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Orinando en El Palacio. La Resistencia Corporal A Las Reformas Borbónicas en Ciudad de México - Pamela Voekel
Orinando en El Palacio. La Resistencia Corporal A Las Reformas Borbónicas en Ciudad de México - Pamela Voekel
PAMELA VOEKEL
Resumen: A fines del siglo XVIII en la Ciudad de México, el estado instituyó esfuerzos sin
precedentes para transformar las costumbres de los pobres. Las élites ilustradas y los burócratas
estatales limitaron enérgicamente los vicios de las clases bajas como un medio de autodefinición
social y como una forma de proselitismo cultural. Este nuevo antagonismo entre la élite y la
cultura popular no sólo atraviesa la formación social, sino también la topografía de la ciudad y
el cuerpo del individuo, ya que los pobres quedaron entre corchetes con las funciones ahora
vergonzosas de la parte inferior del cuerpo. Las reformas borbónicas se extendieron no sólo a la
vida cotidiana y a los espacios públicos cada vez más controlados de la Ciudad de México, sino
que proporcionaron un enfoque para la formación de la identidad de la élite.
Introducción
A fines del siglo XVIII, la Corona española definió la cultura popular de Ciudad de
México como un castigo para las aspiraciones económicas del Estado para la colonia. La
burocracia borbónica diseñó campañas sin precedentes con el fin de extirpar los vicios de
la gente e inculcar en ellos las nuevas virtudes del trabajo duro, la sobriedad y la propiedad
pública adecuada. Los Alcaldes de Barrio, una fuerza policial en los vecindarios,
establecida por el virrey Martín de Mayorga en 1782 para controlar la vida cotidiana de
los pobres, proporcionó la principal arma en la campaña contra la depravación moral –
Los reformadores de una campaña se consideran cruciales para el éxito de sus esfuerzos
por extraer más riqueza de la ciudad. A pesar de que sus predecesores Habsburgo del
siglo XVII habían deferido a poderosos intereses corporativos –especialmente a la
Iglesia–; el estado Borbón, más intervecionista, atacó los privilegios de la nobleza, la
iglesia y los gremios e intentó crear una relación educativa no mediada entre el estado y
la nueva identidad social que surgió de ese esfuerzo: el individuo. La historiografía
tradicional se ha centrado en los aspectos administrativos y económicos de las reformas
borbónicas.1 Sostengo que estas reformas involucraron más que la promulgación de
1
Este artículo se basa en materiales consultados en el Archivo General de la Nación [en
adelante, AGN] de la Ciudad de México y el Archivo del Antiguo Ayuntamiento (AAA). La
investigación en la que se basa este artículo se llevo a cabo en el verano de 1989 con una beca
de la Tinker Foundation. Me he beneficiado enormemente de los comentarios de Sandra
Lauderdale-Graham, Ana Alonso, Richard Graham, Susan Deans-Smith, y Daniel Nugent.
Para una discusión general del regalismo Borbón en Nueva España, véase Colin M.
Maclachlan y Jaime E. Rodriguez O., The Forging of the Cosmic Race: A Reinterpretation of
Colonial Mexico, Berkeley: U of California P, 1980, 251-294; sobre la disminución de los
privilegios clericales y el ataque más general contra la Iglesia, véase Nancy Farriss, Crown and
Clergy in Colonial Mexico 1759-1821: The Crisis of Ecclesiastical Privilege, Althone Press, 1968;
véase también D. A. Brading, “Tridentine Catholicism and Enlightened Despotism in Bourbon
Mexico”, J of Latin American Studies 51:1, Mayo de 1983, 1-22; sobre el estado habsburgo del
siglo XVII, véase John Lynch, Spain Under the Hapsburgs, OUP, 1965. La excepción a la tradición
de la historiografía es Juan Pedro Viquiera Albán, quien sostiene que el estado se volvió más
hostil hacia la cultura popular en el siglo XVIII, véase su ¿Relajados o reprimidos?: Diversiones
184
públicas y vida social en la ciudad de México durante el siglo de las luces, México: Fondo de
Cultura Económica, 1987.
2
Otros han notado este cambio en la terminología, véase, por ejemplo, Josefina Muriel, Los
Recogimientos de Mujeres, México: Universidad Autónoma de México, 1974.
3
Patricia Seed, To Love, Honor, and Obey: Conflicts Over Marriage Choice, 1574-1821, Stanford
UP, 1988, 212.
4
Para un sugerente análisis de esta misma relación, véase Peter Stallybrass y Allon White, The
Politics and Poetics of Transgression, L: Methuen, 1987.
185
5
Según el censo de 1790 de la Ciudad de México, los pobres –definidos aquí como vagabundos
desempleados, trabajadores semi-calificados y de fábricas, y artesanos– constituían el 88.1% de
la población. “Estado general de la población de México, capital de Nueva España... año de
1790”, AGN, Impresos Oficiales, vol. 51, exp. 48.
6
“Estado general de la poblacion”, 1.
7
Sylvia Arrom, The Women of Mexico City, 1790-1857, Stanford UP, 1985, 6.
8
Cursiva mía. Citado en Jesus Romero Flores, México, historia de una gran ciudad, Mexico: B.
Costa-Amic, 1978, 371-372.
186
del país– cuando el virrey Martin de Mayorga (1779-1783) dividió la ciudad en ocho
zonas principales, cada una dividida en cuatro distritos menores. Para patrullar cada una
de las 32 jurisdicciones menores de la ciudad, Mayorga creó los Alcaldes de Barrio, cuya
función era “asegurar la seguridad, la limpieza y el orden” y garantizar que las personas
se dedicaran a sus deberes tanto de día como de noche porque, como él lo expresó, “los
errores de los hombres ocurren en todo momento”.9 Respondiendo al temor de que Ciudad
de México estuviera “llena de vicios y abominaciones que llenan de horror y confusión a
las personas razonables y reflexivas”, la nueva policía de vecindario debía garantizar que
“la justicia estaría presente a todas horas para evitar vicios, aplicar castigos inmediatos y
mantener un buen orden político.”10
La principal preocupación de este nuevo orden político era la propiedad pública:
los delitos relacionados con el alcohol representaban casi la mitad de todos los arrestos
llevados a cabo por los Alcaldes, mientras que el concubinato –denominado
“incontinencia sexual” y “promiscuidad sexual”– era el segundo delito principal.11 Con
el establecimiento de los Alcaldes de Barrio, los ojos del rey –detrás de la máscara de la
mirada pública– se volvieron omnipresentes en Ciudad de México. Con la expansión del
sistema judicial en la década de 1780 –junto con la expansión del tamaño de la ciudad–,
el número de criminales sentenciados aumentó, aproximadamente, de mil a diez mil por
año.12 La creación de los Alcaldes de Barrio agregó la función de la disciplina moral al
sistema judicial del estado. Ya no se preocupó simplemente por mantener el orden, la
policía se centró en el objetivo infinitamente pequeño del poder político: la fabricación
del individuo regulado internamente.
