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CAPÍTULO X

DISCURSO INAUGURAL DE UNA CONFERENCIA


EN MONT PÉLÈRIN*

Debo confesar que ahora, cuando ha llegado el momento desde hace


tanto tiempo anhelado, mi sentimiento de profunda gratitud hacia
todos ustedes está acompañado por una gran sensación de asombro
ante mi temeridad al poner todo esto en movimiento, y de alarma acer-
ca de la responsabilidad que he asumido al pedirles que dediquen una
parte tan grande de su tiempo y de sus energías a lo que muy bien
podrían haber considerado como un experimento incontrolado. No
obstante, me limitaré en este punto a una expresión sencilla, pero pro-
fundamente sincera: «gracias».
Antes de descender de la posición que de manera tan poco modes-
ta he asumido, y de entregarles con satisfacción la misión de llevar a
cabo lo que circunstancias afortunadas me han permitido iniciar, es
mi deber transmitirles un informe algo más completo de los objetivos
que me han movido a proponer esta reunión y a sugerir su orden del
día. Procuraré no abusar demasiado de su paciencia, pero incluso re-

* Discurso pronunciado el 1 de abril de 1947 en Mont Pélèrin, cerca de Vevey, Sui-


za. Los miembros de la conferencia [además del propio Hayek], eran los siguientes:
Maurice Allais, París; Carlo Antoni, Roma; Hans Barth, Zurich; Karl Brandt, Stanford,
California; John Davenport, Nueva York; Stanley R. Dennison, Cambridge; Aaron Di-
rector, Chicago; Walter Eucken, Friburgo; Erich Eyck, Oxford; Milton Friedman, Chi-
cago; Harry D. Gideonse, Brooklyn, N.Y.; Frank D. Graham, Princeton, N.J.; F.A. Harper,
Irvington-on-Hudson, N. Y.; Henry Hazlitt, Nueva York; T.J.B. Hoff, Oslo; Albert
Hunold, Zurich; Carl Iversen, Copenhague; John Jewkes, Manchester; Bertrand de
Jouvenel, Chexbres, Vaud; Frank H. Knight, Chicago; [H. de Lovinfosse, Waasmunster,
Bélgica]; Fritz Machlup, Buffalo, N.Y.; L.B. Miller, Detroit, Michigan; Ludwig von Mises,
Nueva York; Felix Morley, Washington, D.C.; Michael Polanyi, Manchester; Karl R.
Popper, Londres; William E. Rappard, Ginebra; Leonard E. Read, Irvington-on-Hudson,
N.Y.; Lionel Robbins, Londres; Wilhelm Röpke, Ginebra; George J. Stigler, Providence,
R.I.; Herbert Tingsten, Estocolmo; François Trevoux, Lyon; V.O. Watts, Irvington-on-
Hudson, N.Y.; C.V. Wedgwood, Londres. [Trad. esp. de Antonio Castillo, publicada
en Hayek, Las vicisitudes del liberalismo, vol. IV de Obras Completas de F.A. Hayek, Unión
Editorial, 1996, pp. 257-269.]

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duciendo al mínimo la explicación que les debo, me llevará algún tiem-


po. El convencimiento básico que me ha guiado en mis esfuerzos es
que, si tienen alguna posibilidad de renacer los ideales que creo com-
partimos y para los que, a pesar de lo que se ha abusado del término,
no hay mejor nombre que el de «liberales», será necesario llevar a cabo
una ingente labor intelectual. Esta tarea supone depurar las teorías
clásicas liberales de ciertas adherencias que les han salido a lo largo
del tiempo, y también afrontar algunos verdaderos problemas que un
liberalismo demasiado simplista ha eludido, o que se han manifesta-
do sólo cuando dicho liberalismo se ha convertido en doctrina de al-
guna manera rígida y estática.
La creencia de que ésta es la situación que impera hoy en día me
ha sido confirmada de modo indiscutible por la observación de que,
en muchos campos diferentes y en muchas partes del mundo, perso-
nas que han sido educadas en distintas creencias y para las cuales el
liberalismo de partido tenía poco atractivo han redescubierto por sí
mismas los principios básicos del liberalismo y han intentado recons-
truir una filosofía liberal que pueda dar respuesta a las objeciones que,
en opinión de la mayoría de nuestros contemporáneos, han dado al
traste con las promesas que ofrecía el liberalismo anterior.
Durante los dos últimos años he tenido la fortuna de visitar dife-
rentes partes de Europa y de América, y me ha sorprendido el gran
número de personas aisladas que he encontrado en distintos lugares,
trabajando más o menos sobre los mismos problemas y en líneas muy
similares. Al trabajar aisladas o en grupos muy pequeños, están obli-
gados constantemente a defender los elementos básicos de sus creen-
cias y raramente tienen oportunidad para un intercambio de opinio-
nes sobre los problemas más técnicos que aparecen sólo si existe una
cierta base común de creencias e ideales.
Me parece que sólo es posible llevar a cabo esfuerzos positivos para
elaborar unos principios generales de un orden liberal entre un grupo
cuyos miembros estén de acuerdo en lo fundamental y entre los que
no se cuestionen a cada paso ciertos conceptos básicos. Pero no sólo
es reducido el número de los que en cada país están de acuerdo sobre
los principios que para mí son básicos, sino que la tarea es ingente, y
es absolutamente necesario utilizar tanta experiencia bajo condiciones
cambiantes como sea posible.

