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Leila Guerriero - Filipinas - Un Viaje Al Otro Lado Del Mundo - Anfibia
Leila Guerriero - Filipinas - Un Viaje Al Otro Lado Del Mundo - Anfibia
FILIPINAS: UN VIAJE AL
OTRO LADO DEL MUNDO
Por Leila Guerriero | Foto Diego Sampere
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4/11/2019 Filipinas: un viaje al otro lado del mundo - Revista Anfibia
“Simplemente quiero decir que en algún lugar de este libro escribo “hice”, “fui”,
“descubrí”, debe entenderse “hicimos”, “fuimos”, “descubrimos”(…)
(Prólogo a la tercera edición de Operación masacre, Rodolfo Walsh)
Si alguien –si un periodista- emprendiera un
viaje sin saber nada acerca de su destino
salvo la temperatura promedio, la calidad de
las playas y la ubicación de las zonas de
alojamiento barato; si metiera en su mochila veinte libros, poca ropa y un equipo de
snorkell; si eligiera la ignorancia como una performance o como una –mucho
menos confesable- forma de la felicidad. Si, en fin, ese periodista se tomara
vacaciones, y si esas vacaciones fueran en Filipinas, es probable que sucediera
algo de lo que sigue a continuación.
***
Mayo de 2012, medianoche, más de cuarenta horas de viaje desde Buenos Aires
pasando por Rio de Janeiro y Dubai, y esto no parece un lugar al otro lado del
mundo. O mejor: esto no parece un lugar al otro lado del mundo del mismo modo
en que Tailandia o Indonesia o Malasya parecen lugares al otro lado del mundo.
Aquí las calles son iguales a las de cualquier suburbio de latinoamérica, con
edificios hijos de la cópula entre la esquizofrenia arquitectónica y una hemorragia
de hormigón, palmeras de plástico revestidas por guirnaldas de luces, iglesias
católicas, seven elevens, mc donalds, bares de chicas y un atasco -kilómetros de
autos hundiéndose en el corazón de la tiniebla- que es la madre y el padre de
todos los atascos. Cada tanto aparece un jeepney -camiones de trompa roma y
colores intensos que sirven como transporte público- y esa es la única señal que
indica que uno no ha llegado a Brasil ni a México ni a Colombia. Que esto debe
ser, en efecto, Manila.
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pajaronas como Carry Bradshaw, ya no me parecían tantos. Eso era todo. Y, a
decir verdad, no me enteré de mucho más. Quiero decir que no quise.
***
Ermita debió ser algo, aunque no se sabe qué. Quizás una de esas zonas que
funcionan como Kao San Road, en Bangkok, una suerte de babel afiebrada con
viajeros que se revuelcan, conversan y beben durante algunos días a precios
módicos mientras deciden hacia dónde seguir. Pero ahora es un barrio de Manila
muy desconcertante, sumergido alternativamente en un sopor moribundo o en una
energía desamparada o en una hostilidad desértica. El lugar más popular de Ermita
es un mall descomunal al que se entra previo cacheo de un guardia. Siempre está
repleto y parece haberse tragado a toda la gente y los comercios de la zona,
excepto los seven eleven que multiplican su disponibilidad de veinticuatro horas a
razón de uno por cuadra.
En las calles, de noche, los faroles alumbran poco y las únicas vidas que se ven
duermen sobre su miseria y sus cartones en medio de un calor benévolo. Cada vez
que le digo a alguien que me alojo en Ermita, el resultado es el mismo: “¿Ermita?
¡Ni se le ocurra salir del hotel después de las nueve de la noche!”. O “¿Ermita?
¿Por qué?”.
Quizás porque cuando uno llega a un país quiere desembarcar en una orilla real y
no en sus márgenes desinfectadas, o porque uno es persistente y persiste aún en
sus equivocaciones, o porque en los viajes prima esa diletancia suave –mañana
me mudaré- mezclada con una omnipotencia peligrosa –a mí no va a pasarme
nada- que produce las mejores catástrofes.
