You are on page 1of 121

JORGE CONSIGLIO

EL BIEN
Ganadora del Premio Opera Prima Nuevos Narradores 2001 en España, El
bien es una de las grandes novelas argentinas de los últimos años. Y como todos los
textos singulares, es capaz de evocar una época y al mismo tiempo superar sus
límites. Escrita y ambientada a comienzos del siglo XXI, publicada por primera vez
en 2003, la trama reúne a cinco personajes: Bodart y Grace, un matrimonio casi en
vías de extinción; Eamon, primo Grace, satélite de ambos y, al cabo, catalizador de
una desgracia; Ronald, alemán expatriado en Argentina y, en rigor, expatriado de
sí mismo; Mejía, un policía que vigila siempre las mismas manzanas y que, en esa
repetición, va acumulando tedio y un impalpable rencor. Los cinco viven
atrapados en una miseria que apenas disimula el vacío que los va cercando.
Cuando ese velo caiga, y caerá, la violencia se volverá una opción natural. El marco
es una Buenos Aires hostil o, en el mejor de los casos, indiferente y ajena.

Magistralmente escrita, narrada siguiendo las diversas vías paralelas de sus


protagonistas que tienden hacia el punto final, El bien es una parábola de la
desilusión, de ese momento liminar en que una vida encalla y todo puede suceder.
Prólogo
Fuga sin fin
En la novela de Jorge Consiglio los protagonistas parecen salidos de una
fotografía. Esto sucede desde la primera página cuando Mejía –uno de sus
personajes– mira una fotografía. En ella, hay dos mujeres maduras y obesas.
Además, en el grupo familiar hay un hombre de pelo engominado y dos chicos de
entre diez y doce años. El hombre, es el padre, y uno de esos dos chicos, es Mejía.
Esa mañana, cuando una de esas mujeres –su nombre es Celia– sale de la fotografía
y le ceba mate, nos enteramos de que es su madre. La fotografía y la acción de la
trama se han puesto en movimiento.

El otro personaje –Ronald Hampton– cuando entra en escena pierde uno de


sus siete anillos de plata, adornado con una flor de cinco pétalos. El anillo se cae
sin que él se dé cuenta, tampoco los dos hombres que lo rodean.

Hampton es un alemán que ha venido a recalar en el Río de la Plata porque


antes de desembarcar en Buenos Aires ha pasado por Montevideo.

Entre los oficios de Hampton, está la fotografía. Fotos con escenas pesadas
en el límite de una luminosidad perversa donde no hay que detenerse en la imagen
que se ve sino en la sombra que la vela. Imágenes efectivas como la de un hombre
que en un umbral helado, agoniza con las venas cargadas de heroína. Hampton
hace con ellas un álbum y las escenas adquieren movimiento.

Faltan tres personajes. Dos, son como si fueran uno. Un matrimonio que se
ha divorciado y que está acompañado por Eamon, un primo de la mujer que se
llama Grace. El apellido del marido es Bodart.

La novela se despliega como el álbum de Hampton. Desde la primera


página, todo sucede al mismo tiempo y en el mismo día y los personajes se
entrecruzan. Al menos el trío, pero también Eamon con Hampton. Todos marchan,
sin saberlo, hacia el mismo destino trágico.

La metáfora del álbum no es caprichosa porque es como si la narración lo


recorriera de atrás para adelante y de adelante para atrás. En la narración aparecen
personajes secundarios que de pronto adquieren un lugar desencadenante de la
trama.
Con estos personajes y esta anécdota simple –las historias más complicadas
pertenecen al pasado–, se logra un equilibrio temporal, una alternancia entre
pasado presente, donde reside la maestría de la novela. A este procedimiento le
podemos llamar: estructura narrativa.

Para ello, el narrador elije el recurso narrativo del viaje. Grace, Bodart y
Eamon viajan en auto a un lugar de la provincia de Buenos Aires. Mejía y
Hampton son satélites que merodean alrededor de este viaje.

El interior de un auto puede crear una atmósfera de un suspenso asfixiante.


Una caja cerrada. Violenta no solo por la violencia física sino por la violencia de la
conversación donde las palabras retumban; y por otra aún mayor, la tensión del
silencio. Los personajes huyen hacia adelante escapando del pasado. Y huyen hacia
un futuro tan desconocido como incierto.

Un trío, un viaje interminable a una casa mítica llamada Allison Bell. Un


personaje tan real como misterioso llamado Hampton que también tiene el oficio
de documentalista. No lleva su cámara pero es como si filmara todo lo que está
sucediendo, menos una escena. Mejía, que trabaja como personal de seguridad,
tiene que jugar su papel para que se cumpla el destino que les aguarda a los otros.
Con estos recursos, el autor logra lo más importante, que el lector quede capturado
hasta el final de la historia. A su modo, quizás sin pretenderlo, aunque sin la
menor vacilación, El bien refuta aquella máxima de Gombrowicz: “Basta el vuelo
de una mosca para que el lector se distraiga e interrumpa la lectura”.

Luis Gusmán
A Mónica.

A la memoria de mi madre.
Bajo este puente pasan y pasan los trenes.

Algunos seres caen de acá, de este puente.

Antonio Di Benedetto
1
Amaneció fresco. El cielo estaba cubierto de nubes. Mantenía casi inalterado
un color acero que iría pesando cada vez más sobre los ánimos a medida que
pasaran las horas.

En ese día de luz pobre, arrancado del sueño por el sonido agudo del reloj,
Mejía comenzaba a entenderse con la realidad en una casa de bajos de la calle
Carlos Calvo.

Abrió los ojos al primer pitido, como si todo fuera un artificio armado para
verificar su reacción. Tapado hasta la mitad de la oreja con una colcha, se quedó
unos instantes con la mirada vacía.

Lo primero que vio fue una foto en blanco y negro que estaba sobre la mesa
de luz. Era un grupo familiar posando en un patio lleno de macetas con helechos y
plantas de hojas largas.

Había en la imagen dos mujeres maduras dando los primeros pasos hacia la
obesidad; un hombre engominado, de bigote, vestido con el uniforme del ejército,
y dos chicos, uno recorrido por la mano sinuosa de la adolescencia y el otro, más
alto, peinado con agua y con los ojos nublados. Este último era Mejía a los diez o
doce años.

La puerta dejaba entrar claridad por debajo de una de sus hojas; esto lo
ayudó a pararse y lo dispuso bien de ánimo.

Dijo dos o tres palabras incomprensibles mientras atravesaba el patio en


dirección al baño. Tenía puesto un calzoncillo estampado y llevaba en su mano
derecha otro parecido para el recambio. Sintió algo de frío y apuró los últimos
pasos.

De inmediato, se abrió apenas la puerta de la habitación vecina a aquella de


la que había salido Mejía. Una mujer asomó la cabeza. Con la mirada, barrió
sumariamente la superficie del patio. Imposible precisar lo que buscaba. Lo cierto
es que estuvo bamboleando sus ojos saltones un rato.

De pronto, se escuchó el ruido del agua chocar contra la losa de la bañadera.


Este hecho, en apariencia, animó a la mujer a salir de la pieza.
Caminaba con dificultad. Tenía una papada blanca con unos cabos duros
esparcidos y una mata ensortijada de pelo color ceniza. En una de sus mejillas,
cerca de la sien, había un lunar sobresaliente.

Era una de las dos mujeres que aparecían en la foto de la mesa de luz. Se
llamaba Celia. Era la madre de Mejía. En los últimos veinte años, la mujer había
ido engordando a punto tal que su salud se veía afectada. Los médicos la sometían
a regímenes que ella prometía cumplir pero que transgredía en sesiones secretas
que dejaban sus huellas en fundas de almohadas o en las sábanas.

Celia entró en la cocina. Acercó un fósforo encendido a la hornalla, tomó de


un estante un jarrito enlosado celeste y lo llenó de yerba. Parecía cansada. Se sentó
en un banco de madera. De repente, recordó algo. Fue hasta la puerta del baño y
llamó la atención de Mejía. Le dijo que no se olvidara de que el domingo antes del
mediodía tenía que pasar a buscar la heladera por lo de Olázar.

Mejía no habló. La mujer se quedó un rato con el oído abierto a cualquier


respuesta. Cuando comprendió que su espera era vana, volvió a la cocina y se cebó
el primer mate.

El agua de la pava estaba por la mitad y un poco fría cuando Mejía se sentó
al lado de su madre. Era uno de esos días en que las obligaciones lo reclamaban
desde temprano.

Mejía era dueño de una mandíbula que llevaba la vanguardia al resto de la


cara. Este prognatismo era la causa del seseo que lo acompañaba al hablar. Sus
compañeros de tarea, siempre dispuestos para la vileza, no daban tregua a su
ingenio: se pasaban la vida inventando comentarios que, de alguna forma,
aludieran a su dificultad de dicción. Por este motivo, Mejía guardaba en la boca del
estómago una forma inquieta, como una chispa, que cada tanto se le hacía
presente.

La madre y el hijo no hablaron demasiado aquella mañana. Intercambiaron


monosílabos. Celia estaba acostumbrada al rigor, e incluso a la más descarnada de
las indiferencias.

Mejía, con la boca cargada con galleta marinera y manteca, tenía ojos
solamente para un artículo del suplemento deportivo. Sabía que no le sobraba el
tiempo; sin embargo, se tomó casi quince minutos más de los que debía. Así fue
que cuando terminó de leer tuvo que irse de su casa poco menos que corriendo.
Salió al patio y se puso al hombro un bolso que había dejado entre dos
macetas. Le dio un beso al pelo de su madre. Dijo:

—Cualquier cosa, llamá.

Y recorrió con paso rápido el angosto pasillo que terminaba en la calle.


2
Ese mismo día, a las diez de la mañana, cuando ya llovía, Ronald Hampton
perdió el último de sus siete anillos. Era una pieza con dos hebras de plata que se
trenzaban y de las que surgía una flor de cinco pétalos.

Se deslizó de su dedo cuando la mano de Ronald, húmeda y pegajosa,


golpeó contra el borde de mármol de una mesa de unos veinte centímetros y fue a
parar junto al zócalo. Nadie, ni Ronald ni los dos hombres que estaban con él
dentro de aquel cuarto, se interesó por el destino del anillo.

Ronald Hampton había nacido sobre las percudidas sábanas del Hotel Ritz,
en los suburbios de Köln, Alemania, una destemplada madrugada de septiembre.

Las primeras manos que lo acariciaron no fueron las de su padre, quien


yacía tirado, descompuesto, en un sillón vecino a su cuna, sino las de Thomas
Wrath, amigo y compañero de oficio de la pareja.

Los padres de Ronald, Jennifer y Gregory, eran actores. Integraban una


compañía de teatro clásico que deambulaba por Europa representando a los
griegos. Los dos reconocían a Escocia como su patria. Se habían criado a orillas del
mar, en un pequeño pueblo pesquero de la costa este de la isla, Arbroath.

Jennifer y Gregory eran muy jóvenes cuando Ronald nació. El frenesí


constante que los hacía temblar frente al público tal vez fue la causa de que no
pudieran sostener la convivencia y se olvidaran, casi completamente, de la
paternidad.

Thomas Wrath, a quien una perenne afonía obligó a abandonar el escenario,


fue el que, con naturalidad, se hizo cargo del chico. El viejo actor, con verdadero
entusiasmo, tuvo el talento para armar la red afectiva que sostuviera a Ronald por
sobre el inmenso vacío familiar.

Vivían en la última planta de un viejo edificio. El lugar era pequeño y las


paredes estaban cubiertas de libros y fotos de Thomas en el escenario. La luz era
natural durante todo el día: una inmensa abertura vidriada abarcaba casi todo el
techo.

Por las noches, Ronald dedicaba los últimos momentos de vigilia a la tarea
infinita de identificar estrellas. Este acto grabó en su identidad, como una
necesidad impostergable, un hambre descomunal por lo inaudito.

Cada tanto recibían cartas de lugares que ni el chico ni Thomas mismo


sabían siquiera pronunciar. Eran de Jennifer o de Gregory, que hablaban desde la
imprecisa realidad de la distancia. De todas formas, Thomas, siempre atento a los
ritos, preparaba té en un viejo samovar, y pasaban, a veces, más de dos horas
tomándose licencias para inventar a los ausentes.

Ronald era un joven retraído, tenía una sonrisa breve que apenas le
modificaba la posición de los labios. Le gustaba andar solo y rara vez presentaba a
alguien como su amigo.

A los veintisiete años, terminó la carrera de Antropología en la Universidad


de Munich. Todavía conservaba en la cara, y en menor medida en el resto del
cuerpo, las formas despojadas de la niñez.

Cuando Thomas Wrath murió, Ronald ya vivía desde hacía tres años en
Munich. Trabajaba por las noches en el hotel de un australiano que alojaba a
inmigrantes venidos del este de Europa.

Fue en agosto. Ronald sabía que el hombre que lo había criado estaba
internado desde hacía más de una semana; sin embargo, ni siquiera había
imaginado la posibilidad de su muerte. Le avisaron a las cinco y cuarenta cinco de
la mañana, faltaban apenas quince minutos para que terminara su turno. Cuando
colgó el auricular, caminó los doce pasos que separaban su mostrador del ventanal
que daba a la calle desierta y con el llanto desconsolado inauguró la dislexia que lo
iba a acompañar más de tres años.

Ronald medía casi dos metros, era atlético —tenía piernas largas, torso
amplio casi sin vello y en su abdomen plano se destacaban, al primer vistazo, las
guías paralelas de los músculos— y llevaba el pelo —rubio, lacio— unos veinte
centímetros por debajo de los hombros. Le gustaba vivir tranquilo y sin
sobresaltos. Fue por esta causa que continuó trabajando en el hotel incluso bastante
después de haberse graduado.

Dos actividades le apasionaban además de la antropología: tocar el laúd y


sacar fotografías.

Cada cuatro días, metódico, riguroso, se cortaba las uñas con un alicate
plateado, para que sus dedos largos fueran certeros a la hora de buscar sonido.
Contaba con un oído agudo y lo sabía. Sin embargo, con esta virtud no sostenía
vanidad sino que edificaba placer.

Su compositor favorito era Christopher Hogwood; había pasado más de dos


años puliendo una obra suya. Cuando consideró que había alcanzado su mejor
nivel, invitó a cenar a Reiner Hawer, en ese entonces su mejor amigo, y lo tuvo
pendiente con la ejecución durante cuarenta y cinco minutos.

Al finalizar guardó el laúd en su estuche, prendió una rama delgada de


mirra y destapó una botella de vino del Rhin. Reiner le pidió que le sirviera algo de
comer. Ronald, entonces, desapareció en la diminuta cocina. Volvió con una
bandeja plateada con cinco pretzels con manteca. Reiner sonrió. Sabía agradecer
con la mirada.

Aquella noche brindaron y hablaron hasta muy tarde. La mañana los


encontró en la pequeña cama de Ronald cubiertos por la misma manta.

Reiner había nacido en un pueblo a treinta kilómetros de Munich. Era


carpintero. Trabajaba junto a dos ebanistas en un pequeño taller de muebles de
estilo. Conoció a Ronald un sábado de junio en un pub. No bien lo vio tuvo la
certeza de que era un hombre al que se le podía dar la espalda y, sin demoras, con
el entrecejo fruncido, lo invitó con una cerveza y se lo dijo.

Estuvieron juntos un poco más de tres años. Fueron sabios y cuidadosos


para relacionarse. Casi todos los jueves, que era el día franco de Ronald en el hotel,
se encontraban a tomar un trago en la terraza de una galería. Desde aquel mirador,
con las manos entrelazadas alrededor de los jarros de cerveza, eran testigos de
cómo, poco a poco, las cúpulas de la ciudad se iban esfumando en la noche.

A veces, dejaban que el tiempo transcurriera sin que ninguno de los dos
dijera nada. En otras ocasiones, Ronald, con las piernas cruzadas y las aletas de la
nariz levemente erguidas, hablaba sobre su personal interpretación de la historia o
elogiaba a los polacos por su firmeza durante la guerra. De vez en cuando, se
entusiasmaba contando batallas.

Un día de febrero en el que la nieve alcanzó más de un metro de altura,


Ronald apareció en el café con un sobre de papel madera debajo de su largo abrigo.
Caminó despacio hasta la mesa que ocupaba Reiner y, con una sonrisa débil, le
arrojó el sobre al pecho. Le dijo que mejor que no lo dejara solo nunca.

Reiner lo miró, escéptico. Abrió el sobre con delicadeza, despegando el


papel en uno de los extremos, y extrajo una pila de fotos. Las pasó una a una,
tomándolas de los bordes, procurando no dañarlas con la humedad de los dedos.

Las imágenes fueron efectivas. Reiner pretendió ser minucioso. Intentó


entrar con su criterio en cada detalle, en lo que velaba cada sombra. Se mordió el
labio y vio cómo un hombre moría con las venas cargadas de heroína en un umbral
helado. Vio el ángulo de una nariz hundido en la nieve. Vio la boca de una mujer
que, endurecida por el frío, yacía sobre los escalones de una estación de trenes. Vio
cómo se reflejaba la luz del día en los cristales de la sangre de los que durante la
noche, encendidos como antorchas, decidieron verterla.

Reiner dejó las fotos sobre la mesa y giró la cabeza. Se dejó ir por el inmenso
ventanal.

Faltaban diez minutos para las cinco. La luz rescataba apenas el perfil de los
edificios. La ciudad parecía querer guardar su espacio en el pecho de los hombres.
Reiner detuvo su atención en la torre del Alter Hof, que se recortaba en el cielo.
Luego, volvió al café. Miró con desdén el desorden de la mesa y enseguida a
Ronald. Se aclaró la voz con una tos breve. Le preguntó cuándo había sacado
aquellas fotos.

Hacía dos días, un poco antes de que amaneciera.

Reiner sacudió la cabeza. No tenía ningún derecho, eso le dijo.

Ronald citó a Mauriac: Las llagas existen recién cuando sangran. Se consideraba
con derecho a todo porque su deber era hacer aún más evidente lo evidente.
Después quiso saber, al fin de cuentas, cuál era la opinión de su amigo acerca de
las fotos. Reiner señaló algo en el medio de la ciudad. Habló sobre el bronce de las
grandes campanas de la Frauenkirche. Después le dijo que lo que acababa de ver le
parecía de mal gusto. Un despropósito. Una verdadera mierda.

Veinte minutos más tarde, la noche ya se había cerrado y ellos sostenían


todavía sus caras con los antebrazos.
3
Julio Bodart tenía los ojos fijos en su taza de café con leche cuando la
chicharra del portero eléctrico lo sobresaltó. Eran las once y cuarto de la mañana.
Dos golpes de timbre: el primero, corto y disfónico; el segundo, enérgico, casi
autoritario.

De inmediato, se paró con un movimiento que hizo temblar la mesa y


atendió. Ahora bajo, dijo, y no bien colgó el auricular juntó las manos en un gesto de
fastidio. Eran Grace, su ex mujer, y Eamon, un primo de ella.

Tomó el café con leche en dos tragos, se puso el saco y abandonó el


departamento.

Hacía más de siete años que Julio Bodart vivía en el décimo piso de la calle
Tagle. En su memoria todavía guardaba registro del día en que había escriturado.
La emoción le destacaba los ojos, que de por sí eran apagados y hundidos en sus
cuencas; sin embargo, ni siquiera sospechaba la importancia que tendría aquel
departamento para su vida. No sabía del amparo que aquellas cuatro paredes
podrían proporcionar a su ánimo. No sabía de la luz del verano entrando por la
ventana del comedor, de la serenidad de las tardes de domingo y, sobre todo, de la
mezquina seguridad que con los años aquel lugar le haría crecer en el pecho y que
lo llevaría a la evasión de toda compañía, incluso la de su propia mujer.

En el departamento de la calle Tagle se había vuelto huraño. Pretendía


defender algo impreciso con la fuerza de su silencio. Grace, al comienzo, se había
mostrado curiosa con su indiferencia; pero al poco tiempo, optó por el rechazo. No
hubo discusiones, el mutuo desapego los había devorado. Una noche helada de
julio, ella cargó sus dos valijas. Llevaba en el bolsillo del abrigo un documento con
dos sellos y la firma de Bodart. Había aceptado pagarle a Grace el alquiler de un
dos ambientes hasta que pudiera juntar el dinero equivalente a la mitad del
departamento de Tagle.

Bodart, ahora, bajaba en el ascensor. Se había puesto un traje azul de


invierno que le quedaba justo. Aprovechó el tiempo muerto para mirarse en el
espejo.

Vio a un hombre de treinta y cinco años, de boca regular con labios


delgados. Vio un par de ojos borroneados sostenidos por una sombra débil pero
definitiva. Vio en la orilla de la frente las raíces del pelo negro, lacio y grueso. Vio
un mechón rebelde que le caía sobre la sien. Lo vio y no hizo nada para corregirlo,
como era su costumbre. Vio la pequeña cicatriz en forma de herradura que tenía a
la derecha del mentón. La repasó muy despacio con el dedo mayor. Después,
observó la huella limpia de la afeitada. Sus ojos, que no parpadeaban, que eran
iguales al mármol, se detuvieron en la superficie nítida de su cara.

El ascensor se detuvo con un ruido seco. Bodart salió rápido de su


abstracción y abrió las dos puertas corredizas con un ímpetu exagerado. Dio tres o
cuatro zancadas hasta la puerta de vidrio que lo separaba de la calle. Pudo ver
estacionado el Chevrolet azul de Eamon. Al tomar el picaporte de la puerta,
observó la nuca del primo de su ex mujer. Su cabeza se movía contagiada por el
énfasis que dominaba a sus brazos. Tuvo un mal presentimiento.

Ya en la calle, supo que no se había vestido de acuerdo al clima, se levantó


las solapas del saco, caminó hacia una de las ventanillas y se paró esperando
atención. Los ocupantes del Chevrolet, metidos en lo que parecía una discusión, no
lo notaron. Bodart se quedó junto al auto con las manos cruzadas a la altura del
sexo y los hombros encogidos, muerto de frío, hasta que se decidió a golpear el
vidrio con los nudillos.

Eamon giró la cabeza y le dijo con cara de sorpresa:

—¿Qué hacés ahí afuera? ¡Entrá!

Bodart carraspeó dos veces, después habló con una voz que le pareció
desconocida.

—Me vine medio desabrigado. Subo a buscarme algo. Enseguida vuelvo.

—No des más vueltas, Julio: el dueño de la casa nos está esperando —le dijo
Grace, que tenía la cara congestionada.

Grace era delgada, casi no tenía busto. Usaba el pelo por los hombros teñido
de un color que le robaba la poca luz de los ojos. Su voz era áspera, sin consuelo.
Manejaba su cuerpo con desinterés, no le preocupaba ni la posición de sus
hombros ni la curva de su espalda; pero dedicaba un tiempo enorme al cuidado de
su cara. Trabajaba con esmero sobre sus labios y sobre la piel porosa que le cubría
la nariz. Verla demorada, a centímetros del espejo, con la lengua sobresaliendo
apenas de la boca, con el delineador en la punta de los dedos, había llevado a
Bodart a pensar en la paciencia de los relojeros.
Grace fue alguien fortuito que Bodart conoció saliendo de la estación del
subte. Ella, por su parte, había visto a un hombre que le había resultado atractivo
parado en la esquina de Callao y Corrientes fumando con la actitud de quien
espera. Envuelta en un blazer negro, aquella noche ella le había hecho una
pregunta —no cualquiera, sino la más certera— a ese desconocido de barba a
medio crecer que parecía alejarse con el tránsito que lo rodeaba. Grace llevaba la
franqueza hasta las últimas consecuencias, a punto tal que entre sus dientes la
verdad tenía la vehemencia de las armas. Bodart, aquella primera noche, solo tuvo
la ocasión de retener su nombre, que le pareció un invento aceptable para la
circunstancia, y el sabor ácido de su saliva.

Eamon no esperó a que Bodart terminara de cerrar la puerta del auto para
arrancar. Hizo dos cuadras por Tagle y dobló en la avenida hacia la derecha.

Dentro del auto nadie hablaba. Los ruidos mecánicos y el bullicio de la


ciudad ocupaban el lugar del diálogo.

Eamon, pendiente del dinamismo de la avenida, sostenía el volante con su


mano izquierda y con la derecha se peinaba el largo bigote. Después, pareció hacer
un esfuerzo físico para recordar algo y casi enseguida se puso a silbar.

Bodart odiaba a Eamon y encontraba en sus bigotes, en sus camisas de


colores, en sus collares y en su forma de suspirar razones suficientes para sostener
ese sentimiento.

Hubo un hecho concreto que lo ayudó a definir a Eamon como un enemigo.


Fue durante una discusión que tuvo con Grace al mes de conocerla. Bodart aquella
vez miró los ojos de la mujer y vio crecer en ellos el edema del rencor. Entonces,
escuchó lo que tenía para decirle. No tardó en reconocer en sus argumentos el eco
de un prejuicio que no le era propio. Grace sostenía con su voz el pensamiento de
otro. Y Bodart preguntó hasta dar con el responsable. Es esa clase de tipos que no se
permiten nada: nacieron viejos. Antes de lo que esperás vas a estar bostezando. Dejá de
buscar agua en el desierto, había dicho Eamon. Bodart, porque Grace era literal como
un buen espejo, se enteró de cada palabra. Detestó a Eamon no tanto por lo que
pensaba de él sino por el ascendente que tenía sobre su mujer.

