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Aula de Cultura ABC

Fundación Vocento

Martes, 17 de enero de 2006

Los cautivos de la Moncloa

D. Raúl del Pozo


Periodista y escritor

A la hermana de Borges la metieron a la cárcel los peronistas y escribió a su familia una carta
en la que le decía que aquello era muy desagradable, pero que, por lo menos, no había que asistir ni a
cocktails ni a conferencias. Y Lorca, en Teoría y juego del duende, iniciaba así una conferencia:
“Desde el año 1918 en que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid hasta 1928 en que la
abandoné, he oído en aquel refinado salón donde acudía para corregir su frivolidad de playa francesa la
vieja aristocracia española cerca de mil conferencias. Y con las ganas de aire y de sol que yo tenía me
aburría tanto, que al salir me sentía cubierto de ceniza, casi a punto de convertirme en guerritación”.

Aviso de que esto no es una conferencia. Sólo vengo hablar de mi último libro, Los cautivos de
la Moncloa. Va ya por la segunda edición, sin que quiera que esto se tome como una falta de modestia.
Yo soy de los que venden poco, y, además, ser best-seller en este momento, según está el mercado,
cuando conceden los premios a los locutores y triunfan como escritores los de Gran Hermano, es una
vulgaridad, sobre todo si recordemos que, hablando de Borges, de la primera edición de Historia
universal de la infamia se vendieron 37 ejemplares, y que algunas novelas de Baroja, a pesar de que
escribía una cada tres meses, no llegaban ni a las setecientas. Con esto no quiero compararme,
naturalmente, ni con Baroja ni con Borges.

En Los cautivos de la Moncloa se cuenta, mediante anécdotas y recuerdos que algunas veces
rompen el off the record, las dos últimas presidencias de Gobierno, es decir, la de José María Aznar y
la de José Luis Rodríguez Zapatero –al que contribuí a bautizar con el apodo de “Bambi”–. La crónica
aborda tres legislaturas y dos presidencias, y ya se apunta en ella esa fascinación por el abismo que
descubrimos estos últimos días en Zapatero. El actual presidente defiende una extraña CEDA, unos
privilegios predemocráticos, un peligroso neocarlismo ajeno a la ideología de un partido de izquierdas.
Cuento los encontronazos del presidente Marín con unos diputados que parecen de Caiga Quien Caiga,
que vienen vestidos por la sastrería de don Vito Corleone. Esos políticos han venido a evitar el fracaso
del Estado español –en Madrid, que para ellos es el centro de la vileza, de la inmoralidad–. Para estos
falsos republicanos que se parecen a los de la Liga Norte –con los que Italia acabó mediante una
manifestación de millón y medio de ciudadanos–, España aún representa lo que decía Julio Camba, una
mezcla de Inquisición, arroz con pollo, reyes católicos, toros, rumba y Cristóbal Colón.

Confieso que nunca he pesado los leones de las Cortes, pero de tanto ir a ellas, y de tanto verlos,
a ojo sé que el león de la derecha pesa 3.474 kilos y el de la izquierda 3.666. Los leones simbolizaban
hasta ahora la soberanía nacional, pero hay día los nacionalistas quieren convertirlos en animales
domésticos. Cuando visitó por primera vez Euskadi, Manuel Azaña –después se vio forzado a conceder
los estatutos de País Vasco y Cataluña– comentó que lo del nacionalismo era como el dominó de
Valladolid, fruto del aburrimiento provinciano. Ahora bien, después –patéticamente– Azaña en la
velada de Benicarló recuerda con tristeza aquel desbarajuste: cómo cada provincia hizo su guerra
particular.
Todo lo que está pasando no es nuevo. Después de la I República hubo en España veinte
Estados, incluidos Filipinas y Cuba. Claro, duró seis meses. En la I República, Barcelona quiso
conquistar las Baleares; Vasconia quiso conquistar Navarra. Aquel provincianismo fatuo, aquella
frivolidad, aquella deslealtad cobarde han vuelto para coaccionar al Estado democrático –pero
decrépito– que ya sólo administra el 19% de los recursos. Por eso he dicho que vivimos una corrupción
coronada gestionada por los separatistas, donde la policía roba dinamita.

