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CARACAS Y LA GUAIRA VISTA POR UN VIAJERO ALEMÁN

Friedrich Gerstäecker nació en Hamburgo, en 1816. Se le conoce como escritor y buen


prosista. En 1837 había viajado a los Estados Unidos donde se dedicó a distintos oficios para
mantenerse. Estuvo en el norte de América hasta 1843. La experiencia que acumuló en este
período la vertió en escritos de textura literaria. Sus obras más conocidas son Los
reguladores en Arkansas y Los piratas en el río Mississipi. Se convertiría así en un escritor
reconocido y con lo que consiguió un sustento. Fue hijo de dos cantantes de ópera.

En 1849, cuatro años después de haber contraído matrimonio, volvió a América, esta vez a la
parte sur. Luego pasaría por Australia y regresaría a Europa en 1852. De nuevo regresaría a
Suramérica entre 1860 y 1861. Su último viaje a este continente lo llevó a cabo en 1867 y
estuvo en Venezuela en 1868. Murió en Braunschweig en 1872, justo cuando se preparaba
para un viaje a Asia y la India. Dejó escrita una vasta obra relacionada con diarios de viaje,
cuentos y novelas.

Las primeras líneas que redactó sobre Venezuela las dedicó a La Guaira de la que expresó su
agrado, en especial el paisaje que evidenció desde el pequeño puerto o rada abierta, tal cual lo
calificó, “en medio de sus cocoteros y dominado por las poderosas laderas de los cerros
cubiertos de verdes bosques, de una belleza encantadora”. Consideró una verdadera lástima
que no se aprovecharan las condiciones naturales para construir un buen puerto, así como la
extensión de una vía férrea en declive y sin locomotora. “Es más, con el terreno que se
ganaría, estaría prácticamente pagado el trabajo. Pero los descendientes de los españoles son
indolentes y no explotan ni siquiera lo que ya los españoles dejaron hecho, mucho menos
crearían algo nuevo”.

En referencia a lo observado en La Guaira escribió que el “verdadero puerto” estuvo situado


al lado oeste, al igual que las ruinas dejadas por el terremoto de 1812, “que arrasó también
Caracas”. Describió haber presenciado los restos de una antigua iglesia y que entre sus
escombros crecía la vegetación constituida por árboles y arbustos. “Bien porque a la gente le
pareciera demasiado laborioso tumbar la vieja mampostería y volver a fabricar en el mismo
lugar, o porque temieran nuevos movimientos sísmicos, el caso es que se mudaron más hacia
el este, para construir allá la nueva ciudad, y, sin embargo, en el nuevo sitio están más
estrechados por las rocas de lo que lo estaban en el sitio antiguo y ciertamente están
expuestos al mismo peligro”.

Al observar esta situación no desaprovechó la oportunidad para plantear comparaciones de lo


que estaba presenciando y lo precisado en los Estados Unidos, así como en su país de
nacimiento. Del país del norte señaló el aprovechamiento productivo que se hacía de cada
palmo de terreno, consideración a la que sumó “es un espectáculo verdaderamente
extraordinario ver aquí un puerto que, en su calidad de portal de un país inmensamente rico,
deja amontonada en su inmediata vecindad un cúmulo de ruinas y no sabe siquiera qué hacer
del espacio inutilizado – pues ni aun espectros hay allí, con los que nosotros al menos de
inmediato hubiéramos poblado una ciudad derruida en nuestro país”.

Al inicio de su descripción de la ciudad de Caracas lo primero que anotó era que la había
imaginado de calles anchas y casas de baja altura y rodeadas de espléndida vegetación.
Reconoció que había errado con su figuración, excepto por la vegetación que se presentaba
de modo dadivoso. La inicial sorpresa tuvo que ver con la iluminación artificial la cual era a
base de gas. En cuanto a las casas si eran chatas, sin azoteas o planas como en las ciudades
españolas, pero de techos oblicuos cubiertos de tejas, mientras las calles eran estrechas.

Una de las cosas que atrajo su atención, en Caracas, fue la cantidad de alemanes que hacían
vida en ella como comerciantes. Ya en La Guaira se había topado con algunos oriundos de su
país y que, al hacer referencia a sus esposas, señaló que las mujeres eran “realmente
hermosas”. Añadió que en esta capital los alemanes habían contraído matrimonio con damas
criollas y descendientes de españoles. De los niños que conoció de estas coyundas indicó “Es
verdad que no he encontrado en ningún país tantos muchachos bonitos como en Venezuela”.

Acerca de quienes calificó como “familias cultas” expresó que estaban más cerca de Europa,
más “que, en ninguna otra parte del continente sudamericano, como de hecho ya están más
próximos por su situación geográfica”. Apreció en ellos el dominio de la lengua francesa,
inglesa y alemana. De los descendientes de estas coyundas expresó que se comunicaban en
español y que se preocupaban por mantener la lengua de sus progenitores.

De los alemanes residentes en Caracas, así como en La Guaira y Puerto Cabello, indicó que
se dedicaban al comercio. Aunque también se topó con artesanos. Mostró sorpresa al no ver
médicos de nacionalidad alemana, contó haber conocido uno en La Guaira pero que no tenía
trato con sus paisanos.

De los alrededores de Caracas expresó que eran “maravillosos”. Esto lo evidenció al observar
la producción de café, caña de azúcar y cambures. Lamentó, en cambio, haber visitado la
ciudad en tiempos de sequía por lo que no pudo apreciar el fresco y abundante verdor de la
temporada lluviosa. Escribió haber disfrutado los paseos a caballo, acompañado de paisanos
alemanes y ver paisajes hermosos. Anotó que al remontar el Guaire era notorio la fertilidad
de la tierra.

