Professional Documents
Culture Documents
La Misoginia en Grecia
La Misoginia en Grecia
La misoginia en Grecia
Feminismos - 49
ePub r1.0
Titivillus 14.12.2021
Mercedes Madrid, 1999
Consejo asesor:
Giulia Colaizzi: Universitat de Valencia
María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid
Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona
Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo
Instituto de la Mujer
Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia
A Juanjo, Pablo y Helena Montero
A propósito de las mujeres, a menudo me han preocupado ciertos
interrogantes: ¿por qué razón las mujeres no quieren escribir poesía
sobre el hombre como sexo?, ¿por qué la mujer es un sueño y un
terror para el hombre y no al revés?… ¿se trata solo de un
convencionalismo y de buenos modales o hay algo más profundo?
J. Harrison a G. Murray.
Cuando un tema se presta mucho a controversia —y cualquier
cuestión relativa a los sexos es de este tipo— uno no puede esperar
decir la verdad. Solo puede explicar cómo llegó a profesar tal o
cual opinión.
V. Woolf, Una habitación propia.
Prólogo
2. LA MISOGINIA GRIEGA
En los poemas homéricos los papeles sociales que los hombres y las mujeres
tienen asignados están perfilados con la mayor nitidez en función de una
ideología aristocrática y guerrera. La tarea encomendada por la sociedad a
los varones es la guerra y, en los intervalos de paz, el consejo y las
competiciones deportivas. Las mujeres, a su vez, se encargan de los trabajos
domésticos, de los que, aparte del tejido y la atención a los varones, en la
Odisea hay una descripción detallada[59]: preparar el lecho, lavar la ropa,
encender el fuego, moler el trigo, limpiar, arreglar la casa y acarrear agua,
etc[60]. Hay en los poemas homéricos ejemplos en los que explícitamente se
contrapone el trabajo de la casa, propio de las mujeres, a las actividades
específicamente masculinas de la guerra, como en un conocido pasaje, que
se repite tres veces con la única variación de una palabra, en el que Héctor y
Telémaco reivindican para los varones la exclusividad en los asuntos de «la
guerra», «la palabra pública» o «la destreza en las armas», mientras que
Héctor pide a Andrómaca, en un caso, o Telémaco a Penélope, en los otros
dos, que se ocupen de la organización de la casa y de las labores
domésticas[61]. Esta separación se mantiene, incluso, en un momento tan
crítico como cuando Odiseo prepara su venganza contra los pretendientes, ya
que explícitamente ordena que las mujeres se dediquen a sus tareas y hagan
oídos sordos a cualquier estruendo o gemido que puedan oír[62]; asimismo,
en lo que respecta a los feacios, la comparación entre el trabajo masculino y
femenino se realiza contraponiendo la pericia marinera de los varones a la
habilidad tejedora de las mujeres en la fabricación de lienzos[63]. En el caso
concreto de la Ilíada, es el tejer de las esposas de los héroes lo que sirve
especialmente de contrapunto al combatir de estos y así, Helena está tejiendo
en su aposento, mientras los troyanos y aqueos luchan por ella en el campo
de batalla, bordando precisamente el combate de ambos bandos, y
Andrómaca realiza la misma tarea cuando Héctor se enfrenta a Aquiles[64].
Estas actividades paralelas de hombres y mujeres, ocupadas las unas en tejer
y los otros en guerrear, se entrecruzan en la mente del poeta, para quien la
técnica del tejido parece convertirse en un punto de referencia para
comparar con ella las más diversas actividades bélicas, deportivas u
oratorias de los varones y así, como hemos visto, asemeja la resistencia de
los aqueos y lo equilibrado de la lucha de ambos bandos con la balanza en
que una mujer pesa la lana, describe la manera de competir en una carrera
comparándola con los movimientos que una mujer realiza en el telar[65], o
utiliza el verbo hyphaino («tejer») para referirse al modo como los varones
tejen en público sus discursos y pensamientos[66].
Esta oposición entre las actividades masculinas y femeninas se expresa
con gran claridad en las capacidades que se presumen para cada sexo y así,
en contraposición al conocimiento femenino de las primorosas labores del
hilado y el tejido, se dice que es propio de las mujeres su ignorancia de las
cosas de la guerra, frente a la pericia y el conocimiento de las técnicas
guerreras de las que los hombres alardean[67]. Parece, pues, como si varones
y mujeres estuvieran dotados para desempeñar dos tareas muy claramente
delimitadas y como si hubiera una barrera entre estos dos tipos de
capacidades que ningún sexo debe traspasar, so pena de ser objeto de todo
tipo de recriminaciones. De ahí el que los hombres, a veces, se sirvan de las
mujeres como término de comparación de lo que no debe ser un guerrero y
así, en una serie de pasajes, se recrimina a los que desfallecen en el combate
llamándolos «aqueas», se compara a los que quieren volver a casa con
viudas y niños, se minusvalora a un combatiente porque se ha vuelto como
una mujer, se menosprecia el ataque de un oponente como si fuera el de una
mujer o un niño o se reclama la lucha con las armas y no con palabras como
es propio de las mujeres[68]. Como consecuencia de este reparto social de
tareas, hay también unos espacios que le son propios a cada sexo y que no
deben ser invadidos por el sexo contrario. En tiempos de paz, el dominio
femenino es la casa y la ciudad corresponde a los varones, pero este reparto
cambia en una situación de guerra, ya que entonces el espacio masculino lo
constituye el campo de batalla donde los hombres luchan, fuera siempre de
los límites de la ciudad, mientras las mujeres permanecen en ella, atentas a
la menor noticia que venga del exterior. En estas circunstancias, la frontera
entre el espacio masculino y femenino lo constituyen las puertas y la muralla
de la ciudad, frontera que los hombres no deben franquear sin hacerse
sospechosos en lo tocante a su virilidad, y por ello París es recriminado por
Helena y Heleno pide a Héctor que los troyanos resistan y no huyan para
caer en brazos de las mujeres, lo cual sería motivo de regocijo para los
enemigos[69]. Héctor es consciente de ello y por eso, aunque se tenga un
motivo para volver a la ciudad, como le ocurre a él en el Canto VI de la
Ilíada, sabe que no debe demorarse en ella por ser un espacio femenino en
esos momentos, ni entregarse al cuidado de las mujeres no sea que, como el
mismo Héctor afirma cuando rechaza el vino que le ofrece Hécuba, se olvide
de su fortaleza[70].
5. EL ENTRECRUZAMIENTO DE LO FEMENINO Y LO
MASCULINO
6. MANIFESTACIONES MISÓGINAS
Ni tampoco Penélope:
Hera, por su parte, no parece asustarse ni abatirse ante estos malos modales
de Zeus y, a su vez, también le increpa frecuentemente:
Esta constante bronca doméstica tiene como razón manifiesta la ayuda que
Zeus otorga a los troyanos, pero, en el fondo, evidencia una rivalidad entre
las dos divinidades por imponer cada una su criterio, y de ahí el deseo de
Zeus de que los problemas entre ambos terminen y que Hera tenga
sentimientos iguales a los suyos[175].
De la lectura de los pasajes en que se manifiesta un rechazo contra las
mujeres, probablemente el mejor punto de referencia para medir el grado de
misoginia en los poemas homéricos sea el personaje de Helena, la esposa
infiel que ha abandonado a su esposo e hija para huir con París a Troya. En
buena lógica se esperaría que todo el mundo la recriminara y la odiara, ya
que es la culpable de la guerra. Pero no es así, hasta el punto de que, como
hemos visto, los únicos insultos que recibe salen de su propia boca, mientras
que los demás, tanto griegos como troyanos, consideran su conducta como un
instrumento de los dioses. Es cierto que esta consideración está en
consonancia con la psicología homérica, en la que los hombres no se
consideran el principio de sus propias acciones, sino que atribuyen a los
dioses el origen de las mismas, pero, a pesar de ello, el héroe homérico se
muestra responsable, acepta las consecuencias de sus acciones y trata de
ofrecer una reparación por las mismas[176]. Con Helena, sin embargo, nadie
parece estar realmente ofendido y no solo es la única mujer cuyas palabras
son siempre escuchadas y aceptadas por los hombres, sino también es la
única mujer que en cierta manera se libra de la dependencia de un varón a
que están sujetas sus congéneres y así, habla siempre en nombre propio, sin
apoyarse ni hacer referencia a su esposo como es el caso de Penélope o
Andrómaca[177], todo lo cual, como observa H. Monsacré (1984: 123), la
lleva de algún modo a sobrepasar los límites impuestos a la condición
femenina y aproximarse a la figura del héroe[178]. Por otra parte, y pese a
que Helena no cesa de lamentar sus acciones, su conducta con los troyanos y
aqueos está siempre teñida de una cierta ambigüedad y nunca se sabe
claramente del lado de quién está. Es como si el halo de fascinación que hay
en torno a ella y que la envuelve como el velo que oculta su belleza ejerciera
en los demás una seducción, que la hace ser siempre objeto de las miradas y
los comentarios de los demás[179], pero impide que se juzguen negativamente
sus acciones. La antítesis de Helena la representa, en principio, Penélope, el
prototipo de la esposa fiel, discreta y virtuosa que espera el regreso de su
marido y trata de proteger la hacienda de este en las circunstancias más
adversas. Pero lo mismo que no todo es sombrío en el personaje de Helena,
tampoco todo es diáfano en el de Penélope y, pese a los elogios que recibe y
a su comportamiento intachable, no por ello se libra, como hemos señalado,
de la suspicacia de Atenea sobre su fidelidad o de una cierta desconfianza
de Telémaco a su regreso de Esparta. Parece como si hubiera algo en la
manera de actuar de Penélope que no acaba de estar claro e, incluso, se ha
señalado que, aunque no haya dudas sobre la sinceridad de sus desdenes
hacia los pretendientes e independientemente de que ello esté orquestado por
Atenea, no deja de percibirse una cierta coquetería en ese mostrarse y
ocultarse a los pretendientes, en ese alimentar sus esperanzas y en la
cuidadosa puesta en escena de sus apariciones[180]. Es como si Penélope
llevara una existencia oculta tras sus llantos y lamentos, como si tuviera un
mundo interior que guardara celosamente y que la hace mostrarse esquiva y
desconfiada cuando le comunican finalmente que su añorado esposo ha
vuelto. Se esperaría una explosión de alegría por parte de Penélope, pero en
cambio se muestra llena de recelos y sin bajar ni un momento la guardia
hasta el punto de que Odiseo tiene que reprocharle su ánimo cruel e
incrédulo y, aunque al final se produce el tierno reencuentro, es tras un largo
preámbulo que se extiende más allá de los 200 primeros versos del Canto
XXIII[181]. Hay, pues, una cierta ambigüedad en la valoración de estos dos
personajes femeninos en los poemas homéricos, pero, en nuestra opinión, no
creemos que se pueda hablar de misoginia[182], ni siquiera, como ya se ha
indicado, en la figura de Clitemnestra o en las palabras descalificadoras
para todas las mujeres pronunciadas por la sombra de Agamenón, que, en
todo caso, pueden considerarse una reacción fruto del resentimiento por el
triste final de su vida, tan lejano a la muerte deseada por cualquier
héroe[183].
Hay, sin embargo, en el mundo divino una figura que es necesario tener
en cuenta a este respecto, porque quizás sea el único personaje femenino
donde, como ya se ha señalado, se perciba un cierto tono misógino. Homero
presenta de la diosa Hera la imagen de una esposa malhumorada, suspicaz y
deslenguada que en su celo por los aqueos no deja en paz en ningún momento
a Zeus, quien la teme y trata de evitar sus reproches[184]. Incluso, cuando la
diosa abandona su conducta habitual y se embellece para presentarse ante su
marido llena de atractivo y encanto, lo hace para encamar los aspectos más
negativos y peligrosos de la seducción femenina, la capacidad para el
engaño y para impedir que prevalezca el designio masculino. Es cierto que
se puede pensar que esta imagen es el resultado del tono de farsa con que
están tratadas las relaciones domésticas de los soberanos del Olimpo y que
no hay nada en ella que sugiera una intención por parte del poeta de
presentar a Hera como prototipo del comportamiento de una esposa humana,
sin embargo, hay en este personaje de Hera muchas cosas que anticipan el
estereotipo de esposa agobiante elaborado por Hesíodo y otros poetas
posteriores. No obstante, no creemos que esta imagen tan poco atractiva de
Hera se deba a una concepción negativa de la naturaleza femenina, sino que
ello también puede ser el resultado, como ya hemos indicado, de la negación
de Hera a someterse a los designios de Zeus y de adoptar una actitud que no
es la que socialmente se espera de una esposa. Zeus la zahiere e insulta
cuando Hera pretende rivalizar con él y tener independencia de criterio
frente a su marido, pero la llama «querida esposa», y la trata con afecto,
cuando se muestra suave y sumisa y reconoce el status superior de este,
según lo esperado en una sociedad de ideología patriarcal como la que
reflejan los poemas homéricos.