Esta adición de disciplina intersticial a la labor tradicional de la policía de
perseguir a los criminales y eliminar complots, reflejó un cambio en la percepción del
papel apropiado del gobierno. En su análisis de los tratados filosóficos y las
proclamaciones gubernamentales del siglo XVI al XVIII, el historiador Colin Maclachlan
nota un cambio en la lógica del estado español, de una carga divina para dirigir la
comunidad cristiana a la búsqueda de la prosperidad material.13 Durante el siglo XVIII,
los reformadores y filósofos insistieron en que el progreso material dependía de una
población ambiciosa y capaz de participar en proyectos estatales. Bernardo Ward, autor
del influyente Proyecto Económico, instó al gobierno español a desafiar las costumbres
de sus ciudadanos “porque si no inculcamos hábitos laborales en ellos, nunca podremos
introducir el espíritu de la industria; y sin este espíritu, todos nuestros esfuerzos para
mejorar la agricultura, las labores especializadas, las fábricas y el comercio serán de poca
utilidad.”14 Haciendo eco de los sentimientos de Ward, otro entusiasta declaró que,
9
Eduardo Baez Macías ed., “Ordenanzas para el establecimiento de Alcaldes de Barrio de la
Nueva Espda ciudades de México y San Luis de Potosi”, Boletin del Archivo General de la Nación,
2 series, 10, 1969, 79.
10
Hipólito Villarroel, México por dentro y por fuera bajo el gobierno de los vireyes, o sea
enfermedades politicas que padece la capital de esta Nueva España, México: Impresor del C.
Alejandro Valdes, 1831, 71. Para más información sobre el tratado de 1783 de Villarroel, véase
Genaro Estrada, Nuevas notas de bibliografia Mexicana, Secretaria de Relaciones Exteriores,
México, 1954, 6.; Macías, ed., “Ordenanzas para el establecimiento”, 78.
11
Michael Charles Scardaville, “Crime and the Urban Poor: Mexico in the Late Colonial Period”,
(Tesis de doctorado, University of Florida, 1977), 14.
12
Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 274.
13
Colin M. Maclachlan, Spain’s Empire in the New world: the Role of Ideas in Institutional and
Social Change, Berkeley: U. of California P., 1989.
14
Bernardo Ward, Proyecto Económico, Madrid: D. Joachin Ibarra, Impresor de Camara de S.M.,
1762,206.
187
frecuentaban las 49 salas de billar legales (truco y villar) donde, además del ajedrez, el
billar y las damas, pequeños grupos de hombres jugaban a las cartas y los dados en cuartos
traseros llenos de humo.20 El juego también inundó establecimientos ilegales, calles de la
ciudad, techos de edificios de apartamentos lejados de los ojos de la ley y los numerosos
restaurantes y posadas pequeñas cuyos dueños advirtieron a los clientes al acercarse la
policía.21 Sin embargo, lo más alarmante para los reformadores fueron las multitudes de
jugadores en las pulquerías: en un estudio de la vida en la taberna publicado en 1784, una
comisión del rey compuesta por el arzobispo, el regente de la Inquisición y un funcionario
de una organización tributaria del pulque, informó que en las tabernas “a cualquier hora
del día o de la noche, pero especialmente entre las diez y las cuatro, se ven a hombres y
mujeres sentados en el piso comiendo, bebiendo y jugando.”22 Estos respetables hombres
se escandalizaron por los clientes de las tabernas jugando –poniendo su fe en la suerte,
en lugar de en el trabajo duro para asegurar su éxito financiero– durante las mismas horas,
de diez a cuatro o cinco, cuando deberían haber estado involucrados en una actividad más
disciplinada y productiva.23 Los reformadores se opusieron a la improvisación de los
trabajadores como Modesto Palacios, quien se quejó después de su arresto de que había
apostado sus ganancias porque su salario de platero de cuatro reales era inadecuado para
alimentar a su familia.24 Las élites consideraron a los juegos de azar como un obstáculo
para el desarrollo de una clase trabajadora debidamente motivada.
Revillagigedo, quien creía que el juego un vicio dominante en la ciudad y una
causa principal de la pereza y la haraganería, prohibió a los artesanos, maestros,
aprendices y trabajadores jugar durante las horas de trabajo o en la noche; también
ilegalizó todo juego en tabernas, instando a los clientes a cambiar a los juegos de pelota,
ya que promovían el vigor en el lugar de trabajo.25 Villarroel también señaló que el juego
causaba “miseria y pobreza” y conducía al “notorio abandono público de hombres y
mujeres, no sólo en la capital, sino en todo el reino.”26 Sin embargo, los esfuerzos de los
burócratas reformadores para transformar las actitudes en torno al juego fueron viciados
por sus propios intereses: la lotería Real fue una fuente importante de los ingresos
públicos en la Ciudad de México. En una medida atribuible más al espíritu moral
animador del régimen que a las maquinaciones de cualquier reformador en particular, esta
paradoja se resolvió desviando fondos de una lotería auxiliar a proyectos de obras
públicas y ofreciendo relojes franceses como premios.27 Si los pobres tuvieron que jugar,
al menos algunos de ellos prestarían más atención al tiempo que malgastaron en esta
búsqueda.
En efecto, la pérdida de tiempo fue un tema dominante de la retórica reformadora,
y se creía ampliamente que el pulque y el juego arriesgaban no sólo los hábitos de ahorro
y la industria, sino también la inculcación de la disciplina del tiempo. Sin embargo, el
20
José de Castro a Revillagigedo, Ciudad de México, 3 de diciembre de 1792, AGN, Historia, vol.
75, exp. 15, fols. 1-4.
21
Venegas, “Bando”, Ciudad de México, 14 Ene. 1813, AGN, Bandos, vol. 27, fol. 3.
22
Comisión del rey, “Informe sobre pulquerias y tabernas el ano de 1784”, Boletin del Archivo
General de La Nación 18,2,1947, 213.
23
Comisión del rey, “Informe sobre pulquerias”, 213-2 14.
24
Citado en Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 99.
25
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 29 de octubre de 1790, AGN, Bandos, vol. 15, no.
88, fol. 235; véase también Gazetas de México, 2 de noviembre de 1790, tomo 4, núm. 21, p.
190, col. 1.
26
Villarroel, México por dentro, 114-115.
27
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 2 de junio de 1790, AGN, Bandos, vol. 15, no. 71,
fol. 191; véase también Gazetas de México, 23 de marzo de 1790, tomo 4, núm. 6, p. 46, col. 1.
189
deseo de acostumbrar a los indolentes a los nuevos imperativos temporales del régimen
nunca alcanzó el nivel de un plan debidamente elaborado y puesto en práctica; más bien,
las preocupaciones sobre el tiempo resonaron en toda la ciudad. Una de las
responsabilidades de los Guardafaroleros –la fuerza policial de 92 hombres creada por
Revillagigedo para proteger las nuevas farolas–, consistía en informar en voz alta a la
población sobre la hora y la temperatura.28 Incluso el estruendo de las campanas de la
iglesia irritaba a la gente culta –incluido Villarroel, quien lamentó tanto la “libertad que
hay en esta capital del uso indiscreto de las campanas” como sus efectos perniciosos en
el descanso de los convalecientes y los sanos.29 Igualmente desconcertado por el clamor,
el virrey Revillagigedo ordenó al arzobispo que toque la campana de la catedral en horas
regulares en lugar de en el momento de diversas funciones religiosas.30 Así, el entorno
sonoro urbano contenía una pedagogía implícita: la muchedumbre sentía ahora la presión
del tiempo porque eran conscientes de su paso en unidades marcadas regularmente.
