You are on page 1of 5

El RÍO HABLADOR

¡SÍ, CLARO!

—¡Eso no es verdad! —reclamó Sebastián levantándose de su asiento en el


salón de clase.

A sus diez años, el muchacho tenía más conocimientos que la mayoría de


los niños de su edad. Daniela y Joaquín, sus hermanos mellizos, eran trece años
mayores que él. Trabajaban. Los dos habían estudiado periodismo así que
Sebastián había crecido escuchando cuanta noticia importante y extraña ocurría
en el mundo.

Pero esa leyenda de que al río Rímac lo llamaran así porque “hablaba”,
no se la creía ni a su maestra de historia.

—¡Siéntate, Sebastián! ¿Qué es eso de decir que las leyendas peruanas


son mentira? —le dijo la profesora.

El muchacho hizo caso, guardó silencio, pero no se quedó tranquilo.

Al llegar a su casa, buscó en Internet toda la información posible sobre


ese río que supuestamente sabía hablar y ese palacio dorado en el que decían
que vivía el Dios Inti y sus hijos.

“Cuenta la leyenda que, quienes se sientan a orillas del río Rímac y


escuchan con atención, perciben con claridad cómo el murmullo de sus
aguas se disuelve en una voz humana que narra bellísimas
historias. Por eso se le llama “Río Hablador””.

Leyó Sebastián en voz alta y burlona para que lo escuche Daniela.

—¡Ja, ja, ja! ¡Sí, claro! ¡Esas historias son para niños! ¿Quién se las va a
creer? ¿Vamos, Dani? ¿Me llevas? Te voy a demostrar que ese río no sabe decir
ni una palabra y que el palacio tampoco existe.

Retó Sebastián a su hermana mirándola con esos ojitos negros y


redondos que parecían saltar cuando tenía algún interés especial por algo y a
los que Daniela no había aprendido (ni quería aprender) a decir que no.

—Y ¿qué es lo que necesitas saber, Sebas? Es una leyenda, algo que ya


pasó, no sé qué puedes averiguar. Pero si tanto quieres, dile a Joaquín que
venga con nosotros. Tendríamos que ir el fin de semana hasta Chosica.

Fue muy fácil para Sebastián convencer a sus hermanos. Después de


todo, él era el “chiquito” de la casa y por su forma alegre de ser, todos lo querían
mucho.

1
El sábado en la mañana, después de dos horas en auto por la Carretera
Central, los tres hermanos llegaron a Chosica, buscaron alguna entrada al río
Rímac y se sentaron sobre una roca gris, redonda e inmensa, a orillas del cauce.

Era agosto, mes en el que las lluvias son escasas en la sierra peruana,
por lo que muy poca agua recorría el río.

Daniela empezó a sentir el sol del mediodía sobre su cuerpo. Del cesto
de merienda sacó una botella con jugo de naranja y tres vasos de plástico rojo.
Se puso un sombrero de paja y se acomodó para leer el periódico y tratar de
descansar después de una larga semana de trabajo.

—Mira las cosas que hago por ti —le dijo a Sebastián bromeando—.
Acuérdate cuando te pida algo.

Joaquín sonrió y le dio una mirada al lugar.

—Las hierbas y flores están secas. Es por falta de lluvias —dijo al


pararse—. Necesito caminar un rato. El tráfico ha estado fuerte. Parece mentira
hacer en dos horas menos de cuarenta kilómetros.

Sebastián no dijo nada. Cruzó sus delgadas y largas piernas y las


acomodó sentado ahora sobre otra roca, más “cómoda”, que tenía una parte
plana que hacía que no se resbalase tanto. Miró las hojas secas, troncos y ramas
que lo rodeaban, mientras le daba un sorbo a su jugo y se secaba la boca y la
frente con la palma de la mano. El calor era cada vez más fuerte. Le encantaba
el jugo fresco de naranja. Trató de recordar lo que había leído sobre esa famosa
leyenda del río Rímac.

