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4/11/2019 Filipinas: un viaje al otro lado del mundo - Revista Anfibia

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FILIPINAS: UN VIAJE AL
OTRO LADO DEL MUNDO
Por Leila Guerriero | Foto Diego Sampere

Con escalas en Río de Janeiro y Dubai, Leila


Guerriero viajó más de cuarenta horas: atravesó
todo el mundo y llegó a un país donde gran parte de
la población se llama Pedro o se apellida Ayala. Un
mercado oloroso, un tránsito agobiante y el calor
de incendio, acosaron a la cronista en Manila, la
capital de Filipinas, una ciudad que parece salida
de una película de ciencia ficción de los ochenta, la
versión húmeda y empeorada de un suburbio de
Nueva York.

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“Simplemente quiero decir que en algún lugar de este libro escribo “hice”, “fui”,
“descubrí”, debe entenderse “hicimos”, “fuimos”, “descubrimos”(…)
(Prólogo a la tercera edición de Operación masacre, Rodolfo Walsh)
Si alguien –si un periodista- emprendiera un
viaje sin saber nada acerca de su destino
 
salvo la temperatura promedio, la calidad de
las playas y la ubicación de las zonas de
alojamiento barato; si metiera en su mochila veinte libros, poca ropa y un equipo de
snorkell; si eligiera la ignorancia como una performance o como una –mucho
menos confesable- forma de la felicidad. Si, en fin, ese periodista se tomara
vacaciones, y si esas vacaciones fueran en Filipinas, es probable que sucediera
algo de lo que sigue a continuación. 

***

Mayo de 2012, medianoche, más de cuarenta horas de viaje desde Buenos Aires
pasando por Rio de Janeiro y Dubai, y esto no parece un lugar al otro lado del
mundo. O mejor: esto no parece un lugar al otro lado del mundo del mismo modo
en que Tailandia o Indonesia o Malasya parecen lugares al otro lado del mundo.
Aquí las calles son iguales a las de cualquier suburbio de latinoamérica, con
edificios hijos de la cópula entre la esquizofrenia arquitectónica y una hemorragia
de hormigón, palmeras de plástico revestidas por guirnaldas de luces, iglesias
católicas, seven elevens, mc donalds, bares de chicas y un atasco -kilómetros de
autos hundiéndose en el corazón de la tiniebla- que es la madre y el padre de
todos los atascos. Cada tanto aparece un jeepney -camiones de trompa roma y
colores intensos que sirven como transporte público- y esa es la única señal que
indica que uno no ha llegado a Brasil ni a México ni a Colombia. Que esto debe
ser, en efecto, Manila.

***

Manila es la capital de Filipinas, un


país compuesto por siete mil islas,
con 94 millones de habitantes, 11 de
los cuales viven en el exterior. Si
buena parte de esa gente se llama
Pedro o se apellida Ayala y la
mayoría reza el padrenuestro y se
hace la señal de la cruz es porque en
1521 llegó hasta allí el conquistador
Fernando de Magallanes y desde
entonces el país fue territorio
español. En 1898 España debió
cederlo a Estados Unidos y sólo en
1946, después de la Segunda
Guerra Mundial, Filipinas se declaró
independiente. En 1965 asumió el
gobierno un hombre llamado
Ferdinando Marcos que siguió en el
poder hasta 1983 cuando, después
de protestas masivas y caos social, fue destituido y reemplazado por Corazón
Aquino. Eso, a grandes rasgos, era todo lo que yo sabía al llegar a Filipinas. Eso, y
que el turismo sexual era toda una preocupación, y que Imelda Marcos, la mujer de
Ferdinando ídem, había dejado tras de sí una colección de mil pares de zapatos –o
de mil zapatos- que, después de haber presenciado la fiebre de consumo de

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pajaronas como Carry Bradshaw, ya no me parecían tantos. Eso era todo. Y, a
decir verdad, no me enteré de mucho más. Quiero decir que no quise.

