y práctica
EL pro blem a a lem An 261

económicas, denigradas muchas veces como un nuevo “materialis­


mo”. Ha cambiado la función del ejército (“ciudadanos en unifor­
me”), lo mismo que la estructura de la familia (“igualdad de dere
chos”). El estrato medio constante ha evolucionado hacia una bur­
guesía autónoma; el capitalismo semi-desarrollado ha logrado
todavía florecer.
Podría pensarse, a la luz de nuestro análisis anterior, que esta
evolución, por muy crítico que sea el juicio que merezca en su as­
pecto político-social, ha de favorecer la estabilidad de la democra­
cia alemana. Esta conclusión queda también confirmada, por ahora,
considerando la breve historia política de la República Federal Ale­
mana. Mas semejante conclusión no debe impulsarnos a señalar
prematuramente las tendencias positivas, políticamente' posibles,
del desenvolvimiento social germano-occidental desde 1945. Junto
a los cambios mencionados han de considerarse otras tendencias,
en parte genéricas y en parte específicas de Alemania, que no pue­
den presentarse como la base social adecuada para una democracia
en funcionamiento. En el campo económico, el capitalismo da los
primeros pasos hacia su propia disolución por sus tendencias de
concentración, de acuerdos secretos y monopolios, a saber, a la di­
solución de aquel principio inherente al mismo, que enlaza los in­
tereses de sus representantes con los de un Estado democrático.
Se añade a ello que en Alemania Occidental la industria del carbón
y del acero, y especialmente la minería, representa todavía un en­
clave del capitalismo estatal prusiano con sus demandas de la auto­
ridad del Estado. La clase media, resentida contra los grandes del
campo econó mico, que tanto habían contribuido a la victoria del
nacional-socialismo, sigue existiendo en Alemania Occidental, aun­
que con otro signo. Las formas utópicas para la solución de los
conflictos sociales —particularmente en el movimiento obrero ale­
mán, cuya “ininterrumpida tradición” se presenta aquí posible­
mente como muy problemática— siguen desempeñando un papel
considerable. Sólo muy poco a poco y tímidamente se transforman
los órdenes jerárquicos de la familia y la escuela, y con ello la va­
loración relativa de las virtudes públicas y privadas, así como la ac­
titud de los intelectuales. Tal vez un análisis sociológico cuidado­
samente realizado llegaría a la conclusión de que la estructura de
la sociedad germano-occidental ofrece actualmente una oportuni­
dad, mayor que en cualquier época histórica anterior, al funciona­
miento de un orden estatal democrático, pero que la sociedad ale­
mana sigue conteniendo también ahora algunos elementos que se
oponen a la libre competencia de un Gobierno representativo.
12

LA EVOLUCION DE LA SOCIEDAD ALEM ANA DE


POSGUERRA: RETOS Y RESPUESTAS *

Quien se ocupa hoy en día, más de quince años después del térmi­
no de la Segunda Guerra Mundial, del problema alemán ha de com­
probar que en el fondo no nos tomamos demasiado trabajo al in­
tentar orientarnos en nuestro mundo político y social. Nuestra
auto-comprensión social no trasciende más allá de algunos térmi­
nos corrientes y sentimientos más o menos exactos, lo cual se apli­
ca no sólo al público en general, o incluso a los sectores más inte­
ligentes del mismo, sino también a la ciencia sociológica alemana.
Hablamos de “régimen nazi”, e inmediatamente desaparece toda
inteligencia diferenciada en un juicio de valor, tan justificado como
insuficiente. Hablamos de “desmoronamiento” y apenas pensamos
en otras cosas que en la ocupación, el hambre, el mercado negro y
otras experiencias parecidas demasiado concretas. Hablamos de la
"reconstrucción” y pensamos en las casas que allí se habían levan­
tado, luego fueron destruidas y levantadas de nuevo. Hablamos de
“división” y “reunificación” como si se tratara de procesos mecá­
nicos, lo mismo que romper un papel y volver a pegar los trozos
rotos. Y si alguna vez nos damos efectiva cuenta de que todos

* Redactado en 1961 según apuntes para una conferencia en la Univer­


sidad de Hamburgo el 24-6-1960; publicado primeramente en el Hatnburger
Jahrbu ch fü r W irtschafts- und G esellschaftspolitik, aflo 6 (1961).
EL PR O B L E M A A LEM ÁN 263

estos vocablos suenan a poco los completamos por otras nuevas


imprecisiones e inexactitudes: por las depauperadas disquisiciones
acerca del “pasado no superado” e incluso del “presente no su­
perado”.
Posiblemente se esconda algo exacto e importante en todas estas
palabras mágicas. Pero al mismo tiempo, el conjurar su presencia
una y otra vez, no puede suplir el que analicemos con todo dete­
nimiento lo que sucede en nuestro país, en su sociedad y en su
orden estatal, aun cuando los resultados de este análisis más deta­
llado no puedan ser tan agradables y cómodos como los “slogans”
del lenguaje político corriente. Las observaciones siguientes contie­
nen algunos puntos de este análisis. Voy a intentar el examen de
los cambios básicos de la sociedad alemana (o, como pronto se verá,
de las sociedades alemanas) después de 1945, y proponer las siguien­
tes cuestiones: ¿Qué cambios irrevocables o revocables se ocultan
tras las palabras “desmoronamiento”, “reconstrucción” y “división”?
¿Cuáles son, por ello, las posibilidades internas de una reunifica­
ción de las dos partes de Alemania, prescindiendo por completo
de la situación internacional y de sus problemas?I

II

La inexactitud del conocimiento acerca de nosotros mismos re­


salta en particular estudiando el término “desmoronamiento”, con
el que solemos caracterizar generalmente los acontecimientos de
1945. ¿Qué significado tiene, en realidad, este desmoronamiento?
¿Cuáles son sus consecuencias históricas para nuestro país? Me
parece que debemos entender el desmoronamiento de 1945 como
punto de partida de determinados retos lanzados a la sociedad ale­
mana. A resultas de la situación de 1945 surgieron determinados
problemas de cuya total solución había de ocuparse la sociedad
germana. Estos problemas designan, en cierto sentido, el centro
donde concurren todos los cambios fundamentales de la sociedad
alemana en los últimos decenios. Por mi parte destacaría principal­
mente cuatro retos concretos, todos ellos imposibles de superar en
su radicalismo:
1. El reto más patente fue (y es todavía, en mirada retrospec­
tiva) el económico, para la situación alemana de posguerra. Debido
a las acciones bélicas y a las medidas de las potencias de ocupación
había quedado tan fuertemente reducido en 1945 el potencial eco-
264 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

nómico de Alemania que casi correspondía al de una sociedad pre­


industrial. En 1946 el volumen de la producción industrial alemana
había vuelto a caer al nivel de 1890, e incluso (si se toma como base
la producción “per capita”) al de 1 8 7 1 Sería evidentemente falso
afirmar sin limitación alguna que Alemania había vuelto a conver­
tirse en un país pre-industrial. Naturalmente en 1946 no habían de­
saparecido por completo las tradiciones industriales; y evidente­
mente también el potencial económico aún existente era mucho
mayor que el del año 1871. Sin embargo, parece justificado hablar
de un reto económico debido al colapso, el cual, por su absoluto
radicalismo, llevó sus efectos mucho más allá del campo estricta­
mente económico. De la sociedad alemana se exigía en 1945 nada
menos que una nueva revolución industrial: un comienzo total­
mente nuevo del desarrollo económico en el que había de resultar
esencial, en sü aspecto sociológico, el que pudiera orientarse según
modelos, también en lo que a la forma evolutiva se refiere.
2. Un segundo reto a la sociedad alemana, aunque menos apa­
rente, no era por ello menos urgente. Alemania había de desarro­
llar un nuevo estrato superior —al menos en el campo político—
que estuviera dispuesto y en situación de imponer sus valores a la
sociedad como directrices normativas. Hay un profundo elemento
trágico en el hecho de que el nacional-socialismo completó en Ale­
mania la revolución inacabada de 1918: los “estratos-soporte del
Estado” de la Alemania imperial habían escapado vivos, aunque no
sin algún daño, en 1918. Especialmente en la época de crisis de la
República de Weimar se demostró que estos estratos (la nobleza,
la burocracia estatal y los militares) seguían existiendo y eran lo
bastante fuertes como para presentar sus propias demandas de po­
der. Sólo el nacional-socialismo arrebató a dicho estrato superior,
impregnado principalmente de las tradiciones prusianas, sus fun­
ciones y su base social, eliminándolo luego también físicamente en
buena parte. La lucha de los años 30 entre la vieja élite prusiana y
la nueva nacional-socialista en el campo estatal y jurídico, militar
y también económico; las pérdidas del cuerpo de oficiales durante
los primeros años de la guerra; el 20 de julio de 1944 y sus conse­
cuencias; la partición de Alemania y la pérdida de las provincias
orientales: he aquí algunas de las estaciones en el camino de la eli-1

1 Me refiero aquí al “Indice de la producción industrial de Alemania des­


de 1860”, así como a la “Evolución productiva de Alemania por habitante”,
según B. G l e i t z e : W irtschafts- und S ozialstatistisches H andbuch (Colonia,
1960), pág. 236.
EL PR O B L E M A ALEMÁN 265

minación del viejo estrato superior prusiano. Su sucesora de breve


vida, la élite nazi, desapareció de la escena al perderse la guerra.
Con ello faltó a la sociedad alemana de 1945 la “cabeza de los
grupos políticos dirigentes, que resulta necesaria en cualquier so­
ciedad. Se planteó a Alemania el problema más radical que puede
plantearse a cualquier sociedad: el de desarrollar un nuevo estrato
superior.
3. A la formación de una nueva élite de poder iba estrecha­
mente unido otro reto, que desempeñó un papel considerable en
la conciencia de los hombres, al menos durante los primeros años
de la posguerra: la proclamación de nuevas normas y valores por
los que pudieran orientarse los miembros de dicha sociedad. Tam­
bién aquí tiene aplicación el hecho de que, con la caída de Hitler,
no sólo quedaron destruidos y perdieron su vigencia los valores
característicos de la Alemania nacional-socialista, sino también los
de los períodos históricos anteriores. En un sentido extremo, apenas
previsto por Durkheim, cayó así Alemania en el estado de “anomía”,
es decir, de la falta de toda norma vigente. Pero no hay sociedad
alguna (ni individuo) que pueda soportar por mucho tiempo una
situación tan enervante. “Toda sociedad es una comunidad moral”
y tiende a fijar su realidad en normas vigentes institucionalizadas.
Por tanto, también el vacío en el campo normativo suponía un
reto a la sociedad alemana después de 1945 que no podía dejar de
ser escuchado.
4. Al estrato superior y a las normas vigentes se añaden siem­
pre determinados símbolos de la integración de una sociedad. Qui­
zá no exista un proceso social más difícil que el de fundir cualquier
sociedad en una unidad. Y entre las condiciones del proceso no e§
la menor la que exige un punto central para la sociedad por donde
puedan orientarse los miembros de la misma. Puede tratarse de un
centro concreto o abstracto, de un lugar o de una idea, de una ins­
titución o del fluir de la propia historia; y en el caso más favorable
consiste en ambas cosas a la vez. Hasta el fin de la época nacional­
socialista era “Prusia” como territorio, como símbolo de determi­
nados valores y como proceso histórico el centro de la sociedad
alemana (por lo que aquellos que no reconocían este centro se en­
contraban al borde de la sociedad). Pero después de 1945 se alzaba
en el lugar de Prusia, prácticamente liquidada e históricamente
desacreditada, el siguiente interrogante: ¿dónde se hallaba el nue­
vo centro de la sociedad alemana, cuál era el punto de referencia
para orientarse, qué símbolos podían conseguir la integración de
Alemania en una sociedad?
266 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

Con estos cuatro retos se enfrentaba la sociedad alemana en


1945. Dichos retos se aplicaban, además, a la sociedad germana en
todas sus partes. Y en este punto no podemos dejar de notar ya la
consecuencia más llamativa del colapso: la desintegración del an­
tiguo Imperio Alemán en una serie de territorios, y entre ellos dos
Estados, al menos. La sociedad alemana debió enfrentarse a los ya
mencionados retos, debió encontrar una respuesta a los mismos. Y
con la respuesta a estos cuatro problemas sociales originados por
el desmoronamiento comenzó aquel desarrollo que ya hoy ha lle­
vado, al menos, a dos sociedades alemanas distintas (demostrando
de paso con más claridad que cualquier otro ejemplo de la historia
más reciente la profunda transformabilidad de toda formación so­
cial). Pueden aducirse una serie de factores que han influido en
la diferente evolución de Alemania occidental y oriental: la viven­
cia del colapso, de muy diferente intensidad, la influencia de dis­
tintas potencias de ocupación, las tradiciones regionales, al menos
parcialmente diferentes, de los territorios alemanes y otras causas
más. Pero en la actualidad es innegable el hecho de que ambas so­
ciedades alemanas han evolucionado de forma muy dispar, de que
las dos partes se han convertido hoy en dos sociedades. La expo­
sición que sigue de las respuestas dadas a los retos de 1945 no sólo
ha de darse por separado para ambas partes de Alemania, sino que
ha de fijarse de un modo particular en las diferencias del desenvol­
vimiento social en los dos territorios.I

III

Si consideramos, en primer lugar, la parte de Alemania ocupada


después de la guerra por las fuerzas soviéticas, nos parece que aquí
se tomó más en serio aquel reto de la época del desmoronamiento,
que hemos descrito como la necesidad de formar un nuevo estrato
superior. Al menos podría interpretarse todo el desarrollo de la
zona oriental después de la guerra como la evolución de una nueva
clase dominante, presentándose aquí un proceso casi sistemático,
en el que pueden distinguirse tres etapas sucesivas.
Al terminar la guerra, tanto en Alemania oriental como en la
occidental, eran muy pocas las “élites” o grupos dirigentes institu­
cionales relativamente intactos. Quizá se encontraran en este es­
tado sólo las élites eclesiástica, jurídica y pedagógica. Solamente
aquí había grupos directores en funcionamiento (aunque desacre-
EL PRO BLEM A ALEMÁN 267

ditados). En el campo cultural se abría un gran vacío. Nadie quería


tampoco, por de pronto, una élite militar. Faltaban además comple­
tamente los grupos dirigentes económicos y sobre todo políticos,
indispensables en una sociedad. De ahí que el primer estadio evo­
lutivo de Alemania oriental después, de la guerra estuviera carac­
terizado por la formación de un nuevo grupo dirigente político,
siendo pronto evidente que a dicho estrato se le asignaba, en esta
sociedad, un papel de especial importancia. La élite política de la
zona oriental fue incluso, originariamente, muy heterogénea. Des­
pués que ya en el verano de 1945 fueran admitidos de nuevo los
partidos políticos, se componían primeramente de comunistas, so-
cial-demócratas y los grupos “burgueses” de la CDU y LDP ger­
mano-orientales, sin que existiera al principio un claro predominio
de los comunistas.
El segundo estadio del desarrollo posbélico de la zona oriental
se puede caracterizar por el intento sistemático de unificar la élite
política. Este proceso se inició en 1946 con la unificación forzosa
de los partidos comunistas y social-demócrata de la zona oriental
en la SED. Se continuó luego con la penetración clandestina en la
CDU y la LDP de funcionarios comunistas, comunistófilos o, al
menos, ilimitadamente transigentes. La fundación de determinados
partidos satélites de la SED —como el partido demócrata nacional
o la Liga de labradores— completó el desarrollo, organizando y di­
rigiendo en el sentido deseado, por el rodeo de “dirigentes de par­
tido de confianza”, a las posibles élites concurrentes, como los afi­
liados de la NSDAP y los labradores. Desde el término del proceso
reconoce la zona oriental, desde luego, varios partidos políticos,
pero en realidad solamente una élite política homogénea, que se
puede describir como claramente comunista.
El tercer estadio del proceso evolutivo en la formación de un
nuevo estrato superior en Alemania oriental designa al mismo tiem­
po la trasformación más profunda realizada en dicha sociedad: es
la unificación de todos los grupos dirigentes sociales en una sola
clase dominante, herméticamente cerrada. Este paso, de tan graves
consecuencias, no se ha dado plenamente hasta la fecha, pero se ha
extendido ya a ámbitos muy diferentes. Hay que recordar aquí la
profunda transformación del sistema jurídico tradicional, realizada
• en la zona oriental, la supresión de muchas cátedras jurídicas en
las Universidades y la implantación de los llamados “tribunales del
pueblo”. La misma dirección se sigue en las instituciones pedagó­
gicas, en particular con la creación de “Facultades laborales y agrí­
colas" el nombramiento de catedráticos sin el correspondiente tí-
268 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

tulo y muchas veces da* insuficiente categoría científica, la erección


de Escuelas Superiores del Partido con derecho a expedir títulos
universitarios y la plena penetración de todo el sistema escolar. El
gobierno de la Alemania oriental se ha propuesto, con gran habili­
dad, hacerse con la dirección cultural de la zona y adornar así con
nombres famosos a la clase dominante de su Estado. La nueva
élite militar del territorio oriental alemán no enlaza apenas, al menos
en un plano personal, con tradiciones anteriores. Sólo los grupos
directores eclesiásticos han ofrecido resistencia, acompañada hasta
la fecha de un éxito relativo, al intento de penetración clandestina,
es decir, de incorporación por los grupos dirigentes políticos. No
han podido impedir, sin embargo, que los grupos directores de los
distintos aspectos sociales de Alemania oriental se hayan unido hoy
ya en su mayor parte en una clase compacta, en la que dominan
las élites políticas, sin que las restantes élites puedan presentar
seriamente intereses propios o pretender incluso desempeñar una
función dirigente. Aun pudiendo enjuiciar al estrato superior de la
zona oriental, dada su manifiesta medianía, como una caricatura
de élite antes que como un grupo dirigente efectivo, la verdad es,
sin embargo, que esta clase controla con efectividad a su sociedad,
representa una élite joven, en comparación con las demás, y se
completa metódicamente por nuevos y escogidos miembros.
Del proceso esquemático para la formación de un nuevo estrato
superior se sigue que la renovación de la industrialización, es decir,
la respuesta al reto económico del desmoronamiento, tuvo lugar
en Alemania oriental sin ninguna autonomía de las instituciones
económicas. No sólo con relación a las normas jurídicas sobre la
propiedad, sino principalmente bajo el aspecto del control se desen­
volvió la economía germano-oriental bajo la plena e inmediata vi­
gilancia de las autoridades del Estado y del Partido. Hay aquí al­
gunos rasgos cuyo parentesco con la historia alemana anterior es
innegable: por una parte, la zona oriental ha podido heredar sin
solución de continuidad, y ha heredado efectivamente, el sistema
de la economía estatal dictatorial; por otra parte, el sistema econó­
mico germano-oriental recuerda al industrialismo alemán de épocas
pasadas, siempre refrenado por ideas autárquicas, preparativos bé­
licos y política social estatal. Desde luego hay que subrayar que la
zona oriental, en lo que se refiere al control estatal de las institu­
ciones económicas, no sólo ha ido mucho más lejos que la Alema­
nia imperial, por ejemplo, sino que también ha sobrepasado a la
Alemania nacional-socialista durante la última guerra. En la so­
ciedad alemana siempre ha sido poco marcada la diferencia entre
EL PR O B L E M A A LEM ÁN 269

las instituciones políticas y económicas; pero esta diferencia ha


desaparecido por completo en Alemania oriental debido al dominio
absoluto ejercido por las instituciones políticas. También el desa­
rrollo económico subraya el carácter monolítico de la estructura
de la sociedad germano-oriental.
No es sorprendente que esta unidad y compacta cohesión de
la organización social se manifieste igualmente en los valores y nor­
mas de la zona oriental. No hay que pensar aquí tanto en la ideo­
logía oficial del territorio. Dicha ideología resulta interesante en
este caso, sobre todo porque se trata de una interpretación sin po­
sible contradicción de la historia y del momento actual. Sin em­
bargo, no es ningún misterio por otra parte que esta ideología se
extiende solamente como un tenue velo sobre la realidad social.
Más profundamente enraizados están otros valores, entre los que
yo enumeraría la fuerte acentuación del “todo” frente a lo particu­
lar, y del bien público frente al bien privado. Debe llamar la aten­
ción también que las personas que huyen de la zona oriental, hablen
muchas veces con cierto orgullo de lo conseguido por la sociedad
que han abandonado por insoportable. Evidentemente, muchas per­
sonas de Alemania oriental aprueban el progreso económico allí
experimentado, aun cuando el mismo apenas repercuta en favor
del consumidor y se manifieste sólo en números estadísticos (que
son incontrolables). El individuo se considera aquí como encua­
drado en el conjunto; destacan en el mundo normativo de la socie­
dad los valores de acción del conjunto y de la subordinación al bien
público.
El resultado de la evolución aquí indicada es aquella estructura
social relativamente monolítica, que es la única apropiada como
fundamento de instituciones políticas totalitarias. A la sociedad sin
multiformidad ni competencia corresponde el Estado sin represen­
tación ni oposición. Quizá en el caso de la zona oriental resulte
aún más exacto hablar de un Estado en parte autoritario y en parte
totalitario, seguramente, en el caso de sus "ciudadanos”, desempe­
ñará la actitud (autoritaria) de la apatía un papel tan importante
como la (totalitaria) de la plena incorporación por el Estado. Mas
en cualquier caso también la estructura de la sociedad germano-
oriental revela claras huellas de aquella tendencia hacia formas to­
talitarias, que es indiscutible en el campo político.
No puede faltar, en un análisis de este tipo, una serie de obje­
ciones: ¿no es el comunismo en Alemania oriental sólo una capa
delgada sobre una base social y cultural que relaciona a la sociedad
oriental con la occidental alemana? ¿Puede funcionar una sociedad
270 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

como la descrita? ¿No descubriría un nuevo 17 de junio que se


trata de una vana apariencia? ¿No descansa solamente en las ba­
yonetas soviéticas? No resulta del todo fácil contestar a estas pre­
guntas. Pero el sociólogo, aquí como en cualquier otro caso, ha de
estar sobre aviso para no tildar simplemente de “erróneas” las rea­
lidades incómodas, es decir, para no denegar a la realidad su efec­
tiva objetividad. Hay bastantes argumentos para probar que no
está muy clara la legitimidad del gobierno de la República Demo­
crática Alemana oriental. Es seguro que unas elecciones libres no
confirmarían en su puesto al actual gobierno. Sin embargo, la es­
peranza, cultivada con ilusión en Occidente, de una revolución in­
terior en la zona oriental lleva también a conclusiones falsas, por
más de una razón. Es ingenua por principio, porque la experiencia
histórica enseña que las revoluciones no hacen más que sustituir
una forma de terror por otra. Y tampoco tiene sentido con rela­
ción a la situación específica de Alemania oriental, porque se puede
demostrar que ya no hay aquí una situación revolucionaria autén­
tica y que, por tanto, el régimen es mucho más estable de lo que
más de uno quisiera. Probaría esta tesis principalmente con los
cuatro argumentos siguientes:
1. Por muy paradójico que suene, es importante darse cuenta
de que el constante, movimiento de huida hacia Occidente tiene
efectos socialmente estabilizadores sobre la sociedad germano-
oriental. Mientras continúe siendo posible la huida a Alemania oc­
cidental — que, al menos en un sentido subjetivo, no es una emi­
gración, sino un cambio de residencia dentro del mismo territorio
nacional— puede ésta suplantar hasta cierto punto la falta de po­
sibilidad de crítica y oposición dentro del país. La movilidad su­
pone un conflicto social con decisión individual. Es la válvula de
escape que impide que la presión se haga insoportable. Por consi­
guiente, el gobierno de la República Democrática Alemana no pue­
de hacer nada más efectivo para contribuir a su mantenimiento
que dejar las fronteras lo suficientemente abiertas como para per­
mitir un movimiento de huida considerable l
2. El movimiento de huida de la zona oriental tiene un se­
gundo efecto latente de estabilización. Como casi todos los ele-

2 Esto significa, por otra parte, que el gobierno de la DDR (República


Democrática Alemana) no podía facilitar de un modo más eficaz su propia
destrucción que bloqueando los caminos para huir a Berlín. Se ofrece aquí la
aplicación de este análisis a la situación creada después del 13 de agosto
de 1961.
EL PR O B LEM A ALEMÁN 271

mentos cualificados (todas las élites en el sentido amplio de Pareto)


abandonan el territorio, quedan en él casi sólo fuerzas mediocres.
A la escasa categoría y calificación de los grupos dirigentes polí­
ticos (y de otros campos) corresponde, por tanto, igualmente la es­
casa cualificación de los grupos que tal vez pudieran sustituir a las
élites actuales. No considero del todo imposible que el tenaz stali-
nismo de la zona oriental se explique, entre otras razones, por la
embarazosa situación de encontrar hombres más o menos califica­
dos que puedan perseguir una política distinta. Para una oposición
efectiva faltan, además, elementos directores; y no sólo la revolu­
ción, sino también la evolución continuada necesita sus peones.
3. No hay que despreciar o calcular por lo bajo el número de
aquellos que tienen un “vested interest” en mantener el “statu
quo” en la zona oriental, cuya existencia depende, por consiguiente,
de que continúen las actuales circunstancias. Opino que un ciuda­
dano de cada diez de la República Democrática Alemana depende
en su existencia profesional o personal, en su status, o en su posi­
ción de dominio, de la actual estructura de esta sociedad. Si se
tiene en cuenta que el elemento público activo en cada país es pe­
queño hay que reconocer que es éste un número considerable,
sobre el cual puede basarse normalmente el régimen actual.
4. Finalmente, no puede negarse que el estrato dirigente de la
zona oriental ha sabido atraerse a una parte considerable de la juven­
tud. Uno de los mecanismos del ejercicio totalitario del poder con­
siste precisamente en reservar a la siguiente generación un puesto
de preferencia y reforzar con ello el futuro propio \ Esto mismo ha
tenido lugar también en la sociedad germano-oriental, pudiéndose
disimular quizá algo el éxito por el número de jóvenes huidos.
No es la intención de estas cuatro razones apuntadas presentar
a la zona oriental como un sistema político y social de funcionamien­
to perfecto. Esta imagen sería seguramente falsa. Pero con tales ad­
vertencias quiero rechazar las suposiciones demasiado ligeras y su­
perficiales acerca de la inestabilidad interna de la sociedad alemana
oriental. También este territorio goza de cierto grado de estabilidad.
La misma puede ser debida, en parte, al peso militar y político de la
Unión Soviética; pero, por otra parte, se encuentra detrás de ella
la aceptación pasiva, y muchas veces fatalista, de las circunstancias

3 Cfr. ad h oc el artículo que sigue marcando la pauta, “The Problem


of Youth in Modern Society”, D iagnosis o f Our Tim e (Londres, 1943), de
Mannheim.
272 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

existentes por aquellos que permanecen en el país. Si se piensa que


el consentimiento activo de los ciudadanos en un Estado es siempre
una pura ficción, es posible que en la estoica aceptación del “statu
quo” se esconda la garantía más efectiva de dicha estabilidad.