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Una de las observaciones que han sido más instructivas para mí es


que cuanto más nos desplazamos hacia el Oeste, a países en los que
las instituciones liberales son aún relativamente firmes, y donde el
número de personas que profesan convicciones liberales es relativa-
mente elevado, menos dispuestas están dichas personas a replantearse
seriamente sus propias convicciones, y más dispuestas están a transi-
gir y a aceptar, como el mejor modelo posible, la forma histórica acci-
dental de la sociedad liberal que han conocido. Por el contrario, he
descubierto que en aquellos países que han padecido directamente un
régimen totalitario, o han estado cerca de ello, unas cuantas personas
han adquirido de sus propias experiencias un concepto más claro de
las condiciones y de la importancia de una sociedad libre. Al comen-
tar estos problemas con gente de distintos países, he ido llegando cada
vez más a la conclusión de que la razón no está de un solo lado, y que
la observación de la decadencia de una civilización enseñó a pensa-
dores independientes del continente europeo algunas lecciones que en
mi opinión deberían aprender Inglaterra y América si quieren evitar
un destino similar.
Sin embargo, no son sólo los estudiosos de economía y política en
diferentes países los que tienen mucho que ganar del intercambio entre
ellos, y que, uniendo sus fuerzas por encima de las fronteras naciona-
les, pueden hacer mucho por avanzar en la causa común. También me
ha impresionado en gran manera hasta qué punto la discusión de los
grandes problemas de nuestro tiempo es mucho más fructífera entre,
por ejemplo, un economista y un historiador, o un jurista y un espe-
cialista en filosofía política (siempre que compartan algunas premisas
comunes), que entre especialistas de las mismas disciplinas que difie-
ran en esos valores básicos. Desde luego, una filosofía política nunca
puede estar basada exclusivamente en la economía, ni puede expre-
sarse principalmente en términos económicos. Parece que los peligros
que estamos afrontando son el resultado de un movimiento intelec-
tual que se ha expresado en todos los aspectos de la actividad humana,
y ha influido en la actitud de la gente hacia los mismos. Sin embargo,
mientras que cada uno de nosotros en nuestra propia especialidad
puede haber aprendido a reconocer las doctrinas que forman parte
esencial del movimiento que conduce al totalitarismo, no podemos
estar seguros de que, como economistas, por ejemplo, y bajo la influen-

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cia del ambiente de nuestro tiempo, no aceptemos, tan fácilmente como