***

Ermita debió ser algo, aunque no se sabe qué. Quizás una de esas zonas que
funcionan como Kao San Road, en Bangkok, una suerte de babel afiebrada con
viajeros que se revuelcan, conversan y beben durante algunos días a precios
módicos mientras deciden hacia dónde seguir. Pero ahora es un barrio de Manila
muy desconcertante, sumergido alternativamente en un sopor moribundo o en una
energía desamparada o en una hostilidad desértica. El lugar más popular de Ermita
es un mall descomunal al que se entra previo cacheo de un guardia. Siempre está
repleto y parece haberse tragado a toda la gente y los comercios de la zona,
excepto los seven eleven que multiplican su disponibilidad de veinticuatro horas a
razón de uno por cuadra.
 
En las calles, de noche, los faroles alumbran poco y las únicas vidas que se ven
duermen sobre su miseria y sus cartones en medio de un calor benévolo. Cada vez
que le digo a alguien que me alojo en Ermita, el resultado es el mismo: “¿Ermita?
¡Ni se le ocurra salir del hotel después de las nueve de la noche!”. O “¿Ermita?
¿Por qué?”.
 
Quizás porque cuando uno llega a un país quiere desembarcar en una orilla real y
no en sus márgenes desinfectadas, o porque uno es persistente y persiste aún en
sus equivocaciones, o porque en los viajes prima esa diletancia suave –mañana
me mudaré- mezclada con una omnipotencia peligrosa –a mí no va a pasarme
nada- que  produce las mejores catástrofes.

***

Como ya nadie viaja sin un artilugio


para conectarse –el Iphone, la
tableta- los que elegimos viajar sin
nada estamos a merced de la
existencia de cabinas públicas que,
como ya no son negocio, empiezan a
ser inencontrables. Sin embargo,
frente al hotel en el que paro –una
habitación sin ventanas, la
representación de la perfecta
claustrofobia- hay algo que se
anuncia como cybercafé. El vidrio de
la puerta está cubierto por una
película polarizada lúgubre y adentro
la temperatura tiene la contundencia
de un piedra. La persona que atiende
usa el pelo recogido, un top que no
le cubre la barriga en la que se ven
rastros de vello mal afeitado, y una
falda bajo la que se dibuja la curva brutal de un sexo inconcebible.

***

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Si una ciudad del interior de Estados Unidos y una enorme capital latinoamericana
hubieran colisionado en los años setenta, Manila sería el resultado: no hay veredas
por las que se pueda caminar, el paseo favorito consiste en recorrer los pasillos de
un mall gélido, el colapso del tránsito es una forma de la psicosis y por todas
partes hay locales de comida rápida, iglesias católicas, altares a la Virgen y
puestos callejeros de comida. En ciertas partes reina esa tensión grumosa que
antecede al peligro, aunque después casi nunca pasa nada.

***

 
-¿El mercado de San Andrés? ¿Para qué quiere ir ahí? ¿Por qué no va al mall?
 
Siempre es lo mismo, en todas partes. Apenas uno manifiesta su voluntad de ir a
un sitio que no se corresponde a las expectativas del turista promedio, el fulano
local reacciona con horror ofendido: ¿por qué uno se empeña en mirar debajo de
la falda, cuando por fuera de la falda hay tanto para ver? Yo no fui –no quise ir- al
Fuerte Santiago, ni a la iglesia de San Agustín, ni a Rizal Park, ni a la National
Gallery of Art, porque no me interesan las iglesias, los fuertes, los museos ni los
parques, pero me gustan los mercados. Para llegar al de San Andrés hay que
recorrer una calle atravesada por callejones que se doblan hacia el centro de la
manzana como espinazos enfermos y, desde el fondo de sus fauces, lanzan
espumarajos de sogas repletas de ropa. Las casas parecen ruinas ateridas
después de un terremoto, y el cielo está atravesado por el triperío sangrante de los
cables. El mercado no es bueno – no hay frutas raras, ni especias raras, ni
verduras raras- pero el olor es una sorpresa: es un olor fuera de la galaxia, una
mezcla impactante de moho y transpiración, una cruza mestiza de todas las axilas
del mundo y el sexo mal lavado de los peces. Después descubriré otros mercados
y, en todos, el olor será un campeón mundial.

