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PREPARÁNDONOS PARA EL AMOR CONYUGAL

Temario para grupos de novios


Colección RECURSOS DE PASTORAL
ÚLTIMOS TÍTULOS PUBLICADOS

20. Materiales para la clase de Religión en Primaria/2. Miguel


Ángel Torres.
21. Materiales para la clase de Religión en Primaria/3. Miguel
Ángel Torres.
22. Formación de jóvenes para la vida/1. AA.VV.
23. Formación de jóvenes para la vida/2. AA.VV.
24. Cristiano vivo. Cesáreo Fernández de las Cuevas.
25. Hasta dar la vida. José Miguel Núñez.
26. Ejercicios Espirituales. José María Rueda, S.J.
27. Encuentros vocacionales con jóvenes. Secundino Movilla.
28. Materiales para la clase de Religión en Bachillerato. M. A.
Torres / J. L. Méndez.
29. Catequesis del matrimonio. Eugenio Alburquerque.
30. Convivencias para Adviento y Cuaresma. Álvaro Ginel.
31. Hacia la Pascua. José Real Navarro.
32. De Getsemaní a Pascua. Equipo Pasionista.
33. ¿Quién decís que soy yo? José Miguel Núñez.
34. Preparad el camino. José Real Navarro.
35. Convivencias con mujeres. María del Carmen Cirujano.
36. Encuentros sobre la Eucaristía. José Antonio Rivera.
37. Convivencias con grupos. Miguel Ángel Lucea.
38. Los cristianos en la Historia/1. Miguel Ángel Torres Merchán.
39. Mejoremos nuestras reuniones. Enzo Bianco.
40. Los cristianos en la Historia/2. Miguel Ángel Torres Merchán.
41. ¡La vida de Jesús en juegos! José María Escudero.
42. Claves de acción pastoral con los excluidos. Julio César
Rioja.
43. Apuntes de pastoral gitana. Sergio Rodríguez.
44. Talleres de formación de evangelizadores jóvenes.
Secundino Movilla.
45. Educar: un compromiso cristiano. José María Escudero.
46. Días mundiales. Almudena Colorado.
47. Descubrir el templo cristiano. Miguel Ángel Torres.
48. Un curso a ritmo de juego. José María Escudero.
49. La Educación de la Interioridad. Elena Andrés.
50. La Palabra de Dios, fuente de oración. Álvaro Ginel.
51. Catequesis con dibujos. Álvaro Ginel.
52. Celebraciones especiales para la catequesis de Primera
Comunión. Álvaro Ginel.
53. Preparándonos para el amor conyugal. Movimiento Familiar
Cristiano.
54. Gestos y dinámicas. José María Escudero.
55. Educar en el silencio y en la interioridad. Mario Piera.
56. Credos. Pedro Río.
57. ¡Nos casamos! Claude Hériard.
58. Propuestas y actividades para la catequesis. Giovanni
Marchioni.
59. Bienaventuranzas. Pedro Río.
RELACIÓN DE COLABORADORES

Agradecemos al equipo de sacerdotes y matrimonios que han escrito y colaborado en


el presente volumen. Ellos son sus autores:
Julio Alonso Ampuero
Enrique Alonso Hernández / Teresa Guardia Carrillo
Ramón Bernácer Roig / María Rosa María Rubio
José Mª Campos Peña
Pedro Carpintero Organero
Jesús Manuel Díaz-Rincón Díaz / Mercedes Muelas Ballesteros
Alfonso Fernández Benito
José Enrique García Rodríguez / Mª Teresa Hernández Echaniz
Pablo Pascual Villoria
Manuel Reyes Ruiz
Francisco Rodríguez Arenas / Mª del Carmen Ramos Peñalver
Francisco Javier Salazar Sanchis
Antonio Vargas Sabadías / Mª Antigua Díaz-Toledo González

Segunda edición: noviembre 2013.

Página web de EDITORIAL CCS: www.editorialccs.com

© Movimiento Familiar Cristiano • Equipo de Presidencia Nacional


© 2012. EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación
pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con
la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,
www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento
de esta obra.
Diagramación editorial: Alberto Díez
Diseño de portada: Olga R. Gambarte
ISBN (pdf): 978-84-9023-610-9
Índice

Presentación
Prólogo Sr. Arzobispo de Toledo

CAPÍTULO 1
EL MISTERIO NUPCIAL DE LA PERSONA:
IDENTIDAD Y DIFERENCIA
1. El ser humano, creado a imagen de Dios
2. Ser persona humana
3. «Varón y mujer, los creó»: institución divina del matrimonio
4. La sexualidad forma parte esencial de la identidad personal

CAPÍTULO 2
VOCACIÓN AL AMOR
1. El amor en general
2. El amor interpersonal o los «dos objetos» del amor
3. El amor conyugal
4. Propiedades naturales del amor conyugal

CAPÍTULO 3
LAS CUATRO ESTACIONES DEL AMOR
1. La primavera del amor
2. Llegó el invierno
3. El verano, con sus frutos
4. El otoño, su mejor estación

CAPÍTULO 4
EL DIÁLOGO CONYUGAL
1. ¿Qué es dialogar?
2. ¿Para qué sirve el diálogo?
3. ¿Cómo se favorece el diálogo?
4. ¿De qué podremos dialogar en casa?
El «deber de sentarse». Diez consejos para el diálogo
matrimonial

CAPÍTULO 5
LA SEXUALIDAD, AL SERVICIO DEL AMOR
1. Genitalidad y sexualidad
2. Significado de la sexualidad: al servicio del amor
3. Dimensión personal de la sexualidad humana
4. Dimensión unitiva y procreadora de la sexualidad humana
5. Sentido del pudor: promoción del amor

CAPÍTULO 6
VIRTUD DE LA CASTIDAD, LA ANTESALA DEL
AMOR
1. Las virtudes
2. La virtud de la castidad
3. Herida del pecado
4. La redención del cuerpo

CAPÍTULO 7
EL PLAN DE DIOS SOBRE EL MATRIMONIO
1. ¿Dios tiene un plan?
2. «Vio Dios que era muy bueno» (Gén 1,31)
3. El enemigo del matrimonio
4. El Redentor del matrimonio

CAPÍTULO 8
EL MATRIMONIO ES UN SACRAMENTO
1. ¿Qué son los sacramentos?
2. ¿Qué aporta Cristo al Matrimonio?
3. El Matrimonio entre los bautizados es un sacramento
4. Las gracias del sacramento del Matrimonio

CAPÍTULO 9
SEGUIMIENTO E IMITACIÓN DE CRISTO
1. La primera llamada a la santidad
2. Segunda llamada: la vocación específica
3. Seguimiento e imitación de Cristo
4. La vocación a la santidad es vocación al amor
5. El Matrimonio es participación del amor de Cristo a su Iglesia
6. Vinculación a movimientos apostólicos de carácter familiar

CAPÍTULO 10
PATERNIDAD RESPONSABLE: ÉTICA DE LA
DECISIÓN
1. Paternidad responsable en el Concilio Vaticano II (1966)
2. «Ética de la decisión» procreadora (GS 50)
3. «Ética de la ejecución» o de los medios a emplear (GS 51)

CAPÍTULO 11
PATERNIDAD RESPONSABLE: ÉTICA DE LA
EJECUCIÓN
1. Paternidad responsable en la encíclica «Humanae vitae», de
Pablo VI (1968)
2. Una única norma moral en doble formulación
3. Argumento de inseparabilidad moral
4. Diversidad esencial entre abstinencia periódica y métodos
artificiales

CAPÍTULO 12
LA ESPIRITUALIDAD CONYUGAL Y FAMILIAR
1. Espiritualidad: la vida nueva en el Espíritu
2. Vivir la caridad conyugal
3. Espiritualidad conyugal, para cumplir los fines del matrimonio
4. Espiritualidad familiar de comunión
5. Medios espirituales

CAPÍTULO 13
HACED DE VUESTRA FAMILIA UNA IGLESIA
DOMÉSTICA
1. Iglesia doméstica
2. El «ministerio conyugal»: contenido, campos y modalidad
3. Los esposos, profetas, sacerdotes y reyes de la Iglesia
doméstica

CAPÍTULO 14
FAMILIA EVANGELIZADORA Y TRANSMISORA
DE LA FE
1. La «nueva evangelización» pasa por la familia
2. Familia evangelizada y evangelizadora: profetas, sacerdotes
y reyes
3. Ayudas y mediaciones

CAPÍTULO 15
LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
1. El don de los hijos
2. Educar a los hijos
3. Educación personalizada
4. Educar con autoridad
5. Educar en austeridad
6. Educar con coherencia

CAPÍTULO 16
LA CELEBRACIÓN DEL MATRIMONIO
CRISTIANO
1. El expediente matrimonial
2. Algunos consejos prácticos
3. La celebración del sacramento del Matrimonio
4. El rito litúrgico del matrimonio

CAPÍTULO 17
FAMILIA, DEFENSORA DE LA VIDA
1. Familia, santuario de la vida
2. El «evangelio de la familia» y «el evangelio de la vida»
3. La vida física de la persona humana es sagrada e inviolable
4. El servicio a la vida en los esposos: procreación y educación
de los hijos
5. Técnicas de reproducción artificial

CAPÍTULO 18
LA VIDA EN SUS FUENTES: LOS MÉTODOS
NATURALES
1. Qué son los métodos naturales
2. Eficacia técnica y licitud moral
3. Ventajas y beneficios de los métodos naturales
4. Base científica y diversidad de métodos naturales

CAPÍTULO 19
LA FAMILIA EN LA SOCIEDAD
1. Modelos falsos de familia
2. La familia, ¡qué gran invento divino!
3. La familia, «cuna de cada persona» y «célula vital» de la
sociedad
4. La familia, protagonista de la vida social
Presentación

El Movimiento Familiar Cristiano siempre ha mostrado gran


inquietud y preocupación por la formación de los matrimonios y los
novios.
Tanto en la exhortación «Familiaris Consortio», como en el
«Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España», se
menciona de forma explícita la necesidad de una preparación
próxima de los futuros matrimonios.
Esta publicación surge como respuesta a las necesidades
actuales de formación de los novios para constituir matrimonios y
familias que vivan el Evangelio de la familia y la vida en todo su
esplendor.
Esta inquietud la trasladamos a nuestro obispo diocesano, D.
Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo, quien la acogió con
todo entusiasmo, sugiriendo la posibilidad de que pudiera coordinar
la realización del proyecto a D. Alfonso Fernández Benito, profesor
de Teología Moral en el Instituto Superior de Estudios Teológicos
«San Ildefonso» (Toledo) y en la Facultad de Teología «San
Dámaso» (Madrid), y director del Instituto de Ciencias Religiosas de
Toledo. Él es buen conocedor de nuestro Movimiento, ya que fue
consiliario diocesano del mismo; es gran amigo nuestro. D. Alfonso,
a pesar de su mucho trabajo, lo aceptó con ilusión y en agosto de
2010 comenzamos la elaboración del libro.
Contamos con el apoyo de nuestro consiliario general, D. Pedro
Carpintero Organero, y con la colaboración de diferentes
matrimonios y sacerdotes, quienes han intervenido directamente en
la elaboración de los temas. A todos se lo agradecemos muy
sinceramente.
Como todas las publicaciones del MFC, la presente está
diseñada para trabajar en grupos; trata de fomentar la reflexión
personal y el diálogo entre los esposos y, en este caso, entre las
parejas de novios.
Es muy importante seguir la metodología que a continuación
detallamos y que está contrastada desde hace más de cuarenta
años con que cuenta el MFC.
Los temas se leerán individualmente y posteriormente los novios
lo comentarán entre sí, ayudándose de las preguntas, anotando en
un cuaderno aquellas opiniones más sobresalientes o que se
quieran compartir con el grupo.
La reunión del grupo comienza con una reflexión sobre la
Palabra de Dios que está en cada tema y que se debe hacer
pausadamente y compartiendo entre todos lo que hemos sentido
ante ella.
Posteriormente se irán exponiendo los diferentes puntos de vista
de los componentes, puntualizados por el consiliario, que les
acompaña y cuya presencia y ayuda es insustituible.
Si por la profundidad del tema o su extensión hay que dedicar
más de una reunión no hay ningún inconveniente en ello. Terminada
la reunión, de aproximadamente una hora y media, se leerá la
oración final y se fijará la fecha de la siguiente.
Encomendamos este trabajo a nuestra Madre, la Virgen María,
primera promotora de la familia, quien desde aquel «no tienen vino»
no ha dejado de interceder por las familias en todo momento.

María Rosa María Rubio y Ramón Bernácer Roig


Presidentes nacionales MFC

Pedro Carpintero Organero


Consiliario general MFC
Prólogo

1. El libro que tienes en tus manos, querido lector, es singular


por diversas razones; no sólo por el esmero que han puesto sus
diversos autores, fruto de un trabajo de comunión entre
matrimonios, sacerdotes y consagrados, sino sobre todo porque,
estando dirigido a cada individuo, sin embargo este ha de realizar un
esfuerzo en leerlo en clave matrimonial y familiar. De ahí que el
principal destinatario del mismo sean aquellos novios que deseen
prepararse en grupo con ocasión del sacramento del matrimonio. Se
trata, pues, de un buen instrumento para la formación y vida del
noviazgo, entendido este —salvadas las distancias— como algo
semejante a un «noviciado». No obstante, la presente obra también
tiene en cuenta otros muchos destinatarios —directos e indirectos—,
aunque fundamentalmente dos: matrimonios que deseen
profundizar en la grandeza de «su» sacramento; agentes de
pastoral prematrimonial y familiar.
2. El libro pretende dar respuesta en diecinueve capítulos a dos
preguntas esenciales que los novios han de relizarse: ¿por qué nos
casamos? y ¿por qué nos casamos por la Iglesia? Son diecinueve
preocupaciones fundamentales que no pueden faltar en todo
itinerario —inmediato o próximo— al sacramento del matrimonio,
bajo la síntesis del amor: ser amados y amar, esta es la cuestión.
Pero el presente libro es mucho más que esto, en el intento de
subrayar la novedad que la antropología cristiana aporta a esta
institución divina.
La articulación de su contenido parte del misterio nupcial de la
persona humana —varón o mujer—, creada por Dios a su imagen,
en su vocación fundamental al amor, en general, y al amor conyugal,
en particular —con sus cuatro estaciones—. La sexualidad se ha de
poner al servicio del amor, pero tiene su antesala en la virtud de la
castidad, custodia del amor. el diálogo matrimonial resulta un medio
imprescindible para su cultivo.
Si el amor que experimenta un hombre por una mujer, y
viceversa, constituye un pequeño misterio humano, este solo se
esclarece a la luz del Plan de Salvación, manifestado con plenitud a
la luz del Gran Misterio esponsal entre Jesucristo y la Iglesia (Ef 5,
21-32). El sacramento del matrimonio introduce a los esposos en la
plenitud de este Misterio de Salvación; ha sido instituido por Cristo
para comunicación eficaz de la gracia. Los novios y esposos
cristianos tienen las mismas dificultades que los no creyentes, pero
cuentan con la primacía de la gracia, recibida en los sacramentos,
bajo la forma de caridad conyugal con la cual Cristo se entrega en la
Cruz por su Esposa, la Iglesia. A través de la mediación de la
Iglesia, Jesucristo es quien llama a cada novio en singular, y a los
dos juntos, a su seguimiento e imitación, entrando a formar parte así
del grupo de sus discípulos. De su estado, vocación a la santidad, y
de su modalidad específica —de dos en dos en cuanto varón y
mujer puestos bajo el mismo yugo de gracia— brota la singularidad
de su espiritualidad conyugal, haciéndola extensible también a sus
hijos.
Cada familia cristiana doméstica; su fundamentos rocoso gravita
sobre vosotros, queridos novios y esposos del futuro. El «ministerio
conyugal» encomenado por Cristo y la Iglesia tiene como síntesis y
motor el amor conyugal, para edificar la comunidad de personas tan
rico dentro de los muros de vuestro hogar, y para el servicio a la
vida, singularmente con la paternidad y maternidad responsable
(transmisión y educación de la prole).
Pero vuestro ministerio matrimonial y familiar traspasa también
los muros del hogar para edificar la Iglesia en el mundo y en la
sociedad. Evangelización, familia y vida caminan juntas. La defensa
de la vida constituye hoy la «cuestión social» del momento y cada
familia —singularmente y asociada con otros— ha de luchar contra
la cultura de la muerte, haciendo extensible la defensa de la vida
incluso a sus fuentes próximas. Finalmente, es preciso articular la
prioridad social y política que la familia tiene sobre las demás
instituciones, de tal forma que la humanidad se vaya pareciendo
cada vez más a la gran Familia de los hijos de Dios.
Queridos novios y demás destinatarios de este libro, ante la
belleza sublime del Plan de Dios sobre el matrimonio y la familia,
decidnos si no merece la pena, al casaros, convertirse en los
grandes aventureros del milenio. En el matrimonio cristiano os
ofrecemos, sí, una rosa que, al salir del tallo y sin pretenderlo, os
invita con su hermosura a que la admiréis, a pesar de que tenga
espinas. Os invitamos, queridos novios, a que vayáis desgranando
poco a poco esta rosa tan bella del matrimonio, sin mancillar nunca
su eterna frescura.
✠ BRAULIO RODRÍGUEZ PLAZA,
Arzobispo de Toledo. Primado de España
1

EL MISTERIO NUPCIAL DE LA
PERSONA: IDENTIDAD Y
DIFERENCIA

«Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra


imagen, como semejanza nuestra, y manden en los
peces del mar y en las aves de los cielos y en las
bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas
las sierpes que serpean por la tierra”. Creó, pues,
Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios
le creó, macho y hembra los creó. Y los bendijo Dios,
y les dijo “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la
tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en
las aves de los cielos y en todo animal que serpea
sobre la tierra”» (Gén 1,26-31).

Estamos acostumbrados a afirmar que Dios es un misterio


inagotable de comunión de amor trinitario; y, sin embargo, no
reparamos en considerar que también el ser humano constituye otro
de los grandes misterios de la vida. Cada persona constituye un
misterio nupcial con tres elementos inseparables: identidad y
diferencia sexuada —«varón y mujer los creó»—, capacidad de
amar y fecundidad física y/o espiritual. Comencemos por el primero.

1. El ser humano, creado a imagen de Dios


En el primer relato del Génesis, Dios creó al ser humano a imagen
suya: «A imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó» (Gén
1,27). Ser creado a imagen de Dios significa que el ser humano
tiene capacidad de relación personal de amor con Él y con las
demás personas. En este dato se revela la superioridad del hombre
respecto al resto de la creación visible. Ya desde estas primeras
páginas de la Sagrada Escritura se afirma que el hombre es un ser
necesitado de amor: «Ser amado y amar», he aquí la cuestión, que
le hace feliz y lo realiza en plenitud. El hombre es imagen de Dios
porque es capaz de ser amado personalmente por Él y porque él
puede corresponder con el amor a Dios y a las demás personas.

2. Ser persona humana


La noción de «persona» humana se toma por analogía con el Dios
cristiano, la Santísima Trinidad: el Amante (Padre), el Amado (Hijo) y
el Amor personal entre ambos (Espíritu Santo). Jamás ninguna
persona ha tenido tan en común la misma naturaleza (divina); jamás
cada una de ellas es tan diferente en la forma irrepetible de
poseerla. Identidad y diferencia máximas. Si el mundo antiguo
subrayaba que lo que especificaba a la persona humana y le
diferenciaba del resto del mundo era precisamente su capacidad
racional (Boeccio), el pensamiento bajomedieval y el moderno, en
cambio, insistirá más bien en el carácter irrepetible y singular con
que Dios ha querido crear a cada persona (Ricardo de San Víctor;
San Buenaventura). Antes de ser el fruto de amor de mis padres yo
he sido fruto de un acto eterno en el pensamiento y en el querer de
Dios, quien ha decidido crearme con la colaboración imprescindible
de mis padres. No ha habido, ni hay, ni habrá otra persona
exactamente igual que yo. Cada persona es singularmente
irrepetible; de ahí la importancia en entrar en diálogo íntimo con
cada una, para comunicarnos unos a otros el tesoro novedoso que
llevamos dentro. Esta riqueza personal es precisamente la que
vosotros, novios, estáis experimentando en vuestro conocimiento
mutuo durante el noviazgo.
Por consiguiente, la persona es la forma más perfecta, original e
irrepetible de poseer la naturaleza humana (santo Tomás de
Aquino). Por eso, quien diga que ama las cualidades de su novio o
novia, todavía sabe poco del amor, ya que siempre podremos
encontrar otras personas que tengan las mismas cualidades o
incluso superiores al amado. No amamos —sin más— sus
cualidades, sino la forma irrepetible y singular —la forma
«personal»— con que él o ella las posee. Cada persona es fin en sí
misma y no podemos tratarla jamás de forma instrumental, como si
fuera un simple medio (Kant).

3. «Varón y mujer, los creó»: institución divina


del matrimonio
Dios, al crear al ser humano en dos versiones antropológicamente
diferentes (varón y mujer), ha instituido también el matrimonio. El
matrimonio es la unión de varón con mujer, «uno con una, no más»,
para siempre y abierto a la vida. La humanidad tiene, pues, dos
versiones y esto ha sido querido por Dios en su plan de Salvación.
La diferencia antropológica es subrayada en el segundo relato del
Génesis (el más antiguo en el tiempo):
«El día en que hizo Yavé Dios la tierra y los cielos, no había aún en la tierra
arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado
todavía, pues Yavé Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre
que labrara el suelo. Pero un manantial brotaba de la tierra, y regaba toda la
superficie del suelo. Entonces Yavé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e
insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente. […].
Dijo luego Yavé Dios: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una
ayuda adecuada”. Y Yavé Dios formó del suelo todos los animales del campo y
todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y
para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre
puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales
del campo, mas para el hombre no encontró una ayuda adecuada. Entonces
Yavé Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le
quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yavé
Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre.
Entonces exclamó: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi
carne. Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada”. Por eso
abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos
se hacen una sola carne» (Gén 2,4-7; 18-24).

Dios formó de la «adamah» (tierra) a Adam (el ser humano) y


con su aliento (nefesh; ruag) le dio vida personalmente; en esto se
diferencia del resto de la creación. La antropología bíblica es tan
profundamente unitaria, que cuando se subraya que el hombre es
vulnerable por ser carne (basar, sarks), no por ello se olvida que
también es siempre espíritu; y al revés, cuando se afirma que es
espiritual (en común al mundo de las personas [Dios; los ángeles;
los demás hombres]) no por eso se olvida que es corpóreo y falible,
hecho del mismo barro frágil que el resto de las criaturas.
Pero el varón Adán, a pesar de ser amigo de Dios en el Paraíso,
experimentaba una soledad originaria. Pidió al Creador que le diera
una ayuda adecuada; Él puso en su servicio a todos los animales,
pero el hombre continuaba sin ser feliz; por eso Adán se durmió de
tristeza. Dios —no el varón— creó de su costilla a la primera mujer,
Eva. Cuando Adán despertó y contempló a la primera mujer de la
historia, comprendió dos cosas maravillosas a un mismo tiempo:
que a partir de ahora no sufriría crisis de identidad porque tenía
alguien diferente, un espejo personal ante quien poder mirarse,
alguien de su misma dignidad, una ayuda adecuada: «Esta sí que
es carne de mi carne, y sangre de mi sangre; por eso se llamará
‘isha’ —varona— porque del varón —ish— ha sido tomada» (Gén
2,23); y, en segundo lugar, al comprobar su diferencia antropológica
respecto a la mujer, conocida a través del cuerpo, Adán descubre su
capacidad y vocación de entrar en comunión personal de amor con
ella y con otras personas humanas. De ahí la segunda moraleja o
conclusión del relato: «Por eso abandonará el varón a su padre y a
su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne»
(Gén 2,24). A la luz de la antropología bíblica tan profundamente
unitaria, «una sola carne» —el matrimonio—, significa «una íntima
comunidad conyugal de vida y amor» (GS 48), porque dentro de
esta institución divina existe una rica comunión espiritual, afectiva y
corpórea, de amor. De ahí que romper «una sola carne» —el
divorcio— sería como partir un niño por la mitad.
Lo que Adán y Eva experimentaron en el primer matrimonio de la
historia, también lo vive a diversos niveles todo varón y mujer. La
diferencia antropológica entre ambos refuerza y enriquece la
identidad de cada uno de ellos y posibilita el enriquecimiento y
perfeccionamiento mutuo mediante el amor. La diferencia
antropológica entre varón y mujer enriquece la identidad de cada
uno en su personalidad y les capacita para un amor interpersonal
maduro.

4. La sexualidad forma parte esencial de nuestra


identidad personal
Es preciso que hablemos de la sexualidad en cuanto elemento
esencial de nuestra identidad y diferencia personal. El Concilio
Vaticano II subrayó que el ser humano es «uno en cuerpo y alma»
(GS 14 a). El ser humano constituye la criatura más rara y original
que existe en la creación, pues no solo participa del mundo del
espíritu mediante el alma, sino que también pertenece al mundo
material mediante su cuerpo; más aún, lo más original consiste en
que pertenece a ambos mundos a un mismo tiempo y de forma
inseparable, mediante una unidad sustancial —no accidental— que
le constituye. Por eso mi cuerpo es mucho más que mi cuerpo, es la
parte más visible de toda mi persona. Es verdad que el alma es
forma sustancial del cuerpo, pero ambos son dos co-principios
constitutivos del ser humano.
En el relato bíblico hemos visto cómo el cuerpo sexuado
constituye el camino principal a través del cual el ser humano
experimenta su identidad y diferencia, a un mismo tiempo, que le
capacita precisamente para la comunión de amor. Mucha gente
reduce erróneamente la sexualidad a la mera genitalidad.
La determinación sexual de la persona humana depende en
primer lugar de la condición sexuada de su cuerpo al completo: cada
célula del mismo contiene la información genética de los 44
cromosomas más los dos sexuados (XX para la mujer; XY para el
varón); cada célula somática tiene la misma identidad genética
desde el inicio de la constitución del cigoto y posee todos los 35.000
genes —aproximadamente—, aunque no todos estén activados.
Pero, además, resulta decisiva la impregnación hormonal de
cada célula. Este proceso está dirigido por el cerebro —primer
órgano sexual del hombre, por su diferente constitución en el varón
y en la mujer—, quien guía cuantitativa y cualitativamente la
impregnación de todo el organismo a través del sistema nervioso.
Existe una doble impregnación: una prenatal, más decisiva, y otra
con la pubertad. Todo el cuerpo o es de mujer o es de varón.
Pero además es que la sexualidad también abarca a la zona
psíquica o intermedia del ser humano, pudiéndose distinguir una
psicología fundamentalmente masculina y otra femenina, que se
diferencia no tanto por las cualidades que tiene un sexo u otro, sino
sobre todo por la forma de poseerlas.
Finalmente, en virtud de la unidad sustancial, la diversidad de
sexos también afecta al alma. Se trata, pues de dos formas
antropológicas de existir y comprender el mundo. Por ejemplo, si se
nos invita a una fiesta, el varón se fija en si hay buen ambiente,
buena música, bebida y comida; mientras que la mujer
preferentemente se fija en si «fulanita» va vestida conjuntadamente
o si «menganito» está triste. El varón siente predilección
predominante por el mundo de las cosas; la mujer, por el mundo de
las personas. De ahí la profunda complementariedad que existe
entre ambos a todos los niveles, con base antropológica en la
diferencia sexuada; se trata de una diferencia que forma parte de su
identidad, tanto en su ser como en su obrar. Dios ha querido al ser
humano, imagen de Dios, en dos versiones diferentes de
humanidad: «Varón y mujer los creó».

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO


1. Desde que nacemos, todos necesitamos espejos bifocales, rostros personales
nítidamente distintos —varón y mujer—, para la constitución de nuestra
personalidad: ¿tengo bien resuelta la cuestión de mi identidad personal? ¿Me
acepto con los talentos que Dios me ha dado y con mis limitaciones?
2. Si hemos sabido aceptar bien nuestra identidad y diferencia (varón y mujer), en
cuanto novios, seremos capaces de enriquecer nuestro amor: ¿vivimos un amor
romántico que elimina las diferencias antropológicas legítimas o que procura
hacer del otro un «clon» repetido? ¿Nuestro amor es creativo porque sabe
respetar la riqueza singular e irrepetible de cada uno?
3. «Varón y mujer», verdad revelada que es innegociable; el matrimonio es la «unión
entre varón y mujer, no más, y para siempre»: ¿se puede jugar con un «sexo a la
carta», en donde cada cual inventa el género que prefiere libremente? ¿Se
puede parangonar, por ejemplo, las uniones de hecho o entre homosexuales al
matrimonio? ¿Por qué no?

PARA LA ORACIÓN

❖ La persona humana, capaz de conocer y amar a Dios, es la


única criatura en la tierra que Dios ha amado por sí misma y
está llamada a participar en la vida de Dios. Para este fin ha sido
creada. Leamos y comentemos el siguiente texto:
«¿Qué cosa, o quién, te ruego, fue el motivo de que establecieras al hombre en
semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con
el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por
ella. Por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien
eterno» (santa Catalina de Siena, Diálogo 4,13).

❖ Saboreemos este salmo (Salmo 8), que expone la grandeza de


Dios en la dignidad del hombre:
Señor, dueño nuestro,
¡qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!
Ensalzaste tu majestad sobre los cielos.
De la boca de los niños de pecho
has sacado una alabanza contra tus enemigos,
para reprimir al adversario y al rebelde.

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,


la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder?

Lo hiciste poco inferior a los ángeles,


lo coronaste de gloria y dignidad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies:

rebaños de ovejas y toros,


y hasta las bestias del campo
las aves del cielo, los peces del mar,
que trazan sendas por el mar.

Señor, dueño nuestro,


¡qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!
2

VOCACIÓN AL AMOR

«Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza:


llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al
mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en sí
mismo un misterio de comunión personal de amor.
Creándola a su imagen y semejanza y conservándola
continuamente en el ser, Dios inscribe en la
humanidad del hombre y de la mujer la vocación y
consiguientemente la capacidad y la responsabilidad
del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la
vocación fundamental e innata de todo ser humano»
(RH 11).

La identidad y diferencia sexuada —«Varón y mujer los creó» (Gén


1,27)—, primer elemento del misterio nupcial de la persona, ha sido
querida por el Creador, precisamente para capacitar y enriquecer el
amor interpersonal. El amor es, sin duda, la experiencia más
hermosa que puede vivir la persona humana, la que le hace feliz y
da sentido a su vida. Ser amados y amar vale para todos y para
todas las vocaciones, tanto en su forma conyugal, como en la vida
consagrada. Dios nos llama al amor, es la vocación universal con la
cual llama a cada ser humano en singular. El amor es la realización
más completa de las posibilidades del hombre: «El hombre no
puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el
amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace
propio, si no participa en él vivamente» (RH 10).

1. El amor en general
No es fácil definir qué es el amor. En su origen, el amor es una
transformación profunda que el amante experimenta ante la
atracción del amado; este es el primer momento de la afección
humana (1º). Desde niños hemos recibido el amor de nuestros
padres, fuimos amados y, como «amor saca amor» (santa Teresa de
Jesús), nosotros aprendimos de ellos a amar, y dimos una respuesta
de amor que es «entregarse» (2º). Son los dos momentos
constitutivos de todo amor: afección amorosa —eros— y respuesta
de entrega —ágape—. ¡Ser amados y amar, esta es la cuestión!
Queridos novios, cuando surgió entre vosotros el flechazo,
también experimentasteis estos dos momentos constitutivos del
amor, que podemos describir, a su vez, con cinco estadios (santo
Tomás de Aquino). En primer lugar, el amado entró en vosotros a
través de vuestros sentidos externos e internos, y experimentasteis
una profunda transformación: la vida ya no era igual, todo parecía
de color de rosa; sentisteis después una profunda afinidad de
sentidos amorosos entre los dos; luego tuvisteis el deseo de poseer
y de estar junto al amado. Estos tres primeros estadios rapidísimos
constituyen el fenómeno de la afección amorosa (eros); fue algo que
sucedió en vosotros, previo a toda decisión libre por vuestra parte
(1º).
En un segundo momento —respuesta a la afección— (2º)
(ágape), ayudados de la razón iluminada por la fe, deliberasteis y
discernisteis en vuestro interior, si os convenía o no dar una
respuesta positiva o negativa ante la solicitud del amado.
Libremente disteis un primer paso —cuarto estadio— al tender
interiormente vuestra voluntad hacia la posesión del amado; y,
finalmente, cuando dijisteis sí quiero —al menos de forma inicial al
convertiros en novios—, experimentasteis el gozo o felicidad —
mucho más grande que cualquier placer—, al poseer y estar junto al
amado1.

2. El amor interpersonal o los «dos objetos» del


amor
En realidad, en el amor específicamente interpersonal no hay solo
un objeto, sino siempre dos, a la vez, que han de ser integrados por
el sujeto. Por ejemplo, si un novio pasa por delante de una floristería
y ve unas rosas que le seducen y las compra pensando en su
novia… ama a las flores, en primer lugar, con un amor de eros o de
simple complacencia, en cuanto ellas le gustan, y por eso lo que
quiero para él también lo quiere para su amada; pero las flores, al
convertirse en regalo para su novia, se transforman en signo y gesto
que, al entregárselas a su amada, expresan y hace crecer el amor
con que él la ama personalmente a ella (ágape).
El primer tipo de amor, santo Tomás de Aquino lo denomina
amor de deseo o simple complacencia (eros): las flores le seducen y
le gustan; mientras que este segundo tipo de amor, lo llama amor de
benevolencia o amistad, ya que amar es «querer el bien del amado»
(bene: el bien moral; volere: querer), querer su bien (ágape). Es
pasar del «te deseo como un bien» al «quiero tu bien». Propiamente
hablando, hasta que el amante no llega a este segundo nivel no se
puede hablar de amor específicamente interpersonal: querer el bien
del amado porque hemos aprehendido y admirado su preciosidad
irrepetible y singular.

