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Consiglio Jorge - El Bien
Consiglio Jorge - El Bien
EL BIEN
Ganadora del Premio Opera Prima Nuevos Narradores 2001 en España, El
bien es una de las grandes novelas argentinas de los últimos años. Y como todos los
textos singulares, es capaz de evocar una época y al mismo tiempo superar sus
límites. Escrita y ambientada a comienzos del siglo XXI, publicada por primera vez
en 2003, la trama reúne a cinco personajes: Bodart y Grace, un matrimonio casi en
vías de extinción; Eamon, primo Grace, satélite de ambos y, al cabo, catalizador de
una desgracia; Ronald, alemán expatriado en Argentina y, en rigor, expatriado de
sí mismo; Mejía, un policía que vigila siempre las mismas manzanas y que, en esa
repetición, va acumulando tedio y un impalpable rencor. Los cinco viven
atrapados en una miseria que apenas disimula el vacío que los va cercando.
Cuando ese velo caiga, y caerá, la violencia se volverá una opción natural. El marco
es una Buenos Aires hostil o, en el mejor de los casos, indiferente y ajena.
Entre los oficios de Hampton, está la fotografía. Fotos con escenas pesadas
en el límite de una luminosidad perversa donde no hay que detenerse en la imagen
que se ve sino en la sombra que la vela. Imágenes efectivas como la de un hombre
que en un umbral helado, agoniza con las venas cargadas de heroína. Hampton
hace con ellas un álbum y las escenas adquieren movimiento.
Faltan tres personajes. Dos, son como si fueran uno. Un matrimonio que se
ha divorciado y que está acompañado por Eamon, un primo de la mujer que se
llama Grace. El apellido del marido es Bodart.
Para ello, el narrador elije el recurso narrativo del viaje. Grace, Bodart y
Eamon viajan en auto a un lugar de la provincia de Buenos Aires. Mejía y
Hampton son satélites que merodean alrededor de este viaje.
Luis Gusmán
A Mónica.
A la memoria de mi madre.
Bajo este puente pasan y pasan los trenes.
Antonio Di Benedetto
1
Amaneció fresco. El cielo estaba cubierto de nubes. Mantenía casi inalterado
un color acero que iría pesando cada vez más sobre los ánimos a medida que
pasaran las horas.
En ese día de luz pobre, arrancado del sueño por el sonido agudo del reloj,
Mejía comenzaba a entenderse con la realidad en una casa de bajos de la calle
Carlos Calvo.
Abrió los ojos al primer pitido, como si todo fuera un artificio armado para
verificar su reacción. Tapado hasta la mitad de la oreja con una colcha, se quedó
unos instantes con la mirada vacía.
Lo primero que vio fue una foto en blanco y negro que estaba sobre la mesa
de luz. Era un grupo familiar posando en un patio lleno de macetas con helechos y
plantas de hojas largas.
Había en la imagen dos mujeres maduras dando los primeros pasos hacia la
obesidad; un hombre engominado, de bigote, vestido con el uniforme del ejército,
y dos chicos, uno recorrido por la mano sinuosa de la adolescencia y el otro, más
alto, peinado con agua y con los ojos nublados. Este último era Mejía a los diez o
doce años.
La puerta dejaba entrar claridad por debajo de una de sus hojas; esto lo
ayudó a pararse y lo dispuso bien de ánimo.
Era una de las dos mujeres que aparecían en la foto de la mesa de luz. Se
llamaba Celia. Era la madre de Mejía. En los últimos veinte años, la mujer había
ido engordando a punto tal que su salud se veía afectada. Los médicos la sometían
a regímenes que ella prometía cumplir pero que transgredía en sesiones secretas
que dejaban sus huellas en fundas de almohadas o en las sábanas.
El agua de la pava estaba por la mitad y un poco fría cuando Mejía se sentó
al lado de su madre. Era uno de esos días en que las obligaciones lo reclamaban
desde temprano.
Mejía, con la boca cargada con galleta marinera y manteca, tenía ojos
solamente para un artículo del suplemento deportivo. Sabía que no le sobraba el
tiempo; sin embargo, se tomó casi quince minutos más de los que debía. Así fue
que cuando terminó de leer tuvo que irse de su casa poco menos que corriendo.
Salió al patio y se puso al hombro un bolso que había dejado entre dos
macetas. Le dio un beso al pelo de su madre. Dijo:
Ronald Hampton había nacido sobre las percudidas sábanas del Hotel Ritz,
en los suburbios de Köln, Alemania, una destemplada madrugada de septiembre.
Por las noches, Ronald dedicaba los últimos momentos de vigilia a la tarea
infinita de identificar estrellas. Este acto grabó en su identidad, como una
necesidad impostergable, un hambre descomunal por lo inaudito.
Ronald era un joven retraído, tenía una sonrisa breve que apenas le
modificaba la posición de los labios. Le gustaba andar solo y rara vez presentaba a
alguien como su amigo.
Cuando Thomas Wrath murió, Ronald ya vivía desde hacía tres años en
Munich. Trabajaba por las noches en el hotel de un australiano que alojaba a
inmigrantes venidos del este de Europa.
Fue en agosto. Ronald sabía que el hombre que lo había criado estaba
internado desde hacía más de una semana; sin embargo, ni siquiera había
imaginado la posibilidad de su muerte. Le avisaron a las cinco y cuarenta cinco de
la mañana, faltaban apenas quince minutos para que terminara su turno. Cuando
colgó el auricular, caminó los doce pasos que separaban su mostrador del ventanal
que daba a la calle desierta y con el llanto desconsolado inauguró la dislexia que lo
iba a acompañar más de tres años.
Ronald medía casi dos metros, era atlético —tenía piernas largas, torso
amplio casi sin vello y en su abdomen plano se destacaban, al primer vistazo, las
guías paralelas de los músculos— y llevaba el pelo —rubio, lacio— unos veinte
centímetros por debajo de los hombros. Le gustaba vivir tranquilo y sin
sobresaltos. Fue por esta causa que continuó trabajando en el hotel incluso bastante
después de haberse graduado.
Cada cuatro días, metódico, riguroso, se cortaba las uñas con un alicate
plateado, para que sus dedos largos fueran certeros a la hora de buscar sonido.
Contaba con un oído agudo y lo sabía. Sin embargo, con esta virtud no sostenía
vanidad sino que edificaba placer.
A veces, dejaban que el tiempo transcurriera sin que ninguno de los dos
dijera nada. En otras ocasiones, Ronald, con las piernas cruzadas y las aletas de la
nariz levemente erguidas, hablaba sobre su personal interpretación de la historia o
elogiaba a los polacos por su firmeza durante la guerra. De vez en cuando, se
entusiasmaba contando batallas.
Reiner dejó las fotos sobre la mesa y giró la cabeza. Se dejó ir por el inmenso
ventanal.
Faltaban diez minutos para las cinco. La luz rescataba apenas el perfil de los
edificios. La ciudad parecía querer guardar su espacio en el pecho de los hombres.
Reiner detuvo su atención en la torre del Alter Hof, que se recortaba en el cielo.
Luego, volvió al café. Miró con desdén el desorden de la mesa y enseguida a
Ronald. Se aclaró la voz con una tos breve. Le preguntó cuándo había sacado
aquellas fotos.
Ronald citó a Mauriac: Las llagas existen recién cuando sangran. Se consideraba
con derecho a todo porque su deber era hacer aún más evidente lo evidente.
Después quiso saber, al fin de cuentas, cuál era la opinión de su amigo acerca de
las fotos. Reiner señaló algo en el medio de la ciudad. Habló sobre el bronce de las
grandes campanas de la Frauenkirche. Después le dijo que lo que acababa de ver le
parecía de mal gusto. Un despropósito. Una verdadera mierda.
Hacía más de siete años que Julio Bodart vivía en el décimo piso de la calle
Tagle. En su memoria todavía guardaba registro del día en que había escriturado.
La emoción le destacaba los ojos, que de por sí eran apagados y hundidos en sus
cuencas; sin embargo, ni siquiera sospechaba la importancia que tendría aquel
departamento para su vida. No sabía del amparo que aquellas cuatro paredes
podrían proporcionar a su ánimo. No sabía de la luz del verano entrando por la
ventana del comedor, de la serenidad de las tardes de domingo y, sobre todo, de la
mezquina seguridad que con los años aquel lugar le haría crecer en el pecho y que
lo llevaría a la evasión de toda compañía, incluso la de su propia mujer.
Bodart carraspeó dos veces, después habló con una voz que le pareció
desconocida.
—No des más vueltas, Julio: el dueño de la casa nos está esperando —le dijo
Grace, que tenía la cara congestionada.
Grace era delgada, casi no tenía busto. Usaba el pelo por los hombros teñido
de un color que le robaba la poca luz de los ojos. Su voz era áspera, sin consuelo.
Manejaba su cuerpo con desinterés, no le preocupaba ni la posición de sus
hombros ni la curva de su espalda; pero dedicaba un tiempo enorme al cuidado de
su cara. Trabajaba con esmero sobre sus labios y sobre la piel porosa que le cubría
la nariz. Verla demorada, a centímetros del espejo, con la lengua sobresaliendo
apenas de la boca, con el delineador en la punta de los dedos, había llevado a
Bodart a pensar en la paciencia de los relojeros.
Grace fue alguien fortuito que Bodart conoció saliendo de la estación del
subte. Ella, por su parte, había visto a un hombre que le había resultado atractivo
parado en la esquina de Callao y Corrientes fumando con la actitud de quien
espera. Envuelta en un blazer negro, aquella noche ella le había hecho una
pregunta —no cualquiera, sino la más certera— a ese desconocido de barba a
medio crecer que parecía alejarse con el tránsito que lo rodeaba. Grace llevaba la
franqueza hasta las últimas consecuencias, a punto tal que entre sus dientes la
verdad tenía la vehemencia de las armas. Bodart, aquella primera noche, solo tuvo
la ocasión de retener su nombre, que le pareció un invento aceptable para la
circunstancia, y el sabor ácido de su saliva.