A la derecha de Eamon, Grace, con la mirada detenida en la sucesión de


edificios, se mordisqueaba las uñas. Tenía la cara de quien se va ablandando en el
torbellino de la tristeza. Llevaba la ventanilla abierta unos centímetros y por ese
espacio entraba un viento helado que le daba a su cara cierto rigor oriental.
Bodart, que se había calzado unos anteojos negros y llevaba las manos
cruzadas sobre el vientre, iba en el asiento de atrás. De pronto, el auto agarró un
pozo. El impacto fue intenso y lo sufrió sobre todo la rueda delantera derecha.
Bodart, entonces, en una instintiva búsqueda de estabilidad, modificó el orden de
sus dedos y este solo movimiento colocó su atención frente a una realidad
concreta: el volumen de su abdomen. Bodart no era un hombre deformado por su
peso; sin embargo, en el medio de su cuerpo se habían ido amontonando los
despojos de los años. No estoy conforme; no estoy nada conforme, se dijo, y recordó el
primer fin de año que habían pasado en el departamento de Tagle.

Eran en total cinco personas.

Grace, en aquel momento, todavía conservaba desmesura en los gestos: para


la decoración de la casa, gruesas guirnaldas de colores.

Habían empezado a comer cerca de las diez. En la mesa había vino blanco y
tinto, más tarde descorcharon champagne. Bodart, mediando la cena, le había
acariciado la mejilla a Grace con el canto de la mano. Ella había sonreído. Se
pusieron a hablar de un lugar perdido en las sierras de Córdoba. Todos
encendieron cigarrillos. Los comentarios se hicieron salteados y poco
comprometidos.

No somos nosotros, al final de cuenta, sino el azar, el que dispone, dijo una de las
mujeres con la mirada reflexiva y una copa medio vacía. Grace asintió. No quería
concitar la atención de nadie.

El aire se había ido haciendo más espeso. A las once y cuarto, cuando la
digestión había empezado a imponer su ritmo y la entrega de los cuerpos suprimía
los matices, Grace le preguntó a Salvador Boianover, uno de los invitados, acerca
de Murube. La primera respuesta fue un gesto de ignorancia; después, dijo que
hacía rato que no veía a Murube y que, desde que este último se había separado de
su mujer, había dejado de ser aquel hombre que se pasaba horas enteras
escuchando cantar a Judith Raskin.

Según Boianover, el cambio en la forma de ser de Murube fue acompañado


por una modificación en su aspecto. Se había dejado crecer el bigote, había
engordado como veinte kilos y unos pelos gruesos y desordenados le cubrían el
entrecejo. Parecía un cuervo, un ave de mal agüero.

En este punto, Salvador Boianover hizo una pausa. Extrajo un inhalador del
bolsillo y disparó hacia el fondo de su garganta. Con las pupilas dilatadas y la voz
levemente más clara continuó.

En su puta vida se olvidaría de la última vez que había visto a Murube.


Había sido durante una tarde calurosa de enero, en Robles. Él estaba sentado en
una reposera tomando fresco debajo de unos álamos. Murube había aparecido a
eso de las cuatro —cuando el sol mataba caballos— con un amigo al que llamaba
Chaco. Boianover dijo que el tal Chaco era un tipo desagradable de orejas blandas
y enormes, que se reía todo el tiempo como un estúpido.

Lo primero que hizo Murube fue abrir la heladera y sacar un par de


cervezas; de ahí en más no pararon de tomar hasta que se fueron, unas tres horas
más tarde.

Aquella tarde Boianover estuvo, en varios momentos, tentado de echar a


aquellos dos degenerados a patadas, pero se contuvo porque pensó que ese que
estaba ahí, sentado frente a él, borracho y provocador, no era más que un amigo en
desgracia que estaba por tocar fondo. Sin embargo, hubo un punto en el que su
tolerancia se agotó. Fue cuando Chaco y Murube empezaron a molestar al perro
que había andado por la zona desde la mañana. Le tiraron de las orejas, lo
castigaron con un pedazo de percha que habían encontrado tirado por ahí. Cuando
el animal, que estaba medio abombado por el calor, no soportó más el castigo,
aulló y puso unos metros de distancia entre su cuerpo y el de ellos. En este punto,
Boianover aclaró que perdió los estribos y les gritó que se dejaran un poco de joder
con el pobre perro, que iban a terminar lastimándolo. Ninguno de los dos pareció
escucharlo y Chaco, mientras él hablaba, con una risa colgada de la boca, había
empezado a trabajar para volver a ganarse la confianza del animal. No bien se
acercó un poco, se le tiraron los dos encima y le ataron las patas con un pedazo de
cable. El perro, desesperado, tiró un par de mordiscos que no tuvieron otro destino
que el aire: los hombres eran hábiles para esquivar dentelladas.

Lo castigaron sin piedad. Boianover contó que, a esta altura de los


acontecimientos, no vio otra alternativa que intervenir; pero Murube mismo fue el
encargado de tirarlo al piso a empujones y aclararle, mientras se acariciaba el canto
de la mano, que si decidía meterse, se atuviera a las consecuencias. Boianover
evaluó las alternativas y se limitó a ser el único testigo de aquella atrocidad. Dijo
que Chaco se fue hundiendo en instancias de violencia cada vez más primarias. Al
comienzo, se dedicó a azotar al perro con una rama fina de sauce y, cuando se
aburrió de oír los lamentos del bicho, usó la misma rama como un punzón. La
metió en la oreja derecha. Trabajaba con delicadeza. Acercaba su cara roja a la
cabeza del perro. Parecía estar atento al sonido de los cartílagos que se iban
quebrando. Murube mantenía aferrado el hocico con las dos manos. Boianover
pudo ver la lengua del perro, vencida y azul, colándose por entre los dientes. Una
vez que terminó con la oreja, Chaco se ocupó de los ojos. No se detuvo hasta que
un líquido blancuzco le impregnó las manos. Para terminar con el suplicio,
pusieron al animal, que ya no se lamentaba, con el vientre hacia el cielo. Lo
abrieron en dos con una navaja. No bien terminaron, guardaron en una bolsa las
dos o tres porquerías que había en la heladera y se fueron. Boianover los vio
alejarse desde el piso. Se levantó recién a la media hora. Lo primero que hizo fue ir
tambaleando hasta el teléfono y llamar a la policía. Cuando al rato aparecieron,
estaba tan confundido que no supo qué decirles.

Aquella había sido la última vez que había visto a Murube y, sinceramente,
esperaba que la vida le deparara la fortuna de no volver a verlo.

Se hizo un silencio que todos aprovecharon para vaciar las copas. Alguien
abrió una ventana. Una brisa fresca trajo a la mesa el olor de la noche. Pocos eran
los que querían seguir con aquel tema; pero nadie encontraba un modo sutil para
escapar.

A las doce menos cuarto se empezaron a escuchar los primeros estallidos


del festejo. Cuando el año llegó a su fin, todo fue confuso y un poco irreal.
Intercambiaron abrazos. Levantaron las copas por segunda vez en la velada. No
había euforia, sino más bien una rara excitación.

Mientras brindaba, Bodart se dijo: No estoy conforme, no estoy nada conforme...


Y de inmediato, estaba prometiéndose llevar a cabo una dieta.

Hoy, casi siete años más tarde, Bodart, viajando en el asiendo trasero del
Chevrolet, recordaba aquellos hechos. Hoy, prófugo detrás de sus anteojos negros,
evaluaba culposo el peso de su inconstancia.

—Soy el único responsable —se dijo, y sobrevino cierto alivio.


4
—Está empezando a lloviznar —dijo Eamon.

Nadie pareció escucharlo.

Una garúa intensa cubría la ciudad. Los edificios, las baldosas de granito y
el asfalto se habían cargado con una pátina de abandono. Los árboles, mudos y
oscurecidos, sostenían la simetría de cada cuadra.

Con la lluvia fina que caía, el paisaje, a través de las ventanillas, era menos
cierto.

—¿Alguien me convida un cigarrillo? —preguntó Bodart.

Eamon, sin apuro, buscó en el bolsillo de su camisa. Después, con voz


distraída, preguntó:

—¿Vos no habías dejado de fumar?

—Abandoné el vicio, no el cigarrillo. Uno cada tanto no me hace mal, al


contrario, me seda: es el tabaco verdadero…

Eamon se encogió de hombros. Dijo:

—No entiendo por qué la gente se engaña. O se tiene el vicio o no se lo


tiene.

—Pasan y pasan los años y vos seguís idéntico. Nada te modifica —dijo
Bodart con los anteojos negros puestos de vincha.

Eamon puteó en voz baja, apretando los dientes. Lo que escucharon todos
fue un seseo, como un espasmo de tos interrumpido.

Bodart se irguió un poco sobre el asiento. Encerró el encendedor y parte del


cigarrillo en el hueco de su mano izquierda. Hizo chasquear la lengua para
paladear mejor la primera bocanada. Después, con el cigarrillo entre los labios,
alargó el brazo por entre las butacas delanteras y dejó el atado con el encendedor
sobre la pierna de Eamon, que lo recogió sin modificar la dirección de su mirada.

La lluvia arreció. La escasa visibilidad forzó sus caras hacia adelante.


Estaban entrando en los suburbios del sur de Buenos Aires. El río anunciaba su
presencia. Cierto suave hedor había ido invadiendo la cabina del Chevrolet.
5
El vestuario estaba en la parte posterior del edificio. Una fila de bancos
dividía en dos el lugar.

En uno de los costados, como si algún mal hábito los hubiera amontonado,
estaban los armarios. Metálicos, herrumbrados. Cada uno ofrecía un candado
diferente. El piso era de cemento alisado.

El vestuario era un espacio amplio, difícil de calentar. Una estufa a kerosene


enfrentaba, más que nada con la pureza del símbolo, el rigor del invierno.

En un extremo, había un hombre alto con el pecho descubierto haciendo


rodar una barra de desodorante sobre su axila. Valverde se llamaba. De pronto,
interrumpió su actividad, giró la cabeza convocado por el ruido seco de la puerta
al abrirse. Mejía acababa de entrar. Llevaba el pelo corto y endurecido por la
gomina. Tenía los ojos negros, inmóviles y atentos. Con los labios apretaba el filtro
de un cigarrillo que no encendería sino hasta el mediodía.

Cuando encontró un lugar adecuado, dejó en el piso el bolso que llevaba al


hombro. Después, con cierto desdén, saludó al hombre del desodorante. Le
preguntó cómo andaba.

El otro se encogió de hombros y dijo:

—Hay que decir bien... ¿o no, Sauro?

A Mejía lo apodaron Sauro, como un conocido jockey, porque sostenía que


la fortuna le iba a llegar desde las patas de un caballo. No había apuesta perdida,
por importante que fuera, que lograra disuadirlo de que su destino estaba ligado a
los hipódromos.

El jockey Sauro había nacido un anochecer destemplado de octubre en un


campo llamado El Regocijo. Antes de cumplir los cuatro años, la poliomielitis le
había subido por la pierna derecha y le había dejado una secuela de por vida. No
obstante, ese hombre, al que todos llamaban cariñosamente Renguito o el Aguja,
desarrolló una pasión desmedida por los caballos. Siendo un crío, había trepado a
un overo de tranco largo y asombrado a la paisanada en una tarde de cuadrillas.

Con pocos años, muchos menos que cualquiera, Sauro había llegado a
convertirse en el jockey con mayor destreza que dio su tiempo. Había podido
prescindir de una buena monta para ganar porque su habilidad convertía al peor
de los matungos en un haz de luz, como sucedió en el Pellegrini del ‘56.

Ese muchacho había conseguido ser tan alto como los ángeles y tan querido
como los dioses. Había sido un tipo sensible que se desesperaba por los boleros.
Había pasado noche tras noche ocupando una mesa en un local de la calle
Esmeralda, con los dedos prendidos a un mantel de satén, escuchando la forma en
que el cantante de turno alargaba las vocales. Incluso él mismo había repetido, en
soledad, los temas de cadencias lentas que terminaban siempre por quebrarlo.

El día que me quieras era su canción preferida. Con solo recordar la letra se le
llenaban los ojos de lágrimas. Había sido tan frágil como su propio cuerpo y los
triunfos en las carreras no habían modificado en nada su inmensa nobleza. Sin
embargo, su vida había sido corta. Una mañana había bostezado y había podido
sentir cómo la oscuridad le crecía en el pecho. Más tarde, la radiografía de tórax
planteó un borrón definitivo en los pulmones.

Pero la pura verdad es que lo único que a Mejía le podía resultar familiar
acerca del Renguito era su apellido, Sauro, porque era el apodo con el que los
compañeros lo nombraban. Y no le agradaba. Le resultaba vulgar, casi un insulto.

Por eso, cuando alguien desde el fondo del vestuario, semidesnudo o


afeitándose, le gritaba: Sauro, ¿cómo va la cosa?, Mejía bamboleaba la cabeza y fingía
no escuchar. Pero ante la insistencia, sonreía y elaboraba complicadas injurias que
terminaba diciendo para sí, en voz muy baja.

En esta ocasión, frente a Valverde, Mejía optó por hacer un gesto afirmativo
con la cabeza.

Comenzó a quitarse la ropa. Cubierto solo por el calzoncillo estampado,


tomó el cigarrillo que había dejado en un extremo del banco y se lo llevó a los
labios. Aspiró profundo. Se conformó sintiendo el gusto del tabaco en el paladar.

Esa mañana, Mejía demoró más que de costumbre en hacerse el nudo de la


corbata. Se paró frente a un espejo redondo. No bien tuvo la efímera victoria entre
sus dedos, vio reflejada su cara encendida por la satisfacción. Vio también,
lateralmente, al hombre del desodorante avanzando hacia él. Se lamentó.

El hombre hizo un comentario sobre el mal tiempo. Hablaba comprimiendo


los labios hasta la mitad de la boca. Su voz era un sonido trabajado por la noche. El
tono era el propio de las confesiones. Mejía asentía al tiempo que se acomodaba en
la cintura la funda negra del arma y los dos cargadores.

Estaban frente a frente bajo un techo permeable al sonido de la lluvia.

La conversación fue derivando hacia el deseo. Ambos revivieron historias


de mujeres, no del todo ciertas sino tocadas por el ímpetu de la charla. Mejía no
podía dejar de subestimar a Valverde.

Con oídos solo para su propio aliento, Valverde no interpretó el silencio que
Mejía había elegido como epílogo del encuentro. Continuó con el relato de sus
hazañas.

Dijo que le gustaba comer en un bar al paso en el centro de Avellaneda. En


ese lugar, hacía dos semanas, ,había conocido a una mujer de cuarenta y dos años.
Tenía el pelo por encima de la cintura y llevaba una vincha que le despejaba la
cara. Su frente era amplia, saludable. Casi no hablaba.

Valverde contó que al verla sentada, medio encorvada y con la nariz metida
en el tazón de café con leche, supo que podría hacer con ella lo que se le diera la
gana.

Fue grosero en un hotel de la calle Chilavert. La tomó del cuello y le arrancó


la ropa a manotazos. Ella, no bien pudo, aprovechó la oscuridad y corrió a
envolverse en una manta. No escapaba de la entrega, la movía la vergüenza, pero
el hombre cegado por el vértigo no era capaz de ver ni sus propias uñas.

Sin preámbulos, le abrió las piernas y estuvo agitándose entre ellas hasta
que el cansancio lo volteó sobre la cama. Recién entonces se ocupó de destaparla,
de completar su desnudez. Ella no se resistió. Dedicó una sonrisa resignada al
estupor de su amante.

El hombre observó el pecho derecho coronado por el pezón y la cicatriz


recta que se alargaba sobre el lado izquierdo. Ella se sintió obligada a hablar: Un
tumor maligno… Me dijeron que lo agarraron a tiempo, pero nunca se sabe…

Después, Valverde no volvió a pronunciar palabra. Buscó apoyo en la pared


y esperó la reacción de Mejía.
6
Cuando entró en la oficina, Mejía se deshizo de Valverde. No inventó una
excusa, simplemente se alejó de él como si no existiera.

Caminó hacia el mostrador y saludó a una mujer que lo miraba con


insistencia. Ella aprovechó su atención y le consultó sobre el proceso de las
denuncias.

Después fue hasta la cafetera. Llenó un jarro de loza hasta la mitad.

Detrás de él, un hombre uniformado escribía en una Remington negra.


Usaba dos dedos, uno de cada mano. Alternaba su mirada entre el teclado y el
manuscrito del que copiaba. Era joven. En su mentón se insinuaba la sombra de la
barba.

La luz en la oficina era artificial. Provenía de varias series de tubos que se


repartían por el techo. A veces, se escuchaba un ruido monótono y persistente que
hacía subir el sopor, como una espuma, a las cabezas de los hombres.

Mejía caminó unos seis pasos con la taza en la mano. Cuando se detuvo,
sorbió confiado. Su paladar, entonces, se retrajo por el café ardiendo. Estuvo a
punto de gritar.

El líquido bajó por la garganta hasta entenderse con el laberinto de entrañas.


Mejía, erguido como un junco, era puro dolor.

Dos cosas fueron las que, inexplicablemente, le ofrecieron consuelo: un par


de anteojos que había sobre un escritorio y la imagen de un almanaque. Se trataba
de una mujer con la vista fija en un mar azul. Una mujer con el pelo suelto, sentada
sobre la arena, vestida con algo parecido a su propia piel.
7
Hacía tres semanas que Volker Fest había cumplido los treinta años como
docente en la Universidad de Munich cuando recibió una carpeta de cartón que
contenía treinta y seis fotos en blanco y negro expuestas. Se trataba de imágenes de
hombres y mujeres heridos de gravedad, muertos o concentrados en edificar la
fidelidad del vicio.

Volker Fest repasó las fotos. Comprobó que tanto el uso que se hacía de la
luz como los cuadros y la composición eran los que él mismo hubiera elegido. Sin
embargo, no fue esto lo que más le llamó la atención, sino un hecho en apariencia
fortuito: nueve de aquellas imágenes tenían como fondo la casa amarilla a la que él
se había mudado a comienzos de aquel año. Incluso en una o se distinguía, detrás
de una ventana angosta, una cabeza inclinada sobre un presunto escritorio. No le
costó mucho reconocerse allí. No bien lo hizo, satisfecho sin saber bien por qué,
paseó su sonrisa por los cuatro ángulos de la oficina.

A lo largo de su vida, el viejo Volker Fest había sostenido los mismos


conceptos acerca del universo y las relaciones que en él se generan. Lejos de
discutir con sus propias ideas como sus pares franceses, se sentía cómodo al
amparo de las tradiciones que él mismo iba generando.

Con respecto a lo arbitrario, por supuesto, tenía su posición tomada y, si bien


no se regía por ningún dogma, tampoco pensaba, a la usanza de los racionalistas,
en el mundo como un gran inventario.

Volker Fest descreía de la casualidad. Había sostenido su posición frente a


colegas y a ocasionales compañeros de alcohol. Pensaba que era un concepto
generado por imbéciles. Esta fue la razón principal por la que llamó al teléfono
que, con trazo prolijo, el fotógrafo, un ex alumno suyo llamado Ronald Hampton,
había anotado en la cara interior de la carpeta.

Se encontraron en un café al que Volker Fest asistía a menudo.

Ronald, endurecido por la solemnidad, no habló demasiado en aquel


encuentro. Se limitó a dejarse leer por el hombre que tenía enfrente. Le llamó la
atención lo blanco y tupido que tenía el pelo y los anteojos redondos clavados en la
nariz.

Volker Fest tenía voz nasal. Los años de exposición frente a los alumnos lo
habían ido consumiendo. Ahora, era un hombre flaco de manos huesudas. Esperó,
paciente, las preguntas de Ronald, y como no venían, empezó a hablar él.

Contó sobre su cansancio y sobre la forma en que percibía su gradual


disolución. Dijo que el hijo menor de una hermana suya, Greta, que se dedicaba a
los antidepresivos en un pueblo junto a la frontera checa, tenía un parecido
llamativo con Ronald, sobre todo en la expresión de la mirada.

Ronald sonrió y, sin saber bien qué hacer, se pasó la mano por la cara como
si quisiera confirmar las palabras que estaba escuchando.

Ambos se sintieron incómodos. Les hubiera gustado que la comunicación


naciera con la misma naturalidad con que las gallinas ponen huevos.

Como Ronald era decidido y poco paciente, no soportó alargar demasiado


una situación como aquella. Sus palabras sonaron como una confesión:

—No puedo hablar frente a usted. Me siento un estúpido.

Volker se calzó los anteojos en la cabeza. No quería que ningún objeto se


interpusiera entre su desconcierto y quien lo estaba generando. Con su cara
desnuda, habló. Estaba visiblemente molesto.

—¿Por qué estoy sentado aquí? ¿Por qué me envió estas fotos?

—Espero que usted me lo diga. En sus clases aprendí que si hay preguntas,
es siempre usted el dueño de las respuestas.

Volker Fest respondió que él era un hombre comprensivo, pero que le


parecía conveniente ir al punto sin dilaciones. Necesitaba saber la razón por la cual
él, Volker Fest, había sido elegido como receptor de aquellas fotos siendo también
parte de aquellas escenas.

Ronald se encogió de hombros.

Volker Fest se rectificó. Pensándolo bien, no era un hombre tan


comprensivo.

—Le envié las fotos movido por un recuerdo —dijo Ronald.

Hacía algunos años había asistido a una clase del viejo profesor. En aquella
ocasión, Volker Fest había hablado sobre las costumbres de unos nativos de una
isla del Índico. Estos hombres vivían en un estado de casi completo primitivismo y
tenían una tradición llamativa: elegían a doce varones de su aristocracia para que
todos los días de sus vidas se despertaran antes de que el sol saliera, llenaran sus
cestas de lino trenzado con una fruta muy dulce llamada gálamo y, así abastecidos,
treparan a la cima del monte más alto de la isla. En aquel lugar, eléctricos como
chispas, tenían la responsabilidad de descolgar el amanecer a fuerza de vigilia.

Esos hombres eran considerados dioses; sin embargo, no contaban con


ninguna ventaja con respecto al resto del pueblo. Tenían que procurarse el sustento
y sus pies se abrían con el filo de las piedras.

La elección de los doce dioses no se hacía al azar. Cada elemento que los
rodeaba —la temperatura del agua que tomaban, el tiempo en que el fuego
cocinaba sus alimentos, el color secreto que guardaban sus ingles— los señalaba
como los únicos posibles para convocar la luz.

Volker Fest había hecho explícita su fascinación por aquella cultura. A tal
punto había llegado su obsesión que, casi sin advertirlo, fue disponiendo sus
asuntos de modo que el viaje a la remota isla resultara un hecho consecuente no
solo con sus intereses sino también con los de la Universidad. Así fue que, una vez
terminado el ciclo lectivo, se encontró ocupando una butaca en la clase Turista de
un avión.

A su vuelta, el viejo profesor narró su viaje, pero solo un detalle fue el que le
dejó a Ronald una huella profunda. Volker Fest había mostrado una foto con tres
hombres raquíticos, vestidos con taparrabos de cuero oscuro. Los tres tenían el
cuello rígido. Debajo de las cejas pobladas, sus ojos, vivos como insectos, lanzaban
una mirada dura. Se trataba de tres dioses. A ellos, el pueblo les debía nada menos
que el día.

Sosteniendo la foto entre sus dedos, Volker Fest había afirmado que
aquellos hombres eran dueños de una felicidad perfecta. Una felicidad que era
posible solo en esos ánimos.

Luego había terminado la clase con una sentencia categórica: en sociedades


como la europea las cosas estaban dispuestas de modo que los sujetos, aturdidos
por lo cotidiano, olvidaran su esencia y se abocaran a sostener la sordidez con una
energía propia de bueyes.
Ronald le confesó que jamás había olvidado aquellas palabras y que, por
esta razón, había pensado en él como el espectador ideal.

Volk Fest negó con la cabeza: un adulto que había registrado todo ese
horror tenía que conocer los móviles que lo habían impulsado a semejante tarea.
No lo había citado en un café para escuchar elogios sino para entender la causa por
la que aquellas malditas fotografías tenían como escenario su casa ¿Podía, acaso,
Ronald dar respuesta a ese interrogante? Porque en el caso contrario, no valía la
pena continuar con la entrevista.

Antes de levantarse de la mesa, se mostró comprensivo. Incluso le pidió a


Ronald que lo disculpara: al ver las fotos había creído que tenía entre sus manos la
cifra de su insomnio. Admitió que su optimismo no tenía justificativos; sin
embargo, todavía estaba seguro de que detrás de todo aquello había una lógica
secreta. ¿Acaso Ronald no encontraba una similitud entre la situación en la que se
hallaba Volker y la que le había tocado en suerte al personaje de Vor dem Gesetz de
Kafka?

Al igual que el campesino de Kafka, él había dedicado la vida entera a


entender los mecanismos íntimos de la ley. Como el campesino, Volker Fest había
visto cómo los años degradaban su carne, cómo se acentuaba la curva de su
espalda mientras soportaba la espera.

Ahora, con la muerte como una picadura en la frente, estaba seguro de la


inflexibilidad del guardián. Se envejece en vano: no es posible la experiencia.

Ronald lo miró confundido. Volker se paró y se puso el abrigo. De pronto,


se escuchó el sonido hondo de una campana. Con el bronce entre las sienes, le
extendió la mano a Ronald y se despidió con una frase torpe.
8
Se veía muy poca gente en la calle. Algunos corrían protegidos con bolsas
de plástico o con paraguas que terminaban destrozados por el viento. Dos
hombres, parados bajo el techo de chapa de un quiosco, hablaban mientras comían
medialunas que sacaban de un envoltorio de papel.

Circulaban por una avenida de asfalto azul. Cuando en una esquina un


semáforo los detuvo, Bodart aprovechó para abrir la ventanilla del Chevrolet y
tirar la colilla. Su mirada, distraída, se apoyó en las listas verdes de un portón de
madera, y, casi enseguida, se desplazó hacia la ventana de un bar. Vio a un mozo
repasando una mesa con un trapo rejilla. Limpiaba y hablaba con sus clientes.

