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anfibología
Licenciatura en Filosofía
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad Nacional de La Plata
2017
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Introducción
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y actuales del punitivismo: la confiscación de la víctima. Pues si la función del Estado
consiste en imponer sus fines al conjunto de sus súbditos por medio de la amenaza del
castigo, entonces el mismísimo supuesto sociológico que sustenta al poder punitivo -a saber,
el delito-
...pierde su esencia de conflicto en el que se lesionan los derechos de las personas, para reducirse
a una infracción formal o lesiva de un único derecho subjetivo del estado a exigir obediencia [...] De
este modo, la lógica de disuasión intimidatoria presupone una clara utilización de la persona como
medio o instrumento empleado por el estado para sus fines propios: la persona humana desaparece,
reducida a un medio al servicio de los fines estatales. (Zaffaroni, Slokar, Alagia, 2002: 59)
Desarrollo
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capaz de conformar las voluntades de todos ellos [los hombres] para la paz…” (Hobbes,
2001: 141. El destacado es nuestro.)
Si nos mantenemos dentro de este enfoque, la “soberanía por institución” encuentra su
propio límite allí donde Hobbes asegura que para la realización de cualquier pacto debe existir
un contexto jurídico –es decir, un poder común- que obligue su cumplimiento
Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al
hombre, en modo alguno. (Hobbes, 2201: 137)
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enfuerceiii el pacto en cuestión; tampoco es posible que un ordenamiento jurídico
determinado irrumpa a partir de una situación de emergencia si no es bajo la forma de la
institución extrajurídica. No sólo por el hecho evidente, observado por Hobbes, de que en el
estado natural de guerra de todos contra todos ningún pacto es posible entre los hombres iv;
sino por el hecho más complejo de que ninguna norma es aplicable a un caos.
El ordenamiento jurídico crea el propio espacio de su aplicación, como una zona de
indeterminación que no refiere al hecho ni al derecho, sino que articula ambos planos en el
mecanismo de la excepción. Ésta puede consistir en una situación decidida como anormal y
que ha de ser normalizada o en una decisión jurídica tomada más allá de toda ley que instituye
como legal un determinado ordenamiento jurídico
en Hobbes el estado de naturaleza sobrevive en la persona del soberano, que es el único que
conserva su ius contra omnes natural. La soberanía se presenta, pues, como una incorporación del
estado de naturaleza en la sociedad o, si se prefiere, como un umbral de indiferencia entre naturaleza
y cultura, entre violencia y ley, y es propiamente esta indistinción la que constituye la violencia
soberana específica. El estado de naturaleza, por eso mismo, no es auténticamente exterior al nōmos,
sino que lo contiene en la virtualidad de éste […] La exterioridad –el derecho de naturaleza y el
principio de conservación de la propia vida- es en verdad el núcleo más íntimo del sistema político,
del que éste vive, en el mismo sentido en que, según Schmitt, la regla vive de la excepción.
(Agamben, 1998: 51-52)
Disuelta la frontera que delimita el estado natural como cuestión de hecho y la institución
de un gobierno soberano como cuestión de derecho, resulta difícil sostener la sumisión
voluntaria a la autoridad soberana como principio del Estado. La soberanía, al contrario,
parece adoptar en todos sus casos la forma de soberanía por adquisición.
La situación de guerra de todos contra todos que justificaba la asunción de un poder
coercitivo común –aquel afamado Leviatán, dios mortal entre los hombres - se presenta ahora
como el núcleo instituyente del poder soberano bajo la forma de la excepción. Lejos de verse
evacuada, la situación de emergencia de hecho permanece en el seno del orden jurídico en la
propia figura del Soberano que, en el mismo acto mediante el cual da origen a la ley, se
sustrae de la misma.
Al considerar, por un lado, que el fin que guiaba a los hombres al momento de la
institución de la soberanía consistía en la interrupción del supuesto estado de guerra de todos
contra todos y, por otro lado, que dicha situación de emergencia reaparece ahora en el seno de
la soberanía. Entonces no es posible observar en qué medida, mediante la sumisión a un
poder punitivo común, los hombres pudiesen ver garantizada su seguridad y sus medios de
subsistencia.
El medio del que dispone el Soberano para obligar a sus súbditos al cumplimiento de su
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mandato no es otro que la pena frente a la transgresión de la ley.