No contento con orquestar reformas económicas y administrativas, Revillagigedo
y sus contemporáneos reconocieron la transformación de las costumbres y los estilos de
vida del pueblo bajo como fundamentales para el proyecto borbónico. Los hábitos y
prácticas de las personas –especialmente las relacionadas con el alcohol, el juego y el
tiempo–, eran desórdenes que debían ordenarse.
La división de la ciudad en 32 jurisdicciones y las dos nuevas fuerzas policiales
representaron los esfuerzos para restablecer el despilfarro a la razón. Los Alcaldes de
Barrio y los Guardafaroleros representaron una manifestación material de la nueva lógica
del estado, fomentando la prosperidad material y del reconocimiento que esto requería,
inmbuyendo a la población de una ética laboral. En marcado contraste con la obsesión de
la policía inglesa del siglo XVIII por proteger la propiedad privada, los agentes de la
Ciudad de México se concentraron en crímenes contra la moral.31 De hecho, los alcaldes
persiguieron vigorosamente por iniciativa propia sólo aquellos malhechores involucrados
con tabernas, intoxicación, juegos de azar, promiscuidad sexual, incontinencia o conducta
desordenada (serenatear en las calles, defecación pública, fiestas nocturnas), investigando
otros crímenes, como el vandalismo, sólo después de haber presentado una denuncia.32
En 1798, año en que los registros de arrestos están más completos, los delitos relacionados
con el alcohol representaban el 45% del total de detenciones: 24% por infracciones en
tabernas, 21% por embriaguez y menos del 1% por venta ilegal de bebidas alcohólicas. 33
El mismo año, la policía arrestaba a un notable de cada ocho miembros de la clase baja;
y el número total de arrestos aumentó de 1000 a 10000 por año entre principios y finales
28
Vargas-Rea, ed., Cuaderno de las cosas memorables que han sucedido en esta ciudad de
México y en otras en el gobiemo del Exmo. Señor Conde de Revillagigedo, México: Biblioteca
Aportación Historica, 1947, 11-12; Revillagigedo a [?], Ciudad de México, 3 de abril de 1790,
AAA, Alumbrado, vol. 345, exp. 7, fol. 10.
29
Villarroel, México por dentro, 80.
30
“Residencia de Revillagigedo”, Ciudad de México, AGN, Historia, vol. 60, exp. 2, fol. 19;
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de providencias de policía de Mexico del segundo
conde de Revillagigedo”, en Suplemento al boletín del Instituto de lnvestigaciones Bibliograficas,
14-15, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1982, 33; Gazetas de México, 25 de
octubre de 1791, tomo 4, núm. 45, p. 418, col. 1.
31
Sobre la policía inglesa, véase Douglas Hay, Peter Linebaugh, John G. Rule, E.P. Thompson y
Cal Winslow, Albion’s Fatal Tree: Crime and Society in Eighteenth-Century England, NY:
Pantheon, 1975.
32
Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 10.
33
Scardaville, “Alcohol Abuse and Tavern Reform”, 645.
190
de la década de 1780.34 Con el respaldo de las élites urbanas –temerosas de las multitudes
,que consideraban atormentadas y mercuriales– y de un estado cada vez más tentacular,
los Alcaldes de Barrio y los Guardafaroleros proporcionaron una dura lección de decoro
y propiedad a los pobres.
Pero los reformadores también emplearon un enfoque más sutil: el de remodelar
los interiores de las tabernas como un medio para elevar la conducta moral de sus clientes.
Decidido a persuadir a los residentes de las tabernas para que dediquen su tiempo a
actividades más “racionales” –es decir, a trabajar–, Revillagigedo se embarcó en una
campaña para eliminar los incentivos para socializar y perder el tiempo en las tabernas.
Emitió un decreto Real que ordenaba la eliminación de todos los asientos –las bancas y
otros accesorios de taberna– de las pulquerías; estableció sanciones más estrictas contra
los borrachos y los dueños que vendían antes o después de las horas 35; y ordenó a los
nuevos magistrados hacer cumplir las ordenanzas existentes contra la venta de comida en
las tabernas.36 El virrey incluso autorizó a la policía a retirar a los trabajadores de tabaco
de las pulquerías si se demoraban antes del trabajo por la mañana o durante el receso de
la tarde.37 No se toleraba perder el tiempo –ya sea en las pulquerías o en cualquier otro
lugar.
Los reformadores se esforzaron en crear una Ciudad de México donde la conducta
desagradable, al no encontrar refugio, ningún alivio de la mirada pública, cesaría por
completo. Los interiores tenuemente iluminados de las pulquerías, su intimidad, en
particular los reformadores imitados, que los consideraban “una tapadera para cometer un
número infinito de pecados.”38
Insistiendo en que “era más fácil evitar errores que castigarlos”, el meollo
filosófico de las reformas ambientales –los administradores de la Corona emitieron
regulaciones diseñadas para expandir su alcance sobre las tabernas y así forzar a los
malhechores a interiorizar la noción de comportamiento público adecuado de la cultura
dominante.39 En 1789, las Gazetas de México, un boletín de noticias bimestral que
publicaba frecuentemente proclamas gubernamentales, especialmente aquellas
relacionadas con la moralidad urbana, publicó la copia de un edicto de la Policía que
declaraba que las cortinas de las tabernas eran una “cobertura para los males causados por
la bebida, como la mezcla de hombres y mujeres viciosos y vagos, el juego ilegal y otros
escándalos perjudiciales para la república.”40 En 1793, para facilitar la vigilancia de las
tabernas y prevenir/evitar que “muchos excesos se cometieran dentro”, el virrey
Revillagigedo ordenó la eliminación de las paredes laterales de todas las pulquerías, así
como las pesadas cortinas de las ventanas que adornaban las vinaterías; también insistió
en que todos los bares estén bien iluminados después de las nueve de la noche.41 Al
34
Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 274.
35
Revillagigedo, Instrucción reservada, 89; véase también Antonio Mendez Prietto a
Revillagigedo, Ciudad de México, 13 de diciembre de 1792, AGN, Policía 19, fol. 40r.
36
Revillagigedo, Instrucción reservada, 90; véase también Joseph Sarutti a Revillagigedo, Ciudad
de México, 3 de enero de 1793, AGN, Policía, vol. 19, fol. 69.
37
Vargas Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 11-12.
38
Alcalde de Barrio #13 a Juez Mayor Jacobo, Ciudad de México, 12 de octubre de 1807, AGN,
Policía, vol. 34, exp. 6, fol. 85v.
39
Virrey Garibay, “Bando”, Ciudad de México, 10 de enero de 1809, AGN, Policía, vol. 34, exp. 9,
fol. 164.
40
Gazetas de México, 17 de febrero de 1789, Tomo 3, Núm. 25, p. 4, col. 1.
