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Orinando en el palacio: La resistencia corporal a las


reformas borbónicas en Ciudad de México

PAMELA VOEKEL

Resumen: A fines del siglo XVIII en la Ciudad de México, el estado instituyó esfuerzos sin
precedentes para transformar las costumbres de los pobres. Las élites ilustradas y los burócratas
estatales limitaron enérgicamente los vicios de las clases bajas como un medio de autodefinición
social y como una forma de proselitismo cultural. Este nuevo antagonismo entre la élite y la
cultura popular no sólo atraviesa la formación social, sino también la topografía de la ciudad y
el cuerpo del individuo, ya que los pobres quedaron entre corchetes con las funciones ahora
vergonzosas de la parte inferior del cuerpo. Las reformas borbónicas se extendieron no sólo a la
vida cotidiana y a los espacios públicos cada vez más controlados de la Ciudad de México, sino
que proporcionaron un enfoque para la formación de la identidad de la élite.

Introducción
A fines del siglo XVIII, la Corona española definió la cultura popular de Ciudad de
México como un castigo para las aspiraciones económicas del Estado para la colonia. La
burocracia borbónica diseñó campañas sin precedentes con el fin de extirpar los vicios de
la gente e inculcar en ellos las nuevas virtudes del trabajo duro, la sobriedad y la propiedad
pública adecuada. Los Alcaldes de Barrio, una fuerza policial en los vecindarios,
establecida por el virrey Martín de Mayorga en 1782 para controlar la vida cotidiana de
los pobres, proporcionó la principal arma en la campaña contra la depravación moral –
Los reformadores de una campaña se consideran cruciales para el éxito de sus esfuerzos
por extraer más riqueza de la ciudad. A pesar de que sus predecesores Habsburgo del
siglo XVII habían deferido a poderosos intereses corporativos –especialmente a la
Iglesia–; el estado Borbón, más intervecionista, atacó los privilegios de la nobleza, la
iglesia y los gremios e intentó crear una relación educativa no mediada entre el estado y
la nueva identidad social que surgió de ese esfuerzo: el individuo. La historiografía
tradicional se ha centrado en los aspectos administrativos y económicos de las reformas
borbónicas.1 Sostengo que estas reformas involucraron más que la promulgación de

1
Este artículo se basa en materiales consultados en el Archivo General de la Nación [en
adelante, AGN] de la Ciudad de México y el Archivo del Antiguo Ayuntamiento (AAA). La
investigación en la que se basa este artículo se llevo a cabo en el verano de 1989 con una beca
de la Tinker Foundation. Me he beneficiado enormemente de los comentarios de Sandra
Lauderdale-Graham, Ana Alonso, Richard Graham, Susan Deans-Smith, y Daniel Nugent.
Para una discusión general del regalismo Borbón en Nueva España, véase Colin M.
Maclachlan y Jaime E. Rodriguez O., The Forging of the Cosmic Race: A Reinterpretation of
Colonial Mexico, Berkeley: U of California P, 1980, 251-294; sobre la disminución de los
privilegios clericales y el ataque más general contra la Iglesia, véase Nancy Farriss, Crown and
Clergy in Colonial Mexico 1759-1821: The Crisis of Ecclesiastical Privilege, Althone Press, 1968;
véase también D. A. Brading, “Tridentine Catholicism and Enlightened Despotism in Bourbon
Mexico”, J of Latin American Studies 51:1, Mayo de 1983, 1-22; sobre el estado habsburgo del
siglo XVII, véase John Lynch, Spain Under the Hapsburgs, OUP, 1965. La excepción a la tradición
de la historiografía es Juan Pedro Viquiera Albán, quien sostiene que el estado se volvió más
hostil hacia la cultura popular en el siglo XVIII, véase su ¿Relajados o reprimidos?: Diversiones
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nuevas leyes tributarias, el recorte de los privilegios corporativos y la racionalización y


expansión de la burocracia. Los reformistas – a través de nuevas instituciones como los
Alcaldes de Barrio – se comprometieron a la ingeniería social radical para producir un
ciudadano más racional y productivo.
El estado Borbón justificó sus intervenciones sin precedentes en la vida diaria al
afirmar que actuaba en interés del “público”, un concepto ajeno a los regímenes
anteriores. Si bien en el siglo XVII las personas pecaban contra el rey al pecar contra
Dios, a fines del siglo XVIII comenzaron a verse como pecando contra el público. El
discurso borbónico se entrelazó con referencias al bien público y los “pecados contra el
orden público.”2 El concepto de la esfera pública idealmente implica neutralidad, un lugar
de intercambios culturales libres, múltiples significados caleidoscópicos y un cúmulo de
opiniones y prácticas. Pero a fines del siglo XVIII en la Ciudad de México, la
reconstitución del orden social bajo el signo del “público” implicó batallas campales entre
la élite y la cultura popular por la ocupación simbólica y literal del espacio de la ciudad.
La creación del público no fue un proceso neutral.
En los esfuerzos del estado para forjar esta nueva unidad genérica denominada “el
público” a partir de la atomización social que fomentaron sus ataques a los grupos
corporativos tradicionales, su martillo fue más duro para aquellos cuya concepción del
comportamiento público difería de la de los reformadores, es decir, las clases populares.
Pero las campañas de moralidad y renovación urbana no sólo buscaban transformar a los
pobres, sino que al mismo tiempo proporcionaban a las élites un medio de identidad
propia y de clase durante un tiempo en que las distinciones basadas en la casta o la raza
habían perdido importancia. En particular, el término de la moral permitió a los residentes
ricos de la Ciudad de México distinguirse de los miembros más pobres de la creciente
población blanca de la ciudad. Como ha sugerido la historiadora Patricia Seed, en la
Ciudad de México del siglo XVIII, la búsqueda desenfrenada de ganancias no había
perdido su connotación del siglo XVII como una actividad vil impropia de un caballero.3
Por lo tanto, las campañas de moralidad fueron animadas por el deseo de las élites de
declarar su superioridad a través de actitudes culturales sobre higiene, alcohol y propiedad
pública. Su postura controlaría a los pobres y definiría los límites sociales entre ellos y
ellos mismos.
Pero los esfuerzos de reforma fueron algo más que retórica: la nueva división entre
alta y baja cultura atravesó no sólo la formación social, sino también la topografía de la
ciudad, e incluso el cuerpo del individuo, a medida que las clases bajas se pusieron entre
corchetes con las ahora vergonsozas funciones de la parte inferior del cuerpo.4 Por lo
tanto, aunque es importante no inflar en exceso la competencia de los reformadores o
sugerir una conspiración de élite, es igualmente poco visionario ignorar el poder muy real
para definir la realidad social ejercida por el estado. La intervención social sin precedentes
de los reformadores sólo se puede entender a la luz de las intenciones económicas del
estado para la colonia y de su propia necesidad percibida de proclamar públicamente su
mayor estatus social.

públicas y vida social en la ciudad de México durante el siglo de las luces, México: Fondo de
Cultura Económica, 1987.
2
Otros han notado este cambio en la terminología, véase, por ejemplo, Josefina Muriel, Los
Recogimientos de Mujeres, México: Universidad Autónoma de México, 1974.
3
Patricia Seed, To Love, Honor, and Obey: Conflicts Over Marriage Choice, 1574-1821, Stanford
UP, 1988, 212.
4
Para un sugerente análisis de esta misma relación, véase Peter Stallybrass y Allon White, The
Politics and Poetics of Transgression, L: Methuen, 1987.
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Creando la mirada pública


El entusiasmo reformista en Nueva España alcanzó su apogeo bajo el liderazgo del rey
Carlos III (1759-1788) y el virrey Revillagigedo (1789-1794), quienes trataron extender
las numerosas reformas recientes en España a su imperio extranjero. La posición de su
país en la economía mundial proporcionó el ímpetu: en la segunda mitad del siglo XVIII,
a España le resultaba cada vez más difícil competir en el mercado mundial con las
economías, más dinámicas, de Francia, Holanda e Inglaterra. En un esfuerzo por explotar
las colonias españolas tan eficientemente como se pensaba que sus rivales explotaban las
suyas, los consejeros de Carlos III instituyeron reformas en la industria, los impuestos y
la defensa. Como parte de esta campaña, las organizaciones que compitieron con el estado
por lealtades populares –como la Iglesia y los gremios comerciales–, fueron despojadas
de los privilegios y el estatus; mientras los que promueven la fidelidad al estado –como
los militares–, fueron reforzados. El estado buscó borrar las viejas lealtades sociales y
reemplazarlas con su nuevo concepto ordenador de comportamiento público uniforme,
independientemente de la posición social.
El proyecto resultó desalentador en una Ciudad de México que contenía una gran
cantidad de residentes empobrecidos que entendían el orden y la racionalidad de manera
distinta.5 Su población de 1790 (112,926) era dos veces la de Puebla, la segunda área
urbana más grande de la colonia. Mientras que el 46% de la población estaba clasificada
como española y criolla (el 28% era india, el 19% mestiza, y el 7% mulata), sólo el 4%
estaba clasificado como gente culta, es decir, empleaba a más de cuatro sirvientes. El
pueblo bajo restante consistía de empleados de clase media, el bajo clero, los
comerciantes y los leperos –aproximadamente el 85% de la población, que eran
trabajadores, desempleados y pobres harapientos que ganaban bajos salarios en tiendas y
fábricas.6 Sólo entre los años 1784 y 1787, 40,000 inmigrantes llegaron a la metrópoli, en
gran parte, como consecuencia de una crisis agrícola en los territorios vecinos.7
Esta ola de crecimiento urbano, con sus dislocaciones sociales concomitantes,
exacerbó la necesidad percibida de monitorear y controlar a los pobres. Los inmigrantes
y los pobres ya establecidos se convirtieron en los objetos particulares de las iniciativas
de las autoridades para crear el nuevo y genérico “hombre público”. En particular, el
discurso de la élite estaba repleto de referencias a la inmundicia de la ciudad y a sus
habitantes de clase baja. El desorden y los hábitos de aseo de los pobres fueron temas
constantes entre los reformadores. Al describir la ciudad central en 1790, Francisco
Sedaño lamentó que “con total libertad y durante todas las horas del día, la gente arroja
baldes de basura, excrementos y perros y caballos muertos a las calles y las canales.
Además, las personas son vistas defecando en la calle con total indiferencia por la mirada
pública.”8
Para hacer cumplir la mirada pública, los reformadores ampliaron el sistema de
justicia penal para incluir la vigilancia directa y la administración de la vida cotidiana de
los pobres. El movimiento hacia una vigilancia policial más directa e integral de la
población se produjo en 1782 –tres años antes del gran influjo de inmigrantes del interior