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Si una ciudad del interior de Estados Unidos y una enorme capital latinoamericana
hubieran colisionado en los años setenta, Manila sería el resultado: no hay veredas
por las que se pueda caminar, el paseo favorito consiste en recorrer los pasillos de
un mall gélido, el colapso del tránsito es una forma de la psicosis y por todas
partes hay locales de comida rápida, iglesias católicas, altares a la Virgen y
puestos callejeros de comida. En ciertas partes reina esa tensión grumosa que
antecede al peligro, aunque después casi nunca pasa nada.
***
-¿El mercado de San Andrés? ¿Para qué quiere ir ahí? ¿Por qué no va al mall?
Siempre es lo mismo, en todas partes. Apenas uno manifiesta su voluntad de ir a
un sitio que no se corresponde a las expectativas del turista promedio, el fulano
local reacciona con horror ofendido: ¿por qué uno se empeña en mirar debajo de
la falda, cuando por fuera de la falda hay tanto para ver? Yo no fui –no quise ir- al
Fuerte Santiago, ni a la iglesia de San Agustín, ni a Rizal Park, ni a la National
Gallery of Art, porque no me interesan las iglesias, los fuertes, los museos ni los
parques, pero me gustan los mercados. Para llegar al de San Andrés hay que
recorrer una calle atravesada por callejones que se doblan hacia el centro de la
manzana como espinazos enfermos y, desde el fondo de sus fauces, lanzan
espumarajos de sogas repletas de ropa. Las casas parecen ruinas ateridas
después de un terremoto, y el cielo está atravesado por el triperío sangrante de los
cables. El mercado no es bueno – no hay frutas raras, ni especias raras, ni
verduras raras- pero el olor es una sorpresa: es un olor fuera de la galaxia, una
mezcla impactante de moho y transpiración, una cruza mestiza de todas las axilas
del mundo y el sexo mal lavado de los peces. Después descubriré otros mercados
y, en todos, el olor será un campeón mundial.
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Una tarde las calles del barrio se llenan de carritos adornados con flores y
guirnaldas sobre los que decenas de nenas y nenes de entre 3 y 12 años, vestidas
de largo y con escotes, vestidos con frac y trajes blancos, saludan a sus vecinos y
parientes con gesto de muñecos de ventrílocuo. El desfile –una elección de
princesas y sus príncipes- se hará dentro de una hora pero yo no tengo ganas de
esperar y paso la tarde caminando por calles donde no hay un alma, salvo los
cuatro perros sarnosos de siempre, pensando que en un país donde el fornicio con
la carne tierna atrae a tantos extranjeros es complejo entender el empeño de
quienes maquillaron esos labios púberes hasta volverlos pulpa roja.
***
La mayoría de los carteles de los puestos del mercado de Libertad están en inglés
-salmon available, pork´s place-, herencia de los años de dominio estadounidense.
Aunque tengo la sensación de que no todos los filipinos hablan inglés, buena parte
de la cartelería de las calles y las rutas está en ese idioma (del español, en cambio,
parecen haber sobrevivido apenas los números: uno se dice uno, cien se dice cien,
dos se dice dos). En un puesto de pescado una pareja simpática quiere venderme
una morena pero les digo que no tengo cómo cocinarla y, cuando me preguntan
dónde me alojo y respondo que en Ermita, se espantan y preguntan (otra vez)
“¡¿Por qué!?”. Camino por el sector de las aves y el cerdo, pero el olor es tan
brutal que regreso a la zona del pescado, de un aroma tanto más amable. Al salir
me compro un mango, que voy comiendo por la calle, pelándolo con un cuchillo
que conservo y que compré para la ocasión. Me quedo largo rato en una esquina,
bajo el ala sombría del tren elevado y los cables que cruzan el cielo como venas
atascadas por el hollín. La ciudad parece salida de una película de ciencia ficción
de los ochenta, cuando el futuro se pensaba como una versión húmeda y
empeorada de un suburbio de la Nueva York de aquellos años.
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llevarme a un sitio interesante. Como parece ofendida subo y, después de varias
cuadras, me deja en la puerta de un McDonalds. Le pago, le agradezco, y apenas
me siento en el cordón de la vereda unos chicos se acercan a pedir dinero.
Entonces el guardia del McDonalds corre hacia ellos con algo en la mano y los
chicos huyen, aterrados. Cuando le pregunto al tipo qué clase de cosa tan eficaz
es esa sonríe y aprieta un botón y hay un destello y una descarga eléctrica.