3. El amor conyugal
El amor conyugal constituye, a su vez, una subespecie dentro del
amor de amistad. Posee tres características: se centra y procura el
bien del amado (1ª). Al comprobar cuánto me ama mi novio o mi
esposa, recibo amor y por eso me lanzo a procurar su bien: él hace
mucho por mí; yo hago lo mismo por él. En segundo lugar, es
recíproco (2ª), como un partido de tenis, aunque en diferente
proporción de respuesta; por lo menos hemos de devolver alguna
pelota; en caso contrario, el amor de amistad se enfría, se constipa
y enferma. Finalmente, es transformante (3ª); dos ladrones son
cómplices en el mal, no son verdaderos amigos; dos amigos de
verdad, al compartir el bien, se van convirtiendo progresivamente en
mejores.
En segundo lugar, el amor específicamente conyugal consiste en
un amor de dilección o de predilección, porque conlleva, en su
respuesta, la elección concreta de la persona amada, abarcando la
totalidad de lo que ella es: alma, corazón y cuerpo,
inseparablemente unidos. Así: de entre los millones de varones y
mujeres, le elijo a ti, que eres singularmente irrepetible, y me
entrego a ti, con lo que eres y con lo que puedes llegar a crecer o
decrecer en el futuro. Los esposos y novios, ciertamente sois los
grandes aventureros del siglo XXI, porque habéis puesto la
esperanza en Cristo de que el amor no os va a faltar, ni en la salud,
ni en la enfermedad.
No ha de extrañarnos, pues, que los Padres del Concilio
Vaticano mostraran su contento porque en el texto definitivo del
mismo (GS 49) se hacía radicar el amor conyugal en un hábito de la
voluntad racional del sujeto, pero sin descuidar que ella está
afeccionada por sentimientos de amor, mediante los cuales los
esposos se «polarizan» recíprocamente el uno hacia el otro, de
forma exclusiva y excluyente, como si se tratara de dos imanes con
polos opuestos. Lo indivisible del corazón — no solo lo íntimo—
únicamente puede ser entregado a una persona.
En tercer lugar, hemos de pensar que somos muy afortunados al
saber que hay alguien (mis padres, mi novio o novia, mi esposo o
esposa) que me ama así. Si experimento el amor, es fácil
trascenderlo y comprobar que detrás hay Alguien que me ama: Dios
es amor. El amor no consiste en que nosotros amemos a Dios, sino
en que Él nos ha amado primero, cuando todavía éramos
pecadores, y nos ha hecho amigos suyos, con capacidad para
corresponder a dicho amor entre iguales —la caridad teologal— (I
Jn 4,10). Mediante el sacramento cristiano, el amor conyugal,
plenamente humano, que ha surgido en el noviazgo y va a seguir
creciendo durante el matrimonio, participa de la caridad conyugal de
Cristo por su Esposa, la Iglesia (Ef 5,21-32; GS 48 b), dando a los
esposos un corazón nuevo. El agua de las bodas de Caná ha sido
transformado milagrosamente en el vino mejor de la caridad
matrimonial (Jn 2,1-11).

4. Propiedades naturales del amor conyugal


El amor conyugal tiene cuatro propiedades naturales: es plenamente
humano, total, fiel y exclusivo, fecundo (HV 9). Es preciso que ya
desde el noviazgo las cultivemos:
— Es plenamente humano, integralmente humano. No es un
simple sentimiento romántico, superficial y melancólico, sino
un acto maduro y libre de la voluntad que decide y elige al
amado, guiado por el conocimiento profundo del otro; es
una decisión de darse a alguien y construir juntos un
proyecto común de vida. Este amor no se pierde con el
tiempo, sino que se mantiene y crece al compartir las
alegrías y las penas de la vida cotidiana. Los esposos se
van haciendo cada vez más un solo corazón y una sola
alma.
— Ha de ser un amor total, mediante el cual los esposos
comparten generosamente todo lo que son y tienen, sin
reservas indebidas o cálculos egoístas. El amor auténtico
ama al otro por la totalidad de lo que es, por sí mismo, no
por lo que se recibe de él. Se ama a la persona completa,
con sus defectos y virtudes.
— El verdadero amor es siempre fiel y exclusivo. El sí que se
dan los esposos ante el altar se prolonga durante cada
minuto de la vida. La fidelidad puede ser costosa, pero
siempre es meritoria y motivo de crecimiento para el amor.
La fidelidad es posible cuando se construye el amor desde
Dios, cuando se edifica sobre roca (Mt 7,24-25 y Lc 6,24), y
así, aunque aparezcan las dificultades o los problemas, el
edificio del amor no se destruye.
— El amor es fecundo, produce frutos con doble fecundidad:
porque todo amor interpersonal es fecundo en sí mismo y
porque el amor entre los esposos se prolonga —si así Dios
lo concede gratuitamente— en los hijos, como su fruto más
acabado y más alto, que lo corona.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. «Ser amados y amar, he aquí la cuestión». ¿Tengo experiencia de haber sido


amado por alguien (padres, amigos, novio o novia, Jesucristo)? Podéis narrar
vuestra historia de salvación: cómo fue vuestro flechazo y de qué se valió Jesús
para llamaros a la vocación matrimonial.
2. En nuestro noviazgo, ¿nos quedamos en la dimensión romántica del amor o
también vamos dando pasos de madurez hacia el verdadero amor de amistad
interpersonal o de benevolencia que procura siempre el bien del amado, es
recíproco y es transformante? ¿Aprobamos o suspendemos en el amor?
(evaluadlo del 1 al 10).
3. ¿Cuál de las cuatro propiedades del amor conyugal hemos de cultivar
especialmente en el momento actual de nuestro noviazgo?

PARA LA ORACIÓN

❖ Iluminemos el contenido del tema con la luz de la Palabra:


«La voz de mi Amado. Mirad: ya viene, saltando por los montes, brincando por
las colinas; mi Amado es una gacela, es como un cervatillo. Mirad: se ha parado
detrás de una tapia; atisba por las ventanas, observa por las rejas. Mi Amado
me habla así: “Levántate, Amada mía, hermosa mía, ven a mí. Paloma mía que
anidas en los huecos de la peña, en las grietas del barranco, déjame con tu
figura”. Mi amado es para mí y yo para él. Ponme como sello sobre tu corazón,
como un sello en tu brazo. Porque el amor es fuerte como la muerte; el celo,
obstinado como el infierno. Sus saetas son saetas de fuego. Las grandes aguas
no pueden apagar el amor ni los ríos arrastrarlo» (Cantar de los Cantares: 2, 8-
10. 14. 16; 8, 6-7).

❖ Santa María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y


dónde tiene su origen, su fuerza siempre nueva. A ella
acudimos:
Santa María, Madre de Dios,
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios

y te has convertido así en fuente


de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento.

(Benedicto XVI)

1 El amor —enamoramiento— es ciego en su origen —en su génesis—, pues


comienza con los tres primeros estadios de la transformación amorosa que acaecen en el
amado cuando un amante llama a su puerta. Pero hasta que no damos una respuesta
adecuada y acertada (2º) —los dos últimos estadios—, tal y como se merece la persona
amada, en su singularidad irrepetible, digna de ser amada por sí misma, no podemos
hablar con propiedad de amor propio entre personas —ágape—. Precisamente en el
momento actual se corre el riesgo de reducir el fenómeno amoroso al enamoramiento
inicial (eros), según la concepción romántica del amor: cuando me enamoro, me enamoro y
me dejo guiar ciegamente de mis sentimientos. A la afección amorosa —sin caer en la
concepción racionalista del amor— no hemos de olvidar la respuesta adecuada de amor
interpersonal bajo la guía de la voluntad racional (ágape).
3

LAS CUATRO ESTACIONES DEL


AMOR

«Entonces Tobías se levantó del lecho y le dijo:


“Levántate, hermana, y oremos y pidamos a nuestro
Señor que se apiade de nosotros y nos salve”. Ella se
levantó y empezaron a suplicar y a pedir el poder
quedar a salvo. Comenzó diciendo: “¡Bendito seas tú,
Dios de nuestros padres, y bendito sea tu Nombre
por todos los siglos de los siglos! Te bendigan los
cielos, y tu creación entera, por los siglos todos. Tú
creaste a Adán, y para él creaste a Eva, su mujer,
para sostén y ayuda y para que de ambos proviniera
la raza humana. Tú mismo dijiste: no es bueno que el
hombre esté solo; hagámosle una ayuda semejante a
él. Ahora yo no tomo a esta mi hermana con deseo
impuro, sino con recta intención. Ten piedad de mí y
de ella y podamos llegar juntos a nuestra
ancianidad”. Y dijeron a coro: “Amén, amén”» (Tob
8,4-8).
La identidad y diferencia sexuada —«Varón y mujer los creó» (Gén
1,27)— enriquece al amor interpersonal genuino. Del amor que ha
surgido entre vosotros, queridos novios, si es amor auténtico entre
varón y mujer, tiende por su propia naturaleza a estabilizarse dentro
de una institución divina, el matrimonio, que en nada perjudica al
amor, sino al contrario, lo favorece y protege contra los falsos
espejismos. El matrimonio es, pues, ni solo amor, ni solo institución,
sino la institución del amor conyugal; amor e institución son dos
caras —invisible y visible— de una misma moneda. Por
consiguiente, el amor no es fin del matrimonio, sino mucho más, su
esencia invisible, motor del matrimonio y de la familia.
Todos —decía un matrimonio amigo— en nuestro amor
matrimonial o en el amor consagrado, hemos de pasar por las
cuatro estaciones del amor, superando con fortaleza tentaciones y
adversidades, si queremos que este madure. El orden de las cuatro
estaciones del amor no coincide con las del ciclo natural: primero va
la primavera; le sucede el invierno, no el verano; después viene el
verano; y por último, llega el otoño. Queridos novios, os invito a que
cada cual se pregunte en qué estación predominantemente os
encontráis, así como en el proceso de vuestro noviazgo.

1. La primavera del amor


Durante la mayor parte del noviazgo, e incluso tras la boda, viene
prolongado un primer año y pico de luna de miel; es la primavera del
amor. Los recién casados parecen bastarse por sí solos en
intimidad. Hay una idealización del otro por la novedad. Período
importante para seguir cultivando el enamoramiento, la afectividad
—porque os hará falta durante toda la vida de casados—. No
obstante, se trata de asumir un nuevo ritmo y estilo de vida, que
conlleva dificultades en la convivencia, en casarse con las dos
familias respectivas a cuestas. Es etapa de adaptación: uno es más
positivo o activo; el otro es más negativo o pasivo; yo hago las
tareas de la casa así y tú de otra manera; la mujer enfoca la
afectividad y sexualidad de una forma muy diferente a la del varón,
dando lugar a tensiones; etc. La tarea fundamental que se presenta
en esta primera estación es aprender a amar, lo cual pasa
necesariamente por la virtud de la castidad matrimonial, antesala del
amor maduro.
La tentación que hay que vencer en esta época primaveral: el
sacerdote, la monja o el matrimonio «YE-YE», muy jóvenes, que
todo lo hacen con delicadeza, a flor de piel; hasta cuando tose o
mete la pata, el otro exclama: «¡Con qué garbo, cariño, pisas hasta
los charcos del camino!». Hay que vencer la tentación de querer ser
demasiado modernos y de despreciar, sin querer, a otros
matrimonios con mayor experiencia.

2. Llegó el invierno
Los primeros siete años, para casados y consagrados resultan
vitales; depende del estilo de matrimonio o de consagrados que nos
marquemos durante esta estación, lo será para toda nuestra vida.
Algo análogo sucede tras el primer año de noviazgo entre vosotros,
queridos novios. Es la etapa más crítica y variable del matrimonio;
se cae de la idealización del cónyuge a la realidad; pueden surgir las
primeras desilusiones y agresividades; se piensa que el amor no
debería costar tanto. Armonizar dos personas y casar dos familias
no es tarea de un solo año. Es grave error no discutir y sufrirlo en
silencio; hay que aprender a dialogar: comunicar sentimientos
profundos —positivos y negativos— para que crezca el amor
matrimonial.
Nacen los primeros hijos, que os introducirán irremisiblemente
en el mundo, rompiendo la campana de cristal primaveral. La
aparición del primer hijo siembra en la mujer un fuerte instinto de
protección maternal que puede ocasionar celos en el marido o
incluso puede dar lugar a ciertos miedos en que su marido no sepa
apoyarla en el momento delicado de la maternidad. Los hijos han
cambiado la vida del matrimonio, pues centran la dedicación de
ambos esposos, de sus conversaciones, de su vida, de su relación.
Las relaciones sexuales están marcadas por la posible llegada de
nuevos hijos, con sus temores y esperanzas.
El invierno constituye la estación en donde el amor echa raíces
profundas —como los olivos— en medio del frío; época en donde
los cantos rodados de los arroyos impetuosos recién nacidos van
limándose entre sí las aristas de una vida conyugal y familiar. Los
esposos han tenido que evolucionar hacia un amor maduro, de
entrega, formando el «nosotros».
La tentación que vencer en el invierno del amor es la del
consagrado o el matrimonio «YA-YO», ya vengo yo como un nuevo
redentor del mundo. Tras una pequeña experiencia durante estos
siete años os sentiréis más fuertes y ya no llevaréis la «L» de
novatos. Tampoco soñéis con volver a la primavera, con tu cónyuge
o, lo que es peor, con otra persona; la primavera es muy bonita,
pero hasta cierto punto ciega y transitoria; en cuestión de tiempo
volverás a estar de nuevo en situación de invierno.
En estos momentos duros hemos de recordar las palabras del
apóstol: «Reaviva la gracia que se os dio mediante la imposición
mutua de vuestras alianzas matrimoniales». Juan Pablo II, en su
obra teatral titulada El taller del orfebre, cuenta que Ana, separada
de su marido, vuelve al orfebre (símbolo de Dios Padre), donde
había comprado la alianza de boda y le pide que la pese para ver
cuánto metal precioso contenía, con la intención de venderla:
«El orfebre miró la alianza, la sopesó un rato en su mano y me miró a los ojos.
Después, descifró la fecha escrita en ella y dijo: esta alianza no tiene peso… Su
marido debe de estar vivo… en tal caso ninguna de las dos alianzas tiene peso
por sí sola. Pesan solo las dos juntas. Mi balanza de orfebre tiene esta
particularidad, no pesa el metal en sí, sino al ser humano completo y su
destino».

Queridos novios todos tenemos experiencia de cuánto pesa el


anillo de prometido que lleváis y cuánto va a pesaros el anillo
matrimonial por mantener intacto un amor fiel e indisoluble. Pero si
algo hay de novedoso en los cristianos es que el Espíritu Santo ha
sido derramado en nuestros corazones y nos ha capacitado —
mediante la caridad teologal— con un corazón esponsalmente
nuevo.

3. El verano, con sus frutos


Tercera estación. Va desde los siete primeros años de casados y
hasta las bodas de plata; constituye la etapa más larga, en la cual
los hijos —ya maduros— ocupan el centro para los esposos. Se han
establecido unas normas de comportamiento en la familia y si las
dos fases anteriores han sido resueltas satisfactoriamente, esta
tercera estación resulta bastante tranquila. El verano del amor es
etapa de siega en sus primeros frutos.
La tentación que vencer: los esposos, el padre o sor «YO-YO»,
que como indica el movimiento mismo del juego, yo me lo guiso, yo
me lo como. Cada esposo —también ocurre análogamente durante
el noviazgo— quiere ponerse en el centro, organizando la familia en
torno a sí, como si fueran su centro pluscuamperfecto, imprimiendo
un estilo demasiado personalista.
Además, es preciso vencer la rutina que se empieza a instalar en
los esposos; se discute menos, pero se está más alejado, cada uno
ha buscado un lugar para realizarse: incluso los éxitos laborales —
que son reconocidos por otros— no son reconocidos por el cónyuge
propio, lo cual genera mayor separación. La sexualidad entra en una
etapa rutinaria: se expresa porque «hoy toca», pero no se tiene en
cuenta los anhelos del cónyuge, al primar quizá el egoísmo.

4. El otoño, su mejor estación


(Desde las bodas de plata hasta que la muerte nos separe).
Constituye la estación más bonita en que se recogen los frutos de
todo lo sembrado; es la alegría de la vendimia. Sobre todo, la mejor
cosecha del amor maduro son los hijos de vuestros hijos —los
nietos—, convirtiéndoos pronto en abuelos jóvenes. Los hijos ya han
volado del hogar, por eso los esposos habrán de reinventar el amor
conyugal, una especie de segunda primavera —aunque madura—,
en donde el amor gana en quilates, como el oro. Es el vino añejo,
madurado por los años, el vino mejor de Caná.
Es verdad que hoy en día tendríamos que distinguir en esta
estación dos subetapas: primera, la que va de los abuelos jóvenes
de «sesenta» años hasta los «sesenta y cinco», en la cual se lleva
una vida muy activa —a pesar de algunas goteras en su salud—,
incluso con la ocupación de sus nietos, durante la cual se discute
mucho, dando rienda suelta a todo lo contenido con anterioridad,
además de que la expresión sexual del amor conyugal apenas tiene
lugar y pocas veces se dice un «te quiero», aun cuando existan
algunos detalles de ternura entre ellos; la segunda, suele ser de
mayor encuentro, los dos se ven más desvalidos y por eso se
apoyan, juntos recuerdan sus años de juventud.
La tentación a vencer: «YO-YA». Del «ye-ye» al «ya-yo», del
«ya-yo» al «yo-yo» y, ahora, el «yo ya…». Yo ya no valgo para nada,
tenemos muchos achaques; que lo hagan los jóvenes. No obstante,
por el amor tan puro que se vive, es la época en la que haciendo
menos cosas, se hace mucho más, con profunda eficacia. Cuando
somos débiles en la salud y en las limitaciones, cuando la flor no
estalla de primavera, sino que está ya marchita por haber entregado
su vida, entonces Cristo es más fuerte en nosotros y se demuestra
mejor que su gracia se realiza en medio de nuestra debilidad.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. ¿Cómo vivimos nuestro amor durante el noviazgo? ¿En qué estación


predominante se encuentra cada cual y en qué estación se encuentra nuestro
noviazgo?
2. El misterio del flechazo entre nosotros constituye el primer momento de la
vocación a la que Dios nos ha llamado a ambos. ¿He sido capaz de trascender
en el amor que nos tenemos para descubrir a Dios, que es amor, en medio de
nuestro noviazgo?
3. La Eucaristía —la Cena que recrea y enamora— es el sacramento del amor por
antonomasia. ¡Cuántos novios, matrimonios o consagrados salen renovados en
su corazón esponsal tras la Santa Misa o la visita al Santísimo! ¿Con qué
frecuencia recurrimos individualmente y en común a la Eucaristía, para curar las
heridas y renovar el corazón esponsal?
PARA LA ORACIÓN

❖ Iluminemos el contenido del tema con la luz de la Palabra:


«Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y
todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha
conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios
nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por
medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por
nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros
debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos
unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a
su plenitud» (Jn 4,7-12).

❖ Santa María vivió con perfección las cuatro estaciones del amor
en la multiplicidad de vocaciones (mujer, niña, virgen
consagrada, novia y esposa de san José, madre virginal de
Jesús, viuda). A ella encomendamos nuestro noviazgo, el de
nuestros compañeros de equipo y a los matrimonios del
Movimiento Familiar Cristiano. Rezamos juntos:
Madre del amor hermoso.
Virgen de la Pureza, de la Misericordia y de la Ternura.
Señora del amor limpio y casto.
Bendice a nuestros niños, a nuestros jóvenes, a los solteros o casados.

Haznos dóciles a imitar tu generosidad.


Enséñanos a caminar en la fidelidad al Evangelio
para que la palabra Orada, Encarnada,
Celebrada y Testimoniada, sea vivida
en el corazón de cada familia en la fidelidad y
el respeto de los esposos, en la comprensión
y formación de los hijos, en la actitud valerosa
y perseverante de los jóvenes para saber vencer
las tentaciones del presente y encaminar sus vidas
hacia la plenitud de la gracia.

Madre del Amor Hermoso, míranos con ojos


de misericordia, que nuestras familias y
matrimonios conserven siempre la pureza y
juventud del amor conyugal.
Que tu Hijo, el Amor Hermoso, sea siempre la
Luz que ilumine nuestras relaciones personales
y encienda en nosotros el fuego eterno del Amor.

¡Madre del Amor Hermoso!, en tu presencia caminamos


ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
4

EL DIÁLOGO CONYUGAL

«Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de


acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi
Padre del cielo. Porque donde dos o tres están
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos» (Mt 18,19-20).

Es corriente que las parejas quieran llevar la casa puesta de arriba


abajo desde el principio. No siempre el dinero llega a todos los
gastos y deudas. Hay que echar más horas de trabajo. El tiempo
para los dos se queda escaso… Surge una discusión: caras largas,
miradas a la televisión y tiempos de silencio, ninguno da el primer
paso para salir de la situación… Pero ella sí lo cuenta en su casa y
él en la suya… Los padres aconsejan, toman partido por su
criatura…
Para casos como estos, ¿habéis pensado alguna solución?
Una de ellas es el diálogo, esa forma especial de comunicación,
necesaria para los casados y que los novios deben llevar practicada.

1. ¿Qué es dialogar?
Dialogar es hablar con cierta profundidad para no decir lo primero
que se nos ocurra y también para comprender lo que nos
comunican.
Para dialogar necesitamos ser sinceros, ya que estamos
buscando la verdad sobre un asunto o la solución de un conflicto.
Es de suponer que hay que escuchar al otro: por tanto, los dos
no se ponen a hablar al tiempo, ni coge la palabra todo el rato el
mismo.
Especial cuidado se debe tener con el respeto al otro: conviene
no ser cortante, evitar el burlarme, despreciarlo, ofenderlo o tratar de
imponerle mi opinión.
Y algo muy apropiado es estar con actitud de apertura, porque
la verdad o lo mejor se le puede ocurrir a cualquiera de los dos.

2. ¿Para qué sirve el diálogo?


En primer lugar, para conocernos mejor: las personas vamos
evolucionando y no siempre pensamos igual. Cada vez que
dialogamos, podemos ponernos al día sobre el otro.
A medida que aumenta el conocimiento del otro, es más fácil
comprenderle. De este modo, sufriremos menos si reducimos las
incomprensiones.
En este intercambio, se favorece el enriquecerse con las ideas
del otro.
Y, mientras dialogamos, podemos desarrollar valores y
virtudes, como la paciencia, el respeto, la humildad, el saber
ceder…
Una de las finalidades del diálogo es la de tomar acuerdos
entre los dos. Buscamos la mejor solución para los problemas que
tengamos o las situaciones embarazosas que se nos vayan
presentando.
Esto une propósitos, ideales, corazones… Ayuda a realizar el
proyecto bíblico de ser los dos una sola carne (Gén 2,24): dialogar
mejora la relación entre los esposos.
Por último, viendo en nuestro ambiente la necesidad de saber
hablar sin discutir, el entrenarnos en el diálogo puede convertirse
en una valiosa aportación que nosotros realicemos en los grupos
sociales en que nos movamos.

3. ¿Cómo se favorece el diálogo?


Pues antes de empezarlo viene bien que pensemos sobre el tema
del que queremos hablar, si queremos darle cierta profundidad.
No está de más recordar cómo nos fue la vez anterior, con el fin
de cambiar lo que nos estorbó y repetir lo que nos ayudó.
Es oportuno llevar la intención de aportar ideas con generosidad.
Pero no tenemos por qué exigir al otro que diga cuanto nosotros
queramos.
Lo suyo es que, al inicio, pidamos ayuda al Señor cada uno por
separado y los dos juntos para que nuestro diálogo sea una
demostración de que nos queremos.
Y, aunque parezca una tontería, conviene elegir un tiempo
oportuno, en el que no tengamos que estar pendientes del reloj.
Ya estamos juntos para comenzar a dialogar:
— Vamos a procurar que nada ni nadie nos interrumpa. Se
apaga la televisión. Si hay llamadas, no estamos para
contestar ni para mirar quién ha llamado…
— Tenemos que sentirnos a gusto, aceptados, sin necesidad
de ponernos a la defensiva.
— Debemos expresarnos con claridad para que el otro nos
entienda bien.
— ¿Que no comprendo lo que me ha querido decir? Pues le
pregunto. De este modo evitaremos los malentendidos, las
interpretaciones incorrectas…
Ya hemos terminado: y, ahora, ¿qué? Pues repetiremos estas
experiencias con cierta frecuencia. Así crearemos una buena
costumbre y el dialogar nos resultará más fácil.

4. ¿De qué podremos dialogar en casa?


Encontramos un buen campo en los problemas que se presentan a
uno o a todos los del hogar: de trabajo, de salud…
Otras veces se tratará de tomar decisiones acerca de un
miembro de la familia o de toda ella: traslado de casa o de localidad,
celebraciones familiares…
Y, a diario, las personas con las que nos relacionamos o los
medios de comunicación social nos suministran diversidad de
noticias, opiniones o hechos, sobre los que conviene hablar antes
de hacerlos nuestros sin comentario alguno.
Pero, sobre todo, dialoguemos sobre nosotros mismos, sobre
nuestro matrimonio.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. ¿Qué dificultades observamos que hay para dialogar?


2. ¿De qué temas o cuestiones necesitamos dialogar antes del matrimonio?
3. ¿Qué actitudes consideramos importantes para favorecer el diálogo?
4. Compromiso: es interesante que cada uno de vosotros, o los dos juntos, decida
algo que beneficie o mejore la marcha de vuestro noviazgo y que tenga relación
con la importancia del diálogo conyugal.

PARA LA ORACIÓN
❖ Hagamos una oración comunitaria, terminando con la siguiente
oración, atribuida a san Francisco de Asís, y con el
Padrenuestro:
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz.
Donde haya odio, que yo lleve el Amor.
Donde haya ofensa, que yo lleve el Perdón.
Donde haya discordia, que yo lleve la Unión.
Donde haya duda, que yo lleve la Fe.
Donde haya error, que yo lleva la Verdad.
Donde haya desesperación, que yo lleve la Esperanza.
Donde haya tristeza, que yo lleve la Alegría.
Donde haya tinieblas, que yo lleve la Luz.

Oh Maestro,
concédeme que yo no busque ser consolado,
sino consolar.
Ser comprendido, sino comprender.
Ser amado, sino amar.

Porque: dando se recibe,


perdonando se es perdonando,
muriendo se resucita a la Vida Eterna.
EL «DEBER DE SENTARSE» DIEZ CONSEJOS PARA EL
DIÁLOGO MATRIMONIAL

1. El «deber de sentarse» debería practicarlo el matrimonio al


menos una vez al mes, para comunicar «sentimientos»,
positivos y negativos, entre sí. Podemos ir anotando durante
la semana y el mes los diversos puntos de interés.
2. No deberíamos hablar solo sobre nuestros hijos, sino sobre
nosotros, en cuanto matrimonio.
3. Poner un límite de tiempo aproximado, y respetarlo. Porque
cuando las cosas van bien, no pasa nada; pero si van mal,
es preferible cortar a tiempo, para no ir a mayores.
4. Comenzar rezando juntos con una breve oración, tomados
de la mano (o al menos terminar así). Muy mal tiene que
estar el otro, para que si yo comienzo a rezar, ni siquiera me
conteste y prosiga conmigo. En realidad no deberíamos
hablar, por ejemplo, durante 30 minutos, si antes no hemos
rezado por el mismo tiempo y sobre dichos temas.
5. Fijar lugar, fecha y hueco del día del mes para el «deber de
sentarse». Tiene que recordar la convocatoria cada vez uno
de los dos, de forma alternativa. Si esta vez le ha tocado a la
esposa, la siguiente corresponde al marido.
6. No mezclar en nuestro diálogo a las familias de origen,
porque suelen liarse más las cosas, que solucionar algo. No
obstante, si hemos de tratar alguna cuestión referente a
ellas, lo hemos de hacer con libertad y respeto.
7. Hemos de dialogar sobre lo que nos ha ocurrido durante el
mes, aunque también podemos sugerir y abordar algunos
temas que jamás se suelen tratar y que son muy básicos, de
los cuales quizá nunca hayamos hablado porque
erróneamente los hemos dado por supuestos.
8. Compartir no solo nuestros problemas, sino también, al
menos de vez en cuando, aquellos momentos de los cuales
guardamos muy gratos recuerdos y en los cuales nos
sentimos felices ambos.
9. Valen las nuevas tecnologías, al menos para iniciar el
diálogo. Si os cuesta darle inicio, escribid una postal de
amor sin exigir respuesta, al menos inmediata. También
valen los correos electrónicos a través de Internet o del
teléfono móvil, aunque sean menos románticos.
10. En el matrimonio, normalmente, quien más chilla no es quien
tiene más razón. Ni el que cede es quien tiene más culpa,
sino el más generoso. En el matrimonio todo es cuestión de
dos, en una u otra proporción; por eso estableced en un
apartado de petición de perdón, en el cual se comience
alternativamente: una vez le toca a uno y la próxima vez al
otro.
5

LA SEXUALIDAD, AL SERVICIO DEL


AMOR

«Se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a


prueba, le dijeron: “¿Puede uno repudiar a su mujer
por un motivo cualquiera?”. Él respondió: ‘¿No
habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los
hizo varón y mujer, y que dijo: Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera
que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo
que Dios unió no lo separe el hombre”. Le dicen:
“Pues, ¿por qué Moisés prescribió dar acta de
divorcio y repudiarla?”. Les dice: “Moisés, teniendo
en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió
repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue
así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer
—no por fornicación— y se case con otra, comete
adulterio”» (Mt 19,3-9).

La sociedad actual presume de hablar de sexualidad sin tabúes.


Esta realidad que, en principio, promete ser buena y enriquecedora
para todos, sin embargo se ha transformado en algo hasta obsesivo,
reduciéndolo al placer inmediato que se centra en una mera
genitalidad, sea como sea y con quien sea, cuyo único interés es no
quedarse embarazada y, en caso de que esto ocurra, facilitar por
todos los medios su interrupción.
La Iglesia, tanto en su doctrina, como en sus actitudes
pastorales, ricas en diversas iniciativas, ofrece una aportación
básica y fundamental en la profundización del significado de la
sexualidad humana, como un bien inscrito por Dios en nuestro ser
hombre y mujer, que nos ofrece una vivencia personal, gozosa y
profunda.

1. Genitalidad y sexualidad
Reducir la sexualidad a mera genitalidad es algo muy frecuente. El
concepto de «lo sexual» va unido al goce o disfrute, a la mera
excitación, sin llegar a vincularse con relaciones personales, con
una comunicación íntima e interpersonal; sino que se reduce a una
búsqueda inmediata de satisfacción corporal, instintiva o incluso
afectiva, que muchas veces tiene como consecuencia, la desilusión,
el cansancio, el hastío y la decepción. El amado se va convirtiendo
en alguien cada vez más extraño y desconocido.
Las relaciones sexuales no son fruto de una necesidad
fisiológica o afectiva de la persona, sino la inclinación de toda la
persona, que desea expresar, a través del cuerpo, una experiencia
común de búsqueda de felicidad, de unión amorosa única. Así, cada
encuentro sexual en los esposos ha de ser preparado a lo largo de
todo el día, haciendo más expresiva e intensa la realidad del amor.

2. Significado de la sexualidad: al servicio del


amor
La sexualidad es la capacidad de la persona por buscar el bien y la
felicidad con el cónyuge a través no solo del cuerpo y de los afectos,
sino también de la inteligencia y de la voluntad, que dará como fruto
una profunda y gozosa comunión de personas por el amor: «La
sexualidad es un elemento básico de la personalidad; un modo
propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de
sentir, expresar y vivir el amor humano» (CEC, Orientaciones
educativas sobre el amor humano n. 4). Una vivencia completa de la
sexualidad integra todas las dimensiones de mi persona, también mi
genitalidad, que será la expresión física del amor.

3. Dimensión personal de la sexualidad humana


En virtud de la unidad sustancial del ser humano, su sexualidad
abarca a la persona entera: soy mujer o varón, siempre. No
obstante, la sexualidad es una realidad evolutiva, al igual que la
persona, que va madurando y perfeccionándose a lo largo de la
vida.
El cuerpo revela que somos hombres y mujeres; los gestos
sexuales estarán indicando la profundidad y la expresividad del
lenguaje de amor en la persona, por lo que necesita tiempo,
dedicación y ocasión propicia para su realización. La profundidad
del amor hará que la sexualidad sea más rica y expresiva en todos
los niveles: disfrutará más de lo corporal, de lo emotivo-afectivo, de
lo espiritual y de la profunda amistad y donación de todo lo que es
como persona: «Lo deseo porque lo amo; y, porque lo amo, lo
deseo».
El amor matrimonial hace que mi sexualidad sea una forma de
relación con el amado, única, gozosa, que siempre enriquece a la
persona. La sexualidad deja de ser relacional cuando la uso solo
para provecho propio, buscando única e inmediatamente el placer
egoísta, dominando al otro o utilizando al amado como un objeto
que me proporciona satisfacción física. Estas actitudes generan
desamor, soledad y ruptura; de esta forma el lenguaje del amor, del
cuerpo, se corrompe, utilizándolo instrumentalmente solo como
forma de seducción.
La persona se entrega, a través del cuerpo, no buscando solo el
gusto, lo sensible y lo aparente. La experiencia sexual no es
únicamente lo que vivo en el momento de intimidad corporal, es todo
lo que aporto como persona en ese momento a mi amado y lo que
me enriquece y me llena a mí, después de vivir la expresividad
máxima corporal. Si no es así, las expectativas sexuales serán
grandes, pero se convertirán en algo puntual, caduco y efímero.

4. Dimensión unitiva y procreadora de la


sexualidad humana
Si la sexualidad humana solo tiene sentido al servicio del amor, esto
es lo mismo que afirmar que la sexualidad tiene, a su vez y por
voluntad del Creador, dos significados originarios: la dimensión
unitiva y la dimensión procreadora.
El matrimonio conlleva la posibilidad de unión sexual entre varón
y mujer; al unirse mediante sus cuerpos, los esposos viven la
comunión de amor entre ellos, capaces de generar nuevas vidas.
Amar conyugalmente al esposo en su integridad incluye también
quererlo con su potencialidad de ser padre o madre. La capacidad
de ser padres es un bien para los esposos, es un fruto de plenitud
en su amor.
La originalidad de la unión conyugal está en que sus fines,
unitivo y procreativo, son perfecciones de la acción misma. La
entrega de ambos es total; por eso es en esta totalidad donde está
contenida la posibilidad de engendrar un hijo. Por consiguiente, los
esposos no son quienes deciden cuál es el significado concreto de
cada acto, como si pudiesen ser unos unitivos y otros procreativos.
La Iglesia no dice nada ajeno a la verdad del acto conyugal cuando
afirma la inseparabilidad de los dos significados de la sexualidad
humana, unitivo y procreador.

