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Arte y ciencia. ¿Saberes inconmensurables o convergencia de conocimientos?

Se dice habitualmente que el saber científico tiene algo de arte y algo de religión. Del
primero: la creatividad, la revelación, la emergencia de lo que está oculto y se manifiesta,
aquello que se hace a la luz. De la religión: los rituales, las normas, el deber ser, las
obligaciones. Quienes logran trascender en la ciencia son aquellos que pueden crear, los
que pueden salir del sentido común y lo instituido, no sin circunscribirse a los cánones y
a las prescripciones, lo que muestra que ésta se sustancia en una delicada tensión entre
los mandatos rigurosos y la cuasianarquía del pensamiento libre. ¿Hasta qué punto la
ciencia puede parecerse al arte, si éste es ruptura, es reestructurarse, es reorganización, es
barajar y dar de nuevo?

Las distancias o proximidades entre arte y ciencia son máximas cuando sus perspectivas
de análisis transitan por vertientes tradicionales o clásicas, pero son poco discernibles
cuando los encuadres asumen cauces muy distantes de éstas. Así, los enfoques positivistas
afanados en la objetividad, en la separación taxativa entre sujeto y objeto, en la
demarcación efectiva entre saberes científicos y no científicos, expresan un modo de
hacer ciencia que poca relación tiene con el arte. Sin embargo, los enfoques
comprensivos, de índole intersubjetiva, donde el sujeto se asimila con el objeto, en el que
la ciencia no se halla claramente delimitada de otros saberes, las distinciones son difusas.
Lo que está claro es que ambos se dan en el marco de relaciones entre sujeto y objeto, que
no son absolutamente objetivas, no al menos en principio; y que entrañan una experiencia
estética, aun cuando transite bajo una demanda de racionalidad.

La creación artística o científica como experiencia estética

Trías (1949) se pregunta qué es la Estética, respuesta que admite no es unívoca y remite
a tres alternativas. La primera refiere al conjunto de reflexiones sobre el arte bello y la
belleza, en cuyo caso se incluyen en ella, la Crítica del arte, la Historia del arte, las
perceptivas, entre otras; y se define como la teoría del arte y la belleza. Dichas
consideraciones no dan fundamentos a una disciplina, más bien se trata de una categoría
difusa sin siquiera valor práctico. La segunda acepción, la ubica en el plano de la reflexión
filosófica sobre aspectos parciales del arte y la belleza. En este caso tampoco hay un
objeto formal, ya que se parte de áreas del conocimiento ajenas a éstas, y como tales, sólo
podrán contribuir como categoría útil, pero epistemológicamente débil. La tercera opción,
a la que adhiere el autor, pretende asignarle un objeto propio y autónomo, lo que debe
operar como fundamento de base o principio fundamental. Trías (1949) entiende que ello
se da recién en el siglo XVIII a partir de “La crítica del Juicio” de Kant, lo que se sustenta
en dos premisas, la primera, que su objeto es la belleza; la segunda, que dicho objeto, a
partir de entonces, se configurará independientemente de lo útil y de lo verdadero. Kant
parte de que las facultades mentales superiores se sostienen en principios a priori, que se
expresan en juicios teóricos, estéticos y prácticos.

Trías (1949) afirma que, en los contextos culturales, el espíritu se sustancia en dos tipos
de actividades, la especulativa y la práctica. La primera fluye en el sentido de las
disciplinas que buscan la verdad sin implicaciones a posteriori, en tanto que las segundas,
no sólo se interesan por lo verdadero, sino por sus derivaciones en la práctica. Así, la
finalidad juega objetivamente, ya sea como conducta, ya sea como acción para producir
algo. En el primer caso, el sujeto hace uso de su libertad para dirigir el comportamiento
en un sentido determinado, cuyo dominio corresponde a la Ética; en tanto que, en el
segundo, lo importante es la obra, producto de sus acciones, la que resulta en objeto de la
Filosofía del arte.

Para Trías, la perspectiva del filósofo del arte frente a su obra es análoga a la que realiza
el científico en torno de su producción. En el primero, un sujeto creador que genera un
objeto artificial, devenido a obra de arte; en el segundo, un sujeto que contempla algún
aspecto de la realidad natural al que se le otorga valor estético. El autor entiende que el
contenido de la Estética transita por problemas propios, y otros de naturaleza conexa. Los
primeros involucran a la esencia y a las fronteras del arte mismo; en tanto que los
segundos, la metafísica de la belleza, la psicología de la contemplación estética y de la
producción de la obra de arte, y la teología y la moral del arte.

