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Maier Resumen

Derecho Penal. Parte Especial (Universidad Nacional de Avellaneda)

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1. Sistemas de enjuiciamiento penal

a) Acusatorio
En general, se puede decir que esta forma de llevar a cabo el
enjuiciamiento penal dominó todo el mundo antiguo. No bien la
reacción frente a la ofensa grave del orden jurídico dejó de ser un
mero ejercicio del poder autoritario del príncipe (cognitivo durante la
monarquía romana, por ejemplo) o de la venganza física del ofendido
o su tribu, en las sociedades primitivas que no poseían todavía ni un
atisbo de poder político central (según sucedía en el primitivo
Derecho germano), la reacción, privada o popular, se canalizó por la
vía de lo que hoy llamaríamos una "acción procesal": allí nació el
"juicio" con intervención del ofensor y frente a un árbitro, el tribunal,
el cual, de alguna manera, decidiría la cuestión.

La característica fundamental del enjuiciamiento acusatorio


reside en la división de los poderes ejercidos en el proceso, por un
lado, el acusador, quien persigue penalmente y ejerce el poder
requirente, por el otro, el imputado, quien puede resistir la
imputación, ejerciendo el derecho de defenderse, y, finalmente, el
tribunal, que tiene en sus manos el poder de decidir.

Su principio fundamental, que le da nombre al sistema, se afirma en la


exigencia de que, la actuación de un tribunal para decidir el pleito y los
límites de su decisión están condicionados al reclamo (acción) de un
acusador y al contenido de ese reclamo (nemo iudex sine actore y ne
procedat index ex officio) y, por otra parte, a la posibilidad de resistencia
del imputado frente a la imputación que se le atribuye.
Son notas comunes al sistema acusatorio de enjuiciamiento
penal, las siguientes:
I. La jurisdicción penal reside en tribunales populares, en
ocasiones verdaderas asambleas del pueblo o colegios judiciales
constituidos por gran número de ciudadanos (Grecia y los comicios
romanos), en otras, tribunales constituidos por jurados (los iudicis iurati,
avanzada la República y al comienzo del Imperio en Roma, el típico
jurado anglosajón y los que emergieron en Europa continental a
partir de la República francesa).
Internamente, en el procedimiento, el tribunal aparece como
un árbitro entre dos partes, acusador y acusado, que se enfrentan en
pos del triunfo de su interés.
II. La persecución penal se coloca en manos de una persona de
existencia visible (no de un órgano del Estado), el acusador; sin él y la
i m p u t a c i ó n que dirige a otra persona no existe el proceso; el
tribunal tendrá como límites de su decisión el caso y las
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circunstancias por él planteadas (nema iudex: sine actore - ne precedat ex


officio) En ocasiones, este sistema ha sido caracterizado como privado,
porque era el ofendido quien estaba autorizado a perseguir
penalmente (regla general del Derecho germano antiguo); en otras,
como popular, porque se concedía el derecho de perseguir
penalmente a cualquier ciudadano o a cualquier persona del pueblo
(los sistemas acusatorios de Grecia y Roma, para los delitos públicos,
cuya característica pervivió en el Derecho anglosajón y,
p a r c i a l m e n t e , en la Ley de enjuiciamiento criminal española)
III. El acusado es un sujeto de derechos colocado en una
posición de igualdad con el acusador, cuya situación jurídica durante
el procedimiento no varía decididamente hasta la condena; si bien se
conciben medidas de coerción, su privación de la libertad, durante el
enjuiciamiento, es una excepción.

IV. El procedimiento consiste, en lo fundamental, en un debate


(a veces un combate) público, oral, continuo y contradictorio. Los jueces
que integran el tribunal perciben los medios de prueba, los
fundamentos y las pretensiones (alegatos) que ambas partes
introducen y deciden según esos elementos (secundum allegata et
probata). En la antigüedad, incluso,
V. En la valoración de la prueba impera el sistema de la íntima
convicción, conforme al cual los jueces deciden votando, sin sujeción a
regla alguna que establezca el valor probatorio de los medios de
prueba y, sin exteriorizar los fundamentos de su voto.

VI. La sentencia es el r e s u l t a d o del escrutinio de los votos de


una mayoría determinada o de la unanimidad de los jueces, según hoy
se practica en el jurado anglosajón. Como se trata de tribunales
populares que, o bien detentan directamente la soberanía
(asambleas del pueblo), o bien pretenden representar al pueblo
soberano (jurado), la cosa juzgada constituye su efecto normal y son
desconocidos los recursos o ellos resultan, en ocasiones, concebidos
a la manera de una gracia o de un perdón.
El procedimiento acusatorio rigió, prácticamente, durante toda
la antigüedad (Grecia, Roma) y en la Edad Media hasta el siglo XIII
(Derecho germano), momento en el cual, sobre las bases del último
Derecho romano imperial, antes de la caída de Roma, fue
reemplazado por la Inquisición.

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b) Inquisitivo

La Inquisición es el sistema de enjuiciamiento penal que


responde a la concepción absoluta del poder central, a la idea
extrema sobre el valor de la autoridad, a la centralización del poder
de manera que todos los atributos que concede la soberanía se
reúnen en una única mano. El escaso valor de la persona humana
individual frente al orden social, manifestado en toda su extensión en
la máxima salus publica suprema lex est, se tradujo al procedimiento penal
y redujo al i m putado a un mero objeto de investigación, con lo cual
perdió su consideración como un sujeto de derechos, y, también, en
la autorización de cualquier medio, por cruel que fuese, para
alcanzar su fin: reprimir a quien perturbara el orden creado (expurgare
civitatem malis hominibus)
De allí las m á x i m a s fundamentales que crea el sistema
inquisitivo conforme a su fin: la persecución penal pública de los delitos, con
la característica de la obligatoriedad (deber) de su ejercicio, para no
depender de una manifestación de voluntad particular en la
represión, y el procedimiento dirigido a la meta principal de averiguar la
verdad, objetivo para cuyo cumplimiento no se reparaba en los me
dios de realización.
Desde el punto de vista histórico-político, la afirmación de
universalidad ele la Iglesia católica (Derecho canónico) y la formación
de los Estados nacionales bajo el régimen de la monarquía absoluta,
y sus luchas de predominio contra los "infieles", por una parte, y
contra el poder feudal, por la otra, condujeron necesariamente a este
tipo de procedimiento. La fuente jurídica de inspiración fue el
Derecho romano imperial de la última época (cognitio extra ordinem),
con su tenue introducción de los rasgos principales de la Inquisición,
conservado por la Iglesia y perfeccionado por el Derecho canónico, el
cual, a su vez, constituyó la fuente donde abrevó la Inquisición laica,
de paso triunfante por toda Europa continental a partir del siglo XIII.
La característica fundamental del enjuiciamiento inquisitivo
reside en la concentración del poder procesal en una única mano, la
del inquisidor, a semejanza ele la reunión de los poderes ele la
soberanía (administrar, legislar y juzgar) en una única persona,
según el régimen político del absolutismo. Perseguir y decidir no sólo
eran labores concentradas en el inquisidor, sino que representaban
una única y misma tarea; la de defenderse no era una facultad que
se le reconociera al perseguido, por aquello de que, si era culpable no
lo merecía, mientras que, si era inocente, el investigador probo lo
descubriría.

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Las notas comunes del sistema inquisitivo son:

I. El monarca o el príncipe es el depositario de toda la


jurisdicción penal. En él reside todo el poder de decisión (juzgar) y,
como el número de casos no le permite ejercerlo directa y
personalmente en todos ellos, delega ese poder en sus funcionarios
y lo reasume cuando es necesario.
II. El poder de perseguir penalmente se confunde, según
h e m o s v i s t o , con el d e juzgar y, por ello, está colocado en las
manos de la misma persona, el inquisidor.
III. El acusado representa ahora un objeto de persecución, en
lugar de un sujeto de derechos con la posibilidad de defenderse de la
imputación, deducida en su contra; de allí que era obligado a
incriminarse él mismo, mediante métodos crueles para quebrar su
voluntad y obtener su confesión, cuyo logro constituye el centro de
gravedad del procedimiento.
IV. El procedimiento consiste en una investigación secreta
(encuesta), cuyos resultados constan por escrito, en actas que, a la
postre, constituirán el material sobre la base del cual se dicta el
fallo. El secreto responde a las necesidades de una investigación sin
debate y la protocolización escrita de los resultados a la conservación
del secreto y a la necesidad, impuesta por el mismo régimen, de
que otro, que delegaba por escalones el poder de juzgar, pudiera
revisar la decisión, reasumiendo el poder de juzgar. Como toda
investigación, ella se llevaba a cabo discontinuamente, a medida que
los rastros aparecían y eran fijados en las actas.
V. El sistema de prueba legal domina la valoración probatoria: la ley
estipula la serie de condiciones (positivas o negativas) para tener por
acreditado un hecho; por ejemplo, se necesitan dos -o más-
testigos hábiles y contestes para verificar un hecho, los indicios
deben ser varios, conducir a una misma conclusión (concordantes) y
partir de hechos probados en forma directa, etc., para comprobar un
hecho.
Se dice que el sistema intentaba reducir el poder del juez en la
sentencia, después de habérselo otorgado en demasía durante el
procedimiento, de manera tal que él podía acudir a cualquier medio
para averiguar la verdad, pero debía reunir un número suficiente de
elementos de prueba para condenar. La verdad es otra; el sistema
no puede funcionar sin la autorización para obtener la confesión
compulsivamente, mediante la tortura, centro de gravedad de toda la
investigación, y la regulación probatoria sólo cumple el fin de requerir
mínimos recaudos para posibilitar el tormento. De tal manera, lo
importante políticamente no son tanto las condiciones de la plena
prueba, sino las de la llamada s e m i p l e n a , que abre paso a la
tortura. La tortura es, por ello, sinónimo de Inquisición.