41
Revillagigedo, “Ordenanzas de pulquerías”, Ciudad de México, 25 de enero de 1793, AGN,
Bandos, vol. 17, fol. 32. On the curtains see also the Gazetas de Mexico, 17 February 1789, Tom0
3, Num. 25, p. 4, col. 1.
191
iluminar las tabernas, el estado trató de iluminar a los ciudadanos ignorantes de la Ciudad
de México; el hecho de prender la antorcha en estos espacios cavernosos, en vez de llevar
a unos pocos individuos a la luz como en la parábola de Platón, revela la nueva visión de
poder de los borbones –una visión intervencionista.
Asumiendo que los pobres se transformarían si fueran visibles, los reformadores
ejercieron sus intrusiones oculares como un arma contra los nuevos males cívicos, “los
errores de los hombres que ocurren a cada momento.”42 Si se les dejaba a sí mismos fuera
del campo total de la visibilidad de la clase alta, donde la opinión, la observación y el
discurso de sus superiores los contendrían de actos perniciosos; los pobres –según los
reformadores-, no tenían medios de regulación interna. Por lo tanto, los funcionarios
encargados de hacer cumplir la ley no limitaron su escopofilia a las pulquerías: para
romper las barreras que mantenían a los pobres apartados de los ojos del poder, los
Alcaldes de Barrio destruyeron edificios abandonados, instalaron farolas en callejones
con poca luz y se retiraron los toldos de los pórticos.43 De hecho, después de los repetidos
esfuerzos de las administraciones anteriores, los cuerpos de Revillagigedo instalaron
farolas por toda la ciudad.44 Las nuevas luces –explicaba Revillagigedo- no sólo
mejoraron la ciudad estéticamente, sino que también “evitaron los pecados públicos que
la oscuridad facilitaba y cubría.”45 Así como la expresión “pecados contra el orden
público” se unió a “pecados contra Dios” en el discurso borbónico, con la iluminación de
la ciudad y el establecimiento de los Alcaldes de Barrio, los reformadores intentaron
reemplazar, implícitamente, la idea de los ojos de un dios omnisciente o, tal vez, los
chismes de un pueblo, con los ojos del estado.
Eso, en cualquier caso, era lo esperado. Pero los alcaldes corruptos y
derrochadores y la pura maldad popular conspiraron para frustrar la mayor parte de las
reformas de las tabernas. Superados y más hábiles, los reformadores libraron una batalla
desesperada contra el verdadero público: los pobres de la Ciudad de México. Aunque las
cortinas de las tabernas se eliminaron por completo, y varios años después del edicto de
Revillagigedo, los alcaldes derribaron las paredes de muchas de las pulquerías, sólo siete
de los 42 bares legales cumplieron por completo con la estipulación de estar abiertos por
tres lados. El 20% tenía dos lados cubiertos, el 42% tenía tres muros y el 40% permanecía
completamente cerrado.46 Si bien la razón precisa de esta aplicación desigual sigue siendo
un misterio, la malversación a menudo obstaculizó las campañas; un cronista anónimo
informó que “en lugar de detener o controlar los abusos”, los alcaldes se habían
42
Comisión del rey, “Informe Sobre Pulquerias”, 207-208; Macias ed., “Ordenanzas para el
establecimiento”, 79.
43
Maestro Mayor a [Cano?], Ciudad de México, 3 de noviembre de 1802, AAA, Policía en
General, vol. 3629, exp. 122, fol. 3; Real Junta de Policía a Revillagigedo, Ciudad de México, 2 de
marzo de 1791, AAA, Alumbrado, vol. 345, exp. 7, fol. 12; “Sobre los defectos notados por el
alcalde de quartel menor #23”, Ciudad de México, 1791, AAA, Policía en General, vol. 3629, exp.
140, fol. 3.
44
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 26 de noviembre de 1790, AAA, Alumbrado, vol.
345, exp. 7 fol. 35; Gazetas de México, 7 de diciembre de 1790, Torno 23, pp. 220-222;
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, AGN, Bandos, vol. 15, no. 94, fol. 249; Francisco
Sedaño, Noticias de México, recogidas desde el ano de 1756, ed. Joaquin Garcia Icazbalceta, 3
vols., México: J.R. Barbedillo, 1880, 2: 42; Gonzalez Polo y Acosta ed., “Compendio de
provedencias”, 14-15.
45
Revillagigedo a Nobilisima Ciudad, Ciudad de México, 3 de enero de 1790, Ciudad de México,
AAA, Alumbrado, vol. 345, exp. 9, fol. 1v.
46
“Residencia de Revillagigedo”, Ciudad de México, AGN, Historia, vol. 60, exp. 2, fol. 19;
Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 219.
192
47
Gonzalez-Polo y Acosta ed., “Discurso sobre la policía”, 78.
48
Virginia Guedea, “México en 1812: Control político y bebidas prohibidas”, en Estudios de
Historia Moderna y Contemporanea de México, vol. 8, México: Universidad Nacional Autónoma
de México, 1980, 48.
49
Para un sugerente análisis del papel de las campañas de moralidad en la formación de la
identidad de la clase media, véase William Earl French, “Peaceful and Working People: The
Inculcation of the Capitalist Work Ethic in a Mexican Mining District”, Distrito de Hidalgo,
Chihuahua, 1880-1920, tesis de doctorado, U. ofTexas en Austin, 1990.
50
Para un análisis teórico de la función retórica del estereotipo, véase Homi K. Bhabha, “The
Other Question... Homi K Bhabha Reconsiders the Stereotype and Colonial Discourse”, Screen,
24:6, 1983, 18-36.
193
La verdadera explosión del discurso sobre las costumbres de los pobres, y la nueva
policía diseñada para llevar la pedagogía estatal a las calles, sólo se puede entender
completamente a la luz del proyecto económico de arranque de España para su colonia y
las cambiantes configuraciones de clase en la ciudad.51 Patricia Seed ha sostenido que
después de mediados del siglo XVIII, las familias prominentes de la Ciudad de México
que se habían beneficiado del auge de la minería y la manufactura buscaron formas de
distinguirse de los trabajadores itinerantes y manuales que constituían la mayor parte de
la creciente población española de la ciudad. El lenguaje de la casta resultó ser inadecuado
para expresar el cambio en los valores que hicieron que la búsqueda de riqueza fuera más
respetable y la clase económica, no la raza, la división social más destacada.52 Dado que
la adquisición no había perdido por completo su connotación como un interés en mosaico
tile impropio de un caballero, a la sociedad se le impidió desarrollar un nuevo dialecto
que reflejara con precisión sus nuevas disparidades económicas más fundamentales.53
Así, mientras los reformadores vinculaban explícitamente las campañas de moralidad con
el éxito de las aspiraciones económicas del estado, sus esfuerzos también estaban
animados por un deseo de autodefinición. Los reformadores, y las élites en general,
pueden haber buscado las palabras para expresar la importancia de sus fortunas, pero no
eran nada menos que locuaces en los aspectos culturales de su identidad. Se forjaron un
sentido de sí mismos como hombres iluminados al considerar a los pobres como sus
antítesis; y el teatro de la Ciudad de México resonó con sus declaraciones, edictos,
sermones y pronunciamientos.