LEY CIVIL es, para cada súbdito, aquellas reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por
escrito o con otros signos suficientes de la voluntad, para que las utilice en distinguir lo justo de lo
injusto, es decir, para establecer lo que es y lo que no es contrario a la ley. (Hobbes, 2001: 217)
El Soberano “…no está sujeto a las leyes civiles, ya que teniendo el poder para hacer y
revocar las leyes, puede, cuando guste, liberarse de esa ejecución…” (Hobbes, 2001: 218).
En esta concepción absolutista del Estado, el Soberano reserva para sí y al mismo tiempo los
derechos de judicatura, legislación y punición.
El soberano no decide sobre lo lícito y lo ilícito, sino sobre la implicación originaria de la vida
en la esfera del derecho, o, en las palabras mismas de Schmitt, sobre <la estructuración normal de las
relaciones de vida>, de que la ley tiene necesidad. La decisión no se refiere ni a una quaestio iuris ni
a una quaestio facti sino a la propia relación entre el derecho y el hecho. (Agamben, 1998: 40)
Algunas líneas más adelante, la función de prevención general se hace explícita cuando el
autor, en referencia a la magnitud de la pena, afirma:
En efecto, es consustancial a la pena tener como fin la disposición de los hombres a obedecer la
ley, fin que (si [la pena] es menor que el beneficio de la transgresión) no se alcanza; antes bien, se
aleja uno en sentido contrario. (Hobbes, 2001: 256)
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voluntad del Soberano. Este es el sentido que atribuyen Zaffaroni, Slokar y Alogia: “Por su
etimología, policía significa administración o gobierno, de modo que el estado de policía es el que se
rige por las decisiones del gobernante.” (2002: 41) El objetivo de la pena, y del Estado, pues
sobre la capacidad punitiva del poder soberano se funda el mismo, no es otro que administrar
las decisiones del Soberano y garantizar su cumplimiento efectivov.
En este sentido, en el modelo del poder punitivo, el único derecho que el Estado protege
es aquel que el Soberano conserva en relación a la obediencia de sus súbditos. Nos
encontramos frente a una de las consecuencias del ejercicio punitivo: la confiscación de la
víctima (Zaffaroni, Slokar, Alagia, 2002: 37-38. Zaffaroni, 2011: § 3). En efecto, el objetivo
de la ley penal en este modelo no consiste en la protección de los derechos de los individuos,
sino en los derechos de un único ente abstracto –el poder soberano-, que es además quien
determina y ordena el límite de las conductas jurídicas.
El Estado de este modo constituido, no busca la solución de los conflictos entre los
individuos ni vela por los derechos de la víctima del delito; puja más bien por la supresión del
conflicto merced la sumisión a la autoridad. Siguiendo al jurista Raúl Eugenio Zaffaroni,
podemos afirmar que el poder punitivo surge allí donde el Soberano afirma, frente a la
víctima de una injuria cualquiera, “el lesionado soy yo”, apartando a aquél que ha recibido el
daño y excluyendo de este modo a la parte perjudicada de la estructura jurídica del delito
(Idem).
La reducción de la soberanía política al poder punitivo deja entrever que el Soberano no
vela por la seguridad y el bienestar de sus súbditos, sino tan sólo por el respeto al
ordenamiento jurídico que él mismo impone. Pues el ejercicio del poder del que dispone no es
capaz de restituir ni reparar el daño causado a la víctima de la injuria, excluida por definición
del modelo punitivo. El propio autor acuerda con lo dicho en este punto cuando afirma, por
ejemplo, que “…el robo y la violencia son injurias hechas a la personalidad del Estado.”
(Hobbes, 2001: 123)
Si extremásemos esta hipótesis, iríamos camino a una identificación total de ley penal y
cultura, que supone que no se comenten delitos únicamente por el efecto disuasorio del poder
punitivo. Todavía más, supedita el conjunto de las relaciones sociales al único valor de la
obediencia a la decisión soberana –de cuya arbitrariedad hemos hablado suficientemente-. De
este modo, de acuerdo a las afirmaciones que realizábamos en la “Introducción” al presente
trabajo, podríamos afirmar que el ejercicio del poder punitivo, la pena como estructura de la
disuasión, “…hace perder al delito su esencia de lesión jurídica, para convertirlo en un
síntoma de enemistad con la cultura que el estado quiere homogeneizar o con la moral que
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quiere imponer.” (Zaffaroni, Slokar, Alagia, 2002: 60).