IV

Si el proceso central del desarrollo social germano-oriental después


de la guerra fue el de la formación sistemática de un nuevo estrato
superior y de una nueva clase dirigente, se pueden caracterizar me­
jor las transformaciones de la sociedad germano-occidental a base
de estudiar el reto económico causado por el colapso. No es segura­
mente casual que el llamado “milagro económico’’ se tome, también
por el pueblo, como el símbolo de las transformaciones ocurridas
durante los últimos quince años. Y, efectivamente, el desarrollo eco­
nómico de Alemania occidental presenta desde 1946 algunos aspec­
tos que dan la impresión de que la industrialización se ha vuelto a
repetir aquí a pasos agigantados: durante el período de 1946 a 1950
aumentó la producción per capita lo mismo que durante el período
de 1871 a 1910; se repitió igualmente cierta tendencia a la reunión
de empresas pequeñas en entidades cada vez mayores, así como el
paso de métodos de producción relativamente primitivos a una per­
fección técnica cada vez más completa; por la incorporación de los
fugitivos y expulsados se repitió incluso el proceso de movilidad o
absentismo, del paso de las profesiones agrarias a las industriales,
proceso que acompaña siempre a toda industrialización.
Para nosotros resulta desde luego más interesante la forma que
no la cuantía, del desarrollo económico germano-occidental. Ante el
trasfondo de la historia de Alemania hay un aspecto de este desarrollo
que destaca sobre los demás y resulta “maravilloso”: el hecho de que
el renacimiento económico posbélico se haya canalizado por formas
tan liberales. Indudablemente han quedado anticuadas las teorías
liberales clásicas sobre las cuestiones económicas. En muchos puntos
se ha hecho inevitable la intervención de las autoridades estatales
en el engranaje económico. Si, además, se añaden los problemas
especiales del mercado alemán para los bienes de producción y
consumo en la época inmediata a la guerra, resultaba lógico pensar
en una fuerte influencia estatal sobre los asuntos económicos. De
ahí que sería erróneo designar a la política económica estatal de
Alemania occidental, desde la época del Consejo Económico de las
. EL PRO BLEM A ALEM ÁN 273

dos zonas, como liberal o incluso neo-liberal. Sin embargo, el elemen­


to liberal de esta política económica, especialmente durante los pri­
meros años, era tan patente, que del mismo irradió una fuerza nueva
y de gran resonancia a la estructura de la sociedad alemana.
El término “capitalismo” se ha empleado con frecuencia en un
sencido tan amplio que casi se ha hecho sinónimo de “industrialis­
mo” (en particular cuando se habla también en este sentido de un
“capitalismo estatal”). Pero si se acepta este término en sentido más
concreto y preciso, si se comprenden en él sólo las economías indus­
triales, caracterizadas por la propiedad privada, el mercado libre y
principalmente por cierta autonomía de las instituciones económicas
y de sus grupos dirigentes dentro del marco del conjunto social y
político puede defenderse la tesis de que la industrialización alemana
no fue capitalista en sentido estricto. Claro está que también en la
Alemania imperial se conocía la propiedad privada, pero la compe­
tencia, y sobre todo la autonomía de las instituciones y élites eco­
nómicas, quedaba limitada desde el primer momento por el predo­
minio de los estratos-soporte del Estado durante dicha época pre­
industrial. Tampoco en la República de Weimar y, más todavía, du­
rante el régimen nazi conoció Alemania un estrato superior basado
en el poder y en los intereses económicos. El predominio de las élites
políticas es una característica constante de la historia alemana. Te­
niendo en cuenta estas circunstancias, el milagro económico de la evo­
lución posbélica de Alemania occidental tiene una importancia di­
rectamente revolucionaria. Aquí, por vez primera en la historia ale­
mana, se ha iniciado una evolución capitalista. Aquí, por vez primera
también, ha surgido una sociedad de la que se puede afirmar como
característica general que no está bañada en la luz estatal, sino en la
económica —para emplear una imagen de Schumpeter—'.
La consecuencia, más clara tal vez, de esta evolución se cifra en
el hecho de que él estrato superior de la sociedad alemana occidental
.está hoy muy caracterizado e influido por la elite económica. Mien­
tras que las cabezas rectoras de la economía se acomodaban en la
época imperial, en cuanto podían, a las élites más antiguas (nobleza
burguesa, oficiales de reserva, etc.), mientras que en la República de
Weimar se encontraban en posición más bien defensiva, y en la
Alemania nazi estaban claramente subordinadas, se halla ahora a la
cabeza de la sociedad: sin ningún otro estrato por encima de ellas
que pudiera dictarles sus leyes de comportamiento o proponerles un4

4 Cfr. para estas metáforas y el concepto de capitalismo aquí empleado,


f. S c h u m p e t e r : Kapitalism us, Sozialism us und D em okratie, capítulo VI.
18
274 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

modelo para imitar. Por lo demás, también en este caso —a pesar de


los nombres importantes y ya conocidos de hace años, como Flick
y Thyssen, Krupp y Stinnes— se trata personalmente de una “clase
social nueva”, que presenta por lo mismo todas las características de
los estratos superiores nuevos (como las ha descrito inimitablemente
Veblen)5. Incluso en sus elementos más poderosos se distingue el es­
trato superior actual de la sociedad germano-occidental por una ex­
traña inseguridad en su conducta, que muy lentamente va cediendo
a la convicción de que sus propios valores constituyen ahora las di­
rectrices normativas de la sociedad. Para dificultar más el asunto se
añade que el estrato superior de la sociedad germano-occidental no
constituye de ninguna manera una clase dominante homogénea, sino
que consta de diversas agrupaciones en competencia: de los dirigen­
tes económicos viejos y nuevos, de las élites políticas, jurídicas y mili-
tarés, de las cabezas de la iglesia, del sistema educativo y de algunas
asociaciones no-económicas. Si se quisieran reunir en una sola fór­
mula los grupos rectores de Alemania occidental deberíamos hablar
de un número indeterminado de élites en competencia, entre las que
ocupan un sitio de cierta preferencia los grupos dirigentes econó­
micos.
El desarrollo aquí indicado encuentra también su clara expresión
en los valores vigentes en la sociedad germano-occidental. Si se con­
sideran las normas de conducta y el comportamiento efectivo de los
ciudadanos en la República Federal actual sorprende ver cómo con­
tradicen, casi punto por punto, al cuadro estereotipado que la litera­
tura presenta del tipo alemán. Aun hoy en día se orientan muchas
personas de otros países por los rasgos que se han hecho tradicio­
nales del supuesto carácter nacional alemán: aplicación, trabajo con­
cienzudo, espíritu de sumisión, amor a lo militar, disciplina, tenden­
cias románticas, etc. Pero la sociedad alemana está realmente domi­
nada por valores muy diferentes: afán de éxito personal, orientación
al consumo y al tiempo libre, individualismo, recusación muy pro­
nunciada de toda disciplina militar, realismo, “materialismo”, son los
rasgos más característicos de la conducta social actual. No hay una
idea colectiva que anteponga el “conjunto” de la sociedad al bien
particular; todo lo contrario, el individuo y su felicidad personal se

5 Cfr. T h. V e b l e n : T h eorie d er fein en Leute. (T eoría d e la clase ociosa.)


(Kóln-Berlín, sin fecha), un libro cuyo éxito de público más de medio siglo
después de haber aparecido por primera vez en Alemania no se debió segura­
mente a la casualidad.
EL PRO BLEM A A LEM ÁN
275

hallan a la cabeza de la escala social de valores en la actualidad de


Alemania occidental.
Podría parecer que pretende ejercitarse con estas observaciones
cierta crítica. Es natural que pueda criticarse más de algún rasgo
en el desarrollo de la sociedad germano-occidental; pero no criticaría
yo precisamente las tendencias aquí indicadas. Todas estas tendencias
—por muy difíciles de soportar que sean en algún caso particular—
justiñcan más bien la tesis de que jamás, en toda la historia anterior
de Alemania, ha tenido la democracia representativa mejores oportu­
nidades para triunfar que en la actual Alemania occidental. La hete­
rogeneidad del estrato superior, la autonomía de las instituciones eco­
nómicas, el “materialismo” de los valores dominantes y con ello la im­
plicación de las ideas-soporte en la comunidad: estos y otros factores
pueden considerarse directamente como las condiciones necesarias
para que el Estado representativo pueda existir en nuestro mundo mo­
derno. Por consiguiente, por mucho que nos lamentemos de la orien­
tación materialista y critiquemos a los “homines novi” de dicho es­
trato superior, hemos de congratularnos del efecto político de estos
fenómenos, si recordamos el fondo de la historia alemana.
De todos modos, aun reduciéndonos al aspecto político, queda
suficiente materia para criticar. Es evidente que la imagen de los
cambios habidos después de la guerra en la sociedad germano-occi­
dental, trazada aquí a vuela pluma, ofrece en muchos casos trazos
demasiado gruesos. Es seguro que la estructura de la sociedad ger­
mano-occidental contiene muchos elementos viejos y nuevos que
deben considerarse como una amenaza para las formas estatales libe­
rales. El predominio indicado de las élites económicas dentro del
estrato superior puede transformarse en una influencia tan abruma­
dora que ponga en peligro el pluralismo de los grupos rectores. Por
otra parte, la tesis alemana tradicional del Estado como instancia que
se halla por encima de los intereses particulares, para arbitrar y deci­
dir en todas las cuestiones, no está muerta. En esta idea del Estado,
como en algunos otros fenómenos o indicios, se revela la antipatía
de muchos hacia un sistema de competencia y de conflictos, y con
ello la búsqueda de aquella solución definitiva a todos los problemas,
que se compagina mal con un sistema representativo. A estas dificul­
tades de tipo estructural se añade otra de principios, y es que los
cambios de los últimos quince años se han podido asegurar y conti­
nuar sólo gracias a limitaciones de consideración, sin discutir ahora
que en los últimos años ha retrocedido en gran manera el contenido
liberal de ía política alemana.
Estas y otras objeciones significan que también se ha de preguntar
276 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

a la sociedad germano-occidental por su estabilidad. Desde luego,


resulta mucho más difícil contestar a esta pregunta tratándose de
Alemania occidental que de la oriental. Es seguro (dentro de lo que
es históricamente posible) que la constitución y el gobierno de la
República Federal son legítimos, es decir, están justificados por la
ausencia de resistencia activa. Por otra parte, en ese sentimiento di­
fusamente extendido de que así no es posible continuar siempre se
esconde tal vez algo más que un mero recuerdo atemorizado. La
problemática de la sociedad germano-occidental se descubre princi­
palmente al hablar del “estado provisional” de la República Federal
y al surgir la cuestión de si Alemania occidental constituye verda­
deramente una sociedad autónoma.

Mientras que al principio hablábamos de cuatro retos, presenta­


dos a la sociedad alemana por el descalabro bélico, me he limitado
en el análisis de las respuestas oriental y occidental a tres de dichos
retos: la industrialización renovada, la formación de un nuevo estrato
superior y la institucionalización de nuevos valores. Bajo el aspecto
de la solución de estos problemas ha desaparecido la sociedad alema­
na única de 1945. Las dos formaciones estatales, la República Federal
y la República Democrática Alemana constituyen ya hoy en día dos
sociedades con sus estructuras propias, que se distinguen entre sí,
tanto como la germano-occidental de la francesa o la germano-orien­
tal de la sociedad polaca, por ejemplo. Pero a fin de poder valorar
adecuadamente esta afirmación queda todavía por contestar la cuarta
pregunta: ¿cómo se ha enfrentado la sociedad alemana o, mejor dicho,
las dos sociedades alemanas al reto de hallar un nuevo centro, por
el que orientarse y en el cual poder integrarse? Y esta pregunta nos
llevará inmediatamente a otra cuestión: ¿qué une a las dos partes de
Alemania y qué las separa de otros países?
Me atrevería a afirmar que el problema de la integración social,
en ambas partes de la sociedad alemana, ha quedado sin solución
hasta la fecha. Una mirada a los característicos factores de integra­
ción de las sociedades corrobora esta impresión: la religión, que cons­
tituye una fuerza vinculativa de importancia en muchas sociedades
históricas y actuales, tiene en Alemania efectos predominantemente
disgregadores, a razón de la división confesional. Falta a las dos par­
tes de Alemania, tanto a la occidental como a la oriental una imagen
EL PR O BLEM A ALEM ÁN
277

histórica cohesionada; ambas partes son países sin historia, es decir,


sin relaciones históricas cohesionantes. Las muchas y diferentes inter­
pretaciones históricas de la sociedad germano-occidental y la com­
prensión histórica única de la actualidad oriental prueban antes la
oposición ya indicada entre estructuras pluralistas y monolíticas que
la presencia de una relación unificadora acerca del pasado propio.
Tanto en el Este como en el Oeste falta un centro geográfico, falta,
por ejemplo, una capital, de la que procedan aquellos impulsos que
en Francia, o también en Inglaterra, actúan como energías unifi-
cadoras. Resulta por ello comprensible que una y otra vez se inter­
prete a Alemania Oriental a la luz de la Unión Soviética y a Ale­
mania Occidental a partir de los Estados Unidos, como si en cierto
sentido fueran éstos los puntos de referencia para ambas socieda­
des alemanas. Sin embargo, por lógicas que parezcan estas refle­
xiones, resulta imposible una sociedad cuyo centro de integración
se encuentra fuera de ella misma. Más bien parece imponerse la
conclusión de que las dos sociedades alemanas, en este aspecto
decisivo, flotan en el aire. Sencillamente, se trata de formaciones
sociales no integradas, es decir, les falta el pegamento que las man­
tiene unidas y las distingue de otras. En cierto sentido, su presen­
cia de territorios integrales es sólo un resultado de la situación in­
ternacional, es decir, de la presión exterior. Se podría hablar —si
la expresión no diera pie a falsas interpretaciones— de las partes
de Alemania como de “formaciones artificiales”. Y en este punto
se abre posiblemente una puerta sociológica al problema de la reu­
nificación.
No hay problema alguno en la discusión pública alemana que
se halle tan rodeado de tabú como este de la reunificación. Sólo
dentro de límites muy modestos se permite plantear la cuestión de
si es posible la reunificación; y ni siquiera se permite preguntar si
dicha reunificación es apetecible. A la vista de tales prohibiciones
no puede dejar de suceder que aquel que está verdaderamente in­
teresado en la cuestión se calle frente a estos problemas y los aban­
done a los charlatanes profesionales (aun cuando esta renuncia no
lleve tampoco naturalmente a nada). Aquí también se dará sólo un
pequeño paso para contestar al problema de la reunificación.
¿Es, por tanto, posible la reunificación de ambas partes de Ale­
mania? En cuanto se plantee esta pregunta en sentido sociológico,
es decir, en cuanto se refiere a las posibilidades técnicas de que
vuelvan a encontrarse las dos partes, al crecer, hay que contestarla
afirmativamente. No hay razones de principio alguna que se oponga
al hecho de que una sociedad, que ha seguido durante quince años dos
278 SO C IE D A D Y L IB E R T A D

caminos distintos, vuelva a convertirse en una sola sociedad en el


mismo periodo de tiempo. (Mas hay que insistir una y otra vez en
que semejante proceso no puede realizarse de ninguna manera en
semanas, en meses o en pocos años.) Además, siempre cabría pen­
sar en la posibilidad de que la sociedad alemana vuelva a encontrar
con la reunificación aquel núcleo integrador, aquel centro que hoy
falta a sus partes por separado. El intento de una comprensión co­
mún de la historia,' de la recuperación de una capital efectiva y en
funcionamiento y sobre todo también el proceso mismo de la reu­
nificación, pueden actuar como fuerzas integradoras en este sentido.
La reunificación, por consiguiente, es sociológicamente posible.
Sin embargo, casi me parece más importante otra pregunta, que es
menos obsequiosa con los “slogans” políticos dominantes. Como
sociólogos hemos de preguntarnos: ¿es posible también que no
llegue la reunificación, es decir, que ambas sociedades alemanas
sean capaces de vivir por separado, a largo plazo? También a esta
pregunta hay que contestar afirmativamente e incluso hay indicios
en la actualidad que nos confirman que el desarrollo señalado está
más en consonancia con la realidad que no el deseo de reunifica­
ción. La división de una sociedad no constituye, históricamente, un
hecho insólito, agravándose en el caso alemán porque, aunque las
fronteras actuales entre ambas zonas sean arbitrarias, la unidad ale­
mana es de todos modos de fecha reciente. La evolución disgregadora
de ambas partes es manifiesta; todo parece indicar que continuará. En
el transcurso de los años y decenios podría crear cada una de las dos
partes de Alemania su propia tradición y hallar en esa tradición
aquel punto de orientación que hoy todavía falta, pero que entonces
podría garantizar la estabilidad e integración de cada una de las
partes de Alemania.
Tanto si se quiere como si no, quien analiza la evolución de la
sociedad alemana después de la guerra apenas puede dejar de llegar
a la conclusión de que la reunificación es en la actualidad, y en
buena parte, un problema de relaciones internacionales. Pero si se
considera el desarrollo en ambas partes de la sociedad alemana con
la seriedad con que debe considerarse, si se estudia la disparidad de
las respuestas dadas a los retos comunes de 1945 y se las prolonga
en el futuro podría llegar el día en que la reunifimación de Alemania
resultaría ya imposible por su propia esencia.
CONFORMISMO Y AUTONOMIA
*3

DEMOCRACIA SIN LIBERTAD *

UN ENSAYO SOBRE LA POLITICA DEL HOMBRE DIRIGIDO


POR OTROS

El conde Alexis de Tocqueville y David Riesman tienen alguna


pregunta y muchas respuestas en común; pero mientras lo primero
no molesta a Riesman, no parece del todo satisfecho con lo último.
Naturalmente, no se le puede echar en cara a Riesman el que dude
en confesar la proximidad de sus conclusiones con las de Tocque­
ville. La “Democracia en América” apareció en 1840, y la tesis
principal de “La masa solitaria”, en el año 1950, es que la vida y
el carácter de los norteamericanos han sufrido cambios sustanciales
Si, por otra parte, tiene razón Riesman, representa la obra de Toc­
queville hubiera debido ser un profeta de categoría casi bíblica y
no un viajero y escritor de cuestiones sociales —aun cuando de ex­
traordinaria perspicacia—. De ahí que Riesman se encuentre ante
un dilema. Si el análisis de Tocqueville acerca de la vida norteame­
ricana es exacto, no puede pretender Riesman lógicamente que su
imagen refleje el resultado de la evolución más reciente (aun cuan­
do pueda ser válida como exposición del carácter social americano),
en los últimos dos o tres decenios. Para predecir estos cambios Toc-

* Redactado en 1958 en inglés. Publicado primero con el título “De-


mocracy Without Liberty. An Essay on the Politics of Other-Directer Han”,
en el volumen editado por S. M. L ips et y L. Lowenthal : C ontinuities in
Social R esearch (Glencoe, 1961). La versión presente es una traducción abre­
viada de este artículo; se imprime con autorización del editor.
2 82 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

queville un análisis previo intranquilizador, que exige una expli­


cación.
Como Riesman, evidentemente, conoce muy bien la obra de
Tocqueville, se percata también de este dilema. Desde un determi­
nado punto de vista, efectivamente, no constituye “La masa solitaria”
otra cosa que una discusión constante entre Riesman y Tocqueville
sobre quién ha dicho (y pensado) primero qué cosa. En muchos pun­
tos se evidencia que en la discusión se halla Riesman a la defensiva.
Pero la consecuencia más grave de esta postura defensiva consiste en
que Riesman casi hubiera pasado por alto el problema central de
Tocqueville y hubiera dejado escapar así su gran oportunidad de se­
ñalar una diferencia muy importante de las relaciones entre carácter
social y política en la América de Tocqueville y su propia América. Al
igual que Riesman, también Tocqueville se ocupaba del orden social
de Norteamérica. Pero este tema era para Tocqueville sólo un paso
previo para llegar a aquel otro que él denominaba “las consecuencias
políticas del orden social anglo-americano”. Todo parece indicar que
también a Riesman le importaba más la política que no, por ejemplo,
la vida sexual o los temas acostumbrados de lectura del hombre
dirigido por otros. A pesar de ello su extenso análisis sobre las rela­
ciones entre carácter social y política es extrañamente oscuro e in­
completo. Opino que vale la pena de seguir dicho análisis más allá
de “La masa solitaria”, comparando al americano dirigido de Riesman
con una alternativa que Tocqueville había presentado para el ame­
ricano de 1840.
El capítulo de Tocqueville sobre las “consecuencias políticas del
orden social anglo-americano” apenas abarca algo más de una página
impresa; Tocqueville creía que la “deducción” de estas consecuencias
“no era difícil”. Después de haber señalado la igualdad como el rasgo
más característico del orden social americano, dice lo siguiente sobre
los efectos políticos de la igualdad1:
“Sólo veo dos posibilidades de otorgar el poder a la igualdad en
la política: o bien se conceden los derechos a todos los ciudadanos
o a nadie. De ahí que para los pueblos con un orden social democrá­
tico resulte muy difícil encontrar un término medio entre la soberanía
de todos y el poder absoluto de uno solo. No debemos perder de vis­
ta que el orden social por mí descrito ofrece un campo igualmente
abonado para ambos extremos.
Existe, efectivamente, una pasión varonil y justificada por la igual-

1 A . d e T o c q u e v i l l e : Die Demokratie in Amerika. La d em o cracia en


A m é rica . (F ra n k fu rt-H a m b u rg , 1956), pág. 39 y ss.
C O N FO R M ISM O V A UTONOM ÍA 283

dad; todos quieren ser igual de fuertes y respetados. Esta pasión ele­
va ciertamente a los bajos al rango de los más encumbrados; pero
también nos encontramos en el corazón humano con una inclina­
ción funesta a la igualdad, que hace que los débiles quieran arrastrar
hacia abajo a los fuertes y que los hombres prefieran la igualdad en
la esclavitud a la desigualdad en la libertad. No es que los pueblos
con un orden social democrático menosprecien la libertad por sí mis­
ma; al contrario, poseen un instinto congénito de la libertad. Pero no
es la meta principal de sus deseos; de verdad y para siempre aman
únicamente la igualdad; decididos y con esfuerzo repentino tratan
de captar la libertad y... se contentan pronto si no consiguen alcan­
zar la meta; pero sin igualdad nada les contentaría y se hallan firme­
mente decididos a sucumbir antes que perderla.
Pero si todos los ciudadanos son iguales por un estilo, les resultará
difícil defender su independencia contra los ataques del poder. Como
nadie posee la suficiente fuerza para luchar sólo con éxito, única­
mente la unión de las energías de todos podría garantizar la libertad.
Pero no siempre se logra esta unión. Por consiguiente, de un mismo
orden social pueden sacar los pueblos dos grandes consecuencias
políticas; las consecuencias son muy distintas, pero nacen de los
mismos hechos”.
Pocas dudas puede haber sobre la identidad de aquel a quien se
referían estas observaciones. Tocqueville no quería prevenir a los
americanos sobre los peligros inmanentes a su sistema político; más
bien quería confrontar con su alternativa las situaciones políticas de
América y Francia. Trazando el cuadro de una democracia sin liber­
tad deseaba advertir Tocqueville a sus paisanos y no a sus hospe-
dadores. Pero la finalidad evidentemente pragmática de sus observa­
ciones no desvirtúa la argumentación de Tocqueville, ni garantiza
este fin que las amonestaciones aplicables a la Francia del año 1840
no puedan atribuirse igualmente a la situación americana de 1950
o a la de nuestras sociedades contemporáneas occidentales en gene­
ral. El hecho mismo de que —si podemos creer en este punto a
Tocqueville, y creo que podemos hacerlo sin temor— la misma es­
tructura social puede producir resultados políticos contradictorios
hace necesario dirigir dichas preguntas una y otra vez a las socieda­
des que prefieren la igualdad: ¿Es la igualdad o la libertad la que
cuenta principalmente para los hombres de esta sociedad? ¿Estarían
dispuestos a renunciar a las satisfacciones de la igualdad para con­
servar su libertad o más bien se inclinarían a desprenderse de su
libertad para continuar siendo iguales, aunque hayan de ser iguales
en la esclavitud? ¿Significa para ellos la democracia que todos los
284 SO C IE D A D Y L IB E R T A D

hombres han sido creados iguales o más bien que han sido creados
libres?
Si una misma estructura social es capaz de producir resultados
políticos contradictorios, debe haber un factor que hace inclinarse
la balanza y decide cuál de las dos alternativas se realizará en una
sociedad dada. Con relación a los Estados Unidos ha intentado Toc-
queville identificar dicho factor: “los anglo-americanos, que fueron
los primeros que se encontraron ante esta grave alternativa, fueron
lo suficientemente afortunados para escapar al absolutismo. Las cir­
cunstancias históricas, su origen, su formación y, sobre todo, sus
costumbres los capacitaron para crear e imponer la soberanía del
pueblo” 2. Circunstancias, origen, formación y costumbres constitu­
yen una mezcla abigarrada de condiciones. Sólo en un sentido muy
vago y genérico pueden considerarse como un factor único. Pero este
“factor” complejo no resulta del todo desemejante, en algunos as­
pectos, a lo que Riesman y sus colaboradores denominan el “carác­
ter social”. Si se da la estructura social de la igualdad —parece decir
Tocqueville— es el carácter social de los hombres en dicha estruc­
tura el que decide cuál de los dos sistemas de gobierno opuestos será
erigido y mantenido.
Ahora bien, Riesman afirma que el carácter social de sus paisa­
nos se ha transformado decisivamente en estos últimos decenios.
Habrá que ver si el diagnóstico de Riesman es exacto o no. Pues hay
argumentos convincentes y observaciones admisibles que podrían
oponerse a su afirmación de que el norteamericano actual ha per­
dido su dirección interior. Mi impresión es que Riesman procede con
excesiva dureza con sus paisanos y trata con demasiada suavidad al
hombre dirigido por otros. Por otra parte, las tesis de Riesman con­
tienen una suficiente apariencia de verdad con referencia a los Esta­
dos Unidos y otros países comparables, lo que permite aceptarlas
por ahora como verdaderas. Presuponiendo, pues, la exactitud de su
diagnóstico habrá que ver en las páginas siguientes hasta qué punto
ha influido la evolución del carácter social, preconizada por Riesman,
en la sociedad americana (y en un sentido más amplio, en cualquier
sociedad compuesta de individuos dirigidos por otros) para escoger
una u otra de las alternativas de organización política expuestas por
Tocqueville. ¿Qué sucede con la libertad en una sociedad en la que
la conducta social de la mayoría puede describirse como dirigida
por otros? ¿Qué resistencia ofrece el hombre dirigido por otros al
totalitarismo? ¿Qué apoyo proporciona a una sociedad libre? ¿Cómo

* A. d e T o c q u e v il l e : Op. cit.. pág. 40,


C O N FO R M ISM O V AUTONOMIA 285

se acomoda su carácter a las instituciones políticas llamadas fre­


cuentemente democráticas, y cómo concuerdan éstas con su carácter?
Cualquier análisis de esta especie habrá de ser, en algunos puntos,
forzosamente especulativo; además habrá de reunir, ocasionalmente,
ciencia y juicio de valor. Me confieso reo de ambos crímenes; pero mi
impresión es que el sociólogo no afectado por dichas culpas pierde
por su austeridad más de lo que vale la pena exponer.

II

Hay dos conceptos opuestos de democracia. En un sentido am­


plio y que no satisface del todo, podría identificársela, por una parte,
con la igualdad y, por la otra, con la libertad. En el caso de los
Estados Unidos se ha tomado democracia casi siempre en el primer
sentido, aceptándose el segundo sentido como una consecuencia más
o menos automática del primero. Distanciándome de este uso común
del vocablo trataré de demostrar que la democracia como igualdad
y la democracia como libertad no son en absoluto hermanos siameses,
que avanzan o retroceden juntos, sino que hay realmente un punto
en el que la igualdad se convierte en obstáculo de la libertad y en el
que, por tanto, ambas democracias (ambos sentidos de democracia)
se hostilizan mutuamente. Al examinar las relaciones del hombre di­
rigido por otros con los conceptos de democracia resalta un hecho
extraño. Sin duda alguna la libertad y las instituciones políticas de
una sociedad libre sólo pueden existir cuando a cada ciudadano se
le garantiza, en determinado sentido, cierta igualdad de status. Pero,
si la igualdad de situación traspasa determinados límites y se trans­
forma en igualdad del carácter, empieza a amenazar la libertad y la
democracia política. Aun cuando el hombre dirigido por otros repre­
senta históricamente la perfección casi lógica de la democracia como
estilo de vida, amenaza el fundamento de la democracia como estilo
de gobierno. El mundo del hombre dirigido por otros representa la
extraña paradoja de una democracia sin libertad.
La idea de que la democracia es sinónimo de igualdad es tan
antigua como la idea de democracia misma. Sin embargo, el término
de igualdad no es menos polifacético que el de democracia. ¿A qué
grado de igualdad nos referimos cuando hablamos de condiciones
democráticas? ¿En qué sentido han de ser los hombres iguales? ¿Hay
límites a ese deseo de igualdad en la vida social? Tocqueville tenía
una respuesta para estas preguntas: “Es imposible imaginarse que
286 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

los hombres permanezcan en un sentido siempre desiguales, siendo


iguales en todos los demas; al fin han de ser iguales en todos los
sentidos” 3. Con otras palabras: una vez que exista igualdad en un
sentido seguirá pronto la igualdad en todos los sentidos. A pesar de la
reserva kantiana de “imaginarse como si”, suena esta afirmación como
si fuera una de aquellas inevitables leyes del desarrollo histórico,
de las que desconfiamos con toda razón. Yo, al menos, me puedo
imaginar perfectamente una sociedad, cuyos ciudadanos sean iguales
en un sentido y desiguales en otro. Sin embargo, el desarrollo social
de los Estados Unidos durante los últimos dos siglos parece haber
confirmado la atrevida afirmación de Tocqueville hasta un punto
tal que ni el mismo Tocqueville habría presumido que fuera posible.
Los dos últimos siglos han traído en todos los países occidentales
una progresiva equiparación del status social. Comenzando con la
igualdad ante la ley se extendieron los derechos civiles poco a poco
al campo político y al social. Por tanto, Tocqueville parece haber
tenido razón en cuanto se refiere a los derechos civiles. Pero éstos,
en el fondo, no constituyen más que una democracia de las condi­
ciones sociales. A pesar de esta democracia —aunque dentro de los
límites impuestos por ella— todavía conoce la sociedad muchas de­
sigualdades y diferencias sociales: diferencia de ingresos y riqueza,
de prestigio e influencia; desigualdad en el talento y en el rendimien­
to individual, en las esperanzas y desilusiones, en los intereses y va­
lores. En este sentido, la sociedad del hombre auto-dirigido reúne un
máximo de igualdad de condiciones con un mínimo de igualdad de
carácter; la eliminación de las discrepancias sociales es la tierra en
que prosperan las diferencias individuales; los hombres pueden dis­
tinguirse como individuos porque son iguales como ciudadanos.
No puedo ocultar mi sentimiento de que esta combinación de
igualdad social y multiplicidad individual es un estadio deseable.
Pero si nos preguntamos en qué sentido ha influido una tendencia
incrementada hacia la dirección por otros sobre el desarrollo de la
democracia igualitaria, puede haber pocas dudas de que aquella evo­
lución no sólo no se ha opuesto a esta tendencia, sino que la ha
fomentado y completado. La dirección por otros supone la transmi­
sión del concepto de igualdad del campo de las circunstancias al del
carácter. El hombre dirigido por otros, en el sentido que Riesman
da a este término, es igual a su prójimo no sólo ante los Tribunales,
en los comicios y ante las ventanillas de los servicios sociales, sino
también como persona humana. No sólo tiene de común con los

3 A. de T o c q u e v il l e : Op. c it., pág. 39.


CONFORMISMO Y AUTONOMIA 287

demás sus derechos y obligaciones, sino también sus ideas y acciones.


