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MARY E.

(Eleanor) WILKINS FREEMAN ((Randolph, Massachusetts, 31 de octubre de 1852 - 13 de mar-


zo de 1930), fue una notable escritora norteamericana, autora de varias novelas sociológico-costum-
bristas excelentes sobre la vida de Nueva Inglaterra, las cuales se cuentan entre las mejores de su clase,
es asimismo autora de algunos de los más destacados relatos de terror y, específicamente de fantas-
mas, de aquel período.
Los padres de Freeman eran ortodoxos congregacionistas (secta de tipo calvinista), lo que hizo que tu-
viera una infancia muy estricta, acabando su educación en el West Brattleboro Seminary: las restriccio -
nes religiosas tienen un papel trascendental en algunas de sus obras, en las que denuncia también el
maltrato y la violencia familiar, así como el sojuzgamiento de la mujer. Pasó la mayor parte de su vida
en Massachusetts y Vermont y durante muchos años fue la secretaria privada de un juez del Tribunal
Supremo de EE.UU.
Freeman comenzó a escribir historias y poesía para niños siendo una adolescente, para apoyar a su fa-
milia y rápidamente logró el éxito. Publicó más de dos docenas de volúmenes de cuento y novelas, sien-
do conocida sobre todo por dos colecciones de cuentos, A Humble Romance and Other Stories (1887) y
A New England Nun and Other Stories (1891). Sus historias tratan. En1926, Freeman se convirtió en la
primera persona en recibir la medalla William Dean Howells por Distinción en la Ficción de la Academia
Estadounidense de las Artes y las Letras.

El gran pino (The Great Pine) es un relato incluído en su pequeña colección de 1903 Seis árboles (Six
Trees), constituída por seis relatos poéticos, desligados de la vertiente del cuento de fantasmas de la
autora, que nos introducen, de forma lírica, tierna y suavemente reflexiva, en el mundo cotidiano que la
rodeaba, costumbrista si se quiere, pero profundo y repleto de matices. Cada uno de los seis c uentos se
relaciona con un árbol en particular, siendo el resto: El olmo (The Elm-tree), El abedul blanco (The White
Birch), El bálsamo del abeto (The Balsam Fir), El manzano (The Apple-tree) y El álamo (The Poplar).

El fantasma perdido (The Lost Ghost), publicado originalmente en la antología de 1903 de la autora
bajo el título El viento en el rosedal y otros relatos sobrenaturales (The Wind in the Rose-Bush and Other
Stories of the Supernatural), es uno de los mejores y más representativos de su poética narrativa. Se
trata de una historia sobrenatural sobre el fantasma de una niña que deambula por su antigua casa en
busca de su madre. Está narrado por la señora Meserve, que le cuenta a una amiga la historia de una
casa embrujada en la que ella vivió con otras dos mujeres: Amelia Dennison y Abby Bird; viéndose obli-
gada, durante su estadía, a acostumbrarse a la presencia del fantasma de una niña abandonada y que
había muerto en la casa unos años antes: si bien la niña-fantasma es inofensiva, su presencia es inquie -
tante, sobre todo por sus desesperados reclamos hacia su madre; la historia llega a un final escalofrian -
te cuando la señora Bird muere mientras duerme y su espíritu cruza por delante del jardín que antece -
de a la casa, de la mano de la niña.
Mary E. Wilkins Freeman aborda de manera indirecta temas mucho más inquietantes que los fantas -
mas, caso del abuso infantil y la violencia doméstica perpetrada por los padres (asuntos que laten de
fondo en otros relatos de la autora como La habitación/dormotorio sudoeste -The Southwest Chamber-
y El viento en el rosal -The Wind in the Rosebush): la niña no murió naturalmente, fue encerrada por su
madre, quen la abandonó en la casa luego de maltratarla durante sus cinco años de vida. En este con-
texto, el clímax de la revelación de El fantasma perdido se aplaza continuamente, como si la narradora
simplemente no pudiera contar su terrible secreto: los detalles de la triste vida de la niña-fantasma, y
su eventual muerte, provocan una profunda angustia en el lector, demostrando que la realidad del des-
tino atroz de esta niña es, en última instancia, infinitamente peor que su reaparición póstuma como
fantasma. En este sentido, El fantasma perdido tiene mucho que ver con el relato de Elizabeth Gaskell
El cuento de la vieja niñera (The Old Nurse’s Story), en el cual un padre le da la espalda a su hijo y, al ha-

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cerlo, lo lleva a su desafortunada muerte: si bien los fantasmas traen a estas historias una inquietud ra -
zonable, es el conocimiento de cómo llegaron a ser fantasmas lo que resulta realmente perturbador.
Naturalmente, el abordaje es oblicuo, y los significados sólo pueden descifrarse de manera pausada y
críptica: empezando por esas mujeres ocupadas en sus quehaceres que deslizan en sus conversaciones
casuales alguna experiencia escalofriante para compartirla. Además, esa historia de abuso, abandono y
muerte, no es fácil de contar a cualquiera ni se puede soltar de sopetón: por un lado, el comienzo ritua -
lista de la narración crea las condiciones ideales para la historia de fantasmas, que, como toda buena
historia contada a la luz de la lumbre, depende de una tensión entre lo acogedor y familiar y lo sinies-
tro: en este sentido, la autora le da otra vuelta de tuerca a la típica narradora del género que demora
el inicio de su historia; pero como, en su caso, la “verdadera” historia que quiere contar no es otra que
ese crimen cometido con la niña, hay que “prepararla”: de ahí que se empiece por echar mano incluso
de la complicidad femenina ( la señora Meserve deja en claro que solo aceptará hacer su revelación si
su amiga le promete mantener el secreto, incluso ante su propio marido).
Todo lo anterior, con el traumático evento del maltrato infantil que está en el corazón de El fantasma
perdido, da cuenta de por qué el tratamiento narrativo requiere de constantes retrasos, digresiones y
desviaciones aparentemente superfluas, de modo que pareciera que en lugar de avanzar el relato se
arrastrara: precisiones temporales, informes meteorológicos, divagaciones, detalles nimios, dilatan el
progreso de la historia porque el corazón del relato no puede alcanzarse directamente, de lo horroroso
que es: la madre, que escapa con su amante, dejando a su hija de cinco años completamente sola y or -
denándole que no llame ni se haga notar ante nadie; y la pequeña, que, por su corta edad y la sumisión
que le han procurado se mantiene obediente hasta el final debido a los años de maltrato, muriendo lue-
go de una semana de frío, hambre y soledad; y a reparar esto es a lo que vuelve esa niña-fantasma que
clama llamando a su madre.

Las sombras en la pared (The Shadows on the Wall), publicado originalmente en la edición de Marzo de
1903 de Everybody's Magazine y ese mismo año recogido en su mencionada antología El viento en el ro-
sedal…, se convirtió pronto en un clásico del gótico, apareciendo desde entonces en numerosas antolo-
gías pluriautoriales, como ¿Quién llama? (Who Knocks?), El libro del horror de H.P. Lovecraft y también
El libro de Oxford de relatos victorianos de fantasmas. Cuenta la historia de cuatro hermanos en la vís-
pera del entierro del quinto, y la misteriosa y persistente aparición de una sombra en la pared con la si-
lueta de Edward, el fallecido. Si bien es un relato muy sencillo en cuanto a su estructura y ejecución,
hay muchas cosas sucediendo en él: Henry Glynn y su hermano, Edward, tienen una fuerte discusión y,
poco después de la misma, Edward fallece; el relato se abre con la muerte de Edward; a continuación
conocemos a las tres hermanas restantes, que están en la misma habitación donde transcurre toda la
historia y se sienten conmocionadas tanto por la discusión como por la muerte de su hermano, mien-
tras intentan, primero comprender (de Henry era sabido su mal genio y su carácter agresivo, y Edward
parece que vivía en la casa a expensas de los demás) y luego “distraerse”: una cose, otra escribe una
carta, y otra simplemente descansa en el sofá; pero, al anochecer, se dibuja ante los atónitos ojos de las
mujeres la extraña sombra en la pared: se suceden las explicaciones de las tres ante el evento, desde la
que lo niega a la que busca las más peregrinas justificaciones, hasta que aparece Henry y pretende zan -
jar la cuestión con el expeditivo «sería tonto un hombre que intentara dar cuenta de las sombras»; días
después del funeral, Henry anuncia que debe ir a la ciudad para una consulta con un colega médico y
esa noche, mientras las hermanas Glynn están de nuevo reunidas en la habitación, cada una inmersa en
sus asuntos, aparecen dos sombras en la pared: presuntamente, una es la de Edward, pero la otra es de
Henry; en un cierre quizá innecesario para el avezado lector, que probablemente ya se percató de que

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el título del relato habla de “sombras” en plural, la autora nos informa de la llegada a casa de un tele -
grama informando de la repentina muerte de Henry esa tarde.
No obstante el mencionado cierre final, Las sombras en la pared es una pequeña joya de la literatura
gótica, y literaria en general, bajo cuya superficie -como ya se ha dicho- hay muchas cosas agitándose,
empezando por las tres hermanas Glynn, a través de las cuales Mary Wilkins Freeman hace una declara-
ción de principios: estas mujeres, dedicadas a pequeñas actividades domésticas y a elucubrar simplonas
teorías sobre las sombras, son figuras irrelevantes en su pequeño mundo, en el que dependen econó-
micamente de su hermano Henry, a quien consideran secretamente el asesino de Edward pero con el
que no pueden confrontar. Pero para entender la complejidad de los sentimientos y temores de estas
mujeres, hay que saber que, en la época y no sólo en su país, regía la norma legal machista de que las
mujeres no tenían derechos sobre los bienes heredados en existencia de un heredero varón. Por lo tan -
to, las tres hermanas Glynn no solo están atribuladas por la muerte de Edward, a quien querían sincera -
mente, sino porque ahora dependen de su otro hermano, Henry, cuyo temperamento, como mínimo,
es irritable; y, después de todo, si Henry asesinó a Edward porque este quería vivir en la casa familiar, y
acaso disputarle bienes a su hermano, ¿qué le impediría hacer lo mismo con ellas? Más aún, el final de
la historia, con Henry también muerto, no resuelve nada para las hermanas Glynn, porque ahora solo
sienten incertidumbre por su futuro: otro varón en la familia, un tío, por ejemplo -sabemos que al fune -
ral de Edward asistieron algunos familiares- podría ser el nuevo amo.
Mary Wilkins Freeman demuestra en su relato que no se necesitan cadenas arrastrándose ni gemidos
malévolos para generar una atmósfera inquietante, moralmente perturbadora: simbólicamente, todo
parece indicar que la sombra en la pared es una expresión exterior de la culpa; pero ¿quién siente cul -
pa?: en principio se diría que Henry, el presunto asesino de Edward; pero, entonces, ¿por qué también
aparece la sombra de Henry? ¿Acaso las hermanas también se sienten culpables? ¿Acaso se nos ha
ocultado que han tenido algo que ver con su muerte?. Además, tampoco sabemos de qué murió
Edward: ¿estaba enfermo?; Henry, que es médico, dijo «estar perfectamente seguro de la causa de su
muerte»; ¿la pelea con Henry empujó a Edward al límite o Henry lo envenenó por resentimiento? Otra
pregunta: ¿a qué fue Henry a la ciudad? ¿se suicidó Henry por su sentimiento de culpa? ¿o acaso fue el
fantasma de Edward el que mató a Henry por venganza?. Resulta excitantemente curioso que un relato
aparentemente tan sencillo pueda plantear tantas preguntas sin respuesta: uno termina de leer la his-
toria y queda satisfecho; todo parece cerrar perfectamente: sólo después nos percatamos de que no sa-
bemos nada sobre lo que realmente pasó; ni de lo que significa lo que sabemos: si el fantasma de
Edward se proyecta como una sombra [de culpa], ¿por qué la sombra de Henry también aparece en la
pared después de su muerte?, ¿no se desvanecería el fantasma de Edward, satisfecho al fin?, ¿tenía el
fantasma de Edward el poder de subyugar el espíritu de Henry después de la muerte, obligándolo a per -
manecer como una sombra en la pared en lugar de encontrar la paz?; o ¿hay quizás un concurso de la
casa misma manteniendo juntos a todos los hermanos aun después de la muerte de dos de ellos?
De la complejidad formal del relato dan fe elementos como ciertos matices de los diálogos imposibles
de capturar en la traducción: se sugiere muy bien formas y tonos del dialecto rural sin usar errores orto-
gráficos intencionales. Por otro lado, el estado de ánimo de los personajes se transmite mediante la ob -
servación detallada del tono de voz, el lenguaje corporal, etc., en lugar de informar el narrador de lo
que los personajes están pensando o sintiendo: prueba de su vanguardismo estilístico, a la altura de
1903, es que los estados psicológicos de los cuatro hermanos sean insinuados con tanta eficacia em-
pleando unos pocos trazos de narración y diálogo. Ello explica, ante el lamento de algún crítico porque
Mary Wilkins Freeman no le haya dado más protagonismo al espacio físico de la habitación [después de
todo, los fantasmas necesitan un lugar para “hacer su trabajo”, un contexto: a este respecto M.R. James

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fue paradigmático, y casi todos los maestros del género se aplican en este sentido; pero no así nuestra
autora], que ella ha desechado intencionalmente cualquier referencia al contexto físico-espacial para
hacer, precisamente, que todo pase por los personajes: y hay que reconocer que su propuesta funciona
muy bien, hasta el punto de que podamos celebrar como prodigio de sutileza la forma en que ha pre -
sentado sus horrores y la zona de sugerencia en que ha mantenido la naturaleza de las sombras

RELATOS: el poético costumbrista El gran pino (p.4); los de terror: El fantasma perdido (p.11) y
Las sombras en la pared (p.22).