***

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Una tarde las calles del barrio se llenan de carritos adornados con flores y
guirnaldas sobre los que decenas de nenas y nenes de entre 3 y 12 años, vestidas
de largo y con escotes, vestidos con frac y trajes blancos, saludan a sus vecinos y
parientes con gesto de muñecos de ventrílocuo. El desfile –una elección de
princesas y sus príncipes- se hará dentro de una hora pero yo no tengo ganas de
esperar y paso la tarde caminando por calles donde no hay un alma, salvo los
cuatro perros sarnosos de siempre, pensando que en un país donde el fornicio con
la carne tierna atrae a tantos extranjeros es complejo entender el empeño de
quienes maquillaron esos labios púberes hasta volverlos pulpa roja.

***

La mayoría de los carteles de los puestos del mercado de Libertad están en inglés
-salmon available, pork´s place-, herencia de los años de dominio estadounidense.
Aunque tengo la sensación de que no todos los filipinos hablan inglés, buena parte
de la cartelería de las calles y las rutas está en ese idioma (del español, en cambio,
parecen haber sobrevivido apenas los números: uno se dice uno, cien se dice cien,
dos se dice dos). En un puesto de pescado una pareja simpática quiere venderme
una morena pero les digo que no tengo cómo cocinarla y, cuando me preguntan
dónde me alojo y respondo que en Ermita, se espantan y preguntan (otra vez)
“¡¿Por qué!?”. Camino por el sector de las aves y el cerdo, pero el olor es tan
brutal que regreso a la zona del pescado, de un aroma tanto más amable. Al salir
me compro un mango, que voy comiendo por la calle, pelándolo con un cuchillo
que conservo y que compré para la ocasión. Me quedo largo rato en una esquina,
bajo el ala sombría del tren elevado y los cables que cruzan el cielo como venas
atascadas por el hollín. La ciudad parece salida de una película de ciencia ficción
de los ochenta, cuando el futuro se pensaba como una versión húmeda y
empeorada de un suburbio de la Nueva York de aquellos años.

***

La parte más vieja de la ciudad se


llama Intramuros y es un barrio de
casas coloniales, tal como los que
hay en Bogotá o Ciudad de México,
pero las calles están desiertas.
 
-Hace mucho calor, por eso no hay
gente.
 
La chica parece un varón, así que
creo que es un varón hasta que le
veo los pechos bajo la camiseta
enorme. Tiene 21 años pero parece
de 14 y trabaja ofreciendo paseos de
dos horas en su triciclo tracción a
sangre: una bicicleta con un carrito
adosado para los pasajeros. Le digo
que no estoy interesada, pero insiste
y negociamos un paseo de media
hora, sin detenernos en iglesias ni
museos. Cuando empieza a arrastrar
la bicicleta con esfuerzo, cuesta
arriba y por calles empedradas, el
trato que acabo de hacer me parece
atroz, de modo que le pido que se
detenga, que prefiero quedarme allí. La chica dice que no, que al menos la deje

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llevarme a un sitio interesante. Como parece ofendida subo y, después de varias
cuadras, me deja en la puerta de un McDonalds. Le pago, le agradezco, y apenas
me siento en el cordón de la vereda unos chicos se acercan a pedir dinero.
Entonces el guardia del McDonalds corre hacia ellos con algo en la mano y los
chicos huyen, aterrados. Cuando le pregunto al tipo qué clase de cosa tan eficaz
es esa sonríe y aprieta un botón y hay un destello y una descarga eléctrica.
 
 

***

Makati es la zona más turística de Manila, donde yo no quería ir y a la que terminé


yendo, sólo por ver. En Makati hay dos zonas: una, donde queda el mall Ayala
Center, kilómetros de tiendas que van desde Jimmy Choo hasta el más obvio Louis
Vuitton, todo rodeado por un parque frente al que están los hoteles más caros de
la ciudad: el Shangri La, el Península, el Mandarin Oriental. La otra zona es la de la
calle Padre Burgos. Allí, sobre un bar ruidoso, consigo habitación en un hotel que
las ofrece a mitad de precio porque se ha roto el ascensor y hay que subir por la
escalera. Cargo mis doce kilos hasta el piso diez, y el premio al esfuerzo existe,
porque mi cuarto tiene una ventana.
 