Mientras todas estas imágenes se sucedían, imprecisas y sin hondura, entre


sus sienes, Bodart palpaba desde el exterior el contenido del bolsillo interno del
saco. Sus dedos definían un bulto rectangular, de lados lisos. Se trataba de varios
fajos de billetes doblados al medio dentro de una bolsita de nylon. Los repasaba
con los dedos como si pudiera verificar la cantidad exacta de dinero. Era el
anticipo que utilizaría para señar la casa de Allison Bell. Con las cejas entornadas
en un gesto de desconfianza, dijo dirigiéndose a Eamon:

—¿Vos conocés al tipo que vamos a ver?

Eamon lo miró de reojo por el retrovisor.

—Claro que lo conozco. Es un alemán altísimo que tiene intereses bien


distintos a los tuyos. Se llama Ronald Hampton, ¿te resulta familiar?

—No te hagas el cómico.

—Decime, ¿por qué estás tan preocupado?

—Porque le voy a poner los ahorros de toda una vida en las manos, ¿te
parece poco?

Eamon hizo una mueca con la boca y sacudió la cabeza. Dijo:

—A vos sí que te cambió el tiempo. Te llegó la hora de la previsión. Es una


lástima que no estés más con Grace justo ahora que sos un tipo con los pies en la
Tierra.
Bodart pronunció dos o tres palabras encimadas por la indignación.
Después, habló con voz clara:

—Te anticipo que no vas a conseguir ponerme de mal humor. Conozco tus
recursos y esta vez no pienso engancharme... Así que, si querés, podés seguir hasta
la madrugada con tus comentarios maliciosos, pero sabé que no vas a encontrar
réplica alguna.

—¿Comentarios maliciosos? —preguntó Eamon, y enseguida agregó—: Es


un detalle de ironía nomás… No podés tomarte la vida de esa forma. Vivís con una
amargura que termina echando a perder todo lo que tocás.

Grace, que hasta el momento no había abierto la boca ni movido un solo


músculo, gritó:

—Basta... Déjense un poco de joder. No estamos acá para pelearnos...


Terminemos de una vez por todas con este asunto de la casa, así ustedes no se ven
más el pelo; pero mientras estemos juntos no hagan las cosas más difíciles.
9
Durante esa mañana Mejía no hizo nada. Anduvo de un lado para otro. Se
entregó, en gran medida, a la observación.

Estuvo presente en un cuarto chico al que llamaban pañol. Allí los hombres
sentados en sillas desvencijadas pasaban horas tomando mate.

A veces, cuando la noche era alta, el humo del cigarrillo nublaba las
imágenes. Quitaba énfasis. Precarizaba.

Mejía escuchó las voces pero no se ocupó del sentido de las palabras. Más
tarde, se entretuvo alimentando a un gato. Era un animal robusto, de color gris,
con una mancha blanca que le atravesaba el hocico y le cubría el pecho y el vientre.

Mejía consiguió un pan grande, crocante. Él comía la corteza y le arrojaba la


miga en pedazos chicos al gato. Cuando lo tuvo cerca, le rozó el lomo con las uñas
y le puso un nombre. Uno cualquiera.

El gato tenía un ojo velado por una cicatriz. Su mirada era oblicua, lateral.
Para enfocar, giraba un poco la cabeza.

—Teneme confianza, Balerza: soy el que te da de comer —le dijo mientras el


animal masticaba.

Mejía estaba agachado. Acompañaba lo que decía con una sonrisa fingida.
Era una herencia. Algo que le costaba reprimir.

Así agachado, en posición de cuclillas, sintió un dolor profundo en la ingle.


Fue una puntada.

Como pudo se sentó en el suelo. Intentó recuperar el ánimo. Respiraba larga


y profundamente con la mano en los genitales.

El gato, prudente pero no alarmado, se alejó y lo contempló desde la


oscuridad del bajoescalera. En su breve anatomía pesaba tanto la astucia como el
silencio.

Mejía se lamentó.

—Carajo —dijo, y se acarició la entrepierna.


Después apoyó la espalda en la pata de un escritorio. Quedó escondido a los
ojos de sus pares. Frente a él, desordenados y teñidos por el hollín, se mezclaban
quince o veinte cables de distinto grosor.
10
Al mes de su reunión con Volker Fest, Ronald recibió el llamado del
Instituto Nacional de Antropología e Historia. Le habló un tal Kurt, quien le
ofreció trabajo y le explicó, en pocas palabras, qué era lo que iba a tener que hacer.

Ronald aceptó y empezó al poco tiempo de esa charla. En el hotel donde


trabajaba pidió un par de semanas de licencia y un día neblinoso de octubre se fue
a México para fotografiar unas piezas de cerámica de la cultura Otomitl.

Durante los diez días que estuvo hundido en el Distrito Federal casi no salió
del museo. Reveló casi treinta rollos y ninguno lo conformaba. No sabía bien cómo
formular la incomodidad que le provocaban las imágenes. Fue necesario que una
mañana, Bernal, un etnógrafo prepotente que hablaba un alemán precario, le
preguntara hasta cuándo iba a seguir buscándole el ángulo adecuado a las mismas
piezas. La respuesta fue precisa y le sirvió solo a él: su interlocutor no supo
encontrarle sentido.

Al día siguiente, Ronald regresó a Munich con tres anillos de alpaca en los
dedos y el ímpetu renovado. Ahora estaba convencido de su talento y sabía que no
le iba a resultar difícil ganarse la vida con él.

En aquel segundo semestre hizo tres viajes. Fue al desierto del Mohave,
doscientos kilómetros al oeste de Marrakech. Estuvo a orillas del Caspio con un
grupo de obreros que vivían en casas edificadas con residuos plásticos. Y participó
en un equipo de seis personas que se trasladó al Amazonas para filmar las
costumbres de treinta antropófagos.

Cuando faltaba una semana para que terminara el año, Ronald cortó con su
pareja. No fueron necesarias las justificaciones. Se habló hasta la exasperación de
las ausencias y las curiosidades que genera. Que Reiner dejara de ser cotidiano no
le causó angustia ni desesperación, lo llenó de perplejidad. Ahora más que nunca
debía soportar ser testigo de sí mismo.

La tarde del veintidós de diciembre, Ronald recibió una llamada. Eran las
cuatro y había estado tirado en la cama durante todo el día. Le ofrecieron
participar en un documental sobre poblaciones carecientes en Latinoamérica.
Colombia, Brasil, Uruguay y Argentina habían sido los países seleccionados.
Ronald escuchó con urbanidad la información que se le brindaba y, luego, con voz
neutra, rechazó la propuesta.
Al rato, después de haberse tomado dos tazas de café cargado, llamó, pidió
disculpas y dijo que había reconsiderado la oferta. Estaba dispuesto a aceptar si se
aumentaba un tercio el dinero del que le habían hablado. La segunda semana de
febrero partió hacia Bogotá.

Pasaron seis meses hasta que pisó la Argentina. Fue una mañana lluviosa de
octubre. Llegó junto al equipo en un barco desde Uruguay.

Buenos Aires le pareció una ciudad escéptica, como si cada edificio


sostuviera algo borroso, entre indiferencia y tristeza.

Se alojaron en un hotel de la calle Reconquista, a tres cuadras de Retiro. A


Ronald le resultó cómodo. Por las mañanas caminaba por la avenida hasta la plaza.

Los días templados se sentaba en un banco desde el que se veían los


edificios de la calle Juncal. Pasaba horas enteras sin hacer más que ver cómo
pasaba la gente, qué cosas cargaba, de qué forma iba vestida.

Un viernes, siguió a una mujer.

La interceptó en la entrada de la estación del ferrocarril San Martín. Le dijo


que era extranjero, que en su país no era frecuente ver a alguien con un pelo como
el que ella tenía.

La mujer agradeció con la mirada. Aceptó la invitación a tomar café en un


barcito al paso. Se llamaba Adela.

Trabajaba en una panadería. Ronald pensó que la timidez de ella sería


adecuada para sus fines y se felicitó. Se había propuesto aprender de aquella
mujer.

Arreglaron para encontrarse esa misma noche en una esquina del centro.
Ella habló con sus inmensos ojos negros bien abiertos. Prefería extrañar su pueblo
que soportarlo. Ronald escuchó con atención. Cada tanto la interrumpía para que
repitiera más lentamente.

Un poco después de las doce, entraron a una pizzería.

A Ronald lo entusiasmaba la idea de exponerse a las dificultades que el


español le pudiera presentar. Ahora que tenía un interlocutor quería hablar,
sostener un relato. Echó mano a unos datos que había tomado de un libro sobre
tango. Pensó que podría repetir algo de lo que se acordaba. Adela no hizo otra cosa
que escuchar.

Se levantaron de la mesa cerca de las dos de la madrugada. Caminaron dos


cuadras rozándose los brazos. Él quería ver el río. Tomaron un taxi. Se bajaron
frente al aeroparque.

Anduvieron por la costanera hacia el norte con las espaldas manchadas por
la luz de mercurio. A los veinte minutos, Adela quiso sentarse y buscaron un
banco de piedra. Hablaron un rato.

Ronald la miraba como se mira a un chico. No bien pudo, le levantó el


mentón y le buscó los labios. Fue un beso prolongado que terminó con una suave
dentellada. Adela se reflejó en los ojos de bronce del alemán. Creyó que la
prudencia indicaba tapar la boca del hombre.

A unos metros de ellos, el río, solapado, golpeaba los muros de la costanera.


Mientras, el viento despejaba el asfalto de la ribera.

Ronald cerró los ojos y aspiró profundo. Percibió un olor que le resultó
familiar, un olor que lo llenó de confianza. Quiso precisarlo. Buscó en su memoria.
Se repasó los labios con la lengua y durante unos segundos resonó en su mente la
voz estridente de Thomas Wrath.

El río había instalado en el paladar de Ronald el sabor de los duraznos que


Thomas compraba en el mercado de Schönbrunn cuando él todavía no había
cumplido los ocho años.

El viento arrastró unas hojas de diario que pasaron frente a la pareja. Adela
dijo dos o tres palabras que Ronald no escuchó. Parecía estar pendiente de otros
asuntos. Al poco tiempo, decidieron irse. Algo impreciso se había quebrado. De
pronto, los dos se sintieron incómodos.

Fueron en un taxi hasta Retiro. Compraron un kilo de naranjas y las


comieron en silencio sentados en la estación.
11
El equipo de Ronald se ocupó de filmar las formas de la marginalidad en un
contexto urbano. Trabajaron en las terminales de ferrocarriles y en un barrio, en el
que se instalaron, ubicado detrás de Retiro.

A pesar de la experiencia con la que contaban, no fue sencillo ganarse la


confianza de los vecinos. Sin embargo, gracias a la persistencia, lograron llevar a
cabo la tarea.

El equipo quería que su presencia no alterara el transcurso ordinario del


barrio. Para esto, emplearon como centro de operaciones el almacén que un tal
Ontivero había levantado al costado de la autopista. Aquel lugar tenía un nombre.
El Horno, lo llamaban. Desde allí, si se miraba hacia la izquierda, se veía el
espectáculo feroz que ofrece la miseria.

El Horno fue la primera etapa, el ingreso. Las cámaras, buscando el amparo


del hábito, registraron el ritmo de la indigencia, los códigos, las alternativas de la
violencia.

Después, Ronald y Jünger, el más joven de los alemanes, pudieron entrar a


una casilla y se quedaron varias semanas. Dormían en un camastro junto a una
cortina floreada que hacía de puerta. Desde allí podían ver las maniobras de las
máquinas del ferrocarril y, un poco más atrás, el esqueleto de un edificio en ruinas.

La mañana los encontraba, por lo general, arracimados y sudorosos, con el


vientre hinchado de cerveza.

Los alemanes advirtieron que, para que las imágenes fueran contundentes,
ellos tenían que involucrarse: debían pasar de testigos a protagonistas. Al principio
fue solo un planteo teórico. No era otra cosa que el fruto de la imaginación de los
buenos profesionales. Sin embargo, poco a poco y casi sin que se dieran cuenta, la
consigna los fue ganando. La abstracción se convirtió en plan.

Pero todos los intentos que hicieron por asimilarse se frustraron frente a la
impenetrabilidad del barrio. Por momentos, el rechazo les gangrenó las sienes. Se
enfrentaron a un mundo hermético que se alejaba un paso más cada día.

Ante la mirada ajena, el barrio reaccionó cada vez peor y hubo un momento
en que sintió la necesidad de extirpar de raíz aquella molestia. A los alemanes, este
cambio de actitud terminó de desencajarlos y reveló el inestable equilibrio del
equipo. La confusión los golpeó hasta tal punto que, obedeciendo a la
desesperación más genuina, pusieron fin al trabajo de un día para otro y no se
preocuparon ni por el material que habían extraviado ni por los tiempos de
entrega.

Abruptamente, levantaron sus cosas y escaparon, como prófugos, hacia


Europa. Estaban picados por la miseria, infectados por el pánico.

Se fueron un jueves a las seis de la tarde. Llevaban las botas embarradas y


pantalones de colores vivos. Hacían bromas entre ellos. Se golpeaban con sus
enormes puños albinos. No obstante, debajo de sus párpados enrojecidos se
atornillaba la huella de un daño, algo inefable, imposible de precisar.

Se despidieron de Ronald. Con una afectuosidad lavada, lo abrazaron y le


palmearon la espalda. Pensaban que estaba completamente loco: había decidido
quedarse. Les había dicho que había conocido a una mujer. Gema, la llamó. Era de
extremidades grandes, muy decidida, de busto generoso, con una ligera desviación
en el ojo izquierdo. Llevaba el pelo teñido de rubio. Fumaba cigarrillos negros, más
de dos atados, y silbaba con un gesto vacío.

Cuando la conoció, ella lo invitó a comer pan con sardinas a su casa y le


contó que hacía tres años que se ganaba la vida como orfebre.

Antes de acabar la segunda copa, Gema le mostró los anillos que hacía y le
pidió que eligiera un par. Él se negó. Ella le rogó que lo hiciera. En este punto del
relato, Ronald exhibió sus manos cargadas de plata. Dijo que aquella mujer le
había enseñado el valor de la entrega, que la amaba como jamás había amado a
nadie. Ronald mentía con naturalidad.

Cuando escucharon la noticia, los alemanes hicieron un intento por


disuadirlo; pero rápidamente se desentendieron del tema. Estaban tan urgidos por
armar su equipaje que a ninguno de ellos se le ocurrió pensar que lo que acababan
de escuchar podría ser falso.

Además, ¿qué sentido tendría que todo aquello fuera mentira? Ronald
también se había hecho aquella pregunta. La respuesta le había llegado rápido: se
miente por una combinación de desidia y complacencia. La mentira es menos
elíptica que la verdad y, por lo general, se presta a menos equívocos.

No obstante, Ronald sabía muy bien por qué se quedaba. Ahora que conocía
Buenos Aires, jamás podría separarse de la incertidumbre a la que la ciudad lo
invitaba. Munich, en cambio, era amiga de lo previsible, empujaba a los hombres a
deambular hacia la certeza. Munich quitaba la sed porque suprimía la garganta.
Buenos Aires, en cambio, nunca terminaba de saciar el deseo y Ronald creía haber
comprendido que jamás podría separarse de ella.
12
Hubo una época en que Mejía, por su trabajo, había tenido que pasar más de
treinta horas semanales en una terraza.

Al principio caminaba. Iba de acá para allá con las manos en los bolsillos.
Miraba hacia los otros edificios. Soñaba con encontrar algo que lo distrajera, una
ventana, algún hábito. Al fin de cuentas, él, allá arriba, solo, con un arma dormida
en la cintura, era dueño del tiempo de la misma forma en que lo habían sido los
centinelas quinientos años atrás.

Después conoció al portero. Era un hombre de unos cincuenta años, con la


cara cruzada por un bigote ralo. Le decían Taco y logró que Mejía tolerara el
invierno en aquella terraza.

Antes de que oscureciera, Taco trepaba por la escalera de hierro y llamaba a


Mejía con un gesto de cabeza. Tomaban mate junto a las bobinas del ascensor. Casi
no hablaban. El ruido los desalentaba.

Mejía, en ese entonces, fumaba casi dos atados. Taco, a veces, le sacaba un
cigarrillo. Y siempre pedía permiso con la mirada. Mejía sonreía pero nunca decía
nada.

Una mañana de lluvia, Mejía no esperó a Taco y entró por su cuenta en la


pieza de las bobinas. Se sentó sobre una esquina de cemento y escuchó los truenos.

Esa mañana, Mejía encontró una revista. Se dedicó a hojearla casi todo el
tiempo que duró la guardia. Cada tanto, la dejaba abierta en el piso, subía con
prudencia los escalones de metal y echaba una mirada a la terraza vacía. A su
regreso, sacaba un puñado de galletas dulces de una bolsa y tragaba una tras otra
sin sacar los ojos de la revista.

Lo cierto es que no se ocupaba de leer las notas, solo miraba las fotos de las
mujeres. Aparecían maquilladas, enigmáticas, incandescentes. Y próximas, muy
próximas.

Mejía no hacía otra cosa que desearlas. Con su índice intentaba recuperar el
mapa de aquellos cuerpos.

Mejía recortaba con el dedo la figura de las mujeres porque era la forma que
había ideado para hacerlas suyas.

Lo cierto es que aquella mañana de lluvia, Mejía dejó sobre el papel la


humedad de sus manos. Lo cierto es que el tiempo, esa vez, transcurrió veloz.
13
Trabajaba en un negocio de ropa femenina. Era alta y delgada, medía más
que la mayoría de los hombres con los que trataba.

Algunos, cuando la escuchaban hablar, la creían soberbia; pero era la


timidez lo que ordenaba su expresión.

Sus abuelos habían nacido en Austria; quizás por esto le decían la Rusa.
Mejía jamás empleó ese apelativo. Él la llamaba por su nombre. Laura, le decía; y a
ella le costaba reconocerse en esa palabra que le sugería tanta precariedad.

Los días que se encontraba con Laura, Mejía se cambiaba más despacio,
como si con el detenimiento pudiera agregar elegancia a la ropa de siempre. A su
saco azul marino, a su camisa a rayas, a su pantalón gris topo.

Laura y Mejía tenían un punto de encuentro. Era un café a unos veinte


metros de Mitre. El que primero llegaba ocupaba la mesa de siempre y pedía un
cortado. Después, por lo general, se iban a comer y, con la digestión en proceso, se
metían en algún hotel. Con los ojos en blanco, se entrelazaban. Sentían que la
juventud los acompañaría hasta la muerte.

Los dos tenían una fe profunda en sus destinos, pero no lo comentaban


entre ellos. Tampoco tenían un lugar asignado para el otro en sus respectivos
futuros. Si algo había que compartían era la fidelidad a sus secretos.

A veces, Laura se demoraba; las obligaciones le hacían perder pie. Entonces,


el reloj se volvía una mancha de angustia, una queja.

Hubo un día en que Laura llegó al bar cuarenta minutos más tarde. Mejía se
había ido. Un mozo le detalló la espera. Dijo que su hombre había bostezado casi
todo el tiempo, que parecía embotado, que, cosa rara, había pedido una ginebra.

Laura aquella noche se acostó temprano. Dio dos o tres vueltas en la cama y
se durmió.

Mejía, en cambio, no bien salió del bar, se trepó a un colectivo que lo dejó en
Constitución. Anduvo por la estación mirando gente hasta que se cansó de
caminar. Entonces buscó algún lugar donde pudiera comer barato.

Ocupó una mesa chica junto a un mostrador de madera. Pidió fideos y un


vaso de vino. Mientras esperaba intentó recordar lo que había soñado la noche
anterior.

Una hora más tarde, en una esquina iluminada por los focos de una
vidriera, habló con una mujer.

Ella dio su número. Mejía regateó.

—Cuando me conozcas, me vas a devolver la mitad —bromeó Mejía.

Anduvieron del brazo media cuadra y entraron en un edificio de fachada


descascarada. Subieron tres pisos por escalera y entraron a una pieza con olor a
insecticida.

—Olor a membrillo maduro —dijo él.

Ella no lo miró. Se desvistió y dejó un llavero con tres llaves sobre una
cómoda. Mejía apoyó al lado su arma, un cargador y seis monedas.

La noche, demasiado fría para aquella época, les resultó mucho más corta de
lo que habían previsto.
14
Cuando sus compañeros del equipo de filmación regresaron a Alemania,
Ronald se mudó a una habitación de hotel en un edificio del año 27 cuya ventana
se le convirtió en vicio. Solía pasar horas mirando la multitud que deambulaba por
la plaza de enfrente. Vivía con el dinero que le habían adelantado por el
documental y volvió al laúd. Otra vez sus dedos se esforzaron para entender el
afán de músicos remotos y retomó el rito de cortarse las uñas.

Se levantaba temprano y, sentado en la cama, frente al atril cargado de


partituras, tocaba hasta que un reflejo en la ventana le anunciaba el mediodía.
Entonces, bajaba por las escaleras y se metía a comer algo en cualquier lugar. Pedía
té y el plato del día. Aquella era su costumbre. Después se largaba a caminar con la
cámara al hombro. Le gustaba sentirse perdido en Buenos Aires y hablar con
desconocidos.

A menudo, recordaba que durante una cena de año nuevo, Thomas Wrath,
el hombre que lo había criado, le había contado de su padre que, cuando llegaba a
una ciudad, antes de actuar deambulaba por las calles, se metía en las tabernas y
en los mercados. Estaba convencido de que para que su personaje pudiera
encandilar tenía que conocer al público antes de que se sentara en la platea.

Andando por las calles de Buenos Aires, Ronald jugaba con la idea de ser su
padre e imaginaba que su personaje tenía siempre presente la imagen del hijo.

Un mediodía fresco, Ronald salió a caminar por la peatonal. Después del


almuerzo, el cielo se cerró por completo y dejó caer una lluvia fina. El confuso
matorral de su pelo retenía una infinidad de gotas que caían con cada paso y que la
lluvia reponía, pero Ronald avanzaba con una decisión ajena a su propia
inteligencia.

Luego de andar un trecho, vio a una mujer y a un hombre tocando flautas


traversas. Ronald se acercó y estuvo pendiente de la ejecución hasta la última nota.
Cuando terminó la función, dejó caer dos monedas en la gorra. Buscó los ojos de
los músicos, que lo miraron como si se hubiera equivocado. Desarmaron los
instrumentos y los secaron. Ronald, mientras, se acariciaba la mejilla con el reverso
de los dedos, esperando el momento oportuno para hablarles.

—Vivo en una habitación de techos altos en la que toco el laúd cada


mañana. A veces cuelgo frazadas para que los vecinos no se quejen… No hace
mucho descubrí que la humedad de mi mano entibia el sonido.

Se entendieron enseguida. La mujer se llamaba Yeyé. Él era Eamon.


Empezaron a ensayar tres veces por semana. Se reunían en una casona que
quedaba por el sur, a un par de cuadras del río.

Acomodaban los atriles en un gran living de principios de siglo. Frente a


ellos se abrían los postigos de un ventanal que daba a un patio cubierto de plantas.
Crecían dos inmensas higueras, varios rosales, una madreselva.

A la derecha de la arcada que comunicaba con el comedor había un piano


del año 40 al que Eamon se sentaba a tocar siempre las mismas tres cosas que
conocía de memoria.

La casa había sido de un tal Miranda, ex marido de Yeyé, un tipo de


hombros sólidos y mirada esquiva, que ahora vivía de nuevo en medio de lo que él
llamaba el centro de la cuestión: un departamento luminoso sobre la avenida más
ancha de la ciudad.

Miranda había comprado esa vieja casona para deslumbrar a Yeyé, cuando
la conoció. Sin embargo, desde el primer día que atravesó la puerta de roble, notó
que aquella casa lo incomodaba. Sentía fastidio al atravesar el yuyo crecido del
jardín delantero, fastidio al intuir que las maderas lustradas guardaban un sentido
que se le escapaba, fastidio por no poder dejar de ver el piano como un país
desconocido.

Miranda y Yeyé duraron juntos dieciocho meses. Una madrugada de


domingo, después de una discusión, muy ojeroso pero tranquilo, Miranda cargó su
ropa en dos valijas. Le dijo a su mujer que al día siguiente se iba a comunicar con
ella. Yeyé lo insultó con los ojos cerrados, no lo creía capaz de nada. A media tarde
del lunes empezaron a trabajar los abogados.

Ella le pidió lo indispensable: estaba demasiado ocupada en edificar una


nueva imagen. Miranda no sufrió por tener que dejarle la vieja casona a su ex
mujer. Al poco tiempo, Yeyé consiguió un trabajo en una boutique y volvió a la
flauta, que había dejado de lado durante el tiempo que estuvo casada. La relación
con Eamon fue consecuencia de la música.

Empezaron a tocar juntos una obra sencilla: la sonata Wallace de Schleyer.


Como no le daban importancia al tiempo, se permitieron ser obsesivos. Estuvieron
más de cinco meses practicando los cuatro movimientos.
La presentaron en la peatonal, un día destemplado, dos horas después de
un tremendo chaparrón. Así se formó el dúo de flautas al que poco después se
incorporaría el laúd de Ronald.
15
La cara de Grace era de por sí triangular y más aún cuando perdía los
estribos. El mentón se le arrugaba y los labios se hacían más delgados. Los
pómulos pronunciados, como aristas, le empujaban la piel hacia fuera, tensándola,
provocando que sus ojos claros parecieran mucho más chicos de lo que en realidad
eran. Sin embargo, como si la estructura simple del rostro estuviera regida por
algún principio armonizador, los párpados breves destacaban la profundidad
remota de sus pupilas.