EL GRAN PINO

Era verano, cuando el gran pino entonaba la canción invernal, porque siempre la voz de este ár-
bol parecía provocar que quien la escuchaba pensase en lo que había pasado y lo que iba a llegar
más que en el presente. En invierno, el árbol parecía que cantaba a la paz soñolienta bajo sus
frondosas ramas, meciéndose con su aliento aromático, en los ardientes mediodías y cuando el
viajero veraniego subía la ladera de la montaña y se sentaba bajo su sombra a descansar en la ca-
nícula, entonces la canción invernal sonaba mejor que nunca. Cuando el viento soplaba fuerte
traía consigo la canción de los campos helados, de los torrentes de montaña gélidos, de los árbo-
les ocultos tras una espesa barba y encorvados como los ancianos, de los pequeños animales sal-
vajes que temblaban en sus nidos cuando los ruidos súbitos del hielo crujían en la calma tensa
de las noches árticas y de la muerte lejana.
El hombre que reposaba bajo el árbol poseía una gran imaginación y, pese a su extrema ignoran-
cia, vio sin embargo y escuchó lo que excedía a la mera observación. Extenuado por el calor,
pensó en el invierno con ese inmenso placer que provoca en nuestra mente el contraste con la in-
comodidad. No sabía que oía la voz del árbol y no sus propios pensamientos, fusionándose la
personalidad del gran pino con la suya. Era marinero y había escalado distintas alturas de mon-
taña, incluso mástiles fabricados con ese tipo de árbol.
Breves momentos después, echó la cabeza hacía atrás y miró hacia arriba una y otra vez y pensó
que se haría un mástil excelente con el árbol, sino fuera porque se trataba de un pino de madera
blanda.
Hubo un leve movimiento en una rama y un pájaro que vivía en el árbol durante el verano le mi-
ró de reojo con una mirada aguda e inteligente pero el hombre no lo vio. Dio un gran suspiro y
miró con decisión a la ladera que ascendía junto al árbol. Tenía que levantarse y seguir andando
si quería atravesar la montaña antes de que anocheciera. Era un caminante sin recursos, tan po-
bre como el árbol o cualquiera de los animales salvajes que se escondían de él en el monte. Era
incluso más pobre que ellos, porque carecía del derecho feudal de una morada en aquella monta-
ña que ellos habitaban desde generaciones ancestrales de forma inalterable.
Incluso el minúsculo pájaro de mirada escrutadora tenía su pequeño hogar en las ramas del gran
pino pero el hombre no tenía nada. Había regresado a un estado primitivo, era paupérrimo ex-
cepto por las facultades con las que había venido al mundo, y por dos prendas que estaban muy
gastadas por un uso excesivo. La piel se le veía a través de las costuras y los bolsillos estaban
vacíos. Adán después de su expulsión del paraíso no estaba en peores condiciones y este hombre
también cargaba a sus espaldas el peso del castigo de sus malas obras.
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El hombre se alzó, se quedó de pie durante un momento, dejando que el viento fresco abanicara
su frente un poco más, se encogió de hombros con aire de decisión y prosiguió su ascenso por la
orilla seca del arroyo en la que durante el invierno corría el agua del deshielo y la nieve. Más
tarde, llegó a un paso estrecho de árboles caídos en la orilla que le impedían el paso y luego ha-
bía una fuerte subida de roca que tuvo que sortear yendo por la parte inferior.
El árbol quedó en solitario. Permaneció inactivo junto al viento con su verde plumaje. Pertene-
cía a una de las formas de vida más simples que no puede ir más allá de su propia existencia
para juzgarla. No sabía que el hombre volvería y se recostaría en su tronco con un golpe seco,
aunque fuera nimio para su grandeza. Pero el hombre miró hacia arriba del árbol y lo maldijo.
Se había perdido al intentar sortear el precipicio rocoso y había andado en círculo hasta volver
de nuevo junto al árbol. Permaneció allí unos minutos para recobrar el aliento y a continuación
se levantó porque los rayos de sol del ocaso se filtraban en gotas doradas a través del follaje bajo
el pino y continuó andando con fatiga.

Transcurrieron veinte minutos hasta que regresó.


Cuando vio el pino maldijo en voz más alta que la vez anterior. El sol se ponía lentamente. La
montaña parecía que aumentaba de tamaño y los valles se convertían rápidamente en simas de
negro enigma. El hombre miró al árbol con resentimiento. Palpó en su bolsillo una navaja que
tenía, luego una cerilla, y después el tabaco y la pipa que en otras ocasiones le habían reconfor-
tado pero no los tenía. El pensar que había perdido la pipa y el tabaco le produjo una rabieta in-
fantil.
Pensó que tenía que calmar su mal genio con algo externo a él y cogió dos palos secos y empezó
a frotarlos. Tenía cierta destreza para hacer fuego con la madera y al poco brilló una chispa y
después otra. Añadió un puñado de hojas secas y la humareda ahumó su rostro y luego nació una
llama. El hombre continuó su camino, dejando el fuego tras de sí y juró que no aquel árbol no le
volvería a atrapar.
Caminó penosamente por el antiguo cauce, dejando a un lado los esqueletos postrados de árbo-
les gigantes, trepando por piedras que podían haber sido sus sepulcros y gateando precipicios
como una pantera. Después de una impetuosa ascensión, se detuvo para recobrar el aliento y , de
pié desde un saledizo de piedra, miró hacia abajo. A sus pies yacía una oscuridad temblorosa lle-
na de susurros tenues y rumores. Parecía mecerse y arremolinarse como el mar desde la cubierta
de un barco, y, desde luego, se trataba de otra profundidad, el aire en vez del agua.
De repente se dio cuenta que no había luz y que el fuego que había encendido tenía que haberse
apagado. Se fijó en la oscuridad movediza a sus pies e inspiró profundamente. Pudo oler leve-
mente el humo aunque no podía ver ningún fuego. Entonces repentinamente vislumbró un brillo
rojo y luego anaranjado de una llama. De repente, ninguna persona podría explicar cómo suce-
dió, él menos aún que nadie, qué motivo fugaz, surgido de las experiencias de su propia vida, o
quizá de las de sus antepasados, le impulsó a actuar.

Volvió sobre sus pasos, dando tropezones, cayéndose a veces y volviendo a ponerse en pie, des-
prendiéndose piedras a su paso, corriendo el riesgo de romperse las costillas pero sin cejar en su
empeño hasta que llegó junto al pino. Se quedó de pie ante el fulgor de las llamas, después em-
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pezó a dar golpes con palos, a sofocarlas a pisotones, hasta que se hizo daño en los pies. Al fin
extinguió el fuego. Las personas que lo habían visto desde una plaza en el valle se marcharon.
—El fuego se ha apagado —dijeron, con la pena de aquellas personas que, aunque en el fondo
albergaban un ansia de destrucción.
—El fuego se ha apagado —dijeron, pero el fuego estaba bajo y seguía en la montaña.
El hombre que había invocado a la destrucción para satisfacer su propia ira y amargura y que
luego se había arrepentido, se sentó unos minutos junto al círculo ennegrecido en torno al gran
pino, respirando con dificultad. Se paso la ruda manga por la frente para secarse el sudor y miró
de nuevo al árbol, que se erguía ante él como un profeta que le daba la bendición solemne y que
profetizaba en un lenguaje ampuloso que el desconocía.
Abrió la boca mientras le miraba y su rostro parecía en blanco. Palpó en su bolsillo la pipa que
creía perdida, sacó la mano bruscamente y la hizo pedazos contra el suelo. Luego suspiró, musi-
tó una maldición de cansancio y miseria más que de ira. Después se estiró poco a poco, como un
camello viejo y prosiguió el viaje.
Al cabo de un rato, se volvió a detener y miró hacia atrás. La luna brillaba y podía ver con niti-
dez el gran pino coronado por una luz blanca, estirando sus brazos como flechas y lanzas de pla-
ta.
—¡Vaya pedazo de pino! —murmuró, con cierto orgullo de sí mismo.
Sentía que ese ser majestuoso le debía su ser, al haber sido capaz de controlar que ardiera. Si no
lo hubiera logrado, se habría convertido en un simple tronco quemado. En ese momento, por pri-
mera vez en la vida, sintió que trascendía su propia vida. De forma desconocida, este suceso en
apariencia trivial le había puesto en una especie de sintonía con un lugar superior en la escala de
valores que siempre había tenido. Al salvar al árbol de sí mismo, había logrado un crecimiento
espiritual mayor que el árbol al brotar por primera vez.
¿Quién puede saber con certeza dónde puede detenerse la influencia recíproca de todas las for-
mas de creación visible?. Un hombre puede talar un árbol y plantar otro. ¿Quién puede saber el
efecto que puede surtir en el hombre, en su fortuna o perdición?.

Más tarde, el hombre, frunciendo el ceño asintió con la cabeza de forma extraña, como si pusie-
ra en duda su propia identidad; luego siguió su camino ascendente. Después de alcanzar la cum-
bre, bajó la otra ladera de la montaña y prosiguió hacia el norte a través de un estrecho desfila-
dero del valle al que no llegaba la luz de la luna. Este valle resultaba aterrador entre los muros
omnipotentes de la oscuridad plateada. El hombre sintió lo pequeño que era y la grandeza de la
naturaleza que parecía rodearle.
El espíritu se sentía intimidado ante la materia. El hombre, tosco y sin formación, pese a su vida
ruda y monótona, se dio cuenta, miró arriba a ambos lados y echó a correr como si le persiguie -
ran.
Cuando llegó a la cima de un pequeño repecho en el camino del valle, se detuvo e indagó con
ansiedad agudizando la vista la ladera derecha y dio un gran suspiro de alivio. Vio lo que quería

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ver, el tenue brillo de una lámpara de la ventana de una casa, la única en aquel camino solitario
a ocho kilómetros a la redonda.
Era la casa de una granja pequeña cuyo dueño era el padre de la mujer con la que se había casa-
do hacía quince años. Hace diez años, cuando él se marchó, su mujer, su hija, y su suegra vivían
en la granja. Su suegro había fallecido dos años antes y el hombre, que tenía sangre indómita en
las venas, se había rebelado contra el yugo de las penalidades de ganarse la vida por sí mismo
como granjero en la montaña. Por eso se marchó una mañana, dejando tras sí una nota diciendo
que se iba de marino y que escribiría y mandaría dinero, que ganaría más que en la granja.
Pero nunca escribió ni envió dinero. Se cruzó en su destino el pecado y el desastre y al fin había
vuelto a casa, inerme pero no arrepentido, cansado de vivir una mala vida y de jornales exiguos.
Se había retirado del mundo por un impulso innoble, ansiando la seguridad de la estrechez, y el
pan y los peces, que, al fin y al cabo, podían hallarse en la granja con toda seguridad, pero aho-
ra, mientras se aproximaba, tomó conciencia de algo más importante. Un impulso generoso pro-
vocaba otros como obedeciendo a una ley de reproducción espiritual. Empezó a pensar cómo
podía trabajar más que antes y agradar a su mujer y a su suegra.
Contempló la luz de la ventana ante sí con algo similar a la gratitud. Recordaba lo buena que ha-
bía sido su mujer con él y lo bien que se llevaban. Su suegra también era una mujer agradable,
sólo con ojos de reproche pero nunca con lengua viperina. Se acordó de su hija pequeña con
gran ternura y curiosidad. Habría crecido ahora y sería como su madre.
Empezó a imaginarse lo que harían y dirían y lo que le prepararían para cenar. Pensó que le ape-
tecería una loncha de jamón curado de la granja con huevos recién puestos. Tomaría algunas ga-
lletas que hacía su suegra, mantequilla fresca y miel del panal de la granja. Bebería té y tomaría
nata. Le pareció oler el té y el jamón y sintió un hambre más atroz que nunca.
De repente, el vagabundo se moría de hambre del hogar. Había naufragado y había estado a pun-
to de morirse de hambre pero nunca había sentido un hambre como ésta. Había pensado discur-
sos de arrepentimiento pero ahora no planeaba nada. No temía los reproches de quién había he-
cho daño, sólo temía la propia necesidad que sentía de su familia. Apretó el paso y parecía que
estaba corriendo una carrera.

Al fin se acercó a la casa. La luz estaba en la ventana que daba al camino y la cortina estaba le -
vantada. Pudo ver una figura que pasaba de un lado a otro. Se aproximó más y vio que era una
niña pequeña con un bebé en brazos y que caminaba de un lado a otro acunándole. Sus oídos es-
cucharon un llanto débil aunque las puertas y ventanas estaban cerradas. Hacía fresco aunque
fuera verano en las montañas.
Rodeó la casa hasta la puerta lateral y vio que el huerto de la izquierda estaba cubierto de hierba
seca que se tenía que haber cortado hace tiempo, reparando que tampoco había estacas que sepa-
raran el jardín y que la casa parecía gris y destartalada a la luz de la luna, que faltaban algunas
persianas y que una ventana estaba rota. Se apoyó un segundo en la puerta y luego la abrió y en -
tró. Penetró en un vestíbulo cuadrado diminuto; a un lado estaba la puerta de la cocina y al otro
la habitación donde estaba la luz. Abrió la puerta de ésta última y se quedó mirando, porque no
vio nada de lo que había imaginado, salvo la niña pequeña.