5
Según el censo de 1790 de la Ciudad de México, los pobres –definidos aquí como vagabundos
desempleados, trabajadores semi-calificados y de fábricas, y artesanos– constituían el 88.1% de
la población. “Estado general de la población de México, capital de Nueva España... año de
1790”, AGN, Impresos Oficiales, vol. 51, exp. 48.
6
“Estado general de la poblacion”, 1.
7
Sylvia Arrom, The Women of Mexico City, 1790-1857, Stanford UP, 1985, 6.
8
Cursiva mía. Citado en Jesus Romero Flores, México, historia de una gran ciudad, Mexico: B.
Costa-Amic, 1978, 371-372.
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del país– cuando el virrey Martin de Mayorga (1779-1783) dividió la ciudad en ocho
zonas principales, cada una dividida en cuatro distritos menores. Para patrullar cada una
de las 32 jurisdicciones menores de la ciudad, Mayorga creó los Alcaldes de Barrio, cuya
función era “asegurar la seguridad, la limpieza y el orden” y garantizar que las personas
se dedicaran a sus deberes tanto de día como de noche porque, como él lo expresó, “los
errores de los hombres ocurren en todo momento”.9 Respondiendo al temor de que Ciudad
de México estuviera “llena de vicios y abominaciones que llenan de horror y confusión a
las personas razonables y reflexivas”, la nueva policía de vecindario debía garantizar que
“la justicia estaría presente a todas horas para evitar vicios, aplicar castigos inmediatos y
mantener un buen orden político.”10
La principal preocupación de este nuevo orden político era la propiedad pública:
los delitos relacionados con el alcohol representaban casi la mitad de todos los arrestos
llevados a cabo por los Alcaldes, mientras que el concubinato –denominado
“incontinencia sexual” y “promiscuidad sexual”– era el segundo delito principal.11 Con
el establecimiento de los Alcaldes de Barrio, los ojos del rey –detrás de la máscara de la
mirada pública– se volvieron omnipresentes en Ciudad de México. Con la expansión del
sistema judicial en la década de 1780 –junto con la expansión del tamaño de la ciudad–,
el número de criminales sentenciados aumentó, aproximadamente, de mil a diez mil por
año.12 La creación de los Alcaldes de Barrio agregó la función de la disciplina moral al
sistema judicial del estado. Ya no se preocupó simplemente por mantener el orden, la
policía se centró en el objetivo infinitamente pequeño del poder político: la fabricación
del individuo regulado internamente.
Esta adición de disciplina intersticial a la labor tradicional de la policía de
perseguir a los criminales y eliminar complots, reflejó un cambio en la percepción del
papel apropiado del gobierno. En su análisis de los tratados filosóficos y las
proclamaciones gubernamentales del siglo XVI al XVIII, el historiador Colin Maclachlan
nota un cambio en la lógica del estado español, de una carga divina para dirigir la
comunidad cristiana a la búsqueda de la prosperidad material.13 Durante el siglo XVIII,
los reformadores y filósofos insistieron en que el progreso material dependía de una
población ambiciosa y capaz de participar en proyectos estatales. Bernardo Ward, autor
del influyente Proyecto Económico, instó al gobierno español a desafiar las costumbres
de sus ciudadanos “porque si no inculcamos hábitos laborales en ellos, nunca podremos
introducir el espíritu de la industria; y sin este espíritu, todos nuestros esfuerzos para
mejorar la agricultura, las labores especializadas, las fábricas y el comercio serán de poca
utilidad.”14 Haciendo eco de los sentimientos de Ward, otro entusiasta declaró que,

9
Eduardo Baez Macías ed., “Ordenanzas para el establecimiento de Alcaldes de Barrio de la
Nueva Espda ciudades de México y San Luis de Potosi”, Boletin del Archivo General de la Nación,
2 series, 10, 1969, 79.
10
Hipólito Villarroel, México por dentro y por fuera bajo el gobierno de los vireyes, o sea
enfermedades politicas que padece la capital de esta Nueva España, México: Impresor del C.
Alejandro Valdes, 1831, 71. Para más información sobre el tratado de 1783 de Villarroel, véase
Genaro Estrada, Nuevas notas de bibliografia Mexicana, Secretaria de Relaciones Exteriores,
México, 1954, 6.; Macías, ed., “Ordenanzas para el establecimiento”, 78.
11
Michael Charles Scardaville, “Crime and the Urban Poor: Mexico in the Late Colonial Period”,
(Tesis de doctorado, University of Florida, 1977), 14.
12
Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 274.
13
Colin M. Maclachlan, Spain’s Empire in the New world: the Role of Ideas in Institutional and
Social Change, Berkeley: U. of California P., 1989.
14
Bernardo Ward, Proyecto Económico, Madrid: D. Joachin Ibarra, Impresor de Camara de S.M.,
1762,206.
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“nuestros predecesores estaban preocupados por el bien de la república, sin embargo


reconocemos que esto requiere la transformación de costumbres y hábitos.” 15 Los
alcaldes, soldados de infantería de la moral urbana, representaban una intrusión del poder
estatal en la vida cotidiana facultada para crear trabajadores favorables para los proyectos
económicos estatales y privados.
Para cumplir este propósito, los Alcaldes de Barrio centraron gran parte de su
atención en una institución en particular, donde las clases populares promulgaban sus
propias concepciones de propiedad pública: los lugares para beber de la ciudad.

Que haya luz: Vigilando las tabernas.


A fines del siglo XVIII, 1600 tabernas –incluidas 45 pulquerías legales– manchaban el
paisaje urbano, una por cada 56 personas mayores de 15 años.16 En el centro de la cultura
pública de los pobres, las élites consideraban a las pulquerías como bastiones cavernosos
del vicio; al ponerlos bajo vigilancia, esperaban que la cultura “pública” purificada
volverse una realidad. En 1771, mucho antes del establecimiento de los Alcaldes de
Barrio, el Emisario Real José de Gálvez reconoció a las tabernas como centros de una
cultura popular no favorables a los proyectos de la Corona, lamentando ante el virrey
Antonio María Bucareli y Ursua que “no haya suficientes funcionarios para supervisar
los innumerables abusos de las pulquerías, que constituyen el centro real y el origen de
los errores y pecados públicos en los que esta numerosa población se involucra.”17 Como
el punto central percibido de la vida popular, las pulquerías se convirtieron en objeto de
reformas diseñadas para transformar a los pobres.
Aunque el asalto en pulquerías fue un agravio general contra las normas de
comportamiento de la plebe, el delito principal contra el orden público cometido en las
tabernas fue la embriaguez, que las élites creían que socavaba la disciplina de la fuerza
laboral. Dirigiéndose a una sesión abierta de la Junta de Gobierno, acerca del problema
de la embriaguez en la ciudad, su presidente opinó que “nada podría ser más importante
para un cristiano piadoso, un político capaz o un organismo gubernamental creado para
proteger y promover el comercio, la industria y la agricultura, que la creación de
trabajadores sobrios y motivados.”18 Lo que es más importante, el pulque minó la
producción en la Fábrica Real de Tabaco, donde su abuso –según Revillagigedo–
“condujo a altas tasas de absentismo y discapacidad en los empleados de la fábrica y otros
trabajadores, de asegurar y mantener el empleo en un comercio respetable.”19 Las
ganancias y creación de un nuevo hombre y una nueva mujer lo suficientemente
entusiastas y sobrios como para asegurarlo, motivaron las campañas antialcohol del
régimen.
Pero los borrachos escandalosos no fueron el único problema en las tabernas. Los
agentes del rey y otras élites de Ciudad de México vituperaron contra los efectos
perniciosos de los juegos de azar en la disciplina de la fuerza laboral. Los apostadores
15
Prior Oloqui, “Discurso”, Ciudad de México, 6 de junio de 1807, AGN, Civil, vol. 2126, exp. 2,
fol. 9v.
16
Estos cálculos son de Scardaville, véase su trabajo “Alcohol Abuse and Tavern Reform in Late
Colonial Mexico”, Hispanic AHR 60:4,1980, 645.
17
Fabian de Fonseca y Carlos de Urrutia, Historia general de Real Hacienda, 6 vols., México:
Departamento de Gráficas de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, 3: 403-407.
18
Prior Olloqui, “Discurso”, Ciudad de México, 6 de junio de 1807, AGN, Civil, vol. 2 126, exp. 2,
fol. 9.
19
Virrey Revillagigedo, lnstrucción reservadaque el Conde de Revillagigedo dio a su successor en
el mando, Marqués de Branciforte sobre el gobierno de este continente en el tiempo que fue su
virey, México: C. Agustin de Guiol, 1831, 34.
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frecuentaban las 49 salas de billar legales (truco y villar) donde, además del ajedrez, el
billar y las damas, pequeños grupos de hombres jugaban a las cartas y los dados en cuartos
traseros llenos de humo.20 El juego también inundó establecimientos ilegales, calles de la
ciudad, techos de edificios de apartamentos lejados de los ojos de la ley y los numerosos
restaurantes y posadas pequeñas cuyos dueños advirtieron a los clientes al acercarse la
policía.21 Sin embargo, lo más alarmante para los reformadores fueron las multitudes de
jugadores en las pulquerías: en un estudio de la vida en la taberna publicado en 1784, una
comisión del rey compuesta por el arzobispo, el regente de la Inquisición y un funcionario
de una organización tributaria del pulque, informó que en las tabernas “a cualquier hora
del día o de la noche, pero especialmente entre las diez y las cuatro, se ven a hombres y
mujeres sentados en el piso comiendo, bebiendo y jugando.”22 Estos respetables hombres
se escandalizaron por los clientes de las tabernas jugando –poniendo su fe en la suerte,
en lugar de en el trabajo duro para asegurar su éxito financiero– durante las mismas horas,
de diez a cuatro o cinco, cuando deberían haber estado involucrados en una actividad más
disciplinada y productiva.23 Los reformadores se opusieron a la improvisación de los
trabajadores como Modesto Palacios, quien se quejó después de su arresto de que había
apostado sus ganancias porque su salario de platero de cuatro reales era inadecuado para
alimentar a su familia.24 Las élites consideraron a los juegos de azar como un obstáculo
para el desarrollo de una clase trabajadora debidamente motivada.
Revillagigedo, quien creía que el juego un vicio dominante en la ciudad y una
causa principal de la pereza y la haraganería, prohibió a los artesanos, maestros,
aprendices y trabajadores jugar durante las horas de trabajo o en la noche; también
ilegalizó todo juego en tabernas, instando a los clientes a cambiar a los juegos de pelota,
ya que promovían el vigor en el lugar de trabajo.25 Villarroel también señaló que el juego
causaba “miseria y pobreza” y conducía al “notorio abandono público de hombres y
mujeres, no sólo en la capital, sino en todo el reino.”26 Sin embargo, los esfuerzos de los
burócratas reformadores para transformar las actitudes en torno al juego fueron viciados
por sus propios intereses: la lotería Real fue una fuente importante de los ingresos
públicos en la Ciudad de México. En una medida atribuible más al espíritu moral
animador del régimen que a las maquinaciones de cualquier reformador en particular, esta
paradoja se resolvió desviando fondos de una lotería auxiliar a proyectos de obras
públicas y ofreciendo relojes franceses como premios.27 Si los pobres tuvieron que jugar,
al menos algunos de ellos prestarían más atención al tiempo que malgastaron en esta
búsqueda.
En efecto, la pérdida de tiempo fue un tema dominante de la retórica reformadora,
y se creía ampliamente que el pulque y el juego arriesgaban no sólo los hábitos de ahorro
y la industria, sino también la inculcación de la disciplina del tiempo. Sin embargo, el

