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UNAM FFyL Colegio de Historia

Armenta Reyes Itzel Donají

“Posibilidades del discurso histórico en la actualidad: una propuesta para el caso


mexicano”

Grosso modo el presente ensayo, tiene como finalidad el contribuir, aunque sea en un
mínimo, a la tarea, quizás ahora más urgente que nunca, de dignificación y de re-
significación, tanto de la práctica del discurso histórico en México, como del papel del
historiador. Esta necesidad, surge de la observación y la reflexión de la realidad. Una
realidad en la que conforme se van sucediendo los días, los meses y los años, vemos una
reducción cada vez mayor en cuanto a las cantidades de tiempo, de dinero y de esfuerzo,
que son destinadas al estudio y la práctica de las humanidades, y con ello, de la historia.
Desde la disminución de horas de clase en los planes de estudio de educación básica y de
educación media-superior, el recorte de presupuestos para becas y proyectos de
investigació, hasta el precario número de instituciones que a nivel nacional cuentan con una
licenciatura en historia, son sólo algunas de las muchas manifestaciones que nos indican
que en México, la práctica profesional de la historia está en crisis. Colegas, sépanlo, los
historiadores no tenemos el monopolio ni de la recuperación, ni de la representación del
pasado. Basta con traer a colación a un Chumel, y su “Historia de la República” para
recordárnoslo. Desde mi punto de vista, esta crisis, no es otra cosa que el resultado de la
inadecuación del discurso histórico para con la realidad material de la que es producto. Es
decir, que ya no responde ni a las necesidades de nuestra sociedad, ni encuentra eco en
aquellos que la habitan. Con ello, no quiero decir que debamos traer de vuelta ese pasado,
un pasado nostálgico en el que la historia iba al frente del estado y de las humanidades; sino
más bien
quiero invitar a los aquí presentes a reflexionar y a reconocer la historicidad misma del
pensamiento histórico mexicano y su práctica discursiva.