5. Sentido del pudor: promoción del amor


El pudor es un sentimiento propio de la persona, es un mecanismo
de autodefensa, que se dirige tanto a la dimensión instintivo-sensual
como a la psicológicaafectiva. Tendemos a ocultar nuestro cuerpo,
nuestros sentimientos, nuestras vivencias íntimas a los demás. Las
circunstancias harán que no sea igual posar desnuda para un
cuadro, que hacerlo en la playa o en un encuentro íntimo. En el
cuadro solo se busca plasmar la belleza corporal; mientras que en la
playa podrá suscitar el deseo de los que la miran, viendo en ella
solo su realidad física; sin embargo, cuando hay un encuentro
personal, la percepción del cuerpo me lleva a una visión más
completa: es de la persona a la cual amo.
En el relato del Génesis, Adán y Eva se ocultaron cuando
percibieron en sus miradas que ya no eran capaces de verse de
forma íntegra, sino en la inmediatez de sus cuerpos. La vergüenza
que experimentan ambos, les lleva a cubrir su desnudez femenina y
masculina, porque perciben la dificultad de verse, el uno al otro,
como personas a imagen de Dios, anteponiéndose solo la realidad
física, corporal, obviando otras dimensiones de su persona.
El pecado original hace que todo corazón humano albergue, al
mismo tiempo, el deseo y el pudor. Deseo suscitado por la realidad
corporal del otro y el pudor que me lleva a ocultarme por miedo a
que me conozcan de forma reducida. El pudor, de esta manera,
tiene un doble significado: por un lado, nos lleva a ver el valor del
otro como un cuerpo que me atrae y, por otro, es una actitud que
favorece el conocimiento de toda la realidad interior de la persona,
integrando la sexualidad. Es un bien necesario, aunque no valorado
actualmente, porque cuidándolo, hace que toda persona se vea y se
muestre en toda su riqueza; es una defensa de la intimidad, del
valor interior del hombre: cuerpo, sentimientos, gustos, cualidades,
creencias…, pues el pudor protege al propio hombre. Gracias al
autodominio que tiene de sí y al autoconocimiento, se percibe como
un ser único, capaz de una relación personal única, que no quiere
mostrar ni buscar solo los valores sexuales, sino amar y ser amado
por sí mismo, en totalidad, según la dignidad que le corresponde.
«El cuerpo en su masculinidad y feminidad constituía el ‘substrato’ peculiar de
esa comunión personal. El pudor sexual, del que trata Gén 3,7, atestigua la
pérdida de la originaria certeza de que el cuerpo humano, a través de su
masculinidad y feminidad, es precisamente ese ‘substrato’ de la comunión de
las personas […]» (Juan Pablo II, Audiencia General, 4 de junio de 1980, p.
200).
Es necesario conocer al otro en su masculinidad y feminidad,
sus reacciones ante los valores y experiencias sexuales y afectivas.
Conocerse llega a la conclusión de que el hombre y la mujer no
viven esta realidad de la misma manera: la mujer vive una
sexualidad más afectiva y emotiva; así en el pudor, ella buscará no
ser considerada solo como un objeto de placer. Partiendo del
conocimiento del varón y sus reacciones sexuales, actuará en
consecuencia, velando aquello que puede romper la visión integral
de su persona, no mostrándose solo como un cuerpo atractivo. El
hombre vive su sexualidad más fuerte, es más impulsivo ante el
valor corporal-sexual de su compañera; el pudor en él irá
encaminado no solo a velar su corporalidad, sino también sus
sentimientos y emotividad, manifestándolos únicamente para los
momentos íntimos, teniendo en cuenta el bien de los dos.
El cuerpo es una realidad visible de la persona, por eso el pudor
busca dirigir la mirada del otro a los valores personales, provocando
el interés y el aprecio por la persona, suscitando y provocando su
amor. Su tendencia a ocultarse, manifiesta que el hombre y la mujer
son distintos, también a la hora de percibirse el uno al otro en su
realidad personal y corpórea.
El deseo de comunión, expresado en el acto conyugal, sublima
el pudor, pero no desaparece. Una vez que se ha vivido la
experiencia de intimidad, expresándose en un mutuo respeto y un
mutuo asombro, se vuelve a experimentar el pudor en cada
encuentro sexual. El amor asimila la vergüenza que el hombre y la
mujer pueden sentir uno frente al otro. Ya no hay temor a provocar
al otro solo en la esfera sexual o afectiva, ya no buscamos taparnos,
sino descubrirnos para, desde el amor, darse el uno al otro como
una sola realidad, sin buscar únicamente la inmediatez del placer,
sino integrado en un encuentro gozoso entre el hombre y la mujer,
que nos conduce a un bien mayor, a una vida íntima cada vez más
plena y total con el marido o la mujer.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO


1. ¿Cómo definirías el término «sexualidad» antes y después de haber leído este
tema?
2. ¿Has pensado que las relaciones sexuales son manifestación del amor conyugal?
3. ¿Cómo podría expresar el amor al otro sin tener relaciones sexuales?
4. La persona es libre cuando no se deja dominar por el instinto. ¿Piensas que se
disfrutará más la sexualidad porque «me apetece» o «no me aguanto» o porque
así le expreso al otro mi amor, aunque haya momentos en que no se puedan
tener relaciones sexuales?
5. Dios se ha comprometido en el matrimonio a hacernos felices, ¿crees que se
disfrutará más de la sexualidad cuanto seamos mejores cristianos?

PARA LA ORACIÓN

❖ Leamos, reflexionemos y comentemos este pasaje de la Palabra


de Dios:
«Para vivir en libertad, Cristo os ha liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no
os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud. Hermanos, vuestra vocación es
la libertad: no una libertad para que se aproveche el egoísmo; al contrario, sed
esclavos unos de otros por amor. Porque toda la ley se concentra en esta frase:
“Amarás al prójimo como a ti mismo”. Pero, atención: que si os mordéis y os
devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente. Yo os lo digo:
andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne; pues la carne
desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un
antagonismo tal, que no hacéis lo que quisierais. En cambio si os guía el
Espíritu, no estáis bajo el dominio de la ley» (Gál 5,13-18).

❖ Oremos juntos:
¡Y hay que ver, Señor, lo bello que es un cuerpo humano!
Desde el fondo de los siglos, Tú, artista incomparable,
proyectabas el modelo, pensando que un día Tú
desposarías este cuerpo humano al desposar nuestra naturaleza.
Mimosamente lo moldearon tus manos poderosas y le
infundiste el alma en la materia inerte.
Desde entonces, Señor, Tú nos pediste que respetáramos
la carne, pues toda ella es portadora de espíritu,
y gracias a este cuerpo generoso podemos hoy
nosotros enlazar nuestras almas a las de nuestros prójimos.

Pero a Ti, Señor, aún te pareció poco el hacer de


nuestra carne el sacramento del espíritu.
Por tu Gracia el cuerpo del cristiano se convierte en
sagrado y pasa a ser un templo de la Trinidad.
Todo Dios en toda nuestra alma
y toda nuestra alma en todo nuestro cuerpo.
¡Oh dignidad suprema de este cuerpo magnífico:
miembro de su Señor, portador de su Dios!
Yo te ofrezco, Señor, todos los cuerpos y te pido que
los bendigas mientras viven callados envueltos en la noche.
Son tuyos, Señor, abandonados ante Ti con su alma adormecida.
Mañana, brutalmente sacudidos, deberán reemprender su servicio.
Haz que «sirvan», Señor, y no se hagan servir,
que sean casas abiertas y no cárceles,
templos vivos de Dios y no sepulcros.
Que sean respetados, que crezcan y que los que los
visten los purifiquen y los transfiguren
y que, fieles amigos, volvamos a encontrarlos al
final de los tiempos, iluminados por la belleza de las almas.
Ante Ti, Señor, y ante tu Madre,
puesto que Ella y Tú sois de los nuestros,
puesto que todos los cuerpos de los hombres
son, también ellos, bienaventurados
y se les invitó a tu eterno cielo.

(Michel Quoist, Oraciones para rezar por la calle)


6

VIRTUD DE LA CASTIDAD, LA
ANTESALA DEL AMOR

«Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos


en el Señor Jesús a que viváis como conviene que
viváis para agradar a Dios, según aprendisteis de
nosotros, y a que progreséis más. Sabéis, en efecto,
las instrucciones que os dimos de parte del Señor
Jesús. Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra
santificación; que os alejéis de la fornicación, que
cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con
santidad y honor, y no dominado por la pasión como
hacen los gentiles que no conocen a Dios. Que nadie
falte a su hermano ni se aproveche de él en este
punto, pues el Señor se vengará de todo esto, como
os lo dijimos ya y lo atestiguamos, pues no nos llamó
Dios a la impureza sino a la santidad. Así pues, el que
esto desprecia, no desprecia a un hombre, sino a
Dios, que os hace don de su Espíritu Santo» (I Tes
4,1-10).
San Pablo se siente como el amigo del Esposo, que se cuida en
presentar a la Esposa —a la Iglesia entera y, a un mismo tiempo, a
cada cristiano— para que se case con Cristo: «Celoso estoy de
vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo
Esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo» (II Cor 11,2).

1. Las virtudes
Lo más original del ser humano no es solo que él pertenezca a dos
mundos tan dispares como son el material, por su cuerpo, y el
mundo espiritual, por su alma, sino que pertenezca a ambos
mundos a la vez y de forma esencial e inseparable, mediante una
unidad sustancial: el ser humano es «uno en cuerpo y alma» (GS
14). El hombre ha de estar predispuesto a realizar el bien y buscar
su felicidad mediante una pluralidad de dinamismos —que contienen
a su vez diversas facultades para actuar— a través de los cuales él,
y solo él, es responsable de sus actos. Son fundamentalmente tres:
unos dinamismos corpóreos (pulsiones); otros espirituales (razón y
voluntad); y otros que ocupan la zona intermedia o psíquica (el
«corazón»), puente de unión entre los anteriores (las pasiones).
Pero esta multiplicidad de dinamismos para actuar en el hombre
no forman un montón de piedras sin orden ni concierto. La persona
y su amor es un edificio muy bien estructurado; tiene unos cimientos
(las pulsiones); unas paredes con sus columnas (las pasiones); y un
techo (la razón y voluntad). No se puede prescindir de ninguno de
ellos; pero tampoco se pueden situar las columnas o los cimientos
por encima del techo porque la casa se hundiría; además cada parte
del edificio está proporcionada en sus dimensiones al conjunto
global que le supera; cada parte solo tiene sentido en tanto en
cuanto se deja integrar dentro de un todo, tal y como sucede por
ejemplo con cada miembro o cada órgano del cuerpo humano. Así
pues, Dios ha creado al hombre con una estructura múltiple en su
constitución y en sus dinamismos operativos, pero llamados a ser
integrados por él en unidad, respetando el orden jerárquico inscrito
por Dios en su constitución. Esta labor, denominada de
«integración», es la que realiza el sujeto a través de cada una de las
virtudes; ellas son «estrategias del amor» que nos predisponen
poderosamente hacia el bien —sin anular jamás nuestra libertad—,
de tal forma que, al hacer el acto correspondiente —con la
perfección que pertenece a dicha virtud—, el sujeto se va
apropiando de su excelencia en la transformación de su
personalidad moral —una segunda naturaleza—; de ahí que
Aristóteles llegara a afirmar que «las virtudes hacen bueno al que
las hace y lo que hace».
Siete son las virtudes principales en el cristiano, como si se
tratara de siete galaxias en expansión dentro de su universo interior;
cuatro son virtudes naturales o cardinales: prudencia, justicia,
fortaleza y templanza; tres son sobrenaturales: fe, esperanza y
caridad. Todas estas galaxias están integradas armónicamente
gracias a la caridad teologal —tanto en su modalidad conyugal
como consagrada—, forma y madre de todas las demás virtudes; es
«forma» porque impera y ordena a todas las virtudes, unificándolas;
es «madre» porque las engendra sin suplantar a sus hijas. La virtud
de la castidad forma parte de la «galaxia» templanza, en relación
con la moderación del placer y de los bienes vinculados con la
sexualidad humana. Las virtudes son verdaderamente las que
educan al ser humano.

2. La virtud de la castidad
Esta pequeña estrella de la galaxia templanza no constituye el amor,
pero sí su antesala, que lo hace posible; ella es la integración para
el amor. Conlleva dos tareas complementarias: «autodominio» de sí
—«libertad de»— (a); que capacita para la «autodonación»
—«libertad para»— en lo que consiste el amor (b).
a) El «autodominio» de la persona sobre sus dinamismos
(singularmente sobre sus pasiones y pulsiones sexuales), exige
ciertamente ascesis, esfuerzo, sacrificio —como el buen deportista o
la buena bailarina—; pero, lejos de perjudicar la personalidad moral
del sujeto, lo capacita para la madurez del amor interpersonal (HV
21). Cuando un avión tiene que despegar, ha de realizar un gran
esfuerzo en poco espacio y tiempo; pero cuando gana altura se
anima al comprobar que es libre para volar. El dominio de sí
constituye una predisposición habitual de las pulsiones y pasiones
en la persona para que ellas no solo no estorben, sino que ayuden
al sujeto a realizar el acto casto, en toda situación y circunstancias,
por difíciles que estas sean.
El ser humano no solo debe realizar el bien a través de sus
dinamismos espirituales que especifican su forma de actuación, sino
que requiere también una predisposición habitual del resto de sus
facultades como energías positivas que acudan en su socorro para
realizar el acto bueno con la perfección de la virtud correspondiente;
se trata de una predisposición permanente en el sujeto y no solo
ocasionalmente —porque haya sonado la flauta por casualidad—.
Por consiguiente, el «dominio de sí» es condición necesaria —la
abstinencia o resistencia a pasiones y pulsiones tan vehementes—,
pero no suficiente, para adquirir dicha virtud. Nadie que no sea
«dueño de sí» puede enriquecer al amado con la «entrega de sí
mismo», en lo que consiste el amor, sino que permanece en una
adolescencia inmadura, esclavo ciego de sus pasiones y pulsiones,
que le incapacita para el amor interpersonal; por eso quien no posea
esta virtud no vale ni para casado, ni para consagrado, ni para nada,
pues se convierte en adolescente perpetuo.
b) El «autodominio» nos capacita para la «autodonación» del
amor. Las virtudes tienen una incidencia inmediata en la capacidad
del hombre para discernir y querer lo que es bueno y conveniente en
cada situación concreta. El conocimiento moral es un conocimiento
por afinidad connatural, por experiencia o por inclinación, pues en la
medida en que se vive se comprende. El autodominio virtuoso
capacita al sujeto para discernir el bien integral de la persona —
propio y del amado— y no se deja engañar por una mirada parcial.
Son como unas «gafas para la mirada personalista» que nos
facilitan el conocer y el querer libremente el bien del amado en toda
situación, haciendo posible el amor de amistad o benevolencia:
querer el bien del amado, querer su bien integral, su bien moral, en
definitiva.
Es la segunda tarea de la virtud de la castidad. Cada uno de
nuestros dinamismos tienden directamente en su origen a dar
respuesta inmediata ante el objeto conocido que llama su atención;
esta es la gran tentación de pretender una respuesta para la
satisfacción inmediata del placer a nivel parcial del cuerpo, del
corazón o solo del alma; la virtud de la castidad realiza esta
segunda labor de integración: hace que cada parte del edificio de
nuestros dinamismos estén predispuestos de forma permanente a
ser introducidos con docilidad dentro de un nuevo orden que les
supera, sin prescindir ni reprimir ninguno de ellos. De esta manera el
sujeto es ayudado de forma habitual por todas sus facultades para
que no haya interferencias, sino, al contrario, para que el sujeto
pueda discernir por connaturalidad, con prontitud y facilidad cuál es
el verdadero bien del amado en toda situación.
Esto mismo lo entendemos mejor de forma negativa: la lujuria
produce paulatinamente una especie de ceguera de espíritu que
dificulta el discernimiento de lo que es bueno y conveniente para el
amado y para el amante mismo; le ocurre como al león, que siempre
mira a la bella gacela bajo la categoría de presa. Por todo ello, esta
segunda tarea de la virtud de la castidad constituye el preámbulo del
amor, porque solo cuando el amante capta la preciosidad irrepetible
con que venera la dignidad personal del amado y la suya propia,
puede verdaderamente comenzar el amor interpersonal, al querer el
bien del amado.
La custodia de Toledo no puede confundirse —por su belleza—
con el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, el «Amor de
los amores»; pero sí contiene y envuelve a la Eucaristía, el «Señor
de la custodia». La virtud de la castidad no se confunde con el amor,
pero sí es su antesala imprescindible, su pasillo o el preámbulo que
lo hace posible; ella nos capacita para amar de verdad. Además, la
custodia de Toledo tiene «alma», un armazón de madera del siglo
XVI que amortigua el traqueteo del trayecto en su procesión; el alma
de la castidad lo constituye otra estrella nueva, la virtud de la
pureza, de la cual forma parte; son las gafas contra la miopía
antipersonalista del león.

3. Herida del pecado


A la luz de la fe se nos ha revelado que la sexualidad humana fue
profundamente herida por el pecado original. Tres fueron los dones
preternaturales que Adán y Eva tuvieron en el Paraíso, regalo divino
como consecuencia de haber sido creados de hecho en amistad con
Dios: inmortalidad, salud e integridad (armonía interior originaria
dentro del hombre, acorde con la armonía externa de todo lo
creado). Tras el pecado original nuestros primeros padres perdieron
la amistad con Dios (estado de santidad originaria); su naturaleza
quedó profundamente herida y perdieron los tres dones
preternaturales: aparece la muerte, la enfermedad y la
desintegración. La desintegración consiste en una desarmonía
interior en el hombre y en todos sus dinamismos (facultades), que el
Concilio de Trento denominará «concupiscencia» (Dz 792):
inclinación que propiamente hablando no es pecado personal, pero
que del pecado proviene y al pecado nos inclina poderosamente en
los diversos ámbitos del ser humano; la concupiscencia permanece
en el cristiano, aun después de recibida la justificación por el
Bautismo. Con todo, la inclinación del hombre al bien es mayor
porque le es connatural; mientras que la orientación al mal obedece
a un acontecimiento histórico de su libertad. Por consiguiente, el
corazón esponsal del varón y de la mujer ha sido profundamente
herido por el pecado de tal forma que al hombre no solo le cuesta el
autodominio virtuoso para realizar el acto casto, singularmente en
algunas circunstancias heroicas, sino que también afecta a los
dinamismos —con sus facultades operativas— considerados en sí
mismos, de tal manera que tiene dificultad en reconocer y en querer
el bien del amado. No es que a veces el sujeto no ve bien, cuando
falta la iluminación adecuada; es que la capacidad de visión del ojo
está dañada en sí misma. La consecuencia es que, tras el pecado,
la doble tarea de integración que realiza la virtud de la castidad,
resulta aún más difícil.

4. La redención del cuerpo


Necesitamos, pues, un gran Redentor: Jesucristo. Si algo hay de
novedoso en el Evangelio es la efusión del Espíritu Santo en el
hombre, otorgándole un corazón esponsalmente nuevo, capaz de
amar con el amor del Verbo encarnado. La gracia recibida en el
sacramento del Matrimonio realiza tanto la labor curativa como
elevante (GS 49 a). Pero, ¿cómo se realiza la «redención del
cuerpo»? La clave de solución se encuentra en lo que santo Tomás
de Aquino denomina «semejanza por connaturalidad». La voluntad
del ser humano le mueve no solo lo que es bueno, sino lo que
también percibe como conveniente, en su situación y circunstancias
concretas (Sm. Th. I-II, q. 9, a. 2); por eso el hombre nunca se
equivoca a sabiendas, sino que elige algo que estima —
erróneamente— que le conviene, al menos para su situación. Pero
dicho engaño en su apreciación está provocado por sus vicios y
mala conducta previa. Por el contrario, a través de las virtudes de
Cristo en él, el sujeto estará predispuesto por afinidad connatural o
por «preferencia» para discernir y querer lo que realmente le
conviene en toda circunstancia. La caridad teologal es quien, en
definitiva, realiza semejante inclinación habitual para preferir el acto
casto y no el lujurioso.
De la mano de Carlo Caffarra, cardenal arzobispo de Bolonia,
recapitulemos lo dicho con un símil musical. Un músico para
componer una verdadera obra maestra (1) necesita saber música
(2); ha de tener una profunda experiencia artística —un
acontecimiento singular— que motive dicha creación (3); y las
musas que le inspiren (4). Algo parecido sucede con la virtud de la
castidad. Para realizar un acto casto (1), es preciso poseer la
capacidad expresiva que da la virtud de la castidad (2); la profunda
experiencia de connaturalidad lo aporta la caridad teologal (3); y que
el Espíritu Santo le inspire y mocione para ello.
La caridad teologal es participación del amor mismo de
Jesucristo, mediante el cual amamos a Dios sobre todas las cosas y
al prójimo por amor a Él. Mediante el sacramento del Matrimonio los
esposos reciben la triple gracia de Cristo: aumento de gracia
santificante o común (si ellos lo reciben en gracia), la gracia habitual
de la caridad teologal y las gracias actuales para cumplir sus tareas
de esposos y padres. Lo más novedoso de todo ello es que los
esposos no solo participan de la gracia santificante (cualidad
ontológica y sobrenatural), sino también en un hábito electivo, una
virtud —la caridad teologal—, junto a las demás virtudes de Cristo,
en su forma matrimonial, mediante la cual Cristo predispone
habitualmente a los esposos para amarse entre sí —por
connaturalidad sobrenatural— con el mismo amor con que Él se
entrega en la Cruz por su Esposa la Iglesia, hasta dar la vida (Ef
5,21-32). Cristo barre la casa de cada esposo, la limpia y hermosea.
Sin embargo, la gracia de Cristo en nosotros es fruto de la
presencia del Espíritu Santo, quien se queda personalmente en ella
como el Señor del «castillo interior», paseándose con libertad por
todas sus estancias o moradas (santa Teresa de Jesús).
Necesitamos un guía personal que nos conduzca con el timón y
haga navegar la nave con el despliegue de velas; no es suficiente la
ayuda divina en el manejo de los remos. El Espíritu Santo actúa a
través de sus siete Dones, mediante sus inspiraciones intelectivas y
sus mociones afectivas.
De todos los Dones, la virtud de la castidad está relacionada
singularmente con el Don de Sabiduría. La experiencia negativa nos
dice que cuando el hombre cae en la lujuria, máxime si se instaura
en el vicio, produce interferencias paulatinas en la razón humana
para discernir y querer el bien verdadero. La caridad teologal —
transfigurada por el Don de Sabiduría— constituye en la tierra una
verdadera anticipación del cielo en donde seremos amados por Dios
y lo amaremos; se trata de un «amor sapiente» o de una «sabiduría
amante» (santo Tomás de Aquino). Pero no dejemos para el cielo lo
que ya ha comenzado en la tierra. La Sabiduría es aquel Don
mediante el cual el hombre, ya en su situación de peregrino en la
tierra, «saborea» anticipadamente esta comunión de amor que
existirá con plenitud en el cielo; él es capaz ya de contemplar a Dios
que lo ama —en el cielo «contemplaremos» como María, no
«serviremos» como Marta— y ve las cosas del mundo en Él mismo
y desde arriba juzga su obrar en la tierra.
Pero la Iglesia afirma que no basta la gracia santificante, ni la
caridad teologal —junto a las demás virtudes de Cristo en nosotros
—, transfigurada por los Dones del Espíritu, para que el cristiano
obre el bien; sino que necesita de las inspiraciones y mociones
puntuales del Espíritu Santo (las gracias actuales). Por eso, para
san Pablo, cada acto bueno, cada acto casto constituye un fruto del
Espíritu Santo.
Una conclusión general se impone: la castidad aparece como
aquella virtud absolutamente imprescindible que capacita a todas las
vocaciones para el amor maduro. No por casualidad el papa Pablo
VI, que en 1967 habló de la necesidad de esta virtud para los
sacerdotes, al año siguiente sostuvo lo mismo para los casados en
la encíclica «Humanae vitae». Casados y consagrados anticipamos
escatológicamente, cada cual según su grado y estado o vocación
específica, aquella situación armónica que reinará en el cuerpo
humano como consecuencia de la visión beatífica: «Seréis como
ángeles». Por eso constituye una virtud que tanto molesta a quienes
no la viven. Si toda virtud es sembradora de belleza, la virtud de la
castidad constituye una rosa hermosa —a pesar de las espinas—,
que, al sobresalir del tallo y sin pretenderlo, invita con su belleza al
amor genuino entre varón y mujer; por eso ella es la «custodia del
amor».

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. ¿Qué dificultades y qué alegrías nos supone vivir la virtud de la castidad como
«custodia del amor» para nuestro noviazgo? La Iglesia no se opone al placer,
pero reconoce que su búsqueda inmediata puede traicionarnos: ¿busco el gozo
del bien del amado, cueste lo que cueste, o por el contrario me dejo vencer
parcialmente de la satisfacción parcial e inmediata del placer?
2. ¿A qué medios espirituales recurro para vivir la virtud de la castidad y de la
pureza? (mortificación de los sentidos internos y externos; devoción a la Virgen
—cuya mirada nos «castifica»—; la Penitencia, en cuanto virtud y en cuanto
sacramento). Con nuestras obras y palabras, ¿presentamos esta virtud,
sembradora de belleza, con atractivo hacia los demás novios?
3. Junto a los pecados de lujuria (6º precepto), la Iglesia también ha hablado del
pecado de impureza (9º precepto) —deseos y miradas impuras—, pues
afectividad y genitalidad están encaminadas entre sí. Las expresiones de cariño
afectivo en el noviazgo no son malas en sí mismas, pero pueden serlo por falta
de rectitud en mi intención o por las circunstancias en que estoy o en que está el
amado. Cuando veo estos dos peligros próximos, ¿somos capaces de quedarnos
de menos en nuestras expresiones afectivas —aun cuando momentáneamente
nos sintamos mal—, al comprender más tarde que él o ella verdaderamente me
ama y que yo lo amo?

PARA LA ORACIÓN

❖ Leamos, reflexionemos y comentemos este pasaje de la


Sagrada Escritura:
«¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Él
habita en vosotros, porque lo habéis recibido de Dios. No os poseéis en
propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto,
¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!» (I Cor 6,19-20).

❖ Oremos juntos:
Madre Nuestra,
queremos que presidas nuestro amor;
que defiendas, conserves y aumentes nuestra ilusión.
Quita de nuestro camino cualquier obstáculo
que haga nacer la sombra o las dudas entre los dos.
Apártanos del egoísmo que paraliza el verdadero amor.
Líbranos de la ligereza que pone en peligro la Gracia de
nuestras almas.
Haz que, abriéndonos nuestras almas,
merezcamos la maravilla de encontrar a Dios el uno en el otro.
Haz que nuestro trabajo sea ayuda y estímulo para lograrlos
plenamente.
Conserva la salud de nuestros cuerpos.
Ayúdanos a resolver nuestras necesidades materiales.
Y haz que el sueño de un hogar nuevo y de unos hijos nacidos
de nuestro amor y del cuerpo, sean realidad y camino que
nos lleve rectamente a tu Corazón. Amén.
7

EL PLAN DE DIOS SOBRE EL


MATRIMONIO

«Sed sumisos los unos a los otros en el temor de


Cristo. Las mujeres a sus maridos, como al Señor,
porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo
es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. Así
como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las
mujeres deben estarlo a sus maridos en todo.
Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a
la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla, purificándola mediante el baño del agua,
en virtud de la palabra, y presentársela
resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni
arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e
inmaculada. Así deben amar los maridos a sus
mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a
su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció
jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la
cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia,
pues somos miembros de su Cuerpo. Por eso dejará
el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran
misterio es este; pero yo lo digo respecto a Cristo y
la Iglesia» (Ef 5,21-32).

No existe nada más que un único Plan de Salvación. Dios ha


querido desde la eternidad que la vida física y de filiación divina
fuera transmitida para los hombres a través del matrimonio y de la
familia. Tras el pecado, Cristo, el Redentor del hombre, ha
proseguido con este único Designio de salvación. San Pablo afirma
que el Misterio de Salvación que estaba oculto ha sido desvelado
paulatinamente a través de la Antigua Alianza y ha llegado a su
plenitud de manifestación con Jesucristo (Ef 3,3-6): «Este es un
gran misterio, pero yo lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef
5,32).

1. ¿Dios tiene un plan?


En el mundo en que vivimos, en la mentalidad secularizada que nos
rodea, parece que el matrimonio es una cuestión meramente
privada entre un hombre y una mujer y que Dios no tiene nada que
ver con ello.
Sin embargo, el matrimonio es un «invento» de Dios, que en el
principio «creó varón y mujer». Por tanto, Él conoce el verdadero
sentido y valor del matrimonio.
¿Cómo podemos nosotros acceder a este sentido? Dios ha
tenido a bien revelarnos el sentido de la vida y de la muerte, del
trabajo y del sufrimiento…; también del matrimonio y de la familia.
En la Sagrada Escritura —unida a la Tradición viva de la Iglesia—
encontramos la revelación de Dios acerca del matrimonio. En la
Biblia descubrimos que Dios tiene un plan maravilloso para los
esposos. En ella encontramos la luz para entender y vivir el
matrimonio.
Se trata de descubrir ese plan para vivir nuestra vida como
respuesta. En efecto, toda persona humana es llamada por Dios a la
existencia y debe vivir su vida en diálogo con Dios y en obediencia a
Él. Viniendo de Dios, el matrimonio es una vocación y conlleva una
misión de parte de Dios que los esposos deben acoger con docilidad
y vivir con fidelidad.

2. «Vio Dios que era muy bueno» (Gén 1,31)


Los dos primeros capítulos del Génesis nos recogen lo esencial de
ese proyecto de Dios.
En el capítulo segundo se nos narra de manera gráfica la
situación del varón que se siente solo (Gén 2,4-25). Dios le da en la
mujer una «ayuda semejante» (literalmente «alguien como él que le
ayude»). Y el hombre exclama lleno de gozo: «Esta sí que es carne
de mi carne». Finalmente, Dios sentencia: «Serán los dos una sola
carne» (es decir, formarán una unión tan profunda, que serán una
sola cosa: como una sola persona —pues la palabra «carne» en la
Biblia se refiere a la persona entera y no solo a su aspecto corporal
—).
En el capítulo primero (Gén 1,26-31.2,1-4), después de haber
relatado la creación de todos los seres, se habla de la creación del
ser humano: «Varón y mujer los creó». Son creados a «imagen y
semejanza» de Dios, y Dios les otorga el don y el mandato: «creced
y multiplicaos». Si todo lo creado era bueno, el matrimonio es «muy
bueno».
Por tanto, los dos capítulos resumen los dos fines del
matrimonio: ayuda mutua y procreación. Por un lado, marido y mujer
son compañeros que han de complementarse, ayudarse y
sostenerse mutuamente en el camino de la vida; son dos fundidos
en uno: proyecto común y vida común que se expresa en la unión
corporal. Por otro, juntos colaboran con el Creador en dar vida a
nuevas personas; de Dios han recibido esta capacidad y este
encargo maravilloso de transmitir la vida, a imagen y semejanza del
propio Dios, que —porque ama— crea. ¡Qué belleza y qué dignidad
la del matrimonio!

3. El enemigo del matrimonio


Ciertamente, el enemigo no es la suegra, ni la crisis económica, ni
ningún otro elemento externo. El enemigo está en casa.
En efecto, el capítulo tres del Génesis nos cuenta cómo el
pecado entra en el corazón humano y todo lo deteriora: la relación
con Dios, consigo mismo, con la naturaleza… También deteriora la
relación entre los esposos.
En efecto, la Revelación bíblica nos explica la causa del mal. Y
en esto coincide con la experiencia humana: ¿por qué, por ejemplo,
hacemos daño a quienes queremos? El pecado que habita en
nosotros envenena el amor y lo distorsiona desde dentro (Rom 7,14-
23).
La Biblia es testigo de esta realidad que aqueja al hombre y
también al matrimonio. Creado por amor, hecho a imagen y
semejanza de Dios Amor, el hombre se experimenta a sí mismo
como egoísta, violento, impositivo y dominante, generando ruptura y
división… El pecado es el enemigo del hombre y, por eso mismo,
del matrimonio. Es importante detectar dónde está el problema y su
raíz para aplicar el remedio adecuado; de lo contrario, estaremos
dando la batalla contra un enemigo ilusorio.

4. El Redentor del matrimonio


Cristo ha venido a redimir al hombre y a darle un corazón nuevo. Él
es el Redentor del hombre: «No se nos ha dado otro nombre en el
que podamos salvarnos» (Hch 4,12). Por eso, el hombre necesita a
Cristo. Él cumple las antiguas profecías que anhelaban la
transformación interior del hombre (Ez 36,25-27; Jer 31,31-34).
Por eso también el matrimonio necesita a Cristo. Él libera a los
esposos del egoísmo, de la actitud de dominio, de la comodidad… y
les hace capaces de un amor como el suyo: entregado, generoso,
desinteresado, sacrificado, oblativo… (Ef 5,25-29).
Esta es la gran ventaja de vivir como cristiano y de «casarse por
la Iglesia»: el amor entre un hombre y una mujer queda redimido
desde dentro por la gracia de Cristo, que lo sana, lo purifica y lo
eleva.
En efecto, no solo lo sana. Cristo ha constituido el matrimonio
como sacramento (Ef 5,31-32). El amor entre marido y mujer se
convierte así en signo e instrumento del amor de Cristo a la Iglesia.
Cada uno de los esposos está llamado a ser para el otro reflejo y
transparencia del amor infinito de Cristo. Y cada uno puede ver en el
amor del otro un signo que le remite a otro amor más grande y más
alto. Y juntos manifiestan al mundo el amor inmenso de Dios.
Desde aquí entendemos que, viviendo esto, el matrimonio es
camino de santidad. ¡Qué grandeza y qué dignidad! Así, el
matrimonio cristiano camina con gozo y decisión —a pesar de las
dificultades— hacia la eternidad que se le abre como horizonte
luminoso…

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. A la luz de Gén 1-2, ¿os hacéis cargo de los dos fines del matrimonio?
2. ¿Percibís el pecado como el verdadero mal que corroe el matrimonio?
3. ¿Habéis descubierto la novedad impresionante que Cristo aporta para vuestro
matrimonio?

PARA LA ORACIÓN

❖ Leamos, reflexionemos y comentemos este texto bíblico:


«En aquel tiempo, dijo Jesús: —Al principio de la creación, Dios los creó hombre
y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer, y serán los dos una sola carne. Lo que Dios ha unido que no lo separe el
hombre» (Mc 10,6-9).

❖ Terminemos con esta oración del papa Juan Pablo II:


Oh Dios, de quien procede toda paternidad
en el Cielo y en la Tierra, Padre, que
eres amor y vida, haz que cada familia humana
sobre la Tierra se convierta por medio de Tu
Hijo Jesucristo, nacido de mujer y del Espíritu

Santo, fuente de caridad divina, en verdadero


santuario de la vida y del amor para las
generaciones que siempre se renuevan.