Existen, por otra parte, en la Odisea una serie de personajes femeninos
de origen divino, seres terribles y peligrosos, en los que se unen la
seducción amorosa y el riesgo de recibir una muerte inhumana y espantosa,
por cuanto las víctimas de estas divinidades se ven privadas del ritual
funerario. Entre ellas destacan las ninfas Calipso y Circe, dos divinidades
femeninas que en muchos aspectos parecen el mismo personaje, ya que las
dos tienen bastantes cosas en común: viven solas en una isla, a la que
sucesivamente llega Odiseo, y ambas le proponen relaciones amorosas e
intentan retenerlo. En principio, son dos diosas peligrosas y funestas, a
juzgar por los epítetos con que el poeta las califica, y tras el atractivo de su
apariencia esconden, como ocurre con las Sirenas, la destrucción o la muerte
de los varones que se dejan engañar por ellas. Sin embargo, los hechos
parecen desmentir hasta cierto punto esta imagen de seres terribles. En
primer lugar, ya es sorprendente que el poeta nos presente a estas «terribles
deidades» con una apariencia doméstica y familiar, dedicadas en sus ratos
libres a tejer labores primorosas y a cantar con dulce voz[185]. Por otra
parte, le basta a Odiseo, en el caso de Circe, el concurso de Hermes para
volver inocua su magia y, una vez sometida, conseguir que le preste ayuda.
En cuanto a Calipso, salva la vida de Odiseo y su comportamiento con él no
puede ser más tierno y solícito, e, incluso no deja de despertar una cierta
compasión la soledad en que estas ninfas viven. La razón de esta paradoja
reside, según Adrados (1995: 242-248), en que en la figura de estas dos
divinidades, como también más veladamente ocurre con el personaje de
Nausícaa, se hallan fusionados dos temas tradicionales de la épica oriental:
el de la mujer que quiere retener al héroe por medio de la seducción (lo
mismo que la diosa Istar quiere retener a Gilgamés) y el de la mujer
enamorada y abandonada. Hay que distinguir, pues, dos niveles en el análisis
de estos personajes: por una parte, su condición de diosas cuya seducción es
muy peligrosa para un ser humano (lo que se apunta en la figura de Calipso y
es totalmente manifiesto en la de Circe), y por otra, su papel de mujeres
abandonadas, que es el que acaba por prevalecer sobre su naturaleza de
diosas. El comportamiento de Odiseo rompe con la tradición, ya que, en vez
de rechazar las demandas amorosas de estas terribles divinidades, como
hace Gilgamés, se aviene a ellas después de tomar las precauciones
necesarias para contrarrestar el riesgo que ello supone y, cuando esta
relación se convierte en un obstáculo para dar cumplimiento a su destino de
héroe, las abandona, introduciendo de esta manera en la epopeya, por una
parte, una dimensión humana, la del héroe que lucha no ya contra enemigos
externos sino contra sus propios sentimientos (Adrados, 1995: 247-248) y,
por otra, humanizando a estas diosas, que pierden su carácter maligno (no
solo no dañan al héroe sino que lo salvan, cuidan y alimentan) y, a pesar de
ser abandonadas, le ayudan y protegen.
Mucho más terribles y peligrosas que estas dos ninfas son presentadas en
la Odisea las Sirenas con su canto seductor y mortífero, que supone una de
las primeras manifestaciones literarias de la relación entre Eros y Thánatos
tan presente en la cultura griega, ya que nada hay más irresistible que el
atractivo de sus cantos ni nada más temible que la muerte que aguarda a sus
víctimas[186]. Las Sirenas encabezan una larga lista de figuras femeninas
(como las Esfinges, Medusa, etc.) en las que, bajo la imagen seductora de la
belleza femenina, se esconde la más terrible de las muertes, evidenciando
los aspectos más inquietantes (y quizás por ello más fascinantes) de la
representación de la feminidad que los griegos construyeron[187]. No
obstante, en las Sirenas de la Odisea el énfasis no está puesto en la atracción
erótica, sino en la promesa encerrada en sus cantos de hacer partícipe a
quien las escuche de una sabiduría, lo que permitirá a los héroes disfrutar de
la gloria estando vivos[188]. Por último, están esos seres informes como
Escila o Caribdis, que son ciertamente peligrosos y pavorosos, aunque aquí
hay que añadir que no tanto por su condición femenina cuanto por su
naturaleza monstruosa, y que, en cualquier caso, no resultan menos terribles
que el cíclope Polifemo o los lotófagos.
7. LA DISIMETRÍA EN LA VALORACIÓN DE LO
MASCULINO
Y LO FEMENINO EN UNA CULTURA BÉLICA
Mientras que en los Trabajos existe abundante información sobre las tareas
en las que los varones deben ocuparse en cada momento del año y una
detallada reglamentación de este trabajo, no hay apenas datos en los poemas
de Hesíodo a partir de los cuales se pueda conocer el papel y el espacio
social que se atribuye a las mujeres. Hay, no obstante, algunos indicios que
permiten deducir que, para Hesíodo (como, por otra parte, para el resto de
autores griegos), el papel asignado a las mujeres está en relación con la
función biológica de la maternidad y que la casa se considera su espacio
propio: es en el rincón más escondido de la casa donde la doncella se
resguarda junto a su madre durante los rigores del invierno cuando sopla el
Bóreas[256], a casa es donde el marido conduce a la esposa[257] y en ella se
supone que es donde las mujeres permanecen mientras los hombres salen
cada mañana al campo a trabajar. Sin embargo, no hay ninguna información
sobre lo que las mujeres hacen en casa, ni siquiera si es en ella donde se
ocupan de las «perniciosas y terribles acciones» que ambos poemas les
atribuyen[258] y cuyo símbolo es, sin duda, el acto de Pandora de abrir la
tinaja. En contraste con esta inactividad y supuesta holgazanería de las
mujeres, los varones monopolizan todas las funciones y actividades sociales
y son los que tienen por entero a su cargo el cuidado del campo y todo lo
relativo a la administración de la hacienda y la casa, incluido el ocuparse de
tareas que parecen más propias de las mujeres como, por ejemplo, la
selección de las sirvientas[259].
En cuanto a la naturaleza de la feminidad y la masculinidad, no hay en
los poemas hesiódicos una caracterización específica de los varones en
cuanto sexo masculino, sino que siempre se los menciona en su condición de
seres humanos. Este hecho es muy importante por cuanto en los poemas
hesiódicos se puede decir que se encuentra la definición canónica por
excelencia del pensamiento mítico griego sobre la condición humana y el
punto de referencia obligado para cualquier estudio antropológico al
respecto (Vidal-Naquet, 1983: 33). Como ya se ha indicado, el mito de
Prometeo tiene como finalidad, según la interpretación de Vernant, fijar el
status de la condición humana en el nuevo orden instaurado por Zeus: los
humanos son seres que han de trabajar la tierra para conseguir los cereales
(el alimento que les es más propio), que se van a beneficiar del progreso
técnico gracias al fuego (que también les va a proporcionar el alimento
cocido), y que para perpetuarse necesitan a las mujeres (con las que se
unirán no al azar ni de forma promiscua, sino de acuerdo con unas normas
que son las que regulan el matrimonio). Estos elementos propios de la
condición humana tienen también cada uno de ellos un aspecto negativo: el
fuego fue lo que permitió a los humanos abandonar el estadio de salvajismo,
la forma de vida que los asemejaba a los animales, pero, a cambio de este
preciado don de Prometeo, los hombres tienen que pagar el precio de
convivir con ese otro fuego[260] que junto a ellos consume sus fuerzas y el
producto de su trabajo: la mala esposa, esa «calamidad insaciable que no
solo no se conforma con la funesta pobreza», sino que a pesar de que el
marido sea fuerte, lo «va quemando sin antorcha y lo entrega a una vejez
prematura[261]»; la agricultura les suministra los cereales, pero no sin dura
fatiga y esfuerzo; y, por último, el matrimonio les proporciona una
descendencia, pero a cambio de soportar la desgracia de convivir con una
mujer, ya que, en el mejor de los casos y si resulta una buena esposa, este
mal se equipara con el bien de unos hijos semejantes a su padre, pero que, si
estos fallan, los males no tienen remedio[262]. La ambigüedad, por tanto, es
la señal de identidad por excelencia de los humanos, visible incluso en esa
condición fronteriza que los sitúa entre los dioses y los animales y que los
desgarra internamente por la tensión de saberse mortales como los animales
y de aspirar a la inmortalidad de las divinidades (Vernant, 1979b: 115-116).
El ideal que Hesíodo ofrece para cumplir con dignidad lo que la
condición humana impone es la búsqueda de la excelencia, no en la batalla
como hacía Homero, sino en el cultivo de la tierra. En los Trabajos se
valora la honradez y el sentido de la amistad, cuya ausencia marca
precisamente la corrupción del final de la edad de hierro cuando «el huésped
ya no corresponde al huésped ni el amigo al amigo[263]»; se alaba la sensatez
de quien reflexiona por sí mismo y sabe aceptar un buen consejo[264] y el
comedimiento en la palabra[265]; pero la virtud más alabada por el poeta es
la diligencia y el amor al trabajo, considerado como la dura consecuencia de
la vida humana, tras su separación de la convivencia con los dioses[266],
pero también como el único instrumento para obtener riqueza, que es donde
reside la valía y la estima de los demás[267]. Tales son las virtudes que se
alaban en los hombres y, aunque no se diga explícitamente, parece que hay
que entender que estas son virtudes propias de varones. Contrariamente, el
defecto más rechazable es la pereza, referido también a los varones, ya que
se recrimina expresamente no solo al insensato por ser un «inútil[268]», sino
sobre todo al holgazán, al que se compara con los zánganos y contra el que
los dioses y los hombres se irritan y se le predice una vida de hambre y
miseria[269]. Frente a esta valoración del trabajo masculino, la ausencia de
productividad femenina, en nuestra opinión, puede estar relacionada con el
ideal de conducta que en los Trabajos se propone para los varones: el
trabajo es la mayor virtud para Hesíodo y en su defensa se muestra
claramente beligerante, probablemente y entre otras razones, por la
necesidad de contrarrestar el ideal de ocio propio de la tradición
heroica[270]. El trabajo para Hesíodo es, como se ha visto, el medio por el
que los hombres adquieren la condición de humanos y el respeto de dioses y
hombres; consecuentemente, no hay mayor descalificación para un varón que
la holgazanería y la pereza. Y a este respecto, no deja de ser significativo el
hecho de que al perezoso se le compare con un zángano, precisamente el
animal con el que el poeta identifica a las descendientes de Pandora para
enfatizar la pesada carga que son. Esta referencia común creemos que
permite asimilar al varón holgazán con las mujeres y afirmar que, en ese
caso y lo mismo que ocurría en Homero, las mujeres estarían siendo
utilizadas como operador para pensar lo que debe y no debe ser un varón. Al
no residir ya para Hesíodo el ideal masculino en la valentía en el combate
(donde la cobardía se consideraba un rasgo de afeminamiento), sino en la
dedicación al trabajo, es posible pensar que la holgazanería de las mujeres
sirve de contraste para dibujar con claridad la excelencia del hombre de
bien y la falta de virilidad de los perezosos, aunque no se les increpe
llamándoles explícitamente «mujeres» como ocurría en la Ilíada. Pero eso
no es todo. La holgazanería de las mujeres las convierte también en seres
improductivos y socialmente inútiles. Y ello nos lleva a pensar que, si el
gusto por el trabajo se considera una de las características del ser humano,
este empeño en negar a las mujeres la capacidad para el trabajo obedece, en
último extremo, al deseo, probablemente inconsciente, de privarlas de la
condición de seres humanos y de negarles un espacio en el mundo humano,
con el fin de conjurar por este procedimiento esa necesidad ineludible que
los varones tienen de convivir con ellas. De esta manera, los varones
podrían recomponer la primitiva unidad de los ánthropoi, que la aparición
de Pandora escindió en dos, y, tal vez, reconstruir con ella las condiciones
de vida que disfrutaban en la edad de oro[271].
Dejando para más adelante el abordar la cuestión de si para el poeta las
mujeres participan de las características propias de la condición humana, o
si más bien estas sirven solo para caracterizar a los varones, parece claro
que, mientras que no hay nada en los poemas hesiódicos que caracterice a la
naturaleza masculina específicamente, es posible describir con todo detalle
lo que define a las mujeres como tales. El relato de la creación de Pandora
es sumamente explícito a este respecto y de un análisis detallado del mismo
se pueden enumerar los siguientes rasgos propios de la naturaleza femenina:
—Pandora es fabricada a partir de agua y tierra[272]. Ello dota a la
naturaleza femenina de un grado de humedad y frialdad que mantiene su
lozanía y exacerba su sensualidad en los meses más calurosos del año, con
el consiguiente peligro para los varones, que, por su naturaleza más seca,
precisamente se debilitan con los rigores del verano[273].
