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La soberanía política en El Leviatán de Thomas Hobbes y su posible

anfibología

Saltapé, Nicolás Evaristo


Legajo: 99170/0
Materia: Filosofía Política

Profesora: Dra. Vera Waskman


Año de cursada: 2013

Licenciatura en Filosofía
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad Nacional de La Plata
2017

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Introducción

Nos proponemos indagar en torno a las relaciones internas de la categoría de soberanía en


el marco del proyecto político del Leviatán. El propósito de Hobbes radica en fundar un
nuevo concepto del soberano, configurado bajo la forma de un estado de seguridad. En éste,
la obediencia civil se erige como el valor más importante para la conservación del orden. Se
trata de una teoría del estado que superpone, en su delimitación teórica, la soberanía política
con el poder de policía. El devenir de dicha superposición implica, en primer lugar, identificar
ley con orden, recuperando una cierta interpretación del nōmos legado por la filosofía griega;
pero fundamentalmente, implica llevar a cabo una operación de reducción de la cultura a la
ley penal y de confiscación de la víctima en el proceso penal. En este sentido, si el
fundamento de la sociedad se ubica en la obediencia a la ley penal, merced la capacidad
intimidatoria del poder soberano. Entonces, la soberanía política tiene como núcleo
instituyente al poder punitivo.
Esto es claro en el planteamiento del Leviatán y, sin embargo, debe ser matizado. En
primer lugar intentaremos exponer las consecuencias de volver indistinguibles soberanía
política y poder punitivo. En segundo lugar, intentaremos mostrar que en los límites de ésta
caracterización de la soberanía, hallamos la expresión de una serie de elementos tuitivos i que
arremeten contra el poder de policía y pueden interpretarse como instancias de amparo de los
súbditos constitutivas del poder jurídico.
Lo interesante es ver la posibilidad de interpretar la soberanía hobbesiana más allá de una
concepción del Estado como aparato de poder monolítico y edificado verticalmente. Al decir
de Alejandro Kaufman, pensar en la distancia entre la institución política y el dispositivo: “Si la
institución es herencia del poder entendido como verticalidad edificante, susceptible de demolición y caída,
el dispositivo instaura la condición del poder como red, interrelaciones sin puntos de referencia altos o
bajos… (Kaufman A., 2013: 233) Diremos, entonces, que lo político se configura en una serie de
dispositivos que no coinciden con el Estado como organización vertical y absoluta del poder,
el Estado sedimentado en la institucionalidad estatal; sino que lo abarcan, dispersando sus
lógicas de funcionamiento internas en un campo de fuerzas más amplio.
Volviendo al Leviatán, hallamos el intento de codificar la soberanía bajo el modelo de un
poder instituyente, totalizante, supremo. En el sentido de constituirse en fundamento
trascendental de orden jurídico. En este punto, la soberanía adquiere un carácter
explícitamente absolutista. Y junto con este carácter, una de sus implicaciones más relevantes

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y actuales del punitivismo: la confiscación de la víctima. Pues si la función del Estado
consiste en imponer sus fines al conjunto de sus súbditos por medio de la amenaza del
castigo, entonces el mismísimo supuesto sociológico que sustenta al poder punitivo -a saber,
el delito-
...pierde su esencia de conflicto en el que se lesionan los derechos de las personas, para reducirse
a una infracción formal o lesiva de un único derecho subjetivo del estado a exigir obediencia [...] De
este modo, la lógica de disuasión intimidatoria presupone una clara utilización de la persona como
medio o instrumento empleado por el estado para sus fines propios: la persona humana desaparece,
reducida a un medio al servicio de los fines estatales. (Zaffaroni, Slokar, Alagia, 2002: 59)

Hasta aquí, el esbozo de nuestra consideración de la soberanía política en la clave de su


identificación con la ley penal.
Sobre este pliegue conceptual habremos de trabajar, en el intento de señalar los elementos que
resisten a la soberanía punitiva de Thomas Hobbes en el seno de su propia codificación, que
desbordan su esquema conceptual y fundan la posibilidad de pensar nuevas formas de
agenciamiento de las soberanías.

Desarrollo

Hablemos de la categoría de soberanía en el Leviatán de Thomas Hobbes. La misma se


instituye, para Hobbes, mediante la transferencia contractual de los individuos de su derecho a
gobernarse a sí mismos, en un pacto por el cual este derecho es cedido por todos y cada uno
de los contratantes al representante soberano. En aras a la conservación de la propia vida y en
el afán de evacuar la situación de guerra perpetua que implica el estado de naturaleza, los
individuos acceden a la obediencia a un representante común que detenta la soberanía
(Hobbes, 2001: 137).
La soberanía en este marco responde a una situación de emergencia. Aunque las leyes de
la naturaleza señalen como preceptos de la razón la búsqueda de la paz y la equidad, las
personas son inclinadas por sus pasiones a una situación de guerra y competencia de todos
contra todos. Siguiendo la letra del autor, “...el motivo y el fin por el cual se establece esta
renuncia y transferencia de derecho no es otro sino la seguridad de una persona humana, en
su vida, y en los modos de conservar ésta en forma que no sea gravosa.” (Hobbes, 2001: 109)
Como vemos, el valor supremo de la sociedad instituida de este modo consiste en la
seguridad. En su prosecución, los individuos se disponen a someterse a la obediencia de un
representante común, que “...en virtud de esa autoridad que se le confiere, por cada hombre
particular en el Estado posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es

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capaz de conformar las voluntades de todos ellos [los hombres] para la paz…” (Hobbes,
2001: 141. El destacado es nuestro.)
Si nos mantenemos dentro de este enfoque, la “soberanía por institución” encuentra su
propio límite allí donde Hobbes asegura que para la realización de cualquier pacto debe existir
un contexto jurídico –es decir, un poder común- que obligue su cumplimiento
Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al
hombre, en modo alguno. (Hobbes, 2201: 137)

