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PRÓLOGO

Miguel Ángel Fornerín


Universidad de Puerto Rico en Cayey

La filosofía del arte ha planteado la noción de anticipación al referirse a una de las


cualidades intrínsecas de la obra artística.1 Conviene preguntarse si el arte es esencialmente
anticipativo, de tal manera que debe todo arte poseer esta cualidad, o si existe un arte que
funda la anticipación de acuerdo con ciertas teorías o tiempo en los que se da la mimesis.
¿Reside la anticipación en la misma condición de poeticidad del arte, en la expresión de la
sensibilidad humana, o está dada por elementos externos al arte mismo? Es delicado el
asunto, en primer lugar porque ya el arte no puede ser escindido en lo esencial, lo intrínseco
y lo externo, pues creemos que el arte es un ritmo en el que todos esos elementos se
integran conformando un sentido artístico. También se enmaraña el asunto, en la medida en
que la poeticidad del arte nos conduce a la teoría del arte como creación, ligada de alguna
manera a la noción de fundación que aparece en la estética de Heidegger. El poema funda,
crea elementos nuevos.
Esto se nos confirma cuando leemos y analizamos la escritura que nos ofrece
Maryse Renaud en este libro de relatos. La obra que aquí presentamos está formada por un
conjunto de diez narraciones que esboza una escritura novedosa, un ritmo literario que pone
en juego la primicia del mundo que vivimos y anticipa los escenarios del arte en los tiempos
actuales. De ahí que haya que concebir la anticipación como la historicidad del arte: la
relación de la obra artística con su tiempo.
Por otra parte, podríamos afirmar que ésta es una literatura transnacional, porque
traza una hibridez en la que lo nacional, como fundador de las lenguas y las culturaras
modernas, cruza las fronteras lingüísticas y culturales. Nos hallamos en efecto frente a un
nuevo mestizaje que se adelanta al mundo del futuro. Es más conveniente, a nuestro juicio,