***
***
No voy al cementerio chino, donde dicen que las tumbas tienen baño y aire
acondicionado, pero sí voy al barrio chino, un sitio lleno de verdulerías que venden
fruta cara, farmacias que venden remedios chinos, y tiendas que venden imágenes
de Buda y de perros Fu que llegan a costar miles de dólares. Yo compro un objeto
irresistible: un hongo de plástico rojo sobre una base negra, una cosa deforme y
hermosa que me entregan en un estuche que parece muy caro. Arrastro mi hongo
desde el barrio chino hasta la plaza Miranda, un sitio neoapocalíptico donde ríos
de carne humana se mueven entre edificios grises bajo las ubres pesadas de los
cables comprando ropa y zapatos, jugos y comida, flores y muebles, pescado seco
y mangos dulces. Regreso al hotel en un taxi que pasa por el corazón de un barrio
tremebundo. El taxista va con la ventanilla baja, escupe y eructa, y yo me impongo
un pensamiento barato acerca del relativismo cultural y del derecho que tengo, o
no, a que el tipo me dé un poco de asco.
Al día siguiente, me voy a Boracay.
***
El avión es pequeño y un mal augurio: está repleto de familias que van a pasar un
fin de semana a Boracay, el destino de playa más conocido de Filipinas. Las
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familias chillan cuando el avión despega, chillan cuando hay turbulencia, chillan
cuando el avión aterriza, chillan cuando aparecen sus maletas por la banda
transportadora del aeropuerto. Después de tomar un triciclo –esta vez una moto
con un carro adosado para los pasajeros-, un bote y otro triciclo, llego a un hotel
que tiene cama, agua caliente, un televisor, un armario de madera y una lista de
cosas que no pueden hacerse pegada en la pared: fumar donde no hay ceniceros,
secarse con las toallas o dormir sobre las sábanas si uno se ha hecho un tatuaje
con henna. De la canilla del lavatorio y de la ducha el agua sale con olor a cloaca.
El sol ya está bajo cuando llego a la
playa y, apenas pongo un pie, me
quiero ir. Se llama White Beach y
consiste en dos o tres kilómetros de
arena blanca pero el problema es
todo lo demás: la calle que la
recorre, repleta de hoteles,
restaurantes, bares, casas de buceo,
tiendas, carpas, poltronas, personas
que gritan, beben, se amontonan,
compran, comen y se hacen masajes
–y tatuajes con henna- entre música
a niveles que no dejan respirar y
malabaristas transexuales que arrojan
kerosene y fuego por la boca. Me voy
a dormir pensando que mañana
estaré en otra parte.
Pero me quedo quince días.
***
Los amaneceres en Boracay deben ser espectaculares, pero yo nunca veo uno.
Me despierto, contra todas mis convicciones, a las siete de la mañana, cuando el
ruido de la poda de los árboles del jardín (que parecen tener un follaje infinito)
empieza a ser insoportable y el sol ya está alto. Desayuno mirando la piscina y
luego voy a la playa, a una zona que llaman estación tres. La estación tres es parte
de White Beach pero no hay nadie y las razones son un misterio. La arena es
estupenda, el agua es calma y para llegar sólo hay que recorrer docientos metros
en dirección contraria a la multitud. Yo paro cerca de la Carinderia Michaella, un
comedero en el que Rodney, el hijo de la dueña, cocina lo que los comensales
eligen -de bandejas en las que se exhiben pescados y pollo- en una parrilla que
llena todo de humo. Pero en la Carinderia Michaella las cosas cuestan la mitad que
en otras partes y por eso la gente soporta el humo, el malhumor de la madre de
Rodney y los embates de Michaella, una niña ínfima con alma de diablo a quien su
madre se empeña en vestir bien aunque ella se empeñe en jugar como una cabra
loca y ensuciarse las crenchas con arena. Yo voy allí porque me gusta cenar con
los pies hundidos en la arena, y porque Rodney se ha ofrecido a cocinar los
pescados que le lleve.
Sobre la calle principal, a unos trecientos metros de la playa, hay un mercado -Di
Talipapa- donde todos los días compro mangos, paltas, piñas, papaya y pescado.