Lo único que no debe pasarle jamás al hombre dirigido por otros es
el distinguirse en lo más mínimo de los demás. Tocqueville veía en
la religión la segunda gran fuerza que troquelaba el carácter ameri­
cano, junto con la igualdad. Algo parecido se insinúa en Riesman
cuando habla del “moralista” auto-dirigido. El hombre religioso
y moral reconoce vínculos de unión con una instancia que tras­
ciende la sociedad y sus instituciones, y aunque todos los hom­
bres pueden ser tan iguales ante esta instancia como ante los tribu­
nales y gobiernos, su vinculación transocial convierte al hombre re­
ligioso y moral en un individuo con una fe y conciencia muy per­
sonal y particular. Los hombres auto-dirigidos pueden diferenciarse
unos de otros por sus convicciones religiosas y morales, y general­
mente suele ser así. Los individuos dirigidos por otros, no. El hombre
dirigido por otros puede ser religioso, pero sólo cuando y porque los
otros lo son. Puede ser moral, pero sólo en la medida y en el sentido
en que los demás lo son. El hombre dirigido por otros no quiere dis­
tinguirse en nada de sus iguales; es el demócrata perfecto.
El análisis de Riesman contiene muchos ejemplos para ilustrar
la tesis de que la dirección por otros supone la traslación de la demo­
cracia desde el campo de las circunstancias al del carácter. El más
típico es el caso de la muchacha de doce años, que al preguntársele
por sus “tebeos” favoritos manifestó que prefería a “Superman”, por­
que éste podía volar; al ser preguntada a continuación si le gustaría
a ella misma poder volar, respondió: “Me gustaría poder volar si
todos los demás también lo hicieran; de otra manera llamaría la
atención” *. Llamar la atención quiere decir ser de otra manera, y esto,
a su vez, es algo no-democrático. Puede uno preguntarse si Tocque­
ville se refería a esto cuando predecía que aquellos que admitían la
igualdad debían ser finalmente iguales en todos los sentidos. Pero
en cualquier caso la igualdad del carácter casi parece ser una conse­
cuencia natural de otras igualdades y podría uno pensar, por consi­
guiente, que contribuye a mantener la “más pura democracia” de
Aristóteles y no pone en peligro el estilo de vida democrático.
Igualdad no es, sin embargo, el único significado del concepto de
democracia. Bajo democracia se ha entendido siempre también una
sociedad libre, una sociedad que ofrece medios políticos de manifes­
tarse a intereses contradictorios. En este sentido forman parte de
una democracia los partidos políticos, los parlamentos, las eleccio­
nes y los gobiernos, cuyo poder queda legitimado y limitado por los

4 D. R ie sm a n -, T h e L o n ely C row d (N ew H aven , 1950), pág. 84.


288 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

votos de los gobernados. Sería una equivocación considerar a esta


segunda acepción de democracia como perfectamente sinónima de la
libertad o de una sociedad libre. Democracia es, al mismo tiempo,
algo más y algo menos que libertad: más, en cuanto que este tér­
mino describe una determinada situación de las instituciones dadas
y no sólo el fin al que éstas se ordenan; algo menos también, porque
la democracia política sólo puede crear algunas de las condiciones
indispensables para la libertad.
Por consiguiente, en ningún caso constituirá la democracia polí­
tica una condición suficiente para la libertad. Para funcionar bien
el Estado democrático exige determinada actitud, quizá un deter­
minado carácter social, de sus ciudadanos. Es más fácil describir di­
cho carácter de un modo negativo que positivo. Probablemente, el
tipo caracterizado por Riesman como “dirigido por la tradición” no
es la clase de ciudado que llena de vida a las instituciones demo­
cráticas. Los individuos dirigidos por la tradición están acostumbra­
dos a defender intereses que no son esencialmente los suyos, sino
los de sus antepasados o incluso los de grupos a los que se enfren­
tarían en actitud hostil, si esto les fuera posible. “Para ellos es carac­
terística la indiferencia clásica de las masas de la Antigüedad o de la
Edad Media, son hombres que han soportado a través de la historia,
con cinismo constante y rebeliones esporádicas, la tiranía de una élite.
No están en disposición de tornarse activos políticamente, ni saben
tampoco lo que esto significaría. Les faltan los instrumentos políticos
elementales del saber leer y escribir, de la educación política y de la
experiencia organizadora”. Pero por encima de todos los demás as­
pectos, el hombre dirigido por la tradición no es todavía, en el fondo,
un individuo, no posee “sentimiento alguno de responsabilidad per­
sonal en el campo político” 5, todavía no se ha cortado el cordón um­
bilical que le retiene atado a la sociedad. No estoy seguro de que el
hombre dirigido por la tradición haya vivido alguna vez real y ver­
daderamente. La idea que tiene Riesman de una dirección por tra­
dición posee cierto parecido con la teoría de Hegel y Marx sobre
un estadio primitivo de la historia, en el que la libertad del hombre
era sólo una ficción cínica, porque sus condiciones y capacidades eran
tan limitadas que impedían el ejercicio de la libertad. Pero si alguna
vez han existido hombres dirigidos por la tradición parece lógico
suponer que" no era éste el material del que se hacen los demócratas.
En oposición a este tipo, el “hombre auto-dirigido" de Riesman
es el que posee las mejores propiedades para el ejercicio de la li-

D. R ie s m a n : Op. c it., pág. 1 8 4 -1 8 6 .


C O N FO R M ISM O Y AUTONOMÍA 289

bertad en las condiciones exigidas por la democracia política. Si


buscamos un carácter social democrático parece ser que el de la
dirección interior es el que más se aproxima a nuestra idea. El hom­
bre auto-dirigido conoce sus propios intereses y sabe también que
los intereses de los demás no coinciden necesariamente con los suyos.
“Si nos detenemos a contemplar el estilo político del hombre auto-
dirigido hemos de pensar siempre en los intereses que introduce en
el campo político"6. Y junto con sus intereses aporta éste además
la voluntad de luchar por ellos. Por lo general estará tan convencido
de la justicia de su causa que la rodeará de argumentaciones compli­
cadas, entre las que se cuenta también la referencia a ideales mora­
les y religiosos. Sin embargo, sabe también que con semejante dog­
matismo es inevitable crearse enemigos, y acepta esta alternativa
plena y conscientemente. El conflicto, aunque refrenado y canalizado
por la efectividad de determinadas reglas formales de procedimien­
to, constituye la esencia de la democracia política. De ahí que forme
parte del carácter social del demócrata la admisión de la controversia,
pero también su encauzamiento, reconociendo un conjunto de reglas
de procedimiento, que fijan los límites de las esferas de intereses. En
cierto sentido estas reglas de juego designan el punto en el que todos
los ciudadanos son iguales, mientras que el juego mismo sólo tiene
sentido siempre que los hombres sean diferentes y en cuanto lo sean.
Tanto el señor Schmidt como el señor Meyer tienen derecho a emitir
un voto, y sólo uno. Mas tienen igualmente derecho a defender opi­
niones contrarias sobre cuestiones políticas y a dar su voto a parti­
dos antagónicos. El demócrata ejercita su libertad, expresando sus
preferencias y particularidades políticas dentro de un marco de nor­
mas y derechos que comparte con todos los demás. El demócrata
es el individuo que ha llegado con los demás al acuerdo de ser distinto
de ellos.
Riesman afirma que le “importa la dirección por otros en cuanto
<se trata de determinados modelos de conformismo y reacción, y no
en cuanto se refiere al contenido ideológico y de conducta de dicha
reacción” 7. Aun cuando intenta razonar por extenso su repugnancia
a discutir el contenido de las controversias políticas, no me han con­
vencido sus argumentos. El trato dispensado por Riesman al tema

6 D. R iesman: Op. cit., pág. 194.


7 D. R iesman: T he Lonely C row d (Nueva York, sin fecha), pág. 211. Esta
cita, en la edición Paperback de la obra de R iesman, no se encuentra en la
primera edición. Las citas de esta edición se señalarán en adelante con las
iniciales “op. cit. (P.)”.

7,90 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

de la dirección por otros no permite muchas dudas sobre las con­


secuencias de los contenidos <le este tipo para la conducta política.
El hecho de circunscribirse Riesman a los aspectos formales de la
acción política demuestra sus dudas para razonar hasta el fin lógico
sus propias ideas, y no supone por otra parte una limitación justifi­
cada en tesis bien fundadas. Riesman afirma del hombre dirigido por
otros que “sus opiniones políticas no se relacionan ni con un interés
político propio inmediato ni con claras vinculaciones emotivas a la
política. Se parecen más bien al intercambio de deseos de consumo
y bienes semejantes, aun cuando, a diferencia de éstos, se llevan raras
veces al mercado político y tampoco se ofrezcan como trueque de
bienes políticos. Prescindiendo del hecho de que “en ocasiones se de­
jan manipular”, los individuos dirigidos por otros se inclinan “gene­
ralmente a contemplar la política en sus formas más toscas, como
si fueran meros observadores” 8. Riesman demuestra que “hay seme­
janzas sorprendentes entre los dirigidos por la tradición y los diri­
gidos por otros. Ambos grupos se sienten impotentes e inermes ante
la política y los dos se han retirado a distintas formas de fatalismo,
que el moralista auto-dirigido rechazaría con acritud y decididamen­
te” 9. ¿Puede dudarse de que estos estilos de participación política
tienen consecuencias para el sistema político mismo y para el modo
como se aceptan por los hombres los valores básicos de las institu­
ciones democráticas?
Democracia significa conflicto. Mas el individuo dirigido por otros
no quiere conflictos. Quiere ser amado y no combatido. La demo­
cracia supone que los hombres formulan expresamente sus inte­
reses, aun cuando se trate de intereses predominantemente particu­
lares. Mas al hombre dirigido por otros no le está permitido tener
intereses propios. Su instrumento de radar escudriña constante­
mente el horizonte buscando las ideas, actitudes e intereses de los
demás. No solamente quiere ser amado, sino que también quiere
llegar a ser igual que los demás. Es posible, naturalmente, que en
una gran sociedad pluralista y descentralizada se dé el caso de que
no sean los otros, a los que quieren parecerse el señor Schmidt y el
señor Meyer, exactamente esos otros, sino que tengan distintas
ideas y jamás lleguen a encontrarse. Pero la meta constante del in­
dividuo dirigido por otros es la de acomodarse a todos los criterios
vigentes con los cuales pueda encontrarse. Las limitaciones al con­
tacto, impuestas por la distancia social, representan sólo un obs-

8 D. R ie s m a n : O p . c it., p ág . 1 8 9 -1 9 0 .
9 D. R ie s m a n : O p . c it. (P ), p ág . 2 1 5 .
C O N FO R M IS M O Y AUTONO M ÍA 291

táculo insignificante en el camino de la perfecta dirección por otros.


La democracia es también sinónimo de iniciativa. Mas los tipos es­
tandardizados de la dirección por otros prohíben toda iniciativa.
El individuo dirigido por otros prefiere seguir antes que conducir,
puesto que sólo formando parte de la masa puede estar seguro de
obtener el reconocimiento de sus semejantes. Mientras que el in­
dividuo auto-dirigido fomenta la democracia política y está acorde
con ser diferente a los demás, el hombre dirigido por otros está
conforme precisamente en ser igual a los otros. El individuo auto-
dirigido es el ciudadano que hace uso de su derecho a tener opi­
niones y puntos de vista independientes. El hombre dirigido por
otros es el gregario por excelencia. La democracia liberal compro­
mete su deseo de no ser diferente y por ello no es el marco ade­
cuado a su carácter.

III

Comparto la opinión generalizada de que la discusión política


reinante en nuestra época consiste en la lucha entre democracia y
totalitarismo, como modos de regular las tensiones y conflictos in­
evitables en la vida social. Pero me apresuro a añadir que, a dife­
rencia de la opinión vigente a ambos lados del Telón de Acero, que
estructura con tanta efectividad nuestro mundo geográfico, poli-
tico, social e intelectual, las líneas de batalla entre democracia y
totalitarismo no son en absoluto idénticas con las de los pactos
militares y políticos de nuestros días. Sería más que erróneo iden­
tificar la democracia plenamente con la OTAN, los Estados Unidos
o el mundo occidental, lo mismo que también sería equivocado
considerar exclusivamente como totalitarias a las naciones del Pac­
to de Varsovia, a la Unión Soviética o al mundo oriental (prescin­
diendo ya de lo primitivo del intento de acomodar a cada país y a
cada nación en esta dicotomía). Democracia y totalitarismo son
•tipos ideales y no alternativas reales de la estructura política, pre­
sentando casi todos los países una mezcla de ambos. Además, la
lucha entre democracia y totalitarismo se desarrolla tanto en un
plano intra-nacional como inter-nacional. Aun cuando reina ahora
la impresión de que los rasgos democráticos predominan en Occi­
dente y los totalitarios en Oriente, el equilibrio en ambos casos es
más precario e inestable de lo que más de uno pudiera pensar.
De esta acotación de la opinión corriente se sigue que la demo-
292 SO C IE D A D Y L IB E R T A D

cracia y el totalitarismo no son las únicas formas identificables de


organización política en nuestro tiempo. Se trata de tipos interme­
dios de la estructura social de la política, que empleando los tér­
minos en un sentido estricto no puede interpretarse ni como tota­
litaria ni como democrática. Se siente uno tentado a designarlos
como tipos transitorios, si el hablar de tipos transitorios en la his­
toria no llevara peligrosamente cerca de aquellas falsas ilusiones,
esperanzadas o preocupadas, que todos conocemos. La duración de
los tipos transitorios de estructura política, como los aquí consi­
derados, es del todo incierta. Puede tratarse de periodos cortos de
indecisión, pero igualmente pueden prolongarse durante muchos de­
cenios, y obligarnos con ello a ampliar nuestro tosco vocabulario
sobre la diferenciación política. Hay países cuyas instituciones po­
líticas son totalitarias, mientras que la estructura y el carácter so­
ciales de sus ciudadanos tienden a formas de organización clara­
mente más liberales. Quizá deban contarse en esta categoría mu­
chos de los llamados países en vías de desarrollo, así como algunas
de las naciones europeas dominadas por el comunismo. Por otra
parte, hay países con instituciones políticas democráticas en los
que la estructura y el carácter de la sociedad presentan una sor­
prendente inclinación hacia formas antiliberales de conducta ins­
titucionalizada. La idea de un totalitarismo con alguna libertad y
de una democracia sin libertad no es una construcción paradójica
de la fantasía filosófica, sino que parece describir de un modo más
satisfactorio las tendencias contradictorias de la realidad social y
política que la dicotomía excesivamente ambigua de un totalita­
rismo antiliberal y una democracia liberal.
Muchas personas (y entre ellas también algunos sociólogos) han
descubierto recientemente que incluso modos de comportamiento
humanos, corrientes en apariencia, como un noviazgo, una estrecha
amistad personal, o una relación de parentesco, la excursión domi­
nical al campo, el coleccionar sellos o el cuidar un jardín, pueden
suponer una amenaza efectiva para la existencia de un régimen
totalitario. En un sistema plenamente totalitario, cada acción y
cada minuto de la vida del “ciudadano” se encuentra sometido al
control y a la regulación del Estado. Para una mente totalitaria, el
enamorado, el amigo, el turista y el coleccionista de sellos son des­
viados. Todos ellos anteponen sus razones, deseos e intereses par­
ticulares a sus obligaciones públicas; son individuos auto-dirigidos.
Incluso aquella excusa para la inhibición política, desde otro punto
de vista más bien sospechosa, que los intelectuales alemanes bus­
caron durante la época nazi en la “emigración interior” por ellos
C O N FO R M ISM O Y AUTONOM ÍA 293

inventada, representa en este aspecto un serio obstáculo en el ca­


mino de la realización de un totalitarismo perfecto. El “emigrante
interno”, lo mismo que el enamorado y el coleccionista de sellos,
siguen directrices distintas a la línea oficial del partido. Son todos
ellos liberales en cuanto que son individuos y no marionetas que
representan un rol asignado de antemano en una escena sin fallos,
dirigida por Behemoth, el Estado todopoderoso. Un gobierno tota­
litario que se enfrenta a ciudadanos auto-dirigidos o bien puede em­
plear la fuerza bruta o bien desistir de imponer un totalitarismo
perfecto. En cualquier alternativa ha de contar con dificultades.
Los acontecimientos ocurridos en la Alemania nazi, en la Hun­
gría comunista, en Polonia, Yugoslavia e incluso en la Unión So­
viética, proporcionan alguna idea sobre la oposición entre auto-di­
rección y gobierno totalitario. Dentro y fuera de los países totali­
tarios se ha reconocido actualmente esta oposición por muchas per­
sonas. Sin embargo, no es tan conocido que una oposición parecida
en su desarrollo y consecuencias caracteriza también a algunos de
los países democráticos de Occidente. Del mismo modo que son
amenazadas las instituciones totalitarias dentro del conjunto social
por los individuos auto-dirigidos, que no están dispuestos a sacri­
ficar sus deseos e intereses privados a las prescripciones y expec­
tativas del Partido y del Estado, se ven también amenazadas las
instituciones democráticas por el hombre dirigido por otros. Uno
de los errores más patentes de apreciación del totalitarismo en
nuestro tiempo consiste en la creencia de que sólo puede nacer y
mantenerse en una sociedad compuesta en su mayor parte por “per­
sonalidades autoritarias”. El hombre dirigido por otros no es cier­
tamente autoritario. Sin embargo, puede atacarse con plena razón >
la afirmación de Riesman de que la ausencia de entusiasmo político
lo protege “de dejarse engañar por muchos de los cuentos políticos
con los que se movilizó a las generaciones pasadas para aventuras
políticas” 10. ¿Qué sucede si estos cuentos se convierten en normas
de acción, que se adicionan como expectativas obligatorias a los
roles de los individuos dirigidos por otros? ¿Qué pasará si sus ve­
cinos y compañeros y todos los ¡guales empiezan a creer en estos
cuentos? ¿Hay algo en su radar que impida al hombre dirigido por
otros dejarse guiar por estas tendencias? Creo que no. El individuo
dirigido por otros, ese triste esclavo del totalitarismo mudo de la
sociedad, seguirá con tanta fidelidad a las modas impuestas por sus
grupos sociales de referencia como los “ciudadanos” de los Esta-

10 D. R ie s m a n : O p. c it., pág. 190,


294 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

dos totalitarios han de acomodarse a la fuerza a la moda de la línea


del partido.
En realidad, ni Riesman mismo parece-muy convencido de su
esperanzada afirmación. Sólo pocas líneas antes observa que los
mismos “indiferentes de nuevo cuño”, que no se lanzan a aventuras
políticas, “se dejan acoplar con relativa facilidad en falanges de
acción política” u. En otro lugar insiste en que “están sometidos
ocasionalmente a diversas manipulaciones” la. Finalmente llega in­
cluso a decir: “De fuentes parecidas se reclutaron muchos de los
primeros nazis, una gran parte de los gaullistas y muchos otros
grupos en distintos países que creen hallarse por encima de la po­
lítica, de los partidos y de las opiniones” u. Me parece que Riesman
tiene razón con estas suposiciones. Pero parece tener razón contra
sí mismo. El individuo dirigido por otros —tanto el “indiferente
de nuevo cuño” como el "coleccionista de informaciones”— están
en' realidad “formados y preparados para reconocer un hecho con­
sumado', pero no para ofrecerle resistencia” “. Está dispuesto, por
tanto, a seguir cualquier dirección tomada por la sociedad, aunque
sea la del totalitarismo. Dos ejemplos de los peligros políticos in­
herentes al carácter del individuo dirigido por otros pueden sa­
carse de la historia americana más reciente. Ambos se refieren a
hechos acontecidos después de la primera publicación de “La masa
solitaria” y los dos parecen permitir, por no decir exigir, una expli­
cación, con ayuda de la tesis fundamental de Riesman.
Uno de estos ejemplos consiste en el discutidísimo problema de
las “civil liberties”, es decir, de los derechos civiles y su amenaza. Es
hoy en día evidente que “la desconfianza contra el privatismo” —
para citar a Shils— en los Estados Unidos es un fenómeno que no
comenzó con la carrera ascendente del senador McCarthy ni ter­
minó con su muerte. “La desconfianza contra el privatismo es la
desconfianza contra la capacidad del individuo para juzgar y auto-
determinarse” (Shils)w. Designa en este sentido la renuncia a la
auto-dirección en favor del conformismo con las expectativas y san­
ciones sociales en todos los campos de la vida. También estaría de
acuerdo con Shils al continuar éste afirmando que la desconfianza123*5

11 D. R i e s Man: Op. cit., pág. 190.


12 D. R iesman : Op. cit., pág. 189.
13 D. R iesman : Op. cit., pág. 231.
D. R iesman : Op. cit., pág. 232.
15 E. S h i l s : T he T orm en t o f S ecrecy (Glencoe, 1956). Esta y las siguien­
tes citas en la pág. 207.
C O N F O R M IS M O Y A U T O N O M ÍA 295

contra el privatismo es, en cierto sentido, “un fenómeno del sec­


tarismo religioso, que pretende que los momentos supremos del
hombre son aquellos en los cuales es llenado por el hálito del espí­
ritu”. Mas creo que Shils se equivoca cuando añade: “En este caso
el espíritu se identifica con el espíritu nacional, y un hombre que
se retira a la esfera privada reniega con ello de la legitimidad del
espíritu nacional”. Sin duda alguna, la amenaza de las libertades
civiles en los Estados Unidos se hallaba relacionada con fenómenos
procedentes del nacionalismo tradicionalista. Pero me parece que
se acerca uno mucho más a la verdad si sustituye en la afirmación
de Shils la palabra “nacional” por “social”. El hombre dirigido por
otros está dispuesto a renunciar a su esfera privada porque ha ca­
pitulado de una vez para siempre, no ante la ¡dea o la realidad de
una determinada nación, sino ante el espíritu abstracto y universal
de la sociedad y de sus demandas. Hubo largos periodos de la his­
toria en los cuales era preciso demostrar detalladamente que el
hombre no es sólo un individuo particular, sino también un ser
social. En el caso del hombre dirigido por otros sería más difícil
demostrar que continúa siendo de alguna manera un individuo, in­
dependiente y a veces en oposición a los roles que ha de desempeñar
en la sociedad. El hombre dirigido por otros desconfía del priva­
tismo, porque lo privado es la única arma efectiva contra su equipo
de radar. Su esfera de vida privada es, por definición, el nicho que
el individuo se ha preparado para sí, sacándolo del terreno general
de la sociedad. No se hace visible en el espejo de radar del hombre
dirigido por otros y no puede proporcionarle por ello ni la orien­
tación ni el cobijo seguro que busca. La dirección por otros des­
membra al individuo y considera sus distintos elementos como roles
dentro de contextos ajenos y anónimos. Mas esta enajenación es
más sutil y más grave que la del ilusionismo nacionalista. El nacio­
nalismo puede excluir algunos elementos de privatismo e individua­
lidad; pero sólo el hombre que reconoce un contrato social, que
somete cada palabra y cada acción a los poderes anónimos y abso­
lutistas de la sociedad, ha abandonado todo lo personal, privado y
sagrado a un dios ajeno.
No puede por ello sorprender a nadie que el hombre dirigido
por otros, en el mismo momento en que se le saca del contexto
social que le proporciona orientación, sentido y seguridad, se en­
cuentre en cuanto ser social tan desamparado como un niño recién
nacido en cuanto ser físico. Toda sociedad exige de sus miembros
el conformismo con sus expectativas. Siempre y en todas partes re­
sultó por ello difícil al individuo encontrar su camino propio fuera
296 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

del contexto de su sociedad, reconocer su sitio y conservar aquel


mínimum de seguridad, que es indispensable para sobrevivir. En lo
que respecta a la regulación de la vida de sus ciudadanos se distin­
guen las sociedades sólo gradualmente. Pero existe un punto en el
que esas diferencias graduales se convierten en discrepancias de
principio. Aunque el hombre auto-dirigido ha de desempeñar su
rol en la sociedad en que ha nacido, lleva sin embargo en sí mismo
y a cualquier lugar donde vaya muchos de sus valores, intereses y
actitudes. Ningún hombre y ninguna situación le pueden arrebatar
el compás que guía su vida. El hombre dirigido por otros se en­
cuentra en este sentido en peor situación. Lleva en sí mismo sólo
la disposición, puramente formal, de desempeñar determinados
roles. Sus valores, intereses y actitudes no son efectivamente los
suyos propios, sino los de la sociedad en que vive. Si se le separa
de ese contexto social lo pierde todo y se le profetizaría una, o las
dos, de las siguientes condiciones: cae en un estado de inseguridad
y desamparo que limita con la desintegración psíquica y física; y
tratará de acomodarse a todas las nuevas expectativas y exigencias
con las que se encuentre, sin importarle su contenido ni valores.
Si no hay posibilidad de error en el material disponible esas dos
consecuencias se han presentado efectivamente entre los prisioneros
de guerra americanos en Corea ir'.
Todavía no es suficientemente conocida la historia de los pri­
sioneros de guerra americanos en Corea. Mas lo poco que conoce­
mos parece indicar que nos enfrentamos aquí con un ejemplo muy
serio y amenazador de suma desintegración social e individual. Se
han formulado diversas explicaciones para este fenómeno intran­
quilizador. Las razones más frecuentes y más extendidas aducidas
en este caso concreto son, por una parte, la privación repentina de
determinadas comodidades materiales a las que estaban acostum-.
brados los soldados, tanto en cuanto personas civiles como también
en el Ejército, y, por otra parte, una falta considerable de disciplina,
a consecuencia de una instrucción militar demasiado “blanda”. Me
parece que ambas explicaciones son demasiado simples y poco con­
vincentes (y que, por consiguiente, prometen tener poco éxito las
medidas que se tomen a razón de tales explicaciones). Puede uno18

18 Esta exposición se basa en l a obra de E u g e n e K i n k e a d s , “The Study


of Something New in History”, en T he New Y orker, de fecha 26-X-1957.
Esta fuente se considera como buena, pero resulta por ahora y en parte uni­
lateral; también por esta razón no se ha de interpretar mal, generalizando
o dogmatizando, lo que sigue.
C O N F O R M IS M O Y A U T O N O M ÍA 29 7

preguntarse si se trata de una mera casualidad que una de las me­


didas que adoptó el ejército norteamericano después de su expe­
riencia en Corea llevara el nombre de “Operación brújula”. Pero es
sólo el nombre, y no el contenido de esta medida, el que lleva a re­
lacionar el análisis de Riesman sobre el hombre auto-dirigido y el
dirigido por otros con el fracaso experimentado con muchos de los
prisioneros de guerra norteamericanos a la vista de las amenazas,
peligros y tentaciones de la situación coreana.
Con relación a la conducta de los prisioneros de guerra ameri­
canos en Corea se destacan dos hechos importantes que exigen una
explicación. Ambos hechos se tornan críticos solamente cuando se
los compara con la situación de los prisioneros turcos que vivieron
en las mismas condiciones. En primer lugar “murió en el cautiverio
el 38 por 100 de los prisioneros .americanos —2.730 de un total de
7.190—” 17. Pero, “aunque casi la mitad de los 229 prisioneros tur­
cos estaban heridos al ser hechos prisioneros, no murió ni uno solo
de ellos en el campo de concentración”. En segundo lugar, “alrede­
dor de uno de cada tres prisioneros americanos en Corea se hizo
culpable de alguna especie de colaboración con el enemigo”. Pero
“los 229 soldados turcos hechos prisioneros durante la guerra ofre­
cieron una resistencia de casi el 100 por 100 a cualquier adoctrina­
miento”. Aun teniendo en cuenta las extremas dificultades, tanto
físicas como psíquicas, de la vida en cautiverio, son intranquiliza­
dores no sólo la diferencia entre turcos y norteamericanos, sino
también los meros hechos del caso americano.
El número de defunciones entre los prisioneros americanos se
ha relacionado generalmente con la pérdida inmediata de disciplina
al caer en cautiverio. Puede ser correcta esta explicación. Pero me
parece que se trata de una formulación militar excesivamente pru­
dente de algo que es esencialmente un fenómeno social. Lo que
dejó de funcionar al sobrevenir el cautiverio no fue quizá solamente
la disciplina militar del ejército norteamericano, sino posiblemente
también la legitimidad y efectividad de los valores y expectativas,
que son característicos de la sociedad americana. En cuanto aban­
donaron los soldados la última partícula oficial de su sociedad, per­
dieron la orientación en un sentido muy real de este término, lo
mismo que en el metafórico de Riesman. En el momento en que
fueron arrancados del sistema de expectativas y sanciones institu­
cionales, que representa su alienada personalidad humana, cayeron

