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Miguel Gilaranz

SÁHARA, LA ÚLTIMA
MISIÓN
Una novela de pilotos y tropas españolas en el
desierto

Text Copyright @ 2019 Miguel Gilaranz


3ª. Edición

ISBN-9781091904811

Disponible en Amazon.es
A todos aquellos que sirvieron en el Sáhara Español.
NOTA DEL AUTOR .................................................... 6
PRÓLOGO ................................................................. 7
SÁHARA OCCIDENTAL ............................................ 11
MADRID. EL AERÓDROMO .................................... 15
SÁHARA. EL BUNKER .............................................. 20
MADRID. LOS PREPATATIVOS ................................ 25
MADRID. LA RADIO ................................................ 29
SÁHARA. EL CAMPAMENTO .................................. 33
MADRID. EL DESPEGUE.......................................... 37
MADRID. VOLANDO ............................................... 41
SÁHARA. LA MARCHA ............................................ 45
CASARRUBIOS. EN VUELO..................................... 49
SÁHARA. EL POZO ADALIX ..................................... 53
EN VUELO. LAS ONG`s ........................................... 57
EN EL BUNKER. GACELAS Y COMIDA ..................... 61
EN VUELO. HASTA ARCOS ...................................... 65
SÁHARA. LA COMIDA ............................................. 69
EN VUELO. VIENTO DE LEVANTE ........................... 73
MEDINA SIDONIA. EL ATERRIZAJE ......................... 77
MEDINA SIDONIA. EN EL AERÓDROMO ................ 81
SÁHARA. DAORA .................................................... 85
MEDINA SIDONIA. PLAZA DE ESPAÑA ................... 89
SÁHARA. LA BASE................................................... 93
SÁHARA. LAWRENCE ............................................. 97
MEDINA SIDONIA. DON MARCIAL ....................... 101
EL BUNKER Y EL JUNKERS JU-52 .......................... 105
REPOSTAR EN MEDINA SIDONIA ......................... 110
SÁHARA. LA BODA ............................................... 114
SÁHARA. EL TENIENTE ......................................... 118
MEDINA SIDONIA. EL DESPEGUE ......................... 122
SÁHARA. MIEDO .................................................. 125
EN VUELO. BAILANDO CON DELFINES ................. 129
EN VUELO. EL DOCTOR FRAGUAS Y SU ESPOSA .. 133
SÁHARA. EL ATAQUE ........................................... 137
SÁHARA. LA HUIDA .............................................. 143
EN VUELO. LA COSTA DE MARRUECOS ............... 146
EN VUELO. AGADIR .............................................. 150
AGADIR.DAMEZ ................................................... 154
EN VUELO. CALOR ................................................ 158
EN VUELO. ANSIEDAD .......................................... 162
EL RESCATE .......................................................... 166
ATERRIZAJE .......................................................... 170
JUNTOS ................................................................ 173
LA PLAYA .............................................................. 177
SIROCO ................................................................. 182
SAL ....................................................................... 186
EL REGRESO ......................................................... 190
LA SITUACIÓN REAL ............................................. 194
LA VÍBORA ............................................................ 198
DESESPERACIÓN .................................................. 202
ROGELIO .............................................................. 206
SEÑALES ............................................................... 210
LA ESPERA ............................................................ 214
EL RESCATE .......................................................... 218
EL ENCUENTRO .................................................... 222
EL FINAL ............................................................... 227
NOTA DEL AUTOR

A pesar de que, etimológica e internacionalmente, «Sahara» se


escribe sin acento, en esta obra he decidido acentuarla porque la
acción se desarrolla en un territorio español, conocido y descrito
de esta manera, utilizando la palabra esdrújula, por quienes allí
estuvieron destinados y a quienes me he tomado la molestia de
consultar. Por lo tanto, decidí finalmente acentuar la palabra
quizás, para hacerla más «nuestra».

6 MIGUEL GILARANZ
PRÓLOGO

Mi primer encuentro con el autor sucedió en nuestra Hermandad


de Veteranos de Tropas Nómadas del Sáhara cuando Miguel
acudió a nosotros para que le informáramos sobre la vida militar
en el desierto del Sáhara y sobre las costumbres y
particularidades de la cultura y forma de vida de sus habitantes,
los saharauis, y la primera impresión fue muy buena y que fue
acertada lo pude comprobar pues se unió a nosotros y he podido
conocer sus cualidades como persona y también como escritor.
Ciñéndome a su faceta de escritor destaca en su afán de
conocimientos y curiosidad por los paisajes y ambientes
desconocidos para un hombre nacido en Madrid y durante
mucho tiempo viviendo en esta ciudad. Por ello sus novelas se
sitúan siempre en lugares lejanos del centro de España y llevado
por estas ansias de ver mundos y culturas diferentes se fue
durante más de un año a América del Sur y con base en Perú
recorrió una gran parte de esta región, porque además de
interesarse por la geografía física le apasiona la humana, como
son, como viven y sobre todo como piensan y sienten sus
habitantes.
Otra de sus características como escritor es la de investigar
sobre el tema en el que basa su narración para conseguir un
escenario lo más real posible en detalles físicos y humanos para
desarrollar la trama de ficción, así lo mismo estudia la embajada
japonesa de Hasekura Tsunega a España en el siglo XVII con su

Sáhara, la última misión 7


estancia y permanencia en Coria del Río, que la costa gaditana
para situar la acción de un relato sobre el contrabando y la
Guardia Civil.
Al igual que su carácter o quizás debido al mismo, su estilo
es ágil y conciso, sin demasiadas florituras literarias y muy cerca
del terreno para lograr personajes humanamente creíbles con las
necesidades y limitaciones correspondientes, no hay
superhombres, únicamente hombres. Dentro también de este
carácter está la idea de no dejar las cosas a medias, la fidelidad al
cumplimiento de una tarea o misión, lo que se refleja como es de
esperar en todos los personajes que salen de su pluma.
Creo que su pasión ecológica se manifiesta también en el
desarrollo de sus tramas ya sean en un desierto, en una playa o
durante un vuelo en ultraligero, recurriendo al empleo de
elementos naturales para resolver situaciones apuradas.
Último detalle sobre Miguel, es la capacidad de crear e
imaginar que le lleva a jugar con las nociones de tiempo y
espacio, muchas veces para sorpresa de sus lectores.
Después de esta breve semblanza del autor voy a entrar en
la obra suya que nos ocupa. Dentro de sus cualidades, una es la
de ser piloto, y en buena parte de su narración seguimos de la
mano de un experto un vuelo imaginario desde Madrid al Sáhara
y nos quedamos enganchados en el P-92, como aprendemos, un
ultraligero de ala alta, con una silueta que se asemeja a los
primeros rústicos aparatos voladores, aunque mejor equipado
de ayudas a la navegación, pero con la necesidad igualmente de
que su piloto esté siempre pendiente de los mandos, no hay
piloto automático. Su velocidad de crucero es más o menos la de
un automóvil de cilindrada media por lo que las etapas largas le
requieren un tiempo considerable para concluirlas.

8 MIGUEL GILARANZ
El desarrollo del vuelo citado forma una de las tramas de
“Sáhara, la última misión” en la que la fidelidad al cumplimiento
de la misión es el norte del piloto que la recibe, en ella vemos
expresada una de las ideas fuerza de Miguel Gilaranz. Las
peripecias del vuelo son contadas con una precisión que al
leerlas parece como si el lector estuviera pilotando el P-92 y se
engancha con los apuros y soluciones que a los mismos da el
piloto Eliseo sufriendo y alegrándose con él.
De forma paralela se inicia otra historia alejada en el
espacio pues comienza en el antiguo Sáhara Español a lomos de
un camello. El afán de conocimientos para ambientar de forma
real a sus personajes de ficción que le trajo a nuestra Hermandad
se manifiesta en los detalles sobre la composición de la patrulla,
en la monta a camello, en los utensilios del equipo que llevan, en
el armamento y en la forma de ser de los soldados españoles y
de los saharauis tanto civiles como militares.
El desierto, que es al final el marco de las dos historias,
tiene para los que viven entre sus paisajes, no todos de arena,
pero si salvajes y solitarios un encanto indescriptible con el
contraste entre sus días de fuego y sus noches frías y estrelladas,
el hombre se siente pequeño ante su inmensidad.
Vuelve a reflejarse, como no podía ser menos en este caso,
la fidelidad al cumplimiento de la misión, incluso cuando puede
ser la última por los peligros probables a los que haya que hacer
frente. La narración resalta los peligros probables con el relato
de los dos soldados de Transmisiones y su aventura que tiene
raíces reales en lo sucedido en los años cincuenta del siglo
pasado.
La carambola final responde a la posibilidad, ya apuntada,
del autor para jugar con el espacio y el tiempo, no me está
permitido ser más explícito para beneficio del interés de futuros

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lectores que estoy seguro que se apasionarán y querrán leer sin
pausa para saber lo que les ocurre a los protagonistas de las dos
aventuras iniciadas a gran distancia una de otra y como llegan a
relacionarse, por mi parte la he leído de un tirón.

Don Antonio Ramos-Yzquierdo Zamorano es Teniente General de Artillería (R) del Ejército de
Tierra, que estuvo destinado en la provincia española del Sáhara, desarrollando sus funciones en
las Unidades de Tropas Nómadas del Sáhara con el empleo de Teniente de Artillería.

10 MIGUEL GILARANZ
SÁHARA OCCIDENTAL

El Sargento Primero de Infantería J.A. Merchán, al mando de


una patrulla A.T.N. (Agrupación de Tropas Nómadas), sale
de la pequeña jaima, estira los brazos para desperezarse y,
aún a oscuras, se dirige al lugar donde están descansando
los «Camelus Dromedarius» (camellos) de la patrulla. Extrae
del pecho una cadena de plata de la que cuelga un pequeño
chupete y un silbato marinero y realiza dos suaves y largos
pitidos. De la oscuridad surge un gigantesco y dócil camello
de más de dos metros de altura. —¡Vamos, Rogelio! —dice
el sargento mientras ofrece al camello, en la palma de la
mano, dos galletas que ha guardado para el animal como
recompensa a su obediencia.
Los dos, militar y camello, caminan silenciosos hasta
detenerse junto a la ráhala, que es el nombre con el que se
denomina a la silla en la que cabalgan los jinetes de
camellos y construida con un rígido armazón de madera
recubierto de cuero. El sargento, tras rebuscar entre sus
objetos personales, encuentra un enorme cepillo de púas
de acero. Merchán adora a Rogelio y al igual que los
beduinos, le considera un «regalo de Dios» (Ata Allah), aun
siendo una criatura malhumorada y obstinada que cuando
se enfada, escupe y da patadas. Pero este obstinado animal
le salvará la vida, antes de que finalice la semana, en tres
ocasiones.

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El campamento comienza a despertar, la patrulla
está formada por cuatro soldados, dos cabos y un sargento,
todos españoles, acompañados de una quincena de nativos
saharauis, también con sus cabos y sargento, que trabajan a
sueldo del ejército español realizando labores conjuntas de
vigilancia y control de una gran parte del desierto del
Sáhara Occidental.
Merchán continúa con el aseo diario al que somete a
Rogelio. La higiene del camello consiste, principalmente, en
el cepillado de todo el cuerpo con el objeto de limpiarlo y
desparasitarlo lo mejor posible. Llevan veinte días
patrullando por el desierto y, personas y animales, están a
merced de una enorme variedad de parásitos, a los que hay
que añadir las infecciones producidas por las rozaduras y las
cojeras. Mañana, en la base de Daora —adonde se
dirigen—, podrá aplicarle zoograma rebajada con agua, pro-
ducto que aniquilará a los indeseables insectos que se
alojan en lo más profundo de un mullido pelaje, un vello
que muda en primavera, llegando a desprenderse de dos
kilos y medio de pelo, y que en el otoño se muestra en su
máximo crecimiento; por eso, en agosto, no está ni corto ni
largo.
En el silencio del campamento, minutos antes del
amanecer, comienzan a escucharse las primeras oraciones
de los soldados nativos. El final de los rezos da paso al
ajetreo de vasos y teteras. En la zona de la jaima de los
soldados españoles, el intenso olor a café indica al sargento
que ha llegado el momento de desayunar y debe terminar
con el aseo de Rogelio. Hay que cumplir los ritmos y los
horarios.
—Mi sargento, ¿café? —pregunta uno de los
jóvenes soldados.
—No, gracias —responde mientras conduce a
Rogelio al corral vallado al aire libre. La bestia le acompaña
como si de un perrito faldero se tratase. Así agradece el
animal, con obediencia y lealtad, todas las atenciones extras
que le presta su amo.
—¿Leche, mi sargento? —inquiere Fanil, el sargento
al mando de las tropas nativas y buen compañero de
Merchán.
—¡Sí, gracias! —contesta mientras se dirige hacia un
pequeño grupo de saharauis que le ofrecen un tazón de
leche de camella recién ordeñada. La acepta porque esta
leche es más nutritiva que la producida por las vacas,
tiene menos grasas y un alto contenido en potasio, hierro
y vitamina C. Bebe un gran trago y apura el espumoso y
nutritivo alimento: es el único de los soldados españoles
que practica esta sana costumbre. «Donde fueres, haz lo
que vieres»; con mayor motivo en un lugar tan hostil y
peligroso como es el Sáhara, el desierto más implacable
del planeta...
Una vez terminado el fugaz desayuno, se dirige
hacia la jaima donde recoge las pertenencias y todos los
utensilios para afeitarse. Cuelga un pequeño espejo de
uno de los mástiles de la tienda de campaña y con muy
poca agua, mucha brocha y una cuchilla de barbero,
consigue un afeitado casi perfecto. Esta extraña
costumbre occidental tampoco es secundada por el resto
de soldados, que prefieren esperar a encontrarse en la
base para realizar cualquier tipo de aseo personal.
Los militares continúan con la tarea de levantar el
campamento. El sargento español aprovecha unos minutos
para realizar el obligatorio recuento del armamento: dos
pistolas, catorce fusiles de asalto, catorce fusiles de asalto
CETME, una ametralladora MG, un mosquetón, cuarenta
granadas de mano y una radio. Una vez llevada a cabo la
revisión, se ocupa de preparar sus objetos personales.
Comienza por llenar la tazufra, un gran saco petate de piel

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de cordero, que después colocará en la grupa de Rogelio
atándolo a la rahala por medio de unas resistentes tiras de
cuero y donde introduce las mantas, la ropa de repuesto,
etc.
Ya ha amanecido y el alboroto en el campamento es
enorme. Los gruñidos de los camellos más jóvenes crispan
el ambiente. Se produce un inesperado tumulto provocado
por los gritos de los nativos, porque uno de esos rebeldes
animales se ha separado de la manada, llevando tras de sí al
también joven soldado. El muchacho intenta clavar los
talones en el suelo y se aferra al fuerte pelaje de la cola del
camello. Entre gritos y risas, dos soldados experimentados
salen a darles alcance. Uno de ellos se cuelga del cuello del
animal mientras el otro, aprovechando que el camello tiene
la boca abierta y no para de gruñir, le introduce un largo
cordón de cuero trenzado que se utiliza como rienda
sujetando la parte inferior de la mandíbula y que
denominan jesama. Una vez que animal y soldados son
reagrupados, el sargento nativo Fanil se acerca a los dos
adolescentes, camello y soldado, e introduce en el primero,
una gran anilla en los orificios nasales del animal. Entrega al
joven el extremo de la jesama para que la introduzca en la
anilla nasal, evitando que el animal, por miedo al dolor,
vuelva a escaparse.
MADRID. EL AERÓDROMO

A dos mil kilómetros de distancia, Eliseo abre la puerta del


hangar y pulsa el interruptor de la luz. En ese instante,
media docena de aeronaves parecen despertar en esa fría
mañana del primer día del mes de agosto. Con esfuerzo,
entreabre uno de los tres grandes portones que dan
acceso a la pequeña pista del aeródromo Loring, al
nordeste de Madrid; en ese momento, una bocanada de
aire fresco invade todo el hangar, expulsando al exterior el
dulce olor a gasolina que se ha acumulado durante la
noche.
Aún no ha amanecido, pero Eliseo está impaciente por
iniciar todos los procedimientos y revisiones previas al
despegue. Comienza desbloqueando los cuatro pestillos
que liberan la capota del motor de cuatro cilindros.
Disfruta de la visión de «un gran motor para una pequeña
avioneta», tal y como anunciaba la página web del
fabricante italiano. Esta máquina, nacida para volar, le
permite alcanzar destinos situados a mil kilómetros de
distancia sin necesidad de repostar, todo gracias a los
noventa litros de gasolina de los dos depósitos, a sus cien
caballos de potencia, y a que está refrigerado mediante un
sistema mixto de agua y anticongelante. Orgulloso,
contempla durante unos segundos el motor de la flamante
aeronave.

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—¡Qué bonito! —Murmura mientras comprueba el
nivel del aceite—. ¡Ha volado más de setecientas horas y
está como nuevo!
El experimentado piloto no se imagina que, en unas
horas, la robustez de ese motor salvará su vida y, a la vez,
la ilusión de miles de personas.
Ajeno a todo lo que deberá ocurrir, Eliseo inicia el
ritual de las comprobaciones: verifica que no haya ningún
cuerpo extraño en el motor porque más de un piloto ha
despegado con una llave inglesa como desagradable
compañera de vuelo. Comprueba el circuito de
refrigeración en busca de posibles fugas en las
conducciones y, como obliga el manual, verifica el nivel de
líquido refrigerante en el depósito inspeccionando el
circuito de lubricación a la búsqueda de posibles pérdidas
de aceite.
Menos atención presta al sistema de entrada de aire y
se limita a comprobar que el tubo pitot, situado bajo el ala
izquierda, no está obstruido. Esta última revisión es
indispensable para Eliseo: un par de años atrás, despegó
con un acompañante de casi cien kilos de peso y olvidó
que el tubo pitot estaba protegido con una funda. Este
percance ocurrió en el mismo aeródromo al que ahora se
dirige, el de Medina Sidonia, en la provincia de Cádiz.
—¡No es bueno aterrizar sin saber la velocidad! —
fueron las palabras que le lanzó uno de los pilotos en Cádiz,
para mofarse de su inexperiencia.
Este pequeño incidente no tendrá parangón con la
extraordinaria peripecia que está a punto de iniciar con la
avioneta, la mayor aventura de su vida.
—¡Buenos díaaaaaas! —espeta una voz atronadora
que proviene de la entrada peatonal que da acceso al
hangar. Es Rafa, el dueño del aeródromo y jefe de vuelos,
que llega muy temprano, aún quedan veinte minutos para
que amanezca.
—¡Buenos días! —responde Eliseo con voz sonora.
—¿Cómo vas con las comprobaciones? —pregunta
Rafa al ver el capó del motor aún en el suelo.
—Bien, voy a comenzar la revisión exterior del
aparato.
—¡Ten cuidado con el tubo pitot! —aprovecha el
instructor para burlarse. En este gremio, si cometes un
error, te acompañará toda tu vida de piloto.
No es mala esta cruel costumbre, la broma sirve a
Rafael para explicar el incidente a un alumno piloto que le
acompaña y con el que dará la primera hora de instrucción
de ese día.
—¡Ya lo sabes! —dice Rafa dirigiéndose al discípulo—.
Hay que ser muy mal piloto para despegar con el tubo
pitot obstruido, pero también hay que tener mucha sangre
fría para aterrizar en una pista pequeña, sin que ningún
instrumento te indique a qué velocidad estás aterrizando y
sin sufrir ningún percance —finaliza asegurándose de que
Eliseo ha escuchado este pequeño elogio a su talento por no
perder los nervios ante los contratiempos que en el aire te
pueden sobrevenir.
—Ahora —dice Eliseo dirigiéndose al alumno piloto
desde la parte trasera del avión, mientras comprueba el
buen estado del timón de dirección—, Rafa te contará que
una vez despegué y aterricé con el aire puesto, con el avión
acelerado. Lo peor de todo fue que, en ese momento, no
entendía por qué el motor estaba tan acelerado de
revoluciones, y tuve que aterrizar a una velocidad mayor de
la aconsejada. ¡Lo más curioso es que no me di cuenta del
error hasta dos días después!
—¡Mejor se lo cuento otro día para no asustarle! —ríe
el instructor, a la vez que murmura a su alumno lo
importante que es realizar correctamente todas las

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verificaciones previas al despegue en tierra. Un olvido o un
descuido se convierten en un problema o… en un accidente.
Eliseo continúa revisando el alerón y el flap izquierdo
mientras discípulo y maestro se dirigen, hablando en voz
baja, hacia el avión-escuela, unos metros más allá. Una vez
terminado el reconocimiento visual, Eliseo intenta abrir los
otros dos grandes portones del hangar por donde debe
sacar el avión al exterior para iniciar el calentamiento del
motor. La robustez de las puertas, los años que llevan
instaladas y el óxido, hacen que esta simple tarea se
convierta en un verdadero ejercicio físico. Rafa, avisado
por el rechinar del metal, permite que el alumno continúe
con la revisión del aparato y se encamina hacia Eliseo para
ayudarle.
—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? —le pregunta
el jefe de campo.
—¡Qué remedio! —responde Eliseo sabiendo que no
quiere dar marcha atrás.
—¿Lo llevas todo? —insiste Rafa.
—Tengo los mapas, un par de bocadillos y una botella
de zumo.
—¡Me refiero al papeleo!
—La licencia de vuelo está en vigor, el certificado de
aeronavegabilidad y el registro de la aeronave están en
regla, el seguro está vigente, tengo la carta de la embajada
y los datos de la persona de contacto en Agadir —enumera
Eliseo.
—¿De verdad que quieres hacer este viaje de mil
quinientos kilómetros en solitario?
—¡Qué remedio! —repite—. Necesito espacio dentro
de la cabina donde colocar los mil pares de gafas y los
correspondientes cristales.
Tras esta breve conversación, los dos pilotos regresan
a sus respectivos aeroplanos para continuar con las
metódicas revisiones; unas comprobaciones que, por muy
exhaustivas que sean, no garantizan que pueda surgir un
accidente por mil causas distintas.
—¿Este es el piloto que se marcha a África? —
pregunta entre curioso y admirado el alumno al instructor.
—¡En efecto! —responde Rafa.

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SÁHARA. EL BUNKER

Está amaneciendo en la Estación de Transmisiones B.L.U.


(Banda Lateral Única) en el desierto del Sáhara Occidental
cuando José María Pardo, uno de los dos soldados a cargo
de la estación, abre el grueso y pesado portón de acero del
búnker donde está instalada la emisora. Se aleja unos
metros, sin abandonar el interior de la zona alambrada
que rodea el recinto, y comienza a orinar. Del interior del
búnker se escucha una voz soñolienta que grita:
—¡Esa puertaaaaaaaaa!
Quien habla es Roberto, el compañero de Pardo, que
continúa durmiendo en la litera y a quien le molesta el frío
del desierto que ha invadido el interior de la reducida
estancia. Los dos soldados pertenecen a la Compañía de
Radio Nº 1 del Batallón de Transmisiones del Regimiento
Mixto de Ingenieros del Sáhara y les han destinado a esta
olvidada Estación de Transmisiones para servir de enlace
entre el Cuartel General y las Patrullas Nómadas.
Las patrullas —como la de Merchán— disponen de
radioteléfonos de alcance limitado PRC-10 y suelen
contactar con la estación por la mañana y siempre que se
produzca alguna incidencia, como el avistamiento de
alguna caravana o de una concentración de personas.
Cuando se produce este tipo de avistamientos, el oficial de
las tropas nómadas comunica inmediatamente a la
estación más cercana su posición y después, cada quince
minutos, vuelve a dar nuevos comunicados para evitar que
la estación B.L.U. dé la alarma. Son el «eco» de las
Patrullas Nómadas en el desierto.
—¡Vamos, holgazán! —dice Pardo al entrar de nuevo
en el búnker dando una patada a la litera—. ¿Llevamos
aquí diez días y aún no sabes que tenemos que comunicar
con el Cuartel General dentro de media hora? —insiste.
—¡Joder, habla tú! —responde Roberto girándose en
la litera y colocándose mirando a la pared.
—Llevas durmiendo diez horas… cuanto más duermes,
más quieres dormir.
—¡Déjame en paz! —refunfuña malhumorado el joven
catalán, que no termina de acostumbrarse al más absoluto
de los aislamientos. No deja de pensar en su novia, de
padres andaluces, que le espera una peluquería de Girona.
Se lamenta porque, durante los treinta días que debe
permanecer en la Emisora, no puede enviarle ni una sola
carta. Únicamente le queda la esperanza de que mañana,
dos de agosto, el avión Junkers les entregue por aire
nuevos víveres y con ellos noticias de su novia o de sus
padres. El ejército ha informado a los familiares que,
durante un mes, no recibirán noticias del soldado, porque
se le ha encomendado «una misión muy importante»;
pero que él sí recibirá y agradecerá el envío de cartas con
noticias de familiares y amigos.
Roberto permanece tumbado mientras Pardo inicia
las labores rutinarias dentro de la estación; primero un
rápido aseo personal, consistente en la limpieza de ojos y
cepillado de dientes, dado que disponen de únicamente
diez litros de agua para una semana y esta no se puede
malgastar.
—¿Adónde vas ahora? —pregunta Roberto molesto
por tanto trajín.