otros cualesquiera, ideas en el campo de la filosofía, ética o derecho
que forman parte esencial del mismo sistema ideológico que hemos
aprendido a combatir en nuestra especialidad.
La necesidad de un encuentro internacional de representantes de
estas distintas disciplinas me pareció especialmente urgente como
resultado de la guerra, que no sólo ha interrumpido durante tanto tiem-
po muchos de los contactos normales, sino que también ha producido
de forma inevitable, incluso en los mejores de nosotros, una cierta
concentración en nosotros mismos y una cierta visión nacionalista que
mal se compagina con un enfoque verdaderamente liberal de nuestros
problemas. Lo peor de todo es que la guerra y sus efectos han creado
nuevos obstáculos para la reanudación de los contactos internaciona-
les que son aún insuperables para los ciudadanos de países menos
afortunados, y son todavía bastante serios para el resto de nosotros.
Parecía claro que había espacio para alguna forma de organización que
ayudara a reanudar la comunicación entre gentes de creencias co-
munes. A menos que se creara algún tipo de organización privada,
habría existido un serio peligro de que los contactos más allá de las
fronteras nacionales fueran cada vez en mayor medida monopolio de
aquellos que estuvieran de una u otra forma involucrados en la estruc-
tura administrativa o política actual, y estuvieran obligados por lo
tanto a servir a las ideologías dominantes.
Desde un principio fue evidente que no sería posible la creación de
una organización permanente de este tipo sin celebrar una reunión
experimental en la que se pudiera comprobar la utilidad de la idea.
Pero dado que en las circunstancias actuales esta iniciativa parecía
difícil de llevar a la práctica sin unos fondos de cierta consideración,
me limité a hablar de este plan a todo el que me quisiera escuchar, hasta
que, para mi sorpresa, un hecho afortunado hizo que el proyecto en-
trara en la categoría de lo posible. Uno de nuestro amigos suizos pre-
sentes, el Dr. Hunold, había recaudado fondos para un proyecto simi-
lar en cierta forma, pero diferente, que tuvo que abandonarse por
razones accidentales, y logró convencer a los donantes para destinar
los fondos a este nuevo fin.
Sólo cuando de esta forma se presentó una ocasión tan propicia me
di cuenta de la gran responsabilidad que había asumido y de que, si

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no quería que se perdiera la oportunidad, debía proponer esta confe-


rencia y, lo peor de todo, decidir a quiénes se debía invitar. Probable-
mente coincidan ustedes conmigo lo suficiente acerca de la dificultad
y la naturaleza tan comprometida de esta tarea, como para hacer in-
necesario que me disculpe profusamente por la forma en que la he lle-
vado a cabo.
Sólo hay un punto que debo explicar en relación con lo anterior: tal
como veo nuestra tarea, no es suficiente que nuestros miembros de-
ban tener lo que se ha dado en llamar opiniones «sólidas». El viejo li-
beral que únicamente se adhiere a una doctrina «tradicional» precisa-
mente por la tradición no nos es de mucha utilidad para nuestros
propósitos, por muy admirables que sean sus ideas. Lo que necesita-
mos es gente que se haya enfrentado con los argumentos desde el otro
lado, que haya luchado contra ellos y, a base de esfuerzo, haya llega-
do a una posición desde la que pueda hacer frente de modo crítico a
las objeciones en contra, así como justificar sus propias opiniones. Este
tipo de personas es aún menos numerosa que los buenos liberales en
el sentido antiguo, de los que también hay ahora muy pocos. Pero
cuando llegamos a confeccionar una lista, descubrí para mi agradable
sorpresa que el número de personas que en mi opinión merecían ser
incluidas en semejante relación era bastante mayor de lo que había es-
perado y de los que podían ser invitados a la conferencia. Y la selec-
ción final ha tenido que ser en gran medida subjetiva.
Supone para mí una gran tristeza que, debido en gran parte a mis
limitaciones personales, los miembros de esta conferencia se hallen
algo descompensados, ya que los historiadores y los filósofos políti-
cos, en lugar de estar tan fuertemente representados como los econo-
mistas, suponen una minoría relativamente reducida. Ello se debe en
parte a que mis contactos personales con estos grupos son más limita-
dos, y a que, incluso entre los que estaban en la lista original, una pro-
porción especialmente elevada de los no economistas no pudo asistir,
pero también en parte al hecho de que, en esta coyuntura concreta, los
economistas parecen ser más conscientes de los peligros inmediatos y
de la urgencia de los problemas intelectuales que debemos resolver si
queremos contribuir a que los acontecimientos se desarrollen del modo
más deseable. Existen también desequilibrios nacionales entre los
miembros de esta conferencia, y lamento en especial que no haya re-