20
José de Castro a Revillagigedo, Ciudad de México, 3 de diciembre de 1792, AGN, Historia, vol.
75, exp. 15, fols. 1-4.
21
Venegas, “Bando”, Ciudad de México, 14 Ene. 1813, AGN, Bandos, vol. 27, fol. 3.
22
Comisión del rey, “Informe sobre pulquerias y tabernas el ano de 1784”, Boletin del Archivo
General de La Nación 18,2,1947, 213.
23
Comisión del rey, “Informe sobre pulquerias”, 213-2 14.
24
Citado en Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 99.
25
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 29 de octubre de 1790, AGN, Bandos, vol. 15, no.
88, fol. 235; véase también Gazetas de México, 2 de noviembre de 1790, tomo 4, núm. 21, p.
190, col. 1.
26
Villarroel, México por dentro, 114-115.
27
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 2 de junio de 1790, AGN, Bandos, vol. 15, no. 71,
fol. 191; véase también Gazetas de México, 23 de marzo de 1790, tomo 4, núm. 6, p. 46, col. 1.
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deseo de acostumbrar a los indolentes a los nuevos imperativos temporales del régimen
nunca alcanzó el nivel de un plan debidamente elaborado y puesto en práctica; más bien,
las preocupaciones sobre el tiempo resonaron en toda la ciudad. Una de las
responsabilidades de los Guardafaroleros –la fuerza policial de 92 hombres creada por
Revillagigedo para proteger las nuevas farolas–, consistía en informar en voz alta a la
población sobre la hora y la temperatura.28 Incluso el estruendo de las campanas de la
iglesia irritaba a la gente culta –incluido Villarroel, quien lamentó tanto la “libertad que
hay en esta capital del uso indiscreto de las campanas” como sus efectos perniciosos en
el descanso de los convalecientes y los sanos.29 Igualmente desconcertado por el clamor,
el virrey Revillagigedo ordenó al arzobispo que toque la campana de la catedral en horas
regulares en lugar de en el momento de diversas funciones religiosas.30 Así, el entorno
sonoro urbano contenía una pedagogía implícita: la muchedumbre sentía ahora la presión
del tiempo porque eran conscientes de su paso en unidades marcadas regularmente.
No contento con orquestar reformas económicas y administrativas, Revillagigedo
y sus contemporáneos reconocieron la transformación de las costumbres y los estilos de
vida del pueblo bajo como fundamentales para el proyecto borbónico. Los hábitos y
prácticas de las personas –especialmente las relacionadas con el alcohol, el juego y el
tiempo–, eran desórdenes que debían ordenarse.
La división de la ciudad en 32 jurisdicciones y las dos nuevas fuerzas policiales
representaron los esfuerzos para restablecer el despilfarro a la razón. Los Alcaldes de
Barrio y los Guardafaroleros representaron una manifestación material de la nueva lógica
del estado, fomentando la prosperidad material y del reconocimiento que esto requería,
inmbuyendo a la población de una ética laboral. En marcado contraste con la obsesión de
la policía inglesa del siglo XVIII por proteger la propiedad privada, los agentes de la
Ciudad de México se concentraron en crímenes contra la moral.31 De hecho, los alcaldes
persiguieron vigorosamente por iniciativa propia sólo aquellos malhechores involucrados
con tabernas, intoxicación, juegos de azar, promiscuidad sexual, incontinencia o conducta
desordenada (serenatear en las calles, defecación pública, fiestas nocturnas), investigando
otros crímenes, como el vandalismo, sólo después de haber presentado una denuncia.32
En 1798, año en que los registros de arrestos están más completos, los delitos relacionados
con el alcohol representaban el 45% del total de detenciones: 24% por infracciones en
tabernas, 21% por embriaguez y menos del 1% por venta ilegal de bebidas alcohólicas. 33
El mismo año, la policía arrestaba a un notable de cada ocho miembros de la clase baja;
y el número total de arrestos aumentó de 1000 a 10000 por año entre principios y finales

28
Vargas-Rea, ed., Cuaderno de las cosas memorables que han sucedido en esta ciudad de
México y en otras en el gobiemo del Exmo. Señor Conde de Revillagigedo, México: Biblioteca
Aportación Historica, 1947, 11-12; Revillagigedo a [?], Ciudad de México, 3 de abril de 1790,
AAA, Alumbrado, vol. 345, exp. 7, fol. 10.
29
Villarroel, México por dentro, 80.
30
“Residencia de Revillagigedo”, Ciudad de México, AGN, Historia, vol. 60, exp. 2, fol. 19;
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de providencias de policía de Mexico del segundo
conde de Revillagigedo”, en Suplemento al boletín del Instituto de lnvestigaciones Bibliograficas,
14-15, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1982, 33; Gazetas de México, 25 de
octubre de 1791, tomo 4, núm. 45, p. 418, col. 1.
31
Sobre la policía inglesa, véase Douglas Hay, Peter Linebaugh, John G. Rule, E.P. Thompson y
Cal Winslow, Albion’s Fatal Tree: Crime and Society in Eighteenth-Century England, NY:
Pantheon, 1975.
32
Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 10.
33
Scardaville, “Alcohol Abuse and Tavern Reform”, 645.
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de la década de 1780.34 Con el respaldo de las élites urbanas –temerosas de las multitudes
,que consideraban atormentadas y mercuriales– y de un estado cada vez más tentacular,
los Alcaldes de Barrio y los Guardafaroleros proporcionaron una dura lección de decoro
y propiedad a los pobres.
Pero los reformadores también emplearon un enfoque más sutil: el de remodelar
los interiores de las tabernas como un medio para elevar la conducta moral de sus clientes.
Decidido a persuadir a los residentes de las tabernas para que dediquen su tiempo a
actividades más “racionales” –es decir, a trabajar–, Revillagigedo se embarcó en una
campaña para eliminar los incentivos para socializar y perder el tiempo en las tabernas.
Emitió un decreto Real que ordenaba la eliminación de todos los asientos –las bancas y
otros accesorios de taberna– de las pulquerías; estableció sanciones más estrictas contra
los borrachos y los dueños que vendían antes o después de las horas 35; y ordenó a los
nuevos magistrados hacer cumplir las ordenanzas existentes contra la venta de comida en
las tabernas.36 El virrey incluso autorizó a la policía a retirar a los trabajadores de tabaco
de las pulquerías si se demoraban antes del trabajo por la mañana o durante el receso de
la tarde.37 No se toleraba perder el tiempo –ya sea en las pulquerías o en cualquier otro
lugar.
Los reformadores se esforzaron en crear una Ciudad de México donde la conducta
desagradable, al no encontrar refugio, ningún alivio de la mirada pública, cesaría por
completo. Los interiores tenuemente iluminados de las pulquerías, su intimidad, en
particular los reformadores imitados, que los consideraban “una tapadera para cometer un
número infinito de pecados.”38
Insistiendo en que “era más fácil evitar errores que castigarlos”, el meollo
filosófico de las reformas ambientales –los administradores de la Corona emitieron
regulaciones diseñadas para expandir su alcance sobre las tabernas y así forzar a los
malhechores a interiorizar la noción de comportamiento público adecuado de la cultura
dominante.39 En 1789, las Gazetas de México, un boletín de noticias bimestral que
publicaba frecuentemente proclamas gubernamentales, especialmente aquellas
relacionadas con la moralidad urbana, publicó la copia de un edicto de la Policía que
declaraba que las cortinas de las tabernas eran una “cobertura para los males causados por
la bebida, como la mezcla de hombres y mujeres viciosos y vagos, el juego ilegal y otros
escándalos perjudiciales para la república.”40 En 1793, para facilitar la vigilancia de las
tabernas y prevenir/evitar que “muchos excesos se cometieran dentro”, el virrey
Revillagigedo ordenó la eliminación de las paredes laterales de todas las pulquerías, así
como las pesadas cortinas de las ventanas que adornaban las vinaterías; también insistió
en que todos los bares estén bien iluminados después de las nueve de la noche.41 Al