Grace había sido siempre una mujer impasible; se había preocupado solo
por mantener ordenado su entorno. A los veinte años algún conocido la había
ubicado en un escritorio funcional cerca de una ventana inmensa. Vendía pasajes y
paquetes turísticos; y, aunque ella nunca lo tuvo verdaderamente claro, veía los
viajes de los demás como hipótesis. Le gustaba pasar el tiempo tramando destinos
desde la seguridad de la oficina.

Hasta el día en el que Bodart le había planteado la separación, había creído


que su vida era el resultado natural de una buena crianza. Aquella mañana de
domingo en la que su marido, de mirada esquiva, ojeroso y con la voz grave por el
sueño, le confesó lo importante que era para él empezar a vivir solo, Grace fue
consciente del tremendo peso que la realidad puede alcanzar.

—Quiero quedarme en el departamento. Te ruego que me entiendas. No es


un capricho: en este lugar me siento seguro. Si me sacan de aquí, voy a caer en una
depresión —dijo Bodart.

—Vamos a vender todo. Quiero mi parte.

—Entendeme, yo salgo de acá y me muero.

—Estás completamente loco.

—No, simplemente tengo miedo. Te prometo que en menos de un año te


doy tu parte en efectivo. Te firmo lo que quieras.

Después de aquella escena, en lugar de llorar por el dolor o quebrarse por el


asombro, Grace sonrió con la vista fija en la mesa de la cocina.

Grace jamás se había sentido seducida por la lectura. Cuando alguien la


desafiaba a cambiar de conducta al respecto, ella se defendía argumentando que,
desde que guardaba memoria, su mente se había caracterizado por la más absoluta
dispersión.

Sin embargo, a partir del vacío de su separación, se planteó el desafío de


quebrar los hábitos de toda una vida. Se obligaba a llevar a la cama el diario o
alguna revista con el fin de evitar la desesperación. Aunque dedicó a este proyecto
todo su empeño, fracasó. Su atención se había vuelto más volátil que nunca.

Una noche, a mitad de semana, decidió no volver a intentarlo. Se metió a la


cama con un camisón beige corto y se quedó repasándose con el dedo la aureola de
su pezón derecho. Estuvo cinco minutos congelada en aquella actitud, después
apagó la luz y se acomodó para dormir, pero, casi en seguida, no sin cierta
violencia, se destapó y fue hasta el ropero. Lo abrió y metió la mano. Buscó con
avidez, sin prestar atención al creciente desorden que su afán provocaba. Al rato,
puso sobre la mesa de noche una radio chica. Se acostó y una vez que estuvo
tapada hasta la mitad de la cabeza, la encendió. Del parlante surgió una voz
afónica de hombre que hablaba sobre la conducta de los automovilistas. Después
se aburrió y giró el dial. Se detuvo en los primeros acordes del tango Melodía de
arrabal, estuvo atenta a la entrada del cantante. No bien lo oyó, le vino a la cabeza
la frente pálida de su madre. No esperó a que terminara la música para buscar otra
alternativa. Esta vez le llamó la atención un sonido agudo y alargado que se
balanceaba como un señuelo en el vacío. Era una trompeta, pero ella lo supo recién
cuando, un par de días más tarde, deambuló por disquerías, con un papel en el que
había anotado un nombre —Rava, Antonio Rava—, que ella repetía y que a nadie
le decía mucho.

No entendió demasiado lo que se habló en aquel programa. Pero,


justamente, el asombro y cierta extraña confusión hicieron que siguiera pendiente
hasta el final.

Aquella noche, en la audición, Grace se enteró de que determinadas notas


musicales en sus octavas más altas provocan saludables vibraciones en el páncreas.
Supo que las caderas fuertes, sobre todo en las mujeres de sagitario, son signo de
coherencia en lo sentimental, de buen tino y de un temor que, en ciertos casos,
llega a la aversión hacia las personas del mismo sexo. Sin embargo, nada de esto le
llamó más la atención que un relato que hizo el locutor sobre un episodio sucedido
en el ‘56 en Alsask, un pueblo canadiense a orillas del lago Frobisher. Una mañana
helada de enero, Josephine Biscarrosse manejaba su Buick blanco rumbo al pueblo
por un camino estrecho a orillas del lago cuando, en una curva, el auto sufrió un
desperfecto y Josephine advirtió, aterrada, que ya no tenía control de la situación.
Sin poder hacer nada, chocó contra la precaria defensa y cayó a las aguas
congeladas del Frobisher. Atrapada en el Buick, descendió los seis metros hasta el
fondo arenoso. Cuando, pasada una hora del accidente, la policía pudo sacar con la
ayuda de una grúa hidráulica el auto del agua, se tenía la certeza de que la mujer
estaba muerta. Los curiosos pudieron ver cómo la grúa depositaba el Buick sobre
la grava oscura de la playa y cómo —a esta altura, todos estaban con un vaso de
café humeando en la mano— retiraban a la mujer. El cuerpo de Josephine
Biscarrosse estaba tan hinchado que resultaba difícil pensarlo como humano. Tenía
la garganta y parte del pecho cubiertos por algas negras y una herida que le nacía
en el centro de la frente y bajaba por la nariz. Estuvo pocos minutos sobre la grava,
enseguida la cargaron en una camilla y la cubrieron con una manta oscura. Sin
embargo, los que decidieron quedarse vieron algo tan insólito que no se sintieron
defraudados. Cuando estaban a punto de introducir la camilla en la ambulancia, el
cuerpo comenzó a sufrir contracciones debajo de la manta. Los camilleros se
miraron y, sin palabras, justificaron las sacudidas. Un movimiento reflejo, les decía
la experiencia. No obstante, decidieron verificar el estado del cadáver. Encontraron
a Biscarrosse con la boca abierta y los ojos desencajados, vomitando litros de agua
marrón. Sin tardanza, comenzaron a trabajar en la resucitación. Llegado este
punto, el locutor, imponiendo un tono pausado a su relato, dijo que Josephine
Biscarrosse había sobrevivido al accidente. Después aclaró que la mujer había sido
una de las primeras discípulas canadienses que tuvo Pusht-i-Rud. Josephine había
aprendido una técnica por la que disminuía sus funciones vitales y podía
prescindir de oxígeno por un par de horas. Dicho esto, el locutor agradeció y se
despidió con cierto laconismo.

Al día siguiente, Grace se despertó descansada y con una sensación en el


entrecejo, como un cosquilleo, que fue el prólogo del bienestar que la acompañaría
desde entonces. En adelante, escuchó aquel programa todas las noches y, casi sin
advertirlo, logró empujar la desilusión de su mente.

Un día de junio, la audición invitó a sus oyentes a una conferencia. Grace


llegó al lugar media hora antes del inicio. El salón estaba vacío. Sintió una
vergüenza injustificada y, con la mirada en el piso, ocupó un lugar en la penúltima
fila. Se entretuvo mirando a los que entraban.

Diez minutos después de la hora anunciada subieron al escenario tres


hombres delgados, de pelo revuelto y brazos largos. Hablaron una hora
alternándose la palabra y haciendo, cada tanto, un gráfico en un pizarrón grande.
En el medio de la charla, Grace advirtió que un hombre la miraba fijo. Al
notarlo, hizo un gesto con la cabeza como si se acomodara el pelo, pero la
verdadera intención era investigar el aspecto de su observador. Era un tipo como
de treinta años, completamente pelado, de barba corta pegada a la cara. Tenía las
orejas puntiagudas y la nariz achatada. Llevaba puesto un saco oscuro con
hombreras. Cada tanto, se acomodaba en el asiento y arrugaba la frente.

Grace bostezó, se refregó los ojos y, sin ser del todo consciente, imaginó los
hechos que sucederían en las horas siguientes.

Al tipo le decían el Topo. Era hijo de músico y él mismo había sido un


virtuoso chelista hasta los veintitrés años, edad en la que una tendinitis feroz había
puesto fin a sus ilusiones. Había estado dos meses con las manos como dos
manojos de alambres. Sin embargo, esforzado y tenaz, nunca abandonó la
rehabilitación. En poco menos de un año logró desentumecer sus dedos. Los
progresos que iba logrando con el duro trabajo diario eran casi inexistentes; no
obstante, la ciega fuerza del Topo parecía inmune al desaliento.

Una mañana de mayo, se enteró de que jamás podría volver a tocar su


instrumento de manera profesional. En su memoria guardó para siempre la cara
larga del médico que se lo dijo. La verdad le hizo perder el hambre. Estuvo dos
semanas sin probar bocado. A la tercera, lo internaron en una clínica psiquiátrica
de la calle French con un diagnóstico sobre el que nadie pidió explicaciones.

El Topo salió de Casa French, como él la llamaba, con diez kilos menos y el
hábito de frotarse las manos. Al poco tiempo, empezó a trabajar en la biblioteca del
Congreso y se alquiló un dos ambientes a un par de cuadras de la plaza.

En su departamento, el Topo tenía solamente cuatro libros: un diccionario


Sopena, dos tomos sobre la Segunda Guerra Mundial y un volumen rojo con un
título concreto: Cocina sana. Empezó a leer el último. Antes del mes había
preparado todos los platos que el libro proponía. Después de medio año, decidió
dar «raíces profundas» a su alimentación. Fue por esta causa que integró un grupo
de reflexión que se reunía todos los martes a las nueve de la noche en el último
piso del edificio de Obras Públicas.

El Topo se dio tiempo: recién al tercer encuentro confirmó que estas


reuniones no tenían relación con sus intereses. No se desalentó, por el contrario,
tomó fuerzas para emprender un peregrinaje por iglesias, escuelas de yoga y cultos
orientales.
Cuando Grace lo conoció, el Topo era seguidor de Sai Baba. Se movía con la
jactancia de aquellos que están al amparo de una doctrina. Estuvieron juntos un
buen tiempo. Hubo épocas en las que se veían dos o tres veces a la semana y otras
en las que hablaban de vez en cuando por teléfono.

Algunas tardes, se tiraban en una alfombra verde oscura y pasaban horas


enteras tomando té de limón y escuchando la misma sinfonía de Mozart. Como
amante, el Topo sabía entender el vacío que encierra toda mujer. Silencioso y
hermético, podía pasar hasta veinte minutos contemplando el sexo de Grace antes
de abordarla. Después, en el momento adecuado, guiaba la mano de ella por entre
los pliegues de sus pantalones y la besaba en el límite de los labios. Lo que sucedía
en adelante tenía que ver con el afán de desentrañar la geografía de la carne. Grace,
con las pupilas dilatadas, estiraba el cuello. Disponía la nuca a la humedad que el
Topo pudiera darle. Sus pezones, endurecidos, pequeños, esperaban el roce de los
dedos. El hombre perseveraba y ella se iba haciendo dueña de cierta tibieza que la
golpeaba desde la oscuridad de las glándulas. Cuando la penetraba había un
momento breve de silencio, como si los dos esperaran alguna definición. Más
tarde, blandos y sin memoria, se abandonaban al sueño.

Grace y el Topo mantuvieron una relación poco precisa. La última vez que
se vieron fue un mediodía de julio. Se juntaron en un bar a tres cuadras del
Obelisco. A Grace le pareció que él se reía más que de costumbre; después,
entendió que, en realidad, se reía distinto: abría la boca como si le incomodara la
lengua.

Ella no habló demasiado en aquel encuentro, se limitó a decir que sí con la


cabeza. Y casi todo el tiempo que estuvieron sentados se entretuvo jugando con
una cucharita.

El Topo, en cambio, estuvo locuaz. Le pidió a ella que esa noche fuera a su
casa porque le quería presentar a alguien. Se trataba de una mujer singular que, la
segunda vez que lo había visto, le había regalado una bolsa de gamuza con siete
pirámides de jade dentro. Se llamaba Liza. Tenía las mejillas curtidas porque vivía
en una isla del Tigre.

Mientras Grace escuchaba en silencio lo que el Topo contaba, entendió que


no tenía la menor idea acerca de quién era la persona que tenía sentada enfrente y
una sensación de aspereza se instaló en su frente.

Se despidieron en la calle. Grace anduvo unos metros y se detuvo en la


vidriera de una lencería. Pensó que sería bueno caminar. A las pocas cuadras se
sentó en el banco de una plaza. Repasó lo que el Topo le acababa de contar y
decidió que esa noche no iría a conocer a nadie. Inventó una excusa y se fue al cine.
Lo llamó recién a los quince días, pero no lo encontró. En adelante hizo varios
intentos por comunicarse. Todos fracasaron.
16
Aquella vez, Mejía se cruzó en un pasillo con un oficial canoso. Vargo era su
apellido.

Mejía se detuvo. Se pasó la mano por la nuca, llenó de aire los pulmones y
habló sobre alguna trivialidad. Mientras contaba, movía los hombros: era su forma
de dar énfasis al relato.

Vargo permaneció callado. Su atención intimidaba; sin embargo, la zozobra


no inundó la garganta de Mejía.

Sobre ambos, una claraboya dejaba ver la última oscuridad de la noche.


Sobre ambos, un pedazo de yeso se deshacía en finísimas partículas que caían.
Copiosas e inadvertidas.

Alguno de los dos dijo madrugada. Después alguien en un cuarto vecino


estornudó. Dos, tres veces.

Vargo miró a Mejía y buscó con la espalda la pared. Recién entonces aclaró
su voz y se entendió con él igual que lo hubiera hecho con un amigo.

Vargo era preciso, de una amabilidad austera. Con su cuerpo rígido buscaba
incansablemente la autoridad.

Dijo que hacía dos semanas habían detenido a un boliviano. Era bajo, no
tenía cuello, llevaba la cabeza clavada en el tronco. La melena, retinta y grasosa, le
cubría la mitad de la cara.

Estaba vestido con un pantalón sucio color caqui; sobre los hombros llevaba,
a modo de poncho, una bolsa de arpillera.

Vargo confesó que cuando lo vio entrar creció en su voluntad un deseo de


violencia. Entonces, ordenó a dos de sus hombres que lo sostuvieran y golpeó al
boliviano hasta que le dolieron los nudillos.

Ya satisfecho, preguntó las razones de la detención. Lo habían encontrado


durmiendo en un banco de plaza. Cuando lo despertaron, repetía incoherencias:
Mis manitos en La Paz, Bolivia, las moscas en las muelas, la casa del llano, mis manitos en
La Paz, mis manitos, las moscas en Bolivia, dos ventanas en la casa del llano.
No tenía encima ningún documento. Eber, dijo que se llamaba. Y no volvió
a hablar.

Lo tiraron solo de su alma en la penumbra de una celda. Con la cabeza entre


dos piedras, cerró los ojos y pareció dormirse.

Vargo contó que a las dos horas se asomó para verificar que estuviera vivo.
Lo encontró parado sobre el camastro de madera. Lamía una rajadura de la pared.
Trabajaba con empeño, como si de aquella tarea dependiera el mundo.

Vargo lo increpó. ¿Qué está haciendo, imbécil? Y otra vez el silbido de la mano
que azota y el quejido que escapa.

Vargo, después, caminó hacia la oficina más próxima y se recostó en un sofá


de cuerina gastada. Quería recobrar el ímpetu perdido con la violencia.

Tirado como estaba, escuchó el silencio y, casi enseguida, la voz del


prisionero. Contaba la historia de su locura.

Andaba con otros dos en una camioneta de guardabarros despintados.


Llevaban una caja grande de herramientas y seis bobinas de cables de distintas
pulgadas. Enganchada en grampas, una escalera de aluminio.

Tenían tres cosas que hacer aquel día, el segundo de la primavera. Tres
cosas y no más.

La primera era rutina pura y la resolvieron con una celeridad tal que al poco
rato se olvidaron de que la habían hecho. Después, trabajaron en la altura.
Ordenaron un caudal de tensión en un poste. Y por último, cerca de las cuatro,
abrieron la puerta metálica de un transformador de calle en una esquina. Eber
metió la mano y recibió una descarga. Una importante descarga eléctrica.

Eber dijo que al transformador lo llamaban Kinkón.

Me dejó enfermito, la corriente. Un golpe ácido que le calcinó la sangre. A la


cabeza me entró la luz. Un transformador clavado en la calle. La luz como un
alambre, igual a un insecto que picara el cerebro.

A Eber, que perdió todo, le quedó la locura, un brazo inmóvil y los dientes
negros como escarabajos incrustados en la encía.
Esto no es un aguantadero de enfermos, contó Vargo que había dicho.

Detrás de las claraboyas, la mañana apartaba un resto de oscuridad. El frío


giraba en todos los ámbitos como un animal. En el pasillo, el mosaico del suelo se
hizo más visible.

Vargo, fiel a la realidad, reprodujo a Mejía las palabras con las que ordenó la
liberación del boliviano. Que lo saquen a patadas. Y acto seguido, se dedicó a toser.

Mejía, que había seguido atentamente el relato de Vargo, sintió una ausencia
en la bóveda del paladar. Pensó que era hora de tomar otro jarro de café caliente.
17
Bodart se mordió el labio y limpió con el antebrazo la ventanilla del
Chevrolet; después, con la vista clavada en la oreja de Eamon, preguntó: —
¿Cuánto falta para llegar?

—No sé... La lluvia lo complica todo —dijo Eamon.

—Bueno, pero más o menos —insistió.

—Una hora más, con suerte —interrumpió Grace. Su voz asombró a los
hombres.

—¡No puede faltar todavía una hora! ¡Este viaje es interminable! —protestó
Bodart.

—Julio, ¿no me dijiste que te ibas a reservar el día para mí? —dijo ella.

—Y me lo reservé. Pero no estoy de acuerdo con que te vayas tan lejos de la


ciudad.

—No tenés que estar de acuerdo, solamente tenés que darme la plata y
punto... Si estás arriba de este auto es porque insististe en acompañarnos, nada más
—dijo Grace.

—No hay caso: ni siquiera son capaces de distinguir las buenas intenciones.

Grace bajó la cabeza. Se alisó con la palma de la mano las arrugas del
pantalón. Después, estornudó y, como si la sacudida le hubiera ofrecido las
palabras que estaba buscando, dijo: —Julio, sabés que, a medida que fueron
pasando los años, te fue ganando, de a poco, una preocupación que te quitó el
presente...

Bodart se acomodó el cuello de la camisa y parafraseó a su ex mujer: —Una


preocupación que te quitó el presente. Un mes más y a vos te internan...

Grace aparentó no escucharlo. Cuando le respondió, su voz estaba cargada


de compasión: —No lo podés ver, pero para mí es muy claro que todos tus actos
responden al latido equivocado... Buscá ayuda, Julio... Yo sé lo que te digo.

Bodart encogió los hombros. Fue pueril:


—Sos una mujer muy intuitiva... En una de esas tenés razón... Te voy a
hacer caso: la semana que viene me saco un turno en el médico.

En ese momento, Eamon, que había permanecido encerrado en un silencio


hostil, encendió la radio.

Grace, con la boca doblada por una sonrisa, dijo: —No hace falta que
pongas música: estos intercambios son las escaramuzas propias de los que en
algún momento de su vida convivieron —y después agregó—: Julio, no es mi
intención agredirte. Creeme... No te olvides que hay cosas que no las vemos
porque, justamente, son demasiado cotidianas...

Bodart asintió en silencio, no tanto para expresar su acuerdo sino para hacer
evidente su buena disposición.

Enseguida, buscó en el bolsillo de su saco y sacó un chocolate. Se lo ofreció a


su ex mujer.

—No te lleves una impresión equivocada de mí... Si estoy acá, en este auto,
es porque quiero lo mejor para vos...

Casi al mismo tiempo, Eamon interrumpió:

—Hay una única razón por la que vos estás acá y es que sos un metido.
Querés conocer el lugar al que se va a ir a vivir Grace para poder, después, ir
diciendo pavadas por ahí...

—Vine porque es sabido que desde hace un tiempo Grace está en otro
planeta y vos sos un enfermo al que hasta un chico puede engañar.

Eamon apretó los dientes. Su cara se tiñó de odio: —No me busqués porque
me vas a encontrar.

—¿Ahora me amenazás? Vos no tenés huevos ni para matar una mosca.

Eamon giró la cabeza:

—¿Querés que te muestre que tengo huevos?

—Callate, imbécil, y seguí manejando.


—Basta, por Dios —terció Grace.

—Basta un carajo.

—Callate, hijo de puta.

—Te voy a romper la boca.

—¿A quién se la vas a romper?

—A vos, enfermo hijo de puta.

—Hijo de mil putas, yo te voy a enseñar…

Eamon trató de esquivar el golpe al tiempo que murmuró: —Sabía que se


iba a desbocar, sabía…

Después giró el volante hacia la derecha y frenó. Las ruedas bloqueadas


rechinaron y el auto se desplazó unos metros. Eamon se encaramó sobre el asiento
y se lanzó hacia atrás. El desplazamiento no fue feliz ni la estrategia exitosa. La
rapidez del movimiento se vio obstaculizada por la estrecha cabina que hizo que el
brazo de Eamon quedara aprisionado entre el apoyacabeza y su propio cuerpo.
Bodart supo sacar provecho de la situación: sostuvo la mano libre de su agresor y
se abocó a golpearle la cara con furia.

—Soltame, hijo de puta.

El puño de Bodart tomaba envión y chocaba con la carne.

—Te mato, mierda, te mato.

Un jadeo desesperado era el pulso de la pelea.

—Pará, Julio, lo vas a matar. Pará, por Dios.

Y la sangre que desbordaba la nariz de Eamon y se filtraba por entre los


dedos.

—Carajo, dejame que me defienda.

Las voces eran tan desesperadas que costaba reconocer a quién pertenecían.
—Bocón de mierda, yo te voy a enseñar.

Los gemidos se escapaban por los dientes apretados. La violencia hizo


crecer la temperatura de los cuerpos.

De repente, el castigo cesó. Eamon, cuya primera impresión fue que estaba
perdiendo la conciencia, no sabía que alguien había intervenido para frenar la
pelea. El Chevrolet, atravesado en medio de la avenida, había provocado una
congestión de tránsito, lo que llamó la atención de un policía, que, arrellanado en
una vidriera, contemplaba la brumosa luminosidad que flotaba en el medio de la
bocacalle.

La primera en hablar fue Grace, que había abierto la puerta del auto, pero
permanecía sentada.

—Yo estoy pagando algo del pasado... Todo esto que me pasa no se justifica
—dijo mirando al policía.

Interrumpió Bodart:

—Agente, esto no es más que una pelea entre amigos... Una confusión... un
mal momento... Nada más —y agregó mientras se levantaba con un súbito cambio
de humor—: Acá no pasó nada, absolutamente nada... Perdimos la cabeza... Fue un
mal momento... Nos fuimos de boca... ¿A quién no le pasa? ¿Qué se le va a hacer?
Una pelea porque perdimos la cabeza... Una pelea...

En ese momento, Eamon bajó del auto y todos vieron el daño que los golpes
le habían provocado. Tenía el pelo revuelto y los pómulos endurecidos por el
dolor. Su ojo izquierdo estaba completamente cerrado y cubierto por un brillo azul.
Por entre sus labios hinchados se filtraba un líquido espeso de color ámbar. Sobre
la nuez de Adán, como una boca suplementaria, se abría una herida profunda y
larga. No bien pudo enfocar los ojos, miró a Bodart y le gritó: —Hijo de puta...
¡Mirá lo que me hiciste...! Hijo de mil putas...
18
La oscuridad del cielo parecía guardar una amenaza. Dentro del Chevrolet,
la radio no podía disimular el conflicto entre los hombres.

Eamon manejaba. Llevaba inscriptos en la cara los testimonios de la pelea.

Los kilómetros se sucedían y en el paisaje se iba imponiendo lo rural. Las


construcciones eran cada vez más aisladas, estaban rodeadas de alambrados y
defendidas por arboledas más o menos tupidas.

Todo era transitorio, todo salvo el manto de la tormenta. Progresaba con el


camino, se hacía tan extensa como voluptuosa.

La mano de Grace en la espalda de Eamon no se asentaba. Iba y venía. En su


recorrido, las uñas, delicadas, dejaban tres huellas fugaces en la camisa. Grace, sin
energía para las palabras, había optado por aquellas caricias como forma de
consuelo.

Bodart pensaba en lo que acababa de vivir. Trataba de dar una cronología al


combate. Recorría uno a uno los golpes que había dado y los que había recibido.
Festejaba, en secreto, su triunfo.

Después se palpó el vientre. Sintió una puntada en el pubis: el orín en la


vejiga. Lento, tibio, abundante. Opinó:

—Tendríamos que hacer una parada.

—¿Parada? —preguntó sin voz la mujer.

—Quiero ir al baño.

—Aguantá.

—No puedo aguantar.

—Ya llegamos. Aguantá.

En adelante, la indiferencia. Sobre los hombros de Bodart pesó el


resentimiento. El diálogo muerto y la hosquedad de las miradas lo laceraban. A los
pocos kilómetros estaba quemado por el hastío. Le dolía el hombro. Pretendió una
fuga: fue hacia el pasado próximo. La electricidad de sus neuronas lo llevó de
nuevo a su casa. Recorrió mentalmente cada ambiente: los objetos, la luz.

Algo —una palabra de Grace, un golpe de viento— lo distrajo. Entonces,


volvió a su sitio en el asiento del Chevrolet.

Primera acción: verificar que en el bolsillo interno del saco estuviera el fajo
de billetes. Segunda: dibujar con el dedo índice un ojo en la ventanilla empañada.

Estornudó. Sintió otra puntada en la vejiga. Enseguida se harían constantes


y el dolor sería un calor oscuro en el bajo vientre. Era el orín que crecía.
Impostergable. Pero Bodart no era propenso a la insistencia o a los ruegos. Apretó
los puños y se abocó a la continencia.

Pasó así más de un kilómetro. Su semblante algo pálido reflejaba serenidad.


Solo la hinchazón, que las ojeras se negaban a disimular, era signo de
embotamiento.