En Padre Burgos las calles están atragantadas de ruido, música, autos, bares,
salas de masajes, prostitutas y hombres que ofrecen viagra, cialis y anabólicos a
cualquier alma que se cruce. A las once de la noche, en el bar que está junto al
hotel, hay unas ocho chicas con minifalda y sin soutien balanceándose con
desgano en una pista. En los sofás que rodean la pista los hombres miran y a
veces levantan una mano. A veinte centímetros de mi cerveza hay una chica
sentada sobre la falda de un japonés. Le da la espalda y el japonés, muy joven, la
merodea con lujuria lenta, bien sedoso. La chica tiene pechos pequeños y
erguidos y el pelo lacio le cae por la espalda como un curso de agua limpia.  

***

 
No voy al cementerio chino, donde dicen que las tumbas tienen baño y aire
acondicionado, pero sí voy al barrio chino, un sitio lleno de verdulerías que venden
fruta cara, farmacias que venden remedios chinos, y tiendas que venden imágenes
de Buda y de perros Fu que llegan a costar miles de dólares. Yo compro un objeto
irresistible: un hongo de plástico rojo sobre una base negra, una cosa deforme y
hermosa que me entregan en un estuche que parece muy caro. Arrastro mi hongo
desde el barrio chino hasta la plaza Miranda, un sitio neoapocalíptico donde ríos
de carne humana se mueven entre edificios grises bajo las ubres pesadas de los
cables comprando ropa y zapatos, jugos y comida, flores y muebles, pescado seco
y mangos dulces. Regreso al hotel en un taxi que pasa por el corazón de un barrio
tremebundo. El taxista va con la ventanilla baja, escupe y eructa, y yo me impongo
un pensamiento barato acerca del relativismo cultural y del derecho que tengo, o
no, a que el tipo me dé un poco de asco.
Al día siguiente, me voy a Boracay.

***

El avión es pequeño y un mal augurio: está repleto de familias que van a pasar un
fin de semana a Boracay, el destino de playa más conocido de Filipinas. Las

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familias chillan cuando el avión despega, chillan cuando hay turbulencia, chillan
cuando el avión aterriza, chillan cuando aparecen sus maletas por la banda
transportadora del aeropuerto. Después de tomar un triciclo –esta vez una moto
con un carro adosado para los pasajeros-, un bote y otro triciclo, llego a un hotel
que tiene cama, agua caliente, un televisor, un armario de madera y una lista de
cosas que no pueden hacerse pegada en la pared: fumar donde no hay ceniceros,
secarse con las toallas o dormir sobre las sábanas si uno se ha hecho un tatuaje
con henna. De la canilla del lavatorio y de la ducha el agua sale con olor a cloaca.
 
El sol ya está bajo cuando llego a la
playa y, apenas pongo un pie, me
quiero ir. Se llama White Beach y
consiste en dos o tres kilómetros de
arena blanca pero el problema es
todo lo demás: la calle que la
recorre, repleta de hoteles,
restaurantes, bares, casas de buceo,
tiendas, carpas, poltronas, personas
que gritan, beben, se amontonan,
compran, comen y se hacen masajes
–y tatuajes con henna- entre música
a niveles que no dejan respirar y
malabaristas transexuales que arrojan
kerosene y fuego por la boca. Me voy
a dormir pensando que mañana
estaré en otra parte.
Pero me quedo quince días.

***

Los amaneceres en Boracay deben ser espectaculares, pero yo nunca veo uno.
Me despierto, contra todas mis convicciones, a las siete de la mañana, cuando el
ruido de la poda de los árboles del jardín (que parecen tener un follaje infinito)
empieza a ser insoportable y el sol ya está alto. Desayuno mirando la piscina y
luego voy a la playa, a una zona que llaman estación tres. La estación tres es parte
de White Beach pero no hay nadie y las razones son un misterio. La arena es
estupenda, el agua es calma y para llegar sólo hay que recorrer docientos metros
en dirección contraria a la multitud. Yo paro cerca de la Carinderia Michaella, un
comedero en el que Rodney, el hijo de la dueña, cocina lo que los comensales
eligen -de bandejas en las que se exhiben pescados y pollo- en una parrilla que
llena todo de humo. Pero en la Carinderia Michaella las cosas cuestan la mitad que
en otras partes y por eso la gente soporta el humo, el malhumor de la madre de
Rodney y los embates de Michaella, una niña ínfima con alma de diablo a quien su
madre se empeña en vestir bien aunque ella se empeñe en jugar como una cabra
loca y ensuciarse las crenchas con arena. Yo voy allí porque me gusta cenar con
los pies hundidos en la arena, y porque Rodney se ha ofrecido a cocinar los
pescados que le lleve.
 
