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NARRACIONES Y EL CONVIVIO DE JUAN ABURTO:

UNA POÉTICA NARRADA


Por Víctor Ruiz

Trabajo incluido en el volumen Cuentos Completos, editado en homenaje al centenario del


narrador nicaragüense.

Foto por camaleoni. (Ver galería completa).

Nadie pone en tela de juicio el impulso renovador de la obra cuentística de Juan Aburto (1918),
junto a Mario Cajina-Vega, Lizandro Chávez Alfaro y Sergio Ramírez, transformó y modernizó
el panorama de la narrativa nicaragüense, introduciendo temas, recursos estéticos y técnicas
novedosas en una tradición narrativa que tenía como únicas búsquedas lo regional, folclórico y
anecdótico. Para Ramírez, Aburto rompe “con la tradición de la narrativa vernácula”, a su vez
Roberto Aguilar Leal, lo considera como uno de los primeros en “haber incorporado a la
narrativa nicaragüense el entonces inexplorado mundo de las barriadas capitalinas” (2014). Basta
con hacer una breve revisión de sus libros, empezando por los rabiosamente poéticos y
experimentales Narraciones (1969) y El convivio (1972), pasando por Se alquilan cuartos (1973),
libro en el que callejea por los intersticios urbanos de Managua, y terminar en Los desparecidos y
otros cuentos (1975), en el que incursiona en el género fantástico, para comprender la importancia
que tiene la obra de Aburto en la cuentística nacional.

La poca pero sustanciosa crítica literaria que ha suscitado la obra de Aburto ha dado en el clavo al
identificar lo urbano y la presencia de los habitantes marginales de la ciudad de Managua como
el rasgo principal de su renovación estética; sin embargo, pocos se han detenido en observar otro
elemento que dota su narrativa de un aura moderna y transgresora: la confluencia entre poesía y
cuento. En este sentido, Aburto se emparenta con una tribu de escritores que vieron en el cuento
un género camaleónico con el que se podía experimentar otras formas expresivas sin perder la
sustancia narrativa, nos referimos a narradores como el mexicano Juan José Arreola, al
guatemalteco Augusto Monterroso y al nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, entre otros. En el
siguiente trabajo me propongo rastrear la presencia de lo poético en sus libros de
cuentos Narraciones y El convivio. Es importante aclarar que mi intención no es demostrar que
había un poeta oculto en las narraciones de Juan Aburto, sino más bien analizar lo poético como
principio constructor de la mayoría de sus cuentos.

La relación entre cuento y poesía no es ninguna novedad, tanto Edgard Allan Poe como Charles
Baudelaire en el siglo de XIX, concibieron sus narraciones breves como ejercicios que aspiraban a
la condición poética. Poe exigía del cuento la unidad de efecto o impresión, el lector debe
experimentar durante la lectura del cuento la misma sensación que transmite un poema.
Mientras Baudelaire, en sus cuadros parisienses, inocula en la prosa el germen de lo poético.
Después de estos dos precursores los géneros se invaden y se desbordan: Rimbaud escribe Una
temporada en el infierno sin recurrir al verso y haciendo uso de lo narrativo y anecdótico, Darío
incorpora a la prosa del cuento los giros estilísticos y estéticos de la poesía modernista; más
cercanos a nosotros Ernesto Mejía Sánchez presenta su poema La carne contigua como poema
narrativo o narración poética y Juan José Arreola nos dice en su microcuento“ La mujer toma
siempre la forma del sueño que la contiene”. En algunos de los textos contenidos
en Narraciones Aburto prescinde totalmente del argumento o deja que este se construya a partir
de los motivos recurrentes que el lector va encontrando en su lectura. En otros, el espacio y el
tiempo narrados se transforman en símbolos o son de carácter irracional. Y no olvidemos
también que Aburto fue un excelente prosista, esto se debe a que en sus cuentos siempre tuvo
presente aspectos como la tensión, el ritmo y una pulsación interna que provocaba que sus
cuentos, sobre todo los de Narraciones, pudieran leerse como textos poéticos.