Lo que decimos queda expresado en la siguiente sentencia: “La finalidad de la pena no es
la venganza sino el terror” (Hobbes, 2001: 256). El objetivo de la pena no es vindicativo ni
reparatorio, sino que tiene como fin la intimidación. No persigue la venganza ni la descarga
de la ira, sino el propósito de corregir al ofensor y a los demás, estableciendo un castigo
ejemplificador (Hobbes, 2001: 286).
Lejos de proteger el interés y bienestar de quienes son sometidos a su autoridad, el poder
soberano procura para Hobbes únicamente homogeneizar y disciplinar la sociedad en torno a
su decisión: normalizar al conjunto social. Los derechos de los súbditos, por su parte, se
encuentran confiscados por esta decisión, que los excluye de la estructura jurídica del delito.
La excepcionalidad inscripta en la estructura misma de la ley rige ahora como ordenamiento
normal. Fundada en la inapelabilidad de la Razón Soberana o Razón Supremavi, crea mediante
la sujeción jurídica el cuerpo sobre el cual se aplica, normalizando el territorio y el régimen de
lo posible en su interior. Mediante la aplicación de la pena, inscribe la culpabilidad en los
cuerpos, estigma cuya imposición no es la consecuencia de una serie de acciones libres y
calculables, sino que recae como destino merced la arbitrariedad del poder y su necesidad de
conservarse a sí mismo.
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Hasta aquí, las consideraciones en torno a la indistinción entre soberanía y poder punitivo.
Durante la “Introducción” nos referíamos a una cierta anfibología de la concepción
hobessiana del poder soberano. Encontramos presentes en la obra de Hobbes una serie de
elementos tuitivos, que no sólo difieren del poder punitivo sino que lo contrarrestan,
generando un pliegue conceptual precisamente allí donde el autor pretendía hallar el
paradigma de la soberanía.
Hemos de destacar, en primer lugar, las funciones de la ley positiva, que aparecerán en
este punto bajo una luz distinta de aquella que hasta aquí ha revelado nuestro análisis. Si la
ley, como dijimos, en la medida en que expresa de la voluntad absoluta del Soberano, era
considerada como decisión sobre la excepción; la ley penal positiva aparece ahora como un
mecanismo de amparo de los súbditos frente a la amenaza o intimidación incalculable del
poder punitivo. Efectivamente, respecto de las controversias entre el Soberano y sus súbditos,
la letra de Hobbes dicta lo que sigue:
Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acerca de una deuda, o del derecho de
poseer tierras o bienes, o acerca de cualquier servicio requerido de sus manos, o respecto a
cualquiera penal corporal o pecuniaria fundada en una ley precedente, el súbdito tiene la misma
libertad para defender su derecho como si su antagonista fuera otro súbdito, y puede realizar esa
defensa ante los jueces designados por el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud de una
ley anterior y no en virtud de su poder, con lo cual declara que no requiere más si no lo que, según
dicha ley, aparece como debido. La defensa, por consiguiente, no es contraria a la voluntad del
soberano, y por tanto el súbdito tiene la libertad de exigir que su causa sea oída y sentenciada de
acuerdo con esa ley. (2001: 179-180)
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pretenda, sino que deberá detenerse allí donde la ley positiva estipule una obligación
determinada y aceptada por las partes implicadas (recordamos que de acuerdo al modelo de la
soberanía por adquisición, el pacto es realizado siempre entre el Soberano y cada uno de sus
súbditos). En este carácter anfibológico de la ley penal se expresa una verdad histórica. De
hecho se exprese quizás la historicidad que define al derecho. En este sentido, creemos,
pueden interpretarse las consideraciones benjaminianas entre violencia y derecho:
…la intervención del derecho provocada por la vulneración de una ley no conocida ni escrita es,
a diferencia del castigo, una «expiación» precisamente. […] De este espíritu, el propio del derecho,
ofrece testimonio todavía el principio moderno de que el desconocimiento de la ley no libra del
castigo, debiéndose entender también la lucha por el derecho escrito en los primeros tiempos de la
antigua política como una rebelión contra el espíritu de las leyes del mito. (2007, II/1: 201-202. El
subrayado es nuestro)
Ahora bien, precisamente lo que define al terror es que consiste en un temor tal que no
puede ser determinado el por qué o el cómo del mismo (Hobbes, 2001: 45). La calculabilidad
atribuida a la pena en el pasaje transliterado mantiene una relación paradójica con el terror
que la misma debería generar. Esta paradoja testimonia el carácter anfibológico de la ley
penal que venimos destacando. De lo que se trata, efectivamente, es de evitar caer en el error
de identificar, sin mediaciones ni matices, al conjunto de las agencias penales con el poder
punitivo. De hecho, el carácter tuitivo de la ley penal que hemos intentado destacar coincide, a
grueso modo, con aquella función que el Doctor Raúl Zaffaroni atribuye a las agencias
jurídicas y que consiste en decidir “…limitando y conteniendo las manifestaciones del poder
propias del estado de policía…” (2002: 52).