Sáhara, la última misión 21


—Voy a correr un rato antes que llame la patrulla —
responde Pardo.
—Estás loco, chaval —afirma desde el catre.
—Es la única forma de producir endorfinas en este
lugar. Pardo ha tomado la costumbre de, antes de
desayunar, dar diez vueltas alrededor del búnker, un
círculo de unos trescientos metros de diámetro formado
por tres alambradas que lo rodean. Todos los días intenta
convencer a su compañero de lo importante que es
mantenerse en un buen estado de forma. Aunque lo tiene
muy difícil, le explica que las endorfinas que segregamos
con el ejercicio físico provocan una sensación de placer, de
bienestar, y es la mejor arma contra la depresión que
supone estar encerrado en mitad de la nada.
Una vez finalizados los ejercicios gimnásticos, entra de
nuevo en el búnker. Roberto ya está desayunando.
—Podías esperar, ¿no? —se queja Pardo.
—Qué más da, no me voy a escapar —responde
Roberto, mientras le acerca la caja de galletas y la leche
condensada holandesa.
Un instante antes de disolver el café soluble en el vaso,
se escucha en la estación el timbre que anuncia la llamada
de una patrulla.
—Estos tienen prisa hoy, ¡cómo han madrugado! —
dice Pardo cogiendo el auricular para responder.
—RT-23 llamando a estación BLU, ¿me recibes? —es la
voz de Merchán.
—Aquí BLU, te escucho, R-23. Cambio —contesta
Pardo.
—RT-23 informa que no tenemos ninguna novedad y
levantamos el campamento con destino a Daora. ¿Eres
Pardo? Cambio.
—Hola, sargento Merchán —responde una vez
reconocida la voz—. Aquí BLU, recibido el mensaje,
comunicamos información al Cuartel General. Cambio.
—Terminamos el nomadeo y comenzamos las
vacaciones. Cambio.
—Buena suerte, a Roberto y a mí nos quedan veinte
días en «el agujero». Cambio y corto —el soldado debe
ahora comunicar con el Cuartel General.
—Venga, desayuna —dice Roberto—. Llamo yo, que ya
he terminado.
Pardo cede su lugar frente a la emisora y se levanta
para desayunar. Roberto cambia el frecuencímetro hasta
conseguir la banda de la frecuencia requerida.
—BLUxt llamando a Cuartel General. Cambio.
—Cuartel General a la escucha de BLUxt. Cambio.
—BLUxt informa que la patrulla RT-33 ha levantado el
campamento y se dirige a Daora. Cambio.
—Cuartel General ha recibido la información de BLUxt.
Cambio y corto.
Vuelve a poner la banda de frecuencia para recibir
llamadas y sale al exterior… a orinar. Pardo continúa
desayunando. En ese instante vuelve a sonar el timbre.
Pardo permanece sentado tomándose tranquilamente el
café, esperando que Roberto atienda la llamada. El timbre
no deja de sonar, así que Pardo decide levantarse, cuando en
ese momento entra Roberto en el búnker, abrochándose la
cremallera y mostrando toda la pernera manchada… de pis.
—¡Joder!, José María —exclama a la vez que se sienta
ante la emisora.
—Cuartel General llamando a BLUxt. Cambio.
—Aquí BLUxt a la escucha. Cambio.
—Dónde estabas, BLUxt. Cambio.
—Nada, nada, un pequeño incidente. Cambio.
—Cuartel General informa que en la comunicación
anterior, no nos consta de nomadeo la patrulla RT-33, es
más, esa patrulla no existe. Cambio.

Sáhara, la última misión 23


Roberto se queda blanco, no sabe qué decir.
—¿BLUxt está a la escucha? Cambio.
Pardo, ajeno a la conversación continúa mojando las
galletas en el café.
—Un momento, Cuartel General. Cambio.
—¡Joder, José María, que he metido la pata!… ¿Quién
llamó esta mañana?
—Merchán, la RT-23.
—BLUxt a Cuartel General, ha sido un error, repito, ha
sido un error, la patrulla que ha notificado esta mañana es
la RT-23, repito, RT-23. Cambio.
—Cuartel General ha recibido la información de BLUxt.
Te va a caer un paquete que te vas a cagar. Cambio y corto.
Roberto permanece sentado, mudo, mirando el
aparato.
—¿Qué te han dicho? —pregunta el compañero que
ya ha terminado de desayunar.
—Nada, que pasemos un buen día.
MADRID. LOS PREPATATIVOS

Rafa continúa explicando a su discípulo la misión que


Eliseo está a punto de emprender.
—Hoy, uno de agosto, Eliseo debía iniciar las
vacaciones, pero… otro piloto que no disfrutará de la playa
—comenta para recordarse a sí mismo que también él
debería estar con su familia en Castellón.
—¿Qué es eso de las gafas? —vuelve a preguntar el
joven mientras revisa la presión de las ruedas del tren de
aterrizaje.
—¿No te has enterado del accidente ocurrido hace
una semana y el problema de las gafas? —dice Rafa.
—¡No! Yo regresé ayer de vacaciones y lo único que
me han comentado es que un piloto de Loring iba a volar
hasta África.
—¿Conoces a Carlos, el oftalmólogo que vuela con una
avioneta como ésa, modelo P-96? —dice señalando a un
ultraligero Tecnam de ala baja.
—Creo que sí, de vista —responde tímidamente el
alumno.
—Carlos es voluntario en una ONG que se llama
«Médicos sin vacaciones».
—¿Médicos sin vacaciones? Nunca la había escuchado.
—Pues… —Rafa intenta recordar—. Pronto cumplirán
ochenta años. —Bueno, continúa contándome lo del

Sáhara, la última misión 25


accidente de Carlos. —Hace una semana partió con destino
a El Aaiún, en el Sáhara Occidental, con un cargamento de
gafas nuevas y cristales graduados para repartirlas entre la
población saharaui.
—¿Qué pasó?
—Su primer destino era el aeródromo de Medina
Sidonia, en Cádiz. Tenía que repostar y continuar hasta
Agadir, pero cuando intentó aterrizar en Aerosidonia, se
encontró con un fuerte viento de levante de más de
cuarenta kilómetros por hora. Para mayor dificultad, la
pista de aterrizaje, como la mayoría, está construida en
función del terreno disponible y sin tener en cuenta los
vientos dominantes.
—¡Viento cruzado! —interrumpe el alumno.
—¡Correcto! Un fuerte viento cruzado, muy racheado
y con varios factores añadidos.
—¿Qué la pista es muy corta? —vuelve a interrumpir
el joven.
—La pista es tan corta como la nuestra, muy estrecha y
además está construida a sotavento de los hangares.
—¡No me digas más! —dice el pupilo intentando
adivinar el final de la historia, como si de una respuesta a
un examen se tratase.
—Carlos se encontró con una pista de aterrizaje
desconocida, por lo tanto no dominaba las referencias de
alturas y velocidades de aproximación. ¿Qué debes hacer
en estos casos? —pregunta el profesor.
—Lo aconsejable, por seguridad, es volar un poco más
alto y un poco más rápido de lo recomendado: «con
velocidad y altura, salvas la dentadura».
—Venga, continúa…
—Para aterrizar, siempre debes aproar el avión y
ponerlo cara al viento —hizo un gesto con la mano,
extendiéndola y girándola de izquierda a derecha—, eso te
permite reducir considerablemente la velocidad.
¡Muy bien, sigue! —apremia Rafa animándole a
proseguir con el simulacro de aterrizaje—. No te olvides del
viento racheado.
—El piloto sufre en la cabina las consecuencias de las
rachas, lo que dificulta enormemente cualquier maniobra
—recita el alumno.
—En especial por los botes que pegas encima del
asiento —añade la voz de la experiencia—. Ese traqueteo
no te permite concentrarte y afinar velocidad y altura, sin
olvidar que las rachas de viento a sotavento, provocadas
por los hangares, pueden hacer que el avión suba cuando
tiene que bajar y baje cuando tiene que subir. Hay que
conseguir que la primera toma de contacto de las ruedas
contra el suelo no sea muy fuerte.
—Y aterrizar pegando brincos como una rana —añade
el estudiante.
—Es una maniobra poco ortodoxa, pero si botas y
rebotas en el suelo es porque estás impactando con las tres
ruedas a la vez, y eso no es lo que le ocurrió a Carlos. Nos
ha contado que justo en el instante de tocar tierra, una
racha levantó el plano izquierdo, con tanta fuerza que tocó
el suelo con el ala derecha y le hizo girar sobre sí mismo
como una peonza.
—¿Ha sido grave? —pregunta el pupilo poniéndose en lo
peor.
—No, en este tipo de accidentes es muy difícil
matarse. Pero eso sí, tiene una pierna rota y el avión está
destrozado.
—Esto mismo le puede ocurrir a este —comenta el
joven refiriéndose a Eliseo.
—Es posible, pero Eliseo ha volado muchas veces
hasta Medina Sidonia y conoce muy bien el aeródromo y
sus dificultades.

Sáhara, la última misión 27


—Claro, claro… además —añade el alumno—, su avión
es el modelo P-92, de ala alta, lo que aumenta la distancia
entre el suelo y las alas… y Carlos pilotaba un P-96 que es
de ala baja. Esa mayor distancia del ala al suelo, podía
haber evitado a Carlos ese accidente.
—Posiblemente —responde Rafa sin comprometerse
en la respuesta—. Este chico —dice refiriéndose a Eliseo—,
además de contar con las ventajas de conocer el lugar y
disponer de un mejor aparato para este tipo de aterrizajes,
tiene la suficiente sangre fría como para hacer aterrizar el
avión en una pista de tenis.
—¡Qué exagerado!
—¡No exagero, ha tenido el mejor maestro!
El instructor da un pequeño golpe en la espalda del
alumno y le señala el tubo pitot para que se calle y lo revise.
Mientras alumno y profesor están a lo suyo, Eliseo ha
conseguido sacar el avión fuera del hangar tirando de la
hélice bipala de madera. Comienza a impacientarse, ya se
vislumbran los primeros rayos de sol y aún tiene que
repostar, calentar el motor… Sin pensárselo dos veces y sin
pedir ayuda, continúa tirando de la hélice hasta conseguir
llegar con el aparato junto al depósito de gasolina, situado
en un lateral del último hangar. Remolcar una avioneta de
estas características es una maniobra muy común en los
pequeños aeródromos y no requiere de mucho esfuerzo,
porque con los depósitos vacíos el avión pesa solo 280
kilos; peso que además es repartido entre las ruedas del
tren de aterrizaje triciclo.
—¡Odio tener que repostar! —protesta Eliseo en voz
alta, sabiendo que los otros pilotos no le escuchan—.
¡Jodidas alas altas! —murmura enfadado.
MADRID. LA RADIO

Las alas, situadas a casi dos metros del suelo, son


enormes; tienen una distancia de punta a punta de casi
nueve metros. En su interior llevan integrado un depósito
de gasolina en cada una de ellas. Lo molesto de esta altura
es que, para repostar, te obliga a subirte a una escalera
para poder abrir el tapón del depósito. Una vez abierto
hay que bajar de la escalera, coger la manguera del
surtidor de gasolina, volver a subirse… y repostar. Así dos
veces, una por cada ala.
Rafa y el alumno aparecen remolcando del avión-
escuela, que también necesita abastecerse de gasolina.
—¿Cuánto le vas a echar? —pregunta el alumno a
Eliseo con curiosidad.
—¡A tope, todo lo que entre!
—¿No será mucho peso? —advierte Rafa pensando en
el despegue—. No te olvides que pesarás casi 500 kilos, y
eso es mucha carga para una pista de trescientos metros
como la nuestra.
Vas a despegar con una distancia TOD muy baja.
—Quizás —responde dudando Eliseo—; pero en
Medina no hay surtidor para poder repostar, tendré que ir
a la gasolinera del pueblo y llenar unos bidones.
—¿Qué es la distancia TOD? —pregunta el alumno.
Eliseo, que no quiere dejar pasar la ocasión de «lavar»

Sáhara, la última misión 29


su imagen, le explica:
—¿No te has leído el manual de piloto de ultraligero?
La distancia TOD, corrígeme si me equivoco —apunta
dirigiéndose a Rafa—, es la distancia que recorre la
aeronave durante el despegue hasta alcanzar una altura de
quince metros. ¿Ves las naves industriales que hay allí
enfrente? —continúa Eliseo señalando hacia una fila de
edificaciones que prácticamente distan cien metros de la
cabecera de la pista 0-6—. ¿Ves esas naves? —insiste—.
Pues antes de chocarme con ellas tengo que virar a la
izquierda, pero a mayor peso, mayor distancia TOD.
—¿Cómo vas a ir al pueblo de Medina desde el
aeródromo? —pregunta Rafa dando la explicación por
satisfactoria.
—¡Ese será otro problema! —responde Eliseo desde lo
alto de la escalera mientras cierra el segundo de los
depósitos—. En la oficina del aeroclub me esperan dos
cajas más, una de gafas y otra de lentes.
—¿Y las gafas? —vuelve a preguntar el joven cotilla.
—Me han dejado unas llaves escondidas, podré entrar
a la oficina y coger la mercancía y unos bidones vacíos para
gasolina.
Eliseo sube al avión y se acomoda en el estrecho
habitáculo. Se abrocha el cinturón de seguridad y comienza
a ejecutar las indicaciones que por escrito le marca el
fabricante para conseguir un óptimo rendimiento del
motor: bloquea el freno de parking en ON, introduce y gira
la llave de contacto, acciona el interruptor general y a
continuación sitúa también en posición ON las dos válvulas
de combustible, tira hacia sí de la palanca de gases con el
acelerador al mínimo o en punto muerto, y debido a que es
la primera vez que se pone en marcha el motor ese día,
decide abrir un poco la palanca que da entrada al aire y
acciona los dos magnetos para situarlos asimismo en
posición ON. Mira hacia un lado y otro del exterior de la
aeronave para asegurarse que no hay nadie en los
alrededores, sitúa el interruptor de la bomba de
combustible en posición ON y gira la llave de contacto a la
posición START. Un par de giros de la hélice y el motor se
pone en marcha, ahogando el silencio que hasta ese
momento reinaba en todo el aeródromo.
Una vez que se cerciora que todo está en orden,
prosigue con la lista de comprobación: empuja el mando de
gases hasta que las revoluciones del motor alcanzan las
2.400 rpm; y por supuesto no se olvida de quitar el aire.
Ahora solo queda esperar unos minutos, hasta que la aguja
del indicador de la temperatura de los líquidos del motor,
en particular el aceite, alcance la zona verde. Mientras ese
momento llega, aprovecha para situar —«calar»— el
altímetro a 2.000 pies, unos 600 metros aproximadamente,
que es la altitud a la que, más o menos, se encuentra el
aeródromo sobre el nivel del mar.
Ya es de día. Desde la cabina observa perfectamente la
deteriorada pista y las naves industriales. El hangar no lo
puede ver, porque se encuentra a su espalda. Coloca la
pequeña mochila en el asiento del copiloto y extrae de
ella los mapas que deberá utilizar en el trayecto, mientras
comprueba que los dos bocadillos y la botella de zumo de
naranja están a mano por si durante el viaje necesita hacer
uso de ellas. Todo está preparado y no cabe dar marcha
atrás. Mira a la derecha hasta conseguir ver la manga que le
indica la intensidad y dirección del viento en la pista, y se
asegura que está totalmente caída.
—¡Perfecto! —piensa. —No hay viento, entonces…
despegaré hacia abajo y así aprovecharé la pendiente de la
pista.
Enciende la radio, se coloca los cascos y pulsa el
interruptor del intercomunicador que está situado a unos

Sáhara, la última misión 31


milímetros de su dedo índice y conecta:
—¡Buenos días, Loring! ¡Aquí ECO-CHARLIE-ECO-ECO-
SIETE! ¡Estoy en zona de parking y me dirijo a cabecera 2-4!
Eliseo está notificando la matrícula del avión EC-EE7,
utilizando el Alfabeto de Telecomunicaciones Aeronáuticas.
Según este alfabeto internacional, la A es ALFA; B es
BRAVO; C es CHAR- LIE; D es DELTA; E es ECHO ,aunque se
pronuncia ECO, y así hasta completar el abecedario. El
número, un siete en este caso, normalmente es asignado a
aquellas aeronaves que son matriculadas como ULM,
Ultraligeros Motorizados.
—Brrrrrrrrrrrrrr ¡Aquí Loring, puedes dirigirte a
cabecera 2- 4! —se escucha la voz de Rafa que se
encuentra calentando el motor del avión-escuela y tiene
activada la radio.
Eliseo desbloquea el freno, presiona suavemente el
mando de gases y el avión comienza a moverse, y mientras
se dirige al punto indicado, 2-4, padece los baches de la
pista de tierra provocados por la acción de la lluvia.
Pocos minutos faltan para que Eliseo inicie un viaje de
más de 500 kilómetros sin escalas. No es la primera vez que
vuela hasta Cádiz, pero sí será la última.
SÁHARA. EL CAMPAMENTO

En el campamento, Fanil, el sargento nativo, observa


indignado como cuatro soldados consiguen contener al
animal fugado de manos del inexperto joven. El sargento
se dirige hacia el muchacho y le reprende fuertemente, a
modo de castigo y humillación ante el resto de soldados. El
joven se llama Hamdi; el sargento es su padre.
Entre risas, la actividad regresa al campamento. El
alboroto aumenta cuando tres veteranos soldados nativos
intentan introducir una pizca de tabaco mascado por los
orificios nasales de un camello que, por su avanzada edad,
se muestra poco animoso para recibir la carga que deberá
transportar.
Merchán observa todos los preparativos previos al
nomadeo. Los soldados españoles ya han plegado y
empaquetado la jaima y cada uno de ellos está colocando
el iligüis encima de la ráhala para proteger las posaderas
del jinete en las largas travesías por el desierto porque está
fabricada de piel curada de cordero y abundante lana, y
por la noche sirve de magnífico colchón que le aísla del frío
y del duro suelo.
La actividad de animales y soldados está en su máximo
apogeo. En el ambiente se palpa cierto nerviosismo e
inquietud porque, esa noche, todos dormirán en Daora,
base del ejército y lugar de residencia de todos los soldados

Sáhara, la última misión 33


nativos.
Los primeros camellos en prepararse son los de
monta; después, todos los soldados juntos participan en la
carga del resto de la manada, que suman un total de
treinta y dos animales. Los que más tiempo y atención
requieren son los que están destinados al transporte de
material, y pueden transportar hasta 200 kilos. Por el
contrario, los camellos que trasladan a las personas, rara
vez cargan más de 150 kilos. A los animales encargados de
transportar las cargas más pesadas como armamento y
munición, así como utensilios metálicos empleados en la
cocina, se les coloca en el lomo un baste, que no es más
que un armazón de madera donde se ubica la carga que es
fijada al camello mediante el asfil, que son cinchas muy
fuertes de cuero y esparto. Otro bulto pesado son las
tenuas, bidones de zinc con una capacidad de veinte litros
de agua.
A los camellos más jóvenes les corresponde transportar
el resto de utensilios menos pesados como jaimas, ropa, etc.;
y para los camellos más ancianos, que pueden llegar a vivir
hasta 40 años, se les reserva el arreo del pienso para el
ganado, sacos de cebada, y en algunas ocasiones incluso
deben portar leña, ya que en determinadas zonas del
desierto no se encuentra ningún tipo de combustible.
Solo cuando el sargento Merchán intuye, gracias a los
más de cinco años de servicio, que la caravana está a punto
de prepararse para partir, alza la voz llamando a Hamdi,
quien como todos los días, se apresura a llevar al sargento el
radioteléfono de campaña PRC-10 para enlazar con la
estación BLU más cercana.
Como si de un ritual se tratase, prácticamente sin
mediar palabra entre ellos, Hamdi comienza a girar la
manivela que aporta la energía necesaria para que se genere
la comunicación. El sargento extrae de un bolsillo del pecho
el mapa con todas las coordenadas y el cuaderno de claves;
objetos que, por el interés táctico, protege como su propia
vida.
Merchán sostiene con la mano izquierda el auricular del
teléfono de campaña, mientras con la otra localiza su actual
emplazamiento. Traza una línea recta, hasta que el dedo se
detiene en el punto marcado en el mapa como Daora.
—RT-23 llamando a estación BLU, ¿me recibes?...
Una vez que ha contactado con Pardo, da por finalizada
la conexión y se incorpora de su posición en cuclillas. Ya en
pie, observa como los treinta y dos camellos permanecen
tumbados, barrancados con las cargas a cuestas. Junto a
ellos, los soldados nativos realizan los últimos rezos pidiendo
a su Dios que les proteja y guíe en el viaje que van a
emprender.
Una vez el joven Hamdi ha amarrado el radioteléfono a
la ráhala, Merchán busca con la mirada al sargento Fanil,
quien con un ligero movimiento de la cabeza le comunica
que el grupo de soldados nativos está preparado para iniciar
la marcha. El sargento español da la orden y, torpemente,
todos los camellos comienzan a levantarse. Algunos con
dificultad, otros haciéndose los sordos aunque disponen de
un oído muy agudo pero no les gusta obedecer. Todos
resoplan malhumorados, pero en realidad es su propia
respiración que, al levantar la carga, les hace emitir un
gruñido peculiar, como los levantadores de peso en una
competición de halterofilia.
Con todos los animales en pie, los soldados de la
patrulla nómada revisan el asfil y lo ajustan un poco más.
Ésta es una medida de precaución muy importante porque
cuando se coloca la ráhala al camello —ensillamiento—, este
hincha el vientre a modo de protesta, de ahí que haya que
reajustarlo unos minutos después si el jinete no quiere
correr el riesgo de terminar con los huesos en el suelo.

Sáhara, la última misión 35


Realizada esta maniobra en todos y cada uno de los
camellos, los dos sargentos se encargan de verificar que
todo el material está perfectamente sujeto a las sillas y que
ninguna cincha dañe el cuerpo de la bestia; una silla mal
ajustada puede ocasionar terribles llagas al animal. Si una
herida de estas características se produce a lo largo de los
nomadeos, que permanecen alejados durante semanas de
cualquier campamento, puede obligar al jinete a cauterizar
con un hierro al rojo vivo la herida.
Cuando se ha terminado la revista de las ráhalas y la
mercancía, los dos sargentos al frente dan inicio a la patrulla
nómada con destino a Daora, lugar al que tienen previsto
llegar antes del anochecer.
MADRID. EL DESPEGUE

Ajeno a su fatal destino, Eliseo es incapaz de percatarse


de que poco a poco, bache a bache, la parte superior
izquierda del radiador está rozando con la chapa interior de
la capota. Se ha producido un desplazamiento milimétrico
de toda la estructura del motor causada, además de por el
carreteo por la pista, por las inevitables vibraciones que
genera cualquier motor en movimiento. Este traqueteo está
dañando sensiblemente el radiador, cuyo cometido es
contener los tres litros de una mezcla de agua con
anticongelante y refrigerante, que impiden que el motor se
caliente en exceso.
Eliseo se detiene en el punto de espera de la
cabecera de la pista 2-4 cuando, al mirar por la ventanilla
de la puerta, observa como por la válvula de drenaje del
depósito izquierdo situada debajo del ala está goteando
abundante gasolina.
—¡Mierda! ¡No tenía que haber llenado tanto los
depósitos!—mira por la ventanilla derecha y lo mismo. El
vaivén del avión hace que la gasolina choque contra las
paredes del depósito y parte de esta se escape por la
válvula de drenaje.
—¡Para eso existe la válvula! —piensa, y sin darle más
importancia permanece en el punto de espera y bloquea el
freno para hacer la última comprobación antes del

Sáhara, la última misión 37


despegue. Una vez más coge la hoja con las indicaciones y
procede al último repaso… Enciende la luz estroboscópica,
luz parpadeante exterior y comprueba los parámetros del
motor: temperatura y presión del aceite. Controla el
amperímetro para verificar la carga del alternador,
revoluciona el motor hasta situarlo a 3.800 rpm y prueba
los magnetos. Confirma que los indicadores del
combustible están correctos y que las llaves de los dos
depósitos están abiertas. Sitúa los flaps a 15º y repasa que
las puertas estén cerradas y que el cinturón esté bien
abrochado.
Un instante antes de notificar su intención de
despegue, observa como la manga se mueve y se infla
parcialmente. Inexplicablemente, una brisa procedente del
Este ha comenzado a soplar.
—¡No puede ser! —dice en voz alta. De confirmarse
que ha comenzado a soplar viento del Este, debe abortar la
maniobra, está obligado a despegar siempre con el viento
en proa, de cara, y con la intención de despegar por la pista
2-4, que está en dirección Oeste, que es totalmente
incompatible con la existencia, aunque sea leve, de un
viento que sopla del Este. Nunca se debe despegar con
viento en cola.
—¡Si cambia la dirección del viento tendré que
despegar por la pista 0-6! Pero si despego por la 0-6 tengo
que hacerlo cuesta arriba y, con tanto peso, me quedaré
sin pista.
Espera unos segundos, se abrocha el cinturón y al
mirar otra vez hacia la manga descubre, aliviado, que no
hay viento.
—¡ECO-CHARLIE-ECO-ECO-SIETE a Loring!
—Brrrrrrrrrrrrrr. ¡Aquí Loring! —contesta el instructor.
—¡Despegue inmediato por la 2-4!
—¿Has visto la manga? —pregunta Rafa para avisar a
Eliseo de que el jefe de vuelos ha apreciado un posible
viento en cola.
—¡Sí, la he visto, pero ahora está caída! —responde el
insensato piloto. En circunstancias normales, ni instructor
ni piloto hubieran mantenido esta conversación, pero los
dos son conscientes de los riesgos que entraña despegar
con tanto peso y tener que hacer un viraje a izquierdas
justo en el momento en que las ruedas se levanten del
suelo.
—¡ECO-CHARLIE-ECO-ECO-SIETE a Loring! ¡Despegue
inmediato!
No da tiempo a más. Eliseo acelera a tope, hundiendo
al máximo la palanca de gases a la vez que intenta centrar
el avión en la pista. Mira de reojo y ve que la gasolina
continúa saliendo.
—¡Voy a despegar por la parte izquierda de la pista! —
piensa en plena carrera—,porque al ser la parte menos
utilizada por otros pilotos es también la menos rodada y
por lo tanto la menos dañada por la acción del agua. Si
consigo reducir el bacheo, reduciré la consiguiente pérdida
de combustible.
40, 50, 60 km/h. El avión no termina de coger potencia,
mientras los metros de la pista se van terminando. El aparato
está a máximas revoluciones y Eliseo presiona con fuerza el
pedal derecho para corregir el timón de dirección. La
avioneta ha llegado a velocidad V1, ya no hay
posibilidad de frenada, y en un intento de facilitar el
despegue, tira suavemente de la palanca hacia el pecho con
la intención de que la rueda delantera deje de tocar el
suelo y conseguir elevar un poco el morro del aparato para
que gane en sustentación. —¡Vamos bonito!, ¡vamos
bonito! repite con cariño—. ¡Vamos, vamos! —repite a la
vez que tira un poco más de la palanca hacia el pecho,
instante en el que siente cómo la rueda delantera ya no

Sáhara, la última misión 39


toca el suelo, pero el ruido y los baches le advierten que las
dos ruedas traseras aún están tocando tierra. Mira al frente
y ve como las naves industriales están cada vez más cerca.
—¡No debo virar, no debo virar! —se repite al intuir
que se ha comido la pista y sin distancia TOD, las ruedas
traseras aún no se han despegado del suelo.
Si hace ahora el viraje hacia la izquierda, tal y como es
preceptivo, la aeronave perderá velocidad y sustentación, y
al encontrarse tan cerca del suelo y con las ruedas aún en
contacto con la pista, casi seguro provocará un accidente.
Por el contrario, si el piloto se precipita y tira de la palanca
de mando más hacia el pecho, con la intención de hacer
ascender más rápidamente, con 450 kilos de peso, esta
maniobra aumentará mucho el ángulo de ataque, frenará
el avión y retrasará más el despegue, pudiendo golpear la
cola del avión contra el suelo y provocar un accidente
mortal de necesidad.
Aparentemente sin inmutarse, Eliseo adopta, en
milésimas de segundo, una buena solución: mantener la
palanca de mando a la mitad, sin que llegue a tocar el
pecho, y aguantar el avión perfectamente nivelado,
utilizando para ello las palancas del timón de dirección que
acciona con los pies. Espera que el avión haga lo que tiene
que hacer: volar. Y vuela. Sin virar a la izquierda para evitar
las naves industriales, ni tirar de la palanca, simplemente le
deja volar.
MADRID. VOLANDO

