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Enseñar como hablar a los obreros.

Claudio Zulian
@claudiozulian1

¡Ha traicionado a los obreros!... Sería natural pensar que una acusación
semejante se lanzara en un mitin de un partido de acendrada tradición marxista
o en una manifestación sindical de un primero de mayo y que el acusado fuera
un político liberal-socialista. Nos equivocaríamos. Quien la profirió fue un líder
de la extrema derecha en un mitin de la campaña para las elecciones
legislativas españolas de 2019. Eso sí, el acusado era el actual presidente del
gobierno que, efectivamente, pertenece a la familia socialdemócrata. Si
alguien, hace cuarenta años, le hubiera sugerido a un jefe de la ultraderecha un
eslogan parecido, seguramente habría sido inmediatamente expulsado del
partido por bolchevique (infiltrado). Los tiempos cambian.
Aún así, podríamos pensar que se trata de un exabrupto mitinero, cuya
finalidad es adobar al enemigo de todos los males que la fantasía pueda
sugerir a un asesor de campaña. El mitin tuvo lugar en una ciudad del “cinturón
rojo” de Barcelona. Una típica ciudad obrera. En algunos de sus barrios más
pobres la ultraderecha fue el segundo partido más votado. Muchos “obreros” –
y parados -, suscribieron, por lo visto, la idea de la traición. Se ha ido así
consumando, en España también, una mutación del espectro político que ha
tenido precedentes en muchas democracias del mundo.

Sabemos que la palabra “obrero” es, en estos contextos, sobretodo una


categoría mítica generalmente usada para nombrar al conjunto de la población
con rentas bajas, trabajos poco cualificados y mal pagados - si es que los
tienen -, y bajo nivel educativo. Muchos de estos “obreros” han votado a
Salvini, a los Kaczynski, a Trump y a Abascal. Marine Le Pen suele afirmar que
el suyo es el partido obrero más grande de Francia. Recientes estudios de
largo alcance sobre las tendencias de voto, apuntan que en los años 50 y 60
del siglo pasado los partidos de izquierda cosechaban los mejores resultados
entre los votantes con bajos niveles de educación e ingresos, mientras los
partidos conservadores los obtenían en las clases medias y altas – entre cuyos
representantes se hallaban las personas con más nivel educativo. A partir de
entonces, de manera lenta pero imparable, los votantes con más educación se
han ido decantando por los partidos de izquierda. Algunos politólogos
consideran que, actualmente, los partidos constituyen un sistema “multielites”,
siendo, grosso modo, la izquierda la representante de las elites culturales y la
derecha de las elites económicas. No es difícil inferir que la progresiva
extensión, más allá de las clases altas, de la población con estudios superiores,
tiene que ver con esta tendencia. Una parte importante de la actual elite cultural
posee mucho capital simbólico y escaso capital económico – aunque las
“clases creativas” ciudadanas detentan importantes resortes económicos y son
también, en general, más proclives a votar a la izquierda. Esta lucha entre las
elites, deja fuera de juego a la población que no tiene ni estudios ni capital
económico.

A los partidos de izquierdas les gusta todavía considerarse como los


defensores de los “de abajo”. Sin embargo actualmente ningún partido defiende
una “revolución”. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX la izquierda se
fue quedando sin proyecto alternativo al capitalismo. Sólo sobrevivieron las
ideas socialdemócratas de contención y corrección de los aspectos más inicuos
del propio sistema capitalista. En este sentido, el mensaje de la izquierda
actual a las clases bajas es límpido: no hay otro mundo que imaginar – aunque
intentaremos corregir este. La erradicación de la pobreza queda como meta
utópica y lejana del capitalismo mismo. El corolario de tales concepciones es
que, a los ojos de los “obreros”, las ofertas políticas de la izquierda y la derecha
no tienen diferencias esenciales sino sólo prácticas. Por ejemplo, unos
proponen la subida de impuestos para proporcionar una mejor protección social
en un momento de crisis económica, mientras otros aseguran que eso
empeoraría aún más la situación. No hay propuestas que contemplen
alternativas a la sociedad que produce cíclicamente crisis económicas.

Cada una de las dos elites defiende su capital. La defensa del capital simbólico
se juega obviamente en el campo de lo simbólico, en algunos aspectos de una
manera muy clásica: creando códigos particulares cuyo manejo denota
conocimiento y pertenencia. Las “neolenguas” progresistas, - como son las
variantes del lenguaje inclusivo - tienen este sentido. Con ellas se quieren
distinguir los miembros de la élite cultural – y quienes se postulan para ello – de
modo que, por ejemplo, léxico y modismos identifiquen sin ambigüedad
posturas progresistas. Se trata de un instrumento importante para adquirir
ventajas tácticas y estratégicas, marcando territorios institucionales, políticos y
sociales por los que, sin el adecuado conocimiento lingüístico, se tendrán
dificultades para circular. El uso de códigos culturales elaborados para mostrar
pertenencia es, por otra parte, una estrategia socio-política con una larguísima
tradición. La burguesía, por ejemplo, exigió siempre “buenos modales” para
poder reclamarse de ella: desde el uso de un léxico y una sintaxis apropiados
hasta un conocimiento cabal de los comportamientos corporales en la mesa.
Tales “buenos modales” eran también, antes como ahora, armas arrojadizas en
las luchas de poder internas a las élites mismas.