Por otra parte, en opinión de Hobbes las leyes humanas positivas pueden ser tanto leyes
penales como leyes distributivas. Mientras que las primeras legislan respecto de lo permitido
y lo prohibido por la voluntad soberana, las segundas se ocupan de determinar los derechos
de los súbditos:
Son distributivas las que determinan los derechos de los súbditos, declarando a cada hombre en
virtud de qué adquiere y mantiene su propiedad sobre las tierras o bienes, y su derecho o libertad de
acción… (Hobbes, 2001: 233)
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En este punto, debemos considerar la distinción efectuada por el propio autor entre ley y
derecho: “…derecho es libertad; concretamente, aquella libertad que la ley civil nos deja.
Pero la ley civil es una obligación, y nos arrebata la libertad que nos dio la ley de
naturaleza.” (2001: 237)viii. Mientras afirma que la función de la ley civil no es otra que
limitar la libertad de los hombres, es decir, su derecho; Hobbes sostiene que la función
específica de las leyes distributivas, consideradas parte de las civiles, es precisamente
determinar dichos derechos. Nuevamente, postulamos como hipótesis auxiliar a esta paradoja
el carácter anfibológico del principio de Estado hobbesiano, expresado, esta vez, en cuanto
concierne a las ley distributiva. La función específica de ésta consiste en que “…distribuye a
cada uno lo que le es propio: ésta es, en efecto, distribución justa, y puede denominarse
(aunque impropiamente) justicia distributiva, y, con propiedad mayor, equidad, la cual es
una ley de naturaleza…” (Hobbes, 2001: 124)
Ahora bien, ¿en qué medida es posible hablar de una “distribución justa” sino es
reintroduciendo en el paradigma de la soberanía la estructura trascendente de la ley natural de
equidad? Las leyes de la naturaleza, en el marco de la teoría hobbesiana del Estado,
representan las instancias trascendentes merced las cuales la Razón Soberana justifica el
ordenamiento jurídico instituido. Lo que es más, en la medida en que la interpretación de las
mismas depende de la persona soberana. En un sentido, “…para establecer lo que es la
equidad […] hay necesidad de ordenanzas del poder soberano” (2001: 219), en el sentido
inverso, “…se supone siempre que la intención del legislador es la equidad […] si el texto de
la ley no autoriza plenamente una sentencia razonable, debe suplirle con la ley de
naturaleza…” (2001: 230). Inmersa en esta circularidad, la causa final de la voluntad
soberana coincide con la realización de la ley de naturaleza:
La interpretación de la ley de naturaleza es la sentencia del juez, constituido por la ley soberana
para oír y fallar las controversias que de él depende; y consiste en la aplicación de la ley al caso
debatido. En efecto, en el acto del juicio, el juez no hace otra cosa sino considerar si la demanda de
las partes está de acuerdo con la razón natural y con la equidad; y la sentencia que da es, por
consiguiente, la interpretación de la ley de naturaleza, interpretación auténtica no porque es su
sentencia privada, sino porque la da por autorización del soberano… (Hobbes, 2001: 227)
Al igual que las leyes positivas, las leyes de naturaleza requieren del enforzamiento
soberano para regir como tales, pues por fuera del poder civil subsisten tan sólo como
cualidades o maneras que disponen a los hombres a salir del estado de guerra de todos contra
todos. Todo parece indicar que si prosiguiésemos en esta línea de análisis no podríamos más
que repetir la operación de acuerdo con la cual el único derecho que subsiste en el marco de la
soberanía hobbesiana es aquel derecho subjetivo del Soberano que demanda la obediencia de
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sus súbditos. Pues, en este punto, si consideramos que la ley de naturaleza se convierte en la
causa final que ordena la decisión soberana, entonces rige como destino natural para los
hombres, homogeneizando el cuerpo biopolítico en torno a una única esencia trascedente: el
Soberano.