La venganza fue secreta, minúscula. Abrió seis diminutos rectángulos en el


respaldo del asiento delantero. Usó un cortaplumas que llevaba entre su ropa
desde los quince años. Terminado el desquite, dio media vuelta a la manija de la
ventanilla y encendió un cigarrillo. No se movía. Estaba untado por el esfuerzo. A
medida que pasaba el tiempo, la presión en la vejiga se volvía insoportable.

El cielo se hacía cada vez más duro. No era tanta el agua que caía en ese
momento como la amenaza de la cerrazón. La lluvia era fina, poco intensa. Las
precarias construcciones, el barro y el yuyo la recibían como al vacío. No había qué
mirar.

De pronto, Bodart escuchó las palabras por las que, unos metros más
adelante, el auto habría de detenerse. La voz de Eamon parecía cavada en la
sombra.

—Me sangra la nariz —dijo.

Era un cordón grueso, casi negro. Iba desde la fosa nasal derecha hasta el
labio superior. Apenas lo rozaba. No se trataba de un detalle más entre los
moretones, sino que se imponía como eje, daba una interpretación precisa de la
cara.

—Hay que parar la hemorragia —dijo Grace.


—Me lavo y seguimos.

—Estás pálido, parecés muerto —dijo ella.

Eamon comentó:

—Soy músico, que es casi sinónimo de estar muerto.

—No te entiendo —dijo la mujer.

Las gomas dejaron el asfalto. Acababan de entrar en una estación de


servicio. Un sonido ahogado dio testimonio de la superficie por la que ahora
circulaban.
19
A menudo, después de los ensayos, Ronald, Eamon y Yeyé caminaban tres
cuadras por una calle de quintas hasta la principal y se metían al Metropolitano.
Era un lugar de techos altos, con pocas mesas y mala iluminación. Ocupaban
siempre la misma esquina junto a una ventana desde la que se veía un terreno
baldío. Allí fue que un día Ronald les contó acerca del documental en el que había
participado. Finalmente habían logrado terminarlo. Todo era impreciso en aquel
trabajo, incluso el dinero que cada tanto le llegaba desde Alemania y con el que
pensaba comprarse una casa como la de Yeyé.

—Me parece que un buen lugar es Allison Bell, un barrio maravilloso que
hay al sur del gran Buenos Aires, donde las propiedades no están caras —sugirió
Eamon y agregó—: Está lleno de árboles centenarios. Es como vivir en el medio de
un bosque.

Ronald repitió: Allison Bell. Le gustaba la idea.

En la primera semana de búsqueda, ubicaron una casa a doscientos metros


de la ruta. Tenía tres ambientes y un jardín lleno de árboles. Estaba sobre una
callecita de tierra flanqueada de tilos por la que casi no pasaban autos.

Para festejar la mudanza, organizaron un asado que duró hasta el amanecer.


En aquella oportunidad, Ronald, tirado sobre la cama, pudo oler, por primera vez
en su vida, la fragancia ligera de las naranjas maduras. Tuvo la súbita certeza de
que su vida tenía los mismos límites que los sueños. De pronto, sintió frío. Anduvo
unos pasos hasta el ropero y sacó una frazada roja. Se envolvió y con las piernas
encogidas se tiró de nuevo a la cama. Mientras, encima de la parrilla todavía tibia,
la grasa se hacía más densa y tomaba un color amarillento. Las sobras de carne,
oscurecidas sobre los platos de madera, empezaban a despertar la curiosidad de
unas pocas moscas.

El día avanzaba como un sopor sobre la tierra. Ronald se fue durmiendo


despacio doblado bajo la manta. Tuvo un sueño que al día siguiente no recordaría
pero que se le haría presente como una sensación incómoda en la garganta.

Soñó con un hombre que dormía en la mesa de un bar, con la cabeza


apoyada en los antebrazos. Tenía sienes hundidas que se fugaban hacia las orejas,
maxilares fuertes, mejillas endurecidas por la barba. El hombre, de pronto,
despertaba y se enderezaba despacio. Clavaba sus ojos verdosos en un perro que
descansaba junto a una vieja heladera. Después, se levantaba, caminaba hasta el
animal y lo devoraba con una boca que ahora parecía descomunal, imposible.
Ronald se sacudió debajo de la colcha pero no despertó. Todo aquel mundo buscó
un lugar adecuado entre los pliegues de su memoria.

La casa de Allison Bell era la del fondo, la última de la calle. Estaba


separada del espacio público por un cerco bajo de hierro. Más atrás, antes de la
puerta principal, había un jardín en el que convivían seis rosales con varios árboles
frutales y un tilo. Debajo de sus ramas había un banco de madera en el que Ronald
se sentaba todas las tardes a leer o a contemplar el jardín.

Debido al silencio y la calma que pesaban en cada ambiente de la casa,


Ronald, Eamon y Yeyé se sintieron tan cómodos que decidieron trasladar los
ensayos allí. Disfrutaban oyendo cómo los acordes se ordenaban en medio del
bosque. Los movía un afán de perfección, aunque no abandonaban la enorme
dicha que disparaban con los juegos. Se dejaban llevar. En algunas ocasiones,
elegían ser monjes conviviendo en la misma cueva, en otras Shakespeare, el
perfume del sexo o el gesto de un saludo. Los divertía la pura posibilidad. Se
autorizaban a disolver identidades: trabajaban con las asociaciones más arbitrarias.
Era un permiso fundado en la felicidad del extravío.

Fue un martes. Habían estado tocando más de doce horas una sonata de
Warjach. En la cocina había una luz débil: hacía tres días que se había quemado un
foco. Cerca de las diez de la noche, Yeyé dejó la flauta sobre el piso y caminó hacia
la heladera.

Eamon y Ronald se desperezaron. Hablaron alguna trivialidad, encendieron


cigarrillos. Vieron que la mujer llenaba un jarro con agua y lo ponía sobre el fuego
de la hornalla. Vieron que se daba vuelta hacia donde ellos estaban y les ofrecía un
plato de sopa.

Yeyé tenía puesto un sweater azul. El pelo le caía sobre la cara y le tapaba
un ojo. Sobresalía su nariz recta. Un poco más abajo, los pechos firmes crecían
hacia el frente.

Eamon notó una mancha de humedad a la derecha de la ventana que daba


al fondo, unos metros por encima de la cabeza de la mujer. Hizo un comentario
sobre las filtraciones de agua. Caminó despacio hacia la luz. Pasaron unos
segundos y Ronald lo siguió.
Quedaron los dos apoyados en el marco de la puerta, con el cigarrillo
humeando entre los dedos y la mirada fija en aquel pedazo de pared oscurecida.
Eamon bostezó.

La mujer abrió un cajón, sacó un pan alargado y un cuchillo de doble filo.


Cortó el pan en varias rodajas y se metió una en la boca. Dijo:

—Pan viejo: lo único que hay… Tengo un hambre que me muero.

Eamon bajó la vista, pareció despertar de un sueño.

Le preguntó a la mujer:

—¿Vos viste la mancha? ¿Viste cómo la humedad se metió en la pared?

No hubo respuesta. Eamon fingió asombro. Se tapó la cara con las manos y
le pidió consuelo a Ronald. Después dijo con la vista puesta en la mujer:

—Nosotros, mi querida, también tenemos hambre.

—¿Sopa?

—No, sangre.

—¿Sangre como en las tragedias?

—No, como en los ritos. Toro de doscientos kilos. Patas atadas, cuello
rígido. El olor caliente del miedo en el vientre. La carne tensa, hecha una piedra.
De pronto, encerrado en una vigilia que lo desespera, avanza el verdugo. Su piel se
llena de sudor: es el íntimo bautismo. Espera la orden para matar. Escucha y actúa:
hunde un largo sable en el cuello del animal, que tiembla y deja escapar el aire. El
verdugo conoce su oficio: busca que el metal perfore una arteria. Sabe que no es la
estocada definitiva, la que aplicará solo después de un rato, cuando se haya
derramado la sangre suficiente —dijo Eamon, y se estrujó las manos con fingida
pasión.

La mujer miró y no terminó de entender. Se metió otro pedazo de pan en la


boca, frunció el entrecejo. Tenía los labios enmarcados por dos arrugas que se
perdían en el fondo del mentón.

Los hombres cruzaron una mirada de entendimiento tan trivial, tan igual a
otras, que desanudó en ellos un ansia en la garganta y el deseo se hinchó como una
vela.

Ronald, con los ojos negados por el cansancio, dio tres pasos hacia la mujer
que todavía apretaba el cuchillo y le tomó la mano.

—Sería bueno que busques…, empezá por la cara —le dijo.

Ella sonrió, recelosa, y preguntó algo sin respuesta. Después, levantó el


metal y rozó la mejilla derecha de Ronald. Creyó escuchar el sonido seco de la piel
cuando se rasga. La sangre dibujó una línea delgada, una figura breve. A los pocos
segundos, dos espesas gotas se despegaron de la herida y se deslizaron hacia abajo.
Ronald, con delicadeza, tomó a la mujer de las axilas, la alzó y la sentó sobre la
mesada de mármol. Ella sintió el frío impregnándole las nalgas.

Yeyé esquivó dos veces la boca de Ronald. Fue a Eamon a quien besó
primero. No bien abrió los labios y la lengua del hombre comenzó su danza, ella
percibió una fragancia dulzona, levemente ácida. Supo enseguida que se trataba de
sudor pero no logró precisar si provenía de su propio cuerpo o del de los hombres
que la abrazaban.

Durante los minutos siguientes nadie habló: los tres parecían preocupados
por precisar el ángulo que suprimiera el pudor. Entrecerraban los ojos. La
respiración se hacía pesada como la de los que duermen.

Yeyé levantó el cuchillo tres veces más. Ni siquiera supo a quién cortaba.
Entendió, sí, que abría un brazo o que rozaba un párpado. Nada más.

Ni Ronald ni Eamon se quejaron por el dolor de las heridas. Se mantuvieron


serios, abocados a mantener el aliento que el momento demandaba, con la boca
abierta, dejando escapar cada tanto un gemido.

Tardaron en desnudarla, como si entendieran que solo en la demora se


edifica el goce. Le sacaron primero el sweater azul, después forzaron las costuras
del pantalón. Cuando ya no hubo prenda alguna sobre su cuerpo, la luz de la
cocina pareció menos piadosa. En adelante, Yeyé, olvidada de sí misma,
desmanteló el rigor de sus glándulas y se ofreció entera a los que la consumían.

Los hombres la vieron erguida sobre sus piernas y trabajaron sobre ella.
Hablaban con voces pastosas. Las palabras eran las que dictaba el delirio. La
lubricidad, que les impregnaba los gestos, hizo que Eamon y Ronald fueran
también activos en la violencia. Así las piernas de Yeyé fueron por un momento
territorio exclusivo de sus dientes. Después, la alzaron y la llevaron hacia un
camastro.

El primero que la penetró fue Ronald. Ella conservaba las piernas en alto.
Había apoyado las manos en la pared para recibir con firmeza las embestidas.
Enseguida fue Eamon el que trepó sobre sus ingles.

En ese momento, Ronald, testigo, notó que los amantes se volvían menos
blandos, como si perdieran la cotidiana vulnerabilidad. Pensó en la muerte como
algo poco probable. Se repasó los labios con la lengua y se creyó a salvo, a una
inmensa distancia del fin.

Saciados, los cuerpos se disolvieron en una serena indolencia. La noche, en


tanto, había ido creciendo hasta hacerse sólida entre los arbustos del fondo y
extrema en la claridad de la calle.
20
Después del segundo jarro de café, Mejía se obligó a orinar. Cuando salió
del baño, se sentó frente a un escritorio vacío. Con el dedo índice golpeó en la
madera inventando un ritmo. Improvisaba una traducción del tedio.

Sin embargo, pasó poco tiempo dedicado al ocio. Un hombre del que
recordaba la mitad de su apellido se acercó a él con una radio a transistores en la
mano.

Mejía revisó el aparato en silencio. Al cabo dijo:

—Déjemela. La veo.

—Es una radio muy querida —dijo el otro.

—Es una radio castigada —corrigió Mejía.

Con un cuchillo aflojó los tornillos de la tapa trasera. A medida que los
sacaba los iba juntando en un cenicero.

Mejía tenía la boca sellada. Detrás de los dientes, la lengua hacía presión,
acompañaba la habilidad de las manos. Se ofrecía como la conclusión física del
esfuerzo.

Abierta, con los circuitos a la luz, la radio estaba sobre el escritorio. A su


lado, las herramientas parecían más simples y, en algún punto, absurdas.

Mejía, con el sudor puesto en el mango del cuchillo, dejaba que la intuición
le mostrara el camino. Trabajaba en lo minúsculo. Rozaba transistores y
acomodaba los manojos de cables. Volcaba todo su empeño y sutileza entre los
márgenes de baquelita.

Estaba tan concentrado que ni siquiera notó que la luz de los tubos era
insuficiente para el trabajo.

Detrás de él, una cafetera despidió un aroma dulce que hizo que, primero,
levantara la vista y, a los pocos segundos, se parara. Dio dos o tres pasos inciertos
y se frotó los ojos con dos dedos. Miró a través de una ventana: la lluvia golpeaba
un piso de cemento.
Volvió al escritorio con el primer cigarrillo del día encendido en la boca.
Había llegado el mediodía. Fue entonces cuando logró imponer su habilidad y
compuso la radio.

Mejía la devolvió enseguida. Le dijo al dueño:

—Pruébela.

El hombre la encendió y la apagó dos veces. Giró el dial al tiempo que hacía
un gesto de asentimiento. Del parlante salió una voz nerviosa. La voz de una
mujer. Se escucharon algunas palabras, tres o cuatro. Atrás un fondo de música.

El hombre, vestido con un uniforme igual al de Mejía, tragó saliva y dio las
gracias con una mueca.

—Acuérdese bien: me debe una —estableció Mejía.

Se alejó con el paso propio del que convalece.

Afuera, el viento se hizo más fuerte y, encajonado entre las paredes de un


patio rectangular, dejó escapar un sonido lleno de amenaza y desafío.
21
El Chevrolet se detuvo en un playón cubierto de pedregullo. Era una
estación de servicio de techo metálico con dos filas de surtidores.

Los dos hombres bajaron del auto al mismo tiempo. Un dependiente los
observó a través del ventanal de una pequeña oficina. Sostenía un mate de loza a la
altura del pecho. De su boca, apenas abierta, se escapaba un hilo de vapor que
enseguida se perdía.

El empleado se sorprendió al ver el apuro de Bodart, que bajó de un salto y


corrió hacia él. Incluso le sobrevino cierta alarma e intentó armar una estrategia de
defensa, antes de que el otro llegara. Esperaba del desconocido alguna violencia.
En su lugar, oyó una voz sin sustancia que preguntaba por el baño. Lo orientó con
un gesto de cabeza.

Enseguida, sus ojos volvieron al Chevrolet. Observó el paso sereno con que
Eamon también se dirigió al baño. Notó la presión que hacía con sus dedos en la
nariz y las pintas de sangre en la camisa. Sin embargo, no hizo inferencias: el
dependiente era un hombre de ingenio limitado. En su lugar, creyó conveniente
ofrecer servicio. Pensó en entrar al baño y preguntar si necesitaban algo, pero fue
solo una idea pasajera. La persistencia de la lluvia le había contagiado su benigna
inercia. Ahora, más que nunca, era indulgente con su propio ritmo.

Había un charco no muy grande a escasa distancia del surtidor de gasoil.


Era un espacio semicircular de orillas desparejas. Lo formaba un líquido que tenía
el mismo color de la carne en mal estado. En las riberas, el aceite disparaba
aureolas a modo de resistencia. Aureolas que resultaban erróneas, un equívoco de
la visión.

El charco estaba rodeado por pedregullo, tuercas, algún tornillo. Sobre


aquella superficie, Grace descargaba su fatigada conciencia. Se iba con un cigarrillo
humeando entre los dedos.

Por un momento, la congoja le rozó el pecho. Entonces, nada le importó la


lluvia. Abrió la puerta con energía y apostó a que una caminata le devolviera la
calma.

Fue hacia una construcción improvisada de madera y chapa. Sobre la puerta


de dos hojas había un cartel pintado con sintético rojo que decía: «Gomería Río
Adentro». Ella no se ocupó de leerlo. Se distrajo con dos perros marrones. Se
acechaban, corrían, simulaban atacarse entre los desechos de un auto. Sonrió y tiró
el cigarrillo a medio fumar. Aspiró el aire limpio y tuvo la imagen de sus pulmones
hinchándose de serenidad.

Grace vio venir a Bodart. La cadencia del paso y el vuelo corto de la


botamanga le devolvieron, sin que ella misma lo supiera, la confianza hacia él. Por
efecto de estos mínimos detalles, la mujer, al menos por una hora, se dio sin
reservas a su ex marido.

Con paso prudente se alejaron de la estación de servicio. Desembocaron en


una calle angosta. Se pararon frente a un patio de baldosas claras y distinguieron
un muro con parte del revoque caído; detrás una casa se abría paso al abandono.
Sobre ella, se sacudían las ramas de un álamo enorme.

Ambos advirtieron que la lluvia había disminuido su insistencia.


Comprobaron que, ahora, el agua atropellaba con el peso discreto de un bautismo.

Fue Bodart el que abrió el diálogo:

—No sé calcular la edad de los árboles.

Ella encogió los hombros.

—Mirá ese álamo —dijo él, y lo señaló—: debe tener más de cien años. Me lo
imagino a principios de siglo... Los árboles deben guardar en la savia alguna forma
de memoria. No me refiero a imágenes, pero seguro tienen algún tipo de registro
de las variaciones de su entorno... Mirá dónde quedó: le da sombra a una casa que
habrá visto construir, habrá sido testigo de las muertes: cónyuges, hijos, tal vez
algún nieto; habrá visto la evolución de los ánimos en las fiestas, los momentos de
esplendor, los de fracaso... Lo notable es que su inicio habrá sido como una rama
más perdida en el bosque.

—Antes no tenías este tipo de pensamientos.

Bodart arrugó el entrecejo. Después, dijo:

—Cuando uno está solo, no hace más que pensar estupideces.

—No sé... Hay algo de lo que estoy convencida: la convivencia adormece.


—Soy el que nunca viste —dijo Bodart y soltó una carcajada.

—Por momentos, es así.

—¿Por momentos?

De pronto el viento sopló más fuerte. Una campana que ninguno de los dos
consiguió ver sonó en algún lugar.

Buscaron un refugio. Después de un rastreo sumario, concluyeron en que


un alero era lo más adecuado. Allí abajo, se sintieron confortados. Escucharon el
repiqueteo de las gotas contra el suelo desparejo.

Ella miró de soslayo el perfil de su ex marido. Notó una pequeña herida en


forma de herradura en el cuello. En secreto, Grace se apiadó de él. Pensó que los
actos nocivos de Bodart no eran, en verdad, disparos de maldad sino chispas de
desesperación. Por un momento, la mujer se enfrentó con su egoísmo. Nunca había
pensado en ayudar seriamente a ese pobre diablo.

Bodart extendió el cuello y pidió un cigarrillo. Ambos fumaron en silencio.

A su regreso del baño, con la nariz taponada de algodón, Eamon sostenía


inalterado su poderoso rencor. Por eso no le pasó desapercibida la pareja que
formaban Bodart y Grace hablando bajo el alero, pero se abstuvo de convocar su
atención. Esperó que, en algún hueco de la charla, ellos notaran su presencia.
Incluso modificó su postura para que, a la distancia, resultara evidente el odio que
lo llenaba.

Atento bajo la lluvia, en espera, Eamon percibió el cambio de actitud en


Bodart cuando descubrió su presencia en medio de la intemperie.

Los ojos baldíos de Eamon fueron testigos del paso rápido de Grace y del
más rezagado de Bodart. Venían, los dos, hacia él.

Se repasó con la lengua un corte en el labio. Paladeó cierto gusto salobre y se


encomendó a la sensatez. Aguardó que las palabras llegaran. Dentro de él se
escondía la voluntad de ser compensado. Dijo Grace:

—Paraste la hemorragia.

Eamon respondió con la vista perdida.


—La sangre dejó de salir.

—Te manchaste la camisa —observó ella, y señaló tres manchas oscuras a la


altura del vientre.

—No es lo que más me preocupa.

El sonido grave de la campana a lo lejos atravesó nuevamente el aire. Los


tres, sin saber la razón, miraron al empleado, que seguía junto a la ventana con el
mate en la mano.

—Sigamos. Se hace tarde, Ronald nos debe estar esperando en Allison Bell
—dijo Eamon, intempestivo, y se encaminó hacia el auto.
22
Pasado un año en Allison Bell, a Ronald su origen se le había convertido en
algo sin espesor y Alemania había ido perdiendo protagonismo en la escena de su
pasado. Ahora, ni siquiera llegaba a ser la tarde gruesa que avanzaba a cuestas de
la infancia. Por eso, cuando un día levantó el auricular y escuchó que un hombre,
luchando contra su impericia en español, preguntaba por él, no supo qué pensar.
Guardó silencio y poco después reaccionó. Era Jünger, el más joven de sus
compañeros de filmación, que lo llamaba desde Munich.

El diálogo se abrió con preguntas que Ronald contestó con voz tan débil que
sus palabras tuvieron el mismo eco que las evasivas. Tal vez esta impresión fue la
que animó a Jünger a encaminar la curiosidad hacia lo que consideraba
problemático. ¿Por qué se había mudado del hotel de la avenida? ¿Cómo subsistía?
¿Tocaba el laúd? ¿Cómo era el lugar en el que ahora vivía? ¿Seguía su relación con
la mujer por la que se había quedado? Ronald hilvanó una historia más o menos
real.

Lo de Gema era menos que un recuerdo. Hasta hacía poco había vivido con
una persona que lo había hecho feliz, pero todo se había perdido. Sin embargo,
caminando por el barrio había descubierto un club de ajedrez y, por absurdo que
pareciera, había encontrado consuelo en ese lugar. Las partidas duraban hasta el
amanecer y, al salir, caminaba hasta el río para remojarse los pies en la orilla
barrosa.

Ronald le habló también del laúd y le contó de los dos flautistas con los que
se reunía a tocar. Jünger comenzó a sentir que la conversación se dilataba
demasiado y tomaba un camino que no era el que él hubiera querido. Entonces, de
su lado del auricular, apretó la brasa del cigarrillo contra un cenicero, arrugó el
entrecejo y, en un acto enemigo de su habitual conducta, interrumpió a Ronald. No
contaba con demasiado tiempo. Hacía dos meses se había involucrado en un
proyecto similar al que los había llevado a Latinoamérica. El equipo de
profesionales reunido hasta ahora era bastante homogéneo en cuanto a formación
y expectativas. Solo faltaba alguien que tuviera talento para captar la crudeza con
una cámara dinámica. Era obvio que los que conocían bien su oficio habían
pensado en Ronald como la persona adecuada. ¿Hacía falta que siguiera hablando?

Ronald le hizo algunas preguntas pero escuchó a medias las respuestas.

Un par de horas más tarde, en un café de Constitución, le comunicó las


novedades a Eamon. Le habló de Checoslovaquia, de los ghettos que se formaron
durante la guerra, de fabulosos resentimientos étnicos. Le habló sobre la existencia
subterránea de individuos que se movían con la agilidad de la ideología; gente sin
cara que se reproducía con la urgencia de las pestes. Nombró un pueblo situado a
cien kilómetros de Praga, Oms. Después hizo un esfuerzo para memorizar el
nombre de un contacto: Ian. Sin más explicaciones, anunció a Eamon que, a más
tardar en un mes, partía para Europa.

Eamon comenzó a decir algo sobre la continuidad de los proyectos, pero a


medida que progresaba en la frase, la idea le pareció tan absurda que optó por
dejarla inconclusa. Bostezó y se frotó los ojos con los nudillos. Hacé lo que quieras, le
dijo. No te preocupes por la casa: creo que tengo a la compradora ideal. Acto seguido,
Eamon nombró a Grace.
23
El día en que Ronald lo conoció, Gary cruzaba Plaza Constitución
enfundado en un pantalón azul ceñido. Caminaba con paso seguro, movido por el
orgullo de saberse mirado: se ganaba la vida entregando su cuerpo a otros
hombres.

Gary era alto, llevaba el pelo suelto rozándole los hombros; en el brazo
derecho, unos centímetros por debajo del codo, llevaba tatuada una palabra:
Mogadiscio.

Aquella tarde, Gary tenía un humor de perros. Desde hacía tiempo venía
ahorrando para financiarse un proyecto que le cambiaría la vida: participar en una
película que se iba a rodar en México. Se trataba de una versión libre de Simón del
desierto. El director le había prometido un protagónico, pero no había suficiente
dinero para el viaje. Gary consideraba que una oportunidad así era única y no se
presentaría otra vez en la vida. Por eso le parecía injusta la decisión de anticipar el
rodaje cuando él todavía no había reunido el dinero para el pasaje.

Cuando Ronald lo vio, adivinó de inmediato su profesión. Lo observó


andando. La certeza de que le sobraba habilidad para hacer de ese desconocido su
instrumento lo hizo sonreír. Pensó en la necesidad de alejar la nostalgia que le
llenaba el cuerpo desde que había decidido su partida.

Atravesó un montículo de tierra endurecida y se ubicó a un par de metros


por detrás de Gary. Justo antes de llamar su atención, Ronald se acarició los dedos
de la mano y enumeró sus anillos. Eran cinco. Todos estaban en la mano derecha.

Se detuvieron frente a la estación de trenes. Alrededor de ellos, el


movimiento de la gente era incesante. Durante la breve charla, a Ronald le costó
seguir el ritmo frenético de los ojos de Gary, vivaces pero velados por una
imprecisa tristeza.

—Vamos al bar donde trabajo. Atrás hay un lugar en el que vamos a estar
tranquilos —propuso Gary.