34
Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 274.
35
Revillagigedo, Instrucción reservada, 89; véase también Antonio Mendez Prietto a
Revillagigedo, Ciudad de México, 13 de diciembre de 1792, AGN, Policía 19, fol. 40r.
36
Revillagigedo, Instrucción reservada, 90; véase también Joseph Sarutti a Revillagigedo, Ciudad
de México, 3 de enero de 1793, AGN, Policía, vol. 19, fol. 69.
37
Vargas Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 11-12.
38
Alcalde de Barrio #13 a Juez Mayor Jacobo, Ciudad de México, 12 de octubre de 1807, AGN,
Policía, vol. 34, exp. 6, fol. 85v.
39
Virrey Garibay, “Bando”, Ciudad de México, 10 de enero de 1809, AGN, Policía, vol. 34, exp. 9,
fol. 164.
40
Gazetas de México, 17 de febrero de 1789, Tomo 3, Núm. 25, p. 4, col. 1.
41
Revillagigedo, “Ordenanzas de pulquerías”, Ciudad de México, 25 de enero de 1793, AGN,
Bandos, vol. 17, fol. 32. On the curtains see also the Gazetas de Mexico, 17 February 1789, Tom0
3, Num. 25, p. 4, col. 1.
191

iluminar las tabernas, el estado trató de iluminar a los ciudadanos ignorantes de la Ciudad
de México; el hecho de prender la antorcha en estos espacios cavernosos, en vez de llevar
a unos pocos individuos a la luz como en la parábola de Platón, revela la nueva visión de
poder de los borbones –una visión intervencionista.
Asumiendo que los pobres se transformarían si fueran visibles, los reformadores
ejercieron sus intrusiones oculares como un arma contra los nuevos males cívicos, “los
errores de los hombres que ocurren a cada momento.”42 Si se les dejaba a sí mismos fuera
del campo total de la visibilidad de la clase alta, donde la opinión, la observación y el
discurso de sus superiores los contendrían de actos perniciosos; los pobres –según los
reformadores-, no tenían medios de regulación interna. Por lo tanto, los funcionarios
encargados de hacer cumplir la ley no limitaron su escopofilia a las pulquerías: para
romper las barreras que mantenían a los pobres apartados de los ojos del poder, los
Alcaldes de Barrio destruyeron edificios abandonados, instalaron farolas en callejones
con poca luz y se retiraron los toldos de los pórticos.43 De hecho, después de los repetidos
esfuerzos de las administraciones anteriores, los cuerpos de Revillagigedo instalaron
farolas por toda la ciudad.44 Las nuevas luces –explicaba Revillagigedo- no sólo
mejoraron la ciudad estéticamente, sino que también “evitaron los pecados públicos que
la oscuridad facilitaba y cubría.”45 Así como la expresión “pecados contra el orden
público” se unió a “pecados contra Dios” en el discurso borbónico, con la iluminación de
la ciudad y el establecimiento de los Alcaldes de Barrio, los reformadores intentaron
reemplazar, implícitamente, la idea de los ojos de un dios omnisciente o, tal vez, los
chismes de un pueblo, con los ojos del estado.
Eso, en cualquier caso, era lo esperado. Pero los alcaldes corruptos y
derrochadores y la pura maldad popular conspiraron para frustrar la mayor parte de las
reformas de las tabernas. Superados y más hábiles, los reformadores libraron una batalla
desesperada contra el verdadero público: los pobres de la Ciudad de México. Aunque las
cortinas de las tabernas se eliminaron por completo, y varios años después del edicto de
Revillagigedo, los alcaldes derribaron las paredes de muchas de las pulquerías, sólo siete
de los 42 bares legales cumplieron por completo con la estipulación de estar abiertos por
tres lados. El 20% tenía dos lados cubiertos, el 42% tenía tres muros y el 40% permanecía
completamente cerrado.46 Si bien la razón precisa de esta aplicación desigual sigue siendo
un misterio, la malversación a menudo obstaculizó las campañas; un cronista anónimo
informó que “en lugar de detener o controlar los abusos”, los alcaldes se habían

42
Comisión del rey, “Informe Sobre Pulquerias”, 207-208; Macias ed., “Ordenanzas para el
establecimiento”, 79.
43
Maestro Mayor a [Cano?], Ciudad de México, 3 de noviembre de 1802, AAA, Policía en
General, vol. 3629, exp. 122, fol. 3; Real Junta de Policía a Revillagigedo, Ciudad de México, 2 de
marzo de 1791, AAA, Alumbrado, vol. 345, exp. 7, fol. 12; “Sobre los defectos notados por el
alcalde de quartel menor #23”, Ciudad de México, 1791, AAA, Policía en General, vol. 3629, exp.
140, fol. 3.
44
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 26 de noviembre de 1790, AAA, Alumbrado, vol.
345, exp. 7 fol. 35; Gazetas de México, 7 de diciembre de 1790, Torno 23, pp. 220-222;
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, AGN, Bandos, vol. 15, no. 94, fol. 249; Francisco
Sedaño, Noticias de México, recogidas desde el ano de 1756, ed. Joaquin Garcia Icazbalceta, 3
vols., México: J.R. Barbedillo, 1880, 2: 42; Gonzalez Polo y Acosta ed., “Compendio de
provedencias”, 14-15.
45
Revillagigedo a Nobilisima Ciudad, Ciudad de México, 3 de enero de 1790, Ciudad de México,
AAA, Alumbrado, vol. 345, exp. 9, fol. 1v.
46
“Residencia de Revillagigedo”, Ciudad de México, AGN, Historia, vol. 60, exp. 2, fol. 19;
Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 219.
192

convertido en “conductores libres para propagar abusos y participar en injertos e


irregularidades.”47 La ingeniería social por mandato legislativo dependía de magistrados
ansiosos y éticos; y más de unos pocos agentes eran menos entusiastas.
Aún menos cautivados por las restricciones estuvieron las clases populares
mismas, que se burlaron de la retórica de la reforma al ocupar pulquerías legales y
frecuentar los establecimientos menos regulados. Cuando, en 1811, el virrey Venegas
prohibió merodear en las tabernas, el Superintendente de Policía de la ciudad lamentó que
“en lugar de emborracharse en los espacios públicos donde todo se puede conocer y ver,
ahora ellos [la plebe] lo hacen en las esquinas secretas de un callejón o en un lugar remoto,
lejos del centro de la población y las observaciones de la justicia.” 48 Si bien el vuelo
proporcionó una táctica, el gran número de edictos relacionados con la embriaguez y el
continuo arresto de delincuentes indican que los pobres nunca concedieron por completo
las pulquerías a las élites. Aunque los alcaldes observaban las tabernas de la ciudad con
una intensidad logísticamente imposible antes de su establecimiento en 1782, los pobres
de Ciudad de México continuaron bebiendo, jugando a las cartas, bailando, socializando
y siguiendo sus propios planes en las pulquerías.
Pero la incapacidad de la burocracia borbónica para transformar sin problemas la
retórica en realidad no debería restarle importancia, ya que la legislación moral en la
Ciudad de México reclamaba una gran cantidad de tiempo y atención burocrática –mucha
más, por ejemplo, que los conflictos entre la Iglesia y el estado o entre los criollos y los
españoles nativos. Además, las jeremiadas de los reformadores contra la bajeza moral, su
evasión directa de las realidades económicas que incitaron comportamientos como el
juego y su temor exagerado a los pobres, proporcionan una sensación convincente del
abismo cada vez más grande entre la cultura popular y de élite. Los pronunciamientos de
la élite alinearon la improvisación, la embriaguez, la oscuridad y las multitudes de las
pulquerías en oposición implícita al ahorro, la sobriedad, la luz y el individuo solitario y
autónomo.49 La retórica de la reforma proporcionó un medio para reconocer públicamente
la distancia de uno de la cultura de la plebe, una forma de demostrar los elementos
culturales de la pertenencia a la élite. La repetición predecible de un limitado número de
términos para describir a los pobres –“cochinos”, “obsesionados”, “imprevisibles”–
revelan la medida en que las abstracciones habían reemplazado la intimidad, el contacto
personal entre clases, la medida en que los pobres se habían convertido en “objetos” de
reforma.50 Los autores de los edictos de reforma, sermones y tratados retóricamente a sí
mismos y a sus lectores literarios de gente culta como un grupo en conflicto que defendió
un bastión moral contra un “ellos” que royeron hasta sus bases. Así, aunque los alcaldes
no podían iluminar los rincones oscuros de todas las tabernas y hogares ilegales en la
Ciudad de México, la retórica de la reforma controlaba, de hecho, definía, los límites
culturales de la pertenencia de clase.

47
Gonzalez-Polo y Acosta ed., “Discurso sobre la policía”, 78.
48
Virginia Guedea, “México en 1812: Control político y bebidas prohibidas”, en Estudios de
Historia Moderna y Contemporanea de México, vol. 8, México: Universidad Nacional Autónoma
de México, 1980, 48.
49
Para un sugerente análisis del papel de las campañas de moralidad en la formación de la
identidad de la clase media, véase William Earl French, “Peaceful and Working People: The
Inculcation of the Capitalist Work Ethic in a Mexican Mining District”, Distrito de Hidalgo,
Chihuahua, 1880-1920, tesis de doctorado, U. ofTexas en Austin, 1990.
50
Para un análisis teórico de la función retórica del estereotipo, véase Homi K. Bhabha, “The
Other Question... Homi K Bhabha Reconsiders the Stereotype and Colonial Discourse”, Screen,
24:6, 1983, 18-36.
193

La verdadera explosión del discurso sobre las costumbres de los pobres, y la nueva
policía diseñada para llevar la pedagogía estatal a las calles, sólo se puede entender
completamente a la luz del proyecto económico de arranque de España para su colonia y
las cambiantes configuraciones de clase en la ciudad.51 Patricia Seed ha sostenido que
después de mediados del siglo XVIII, las familias prominentes de la Ciudad de México
que se habían beneficiado del auge de la minería y la manufactura buscaron formas de
distinguirse de los trabajadores itinerantes y manuales que constituían la mayor parte de
la creciente población española de la ciudad. El lenguaje de la casta resultó ser inadecuado
para expresar el cambio en los valores que hicieron que la búsqueda de riqueza fuera más
respetable y la clase económica, no la raza, la división social más destacada.52 Dado que
la adquisición no había perdido por completo su connotación como un interés en mosaico
tile impropio de un caballero, a la sociedad se le impidió desarrollar un nuevo dialecto
que reflejara con precisión sus nuevas disparidades económicas más fundamentales.53
Así, mientras los reformadores vinculaban explícitamente las campañas de moralidad con
el éxito de las aspiraciones económicas del estado, sus esfuerzos también estaban
animados por un deseo de autodefinición. Los reformadores, y las élites en general,
pueden haber buscado las palabras para expresar la importancia de sus fortunas, pero no
eran nada menos que locuaces en los aspectos culturales de su identidad. Se forjaron un
sentido de sí mismos como hombres iluminados al considerar a los pobres como sus
antítesis; y el teatro de la Ciudad de México resonó con sus declaraciones, edictos,
sermones y pronunciamientos.