—La primera mujer es obra de Hefesto, por tanto, es el producto de una
fabricación artificial. No ha nacido como los varones, según los diversos y
variados relatos de la tradición mítica que lo atestiguan, de la tierra
considerada como matriz o suelo nutricio, sino, en todo caso, de la tierra
como materia inerte, que Hefesto modela y da vida. Por otra parte, lo que el
dios fabrica no es propiamente una mujer, sino una «imagen con la
apariencia de una casta doncella[274]», es decir, no un ser humano
propiamente, sino un simulacro (Loraux, 1984). Y este aspecto fraudulento
está en consonancia, por un lado, con la irresistible belleza y la seductora
apariencia de esta imagen, donde se esconde un corazón «cínico y
mentiroso[275]», gracias a cuyo atractivo los hombres acarician su propia
desgracia[276]; y, por otro, también con su condición de «irresistible y
espinoso engaño[277]», que, a su vez, responde al primer engaño perpetrado
por Prometeo, cuando escondió los huesos del animal sacrificado entre la
grasa como si fueran la mejor parte del buey sacrificado.
—La primera mujer es una doncella, una parthénos, el aspecto más
inquietante que puede presentar una mujer (Loraux, 1984: 87), y el más
alejado de la función de la maternidad. En este sentido, se hubiera esperado
que, al ser la reproducción la principal función atribuida por la sociedad a
las mujeres, la primera mujer hubiera aparecido bajo la imagen de esposa o
madre, pero no es así, y hasta los mismos personajes que presiden su
nacimiento parecen poner en entredicho la relación mujer-matrimonio-
maternidad. Hubiera sido lógico que el nacimiento de la primera mujer lo
hubieran presidido alguna de las divinidades que patrocinan el matrimonio,
pero no están presentes ni Hera, ni Ilitía, ni siquiera Ártemis. Por el
contrario, aparece Afrodita, cuya relación con el matrimonio es muy
tangencial y, sobre todo, Hefesto y Atenea, dos dioses (Loraux, 1984: 134)
que no solo nacieron fuera del matrimonio, sino incluso, fuera de la unión
sexual; Atenea y Hefesto, además, no se caracterizan especialmente por su
vocación para la maternidad en el caso de la diosa, o por la posibilidad de
una paternidad dentro del matrimonio en el caso del dios. Estas dos
divinidades no parecen ser, por tanto, las más apropiadas para apadrinar un
ser cuya única virtualidad es garantizar la reproducción de la especie
humana mediante la unión sexual reglamentada. Por otra parte, como
asimismo señala Loraux (1984: 82), cuando se compara a las mujeres con un
animal, se las asimila a los zánganos, un prototipo del macho inútil y estéril
y el más alejado de la función femenina de la maternidad.
—La creación de Pandora es concebida por Zeus como un mal para los
hombres, como el instrumento de su venganza contra Prometeo (y, por
extensión, contra los hombres), y como el castigo por el intento del titán de
rivalizar con el soberano de los dioses en un duelo de astucia. De ahí que a
las mujeres en general se las califique reiteradamente en la Teogonía de
kakón, «mal[278]», y, asimismo, en los Trabajos Pandora es definida, antes
que nada, como kakón[279], como si esa fuera la condición esencial de su
naturaleza.
En cuanto a las virtudes femeninas, no es posible encontrar en los dos
principales poemas de Hesíodo ningún indicio que permita hablar de ellas,
ni siquiera en las dos ocasiones en que se habla de la buena esposa. Nada
permite deducir cuáles son las cualidades que adornan a esta buena esposa,
ya que en el primer caso solo se dice que «el mal se equipara con el
bien[280]», mientras que en el segundo, si bien se puntualiza que no hay mejor
bien para el varón que una buena esposa, no hay, asimismo, tan gran mal
como la mala esposa[281]. Por el contrario, el poeta es muy explícito con los
defectos femeninos, a los que alude en relación con las consecuencias
negativas que de ellos se derivan para los hombres. Las mujeres son, como
se ha visto, mentirosas y volubles, pero quizás los defectos en los que más se
insiste de ellas sean su desmesura[282] y glotonería[283], con los que las
mujeres cumplen a la perfección la venganza de Zeus: de igual modo que
Prometeo entregó a los hombres la mejor carne oculta en el vientre del
animal, las mujeres son, al mismo tiempo, los vientres donde los hombres se
reproducirán y donde se consumirán los bienes conseguidos con tantos
esfuerzos por los varones. Asimismo, como se ha señalado, a las mujeres, lo
mismo que al hombre holgazán[284], se las compara con los zánganos, el
prototipo de la inutilidad en el código animal, con la diferencia sustancial de
que lo que en los varones es un defecto (mejor dicho, el peor defecto) es una
característica consustancial al modo de ser femenino y así, las mujeres son
presentadas como incapaces de satisfacer su propia supervivencia, es decir,
son equiparadas a unos parásitos cuyo mayor empeño es buscar el granero
de los varones para alimentarse a sus expensas[285]. Por último, las mujeres
son por naturaleza lujuriosas y así, se insiste, como ya se ha visto, en su
mayor sensualidad, que, dada su naturaleza húmeda, se exacerba, como ya se
ha señalado, en verano con terribles consecuencias para el vigor de los
varones[286].
En cuanto a los calificativos que se utilizan para designar la condición
femenina y masculina, los varones no reciben ningún epíteto referido a su
condición masculina en los poemas hesiódicos, sino que los calificativos
que suelen acompañar al vocablo ándres («mortales» y «efímeros»)
confirman la identificación que subyace entre la condición humana y la
condición masculina. En cuanto a los calificativos y epítetos aplicados a las
mujeres, no hacen más que resaltar la presentación negativa que de lo
femenino se hace en la obra hesiódica. Así, se dice que la primera mujer es
(o, en otros casos, las mujeres en general son):
(erga argálea), igual que ocurre con el deseo que las mujeres
despiertan[298], y que por eso las hace tan peligrosas, como
tampoco se puede evitar la guerra, ni las enfermedades[299], ni
los vientos[300], ni la vejez, ni la muerte[301] ni el calor que en
verano hace en Ascra, la patria de Hesíodo[302]. De forma
parecida, sus halagos «devoran los miembros» (gyiobórous
meledónas)[303], como la muerte que también en los poemas
homéricos se apodera del vigor de los miembros.
5. MANIFESTACIONES MISÓGINAS
Por último, alude a su impureza y el riesgo que existe para los varones que
se lavan donde se bañan las mujeres:
De todos los análisis anteriores, se puede concluir que para Hesíodo los
términos «mujeres» y «mal» son equivalentes y, ante esta identificación tan
radical, hay una serie de preguntas que inmediatamente surgen: ¿qué hicieron
las mujeres para que Hesíodo construyera esta imagen de ellas es sus
poemas?, ¿acaso las mujeres se rebelaron contra su papel de subordinadas y
se dedicaron a hacer la vida imposible a sus maridos?, ¿es que las esposas
reales estaban tan lejos del modelo ideal y es esta discordancia la que
provocó la frustración, la cólera y el rechazo masculino?, ¿por qué esta
insistencia en su perfidia y malas acciones?, ¿esta hostilidad responde a una
circunstancia personal del poeta, a un estrato social determinado, o encama
la manera de pensar de su tiempo?, ¿qué ha pasado con la imagen de las
activas tejedoras homéricas o con las respetadas y abnegadas madres y las
amadas y solícitas esposas?, ¿por qué esas codiciadas novias «cubiertas de
regalos» se han convertido en una amenaza para la felicidad del marido y en
un mal necesario e irremediable para la obtención de una descendencia?,
¿por qué el matrimonio, que en el mundo divino sigue siendo un medio para
establecer alianzas, se convierte en un mal necesario para los hombres?
No resulta fácil contestar a todas estas preguntas y encontrar las causas
que no solo expliquen la valoración negativa de las mujeres, sino la
vehemencia con que se manifiesta la hostilidad hacia ellas, pero parece
claro que en ello debieron confluir razones de la más diversa índole,
históricas, sociales, políticas y psicológicas. A este respecto, hay una cierta
unanimidad en los especialistas en considerar que la aparición de la ciudad
tuvo consecuencias negativas para la valoración social de las mujeres.
Sabemos que la instauración de la polis fue un proceso largo y complejo que
necesitó varios siglos para crear las instituciones que le confirieron su
identidad y originalidad[318]. Aunque está claro que no hubo un modelo
único de ciudad ni el ritmo de evolución fue el mismo para todas las
ciudades, sin embargo, en todas ellas se produce una desvalorización social
de las mujeres con respecto a la sociedad homérica y la progresión en esta
desvalorización es paralela al grado de evolución del proceso político, de
tal manera que fue en las ciudades democráticas donde la libertad de las
mujeres sufrió más recortes y la condición femenina recibió una menor
consideración social, siendo Atenas el ejemplo extremo en este sentido. Para
comprender esta desvalorización es necesario tener en cuenta dos factores:
la importancia que la guerra tuvo en la creación de la conciencia ciudadana y
el cambio en la función atribuida a la institución matrimonial. Según Vernant
(1983: 80-81), las prácticas democráticas tienen su origen en la asamblea de
guerreros que se reúne para discutir y repartir el botín, y donde solo cuentan,
como se refleja en la Ilíada, quienes tienen armas para participar en la
batalla. La aparición del espacio político que se superpone a los vínculos de
parentesco y acaba con el orden jerarquizado de una sociedad regida por un
poder centralizado propicia la extensión a la totalidad de los ciudadanos del
tipo de relación igualitaria característica del medio guerrero. La falange
hoplita, aparte de los cambios que introduce en la táctica militar, supuso
también que aquellos que, gracias al despegue económico de esta época,
podían costearse el equipo de hoplita reclamaran unos derechos políticos
acordes con su participación en la defensa de la comunidad, lo que tuvo
como consecuencia inmediata la identificación del guerrero con el ciudadano
(Forrest, 1966: 89-97). En todo este proceso las mujeres estuvieron ausentes
por la sencilla razón de que en ningún momento la guerra dejó de ser la
función masculina por excelencia y, en consecuencia, quedaron excluidas de
la ciudadanía política, perdiendo de esta manera cualquier influencia que en
algún momento pudieran haber tenido en la toma de decisiones y, con ella, la
estima social que sus funciones merecían.
Otro factor importante que también contribuyó a la marginación de las
mujeres fue el que estas perdieran el valioso papel de instrumentos de
alianza que el matrimonio homérico les confería. C. Leduch (1991) ha
abordado el problema del matrimonio desde la perspectiva del «don
gracioso» y ha estudiado las conexiones que existen entre el nacimiento de la
ciudad y las prácticas matrimoniales, así como la estrecha relación que se
establece entre los distintos tipos de matrimonio y los regímenes
oligárquicos o democráticos en función de cómo definen la comunidad
cívica y cómo la organizan y ha llegado a la conclusión de que las
diferencias de unas ciudades con otras estriba en el hecho de que la
ciudadanía se constituya solo con los detentadores del suelo cívico o se abra
también a quienes no lo posean; en el primer caso (el de las ciudades que
Leduch denomina «frías» y cuyo ejemplo más claro es Gortina), la posesión
del suelo se transmite también a las hijas y su papel social es más relevante
por su vinculación a la tierra que transmiten y con la que circulan; en el
segundo caso (el de las ciudades «calientes», como Atenas), los oîkoi se
entrecruzan sin tener en cuenta la tierra y, aunque las mujeres también
cumplen el papel de eslabón entre los varones de su familia (padre, marido e
hijo), carecen de poder sobre sus bienes y su persona, es decir, al
desvincular a las hijas de la tierra, lo que el suegro pone en manos del yerno
es la tutela, el poder sobre la novia y los bienes que la acompañan, con lo
que el status de la mujer queda fijado en una eterna minoría de edad, ya que,
al quedar separadas de los medios de producción e identificadas con
riquezas privadas, las mujeres siempre están bajo la tutela de un varón. En
este último caso, la reducción de la dote y la consiguiente
«democratización» de las mujeres se va a convertir en uno de los motores
que impulsa la evolución política, pero, a cambio, el papel social de las
mujeres sufrirá una infravaloración considerable y estas acabarán siendo,
como afirma Leduch (1991: 229), la gran víctima de la invención de la
democracia. Desde otro punto de vista, M. B. Arthur (1973: 36) señala que
en una sociedad regida por los valores heroicos las esferas masculina y
femenina son dos entidades separadas y complementarias, aunque inconexas.
Por el contrario, en la polis la pertenencia a un oîkos, el lado privado de la
vida humana, es condición necesaria para la incorporación de una persona a
la ciudad como ciudadano, lo que supone la subordinación de la esfera
doméstica y la consideración de la vida privada como una subcategoría de la
esfera política. Consecuentemente, las mujeres, que quedan del lado de lo
privado, aparecen como una subespecie de la humanidad y, a diferencia de
lo que ocurre en la épica homérica, son vistas como un aspecto más de la
existencia de los varones. La diferencia es importante porque supone el
reconocimiento explícito de la subordinación de la mujer, una subordinación
que antes existía en una cultura masculina como es la heroica, pero que se
mantenía implícita, mientras que ahora forma parte expresamente de la
estructura social y legal de la ciudad.