Eamon no esperó a que Bodart terminara de cerrar la puerta del auto para
arrancar. Hizo dos cuadras por Tagle y dobló en la avenida hacia la derecha.
Habían empezado a comer cerca de las diez. En la mesa había vino blanco y
tinto, más tarde descorcharon champagne. Bodart, mediando la cena, le había
acariciado la mejilla a Grace con el canto de la mano. Ella había sonreído. Se
pusieron a hablar de un lugar perdido en las sierras de Córdoba. Todos
encendieron cigarrillos. Los comentarios se hicieron salteados y poco
comprometidos.
No somos nosotros, al final de cuenta, sino el azar, el que dispone, dijo una de las
mujeres con la mirada reflexiva y una copa medio vacía. Grace asintió. No quería
concitar la atención de nadie.
El aire se había ido haciendo más espeso. A las once y cuarto, cuando la
digestión había empezado a imponer su ritmo y la entrega de los cuerpos suprimía
los matices, Grace le preguntó a Salvador Boianover, uno de los invitados, acerca
de Murube. La primera respuesta fue un gesto de ignorancia; después, dijo que
hacía rato que no veía a Murube y que, desde que este último se había separado de
su mujer, había dejado de ser aquel hombre que se pasaba horas enteras
escuchando cantar a Judith Raskin.
En este punto, Salvador Boianover hizo una pausa. Extrajo un inhalador del
bolsillo y disparó hacia el fondo de su garganta. Con las pupilas dilatadas y la voz
levemente más clara continuó.
Aquella había sido la última vez que había visto a Murube y, sinceramente,
esperaba que la vida le deparara la fortuna de no volver a verlo.
Se hizo un silencio que todos aprovecharon para vaciar las copas. Alguien
abrió una ventana. Una brisa fresca trajo a la mesa el olor de la noche. Pocos eran
los que querían seguir con aquel tema; pero nadie encontraba un modo sutil para
escapar.
Hoy, casi siete años más tarde, Bodart, viajando en el asiendo trasero del
Chevrolet, recordaba aquellos hechos. Hoy, prófugo detrás de sus anteojos negros,
evaluaba culposo el peso de su inconstancia.
Una garúa intensa cubría la ciudad. Los edificios, las baldosas de granito y
el asfalto se habían cargado con una pátina de abandono. Los árboles, mudos y
oscurecidos, sostenían la simetría de cada cuadra.
Con la lluvia fina que caía, el paisaje, a través de las ventanillas, era menos
cierto.
—Pasan y pasan los años y vos seguís idéntico. Nada te modifica —dijo
Bodart con los anteojos negros puestos de vincha.
Eamon puteó en voz baja, apretando los dientes. Lo que escucharon todos
fue un seseo, como un espasmo de tos interrumpido.
En uno de los costados, como si algún mal hábito los hubiera amontonado,
estaban los armarios. Metálicos, herrumbrados. Cada uno ofrecía un candado
diferente. El piso era de cemento alisado.
Con pocos años, muchos menos que cualquiera, Sauro había llegado a
convertirse en el jockey con mayor destreza que dio su tiempo. Había podido
prescindir de una buena monta para ganar porque su habilidad convertía al peor
de los matungos en un haz de luz, como sucedió en el Pellegrini del ‘56.
Ese muchacho había conseguido ser tan alto como los ángeles y tan querido
como los dioses. Había sido un tipo sensible que se desesperaba por los boleros.
Había pasado noche tras noche ocupando una mesa en un local de la calle
Esmeralda, con los dedos prendidos a un mantel de satén, escuchando la forma en
que el cantante de turno alargaba las vocales. Incluso él mismo había repetido, en
soledad, los temas de cadencias lentas que terminaban siempre por quebrarlo.
El día que me quieras era su canción preferida. Con solo recordar la letra se le
llenaban los ojos de lágrimas. Había sido tan frágil como su propio cuerpo y los
triunfos en las carreras no habían modificado en nada su inmensa nobleza. Sin
embargo, su vida había sido corta. Una mañana había bostezado y había podido
sentir cómo la oscuridad le crecía en el pecho. Más tarde, la radiografía de tórax
planteó un borrón definitivo en los pulmones.
Pero la pura verdad es que lo único que a Mejía le podía resultar familiar
acerca del Renguito era su apellido, Sauro, porque era el apodo con el que los
compañeros lo nombraban. Y no le agradaba. Le resultaba vulgar, casi un insulto.
En esta ocasión, frente a Valverde, Mejía optó por hacer un gesto afirmativo
con la cabeza.
Con oídos solo para su propio aliento, Valverde no interpretó el silencio que
Mejía había elegido como epílogo del encuentro. Continuó con el relato de sus
hazañas.
Valverde contó que al verla sentada, medio encorvada y con la nariz metida
en el tazón de café con leche, supo que podría hacer con ella lo que se le diera la
gana.
Sin preámbulos, le abrió las piernas y estuvo agitándose entre ellas hasta
que el cansancio lo volteó sobre la cama. Recién entonces se ocupó de destaparla,
de completar su desnudez. Ella no se resistió. Dedicó una sonrisa resignada al
estupor de su amante.
Mejía caminó unos seis pasos con la taza en la mano. Cuando se detuvo,
sorbió confiado. Su paladar, entonces, se retrajo por el café ardiendo. Estuvo a
punto de gritar.
Volker Fest repasó las fotos. Comprobó que tanto el uso que se hacía de la
luz como los cuadros y la composición eran los que él mismo hubiera elegido. Sin
embargo, no fue esto lo que más le llamó la atención, sino un hecho en apariencia
fortuito: nueve de aquellas imágenes tenían como fondo la casa amarilla a la que él
se había mudado a comienzos de aquel año. Incluso en una o se distinguía, detrás
de una ventana angosta, una cabeza inclinada sobre un presunto escritorio. No le
costó mucho reconocerse allí. No bien lo hizo, satisfecho sin saber bien por qué,
paseó su sonrisa por los cuatro ángulos de la oficina.
Volker Fest tenía voz nasal. Los años de exposición frente a los alumnos lo
habían ido consumiendo. Ahora, era un hombre flaco de manos huesudas. Esperó,
paciente, las preguntas de Ronald, y como no venían, empezó a hablar él.
Ronald sonrió y, sin saber bien qué hacer, se pasó la mano por la cara como
si quisiera confirmar las palabras que estaba escuchando.
—¿Por qué estoy sentado aquí? ¿Por qué me envió estas fotos?
—Espero que usted me lo diga. En sus clases aprendí que si hay preguntas,
es siempre usted el dueño de las respuestas.
Hacía algunos años había asistido a una clase del viejo profesor. En aquella
ocasión, Volker Fest había hablado sobre las costumbres de unos nativos de una
isla del Índico. Estos hombres vivían en un estado de casi completo primitivismo y
tenían una tradición llamativa: elegían a doce varones de su aristocracia para que
todos los días de sus vidas se despertaran antes de que el sol saliera, llenaran sus
cestas de lino trenzado con una fruta muy dulce llamada gálamo y, así abastecidos,
treparan a la cima del monte más alto de la isla. En aquel lugar, eléctricos como
chispas, tenían la responsabilidad de descolgar el amanecer a fuerza de vigilia.
La elección de los doce dioses no se hacía al azar. Cada elemento que los
rodeaba —la temperatura del agua que tomaban, el tiempo en que el fuego
cocinaba sus alimentos, el color secreto que guardaban sus ingles— los señalaba
como los únicos posibles para convocar la luz.
Volker Fest había hecho explícita su fascinación por aquella cultura. A tal
punto había llegado su obsesión que, casi sin advertirlo, fue disponiendo sus
asuntos de modo que el viaje a la remota isla resultara un hecho consecuente no
solo con sus intereses sino también con los de la Universidad. Así fue que, una vez
terminado el ciclo lectivo, se encontró ocupando una butaca en la clase Turista de
un avión.
A su vuelta, el viejo profesor narró su viaje, pero solo un detalle fue el que le
dejó a Ronald una huella profunda. Volker Fest había mostrado una foto con tres
hombres raquíticos, vestidos con taparrabos de cuero oscuro. Los tres tenían el
cuello rígido. Debajo de las cejas pobladas, sus ojos, vivos como insectos, lanzaban
una mirada dura. Se trataba de tres dioses. A ellos, el pueblo les debía nada menos
que el día.
Sosteniendo la foto entre sus dedos, Volker Fest había afirmado que
aquellos hombres eran dueños de una felicidad perfecta. Una felicidad que era
posible solo en esos ánimos.
Volk Fest negó con la cabeza: un adulto que había registrado todo ese
horror tenía que conocer los móviles que lo habían impulsado a semejante tarea.
No lo había citado en un café para escuchar elogios sino para entender la causa por
la que aquellas malditas fotografías tenían como escenario su casa ¿Podía, acaso,
Ronald dar respuesta a ese interrogante? Porque en el caso contrario, no valía la
pena continuar con la entrevista.
—Porque le voy a poner los ahorros de toda una vida en las manos, ¿te
parece poco?
—Te anticipo que no vas a conseguir ponerme de mal humor. Conozco tus
recursos y esta vez no pienso engancharme... Así que, si querés, podés seguir hasta
la madrugada con tus comentarios maliciosos, pero sabé que no vas a encontrar
réplica alguna.
Estuvo presente en un cuarto chico al que llamaban pañol. Allí los hombres
sentados en sillas desvencijadas pasaban horas tomando mate.
A veces, cuando la noche era alta, el humo del cigarrillo nublaba las
imágenes. Quitaba énfasis. Precarizaba.
Mejía escuchó las voces pero no se ocupó del sentido de las palabras. Más
tarde, se entretuvo alimentando a un gato. Era un animal robusto, de color gris,
con una mancha blanca que le atravesaba el hocico y le cubría el pecho y el vientre.
El gato tenía un ojo velado por una cicatriz. Su mirada era oblicua, lateral.
Para enfocar, giraba un poco la cabeza.