Sin embargo, afirmábamos la existencia de una anfibología conceptual implícita en la
función que Hobbes atribuye a las leyes distributivas. Para dar cuenta de la misma, deberemos
retroceder algunos pasos. Sosteníamos que la soberanía tomaba en todos sus casos la forma
de la soberanía por adquisición. Nos preguntamos entonces, ¿cuál es el sentido que puede
atribuirse al contrato, una vez que percibimos que éste tiene su origen siempre en la violencia
que corona la forma de la Soberanía? Frente a la amenaza de muerte que representa la
ocupación soberana de la locación jurídica, la forma del pacto y la sumisión a quien tiene
poder, puede presentarse como la forma de los derechos conquistados frente al Poder
Soberano. En efecto, la estructura de la soberanía por adquisición responde al interés del
poder o la violencia instituyente por la sanción de una paz posterior a la victoria que garantice
las relaciones jurídicas creadas. “No es, pues, la victoria la que da derecho de dominio sobre
el vencido, sino su propio pacto.” (Hobbes, 2001: 165)
¿Qué tipo de agenciamiento encontramos en la instancia del contrato? Una vez que
tenemos presente el hecho de que la institución del ordenamiento jurídico no es efecto de la
vinculación entre individuos libres y autónomos, sino, por el contrario, es siempre efecto del
ejercicio de una violencia performativa, ¿cómo es posible explicar el acontecimiento del
pacto? ¿Cómo su necesidad a priori (Benjamin, 2007: 189. 1995: 38)? El contrato puede ser
pensando, específicamente, como la instancia de cristalización de las relaciones de fuerza o
poder al momento de la institución de la Soberanía. En la necesidad de la sanción de una
«paz» jurídica, el derecho revela su interés por la preservación del individuo humano. En el
umbral que representa el contrato lo que se pone en juego es, precisamente, el valor de la
«vida humana». Es éste, por lo tanto, el umbral biopolítico que distingue bios y zoe, vida
política o biopolítica y vida desnuda, cuya característica sea quizá su disponibilidad respecto
del derecho. En este sentido, las siguiente palabras de Walter Benjamin son muy importantes:
…en el espacio de su ámbito, la delimitación acometida por la «paz» respecto a todas las
guerras de la era mítica viene a ser el fenómeno primordial de la violencia instauradora de derecho.
Con toda claridad se muestra en ella que el poder ha de ser garantizado por toda violencia
instauradora de derecho, y esto en mayor medida que la excesiva obtención de propiedades. Donde
se ponen límites, el rival no es aniquilado, sino que se le concede algún derecho aunque el vencedor
tenga más fuerza. Se trata por tanto de derechos «iguales» de una manera demoníaco-equívoca, pues
para las dos partes contratantes hay una línea que no se puede atravesar. Aquí se presente de una
forma terriblemente originaria esa misma mítica ambigüedad de las leyes que no se puede
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«transgredir» de la que Anatole France habla en tono satírico cuando dice que las leyes prohíben por
igual a pobres y ricos dormir bajo un puente. (2007, II/1: 201)
Si el ejercicio del Poder Soberano debe detenerse como poder de muerte frente a la
necesidad de la «paz» jurídica, el umbral al que nos referimos se convierte en una frontera en
disputa. En ella, no se juega otra cosa que el valor de la «vida humana». Esta frontera
constituye el pliegue en el que poder soberano y biopoder encuentran finalmente su
articulación, donde el valor fundamental de la política occidental moderna se convierte en la
«vida». De allí, la necesidad de que el Soberano vele por el bienestar de sus súbditos y de que
disponga de la distribución de los bienes materiales necesarios para la subsistencia del Estado
y del conjunto de los individuos que lo conforman.
La misión del soberano (sea un monarca o una asamblea) consiste en el fin para el cual fue
investido con el soberano poder, que no es otro sino el de procurar la seguridad del pueblo […] Pero
por seguridad no se entiende aquí una simple conservación de la vida, sino también de todas las
excelencias que el hombre puede adquirir para sí mismo por medio de una actividad legal, sin
peligro ni daño para el Estado. (Hobbes, 2001: 275)
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la violencia creadora de derecho, lo que es lo mismo, en la imposición de fines jurídicos sobre
la vida de los súbditos, encuentra una expresión típica en las leyes distributivas. Pues en éstas,
allende la operación de homogeneización teleológica del cuerpo social, el poder soberano
manifiesta su necesidad de un Otro que lo fundamente. De la mentada segunda persona.
