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Prácticas de piedad
(Sobre El silencio de Nduwayezu de Alfredo Jaar) *

“No, nada que decir de esas fotos en las que veo batas blancas, camillas, cuerpos
extendidos en el suelo, trozos de cristal, etcétera. ¡Ah, si por lo menos hubiese
una mirada, la mirada de un sujeto, si alguien en la foto me mirase”

Roland Barthes, Cámara lúcida

Ver sin mirar y, lo que es peor, sin mirar a los demás, se cuenta entre los
fenómenos más inquietantes de nuestro tiempo. En los transportes públicos, las
salas de espera, los ascensores u otros lugares de intercambio social, los
contactos visuales intensos están prácticamente prohibidos o apenas permitidos
bajo esa forma neutra, nerviosa, furtiva o puramente orientadora que David Le
Breton llama “desatención cortés” y que describe como una “mirada
desritualizada” (1). (De ella no conozco una alegoría mejor que Film, la única
película de Samuel Becket, protagonizada por un sujeto que emprende una loca
carrera evitando en todo momento mirar y ser mirado; su contraparte, en tanto,
podría ser aquella perfomance de Vito Acconci en la que el artista mira una por
una a las 60 personas que ocupan la sala). Es un signo tal vez del angustioso
temor que experimentan los hombres de hoy de ser tocados por lo desconocido o
ser arrancados de su introversión por la intimidad relacional que toda mirada
genuina entraña; consecuencia, en el fondo, de una conducta adaptativa
aberrante, que en un contexto vital en el que proliferan las impresiones o los
shocks potencialmente desestabilizantes, quisiera garantizar a toda costa un
equilibrio en la economía psíquica de los individuos, aunque sea al precio de un
incremento alarmante de lo que vamos a llamar, con Simmel, la indolencia.
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***

La indolencia no sólo es el precio sino también la moneda de cambio del


régimen social y visual de nuestros días. Y es que a pesar de su temor casi
patológico a ser tocado – y la mirada, como lo acreditan la mayoría de las teorías,
posee una función táctil −, el hombre de nuestra época siente al mismo tiempo una
extraña afición por mirar a los demás sirviéndose sólo de “ventanas indiscretas”.
Me refiero con ello al gran número de dispositivos ópticos (casi todos ellos
contenidos de manera seminal en la cámara fotográfica) que ha llegado a inventar
para mirar más aguzadamente, pero también para complacerse en la
contemplación de “cuadros vivos”, en especial si son traumáticos o violentos.
Perversa o no, es por lo menos un tipo de mirada nueva, para la que resulta
plausible, por ejemplo, vivenciar el dolor de los demás impermeabilizándolo como
un “espectáculo” o ejercitar su invulnerabilidad, su crueldad incluso, otorgándole a
todo lo real, y muy especialmente a la experiencia del sufrimiento, un carácter de
objeto transmisible o "documento", que en adelante puede dispensar al que la
ejerce de la necesidad de responder o reaccionar frente al desgarro del prójimo.
(2)
Quienes a lo largo de todo el siglo XX confiaron y se confiaron
entusiastamente a la práctica de la fotografía documental como práctica política,
pueden por lo mismo sentirse ahora decepcionados. Es ya una ley de la
modernidad que el potencial liberador de las innovaciones tecnológicas tarde o
temprano acaben por frustrarse, dejando en su lugar un oscuro charco de espesa
melancolía. Poco antes de morir, una pensadora de la fotografía tan aguda como
Susan Sontag debió admitirlo, usando como ejemplo un verdadero ícono del
género: una foto de Robert Capa como “La muerte de un soldado republicano”,
decía, no es hoy, y sí lo era a mediados de la década del 30, más importante que
el anuncio de un producto para el cuidado del cabello. En el actual paisaje
mediático nadie, en verdad, sería capaz de percibir la diferencia. (3)
Tamaño déficit atencional y afectivo no puede, sin embargo, achacarse tan
sólo a la superabundancia de imágenes traumáticas, lo cual podría permitir incluso
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que todos los conflictos e injusticias devinieran transparentes; antes bien, es el


resultado de su proliferación y difusión indiscriminada a través de soportes
exclusivamente mediáticos, en los cuales la conciencia, mutilada tal vez de modo
irreversible, sólo se realiza en su modalidad documental y adquisitiva.