Mejía estaba agachado. Acompañaba lo que decía con una sonrisa fingida.
Era una herencia. Algo que le costaba reprimir.
Mejía se lamentó.
Durante los diez días que estuvo hundido en el Distrito Federal casi no salió
del museo. Reveló casi treinta rollos y ninguno lo conformaba. No sabía bien cómo
formular la incomodidad que le provocaban las imágenes. Fue necesario que una
mañana, Bernal, un etnógrafo prepotente que hablaba un alemán precario, le
preguntara hasta cuándo iba a seguir buscándole el ángulo adecuado a las mismas
piezas. La respuesta fue precisa y le sirvió solo a él: su interlocutor no supo
encontrarle sentido.
Al día siguiente, Ronald regresó a Munich con tres anillos de alpaca en los
dedos y el ímpetu renovado. Ahora estaba convencido de su talento y sabía que no
le iba a resultar difícil ganarse la vida con él.
En aquel segundo semestre hizo tres viajes. Fue al desierto del Mohave,
doscientos kilómetros al oeste de Marrakech. Estuvo a orillas del Caspio con un
grupo de obreros que vivían en casas edificadas con residuos plásticos. Y participó
en un equipo de seis personas que se trasladó al Amazonas para filmar las
costumbres de treinta antropófagos.
Cuando faltaba una semana para que terminara el año, Ronald cortó con su
pareja. No fueron necesarias las justificaciones. Se habló hasta la exasperación de
las ausencias y las curiosidades que genera. Que Reiner dejara de ser cotidiano no
le causó angustia ni desesperación, lo llenó de perplejidad. Ahora más que nunca
debía soportar ser testigo de sí mismo.
La tarde del veintidós de diciembre, Ronald recibió una llamada. Eran las
cuatro y había estado tirado en la cama durante todo el día. Le ofrecieron
participar en un documental sobre poblaciones carecientes en Latinoamérica.
Colombia, Brasil, Uruguay y Argentina habían sido los países seleccionados.
Ronald escuchó con urbanidad la información que se le brindaba y, luego, con voz
neutra, rechazó la propuesta.
Al rato, después de haberse tomado dos tazas de café cargado, llamó, pidió
disculpas y dijo que había reconsiderado la oferta. Estaba dispuesto a aceptar si se
aumentaba un tercio el dinero del que le habían hablado. La segunda semana de
febrero partió hacia Bogotá.
Pasaron seis meses hasta que pisó la Argentina. Fue una mañana lluviosa de
octubre. Llegó junto al equipo en un barco desde Uruguay.
Arreglaron para encontrarse esa misma noche en una esquina del centro.
Ella habló con sus inmensos ojos negros bien abiertos. Prefería extrañar su pueblo
que soportarlo. Ronald escuchó con atención. Cada tanto la interrumpía para que
repitiera más lentamente.
Anduvieron por la costanera hacia el norte con las espaldas manchadas por
la luz de mercurio. A los veinte minutos, Adela quiso sentarse y buscaron un
banco de piedra. Hablaron un rato.
Ronald cerró los ojos y aspiró profundo. Percibió un olor que le resultó
familiar, un olor que lo llenó de confianza. Quiso precisarlo. Buscó en su memoria.
Se repasó los labios con la lengua y durante unos segundos resonó en su mente la
voz estridente de Thomas Wrath.
El viento arrastró unas hojas de diario que pasaron frente a la pareja. Adela
dijo dos o tres palabras que Ronald no escuchó. Parecía estar pendiente de otros
asuntos. Al poco tiempo, decidieron irse. Algo impreciso se había quebrado. De
pronto, los dos se sintieron incómodos.
Los alemanes advirtieron que, para que las imágenes fueran contundentes,
ellos tenían que involucrarse: debían pasar de testigos a protagonistas. Al principio
fue solo un planteo teórico. No era otra cosa que el fruto de la imaginación de los
buenos profesionales. Sin embargo, poco a poco y casi sin que se dieran cuenta, la
consigna los fue ganando. La abstracción se convirtió en plan.
Pero todos los intentos que hicieron por asimilarse se frustraron frente a la
impenetrabilidad del barrio. Por momentos, el rechazo les gangrenó las sienes. Se
enfrentaron a un mundo hermético que se alejaba un paso más cada día.
Ante la mirada ajena, el barrio reaccionó cada vez peor y hubo un momento
en que sintió la necesidad de extirpar de raíz aquella molestia. A los alemanes, este
cambio de actitud terminó de desencajarlos y reveló el inestable equilibrio del
equipo. La confusión los golpeó hasta tal punto que, obedeciendo a la
desesperación más genuina, pusieron fin al trabajo de un día para otro y no se
preocuparon ni por el material que habían extraviado ni por los tiempos de
entrega.
Antes de acabar la segunda copa, Gema le mostró los anillos que hacía y le
pidió que eligiera un par. Él se negó. Ella le rogó que lo hiciera. En este punto del
relato, Ronald exhibió sus manos cargadas de plata. Dijo que aquella mujer le
había enseñado el valor de la entrega, que la amaba como jamás había amado a
nadie. Ronald mentía con naturalidad.
Además, ¿qué sentido tendría que todo aquello fuera mentira? Ronald
también se había hecho aquella pregunta. La respuesta le había llegado rápido: se
miente por una combinación de desidia y complacencia. La mentira es menos
elíptica que la verdad y, por lo general, se presta a menos equívocos.
No obstante, Ronald sabía muy bien por qué se quedaba. Ahora que conocía
Buenos Aires, jamás podría separarse de la incertidumbre a la que la ciudad lo
invitaba. Munich, en cambio, era amiga de lo previsible, empujaba a los hombres a
deambular hacia la certeza. Munich quitaba la sed porque suprimía la garganta.
Buenos Aires, en cambio, nunca terminaba de saciar el deseo y Ronald creía haber
comprendido que jamás podría separarse de ella.
12
Hubo una época en que Mejía, por su trabajo, había tenido que pasar más de
treinta horas semanales en una terraza.
Al principio caminaba. Iba de acá para allá con las manos en los bolsillos.
Miraba hacia los otros edificios. Soñaba con encontrar algo que lo distrajera, una
ventana, algún hábito. Al fin de cuentas, él, allá arriba, solo, con un arma dormida
en la cintura, era dueño del tiempo de la misma forma en que lo habían sido los
centinelas quinientos años atrás.
Mejía, en ese entonces, fumaba casi dos atados. Taco, a veces, le sacaba un
cigarrillo. Y siempre pedía permiso con la mirada. Mejía sonreía pero nunca decía
nada.
Esa mañana, Mejía encontró una revista. Se dedicó a hojearla casi todo el
tiempo que duró la guardia. Cada tanto, la dejaba abierta en el piso, subía con
prudencia los escalones de metal y echaba una mirada a la terraza vacía. A su
regreso, sacaba un puñado de galletas dulces de una bolsa y tragaba una tras otra
sin sacar los ojos de la revista.
Lo cierto es que no se ocupaba de leer las notas, solo miraba las fotos de las
mujeres. Aparecían maquilladas, enigmáticas, incandescentes. Y próximas, muy
próximas.
Mejía no hacía otra cosa que desearlas. Con su índice intentaba recuperar el
mapa de aquellos cuerpos.
Mejía recortaba con el dedo la figura de las mujeres porque era la forma que
había ideado para hacerlas suyas.
Sus abuelos habían nacido en Austria; quizás por esto le decían la Rusa.
Mejía jamás empleó ese apelativo. Él la llamaba por su nombre. Laura, le decía; y a
ella le costaba reconocerse en esa palabra que le sugería tanta precariedad.
Los días que se encontraba con Laura, Mejía se cambiaba más despacio,
como si con el detenimiento pudiera agregar elegancia a la ropa de siempre. A su
saco azul marino, a su camisa a rayas, a su pantalón gris topo.
Hubo un día en que Laura llegó al bar cuarenta minutos más tarde. Mejía se
había ido. Un mozo le detalló la espera. Dijo que su hombre había bostezado casi
todo el tiempo, que parecía embotado, que, cosa rara, había pedido una ginebra.
Laura aquella noche se acostó temprano. Dio dos o tres vueltas en la cama y
se durmió.
Mejía, en cambio, no bien salió del bar, se trepó a un colectivo que lo dejó en
Constitución. Anduvo por la estación mirando gente hasta que se cansó de
caminar. Entonces buscó algún lugar donde pudiera comer barato.
Una hora más tarde, en una esquina iluminada por los focos de una
vidriera, habló con una mujer.
Ella no lo miró. Se desvistió y dejó un llavero con tres llaves sobre una
cómoda. Mejía apoyó al lado su arma, un cargador y seis monedas.
La noche, demasiado fría para aquella época, les resultó mucho más corta de
lo que habían previsto.
14
Cuando sus compañeros del equipo de filmación regresaron a Alemania,
Ronald se mudó a una habitación de hotel en un edificio del año 27 cuya ventana
se le convirtió en vicio. Solía pasar horas mirando la multitud que deambulaba por
la plaza de enfrente. Vivía con el dinero que le habían adelantado por el
documental y volvió al laúd. Otra vez sus dedos se esforzaron para entender el
afán de músicos remotos y retomó el rito de cortarse las uñas.
A menudo, recordaba que durante una cena de año nuevo, Thomas Wrath,
el hombre que lo había criado, le había contado de su padre que, cuando llegaba a
una ciudad, antes de actuar deambulaba por las calles, se metía en las tabernas y
en los mercados. Estaba convencido de que para que su personaje pudiera
encandilar tenía que conocer al público antes de que se sentara en la platea.
Andando por las calles de Buenos Aires, Ronald jugaba con la idea de ser su
padre e imaginaba que su personaje tenía siempre presente la imagen del hijo.
Miranda había comprado esa vieja casona para deslumbrar a Yeyé, cuando
la conoció. Sin embargo, desde el primer día que atravesó la puerta de roble, notó
que aquella casa lo incomodaba. Sentía fastidio al atravesar el yuyo crecido del
jardín delantero, fastidio al intuir que las maderas lustradas guardaban un sentido
que se le escapaba, fastidio por no poder dejar de ver el piano como un país
desconocido.