Pla avisó en una carta a Tarradellas de que los políticos nacionalistas apenas sirven para nada, y
aquel señor tan largo y tan juicioso ya avisó que no debían prescindir de España porque los catalanes
fabrican mucho calzoncillos, pero no tienen tantos culos. La modesta tesis que mantengo es que
tampoco ha podido librarse de ese síndrome, de esa soledad de autista que transmite el Palacio de la
Moncloa quien lo habita ahora, aquel desconocido diputado al que yo (ni nadie) conocía, y que llevaba
asistiendo al Congreso veinte años. Lo hallaron después de estar varias legislaturas escondido en los
escaños. La rareza de Zapatero estaba evidentemente en su modestia.

El actual presidente del Gobierno declaró al tomar posesión del Palacio de la Moncloa lo
siguiente: “Lo que me dicen los anteriores presidentes es lo siguiente: que hay un momento en que ves
gente que entra y que sale, pero luego descubres zonas de palacio donde no hay nadie, ni siquiera
secretarias. Esa soledad que ataca a los presidentes ya la conozco; ya conozco el mal y la receta. Nunca
trabajaré solo, nunca creeré que soy importante y trascendental. He dicho a mis colaboradores que me
avisen si algún día, en algún momento, descubren en mí que interpreto el papel de imprescindible. Me
gustaría que se dijera de mí cuando salga de la Moncloa que no cambié como persona”.

Eso sucedía el 17 de abril de 2004, en una mañana lluviosa. Zapatero –después de jurar su cargo
como presidente del Gobierno ante el rey– dijo: “Los primeros días ya no he podido dormir. Faltaban
algunos muebles que eran familiares”. Y esto es muy extraño porque nunca habíamos sabido que
Zapatero padeciera insomnio. No sé si es ya el momento para que algunos de sus asesores, secretarias y
edecanes le avisen, como le avisaban a César, de que recordara que sólo es un primer ministro,
sometido al veredicto de los ciudadanos.

Sin embargo, me temo que ya nadie se atreve a decirle ni a preguntarle, porque ya ha bajado por
las escaleras de ese búnker tenebroso, y ha visto que hay puertas falsas, y hay una que va al cementerio.
El actual presidente, como los anteriores, se ha rodeado de consejeros –esos “hombres del presidente”,
pedantería de los telefilmes americanos– que trabajan en el ala oeste de la Moncloa. Después de haber
asistido como enviado especial a tres campañas electorales y haber conocido a unos cuantos presidentes
de Gobierno, he llegado a la conclusión de que, en ese palacio, los políticos sufren alucinación, hasta el
punto de que salen de allí zumbados. La estancia de Adolfo Suárez fue patética, catártica; en ese
antiguo meublé donde se apareaban Goya y la Cayetana de Alba dicen que se oyen no solamente los
aullidos de los muertos de los fusilamientos de Goya, sino también los del palacio, los de la Cuesta de
las Perdices, o sea, el Puente de los Franceses. Adolfo Suárez tenía una memoria de elefante; conocía
los nombres de todos los generales y de todas sus secretarias; después del paso por la Moncloa se le ha
olvidado hasta que fue presidente de Gobierno. No recuerda nada en esa casa de espectros; tal vez, en
algún momento le quede un resto de lucidez para soñar que el poder es sólo una sombra.

El único habitante de la Moncloa que se salvó del síndrome fue Leopoldo Calvo Sotelo. Tocaba
el piano para espantar a los espectros. Precisamente Calvo Sotelo contaba que Adolfo Suárez fue
grande en las turbulencias, que gobernó entre tormentas y truenos; bajó con la barca por las aguas
torrenciales, y sólo al llegar al mar, al llegar a la Moncloa, no supo hacia dónde virar el timón. Felipe
González, el tercer presidente, cayó en una extraña melancolía de empequeñecer los árboles, que le
atormentaban como el bosque de Birnam y que avanzaban hacia él. José María Aznar entró allí
llamándose a sí mismo “don nadie”, y salió creyéndose Napoleón y que era uno de los comandantes de
las tropas del imperio.