Uno de los cuentos en que el principio constructor opera a partir de lo poético es “Un amigo”.
Más que la narración de una historia, el cuento nos evoca la forma en la que un grupo de niños
de la vieja Managua toma conciencia del paso del tiempo y de la muerte. Lo primero que salta a
la vista es la indeterminación, “espacios vacíos”, según Wolfang Iser, que el narrador va dejando
en todo el texto. Un primer vacío es la indeterminación de la voz narrativa, sabemos que el texto
utiliza a un narrador personaje en primera persona, pero de él no se nos dice nada, la
configuración de su personalidad está difuminada como también lo está el espacio que se
describe, de pronto el narrador pasa de un yo a un nosotros y no parece dirigirse a nadie, lo que
intenta es rescatar la mirada inocente de los chavalos que aún no eran conscientes del tiempo y la
muerte. Otra indeterminación se nos muestra en la evocación del tiempo y el espacio del relato,
estos forman parte de una memoria y emociones rarificadas por lo onírico y lo irracional: “Era
una calle azul de humo y ocaso, de emociones elementales y pensamientos de niños… en el
tiempo aquél, todo lo que nos rodeaba era a ciertas horas, de color azul” (1983, 7). Evidentemente
no son calles y días concretos, pertenecen a la subjetividad de la memoria, de ahí que el recuerdo
de la muerte del barbero Luis Carlos Rivas se presente como un ensueño, los niños “seguían
viviendo a ciegas entre la inefable calle” (12). La repetición es otro elemento que acerca “Un
amigo” al fenómeno poético, Juan Manuel Trabado Cabado, en La escritura nómada, nos dice
que “La repetición de las estructuras sintácticas dota al poema de una serie de patrones rítmicos
que garantizan su sentido” (2005, 85), además recordemos que este recurso lingüístico es un
vestigio de la oralidad, no solo provee de ritmo sino también imprime sobre la atención del
lector u oyente la idea de estar ante un texto que debe ser leído como canto, en el caso de nuestro
cuento, que no es un poema en prosa o en verso, y que por tanto puede prescindir de la “música
verbal” pero no lo hace, la reiteración de “Luis Carlos Rivas,  barbero” o la palabra “azul”
provocan que nos centremos en su poder simbólico “Era grato leerlo o decirlo quedito. Luis
Carlos Rivas, el barbero. ¿Por qué nos anonadaba esto de “Luis Carlos Rivas, Barbero, entre ese
tiempo azul…?” (11), decirlo o repetirlo como un conjuro le permiten a la voz narrativa revivirlo,
pero esta acción solo es posible por medio del ensueño de la memoria, el azul que difumina las
calles del barrio y el tiempo del relato.

“Las nubes”, segundo cuento de Narraciones, es otro texto penetrado por la tensión lírica. A
diferencia de “Un amigo” en este Aburto no juega con la indeterminación ni con la repetición,
el narrador/personaje está más definido y su cronotopo es más legible; pero hay un
extrañamiento en todo su desarrollo que nos hace pensar que estamos frente a un relato que no
cuenta una historia, sino más bien una experiencia interiorizada. Esta sensación en el lector es
producto de la imagen poética, en el El Arco y la lira Octavio Paz nos recuerda que:

la imagen reproduce el momento de la percepción y constriñe al lector a suscitar


dentro de sí al objeto un día percibido. El verso, la frase-ritmo, evoca, resucita,
despierta, recrea. O como decía Machado: no representa, sino presenta. Recrea, revive
nuestra experiencia de lo real. No vale la pena señalar que esas resurrecciones no son
sólo las de nuestra experiencia cotidiana, sino las de nuestra vida más oscura y remota.
El poema nos hace recordar lo que hemos olvidado: lo que somos realmente. (1993,
109)

 Esta experiencia interiorizada (oscura y remota) está construida a partir de la recurrencia en todo
el texto del motivo “las nubes” y las imágenes que el narrador arroja a su misterioso interlocutor:

las nubes “¿No ve que parecen música, música congelada?, le dije. Y hablan según el
tiempo… Y cuando se abren, en invierno con sol, dos enormes puertotas sinuosas
grises, y en el fondo una luminosidad occidente, como un arco de cielo sinfónico
porque parecen que van a producir un sonido inmenso… (Aburto, 1985: 17-18)

Si nos remitimos al Diccionario de símbolos de Jean Chevalier se nos dice que “la nube reviste
simbólicamente diversos aspectos que principalmente revelan su naturaleza confusa y mal
definida” (2003, 756), a su vez Juan Carlos Cirlot en su diccionario también nos advierte que
“esconden la identidad perenne de la verdad” (1993, 333), este carácter simbólico de la imagen de
la nube se fortalece con lo que Trobado Cobado denominó “modalidades que vienen de lo
irracional”, y estos son: la melancolía, la nocturnidad, la pasión desapasionada. Ambos
personajes de nuestro relato están poseídos por el espíritu de la melancolía, lo vemos en el
compartimiento errático del narrador tratando de establecer conversaciones desquiciadas con
cualquier transeúnte que encuentre; y en el segundo hombre, su reticencia, su andar “paseando y
mirando” sin nunca intervenir.