En nuestra opinión, y admitiendo las diferencias que haga falta de una
polis a otra, estas teorías parecen explicar suficientemente el porqué de la
marginación política y social de las mujeres en la Grecia de las ciudades
frente a la situación que reflejan los poemas homéricos, pero lo que sigue sin
entenderse es la virulencia del rechazo que en Hesíodo provocan, la
magnificación que el poeta hace de su maldad y el carácter ambiguo que
otorga a los dones con que los dioses las adornaron, tanto más temibles para
los varones cuanto más atractivos les resultan. Por otra parte, como ya se ha
señalado, los calificativos que Hesíodo emplea para describir a las mujeres
relacionan su naturaleza con las potencias más terribles del mundo divino
(Némesis, Estigia, los hijos de Tifón, etc.), equiparan sus acciones, aunque
sea en el registro negativo, con las hazañas de héroes tan sobresalientes
como Aquiles, Ulises o el propio dios Apolo, y, por último, asocia la
inevitabilidad del deseo que provocan con la guerra y las enfermedades. Por
lo que, ciertamente, cuesta trabajo aceptar que esta imponente imagen de las
mujeres sea una consecuencia, y mucho menos un correlato, de la
infravaloración social que las mismas padecieron en la realidad histórica.
Por ello, se han apuntado otras razones para explicar la misoginia que
respira la poesía hesiódica. P. Lévêque (1988) distingue entre la condena en
bloque de las mujeres que solo se produce en los pasajes en que aparecen
como herederas de Pandora, el instrumento de la cólera de Zeus, y la que se
refiere a las mujeres de la comunidad rural, que refleja una misoginia mucho
más elemental y común a las narraciones de campesinos; S. B. Pomeroy
(1976: 64) considera la misoginia de Hesíodo como el reflejo de la
amargura del poeta, producto de su decepción por la época en que le tocó
vivir, tan llena de injusticia social y pobreza, donde la mujer es una
necesidad pero también una boca más que alimentar y el origen de otras
muchas más. Sin embargo, el hecho de que la misoginia de Hesíodo tuviera
una calurosa acogida en la literatura griega de su época y de épocas
posteriores hace pensar que de alguna manera expresa un sentimiento
generalizado y que no obedece al malhumor de un campesino amargado, ya
que la buena acogida que sus palabras tuvieron indica que responde a algo
profundamente arraigado en la conciencia griega (Mossé, 1983: 110-111).
Por su parte, L. S. Sussmann (1978) relaciona la misoginia de Hesíodo con
la presentación que el poeta hace de las mujeres como seres improductivos
económicamente, mientras que los varones griegos están obligados a un
trabajo duro y sin descanso para asegurar su propia supervivencia y la de su
familia. También esta autora asocia la descalificación global de las mujeres
realizada en el Yambo de las mujeres por Semónides con el hecho de que
estas no son o no necesitan ser económicamente productivas, lo que supone
que el trabajo femenino, en claro y dramático contraste con el masculino, no
es percibido como importante para la supervivencia de la familia y el
funcionamiento de la sociedad. Sussmann precisa, y ello nos parece una
matización importante, que en este análisis no se trata de qué las mujeres no
trabajaran realmente, sino del estatuto que recibe su trabajo y de cómo este
es percibido en claro contraste con lo que ocurre en los poemas homéricos.
La cuestión, por tanto, que esta autora plantea es la razón para este cambio
de valoración del trabajo femenino, para el hecho de que Hesíodo presente a
las mujeres como seres incapaces de sobrevivir si no es a costa del sudor
del trabajo de un hombre, y busca una explicación en las teorías que
atribuyen esta desvalorización en el resentimiento de la población producido
por el cambio de una economía basada en el pastoreo y la agricultura de
barbecho a otra caracterizada por el cultivo intensivo, lo que afectó al papel
económico y al status social de las mujeres. Sin embargo, la propia autora
reconoce que sigue faltando una explicación convincente que dé cuenta de
por qué los cambios socioeconómicos suponen la exclusión de las mujeres
de la comunidad económica precisamente en unas circunstancias en que sería
lo menos conveniente. A este respecto, M. B. Arthur (1973: 21, 25) plantea
que esta minusvaloración del trabajo femenino hay que atribuírselo a la
«musa mentirosa» de Hesíodo, ya que más bien lo que ocurre es todo lo
contrario. La caracterización de las mujeres como no-trabajadoras constituye
un reconocimiento de la vital importancia de su trabajo para la
supervivencia de la familia nuclear y, simultáneamente, un reconocimiento
del hecho de que, dada la estructura social existente, las mujeres no tenían
ningún interés en el éxito de sus esfuerzos. Los cambios de actitud son
consecuencia no tanto de los cambios en la base económica como de la
importancia creciente de la familia nuclear como unidad básica constitutiva
de la sociedad[319]. Arthur asocia la desconfianza hacia las mujeres con el
hecho de que lo más importante para esta nueva estructura social es producir
un heredero, por lo que la sexualidad femenina debe ser rígidamente
controlada y ello se convierte en una constante fuente de ansiedad para los
varones, a la que hay que añadir que el carácter exógamo y andrilocal del
matrimonio del que habla Hesíodo convierte a la esposa en una forastera,
una extraña cuyas lealtades están en otro lugar, pero cuya contribución y
fertilidad es vital para la supervivencia de la familia. Otras explicaciones
relacionan la misoginia con la colonización y, dada la importancia que esta
tuvo en el proceso de consolidación de la polis, se ha postulado que, al ser
en ellas solo griegos los varones, el hecho de tener que tomar esposa entre la
población sometida contribuiría a impulsar la marginación de las mujeres, ya
iniciada en las metrópolis, y justificaría la desconfianza hacia ellas
(Domínguez Monedero, 1986: 152). Asimismo, y desde otro punto de vista,
se ha sugerido que la desconfianza de Hesíodo hacia las mujeres es la
contrapartida de su atractivo sexual y, precisamente porque los varones no
pueden luchar contra esta atracción, las representan como seres terribles,
llenos de astucia y hechizo (Mossé, 1983: 109, 172). Todas estas hipótesis
pueden resultar más o menos aceptables, pero, en muestra opinión, ninguna
de ellas responde satisfactoriamente a las cuestiones planteadas. De ahí que,
a nuestro entender, sea necesario ampliar el campo de análisis y relacionar
esta cuestión con las profundas transformaciones sociales y, sobre todo,
intelectuales y religiosas que se produjeron en la Grecia de la época arcaica.
Las mujeres están presentes en la poesía lírica tanto por las alusiones a las
heroínas míticas como por las referencias a las mujeres en general o la
mención a mujeres concretas relacionadas de diversa manera con el poeta.
Aparte de ello, la lírica arcaica presenta la peculiaridad de habernos legado
la obra de Safo, que, junto con los brevísimos y escasos fragmentos de otras
poetisas, constituye la única muestra de producción poética femenina.
La poesía que nos ha llegado de Alcmán está dedicada fundamentalmente
a las mujeres y, a pesar de que este autor compuso poemas tanto para coros
masculinos como femeninos, sus fragmentos más importantes corresponden a
partenios compuestos para ser interpretados por coros de jóvenes
espartanas. En ellos, Alcmán describe con un cierto deleite la gracia y
pericia de sus ejecutantes, muchas de las cuales aparecen mencionadas por
su nombre propio: Nanno, Areta, Silácide, Cleesisera, Astáfide, Filila,
Damareta, Viantémide y especialmente Ágido, y Hagesícora, Enesímbrota,
Astimelesa, Clesímbrota, la «rubia» Megalóstrata[332], etc. En los
fragmentos de íbico solo hay dos momentos en que se habla de mujeres, en
uno se menciona la belleza de la rubia Helena y a Casandra «de exquisitos
tobillos», y en el otro se refiere la fama de los mortales sobre Casandra «de
ojos vivos y hermosa cabellera[333]». De los poemas de Estesícoro, sabemos
que, al menos, tres tenían como título un nombre femenino: Erífila, Europa y
Helena, y de esta mayor presencia femenina queda huella en los fragmentos
conservados[334], y, sobre todo, en lo referente a Helena, cuya presencia está
atestiguada en varios poemas (Retornos, Destrucción de Troya y
especialmente en Helena)[335] y en el fragmento de la Palinodia en que se
niega el relato sobre su marcha a Troya[336]. De la poesía de Simónides, nos
ha llegado un fragmento que recoge una larga súplica de Dánae a Zeus y
otros dos en que se alude a Hécuba y a Alcmena[337].
En la poesía de Píndaro, por la naturaleza de los poemas conservados,
son fundamentalmente las heroínas de la leyenda y del mito las mujeres que
tienen una mayor presencia y cuyos nombres salpican sus composiciones:
Sámele e Ino, Hipodamía, Hipsípila, Alcmena, Dánae, Harmonía,
Europa[338], etc. En otros casos, las heroínas no aparecen mencionadas por
su nombre propio y su identificación se reduce al vínculo familiar con un
héroe: las hijas de Cadmo, la hija de Opunte, la hija de Fligias, la madre de
Pélope, la hija de Anteo, las 50 hijas de Dánao[339], etc. Por último, hay
también alguna alusión a colectivos de mujeres como las Amazonas o las
Lemnias[340]. Aparte de estas apariciones de tipo puntual, hay algunos casos
en los que Píndaro dedica algunos versos a la historia de determinadas
heroínas, al hilo de la narración de las hazañas de algún héroe, y habla, por
ejemplo, de Hipodamía, cuya mano consiguió Pélope tras derrotar a su padre
Enómao; de Evadne, hija de la ninfa Pítana, que, embarazada por Apolo,
tuvo que dar a luz a su hijo Íamo a escondidas en un arbusto y abandonarlo al
nacer; de Clitemnestra, que con sus violentas manos asesinó a Agamenón y
Casandra, preguntándose el poeta si la razón fue su cólera por el sacrificio
de Ifigenia o su pasión por Egisto; la de Pirra que, junto con Deucalión, dio
origen a una nueva estirpe humana nacida de las piedras; de Medea, que
eligió por sí misma su boda y salvó a la nave Argo y a sus marineros y que,
seducida por las artes de Afrodita, ayudó a Jasón y, despojada del respeto a
sus padres, le dio los remedios para protegerlo de las pruebas de Eetes y se
prometieron mutuamente en matrimonio, y una vez que Jasón mató al dragón
que custodiaba el vellocino, la raptó con el consentimiento de ella; de
Corónide, que después de haberse unido a Apolo y haber quedado
embarazada de él no esperó a su boda y se unió a un extranjero que llegó a
Arcadia, por lo que, enterado Apolo, hizo que Ártemis la matara, si bien
salvó al hijo que llevaba dentro de perecer en la pira funeraria de su madre;
de Hipólita, esposa de Acasto, de quien este aprendió las artes del engaño y
a quien ella intentó persuadir de que Peleo había querido seducirla, siendo
al revés y habiéndola rechazado el héroe por respeto a su padre Zeus[341];
etc. De todas estas heroínas, la historia que Píndaro cuenta con más detalle,
dedicándole prácticamente la primera mitad de la de la Pítica IX, es la de la
ninfa Cirene, doncella agreste que Apolo raptó e hizo dueña de una tierra
fertilísima y con la que finalmente el dios se unió en el tálamo de Libia,
donde le dio una ciudad famosa por sus juegos. También hay en la poesía de
Píndaro algunas alusiones a mujeres reales, y así, sabemos que compuso
partenios de los que solo nos ha llegado dos fragmentos[342], pero en los
que, a diferencia de lo que ocurre con la poesía de Alcmán, apenas hay
referencias a las jóvenes ejecutantes. Píndaro también se refiere a mujeres
reales en la Oda que Jenófanes de Olimpia le encargó para conmemorar la
entrega de 100 heteras al templo de Afrodita de Corinto[343]. En otros casos,
se alude a las mujeres en relación con la figura del vencedor, como las
jóvenes que, a la vista de la victoria de Telesícrates, anhelan que fuera su
esposo o hijo, o las doncellas que por la noche celebran los rituales en honor
a la Madre[344]. Otras veces, estas alusiones son de tipo más o menos
genérico, como cuando se dice que no es agradable el retorno de los
vencidos ni sonríen cuando llegan junto a su madre, que los que se quedan
junto a su madre tienen una vida sin riesgo, y que al que muere lo llevan
junto a su madre[345], etc. En las Odas de Baquílides la situación es muy
similar a lo que ocurre en la poesía de Píndaro. También están presentes las
grandes figuras femeninas del mito, aunque de forma más marginal que en
Píndaro: Dexítea, Deyanira, Altea, Eribea[346], etc. Sin mencionar su
nombre, el poeta se refiere a la esposa e hijas de Creso, a las hijas de Preto,
a las doncellas de Ares[347], etc. De todas estas heroínas, Baquílides solo se
detiene con un cierto detalle en la historia de la insensible y cruel Altea, que
causó la muerte a su hijo, y en las consecuencias de la locura que Hera envió
a las hijas de Preto, por la cual vagaron durante trece meses por los bosques
de Arcadia hasta que Ártemis, conmovida por las súplicas de Preto,
consigue de Hera que perdone a las doncellas impías[348].