Haz que tu gracia guíe los pensamientos y las


obras de los esposos hacia el bien de sus
familias y de todas las familias del mundo.
Haz que las jóvenes generaciones encuentren
en la familia un fuerte apoyo para el desarrollo
de su personalidad en la verdad y en el amor.

Haz que el amor, corroborado por la gracia del


sacramento del matrimonio, se demuestre más
fuerte que cualquier debilidad y cualquier crisis,
por las que a veces pasan nuestras familias.
Haz finalmente, te lo pedimos por intercesión
de la Sagrada Familia de Nazaret, que la
Iglesia en todas las naciones de la Tierra
pueda cumplir fructíferamente su misión en
familia y por medio de la familia.
Tú, que eres la vida, la verdad y el amor,
en la unidad del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
8

EL MATRIMONIO ES UN
SACRAMENTO

«Tres días después se celebraba una boda en Caná


de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue
invitado también a la boda Jesús con sus discípulos.
Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino
de la boda, le dice a Jesús su madre: “No tienen
vino”. Jesús le responde: “¿Qué tengo yo contigo,
mujer? Todavía no ha llegado mi hora”. Dice su
madre a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”.
Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las
purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas
cada una. Les dice Jesús: “Llenad las tinajas de
agua”. Y las llenaron hasta arriba. “Sacadlo ahora,
les dice, y llevadlo al maestresala”. Ellos lo llevaron.
Cuando el maestresala probó el agua convertida en
vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los
que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el
maestresala al novio y le dice: “Todos sirven primero
el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior.
Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”.
Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus
señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus
discípulos» (Jn 2,1-11).

Hoy, incluso entre los bautizados, el matrimonio está perdiendo su


carácter esencialmente religioso e incluso cristiano, por influjo del
secularismo. Sin embargo, el matrimonio ha tenido siempre en las
diversas culturas una dimensión esencialmente sagrada. Además,
Jesucristo aporta a la unión conyugal unas dimensiones
absolutamente nuevas —sintetizadas en la expresión
«sacramento»— que no se pueden vivir si estamos lejos de su
Iglesia.

1. ¿Qué son los sacramentos?


La noción de «sacramento» se aplica en sentido análogo a Cristo
—«el Sacramento del Padre»—, a la Iglesia —«sacramento de
Cristo»— y a los siete sacramentos instituidos por Él. El amor de
Dios se ha acercado a nosotros de un modo acorde con nuestra
condición humana. Somos cuerpo y espíritu; lo corporal es
manifestación de nuestra vida espiritual y camino para llegar a ese
ámbito interior de nuestra existencia. Para responder a nuestra
condición, Dios se nos ha manifestado hecho carne en Cristo y así
Cristo, Dios y hombre perfecto, es el Sacramento visible de Dios
Padre —el Sacramento primordial—: a través del Verbo encarnado
cada hombre puede entrar en comunión con Dios. Cristo resucitado
y glorioso no es visible a nuestros ojos, pero permanece presente
entre nosotros hasta el fin de los tiempos y sigue actuando de forma
eficaz a través de su Espíritu y por mediación de la Iglesia —
singularmente en los siete sacramentos—. Cristo glorioso está
presente y actuante en su Iglesia, que, de este modo, se transforma
en «sacramento de Cristo», presencia histórica de Dios y de su
amor salvífico en el mundo. Jesucristo se sigue encontrando en
comunión de amor con cada hombre de toda época y cultura a
través de la Iglesia. En este sentido el Vaticano II la califica como el
gran Sacramento universal de la salvación.
Finalmente, la presencia y acción salvífica de Cristo en su Iglesia
con cada hombre se realiza con singular eficacia a través de los
siete sacramentos. Sabemos que Cristo está presente y actúa
eficazmente en virtud de su promesa de gracia con la cual Él se ha
comprometido y no puede fallar. El matrimonio cristiano es uno de
los siete signos sensibles, instituidos por Jesucristo, para
comunicarnos eficazmente la Gracia (Dz 971).

2. ¿Qué aporta Cristo al matrimonio?


La primera venida de Cristo en carne, con su palabra y vida, con su
muerte y resurrección, aportó una profunda novedad a todo lo
humano: ya no es lo mismo la vida y la muerte, el amor y el dolor, el
trabajo y la alegría… San Juan dice que Jesucristo trajo «la verdad y
la gracia». Devolvió la verdad plena al matrimonio, según el Plan
primigenio, y concedió la gracia como posibilidad absolutamente
nueva para vivirlo en plenitud. Jesucristo revela la verdad original
del matrimonio, la verdad del «principio» y, liberando al hombre de la
dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente (FC 13).
También Jesús confirmó la verdad original sobre las dos
propiedades naturales del matrimonio (unidad e indisolubilidad):
«Desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y mujer. Por
eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán
una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne.
Pues bien, lo que Dios ha unido, no debe separarlo el hombre» (Mc
10,2-10).
La verdad y la gracia que Cristo aporta al matrimonio podemos
describirla sintéticamente. En el Antiguo Testamento, Dios escogió
el amor conyugal como símbolo de su alianza con el pueblo de
Israel; Yavé es el esposo y el pueblo es la esposa: «Yo seré su Dios
y ellos serán mi pueblo». Cuanto se afirmaba de Dios Esposo en la
antigua alianza, en el Nuevo Testamento Cristo lo asume y se lo
aplica a sí mismo: «Yo soy el Esposo, ¡viva el novio!; su venida es
una boda; la Encarnación es un matrimonio: la unión de la
naturaleza divina con la humana en su Persona; su reino se parece
a un gran banquete de bodas; su ministerio público es descrito como
unas bodas, que comienzan en Caná, y culminan místicamente en
la Cruz, hasta dar la vida por su Esposa, la Iglesia» (Ef 5,21-32).
Podría parecernos a los hombres que este amor definitivo es
imposible de vivir, pero Él nos hace capaces de amar de una forma
radicalmente nueva: el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones mediante el Espíritu Santo. Cristo transforma el
«corazón» del hombre —anunciado por el profeta— para superar su
«dureza» y, así, poder amar con un amor fiel y definitivo (FC 20 d).
Mediante el sacramento cristiano, Jesucristo se ha comprometido
eficazmente a acompañar a los esposos para hacer de su vida
conyugal un camino y un medio de salvación, haciendo de su amor
imagen y participación de su amor definitivo e incondicional por su
Iglesia.

3. El Matrimonio entre los bautizados es un


sacramento
Si la Iglesia antigua y medieval se fijó en la vertiente negativa de la
gracia sacramental del matrimonio, en cuanto curación de las
heridas del pecado (inestabilidad, lujuria, infidelidad), a partir del
siglo XII crece su comprensión positiva; se trata de dos caras de una
misma moneda: Jesucristo, al elevar al matrimonio a sacramento de
la Nueva Ley, también lo cura y perfecciona (GS 49 b). San Alberto
Magno sintetiza el estado de la cuestión: hasta aquel momento
algunos teólogos afirmaban que el matrimonio entre cristianos no
producía gracia, sino que únicamente lo significaba; otros, que
producía cierta gracia, pero solo en orden a evitar el mal o herida del
pecado; y otros que, además, reciben gracia en orden al bien, es
decir, a la realización de los tres bienes que hacen «bueno» al
matrimonio —prole, fidelidad y sacramento—. No obstante, será el
Concilio de Trento quien defina su sacramentalidad: el matrimonio
entre varón y mujer bautizados constituye uno de los siete
sacramentos de la Nueva Ley, instituido por Jesucristo, para
comunicar eficazmente la gracia (Dz 971); lo cual viene ya insinuado
en la Carta a los Efesios (Ef 5,21-32).
Seguro que vosotros, queridos novios, estaréis soñando ya con
el día de vuestra boda en que el milagro de Caná suceda en
vosotros. Llegaréis al templo, y daréis vuestro consentimiento
matrimonial ante Cristo y ante la Iglesia. Profundicemos, pues, en
«vuestro» sacramento. Todos los sacramentos son signos sensibles,
visibles, audibles —instituidos por Cristo—…, de la gracia invisible.
Por eso tradicionalmente se suele hablar de «materia» y de
«forma»; en el caso del matrimonio, ambos elementos han de
entenderse de una manera más amplia porque se trata —algo
similar sucede con el sacramento de la Reconciliación— de
acciones humanas: la cuasimateria es dar dicho consentimiento
mutuo de que os queréis casar el uno con el otro; la cuasiforma, que
finaliza y sella el pacto conyugal, es recibir por parte de ambos dicho
consentimiento matrimonial. Ha de manifestarse públicamente y
ante la Iglesia que queréis casaros y que el otro lo acepta; y
viceversa. Además, los dos contrayentes sois, según la tradición
latina, ministros de vuestro sacramento, aun cuando el ministro que
preside la celebración sea el testigo cualificado que representa a la
jerarquía de la Iglesia y que subraya aún más la índole eclesial de
un acontecimiento tan importante para ella.
La consecuencia inmediata de la manifestación de vuestro
consentimiento matrimonial es la formación de un vínculo exclusivo
y excluyente entre vosotros dos, una vinculación visible entre varón
y mujer, un «yugo de Gracia», una íntima comunidad conyugal de
vida y de amor (GS 48a) que os unce como esposo y esposa para
labrar juntos la tierra en la misma dirección: la gente ve que sois
marido de «fulanita» y ella la esposa de «menganito»; de ahí que, si
es verdad que la materia y forma (la manifestación y recepción del
consentimiento) es signo sensible del sacramento, mucho más lo es
este vínculo permanente, que visibiliza externamente vuestra unión
matrimonial de lo que sois, por la transformación del sacramento.
Por tanto, no veáis en el vínculo algo abstracto: seréis varón y
mujer unidos, vinculados matrimonialmente, para siempre, formando
«una sola carne». De esta manera el sacramento del matrimonio
aporta a los esposos una nueva consagración del Espíritu Santo que
os une más estrechamente y de una forma nueva a Cristo Esposo y
a la Iglesia Esposa, para edificar —en cuanto matrimonio— el Reino
de Dios. Recibís así vuestro carisma eclesial específico —hasta
numéricamente el mismo—, vuestro estado de santidad peculiar
dentro del Pueblo de Dios: edificar la Iglesia doméstica,
fundamentalmente en vosotros, en cuanto esposos, y en vuestros
hijos, en cuanto padres; y cooperar —desde vuestra visión
específica y «conyugada» de las cosas— en la edificación de la
gran Iglesia en el mundo. Con ello los esposos cristianos hacéis
presente visiblemente en el Pueblo de Dios —sois el signo visible
por antonomasia— de la unión esponsal de Cristo con la Iglesia, y
nos recordáis a todos que la Humanidad ha de transformarse
progresivamente en la gran Familia de los hijos de Dios. Finalmente,
del sacramento cristiano brota consecuentemente un ministerio
eclesial en sentido estricto —el «ministerio conyugal»—, que la
Iglesia os encomienda, ejercido desde la óptica específica de
vuestro carisma.
El Concilio afirma que «Cristo sale a vuestro encuentro en el
sacramento» y, al vincularos con este yugo matrimonial visible —
yugo suave y carga ligera—, esta realidad intermedia y permanente
—causa exigitiva y predispositiva de gracia— constituye el signo con
el cual Cristo se ha comprometido eficazmente en ir dándoos sus
gracias a lo largo de toda vuestra vida (GS 48 b). En este sentido
podemos decir que el matrimonio cristiano constituye una realidad
visible de gracia —un sacramento permanente—, en analogía
impropia con la presencia substancial de Cristo en el sacramento de
la Eucaristía, que dura no solo mientras la celebración de la Misa,
sino que permanece con su eficacia sacramental en el Sagrario
mientras perduren las especies eucarísticas.

4. Las gracias del sacramento del Matrimonio


Aun cuando el estado de santidad o carisma eclesial sea el mismo y
lo compartáis en común, sin embargo las gracias recibidas por los
esposos dependerán de la liberalidad con que Dios las concede a
cada uno de los contrayentes y de vuestra respuesta individual e
intransferible. No obstante, parece lógico que, por la «comunión de
los santos» en la Iglesia —mediante una red invisible de vasos
comunicantes de gracia que nos une a todos los cristianos—,
máxime para aquellos dos que comparten hasta numéricamente el
mismo carisma eclesial, los esposos cristianos han de ser ayuda
recíproca para su santificación, lo cual coincide con la común
glorificación de Dios en el santuario doméstico (GS 48 b).
Hecha esta salvedad, podemos entender mejor las gracias del
sacramento a través de la triple Gracia de Cristo que recibiréis a
partir del día de vuestra boda para cumplir con perfección vuestra
tarea de esposos y padres: gracia santificante; gracia de caridad
conyugal; gracias actuales.
a) En primer lugar, en el día de la celebración litúrgica de vuestra
boda cada contrayente recibirá un aumento de gracia santificante o
común, si lo recibe —como se debe— en estado de gracia (sin
pecado mortal). En caso contrario, aun cuando recibierais
válidamente el sacramento, el aumento de gracia santificante
quedaría para cuando quite el óbice que lo impide. La gracia
santificante es denominada por la Escolástica como gracia de unión
física, participación de aquella unión hipostática de la naturaleza
divina y humana en la Persona del Verbo encarnado. La gracia
santificante implica una verdadera transformación ontológica en el
nuevo ser del cristiano, participación de la carne gloriosa del Verbo
Encarnado (san Ireneo), una cualidad sobrenatural que se inhiere en
el alma, nueva realidad creada por Dios, aun cuando desde el punto
de vista ontológico se trate de un accidente.
b) Pero, en segundo lugar, la gracia más novedosa recibida por
el sacramento del matrimonio consiste en un hábito operativo, es
decir, en una virtud teologal, la más grande: la gracia de unión
mística por la caridad —el amor nuevo—, participación en la caridad
conyugal de Cristo por su Esposa la Iglesia, hasta dar la vida en la
Cruz. Cristo vive para ella, solo por ella; y ella, solo por y para Él. Si
algo hay de novedoso en el cristianismo es precisamente la efusión
del Espíritu Santo en cada cristiano que transforma el corazón
esponsal, herido y endurecido por el pecado; y junto a la caridad
conyugal, el hombre participa de las demás virtudes de Cristo, con
la perfección con que Él las posee. La caridad teologal es forma y
madre de las demás virtudes, sin suplantarlas. He aquí la novedad
de la redención de Cristo, que no consiste solo en una
transformación en el «nuevo ser» de esposos cristianos, sino
también que da una cualidad permanente o hábito electivo en sus
facultades —una virtud— que les capacita y predispone para
«obrar» con una nueva capacidad de correspondencia como Cristo
a su Iglesia, y viceversa. Con todo, la novedad no reside tanto en
que Dios nos ame así, sino en que nosotros somos capaces de
amarle a Él en correspondencia; la gracia funciona a modo de
amistad, como un «Amigo con otro amigo» (santo Tomás de
Aquino), pues siempre se da entre iguales; por consiguiente, los
esposos cristianos están capacitados para amar a Cristo y amarse
entre sí con este amor radicalmente «nuevo».
El fundamento bíblico de la gracia de caridad conyugal lo
encontramos en san Pablo. El apóstol hace un atrevimiento al
aplicar —por vez primera en la historia— el término griego «ágape»
(cáritas, latino) para describir las relaciones entre los esposos
cristianos (Ef 5,21-32). En el mundo pagano, Séneca u otros autores
estoicos, a lo sumo, recurrieron a los vocablos «storghé» (eros;
amor pasional) o «filía» (amor de amistad). El verbo «agapao»
significa para los esposos cristianos «tenerse en alta estima», «en
veneración», casi de adoración a Dios en su imagen, que es el otro
cónyuge. Este verbo es aplicable en niveles diferentes a los tres
misterios de san Pablo en la Carta a los Efesios (Ef 5,21-32): el
amor de Cristo por su Iglesia (el Gran Misterio); el amor entre los
esposos cristianos, gracias al sacramento del Matrimonio; el amor al
cual están llamados todos los matrimonios para alcanzar su
plenitud, desde Adán y Eva (un misterio humano; más pequeñito).
Los siete Dones del Espíritu Santo aportan su última perfección
a las virtudes. Entre Dones y virtudes existe una diferencia esencial:
en los Dones el protagonista principal de la acción es el Espíritu
Santo y nosotros nos limitamos a secundar con docilidad sus
mociones e inspiraciones, a modo de «instinto espiritual» (santo
Tomás), para que Él nos guíe; y —segundo— en que su modo de
obrar en el cristiano es con un estilo sobrehumano, casi con eficacia
divina. Por consiguiente, mientras que las virtudes —inclusive las
teologales— hacen que nosotros nos adaptemos progresivamente a
la vida teologal en cuanto hijos de Dios —aunque siempre según un
estilo principalmente humano—; en los Dones es Dios quien adapta
al hombre para que él se habitúe a actuar también con el modo y la
eficacia divina. Pero los Dones son quienes perfeccionan a las
virtudes, no al revés. Singularmente, el don de Sabiduría, «amor
sapiente» o «sabiduría amante», anticipación de la que existirá con
plenitud en la visión beatífica, transfigura en esta tierra al amor
conyugal para que, sin dejar de serlo, se convierta —como en Caná
— en participación de la caridad perfecta entre Cristo y la Iglesia.
c) Finalmente, en tercer lugar, Cristo se ha comprometido en ir
dándoos paulatinamente a los esposos cristianos las gracias
actuales o puntuales —inspiraciones intelectivas y mociones
afectivas del Espíritu— para que superéis las dificultades y venzáis
las tentaciones a lo largo de vuestra vida. No todo acto que realiza
el pecador —sin estado de gracia santificante y sin la caridad
teologal— es pecado, afirma el Magisterio (Dz 817; 1035; 1037);
aun cuando el acto bueno que realiza el pecador carezca de la
perfección última —otorgada por la ordenación efectiva de la caridad
teologal—, en sí mismo, dicho acto es ordenable al fin último del
hombre y, al menos, ha implicado la ayuda de una gracia puntual del
Espíritu Santo para su realización. No obstante, su acierto será más
casual que normal. De ahí que para san Pablo cada acto bueno que
los cristianos realizan sea un fruto del Espíritu. Aun en el caso
paradójico en que uno de los contrayentes no recibieran un aumento
de gracia santificante y la caridad conyugal —por haber recibido el
sacramento del Matrimonio en situación de pecado mortal—, sin
embargo, recibirá eficazmente al menos estas gracias actuales con
las cuales Cristo se ha comprometido en ayudar a quienes se han
casado en el Señor y por la Iglesia; con la paradoja que dichas
gracias actuales no revierten en beneficio propio, sino que más bien
repercute solo en terceros, los destinatarios del ejercicio de su
«ministerio conyugal»: su cónyuge, sus hijos y los demás hombres.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO


1. Jesús dijo refiriéndose al matrimonio: «Lo que Dios ha unido, no lo separe el
hombre». ¿Reconocemos la grandeza de «nuestro» sacramento y la plenitud a la
cual estamos llamados? ¿Tenemos conciencia del protagonismo de Jesucristo en
el vínculo que une a los esposos? ¿Se suele ver en el matrimonio un
compromiso meramente privado y dependiente solo de la voluntad de los
contrayentes? ¿Qué características tiene el vínculo matrimonial establecido por
Dios mismo?
2. ¿Se puede «comprender» el matrimonio cristiano sin la fe viva en Cristo? ¿Se
puede vivir el matrimonio cristiano apartados de la vida de la Iglesia? ¿Por qué?
3. ¿Recurrimos con frecuencia a la primacía de la gracia para vivir con
aprovechamiento nuestro noviazgo? ¿Recurrimos a los medios espirituales para
reavivar la gracia que se nos dará mediante la imposición recíproca de las
alianzas matrimoniales?

PARA LA ORACIÓN

Señor Jesús, tú comenzaste tu vida pública asistiendo a una boda y dando a los
nuevos esposos un vino mejor que el que ellos habían preparado. Así
anunciaste el misterio de tu presencia en el matrimonio cristiano. Danos tú la fe
necesaria para descubrir la maravilla del matrimonio que celebra la Iglesia y que
tu Padre celestial ratifica. Concédenos valorar como Tú valoras el matrimonio de
dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una solo esfuerzo
común, el mismo amor y servicio. Da a los matrimonios cristianos, y a nosotros
entre ellos, el vivir siempre en la unidad que tú quieres para nosotros como
camino de felicidad y testimonio de tu amor: los dos hijos de un mismo Padre y
servidores de un mismo Señor, a los que nada los separe, ni en el espíritu, ni en
la carne. Amén.
9

SEGUIMIENTO E IMITACIÓN DE
CRISTO

«En esto se le acercó uno y le preguntó: Maestro,


¿qué tengo que hacer de bueno para conseguir vida
eterna? Jesús le contestó: ¿Por qué me preguntas
por lo bueno? El Bueno es uno solo; y si quieres
entrar en la vida, guarda los mandamientos. Él le
preguntó: ¿Cuáles? Jesús le contestó: No matarás,
no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso
testimonio, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu
prójimo como a ti mismo. El joven le dijo: Todo esto
lo he cumplido. ¿Qué me falta? Jesús le declaró: Si
quieres ser perfecto, vete a vender lo que tienes y
dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los
cielos; luego ven y sígueme. Al oír aquello, el joven
se fue entristecido, pues tenía muchas posesiones»
(Mt 19,16-22).

Dios quiere que todos los hombres se salven. La vocación universal


a la santidad constituye una llamada al amor, ya que Dios es amor (I
Jn 4,8). Tras la primera llamada a la santidad que sucede con la
gracia de la fe y el Bautismo, el pasaje evangélico subraya una
«segunda» llamada de Cristo a una vocación específica dentro de la
llamada universal a la santidad: virginidad consagrada o matrimonio.

1. La primera llamada a la santidad


La primera y principal llamada de Dios a la santidad que recibe el
cristiano se realiza a través del Bautismo, mediante el cual Dios
borra del alma el pecado Original, nos hace hijos adoptivos suyos y
nos incorpora a Jesucristo y a su Iglesia. Formamos así parte de un
pueblo de sacerdotes, profetas y reyes. La «gloria» de Dios consiste
en la santidad divina en cuanto se manifiesta hacia fuera. La primera
manifestación de su santidad (comienzo de la historia de la
salvación) fue la creación, singularmente del hombre, hecho a
«imagen» de Dios —con capacidad natural para entrar en comunión
personal de amor con Dios y con las demás personas—. El Designio
divino de Salvación fue desvelándose paulatinamente por Yavé a lo
largo de la historia de Israel, hasta llegar a su culmen con Cristo. Si
el hombre tenía capacidad natural por la Creación de entrar en
comunión de amor con Dios, de hecho entró a participar de la
santidad misma de Dios por gracia libérrima suya mediante la
Redención de Cristo. «La gloria de Dios es que el hombre viva; y la
gloria del hombre consiste en la comunión con Dios» (san Ireneo de
Lyon). Dios no tiene envidia del hombre, sino que quiere su
felicidad; y el hombre, ser vulnerable por ser criatura limitada, si
entra en comunión de amor con Dios —ya en esta tierra y con
plenitud en el cielo—, se hace inmortal y feliz para siempre. Por
consiguiente, Dios, por mediación de la Iglesia, ha llamado a todos
los hombres —sin excepción— a la salvación, es decir, a la
santidad, la cual consiste en la comunión personal de amor con Él.

2. Segunda llamada: la vocación específica


Tras el primer encuentro con Cristo en el Bautismo, la mayoría de
los cristianos experimentamos una segunda conversión, a partir de
la etapa de adolescencia y juventud. Tras un segundo encuentro
personal y gratuito con Cristo a través de la mediación de la Iglesia
—al estilo del joven rico—, el cristiano se dispone a elegir estado o
vocación, preguntándose qué es lo que Dios quiere de él. Tener
santa indiferencia para estar dispuesto a preferir lo que Cristo
prefiere por sintonía sobrenatural con Él no es tarea fácil, pues
conlleva una purificación ante los apegos indebidos a toda criatura y
una contemplación enamorada de Jesucristo en la historia de
nuestra salvación (Ejercicios de san Ignacio de Loyola). Es preciso
que escuchemos esta segunda llamada de gracia que viene de
Cristo, que concretiza la vocación universal a la santidad, para elegir
—con docilidad, generosidad y valentía— estado singular de
santificación, pues en ello va la felicidad propia y de otros:
matrimonio o virginidad consagrada.
En esta situación de segunda llamada específica os encontráis
vosotros, queridos novios. Este camino se inicia con el noviazgo. El
noviazgo cristiano es algo así como el «noviciado» del matrimonio.
Es tiempo de dialogar, de limar asperezas en la relación, de hablar
con sinceridad, quitando el pecado entre nosotros y lo que hace
daño, poniendo aquello que falte para la buena conjunción. Durante
este tiempo serán muchas las horas de conversación: el amor es un
proceso continuo y progresivo de comunicación lograda.

3. Seguimiento e imitación de Cristo


Condición indispensable es, queridos novios, escuchar con nitidez la
llamada de Cristo al estado matrimonial. Esto sucede cuando
Jesucristo se encuentra personalmente con cada uno. Hoy este
encuentro, queridos novios, sucede a través de la mediación de la
Iglesia, pues ella es la contemporaneidad de Jesucristo a través de
la historia, lugar mediante el cual, tal y como sucediera con el joven
rico, cada persona, de todo tiempo y cultura, puede encontrarse
personalmente con Cristo y escuchar, siempre en singular, la
llamada a su seguimiento e imitación. La singularidad de vuestro
caso, queridos novios, es que esta llamada específica al matrimonio
la realiza Jesús tanto individualmente a cada uno de vosotros, como
a los dos juntos, varón y mujer, en cuanto novios.
En el pasaje evangélico hemos de dar importancia no solo a la
respuesta de Jesús, sino también a la agudeza previa de la
pregunta del joven: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para
alcanzar la vida eterna» (Mt 19,16). Se trata de una pregunta sobre
la realización plena del hombre, que da respuesta a nuestros
anhelos de felicidad y que cada novio hoy también dirige al Señor.
Se trata de una pregunta que conlleva el encuentro personal con
Jesucristo y la conversión radical de vida. Es la «elección
fundamental de la fe» mediante la cual —con la primacía de la
gracia— nos adherimos personalmente a Jesús y a su Evangelio, y
que no consiste en algo abstracto, sino que cambia y compromete
toda nuestra vida.
Pero si imprescindible es la pregunta, mucho más lo es la doble
respuesta de Jesús, formulada en dos tiempos sucesivos. Jesús nos
invita en primer lugar a vivir los mandamientos del Decálogo desde
nuestro Bautismo. El joven rico los había cumplido desde su
infancia. Se trata de un primer paso para el seguimiento de Cristo;
quien no viva el Decálogo, empezando por evitar los pecados
mortales en su formulación negativa de mínimos, no puede imitarlo.
Se trata de un primer paso de libertad, aunque todavía no perfecta
(san Agustín). Es más, se trata de un primer paso imposible sin la
gracia, sin el amor nuevo, mediante el Espíritu Santo, ley nueva,
derramada en nuestros corazones, que nos capacita para vivir los
Mandamientos con la misma plenitud con que Cristo los vivió —he
aquí la novedad del mandamiento «nuevo»—. De ahí que Jesús,
aprovechando la caridad teologal incipiente en el joven rico —mucho
más en vosotros, queridos novios, al estar ya insertos a Cristo por el
Bautismo—, le proponga, en definitiva, la imitación del amor perfecto
del Padre celestial que hace salir el sol sobre buenos y malos y
manda caer la lluvia sobre justos e injustos (Mt 5,45).
Ahora comprendemos mejor la segunda invitación de la
respuesta de Cristo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que
tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego
ven y sígueme» (Mt 19,21). El condicional «si quieres ser perfecto»
no es un consejo que se pueda buenamente seguir o no, sino una
llamada al seguimiento e imitación de Cristo, que se dirige
universalmente a todos, para llegar a la santidad —la caridad
perfecta— por uno de estos dos caminos fundamentales: vida
consagrada o matrimonio. No podemos reservar los consejos
evangélicos para un grupo de selectos en la Iglesia —una élite
(personas de especial consagración)—, como si al resto de
cristianos —en su mayoría casados— les bastara con vivir los
Mandamientos en las cosas gordas. Los consejos son para todos y
presuponen los Mandamientos, ya que los consejos apartan del
sujeto aquellas cosas que, sin ser incompatibles con la caridad —
esta labor lo realizan ya los preceptos en su formulación de mínimos
—, pueden constituir un impedimento para el ejercicio perfecto de la
misma (CCE 1973). Así pues, preceptos y consejos constituyen la
imitación y el seguimiento de Cristo; ambos se encuentran en la
misma dinámica de crecimiento en la caridad teologal que realiza la
santidad en el cristiano.
Por consiguiente, el seguimiento e imitación de Cristo no se
puede reducir a un cumplimiento impersonal de preceptos. El
cristiano no tiene nada más que una Ley viviente y personal que
imitar, Jesucristo (VS 15). La adhesión a Cristo conlleva su
imitación, pero no meramente externa, sino sobre todo al
«conformarse» con Él, mediante la participación en sus virtudes
perfectas, bajo la caridad teologal —caridad conyugal; caridad
consagrada—, forma y madre de todas ellas. Si el término
«seguimiento» es más propio de los sinópticos, la «imitación» de
Cristo es preferida por las cartas apostólicas. Además, desde el
principio, tras la llamada singular de Jesús, cada discípulo entra a
formar parte del grupo de los seguidores de Jesús, compartiendo
con el Maestro y entre sí toda su vida (término preferido por san
Juan: «permanecer» con y junto a Cristo, el Amigo común).
Esta dimensión comunitaria del seguimiento de Cristo, en
vosotros novios, es manifiesta: vosotros dos, en común con Él,
arropados por la comunidad eclesial y con otros novios, realizáis la
imitación de Cristo mediante vuestra preparación al sacramento del
Matrimonio. Se trata de la dimensión «eclesial» del seguimiento. El
paso del «seguimiento» a la «imitación» de Cristo es perfectamente
comprensible ante la nueva situación de los apóstoles —tras la
muerte y resurrección de Cristo—. En este momento, Cristo no
estaba ya visiblemente de la misma manera en la tierra —aun
cuando jamás haya estado tan presente como ahora, gracias sobre
todo a la Eucaristía— y por eso se trata de un seguimiento que
también es imitación del estilo de vida que Él llevó. No se trata de un
seguimiento a rajatabla como si fuéramos papagayos, sino de una
imitación «proporcionada», ya que nuestras circunstancias son
diferentes a las de Cristo o a la de otros matrimonios santos del
pasado; por eso, con la ayuda de la Iglesia, hemos de preguntarnos
continuamente: ¿qué haría Cristo en mi lugar? (san Vicente de
Paúl). El culmen del seguimiento e imitación de Cristo lo tendrá el
discípulo en la gracia del martirio —si fuera preciso—, anticipado
mediante el testimonio diario de fidelidad.

4. La vocación a la santidad es vocación al amor


La vocación a la santidad es vocación al amor, a ser amados y
amar. Hemos de preguntarnos muchas veces: ¿por qué Dios
permitió que yo me enamorara de ti y tú de mí? Se trata de un
pequeño misterio humano. Dios realizó su llamada al matrimonio a
través de este acontecimiento, llamándonos a uno y otro, y
vinculándonos en el amor de amistad, para ayudarnos a ser santos
en común, de forma recíproca, según la «comunión de los santos»,
que contrarresta a la «comunión del pecado». De ahí que uno de los
fines del matrimonio sea la ayuda mutua y santificación recíproca de
los esposos, lo cual coincide con la común glorificación de Dios (GS
48; LG 11). El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino que Él nos ha amado primero (I Jn 4,10). Y nos invitó a
una aventura de crecimiento, no solo a nivel individual, sino también
los dos juntos. Aquí comenzó nuestra respuesta a la vocación
específica dada: el matrimonio cristiano.
El matrimonio cristiano es uno de los dos caminos para el
seguimiento e imitación de Cristo. Se trata de un proceso gradual en
el que ambos cónyuges tratan de conseguir un «estilo de vida», que
no es sino el modo en que el hombre y la mujer, unidos en
matrimonio, van a crecer juntos en el ejercicio perfecto de las
virtudes de Cristo, testimoniando a los otros, a los hijos, al mundo, el
amor de Cristo que salva. Adquirir este estilo de vida no es fácil,
tiene sus dificultades por los problemas de la propia convivencia y la
debilidad de la naturaleza humana. Hemos de entender el
matrimonio como vocación del Señor al amor conjuntado, que pensó
desde toda la eternidad en mí y tuvo la delicadeza de vincular —
desde la eternidad— esta llamada con otro que me ama, para
compartir toda nuestra vida, para vencer la soledad originaria (Gén
2,18), para que nuestro amor diera frutos de fecundidad. Este varón
o mujer es el compañero y amigo íntimo que voy a tener siempre a
mi lado para lo bueno y lo malo. Si esta persona es un don de Dios,
¡con cuánto cariño debo tratarla siempre! Como ese amor procede
de Dios, Él siempre me va a ayudar con su Gracia cuando surjan las
dificultades y el pecado.