“Doce cuentos y un amorcito” revela el carácter lúdico de la cuentística de Aburto, no solo por el
tono que adopta el narrador para referirnos la historia, sino porque lo que se nos cuenta no es
precisamente lo que está sucediendo (volvemos a encontrar el silencio). Este artificio de contar
dos historias, una visible y otra eludida, es el principio constructor con el que opera el relato. De
ahí que seamos nosotros, los lectores, quienes construyamos el sentido final del cuento.
Hemingway, Cortázar, Cheever y Chejov utilizaron esta técnica, al primero de ellos le debemos
incluso un nombre: la teoría del iceberg. Todos estos autores, incluyendo a Aburto, vieron el
cuento “como una revelación, como epifanía” (Trabado Cobado, 2005, 110) y es aquí donde se
establece su relación con la poesía, al respecto nos dice Trabado Cabado:

El lector no se ve guiado por una voz narrativa que esboza un argumento, sino que
recompone el mundo narrado con una serie de fragmentos que va montando a través
del proceso lector… El texto sin argumento propicia, por otra parte, la posibilidad de
una lectura lírica que eche manos de las estrategias de recepción ensayadas para la
poesía (110)
Y esos fragmentos que nos dan la pista de la historia que realmente está sucediendo en el relato
son la lectura de las cartas. Imaginemos por un momento que este cuento es una especie de baile,
la lectura de cada una de las caras serían sus movimientos, en cada uno de ellos el narrador nos
irá brindando información que al final nos servirán para comprender la historia silenciada. En
este baile la mujer invita al hombre a leer la correspondencia que su esposo le envía desde
Bluefields, el contenido de esta es irrelevante, lo que importa es lo que ocurre luego que el
hombre ha terminado la lectura de una:

En seguida leí otra:

La muchacha se había sentado frente a mí. Contra el tabique estaban tres sillas y en


la de un extremo estaba ella. Mientras leía la miraba de reojo y parecía feliz, con los
ojos clavados en mí, absorta por la lectura, como si era la primera vez en la vida que
se enteraba de sus cartas.

De repente ella se levantó, se sentó en la silla de en medio y me llamó.

-Mejor siéntase aquí, aquí me lee mejor, ¡siga, siga!

Al terminar otra carta, la muchacha se levantó de nuevo y se pasó a la silla del


extremo, quedando una de las sillas en medio de nosotros. Tocando con su mano el
mueble, me dijo:

-Siéntese aquí, ¿quiere? Aquí está mejor para leerme . . .

-Leame esta otra carta, sí?

Me pasé a la silla de enmedio. Con el rostro ceñudo, mostrando un franco desgano y


con un tono de voz como si leyera una escritura pública, comencé de nuevo, por la
novena carta:

Terminé la carta y comencé con un suspiro amargo la siguiente, pero cuando iba por
la mitad, la muchacha se levantó y fue a la habitación contigua. Interrumpí la lectura
para mientras volvía, más al ratito me llamó:

-Venga, venga aquí, señor! . . .

Fui con el rollo de cartas y la encontré reclinada en un diván. Tocándolo suavemente y


sonriendo, muy cordial -siéntese aquí, es mejor aquí me habló muy quedito.

-Me quiere leer esa otra carta, por favor, ah?


Me senté a su lado y resignadamente comencé por duodécima vez:

De pronto interrumpí la lectura y con sobresalto sin alzar los ojos del papel, me di
cuenta de todo en un instante.

Me volví hacia ella y quedamos acechándonos como enemigos que se encuentran de


pronto. Mirábame con los ojos muy abiertos.

¿Y qué iba a hacer yo? (27-31)

Este relato también pudo llamarse “Doce cartas y un tango”, como lectores expectantes hemos
sido invitados a presenciar la historia de una danza de seducción, de ahí el desconcierto del
narrador/personaje: “Allí estuve sentado, leyéndole las cartas, o más bien, escuchándola a ella”,
porque es ella la que dirige el baile, ella la que lo invita a moverse en cada paso, ella la que
verdaderamente cuenta la historia que él no puede contar sin recurrir a los fragmentos inútiles
de las cartas.

En “Del cuento y sus alrededores” (1969) Julio Cortázar afirma que escribir puede parecerse a
“exorcizar, rechazar criaturas invasoras” y que los cuentos breves, sobre todo los fantásticos “son
productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones”, un poco más adelante dirá que tanto el cuento
y el poema tienen un mismo génesis, nacen de “un repentino extrañamiento, de un desplazarse
que altera el régimen “normal” de la conciencia…” (77-78); en el primer aspecto, Cortázar se
aproxima a una definición del cuento como experiencia onírica e irracional, en el segundo
relaciona el cuento con la poesía. Esto precisamente es lo que ocurre en el cuento “El sueño” de
Juan Aburto, dedicado, y no de forma casual, a otro escritor fascinado con el tema del sueño y la
vigilia: Ernesto Mejía Sánchez. Toda la  atmósfera de este texto está enrarecida por las imágenes
oníricas: “Rumores de papeles eran como alas de murciélagos blancos volando en pleno día”
(Aburto, 39), no es difícil reconocer en esta comparación la presencia de la poética surrealista;
“Andaba yo entre un aura azul viajando, dejando comprobantes sobre las mesas” (39). Al igual
que en narraciones anteriores, Aburto aquí no nos cuenta una historia, más bien sugiere la
conciencia enajenada del hombre a causa del trabajo mecánico y absurdo de los bancos que ven
al ser humano como piezas de su engranaje burocrático:

Mujeres con todo su cuerpo gimiendo en medio de máquinas de calcular,


entrechocando con todos nosotros, volcándose en los papelitos rosados, amarillos,
que diariamente teníamos que escribirnos de mesa a mesa, sobándonos todos
nosotros en las escaleras estrechas y un momento le vi a una los ojos negros y adentro
el alma ciega, nadando… individuos llenos de formas absurdas…” (40)

Aburto estaba claro que para contar esta experiencia en forma de narración era necesario
transgredir los límites del cuento, no bastaba con el argumento para reflejar a estos hombres y
mujeres sin alma, era preciso inducir al lector en el espacio de la ensoñación o la pesadilla.

“Cándida” es un relato en el que el narrador/personaje mantiene un diálogo con una mujer


silenciosa, la ausencia de argumento y la repetición de “oscuridad y silencio” es lo que nos
permite considerarlo como un texto fronterizo entre la poesía y el cuento, pero es al final donde
encontramos su fuerza poética: todo su desarrollo opera en función de esta epifanía que
perfectamente puede leerse en voz alta como si de un poema se tratase:
El amor en la oscuridad sería como forma musicada, inmensa, recorriendo en sueño
la vida electrizada a reptaciones interminables, interminables como han de ser,
probablemente, los muslos bronces de Cándida. (45)

Oscuridad y silencio son los elementos que le permiten al personaje construir su analogía del
amor, ¿relato o poema en prosa?, si a la intención del autor nos remitimos: narración; pero es
evidente que lo lírico permea toda su atmósfera.

Como hemos visto hasta aquí, Juan Aburto fue un escritor de una poderosa intuición literaria,
supo comprender que para superar la manida tradición regionalista era preciso introducir
cambios drásticos en la narrativa, y no solo en el aspecto de los temas tratados, sino también en
lo formal; en Narraciones infringe los límites del cuento y lo aproxima a lo poético, en El
Convivio da un paso más y se atreve a escribir microcuentos que, como nos recuerda el manifiesto
de la Revista Zona, es:

“un híbrido, un cruce entre el relato y el poema, el minicuento ha ido formando su


propia estructura…La economía del lenguaje es su principal recurso, que revela la
sorpresa o el asombro. Su estructura se parece a la del poema... Narrado en lenguaje
poético siempre tiene un final de puñalada… El minicuento está llamado a liberar a
las palabras de toda atadura. Y a devolverle su poder mágico, ese poder de
escandalizarnos” (Cit. Por Trabado Cabado, 114)

Trabado Cabado también menciona otros aspectos relevantes de la microficción: “un cronotopo
más decantado hacia lo simbólico y lo metafórico…” despojamiento de lo narrativo, carentes de
personajes delineados y de acción (117). Además todas estas características, en las microficciones
de Aburto sobresalen el uso exquisito de la imagen reveladora y la pureza narrativa, en este libro
sí quiere contarnos una historia, pero historias que solo pueden concebirse en la imaginación de
un escritor poseído por lo fantástico y lo mágico.

El primer cuento de El Convivio, que tiene por título irónicamente “Cuento”, es una especie de
metaficción. El narrador en tercera persona nos habla de un señor que para escapar del tedio
decide leer una historia que posea misterio y violencia, romance o “inquisición policíaca”;
página tras página avanza en su lectura, espera que al final ocurra un suceso fantástico, “tal vez
sucede algo gordo” se dice, pero nada, el relato que lee “trata tan solo de un individuo que para
escaparse lee un libro. Busca emociones, busca suspenso, angustia, odio, quién sabe… pura poesía…
el personaje, defraudado, confuso, deja el libro sin saber qué hacer. Allí termina todo” (93). Lo
que el señor no sabe es que el hecho fantástico está sucediendo frente a sus ojos: las fronteras
entre la ficción y la realidad se han desbordado y él no se dio cuenta; pero lo más fantástico es lo
que nos ocurre a nosotros: Juan Aburto nos acaba de introducir a su mundo narrativo, en este
cuento dejamos de ser simples lectores para convertirnos en cómplices de su poética.

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