Palacios Díaz (2011) se pregunta por la relación entre el arte y la ciencia, ante la cual
plantea la hipótesis que afirma que el arte es sólo una forma de conocimiento, y que la
ciencia comparte importantes propiedades con la producción artística. El autor postula la
existencia de principios generales e ideas conexas en un corpus conceptual consustancial,
partiendo de la idea que lo modos en que ambos intervienen en la realidad, aunque
diferentes, asumen la existencia de un sujeto que crea, que se pregunta para luego mediar
soluciones ciertas en la ciencia, o soluciones cuasi-infinitas en el arte. Así, la ciencia sería
el arte de la solución, y el arte la ciencia de lo improbable.
Palacios Díaz entiende que cuando Thomas Kuhn afirma que las teorías científicas se
modifican periódicamente, lo hacen al modo de la escenografía de la obra de teatro.
Asume que el estancamiento de éstas sugiere una nueva producción teatral, con actores
renovados, nueva música, nueva coreografía, donde priman criterios estéticos más que
racionales, análogos a la exactitud, al orden y a la belleza perseguidos por los científicos
en la construcción de teorías. Tanto percibir como abstraer de la realidad supone cierta
capacidad vanguardista generadora de imágenes, percepciones, y reflexiones, que se
imponen como novedad, y en ella, expresan toda la riqueza del intelecto creador. Dicha
vanguardia se da en una zona difusa de encuentros y síntesis, que en su sustanciación se
amplían y diversifican. Cuestionarse e interpretar la realidad se da en un marco donde
confluyen tanto la objetividad como la subjetividad, ambas dando condiciones para
acceder a la verdad o correspondencia entre las expectativas y lo real, y con ellos, una
representación más holística del mundo. Interpretar la physis, como llamaban los filósofos
presocráticos al mundo físico, es el punto de partida de las teorías científicas, como
también de las obras de arte, interpretarlas es participar de una experiencia estética en la
que el hombre se recrea, se reinventa, la da sentido a su ser, a los otros y al mundo,
proyecta futuro. Así, se coloca en un lugar lejano al sometimiento y al control de la
naturaleza por ilusorio, inútil e imposible, y en su lugar, pacta con ella a través de un
ejercicio pleno de imaginación que se afana en descubrir y afianzar las coincidencias
epistemológicas y estéticas entre arte y ciencia.
Fernández Navarro (2009) considera que los fenómenos científicos recreados en los
museos interactivos pueden conducir a quien lo experimenta a un estado de disfrute
propio de la experiencia estético o, dicho de otro modo, a un estado de cognición diferente
de la racionalidad.
El autor se pregunta si cuando los científicos hicieron sus demostraciones, buscaban
generar alguna clase de experiencia estética en el auditorio. Más allá de cualquier
respuesta, lo cierto es que las gotas de agua bajo la luz estroboscópica o el vuelo de las
mariposas, independientemente del placer intelectual que puedan producir, son
situaciones generadoras de emociones, de provocación de los sentidos. Se trata, al decir
de Maslow, de “experiencias culminantes” cargados de belleza, evocaciones,
sensaciones, imaginación, todas cualidades de la experiencia estética.
Eisner (2005) afirma que la imaginación, el juicio estético y la creación no son formas de
pensamiento exclusivos del arte, sino que son compartidos por la actividad científica, para
lo cual propuso un estudio empírico abocado a entrevistar a científicos sociales y
humanistas afines a las actividades del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias de la
Conducta de la Universidad de Stanford. Dichos investigadores son becarios jóvenes o
bien, especialistas de trayectoria reconocida en diferentes ramas de las disciplinas sociales
o humanas. Si bien el autor concluye que las emociones y otros componentes de índole
subjetiva participan del pensamiento científico, no ha logrado identificar en los discursos
de los entrevistados, pistas o señales que lo vinculen con la idea de búsqueda de la belleza
o la referencia a experiencias estéticas. El propio autor del estudio advierte sesgos
metodológicos en sus resultados, por lo que, aun sin comprobación, sostiene que el trabajo
de la ciencia es una obra de arte en los dos sentidos que puede ser utilizado, sea como
proceso o acto de hacer, o como producto o cualidades de la cosa hecha; ya sea una u
otra, sirven a los fines de reinventar a su hacedor y a su obra.

La Piedad de Miguel Ángel y la Teoría de la Relatividad General de Einstein, dos


experiencias estéticas geniales.

Según González Gómez (2019), La Piedad es esculpida por Miguel Ángel con sólo
veintitrés años, lo que no obsta para que la obra sea verdadero arte que rompe con los
mandatos establecidos hasta ese momento por el Renacimiento florentino. Se trata de una
estructura organizada en una composición piramidal en la que convergen líneas de tensión
y trazos en diagonal indicados en puntos clave de la escultura, como la mano izquierda
de la Virgen; y los pies, la mano derecha, la cabeza y el pliegue del manto de Jesús.
Dichos puntos se disponen de tal forma, que los trazos que los unen en diagonal atraviesan
la obra en sus tres dimensiones y se reflejan en sus detalles posteriores y laterales. Así,
Miguel Ángel rompe con la tradición de la composición plana de la perspectiva cónica
que operaba con arreglos bidimensionales, pero que daba ilusión de tridimensionalidad,
acudiendo a las fugas de la perspectiva. La propuesta de Miguel Ángel no sólo transgrede
lo establecido y lo revoluciona, sino que impone nuevos cánones en los modos de
estructurar la composición.