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VI. El fallo era, casi por definición, impugnable; aparece la


apelación y, en general, los recursos contra la sentencia,
íntimamente conectados con la idea de delegación del poder
jurisdiccional que gobernaba la administración de justicia.
El procedimiento inquisitivo se extendió por toda Europa
continental, triunfando sobre el Derecho germano y la organización
señorial (feudal) de la administración de justicia, desde el siglo XIII
hasta el siglo XVIII.
El punto final, por ende, lo marcó el comienzo de la nueva
república representativa, con la Revolución Francesa, que representa
el triunfo p o l í t i c o d e l I l u m i n i s m m o , a cuyo abrigo, y por
influencia de la dominación napoleónica posterior, se renueva toda
la organización política de Europa continental. Nació también para
el enjuiciamiento penal una nueva era, cuyo tipo de procedimiento
ha sido denominado por algunos como m i x t o , aunque, en realidad,
sólo se trata de la reforma del sistema inquisitivo.

c) La reforma del sistema inquisitivo o el nacimiento del


sistema mixto
De la Inquisición perduran hasta nuestros días sus dos
m á x i m a s fundamentales: la p e r s e c u ci ó n penal pública de los delitos,
por lo menos como regla, considerados los máximos exponentes del
comportamiento desviado en el seno social, y, por ello, intolerables
para el orden y la paz social, al punto de que deben ser perseguidos
por el mismo Estado y sin atención a ninguna voluntad particular; y
la averiguación de la verdad histórica, como meta directa del
procedimiento penal, sobre cuya base se debe fundar la decisión
final.
A pesar de que en los comienzos de la Revolución la idea de
República postuló consecuentemente el regreso al sistema acusatorio
con acusación popular, creado por los griegos, perfeccionado por la
República romana y conservado en Inglaterra, la solución que se
impuso fue, en realidad, un compromiso: siguieron rigiendo ciertas
reglas de la Inquisición.
Se dirá que la persecución penal pública y la averiguación de
la verdad histórica, compre nd id as como metas absolutas en el
enjuiciamiento inquisitivo, al punto de tolerar la utilización de
cualquier medio para alcanzar esos. fines, se transformaron en
valores relativos, importantes en sí pero superados en rango por
ciertos atributos fundamentales de la persona humana, que
prevalecían sobre aquellos y condicionaban los medios por los
cuales podían ser alcanzadas aquellas metas. Esos atributos se
tradujeron en reglas de garantías y derechos individuales, que
impusieron el tratamiento como inocente de una persona hasta
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que los tribunales designados según la ley no dictaran una


sentencia firme de condena, para lo cual resultó absolutamente
imprescindible un juicio previo, conforme a reglas que estableció la
ley, en el cual se garantizara la libertad y eficacia de la defensa,
prohibiéndose toda coacción utilizada contra quien lo sufría para
obligarlo a revelar datos que pudieran perjudicarlo. Se entiende, así,
cómo estos valores, referidos a la dignidad humana individual,
fueron preferidos a la misma eficacia de la persecución penal y a la
posibilidad de averiguar la verdad, y debían ser observados aun a
costa de esos principios.
Las necesidades fueron pergeñando un nuevo método de
procedimiento penal. Éste consiste en dividir el procedimiento en dos
períodos principales, enlazados por uno intermedio: el primero es
una investigación, a la manera inquisitiva, aunque con ciertos límites,
que reconoce la necesidad del Estado, como persecutor penal, de
informarse, previo a acusar penalmente a alguien ante un tribunal
judicial; el segundo paso, intermedio, busca asegurar la seriedad y
pulcritud del requerimiento penal del Estado, antes de convocar al
juicio público, evitando, de esta manera, juicios inútiles, y controlar las
decisiones del Estado que cierran la persecución penal
anticipadamente, sin juicio; el tercero, imitación formal del juicio
acusatorio, consiste, principalmente, en un debate público y oral ante
el tribunal de justicia, con la presencia ininterrumpida del acusador y
del acusado, que culminará con la absolución o la condena, fundadas
únicamente en los actos llevados a cabo durante ese debate. Las
principales características del sistema son:
I. La jurisdicción penal es ejercida, en principio, por tribunales
con fuerte participación popular (jueces accidentales), sea que se
acuda, como en el siglo XIX, a tribunales de jurados o que, según
ahora ocurre en varios países, colaboren en un mismo tribunal de
juicio, jueces profesionales (en minoría) y jueces accidentales
(mayoría), como escabinos. En algún país (España, por ejemplo) se
optó, ante el fracaso de la convocación del jurado, por constituir los
tribunales con jueces profesionales, según sucede entre nosotros,
casi sin excepciones.
Existe también en algunos países un juez profesional, llamado
de instrucción, que tiene a su cargo la investigación preliminar,
tarea que, propiamente, corresponde al órgano estatal que lleva a
cabo la persecución penal, el ministerio público.
Las cortes de casación son los típicos tribunales de instancia
superior, compuestas por jueces profesionales, que responden a la
necesidad de tornar revisable la sentencia de los tribunales de juicio,
desde el punto de vista del derecho aplicable, pues, en cuanto a los
hechos, estos últimos son, casi siempre, soberanos en su decisión.
II. La persecución penal está en manos de un órgano estatal
específico, el ministerio público, considerado unas veces como un
órgano administrativo sui generis y otras como un órgano judicial, o,
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por lo menos, con una posición institucional similar a los magistrados


judiciales.
Existen, sin embargo, excepciones al principio de la
persecución penal pública, admitiéndose algunos delitos
perseguibles sólo por el ofendido e, incluso, aunque
infrecuentemente, la acusación popular (España).
III. El imputado es un sujeto de derechos, cuya posición
jurídica durante el procedimiento se corresponde con la de un
inocente -hasta tanto sea declarado culpable y condenado por
sentencia firme-, razón por la cual es el Estado -acusador- quien
debe demostrar con certeza su culpabilidad (in dubio pro reo) -y
destruir ese estado-, y , al contrario, no es el imputado quien debe
construir su inocencia. Derivado del mismo principio, su privación de
libertad durante el procedimiento, pese a estar admitida, es
excepcional. Goza también de entera libertad de defensa, pero la ley,
durante la investigación preliminar, limita sus facultades en ese
sentido, para no imposibilitar la averiguación de los rastros del delito
hipotéticamente cometido, aun cuando, para balancear los intereses
comprometidos, establezca que esos actos carezcan de valor para
fundar la sentencia; durante el debate, base de la sentencia, posee
amplia libertad de defensa y está equiparado al acusador. Tan
apreciada es la necesidad de garantizar la defensa, que la ley, por lo
menos en los casos graves, asumió como público ese interés, y tornó
imprescindible la defensa técnica, complemento necesario de la
capacidad del imputado, y deber del Estado de designar de oficio un
defensor cuando el imputado no puede o no quiere nombrarlo.

IV. El procedimiento
Comienza por una investigación preliminar, a cargo de quien
persigue penalmente, el ministerio público, o de un juez de
instrucción, según las leyes y los casos, que tiene por fin recolectar
los elementos que, eventualmente, den base a la acusación o
requerimiento para la apertura del juicio público, o, en caso contrario,
determinen la clausura de la persecución penal. Esta investigación,
de ordinario llamada instrucción preparatoria o procedimiento p r e l i m i n a r,
mantiene los principales rasgos del sistema inquisitivo -de allí la
limitación defensiva-.
Esta instrucción consta en actas escritas y nació secreta, pero
en la última parte del siglo XIX se reconoció la necesidad de admitir la
participación del imputado y de su defensor en ella, quienes, de
ordinario, tienen acceso a los actos y a las actas labradas sobre ellos.
Le sigue un p r o c e d i m i e n t o i n t e r m e d i o que procura servir
de control para los actos conclusivos del ministerio público sobre la
instrucción: el requerimiento del juicio público o acusación, que puede
ser rechazado por la decisión final de este período del procedimiento,
o la clausura de la persecución (sobreseimiento en nuestra lengua),
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cuyo rechazo final implica la orden de apertura del juicio público.


Por último, el juicio o procedimiento principal, cuya misión es
obtener la sentencia de absolución o condena que pone fin al
proceso. Su eje central es el debate: allí perviven todas las formas
acusatorias, la oralidad y publicidad de los actos que lo integran, su
concentración en una única audiencia y su continuidad, la presencia
ininterrumpida de todos los sujetos procesales en el procedimiento
(inmediación.), la libre defensa. del imputado, equiparado en todas sus
facultades al acusador. De ese debate, con formas predominantes
acusatorias, emergen los únicos elementos capaces de fundar la
sentencia, decisión que, por lo demás, debe guardar íntima
c o r r e l a c i ó n con la acusación, en el sentido de que no puede ir más
allá, en perjuicio del imputado, de los hechos y circunstancias
contenidos en ella y que son objeto de la defensa.

V. Según los casos -tribunal integrado por jueces no


profesionales y accidentales o sólo por jueces profesionales, o por
ambos conjuntamente-, se regresa al s i s t e m a de intima convicción en
la valoración de la prueba -fundamentalmente en el primer caso- o
se prefiere la libre convicción, también llamada método de la sana.
C r i t i c a . La virtud republicana de fundar todos los actos de gobierno
determina, en la actualidad, el avance de este último sistema.
VI. El fallo del tribunal del juicio es r e c u r r i b l e , pero, en general,
tal facultad está fuertemente limitada. Lo ortodoxo es que sólo se
permita el recurso de casación, mediante el cual el recurrente puede
poner de manifiesto los errores jurídicos del fallo, tanto de Derecho
material, para obtener una decisión ajustada a las reglas jurídicas de
Derecho penal vigentes, como de Derecho procesal, por errónea
utilización de las reglas que rigen el procedimiento o la misma
sentencia, caso en el cual el triunfo del recurso determina
necesariamente la realización de un nuevo juicio público (reenvío).
Algunos ordenamientos procesales penales admiten también
la apelación, pero, en ese caso, si funcionan consecuentemente con
sus principios, deben recurrir a un nuevo debate, total o parcial,
según el alcance de los motivos del recurso.
El r e c u r s o d e R e v i s i ó n , o, simplemente, la revisión, también
admitido, procura, por excepción, rescindir sentencias pasadas en
autoridad de cosa juzgada cuando se verifica fehacientemente que
alguno de los elementos que le dieron fundamento es falso o distinto,
de manera tal que pudo conducir a un error judicial. El recurso
carece de plazo, están legitimados para su interposición no sólo el
imputado o el ministerio público a su favor, sino también de ordinario,
parientes o cualquier persona, y procede aun después de muerto el
imputado.

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El siglo XX
a) La consolidación de los derechos humanos

Este siglo sigue g o b e r n a d o por los principios fundamentales


que estructuraron la reforma del sistema inquisitivo. Si eliminamos
los excesos a que condujeron las aventuras políticas del fascismo y
del nacionalsocialismo, que no trascenderán históricamente por
haber fundado un nuevo orden, el siglo se ha ocupado,
precisamente, de consolidar cultural y jurídicamente esos principios,
a pesar de las repetidas transgresiones que, de hecho, aún suceden
sistemáticamente y de las que nosotros, confesadamente, también
hemos sido testigos. Como prueba de ello han quedado varias
convenciones internacionales (multilaterales) que ya forman parte
del Derecho internacional público y del Derecho interno de muchos
países: la Declaración U n i v e r s a l de los derechos del hombre (10/12/1948),
la Declaración americana de los derechos y deberes del hombre (2/5/1948), la
C o n v e n c i o n A m e ricana. sobre derechos H u m anos (Pacto de San .
José de Costa. Ri.ca [22/11/1969]), ratificada por nuestro país (ley nº
23.054), el Pacto internacional de derechos civiles y políticos (16/12/1966),
también ratificado por nuestro país (ley nº 23.313), ambas
incorporadas al texto de la Constitución nacional (CN, 75, inc. 22)

b) La política criminal
Sin embargo, la finalización de la Segunda Guerra Mundial
parece haber marcado el comienzo de un gran debate político acerca
de la función que cumple el Derecho penal -en sentido amplio-
como instrumento del poder del Estado. La segunda mitad del siglo y,
especialmente, la actualidad asisten a la eclosión de un doble;
fenómeno que, por encima de toda discusión dogmática, impone
nuevos rumbos al Derecho penal, aún no del todo claros ni
suficientemente evaluados: por un lado, la crítica de los instrumentos
que el Derecho penal utiliza para cumplir ciertos fines proclamados y,
por el otro, la proposición de instrumentos más idóneos para cumplir
los mismos fines, parcialmente renovados en su contenido. El
avance colosal de las ciencias empíricas, en especial de aquellas
que versan sobre el comportamiento humano, ha dado apoyo y
fundamento firme al movimiento.