No se atreve a calcular a que distancia han pasado las


ruedas, de la cornisa de la primera nave industrial, pero el
silencio de la radio de Rafa le hace intuir que ha pasado
muy cerca.
Después de unos eternos diez segundos se escucha
por la radio:
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. ¡ECO-CHARLIE-ECO-QUEBEC-
CUATRO en Loring, dirigiéndome a cabecera de pista 0-6!
—es la voz del alumno piloto.
Eliseo aún no se ha repuesto del esfuerzo que le ha
supuesto despegar. Si Rafa se encamina hacia la pista 0-6
se confirma que ha cambiado la dirección del viento, que
sopla del Este; por eso el avión de Eliseo no conseguía
ganar altura y a poco ha estado de tener un mortal
accidente.
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. ¡Buen despegue! —se
escucha ahora a Rafa.
Eliseo sabe que, ante la duda de viento sí, viento no,
no debía de haber despegado; pero Rafa entiende que la
opción tomada por Eliseo de no virar a la izquierda y
continuar de frente, sin forzar la subida, ha sido una
decisión muy acertada, dentro de lo malo… Volar tiene
estas cosas.
Una vez estabilizado el avión y repuesto totalmente
del susto, pulsa el interruptor de los flaps y los posiciona a
0º. Los flaps son un dispositivo diseñado para aumentar la

Sáhara, la última misión 41


sustentación de los aviones y están instalados en la parte
trasera de las alas; es como una prolongación de las
mismas, pero se mueven. Se utilizan para favorecer el
despegue y el aterrizaje. En el despegue, el piloto activa los
flaps hasta que se inclinan con un ángulo de quince grados.
Con esta maniobra, consigue que el avión ascienda más
rápidamente, ya que se aumenta el coeficiente de
sustentación de la aeronave; es decir, «flota» un poco
mejor. En el aterrizaje se pueden activar los flaps a 15, 30
ó 45 grados; eso permite aterrizar a menor velocidad,
usando los flaps como aerofrenos, porque cuantos más
grados tengan los flaps, mas «flota» la aeronave. Por este
motivo, una vez que Eliseo ha finalizado la maniobra de
despegue, tiene que desactivar los flaps y situarlos a 0º
para que el avión no se sienta frenado y vuele con libertad.
Es importante hacer esta pequeña maniobra porque si
aumentamos la velocidad del avión y nos olvidamos de
desactivar los flaps, cabe la posibilidad de que uno de ellos
se desprenda del fuselaje y tengamos un buen susto.
—¡ECO-CHARLIE-ECO-ECO-SIETE a Loring!
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr ¡Aquí Loring! —dice Rafa
desde el avión-escuela, que también ha despegado.
—Abandono tráfico por punto WHISKY con destino a
Medina Sidonia y paso a frecuencia de Casarrubios. ¡Buen
vuelo!
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. ¡Buen vuelo! Avisa cuando
aterrices, si es que aterrizas.
—¡Gracias, corto!
Eliseo ha comunicado a Rafa, y a cualquier otra
aeronave que tenga activada la misma frecuencia de radio,
que el avión EC-EE7 se está alejando de las inmediaciones
de Loring y que lo hace dirigiéndose al Oeste ,en inglés
West, palabra que comienza por W. El alfabeto de
telecomunicaciones aeronáuticas ha determinado que al
Oeste se le denomine Whisky, al Este Eco, al Sur Sierra y al
Norte November.
Tranquilo, en su puesto de piloto, Eliseo revisa que los
parámetros del motor estén correctamente y mira los
indicadores del panel de control, prestando especial
atención a la temperatura aceite y agua, asegurándose de
que los dos depósitos de combustible, a pesar del
traqueteo del despegue, no hayan consumido mucha
gasolina. Se acomoda en el asiento, estira un poco las
piernas aún agarrotadas por el estrés del despegue y
contempla, por primera vez en ese día, el esplendor y la
luminosidad de una preciosa mañana de verano. Navega
tranquilo, enciende el GPS, aunque conoce bien la ruta, y
sabe que pasados unos minutos, cuando sobrevuele la
localidad de Las Rozas, tendrá que virar unos grados hacia
el Sur, hasta llegar cerca de Casarrubios, en Toledo, y a
partir de allí, más o menos recto, dirección Sevilla y por
último Cádiz. Localiza en el mapa los números de la
frecuencia del aeródromo de Casarrubios, y busca en el dial
de la emisora. Inmediatamente escucha por los auriculares:
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. ¡Buenos días, Casarrubios!
ECO-CHARLIE-INDIA-TANGO-MIKE (EC-ITM). ¡Iniciando
tráfico con viento en cola izquierda para pista 0-8!
Una vez oído esto, todas las aeronaves que están
escuchando esta frecuencia por la emisora en las
proximidades de Casarrubios saben perfectamente dónde
se ubica la avioneta que ha contactado por radio y cuáles
son sus intenciones: EC-ITM, con las pocas palabras que ha
pronunciado, está comunicando que se encuentra a una
altura de entre 500 y 600 pies con relación al suelo y que
comienza a ejecutar la maniobra de aproximación para el
aterrizaje. Cuando dice que está volando con el viento en
cola, quiere decir que está paralelo a la pista de aterrizaje y
alejándose de la misma, pero en un corto espacio de

Sáhara, la última misión 43


tiempo tendrá que hacer un viraje para colocarse con el
viento en cara y aterrizar por la pista 0-8. Es sorprendente
como con una frase tan corta «iniciando tráfico con viento
en cola izquierda para pista 0-8» todos los pilotos conocen
sus intenciones, velocidad y altura.
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. ¡Aquí Casarrubios, notifique
final! Casarrubios no dispone de torre de control, pero
tiene muchos vuelos todos los días y siempre hay alguien a
la escucha. En este caso, están diciendo al piloto que
continúe con la maniobra y que vuelva a notificar en el
momento en que haya virado y tenga la pista de aterrizaje
frente a sí, en disposición de aterrizar.
Un par de minutos después se vuelve a escuchar
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. ¡Casarrubios, aquí ECO-
CHARLIE-INDIA-TANGO-MIKE en final 0-8!
En ese momento todos saben que el piloto ya ha
desplegado los flaps, que vuela despacio y que con toda
seguridad estará observando dos grandes números
blancos, un CERO y un OCHO que corresponden a la pista
08, pintados al inicio de la negra pista de asfalto.
SÁHARA. LA MARCHA

—¡Jad! —dice el sargento a Rogelio en voz alta, a la


vez que con el tobillo izquierdo le da un pequeño golpe en
el cuello. La patrulla de camellos de Tropas Nómadas inicia
el vigésimo día de vigilancia de los inhóspitos y peligrosos
territorios del Sáhara Occidental con destino a Daora.
La caravana la encabeza el sargento Merchán, que
actúa como oficial al mando, seguido de los dos cabos
españoles y, detrás de ellos, el sargento, los cabos y los
soldados saharauis, inquietos por llegar cuanto antes a sus
hogares.
Los primeros pasos de la patrulla sirven para que
cada jinete se acomode correctamente sobre la difícil
montura. Para ello, la pierna derecha se flexiona hacia el
lado izquierdo y se coloca el pie derecho debajo de la
corva de la pierna izquierda, dejando el pie izquierdo libre
para, si es necesario, azuzar al animal. En la mano derecha se
porta el debús, que no es otra cosa que un palo que se
emplea como fusta para dirigir al camello durante la
marcha. La mano izquierda sujeta con firmeza la jesama,
una única rienda que Rogelio lleva enganchada en la
mandíbula inferior, mientras el resto de camellos de la
patrulla la llevan sujeta en el molesto y doloroso orificio
nasal.
El sargento ha previsto para esa jornada,

Sáhara, la última misión 45


desapacible y calurosa, patrullar una zona de cinco
kilómetros cuadrados, totalmente llana y alfombrada con
una ligera capa de arena de varios centímetros de espesor.
—¿Qué ruta tomamos, señor? —pregunta
respetuoso el sargento Fanil que se ha situado a par de su
jefe.
—Vamos hasta el pozo Adalix, allí podemos comer y
después directos a Daora —responde amablemente
Merchán, quien aprovecha la conversación para
preguntarle—: ¿Cuándo es la boda de tu hija?
—Mañana, señor —responde con un casi perfecto
castellano—. No puede faltar usted —añade.
—No podré asistir porque mañana mismo parto
para El Aaiún a coger un avión que me lleve a Las Palmas.
Hace muchos meses que no veo a mi mujer.
—¿La criatura, para cuándo? —pregunta sonriente
Fanil.
—Según el médico, a mediados de este mismo mes,
dentro de unos días.
—¡Que Alá bendiga a su mujer y a su futuro hijo!
—Gracias, buen amigo, estoy deseando verles a los
dos.
A continuación ordena al sargento nativo que envíe
dos soldados indígenas que se adelanten varios cientos de
metros, uno por la derecha y otro por la izquierda. No sabe
por qué, pero Merchán se muestra inquieto. No tiene
motivos para preocuparse, ni por su seguridad ni por la de
los soldados, hace meses que no tienen ningún
enfrentamiento con malhechores ni bandidos y se
encuentran lejos de la frontera como para preocuparse por
el contrabando; pero aun así, hay algo en el ambiente que
le inquieta. Estas patrullas del ejército español garantizan
la seguridad y tranquilidad de todos los saharauis, se
asemejan a una unidad de policía. Entre otras de sus
funciones, se encargan de vigilar las concentraciones de
personal civil en zonas de pastos y pozos de agua, así
como la de mantener el orden. Para cumplir estas
misiones, hay regiones en el desierto donde el camello es
el medio de locomoción más fiable y seguro. Son capaces
de caminar por zonas pedregosas, subir y bajar dunas de
fina arena o vigilar los bordes de los grandes acantilados de
los innumerables cauces secos de los ríos. Lugares, todos
ellos, donde los vehículos a motor no pueden acceder con
facilidad.
El sol comienza a tomar altura y el calor aprieta.
Para sentirse un poco más cómodo, el sargento se afloja el
zam, el turbante no reglamentario, de la cabeza. En el
horizonte, observa que uno de los soldados indígenas de
reconocimiento regresa, a lomos de su camello en rápido
acarrán hacia la columna de soldados. El corazón le da un
vuelco y permanece inquieto mientras el nativo informa al
sargento Fanil de las novedades en hassanía, un dialecto
del árabe, que incluye algunas palabras del castellano y del
francés, la lengua que se habla en el Sáhara.
—¡Gacelas, señor! —traduce sonriente Fanil al
saber que Merchán, experto tirador, se alegrará de la
noticia.
—Gracias —dice aliviado y contento el sargento
español, y añade—: ¡Voy a por comida, vosotros continuad
rumbo a Adalix! Hace una señal con el brazo para que el
joven Hamdi y el soldado que conduce a los camellos sin
carga le sigan.
—¡Jad, Jad, Jad! —grita a Rogelio, mientras con el
talón izquierdo le golpea ligeramente ordenándole que
inicie un acarrán lento.
Unos minutos después, en el cauce seco de un río,
descubre un grupo de seis gacelas que mordisquean las
hojas de unos arbustos. Merchán hace descender de los

Sáhara, la última misión 47


camellos a los ayudantes y engancha a todos los animales de
la ráhala de Rogelio. Lentamente se aproxima al cauce seco
del río. Las gacelas se encuentran fuera del alcance de tiro
de su fusil CETME calibre 7,62, así que inicia la maniobra de
aproximación. Extrae con sigilo la benia, una pequeña tienda
de campaña, muy ligera, de lino, y cubriéndose la cabeza, se
oculta bajo ella, de tal manera que el bulto del jinete se
confunde con la joroba. Simulando ser un dócil rebaño de
camellos, evita ser detectado por el macho de esa pequeña
manada que vigila a las hembras.
Muy despacio, muy lentamente, Rogelio, que
conoce el procedimiento, camina sigiloso hacia las presas.
Mientras, el amo, mirando por una pequeña rendija, no
pierde de vista al objetivo. Cuando se encuentran a una
distancia prudencial, cuarenta o cincuenta metros, detiene
a Rogelio con un ligero golpe de talón y permanece
inmóvil, como una figura de belén navideño, a la espera de
escuchar la detonación. ¡Pam, pam! Dos disparos certeros,
uno en el corazón y otro en la cabeza, mortales de
necesidad, y el macho cae desplomado in situ.
Una vez recuperada la presa, sargento y soldados
regresan en acarrán lento para encontrarse con la
columna de la Patrulla de Tropas Nómadas.
CASARRUBIOS. EN VUELO

Todas las pistas de aterrizaje son como una carretera


inacabada. Se puede despegar y aterrizar por uno u otro
extremo, todo dependerá de la dirección del viento en ese
momento. Para que el aviador sepa por cuál de los dos
extremos de la pista ha de aterrizar o despegar, a cada uno
se le asignan unos números de dos dígitos, 0-6 y 2-4 (en el
caso de Loring) ó 0-8 y 2-6 (en el de Casarrubios). Esta
nomenclatura afecta a las pistas de asfalto y a las de tierra.
Es el mismo código para todas las pistas de aterrizaje estén
donde estén, en cualquier parte del mundo.
—¿Cómo se consigue que todos los pilotos, da igual
que vuelen un DC-10, un Airbus A380 o un ultraligero, en
cualquier aeropuerto del mundo, sepan que pista han de
utilizar? —esta fue una de las primeras preguntas que se
formuló Eliseo cuando comenzó, hace unos años, el curso
de instrucción.
La respuesta es sencilla, porque se aplica otro acuerdo
internacional, similar al alfabeto aeronáutico, pero en esta
ocasión, al ser números, debemos realizar un pequeño

Sáhara, la última misión 49


ejercicio matemático y de imaginación. Dibujemos
mentalmente un círculo en una hoja de papel, a
continuación marquemos los cuatro puntos cardinales. Ese
círculo tiene 360º y comienza en 0º, continúa aumentando
de cinco en cinco grados, en el sentido de las agujas del
reloj, hasta llegar a 360º. Por lo tanto, donde hemos
marcado el Norte será 0º, al Este le corresponde 90º, al Sur
180º, y por último al Oeste 270º. Esto que hemos dibujado
en nuestra mente se denomina Rosa de Rumbos.
En aviación se intenta abreviar todo lo posible, por este
motivo únicamente se comunican los dos primeros dígitos y
se notifican de uno en uno. Por ejemplo cuando decimos
pista 1-8 nos estamos refiriendo a la pista que está en
nuestra Rosa de Rumbos al Sur, a 180º. La pista de Loring
que denominamos 0-6 en realidad estamos diciendo que
está a 60º.
Este sencillo código nos aporta, indirectamente, otra
información. No olvidemos que la pista de aterrizaje es una
línea recta dentro de la Rosa de Rumbos, por lo tanto si
conocemos el dato de una pista, también conocemos el
opuesto, y el opuesto a 60º es 240º, que corresponde a la
otra pista de Loring, la 2-4. La diferencia entre uno y otro
siempre es de 180º, que son los grados que corresponden a
la mitad de la circunferencia. En Casarrubios, por ejemplo, si
sabemos que una pista es la 0-8, la otra entonces deberá
de ser la 2-6 (80+180=260) o a la inversa, y así en cualquier
parte del mundo.
Eliseo, que es de letras, utiliza una pequeña argucia
nemotécnica para aterrizar cuando se aproxima a un
aeródromo poco conocido: «Las ruedas de mi avión
deberán tocar los dígitos que me han transmitido por
radio». Al despegar también, siempre esperará encima de
esos números para iniciar la carrera de ascenso.
Inmerso en sus pensamientos, Eliseo ha sobrepasado el
aeródromo de Casarrubios a una distancia y altura
prudencial, para no entorpecer las maniobras de los otros
aviones. Baja el volumen de la radio y vira rumbo 2-1 para
dirigirse al Suroeste (el Sur es 1-8) en dirección a Carmona.
En la radio aún continúa escuchando:
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. ¡Buenos días, Casarrubios!
¡ECO-CHARLIE-ZULÚ-UNIÓN-JULIA (EC-ZUJ). ¡Iniciando
tráfico con viento en cola izquierda para pista 0-8!
Ajeno a la comunicación, tranquilo y relajado, observa
a la izquierda una población relativamente grande, y mira
en el mapa.
—¡Eso debe de ser Torrijos! —lo comprueba en el GPS
y examina la altura a la que está volando. Decide descender
un poco. Para realizar esta maniobra de pérdida de altura
sin prisas y sin sobresaltos, decide aminorar un poco la
velocidad, y lo consigue simplemente tirando hacia sí del
mando de gases, el acelerador. En ese momento las
revoluciones por minuto del motor se reducen de 4.500 a
4.000, y muy lentamente inicia un suave descenso, hasta
situarse a 2.000 pies sobre el nivel del mar. El truco para
pasar de pies a metros, aproximadamente, es dividir los pies
entre 3 o multiplicar los metros por 3.
En el horizonte se ve claramente el perfil de los Montes
de Toledo, y sobre ellos, se aprecia una delgada línea blanca
que anuncia la presencia de nubes que se han quedado
enganchadas en la cima de esta sierra castellana.
—¡Nubes! —lamenta Eliseo, con tono de fastidio.
Resopla mientras con la mano derecha extiende el
mapa que le indica la altura mínima de la zona montañosa
que tendrá que sobrevolar para continuar sin incidentes el
viaje. El mapa, o carta de navegación visual del Centro
Cartográfico del Ejército del Aire, le indica que en su
rumbo se va a encontrar, cuando llegue a la zona de
Navahermosa, con montañas cuya cota más alta estará

Sáhara, la última misión 51


situada a 4.800 pies sobre el nivel del mar. Este nuevo dato
le exige tener que alcanzar altura más rápidamente de lo
que quisiera, porque si está volando a 2.000 pies, deberá
subir por lo menos hasta los 5.500 pies para poder
sobrepasar las montañas con cierta seguridad, o si lo
prefiere, rodear las montañas más altas. Opta por lo
primero y para conseguir tomar altura, realiza la maniobra
inversa que ha ejecutado hace unos minutos: empuja
presionando sobre el mando de gases y el avión aumenta
la velocidad a la vez que las revoluciones suben hasta las
4.800 rpm.
El aparato reacciona inmediatamente, y al aumento del
ruido del motor en la cabina, le sigue a continuación una
ligera inclinación del morro hacia arriba.
—¡Cómo te gusta volar! —dice hablando al avión, a la
vez que pasa la mano por encima del panel de control como
si de una caricia a un caballo de carreras se tratase.
SÁHARA. EL POZO ADALIX

—¡Jad, Jad, Jad! —azuza Merchán a Rogelio para que


acelere el galope dejando atrás a sus ayudantes—. ¡Jad,
Jad, Jad! —repite satisfecho por la estupenda presa que se
ha cobrado.
Rogelio, galopando en una superficie tan llana y sin
obstáculos, es capaz de desarrollar una velocidad de
treinta o cuarenta kilómetros por hora, que para su
corpulencia, es una buena marca. En pocos minutos el
sargento alcanza la cabeza de la patrulla, que había
quedado al mando del sargento indígena, quien recibe a
Merchán, como siempre, con una gran sonrisa.
—¡Toma, Fanil! —dice el sargento español
ofreciéndole la pieza de caza—. Es mi regalo para la boda
de tu hija.
—¡Muchas gracias! —responde encantado el
saharaui—. Espero que esta noche usted pueda venir a
jaima con mis hermanos.
—¡Ya veremos!
Aunque la relación entre los dos sargentos es muy
buena, fruto de los cientos de horas que han pasado
juntos en el desierto, no es normal que un soldado español
confraternice con un nativo. Es más, hay cierto interés por
parte de la superioridad militar de que estas relaciones no
fructifiquen; y prueba de ello es que durante el nomadeo,

Sáhara, la última misión 53


los soldados españoles duermen en una jaima separada de
los nativos, comen en lugares diferentes e incluso visten
de otra manera, y apenas se relacionan entre ellos. Son
muy pocos los nativos que hablan perfectamente el
castellano y prácticamente ningún español habla hassaní.
Merchán es la excepción; desayuna leche de camella,
usa prendas no reglamentarias y confraterniza con los
suboficiales indígenas. Lo puede hacer porque el capitán
Reina, el jefe del destacamento, le considera el mejor
soldado. Merchán no pone reparos tener a su lado a un
experimentado indígena, conocedor del desierto y de sus
peligros.
El sol comienza a dominar el cielo y la marcha es lenta
pero constante. En estas largas y silenciosas travesías uno
tiene tiempo de todo, de pensar, de recordar, de mirar…
Merchán se fija en la sombra que sobre la arena proyectan
Fanil y su camello, y como se balancea, de la misma
manera que lo hacen los barcos en el puerto en un día de
mar picada. Este extraño movimiento se produce porque
cuando camina el camello, mueve a la vez ambas patas de
un mismo lado del cuerpo, primero las de la izquierda,
luego las de la derecha; y tienes la sensación de hundirte
un poquito en el suelo. Esto es así porque cada pezuña
tiene dos dedos, que al ser apoyados en el suelo arenoso
se ensanchan, aumentando así la superficie de contacto y
repartiendo mejor el peso total del animal, hundiéndose
en la arena menos de lo que realmente debería hundirse, y
al levantar la pata, los dos dedos se contraen. Sea como
fuere, el camello, con todo su mal humor, es una máquina
perfecta para moverse por cualquier terreno del desierto.
—¿Portado bien Hamdi en caza? —pregunta el padre del
adolescente. La preocupación es fundada porque el sueldo
que cobra el hijo como soldado voluntario de la Agrupación
de Tropas Nómadas, es muy alto comparado con los salarios
de la zona.
—No te preocupes, Fanil, tu hijo es joven y aprenderá;
parece que le gusta y pone mucho interés —responde
Merchán.
El padre, un poco más tranquilo, da gracias a Alá en
vez de dárselas al sargento español.
Con el sueldo de soldado su hijo podrá formar una
familia y llegar a tener también cuatro o más esposas y
decenas de corderos, cabras y varios camellos. Fanil, con el
sueldo de sargento, se puede considerar entre los suyos
un hombre rico, y en parte gracias a Merchán. Cuando le
ascendieron a Sargento Primero, recomendó el ascenso de
Fanil, lo que hizo cambiar radicalmente su vida y la de su
familia. En un primer momento el capitán Urquijo no
estaba de acuerdo, porque rompía, como era habitual en
Merchán, algunas normas de convivencia no escritas.
El ascenso de Fanil de cabo a sargento supuso un
revuelo en Daora, debido a su condición social de
majarrero o artesano del metal, quienes después de los
negros ocupan las capas sociales más bajas de la sociedad
saharaui. En esta estructura de castas, el primer lugar lo
ocupan los denominados «chorfa», que son los hombres
religiosos, seguidos de los «hombres de fusil» o «arab». La
tercera clase social la ocupan los «hombres de libros» o
«zuaia», después los «tributarios» que son los pastores
quienes, por su conocimiento del desierto en la ubicación
de pozos, fauna y vegetación, suelen ser el estamento
social de donde se nutre de voluntarios el ejército español.
Todos tienen una gran ventaja: desempeñan las labores de
patrulla en su propio territorio. A continuación están los ya
mencionados artesanos como lo era Fanil y por último los
que ellos llaman «negros», en contraposición a las castas
superiores, a los que denominan «blancos».
Cuando Merchán tuvo conocimiento de estas clases

Sáhara, la última misión 55


sociales quedó enormemente sorprendido, máxime
cuando descubrió que además existían soldados que
pertenecían a una clase social aún más baja: esclavos. El
amo suele ser una persona rica que envía al esclavo como
soldado voluntario, a cambio de una parte importante del
sueldo que cobra el súbdito.
Ante este entramado social, el ejército suele mirar
hacia otro lado, evitando inmiscuirse en los asuntos internos
de la sociedad saharaui, por muy despreciables que estas
sean. Únicamente en dos ocasiones el ejército no respetó la
jerarquía de las castas: una con la propuesta de ascenso del
cabo Bil-lal de la 2ª Compañía del Grupo I de la Agrupación de
Tropas Nómadas y otra con el ascenso de Fanil.
Por todo ello, no es de extrañar que el atento
sargento indígena tenga motivos para apreciar a Merchán,
esforzándose en no defraudarle y obedecerle lo mejor
posible, y si no puede hacerlo personalmente, utiliza para
ello a su hijo.
Así, entre pensamientos y recuerdos y tras varias
horas de fatigosa marcha bajo el implacable sol de agosto,
la patrulla llega al pozo Adalix, donde podrán reponer
fuerzas para el último tramo del día con destino final en
Daora.
EN VUELO. LAS ONG`s

Eliseo está encantado con el P-92. Es fiable y seguro.