51
David E. Apter ha notado la recurrencia de “una forma de puritanismo contemporáneo [que]...
enfatiza el ahorro social, el trabajo duro, la dignidad del trabajo y el desinterés, “particularmente
en los “nuevos estados” involucrados en “operaciones económicas de arranque.” Véase su
“Political Organization and Ideology”, en Wilbert E. Moore y Arnold S. Feldman, Labor
Commitment and Social Change in Developing Areas, Nueva York: Greenwood 1960, 326, 328,
331, 347. Agradezco a Alan Knight por dirigirme a esta fuente. Para una discusión sugestiva del
espíritu moral animador de otro período de la historia mexicana, lo que Knight llama “ideología
desarrollista”, véase su “The Ghost in the Machine”, en The Mexican Revolution, vol. 2, Lincoln:
Nebraska UP, 1986, 497-517.
52
Seed, To Love, 212.
53
Seed, To Love, 222.
194
54
Arzobispo Ramón Francisco Casaus y Torres, [n.d., n.p.], citado en James Manfred Manfredini,
“The Political Role of the Count of Revillagigedo Viceroy ofNew Spain, 1789- 1794”, tesis de
doctorado, Rutgers University, 1949,33.
55
Manfredini, “The Political Role”, 3.
56
Mikhail Bakhtin, Rabelais and his World, trad. H. Iswolsky, Cambridge: M.I.T. Press, 1968, 465.
57
La Defensa, “Testimonio del escrito presentado por el defensor del exmo. senor conde de
Revillagigedo”, Ciudad de México, [1799], en “El segundo conde de Revillagigedo (Juicio de
Residencia)”, Publicaciones del Archivo General de La Nación 22, 1933, 106.
58
Revillagigedo, Instrucción reservada, 167.
59
Vargas-Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 20.
60
Sedaño, Noticias de México, 3:32.
195
61
Citado en L. Gonzalez Obregon, México viejo: noticias historicas, tradicionales, leyendas, y
costumbres, México: Porrua, 1976, x-xi.
62
Jose Gomez, Diario curioso y cuademo de las cosas memorables en México durante el gobierno
de Revillagigedo, (1789-1794), ed. Ignacio Gonzalez Polo y Acosta, México: Universidad Nacional
Autónoma de México, 1986, 46; Sedaño, Noticias de México, 3:32; Revillagigedo, Instrucción
reservada, 179.
63
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de Providencias”, 29; guardias, luces y adoquines
también se agregaron al mercado de Santa Catarina y al mercado de Las Vizcanas, 29-30.
64
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 11 de noviembre de 1791, AGN, Bandos, vol. 16,
fol. 100; véase, además, Scardaville, “Crime and the Urban Poor”, 12; para más sobre las nuevas
regulaciones de plaza emitidas por Revillagigedo, véase “Residencia de Revillagigedo”, Ciudad
de México, AGN, Historia, vol. 60, exp. 2. fol. 15.
65
Vargas-Rea, Cuaderno de las cosas, 121; Gonzalez Polo y Acosta, “Compendio de
Providencias”, 30; Revillagigedo, Instrucción reservada, 179.
66
Viqueira Albán, ¿Relajados o reprimidos?, 239.
67
Revillagigedo, “Bando”, agosto de 1791, Ciudad de México, AGN, Bandos, vol. 16, fol. 72;
Gonzalez Polo y Acosta, “Compendio de provedencias”, 31-2.
196
para enojar y molestar a uno por la falta de orden político allí; como regla, se llena con lo
más bajo de la plebe, la suciedad y hasta la desnudez, ningún hombre de posición se atreve
a sentarse junto a ellos, por temor de ensuciarse con la inundación de pulgas.” 68 Villarroel
esperaba que el parque fuera un espacio para un nuevo público, una isla cultural ordenada
en medio de un mar de estridentes calles y tabernas. Al igual que en París, donde Daniel
Roche afirma que la policía regulaba la moral popular en un intento de “inmovilizar las
clases populares en tiempo y espacio”, en la Ciudad de México, las nuevas divisiones
culturales se ubicaron, literalmente, en la geografía urbana.69
La creciente bifurcación de la cultura de élite y la popular también estuvo
representada en el teatro, ya que los reformadores se esforzaron por reemplazar el baile
lascivo en el escenario y las risas escandalosas, las groserías y la embriaguez de los
espectadores con una intensidad sobria y especulada. Aunque las ganancias se destinaron
a un hospital público, y las comedias y obras alegres atrajeron a muchedumbres enormes
y lucrativas, las élites encontraron estas producciones “perjudiciales para el estado.”
Villarroel en particular denunció estas “pantomimas y diversiones ridículas” como “más
apropiadas para los niños que para personas decorosas y serias.”70 Los edictos virreinales
establecieron guardias especiales para las actuaciones, prohibieron la mezcla excesiva de
los sexos y exigieron que todas las producciones obtuvieran una licencia de la ciudad.71
Las nuevas leyes de licencias, declaró el virrey Gálvez en junio de 1786, aseguraron que
el público se “entretendría y educaría en buenos hábitos y costumbres.”72 El teatro
reflejaba el antagonismo entre la cultura de élite y la popular y, al igual que en plazas y
calles, se imponían restricciones al comportamiento de las bulliciosas clases bajas.
No es sorprendente que las nuevas regulaciones teatrales ensayen constantemente
los temas dominantes de los esfuerzos de reforma. El edicto de 1786, el primer esfuerzo
patrocinado por el estado para regular las representaciones teatrales de Nueva España,
declaró que los actores deben vestirse adecuadamente para dar el ejemplo a los
espectadores; que el teatro se limpie diariamente; que no se presenten sátiras de figuras
públicas; y que el público se abstenga de interrumpir y molestar a los actores, silbar,
pisotear, gritar, usar sombreros grandes o mezclarse con el sexo opuesto. Alas mujeres se
les permitía salir de su sección del teatro sólo dos veces durante el espectáculo.73 Los
editorialistas se quejaban de las actuaciones ruidosas, creyendo que el teatro perdía su
efecto didáctico si el público plebeyo participaba en el espectáculo; es decir, si
impugnaban activamente el significado de la producción. Las regulaciones del teatro
debían crear una audiencia dócil que aceptara las reglas de conducta pública de la élite
sin jugar un papel en la creación del decolage, que renunciarían a su propio sentido de
propiedad pública y adoptarían otro. La correcta postura hacia los nuevos espectáculos
públicos debía ser una distancia cortés, no una participación directa, una postura cultural
que correspondiera para –o quizás reflejara– la distancia de la élite del trabajo físico real
de producción.74
68
Villarroel, México por dentro, 74.
69
Daniel Roche, The People of Paris: an Essay in Popular Culture, Nueva York: Berg, 1987, 272.
70
Villarroel, México por dentro, 92, 91.
71
Gálvez, “Bando”, Ciudad de México, 28 de junio de 1786, AGN, Bandos, vol. 14, fol. 62.
72
Gálvez, “Bando”, Ciudad de México, 28 de abril de 1794, AGN, Bandos, vol. 17, fol. 483.