Sin agregar más que un suspiro, Gary condujo a Ronald directamente hacia
el lugar. Luego de una pausa de alcohol, salieron por una puerta angosta que daba
a la parte trasera del bar. Atravesaron un patio de paredes altas. Ronald pudo
distinguir cinco macetas panzonas con tierra reseca. Entraron a una pieza con olor
a kerosene.

Ronald buscó a tientas la cama y se sentó. En la semipenumbra, extendió la


mano hacia la mesa de luz y encontró un manojo de velas y una caja de fósforos.
Encendió una y se preparó para entregarse al que iba a ser su amante ocasional.

Se encontraron dos veces más en aquella trastienda.

Iluminados por sucesivas velas que iban formando una montaña de sebo
irregular, sobre las sábanas arrugadas del catre, tejieron la intimidad necesaria
para sostener confesiones. Ronald habló con lentitud sobre las imágenes que había
sabido arrancar para el documental, sobre la financiación del proyecto, sobre su
inminente regreso. Gary, en tanto, con cada palabra del alemán le parecía entender
que en el proyecto de Simón del desierto se hallaba la clave de su futuro. Y así lo
dijo, porque en los ojos de Ronald creyó distinguir la comprensión a su impulso.

Una madrugada de llovizna, Gary le dio a Ronald un regalo envuelto en


papel de celofán. Eran dos anillos, uno con una bola de resina transparente y otro
con dos hebras de plata que se trenzaban y de las que surgía una flor de cinco
pétalos.

A su manera, Ronald procuró ser efusivo. Estoy tan agradecido que no sé muy
bien qué hacer, dijo, y fue sincero. Después, se puso los anillos. Hacía casi dos años
que no recibía un regalo. Se sentía tan feliz que había pensado en traer el laúd y
tocar.

Gary asintió y en ese lento movimiento brilló el hartazgo que hacía que su
cara pareciera de acero. Estaba inquieto. Sabía que desde hacía un buen rato otro
cliente, el Rengo, lo esperaba del otro lado del patio. No lo conocía más que de un
encuentro; sin embargo, esa única vez había sido suficiente para situarlo dentro de
esa categoría de hombres con los que no es conveniente confrontar.

Cuando el Rengo conoció a Gary en el bar, le dijo: Tengo plata para que usted
me dedique todo su esfuerzo.Era un cliente ordenado. Antes de dejar los billetes
doblados debajo de la almohada, fijó una nueva fecha y hora. Quiero reservar un
turno, agregó. El Rengo pagaba bien y Gary necesitaba el dinero. Sacudió la cabeza
y pensó que lo perseguían los problemas.

Había llegado la hora de su cita y Gary estaba indeciso. Cancelarla podía


acarrear complicaciones: su cliente era conocido por el malhumor sostenido que le
ardía en la cara como un grano. Sin embargo, consideró que, en aquel momento,
Ronald estaba receptivo para escuchar su petición. Debía conseguir la plata
necesaria para llevar a cabo el viaje a México: el alemán parecía solvente para hacer
una contribución al proyecto.

En medio de una noche indefinida, Gary pensó que se le ofrecía el momento


ideal para plantear su necesidad. Por un instante se olvidó del Rengo e intentó la
persuasión.

Habló con voz grave y con el énfasis de su cuerpo. Estaba convencido de su


ascendencia sobre Ronald, por eso cuando se negó, Gary dio dos pasos hacia atrás
y dejó escapar un breve bufido. Después, desesperado, suplicó. Fue la manera más
inmediata de ventilar su agobio. Por último, sus ojos, rogando, repasaron una y
otra vez la negativa en los labios de Ronald.

Esa noche, Gary dejó a Ronald y salió de la pieza para recibir dos golpes del
Rengo. El primero, en la boca del estómago; el segundo, encima del parietal
derecho. A las pocas horas, el hematoma había bajado al ojo.
24
Tal vez haya sido Hilde la mujer que Mejía más quiso. No encontraba en su
cuerpo de muñeca otra cosa más que comprensión.

—Usted puede decir lo que quiera, pero a mí no me importa: yo disfruto


malcriándolo —decía Hilde a quien quisiera escucharlo.

Hilde era desordenada para reírse. Casi todo le causaba gracia.

En una oportunidad, Mejía la sacudió por los hombros para hacerle


entender que su conducta no era la adecuada. Fue un fin de año, en la casa de los
padres de ella.

La mujer lo miró a los ojos, desorientada. Literalmente, no entendió la


reacción de Mejía.

Ahora, Hilde vivía en una casa de frente blanco a la salida de Trelew. Se


había dejado el pelo hasta la cintura y se lo teñía de negro. Usaba unos anteojos de
marco metálico.

Pasaba el día en una habitación con olor a piedra húmeda. Trabajaba con
una máquina de coser para una tienda de ropa. A veces no solo se ocupaba de los
ruedos o de las sisas sino que también planchaba, pero esta no era una actividad
habitual. Le gustaba dejar en claro que su única tarea era la costura.

Ahora, Hilde caminaba menos que quince años atrás, cuando se acostaba
con Mejía. El clima y las obligaciones, pero sobre todo el clima, conspiraban contra
aquella actividad. De vez en cuando se paraba, dejaba atrás algún pantalón a
medio terminar y se iba a una confitería de techos altos y mesas de mármol a tomar
té.

A veces, frente a la taza humeante, fumaba. Un cigarrillo, ese era su límite.


La divertía encenderlo, poner los labios en el filtro, aspirar despacio, sentir el ardor
que el tabaco le provocaba en el paladar. Y así, con la boca reducida a un círculo,
recordaba al hombre que Mejía había sido. Más que nada, tenía presente un
episodio.

Una mañana entre los eucaliptos de una plaza. Mejía rodeándole los
hombros con el brazo. En los ojos, el súbito brillo de la satisfacción. Los dos
sentados en un banco de piedra.

—¿La ves?

—¿Si veo qué? —había dicho ella.

—A la vieja. Allá, en el balcón… sacude un trapo, un trapo amarillo.

Ella levantó la vista. Ubicó a la mujer.

Al rato, Mejía insistió:

—¿La viste?

—Lo que sacudía no era un trapo... era ropa... la ropa de un chico.

El viento se hizo presente de a ráfagas. Inconsistente, levantando polvo en


los senderos. Trayendo una pausa a los amantes. Arriba, los árboles se agitaron.
Hilde y Mejía escucharon el sonido del follaje.

—Otra vez la vieja, ahora con medias. Sacude medias —dijo Mejía.

—Medias de hombre —aclaró Hilde.

Unos minutos más tarde, la vieja cerró con ímpetu los postigos de la
ventana.

Creyeron que ya no regresaría al balcón, por eso, cuando la vieron salir de


nuevo y golpear contra la balaustrada un sweater, se rieron a carcajadas.

La vieja tenía la espalda curva y un gesto de esfuerzo le abría la boca. Cada


tanto interrumpía la tarea y se quedaba con los brazos caídos a los costados del
cuerpo. La mirada puesta en la calle, en la plaza, en la gente que iba y venía con el
entrecejo borroneado por lo cotidiano. Al rato, se perdía en la penumbra de la
habitación y antes de que pasaran cinco minutos reaparecía con ropa colgando de
la mano.

—Una blusa de mujer —propuso Hilde.

—No estoy seguro.


—¿No estoy seguro o no estoy de acuerdo?

Apostaron. Se dieron la mano para sellar la broma. Les quedó una rara
sensación en los labios después de pronunciarse.

Él eligió ropa íntima. En la siguiente salida, la vieja daría sol a un inmenso


corpiño.

—¿Por qué un corpiño?

—Porque siempre guarda humedad, y el aire es lo más efectivo a la hora de


quitar el agua —dijo Mejía como si pensara en otra cosa.

Ella mostró el desconcierto con las arrugas de la frente.

En adelante ninguno de los dos habló. Creyeron que lo mejor era darle rigor
a ese tiempo. Cargarlo de tensión.

La vieja no se hizo esperar. Su bandera fue un trapo de piso azul. En uno de


los lados estaba destruido por el uso, con cinco manchas simétricas de lavandina.

Hilde festejó el triunfo con un aullido.

Él se quedó callado mirándola.

—¿Qué te pasa? —preguntó Hilde divertida.

Mejía arqueó las cejas.

A la noche, durante el regreso, Mejía no abrió la boca. Guardaba un


mutismo igual al del que fue ultrajado. Llevaba a la mujer colgada del brazo y no
bien ella se quejaba de su indiferencia, sonreía y le rozaba el mentón con los labios.

Se paró frente a una verdulería. Era un lugar iluminado, con la mercadería


puesta en la vereda. Sin que mediara palabra, se desentendió de ella, entró, muy
decidido, y compró medio kilo de manzanas rojas.

El que salió del local fue otro Mejía. Ahora llevaba la cara encendida por el
buen ánimo. Lustraba una manzana con la manga de la camisa. Y apenas estuvo
frente a Hilde, se la ofreció.
—Tu premio.

Ella lo miró sin entender.

—Por la apuesta.

Hilde agradeció y guardó la fruta en su cartera negra.

Más tarde, en su cuarto, Hilde se sentó en una sillita enana. Intentó hacer
rodar la manzana sobre la superficie mullida de la cama. Estuvo un rato
intentándolo hasta que los fracasos la desalentaron. Fue en ese momento cuando
agarró la fruta con tres dedos y la alzó a diez centímetros de sus ojos.

Se quedó así, a medias vestida, contemplándola un largo rato. Y con la vista


fija, sin siquiera pestañear, comenzó a llorar. Primero en silencio, tapándose la boca
con la mano libre, después, dando gemidos cortos y dejando que el líquido que le
bajaba por la nariz se mezclara con las lágrimas.
25
Cuando las gomas del Chevrolet empezaron a rodar dejando atrás la
estación de servicio, un pedazo azul de infinito se dejó ver, por entre las nubes, en
una esquina del cielo. Bodart fue el único que notó el detalle. Se dijo que, sin duda,
el tiempo se iba a componer. Enseguida, hilvanó una serie de pensamientos acerca
de lo que se oculta y recordó un episodio de su infancia.

Acababa de cumplir ocho años y su madre le había permitido pasar una


temporada en el campo. Por esa época, tenía un tío que administraba un par de
terrenos y vivía en una casa cubierta de glicinas. A su llegada, Bodart se dio cuenta
de que una injustificada congoja marcaría su estadía. Pero aquella presunción no lo
sumió en el desánimo sino que, por el contrario, despertó en él el mismo instinto
que lo llevaba a hurgar en sus heridas.

Allí conoció a una niña de cara alargada por la languidez. Nina era su
nombre. Hablaba poco y llevaba el pelo trenzado sobre la nuca. Pasaron poco
tiempo juntos; sin embargo, Nina encontró en Bodart el recipiente adecuado para
volcar su secreto.

Un atardecer destemplado, Bodart siguió a Nina a un tupido bosque de


hayas. Ella lo indujo sobre todo con su silencio.

Bodart no tenía una clara idea acerca de lo que iba a ver, pero, de todos
modos, avanzaba, pendiente del rumbo que le ofrecía su guía.

La chica iba unos tres metros delante de él. Daba pasos cortos y llevaba
puestos un par de zoquetes blancos. Él observaba, encandilado, la oscilación del
pelo atado y la forma en que el sweater rojo se volcaba sobre los hombros.

Nina caminaba llena de energía por el medio de la tarde. El sol del otoño
justificaba los pliegues de su pollera tableada. Iba movida por la certeza. En su
rostro infantil, se modulaba un mentón grave que vaticinaba cinismo.

Cuando el tramado de la vegetación se fue haciendo más complejo, los


caminantes se hicieron cautos. Los dos pares de pies demoraban un instante en
cada huella, como puesta en acto de la prevención. El aliento fue más pesado;
quizás, también, más íntimo.

Una vez que los árboles dispusieron cierta solemnidad, los niños caminaron
uno junto al otro. Advertían el temor que iba creciendo en el pecho del compañero,
pero preferían ignorarlo como la forma más rápida de cortarlo de raíz.

Los brazos se rozaban con cada paso. Alrededor, los pájaros y unos pocos
roedores cumplían, sin distracción, con sus menesteres.

Se detuvieron en un sitio que Nina llamó el centro del bosque. Allí, la chica
señaló en dirección a una gran rama caída. Dijo:

—La cubrí para que nadie la vea.

Bodart se encogió de hombros. Razonó que era poco probable que alguien
llegara hasta el lugar en el que ahora se encontraba.

—Llegué sin que nadie me orientara. Como yo, puede llegar cualquiera —
dijo Nina.

Bodart no supo darle forma a su asombro.

Se quedaron parados uno junto al otro, sin hacer más que mirar la rama que
funcionaba como puente al misterio.

La humedad lamía los zapatos de los chicos. Dentro, falsamente abrigados


por las medias, los dedos se alejaban de la temperatura que les era habitual y
entraban en un territorio de rigor y pobreza. Nina y Bodart sentían los dedos
agarrotados y sabían de su color: amarillos de tan pálidos.

El movimiento sacudió, enseguida, aquel instante de contemplación. Antes,


Bodart levantó los ojos hacia la copa de un árbol. Sobre un nudo del tronco
distinguió un pájaro negro y picudo. Lo vio erguirse y sacudir las alas. Lo oyó
graznar. Dos, tres veces. Le pareció que mezclado con el chillido se escuchaba un
lamento humano. Se aterrorizó. Sintió algo parecido a una descarga de electricidad
en los brazos. Fue una experiencia breve, duró pocos segundos.

Cuando se repuso, quiso traducir lo que consideró un vaticinio. Pero no


dispuso del tiempo para hacerlo: Nina lo llamó con unos golpecitos en el hombro.

—Voy a descubrirte mi tesoro —le dijo en voz baja.

El esfuerzo lo hicieron entre los dos. Agarraron la rama del extremo sin
hojas y tiraron. Las manos se superpusieron sobre el delgado tronco.
Bodart se sintió muy cerca de Nina. Advirtió un temblor súbito, como un
parpadeo, en una vena gruesa que le atravesaba el cuello. Se le erizó la piel al
sentir el perfume íntimo que se filtró desde el cuerpo de la chica.

Bodart tuvo un repentino sobresalto. Fue extranjero en su propio cuerpo. El


aire que escapó de su boca no fue otra cosa que el asombro.

Nina, que notó la ausencia del compañero, llamó su atención y señaló con el
dedo índice lo que hasta hacía un momento permanecía oculto. Era una fuente de
agua clara que manaba en abundancia.

—¿Qué es? —preguntó él.

—Mi secreto más grande.

—Pero es agua… El agua no puede ser secreto —dijo el chico.

—¿Por qué?

—Es sabido: el agua es algo bueno... Y lo bueno no es secreto.

Nina, por unos instantes, dudó. Abrió su pequeña boca. Detrás de sus
labios, el organismo se defendía con la oscuridad. Solo los incisivos se exponían al
golpe de la luz.

En sus ojos se fijó el desencanto. Parpadeó tres veces y reaccionó. El modo


que encontró para defenderse fue descalificar a su compañero.

—Lo que dijiste es una estupidez.

Insatisfecho, Bodart insistió.

—Decime la razón por la que algo bueno tenga que ser secreto.

Nina no respondió. Volvió a cubrir la vertiente de agua con la rama. Acabó


la tarea y emprendió el regreso. Las piernas se movieron más rápido que de ida: las
empujaba la frustración.

Con la sombra de la noche, llegaron a una construcción blanqueada por cal.


Nina se detuvo a subirse las medias. En el viento se agitaba el invierno.
—¿Por qué no hablás? —preguntó Bodart.

—Porque no entendiste lo que te mostré.

—Entonces, explicame.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque no sé explicarte —dijo la nena, y siguió la marcha.

Bodart quedó unos instantes parado en el camino. Vio cómo las piernas
flacas de Nina entraban en la noche. Se supo solo.

Ahora, casi treinta años más tarde, antes de que Bodart pudiera definir la
última escena de ese recuerdo, el episodio completo regresaba al olvido.
Inmediatamente, su mente saltó a otro pensamiento tan trivial que ni siquiera
pudo registrarlo en su conciencia.

Luego, buscando una posición más cómoda en el asiento, repasó con la


yema de los dedos los billetes que tenía en el bolsillo. La sola confirmación de su
existencia lo tranquilizó. Aspiró profundo. El oxígeno fue apuntalando la imagen
equívoca que tenía de sí mismo; también, subrepticiamente, mitigó su terror de ser
infiel a esa imagen.
26
Hubo un tiempo durante el cual nadie habló. Grace, Eamon y Bodart
permanecieron pendientes del terraplén que atravesaba el auto.

En el kilómetro sesenta y dos, la ruta se bifurcaba. Eamon observó con


atención el ángulo que formaban los brazos de asfalto. No dudó. Giró el volante a
la derecha. Bodart creyó conveniente un comentario:

—Por el otro lado es más corto.

—Por el otro lado no se llega —sostuvo Eamon, sereno.

—Vos manejás —dijo Bodart.

Antes de que hubieran recorrido quinientos metros, la rueda delantera se


hundió en un pozo. El Chevrolet se estremeció.

Al principio, la sorpresa vedó las voces, pero, a los pocos segundos, las
gargantas fueron nido de interjecciones.

—Te dije que el camino correcto era el otro. En el estado en que se encuentra
este vamos a terminar matándonos —gritó Bodart.

Eamon tragó saliva. Después, lejos de la ansiedad o el sobresalto, aunque


con cierta violencia, dijo:

—La casa a la que vamos es de mi amigo Ronald Hampton y la utilizamos


hasta la semana pasada como sala de ensayos. Recorrí la ruta hacia Allison Bell mil
veces, así que, como verás, vamos a llegar sin problemas.

Bodart soltó una carcajada. Se frotó el pecho y observó:

—Ya habló el músico. Como todos sabemos, los músicos son tipos que no
pueden sacar rédito de la experiencia. El ejemplo más claro es el pozo que acabás
de agarrar. ¿No nos dijiste que habías tomado por este camino mil veces? Sin
embargo, parece que no sos capaz de memorizar las características de la ruta.

—Yo seré un músico incapaz de retener la experiencia, pero vos o estás loco
de remate o tenés demasiado tiempo para pensar en estupideces.
—Sé que no tengo que pedirle peras al olmo. El único propósito que tienen
los músicos en la sociedad es distraer a la gente. Son como los payasos. Pasan el
tiempo confundiendo a los desprevenidos. En el mejor de los casos, son estériles;
en el peor, peligrosos.

Afuera la lluvia había cesado. Los edificios y las cosas permanecían quietos
en los reflejos del agua presa del paisaje.

Eamon intentó dar forma a un argumento para defenderse. Le vino a la


cabeza algo que había leído a los veinte años, tirado en una cama angosta. Era un
libro de Ruskin que hablaba sobre los emperadores romanos. Le había
impresionado sobre todo la vida de Nerón.

El autor daba cuenta de los tormentos que sufría el emperador a causa de


las supersticiones. Le tenía miedo sobre todo al mal tiempo; sentía que con cada
tormenta, los dioses rechinaban los dientes sobre su cabeza. Cuando los truenos
enloquecían a las bestias, Nerón encontraba amparo sólo en su dormitorio, que
estaba construido con materiales que pudieran repeler la maldad. En las paredes
había incrustados talismanes de toda clase. Estaba el asta de Ammón, una piedra
dorada que tenía la virtud de inspirar al durmiente sueños proféticos; la amatista,
que guardaba del insomnio, y la sagrada ágata de la isla de Creta, que protegía
contra las mordeduras de arañas y serpientes.

Pero hubo una noche en la que el viento sopló tan fuerte que Nerón no tuvo
consuelo. La madrugada lo encontró aterrorizado, corriendo por sus aposentos.

Pasieno, un ayuda de cámara amante de las artes, fue el que devolvió la


serenidad al ánimo del emperador. Entró al dormitorio imperial con un objeto
envuelto en una funda de delicadísima seda roja. Se trataba de una lira modelada
en plata y oro.

Sin atender al riesgo que significaba la locura de Nerón, Pasieno descubrió


el instrumento y, con la mirada puesta en los relámpagos, comenzó a tocarlo. Al
comienzo, se escuchó una sucesión de notas sin melodía. Sin embargo, poco a poco
fue creciendo una voz que alcanzó una intensidad tal que pudo discutir con la
tormenta.

Contaba Ruskin en su libro, Eamon recordaba bien, que Nerón, en aquella


ocasión, se había quedado hasta bien entrada la mañana cubriendo de caricias al
que había tenido el talento para devolverle la calma. Llegado este punto, Eamon no
se detuvo en reflexiones, sino que prosiguió con una nueva anécdota.

Se trataba de una historia de sobremesa que había contado su padre con una
voz que parecía no querer resignarse al olvido.

La protagonista tenía un nombre relacionado con una forma benigna de la


soledad: Lubinia. Era alta, de caderas anchas y ojos tan claros que desaparecían los
días luminosos. Había llegado a la edad adulta fiel a su sueño de niña: quería ser
madre con toda la fuerza de sus entrañas. Ansiaba el momento en que la prologara
la gravidez.

Se casó tres meses antes de cumplir los quince años con uno de los tres
médicos del pueblo. Era un hombre casi veinte años mayor que ella, de risa grosera
y manos enormes.

El doctor pasaba sus días abocado a sus pacientes y a la cetrería. No admitía


que sus ojos se detuvieran más que unos minutos en el rostro de su esposa.
Conocía de ella el nombre y el color de sus mejillas.

Pasaron los años. Lubinia perdió brillo en la mirada y ganó sofisticación


para el lamento. Era una mujer con un nudo en el destino y sentía que no contaba
con la destreza para sortearlo.

Una tarde de invierno, con toda naturalidad, olvidó la pena en su garganta


y se dejó persuadir por el deseo. Antes de las Pascuas, conoció a Tolzer, un gitano
vagabundo que se decía jardinero. Tenía mandíbula prominente y las mejillas
irregulares por la viruela. Tolzer era honesto; pero Lubinia lo supo recién a los tres
meses, cuando ya eran evidentes los cambios de su cuerpo. El gitano, en adelante,
sería el padre oculto, el secreto inconfesado, la íntima vergüenza.

Al nacer la criatura, el marido de Lubinia cambió levemente los hábitos: se


propuso pasar más tiempo en casa, intentó corregir lo que él llamaba sus
defecciones.

El chico creció entre los árboles y la mirada del afecto. Contaba con la
reserva y la sonrisa franca propias de su padre. Pasados los años, Lubinia se
divertía leyendo en los rasgos de su hijo el recuerdo de aquel hombre que jamás
había vuelto a ver.

Al cumplir los nueve años, Besario, que así se llamaba el muchacho, salió
con Lubinia a caminar. Anduvieron por un sendero arbolado que tenía fin en un
lago de riberas amplias. Buscaron un lugar adecuado y se sentaron sobre los
juncos. Relajados, vieron las últimas formas del día. Pero antes de que la luz se
fuera, Lubinia advirtió en el cuello de su hijo algo que le pareció una herida y que
luego precisó como una llaga. Fue la primera de miles.

A la semana, Besario no conseguía erguirse en la cama; al mes, su cuerpo


púrpura ocupaba un lugar bajo los cipreses del cementerio.

Lubinia, sin consuelo, se dio a un casi completo abandono. Pasaba el tiempo


envuelta en una manta languideciendo frente a un inmenso ventanal. El pueblo
entero la compadecía. Su historia pasó de boca en boca y los paladares se
ablandaron con el lamento.

La súbita muerte de Besario se hizo tan popular que, durante una cena, llegó
a oídos de Benjamín Britten, que por ese entonces acababa de dar fin a su War
Requiem.

El músico escuchó con atención el drama de boca de una comensal. Llegado


el desenlace, Britten, luego de acariciar su barba canosa, balbuceó una excusa y se
levantó de la mesa. Antes del amanecer, ya estaba trabajando sobre su piano y casi
no se dio tregua a lo largo de tres meses. El día que terminó su composición, su
hermanastra, que le ofrecía los cuidados de una madre, lo vio tan demacrado que
no pudo reprimir las lágrimas.

Con la nueva obra bajo el brazo, Britten buscó a Lubinia y con un beso en la
mano le dio sus condolencias. Quería invitarla al estreno de una ofrenda que había
compuesto a la memoria de Besario. El día del estreno, Lubinia entró al teatro con
los hombros cubiertos por la aspereza de su marido. Su fragilidad era tal que tuvo
que ser alzada para sortear los cinco escalones de ingreso al salón.

Esa noche, Britten dedicó su olfato a los casi veinte ramos de rosas que sus
admiradores le habían regalado y su paladar al sabor dócil del champagne. Con el
pecho cubierto por sábanas de seda, se durmió entre las primeras luces. El alba
definió su placidez y los pliegues de piel que, secretos, se amontonaban debajo de
la barba.

Lubinia, en cambio, tuvo que atravesar por el desierto de dos días febriles
para conciliar el sueño. Sin embargo, una semana más tarde, un cambio favorable
en su semblante marcó el comienzo del lento aunque sostenido proceso de
recuperación.
De a poco, Lubinia comenzó a caminar con soltura y se desentendió de la
molicie que hacía que sus piernas pesaran toneladas.

Tiempo después se presentó en la casa de Britten, quien sorprendido la


saludó con una inclinación y un gesto de cabeza. Ella le ofreció la elocuencia de su
silencio.

Lubinia le contó a Britten que la muerte de su hijo la había persuadido de lo


difícil que iba a resultar sostener la cordura. Esa pérdida no había modificado la
realidad, la había suprimido por completo. Contó que no hablaba porque su
atención estaba perdida en sus entrañas, único lugar en el que conseguía precisar
la ya borrosa imagen de Besario.