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presentación de Bélgica ni de Holanda. No me cabe duda de que, aparte


de estos fallos de los que soy consciente, habrá otros y quizá más im-
portantes errores que habré cometido involuntariamente, y todo lo que
puedo hacer es pedir su indulgencia, así como rogarles su ayuda para
que en el futuro podamos disponer de una lista más completa de to-
dos aquellos de los que podamos esperar una colaboración activa y
entusiasta con nuestros esfuerzos.
Me ha dado mucha moral el que ni uno solo de todos aquellos a los
que he enviado invitación haya dejado de expresar su apoyo a los
objetivos de la conferencia y su deseo de poder participar. Si no obs-
tante lo anterior, muchos de ellos no están aquí, se debe a dificultades
prácticas de una u otra clase. Probablemente desearán ustedes oír los
nombres de los que han expresado sus deseos de estar con nosotros y
su apoyo a los fines de esta reunión.1
Al mencionar a los que no pueden acompañarnos por razones co-
yunturales, debo mencionar también a otros con cuyo apoyo había
contado, pero que ya no volverán a estar con nosotros. En realidad
ninguno de los dos hombres con los que he trabajado más en el proyecto
de esta reunión han vivido para verla llevada a la práctica. Yo había
esbozado por primera vez este plan hace tres años en un pequeño grupo
en Cambridge presidido por Sir John Clapham, que se tomó un gran
interés, pero que murió súbitamente hace un año. Y hace ahora menos
de un año que discutí el plan en todos sus detalles con otro hombre cuya
vida ha estado totalmente dedicada a los ideales y problemas de los que
nos vamos a ocupar: Henry Simons, de Chicago. Pocas semanas más
tarde ya no existía. Si junto a sus nombres menciono también el de un
hombre mucho más joven que se tomó también un gran interés en mis
planes y a quien, si hubiera vivido, hubiera esperado ver como nues-
1 A continuación leí la siguiente lista de nombres: Costantino Bresciani-Turroni,
Roma; William H. Chamberlain, Nueva York; René Courtin, París; Max Eastman, Nueva
York; Luigi Einaudi, Roma; Howard Ellis, Berkeley, California; A.G.B. Fisher, Londres;
Eli Heckscher, Estocolmo; Hans Kohn, Northampton, Mass.; Walter Lippmann, Nue-
va York; Friedrich Lutz, Princeton; Salvador de Madariaga, Oxford; Charles Morgan,
Londres; W.A. Orton, Northampton, Mass.; Arnold Plant, Londres; Charles Rist, París;
Michael Roberts, Londres; Jacques Rueff, París; Alexander Rüstow, Estambul; Franz
Schnabel, Heidelberg; W.J.H. Sprott, Nottingham; Roger Truptil, París; D. Villey, Poi-
tiers; E.L. Woodward, Oxford; H.M. Wriston, Providence, R. I.; G.M. Young, Londres.
Aunque no estuvieron presentes en la reunión de Mont Pélèrin, todos los menciona-
dos aceptaron más adelante unirse a la sociedad como miembros fundadores.

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tro Secretario permanente, un puesto para el que Etienne Mantoux tenía


las características ideales, comprenderán ustedes lo duras que han sido
las pérdidas que ha padecido nuestro grupo antes incluso de haber
tenido la oportunidad de reunirse por primera vez.
Si no hubiera sido por estas trágicas muertes, no hubiera tenido que
trabajar en solitario en la convocatoria de esta conferencia. Confieso
que en un cierto momento estos golpes llegaron a debilitar completa-
mente mi resolución para proseguir con este plan. Pero cuando se
presentó la ocasión, creí mi deber hacer lo que pudiera al respecto.
Hay otro aspecto relacionado con la composición de nuestra con-
ferencia que debo mencionar brevemente. Tenemos entre nosotros un
cierto número de personas que escriben de modo regular en los pe-
riódicos, no porque se deba mencionar esta reunión en dichas publi-
caciones, sino porque ellos disponen de las mejores oportunidades
para difundir las ideas a las cuales estamos dedicados. Pero para tran-
quilizar a los restantes miembros, puede ser útil decir que, al menos,
o hasta que ustedes decidan lo contrario, creo que esta reunión debe
considerarse privada, y todo lo que aquí se diga será off the record.
De los temas que he propuesto para su examen sistemático por esta
conferencia, y que la mayoría de los miembros parecen haber aproba-
do, el primero es la relación entre lo que se denomina «libre empresa»
y un orden realmente competitivo. En mi opinión, es, con mucho, el
problema mayor y en muchos aspectos el más importante, y espero
que una parte considerable de nuestras intervenciones estará dedica-
da a su estudio. Se trata de una cuestión de la máxima importancia
que debemos tener bien clara en nuestra mente para determinar el
modelo de política económica que desearíamos ver aceptado de un
modo general. Son probablemente problemas por los que la mayor
parte de nosotros nos interesamos de un modo activo y donde es de
la máxima urgencia que juntemos el trabajo que hasta ahora se ha
hecho en distintas partes del mundo de forma independiente y en di-
recciones paralelas. Sus ramificaciones son prácticamente infinitas, ya
que su adecuado tratamiento supone un programa completo de polí-
tica económica liberal. Es probable que después de pasar revista al
problema general prefieran ustedes dividirlo en cuestiones más espe-
cíficas que puedan tratarse en sesiones independientes. De esta for-
ma podremos sacar tiempo para uno o dos de los temas adicionales