El mismo año en que la ciudad de México sufría por causa de uno de los mayores desastres
naturales en su historia, un mexicano de nombre Leopoldo Zea, inauguraba su obra con las
siguientes palabras: “La filosofía, como expresión de una determinada experiencia humana,
no puede ser más importante en unos hombres que en otros. Nuestra filosofía, ciertamente,
no posee la originalidad ni el valor universal que han logrado las grandes filosofías de la
cultura europea; carece desde luego de conceptos propios elevados a un plano de “eterna
validez”. Piénsese, por ejemplo, el concepto “positivismo” que vale tanto para sus
creadores como para nosotros. Sin embargo, esto no implica que nuestro positivismo,
nuestro cartesianismo o nuestra escolástica carezcan de importancia. En este ser nuestro
está precisamente expresada una experiencia personal, propia, y por lo mismo, original. 1 A
mi juicio, lo mismo sucede con la historia.
La historiografía mexicana, o mejor dicho la práctica del discurso histórico en México –
desde sus orígenes-, ha estado en estrecha correspondencia con los cánones establecidos, y
defendidos, por la historiografía occidental. Con esto no quiero decir que niego a los
pueblos prehispánicos la conciencia y/o la capacidad para establecer vínculos con aquello
que llamamos pasado; sin embargo, cabe mencionar que aquellos “antiguos mexicanos” no
llamaban historia a ese pasado, ni historiografía a los relatos elaborados en torno a él.
Cuando “Amerigo Vespucci el Descubridor llega del mar. De pie, y revestido con coraza,
como un cruzado, lleva las armas europeas del sentido y tiene detrás de sí los navíos que
traerán al Occidente los tesoros de un paraíso. Frente a él, la india América, mujer acostada,
desnuda, presencia innominada de la diferencia, cuerpo que despierta en un espacio de
vegetaciones y animales exóticos. (…) Después de un momento de estupor en ese umbral
flanqueado por una columnata de árboles, el conquistador va a escribir el cuerpo de la otra
y trazar en él su propia historia. (…) Esta imagen erótica y guerrera, [nos dice Michel De
Certeau] tiene un valor casi mítico, pues representa el comienzo de un nuevo
funcionamiento occidental de la escritura (…) Lo que se esboza, (…) es una colonización
del cuerpo por el discurso del poder, la escritura conquistadora que va a utilizar al Nuevo
Mundo como una página en blanco donde escribirá el querer occidental. Esta escritura
transforma el espacio del otro en un campo de expansión para un sistema de producción
[histórica].2
Así, tenemos que con la llegada de los primeros conquistadores, se da inicio a una nueva
1
Leopoldo Zea, El positivismo y la circunstancia mexicana, México, F.C.E., 1992, p. 9.
2
Michel De Certeau, La escritura de la historia, México, Universidad Iberoamericana, 2006, p. 11.
manera de sentir, de entender, de pensar y de representar el mundo, nuestro mundo. Este
siglo XVI es importante para nuestro “rompecabezas histórico” ya que en él, se sentaron las
bases de un proceso de mestizaje étnico y cultural que con el tiempo resultó determinante
en el proceso constitutivo del mexicano -independientemente de si nos guste o no, el
proceso de la conquista y la colonización-.3 Como prueba de ello, tenemos las obras de
Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, de Fernando Alvarado Tezozómoc o de Diego Muñoz
Camargo. Este último, quien fuera hijo de un español y una noble tlaxcalteca, nos legó en
castellano su “Historia de Tlaxcala”. Dicha obra, al igual que otros tantos textos de la
época, hacen patente su intención por “historiar” un acontecimiento, un proceso o la vida de
un pueblo. Pese a ello, no hay que olvidar que este tipo de producciones discursivas que
hoy día nos enorgullecemos tanto de llamar documentos históricos, no tenían como fin
exclusivo, ni mucho menos ulterior, la producción de obras de conocimiento histórico.
Antes bien, su objetivo no era otro que el de intentar hacer valer ciertas características de
sus ancestros que les permitieran acoplarse a la maquinaria virreinal.
Si seguimos a José María Muriá en sus estudios sobre la historiografía de este periodo; éste,
nos informa que a mediados del siglo XVII termina la historiografía propiamente colonial,
en el sentido de estar hecha pensando en lectores españoles o europeos. Y que,
posteriormente, luego de una época de ‘abandono’, se retomó nuevamente el género
histórico en la Nueva España, pero ya con miras ligadas a la vocación independentista, y
por tanto, diferentes por completo de aquellas primeras producciones.4
Así, dando un salto monumental de aproximadamente cien años, más menos, llegamos al
siglo dorado de la historia, el mismo de las revoluciones de independencia, de la aparición
de la patria, y con ello de la identidad nacional. Los mil ochocientos vieron nacer eso que
hoy llamamos historiografía conservadora, historiografía liberal y las grandes
recopilaciones positivas de los eruditos. Estos últimos, los eruditos, fueron los primeros en
apelar a los ideales de objetividad, de imparcialidad y de cientificidad que sirvieran para
combatir los vicios ideológicos de los bandos antes mencionados.
Los liberales ganaron pero algo de lo que pocos se dan cuenta es que los perdedores –por
así decirlo-, no desaparecieron. Con el tránsito hacia el siglo XX, y luego de una acalorada
guerra civil, se instalaron en los salones y los cubículos. Hoy día, podemos verlos al frente
3
José Mariá Muriá, La historiografía colonial –motivación de sus autores-, México, UNAM, 1981.
4
Ibid.
de las más importantes instituciones educativas, acumulando títulos eméritos o portando
gafetes del SNI. En este sentido, reconozco mi deuda, pues es gracias al esfuerzo de todos
ellos, que existe algo como licenciatura en historia, lo cual me atrevo a decir, me hace
inmensamente feliz. Sin embargo, también es cierto que el precio de la institucionalización,
ha costado a la disciplina su destierro de la vida social, lo cual, por supuesto, a mi juicio,
debe llegar a su fin.