Lubinia le dijo al músico que en el teatro había perdido la conciencia y


recién unas horas después del espectáculo supo que el réquiem se había clavado en
ella como una espina. Como una bendita espina. La música había avanzado sobre
su espíritu. Ella no se explicaba cómo pero lo cierto es que la armonía de la obra
había desanudado los hilos de la demencia. El réquiem era lo que hacía falta para
que pudiera sepultar a su hijo. Era tierra tan pródiga en serenidad que podía cubrir
hasta los recuerdos más queridos. El réquiem había logrado que su vida volviera a
ser tal.

Lubinia se paró. Se frotó el cuello como si las palabras que acababa de decir
le hubieran lastimado la garganta. Britten la imitó y tosió para disimular la
repentina incomodidad.

No bien pudo, Lubinia le tomó la mano y la besó. Enseguida agradeció con


la lengua enredada en llanto y buscó la salida.

Eamon intentó utilizar sus recuerdos para contrarrestar los dichos de


Bodart. Pensó que, sin demasiadas palabras, Ronald y Yeyé hubieran entendido
adónde quería llegar con estas historias. Sin embargo, su ansiedad por dar
respuesta rápida a las injurias confabuló contra el ingenio, y terminó girando la
cabeza hacia el asiento de atrás para decir:

—Los imbéciles no tendrían que tener voz... La música ha salvado vidas.

Bodart hizo chasquear la lengua. Sonrió. El brillo de su dentadura fue


parecido al acero.

—Tonterías. La música no sirve más que para entretener —dijo con tono
desafiante.

El desconcierto arrugó la cara de Eamon, que buscó la mirada cómplice de


Grace, pero se topó con su indiferencia. Replicó:

—Vos estás loco de remate.

Grace, desentendida en apariencia de la situación, entrecerró los párpados y


recostó la cabeza en el asiento. Pensó que haber admitido la presencia de Bodart
había sido un error imperdonable. Presintió que tendría un costo mayor que la más
osada de las estimaciones. Sus incisivos imprimieron una huella simétrica en el
labio inferior.

A la derecha del auto, el paisaje sufrió un cambio. A algunos metros del


asfalto, ahora, corrían los rieles del ferrocarril y una serie de estructuras metálicas
pintadas de amarillo acortaban el horizonte.

A la izquierda, la llanura desolada, cubierta de charcos, se mantenía idéntica


durante varios kilómetros, como las malas obsesiones.

Si alguno de los ocupantes del Chevrolet hubiera girado la cabeza hacia


aquel sitio, tal vez aquello que cubría gentes y objetos y temblaba, difuso, como
una estela de luminosidad, hubiera cobrado algún sentido. Sin embargo, nadie
reparó en el detalle que, imposible de precisar, se fue deshaciendo, efímero, entre
los dedos cuarteados del camino.
27
Aquella mañana la imaginación de Mejía andaba de un lugar a otro, sin
lograr asentarse, llenándolo con una ansiedad parecida al miedo. Decidió tirarse
un rato en el camastro hasta que lo vinieran a buscar para llevarlo a su destino.
Bostezó, sintió los ojos anegados y un ardor en la garganta.

Se quedó unos minutos completamente inmóvil en posición horizontal; algo


en su frente nombraba la espera, con la mirada clavada en el techo.

Así estuvo, hasta que de pronto, con movimientos rápidos, extrajo del
bolsillo del pantalón un portadocumentos negro. Lo abrió y sacó una estampita de
colores esfumados, ajada por el uso. Cristo miraba de frente. Tenía los brazos
abiertos y el corazón a la vista.

Al comienzo, Mejía fijó su atención en el calendario que estaba al dorso de la


imagen. Hizo cálculos, contó con el dedo los días hábiles de octubre.

Unos segundos más tarde, giró la estampa y comenzó a rezar en un susurro.


La letanía no tuvo final. Las palabras surgían saturadas de aire. Estuvo un buen
rato con los ojos dados a la cara de Cristo, con el cartón rectangular apretado entre
los dedos. Luego, la imagen se desdibujó imperceptiblemente y dio paso a otra,
cuya sombra se proyectaba sobre su figura de niño. Sobre todo, tenía presente su
altura casi inhumana. A pesar de que los años habían ido quebrando recuerdos, la
cara de su padre vivía en él hasta tal punto que había elegido una profesión
similar.

Mejía recordaba el rebote seco de los nudillos en su cabeza de niño y su


ropa planchada ordenada dentro del ropero como testimonio de su perpetuo no
estar. Asociaba su ausencia con el olor penetrante de la naftalina.

Recordaba sus piernas blancas y lampiñas; el roce áspero del uniforme. El


vaho que salía de sus mejillas recién afeitadas.

Recordaba su cabeza endurecida por la intemperie, allá arriba, en la cima,


tan lejana como proporcionada.

Una noche de julio, un Mejía de siete años escuchó desde su cama las voces
altas para la hora, el llanto, las palabras con las que se argumenta la desesperación.
Se había quedado atento, con las manos hechas un nudo entre las piernas,
hasta que el sueño lo venció. A la mañana, su madre, con la cara hinchada por el
llanto, le contó sobre el accidente.

Mejía no entendió casi nada; lo desorientaron las elipsis y la forma


imprecisa en que le contaron los hechos.

La madre, que supo leer su desconcierto, habló y dejó en claro que el dolor
no se sostiene sin resentimiento. Tu padre está muerto: esto es lo que quiero decirte.

Mejía, clavado en las baldosas, bajó la vista. Asintió como si fuera esto lo
que de él se pedía.

A los dos minutos pudo sentir cómo un ardor, que años más tarde llamaría
acidez, le subía por las entrañas y flotaba unos instantes entre los dientes. La boca
le quedó impregnada con un gusto a fósforo.

Con el tiempo, Mejía creyó confirmar su prematura impresión: lo que su


madre denominaba tragedia contaba, en su vida, con una trascendencia similar a la
rotura de un vaso. Nada había cambiado para él.

Recién en la adolescencia supo la verdad, pero no se enteró por los labios


resecos de su madre. Alguien, para dañarlo, había considerado la realidad como
una forma del escarnio.

Fue una tarde a fines del verano. Una vecina, ofendida, le contó a Mejía los
detalles sobre la otra vida de su padre. Hizo público lo que todos sabían. Gritó lo
que había escuchado sobre la otra familia; sobre la mujer que le había hecho perder
la razón; sobre un hijo que había nacido poco después de que los abandonara a
ellos; sobre la convivencia que el padre de Mejía había sabido edificar a la sombra
del engaño.

Él escuchó atento y observó con el rabillo del ojo cómo su madre, más lenta
que de costumbre, se sentaba en el banco de la cocina y trataba de recuperar un
aliento que sabía perdido para siempre.
28
Cuando Ronald recibió la llamada de Gary, habían pasado varias semanas
sin verse. Se encontraron en un bar de siete mesas por Constitución. Al despedirse
en aquella oportunidad, Ronald advirtió que las delicadas facciones de su amante
sufrían un estremecimiento, se endurecían por la serena madurez de una decisión.
Gary nunca volvería a ser el mismo después de aquel instante.

En la esquina de la avenida del boulevard. Piso quince. Sentado en el living se ve el


río. El dueño de casa es un amigo de años. Falchi se llama. Un tipo muy elegante, un
exquisito. Dice que el departamento es el lugar ideal para la belleza clandestina. Es un
templo que vos tenés que conocer antes de volver hacia la larga noche europea... Será
nuestra forma de despedirnos. Este jueves a la medianoche es la oportunidad. No admito
excusas, dijo Gary.

Ronald, al comienzo, jugó a la resistencia; pero al cabo de unos minutos


accedió con una sonrisa.

Gary, fiel a su cautela, fue breve en la despedida. Prometo una noche


inolvidable, dijo. Acto seguido, por hábito, reclinó la cabeza para olvidar su mirada
entre las baldosas, pero las piernas blancas del alemán se interpusieron entre los
ojos y su destino. Tiempo más tarde, al recordar aquel encuentro definitivo para
ambos, no podría evitar que aquella última imagen funcionara como síntesis,
asociada incomprensiblemente con la obscenidad.

Lo que Gary había urdido para aquella noche traducía su desesperación.


Estaba envenenado y sus pensamientos no se alejaban jamás de la película. No
hacía más que imaginar la partida. Según él, participar en Simón del desierto era la
única forma posible de dejar de ser quien era. No le desagradaba lo que hacía, por
el contrario, sentía un vago placer en lo desconocido de los encuentros con sus
clientes; sin embargo, también estaba la conciencia de que algún día, no muy
lejano, todo aquello se tornaría cotidiano. La voz de la monotonía lo ahogaba. Por
esta razón, se aferraba al proyecto de la película. Sabía que era una quimera, pero
le servía para poder continuar y nunca descartaba la posibilidad de que su destino
cambiara definitivamente después de su participación en Simón del desierto. El plan
de Gary para aquel encuentro era fruto de la necesidad de sostener su proyecto
más allá de cualquier obstáculo.

Su idea no era complicada: obligaría a Ronald a aportar fondos para el


proyecto. Los golpes tendrían lugar solo si las circunstancias o el placer así lo
dispusieran. La cuestión era intimidarlo un poco, empujarlo a tomar una decisión
que por falta de estímulo consideraba osada. Fingir una situación extrema para no
dar otra alternativa al alemán que sacar a luz la confianza escondida.

A Ronald le había resultado extraña la invitación de Gary. La relación entre


ellos siempre se había sostenido por lo transaccional; sin embargo, esta impresión
no fue suficiente como para alentar sospechas.

Ronald era confiado. Por eso sonrió cuando un hombre cortés llamado
Falchi, con el pecho cubierto de cadenas, de pelo negro tirante, le pidió que
desnudara sus manos de anillos groseros y que solamente conservara aquellos que
Gary le había regalado hacía poco. El alemán ni siquiera advirtió la agresión
solapada en el extravagante pedido.

Creyéndose parte de un juego de reglas imprecisas, se despojó de los anillos


y los fue dejando uno junto a otro en una mesa ratona de mármol. Luego mostró a
Falchi su mano izquierda: el pulgar estaba rodeado por dos hebras de plata que se
trenzaban y de las que surgía una flor de cinco pétalos, y el índice llevaba una bola
de resina.

En ese momento, con un cigarrillo colgando de los labios y la mirada


cerrada, Gary caminó hacia la pared menos iluminada del cuarto y puso música.
Los ánimos fueron permeables a los acordes. Pudieron sentir, cada uno a su forma,
que la tensión de la ciudad admitía una tregua. Ellos, ahora, estaban excluidos de
la sordidez de las costumbres. Esta sensación fue favorable para que consideraran
al vértigo como la única conclusión posible del encuentro.

Falchi golpeó con la palma de la mano el hombro de Ronald. Fue su forma


de invitarlo a bailar. Es así como debe moverse, le dijo mientras giraba las caderas.
Apenas si puedo caminar, se disculpó Ronald.

No me arruine la noche, amigo. En esta casa, la gente se divierte, ¿entiende?, dijo


Falchi, tocado por un súbito mal humor.

Gary, mientras, se sacaba la camisa. Estudiaba frente a un espejo la simetría


de su cuerpo. Parecía inseguro. Cierta tensión en las mejillas establecía una falsa
impresión: le llenaba la cara de generosidad.

¿Qué le han contado sobre mí?, preguntó Falchi con la voz templada por el
alcohol.
Ronald consultó con los ojos a Gary. Encontró indiferencia. Entonces, cruzó
los brazos y luego de unos segundos dijo la verdad: Me hablaron de su elegancia.
Nada más.

Un reduccionismo, diagnosticó Falchi, que había retomado el baile. Sus


movimientos eran puro desafío.

Ronald bajó la cabeza. Todavía le restaba soportar quince minutos antes de


que un golpe sobre el oído diera nombre, por fin, a tanto rodeo. Era esto, pensó
cuando el dolor comenzó a enredarle el entendimiento. A partir de entonces, cada
grito pareció estimular la furia de los verdugos. Le golpeaban sobre todo la cara y
el estómago. Al cabo de algunos minutos, Ronald olvidó cuándo había comenzado
el castigo. Estaba en un estado tal de aturdimiento que la agresión se fue
imponiendo como una situación perpetua. Los labios eran puro edema y burbujas
de sangre; la ropa, harapos; los pulmones, formas en las que se extraviaba el
oxígeno.

Cuando perdió la bola de resina transparente, la violencia tuvo una pausa.


Falchi, seguro de sí mismo, puso fuego en el extremo de un sahumerio.
¿Abandonamos el barco o seguimos metiéndole leña a la caldera?

Nadie habló.

Gary regularizó su respiración. Ronald se repasó las heridas con la yema del
dedo medio. Sintió que una multitud de moscas trabajaba sobre su cordura.

Ante la falta de palabra, Falchi fue enérgico. ¿Terminamos o seguimos?

Depende del señor Hampton, argumentó Gary.

Ronald quiso incorporarse pero una súbita náusea se lo impidió. El primer


espasmo del vómito despertó en su abdomen un dolor inmenso. Los golpes, otra
vez, marcaron el latido de la noche. Subrayaron lo exagerado de los puños, lo
grotesco del daño. Enardecidos, olvidados de sí mismos, los verdugos sembraron
en su víctima un deterioro más severo del que se habían propuesto.

Era tardísimo. ¿Las seis? ¿Las siete? Ninguno de los tres lo sabía. Hacía poco
le habían develado a Ronald el motivo de semejante castigo. Gary había sido el
vocero. Repasándose cada tanto la encía con la lengua, pidió plata. Estimó una
suma mayor a la que necesitaba y la hizo explícita.
Ronald, abrigado en una nube de lento sonido, apenas encogió las piernas.
Dijo: Tengo rotos los huesos. Un llanto salado le hizo arder las heridas. El quejido fue
largo y agudo. Se extendió por el cuarto como un filamento azul. Los verdugos se
inquietaron. Sobre sus sienes pesó, inexplicablemente, la congoja.

La noche sobrevivía. Había encontrado lugar en el cuerpo de los hombres: la


ronquera, el aceite del paladar, el hollín en torno de los ojos.

Los verdugos, aunque sin voluntad, conservaban el odio intacto. Quizá por
esta razón le quitaron la conciencia a Ronald con un golpe en la nuca.

Hicieron comentarios sobre la lluvia, que había avanzado sobre la mañana.


Pensaron en su propio cansancio.

Gary y Falchi eran bastante parecidos: los dos ordenaban sus días de
acuerdo a ejes en algún sentido contrapuestos: la voluptuosidad y la desconfianza.
No creían en nadie. Eran escépticos en el sentido más profundo.

Sus actividades se basaban siempre en la triangulación, el circunloquio o los


amagues. La intención era evitar que en virtud de sus huellas se fundaran teorías.
Con el tiempo se habían convertido en estrategas, no siempre exitosos pero sí
alertas a perpetuidad.

Tomaron té caliente. Miraron cómo la lluvia caía, lenta e intensa. Se


acariciaron los nudillos. Gary preguntó algo sobre los truenos. El diálogo fue
amortiguado.

A las seis, se durmieron sobre los sillones. Ronald, blando sobre el piso,
ignoraba su existencia.

A las dos horas, las cosas seguían igual.

En el departamento se escuchaba la respiración de los que dormían y, cada


tanto, un quejido del herido. Afuera, la tormenta uniformaba las calles, más que
nunca eran sitio de nadie.

El que primero despertó fue Gary. Tragó el líquido del sueño y giró la
cabeza para encontrar el cuerpo maltratado. Vio que Ronald estaba inmóvil, con
los ojos fijos en él. Se midieron unos instantes, después se abrió el diálogo.

Ronald, con la garganta quebrada, pidió que no le hicieran más daño. Gary
orientó las palabras hacia asuntos de su interés. Usó su cara blanqueada por el
breve descanso para pedir dinero.

Ronald pareció no escuchar. Insistió con la clemencia. Si hay plata, no hay


golpes, concluyó Gary.

Ronald se incorporó, apoyó el codo en el suelo. De su nariz bajó un líquido


espeso que quedó colgando del mentón. Chasqueó la lengua. Sus ojos se anegaron
con un velo de neutralidad. Estaba recordando.

Una alteración en su frente anunció la voluntad de hablar. Comenzó


tartamudeando, pero a medida que avanzaba su discurso se hacía más preciso.

Deletreaba su infancia. Una promesa incumplida. Un compromiso que


Thomas Warth, el hombre que lo había criado, había asumido una noche helada.
Cuando el tiempo fuera más benigno irían al parque y buscarían un viejo álamo. A
la sombra de sus ramas, tendrían que leer a viva voz un fragmento de La tempestad.
De hacerlo así, la tradición aseguraba que se cumpliría el deseo más intenso de
aquel que hubiera recreado la voz de Shakespeare.

Mientras Ronald balbuceaba, Gary jugaba con las manos. Fue la forma que
encontró para soportar al moribundo. Pensó que escucharlo era darle una
oportunidad. Sentado en la orilla de semejante noche, trató de inventarse la
paciencia. Sin embargo, fue algo transitorio, poco menos que un accidente, y de
inmediato hizo callar a Ronald a la fuerza. Lo agarró de la camisa despedazada y
lo obligó a erguirse. Despilfarró insultos.

Los gritos arrancaron a Falchi del sueño. Antes de que los nudillos lo
lastimaran, Ronald dijo: Escucho los ruidos de la calle. Acto seguido, la saliva
equivocada le clausuró la garganta. Escupió para poder respirar. Con la primera
bocanada de aire pareció volverle el entendimiento, porque su cara, de repente, se
torció de espanto. Pidió auxilio. Se sintió incapaz de soportar un nuevo dolor.

Le dijeron la verdad: no había vecinos. Hacia los costados, vacío; arriba y


abajo, el eco de inciertas mudanzas. Estamos en una torre de marfil, dijo Falchi
recostado en el sillón.

Otra vez el grito. Gary reaccionó: quiso suprimir el ruido y su puño se cerró
en torno de una lámpara de bronce. Levantó el brazo dos veces para asegurarse la
efectividad de la descarga, que fue sobre la cabeza y el hombro. No hubo queja de
la víctima. Sus ojos mantuvieron el brillo, la mandíbula se abandonó a su propio
peso.

La nariz de Ronald fue lo primero en hacer contacto con el suelo. El sonido


del hueso roto anunció lo grave del choque. Eran las diez de la mañana de un día
lluvioso y el dedo humedecido de Ronald se desentendió del último de sus siete
anillos: la pieza con dos hebras de plata que se trenzaban. Inadvertido por todos, el
anillo rodó y fue a parar junto al zócalo cuando la mano de Ronald golpeó contra
el borde de la mesa ratona.

La muerte entró y, decidida, inhibió el bullicio de la circulación.

Ronald dejó de vivir aturdido por las voces de sus verdugos. Sin embargo,
no bien cesó de respirar, cierta luminosa serenidad justificó los márgenes de su
cara.
29
Reunidos alrededor de una mesa con un hule floreado, los cinco hombres,
tres de uniforme y dos en ropas de calle, esperaban que llegara la hora de tomar
sus guardias. Mejía estaba entre ellos. Se sostenía la cabeza con los puños. Recién
levantado del camastro, llevaba el pelo revuelto. No participaba en los diálogos
que se sucedían a su alrededor.

El clima dentro de la habitación era espeso. Los hombres sudaban en


silencio.

Mejía miraba la pantalla de un televisor blanco y negro apoyado en el


segundo estante de una repisa metálica. A su lado había una maceta de cerámica
escondida bajo las hojas de un lazo de amor.

Cada tanto se escuchaba una sirena que hacía que los hombres irguieran sus
cabezas y luego, comprobada la falsa alarma, volvieran a su indiferencia.

Mejía, a pesar de que hacía veinte minutos que no se despegaba de las


imágenes, se había extraviado en la trama de la película que estaba mirando. Sabía
que una mujer había entrado en secreto en la habitación 710 del hotel Crown Plaza
para tener un furtivo encuentro con su amante. Sabía también que al salir del
cuarto, despeinada y corrida por alguna obligación, se había topado en el ascensor
con otra mujer de anteojos negros. Y que esta, sin dudar un instante, había sacado
un cuchillo de carnicero de entre sus ropas y había puesto fin a la vida de la
protagonista. En adelante, la historia se abría y entraban a escena una serie de
personajes. Mejía intentaba seguir el hilo de las investigaciones de un policía, un
tal Spencer.

La abulia y el escepticismo lo anclaron en el lugar. Establecieron una


estructura geométrica simple en la que su cabeza, ubicada en el ángulo superior,
quedara firme frente a la pantalla.

Mejía escuchaba la voz de Spencer, lo veía caminar envuelto en su largo


abrigo y hubiese podido admitir cualquier desenlace.

Dentro de la habitación todo cambio resultaba lento. Uno de los


uniformados preguntó a Mejía a qué hora tomaba la guardia. Él respondió con la
vista puesta en la pantalla:
—A la una.

El otro consultó su reloj y dijo:

—Son menos cuarto: apurate.

Mejía se paró en el acto. Hizo un gesto con la frente para despedirse.

A medida que se alejaba por un pasillo de baldosas enceradas pudo


escuchar al tal Spencer exponiendo sus elípticas hipótesis sobre el homicidio.

En menos de diez minutos, Mejía ocupaba el asiento trasero de un Falcon.


No hablaba. Estaba más distraído que de costumbre. Tenía el rigor de los asesinos.

En el auto viajaban tres hombres uniformados contando a Mejía. El que


manejaba tenía un bigote tupido y apenas canoso. Cada tanto hacía comentarios
sobre deporte al que iba a su derecha. Su voz era grave y llena de tensiones.

A poco de iniciar el trayecto, Mejía terminó por pasar desapercibido,


situación que contribuyó a que su calma fuera completa.

En un cruce de calles muy arbolado, el que ocupaba el asiento del


acompañante bajó del auto.

—Nos vemos a última hora —dijo a modo de despedida.

Mejía, sin alternativas, se pasó a su lugar.

La lluvia seguía cayendo. Una bandada de pájaros marrones cruzaba el cielo


en dirección al río.

Recorrieron un kilómetro en completo silencio. Luego intercambiaron


algunas palabras a propósito de un inmenso caserón. El conductor dijo que desde
hacía poco funcionaba en el lugar una iglesia evangélica. Lo habían refaccionado
para convertirlo en templo. El pastor era un hombre de unos cincuenta años con
patillas crecidas. No hablaba bien el castellano.

—Hace poco contó por qué había dedicado su vida a Dios —dijo el que
manejaba.

Mejía parecía seguir la conversación con la cabeza, pero no mostró


curiosidad por el tema. Imaginó una pregunta que no llegó a formular. El otro
retomó la palabra con rapidez. Mantenía la vista fija en el camino, pero cada tanto
giraba la cabeza hacia Mejía para verificar su atención. Al darse cuenta de que no
mostraba interés, se encogió de hombros y se puso a silbar Melodía de arrabal. Sus
dedos marcaron el ritmo sobre el volante.

La luz de la tarde les lamía las caras, las volvía idénticas. Mejía bajó en el
primer cruce de Allison Bell. No esperó a que el auto se detuviera para poner los
pies en tierra. La soledad le había impuesto urgencia.
30
Mejía anduvo unos pasos y se detuvo.

Debajo de un árbol cargado de agua, revisó la recámara de su arma y sopesó


los cargadores. Era la forma que usaba para anunciar a su cuerpo el comienzo de
una guardia.

Sus manos se unieron por debajo del coxis y se dedicó a pasear por la calle
desierta. Son y veinte, se dijo, y una congoja que duró unos instantes se agitó detrás
de sus párpados.

—No es tanto —se dijo en voz alta. Tendría las horas siguientes cargadas de
aridez.

Antes de llegar a la esquina, le llamó la atención algo que se movía entre


unos arbustos unos metros más adelante, a su izquierda. Un perro raspaba la tierra
con sus patas. Parecía tomado por su actividad.

Era grande, de extremidades sólidas. Tenía el pelo corto, negro y reflejaba la


luz del día. Era un rottweiler que parecía arder entre el follaje. Llevaba un collar
morado.

El perro levantó la cabeza y su mirada brutal se fijó en el cuerpo de Mejía.


Antes que nada, el animal dilató las pupilas y cargó de tensión los cartílagos de las
orejas. Dentro de él hubo una repentina agitación de humores.

De su boca escapó un sonido seco. Lo repitió dos veces.

No fue la comprensión cabal de los hechos sino el instinto lo que llevó a


Mejía a desabrochar la cartera del arma. Apoyó el canto de su mano en la culata.

Sin embargo, cuando vio el inicio de la carrera del rottweiler hacia él,
cuando su mirada captó la silueta del perro que avanzaba, urgente, hacia su pecho,
Mejía, inexplicablemente, se paralizó.

Clavado en la tierra, esperó el ataque.

El animal no tenía fin. Sus patas repicaron a toda velocidad, casi sin
volumen, sobre la tierra mojada. El barro se le pegaba en la base del cuello y en la
panza. Antes de que la memoria pudiera rescatar su carrera, el rottweiler estaba
agazapado junto a su presa.

Mejía era un cuerpo cargado de espanto. Fuera de sí, con un compromiso


frente a lo real igual al de un testigo, le sonrió a los quince centímetros que
separaban sus piernas de los dientes del perro. Sonrió porque no tenía alternativas,
como una forma pueril de la resignación.

A esta altura, el rottweiler, con el pelo del lomo erizado, no hacía más que
exaltar su condición de depredador. Su aspecto determinaba la temperatura de la
sangre del hombre. La temperatura y la consistencia.

Hubo un momento de completo silencio. Mejía pareció entender su precaria


condición. Este saber lo desesperó. De sus pulmones escapó un lamento delgado
que le dejó la lengua salada de terror.

El animal retrocedió dos pasos y esperó. La energía lo había vuelto


elemental. Sus extremidades admitían la voluptuosidad de la violencia, pero, al
mismo tiempo, daban paso al sigilo como condición de toda batalla.