En la lírica monódica, prácticamente desaparecen las figuras míticas y
las mujeres a que se alude por lo general pertenecen al entorno social del
poeta. En la poesía mélica, no obstante, son escasas las referencias a
mujeres concretas en la obra de Alceo, salvo las alusiones a Helena, a Leda,
y a Sémele, y en otro contexto, el conocido verso que dedica a Safo[349]. En
los demás casos, el poeta suele aludir a las mujeres de forma genérica o
colectiva, como en la reflexión, en la misma línea de Hesíodo, sobre la
mayor propensión de las mujeres a la lascivia en verano, la constatación de
que las flechas de Ártemis llevan la muerte a las mujeres, etc[350] Aparte de
estas referencias marginales, nos han llegado un par de fragmentos que deben
encuadrarse dentro del género de los cantos de mujeres[351], un género de
origen popular que acabó adquiriendo un carácter simposíaco, como el
comienzo de un poema en el que se lamenta por su desgracia y la vergüenza
que le ha sobrevenido, posiblemente por su virginidad perdida, una mujer
que sufre de amores y un breve fragmento que recoge una especie de queja
por haber caído en las artes de Afrodita[352]. En la poesía de Anacreonte, la
presencia femenina es un poco mayor que en Alceo. En algunos casos, esta
presencia es obligada, por así decir, como en los poemas correspondientes a
sus cantos de mujeres de los que nos han llegado algunos fragmentos como,
por ej., en los que una mujer habla de su decadencia física por la lujuria de
su interlocutor, etc[353]. No hay alusiones genéricas a las mujeres en los
poemas de Anacreonte, sino que el poeta se refiere siempre a mujeres
individuales, por lo general heteras, a las que se dirige, unas veces, por su
nombre, como en la mención a una tal Leucipa o a la «ruidosa»
Gastrodora[354], y, otras, de forma anónima, como en sus requiebros
amorosos a una serie de doncellas, en los que se sirve de diversas metáforas
de carácter erótico: el juego de la pelota con la joven lesbia que desprecia
la cabellera cana del poeta, la muchacha tracia a la que compara con una
joven yegua, la muchacha que se cría entre lirios y los abandona para huir a
prados llenos de jacintos, la joven de bella cabellera a la que le pide que lo
escuche[355], etc.
La poesía de Safo está totalmente impregnada por la presencia femenina,
sobre todo por el carácter personal que tienen la mayoría de los poemas
conservados, en los que, independientemente del problema de si el «yo»
lírico coincide o no con la autora y del de la finalidad de la misma, se
refleja de una manera muy viva la intensa emoción que las personas, las
cosas y las palabras provocan en ella, y es frecuente el uso de la primera
persona del singular[356]. La mayoría de los poemas de Safo están dirigidos
a alguna de sus alumnas que va a dejar su compañía, que acaba de dejarla o
que ya la dejó hace tiempo (Lasserre, 1989: 176), y fueron compuestos con
ocasión de ceremonias que celebraban el término de su educación junto a
ella y en los que se rememora el pasado y las emociones vividas, que Safo
embellece recordando, por ejemplo, las cosas hermosas que han vivido
juntas, la sacudida de Eros, la llegada que calma el ardor de la añoranza, o
la falta de gracia de Atis cuando llegó[357], etc. Estas despedidas provocan
el deseo de morir y un dolor que Safo trata de paliar con la evocación del
pasado, al rememorar la felicidad vivida, y al ofrecerlo como consuelo para
la joven cuando esté lejos[358]. En muchos de los poemas de Safo además se
mencionan o están dedicados a mujeres concretas: a Mnasidica y Girino, a
Irana, a Anactoria, a Atis, a Dica, a Andrómeda, a Gorgo[359], etc.
Asimismo, también es dominante el protagonismo femenino en las
composiciones que realizó para las ceremonias nupciales, himeneos y
epitalamios, donde, a pesar de las alusiones al novio, el tema principal es la
novia, a la que el lucero de la tarde separa de su madre, a la que se compara
con la manzana más inalcanzable del árbol, con el jacinto que los pastores
pisan en la montaña y de la que se alaba su gracia y belleza, sin que haya
otra joven como ella[360], etc. Los varones no están ausentes de la poesía de
Safo, pero su presencia es siempre secundaria: hay algunos fragmentos
referidos a su hermano Caraxo, en dos de los cuales Safo ruega a Afrodita
para que, respectivamente, tenga un feliz viaje y para que sea enemiga de la
cortesana Dórica y esta no se jacte de conseguir su amor[361]; también hay un
par de fragmentos en uno de los cuales Safo parece que declina una petición
de matrimonio y pide a su pretendiente que se busque una mujer más joven, y
en el otro, solicita a un amigo que despliegue el encanto de sus ojos[362]; en
los demás casos, la presencia masculina se reduce por lo general a los
epitalamios y a aquellos poemas relacionados con los rituales del
matrimonio, donde se dirige al novio o se mencionan los amigos de este[363].
En estos casos, la presencia masculina introduce una cierta inquietud en el
mundo de la poesía de Safo y así, se compara al novio con Ares, se habla
del tamaño gigantesco del portero, o se describe la gran turbación psíquica y
física que provoca el hombre que está sentado junto a la amada[364]. Safo
alude en algunos fragmentos a la relación afectiva que une a la madre con la
hija: se ha conservado el comienzo de un poema donde la propia autora
manifiesta su amor por su hija Cieis y otro en que expresa su pesar por no
poderle comprar un tocado para el cabello, un cabello que es más rubio que
una antorcha[365]; aparte de estas alusiones personales de la autora, hay
también un fragmento en el que una joven invoca a su dulce madre, al tiempo
que confiesa su desvalimiento por causa de su amor, y otros en los que Safo
se refiere a la pérdida de la virginidad de la novia con una cierta
melancolía, y a la soledad que produce dormir sola cuando llega la
noche[366].
En la poesía yámbica y elegiaca, el interés por el mundo de las mujeres
es muy dispar, ya que hay una serie de autores en que la presencia femenina
es mínima (Tirteo, Calino, Teognis, Solón, Jenófanes), mientras que en otros,
las mujeres constituyen un tema de cierta importancia (Arquíloco,
Semónides). En Tirteo, las escasísimas alusiones a las mujeres están en
íntima conexión con el tema bélico y así, el poeta plasma el dolor de la
derrota en el hecho de tener que abandonar la patria e ir errante con la madre
querida, el padre anciano, los hijos todavía pequeños y la esposa legítima,
alude al llanto de los mesemos y sus mujeres y se refiere al amor que la
contemplación del joven guerrero despierta en las mujeres[367]. La presencia
femenina es todavía menor en la poesía de Calino, donde prácticamente no
hay más que un registro, referido al inicio del tópico de lo honroso que es
para un hombre luchar por su tierra, sus hijos y su legítima esposa[368]. En la
Colección teognidea, las referencias a las mujeres son más numerosas,
aunque inapreciables si se tienen en cuenta los casi 1400 versos de la obra.
La mayoría de ellas son alusiones de pasada y casi siempre de carácter
genérico[369]. En la obra de Mimnermo, aparece dos veces la palabra
«mujer», una referida al valor del amor en la juventud para las mujeres y los
varones, y la otra cuando afirma que el hombre viejo es odioso para los
jóvenes y despreciable para las mujeres[370]. En Solón, solo hay una única
mención a las mujeres[371], referida al disfrute del amor de un joven o una
mujer cuando le llega a uno la edad para ello[372]. Por último, en la poesía
que ha llegado hasta nosotros de Jenófanes no hay ninguna mención de las
mujeres. Por el contrario, en la poesía de Arquíloco, las mujeres constituyen
uno de los temas recurrentes, a las que alude en numerosas ocasiones,
aunque casi nunca de forma genérica. Por lo general, el poeta se refiere a
mujeres individuales y concretas: a Pasífila, a Alcibia y, sobre todo, a
Neobule, la gran protagonista femenina de la poesía de Arquíloco[373]. Hay
otras alusiones en la obra conservada de Arquíloco a las mujeres, aunque la
mayor parte de las veces en pasajes de oscuro sentido, dado el estado
fragmentario en que se hallan los textos[374]; en otros casos, el significado es
más claro, aunque haya dudas sobre el contexto, como cuando habla,
probablemente con un sentido erótico, de una mujer que sorbe ruidosamente
como los tracios o los frigios, o alude a la belleza física y adornos de
mujeres cuyo nombre no aparece: a la abundante cabellera de una mujer
probablemente casada, cuyo amor llena de deshonor al poeta; a una mujer,
una hetera o tal vez Neobule, que alegre llevaba una rama de mirto y la
cabellera le cubría los hombros y la espalda; a los cabellos perfumados y al
pecho de una mujer, probablemente la misma Neobule, de la que hasta un
viejo se habría enamorado[375]. En los fragmentos conservados de
Hiponacte, aparece en un par de ocasiones el nombre de Arete y en otras tres
ocasiones se alude a mujeres[376]; también hay una alusión genérica sobre
los dos momentos de las mujeres más agradables para los varones, cuando
se casan con ella y cuando la entierran; y, por último, se ha conservado un
verso en el que el autor manifiesta con una fórmula estereotipada su
añoranza por una muchacha bella y delicada[377]. A Semónides pertenece el
poema yámbico más largo que ha llegado a nosotros de toda la lírica
arcaica, dedicado precisamente en su totalidad a las mujeres. El Yambo de
las mujeres viene a ser una clasificación casi taxonómica de los tipos de
mujeres existentes, diferenciados entre sí por su diversa procedencia. El
poeta, tras una alusión de carácter genérico sobre las condiciones en que
Zeus creó a las mujeres, las distribuye en diez grupos, de los que ocho tienen
un origen animal, la cerda de largos pelos, la zorra malvada, la perra, el
asno molido a golpes, la comadreja, la hermosa yegua, el mono y la abeja, y
los dos restantes provienen de sendos elementos de la naturaleza, la tierra y
el mar, respectivamente. En el resto de los fragmentos conservados de la
poesía de Semónides, solo se alude a las mujeres a propósito del tema de la
buena y la mala esposa[378]. Focílides, por último, menciona a las mujeres
en un poema en el que, en la línea de Semónides, las clasifica en cuatro
grupos, procedentes cada uno de ellos de un animal diferente: la perra, la
abeja, el jabalí y la yegua[379].
No es fácil sacar conclusiones de este análisis sobre la presencia de las
mujeres en la lírica arcaica, dado el estado ruinoso en que nos ha llegado la
obra de la mayoría de los poetas y la falta de un contexto que explique el
sentido seguro de muchos de los fragmentos conservados, aunque está claro
que la presencia de las mujeres en la lírica arcaica que ha llegado hasta
nuestros días es bastante escasa, con la excepción de la obra de autores
como Alcmán, Safo y las otras poetisas griegas, y parcialmente Arquíloco y
Semónides, en los que la presencia femenina es importante, aunque por
razones diversas en cada caso. Es cierto que, en parte, esta escasa presencia
puede venir condicionada por las características y finalidad de los distintos
tipos de composiciones que abarca cada género poético y así, parece que el
yambo y la elegía en principio se prestan poco para la presencia femenina
por tratarse de géneros propios de la arenga guerrera, la reflexión política o
las canciones simposíacas, espacios todos ellos claramente masculinos,
aunque, por otra parte, el fragmento más largo que nos ha llegado de la lírica
arcaica es precisamente una composición yámbica que tiene como
protagonistas indiscutidas a las mujeres. Por ello, creemos que también debe
considerarse que los intereses del poeta y de su audiencia deben tenerse en
cuenta a la hora de explicar esta escasa presencia femenina.
En la lírica coral, con la excepción de Alcmán, la presencia femenina,
como hemos visto, se circunscribe en su práctica totalidad a los grandes
personajes de la leyenda heroica y del mito, lo que en parte se puede
explicar por razones temáticas propias de este tipo de poesía. Sin embargo,
llama la atención el poco relieve y la escasa importancia que por lo general
tienen estos personajes, cuya presencia casi siempre es fugaz y en muchos
casos se reduce a meras alusiones de tipo marginal, sobre todo si se tiene en
cuenta el carácter mediador de esta poesía y su vocación de representar los
intereses de la comunidad en su conjunto[380]. En algunos autores, como es el
caso de Estesícoro, es especialmente problemático emitir un juicio, ya que la
obra que nos ha llegado de él apenas si permite comprobar el protagonismo
que al parecer las mujeres tenían en su poesía, dado el estado fragmentario
de la misma; en la obra conservada de Íbico, la presencia femenina es
prácticamente inexistente, y también son escasas las alusiones en la obra de
Simónides, en la que el interés del poeta parece centrarse sobre todo en el
mundo de los varones, a los que celebra en sus epinicios y trenos, y a los que
se refiere en sus reflexiones sobre la virtud. No ocurre lo mismo con Píndaro
y Baquílides, donde sí tenemos elementos suficientes de juicio para afirmar
que la presencia femenina tiene casi siempre un carácter secundario, cuando
no anecdótico, y que ello responde no solo a imposiciones genéricas o
temáticas, sino a una clara preferencia personal del poeta y su auditorio. En
la poesía de estos autores, el mito constituye la sustancia esencial de sus
odas, pero el interés del poeta se centra en las hazañas de los grandes
héroes, punto de referencia a partir del cual cobra toda su grandeza la
victoria de los atletas, en honor de los cuales el poeta eleva su canto. Tanto
en la obra de Píndaro como en la de Baquílides, las heroínas no realizan por
lo general ninguna actividad ni tienen un papel en el desarrollo del relato
mítico, sino que el poeta las trae a colación como referentes para precisar
mejor la identidad de un personaje masculino o evidenciar los entronques de
las estirpes de los héroes protagonistas y, cuando en algún caso se detiene en
la historia de las mismas, el interés está siempre centrado en el esposo, o en
el hijo, es decir, la historia de la heroína es subsidiaria de la del héroe. Por
otra parte, incluso en aquellas odas en las que la presencia femenina parece
dominar la composición, como en el caso de la Pítica IX, en la que, aparte
de la historia de la ninfa Cirene, se alude con un cierto detalle al casamiento
de la hija de Anteo y al de las Danaides, el interés no reside en estas jóvenes
sino en su boda, ya que el leitmotiv es el modo de consecución de la novia y
la rápida boda y, aunque es recurrente la atracción que las jóvenes
despiertan, el ritmo de la reiteración carece de fuerza cohesiva para unificar
el conjunto y vertebrar la composición (Fränkel, 1993: 418), sin pasar por
alto que el objetivo último es magnificar el poder del dios, en este caso
Apolo, y dar lustre a una genealogía (Adrados, 1995: 126). Ambos poetas
aluden, pues, a las madres, hijas y esposas de los grandes héroes como
eslabones a los que necesariamente tiene que acudir para engarzar la cadena
genealógica de los grandes vencedores en los juegos, lo que contrasta
claramente con lo que ocurre en los poemas homéricos, donde, como hemos
indicado, no solo las figuras femeninas tienen un peso per se y brillan con
luz propia, sino que hay gran cantidad de elementos femeninos que tienen un
espacio en el mundo de valores masculinos. Por otra parte, hay que tener en
cuenta también, a la hora de valorar esta pérdida de relieve, el hecho de que
en la lírica la figura del héroe y sus hazañas adquieren una dimensión social
paradigmática y se erigen ante la sociedad como modelo de excelencia,
cualidad que en Semónides aparece identificada con la andreía («virilidad»,
«valentía») y, por tanto, fuera totalmente del alcance de las mujeres.
