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La cama, que tiene forma propia desde las antiguas civilizaciones de Egipto y

Asiria, consiste en un bastidor rectangular alargado, de madera o de metal,


sostenido por pies elevados y terminado en un extremo o en ambos en un cabecero a
modo de respaldo, que suele adornarse con figuras.

Según algunos historiadores,[cita requerida] los griegos fueron los primeros que
colocaron una especie de cabecero, más o menos elevado, sobre el armazón de la cama
constituida por cuatro palos ensamblados, los cuales componían los montajes que
sostenían la cama propiamente dicha.

Los persas, antes que los griegos, tenían sus camas con baldaquinos y la cubrían
con muchos tapices. Los baldaquinos los adornaban con bordados, metales preciosos
(oro y plata), marfil y perlas.

Los romanos también tenían unas camas semejantes y, a medida que el Imperio se fue
agrandando y enriqueciendo con sus conquistas, se fueron haciendo de maderas finas,
como el ébano, cedro, etc., así como el bronce, variando también la clase de sus
colchones, los cuales en un principio consistían en un sencillo saco de paja, pero
que después se rellenaron de lana de Mileto y, posteriormente, de finísimas plumas.

En la Europa occidental, después de Jesucristo y hasta finales del siglo xii,


aunque la cama debió de ser considerada como un mueble de gran importancia,
desapareció en gran parte este lujo. Los príncipes tenían oficiales a su servicio
que tenían el encargo de cuidar de su lecho. Las dimensiones de la cama llegaron a
ser tan grandes que alguno de estos príncipes hacían que un criado golpease con un
palo los colchones para persuadirse de que en ellos no se ocultara ninguna persona.
n se quería honrar, sin que la esposa del que prodigaba tal atención se marchara a
otro lecho. Por entonces llegó a ser costumbre que la mujer acostara en su lecho a
los perros. Y hasta hubo camas en las que se llegó a acostar a toda la familia: de
aquí que sus dimensiones fueran tan descomunales.

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