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De una mirada que compromete todas las capacidades intelectuales e


imaginativas, todo el cuerpo y las pasiones de un individuo, decimos, por el
contrario, que es una mirada atenta, en el doble sentido que nuestra lengua le
confiere a esa palabra: en el sentido de cordial, pero también de intensa.
“La atención – decía el filósofo Malebranche – es la oración natural del
alma” y de ella brota, según creo, la piedad característica de los trabajos
fotográficos de Alfredo Jaar: no sólo por su interés y compromiso con las “zonas
de dolor” devenidas invisibles o insignificantes para la actual cultura política y
mediática (África sobre todo), sino también por el esfuerzo de ritualización de la
mirada que pone en su trabajo como fotógrafo. A través de rigurosas y
económicas escenificaciones - las llamadas “foto-instalaciones”-, Jaar, en efecto,
no sólo se propuesto una y otra vez devolverle la mirada al ojo desatento o
indolente del espectador de nuestros días, sino también salvar el inevitable
desfase entre el ojo fotográfico del artista y la aguda emotividad, casi
inexpresable, que necesariamente descarga la experiencia no mediada de su
objetivo. La eficacia de su trabajo en este sentido descansaría en una operación
que podríamos bautizar de “visual-poética”, ya que es indisociable además de una
operación verbal, tan económica como la visual, que le confiere a la imagen una
narrativa capaz de actualizar en el tiempo verbal (y no en el original,
irremisiblemente perdido) el acontecimiento fijado por la cámara, permitiendo que
se integre como un acontecimiento histórico e indignante a la textura experiencial
del espectador y, por ende, a su memoria social y política. La atención que exigen
de parte del espectador los trabajos de Jaar se nutre, en este sentido, de una
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percepción visual y poéticamente corregida en la dirección de la intensidad


afectiva y la memoria.

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El silencio de Nduwayezu (1997) es tal vez la obra en la que mejor pueden


apreciarse estas operaciones, ya que junto con realizarlas, moviliza una aguda
reflexión sobre la banalización o la pérdida de espesor afectivo de las imágenes
de dolor en el paisaje mediático de nuestros días. Como sucede, según Victor
Stoichita, con buena parte de las obras de arte modernas, esta foto-instalación,
piensa la mirada, transparenta su dispositivo visual, pero lo hace de una manera
tal que compromete intensamente el cuerpo y los afectos del espectador, antes
incluso que su intelecto o imaginación, a través de un movimiento de apropiación y
desapropiación subjetivas, por el que su propia mirada debiera poder confundirse
con la del retratado, sellando de ese modo una intimidad relacional que lo forzaría
a responder poniéndose en el lugar del otro.
“Ponerse en el lugar del otro”, bellísima expresión, podría ser de hecho la
divisa de esta obra, la decimocuarta de las veintidós que componen la serie
denominada Rwanda Project (1994-2000), que Jaar ha consagrado enteramente a
la visualización de los efectos del terrible genocidio acaecido en esa nación del
África a comienzos de la década de los noventa, ante la indiferencia, la ignorancia
o incluso la soterrada orquestación de los medios y la comunidad política
internacional.

***

Entremos en la obra. Al final de un oscuro corredor y al centro de una sala,


cuya distribución lumínica, aunque propia de un laboratorio fotográfico, evoca por
momentos un mausoleo u otro tipo de construcción funeraria, Alfredo Jaar ha
dispuesto una mesa de luz de amplias proporciones sobre la que reposan,
apiñadas en una suerte de túmulo y luego en desorden, un millón de diapositivas
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de los ojos de Nduwayezu, además de unas cuantas lupas. Nduwayezu, nos