5. El Matrimonio es participación del amor de


Cristo a su Iglesia
En la vocación matrimonial la dimensión comunitaria del
seguimiento de Cristo viene particularmente subrayada; por eso se
puede afirmar que «el matrimonio es la dimensión primera y, en
cierto modo, fundamental de esta llamada» al varón y a la mujer a
vivir en comunión de amor (DPF 39). Antes hablábamos de un
misterio humano: el varón abandonará lo que más quiere, a su
padre y a su madre, y se unirá a la mujer, y serán los dos «una sola
carne» (Gén 2,24). La Escritura lo expresa bellamente: «Tres cosas
hay que me desbordan y cuatro que no conozco: el camino del
águila en el cielo, el camino de la serpiente en la roca, el camino del
navío en alta mar y el camino del hombre en la doncella» (Prov
30,18-18). Para san Pablo se trata de un misterio pequeño si lo
comparamos con otro más grande: el Gran Misterio por el cual
Jesucristo abandonó a su Padre del cielo y a su madre de la tierra,
la sinagoga judía, y se unió indisolublemente a su esposa, la Iglesia.
El pequeño misterio es desvelado en el Gran Misterio: «Este es un
gran Misterio, pero yo lo refiero a Cristo y la Iglesia» (Ef 5,32).
Es verdad que el pequeño misterio humano ilumina el
matrimonio entre Cristo y la Iglesia; pero también, al revés, este
matrimonio primigenio del nuevo Adán y de la nueva Eva, ilumina
retrospectivamente a todo matrimonio, comenzando desde el
primero. Con ello les indica e invita a su vinculación con el Gran
Misterio, lo cual solo es posible, de hecho, mediante la participación
en el sacramento del Matrimonio; solo así el matrimonio alcanzará
de hecho, tras el pecado, su plenitud humana. Cristo, al elevar el
matrimonio entre bautizados a sacramento de la nueva Ley, también
lo cura de los efectos del pecado y lo lleva a su plenitud (GS 49 b).
Todos están llamados a esta plenitud; pero es gracia el que, de
hecho, participen mediante el sacramento cristiano.
La transformación del agua en vino se dio en las bodas de Caná
(Jn 2,1-11), gesto que resume todo el ministerio público de Jesús y
cuyo cumplimiento culmina en el misterio de la Cruz, según el cuarto
evangelista. Si los judíos poseían dos momentos celebrativos para
el matrimonio, podríamos decir que el matrimonio «iniciado» se
simboliza en las bodas de Caná; y el matrimonio «finalizado» o
perfecto en la Cruz, cuando Jesucristo, de su costado surge la
nueva Eva; y al brotar de él sangre y agua, símbolos de la Eucaristía
y el Bautismo, los dos sacramentos principales con los cuales se
edifica la Iglesia (Jn 19,34), Cristo, da el baño prenupcial de
purificación a su Esposa, la Iglesia, y se casa con ella en una
alianza esponsal para siempre. Si Adán fue importante, mucho más
lo es Jesucristo (Rom 2,12-21), que dio la vida por su esposa, la
Iglesia.
El seguimiento de Jesucristo no es fácil, pero sí apasionante. Se
trata de un proceso de maduración que abarca toda la vida, con la
primacía de la Gracia del Matrimonio cristiano y de los demás
sacramentos, en especial, la Eucaristía y la Penitencia. Contamos
con la intercesión de Santa María, la primera discípula en el
seguimiento de Cristo. Esta es la vocación de todo matrimonio
cristiano: hacer presente el amor de Cristo Esposo a la Iglesia en el
mundo y así recordárselo a todos los demás miembros del Pueblo
de Dios.
6. Vinculación a movimientos apostólicos de
carácter familiar
Los grupos apostólicos matrimoniales y familiares constituyen una
experiencia muy rica y una óptima ayuda para los esposos en el
seguimiento e imitación de Cristo. Es una experiencia de reflexión
compartida, de maduración humana y cristiana, de ayuda mutua, de
comunión en definitiva, que evita todo peligro de aislamiento.
Apartarse de la Iglesia llevaría inevitablemente su vida espiritual a
un proceso de asfixia y extinción. «No se deberá descuidar la
preparación al apostolado familiar, a la fraternidad y colaboración
con las demás familias, a la inserción activa en grupos,
asociaciones, movimientos e iniciativas que tienen como finalidad el
bien humano y cristiano de la familia» (FC 66).

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. ¿Qué novedades comporta para la vida conyugal el hecho de que el matrimonio


sea una vocación de «primera división» a la santidad, mediante el amor?
2. ¿Cómo fue el momento de nuestra segunda conversión y la segunda llamada de
Cristo a la santidad por el camino del matrimonio, iniciado en el noviazgo?
¿Sentimos la llamada en común de ambos juntos para el matrimonio?
3. ¿Es posible una plenitud matrimonial al margen del Gran Matrimonio entre Cristo
y la Iglesia? ¿Qué ventajas e inconvenientes tiene casarse por la Iglesia?

PARA LA ORACIÓN
❖ Lectura de la Palabra de Dios, silencio y meditación:
«Mientras iban de camino, le dijo uno: —Te seguiré adonde vayas. Jesús le
respondió: —Las zorras tienen madriguera y los pájaros nido, pero el Hijo del
Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza. A otro le dijo: —Sígueme. Él
respondió: —Déjame primero ir a enterrar a mi padre. Le contestó: —Deja que
los muertos entierren a tus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios. Otro le
dijo: —Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia. Jesús
le contestó: —El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el
Reino de Dios» (Lc 9,57).

❖ Oremos juntos:
Tarde te amé Belleza infinita.
tarde te amé, tarde te amé,
Belleza siempre antigua y siempre nueva.

Y supe Señor que estabas en mi alma y yo estaba fuera.


Así te buscaba, mirando la belleza de lo creado.
Señor, Tú me llamaste, tu voz a mi llegó, curando mi sordera.
Con tu luz brillaste, cambiando mi ceguera en un resplandor.

Tú estabas conmigo, mas yo buscaba fuera y no te encontraba.


Era un prisionero de tus criaturas lejos de ti.

Hasta mí ha llegado aroma de tu gracia, por fin respiré.


Señor, yo te he gustado, siento hambre y sed, ansío tu paz.

(San Agustín. Las Confesiones, Lib. X, 28, 38)


10

PATERNIDAD RESPONSABLE: ÉTICA


DE LA DECISIÓN

«¡Aspirad a los carismas superiores! Y aún os voy a


mostrar un camino más excelente. Aunque hablara
las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no
tengo caridad soy como bronce que suena o címbalo
que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y
conociera todos los misterios y toda la ciencia;
aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar
montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque
repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a
las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha.
La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es
envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es
decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma
en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se
alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree.
Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba
nunca» (I Cor 12,31-13, 8).
En el misterio nupcial de la persona hemos de afrontar este tercer y
último elemento —fecundidad física y/o espiritual—, en relación con
los dos anteriores: identidad y diferencia; capacidad de amar. De
entre las cuatro notas que caracterizan al amor conyugal (HV 9), el
Vaticano II tuvo que subrayar su carácter fecundo ante un ambiente
hostil por el problema demográfico y ante la «psicosis» del
embarazo. El amor conyugal incluye la potencial paternidad y
maternidad en los esposos, el uno a través del otro; excluir su
fecundidad es como no afirmar ¡qué hermoso es que existas tú
como varón o mujer completos, con todas tus potencialidades que te
enriquecen! Llegar a ser padre o madre constituye, pues, un
acontecimiento que os enriquecerá cualitativamente a vosotros,
queridos novios, cuando esto suceda.
El Concilio afirma que el amor conyugal y la institución
matrimonial están ordenados por su propia naturaleza a la
procreación y educación de los hijos; de tal forma que los hijos son
corona y cumbre del amor; su don más excelente con el cual se
contribuye máximamente al bien de los esposos y, por consiguiente
—pues amar es «querer el bien del amado»—, contribuyen al
crecimiento genuino de su amor (GS 48 a; 50 a). Negar o disimular
el carácter fecundo del amor conyugal equivaldría a desvirtuar
sustancialmente la enseñanza del Concilio.

1. Paternidad responsable en el Concilio


Vaticano II (1966)
En la historia de la Iglesia, el principio de paternidad y maternidad
responsable fue afrontado por primera vez en el Concilio Vaticano II
(GS 50-51). Ser padres constituye la misión más propia de los
esposos, en cuanto colaboradores inmediatos con el amor de Dios
Creador, ya que ellos están involucrados en la posible existencia de
una nueva persona humana, «única criatura en la tierra que Dios ha
amado por sí misma» (GS 24). Para que exista una nueva persona
humana hace falta, pues, que concurran misteriosamente dos actos
libres: un acto creador de Dios y otro con-creador o procreador de
los dos esposos.
En la paternidad responsable hemos de distinguir dos momentos
diferentes, sin confusión: «ética de la decisión procreadora» y «ética
de la ejecución» o de los medios a emplear. Además hemos de
recordar que, en principio, el matrimonio es para tener hijos; puede
haber razones graves, y las hay, para lo contrario, y hemos de
probarlo; no al revés. Por consiguiente, paternidad responsable es
tanto para tener, como para no aumentar el número de hijos, por el
momento o de forma definitiva.

2. «Ética de la decisión» procreadora (GS 50)


Los dos esposos —y nadie más, aunque con el consejo de otros:
abuelos, amigos, confesor— son ambos responsables y quienes
tienen que decidir en común, en conciencia y, en definitiva, ante
Dios, con rectitud de intención, si deben o no poner las condiciones
que de ellos se requieren para aumentar o no el número de hijos,
según el discernimiento de las circunstancias a través de las cuales
Dios parece hablarles y que ellos han de interpretar correctamente
para conocer su Voluntad. Por consiguiente, los dos esposos —pues
tener hijos no es cuestión de una—, en común y diálogo, son
responsables ante Dios, respecto a la posible existencia o no de una
nueva persona humana.
¿Cuáles son las circunstancias a través de las cuales Dios,
Señor de la vida, habla a los casados en este campo? En primer
lugar, el bien personal de los esposos, también el de su salud, la
cual puede aconsejar o desaconsejar —si se corriera grave riesgo,
por ejemplo, en una mujer con cardiopatía— la decisión de
aumentar la prole; no obstante, máxime en occidente, un embarazo
no conlleva sino un poquito más de cuidado en una mujer
cardiopática o incluso si se encontrara en tratamiento terapéutico,
siempre existe la posibilidad de recurrir a técnicas menos agresivas,
incluso hasta la interrupción de una terapia que ya habíamos
iniciado en ella, para reanudarla con posterioridad, una vez que se
haya provocado un parto prematuro cuando el niño es viable en
incubadora. Solo el embarazo ectópico (anidación en la trompa de
Falopio, en el ovario, en el canal cervical o en la cavidad pélvica)
representa un problema médico por peligro de hemorragia en la
madre; pero el embrión humano está desgraciadamente condenado
en este caso a morir por sí solo, al implantarse en un lugar
equivocado.
La segunda circunstancia es el bien de los hijos, tanto los ya
nacidos, como el que puede nacer. Se refiere fundamentalmente a
la posibilidad de nutrir y educar a los hijos ya existentes y al nuevo
que puede venir. El Concilio alaba la riqueza que supone la familia
numerosa para una equilibrada y rica educación de los hijos, como
un excelente regalo para sus hermanos. No obstante, también
pueden darse situaciones en que se aconseje lo contrario.
En tercer lugar, las condiciones materiales y espirituales de la
familia; las estrecheces económicas y de vivienda influyen —aun
siendo a veces injustas— a la hora de tener una familia más o
menos numerosa.
En cuarto lugar los esposos han de mirar el bien común de la
Iglesia (nuevos hijos para Dios) y de la sociedad (nación, estado,
reemplazo generacional, etc.), pues los hijos constituyen su máxima
contribución al mismo.

3. «Ética de la ejecución» o de los medios a


emplear (GS 51)
Una vez que los esposos hayan decidido lícitamente si, en su caso,
Dios les pide un nuevo hijo, o al menos diferirlo de momento o para
siempre, solo son lícitos los métodos naturales, tanto para aumentar
como para no aumentar el número de hijos. El Concilio no podía
abordar explícitamente la cuestión de los medios concretos que
emplear porque pesaba la reserva que el papa Pablo VI había
hecho sobre la reciente aparición de un tipo concreto de
contracepción química (la famosa «píldora de progesterona») y
había nombrado una Comisión específica para que le asesorara (cf.
GS 51: nota 14).
Sin embargo, el Concilio plantea correctamente el problema de
moral matrimonial que se presenta cotidianamente: hay situaciones
en las que los esposos no deben aumentar el número de hijos —se
trata de un deber moral en sentido estricto— y por otro lado puede
—y nada más que puede; no se trata de deber alguno— correr
riesgo la fidelidad matrimonial e incluso comprometer la educación
pacífica de los hijos, cuando se interrumpen las relaciones sexuales
(GS 51 a).
El Concilio aquí no plantea ni un conflicto de deberes ni de
valores, tal y como erróneamente han interpretado algunos. Se
limita a constatar la dificultad en armonizar los dos extremos del
problema: la procreación, por un lado, y un gesto del amor conyugal
concreto, por el otro (no el amor conyugal en sí mismo, que posee
múltiples formas de expresión para su fomento). El Concilio no
podía aportar la solución definitiva a dicho problema —por la reserva
pontificia a dicha Comisión—, pero sí señaló dos criterios
heurísticos, a través de los cuales se podría llegar a encontrar la
solución adecuada (GS 51 b-c). Lo hará la encíclica «Humanae
vitae» dos años después.
El primer criterio heurístico es el de que no puede haber
verdadera contradicción —es imposible todo conflicto de deberes—
entre las leyes divinas de la transmisión humana de la vida, por un
lado, y las leyes divinas que rigen el crecimiento genuino del amor
conyugal, por el otro (GS 51 b). El Concilio comienza descartando
algunas soluciones nefastas y simplonas que algunos se atreven a
dar ante tal problema, tales como el aborto y el infanticidio; también
hay otras soluciones ilícitas como las artes anticoncepcionales (usos
ilícitos contra la generación (GS 47 b) y la esterilización.
Seguidamente el Concilio desarrolla de forma positiva este
criterio de nocontradicción (GS 51 c): se trata de transmitir la vida de
modo dignamente humano y del fomento del amor conyugal a través
de actos que sean conformes a la genuina dignidad humana. Para
conjugar armónicamente ambos polos del problema, el Concilio
recuerda que no basta la recta intención y las circunstancias a
través de las cuales los esposos disciernan la voluntad del Creador
(GS 50: ética de la decisión), sino que se ha de tener en cuenta
sobre todo la primera fuente de moralidad de los actos según su
objeto ético o licitud intrínseca de los medios a emplear.
Tales criterios objetivos nacen de la naturaleza de la persona
humana y de sus actos; además, el criterio objetivo es doble: el
respeto del íntegro significado de donación mutua entre los esposos
y de procreación transmitida de forma propiamente humana (GS 51
c). Hasta el momento, la moral tradicional había insistido en la
necesidad de respetar la realización íntegra (completa) del acto
conyugal para su licitud, pues con ello se aseguraba la apertura de
los esposos a la posible transmisión de la vida; había llegado el
momento de subrayar que, para su licitud, cada acto conyugal debía
constituir también un gesto verdadero de entrega o donación de
amor conyugal, pleno y personal, entre los esposos (G. Colombo).
El segundo criterio heurístico aportado por el Concilio es la
necesidad absoluta de la virtud de la castidad para poder armonizar
lícitamente los dos polos del problema: amor y vida (GS 51 c; 49 b).

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. Aun cuando veamos un tanto lejano el principio de paternidad responsable y la


decisión sobre el número de hijos, ¿hemos dialogado sobre esta cuestión de vital
importancia para nuestro matrimonio? No la debemos dar por supuesta.
2. ¿Vemos a los posibles hijos como algo que se opone al crecimiento de nuestro
amor conyugal? ¿Lo vemos como parte del mismo y como un regalo divino que
lo enriquece? ¿Son los hijos el amor conyugal «hecho persona» concreta?
¿Vemos a los hijos como algo no extraño al amor conyugal, sino más bien, como
su prolongación y fruto que lo perdura y que lo hace visible?

PARA LA ORACIÓN
❖ Hagamos una oración comunitaria; terminemos con la siguiente
plegaria y, finalmente, con el Padrenuestro:
En mi corazón, Señor, se ha encendido el amor
por una criatura que tú conoces y amas.
Te doy gracias por este don que me llena de alegría profunda,
me hace semejante a Ti, que eres amor,
y me hace comprender el valor de la vida que me has dado.
Haz que no malgaste esta riqueza que tú has puesto en mi
corazón:
enséñame que el amor es don y que no puede mezclarse con
ningún egoísmo;
que el amor es puro y que no puede quedar en ninguna bajeza;
que el amor es fecundo y desde hoy debe producir un nuevo
modo de vivir en los dos.
Te pido, Señor, por quien me espera y piensa en mí;
por quien camina a mi lado;
haznos dignos el uno del otro;
que seamos ayuda y modelo.
Ayúdanos en nuestra preparación al matrimonio,
a vivir su grandeza, a sentirnos responsables,
para que te conozcamos a ti, camino, verdad y vida,
y vivamos con la ayuda de tu gracia el plan de Dios para
nuestro matrimonio. Amén.
11

PATERNIDAD RESPONSABLE: ÉTICA


DE LA EJECUCIÓN

«Doblo mi rodilla ante el Padre, de quien toma


nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef
3,14).

Recordemos que el Concilio Vaticano II distinguía dos momentos


diferentes en el principio de paternidad responsable, y cuya mezcla
indebida ha contribuido a la confusión del pueblo cristiano: ética de
la decisión y ética de la ejecución o de los medios a emplear. Ya
vimos en el tema anterior que serán los dos esposos, en común,
quienes decidirán ante Dios y en conciencia si deben tener o no un
hijo (ética de la decisión). El Concilio también señaló dos criterios
heurísticos —principio de no contradicción entre apertura a la
transmisión de la vida y amor conyugal; necesidad de la virtud de la
castidad— a fin de encontrar la solución adecuada sobre los medios
lícitos a emplear (ética de la ejecución), pero no aportó la solución
definitiva, sino que lo dejó para un discernimiento posterior del papa
Pablo VI, cuestión afrontada por la encíclica «Humanae vitae».
1. Paternidad responsable en la encíclica
«Humanae vitae», de Pablo VI (1968)
Esta encíclica profética se centra en los medios a emplear. Su
objetivo principal era estudiar la contracepción química (píldora
anovulante de progesterona), un descubrimiento del momento, para
comprobar cómo funcionaba y si constituía o no un método barrera.
La píldora de progesterona —hormona de la maternidad— engaña
al cuerpo de la mujer, como si estuviera embarazada; razón por la
cual impide la maduración del óvulo en el ovario y, por consiguiente,
su expulsión a las trompas de Falopio, lugar en donde suele
acontecer la fecundación con uno de los espermatozoides que
ascienden a su encuentro; si no hay óvulo, dicho encuentro no
sucede, actuando en realidad como método barrera que impide la
unión entre ambos gametos. Este funcionamiento era precisamente
lo que una Comisión Pontificia estaba estudiando.

2. Una única norma moral en doble formulación


La encíclica enseña una única norma moral, si bien con dos
formulaciones que se complementan; una positiva, que nos hace
captar mejor el valor que intenta promover, la vida humana: cada
acto conyugal —y no solo la globalidad de la vida conyugal tomada
en su conjunto— ha de quedar abierto a la vida en lo que depende
de la conducta de los esposos (HV 11); y otra negativa, en cuanto
define con precisión aquel mínimo que jamás puede quererse
libremente porque constituye siempre un acto intrínsecamente ilícito,
sin que admita excepciones: no se puede querer impedir
deliberadamente la posible existencia de un nuevo ser humano en
sus fuentes próximas, cuando los esposos la han querido dar inicio
libremente (HV 14).
Entre los medios a los que se recurre para evitar un nuevo hijo,
en primer lugar, la encíclica rechaza absolutamente el aborto y los
primeros abortivos que se estaban descubriendo (HV 14 a), pues
con ellos se quiere suprimir la vida ya existente de un ser humano
inocente, con toda certeza en el caso del aborto, y con gran
probabilidad en los abortivos. Entre estos últimos, los más comunes
son el DIU, la píldora abortiva RU 486 (Misoprostol) —cuyo efecto
consiste en impedir la gestación del embrión ya instalado en la
cavidad interna del útero (endometrio)— y la «píldora del día
después» (Norlevo) —cuyo efecto consiste en impedir dicha
anidación o implantación en el endometrio—. En realidad, no son
métodos barrera, aun cuando sean presentados —maquillando el
lenguaje— como «contracepción de emergencia», sino abortivos,
contra la vida del embrión humano en sus primeras fases de
existencia.
A continuación, en el siguiente párrafo de la definición negativa
de la norma moral (HV 14 b), la encíclica rechaza la esterilización,
perpetua o temporal (los métodos más comunes son la vasectomía
en el varón y la ligadura de trompas en la mujer); y además,
seguidamente, la contracepción antecedente (entre las cuales se
encontraba la píldora anovulante de progesterona), la contracepción
concomitante (preservativos, interrupción del coito) y consecuentes
(espermicidas y ovicidas, lavados vaginales). Hemos de desmontar
un mito: todos los métodos (artificiales y naturales) tienen un
margen técnico de error; no son cien por cien eficaces; solo el
aborto lo es, pero no constituye método alguno, sino un crimen
nefasto.
La formulación negativa de esta norma sobre la contracepción la
define moralmente, en virtud de su objeto ético, como una acción
voluntaria de los esposos, que al realizar la vida íntima conyugal en
tiempo fértil o posiblemente fértil, ponen de su parte todas las
condiciones necesarias y suficientes que de su parte se requieren
para, si Dios creador libérrimamente lo decide, poder transmitir la
vida a una nueva persona humana, y al mismo tiempo,
contradiciendo su acción deliberada, los esposos quieren impedir la
posible existencia de dicha persona que ellos, libremente, han
querido dar inicio intencionalmente (distinto a intencionadamente en
su deseo); no es lo mismo querer algo irremisiblemente al elegir un
medio equivocado, que desear. Se trata de una verdadera
contradicción en la acción de los esposos: dos actos deliberados
que se contradicen entre sí. No es lo mismo no querer tener más
hijos porque no se debe (voluntad no procreadora), que querer
impedir la realización de un bien que ellos mismos han querido dar
inicio libremente (voluntad no solo no procreadora, sino también
antiprocreativa). Los métodos barrera desde el punto de vista moral
son precisamente esto: querer impedir que espermatozoide y óvulo
se junten una vez que los esposos han iniciado dicho proceso
deliberadamente. Dios no ha querido tener otro espacio creador
para nuevas personas humanas que las relaciones fértiles entre
varón y mujer.

3. Argumento de inseparabilidad moral


La aceptación dócil de esta norma moral no depende de los
argumentos aportados por el Magisterio, sino del grado con el cual
él ha querido comprometerse en su enseñanza: se trata de una
norma moral infalible en la práctica, ya que ha sido reiterada
ininterrumpidamente durante más de dos mil años (aun cuando no
haya sido explícitamente definida). Ante la Iglesia que enseña
infaliblemente ciertas verdades de fe y de costumbres (moral) que
atañen a la salvación eterna de sus fieles, nos bastaría este
argumento eclesiológico —la Iglesia lo ha enseñado así—, para
aceptar y vivir esta verdad moral, con la ayuda de la Gracia y de los
métodos naturales.
Pero existe un argumento, denominado de inseparabilidad moral,
que nos hace comprender lo razonable de esta norma (ley moral
natural). Cuando se da la presencia a la vez del significado
procreador y del significado unitivo en el acto conyugal, si los
esposos pretenden promocionar un significado en detrimento o a
costa del otro, no fomentarán al final ninguno de los dos; de ahí el
deber moral de respetar su inseparabilidad, cuando ambos se den
juntos (HV 12).
Por ejemplo, supongamos que el esposo (o la esposa) pretende
promocionar el significado procreador de dicho acto y se lo impone
forzosamente al otro cónyuge, contra su libertad, sin tener en cuenta
su voluntad, por esto mismo, no puede constituir un gesto de
entrega de amor matrimonial, y si se transmitiera la vida, no lo
harían en aquellas condiciones morales mínimamente requeridas
por la dignidad de la persona humana (HV 13). De ahí que, para
tener hijos, no será tampoco lícito el recurso a las técnicas de
fecundación artificial (extracorpóreas), con o sin donante (DV, I, n. 6,
nota 32; EV, DP 13-23); solo mediante un gesto —no basta el
contexto innegable— de amor matrimonial, que respete la
inseparabilidad de este doble significado, puede lícitamente
transmitirse la vida; porque solo así son respetados los tres grupos
de derechos personales involucrados a un mismo tiempo y en un
mismo nivel: el del hijo que puede ser concebido, el de los esposos
y padres y el de Dios Creador. No es lo mismo «producir» seres
humanos (semejante a la reproducción animal) que «procrear» o
«engendrar» (exclusivo de las personas). No obstante la Iglesia
acepta algunas técnicas de fecundación intracopóreas (por ejemplo,
la inseminación homóloga impropiamente dicha) que bien faciliten la
realización del acto conyugal, bien ayuden a conseguir su finalidad
procreadora, sin nunca sustituirlo (DP 12).
Tampoco, siguiendo el ejemplo, podemos promocionar el
significado unitivo a costa del procreador, mediante intervención de
los esposos sobre la fertilidad de dicho acto (HV 13). Los métodos
contraceptivos se inventaron precisamente para esto: deseaban
fomentar el amor (el sentido unitivo) de los actos conyugales, pero
impidiendo artificiosamente, mediante un acto deliberado, su
fertilidad actual con un método barrera. Precisamente, por querer
impedir su fertilidad, no puede jamás constituir un acto de amor
conyugal, ya que no ha habido entrega plena, sino una donación a
medias —la gente sencilla dice: «haciendo trampas»—, al haber
sido excluida una dimensión esencial en dicha entrega de amor
conyugal —la posibilidad de ser padre o madre exclusivamente el
uno a través del otro—. Juan Pablo II afirmará que se trata de una
mentira «objetiva» (FC 32).

4. Diversidad esencial entre abstinencia


periódica y métodos artificiales
Existe una diferencia esencial entre aquellos esposos que recurren
a un método, por ejemplo, contraceptivo, y aquellos otros que
acuden a un método natural (Billings o de la ovulación, temperatura
basal, sintotérmico, etc.) —que se basa en la denominada
«abstinencia periódica»—. Supongamos que dos matrimonios
diferentes no deban tener un nuevo hijo según la interpretación
acertada de sus circunstancias (ética de la decisión); y uno recurre a
un método contraceptivo y el otro matrimonio a uno natural (ética de
la ejecución). Entre ambos existe una diversidad esencial.
a) En primer lugar hay una diversidad moral, en virtud del
objeto ético del método elegido. La contracepción, por definición de
su objeto elegido y querido, conlleva una contradicción en la acción
de los esposos, mediante dos actos voluntarios —como vimos—
que se contradicen entre sí: quieren dar inicio a la posible existencia
de un nuevo ser humano, al realizar la vida íntima conyugal en
tiempo posiblemente fértil, y, al mismo tiempo, recurren a un método
barrera, precisamente para querer impedir que comience la vida
(voluntad antiprocreadora).
Mientras que la abstinencia periódica también conlleva dos actos
voluntarios en su objeto ético, pero que no se oponen entre sí. En
efecto, los esposos expresan su vida íntima en tiempo infértil (al no
haber ovulación en la mujer) y, al no querer dar inicio a proceso
alguno (voluntad no procreadora), no tienen que impedir nada
porque ellos, sencillamente, no dan inicio a bien alguno con una
altísima probabilidad (recordemos que todos los métodos tienen un
margen de error y no por correr este riesgo se puede tachar a los
esposos de irresponsables). El segundo acto que los esposos
realizan es el de abstenerse de la expresión genital en tiempo de
fertilidad en la mujer, precisamente porque no deben tener más
hijos, recurriendo a otras múltiples expresiones con que cuenta el
amor conyugal. Así pues, una de dos: o los esposos dan inicio a
este proceso con todas sus consecuencias —también posiblemente
procreadoras—, sin recurrir a ningún método artificial que lo impida,
o deben abstenerse; no existe término medio. Por consiguiente,
quien recurra a la abstinencia periódica, ayudado de un método
natural de autoobservación, por su objeto es lícito (ética de la
ejecución) y dependerá su licitud total si la decisión ha sido
adecuada en la rectitud de intención de los agentes y según sus
circunstancias (ética de la decisión). Mientras que el matrimonio que
ha recurrido a un método artificial (la contracepción, por ejemplo)
siempre es ilícito en virtud de la primera fuente de moralidad: por su
objeto ético elegido equivocadamente.
b) En segundo lugar hay una diversidad antropológica o
desde el amor conyugal, una vez más en virtud de su objeto ético.
Recordemos que la virtud de la castidad conlleva dos tareas
complementarias: autodominio de sí, para la autodonación del amor:
«Obrando así, ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente
honesto» (HV 16). La abstinencia periódica conlleva el autodominio
virtuoso necesario en los esposos que implica una disciplina costosa
—que nadie se engañe—; pero, lejos de perjudicar a la madurez de
la personalidad de los esposos, les hace crecer, les capacita para la
madurez del amor de amistad o benevolencia (HV 21); por
consiguiente, la abstinencia puede constituir un gesto de amor
conyugal.
Mientras que la contracepción, guiada por la lujuria, desintegra
mutuamente y siempre la personalidad moral de los esposos.
¿Cómo un gesto que des-integra la personalidad propia y entrega al
amado su desarmonía interior, puede constituir un acto de amor
conyugal? (HV 21). Esto es absolutamente imposible: no se quiere
de hecho el bien integral del amado, aun cuando deseemos todo lo
contrario, causándole más problemas que beneficio.
Juan Pablo II ha desentrañado la falsificación antropológica de la
contracepción; se trata, en realidad, de una mentira «objetiva» (FC
32); no que los esposos pretendan engañarse, sino que ellos
inicialmente quieren expresarse o decirse más en su entrega
corpórea (total), de lo que realmente luego terminan, dándose a
través de un medio equivocado —se trata de una entrega a medias,
al hacer trampas—. Equivale como a decirse intencionalmente, en
virtud del medio inadecuado elegido por su objeto —distinto, repito,
a intencionadamente en su intención deseada—: «te quiero con toda
mi alma, con todo mi corazón, pero no con todo mi cuerpo», ya que
me reservo la fertilidad actual de dicho acto, es decir, tu
potencialidad de ser padre o madre a través mío. Por tanto, equivale
a decir: no te quiero en esta entrega como mujer o varón completos,
tu posibilidad de ser enriquecido mediante la madurez que te aporta
la paternidad o maternidad. Por eso constituye siempre, en virtud de
su objeto elegido, un gesto de desamor conyugal. Los métodos
artificiales van creando una insatisfacción paulatina en los esposos
que va minando su amor, al caer en la suerte del engaño.
Mientras que, por el contrario, mediante la abstinencia periódica,
los esposos, para evitar la mentira, se abstienen de expresarse
íntimamente el amor conyugal en tiempo fértil y, en los tiempos
infértiles, se entregan sin reserva mediante el acto conyugal con
todo su alma, con todo su corazón y con todo cuanto pueden
expresar a través de su cuerpo, que es infértil sin provocarlo ellos;
de esta forma ellos no se mienten.
De todo ello hemos de concluir con la urgencia —sin prisa, pero
sin pausa— de que nuestra conciencia se adecúe a la conciencia de
la Iglesia. Ella enseña a los esposos lo que no es lícito para llevar a
cabo su paternidad responsable; pero también dice un sí a los
métodos naturales, tanto para tener como para no tener más hijos,
que se basan en la licitud de la abstinencia periódica. De aquí la
urgencia en su difusión, aun a sabiendas de que los métodos
naturales no son nada más que una ayuda para que los esposos
vivan una conducta responsable. La primacía de la Gracia nos
capacitará para ello. Es preciso que todos —pastores y fieles—
hablemos un mismo lenguaje; así lo hemos de enseñar, con la
pedagogía misma que el Maestro tuvo, a los esposos y novios,
precisamente en favor de su amor conyugal.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO


1. Puesto que las verdades morales se comprenden por experiencia en la medida
en que se viven, ¿creemos que es posible vivir la norma moral enseñada por la
encíclica «Humanae vitae» con la primacía de la Gracia?
2. La defensa de la vida, tanto en su momento inicial como en el final, constituye hoy
la cuestión más importante de la doctrina social de la Iglesia. Aun cuando entre
métodos contraceptivos (barrera) y aborto existe una diferencia esencial —se
trata de dos ramas de un mismo árbol (EV 13)—, uno puede llegar al siguiente
escalón en su recurso, sobre todo cuando la lujuria ciega al sujeto en cuanto
vicio. Por consiguiente, no basta con defender la vida humana ya existente, sino
que hay que hacerla extensible a la manipulación de sus fuentes próximas. La
difusión de los métodos naturales, ¿no constituye acaso una forma concreta de
luchar en favor de la vida? ¿Cómo difundirlos?

PARA LA ORACIÓN

Hagamos una oración comunitaria y terminemos con la siguiente


oración —de santa Teresa de Jesús— y con el Padrenuestro:
Vuestra soy pues me criasteis;
vuestra, pues me redimisteis;
vuestra, pues que me sufristeis;
vuestra, pues que me llamasteis;
vuestra, porque me esperasteis;
vuestra, pues no me perdí.
¿Qué mandáis hacer de mí?

Veis aquí mi corazón,


yo lo pongo en vuestra palma:
mi cuerpo, mi vida y alma,
mis entrañas y afición.
Dulce Esposo y Redención,
pues por vuestra me ofrecí;
¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme muerte, dadme vida,


dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad,
dadme guerra o paz crecida
flaqueza o fuerza cumplida,
que a todo digo que sí:
¿qué queréis hacer de mí?
Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza,
dadme infierno o dadme cielo,
vida dulce, sol sin velo,
pues del todo me rendí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Si queréis que esté holgando


quiero por amor holgar;
si me mandáis trabajar,
morir quiero trabajando;
decid dónde, cómo y cuándo,
decid, dulce amor, decid:
¿qué mandáis hacer de mí?
12

LA ESPIRITUALIDAD CONYUGAL Y
FAMILIAR

«Acudían asiduamente a la enseñanza de los


apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las
oraciones. El temor se apoderaba de todos, pues los
apóstoles realizaban muchos prodigios y señales.
Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en
común; vendían sus posesiones y sus bienes y
repartían el precio entre todos, según la necesidad de
cada uno. Acudían al Templo todos los días con
perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan
por las casas y tomaban el alimento con alegría y
sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de
la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada
día a la comunidad a los que se habían de salvar»
(Hch 2,42-47).

1. Espiritualidad: la vida nueva en el Espíritu


Si existe un acontecimiento novedoso en el cristianismo este es la
efusión del Espíritu Santo en nuestros corazones. Constituye el
acontecimiento fundamental y fundante de la «nueva vida en Cristo»
y, por consiguiente de la espiritualidad cristiana. Es la Ley nueva y
consiste en la gracia del Evangelio principalmente interior (santo
Tomás de Aquino) y secundariamente necesita de algunos
elementos externos, como son algunas verdades que hemos de
creer (el Credo); los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia;
y los sacramentos, signos visibles instituidos por Cristo para
comunicarnos eficazmente la gracia invisible. Si en la Ley antigua se
precisaban muchos preceptos, la Ley nueva requiere pocos, ya que
no hará falta que uno instruya a su vecino (Jer 31,34), sino que el
Espíritu Santo se constituye en Maestro interior, quien —por
mociones e inspiraciones— guía dócilmente al cristiano a modo de
«instinto espiritual». La Ley antigua se distingue respecto de la Ley
nueva en que aquella se limitaba a indicar los caminos para
alcanzar la santidad, mientras que esta no solo lo indica, sino que
también comunica la Gracia. Por eso toda letra de la ley, en aquello
que manda, inclusive la del Nuevo Testamento, mata; a no ser que
se nos dé la Gracia para cumplirla (I-II Sm. Th., q. 106, a. 1-2; q.
108, a. 1-2).
La vida nueva y espiritual se resume en la vivencia de las
virtudes humanas y sobrenaturales, transfiguradas por los Dones del
Espíritu Santo, necesariamente a través de la mediación de los
actos buenos. El cristiano, por el Bautismo, participa de la gracia
santificante o común (gracia de unión hipostática), mediante la cual
Cristo hace una nueva creación ontológica dentro del sujeto. Pero,
tal y como vimos, lo más novedoso en la Redención de Cristo es la
gracia habitual, las virtudes de Cristo en nosotros. Mediante la
caridad teologal —especificada luego en su forma matrimonial o
consagrada—, el cristiano recibe un hábito electivo, es decir, una
predisposición habitual en sus capacidades y dinamismos
operativos para amar con el mismo corazón perfecto con que Cristo
ama. Hemos de superar, pues, una concepción exclusivamente
estática de la Gracia de Cristo —nueva cualidad sobrenatural en el
alma— con otra también dinámica que capacita habitualmente al
sujeto en sus facultades para obrar. La caridad teologal constituye la
síntesis y forma de la vida cristiana, el ejercicio perfecto de la
santidad y el culmen de la espiritualidad cristiana, también la
conyugal. Más aún, las virtudes no bastan. Hace falta que los Dones
del Espíritu perfeccionen a las virtudes; por consiguiente, la
espiritualidad cristiana consiste en dejarse guiar con docilidad por el
Espíritu Santo a través de sus Dones, inspiraciones y mociones. Él
es en nosotros su verdadero protagonista.