Las transgresiones de Miguel Ángel no son sólo del orden de la técnica, sino también del
contenido de la obra. Así, la Virgen está representada en una joven, casi niña, de tamaño
desproporcionado respecto de Jesús, quien está personificado más viejo que ella. Las
líneas de tensión en la frente de la Virgen confluyen en el entrecejo, las que le aportan
una mirada triste y misericordiosa hacia su hijo muerto yacente. Su tamaño exagerado la
denota de especial significación, la de mujer madre, y la de contenedora del cuerpo del
Salvador, detalles estos que dan lugar a expresiones artística novedosas puestas en las
significaciones que se quieren representar.
En lo que respecta a la Teoría de la Relatividad, Romero (2017), entiende que ésta tiene
valor estético, además de científico, para lo cual nomina una serie de propiedades que le
dan tal condición, a saber:

 Simplicidad. Sólo a partir de un sistema de diez ecuaciones diferenciales de


segundo orden no lineales, logra calcular la evolución de cualquier sistema físico
en un valor de energía-momento específico. Esta condición le otorga sencillez
conceptual, pero a la vez potencia, ya que la no linealidad de las ecuaciones
posibilita describir procesos complejos.
 Simetría. Esto implica invariancia frente a los cambios de referencia.
 Fuerza de unificación. Elimina la gravitación como campo y lo reemplaza por el
espacio-tiempo. Así, la gravedad es sólo una manifestación fenoménica de las
modificaciones en la curvatura del espacio-tiempo.
 Fundamentalidad. Significa que no puede obtenerse como caso límite de otra,
como ocurre con la mecánica newtoniana y la termodinámica.
 Belleza matemática. Tanto la geometría diferencial como el cálculo tensorial son
herramientas matemáticas de gran elegancia y simplicidad, dado que, al usar
cuatro dimensiones en lugar de tres, otorgan a las tres variables espaciales y a la
única temporal el mismo estatus.
 Poder explicativo. Posibilita releer la teoría de Newton para nuevas predicciones.
 Fuerza lógica. Es fácilmente duducible de unos pocos Principios, y no ofrece
dificultades de interpretación.

Del análisis precedente, Romero infiere que la Teoría de la Relatividad es la más bella de
las teorías, y que es perfecta porque no cambia; y en este contexto afirma: “De allí que
para Tomás de Aquino la inmutabilidad es un atributo divino. En los días grises de
noviembre de 1915, Albert Einstein parece haber intuido, para ventura nuestra, ese modo
de la divinidad”.