La existencia del poder coercitivo común debe ser necesariamente previa a la


transferencia de derechos por mutuo contrato que, de acuerdo con el modelo de la soberanía
por Institución, debía fundarlaii. La soberanía, por lo tanto, y en cuanto principio jurídico,
deberá, o bien fundarse en un contexto jurídico previo –que en el esquema hobessiano se
configura necesariamente como poder coercitivo común-, o bien tener un origen extrajurídico,
que instituta el derecho sin necesidad de referir a ningún derecho anteriormente existente, en
cuyo caso sólo puede darse como institución por fuerza de ley y no por contrato, es decir,
como ocupación de la locación jurídica –respecto de la soberanía, ésta rige siempre sobre un
territorio determinado y del cual se dice que es soberana-.
…antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo e injusto, debe
existe un poder coercitivo común que compela a los hombres, igualmente, al cumplimiento de sus
pactos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que esperan del quebrantamiento
de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa propiedad que adquieren los hombres por
mutuo contrato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder no existe antes de
erigirse el Estado. (Hobbes, 2001: 118)

Estamos en presencia de una doble operación, de acuerdo con la cual, mientras la


soberanía se sustrae del ordenamiento jurídico para consolidarse como su fundamento. La
situación de emergencia que justificaba su institución, se aloja ahora en el seno mismo del
ordenamiento jurídico fundado. Toda emergencia es determinable sólo a partir de un
ordenamiento establecido que distinga lo normal de lo anormal. La situación de emergencia
de hecho se vuelve indiscernible respecto del derecho.
Por un lado, la soberanía por institución se presenta como una ficción: el poder soberano
debe ser previo al contrato. Por otro lado, la distinción entre una situación de emergencia de
hecho y una situación de derecho se vuelve igualmente indiscernible. La emergencia
reaparece en la estructura de la ley como excepción a la norma: sólo a partir de la decisión
jurídica –y por tanto soberana- sobre la excepción a la norma es posible determinar cuándo
estamos en presencia de una situación de emergencia. Del mismo modo en no es posible la
realización de un contrato sin la existencia previa de un poder soberano que dé fundamento y

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enfuerceiii el pacto en cuestión; tampoco es posible que un ordenamiento jurídico
determinado irrumpa a partir de una situación de emergencia si no es bajo la forma de la
institución extrajurídica. No sólo por el hecho evidente, observado por Hobbes, de que en el
estado natural de guerra de todos contra todos ningún pacto es posible entre los hombres iv;
sino por el hecho más complejo de que ninguna norma es aplicable a un caos.
El ordenamiento jurídico crea el propio espacio de su aplicación, como una zona de
indeterminación que no refiere al hecho ni al derecho, sino que articula ambos planos en el
mecanismo de la excepción. Ésta puede consistir en una situación decidida como anormal y
que ha de ser normalizada o en una decisión jurídica tomada más allá de toda ley que instituye
como legal un determinado ordenamiento jurídico
en Hobbes el estado de naturaleza sobrevive en la persona del soberano, que es el único que
conserva su ius contra omnes natural. La soberanía se presenta, pues, como una incorporación del
estado de naturaleza en la sociedad o, si se prefiere, como un umbral de indiferencia entre naturaleza
y cultura, entre violencia y ley, y es propiamente esta indistinción la que constituye la violencia
soberana específica. El estado de naturaleza, por eso mismo, no es auténticamente exterior al nōmos,
sino que lo contiene en la virtualidad de éste […] La exterioridad –el derecho de naturaleza y el
principio de conservación de la propia vida- es en verdad el núcleo más íntimo del sistema político,
del que éste vive, en el mismo sentido en que, según Schmitt, la regla vive de la excepción.
(Agamben, 1998: 51-52)

Disuelta la frontera que delimita el estado natural como cuestión de hecho y la institución
de un gobierno soberano como cuestión de derecho, resulta difícil sostener la sumisión
voluntaria a la autoridad soberana como principio del Estado. La soberanía, al contrario,
parece adoptar en todos sus casos la forma de soberanía por adquisición.
La situación de guerra de todos contra todos que justificaba la asunción de un poder
coercitivo común –aquel afamado Leviatán, dios mortal entre los hombres - se presenta ahora
como el núcleo instituyente del poder soberano bajo la forma de la excepción. Lejos de verse
evacuada, la situación de emergencia de hecho permanece en el seno del orden jurídico en la
propia figura del Soberano que, en el mismo acto mediante el cual da origen a la ley, se
sustrae de la misma.
Al considerar, por un lado, que el fin que guiaba a los hombres al momento de la
institución de la soberanía consistía en la interrupción del supuesto estado de guerra de todos
contra todos y, por otro lado, que dicha situación de emergencia reaparece ahora en el seno de
la soberanía. Entonces no es posible observar en qué medida, mediante la sumisión a un
poder punitivo común, los hombres pudiesen ver garantizada su seguridad y sus medios de
subsistencia.
El medio del que dispone el Soberano para obligar a sus súbditos al cumplimiento de su

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mandato no es otro que la pena frente a la transgresión de la ley.
LEY CIVIL es, para cada súbdito, aquellas reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por
escrito o con otros signos suficientes de la voluntad, para que las utilice en distinguir lo justo de lo
injusto, es decir, para establecer lo que es y lo que no es contrario a la ley. (Hobbes, 2001: 217)

El Soberano “…no está sujeto a las leyes civiles, ya que teniendo el poder para hacer y
revocar las leyes, puede, cuando guste, liberarse de esa ejecución…” (Hobbes, 2001: 218).
En esta concepción absolutista del Estado, el Soberano reserva para sí y al mismo tiempo los
derechos de judicatura, legislación y punición.
El soberano no decide sobre lo lícito y lo ilícito, sino sobre la implicación originaria de la vida
en la esfera del derecho, o, en las palabras mismas de Schmitt, sobre <la estructuración normal de las
relaciones de vida>, de que la ley tiene necesidad. La decisión no se refiere ni a una quaestio iuris ni
a una quaestio facti sino a la propia relación entre el derecho y el hecho. (Agamben, 1998: 40)