Como mencioné líneas arriba, la práctica histórica en México debe mucho a los cánones de
la historiografía europea-occidental. Pese a ello, no podemos olvidar que la importación de
teorías y modelos de explicación histórica, siempre han mostrado un desfase de al menos
una o un par de décadas. De esta manera, mientras que en Europa, nuevas perspectivas
como el estructuralismo o el narrativismo comenzaban a hacer temblar a los más sólidos
presupuestos teórico-metodológicos desde la segunda mitad del siglo pasado; tenemos que
para el caso mexicano autores como Barthes, White, De Certeau o Ricoeur, continúan por
algunos siendo rechazados o por otros, apenas, poco a poco, incorporados.
Afortunadamente las cosas están cambiando.
La mujer que me inició en las oscuras artes de la teoría de la historia, y que además de ser
mi profesora reconozco como modelo de inspiración intelectual, escribió en el 2011 que a
partir “los años sesenta del siglo XX, el análisis textual de las obras históricas se convirtió
en una de las áreas más interesantes y recurrentes de  la teoría de la historia. Este carácter
narrativo de la historiografía fue uno de los referentes obligados de casi todas las
conceptualizaciones sobre el trabajo del historiador y, por ende, términos como los de
representación, interpretación y, posteriormente, el de poética de la historia, comenzaron a
poblar el lenguaje de la teoría histórica, en un esfuerzo por dar mayor profundidad al
análisis historiográfico. Una de las consecuencias más visibles de este cambio de
perspectiva fue, si no el rechazo tajante, por lo menos sí la relativización del componente
propiamente explicativo de la historia [es decir] -su capacidad para establecer
correspondencias de tipo causal entre los fenómenos y acontecimientos históricos-, así
como la revaluación del lugar que ocupa la evidencia y, en general, el tratamiento de las
fuentes, en la producción de significados históricos. Esta perspectiva -englobada bajo el
término de narrativismo- privilegió la dimensión de la trama como el espacio de generación
del significado histórico y, por lo tanto, como la piedra de toque de nuestra comprensión
del pasado. Esto quiere decir que, más allá de la solidez metodológica y el alcance
heurístico, el valor de la obra histórica, incluso en términos cognitivos, reside en su
capacidad para elaborar relatos coherentes de los distintos procesos o acontecimientos
históricos.5Independientemente de la celebración o la condenación que cada quien pueda
hacer respecto de semejante consecuencia, lo cierto es que admitir el carácter narrativo, ya
sea de la obra o del pensamiento histórico, implica tomar muy en serio el análisis de sus
fundamentos; de su relación con un referente externo, cualquiera que éste sea. En suma, lo
que importa aquí es si la obra histórica es el producto exclusivo de la perspectiva individual
del historiador. Si la respuesta a esta pregunta es negativa, entonces estamos obligados a
examinar en qué sentido la historiografía se vincula con un pasado manifiesto sólo en su
reconstrucción en el presente.6
La toma de conciencia frente al problema de la dimensión narrativa, no exige al historiador,
estar de acuerdo o no, con lo que en ella se reconoce. Sin embargo, la recuperación de este
modelo, y la preocupación por cómo se da forma y se organiza el contenido de nuestras
historias, tienen como base la propuesta whiteana que entiende la “ficcionalización de la
realidad como un mecanismo esencialmente comprensivo de la conducta y la circunstancia
humanas y, en este sentido, podríamos decir que el estudio histórico no se encuentra
abandonado a la subjetividad del historiador. Si bien un planteamiento como éste no puede
constituir el fundamento de una concepción de la historia como conocimiento objetivo, al
menos permite vincular la obra historiográfica con un contexto que supera su dimensión
exclusivamente textual. Empero, su limitación, si hemos de llamarla así, reside en que deja
aún por aclarar la forma en que el discurso histórico busca relacionarse con un pasado o con
una tradición en concreto.”7
Mi profesora nos dice que una vez que hemos llegado a este punto, es necesario reformular
la problemática planteada de tal forma que la pregunta a seguir sea, no tanto, cuál es la
importancia del presente en la reconstrucción y representación del pasado, sino cuál es el