Encuentros y desencuentros entre arte y ciencia


Bonilla Estevez y Molina Prieto (2011) asumen que el arte y la ciencia son fuentes de
conocimiento que transitan la realidad; y en ella, buscan explicarla, comprenderla e
interpretarla. Según los autores, ambos reproducen la realidad a través del lenguaje, si
bien la ciencia está cercada por fronteras demasiado sólidas, en tanto que el arte, desdibuja
sus límites, los soslaya irreverentemente, sigue derroteros difusos, “caminos que, fuera
de él, son intransitables” (Hauser, 1982: 16). O como dice el mismo autor:
“Especialmente importantes son las averiguaciones del arte sobre los fenómenos para
cuya investigación la ciencia todavía no posee los medios adecuados; la intuición
artística anticipa conocimientos que sirven de guía a la investigación” (Hauser, 1982:
16).
Bonilla Estevez y Molina Prieto (2011) diferencian la ciencia del arte en términos de los
fundamentos de cada una, y en este contexto, cómo operan o no los consensos en la
aceptación de su verdad. Desde la perspectiva de la ciencia, el conocimiento se funda en
situaciones histórico-sociales que dan marco a los intereses personales e institucionales
en determinado momento de la sociedad, intereses implícitos en muchos de los casos,
pero que sí adquieren status concreto cuando los propios estamentos del conocimiento
instituido le otorgan tal dimensión. Si bien el arte también está atravesado por la historia
social, sus intereses no están puestos en las demandas sociales, ni obedece a decisiones
concientes o a conveniencias políticas, sino a estados emocionales, a veces compulsivos,
que casi obligan a su productor a encararlo, a hacer algo, a plasmar la emoción en una
“cosa” que adquiere entidad y se objetiva en eso que es la obra de arte. Así, dicha obra,
más allá de la racionalidad o emoción que ponga en juego, siempre en vínculo con su
creador, no perderá vigencia en el tiempo ni será incoherente, sólo mostrará un producto
de la época, más ajustado o no lo instituido en ese momento, pero siempre epocal, y así
deberá ser comprendida. En la ciencia, sin embargo, su conocimiento se diluirá en el
tiempo, independientemente de la objetividad que haya acompañado a su proceso de
producción. Se extinguirá irremediablemente cuando las sucesivas refutaciones dejen al
desnudo su incapacidad para dar cuenta de lo real.
Los medios de los cuales se vale la ciencia para atribuir verdad a sus productos se sostiene
en diferentes criterios, lo que varían en función de la naturaleza de la disciplina y de los
consensos de las comunidades científicas a esos fines. Dichos criterios, de variada índole,
van desde la contrastación empírica entre hechos y enunciados, pasando por la recurrencia
a la lógica demostrativa, la consistencia o no contradicción de sus proposiciones, la
utilidad o la pragmática del saber, la verdad semántica construida en torno de un
metalenguaje, hasta el consenso intersubjetivo de la comunidad donde juega uno, algunos,
o todos los criterios anteriores. Nada de esto interviene en la validez otorgada al arte. Sus
obras, en tanto son, en tanto existen, son verdades en sí mismas, sean o no reconocidas
como obras de arte. No hay aquí intencionalidad de diferenciar verdades de falsedades,
ni consensos férreos en su aceptación o rechazo, sólo subjetividad en un momento
histórico. Así, al decir de Hauser, “El pensador y el artista representan a la sociedad en
la que están arraigados, son sus productos, tanto si siguen sus indicaciones como si se
oponen a ellas y las combaten” (Hauser, 1982: 170)
Las regulaciones ejercidas en torno de las producciones científicas y artísticas siguen
derroteros separados, toda vez que en el primer caso, la comunidad ejerce fuerte
influencia, tanto en los procesos de producción de conocimiento como en los de
justificación. Nada será dado por cierto sin debate previo, sin discusión entre pares, sin
evaluaciones en diferentes instancias, sin que la autoridad científica dirima y certifique.
Esta forma de regular, prescriptiva y canónica, sumamente funcional para el saber
científico, tiene poco asidero en el arte, no porque las formas regulativas estén ausentes,
sino porque se dirimen de otro modo. No existen en estas instancias patrones objetivos ni
acuerdos insoslayables, sí reconocimiento, sí otorgamiento de status, sí procesos de
acreditación más subjetivos. La mirada sobre la obra no será sólo del experto, será de
todos, será de la gente, entre quienes puede haber profundo desacuerdo, y no obstante la
obra seguirá allí, su productor también, y los debates podrán no tener fin.
A pesar de las diferencias entre los saberes científicos y artísticos, ambos se construyen
en la interacción dada en el lenguaje, lo que supone mecanismos de representación, esto
es, volver a presentar, poner en el presente lo ausente a través de un sistema de códigos
diferente del original. Así, el lenguaje de la representación evoca, rememora, hace patente
lo que alguna vez estuvo, pero también invoca el futuro, lo que posiblemente será, lo que
podría llegar a ser bajo ciertas condiciones, lo que se proyecta. La representación da lugar
a que lo concreto se torne abstracto, que lo simplemente dado aquí y ahora se vuelva
conocimiento por vía del lenguaje, y a la vez dichas representaciones nos constituirán en
sujetos dotados de identidad (Schwarcz, 2006).
Según Borderías Tejada (2010), las relaciones entre el arte y las ciencias fueron muy
estrechas hasta el siglo XIX, vínculo que se estableció a partir de los sistemas de
representación (dibujos, esquemas, pinturas, mapas) utilizados por estas últimas para dar
cuenta de los fenómenos propios del campo. Así, las ciencias naturales hicieron uso de
los recursos del arte para mostrar diversos aspectos de los seres vivos, caracteres de los
territorios, o cualquier otra clase de atributos empíricos requeridos por la ciencia positiva.
Si bien dichos esquemas de representación aspiraban a dar cuenta de la realidad más
plena, no es menos cierto que la genialidad de artista agregaba cierto plus que hacía del
trabajo científico una expresión artística. No fue hasta iniciado el siglo XX en que ambos
saberes se distancian, cuestión que se sustancia en la aparición de nuevos recursos de
representación como lo es la fotografía, que va desplazando progresivamente a las
técnicas artísticas. La autora afirma que no obstante ello, aun hoy existen múltiples
relaciones entre ambos campos de estudios, lo que se encarna en tres tipologías científico-
artísticas, el arte valiéndose de ciencia, el arte sobre la ciencia y el arte como instrumento