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que les mencioné en una de mis circulares, o para un problema distin-


to como el de la economía con alta inflación que, como ha observado
con razón más de un miembro, es en la actualidad la herramienta prin-
cipal con la que se fuerza un desarrollo colectivista en la mayoría de
los países. Quizá el mejor programa de la conferencia sea que, después
de dedicar una o dos sesiones al tema general, reservemos una media
hora al final de una de esas sesiones para decidir el rumbo de nues-
tras siguientes deliberaciones. Propongo que dediquemos toda la tar-
de de hoy a una visión general de esta cuestión, y entonces quizás me
permitirán ustedes decir unas palabras más sobre ella. Me he tomado
la libertad de rogar a los profesores Aaron Director de Chicago, Walter
Eucken de Friburgo y Maurice Allais de París que introduzcan el de-
bate sobre este tema, y no me cabe duda de que tendremos materia de
discusión más que sobrada.
Con toda la gran importancia que tiene el problema de los princi-
pios del orden económico, existen algunas razones por las que espero,
incluso en la primera parte de la conferencia, encontrar tiempo también
para los restantes asuntos. Creo que todos estamos de acuerdo en que
las raíces de los peligros políticos y sociales que debemos afrontar no
son solamente económicas y que, para conservar una sociedad libre,
se necesita una revisión de los conceptos que rigen nuestra generación,
y no sólo de los económicos. Creo que también nos ayudará a familia-
rizarnos con las cuestiones de una forma más rápida si durante los
inicios de la conferencia tratamos un campo más amplio y examinamos
nuestros problemas desde diferentes ángulos antes de intentar pasar
a aspectos más técnicos o a los problemas en detalle.
Seguramente estarán ustedes de acuerdo en que a lo largo de las
dos generaciones anteriores la interpretación y la enseñanza de la his-
toria han sido algunos de los principales instrumentos a través de los
cuales se han difundido de manera principal las concepciones anti-
liberales de las cuestiones que afectan al hombre: el fatalismo tan ex-
tendido que considera que todos los acontecimientos que han tenido
lugar son consecuencias inevitables de las grandes leyes de los even-
tos históricos necesarios; el relativismo histórico que niega todos los
criterios morales, salvo el de éxito y fracaso; el énfasis en los movimien-
tos de masas a diferencia de los logros individuales; y por último, pero
no por ello menos importante, la general insistencia en la importancia

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DISCURSO INAUGURAL DE UNA CONFERENCIA EN MONT PÉLÈRIN

de la necesidad material en contraposición con el poder de las ideas


para configurar nuestro futuro, son todas ellas facetas destacadas de
un problema que es tan importante y casi tan amplio como el econó-
mico. He sugerido como tema de discusión aparte únicamente un as-
pecto de este campo tan amplio, que es la relación entre la historio-
grafía y la educación política, pero este aspecto parcial nos conducirá
pronto al problema más general. Estoy muy satisfecho de que la Srta.
Wedgwood y el Profesor Antoni hayan aceptado abrir el debate sobre
esta cuestión.
Considero importante que comprendamos claramente que las doc-
trinas liberales populares, más en la Europa continental y en América
que en Inglaterra, contenían muchos elementos que, por una parte,
llevaban directamente a sus seguidores a las filas del socialismo o del
nacionalismo; y por otra ponían en su contra a muchos que compar-
tían los valores básicos de la libertad individual, pero que rechazaban
un excesivo racionalismo que no acepta más valores que aquellos cuya
utilidad (para un fin último nunca revelado) pueda ser demostrada por
la razón individual y que defiende que la razón puede explicarnos no
sólo lo que es, sino lo que debería ser. Personalmente, creo que este
racionalismo excesivo, que adquirió influencia en la Revolución Fran-
cesa y que durante los cien últimos años ha ejercido principalmente su
influencia a través de los movimientos gemelos del positivismo y del
hegelianismo, es la expresión de una soberbia intelectual que es lo
contrario de la humildad intelectual que constituye la esencia del ver-
dadero liberalismo, que considera con respeto aquellas fuerzas socia-
les espontáneas a través de las cuales los individuos crean cosas más
importantes que las que podrían crear intencionadamente. Este
racionalismo feroz e intransigente es el principal responsable del abis-
mo que, especialmente en la Europa continental, ha apartado a menu-
do a la gente religiosa del movimiento liberal hacia el campo reaccio-
nario, en el que no se sienten a gusto. Estoy convencido de que, a menos
que pueda remediarse esa separación entre las verdaderas conviccio-
nes religiosas y liberales, no hay esperanza de un resurgimiento de las
fuerzas liberales. Hay en Europa muchos signos de que semejante re-
conciliación está hoy más cerca de lo que lo ha estado durante mucho
tiempo, y de que mucha gente ve en ella la mejor esperanza de conser-
var los ideales de la civilización occidental. Por esta razón yo tenía un