Además, al tener las alas por encima de la cabina del
piloto, le permite mirar hacia tierra y ver el paisaje sin
obstáculo alguno, placer este que no se puede obtener
con los aviones de ala baja porque la cabina está encima
de las alas y cuando miras al exterior, ves partes del
terreno pero también mucha superficie del ala.
En pocos segundos la aeronave ha alcanzado los 4.000
pies y sigue subiendo. Este aumento tan forzado de la
altura genera también inevitables cambios de temperatura
en el interior de la cabina. Un escalofrío le recorre la
espalda. Eliseo necesita urgentemente orinar.
—¡Pero si he hecho orinado antes de despegar! —se
reprocha. Respira hondo y piensa en otra cosa hasta que
se le pasan las ganas. Ha transcurrido una hora de vuelo y
se encuentra en mitad de la nada. Y en el horizonte, la
línea de nubes se hace cada vez más visible.
En previsión de cualquier incidente o necesidad
fisiológica, busca en los mapas el aeródromo más cercano
a su posición y lo menos alejado posible de la ruta. En el
mapa de campos de vuelo, sin soltar un instante la palanca
de control y con mucha dificultad, mira la información y ve
que el aeródromo más cercano está en Herrera del Duque:
una pista de tierra de 900 metros de largo que se

Sáhara, la última misión 57


encuentra en su misma ruta pero a más de 80 kilómetros
de distancia. Decide subir hasta los 5.000 pies y continuar
ascendiendo; debe prolongar la maniobra porque la línea
de nubes del horizonte se ha convertido en un verdadero
muro aparentemente infranqueable.
Por un instante tiene la tentación de regresar; aún
está cerca de Casarrubios y puede esperar a que
desaparezca ese frente nuboso y, ¿por qué no?, ir al baño.
Tiene dudas, ya ha volado otras veces por encima, por
debajo y entre nubes, y no le gusta nada. A ningún piloto
le gustan las nubes. Por un instante, no sabe realmente
qué hacer. Gira la cabeza hacia atrás y mira las dos cajas
que contienen las gafas. Lee, escrito con rotulador sobre el
cartón que preserva las lentes: «Fundación Ruta de la
Luz».
—¡Un nombre muy original para una ONG que se
preocupa de mejorar la vista de los más pobres en el
Sáhara, la parte más olvidada de África!
Vuelve a girar la cabeza y descubre, en una de las
esquinas de la caja, una pegatina en la que se lee «Tierra
de Hombres».
—¿Qué significa eso? ¿Será otra ONG? ¡Por el nombre
debe serlo! —dice en voz alta para intentar sacudirse el
miedo a las nubes—. Tengo que continuar, no son unas
simples gafas. ¡Hay mucho esfuerzo y muchas ilusiones
detrás de ellas! —murmura.
Carlos, el piloto accidentado a quien sustituye en esta
misión, le había contado que todos los veranos, desde
hace muchos años, una veintena de profesionales que van
desde optometristas, oftalmólogos y oculistas a auxiliares
de clínica, cocineros o mecánicos, sacrificaban su descanso
vacacional para ayudar a los demás. Son personas
comprometidas que, procedentes de diferentes puntos de
España, vuelan al África olvidada, para intentar llevar un
poco de luz. Luz y esperanza a hombres, mujeres, niños y
ancianos que, sin su ayuda, perderían, o habían perdido
ya, algo tan importante como es la vista.
Por este motivo, mañana, viernes dos de agosto, las
gafas deben de llegar a su destino, en El Aaiún. Las cajas
que transporta Eliseo debían de haber partido con la
expedición de voluntarios, un par de semanas atrás, pero el
fabricante se retrasó en la entrega, y para mayor desgracia,
Carlos se accidentó y se produjo otro retraso. ¿Cómo iba
ahora Eliseo a dar media vuelta por culpa de unas nubes y
las ganas de ir al baño? Sin pensárselo dos veces, respira
hondo una vez más y empuja hacia adentro la palanca de
gases para imprimir velocidad a la aeronave y ganar más
altura.
—¡Pasaré por encima! —dice sin dudar. La última vez
que voló con nubes e intentó pasar por debajo, desafió a
las fuerzas de la naturaleza y de Dios, y lo único que
consiguió fue una desagradable experiencia que no
consigue borrar de su mente.
Cuando alcanza los 6.000 pies, unos 2.000 metros de
altura sobre el nivel del mar, comienza a sentirse un poco
más tranquilo. Un enorme y denso manto blanco se
muestra ante sus ojos. Para cualquier mortal, es la
tradicional imagen de estar en el cielo… una alfombra de
nubes y de fondo, el cielo azul.
—¡Un poco más alto! —se ordena a sí mismo mientras
asciende otros 500 pies.
Mira por la ventanilla. Las nubes únicamente dejan
entrever de manera intermitente el inicio de los Montes de
Toledo, pero un par de minutos después, las nubes son tan
densas que pierde todo contacto visual con el mundo
terrenal.
—¡Qué bonito! —exclama en señal de respeto, y
comprueba que el GPS le indica que el rumbo es el

Sáhara, la última misión 59


correcto, que la velocidad de 160 km/h es la apropiada y
que el próximo campo de vuelo de referencia se encuentra
a 55 kilómetros de distancia, a 20 minutos.
—¡Lo peor que te puede pasar ahora, es una parada
de motor! —murmura—. ¿Dónde aterrizo?
Es consciente que está haciendo dos cosas mal. La
primera que no debe volar tan alto como lo está haciendo;
no se lo permite la ley. La segunda y la que más le preocupa,
es no seguir los consejos de Rafa, su instructor, quien
siempre le prohíbe volar por aquellos lugares donde no
puedes divisar un sitio donde poder aterrizar en caso de
emergencia; un claro en un bosque, una zona de cultivo...
Este sentimiento de culpa le hace volver a revisar todos los
parámetros del avión… combustible, temperatura del
aceite… En esta rutinaria inspección descubre un ligero
aumento en la temperatura del agua.
EN EL BUNKER. GACELAS Y COMIDA

Roberto, después de cerrar la comunicación con el Cuartel


General e intentar olvidar la amenaza de calabozo,
permanece unos segundos sentado frente a la emisora,
fijando la mirada en el pilotito rojo del botón de
desconexión de la energía que marca la alimentación de la
BLU. Mira hacia abajo, a la entrepierna, y observa que aún
está mojada, muy mojada.
—Cualquiera aguanta el cachondeo de Pardo los
veinte días que nos quedan de estar aquí —piensa
mientras idea la forma para que su compañero no se
percate de que… se ha meado en los pantalones por culpa
de las prisas por atender la llamada.
Se levanta —dando la espalda— y vuelve a salir al
exterior del búnker. Decide apoyarse en los fuertes muros
de veinte centímetros de grosor y tres metros de altura,
construidos de un sólido hormigón armado. Lo hace
mirando hacia el levante para que el sol seque más
rápidamente el pantalón.
—¿Qué haces? —pregunta Pardo desde el interior.
—Nada, pensando.
—Venga, que nos toca recuento de armamento.
—¿Ahora? —protesta el vago de Roberto.
—Hoy nos toca, venga.
La pernera de Roberto parece ya más o menos seca,

Sáhara, la última misión 61


porque aún siendo temprano, el sol comienza a calentar de lo
lindo. Cuando entra, ve a su compañero al fondo de la
estancia, en una de sus seis paredes, tiene abierto el
armero y está dispuesto para iniciar el recuento: un
lanzagranadas, diez granadas de mano, cuatro fusiles y
doscientos cartuchos de munición. Satisfecho por la
pequeña misión cumplida, pregunta a Roberto cuáles son
sus intenciones para el resto del día.
—Voy a escribir a mi novia.
—¿Otra vez? —se sorprende Pardo—. Ya sabes que
hasta que no terminemos este servicio dentro de veinte
días no podrás enviarlas, y cuando las reciba todas juntas,
se asustará. Yo voy a leer algunos de los libros que me
traje de la biblioteca y estaré pendiente para ver la
avioneta.
La única distracción para el resto del día consiste en
esperar el avistamiento del avión de reconocimiento CASA
C-127 de fabricación española, que volando a una altura
de unos dos mil pies, 600 metros, recorre todo el
perímetro del Sáhara informando a las unidades de tierra
de cualquier movimiento sospechoso de grupos humanos.
La avioneta, de ala alta, suele sobrevolar el búnker, y a
Pardo le encanta contemplar todos los días los círculos
concéntricos con los colores de la bandera española
dibujados bajo las alas.
Pardo prefiere leer fuera del fortín siempre que el
calor se lo permite, y a esas horas busca la fachada Oeste
para tener algo de sombra. La biblioteca del cuartel está
poco surtida y la mayoría de los libros son de temática
militar y del desierto; de los ejemplares disponibles, tomó
uno sobre la «Fauna del Sáhara». Lo ojea un rato…
lagartijas, víboras cornudas, la araña camello de quince
centímetros de largo que puede alcanzar una velocidad de
16 km/h, etc. Le llama mucho la atención el «pez de
arena» y sobre todo la existencia, en un lugar tan yermo,
de gacelas Thomson. En el cuartel había escuchado alguna
«batallita» de los más veteranos, pero no podía creerse
que realmente pudieran existir en esta zona del planeta.
—Mira, Roberto, es verdad —dice entrando en la
estación con el libro abierto por la página de una foto de
una gacela—. Realmente existen gacelas en el desierto.
—¡Qué pasada! Cuando termine de escribir me voy a
subir a la chimenea y como vea una…
Roberto se refiere a que la edificación, en el centro y en
el techo, tiene construido un prisma de sección rectangular
similar a una chimenea, de unos seis metros de altura,
dotado de una escalera de pates. Para subir por ella hay que
estar delgado y se puede ascender hasta la coronación del
prisma. El objeto de este estrecho torreón es permitir al
soldado ascender hasta lo más alto y sacar la cabeza, para
observar la presencia de posibles enemigos. La realidad es
que si eres delgado y ágil, te puedes encaramar y sentarte
en la cúspide. Esas parecen ser las intenciones de Roberto.
La mañana transcurre tranquila y calurosa, como
todas. Ya ha pasado un rato de las diez cuando Pardo,
pendiente del cielo, divisa la avioneta de reconocimiento
que, como todos los días, hace una pasada no rasante por
las instalaciones. Pardo pulsa el interruptor de la puerta
exterior del perímetro de alambrada y sale al exterior para
ver mejor los vistosos emblemas militares. Unos segundos
después, lo que dura el espectáculo aéreo, regresa a la
monótona ocupación, así… hasta la hora de comer.
—Hoy me toca elegir a mí —dice Roberto para
hacerse responsable de la distribución de la comida.
—De eso nada, quedamos que un día cada uno, y ayer
te tocó a ti.
—A pares o nones.
—Venga, vale —acepta Pardo, que es de

Sáhara, la última misión 63


temperamento más sosegado e intenta no generar
conflictos, por muy fácil que se lo ponga el compañero.
En uno de los armarios situados al fondo se guardan
los víveres. Cada uno tiene sus raciones de comida, pero al
ser las dos iguales, decidieron compartirlas, y lo que es
más curioso, el primer día dispusieron, a propuesta de
Pardo, no coincidir en la elección, al igual que hacen los
pilotos de las líneas regulares. ¿Por qué? ¡Por si acaso!
Este era motivo de disputa todos los días, porque si
uno come garbanzos, el otro debe optar por otro plato del
amplio menú.
Todos los alimentos están envasados en latas
metálicas de hojalata y constan de varios primeros:
potajes de lentejas, garbanzos, judías blancas y rojas, y
rancho, —patatas con poca carne. De segundo plato, los
pescados: dos tipos de caballas, sardinas pequeñas y
grandes y atún. Para finalizar con las frutas: melocotón en
almíbar, piña en rodajas, higos secos, cacahuetes y pasas.
Lo que más molesta a Pardo es que no tienen pan,
porque los chuscos que les suministran se vuelven
incomestibles.
—Pares —elige Roberto.
—Nones —responde Pardo—. Uno, dos, tres…
—¡Bien! —exclama Roberto, que ha vuelto a ganar.
EN VUELO. HASTA ARCOS

—¡Qué raro! —piensa Eliseo. Estoy a mucha altura y


por aquí hace demasiado frío como para que la
temperatura del agua del radiador haya aumentado en un
20%.
Para mayor seguridad, cambia en el dial de la radio la
frecuencia de Casarrubios, e introduce los dígitos 121.5
mhz que corresponden a emergencia aérea, el 112 del
cielo, una emisora donde siempre alguien está escuchando
para socorrerte.
—¡Bueno! Mañana entrego las gafas y ya está. Las
gafas son importantes. Contaba Carlos que cientos de
personas recorren grandes distancias andando por el
desierto para llegar a los dispensarios que preparan los
Médicos sin Vacaciones. Todo está perfectamente
organizado, a cada paciente, aún con las dificultades del
idioma, se le hace una revisión previa donde un facultativo
determina el tipo de dolencia en los ojos, y le asigna un
especialista para ocuparse de él. Con su ficha y un primer
diagnóstico, es atendido por el experto correspondiente. Si
ha de ser operado, un cirujano le intervendrá en el
quirófano de campaña, o si la dolencia es menor, un óptico
le calcula las dioptrías, y le remite al oftalmólogo. Todo el
sistema está tan bien preparado que en un par de horas le
entreguen una de las gafas de las que lleva en el avión.
También hay equipos médicos que permanecen todo el
año en la zona como Médicos sin Fronteras, y durante

Sáhara, la última misión 65


meses, van acumulando pacientes con dolencias en los
ojos, a la espera de la llegada de los voluntarios de Ruta de
la Luz. Con esta coordinación, en jornadas maratonianas
de doce o quince horas, pueden atender a cientos de
pacientes. Incluso Ana, que es administrativa en una
empresa de óptica de Sevilla, ha aprendido a montar
gafas. El piloto, con esta disquisición, se desconcentra,
pero regresa a la realidad.
—¡No aguanto más! ¡Me meo!
Eliseo deja en el asiento del copiloto los planos y
rebusca en la bolsa de los bocadillos hasta que con los
dedos toca la botella de zumo.
—¡Qué suerte tengo! —dice mientras sujeta con la
mano derecha una botella de un litro de zumo de naranja
natural, con un gran tapón verde. Lo desenrosca, pega un
buen trago del líquido y con toda la naturalidad del
mundo, gira la pequeña escotilla de entrada de aire que
está en la ventanilla, la abre lo suficiente como para
introducir la boca de la botella en el orificio y lentamente
dejar que el zumo salga al exterior hasta quedar
totalmente vacía. Lo que sigue, no es difícil de imaginar.
La maniobra no es sencilla: con la mano izquierda ase
la palanca de control, con el pie derecho presiona el pedal
del timón de cola y con la mano derecha, hace todo lo
demás. Sujeta con firmeza la botella, se desabrocha el
botón de los pantalones, baja la cremallera y... La
evacuación dura unos largos y placenteros cuarenta y
cinco segundos.
—¡Un poco más! —dice a la vez que aprieta para
quedarse totalmente desahogado.
Lo que ocurre a continuación resulta más patético
aún, porque se encuentra con la mano izquierda
controlando el avión y la derecha sujetando una botella
con un contenido calentito en el interior, y lo otro, es decir
su miembro viril, en posición de reposo a la espera de ser
conducido a lugar seguro.
—¿Qué hago, dónde está el tapón?
Duda por un instante y piensa en vaciar el contenido
de la botella otra vez por la ventanilla, pero le parece poco
apropiado y un poco asqueroso, aunque se sonríe al
imaginarse a alguien, que a miles de pies por debajo, dice
esa frase tan conocida: —¡Está lloviendo, me ha caído una
gota!
Eliseo desiste de tirar el líquido por la ventanilla y
sostiene la botella entre las pierna, mientras busca el
tapón verde al que ha perdido la pista. Cuando lo
encuentra, se siente muy reconfortado, ya puede tapar la
botella y liberar la mano derecha, poniendo a buen
recaudo al inseparable amigo.
—¿Qué hago con la botella?
No quiere introducirla de nuevo en la bolsa con el
bocadillo; tampoco le parece apropiado, y decide situarla
en un hueco entre el asiento del copiloto y una de las cajas
de Ruta de la Luz.
Por la ventanilla puede ver cómo el sol se refleja en
las nubes, y estas, poco a poco, van reduciendo de
espesor. Su próximo destino: sobrevolar Hinojosa del
Duque.
Se siente solo, muy solo, al no poder compartir con
nadie los detalles de la pequeña pero apasionante
aventura que acaba de vivir, es… la soledad del
comandante. Aprovecha la tranquilidad del vuelo para
revisar los mapas y determinar el próximo destino: el
aeródromo Aerohispalis, que dispone de una pista
asfaltada de 700 metros, varios hangares, cafetería,
restaurante y uno baños que ya no necesita. Calcula que
llegará en una hora.
Cuando divise el aeródromo sevillano, debe tener

Sáhara, la última misión 67


mucho cuidado con la altura; tiene que sobrevolar una
zona muy peligrosa, la del territorio de los aviones de
combate Eurofigther con base en Morón de la Frontera.
Debe realizar un vuelo totalmente visual, a ciento
cincuenta metros del suelo, deslizándose muy cerca de los
cables de alta tensión, pero evitando sobrevolar viviendas,
despacito y sin ruido.
No tiene miedo, la maniobra que está realizando no
está prohibida, pero se siente angustiado; si le detecta
alguno de esos cazabombarderos, van a jugar con él como
una familia de orcas se divierte con una joven foca. Teme a
los pilotos militares que, aburridos de sobrevolar el
Atlántico a velocidad supersónica, pueden encontrar en la
pequeña avioneta de Eliseo un motivo de distracción y
atracción; por eso prefiere protegerse de los militares y
volar cerca del suelo.
Una vez sobrepasada la zona peligrosa de Morón y sus
cazas, decide tomar un poco de altura para relajarse y
poder contemplar la majestuosidad del embalse de
Bornos, que se exhibe rebosante de agua. A lo lejos, a la
derecha, Arcos de la Frontera, con un castillo de la época
de los Reyes Católicos.
SÁHARA. LA COMIDA

A lo lejos, se divisa el perfil de los camellos de los dos


soldados exploradores que se han detenido. Eso señala la
posición del brocal del pozo Adalix, un pequeño montículo
de piedras y una chapa metálica, a modo de rudimentaria
tapa, que es lo único que delata la existencia de un pozo
de agua más o menos potable. Cuando la caravana llega a
su destino, el gruñir de los camellos manifiesta el interés y
alegría por beber. Hace tres días que no recalan en ningún
pozo y quieren saciar la sed. En pleno mes de agosto, pue-
den llegar a tragar cien litros en diez minutos.
Alrededor del montículo de piedras se desata una
actividad frenética: dos soldados suben, una y otra vez,
una bolsa de cuero amarrada a una gran soga, que a su vez
permanece anclada a una de las piedras más grandes que
rodean la boca del pozo. Esta bolsa de extracción siempre
está disponible, y allí quedará cuando se marche la
patrulla.
Mientras llega su turno, el obediente Rogelio
permanece barracado en la arena ofreciendo a su amo una
pequeña pero imprescindible sombra. En kilómetros a la
redonda no hay ni un solo punto que levante del suelo
más de medio metro. El sargento aprovecha para beber
agua del guirbi, el recipiente para transportar agua,
confeccionado con la piel de chivo, de una sola pieza y que
atado a la silla, siempre a mano, mantiene fresca el agua.
Se podría decir que es el botijo del desierto; beber agua

Sáhara, la última misión 69


del pozo es poco recomendable.
A medida que finalizan las labores de abrevar el
ganado, los soldados van atando con una pequeña cuerda
las patas delanteras de los animales para evitar que se
escapen o salgan corriendo en caso de asustarse, como le
ocurrió a Hamdi; obligándoles a dar unos cortos y
graciosos saltos para desplazarse por el campamento.
Con todo, el silencio envuelve poco a poco el pequeño
asentamiento y se comienzan a escuchar las primeras
oraciones de los soldados. Una vez cumplidas las
obligaciones religiosas, acatan las órdenes de Merchán. No
se desplegará ninguna jaima ni se descargarán todos los
camellos; únicamente los que portan la mercancía más
pesada y valiosa: armas y munición.
Los soldados españoles se reúnen para que el más
novato de la patrulla demuestre que es capaz de fabricar y
cocer pan en mitad del desierto.
Fanil se acerca al lugar donde descansa el sargento
español y le señala un punto en el cielo, cerca del
horizonte: es la avioneta de reconocimiento C-127 del
ejército español que, como todos los días, sobrevuela el
interior del Sáhara y parte de su perímetro. Tiene como
misión vigilar el desierto por si la patrulla tuviera una
emergencia sanitaria o fuese víctima de un ataque, y en la
costa atlántica busca a soldados perdidos o en apuros. En
el supuesto de detectar alguna incidencia, el pequeño
avión lo notificará a la Estación BLU más cercana.
Merchán mantiene fija la mirada en el aparato hasta
que les sobrevuela y realiza un giro de 360º sobre sus
cabezas. No están solos. Finalizado el espectáculo aéreo,
se hacen pequeños grupos para comer y charlar; los
soldados españoles comerán el menú que ha preparado el
cocinero de la patrulla. Además de personal con
conocimientos sanitarios, debe de participar algún soldado
con conocimientos culinarios. En esta ocasión, el chef ha
preparado un poco de arroz cocinado la tarde anterior con
tomate de lata y, de segundo plato, unas tiras de carne
seca de camello. Para finalizar, un postre estelar,
consistente en un puñado de dátiles.
El grupo de soldados indígenas, al ser considerados
profesionales, deben procurarse la comida y lo hacen
utilizando una jofaina o palangana que comparten varias
personas a la vez.
El escándalo en el grupo de los españoles va en
aumento; hoy toca hacer pan. El novato ha preparado la
masa con harina, levadura y sal, otro ha encendido un
pequeño fuego con un poco de excremento seco de
camello y unas ramas que aún quedan de leña. El calor del
sol sirve de horno para que poco a poco la masa crezca.
Hacen un agujero en el suelo, donde introducen las brasas
hasta que adquiere temperatura. Posteriormente se sacan
las brasas, se coloca la masa, y todo se tapa con una chapa
metálica, colocando las brasas encima para que continúe
aportando calor al agujero. De cuando en cuando hay que
retirarlo todo y dar la vuelta a la masa para que se cueza
por ambos lados. A excepción del novato, todos son
conscientes, al ver la maña del aprendiz de panadero, que
no comerán pan ese día por eso, sin esperar el resultado
final de la prueba, continúan con la comida. Entre risas
comentan que esa tarde, en Daora, el novato sevillano
tendrá que pagar un par de rondas de cerveza al resto de
los compañeros por privarles del tan ansiado pan.
Los hombres y animales se toman un merecido
descanso. Merchán, apoyado a la sombra de la grupa de
Rogelio, aprovecha para sacar la carpeta de los mapas y
comenzar a completar el parte de reconocimiento, pero
antes, como tiene por costumbre después de comer,
coloca en la palma de su mano dos dátiles y se los ofrece a

Sáhara, la última misión 71


Rogelio, que agradece como el niño que acepta un trocito
de chocolate. El sargento debe tomar nota de todos los
datos sobre el pozo que puedan ser de interés para las
sucesivas patrullas nómadas, como por ejemplo el nivel de
agua, el lugar donde abatió la gacela… Todos estos datos
son de vital importancia para la supervivencia en el
desierto, porque cualquier otro oficial, al mando de una
patrulla, dispondrá de información de ese pozo, que a
primeros del mes de agosto, está a un tercio de su
capacidad. También se detallan los puntos militares
estratégicos como la localización de las estaciones de
radio, puntos de vigilancia, etc… Todo queda reflejado
mediante signos en los mapas que entregará a su llegada
al campamento base.
EN VUELO. VIENTO DE LEVANTE

—¡En veinte minutos llegamos a casita! —le dice Eliseo al


avión. Dice esto y percibe una fuerte sacudida que le hace
dar un pequeño brinco sobre el asiento.
—¡No puede ser! ¡No puedo tener tan mala suerte!
¡Ha saltado el levante! ¿Cómo es posible? ¡Estaba previsto
que soplase por la tarde y no ahora por la mañana!
Eliseo se muestra francamente contrariado; según
las previsiones meteorológicas, se anunciaba para toda la
mañana viento en calma o viento de poniente, de flojo a
moderado para toda la zona del Estrecho de Gibraltar.
Solo por la tarde comenzaría a soplar el tan temido
levante.
—¡Joder! —exclama con fastidio. Por experiencia
sabe que si en Arcos de la Frontera ya está sufriendo en el
avión los efectos del viento de levante, en Medina Sidonia
se está preparando un buen comité de bienvenida,
parecido al que hace unos días recibió a Carlos, con tan
dramáticas consecuencias para él y su avión.
Para asegurarse de cuál es la situación real del
viento en el aeródromo, decide contactar con Aerosidonia,
el destino para el día de hoy. Nadie contesta. Repite y
continúa sin recibir contestación.
—¡Joder y joder!
En estas circunstancias, no puede hacer nada para

Sáhara, la última misión 73


evitar los constantes golpes de las rachas de viento, que
sacuden una y otra vez el avión. No puede tomar altura
para intentar suavizar el traqueteo porque está cerca del
aeródromo y enseguida tendría que descender. Lo único
que puede hacer, y lo ejecuta rápidamente, es reducir la
velocidad para intentar que los golpes sean menos
molestos.
Volar en estas condiciones es una sensación
parecida a viajar en un coche utilitario por un camino lleno
de baches; no tienes más remedio que aguantar y conducir
lo más despacio posible para que no sufran los
amortiguadores del vehículo, y para que los pasajeros no
se choquen contra el techo.
Eliseo ha sobrepasado las tres horas de vuelo y está
cansado, pero no puede desfallecer. Baraja la posibilidad
de dirigirse a otro aeródromo alternativo que esté más en
el interior. Se plantea la posibilidad de aterrizar en
Villamartín, pero lo descarta; no se amilana, conoce el
viento de levante, la pista y el avión. Se revuelve en el
asiento, ajusta un poco más el cinturón de seguridad y
comprueba que las cajas continúan bien sujetas.
—¡Vamos, bonito!
Intenta comunicar una vez más por radio sin recibir
respuesta. Lentamente bordea la montaña que acoge y
protege a Medina Sidonia, y virando a izquierdas, consigue
ver en el horizonte unos grandes depósitos de chapa gris:
es un punto de referencia que le indica donde se
encuentra ubicado el aeródromo. Es ahora cuando se
inicia la verdadera lucha contra el viento que lo tiene en
cara. El levante empuja a Eliseo hacia el poniente,
intentando alejarle de su objetivo, pero le planta batalla,
acelera hasta colocar la aguja de las revoluciones a 4.800
rpm, con la intención de ofrecer más resistencia a un
viento que calcula debe soplar a 35 ó 40 km/h. Ya está
cerca, pero no puede aterrizar así como así, en estos
momentos más que nunca hay que ejecutar a rajatabla el
protocolo y hacer las cosas bien. Debe sobrevolar el
aeródromo a una altura que le permita ver que no hay
ningún obstáculo en la pista que le impida tomar tierra,
también debe comprobar, en la manga de viento, la
intensidad y fuerza del levante. El siguiente paso es
comunicar sus pretensiones por radio para asegurarse que
no hay otro loco por los alrededores con las mismas
intenciones que él. Una vez que se asegura de que por
desgracia está solo, ejecuta una pasada por el aeródromo,
hasta distinguir los números de la pista por donde debe
aterrizar, la 1-4. Según se aproxima a la cabecera,
distingue que, a pie de pista, se encuentran paciendo
tranquilamente tres vacas retintas. No están dentro de la
pista pero sí muy cerca, demasiado cerca.
Por desgracia la mayoría de los aeródromos de
vuelo deportivo tienen este tipo de problemas: la pista no
está orientada a los vientos dominantes, suelen disponer
de poco terreno y en este caso, no está vallado para
mantener lejos a los animales. Para que este aeródromo
fuese perfecto, sería necesaria una pista asfaltada de más
de 600 metros de largo y 30 de ancho, en una zona
totalmente llana, sin cables y orientada Este-Oeste,
(levante a poniente) 0- 9/2-7 y no 1-4/3-2. En la provincia
de Cádiz, posiblemente no hay ningún lugar que cumpla
estas características. Por eso... es lo que hay, y aterrizar es
obligatorio.
Una vez que ha visto la manga de viento, decide
alejarse un poco del campo de vuelo para iniciar la
maniobra de aterrizaje debe «iniciar tráfico». Para
conseguirlo intenta virar hacia la izquierda para situarse
con viento en cola para pista 1-4, pero el levante le golpea
de costado y no se lo permite; el avión no vira,