Sobre la calle principal, a unos trecientos metros de la playa, hay un mercado -Di
Talipapa- donde todos los días compro mangos, paltas, piñas, papaya y pescado.
A la noche llevo el pescado a la Carinderia Michaella para que Rodney lo cocine.
Una noche se acerca diciendo que el atún rojo que le llevé está en mal estado y
que, si lo como, podría enfermarme. Desde ese día empiezo a comprar pollos al
spiedo en un puesto de la calle. Tienen el tamaño de una paloma y los como en el
hotel a los pies de la cama, mirando viejas películas de James Bond en las que
actúa Roger Moore.
 
La vida es un plan simple. O puede serlo, de a ratos. 

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***

 
El barco es chico, y lo conducen un
padre y su hijo. En quince minutos
está al otro lado de Boracay, en un
sitio que llaman Crocodile Island y
que promete buenos arrecifes.
Apenas llegar recuerdo por qué no
hago estas cosas: cosas de turista.
En Crocodile Island hay docenas de
barcos y de cada uno han bajado
quince  personas y el mar hierve.
Pero ya estoy allí, y me sumerjo. Lo
que hay bajo el agua no es
asombroso pero hace rato –cuatro,
cinco años- que no me asomo a un
arrecife de esta parte del mundo, y
resulta una experiencia tan intensa
como cuando uno pasa mucho
tiempo sin ir al cine y, un día, va. Los
corales están muertos, rotos por las anclas, pero aquí y allá hay cardúmenes de
peces, algún coral muy vivo, anémonas. Después de un rato quiero regresar al bote
y me doy cuenta de que no sé cuál es. Estoy perdida, enterrada en el agua hasta el
cuello, en medio de lo que parece una terminal de buses el día previo a la Navidad.
Doy vueltas hasta que veo a un muchacho de gafas negras que agita la mano
gritando “Mister, mister, here”, y reconozco la quilla violeta del barco que me trajo
hasta aquí. 
 
La costa de la isla está repleta de cavernas donde el agua se refleja como una
pupila de color lavanda. Cuando pasamos por una playa amplísima, blanca, vacía,
pregunto qué es eso y me dicen que eso es Puka Beach. 

***

Puka es el nombre de un caracol típico de la zona y es, también, el nombre de una
de las playas más hermosas del mundo. Queda a veinte minutos en triciclo desde
White Beach, pero nadie va. La arena es blanca, el mar extático y la selva una
fiebre verde cayendo desde los riscos. A veces llegan barcos repletos de turistas
que bajan entusiasmados (la visión del paraíso siempre embriaga) pero
rápidamente los cansa la desolación, la ausencia de música y de bares, y entonces
se van. Yo no. Yo permanezco.

***

Boracay, como casi cualquier rincón de Filipinas, está repleta de occidentales y


cada occidental –en diversos estadíos de edad y de guapeza- lleva a su filipina de
la mano. Si yo hubiera venido aquí como periodista sería capaz de contar, ahora,
cómo funcionan esas relaciones, por cuánto tiempo se establecen, de dónde
vienen esas chicas, hacia dónde van esos señores, cómo se paga y qué. Pero no
tengo ganas de averiguar nada y me limito a contar lo que veo, que es la peor
forma de contar: sin entender. En el hotel hay un hombre de unos 55 años,
carpintero, canadiense, que está con una muchacha a la que presenta como “la
dulce Gina”. El y la dulce Gina han estado en la isla de Cebu, comiendo con el
padre y la madre y la hermana de la dulce Gina, y dice que gracias a la dulce Gina

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este ha sido un viaje maravilloso que no olvidará cuando regrese a su casa, de
donde espera partir el año próximo para conocer la India. La dulce Gina asiente y
dice que él es un caballero y que a sus padres les ha caído muy bien. Yo no
entiendo nada pero me limito a sonreír y me quedo admirando la piel de los labios
de la dulce Gina, que es realmente una muy linda piel. 