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Ésta le contempló, medio alarmada, medio sorprendida, aferrando al bebé que era enclenque
pero que tenía como un año aproximadamente. Dos niños pequeños permanecían cerca de la
mesa donde ardía la lámpara y le miraron con la boca y los ojos muy abiertos. Pero lo que le
sorprendió más al intruso fue descubrir un hombre en cama en la esquina. Le reconoció de in-
mediato como el granjero que había vivido, cuando él se marchó, a unos siete kilómetros del
pueblo. Rememoró que su mujer acababa de morir cuando él se fue. El hombre, cuyo rostro azu-
lado y fantasmal yacía en la almohada, le contempló. Extendió una mano cadavérica como para
amenazarle.
La niña pequeña con el bebé y los dos niños pequeños se acercaron a la cama como para prote-
gerle.
—¿Quién es usted? —le preguntó el hombre enfermo, con una débil tono amenazador— ¿Qué
quiere y cómo se atreve a entrar así?
Era como el gruñido de un perro enfermo.
El otro hombre se acercó a la cama y le preguntó:
—¿Dónde está mi mujer? —con una voz extraña que indicaba horror, enfado y desilusión.
—¿No serás …Dick? -—dijo con voz entrecortada el enfermo.
—Sí, y se quién eres tú, Johnny Wilcox, ¿dónde está mi mujer y qué haces tú aquí?
—Tu mujer ha muerto —respondió el hombre con voz ahogada.
Empezó a toser y se intentó levantar apoyándose en un codo. Tenía los ojos saltones y parecía
un niño enfermo. La niña pequeña rápidamente dejó al bebé en la cama y corrió hacia el armario
de la chimenea a por una botella de jarabe que le dio con una cuchara. El enfermo se recostó in-
tentando recuperar el aliento. Parecía como si estuviera ya muerto, su mandíbula estaba caída y
había hoyos azulados horribles en su rostro.
—¡Muerta! —repitió el visitante, pensando en su mujer y no en la otra imagen de la muerte ante
él.
—Sí, está muerta.
—¿Dónde está mi hija pequeña?
El enfermo levantó una mano temblorosa y señaló a la niña que había tomado al bebe que llori-
queaba.
—¿Es esa?
El enfermo asintió.
El hombre contempló a la niña, bastante alta para su edad pero muy delgada, sus frágiles hom-
bros ya encorvados de tanto trabajar. Ella le miró, seria, con sus ojos azules en un rostro men-
guado, con una expresión tan tierna que parecía una sonrisa. Los ojos del hombre fueron de la
niña al bebé en sus brazos y los dos niños pequeños.
—¿Qué hacéis todos aquí? —preguntó, hosco, e hizo un movimiento hacia la cama. La niña pe-
queña se puso pálida y asió al bebe más cerca.
El enfermo musitó una protesta débil y se quejó.
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—¿Qué hacéis todos aquí? —volvió a preguntar el otro.
—Me casé con tu mujer cuando tuvimos noticias de que tu barco había naufragado. Nos dijo
Abel Dennison que formabas parte de la tripulación, vino a casa y dijo que estabas muerto desde
hacía ocho años. Entonces ella dijo que se casaba conmigo. La había estado cortejando hacía
tiempo después de la muerte de mi mujer y de que mi casa se quemara. Siempre me había gusta-
do. Al principio no estaba muy dispuesta pero al final accedió.
El hombre al que había llamado Dick le miró atónito sin palabras.
—Pensamos que te habías muerto —dijo el enfermo, con un deje de desaprobación que estaba
claramente fuera de lugar.
Dick miró a los niños.
—Tuvimos a los tres —dijo el enfermo—, y ella se murió cuando el bebé tenía dos meses. Tu
hija Lottie ha estado cuidando de él. Ha sido bastante difícil para ella. Enfermé y no he podido
hacer nada. Tan sólo arrastrarme. Lottie puede ordeñar —nos queda una vaca— y da de comer a
las gallinas y el hermano de mi primera mujer nos ha dado algo de harina y carne y nos corta
algo de leña para combustible; hemos ahorrado pero no podremos resistir cuando llegue el in-
vierno. Tenemos que hacer algo —De repente la sorpresa le transfiguró el rostro al pensar—.
¡Cielo santo todo esto es tuyo! Ahora es todo tuyo.
—¿Dónde está la anciana? —preguntó Dick de repente, ignorando lo que el otro había dicho.
—¿Tu suegra? Murió de neumonía hace dos años. Tu mujer lo pasó muy mal. Era una gran ayu-
da con los niños.
Dick asintió:
—Era una buena trabajadora.
—Sí, y tu mujer no era muy fuerte.
—Nunca lo fue.
—No.
—¿Supongo que pudiste enterrarla decentemente?
—Vendí el bosque para leña del camino trasero. Tiene una tumba. Por suerte, lo hice antes de
caer enfermo.
—¿Lo estáis pasando muy mal?
—Fatal, no podemos aguantar mucho más. Hay suficiente leña para cortar, en caso de que pu-
diera, que podría darnos algo de dinero y el heno, que se está pudriendo. No puedo hacer nada,
no tenemos nada excepto el techo de esta casa —De nuevo le volvió a asaltar la sorpresa y dijo
entre dientes—. ¡Dios mío, es toda tuya y de la niña de todos modos!
—¿Hace ella todo el trabajo? —preguntó Dick, señalándola.
—Sí, lo hace lo mejor que puede pero no está muy crecida y no hay dinero para que los niños
vayan como Dios manda y no cocinamos mucho.
Dick caminó con decisión hacia la puerta.

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—¿A dónde vas, Dick? —preguntó el enfermo con una curiosa melancolía— ¿No te irás esta
noche?
—¿Qué hay en la casa para comer?
—¿Qué hay en la casa, Lottie?
—Queda algo de comida, leche y huevos —respondió la niña, con una voz dulce.
—Ven aquí y danos un beso, Lottie —dijo Dick de repente.
La niña se acercó a él con timidez, bamboleándose por el peso del bebé. Elevó su cara y el hom-
bre la dio un beso con una cierta solemnidad.
—Soy tu padre, Lottie.
Los dos se miraron el uno al otro y la niña se echó hacia atrás pero sonreía.
—¿Estás contenta de que esté en casa? —preguntó el hombre.
—Sí, señor.
Dick salió de la cocina. Los niños le siguieron y se quedaron de pie en el umbral, observándole.
Se puso a trabajar a conciencia con los utensilios y materiales que encontró, que eran bastante
escasos. Encendió el fuego y preparó un pastel de maíz. Cocinó unas gachas para el enfermo y
le llevo un cuenco bien caliente.
—No he comido algo así desde que ella murió —dijo el enfermo.
Después de cenar, Dick limpió la cocina, ordenó la otra habitación, hizo la cama, ordeñó y cortó
leña con la que cocinar el desayuno al día siguiente.
—¿No te vas esta noche, Dick? —le preguntó el enfermo con ansiedad, cuando entró después de
que hiciera el trabajo.
—No, no me voy.
—¡Dios mío!. He vuelto a olvidar que ésta es tu casa —dijo el enfermo.
—No me voy de todos modos —respondió Dick.
—Hay una cama arriba. ¿No tienes más ropa que la que llevas puesta, verdad?
—No —contestó Dick, lacónico.
—Bueno, puedes usar la mía que está en el armario fuera de esta habitación hasta que me levan-
te. Hay algunas camisas y pantalones.
—De acuerdo —dijo Dick.

Al día siguiente Dick tomó el desayuno, cocinó huevos y pasteles de maíz con soltura. A conti-
nuación, después de vestirse con la camisa y los pantalones del enfermo, salió al bosque con el
hacha en la mano. Trabajó durante todo el día en los bosques hasta que cortó madera suficiente
y luego alquiló un caballo, que pagaría cuando vendiera la madera. Llevó carretas hasta arriba
de leña a los hoteles y a las granjas que aceptaban huéspedes durante el verano. Se levantaba an-
tes del amanecer, trabajaba en el campo y en la huerta, cortaba el heno y se acostaba tarde po-

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niendo la casa en orden, lavaba y planchaba como una mujer. La casa dio un vuelco. Consiguió
que viniera un doctor a visitar al enfermo pero le dio pocas esperanzas. Estaba tísico pero toda-
vía podía durar bastante.
—No sé quién se va a hacer cargo del pobre —dijo el doctor.
—Yo —dijo Dick.
—También están los niños —repuso el doctor.
—Una es mi hija y cuidaré a los suyos —respondió Dick.
El médico le miró fijamente, con la mirada de alguien que contempla una buena obra en un
mundo perverso, con una mezcla de admiración, desprecio e incredulidad.
—Bueno —dijo—, es una suerte que haya venido.
Después de esta visita Dick simplemente continuó con su nuevo estilo de vida. Trabajaba y les
cuidaba. Resultaba increíble todo lo que podía hacer.
En el otoño pintó la casa; el sótano estaba lleno de verduras de invierno y había buenas reservas
de leña. Los niños estaban bien abrigados y Lottie iba al colegio. Su padre había comprado un
caballo antañón por una bicoca y la llevaba a la escuela todos los días. Una vez en enero tuvo la
oportunidad de conducir por el otro lado de la montaña que había subido la noche de su regreso.
Empezó a primera hora de la tarde para llegar a tiempo a recoger a Lottie.
Era un día despejado y gélido. Había un manto grueso y brillante de nieve en el suelo, con una
ligera capa de hielo. El trineo resbalaba y silbaba por la superficie helada. Los árboles estaban
desnudos y heridos por la última tormenta que había sido temible. La lluvia se había helado al
caer y había caído un vendaval. Las ramas embestidas por el hielo se habían tronzado y a veces
se habían partido árboles enteros.
Dick, deslizándose por la blanca línea del camino, contempló la cumbre de la montaña. Miraba
una y otra vez. Después desistió. Alargó el brazo y tiró de las riendas del caballo.
—Vamos —le gritó, con brusquedad.
El gran pino había caído de su pedestal. Ya no se le veía dominando al resto de los árboles, des-
tacando en solitaria majestad entre los de su especie. La tormenta le había aniquilado. Yacía
postrado en la montaña.
Y el hombre en la carretera pasó fugaz como el viento y se alejó de la montaña dejando atrás el
árbol inanimado.

EL FANTASMA PERDIDO (The Lost Ghost, 1903); traduc. Sebastián Beringheli:


blog El Espejo Gótico

La señora Emerson, sentada con su labor junto a la ventana, miró hacia afuera y vio a la señora
Rhoda Meserve que bajaba por la calle, y supo de inmediato, por el rumbo de sus pasos y la in-
clinación de su cabeza, que estaba pensando en dar la vuelta en la puerta. También sabía por
cierto algo en su porte general (una inclinación del cuello hacia adelante, un bullicioso enganche