17 Todas las citas de este apartado proceden del artículo nombrado en la


nota 16, inmediatamente precedente.
2 98 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

en un estado de desorden de dimensiones casi hobbesianas, de una


guerra de todos contra todos, que no se hizo más fácil de soportar
por el hecho de que se trasladara al terreno de la guerra psicoló­
gica. “La mayor parte de los que regresaron se veían a sí mismos,
al llegar a casa, no como miembros de un grupo unidos por lazos
comunes de lealtad, sino como individuos aislados”.
Al mismo tiempo se encontraron estos soldados frente a un
nuevo juego de expectativas de rol, que procedían de sus nuevos y
omnipotentes (puesto que habían rechazado todos los demás) gru­
pos de referencia, a saber, de sus guardianes. ¿No podría ser que,
puesto que les faltaba una brújula Interior, se decidiesen muchos
de ellos a aplicar también a esta nueva situación su único instru­
mento para hacerse con la realidad, a saber, el del conformismo y
la acomodación? “El adoctrinamiento que se impartía en los cam­
pamentos de prisioneros tendía a manipular el carácter ya preexis­
tente del individuo, aprovechándose para ello de sus puntos más
flacos”. ¿Es demasiado atrevido sospechar que dicha manipulación
incluía también el carácter social de los prisioneros y los puntos
débiles de la dirección por otros, en condiciones de opresión y se­
paración de un mundo conocido? Es una ilustración extraña e im­
presionante de esta suposición el hecho de que, de aquellos que se
negaron con constancia a colaborar con sus enemigos, había un
grupo, aunque pequeño, “de individuos que tenían un largo histo­
rial de incidentes desagradables y que se negaban a reconocer auto­
ridad alguna..., hombres de deficiente conducta disciplinaria en
nuestro propio ejército, que en el campamento de prisioneros no
hicieron otra cosa que continuar con sus antiguas costumbres”. En
una sociedad de hombres dirigidos por otros, los auto-dirigidos son
desviados y los desviados auto-dirigidos. Hay una extraña ironía
en el hecho de que fueron en este caso los desviados los que su­
pieron conservar su integridad y comportarse como se esperaba
moralmente de ellos que lo hicieran, demostrando una conducta
que no se esperaba de ellos desde un punto de vista social.
Ningún estudio sobre los prisioneros de guerra norteamericanos
en Core^ debe prescindir del hecho de que dos tercios de los sobre­
vivientes- quedaron libres de cualquier acusación de colaboracio­
nismo y de conducta indigna. Los puntos de análisis aquí estudia­
dos son unívocos e injustos, tanto con referencia a la sociedad ame­
ricana como también a los prisioneros mismos. Desde luego no ha.
sido mi intención, al comentar aquí este problema, afirmar que
todos los americanos son hombres dirigidos por otros o que sólo
los americanos muestran huellas de un carácter dirigido por otros,
C O N FO R M ISM O Y AUTONOM ÍA 299

La finalidad del ejemplo coreano fue más bien la de ilustrar, a base


de un caso concreto, en qué sentido y con qué consecuencias pre­
senta el individuo dirigido por otros una falta sorprendente, y qui­
zás atemorizante, de resistencia contra nuevas influencias e ideo­
logías. En cuanto viven hombres dirigidos por otros acogidos a ins­
tituciones políticas democráticas, se convierten estas instituciones,
fácilmente, en una cubierta vacía, que no tiene ya relaciones ínti­
mas y vitales con sus ciudadanos. Sería equivocado afirmar que
existe una oposición imposible de superar entre dirección por otros
e instituciones democráticas. Mientras no se lance un reto a estas
últimas pueden coexistir paralelamente durante mucho tiempo. Pero
cuando, o las instituciones o los ciudadanos de una democracia sin
libertad, se ven expuestos a una amenaza interior o exterior, puede
suceder muy fácilmente que la coexistencia de democracia política
y dirección por otros deje el sitio a formas nuevas y, probablemente,
menos agradables, de estructura política. El individuo auto-dirigido
necesita la democracia como andamiaje para la expresión de sus
intereses, valores e ideas. El hombre dirigido por otros puede vivir
en una democracia, pero no la necesita. Necesita la sociedad, y en
tanto la sociedad le proporcione la orientación y seguridad que
no encuentra en sí mismo será para él una cuestión de relativa in­
diferencia saber cómo son las instituciones políticas en medio de
las cuales vive.IV

IV

En la idea de una sociedad compuesta de individuos dirigidos


por otros se esconde una paradoja evidente, que no ha escapado
tampoco a Riesman. Si todos los hombres son dirigidos por otros
no puede haber ni evolución ni novedades: la evolución y las no­
vedades deben ser provocadas por alguien, pero ninguno de aque­
llos que estudian siempre primero la reacción de sus vecinos antes
de atreverse a decir o hacer algo será jamas autor de alguna nove­
dad. Una sociedad de individuos dirigidos por otros representa, en
el sentido propio de la palabra, un círculo vicioso, que en ninguna
parte se abre para admitir cambios en la dirección o en el conte­
nido de las estructuras sociales. Sin embargo, no ha llegado la his­
toria a un punto muerto en el dintel mismo de la dirección por
otros. Incluso en los mismos Estados Unidos de mediados del
siglo X X hay efectivamente evolución y novedad. Sólo hace falta re-
300 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

cordar las modas, sumamente inestables, en los vestidos y en la fabri­


cación de automóviles, en la elección profesional y en el consumo
de bienes, lo mismo que en las convicciones políticas, para darse
cuenta de la actualidad de la evolución en la sociedad de hoy. Ries-
man ha intentado resolver de varias maneras la contradicción entre
los efectos retardatorios de la dirección por otros y el rápido mo­
vimiento de la realidad. Todos sus argumentos en esta cuestión son
interesantes, especialmente aquellos que se refieren a los elementos
de la estructura social y no del carácter. También aquí, como en
otros lugares, parece tener razón Riesman en contra de sí mismo:
si no se hubiera adentrado en un terreno que él mismo había ex­
cluido antes de su obra, si no hubiera atribuido al campo político
algunas reflexiones propias de la estructura social, habría resultado
la paradoja de la dirección por otros todavía más intranquilizadora
de lo que en realidad ya es.
Una de las soluciones que ofrece Riesman a la paradoja de la
dirección por otros se basa en su idea sobre las funciones de los
medios masivos. Según Riesman existe una industria que sólo se
ha levantado con la finalidad de inventar nuevas modas de produc­
ción, de consumo y de política, y que aumenta en importancia en
la misma medida en que se extiende el carácter social de la direc­
ción por otros. Así como las nuevas modas del vestir se inventan
por la industria textil y no por los consumidores, así también crean
la prensa, la radio, el cine y la televisión nuevas modas políticas (lo
mismo que las nuevas costumbres en los bienes de consumo ma­
teriales y espirituales). Por una parte, es función de los medios ma­
sivos servir de apoyo a la familia y a la escuela en su tarea de so­
cializar a los niños par las actitudes de la dirección por otros, que
predominan en la misma18. Por otra parte, se ocupan los medios
masivos de introducir nuevos objetos e ideologías en la discusión
política. Teniendo en cuenta este hecho “se podría considerar a
dichos medios —lejos de calificarlos como una conjuración para
embrutecer el juicio político de la población— como una confabu­
lación que trata de ocultar la extensión de la indiferencia políti­
ca” 19. Se encuentran fuera (o tal vez en el centro) del círculo vi­
cioso de la dirección por otros y difunden direcciones y contenidos
de opinión, conforme a los cuales realiza el público superficial su
gimnasia política. En ocasiones parece estar Riesman de acuerdo
con la teoría cínica, ampliamente difundida, sobre los medios ma-

Cfr. D. R i e s m a n : O p . c i t . c a p í t u l o IV, es esp e cia l págs. 99 y ss,


19 D. R i e s m a n : Op cit., pág. 225.
c o n f o r m is m o y a u t o n o m ía 301

sivos, conforme a la cual representan éstos un mero medio de ma­


nipulación de la opinión pública. Aun cuando existan quizás ele­
mentos que apoyen esta teoría, no resuelve en el fondo la paradoja
de la dirección por otros: ¿Quién dirige a esos medios masivos?
¿Son caracterizados también dichos medios mismos por individuos
dirigidos por otros? Y si esto es así, ¿cómo es que estos caracteres
dirigidos por otros pueden llegar a ser renovadores? ¿O es que se
encuentran sometidos a leyes especiales de carácter social? La res­
puesta de Riesman a estas preguntas es clara, aunque quizá no sa­
tisfaga del todo. Los medios masivos son para él algo parecido al
último refugio de la auto-dirección. “Los caracteres auto-dirigidos
y sus intereses son expulsados de los medios masivos en todos los
campos, a excepción del campo mismo de la política” 10. En este
campo, “el instrumental de radar super-sensible” de aquellos que
trabajan en las industrias de las comunicaciones masivas, “no está
adaptado al público, al que venden, sino con relación a las capas
intelectuales a su alrededor y por encima de ellos” 31. Riesman re­
suelve con otras palabras el problema de su paradoja rompiendo el
círculo de la dirección perfecta por otros; parece aceptar un resto
de auto-dirección como rasgo permanente de la estructura social.
Por muy plausible que parezca, crea más problemas — desde el pro­
pio punto de vista de Riesman— de los que soluciona. Esta es po­
siblemente la razón por la cual Riesman presenta una segunda so­
lución, junto a la primera, para la paradoja de la dirección por otros.
Dicha segunda solución es estructural en un sentido todavía más
concreto.
Una perfecta dirección por otros supone que se ha detenido el
fluir de la historia. Aunque Riesman, por no ser hegeliano, no
sigue esta opinión, apunta sin embargo en algunas ocasiones que
las sociedades predominantemente dirigidas por otros, a diferencia
de aquellas otras zonas compuestas de individuos auto-dirigidos,
tienden a ser estables hasta el estancamiento absoluto. Para apoyar
esta tesis hubiera podido aducir Riesman más razones de las que
efectivamente aporta. Es un hecho comprobado que, en la actua­
lidad, los partidos políticos de algunos países fijan sus programas
a base de estadísticas sobre la opinión pública. Si la nacionalización
de industrias se hace impopular, estos partidos la sacan de su pro­
grama, aunque durante años haya sido su tema preferido. Si la
gente se interesa principalmente por el armamento atómico, con-201

20 D. R ie sm a n : Op. cit., pág. 227.


21 D . R ie sm a n : O p / c it ., pág. 2 2 6 .
302 s o c ie d a d y l ib e r t a d

vierten esta cuestión en el punto central de su programa, aun cuan­


do prefieran concentrarse en otros asuntos. Si evoluciona la opi­
nión pública, cambia también la política del partido; pero como
aquélla supone una magnitud nebulosa, en la que además no se
puede confiar por tornadiza, también los programas del partido se
yuelven vagos e inconexos. Modas fugaces e irreflexivas, que raras
veces superan el grado de la propaganda y la declaración publici­
taria sustituyen a los programas políticos razonados y a las evolu­
ciones sistemáticas basadas en aquéllos. Las manifestaciones de los
dirigentes políticos, preparadas, determinadas y controladas por los
estudios estadísticos sobre la opinión del pueblo, apenas pueden di­
simular el consenso universal que se halla a su base y que en lo
esencial se dirige a continuar manteniendo en el mismo estadio
anterior todas las cosas. He aquí una evolución claramente peli­
grosa. La falta y el movimiento retardado de evolución en la socie­
dad augura siempre algo malo para el futuro. Si existe algún argu­
mento válido para demostrar que la democracia anti-liberal es una
forma transitoria, lo es éste de la sospechosa calma de su vida
política. Cambio y conflicto son rasgos universales y fundamentales
de la vida social, y dondequiera que son reprimidos por la actividad
de instituciones o de ciertos tipos característicos, tenemos buenas
razones para sospechar y temer que en un período de tiempo más
o menos largo resurgirán con formas nuevas e inesperadamente ra­
dicales.
Mientras no se puede negar una clara tendencia al estanca­
miento en las discusiones políticas de una sociedad dirigida por
otros parece aconsejable ser prudente con las consecuencias saca­
das de dicha tendencia. En particular merece estudiarse más con­
cretamente una conclusión que Riesman comparte con otros des­
tacados sociólogos. Lo llamaría el error del Estado que marcha por
sí solo. La versión riesmaniana de este error es suave comparada
con otras Mas se encuentran en ella muchos de los presupuestos
admitidos ampliamente por la teoría y el análisis sociológicos actua­
les. “Muchas personas no ven”, afirma Riesman, “que desde luego
puede ser necesaria una dirección para poner en movimiento o de­
tener las cosas, pero que es muy poco necesaria una dirección
cuando ya las cosas marchan... y que en realidad pueden haberse
vuelto las cosas terriblemente impenetrables y continuar marchan-23

22 Para una versión mucho más caracterizada de este error, cfr. K. R en-
ner : W endlungen d er m o d em en G esellschaft. (Viena, 1953.)
23 D. R iesman : Op. cit., pág. 252.
C O N FO R M IS M O Y A U TO N O M ÍA 303

do, a pesar de todo” 23. Caso típico según Riesman, el Estado en


una sociedad dirigida por otros no precisa apenas de una dirección.
De ahí que Riesman no vea nada sorprendente en el hecho de que
el reparto del poder se haya hecho amorfo y de que ninguna clase
dominante identificable haya sucedido a los jefes industriales des­
de que éstos tuvieron que abandonar su posición privilegiada hace
uno o dos decenios. El equilibrio de grupos de intereses en compe­
tencia ha sustituido al dominio coercitivo de una clase dominante.
En una sociedad de individuos dirigidos por otros, nadie tiene el
poder y nadie tampoco lo usurpará. Ha vuelto a cerrarse el círculo
vicioso.
Estoy de acuerdo con Riesman que en las discusiones acerca
del dominio “hay muchas cosas que los hombres no ven”. Así, por
ejemplo, hay hombres que no se dan cuenta de que en muchos paí­
ses no existe ya en realidad una clase capitalista dominante, que
merezca tal calificativo. Otros no ven que los cuadros de dirigen­
tes de los partidos estatales en los países totalitarios forman una
clase dominante tan caracterizada como cualquier otro grupo com­
parable de la historia. Pero quizá no se haya dado cuenta tam­
poco Riesman de un hecho importante. En el caso de las sociedades
industriales desarrolladas somos testigos en la actualidad, prescin­
diendo por completo del carácter social de sus ciudadanos, de una
evolución que podría describirse tal vez como una amplia división
del trabajo en el campo del poder. Lo mismo que la división del tra­
bajo en la producción industrial, ha llevado esta evolución a la
creación de 'numerosas formas especializadas, que ya tienen muy
poco en común con el tronco primero que las sustenta. ¿Quién
construye el coche en una fábrica de automóviles? ¿El director de
la fábrica? ¿El mecánico? ¿El capataz? ¿La secretaría? A cada una
de estas preguntas en particular se ha de contestar con una nega­
tiva y por ello podría verse uno tentado a concluir que nadie en
realidad fabrica el coche. Sin embargo, se fabrica el vehículo y nos
encontramos perfectamente situados para identificar a las personas
que no tienen parte en su construcción. Con referencia al dominio
nos encontramos, tanto en el campo industrial como en el político,
con una situación muy análoga. Ningún individuo identificable en
particular ejerce “el dominio” y, sin embargo, el-poder, es decir, el
dominio es ejercido y estamos capacitados para designar con _toda
seguridad a las personas que no toman parte en su ejercicio. Mien­
tras se ha hecho difícil concretar la sede del poder en los Estados
Unidos o en Inglaterra, o en Alemania continúa existiendo un grupo
que utiliza, en un esfuerzo común, los instrumentos de dominio y
304 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

hay, por otra parte, una gran masa de ciudadanos que tienen desde
luego el derecho de votar, pero a quienen se prohíbe cualquier acceso
ulterior a participar en el proceso dividido del ejercicio de dicho
dominio. Pueden surgir opiniones divergentes si extendemos el con­
cepto de clase a grupos tales como la burocracia estatal o industrial,
pero puede haber pocas dudas sobre el hecho de que estos grupos
han ocupado el sitio de antiguas elites de dominio y poseen, en
conjunto, “el poder’’. Yo, al menos, no dudaría en calificarlas de clase
dominante aun cuando se trate de una clase dominante de caracte­
rísticas sociales muy particulares.
Si contemplamos las características de la burocracia como clase
dominante nos revela el Estado que marcha por sí mismo posibili­
dades evolutivas que ni son automáticas ni muy agradables. Hay que
reconocer en justicia que Riesman mismo había previsto esas posi­
bilidades, aun cuando su descubrimiento parece haberle sorprendido:
“Paradójicamente puede ser que mientras en los Estados Unidos han
sustituido los planos elevados de los grupos de veto a los dirigentes
de las clases se ha concentrado, sin embargo, más el poder en otro
sentido, a saber, con relación a la desaparición de las antiguas divi­
siones del poder, tanto desde un punto de vista constitucional como
también psicológico-social” 2‘. Riesman emplea aquí el término “para­
dójicamente” porque cree que, por una parte, nadie tiene ya el poder
y que, por otra parte, aquellos que lo poseen son más poderosos que
cualesquiera de sus antecesores en la historia. Esta exposición es cla­
ramente contradictoria y, sin embargo, acierta plenamente con la
situación social de las burocracias públicas y privadas. Las burocra­
cias se hallan en la situación curiosamente ambigua de ser soporte
y al mismo tiempo meros representantes potenciales del dominio.
A la vez que son la sede última y real del dominio en todas las orga­
nizaciones sociales, incluida la del Estado, no representan un pro­
grama político concreto. Los fines, por cuya causa ejercen las buro­
cracias su dominio, no tienen su origen dentro de sus jerarquías, ni
pueden tampoco tenerlo. Los burócratas pueden influir en las deci­
siones políticas o modificarlas u ofrecerles resistencia, pero no pue­
den tomar estas decisiones por sí mismos. En un Estado moderno no
hay nadie que esté en situación de gobernar sin la burocracia o con­
tra la misma. Pero al mismo tiempo no puede gobernar tampoco la
burocracia sin una “cabeza”, sin aquellos que dan las normas direc­
tivas, y según las cuales obran sus miembros. Las burocracias son,
como clase dominante, un fragmento perpetuo, un ejército de reserva

21 D. R ie s m a n : O p . c it ., p á g . 2 5 2 .
C O N FO R M IS M O Y AUTONO M ÍA 3 05

del poder o mejor dicho un ejército de mercenarios sin el príncipe,


a cuyo servicio se hallan. De ahí que la burocracia sea una constante
en cualquier consideración sobre el dominio en los Estados mo­
dernos.
La clase burocrática no podrá ejercer jamás el dominio por sí
sola. A la pregunta de Riesman: “¿quién posee el poder?” se ha de
#contestar con una suma de factores: la burocracia y el factor X. Y la
pregunta auténtica continúa: ¿Quién es X ? El factor X parece cons-<
tar, en las sociedades industriales desarrolladas, de tres personalida­
des principales. En primer lugar, el factor X, es decir, la cabeza que
prescribe a la burocracia sus normas de acción, puede consistir en
una combinación inconsistente y variable de representantes de grú-
pos de intereses. Podría pensarse aquí en un gobierno que se viera
dirigido en sus decisiones por “lobbies” y grupos de veto. Esta es pro­
bablemente la situación que recuerda Riesman cuando habla (equivo­
cadamente) del reparto amorfo del dominio en la política americana.
Aquí el dominio gubernamental es, en primer lugar, un problema de
personal. Las medidas tomadas por este personal no son un progra­
ma coherente a la manera de las ideologías de las clases dominantes
antiguas, sino una mezcla de intereses, como se representan por una
multitud de grupos de veto, “lobbies” y sectores de la opinión públi­
ca, ni siquiera siempre organizados. Las diferencias entre partidos se
reducen a diferencias en el personal de los “equipos” directivos, así
como a detalles secundarios en el orden jerárquico de los intereses
entremezclados en las decisiones políticas. Los grupos dominantes se
componen de una constante, la burocracia, y de una variable, el gru­
po directivo del partido mayoritario. Esta es, en lo esencial, la forma
que parecen adoptar las democracias liberales en los países occiden­
tales bajo las condiciones de un elevado desarrollo industrial.
Pero, en segundo lugar, hubo y hay países y situaciones en los
que el personal gubernamental o bien era demasiado débil o bien
cambiaba con demasiada frecuencia para poder introducir medidas
de una cierta coherencia mínima. En este caso quedan las burocra­
cias abandonadas a sí mismas y se ven obligadas a tomar decisiones
por sí mismas. La situación resultante queda ilustrada con los más
vivos colores por el escenario político francés de la IV República. Se
trata de una situación paradójica: por una parte, el rápido cambio
de los gobiernos despierta la apariencia de una evolución igualmente
rápida. Por otra parte, la creciente autonomía de la burocracia lleva
al estancamiento efectivo del “status quo” político y social, puesto
que, en cuanto tal, no puede producir nuevas ideas ni disposiciones.
Así, por debajo de una superficie de rápido movimiento, se retarda en
20
306 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

realidad la evolución. Los únicos intereses que son introducidos en


las acciones políticas se siguen del conservadurismo constitucional
de la burocracia. Incluso antes de la reaparición de De Gaulle era
fácil ver que un estado semejante de cosas resultaba sumamente
inestable. El Estado que produce la impresión de andar por sí mismo
va en realidad cuesta abajo y muy rápidamente. O para decirlo con
menos imágenes: semejante Estado aporta inmediatamente la de­
manda inexcusable de nuevos brazos, que se hagan cargo de los re- '
sortes transitoriamente abandonados del poder.
Este es el momento en el que aparece una tercera posibilidad de
gobierno en las sociedades modernas, una posibilidad, además, que
merece nuestra especial atención en este ensayo. Si el factor X de
nuestra exposición de los grupos dominantes se hace durante algún
tiempo igual a cero surgirá la exigencia estructural —podría argu­
mentarse— de una evolución, a saber,, un grupo de hombres o incluso
un hombre sólo que llene ese vacío. Las burocracias como tales no
pueden constituir jamás élites de poder autónomo. Es, desde luego,
posible que surjan de entre ellas individuos que se desprendan de los
atributos y expectativas de los roles burocráticos y se hagan dueños
del poder, es decir, tomen decisiones políticas y den normas direc­
tivas. Pero sea cual sea el origen de donde procedan tales individuos
en una situación determinada, las burocracias necesitan siempre de
algunos individuos o grupos concretos que las completen en cuanto
las dirigen. Si por faltar aquel grupo dominante impera el poder
impotente de la burocracia parece ser extraordinariamente agudo el
peligro de que el sistema político reinante haya perdido su legitimidad
y se vea arrinconado por un grupo de reformadores radicales. No ra­
ras Veces un grupo semejante es actualmente, en sus teorías o en la
práctica, totalitario. El Estado que marcha por sí mismo se encuen­
tra en una situación peligrosa: es la imagen estructural del carácter
social que sostiene una democracia sin libertad.
Con los conceptos de Riesman podría describirse la tercera alter­
nativa, aquí indicada, como la oportunidad del "indignado” en una
sociedad de “coleccionistas de informaciones e indiferentes de nuevo
cuño”. “Las promesas, llenas de odio, del indignado, son capaces de
suscitar el interés de muchos de aquellos cuya indiferencia política
no descansa en la seguridad de la dirección tradicional, sino en la
incompetencia y en la falta de compromiso” 85. En la sociedad diri­
gida por otros todos los hombres son iguales, y cuando se presenta
este caso no están tampoco demasiado lejos de este tipo los sinies-

* D. R ie s m a n : Op. c i t . (P ), pág. 2 3 5 .
C O N FO R M ISM O Y AUTONOMÍA 307

tros “Pocos” de George Orwell. El círculo vicioso de la dirección


por otros atrae al solitario rebelde y radical, que conoce todas las
respuestas y todos los problemas de la política, se aprovecha de la
indiferencia maleable de la mayoría y transforma pronto el Estado
que marcha por sí mismo en el Estado en el cual él decide. Desde
el punto de vista del carácter y de la estructura social parece ser
que la sociedad riesmaniana de hombres dirigidos por otros podrá
presentar poca resistencia a la amenaza de las formas de organiza­
ción y de conducta antiliberales.
Que la democracia se puede transformar en tiranía es una de las
tesis más antiguas del pensamiento político. Claro está que el hecho
de que tanto Platón como Aristóteles la siguiesen no garantiza la
exactitud de la misma. No tenemos razón alguna para creer que toda
democracia haya de desembocar necesariamente en tiranía. También
sería erróneo creer que este proceso, una vez iniciado, es irreversible.
Detalles metafísicos de este tipo son del todo ajenos a las intenciones
del presente análisis. Más bien me atrevería a afirmar que la estruc­
tura política, de la que Riesman había apuntado con excesivo cui­
dado que va bien al carácter del hombre dirigido por otros es una
estructura que corresponde efectivamente a las consecuencias políti­
cas de la vida dirigida por otros; pero que, al igual que esta vida
misma, no es tan inocua como Riesman parece creer. El Estado que
marcha por sí mismo, es decir, la paradoja de la dirección por otros
trasladada al terreno del gobierno es iin error o, en el mejor de los
casos, un engaño óptico. Como el dominio no desaparece por la divi-,
sión del trabajo existe también en una sociedad dominada por una
clase burocrática Er. realidad, su presencia resulta todavía más ate­
morizante por et necho de que no es ya tan visible como el poder de
un monarca absoluto medieval. En los modernos Estados burocráti­
cos no hay una protección inmanente efectiva contra la posibilidad
de que un grupo de reformadores radicales se haga cargo del poder y
transforme en totalitarismo explícito el totalitarismo callado de una
sociedad dirigida por otros. Esto no quiere decir, desde luego, que
no sea posible introducir garantías en la estructura gubernamental.
Pero es difícil ver quién podría hacerlo en una sociedad de individuos
dirigidos por otros. No solamente se amenazan en una democracia
sin libertad la dignidad y la libertad del individuo, sino también el
funcionamiento de las instituciones políticas democráticas. La resis­
tencia contra las limitaciones de la libertad es una virtud que falta,
tanto al carácter del hombre dirigido por otros como a la estructura
de su sociedad.
308 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

El análisis de la política del hombre dirigido por otros, que he


intentado presentar en este ensayo, se distingue en varios puntos
del propio análisis de Riesman. Supone, en parte, una interpretación
de la concepción de Riesman, en parte la completa, y en parte la
crítica. La dirección por otros supone en el campo de la política lo
que he denominado una democracia sin libertad. Me parece que esto
se puede demostrar mediante una rigurosa interpretación del libro
de Riesman, aun cuando en el presente ensayo, y con la misma finali­
dad, ha utilizado argumentos y material adicionales. Creo además
que una democracia sin libertad y, por tanto, una dirección por otros
representan en el fondo un estado de cosas muy poco grato. Riesman
no lo manifiesta, pero no puedo ocultar la impresión de que, a pesar
de diversas afirmaciones en contrario, comparte en el fondo esta
opinión. Esta es la razón por la que llamaría al presente ensayo un
complemento del análisis de Riesman. Hay, sin embargo, un tercer
punto decisivo en que mantengo una opinión totalmente distinta a la
de Riesman. Si mi interpretación de su obra es correcta, opina Ries­
man que el sociólogo que ocupa una posición valorativa frente a los
resultados de su investigación debería renunciar con todo cuidado
a manifestarla. Está preocupado de que posiblemente “el juicio del
lector pudiera verse influido por el concepto 'auto-dirigido', que sue­
na como un tipo más autónomo, y por ello mejor que el de “dirigido
por otros”, y quisiera ver interpretado su análisis “como una cons­
trucción-tipo de los modos de actuar determinadas formas de confor­
midad en el carácter de clase media” *. Opino que esta extrañeza
recaída de los autores en un galimatías de términos sociológicos no
es algo casual. Absteniéndose de todo juicio de valor sigue Riesman
a sus compañeros de profesión en su pecado cardinal. Lo hace unido
a las más funestas consecuencias. Intenta ser un sociólogo, es decir,
un hombre que analiza la realidad sin alabarla ni censurarla. Pero ha­
ciéndolo ha convertido a su obra —quizá en contra de su voluntad—
en un instrumento propicio para la creación de aquel estado de cosas,
que es probablemente el menos apetecido por él mismo.
Si el hombre dirigido por otros se encuentra hoy en muchos paí­
ses en disposición de imponer su democracia sin libertad, es ello

“ D. R ie s m a n : Op. c it., pág. V I.