Ha escritor Juan Avilés en El Cultural que en Los cautivos de la Moncloa se cuenta que
precisamente el bosque de Birnam, el que se movió contra Macbeth, fue el mismo que atenaza a
presidentes que lo ven avanzar. Por su parte, César Alonso de los Ríos escribe que mi libro está
montado sobre un juego literario que consiste en suponer que la Moncloa, el edificio mismo, el tinglado
institucional, termina por poseer a los inquilinos convirtiéndolos de triunfadores en seres vencidos y
humillados.

Para dar verosimilitud a esa historia gótica, el autor, dice, ha tenido que dotar de condiciones
malvadas al edificio mismo; como en Psicosis, la casa debe aparecer en las primeras imágenes como
sede del mal. En este caso, el edificio es un cúmulo de errores, se trata de una mala copia de un edificio
napoleónico, y en esta imitación de lo francés tiene hasta los malos olores de Versalles. Versalles es un
hermoso palacio, pero, cuando iban los embajadores, notaban que olía mal, y era sencillamente porque
las letrinas estaban conectadas con los jardines. En Moncloa, naturalmente, hay agua corriente, pero se
supone que los malos olores proceden de la vaquería adjunta que hay en la Facultad de Veterinaria y
también de las miasmas del aprendiz de río Manzanares.

Juanjo Armas Marcelo resume así el libro: “Los cautivos... está escrito desde la independencia
de partidos”. Para empezar un libro –como para empezar cualquier columna– tengo muy presente lo
que nos advirtió Marcel Brion: “La libertad no es otra cosa que el ejercicio del juicio, y la facultad de
elegir en toda circunstancia lo que uno cree mejor”. La libertad es en esencia el derecho a cambiar de
ideas si éstas se reconocen como falsas; es el derecho a rechazar incluso las disciplinas de los partidos,
es el mejor privilegio del ciudadano y, especialmente, del periodista. Es una garantía de la verdadera
individualidad.

Aparte de los cautivos y los fantasmas de la Moncloa, quiero hablar de otros espectros que se
esconden en las letras de nuestro ordenador. Me refiero a ese periodismo repugnante, atrincherado en
torno al bipartidismo y las peligrosas amistades entre periodistas y políticos. Martín Prieto reconoce
que la mayoría de los periodistas de nuestra generación vivimos la esquizofrenia de que o nos sindican
o nos sindicamos: o somos del PP, o del PSOE, o del PNV, o del tripartido catalán, o hasta de la
Chunta Aragonesista. Cada uno tiene que llevar una camiseta con unas siglas. En este momento es
inconcebible en España la independencia de criterio o la ausencia de pesebre en el que pastar.

He abordado, entre otras cosas, esa amistad entre el poder político y la escritura, que siempre
acaba mal. Leonardo Coca Palacios, un gran columnista latinoamericano, dice que la relación entre
periodista y político es la más incompleta y excluyente de los amores que pueden existir sobre la faz de
la Tierra; excluyente porque nos atacamos, pero somos inherentes el uno al otro. Más allá de este
romance está la única víctima, el lector, el ciudadano, a quien ambos grupos le debemos nuestra razón
de ser.

Un columnista es lo que son sus lectores. El político lo tiene peor, porque siempre está en
campaña de promoción, como la Coca-Cola. Hay siempre un conflicto de intereses entre el poder y la
libertad. Las relaciones entre periodistas y políticos son siempre perversas. En un principio fue la
subordinación; después la complicidad; y, por último, la desconfianza. No sólo hay conflicto entre el
político y el periodista, lo hubo siempre entre los escritores y los príncipes, los poderosos; en un
principio era la postura del arrodillamiento, que explicaba Manuel Vázquez Montalbán; era el escriba
sentado que despliega sobre sus rodillas un papiro e inclina la cabeza delante del faraón en señal de
servidumbre. Aretino no tenía vergüenza en reconocer que era un mercader. Dice en una carta: “Si esos
cuatrocientos escudos se me concediesen para toda la vida, yo pregonería la fama de vuestro rey porque
en verdad me convertiría en uno de sus capitanes”.