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interés especial en que el tema de la relación entre liberalismo y cris-


tianismo fuera uno de los temas de nuestro debate, y, aunque no pue-
de esperarse profundizar mucho en este tema en una sola conferencia,
me parece esencial que abordemos el problema de forma explícita.
Los otros dos temas de debate que he sugerido consisten en aplica-
ciones de nuestros principios a los problemas concretos de nuestro
tiempo, más que en cuestiones de principio en sí mismas. Pero tanto
el problema del futuro de Alemania como el de la posibilidad y pers-
pectivas de una eventual federación europea me han parecido temas
de una urgencia tan inmediata, que no es posible que un grupo interna-
cional de estudiosos de la política se reúna sin considerarlos, aunque
no podamos esperar hacer mucho más que clarificar un poco nuestras
mentes mediante el intercambio de opiniones. Ambas son cuestiones
sobre las cuales el principal obstáculo a cualquier discusión razona-
ble es, más que cualquier otro, el estado actual de la opinión pública,
y creo que tenemos un deber especial de no eludir su consideración.
Un síntoma de su complejidad es que he tenido grandes dificultades
para convencer a todos los miembros de esta conferencia para que
abran el debate sobre estos dos temas.
Hay otro punto principal que me hubiera gustado ver debatido,
porque me parece esencial para nuestro problema, es decir: el signifi-
cado y condiciones del imperio de la ley. Si no lo he sugerido, ha sido
porque, para tratar adecuadamente este problema, hubiera sido nece-
sario ampliar más incluso el número de miembros incluyendo a juris-
tas. De nuevo ha sido la falta de conocimientos por mi parte la que lo
ha impedido, y si menciono este punto es principalmente para resaltar
hasta qué punto deberemos extender nuestras redes si pretendemos
estar preparados para tratar convenientemente todos los distintos as-
pectos de nuestro objetivo dentro de una organización permanente.
Pero creo que el programa que he sugerido es suficientemente ambi-
cioso para esta conferencia. Dejaré ya este punto para tratar una o dos
cuestiones que debo comentar brevemente.
En lo que a la primera de ellas se refiere, la organización formal de
esta conferencia, no creo que debamos complicarnos con ninguna bu-
rocracia elaborada. No podríamos desear una persona más cualifica-
da para presidir esta primera reunión que el profesor Rappard, y es-
toy seguro de que me permitirán ustedes agradecerle en su nombre que