C O N FO R M IS M O Y AUTONOM ÍA 309

debido, entre otros, al resultado de una sociología a-valorista. Ya he


indicado antes que la democracia antilateral del hombre dirigido
por otros se parece sospechosamente, en más de un aspecto, a una
encarnación de la teoría sociológica. El individuo dirigido por otros
es el hermano gemelo del “Homo sociologicus”, aquella extraña cons­
trucción de la persona humana creada por la teoría sociológica actual.
Se ha convertido en un ser de roles sociales, en una persona enaje­
nada y sin alma, cuyos hechos e ideas se traducen en consecuencias
calculables y previsibles de las normas e instituciones sociales. El
individuo dirigido por otros es la sociología hecha realidad, ¡y qué
características más terribles posee! En la teoría sociológica el indi­
viduo humano ha sufrido una muerte teórica; se ha disuelto un ser
dotado de actitudes, emociones, intereses e intenciones privadas y
personales, siendo asumido en categorías ajenas y abstractas. En el
carácter dirigido por otros se sustantiviza esa muerte teórica y pasa
a ser una muerte práctica. El mundo ajeno del hombre dirigido por
otros es un mundo de iguales, sin amigos, sin medios de comunica­
ción, sin fuentes de educación e información, sin asociaciones, sin
formas de expresión de talentos e intereses, sin estructuras políticas,
sin medios para regular los conflictos inevitables de la situación
humana en interés de la libertad. Lo peor de este instrumental de
radar no es que haga depender las acciones de obstáculos y directri­
ces externas, sino que represente un producto artificial hecho rea­
lidad. Lo peor del carácter dirigido por otros no es sólo que ha
internalizado su disposición a escuchar y a dejarse dirigir, sino que
se ha transformado en una enajenación institucionalizada del indi­
viduo humano.
La sociología se encuentra ante un dilema. Para ser reconocida
como ciencia ha de seguir los postulados de Max Weber y tratar de
hacerse "objetiva”, distanciada y “a-valorista”. Y si lo consigue es
sumamente probable que se transforme en un instrumento de mani­
pulación y enajenación del hombre. Podría trazarse el dilema de la
sociología diciendo que todo aquel que no está en contra de la reali­
dad se halla a favor de la misma: si el sociólogo renuncia a adoptar
una posición crítica frente a los procesos que describe, apoya esas
tendencias, al menos implícitamente. Esto no significa, naturalmente,
que el sociólogo haya de intentar adornar sus análisis con vacuas
declaraciones de asentimiento o repudio. Decir simplemente “ésta es
la realidad, y yo la odio” es tan superfluo como ridículo. Mas sí que
quiere decir que si el sociólogo no añade a sus investigadores sobre
lo real otras, tan escrupulosas como aquéllas, sobre lo deseable, pue­
de encontrarse un día en medio de aquella sociedad que él mismo
310 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

ha predicho, pero jamás en aquella otra en que desearía vivir. No es


fácil protegerse contra “la profecía que se auto-realiza” de la sociolo­
gía, pero debemos intentarlo. Yo, al mends, no puedo aceptar la
tranquila objetividad con que Riesman analiza una tendencia que,
como he tratado de demostrar, lleva con cierta necesidad a un estado
de cosas en el que son pervertidas y destruidas la dignidad y la liber­
tad del individuo humano por el silente totalitarismo de la sociedad.
Uno de los capítulos más intrincados y misteriosos de “La masa
solitaria” es aquel en que Riesman se ocupa de la autonomía. Evi­
dentemente intenta presentar aquí lo que tiene por una actitud ape­
tecible del hombre frente a la sociedad. Este análisis queda sorpren­
dentemente muy alejado del resto de su obra. Por una parte, y como
valor que pueda ser realizado, no veo las notables diferencias entre
autonomía y auto-dirección. Sé bien que Riesman intenta una y otra
vez explicar estas diferencias, pero lo que dice no me ha convencido
y me atrevo a afirmar que no sería demasiado difícil señalar los pun­
tos débiles de su argumentación. Por otra parte, y en cuanto tipo
ideal, revela el pensamiento de autonomía de Riesman huellas de un
utopismo aristocrático. ¿Son los autónomos alguna vez algo más que
“un resto salvador” de hombres que tienen conocimiento, una elite
de pensamiento y de formación (incluidos, naturalmente, los soció­
logos)? Riesman es de aquellos que deducen sus categorías analíticas
de la historia, pero cuyos valores proceden de otras fuentes lejanas
y totalmente diferentes. La historia produjo los caracteres de la di­
rección por tradición, la auto-dirección y la dirección por otros, pero
la autonomía es una idea en cierto sentido demasiado limpia para
la sucia realidad histórica. Dudo que esta clase de idea o de valor
esté en disposición de caracterizar con su sello a la realidad. Más
bien creo que el sociólogo haría mejor en confiar en la historia, aun
en el caso de manifestar sus propias decisiones y juicios prácticos
de valor. En cualquier caso, no comprendo, por mucho que Riesman
trate de denigrar su carácter, por qué, el hombre auto-dirigido no ha
de resultar igualmente un ser muy agradable.
En resumen, no coincido en absoluto con la valoración riesmania-
na del carácter dirigido por otros. Creo que trató con excesiva sua­
vidad al individuo dirigido por otros, y que fue esa misma suavidad
la que le indujo a interrumpir su análisis demasiado prematuramente.
Si no hubiera tratado tan desesperadamente de ser objetivo habría
visto posiblemente con más claridad las consecuencias políticas y
sociales del hombre dirigido por otros y descubierto que apenas es
más agradable vivir en una democracia dirigida sin libertad que en un
Estado verdaderamente totalitario.
C O N FO R M IS M O Y AUTONO M ÍA 311

Pero mientras Riesman es demasiado suave con el individuo diri­


gido por otros, es por otra parte demasiado áspero con sus paisanos
y con la sociedad norteamericana. Es cierto que la dirección por
otros, con todas sus consecuencias, es una tendencia observable en
muchas sociedades industriales desarrolladas. También puede ser
cierto que esta tendencia aparezca actualmente con más claridad en
los Estados Unidos que en otras partes, pero aquí como en otros paí­
ses, ni es la única ni por ahora la tendencia dominante en el desen­
volvimiento social. Riesman señala en ocasiones rasgos contradicto­
rios de la sociedad americana. Quizá sea conveniente volver a resal­
tar algunas de estas tendencias contradictorias al término de un
ensayo que arroja su luz crítica no solamente sobre la dirección por
otros y el trato dispensado por Riesman a dicho carácter, sino tam­
bién sobre algunos elementos de la sociedad norteamericana actual.
Si por un extraño milagro volviera ahora Tocqueville a visitar los
Estados Unidos se vería seguramente sorprendido, hoy como hace
ciento veinte años, por aquella mezcla de igualdad y libertad, que tan­
to admiraba. El deseo de muchos americanos de tratar como iguales a
todos aquellos con quienes se encuentran, sigue todavía emparejado a
una especie dé orgullo, que se encuentra muy alejado de cualquier
sombra de apresto a someterse al dominio de un dictador en cualquier
sector de la vida. La igualdad en los Estados Unidos consiste con toda
certeza no en aquella disposición general a aceptar la cínica igualdad
de la esclavitud, sino que es, como lo era en tiempos de Tocqueville,
expresión de un deseo general de ser “poderosos y honrados por los
demás”. Aun cuando la convicción de que un buen día podría des­
pertarse uno como millonario se ve hoy limitada por el conocimiento
de determinados modelos inevitables de la estructura social y de las
leyes estadísticas de probabilidad ha sobrevivido, sin embargo, conro
ideología e incluso como valor institucionalizado, los restos de la
depresión económica y del New Deai. Igualmente, el visitante de los
Estados Unidos se verá sorprendido, hoy igual que hace tiempo, por
la gran importancia que posee para el carácter social norteameri­
cano lo que frecuentemente se llamó la ética protestante. Reciente­
mente, toda una serie de autores han lamentado la muerte de esta
ética. Mas, visto de lejos, estas quejas son demasiado prematuras.
Aun comparándolo con las sociedades europeas, la importancia con­
cedida al trabajo, a la profesión y al éxito personal en los Estados
Unidos sigue llamando la atención. Y todos estos elementos, que tie­
nen su razón de ser en la conciencia muy personal y privada del pro­
testantismo ético, son síntomas de auto-dirección, que se avienen
muy mal con las pretensiones de una democracia sin libertad.
312 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

No hay ningún otro sector en el que la resistencia contra la direc­


ción por otros sea en los Estados Unidos más pronunciada que en el
de la política. El sistema americano y las formas reales de la vida
política en los Estados Unidos se basan hoy en día, lo mismo que
hace un siglo, en la admisión, e incluso en la satisfacción por el con­
flicto. A pesar de los numerosos signos de institucionalización, el
representante electo, el senador, el gobernador y el presidente que
quieren conservar su puesto han de luchar en un sentido muy con­
creto, tanto por su nombramiento como por su elección. Dentro de
las mismas instituciones políticas no tienen los individuos temor
a presentar problemas y dirimir contiendas, tanto de tipo personal
como ideológico. No hay apenas el menor indicio de la desaparición
de tales instituciones y modos de conducta políticos y todos los que
analizan el escenario americano deberían procurar no olvidar estos
hechos, algo toscos, si se quiere, pero importantes a pesar de todo.
Finalmente se olvida con frecuencia que los críticos, tales como
los autores de “Seductores secretos”, "El hombre Organización” y
“La masa solitaria” son, en resumidas cuentas, americanos. Aunque
sus libros no están escritos de primera intención para el gran público
se han convertido casi en “bestsellers”. Nadie se halla tan dispuesto
a lamentar las tendencias descritas por ellos como sus mismos lec­
tores, es decir, aquellos contra los que se dirige en realidad la crí­
tica. El sociólogo experto en literatura debería decidir si esta acogida
es una prueba más en favor de las tesis contenidas en los análisis
indicados o una refutación de las mismas. Pero, en cualquier caso,
parece estar claro que, mientras sea posible una acogida tan favora­
ble por el público, hay poco fundamento para afirmar que la socie­
dad norteamericana es ya una democracia sin afirmar, a merced de
los seductores secretos de la industria propagandista, dirigida por
Hombres-Organización, para los que la ética protestante no pasa de
ser un mito lejano, consistiendo sólo de caracteres dirigidos, sin nin­
gún compás interno en la vida.
Creo que existe una diferencia entre la América de Tocqueville
y la de Riesman, pero esta diferencia ni es tan radical ni tan palpa­
ble como parecen creer Riesman y sus colaboradores. Es sólo una
ligera tonalidad de color la que separa el mundo americano de 1950
del de 1830, y este matiz (según nos parece) se refiere a los comen­
tarios de Tocqueville acerca de las implicaciones políticas de la
estructura social. En el año 1830 estaba resuelto el problema sobre
cuál de las alternativas de acción política propugnadas por Tocque­
ville escogería la sociedad americana, y había escogido ya en reali­
dad. Actualmente, esta cuestión ya no está tan clara. Siguen siendo
C O N FO R M ISM O V AUTONOM ÍA 313

numerosas las señales que indican que la democracia liberal es la


forma que mejor se acomoda a la estructura de la sociedad ameri­
cana y al carácter social de los americanos. Pero hay también ten­
dencias contrarias. En el horizonte de la sociedad norteamericana
surge la posibilidad de que la igualdad, en lugar de continuar siendo
el fundamento sobre el que se desarrollan las diferencias humanas, se
transforme en el enemigo de la libertad como estilo de vida. Las de­
mocracias liberal y anti-liberal luchan por la supremacía. Mas para
que la primera continúe siendo victoriosa será preciso detener aque­
llas tendencias que Riesman ha descrito con tanta intensidad y cu­
yas desagradables consecuencias he tratado de desarrollar en este
ensayo. Pues no hay diferencias de opinión entre Tocqueville y
Riesman o entre Riesman y yo, cuando escribe este último: “La idea
de que los hombres han sido creados libres e iguales es al mismo
tiempo verdadera y desorientadora: los hombres han sido creados
diferentes; pierden su libertad social y su autonomía individual cuan­
do tratan de ser iguales unos a otros”

87 D. R ie s m a n : Op. c it., pág. 373.


EL FUTURO DE LA LIBERTAD
REFLEXIONES SOBRE LA LIBERTAD
Y LA IGUALDAD *

Q u erer re so lv e r to d o s lo s p ro b lem a s y co n testa r a to d a s las


p reg u n tas con stitu iría u n a ja cta n cia tan d es v erg o n z a d a y un
a p re cio tan d e s m e d id o d e sí m ism o q u e p e r d e r ía u n o p o r ello,
m m e d ia tm e n te , to d a la co n fia n z a d e los d em á s.
Manuel K ant.

En un lugar de su estudio "Fe racional y religión en la sociedad


moderna” se ocupa Heimann del viejo problema de la compatibilidad
de libertad e igualdad en el Estado. “En las instituciones democrá­
ticas”— afirma—“todo depende de la conciliación de libertad e igual­
dad”. Heimann contrasta su postura con “el desarrollo racionalista”
que, en su opinión, “ha separado violentamente la una de la otra, y
las ha colocado en los polos opuestos de su trágica y grave dialéc­
tica”. Mientras que para él son “la libertad y la igualdad... las dos
mitades de la democracia”, ve el fracaso de ambos extremos de “la
autonomía racional” —a saber, del liberalismo o individualismo y
del marxismo o comunismo— en el hecho de que "destruyeron la
igualdad al desarrollar la libertad y perdieron la libertad al conse­
guir por la fuerza la igualdad”. Por consiguiente, ambas democra-

* Redactado en 1958. El ensayo, impreso aquí por vez primera en toda


su extensión, fue publicado antes en versión abreviada en el H am burger Jahr-
buch für W irtschafts- und C esellsch aftsp olitik, año 4.® (1959), aparecido como
“Edición homenaje a Eduard Heimann”.
318 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

cías, “la liberal y la total”, han fallado en aquella “visión democrá­


tica” que Heimann intenta deducir del “recuerdo pre-racional de la
humanidad, a saber, de su herencia religiosa” y en el que se hallan
armonizados los supuestos extremos contrarios de la libertad y la
igualdad \ La alternativa de una libertad liberal sin igualdad y de
una igualdad total sin libertad sirve de fondo a Heimann para desta­
car su propia concepción, enraizada en el pensamiento cristiano, de
una sociedad simultáneamente liberal y social
Entre los dos “extremos” del liberalismo y del marxismo, apos­
trofados por Heimann, se sitúa desde luego un considerable “cuerpo
central” de teorías políticas, que intenta la conciliación de libertad
e igualdad en el marco de una concepción que podría describirse
muy bien como “autonomía racional” (sin ser, desde luego, clara­
mente “liberalista” ni “marxista”). Harold Laski, por ejemplo —so­
cialista, pero no marxista; liberal, pero no liberalista— opina que la
igualdad "bien entendida” es plenamente conciliable con la libertad
del hombre en la sociedad y que es, incluso, su condición previa ne­
cesaria. En su “Grammar of Politics” desarrolla Laski un notable
argumento, con toda la severidad lógica y la problemática de las
ecuaciones psilogísticas: la libertal —dice— es la ausencia de la coac­
ción (“Liberty means absence of restraint”); la igualdad, la falta de
prerrogativas especiales (“Equality... means first of all the absense
of special privilege”) 2. Pero como los “privilegios especiales” supo­
nen una “coacción” para aquellos que no consiguen disfrutarlos, re­
sultan incompatibles la desigualdad y la libertad, es decir, la igual­
dad (cosa que Laski no dice expresamente, pero que se sigue de su
argumentación) es una parte de la libertad. La libertad y la igualdad
han quedado “conciliadas” en una concepción racional de la buena
sociedad.
Es interesante saber que Laski intenta igualmente destacar su teo­
ría frente a la postura de otros pensadores más antiguos, que en
su opinión tenían por incompatibles la libertad y la igualdad: “Para
defensores tan ardientes de la libertad como Tocqueville y lord
Acton, la libertad y la igualdad eran conceptos antitéticos”. Laski
lamenta este error de Tocqueville y lord Acton y lo rechaza, como*1

1 C f r . E . H e i m a n n : V em unftglaube und R eligión in d er m odernen G esel-


Ischaft (Tubinga, 1955), págs. 214-217 (“Freiheit und Gleichheit”). Todas las
citas de este capítulo en las págs. 214 y ss. Para el concepto de la “demo­
cracia total”, cfr. op. cit., págs. 125 y ss.; cfr. también J. L. T a l m o n : The
Origins o f Totalitarian D em ocracy. (Londres, 1952.)
1 Cfr. H. J. L a s k i : A. G ram m ar o f P olitics, 6.a ed. (Londres, 1934), pá­
ginas 147-172 ("Liberty and Equality”). Las dos citas en págs. 147 y 153.
EL F U T U R O D E LA L IB E R T A D 319

provocado por “un malentendido de lo que significa igualdad” 34. Mas


al menos uno de los testigos principales, que Laski supone entre sus
adversarios, no debe ser encuadrado allí sin restricciones. Tocque­
ville subraya, desde luego, la posibilidad de una tensión entre liber­
tad e igualdad, pero al mismo tiempo también la posibilidad de su
conciliación: “Hay en realidad una pasión varonil y justificada por
la igualdad; todos quieren ser iguales en fortaleza y estima por los
demás. Esta pasión tiende a elevar a los ínfimos al rango de los su­
periores; pero también nos encontramos en el corazón humano con
un impulso igualatorio malsano que hace que los débiles arrastren
hacia abajo a los fuertes y que los hombres prefieran la igualdad en
la esclavitud a la desigualdad en la libertad” \ No hay, por tanto,
para Tocqueville (a diferencia de Laski y Heimann) una relación ne­
cesaria entre libertad e igualdad; si habrá conciliación o no depende
de un tercero, que Tocqueville busca con alguna vaguedad en las
“circunstancias históricas”, en el “origen” y “sobre todo en las cos­
tumbres” de un pueblo. Pero Tocqueville argumenta con gran' insis­
tencia sobre la posibilidad'de conciliación entre la libertad y la igual­
dad, presentando el ejemplo de la sociedad americana de su época.
Podría continuarse aquí el juego de una reducción histórica de la'
idea de armonía entre libertad e igualdad: también la exposición de
Tocqueville sobre los Estados Unidos “democráticos” (igualitarios)
y , sin embargo, libres, contenía una tesis polémica. Se dirigía contra
la Francia de la Revolución francesa, es decir, de nuevo contra un
adversario que, al menos en sus proclamaciones, había afirmado que
la libertad y la igualdad, “liberté” y “égalité”, eran valores desde
luego conciliables e incluso hechos el uno para el otro. Una reduc­
ción así continuada no nos llevaría, desde luego, a una "reducio ad
absurdum”, pero sí a una “reductio ad Aristotelem”; pues en Aristó­
teles nos encontramos, por vez primera, con el planteamiento de las
relaciones entre libertad e igualdad no solamente como problema,
«sino sin duda alguna también como posiciones antagónicas. Pero no
me interesa aquí la historia del problema. Las concepciones citadas y
la problemática de su evolución polémica deberían encaminarnos ha­
cia una pregunta previa: ¿cómo puede determinarse la relación de
libertad e igualdad? Hay fórmulas (“Libertad e igualdad pueden con-
ciliarse”), en las que coincidirían Heimann y Laski, Tocqueville y los
revolucionarios de 1789; y, sin embargo, todos estos hombres repre-

3 Op. cit., pág. 152.


4 Citado según A. de T o c q u e v il l e : U ber d ié D em okratie in A m erika.
Sobre la democracia en América (Frankfurt-Hamburg, 1956), págs. 39 y ss.
320 SO C IE D A D Y L IB E R T A D

sentan diversas concepciones sobre la buena sociedad. Si queremos


hacer algo más que censurarles arbitrariamente, constatando simple­
mente que el uno tiene razón y el otro no la tiene, habremos de re­
flexionar, en primer lugar, sobre otras cuestiones menos excitantes,
pero, en cambio, más fructíferas: ¿cómo puede mostrarse la varie­
dad de las teorías citadas en esas mismas fórmulas comunes? ¿Cómo
hay que entender estas formulaciones comunes? ¿Cómo se puede
decidir, en resumen, si la libertad y la igualdad, con respecto al or­
den social, son valores conciliables o inconciliables?
Las expresiones “libertad e igualdad son conciliables” o “libertad
e igualdad son inconciliables”, consideradas puramente como tales,
poseen un contorno notablemente borroso. Tienen cierto parecido
con expresiones de la especie matemática “X X Z = Z, siendo Z
número par”, o bien “Z X Y = Z, siendo Z número impar”. Eviden­
temente, no podemos descubrir en la ecuación misma, con la deter­
minante de Z como número par o impar, si es verdadera o no. Si
X o Y, o ambos, son números pares será verdadera la primera
ecuación; X o Y, o ambas, son números impares será correcta la
segunda ecuación; mas para nosotros, tanto X como Y son incóg­
nitas. Sólo podemos decir que ambas ecuaciones pueden ser ciertas.
Esto, aplicado a la cuestión de la conciliación de libertad e igualdad,
no es otra cosa que la frase común: “Todo depende de lo que se
entienda por libertad e igualdad”. Mas dicho tópico es tan exacto
como importante. Debo entenderlo como una advertencia para pro­
ceder en las reflexiones sobre nuestro problema de un modo “inge­
nuo”, es decir, prescindiendo por ahora de contenidos, que se supo­
nen conocidos, de tales conceptos y siguiendo al mismo tiempo una
línea de exactitud, es decir, sin trascender en lo posible el marco de
reflexiones e hipótesis comprobables.
Es cierto que podría procederse también de otra manera. Pues
hemos llevado a tales extremos el nominalismo de los conceptos, que
estamos inclinados a conceder a cada autor sus propias “definicio­
nes”, enajenando de tal manera los conceptos de sus objetos que
cualquier afirmación nos resulta válida (pero igualmente indiferente),
con tal que concuerde con los conceptos estandardizados de su au­
tor. Así sería sin duda alguna inexacto afirmar que los autores cita­
dos presentan su concepción sobre la conciliación de libertad e igual­
dad “puramente como tal”. Para Heimann y Laski, Tocqueville y los
padres de la Revolución francesa, los términos de libertad e igualdad
no son “unos desconocidos”. Ya he citado las definiciones de Laski.
Heimann ve en la libertad e igualdad, sobre todo, la libertad e igual­
dad de los hombres como “hijos de Dios”; ha analizado en varias
EL F U T U R O D E LA L IB E R T A D 321

obras los efectos de esta concepción sobre el orden social y econó­


mico. Para Tocqueville, la igualdad supone aquella “égalité des con-
ditions”, que se ha hecho famosa por él y, sobre la que aún habre­
mos de hablar; y la libertad se destaca para él en oposición a la
esclavitud, es decir, al sometimiento por otros. Así se podría men­
cionar cada una de las teorías de referencia a partir de su núcleo in­
terno, bajo el aspecto de su consistencia y proceso lógicos. Pero
tengo la intención de romper aquí el círculo, injustamente alabado,
de la “crítica inmanente” y de preguntar no por la coftciliabilidad de
la libertad y la igualdad “según Heimann”, “según Laski” o “según
Tocqueville”, sino por su conciliabilidad en sí mismo.
¿Tiene sentido ese propósito? ¿No presupone un realismo concep­
tual conforme al cual son libertad e igualdad magnitudes inmutables
que pueden reconocerse como tales? Creo que no. Hay por lo menos
un método para evitar cualquier metafísica prohibida en los concep­
tos y protegerse, sin embargo, del relativismo de las definiciones
arbitrarias. Volviendo otra vez a la metáfora de las ecuaciones con
varias incógnitas: si no conocemos los términos X e Y y queremos,
sin embargo, decir algo sobre la exactitud de las ecuaciones, nos que­
da el camino de tomar para ambos todos los valores posibles y com­
probar luego en qué combinaciones resulta Z un número par o im­
par. Podemos sustituir X por X], X. ..... X y correspondientemente
Y por Y„ Y, ..... Y, para averiguar luego cuáles de estas posibles
combinaciones llevan a uno u otro de los dos resultados apetecidos
(que sea Z número par o impar). En las reflexiones siguientes inten­
taré aplicar este procedimiento al problema de la conciliabilidad de
libertad e igualdad. Habrá que preguntarse, pues, cuál de los signi­
ficados posibles de libertad armoniza, o no armoniza, con cuál de
los posibles significados de igualdad. Como es éste, evidentemente,
un propósito sumamente inmodesto —pues, ¿quién podría ufanarse
de conocer todos los posibles significados de libertad e igualdad?—
intentaré, para decirlo con más exactitud, contrastar algunos signifi­
cados importantes de ambos conceptos, con el fin de tener un co­
mienzo para una comprensión más segura del problema.

II

Que la libertad supone siempre la ausencia de limitaciones y de


coacción parece deducirse ya de la historia misma de la palabra.
Como nos enseña el diccionario etnológico, la palabra “Freiheit”
21
322 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

(“libertad”) procede del término gótico “freihals” o del vocablo ale­


mán medieval “frihals” : pues mientras los esclavos debían llevar una
anilla alrededor del cuello, tenían sus señores un “cuello libre” (“frein
Hals”); eran, por lo mismo, “libres” (“freie”). En el transcurso de la
historia se habrá convertido, tal vez, la anilla en el cuello del esclavo
de un instrumento en un símbolo de coacción; en cualquier caso
representa una limitación, a la que no están sometidos aquellos que
disfrutan de libertad de cuello, es decir, de libertad. Libertad es, por
consiguiente, al menos en una de sus acepciones, una ausencia de
limitaciones en la conducta humana, una libertad de coacción de
cualquier especie.
Ahora bien, el ejemplo del esclavo que lleva una anilla al cuello
puede ser simbólico para esta acepción de libertad, pero precisa­
mente por su impresión sensorial es también desorientador. Ya el
mero problema de saber qué limitaciones y coacciones deben faltar
para que un hombre sea libre demuestra las dificultades de este tér­
mino. Es, desde luego, evidente que la dependencia servil de un hom­
bre respecto de otro crea falta de libertad; pero ¿qué sucede con la
dependencia del hombre respecto del alimento y del vestido, de la
habitación y de la seguridad física? La arbitrariedad de una policía
secreta estatal es fácil de señalar como testimonio de falta de liber­
tad; pero ¿se extiende esto también al poder de las fuerzas divinas
desconocidas, y quizá por lo mismo arbitrarias, que posiblemente
actúan en el hombre? ¿Es la ascesis, y sobre todo el “liberum arbi-
trium”, la libre voluntad, un elemento necesario de una libertad en­
tendida como ausencia de coacción? Desde un punto de vista filo­
sófico o teológico es indiscutiblemente importante decidir estas cues­
tiones; pero no lo es, si nos limitamos a la libertad del hombre en
la sociedad. Desde este punto de vista hay determinadas coacciones,
de las que nadie está libre y que pueden anotarse por consiguiente
como “datos” o constantes en nuestras reflexiones: así, la voluntad
posiblemente no libre, la naturaleza somática del hombre y sus con­
secuencias e incluso el hecho de que el hombre es un ser social y
está siempre y en todas partes expuesto, en cuanto tal, a determi­
nados controles y sancionamientos de instancias ajenas. Hay, por otra
parte, determinadas coacciones, que son obra humana y no valen
para todos los tiempos de la misma manera: esclavitud y servidum­
bre, dependencia económica y terror político, censura y prohibición
de asociación y otras medidas parecidas. De ahí que la libertad de
coacción y de limitaciones, desde el punto de vista de la sociedad,
sólo querrá decir libertad de aquellas coacciones y limitaciones que
EL FU TU RO DE LA L IB E R T A D 323

no procedan, con obligatoriedad universal, de la misma naturaleza


humana.
Se ve que tampoco esta concreción del problema es apenas sufi­
ciente. En distintas épocas y por distintos pensadores se ha enjui­
ciado de un modo muy diferente lo que es propio de la naturaleza
del hombre y lo que procede de normas sociales. Dsde el punto de
vista de la igualdad y desigualdad de la naturaleza humana habre­
mos de volver a tratar esta cuestión.
Ahora bien, se ha insistido por muchos autores, sobre todo en
tiempos recientes, en que no basta describir la libertad del hombre
como una “libertad de...”, es decir, con un valor “meramente nega­
tivo”; más bien debería entendérsela como una “libertad para...”, con
un valor “positivo”. Pero, en realidad, en la historia de la teoría
política apenas existe una definición “negativa” de la libertad que
no vaya acompañada de determinados rasgos “positivos”. Además,
estas representaciones “positivas” de la libertad se distinguen por
una considerable medida de coincidencia formalista. El “leitmotiv”
que vuelve a encontrarse en casi todos los pensadores es el de la
autorrealización del hombre en la sociedad, es decir, la libertad como
libertad para el desarrollo humano. La fórmula marxista de la “liber­
tad personal” com o un estado en el que “cada individuo dispone de
los medios para desarrollar sus cualidades [todas, R. D.] en todas
direcciones” 5 no sería discutida ni por Aristóteles ni por los pensa­
dores cristianos contemporáneos, ni por Tomás de Aquino, ni por
los neoliberales, ni por Kant, ni por Hegel. Al menos en un sentido
formal se encuentra en esta fórmula el socialista cristiano Heimann
(“Pues hemos aprendido que el hombre ha sido creado según la
imagen de su Creador, es decir, creador también, capaz de añadir
algo a la creación de Dios; la facultad de crear es la revelación supre­
ma de la libertad; el hombre es libre porque es creador” 6, y el socia­
lista racionalista Laski (“By liberty I mean the eager maintenance of
that atmosphere in which men have opportunity to be their best
selves”) 7. Ahora bien, esta coincidencia formal en el entendimiento
de la libertad no es sorprendente; pues la llamada formulación posi­
tiva de la libertad no es algo opuesto, sino algo complementario de su
formulación “negativa” como falta de coacción. ¿Qué otra cosa pue­
de significar la “ausencia de coacción” sino que el hombre se com-