¡Sí, claro! Y, ¿dónde estaban el murmullo de las aguas y esas


maravillosas historias de las que tanto le habían hablado en clase?

Definitivamente, él tenía razón. Esa leyenda era una gran mentira.

De pronto, un fuerte reflejo cayó en sus ojos nublándole la vista por un


instante.

Levantó la mirada hacia los cerros.

¡No podía ser verdad!

¡Un palacio! ¡Y era dorado! Igual al que había descrito su profesora. Igual
al que había visto dibujado en Internet.

Sus torres inmensas se levantaban brillantes y fuertes en medio de rocas


grises, azuladas y oscuras.

Sin hacer ruido, el muchacho se alejó de Daniela y avanzó por una


pequeña cuesta de tierra y piedras, acercándose poco a poco al palacio. El viento

2
soplaba con suavidad acariciándole el rostro. No olía a campo, ni a flores, ni a
hierba fresca.

Con sorpresa, a lo largo de su camino, encontró una hilera larga formada


por miles de diminutas hormigas negras, una mariposa amarilla, otra azul… y ¡un
pajarito muerto!

Sebastián se asustó y sintió lástima al ver al animalito. Sin atreverse a


tocarlo, siguió su camino. Tenía que llegar a esas torres, saber por qué estaban
allí. ¿Por qué brillaban tanto? No iba a quedarse aburrido mientras su hermana
leía el periódico (y dormía) y su hermano se paseaba. Los quería mucho,
aprendía bastante de ellos, pero había ratos que prefería tener hermanos de su
edad, poder hacer travesuras juntos.

Después de algunos minutos caminando entre tierra y pequeñas piedras


que los hacían resbalarse y ensuciar de polvo su pantalón, llegó al palacio
dorado.

Era tan alto.

Estaba construido con inmensas piedras que el sol hacía resplandecer


como si fuera de oro. ¿Sería de oro? ¿Habría alguien adentro?

Sintió miedo al recordar la leyenda… al Dios Inti ordenando sacrificar a


sus propios hijos…, pero la curiosidad de Sebastián era grande y él no era un
cobarde…

Trepó las ramas de un arbusto que en algún momento debió haber estado
lleno de hojas verdes, debió haber tenido algún aroma delicioso, pero ahora no
tenía ni una sola ramita viva y olía a madera seca.

Asomó sus ojos negros y redondos, esos que le encantaban a su


hermana, por una de las inmensas ventanas del palacio.

No vio nada. Pero…

—¡Padre! Te suplico que liberes a los hombres, animales y plantas de la


horrenda sequía que los azota. ¡Mueren de sed!

…escuchó la voz, al parecer de un muchacho, que salía del palacio.

—¡Es imposible! Según las leyes celestiales, solo sacrificando a uno de


mis hijos en el altar de fuego, la costa tendrá agua —dijo una voz gruesa que
Sebastián sintió que retumbaba como un eco interminable entre las montañas.

—¡Sacrifícame a mí, padre! ¡Deja vivir a mi hermano!

Esta vez, era la voz delgada, suave pero potente, de una mujer. ¿Una
niña?

3
¿Serían el Dios Inti y sus hijos Chaclla y Rímac? ¡Tenían que ser ellos!

Sebastián trató de acordarse de lo que le había dicho su maestra en


clase...

“Hace muchos años, un joven llamado Rímac, bajaba todas las tardes al
mundo de los humanos a contarles bellas historias. Un día, se dio
cuenta de que la costa sufría una grave sequía. Las hierbas, flores y
árboles se marchitaban. Los hombres y animales morían de sed. Los
dioses se preocuparon y acudieron al Dios Inti, padre de Rímac y Chaclla,
a pedirle que libere a la humanidad, al mundo animal… a la naturaleza,
de aquella terrible sequía.”

Las ganas de saber de Sebastián lo hicieron asomarse nuevamente al


gran ventanal del palacio dorado. Tenía que saber todo lo que pasaba allí
adentro.

Pero no pudo ver nada.