I. En el Derecho penal material, el movimiento ha traducido


dos exigencias que parecen contradictorias,

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B. JUICIO PREVIO
(nulla poena sine iuditio)

1. La sentencia judicial de condena como fundamento de la


actuación del poder penal material del Estado (la pena)

l. El art. 18 de nuestra Constitución nacional comienza:


"Nadie puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al
hecho del proceso".
Primariamente, la exigencia del juicio previo impone la
necesidad de la existencia de una sentencia judicial de condena
firme para poder aplicar una pena a alguien.
Juicio y sentencia son aquí sinónimos, en tanto la sentencia
de condena es el juicio del tribunal que, al declarar la culpabilidad
del imputado, determina la aplicación de la pena. Ello emerge del
propio texto constitucional, cuando exige que ese juicio esté ".fundado
en ley anterior al hecho del proceso" (CN, 18). De manera evidente,
sólo un juicio, en tanto conclusión lógica de un razonamiento
fundado en premisas, representado por el acto que técnicamente
llamamos sentencia, puede estar fundado en algo, para el caso la ley
penal previa al hecho que se juzga (principio de legalidad en materia
penal), una de sus premisas.

II. El juicio fundante de la decisión de aplicar una pena a


alguien es tarea que le corresponde al poder judicial, dentro del
esquema de división de los poderes soberanos de un Estado,
según. el sistema republicano de gobierno, aspecto que se analizará
con detenimiento al tratar el principio del juez natural. El presidente
de la República no puede -ni tampoco autoridad administrativa
alguna que de él dependa- "condenar por sí ni aplicar penas" (CN,
23), ni "ejercer funciones judiciales, conocer las causas pendientes o
restablecer las ya fenecidas" (CN, 109). Tampoco el Poder Legislativo
está facultado para llevar a cabo esa tarea, ni es válido el juicio que
pueda admitir sobre una condena y la aplicación a alguien de una
pena, aspecto que no sólo emerge de la enumeración de las
facultades que le son concedidas (CN, 75), que no contienen esta
autorización, sino también, genéricamente, del sistema republicano
de gobierno.
III. Existe, en nuestra doctrina jurídica y en nuestra
jurisprudencia, la tendencia definida a ……… categóricamente que la
sentencia penal – en realidad: toda sentencia judicial- debe ser
fundada para ser válida, y, más aún, que ello deriva de la
interpretación sistemática del texto de la Constitución nacional, en
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especial de la garantía del juicio previo fundado en ley a n t e r i o r al hecho


imputado (CN, 18) o de la que dispone la inviolabilidad de la defensa del
imputado (CN, 18), y como exigencia de la forma republicana de
gobierno (CN, 1). En ese sentido, se entiende para fundar la sentencia, o
por motivarla. La Corte Suprema ha calificado las sentencias infundadas, con
fundamentos meramente aparentes o vicios lógicos en la motivación como
arbitrarias, según su conocida doctrina sobre la arbitrariedad como sustento del
recurso extraordinaria ante ella (inconstitucionalidad) y causa de la descalificación de
la sentencia.

La exposición de las razones de hecho y de Derecho que


justifican la decisión. Esto es, en lenguaje vulgar, la exteriorización del
por qué de las conclusiones de hecho y de Derecho que el tribunal
afirma para arribar a la solución del caso: se reconoce que una
sentencia está fundada, al menos en lo que hace a la reconstrucción
histórica de los hechos, cuando menciona los elementos de prueba a
través de los cuales arriba racionalmente a una determinada
conclusión fáctica, esos elementos han sido válidamente incorporados al
proceso son aptos para ser ·valorados (legitimidad de la valoración), y
exterioriza la valoración probatoria, esto es, contiene la explicación
del por qué de la conclusión, siguiendo las leyes del pensamiento
humano (principios lógicos de igualdad, contradicción, tercero excluido y
razón suficiente), de la experiencia y de la psicología común.
Por el primero de estos argumentos se expresa que las
repúblicas modernas, para tornar efectivo el control popular sobre la
administración de justicia y el juicio de responsabilidad sobre los
jueces, no sólo necesitan que el juicio sea público, sino, también, que
la decisión exteriorice los motivos que la justifican; ello permite,
además, evitar, en lo posible, las decisiones caprichosas o apoyadas
sólo en impresiones o intereses subjetivos, erigiendo a las sentencias
en verdaderas operaciones intelectuales acordes con el racionalismo
moderno.
Por lo demás, es hipócrita sostener que la exigencia de motivar
los fallos penales, explicando la v a l o r a c i ó n d e l a prueba por la
que se arriba a determinada conclusión fáctica, constituye una
garantía individual, integrante del juicio previo. Si ello fuera así no
debería proceder la anulación de sentencias favorables al imputado
por este motivo, cuando, por ejemplo, la sentencia considera que
el hecho no existe, el imputado no ha participado en él.
IV. La sentencia p e n a l pronunciada por el órgano judicial
competente para ello es hoy el único fundamento que admite la
aplicación de una pena. Desde que la sociedad moderna prohibió la
justicia de propia mano (venganza privada) y erigió al Estado (poder
político central) en depositario y monopolizador del poder penal,
constituyendo a la pena como un instituto público, ella sólo puede ser
impuesta por un órgano oficial determinado por la ley. El principio
rige aun en los casos que toleran la persecución penal privada.
En el Derecho privado la autonomía de la voluntad rige
ampliamente este ámbito.
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En cambio, el principio de la autonomía de la voluntad tiene


muy escasa importancia en el Derecho penal.
Salvo la posibilidad del ofendido de evitar la persecución penal
o de perdonar la pena en casos excepcionales, que la ley prevé, lo.
pena es siempre pública y su imposición sólo puede provenir d e u n a sentencia
penal condenatoria.
V. Decir que, para someter alguien a una pena, es
necesario el pronunciamiento de una sentencia firme de condena
que declare su culpabilidad en un delito determinado y le aplique la
pena, y que, como veremos, para obtener legítimamente esa
sentencia, es preciso tramitar un procedimiento previo, según la ley,
en el que se verifique la imputación, es lo mismo que sostener que,
durante el procedimiento o, si se quiere, durante la persecución
penal, el i m p u t a d o e s c o n s i d e r a d o y tratado como un inocente, por
principio.

2. El proceso legal previo


(nulla poena sine processu)

I. La ley fundamental supone también un procedimiento previo


a la sentencia tal que, precisamente, le procure los elementos para
la decisión del tribunal respecto de la imputación deducida, esto es,
los elementos que le permitirán construir, sobre todo, la premisa
fáctica en la que apoyará su resolución, aplicando la ley penal o
prescindiendo de su actuación.
Por ello se ha sostenido que la reacción penal no es inmediata a
la comisión de un delito, sino mediata a ella, a través y después de
un procedimiento regular que verifique el fundamento de una
sentencia de condena; ello ha sido traducido afirmando la m e d i a t e z
de la conminación penal, en el sentido de que el poder penal del
Estado no habilita, en nuestro sistema a la coacción directa, sino que la
pena instituida por el d erecho penal representa una previsión
abstracta, amenazada al infractor eventual, cuya concreción sólo
puede ser el resultado de un procedimiento regulado por la ley, que
culmine en una decisión formalizada que autoriza al Estado a
aplicar la pena. Ésta es la razón por la que, en nuestro sistema, el
Derecho procesal penal se torna necesario para el Derecho penal,
porque la realización práctica de éste no se concibe sino a través de
aquél.
II. El procedimiento previo exigido por la Constitución no es
cualquier proceso que puedan establecer, a su arbitrio, las
autoridades públicas competentes para llevarlo a cabo, ni ellas en
combinación con el imputado y su defensor, aun cuando ·se
propongan observar -y de hecho lo hagan-las garantías de
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seguridad individual previstas en la ley suprema. Al contrario, se debe


tratar de un procedimiento jurídico, esto es, reglado por ley, que defina los
actos que lo componen y el orden en el que se los debe llevar a cabo.
Ello implica la necesidad de una ley del Estado que lo establezca
y el deber de los órganos legislativos competentes de dictar la ley
adecuada para llevarlo a cabo, que organice la administración de
justicia penal (ley de organización judicial) y que establezca el
procedimiento penal que los órganos públicos de persecución y de
decisión deberán observar para cumplir su cometido (ley de
enjuiciamiento penal, entre nosotros: Código procesal penal).
III. Pero el procedimiento reglado que exige la Constitución
tampoco es cualquier procedimiento establecido por la ley, sino uno
acorde con las seguridades individuales y formas que postula la
misma ley suprema (juez natural, i n v i o l a b i l i d a d de la defensa,
tratamiento del imputado como inocente, incoercibilidad del
imputado como órgano de prueba, inviolabilidad del domicilio y de la
correspondencia epistolar, juicio público a decidir por jurados en la
misma provincia en la que se cometió el delito), al regular de esta
manera las pautas principales a las que deben ajustarse las leyes de
enjuiciamiento penal, que ellas deben reglamentar con
minuciosidad.
Desde este punto de vista el proceso penal es un
p r o c e d i m i e n t o d e p r o t e c c i ó n jurídica para los justiciables, y el
Derecho procesal penal una ley reglamentaria de la Constitución (CN, 28)

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C. INOCENCIA

1. Concepto

La ley fundamental impide que se trate como si fuera culpable


a la persona a quien se le atribuye un hecho punible, cualquiera
que sea el grado de verosimilitud de la imputación, hasta tanto el
Estado, - por intermedio de los órganos judiciales establecidos para
exteriorizar su voluntad en esta materia, no pronuncie la sentencia
penal firme que declare su culpabilidad y la someta a una pena.
Según se observa, la afirmación emerge directamente de la
necesidad del juicio previo. De allí que se afirme que el imputado es
inocente durante la sustanciación del proceso o que los habitantes de la Nación
gozan de un estado de inocencia., mientras no sean declarados culpables por
sentencia firme, aun cuando respecto a ellos se haya abierto una causa. penal y
cualquiera que sea el proceso de esa causa.
La historia revela que esta declamación tan drástica es
consecuencia de la reacción que se produjo contra la Inquisición. Así,
la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano estableció en
Francia que "presumiéndose inocente a todo hombre hasta que haya sido
declarado culpable”.
Nuestra Constitución nacional (75, inc. 22), ha repetido la
fórmula (art. 11, párr. I): "toda persona acusada de delito tiene derecho a
que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad,
c o n f o r m e a la ley y e n j u i ci o público en el que se hayan asegurado todas
las garantías necesarias para su defensa.".
La inocencia o la culpabilidad se mide, sin embargo, según lo
que el imputado ha hecho o ha dejado de hacer en el momento del
hecho que le es atribuido: es inocente si no desobedeció ningún
mandato o no infringió ninguna prohibición o si, comportándose de
esa manera, lo hizo al amparo de una regla perm isiva que
eliminaba la antijuridicidad de ese comportamiento, o bien concurrió
alguna causa que eliminaba su culpabilidad o, en fin, se arriba al
mismo resultado práctico ante la existencia de una de las causas que
excluyen la punibilidad; culpable es, por el contrario, quien se
comportó contraviniendo un mandato o una prohibición, de manera
antijurídica, culpable y punible. La declaración estudiada no quiere
significar, por ello, que la sentencia penal de condena constituya la
culpabilidad, sino, muy por el contrario, que ella es la única forma de
declarar esa culpabilidad, y de señalar a un sujeto como autor
culpable de un hecho punible o partícipe en él, y por tanto la única
forma de imponer una pena a alguien.
Desde este punto de vista es lícito afirmar que el imputado goza
de la misma situación jurídica que un inocente. Se trata, en verdad, de
un punto de partida político que asume -o debe asumir-la ley de
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enjuiciamiento penal en un Estado de Derecho, punto de partida


que constituyó, en su momento,-la reacción contra una manera de
perseguir penalmente que, precisamente, partía desde el extremo
contrario. El principio no afirma que el imputado sea, en verdad,
inocente, sino, antes bien, que no puede ser considerado culpable
hasta la decisión que pone fin al p r o c e d i m i e n t o c o n d e n á n d o l o .