Esa extraña y peligrosa relación la ha diagnosticado muy bien uno de estos días José Antonio
Zarzalejos, director de ABC, cuando ha dicho que “periodismo y poder son como agua y aceite. En este
país, en general, hay una excesiva connivencia entre el poder político, económico y periodístico”. El
periodista tiene que ser reactivo a los halagos del poder; no tiene que ser el florero de las reuniones y de
los actos sociales; no debe permitir considerarse una autoridad en el ámbito político; tiene que ser
marginal y estar menos en la pomada. ¿Por qué los directores de los grandes periódicos invitan a su
casa a los políticos? ¿Y por qué incluso viajan juntos y van juntos de vacaciones?

Como digo, siempre se ha escrito al servicio de alguien. A veces con tan poca suerte como
Maquiavelo, al que Lorenzo de Médicis le regaló sólo dos botellas de vino por la dedicatoria de El
príncipe. En la época democrática, algunos compañeros no quieren cenar con los políticos o famosos
porque el roce y la simpatía condicionan después el trabajo.

La experiencia de tener un amigo en una carrera presidencial de Estados Unidos, por ejemplo,
puede resultar fascinante, pero para un periodista es un asunto peligroso, una experiencia confusa.
¿Eres amigo, o eres periodista? Resulta necesario redefinir al amigo y redefinir al periodista, una y otra
vez, a nivel relajado. Pedro J. Ramírez piensa que los periodistas y los políticos estamos en la misma
pecera; lo esencial es no tragarse los anzuelos. Esa pecera, esa alfombra, esa burbuja, resulta peligrosa
para el oficio de escribir. Resulta muy difícil machacar o hablar mal de un gobernante con el que has
tenido amistad; tal vez por eso, Carmen Rigalt, a la que los personajes públicos y de la jet temen como
a un ángel exterminador porque no deja una silicona sin insulto, rehuye hacerse amiga de los hombres y
mujeres públicas. Ella dice que en Los cautivos de la Moncloa se cuenta no sólo que el poder empieza
como un privilegio, sigue como un síndrome y termina como una enfermedad mortal, sino que,
además, se trata de una enfermedad degenerativa que convierte a esos enfermos en monstruos, pero que
también contagia a los periodistas, esos historiadores urgentes de la sociedad de la comunicación.

A los pocos años de estar en la Moncloa, los presidentes, insisto, creen que los periodistas
representan al maligno. A pesar de la superioridad de la democracia sobre cualquier otro sistema,
aceptamos que tiene sus servidumbres, y la más fuerte de todas es su necesidad de hacer propaganda a
todas horas. Para esa tarea necesita la complicidad de los periodistas obedientes, y, si éstos se niegan,
empieza el conflicto. Alguien dijo que la prosa política en los medios es el cristal de la ventana que, si
está limpia, permite que los ciudadanos puedan observar a sus gobernantes, y definía a los periodistas
políticos como los que limpian los cristales de la libertad. Eso es bello, pero imposible. La simbiosis
entre políticos y periodistas surge porque ambos están en el negocio de la persuasión del votante o del
elector (y del lector). Vivimos, dice Francisco Umbral, en una escenificación de la libertad. O sea,
puedes ser libre, pero atente a las consecuencias. Yo soy libre teniendo presente que la libertad existe
pero se paga. La libertad no existe gratuitamente.

La gente suele leer a quien le da la razón, generalmente busca ratificar lo que piensa; pero los
políticos exigen mansedumbre, y el debate político se reduce a dos pandillas de periodistas: unos con la
camiseta del PP y otros con la del PSOE. Y es difícil permanecer en esta profesión, sobre todo en los
programas de televisión, fuera de esas banderías, donde hay comisarios políticos de ambos partidos y
da miedo hablar. Cada fuerza de choque emplea la demagogia para defender sus siglas y no ve ni una
cosa buena en el adversario. Los periodistas de la derecha se han convertido en cuchilleros; y los de la
izquierda, también. Ocupan los platos para completar el cupo turnante de esa pantomima de partidismo
donde cada arbitrista de fortuna se envuelve en los manteles de una sede. El público –a través de las
llamadas de los oyentes, de los chats y hasta de los anónimos– se ha enganchado a esa pócima, a ese
falso combate, y observa la vida política como un partido de fútbol constante. Una pelea. Del síndrome
de la Moncloa, y de las peligrosas amistades entre políticos y periodistas, trata mi libro, que es una
crónica de esa sucesión de venganzas que es la historia de España.

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