En vistas a la autoridad soberana de abrogar cualquieras leyes no le resulten convenientes


y de acuerdo con el hecho de que “…donde no existe una castigo determinado por la ley,
cualquier penalidad que se inflija tiene la naturaleza de castigo.” (Hobbes, 2001: 256),
podemos afirmar que la pena no persigue otro objetivo que no sea el de garantizar la
obediencia que la persona del soberano reclama en virtud de su derecho subjetivo. La pena
parece proteger este único derecho: el de la persona soberana a la obediencia de sus súbditos.
Nos encontramos con una de las primeras formulaciones de una teoría positiva de la pena,
que asigna al poder punitivo una función útil para la sociedad. En este caso, se propone la
obediencia a la decisión soberana y la amenaza del castigo como medios de preservación de la
paz social. Lo que tiene lugar en el Leviatán es una legitimación del poder punitivo basada en
una teoría de prevención general negativa (Zaffaroni, Slokar, Alagia, 2002: 57).
Efectivamente, el objetivo explícito de la pena en el esquema hobbesiano consiste en obtener,
mediante su implementación, la disuasión de los que aún no delinquieron y pueden sentirse
tentados a hacerlo:
UNA PENA es un daño infligido por la autoridad pública sobre alguien que ha hecho u omitido
lo que se juzga por la misma autoridad como una transgresión a la ley, con el fin de que la voluntad
de los hombres pueda quedar, de este modo, mejor dispuesta para la obediencia.(Hobbes, 2001: 254)

Algunas líneas más adelante, la función de prevención general se hace explícita cuando el
autor, en referencia a la magnitud de la pena, afirma:
En efecto, es consustancial a la pena tener como fin la disposición de los hombres a obedecer la
ley, fin que (si [la pena] es menor que el beneficio de la transgresión) no se alcanza; antes bien, se
aleja uno en sentido contrario. (Hobbes, 2001: 256)

El Estado hobbesiano toma a partir de esta definición la forma de un estado de policía, en la


medida en que su capacidad punitiva se ejerce con el fin de garantizar la obediencia a la

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voluntad del Soberano. Este es el sentido que atribuyen Zaffaroni, Slokar y Alogia: “Por su
etimología, policía significa administración o gobierno, de modo que el estado de policía es el que se
rige por las decisiones del gobernante.” (2002: 41) El objetivo de la pena, y del Estado, pues
sobre la capacidad punitiva del poder soberano se funda el mismo, no es otro que administrar
las decisiones del Soberano y garantizar su cumplimiento efectivov.
En este sentido, en el modelo del poder punitivo, el único derecho que el Estado protege
es aquel que el Soberano conserva en relación a la obediencia de sus súbditos. Nos
encontramos frente a una de las consecuencias del ejercicio punitivo: la confiscación de la
víctima (Zaffaroni, Slokar, Alagia, 2002: 37-38. Zaffaroni, 2011: § 3). En efecto, el objetivo
de la ley penal en este modelo no consiste en la protección de los derechos de los individuos,
sino en los derechos de un único ente abstracto –el poder soberano-, que es además quien
determina y ordena el límite de las conductas jurídicas.
El Estado de este modo constituido, no busca la solución de los conflictos entre los
individuos ni vela por los derechos de la víctima del delito; puja más bien por la supresión del
conflicto merced la sumisión a la autoridad. Siguiendo al jurista Raúl Eugenio Zaffaroni,
podemos afirmar que el poder punitivo surge allí donde el Soberano afirma, frente a la
víctima de una injuria cualquiera, “el lesionado soy yo”, apartando a aquél que ha recibido el
daño y excluyendo de este modo a la parte perjudicada de la estructura jurídica del delito
(Idem).
La reducción de la soberanía política al poder punitivo deja entrever que el Soberano no
vela por la seguridad y el bienestar de sus súbditos, sino tan sólo por el respeto al
ordenamiento jurídico que él mismo impone. Pues el ejercicio del poder del que dispone no es
capaz de restituir ni reparar el daño causado a la víctima de la injuria, excluida por definición
del modelo punitivo. El propio autor acuerda con lo dicho en este punto cuando afirma, por
ejemplo, que “…el robo y la violencia son injurias hechas a la personalidad del Estado.”
(Hobbes, 2001: 123)
Si extremásemos esta hipótesis, iríamos camino a una identificación total de ley penal y
cultura, que supone que no se comenten delitos únicamente por el efecto disuasorio del poder
punitivo. Todavía más, supedita el conjunto de las relaciones sociales al único valor de la
obediencia a la decisión soberana –de cuya arbitrariedad hemos hablado suficientemente-. De
este modo, de acuerdo a las afirmaciones que realizábamos en la “Introducción” al presente
trabajo, podríamos afirmar que el ejercicio del poder punitivo, la pena como estructura de la
disuasión, “…hace perder al delito su esencia de lesión jurídica, para convertirlo en un
síntoma de enemistad con la cultura que el estado quiere homogeneizar o con la moral que