73
Manuel Manon, Historia del teatro principal de México, México: Editorial Cultura, 1932, 21-
22, 23.
74
Sobre el proceso de domesticación de las audiencias teatrales en América en el siglo XIX, véase
Lawrence W. Levine, Highbrow Lowbrow: The Emergence of Cultural Hierarchy in America,
Cambridge: Harvard UP, 1988, 11-83. Para más información sobre las reformas teatrales en la
197
Ciudad de México, véase el brillante análisis de Viquiera Albán en ¿Relajados o reprirnidos?, 53-
122.
75
Enrique de Olavarri y Ferrari, Reseña historica del teatro en México, 1538-1911, 5 vols.,
México: Editorial Porrua, 1961, 1:99.
76
Manon, Historia del teatro, 36.
77
Olivarri y Ferrari, Reseña historica, 1:99.
78
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedencias”, 31.
79
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedencias”, 8; sobre el licenciamiento de
nuevos edificios, véase Revillagigedo, Instrucción reservada, 188; véase también Francisco de la
Maza, “El urbanismo neoclásico de Ignacio de Castera”, Anales del Instituto de Investigaciones
Estéticas, 6, 22, 1954, 93-101; para ver registros detallados de licencias de construcción emitidas
por la Ciudad, véase Junta de Policía, “Actas”, Ciudad de México, 1790, AAA, Actas de Junta de
Policía, vol. 450-A. El 18 de septiembre de 1792, por ejemplo, la Junta informó que alguien
estaba construyendo una casa sin haber presentado la documentación correspondiente. La
Junta ordenó al Juez del Cuartel investigar, fol. 39.
80
Sonia Lombardo de Ruiz, “Ideas y proyectos urbanísticos de la ciudad de México, 1788- 1850”,
en Alejandro Moreno Toscano, ed., Ciudad de México: Ensayo de construcción de una historia,
México: INAH, 1978, 169-181.
198
números claros a una altura uniforme en todas las puertas y calles de las casas.81 En el
intento del estado de reconstituir el orden social bajo el signo de lo “público”, cada
individuo ahora tendría su lugar apropiado con su propio número.82 Durante la revisión
judicial del mandato de Revillagigedo, sus detractores en el Consejo de la Ciudad,
enojados por no ser consultados sobre el proyecto de numeración, informaron que los
marcadores caros ahora adornaban incluso “las peores casas en los peores vecindarios,
incluidas las chozas indias.”83 Entonces, numerados y visibles, a los pobres les resultaba
cada vez más difícil eludir la mirada pública y los proyectos de documentación del estado.
El banquete culturalmente rico de la calle, como el de las plazas, también se volvió
cada vez más dispéptico para los reformadores. Las comedias al aire libre y los
espectáculos de marionetas, que provocaban risas estridentes de multitudes bulliciosas e
incluso caminar con cuerdas, ahora requerían una licencia de la ciudad y el permiso del
Alcalde de Barrio correspondiente; lo que es más importante, no se podían llevar a cabo
espectáculos después del anochecer.84 Las licencias oficiales especifican que no se sirva
pulque en los eventos; que no se utilicen instrumentos musicales para convocar al público;
que los actores se vistan sólo con la ropa de su propio sexo; y que la reunión se disperse
antes del anochecer.85 La cultura popular, autorizada y regulada, comenzó a desaparecer
de las calles públicas emergentes de la ciudad. Para asegurarse de que sólo los “seres
racionales” fueran visibles en las avenidas cada vez más de moda de la capital, los
reformadores iniciaron campañas enérgicas para librar a la ciudad de vacas, perros y
cerdos, con quienes los pobres estaban vinculados por la élite, como referencias a las
“pocilgas” que en la plaza se muestran. Sin embargo, a diferencia de los pobres, los
animales no se podían rehacer a imagen de las élites, sino que debían ser eliminados: en
un solo año, la ciudad exterminó a 20,000 perros y desterró a todas las vacas a las afueras
de la ciudad.86
81
“Residencia de Revillagigedo”, Ciudad de México, AGN, Historia, vol. 60, exp. 2, fol. 17; véase
también Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedencias”, 21.
82
Revillagigedo insistió en enumerar las casas, ya que facilitaba la toma del censo ordenado el
15 de febrero de 1791, Junta de Policía, “Testimonio de Oficio al Sr. Intendente Corregidor a la
Junta de Policía sobre haber dispuesto al exmo. sr. virrey se haga un padron general de esta
capital para numerar las casas y rotular con asulejos los nombres de las calles”, Ciudad de
México, 23 de julio de 1792, AAA, Calles Nomenclatura en General, vol. 484, exp. 1.
83
El enjuiciamiento, “Testimonio del cuaderno”, 66; Francisco Sedaño informó que el proyecto
de numeración databa de 1785, Sedaño, Noticias de México, 3, 79.
84
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedencias”, 23; para un informe de las
peticiones recibidas y las licencias otorgadas a artistas callejeros, véase “Libro de razones de
banos, temascales, bacas de ordena y demas perteneciente al ramo de policía de la escribania a
cargo de don. Juan Antonio Gomez, su escribano originario”, Ciudad de México, 1794, AAA,
Policía Diversas Licensias, vol. 3661, exp. 1. Dona Felipa Estrada, por citar sólo un ejemplo, se le
otorgó una licencia para hacer espectáculos de marionetas durante seis meses, siempre que se
presentara primero al Alcalde de Barrio y se abstuviera del uso de instrumentos musicales de
tipo militar, fol. 5.
85
“Diversas Liscensias”, Ciudad de México, 1793, AAA, Policía en General, vol. 796, exps. 9, 10,
11.
86
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedencias”, 19. Sobre los perros, véase
Vargas-Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 21; sobre las vacas, véase las Gazetas de México, tomo
4, num. 1, 12 de enero de 1790, p. 6, col. 1; sobre las multas contra los propietarios, véase
“Diversas liscencias”, Ciudad de México, 8 de abril de 1793, AAA, Policía en General, vol. 3628,
exp. 55, fols. 1-5.
199
Como parte de sus esfuerzos para imbuir a los pobres con nuevos hábitos de
limpieza e industria, los reformadores requirieron la participación ciudadana en las
nuevas campañas de renovación urbana: en agosto de 1790, Revillagigedo emitió un
edicto que requería que todos los ciudadanos barrieran sus pórticos a las siete en punto de
la mañana desde el 1 de octubre hasta finales de febrero, y a las seis en punto durante los
meses restantes. Los Alcaldes de Barrio instruyeron sus cargos sobre cómo barrer sin
dañar los nuevos adoquines que adornaban las calles de tierra.87 A finales del siglo XVIII,
la nueva división entre la alta y la baja cultura se manifestó en el paisaje urbano, a medida
que los abrigos y sombreros fastidiosos luchaban contra las mantas con olor a grano y
desague por el control de las calles.