A la noche llevo el pescado a la Carinderia Michaella para que Rodney lo cocine.
Una noche se acerca diciendo que el atún rojo que le llevé está en mal estado y
que, si lo como, podría enfermarme. Desde ese día empiezo a comprar pollos al
spiedo en un puesto de la calle. Tienen el tamaño de una paloma y los como en el
hotel a los pies de la cama, mirando viejas películas de James Bond en las que
actúa Roger Moore.
La vida es un plan simple. O puede serlo, de a ratos.
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El barco es chico, y lo conducen un
padre y su hijo. En quince minutos
está al otro lado de Boracay, en un
sitio que llaman Crocodile Island y
que promete buenos arrecifes.
Apenas llegar recuerdo por qué no
hago estas cosas: cosas de turista.
En Crocodile Island hay docenas de
barcos y de cada uno han bajado
quince personas y el mar hierve.
Pero ya estoy allí, y me sumerjo. Lo
que hay bajo el agua no es
asombroso pero hace rato –cuatro,
cinco años- que no me asomo a un
arrecife de esta parte del mundo, y
resulta una experiencia tan intensa
como cuando uno pasa mucho
tiempo sin ir al cine y, un día, va. Los
corales están muertos, rotos por las anclas, pero aquí y allá hay cardúmenes de
peces, algún coral muy vivo, anémonas. Después de un rato quiero regresar al bote
y me doy cuenta de que no sé cuál es. Estoy perdida, enterrada en el agua hasta el
cuello, en medio de lo que parece una terminal de buses el día previo a la Navidad.
Doy vueltas hasta que veo a un muchacho de gafas negras que agita la mano
gritando “Mister, mister, here”, y reconozco la quilla violeta del barco que me trajo
hasta aquí.
La costa de la isla está repleta de cavernas donde el agua se refleja como una
pupila de color lavanda. Cuando pasamos por una playa amplísima, blanca, vacía,
pregunto qué es eso y me dicen que eso es Puka Beach.
***
Puka es el nombre de un caracol típico de la zona y es, también, el nombre de una
de las playas más hermosas del mundo. Queda a veinte minutos en triciclo desde
White Beach, pero nadie va. La arena es blanca, el mar extático y la selva una
fiebre verde cayendo desde los riscos. A veces llegan barcos repletos de turistas
que bajan entusiasmados (la visión del paraíso siempre embriaga) pero
rápidamente los cansa la desolación, la ausencia de música y de bares, y entonces
se van. Yo no. Yo permanezco.
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este ha sido un viaje maravilloso que no olvidará cuando regrese a su casa, de
donde espera partir el año próximo para conocer la India. La dulce Gina asiente y
dice que él es un caballero y que a sus padres les ha caído muy bien. Yo no
entiendo nada pero me limito a sonreír y me quedo admirando la piel de los labios
de la dulce Gina, que es realmente una muy linda piel.
Todos opinan: que El Nido, al norte de Palawan, es lo mejor. Que Coron es mucho
más bonita porque es más salvaje. Que Bantayan, al norte de Cebu, es perfecta.
Que Bohol. Que Negros. Que Camotes. A veces, cuando reviso el mapa y veo las
siete mil islas, me siento como cuando entro a un centro comercial gigante en una
ciudad desconocida. La acumulación –de cualquier cosa- me abruma. Quiero
decidir rápido, quiero saber exactamente dónde debo ir.
***
El día está nublado y, en medio de un calor de incendio, camino más de dos horas
hasta una cueva de murciélagos. Atravieso poblados, huellas entre pastizales y un
breve sendero de selva. Finalmente, la cueva no es cueva sino un hoyo tenebroso
que se hunde en la tierra y del que brota un chirrido fúnebre. Me voy como he
venido –sin ver nada- y tomo un desvío hacia una playa pequeña llamada Illig
Illigan. Me quedo leyendo y mirando las formaciones calcáreas que brotan del mar
espeso y me pregunto por qué caminé dos horas hasta un sitio repleto de los
únicos animales de la creación que me producen un pánico cerval. Quizás por eso.