Sáhara, la última misión 75


simplemente patina y derrapa en el cielo.
Una y otra vez nota las sacudidas del levante como
bofetadas, de la misma manera que chocan las olas en el
casco de los barcos cuando hay mar de fondo. Cada golpe,
cada sacudida, está sometiendo al avión a una fatiga de
todos los componentes. Eso está provocando un mayor
rozamiento del dañado radiador contra la chapa de la
capota, muchas veces y muy seguidas.
—¡Vamos, bonito! —anima al avión.
Con dificultad y empleando mucho tiempo y
espacio, consigue situar el avión a favor del viento en cola;
en ese momento, la aeronave, como si tuviera vida propia,
se acelera como lo hace un tronco descendiendo por unos
rápidos de agua. El viento le empuja y Eliseo no puede
hacer nada, pero debe realizar el último viraje hasta situar
el avión una vez más de cara al viento y así conseguir
tomar tierra.
—¡Vamos, bonito! —repite.
MEDINA SIDONIA. EL ATERRIZAJE

La máquina responde a duras penas, pero no hay


posibilidad alguna de frenar el avión, la única maniobra
que puede realizar para poder virar a la izquierda y enfilar
la pista de aterrizaje es hacer-le derrapar como quien hace
derrapar un coche de carreras en una curva muy cerrada.
Lo intenta y para ayudar a la maniobra, pisa a tope con el
pie el pedal izquierdo, forzando el timón de cola. El avión
reacciona inmediatamente y con dificultad y unos cuantos
brincos en la cabina del piloto consigue situarse de cara al
viento. La fuerza del levante le frena, pasa en un instante
de los 120 a los 50 km/h, sin que el piloto haya tocado
nada, por arte de magia o más bien por el arte de la física.
Para no volar hacia atrás, que todo es posible, aumenta la
potencia del motor para intentar conseguir una velocidad
que le permita aproximarse con seguridad a la pista.
Ya está posicionado a 200 metros de la pista, y deja
que el avión haga lo que tiene que hacer, volar. La
máquina se orienta ella sola contra el viento; un avión en
el aire, a poca velocidad, es como una veleta, y poco a
poco, lentamente, se aproxima más y más a la pista,
mientras las ráfagas arrecian y a los baches se les une un
constante balanceo. Eliseo está en tensión, y el avión
también. El motor ruge como si volara a 180 km/h cuando
en realidad parece ir colgado en el aire, como una gaviota

Sáhara, la última misión 77


buscando presa; y mientras esto ocurre, las vacas, con sus
enormes traseros aproados al levante para así pacer sin el
viento en la cara, permanecen ajenas al objeto volante y
flotante que se les aproxima, que se les acerca despacio. El
viento también arrastra el zumbido del motor hacia la
dirección opuesta en la que se encuentran las vacas.
Eliseo duda si activar o no los flaps. En circunstancias
normales, debería accionarlos hasta los 45º, lo máximo
posible, pero eso le frenaría aún más y sería muy
peligroso. Otra opción es no activarlos. Decide una
solución intermedia, situarlos a 15º.
Cuanto más cerca está del suelo, los brincos en el
interior del avión comienzan a ser insoportables,
impidiéndole mantener el rumbo. A las ráfagas de viento
que trae el levante, hay que añadirle las rachas que
rebotan con el suelo y golpean por debajo al sufrido
aparato.
—¡Vamos, bonito!
Ya se encuentra a veinte metros del inicio de la pista
cuando una de las vacas levanta la cabeza y, al ver el avión
de Eliseo, sale corriendo despavorida, asustando a las
demás.
—¡Joder!
Las vacas han salido corriendo en direcciones
opuestas, con la suerte de que ninguna de ellas ha entrado
en la pista de aterrizaje. Corren muertas de miedo, tanto
miedo como el que siente Eliseo, que afronta los últimos
metros. No quiere que le ocurra lo mismo que a Carlos y se
prepara para la maniobra final. Hasta ese momento, ha
dejado que el avión vuele jugando con el viento, pero
ahora, cuando llega el instante de aterrizar, que es como
enhebrar una aguja, debe girar el avión en el último metro
y conseguir colocarlo en el eje central de la pista y no
donde quiere el viento.
Ya no hay vacas.
—¡Vamos, bonito! —se anima una vez más.
¡Una, dos y tres! Eliseo presiona con fuerza el pedal
del pie derecho para que el avión, que vuela hacia la
dirección de donde sopla el viento de levante a 90º,
cambie a la dirección del eje de la pista 1-4 a 140º,
mientras que con la mano izquierda tira de la palanca de
gases para asegurarse de que el avión vuela en punto
muerto: se hace el silencio y se prepara para recibir el
impacto de las ruedas contra el suelo.
—¡No! —grita.
El avión ha tocado mínimamente el suelo y ha
rebotado volviendo él solo a tomar unos metros de altura.
Este rebote lo ha provocado el «efecto suelo», que es un
acolchonamiento que se produce debajo del avión al
comprimir las líneas de aire entre el ala y el suelo, lo que
dificulta la toma de tierra.
Para complicarlo más, en ese instante, otra ráfaga de
viento levanta el aparato unos metros de la pista de
aterrizaje. Eliseo no puede hacer nada, son unas décimas
de segundo en las cuales no se escucha nada, no sientes
nada y caes irremediablemente al vacío, es «El Vuelo de
los Ángeles»; estás en sus manos y nadie, salvo ellos,
pueden hacer que aterrices o que te estrelles.
—¡Zas! Se escucha un fuerte golpe contra el suelo y se
nota como el tren de aterrizaje cruje bajo las alas. ¡Zas,
zas! Eliseo y el avión brincan como una rana por la pista de
aterrizaje. Sujeta con fuerza la palanca de mando para que
ninguna ráfaga de viento, que ahora es de costado,
consiga hacer que el ala derecha choque contra el suelo.
—¡Zas, zas, zas! Nota cómo las tres ruedas ya se
mantienen ro-dando en tierra. Con la mano izquierda se
aferra a la palanca de mando y con la derecha acciona con
firmeza el freno, aumentando el chirrido de las ruedas

Sáhara, la última misión 79


contra el asfalto.
—¡Ya está, bonito! —tranquiliza a su P-92.
Sobre la pista lucha con los pedales del timón de cola
para que el viento no lo arroje fuera del asfalto—. ¡Un
minuto y llegamos!
Lentamente, el avión va perdiendo velocidad por
efecto de los frenos. Eliseo toma la salida hacia la zona de
parking junto a los hangares a refugio del viento y detiene
el avión, apaga los magnetos y el interruptor principal… se
hace el silencio en la cabina. Se quita los auriculares y gira
la llave de contacto retirándola de la cerradura. El vuelo ha
terminado. Permanece quieto, como aturdido, e intenta
abrir la puerta, pero la fuerza del viento ofrece mucha
resistencia. Desiste del intento de salir al exterior. Cierra
nuevamente la portezuela, se reclina cómodamente en el
asiento mirando hacia arriba, cierra los ojos y suspira:
—¡Gracias Dios mío!
MEDINA SIDONIA. EN EL AERÓDROMO

Eliseo ha perdido la noción del tiempo. Permanece


sentado en la cabina. El zumbido del viento le sobresalta,
abre los ojos y mira el reloj: son las once. Ha perdido la
consciencia durante un par de minutos; vuelve a abrir la
carcasa del teléfono y llama a Rafa.
—¡Hola, estoy en tierrra! —es lo único que se le
ocurre—. ¡Mejor no preguntes! —responde escuetamente
a la pregunta del instructor. Pulsa la tecla de finalización
de llamada y a continuación marca el teléfono de su
mujer.
—¡Hola, ya estoy aquí! —¡Regular, mucho viento!
¿Qué hacen los niños? —contesta ante la preocupación de
su mujer.
En ese momento Eliseo se da cuenta del peligro real
que ha vivido en estas últimas tres largas horas, ha estado
muy cerca de tener un accidente y es ahora cuando siente
realmente miedo, un pánico que le bloquea, hasta el
punto de sentir que ya no escucha las palabras de su
mujer.
—¿Hola, hola? —dice su esposa por el auricular,
pensando que el silencio del marido se debe a una mala
cobertura telefónica.
—¡Sí, dime! —consigue responder.
—¡Te preguntaba que cuándo tienes previsto volver!

Sáhara, la última misión 81


—¡No lo sé! Aquí hace mucho viento y no sé cuándo
podré despegar, luego… entre ir y venir, un par de días o
tres más, todo dependerá del viento.
Su mujer se despide con voz triste; tiene la sensación
que pasarán muchos días hasta que vuelva a ver a su
marido, si es que este consigue regresar.
Cuando cuelga el teléfono percibe que se ha
comportado como un imbécil. Siente ganas de llorar. No
tenía que haber sobrevolado las nubes, debía haber
regresado a Casarrubios y esperar. No tenía que haber
aterrizado en Medina, debía haberse dirigido al interior, a
Villamartín.
—¡Qué estúpido soy! —se recrimina en voz alta
pensando en sus hijos.
Una vez que recobra la serenidad, sale del avión con
dificultad. El fuerte viento le obliga a fruncir el ceño y
cerrar un poco los ojos para protegerse del levante. Ahora
es aún más consciente de la estupidez que ha cometido
aterrizando, porque con los pies en el suelo, sin la
protección de la cabina, siente la verdadera fuerza e
intensidad del ventarrón.
Busca y encuentra la llave del hangar en el lugar
donde le habían indicado que buscase. Abre el candado
que bloquea las grandes puertas de uno de los hangares y
las empuja deslizándolas por el carril, de izquierda a
derecha, sin esfuerzo. La luz invade el interior y lo primero
que ve Eliseo es un amasijo de chapa con forma de avión:
son los restos del aparato de Carlos, que permanecen
almacenados a la espera de la llegada de los ingenieros
aeronáuticos de Aviación Civil, quienes determinarán las
causas del accidente y emitirán el correspondiente
informe.
Eliseo, con dificultad y esfuerzo, consigue introducir el
avión en el hangar, a refugio del dichoso levante. Coge la
bolsa de mapas, lo deja todo cerrado, esconde la llave del
candado del hangar en el mismo lugar donde la encontró,
y se dirige hacia la pequeña oficina del aeródromo. Busca y
encuentra la llave de la oficina-club y, nada más entrar,
deposita la bolsa encima de una gran mesa de madera que
sirve para impartir las clases de piloto de ULM y… se dirige
rápidamente al baño. Al salir, en una esquina de la mesa,
se percata de la existencia de dos cajas iguales a las que
transporta en el avión, con las mismas pegatinas «Tierra
de Hombres» y «Ruta de la Luz», que milagrosamente han
salido ilesas del accidente de Carlos.
—¡Veremos a ver si consigo meter todo esto en el
asiento del copiloto!
A continuación, se inscribe en el Libro de Vuelos y con
un bolígrafo atado con una cuerda escribe la fecha, el
nombre y apellidos completos, el punto de partida del
vuelo, el tiempo empleado, el número de licencia de
piloto, y lo firma. Mira a su alrededor, no es la primera vez
que visita esta estancia, pero algo ha cambiado, está
diferente.
—¡Una máquina de bebidas! —exclama contento.
Mientras se toma el bocadillo y un refresco, mira y
remira las decenas de fotos de aviones, de pilotos, de
fiestas... que cubren la mayor parte de las paredes, con la
esperanza de encontrar algún rostro conocido.
Cuando termina el almuerzo, sale al exterior y, junto a
la puerta, descubre una pizarra de corcho donde aparecen
los teléfonos de interés de la zona: Emergencias, 112,
Policía Local, Guardia Civil, Cruz Roja; así hasta que ve el
número de teléfono de los taxis de Medina Sidonia. En
veinte minutos se encuentra en la Plaza de España de esta
localidad.
Un buen rato después, Eliseo está cansado de subir y
bajar por las estrechas y empinadas calles del pueblo

Sáhara, la última misión 83


estirando las piernas y haciendo algo de turismo. Son las
dos de la tarde y el levante no deja de soplar. Las pocas
personas que se ven por la calle andan presurosas para
protegerse del levante, un viento fuerte y cálido que te
perturba el cuerpo y el espíritu y que puede hacerte
empeorar el estado físico general y conseguir que pierdas
los nervios.
Después de sla corta visita turística, accede de nuevo
a la Plaza de España, pero ahora desde la pequeña Plaza
de la Libertad, atravesando el arco situado bajo el
Ayuntamiento. De sus mástiles ondean histéricamente
muchas banderas; la bandera del municipio, la de
Andalucía, la nacional y la europea, todas ellas
fuertemente agitadas por el fuerte levante.
La plaza está desierta, barrida por ráfagas de calor. En
la zona opuesta se encuentran los bares; uno de ellos, el
bar Cádiz, tiene instaladas unas mesas en el exterior,
ocupando parte de la rectangular plaza. Decide sentarse
colocándose con el viento en cola para que no le moleste
en los ojos. Es el único cliente en la terraza del
establecimiento, y espera la llegada de algún camarero, no
tiene prisa y tampoco tiene mucha hambre.
SÁHARA. DAORA

De nuevo en marcha. El sargento ha decidido


adelantar la hora de partida para llegar lo más pronto
posible a su destino, donde una buena ducha y una
cerveza fría le están esperando.
Cuando se alejan unos metros, Merchán se detiene, y
se gira sobre la silla ciento ochenta grados para observar el
lugar que acaban de abandonar. Ve como decenas de aves
se están dando un pequeño festín alimentándose de los
granos de cebada que, sin digerir, han expulsado los
camellos en los excrementos.
No puede evitarlo. Muy lentamente se aproxima a la
bandada de las confiadas aves, desenfunda muy despacio
la pistola del nueve y… ¡Pam, pam! De dos disparos, dos
presas. Dos espléndidas palomas que Hamdi se apresura a
recoger descendiendo del camello de un salto, sin
necesidad de que este se detenga ni se incline. También
con un salto muy calculado, aferrándose al cuello del
camello, se encarama de nuevo en la silla del animal como
si nada, con una destreza propia de unos jóvenes que han
aprendido a montar antes que a correr.
Merchán admira a los muchachos que son capaces de
subir y bajar de un camello con esa maestría, porque
descender de un camello no es tarea sencilla, y menos con
la altura de Rogelio. Primero, el animal debe inclinarse

Sáhara, la última misión 85


hacia delante, hasta clavar las dos rodillas en la ardiente
arena, después hace lo propio con las traseras, y aun así,
con el pecho del camello en el suelo, el sargento debe dar
un brinco desde lo alto de la ráhala hasta conseguir tocar
tierra.
Merchán regresa a la cabeza de la patrulla con los dos
pequeños trofeos. Se los reserva para su capitán, en
agradecimiento por haberle otorgado unos días de
permiso y poder asistir así al nacimiento de su primer hijo.
—¡Jad, Jad! —acelera la marcha, impaciente por llegar
a su destino. Los días en el desierto son todos iguales, pero
el último parece siempre el más largo.
A lo lejos, hacia el Norte, la patrulla observa un
pequeño torbellino de arena que a su paso, levanta una
nube de polvo de varias decenas de metros de altura; es el
anuncio de la llegada del alisio, un viento suave y
constante que sopla desde el Norte, enturbiando
ligeramente la atmósfera y dificultando la marcha por el
desierto. Quienes más lo sufren son aquellos que caminan
a pie porque es una brisa que peina el desierto; es la mano
invisible que moldea desde las más pequeñas hasta las
más enormes y majestuosas dunas de decenas de metros
de altura. Es un viento que no trae nada: no aporta lluvia,
sino únicamente trillones de trillones de granos de arena
que son capaces de modificar el paisaje en un abrir y
cerrar de ojos. Es capaz de moldear un desierto tranquilo,
yermo, rojo, amarillo y ceniciento, pero implacable para el
ser humano.
—¡Ya estamos cerca, Fanil! —alienta a su compañero.
Siempre es el sargento español quien rompe el hielo en las
conversaciones. Fanil es muy respetuoso con los mandos a
la vez que atento con sus familiares, en especial con los
mayores. Es generoso, hasta el punto que si muestras
interés por alguna de sus pertenencias, te lo regalará por
el enorme deseo de agradarte. Aún con todo ello,
Merchán sabe que estos indígenas no aman el ejército, no
son profesionales de las armas y lo que más ansían —por
pertenecer a las patrullas nómadas— es el suculento
sueldo que perciben por sus servicios.
Los soldados exploradores regresan a la columna de la
patrulla. Daora está cerca, muy cerca. Un murmullo de
nerviosismo y alegría se apodera de todos, indígenas y
españoles, y las risas no abandonarán la expedición hasta
la llegada al campamento.
El conjunto de edificaciones está formado por un
fortín militar amurallado; en el exterior, algunas casas
fabricadas en ladrillo y adobe y un centenar de jaimas. El
recinto militar está construido con una sobriedad
espartana, justo lo necesario e imprescindible para que
funcione. Un lugar donde son habituales las restricciones
de agua y luz debido a las constantes averías de un ruidoso
grupo electrógeno. La defensa del lugar está garantizada
por la existencia de un gran muro que recorre todo el
perímetro de la base con algunas torres de vigilancia. En la
entrada está situado un gran mástil donde ondea la
bandera española y junto a este, una barrera que indica el
lugar que no deben sobrepasar aquellas personas o
vehículos que se aproximen al fortín. Protegiendo el
acceso, un par de soldados españoles del cuerpo de
guardia. El acceso está prohibido a los soldados nativos.
En el interior del fortín se ha construido lo mínimo
para dar cobijo a no más de treinta europeos. Disponen de
un barracón para la tropa, el cuerpo de guardia, el
calabozo, un polvorín, comedor, etc… En el exterior viven
los casi ciento cincuenta soldados saharauis con sus
familias, y lo hacen en decenas de enormes jaimas
orientadas al Sur para que el viento alisio, siempre del
Norte, no inunde sus viviendas de arena.

Sáhara, la última misión 87


Entre todo el conjunto militar destacan unos edificios
muy peculiares construidos para los oficiales, en forma de
huevo y cuyo techo se remata con una bóveda. Se los
denomina «Los huevos de Alonso» porque fue este capitán
el encargado de construir las primeras en El Aaiún.
Posteriormente se extendieron por el resto de bases
españolas.
Daora también cuenta con corral para los más de
ciento cincuenta camellos de silla y los casi cincuenta
animales de carga, escuela para los hijos de los soldados
nativos, mezquita, dispensario de medicamentos… Una
pequeña población que existe y vive por y para el ejército,
ubicada en lo más occidental del desierto más grande del
planeta; al Oeste, a treinta kilómetros, la costa atlántica. Al
Suroeste, a cuarenta kilómetros, El Aaiún; y al Norte, a
veintiséis kilómetros, la frontera con Marruecos.
MEDINA SIDONIA. PLAZA DE ESPAÑA

—¿No estará usted mejor dentro? —aconseja Antonio, el


simpático camarero, con un pronunciado acento gaditano.
—¡No, estoy bien aquí! —responde Eliseo con un
pronunciado acento madrileño—. ¿Me puede atender?
—¡Por supuesto! —responde el joven colocándose
junto a él con el viento a la espalda para que el levante no
se lleve las hojas del cuadernillo de comanda.
—Una de chocos fritos, una cerveza, la más grande
que tenga, y mucho pan —encarga Eliseo.
—¿Alguna cosita más? —pregunta, amable, Antonio.
—No, gracias.
—Tenemos papas aliñás, cazón en adobo, hueva
frita... —ofrece el hombre, insistente.
—¡No, gracias, por ahora está bien, luego a lo mejor!
—corta el piloto.
El camarero, conforme con haber cumplido con su
obligación de ofrecer a los clientes las mejores
delicatessen de la casa, cruza la calle que le separa del bar
y realiza el pedido a la cocina. Eliseo permanece inmóvil
frente a la mesa de aluminio totalmente vacía, esperando
la comida. Confía en que no se demoren. Continúa sin
hambre, pero la imagen de estar sentado ante la mesa
vacía, en una plaza desierta, no le agrada mucho: siente
como si cientos de ojos ocultos le mirasen fijamente.

Sáhara, la última misión 89


—¿Estará loco el madrileño?, pensarán los paisanos.
Alrededor de la parte central de la rectangular plaza hay
colocados docenas de bancos donde poder descansar, es
el lugar perfecto para que las madres vean corretear a los
niños, pero ahora no hay nadie.
—¡Mucho levante hoy! —se escucha la voz de un
anciano que se ha sentado en uno de esos bancos. Se ha
situado a la izquierda, a un metro escaso de distancia, pero
detrás de él, fuera de su alcance visual. Eliseo, para poder
verle, debe girar la cabeza. Es un señor mayor, vestido con
un pantalón ni marrón, ni negro y todos los botones de la
camisa, incluido el botón del cuello, abrochados. Está con
la espalda erguida, sin apoyarse en el respaldo del asiento
y con las dos manos cruzadas descansando sobre un
bastón. Tiene puestas unas grades gafas oscuras, tan
grandes que ocupan toda la cuenca de los ojos. La cabeza
está rematada con un elegante sombrero blanco que
permanece ajeno al fuerte viento. Eliseo, a quien no le
apetece conversación, responde con un simple:
—¡Sí, mucho levante!
De repente, el viento deja de soplar, el silencio
envuelve toda la plaza, y se hace el vacío. Eliseo tiene la
misma sensación que cuando se produce el «Vuelo de los
Ángeles» al aterrizar.
—¡Los vientos están peleando! —bromea el anciano.
—¿Los vientos qué? —pregunta sorprendido Eliseo,
girándose en la silla y pasando el brazo izquierdo por el
respaldo para ver mejor al caballero. Descubre un señor de
mediana estatura, menguado por la edad, pero muy
elegante en su pose y en la manera de hablar. Tiene un
rostro peculiar, que no es acorde a su forma de vestir. En
la cara no se reflejan los rasgos característicos de alguien
que ha trabajado en el campo. ¿Habrá sido maestro de
escuela en su juventud?, se pregunta Eliseo mientras el
anciano comienza a explicarse.
—¡Le digo a usted, que el viento de levante está
peleando con el viento de poniente! —explica sin apenas
acento gaditano.
—¡No sé qué significa eso! —responde profano el
piloto.
—En Cádiz —comienza el anciano— tenemos dos
vientos, el levante y el poniente; cuando no sopla uno,
sopla el otro, unas veces gana uno y otras gana el otro…
siempre están peleando.
—¿Y ahora? —pregunta Eliseo, porque en ese
momento no sopla en la plaza ni una simple brisa.
—¡Ahora están descansando! —ríe contundente el
abuelo. El camarero deposita en la luminosa mesa de
aluminio todo lo que ha pedido Eliseo.
—¿Gusta? —pregunta educadamente.
—¡No, gracias, a estas horas, chocos no! —y
dirigiéndose al camarero le pide—: Yo me tomaría un
moscatelito blanco de Chiclana.
El joven mira a Eliseo para ver si desaprueba la
petición y se marcha nuevamente hacia el interior del bar.
En silencio, el madrileño comienza a comer la ración de
chocos antes que se enfríen, el olor le ha abierto
enormemente el apetito.
El silencio entre ellos es roto por el camarero que trae
una copa alta y estrecha cuyo contenido es un líquido
amarillento de sabroso paladar. Se lo entrega al anciano.
—Tenga usted, don Marcial.
—¡Gracias, Purri!
Eliseo ya conoce el nombre del inesperado
interlocutor y el del camarero, pero antes de volver a
retomar el diálogo con el anciano, hace una señal al Purri,
que está atendiendo a unos nuevos comensales.
Gesticulando le pide una ración más de chocos y otra

Sáhara, la última misión 91


cerveza, pero esta un poco más pequeña. Ni cazón, ni
huevas; quiere más chocos.
La plaza comienza a llenarse de gente. Es la hora del
aperitivo y no sopla ningún viento, ni levante ni poniente.
—Deben de estar comiendo los vientos —piensa
Eliseo mofándose de la teoría de Don Marcial. Ya sabía yo
que este personaje es especial, o al menos diferente al
resto de los ancianos, porque le llaman de don.
En la plaza aumenta el alboroto. Un balón de fútbol
choca contra la pata de la silla y devuelve a Eliseo a la
realidad. Está rodeado de niños, unos jugando con la
pelota; otros, los más escandalosos, jugando a la comba.
Hace mucho tiempo que no veía a los niños jugar a ese
juego. Don Marcial sigue sentado, en una mano el bastón y
en la otra la copa de moscatel de Chiclana a medio
terminar. El murmullo de los chiquillos jugando va en
aumento, y entre el rumor se escucha una canción que
pro-viene del grupo de niños y niñas que, por equipos,
saltan a la comba:
—¡Volarás, volarás pero nunca llegarás! —parece
reprochar el grupo de niñas a la panda de chicos.
—¡Solo la providencia te salvará y en los brazos de un
legionario despertarás! —responden los niños.
Las niñas atacan de nuevo en ese juego dialéctico, a la
vez que arrecian la velocidad de la cuerda para hacer
perder a sus contrincantes masculinos:
—¡Volarás, volarás pero nunca llegarás!
—¡Solo unas sombras tus ojos verán! ¡Por una buena
causa te salvarás!
SÁHARA. LA BASE

En el horizonte ya se divisa el perfil de las primeras


construcciones del asentamiento de Daora, y casi al
momento comienzan a escucharse, traídos por el viento
del Norte, los primeros sonidos de la algarabía que
producen mujeres y niños a cada llegada de una Patrulla
Nómada. Decenas de mujeres, muchas de azul oscuro, casi
negro y todas con la cabeza bien cubierta, alzan los brazos
y emiten el pintoresco zagarit, los gritos proferidos al
tiempo que agitan la lengua, al ver que un marido o un hijo
se encuentran entre los cansados expedicionarios. Los
niños, de ojos vivos, sonrientes y felices, se acercan a los
camellos y corretean entre las patas. Saltan y se cuelgan
del pie de los soldados en busca de ese pequeño regalo en
forma de dátil, con la misma insistencia que los niños de la
ciudad suplican a sus padres hasta conseguir unos dulces
en una tienda de chuches. Un pequeño grupo de estos
cuatro o cinco niños, de no más de ocho años, canta a coro
una canción en español aprendida en la escuela.
—¡Volarás, volarás pero nunca llegarás!
—¡Solo la providencia te salvará y en los brazos de un
legionario despertarás!
—¡Volarás, volarás pero nunca llegarás!
—¡Solo unas sombras tus ojos verán! ¡Por una buena
causa te salvarás!