científico.
La ciencia al servicio del arte implica la utilización de elementos científicos para la
realización de composiciones artísticas. En esta tipología se incluyen multitud de
ejemplos en los que el conocimiento científico da sustento a los soportes técnicos
requeridos para la propuesta y concreción de una obra de arte.
En el segundo grupo se hallan obras de valor histórico que expresan quehaceres de la
ciencia, tal es el caso de la Lección de Anatomía de Rembrandt. El cuadro muestra una
clase de anatomía del doctor Nicolaes Tulp dirigida a un grupo de cirujanos, quien explica
la musculatura del brazo en el cadáver de un criminal ajusticiado por robo a mano armada.
Según especialistas modernos, los músculos y los tendones pintados por Rembrandt son
de exactitud asombrosa, por lo que es posible que copiara los detalles de un texto de
anatomía, más que del propio cadáver. Éste se encuentra tumbado como un Cristo
yacente, lívido, con la cara en penumbras, aludiendo a la sombra de la muerte (umbra
mortis), técnica a la que Rembrandt acudirá a posteriori recurrentemente (Ijpma et al,
2006). Esta obra no se trata de una mera producción artística, sino de una forma de
representar la realidad desde una perspectiva que pretende insertarse en un modo de hacer
ciencia, y en un esquema académico y pedagógico. El valor de la obra se expresa sobre
todo en estudios históricos sobre la ciencia, los que toman a las expresiones artísticas
como modo de retratar experiencias científicas pasadas; o bien, registros históricos
artísticos de personas o situaciones anteriores, pero analizadas en el marco de
investigaciones actuales. Ejemplos de este último caso son los estudios sobre las pinturas
que retratan a Carlos II de España (1661-1700), entre otras producciones como las
documentales, a través de las cuales se puede inferir que padecía síndrome de Klinefelter,
lo que justificaría su debilidad física y mental, y la imposibilidad de dejar descendencia.
Una tercera forma de relación se da cuando el arte se torna en instrumento para dar cuenta
de los objetos de la ciencia. Se trata en este caso de esquemas, dibujos o croquis que
muestran particularidades de dichos objetos, los cuales, si bien pretenden dar expresión
de realidad, resaltan o atenúan aspectos que merecen asumir mayor o menor entidad. Las
hojas, frutos, y otras partes de las plantas, hoy obrantes en los museos de historia natural,
son ejemplos de ello.
Marcos (2010), plantea algunas disquisiciones en relación con la naturaleza de ciertos
productos que no puede denotarse taxativamente como resultantes del arte o de la ciencia;
por ejemplo, el autor se pregunta si ciertas fotografías de animales se encuadran en la
Zoología o en el arte dramático, si las obras de Asimov o Verne corresponden a la
literatura de ficción o a la ciencia; así como las pinturas botánicas de Mutis, los fractales
de Mandelbrot, los poemas biológicos de Szymborska, los diseños de Da Vinci, o las
planchas anatómicas de Aristóteles; de qué se tratan, qué clase de productos son. Para el
autor, variados géneros como la literatura científica, el cine documental, la pintura
naturalista son difícilmente clasificables, toda vez que parecen desarrollarse en un ámbito
gris, donde las dimensiones asumidas no son una ni otra cosa, o son ambas, pero
fusionadas de tal forma que han perdido su identidad original para ser un producto de
síntesis. Si las fronteras no son nítidas, si los caminos se entrecruzan, si se solapan
mutuamente, por qué pensamos que son dos realidades polares, se pregunta Marcos
(2010). La respuesta parece estar en los inicios de la modernidad, cuando a instancias de
Kant, el conocimiento se fragmenta en tres grandes componentes, la ciencia, el arte y la
moral, lo que conlleva a entender que cada uno de ellos tendrá sus propios valores y
criterios, no reductibles entre sí. La empresa kantiana, loable en el sentido que protege a
la ética y a la estética de la ciencia moderna naciente, se torna en un verdadero obstáculo
para comprender el conocimiento como totalidad.
Marcos (2010) parece ver en el horizonte nuevas convergencias entre arte y ciencia,
nuevas síntesis que desplazan las versiones antitéticas. Si la ciencia era considerada
universal, racional, observacional y descubridora o develadora de lo que está por detrás
de lo real; y el arte, singular, emocional, imaginativo y creador, por qué no ahondar en
los aspectos racionales, epistémicos y universales del arte, como también en las
emociones, la imaginación y la creatividad en las actividades de la ciencia.
Para Vicente (2003), las diferencias entre la actividad intelectual y manual en la edad
media estaban claramente establecidas, por lo que las artes visuales se consideraban
técnicas, en tanto que la música y la literatura, del mismo modo que la filosofía y la
ciencia, pertenecían al campo del intelecto. La autora afirma que el concepto griego de
técnica, así como a posteriori el de arte, aluden a un saber hacer, entendiéndose éste como
un saber constituido por reglas que se encarnan en un hacer. Así, técnica y arte constituyen
destrezas implicadas en la construcción de un objeto, si bien en la modernidad, los artistas
y los técnicos toman caminos separados; los primeros devienen en genios productores de
obras de arte de función claramente estética; y los segundos en artesanos que elaboran
objetos con fines prácticos.
La modernidad también trae consigo la separación del arte y la ciencia, toda vez que esta
última se torna en un saber racional que va en busca de la verdad; en tanto que el arte, en
emociones orientadas en la búsqueda de la belleza. Hacia fines del siglo XIX e inicios del
XX, la técnica y la ciencia se reencontrarán en la tecnología, y arte seguirá su propio
derrotero.
Vicente (2003) cree que la noción de “todo vale” de Feyerabend, es una manera de poner
en cuestión la superioridad de la ciencia por sobre otros saberes, con lo cual, el arte y
otras formas de expresión humana, también son fuentes de conocimiento. Al respecto, la
autora apela a Feyerabend cuando retoma sus palabras afirmando"...que la separación
existente entre las ciencias y las artes es artificial, que es el efecto lateral de una idea de
profesionalismo que deberíamos eliminar, que un poema o una pieza teatral pueden ser
inteligentes a la vez que informativas (Aristófanes, Hochuth, Brech y una teoría científica
agradable de contemplar (Galileo, Dirac), y que podemos cambiar la ciencia y hacer que
esté de acuerdo con nuestros deseos." (Feyerabend: 1982 p. 122).