Volvió el rostro hacia el valle. Con la mirada, buscó a sus hermanos.


¿Dónde se habían metido? Daniela tampoco estaba. Tenía que decirles lo que
estaba pasando, pero las voces que salían del palacio dorado lo distrajeron otra
vez…

—¡No le hagas daño a mi hermana! Padre, te ofrezco mi vida en sacrifico


a cambio de la de ella. ¡Te lo suplico!

Imploró el niño del palacio dorado.

—¡Gracias, hermano! Pero no es posible. Si lo haces, los hombres


echarán de menos tus bellas historias, esas que le cuentas a la gente que visita
cada tarde el río…

Dijo esta vez la niña.

—Pero ellos mueren de sed, padre. Sacrifícanos a los dos, entonces.

Suplicó el niño.

Sebastián trató de escuchar la respuesta del hombre de voz gruesa. Trepó


un poco más la rama en la que se encontraba, pero a pesar de su esfuerzo, no
alcanzó a oír lo que decía.

¿Qué estaba pasando allí adentro?

El niño agradeció haber prestado atención en clases... Recordó que,


según la leyenda, si el Dios Inti sacrificaba a uno de sus hijos en el altar de fuego,
los hombres vencerían la sequía. Recordó que Chaclla, la más hermosa de las
hijas del Dios Inti, se había ofrecido en sacrificio. Recordó que Rímac le había
pedido a su padre que lo sacrificase a él en vez de a su hermana. Recordó que

4
ella no había aceptado porque los hombres echarían de menos las bellas
historias que Rímac les contaba…

El silencio fue total, pero solo por unos minutos ya que de un momento a
otro el viento empezó a soplar con fuerza. Parecía que aullaba.

Sebastián empezó a sentir calor, a resbalarse con sus manos húmedas


del arbusto. Se aferró a una rama gruesa y seca. Sus manos no dejaban de
sudar. Quería estar con sus hermanos. Necesitaba a sus hermanos. Ellos eran
grandes, ellos sabrían qué hacer…

De un momento a otro, pero sin que el sol llegara a esconderse por


completo, nubes grises y negras, cubrieron el cielo.

Millones de gotas de lluvia, grandes, pequeñas, de todos los tamaños,


empezaron a atravesar a los rayos del sol que no dejaban de brillar. Empezaron
a mojar a Sebastián, la tierra, los árboles, las flores, a darle vida a las hierbas…

El olor a humedad llenó de amor y música el valle. Los gorriones, palomas


y jilgueros, silbaban dejando oír su divertido canto entre las montañas.

¿El Dios Inti había sacrificado a sus hijos por el bien de los seres
humanos? ¿Por el bien de la naturaleza? ¡Tenían que ser Rímac y Chaclla!
¡Sebastián los había escuchado en el palacio dorado!

Poco a poco la lluvia se hizo más y más intensa formando un riachuelo


que empezó a crecer a una velocidad vertiginosa dirigiéndose al mar y
empezando a llevar a su paso troncos y rocas.

—¡Sebastián! ¡Baja! ¿Qué haces en el cerro?

Se escuchó la voz de Daniela en medio del susurro de la lluvia, el siseo


de las hierbas y el murmullo de pequeñas rocas que empezaban a moverse
arrastradas por las aguas del río Rímac tratando de decir algo.

—¡Vámonos de acá! ¡Suban al carro! —apuró Joaquín a sus hermanos.

Sebastián bajó tan rápido como pudo, resbalando y ensuciándose una vez
más con la tierra convertida en barro.

—¡No! ¡Por favor! ¿Me dan un ratito para escuchar las historias que quiere
contarme el río? ¡Nos está hablando! ¿Lo escuchan?

—¡SÍ, claro! —respondieron Daniela y Joaquín al entrar al auto mientras


Sebastián buscaba con la mirada entre las montañas el brillo de ese palacio
dorado y pensaba en la forma de convencer a sus hermanos para que lo vuelvan
a traer a ese lugar mágico que jamás olvidaría.

El Río Hablador existía.

You might also like