informamos por un texto retroiluminado que discurre a todo lo largo de la pared
izquierda del corredor, es el nombre de un niño de cinco años que el artista
encontró durante una visita al campo de refugiados de Ruvabu, a un mes de
finalizada la masacre ruandesa. El niño había visto morir a sus padres a
machetazos y la conmoción lo había hecho guardar un traumático silencio durante
varias semanas. De todos los niños que se encontraban en el lugar, prosigue el
texto, sólo él se atrevió a mirar fijamente a la cámara cuando el artista se
aprestaba a fotografiarlos: su mirada – remata - era la más triste de las que jamás
hubiera visto el artista; su silencio, en tanto, inolvidable.
No olvidar una mirada de dolor cuyo contenido roza lo impresentable e
inenarrable, aun cuando se la fotografíe o se lo fije mediante un dispositivo
mecánico, he aquí el compromiso esencial y el desafío visual de El silencio de
Nduwayezu. Su densidad crítica, característica de todos los trabajos de Jaar,
permite plantear a su vez una serie de preguntas apremiantes: 1) ¿de qué manera
enderezar la imagen de esa desconcertante experiencia en la dirección de la
memoria, no sólo personal, sino también política; en una palabra, cómo hacer de
ese silencio una llamada?; 2) ¿cómo salvar la distancia afectiva que media entre el
ojo desmesuradamente abierto de la cámara y el ojo crepuscular del retratado?; 3)
¿cómo emplazar la imagen de esa experiencia en el ámbito del arte, en el museo
incluso, sin que resulte por esa vía meramente estetizada?; 4) ¿cómo realizar, por
último, todo esto sin recurrir a ninguna de las estrategias retóricas propias de la
neutralidad documental de los noticieros o de la prensa escrita sensacionalista,
incluso de la publicidad - si pensamos en el trabajo de Toscani para la firma
Benetton -, y hasta de cierto tipo de arte que parece sentirse a gusto en lo que
Paul Virilio ha llamado el “conformismo de la abyección” antes que desesperado
por sugerir alguna alternativa a la catástrofe? (4)
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Según Debra Bricker, la estrategia visual y poética desplegada por Jaar a


todo lo largo de Rwanda Project descansa, en buena medida, en la eficacia
retórica de la elipsis (5). El propio Jaar lo ratifica en una conversación con Rubén
Gallo: “Si los media y sus imágenes nos llenan con una ilusión de presencia que
luego deja en nosotros una sensación de ausencia, ¿por qué entonces no intentar
lo contrario? Esto es, ofrecer una ausencia que, tal vez, pueda producir una
presencia” (6).
El recurso a la figura de la elipsis asume diversas intensidades a lo largo de
la serie Rwanda Project. Es radical, por ejemplo, en el caso de Real Pictures
(1995), la primera obra de la serie, que intenta “presentar lo impresentable”
sustrayendo completamente a la mirada del espectador las escalofriantes
fotografías tomadas por el propio artista en Ruanda y enfrentándolo tan sólo a su
descripción verbal, por lo que está obligado a imaginarlas. En el caso de El
silencio de Nduwayezu, no se ha privado totalmente al espectador de imágenes,
pero el carácter elíptico de la serie ha sido preservado por el empleo de otros
tropos y figuras, tales como la sinécdoque (sustitución de la parte por el todo) y la
repetición, desplegados agudamente tanto a nivel icónico como plástico. Los ojos
de Nduwayezu, en el primer caso, sustituirían, en efecto, no sólo la experiencia
cabal de su dolor, sino también la de su pueblo y, aun más, la de todos los
perseguidos en el mundo, que sólo por ellos se volverían representables a escala
humana. A nivel plástico, esos mismos ojos metaforizarían a su vez toda la
impotencia del fotógrafo, que a través de ellos intentaría reponerse de su propio
traumatismo óptico (se sabe que Jaar no fue capaz en un comienzo de mirar las
imágenes que él mismo había captado); yendo todavía más lejos, se podría decir
incluso que el lamento que comunica esa mirada sustituiría, en la era de su
carnavalización mediática, todo el “lamento de las imágenes”, transformadas
desde hace mucho en agentes de ceguera.
Por lo que toca a la figura de la repetición, presente por la reproducción
masiva de una misma imagen, se diría que no cumple solamente una función
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mimética o metafórica, en cuanto sustituto del millón de víctimas de la masacre;