También es escasa la presencia de las mujeres en la lírica monódica y,
aunque en algunos casos, como en la poesía de Calino y Tirteo, esta ausencia
puede justificarse por el contenido eminentemente bélico y exhortativo de
estos himnos, es notable asimismo la diferencia con los poemas homéricos,
donde la presencia femenina era visible incluso en las escenas de combate.
Pero, más que en estos dos poetas, parece significativa la ausencia de toda
mención femenina en la poesía de Jenófanes, o la escasísima presencia de
las mujeres en la poesía de autores como Teognis, Alceo, Mimnermo,
Anacreonte y Solón, de cuya temática se excluye a las mujeres, a pesar de
que esta abarca un extenso campo que va desde la reflexión política y
religiosa hasta las manifestaciones sobre las dificultades del vivir diario,
pasando por las celebraciones públicas y festivas, y donde hasta la relación
amorosa se concibe frecuentemente al margen de las mujeres[381], con la
única excepción de Mimnermo. Es especialmente elocuente el hecho de que
en Solón apenas haya una sola mención a las mujeres, por cuanto su poesía
está llena de reflexiones sobre la condición humana, y a este respecto
creemos que es muy significativo que en el poema que trata de las distintas
etapas de la vida de un hombre no aparezcan en ningún momento las mujeres,
ni siquiera cuando se refiere a la boda, una circunstancia en la vida de los
varones de la que el poeta solo resalta el hecho de que gracias a ella los
varones consiguen una descendencia. La situación es diferente en la poesía
de Arquíloco y Semónides, donde la presencia de las mujeres tiene un cierto
relieve, si bien hay que añadir en seguida que para ser objeto de vituperio en
la mayoría de los registros. Es cierto que en los cultivadores del yambo la
presencia de mujeres de la vida real se explica, en parte, por el
enraizamiento de este género en las fiestas populares de carácter agrario, de
las que los ritos de fertilidad y el componente sexual eran un elemento
esencial y las mujeres tenían una importante participación. Con todo, el
interés de estos dos poetas por las mujeres tiene connotaciones propias que
los distinguen del resto de los yambógrafos. En el caso de Arquíloco, la
mayor presencia femenina debe considerarse como una muestra más del
individualismo feroz de este autor, de su cuestionamiento de los valores
tradicionales y de la afirmación un tanto primaria de sus odios y afectos.
Pero más que el de Arquíloco, es destacable el interés por las mujeres de
Semónides, aunque solo sea por la extensión que el Yambo de las mujeres
tiene en relación con el resto de la obra conservada de este autor.
Contrariamente a Arquíloco, Semónides no parte de una experiencia
personal, sino que la suya es una reflexión de carácter teórico en la que
construye una imagen de las mujeres donde, como ocurría en Hesíodo,
difícilmente podrían verse reflejadas las mujeres griegas de su época.
En aquellos géneros líricos en los que el mito sigue siendo una fuente
importante de inspiración temática, las mujeres, como ocurría en la épica
homérica, aparecen en su condición de madres, esposas e hijas de los
grandes héroes y como tales son valoradas, especialmente las jóvenes
casaderas, por cuya mano en las odas pindáricas numerosos pretendientes
compiten. Como hemos visto, en los poemas de Calino y Tirteo se asimila a
la madre y la esposa con la patria que los varones tienen que defender y el
poeta las trae a colación para que su recuerdo reprima en los jóvenes
guerreros las ganas de huir ante la inminencia del combate. Asimismo, la
buena esposa es objeto de una valoración muy positiva por parte de Teognis,
Semónides y Focílides, a la que se considera el bien más preciado para el
marido, en oposición y contraste con la mala esposa. En los fragmentos de
Estesícoro, hay dos casos de intervención importante de una madre en un
intento de influir en la conducta de sus hijos, cuando Yocasta trata de evitar
la enemistad entre sus hijos y se dirige a ellos pidiéndoles que por medio de
un sorteo uno se quede en palacio con la dignidad real y el otro se vaya con
los tesoros y el oro de su padre, y de Calírroe, que suplica a su hijo Gerión
que no entre en combate con Heracles[382]. En el caso de Arquíloco, las
mujeres son valoradas en relación con los sentimientos y la pasión amorosa
que despiertan en el poeta, de manera que su opinión sobre las mujeres está
relacionada con su impetuoso mundo afectivo, ya que en su poesía la
consideración positiva o negativa de las mismas depende estrechamente del
amor o rencor que despiertan en el autor y de acuerdo con ello son bellas y
deseables o viejas y odiosas. Sin embargo, tanto en la lírica coral como en
la monódica, el mayor interés de los poetas no está en las mujeres adultas,
sino en las doncellas, de las que se valora su juventud, belleza y se enfatiza
sobre todo su gran atractivo: Alcmán resalta la gracia y hermosura de las
jóvenes espartanas en sus partenios, y ello es especialmente visible en el
Primer partenio, donde se canta la belleza de Ágido, a la que el coro ve
como el sol y compara con un caballo vencedor, y la de Hagesícora, cuyo
cabello «se asemeja al oro puro» y «su rostro a la plata», pero también la de
otras coreutas, como Areta, «semejante a una diosa», o Viantémide, «digna
de amor»; en el Tercer partenio se resalta especialmente lo «suave y
deseable» que es Astimelesa, a la que se compara con una «estrella», una
«vara de oro» o un «suave plumón» por su ligereza[383]. Como se ve, las
cualidades que Alcmán resalta en las muchachas espartanas despiertan en
quienes las contemplan la admiración y la pasión amorosa, ya que la belleza
es el rasgo que prima en la persona amada, cuyo paradigma es la belleza de
Afrodita, y el amor llega precisamente con la visión de la belleza. También
en los demás autores, como se ha visto, está presente este interés por las
doncellas: en Íbico, las alusiones que hay a Helena y Casandra resaltan su
condición de hermosas y atractivas doncellas. Hiponacte desea una bella y
delicada doncella. Estesícoro invoca a alguien, probablemente Alcestis,
como la más bella de las doncellas y se refiere a ella en otro fragmento
como una joven deseable. En el mito el deseo que las doncellas suscitan
impele al varón a la acción violenta que acaba en violación o rapto, aunque
esta violencia aparece muy suavizada en la poesía de Píndaro y por lo
general encauzada hacia el matrimonio, como se puede ver en el caso de
Hipodamía, Evadne, Cirene, o en el de la hija de Anteo, de la que el poeta
dice que por su maravillosa figura todos querían cortarle «el fruto
floreciente de la juventud», etc. En general, en la lírica las jóvenes son
aludidas como objeto de deseo y ello está en íntima relación con su juventud
y el indudable atractivo que para los griegos de todas las épocas tiene la
parthénos, es decir, la joven ya púber pero todavía no integrada en el mundo
adulto por medio del matrimonio, como la joven yegua sin domar de
Anacreonte, la joven Neobule de Arquíloco o la doncella que Hiponacte
anhela. Pero el encanto de estas jóvenes es bien efímero y entonces la
admiración se trueca en desprecio, como en la poesía de Arquíloco, donde
se reprocha a las mujeres de edad su falta de belleza, su gordura y, sobre
todo, el hecho mismo de no ser jóvenes. Ello es lo que expresa el uso del
adjetivo pépeira («pasada», «madura»), que indica no solo la pérdida de la
juventud sino de todo un status vital y social, es decir, una especie de
destrucción simbólica y exagerada de los atributos de la doncellez
(Gangutia, 1994: 46), una pérdida que las mujeres lamentan, sin que exista
nada parecido en el caso de los efebos. En el caso concreto de Anacreonte,
su interés por las mujeres se circunscribe prácticamente a jóvenes heteras,
respecto a las cuales suele adoptar un tono de conquista no exento de una
cierta melancolía, aunque en otros poemas este interés se dirige hacia los
jóvenes efebos, que, por lo demás, suelen ser valorados como objetos
sexuales en parecido términos a las doncellas, aludiendo a sus cabellos y su
delicado cuello, o a sus muslos, comparando explícitamente la mirada de un
esquivo joven con la de una doncella, al que le dice que sin saberlo es su
auriga, e implorando a Dioniso para conseguir el amor de Cleobulo, por
quien enloquece de amor[384]. Alceo alude en un fragmento, como se ha
visto, a las doncellas que lavan sus muslos en el Ebro, pero en sus poemas
las escasas alusiones amorosas que hay están destinadas a los tiernos
muchachos, como Menón o el joven amado al que se dirige en el breve
fragmento sobre el vino y la verdad[385]. También es el amor por los efebos
el que domina los poemas amorosos de Íbico, como el que dedica a
Euríalo[386]. Asimismo, nos ha llegado un poema de Píndaro de un elevado
tono erótico dedicado a un joven llamado Teóxeno, en cuyas rodillas se dice
que el poeta murió[387]. Pero es sobre todo en la Colección teognidea donde
impera el amor por los efebos, cuyo libro II en su totalidad tiene un carácter
homoerótico y está destinado a un joven que se muestra esquivo y desdeñoso
con el poeta, lo que le lleva a considerar el amor no correspondido como un
pesado trabajo del que se alegra librarse, pero también a considerar feliz a
quien puede dormir con un hermoso muchacho[388]; no obstante, a pesar de
este carácter exclusivamente homoerótico que para Teognis parece tener el
amor, cuando habla de los placeres del mismo, se refiere tanto a varones
como mujeres[389]. En Solón, el único poema de contenido erótico que nos
ha llegado se refiere al atractivo de los muslos y la dulce boca de un joven
muchacho[390]. Por el contrario, en la poesía de Safo las mujeres son
valoradas en sí mismas más allá de su edad, estado civil o relación familiar,
ya que la poetisa se siente, no como una madre, hija o esposa, sino como una
persona, en su caso una mujer, que se dirige a otras personas, las jóvenes
muchachas destinatarias de la mayoría de sus poemas. Una muestra de esta
alta valoración de su condición de mujer se encuentra en la firmeza con que
manifiesta las preferencias femeninas sobre el objeto de su amor, frente a las
masculinas en un famoso priamel[391]. Asimismo, la pasión amorosa se
expresa unida a sentimientos de amistad y afecto profundos y, a diferencia de
lo que ocurre con Arquíloco, está exenta de acritud y rencores cuando no es
correspondida. El dolor o los celos no se proyectan sobre la persona amada
ni son un motivo para denigrarla, sino que Safo reacciona ante ellos
solicitando la ayuda divina para recuperar el amor perdido, como en la Oda
a Afrodita, o da rienda suelta a la descripción de los efectos que en su
propio ser causa la contemplación de otra persona junto a la amada; por otra
parte, el abandono de la amada la induce a desear la muerte, o trata de llevar
consuelo con el recuerdo de los felices días pasados juntas y dar ánimos
para superar su propio dolor con la descripción de la belleza de la
amada[392]. Su crítica no se dirige a sus amadas, sino más bien a sus rivales,
como Andrómeda o Gorgo[393].