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DISCURSO INAUGURAL DE UNA CONFERENCIA EN MONT PÉLÈRIN

haya aceptado. Pero no debemos esperar de él, ni de nadie más, que


lleve esa carga a lo largo de toda la conferencia. La mejor solución será
probablemente que el cargo sea rotatorio y, si están de acuerdo, uno de
los actos de esta primera reunión será la elección de presidentes para
las próximas sesiones. Si acordamos un programa al menos para la
primera parte de la conferencia, no nos quedaría apenas aspecto for-
mal alguno que tratar hasta que elaboremos la agenda de la segunda
parte, lo que sugiero tenga lugar en una reunión especial el lunes por
la tarde. Sería bueno que designáramos además en esta reunión un pe-
queño comité de cinco o seis miembros para cumplimentar los detalles
del programa que ahora acordemos, o para efectuar los cambios que
las circunstancias aconsejen. Puede que crean ustedes necesario desig-
nar un secretario de la conferencia, o quizá mejor dos secretarios: uno
para ocuparse del programa y otro de los asuntos generales. Creo que
por el momento esto sería más que suficiente para establecer un pro-
cedimiento regular para nuestra reunión.
Hay otro punto de organización que creo debo mencionar en este
momento. Desde luego, me ocuparé de que se redacten las actas co-
rrespondientes a la parte crucial de nuestras reuniones. Pero no se ha
previsto, ni parece posible, tomar en taquigrafía el contenido de las
mismas. Además de las dificultades técnicas evidentes, se hubiera
impedido así el carácter privado e informal de nuestros debates. Pero
espero que los mismos miembros tomarán algunas notas de sus prin-
cipales aportaciones para que, si la conferencia decide reunir los prin-
cipales documentos en algún tipo de informe escrito, les sea más fácil
poner sobre el papel lo esencial de sus intervenciones.
También está la cuestión del idioma. En mi correspondencia pre-
liminar he supuesto tácitamente que todos los miembros estaban fa-
miliarizados con el inglés y, dado que es así con respecto a la mayo-
ría de nosotros, la utilización principal del inglés facilitaría en gran
medida nuestras deliberaciones. No estamos en la afortunada situa-
ción de los organismos oficiales internacionales, que disponen de un
cuerpo de intérpretes. En mi opinión, la regla debería ser que cada
uno se exprese en el idioma en el que crea que va a ser más amplia-
mente comprendido.
El objetivo inmediato de esta conferencia es, desde luego, propor-
cionar la oportunidad, para un grupo relativamente reducido de

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aquellos que en diferentes partes del mundo se esfuerzan por los mis-
mos ideales, de conocerse, de aprovechar sus respectivas experien-
cias, e incluso de animarse mutuamente. Tengo la esperanza de que,
al final de estos diez días, estarán ustedes de acuerdo en que la con-
ferencia habría merecido de sobra la pena aunque sólo se hubiera
conseguido lo dicho. Pero espero más bien que este experimento de
colaboración tendrá tanto éxito, que desearemos su continuidad, de
una forma u otra.
Aunque el número total de personas que comparten nuestras ideas
generales es relativamente pequeño, es obvio que hay entre ellas mu-
chos más intelectuales activamente interesados en los problemas que
he subrayado que los pocos que están presentes aquí. Yo mismo po-
dría haber confeccionado una lista el doble o el triple de larga, y con
las sugerencias que ya he recibido, no me cabe duda de que entre to-
dos podríamos preparar sin dificultad una lista de varios centenares
de hombres y mujeres de distintos países que comparten nuestras
creencias generales y están dispuestos a trabajar por ellas. Espero que
preparemos dicha relación eligiendo cuidadosamente los nombres y
estableciendo algún medio para que se mantengan continuamente en
contacto. Pongo encima de la mesa una primera versión de la lista, y
les ruego que añadan tantos nombres como les parezca, que indiquen
mediante sus firmas cuáles de los que ya están desean apoyar, o qui-
zá también que me digan en privado si alguna de las personas que
aparecen en la lista les parece que no es adecuada como miembro de
una organización permanente. Creo que no deberíamos incluir en la
lista ningún nombre a menos que cuente con el apoyo de dos o tres
miembros de nuestro actual grupo, y sería conveniente designar, más
avanzada la conferencia, un pequeño comité para preparar la relación
final. Doy por sentado que todos los que fueron invitados en princi-
pio a esta conferencia, pero que no pudieron asistir, serán incluidos
de oficio en la lista.
Es claro que existen muchas formas en las que pueden llevarse a
cabo estos contactos regulares. Cuando en una de mis circulares em-
pleé la expresión algo grandilocuente de una «Academia Internacio-
nal de Filosofía Política», quería significar con el término «academia»
un aspecto que creo esencial para que una tal organización permanente
pueda cumplir sus objetivos: debe mantenerse como sociedad cerra-