Construyendo el espacio público


Los reformadores complementaron las campañas para transformar a los ciudadanos
indolentes de la Ciudad de México en miembros del “público” con esfuerzos sin
precedentes para controlar la representación del aspecto público. Si bien la retórica
reformista explicaba las divisiones entre la cultura alta y baja en el dialecto de la
moralidad, la nueva voluntad de refinamiento entre la gente culta se manifestó en la
topografía cambiante de la ciudad, mientras los reformadores trabajaban para eliminar el
contacto con sus alter-egos acechadores, los miembros de la clase popular. La gente culta
se esforzó por expulsar la cultura popular fuera de las calles y plazas –para marginarla
geográficamente– y reemplazarla con una demostración de su organización racional del
espacio público. Pero debido a que los pobres constituían el público mayoritario, la
ocupación del espacio público de la élite implicó una batalla continua contra la cultura
popular. El centro de esta batalla fue la importancia simbólica de la limpieza.
Aunque no se limita a su administración, las campañas de limpieza y renovación
urbana alcanzaron su punto culminante bajo el mandato del virrey Revillagigedo (1789-
1794), cuyos hábitos personales lo marcaron como el ejemplar, aunque un tanto
excéntrico, hombre borbónico. Frente al intenso fuego mientras estaba estacionado en el

51
David E. Apter ha notado la recurrencia de “una forma de puritanismo contemporáneo [que]...
enfatiza el ahorro social, el trabajo duro, la dignidad del trabajo y el desinterés, “particularmente
en los “nuevos estados” involucrados en “operaciones económicas de arranque.” Véase su
“Political Organization and Ideology”, en Wilbert E. Moore y Arnold S. Feldman, Labor
Commitment and Social Change in Developing Areas, Nueva York: Greenwood 1960, 326, 328,
331, 347. Agradezco a Alan Knight por dirigirme a esta fuente. Para una discusión sugestiva del
espíritu moral animador de otro período de la historia mexicana, lo que Knight llama “ideología
desarrollista”, véase su “The Ghost in the Machine”, en The Mexican Revolution, vol. 2, Lincoln:
Nebraska UP, 1986, 497-517.
52
Seed, To Love, 212.
53
Seed, To Love, 222.
194

fuerte de Gibraltar, Revillagigedo había salido peinado y adornado, “como si fuera a


presentar sus respetos a otro general o príncipe.”54 Cuando un asistente le informaba que
su esplendor y cuidado sartorial provocaba mucha alegría, él le contestaba que mientras
que la gente lo considerara valiente, poco importaba si decían que estaba limpio. Su
obsesión continuó en la Ciudad de México, donde se alimentaba únicamente de la comida
que le enviaba un convento de las monjas capuchinas, que colocaba los platos en una caja
herméticamente cerrada para que sólo él y la madre superiora tuvieran llaves. Sus
recámaras personales contenían una variedad de finos jabones y peines, uniformes
limpios perfumados con cedro y sándalo, y una selección de los más finos perfumes –
todo lo cual distribuía libremente a sus asistentes presuntamente ácres y pestíferos. 55 Sería
erróneo, sin embargo, buscar una etiología sexual –una madre obsesiva o un padre
autoritario– para la fobia a la suciedad y los excrementos de Revillagigedo. Si el virrey
estuvo preocupado por su inconsciente, fue una inconsciente político e históricamente
específico, un temor al regreso de los reprimidos socialmente. La histeria del virrey se
basaba en lo que había sido excluido a nivel de identidad social, lo que se había marcado
como el otro lado de la frontera de su propio sentido de ser como miembro de una élite:
las costumbres y hábitos de los pobres.
Las calles de la Ciudad de México se convirtieron en un escenario para que los
reformadores mostraran su poder para crear un mundo limpio, ordenado y racional, un
lugar para que pudieran hacer un espectáculo de sí mismos. Fue una tarea abrumadora.
Los mercadillos y las calles de gran aglomeración habían sido sorprendentemente
promiscuos; los vendedores de comida, los vagabundos y los sirvientes se apresuraron a
posicionarse con la gente culta, de modo que, para emplear la frase de Bakhtin, el decoro
y lo grotesco “se miraron mutuamente.”56 Esto percibía una mezcolanza que violaba las
nuevas divisiones sociales entre la cultura alta y baja: la inundación de basura y perros en
la Plaza Mayor, escribió un observador de élite, “era alarmante para los que pasaban,
especialmente si no eran de las clases cubiertas de mantas y desnudos que habitaban ese
recinto.”57
Una mezcla laberíntica de chozas y puestos de comida ocupaba esta plaza central,
refugiando a los hombres y las mujeres que “cometían excesos de varios tipos, ya que era
imposible ejercer vigilancia en... ese espacio desordenado y confuso.”58 Se dijo que los
delincuentes eludían la aprensión al pasar por los tortuosos pasillos; una mujer casada se
ocultó allí durante días de la policía de la ciudad y su marido frenético hasta que decidió
convocarlo a su escondite.59 Si la plaza dejaba a los pobres invisibles ante la ley, los
observadores alarmados notaron con mayor disgusto los orificios expuestos de los
“hombres y mujeres, con la ropa levantada, que orinaban y defecaban en la plaza sin
vergüenza o bochorno.”60 Escandalosa, desordenada y sucia desde el punto de vista de las
élites, la plaza había sido controlada hasta entonces por las clases populares.

54
Arzobispo Ramón Francisco Casaus y Torres, [n.d., n.p.], citado en James Manfred Manfredini,
“The Political Role of the Count of Revillagigedo Viceroy ofNew Spain, 1789- 1794”, tesis de
doctorado, Rutgers University, 1949,33.
55
Manfredini, “The Political Role”, 3.
56
Mikhail Bakhtin, Rabelais and his World, trad. H. Iswolsky, Cambridge: M.I.T. Press, 1968, 465.
57
La Defensa, “Testimonio del escrito presentado por el defensor del exmo. senor conde de
Revillagigedo”, Ciudad de México, [1799], en “El segundo conde de Revillagigedo (Juicio de
Residencia)”, Publicaciones del Archivo General de La Nación 22, 1933, 106.
58
Revillagigedo, Instrucción reservada, 167.
59
Vargas-Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 20.
60
Sedaño, Noticias de México, 3:32.
195

Como centros de la vida pública de la ciudad, la Plaza Mayor y el palacio virreinal


se convirieron en lugares particulares de lucha en la batalla contra las propias nociones
de propiedad pública y espacio público de los pobres. El cronista contemporáneo
Francisco Sedaño informó que antes de las renovaciones de Revillagigedo el palacio
contenía “una sala de billar, una panadería, puestos públicos de pulque, venta privada de
alcohol, juegos de azar públicos entre la guardia del palacio... y montañas de basura y
alcantarillado.”61
A principios de la década de 1790, los reformadores retiraron los puestos de
pulque, la basura y los excrementos, y los numerosos perros, reses y cerdos de la plaza
central y el patio del palacio y trasladaron el gran mercado a la plaza Volador.62
Adoquines estratégicos alinearon esta nueva plaza y 74 farolas de cristal majestuosas
brillaban por la noche, cuando el mercado estaba cerrado al público.63 Para vigilar el área,
Revillagigedo creó el cargo de Juez de Plaza, que patrullaba cuidadosamente el nuevo
mercado, asegurando que “nada pasaba en la plaza sin que se de cuenta.”64 Adornados en
uniformes con sombreros emplumados de “estilo español antiguo”, dos guardias de la
plaza aplicaron regulaciones detalladas que rigen las ubicaciones simétricas de los
puestos, su agrupación por el tipo de mercancía que vendían e incluso la pintura fresca y
los números que decoraban sus paredes.65 Si bien la plaza Volador acogía el mercado más
grande de la ciudad, la Plaza Mayor albergaba un monumento a la ocupación de la élite:
en el centro de la plaza, el marqués de Branciforte, el sucesor de Revillagigedo, erigió
una estatua de madera de Carlos IV rodeada por una balaustrada de piedra elíptica que
disuadía la coagulación indeseable de las muchedumbres; en 1803, el virrey Iturrigaray
reemplazó la estatua con una versión de bronce más robusta que la original.66 Las
representaciones proteicas y abigarradas de la cultura popular que alguna vez ocuparon
el centro de la Plaza Mayor se redefinieron como sucias y crudas, y como la antítesis del
espacio público emergente.
Cuando los reformadores expulsaron a la plebe de la esfera pública, también les
impidieron entrar en los espacios diseñados para los placeres más refinados de la élite.
Durante el mandato de Revillagigedo, se limpiaron los verdes senderos de la céntrica
Alameda y se denegó la entrada a los sucios, los descalzos o los semidesnudos.67
Villarroel se había escandalizado por la transgresión de las fronteras de la élite y lo
popular que había ocurrido previamente en el pequeño parque. En lugar de proporcionar
tranquilidad y disfrute gentil, el parque, informó un angustiado Villarroel, “sirvió más

61
Citado en L. Gonzalez Obregon, México viejo: noticias historicas, tradicionales, leyendas, y
costumbres, México: Porrua, 1976, x-xi.
62
Jose Gomez, Diario curioso y cuademo de las cosas memorables en México durante el gobierno
de Revillagigedo, (1789-1794), ed. Ignacio Gonzalez Polo y Acosta, México: Universidad Nacional
Autónoma de México, 1986, 46; Sedaño, Noticias de México, 3:32; Revillagigedo, Instrucción
reservada, 179.
63
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de Providencias”, 29; guardias, luces y adoquines
también se agregaron al mercado de Santa Catarina y al mercado de Las Vizcanas, 29-30.
64
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 11 de noviembre de 1791, AGN, Bandos, vol. 16,
fol. 100; véase, además, Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 12; para más sobre las nuevas
regulaciones de plaza emitidas por Revillagigedo, véase “Residencia de Revillagigedo”, Ciudad
de México, AGN, Historia, vol. 60, exp. 2. fol. 15.
65
Vargas-Rea, Cuaderno de las cosas, 121; Gonzalez Polo y Acosta, “Compendio de
Providencias”, 30; Revillagigedo, Instrucción reservada, 179.
66
Viqueira Albán, ¿Relajados o reprimidos?, 239.
67
Revillagigedo, “Bando”, agosto de 1791, Ciudad de México, AGN, Bandos, vol. 16, fol. 72;
Gonzalez Polo y Acosta, “Compendio de provedencias”, 31-2.
196