5 K. M a r x y F. E n g e l s : D ie d eu tsch e Id eolog ie, MEGA 1/5 (Berlín,


1932), pág. 64. Lo destacado es mío.
6 Op. cit., pág. 215.
7 Op. Cit., pág. 142.
324 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

porta “apropiadamente”, es decir, conforme a su naturaleza interna,


realizándose asimismo en cuanto tal? La libertad de coacciones y li­
mitaciones, que proceden meramente de normas sociales, y la liber­
tad para la auto-realización humana son el anverso y el reverso de
una misma idea. Contraponerlas supone un malentendido.
La afirmación de que la mayoría de los pensadores políticos coin­
ciden en el concepto “positivo” de la libertad, puede sonar a exce­
siva simplificación, aun teniendo en cuenta los autores y las frases
citadas. Simplifica el problema, pero solamente en un sentido lícito.
Nuestra consideración formal hace ver que tras cada concepto de
libertad se alza una antropología, una teoría sobre la naturaleza hu­
mana. La “vida contemplativa” de Aristóteles, “el hilo de la razón”,
como “disposición natural” del hombre de Kant, la “objetivación”
de Marx, el “mejor Yo” de Laski y la “facultad creadora” de Hei-
mann no son sencillamente “lo mismo”. En qué consiste fundamen­
talmente la auto-realización del hombre se ha interpretado en distin­
tas épocas y por distintas personas de manera muy diferente. Mas
podemos prescindir del fondo antropológico de los distintos concep­
tos de libertad, si queremos considerarlo sólo en sus posibles rela­
ciones con la igualdad. Para semejante reflexión vasta con entender
la auto-realización del hombre, prescindiendo de su carácter parti­
cular, como ausencia de una coacción arbitraria.
Que la oposición de las características “negativas” y “positivas”
del concepto de libertad se basan en un malentendido sirve sólo
como un presupuesto restrictivo: sólo se aplica si se entiende la liber­
tad como mera posibilidad de auto-realización del hombre. La ausen­
cia de coacciones arbitrarias coloca al hombre en situación de des­
plegar sus cualidades naturales, pero nada dice si sabrá aprovechar
también la oportunidad que se le ofrece. Denominaremos a la idea
aquí analizada el concepto problemático de la libertad: la libertad
existe en una sociedad que exime al hombre de todas aquellas limi­
taciones que no proceden de su misma naturaleza; es, por tanto, una
oportunidad de la existencia humana nacida de condiciones compro­
bables. La mayor parte de los autores citados (y no citados) se in­
clina hacia este concepto de libertad; existe, sin embargo, junto a
éste un segundo concepto, que se distingue claramente del proble­
mático y al que llamaremos concepto asertivo de la libertad. Según
esta segunda versión la libertad sólo existe siempre y donquiera que
se aproveche esa oportunidad de la auto-realización, adquiriendo
forma en la conducta efectiva de los hombres.
La diferencia entre la libertad problemática y la asertiva resalta
muy especialmente en el problema del tiempo libre en la sociedad
EL F U T U R O D E LA L IB E R T A D 325

moderna. “El acortamiento de la jornada laboral” es, según Marx,


“la condición fundamental" para la creación “del auténtico reino de
la libertad” s. Indudablemente hay en el “trabajo” para la satisfacción
de las necesidades humanas una coacción que, desde luego, no puede
ser eliminada, pero sí restringida y que, por tanto, en cuanto es sus­
ceptible de ser restringida, representa una coacción arbitraria. Tiem­
po libre y libertad son conceptos emparentados. Ahora bien, para la
versión problemática de la libertad, ésta y tiempo libre significan lo
mismo; el tiempo libre crea “eo ipso, libertad, a saber, eliminación de
la coacción y oportunidades de auto-realización. En cambio, para
el concepto asertivo de la libertad el acortamiento de la jornada la­
boral supone sólo la posibilidad de libertad; la libertad misma exis­
tirá cuando se utilice el tiempo libre como actividad de auto-realiza­
ción. Aquí la libertad no significa una oportunidad, sino una manera
de la existencia humana, que solamente surge y se mantiene en cir­
cunstancias reales especiales de comportamiento. Así, pues, mientras
la libertad en sentido problemático existe siempre y dondequiera
que “se conserva un ambiente en el que los hombres tienen la opor-
tundad de ser su mejor Yo” (Laski), la libertad en sentido asertivo
sólo existe siempre y dondequiera que los hombres aprovechan esta
oportunidad. “El hombre es libre, porque es creador”, dice Heimann.
En sentido asertivo (y seguramente en conformidad con Heimann)
debería escribirse: el hombre es libre si es creador. De este concepto
asertivo se sigue, que de ningún hombre se puede decir, en cada mi­
nuto de su existencia, que es libre; y se sigue, sobre todo, que de
ninguna sociedad puede afirmarse que sea libre. Una “sociedad libre”
sólo existe según la versión problemática de libertad; en sentido aser­
tivo, la sociedad sólo puede crear, en el mejor de los casos, las con­
diciones de la libertad.
La distinción de los dos conceptos de libertad es algo más que
mero interés filosófico. En ella descansa toda la diferencia entre una
concepción de la política como medio de cambios institucionales y
otra, según la cual, el campo del orden social accesible a lo político
trasciende a las instituciones: si se acepta como base el concepto
problemático de la libertad se sigue que la única misión de la política
es la eliminación de toda especie de coacción que se ponga en el ca­
mino de la libertad; que una vez eliminada la coacción se aprovechará
la oportunidad de la auto-realización del hombre, se afirma como
algo lógico, o sea, automático, o bien se excluye como algo metapolí-
tico de los programas administrativos de los asuntos públicos. Desde8

8 K. M arx: Das Kapital, tomo III (Berlín, 1949), pág. 874.


3 26 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

este punto de vista la misión de la política sería aumentar el tiempo


libre; una vez conseguido esto cada individuo ha de ser abandonado
a su suerte. Si en cambio se toma como base el concepto asertivo de
la libertad la responsabilidad de la acción política alcanza también
al campo mismo de la percepción y utilización de las oportunidades
de auto-realización. El acortamiento de la jornada laboral se con­
vierte entonces en el tema necesario, pero no suficiente, de una polí­
tica liberal. Por tanto, en una distinción aparentemente tan sutil de
dos conceptos se esconde una alternativa valorativa de considerable
trascendencia.
No discutiremos aquí la pregunta justificada sobre si son posibles
otros conceptos de la libertad, además del problemático y del aser­
tivo. Decidir esta cuestión en un plano abstracto sería tarea difícil;
sin embargo, en un plano histórico, me parece que la inmensa ma­
yoría de los diversos conceptos de libertad pueden subsumirse bajo
estas dos categorías —que son, para repetirlo una vez más, forma­
les— . Para cada uno de estos conceptos habrá que preguntarse en los
párrafos siguientes si y hasta qué punto son conciliables con los
conceptos posibles de igualdad, limitándonos también en este caso
(con un sentido arbitrario de principio, pero no pragmático) a una
sección concreta de todas las ideas posibles de igualdad.

m
Siempre que se habla de igualdad pensamos, en primer término,
en la naturaleza humana, en su uniformidad y diversidad. No es se
guramente casualidad que Heimann insista, en el mismo párrafo en
que habla de la igualdad de los hombres como hijos de Dios, en que
“los hombres no son iguales por naturaleza”; ni tampoco que Laski
acote sus exigencias de igualdad con la cláusula de que las “native
endowments of men” no son “by no means equal”; ni que Marx, al
tratar de la igualdad, añada como algo lógico que “los hombres no
serían individuos distintos si no fueran desiguales” s. Tras el problema
de la conciliación de libertad e igualdad se esconde siempre la cues­
tión: ¿son los hombres, por naturaleza, iguales o desiguales? ¿Corres­
ponde por ello “la igualdad” —sea cual sea— a la naturaleza humana
o no? No podemos confiar en contestar aquí plenamente a esta pre-

9 C fr. E . H e i m a n n , op. c it., pág. 2 1 5 ; H . J . L a s k i , op. c it., pág. 1 5 4 ;


K . M a r x : C r ític a d el p rog ram a de G o th a (B erlín , 1946), pág. 82.
EL F U T U R O D E LA L IB E R T A D 327

gunta tan general como importante. Pero puede ser útil para el pro­
blema que nos ocupa el intentar sacar el tema de la igualdad de la
naturaleza humana del medio impreciso de su formulación usual
y referirlo a la tensión entre libertad e igualdad.
Al comienzo del segundo libro de su “Política” desarrolla Aris­
tóteles un argumento que puede ayudarnos, mutatis mutandis, en
nuestras reflexiones. Aristóteles se ha propuesto “estudiar cuál de
todas es la mejor sociedad política (civil) para que los hombres pue­
dan vivir, en cuanto sea posible, según su propia voluntad” —es
decir, puedan ser libres— y concluye a este fin: “Hemos de comen­
zar con aquello que es el comienzo natural de semejante examen.
O bien todos los ciudadanos poseen todas las cosas en común, o nada,
o bien algunas de ellas” 10. De una manera correlativa deberíamos
comenzar preguntando si todos los hombres son por naturaleza igua­
len en todo, o en nada, o en algunas cosas. Como esta cuestión atañe
a los fundamentos, tanto de la discusión antropológica como de la
iusnaturalista, nos contentaremos con examinar, igual que antes,
el problema de la conciliabilidad de libertad e igualdad bajo los pre­
supuestos de desigualdad total, igualdad total e igualdad parcial de
la naturaleza humana.
Supongamos, pues, en primer lugar, que todos los hombres son
completamente desiguales, por naturaleza, en todos los puntos. “La
naturaleza humana”, en singular, resultaría en ese caso una ficción
sin sentido; habría tantas naturalezas humanas como individuos. To­
das las coincidencias aparentes, que la experiencia nos impone, serían
accidentales e incluso serían limitaciones de aquella desigualdad esen­
cial en que consistiría la naturaleza humana. Aristóteles ha demos­
trado que no es posible una comunidad (y una sociedad) bajo el
presupuesto de la desigualdad total; alguna cosa han de poseer los
hombres en común por naturaleza, para reunirse, aunque sólo sea el
instinto de autoconservación hobbesiano, como razón del contrato
social. Se puede preguntar, al menos, si es posible la libertad en el
caso de desigualdad total; incluso podría uno verse tentado a descu­
brir en la desigualdad total, simultáneamente, la libertad total (en
su posibilidad), no cohibida por “dato” alguno; mas en cualquier
caso es seguro que no existe nuestro problema de conciliabilidad de
libertad e igualdad: si no hay igualdad no puede resultar un proble­
ma su relación con la libertad.

10 A r i s t ó t e l e s : P olitik und Staat d er A thener, traducido por O . G igon


(Zurich, 1955), pág. 82.
328 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

La tesis contraria, de una plena identidad en todos los" puntos de


la naturaleza humana, no se presenta con absoluta claridad ni siquie­
ra desde nuestro limitado punto de vista. Según nuestra metáfora
matemática, la Y = oo, y Z se convertirá por tanto en un valor en
el que se pueden colocar arbitrariamente las categorías “par o impar”,
es decir, no podrían ya aplicarse; por consiguiente, tampoco aquí
habría problema de conciliación. Plena igualdad de la naturaleza hu­
mana significaría que todo hombre tiene, por naturaleza, las mismas
facultades y necesidades, los mismos deseos y modos de comportarse,
el mismo carácter y horizonte de vida, idéntica categoría e idénticos
derechos; todas las discrepancias reales entre los seres humanos, que
nos impone la experiencia, serían accidentales, obra del hombre y
de la historia, pero no testimonio de características individuales
esenciales de la naturaleza humana.
Aristóteles argumenta —y, según me parece, con cierta ligereza— :
“El Estado no sólo consta de muchos hombres, sino también de ta­
les que, según su especie, son diferentes. Ningún Estado consta de
miembros totalmente iguales” 11. ¿Es que la desigualdad de los hom­
bres en. el Estado ha de ser una desigualdad “según su especie”?
¿No sería posible pensar (como Marx, Hegel y otros pensaron efec­
tivamente) que antes del Estado existió la comunidad de los iguales,
de la que sólo por desigualdades históricas surgió luego el Estado?
Así podría argumentarse por ahora que la exigencia de libertad con­
sistiría precisamente en la eliminación de las desigualdades, antina­
turales por principio, entre los hombres; que la libertad y la igualdad
de la naturaleza humana serían términos armónicos en cuanto que la
libertad fealizada daría por resultado la igualdad natural de los hom­
bres. Pero este argumento no resiste un análisis más detenido. Si la
libertad se agotara en la restauración de un estado (natural) de plena
igualdad, en todos los aspectos, entre los hombres, se auto-eliminaría
precisamente con su realización: pues donde los hombres viven en un
estado de igualdad “natural”, plena, toda conducta resulta o bien
un mero “dato”, es decir, un hecho sustraído al dominio de la liber­
tad, trascendiendo todo control humano, o bien es pura naturaleza,
es decir, auto-realización necesaria, sustraída a su captación por la
falta de libertad que, a sü vez, no es susceptible de ser examinada
por control humano alguno. El estado de igualdad universal natural
del hombre elevaría a la historia y, simultáneamente, con ella a la
libertad, y su relación con la igualdad, a un plano de distinguido abu­
rrimiento, a causa de la forzosa concatenación de los acontecimientos:

U O p. c it., pág. 83.


EL F U T U R O D E LA L IB E R T A D 329

ni siquiera en cuanto pensamiento permitiría el resultado de la auto-


realización humana.
De ahí que el problema de las relaciones entre libertad e igualdad
sólo puede surgir si suponemos que los hombres son, por naturaleza,
en parte iguales y en parte desiguales. El juego acorde o discorde de
libertad e igualdad, e incluso tales conceptos y valores mismos, se
tornan llenos de lógica sólo en aquel terreno intermedio en que la
terrible perfección de la igualdad constante se ve empujada hacia la
historia por el aguijón de la desigualdad, también de la naturaleza
humana, amenazando con ello a la libertad como elemento de auto-
realización. Nuestra pregunta, por tanto, debería formularse así: ¿En
qué aspectos son los hombres iguales y en qué otros desiguales?,
donde la manera de formular la cuestión quiere recordarnos de nuevo
la intención de limitarla al problema más estricto de la concordancia
de libertad e igualdad.
La reflexión sobre las tesis extremas de la desigualdad total y la
igualdad plena de la naturaleza humana lleva a una suposición, con
relación al reparto de elementos iguales y desiguales en el ser huma­
no, que vamos a explanar aquí con dogmática brevedad. Los hom­
bres son iguales por naturaleza (vamos a suponer) con respecto a
aquellos datos de su existencia que, como constantes, se hallan a
la base de toda vida social: son iguales en su naturaleza corporal,
que los ata al “imperio de la necesidad” y los obliga a trabajar para
obtener sus medios de vida; son iguales en sus instintos naturales,
que imponen ciertas trabas a su desarrollo racional; son, finalmente,
iguales en la posible dependencia de su voluntad de fuerzas trascen­
dentes. Son además los hombres iguales por naturaleza con respecto
a su categoría existencial y, en particular, también a su acceso a las
posibilidades de libertad, en cuanto faltan limitaciones arbitrarias
de auto-realización. A esta igualdad se refieren fórmulas del siguiente
tenor: todos los hombres son iguales “en cuanto hombres”, “en su
dignidad humana” o también “como hijos de Dios”. Mas los hom­
bres son desiguales con relación a su modo de existir, es decir, en
sus disposiciones y facultades, necesidades y medios de expresión,
así como en la manera e intensidad con que conforman los datos de
su existencia.
Es fácil de ver que esta raída formulación puede dar pie a gran
número de objeciones; pero podría ser defendida de ellas, según me
parece. Solamente en un aspecto trataremos de reforzar esta preten­
sión. Mientras que la igualdad de los datos de la existencia humana
y la desigualdad de su comportamiento pueden considerarse casi
como evidentes, se ha puesto siempre en duda, en el trascurso de la
330 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

historia, la igualdad de categoría de la naturaleza humana. Las dis­


tinciones entre razas superiores e inferiores (igualmente: “pueblos
no civilizados” y “pueblos civilizados”), entre clases naturalmente
aristocráticas y masas nacidas para servir, así como entre un sexo
“fuerte” y uno “débil”, ponen en duda la igualdad de categoría de
la existencia humana. Los tres supuestos órdenes jerárquicos natura­
les se hallan indicados por primera vez en Aristóteles: “Resulta, pues,
claro que por naturaleza hay hombres libres y esclavos, y que el ser­
vir es apropiado y justo para ellos... Igualmente, la relación de lo
masculino con lo femenino es tal por naturaleza que lo uno es mejor
y lo otro es de inferior calidad, y que lo uno gobierna y lo otro es
gobernado... Entre los bárbaros, desde luego, lo femenino y lo gober­
nado poseen la misma categoría. Esto es así porque no poseen, por
naturaleza, el elemento rector... Por eso dicen los poetas: ’Es justo
que los griegos gobiernen sobre los bárbaros’, porque, por natura­
leza, bárbaros y esclavos es lo mismo” ia. Si Aristóteles (y más toda­
vía sus sucesores, mucho menos humanitarios) tiene razón en sus
afirmaciones, desaparece, junto a nuestra distinción entre igualdad y
desigualdad en la naturaleza humana, también la posibilidad de la
libertad, al menos en el sentido tradicional. ¿Pero tiene razón Aris­
tóteles? Desigualdad de categoría de la naturaleza humana supone
para Aristóteles, principalmente, desigualdad entre reinar y servir.
En efecto, deduce sus tres tesis citadas de la universalidad del gobier­
no. El núcleo de su argumentación es: “El reinar y el servir forman
parte no sólo de las cosas necesarias, sino también de las convenien­
tes. Muchas cosas se distinguen en el momento mismo del naci­
miento, las unas para servir, las otras para reinar” 13. Por tanto, el
reinar y el servir son necesarios, pero ¿necesarios para qué? Evi­
dentemente, para que la sociedad funcione; porque quizá resultaría
inimaginable un orden sin gobierno. Reinar y servir son factores uni­
versales, pero también sociales. A esta percepción añade, pues, Aris­
tóteles la observación (porque de ello se trata), de que los hombres
se dividen “en el mismo momento de nacer” en dominadores y do­
minados. De nuevo hemos de preguntarnos: ¿cómo debemos entender
esta afirmación? Significa que o bien decide en una sociedad dada
el origen del hombre sobre sus oportunidades de gobierno (cosa que
seguramente era válida en el mundo histórico de Aristóteles), o bien
hay determinados talentos naturales, que están repartidos desigual­
mente y que en virtud 3e normas sociales se declaran como califica-

12
Op. cit., págs. 64, 56.
13
Op. cit., pág. 62.
EL F U T U R O D E LA L IB E R T A D 331

toñas de dominio (lo que tiene vigencia en cualquier sociedad, cam­


biando continuamente, no obstante, los talentos elevados a ideal de
gobierno). Pero en ningún caso significa la división de los hombres
en dominadores y dominados que la relación social del dominio se
reproduce en la naturaleza humana en el sentido de que algunos
solamente pueden reinar y otros sólo servir. El fallo en el argumento
aristotélico consiste en que admite como dato de la existencia hu­
mana una desigualdad entre los hombres fehacientemente arbitraria,
a saber, social o, dicho en otras palabras, en que de la desigualdad
universal de los roles sociales deduce erróneamente una desigualdad
de la naturaleza humana. Aristóteles confunde, pues, el rango social
del hombre con el existencial; error que habría de durar muchos
siglos y provocar hasta la fecha más de una grave consecuencia.
¿Y la libertad? ¿Es conciliable con la naturaleza humana, en la
que, como hemos admitido, se mezclan igualdad y desigualdad en
determinadas proporciones? Formulada en términos tan generales
puede contestarse afirmativamente a la pregunta. Hemos visto que
el término de libertad, si los hombres fueran, según su naturaleza,
totalmente iguales o desiguales, sería un concepto falto de sentido,
que no podría ser ya relacionado con la igualdad. La tensión entre
libertad e igualdad, el problema mismo de su conciliabilidad, sólo es
posible si admitimos que los hombres son iguales en algunos aspec­
tos y desiguales en otros.
Pero más allá de esta conciliabilidad genérica no es fácil resumir
en una simple fórmula la relación entre la igualdad de la naturaleza
humana y la posibilidad de la auto-realización. En cuanto se refiere,
en primer lugar, a la igualdad de rango de la existencia humana,
encierra la posibilidad de que el hombre, cada hombre, se realice
a sí mismo, libre de coacciones arbitrarias. Incluye también, consi­
guientemente, una pretensión del hombre, de cada hombre, a la so­
ciedad en que vive. Aquí tienen validez la unión de libertad e igual­
dad hecha por Heimann (y otros): si y porque cada hombre es igual
en su rango existencial (“por naturaleza”), posee cada uno la opor­
tunidad de la libertad. La igualdad de rango de la naturaleza humana
es la condición de la posibilidad de la libertad de todos, indepen­
dientemente de la categoría y estamento de su posición social.
La igualdad de los datos de la existencia humana se encuentra
por otra parte en una relación de tensión con (las oportunidades de
la) libertad. Es la duda de la libertad inherente al ser humano, lo mis­
mo que la desigualdad de sus modos de existencia le abre el reino
de la libertad. Aquí es válido: por naturaleza somos desiguales con
respecto a aquello por lo cual podemos ser libres y, por el contrario,
332 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

no somos libres por naturaleza con respecto a aquello por lo cual


somos iguales. Como amenaza constante de la libertad humana se
introducen los datos de nuestra existencia también en nuestra vida
social; el mundo del trabajo, por ejemplo, “continúa siendo” para
nosotros “un reino constante de necesidad” (Marx); M la auto-reali­
zación en los modos de nuestra existencia comienza únicamente con
la configuración de las constantes que acompañan nuestra vida. Por
tanto, con relación a la naturaleza humana tenemos la oportunidad
de la libertad en cuanto somos desiguales; pues, en cuanto somos
iguales nos hallamos sometidos a una ley común, trascendente a no­
sotros. El juego correlativo de igualdad necesaria y libertad posible
es límite e incentivo de una buena y creadora existencia.
Como constante de la existencia humana la igualdad de la natu­
raleza del hombre no se abre a la efectividad sustancial de las fuer­
zas sociales. El juego antropológico entre libertad e igualdad es
también un matiz más de la evolución social; se ve caracterizado
por ella .en sus formas; pero, en cuanto tal, es pre-social. No se puede
transformar a la naturaleza humana en “más igual” o “poco igual”
en el mismo sentido en que pueden constituirse circunstancias so­
ciales más o menos iguales. Por tanto, el reflexionar sobre la igualdad
de la naturaleza humana en sus relaciones con la libertad es sólo un
pensamiento previo a la investigación sobre la conciliabilidad de
igualdad y libertad sociales. Si nuestras reflexiones han sido hasta
el presente más bien de carácter filosófico, habremos de examinar
ahora los otros posibles significados del concepto de igualdad, en
su aspecto sociológico, en sus relaciones con la libertad problemá­
tica y asertiva.

IV

A la igualdad del rango natural de todos los hombres corresponde


(y de ella se origina en la disertación iusnaturalista) la igualdad de
sus derechos en la sociedad. Esta igualdad en el estado civil es el
fundamento de toda igualdad social y encierra una revolución his­
tórica, que tiene pocos casos parecidos en cuanto a su radicalismo.
En cuanto que la intención y el contenido de la Revolución francesa
se concentraba en la instauración de un estado de igualdad de dere­
chos para todos los ciudadanos, o al menos podía considerarse así,
M
Das Kapital, op. c it., pág. 8 7 4 .
EL FU TU RO DE LA L IB E R T A D 333

designa este acontecimiento el inicio de un cambio decisivo en la


historia de la humanidad: el pensamiento estoico-cristiano-iusnatu-
ralista de la igualdad de rango de todos los hombres encontró desde
este momento su realización social formal. Por vez primera se ha
eliminado la desigualdad de los hombres de la esfera de derechos y
privilegios naturales y sociales, y se ha confiado el status social
del individuo al campo progresivamente menor de las inocuas dife­
renciaciones sociales hipo-jurídicas. Desde ese momento se conside­
ra a todos los hombres no sólo “nacidos con oro”, sino también in­
troducidos “con oro” en el mundo desigual de la sociedad; desde ese
momento todas las diferencias sociales no influirán sobre las oportu­
nidades de libertad prometidas a cada uno en particular.
Siempre que en literatura se habla de la igualdad de los hombres
en la democracia se piensa, en primer lugar, en esta igualdad del
estado civil. La “égalité des conditions” de Tocqueville, la igualdad
de Laski como “ausencia de privilegios”, la igualdad de los revolu­
cionarios franceses y la correspondencia social de Heimann como
igualdad de los hijos de Dios están referidas todas ellas a la idea de
que la sociedad garantiza a cada individuo la misma posición de sa­
lida para su desenvolvimiento. Porque el concepto de un status
social desigual admite dos significados, entre los que se abre un
abismo de trasfondos históricos y consecuencias políticas. Uno de
estos significados comprende —para decirlo con palabras de T. H.
Marshall— un estado desigual “en el sentido de códigos legales y
usos jurídicos enraizados, que poseen el carácter esencialmente vin-
culativo de la ley. En su manifestación extrema, semejante sistema
divide a la sociedad en una multitud de sectores humanos, heredita­
rios, diversos... patricios, plebeyos, siervos de la gleba, esclavos, etc”.
En otro sentido, en cambio, las diferencias de status “no se hallan
cimentadas y definidas por leyes y costumbres jurídicas de la socie­
dad (en el concepto medieval del término), sino que se originan del
■juego conjuntado de una serie de factores,.en combinación con las
instituciones de la propiedad, de la educación y de la estructura eco­
nómica” 15. El principio revolucionario de la igualdad de derechos
civiles hubo de destruir, pues, la “desigualdad total” del status social
enraizada en el derecho y en la ley, y retrotraer todas las diferencias
de la posición social a lo que efectivamente son, de acuerdo con la
naturaleza humana: desde el punto de vista de la estructura social
categorías, desde luego, necesarias, pero, desde el punto de vista de

15 T. H. M arshall : C itizenship and S ocial Class (Cambridge, 1950), pá­


ginas 30-31.
334 S O C IE D A D y L IB E R T A D

la naturaleza humana, categorías arbitrarias de la existencia de ese


ser social llamado hombre.
El proceso histórico de la equiparación de los derechos humanos
es un proceso del origen y concreción del rol social del ciudadano.
Los dos elementos esenciales de este proceso consisten (primero, en
cuanto a su contenido) en la creación de un horizonte genérico de
expectativas de oportunidades intocables y metas intraspasables y
(segundo, en su aspecto formal) en el refuerzo de estas expectativas,
elevándolas a expectativas de deber, sobre cuya observancia vigilan
el derecho y la ley. El rol del ciudadano provee al particular, pues,
de determinados derechos y obligaciones, que facilitan simultánea­
mente su desarrollo y el de todos los demás. “Significa”, para decirlo
con la fértil fórmula de Laski, “que ningún hombre debe estar si­
tuado en la sociedad de tal manera que pueda aventajar a su vecino
hasta el punto de que esta ventaja represente una negación de la ciu­
dadanía de este último” M.
También en las sociedades desarrolladas la igualdad del status
civil es hoy en día solamente un proceso histórico y no ya una plena
realidad. Este proceso se inició con la igualdad de todos los ciuda­
danos ante la ley; prosiguió con la equiparación de los derechos ci­
viles políticos, en particular el derecho de voto universal, secreto e
igual; su eslabón más reciente es, finalmente, la equiparación de de­
terminadas oportunidades sociales en lo que respecta a la educación,
ingresos y seguros sociales. No sabemos todavía qué nuevos dere­
chos y obligaciones se elevarán en el futuro al rango de expectativas
de deber del rol cívico; tampoco sabemos si el proceso de amplifica­
ción de los derechos de igualdad civiles, que dura ya dos siglos, con­
tinuará ampliándose o cederá su sitio a tendencias de sentido con­
trario. Aquí, como en todas las demás ocasiones, sólo existe la nece­
sidad histórica en la peligrosa ingenuidad de una fantasía utópica.
Pero si el proceso de equiparación de los derechos sociales fun­
damentales continúa, y en cuanto se ha hecho ya realidad en el rol
social del ciudadano, abre al ser humano unas oportunidades de li­
bertad desconocidas en todas las realidades sociales de épocas pasa­
das. La igualdad del status civil no solamente es conciliable con la
posibilidad de la libertad; es condición previa para la posibilidad de
libertad de todos los hombres. El carácter radical y revolucionario
de los derechos de igualdad civiles, ya varias veces señalado, consis­
te precisamente en que éstos han eliminado aquella estructura social
de las oportunidades de libertad, que Aristóteles había elevado a

16
O p. c it., pág. 1 53.
EL FU TU RO DE LA L IB E R T A D 335

principio del recto orden social y que, como tal principio, había con­
tinuado influyendo en la historia incluso después de más de dos mi­
lenios. La igualdad del status civil es el contrato social de los hom­
bres libres; por ella, y sólo por ella, se transforma la oportunidad
de la auto-realización de privilegio de unos pocos escogidos en pe­
tición de derecho de todo hombre. Sin esta forma de igualdad no es
es posible pensar en una libertad universal.
Mas debemos insistir aquí en que la igualdad del status civil sólo
crea, y puede crear, la libertad problemática. Los derechos civiles de
igualdad forman, según su propia naturaleza, una base de diferencia­
ción social. Su importancia se puede hacer resaltar por ello igual­
mente diciendo que son la condición para hacer posible la desigual­
dad: por ser todos los hombres iguales en sus derechos civiles pue­
den ser desiguales en sus formas de existencia; sin la igualdad de las
oportunidades y límites no es posible la multiplicidad de las formas
y modos de vida. Si los derechos y obligaciones del rol de ciudada­
no trascienden la base de la existencia social y tratan de regular tam­
bién la forma del autodesarrollo humano, se convertirán en destruc­
tores de la libertad en lugar de ser su condición necesaria. La liber­
tad asertiva, por tanto, sólo puede crearse mediante la igualdad del
status civil, como una oportunidad: dentro de una sociedad de ciu­
dadanos iguales sigue siendo un deber de cada individuo en partí:
cular, que gracias al status civil será susceptible de solución, pero no
por el hecho mismo queda ya solucionado.