Todos opinan: que El Nido, al norte de Palawan, es lo mejor. Que Coron es mucho
más bonita porque es más salvaje. Que Bantayan, al norte de Cebu, es perfecta.
Que Bohol. Que Negros. Que Camotes. A veces, cuando reviso el mapa y veo las
siete mil islas, me siento como cuando entro a un centro comercial gigante en una
ciudad desconocida. La acumulación –de cualquier cosa- me abruma. Quiero
decidir rápido, quiero saber exactamente dónde debo ir.

***

El día está nublado y, en medio de un calor de incendio, camino más de dos horas
hasta una cueva de murciélagos. Atravieso poblados, huellas entre pastizales y un
breve sendero de selva. Finalmente, la cueva no es cueva sino un hoyo tenebroso
que se hunde en la tierra y del que brota un chirrido fúnebre. Me voy como he
venido –sin ver nada- y tomo un desvío hacia una playa pequeña llamada Illig
Illigan. Me quedo leyendo y mirando las formaciones calcáreas que brotan del mar
espeso y me pregunto por qué caminé dos horas hasta un sitio repleto de los
únicos animales de la creación que me producen un pánico cerval. Quizás por eso.

***

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Cada atardecer la playa parece un set de fotografía. Todo el mundo se toma fotos
con cámaras profesionales, trípodes sofisticados, enormes zooms que compran en
Honkg Kong, que está a dos pasos y que cuesta poco: tres días con sus noches
en un hotel cuatro estrellas y pasaje aéreo se consiguen por 400 dólares. Muchos
van a hacer sus compras como quien parte por el fin de semana a Punta del Este.
Cada noche los restaurantes de la
playa exhiben en larguísimas mesas
pescados varios, calamares,
langostinos y langostas de tamaño
jurásico. Las langostas no se venden
tan fácil y, si se presta atención, se
puede ver que las más grandes
reaparecen noche tras noche en las
mismas bandejas sin hielo. Me digo
que nada de todo eso puede estar
en mal estado porque, si no, la calle
sería un vomitorio. Y no es.

***

Corro descalza por la playa. Cuando


regreso al hotel veo que tengo las plantas de los pies cubiertas de petróleo. Me
pregunto en qué clase de persona me estoy convirtiendo si no me di cuenta de
que he estado caminando sobre medio centímetro de petróleo las últimas dos
horas. Recojo un trozo de jibia y me raspo las plantas, pero quedan restos que
terminaré de remover con el paso de los días y con la ayuda de un jabón para lavar
la ropa que parece un jabón para destruir la ropa hecho para sacar petróleo de los
pies.
Me digo que tengo que irme porque, si no, no me iré nunca. No hay nada más
peligroso que la comodidad. Entonces me voy a Cebu.  

***

El avión llega a Cebu temprano en la mañana. Tomo un bus de cuatro horas hasta
un puerto llamado Maya y, de allí, un bote de una hora hasta la isla de Malapascua.
En el bote van dos chicas israelíes de 23 años. Recorren los mejores sitios de
buceo de Asia, llevan mochilas ínfimas y tienen esa clase de buena disposición –
todo lo pueden comprender, todo les parece formidable- que a mí siempre me ha
parecido una forma primermundista de la condescendencia. Cuando llegamos
preguntan cuál es el hospedaje más barato de la isla. Alguien les da un nombre, y
ellas saludan y se van. Yo, en cambio, demoro una hora y media en conseguir un
cuarto con agua caliente y una cerradura firme. Al día siguiente paso por el sitio en
el que se hospedan, pregunto precios y pido ver una habitación. Quedo admirada.
No cualquiera decide que un calabozo es un buen lugar para pasar las vacaciones.

***

 
Malapascua es una isla que se recorre en dos horas a pie. Yo quería venir aquí,
entre otras cosas, por eso. Me gustan las islas donde hay nada para hacer excepto
leer, caminar y mirar las cosas que hay debajo del agua. Malapascua es uno de los
mejores destinos de buceo del mundo, un lugar salvaje donde hasta hace poco no
había luz eléctrica. El agua de las cañerías es agua apenas desalinizada y no hay

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hoteles de cadena ni restaurantes de
lujo. Las casas son una cruza
ornitorrinca de vivienda con basural:
un par de habitaciones endebles
junto a una montaña de pañales,
cáscaras de cocos, botellas de
plástico, pescado. Los gallos de riña
están por todas partes, la cola en
pompa, la rabia en el pico. En las
mañanas cantan al unísono y eso
puede ser –y a veces es-
desesperante. Pero yo siempre soy
feliz en una isla.