Las reacciones contra el pensamiento liberal en materia penal-


por ej., el fascismo - abominan de esta regla de principio: "nada más
burdamente paradójico e irracional"; la base es la misma: si se
persigue penalmente o se somete a proceso a una persona es
porque se la presume culpable y no inocente; las presunciones son
medios de probar indirectamente el hecho.

2. Repercusiones
a) In dubio pro reo

I. El aforismo, cuya prosapia le ha otorgado difusión casi


popular (por fuera de la misma profesión jurídica), proviene hoy, a la
letra, de la presunción de inocencia que ampara al imputado.
Sin embargo, se afirma que el principio tiene larga data; por ejemplo, se
rescata en el Derecho romano de la última época imperial el brocárdico "Satius esse
impunitum relinqui facinus nocentis quam innocentem damnari" (es preferible dejar
impune al culpable de un hecho punible que perjudicar a un inocente; Digesto, De
poenis, Ulpiano; 1, 5); en el Derecho canónico regía la máxima "actore non proban te
reus absolvitur", trasladada al Derecho común inquisitivo (Innocens
praeswnitu.r,cuius nocentia non probatur; Ornnis praesum itu.r bonus nisi probetur
malus)53.

II. Su contenido, al menos para el Derecho procesal penal, es


claro: la exigencia de que la sentencia de condena y, por ende, la
aplicación de una pena sólo puede estar fundada en la certeza del
tribunal que falla acerca de la existencia de un hecho punible
atribuible al acusado. Precisamente, la falta de certeza representa la
imposibilidad del Estado de destruir la situación de inocencia,
construida por la ley (presunción), que ampara al imputado, razón
por la cual ella conduce a la absolución. Cualquier otra posición del
juez respecto de la verdad, la duda o aun la probabilidad, impiden la
condena y desembocan en la absolución.

V. Conviene aclarar que la falta de certeza se puede presentar


tanto respecto de la imputación y sus elementos (las circunstancias
fácticas e, incluso, los elementos normativos o culturales fundantes
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de la acción u omisión típicas, la participación del imputado y su


culpabilidad), como en relación a las causas de diverso orden que
excluyen la condena y la pena. Sólo que, cuando se trata de una
causa que excluye la condena o la pena, la falta de certeza opera en
forma inversa: la falta de certeza sobre la existencia del hecho punible
conduce a su negación en la sentencia; en cambio, la falta de
certeza sobre la inexistencia de los presupuestos de una causa de
justificación, de inculpabilidad o de impunidad de existencia
probable, según el caso, conduce a su afirmación.
También los presupuestos fá cticos que determinan l a
i n dividualización de la pena (CP, 41) deben ser reconstruidos
conforme al principio in dubio pro reo; así, la falta de certeza operará
para admitir el hecho o negarlo, ·según que el juzgador le acuerde
valor para aminorar o agravar la pena dentro de la escala respectiva.
VI. En cambio, se ha discutido si esta regla constituye un
principio rector de la interpretación de la ley penal: se afirmó y se negó
tal ampliación de su ámbito de vigencia. La polémica acerca del
alcance material de la máxima está contenida en la pregunta: ¿se
refiere ella sólo a la determinación de las circunstancias fácticas que
fundamentan la imputación o alcanza también a la interpretación y
aplicación de la ley?
Lo cierto es que, corresponda una u otra solución, el ámbito
jurídico en el que se debe resolver el problema no es el del Derecho
procesal penal, sino, por el contrario, el del Derecho penal material:
se trata de un problema relativo a la interpretación y aplicación de la
ley penal sustantiva, que se debe solucionar según reglas y
principios propios de esa materia.
El significado histórico de la presunción de inocencia, por lo demás,
no permite extraer esta conclusión para el in dubio pro reo, pues no
tiene vínculo alguno con la interpretación de la ley penal, pero, por
el contrario, sí lo tiene con la atribución de un comportamiento
concreto a una persona (hechos).
El principal problema que plantea la aplicación de un principio como el
examinado a la interpretación de la ley es el que emerge de la afirmación siguiente:
bastaría tornar razonable la posibilidad de más de una interpretación de la ley para
que sólo una fuera correcta, la más favorable.

VII. Según todo lo explicado, el aforismo in dubio pro reo


representa una garantía constitucional derivada del principio de
inocencia (CN, 18), cuyo ámbito propio de actuación es la sentencia (o
una decisión definitiva equiparable), pues exige que el tribunal
alcance la certeza sobre todos los extremos de la imputación delictiva
para condenar y aplicar una pena, exigencia que se refiere
meramente a los hechos y que no soluciona problemas de
interpretación jurídica, ni prohíbe ningún método de interpretación
de la ley penal, mientras ella se lleve a cabo intra legem.

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b) Onus probandi
Derivado de la necesidad de afirmar la certeza sobre la
existencia de un hecho punible para justificar una sentencia de
condena, se ha afirmado también que, en el procedimiento penal, la
carga de la prueba de la inocencia no le corresponde al imputado o, de
otra manera, que la carga de demostrar la culpabilidad del imputado le
corresponde al acusador y, también, que toda la teoría de la carga
probatoria no tiene sentido en el procedimiento penal.
La solución depende, sin duda, de la forma según la cual
definamos el confuso concepto de carga de la prueba. Sin proponernos
definir el concepto con precisión, baste decir que la categoría carga o
cargo se presentó en el Derecho procesal como un intento de
reemplazar a la de obligación, más técnica y propia de las relaciones
jurídicas materiales.
En el proceso civil, la teoría de la carga de la prueba se ha
utilizado como regla de principio para determinar cuál de las partes
debe demostrar los hechos afirmados y, a la vez, como consecuencia,
cómo debe decidir el juez sobre los hechos afirmados, que no han
sido determinados fehacientemente; la regla explica que cada u n a
d e l a s partes d ebe demostrar los hechos que invoca (onus
probandi).
Una estructura y organización similar no existen en el
procedimiento penal. En verdad, aquí se trata del funcionamiento de
la regla in dubio pro reo en la sentencia, de modo tal que, no
verificados con certeza todos los elementos que permiten afirmar la
existencia de un hecho punible, el resultado será la absolución; y, de
otra parte, no destruida con certeza la probabilidad de un hecho
impeditivo de la condena o de la pena, se impondrá el mismo
resultado. Y ello porque, según ya lo expusimos, el imputado no tiene
necesidad de construir su inocencia, ya construida de antemano
por la presunción que lo ampara, sino que, antes bien, quien lo
condena debe destruir completan1.ente esa posición, arribando a la
certeza sobre la comisión de un hecho punible.

c) El trato de inocente y la coerción procesal

I. La Constitución y a la ley, ha fundado correctamente la


pretensión de que durante el curso de ese procedimiento el
imputado no pueda ser tratado como un culpable (penado) o, dicho
de modo positivo, que deba ser tratado como un inocente. Sin
embargo, la afirmación no se ha podido sostener al punto de eliminar
toda posibilidad de utilizar la coerción estatal, incluso sobre la
misma persona del imputado, durante el procedimiento de
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persecución penal.
Los términos coerción o coacción, voces sinónimas para el caso,
representan el uso de la fuerza para limitar o cercenar las libertades
o facultades de que gozan las personas de un orden jurídico, con el
objeto de alcanzar un fin determinado. Esta es, por ej, la definición
del delito de coacción.
Pese a impedir la aplicación de una medida de coerción del
Derecho material (la pena) hasta la sentencia firme de condena, tolero
el arresto por· orden escrita. de autoridad c o m p e t e n t e , durante el
procedimiento de persecución penal (CN, 18).
La Constitución nacional se expresa, en verdad, con una oración
negativa: "'ni arrestado sino en virtud de orden escrita de autoridad
competente". Ella funda, en principio, el derecho de habeas corpus, derecho
que consiste en la posibilidad -para cualquier persona (sistema de acción
popular)- de pretender que un juez haga cesar la privación de libertad o la
amenaza actual de privación de libertad que arbitrariamente sufre una
persona, pues no se funda en la orden escrito de una autoridad competente.

La afirmación de que el i m putado no puede ser sometido a una


pena y, por tanto, no puede ser tratado como un culpable hasta que
no se dicte la sentencia firme de condena, constituye el principio rector
para expresar los límites de las medidas de coerción procesal contra
él.
Este principio rector, que preside la razonabilidad de la
regulación y de la aplicación de las medidas de coerción procesales, se
puede sintetizar expresando: repugna al Estado de Derecho, previsto
en nuestro estatuto fundamental, anticipar una pena al imputado
durante el procedimiento de persecución penal. Si ello es así, se debe
poder establecer alguna diferencia de significado entre la pena y las
medidas de coerción procesales, a pesar d e que a m bas residen en
la utilización del poder estatal para privar a los individuos de derechos
(libertades) que les concede el orden jurídico y de que, en muchos
casos, la forma exterior de realización es idéntica o, al menos, similar
(pór ej., pena privativa de libertad y prisión preventiva).
La sanción es la llamada coerción material y representa la
reacción del Derecho, prometida o aplicada, contra la inobservancia de
los deberes que impone. En el caso del Derecho penal esa sanción se
denomina pena y representa la reacción estatal frente al delito.

La diferencia ,entre la coerción material y la procesal no se observará


por el lado del uso de la fuerza pública, ni centrando la mira en
aquello que implica la privación de libertades otorgadas por el orden
jurídico, elementos que caracterizan a toda coerción estatal y que, por
lo tanto, son comunes a ambas; sólo se puede establecer por el lado
de los fines que una y otra persiguen. La coerción procesal,
correctamente regulada y aplicada, no aparecerá vinculada a l o s
f i n e s que persigue el uso de la fuerza pública en el Derecho
material, pues, si así fuere, no significaría más que anticipar la
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ejecución de una sanción no establecida por una sentencia firme


mientras se lleva a cabo el proceso regular establecido por la ley para
posibilitar esa condena.