Arte y ciencia desde diferentes perspectivas y autores


En 1912, Pedro Figari publica “Arte, estética, ideal”, obra que debate sobre la ciencia, el
arte y la estética desde una perspectiva absolutamente innovadora. El autor propone el
encuentro y la integración entre dichos saberes, asumiendo que sus laxas fronteras no sólo
posibilitan amalgamas y entrecruzamiento, sino además, se constituyen en un intento de
superación de las viejas dicotomías en la búsqueda de la verdad y la belleza como
compartimientos estancos.
Ardao (1971) sintetiza los supuestos de Figari en los siguientes puntos:
1. Ruptura con la concepción dualista entre el arte útil (la ciencia) y el arte bello (el
arte), el primero de naturaleza instrumental. y el segundo orientado a fines. Tanto
el arte bello es también instrumental, como el arte útil, finalístico.
2. Negación de la exclusividad de la belleza para el arte bello. Si el conocimiento
también es goce estético, el arte útil también es bello.
3. La ciencia y el arte son tanto proceso como producto.
4. Tanto el arte como la ciencia prosiguen y culminan los procesos naturales.

En 1925, trece años después de la obra de Figari, John Dewey publica “La experiencia y
la naturaleza”, texto en el cual desarrolla ideas en esa misma sintonía. El autor cree
advertir que el arte y la ciencia se entrelazan en un continuum donde el primero precede
a la segunda, y da condiciones para dicha sucesión. Dewey entiende al arte como esfuerzo,
instrumento o recurso, pero también como resultado, obra o producto; y a la ciencia como
un resultado del esfuerzo del artista devenido del arte del conocimiento. Así, ciencia es
“arte evolucionado”, y su investigación, recurso artístico, (Ardao, 1971).
Desde la perspectiva de Ardao (1971), Dewey y Figari comparten la misma raíz filosófica
para el arte y la ciencia, lo que se expresa en una concepción inmanentista, naturalista y
biologicista. La tesis común sostiene que el hombre, en tanto ser vivo, es parte de la
naturaleza física y animal, y que el arte es el medio del que éste se vale para proyectar
acciones sobre ella. Así, la ciencia se subsume al arte y ambas son respuestas de raigambre
biológica, a los estímulos dados en la conciencia por las demandas de la vida y, asimismo,
expresiones de lo ideal y espiritual. Ambos autores aluden a así una axiología naturalista,
una antropología y una metafísica común.
Novo (2009) propugna por un abrazo necesario entre ciencia y arte, abrazo que haga
explícitos los entrecruzamientos entre ellas, habitualmente ocultos o invisibles. La
primera referencia que hace la autora para desabarrancar la idea de saberes inconexos, es
acudiendo a la noción de hipótesis, cuya generación requiere de la creación del científico.
Dicho acto creativo supone poner en juego relaciones novedosas, o nuevas miradas sobre
el mismo objeto, lo que requiere de imaginación e intuición, cualidades vinculadas casi
de modo excluyente con el arte. Del mismo modo, el uso de las metáforas en la ciencia,
tales como, el mundo como texto a ser descifrado de Galileo o el código genético de
Watson y Crick, conllevan una carga de poesía que aportan a la comprensión a través de
imágenes y parábolas. También vale invocar, que el reconocimiento de la incertidumbre
que hace la física cuántica pone en cuestión el determinismo aludido y buscado
denodadamente por la ciencia positiva, abriendo el campo hacia lo probable, lo inexacto,
lo que puede ser.
Del mismo modo que se puede poner en cuestión la rigurosidad y límites de la ciencia,
no puede soslayarse que el arte también está cercado por reglas y prescripciones. Así, la
armonía de la música, los cánones de belleza de la Grecia clásica, están regidos por
normas y regulaciones.
Si bien Novo (2009) señala que la ciencia tiene una ventaja respecto del arte, dada en su
capacidad de ser transmitido, no es menos cierto que, siendo la creación una propiedad
de ambos, lo que se transfieren son las reglas y prescripciones, no así la capacidad de
crear. Si aceptamos que no se puede enseñar a crear, sí se puede enseñar a desnaturalizar
la mirada, a ver más allá, a buscar nuevos sentidos, a cuestionar lo obvio. Si eso se logra,
se habrá al menos intentado aportar a la capacidad creativa.
Acudimos en este momento de la historia a momentos en los que se configuran nuevos
entramados, donde convergen signos híbridos, signos de dudoso significado, signos
compartidos por la ciencia y el arte, a veces explícitos, a veces ocultos, pero en todo caso
complejos y requeridos de nuevas decodificaciones, en definitiva, signos que interpelan
y acosan, (Novo, 2009).
Gabriele (2011) se pregunta “¿qué posición adopta una reflexión epistemológica que
pretende mirar y reflexionar sobre el vínculo entre arte y ciencia en un representante del
movimiento positivista en la Argentina como es José Ingenieros?” (pág. 41), pregunta que
podría ser retórica, en tanto la perspectiva positivista pareciera no vincular una con otra.
Vale expresar que Ingenieros, en 1899 pronuncia una conferencia a la que titula “La
psicopatología en el arte”, en la que ensaya la tesis de que, en el dominio de la psicología
patológica, el arte y la ciencia se entrelazan, el primero aportando síntesis que colaboran
en la comprensión, y el segundo, análisis que derivan en concepciones minuciosas. El
autor señala explícitamente que obras como “El enfermo imaginario”, “Hamlet”, o “El
Quijote” lo habían inspirado la lectura y profundización del conocimiento sobre la
enfermedad mental.
Para el análisis de la obra de Ingeniero, Gabriele (2011) se vale de Deleuze y Guattari
(1993), quienes afirman que tanto el arte como la ciencia son formas de aproximarse a lo
real, pero asumiendo posturas diferentes, iluminándolo el primero, dotándolo de orden el
segundo. Así, la ciencia devela o descubre a través de la razón, y el arte, da luz por imperio
de la emoción. La autora se pregunta por el lugar común, o como lo llama ella misma, la
mesa de disección que da sustento a los lazos entre el arte y la ciencia. La respuesta es
clara, eso que tienen en común es la cultura en las que ambas se generan; cultura en la en
la que se materializan las tensiones entre los modos de afrontar el caos, de darle batalla,
de imponer cierto orden en la interpretación que se hace del mundo, y donde interpretarlo