para enojar y molestar a uno por la falta de orden político allí; como regla, se llena con lo
más bajo de la plebe, la suciedad y hasta la desnudez, ningún hombre de posición se atreve
a sentarse junto a ellos, por temor de ensuciarse con la inundación de pulgas.” 68 Villarroel
esperaba que el parque fuera un espacio para un nuevo público, una isla cultural ordenada
en medio de un mar de estridentes calles y tabernas. Al igual que en París, donde Daniel
Roche afirma que la policía regulaba la moral popular en un intento de “inmovilizar las
clases populares en tiempo y espacio”, en la Ciudad de México, las nuevas divisiones
culturales se ubicaron, literalmente, en la geografía urbana.69
La creciente bifurcación de la cultura de élite y la popular también estuvo
representada en el teatro, ya que los reformadores se esforzaron por reemplazar el baile
lascivo en el escenario y las risas escandalosas, las groserías y la embriaguez de los
espectadores con una intensidad sobria y especulada. Aunque las ganancias se destinaron
a un hospital público, y las comedias y obras alegres atrajeron a muchedumbres enormes
y lucrativas, las élites encontraron estas producciones “perjudiciales para el estado.”
Villarroel en particular denunció estas “pantomimas y diversiones ridículas” como “más
apropiadas para los niños que para personas decorosas y serias.”70 Los edictos virreinales
establecieron guardias especiales para las actuaciones, prohibieron la mezcla excesiva de
los sexos y exigieron que todas las producciones obtuvieran una licencia de la ciudad.71
Las nuevas leyes de licencias, declaró el virrey Gálvez en junio de 1786, aseguraron que
el público se “entretendría y educaría en buenos hábitos y costumbres.”72 El teatro
reflejaba el antagonismo entre la cultura de élite y la popular y, al igual que en plazas y
calles, se imponían restricciones al comportamiento de las bulliciosas clases bajas.
No es sorprendente que las nuevas regulaciones teatrales ensayen constantemente
los temas dominantes de los esfuerzos de reforma. El edicto de 1786, el primer esfuerzo
patrocinado por el estado para regular las representaciones teatrales de Nueva España,
declaró que los actores deben vestirse adecuadamente para dar el ejemplo a los
espectadores; que el teatro se limpie diariamente; que no se presenten sátiras de figuras
públicas; y que el público se abstenga de interrumpir y molestar a los actores, silbar,
pisotear, gritar, usar sombreros grandes o mezclarse con el sexo opuesto. Alas mujeres se
les permitía salir de su sección del teatro sólo dos veces durante el espectáculo.73 Los
editorialistas se quejaban de las actuaciones ruidosas, creyendo que el teatro perdía su
efecto didáctico si el público plebeyo participaba en el espectáculo; es decir, si
impugnaban activamente el significado de la producción. Las regulaciones del teatro
debían crear una audiencia dócil que aceptara las reglas de conducta pública de la élite
sin jugar un papel en la creación del decolage, que renunciarían a su propio sentido de
propiedad pública y adoptarían otro. La correcta postura hacia los nuevos espectáculos
públicos debía ser una distancia cortés, no una participación directa, una postura cultural
que correspondiera para –o quizás reflejara– la distancia de la élite del trabajo físico real
de producción.74

68
Villarroel, México por dentro, 74.
69
Daniel Roche, The People of Paris: an Essay in Popular Culture, Nueva York: Berg, 1987, 272.
70
Villarroel, México por dentro, 92, 91.
71
Gálvez, “Bando”, Ciudad de México, 28 de junio de 1786, AGN, Bandos, vol. 14, fol. 62.
72
Gálvez, “Bando”, Ciudad de México, 28 de abril de 1794, AGN, Bandos, vol. 17, fol. 483.
73
Manuel Manon, Historia del teatro principal de México, México: Editorial Cultura, 1932, 21-
22, 23.
74
Sobre el proceso de domesticación de las audiencias teatrales en América en el siglo XIX, véase
Lawrence W. Levine, Highbrow Lowbrow: The Emergence of Cultural Hierarchy in America,
Cambridge: Harvard UP, 1988, 11-83. Para más información sobre las reformas teatrales en la
197

Los reformadores expresaron su inquietud por la inverosimilitud de las obras


teatrales, temiendo que alentara la transgresión de las fronteras sociales. Un edicto de
1794 instó a representaciones precisas de la vida social, en lugar del desprecio barroco
por el realismo: si los sirvientes reales se quitaran el sombrero en presencia de los amos,
sus homólogos de Thespian debían hacer lo mismo. Más importante aún, las reglas
estipulaban que las criadas nunca deberían aparecer en el escenario mejor vestidas que
sus señoras.75 El escenario, como sugirió el padre Ramón Fernández del Rincón –el
censor oficial designado por Revillagigedo–, debía ser “una escuela entretenida de
virtudes públicasy privadas.”76 Pero, como lo hicieron en otras partes de la ciudad, los
pobres continuaron representando sus propias nociones de propiedad pública en el teatro,
lo que llevó a un cliente refinado a lamentarse de que, aunque se habían hecho progresos
significativos, “en esta capital es necesario acomodarse a los gustos depravados de la
plebe.”77
Para asegurarse de que el público plebeyo no se reafirmara, los Alcaldes de Barrio
destruyeron casas abandonadas, cerraron callejones y enderezaron las calles desalineadas
que desfiguraban “el aspecto público.” Así como con las renovaciones en las tabernas, las
calles simétricas, ordenadas y bien iluminadas fueron para elevar el comportamiento
moral de los ciudadanos. Revillagigedo encargó al arquitecto y Maestro Mayor de la
ciudad, Ignacio de Castera, crear un plan racional para la ciudad que facilitara la
vigilancia de la población. Después de la publicación del plan, el Virrey intentó poner los
vecindarios en conformidad con las rígidas especificaciones del plan78 al exigir el permiso
del estado para construir nuevos edificios.79 Aunque los presos asignados a proyectos de
obras públicas ampliaron y enderezaron algunas calles en el suroeste de la ciudad, los
propietarios adinerados de las áreas centrales desafiaron con éxito la destrucción
planificada de sus hogares.80 Un principio fundamental del pensamiento ilustrado es que
–para emplear el inteligente resumen de Rousseau–, el hombre nace libre pero está
encadenado en todas partes. Los reformadores borbónicos buscaron educar las cadenas –
para crear un ambiente urbano que produjera el comportamiento deseado–, no sólo para
liberar una naturaleza humana benevolente cautiva, sino para fabricar una nueva
naturaleza humana compatible con sus proyectos económicos.
Como reflejo del nuevo deseo del estado de establecer una relación inmediata con
sus ciudadanos, los Alcaldes de Barrio fijaron baldosas cerámicas hermosas y con

Ciudad de México, véase el brillante análisis de Viquiera Albán en ¿Relajados o reprirnidos?, 53-
122.
75
Enrique de Olavarri y Ferrari, Reseña historica del teatro en México, 1538-1911, 5 vols.,
México: Editorial Porrua, 1961, 1:99.
76
Manon, Historia del teatro, 36.
77
Olivarri y Ferrari, Reseña historica, 1:99.
78
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedencias”, 31.
79
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedencias”, 8; sobre el licenciamiento de
nuevos edificios, véase Revillagigedo, Instrucción reservada, 188; véase también Francisco de la
Maza, “El urbanismo neoclásico de Ignacio de Castera”, Anales del Instituto de Investigaciones
Estéticas, 6, 22, 1954, 93-101; para ver registros detallados de licencias de construcción emitidas
por la Ciudad, véase Junta de Policía, “Actas”, Ciudad de México, 1790, AAA, Actas de Junta de
Policía, vol. 450-A. El 18 de septiembre de 1792, por ejemplo, la Junta informó que alguien
estaba construyendo una casa sin haber presentado la documentación correspondiente. La
Junta ordenó al Juez del Cuartel investigar, fol. 39.
80
Sonia Lombardo de Ruiz, “Ideas y proyectos urbanísticos de la ciudad de México, 1788- 1850”,
en Alejandro Moreno Toscano, ed., Ciudad de México: Ensayo de construcción de una historia,
México: INAH, 1978, 169-181.
198

números claros a una altura uniforme en todas las puertas y calles de las casas.81 En el
intento del estado de reconstituir el orden social bajo el signo de lo “público”, cada
individuo ahora tendría su lugar apropiado con su propio número.82 Durante la revisión
judicial del mandato de Revillagigedo, sus detractores en el Consejo de la Ciudad,
enojados por no ser consultados sobre el proyecto de numeración, informaron que los
marcadores caros ahora adornaban incluso “las peores casas en los peores vecindarios,
incluidas las chozas indias.”83 Entonces, numerados y visibles, a los pobres les resultaba
cada vez más difícil eludir la mirada pública y los proyectos de documentación del estado.
El banquete culturalmente rico de la calle, como el de las plazas, también se volvió
cada vez más dispéptico para los reformadores. Las comedias al aire libre y los
espectáculos de marionetas, que provocaban risas estridentes de multitudes bulliciosas e
incluso caminar con cuerdas, ahora requerían una licencia de la ciudad y el permiso del
Alcalde de Barrio correspondiente; lo que es más importante, no se podían llevar a cabo
espectáculos después del anochecer.84 Las licencias oficiales especifican que no se sirva
pulque en los eventos; que no se utilicen instrumentos musicales para convocar al público;
que los actores se vistan sólo con la ropa de su propio sexo; y que la reunión se disperse
antes del anochecer.85 La cultura popular, autorizada y regulada, comenzó a desaparecer
de las calles públicas emergentes de la ciudad. Para asegurarse de que sólo los “seres
racionales” fueran visibles en las avenidas cada vez más de moda de la capital, los
reformadores iniciaron campañas enérgicas para librar a la ciudad de vacas, perros y
cerdos, con quienes los pobres estaban vinculados por la élite, como referencias a las
“pocilgas” que en la plaza se muestran. Sin embargo, a diferencia de los pobres, los
animales no se podían rehacer a imagen de las élites, sino que debían ser eliminados: en
un solo año, la ciudad exterminó a 20,000 perros y desterró a todas las vacas a las afueras
de la ciudad.86