2. Vivir la caridad conyugal


Cuando todavía éramos enemigos de Dios por el pecado, Cristo nos
invitó a ser sus amigos, haciéndonos pasar del amor inferior de
conversión respecto a un superior a un amor de benevolencia o
amistad al mismo nivel, ya que la amistad sólo se da entre iguales.
No es que el rey se limita a brindarte su amistad; sino que Cristo te
hace amigo suyo y te da la capacidad para corresponder en dicha
aventura de amistad recíproca, mediante la caridad teologal, «como
un amigo con otro Amigo». Somos amigos de Dios y no nos lo
acabamos de creer. De ahí que la caridad funcione a modo de
amistad, con las tres características propias: procura el bien del
amado (Cristo hace mucho por cada uno de vosotros y por ambos,
queridos novios); es recíproca (en caso contrario se enfría); es
transformante (por caminos ocultos de la Gracia).
La vivencia práctica de la caridad matrimonial y familiar se puede
resumir en la denominada Regla de oro, cuando esta es
contextualizada —tal y como hiciera san Mateo o san Lucas—
dentro del Sermón de la Montaña (Mt 5,43-48). Se trata de una
norma fundamental, común a diversas culturas, pero que también
condensa la ley natural y toda la moral bíblica —no es específica del
cristianismo—: «no quieras para otro lo que no quieras para ti»
(formulación negativa); «haz al otro lo que a ti te gustaría que hiciera
para ti» (formulación positiva). La Regla de oro, al situarla en el
contexto del mandamiento nuevo de la caridad teologal, ha de
superar una lógica de mera la reciprocidad insuficiente y un tanto
egocéntrica —ponerme en el lugar del otro para que el otro se
ponga en el mío, y así corresponda al menos en la misma medida—.
A la luz de la lógica de la entrega superabundante —según el
mandamiento nuevo del amor—, se comprende mejor su novedad,
incluso para interpretar el amor a los enemigos, con el mismo amor
de Cristo y, en definitiva, con el cual el Padre nos ama (Mt 5,45).

3. Espiritualidad conyugal, para cumplir los fines


del matrimonio
Podríamos definir la espiritualidad conyugal como el camino eclesial
mediante el cual un hombre y una mujer, unidos por el sacramento
del Matrimonio, crecen juntos en el ejercicio de las virtudes
cardinales y teologales (fe, esperanza y caridad), transfiguradas por
los Dones del Espíritu; dando así testimonio a los demás (a los hijos
y al mundo) del amor de Cristo que nos salva. Todo comienza con
descubrir cada día la presencia de Dios-Amor en nuestras vidas y
en nuestro matrimonio. La espiritualidad conyugal tiene como motor
a la caridad teologal. Por eso la espiritualidad del matrimonio y de la
familia se sintetiza en la vivencia de la caridad conyugal y familiar.
La espiritualidad común a todo cristiano no se da en abstracto,
sino siempre desde una vocación específica a la santidad universal
y según el carisma eclesial o estado de vida propio. Vosotros,
queridos novios, os estáis preparando para vivir la espiritualidad
cristiana en la versión singularísima de la vida conyugal y familiar.
La espiritualidad del matrimonio cristiano tiene doble relación; por
una parte, la común a todo cristiano y, por otra, la específica del
matrimonio. La primera nos une a todos los bautizados; la segunda,
a todos los matrimonios cristianos en virtud del sacramento recibido.
Si alguna característica subrayó el Concilio en la espiritualidad
matrimonial, fue precisamente su modalidad específica: santificación
en común, con un solo corazón y una sola alma (Hch 2,44). Tiene,
por tanto, una nota propia: es una espiritualidad vivida en común
porque «ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19,6).
Ya aludimos con anterioridad a que la santidad es algo individual
de cada esposo; pero cuando varón y mujer bautizados comparten
conjuntamente —por el sacramento del Matrimonio— el mismo
carisma eclesial, es lógico que los esposos pueden ser ayuda o, por
el contrario, piedra de estorbo en la santificación recíproca. De ahí
que el Concilio ampliara el contenido del fin de ayuda mutua en el
matrimonio cristiano. No solo se trata de una ayuda en el
perfeccionamiento mutuo, sobre todo mediante el amor conyugal —
nada como el amor perfecciona tanto—, sino que esto para los
cristianos coincide con la santificación en común y recíproca. En
virtud de «la comunión de los santos», el pecado o las obras en
gracia —según el caso— de cada cristiano, no puede reducirse
simplemente a un ejemplo meramente externo; sino que el pecado o
la santidad de unos revierte por vasos comunicantes en la
santificación del resto de los miembros de la Iglesia. Esto que es
verdad para todos, lo es singularmente para quienes están casados
y viven bajo un mismo techo. Aun cuando el momento final en que la
comunión de los santos triunfe definitivamente sobre la comunión
del pecado en el mundo, solo corresponde al Padre determinarlo,
los cristianos hemos de apuntarnos al ejército no equivocado en
esta lucha sin cuartel, sin término medio, para contribuir con nuestro
granito de arena en semejante batalla, que comienza por la
conversión interior de los corazones y se plasma también en las
instituciones sociales. Además, la santificación recíproca y en
común de los esposos coincide con su común glorificación de Dios:
«Por ello, los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de
estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con
cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de
Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más
a su propia perfección y a su mutua santificación y, por tanto, conjuntamente, a
la glorificación de Dios» (GS 48 d).

Algo análogo cabría afirmar para el fin procreador, pues no solo


se limita a la cooperación imprescindible de los esposos con el
Creador, para transmitir dignamente la vida humana y educarla
convenientemente, sino también, por esto mismo y mediante ella, se
convierten en colaboradores suyos para la transmisión y el cultivo
de la vida sobrenatural de nuevos hijos de Dios para el cielo. Toda la
estructuración de la vida matrimonial y familiar está orientada para el
servicio a la vida. Por eso, los hijos no son un estorbo para el
crecimiento del amor esponsal, sino que contribuyen al bien de los
esposos —son corona y cumbre de su amor— (GS 48 a; 50 a). Por
consiguiente, la dimensión fecunda del amor —a nivel natural y
sobrenatural— constituye otra de las características fundamentales
de la espiritualidad de los esposos que, por extensión, pasa de ser
conyugal a familiar, y viceversa.

4. Espiritualidad familiar de comunión


Del apartado anterior podemos concluir que si la eclesiología de
comunión constituye la enseñanza más importante del Concilio
Vaticano II, el matrimonio y la familia cristiana —la Iglesia doméstica
— han de ser concebidos como una escuela óptima de comunión
mediante el amor que se da entre esposos, padres e hijos,
hermanos entre sí, abuelos y nietos, etc., según el enriquecimiento
entre tan diversas generaciones.
La familia constituye la primera experiencia de comunión para
cada ser humano. Ella participa del analogado principal, el misterio
de comunión de amor entre las Personas divinas. Así como el
Espíritu Santo es la Persona-Don, el Amor personal entre el Padre y
el Hijo, así, de modo análogo, el hijo constituye el amor personal y
prolongado, encarnado, entre los esposos. La comunión matrimonial
entre los esposos tiende a traducirse en la máxima fecundidad
personificada en el hijo, ampliable a todos los demás miembros que
viven en la familia en sentido más amplio.
La santidad matrimonial y familiar consiste en la «cuadratura del
círculo» o, mejor aún, «la circularidad del cuadrado». Imaginemos
que un cuadrado sueña con convertirse un día en círculo perfecto de
santidad. Esta es la aspiración legítima de todo hombre. La primera
tentación será querer transformarse rápidamente en triángulo; pero
las aristas resultan entonces más puntiagudas y molestas entre los
diversos miembros que viven en la familia. Por fin, el cuadrado
comprende un día que lo más parecido al círculo perfecto es el
octógono de las bienaventuranzas —icono espiritual del bello rostro
de Jesucristo, modelo de hombre plenamente realizado—. Del
octógono surge arquitectónicamente la perfección de las bóvedas.
El octógono suaviza las aristas entre los componentes de la familia,
como los cantos rodados. Pero el éxito de este sueño no estriba
tanto en que un cuadrado se transforme en octógono, más aún en
círculo perfecto —santo—, sino sobre todo, en edificar sólidamente
sobre un único cimiento, un único centro de la vida espiritual
matrimonial y familiar, Jesucristo; si pusiéramos dos centros, cada
esposo o cada hijo por su cuenta —el círculo se deforma en elipse
—. Sin santidad es imposible que nuestro hogar se transforme en
escuela de comunión mediante el amor esponsal, paterno, filial,
fraterno.

5. Medios espirituales
La espiritualidad cristiana se nutre de la oración, de los
sacramentos, del amor a Dios y a los hermanos; viviéndolo desde el
interior, como un don recibido en el corazón, y dentro de la Iglesia,
nuestra Gran familia. Entre los diversos medios para vivir la
espiritualidad conyugal y familiar, destacamos:
1. Lectura, meditación y comentario de la Sagrada Escritura
que nos aportará luz y calor. En especial, en los evangelios
encontraremos el proyecto de vida que Cristo nos propone.
Realizada en familia, aumenta la formación y la
comunicación entre esposos y con los hijos.
2. Participación frecuente en la Eucaristía. Matrimonio y
Eucaristía son dos sacramentos que caminan juntos; en los
dos está incluido a la vez el ser amado y el amar a los otros
(DCE, 14). «He aquí que estoy a la puerta y llamo, si alguien
me escucha —1ª condición—, y me abre —2ª condición, y
siempre se abre libremente desde dentro—, entraré y
cenaremos juntos —yo contigo y tú conmigo—» (Ap 3,20).
En realidad, la Eucaristía constituye por antonomasia el
sacramento del amor; el matrimonio también lo es, pero en
segundo lugar. La participación en la celebración
eucarística, sacramento de la unidad, hace crecer la
comunión conyugal; transforma a la familia entera en
escuela de comunión.
3. Acercarse con frecuencia al sacramento de la
Reconciliación, el perdón transfigurado y transfigurador del
amor conyugal y de la vida familiar.
4. Oración frecuente. Orar es contemplar a Dios, quien
diariamente nos ama tanto, alabarlo, darle gracias por los
bienes recibidos y pedirle perdón y ayuda para superar
nuestras dificultades. «Nunca se debe hablar de Dios si
antes no se ha hablado con Él»; nuestra vida ha de ser una
permanente conversación con Jesucristo, con Dios Padre y
con el Espíritu Santo.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. ¿Nos vamos habituando durante el noviazgo a que las virtudes de Cristo en


nosotros, transfiguradas por los Dones del Espíritu Santo, constituyen el motor
principal de nuestra vida espiritual? ¿Van creciendo en nosotros mediante la
síntesis del amor en su forma inicialmente conyugal?
2. La «espiritualidad de comunión» constituye la modalidad de vuestro carisma
específico; esto no se improvisa. ¿Tenéis momentos en común, en cuanto
novios, para compartir a nivel espiritual?
3. ¿A qué medios sobrenaturales y con qué frecuencia recurro para alimento de la
vida espiritual: Eucaristía, visita al Santísimo Sacramento, oración, lectura de la
Palabra «de dos en dos», sacramento de la Penitencia?

PARA LA ORACIÓN

❖ Reflexionemos y hagamos objeto de oración personal y


comunitaria este texto. Descubramos especialmente qué puede
significar para nosotros:
«En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea y una mujer llamada Marta lo
recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los
pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto
con el servicio; hasta que se paró y dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana
me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano”. Pero el
Señor le contestó: “Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas;
solo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no se la quitarán”»
(Lc 10,38-42).

❖ Oremos juntos:
¡Oh, Jesús!,
ayúdame a esparcir tu fragancia
por dondequiera que vaya.
¡Oh, Jesús!,
inunda mi alma de tu Espíritu,
de tu Espíritu y vida.
Penétrame y aduéñate tan por completo de mí,
que toda mi vida
sea una irradiación de la tuya, mi Señor.

Ilumina por mi medio


y de tal manera toma posesión de mí,
que cada alma con la que yo entre en contacto
pueda sentir tu presencia en mi alma.
Que al verme no me vea a mí, sino a ti en mí.
Permanece en mí.
Así resplandeceré con tu mismo resplandor,
que será luz para los demás.

Mi luz toda de ti vendrá, Jesús,


ni el más leve rayo será mío, serás Tú, Señor,
el que iluminarás a otros por mi medio.

Sugiéreme la alabanza que más te agrada


iluminando a otros a mi alrededor.
Que no te pregone con palabras
sino con mi ejemplo,
con el influjo de lo que yo lleve a cabo,
con el destello visible del amor
que mi corazón saca da ti.

(Cardenal J. H. Newman)
13

HACED DE VUESTRA FAMILIA UNA


IGLESIA DOMÉSTICA

«Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las


ponga en práctica, será como el hombre prudente
que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia,
vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y
embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó,
porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que
oiga estas palabras mías y nos las ponga en práctica,
será como el hombre insensato que edificó su casa
sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes,
soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa
y cayó, y fue grande su ruina» (Mt 7,24-27).

La eclesiología de comunión constituye una de las principales


enseñanzas del Vaticano II. La Iglesia es, en su íntima esencia, la
contemporaneidad de Cristo en la historia; de tal forma que ella
constituye el gran signo e instrumento visible donde cada ser
humano puede encontrarse personalmente con Cristo y entrar en
comunión de amor con Él y con los demás hombres —no olvidemos
esta segunda dimensión de la comunión—, procurándose así la
unidad del género humano (LG 1). Este es el Designio divino de
Salvación. De la naturaleza de la Iglesia en su ser brota también su
misión: la salvación del hombre consiste precisamente en esta
comunión personal de amor; por eso la Iglesia constituye el
«sacramento universal» de salvación. A la luz de la eclesiología
conciliar se comprende mejor la definición del matrimonio cristiano,
en cuanto «íntima comunidad conyugal de vida y de amor» (GS 48).
Es «comunidad» eclesial, porque dentro de ella existe una profunda
«comunión» de amor entre los esposos, y en ampliación, con sus
hijos y con los demás miembros que conviven en el hogar. De ahí
que «la familia cristiana, como pequeña Iglesia, está llamada, a
semejanza de la gran Iglesia, a ser signo de unidad para el mundo»
(FC 48). De esta forma, la familia cristiana manifiesta a todos la
presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de
la Iglesia (GS 48 d).
Queridos novios, por el Bautismo ya estáis insertos en Cristo y
en su Iglesia, el Gran Misterio de Salvación (Ef 5,21-32). Ellos se
juegan mucho en vosotros, cuando os disponéis a fundar en vuestro
hogar una nueva «Iglesia doméstica» y cuyo cimiento, a su vez, sois
vosotros dos, el matrimonio. Edificad bien vuestra casa sobre roca y
no sobre arena.

1. Iglesia doméstica
La familia cristiana se denomina con toda razón «Iglesia
doméstica», «Iglesia en miniatura» o «pequeña Iglesia» (FC 49; LG
11). Se trata de una afirmación de índole teológica —eclesiológica
en concreto— y no solo de una constatación meramente
sociológica, en cuanto que la parroquia no es reductible a la mera
suma de sus familias. Los vínculos entre Iglesia y familia cristiana
están radicados en el ser nuevo de la familia que aporta el
sacramento del Matrimonio. La familia cristiana constituye, pues, la
Iglesia particular más pequeña; si queremos, la más básica e
imperfecta, incluso la más vulnerable, pero la primera expresión
histórica de la misma, la más fundamental y más cercana a todos.
Los cristianos hemos aprendido a través de una familia cristiana lo
que es la Iglesia y, por medio de la familia, hemos sido incorporados
a ella. Jesucristo sale al encuentro de los esposos cristianos en el
sacramento (GS 48 b), se hace Camino y acompañante vuestro
como los dos de Emaús (Lc 24,13-35). Cleofás y el otro son símbolo
de los esposos cristianos que, caminando de dos en dos, su vida
compartida es mezcla de consolaciones y desolaciones;
apoyándose juntos y recíprocamente, sabréis superar con
esperanza las decepciones y dificultades de la vida familiar, al sentir
de cerca la presencia del Resucitado en vuestros pasos. También en
vosotros arderá vuestro corazón cuando la Palabra os interprete
vuestra historia familiar y lo reconozcáis en la «fracción del pan»,
sentado a vuestra mesa, en vuestra casa. Pero, no basta con
edificar bien vuestra Iglesia doméstica, sino que —incluso para ello
— es imprescindible acudir a la Comunidad de referencia, la Gran
Iglesia, presidida por los apóstoles y sus sucesores.
San Pablo afirma que también los casados tienen su carisma
eclesial propio en medio del Pueblo de Dios (I Cor 7,7). Los esposos
tienen una vocación, un estado de santidad específico y un «lugar»
eclesial. Llamados ambos por Cristo como Amigo personal y común,
mediante el misterio del amor que Dios ha hecho brotar entre
vosotros, queridos novios, estáis descubriendo que Él os invita a
participar en un Amor más grande, ampliación de vuestro horizonte
inicial. Los dos, varón y mujer, en cuanto matrimonio, en cuanto
«conyugados» por el sacramento del Matrimonio —uncidos por el
mismo yugo de gracia para trabajar en una misma dirección—,
participáis en la edificación de la Iglesia, una, santa, católica y
apostólica, fundamentalmente en vosotros mismos —en cuanto
esposos— y en vuestros hijos —como padres—. Los esposos tienen
uno y hasta numéricamente el mismo carisma, en común, expresión
de una comunidad inicial y básica —de dos en dos, en cuanto
matrimonio—, destinada a ampliarse con hijos para el cielo.
Además, los esposos han de traspasar los muros de su hogar, para
aportar desde su visión matrimonial y familiar, propia del carisma
común recibido, su participación imprescindible en la misión de la
Gran Iglesia y en la edificación de la sociedad civil, transformando
evangélicamente las realidades temporales.
Existe una prioridad de la Iglesia católica para configurar a su
imagen cada una de las expresiones locales de la Iglesia particular.
Por eso cada familia cristiana es engendrada y modelada según la
«Gran Iglesia». Pero también cada Iglesia particular aporta su
riqueza específica a la unidad católica. Unidad no equivale a
uniformidad empobrecedora. La aportación específica de la familia
cristiana es recordar a todo el Pueblo de Dios y a toda la Humanidad
que ha de constituir la gran Familia de los hijos de Dios.

2. El «ministerio conyugal»: contenido, campos


y modalidad
La esencia y la misión de la familia cristiana vienen sintetizados por
el amor conyugal y familiar, su motor (FC 17). Mediante el
sacramento del Matrimonio, los esposos reciben las gracias
matrimoniales específicas para cumplir fielmente sus tareas de
esposos y de padres. Entre las diversas estructuras de índole
secular que especifica a los laicos en la Iglesia, el Vaticano II
enumera en primer lugar a la familia, en cuanto condición más
común a todos los cristianos (LG 35). Los esposos y padres
cristianos desempeñan un servicio eclesial que, con toda propiedad,
el Concilio calificó de «ministerio eclesial» en sentido estricto; un
ministerio no ordenado, que hemos denominado el «ministerio
conyugal». Dicho ministerio tiene fundamento intrínseco en el
sacramento del matrimonio. Las gracias recibidas por los esposos
están destinadas, precisamente, al adecuado desempeño del
mismo.
a) El contenido del ministerio conyugal tiene dos campos
específicos: edificar la «comunidad de personas» y el «servicio a la
vida». Sin embargo, para evitar una dicotomía estéril, es preferible
sintetizar ambos contenidos bajo la luz unitaria del amor conyugal:
un amor que tiende inseparablemente a la comunión de los esposos
y a su apertura a la vida. La índole laical de los esposos se
especifica en su estado y misión mediante su cuerpo sexuado, como
lugar propio de la recíproca donación de amor que, al mismo tiempo
que hace de los dos «una sola carne», también puede hacerles
aptos para la transmisión de la vida del hijo, «carne de su carne»,
fruto visible de su amor hecho persona.
Edificar la comunidad de personas —mediante el amor—
significa el respeto de la dignidad de cada persona, en sí misma por
lo que es, imagen de Dios, y la promoción de su personalidad
irrepetible (FC 21): la mujer, el marido, los niños, los ancianos (FC
18-28). En la familia es donde aprendemos por vez primera a ser
amados y a amar por sí mismo —cada persona es un fin; nunca
puede ser tratada instrumentalmente como un simple medio—; por
eso la familia se edifica sobre todo mediante el amor recíproco entre
todos sus componentes. Además, edificar la comunidad de
personas, para los cristianos, coincide con la edificación de la Iglesia
doméstica.
El segundo contenido del ministerio conyugal consiste en el
servicio a la vida (FC 28), no solo mediante la cooperación en la
transmisión y educación de la vida física a sus hijos, sino también en
la vida sobrenatural y en su educación explícitamente cristiana. De
esta forma, la comunidad básica de los dos esposos se amplía en
los hijos y demás miembros de la familia y la Iglesia crece en
número y cualitativamente. Si los sacerdotes y consagrados
propagan y conservan la vida con un ministerio únicamente
espiritual, los esposos lo hacen de forma corporal y espiritual a la
vez, de tal manera que engendran la prole y la educan en el culto a
Dios (santo Tomás de Aquino). Los padres, por ser padres, son
educadores idóneos para sus hijos; la educación constituye un
derecho y deber original, primario, insustituible e inalienable de ellos
(FC 36). Entonces, «el amor de los padres se transforma de fuente
en alma y, por consiguiente, en norma, que inspira y guía toda la
acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de
dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés y espíritu de
sacrificio, que son el fruto más precioso del amor» (FC 36).
b) Los dos campos principales en los cuales los esposos ejercen
su ministerio conyugal son el servicio a la Iglesia, en cuanto cuna de
inserción en ella (FC 15), y el servicio a la sociedad, en cuanto es su
célula básica (AA 11). La unidad entre ambos campos está
asegurada, ya que los esposos y padres realizan la animación del
orden temporal en cuanto son Iglesia en el mundo y en la vida
pública.
c) La modalidad del ministerio conyugal es esencialmente
comunitaria. Si cada familia cristiana es verdaderamente comunidad
eclesial —Iglesia doméstica—, parece lógico que su participación en
la misión de la Iglesia sea según una modalidad esencialmente
comunitaria; juntos los dos esposos, en común, y con sus hijos,
deben servir a la Iglesia y al mundo «con un solo corazón y una sola
alma» (Hch 4,32; FC 50). De esta forma lo que interesa a un
párroco, por ejemplo, o a un político, no es tanto la visión del varón
o de la mujer por separado, de los hijos o de los padres, sino una
visión conjunta, complementaria, contrastada, «conyugada» y
matrimonial de las cosas —aun en el supuesto de que lo haga uno
solo de ellos—, según el carisma específico, entre varón y mujer
casados, y en cuanto una óptica familiar, globalmente considerada.

3. Los esposos, profetas, sacerdotes y reyes de


la Iglesia doméstica
Juan Crisóstomo, en uno de sus sermones, predicaba: os he dicho
que «cada cual haga de su casa una Iglesia», con altar propio, y os
habéis marchado todos muy contentos del templo para comunicar a
vuestros hijos y trabajadores domésticos lo que aquí hemos
celebrado en el domingo. Los esposos y padres presiden y
desempeñan una función eclesial sobre sus hijos y en su casa,
similar —cierto que por analogía imperfecta e impropia— a la del
obispo respecto a su Iglesia particular encomendada. Los casados
lo hacen en virtud del sacerdocio común o de los fieles (sacerdocio
bautismal), especificado por la gracia del sacramento del
Matrimonio; los esposos hacen las funciones de «obispos» de su
casa o porción del pueblo de Dios encomendado, en cuanto
predican el Evangelio con el testimonio de las obras buenas
(martyría) y palabras (anuncio del kerygma o resumen del
Evangelio), entre sí y para sus hijos; se santifican todos mediante
los sacramentos y la liturgia, culmen de la evangelización misma
(leiturgía); y gobiernan la Iglesia doméstica mediante el ejercicio de
las virtudes de Cristo y el servicio de caridad (diakonía). El ministerio
conyugal abarca esta triple función de la evangelización, entendida
esta en sentido amplio. Lo desarrollaremos en el tema siguiente.
Encomendemos, pues, nuestro noviazgo a Santa María, madre de
cada una de las Iglesias domésticas del mundo, para que ella nos
ayude a edificar nuestra futura casa sobre roca.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. Un buen objetivo: «hacer de cada familia una Iglesia doméstica», edificada sobre
roca. ¿Nos estamos preparando durante el noviazgo para ser Iglesia doméstica
en medio del mundo y singularmente dentro de nuestro hogar en cuanto esposos
y padres cristianos? ¿Estamos aprendiendo durante el noviazgo su modalidad
esencialmente comunitaria: «escuela de comunión» mediante el amor?
2. ¿Estamos convencidos de que el «ministerio conyugal» constituye verdadera y
propiamente un ministerio eclesial confiado a nosotros por Cristo y por la Iglesia?
¿Estamos ya edificando la comunidad de personas en nosotros, queridos novios,
mediante el amor y en el servicio a la vida?

PARA LA ORACIÓN

❖ Iluminemos el contenido de este tema a la luz de la Palabra:


«Al integraros en el Señor, piedra viva rechazada por los hombres, pero
escogida y preciosa para Dios, también vosotros, como piedras vivas, constituís
un templo espiritual y un sacerdocio consagrado, que por medio de Jesucristo
ofrece sacrificios espirituales y agradables a Dios» (I Pe 2,4-5).
❖ Hagamos una oración comunitaria; terminemos con la siguiente
oración y con el Padrenuestro:
Sagrada Familia de Nazaret;
enséñanos el recogimiento, la interioridad;
danos la disposición de escuchar las buenas inspiraciones y
las palabra del verdadero Maestro;
enséñanos la necesidad del trabajo, de la preparación, del
estudio, de la vida interior personal, de la oración, que solo
Dios ve en lo secreto: enséñanos lo que es la familia, su
comunión de amor, su belleza simple y austera y su
carácter sagrado e inviolable. Amén.
(Pablo VI)
14

FAMILIA EVANGELIZADORA Y
TRANSMISORA DE LA FE

«Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que


había llegado su hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en
el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena,
cuando ya el diablo había puesto en el corazón de
Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de
entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto
todo en sus manos y que había salido de Dios y a
Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus
vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego
echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies a
los discípulos y a secárselos con la toalla con que
estaba ceñido. Llega Simón Pedro; este le dice:
“Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?”. Jesús le
respondió: “Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora;
lo comprenderás más tarde”. Le dice Pedro: “No me
lavarás los pies jamás”. Jesús le respondió: “Si no te
lavo, no tienes parte conmigo”. Le dice Simón Pedro:
“Señor no solo los pies, sino hasta las manos y la
cabeza”. Jesús le dice: “El que se ha bañado, no
necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros
estáis limpios, aunque no todos”. Sabía quién le iba a
entregar, y por eso dijo: “No estáis limpios todos”.
Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos,
volvió a la mesa, y les dijo: “¿Comprendéis lo que he
hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro
y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el
Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros
también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque
os he dado ejemplo, para que también vosotros
hagáis como yo he hecho con vosotros”» (Jn 13,1-
15).

Sorprende que el cuarto evangelista no recoja el relato de la


institución de la Eucaristía, tal y como realizan, en cambio, los tres
evangelios sinópticos. En realidad, el lavatorio de los pies constituye
otra forma equivalente de narrar dicha institución, fijándonos en sus
frutos. Este signo o parábola en acción quedó grabada a fuego en
sus discípulos para siempre: si Cristo ha lavado nuestros pies, los
esposos hemos de lavarnos los pies unos a otros —extensible
también a los demás miembros de la familia—, singularmente en el
servicio de la evangelización. Este gesto resume bien el sentido de
la vida de Jesús: despojarse hasta de sus vestidos, que le
correspondía como Hijo de Dios, al tomar la condición de siervo —
hacerse hombre—, hasta la muerte de Cruz (Fil 2,5-11). El servicio
de amor constituye el motor de la nueva evangelización.
La familia cristiana en cuanto tal y cada uno de sus miembros
están llamados a participar en la construcción del Reino de Dios y,
por tanto, a tomar parte activa en la vida y misión de la Iglesia. Pero
no es fácil transmitir la fe cristiana por varias razones: por la fuerza
de una cultura contraria, que siente el frío de la ausencia de Dios;
por los ataques permanentes, en donde se silencia
sistemáticamente toda referencia sobrenatural y es presentada
como algo opuesto a la felicidad del hombre; por la propia debilidad
interna de muchos de los que nos sentimos Iglesia, nacida de los
pecados propios y favorecida por las «estructuras sociales» de
pecado.

1. La «nueva evangelización» pasa por la familia


La familia cristiana es Iglesia doméstica, en la cual todos sus
miembros son evangelizados y evangelizadores, a un mismo
tiempo: esposos, padres, hijos, hermanos, abuelos, nietos. Todo el
mundo habla de la necesidad imperiosa de una «nueva
evangelización». Pero es preciso que aclaremos bien por qué es
«nueva» y en qué sentido lo es. Juan Pablo II acuñó el término en
América en una reunión del CELAM (Haití, 1983): a la primera
evangelización durante quinientos años en América, es preciso
añadir una segunda que la complete. Con ello la expresión «nueva»
adquiere un matiz principalmente geográfico y temporal. En un
segundo momento, aplicándola incluso a Europa, el Pontífice aclaró
mejor su novedad «por los métodos, por su ardor y —sobre todo—
por sus nuevas expresiones».
¿Dónde radica entonces su novedad? El Evangelio, en contacto
con la cultura, ha de ser siempre «nuevo» por el doble proceso que
conlleva complementariamente: la purificación de las culturas en sus
errores, consecuencia del pecado («evangelización de las
culturas»), y la «inculturación de la fe» mediante nuevas
expresiones catequísticas, literarias, artísticas, etc., según la
mentalidad de cada cultura. He aquí la paradoja: la evangelización
ha de ser siempre «nueva» o dejaría de serlo. Así pues, siempre
«nueva» por este doble proceso: evangelización de las culturas,
renovadas por el Evangelio, siempre «buena nueva»; e inculturación
de la fe con nuevas expresiones culturales. De ahí que sin
expresiones inculturadas de la fe, la evangelización se encuentra
todavía en los primeros compases: «Una fe que no se hace cultura
es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no
fielmente vivida» (Juan Pablo II, Discurso en la Universidad
Complutense, Madrid, 1982, n. 2).
Si Juan Pablo II señaló que la familia era la clave fundamental
para que el Evangelio llegue hasta cada persona y a todo el tejido
de la sociedad —a través del doble proceso que hace a la
evangelización siempre nueva—; ahora, el papa Benedicto XVI
insiste en que si queremos realizar una evangelización con
profundidad, ha de pasar necesariamente por la pastoral de
santidad para todo el pueblo de Dios, singularmente para casados,
consagrados y quienes se preparan a uno u otro estado. En
seguimiento del Plan de salvación, la evangelización pasa
necesariamente por la familia, a través de la familia y a través de la
santidad de cada cristiano, cada cual en su vocación específica.