Grace había sido siempre una mujer impasible; se había preocupado solo
por mantener ordenado su entorno. A los veinte años algún conocido la había
ubicado en un escritorio funcional cerca de una ventana inmensa. Vendía pasajes y
paquetes turísticos; y, aunque ella nunca lo tuvo verdaderamente claro, veía los
viajes de los demás como hipótesis. Le gustaba pasar el tiempo tramando destinos
desde la seguridad de la oficina.
Grace bostezó, se refregó los ojos y, sin ser del todo consciente, imaginó los
hechos que sucederían en las horas siguientes.
El Topo salió de Casa French, como él la llamaba, con diez kilos menos y el
hábito de frotarse las manos. Al poco tiempo, empezó a trabajar en la biblioteca del
Congreso y se alquiló un dos ambientes a un par de cuadras de la plaza.
Grace y el Topo mantuvieron una relación poco precisa. La última vez que
se vieron fue un mediodía de julio. Se juntaron en un bar a tres cuadras del
Obelisco. A Grace le pareció que él se reía más que de costumbre; después,
entendió que, en realidad, se reía distinto: abría la boca como si le incomodara la
lengua.
El Topo, en cambio, estuvo locuaz. Le pidió a ella que esa noche fuera a su
casa porque le quería presentar a alguien. Se trataba de una mujer singular que, la
segunda vez que lo había visto, le había regalado una bolsa de gamuza con siete
pirámides de jade dentro. Se llamaba Liza. Tenía las mejillas curtidas porque vivía
en una isla del Tigre.
Mejía se detuvo. Se pasó la mano por la nuca, llenó de aire los pulmones y
habló sobre alguna trivialidad. Mientras contaba, movía los hombros: era su forma
de dar énfasis al relato.
Vargo miró a Mejía y buscó con la espalda la pared. Recién entonces aclaró
su voz y se entendió con él igual que lo hubiera hecho con un amigo.
Vargo era preciso, de una amabilidad austera. Con su cuerpo rígido buscaba
incansablemente la autoridad.
Dijo que hacía dos semanas habían detenido a un boliviano. Era bajo, no
tenía cuello, llevaba la cabeza clavada en el tronco. La melena, retinta y grasosa, le
cubría la mitad de la cara.
Estaba vestido con un pantalón sucio color caqui; sobre los hombros llevaba,
a modo de poncho, una bolsa de arpillera.
Vargo contó que a las dos horas se asomó para verificar que estuviera vivo.
Lo encontró parado sobre el camastro de madera. Lamía una rajadura de la pared.
Trabajaba con empeño, como si de aquella tarea dependiera el mundo.
Vargo lo increpó. ¿Qué está haciendo, imbécil? Y otra vez el silbido de la mano
que azota y el quejido que escapa.
Tenían tres cosas que hacer aquel día, el segundo de la primavera. Tres
cosas y no más.
La primera era rutina pura y la resolvieron con una celeridad tal que al poco
rato se olvidaron de que la habían hecho. Después, trabajaron en la altura.
Ordenaron un caudal de tensión en un poste. Y por último, cerca de las cuatro,
abrieron la puerta metálica de un transformador de calle en una esquina. Eber
metió la mano y recibió una descarga. Una importante descarga eléctrica.
A Eber, que perdió todo, le quedó la locura, un brazo inmóvil y los dientes
negros como escarabajos incrustados en la encía.
Esto no es un aguantadero de enfermos, contó Vargo que había dicho.
Vargo, fiel a la realidad, reprodujo a Mejía las palabras con las que ordenó la
liberación del boliviano. Que lo saquen a patadas. Y acto seguido, se dedicó a toser.
Mejía, que había seguido atentamente el relato de Vargo, sintió una ausencia
en la bóveda del paladar. Pensó que era hora de tomar otro jarro de café caliente.
17
Bodart se mordió el labio y limpió con el antebrazo la ventanilla del
Chevrolet; después, con la vista clavada en la oreja de Eamon, preguntó: —
¿Cuánto falta para llegar?
—Una hora más, con suerte —interrumpió Grace. Su voz asombró a los
hombres.
—¡No puede faltar todavía una hora! ¡Este viaje es interminable! —protestó
Bodart.
—Julio, ¿no me dijiste que te ibas a reservar el día para mí? —dijo ella.
—No tenés que estar de acuerdo, solamente tenés que darme la plata y
punto... Si estás arriba de este auto es porque insististe en acompañarnos, nada más
—dijo Grace.
—No hay caso: ni siquiera son capaces de distinguir las buenas intenciones.
Grace bajó la cabeza. Se alisó con la palma de la mano las arrugas del
pantalón. Después, estornudó y, como si la sacudida le hubiera ofrecido las
palabras que estaba buscando, dijo: —Julio, sabés que, a medida que fueron
pasando los años, te fue ganando, de a poco, una preocupación que te quitó el
presente...
Grace, con la boca doblada por una sonrisa, dijo: —No hace falta que
pongas música: estos intercambios son las escaramuzas propias de los que en
algún momento de su vida convivieron —y después agregó—: Julio, no es mi
intención agredirte. Creeme... No te olvides que hay cosas que no las vemos
porque, justamente, son demasiado cotidianas...
Bodart asintió en silencio, no tanto para expresar su acuerdo sino para hacer
evidente su buena disposición.
—No te lleves una impresión equivocada de mí... Si estoy acá, en este auto,
es porque quiero lo mejor para vos...
—Hay una única razón por la que vos estás acá y es que sos un metido.
Querés conocer el lugar al que se va a ir a vivir Grace para poder, después, ir
diciendo pavadas por ahí...
—Vine porque es sabido que desde hace un tiempo Grace está en otro
planeta y vos sos un enfermo al que hasta un chico puede engañar.
Eamon apretó los dientes. Su cara se tiñó de odio: —No me busqués porque
me vas a encontrar.
—Basta un carajo.
Las voces eran tan desesperadas que costaba reconocer a quién pertenecían.
—Bocón de mierda, yo te voy a enseñar.
De repente, el castigo cesó. Eamon, cuya primera impresión fue que estaba
perdiendo la conciencia, no sabía que alguien había intervenido para frenar la
pelea. El Chevrolet, atravesado en medio de la avenida, había provocado una
congestión de tránsito, lo que llamó la atención de un policía, que, arrellanado en
una vidriera, contemplaba la brumosa luminosidad que flotaba en el medio de la
bocacalle.
La primera en hablar fue Grace, que había abierto la puerta del auto, pero
permanecía sentada.
—Yo estoy pagando algo del pasado... Todo esto que me pasa no se justifica
—dijo mirando al policía.
Interrumpió Bodart:
—Agente, esto no es más que una pelea entre amigos... Una confusión... un
mal momento... Nada más —y agregó mientras se levantaba con un súbito cambio
de humor—: Acá no pasó nada, absolutamente nada... Perdimos la cabeza... Fue un
mal momento... Nos fuimos de boca... ¿A quién no le pasa? ¿Qué se le va a hacer?
Una pelea porque perdimos la cabeza... Una pelea...
En ese momento, Eamon bajó del auto y todos vieron el daño que los golpes
le habían provocado. Tenía el pelo revuelto y los pómulos endurecidos por el
dolor. Su ojo izquierdo estaba completamente cerrado y cubierto por un brillo azul.
Por entre sus labios hinchados se filtraba un líquido espeso de color ámbar. Sobre
la nuez de Adán, como una boca suplementaria, se abría una herida profunda y
larga. No bien pudo enfocar los ojos, miró a Bodart y le gritó: —Hijo de puta...
¡Mirá lo que me hiciste...! Hijo de mil putas...
18
La oscuridad del cielo parecía guardar una amenaza. Dentro del Chevrolet,
la radio no podía disimular el conflicto entre los hombres.
—Quiero ir al baño.
—Aguantá.
Primera acción: verificar que en el bolsillo interno del saco estuviera el fajo
de billetes. Segunda: dibujar con el dedo índice un ojo en la ventanilla empañada.
El cielo se hacía cada vez más duro. No era tanta el agua que caía en ese
momento como la amenaza de la cerrazón. La lluvia era fina, poco intensa. Las
precarias construcciones, el barro y el yuyo la recibían como al vacío. No había qué
mirar.
De pronto, Bodart escuchó las palabras por las que, unos metros más
adelante, el auto habría de detenerse. La voz de Eamon parecía cavada en la
sombra.
Era un cordón grueso, casi negro. Iba desde la fosa nasal derecha hasta el
labio superior. Apenas lo rozaba. No se trataba de un detalle más entre los
moretones, sino que se imponía como eje, daba una interpretación precisa de la
cara.
Eamon comentó:
—Me parece que un buen lugar es Allison Bell, un barrio maravilloso que
hay al sur del gran Buenos Aires, donde las propiedades no están caras —sugirió
Eamon y agregó—: Está lleno de árboles centenarios. Es como vivir en el medio de
un bosque.
Fue un martes. Habían estado tocando más de doce horas una sonata de
Warjach. En la cocina había una luz débil: hacía tres días que se había quemado un
foco. Cerca de las diez de la noche, Yeyé dejó la flauta sobre el piso y caminó hacia
la heladera.
Yeyé tenía puesto un sweater azul. El pelo le caía sobre la cara y le tapaba
un ojo. Sobresalía su nariz recta. Un poco más abajo, los pechos firmes crecían
hacia el frente.
Le preguntó a la mujer:
No hubo respuesta. Eamon fingió asombro. Se tapó la cara con las manos y
le pidió consuelo a Ronald. Después dijo con la vista puesta en la mujer:
—¿Sopa?
—No, sangre.
—No, como en los ritos. Toro de doscientos kilos. Patas atadas, cuello
rígido. El olor caliente del miedo en el vientre. La carne tensa, hecha una piedra.