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de los hombros) que tenía noticias importantes. Rhoda Meserve siempre tenía las noticias tan
pronto como se publicaban y, por lo general, la señora Emerson era la primera a quien se las co-
municaba.
Las dos mujeres habían sido amigas desde que la señora Meserve se casó con Simon Meserve y
vino a vivir al pueblo. Era una mujer bonita, que se movía con gráciles coqueteos de faldas; su
rostro nítido y nervioso, tan delicadamente teñido como un caparazón. Miraba brillantemente
desde el ala plumosa de un sombrero negro a la señora Emerson en la ventana.
La señora Emerson se alegró de verla venir. Ella le devolvió el saludo con entusiasmo, luego se
levantó apresuradamente, corrió a la sala y sacó una de las mejores mecedoras. Llegó justo a
tiempo, después de colocarla junto a la ventana opuesta, para saludar a su amiga en la puerta.
—Buenas tardes —dijo—. Estoy muy contenta de verte. He estado sola todo el día. John fue a la
ciudad esta mañana. Pensé en ir a tu casa esta tarde, pero me quedé trabajando en mi costura.
Voy a ponerle los volantes a mi nueva falda negra.
—Bueno, no tenía nada que hacer —respondió la señora Meserve—, y pensé en pasar unos mi-
nutos.
—Estoy muy contenta de que lo hayas hecho —repitió la señora Emerson—. Siéntate.
La señora Meserve se acomodó en la mecedora mientras la señora Emerson llevaba su chal y su
sombrero al pequeño dormitorio contiguo. Cuando regresó, la señora Meserve se mecía tranqui-
lamente y ya estaba trabajando poniendo y sacando lana azul.
—Eso es muy bonito —dijo la señora Emerson.
—Sí, creo que es bonito —respondió la señora Meserve.
—Supongo que es para la feria de la iglesia.
—Sí. No creo que saque lo suficiente para pagar el estambre, y mucho menos el trabajo, pero
supongo que tengo que hacer algo.
—¿Cuánto obtuvo en la feria el año pasado?
—Veinticinco centavos.
—Es ridículo, ¿no es así?
—Supongo que lo es. Me toma una semana hacer un tejido decente. Ojalá los que los compraron
por veinticinco centavos tuvieran que hacerlas. Supongo que cantarían otra canción. Bueno, no
debería quejarme tanto.
—Bueno, es un buen trabajo —dijo la señora Emerson, sentándose en la ventana opuesta y reco-
giendo su falda de vestir.
—Sí, es un trabajo realmente bonito. Me encanta tejer crochet.
Mientras se mecían, las dos mujeres cosieron y tejieron en silencio durante dos o tres minutos.
Ambas estaban esperando. La señora Meserve esperó a que se desarrollara la curiosidad de la
otra para que sus noticias tuvieran, por así decirlo, un impacto adecuado. Finalmente, la señora
Emerson no pudo esperar más.
—Bueno, ¿cuáles son las noticias?
—¿Noticias? —evadió la otra mujer, prolongando la situación.
—Vamos. No puedes engañarme —respondió la señora Emerson.
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—¿Cómo lo sabes?
—Por la forma en que te ves.
La señora Meserve se rió consciente y bastante vanamente.
—Bueno, Simon dice que mi cara es tan expresiva que no puedo ocultar nada más de cinco mi-
nutos sin importar cuánto lo intente. En fin, hay algunas noticias. Simon llegó a casa con ellas
este mediodía. Lo escuchó en South Dayton. Tenía algunos asuntos allí esta mañana. El viejo lu-
gar de Sargent está alquilado.
La señora Emerson dejó la costura y se quedó mirando.
—¡Déjate de bromas!
—No es ninguna broma.
—¿A quién se lo alquilaron?
—A unas personas de Boston que se mudaron a South Dayton el año pasado. No estaban satisfe-
chas con la casa que tenían allí, no era lo suficientemente grande. El hombre tiene una propiedad
considerable y puede permitirse vivir bastante bien. Tiene una esposa y su hermana soltera en la
familia. La hermana también tiene dinero. Él hace negocios en Boston y es tan fácil llegar a
Boston desde aquí como desde South Dayton, por lo que vienen aquí. Sabes que la antigua casa
Sargent es un lugar espléndido.
—Sí, es la casa más bonita de la ciudad, pero…
—Oh, Simon dijo que le contaron sobre eso y él solo se rió. Dijo que no tenía miedo y tampoco
su esposa y su hermana. Dijo que se arriesgaría a tener fantasmas en lugar de dormir en peque-
ños dormitorios sin sol, como los que había en la casa de los Dayton. Dijo que preferiría arries-
garse a ver fantasmas.
—Oh, bueno —dijo la señora Emerson—, es una casa hermosa, y tal vez no haya nada cierto en
esas historias. Nunca les hice mucho caso.
—Yo no entraría en esa casa aunque me regalaran el alquiler —declaró la señora Meserve con
énfasis—. He visto suficientes casas embrujadas como para volver a vivir en una.
El rostro de la señora Emerson adquirió la expresión de un sabueso de caza.
—¿Tienes alguna historia? —preguntó en un susurro intenso.
—Sí tengo. Y no quiero más de eso.
—¿Antes de que vinieras aquí?
—Sí; antes de casarme, cuando era toda una niña.
La señora Meserve no se había casado joven. La señora Emerson hizo cálculos mentales cuando
escuchó eso.
—¿De verdad vivías en una casa…?
La señora Meserve asintió solemnemente.
—¿Realmente viste… algo?
La señora Meserve asintió.
—¿Nada que te hiciera daño?

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—No, no vi nada que me hiciera daño mirándolo de una manera, pero a nadie en este mundo le
hace bien ver esas cosas. Nunca lo superas.
Hubo un momento de silencio. Las facciones de la señora Emerson parecieron afilarse.
—Bueno, por supuesto que no quiero presionarte —dijo ella—, si no tienes ganas de hablar de
eso; pero tal vez te haga bien contarlo si está en tu mente, preocupándote.
—Trato de quitármelo de la cabeza —dijo la señora Meserve.
—Bueno, eso es comprensible.
—Nunca le dije a nadie más que a Simon —dijo la señora Meserve—. No sabía lo que la gente
podría pensar. Tantos no creen en nada que no puedan entender, que podrían pensar que mi
mente no estaba bien. Simon me aconsejó que no hablara de eso. Dijo que no creía que fuera
algo sobrenatural, pero que tenía que admitir que no podía dar ninguna explicación. Luego dijo
que no hablaría de eso. Dijo que mucha gente preferiría creer que estaba loca.
—Estoy segura de que no diría eso —respondió la señora Emerson con reproche—. Me conoces
mejor que eso, espero.
—Sí —respondió la señora Meserve—. Sé que no lo dirías.
—Y no se lo diría a nadie si no quisieras.
—Bueno, preferiría que no lo hicieras.
—No hablaré de eso ni siquiera con el señor Emerson.
—Preferiría que ni siquiera lo hablaras con él.
—No lo haré.
La señora Emerson volvió a levantarse la falda. La señora Meserve enganchó otro lazo de lana
azul. Y entonces comenzó:
—Por supuesto —dijo—, no voy a afirmar positivamente que crea o no crea en los fantasmas.
Todo lo que les digo es lo que vi. No puedo explicarlo. No finjo que puedo, porque no puedo. Si
tú puedes, muy bien. Me alegraré, porque dejará de atormentarme como lo ha hecho. No ha ha-
bido un día ni una noche desde que sucedió que no haya pensado en ello, y siempre he sentido
escalofríos en mi espalda cuando lo hacía.
—Esa es una sensación horrible —dijo la señora Emerson.
—Sí. Bueno, sucedió antes de casarme, cuando era niña y vivía en East Wilmington. Fue el pri-
mer año que viví allí. Sabes que toda mi familia murió cinco años antes de eso. Te lo he conta-
do.
La señora Emerson asintió.
—Bueno, fui allí para dar clases en la escuela, y fui internada con la señora Amelia Dennison y
su hermana, la señora Bird. Abby Bird era su nombre. Era viuda; nunca había tenido hijos. Te-
nía un poco de dinero (la señora Dennison no tenía) y había venido a East Wilmington y com-
prado la casa en la que vivían. Era una casa realmente bonita, aunque muy vieja y deteriorada.
Le había costado a la señora Bird un gran trabajo ponerla en orden. Supongo que esa fue la ra-
zón por la que me llevaron a bordo. Quizás pensaron que ayudaría un poco. Lo que pagué por
mi pensión nos mantuvo a todas. Ella había gastado tanto arreglando la vieja casa que debieron
haber estado un poco apretadas por un tiempo.

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»De todos modos, me llevaron a bordo, y pensé que tenía mucha suerte de estar allí. Tenía una
bonita habitación, grande, soleada y con bonitos muebles, el papel y la pintura eran nuevos, y
todo tan limpio como la cera. La señora Dennison era una de las mejores cocineras que he visto
en mi vida, y yo tenía una pequeña estufa en mi habitación, y siempre había un buen fuego allí
cuando llegaba a casa de la escuela. Pensé que no había estado en un lugar tan agradable desde
que perdí mi propia casa, hasta que estuve allí unas tres semanas.
»Supongo que había estado ocurriendo desde que ellas estaban en la casa, y eso fue casi cuatro
meses atrás. No habían dicho nada al respecto, y no me extrañó, ya que acababan de comprar la
casa y habían tenido tantos gastos y problemas para arreglarla.
»Fui allí en septiembre. Empecé mi escuela el primer lunes. Recuerdo que fue un otoño muy
frío, hubo una helada a mediados de septiembre y tuve que ponerme el abrigo de invierno. Re-
cuerdo que cuando llegué a casa esa noche (déjame ver, comencé la escuela un lunes) me quité
el abrigo y lo puse sobre la mesa en la entrada principal. Era un abrigo realmente bonito, de pa-
ño grueso y negro adornado con pieles. Lo había comprado el invierno anterior. La señora Bird
me gritó cuando subí las escaleras que no debía dejarlo en la entrada principal por temor a que
alguien entrara y se lo llevara, pero yo solo me reí y le dije que no tenía miedo. Nunca tuve mu -
cho miedo de los ladrones.
»Aunque apenas era mediados de septiembre, fue una noche realmente fría. Recuerdo que mi
habitación daba al oeste, y el sol se estaba poniendo, y el cielo era de un amarillo pálido y púr-
pura, tal como se ve a veces cuando se avecina una ola de frío. Prefiero pensar que fue la noche
en que llegó la escarcha por primera vez. De todos modos, sé que la señora Dennison tapó algu-
nas flores que tenía en el jardín delantero. Recuerdo mirar hacia afuera y ver un viejo chal verde
a cuadros sobre la verbena. Había fuego en mi pequeña estufa. Lo hizo la señora Bird, lo sé. Era
una mujer realmente maternal; siempre parecía ser la más feliz cuando estaba haciendo algo
para hacer felices a otras personas. La señora Dennison me dijo que siempre había sido así, que
había mimado a su esposo constantemente.
»—Es una suerte que Abby nunca haya tenido hijos —dijo—, porque los habría mimado.
»Esa noche me senté junto a mi pequeño fuego y comí una manzana.
»Había un plato de bonitas manzanas en mi mesa. La señora Bird los puso allí. Siempre me gus-
taron mucho las manzanas. Bueno, me senté y comí una manzana, y estaba pasándolo muy bien,
pensando en la suerte que tenía de haber conseguido alojamiento en un lugar así, con gente tan
agradable, cuando escuché un sonido extraño en mi puerta. Era un sonido tan vacilante que pa-
recía más una torpeza que un golpe, como si alguien muy tímido, con manos muy pequeñas, es-
tuviera palpando la puerta, sin atreverse a tocar. Por un momento pensé que era un ratón. Pero
esperé y vino de nuevo, y luego decidí que era un golpe, así que dije:
»—Adelante.
»Pero nadie entró, y luego volví a escuchar el golpe. Entonces me levanté y abrí la puerta, pen-
sando que era muy raro, y tuve una sensación de miedo sin saber por qué.
»Abrí la puerta, y lo primero que noté fue una corriente de aire frío, como si la puerta principal
de abajo estuviera abierta, pero había un extraño olor a encierro en la corriente fría. Olía más a
un sótano que hubiese estado cerrado durante años que a aire fresco. Entonces vi algo. Primero
vi mi abrigo. Lo que lo sostenía era tan pequeño que no podía ver mucho más. Entonces vi una
carita blanca con ojos tan asustados y deseosos que parecían como si fueran a hacer un agujero
en el corazón de cualquiera. Era un rostro pequeño y espantoso, con algo que lo hacía diferente
de cualquier otro rostro en la tierra, pero era tan triste que de alguna manera eliminó gran parte
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del horror. Y había dos manitas manchadas de púrpura por el frío, sosteniendo mi abrigo de in-
vierno, y una extraña vocecita lejana decía:
»—No puedo encontrar a mi madre.
»—Por el amor de Dios —dije—, ¿quién eres?
Entonces la vocecita dijo de nuevo:
»—No puedo encontrar a mi madre.
»Todo el tiempo pude oler el frío y vi que se trataba de la niña; ese frío se aferraba a ella como
si hubiera salido de un lugar mortalmente frío.
»Tomé mi abrigo, no sabía qué más hacer. Estaba tan frío como si se hubiera desprendido del
hielo. Entonces pude ver a la niña más claramente. Estaba vestida con una pequeña prenda blan-
ca hecha de manera muy simple. Era un camisón, sólo que muy largo, que le cubría bastante los
pies, y podía ver vagamente a través de él su cuerpecito delgado, moteado de púrpura por el frío.
Su rostro no parecía tan helado; aunque era de un blanco ceroso. Su cabello era oscuro, pero pa-
recía que podría ser oscuro solo porque estaba muy húmedo, casi mojado, y en realidad podría
ser claro. Se le pegaba muy cerca de la frente, que era redonda y blanca. Habría sido muy her-
mosa si no hubiera sido tan espantosa.
»—¿Quién eres? —volví a decir, mirándola.
»Me miró con sus terribles ojos suplicantes y no dijo nada.
»—¿Qué eres? —dije.
»Luego se fue. No parecía correr ni caminar como otros niños. Revoloteaba, como una de esas
pequeñas mariposas blancas y transparentes que no parecen reales, tan livianas y se mueven
como si no tuvieran peso. Pero miró hacia atrás desde lo alto de las escaleras.
»—No puedo encontrar a mi madre —dijo, y nunca escuché una voz así.
»—¿Quién es tu madre? —dije, pero ya no estaba.
»Pensé por un momento que debería desmayarme. La habitación se oscureció y escuché un can-
to en mis oídos. Luego arrojé mi abrigo sobre la cama. Mis manos estaban tan frías como el hie-
lo por sostenerlo, me paré en mi puerta y llamé primero a la señora Bird y luego a la señora
Dennison. No me atrevía a bajar las escaleras. Me parecía que me volvería loca.
»Podía oírlas pisar escaleras abajo y podía oler las galletas horneadas para la cena. De alguna
manera, el olor de esas galletas parecía lo único natural que me quedaba para mantenerme en
mis cabales. No me atrevía a moverme. Me quedé allí y llamé, y finalmente escuché que se abría
la puerta de entrada. La señora Bird me llamó:
»—¿Qué sucede? ¿Llamó, señorita Arms?
»—Vengan; suban aquí lo más rápido que puedan, las dos —grité—. ¡Rápido, rápido, rápido!
»Escuché a la señora Bird decirle a la señora Dennison:
»—Ven rápido, Amelia, algo sucede en la habitación de la señorita Arms.
»Incluso entonces me llamó la atención que se expresara de manera tan extraña, y me pareció
muy extraño, de hecho, cuando ambas subieron, que parecían saber lo que había pasado.
»—¿Qué pasa, querida? —preguntó la señora Bird, y su amorosa voz tenía un tono forzado.
La vi mirar a la señora Dennison y esta le devolvió la mirada.
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»—Por el amor de Dios —dije, y nunca lo había dicho antes—, por el amor de Dios, ¿qué fue lo
que trajo mi abrigo?
»—¿Cómo era? — preguntó la señora Dennison con una especie de voz entrecortada, y miró a
su hermana de nuevo.
»—Era una niña que nunca antes había visto por aquí. Parecía un niña, quiero decir, porque nun-
ca vi una cosa tan espantosa. Tenía un camisón y decía que no podía encontrar a su madre. ¿Qué
era?
»Por un momento pensé que la señora Dennison se iba a desmayar, pero la señora Bird se aferró
a ella y le frotó las manos y le susurró al oído (tenía una voz de lo más arrulladora), y corrí a
buscarle un vaso de agua. Te digo que necesité mucho coraje para bajar sola, pero habían puesto
una lámpara en la mesa de la entrada. No creo que me hubiera animado a bajar las escaleras en
la oscuridad, pensando cada segundo que esa niña podría estar cerca. La lámpara y el olor de las
galletas horneadas parecían animarme, pero te digo que no perdí mucho tiempo con el vaso de
agua. Accioné la bomba como si la casa estuviera en llamas y tomé lo primero que encontré con
forma de vaso: era uno pintado que le había regalado la clase de escuela dominical de la señora
Dennison y estaba destinado a ser un florero.
»Lo llené y luego corrí escaleras arriba. Sentía que algo me atraparía en los pies. Luego sostuve
el vaso en los labios de la señora Dennison, mientras la señora Bird sostenía la cabeza. Bebió un
buen trago y luego miró fijamente el vaso.
»—Sí —dije—, lo sé. Tomé lo primero que encontré.
»—No mojes las flores pintadas —dijo la señora Dennison muy débilmente—, se lavarán si lo
haces.
El agua pareció sentarle bien a la señora Dennison, porque enseguida empujó a la señora Bird y
se sentó. Ella había estado acostada en mi cama.
»—Ya estoy bien —dijo, pero estaba terriblemente blanca, y sus ojos parecían como si vieran a
través de las cosas.
La señora Bird no estaba mucho mejor, pero siempre tuvo una especie de aspecto dulce y agra-
dable que nada podía perturbar. Sabía que yo tenía un aspecto espantoso, porque me vi reflejada
en el espejo y difícilmente habría sabido quién era.
»—Señora Dennison —se deslizó de la cama y caminó tambaleándose hasta una silla—. Fui
tonta al ceder así.
»—No, no lo fuiste, hermana —dijo la señora Bird—. No sé lo que esto significa más que tú,
pero sea lo que sea, nadie debe ser llamado tonto por estar abrumado por algo tan diferente de
otras cosas que hemos conocido toda nuestra vida.
»La señora. Dennison miró a su hermana, luego me miró a mí, luego volvió a mirar a su herma-
na, y la señora Bird habló como si le hubieran hecho una pregunta.
»—Sí —dijo—, creo que se le debe decir a la señorita Arms, es decir, creo que se le debe decir
todo lo que sabemos.
»—Eso no es mucho —dijo la señora Dennison con una especie de suspiro agonizante.
»Parecía como si fuera a desmayarse de nuevo en cualquier momento. Era una mujer de aspecto
realmente delicado, pero resultó que era mucho más fuerte que la pobre señora Bird.