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quiere imponer.” (Zaffaroni, Slokar, Alagia, 2002: 60).
Lo que decimos queda expresado en la siguiente sentencia: “La finalidad de la pena no es
la venganza sino el terror” (Hobbes, 2001: 256). El objetivo de la pena no es vindicativo ni
reparatorio, sino que tiene como fin la intimidación. No persigue la venganza ni la descarga
de la ira, sino el propósito de corregir al ofensor y a los demás, estableciendo un castigo
ejemplificador (Hobbes, 2001: 286).
Lejos de proteger el interés y bienestar de quienes son sometidos a su autoridad, el poder
soberano procura para Hobbes únicamente homogeneizar y disciplinar la sociedad en torno a
su decisión: normalizar al conjunto social. Los derechos de los súbditos, por su parte, se
encuentran confiscados por esta decisión, que los excluye de la estructura jurídica del delito.
La excepcionalidad inscripta en la estructura misma de la ley rige ahora como ordenamiento
normal. Fundada en la inapelabilidad de la Razón Soberana o Razón Supremavi, crea mediante
la sujeción jurídica el cuerpo sobre el cual se aplica, normalizando el territorio y el régimen de
lo posible en su interior. Mediante la aplicación de la pena, inscribe la culpabilidad en los
cuerpos, estigma cuya imposición no es la consecuencia de una serie de acciones libres y
calculables, sino que recae como destino merced la arbitrariedad del poder y su necesidad de
conservarse a sí mismo.

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Hasta aquí, las consideraciones en torno a la indistinción entre soberanía y poder punitivo.
Durante la “Introducción” nos referíamos a una cierta anfibología de la concepción
hobessiana del poder soberano. Encontramos presentes en la obra de Hobbes una serie de
elementos tuitivos, que no sólo difieren del poder punitivo sino que lo contrarrestan,
generando un pliegue conceptual precisamente allí donde el autor pretendía hallar el
paradigma de la soberanía.
Hemos de destacar, en primer lugar, las funciones de la ley positiva, que aparecerán en
este punto bajo una luz distinta de aquella que hasta aquí ha revelado nuestro análisis. Si la
ley, como dijimos, en la medida en que expresa de la voluntad absoluta del Soberano, era
considerada como decisión sobre la excepción; la ley penal positiva aparece ahora como un
mecanismo de amparo de los súbditos frente a la amenaza o intimidación incalculable del
poder punitivo. Efectivamente, respecto de las controversias entre el Soberano y sus súbditos,
la letra de Hobbes dicta lo que sigue:
Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acerca de una deuda, o del derecho de
poseer tierras o bienes, o acerca de cualquier servicio requerido de sus manos, o respecto a
cualquiera penal corporal o pecuniaria fundada en una ley precedente, el súbdito tiene la misma
libertad para defender su derecho como si su antagonista fuera otro súbdito, y puede realizar esa
defensa ante los jueces designados por el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud de una
ley anterior y no en virtud de su poder, con lo cual declara que no requiere más si no lo que, según
dicha ley, aparece como debido. La defensa, por consiguiente, no es contraria a la voluntad del
soberano, y por tanto el súbdito tiene la libertad de exigir que su causa sea oída y sentenciada de
acuerdo con esa ley. (2001: 179-180)

Frente a la arbitrariedad de la decisión soberana, el derecho positivo o la ley escrita se


constituyen como instancias de cristalización de un sentido literal de la norma, que aunque no
está exento de la labor exegética propia del Soberano vii, impone un margen de previsibilidad a
la aplicación de la ley. Margen que convierte a la misma en una sentencia calculable dentro de
los límites de la racionalidad. Aunque esta constricción no impida a la persona soberana
sustraerse a la ley positiva, en virtud de que “…si demanda o toma cualquier cosa bajo el
pretexto de su poder, no existe, en este caso, acción de ley…” (Hobbes, 2001: 180)
Amén de las salvedades realizadas, podemos observar que el tratamiento de la ley positiva
realizado por el autor, reserva para ésta la función de amparo de los súbditos frente a la
inapelabilidad del poder soberano. El modelo de ley penal delimitado por Hobbes expresa, en
este punto, un elemento que arremete contra el poder punitivo, limitando la discrecionalidad
de la voluntad soberana y constituyéndose como una instancia de protección de los individuos
frente al estado de policía.
La obediencia debida a la persona soberana no podrá alcanzar cualquier límite que ésta

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pretenda, sino que deberá detenerse allí donde la ley positiva estipule una obligación
determinada y aceptada por las partes implicadas (recordamos que de acuerdo al modelo de la
soberanía por adquisición, el pacto es realizado siempre entre el Soberano y cada uno de sus
súbditos). En este carácter anfibológico de la ley penal se expresa una verdad histórica. De
hecho se exprese quizás la historicidad que define al derecho. En este sentido, creemos,
pueden interpretarse las consideraciones benjaminianas entre violencia y derecho:

…la intervención del derecho provocada por la vulneración de una ley no conocida ni escrita es,
a diferencia del castigo, una «expiación» precisamente. […] De este espíritu, el propio del derecho,
ofrece testimonio todavía el principio moderno de que el desconocimiento de la ley no libra del
castigo, debiéndose entender también la lucha por el derecho escrito en los primeros tiempos de la
antigua política como una rebelión contra el espíritu de las leyes del mito. (2007, II/1: 201-202. El
subrayado es nuestro)

La paradoja abierta en la consideración de la ley positiva y, específicamente, la ley penal


positiva como recurso de amparo de los súbditos frente al Soberano es expresada por el
mismo Hobbes. En ocasión del análisis de la pena el autor afirma:
…si una pena está determinada y prescrita en la ley misma, y, después de cometido el delito, se
inflige un castigo mayor, el excedente no es castigo, sino acto de hostilidad. Si se tiene en cuenta que
la finalidad de la pena no es la venganza sino el terror, y el terror de una condena considerable,
desconocida, queda eliminada por la declaración de una menor, la adición inesperada no es parte de
la pena. (2001: 256)