Sáhara, la última misión 93


Merchán, a lomos de su majestuoso Rogelio,
contempla a los chiquillos e intenta comprender el
significado de la letra de esa canción infantil… ¡Volarás,
volarás, pero nunca llegarás! Los niños repiten la canción,
mirando fijamente al sargento español, como si él fuera el
único espectador de ese concierto infantil.
Inexplicablemente aturdido, clava la mirada en el grupo
que no deja de cantar hasta que los pierde de vista.
La patrulla no se detiene y conducidos por Rogelio
entran todos en el recinto amurallado para realizar la
correspondiente entrega del armamento. Fusiles y
munición son perfectamente revisados, contados,
numerados… para que no falte ni un solo proyectil, tarea
casi imposible porque casi siempre resulta que algún
nativo ha «extraviado» alguna bala de los doscientos
cartuchos que porta cada uno durante el nomadeo.
Mañana es viernes dos de agosto, los soldados
saharauis celebrarán la fiesta religiosa y disfrutarán de
cinco días de permiso. Fanil, además, festejará la boda de
su hija Fátima, celebración que durará varios días.
—¡Mire, sargento! —indica Fanil a Merchán
señalando con el dedo unas marcas en la arena. El
sargento observa que todo el patio está repleto de huellas
de ruedas de vehículos todo terreno.
—¡Land Rover 109! —afirma el sargento español—.
¡Los legionarios han estado aquí! —añade mientras ordena
a Rogelio que se incline para poder descender de la grupa.
Este vehículo todoterreno es el idóneo para cubrir las
necesidades operativas del ejército en determinadas zonas
del Sáhara, y es utilizado por la Legión para realizar
misiones de transporte y vigilancia. Aporta rapidez al
traslado de tropas y puede recorrer ochocientos
kilómetros con un consumo de unos veinte litros cada cien
kilómetros, gracias a la incorporación de seis petacas de
combustible. Pero su mayor virtud es que es un vehículo
que apenas presenta averías; y de producirse, la mayoría
se solucionan sobre la marcha.
—Qué extraño —piensa Merchán. —¿Qué puede
hacer aquí la Legión en agosto, cuando la mitad de
oficiales y suboficiales están de vacaciones?
Antes de poder encontrar una respuesta a esta
inesperada cuestión, se le acerca un cabo, quien después
de realizar el saludo correspondiente, le informa:
—¡Mi sargento primero, el capitán Reina quiere que
se persone inmediatamente en su despacho! —el cabo,
repitiendo el saludo militar y sin añadir nada más, da
media vuelta y, presuroso, regresa por el mismo lugar por
donde ha venido.
Merchán, cumpliendo al instante la orden recibida,
entrega la rienda de Rogelio a Fanil para que se haga cargo
de su camello y cubierto aún de polvo y sin entregar las
armas, se dirige al pabellón de oficiales. Tal y como es
costumbre, entra en el despacho del capitán sin llamar a la
puerta, y una vez abierta se cuadra y pronuncia la tan
manida frase…
—¡A sus órdenes, mi capitán!
—¿Qué tal la patrulla? —indaga su superior.
—¡Muy bien, mi capitán, sin novedad!
—Siéntese —le ofrece el capitán señalando con la
mano una de las dos sillas que hay delante de la mesa.
—Muchas gracias, mi capitán, se lo agradezco, pero
llevo todo el día sentado —declina respetuosamente
Merchán.
—Claro, claro —responde Reina percatándose del
detalle—. Ha estado aquí la Legión —comienza hablando
el capitán con cierto tono de preocupación.
—Lo sé, mi capitán, he visto las marcas de las ruedas
de los 109.

Sáhara, la última misión 95


—Se les ha perdido una patrulla de dos vehículos —
explica el superior.
—¿Otra, mi capitán? —bromea sarcástico Merchán.
Un par de meses atrás, tuvieron que salir en busca de un
jeep que se había quedado sin gasolina en una zona de
muy difícil acceso.
—Esta vez va en serio —continúa explicando el
capitán, a la vez que saca del bolsillo un paquete de tabaco
para intentar disimular el nerviosismo. Hace un gesto de
ofrecimiento de un cigarrillo al sargento, y al ver que con
la cabeza niega la invitación, prosigue con el relato—.
Durante dos días hemos escuchado rumores de cierto
movimiento de tropas cerca del pozo Tah en la frontera.
Tanto la avioneta C-127 cómo el Junkers han avistado
pequeños grupos de civiles armados en el paso fronterizo
y nos tememos que pueden haberse agrupado.
—¿Vamos a intervenir? —pregunta preocupado el
sargento.
—Esa no es nuestra misión; nuestra obligación es
proteger al personal civil y desarmar a todo aquel que
pueda suponer una amenaza para ellos o para nosotros.
—¿Y los legionarios?
—Ese es el problema. Los dos vehículos llevan veinte
horas sin dar señales de vida y los aviones tampoco han
dado con ellos; nos tememos que estén en el mar de
dunas cerca de Tah y allí los vehículos sirven para poco —
refiere preocupado el capitán.
—¡Pero, mi capitán…! —protesta Merchán,
dubitativo. —¡Yo… mañana… mi hijo!
—¡Ya lo sé, ya lo sé! —se lamenta cabizbajo Reina,
que se ha levantado de la silla y camina de uno a otro lado
de la habitación. —¿Para cuándo…?
—Para mediados de este mes, dentro de trece días
más o menos —interrumpe el sargento.
SÁHARA. LAWRENCE

—No te preocupes, Merchán —intenta tranquilizarle el


superior. En vez de este domingo, puedes coger el avión
del domingo siguiente; será una semana de retraso y sabes
que estamos escasos de personal.
—¡Yo... mi capitán...! —balbucea el futuro padre, que
no quiere contrariar a su superior y además sabe que no
puede, ni debe hacerlo.
Queriendo quitar dramatismo a la situación, el capitán
continúa:
—Seguro que habrán pisado un hormiguero y han
tenido un accidente, o se han quedado sin gasolina.
—¿Los dos jeeps? —inquiere dudoso el sargento,
sabiendo que es prácticamente imposible que haya
ocurrido lo que menciona el capitán.
Los dos militares quedan en silencio; ninguno quiere
tensar la situación más de lo que está, es una misión de
mucho riesgo y ambos lo saben. Merchán, que continúa en
posición de firmes, no deja de mirar hacia delante, hacia el
infinito, mientras Reina, en silencio, pasea de una parte a
otra de la estancia. Se detiene, apaga apresuradamente el
cigarrillo a medio consumir y ordena mientras se sienta:
—¡Sales a primera hora! Llévate a los hombres que
necesites y no te olvides la ametralladora MG, pero ya
sabes, no quiero un solo disparo. Si la cosa se pone fea,

Sáhara, la última misión 97


notificas por radio y regresas. Para pegar tiros ya están
otros —dice refiriéndose a la Legión—. Y recuerda que las
medallas son para los muertos.
Merchán no contesta; el enfado va en aumento pero
la obediencia le impide negar las órdenes que está
recibiendo.
—Puede retirarse —dice Reina.
—¡A sus órdenes, mi capitán! ¿Ordena alguna cosa
más?
—No, nada más. Ten cuidado.
—Gracias, señor.
Y girando sobre sí mismo, como solo saben hacer los
buenos militares, da media vuelta y abre la puerta para
salir.
—¡Espera, una cosa más! —llama el capitán
haciéndole girar otra vez— Se me olvidaba, con la Legión
ha venido un teniente de la Academia General; quiero que
te acompañe para que vaya cogiendo experiencia.
—¡Lo que faltaba señor, un Lawrence en la misión! —
se queja abiertamente Merchán.
—¡No sea insolente, sargento, no está el horno para
bollos!
—¡Retírese! —corta el superior.
Merchán se da media vuelta y cierra la puerta con un
portazo un poco más fuerte de lo habitual. Quiere hacer
ver al capitán su enfado por la misión que le ha
encomendado un día antes de partir de permiso, además
de obligarle a ejercer de niñera de un joven oficial, sin
experiencia, uno de tantos que llegan al desierto como
voluntarios con la idea de salvar al mundo árabe y regresar
a la península como comandantes y con un montón de
medallas. Por eso Merchán les llama Lawrence, haciendo
referencia al personaje interpretado por Peter O’Toole en
la película «Lawrence de Arabia».
Está confuso y cansado, todos sus planes se han
venido abajo y han desaparecido de un plumazo, y lo que
es peor, una amarga sensación ha invade el alma. Algo en
su interior le dice que la patrulla de mañana le va a
deparar algo malo, muy malo.
Con el corazón encogido sale al exterior; ya no queda
nadie afuera, nativos, soldados, camellos… todos han
desaparecido. Antes de irse a la ducha, sale del fortín para
asegurarse de que Rogelio está bien atendido. Fanil —
servicial como siempre— ha descargado todo el material
que portaba el camello: silla, sacos, mantas… y lo ha
colocado discretamente junto al animal. Cuando Merchán
recoge los efectos personales, se percata que aún
conserva las dos piezas de caza que había guardado para el
capitán.
—¡A la mierda con los pájaros! —grita. Y cargando los
enseres se dirige de nuevo a la fortificación para entregar
las armas y, de paso, llevar las aves al cocinero para que
haga con ellas lo que se le antoje. A cambio de las aves
seguro que le entregarán un buen paquete de galletas
para Rogelio porque él, esa noche, tiene que cumplir con
la invitación de Fanil. De no hacerlo, se podría entender
como un gran agravio hacia su persona y su familia, y, la
verdad, tampoco le vendría mal algo de diversión. Eso sí,
como los musulmanes no toman alcohol, las cervezas y el
whisky se las tendría que llevar puestas.
En el barracón se percata de que no dispone de ropa
limpia para la misión del día siguiente. Todas sus
pertenencias las lleva consigo en el nomadeo, y después
de varias semanas sin ducharse y sin poder lavar la ropa…
decide no complicarse, puede lavar la ropa después de
ducharse y dejarla secar hasta el día siguiente.
—¡No me da la gana! —explota mientras sale del
barracón y se dirige a la cantina para buscar al furriel—.

Sáhara, la última misión 99


Furri —dice el sargento al madrileño encargado del
material que está jugando una partida de cartas—,
necesito ropa.
—A sus órdenes, mi sargento —responde el soldado, y
levantándose de inmediato le demanda—: Acompáñeme,
mi sargento.
En circunstancias normales, esta inusual entrega de
material debería venir precedida de un montón de papeles
y autorizaciones de la superioridad, pero el furriel, que no
es tonto, sabe de la naturaleza de la misión del día
siguiente y no pretende poner ni una sola pega al
sargento.
—Buena papeleta le han preparado a Merchán para
mañana, piensa mientras se dirigen al almacén.
Unos minutos después, Merchán se está secando el
pelo con una toalla limpia, que excepcionalmente huele
bien, porque únicamente las toallas del furri tienen buen
olor. Frente al espejo se prepara para afeitarse, se quita la
cadena con el chupete y el pequeño silbato marinero y,
antes de depositarlas en el lavabo, mira los dos objetos
con ternura. El primero es un regalo que le hizo su mujer
cuando supo que estaba embarazada, y en vez de decirle
nada, se limitó a alargarle ese curioso objeto
acompañando la entrega con una gran sonrisa. El silbato
es un regalo de la madre, que a la vez lo había usado su
padre cuando sirvió como marinero en el buque escuela
Juan Sebastián Elcano. Siempre le decía que con este
silbato, nunca se perdería, ni en la niebla, ni en la vida.
MEDINA SIDONIA. DON MARCIAL

Un escalofrío recorre la espalda de Eliseo…


—¡Volarás, volarás pero nunca llegarás!
—¿Qué dice la canción? —pregunta a Don Marcial,
que permanece inmóvil como una estatua. Este, sin mover
apenas los labios, y sin mirar a Eliseo, le responde.
—Es la canción de un piloto que nunca llegó a su
destino.
—¿Un piloto? ¡Yo soy piloto! ¿Qué más dice la
cantinela? Don Marcial gira levemente la cabeza hasta
tenerle de frente y le explica:
—Es la historia de un piloto que salvó la vida por
ayudar a los demás.
—Querrá decir usted —le corrige Eliseo— que perdió
la vida por ayudar a los demás.
—Quiero decir lo que he dicho: que salvó su vida
porque en el avión transportaba una mercancía que haría
feliz a muchas personas; de no ser por el valor de esos
objetos, ese piloto hubiera muerto en el accidente —
afirma contundente el anciano.
Eliseo se queda bloqueado sin saber qué decir.
—¿Es mañana tu cumpleaños? —pregunta don
Marcial.
—¡No!
—¿Estás seguro? —insiste el abuelo—. ¡A partir de
mañana, el dos de agosto será tu cumpleaños!
Eliseo está grogui, atontado, no entiende nada. Toma

Sáhara, la última misión 101


la jarra de cerveza y apura el poco contenido que en ella
queda. Se gira para pedir una explicación al extraño
anciano, y… no está, ha desaparecido.
Se levanta de la silla bruscamente, haciéndola caer
estrepitosamente contra el suelo. Con la mirada busca por
toda la plaza, y lo único que encuentra es la copa de
moscatel totalmente vacía, reposando en el banco de
piedra. Aturdido, pone la silla en su lugar y se sienta. Nota
la mirada de los clientes que le rodean, que se han
sobresaltado por el ruido ensordecedor de la silla metálica
al caer contra el suelo.
—¿Don Marcial se ha marchado ya? —pregunta Purri
mientras deposita la segunda ración de chocos, el vaso de
cerveza y otra porción de pan.
—Eso parece —responde confuso Eliseo mientras los
niños repiten una y otra vez la canción: ¡Volarás, volarás
pero nunca llegarás!
—¡Espere, por favor! —pide al camarero—. ¿Sabe de
algún hotel donde pueda pasar esta noche?
—¡Conozco el mejor sitio para usted! Esta aquí al
lado, al final de esa calle —dice Antonio señalando hacia la
Iglesia Mayor—. Es una casa rural, muy barata y muy
limpia.
—¿Tendrán habitaciones hoy, primero de agosto?
Eliseo tiene la impresión que despegó de Madrid hace
semanas, y, en verdad, aún no han pasado ni doce horas
desde el primer susto al remontar las naves industriales
del aeródromo.
—Seguro que alguna tienen libre, mañana viernes
será más difícil. Lo mejor es que se acerque usted, le será
fácil encontrarlo, y hable con mi cuñado, dígale que va de
parte del Purri.
—Muchas gracias, Purri. Eliseo comienza a comerse la
segunda ración de chocos.
No le resulta difícil encontrar el pequeño hotel. Una
amable señora —hermana del Purri— le muestra la que
será su habitación por una noche. El conjunto del edificio
es cuadrado, con un gran patio central, rebosante de
plantas y un pozo en el centro. La habitación, muy
acogedora, cuenta con un luminoso baño, aunque no
dispone de grandes vistas. Una ventana mira a una
silenciosa calle y la otra, al refrescante patio interior.
Cansado, se tumba en la cama boca arriba, intentando
recordar lo intenso de la jornada y preparándose para la
etapa del día siguiente, que se prevé más dura y
complicada que la vivida hasta ese momento. Intenta
dormir la siesta, pero no puede, aún tiene muchas cosas
por hacer y está nervioso e inquieto… «¡Volarás, volarás
pero nunca llegarás!»... Decide ducharse y cambiarse de
camisa y de ropa interior.
—Dúchate ahora que puedes, porque no sabes
cuando podrás volver a bañarte —se aconseja a sí mismo.
Una vez terminado el aseo personal, mira por la
ventana que da al exterior buscando un árbol, ropa
tendida o cualquier objeto que le permita saber si está
soplando viento. En el edificio de enfrente, también de dos
plantas, observa las ramas de una palmera y como las
grandes hojas parecen mecerse, poco, pero se mueven.
Preocupado, decide bajar al patio, con la intención de
conseguir más información. Una vez allí, se encuentra con
el cuñado del Purri. Después de las presentaciones,
«Rober» —así le llaman— le explica que es muy difícil
prever el viento que dominará al día siguiente.
—En todo el pueblo —le explica— solo hay una
persona que sea capaz de pronosticar el viento que
soplará mañana, pasado y al otro. Esa persona se llama
don Marcial.
Eliseo, que se había mofado de «la pelea de los

Sáhara, la última misión 103


vientos» de don Marcial, prefiere no decir nada. Rober,
curioso por naturaleza, le pregunta los motivos de su
interés por la climatología. Eliseo, aburrido de llevar todo
el día solo, sin apenas hablar con nadie, le cuenta todas las
peripecias aeronáuticas desde que despegó de Madrid. El
joven chiclanero —porque él nació en Chiclana de la
Frontera y se casó con la hermana del Purri, que es de
Medina Sidonia—, fascinado por todo lo que está
escuchando de boca de Eliseo, se ofrece para acompañarle
en su furgoneta hasta el aeródromo y así poder ver el
avión que hacía unas horas había llegado desde Madrid.
Eliseo percibe como su suerte empieza a cambiar.
Contar con la ayuda de Rober es fundamental para su
maltratado ánimo. Juntos van a la gasolinera, llenan dos
bidones de gasolina casi al completo y bajan al cercano
aeródromo, un lugar que su acompañante conoce
perfectamente, pero que nunca se atrevió a visitar por
temor a molestar. Una vez en la puerta del hangar, Eliseo
recupera la llave escondida, valiéndose de artimañas para
distraer la atención de Rober y no delatar así el escondrijo
secreto.
Eliseo se muestra encantado explicando todas las
virtudes del avión, está contento porque dispondrá de
ayuda para subir el bidón de casi 25 litros de gasolina
encima del ala y una vez allí, con un tubo succionador,
esperar a que el líquido del recipiente se vacíe en el
depósito, y así dos veces, una en cada ala.
EL BUNKER Y EL JUNKERS JU-52

A las tres de tarde, en plena canícula, se enciende el


piloto rojo y comienza a sonar el timbre de una llamada
entrante. En esta ocasión es Pardo quien atiende, de
forma escueta, la llamada del Cuartel General.
—¿Qué dicen? —pregunta Roberto preocupado por la
posible sanción.
—Adelantan el envío de los víveres con el avión
Junkers; en vez de mañana a las diez, será hoy a las ocho
de la tarde.
—¡Estupendo! —aplaude Roberto—. Hoy podrás
cenar con pan.
Los dos se muestran intranquilos, nunca han recibido
víveres por vía aérea y aunque se lo han contado varias
veces, en su interior ha despertado una gran inquietud
hasta el punto de que Pardo se leyó en la biblioteca todo
lo relacionado con este magnífico avión Junkers JU-52.
—¿Sabías que este avión fue el utilizado por Franco
para transportar a 14.000 soldados desde Marruecos a la
península al inicio de la Guerra Civil?
—No jodas —es la palabrota que se le ocurre utilizar a
Roberto. ¿Ese aparato para lanzarnos unas latas de judías?
—No recuerdo muy bien, pero debe tener veinte
metros de largo y capacidad para transportar 4.500 kilos.
De lo que sí estoy seguro es que la tripulación está
formada por cinco personas.
—¡Qué pasada! —alucina Roberto y añade—: ¿Vuela

Sáhara, la última misión 105


muy rápido?
—La verdad, no sé a qué velocidad nos arrojará el
paquete, pero te puedo garantizar que ese avión alcanza
los 250 km/h.
Roberto, que permanece tumbado en la litera boca
arriba con las manos en la nuca, intenta imaginarse el
tamaño y el poderío de un avión como el que ha descrito
el compañero.
—¿A qué hora dices que pasará?
—Sobre las ocho.
—Bien, pues voy a dormir un poquito —dicho esto, sin
cambiar de postura, juega a soñar con lo que todos hemos
soñado alguna vez: pilotar un avión.
A eso de las seis de la tarde, cansados de estar
tumbados, Pardo coge un poco de papel y abre la puerta
del búnker.
—¿Adónde vas? —pregunta sorprendido Roberto.
—Voy a las chumberas, a plantar un pino… cierra la
puerta cuando salga.
Como no podía ser de otra manera, las necesidades
fisiológicas —digamos mayores— las hacían alejados unos
metros de las instalaciones. Con un falso pudor, ya que
nadie te puede verte a kilómetros a la redonda, usaban
como retrete el abrigo de un grupo de chumberas que,
inexplicablemente, habían prosperado en esta desértica
zona.
—¿Ya has plantado el pino? —ríe Roberto al regreso
de Pardo. En ese instante José María comprende el
verdadero sentido de la frase «voy a plantar un pino». En
realidad debería haber dicho «voy a plantar una
chumbera», porque con toda probabilidad, las semillas
que dieron origen a esas plantas llegaron allí en el
estómago de alguno de los primeros soldados que
sirvieron en ese puesto militar.
Roberto, con dolor de espalda, se estira y despereza
después de tanto tiempo tumbado, coge una de las
botellas de agua para servirse un traguito y comienza a
gritar…
—¡Pardo, Pardo, la luz, la luz!
—¿Qué pasa? —pregunta el compañero, asustado.
—La luz roja de la alimentación de la BLU, está
apagada —se alarma el catalán.
—No te preocupes, voy a mirar qué le pasa.
—¿Qué no me preocupe? Si el Cuartel General ha
llamado y no les hemos atendido… nos vamos a pasar
aquí, o en un lugar peor, muchos, pero muchos años.
—Qué exagerado eres —contemporiza Pardo, que se
muestra muy tranquilo. No es la primera vez que ha
pasado; en las anteriores ocasiones lo ha solucionado sin
que Roberto se percate. Para ponerle más nervioso, se
dirige a la emisora a cámara lenta, andando como los
astronautas, con la broma, desconecta los bornes de la
batería, los lija y limpia y por último les pone un poco de
grasa y la vuelve a conectar.
—¡Ya está! —dice Pardo viendo como su compañero
respira de nuevo.
—Me voy arriba, a cazar gacelas.
Con mucha destreza, Roberto se encarama en lo alto
de la torre y se sienta en ls cima. Se ha protegido bien la
cabeza porque el calor continúa siendo diabólico. Una
hora después, nada, ni gacelas ni aviones. Hay que esperar
otra media hora para, a lo lejos, ver una vez más al avión
CASA en su rutinaria vigilancia. Para advertir al compañero
a quien tanto le gusta ese avión, agacha la cabeza y grita
por la chimenea:
—Se marcha el 127.
—Vaaaaale —escucha como respuesta—. Te vas a
achicharrar allí arriba. Además —pregunta—, ¿qué

Sáhara, la última misión 107


hacemos con una gacela si la matas?
La pregunta no tuvo respuesta.
A los pocos minutos, antes de la hora anunciada,
Roberto grita nervioso a Pardo:
—¡El avión grande, el avión grande, ya viene!
El magnífico e imponente trimotor hace una pasada a
poca altura justo por la vertical del búnker; el ruido es
atronador y Roberto, extasiado, agita el CETME mientras,
mirando hacia arriba, contempla toda la panza del avión.
Sus gritos son silenciados por el estruendoso ruido de los
tres motores. Rápidamente baja por la estrecha escalera y
cogiendo al vuelo la toalla blanca, abre la puerta del
búnker y la de la alambrada y sale a contemplar en
primera línea la entrega de la mercancía. El espectáculo es
impresionante y Pardo se queda inmóvil contemplándolo
junto a la puerta.
El Junkers JU-52 vuela bajo, muy bajo; da miedo ver
cómo se acerca. Roberto, que no deja de agitar la toalla,
no se percata de que, sin querer, ha invadido la senda de
planeo del avión, es decir, el camino que conduce a la
aeronave hasta la vertical de la duna donde poder arrojar
la gran caja de madera. Pardo, desde la distancia, nervioso
por todo lo que está ocurriendo, se da cuenta del error
que está cometiendo Roberto al haberse alejado tan- to de
la alambrada; José María, en vez de cumplir
escrupulosamente las órdenes de que únicamente un
soldado debe permanecer en el exterior del búnker, grita a
su compañero para que regrese a la estación.
El piloto, temiendo dañar al insensato soldado, decide
realizar un viraje a derechas en el último momento. Esta
maniobra ocasiona que la caja, en vez de caer en la mullida
duna de arena, lo hace a varias decenas de metros del
punto de entrega, haciéndose añicos al impactar contra el
sólido suelo, en vez de en el lugar apropiado.
Pardo, testigo del percance, se echa las manos a la
cabeza; no ha pasado nada grave, pero las latas de
conservas aparecen esparcidas en varios metros a la
redonda. No sabe qué hacer; si ayudar al compañero,
cumplir las órdenes y cerrar a cal y canto el búnker o
quedarse en la puerta.

Sáhara, la última misión 109


REPOSTAR EN MEDINA SIDONIA

—¿Cuánta gasolina consume? —pregunta curioso Rober.