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»—No, no es mucho lo que sabemos —dijo la señora Bird—, pero también lo debería saber ella.
Sentí que debería hacerlo cuando vino aquí por primera vez.
»—Bueno, no me sentía del todo bien al respecto —dijo la señora Dennison—, pero seguía es-
perando que se detuviera. De todos modos, que tal vez nunca la molestaría. Además, necesitába-
mos el dinero.
»—Aparte del dinero, estábamos muy ansiosas de que vinieras, querida —dijo la señora Bird.
»—Sí —dijo la señora Dennison—, queríamos compañía joven en la casa. Estábamos solas, y a
ambas nos gustó mucho la idea de que te quedaras en el momento en que te vimos.
»Supongo que fue así. Eran mujeres hermosas y nadie podía ser más amable conmigo que ellas.
Nunca las culpé por no haberme dicho nada antes y, como decían, no había mucho que contar.
»Tan pronto como compraron la casa y se mudaron comenzaron a ver y escuchar cosas. La se-
ñora Bird dijo que estaban sentadas en la sala de estar, una noche, cuando lo escucharon por pri-
mera vez. Dijo que su hermana estaba tejiendo encajes (la señora Dennison hacía hermosos en-
cajes de punto) y que estaba leyendo el Missionary Herald (la señora Bird estaba muy interesa-
da en el trabajo misionero), cuando de repente escucharon algo. Ella lo escuchó primero y dejó
su revista, y luego la señora Dennison, que dejó caer el encaje.
»—¿Qué es lo que estás escuchando, Abby? —dijo.
Se oyó otro ruido. Ambas lo escucharon, y un escalofrío les recorrió la espalda, aunque no sa-
bían por qué.
»—Es el gato, verdad? —dijo la señora Bird.
»—No es un gato cualquiera —dijo la señora Dennison.
»—Oh, supongo que debe ser el gato; tal vez tenga un ratón —dijo la señora Bird para calmar a
la señora Dennison, porque vio que estaba muerta de miedo y siempre temía que se desmayara.
Luego abrió la puerta y llamó»— ¡Gatito, gatito, gatito!
Habían traído a su gato en una canasta cuando vinieron a vivir a East Wilmington. Era un gato
tigre muy guapo, y sabía mucho.
»—Ahí está; ¿ves que era el gato? —dijo la señora Bird—. ¡Pobre gatito!
»Pero la señora Dennison miró al gato y dio un gran chillido.
»—¿Qué es eso? ¿Qué es eso?
»—¿Qué es qué? —dijo la señora Bird, fingiendo para sí misma que no vio lo que quería decir
su hermana.
»—Algo se apoderó de la cola de ese gato —dijo la señora Dennison—. Algo se apoderó de su
cola. Está tirada hacia afuera, y él no puede escapar. ¡Solo escúchalo maullar!
»—No es nada —dijo la señora Bird, pero incluso mientras decía eso, pudo ver una pequeña
mano agarrando firmemente la cola de ese gato.
»La niña pareció salir de la oscuridad detrás de la mano, y estaba como riéndose, en lugar de pa-
recer triste. Su risa era lo más horrible y lo más triste que habían oído en sus vidas.
»Bueno, estaban tan estupefactas que no sabían qué hacer, y al principio no podían sentir que
era algo sobrenatural. Creyeron que debía ser una de las hijas del vecino.

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»—¿No sabes que no debes tirar de la cola del gatito? ¿No sabes que lastimaste al pobre gatito y
te arañará? Pobre gatito, no debes hacerle daño.
»Y con eso, dijo, la niña dejó de tirarle la cola y se puso a acariciarlo. El gato se puso de espal-
das y se frotó y ronroneó como si le gustara. Nunca pareció asustarse, y eso fue extraño, porque
siempre había oído que los animales tenían un miedo terrible a los fantasmas; pero bueno, ese
era un pequeño fantasma bastante inofensivo.
»La señora Bird dijo que la niña acarició a ese gato, mientras ella y la señora Dennison lo mira-
ban y se abrazaban porque, por mucho que intentaron pensar que estaba bien, no se veía bien.
Finalmente habló la señora Dennison.
»—¿Cómo te llamas, muchachita?
»Entonces la niña miró hacia arriba y dejó de acariciar al gato. Dijo que no podía encontrar a su
madre, tal como me lo dijo a mí. Luego, la señora Dennison soltó un grito ahogado. La señora
Bird pensó que se iba a desmayar, pero no lo hizo.
»—Bueno, ¿quién es tu madre?
»La niña simplemente volvió a decir:
»—No puedo encontrar a mi madre, no puedo encontrar a mi madre.
»—¿Dónde vives, querida? —dijo la señora Bird.
»—No puedo encontrar a mi madre.
»Así fue, según me contaron. Esas dos mujeres se pararon allí, tomadas de la mano, y la niña se
paró frente a ellas. Le hicieron toda clase de preguntas, y todo lo que ella decía era:
»—No puedo encontrar a mi madre.
»Entonces la señora Bird trató de agarrar a la niña, porque pensó, a pesar de lo que veía, que tal
vez estaba nerviosa y que era un niña de verdad, solo que no estaba del todo bien de la cabeza,
que se había escapado de casa, todavía con su camisón puesto, en medio de la noche.
»Ella trató de abrazarla. Tuvo la idea de envolverla con un chal y salir —era tan pequeña que
podría haberla cargado con bastante facilidad— y tratar de averiguar a cuál de los vecinos perte-
necía. Pero en el momento en que la rodeó, no había ninguna niña allí; sólo estaba esa vocecita
que parecía surgir de la nada, diciendo:
»—No puedo encontrar a mi madre —y luego se apagó.
»Lo mismo, o algo muy parecido, volvió a suceder varias veces. De vez en cuando, la señora
Bird estaba lavando los platos y, de repente, la niña estaba de pie junto a ella con el paño de co-
cina, secándolos. Por supuesto, eso fue terrible. A veces no se lo decía a la señora Dennison, la
ponía muy nerviosa. A veces, cuando estaban haciendo pasteles, encontraban las pasas todas re-
cogidas y, otras, encontraban pequeños palitos de leña tirados junto a la estufa de la cocina.
Nunca sabían cuándo se encontrarían con esa niña, y ella siempre decía una y otra vez que no
podía encontrar a su madre. Nunca más intentaron hablar con ella, excepto cuando la señora
Bird se desesperaba y le preguntaba algo, pero la niña parecía no escucharla; ella siempre seguía
diciendo que no podía encontrar a su madre.
»Después de que me contaron sobre su experiencia con la niña, me informaron sobre la casa y
las personas que habían vivido allí. Parecía que algo terrible había sucedido en esa casa, algo
que el agente inmobiliario nunca les había comunicado. No creo que la hubieran comprado de