1 Vattimo, Gianni: El fin de la modernidad: nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna. Madrid:


Gedisa, 1997, pág. 88.
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usar el término transnacional, antes que el concepto sociológico de pos-nacional, en la
medida en que esta escritura no echa por tierra lo nacional, ni la lengua, ni la cultura, sino
que las supera, simbolizando la crisis de lo nacional que hoy día vivimos.
Es interesante observar este fenómeno en una escritora mestiza: caribeña, natural de
la Martinica (un departamento francés de América), y que ha adquirido, gracias a su
dedicación y su ingente trabajo, cartas de ciudadanía en el manejo de la lengua y la creación
literaria. Este libro es anticipativo de la transgresión que provoca lo mestizo, de la
transformación, de la creación de formas-sentido nuevas, y de la manifestación de una
dialogía en la que no son las distintas voces de una nación las que interactúan, sino los
distintos sentidos de la lengua y las culturas nacionales. No es la primera vez que desde
nuestra condición de criollos se cuestionan los símbolos y sentidos de la cultura. Postura
crítica que se plantea como un elemento renovador de las letras y que es característica de la
modernidad. Pensemos en nuestro universal Rubén Darío, que con el modernismo sintetizó
la cultura europea, henchido de las pretensiones de modernidad que tenían los
hispanoamericanos, y fundó una literatura propia para nuestro continente.
Vemos así que los procesos de mestizaje están íntimamente unidos a cambios
globales que han venido aparejados a la noción de modernidad, novedad y de renovación.
Estos cambios, cabe señalarlo, no se detienen sino que se manifiestan a través de distintos
ciclos en el tiempo. La literatura, informada por la lengua, que es representación de la
sensibilidad y la vida cultural y social, es la escritura de esos distintos períodos en los que
se representan la muerte y los nacimientos de nuevos mundos: nuevas formas y nuevos
sentidos.
El mestizaje actual en el que se desarrolla nuestra literatura está más allá de la
relación periferia-centro, colonia-nación, de la problemática entre la lengua colonial y la
lengua nacional. Ya asomaba en las reapropiaciones que los criollos letrados realizaron en el
momento en que fundaron nuestras naciones, imbuidos de un movimiento moderno tan
importante como lo era el romanticismo. Éste es el mestizaje que se nos presenta como
representación de la nueva condición de los hispanoamericanos en lo que se ha venido
llamando la diáspora, o el exilio económico. La representación mestiza, además, establece
la relación de los latinoamericanos con su tierra de llegada, su opción de vivir y transformar
la vida desde el centro, o desde la marginalidad con respecto a un centro que también entra
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en crisis, pues los miles de inmigrantes ponen otra mirada a lo social y la cultura de los
países de arribo.
La escritura de la emigración tiene su propio boom. En el caso de la literatura
llamada chicana, la literatura puertorriqueña, cubana y dominicana realizada en Estados
Unidos, se plantea la representación de una nueva hibridez en la que los autores llevan a
cabo una “traducción”, que no es más que una transformación en la cual se ponen en juego
los valores lingüísticos y culturales, y se evidencia la crisis de nuestra conformación
nacional y el sentido de pertenecer, o no pertenecer, a una cultura. Los ejemplos son
innumerables: en el caso de Puerto Rico, podríamos hablar de la literatura de Pedro Pietri,
que se apropia de un inglés del Bronx; de Esmeralda Santiago, quien vive su hibridez
cultural de jíbara-americana y va desarrollando la problemática del neoyorrican, del
spanglo en Cuando era puertorriqueña.
Algo parecido podríamos decir de autores dominicanos residentes en Estados
Unidos como Junot Díaz, en Down, El negocio, y Julia Álvarez, con En el tiempo de las
mariposas y Cómo las chicas García perdieron su acento… Ambos escritores se enfrentan
a otra lengua y realizan una escritura transcultural que presenta una nueva mirada de lo
nacional-dominicano. Así integran sus experiencias sociales, culturales y lingüísticas del
país de llegada. La discusión pendiente es, claro está, la relación de esa literatura diaspórica
con las literaturas nacionales. Pero el reto que se plantea en lo literario y lo lingüístico no es
más que parte de la anticipación del mundo del porvenir.
El caso de nuestra autora, Maryse Renaud, nacida en la Martinica, pero radicada en
Francia —París y Poitiers— desde la más tierna infancia, es muy especial. Ella no usa, sino
en fugaces y sugestivos afloramientos, ninguna de las dos modalidades lingüísticas de su
tierra —el “créole” y el francés—, sino que opta por el español. Movida quizás por el afán
de afrontar un reto personal, de medirse con el idioma, y por un evidente cariño hacia esa
lengua de alta cultura que ella enseña en la Universidad de Poitiers; lengua de ricas
modulaciones peninsulares e hispanoamericanas, a la que rinde un lúdico homenaje.
Tampoco puede descartarse en la opción lingüística de la autora la complicidad afectiva con
el malogrado hermano, escritor ocasional y fervoroso admirador del idioma español y de un
mundo hispanoamericano mitificado, cuya figura asoma reiteradamente en el texto. En
español escribe, pues, Maryse Renaud, con viveza y donaire. ¿Acaso no es, finalmente, el
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español uno de los tres idiomas mayores del Caribe, junto al francés y el inglés? ¿Acaso no
es el español, cuya penetración se realiza generalmente en la Martinica a través de la música
popular de Hispanoamérica, particularmente apreciado por los habitantes de la isla? Oscuras
son las motivaciones de los escritores. Como puede intuirse, las vivencias personales se van