Ahora bien, precisamente lo que define al terror es que consiste en un temor tal que no
puede ser determinado el por qué o el cómo del mismo (Hobbes, 2001: 45). La calculabilidad
atribuida a la pena en el pasaje transliterado mantiene una relación paradójica con el terror
que la misma debería generar. Esta paradoja testimonia el carácter anfibológico de la ley
penal que venimos destacando. De lo que se trata, efectivamente, es de evitar caer en el error
de identificar, sin mediaciones ni matices, al conjunto de las agencias penales con el poder
punitivo. De hecho, el carácter tuitivo de la ley penal que hemos intentado destacar coincide, a
grueso modo, con aquella función que el Doctor Raúl Zaffaroni atribuye a las agencias
jurídicas y que consiste en decidir “…limitando y conteniendo las manifestaciones del poder
propias del estado de policía…” (2002: 52).
Por otra parte, en opinión de Hobbes las leyes humanas positivas pueden ser tanto leyes
penales como leyes distributivas. Mientras que las primeras legislan respecto de lo permitido
y lo prohibido por la voluntad soberana, las segundas se ocupan de determinar los derechos
de los súbditos:
Son distributivas las que determinan los derechos de los súbditos, declarando a cada hombre en
virtud de qué adquiere y mantiene su propiedad sobre las tierras o bienes, y su derecho o libertad de
acción… (Hobbes, 2001: 233)

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En este punto, debemos considerar la distinción efectuada por el propio autor entre ley y
derecho: “…derecho es libertad; concretamente, aquella libertad que la ley civil nos deja.
Pero la ley civil es una obligación, y nos arrebata la libertad que nos dio la ley de
naturaleza.” (2001: 237)viii. Mientras afirma que la función de la ley civil no es otra que
limitar la libertad de los hombres, es decir, su derecho; Hobbes sostiene que la función
específica de las leyes distributivas, consideradas parte de las civiles, es precisamente
determinar dichos derechos. Nuevamente, postulamos como hipótesis auxiliar a esta paradoja
el carácter anfibológico del principio de Estado hobbesiano, expresado, esta vez, en cuanto
concierne a las ley distributiva. La función específica de ésta consiste en que “…distribuye a
cada uno lo que le es propio: ésta es, en efecto, distribución justa, y puede denominarse
(aunque impropiamente) justicia distributiva, y, con propiedad mayor, equidad, la cual es
una ley de naturaleza…” (Hobbes, 2001: 124)
Ahora bien, ¿en qué medida es posible hablar de una “distribución justa” sino es
reintroduciendo en el paradigma de la soberanía la estructura trascendente de la ley natural de
equidad? Las leyes de la naturaleza, en el marco de la teoría hobbesiana del Estado,
representan las instancias trascendentes merced las cuales la Razón Soberana justifica el
ordenamiento jurídico instituido. Lo que es más, en la medida en que la interpretación de las
mismas depende de la persona soberana. En un sentido, “…para establecer lo que es la
equidad […] hay necesidad de ordenanzas del poder soberano” (2001: 219), en el sentido
inverso, “…se supone siempre que la intención del legislador es la equidad […] si el texto de
la ley no autoriza plenamente una sentencia razonable, debe suplirle con la ley de
naturaleza…” (2001: 230). Inmersa en esta circularidad, la causa final de la voluntad
soberana coincide con la realización de la ley de naturaleza:
La interpretación de la ley de naturaleza es la sentencia del juez, constituido por la ley soberana
para oír y fallar las controversias que de él depende; y consiste en la aplicación de la ley al caso
debatido. En efecto, en el acto del juicio, el juez no hace otra cosa sino considerar si la demanda de
las partes está de acuerdo con la razón natural y con la equidad; y la sentencia que da es, por
consiguiente, la interpretación de la ley de naturaleza, interpretación auténtica no porque es su
sentencia privada, sino porque la da por autorización del soberano… (Hobbes, 2001: 227)

Al igual que las leyes positivas, las leyes de naturaleza requieren del enforzamiento
soberano para regir como tales, pues por fuera del poder civil subsisten tan sólo como
cualidades o maneras que disponen a los hombres a salir del estado de guerra de todos contra
todos. Todo parece indicar que si prosiguiésemos en esta línea de análisis no podríamos más
que repetir la operación de acuerdo con la cual el único derecho que subsiste en el marco de la
soberanía hobbesiana es aquel derecho subjetivo del Soberano que demanda la obediencia de

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sus súbditos. Pues, en este punto, si consideramos que la ley de naturaleza se convierte en la
causa final que ordena la decisión soberana, entonces rige como destino natural para los
hombres, homogeneizando el cuerpo biopolítico en torno a una única esencia trascedente: el
Soberano.
Sin embargo, afirmábamos la existencia de una anfibología conceptual implícita en la
función que Hobbes atribuye a las leyes distributivas. Para dar cuenta de la misma, deberemos
retroceder algunos pasos. Sosteníamos que la soberanía tomaba en todos sus casos la forma
de la soberanía por adquisición. Nos preguntamos entonces, ¿cuál es el sentido que puede
atribuirse al contrato, una vez que percibimos que éste tiene su origen siempre en la violencia
que corona la forma de la Soberanía? Frente a la amenaza de muerte que representa la
ocupación soberana de la locación jurídica, la forma del pacto y la sumisión a quien tiene
poder, puede presentarse como la forma de los derechos conquistados frente al Poder
Soberano. En efecto, la estructura de la soberanía por adquisición responde al interés del
poder o la violencia instituyente por la sanción de una paz posterior a la victoria que garantice
las relaciones jurídicas creadas. “No es, pues, la victoria la que da derecho de dominio sobre
el vencido, sino su propio pacto.” (Hobbes, 2001: 165)
¿Qué tipo de agenciamiento encontramos en la instancia del contrato? Una vez que
tenemos presente el hecho de que la institución del ordenamiento jurídico no es efecto de la
vinculación entre individuos libres y autónomos, sino, por el contrario, es siempre efecto del
ejercicio de una violencia performativa, ¿cómo es posible explicar el acontecimiento del
pacto? ¿Cómo su necesidad a priori (Benjamin, 2007: 189. 1995: 38)? El contrato puede ser
pensando, específicamente, como la instancia de cristalización de las relaciones de fuerza o
poder al momento de la institución de la Soberanía. En la necesidad de la sanción de una
«paz» jurídica, el derecho revela su interés por la preservación del individuo humano. En el
umbral que representa el contrato lo que se pone en juego es, precisamente, el valor de la
«vida humana». Es éste, por lo tanto, el umbral biopolítico que distingue bios y zoe, vida
política o biopolítica y vida desnuda, cuya característica sea quizá su disponibilidad respecto
del derecho. En este sentido, las siguiente palabras de Walter Benjamin son muy importantes:
…en el espacio de su ámbito, la delimitación acometida por la «paz» respecto a todas las
guerras de la era mítica viene a ser el fenómeno primordial de la violencia instauradora de derecho.
Con toda claridad se muestra en ella que el poder ha de ser garantizado por toda violencia
instauradora de derecho, y esto en mayor medida que la excesiva obtención de propiedades. Donde
se ponen límites, el rival no es aniquilado, sino que se le concede algún derecho aunque el vencedor
tenga más fuerza. Se trata por tanto de derechos «iguales» de una manera demoníaco-equívoca, pues
para las dos partes contratantes hay una línea que no se puede atravesar. Aquí se presente de una
forma terriblemente originaria esa misma mítica ambigüedad de las leyes que no se puede