Respecto de la cual el Soberano ha de legislar y sancionar destino con fuerza de ley.
Siguiendo a Giorgio Agamben, la propuesta que aquí realizamos no podría correr otra
suerte que caer en la aporía específica de las democracias modernas. Las cuales, en su afán de
reivindicar la «vida» (bíos) como el espacio de configuración de la política, no hacen sino “…
aventurar la libertad y la felicidad de los hombres en el lugar mismo –la <nuda vida>- que
sellaba su servidumbre…” (Agamben, 1998: 19) Sin embargo, desde el punto de vista
jurídico-político, partiendo de la servidumbre como de un acontecimiento que se deriva de la
estructura de la soberanía por adquisición, la instancia de la ley distributiva se convierte en el
margen desde y en el cual tiene lugar la resistencia a la imposición soberana. Se inaugura, de
este modo, un nuevo espacio para el Derecho. Partir de la soberanía por adquisición implica
considerar al poder punitivo como un hecho extrajurídico, que de acuerdo al paradigma de la
obediencia y la función de la pena, no busca sino reafirmar un único de derecho posible: el
suyo propio. Frente a este acontecimiento, la ley distributiva (y la forma del contrato que la
establece) puede ser entendida como el espacio de disputa y de conquista de los derechos
sociales y políticos elementales. En otras palabras, el espacio de la inclusión de los hombres
en la vida política: la bíos. Quienes aceptan la sumisión a la persona soberana no pujan tan
sólo por la mera supervivencia, sino además por la preservación de su derecho a una «vida
plena». Es esta anfibología del instituto del contrato aquella que podemos ver explotada en la
propuesta jurídica del ya mencionado Dr. Raúl E. Zaffaroni, cuando plantea reconstruir el
derecho penal
…sobre un modelo muy semejante al derecho humanitario, partiendo de una teoría negativa de
toda función manifiesta del poder punitivo y agnóstica respecto de su función latente: la pena (y todo
el poder punitivo) es un hecho de poder que el poder de los juristas puede limitar y contener…
(2002: 52-53)
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lo que se trata, parafraseando a Walter Benjamin, es de salvar la esclavitud de las condiciones
de vida pasadas (1995: 60).
Conclusión
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allende la operación de homogeneización teleológica del cuerpo social, el poder soberano
manifiesta su necesidad de un Otro que lo fundamente. De la mentada segunda persona.
Respecto de la cual el Soberano ha de legislar y sancionar destino con fuerza de ley.
La transcendencia, finalmente, no es otra cosa sino un ir-hacia-otro Y aunque desde un
punto de vista ontológico, el derecho tuyo y mío remitan a una sustancia común. Es decir,
aunque estemos en presencia de una homologación de la segunda a la primera persona, de
acuerdo con la cual la estructuración normal de las relaciones de vida, el nómos, pone en
marcha una homogeneización del cuerpo biopolítico. Desde un punto de vista político, la
segunda persona a la que nos referimos se presenta como el horizonte trascendental de la
decisión soberana. De una parte, el espacio hacia el que proyecta su intencionalidad, aquello
que la decisión pretende abarcar y subsumir a su teleología. De otra parte, lo que una y otra
vez se le sustrae, resistiendo a la imposición teleológica.