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otro modo, no importa lo barata que fuera, porque incluso si la gente no tiene miedo de nada,
nadie quiere vivir en un lugar donde han sucedido cosas tan terribles.
»Sin importar cuán cómoda me hicieran sentir, estaba nerviosa. Pero me quedé. Por supuesto,
nada volvió a suceder en mi habitación. Si lo hubiera hecho no podría haberme quedado.
—¿Qué pasó con esa niña? ¿Lo sabes? —preguntó la señora Emerson con voz asombrada.
—Algo horrible. Esa niña había vivido en la casa con su padre y su madre dos años antes. Pro-
cedían, por la rama paterna, a una muy buena familia. Tenían una buena posición. Él tenía una
casa de cuero en la ciudad, y vivían muy bien, con mucho que hacer. Pero la madre era una mu-
jer realmente malvada. Era tan guapa como un cuadro, y decían que procedía de gente bastante
importante de Boston, pero no era muy limpia, aunque hablaba muy bien y le gustaba a casi
todo el mundo. Solía vestirse elegantemente y hacer un gran espectáculo, y nunca pareció intere-
sarse mucho por la niña. La gente comenzó a decir que no la trataban bien.
»La mujer tenía dificultades para cuidar a la niña. La gente no lo creía al principio; pero pronto
se empezó a hablar de que la mujer la maltrataba. Pobre criatura; no tenía mucho más de cinco
años, y era pequeña e infantil para su edad. Sin embargo, hacía la mayor parte del trabajo hoga-
reño. Se rumoreaba que la pequeña solía pararse en una silla y lavar los platos, y la habían visto
cargando palos de madera casi tan grandes como ella muchas veces, y habían oído a su madre
regañarla. La mujer era una buena cantante y tenía una voz como de lechuza cuando regañaba.
»El padre estaba fuera la mayor parte del tiempo, a veces durante semanas. Había un hombre ca-
sado rondando a la madre durante algún tiempo. La gente chusmeó un poco; pero no estaban se-
guros de que algo anduviera mal. Él era un hombre muy alto, con dinero, por lo que se quedaron
bastante callados por temor a que se enterara y les causara problemas. Por supuesto nadie estaba
seguro, aunque la gente dijo después que el padre del niño debería saberlo.
»Eso era fácil de decir; no habría sido tan fácil encontrar a alguien que hubiera estado dispuesto
a decirle lo que pasaba cuando él no estaba, especialmente cuando nadie estaba muy seguro.
Todo lo que parecía pensar el padre era ganar dinero para comprar cosas para su esposa. Se dice
que él adoraba a la niña, que era un hombre muy agradable. Los hombres que son tratados tan
mal en su mayoría son muy buenos hombres. Siempre lo he notado.
»Una mañana ese hombre del que se había hablado en voz baja desapareció. Al parecer, le dijo a
su esposa que tenía que ir a Nueva York por negocios y que podría estar fuera una semana, y
que no se preocupara si no le escribía. La esposa esperó, y trató de no preocuparse hasta que pa -
saron nueve días, luego corrió a la casa de un vecino y se desmayó. Hicieron averiguaciones y
descubrieron que el hombre se había ido con algo de dinero que tampoco le pertenecía.
»Entonces la gente empezó a preguntar dónde estaba la madre de la niña. Algunos recordaron
que ella les había dicho que pensaba llevarse a la niña e irse a Boston a visitar a sus padres, así
que cuando no la vieron por un tiempo, y la casa se mantenía cerrada, llegaron a la conclusión
de que allí era donde ella estaba.
»En fin: la casa estaba cerrada, y la mujer, el hombre y la niña estaban desaparecidos. Entonces,
de repente, una de las mujeres que vivían cerca recordó algo. Recordó que se había despertado
tres noches seguidas, pensando que había oído llorar a un niño en alguna parte, y una vez des-
pertó a su esposo, pero él dijo que debía ser la niña de los Bisbees. La niña no estaba bien y
siempre lloraba. Solía tener cólicos, especialmente por la noche. Así que no pensó más en eso
hasta que surgió esto. Entonces, de repente, sí empezó a cavilar en el asunto. Contó lo que había
oído y finalmente la gente empezó a pensar que era mejor entrar en esa casa y ver si pasaba
algo.
20
»Entraron y encontraron muerta a la niña, encerrada en una de las habitaciones. (La señora Den-
nison y la señora Bird nunca usaron esa habitación; era una habitación trasera en el segundo
piso).
»Sí, encontraron a esa pobre niña allí, muerta de hambre y congelada, aunque no estaban segu-
ros de que se hubiera muerto de frío, porque estaba en la cama con ropa suficiente para mante-
nerla bastante abrigada. Pero ella había estado allí una semana, y no era más que piel y huesos.
Parecía como si la madre la hubiera encerrado en la casa cuando se fue y le dijo que no hiciera
ruido por temor a que los vecinos la escucharan y se enteraran de que ella misma se había ido.
»La señora Dennison dijo que realmente no podía creer que la mujer hubiera tenido la intención
de matar de hambre a su propia hija. Probablemente pensó que la pequeña finalmente llamaría a
alguien, o que la gente intentaría entrar en la casa y la encontraría. Pensara lo que pensara, allí
estaba la niña, muerto.
»Pero eso no fue todo. El padre llegó a casa cuando la niña acababa de ser enterrado. Estaba fue-
ra de sí. Siguió el rastro de su esposa, la encontró y la mató a tiros. Salió en todos los periódicos
en ese momento. De algún modo logró escapar. No se volvió a saber sobre él desde entonces. La
señora Dennison pensaba que se había quitado la vida o se había ido del país, nadie lo sabía,
pero sí sabían que algo andaba mal en la casa.
—Nunca escuché algo así en mi vida —dijo la señora Emerson, mirando a la otra mujer con
ojos asombrados.
—Pensé que dirías eso —dijo la señora Meserve—. No te sorprenderá que no esté dispuesta a
decir cosas ligeras cuando escucho que hay algo raro en una casa, ¿verdad?
—No, no después de escuchar tu historia —dijo la señora Emerson.
—Pero eso no es todo —dijo la señora Meserve.
—¿La viste de nuevo? —preguntó la señora Emerson.
—Sí, la vi varias veces antes de la última vez. Tuve suerte de no estar tan nerviosa, o nunca po-
dría haberme quedado allí, por mucho que me gustara el lugar y por mucho que pensara en esas
dos mujeres hermosas. Las amaba. Espero que la señora Dennison venga a verme alguna vez.
»Bueno, me quedé, y nunca supe cuándo vería a esa niña. Tuve mucho cuidado de llevar todas
mis pertenencias arriba por miedo a que ella viniera cargando mi abrigo o sombrero o guantes o
encontrara cosas hechas o lavadas. No puedo decirte cuánto temía verla; y peor que verla era es-
cucharla decir: No puedo encontrar a mi madre. Era suficiente para helarte la sangre. Nunca es-
cuché a un niño vivo llorar por su madre de ese modo. Bastaba para romperte el corazón.
»Ella solía venir y decirle eso a la señora Bird con más frecuencia que a cualquier otra persona.
Una vez escuché a la señora Bird decir que se preguntaba si era posible que la pobrecita no pu-
diera realmente encontrar a su madre en el otro mundo. Había sido tan malvada. Pero la señora
Dennison le dijo que no creía que fuera así.
»La señora Bird era una buena mujer, una que no se cansaba de hacer cosas por los demás. Pare-
cía que de eso vivía. No creo que estuviera tan asustada por esa pequeña fantasma, por mucho
que la compadeciera. Estaba muy desconsolada porque no podía hacer nada por ella.
»Una vez escuché a la señora Bird decir que se moriría si no podía quitarle esa horrible túnica
blanca a la niña, ponerle algo de ropa decente, alimentarla, y sobre todo evitar que busque a su
madre. Lo decía en serio. Lloró cuando lo dijo. Eso sucedió no mucho antes de que muriera.

21
»Ahora estoy llegando a la parte más extraña de todo. La señora Bird murió muy repentinamen-
te. Una mañana, era sábado y no había clases, bajé a desayunar y la señora Bird no estaba; no
había nadie más que la señora Dennison. Estaba sirviendo el café cuando entré.
»—¿Dónde está la señora Bird? —pregunté.
»—Abby no se siente muy bien esta mañana —dijo ella—. Supongo que no es gran cosa, pero
no durmió muy bien, le duele la cabeza y tiene un poco de frío. Le dije que se quedara en la
cama hasta que la casa se calentara. Es una mañana muy fría.
»—Tal vez esté resfriada —dije.
»—Sí, supongo que eso es —dijo la señora Dennison—. Un resfrío. Se levantará en poco tiem-
po. Abby no es de las que se quedan en la cama ni un minuto más de lo necesario.
»Continuamos desayunando, y de repente una sombra parpadeó a través de una pared de la habi-
tación y sobre el techo, de la forma en que a veces lo hace una sombra cuando alguien pasa por
una ventana exterior. La señora Dennison y yo miramos hacia arriba y luego por la ventana; en-
tonces la señora Dennison dio un grito.
»—¡Vaya, Abby está loca! —dijo—. Ahí está, en una mañana glacial, y... y...
No terminó, pero se refería a la niña. Porque ambas estábamos mirando hacia afuera y vimos,
más claramente que nunca en nuestras vidas, a la señora Abby Bird que se alejaba por el sendero
de nieve blanca con esa niña agarrada a su mano, acurrucándose cerca de ella como si hubiera
encontrado a su propia madre.
»—Está muerta —dijo la señora Dennison, agarrándome con fuerza—. Ella está muerta; ¡mi
hermana está muerta!
»Y lo estaba.
»Corrimos escaleras arriba tan rápido como pudimos. Ella estaba muerta en su cama, sonriendo
como si estuviera soñando, y un brazo y una mano estaban estirados como si algo los hubiera
agarrado. No se pudo enderezar ese brazo ni siquiera para colocarla en su ataúd.
—¿Se volvió a ver a la niña? —preguntó la señora Emerson con voz temblorosa.
—No —respondió la señora Meserve»—. Nunca más se volvió a ver a esa niña después de que
saliera por el patio con la señora Bird.

LAS SOMBRAS EN LA PARED (The Shadows on the Wall, 1903);


traduc. Sebastián Beringheli: blog El Espejo Gótico

—Henry tuvo unas palabras con Edward en el estudio la noche antes de que este muriera —dijo
Caroline Glynn.
Era una mujer mayor, alta y muy delgada, con un rostro duro e incoloro. No habló con acritud,
sino con grave severidad. Rebecca Ann Glynn, más joven, más robusta y de rostro sonrosado
entre sus ondulantes mechones de cabello gris, jadeó, a modo de asentimiento.
Se sentó con su amplio volado de seda negra en la esquina del sofá y miró aterrorizada a sus
hermanas, Caroline y la señora Stephen Brigham, que había sido Emma Glynn, la única belleza

22
de la familia. Todavía era hermosa, con una belleza grande, espléndida y en toda regla. Llenó
una gran mecedora con su soberbia mole de feminidad y se balanceó suavemente de un lado a
otro, sus sedas negras susurrando y sus volantes negros revoloteando.
Incluso el impacto de la muerte (porque su hermano Edward yacía muerto en la casa) no pudo
perturbar la serenidad exterior de su comportamiento. Estaba apenada por la pérdida de su her-
mano: él había sido el más joven y ella lo quería mucho, pero Emma Brigham nunca había per-
dido de vista su propia importancia en medio de las aguas de la tribulación. Siempre estuvo des-
pierta a la conciencia de su propia estabilidad en medio de las vicisitudes y al esplendor de su
porte permanente.
Pero incluso su expresión de magistral placidez cambió ante el anuncio de su hermana Caroline
y el jadeo de terror y angustia de su hermana Rebecca Ann en respuesta.
—Creo que Henry podría haber controlado su temperamento, cuando el pobre Edward estaba
tan cerca de su fin —dijo ella con una aspereza que perturbó ligeramente las curvas rosadas de
su hermosa boca—. Por supuesto que él no lo SABÍA —murmuró Rebecca Ann en un tono dé-
bil, extrañamente fuera de lugar con su apariencia.
—Por supuesto que él no lo sabía —dijo Caroline rápidamente. Se volvió hacia su hermana con
una extraña mirada aguda de sospecha—. ¿Cómo podría haberlo sabido? —dijo—. Luego se en-
cogió como ante la posible respuesta del otro—. Por supuesto que tú y yo sabemos que no po-
dría saberlo —agregó de manera concluyente, pero su rostro estaba más pálido que antes.
Rebecca jadeó de nuevo. La hermana casada, la señora Emma Brigham, estaba ahora sentada
con la espalda recta en su silla; había dejado de mecerse y las miraba fijamente a ambas con una
súbita acentuación de la semejanza familiar en su rostro.
—¿Qué quieres decir? —dijo.
Entonces ella también pareció encogerse ante una posible respuesta. Incluso soltó una especie de
risa evasiva.
—Supongo que no quieres decir nada —dijo, pero su rostro aún mostraba una expresión de ho-
rror encogido.
—Nadie quiere decir nada —dijo Caroline con firmeza.
Se levantó y cruzó la habitación hacia la puerta con sombría decisión.
—¿Adónde vas? —preguntó la señora Brigham.
—Tengo algo que hacer —respondió Caroline, y las demás supieron de inmediato por su tono
que tenía un solemne y triste deber que cumplir en la cámara de la muerte.
—Oh —dijo la señora Brigham.
Después de que la puerta se cerró detrás de Caroline, la señora Brigham se volvió hacia Rebec-
ca.
—¿Henry intercambió muchas palabras con él? —preguntó.
—Estaban hablando muy alto —respondió Rebecca evasivamente.

23
La señora Brigham la miró. No había vuelto a mecerse. Todavía se sentaba erguida con un lige-
ro contraste de intensidad en su frente clara, entre las bonitas curvas ondulantes de su cabello
castaño rojizo.
—¿Escuchaste algo? —preguntó en voz baja, mirando hacia la puerta.
—Estaba al otro lado del pasillo en el salón sur, y esa puerta estaba abierta entreabierta —res-
pondió Rebecca con un ligero rubor.
—Entonces debes haber escuchado todo.
—No pude evitarlo.
—¿Todo?
—La mayor parte.
—¿De qué hablaron?
—La vieja historia.
—Supongo que Henry estaba enojado, como siempre, porque Edward estaba viviendo aquí gra-
tis, cuando había desperdiciado todo el dinero que le dejó su padre.
Rebecca asintió con una mirada temerosa hacia la puerta.
Cuando Emma volvió a hablar, su voz era aún más baja.
—Sé cómo se sentía —dijo ella—. Él siempre había sido muy prudente y trabajaba duro en su
profesión, y allí Edward nunca había hecho nada más que gastar. Debe haberle parecido que
Edward vivía a sus expensas, pero no lo hacía.
—No, no lo hacía.
—Fue la forma en que el padre dejó la propiedad, que todos sus hijos deberían tener un hogar
aquí. Dejó suficiente dinero incluso si todos hubiéramos regresado a casa.
—Sí.
—Y Edward tenía un derecho aquí de acuerdo con los términos del testamento de mi padre, y
Henry debería haberlo recordado.
—Sí, debería.
—¿Dijo cosas duras?
—Varias, por lo que escuché.
—¿Qué?
—Escuché que le dijo a Edward que no tenía nada que hacer aquí y que pensaba que era mejor
que se fuera.
—¿Qué dijo Edward?
—Que se quedaría aquí mientras viviera y también después, si así lo deseaba, y que le gustaría
que Henry lo sacara; y luego...
—¿Qué?