De pronto, encerrado en una vigilia que lo desespera, avanza el verdugo. Su piel se
llena de sudor: es el íntimo bautismo. Espera la orden para matar. Escucha y actúa:
hunde un largo sable en el cuello del animal, que tiembla y deja escapar el aire. El
verdugo conoce su oficio: busca que el metal perfore una arteria. Sabe que no es la
estocada definitiva, la que aplicará solo después de un rato, cuando se haya
derramado la sangre suficiente —dijo Eamon, y se estrujó las manos con fingida
pasión.
Los hombres cruzaron una mirada de entendimiento tan trivial, tan igual a
otras, que desanudó en ellos un ansia en la garganta y el deseo se hinchó como una
vela.
Ronald, con los ojos negados por el cansancio, dio tres pasos hacia la mujer
que todavía apretaba el cuchillo y le tomó la mano.
Yeyé esquivó dos veces la boca de Ronald. Fue a Eamon a quien besó
primero. No bien abrió los labios y la lengua del hombre comenzó su danza, ella
percibió una fragancia dulzona, levemente ácida. Supo enseguida que se trataba de
sudor pero no logró precisar si provenía de su propio cuerpo o del de los hombres
que la abrazaban.
Durante los minutos siguientes nadie habló: los tres parecían preocupados
por precisar el ángulo que suprimiera el pudor. Entrecerraban los ojos. La
respiración se hacía pesada como la de los que duermen.
Yeyé levantó el cuchillo tres veces más. Ni siquiera supo a quién cortaba.
Entendió, sí, que abría un brazo o que rozaba un párpado. Nada más.
Los hombres la vieron erguida sobre sus piernas y trabajaron sobre ella.
Hablaban con voces pastosas. Las palabras eran las que dictaba el delirio. La
lubricidad, que les impregnaba los gestos, hizo que Eamon y Ronald fueran
también activos en la violencia. Así las piernas de Yeyé fueron por un momento
territorio exclusivo de sus dientes. Después, la alzaron y la llevaron hacia un
camastro.
El primero que la penetró fue Ronald. Ella conservaba las piernas en alto.
Había apoyado las manos en la pared para recibir con firmeza las embestidas.
Enseguida fue Eamon el que trepó sobre sus ingles.
En ese momento, Ronald, testigo, notó que los amantes se volvían menos
blandos, como si perdieran la cotidiana vulnerabilidad. Pensó en la muerte como
algo poco probable. Se repasó los labios con la lengua y se creyó a salvo, a una
inmensa distancia del fin.
Sin embargo, pasó poco tiempo dedicado al ocio. Un hombre del que
recordaba la mitad de su apellido se acercó a él con una radio a transistores en la
mano.
—Déjemela. La veo.
Con un cuchillo aflojó los tornillos de la tapa trasera. A medida que los
sacaba los iba juntando en un cenicero.
Mejía tenía la boca sellada. Detrás de los dientes, la lengua hacía presión,
acompañaba la habilidad de las manos. Se ofrecía como la conclusión física del
esfuerzo.
Mejía, con el sudor puesto en el mango del cuchillo, dejaba que la intuición
le mostrara el camino. Trabajaba en lo minúsculo. Rozaba transistores y
acomodaba los manojos de cables. Volcaba todo su empeño y sutileza entre los
márgenes de baquelita.
Estaba tan concentrado que ni siquiera notó que la luz de los tubos era
insuficiente para el trabajo.
Detrás de él, una cafetera despidió un aroma dulce que hizo que, primero,
levantara la vista y, a los pocos segundos, se parara. Dio dos o tres pasos inciertos
y se frotó los ojos con dos dedos. Miró a través de una ventana: la lluvia golpeaba
un piso de cemento.
Volvió al escritorio con el primer cigarrillo del día encendido en la boca.
Había llegado el mediodía. Fue entonces cuando logró imponer su habilidad y
compuso la radio.
—Pruébela.
El hombre la encendió y la apagó dos veces. Giró el dial al tiempo que hacía
un gesto de asentimiento. Del parlante salió una voz nerviosa. La voz de una
mujer. Se escucharon algunas palabras, tres o cuatro. Atrás un fondo de música.
El hombre, vestido con un uniforme igual al de Mejía, tragó saliva y dio las
gracias con una mueca.
Los dos hombres bajaron del auto al mismo tiempo. Un dependiente los
observó a través del ventanal de una pequeña oficina. Sostenía un mate de loza a la
altura del pecho. De su boca, apenas abierta, se escapaba un hilo de vapor que
enseguida se perdía.
Enseguida, sus ojos volvieron al Chevrolet. Observó el paso sereno con que
Eamon también se dirigió al baño. Notó la presión que hacía con sus dedos en la
nariz y las pintas de sangre en la camisa. Sin embargo, no hizo inferencias: el
dependiente era un hombre de ingenio limitado. En su lugar, creyó conveniente
ofrecer servicio. Pensó en entrar al baño y preguntar si necesitaban algo, pero fue
solo una idea pasajera. La persistencia de la lluvia le había contagiado su benigna
inercia. Ahora, más que nunca, era indulgente con su propio ritmo.
—Mirá ese álamo —dijo él, y lo señaló—: debe tener más de cien años. Me lo
imagino a principios de siglo... Los árboles deben guardar en la savia alguna forma
de memoria. No me refiero a imágenes, pero seguro tienen algún tipo de registro
de las variaciones de su entorno... Mirá dónde quedó: le da sombra a una casa que
habrá visto construir, habrá sido testigo de las muertes: cónyuges, hijos, tal vez
algún nieto; habrá visto la evolución de los ánimos en las fiestas, los momentos de
esplendor, los de fracaso... Lo notable es que su inicio habrá sido como una rama
más perdida en el bosque.
—¿Por momentos?
De pronto el viento sopló más fuerte. Una campana que ninguno de los dos
consiguió ver sonó en algún lugar.
Los ojos baldíos de Eamon fueron testigos del paso rápido de Grace y del
más rezagado de Bodart. Venían, los dos, hacia él.
—Paraste la hemorragia.
—Sigamos. Se hace tarde, Ronald nos debe estar esperando en Allison Bell
—dijo Eamon, intempestivo, y se encaminó hacia el auto.
22
Pasado un año en Allison Bell, a Ronald su origen se le había convertido en
algo sin espesor y Alemania había ido perdiendo protagonismo en la escena de su
pasado. Ahora, ni siquiera llegaba a ser la tarde gruesa que avanzaba a cuestas de
la infancia. Por eso, cuando un día levantó el auricular y escuchó que un hombre,
luchando contra su impericia en español, preguntaba por él, no supo qué pensar.
Guardó silencio y poco después reaccionó. Era Jünger, el más joven de sus
compañeros de filmación, que lo llamaba desde Munich.
El diálogo se abrió con preguntas que Ronald contestó con voz tan débil que
sus palabras tuvieron el mismo eco que las evasivas. Tal vez esta impresión fue la
que animó a Jünger a encaminar la curiosidad hacia lo que consideraba
problemático. ¿Por qué se había mudado del hotel de la avenida? ¿Cómo subsistía?
¿Tocaba el laúd? ¿Cómo era el lugar en el que ahora vivía? ¿Seguía su relación con
la mujer por la que se había quedado? Ronald hilvanó una historia más o menos
real.
Lo de Gema era menos que un recuerdo. Hasta hacía poco había vivido con
una persona que lo había hecho feliz, pero todo se había perdido. Sin embargo,
caminando por el barrio había descubierto un club de ajedrez y, por absurdo que
pareciera, había encontrado consuelo en ese lugar. Las partidas duraban hasta el
amanecer y, al salir, caminaba hasta el río para remojarse los pies en la orilla
barrosa.
Ronald le habló también del laúd y le contó de los dos flautistas con los que
se reunía a tocar. Jünger comenzó a sentir que la conversación se dilataba
demasiado y tomaba un camino que no era el que él hubiera querido. Entonces, de
su lado del auricular, apretó la brasa del cigarrillo contra un cenicero, arrugó el
entrecejo y, en un acto enemigo de su habitual conducta, interrumpió a Ronald. No
contaba con demasiado tiempo. Hacía dos meses se había involucrado en un
proyecto similar al que los había llevado a Latinoamérica. El equipo de
profesionales reunido hasta ahora era bastante homogéneo en cuanto a formación
y expectativas. Solo faltaba alguien que tuviera talento para captar la crudeza con
una cámara dinámica. Era obvio que los que conocían bien su oficio habían
pensado en Ronald como la persona adecuada. ¿Hacía falta que siguiera hablando?
Gary era alto, llevaba el pelo suelto rozándole los hombros; en el brazo
derecho, unos centímetros por debajo del codo, llevaba tatuada una palabra:
Mogadiscio.
Aquella tarde, Gary tenía un humor de perros. Desde hacía tiempo venía
ahorrando para financiarse un proyecto que le cambiaría la vida: participar en una
película que se iba a rodar en México. Se trataba de una versión libre de Simón del
desierto. El director le había prometido un protagónico, pero no había suficiente
dinero para el viaje. Gary consideraba que una oportunidad así era única y no se
presentaría otra vez en la vida. Por eso le parecía injusta la decisión de anticipar el
rodaje cuando él todavía no había reunido el dinero para el pasaje.
—Vamos al bar donde trabajo. Atrás hay un lugar en el que vamos a estar
tranquilos —propuso Gary.
Sin agregar más que un suspiro, Gary condujo a Ronald directamente hacia
el lugar. Luego de una pausa de alcohol, salieron por una puerta angosta que daba
a la parte trasera del bar. Atravesaron un patio de paredes altas. Ronald pudo
distinguir cinco macetas panzonas con tierra reseca. Entraron a una pieza con olor
a kerosene.
Iluminados por sucesivas velas que iban formando una montaña de sebo
irregular, sobre las sábanas arrugadas del catre, tejieron la intimidad necesaria
para sostener confesiones. Ronald habló con lentitud sobre las imágenes que había
sabido arrancar para el documental, sobre la financiación del proyecto, sobre su
inminente regreso. Gary, en tanto, con cada palabra del alemán le parecía entender
que en el proyecto de Simón del desierto se hallaba la clave de su futuro. Y así lo
dijo, porque en los ojos de Ronald creyó distinguir la comprensión a su impulso.