81
“Residencia de Revillagigedo”, Ciudad de México, AGN, Historia, vol. 60, exp. 2, fol. 17; véase
también Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedencias”, 21.
82
Revillagigedo insistió en enumerar las casas, ya que facilitaba la toma del censo ordenado el
15 de febrero de 1791, Junta de Policía, “Testimonio de Oficio al Sr. Intendente Corregidor a la
Junta de Policía sobre haber dispuesto al exmo. sr. virrey se haga un padron general de esta
capital para numerar las casas y rotular con asulejos los nombres de las calles”, Ciudad de
México, 23 de julio de 1792, AAA, Calles Nomenclatura en General, vol. 484, exp. 1.
83
El enjuiciamiento, “Testimonio del cuaderno”, 66; Francisco Sedaño informó que el proyecto
de numeración databa de 1785, Sedaño, Noticias de México, 3, 79.
84
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedencias”, 23; para un informe de las
peticiones recibidas y las licencias otorgadas a artistas callejeros, véase “Libro de razones de
banos, temascales, bacas de ordena y demas perteneciente al ramo de policía de la escribania a
cargo de don. Juan Antonio Gomez, su escribano originario”, Ciudad de México, 1794, AAA,
Policía Diversas Licensias, vol. 3661, exp. 1. Dona Felipa Estrada, por citar sólo un ejemplo, se le
otorgó una licencia para hacer espectáculos de marionetas durante seis meses, siempre que se
presentara primero al Alcalde de Barrio y se abstuviera del uso de instrumentos musicales de
tipo militar, fol. 5.
85
“Diversas Liscensias”, Ciudad de México, 1793, AAA, Policía en General, vol. 796, exps. 9, 10,
11.
86
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedencias”, 19. Sobre los perros, véase
Vargas-Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 21; sobre las vacas, véase las Gazetas de México, tomo
4, num. 1, 12 de enero de 1790, p. 6, col. 1; sobre las multas contra los propietarios, véase
“Diversas liscencias”, Ciudad de México, 8 de abril de 1793, AAA, Policía en General, vol. 3628,
exp. 55, fols. 1-5.
199

Como parte de sus esfuerzos para imbuir a los pobres con nuevos hábitos de
limpieza e industria, los reformadores requirieron la participación ciudadana en las
nuevas campañas de renovación urbana: en agosto de 1790, Revillagigedo emitió un
edicto que requería que todos los ciudadanos barrieran sus pórticos a las siete en punto de
la mañana desde el 1 de octubre hasta finales de febrero, y a las seis en punto durante los
meses restantes. Los Alcaldes de Barrio instruyeron sus cargos sobre cómo barrer sin
dañar los nuevos adoquines que adornaban las calles de tierra.87 A finales del siglo XVIII,
la nueva división entre la alta y la baja cultura se manifestó en el paisaje urbano, a medida
que los abrigos y sombreros fastidiosos luchaban contra las mantas con olor a grano y
desague por el control de las calles.
Incluso las celebraciones públicas tradicionales de la Semana Santa y el Corpus
Christi fueron percibidas como perjudiciales por los reformadores; y no es de extrañar,
ya que tenían lugar en la calle, un lugar que la élite rechazó en favor de lugares más
controlados como los teatros. Todos los grupos de la ciudad participaron en las
festividades: hermandades religiosas, gremios, órdenes clericales, parroquias vecinales,
el clero secular, la Inquisición, el arzobispo, la Audiencia, el virrey, el Cabildo, la facultad
universitaria, los funcionarios reales y, antes incurrieron en la ira de los reformadores,
una colección aleatoria de pobres bulliciosos que lideraban el desfile.88 En 1790,
Revillagigedo prohibió al último grupo con sus máscaras, bailes e imágenes gigantes, –
incluido un dragón que simbolizaba el pecado ganado por gracia– de las festividades. José
Gómez, el guardia del palacio y cuidadoso diario, informó que este grupo animado y
variopinto nunca reapareció al frente de una procesión oficial.89 La alegría pascual y la
confusión de las identidades representadas por las máscaras debían ser reemplazadas por
un solo significado y un solo tono de seriedad. Las procesiones religiosas públicas
proporcionaron un discurso simbólico sobre las relaciones de clase y las formas de vida
en la ciudad, una declaración que se desarrolló literalmente en las calles. 90
Villarroel proporcionó un análisis conciso, una decodificación, tanto de la
semiótica deseada del desfile como de la función de las regulaciones para obtener este
ideal: “estas ceremonias necesitan regulaciones concisas para conservar la salud pública,
la corrección de las costumbres y la comodidad de los habitantes... estos son los
verdaderos elementos de una buena policía, y la base en la que debe basarse el progreso
para hacer que la gente sea útil para el estado.”91 Una comisión real también recomendó

87
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 31 de agosto de 1790, Bandos, vol. 15, fol. 208;
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedincias”, 28; Gazetas de México, vol. 4, num.
17, 7 de septiembre de 1790, p. 158, col. 1. El 13 de marzo de 1792, el Alcalde Mayor Mendez-
Prietto informó a Revillagigedo que los ciudadanos de su distrito habían recibido instrucciones
de cómo barrer para no eliminar la suciedad que mantiene unidas las piedras, Mendez Prietto a
Revillagigedo, Ciudad de México, 13 de marzo de 1792, AGN, Policía, vol. 20, fol. 77-78v; sobre
los informes enviados a Revillagigedo por otros alcaldes, véase Ciudad de México, AGN, Policía,
vol. 20, fols. 5-8, fol. 76 y fol. 13v-r.
88
Para una descripción de las actividades del Corpus, véase Manuel Carrera Stampa, Los gremios
mexicanos: La organización gremial en Nueva España, 1521-1861, México: EDIASPA, 1954, 102-
104.
89
José Gómez, Diario Curioso y cuaderno de las cosas memorables en México durante el gobierno
de Revillagigedo, ed. lgnacio Gonzalez Poloy Acosto, México: Universidad Autónoma de México,
1986, 341.
90
Para una brillante discusión sobre el desfile y su relación con los cambios sociales y
económicos, véase Susan K. Davis, Parades and Power: Street Theater in Nineteenth Century
Philadelphia, Berkeley: U of California P, 1986.
91
Villarroel, México por dentro, 78.
200

que todas las festividades religiosas, pensadas para proporcionar ocasiones para que
“vecindarios enteros se embriaguen sin consciencia”92, sean monitoreadas por las
autoridades correspondientes.93 La eliminación de los juerguistas desorganizados de la
procesión y el monitoreo cuidadoso de los festivales callejeros no sólo representaban una
marginación de la cultura popular, sino que aseguraban una exhibición didáctica de los
estándares que Villarroel, la comisión y otros sintieron que todos deberían emular.
En un intento por suprimir los excesos que convirtieron “estos solemnes actos en
motivos de diversión”94, las administraciones de los virreyes Florez y Revillagigedo
emitieron una serie de leyes contra los vendedores ambulantes de alimentos y pulque que
se creía que “provocaban la irreverencia en la gente.”95 Las élites consideraron que las
elaboradas demostraciones de devoción eran irracionales, desagradables y un desperdicio
de recursos mejor gastados en recompensas terrenales. Villarroel se quejó de que “en este
tiempo sagrado, todo se convierte en frivolidad y diversión; los puestos alquilados se
colocan en el camino de la procesión, convirtiéndolo en una mezcla diabólica de lo
sagrado y lo profano. También se ve a la infame plebe vendiendo sonajeros, dulces, frutas,
agua y otros alimentos con gritos y voces excesivas.”96 Para limpiar el desorden percibido,
la ciudad prohibió los bancos y andamios que abarrotaban las calles, eliminó los
vendedores de juguetes y dulces de la procesión, y prohibió el lanzamiento de huevos
confitados coloridos.97 Revillagigedo también eliminó a los juerguistas indios que
portaban panderetas del desfile, y José Gómez informó que las imágenes gigantes de
santos que adornaban celebraciones anteriores no aparecieron en junio de 1790; de hecho,
todas las imágenes de santos fueron prohibidas en procesiones suplicatorias. 98 Después
de una procesión en 1790 de la Virgen de los Remedios, Gómez lamentó en su diario que
“desde el comienzo de este Reino, nunca se había visto una función tan seria.”99 Si bien
las celebraciones oficiales perdieron parte de su exuberante diversidad cultural, las
pequeñas reuniones no oficiales resultaron más difícil de controlar. En un vecindario, una
multitud entusiasta se unió a un grupo de acróbatas para transgredir el límite social más
rigurosamente definido de todos –el que existe entre el rey y el pueblo. Acompañado por
una cacofonía de explosiones de petardos, silbidos y gritos, y el boato de coloridas
pancartas y cortinas, la multitud coronó ritualmente a un acróbata popular. Avisado por
un vecino, el indignado gobierno de la ciudad advirtió al acróbata y a sus súbditos sujetos
contra nuevos escándalos.100 Al ridiculizar a la realeza, la multitud dirigió la risa al orden
del mundo, desafiando las bases de las distinciones sociales, al tiempo que las reconocía.

Orinando en el palacio: resistencia corporal


Si las calles públicas, las plazas y las procesiones se convirtieron en el campo de batalla
entre la cultura alta y baja, ningún cambio en la topografía de la ciudad simbolizaba tan
sucintamente el deseo de los reformadores de hacer que la suciedad y los excrementos
fueran invisibles para el público como el nuevo sistema de alcantarillado, basura, carros

92
Comisión del rey, “Informe sobre pulquerías”, 243.
93
Comisión del rey, “Informe sobre pulquerías”, 376-77.
94
Florez, “Bando”, Ciudad de México, 27 de marzo de 1789, AGN, Bandos, vol. 15, fol. 12.
95
Ibidem.
96
Villarroel, México por dentro, 77.
97
Gonzalez Polo y Acosta ed., “Compendio de provedencias”, 33, 22.
98
Gómez, Diario curioso, 18; sobre la eliminación de íconos de las procesiones véase Vargas-
Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 109-110.
99
Gómez, Diario curioso, 19.
100
[n.d.], Ciudad de México, 1793, AAA, Diversiones Publicas, vol. 796, exp. 9.
201

de aguas residuales y baños públicos. 101 Los edictos e informes oficiales se referían
obsesivamente a los hábitos de baño de los pobres, como también era cierto para los
observadores de la élite que limitaban los vicios de la ciudad y su pueblo bajo no
iluminado.102 Además, como lo hicieron en sus descripciones de los hábitos alimenticios
de los pobres, la falta de limpieza y el desprecio por la propiedad pública, los
reformadores expresaron repetidamente el disgusto, la pura repulsión física, al presenciar
a los incultos defecar y orinar en público.
La cultura demarca los límites. El asco y la vergüenza son reacciones físicas: el
cuerpo sirve como depósito de los principios de un orden cultural, en efecto, un recuerdo
en el que se alojan los principios organizadores de un régimen.103 El cuerpo se unió a la
retórica de la élite y a las nuevas divisiones del espacio público como un medio para
vigilar los límites culturales y de clase. La diferenciación de clase dependía de la reacción
corporal del asco. Por lo tanto, el proyecto borbónico ya había tenido éxito en el momento
en que los adinerados se sentían rechazados por el pueblo bajo, es decir, en el punto en
que los espectadores se creían extraños a la multitud, apreciando su exclusión a través de
su voluntad de refinamiento, sentido de superioridad y distancia, su propia limpieza. La
gente culta se redefinió continuamente en oposición a las clases bajas sucias, repulsivas,
ruidosas, obsesionadas y contaminantes, y estas nociones dominantes del
comportamiento público se escribieron en el cuerpo en forma de reacciones físicas. Por
lo tanto, mientras que la repulsión a la cultura popular se ubicó en la geografía de la
ciudad, el cuerpo sirvió como una metonimia para la división de clases. La parte inferior
del cuerpo y sus desechos, como el comportamiento de la parte inferior de la población,
fueron desterrados y conducidos a la clandestinidad sin ceremonias.
El comportamiento de los pobres en público, especialmente el relacionado con el
cuerpo, se redefinió sistemáticamente como un asunto privado y se exilió a enclaves
espaciales especiales fuera de la vista pública. Una proclamación gubernamental emitida
en 1791, permitió a los propietarios de viviendas y vecindades con acceso a las nuevas
líneas de alcantarillado tres meses para construir letrinas, después de lo cual la Junta de
Policía ordenó que se construyeran a expensas de los propietarios. Sin embargo, los
esfuerzos privados en hogares personales resultaron difíciles de controlar y el mismo
edicto lamentó que “a pesar de estas medidas y el interés del público en su resolución,
aún no se han verificado.”104