BIBLOGRAFÍA
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Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia: Pre-Textos
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NOTAS
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i
Tomamos el término “tuitivo” de las consideraciones realizadas por Leandro Despouy en su “Informe como Relator
Especial sobre países bajo estado de sitio o de excepción” para la Organización de las Naciones Unidas. En este
trabajo, el jurista argentino utiliza la categoría en cuestión para señalar el objetivo que deben perseguir las medidas de
excepción dentro de los estados de derecho. De acuerdo al autor, la sanción del estado de excepción ha de ser
tolerada siempre y cuando ésta no tenga objetivos represivos, sino que, por el contrario, persiga la protección de los
derechos esenciales de las personas y las instituciones democráticas capaces de preservarlos. “Tanto el carácter
tuitivo de los derechos humanos más fundamentales como la defensa de las instituciones que los garantizan y dan
fundamento a la suspensión transitoria de algunos derechos y libertades, explican que, cada día con mayor precisión y
claridad, los distintos órganos de supervisión internacional vinculen el ejercicio de esta facultad excepcional a la
defensa de la democracia, entendida esta última no solamente como una determinada organización política contra la
cual es ilegítimo atentar sino como un sistema que ‘establece límites infranqueables en cuanto a la vigencia constante
de ciertos derechos esenciales de la persona humana.’” (2010: 91)
ii
“La opinión de que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional, procede de la falta de
comprensión de esta verdad obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que palabras y aliento, no tienen
fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza pública…”
(Hobbes, 2001: 144)
iii
El término “enforzamiento” es una trasliteración del inglés “enforced” utilizado por Jacques Derrida en su artículo
Fuerza de ley para referirse al Derecho como una “fuerza autorizada o justificada” en su aplicación.
iv
En una lectura atenta del Leviatán, es posible observar que existe una forma de pacto entre los hombres en estado
de naturaleza, aquella que se funda en el juramento ante Dios y es garantizado por el temor a la venganza divina
(Hobbes, 2001: 115 y ss.) Si considerásemos que es esta la forma del contrato implicado en la institución de la
soberanía, entonces la misma adoptaría una estructura teológico-política que haría de la persona soberana la imagen
de Dios secularizada y de su poder coercitivo lisa y llana venganza divina. Llegado este punto, advertiríamos que el
estado de guerra de todos contra todos, en el que no existe la injusticia –transgresión a la ley civil- sino sólo la
venganza de un hombre frente a otro, volvería a presentarse como el núcleo instituyente de la soberanía. El castigo
del Soberano, entonces, ya no podría perseguir la preservación de la vida de los súbditos, sino tan sólo el afán
vindicativo del Soberano frente a la desobediencia o injuria contra su persona.
v
vi
Respecto de la coincidencia entre la Razón Soberana y el sentido de la ley, el siguiente pasaje, entre muchos otros
del texto, puede resultar esclarecedor: “Convienen nuestros juristas en que esa ley nunca puede ser contra la razón;
afirman también que la ley no es la letra (es decir, la construcción legal), sino lo que está de acuerdo con la intención
del legislador. Todo esto es cierto, pero la duda estriba en qué razón habrá de ser la que sea admitida como ley. No
puede tratarse de una razón privada, porque entonces existiría entre las leyes tanta contradicción como entre las
escuelas; ni tampoco (como pretende Sir Ed. Coke) en un perfección artificial de la razón, adquirida mediante largo
estudio, observación y experiencia (como era su caso). En efecto, es posible que un prolongado estudio aumente y
confirme las sentencias erróneas: pero cuando los hombres construyen sobre falsos cimientos, cuanto más edifican,
mayor es la ruina; y, además, las razones y resoluciones de aquellos que estudian y observan con igual empleo de
tiempo y diligencia, son y deben permanecer discordantes: por consiguiente, no es esta jurisprudentia o sabiduría de
los jueces subordinados, sino la razón del Estado, nuestro hombre artificial, y sus mandamientos, lo que constituye la
ley.” (Hobbes, 2001: 221/222)
vii
“Ciertamente no es el la letra sino en la significación, es decir, en la interpretación auténtica de la ley (que estriba en
el sentido del legislador) donde radica la naturaleza de la ley. Por tanto, la interpretación de todas las leyes depende de
la autoridad soberana, y los intérpretes no puede ser sino aquellos que designe el soberano (sólo al cual deben los
súbditos obediencia). […] en este sentido, ninguna ley escrita promulgada en pocas o muchas palabras puede ser bien
comprendida sin una perfecta inteligencia de las causas finales para las cuales se hizo la ley; y el conocimiento de estas
causas finales reside en el legislador.” (Hobbes, 2001: 226)
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Algunas páginas antes, en cuanto a la relación entre la ley civil y la ley de naturaleza, leemos: “…el derecho de
naturaleza, es decir, la libertad natural del hombre, puede ser limitada y restringida por la ley civil: más aún, la
finalidad de hacer leyes no es otra sino esa restricción, sin la cual no puede existir ley alguna. La ley no fue traída al
mundo sino para limitar la libertad natural de los hombres individuales…” (2001: 220)