no es reflejarlo, sino develarlo desde sus signos. Dicha amalgama habilita la libre
dinámica de categorías de uno a otro dominio, y con ello, una potente síntesis para la
exploración y el debate.
Para Gabriele (2011), también resultan esclarecedoras las reflexiones de Agamben (2009)
en torno de los conceptos de parodia y parábasis, nociones que el autor las extrae del
contexto del teatro clásico. Se entiende a la primera como la separación entre la palabra
y el canto, cuya ruptura genera la prosa, un espacio anexo que supone una pérdida. A
fines del siglo XVIII los juglares trastocaron la parodia en una retórica en la que orden de
las palabras se altera, derivándose en cómico o ridículo, o cuanto menos en un sinsentido.
Dicha inversión de sentido convierte los elementos formales del modelo original en un
nuevo modelo, del que participan contenidos novedosos, pero de absoluta incongruencia.
Así, la parodia se torna en una ontología paralela, en la que la lengua no puede designar
la cosa, ni ésta encontrar la palabra que la nomine, cuestión que es retomada por Gabriele
como metáfora para pensar la ciencia que, en tanto autónoma de otras expresiones
culturales, se instituye en quiebre entre lo racional y el orden natural de las cosas, el que,
no obstante, se opaca bajo la fachada lógica impuesta que no es más que ilusión de saber.
A la parodia le continúa la parábasis, o el momento en que los actores abandonan las
tablas, cediendo el espacio al coro quien asume protagonismo al relacionarse
directamente con el auditorio. Este acto desdibuja claramente las fronteras entre los
actores y el público, lo que conduce a la fluencia entre las partes, y con ello, a la disolución
de la parodia. Así, la ciencia moderna se solaza en la parodia, postergando
indefinidamente la gestión de su propia parábasis, lo que parece tener cabida en las
epistemologías más clásicas de la ciencia, pero no en sus vertientes más críticas.
Si se reconoce la dimensión interpretativa de la ciencia, puede entenderse que ella es un
esfuerzo por generar explicaciones, no sólo sobre el mundo, sino sobre lo que somos,
podemos o queremos ser. Aquí Gabriele se pregunta si esto no es un modo de expresar
parábasis, y si lo fuera, ésta es la perspectiva que afronta la autora para encarar “La
psicopatología del arte” de José Ingenieros, perspectiva que trata de exponer las tensiones
entre una parodia científica positivista, y su suspensión en una parábasis artística; entre
una versión científica de la patología, y un modo poético de expresar los sentires, las
emociones, las miserias y el dolor de la enfermedad mental.
Experiencias innovadoras de intersección entre arte y ciencia
Marcos (2010) narra la experiencia del grupo de investigación sobre arte y ciencia (A&C),
del que el investigador forma parte, el que fuera generado en la Universidad de Valladolid
(Valladolid, España), y que transita por la exploración de las convergencias entre la
filosofía de la ciencia y la estética. Dicho proyecto se nutre de los aportes de Habermas,
Gadamer, Goodman, Rorty, Ricoeur o Feyerabend, quienes proponen y abogan por una
filosofía integral, superadora de los viejos esquemas construidos en términos de filosofías
estancas e inconexas. Los investigadores del espacio se afanan en estudios comparativos
de intersección entre arte y ciencia desde herramientas como la hermenéutica, que
propicia análisis conjuntos valiosos.
Es en este marco que a partir de los ’70, el grupo A&C se aboca a la matemática como
un hacer, que se va perfilando históricamente en diferentes estilos, que al igual que el
arte, detenta una esencia práctica insoslayable. Así, el estilo impone una dinámica trazada
en derroteros convergentes entre ambos saberes, lo que contribuye a una concepción de
racionalidad humana más global y sobre todo coherente.
El proyecto Artelab de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia), se propone como
objetivo el análisis y el desarrollo de las artes electrónicas, lo que requiere la exploración
de espacios comunes entre ciencia, arte y tecnología dados en contextos de laboratorio,
pero sin soslayar los aspectos culturales y sociales en los que estos se hallas inmersos
(Reyes, 2006). El trabajo requiere de un equipo nutrido por artistas, músicos, científicos,
ingenieros, psicólogos, arquitectos y diseñadores, entre otros profesionales, que
construyen obras electrónicas, como formas de arte que combinan gravedad y
magnetismo, y con ello, aportan al conocimiento de las interacciones de saberes; y más
que eso, a nuevas formas de expresión, debate y reflexión.
Según Fernández Navarro (2009), un modo de articular experiencias científicas y
artísticas son los museos interactivos, en cuyo caso las tradicionales vitrinas se sustituyen
por dispositivos manipulables que incitan a la experimentación, actividad que pone en
juego la proactividad, tanto física como mental en un marco estético. Así como los
primeros museos demuestran la ciencia, los interactivos la comunican en un diálogo entre
sus artefactos y los visitantes. Así, en esta clase de instituciones, a menudo el término
museo se esfuma y deja paso a denominaciones vanguardistas que connotan una ontología
y una epistemología diferenciadas de las originales. No obstante ello, ambas modalidades
museísticas pueden convivir e integrarse satisfactoriamente, tal el caso de la Cosmocaixa
de Barcelona España), en el que se articulan piezas reales con actividades interactivas.
Los orígenes de la museología interactiva deben buscarse en las propias
experimentaciones de la ciencia, las que en algún momento pasaron a ser parte de sus
procesos de justificación, y a posteriori, de los recursos didácticos utilizados en la
escolarización. Así, las bailarinas para el estudio óptico de los sistemas vibratorios de
Lissajou, o el disco de Nexton, o la máquina electrostática de von Guernikce, son buenos
ejemplos de ello.
Según Fernández Navarro, los museos interactivos son denotados habitualmente como
espacios de aprendizaje, por lo que están atravesados por cierta racionalidad propia del
ámbito educativo, si bien su inserción se limita a lo nominado como no formal. Esta
particularidad lo vincula directamente con el público escolar, a quien van habitualmente
dirigidas sus acciones.