A su manera, Ronald procuró ser efusivo. Estoy tan agradecido que no sé muy
bien qué hacer, dijo, y fue sincero. Después, se puso los anillos. Hacía casi dos años
que no recibía un regalo. Se sentía tan feliz que había pensado en traer el laúd y
tocar.
Gary asintió y en ese lento movimiento brilló el hartazgo que hacía que su
cara pareciera de acero. Estaba inquieto. Sabía que desde hacía un buen rato otro
cliente, el Rengo, lo esperaba del otro lado del patio. No lo conocía más que de un
encuentro; sin embargo, esa única vez había sido suficiente para situarlo dentro de
esa categoría de hombres con los que no es conveniente confrontar.
Cuando el Rengo conoció a Gary en el bar, le dijo: Tengo plata para que usted
me dedique todo su esfuerzo.Era un cliente ordenado. Antes de dejar los billetes
doblados debajo de la almohada, fijó una nueva fecha y hora. Quiero reservar un
turno, agregó. El Rengo pagaba bien y Gary necesitaba el dinero. Sacudió la cabeza
y pensó que lo perseguían los problemas.
Esa noche, Gary dejó a Ronald y salió de la pieza para recibir dos golpes del
Rengo. El primero, en la boca del estómago; el segundo, encima del parietal
derecho. A las pocas horas, el hematoma había bajado al ojo.
24
Tal vez haya sido Hilde la mujer que Mejía más quiso. No encontraba en su
cuerpo de muñeca otra cosa más que comprensión.
Pasaba el día en una habitación con olor a piedra húmeda. Trabajaba con
una máquina de coser para una tienda de ropa. A veces no solo se ocupaba de los
ruedos o de las sisas sino que también planchaba, pero esta no era una actividad
habitual. Le gustaba dejar en claro que su única tarea era la costura.
Ahora, Hilde caminaba menos que quince años atrás, cuando se acostaba
con Mejía. El clima y las obligaciones, pero sobre todo el clima, conspiraban contra
aquella actividad. De vez en cuando se paraba, dejaba atrás algún pantalón a
medio terminar y se iba a una confitería de techos altos y mesas de mármol a tomar
té.
Una mañana entre los eucaliptos de una plaza. Mejía rodeándole los
hombros con el brazo. En los ojos, el súbito brillo de la satisfacción. Los dos
sentados en un banco de piedra.
—¿La ves?
—¿La viste?
—Otra vez la vieja, ahora con medias. Sacude medias —dijo Mejía.
Unos minutos más tarde, la vieja cerró con ímpetu los postigos de la
ventana.
Apostaron. Se dieron la mano para sellar la broma. Les quedó una rara
sensación en los labios después de pronunciarse.
En adelante ninguno de los dos habló. Creyeron que lo mejor era darle rigor
a ese tiempo. Cargarlo de tensión.
El que salió del local fue otro Mejía. Ahora llevaba la cara encendida por el
buen ánimo. Lustraba una manzana con la manga de la camisa. Y apenas estuvo
frente a Hilde, se la ofreció.
—Tu premio.
—Por la apuesta.
Más tarde, en su cuarto, Hilde se sentó en una sillita enana. Intentó hacer
rodar la manzana sobre la superficie mullida de la cama. Estuvo un rato
intentándolo hasta que los fracasos la desalentaron. Fue en ese momento cuando
agarró la fruta con tres dedos y la alzó a diez centímetros de sus ojos.
Allí conoció a una niña de cara alargada por la languidez. Nina era su
nombre. Hablaba poco y llevaba el pelo trenzado sobre la nuca. Pasaron poco
tiempo juntos; sin embargo, Nina encontró en Bodart el recipiente adecuado para
volcar su secreto.
Bodart no tenía una clara idea acerca de lo que iba a ver, pero, de todos
modos, avanzaba, pendiente del rumbo que le ofrecía su guía.
La chica iba unos tres metros delante de él. Daba pasos cortos y llevaba
puestos un par de zoquetes blancos. Él observaba, encandilado, la oscilación del
pelo atado y la forma en que el sweater rojo se volcaba sobre los hombros.
Nina caminaba llena de energía por el medio de la tarde. El sol del otoño
justificaba los pliegues de su pollera tableada. Iba movida por la certeza. En su
rostro infantil, se modulaba un mentón grave que vaticinaba cinismo.
Una vez que los árboles dispusieron cierta solemnidad, los niños caminaron
uno junto al otro. Advertían el temor que iba creciendo en el pecho del compañero,
pero preferían ignorarlo como la forma más rápida de cortarlo de raíz.
Los brazos se rozaban con cada paso. Alrededor, los pájaros y unos pocos
roedores cumplían, sin distracción, con sus menesteres.
Se detuvieron en un sitio que Nina llamó el centro del bosque. Allí, la chica
señaló en dirección a una gran rama caída. Dijo:
Bodart se encogió de hombros. Razonó que era poco probable que alguien
llegara hasta el lugar en el que ahora se encontraba.
—Llegué sin que nadie me orientara. Como yo, puede llegar cualquiera —
dijo Nina.
Se quedaron parados uno junto al otro, sin hacer más que mirar la rama que
funcionaba como puente al misterio.
El esfuerzo lo hicieron entre los dos. Agarraron la rama del extremo sin
hojas y tiraron. Las manos se superpusieron sobre el delgado tronco.
Bodart se sintió muy cerca de Nina. Advirtió un temblor súbito, como un
parpadeo, en una vena gruesa que le atravesaba el cuello. Se le erizó la piel al
sentir el perfume íntimo que se filtró desde el cuerpo de la chica.
Nina, que notó la ausencia del compañero, llamó su atención y señaló con el
dedo índice lo que hasta hacía un momento permanecía oculto. Era una fuente de
agua clara que manaba en abundancia.
—¿Por qué?
Nina, por unos instantes, dudó. Abrió su pequeña boca. Detrás de sus
labios, el organismo se defendía con la oscuridad. Solo los incisivos se exponían al
golpe de la luz.
—Decime la razón por la que algo bueno tenga que ser secreto.
—Entonces, explicame.
—No puedo.
—¿Por qué?
Bodart quedó unos instantes parado en el camino. Vio cómo las piernas
flacas de Nina entraban en la noche. Se supo solo.
Ahora, casi treinta años más tarde, antes de que Bodart pudiera definir la
última escena de ese recuerdo, el episodio completo regresaba al olvido.
Inmediatamente, su mente saltó a otro pensamiento tan trivial que ni siquiera
pudo registrarlo en su conciencia.
Al principio, la sorpresa vedó las voces, pero, a los pocos segundos, las
gargantas fueron nido de interjecciones.
—Te dije que el camino correcto era el otro. En el estado en que se encuentra
este vamos a terminar matándonos —gritó Bodart.
—Ya habló el músico. Como todos sabemos, los músicos son tipos que no
pueden sacar rédito de la experiencia. El ejemplo más claro es el pozo que acabás
de agarrar. ¿No nos dijiste que habías tomado por este camino mil veces? Sin
embargo, parece que no sos capaz de memorizar las características de la ruta.
—Yo seré un músico incapaz de retener la experiencia, pero vos o estás loco
de remate o tenés demasiado tiempo para pensar en estupideces.
—Sé que no tengo que pedirle peras al olmo. El único propósito que tienen
los músicos en la sociedad es distraer a la gente. Son como los payasos. Pasan el
tiempo confundiendo a los desprevenidos. En el mejor de los casos, son estériles;
en el peor, peligrosos.
Afuera la lluvia había cesado. Los edificios y las cosas permanecían quietos
en los reflejos del agua presa del paisaje.
Pero hubo una noche en la que el viento sopló tan fuerte que Nerón no tuvo
consuelo. La madrugada lo encontró aterrorizado, corriendo por sus aposentos.
Se trataba de una historia de sobremesa que había contado su padre con una
voz que parecía no querer resignarse al olvido.
Se casó tres meses antes de cumplir los quince años con uno de los tres
médicos del pueblo. Era un hombre casi veinte años mayor que ella, de risa grosera
y manos enormes.
El chico creció entre los árboles y la mirada del afecto. Contaba con la
reserva y la sonrisa franca propias de su padre. Pasados los años, Lubinia se
divertía leyendo en los rasgos de su hijo el recuerdo de aquel hombre que jamás
había vuelto a ver.
Al cumplir los nueve años, Besario, que así se llamaba el muchacho, salió
con Lubinia a caminar. Anduvieron por un sendero arbolado que tenía fin en un
lago de riberas amplias. Buscaron un lugar adecuado y se sentaron sobre los
juncos. Relajados, vieron las últimas formas del día. Pero antes de que la luz se
fuera, Lubinia advirtió en el cuello de su hijo algo que le pareció una herida y que
luego precisó como una llaga. Fue la primera de miles.
La súbita muerte de Besario se hizo tan popular que, durante una cena, llegó
a oídos de Benjamín Britten, que por ese entonces acababa de dar fin a su War
Requiem.
Con la nueva obra bajo el brazo, Britten buscó a Lubinia y con un beso en la
mano le dio sus condolencias. Quería invitarla al estreno de una ofrenda que había
compuesto a la memoria de Besario. El día del estreno, Lubinia entró al teatro con
los hombros cubiertos por la aspereza de su marido. Su fragilidad era tal que tuvo
que ser alzada para sortear los cinco escalones de ingreso al salón.
Esa noche, Britten dedicó su olfato a los casi veinte ramos de rosas que sus
admiradores le habían regalado y su paladar al sabor dócil del champagne. Con el
pecho cubierto por sábanas de seda, se durmió entre las primeras luces. El alba
definió su placidez y los pliegues de piel que, secretos, se amontonaban debajo de
la barba.