La voluntad de crear una neolengua propia ha acompañado a la izquierda


desde su nacimiento. Nos baste recordar que, en 1793, los revolucionarios
franceses reorganizaron el calendario y cambiaron los nombres de los días y
los meses. En este sentido, es revelador comparar cuáles eran los objetivos de
aquella reforma nominalista y de la actual. El calendario republicano francés
aprobado por la Convención Nacional el 5 de octubre de 1793, había sido
elaborado por un matemático y tres astrónomos y reflejaba la voluntad
revolucionaria de imponer una visión científico-racionalista del mundo. Una
visión que se identificaba a sí misma con el progreso y se oponía a la tradición
cristiana considerada como la base cultural del antiguo régimen. Así los días de
la semana dejaron atrás sus nombres relacionados con las divinidades
paganas y las festividades cristianas y pasaron a un austero primidi, duodi, tridi,
etc. En vez de un santo, a cada día se le asignó una planta, un animal o un
utensilio. El nuevo primer día del año (el 22 de septiembre, según el calendario
gregoriano) era así, siguiendo una lógica impecable, el primidi, vendimiaire,
raisin (primidi, vendimiario, uva).
Si analizamos ahora cuál son las propuestas de las neolenguas progresistas
actuales veremos que están centradas en la cuestión de la identidad individual,
esencialmente en los aspectos corporales como el género o los rasgos
étnicos. Ya no importa la racionalización de la vida social sino la denominación
de la persona. Se trata, por lo tanto, de una reforma lingüística con un
background radicalmente individualista. Su horizonte son los derechos
individuales – motor a su vez de las políticas de reconocimiento. Un ejemplo
particularmente ilustrativo en tanto que lleva al límite la lógica subyacente a las
neolenguas actuales, se puede hallar en la Nonbinary Wiki, donde
encontramos la definición de Egogender (de “ego”, “yo” en latín y “gender”,
“género” en inglés). Se trata de un género tan específico de un individuo que
sólo puede ser nominado como “yo (o nombre de la persona)” género.
La neolengua progresista se nutre, en suma, del individualismo radical propio
de nuestra sociedad (“There is no socitey”, como resumía con genio Margareth
Thacher) para intentar orientarlo a la lucha entre las élites culturales y las
económicas – aceptando cabalmente el marco del capitalismo consumista.

Las neolenguas progresistas – como todas sus antecesoras – nacen de


especulaciones propias de la cultura universitaria cuya posesión constituye
específicamente el “capital simbólico”. Una cultura necesaria tanto para
entender la propuesta de reforma lingüística como para poderla,
eventualmente, usar con soltura. Los “obreros”, con escasa formación reglada
quedan en consecuencia excluidos, a la vez sin palabras y sin horizonte de
transformación. Aclaremos aquí que la formación es sólo una parte de la
cultura: no tener educación superior no quiere decir no tener cultura, sino sólo
no tener esa parte de la cultura apta a constituir un capital simbólico.
Es importante tenerlo en cuenta, porque los “obreros” actuales también son
individuos consumistas. Al igual que a todos los demás, a ellos también les ha
llegado la característica invitación a gozar del consumo y la promesa de su
infinita multiplicación. Pero ¿qué sucede cuando la promesa de la felicidad
consumista llega acompañada de una evidente imposibilidad material de
realizarla? ¿Qué se siente ante el festival de bienes de un centro comercial
cuando no sólo no se tiene ningún margen económico para gastos superfluos,
sino que se sabe o se intuye que tampoco se tendrá en el futuro? ¡Frustración y
resentimiento!
En otros momentos históricos “la voz de los que no tienen voz” ha hallado
espacios expresivos propios que han permitido fructíferas alianzas socio-
políticas. A lo largo de todo el siglo XIX, por ejemplo, la reflexión sobre la
cultura popular ha denotado a la vez el empuje de las nuevas clases populares
y el interés de las élites progresistas por buscar alianzas. El famoso cuadro de
Eugène Delacroix “La libertad guiando al pueblo” es una ejemplo icástico de
cuanto decimos.
Con el advenimiento de la cultura de masas, sin embargo, la cultura popular
autónoma desaparece y las elites y el pueblo comparten básicamente la misma
cultura. La diferencia empieza a establecerse de manera muy acentuada
únicamente por la formación superior. De ahí, que la izquierda actual tenga
tantas dificultades para conjugar la defensa de sus intereses como élite
cultural, con los intereses de los “obreros”. Los discursos emancipatorios
individualistas son las armas de las elites culturales para intentar defender su
poder y no pueden ser extendidos a quien no tiene ese capital simbólico. Se
necesitaría una adaptación socio-cultural que los desdibujaría por completo. Es
por ello que más allá de la valla del lenguaje inclusivo se extiende el desierto
de un resentimiento sin nombre.

En la lucha por la hegemonía las elites culturales están claramente en


desventaja. El meollo del poder económico no se discute ya que las propias
elites culturales dan por sentado que el marco de todo poder actual es el
capitalismo consumista. Las elites económicas pueden dormir tranquilas: nadie
pretende ya transformar radicalmente el régimen de la propiedad privada o de
los medios de producción. La lucha entre las elites tiene lugar por completo
alrededor del capital simbólico. De esta manera, las elites culturales no pueden
estar más que a la defensiva, porque la posibilidad de un cuestionamiento
radical del poder de las elites económicas está excluida de entrada.

Todos los grandes textos de Antonio Gramsci fueron escritos en la cárcel y


constituyen una meditación sobre la derrota de la izquierda europea en los
años 30, cuando el fascismo se fue adueñando del poder en casi toda Europa.
Su clásica apelación a la creación de una literatura nacional-popular era un
llamado a la izquierda, en los términos de su tiempo, para realizar una profunda
reflexión respecto de los errores políticos y culturales que había cometido y que
habían arrojado a tantas personas en los brazos del fascismo. Me gustaría
pensar que no hace falta acabar tras los barrotes, vigilados por los que
pensábamos estar defendiendo, para empezar una fértil autocrítica.

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