2. Familia evangelizada y evangelizadora:


profetas, sacerdotes y reyes
El secularismo imperante en la sociedad está influyendo
negativamente en nuestras familias; pero la Iglesia confía en las
familias cristianas, esperanza para su futuro y también para la
sociedad. De ahí que la Iglesia no pueda abdicar de su misión, que
constituye su dicha y su tarea: la evangelización. De la eclesiología
de comunión en la definición de su ser, brota también su misión
misma: ella existe para evangelizar. La familia cristiana, Iglesia
doméstica, es, a la vez, objeto y sujeto de evangelización; lo cual
quiere decir que ha de ser evangelizada y, sin dejar nunca de serlo,
convertirse en agente de evangelización (FC 49).
El término evangelización es preciso que lo entendamos en
sentido amplio. Evangelizar es anunciar el Evangelio con obras y
palabras; es celebrar los sacramentos y la liturgia de la Iglesia,
culmen de la evangelización; es también el servicio de caridad con
todos, singularmente con los más pobres.
a) En primer lugar, la familia cristiana es comunidad creyente y
evangelizadora (FC 51); solo quien ha sabido escuchar —oír con
atención— la Palabra de Dios en la profundidad del corazón
humano, puede transmitir a Jesucristo de forma creíble; de ahí la
vinculación existente entre el anuncio del kerigma —Jesucristo se
ha hecho hombre por mí, ha muerto y resucitado para perdón de
nuestros pecados— y el testimonio coherente de vida en el heraldo
y demás miembros de la familia (martyría). La fe viene por el oído y
el anuncio del Evangelio ha de hacerse en primera persona del
singular y del plural para que en los oyentes pueda decirle algo que
ilumine su vida. Si la Revelación constituye ante todo una narración
de la historia de salvación del pueblo elegido, hecha en primera
persona, es lógico que recuperemos el estilo narrativo a través de la
historia de salvación que acontece en los esposos y padres, en los
hijos y demás miembros de la familia, para transmitir la fe en Cristo:
a mí me sucedió, a nosotros nos ha sucedido… De ahí la
importancia del testimonio coherente en el predicador y en la
comunidad que lo arropa, para hacer creíble el Evangelio, como
Buena Noticia, siempre. Con todo, hemos de contar con la primacía
del «alma» de la evangelización: el Espíritu Santo, por su parte, ha
de iluminar mediante la gracia incipiente y mover el corazón del
oyente hacia la fe inicial en Cristo, que lo lleva a la conversión de
vida.
En la familia cristiana se dan conjuntamente tanto acciones de
primer anuncio kerigmático para hacer suscitar la fe por vez primera
entre sus miembros —acompañándoles en la iniciación cristiana, ya
que toda su vida cotidiana, con sus penas y alegrías familiares, se
transforma así en óptima iniciación—, como acciones de predicación
para confirmarla, con obras y palabras, con toda una vida coherente.
De ahí esta paradoja: los padres no solo evangelizan a sus hijos;
también estos les evangelizan a ellos, así como a otras muchas
familias (FC 52).
b) En segundo lugar, la familia cristiana es comunidad sacerdotal
de diálogo con Dios mediante la vida sacramental, el ofrecimiento de
la vida cotidiana conyugal-familiar y la oración (leiturgía) en el
santuario doméstico (FC 55). Los esposos, con la gracia recibida en
el sacramento, se ayudan mutuamente a su perfección y a su
santificación recíproca, que coincide con la común glorificación de
Dios (la liturgia) (GS 48 b; FC 56). Tal y como acabamos de afirmar,
de esta forma toda la vida cotidiana de los esposos, con sus
alegrías y penas, se convierte en verdadera iniciación cristiana para
sus hijos y en instrumento óptimo para el crecimiento en madurez de
todos (santificación). Este es el culto doméstico, agradable a Dios
como ofrenda de la tarde, en virtud del sacerdocio bautismal y del
nuevo culto inaugurado por Cristo con la Encarnación.
La santificación de la familia cristiana tiene su expresión máxima
en la participación eucarística (FC 57); así mismo, mediante el
perdón mutuo, sus miembros se preparan al sacramento de la
Reconciliación (FC 58). La oración en familia tiene dos
características: es hecha en común y tiene como contenido
referente a la vida misma de familia (FC 59). La oración en
matrimonio y en familia ha de ser «breve y amorosa» —me decía
una religiosa—, aun cuando cada uno de sus miembros «vaquen»
con frecuencia —como las ovejas cuando rumian y descansan a la
vez— para estar a solas con el Señor durante un tiempo
prolongado. Los padres cristianos tienen el deber específico de
educar a sus hijos en la plegaria (maestros de oración). Cuanto
mejor sea la unión vital de cada fiel con Cristo, alimentada por los
sacramentos, por la liturgia, por el ofrecimiento de vida y por la
oración, más recia será la vitalidad espiritual y apostólica de la
familia para transformar el mundo (FC 62).
c) En tercer lugar, la Iglesia doméstica es comunidad de servicio
recíproco mediante la caridad teologal con todos —lavarse los pies
de forma mutua—, singularmente con los más necesitados (FC 63-
65). Si la Iglesia es definida como misterio de comunión por el amor
«nuevo» (koinonía), parece lógico que una de sus tareas específicas
sea la del ejercicio de la caridad (diakonía). No se trata de una
especie de asistencia social que la familia cristiana podría delegar
en otros, sino que pertenece a su esencia misma y forma parte
integral de su misión de evangelización, según el testimonio
individual y comunitario del mandamiento del amor, hacia dentro y
hacia otras familias, según la modalidad del servicio generoso del
«lavatorio de los pies» (DC 19-39). Sin el ejercicio de la caridad no
hay evangelización; hasta que los pobres no sean evangelizados, la
caridad no ha llegado a alcanzar su objetivo. Además, el testimonio
individual y comunitario de caridad constituye uno de los mejores
«areópagos» para el diálogo con el mundo actual y para el anuncio
explícito del Evangelio.
3. Ayudas y mediaciones
Las familias cristianas necesitan ayudas y apoyos de toda la Iglesia
para que ellas sean evangelizadas y, sin dejar de serlo —pues en
caso contrario dejaría entonces su «novedad» permanente—, para
que ellas participen a su vez en la evangelización de toda la Iglesia
y de la sociedad. Estas ayudas se pueden encontrar especialmente
en la parroquia. Puesto que la fe se fortifica dándola, cada familia
cristiana ha de recibir ayuda y, a un mismo tiempo, colaborar con su
parroquia en el proceso de la evangelización. La parroquia
constituye el lugar propio e inmediato para realizar el proceso global
de la iniciación cristiana y, singularmente, para su colaboración en la
preparación próxima de novios y jóvenes al sacramento del
Matrimonio. Así mismo, los matrimonios cristianos están
particularmente llamados al apostolado seglar asociado, a través de
los movimientos matrimoniales y familiares, así como a su
participación en el colegio de sus hijos. Familia, parroquia y escuela
son tres elementos inseparables.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. ¿Qué dificultades encontramos dentro de nuestra propia familia para realizar la


evangelización en cuanto primer lugar de apostolado? ¿Cómo las resolvemos?
2. ¿Cómo realizamos, individualmente cada uno y en común —en cuanto novios—,
el triple contenido de la evangelización: anunciar a Cristo con obras (testimonio)
y palabras (el kerygma o síntesis viva del Evangelio), narrado en primera
persona (del singular y del plural); vivencia de los sacramentos, la oración y el
ofrecimiento de la vida según el culto cristiano (liturgia); el servicio de caridad con
el que tengo más próximo (prójimo) y con otras personas/novios más
necesitados?
3. ¿Qué ayudas estoy recibiendo de la Iglesia y en qué estoy colaborando con ella
en el proceso de evangelización?
PARA LA ORACIÓN

❖ Escuchemos la Palabra de Dios:


«En aquel tiempo, los once marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había
indicado. Al verlo, se postraron; algunos habían dudado hasta entonces.

Acercándose, Jesús les dijo: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.


Id y haced discípulos míos todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os
he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del
mundo» (Mt 28,16-20).

❖ Terminemos orando juntos:


Con lo que soy, vengo ante ti,
mi vida está en tus manos, tómala.
Tú sabes bien, Señor, que soy,
obstáculo en tu obra sin méritos ni fuerzas.
Pero tú me has querido asociar,
por amor a tu labor,
y tenerme siempre junto a ti,
siempre juntos tú y yo, Señor.

Yo quiero ser tu servidor,


esclavo que no sabe lo que hacer sin su señor.
Yo quiero ser tu servidor, vivir tan solo de tu Amor,
sentir la sed de almas que me infunde tu calor.

Quieres contar con mi labor,


pudiéndolo tu todo y nada yo.
Mira, Señor, mi corazón
y enciende en él el fuego
que nace en tu presencia.
Pero tú, me has querido asociar,
por amor a tu labor,
y tenerme siempre junto a ti,
siempre juntos tú y yo, Señor.

(Félix del Valle Carrasquilla)


15

LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

«Muéstrame, Señor, tus caminos; instrúyeme en tus


sendas» (Salmo 25).
«Mujeres, someteos a vuestros maridos, como
conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras
mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos,
obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es
grato a Dios en el Señor. Padres, no exasperéis a
vuestros hijos, no sea que se vuelvan apocados.
Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos de este
mundo, no porque os vean, como quien busca
agradar a los hombres; sino con sencillez de
corazón, en el temor del Señor. Todo cuanto hagáis,
hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los
hombres, conscientes de que el Señor os dará la
herencia en recompensa. El Amo a quien servís es
Cristo. El que obre la injusticia, recibirá conforme a
esa injusticia; que no hay acepción de personas.
Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y
equitativo, teniendo presente que también vosotros
tenéis un Amo en el cielo» (Col 3,1-4,1).
San Pablo, al aplicar su filtro especial («en Cristo») en el modelo de
familia del Imperio romano, realiza una verdadera revolución a la luz
del mandamiento nuevo del amor. Entre los miembros de la familia
ya no hay una parte «fuerte» y otra «débil»: el esposo respecto a la
esposa; los padres respecto a sus hijos; los señores respecto a sus
esclavos y trabajadores; sino que, a la luz de Jesucristo, ambas
partes son fuente de relaciones recíprocas basadas en la comunión
del amor. Las mujeres se someten a sus maridos, como Cristo se
sometió voluntariamente a los planes del Padre; como la Iglesia se
sometió por amor a su Esposo, Jesucristo: todo es vuestro; vosotros
—la Iglesia— de Cristo y Cristo del Padre (I Cor 3,2223). Por eso
también los hijos han de obedecer a sus padres y los sirvientes a
sus señores como si fuera al mismo Señor en persona.
Pero, también, y no menos importante, tiene la lógica «nueva»
de la reciprocidad y de la entrega que ofrece la caridad teologal «en
Cristo»: esposos, amad a vuestras esposas, como Cristo se ha
entregado por ella hasta dar la vida (Ef 5,2132); padres, no
exasperéis a vuestros hijos, sino ganaos con vuestro prestigio la
autoridad sobre ellos; amos, sed justos con vuestros servidores, ya
que al fin y al cabo, todos somos libertos y siervos del único Señor,
Jesucristo. Por consiguiente, san Pablo, siguiendo los modelos
éticos de la época, se atreve a dirigir una carta a la familia cristiana,
también a la vuestra y a la que en el futuro formaréis, queridos
novios, para indicaros desde este momento cuáles han de ser las
relaciones que han de reinar entre vosotros —la amistad conyugal
solo se puede dar entre iguales— y cuáles han de ser las que os
unirán con los hijos que Dios os quiera regalar.
Posiblemente este tema os parezca un poco lejano para
vosotros, pero hay psicólogos que afirman que la educación de los
hijos comienza en la adolescencia de los padres.
Hoy día, que dedicamos tanto tiempo en prepararnos para
cualquier trabajo u oficio, no hemos sido capaces de darnos cuenta
de que también es necesario prepararse para ser padres. La
mayoría de las veces nos preocupa cuando tenemos a los niños ya
delante de nosotros. Esto da lugar, en muchos casos, a que los
padres no sepan cómo actuar, en líneas generales, con los hijos.
1. El don de los hijos
Los padres, al participar en la obra creadora de Dios y engendrando
por medio del amor que se profesan una nueva persona, asumen el
compromiso de ayudarla a vivir una vida plenamente humana. La
familia es la primera escuela de virtudes y, por tanto, el derecho-
deber educativo de los padres es original y primario, insustituible e
inalienable, no pudiendo, entonces, ser delegado ni usurpado por
otros (FC 36).
Partimos de la base de que el hijo no es un derecho de los
padres, es un don de Dios, y como tal lo tenemos que acoger en
nuestras familias. El hijo es el fruto del amor —bendecido por Dios—
que se tienen los esposos; esta realidad nos hace sentirnos
colaboradores en los planes de Dios y aporta a nuestro matrimonio
madurez, responsabilidad y generosidad. La responsabilidad nos la
da el ser administradores temporales de los nuevos hijos de Dios a
los que tenemos la obligación de acoger y educar para lograr su
formación integral, personal y social. La generosidad es parte
fundamental del amor paterno, el objetivo de la educación de
nuestros hijos deberá ir encaminado a incorporarlos en la sociedad
con afán de servicio.
Los padres no somos los «dueños» de los hijos, nos tenemos
que considerar, como dijimos antes, administradores temporales y
nuestra labor educativa deberá encaminarse principalmente a
desarrollar todos los aspectos de su personalidad y potenciar todas
sus capacidades, con el fin de enseñarle a usar bien de su libertad,
siendo responsable de sus actos.

2. Educar a los hijos


Educar nunca ha sido fácil y hoy parece ser cada vez más difícil, se
habla por tanto de una «gran emergencia educativa» confirmada por
los fracasos que encuentran con demasiada frecuencia los
esfuerzos por formar personas sólidas, capaces de colaborar con
los demás y dar un sentido a la propia vida (Benedicto XVI, Discurso
a la Diócesis de Roma, 2008).
La sociedad que nos rodea no crea un ambiente favorable para
la educación de los hijos; el relativismo, el hedonismo, la falta de
tiempo y los modelos que nos presentan los medios de
comunicación hacen que tengamos que realizar un sobreesfuerzo
para transmitir a los niños y a los jóvenes, valores y virtudes
cristianas.
El primer problema que se suele presentar es la falta de acuerdo
en las actuaciones de los padres. Es, por tanto, necesario que la
pareja hable ya desde novios de cómo quieren que sea la educación
de sus hijos, pues el diálogo es fundamental para tener unos
mismos criterios y no confundir al niño.
Los hijos desde el mismo momento de la concepción comienzan
a recibir todo aquello que los padres, especialmente la madre, están
viviendo.
El embarazo, el parto y sobre todo la primera y segunda infancia,
que abarca hasta los 6 o 7 años, son fundamentales para la
formación de la base de personalidad del niño.
Muchos problemas de los adultos vienen de problemas de esa
época que quedaron sin resolver.
Es muy necesario para los niños la presencia del padre y la
madre. Desde muy pequeños se dan cuentan de sus diferencias y la
cercanía de sus padres les ayuda a sentirse identificados cada uno
con el de su propio sexo, no por cuestiones meramente culturales,
como pretende la «ideología de género», sino porque el Creador,
siguiendo el plan originario de Dios, nos ha hecho hombre o mujer
con una sexualidad propia que envuelve todo el ser de la persona;
por ello, consiguientemente, nos hace sentir y actuar de forma
diferente.
De todo ello se ha de concluir las crisis de identidad que pueden
surgir en el niño que no tiene delante de sí modelos claros y
diferenciados de padre y madre, así como la importancia capital de
tener modelos distintos y diferenciados entre varón y mujer para una
construcción equilibrada de su personalidad.
3. Educación personalizada
Es muy frecuente oír: «Tenemos tres hijos; a los tres los hemos
educado igual y han salido de diferente manera».
Hay que ser conscientes de que cada hijo es diferente y, por
tanto, requiere que actuemos según su forma de ser, temperamento,
actitudes…, unos hijos son más cariñosos o sensibles, otros más
fríos; unos necesitan más de nuestra atención, aunque lo cierto es
que todos necesitan nuestro cariño, necesitan sentirse queridos y
estar rodeados de cariño. En un ambiente así, tienen más seguridad
y su desarrollo es más fácil.
La acción educativa de los padres irá encaminada a que cada
día sean más capaces de actuar por sí mismos; amando,
respetando y sirviendo a los demás, siendo la familia, la primera
escuela de las virtudes sociales.
Hemos de repartir responsabilidades a los hijos, ya desde niños,
y exigirles esfuerzos en la medida de sus posibilidades; hoy día
algunos padres evitan todo tipo de esfuerzo, trabajo y frustraciones
a sus hijos con el argumento de que «ya lo hará cuando sea mayor»
o «ya la vida se lo hará pasar mal». Consideramos esta postura
equivocada, pues corremos el riesgo de criar, a pesar de nuestras
buenas intenciones, personas frágiles y poco generosas y, sobre
todo, mal preparadas para enfrentarse a la vida. Cuanto más
pequeño es un niño, mayor capacidad tiene para adquirir hábitos y
conductas que le acompañen a lo largo de su vida.
Con esto no queremos decir que debemos estar distantes de
nuestros hijos; al contrario, nos tienen que sentir próximos; el amor
es el vínculo fundamental de las relaciones familiares y es necesario
e imprescindible para los hijos; no solo amor hacia ellos, sino amor
entre los esposos, hermanos, abuelos y demás miembros de la
familia.

4. Educar con autoridad


En la actualidad se confunde autoridad con autoritarismo. Quizá por
ello se abdique tanto de la autoridad. Además, los padres cada vez
disponen de menos tiempo para dedicarlo a sus hijos y en el poco
que tienen, no quieren tener conflictos con ellos.
La autoridad es la guía que necesita el niño para caminar en la
vida hacia la verdad y el bien. El niño necesita sentir que sus padres
están pendientes de él y que cuando le permiten hacer algo, es
porque no le va a ocasionar ningún mal. Esto le ayuda a probar
nuevas situaciones y a crecer física, psíquica y espiritualmente.
Las reglas de comportamiento y de vida, aplicadas día tras día
en pequeñas cosas, ayudan a formar el carácter y preparan al niño,
al adolescente y al joven para afrontar las pruebas que les deparará
el futuro (Benedicto XVI, Discurso a la Diócesis de Roma, 2008).

5. Educar en austeridad
En el tipo de sociedad en la que educamos es muy importante
valorar una virtud tan importante como la austeridad. Tenemos
muchas cosas, demasiadas, desde pequeños estamos inmersos en
un consumismo exagerado; tener, comprar, derrochar son actitudes
normales en nuestras familias; esto, independientemente de la falta
de justicia y de caridad que comporta, es totalmente negativo para la
educación de nuestros hijos. Hemos de esforzarnos por educar de
forma austera; les prepararíamos de una forma excelente para el
futuro. Un niño que ha deseado «cosas» —juguetes, ropa, viajes,
etc.— y que le ha costado esfuerzo conseguirlas, es una persona
que valora lo que tiene, lo cuida y disfruta. Al contrario, ¡cuántos
jóvenes —y menos jóvenes— se sienten cansados, aburridos,
porque nada les satisface!; lo han tenido todo, lo han conseguido sin
esfuerzo y no les llena nada; han matado en ellos la capacidad de
ilusionarse por las cosas. Pensamos que educarles en austeridad es
la mejor herencia que podemos dejar a nuestros hijos.
Juan Pablo II, en la exhortación «Familiaris consortio», reconoce
las dificultades con las que se encuentran los esposos para educar
a los hijos en los valores esenciales de la vida humana y pide
confianza y valentía para adoptar un estilo de vida sencillo y austero
en el que se valore la justicia y el respeto a los demás, considerando
el ejemplo de los padres como la pedagogía más eficaz.

6. Educar con coherencia


«Los niños no aprenden lo que oyen, sino lo que viven». El ejemplo
de vida de los padres es lo que va a marcar la educación de
nuestros hijos y lamentablemente vemos que hay padres que
educan a sus hijos en un contrasentido permanente; les dicen que
tienen que hacer cosas que ellos nos están dispuestos a hacer (no
fumes, no bebas, no digas mentiras…).
No podemos olvidar que somos cristianos, que nos vamos a
casar por la Iglesia y que nos comprometemos ante Dios a educar a
nuestros hijos dentro de la fe católica, y esto se hace desde la cuna,
rezando con ellos, aunque al principio no lo entiendan; participando
en la Misa dominical, aunque a veces molesten; por eso es
conveniente ir a eucaristías con niños; y, sobre todo, viviendo los
valores evangélicos de continuo en nuestra casa, en cuanto
seguidores e imitadores de Cristo.
Dios debe ser el centro de nuestra vida, los niños tienen que irle
descubriendo en todos los acontecimientos como hacía el pueblo de
Israel y luego la Iglesia, y debemos ayudarles a crecer en esta fe, no
quedarnos toda la vida con las oraciones infantiles que,
lógicamente, al llegar a la adolescencia, no le dicen nada.
«Los padres, mediante el testimonio de su vida, son los primeros
mensajeros del Evangelio ante los hijos. Es más, rezando con los
hijos, dedicándose con ellos a la lectura de la Palabra de Dios e
introduciéndoles en la intimidad del Cuerpo de Cristo —eucarístico y
eclesial—, mediante la iniciación cristiana, llegan a ser plenamente
padres» (FC 39).

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO


1. ¿Os habéis planteado alguna vez la educación de vuestros futuros hijos?
2. ¿Qué es para vosotros educar?
3. ¿Qué puntos consideráis claves para la educación?

PARA LA ORACIÓN

❖ Iluminemos el contenido de este tema a la luz de la Palabra:


«Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la
madre sobre su prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que
respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de
sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga
vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha. Hijo mío, sé constante en
honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten
indulgencia, no lo abochornes mientras vivas. La limosna del padre no se
olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados» (Ecl 3,2-6.12-14).

❖ Hagamos una oración comunitaria; terminemos con la siguiente


oración y con el Padrenuestro:
Oh Señor, Padre nuestro,
te damos gracias por el don maravilloso
con el cual nos haces partícipes
de tu divina paternidad.
En este tiempo de espera, te pedimos:
Protege a nuestros futuros hijos,
llenos aún de misterio,
para que nazcan sanos a la luz del mundo
y al nuevo nacimiento del bautismo.
Madre de Dios, a tu corazón maternal confiamos nuestros
hijos. Amén.
16

LA CELEBRACIÓN DEL MATRIMONIO


CRISTIANO

Antes de afrontar la organización práctica de la celebración litúrgica


del matrimonio, hemos de abordar un problema pastoral harto difícil:
la Iglesia no puede dar este sacramento a quienes carezcan
absolutamente de una fe mínima sobre el mismo.
El vínculo o yugo matrimonial, para varón y mujer bautizados, es
eficazmente el sacramento del Matrimonio; de ahí que la
inseparabilidad entre contrato matrimonial válido y sacramento sea
consecuencia de su sacramentalidad. Por eso, decimos que el
sacramento del Matrimonio es eficaz por sí mismo («ex opere
operato»), ya que Cristo no ha querido añadir ninguna otra
condición, sino solo que los contrayentes tengan la recta intención
de querer hacer lo que hace la Iglesia; el Señor ha elegido el
matrimonio, tal y como el Creador lo había instituido —esto sí
desprovisto de las heridas del pecado— (Mt 19,19), y lo ha elevado
a fuente de gracia. Quienes así se casan, reciben eficazmente el
sacramento.
No obstante, a veces la fe con que se acercan los contrayentes
es deficiente, y no coincide en plenitud con la fe de la Iglesia
respecto a este sacramento. Para eso están su ayuda a través de la
preparación próxima —aquí os encontráis vosotros— e inmediata —
cursillos prematrimoniales— al matrimonio, a fin de no apagar la
mecha de fe en Cristo que todavía humea. Querer establecer
criterios ulteriores sobre el grado de fe para la admisión al
sacramento comporta muchos riesgos (FC 68).
La Iglesia no exige una fe explícita, sino más bien una fe mínima
e implícita respecto al carácter sacramental del matrimonio para los
bautizados, dada la peculiaridad de este sacramento. Las partes
contrayentes deben ser capaces, de acuerdo con la ley de la Iglesia,
de dar su consentimiento matrimonial. Antes de que el matrimonio
se celebre, debe constar que nada se opone a su celebración válida
y lícita (CIC 1066). Además, el consentimiento dado por las partes
debe ser deliberado, totalmente libre, mutuo y público (CIC 1095).
En caso contrario, es decir, si afecta a la validez de la alianza
conyugal (por ausencia de libertad en alguno de los contrayentes; si
se excluye de forma absoluta y antecedente los hijos; por
ocultamiento de una condición esencial; por incapacidad mínima
para asumir la vida matrimonial; por error grave; etc.), en definitiva,
si se rechaza de manera explícita y formal lo que la Iglesia realiza
cuando celebra el matrimonio de bautizados, entonces el párroco se
verá obligado a diferir la celebración programada; e incluso, si
persiste el impedimento, deberá negar el sacramento. Esto lo hará
no porque él lo desee, sino porque los contrayentes rechazan las
condiciones mínimas que, se reducen a una recta intención de
casarse según la realidad natural del matrimonio.

1. El expediente matrimonial
Ahora comprenderemos que lo verdaderamente importante es estar
preparado para «casarse como Dios manda». Pero también es
necesario saber «el papeleo» que hace falta. Por eso vamos a
hablar de ello.

Lo que necesitaréis
Para casarse hay que hacer un expediente matrimonial mediante
el cual se constate vuestro estado de libertad y capacidad para
contraer matrimonio, declarando vuestras intenciones. Si el novio y
la novia pertenecen a una misma parroquia, solo se hace un
expediente. Cuando son de distinta parroquia pero dentro de una
misma diócesis, cada uno hará su expediente en la suya, que
después se unirán en la parroquia donde os caséis. Si celebráis el
Matrimonio en otra diócesis, entonces, lo llevareis a la Notaría del
Obispado para dar traslado del expediente a la diócesis de la
parroquia donde os caséis (Atestado de Libertad). El examen de los
contrayentes y de los testigos siempre se hace por separado y bajo
juramento, corroborado con su firma. Los papeles que cada
contrayente debe entregar son estos:
a) La partida de Bautismo. Si te casas en la parroquia donde
fuiste bautizado, el mismo párroco la hará. Si no es así,
debes pedirla en la parroquia donde te bautizaron. Debes
tener en cuenta dos cosas: la validez de las partidas de
Bautismo es de seis meses. Y, en caso, de estar bautizado
en una parroquia de diócesis distinta, deberá estar legalizada
por la Notaría de dicho obispado.
b) La Partida de Nacimiento (Libro de Familia de vuestros
padres, solo vuestra hoja).
c) El certificado de haber realizado el cursillo
prematrimonial (o equivalente).
d) Además tenéis que presentar dos testigos, mayores de
edad, que no sean familiares vuestros y que lleven el DNI. Si
sois de distinta parroquia, cada uno los presentará en la
suya. Así de fácil y así de sencillo.
Al juzgado no tenéis que ir para nada con anterioridad a la
celebración litúrgica del sacramento del Matrimonio. Según los
acuerdos de la Iglesia con el Estado español, el Matrimonio católico
tiene por sí mismo validez civil. De ahí la obligación del párroco y,
por tanto, también vuestra de entregar la copia correspondiente al
Juzgado Civil en días siguientes.
2. Algunos consejos prácticos
a) Quedad de acuerdo con el sacerdote celebrante sobre el modo
de realizar la ceremonia. Algunas normas prácticas son distintas
en cada lugar.
b) La decoración es cuestión de los contrayentes.
c) No olvidéis que, quien pone los medios (luz, personal, local,
calefacción) es la parroquia. Sed generosos con vuestro
donativo.
d) Los fotógrafos, que lo hagan con discreción, evitando, por
ejemplo, fotos en la consagración o en la homilía, el subirse a
los bancos, cruzarse por delante del altar…
e) Los niños que llevan los anillos y las arras, que no sean
excesivamente pequeños (anillos por los suelos).
f) Puntualidad por respeto a vuestro sacramento y por los que han
llegado para acompañaros. Invitación a los amigos para que
participen en la celebración litúrgica de vuestra boda; no solo en
el banquete.
g) Elegid bien las lecturas; preocuparos en realizar algunas
peticiones especiales y referentes a la Iglesia, a los novios, la
familia, los amigos y los pobres.

3. La celebración del sacramento del Matrimonio


Lo primero que tenemos que tener claro es que el matrimonio es
uno de los siete sacramentos, instituidos por Cristo para
comunicarnos eficazmente la Gracia; por eso tiene valor y
significado propio y no es absolutamente imprescindible que vaya
acompañado de otro, la Eucaristía. Una «boda sin Misa» no es un
casamiento de segunda.
No obstante, es muy recomendable su celebración dentro del
contexto de la Eucaristía, pues precisamente la Santa Misa es la
celebración incruenta del Sacrificio de la Cruz, en donde Cristo,
Esposo, entrega su vida por su Esposa, la Iglesia. Se trata, pues, de
la celebración precisamente de las bodas entre Cristo y la Iglesia.
De ahí la vinculación esencial y estructural que la Iglesia siempre ha
visto entre estos dos sacramentos; ambos son sacramentos del
amor, aunque solo la Eucaristía constituye el sacramento del Amor
por antonomasia. Todos los demás sacramentos se ordenan a la
Eucaristía como a su culmen y fuente, pues en ella no solo se nos
da la Gracia, sino que también contiene al Autor de la Gracia.
1) En la celebración del sacramento del Matrimonio con Misa,
los novios y los padrinos deberían comulgar.
2) Antes de comulgar, conviene confesarse (también los
padrinos) sobre todo si ha pasado tiempo sin hacerlo. La
parábola del hijo pródigo os puede ayudar para una
preparación adecuada: no perder la identidad de hijos que
retornan a la casa del Padre, para alcanzar el perdón y
vencer la esterilidad inútil (Lc 15,11-32).

4. El rito litúrgico del matrimonio


Lo prepararéis adecuadamente unos días antes de la boda con el
sacerdote que os va a casar.
a) Escrutinio
Entonces el sacerdote interroga a cada contrayente sobre la
libertad en casarse, la fidelidad y la aceptación y educación de la
prole:
N. y N., ¿venís a contraer Matrimonio sin ser coaccionados, libre
y voluntariamente?
R.: Sí, venimos libremente.
¿Estáis decididos a amaros y respetaros mutuamente, siguiendo
el modo de vida propio del Matrimonio, durante toda la vida?
R.: Sí, estamos decididos.
¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y
amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y
de su Iglesia?
R.: Sí, estamos dispuestos.
b) Consentimiento
(El ministro os invitará a expresar el consentimiento:)
Así, pues, ya que queréis contraer Matrimonio, unid vuestras
manos y manifestad vuestro consentimiento ante Dios y su
Iglesia (se dan la mano derecha). El varón (y a continuación la
mujer) dice:
Yo, N., te recibo a ti, N., como esposa y me entrego a ti, y
prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la
salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida.
c) Bendición y entrega de los anillos
(El ministro dice:)
El Señor bendiga † estos anillos que vais a entregaros el uno al
otro en señal de amor y fidelidad. R. Amén.
(El sacerdote bendice los anillos y los entrega a los esposos.)
(El esposo introduce en el dedo anular de la esposa el anillo
matrimonial, diciendo:)
N., recibe esta alianza en señal de mi amor y fidelidad a ti.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
(A continuación, la esposa realiza el mismo gesto sacramental,
con idénticas palabras.)
d) Bendición y entrega de las arras
(El ministro dice:)
Bendice † , Señor, estas arras que N. y N. se entregan, y
derrama sobre ellos la abundancia de tus bienes.
(El esposo toma las arras y las entrega a la esposa —luego lo
hace la contrayente— diciendo:)
N., recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y
signo de los bienes que vamos a compartir.
Un consejo: Ya sabemos que el día de la boda tendréis mucho
ajetreo y tal vez sea inevitable, pero procurad que nadie os agobie,
ni la familia, ni los amigos, ni los fotógrafos… Solo Jesucristo,
vosotros y vuestro amor sois lo verdaderamente importante. Tratad
de «aislaros» y gozad de la celebración de vuestro matrimonio, que
expresa con singular belleza la fe de la Iglesia.
Un último deseo: Que cuidéis vuestro amor y pongáis en
vuestra mesa una silla vacía para el Señor, pues Él se ha
comprometido en quedarse con vosotros para siempre con su
Gracia.

PARA LA ORACIÓN

❖ Leamos y meditemos la bendición nupcial del ritual del


matrimonio. Hagamos una oración comunitaria y recemos el
Padrenuestro:
Oh Dios, que con tu poder creaste todo de la nada y, desde el comienzo de la
creación, hiciste al hombre a tu imagen y le diste la ayuda inseparable de la
mujer, de modo que ya no fuesen dos sino una sola carne, enseñándonos que
nunca será lícito separar lo que quisiste fuera una sola cosa.

Oh Dios, que consagraste la alianza matrimonial con un gran misterio y has


querido prefigurar en el Matrimonio la unión de Cristo con la Iglesia.

Oh Dios, que unes la mujer al varón y otorgas a esta unión, establecida desde el
principio, la única bendición que no fue abolida ni por la pena del pecado
original, ni por el castigo del diluvio.

Mira con bondad a estos hijos tuyos que unidos en Matrimonio, piden ser
fortalecidos con tu bendición. Envía sobre ellos la gracia del Espíritu Santo, para
que tu amor derramado en sus corazones, los haga permanecer fieles en la
alianza conyugal. Abunde en tu hija N. el don del amor y de la paz, e imite los
ejemplos de las santas mujeres, cuyas alabanzas proclama la Escritura. Confíe
en ella el corazón de N., su esposo, teniéndola por copartícipe y coheredera de
una misma gracia y una misma vida, la respete y ame siempre como Cristo ama
a su Iglesia.

Y ahora, Señor, te pedimos también que estos hijos tuyos permanezcan en la fe


y amen tus preceptos; que, unidos en Matrimonio, sean ejemplo por la
integridad de sus costumbres; y, fortalecidos por el poder del Evangelio,
manifiesten a todos el testimonio de Cristo; que su unión sea fecunda, sean
padres de probada virtud, vean ambos los hijos de sus hijos y, después de una
feliz ancianidad, lleguen a la vida de los bienaventurados en el reino celestial.
Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
17

FAMILIA, DEFENSORA DE LA VIDA

«Yo te quiero a ti, como esposo —como esposa—


y me entrego a ti,
y prometo serte fiel en la prosperidad y en la
adversidad,
en la salud y en la enfermedad,
y así amarte y respetarte todos los días de mi
vida».
(Ritual del matrimonio, n. 94).

Juan Pablo II solía repetir la expresión «esta es la hora de la


familia»; la hora de la familia en la Iglesia y en la sociedad, pues
«el futuro de la humanidad se fragua en la familia» (FC 86). La
Iglesia siempre ha tenido particular solicitud pastoral por el
sacramento del Matrimonio, pues es «consciente de que el
matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos
de la humanidad» (FC 1). «De hecho, la salvación de la persona y
de la sociedad humana y cristiana están estrechamente unidas con
la feliz condición de la comunidad conyugal y familiar» (GS 7).
«Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer
la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y
amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo»
(FR 1). La verdad sobre el hombre se explicita en la verdad sobre la
familia y, en definitiva, la verdad sobre el amor de Dios y sobre el
don de la vida. La Iglesia no es ajena a este camino de búsqueda;
más aún, entiende que debe servir a esta tarea sobre la diaconía de
la verdad.

1. Familia, santuario de la vida


La familia, fundada sobre el matrimonio, es el único ámbito lícito
para el origen de la vida; ella constituye el «lugar» donde las
personas humanas son dignamente engendradas, nacen, viven,
mueren, son amadas por vez primera y aprenden a vivir y a amar.
Por tanto, es primordial «volver a considerar la familia como el
santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la
vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera
adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede
desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento
humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye
la sede de la cultura de la vida» (CA 39). Aprender a amar, aprender
a dar sentido a la vida y madurar en este camino es la gran tarea
que se plantea a la familia de hoy. Familia y vida humana
constituyen dos realidades íntimamente unidas, tal y como son el
árbol respecto al fruto.

2. El «evangelio de la familia» y «el evangelio de


la vida»
Familia y vida son los dos desafíos específicos y proyectos
pastorales más decisivos respecto a la familia, en cuanto Iglesia
doméstica y santuario de la vida. Se trata de un campo apostólico
amplio y complejo, para promover el «evangelio de la familia y de la
vida». «Evangelio» significa «buena noticia» sobre el modelo de
familia que Dios ha querido desde siempre; y, singularmente, es
buena noticia por su vinculación con el ministerio de transmitir y
custodiar cada vida humana. La familia constituye, pues, el principal
lugar ecológico de la tierra, comenzando por la vida humana.