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Cada atardecer la playa parece un set de fotografía. Todo el mundo se toma fotos
con cámaras profesionales, trípodes sofisticados, enormes zooms que compran en
Honkg Kong, que está a dos pasos y que cuesta poco: tres días con sus noches
en un hotel cuatro estrellas y pasaje aéreo se consiguen por 400 dólares. Muchos
van a hacer sus compras como quien parte por el fin de semana a Punta del Este.
Cada noche los restaurantes de la
playa exhiben en larguísimas mesas
pescados varios, calamares,
langostinos y langostas de tamaño
jurásico. Las langostas no se venden
tan fácil y, si se presta atención, se
puede ver que las más grandes
reaparecen noche tras noche en las
mismas bandejas sin hielo. Me digo
que nada de todo eso puede estar
en mal estado porque, si no, la calle
sería un vomitorio. Y no es.
***
***
El avión llega a Cebu temprano en la mañana. Tomo un bus de cuatro horas hasta
un puerto llamado Maya y, de allí, un bote de una hora hasta la isla de Malapascua.
En el bote van dos chicas israelíes de 23 años. Recorren los mejores sitios de
buceo de Asia, llevan mochilas ínfimas y tienen esa clase de buena disposición –
todo lo pueden comprender, todo les parece formidable- que a mí siempre me ha
parecido una forma primermundista de la condescendencia. Cuando llegamos
preguntan cuál es el hospedaje más barato de la isla. Alguien les da un nombre, y
ellas saludan y se van. Yo, en cambio, demoro una hora y media en conseguir un
cuarto con agua caliente y una cerradura firme. Al día siguiente paso por el sitio en
el que se hospedan, pregunto precios y pido ver una habitación. Quedo admirada.
No cualquiera decide que un calabozo es un buen lugar para pasar las vacaciones.
***
Malapascua es una isla que se recorre en dos horas a pie. Yo quería venir aquí,
entre otras cosas, por eso. Me gustan las islas donde hay nada para hacer excepto
leer, caminar y mirar las cosas que hay debajo del agua. Malapascua es uno de los
mejores destinos de buceo del mundo, un lugar salvaje donde hasta hace poco no
había luz eléctrica. El agua de las cañerías es agua apenas desalinizada y no hay
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hoteles de cadena ni restaurantes de
lujo. Las casas son una cruza
ornitorrinca de vivienda con basural:
un par de habitaciones endebles
junto a una montaña de pañales,
cáscaras de cocos, botellas de
plástico, pescado. Los gallos de riña
están por todas partes, la cola en
pompa, la rabia en el pico. En las
mañanas cantan al unísono y eso
puede ser –y a veces es-
desesperante. Pero yo siempre soy
feliz en una isla.
***
***
En el barco de regreso hacia la isla de Cebu, un japonés llamado Nao, de 61 años
que parecen 40, se ofrece a llevarme en su auto –que lo espera en el puerto de
Maya- hasta Bogo, desde donde puedo tomar un bus a Cebu. Nao conduce su
pequeño Honda con prudencia impecable y dice que se retiró a los 48 y que
desde entonces recorre siete países por año. Tiene –o dice tener- una casa en
Tokyo, otra en Bogo, otra en Cebu, otra en Beijing, otra en Shanghai, otra en Rio
de Janeiro, y me muestra fotos y me invita a ir, cuando yo quiera, a todas esas
casas. Habla un pésimo inglés. Al llegar a Bogo buscamos la terminal de buses
durante un rato. Cuando la encontramos, el autobús de Ceres Lines –aire
acondicionado, tres horas hasta Cebu- está a punto de partir. Nao me ayuda a
meter la mochila en el maletero, me regala caramelos y se queda mirando y
diciendo adiós hasta que el bus se va.
A veces todo permanece inexplicable.
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El bus demora tres horas hasta Cebu y –como casi todos los vehículos a los que
me he subido en el último mes- parece a punto de chocar dieciocho veces. El viaje
termina en la terminal Norte de Cebu y, de allí, voy en taxi hasta la terminal Sur
desde donde debo tomar un bus de tres horas hasta Moalboal, en el otro extremo
de la isla. Los buses a Moalboal salen de la puerta nueve, en la que hay una
multitud haciendo fila. Cada vez que un bus estaciona, la gente se abalanza, arroja
sus bultos por las ventanillas y emprende una lucha cuerpo a cuerpo para subir.