fundiendo con las euforias lingüísticas, culturales y literarias brindadas por el idioma
español.
En el relato “Cara de ladrillo o Don Colador I”, que da inicio a la obra, la historia
nos remite a una caleidoscópica narración donde surgen las distintas miradas y la diferencia
de color. En ella se pone en juego la diferencia, la transnacionalidad: la visión del otro que
funda la literatura mestiza. El relato nos presenta personajes en crecimiento que juegan con
los prejuicios y cuyas miradas disímiles chocan entre sí. El diálogo permite acceder a una
pluralidad conflictiva de visiones y sensibilidades, y al final, la prosa, juguetona y de un
ritmo cincelado, culmina en una mutua comprensión, en una forma de reconciliación, como
si las divergencias culturales y raciales fueran producto en buena parte de una carencia de
educación, de una visión limitada insensible al encanto de lo otro, y de una forma de
ceguera ante lo universal. Pese a los obstáculos, las lenguas se encuentran, pues viajan con
la cultura de los personajes. En el escenario madrileño o parisino de esta nueva hibridez se
acomodan finalmente lo masculino y lo femenino, las diferencias de razas y de color.
El texto “La niña que vio al hombre” pone de nuevo en perspectiva el mundo de la
infancia en crecimiento frente a las ideas, valores y lugares comunes que conforman el
mundo de los adultos, así como el reductor binarismo ideológico de los mismos. Se
establece en la narración un sugestivo paralelismo histórico entre pasado y presente, los
espacios pasan de nuevo al primer plano: el trópico, la isla permiten que la narración se
vuelva paulatinamente una búsqueda de los orígenes, de la Martinica natal, del tiempo
móvil de la ensoñación y las fantasías, en pugna con las reglas, el poder escolar y una
mezquina mirada adulta que traza la ruptura y la liberación.
Una práctica recurrente en los cuentos de Maryse Renaud es el recurso a la
intertextualidad. Hasta podría hablarse de hipertextualización, generalmente colocada bajo
el signo del pastiche o la parodia. Entran en sus textos, como elementos dialógicos, voces
procedentes de una pluralidad de autores y espacios culturales: las de Baudelaire, Bécquer,
Alberti, Darío, Arlt, Onetti, Carpentier, Felisberto Hernández... Esto se advierte, por
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ejemplo, en el inicio de la “Danza de los bastones”, cuyo ritmo narrativo parte de un
conocidísimo poema de Rubén Darío, que se encuentra citado caóticamente, paródicamente
tergiversado. Al intertexto hispánico se agregará más adelante una clara alusión a un clásico
de la literatura infantil francesa, Un bon petit diable, de la condesa de Ségur, libro lleno de
travesuras y rebeldías infantiles muy a tono con el espíritu inquieto y justiciero de la Niña,
el personaje protagónico de todas las ficciones de Maryse Renaud. Otra vez a la figura
infantil le toca moverse en un mundo adulto cuya singularidad, y en ocasiones hostilidad,
intenta comprender para poder conjurarla. Observe el lector que si bien es la Niña el
personaje focal de todas estas ficciones, lo cual les presta una notable homogeneidad, no es
únicamente su voz, en cambio, la que se oye: voces masculinas y femeninas de diversos
personajes, intervenciones de un narrador omnisciente nos llegan en efecto a través de estas
diez ficciones.
Otro rasgo distintivo de estos cuentos es la presencia del viaje como desplazamiento
que puede ser hacia adentro, hacia la búsqueda de la identidad, personal y espacial, como
puede comprobarse en “El hombre del Cibao”. El cuento juega con la dicotomía entre la
costa y la montaña, Santo Domingo y el Cibao, la urbe moderna y la mítica tierra alta, de
promisión de heroicidad en los tiempos de la Conquista, pero actualmente de más modesto
rango. En él se plantea con humor y pasión, en un implacable forcejeo entre el personaje
infantil y el adulto, la cuestión de la caribeñidad, abordada por tantos ensayistas desde la
famosa Biografía del Caribe (1945) de Germán Arciniegas. Pensamos particularmente en la
célebre La isla que se repite, de Benítez Rojo (1989), por ejemplo. Si bien exaltan la Niña y
la instancia narrativa las bondades del Caribe, el mar que nos comunica, nos hace o nos
forja, dándole objetivamente sentido a la ciudad principal, ésta no es exactamente la postura
del paradójico y entrañable personaje del taxista, enamorado del Mar Caribe, pero
oscuramente amedrentado por toda reivindicación ideológica demasiado directa de
caribeñidad. O, por decirlo de otro modo, inconscientemente dividido entre su apego
emocional al Caribe y su inconfesado deseo de pertenencia al vasto continente americano.
De la Niña o el adulto, ¿quién tendrá la última palabra? El lenguaje, que hará sonar de
modo provocador la litigiosa y amada palabra Caribe, que impondrá la idea, pese a todo, de
la hermandad caribeña.
Lea el lector estos textos anticipativos, humorísticos, desmitificadores y tiernos a la
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vez, atravesados por una pluralidad de voces y culturas que plantean una nueva literatura,
testimonio de otro mundo posible: el mundo donde las fronteras, poco a poco, van cediendo
y la cultura del hombre va más allá de los proyectos de la modernidad. ¿Acaso se trata de
una nueva situación en que lo humano se convierte realmente en foco de nuestra atención?
Las voces aquí —desde la memoria, las emociones, las sensaciones— buscan ofrecernos un
pasado, pero también un presente que se cuestiona y se refleja en el espejo de nuestros
sueños y nuestras rebeldías. ¿Cuál es el problema profundamente humano sobre el cual
estos textos nos convocan a meditar? No creo, amigo lector o lectora, que podría ser otro
que aceptarnos como diferentes e iguales, como idénticos en nuestra común aspiración al
conocimiento, el respeto y la libertad.

Miguel Ángel Fornerín


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