Incluso las celebraciones públicas tradicionales de la Semana Santa y el Corpus
Christi fueron percibidas como perjudiciales por los reformadores; y no es de extrañar,
ya que tenían lugar en la calle, un lugar que la élite rechazó en favor de lugares más
controlados como los teatros. Todos los grupos de la ciudad participaron en las
festividades: hermandades religiosas, gremios, órdenes clericales, parroquias vecinales,
el clero secular, la Inquisición, el arzobispo, la Audiencia, el virrey, el Cabildo, la facultad
universitaria, los funcionarios reales y, antes incurrieron en la ira de los reformadores,
una colección aleatoria de pobres bulliciosos que lideraban el desfile.88 En 1790,
Revillagigedo prohibió al último grupo con sus máscaras, bailes e imágenes gigantes, –
incluido un dragón que simbolizaba el pecado ganado por gracia– de las festividades. José
Gómez, el guardia del palacio y cuidadoso diario, informó que este grupo animado y
variopinto nunca reapareció al frente de una procesión oficial.89 La alegría pascual y la
confusión de las identidades representadas por las máscaras debían ser reemplazadas por
un solo significado y un solo tono de seriedad. Las procesiones religiosas públicas
proporcionaron un discurso simbólico sobre las relaciones de clase y las formas de vida
en la ciudad, una declaración que se desarrolló literalmente en las calles. 90
Villarroel proporcionó un análisis conciso, una decodificación, tanto de la
semiótica deseada del desfile como de la función de las regulaciones para obtener este
ideal: “estas ceremonias necesitan regulaciones concisas para conservar la salud pública,
la corrección de las costumbres y la comodidad de los habitantes... estos son los
verdaderos elementos de una buena policía, y la base en la que debe basarse el progreso
para hacer que la gente sea útil para el estado.”91 Una comisión real también recomendó
87
Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 31 de agosto de 1790, Bandos, vol. 15, fol. 208;
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedincias”, 28; Gazetas de México, vol. 4, num.
17, 7 de septiembre de 1790, p. 158, col. 1. El 13 de marzo de 1792, el Alcalde Mayor Mendez-
Prietto informó a Revillagigedo que los ciudadanos de su distrito habían recibido instrucciones
de cómo barrer para no eliminar la suciedad que mantiene unidas las piedras, Mendez Prietto a
Revillagigedo, Ciudad de México, 13 de marzo de 1792, AGN, Policía, vol. 20, fol. 77-78v; sobre
los informes enviados a Revillagigedo por otros alcaldes, véase Ciudad de México, AGN, Policía,
vol. 20, fols. 5-8, fol. 76 y fol. 13v-r.
88
Para una descripción de las actividades del Corpus, véase Manuel Carrera Stampa, Los gremios
mexicanos: La organización gremial en Nueva España, 1521-1861, México: EDIASPA, 1954, 102-
104.
89
José Gómez, Diario Curioso y cuaderno de las cosas memorables en México durante el gobierno
de Revillagigedo, ed. lgnacio Gonzalez Poloy Acosto, México: Universidad Autónoma de México,
1986, 341.
90
Para una brillante discusión sobre el desfile y su relación con los cambios sociales y
económicos, véase Susan K. Davis, Parades and Power: Street Theater in Nineteenth Century
Philadelphia, Berkeley: U of California P, 1986.
91
Villarroel, México por dentro, 78.
200
que todas las festividades religiosas, pensadas para proporcionar ocasiones para que
“vecindarios enteros se embriaguen sin consciencia”92, sean monitoreadas por las
autoridades correspondientes.93 La eliminación de los juerguistas desorganizados de la
procesión y el monitoreo cuidadoso de los festivales callejeros no sólo representaban una
marginación de la cultura popular, sino que aseguraban una exhibición didáctica de los
estándares que Villarroel, la comisión y otros sintieron que todos deberían emular.
En un intento por suprimir los excesos que convirtieron “estos solemnes actos en
motivos de diversión”94, las administraciones de los virreyes Florez y Revillagigedo
emitieron una serie de leyes contra los vendedores ambulantes de alimentos y pulque que
se creía que “provocaban la irreverencia en la gente.”95 Las élites consideraron que las
elaboradas demostraciones de devoción eran irracionales, desagradables y un desperdicio
de recursos mejor gastados en recompensas terrenales. Villarroel se quejó de que “en este
tiempo sagrado, todo se convierte en frivolidad y diversión; los puestos alquilados se
colocan en el camino de la procesión, convirtiéndolo en una mezcla diabólica de lo
sagrado y lo profano. También se ve a la infame plebe vendiendo sonajeros, dulces, frutas,
agua y otros alimentos con gritos y voces excesivas.”96 Para limpiar el desorden percibido,
la ciudad prohibió los bancos y andamios que abarrotaban las calles, eliminó los
vendedores de juguetes y dulces de la procesión, y prohibió el lanzamiento de huevos
confitados coloridos.97 Revillagigedo también eliminó a los juerguistas indios que
portaban panderetas del desfile, y José Gómez informó que las imágenes gigantes de
santos que adornaban celebraciones anteriores no aparecieron en junio de 1790; de hecho,
todas las imágenes de santos fueron prohibidas en procesiones suplicatorias. 98 Después
de una procesión en 1790 de la Virgen de los Remedios, Gómez lamentó en su diario que
“desde el comienzo de este Reino, nunca se había visto una función tan seria.”99 Si bien
las celebraciones oficiales perdieron parte de su exuberante diversidad cultural, las
pequeñas reuniones no oficiales resultaron más difícil de controlar. En un vecindario, una
multitud entusiasta se unió a un grupo de acróbatas para transgredir el límite social más
rigurosamente definido de todos –el que existe entre el rey y el pueblo. Acompañado por
una cacofonía de explosiones de petardos, silbidos y gritos, y el boato de coloridas
pancartas y cortinas, la multitud coronó ritualmente a un acróbata popular. Avisado por
un vecino, el indignado gobierno de la ciudad advirtió al acróbata y a sus súbditos sujetos
contra nuevos escándalos.100 Al ridiculizar a la realeza, la multitud dirigió la risa al orden
del mundo, desafiando las bases de las distinciones sociales, al tiempo que las reconocía.
92
Comisión del rey, “Informe sobre pulquerías”, 243.
93
Comisión del rey, “Informe sobre pulquerías”, 376-77.
94
Florez, “Bando”, Ciudad de México, 27 de marzo de 1789, AGN, Bandos, vol. 15, fol. 12.
95
Ibidem.
96
Villarroel, México por dentro, 77.
97
Gonzalez Polo y Acosta ed., “Compendio de provedencias”, 33, 22.
98
Gómez, Diario curioso, 18; sobre la eliminación de íconos de las procesiones véase Vargas-
Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 109-110.
99
Gómez, Diario curioso, 19.
100
[n.d.], Ciudad de México, 1793, AAA, Diversiones Publicas, vol. 796, exp. 9.
201
de aguas residuales y baños públicos. 101 Los edictos e informes oficiales se referían
obsesivamente a los hábitos de baño de los pobres, como también era cierto para los
observadores de la élite que limitaban los vicios de la ciudad y su pueblo bajo no
iluminado.102 Además, como lo hicieron en sus descripciones de los hábitos alimenticios
de los pobres, la falta de limpieza y el desprecio por la propiedad pública, los
reformadores expresaron repetidamente el disgusto, la pura repulsión física, al presenciar
a los incultos defecar y orinar en público.