Sobre la valoración del trabajo de las mujeres, apenas si hay datos en la
poesía lírica. En los poemas de Píndaro, los personajes femeninos se
caracterizan en general por su actitud pasiva, cuya expresión más extrema la
constituyen esas jóvenes que esperan a que el ganador de la competición las
consiga como premió a su proeza, como Hipodamía, por la que trece
pretendientes habían perecido ya en la competición a manos de su padre
Enómao hasta que Pélope consiguió la victoria y con ella a la doncella y,
sobre todo, las hijas de Dánao, a las que su padre colocó en la meta al final
de la pista como premio para los corredores más rápidos[394]. Semónides y
Focílides hablan del buen hacer de la mujer-abeja y de su capacidad para
administrar y hacer florecer la hacienda del marido, en contraste con las
desgracias que acarrean las demás. Hay alguna que otra alusión al trabajo
femenino en el telar en Safo o en Simónides[395], pero poco más. El silencio
a este respecto contrasta con las numerosas noticias sobre el quehacer de los
varones en su calidad de ciudadanos que participan en política, compiten por
el triunfo deportivo o luchan por su ciudad, y asimismo, con la detallada
enumeración de las profesiones masculinas que nos ha llegado en la Elegía a
las Musas de Solón: marinero, agricultor, metalúrgico, poeta, adivino y
médico[396]. Por último, es de resaltar a este respecto la alta valoración en
que Safo tiene su quehacer poético frente a sus rivales a las que considera
que no tienen parte en las rosas de Pieria, es decir, en la inspiración de las
Musas[397].
5. MANIFESTACIONES MISÓGINAS
Semónides es el único autor entre los líricos arcaicos que expresa de forma
tajante una descalificación total y genérica sobre las mujeres en cuanto tales
y como esposas y compañeras de los varones. En este sentido, el Yambo de
las mujeres habla por sí mismo:
Teognis les atribuye la incapacidad de ser fieles como una condición innata,
cuando afirma:
6. MANIFESTACIONES MISÓGINAS
En las tragedias conservadas hay numerosos pasajes en los que se manifiesta
un rechazo genérico de las mujeres, y otros, en los que este rechazo no afecta
a la totalidad de las mujeres, sino a una parte de ellas, las «malas mujeres»
de las que habla Hermíone[550]. Tanto en un caso como en otro es visible la
influencia de la tradición misógina que se remonta a Hesíodo, ya que la
descalificación se formula prácticamente en los mismos términos que acuñó
el poeta de Beoda. Dadas las características propias del género dramático,
la crítica contemporánea está de acuerdo en que no sería correcto atribuir
estas muestras de misoginia al sentir personal de los poetas ni tampoco que
las mismas deban considerarse una característica propia de este género
literario. El antifeminismo de la tragedia refleja opiniones concretas de
personajes concretos y, por tanto, a la hora de su análisis debe tenerse en
cuenta, por un lado, tanto el contexto particular del drama en que aparecen
como el general de las obras de cada poeta, y, por otro, el mundo de
representaciones propio del género trágico.
En la obra de Esquilo, probablemente el caso más claro de misoginia
explícita es el siguiente pasaje de los Siete en el que Etéocles se dirige al
coro de tebanas:
Las Euménides se inician con una narración de la Pitia sobre la historia del
santuario de Delfos, según la cual Apolo lo recibió como regalo de
nacimiento[564] de antiguas divinidades femeninas, hijas de Gea. Con ello,
Esquilo introduce una modificación en la versión tradicional del mito
délfico[565] y realiza una tergiversación similar a la que, según hemos visto,
Hesíodo hace en la Teogonía sobre la manera en que las prerrogativas y
facultades de las diosas primigenias pasaron a Zeus, ya que en ambos casos
este traspaso de poderes se plantea con la aquiescencia y complicidad de las
diosas, pero el resultado final es el dominio y la preeminencia de lo
masculino, representado por Zeus y Apolo, sobre lo femenino, representado
por Gea y sus hijas. Según F. I. Zeitlin (1978: 162), la referencia a un
primitivo matriarcado divino en Delfos es un recurso con el que el poeta
crea la imagen de un pasado prestigioso y, sobre todo, ya superado, para que
sirva de modelo al matriarcado negativo que encaman las Erinias y que
asimismo debe ser superado, ya que las oponentes femeninas de Apolo en
esta tragedia no son las primitivas divinidades délficas, sino las Erinias,
diosas en cuya antigüedad, por otra parte, se insiste a lo largo de toda la
obra: Apolo las llama viejas jóvenes antiguas, Atenea alude a su antigüedad
y sabiduría y ellas mismas insisten en su carácter antiguo frente a los dioses
jóvenes, así como en la antigüedad de su sabiduría, sus prerrogativas y sus
honores[566]. Las Erinias, en un primer momento, son descritas por la Pitia
como un extraño grupo de mujeres, pero, conforme avanza la obra, se resalta
cada vez más los rasgos negativos de su personalidad: seres repugnantes que
roncan con bufidos repelentes y cuyos ojos segregan humores odiosos,
doncellas abominables, monstruos que todos aborrecen, odiosas para los
hombres y dioses olímpicos, y son presentadas como seres repulsivos y
sedientos de sangre[567]. Las Erinias encaman así el rostro más terrible de
las antiguas divinidades, su lado negativo, que es presentado bajo esta
imagen repugnante, bestial y terrorífica. Una imagen que al mismo tiempo se
feminiza, por la oposición que en esta obra se plantea entre el derecho al
castigo que la sangre materna reclama y la lealtad a un padre asesinado. Por
su parte, la relación de las Erinias con la maternidad queda establecida
desde el primer momento por el acoso y persecución de que hacen objeto a
Orestes y por erigirse en las defensoras de los derechos matemos, y se ve
reforzada por su condición de hijas sin padre (lo contrario que Atenea), ya
que son presentadas como hijas partenogenéticas de la Noche, a la que ellas
mismas invocan con frecuencia[568].
La cuestión clave de las Euménides la resume Orestes cuando pregunta
si él es de la sangre de su madre[569] y Apolo le responde cuando, ante los
alegatos de las Erinias en favor del derecho de la sangre materna derramada,
esgrime las dos razones fundamentales para su defensa: el honor de un padre
está por encima del de una madre, porque este es un varón frente a una mujer,
y el vínculo familiar es el del padre con el hijo:
¡Oh Zeus! ¿Por qué llevaste a la luz del sol para los
hombres ese metal de falsa ley, las mujeres? Si deseabas
sembrar la raza humana, no debías haber recurrido a las
mujeres para ello, sino que los mortales depositando en los
templos ofrendas de oro, hierro o cierto peso de bronce,
debían haber comprado la simiente de los hijos, cada uno en
proporción a su ofrenda y vivir en casas libres de mujeres.
[Ahora, en cambio, para llevar una desgracia a nuestros
hogares, empezamos por agotar la riqueza de nuestras casas].
He aquí la evidencia de que la mujer es un gran mal: el padre
que la ha engendrado y criado les da una dote y las establece
en otra casa, para librarse de un mal. Sin embargo, el que
recibe en su casa ese funesto fruto siente alegría en adornar
con bellos adornos la estatua funestísima y se esfuerza por
cubrirla de vestidos, desdichado de él, consumiendo los bienes
de su casa. [No tiene otra alternativa: si, habiendo
emparentado con una buena familia, se siente alegre, carga con
una mujer odiosa; si da con una buena esposa, pero con
parientes inútiles, aferra el infortunio al mismo tiempo que el
bien]. Mejor le va a aquel que coloca en su casa una mujer que
es una nulidad, pero que es inofensiva por su simpleza. Odio a
la mujer inteligente: ¡que nunca haya en mi casa una mujer más
inteligente de lo que es preciso! Pues en ellas Cipris prefiere
infundir la maldad; la mujer de cortos alcances, por el
contrario, debido a su misma cortedad, es preservada del
deseo insensato. A una mujer nunca debería acercársele una
sirvienta; fieras que muerden pero que no pueden hablar
deberían habitar con ellas, para que no tuviesen ocasión de
hablar con nadie ni recibir respuesta alguna. Pero la realidad
es que las malvadas traman dentro de la casa proyectos
perversos y las sirvientas los llevan fuera de la misma
(Hipólito, 616-650).
Por lo general, casi todas las manifestaciones de hostilidad a las mujeres que
se producen en la tragedia están más o menos relacionadas con una desgracia
previa, casi siempre debida a una intervención femenina; pero esta reacción
tan airada de Hipólito sorprende por la rotundidad de su misoginia, que
excede con mucho la ofensa que las proposiciones de la nodriza pudiera
suponer y solo es comparable con la de Etéocles en los Siete. Además, es
indicativo de que esta manifestación de odio no es el resultado de una
explosión de indignación pasajera, sino que obedece a un sentimiento
profundo y visceral, que la nodriza no ha hecho más que exacerbar, el hecho
de que unos versos más adelante Hipólito siga insistiendo en ella:
8. LA GINECOFOBIA DE ESQUILO
5. MANIFESTACIONES MISÓGINAS
Ca.— ¡No, por Afrodita, nunca jamás; que en tal caso las
mujeres no mereceríamos el calificativo de indomables!
(253-254).
Pero nada es comparable a la misoginia del coro de viejos, sin duda la más
beligerante de todas las que aparecen en la comedia, ya que plantean un
rechazo de las mujeres como especie y de la forma más radical:
Los insultos de los viejos son siempre genéricos, aunque en algunos casos
las destinatarias directas son las componentes del coro de viejas o, incluso,
Mirrine, a la que califican de «asquerosa y repugnante[685]». Y ni siquiera,
al final, cuando las viejas los llevan a la reconciliación y han sido objeto de
sus cuidados, corrigen sus opiniones, sino que se mantienen inamovibles en
la tradición misógina que predica la imposibilidad tanto de vivir como de
prescindir de las mujeres:
Finalmente, son las mujeres las que proponen la reconciliación y, pese a las
reticencias masculinas, cuidan, visten, secan las lágrimas y besan a los
viejos[687].
La ginecocracia que el coro de viejos teme en la Lisístrata se hace
realidad en las Asambleístas, aunque no hay en esta obra ningún personaje
masculino que por ello exprese su temor o rechazo a las mujeres, por el
contrario, tanto Cremes como Blépiro aceptan de muy buen grado los
proyectos que expone Praxágora, sobre todo Cremes, que desde el primer
momento es un defensor de ellos y, frente a otros intentos fallidos
organizados por varones, manifiesta su confianza en el éxito del gobierno de
las mujeres[688]. Pero no por ello deja de estar presente la misoginia en esta
comedia, una misoginia que resulta tanto más efectiva cuanto que la
descalificación de las mujeres corre esta vez por cuenta de la propia
protagonista, en un pasaje de una gran efectividad cómica en el que
Aristófanes con su dominio de los resortes cómicos hace que Praxágora,
disfrazada de hombre, inicie su parlamento haciendo un elogio del
tradicionalismo de las mujeres, que hacen siempre sus tareas sin introducir
ninguna innovación, pero poco a poco va refiriéndose en su enumeración a
otras cuestiones menos domésticas, para acabar alabando la habilidad de las
mujeres para conseguir comida y evitar ser engañadas:
Que sus maneras son mejores que las de los varones, os lo
voy a hacer ver. Lo primero tiñen sus lanas en agua caliente de
acuerdo con la costumbre antigua; […]. Sentadas hacen sus
parrilladas como antes, llevan cargas en su cabeza como antes,
celebran las tesmoforias como antes, cuecen los pasteles como
antes, revientan a los hombres como antes, tienen amantes en
casa como antes, se sirven los mejores bocados como antes,
les gusta el vino puro como antes, disfrutan cuando las joden
como antes. Varones, entreguémosles la ciudad […]. Para
procurar dinero una mujer es lo más hábil y cuando manda,
nadie es capaz de engañarla: porque están muy hechas a
engañar (214-240)[689].
Esta relación que Mnesíloco hace de los adulterios con amantes y esclavos y
la capacidad femenina para engañar a los maridos con hijos supuestos
despierta las sospechas de las mujeres, pero no por su misoginia, sino por la
claridad y desvergüenza con que habla[694]. Finalmente, es la corifeo la que
termina por situar todo el episodio en pleno terreno de la misoginia, al
afirmar, en un contraste cómico típicamente aristófánico:
Ello da pie a Mnesíloco para continuar con sus ataques, ya sin ningún recato:
Con esta actitud Mnesíloco acaba por concitar la indignación de las mujeres,
que, con la ayuda del afeminado Clístenes, lo desenmascaran y se disponen a
castigarlo. Pero, finalmente, ni Mnesíloco ni Eurípides sufren daño alguno,
ya que las mujeres paradójicamente aceptan a la primera y sin mayor
problema los términos de la reconciliación que les ofrece el poeta: poner en
libertad a su suegro a cambio de que el poeta no hable mal ya más de
ellas[695], desentendiéndose ya de esta cuestión y dejando que Eurípides y
Mnesíloco se las arreglen con el arquero escita. En este sentido, siguen la
misma pauta de conducta que las compañeras de Lisístrata o Praxágora y
terminan por manifestar explícitamente su desinterés por hablar mal de los
varones[696].
En las otras comedias de Aristófanes, a pesar de las escasas alusiones a
las mujeres que contienen, hay también alguna muestra de misoginia. En
Pluto, el personaje de la vieja es colocado del lado de los que se
aprovechaban de la ceguera de Pluto y tanto Crémilo como su antiguo amante
se burlan de ella sin ninguna consideración. En Acamienses, el megarense
califica de desgracia manifiesta a sus dos hijas, a las que vende a Diceópolis
como si fueran dos cerditas, en medio de todo tipo de alusiones procaces y
obscenas, deseando poder hacer lo mismo con su mujer y su madre.