101
Sobre el alcantarillado, véase Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedincias”, 29;
Revillagigedo, Instrucción Reservada, 173 y 177; y Vargas-Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 116;
Sobre los baños, véase Alcalde Mayor Pedro de Valenzuela a Revillagigedo, Ciudad de México,
22 de junio de 1794, AGN, Policía vol. 15, fol. 34; y Alcalde de Barrio #7 a Revillagigedo, Ciudad
de México, n.d., AGN, Policía, vol. 15, fol. 35; sobre el nuevo sistema de carros numerados que
pasaban por los barrios de la ciudad, véase Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 31 de
agosto de 1790, AGN, Bandos, vol. 15, no. 80, 208; y Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México,
26 de marzo de 1790, AGN, Bandos, vol. 16, no. 9, fol. 15.
102
Véase, por ejemplo, Francisco Sedano citado en Jesus Romero Flores, México, historia de una
gran ciudad, 371-372; Jaime Castañeda, La Ciudad de México antes y después de la conquista,
México: Secretaria de Desarrollo Social, Comité Intemo de Ediciones Gubernamentales, 1987,
129; Sedaño, Noticias de México, 3:32.
103
Para una discusión del cuerpo como un repositorio de memoria, véase Pierre Bourdieu,
Distinction: A Social Critique of the Judgement of Taste, trad. Richard Nice, Cambridge: Harvard
UP, 1984, 94. Para un interesante análisis del asco y el cuerpo, véase Stephen Greenblatt, “Filthy
Rites”, Daedalus 3:3 Verano 1982.
104
“Bando”, Revillagigedo, Ciudad de México, 31 de agosto de 1791, AGN, Bandos, vol. 17, no.
9, fol. 77.
202

Las tabernas públicas se convirtieron rápidamente en el foco de los esfuerzos para


ocultar las funciones corporales naturales. Un edicto de 1793 hizo eco de los esfuerzos
anteriores al pedir la construcción de baños separados en las tabernas para hombres y
mujeres. Aproximadamente un año después, los magistrados de distrito en dos distritos
informaron que los propietarios estaban cumpliendo con la orden.105 Ignacio Castera, el
dedicado urbanista, entendió la relación entre el orden físico y moral y también se imaginó
a sí mismo un arquitecto del comportamiento humano, afirmando que la “libertad en la
que en los bares de la ciudad las personas de todo tipo realizan sus funciones naturales es
un gran escándalo, una amenaza para la salud pública y una mala costumbre que va en
contra del orden natural y civil.”106 La noción de Castera de que la incontinencia pública
era un mal hábito evidenciaba la esperanza de que el individuo ideal reflejara la
segmentación de la sociedad en una bifurcación del yo: las reacciones emocionales a los
desfiles y juegos, así como los procesos físicos, tuvieron que ser cuidadosos e
individuales, contenidos y controlados. Por lo tanto, los baños en las pulquerías reflejaron
y contribuyeron a las campañas para capacitar al nuevo hombre urbano y público en el
comportamiento adecuado y para trazar límites de clase cultural. Aunque el éxito de los
nuevos espacios es difícil de medir, los jueces que evaluaron la administración de
Revillagigedo informaron que antes de sus renovaciones del espacio público “era como
si toda la plaza pudiera llamarse una letrina común.”107
El miedo a la cultura de los socialmente excluidos, y a la suciedad y el desague
con las que estaban vinculados en la retórica de la reforma, se articuló a través del cuerpo
de la ciudad y del individuo; la suciedad se exilió eficientemente al subterráneo a través
de las nuevas alcantarillas, a las afueras de la ciudad mediante el uso de carros de aguas
residuales y al subconsciente –como sugiere el temor a la suciedad de Revillagigedo.
Como parte de la campaña de renovación urbana que incluía amplios pórticos, un edicto
del 31 de agosto de 1790 creó una flota de carros de basura que pasaban por las calles dos
veces al día para transportar basura y materia fecal a depósitos fuera de la ciudad; siete
meses después, los carros fueron numerados para permitir a los ciudadanos identificar e
informar a operadores tardíos o negligentes.108 Las Gazetas de México ensalzaron las
virtudes de tales campañas de limpieza, citando sus “beneficios notorios para las buenas
costumbres y la salud del público.”109
Sin embargo, los pobres de la Ciudad de México continuaron encarnando reglas
culturales alternativas de las de la gente culta y su sentido del asco tuvo que ser cultivado
asiduamente. Reescribir los códigos del cuerpo, creando en los pobres un nuevo umbral
de vergüenza y asco, fue otro componente crítico –aunque no claramente articulado o
sistemáticamente elaborado– de la retórica de la reforma. Los nuevos edictos no sólo
requerían que los propietarios de las pulquerías construyeran baños separados para
hombres y mujeres, sino que la micción pública y la defecación se castigaran con una
temporada en las existencias, estratégicamente colocadas a la vista del público fuera de
las nuevas casas de guardia de la ciudad. La mirada pública se utilizaría para imponer una
105
“Bando”, Revillagigedo, Ciudad de México, 26 de marzo de 1793, AGN, Bandos, vol. 17, no.
9, fol. 77; Alcaldes de Barrio a Juez Mayor, Ciudad de México, 27 de mayo de 1794, AGN,
Policía, vol. 15, fols. 31, 34.
106
Ignacio Castera a Revillagigedo, Ciudad de México, 27 de mayo de 1794, AGN, Policía, vol. 15,
fol.2.
107
“Residencia de Revillagigedo”, Ciudad de México, AGN, Historia, vol. 60, exp. 7, fol. 1.
108
“Bando”, Revillagigedo, Ciudad de México, 31 de agosto de 1790, AGN, Bandos, vol. 15, fol.
80; “Bando”, Revillagigedo, Ciudad de México, 26 de marzo de 1791, AGN, Bandos, vol. 16, fol.
15. Gazetas de México, 29 de marzo de 1791, tomo 4, num. 30, p. 291. col. 1.
109
Gazetas de México, 16 de junio de 1791, tomo 6, num. 40, p. 322, col. 1.
203

nueva sensación de vergüenza y asco a los pobres, para inscribir los principios de
ordenamiento del régimen en sus propios cuerpos. Hacia el final de su gobierno,
Revillagigedo, con suerte, declaró que las existencias eran obsoletas, ya que su empleo
había logrado eliminar “esa práctica guarra [incontinencia] en la ciudad.”110
Presumiblemente, el virrey sintió que lo que comenzó como una restricción externa, el
miedo al castigo, se había internalizado. Los hábitos de aseo y el saneamiento se unieron
con la sobriedad, la providencia y la limpieza como parte del paquete para lograr un mejor
control del carácter de uno. Así, la repulsión por lo bajo se esquematizó en el cuerpo
social, el paisaje de la ciudad y la anatomía del individuo.
Pero las clases populares no eran espectadores pasivos de la ingeniería social
realizada para su supuesto beneficio. Llevaron su protesta directamente a las puertas y
paredes –del palacio virreinal, el símbolo más visible de la autoridad borbónica. Quizás
inconscientemente reconociendo que las reformas borbónicas buscaban controlar sus
cuerpos, el pueblo bajo respondió con sus cuerpos. A pesar de las ordenanzas sobre la
obscenidad pública, durante el mandato de Revillagigedo tres guardias armados tuvieron
que ser colocados alrededor del palacio –no para controlar a las multitudes armadas que
clamaban por la revolución, sino para evitar el regreso de los socialmente reprimidos: el
ejército del pueblo bajo que diariamente orinaba y defecaba contra sus muros.111 A fines
del siglo XVIII en la Ciudad de México, la conformidad de los pobres con los juiciosos
enemas de racionalidad no era total, ni estaban completamente cegados por la Ilustración.
Sin embargo, surgió una nueva relación entre la élite y la cultura popular a fines
del siglo XVIII, cuando los reformadores intentaron imponer una cultura dominante a las
personas con sus propias nociones distintas de tiempo, espacio y cuerpo. El estado no
admitió oposición en su búsqueda de una relación educativa inmediata con individuos,
participando en una ingeniería social radical para crear el público recién imaginado. La
bebida, el clamor escandaloso y la incontinencia estaban sujetos a vigilancia y control,
mientras los reformadores se esforzaban tanto por forjar una ciudadanía que condujera a
su agenda económica para la Ciudad de México como por declarar públicamente su
propio estatus de gente culta. Este nuevo antagonismo entre la élite y la cultura popular
se manifestó tanto en la topografía cambiante de la ciudad como en el nuevo umbral de
vergüenza y bochorno del cuerpo. A través de nuevas instituciones como los Alcaldes de
Barrio, las élites mantuvieron un monopolio firme, aunque disputado, sobre las entradas
culturales para el acceso a los nuevos espacios públicos. La retórica de la reforma también
vigilaba los límites entre la gente culta y el pueblo bajo durante una época de identidades
sociales que cambiaban rápidamente. La expresión de la moral expuso los aspectos
culturales de la pertenencia a la clase élite ya que el pueblo bajo, reacio o económicamente
impedido de adquirir accesorios culturales de élite, se convirtió en el florete social de la
gente culta.

110
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de Provedencias”, 29 y 34; Vargas-Rea, ed.,
Cuaderno de las cosas, 121.
111
Vargas Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 25.

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