—Depende, si vuelo a 170 km/h unos 14 litros y si voy
más rápido, consume más.
—¿Qué velocidad alcanza?
—Lo mejor es no pasar de los 200 km/h porque
puedes tener algún problema.
—¡Qué bueno! —responde el andaluz al imaginarse
un aparato volando a esa velocidad mágica—. ¿Lo vas a
llenar? —insiste curioso mientras los dos permanecen
mirando como se vacía el bidón encima del ala.
—Mañana tengo 800 kilómetros que recorrer hasta
Agadir, y aunque me gustan las aventuras, no quiero batir
ningún record, por eso lo llenaré a tope hasta los 90 litros
por si acaso. Van a ser cinco horas de vuelo muy largas.
¿Quieres dar una vuelta? —pregunta Eliseo por cortesía y
como forma de agradecerle la ayuda que le está
prestando.
—¡No, no, gracias! Me da mucho miedo, otro día... —
se excusa el cuñado del Purri.
Eliseo no desea insistir. Nunca hay que forzar ninguna
situación.
Una vez terminado el proceso de repostar, Eliseo
aprovecha para realizar una revisión concienzuda del
exterior e interior del avión y comprobar todos los niveles
de aceite, agua, alguna posible fuga… todo bajo la atenta
mirada del curioso joven que escucha respetuosamente
todas y cada una de las explicaciones del experimentado
piloto. La aeronave queda totalmente revisada, a
excepción de aquello que los ojos de un piloto no pueden
ver, que son las averías que no dan la cara… fisuras
imperceptibles a la vista, como es el caso de la grieta que
se ha producido en la parte superior del radiador por el
roce con el capó.
Una vez finalizadas todas las operaciones, suben
juntos al pueblo. Eliseo quiere invitar a Rober a tomar una
cerveza en el bar del Purri; el piloto intentará encontrar
también a Don Marcial para que le asesore con los vientos,
y Rober puede presumir de todos los conocimientos
aeronáuticos que ha recibido. Mientras cierran las puertas
del hangar, una brisa comienza a refrescar el ambiente.
—¡Está soplando viento! —dice sorprendido y
asustado Eliseo.
—¡Es ponientito! —responde Rober—. Un poniente
suave —añade antes que Eliseo pregunte.
—Los vientos han estado peleando y va ganando el
poniente —dice ahora Eliseo hablando como un experto
del lugar.
—El poniente es bueno —apunta el joven—. Trae
frescor al ambiente porque viene del mar y no es ni fuerte
ni racheado—. ¡Ojalá mañana al despegar te sople
poniente!
—¡Vámonos! —apremia contento Eliseo. Todo está
prepara-do, el avión, las gafas… ¡Alea jacta est! ¡Mañana,
llegar y despegar!
—¿Qué?
—Digo, que la suerte está echada, que ya no podemos
hacer nada más.
De regreso al pueblo, Eliseo aprovecha para realizar

Sáhara, la última misión 111


unas pequeñas compras, pensando en el largo viaje que
espera poder efectuar mañana, si el viento se lo permite.
Necesita algo de comida ligera, para que el sueño no le
aceche en ningún momento, y suave para no tener mucha
necesidad de ingerir líquidos. Rober le acompaña a una
pequeña tienda que «vende de tó». Se hace acopio de
fruta variada, manzana, albaricoques… y un poco de
fiambre… el pan, a esas horas, se ha terminado.
En la Plaza de España, Rober entra en el bar de su
cuñado mientras Eliseo decide, con la esperanza de
encontrar a Don Marcial, ir en busca de pan. Lo tiene fácil,
porque a unos metros del bar Cádiz, hay dos panaderías-
pastelerías de lo más lujoso. Aun siendo grande el
establecimiento, y varias personas atendiendo el
mostrador, Eliseo tiene que esperar turno, inquieto
porque simplemente quiere una barra de pan, de las
pequeñas.
En la espera, descubre con sorpresa que varios
matrimonios alemanes y otro francés compran varias cajas
de unos objetos comestibles, con toda seguridad dulces,
que se presentan enrollados en un papel ni opaco, ni
transparente.
—¿Qué será —se pregunta Eliseo—, que con tanta
pasión despierta el interés de los extranjeros?
Para colmo, ninguno de los clientes emite palabra
alguna, se limitan a señalar con el dedo el producto del
mostrador y a continuación mostrar a la dependienta las
unidades. No puede soportar su ignorancia y disimulando
se aproxima por la derecha y abandonando
provisionalmente la fila, como haciéndose el interesado en
las existencias de algún producto determinado, lee en una
pequeña caja, alfajores, cortadillos, lee en otra.
—¿Qué sabor tendrá? —piensa mientras regresa a la
cola que, en su ausencia, ha aumentado en dos parejas
más. Llegado el momento de hacer la petición, comienza
por pedir, también señalando con la mano, una de las dos
peque ñas barras de pan que quedan por vender.
—¿Algo más? —pregunta la dependienta metiendo
prisa a Eliseo—, ¿eh?
—Una caja de al-fa-jo-res —lee despacio para no
equivocarse. La joven le prepara una bolsa de plástico
donde introduce los dos productos que ha comprado. En la
puerta del establecimiento, muerto de curiosidad por
saber lo que ha comprado, su deseo se ve truncado
porque Rober ha ido en su busca para que el piloto
ratifique ante el resto de la clientela, asidua del
establecimiento, que todo lo que ha contado a los amigos
respecto al avión, en especial sobre la velocidad, es total y
absolutamente cierto.
—¿Qué son los alfajores? —consigue preguntar a su
acompañante un buen rato después.
—Una cosa muy buena, son unos canutos enrollados
en papel que están fabricados de harina, avellanas, pan
rallado y sobre todo almendras y miel —responde Rober.
—¿Hay avellanas y almendras en esta zona? —
pregunta sorprendido Eliseo, pensado que esos productos
son más bien de otros lugares de España.
—Estos dulces se llevan haciendo aquí en Medina
Sidonia desde hace 500 años y gracias al viento de levante.
Por aquí había muchos molinos de viento que se
encargaban de moler la harina y otros productos
procedentes de casi toda la península.
—¡Claro! —exclama Eliseo—. Traían las almendras a
moler y quizás pagaban al molinero con parte de ese
producto.
—Más o menos —responde Rober sin saber si
realmente se hacía así, pero dando por bueno el
razonamiento del piloto.

Sáhara, la última misión 113


SÁHARA. LA BODA

Cuando cesan los rezos, Merchán se viste para la


inusual ocasión de ser invitado a una boda berebere. Se
coloca el sulham, que permanece prácticamente nuevo de
lo poco que lo ha usado. Es una capa amplia y larga hasta
los pies pensada para presumir, de lo poco práctica que
resulta, y que únicamente se usa en las fiestas castrenses.
Con su sulham azul oscuro (el verde es para los
sargentos nativos y el rojo para los soldados), se dirige
hacia la jaima de Fanil. No sabe exactamente cuál de ellas
es, posiblemente la más grande, pero no le resulta difícil
encontrarla porque a medida que se acerca, se encienden
las hogueras y suena la música, mientras las estrellas
invaden la noche.
Tras unos segundos vacilando en la entrada de la
jaima, inclina un poco la cabeza y entra. Permanece
inmóvil, a la espera de reconocer a alguien o, mejor aún,
que alguien le reconozca. En un instante siente como
decenas de miradas le acosan; miradas de hombres,
porque las mujeres, como no puede ser de otra manera
para ellos, celebran los días previos de la boda en otra
jaima.
Es Hamdi el primero en acercarse a él, y sin decir
nada, porque su español es aún muy limitado, le indica con
gestos que le acompañe hasta el lugar donde está sentado
su padre, Fanil, que hablando, seguramente, con sus
hermanos llegados de muy lejos, no se ha percatado de la
presencia de su superior, su jefe, su compañero y su amigo
le obsequia con una gran sonrisa, seguida de un gran
abrazo en muestra de agradecimiento por su asistencia.
Antes de volver a sentarse, dice algo a la persona que está
a la derecha; quien cede el sitio y Merchán se sienta en el
que, con toda seguridad, es el de mayor preferencia para
los invitados.
Después de un buen rato de música, Eliseo, muy a su
pesar porque no tiene espíritu de fiesta, se ve obligado a
dar palmas al compás de la música… La cena se presenta
abundante. Después de unos entremeses de nombres
impronunciables aparece, portada por cuatro mujeres
cubiertas de arriba abajo, una gran bandeja de carne que
se apresuran a depositar sobre la alfombra frente al
anfitrión. Envuelto en una estruendosa algarada, Fanil, con
los dos brazos, hace callar a todos los asistentes y después
de decir unas palabras en hassaní, el sargento nómada
narra las peripecias del gran tirador y pide a todos los
asistentes que den las gracias a su sargento por el
excelente y sabroso regalo. Merchán, entre aplausos y sin
entender nada, tiene que levantarse y saludar con la
cabeza, devolviendo las gracias a los asistentes.
Una vez repartida la carne de gacela, se acaba el
alboroto y el festejo queda limitado a un ligero murmullo y
alguna que otra carcajada por parte de los más jóvenes,
entre los que se encuentra Hamdi.
Para que Merchán no se aburra, Fanil le va contando
todos los detalles del protocolo de una boda de gente rica
como la de su hija Fátima. Le explica que después que
cenen las mujeres, la joven deberá someterse a un baño
de jena, que consiste en embadurnar totalmente a la joven
novia posiblemente para, según sus costumbres, alejar de
ella malos espíritus o simplemente protegerla de los males
terrenales. Ni el propio padre sabe realmente para qué se

Sáhara, la última misión 115


hacen esos ritos, es cosa de mujeres, como también lo es
que el novio no pueda ver la cara de la novia hasta el
mismo momento de la boda.
Después de la sabrosa carne de gacela, Merchán ya no
es capaz de comer más, pero sucumbe a la gula cuando
decenas de pequeñas bandejas con todo tipo de pasteles y
dulces son colocados frente a los comensales. En este
momento de éxtasis culinario, el sargento comienza a
notar que no siente las extremidades inferiores. La falta de
costumbre de permanecer tanto tiempo sentado con las
piernas entrecruzadas hace que el riego sanguíneo no
circule por las venas de los pies. Presiente que no será
capaz de levantarse, pero continúa a lo suyo: toma un
dulce de aquí, otro de allá, y son necesarios dos vasos de
té caliente para conseguir que esos pasteles lleguen al
estómago.
Mientras, en la sala, el murmullo va en aumento,
coincidiendo con el hecho de que los invitados dejan de
comer. Unos y otros comienzan a levantarse para ir a
sentarse con otros convidados, haciendo pequeños
círculos e iniciando animadas tertulias. Merchán,
agarrotado y dolorido, consigue ponerse de rodillas y
después de unos segundos, usando el hombro de Fanil
como muleta, logra ponerse de pie, aunque sin llegar a
erguirse por completo. Con un gesto comunica a su amigo
que sale un momento fuera de la jaima; el humo de las
cachimbas comienza a molestarle.
El frío de la noche le produce un ligero escalofrío.
Enseguida aparece Fanil en la puerta de la jaima portando
la prenda que su amigo español había olvidado dentro.
—¿Todo bien, señor?
—Perfecto, Fanil, es la mejor cena que he tenido en
mi vida.
—¿Todo bien, señor? Le veo preocupado —insiste el
saharaui.
—Mañana tengo que partir a primera hora con otra
patrulla. Serán unos cuantos días, no te puedo decir más
—explica el español.
—¿Y su hijo?
—¡Ya lo ves, el ejército es el ejército! Espero estar de
regreso para el domingo siguiente y coger el avión de El
Aaiún a Las Palmas.
El sargento nativo entra precipitadamente en la jaima
y en unos segundos aparece con su hijo Hamdi.
—¡Mañana ir con usted, señor! —dice después de
hablar unas palabras en hassaní con el hijo, quien asiente
con la cabeza en muestra de aprobación.
—No puede ser, Fanil, la fiesta, la boda…
—No importar, señor, Hamdi ayudar con radio,
ayudar con caza.
—Esta no es una patrulla como las demás, puede ser
peligrosa —advierte Merchán.
—No importar, Hamdi morirá cuando quiera Alá, un
berebere siempre está preparado morir.
—Como quieras, mañana a las siete como siempre —
dice el sargento para dar por finalizada la conversación.
—¡Gracias señor! —dice Fanil.
—¡Gracias señor! —repite el hijo.

Sáhara, la última misión 117


SÁHARA. EL TENIENTE

Aún es de noche. Merchán sale del cuartel hacia el


recinto donde duermen los camellos para recoger a
Rogelio. El silencio es absoluto. El persistente viento del
Norte y el frío de la mañana obligan al sargento a
embutirse en una vieja manta militar. De regreso al fortín,
el animal recibe de manos de su amo las dos galletas con
que a diario, los días de patrulla, obsequia al obediente
camello. Como si de un acto litúrgico se tratase, comienza
el cepillado a todo lo largo y ancho del esbelto animal,
pero esta vez le dedica un poco más de tiempo a una
extraña y escasa barba que Rogelio, como adulto, tiene
bajo la mandíbula. Más que barba son unos largos pelos
que, aunque a ojos de su dueño son feos, no por eso
requieren menos cuidados, porque quizás reflejan a ojos
de otros camellos o camellas que es un macho adulto,
castrado eso sí, como todos los machos de la expedición,
pero adulto.
Rogelio, que es muy inteligente, inclina las patas
delanteras y después las traseras para facilitar así que el
amable cuidador acceda a las partes superiores de la del
lomo y a la parte inferior del cuello, lugar donde más
placer le produce el acto del cepillado.
Una vez finalizado el aseo del animal, Merchán entra
en el dormitorio de los suboficiales para vestirse con la
ropa nueva lista para el nomadeo. Lo primero en colocarse
es el bubú, una camisa extraña de color garbanzo, que no
tiene mangas ni botones, está abierta por los costados y se
introduce por la cabeza. Sin lugar a dudas es la mejor
prenda, por cómoda y práctica, para patrullar a lomos de
un camello por el caluroso desierto: es una camisa pero
con forma de dos delantales hasta la cintura, uno por
delante y otro por detrás, que se unen por los hombros
por medio de dos trabillas en cada costado. El conjunto es
rematado con el imaginativo serual, prenda a modo de
pantalón corto, de tela muy fina, con pata muy ancha
hasta la rodilla; esencial para montar a camello. Por
último, el sargento se coloca la kandora, una prenda en
forma de saco muy holgada que se introduce por la
cabeza, y cuyas mangas —muy amplias— llegan a la mitad
del brazo y por la parte inferior, hasta las rodillas. Menudo
modelito. Todas estas prendas juntas, aunque parezca
extraño, no son fundamentales pero sí necesarias para
permanecer días en el caluroso desierto a la grupa de un
camello. Son el resultado de la militarización de unas
prendas que los tuareg, el pueblo azul, llevan usando
durante cientos de años en el desierto más grande y
caluroso del planeta.
El monótono silencio del acuartelamiento es roto a las
siete en punto de la mañana cuando se toca diana.
Cuarenta y cinco minutos después, la patrulla nómada está
dispuesta para partir, con el teniente Luque a la cabeza y
Merchán como el único suboficial.
El capitán Reina sale al exterior para despedir a la
Patrulla Nómada. Las ojeras de su rostro denotan que esa
noche ha sido larga y que apenas ha podido dormir. Es la
misión más peligrosa y arriesgada a la que ha tenido que
enfrentarse en sus muchos años de servicio en el desierto,
por este motivo, rompiendo las costumbres y el protocolo

Sáhara, la última misión 119


militar, se dirige a Merchán y ofreciéndole la mano, se la
estrecha y simplemente le dice:
—¡Suerte!
El joven y novato teniente está amarrando los enseres
personales cuando se le acerca Merchán y le pregunta:
—¿Todo bien, mi teniente?
—¡Sí, sí, todo bien, gracias! —responde nervioso el
oficial, que no termina de acostumbrarse a subirse a un
animal del tamaño de un camello—. ¿Por qué no le ponen
estribos? —se pregunta por enésima vez desde que llegó
al Sáhara. El cursillo acelerado de tres días que ha recibido
en El Aaiún parece no ser suficiente para una Patrulla
Nómada. En cualquier caso, el teniente Luque morirá
antes de saber realmente guiar un camello por el desierto.
Merchán, después de realizar todas las
comprobaciones sobre el estado de la carga de los
animales y revisado el armamento, munición, radio,
víveres… se dirige al oficial y desde el suelo le dice:
—¡Mi teniente, podemos partir cuando lo desee!
—Muchas gracias, sargento —contesta consciente de
que aún no se ha aprendido su apellido—. ¡Puede dar la
orden de partir!
Merchán vuelve a ajustar el asfil, la cincha que se fija
a la silla, y se sube en Rogelio. El resto de soldados nativos
y españoles ajustan también el asfil antes de ascender al
animal. A la señal del sargento, todos los camellos de carga
se ponen en pie, instigados por los guías, quienes a su vez
ajustan la silla. El teniente, que llevaba unos minutos
encima de su camello, contempla atónito la escena,
intentando aprender y recordar todo lo que ocurre ante
sus ojos, con decenas de animales levantándose y
gruñendo.
Merchán levanta el brazo para dar la orden de
marcha, pero alguien, con acento hassaní dice en voz alta:
—¡Jad, Jad, Jad!
Y el camello del teniente inicia una prematura e
inesperada marcha. El oficial, incapaz de detener al
animal, no sabe cómo reaccionar y se deja llevar por la
descontrolada bestia. El sargento atento a la maniobra,
sale tras él intentando hacerse con la jesama para poder
controlarlo. Para más desgracia del oficial, este había
olvidado ajustar nuevamente el asfil para que la silla
quedase totalmente agarrada a la grupa del camello, y va
ofreciendo una imagen lamentable porque se mueve de
un lado a otro encima de la silla, como si de un muñeco
tentetieso se tratase. Incluso el capitán Reina, alarmado
por el tumulto y las carcajadas de los presentes, no puede
evitar sonreír lo más discretamente posible ante el
desolador espectáculo del oficial novato.
Unos minutos después, la Patrulla Nómada parte sin
novedad, aunque los murmullos y alguna que otra risa se
escucharán durante la primera parte del viaje.

Sáhara, la última misión 121


MEDINA SIDONIA. EL DESPEGUE

A las seis en punto de la mañana suena el despertador


del teléfono móvil. Lo apaga inmediatamente para no
molestar a ninguno de los clientes del pequeño hotel y,
con la luz del cabecero encendida, permanece mirando el
encalado techo. Eliseo ha dormido muy poco en toda la
noche, prácticamente no ha pegado ojo. No ha sido
porque la habitación o la cama no fueran de su agrado; al
contrario, el silencio en el interior del patio y la quietud de
la calle invitan a un reparador descanso. Se siente como el
caballero que vela armas la noche anterior a una gran
batalla. ¡Así es! En ese día que aún no ha comenzado
Eliseo librará la mayor batalla de su vida contra sí mismo y
contra los elementos.
Minutos después, se levanta y mira por la ventana.
Parece que no hay viento. La abre y no siente ningún tipo
de brisa, ni poniente ni levante. Se da una ducha rápida
porque a las seis y media le espera Rober para llevarle al
aeródromo; tiene intención de despegar a las siete en
punto. Prepara la pequeña mochila en la que introduce las
piezas de fruta y los alfajores. No ha comprado agua.
—¡Ya comeré por la tarde en El Aaiún! —le dijo a
Mari, la hermana del Purri.
Aún es de noche y la temperatura es muy agradable.
El trayecto hasta el aeródromo se hace corto, no hay nada
de tráfico. Al descender por la carretera hasta el pequeño
valle donde se encuentra el avión, Eliseo se sobresalta.
—¿Qué narices es eso?
—¡No te preocupes, es solo niebla!
—¿Niebla? Pero eso es imposible —dice Eliseo—.
¡Estamos en agosto!
Nunca había visto nada parecido. Únicamente en el
lugar donde está construido el aeródromo, entre dos
pequeñas colinas, hay una espesa niebla que cubre por
completo parte de los hangares y toda la pista de
aterrizaje. El resto del paisaje está libre de nubes y el cielo,
limpio y estrellado.
—¡No puede ser! —gesticula mientras baja del
coche—.
—¿Cómo puede haber niebla solo en la pista?
Y así es, en el aparcamiento los primeros rayos de sol
comienzan a iluminar los carteles situados junto a la
oficina, y unos metros más allá, en la pista, una niebla
espesa permanece enganchada al suelo hasta los tres
metros de altura.
—¡No te preocupes! —dice Rober para
tranquilizarle—. En unos minutos que salga el sol, esta
niebla desaparece.
—¿Estás seguro?
—¡Sí, seguro!
Rober tiene razón. Mientras Eliseo saca el avión y lo
va calentando, la niebla poco a poco se va disipando, no
del todo, pero suficiente para que el piloto pueda ver el
extremo final de la corta pista.
Eliseo bloquea con el freno el avión y desciende del
aparato para que el motor, él solo, sin piloto, alcance la
temperatura correcta para el despegue.
En este aeródromo no hay naves industriales y las
vacas parecen estar durmiendo. Mentalmente repasa la
maniobra que dentro de unos minutos deberá realizar y a
priori, salvo causa de fuerza mayor, no debe tener ningún

Sáhara, la última misión 123


problema en el despegue. El viento está totalmente en
calma, la mañana —salvo por la niebla— es apacible… un
día perfecto para volar.
Sin querer perder tiempo, se oculta detrás de la
oficina y orina; no mucha cantidad, pero orina. Se despide
de Rober y accede de nuevo a la estrecha cabina, repasa
todos los parámetros de motor, inmoviliza bien las dos
cajas que ha situado en el suelo y en el asiento del copiloto
sujetas con el cinturón de seguridad y al revisar la parte
trasera, descubre que el orinal de vuelo se ha quedado
olvidado en el avión… y su contenido también.
La niebla parece disiparse totalmente, pero aun así,
como no quiere cometer más errores, decide desplazarse
a la cabecera de la 3-2 para dar tiempo a que el motor
consiga una temperatura óptima y realizar allí las últimas
comprobaciones. Como no hay viento, su intención es
despegar hacia abajo, aprovechando el desnivel de la pista
para conseguir mayor velocidad en el menor tiempo y
espacio posible. Por la ventanilla saluda con la mano a
Rober, quien le responde con el movimiento enérgico de
los dos brazos en alto.
—¡Qué simpático es el jodío! —dice mientras se
ajusta los auriculares y se despide del nuevo amigo, que
permanecerá allí hasta que le pierda de vista. La niebla ha
desaparecido.
Comunica por radio y… vuela.
SÁHARA. MIEDO

El alisio sopla constante. Aún no molesta mucho pero


Merchán sabe que a medida que el sol comience a
dominar el cielo azul saharaui, este irá en aumento. Toman
rumbo Norte, hacia el pozo Tah, veintisiete kilómetros en
línea recta de duro desierto, que con el viento de cara no
solo retrasa la marcha de los animales, sino que impide
mantener agradables conversaciones con los compañeros
de patrulla. El viento es el mejor aliado del silencio. Dentro
de lo malo, la buena noticia es que el polvo y la arena no
consiguen levantarse del suelo en una zona tan árida. A las
afueras de Daora, el alisio, por ahora, se conforma con
perfilar un precioso suelo ondulado.
Aprovechando que en la patrulla reina el silencio,
Merchán se dirige por primera vez al oficial desde el
desmoralizante incidente con el camello.
—Mi teniente, pido permiso para comunicar a la
patrulla cuál es nuestra misión y el destino.
—Proceda, sargento, proceda —accede el novato.
Hasta ese momento, por orden expresa del capitán
Reina, únicamente Merchán y Luque conocen la naturaleza
de la tarea encomendada, por motivos de seguridad. Pero
el sargento opina que ha llegado el momento de
comunicárselo al resto de la expedición. Ordena que se
detenga la caravana, hace colocarse a los hombres en un
círculo a su alrededor, los soldados españoles en primera
fila, y les relata todos los detalles que el capitán le ha

Sáhara, la última misión 125


transmitido.
Habla alto y despacio para que el sargento nativo
tenga tiempo de traducir sus palabras. Un murmullo
recorre primero la fila de los soldados españoles;
murmullo que va en aumento. El sargento levanta el brazo
derecho en señal de silencio y repite muy claramente las
instrucciones recibidas.
—¡No tenemos que intervenir, nuestra misión es de
vigilancia e información! ¡No transitaremos por sendas ni
pistas, buscaremos por aquellos lugares donde los
vehículos tienen un difícil acceso!
Aunque sus palabras no tranquilizan mucho a los
miembros de la patrulla, él ha cumplido con la obligación y
por ello se siente satisfecho. Cuando finaliza, da la orden
de dirigirse hacia el Oeste primero y luego hacia el Norte:
se internarán en la zona de dunas que se encuentra entre
el mar y el lago salado, convirtiendo los veintisiete
kilómetros en el doble o en el triple de distancia, porque
una vez la Patrulla Nómada está en marcha, es el oficial al
mando, en este caso aconsejado por el sargento, quien
decide dónde, cuándo y cómo ha de comportarse la
columna del ejército español.
Merchán, con los prismáticos al cuello, se sitúa en
paralelo al teniente para darle conversación y hacerle más
llevadero el amargo trago que ha sufrido ante sus
hombres, y para explicarle todas y cada una de las
instrucciones que da a los soldados; desde enviar dos
expertos nativos para abrir la marcha a varios centenares
de metros de distancia, o decidir que la munición y el
armamento sean conducidos y custodiados
exclusivamente por soldados españoles.
Unos minutos después, el oficial rompe su frío
silencio:
—Sargento, tengo órdenes expresas del capitán de
mantener el silencio de radio. Es posible que, de haberse
producido un ataque contra nuestras tropas, la radio haya
podido caer en manos enemigas.
—¿Qué sugiere que hagamos, mi teniente? —
pregunta obediente Merchán.
—¿Conoce el código Morse? —pregunta Luque
sabiendo la respuesta porque el propio capitán se lo había
indicado así.
—Perfectamente, señor —es la orgullosa respuesta del
sargento, sin atreverse a preguntar al oficial si él también
conoce este código de comunicaciones.
—¿Comunicaremos con la estación BLU o con el
cuartel?
—El capitán quiere que las comunicaciones, siempre
que sea posible, hasta conocer la naturaleza real de la
situación, se le den a él personalmente.
—¡A sus órdenes! —responde Merchán en señal de
haber comprendido las instrucciones. A continuación, otro
gran silencio distancia a los dos militares mientras
prosiguen la marcha.
Merchán hace llamar al sargento nómada para que le
dé incidencias sobre el resto de la patrulla. Este, que no es
tan eficiente como Fanil, le comenta que los soldados
están inquietos, todos menos Hamdi, que cabalga dormido
encima del camello por la falta de sueño de la noche
anterior.
—¿Qué opinas de todo lo que está pasando? —
pregunta Merchán directamente al sargento nativo, que se
ha situado con el camello entre él y el teniente.
—No entender bien lo que puede pasar —responde—
Raro que legionarios perderse en desierto. Algo malo.
—¿Quién puede haber hecho algo malo? —inquiere el
teniente.
—Sargento Mahayud no saber. En Sáhara todos

Sáhara, la última misión 127


contentos, nosotros tenemos agua, comida, pan… No
tener enemigos, si algo malo pasa, es persona conocida.
Mahayud finaliza las explicaciones pero permanece en
silencio, con la mirada baja, como pensando… o
intentando comprender las consecuencias que para su
pueblo puede acarrear el conflicto que se produciría de ser
ciertas las informaciones de un ataque a la Legión.
Merchán le indica que ya puede retirarse.
—Mucho cuento tiene este Mahayud —tranquiliza
Merchán. Sabe que es muy difícil, tan al Sur, que bandidos
de Marruecos hayan asaltado dos vehículos de la Legión.
—¿Entonces? —pregunta Luque intentando entender
lo que está pasando.
—¡Nos odian! —responde rotundo el sargento—. Los
saharauis, los marroquíes, los argelinos, los mauritanos…
todos los nómadas nos odian, no porque seamos
españoles, sino porque somos extranjeros.
—¡Pero… nosotros les estamos ayudando!
—¡Claro que les ayudamos! —responde Merchán
mientras se tapa un poco la boca con el turbante para que
no le entre arena—. Pero el uso de los camiones ha
matado las caravanas y han eliminado a los camellos, y la
forma de vida de los bereberes está en peligro de
extinción.
Un gran silencio les vuelve a separar. Las palabras del
sargento Mahayud se repiten en su cabeza. Preocupado,
hace un gesto, e indica a Hamdi, que ya se ha despertado,
que cabalgue tras él. Se siente responsable, al menos un
poco, por hacerle participar en esta incierta patrulla,
cuando ahora podría estar con la familia asistiendo a la
carrera de camellos que hoy se ofrecería en Daora, como
parte de los festejos de la boda de Fátima.
EN VUELO. BAILANDO CON DELFINES

Eliseo ha despegado según la hora prevista; la niebla ha


retrasado unos minutos los planes de vuelo pero no le da
mayor importancia, hace un día precioso. Su intención es
dirigirse directamente a los Caños de Meca y, desde allí,
iniciar el vuelo por el mar dirección Agadir, a 800
kilómetros de distancia; pero lo piensa mejor, y decide
sobrevolar durante más tiempo tierra firme para que el
motor disponga de unos minutos adicionales para que
todos los componentes alcancen la temperatura
adecuada.
A la derecha deja Vejer de la Frontera, precioso
pueblo blanco salpicado de aerogeneradores. Al fondo, en
el horizonte, se percibe con total nitidez el perfil de África.
A medida que se acerca a la costa, en el horizonte
marroquí divisa puntos blancos que destacan sobre el
oscuro del terreno, son las primeras viviendas del vecino
Marruecos vistas desde España.
Caños de Meca, Barbate… continúa sobrevolando la
costa, decide pinchar el mar en la playa de Bolonia. No
puede volar por tierra más allá de este punto, lo tiene
terminantemente prohibido a causa de la zona de
influencia del aeropuerto de Gibraltar. Desde el aire, la