En el Derecho procesal penal, como tantas veces se ha dicho,


esos fines son expresados sintéticamente m e d i a n t e el recurso a
las fórmulas: correcta averiguación de la verdad y la actuación de la ley
penal.
Esos fines pueden ser puestos en peligro deliberadamente por
una conducta humana de acción u o1nisión -dirigida a ello o que, sin
procurar ese fin, ni tenerlo en cuenta, provoque el mismo resultado,
en particular, por el comportamiento del propio imputado-. La
correcta averiguación de la verdad, por ej., puede ser obstaculizada
por un testigo que, citado a exponer aquello que conoce, no
concurre, razón por la cual se autoriza a usar la fuerza pública para
lograr su comparecencia forzosa.
En particular, la fuga del imputado -su rebeldía a someterse al
procedimiento – impide tanto la ejecución real de la pena impuesta
(al menos la privativa de libertad) como la realización del
procedimiento previsto para arribar a la sentencia, pues, según se
explicará (inviolabilidad de lo defensa.), nuestro Derecho procesal penal
no tolera la persecución penal de un ausente; ésta es la razón
principal por la que se autoriza la privación de libertad del imputado
durante el procedimiento (CN,18), aunque el e n c a r c e l a m i e n t o
preventivo puede obedecer también al propósito de evitar todo
entorpecimiento en la averiguación de la verdad.
Algunas medidas de coerción reconocen como fundamento este
tipo de prevención concreta, referida inmediatamente al hecho objeto
del procedimiento -distinta a la que procura el Derecho penal-,
cuyos fines son siempre compatibles con los propósitos de asegurar
la correcta averiguación de la verdad o la presencia del imputado en
el procedimiento.
Los fines preventivo-generales y especiales de la pena se
refieren siempre al futuro, como amenaza general, para disuadir a la
población (contramotivo) de que no perpetre delitos, o como acción
dirigida al autor reconocido para evitar que él cometa nuevos delitos
(recaída en el delito).
Por lo tanto, la coerción procesal es aplicación de la fuerza pública
que coarta libertades reconocidos por el orden público , cuya finalidad, el
resguardo de los fines que persiguen el mismo procedimiento, averiguar la
verdad y actuar la ley sustantiva, o en la prevención inmediata sobre el
hecho concreto que c o n s t i t u y e el objeto del procedimiento. Por ello, es
verdad que, en el Derecho procesal penal, excluyendo los fines
preventivos inmediatos, el fundamento real de una medida de
coerción sólo puede residir en el peligro de fuga del imputado o en el
peligro de que se obstaculice la averiguación de la verdad: el primer
fundamento es racional porque, no concibiéndose el proceso penal

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contumacial (en ausencia del imputado o en rebeldía), por razones


que derivan del principio de inviolabilidad de su defensa, su
presencia es necesaria para poder conducir el procedimiento hasta la
decisión final e, incluso, para ejecutar la condena eventual que se le
imponga, especialmente la pena privativa de libertad, y su ausencia
(fuga) impide el procedimiento de persecución penal.
En Derecho material, la coerción representa la sanción o la
reacción del Derecho frente a una acción u omisión antijurídica, con el
fin de prevenir genéricamente las infracciones a las normas de deber.
En Derecho procesal, en cambio, la coerción no involucra reacción
ante nada, sino que debe significar, únicamente, la protección de los
fines que el procedimiento persigue, subordinados a la actuación
eficaz de la ley sustantiva; en materia penal ello se traduce, en
algunos casos, en el auxilio necesario para poder llevar a cabo con
éxito la actividad tendiente a comprobar una infracción penal
hipotética (objeto del procedimiento penal) y, eventualmente, actuar
la pena correspondiente. De tal manera, esta noción de la coerción
procesal reniega de cualquier atributo sancionatorio que ella pueda.
sugerir; así establece su diferencia con la pena, cualquiera que sea la
similitud que se pueda observar por el modo de cumplimiento, para
explicar el principio que impide aplicar una pena -o medida de
seguridad-, antes de la sentencia firme que la impone.
III. Toda medida de coerción, según ya se ha afirmado,
representa una intervención del Estado -la más rigurosa- en el
á m b i t o d e l i b e r t a d jurídica d e l h o m b r e .
Los distintos medios de coerción procesal afectan derechos
básicos diversos, como ser:
a) el encarcelamiento preventivo , en sus diversas formas
(conducción forzada, aprehensión, arresto, detención, prisión
preventiva), afecta la libertad física o a m b u l a t o r i a , esto es, el
derecho "de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio
argentino" (CN, 14);
b) el allanamiento afecta el derecho a la i n t i m i d a d h o g a r e ñ a , en
tanto "el domicilio es inviolable" (CN, 18);
c) la a p e r t u r a o inspección de correspondencia y papeles
privados afecta la intimidad de la correspondencia y documentación personal
(CN 18)
d) el embargo y el secuestro afectan la libertad de disposición de
los bienes, porque la propiedad es inviolable (CN, 17);
e) la extracción de muestras sanguíneas y otras inspecciones
médicas afectan el derecho a la i ntegridad física o, en ocasiones, la
intimidad personal (tests psicológicos).

Aquí nos ocuparemos, precisamente, de establecer esos


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límites fundamentales con relación a las medidas de coerción


privativas de libertad que puede sufrir quien soporta la persecución
penal durante el procedimiento, por representar el medio coercitivo
menos justificable que permite y regula el Derecho procesal penal
actual, debido a su gravedad y a su similitud con las penas
privativas de libertad.
Para razonar como corresponde, es preciso partir del derecho
a la libertad física o ambulatoria que la c o nstitución garantiza a todos
los habitantes (CN, 14: entrar, permanecer, transitar y salir del
territorio argentino), derecho que, en principio, sólo puede ser
alterado por una sentencia firme de condena que imponga al
condenado una pena (CN, 18).
Luego, es preciso reconocer que la misma Constitución autoriza
la privación de libertad durante el procedimiento de persecución
penal (CN, 18), bajo ciertas formas y en ciertos casos.
En primer lugar, la fórmula constitucional requiere, formalmente,
, la orden escrita de autoridad competente y la exigencia se enriquece
cuando se observa que esa autoridad no puede ser otra, en el
caso, que la llamada por la misma Constitución a decidir durante la
persecución penal.
En segundo lugar, el encarcelamiento preventivo no depende
sólo del cumplimiento de aquel requisito puramente formal, la orden
escrita de un juez, esto es, de su mero arbitrio, sino, antes bien, de
su legalidad, como adhesión de la orden a un reglamento legal que
fija las condiciones bajo las cuales se puede privar de la libertad a
una persona con fundamento en la realización de un procedimiento
penal.
Dos son las exigencias que el derecho a la libertad ambulatoria
y el principio de inocencia plantean a la posibilidad de privar de la
libertad durante el procedimiento penal: una se refiere a las
condiciones generales, que presupuestan la medida, acentuando su
carácter excepcional; la otra alude a la relación de proporcionalidad que
debe existir entre la pena que se espera de una condena eventual y
los medios de coerción aplicables durante el procedimiento.
a) El carácter excepcional del encarcelamiento preventivo
emerge claramente de la combinación entre el derecho general a la
libertad ambulatoria, del que goza todo habitante del país (CN, 14), y
la prohibición de aplicar una pena que cercene ese derecho antes de
que, con fundamento en un proceso regular previo, se dicte una
sentencia de condena firme que imponga esa pena. El trato de
inocente que debe recibir el imputado durante su persecución penal
impide adelantarle una pena; por consiguiente, rige como principio,
durante el transcurso del procedimiento, el derecho a la libertad
ambulatoria, amparado por la misma Constitución que pertenece a
todo habitante a quien no se le ha impuesto una pena por sentencia
de condena firme.

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Según ya hemos visto, esta a afirmación acota también el


fundamento propio del encarcelamiento ·preventivo, que no puede
residir en el cumplimiento de los fines retributivos, preventivo-
generales o preventivo-especiales atribuidos a la pena, sino que, por
el contrario, sólo puede fincar en la protección de los finés que
procura la misma persecución penal: averiguar la verdad y actuar la
ley penal. Con ello queda demostrado que la posibilidad jurídica de
·encarcelar preventivamente, en nuestro Derecho, queda reducida a
casos de absoluta necesidad para proteger los fines que el mismo
procedimiento persigue y, aun dentro de ellos, sólo cuando al
mismo resultado no se pueda arribar por otra medida no privativa
de libertad, menos perjudicial para el imputad.
Estamos en presencia de uno de estos casos, con evidencia,
cuan do es posible fundar racionalmente que el imputado, con su
comportamiento, imposibilitará la realización del procedimiento o la
ejecución de una condena eventual (peligro de fuga.) u
obstaculizará la reconstrucción de la verdad histórica (peligro de
entorpecimiento para la actividad probatoria); para evitar esos peligros es
admisible encarcelar preventivamente, siempre y cuando la misma
seguridad, en el caso concreto, no pueda ser alcanzada
racionalmente por otro me dio menos gravoso.
Sin embargo, aun verificado alguno de estos extremos, la
privación de libertad del imputado resulta impensable si no se cuenta
con elementos de prueba que permitan afirmar, al menos en grado
de gran probabilidad, que él es autor del hecho punible atribuido o
partícipe en él, esto es, sin un juicio previo de conocimiento que,
resolviendo prematuramente la imputación deducida, culmine
afirmando, cuando menos, la gran probabilidad de la existencia de un
hecho punible atribuible al i m p u t a d o o, con palabras distintas pero con
sentido idéntico, la probabilidad de una condena.
También los casos de detención sin orden judicial
(aprehensión policial o privada) demuestran esta verdad, porque
exigen flagrancia o, al menos, "indicios vehementes de
culpabilidad" (CPP Na€Íón, 284; CPP Costa Rica, 271), a pesar de
que el tribunal que controla necesariamente la aprehensión
deba cumplir las condiciones antes referidas para confirmar la
privación de la libertad.
En conclusión, la decisión de encarcelar preventivamente
debe fundar, por una parte, la probabilidad de que el imputado haya
c o m e t i d o u n hecho punible, y, por la otra, la existencia o bien del
p e l i g r o de fuga, o bien del peligro de entorpecimiento para la actividad
probatoria). Tan sólo en esos casos se justifica la privación de libertad del
imputado.
Esos fundamentos, sin embargo, representan una condición
necesaria, pero no suficiente, del encarcelamiento preventivo. Es
preciso, además, que él sea absolutamente indispensable para evitar
los peligro referidos, esto es, que ellos no puedan ser evitados
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acudiendo a otros medios de coerción que, racionalmente, satisfagan


el mismo fin con menor sacrificio de los derechos del imputado. Sólo
así aparecerá claro que la privación de la libertad debe ser, en el proceso
penal, un medio de coerción de utilización excepcional.
b) Parece racional el intento de impedir que, aun en los casos
de encierro a d misible, la persecución, penal inflija, a q u i e n la
soporte un mal mayor, irremediable, que la propia reacción legítima
del Estado en caso de condena. Ya a la apreciación vulgar se
presenta como un contrasentido el hecho de que, por una infracción
penal hipotética, el imputado sufra más durante el procedimiento
que con la pena que eventualmente le corresponderá.
En efecto, si se parte del derecho a la libertad ambulatoria (CN,
14) y se expresa que, en principio, sólo la pena impuesta por
sentencia firme (idem: medida de seguridad y corrección) es idónea
para eliminarlo (CN, 18), aunque el arresto (léase: privación de libertad)
sea admisible durante el procedimiento penal (CN, 18),
excepcionalmente, es claro que la ley no puede regularlo de manera
tal que supere la misma pena que se espera; una autorización
semejante lesionaría por una vía oblicua las limitaciones impuestas
por la Constitución a la misma pena, en particular por los principios
de legalidad. y culpabilidad, vigentes para el Derecho penal. Y, al mismo
tiempo, renegaría de la naturaleza instrumental o del ·carácter sirviente
del Derecho procesal penal.
De allí que se afirme la necesidad de que el encarcelamiento
preventivo sea proporcional a la pena que se espera, en el sent do de
que no la pueda superar en gravedad.

c) En el Derecho procesal penal moderno se ha abierto paso,


incluso por mandato de la constitución política de los estados, otro
límite de proporcionalidad para el encarcelamiento preventivo. La
proporción ya no se refiere a la pena que se espera, sino a la
duración del procedimiento penal. El hecho de que el procedimiento
penal se puede prolongar en el tiempo, por dificultades propias de la
administración de justicia o de la organización que un Estado dedica
a esa tarea, mientras el imputado permanece privado de su libertad,
ha conducido a deliberar. acerca del tiempo máximo tolerable en un
Estado de Derecho, para el encierro de una persona a mero título
de la necesidad de perseguirla penalmente; como consecuencia
de esta ideología liberal para la regulación del poder penal del
Estado, ha emergido la necesidad de fijar l í m i t e s temporales
absolutos para la duración del encarcelamiento preventivo.
No se debe olvidar que, acerca del fundamento que avala la racionalidad de
este límite, la duración razonable para una persecución penal integra el catálogo de
los derechos humanos: Pacto internacional de derechos civiles y políticos, art. 14, inc 3
c, Convención americana sobre derechos humanos, art. 8, n!.! 1, Convenio para la
protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales (Convenio
europeo), art. 6, n!.! 1; ver también Fallos CSN, t. 272, p. 188; t. 297, p. 486; t. 300,
p.1102; t. 301, p. 1181: derecho a obtener un pronunciamiento definitivo, del modo
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más breve posible, que ponga fin a la situación de incertidumbre y restricción de la


libertad que comporta el procedimiento penal. Hoy los dos primeros pactos han
sido incorporados a la CN (75, inc. 22).