cumple también, sobre todo por su distribución caótica, una función autocrítica, a
la manera de una perífrasis de indeterminación o insuficiencia (Goya recurrió a
veces a esta figura en Los desastres de la guerra), que sugiere una imaginación a
punto de capitular ante el carácter prácticamente irrepresentable de la debacle.
Esta dificultad, por lo demás, está mejor atestiguada en la obra por el
desplazamiento – presente ya en trabajos anteriores como Working y Blow-up,
ambos de 1993 − de instrumentos o dispositivos usados habitualmente en las
salas de edición fotográfica de las agencias o los diarios: la mesa de luz, las lupas,
como si por ese gesto se nos invitara también a percibir y sopesar las dudas que
abriga el artista sobre las posibilidades expresivas del medio y los materiales con
que trabaja.
Podríamos prolongar este tipo de análisis retórico y semiótico de la foto-
instalación, pero lo importante es hacer notar que serían del todo imposibles si no
creara al mismo tiempo una atmósfera ritual o de recogimiento, incluso aurática
(del espacio de Real Pictures decía Jaar que era “casi religioso”), capaz de
asegurar que el espectador, antes indolente o ignorante frente al tema, ralentizará
su paso por la sala y se comprometerá, tanto física como afectivamente, antes de
verse impelido - permítaseme el juego− a “imaginar la imagen” o a interpretarla. A
todo ello contribuye, por cierto, la operación textual preliminar, que por su
economía y densidad es de carácter más bien poético (el referente de Jaar es
siempre la brevísima poesía de Ungaretti), en situación de evidente “descalce”
óptico (7), ya que resulta difícil leer el texto manteniendo el paso en su ritmo
habitual, máxime si se está ansioso por ver lo que hay al final del corredor.
También contribuye el contrapunto lumínico de luz y oscuridad que, apelando a
sentimientos atávicos o ancestrales (el niño que aún vive en nosotros teme
siempre a esa dialéctica; el viejo moribundo que nos espera cree ver una luz al
final de un túnel), produce un efecto inquietante, reforzado, tal vez, por el tenue
zumbido de los generadores; y, sobre todo, el movimiento por el cual el
espectador es invitado a “inclinarse” sobre la mesa, para verificar él mismo,
sirviéndose de las lupas, el contenido de la única imagen ofrecida.
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Lo que se le ofrece en dicha intimidad visual es, para emplear libremente


una conocida noción de Barthes, el punctum de esa imagen y la obra toda, su
aspecto más hiriente, desorganizador o desconcertante. Lo que se le ofrece, para
decirlo de una buena vez, es una imagen anterior a todas las imágenes, la imagen
de las imágenes y un par de lentes con los que en adelante ha de poder
sustraerse a su ceguera: la imagen de los propios ojos en el encuentro con los del
otro.
***

El filósofo Emmanuel Levinas decía de la experiencia de contemplar un


rostro que constituye el núcleo de la experiencia ética, la instancia en la cual,
antes de cualquier significación, llego a ser vulnerable y responsable de mi
prójimo, incluso si aquél no lo es conmigo. En rigor, podríamos llamar a esto un
ver que mira. Antes de ser una experiencia de sentido, que implica un conjunto de
micro-memorias y una rica proliferación de sistemas semióticos, mirar un rostro,
en efecto, es un acto de piedad y responsabilidad, un observare y no simplemente
un spectare (8), un compromiso de atención y pasión por el que me reconozco
frente al otro, desapropiándome, como no indolente: "Por favor no me pongas la
venda, mátame de frente porque quiero verte", le habría dicho el sacerdote Joan
Alsina al soldado raso que debía ejecutarlo, por orden de un capitán de los
órganos represivos de la dictadura militar chilena. Incapaz de soportar esa mirada
postrera, el militar, enloquecido, se suicidaría una década más tarde.