Después de esperar un rato, un maletero me indica que mi bus es el próximo.
Cuando aparece, tomo la mochila, la arrojo a los pies del maletero y me sumerjo
entre los cuerpos que luchan por entrar. Cuando subo, encuentro un sitio libre y
me siento. Pero entonces veo que el maletero me hace señas frenéticas: este no
es el bus, sino el que viene. Salir es todavía peor. Camino sobre los asientos, piso
gente, bajo y vuelvo a abrirme paso hasta la puerta del bus correcto. El forcejeo se
repite y encuentro un asiento junto a un tipo que lleva un gallo. El maletero me
hace una seña de aprobación y le paso la propina por la ventana.
Las luces del bus son mortecinas y
ya es casi de noche. El pasillo está
bloqueado por gente -sentada en
asientos desplegables- y en el
televisor pasan una película de
simios, sin volumen y sin subtítulos.
Por la ventana veo casas de madera,
luces famélicas, ciudades con
mercados rutilantes. El bus llega al
Moalboal a las nueve y estaciona
frente a una farmacia. Desde allí
tengo que tomar un triciclo hasta la
playa, Panangsama. Me subo al de
un hombre de bigotes mexicanos,
llamado June. Por el camino recoge a
su mujer y a su hijo que se montan
con él en la moto. Veinte minutos
más tarde, se detiene frente a un
hotel en un poblado dormido. Hay viento y empieza a llover y se escuchan las olas
golpeando contra un risco, pero al día siguiente, cuando despierto, sobre la
corteza de un árbol que se ve desde la ventana, caen rayos del sol.
***
Alquilo una moto a cinco dólares y, en las tardes, salgo a mirar. Hay mercados,
carnicerías, puestos de verdura, farmacias, arrozales, granjas, zapaterías. Siento
que estoy, por primera vez en semanas, en un sitio real. Un día, en la ruta, me cruzo
con un grupo de personas que corren detrás de algo que parece un carro. Cuando
me acerco veo que es un ataúd sobre un catafalco con ruedas. Los corredores
empujan el ataúd y los sigue una camioneta pequeña, cargada de gente. El cortejo
se desvía hacia un poblado y yo decido extremar mi método: no seguirlos. No ver.
***
Paso por arrozales, paso por un estadio para riñas al que parecen haberle
arrancado un pedazo a mordiscones. Veo un árbol del que cuelgan miles de hojas
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de papel en las que la gente escribe sus deseos. Buscando un jardín de orquídeas
doy con un criadero de gallos; el dueño hace pelear a dos y me enciende la sangre
ver esa batalla cruel que ya he visto muchas veces, quizás demasiadas. Voy a una
playa llamada White Beach -los filipinos no tienen imaginación para el bautismo- y
camino mirando las escolopendras monstruosas que quedan atrapadas entre las
piedras con la marea baja.
Y todas las mañanas bajo al mar.
Todas las mañanas bajo al mar.
A cien metros del sitio donde duermo y desayuno, en un mar sin playa y sin orilla,
hay lo que no tiene olvido. Tortugas gigantes, coral flamígero, peces como flores
incendiadas. Aunque el agua está repleta de medusas que me hacen arder la piel,
aunque tengo frío, aunque tengo fiebre, día tras día me sumerjo en ese mundo de
sexos helados, de escamas, de venenos. Persisto en ese empeño porque no he
venido aquí a buscar nada y, sin embargo, sé que aquí he encontrado alguna cosa.
Que me guardo.
***
Ceno todas las noches en un restaurante vacío. El parrillero, que viste shorcitos de
jeans y se peina con trenzas, se llama Reynaldo. Siempre pido lo mismo: pollo con
sal y limón, ensalada de pepinos. Después voy a tomar cerveza al bar donde
atiende Evelyn. El bar queda en una esquina, las banquetas de la barra están sobre
la calle y hay algo en eso, en esa ausencia de fronteras, que me resulta irresistible.
Evelyn es hermosa y altiva y dice que se marchará a estudiar hotelería a Cebu.
Cuando paso y la veo conversando con clientes, sigo de largo. No tengo idea de
cuales sean los negocios de Evelyn, pero prefiero dejarla en paz.
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