El encarcelamiento preventivo no puede ser más gravoso para


el imputado que la propia pena que fije una sentencia eventual de
condena. Cuando aquí se habla de límites temporales para la privación
de libertad procesal, se piensa, en realidad, en un criterio razonable
que restrinja aún más esos plazos, fundado en la imposibilidad de
aceptar que, el procedimiento de persecución penal dure
indefinidamente o, al menos, tanto como la pena amenazada por la
ley penal. Tal criterio encuentra sólida fundamentación
constitucional en las sentencias de la Corte Suprema que consignan
como "incluido en la garantía de la defensa enjuicio consagrada por
el art. 18 de la Constitución nacional el derecho de todo imputado a
obtener -luego de un juicio tramitado en legal forma- un
pronunciamiento que; definiendo su posición frente a la l e y ; y a la
sociedad, ponga término del modo más rápido posible, a lo situación de
incertidumbre y de innegable restricción a la libertad que c o m p o r t a el
enjuiciamiento penal"
El fundamento real de esos fallos precursores se debe buscar
en la contradicción inconciliable del encarcela miento preventivo
prolongado, prácticamente si.ne die, con un Estado de Derecho
concebido según la forma cultural actual: "Sólo de esa manera
puede evitarse el irritante contrasentido de que la prisión
preventiva (medida de mero carácter precautorio y c a u t e l a r )
pueda convertirse y tener el significado por la prolongada e indebida
demora en el trámite de la causa, del cumplimiento efectivo de una
pena no impuesta por sentencia, desconociéndose en el hecho la
garantía de un derecho inviolable asegurado por la Constitución
Nacional".
La doctrina reaccionó aún más tardíamente, fundada en la
misma base ideológica y en la experiencia del Derecho comparado:
afirmó, en principio, que la prolongación sine die del
encarcelamiento preventivo vulneraba la situación jurídica de
inocente, en la cual la Constitución colocaba al imputado durante el
procedimiento penal, y resultaba insoportable para la honesta
comprensión cultural de lo que significa un Estado de Derecho.
La legislación argentina termino por reconocer la justicia del
reclamo . La ley nº 23.050 modificó el art. 379, CPCrim. nacional (1889),
al introducir el inc. 6, el cual, en la práctica, prevé un plazo máximo
de duración del encarcelamiento preventivo, esto es, un límite
temporal a esa medida de coerción. El plazo se regula por el art. 701
(texto anterior: art. 699), esto es, dos años, sin computar ciertas
demoras ajenas a la diligencia de los órganos que tienen a su cargo la
persecución penal.
Recientemente, la ley nacional nº 24.390, con fundamento en
la potestad del Congreso de la Nación de reglamentar una cláusula
de garantía constitucional (CN, 75, inc. 22: incorporación de la CADH,
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7, nº 5, y dePIDCyP, 9, nº 3), estableció un sistema -complejo y


cuestionable- para calcular la razonabilidad del plazo de privación de
la libertad procesal. El sistema establece un plazo básico de dos
años, con la posibilidad de ser prolongado por decisión judicial un
año más, y con una prolongación 1nayor de seis meses para ambos
plazos, posible sólo si ya existe una sentencia de condena, que aún
no ha pasado en autoridad de cosa juzgada. Sin embargo, el plazo es
incierto, pues se debe descontar de él los períodos que demandaron
en el procedimiento requerimientos defensivos, sin utilidad práctica,
denunciados por el acusador oportunamente (al concederse la
medida). Por lo demás, la ley establece que la prolongación del
plazo más allá de los dos años concede al imputado, en caso de
condena, un derecho a que se compute por un día de prisión
preventiva dos de pena de prisión y uno de pena de reclusión,
justamente el doble de aquello que prevé el CP, 24, genéricamente.
Si algo quieren decir esas reglas textualmente, es indicar la
necesidad de que, una vez detenido el imputado, si existe la
necesidad de mantenerlo privado de su libertad, el juicio público
debe sobrevenir si no de inmediato, al menos en un tiempo muy
próximo, y la regla posee racionalidad evidente si se piensa que, para
provocar un juicio público contra una persona, resulta necesario
estimar que, con una gran probabilidad, esa persona es autor de un
hecho punible o partícipe en él y, por tanto, merece ser penada,
justamente el mismo fundamento material que se exige para
encarcelar preventivamente (pro cesamiento: CPP Nación, 306 y 312).
De allí se deduce claramente que el Estado no debe detener, para
luego investigar si una persona es autora de un hecho punible o
partícipe en él, sino que, al contrario, sólo está facultado a privar de la
libertad a una persona -en caso de que tema su fuga o el
entorpecimiento de la recolección de rastros- cuan do alcance el
conocimiento suficiente para poder llevarla a juicio casi
inmediatamente.
Supuesto que la orden de prisión exige la gran probabilidad
sobre la imputación penal- de ninguna manera puede ser superior a
unos pocos meses. El -vencimiento del plazo sin que haya
comenzado el debate público debería conducir, al menos, a la
liberación del imputado. Más allá de ello, en el hecho de que
ambas convenciones se refieran también a quienes se imputa un
delito, y exijan el juicio público sin dilaciones (PIDCyP, cit., y CADH, 14,
nº 1) autoriza a añadir que resulta necesaria una reforma tal de
nuestro sistema de prescripción de la persecución penal que, a partir
de ciertos actos oficiales de persecución penal, el plazo de
prescripción general resulte sensible mente disminuido -obligación
de juzgar- y referido a la caducidad procesal .

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B. IMPARCIALIDAD DE LOS JUECES

1. La imparcialidad como elemento de la definición del


"juez"

El sustantivo imparcial refiere, directamente, por su origen


etimológico, a aquel que no es parte en un asunto que debe decidir,
esto es, que lo ataca sin interés personal alguno. Por otra parte, el
concepto refiere, semánticamente, a la ausencia de prejuicios a
favor o en contra de las personas o de la materia acerca de las cuales
debe decidir. Pero el juez -a quien las reglas del proceder lo
empujan fuertemente a lograr determinados fines, incluso en forma
de deberes establecidos para cumplir correctamente su función,
como, por ejemplo, el de conocer por las suyas la verdad de un
acontecimiento histórico (investigar ex officio, "ofrecer" él mismo
medios de prueba para averiguar la verdad, interrogar a los órganos
de prueba)-, parte de una posición que no favorece la imparcialidad,
sino que, antes bien, la imposibilita en origen, pues la ley lo obliga a
adoptar la posición de parte en el procedimiento.
Por otra, parte, quien integra un tribunal de justicia -solo o
acompañado- no es otra cosa que una persona, que un
ciudadano, idéntico en sus atributos fundamentales a sus demás
congéneres, juzgados por él, todos convivientes en un mismo tiempo,
como integrantes de una misma agrupación social y política, y, por
lo tanto, bajo los mismos valores ético-culturales que presiden y
gobiernan esa asociación.
Por lo tanto, asumen frente a la vida prejuicios similares,
provenientes de la realidad histórica en la cual viven conjuntamente,
y nada especial los legitima como imparciales frente al asunto, a decir
verdad, nada los legitima para juzgar a sus semejantes, que no sea
el intento de evitar la violencia de unos contra otros frente a la
aparición de un conflicto social, poder característico del Estado
moderno (monopolio de la fuerza).
Hoy esa serie de previsiones, que alguien ha definido
sintéticamente con la palabra neutralidad , pueden ser
esquematizadas en nuestro Derecho orgánico, esto es, con
abstracción de las reglas del procedimiento, por referencia a tres
máximas fundamentales, que pretenden lograr en ese ámbito la
ansiada aproximación al ideal de la i m p arcialidad del juzgador: la
independencia de los jueces de todo poder estatal que pueda influir
en la consideración del caso, la llamada imparcialidad frente al caso,
determina por la relación del juzgador con el caso mismo -según su
objeto, comprendida la actividad previa de los jueces referida al caso,
y los protagonistas del conflicto-, mejor caracterizada como motivos
de temor o sospecho de parcialidad del juez.
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2. La independencia judicial

I. Regularmente, se expresa que la independencia es una


característica que corresponde al poder judicial como tal, frente a los
demás poderes del Estado.
Para eliminar los conflictos entre ellos o prever su modo de
solución. Desde este punto de vista, las reglas que prevén la
estabilidad de los jueces p e r m a n e n t e (CN, 110), la c o m p e n s a c i ó n por
sus tareas, insusceptible de ser d i s m i n u i d a (CN, 110), la prohibición para.
el presidente (Poder Ejecutivo nacional) de ejercer funciones judiciales
(CN,109 ) y el deber general de los jueces de ajustar sus de cisiones a
la ley del Congreso.
A diferencia del ejecutivo, unipersonal en principio, y, en todo
caso, organizado verticalmente, según el principio de· jerarquía, el
poder judicial se exprese por intermedio de una serie de oficios (los
tribunales o cortes de justicia), integrados por una pluralidad de
personas (los jueces), quienes no pueden depender del principio de
obediencia jerárquica, para garantizar al justiciable la sumisión a la ley
y al caso concreto. Se trata, así, de una organización horizontal, en la que
cada juez es soberano al deci.dir el caso conforme a la ley, esto es, él es el
poder judicial del caso concreto. Y ello es así; aunque se faculte a
alguien para recurrir la decisión de un tribunal y se permita, de este
modo, que otro tribunal reexamine el caso, desde algún punto de
vista, y este tribunal elimine, revoque o reforme la decisión anterior
(por considerarla érrónea), pues las instancias recursivas y los
tribunales creados para llevarlas a cabo no deben-,ser, al menos de
manera principal, expresión de una organización jerárquica, sino,
por el contrario, manifestación de la necesidad de evitar errores
judiciales para garantía del justiciable.
"El juzgamiento y decisión de las causas penales se llevará a
cabo por jueces imparciales e independientes de los poderes del
Estado, sólo sometidos a la ley.
Ello implica que cada juez, cuando juzga y decide un caso
concreto, es libre -independiente de todo poder, inclusive del judicial-
para tomar su decisión y sólo se le exige que su fallo se conforme con
aplicar el Derecho vigente, esto es, que se someta a la ley. Salvo la ley
que rige el caso, se prohíbe así que determine su decisión por
órdenes de cualquier tipo y proveniencia. En ello -y no en otra
cosa- reside la independencia judicial.
III. Precisamente, para que los jueces sean realmente
independientes de todo poder del Estado, inclusive del mismo poder
judicial, es que los permanentes, funcionarios estatales, gozan de
estabilidad en sus empleos, en principio, a perpetuidad -salvo que
cumplan o hayan cumplido los 75 años de edad, momento en el cual
cesan en sus funciones si no se renueva el nombramiento que

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ahora dura, solamente, un período de cinco años (CN, 99, inc. 4,


III)- y se retribuye sus servicios con una compensación salarial que
determina el Congreso de la Nación, por ley, imposible de ser disminuida
posteriormente, mientras permanezcan en sus funciones (CN, 110).
Empero, la estabilidad y la retribución irreducible no son privilegios
que obedecen a un fuero personal, prerrogativas prohibidas por la ley
suprema (CN, 16), sino, antes bien, necesidades que surgen cuando
se pretende garantizarle a la persona juzgada, que su juez
obedecerá, al decidir su caso, a criterios políticos permanentes,
determinados por la ley que establece los deberes y facultades de
todos, y no a criterios circunstanciales o del momento, o a órdenes e
imposiciones de quienes ejercen los poderes del Estado.