Algunas consideraciones finales


Si el arte va en búsqueda de la belleza y la ciencia en pos de la verdad, pareciera que nada
los une ni integra, a menos que asumamos que el arte también se afana en la verdad, y la
ciencia en la belleza. Pero, qué sería un arte verdadero o una ciencia bella.

Para la ciencia, la verdad es la correspondencia entre sus afirmaciones en el discurso y


los hechos a la luz de la observación, o de algún dispositivo que logre objetivar lo
buscado. Esta categoría no puede aplicarse al arte, en tanto éste no abreva en fenómenos
tangibles, sino en algún aspecto de la realidad, concreto o abstracto, que moviliza al
artista, lo obliga a crear, y lo compele a generar algo, eso que es “su verdad”, eso que él
o ella ha imaginado. Esta concepción de verdad no se sostiene por legitimaciones externas
ni por axiomas últimos, sino por un sentido de identidad entre el artista productor y el
objeto derivado de su accionar. ¿Acaso esta forma se parece en algo a la verdad científica?
Se parece a los momentos iniciales de la ciencia, aquel donde la imaginación gana a la
racionalidad, aquel donde se impone la inventiva, aquel que crea y recrea lo real, pero
luego adviene una segunda instancia, más dura, más imperativa, más normada, con límites
tangibles que poco se parece a la verdad del arte. Así, pareciera entonces que hay un
camino original que los une, que los entraña en una misma idealidad, en un mismo punto
de partida que en algún momento empieza a bifurcarse, a tomar ribetes propios, a
construirse sobre ladrillos cada vez más singulares.

¿Y la belleza? ¿Acaso hay belleza en el conocimiento científico? Puede ser. Tal vez la
belleza no se defina en términos de una estética literal, sino de una armonía de sus
componentes, de cierta plasticidad conceptual, de formas simples pero consistentes, de
caminos parsimoniosos; que como la belleza en su sentido estricto, genera placer,
satisfacción, deseos logrados, emociones positivas. Puede que se trate de una “belleza
abstracta”, de una belleza intangible a los sentidos, pero sí de fuerte raigambre espiritual,
de obtención de sentido, no de cualquier sentido, sino de aquel que moviliza, atrapa,
obliga, acecha, nos hace finalmente humanos, tan humanos como el artista, tan humanos
como aquel otro que parece estar en las antípodas del pensamiento científico.

Finalmente cabe preguntarse si el arte y la ciencia comparten metas o motivaciones. Si


ambas son expresiones humanas generadas en contextos culturales, comparten la
inquietud original que moviliza el espíritu y lo proyecta. Comparten los deseos, las
pulsiones, la necesidad de expresarnos, la tensión entre lo dado y lo novedoso, el
requerimiento de ser nosotros mismos; y en ese ser, desarrollarnos, crearnos y recrearnos,
hacernos sujetos, hacernos actores de un momento histórico determinado, hacernos
partícipes de la vida, de esta vida que elegimos; en definitiva, hacernos más humanos.

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