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«transgredir» de la que Anatole France habla en tono satírico cuando dice que las leyes prohíben por
igual a pobres y ricos dormir bajo un puente. (2007, II/1: 201)

Si el ejercicio del Poder Soberano debe detenerse como poder de muerte frente a la
necesidad de la «paz» jurídica, el umbral al que nos referimos se convierte en una frontera en
disputa. En ella, no se juega otra cosa que el valor de la «vida humana». Esta frontera
constituye el pliegue en el que poder soberano y biopoder encuentran finalmente su
articulación, donde el valor fundamental de la política occidental moderna se convierte en la
«vida». De allí, la necesidad de que el Soberano vele por el bienestar de sus súbditos y de que
disponga de la distribución de los bienes materiales necesarios para la subsistencia del Estado
y del conjunto de los individuos que lo conforman.
La misión del soberano (sea un monarca o una asamblea) consiste en el fin para el cual fue
investido con el soberano poder, que no es otro sino el de procurar la seguridad del pueblo […] Pero
por seguridad no se entiende aquí una simple conservación de la vida, sino también de todas las
excelencias que el hombre puede adquirir para sí mismo por medio de una actividad legal, sin
peligro ni daño para el Estado. (Hobbes, 2001: 275)

El contrato, como instancia de emergencia de la soberanía se configura, en síntesis, como


la frontera que delimita la separación entre bíos y zōê. Y en la medida en que la sanción
jurídica se funda en la desigualdad implícita en la violencia instituyente, la misma imposición
del ordenamiento se transforma en el espacio de la disputa política por el derecho a una «vida
plena». Creemos, entonces, que es posible encontrar en el paradigma de las leyes distributivas
un espacio de disputa abierto en torno a los derechos de los sujetos sometidos al poder
soberano, frontera en la que se pone en juego el sentido de la bíos, de la vida política.

Detengámonos una vez más en la caracterización de la ley distributiva. Observamos que


la distribución –que el propio Hobbes identifica con el griego nōmos (Hobbes, 2001: 203)-
toma la forma de la ley sobre lo tuyo (teum) y lo mío (meum). Ahora bien, si afirmábamos
anteriormente que, debido a la reducción punitiva de la soberanía, el único derecho que
sobrevive a la delimitación hobbesiana es el derecho del Soberano, concretamente, el de la
persona soberana. ¿Dónde radica la necesidad merced la cual la distribución toma la forma
consignada? ¿Qué nos indica el posesivo en segunda persona?
Si el estado de naturaleza reaparece en el seno del orden jurídico y, lo que es más,
constituye su propio fundamento bajo la forma de la excepción; lo hace tanto en el derecho a
todas las cosas instituido en la persona soberana, como en aquellos derechos que los súbditos
no pueden transferir mediante pacto, es decir, los que surgen de la conservación de la vida.
Precisamente, dicha ambigüedad en el fundamento jurídico, resuelta siempre en el ejercicio de

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la violencia creadora de derecho, lo que es lo mismo, en la imposición de fines jurídicos sobre
la vida de los súbditos, encuentra una expresión típica en las leyes distributivas. Pues en éstas,
allende la operación de homogeneización teleológica del cuerpo social, el poder soberano
manifiesta su necesidad de un Otro que lo fundamente. De la mentada segunda persona.
Respecto de la cual el Soberano ha de legislar y sancionar destino con fuerza de ley.

Siguiendo a Giorgio Agamben, la propuesta que aquí realizamos no podría correr otra
suerte que caer en la aporía específica de las democracias modernas. Las cuales, en su afán de
reivindicar la «vida» (bíos) como el espacio de configuración de la política, no hacen sino “…
aventurar la libertad y la felicidad de los hombres en el lugar mismo –la <nuda vida>- que
sellaba su servidumbre…” (Agamben, 1998: 19) Sin embargo, desde el punto de vista
jurídico-político, partiendo de la servidumbre como de un acontecimiento que se deriva de la
estructura de la soberanía por adquisición, la instancia de la ley distributiva se convierte en el
margen desde y en el cual tiene lugar la resistencia a la imposición soberana. Se inaugura, de
este modo, un nuevo espacio para el Derecho. Partir de la soberanía por adquisición implica
considerar al poder punitivo como un hecho extrajurídico, que de acuerdo al paradigma de la
obediencia y la función de la pena, no busca sino reafirmar un único de derecho posible: el
suyo propio. Frente a este acontecimiento, la ley distributiva (y la forma del contrato que la
establece) puede ser entendida como el espacio de disputa y de conquista de los derechos
sociales y políticos elementales. En otras palabras, el espacio de la inclusión de los hombres
en la vida política: la bíos. Quienes aceptan la sumisión a la persona soberana no pujan tan
sólo por la mera supervivencia, sino además por la preservación de su derecho a una «vida
plena». Es esta anfibología del instituto del contrato aquella que podemos ver explotada en la
propuesta jurídica del ya mencionado Dr. Raúl E. Zaffaroni, cuando plantea reconstruir el
derecho penal
…sobre un modelo muy semejante al derecho humanitario, partiendo de una teoría negativa de
toda función manifiesta del poder punitivo y agnóstica respecto de su función latente: la pena (y todo
el poder punitivo) es un hecho de poder que el poder de los juristas puede limitar y contener…
(2002: 52-53)