3. Imparcialidad frente al caso

I. La independencia es una condición necésaria para garantizar


la ecuanimidad, pero no es la única, ni es, por ello, suficiente. Otra
de esas condiciones necesarias es colocar frente al caso, ejerciendo
la función de juzgar, a una persona que garantice la mayor objetividad
posible al enfrentarlo. A esa situación del juez, en relación al caso
que le toca juzgar, se la denomina, propiamente, imparcialidad.
Las reglas sobre imparcialidad se refieren, por ello, a la
posición del juez frente al caso concreto que, en principio, debe
juzgar e intentar impedir que sobre él pese el temor de parcialidad.
La herramienta que el Derecho utiliza en estos casos reside en la
exclusión del juez sospechado de parcialidad y su reemplazo por
otra persona, sin relación con el caso y, por ello, presuntamente
imparcial frente a él. Las reglas y el remedio alcanzan, incluso, a
quienes accidentalmente están llamados a ejercer la función de
juzgar (jueces no permanentes o no pertenecientes al estamento
profesional), y no tan sólo a los jueces permanentes o profesionales.

La garantía del juez imparcial se encuentra en la base del


movimiento reformador liberal del siglo XVIII y de las declaraciones y
tratados sobre derechos humanos: Declaración de derechos de Virginia,
Sección 8: "... juicio rápido por un jurado imparcial…”

II. Nuestro Derecho procesal penal, como sucede


universalmente, excluye al juez del cual se sospecha parcialidad,
capítulo que se c o m o apartamiento o exclusión de los magistrados
que, en p r i n c i p io , fueron establecidos para juzgar el caso. Son
denominados motivos de apartamiento las relaciones abstractas que
la ley procesal describe como fundantes de la sospecha de
parcialidad. Estos motivos, o bien están relacionados con las
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H_e(sonas que intervienen en el procedimiento (por ej., CPP Nación,


55, incs. 2 y 3: parentesco del juez con alguno de los demás sujetos
intervinientes), o bien con su objeto Según se observa, los motivos
de apartamiento pretenden operar de pleno derecho, sin importar el
interés de los intervinientes o su manifestación procesal. Ello es
correcto, en principio, pues la misma administración de justicia
requiere, por definición, imparcialidad frente al caso, aspecto que
erige a las reglas relativas a los principales motives que fundan la
sospecha de parcialidad en normas de orden público
III. Un caso especial de temor de parcialidad se presenta
cuando un integrante del tribunal de juicio ha intervenido en
períodos anteriores del procedimiento. El Tribunal Europeo de
Derechos Huma nos (TEDH), en los casos "Piersack" y "De Cubber",
admitió los planteos sobre parcialidad del tribunal: en el primer caso,
el presidente del tribunal de juicio había formado parte del ministerio
público con facultades de supervisión sobre quienes estaban
encargados de las tareas de investigación, a pesar de no haber
conocido el caso concretamente en el ejercicio de esa función; en el
segundo, uno de los miembros del tribunal había intervenido en el
caso anteriormente, como juez de instrucción.
En el ámbito federal ella se ha diluido bastante con la sanción
del CPP Nación (1991), en tanto él; por sistema, encomienda la
instrucción a un tribunal unipersonal (el juez de instrucción) y
dispone que el juicio sea realizado por un tribunal juzgador
pluripersonal, regularmente integrado por jueces distintos de los de
instrucción. Sin embargo, la misma cuestión está planteada por el
texto del Código -y su absurda interpretación en materia de
organización judicial-, cuando se trata del juez y del juicio
correccional (CPP Nación, 27 y 405). De la misma manera, se puede
plantear la cuestión, si el juez que colaboró, total o parcialmente, en
la instrucción preparatoria o en el procedimiento intermedio,
integra, por nombramiento posterior, el tribunal de juicio y asume la
función de juzgador en el mismo caso. Por otra parte, en provincias
todavía ligadas al procedimiento arcaico que rigió en el país desde la
conquista española hasta casi el presente, como la de Buenos Aires,
por ej., resulta aun natural, que el juez que pronuncia la sentencia
(juez del plenario) sea el mismo que aquél que condujo la
investigación preliminar.
Un caso particular de esta misma discusión emergió cuando la
ley nº 24.121, a escaso tiempo de vigencia del nuevo CPP Nación,
modificó el inc. 1 de su art. 55 (nwti.vos de inhibición) que, en su texto
originario, reconocía la necesidad de que el juez se inhiba y la
facultad de recusarlo cuando "en el mismo proceso hubiere
pronunciado o concurrido a pronunciar sentencia o auto de
procesamiento". La disposición, aunque insuficiente, es obvia en el
sistema de los llamados códigos modernos.
Uno de los paradigmas de la revolución liberal del siglo XIX fue
dividir el poder, para tornarlo soportable. El procedimiento siguió esa
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misma idea, se intentó distribuir el proceso en "diversos estadios, bajo


órganos diversos, que se deben controlar mutuamente".
Sintéticamente, uno debía ser el órgano que investigaba
preliminarmente el caso y otro el que juzgaba.

4. El juez natural

Una buena manera de asegurar la independencia e


imparcialidad del tribunal es evitar que él sea creado o elegido, por
alguna autoridad, una vez que el caso sucede en la realidad
(después del caso), esto es, que se coloque frente al imputado
tribunales ad hoc, creados para el caso o para la persona a juzgar. Es
por ello que nuestra Constitución nacional prohíbe que alguien sea
juzgado por comisiones especiales o sea sacado de los jueces
designados por la ley antes del hecho de la causa (CN, 18).
II. Conforme a ello es claro que nuestra Constitución ha
intentado asegurar, como garantía para el justiciable, la imposibilidad
de manipular el tribunal competente para el enjuiciamiento, de tres
maneras específicas: al declarar la inadmisibilidad de las comisiones
especiales (CN, 18); al impedir que juzguen tribunales creados con
posteriori dad al hecho objeto del proceso (CN, 18); y al indicar que, en
todo caso, es competente para juzgar el tribunal -federal o
provincial- con asiento en la provincia en la que e-cometió ese
hecho (y los jurados que integran el tribunal deben tener su domicilio
en esa provincia jurado de vecindad: CN, 118).
Que nuestra ley funda mental pretende cerrar toda posibilidad
para que los órganos de gobierno elijan o determinen el tribunal
competente para el caso. Pro cedió, en consecuencia, de mayor a
menor, impidiendo, en primer lugar, el peligro mayor y más grosero
para. la seguridad individual, las comisiones especiales, como forma
abierta y transparente de determinar que un tribunal de excepción
juzgue el caso, y, luego, la posibilidad de que tribunales competentes,
según una ley general posterior al hecho, se avoquen al trámite y
decisión de causas pendientes, anteriores al comienzo de vigencia de
la ley, forma que permitía determinar, encubierta o d i s i m u l a d a m e n t e ,
con posterioridad al hecho, el tribunal que lo juzga.
III. De tal manera, se puede definir a las comisiones especiales
como violaciones flagrantes de aquello que, para nuestra
Constitución, es un tribunal de justicia penal, de modo que lo torne
dependiente de un poder del Estado. Son c o m i s i o n e s especiales,
entonces, los tribunales que administran justicia penal creados en la
órbita del poder ejecutivo o como dependientes de él (CN, 109)44,
sea permanente mente, sea para un caso particular.
Implican también una comisión especial los tribunales
federales que no son creados por ley del Congreso nacional, según
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la atribución exclusiva que prevé la Constitución (CN, 75, inc. 20, y


108), como, por ej., aquellos creados por voluntad del poder
ejecutivo. La misma violación del marco de competencia territorial
previsto en la Constitución o la colaboración de jurados de una
pro\4ncia distinta a aquélla en la que se perpetró el hecho punible
(CN: 118), nos coloca rían ante una comisión especial.
"Ningún habitante de la Nación puede ser... sacado de los jueces
d e s i g n a d o s por la ley antes del hecho de la causa " (CN, 18) (destacado
nuestro).
La regla es clara: en principio, determina, positivamente, que
el único tribunal competente para el juicio es aquél designado como
tal por la ley vigente al momento en que se comete el hecho punible
objeto del procedimiento; en segundo término, cancela el efecto
retroactivo que se pudiera pensar o que el legislador pudiera atribuirle
a una ley de competencia. Las leyes de competencia, entonces, sólo
rigen para el futuro.
Una situación, si no idéntica, al menos similar, se ha producido
con la reforma del procedimiento penal en el ámbito de la
administración de justicia federal y de algunas provincias. Los nuevos
códigos, debido a su diferencia sustancial respecto de los antiguos,
no pueden funcionar con la organización judicial anterior e integran
sus tribunales de manera diferente: ello ha provocado la desaparición
de los tribunales anteriormente existentes y la creación de otros que
responden a la instrumentación del nuevo sistema; como
consecuencia, aun con la opción por el procedimiento antiguo que
estableció la ley nº 24.12155, los casos en trámite no quedaron
radicados ante los mismos tribunales. Si se cumple la condición
negativa de que la modificación orgánica no encubre o disimula un
tribunal de excepción, el principio no resulta afectado.

V. En síntesis, sólo fijan una condición clara para el funciona


miento de las excepciones: la desaparición, física o jurídica, del
tribunal que, según la ley vigente al momento de suceder el hecho
juzgado, era competente para conocer el caso. La condición permitiría,
no obstante, que la negación del principio se arribara ya no por la
decisión positiva de crear un tribunal para el caso -o para un grupo de
casos o de personas-, sino por la decisión negativa de suprimir el
tribunal competente al momento de suceder el hecho juzgado, con lo
cual, a pesar de que las posibilidades de manipulación son menores, se
elige al tribunal que juzgará entre los tribunales ya existentes,
creados por una ley general de competencia, pero entonces
incompetente.
VI. Por supuesto, según ya recordamos, las reglas de
competencia constitucionales integran, junto a las reglas de
competencia de la legislación común, la referencia de la garantía. La
re g l a fo rmu m d e l i ct i c o m mi s si (CN, 118) impone ser juzgado en el
territorio en el cual el hecho ha sucedido, en su caso, el territorio
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nacional o el de la provincia en el que fue cometido. La regla rige


también para los tribunales del Estado federal, cuando ellos son
competentes, y guarda relación con el domicilio de los jurados que,
según esa misma disposición, deben integrar el tribunal de juicio.
Lo mismo sucede con las reglas que determinan la competencia
federal, en especial aquellas referidas a la competencia federal por
la materia, incluidas en el rubro las derivadas de la investidura de
la persona imputada.