3. La vida física de la persona humana es


sagrada e inviolable
«El don de la vida, que Dios Creador y Padre ha confiado al hombre,
exige que este tome conciencia de su inestimable valor y lo acoja
responsablemente» (DV 1). Se trata de un principio básico que debe
ser situado en el centro de nuestra reflexión. El carácter sagrado e
inviolable de la vida humana proviene de que es vida física de la
persona humana. La vida de todo ser humano ha de ser respetada
de modo absoluto desde el momento mismo de su concepción y
hasta la muerte, porque el hombre es la única criatura en la tierra
que Dios ha «querido por sí misma», y el alma espiritual de cada
hombre ha sido «inmediatamente creada» por Dios; todo su ser
lleva grabada la imagen del Creador. La vida humana es sagrada
porque desde su inicio comporta «la acción creadora de Dios» y
permanece siempre en una especial relación con el Creador, su
único fin. Solo Dios es «Señor de la vida» (GS 51 c), desde su
comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede
atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano
inocente. El respeto y la admiración por la preciosidad de cada
persona humana singularmente irrepetible es la antesala del amor.
El amor constituye la única actitud digna ante el misterio de cada
vida humana; es mezcla de veneración —casi de adoración— de
Dios en cada persona humana, creada por Él a su imagen. Por eso
solo desde el amor puede la familia llevar a cabo su misión
fundamental de servicio a la vida.
Algunos autores pretenden sustituir erróneamente este principio
fundamental de «sacralidad e inviolabilidad» de la vida humana por
el de «calidad de vida», haciendo depender de su estado actual o
condiciones la decisión arbitraria de si una vida es digna o no de ser
vivida. En realidad no se trata de una contraposición entre una
bioética «religiosa» y otra «laica», sino más bien entre una
concepción cognitiva y otra meramente voluntarista, contractualista
y pactaria de la bioética, en un mundo pluralista en el cual no existe
nada más que el límite de absoluta tolerancia —inclusive con el mal
—, sin distinguir entre el error y el que yerra.
Pero la sacralidad de la vida humana le viene no por su origen
divino, sino también por su destino. La vida física del ser humano,
don primero de Dios, es condición indispensable para la transmisión
de la vida de filiación sobrenatural, conforme al Designio de Dios.
Dios quiere que el hombre participe de su misma vida divina (la vida
eterna), haciéndole hijo de Dios. Por eso Jesucristo puede decir:
«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn
10,10). Así nos incorpora en el dinamismo de donación recibido del
Padre; por eso, en Cristo aprende el hombre que «no puede
encontrarse a sí mismo sino en la entrega sincera de sí» (GS 24).
Por consiguiente, la vida constituye un valor absoluto, pero no
supremo; por eso solo cuando se la entrega generosamente por
amor, el hombre encuentra su sentido. En este dinamismo de
donación, el hombre encuentra que está llamado a una plenitud de
vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya
que consiste en la participación de la vida misma de Dios. En efecto,
la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte
integrante de todo el proceso unitario de la vida humana.

4. El servicio a la vida en los esposos:


procreación y educación de los hijos
La doctrina de la Iglesia no separa el amor y el compromiso
recíproco de los esposos respecto a la misión procreadora. Amor y
apertura a la vida son dos aspectos inseparables de la riqueza de
los esposos. Pero por esto mismo la fecundidad no se reduce a la
sola procreación de los hijos: se amplía y se enriquece con todos los
frutos de la vida moral, educacional, espiritual y sobrenatural que el
padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de
ellos, a la Iglesia y al mundo. Así es como hemos de entender la
bendición y vocación de Dios al primer matrimonio de la historia
entre Adán y Eva: «Los bendijo Dios y les dijo: sed fecundos y
multiplicaos y llenad la tierra y sometedla» (Gén 1,28). La
procreación humana presupone la colaboración responsable de los
esposos con el amor fecundo de Dios.
La «Familiaris consortio» presenta una visión renovada de la
sexualidad en el marco de la comunión de los cónyuges en alma y
cuerpo. El acto sexual se muestra ya como expresión del don total
de la persona a la persona. «La persona es y debe ser solo el fin de
todo acto; solamente entonces la acción corresponde a la verdadera
dignidad de la persona» (Carta a las familias 12). Por este motivo,
se subraya que la contracepción, obstáculo voluntariamente opuesto
a la transmisión de la vida, altera la relación de amor auténtico entre
los cónyuges. En cambio, ese obstáculo no existe en los métodos
naturales, que respetan el cuerpo y están abiertos a la vida, abiertos
al don de Dios Creador y Providente. Además, estos métodos
pueden constituir una maravillosa pedagogía para el amor. Los
métodos naturales son valiosos, sin embargo, su utilización no
puede justificarse moralmente cuando se recurre a ellos con una
mentalidad hedonista, cerrada a la vida. Por consiguiente, la difusión
de los métodos naturales constituye —tal y como dijimos— una
forma concreta de defensa de la vida, con motivo de sus fuentes
próximas.

5. Técnicas de reproducción artificial


Otro aspecto particularmente actual y decisivo para el futuro de la
familia y de la humanidad consiste en el respeto del hombre a su
origen y a los modos de procreación. Cada vez más se proponen
proyectos que ponen el inicio de la vida humana en un contexto
ajeno a la unión matrimonial entre varón y mujer. La Iglesia recuerda
que solo mediante un gesto —no basta el contexto innegable— de
amor conyugal es lícita la transmisión de la vida humana, porque
solo mediante un gesto de amor íntimo entre los esposos se
respetan, a la vez y en al mismo nivel, los derechos de los tres
grupos de personas implicados en el acto sexual: los esposos, el
«concipiendo» (el futuro hijo) y Dios Creador. El Magisterio reconoce
por vez primera el derecho de alguien que todavía no existe: no
tengo derecho a la existencia; pero si voy a ser concebido, tengo
derecho a ser concebido, gestado y nacer en las condiciones
mínimamente humanas, acorde con la dignidad personal (cf. DV I, n.
6, nota 32). No obstante, la Iglesia considera lícitos todos los medios
que ayuden a la realización humana del acto conyugal y a la
consecución de su fertilidad, pero nunca admite aquellos medios
que lo sustituyan.
En cambio, las técnicas de reproducción artificial son proyectos
sostenidos a menudo por pretendidas justificaciones médicas y
científicas. De hecho, con el pretexto de asegurar una mejor calidad
de vida mediante un control genético para el individuo o incluso la
especie humana (DP 24-33: terapia génica, clonación humana,
células madre de tejido embrionario), o bien para hacer progresar la
investigación médica y científica, se proponen experimentos sobre
embriones humanos y métodos para su producción, que abren la
puerta a instrumentalizacio-nes y abusos por parte de quien se
arroga un poder arbitrario y sin límites; claros ejemplos son la
inseminación y fecundación artificial —con o sin donante—;
producción y congelación de embriones humanos; reducción
embrionaria selectiva; diagnóstico genético preimplantatorio con
finalidad eugenésica (DP 14-22; 34). Eliminar la mediación corporal
del acto conyugal, como lugar donde puede originarse una nueva
vida humana, significa degradar la procreación como colaboración
con Dios creador, rebajándola a una mera «reproducción»
técnicamente controlada sobre un ejemplar de una especie, sin
respetar la dignidad personal única, singular e irrepetible del hijo (cf.
DV II, B.5).
Una vez más recordemos que «la familia es el camino de la
Iglesia», camino que pasa por la vida conyugal y familiar. Por lo
cual, es importante que la «comunión de las personas» en la familia
sea preparación para la «comunión de los santos» (cf. Carta a las
familias 14). A la luz de esta verdad, cobran verdadero realismo
aquellas palabras con las que comenzábamos: «El futuro de la
humanidad se fragua en la familia» (FC 86).
PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. A la luz de la relación intrínseca entre familia y vida, ¿por qué «el futuro de la
humanidad se fragua en la familia»?
2. ¿Por qué la procreación humana debe tener lugar exclusivamente dentro del
matrimonio? ¿Qué diferencia hay entre procreación (seres humanos) y
reproducción (animales)? ¿Cuáles son los principales ámbitos que la familia
realiza en servicio a la vida —natural y sobrenatural—: procreación y educación
de los hijos, enfermos, ancianos y cada persona en el hogar?
3. El respeto a la vida desde su momento de origen, durante cualquier situación por
precaria o débil que sea, y hasta su momento final, constituye el primer derecho
humano. ¿Qué valoración moral tenemos sobre el respeto absoluto a la dignidad
personal del embrión humano, la eutanasia, la fecundación in vitro, las células
madre, la clonación, así como de otras técnicas de reproducción artificial que
hemos enumerado? ¿Quién nos podría ayudar en conocer y con qué medios lo
que la Iglesia afirma al respecto?

PARA LA ORACIÓN

❖ Lectura y meditación de la Palabra de Dios:


«No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes;
él todo lo creó para que subsistiera… Porque Dios creó al hombre para la
incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del
diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen»
(Sab 1,13-14; 2, 23-24).

❖ Oremos juntos:
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.

(Juan Pablo II, Evangelium vitae 105).


18

LA VIDA EN SUS FUENTES: LOS


MÉTODOS NATURALES

«Ante esto, ¿qué diremos? Si Dios está con


nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no
perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por
todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él
graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a
los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién
condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más
aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y
que intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del
amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la
persecución? ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los
peligros?, ¿la espada? Pero en todo esto salimos
vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy
seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles,
ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las
potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra
criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom
8,31-35. 37-39).
En el principio de «Paternidad Responsable» hicimos una distinción
importante: ética de la decisión (serán los dos esposos, en común,
según la situación y las circunstancias de su vida, y ante Dios,
quienes decidirán en conciencia si pueden o no poner los medios
para tener un nuevo hijo); y ética de la ejecución o de los medios a
emplear para llevar a cabo dicha decisión. La Iglesia reconoce
exclusivamente la licitud de los métodos naturales, tanto para
aumentar como para no aumentar el número de hijos. La Iglesia dice
no al aborto y a los abortivos, a la esterilización y a la contracepción;
pero también dice sí, aportando una solución: los métodos
naturales; de ahí la importancia de su conocimiento y difusión, al
menos entre los que nos llamamos novios y matrimonios católicos.
Nada —tampoco esta cuestión que afrontamos— ni nadie podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor
nuestro. Además, se trata de algo que es cuestión de dos; no solo
de la mujer. Los métodos naturales en realidad no son nada; sino
tan solo una ayuda instrumental para el protagonismo responsable
que corresponde únicamente a los dos esposos con Dios Creador.

1. Qué son los métodos naturales


Los métodos naturales de regulación de la fertilidad humana
consisten en el reconocimiento, por parte de la mujer, de las fases
fértiles e infértiles de su ciclo. No son métodos contraceptivos
porque no van en contra de la concepción (no implican moralmente
una voluntad antiprocreadora, en sí mismos); al contrario, son muy
útiles en el caso de parejas que desean tener hijos, pero que tienen
escasa fertilidad. Los métodos naturales sirven tanto para evitar
como para lograr un embarazo. El aprendizaje de los métodos
naturales debe hacerse siempre con la guía de una monitora
experta que ayude, al principio, al autodiagnóstico de los días
fértiles e infértiles del ciclo femenino.
Son métodos que se basan en la abstinencia de relaciones
sexuales cuando la mujer está en su fase fértil y su posible
expresión en tiempos infecundos («abstinencia periódica»). Son
asequibles para personas de cualquier formación, pues la mujer
puede aprender a diagnosticar su fertilidad por métodos de
autoobservación que no revisten ninguna complejidad. Sirven
también para cualquier momento de la vida reproductiva de la mujer
y para cualquier tipo de ciclo, puesto que no se basan en cálculos
de ningún tipo, sino en la observación diaria.
Los métodos naturales de regulación de la fertilidad tienen sus
propios fundamentos filosóficos y teológicos; más que de métodos
que se utilizan, debería hablarse de una manera diferente de vivir el
matrimonio.

2. Eficacia técnica y licitud moral


Los métodos naturales, según la Organización Mundial de la Salud,
ofrecen un índice de efectividad del 98,50%, similar a la de los
métodos anticonceptivos hormonales (la píldora, por ejemplo) y
hasta superior a otros, como el preservativo.
Es verdad que en muchas guías de planificación familiar se
califica a los métodos naturales como inseguros e ineficaces y casi
se los desprecia. Esta postura responde a un prejuicio acientífico e
ideológico favorable a la anticoncepción, a la cultura contra la vida.
Y quizá no sea ajeno tampoco a este fenómeno el hecho de que la
planificación familiar natural es gratuita, no cuesta nada; mientras
que los contraceptivos y su consumo masivo implican una
poderosísima industria mundial con gran poder económico y político.
En toda España existen centros de planificación familiar natural
en los que se enseña esta metodología a quienes estén interesados.
En cualquier parroquia o Centro de Orientación Familiar se puede
encontrar información.
La calificación de «natural» que se atribuye a la regulación
moralmente recta de la fertilidad (siguiendo los ritmos naturales), se
explica con el hecho de que el modo de comportarse corresponde a
la verdad de la persona y, consiguientemente, a su dignidad (ley
moral natural). No se les llama «naturales» porque sean más
ecológicos, ni porque sean comunes con los animales, sino porque
son conformes a la naturaleza de la persona humana y a su modo
propio de obrar. El hombre, como ser racional y libre, puede
adecuarse al ritmo biológico que pertenece al orden natural para
ejercer la «paternidad-maternidad» responsable que ha sido inscrita
por el Creador en el orden natural de la fecundidad humana.
Los métodos naturales respetan los procesos biológicos de la
reproducción humana, no separan artificiosamente el significado
unitivo del procreador. Están abiertos a la vida. Tal y como indica la
encíclica «Humanae Vitae», el dominio del impulso natural, requiere
sin duda una ascética, es evidente. Pero esta disciplina, propia de la
castidad conyugal, lejos de perjudicar el amor de los esposos, le
confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo, pero, en
virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan
íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores
espirituales: lleva a la familia frutos de serenidad y de paz y facilita
la solución de otros problemas; favorece la atención al otro cónyuge;
ayuda a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor; y enraíza
más el sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la
capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los
hijos (cf. HV 21).
En el matrimonio, la fertilidad del marido y de la esposa los
vincula entre sí y con sus hijos, y una deliberada supresión de la
fertilidad de uno de ellos, o de ambos, separa al uno del otro y con
respecto a sus hijos. Es el reconocimiento de que comparten un
poder por medio del cual se puede traer al mundo una nueva vida
humana lo que establece y perpetúa un vínculo especial y exclusivo
que da significado al concepto total de familia. Constituye una
tragedia de los tiempos modernos el hecho de que tantos hombres y
mujeres hayan querido, hasta con vehemencia, destruir su fertilidad;
que un esposo o una esposa no puedan conceder al otro, y ni
siquiera a sí mismo, una aprobación del amado que incluya la
aceptación de su fertilidad (Dr. Billings).

3. Ventajas y beneficios de los métodos


naturales
Cuando un matrimonio vive los métodos naturales, percibe los
beneficios que encierran en sí mismos. Podríamos resumirlos así:
— Refuerzo de la autoestima de la mujer, ya que, gracias al
conocimiento que tiene de su propia fisiología en todas las
etapas de su vida reproductiva, permite que pueda prever
las consecuencias de sus relaciones. A su vez, conocer el
ciclo menstrual es clave para conocer por qué la psicología
de la mujer es también cíclica.
— No tienen efectos secundarios y cuidan de la salud de la
mujer, ya que el conocimiento más profundo que tiene de su
ciclo la alertará de cualquier cosa fuera de lo normal,
permitiendo la consulta médica precoz.
— Puesto que se basan en el conocimiento de los días de
mayor fertilidad del ciclo, son eficaces tanto para evitar un
embarazo, cuando las circunstancias lo aconsejen, como en
situaciones de hipofertilidad, para buscar el día más
favorable para la concepción.
— Son fáciles de aprender y aplicar, además de ser
económicos y universales.
— Los métodos naturales ayudan a la cooperación entre
marido y mujer, aumentan el amor mutuo y facilitan la
comunicación profunda entre los esposos. Comparten la
responsabilidad. Son métodos de dos.
«La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del
tiempo de la persona que es la mujer, y con esto la aceptación
también del diálogo, del respeto recíproco, de la responsabilidad
común, del dominio de sí mismo. Aceptar el tiempo y el diálogo
significa reconocer el carácter espiritual y a la vez corporal de la
comunión conyugal…» (FC 32).

4. Base científica y diversidad de métodos


naturales
La misma naturaleza ha provisto en la mujer de varios indicadores
del momento de la ovulación, que nos informan de si está
ocurriendo o si ya ocurrió. Estos indicadores han sido estudiados y
según los mismos, se han ideado varios métodos de regulación
natural de la fertilidad.
Los más importantes son el método de la temperatura basal, el
método de la ovulación o método billings, el método sintotérmico y el
método «Persona» (complementación de los anteriores).
— El método de la temperatura basal se basa en el hecho de
que en el momento de la ovulación, o poco antes, existe un
pequeño, pero definido, aumento en la temperatura del
cuerpo; este aumento se debe a la subida de los niveles de
progesterona. La temperatura basal, tomada diariamente,
se encuentra en su punto más bajo antes de la ovulación,
cuando están más altos los estrógenos.
— El método Billings se basa en la toma de conciencia de
cada mujer de las características de su moco cervical. Este
es una guía reconocible y científicamente comprobada de
su estado de fertilidad. El método es aplicable a todas las
fases de la vida reproductiva de la mujer, tanto en los ciclos
regulares como en los irregulares y en los anovulatorios, en
la lactancia, en la premenopausia y al abandonar métodos
contraceptivos como la píldora. El método de la ovulación,
bien enseñado y utilizado tiene una efectividad similar a la
de los métodos anticonceptivos.
— El método sintotérmico combina ciertas características del
método de la temperatura basal y del método Billings. En él
tanto la temperatura como el moco cervical son utilizados
para determinar el estado de fertilidad de la mujer.
— El método «Persona» es un test hormonal que determina la
fertilidad en la mujer a través del análisis de la primera orina
de la mañana en la que se detectan las hormonas
indicadoras de la fertilidad. Las subidas de las hormonas
estradiol y luteneizante en orina, permiten un
autoconocimiento suficiente para una regulación fiable de la
fertilidad. Este método es complementario al
autoconocimiento que proporcionan otros métodos
naturales altamente fiables: método de la ovulación
(Billings) y método sintotérmico, de ahí que sus usuarias,
han de serlo previamente del método Billings o sintotérmico.
El modo de utilización consiste en la colocación de unas
varillas en un monitor, lo cual permite detectar la cantidad
de hormonas de la fertilidad; dicho monitor, además,
almacena esa información para generar el patrón de
fertilidad de la usuaria. El funcionamiento es el siguiente: al
levantarse todos los días, la usuaria debe abrir el monitor: si
aparece una luz amarilla, ese día debe hacer la prueba de
orina (la prueba se requiere 16 días en el primer ciclo que
se utiliza y ocho días en los ciclos siguientes). Tras su
análisis, el monitor mostrará luz verde o roja. Si emite luz
verde, quiere decir que no detecta esas hormonas (la mujer
no es fértil en ese momento) y si la luz es roja, detecta la
presencia de las hormonas de la fertilidad (la mujer es fértil
en ese momento). El método Persona es altamente fiable
(94%) en ciclos de 23 a 35 días de duración; disminuye
considerablemente su fiabilidad (no debe utilizarse) en
perimenopausia, en lactancia, en postpíldora, ovario
poliquístico o bajo tratamientos hormonales o con
tetraciclinas.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. ¿Qué idea existe entre vosotros sobre los métodos naturales?


2. ¿Crees interesante aprender algún método natural? ¿Lo habéis hablado entre los
dos?
3. ¿Qué dificultades encuentras a la hora de comprender la importancia de los
métodos naturales?
PARA LA ORACIÓN

❖ Reflexionemos y comentemos el siguiente texto. Hagamos una


oración comunitaria y terminemos con el Padrenuestro:
«Es sobre todo palpable la certeza de que la vida transmitida por los padres
tiene su origen en Dios, como atestiguan tantas páginas bíblicas que con
respeto y amor hablan de la concepción, de la formación de la vida en el seno
materno, del nacimiento y del estrecho vínculo que hay entre el momento inicial
de la existencia y la acción del Dios Creador. “Antes de haberte formado yo en
el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado” (Jer
1,5): la existencia de cada individuo, desde su origen, está en el designio
divino».

(Juan Pablo II, Evangelium vitae 44).


19

LA FAMILIA EN LA SOCIEDAD

«Nadie puede arrogarse nada si no se le ha dado del


cielo. Vosotros mismos sois testigos de que dije: Yo
no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de
él. El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo
del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con
la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha
alcanzado su plenitud. Es preciso que él crezca y yo
disminuya» (Jn 3,27-30).

En la Sagrada Escritura resulta decisiva la figura del amigo del novio


y de las amigas de la novia, según las bodas judías. Entre sus
funciones, ambos debían velar por los esposos que, habiendo ya
celebrado el inicio de su matrimonio, todavía no cohabitaban porque
no lo habían finalizado. Los apóstoles Juan y Pablo (II Cor 11,2)
rivalizan por presentarse en sus escritos como los amigos del
Esposo, Jesucristo. También Juan Bautista aspira con propiedad a
este puesto privilegiado, pues con él comienzan precisamente las
bodas mesiánicas de Cristo con la Iglesia. Por eso el amigo del
Amado se alegra no solo de escuchar la voz del Esposo, sino
también de oír la voz de la esposa de su Amigo. «Mi amado es para
mí, y yo soy para mi amado» (Cantar de los Cantares 2,16).
Queridos novios, todos vosotros estáis madurando una de las
decisiones más importantes de vuestra vida: habéis decidido uniros
en matrimonio para siempre. Este hecho va a configurar de una
manera determinada vuestra existencia, así como constituye un
acontecimiento fundamental para el bien común de la sociedad.

1. Modelos falsos de familia


Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna para
contraer matrimonio. Se quieren y en ello encuentran una
justificaron sobrada para vivir juntos, sin más. Además de la familia
tradicional, formada por el varón y la mujer, unidos en matrimonio
con sus hijos, existen otros tipos de uniones que se quieren
equiparar a ella: parejas de hecho, uniones entre homosexuales,
uniones monoparentales, donde el padre o la madre cuidan hijos
propios y ajenos, fruto de uniones anteriores. Están equivocados;
pero las leyes y los usos sociales están provocando un verdadero
secuestro y tergiversación del concepto mismo de «matrimonio».
Tres acontecimientos están influyendo poderosamente: a) la
admisión del divorcio elimina el compromiso por mantener el vínculo
matrimonial; b) la aceptación social de «devaneos»
extramatrimoniales minusvaloran la exigencia de fidelidad; c) la
difusión de contraceptivos desprovee de relevancia y valor a los
hijos.
Actualmente, todas las experiencias de convivencia, alternativas
al matrimonio, constituyen situaciones semejantes en gran medida a
la resultante del matrimonio clásico, aun a sabiendas de que unas y
otro parten de premisas muy distintas: el matrimonio surge de su
aspiración de aportar estabilidad institucional al amor conyugal
genuino que ha surgido entre varón y mujer; mientras que otros tipo
de uniones muestran inseguridad y temor ante un compromiso
«para siempre» que ahuyente toda inestabilidad. En definitiva, se
trata de dos situaciones real y esencialmente diferentes.
Claro es que una unión extramatrimonial puede, al menos en el
plano teórico, durar toda una vida y en cambio un matrimonio
romperse (separación, divorcio) a los pocos meses. Pero esto no
impide la concepción «a priori» de que el matrimonio como
institución incluye la aspiración esencial de estabilidad, de
exclusividad y de apertura a la transmisión de la vida; en cambio,
otros tipos de uniones, no necesariamente, como razón esencial al
menos. Lo que no quieren los convivientes en uniones
extramatrimoniales es asumir lo que el matrimonio es y lo que él
implica con todas sus consecuencias. Por consiguiente, debemos
reservar de forma exclusiva el término «matrimonio» para lo que es:
unión de un varón con una mujer, no más, para siempre y abierto a
la transmisión de la vida humana. Otros tipos de unión son
cualitativamente distintos por naturaleza.

2. La familia, ¡qué gran invento divino!


En una sociedad pluralista, agresiva y conflictiva como la nuestra,
donde se ofrecen múltiples y diferentes maneras de vivir en pareja,
vosotros queréis «casaros por la Iglesia», formar una familia
cristiana, fundada en el sacramento del Matrimonio, con la promesa
hecha ante Dios por un hombre y una mujer, que quieren participar
del amor indisoluble y fecundo de Cristo por su Iglesia. Habéis
decidido dar inicio a una aventura de amor, que es la aventura de la
familia. Enhorabuena por todo ello.
La familia constituye una de las instituciones mejor valoradas por
los españoles y, sin embargo, contradictoriamente, es una de las
más atacadas a nivel social. Somos cada vez más inmaduros, nos
cuesta cada vez más ser perseverantes, nos rendimos con más
prontitud ante las dificultades y, sin embargo, la familia sigue siendo
un proyecto válido de felicidad. Es que la familia constituye el pilar
principal de la sociedad. Es el «lugar» humano donde los miembros
nacen, aprenden, se educan y desarrollan. Ella es refugio y alegría
para todos sus miembros. La familia es el mejor ambiente para vivir
y para convivir, para ser amado y amar. Donde cada uno es
apreciado por lo que «es», no por lo que «tiene».
Por eso, en estos momentos en los que la familia cristiana es
cuestionada, e incluso equiparada con otros tipos de unión que no
son ni matrimonio, ni familia, es el momento en que los cristianos,
de forma positiva, hemos de defender con valentía el concepto de
familia, de institución divina, como algo innegociable, al estar
explícitamente contenido en la Revelación. La familia de fundación
matrimonial es mucho más que una unidad legal, social o
económica. Es una «comunidad de vida y amor» (GS 48), apta para
transmitir las virtudes y valores humanos, culturales, éticos,
sociales, espirituales y religiosos, así como los principios sociales de
convivencia internos y externos, que son tan esenciales para el
desarrollo, la felicidad de sus miembros y para el bien común de la
sociedad. Amemos a nuestra familia. Aunque esté llena de defectos,
tenga limitaciones e incluso sufra fracturas; aunque falte algún
miembro y aunque haya habido algún fracaso; amemos a la familia.
Es uno de los dones más preciosos que Dios nos ha querido dar y
del cual tendremos que rendir cuentas.

3. La familia, «cuna de cada persona» y «célula


vital» de la sociedad
Según La República de Platón, la sociedad será lo que sean sus
ciudadanos; por eso los virtuosos son los mejores candidatos para
ocupar cargos de responsabilidad pública. Cada sociedad es la
proyección plasmada de la grandeza de alma de cada uno de sus
ciudadanos, y sobre todo, añadimos nosotros, de la de sus familias.
La cercanía entre persona y familia facilita a su vez la relación con la
sociedad, pues, al fin y al cabo, el ser humano es «animal social»
por propia naturaleza y no por mero contrato o pacto social de no
agresión entre sus ciudadanos a fin de hacer posible la convivencia
(Hobbes).
La familia es cuna de la persona humana, al ser la primera
expresión y experiencia de la «comunión de personas» mediante el
amor. Ella no solo recibe de la sociedad, sino que también aporta
una inconmensurable riqueza. En primer lugar, su aportación está
dirigida a cada persona mediante el respeto y amor con que se
venera a cada uno de los miembros de la familia. Pero también la
familia resulta decisiva para la sociedad misma, pues constituye la
primera escuela de virtudes sociales y facilita la inserción de cada
persona en la vida social. Por consiguiente, ella es óptima escuela
de socialidad con una rica red de relaciones interpersonales e
intergeneracionales: ancianos y enfermos contribuyen también a su
grandeza. De ahí que la familia constituya el «santuario de la vida»;
y los hijos son, sin duda, su contribución más importante al bien
común de la sociedad.
La «ideología de género» considera la diferencia antropológica
entre varón y mujer como un mero producto cultural: cada cual ha
de inventarse el sexo a la carta; razón por la cual —según su
opinión— también el matrimonio y la familia han de ser
sustancialmente cambiantes. Esta concepción se encuentra debajo
de tantos intentos actuales por equiparar jurídicamente el
matrimonio con otros tipos de uniones meramente civiles o de
hecho. Tal y como afirma la Carta de los Derechos de la Familia, en
su Preámbulo, las leyes han de defender positivamente los
derechos y deberes de la familia, con medidas de carácter político,
económico, social y jurídico, y esto estrictamente según el grado de
contribución de la familia al bien común de la sociedad —conjunto
de condiciones sociales que se requieren para que cada persona y
cada institución intermedia pueda conseguir con facilidad sus fines
propios—. La contribución de la familia de fundación matrimonial al
bien común no es comparable con ninguna de otras uniones. En
seguimiento de los tres contenidos principales que conforman el
bien común (cf. CCE 1906-1909), la familia posibilita el ejercicio de
los derechos fundamentales de cada persona humana y garantiza
su inserción social (1); en su seno, se aseguran los bienes
materiales básicos para una vida dignamente humana de cada uno
de sus miembros (2); y con ella se contribuye decisivamente a la
estabilidad interior y exterior de la paz social (3); el grado de
estabilidad con el cual la familia de fundación matrimonial contribuye
al bien común siempre es superior y nunca resulta equiparable a
otras formas de convivencia —sobre todo de hecho— entre varón y
mujer. Sin familias estables y fuertes, la sociedad se resquebraja.
También por esto hemos de entonar una vez más un canto de gozo
en honor de la familia cristiana, aun cuando algunos pretendan
equivocadamente que sea el «canto del cisne», el más bonito jamás
por él emitido justo antes de morir. Al contrario, la familia goza de
mucha vida y es esperanza de la sociedad.

4. La familia, protagonista de la vida social


Dada su importancia decisiva para cada persona y para toda la
sociedad, hemos de concluir que la familia tiene prioridad social
respecto a toda institución, respecto a la sociedad misma y al
Estado. Puesto que la familia constituye la institución intermedia que
más contribuye al bien común, ella tiene derecho —según la justicia
distributiva— a recibir más beneficios y más ayudas de las
instituciones superiores —según el principio de subsidiaridad—,
cuando la familia no pueda conseguir por sí misma sus fines; pero
siempre sin suplantarla, ni atropellarla. Sin embargo, la prioridad
social de la familia implica también un segundo aspecto: la sociedad
y sus instituciones han de estructurarse y funcionar a imagen o
como proyección amplificada de lo que la familia es; no al revés.
La familia cristiana participa en el desarrollo de la sociedad en
cuanto prolongación de su servicio a la vida. La participación de las
familias en la vida social, tanto individualmente como asociadas, se
expresa a través no solo de manifestaciones de solidaridad y de
ayuda mutua con otras familias, sino también mediante diversas
formas de participación en la vida pública; solidaridad que puede
asumir el rostro de atención a los pobres, a huérfanos sin familia, a
enfermos y ancianos, a la adopción y a cualquier tipo de carencias.
Por eso la familia no solo ha de ser objeto de la atención política,
sino también sujeto activo de la vida social, singularmente en las
«políticas familiares», globalmente consideradas, contra toda
solución parcializada de sus miembros. La participación real de los
ciudadanos y de las familias se mide, sobre todo, mediante su
participación asociada; de aquí la necesidad imperiosa en promover
el asociacionismo familiar a nivel local, provincial, autonómico,
estatal e internacional, en las cuales también los novios —
matrimonios y familias del futuro— estáis llamados por Cristo para
aportar vuestro granito de arena.
La aportación fundamental de la familia en el campo del trabajo
no es solo sobre su significado objetivo —mediante la exigencia de
un salario verdaderamente familiar, suficiente para vivir dignamente
la familia entera, o con la producción eficaz de bienes de calidad—,
sino principalmente sobre su dimensión subjetiva, como elemento
integral para la realización personal de cada ser humano y para
mejora de la convivencia entre las diversas personas que conforman
la empresa: directivos, trabajadores e inversores.

PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. ¿Qué ha supuesto mi familia para mí? ¿Es algo más que una pensión? ¿Qué
aporto yo a mi familia?
2. ¿Cómo me gustaría que fuese nuestra familia del futuro (próximo)?
3. Dada la prioridad social de la familia y la necesidad de una participación asociada
en la vida pública, ¿qué tipo de asociaciones familiares a nivel local podríamos
fomentar o en cuáles participar?

PARA LA ORACIÓN

❖ Iluminemos el contenido del tema con la luz de la Palabra:


«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se
salará? No vale sino para tirarla fuera y que la pisotee la gente. Vosotros sois la
luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni
se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un
candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz
ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro
Padre que está en los Cielos» (Mt 5,13-16).
❖ Oremos juntos:
Oh Virgen santísima, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia,
con alegría y admiración nos unimos a tu Magníficat,
a tu canto de amor agradecido.
Contigo damos gracias a Dios, «cuya misericordia
se extiende de generación en generación»,
por la espléndida vocación y por la multiforme misión
confiada a los fieles laicos,
por su nombre llamados por Dios
a vivir en comunión de amor y de santidad con Él
y a estar fraternalmente unidos
en la gran familia de los hijos de Dios,
enviados a irradiar la luz de Cristo
y a comunicar el fuego del Espíritu
por medio de su vida evangélica en todo el mundo.

Virgen del Magníficat, llena sus corazones


de reconocimiento y entusiasmo por esta vocación y por esta
misión.
Tú que has sido, con humildad y magnanimidad, «la esclava
del Señor», danos tu misma disponibilidad para el servicio
de Dios y para la salvación del mundo.

Abre nuestros corazones a las inmensas perspectivas del


Reino de Dios
y del anuncio del Evangelio a toda criatura.
En tu corazón de madre están siempre presentes los muchos
peligros
y los muchos males que aplastan a los hombres y mujeres de
nuestro tiempo.
Pero también están presentes tantas iniciativas de bien,
las grandes aspiraciones a los valores,
los progresos realizados en el producir frutos abundantes de
salvación.

Virgen valiente, inspira en nosotros fortaleza de ánimo


y confianza en Dios, para que sepamos superar
todos los obstáculos que encontremos
en el cumplimiento de nuestra misión.

Enséñanos a tratar las realidades del mundo


con un vivo sentido de responsabilidad cristiana
y en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Dios,
de los nuevos cielos y de la nueva tierra.

Tú que junto a los apóstoles has estado en oración en el


Cenáculo
esperando la venida del Espíritu de Pentecostés,
invoca su renovada efusión sobre todos los fieles laicos,
hombres y mujeres,
para que correspondan plenamente a su vocación y misión,
como sarmientos de la verdadera vid,
llamados a dar mucho fruto para la vida del mundo.

Virgen Madre, guíanos y sostennos para que vivamos siempre


como auténticos hijos e hijas de la Iglesia de tu Hijo
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor,
según el deseo de Dios y para su gloria. Amén.
(Juan Pablo II)

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