Al igual que en el caso del Derecho Humanitaria Internacional, el Derecho Penal, en la


propuesta del Dr. Zaffaroni, se constituye como una instancia de amparo frente al avance de
un poder extrajurídico. En un caso, el poder ejercicio durante la guerra, en el otro, el poder
punitivo que instituye la soberanía. Creemos que este modelo puede contribuir a postular un
nuevo rol del Derecho, que tienda a la realización de un paradigma de Justicia Restitutiva. De

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lo que se trata, parafraseando a Walter Benjamin, es de salvar la esclavitud de las condiciones
de vida pasadas (1995: 60).

Conclusión

A modo de conclusión, quisiéramos volver sobre un problema que, aunque señalamos a


lo largo del trabajo, no hemos terminado de salvar. Afirmábamos que los elementos tuitivos
presentes en el desarrollo del tratado hobbesiano no eran otra cosa que la expresión de las
tensiones propias del campo de agenciamiento de la soberanía. En este sentido, sosteníamos
que la pretensión del autor de fundar la soberanía política sobre la base del poder punitivo
redundaba en la aparición de una serie de elementos de amparo frente a dicho poder.
Quisiéramos aclarar que los elementos tuitivos que hemos señalado no se configuran como
agenciamientos externos a la codificación hobbesiana de la soberanía, sino que pertenecen
intrínsecamente a dicha codificación. Efectivamente, la soberanía no es sino el efecto de la
tensión propia de su campo de agenciamiento. Sólo a partir de la emergencia de la forma
punitiva del poder soberano, se delimitan y emergen los elementos tuitivos que lo
contrarrestan, sus líneas de fuga o puntos de desterritorialización. Del mismo modo, si el
poder punitivo se presenta a sí mismo como una sustancia homogénea, en su afán de subsumir
bajo su lógica todo agenciamiento soberano posible, encuentra su posibilidad de delimitación
tan sólo a partir de los elementos que lo contienen.
Detengámonos una vez más en la caracterización de la ley distributiva. Observamos que
la distribución –que el propio Hobbes identifica con el griego nōmos (Hobbes, 2001: 203)-
toma la forma de la ley sobre lo tuyo (teum) y lo mío (meum). Ahora bien, si afirmábamos
anteriormente que, debido a la reducción punitiva de la soberanía, el único derecho que
sobrevive a la delimitación hobbesiana es el derecho del Soberano, concretamente, el de la
persona soberana. ¿Dónde radica la necesidad merced la cual la distribución toma la forma
consignada? ¿Qué nos indica el posesivo en segunda persona?
Si el estado de naturaleza reaparece en el seno del orden jurídico y, lo que es más,
constituye su propio fundamento bajo la forma de la excepción; lo hace tanto en el derecho a
todas las cosas instituido en la persona soberana, como en aquellos derechos que los súbditos
no pueden transferir mediante pacto, es decir, los que surgen de la conservación de la vida.
Precisamente, dicha ambigüedad en el fundamento jurídico, resuelta siempre en el ejercicio de
la violencia creadora de derecho, lo que es lo mismo, en la imposición de fines jurídicos sobre
la vida de los súbditos, encuentra una expresión típica en las leyes distributivas. Pues en éstas,

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allende la operación de homogeneización teleológica del cuerpo social, el poder soberano
manifiesta su necesidad de un Otro que lo fundamente. De la mentada segunda persona.
Respecto de la cual el Soberano ha de legislar y sancionar destino con fuerza de ley.
La transcendencia, finalmente, no es otra cosa sino un ir-hacia-otro Y aunque desde un
punto de vista ontológico, el derecho tuyo y mío remitan a una sustancia común. Es decir,
aunque estemos en presencia de una homologación de la segunda a la primera persona, de
acuerdo con la cual la estructuración normal de las relaciones de vida, el nómos, pone en
marcha una homogeneización del cuerpo biopolítico. Desde un punto de vista político, la
segunda persona a la que nos referimos se presenta como el horizonte trascendental de la
decisión soberana. De una parte, el espacio hacia el que proyecta su intencionalidad, aquello
que la decisión pretende abarcar y subsumir a su teleología. De otra parte, lo que una y otra
vez se le sustrae, resistiendo a la imposición teleológica.