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da, no abierta a todos sin excepción, sino únicamente a los que com-
partan con nosotros algunas convicciones básicas comunes. Sólo se
podrá conservar este carácter si se accede a la condición de miembro
únicamente por elección, y si somos tan selectivos para admitir a al-
guien en nuestro círculo como las más importantes y doctas academias.
No quería decir que debamos llamarnos «academia». A ustedes les
corresponderá, si deciden crear una asociación, elegir un nombre para
ella. A mí me gustaba la idea de llamarla Asociación Acton-Tocque-
ville, y alguien ha sugerido que podría ser apropiado incluir a Jakov
Burckhardt como tercer nombre. Pero ésta es una cuestión que no te-
nemos por qué considerar por el momento.
Aparte del punto importante de que, en mi opinión, cualquier or-
ganización permanente que creemos debe ser una sociedad de acceso
limitado, no tengo criterio formado acerca de su organización. Hay
muchos argumentos a favor de darle, al menos al principio, una es-
tructura lo más somera posible, no más que una sociedad de corres-
pondencia en la que la lista de miembros no sirva sino para que éstos
se mantengan en contacto entre sí. Si fuera posible, aunque me temo
que no lo sea, que cada miembro proporcionara a cada uno de los otros
una reproducción o una copia mimeográfica de sus escritos más im-
portantes, esto sería en muchos aspectos una de las cosas más útiles
que podríamos hacer. Por una parte, se evitaría el riesgo, como suce-
dería con una revista especializada, de tratar sólo con los ya conven-
cidos, y también lograríamos de este modo mantenernos informados
de las actividades, paralelas o complementarias, de los demás. Pero
es necesario conciliar estos dos deseos, es decir, que el esfuerzo de los
miembros de nuestro grupo lleguen a una gran variedad de audien-
cias y que no se limiten a los ya convencidos, y que al mismo tiempo
los miembros de nuestro grupo estén completamente informados de
las aportaciones de los otros. Por ello tendremos al menos que consi-
derar la posibilidad de publicar, más pronto o más tarde, una revista.
Puede muy bien suceder que durante algún tiempo todo lo que
podamos conseguir sea una organización tan vaga e informal como
la que he apuntado, ya que otra cosa requeriría unos recursos finan-
cieros mayores que los que podremos reunir entre nosotros. Si hubie-
ra más fondos disponibles, podríamos considerar todas las posibili-
dades. Pero, con todo lo deseable que pudiera ser el disponer de más

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E S T U D I O S D E F I L O S O F Í A , POLÍTICA Y E C O N O M Í A

fondos, me conformaré con un comienzo tan modesto, si es todo lo que


podemos hacer sin comprometer en modo alguno nuestra completa
independencia.
Esta conferencia en sí misma demuestra, desde luego, en qué me-
dida el logro de nuestros fines depende de las posibilidades de dispo-
ner de ciertos medios financieros, y hay que tener en cuenta que no
siempre podemos esperar tener la misma suerte que esta vez, al haber
conseguido los fondos necesarios procedentes en su mayor parte de
Suiza, y de los Estados Unidos en lo que respecta a los gastos de viaje
de nuestros amigos americanos, sin que estuvieran ligados a condi-
ción o limitación alguna. Quisiera aprovechar esta primera oportuni-
dad para tranquilizarles expresamente sobre este punto y al mismo
tiempo manifestar en qué gran medida debemos estar agradecidos por
su ayuda en el aspecto financiero al Dr. Hunold, que ha reunido los
fondos suizos, así como a W.H. Luhnow, del William Volker Charities
Trust de Kansas City, que ha hecho posible la participación de nues-
tros amigos americanos. Debemos estar doblemente agradecidos al Dr.
Hunold por haberse ocupado de toda la infraestructura local, y a cu-
yos esfuerzos y previsión debemos todos los placeres y las comodida-
des que estamos disfrutando ahora.
Creo que sería mejor que no nos ocupáramos de los aspectos prác-
ticos que he mencionado hasta que no nos conozcamos todos mucho
mejor y tengamos más elementos de juicio que ahora sobre las posibi-
lidades de colaboración entre nosotros. Espero que haya muchas con-
versaciones privadas sobre estos temas durante los próximos días, y
que a lo largo de los mismos nuestras ideas vayan cristalizando gra-
dualmente. Cuando después de tres días de trabajo y otros tres días
de compañerismo más informal volvamos a nuestras sesiones norma-
les de trabajo, deberíamos reservar una de dichas reuniones para un
examen sistemático de las posibilidades. Dejaré hasta entonces cual-
quier intento de justificar el nombre que he sugerido en principio para
nuestra asociación permanente, o cualquier tratamiento de los princi-
pios y objetivos que deben regir su actividad.
De momento, somos solamente la Conferencia Mont Pélèrin, a la
que deben ustedes dotar de sus propias reglas y cuya forma de proce-
der y cuyo destino están ahora enteramente en sus manos.

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