C. JUICIO POR JURADOS

I. Nuestra Constitución, en varios artículos (24, 75, inc. 12, y


118) establece la necesidad de que la sentencia penal sea dictada con
la colaboración de jueces accidentales, no permanentes, ni
profesionales, que no formen parte de la burocracia judicial, esto es,
del núcleo de funcionarios estatales, profesionales y permanentes
(CN, 108 y ss.), que se ocupan de la administración de justicia. Ello
significa, por una parte, que la ley fundamental ha adherido a un
modelo concreto de enjuiciamiento penal, que permite a los jurados,
representantes populares, conocer, controlar y valorar la prueba que
decide el caso, y, por la otra, como consecuencia necesaria, que
estos representantes del pueblo de la República estén presentes
durante el juicio (procedimiento definitivo) en el que son
incorporados los elementos válidos para determinar la sentencia y se
escucha a todos los intervinientes en el procedimiento, que
pretenden influir sobre esa decisión.
Tal decisión política es incuestionable para nuestra
Constitución, pues, en su aval, ella manda -desde siempre- que el
Congreso de la Nación reforme la legislación hasta entonces
vigente, que provenía de la Inquisición español?- y funcionaba sólo
sobre la base de jueces permanentes, y establezca el juicio por
jurados.
La decisión constitucional de establecer el juicio por jurados no
es, de ninguna manera, arbitraria, sino que se corresponde a la
perfección con la propia ideología política que la Constitución siguió.
No existe duda de que ella es hija del Iluminismo y de la revolución
política que, en Francia y los demás países europeos y americanos,
se desarrolló entre los siglos XVIII y XIX (liberalismo burgués).
El art. 118 CN, el juicio de jurados comporta una clara decisión
política acerca de la participación de los ciudadanos en las d cisiones
estatales, pero es indudable, también, que la CN, 24, esto e; en el
capítulo de ella referido a los derechos y las garantías de los
habitantes, nos concedió uno fundamental: el juicio de aprobación o
desaprobación de nuestros conciudadanos presidiría el fallo penal,
esto es, abriría o cerraría las puertas para la aplicación del Derecho
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penal, para el ejercicio, conforme a Derecho, del poder penal estatal.


La Corte Suprema se negó a reconocer tanto el derecho del
habitante a ser juzgado por un jurado de vecindad, como la decisión
política de integrar los tribunales de juicio con ciudadanos y limitar así
el poder penal del Estado; acogió la idea, formulada por algunos
autores de que se trata de una cláusula programática, discrecional
para el legislador, diciendo, simplemente, que el mandato carece de
plazo para su cumplimiento.

La concepción que, políticamente, rechaza el juicio por jurados


tiene, sin duda, raíces autoritarias. Históricamente, según vimos, la
participación de los ciudadanos en los tribunales de justicia es
sinónimo de una administración de justicia republicana y,
especialmente, del Estado de Derecho y del Estado Constitucional
actúan modernamente, fue el positivismo criminológico, múltiplemente
acusado de grave autoritarismo cada vez que se sometió a examen
crítico algún postulado particular de su teoría, quien se opuso a toda
clase de participación ciudadana en los tribunales de justicia penal,
con el argumento de la necesidad de una magistratura científica,
coherente con su teoría penal, que transformaba al Derecho penal en
una suerte de conocimiento científico-natural sobre el delincuente.
Abandonada esa ideología penal, que dejó algunas huellas en el
Derecho penal, ha caído también el único argumento serio, aunque
dependiente de una ideología determinada, para, rechazar la
participación de ciudadanos
Entre nosotros se ha utilizado cualquier clase de argumentos
aparentes para denostar al jurado. Increíblemente, se lo ha tratado
de pintar como institución contraria al régimen democrático,
expresando que atenta contra el sistema representativo y contra la
independencia judicial. Más allá de ello, se extrae un argumento de la
idoneidad, como condición para ejercer un cargo público (CN, 16), -sin
importar hasta qué punto se tergiversa la garantía constitucional
de igualdad, que a ella se refiere la regla nombrada. Leyendo esos
argumentos, se tiene la impresión de que la justicia penal es un
problema sectario: sólo los abogados y, de ellos, sólo los funcionarios
del Estado, por alguna razón mágica, pueden ser galardonados como
los "justos" en nuestra sociedad, los ú nicos capaces de administrar
justicia.
Hasta donde yo conozco, la formación de un abogado, requisito
para ser juez profesional y permanente, no incluye estudios
especiales acerca de la reconstrucción de la verdad, paso
fundamental que ellos cumplen con el sentido común de una
persona razonable, incluso porque así lo quiere la ley (sana crítica
racional), esto es, de la misma manera que un ciudadano llamado
accidentalmente a administrar justicia.

III. Cuando se habla del juicio por jurados se menta,

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principalmente, aquella institución típica del Derecho anglo-sajón,


que tuvo su comienzo en la Roma republicana, durante el
procedimiento acusatorio, y que arribó hasta nosotros a través del
Derecho de las colonias inglesas de América del Norte, al
independizarse del lazo colonial. . .
Ese jurado se integra con doce ciudadanos que votan el
veredicto por unanimidad y preceden a los jueces profesionales y
permanentes en su fallo, acogiendo o rechazando la acusación y
utilizando para ello el sistema de intima convicción en la valoración de la
prueba. Políticamente, en verdad, la institución significa adoptar un
sistema de ad ministración de justicia por el cual los ciudadanos,
mediante su fallo (veredicto), deciden, en primer término, sobre la
existencia de un comportamiento y su aprobación o desaprobación
social, decisión con la cual impiden o permiten a los órganos
judiciales burocráticos del Estado (los jueces profesionales y
permanentes) el uso del Derecho penal, conforme a la ley y con l os
límites establecidos por ella, como medio de control social.
Nuestra Corte Suprema, antes de la vigencia interna -hoy
constitucional (CN, 75, inc. 22)- de las diversas convenciones sobre
derechos humanos había expresado siempre que "la doble instancia
judicial no reconoce base constitucional” o que la “multiplicidad de
instancias judiciales no constituye requisito de naturaleza
constitucional”
Cuando las convenciones sobre derechos humanos pasaron a
formar parte de la legislación interna (ratificación de los tratados)
nuestra Corte Suprema se vio obligada a realizar una segunda
precisión. Lo hizo el 15/3/1988 en el caso "Jáuregui, Luciano Adolfo"95:
ratificó primero que "la doble instancia judicial no constituye, por sí
misma, requisito de naturaleza constitucional" y aclaró después que
la garantía prevista por la C o n v e n c i o n A m e r i c a n a sobre derechos
humanos, en ese entonces aprobada por la ley nº 23.054 y ratificada
por el poder ejecutivo nacional, que establece el derecho del
inculpado a recurrir el fallo ante un juez o tribunal superior, "se halla
satisfecho por la existencia del recurso extraordinario ante esta
Corte".
El problema político general de la existencia de una sola
instancia o de la necesidad de una segunda instancia, porque la
Constitución nada establece al respecto, el problema real consiste
en establecer, cuando aparezca el primer fallo condenatorio, una
posibilidad cierto para que el imputado lo impugne ante un tribunal
imparcial y superior, que pueda reexaminar el caso con amplitud
suficiente.

II. Si resulta claro, entonces, que la Constitución argentina


nada decide sobre la organización judicial en una, dos, o más
instancias de mérito, y la misma claridad se obtiene acerca de que las
convenciones internacionales tampoco han decidido este punto
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político general, si no que sólo han establecido una garantía para el


condenado -que no alcanza a otros sujetos del procedimiento.
La cuestión no es pacífica en la doctrina, si por pacífica se
entiende la ausencia total de discusión ; sobre el punto, de modo tal
que la decisión, en uno u otro sentido, haya alcanzado la jerarquía
de un postulado cultural, más que científico, dentro del sistema de
enjuiciamiento penal.
Con punto de partida en el juicio público y oral, como base del
enjuiciamiento penal se argumenta, desde el punto de vista
puramente político utilitario, que el segundo debate, en el mejor de
los casos, no superará en riqueza al p r i m e r o , pues se encontrará,
temporalmente, más apartado del hecho a juzgar. Ello presenta
desventajas considerables (menor imagen real de los órganos de
prueba que producen la información, pérdida de elementos
probatorios por la demora), imposibles de superar en gran número
de casos. En el mismo sentido, se expresa que un nuevo debate, sin
ventajas apreciables en relación al primero, y, al contrario, con la
probabilidad de desventajas, representa un ataque notable contra la
economía procesal, en especial, contra la lucha por abreviar
temporalmente los procedimientos judiciales, y una carga demasiado
pesada para los órganos de prueba que deban comparecer
nuevamente en él para informar (aspecto que puede provocar un
apartamiento general del deber -fundado en la solidaridad- que
todo habitante tiene de concurrir a esclarecer la verdad en los
procesos judiciales). Es claro, también, que la aceptación del re curso
de apelación contra la sentencia torna sumamente compleja la
organización y gestión judicial, más aún si se piensa en el juicio por
jurados o en cualquier forma de participación de los ciudadanos en
los tribunales de justicia.

Existe, empero, un caso límite, que coloca el sistema de la


"instancia fáctica única" en extrema tensión. Se trata de la
autorización para que el tribunal del debate y del fallo esté
representado por un solo juez, es decir, integrado unipersonalmente.
Ejemplos universales demuestran que el caso resulta, en ocasiones,
intolerable y, por ello, se admite para él la apelación ante un tribunal
superior, integrado colegiadamente, aun a riesgo de subvertir el
sistema, incluso desde su propia racionalidad interna, ya que los
casos más graves, que juzgan colegios sentenciadores con un
número de jueces elevado, no admiten el recurso de apelación, sino,
tan sólo, el de casación, mientras que los más leves, juzgados por
un tribunal unipersonal -o por un colegio sentenciador mínimo, de
rango bajo-, permiten la apelación. Ello demuestra que el
verdadero p r o b l e m a no reside en la existencia o inexistencia del
recurso de apelación·, v. gr., en la puja única instancia fáctica" vS.
"más instancias", sino, antes bien, en la integración plural del tribunal
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(¡cuántos más miembros, menor posibilidad de error!) y en la


idoneidad de quienes lo integran.

III. Quizá se entienda la escasa claridad actual de este tema, si


se repara en las soluciones que hoy son propuestas: unos pretenden
cierta ampliación de la casación, que implica un ingreso limitado a
los hechos; otros abogan por admitir una apelación muy limitada,
prácticamente, por anticipar la revisión (caso de prueba omitida,
nueva prueba que no ingresó al debate o elemento de prueba
falsamente percibido por el tribunal de debate conforme a la
sentencia). Las soluciones, aunque no son idénticas, representan,
políticamente, lo m i s m o : reconocimiento de la incompatibilidad de la
apelación para el sistema de juicio oral y público o de sus
desventajas para él, y dudas acerca de la garantía que representa
el juicio en única instancia de mérito para una administración de
justicia correcta, por el excesivo rigor formal de la casación, único
recurso previsto en este caso.

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