24
—Entonces se rió.
—¿Qué más?
—No lo escuché decir nada, pero…
—¿Pero qué?
—Lo vi cuando salió de esta habitación.
—¿Parecía enojado?
—Lo has visto cuando se pone así.
Emma asintió; la expresión de horror en su rostro se había profundizado.
—¿Recuerdas esa vez que mató a la gata porque lo había arañado?
—Sí. ¡No me lo recuerdes!
Entonces Caroline volvió a entrar en la habitación. Se acercó a la estufa en la que ardía un fuego
de leña —era un frío y tétrico día de otoño— y se calentó las manos, enrojecidas por los recien-
tes lavados con agua fría.
La señora Brigham la miró y vaciló. Miró hacia la puerta, que aún estaba entreabierta, ya que no
se cerraba fácilmente, y aún estaba hinchada por el clima húmedo del verano. Se levantó y la
empujó con un ruido sordo que sacudió la casa. Rebecca se sobresaltó dolorosamente con una
media exclamación. Caroline la miró con desaprobación.
—Es hora de que controles tus nervios, Rebecca —dijo.
—No puedo evitarlo —respondió Rebecca con casi un gemido—. Estoy nerviosa. Hay suficien-
te para ponerme así, el Señor lo sabe.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Caroline con su antiguo aire de aguda sospecha.
Rebeca se encogió.
—Nada —dijo ella.
—Entonces no sigas hablando de esa manera.
Emma, volviendo de la puerta cerrada, dijo imperiosamente que había que arreglarla.
—Se dilatará lo suficiente después de que hayamos tenido el fuego unos días —respondió Caro-
line—. Si se le hace algo, habrá una grieta en el alféizar.
—Creo que Henry debería avergonzarse de sí mismo por hablar como lo hizo con Edward —
dijo abruptamente la señora Brigham, pero con una voz casi inaudible.
—¡Cállate! —dijo Caroline, con una mirada de verdadero miedo a la puerta cerrada.
—Nadie puede oír con la puerta cerrada.
—Debe de haberla oído cerrarse y...
—Bueno, puedo decir lo que quiera antes de que baje, y no le tengo miedo.
—¡No sé quién le tiene miedo! ¿Qué razón hay para que alguien tenga miedo de Henry? —pre-
guntó Caroline.
25
La señora Brigham tembló ante la mirada de su hermana. Rebecca jadeó de nuevo.
—No hay ninguna razón, por supuesto. ¿Por qué debería haberla?
—Yo no hablaría así. Alguien podría oírte. Miranda Joy está en el salón del sur, cosiendo, ¿sa-
bes?
—Pensé que había subido a coser en la máquina.
—Lo hizo, pero ha bajado de nuevo.
—Bueno, ella no puede oír.
—Vuelvo a decir que creo que Henry debería avergonzarse de sí mismo. No creo que lo supere
nunca, teniendo unas palabras con el pobre Edward la misma noche antes de morir. Edward te-
nía bastante mejor disposición que Henry, a pesar de sus defectos. Siempre pensé mucho en el
pobre Edward.
La señora Brigham se pasó un gran pañuelo por los ojos; Rebecca sollozó abiertamente.
—Rebecca —dijo Caroline en tono de amonestación, manteniendo la boca rígida y tragando con
determinación.
—Nunca lo escuché decir una palabra de más, salvo lo que habló con Henry esa noche, al me-
nos por lo que dice Rebecca —dijo Emma.
—No dijo nada con enojo, sino con un tono algo suave, dulce e irritante —sollozó Rebecca.
—Él nunca levantó la voz —dijo Caroline—; pero se salió con la suya.
—Tenía derecho a hacerlo en este caso.
—Sí, lo tenía.
—Tenía tanto derecho como Henry —sollozó Rebecca—, y ahora se ha ido, y nunca volverá a
estar en esta casa que el pobre padre le dejó a él y al resto de nosotros.
—¿Qué crees realmente que afligió a Edward? —preguntó Emma en poco más que un susurro.
No miró a su hermana.
Caroline se sentó en un sillón cercano y agarró los brazos convulsivamente hasta que sus delga-
dos nudillos palidecieron.
—Ya te lo dije —dijo.
Rebecca se tapó la boca con el pañuelo y los miró por encima con ojos aterrados y llorosos.
—Sé que dijiste que tenía terribles dolores en el estómago y que tenía espasmos, pero, ¿qué
crees que hizo que los tuviera?
—Henry lo llamó «problema gástrico». Sabes que Edward siempre ha tenido dispepsia.
La señora Brigham vaciló un momento.
—¿Se habló de un... examen?
Entonces Caroline se volvió hacia ella con fiereza.
—No —dijo ella con una voz terrible—. No.

26
Las almas de las tres hermanas parecían encontrarse en un terreno común de entendimiento ate-
rrorizado a través de sus ojos. Se oyó traquetear el anticuado pestillo de la puerta, y un empujón
desde fuera hizo que la puerta se sacudiera inútilmente.
—Es Henry —Rebecca suspiró en lugar de susurrar.

La señora Brigham se acomodó de nuevo en su mecedora, y se balanceaba adelante y atrás con


la cabeza cómodamente apoyada, cuando la puerta por fin cedió y entró Henry Glynn. Dirigió
una mirada encubiertamente aguda y comprensiva a la señora Brigham; a Rebecca, tranquila-
mente acurrucada en la esquina del sofá con el pañuelo en la cara, mostrando una pequeña oreja
enrojecida, tan atenta como la de un perro; y otra a Caroline, sentada con una compostura forza-
da en su sillón junto a la estufa. Ella lo miró a los ojos con firmeza, con una mirada de miedo
inescrutable y desafío.
Henry Glynn se parecía más a esta hermana que a las demás. Ambos tenían la misma delicadeza
de forma y facciones, ambos eran altos y casi demacrados, ambos tenían una escasa mata de ca-
bello rubio grisáceo muy atrás de frentes altas e intelectuales, ambos tenían una aquilinidad de
rasgos casi noble. Se enfrentaban con la implacable inmovilidad de dos estatuas en cuyos rasgos
de mármol las emociones estaban fijadas para toda la eternidad.
Entonces Henry Glynn sonrió y la sonrisa transformó su rostro. Parecía repentinamente años
más joven, y una imprudencia e irresolución casi infantiles aparecieron en su rostro. Se arrojó en
una silla con un gesto desconcertante, por su incongruencia, con su apariencia general. Inclinó la
cabeza hacia atrás, pasó una pierna sobre la otra y miró riendo a la señora Brigham.
—Declaro, Emma, que estás más joven cada año —dijo.
Ella se sonrojó un poco y su plácida boca se ensanchó en las comisuras. Era susceptible a los
elogios.
—Nuestros pensamientos de hoy deberían dirigirse a uno de nosotros que NUNCA envejecerá
—dijo Caroline con voz dura.
Henry la miró, todavía sonriendo.
—Por supuesto, ninguno de nosotros olvida eso —dijo con una voz profunda y suave—, pero te-
nemos que hablar con los vivos, Caroline, y no he visto a Emma en mucho tiempo. Los vivos
son tan querido como los muertos.
—No para mí —dijo Caroline.
Se levantó y salió bruscamente de la habitación. Rebecca también se levantó y corrió tras ella,
sollozando en voz alta.
Henry los miró lentamente.
—Caroline está completamente trastornada —dijo.
La señora Brigham se meció. Una confianza en él, inspirada por sus modales, se estaba apode-
rando de ella. A partir de esa confianza, habló con bastante naturalidad.
—Su muerte fue muy repentina —dijo ella.

27
Los párpados de Henry temblaron levemente pero su mirada era inquebrantable.
—Sí —dijo—. Fue muy repentino. Estuvo enfermo solo unas pocas horas.
—¿Cómo llamaste eso que tenía?
—Un problema gástrico.
—¿No pensaste en hacerle un examen?
—No había necesidad. Estoy perfectamente seguro de la causa de su muerte.
De repente, la señora Brigham sintió un escalofrío como de algún horror vivo sobre su alma. Su
carne temblaba de frío ante una inflexión de su voz. Ella se levantó, tambaleándose sobre sus
débiles rodillas.
—¿Adónde vas? —preguntó Henry con una voz extraña y sin aliento.
La señora Brigham dijo algo incoherente sobre una costura que tenía que hacer, algo negro para
el funeral, y salió de la habitación. Subió a la cámara delantera que ocupaba. Caroline estaba
allí. Se acercó a ella y le tomó las manos, y las dos hermanas se miraron.
—¡No hables, no, no lo permitiré! —dijo Caroline en un horrible susurro.
—No lo haré —respondió Emma.
Esa tarde las tres hermanas estaban en el estudio, la gran sala delantera en la planta baja al otro
lado del pasillo del salón sur, cuando se hizo más oscuro.
La señora Brigham estaba haciendo dobladillos en un material negro. Se sentó cerca de la venta-
na oeste para la luz menguante. Por fin dejó su trabajo en su regazo.
—No sirve de nada, no puedo ver para coser otra puntada hasta que tengamos una luz —dijo
ella.
Caroline, que estaba escribiendo algunas cartas en la mesa, se volvió hacia Rebecca, en su lugar
habitual en el sofá.
—Rebecca, será mejor que consigas una lámpara —dijo.
Rebecca se sobresaltó; incluso en la oscuridad su rostro mostraba su agitación.
—No me parece que necesitemos una lámpara todavía —dijo con una voz lastimera y suplicante
como la de un niño.
—Sí, la necesitamos —respondió la señora Brigham perentoriamente—. Necesitamos una luz.
Debo terminar esto esta noche o no podré ir al funeral, y no puedo ver para coser otra puntada.
—Caroline puede ver para escribir cartas y está más lejos de la ventana que tú —dijo Rebecca.
—¿Estás tratando de ahorrar queroseno o eres perezosa, Rebecca Glynn? —exclamó la señora
Brigham—. Puedo ir a buscar la luz yo misma, pero tengo todo este trabajo en mi regazo.
La pluma de Caroline dejó de rascar el papel.
—Rebecca, debemos tener algo de luz —dijo.
—No lo sé —dijo Rebecca débilmente.
—Por supuesto, ‘por qué no? —exclamó Caroline con severidad.
28
—Estoy segura de que no quiero llevar mi costura a la otra habitación, cuando todo esté limpio
para mañana —dijo la señora Brigham.
—Nunca escuché tanto alboroto sobre encender una lámpara.

Rebecca se levantó y salió de la habitación. Volvió con una lámpara, una grande con pantalla de
porcelana blanca. La puso sobre una mesa, una mesa de juego anticuada que estaba colocada
contra la pared opuesta a la ventana. Esa pared estaba libre de estanterías y libros, que estaban
solo en tres lados de la habitación. Esa pared opuesta estaba ocupada por tres puertas y un pe-
queño espacio ocupado por la mesa. Encima de la mesa, sobre el papel tapiz pasado de moda, de
un brillo satinado blanco, atravesado por un pergamino verde indeterminado, colgaba bastante
alto una pequeña miniatura de marfil dorado y marco negro tomada en su niñez de la madre de
la familia. Cuando la lámpara se colocó sobre la mesa debajo de ella, la bonita carita pintada en
el marfil pareció brillar con una mirada de inteligencia.
—¿Para qué has puesto esa lámpara allí? —preguntó la señora Brigham, con más impaciencia
de lo que su voz solía revelar—. ¿Por qué no la pusiste en el pasillo? Ni Caroline ni yo podemos
ver si está en esa mesa.
—Pensé que tal vez te cambiarías de lugar —respondió Rebecca con voz ronca.
—Si me muevo, no podremos sentarnos las dos en esa mesa. Caroline tiene su papel desparra-
mado. ¿Por qué no pones la lámpara en la mesa en el medio de la habitación, así las dos pode -
mos ver?
Rebeca vaciló.
Su cara estaba muy pálida. Miró a su hermana Caroline con una súplica bastante angustiosa.
—¿Por qué no pones la lámpara en esta mesa, como ella dice? —preguntó Caroline, casi con
fiereza—. ¿Por qué actúas así, Rebecca?
—No está actuando como ella misma en absoluto —dijo la señora Brigham.
Rebecca tomó la lámpara y la colocó sobre la mesa en el medio de la habitación sin decir una
palabra más. Luego le dio la espalda rápidamente y se sentó en el sofá. Se llevó una mano a los
ojos como para protegerlos, y permaneció así.
—¿La luz lastima tus ojos, y es esa la razón por la que no querías la lámpara? —preguntó ama-
blemente la señora Brigham.
—Siempre me gustó sentarme en la oscuridad —respondió Rebecca con voz ahogada.
Luego se apresuró a sacar su pañuelo del bolsillo y se echó a llorar. Caroline siguió escribiendo,
la señora Brigham, cosiendo.
De repente, la señora Brigham, mientras cosía, miró hacia la pared opuesta. La mirada se con-
virtió en una mirada fija. Miró atentamente su trabajo suspendido en sus manos. Luego volvió a
apartar la mirada y dio unos cuantos puntos más, luego volvió a mirar y volvió a su tarea. Por
fin dejó su trabajo en su regazo y miró fijamente. Miró desde la pared que rodeaba la habitación,
tomando nota de los diversos objetos; miró la pared larga e intensamente. Luego se volvió hacia
sus hermanas.
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—¿Qué es eso?
—¿Qué cosa? —preguntó Caroline con dureza; su pluma rasguñó ruidosamente el papel.
Rebecca dio uno de sus jadeos convulsivos.
—Esa extraña sombra en la pared —respondió la señora Brigham.
Rebecca se sentó con el rostro oculto.
Caroline mojó la pluma en el tintero.
—¿Por qué no te das la vuelta y miras? —preguntó la señora Brigham de una manera sorprendi-
da y algo afligida.
—Tengo prisa por terminar esta carta, si queremos que la señora Wilson Ebbit se entere a tiem-
po para venir al funeral —respondió Caroline brevemente.
La señora Brigham se levantó y su tejido se deslizó por el suelo. Comenzó a caminar por la ha-
bitación, moviendo varios muebles, con los ojos en la sombra.
Entonces, de repente, gritó:
—¡Miren esta horrible sombra! ¿Qué es? ¡Caroline, mira, mira! ¡Rebeca, mira! ¿QUÉ ES?
Toda la placidez triunfante de la señora Brigham se había esfumado. Su hermoso rostro estaba
lívido de horror. Se quedó de pie, rígida, señalando la sombra.
—¡Miren! —dijo, señalándola con el dedo—. ¡Miren! ¿Qué es?
Entonces Rebecca estalló en un gemido salvaje después de una mirada estremecedora a la pared:
—¡Oh, Caroline, ahí está otra vez! ¡Ahí está otra vez!
—¡Caroline Glynn! —dijo la señora Brigham—. ¡Mira! ¿Qué es esa sombra espantosa?
Caroline se levantó, se dio la vuelta y se quedó frente a la pared.
—¿Cómo debería saberlo? —dijo.
—Ha estado allí todas las noches desde que murió —exclamó Rebecca.
—¿Cada noche?
—Sí. Murió el jueves y hoy es sábado. Tres noches —dijo Caroline con rigidez.
Se quedó como si se mantuviera en calma con un tornillo de voluntad concentrada.
—Parece… parece… —tartamudeó la señora Brigham en un tono de intenso horror.
—Sé bien lo que parece —dijo Caroline—. No soy ciega.
—Se parece a Edward —estalló Rebecca en una especie de frenesí de miedo—. Solo que…
—Sí—asintió la señora Brigham, cuyo tono de horror coincidía con el de su hermana—, sólo
que... ¡Oh, es horrible! ¿Qué pasa, Caroline?
—Te pregunto de nuevo, ¿cómo podría saberlo? —respondió Caroline—. Lo veo allí como tú.
¿Cómo debería saber más que tú?
—DEBE ser algo en la habitación —dijo la señora Brigham, mirando alrededor como una loca.