***

Buscando llego a una casa que se


anuncia como cybercafé y tiene tres
computadoras. Para que funcionen
hay que ponerles monedas. Cada
vez que meto una moneda recibo
una descarga de electricidad. Por las
noches, en los restaurantes que
balconean sobre la playa, los
europeos y los gringos se sientan
munidos de tablets y blackberrys y
pasan ratos inmensos sin levantar la
vista y sin hablar entre sí. Un día
alquilo el barco de un padre y dos hijos –el más pequeño ha fabricado un arpón
con el que caza peces que en cualquier acuario costarían docientos dólares- y voy
a ver el arrecife, y en todas partes –en torno a una roca, en torno a un barco
hundido, en torno a una plataforma para reabastecer equipos de buceo- el mar se
prodiga en medusas de color violeta, morenas, peces payaso, corales laberínticos.
 
A eso sigue la cola de un tifón que descarga viento y agua. Se suceden días grises
en los que camino por la playa mirando los restos destrozados de caracoles
espléndidos que deja la marea.

***

En el barco de regreso hacia la isla de Cebu, un japonés llamado Nao, de  61 años
que parecen 40, se ofrece a llevarme en su auto –que lo espera en el puerto de
Maya- hasta Bogo, desde donde puedo tomar un bus a Cebu. Nao conduce su
pequeño Honda con prudencia impecable y dice que se retiró a los 48 y que
desde entonces recorre siete países por año. Tiene –o dice tener- una casa en
Tokyo, otra en Bogo, otra en Cebu, otra en Beijing, otra en Shanghai, otra en Rio
de Janeiro, y me muestra fotos y me invita a ir, cuando yo quiera, a todas esas
casas. Habla un pésimo inglés. Al llegar a Bogo buscamos la terminal de buses
durante un rato. Cuando la encontramos, el autobús de Ceres Lines –aire
acondicionado, tres horas hasta Cebu- está a punto de partir. Nao me ayuda a
meter la mochila en el maletero, me regala caramelos y se queda mirando y
diciendo adiós hasta que el bus se va.
 
A veces todo permanece inexplicable.

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***

El bus demora tres horas hasta Cebu y –como casi todos los vehículos a los que
me he subido en el último mes- parece a punto de chocar dieciocho veces. El viaje
termina en la terminal Norte de Cebu y, de allí, voy en taxi hasta la terminal Sur
desde donde debo tomar un bus de tres horas hasta Moalboal, en el otro extremo
de la isla. Los buses a Moalboal salen de la puerta nueve, en la que hay una
multitud haciendo fila. Cada vez que un bus estaciona, la gente se abalanza, arroja
sus bultos por las ventanillas y emprende una lucha cuerpo a cuerpo para subir.
Después de esperar un rato, un maletero me indica que mi bus es el próximo.
Cuando aparece, tomo la mochila, la arrojo a los pies del maletero y me sumerjo
entre los cuerpos que luchan por entrar. Cuando subo, encuentro un sitio libre y
me siento. Pero entonces veo que el maletero me hace señas frenéticas: este no
es el bus, sino el que viene. Salir es todavía peor. Camino sobre los asientos, piso
gente, bajo y vuelvo a abrirme paso hasta la puerta del bus correcto. El forcejeo se
repite y encuentro un asiento junto a un tipo que lleva un gallo. El maletero me
hace una seña de aprobación y le paso la propina por la ventana.
 
Las luces del bus son mortecinas y
ya es casi de noche. El pasillo está
bloqueado por gente -sentada en
asientos desplegables- y en el
televisor  pasan una película de
simios, sin volumen y sin subtítulos.
Por la ventana veo casas de madera,
luces famélicas, ciudades con
mercados rutilantes. El bus llega al
Moalboal a las nueve y estaciona
frente a una farmacia. Desde allí
tengo que tomar un triciclo hasta la
playa, Panangsama. Me subo al de
un hombre de bigotes mexicanos,
llamado June. Por el camino recoge a
su mujer y a su hijo que se montan
con él en la moto. Veinte minutos
más tarde, se detiene frente a un
hotel en un poblado dormido. Hay viento y empieza a llover y se escuchan las olas
golpeando contra un risco, pero al día siguiente, cuando despierto, sobre la
corteza de un árbol que se ve desde la ventana, caen rayos del sol.