En el momento en que Mejía apretó las carnes para resistir la dentellada, un


silbido largo atravesó la foresta. Era un llamado. El rottweiler lo entendió como tal
y se perdió entre los árboles. Dejó sus huellas como único testimonio.

Mejía tosió para aclararse la garganta. Escuchó un afónico ladrido en la


distancia. En ese momento el viento agitó las ramas en la altura y una llovizna
súbita le refrescó la cara. Miró hacia ambos lados y, luego de verificar que estaba
completamente solo, escupió un grumo de saliva.

Todavía agitado y pálido, con el arma sobre su cabeza, puteó al perro, como
si amenazara al pasado. Luego cargó sus pulmones con el aire fresco de la
tormenta.
Allison Bell
Se escucha el ladrido de un perro. Es una serie de sonidos cortos que se
encadenan y andan, espasmódicos, por el aire. No hay enojo sino más bien
excitación o alegría. Festeja el encuentro con el que lo acaba de llamar, que es quien
lo alimenta, quien sabe de sus preferencias.

Todos oyen al perro, pero es Bodart el que comenta:

—Es un animal grande.

—Nunca se sabe —opina Grace. Descansa su peso en el baúl del Chevrolet.

El auto está junto a una plazoleta con el capot abierto. Del motor sale una
columna de humo que se eleva y enseguida se pierde.

No llueve. Un frío repentino envuelve los cuerpos, que tienden a


comprimirse, a reducir la superficie expuesta al rigor del clima. Los brazos,
morados, se entrelazan o buscan guarida entre las mangas; las piernas, trémulas, se
plantean como pura estructura ósea.

Tanto la mujer como los dos hombres saben que el motor del Chevrolet es
una caldera. Saben que la única alternativa es esperar a que se enfríe.

Eamon fue el que tomó la responsabilidad ante la primera evidencia del


desperfecto. Detuvo el auto, dijo cuatro palabras que fueron su diagnóstico y
partió, botella en mano, en busca de un pico de agua.

—El radiador evapora... Aunque se le pongan diez litros de agua por hora
los chupa como una esponja.

Después, volcó el líquido en la boca del caño. Terminó la tarea, se irguió y


contempló el motor con el ceño fruncido.

—Diez minutos y seguimos.

Todos se abocan a aplacar la espera.

Grace

De una cartera que cuelga en bandolera saca un cepillo de carey y se peina.


Cada tanto se detiene y quita las largas hebras que quedaron entre las cerdas. Sus
movimientos son tan impunes que se dirían eternos.

En la frente le aparecen arrugas que se hacen más hondas cuando el cepillo


discute con algún mechón enredado. Pero el dolor no detiene el ímpetu de su
brazo sino que, por el contrario, parece enfatizarlo.

Grace no abandona la tarea hasta que el cepillo baja con libertad hacia los
hombros.

Con el pelo tan lacio que no parece real, se aleja de los hombres. Tararea una
melodía que acaba de inventar.

Ahora se detiene y bosteza.

Piensa que le gustaría saber más sobre la casa que va a comprar en Allison
Bell. Aunque no se le plantea ninguna duda específica, siente que tiene tantas que
ni siquiera cuenta con la precisión para nombrarlas.

Siete días atrás, Eamon le había dicho: El fondo parece un bosque; hay una
fuente de piedra con un salmón enorme atravesado por un tridente; los ambientes son
frescos como bodegas, guardan la temperatura justa. Ronald, mi amigo alemán y compañero
de ensayos, es un tipo muy particular. Se vuelve a Europa para participar de un
documental que se va a rodar en la ex Checoslovaquia sobre la guerra y quiere que la
operación se haga lo más rápido posible. Confía en mí y está contento de que yo le haya
encontrado un comprador: no va a tener que lidiar con inmobiliarias. «De los vencimientos
y de los papeles que se encarguen los burócratas», le gusta decir. Cuanto más rápido se haga
todo, mejor.

Inesperadamente, Grace se abruma. Se muerde el labio inferior. Poco a poco,


la idea de que toda la gestión de la jornada ha sido en vano le invade el entrecejo.
Es una estupidez, esto no me puede estar pasando a mí.

Ahora, gira la cabeza y mira fijo a su ex marido. Está convencida de que la


presencia de Bodart es la más clara evidencia de su debilidad. No tendría que haberlo
permitido, reflexiona.

Por sobre todas las almas, el cielo de la tarde permanece cerrado. La


tormenta, que es un aroma dulzón, no parece propensa a las interrupciones largas.
Se reserva para ella lo inevitable y lo repentino.
Grace suspira y roza con la suela del zapato una mata de pasto. Al rato,
cierra los ojos, se acuclilla y hunde las manos en un charco. Soy la única responsable,
piensa.

Intenta relajarse. Busca en vano el reflejo de su cara en el agua turbia. Sabe


que en su piel se escribe la ruta de la desgracia. No llora. Busca un árbol y descarga
tres golpes en la corteza. Los nudillos le quedan húmedos y enrojecidos.

Bodart

Está perdido en las volutas de un cigarrillo que acaba de encender. El humo


rodea el hemisferio derecho de su cabeza. Parte de lo que ve es la niebla efímera
que él mismo genera. También ve una pared compacta de ligustro bien cuidado a
la que se acerca.

Toma aire por la nariz. Sabe que el río está próximo. Esta certeza se basa
más en el gusto que en el olfato: el río se le pega en el paladar.

Ahora se lleva el cigarrillo a los labios. La brasa alcanza un pico de


esplendor. Es la vanguardia de Bodart. El tabaco arde y se vuelve volátil. Queda
solo la ceniza, que caerá ante el primer temblor.

Bodart avanza. Parece sereno dentro de su traje azul. Los ojos guardan la
forma amable del buen humor.

Se para ante la pared de ligustro y nota que el aire se vuelve más hondo,
como si la noche fuera una mancha y pudiera anticiparse en medio del día. Esto
genera en su mente un pensamiento del que no guardará registro: El oxígeno me
refresca el cuerpo, se dice, y enseguida olvida.

Hace frío. El hombre lo siente. Cruza los brazos. El fajo de billetes que tiene
en el bolsillo lo incomoda. Es ese tipo de dinero humedecido por la obsesión.
Bodart lo fue juntando a través de los meses con la única idea de darle un empujón
a Grace. Cuenta con la grosera persuasión de que la plata es capaz.

Contaba el dinero siempre en la cama, por las noches. Desplegaba los


billetes sobre una colcha estampada. Hacía paquetes de a diez y los ponía uno
sobre otro. Apretados por el rigor propio de la moneda. Efímeros y ajenos.

Ya es tarde, se escucha decir Bodart, y desconoce su voz.


Se agacha y descubre una jeringa al pie del ligustro. La observa y le llaman
la atención dos detalles: una mancha de sangre en la base del émbolo y cierto
residuo salitroso en su interior.

Con el primer vistazo, siente unos deseos inexplicables de levantarla.


Incluso extiende la mano. Cuando está a escasos cinco centímetros se detiene: una
reflexión lo disuade.

Se queda con las piernas flexionadas y los brazos a los costados del cuerpo.
Con la mirada congelada en el vacío, se pierde en un recuerdo.

Poco después se para, se compone el traje azul y observa la forma aplicada


en que deambulan tres gallinas. La imagen se encima con el recuerdo y lo devuelve
otra vez a la latencia de la memoria. Dos gallinas son rojas y la otra es blanca con
dos manchas oscuras sobre las plumas del rabo. Son jóvenes. Llevan el cuello
erguido y andan de aquí para allá. Buscan alimento en el suelo. Cada tanto,
encuentran algo que les llama la atención. Incursionan con el pico. Dan dos o tres
embestidas y siguen. Nada, ni el sabor del maíz, las detiene más de unos segundos.

Bodart las mira. Nota la forma limpia de las patas, el pequeño espolón. Da
un paso hacia ellas y se queda inmóvil.

Las gallinas no parecen alarmadas por la cercanía del hombre. Siguen


enredadas en su tarea. Sus movimientos no tienen fin.

Ahora cloquean con mayor frecuencia, quizás sea un signo de incomodidad;


sin embargo, Bodart no lo advierte. Una brisa fresca le mueve las botamangas.

Bodart, confortado, respira el aire suburbano. Así debe ser, murmura. Y


repite: Así debe ser.

Cuando una de las gallinas rojas está casi encima de su zapato, el hombre se
agacha. El movimiento es repentino. Sus manos, dos tenazas, llevan la delantera.
Quiere atrapar a la gallina por el cuello. Falla. El animal se evade sin dificultad.
Corre un par de metros en dirección al río. Se detiene y mide a su agresor. En sus
ojos helados sobrevive el rencor.

Bodart, ahora, está apoyado en un roble. Se quita el barro de los zapatos con
un par de hojas de diario. Ya olvidó el incidente con la gallina. Mientras trabaja,
suspira. Y cada suspiro es un lamento.
Eamon

Es el único que permanece en el auto. Está sentado en la butaca que en el


trayecto fue de Grace. Tiene una brizna de pasto entre los labios. Sobre sus piernas
hay un plano extendido de la ciudad. Es un complejo tramado de nombres y líneas.
Se distingue la mancha verde del Parque Independencia y la fidelidad de los
baldíos que circundan las autopistas.

Eamon trabaja sobre él con un lápiz. Traza un recorrido que se inicia en el


centro, a tres cuadras del Congreso, se pega al río y después se mete en una zona
boscosa cerca de La Plata. Su mirada insiste sobre el papel como si cada nombre
encerrara una clave.

Fuma. Eamon fuma un cigarrillo largo. Con el pulgar y el índice se refriega


los ojos. Frente a él, oblicua, se para la chapa azul del capot. No se distrae más que
unos pocos minutos. Enseguida vuelve a dibujar la ruta sobre el plano.

Está muy seguro de lo que hace. Empuña el lápiz con fuerza, como si
tuviera que grabar los signos a presión. Su cara acompaña cada trazo.

Todavía no son las dos de la tarde, no hay buena luz: son las nubes que
cierran el día y el aire parece anticipar el lila del crepúsculo. Debajo de los árboles
es poco menos que la noche. Volcado sobre el plano de la ciudad, Eamon ni
siquiera lo nota.

La línea nace en Hipólito Yrigoyen y Cevallos y continúa hacia arriba. La


primera marca está en la esquina de Plaza Garay; es una tachadura, un rectángulo
mal hecho. A su lado hay una flecha que lleva hacia una anotación. La letra es
redonda y diminuta. Dice: «El bar se llama Rondeau y siempre se habla bajo, como
en los velorios. Hay ventiladores de techo. Las mesas son de mármol. Es tierra de
confesiones».

Después la ruta trepa hacia los suburbios. La mano sigue firme pero se aleja
de la higiene geométrica. Hay otra marca por Avellaneda. Es un círculo que
incluye una manzana completa a cinco cuadras del Fiorito. Al lado se lee: «Ronald
tiene razón, las mulas de Napoleón no serían capaces de ganar una batalla. Estoy
condenado a repetir errores. Me doy con el martillo dos veces en el mismo dedo.
La experiencia, en mi vida, no cuenta, tal como dice el imbécil de Bodart».

La ruta se abre a la izquierda y se hace paralela al río. Hay algo escrito entre
la costa y el agua: «El rancho de Carranza, justo detrás del cuartel. Tengo que tener
cuidado con lo que pido. De tanto llevarme el dedo a la boca voy a terminar
babeando».

Más arriba, una mancha y otra cita. «Camino del Sur. La lluvia no para
nunca. Tiene los ojos como dos almendras y una forma única de presumir. Tiene
talento. O miente bien. La semana pasada me dijo que Bohuslav Matousek nació en
la calle de la costa, en una casilla amarilla frente a los depósitos».

Sigue el trazo. La ausencia de calles anuncia el descampado. En el medio del


desierto, sobrevive la arteria blanca de la autopista. Ahora la letra cambia de
tamaño, se deforma.

Eamon escribe: «Se ven dos tremendos silos; a tres kilómetros hay una
chacra llena de perros medio enfermos. Enseguida, un bosquecito de tilos muy
tupido. De aquí, es la segunda entrada a la derecha. Camino de tierra. Se escucha el
“Adagio” del Concierto de violín de Brahms: es el viento que mueve las hojas.
Estamos en casa. A la vuelta, hay un panadero que hace milagros. Sobre la ruta
está el almacén». Ahora piensa en Ronald. Ya debe estar impaciente, se dice.

Ronald Hampton

Desde las diez de la mañana, yace muerto en un departamento sin vecinos


ni curiosos. Perdió el último de sus siete anillos, la pieza con dos hebras de plata
que se trenzan y de las que surge una flor de cinco pétalos.

Ya no tendrá que soportar un nuevo dolor. La muerte entró en él, decidida,


y las voces de sus verdugos hace horas que no lo aturden. Cierta luminosa
serenidad justifica su cadáver.

Ronald ya no volverá a su vieja casona de Allison Bell, con su fondo igual a


un bosque. Tampoco volverá a sentarse por las tardes a escuchar el agua de la
fuente de piedra. Ahora, un grumo de sangre es marco de su cabeza.

Mejía

Anda unos pasos y se detiene: es el rito de cada guardia. Va y viene por una
calle desierta. Las horas cargadas de aridez se suceden, pero lo cierto es que
Allison Bell no implica un peligro para su vida, él bien lo sabe.

Con el afónico ladrido en la distancia, el viento en las ramas y una llovizna


súbita en la cara, Mejía continúa con su ronda.
Ha pasado media hora desde que el Chevrolet se detuvo. El motor ya no
despide calor. Eamon deja de recorrer el plano de la ciudad y apoya la espalda en
el asiento. Nota que el auto ha recuperado su temperatura habitual.

Un trueno anuncia el fin de la tregua. El agua está a punto de caer. La


tormenta ya entregó todo el silencio del que disponía.

Es hora de seguir.
Epílogo
Cinco minutos más en el Chevrolet y se detienen. Bajan del auto con
movimientos rápidos, apresurados. Con los pies en tierra, todos se sienten seguros
de sí mismos. En sus caras bailan sonrisas. Están satisfechos.

—¡Tu casa! —Eamon señala con la palma abierta la vieja construcción.

—Parece un lugar encantado —dice Grace.

Empieza a lloviznar. El olor a pasto parece todavía más fuerte. Un


relámpago da al paisaje, por un momento, el color del día.

Sugiere Eamon:

—El río está a cinco cuadras. Podés crearte el hábito de ir caminando todas
las mañanas.

Grace dice que sí en silencio.

Bodart avanza. Abre la puerta de la reja, atraviesa un jardín mal cuidado. Se


queda frente a la puerta principal, debajo del alero sostenido por parantes de
hierro. Por un momento, piensa en su empleo y lo recorre una urgencia que parece
electricidad. Soy un circuito perfecto, dice sin que nadie lo escuche. Se levanta las
solapas del saco.

Se lo ve incómodo con su altura. Hunde la cabeza entre los hombros, se


agacha.

—Vamos —grita.

Los otros obedecen.

Los tres están frente a la puerta. Muy juntos, brazo contra brazo. El viento
fresco les tiñe las mejillas. La mujer se queja:

—Estoy helada.

Los hombres ni siquiera la miran.

La lluvia gana intensidad. Produce un ruido sordo al caer sobre el techo de


un nicho de gas. Eamon golpea la puerta; sin embargo, nadie acude.

Insiste, nervioso. Su puño choca una y otra vez contra la madera.

—Ronald, estamos bajo la lluvia... abrí de una vez...

De vuelta los golpes. Pasa el tiempo. La puerta no se abre.

—Es evidente que la casa está vacía —dice Bodart.

—Ronald... ¡abrí, Ronald!

—No hay nadie. El tal Ronald canceló la cita y no avisó a nadie... Hombres
de palabra, como yo los llamo, hay cada vez menos —dice Bodart.

—Estamos bajo la lluvia... ¡Abrí de una buena vez! —grita Eamon.

Vuelve Bodart:

—No abre porque no está.

—¿Por qué no te callás la boca de una buena vez? —lo corta Eamon.

La tormenta ahora se ha vuelto torrencial. Todo lo invade y lo atraviesa.


Está a punto de llegar a su propio límite y nada parece indicar que se detenga.
Gana una densidad que contagia los ánimos de los tres que, parados bajo el alero,
parecen náufragos.

Grace, Eamon y Bodart le dan la espalda a la puerta y miran, sin sorpresa, el


progreso de la inundación. Están convencidos de que la casa está vacía. Dejan de
insistir. Ya no hay golpes ni gritos. Desconcertados, se dedican a esperar.

Eamon se pregunta qué puede haber pasado con Ronald. Grace atiende a
sus palabras.

—Quizás la lluvia le ha impedido salir del lugar en el que se ampara. Es


probable que esté asomado a la ventana, con la vista fija en la boca del subte. O
está pegado a la ventanilla del colectivo, con el estuche del laúd entre las piernas,
desesperado por la tardanza. O quizá esté dormido en una cama nueva.

Llegado este momento, Bodart interrumpe. Chasquea la lengua y hace un


sonido igual al del papel cuando se quema. Después dice:

—¡Carajo…! ¡Esto es un despropósito!

Entonces, Eamon toma aire y mira el foco de luz que tiene encima de la
cabeza.

—Despropósito o no, estamos acá.

—No por mi voluntad —replica Bodart.

—Nosotros no te arrastramos. Viniste porque quisiste.

—Vine porque no tenía otra.

—Manera estúpida de evadir responsabilidades.

—Basta. No otra vez, por favor —interviene Grace.

—Sos tan imbécil que ni siquiera tus amigos te esperan. ¿O no te das


cuenta? El tal Ronald se debe estar cagando de risa mientras nosotros nos mojamos
como unos pelotudos por tu culpa.

—Por lo menos tengo amigos, no como vos, hijo de puta, que no se te acerca
ni tu madre —dice Eamon. Sus palabras se encadenan, se enredan, quieren ser el
golpe que todavía no dio.

Eamon y Bodart hablan como si quisieran matarse. Se entregan a una furia


que no tiene retorno. La pelea se inicia con un empujón en el pecho.

—Te mato, hijo de mil putas.

—¿A quién vas a matar?

El frenesí los vuelve dos agujas, dos cables que se repelen. Un ansia como
un torbellino los traga una vez más. Están perdidos. Solo ven el cuerpo enemigo
que los enferma.

Están bajo la lluvia. Forcejean. Eamon abre las piernas para tener mejor
estabilidad. Tiene agarrado a Bodart por la cabeza y le golpea la cara con el canto
de la mano.
—Hijo de puta, te voy a destrozar.

Bodart no se defiende. Intenta zafarse. De su boca escapa un chillido que se


parece al llanto. Ahora, Eamon se desplaza y arrastra a su contrincante con él. La
idea es usar el extremo agudo de la reja para lastimarlo. Grace, que parece adivinar
su intención, intercede. Ruega, suplica.

—No, por Dios, lo vas a matar.

—Le voy a dar lo que se merece —dice Eamon.

Los tres están en danza. Confundidos y con las ropas pesadas de agua. Con
las caras torcidas por las muecas del esfuerzo.

El metal de la reja de entrada a la casa imita a una lanza, y desgarra como


tal. En poco tiempo, Bodart está cubierto de sangre. La herida es un siete en la cara.
No hace falta nada más, todo da vueltas a la velocidad del dolor. Es el momento en
el que sobreviene la locura.

Los hombres tienen el ímpetu abocado al caos. La carne se cubre de


moretones y cortes. Tiran golpes a ciegas y disponen de sus fuerzas para voltear a
su oponente. Sin embargo, la que cae es Grace, que queda sentada sobre el pasto.
No busca levantarse, sino que se abraza las rodillas. Se quiebra como una rama.

Bodart pierde una de las mangas del saco. Mira extrañado el fragmento de
camisa que ahora está expuesto. Eamon respeta la pausa y aprovecha para
reponerse. Respira por la boca, tose, escupe.

La sangre que está sobre el cuerpo de ambos parece un vino negro.

En unos pocos instantes, vuelven a la carga. Tal vez cuentan con menos
energía que cuando empezaron, pero los golpes, ahora, son más precisos. Los
nudillos se hunden en la garganta; las rodillas buscan el choque con los genitales.
En el barro se van sembrando los pedazos. Mezclada con el pasto queda la bolsa de
plástico con la plata. Nadie repara en ella.

Las figuras de los que pelean están tan estragadas que les cuesta reconocerse
en la mirada del otro. A esta altura, deja de existir el odio. Los mueve una oscura
voluntad que los entrega a la muerte. La violencia redime, en alguna medida, todo
lo cotidiano que se entiende con sus manos.
Por momentos, Bodart y Eamon desesperan: temen que sea eterna la tarea
de matarse. Pero una nueva voluntad los obliga a levantar el puño. La terca vigilia
del contrincante es una pesadilla. Ahora cae, ahora cae, se repiten a sí mismos.

En ese preciso momento, Mejía corre con la idea de encontrar refugio frente
a la exageración de la lluvia. Se detiene junto al tronco de un roble, se quita la
gorra, repasa con la mano el pelo mojado y reinicia la carrera. Llega a una vieja
estación de servicio en la que hay dos surtidores con las mangueras cruzadas y una
oficina con la vidriera cubierta con latas de lubricantes. Un viejo harapiento, con
un cigarrillo a medio fumar entre los labios, está apoyado en el marco de la puerta.

El viejo parece estar esperándolo porque en cuanto lo ve agita la mano para


llamar su atención. Algo lo urge. Mejía responde con un brazo en el aire.

El viejo insiste. Señala en dirección a un bosquecito de eucaliptus.

—Allá, mire, mire: se están matando... Se están matando —dice el viejo.

Mejía, todavía en velocidad, gira apenas la cabeza y se convierte en testigo


de la pelea. Su carrera, entonces, cambia de dirección, ahora va directo hacia el
lugar del conflicto. A la tercera zancada, suelta la gorra y grita a todo pulmón:

—¡Alto... alto ahí, carajo!

Los hombres, aturdidos y casi sin aliento, no le prestan atención.

Mejía, que todavía conserva desabrochada la cartera del arma, apoya el


canto de su mano en la culata.

En su corrida, pisa una irregularidad del terreno y está a punto de caer. Con
un movimiento atinado de sus brazos logra incorporarse. Sigue adelante. Antes de
volver a gritar, saca el arma. Dispara dos veces al aire en señal de aviso:

—Paren, carajo… Paren o los mato, mierda.

Sabe que no habla por hablar: un asesino respalda sus palabras. Ahora, el
odio, que es lo único que dura, lo inflama.

El estruendo de los balazos le hace apretar los dientes. La sangre parece


hervirle en las venas.
Eamon es el primero en notar la presencia de Mejía. Levanta un momento
las cejas y parece disculparse, pero al segundo siguiente, otra vez, lo convoca el
castigo.

Mejía está casi frente a la reja. Se detiene y duda. Después, larga el aire y
vuelve a tirar. Se dice que quiere asustarlos, pero él mismo no termina de creerlo.
Agazapado, hace fuego dos veces. Sostiene el arma con las dos manos. Su pulso,
sin embargo, es vacilante. No puede dejar de temblar.

La primera bala desconoce a los hombres, roza un escalón de mármol y se


hunde en la pared, apenas por encima de la puerta. La segunda, en cambio, es la
precisa. Alcanza a Eamon por debajo del omóplato, atraviesa el pulmón y queda
alojada detrás de una costilla.

Eamon aleja a Bodart de un empujón. Tuerce la boca. Hace un vano intento


por llegar con la mano al orificio que tiene en la espalda. Se derrumba y su cara
queda medio hundida en un charco. De su boca salen tres burbujas de sangre que
flotan en el barro. Le tiemblan las piernas. Está a punto de morir.

Bodart, con menos miedo que asombro, toma a Grace del antebrazo y la
obliga a seguirlo. Saltan la reja y se internan en el follaje. En su corrida, escuchan la
voz de Mejía, reforzada por el ansia: ahora más que nunca quiere matar. Exige
obediencia, está cebado como un animal.

Bodart y Grace sienten el golpe lejano de las balas y entienden que tienen
una oportunidad. Huyen.

Ella parece haber despertado de un mal sueño. Sabe que su vida está un par
de metros por delante de sus piernas. Ya no hace falta que nadie la arrastre. Corre
mordida por la más genuina desesperación. Él no le suelta el antebrazo.

Ambos tropiezan y caen. Sin pausa, se paran y continúan huyendo. Tienen


las rodillas lastimadas, las ropas hechas jirones, pero saben que deben seguir.

La tormenta, ahora, es parte de ellos, de modo tal que la olvidan. Son puro
presente. Sus vidas dependen de su aliento.

Escuchan los gritos de Mejía y sus botas pesadas; botas que abren, justo
detrás de sus talones, una brecha entre las ramas.

Bodart y Grace saben que los acecha un hombre cegado por una furia más
antigua que su propia vida. Entonces, corren sin parar con las sienes cruzadas por
la locura. Corren con toda la energía que el terror les da, sin tiempo para el
cansancio o el descuido. Corren. Se pierden entre la tormenta y la confusión de la
espesura.
Consiglio, Jorge

(Buenos Aires, 1962) es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos


Aires, donde se desempeñó como profesor de Semiología. Ha escrito artículos,
poemas y cuentos cortos para diversos suplementos culturales. Publicó tres
novelas: El bien (2003), Gramática de la sombra (2007), y Pequeñas intenciones (2011);
los volúmenes de relatos: Marrakech (1999) y El otro lado (2009), y cuatro libros de
poesía, Indicio de lo otro (1986), Las frutas y los días (1992), La velocidad de la tierra
(2004) e Intemperie (2006). Por su novela Pequeñas intenciones (2011), estuvo entre los
ganadores del Premio Nacional de Novela 2013.

You might also like