5
Rebeca Villalobos Álvarez, “La noción de operación historiográfica en la teoría de la historia
contemporánea” en Alfonso Mendiola y Luis Vergara (coords.), Cátedra Edmundo O’Gorman. Teoría de la
Historia Vol. I, México, Universidad Iberoamericana, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 2011, p.
45
6
Ibid., p. 51.
7
Ibid, p. 53
lugar del pasado en la representación histórica. Para mí, estas preguntas ya no tienen
sentido en un contexto en que como ya vimos, peligra la permanencia de la práctica
profesional de la historia. Con ello no me refiero a que tales cuestiones no posean un
carácter vital para la conformación de la práctica historiográfica, es más, personalmente en
más de una ocasión éstas se me han presentado en forma de angustia, de insomnio, de
apasionada curiosidad y una tremenda actividad mental intentando resolverlas. Pero por
otro lado, considero que la pregunta pertinente es mas bien la de, ¿cuál es, y cuál debiera
ser el lugar del discurso historiográfico en la realidad nacional actual?
La respuesta a cuál es, no es otra que la de producir conocimiento histórico. Sin embargo,
en un país donde la producción de conocimiento histórico parece más preocupada por
mantener intacta la pureza del pasado y en orden el aparato crítico, en lugar de explicar por
qué tenemos el honor de ser el segundo país con el mayor número de muertos por conflicto
armado, me parece una muestra excesiva de superficialidad, ego y banalidad. Cuando a
principios de este año estaba en juego el puesto por la dirección de mi trinchera, tuve la
oportunidad de presenciar un desafortunado comentario.
A una importante figura dentro del circuito de la academia, le pidieron compartiera su
postura con respecto del mismo proceso del que formaba parte y que en ese momento era
calificado por algunos de mis compañeros como antidemocrático; triste fue mi reacción al
escuchar que debido al hecho de que esta persona se dedica al estudio y práctica de la
historia, esto no le permitía calificar la bondad o la maldad del asunto en cuestión, ya que
según esto, la historia no puede ni debe emitir juicios de ese tipo, sino sólo contar las cosas
tal y como sucedieron.
(53)En este sentido, es preciso recordar que la toma de conciencia sobre la dimensión
narrativa de la historia ha derivado, en las últimas décadas, en el análisis de la ética de la
representación histórica. (…) el cual se origina a partir del reconocimiento del elemento
moralizante de cualquier discurso narrativo. 8
Pese a que la dimensión ética ha ido
cobrando mayor relevancia en la práctica historiográfica, ésta por sí sola no reviste de
fuerza al discurso histórico, ni lo vincula totalmente con la realidad material, sino más bien
con una más bien metafísica.
A pesar de los constantes cambios y de la diversidad temática, metodológica y estilística

8
Ibid 53.
que ha adquirido la historiografía desde la segunda mitad del siglo XX, la forma más
penetrante que ésta tiene para producir significado sigue siendo, la dimensión narrativa. Es
por ello que a mi juicio, el enfrentamiento que se produce en el espacio textual, entre que si
es el pasado o la representación de ese pasado lo que debe preocupar a los historiadores de
hoy, necesita superarse. Convencida de que pasado y su representación coexisten más a
modo de correlato y menos a manera de jerarquía, creo que las dimensiónes que deben
preocuparnos y ocuparnos, son tres. Las cuales sólo serán posibles en la medida en que
acabemosde una vez por todas con nuestro verbalismo, con nuestra incompetencia, frente a
una realidad que nos exige
En este sentido,

(63)En general, hay dos elementos fundamentales que guían la densa, y a veces oscura,
argumentación de De Certeau. Me refiero al énfasis puesto en el lugar social de donde
surge la necesidad historiográfica, y a la idea de que esta práctica se articula dentro de los
marcos de una “institución del saber”. Para el autor, la historiografía está determinada sobre
todo por el lugar en el que se produce. En este contexto, la palabra “lugar” adquiere dos
contenidos diferenciables pero estrechamente relacionados. Por un lado, se refiere a la
estructura social que permite la realización de la práctica historiográfica; una estructura
integrada por un complejo de relaciones económicas, políticas y culturales que, en términos
de De Certeau, posibilitan o imposibilitan, permiten o prohíben, ya sea la selección de
temas que se consideran pertinentes, el acceso a la información que dependiendo del tiempo
y el lugar se encuentre al alcance de los historiadores y, en suma, la configuración de
formas concretas de representación y explicación históricas, cambiantes ellas mismas en
relación con ese tiempo y lugar específicos.
(65)De igual modo, es cierto, que la consolidación de la historia, en cuanto disciplina
científica ,tuvo como resultado la magnificación del discurso histórico como un discurso
objetivo, libre de elementos subjetivos y emocionales. En este sentido, las razones que
explican el ocultamiento o la negación, por parte de la historiografía moderna, de su lugar
social de producción se encuentran, obviamente, vinculadas al problema de la cientificidad
de la historia.
(68)A mi modo de ver, el carácter sistemático y racional de la práctica histórica se
encuentra relacionado, de manera estrecha,  con este tipo de razonamientos (heurístico-
metodológicos -criterios de selección, jerarquización, valoración y distribución de la
información-) , gracias a los cuales el historiador es capaz de construir el objeto de su
narración…. La narración es, de hecho, el lugar natural en el que esas entidades deben
instalarse, y el contexto en el que adquieren plena significación. Por esta razón, la
comprensión histórica puede concebirse como una forma de armonización entre diferentes
mecanismos interpretativos, que van desde la prueba, hasta la metodología y la
representación.
 
Leopoldo Zea, El positivismo y la circunstancia mexicana, México, F.C.E., 1992, 192 p.

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