***

 
Alquilo una moto a cinco dólares y, en las tardes, salgo a mirar. Hay mercados,
carnicerías, puestos de verdura, farmacias, arrozales, granjas, zapaterías. Siento
que estoy, por primera vez en semanas, en un sitio real. Un día, en la ruta, me cruzo
con un grupo de personas que corren detrás de algo que parece un carro. Cuando
me acerco veo que es un ataúd sobre un catafalco con ruedas. Los corredores
empujan el ataúd y los sigue una camioneta pequeña, cargada de gente. El cortejo
se desvía hacia un poblado y yo decido extremar mi método: no seguirlos. No ver.

***

Paso por arrozales, paso por un estadio para riñas al que parecen haberle
arrancado un pedazo a mordiscones. Veo un árbol del que cuelgan miles de hojas

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4/11/2019 Filipinas: un viaje al otro lado del mundo - Revista Anfibia
de papel en las que la gente escribe sus deseos. Buscando un jardín de orquídeas
doy con un criadero de gallos; el dueño hace pelear a dos y me enciende la sangre
ver esa batalla cruel que ya he visto muchas veces, quizás demasiadas. Voy a una
playa llamada White Beach -los filipinos no tienen imaginación para el bautismo- y
camino mirando las escolopendras monstruosas que quedan atrapadas entre las
piedras con la marea baja.
 
Y todas las mañanas bajo al mar.
 
Todas las mañanas bajo al mar. 

A cien metros del sitio donde duermo y desayuno, en un mar sin playa y sin orilla,
hay lo que no tiene olvido. Tortugas gigantes, coral flamígero, peces como flores
incendiadas. Aunque el agua está repleta de medusas que me hacen arder la piel,
aunque tengo frío, aunque tengo fiebre, día tras día me sumerjo en ese mundo de
sexos helados, de escamas, de venenos. Persisto en ese empeño porque no he
venido aquí a buscar nada y, sin embargo, sé que aquí he encontrado alguna cosa.
Que me guardo.

***

Ceno todas las noches en un restaurante vacío. El parrillero, que viste shorcitos de
jeans y se peina con trenzas, se llama Reynaldo. Siempre pido lo mismo: pollo con
sal y limón, ensalada de pepinos. Después voy a tomar cerveza al bar donde
atiende Evelyn. El bar queda en una esquina, las banquetas de la barra están sobre
la calle y hay algo en eso, en esa ausencia de fronteras, que me resulta irresistible.
Evelyn es hermosa y altiva y dice que se marchará a estudiar hotelería a Cebu.
Cuando paso y la veo conversando con clientes, sigo de largo. No tengo idea de
cuales sean los negocios de Evelyn, pero prefiero dejarla en paz.

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4/11/2019 Filipinas: un viaje al otro lado del mundo - Revista Anfibia

***

Un día entro al mar y sé que va a ser


la última vez. El agua se abre como
una tela fuerte y precisa. Nado sobre
el arrecife, lo cruzo y, cuando llego al
filo, me calzo la máscara y miro la
ladera del abismo, la profundidad
azul y tenebrosa. Y empiezo a decir
adiós a todas esas cosas. A cada
una.

***

La mañana de un celeste puro en la


que me voy subo a una van para seis
donde embuten a doce. Llego a la
ciudad de Cebu mucho antes de la
partida de mi vuelo hacia Manila y le pregunto a un taxista cuánto me cobra por dar
unas vueltas sin rumbo. Me dice que diez dólares. Me lleva a mercados. Me lleva a
una plaza. Me lleva a una iglesia. Me lleva a un templo chino. Cuando le digo que
necesito comer, me lleva a un Mc Donalds. Del espejito retrovisor del auto cuelga
su licencia y allí se lee su nombre: Antecristo, Bienvenido E.
 
Dos días más tarde, en la fila de migraciones del aeropuerto de Manila, hay cuatro
o cinco ventanillas con muy poca gente, y una frente a la que se agolpa una
multitud. Sobre esa ventanilla un cartel dice: “Sólo para Filipinos viviendo en el
extranjero”. Así es como me voy de ese país sin entender nada. Sin querer buscar
explicaciones. 

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