Lubinia, en cambio, tuvo que atravesar por el desierto de dos días febriles
para conciliar el sueño. Sin embargo, una semana más tarde, un cambio favorable
en su semblante marcó el comienzo del lento aunque sostenido proceso de
recuperación.
De a poco, Lubinia comenzó a caminar con soltura y se desentendió de la
molicie que hacía que sus piernas pesaran toneladas.
Lubinia se paró. Se frotó el cuello como si las palabras que acababa de decir
le hubieran lastimado la garganta. Britten la imitó y tosió para disimular la
repentina incomodidad.
—Tonterías. La música no sirve más que para entretener —dijo con tono
desafiante.
Así estuvo, hasta que de pronto, con movimientos rápidos, extrajo del
bolsillo del pantalón un portadocumentos negro. Lo abrió y sacó una estampita de
colores esfumados, ajada por el uso. Cristo miraba de frente. Tenía los brazos
abiertos y el corazón a la vista.
Una noche de julio, un Mejía de siete años escuchó desde su cama las voces
altas para la hora, el llanto, las palabras con las que se argumenta la desesperación.
Se había quedado atento, con las manos hechas un nudo entre las piernas,
hasta que el sueño lo venció. A la mañana, su madre, con la cara hinchada por el
llanto, le contó sobre el accidente.
La madre, que supo leer su desconcierto, habló y dejó en claro que el dolor
no se sostiene sin resentimiento. Tu padre está muerto: esto es lo que quiero decirte.
Mejía, clavado en las baldosas, bajó la vista. Asintió como si fuera esto lo
que de él se pedía.
A los dos minutos pudo sentir cómo un ardor, que años más tarde llamaría
acidez, le subía por las entrañas y flotaba unos instantes entre los dientes. La boca
le quedó impregnada con un gusto a fósforo.
Fue una tarde a fines del verano. Una vecina, ofendida, le contó a Mejía los
detalles sobre la otra vida de su padre. Hizo público lo que todos sabían. Gritó lo
que había escuchado sobre la otra familia; sobre la mujer que le había hecho perder
la razón; sobre un hijo que había nacido poco después de que los abandonara a
ellos; sobre la convivencia que el padre de Mejía había sabido edificar a la sombra
del engaño.
Él escuchó atento y observó con el rabillo del ojo cómo su madre, más lenta
que de costumbre, se sentaba en el banco de la cocina y trataba de recuperar un
aliento que sabía perdido para siempre.
28
Cuando Ronald recibió la llamada de Gary, habían pasado varias semanas
sin verse. Se encontraron en un bar de siete mesas por Constitución. Al despedirse
en aquella oportunidad, Ronald advirtió que las delicadas facciones de su amante
sufrían un estremecimiento, se endurecían por la serena madurez de una decisión.
Gary nunca volvería a ser el mismo después de aquel instante.
Ronald era confiado. Por eso sonrió cuando un hombre cortés llamado
Falchi, con el pecho cubierto de cadenas, de pelo negro tirante, le pidió que
desnudara sus manos de anillos groseros y que solamente conservara aquellos que
Gary le había regalado hacía poco. El alemán ni siquiera advirtió la agresión
solapada en el extravagante pedido.
¿Qué le han contado sobre mí?, preguntó Falchi con la voz templada por el
alcohol.
Ronald consultó con los ojos a Gary. Encontró indiferencia. Entonces, cruzó
los brazos y luego de unos segundos dijo la verdad: Me hablaron de su elegancia.
Nada más.
Nadie habló.
Gary regularizó su respiración. Ronald se repasó las heridas con la yema del
dedo medio. Sintió que una multitud de moscas trabajaba sobre su cordura.
Era tardísimo. ¿Las seis? ¿Las siete? Ninguno de los tres lo sabía. Hacía poco
le habían develado a Ronald el motivo de semejante castigo. Gary había sido el
vocero. Repasándose cada tanto la encía con la lengua, pidió plata. Estimó una
suma mayor a la que necesitaba y la hizo explícita.
Ronald, abrigado en una nube de lento sonido, apenas encogió las piernas.
Dijo: Tengo rotos los huesos. Un llanto salado le hizo arder las heridas. El quejido fue
largo y agudo. Se extendió por el cuarto como un filamento azul. Los verdugos se
inquietaron. Sobre sus sienes pesó, inexplicablemente, la congoja.
Los verdugos, aunque sin voluntad, conservaban el odio intacto. Quizá por
esta razón le quitaron la conciencia a Ronald con un golpe en la nuca.
Gary y Falchi eran bastante parecidos: los dos ordenaban sus días de
acuerdo a ejes en algún sentido contrapuestos: la voluptuosidad y la desconfianza.
No creían en nadie. Eran escépticos en el sentido más profundo.
A las seis, se durmieron sobre los sillones. Ronald, blando sobre el piso,
ignoraba su existencia.
El que primero despertó fue Gary. Tragó el líquido del sueño y giró la
cabeza para encontrar el cuerpo maltratado. Vio que Ronald estaba inmóvil, con
los ojos fijos en él. Se midieron unos instantes, después se abrió el diálogo.
Ronald, con la garganta quebrada, pidió que no le hicieran más daño. Gary
orientó las palabras hacia asuntos de su interés. Usó su cara blanqueada por el
breve descanso para pedir dinero.
Mientras Ronald balbuceaba, Gary jugaba con las manos. Fue la forma que
encontró para soportar al moribundo. Pensó que escucharlo era darle una
oportunidad. Sentado en la orilla de semejante noche, trató de inventarse la
paciencia. Sin embargo, fue algo transitorio, poco menos que un accidente, y de
inmediato hizo callar a Ronald a la fuerza. Lo agarró de la camisa despedazada y
lo obligó a erguirse. Despilfarró insultos.
Los gritos arrancaron a Falchi del sueño. Antes de que los nudillos lo
lastimaran, Ronald dijo: Escucho los ruidos de la calle. Acto seguido, la saliva
equivocada le clausuró la garganta. Escupió para poder respirar. Con la primera
bocanada de aire pareció volverle el entendimiento, porque su cara, de repente, se
torció de espanto. Pidió auxilio. Se sintió incapaz de soportar un nuevo dolor.
Otra vez el grito. Gary reaccionó: quiso suprimir el ruido y su puño se cerró
en torno de una lámpara de bronce. Levantó el brazo dos veces para asegurarse la
efectividad de la descarga, que fue sobre la cabeza y el hombro. No hubo queja de
la víctima. Sus ojos mantuvieron el brillo, la mandíbula se abandonó a su propio
peso.
Ronald dejó de vivir aturdido por las voces de sus verdugos. Sin embargo,
no bien cesó de respirar, cierta luminosa serenidad justificó los márgenes de su
cara.
29
Reunidos alrededor de una mesa con un hule floreado, los cinco hombres,
tres de uniforme y dos en ropas de calle, esperaban que llegara la hora de tomar
sus guardias. Mejía estaba entre ellos. Se sostenía la cabeza con los puños. Recién
levantado del camastro, llevaba el pelo revuelto. No participaba en los diálogos
que se sucedían a su alrededor.
Cada tanto se escuchaba una sirena que hacía que los hombres irguieran sus
cabezas y luego, comprobada la falsa alarma, volvieran a su indiferencia.
—Hace poco contó por qué había dedicado su vida a Dios —dijo el que
manejaba.
La luz de la tarde les lamía las caras, las volvía idénticas. Mejía bajó en el
primer cruce de Allison Bell. No esperó a que el auto se detuviera para poner los
pies en tierra. La soledad le había impuesto urgencia.
30
Mejía anduvo unos pasos y se detuvo.
Sus manos se unieron por debajo del coxis y se dedicó a pasear por la calle
desierta. Son y veinte, se dijo, y una congoja que duró unos instantes se agitó detrás
de sus párpados.
—No es tanto —se dijo en voz alta. Tendría las horas siguientes cargadas de
aridez.
Sin embargo, cuando vio el inicio de la carrera del rottweiler hacia él,
cuando su mirada captó la silueta del perro que avanzaba, urgente, hacia su pecho,
Mejía, inexplicablemente, se paralizó.
El animal no tenía fin. Sus patas repicaron a toda velocidad, casi sin
volumen, sobre la tierra mojada. El barro se le pegaba en la base del cuello y en la
panza. Antes de que la memoria pudiera rescatar su carrera, el rottweiler estaba
agazapado junto a su presa.
A esta altura, el rottweiler, con el pelo del lomo erizado, no hacía más que
exaltar su condición de depredador. Su aspecto determinaba la temperatura de la
sangre del hombre. La temperatura y la consistencia.
Todavía agitado y pálido, con el arma sobre su cabeza, puteó al perro, como
si amenazara al pasado. Luego cargó sus pulmones con el aire fresco de la
tormenta.
Allison Bell
Se escucha el ladrido de un perro. Es una serie de sonidos cortos que se
encadenan y andan, espasmódicos, por el aire. No hay enojo sino más bien
excitación o alegría. Festeja el encuentro con el que lo acaba de llamar, que es quien
lo alimenta, quien sabe de sus preferencias.
El auto está junto a una plazoleta con el capot abierto. Del motor sale una
columna de humo que se eleva y enseguida se pierde.
Tanto la mujer como los dos hombres saben que el motor del Chevrolet es
una caldera. Saben que la única alternativa es esperar a que se enfríe.
—El radiador evapora... Aunque se le pongan diez litros de agua por hora
los chupa como una esponja.
Grace
Grace no abandona la tarea hasta que el cepillo baja con libertad hacia los
hombros.
Con el pelo tan lacio que no parece real, se aleja de los hombres. Tararea una
melodía que acaba de inventar.
Piensa que le gustaría saber más sobre la casa que va a comprar en Allison
Bell. Aunque no se le plantea ninguna duda específica, siente que tiene tantas que
ni siquiera cuenta con la precisión para nombrarlas.