30
—Movimos todo lo que había en la habitación la primera noche que apareció la sombra —dijo
Rebecca—; no es nada en la habitación.
Caroline se volvió hacia ella con una especie de furia.
—Por supuesto que es algo en la habitación —dijo—. ¿A qué te refieres? Por supuesto que es
algo en la habitación.
—Por supuesto que lo es —asintió la señora Brigham, mirando a Caroline con recelo—. Por su-
puesto que debe ser algo en la habitación. Es solo una coincidencia. Simplemente sucede así.
Tal vez sea ese pliegue de la cortina de la ventana lo que lo hace. Debe ser algo en la habitación.
—No es nada en la habitación —repitió Rebecca con obstinado horror.

La puerta se abrió de repente y entró Henry Glynn.


Empezó a hablar, luego sus ojos siguieron la dirección de las demás. Se quedó inmóvil mirando
la sombra en la pared. Era de tamaño natural y se extendía sobre el paralelogramo blanco de una
puerta, la mitad del espacio de la pared en el que colgaba el cuadro.
—¿Qué es eso? —demandó con una voz extraña.
—Debe ser debido a algo en la habitación —dijo la señora Brigham débilmente.
—No se debe a nada que haya en la habitación —repitió Rebecca con la estridente insistencia
del terror.
—Cómo actúas, Rebecca Glynn —dijo Caroline.
Henry Glynn se levantó y miró un momento más. Su rostro mostraba una gama de emociones:
horror, convicción y luego furiosa incredulidad. De repente empezó a correr de aquí para allá
por la habitación. Movió los muebles con feroces sacudidas, volviéndose siempre para ver el
efecto sobre la sombra en la pared. Ni una línea de sus terribles contornos vaciló.
—¡Debe ser algo en la habitación! —declaró con una voz que pareció romperse como un latiga-
zo.
Su rostro cambió.
El secreto más íntimo de su naturaleza parecía evidente hasta que casi se perdió de vista su fiso-
nomía. Rebecca estaba cerca de su sofá, mirándolo con ojos tristes y fascinados. La señora Bri-
gham apretó la mano de Caroline. Ambas estaban paradas en una esquina fuera de su camino.
Por unos instantes, anduvo furioso por la habitación como un animal enjaulado. Movió cada
mueble; cuando el movimiento de una pieza no afectaba a la sombra, la arrojaba al suelo, mien-
tras las hermanas miraban.
Entonces, de repente, desistió.
Se rió y comenzó a enderezar los muebles que había tirado.
—Qué absurdo —dijo fácilmente—. Tanto alboroto por una sombra.
—Así es —asintió la señora Brigham, con una voz asustada que trató de hacer parecer natural.
Mientras hablaba levantó una silla cerca de ella.
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—Creo que has roto la silla que tanto le gustaba a Edward —dijo Caroline.
El terror y la ira luchaban por expresarse en su rostro. Su boca estaba apretada, sus ojos enco-
giéndose. Henry levantó la silla con una muestra de ansiedad.
—Tan buena como siempre —dijo amablemente.
Se rió de nuevo, mirando a sus hermanas.
—¿Te asuste? Creo que a esta altura estás acostumbrada. Conoces mi manera de querer saltar al
fondo de un misterio, y esa sombra se ve extraña. Pensé que si había alguna forma de explicarla,
la encontraría sin demora.
—No parece que lo hayas logrado —observó Caroline con sequedad, con una ligera mirada a la
pared.
Los ojos de Henry siguieron los de ella y se estremeció perceptiblemente.
—Oh, sombras —dijo, y se rió de nuevo—. Un hombre es un tonto si trata de dar cuenta de las
sombras.
Entonces sonó la campana de la cena y todos abandonaron la habitación, pero Henry se mantuvo
de espaldas a la pared, al igual que las demás.
La señora Brigham se apretó contra Caroline mientras cruzaba el pasillo.
—¡Parecía un demonio! —respiró en su oído.
Henry abrió el paso con un movimiento de alerta; Rebecca cerraba la marcha; apenas podía ca-
minar, le temblaban las rodillas.
—No puedo volver a sentarme en esa habitación esta noche —le susurró a Caroline después de
la cena.
—Muy bien, nos sentaremos en la sala sur —respondió Caroline—. No está tan húmedo como
el estudio y estoy resfriada.

Así que todos se sentaron en la habitación sur con su costura. Henry leyó el periódico, acercan-
do su silla a la lámpara de la mesa. Hacia las nueve se levantó bruscamente y cruzó el vestíbulo
hasta el estudio. Las tres hermanas se miraron. La señora Brigham se levantó, dobló sus faldas y
comenzó a caminar de puntillas hacia la puerta.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Rebecca agitadamente.
—Voy a ver de qué se trata —respondió la señora Brigham con cautela.
Señaló, mientras hablaba, a la puerta del estudio al otro lado del pasillo; estaba entreabierta.
Henry se había esforzado por cerrarla detrás de él, pero de alguna manera se había hinchado más
allá del límite con una velocidad curiosa. Todavía estaba entreabierta y un rayo de luz se veía de
arriba a abajo. La lámpara del pasillo no estaba encendida.
—Será mejor que te quedes donde estás —dijo Caroline con cautelosa agudeza.
—Voy a ver —repitió la señora Brigham con firmeza.

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Luego dobló sus faldas con tanta fuerza que su cuerpo abultado quedó al descubierto en una fun-
da de seda negra, y cruzó el pasillo con un lento tambaleo hacia la puerta del estudio. Se quedó
allí, con un ojo en la grieta.
En la habitación sur, Rebecca dejó de coser y se quedó mirando con los ojos dilatados. Caroline
cosía constantemente. Lo que vio la señora Brigham, de pie junto a la rendija de la puerta del es-
tudio, fue esto:
Henry Glynn, razonando evidentemente que la fuente de la extraña sombra debía estar entre la
mesa sobre la que estaba la lámpara y la pared, estaba haciendo pases y estocadas sistemáticas
por todo el espacio intermedio con una vieja espada que había pertenecido a su padre. No quedó
ni un centímetro sin perforar. Parecía haber dividido el espacio en secciones matemáticas. Blan-
dió la espada con una especie de furia fría y calculadora; la hoja emitió destellos de luz, la som-
bra permaneció inmóvil. La señora Brigham, que miraba, se quedó helada de horror.
Finalmente, Henry cesó y se quedó con la espada en la mano y se levantó como si fuera a gol-
pear, observando amenazadoramente la sombra en la pared. La señora Brigham cruzó el pasillo
tambaleándose y cerró la puerta de la habitación sur detrás de ella antes de relatar lo que había
visto.
—¡Parecía un demonio! —dijo de nuevo—. ¿Tienes algo de ese vino añejo en la casa, Caroline?
No siento que pueda soportar mucho más.
De hecho, parecía superada. Su hermoso rostro plácido estaba desgastado, tenso y pálido.
—Sí, hay mucho —dijo Caroline—. Puedes tomar un poco cuando te vayas a la cama.
—Creo que será mejor que todos tomemos un poco —dijo la señora Brigham—. Oh, Dios mío,
Caroline, ¿qué…
—No preguntes y no hables —dijo Caroline.
—No, no voy a hacerlo —respondió la señora Brigham—; pero…
Rebecca gimió en voz alta.
—¿Por qué estás haciendo eso? —preguntó Caroline con dureza.
—Pobre Edward —respondió Rebecca.
—Eso es todo por lo que tienes que gemir —dijo Caroline—. No hay nada más.
—Me voy a la cama —dijo la señora Brigham—. No podré estar en el funeral si no lo hago.
Pronto las tres hermanas fueron a sus aposentos y el salón del sur quedó desierto. Caroline llamó
a Henry en el estudio para que apagara la luz antes de que subiera. Hacía una hora que se habían
ido cuando él entró en la habitación trayendo la lámpara que había estado en el estudio. La dejó
sobre la mesa y esperó unos minutos, paseándose arriba y abajo. Su rostro era terrible, su tez
clara se mostraba lívida; sus ojos azules parecían espacios en blanco con horribles reflejos.
Luego tomó la lámpara y volvió a la biblioteca. Dejó la lámpara sobre la mesa del centro y la
sombra se proyectó en la pared. De nuevo estudió los muebles y los movió, pero deliberadamen-
te, sin su antiguo frenesí. Nada afectó a la sombra. Luego regresó a la habitación sur con la lám-
para y nuevamente esperó. De nuevo volvió al estudio y colocó la lámpara sobre la mesa, y la

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sombra se proyectó sobre la pared. Era medianoche cuando subió las escaleras. La señora Bri-
gham y las otras hermanas, que no podían dormir, lo escucharon.

Al día siguiente fue el funeral.


Esa noche la familia se sentó en la sala sur. Algunos familiares estaban con ellos. Nadie entró en
el estudio hasta que Henry llevó una lámpara después de que los demás se retiraron a dormir.
Volvió a ver la sombra en la pared saltar a una vida espantosa ante la luz.
A la mañana siguiente, en el desayuno, Henry Glynn anunció que tenía que ir a la ciudad por
tres días. Las hermanas lo miraron con sorpresa. Rara vez salía de casa, y justo ahora su práctica
había sido abandonada a causa de la muerte de Edward. Él era médico.
—¿Cómo puedes dejar a tus pacientes ahora? —preguntó la señora Brigham con asombro.
—No sé cómo hacerlo, pero no hay otra manera —respondió Henry fácilmente—. He recibido
un telegrama del doctor Mitford.
—¿Una consulta? —preguntó la señora Brigham.
—En efecto —respondió Henry.
El doctor Mitford era un antiguo compañero suyo que vivía en una ciudad vecina y que de vez
en cuando lo visitaba en caso de consulta.
Después de que se hubo ido, la señora Brigham le dijo a Caroline que, después de todo, Henry
no había dicho previamente que tenía una consulta con el doctor Mitford, y que eso le parecía
muy extraño.
—Todo es muy extraño —dijo Rebecca con un escalofrío.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Caroline bruscamente.
—Nada —respondió Rebeca.

Nadie entró en la biblioteca ese día, ni el siguiente, ni el otro. Al tercer día se esperaba a Henry
en casa, pero no llegó en el último tren de la ciudad.
—Una consulta bastante larga —dijo la señora Brigham—. La idea de que un médico deje a sus
pacientes por tres días es extraño, sobre todo en un momento como este, y sé que tiene algunos
muy enfermos. ¿Una consulta que dura tres días? No tiene sentido. No lo entiendo, por mi parte.
—Yo tampoco —dijo Rebecca.
Estaban todos en el salón sur. No había luz en el estudio de enfrente y la puerta estaba entrea -
bierta.
Al cabo de un rato, la señora Brigham se levantó; no podría haber dicho por qué; algo parecía
impulsarla, alguna voluntad ajena. Salió de la habitación, envolviéndose de nuevo con sus susu-
rrantes faldas para poder pasar sin hacer ruido, y empezó a empujar la puerta del estudio.
—Ella no tiene ninguna lámpara —dijo Rebecca con voz temblorosa.

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Caroline, que estaba escribiendo cartas, se levantó de nuevo, tomó una lámpara (había dos en la
habitación) y siguió a su hermana. Rebecca se había levantado, pero se quedó temblando, sin
atreverse a seguirla.
Sonó el timbre, pero las demás no lo oyeron; estaba en la puerta sur al otro lado de la casa desde
el estudio. Rebecca, después de vacilar hasta que sonó el timbre por segunda vez, se dirigió a la
puerta; recordó que el sirviente estaba fuera.
Caroline y Emma entraron al estudio. Caroline dejó la lámpara sobre la mesa. Miraron la pared.
—Oh, Dios mío —jadeó la señora Brigham—, hay… hay DOS sombras.
Las hermanas se quedaron abrazadas, mirando las cosas horribles en la pared. Luego entró Re-
becca, tambaleándose, con un papel en la mano.
—Aquí está... un telegrama —jadeó—. Henry está... muerto.

FIN

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