***

La experiencia del rostro, sufriente o no, es un elemento central tanto de El


silencio de Nduwayezu como de varios otros trabajos de Jaar (Frame of
Mind,1987; Out of balance, 1989; The Booth,1989; Two or Three Things I Imagine
About Them, 1992; A Hundred Times Nguyen, 1994, por nombrar tan sólo unos
cuantos), que se niega tajantemente a separar la ética de la estética. Lo que
vemos a su vez nos mira, nos interpela. El equilibrado contexto visual e
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informativo en que esa mirada aparece deja en nosotros una huella palpable: crea
aptitudes de atención, desautomatiza nuestra percepción y, en el mejor de los
casos - que es el que espera - nos obliga a traducirla en una respuesta activa. De
aquí que el arte de Jaar posea, además de una fuerza ética y estética, una
marcada fuerza política. Crear en el espectador un “compromiso de piedad”, esto
es, de atención, pero también de com-pasión (en el sentido empatía responsable),
susceptible de generar una respuesta activa también en las afueras del museo, y
todo ello en un contexto visual en el que sólo se propicia la mirada objetivadora y
la indolencia: tal vez sea esta la única tarea verdaderamente política del arte de
nuestros días.
Volcada como nunca antes hacia los aspectos más traumáticos de lo real,
dicha política visual sobre todo exige del arte, so pena de volverse “despiadado”,
no consentir, como dice Virilio , a la “presentación ostensible” y “conformista” del
horror (piénsese en la exposición Sensation realizada en Nueva York a comienzos
de los 90) en reemplazo de su “demostración” estética. Y es que no basta con
registrar la hostilidad del mundo, es preciso también enjuiciarla, hacer saber,
“hacer ver” que la piedad, antes que una devoción por aquello que nos sobrepasa,
es una virtud, una virtud de la justicia.

BRUNO CUNEO

NOTAS

* Este artículo fue publicado originalmente en Jaar / SCL, catálogo editado por Adriana Valdés con
ocasión de la primera muestra antológica de Alfredo Jaar en Chile, organizada por la Fundación
Telefónica el año 2006. La presente versión se publicó en francés en la revista Socio-
Anthropologie, nº 34 (2016), Publications De La Sorbonne, traducido por Marc Berdet.
1
David Le Breton, Les passions ordinaires,. Paris, Armand Colin / Masson,1998.
2
Cf. Ernst Jünger, Sobre el dolor, Barcelona, Tusquets, 1981, pág. 71 y ss. Jünger, quien hace
notar en este ensayo de 1934 que el estreno de la fotografía ante la experiencia del dolor se llevó a
cabo durante la Primera Guerra Mundial, define este dispositivo como “la disciplina del ojo cruel”,
fórmula particularmente elocuente en relación a lo que diré más adelante, y por contraste, sobre lo
que podríamos denominar “la disciplina del ojo piadoso” de Alfredo Jaar.
3
Cf. Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, Buenos Aires, Alfaguara, 2003.
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4. Véase Paul Virilio, “Un arte despiadado”, en El procedimiento silencio, Buenos Aires, Paidós,
2001, pp. 43-83.
5
Cf. Debra Bricker Balken, “Alfredo Jaar: Lament of the images”, en Alfredo Jaar: Lament of the
images, exh. cat. Cambridge, Massachussets, List Visual Arts Center, MIT, 1999.
6
Alfredo Jaar, en Ruben Gallo, “Representation of Violence, Violence of Representation”, Trans, nº
3 / 4 (1997), pág. 59.
7
Sobre la noción de “descalce” en la obra de Jaar, véase Adriana Valdés, “Alfredo Jaar: imágenes
entre culturas”, en Composición de lugar. Santiago de Chile: Universitaria, 1995, pp. 94-95.
8
Mientras que spectare, raíz latina de “espectador”, remite a un acto visual pasivo, el de un sujeto
que frente a un espectáculo, galería de arte o teatro, “mira a” sin resultar modificado, observare,
raíz de “observador”, remite en cambio a una mirada que conforma a la vez la acción del sujeto
que la ejercita. “Mirar a”, en este caso, es también “consentir a” reglas o códigos impuestos o auto-
impuestos. Cf. Jonathan Crary, Techniques of the observer, Massachussets, MIT Press, 1990.

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