En un plano abstracto parece clara y evidente la conciliabilidad


de la igualdad del status civil con la (posibilidad) de la libertad. Mas
también a este caso se aplica el principio de que la realidad no pro-
"duce el pensamiento abstracto. Para demostrarlo podemos seguir
con la tesis de que la igualdad civil, por su propia naturaleza, crea
la libertad problemática, pero no la asertiva. Si esta afirmación es
correcta se sigue también que el contenido de los derechos de igual­
dad debe ser tal que determine la participación posible, pero no la
efectiva, de cada individuo en el proceso social. El derecho de voto
es una condición de la posibilidad de libertad; la obligación de votar
es, al menos en potencia, una limitación de la libertad, que no puede
pensarse con sentido como parte del status civil: pues el que no vota
no aventaja de ningún modo a su vecino “en un grado tal que repre-
336 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

sente una negación de la ciudadanía de este último”. La oposición


entre derecho y obligación de votar es bastante unívoca; con mayor
frecuencia, sin embargo, resultan imprecisos, e incluso inestables,
los límites para determinar la participación posible y la efectiva del
particular en la sociedad. En especial resulta muy difícil concretar
en la práctica la frontera entre la igualdad del status civil y la igual­
dad del status social —cosa decisiva para la teoría, sobre todo para
el problema de la conciliabilidad de libertad e igualdad—. Un salario
mínimo, garantizado por la ley, ¿es parte de la igualdad civil o de la
social? ¿Pueden considerarse los seguros de vejez y enfermedad
como un derecho civil o representan, por el contrario, una injerencia
en el terreno de la libertad del individuo? Los impuestos elevados
para ingresos cuantiosos, una ley anti-trust, la nacionalización de
empresas industriales, ¿representan una limitación a las oportunida­
des de auto-realización individual o son un presupuesto para la liber­
tad de todos? Precisamente la historia más reciente de los países
desarrollados ofrece abundantes ejemplos de que situaciones de igual­
dad no vinculativas en un principio se han solidificado en pretensio­
nes y derechos de igualdad y han encontrado su sitio en el catálogo
de las expectativas civiles de rol, un proceso que tiene su importancia
en nuestro análisis porque las relaciones entre libertad e igualdad
en el status social son de diferente especie que esas mismas rela­
ciones en el status civil.
La igualdad del status social designa, en oposición a la igualdad
civil, una nivelación de los modos de participación social. No se re­
fiere a la base, sino a las formas de la existencia social. Los hombres
son iguales en cuanto ciudadanos, si tienen las mismas oportunidades
de percibir determinados ingresos o de alcanzar un determinado nivel
de educación; los hombres son iguales en su status social si, efecti­
vamente, ganan todos 400 marcos o tienen el bachillerato. Los cua­
tro factores que determinan el status social del individuo, según la
opinión generalizada de los sociólogos, son sus ingresos, patrimonio,
su prestigio social, su autoridad y su nivel de formación o educación.
Es evidente que puede darse la igualdad en estos factores, al menos
en el vuelo utópico de la fantasía y que, por tanto, nos enfrentamos
también aquí con un concepto posible de igualdad, cuya conciliabili­
dad con (la posibilidad de la) libertad debe ser examinada.
La relación entre la igualdad del status social y la libertad es un
tema favorito de la economía política actual; la manera de decidir la
marca, la divisoria entre liberales y socialistas, entre los seguidores
de la "economía social de mercado” y la "democracia económica”.
Hay, por consiguiente, mucha bibliografía sobre este tema. Precisa-
EL FU TU RO DE LA L IB E R T A D ' 337

mente por esta razón deseo proceder aquí, como en temas anteriores,
con una intención abierta e “ingenua”, y reflexionar sobre el proble­
ma sin tener en cuenta los intentos de solución anteriores de algunos
puntos. Que semejante “ingenuidad” permita también solamente so­
luciones críticas puede ser lamentable para algunos; pero corres­
ponde a la intención de estas reflexiones.
Con respecto a la igualdad del status social podemos presentar
dos problemas extremos, en los que las oportunidades de la libertad
se encuentran particularmente en peligro y en los que, por tanto, se
pueden calibrar mejor las complejas relaciones entre igualdad social
y libertad individual. Son los problemas presentados por los límites
inferior y superior de la jerarquía del status social: ¿existe alguna
categoría social, por debajo de la cual no debe caer nadie, sin perder
las oportunidades de la libertad? ¿Hay, por el contrario, posiciones
sociales, cuyo status supera en tal medida al nivel general que peli­
gran por su culpa las oportunidades de libertad de los otros? ¿Cómo
se presenta el problema de la conciliabilidad de libertad e igualdad
en los dos extremos, en la base y en la cúspide de la pirámide de la
posición social? Al contestar a estas preguntas presuponemos, como
única condición, las relaciones existentes en las sociedades indus­
triales desarrolladas contemporáneas.
La base teóriqa de la pirámide del status social de las sociedades
modernas debería comprender, desde el punto de vista de los cuatro
factores de la estratificación social, hombres que no han gozado de
ninguna clase de formación o educación, que se hallan sometidos en
todas sus relaciones sociales y no poseen por ello ninguna autoridad,
cuyo prestigio está por debajo del de todos los demás portadores de
posiciones sociales y que no poseen propiedades ni ingresos que les
permitan satisfacer las necesidades más elementales de la vida. Está
claro que en semejante caso queda en entredicho la igualdad de la
participación del proceso social y con ello la oportunidad de la auto-
realización: la total exclusión de las recompensas (“rewards”) y
bienes (“facilities”) de la sociedad equivale a una negación de la
misma ■categoría de todos los ciudadanos; limita la misma opor­
tunidad de libertad en que consiste el status civil. Por consiguiente,
un nivel mínimo del status social (y en este sentido la misma posi­
ción de todos) es condición indispensable de la posibilidad de la liber­
tad; y, además, én la misma medida en que los derechos fundamen­
tales civiles: forma parte de la “condition” y no de las “conditions”
del individuo libre. De ahí que como eliminación de una estructura
social de las oportunidades de libertad, un mínimum de status social
resulta elemento indispensable de la igualdad del status civil.
22
338 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

Es evidente aquí la pregunta crítica: ¿cómo puede determinarse


ese mínimum? El caso indicado de una exclusión extrema es eviden­
temente tan raro en las sociedades desarrolladas contemporáneas que
podemos despreciarlo en nuestro análisis. Aun basándonos en la
“poverty line”, calculada por Rowntree y otros investigadores y con­
cretada en la idea de un mínimo existencial fisiológico17, apenas po­
dría dudarse hoy en día de la igualdad elemental del status social.
En cambio podría argumentarse con muy buenas razones que el mí­
nimo necesario, para la oportunidad de la libertad, de autoridad, edu­
cación, prestigio y principalmente de ingresos, debería fijarse desde
un punto de vista más cultural y menos fisiológico, es decir, que en
determinadas condiciones sociales debería incluir, en cuanto fuera
posible, el coche, por ejemplo, la educación escolar superior y el ho­
gar propio. No necesitamos decidir aquí esta cuestión. Para nosotros
resulta de mucha mayor importancia el otro problema de si, en inte­
rés de la (posibilidad de la) libertad, hay que fijarlo lo más elevado
o lo más bajo posible el límite inferior del status social, es decir,
aquel status por debajo del cual no debe caer nadie. ¿Cuál sería,
pues, el destino de la (posibilidad de la) libertad si el mínimo de
status social garantizado a cada ciudadano fuera tan bajo que permi­
tiera todavía la necesidad relativa, es decir, la sentida personalmente
como tal? ¿Y cuál sería, por el contrario, el destino de la libertad
si a cada ciudadano, por ejemplo, se le garantizaran unos ingresos
mínimos considerables que le permitieran también algunos “lujos”?
A la primera pregunta se puede contestar a base de nuestras prece­
dentes reflexiones: un mínimo demasiado bajo podría amenazar para
algunos la oportunidad de la libertad y debería evitarse, consiguien­
temente, por aquel que pretende, en primer lugar, la libertad de cada
individuo. Al contestar a la segunda pregunta hemos de anticipar
conclusiones posteriores: si el mínimo de status, en el que todos los
ciudadanos son iguales, se fija a un nivel demasiado elevado, no hay
aquí amenaza alguna de la oportunidad de la libertad, mientras por
encima de este mínimo quede espacio suficiente para variadas dife­
renciaciones de formación y autoridad, de prestigio e ingresos. Quien
quiere sobre todo la libertad en la sociedad, debe fijar el status bá­
sico social del ciudadano a un nivel antes alto que bajo, teniendo
cuidado al mismo tiempo de que el espacio entre el “suelo” levantado

17 Cfr. B. S. R o w n t r e e : T he Human N eed s o f L abou r (Londres, 1937);


B. S. R o w n t r e e and G. R. L a v e r s : P overty and the W elfare State (Londres,
1951). Cfr. también la crítica de P. T o w n s e n d : “Measuring Poverty”, en
N eeds and Standards in the S ocial Services. (Londres, 1953.)
EL F U T U R O D E LA L IB E R T A D 339

de la jerarquía del status social y su “techo” no sea demasiado es­


trecho.
La punta teórica de la pirámide de status de las sociedades mo­
dernas, es decir, la participación suprema en la propiedad e ingresos,
en la autoridad, prestigio y formación presenta problemas de otra
índole. Visto únicamente desde la perspectiva del individuo es evi­
dentemente el éxito, en cuanto sea posible, en una o varias de estas
aristas o factores un testimonio de libre auto-realización. El indivi­
duo que logra alcanzar posiciones de máxima autoridad o prestigio,
unos ingresos fabulosos o un extraordinario nivel formativo lo con­
sigue gracias al desarrollo de su naturaleza individual. Aun supo­
niendo que estas posiciones no se logren en la mayoría de los casos
por el libre autodesarrollo, sino por origen, herencia o también por
“relaciones”, se sigue de la mera posibilidad de auto-desarrollarse en
su conquista que cada delimitación hacia arriba de la jerarquía del
status social puede representar una coerción de la oportunidad de la
libertad. Así, por ejemplo, si quedase prohibido por la ley constituir
un monopolio privado en cualquier rama de la vida podría esconderse
en ello una limitación a las oportunidades de auto-desarrollo de un
empresario dinámico. Ante este fondo teórico de principio debemos
considerar la tesis de Laski, según la cual —para repetirla una vez
más— el significado de la igualdad civil consiste en “que ningún
hombre ha de estar colocado en la sociedad en una posición tal que
pueda aventajar a su vecino hasta el punto de que represente una
negación de la ciudadanía de este último”. De ahí que incluso en el
caso de que fuera de interés general fijar un límite superior del status
social alcanzable habría aquí una limitación de la libertad de algu­
nos. Por otra parte es muy posible que el mismo status social fun­
damental de todos los ciudadanos sea puesto en entredicho no sola­
mente porque algunos se ven impedidos en el ejercicio de sus dere­
chos y oportunidades de libertad dado su bajo nivel de status social,
sino también porque algunos otros son dueños de un status social,
que es tan sumamente poderoso que recorta sensiblemente los dere­
chos de los demás. Para examinar el peso real de esta cuestión debe­
mos considerar en particular los cuatro factores de la estratificación
social.
Con respecto al status de educación y formación del hombre es
menos visible el peligro posible de un éxito excesivo. Sería muy difí­
cil demostrar que la formación especial prolongada y concienzuda
de los menos recorta la libertad de los más. No hay monopolio en la
ciencia: lo que el uno aprende es también susceptible de ser apren­
dido por el otro. Una nivelación de las posibilidades de formación
340 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

hacia abajo, por ejemplo, una prohibición de los estudios especiales, es


una idea más bien ridicula, que no. es preciso desarrollarls.
También con relación al prestigio, como elemento del status so­
cial, no parece existir una razón plausible que exija obstaculizar los
primeros puestos en la escala del prestigio, para proteger la libertad
de los demás. Muchos podrían quizá burlarse del elevado prestigio
del média, del juez y (en Alemania) del profesor universitario, pero
muy pocos sentirse amenazados por ello. Hay, sin embargo, un punto
en la escala social (que no puede concretarse ya por investigaciones
de tipo empírico) en el que el prestigio de una posición pasa al caris-
ma de una persona, y en el que, por consiguiente, un individuo tras­
ciende todas las medidas “normales” de enjuiciamiento y corona con
éxito, gracias a su efectividad personal, el salto del prestigio al poder.
Así puede darse el caso de que un caudillo carismático, con perfec­
ción personal de poder, deje sin vigor las normas existentes y ponga
también en peligro la libertad de los ciudadanos. En realidad, la su­
jeción del carisma es una de las características fundamentales (y trá­
gicas) de las instituciones políticas contemporáneas: de la división
del poder, de la democracia electiva, de los partidos de funcionarios,
de la burocracia. Sin embargo, todas las instituciones de este tipo
no han conseguido eliminar hasta la fecha, por completo, la posibi­
lidad de un caudillaje carismático. Es también improbable que se
logre alguna vez, pues el prestigio y el carisma son los atributos me­
nos manejables del status social. Por consiguiente, aun cuando puede
darse, como caso límite, una oposición entre la oportunidad de la
libertad y la desigualdad del prestigio social, se sustrae en gran parte
a las posibilidades de control e influencia por la acción política.
Así, pues, el argumento (económico) político tradicional a favor
o en contra de una mayor igualdad del status social, en cuanto se
refiere a una limitación de la jerarquía hacia arriba, no descansa
tampoco en el prestigio o en la educación, sino en los ingresos, en la
propiedad y patrimonio. No siempre se marca con toda nitidez la
línea divisoria entre ambas formas de situación social expresable en
valores monetarios —patrimonio e ingresos— . Aun examinando la
cuestión con la mayor atención crítica, los meros ingresos, indepen­
dientemente de su volumen, parecen constituir un factor tan “inocuo”
para el status social como el prestigio. Empleando un sentido estric­
to del concepto de ingresos no pueden considerarse éstos, aislada­
mente, como una posible negación de los derechos civiles de los
18 E s de n o ta r, en cam b io , la p o sib ilid ad m o strad a p or M . Y o u n g en su
lib ro The Rise of the Meritocracy (L on d res, 19 5 8 ) de un m o n op o lio d el poder
a b a se de diplom as y certifica d o s de fo rm a ció n .
EL FU TU RO D E LA L IB E R T A D 341

demás: la persona que gana 100.000 marcos o más al año no obsta­


culiza por ello a otra persona en el ejercicio de sus derechos civiles,
ni siquiera en el caso de que se trate de los llamados “ingresos no
debidos a trabajo personal”; por tanto, exclusivamente a partir de
los ingresos personales, no se ve que exista una amenaza de la
libertad por la desigualdad del status social. Los ingresos sólo serán
una posible amenaza de la libertad si se transforman, en cuanto pa­
trimonio, en un instrumento de poder. Al igual que el prestigio, en
cuanto carisma, pueden ocupar los ingresos, en forma de patrimonio
una posición dominante en la sociedad, cuya utilización es capaz de
recortar el ejercicio del status civil y con ello la auto-realización de
los demás. En ambos casos, pues, no es realmente la desigualdad de
los criterios de status, sino el avance de éstos hacia el poder, o do­
minio, el que podría permitir ciertas pretensiones de una igualdad
social hacia arriba. Con plena lógica deduce Laski de su definición
del status del ciudadano la siguiente sentencia: “Esto significa que no
debo hallar que hay personas en el Estado, cuya autoridad se distin­
gue cualitativamente de la mía propia” 19. El caudillo con carisma
y el poderoso en virtud de su patrimonio poseen —podría argumen­
tarse— una autoridad cualitativamente distinta de la del ciudadano
“corriente”; los medios por los que pueden obtener a la fuerza su­
misión y obediencia se éncuentran más allá de los derechos que com­
parten todos los ciudadanos en cuanto tales. Debería exigirse, pues,
en interés de la libertad de todos, una limitación del “poder privado”
de algunos y con ello una limitación en las posiciones supremas de
la escala social. Este es el problema central de la discusión sobre la
igualdad política en nuestro tiempo.
Dominio y sumisión son relaciones sociales universales, que sólo
se pueden eliminar dentro de un marco utópico. Si, a la vista de este
hecho, se quiere acabar, a pesar de todo, con cualquier estructura so­
cial de las oportunidades de libertad, solamente podrá hacerse trans­
formado el dominio en racional, de acuerdo con la idea de Weber,
es decir, atándolo a la cadena de la legitimación mediante el libre
asentamiento de los dominados. La legitimación racional del dominio
es, pues, una característica, implícita desde luego, pero decisiva
para la igualdad del status civil: en la misma medida en que se gene­
ralizan las oportunidades de dominio y la realidad de la legitimidad
por consenso (políticamente hablando: el derecho de voto pasivo y
activo), pierden el dominar y el servir su carácter de forzosa arbi­
trariedad y se hace conciliable con la igual oportunidad de libertad

19
Op. cit., pág. 153.
342 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

de todos. Opino que desde este punto de vista ha de enjuiciarse la


relación de la (posibilidad de la) libertad con la igualdad del status
social. Si esta suposición es cierta se sigue en nuestro caso especial
que: es condición de la posibilidad de iguales oportunidades de liber­
tad para todos que sea eliminado el poder no legitimado racional­
mente. Esto quiere decir, por una parte, que en el terreno econó­
mico no basta la legitimación por la propiedad, sino que debe ser
completada por cierta medida de consenso de parte de los dominados
(necesidad de reconocer los conflictos de grupo), y por otra parte
que el poder político basado solamente en el poder económico es
ilegítimo y ha de ser eliminado (necesidad del pluralismo institucio­
nal). Con estas limitaciones del status social alcanzable (pues sin duda
alguna de ello se trata cuando las escalas de patrimonio y dominio
permitidos se limitan hacia arriba) no se puede elevar ninguna pre­
tensión para eliminar, o incluso nacionalizar, la propiedad privada,
sino que únicamente se puede pretender imponer una limitación a
toda propiedad, y precisamente también a la propiedad estatal, alia­
da con un posible dominio ilegítimo, es decir, a los derechos nacidos
del hecho exclusivo del patrimonio.
Aun cuando los párrafos anteriores se refieren también al fondo
de la cuestión deben entenderse principalmente como una ayuda de
las siguientes reflexiones. La finalidad de estas reflexiones es demos­
trar que la igualdad del status social en el límite superior de lo al­
canzable sólo puede considerarse como condición de la posibilidad
de libertad de todos en cuanto que determinadas posiciones en la
jerarquía estratificada de la sociedad pueden amenazar la igualdad
universal del status civil por el camino indirecto del dominio ilegí­
timo (irracional). Aquí siempre son céntricos el poder y el dominio
—pero no la propiedad, los ingresos, el prestigio o la formación— .
Por consiguiente, una reforma social que pretendiese ofrecer iguales
oportunidades de libertad a todos debería operar no en el campo de
los ingresos o de la propiedad, sino en el control y, caso de ser re­
querido, en la sujeción del poder privado de algunos y también del
Estado (pues igualmente puede éste utilizar poder ilegítimo en forma
de poder particular). Toda limitación de la jerarquía del status social
hacia arriba es una intromisión en la libertad de unos pocos. De ahí
que, aun cuando puedan resultar necesarias algunas intervenciones
de este tipo en interés de la libertad general, nuestras reflexiones
más bien tienden a convencernos de que también en este caso de­
berían trazarse los límites más arriba antes que demasiado abajo,
con el fin de mantener las puertas abiertas a la auto-realización
humana en la mayor medida y al mayor número posible de miem-
EL F U T U R O D E LA L IB E R T A D 343

bros de la sociedad. En una sociedad histórica no existen las es­


tructuras definitivas. La solución de hoy quizá sea la causa del con­
flicto de mañana. Como en este sentido todas las intervenciones
políticas permanecen precarias, parece conveniente, al concebirlas,
tener en cuenta su dirección aún más que su inmediato contenido.
Y teniendo en cuenta la dirección, tan pernicioso y peligroso re­
sulta el excesivo recorte de la escala del status social a favor dé la
libertad de todos como la excesiva desigualdad, que se traduce en
discrepancias cualitativas de poder y dominio.
Hemos querido utilizar aquí las cuestiones extremas en la je­
rarquía de status como casos típicos, para examinar la conciliabili-
dad de la igualdad del status social con la libertad. En realidad, la
solución del verdadero problema de nuestras reflexiones está ahora
patente. En dos puntos de la escala de status resultan perfecta­
mente conciliables la igualdad social, según los casos límites ex­
cluidos, y la libertad individual según las oportunidades de auto-
realización, e incluso es la igualdad condición indispensable para
la posibilidad de la libertad. Mas estas limitaciones igualitarias de­
signan en el fondo elementos del status civil y no del social. Sin
embargo, entre el “techo” y el “suelo”, que limitan la jerarquía de
la escala social en favor de la igualdad civil y de la libertad general,
es la igualdad un enemigo de la libertad. Como estímulo, medio de
vida y recompensa del auto-desarrollo personal, son las dimensio­
nes de la estratificación social parte de la libre existencia humana.
Cuanto la estructura de estratificación de una sociedad sea más
monolítica y más nivelada, con tanta mayor fuerza limitará las
oportunidades activas de libertad de sus miembros; cuanto más
pluralista y diferenciada sea la estructuración social, tanto más equi­
tativa será en la consideración de la multiforme variedad de las ne­
cesidades y talentos individuales. Presuponiendo la igualdad de ran­
go, firmemente garantizada en el status civil, la desigualdad del stafus
social es un mandato de (las oportunidades de) la libertad.

VI

Hemos hablado hasta ahora con cierta ligereza de la igualdad


de los hombres en la sociedad y de sus relaciones con (la posibili­
dad de) la libertad. Esta superficialidad se muestra sobre todo en
el hecho de haber dejado de lado una y otra vez, e incluso recha­
zado, un problema que ha aparecido ya en varias ocasiones: ¿es que
*44 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

puede darse en la sociedad la igualdad de rango y de status de


todos? ¿No hay más bien, por el contrario, ciertas desigualdades
constitucionales, que se dan por la misma definición sociológica de
sociedad y que no sufren por ello la influencia de fuerzas histó­
ricas? Por tanto, ¿debemos tener en cuenta en nuestras reflexiones
ciertos datos de la sociedad humana que se equiparan por su uni­
versalidad y obligatoriedad a los de la naturaleza humana y que in­
fluyen de un modo concreto en las relaciones entre libertad e igual­
dad? ¿Cuánta igualdad y cuánta libertad podemos desear sin tras­
pasar los límites entre las condiciones estructurales y expectativas
de sociedades reales y las condiciones y expectativas arbitrarias de
un sueño utópico? Mi intención no es aquí tampoco otra que la de
considerar estas cuestiones un poco desde distintos aspectos y pre­
cisarlas con ello. Pero esta digresión —pues no de otra cosa se trata
en este capítulo— es necesaria para sacar nuestros conceptos de
igualdad y libertad de la posible irresponsabilidad de una reflexión
abstracta hasta el punto de hacer ver claramente sus relaciones.
Al examinar la igualdad y desigualdad del status social hemos
presupuesto tácitamente que nos enfrentamos aquí con una escala
(o con varias escalas), cuyas distintas magnitudes corresponden a
una forma estructural, cuando no real, sí al menos realizable. Es
preciso, sin embargo, corregir este presupuesto en dos puntos. Uno
de éstos es evidente. Si nos imaginamos qué aspecto debería pre­
sentar una sociedad con estratificación totalmente desigual se ve
claramente que esta representación tiene poco sentido. La desi­
gualdad total del status social significaría que algunas personas (en
el caso extremo un solo individuo) monopolizarían todos los atri­
butos de estratificación, mientras todos los demás no tendrían ab­
solutamente ninguna participación en la propiedad e ingresos, do­
minio, prestigio y formación. Y- no poseer ninguna participación en
los atributos de estratificación supone que falta la posibilidad de la
existencia física. Si suponemos el caso de la “desigualdad total” del
status social, se auto-suprime el pensamiento mismo de estratifi­
cación: existe la estratificación social solamente mientras los bienes
y las oportunidades de la sociedad se encuentren repartidos, desde
luego desigualmente, pero no perfectamente monopolizados. En rea­
lidad, incluso un oligopolio de los atributos del status social debe­
ría ser posible sólo como caso extremo. El reparto excesivamente
desigual de ingresos, prestigio y formación, crea una inestabilidad
que amenaza siempre con eliminar a la estratificación misma y con
ello precisamente a aquellos pocos individuos que tienen participa­
ción preferente en los bienes y oportunidades de la sociedad. Por
EL FU TU RO DE LA L IB E R T A D 345 -

tanto, el pensamiento mismo de estratificación coloca determinadas


barreras a las formas extremas de desigualdad.
En cambio, es más difícil demostrar que también la igualdad
total del status social no es posible en la realidad. En este caso se
insiste sobre todo en la palabra “realidad”. Nos podemos imaginar
perfectamente una sociedad en la que nadie disfrute de más pres­
tigio, posea mayores ingresos o esté mejor formado que cualquier
otro. Sin embargo, semejante comunismo “ideal” de la posición
social supone una forma de sociedad que en ninguna parte se ha
verificado aún históricamente y que además no podría tampoco fun­
cionar. La irrealidad histórica de una igualdad total se puede de­
mostrar documentalmente; habremos de demostrar además que no
es posible en la realidad una sociedad sin ninguna estratificación,
y que, por tanto, forma parte de la condición estructural de toda
sociedad una estratificación en forma de diferenciación jerárquica
mínima del status social. Ya desde los principios de la sociología,
en el siglo XVIII, nos suministran argumentos para probar esta
tesis los continuos trabajos acerca del “Origen de la desigualdad”,
de la “Formación de clases” y de la “Teoría de la estratificación
social” (como fue llamándose en los siglos siguientes). Continuando
esta discusión, hasta la fecha sin resultados definitivos, podríamos
argumentar de la siguiente forma: en cuanto que toda sociedad
humana —para hablar con Durkheim— constituye una “comunidad
moral”, es decir, conoce normas cuya obligatoriedad queda garan­
tizada por sanciones correspondientes, conoce también toda socie­
dad al menos aquella desigualdad rudimentaria que se deriva del
sancionamiento de la conducta efectiva de individuos y grupos,
conforme a las directrices de las normas. Toda norma social su-
ppne una selección de entre la gran reserva de valores que podemos
imaginarnos; pero semejante selección representa una discrimina­
ción, en cuanto que complace y corresponde a un grupo social, en
contra de otros. Por ello, en toda sociedad deben existir grupos
mejor colocados y otros peor colocados conforme a los criterios de
estratificación20. Un argumento de este tipo puede dar mayor fuer­
za a la observación experimental de que, a través de la historia^ han
variado efectivamente mucho las formas y símbolos de estratifica­
ción, pero que en todos estos cambios ha quedado siempre sin tocar
aquel sistema de desigualdad que llamamos “estratificación social”.
Si aceptamos, en este sentido, la universalidad de la estratifica­