La cultura demarca los límites. El asco y la vergüenza son reacciones físicas: el
cuerpo sirve como depósito de los principios de un orden cultural, en efecto, un recuerdo
en el que se alojan los principios organizadores de un régimen.103 El cuerpo se unió a la
retórica de la élite y a las nuevas divisiones del espacio público como un medio para
vigilar los límites culturales y de clase. La diferenciación de clase dependía de la reacción
corporal del asco. Por lo tanto, el proyecto borbónico ya había tenido éxito en el momento
en que los adinerados se sentían rechazados por el pueblo bajo, es decir, en el punto en
que los espectadores se creían extraños a la multitud, apreciando su exclusión a través de
su voluntad de refinamiento, sentido de superioridad y distancia, su propia limpieza. La
gente culta se redefinió continuamente en oposición a las clases bajas sucias, repulsivas,
ruidosas, obsesionadas y contaminantes, y estas nociones dominantes del
comportamiento público se escribieron en el cuerpo en forma de reacciones físicas. Por
lo tanto, mientras que la repulsión a la cultura popular se ubicó en la geografía de la
ciudad, el cuerpo sirvió como una metonimia para la división de clases. La parte inferior
del cuerpo y sus desechos, como el comportamiento de la parte inferior de la población,
fueron desterrados y conducidos a la clandestinidad sin ceremonias.
El comportamiento de los pobres en público, especialmente el relacionado con el
cuerpo, se redefinió sistemáticamente como un asunto privado y se exilió a enclaves
espaciales especiales fuera de la vista pública. Una proclamación gubernamental emitida
en 1791, permitió a los propietarios de viviendas y vecindades con acceso a las nuevas
líneas de alcantarillado tres meses para construir letrinas, después de lo cual la Junta de
Policía ordenó que se construyeran a expensas de los propietarios. Sin embargo, los
esfuerzos privados en hogares personales resultaron difíciles de controlar y el mismo
edicto lamentó que “a pesar de estas medidas y el interés del público en su resolución,
aún no se han verificado.”104
101
Sobre el alcantarillado, véase Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de provedincias”, 29;
Revillagigedo, Instrucción Reservada, 173 y 177; y Vargas-Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 116;
Sobre los baños, véase Alcalde Mayor Pedro de Valenzuela a Revillagigedo, Ciudad de México,
22 de junio de 1794, AGN, Policía vol. 15, fol. 34; y Alcalde de Barrio #7 a Revillagigedo, Ciudad
de México, n.d., AGN, Policía, vol. 15, fol. 35; sobre el nuevo sistema de carros numerados que
pasaban por los barrios de la ciudad, véase Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México, 31 de
agosto de 1790, AGN, Bandos, vol. 15, no. 80, 208; y Revillagigedo, “Bando”, Ciudad de México,
26 de marzo de 1790, AGN, Bandos, vol. 16, no. 9, fol. 15.
102
Véase, por ejemplo, Francisco Sedano citado en Jesus Romero Flores, México, historia de una
gran ciudad, 371-372; Jaime Castañeda, La Ciudad de México antes y después de la conquista,
México: Secretaria de Desarrollo Social, Comité Intemo de Ediciones Gubernamentales, 1987,
129; Sedaño, Noticias de México, 3:32.
103
Para una discusión del cuerpo como un repositorio de memoria, véase Pierre Bourdieu,
Distinction: A Social Critique of the Judgement of Taste, trad. Richard Nice, Cambridge: Harvard
UP, 1984, 94. Para un interesante análisis del asco y el cuerpo, véase Stephen Greenblatt, “Filthy
Rites”, Daedalus 3:3 Verano 1982.
104
“Bando”, Revillagigedo, Ciudad de México, 31 de agosto de 1791, AGN, Bandos, vol. 17, no.
9, fol. 77.
202
nueva sensación de vergüenza y asco a los pobres, para inscribir los principios de
ordenamiento del régimen en sus propios cuerpos. Hacia el final de su gobierno,
Revillagigedo, con suerte, declaró que las existencias eran obsoletas, ya que su empleo
había logrado eliminar “esa práctica guarra [incontinencia] en la ciudad.”110
Presumiblemente, el virrey sintió que lo que comenzó como una restricción externa, el
miedo al castigo, se había internalizado. Los hábitos de aseo y el saneamiento se unieron
con la sobriedad, la providencia y la limpieza como parte del paquete para lograr un mejor
control del carácter de uno. Así, la repulsión por lo bajo se esquematizó en el cuerpo
social, el paisaje de la ciudad y la anatomía del individuo.
Pero las clases populares no eran espectadores pasivos de la ingeniería social
realizada para su supuesto beneficio. Llevaron su protesta directamente a las puertas y
paredes –del palacio virreinal, el símbolo más visible de la autoridad borbónica. Quizás
inconscientemente reconociendo que las reformas borbónicas buscaban controlar sus
cuerpos, el pueblo bajo respondió con sus cuerpos. A pesar de las ordenanzas sobre la
obscenidad pública, durante el mandato de Revillagigedo tres guardias armados tuvieron
que ser colocados alrededor del palacio –no para controlar a las multitudes armadas que
clamaban por la revolución, sino para evitar el regreso de los socialmente reprimidos: el
ejército del pueblo bajo que diariamente orinaba y defecaba contra sus muros.111 A fines
del siglo XVIII en la Ciudad de México, la conformidad de los pobres con los juiciosos
enemas de racionalidad no era total, ni estaban completamente cegados por la Ilustración.
Sin embargo, surgió una nueva relación entre la élite y la cultura popular a fines
del siglo XVIII, cuando los reformadores intentaron imponer una cultura dominante a las
personas con sus propias nociones distintas de tiempo, espacio y cuerpo. El estado no
admitió oposición en su búsqueda de una relación educativa inmediata con individuos,
participando en una ingeniería social radical para crear el público recién imaginado. La
bebida, el clamor escandaloso y la incontinencia estaban sujetos a vigilancia y control,
mientras los reformadores se esforzaban tanto por forjar una ciudadanía que condujera a
su agenda económica para la Ciudad de México como por declarar públicamente su
propio estatus de gente culta. Este nuevo antagonismo entre la élite y la cultura popular
se manifestó tanto en la topografía cambiante de la ciudad como en el nuevo umbral de
vergüenza y bochorno del cuerpo. A través de nuevas instituciones como los Alcaldes de
Barrio, las élites mantuvieron un monopolio firme, aunque disputado, sobre las entradas
culturales para el acceso a los nuevos espacios públicos. La retórica de la reforma también
vigilaba los límites entre la gente culta y el pueblo bajo durante una época de identidades
sociales que cambiaban rápidamente. La expresión de la moral expuso los aspectos
culturales de la pertenencia a la clase élite ya que el pueblo bajo, reacio o económicamente
impedido de adquirir accesorios culturales de élite, se convirtió en el florete social de la
gente culta.
110
Gonzalez Polo y Acosta, ed., “Compendio de Provedencias”, 29 y 34; Vargas-Rea, ed.,
Cuaderno de las cosas, 121.
111
Vargas Rea, ed., Cuaderno de las cosas, 25.