BIBLOGRAFÍA

Agamben, G. (1998). Homo Sacer I. El poder soberano y la nuda vida. Traducción y notas de
Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia: Pre-Textos
Benjamin, W. (1995). Para una crítica de la violencia. Traducción del inglés por Héctor A.
Murena. Buenos Aires: Editorial Leviatán.
Benjamin, W. (2007). Obras Completas, II/1. Traducción de Jorge Navarro Pérez. Madrid:
Abada Editores.
Deleuze, G. (2004). Deseo y placer. Córdoba: Alcion Editora.
Despouy, L. (2010). Los derechos humanos y los estados de excepción. Buenos Aires: El
Mono Armado.
Foucault, M. (2006), Seguridad, Territorio, Población, Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
Hobbes, T. (1840), “A Dialogue between a Philosopher and a Student of the Common Law of

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England” en The English Work of Thomas Hobbes. Volumen VI. Londres: John Bohn.
Hobbes, T. (2001). El Leviatán. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
Kaufman, A. (2013), “Alrededor de Benjamin en la ESMA” en Walter Benjamin en la ex-
ESMA. Buenos Aires: Prometeo Libros.
Prósperi, G. (2016), “De la anfibología de los conceptos de la filosofía política” en Estudios
Políticos Nº39. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México.
Zaffaroni, R. E. (2011). La cuestión criminal. Buenos Aires: Pagina/12.
Zaffaroni, R. E., Slokar, A., Alagia, A. (2002). Derecho Penal: Parte General. Buenos Aires:
Sociedad Autónoma Editora, Comercial, Industrial y Financiera.

NOTAS

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i
Tomamos el término “tuitivo” de las consideraciones realizadas por Leandro Despouy en su “Informe como Relator
Especial sobre países bajo estado de sitio o de excepción” para la Organización de las Naciones Unidas. En este
trabajo, el jurista argentino utiliza la categoría en cuestión para señalar el objetivo que deben perseguir las medidas de
excepción dentro de los estados de derecho. De acuerdo al autor, la sanción del estado de excepción ha de ser
tolerada siempre y cuando ésta no tenga objetivos represivos, sino que, por el contrario, persiga la protección de los
derechos esenciales de las personas y las instituciones democráticas capaces de preservarlos. “Tanto el carácter
tuitivo de los derechos humanos más fundamentales como la defensa de las instituciones que los garantizan y dan
fundamento a la suspensión transitoria de algunos derechos y libertades, explican que, cada día con mayor precisión y
claridad, los distintos órganos de supervisión internacional vinculen el ejercicio de esta facultad excepcional a la
defensa de la democracia, entendida esta última no solamente como una determinada organización política contra la
cual es ilegítimo atentar sino como un sistema que ‘establece límites infranqueables en cuanto a la vigencia constante
de ciertos derechos esenciales de la persona humana.’” (2010: 91)
ii
“La opinión de que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional, procede de la falta de
comprensión de esta verdad obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que palabras y aliento, no tienen
fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza pública…”
(Hobbes, 2001: 144)
iii
El término “enforzamiento” es una trasliteración del inglés “enforced” utilizado por Jacques Derrida en su artículo
Fuerza de ley para referirse al Derecho como una “fuerza autorizada o justificada” en su aplicación.
iv
En una lectura atenta del Leviatán, es posible observar que existe una forma de pacto entre los hombres en estado
de naturaleza, aquella que se funda en el juramento ante Dios y es garantizado por el temor a la venganza divina
(Hobbes, 2001: 115 y ss.) Si considerásemos que es esta la forma del contrato implicado en la institución de la
soberanía, entonces la misma adoptaría una estructura teológico-política que haría de la persona soberana la imagen
de Dios secularizada y de su poder coercitivo lisa y llana venganza divina. Llegado este punto, advertiríamos que el
estado de guerra de todos contra todos, en el que no existe la injusticia –transgresión a la ley civil- sino sólo la
venganza de un hombre frente a otro, volvería a presentarse como el núcleo instituyente de la soberanía. El castigo
del Soberano, entonces, ya no podría perseguir la preservación de la vida de los súbditos, sino tan sólo el afán
vindicativo del Soberano frente a la desobediencia o injuria contra su persona.
v

vi
Respecto de la coincidencia entre la Razón Soberana y el sentido de la ley, el siguiente pasaje, entre muchos otros
del texto, puede resultar esclarecedor: “Convienen nuestros juristas en que esa ley nunca puede ser contra la razón;
afirman también que la ley no es la letra (es decir, la construcción legal), sino lo que está de acuerdo con la intención
del legislador. Todo esto es cierto, pero la duda estriba en qué razón habrá de ser la que sea admitida como ley. No
puede tratarse de una razón privada, porque entonces existiría entre las leyes tanta contradicción como entre las
escuelas; ni tampoco (como pretende Sir Ed. Coke) en un perfección artificial de la razón, adquirida mediante largo
estudio, observación y experiencia (como era su caso). En efecto, es posible que un prolongado estudio aumente y
confirme las sentencias erróneas: pero cuando los hombres construyen sobre falsos cimientos, cuanto más edifican,
mayor es la ruina; y, además, las razones y resoluciones de aquellos que estudian y observan con igual empleo de
tiempo y diligencia, son y deben permanecer discordantes: por consiguiente, no es esta jurisprudentia o sabiduría de
los jueces subordinados, sino la razón del Estado, nuestro hombre artificial, y sus mandamientos, lo que constituye la
ley.” (Hobbes, 2001: 221/222)
vii
“Ciertamente no es el la letra sino en la significación, es decir, en la interpretación auténtica de la ley (que estriba en
el sentido del legislador) donde radica la naturaleza de la ley. Por tanto, la interpretación de todas las leyes depende de
la autoridad soberana, y los intérpretes no puede ser sino aquellos que designe el soberano (sólo al cual deben los
súbditos obediencia). […] en este sentido, ninguna ley escrita promulgada en pocas o muchas palabras puede ser bien
comprendida sin una perfecta inteligencia de las causas finales para las cuales se hizo la ley; y el conocimiento de estas
causas finales reside en el legislador.” (Hobbes, 2001: 226)
viii
Algunas páginas antes, en cuanto a la relación entre la ley civil y la ley de naturaleza, leemos: “…el derecho de
naturaleza, es decir, la libertad natural del hombre, puede ser limitada y restringida por la ley civil: más aún, la
finalidad de hacer leyes no es otra sino esa restricción, sin la cual no puede existir ley alguna. La ley no fue traída al
mundo sino para limitar la libertad natural de los hombres individuales…” (2001: 220)

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