20 Cfr. para un desarrollo más explícito de este argumento mi escrito


U ber den Ursprung d er U ngleichheit unter den M enschen (Tubinga, 1961).
346 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

ción social, es decir, la imposibilidad de igualdad y desigualdad


total, parece garantizada por ello la posibilidad de la libertad en
este campo y en cualesquiera circunstancias. Donde quiera que exis­
ta una sociedad tienen los hombres la posibilidad de injertar la
auto-realización de su naturaleza individual en las jerarquías de
diferenciación social. Pero esta posibilidad es ambigua. Por una
parte, entre los extremos de igualdad y desigualdad total, que no
pueden existir en la realidad, queda un amplio espacio para la con­
figuración histórica, en el que las oportunidades de libertad pueden
mantenerse o también peligrar. Por otra parte, y sobre todo, la
desigualdad de estratificación social, según hemos visto, supone
también la posibilidad de una amenaza para (las oportunidades) de
libertad de todos. Cuando se transforma de resultado en presu­
puesto del desenvolvimiento personal, puede atacar su posición pre­
ponderante la igualdad de rango y producir diferencias cualitativas
en la jerarquía social, que llevaría a la negación de la equiparación
civil fundamental de todos.
La misma dualidad de consecuencias para la libertad se sigue
de un segundo dato, todavía más fundamental, de la existencia so­
cial del hombre, a saber, la universalidad del dominio y de la su­
bordinación. Con ocasión de la polémica contra la confusión aris­
totélica de naturaleza humana y sociedad hemos insistido en que el
dominar y el servir no son, desde luego, relaciones sociales natu­
rales, pero sí fenómenos omnipresentes y constantes. A pesar de la
existencia de formas a-dominicales, ocasionalmente afirmada para so­
ciedades casi siempre lejanas, puede considerarse también en este caso
el material histórico como claramente unívoco: no hay ninguna so­
ciedad, y ninguna asociación dentro de una sociedad, en la que al­
gunos individuos, basados en su posición, no se hallen autorizados
a dar órdenes a otros y a recabar de éstos obediencia por la fuerza.
La desigualdad por la forma de estratificación se puede reducir, en
el sentido arriba indicado, a desigualdad por la forma de dominio.
Sin embargo, no se ha logrado todavía demostrar que el fenómeno,
históricamente universal, del dominio, es también a la vez algo ne­
cesario, funcional o lógicamente, para las sociedades humanas. Pa­
rece lógico que la coordinación de los puestos de trabajo, divididos
socialmente —en la familia y en la empresa, en la Iglesia y en el
Estado— necesite, entre otros extremos, de una supra y subordi­
nación autoritaria; pero esta formulación, que parece lógica, no es
todavía una prueba concluyente. Podría pensarse que la entrega de
las normas, por tradición, de una generación a otra presupone de­
terminadas relaciones dominicales entre padres e hijos; pero tam­
EL FU TU RO DE LA L IB E R T A D 347

poco esta observación es un argumento definitivo. Los filósofos po­


líticos, que se esforzaban por encontrar una prueba ad hoc, se han
acogido generalmente a la construcción de un contrato social, redu­
ciéndose con ello aún más la necesidad del dominio jerárquico,
exigida por dicho contrato, a ciertas tesis básicas de carácter an­
tropológico (como las lucubraciones de un estado “natural” de
“bellum omnium contra omnes”). Quizá debamos aceptar efectiva­
mente algo así como la “insociable sociabilidad” kantiana del hom­
bre para fundamentar con cierta seguridad la universalidad del do­
minar y del servir.
Desde el punto de vista de su conciliabilidad con la oportunidad
de la libertad, la desigualdad constitucional del reparto del dominio
en la sociedad parece sólo, a primera vista, una coacción molesta.
El deber de obedecer significa para el particular una limitación de
sus oportunidades de auto-realización, aun en el caso de vincularlo
a la cadena de la legitimación racional. Mas por otra parte no debe
olvidarse que el mantenimiento del mismo rango para todos en la
sociedad, que encuentra su expresión en el status civil, así como el
mantenimiento de cualquier otra norma social de leyes y constitu­
ciones, necesitan, con ello, del dominio. Sólo una vez concertado
el contrato social puede haber un derecho civil igualitario. Por
tanto, esto también tiene aplicación a la desigualdad del dominio
como condición estructural de cualquier sociedad, pues deja am­
plio espacio para formas y tipos dominicales más o menos liberales,
sin inclinar definitivamente desde un principio las oportunidades
de libertad del individuo en uno u otro sentido.
Todos los datos singulares de la sociedad humana nos vuelven
a conducir a su base común, al hecho mismo de la sociedad. El
hombre es un ente social. En cuanto que, conforme a su naturaleza,
vive en sociedad sólo puede auto-realizarse por medio de la socie­
dad. La existencia social del hombre es condición para la posibili­
dad de su libertad. Mas, al mismo tiempo, su existencia social es
condición para la posibilidad de la falta de libertad del hombre;
porque sociedad connota siempre coacción y limitación. El acto de
socialización —permítaseme la expresión— es necesariamente un
acto de sumisión a reglas, normas y controles. “El hombre”, escribe
Kant, explanando una tesis que me parece convincente, “tiende a
socializarse: porque en ese estado se siente más hombre, es decir,
siente más el desarrollo de sus facultades naturales. Pero tiene
igualmente gran inclinación a singularizarse (es decir, aislarse): por­
que se encuentra a la vez en su interior con la cualidad anti-social
de querer ordenarlo todo únicamente según su propia voluntad, por
348 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

lo cual espera la obstrucción por doquier, así como él sabe de sí


mismo que por su parte está también inclinado a ofrecer resisten­
cia a los demás”. La sociedad es la lucha por la libertad consigo
mismo. Para el individuo libre, es decir, para el individuo que lleva
en sí la pretensión de la libertad, es siempre y simultáneamente un
hecho amable y antipático, oportunidad y peligro, apoyo y amenaza.
Kant creía que este “antagonismo” era el motor fundamental y úl­
timo de la Historia, sin el cual “los hombres, buenos como los cor­
deros que apacientan..., apenas procurarían a su existencia un valor
mayor del que tienen sus animales domésticos” ”. De todo ello de­
bemos retener, sin embargo, que la sociabilidad insociable del hom­
bre, al igual que todos los demás datos de su existencia social, sólo
nos ofrecen un marco secundario, dentro del cual resultan posibles
y amenazadas muchas soluciones históricas de nuestro problema
de la conciliabilidad de libertad e igualdad.

VI I

Cuando los teóricos políticos del siglo X IX hablaban de igual­


dad social, se referían casi exclusivamente a las dos igualdades del
status civil y social. Ni Kant ni Hegel, ni Tocqueville ni Marx, ni
Lasalle ni los Fabier, descubrieron junto a estas dos aquella ter­
cera igualdad social, que en nuestro siglo debía volver a poner
en entredicho, de un modo peculiar, la libertad del hombre en la
sociedad. J. S. Mili, tantas veces injustamente criticado, representa
aquí una notable excepción. En su tratado sobre la libertad habla
de la “tiranía de la mayoría”. Aun cuando este término es usual en
la filosofía política, su estudio condujo a Mili —si interpreto bien—
a una idea entonces nueva: la de “la tiranía de la sociedad”, como
él la denominó. “La sociedad puede ejercer su propio dominio y
efectivamente lo ejerce: y si da órdenes falsas en lugar de las ver­
daderas, o sencillamente las da en asuntos de los que no debiera
ocuparse, practica una tiranía social, que es más terrible que mu­
chas formas de opresión política, porque, aun cuando de ordinario
no se basa en sanciones tan extremas, ofrece menos posibilidades
a la huida, penetra más profundamente en los detalles de la vida y
esclaviza al espíritu mismo”. Mili mismo precisa más esa tiranía21

21 E. K ant: “Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher


Absicht”. En Kants Populare Schriften (Berlín, 1911), págs. 210-211.
EL FU TU RO DE LA L IB E R T A D 349

de la sociedad como una tendencia “a imponer sus propias ideas


como normas de conducta con otros medios que no son las penas
legales, a aquellos que son de otra opinión; a obstaculizar e impe­
dir, en cuanto sea posible, el desarrollo y la formación de toda in­
dividualidad que no armonice con sus formas propias, y a obligar
por la fuerza a todos los caracteres a regirse por el modelo de su
propio carácter” 22. Queda por saber quién es propiamente esa “so­
ciedad” personificada por Mili; pero este detalle no disminuye en
nada la importancia de la tendencia descrita por Mili. La igualdad
del carácter social es efectivamente una forma de igualdad en la
sociedad, y una igualdad además que (como Mili ha demostrado con
toda evidencia) amenaza de un modo particular la oportunidad de
la libertad general.
En cualesquiera circunstancias, la forma y manera de participar
el individuo en el proceso social representa una extraña mezcla de
dependencia y espontaneidad. El particular siempre tiene la opor­
tunidad de introducir su propia personalidad en la resistente rea­
lidad de la sociedad, de marcarla con su sello personal y transfor­
marla, de realizarse dentro de ella y de defender con éxito su in­
dividualidad en lucha con la realidad social. Pero al mismo tiempo
supone la sociedad siempre una intromisión en su propia libertad
y espontaneidad. El particular está subordinado a las reglas, nor­
mas y expectativas de rol de la sociedad que le rodea; con frecuen­
cia es imposible sustraerse a ellas, y en otras ocasiones sólo lo con­
sigue a costa de dolorosos sacrificios. El conformismo es una con­
dición estructural de toda sociedad en funcionamiento; porque con­
formismo quiere decir que el contrato social es observado por las
dos partes interesadas. Para bien de la sociedad, y también por su
propio bien ha de doblegarse el individuo en muchos campos de su
vida a los modelos de conducta prefabricados de la sociedad, esta­
bleciendo con ello un mínimo de conformismo entre la realidad
social exterior y la realidad individual interior. Por consiguiente,
la igualdad del carácter social supone el conformismo. Para enten­
der bien esta última igualdad debemos procurar determinar las po­
sibilidades de variación del conformismo en distintas circunstan­
cias sociales: hasta qué grado exige “la sociedad” el conformismo
con sus propias normas, en qué medida regula la conducta de sus
miembros y de qué modo trata de determinar el contenido de dicha
conducta.

22 J. S. M i l l : On L iberty (nueva edición, Chicago, sin fecha), págs. 5-6,


350 SO C IE D A D Y L IB E R T A D

El grado del control social y la medida de regulación de la con­


ducta social son dos importantes parámetros de acción del confor­
mismo. No todas las sociedades imponen sanciones extremas e in-
timidadoras para las “conductas desviadas”. Hubo y hay sociedades
en las que el radicalismo político, por ejemplo, nacido de la con­
vicción firme, aun no viéndose con buenos ojos por la mayoría, se
tolera sin embargo, por cuanto el individuo, que sigue fielmente
esas convicciones extremas, no sufre dificultades de tipo profesio­
nal, “social” o incluso legal. Y al contrario, hubo y hay sociedades
en las que ya el mero tufo de radicalismo es motivo suficiente para
la expulsión, el aislamiento e incluso la condena del individuo. No
todas las sociedades se afanan en regular con sus normas y expec­
tativas cada minuto de la vida de sus miembros. Lo que hace el
particular, por ejemplo, durante su tiempo libre es en algunas so­
ciedades asunto exclusivamente suyo, mientras que en otras el ho­
rizonte de expectativas de su posición profesional, familiar, de es­
tratificación o edad, abarca igualmente su tiempo libre. En este
sentido, la “sociedad” puede fomentar o amenazar las pretensiones
de libertad del particular por medio de un control social más pro­
nunciado o más débil y por una regulación de su conducta más o
menos amplia. Esta variabilidad, es decir, la combinación hecha por
ella posible de un control extremo y una regulación sumamente
estricta es seguramente la imagen que guió a J. S. Mili en su des­
cripción de la tiranía de la sociedad.
Claró está que con la igualdad del carácter social aquí discutida
nos referiremos también a algo más, a algo distinto. Siempre sería
posible imaginarse, aun en el caso de un control social severo y de
una regulación general de la conducta individual del particular, que
existen muchos modelos sociales prefabricados, entre los cuales
puede escoger el individuo y formar con ellos una combinación
que se adapte a su individualidad y únicamente a ella. El control y
las reglas de conducta sociales no determinan todavía, en cuanto
tales, un principio de igualdad. La igualdad, en este aspecto, sólo
nace siempre y dondequiera que la conducta necesariamente con­
forme del particular, es decir, controlada y regulada por la socie­
dad, se hace a la vez uniforme, lo que supone que el contenido de
la conducta exigida por la sociedad se reduce a pocas alternativas
o incluso a una sola posibilidad, desapareciendo toda individuali­
dad en la genérica masa gris de la conducta univcrsalmente con­
forme. Cuando se exige de todos no una parte de conducta igual,
sino absolutamente el mismo comportamiento en todo, nos encon­
tramos con aquella forma de igualdad, que se puede describir como
EL FU TU RO D E LA L IB E R T A D 351

la igualdad del carácter social. En lugar de continuar discurriendo


en abstracto, para explicar la posibilidad de semejante igualdad, pa­
rece conveniente presentar un ejemplo de ello. Un periodista inglés,
que vivió durante algún tiempo en los Estados Unidos y cuyo hijo
de siete años fue también allí a la escuela, refiere una experiencia
tan divertida como interesante en relación con el día de San Va­
lentín, en que es costumbre en Inglaterra y en los Estados Unidos
enviar al amado o a la amada unas líneas cariñosas: “Algunas se­
manas antes del día de San Valentín recibimos una circular del di­
rector del colegio, en que nos informaba que se acercaba el día y
que el colegio nos ayudaría con mucho gusto en el reparto de tar­
jetas de San Valentín. Pero, añadía la circular abiertamente, no se
repartirían en el colegio tarjetas de un niño cualquiera a otro niño
cualquiera si cada uno de los alumnos que trajera una de dichas
tarjetas no traía al mismo tiempo una tarjeta para cada uno de los
alumnos de la clase. De ese modo nadie recibiría más tarjetas que
otro; no habría ninguna discriminación a favor del niño más esti­
mado o en contra del menos estimado: todos los alumnos recibirían
el mismo número de misivas amorosas. Y para dar mayores garan­
tías a esta democracia feliz y abstracta del amor se acompañaba a
la circular una lista con los nombres de todos los niños de la clase
de nuestro hijo” 23. ¿Totalitarismo? No, sino uniformidad como de­
cisión espontánea, no planeada, al menos desde el punto de vista
de las instancias políticas. También allí, donde cada uno envía un
mensaje cariñoso sólo a su amigo favorito, porque ésa es la cos­
tumbre, reina la conformidad; pero sólo allí, donde cada uno envía
un mensaje igual a todos los demás, reina la uniformidad, la igual­
dad del carácter social. La igualdad del carácter social supone que
de cada individuo investido de un rol social se espera exactamente
lo mismo que de todos los demás: que todos deban condenar hoy a
los comunistas y mañana a McCarthy; que todos deben mantener
abierta la puerta de su despacho para constante inspección por el ve­
cino; que todo hombre joven ha de sacar el domingo por la tarde a
una amiga; que todo empleado ha de pasar sus vacaciones en España;
que todo el mundo ha de estar interesado por el fútbol, o por los
satélites terrestres, o por el “bestseller” del mes si no quiere correr
el peligro de perder, en su insoportable situación de desviado a sus
amigos, su profesión y, en determinadas circunstancias, incluso su
libertad física. Cuando la igualdad del carácter social se junta con

23 D. J a c o b s o n : “ E v ery th in g W ith o u t T ears” . En E n co u n ter, núm. 57


(ju n io , 1 9 5 8 ) , p á g a 2 9 y ss.
352 SO C IE D A D Y L IB E R T A D

medios acerados de control social se transforma toda chispita de es­


pontaneidad en una amenaza de la existencia social; pues en la
sociedad sólo tiene validez la máscara, y ésta es igual para todos.
Apenas hay que insistir en el hecho de que, entre todas las igual­
dades, es esta del carácter social no solamente la que se encuentra
menos plenamente realizada, sino también la que, por principio, es
menos fácil de poder ser realizada. Sin duda alguna encontraron los
alumnos americanos el día de San Valentín medios y caminos para
hacer simultáneamente lo que se esperaba de ellos (ser conformes)
y seguir sus propios y personales deseos (no ser uniformes); por ejem­
plo, traer desde luego tarjetas de San Valentín para todos los com­
pañeros de clase, pero escribir más a sus elegidos que a los otros.
Probablemente se ve también aquí de nuevo que los extremos de la
igualdad y desigualdad no son posibles en la realidad. Surge, sin em­
bargo, la sospecha de que varias sociedades contemporáneas se carac­
terizan por cierta tendencia a la uniformización del carácter social.
El tema del importante estudio de D. Riesman, del que hemos to­
mado aquí el concepto de “carácter social”, es precisamente el de
demostrar esta tendencia: “el hombre dirigido por otros” de Ries­
man, el individuo que lee el curso de sus acciones en una pantalla
interior de radar, donde se le dan las directrices de “la sociedad”, no
es otra cosa que la voluntad encarnada hacia la igualdad del carác­
ter social ". Si suponemos que también la dialéctica de la sociabilidad
insociable permite múltiples variantes históricas, .entonces designa
el carácter igualatorio del hombre dirigido por otros la forma ex­
trema de una sociabilidad casi ilimitada, en la que se hace desapa­
recer toda individualidad antisocial, se la retira, destruye y aniquila.
Si la igualdad de carácter social se transforma en norma vinculativa
de la sociedad, el individuo libre estará completamente enajenado de
sí mismo.
La libertad es la oportunidad de la auto-realización humana, y la
igualdad del carácter social supone que el hombre, cualesquiera que
sean sus acciones, confirma y realiza siempre en ellas a la sociedad
que le rodea. Siempre que el particular se esfuerza en acomodar
completamente su conducta a la de sus vecinos subordina su forma
de existir a la tiranía igualatoria de la sociedad. Se transforma en
tabú el elemento de la libertad y la desigualdad de la naturaleza hu­
mana con respecto a los modos de existencia: las disposiciones, de­
seos e intereses personales se han de reprimir, quedar sin desarrollo,
para dar satisfacción a las pretensiones de la sociedad. Entre la (po-

21 Cfr. D. R ie s m a n : T he Lonely C row d (New Haven, 1950).


EL FU TU RO DE LA L IB E R T A D 353

sibilidad de la) libertad de todos y la igualdad del carácter social no


existe, por tanto, ningún eslabón de unión. Los hombres pueden ser
libres en la medida en que pueden ser desiguales en su carácter
social; los hombres no son libres en la medida en que igualan sus
caracteres sociales. Entre todos los conceptos posibles de igualdad
contiene el de la igualdad del carácter social la amenaza peor y más
clara contra la oportunidad de la libertad humana: “La tesis de que
los hombres han sido creados libres e iguales es a la vez verdadera
y engañosa: los hombres han sido creados distintos; pierden su
libertad social y su autonomía individual cuando intentan igualarse
los unos a los otros” 2S.

“ VIII

Es seguramente algo inevitable que un problema se complique al


examinarlo más de carca y se sustraiga en creciente medida a las
fórmulas sencillas. La agradable claridad de la primera ojeada se
pierde con la misma facilidad con que es difícil recuperarla por el
camino indirecto de la reflexión. Hemos examinado algunos de los
conceptos posibles de libertad e igualdad con relación a su concilia-
bilidad. En todo este examen solamente hemos obtenido un resultado
que no admite ninguna duda: no se pueden aprisionar las ricas y ten­
sas relaciones entre estos dos valores en fórmulas tan ilimitadamente
simples como “libertad e igualdad son conciliables” o “libertad e
igualdad son inconciliables”. Hay muchas soluciones para nuestra
ecuación. Así, sólo nos queda el intento de reunir en un haz los dis­
tintos hilos que hemos ido tejiendo en nuestras reflexiones y pre­
guntarnos si se puede descubrir un principio general en nuestras
lucubraciones sobre la relación entre libertad e igualdad. ¿Exite
algún modelo adonde venga a concurrir con todas sus soluciones el
mutuo juego de libertad e igualdad? ¿O hay, por el contrario, efec­
tivamente, tantas respuestas a nuestra pregunta inicial como concep­
tos de libertad e igualdad pueden construirse y combinarse?
Me parece que en nuestras reflexiones se ha destacado clara­
mente un principio genérico, en el que puede manifestarse la relación
entre libertad e igualdad. Este principio afirma que la igualdad es
siempre una condición de la posibilidad de la libertad en el caso de
referirse al rango de la existencia humana, pero que, por el contrario,

25 D. R ie s m a n : Op. cit., pág. 373.


23
354 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

representa una amenaza de la oportunidad de la libertad cuando se


refiere a los modos de existencia humana. Sólo en el campo de los
datos de la existencia humana queda la igualdad indeterminada en
su relación con la libertad a no ser que, con visión antropológica, se
quiera considerar la presencia de los datos mismos como una ame­
naza constitucional de la libertad. Este “modelo”, obtenido como re­
sultado de nuestras reflexiones, reproduce, pues, para la sociedad
aquella relación múltiple y, sin embargo, controlable, de igualdad y
libertad, que hemos descubierto como algo característico de la na­
turaleza humana.
En el campo de la naturaleza humana, así como en el de la socie­
dad, existen ciertos datos, que se hallan fuera de la evolución de con­
figuración histórica o de la acción espontánea individual. La natura­
leza somática del hombre, lo mismo que la estructura estratificada
de la sociedad, son constantes susceptibles de dar paso, tanto a la
libertad como a la falta de libertad. Incluso podemos dar un paso
más y afirmar que la idea de libertad en la sociedad sólo resulta ló­
gica una vez que hayamos establecido los datos de la naturaleza
humana y de la sociedad; la libertad es siempre una libertad dentro
de los límites trazados por estos datos. El hombre solamente puede
auto-realizarse como aquello que es, es decir, con o por su propia
nataraleza humana, con o por las condiciones previamente dadas de
toda sociedad humana. Pero para que todos los hombres tengan la
oportunidad de la libertad es condición previa necesaria la igualdad
del rango natural y social de la existencia humana. Dondequiera que
la igualdad suponga igualdad de rango, es ilimitadamente conciliable
con la (posibilidad de la) libertad. Con respecto a la naturaleza hu­
mana hemos de suponer que la igualdad de rango de todos es como
una constante de la Historia; con respecto a la sociedad, en cambio,
la igualdad de rango es un triunfo histórico. Solamente gracias a la
generalización del “status civil” se ha procurado también la oportu­
nidad de la libertad a aquellos que están peor situados en la escala
jerárquica de la diferenciación social. Desde luego, la igualdad del
status civil es en un aspecto sólo condición necesaria, y no ya sufi­
ciente, de la libertad de todos. Donde falta resulta imposible en cual­
quier sentido la libertad general; mas si está presente, solamente
crea la libertad problemática de la posibilidad de auto-realización
humana. La libertad en un sentido asertivo, la realidad del libre
auto-desarrollo, necesita, junto a la igualdad del status civil, de
otras condiciones complementarias.
El concepto de libertad tiene su sitio propio en la determinación
de los modos de existencia humana. El hombre existe en el modo
EL F U T U R O D E LA L IB E R T A D

del ser libre, si dentro del marco de los datos de su existencia <«e
realiza a sí mismo, sin estar sujeto ni obedecer a fines y coacciones
ajenas. De ahí se sigue que toda igualdad que persiga la nivelación
o uniformización de los modos de existir humanos no puede armo­
nizarse con la oportunidad de la libertad. En este sentido, hemos
señalado como una relación contradictoria la existente entre la li­
bertad e igualdad del status social con la libertad e igualdad del
carácter social. En los campos del status y carácter sociales son
condiciones necesarias para la posibilidad de la libertad la desigual­
dad, el pluralismo de las instituciones, la diferenciación de estratos
y la multiformidad de caracteres. Desde luego, también es válido
en este caso que la nivelación del status y la uniformidad de carác­
ter producen sin duda en cualquier aspecto la falta de libertad, pero
que la multiformidad y la desigualdad solamente fundamentan la
libertad problemática y no la asertiva. La realidad de la libre auto-
realización no es, ni positiva ni negativamente, función de la
igualdad. (
Si comparamos el resultado de nuestras reflexiones otra vez con
la teoría de Heimann, expuesta esquemáticamente en la introducción,
se descubre una dialéctica histórica de ideas políticas muy curiosa
(seguramente pretendida además por Heimann). Hemos visto que
Heimann lamenta el “fracaso” de dos movimientos políticos —los
denomina los “dos extremos de la autonomía racional”, pero quiero
prescindir aquí de esta designación— que “destruyeron la igualdad
al desarrollar la libertad” y “perdieron la libertad al conquistar a la
fuerza la igualdad”. Heimann exige frente a ésta situación la recon­
ciliación de libertad e igualdad en la democracia: “Libertad e igualdad
son las dos mitades de la democracia; la misma libertad es necesaria
para la democracia” “.
Los movimientos políticos raras veces alcanzan la meta que se
han propuesto. La práctica política posee sus propias leyes, en parte
más complicadas y en parte más sencillas, quedando reducidos a un
núcleo concreto y más basto, impretendido, en comparación con ellas,
los edificios ideológicos más detallados y matizados. Con esta limi­
tación puede defenderse la tesis de que el lugar histórico del libera­
lismo consistió en introducir la libertad, a cualquier precio, en el
mundo resistente e incómodo de la realidad social. Es seguramente
injusto achacar a los teóricos del liberalismo que rechazaban cual­
quier forma de igualdad; al menos la igualdad formal de capacidad
contractual, y con ello parte de la igualdad del status civil, tan criti-

26 O p. c it., pág. 2 1 5 .
356 S O C IE D A D Y L IB E R T A D

cada por Marx, es un elemento constante de la teoría liberal; pero


uno de los efectos políticos del pensamiento liberal consistió en crear
la libertad aun a costa de la igualdad. De ahí que la libertad liberal,
de facto, resultó ser muchas veces la libertad de unos pocos a costa
de muchos. Así queda como mérito histórico del liberalismo haber
procurado un peso y apoyo importantes a la pretensión de la libertad
a verse desembarazada de cualesquiera coacciones y limitaciones, en
particular de la arbitraria autoridad estatal. Aun cuando, por otra
parte, se entendía por los teóricos liberales que esta pretensión cons­
tituía un derecho general y natural, común a todos, “falló” el libera­
lismo al destruir, antes que fomentar, la igualdad del rango social de
todos, necesaria para imponer su tesis.
El lugar del socialismo, en cambio, en mirada histórica retros­
pectiva, se puede determinar al haber proporcionado peso real a la
igualdad del status civil, sin la cual no podía pasar de mera palabrería
la libertad de todos. El socialismo, sin duda alguna, era tan poco pu­
ramente igualatorio, como el liberalismo era puramente liberal; los
dos adversarios tradicionales en la arena política defendían también,
cada uno por su lado, una buena parte de las convicciones del otro.
Mas la efectividad real del socialismo se concentró principalmente en
aquel largo proceso de equiparación de las posiciones sociales, que
se inició con el status civil y saltó luego también al status y carácter
sociales. Y así es mérito histórico del socialismo haber dado posibi­
lidades reales a la libertad de todos, por vez primera en la historia,
gracias a la realización de la igualdad de rango de los hombres en
la sociedad. Por otra parte, y a pesar de los impulsos liberales exis­
tentes en su teoría, ha “fallado” el socialismo en cuanto que, atado
indisolublemente a la ley con que se presentó en la lucha política, no
supo distinguir el momento en que la igualdad de la posición social
se transforma de presupuesto en amenaza de la libertad.
El liberalismo y el socialismo, como ideas políticas constructivas,
han pasado hoy a la historia. El destino de los partidos políticos, que
se presentan encarnando estas ideas, demuestra igualmente que am­
bos no son ya otra cosa que restos de épocas pasadas. La nueva idea,
que se dispone a ocupar su lugar, podría ser descrita fórmalmente con
un término hegeliano como una síntesis, en la que son “asumidos”
el liberalismo y el socialismo, es decir, simultáneamente superados y
transformados en un nivel superior. En cuanto a su contenido, su
núcleo podría circunscribirse con la fórmula heimanniana antes citada
de la “igual libertad”, entendiéndola en el sentido de estas nuestras
reflexiones. Una política social-liberal contemporánea se dirige a la
conservación y profundización de aquella igualdad del status civil, que
EL FU TURO DE LA L IB E R T A D 357

posibilita la libertad de todos; pero por encima de ello es adversaria


decidida de cualquier nivelación y uniformización sociales y con ello
defensora entusiasta del pluralismo institucional, de la diferencia­
ción social y de la multiformidad humana en la libertad. Probable­
mente tampoco esta idea tendrá en la práctica política un destino me­
jor que sus antecesoras. La figura de la síntesis hegeliana es atrac­
tiva; pero este equilibrio tan atractivo de los extremos opuestos es
ajeno a la realidad. Así puede uno sospechar que también la concep­
ción social-liberal se verá reducida a su núcleo polómico. Y éste se
centra en la revitalización de las pretensiones de libertad humana
en la sociedad. La igualdad básica del status civil de todos no es hoy
en día ya una meta, sino un presupuesto indiscutible de la política.
De ahí que importe hoy, en primer lugar, volver a colocar en el cen­
tro de los programas políticos aquel fin por cuya causa se introdujo
primeramente el presupuesto del rango igual: la política social-libe­
ral ha de ser ante todo liberal, pues la libertad igual es sobre todo
libertad.

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