Finalmente, en las Nubes, Estrepsíades se lamenta de su casamiento y tacha a
su mujer de arrogante, mimosa y empingorotada, además de dilapidadora, y,
aunque más adelante la llama «mi excelente esposa», no obstante, culpa de
su ruina a los caballos de su hijo y a su matrimonio[697].
De ello se deduce que lo mismo que hay mujeres aptas para la música o la
gimnasia y otras no, una mujer será apta para ser guardiana y otra no,
exactamente igual que ocurre con los varones, por lo que reitera que en lo
relativo al cuidado del Estado hay una misma naturaleza en las mujeres y en
los hombres con la salvedad de que la de ellas es, repite, más débil y la de
ellos más fuerte, y de ahí que haya que elegir a las mujeres aptas para que
convivan y cuiden la ciudad junto con los hombres aptos, por ser capaces y
afines en naturaleza; asimismo, afirma que lo contrario es un hecho contra
natura:
Por lo tanto, las mujeres que vayan a ser guardianas deberán ser educadas
como los varones, desvestirse para hacer gimnasia de modo que, en lugar de
ropa, las cubrirá la excelencia y se dedicarán en exclusiva a la guerra y a las
demás tareas, si bien de estas se les confiarán las tareas más ligeras por la
debilidad de su sexo[710].
Una vez establecida la igualdad de ocupaciones para guardianes y
guardianas, Sócrates aborda la cuestión de la comunidad de mujeres e hijos,
una cuestión no menos delicada y polémica que la anterior por la
desconfianza que levantará tanto por su posibilidad como por su utilidad.
Para ello, Sócrates propone la institucionalización de las uniones sexuales
en festivales donde todo estará reglamentado para que los mejores varones
se unan con las mejores mujeres y para que los hijos nacidos de estas
uniones se confíen a los magistrados, de ambos sexos, encargados de su
crianza en guarderías donde las madres solo tendrán que alimentarlos, pero
sin saber cuál es su hijo, mientras que nodrizas y ayas se encargarán de todos
los demás cuidados necesarios para su correcto desarrollo y crecimiento. El
resultado será el mayor bien para la ciudad[711][712], ya que los guardianes
se identificarán entre sí en la creencia de que los unen lazos de sangre y
parentesco y cada uno considerará como propio lo de los demás y, por tanto,
habrá una comunidad en el dolor y la alegría.
En las Leyes, las mujeres están excluidas de las principales
magistraturas y solo se les confía el encargo de velar por que los
matrimonios en sus primeros diez años de convivencia produzcan los hijos
más hermosos, pudiendo amonestar o amenazar, aunque no poner multas, una
facultad reservada a los guardianes de la ley. Las mujeres acceden a la vida
pública, si bien en desigualdad de condiciones con los varones, ya que
tendrán que haber cumplido 40 años, y asimismo podrán desempeñar
determinados servicios militares una vez que hayan dado a luz hijos y hasta
que cumplan 50 años, mientras que estos límites para los varones son, en
cada caso, de 30, 20 y 60 años[713]. Sin embargo, a pesar de que el papel
desempeñado en la vida pública por las mujeres en las Leyes es menor que
lo que se dice en la República, la tesis de la igualdad de naturaleza de
hombres y mujeres se mantiene. Es cierto que se dice que la tendencia de las
mujeres es a manifestarse de forma agria y biliosa y que el género femenino
es de natural más propenso al disimulo y al artificio a causa de su debilidad,
pero también se añade que ha sido abandonado equivocadamente por haber
cedido en esta cuestión el legislador y de esta manera no solo se ha
desatendido a «la mitad de la ciudad», sino que «cuanto menos virtuosas
sean las mujeres, tanto más será la diferencia hasta el punto de llegar al
doble[714]». Por ello, contrapone la mala educación que dan las mujeres, que
no contrarían en nada a los hijos y les dan todos los caprichos, como en el
caso de los hijos de Ciro, frente a la educación robusta y sobria que dan los
hombres. Por la misma razón, la ignorancia y necedad de las nodrizas y las
madres ha hecho a sus hijos como mancos al no enseñarles a usar la mano
izquierda como lo hacen con la derecha. Por tanto, lo mejor para la ciudad,
argumenta el Ateniense, es poner orden en esta cuestión y reglamentar todas
las costumbres sin distinción de hombres o mujeres[715]. Entre estas
costumbres, y aparte del acceso a la educación de las mujeres, se destaca de
manera especial la institución de las comidas comunes también para las
mujeres, algo a lo que teme que se resistirán en gran medida por haberse
acostumbrado a vivir retiradas y a la sombra dentro de sus casas, de igual
manera que las amas se resisten a obedecer por su carácter «femenino y
servil» las indicaciones del legislador de cómo debe enseñarse a andar a los
niños. Por lo que es preciso convencer a los ciudadanos para que lleguen a
la idea de que es necesario organizar bien la vida privada porque, de lo
contrario, es absurdo esperar que la ciudad pueda llegar a tener unas leyes
sólidamente establecidas[716].
En las Leyes, se especifica que la educación es común para niñas y niños
hasta los 6 años y a partir de esta edad se impone la separación de sexos: los
niños deben aprender el manejo del arco, la jabalina y la honda, pero
también las niñas si se cree conveniente[717]. Pese a esta separación y a la
distinta educación que recibe cada sexo, Platón promulga la instrucción
obligatoria para las mujeres igual que para los varones en la equitación y la
gimnasia y se muestra beligerante contra las críticas que puedan venir de que
no es conveniente que las mujeres aprendan estas disciplinas, pues a su
convencimiento de que es algo bueno une sus noticias sobre las habilidades
ecuestres y guerreras de las sauromátides[718], por lo que concluye que, si es
posible una costumbre así en este pueblo, sería un error del legislador
prescindir de las mujeres, ya que «con igual gasto todas las ciudades valen
la mitad en lugar de valer el doble[719]». Más adelante, el Ateniense insiste
en defender que en la medida de lo posible, para la educación como para
todo lo demás, la mujer comparta el trabajo del hombre, pero, por si ello no
fuera posible, pasa revista a los modos de vida de las mujeres de su época y
rechaza por servil el trabajo de campo y de pastoreo que realizan las tracias,
pero también critica tanto los trabajos de la administración de la casa y de la
elaboración de la lana de las atenienses como el modo de vida de las
espartanas, que, a pesar de ejercitarse en la gimnasia y la música, no lo
hacen en los ejercicios de la guerra. El Ateniense cree que el legislador
debe ser radical en cumplir su tarea y no pararse en la mitad del camino
dejando a las mujeres entregadas a la molicie y a una vida desordenada para
ocuparse solo de los hombres, con lo que la ciudad se procura «la mitad de
la felicidad en vez del doble». De ahí que, más adelante, insista en que las
mujeres jóvenes sean ejercitadas en las armas y los combates para que al
menos sean capaces de hacer una defensa eficaz para los niños y el resto de
la ciudad, pues sería vergonzoso que las mujeres, por ser educadas
indignamente, no fueran capaces de hacer frente al enemigo como hacen las
aves por sus polluelos, sino que corran a refugiarse a los lugares sagrados,
arrojando sobre la raza humana la mala fama de ser por naturaleza la especie
más cobarde entre todos los animales[720]. En esta misma línea de
argumentación, se afirma asimismo que para los ejercicios militares como
para la libertad de expresión poética, las mujeres deben tener los mismos
derechos que los hombres[721]. Pero, a pesar de esta igualdad que se
propugna para ambos sexos, hay rasgos propios de las mujeres y de los
hombres y así, en la reglamentación de los cantos y danzas, el Ateniense y
Clinias convienen en establecer una división entre hombres y mujeres, dado
que la valentía y la magnanimidad son rasgos propios de los varones,
mientras que la modestia y el recato lo son de las mujeres. Pero cuando se
habla de la reglamentación de las relaciones sexuales no se menciona la
inclinación al sexo atribuida tradicionalmente a las mujeres, sino que se hace
hincapié en prohibir la homosexualidad y en la abstención de los varones de
la relación con mujeres, fuera de las uniones que tienen como finalidad la
procreación, y con efebos, a pesar de saber que algún varón vehemente,
joven y «lleno de semen» se resistirá a estas normas[722].
En la Política, las referencias a las mujeres son muy escasas y estas siempre
aparecen asociadas a los varones en una relación en la que se marca la
superioridad de lo masculino y la inferioridad por naturaleza de lo femenino
y en la que lo primero manda y lo segundo obedece[746]. Normalmente, esta
relación se asocia con la del amo y el esclavo, por ejemplo, cuando
Aristóteles hace la relación de los que no pueden vivir el uno sin el otro y
tienen los mismos intereses:
La misma posición sostiene cuando enumera cuáles son las partes esenciales
en la casa: el amo y el esclavo, el marido y la mujer, el padre y los
hijos[748]. Pero hay una diferencia en la relación que une a cada una de estas
parejas: el padre gobierna a los hijos y el marido a la mujer como libres en
ambos casos, pero el padre manda a los hijos como a vasallos, porque los ha
engendrado y los gobierna por causa de su afecto y mayor edad, mientras que
el marido manda a la mujer como a un ciudadano[749]:
Asimismo, Aristóteles afirma que la mujer posee la misma virtud moral que
el varón, pero, a diferencia de lo que creía Sócrates, no es la misma la
moderación ni la justicia ni el coraje en los hombres que en las mujeres,
porque «en unos son virtudes para mandar y en otras para servir[750]». A este
respecto, Aristóteles previamente había afirmado que el mandar y el
obedecer no es solo una diferencia de grado, sino específica[751], pero que
ambos tienen que participar de la virtud, aunque con las diferencias que
corresponden a los que por naturaleza deben obedecer[752]. En este mismo
sentido, más adelante, en el libro III, aclara que la moderación y la
valentía[753] del hombre y la mujer son diferentes y, asimismo, son diferentes
sus funciones, la de uno es adquirir y la de la otra administrar[754]. Por otra
parte, en cuanto a la distancia que separa al varón de la mujer, Aristóteles
dice que no pueden ser nobles las acciones de una persona que no se
diferencie tanto de las demás como el varón de la mujer, el padre de los
hijos y el amo del esclavo[755].
Como se ve, no solo en lo referente a la virtud moral Aristóteles se
aparta de las tesis socráticas, sino que expresamente manifiesta su
desacuerdo con la comunidad de mujeres e hijos que Platón propone en la
República y con la abolición de la propiedad privada, ya que se pregunta
«¿quién se cuidará de la casa como los hombres cuidan los campos?» y,
asimismo, le parece absurdo deducir de la comparación con los animales
que las mujeres puedan desempeñar las mismas tareas que los varones,
porque los animales «no tienen que administrar la casa[756]». Coincide, no
obstante, con Platón, en que es necesario educar a las mujeres y a los hijos
para que sean como deben ser, ya que estas son la mitad de la población y de
los niños proceden los ciudadanos; afirma que la licencia de las mujeres va
contra la felicidad de la ciudad, porque, si las mujeres son malas, la mitad
de la ciudad vive sin ley. A ello atribuye Aristóteles la decadencia de
Esparta: el legislador fue negligente con las mujeres y viven sin freno y
entregadas a toda clase de licencia y molicie.
6. LA INFERIORIDAD DE LA HEMBRA EN LA
«REPRODUCCIÓN DE LOS ANIMALES» DE ARISTÓTELES
En otro pasaje, Aristóteles reitera todas estas ideas y las aplica a la mujer, y
así dice:
El que los hijos sean machos depende de si domina el esperma del macho y
dirige la materia hacia sí mismo, ya que si es dominado, se transforma en lo
contrario o desaparece; es decir, si el residuo seminal que hay en las reglas
recibe una buena cocción, el movimiento del macho le hará la forma de
acuerdo con la suya propia, pero, si no prevalece, producirá una carencia de
esa misma facultad, y, puesto que todo lo que degenera se transforma en su
contrario, también en la generación, si el macho no prevaleció en aquello
por lo que es macho, entonces se forma una hembra, y, si no prevaleció en
aquello por lo que es un individuo en particular, entonces el hijo no se
parece al padre sino a la madre, ya que lo que es dominado degenera en su
contrario y lo que se relaja se desplaza hacia el movimiento que le sigue a
continuación[799]. La causa de que los movimientos se relajen es que el
agente también resulta afectado por aquello sobre lo que actúa, el paciente
abandona su posición y no se deja dominar, debido a la falta de potencia en
el agente de cocción y movimiento o a la cantidad y frialdad de lo que está
siendo cocido[800]. Cuando los hijos no se parecen a los padres, son en
cierta manera unos monstruos, pues en este caso la naturaleza se ha desviado
del género; el primer comienzo de esta desviación es que se conciba a una
hembra y no a un macho, aunque esta es necesaria por naturaleza para
preservar el género de los animales divididos en machos y hembras y, como
algunas veces el macho no puede prevalecer por su juventud, vejez o alguna
otra causa similar, es forzoso que se produzcan hembras entre los
animales[801].