Cerca de este lugar se había encontrado al “general negro Colina” quien, según escribió, era
el azote del lugar y que la gente lo llamaba “El Cólera”. Éste se encontraba en compañía de
sus subalternos, todos integrantes de una tropa gubernamental. A propósito de este fortuito
encuentro y de observar las consecuencias de sus acciones para con los pobladores que
habían huido de la zona por temor o porque les habían arrancado lo poco que poseían,
escribió “hasta a uno mismo había de sangrarle el corazón de ver cómo una administración
deplorable e inconsciente maltrataba, chupaba y pisoteaba este bello país… al borde de las
carreteras todo era desolación, como si una plaga de langostas hubiera pasado sobre los
campos de maíz, y es que estos señores habían procedido a semejanza de estos terribles
insectos”.

En su narración expuso ante los potenciales lectores haber encontrado en el camino grupos
integrados por tres o cuatros hombres armados que arreaban pequeños rebaños de ganado, a
lo que agregó “robadas, por supuesto”. Según constató las obtenían de algunas familias, “sin
importarles un comino si la familia poseía solo aquella vaca y vivía de ella. Había, desde
luego, una constitución en el país, pero no había ley: el general negro Colina mandaba en el
lugar donde se encontraba de momento con sus pandillas, y donde él estaba no había
apelación ante una instancia más alta”.

Más triste le parecieron los lugares por donde pasaban y al observar cuatro casas edificadas,
tres estaban deshabitadas porque sus ocupantes habían tenido que huir a otro lugar. Adjudicó
esta situación a la forma como actuaban la soldadesca al estilo de Colina y los suyos. A esta
aseveración agregó: “¡Quién hubiera aceptado vivir entre esa chusma pudiendo irse de alguna
manera! Pero en las restantes viviendas se habían instalado los propios soldados, que
acampaban delante de las puertas con los fusiles recostados a su lado o se entretenían jugando
barajas, pero también se nos acercaban pordioseando concienzudamente dondequiera que
encontraban la ocasión”.

Escribió que en el camino se habían topado con el general Colina y sus acompañantes, un
“pardo y otro amarillo”. Se le notaba muy enojado. Venía de la ciudad. “Probablemente había
querido conseguir dinero para sus oficiales – porque a los soldados no se les daba nada – y
obtenido, en cambio, como de costumbre, un vale para la aduana”.

De acuerdo con Gerstaecker situaciones como la descrita por él era una de las peculiaridades
de las actuaciones del presidente Juan Crisóstomo Falcón. Quien conseguía recursos para
mantenerse a sí mismo, porque los soldados, que lo mantenían en el poder, no podían
conseguir lo necesario para vivir, y para su sustento se veían constreñidos a robar. “El
presidente no robaba sino para sí”.

Lo que vio en el campo también lo presenció en la ciudad capital, es decir, “un bochinche
espantoso”. Según narró, algunas acciones que presenció le parecieron cómicas. Dijo que
cuando un gabinete dimitía llegaban otros con un “nuevo enjambre de funcionarios”. Para dar
mayor vigor a este argumento expuso ante los lectores que cuando se despedía a los
secretarios de un ministerio, “se llevaban no solamente todo el papel, sobres y plumas,
comprados después de todo por cuenta y crédito del Estado”. Al llegar los nuevos
funcionarios debían, agregó, por cuenta propia, proveerse de los materiales necesarios para el
funcionamiento del ministerio. “Esto suena, de hecho, inverosímil, pero es, no obstante,
verdad y puede ofrecer una visión del estado de cosas que reina en todas estas repúblicas con
sus constantes cambios de gobierno”.

Sin embargo, el paisaje natural le parecía deslumbrante y exuberante. Los paseos más
hermosos, contó, los realizó montado a caballo. Por los linderos de Caracas observó
plantaciones de café. De éstas señaló que en esta comarca se cultivaban cobijados por árboles
de sombra, “lo que da a tales plantaciones algo de europeo”. Según se había informado por la
vía que transitó se había programado una línea de ferrocarril. Esto lo llevó a escribir
“Tiempos tranquilos en Venezuela” y con ello ratificar la falta de compromiso para cumplir
con lo dispuesto.

En referencia con este plan ferrocarrilero, que no llegó a cristalizar, escribió que había
experimentado gran asombro al ver algunos vagones de pasajeros en un andén abandonado.
Se acercaron a él y “descubrí algo que nunca hubiera creído posible: un vagón de pasajeros
techado con ladrillos rojos”. En este orden de ideas, narró haber reído al ver en Arkansas
vagones cubiertos con tejas, “en verdad, bien divertido de ver y con toda probabilidad este
vagón era un ejemplar único en el mundo entero”.

Del que estaba cubierto con ladrillos fue asociado por él con un establo o un lavadero. Por la
información que obtuvo, sólo eran utilizados por algunos serenos para dormir. El ferrocarril
había funcionado en algún momento, pero por razones económicas no había continuado en
funciones. Quedó para un futuro la culminación del mismo, “reservada a las futuras
generaciones para que no les faltara que hacer”.
Escribió que al pisar La Guaira, sus paisanos le habían recomendado que se quedara en
Caracas para presenciar los actos de Semana Santa que en ella se desarrollaban. Así lo hizo,
“y no tuve más tarde motivo de arrepentimiento”. Sin embargo, se le había comunicado que
justo el año de su visita las celebraciones de la Semana Mayor no estarían tan esplendorosas
como las de años anteriores. Esto debido a la situación política reinante, caracterizada por sus
acciones opresivas. Para él era una situación única porque nunca había presenciado en
América una festividad como esta.

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