Siete días atrás, Eamon le había dicho: El fondo parece un bosque; hay una
fuente de piedra con un salmón enorme atravesado por un tridente; los ambientes son
frescos como bodegas, guardan la temperatura justa. Ronald, mi amigo alemán y compañero
de ensayos, es un tipo muy particular. Se vuelve a Europa para participar de un
documental que se va a rodar en la ex Checoslovaquia sobre la guerra y quiere que la
operación se haga lo más rápido posible. Confía en mí y está contento de que yo le haya
encontrado un comprador: no va a tener que lidiar con inmobiliarias. «De los vencimientos
y de los papeles que se encarguen los burócratas», le gusta decir. Cuanto más rápido se haga
todo, mejor.
Bodart
Toma aire por la nariz. Sabe que el río está próximo. Esta certeza se basa
más en el gusto que en el olfato: el río se le pega en el paladar.
Bodart avanza. Parece sereno dentro de su traje azul. Los ojos guardan la
forma amable del buen humor.
Se para ante la pared de ligustro y nota que el aire se vuelve más hondo,
como si la noche fuera una mancha y pudiera anticiparse en medio del día. Esto
genera en su mente un pensamiento del que no guardará registro: El oxígeno me
refresca el cuerpo, se dice, y enseguida olvida.
Hace frío. El hombre lo siente. Cruza los brazos. El fajo de billetes que tiene
en el bolsillo lo incomoda. Es ese tipo de dinero humedecido por la obsesión.
Bodart lo fue juntando a través de los meses con la única idea de darle un empujón
a Grace. Cuenta con la grosera persuasión de que la plata es capaz.
Se queda con las piernas flexionadas y los brazos a los costados del cuerpo.
Con la mirada congelada en el vacío, se pierde en un recuerdo.
Bodart las mira. Nota la forma limpia de las patas, el pequeño espolón. Da
un paso hacia ellas y se queda inmóvil.
Cuando una de las gallinas rojas está casi encima de su zapato, el hombre se
agacha. El movimiento es repentino. Sus manos, dos tenazas, llevan la delantera.
Quiere atrapar a la gallina por el cuello. Falla. El animal se evade sin dificultad.
Corre un par de metros en dirección al río. Se detiene y mide a su agresor. En sus
ojos helados sobrevive el rencor.
Bodart, ahora, está apoyado en un roble. Se quita el barro de los zapatos con
un par de hojas de diario. Ya olvidó el incidente con la gallina. Mientras trabaja,
suspira. Y cada suspiro es un lamento.
Eamon
Está muy seguro de lo que hace. Empuña el lápiz con fuerza, como si
tuviera que grabar los signos a presión. Su cara acompaña cada trazo.
Todavía no son las dos de la tarde, no hay buena luz: son las nubes que
cierran el día y el aire parece anticipar el lila del crepúsculo. Debajo de los árboles
es poco menos que la noche. Volcado sobre el plano de la ciudad, Eamon ni
siquiera lo nota.
Después la ruta trepa hacia los suburbios. La mano sigue firme pero se aleja
de la higiene geométrica. Hay otra marca por Avellaneda. Es un círculo que
incluye una manzana completa a cinco cuadras del Fiorito. Al lado se lee: «Ronald
tiene razón, las mulas de Napoleón no serían capaces de ganar una batalla. Estoy
condenado a repetir errores. Me doy con el martillo dos veces en el mismo dedo.
La experiencia, en mi vida, no cuenta, tal como dice el imbécil de Bodart».
La ruta se abre a la izquierda y se hace paralela al río. Hay algo escrito entre
la costa y el agua: «El rancho de Carranza, justo detrás del cuartel. Tengo que tener
cuidado con lo que pido. De tanto llevarme el dedo a la boca voy a terminar
babeando».
Más arriba, una mancha y otra cita. «Camino del Sur. La lluvia no para
nunca. Tiene los ojos como dos almendras y una forma única de presumir. Tiene
talento. O miente bien. La semana pasada me dijo que Bohuslav Matousek nació en
la calle de la costa, en una casilla amarilla frente a los depósitos».
Eamon escribe: «Se ven dos tremendos silos; a tres kilómetros hay una
chacra llena de perros medio enfermos. Enseguida, un bosquecito de tilos muy
tupido. De aquí, es la segunda entrada a la derecha. Camino de tierra. Se escucha el
“Adagio” del Concierto de violín de Brahms: es el viento que mueve las hojas.
Estamos en casa. A la vuelta, hay un panadero que hace milagros. Sobre la ruta
está el almacén». Ahora piensa en Ronald. Ya debe estar impaciente, se dice.
Ronald Hampton
Mejía
Anda unos pasos y se detiene: es el rito de cada guardia. Va y viene por una
calle desierta. Las horas cargadas de aridez se suceden, pero lo cierto es que
Allison Bell no implica un peligro para su vida, él bien lo sabe.
Es hora de seguir.
Epílogo
Cinco minutos más en el Chevrolet y se detienen. Bajan del auto con
movimientos rápidos, apresurados. Con los pies en tierra, todos se sienten seguros
de sí mismos. En sus caras bailan sonrisas. Están satisfechos.
Sugiere Eamon:
—El río está a cinco cuadras. Podés crearte el hábito de ir caminando todas
las mañanas.
—Vamos —grita.
Los tres están frente a la puerta. Muy juntos, brazo contra brazo. El viento
fresco les tiñe las mejillas. La mujer se queja:
—Estoy helada.
—No hay nadie. El tal Ronald canceló la cita y no avisó a nadie... Hombres
de palabra, como yo los llamo, hay cada vez menos —dice Bodart.
Vuelve Bodart:
—¿Por qué no te callás la boca de una buena vez? —lo corta Eamon.
Eamon se pregunta qué puede haber pasado con Ronald. Grace atiende a
sus palabras.
Entonces, Eamon toma aire y mira el foco de luz que tiene encima de la
cabeza.
—Por lo menos tengo amigos, no como vos, hijo de puta, que no se te acerca
ni tu madre —dice Eamon. Sus palabras se encadenan, se enredan, quieren ser el
golpe que todavía no dio.
El frenesí los vuelve dos agujas, dos cables que se repelen. Un ansia como
un torbellino los traga una vez más. Están perdidos. Solo ven el cuerpo enemigo
que los enferma.
Están bajo la lluvia. Forcejean. Eamon abre las piernas para tener mejor
estabilidad. Tiene agarrado a Bodart por la cabeza y le golpea la cara con el canto
de la mano.
—Hijo de puta, te voy a destrozar.
Los tres están en danza. Confundidos y con las ropas pesadas de agua. Con
las caras torcidas por las muecas del esfuerzo.
Bodart pierde una de las mangas del saco. Mira extrañado el fragmento de
camisa que ahora está expuesto. Eamon respeta la pausa y aprovecha para
reponerse. Respira por la boca, tose, escupe.
En unos pocos instantes, vuelven a la carga. Tal vez cuentan con menos
energía que cuando empezaron, pero los golpes, ahora, son más precisos. Los
nudillos se hunden en la garganta; las rodillas buscan el choque con los genitales.
En el barro se van sembrando los pedazos. Mezclada con el pasto queda la bolsa de
plástico con la plata. Nadie repara en ella.
Las figuras de los que pelean están tan estragadas que les cuesta reconocerse
en la mirada del otro. A esta altura, deja de existir el odio. Los mueve una oscura
voluntad que los entrega a la muerte. La violencia redime, en alguna medida, todo
lo cotidiano que se entiende con sus manos.
Por momentos, Bodart y Eamon desesperan: temen que sea eterna la tarea
de matarse. Pero una nueva voluntad los obliga a levantar el puño. La terca vigilia
del contrincante es una pesadilla. Ahora cae, ahora cae, se repiten a sí mismos.
En ese preciso momento, Mejía corre con la idea de encontrar refugio frente
a la exageración de la lluvia. Se detiene junto al tronco de un roble, se quita la
gorra, repasa con la mano el pelo mojado y reinicia la carrera. Llega a una vieja
estación de servicio en la que hay dos surtidores con las mangueras cruzadas y una
oficina con la vidriera cubierta con latas de lubricantes. Un viejo harapiento, con
un cigarrillo a medio fumar entre los labios, está apoyado en el marco de la puerta.
En su corrida, pisa una irregularidad del terreno y está a punto de caer. Con
un movimiento atinado de sus brazos logra incorporarse. Sigue adelante. Antes de
volver a gritar, saca el arma. Dispara dos veces al aire en señal de aviso:
Sabe que no habla por hablar: un asesino respalda sus palabras. Ahora, el
odio, que es lo único que dura, lo inflama.
Mejía está casi frente a la reja. Se detiene y duda. Después, larga el aire y
vuelve a tirar. Se dice que quiere asustarlos, pero él mismo no termina de creerlo.
Agazapado, hace fuego dos veces. Sostiene el arma con las dos manos. Su pulso,
sin embargo, es vacilante. No puede dejar de temblar.
Bodart, con menos miedo que asombro, toma a Grace del antebrazo y la
obliga a seguirlo. Saltan la reja y se internan en el follaje. En su corrida, escuchan la
voz de Mejía, reforzada por el ansia: ahora más que nunca quiere matar. Exige
obediencia, está cebado como un animal.
Bodart y Grace sienten el golpe lejano de las balas y entienden que tienen
una oportunidad. Huyen.
Ella parece haber despertado de un mal sueño. Sabe que su vida está un par
de metros por delante de sus piernas. Ya no hace falta que nadie la arrastre. Corre
mordida por la más genuina desesperación. Él no le suelta el antebrazo.
La tormenta, ahora, es parte de ellos, de modo tal que la olvidan. Son puro
presente. Sus vidas dependen de su aliento.
Escuchan los gritos de Mejía y sus botas pesadas; botas que abren, justo
detrás de sus talones, una brecha entre las ramas.
Bodart y Grace saben que los acecha un hombre cegado por una furia más
antigua que su propia vida. Entonces, corren sin parar con las sienes cruzadas por
la locura. Corren con toda la energía que el terror les da, sin tiempo para el
cansancio o el descuido. Corren. Se pierden entre la tormenta y la confusión de la
espesura.
Consiglio, Jorge