Sáhara, la última misión 129


imponente y majestuosa duna de arena fina le anuncia la
proximidad de la ciudad romana de Baelo Claudia, que
recibió su nombre del Emperador Claudio que le concedió
el rango de «municipium». Por desgracia, un maremoto y
un posterior tsunami arrasó la ciudad en el siglo II d.c.; y
ahora está siendo recuperada por un grupo de
arqueólogos. Eliseo las ha visitado en tierra, pero no
quiere perderse el espectáculo de contemplarlas desde el
aire. Reduce velocidad y pierde altura, quiere ver el teatro
romano, el foro y como no, la factoría de salazones donde
se preparaba el garum, una sabrosa salsa a base de
pescado. Ha llegado el momento. Realiza un vuelo rasante
y se adentra en el Océano Atlántico.
Vuela a baja altura, a unos 300 pies (100 metros sobre
el mar). A la izquierda divisa, nítidamente, el Estrecho de
Gibraltar y la costa marroquí de Tánger. Decide alejarse de
la costa africana para no interferir en el tráfico aéreo de
Marruecos.
—¡Nunca he volado tanto tiempo por encima del mar!
—piensa mientras mira frente a sí la costa.
Según el GPS ha recorrido únicamente 100 kilómetros
desde que despegó de Medina y ya está nervioso porque
la mitad de ese trayecto lo ha realizado por encima del
agua.
Una suave brisa de poniente le empuja poco a poco
hacia el continente, pero es fácil corregir la deriva. Confía
en el GPS y no pierde de vista los innumerables barcos que
transitan por estas aguas cercanas al Estrecho. Le
reconforta divisar las estelas blancas que a su paso dejan
las embarcaciones que le hacen sentirse un poco más
seguro. Recuerda las palabras de su buen amigo, el capitán
Valentín, piloto y patrón, quien en más de una ocasión le
ha contado como, unos años atrás, consiguió aterrizar en
el mar.
—¿Por qué amerizaste tan cerca de un barco? —le
preguntó Eliseo.
—Para que fuese más fácil el rescate y nos salvasen
antes de hundirnos —respondió Valentín.
—¡Es verdad! —dijo Eliseo—. ¡Si en el mar puedes
amerrizar donde quieras, mejor hacerlo cerca de alguien
que pueda socorrerte!
Poco a poco se aleja de la costa, pero no quiere
perderla de vista… lentamente gana altura, hasta llegar a
los 1.000 pies (300 metros), que es el techo legal de los
vuelos con ultraligeros en España. No se ha preocupado de
saber si esta norma también es de aplicación en
Marruecos, pero decide continuar.
—¡No creo que me metan en la cárcel por volar a esta
altura y a esta distancia de la costa!, piensa mientras
toquetea en el GPS para que no desaparezca del aparato la
línea de la costa africana. El tiempo transcurre despacio.
Según se dirige al sudoeste, la cantidad de embarcaciones
se va reduciendo considerablemente y únicamente
algunos barcos pequeños le acompañan en la travesía.
Como el vuelo es suave y nivelado, aprovecha para estirar
las piernas. Introduce la mano izquierda debajo del asiento
hasta tocar el bulto que delata la presencia de un pequeño
chaleco salvavidas, chaleco que ha recuperado del
siniestrado avión de Carlos. Es de reducido tamaño y
cuenta con una botella de aire comprimido que infla el
chaleco en contacto con el agua, pero como no se fía, lo
saca del escondite y revisa una vez más el sistema de

Sáhara, la última misión 131


accionamiento manual, a continuación lo coloca
nuevamente en el mismo lugar pero un poco más cerca de
los pies —por si acaso.
El GPS le indica que Rabat, la capital de Marruecos, se
encuentra a veinte minutos de vuelo. Preocupado por no
molestar, decide alejarse un poco más de la costa hasta
que desaparece del horizonte de la ventanilla.
—¡Vamos, bonito! —le dice al avión para
tranquilizarse él mismo.
Eliseo no sabe dónde mirar; ya no hay costa y
tampoco barcos, únicamente mar, mucho mar, y los datos
que transmite el GPS parecen no cambiar, como si el avión
se hubiese detenido en el espacio-tiempo. Observa
fijamente las líneas que aparecen en la pantalla porque no
quiere desviarse del rumbo ni un milímetro; aburrido,
contempla la inmensidad del océano hasta que…
—¡Delfines, delfines! —grita. A la izquierda divisa un
grupo de entre treinta y cuarenta mamíferos que entran y
salen, que suben y bajan, y se siente feliz. Es la primera vez
que consigue ver algún animal marino mientras vuela,
porque ni en Barbate, ni en Chiclana, ni en toda la costa
gaditana —que se conoce muy bien desde el cielo— nunca
ha conseguido ver nada, ni delfines, ni rorcuales, ni atunes,
nada… Intenta seguirles con la mirada pero el avión va más
rápido que los juguetones mamíferos y tiene que desistir
de la persecución visual. Este avistamiento le ha llenado de
ánimo.
Busca en la mochila y consigue sacar una manzana.
Mira el GPS y corrige un poco el rumbo.
—¡Debemos estar a la altura de Rabat! —se anima. Y
le pega un buen bocado a la pieza de fruta.
EN VUELO. EL DOCTOR FRAGUAS Y SU
ESPOSA

Lleva dos horas de vuelo, el sol comienza a calentar y la


temperatura en la cabina va en aumento.
—¡Hoy vamos a tener calorcito! — piensa.
No le preocupa, lo que más teme del sol y del calor
son las corrientes térmicas. Sobre tierra firme, estas
corrientes ascendentes de aire caliente sacuden a los
aviones como quien sacude un mantel después de una
comida en el campo. En el mar eso no ocurre, los rayos
solares no rebotan contra el suelo, son absorbidos por el
agua del mar y ese calor es expulsado por la noche.
A los pocos minutos, el GPS le muestra que ya ha
dejado atrás la capital marroquí, entonces decide virar
rumbo a la costa; cree que cuando se encuentre a la altura
de la playa de Skhirat se sentirá seguro… allí se dirige, el
objetivo es conseguir ver la costa y después continuar
hacia el sudoeste sobrevolándola, hasta el siguiente pun-
to conflictivo, la ciudad de Casablanca, que se encuentra a
casi 400 kilómetros del punto de partida en Medina.
En el horizonte, Eliseo descubre una suave línea
blanca: es la interminable costa marroquí que parece
trazada con escuadra y cartabón. Esta visión le genera una
enorme satisfacción, hace muchos minutos que no

Sáhara, la última misión 133


consigue divisar ningún tipo de embarcación, y la
proximidad de la costa le tranquiliza.
Una vez que considera que se encuentra a una
distancia prudencial de la línea costera, vira hacia el
sudoeste para iniciar vuelo en paralelo al continente. Todo
parece transcurrir según lo previsto y los parámetros del
motor son los correctos.
—¡Estoy haciendo un vuelo de espía! —piensa
preocupado por si es descubierto por la fuerza aérea de
Marruecos. —¡Menos mal que tengo la carta del
embajador de España!
Eliseo se refiere a un correo electrónico enviado
desde Rabat, donde se le dice que las gafas deberá
entregarlas en El Aaiún a un representante de la
Cooperación Española y que podrá hacer escala en Agadir.
Eso es todo, y para Eliseo es suficiente, aunque también
porta otro correo que le enviaron a Carlos, el piloto
accidentado, donde se menciona el nombre de la persona
a quien debe dirigirse una vez aterrice en Agadir. Este
sujeto le facilitará todo lo necesario para continuar la ruta
hasta el Sáhara. El documento hace mención expresa a
que la gasolina que ha de repostar en Agadir, tanto a la ida
como a la vuelta, y la que necesite en El Aaiún, no debe
pagarla porque se hace cargo de ella una de las ONG’s que
participan en el proyecto. Eliseo no sabe si lo paga
Médicos sin Vacaciones, Tierra de Hombres o Ruta de la
Luz, el caso es que la gasolina desde Madrid a Medina y
desde Medina a Agadir la tiene que pagar él de su bolsillo,
y no le importa porque piensa que la causa bien merece
un esfuerzo tanto físico como económico.
Mientras prosigue el vuelo, intenta calcular
mentalmente el coste en euros que le supondrá esta
aventura humanitaria, en la ida y en la vuelta, lo que no
sabe es que el avión no llegará a El Aaiún.
—¡Ya estamos cerca de Casablanca! —dice hablando
con el avión. Vira a la derecha hacia mar abierto, sabiendo
que en unos minutos y una vez lejos del alcance del tráfico
aéreo de Casablanca, puede retomar su rumbo normal
paralelo a la costa. Ya no tiene miedo de adentrarse en el
océano. Cada minuto que transcurre de vuelo se siente
más orgulloso de su hazaña.
—¡Si el doctor Fraguas viviese...!
Este doctor, alma de los voluntarios de la Ruta de la
Luz, fue pionero junto con su esposa, también fallecida, en
este tipo de proezas humanitarias de llevar gafas a
personas que habitan en el África más pobre. Muchos de
los pacientes son nómadas del desierto, viven en zonas
donde unas gafas de sol, unas simples gafas de sol, son
elementos esenciales no solo para protegerse de la
cegadora luz solar, sino también del siroco que
periódicamente azota esta parte del planeta. Son pueblos
que carecen de todo tipo de medios sanitarios… lugares
donde un único grano de arena puede acarrearte la
pérdida de la visión en un ojo, y donde los curanderos
resuelven unas cataratas golpeando la retina con un
objeto contundente.
Eliseo no quiere deprimirse y prefiere cambiar de
tema en sus pensamientos, está rodeado de mar por todas
partes y no tiene ningún barco a la vista, así que, ¡rumbo a
tierra! Según el GPS se encuentra a la altura de Casablanca
—Dar-el-Beida es el nombre que los marroquíes han
puesto a esta ciudad). Por este motivo, en vez de dirigirse
directamente hacia la costa, realiza un viraje corto, en
oblicuo y a poca altura. Sabe por los mapas, que después
de Casablanca no encontrará ninguna ciudad importante
hasta El Jadida, a 90 km al sudoeste, fundada en 1513 por
los portugueses que la llamaron Mazagán y fue construida
por la Corona de Portugal como ciudad-fortaleza para

Sáhara, la última misión 135


proteger a los navegantes que hacían la ruta de El Cabo.
—Una vez que haya pasado Casablanca, ya no hay
aviones a los que podamos molestar.
Y así es; ante él, 90 kilómetros de playas de fina arena
sin que ningún alma, ni mora ni cristiana, las transite.
Aprovecha la soledad del lugar para volar costeando, justo
encima de la arena y a escasos 100 metros de altura. Lleva
varias horas volando, más de la mitad del recorrido hasta
llegar al destino, Agadir. No está cansado pero sí un poco
aburrido, por eso, sabiendo que no molesta a nadie, se
adentra en tierra firme. Enseguida nota el calor que
desprende la masa continental, el avión comienza a pegar
botes, decide rectificar y adentrarse unos cientos de
metros en el mar.
—¡Tengo hambre! —dice a su P-92 mientras busca en
la mochila un par de sabrosos y maduros albaricoques, una
fruta originaria del Norte de China y que los árabes
introdujeron en la península con el nombre «albarqúq».
SÁHARA. EL ATAQUE

La marcha de la patrulla es lenta. Tal y como pronosticó


Merchán, el alisio va en aumento y el terreno cada vez se
hace más blando y pesado debido a la enorme cantidad de
arena acumulada.
La Patrulla Nómada está penetrando en el mar de
dunas. El sargento ordena incrementar la atención, han de
ir sorteando las enormes masas de arena en zig zag,
buscando los pequeños valles que entre duna y duna se
producen, limitando considerablemente la visibilidad. Es el
momento de confiar en la pericia y conocimiento de los
guías para no perderse en ese laberinto natural, están
entrando en una ratonera.
Merchán reduce el paso, no tienen prisa. Deja la
rienda suelta e inclinándose hacia atrás, busca entre sus
cosas hasta encontrar un arrugado mapa; lo abre, saca la
pequeña brújula, y transcurridos unos segundos, ante la
atenta mirada del teniente, guarda el mapa y la brújula.
—¡No quiero desorientarme! —se justifica Merchán.
¿Va usted bien señor? —pregunta el sargento señalando al
camello como diciéndole al oficial: —¿Controla ya al
animal?. El teniente no contesta, se limita a asentir con la
cabeza.
—Hoy le resulta duro, pero mañana será mejor. La
única manera de aprender a montar a camello, es
practicando. Hay que aprender a coger el ritmo, en un día
ya lo consigues, pero se tardan semanas en sentarse bien

Sáhara, la última misión 137


sobre la ráhala.
—¿Cree que encontraremos algo? —desvía la
conversación el teniente, sin explicar realmente el sentido
de la pregunta.
—Lo normal es que se trate de un reducido grupo de
malhechores que se verían sorprendidos por la patrulla
legionaria y… no sé… tan al Sur, es difícil encontrar…
De repente, uno de los guías nativos desciende
apresurado de lo más alto de una gran duna a escasos
doscientos metros del lugar por donde marcha la patrulla.
El jinete ha descendido del camello y baja a pie, para no
dañar las patas del animal.
—Jad, Jad —arrea Merchán a Rogelio para salir al
encuentro del nativo—. ¡Mi teniente, sígame! ¡Mahayud,
vamos! —grita el sargento.
Los tres interceptan al guía, quien jadeante explica en
un atropellado hassaní lo que ha visto. No deja de señalar
insistentemente con el brazo hacia la duna por donde ha
descendido.
Mahayud traduce, resumiendo, que ha visto un jeep
volcado, con las ruedas hacia arriba, pero que no había
visto a nadie, ni legionarios ni enemigos.
—¿Puede tratarse de un accidente? —pregunta
ingenuo el teniente.
—¡No creo, señor, de haber sido así, el otro jeep
estaría junto a él o habrían notificado el incidente! —
responde Merchán muy seguro de sí mismo. —¡Señor! Con
su permiso voy a subir a la duna para observar la situación
e informar al capitán; ya sabe que las órdenes que
tenemos es de no intervenir. Si realmente ha sido un
ataque, han debido participar muchos soldados enemigos
para conseguir neutralizar dos vehículos de la Legión.
Nosotros somos muy pocos, no tendríamos ninguna
posibilidad. En el momento en que notifique nuestra
posición, los aviones no tardarán en llegar y habremos
cumplido con nuestra misión. ¿Está de acuerdo, señor?
—¡Sí, sí, de acuerdo! —responde preocupado el
teniente.
Los cuatro regresan a la patrulla. Merchán da las
órdenes para que un cabo español se haga con la
ametralladora MG y Hamdi cargue con la radio.
—¡Mi teniente, tardo unos minutos, por favor,
espérenos aquí! —pide Merchán a su superior
extendiendo la mano con la palma hacia arriba, como
pidiendo algo. El teniente le mira y frunce el ceño
diciéndole que no entiende lo que quiere.
—¡Señor, necesito los mapas y el cuaderno con las
claves!...
—¡Jad, Jad, Jad!
Al instante parten al galope el guía que ha realizado el
avistamiento, el sargento nómada, el cabo con la
ametralladora, el joven ayudante hijo de Fanil y el propio
Merchán.
Unos minutos después, el grupo pierde de vista a la
patrulla y se encuentra a los pies de una enorme duna que
irremediablemente han de subir; lo hacen muy
lentamente, igual que lo hace un camello. A esas horas, el
sol es abrasador y el peso del armamento y los
complementos dificultan el ascenso.
—¿Dónde está el otro guía? —pregunta Merchán al
sargento, quien a su vez pregunta al soldado nativo.
—Dice no saber, no visto.
Muchos minutos de sufrimiento después, están a
punto de culminar la duna. Cuando alcancen la cima,
Merchán necesitará analizar la situación, ver si hay heridos
o muestras de lucha, comunicárselo al capitán Reina en
Daora y retirarse.
Pero no podrá ser: un disparo rompe el silencio y

Sáhara, la última misión 139


detrás de Merchán, a su derecha, escucha el gemido seco
del cabo español que cae desplomado y rueda duna abajo.
—¡Francotirador! —grita Merchán clavando los pies y
manos en la arena, intentando conseguir la cima de la
duna como única posibilidad de protegerse.
Al instante, el sonido de una ametralladora, una MG,
peina de izquierda a derecha parte de la ladera sin, en esta
ocasión, herir a ninguno de los soldados que luchan contra
la pendiente para ascender rápidamente. Merchán ve al
segundo guía que deserta dejándose caer rodando.
—¡Vamos! —grita Merchán— ¡Arriba!
En ese momento, al pie de la duna aparece el camello
del teniente en acarrán acelerado, seguido del resto de
españoles y varios nativos de la patrulla, que gritan y
disparan al cielo intentando sabe Dios qué. Merchán desde
la cima de la duna contempla atónito como la MG,
escupiendo cientos de cartuchos, desmonta a todo el
grupo varios metros antes de que alcanzasen el lugar
donde se encuentra el jeep.
—¡Dios mío, no! —es lo único que sale de la boca de
Merchán al contemplar el dantesco espectáculo, momento
en que otra bala, procedente del francotirador, impacta en
la espalda del joven Hamdi, hijo de Fanil, quien con la
radio aún en las manos, cae hacia atrás y rueda y rueda y
rueda… Merchán solo dispone de una opción, saltar al otro
lado de la duna, colocar el CETME detrás de la cabeza y
rodar para ponerse a salvo. El sargento Mahayud también
ha caído.
Merchán rueda hasta quedar de bruces contra el
suelo. A lo lejos se oyen esporádicos disparos, alguno de
ellos de pistola —quizás tiros de gracia—, y sabe que su
vida aún corre peligro; el francotirador está al acecho y
buscará al oficial y al suboficial para hacerse con unos
documentos de suma importancia que por ahora están a
salvo en el pecho de Merchán.
Nervioso y preocupado, se limpia la arena de la cara y
ojos, recoge el CETME y… ¿Qué hacer en mitad del mar de
dunas? Se agacha a cubierto, para evitar ser avistado y se
toma unos segundos para recuperar el aliento. Se asegura
de que los mapas están a buen recaudo y saca del pecho la
cadena de plata de la que penden el chupete y el silbato
marinero. Sin pensárselo dos veces, hace sonar el pito con
fuerza y espera.... No pasa nada. Se pone en pie y ahora
más fuerte vuelve a silbar. Unos segundos después, por la
izquierda, al trote y sin hacer ruido, aparece como caído
del cielo Rogelio.
—¡Bien! —dice apretando los puños para no gritar.
Mientras el fiel amigo se acerca, busca rápidamente entre
los bolsillos un par de dátiles que poder ofrecerle como
pequeña recompensa, pero a escasos metros de
encontrarse, divisa a lo lejos tres jinetes enemigos que se
dirigen con enérgico acarrán a la caza del camello, o de él,
o de los dos.
—¡Vamos, Rogelio! —grita mientras corre a su
encuentro. Coloca el CETME en la espalda y de un gran
salto se sube al camello antes incluso de detenerse.
—¡Jad, Jad, Jad! —insiste una y otra vez. Sabe que
Rogelio no es un excelente corredor de velocidad, pero su
corpulencia y fortaleza le hacen el mejor ejemplar para
una carrera de resistencia, por eso, cada segundo es vital
para los evadidos.
—¡Jad, Jad, Jad! Merchán quiere que su obediente y
fiel amigo se esfuerce al máximo y convierta el paso corto
gotra en acarrán y alcance cuanto antes la máxima
velocidad que sus patas sean capaces y conseguir el
ahatán para dejar atrás a los perseguidores.
Las balas silban a ambos lados de la cabeza del
sargento, incluso tiene la sensación de que una de ellas le

Sáhara, la última misión 141


ha tocado el zam, el turbante azul.
—¡Jad, Jad! ¡Vamos, vamos! —no deja de espolear a
Rogelio. Sin posibilidad de despistar a los enemigos, la
única opción es alargar en el tiempo y en el espacio la
persecución. A cada paso, ellos estarán más lejos de los
compañeros y el sargento más cerca de la salvación. Así es,
al cabo de unos eternos minutos, las balas dejan de silbar y
la distancia con los asesinos va en aumento. Ha
conseguido una gran ventaja, poniéndose fuera del
alcance de las balas. Mira a lo lejos, ve tres puntos en el
horizonte que se mueven, pero no puede determinar si
avanzan o retroceden.
SÁHARA. LA HUIDA

Merchán decide continuar hacia el Oeste, hacia el mar. No


tiene muchas más opciones; en el Este se encontraría con
el mar de sal. Al Sur, se lo impiden sus perseguidores, y al
Norte… al Norte, más peligroso al estar más lejos de
cualquier base militar. Al Oeste, hacia el mar. Esa fue una
de las primeras lecciones que recibió cuando llegó como
soldado a El Aaiún: si te pierdes; hacia el Oeste; allí las
temperaturas son mucho más suaves por la influencia del
Océano Atlántico y, lo más importante, una avioneta del
ejército del aire, la C-127, sobrevuela todos los días gran
parte del interior del Sáhara pero sobre todo las playas,
quizás en busca de soldados extraviados.
—¡Cuando estés perdido, cuando te sientas perdido…
ve hacia el mar!
Así lo hace. Los enemigos han regresado sin el botín y
Rogelio no parece tener intención de detenerse.
Lentamente reduce la velocidad y pasa del acarrán al gotra
para reservar fuerzas, aún tardarán en llegar a la costa.
Piensa en el inexperto teniente, en los otros soldados
españoles —los conocía a todos—; pero también en su
buen amigo Fanil, que el mismo día de la boda de su hija
ha perdido a su primogénito.
—¿Por qué? —se pregunta—. ¿Quién? ¿Será una
incursión de bandidos? ¿Será un ejército organizado?

Sáhara, la última misión 143


Las dudas comienzan a invadir su corazón. Sean
quienes sean, disponen de ametralladoras MG, un jeep, y
una gran cantidad de armas y munición… una treintena de
camellos, víveres…
—¿Y si llegan a Daora? —esa pregunta hace que se le
encoja el corazón—. No creo —se responde—; atacar una
población así, estando el ejército en alerta… es muy difícil.
—¿Dónde estaban los soldados españoles nativos? —
Recuerda que cuando el teniente irrumpió en la zona de la
emboscada, le acompañaban todos los soldados españoles
y un puñado de nativos—. ¿Y el resto? ¿Se asustaron?
¿Desertaron? No desea seguir pensando, prefiere
preocuparse de cómo salir vivo de esta situación y avistar
cuanto antes la avioneta para pedir ayuda.
—También puedo ir a la Estación BLU —piensa. —
Pero está muy lejos, al otro lado del mar de sal. ¡Es una
temeridad!
Inmerso en sus pensamientos, comprueba que las
dunas cada vez son más pequeñas y se encuentran más
separadas unas de las otras. Está abandonando el mar de
dunas y el paisaje comienza a cambiar. A lo lejos se abre
una extensa zona sin ningún obstáculo visual, pero el
terreno es un mar de piedras.
—Aquí todo es un mar de algo —piensa.
El suelo empedrado dificulta enormemente la marcha,
por eso, decide descender de lo alto de Rogelio y
continuar el camino a pie. No puede consentir que
Rogelio, al caminar con mucho peso, pise una piedra y se
dañe una pata; además, andando a su lado se siente
mucho más acompañado.
—¿Bueno, Rogelio, qué tenemos? —le pregunta al
camello a la vez que hace un pequeño repaso de las
pertenencias que ha conseguido salvar—. Tenemos el
CETME, munición, pistola, unas mantas, un puñado de
dátiles, el guirbi lleno de agua y las galletas del desayuno.
¡No es mucho, pero seguro que nos apañamos!
Tras varias horas de marcha, al subir una pequeña
loma, un cierto frescor en el ambiente le anuncia que la
playa está cerca.

Sáhara, la última misión 145


EN VUELO. LA COSTA DE MARRUECOS

Así, entre albaricoque y albaricoque, Eliseo va recortando


camino. Al llegar a El Jadida, sobrevuela el puerto y la
ciudadela amurallada dibujando un círculo en el aire a
bastante altura. Una vez realizada la maniobra y
contemplado la monumentalidad de la fortificación, toma
una vez más rumbo Sudoeste.
—¡Nunca se sabe! —piensa—.No está permitido
sobrevolar poblaciones, pero en este caso, al hacerlo a
mucha altura, no molesto a nadie; y en caso de
desaparecer tragado por el océano, alguien puede
recordar que vio un avión a las diez de la mañana que
tomó rumbo hacia la costa.
A su mente regresa la canción de los niños en la Plaza
de España de Medina Sidonia... «¡Volarás, volarás pero
nunca llegarás!
—¡Qué tontería!
Una vez recuperado el rumbo sobre la costa, descubre
frente a sí otra infinita línea de playa, más kilómetros y
kilómetros de arena blanca, así hasta alcanzar la pequeña
población de Meddouza, lugar donde debe virar rumbo
Sur, así lo hace, lo ejecuta despacio pero con precisión, sin
perder en ningún momento la concentración. A los pocos
minutos, otra interminable línea de playa se muestra en la
proa del avión.
—¡No hay prisa! ¡Vamos!
Una hora después se acerca a la ciudad de Essaouira,
que fuera también ciudad portuguesa, aunque fundada
por los fenicios, en el año 700 a.C. Dicen que es la ciudad
de la luz, pero desde el aire es la ciudad de las dunas.
Miles de pequeños montículos de fina arena rodean,
acosan, incluso parece como si empujaran a la ciudad
contra la costa.
—¡Qué bonito desde el aire!
Comienza a estar cansado, intermitentes calambres le
recorren piernas, en especial la derecha porque ésta debe
ir siempre presionando el pedal para compensar el par
motor, o lo que es lo mismo, la tendencia del avión a girar
hacia el mismo lugar que el sentido de rotación de la
hélice.
—¡Setecientos kilómetros son muchos kilómetros! No
conozco a nadie del aeródromo que haya volado tanto
tiempo, en solitario y sin repostar» —piensa orgulloso.
Cansado e impaciente, busca en el bolsillo trasero
izquierdo de los pantalones los dos correos electrónicos
que convenientemente doblados esconde a buen recaudo.
Los despliega. La carta de la embajada la deja entre la caja
de gafas y el asiento. Toma el otro correo e intenta leer
atentamente las instrucciones que ha de seguir para
aterrizar en Agadir, y aunque aún se encuentra
relativamente lejos, decide buscar la frecuencia de
aproximación de ese aeropuerto en la radio: frecuencia
120.9.
—¡Perfecto!
Se siente mucho mejor. Durante unos segundos
presta atención y agudiza el oído por si escucha alguna
conversación o notificación con la torre de Agadir. Esta
ciudad, tan alejada de la civilización, tiene un aeropuerto
con una pista de aterrizaje perfectamente asfaltada y, ni
más ni menos, de 3.000 metros de longitud.
—¡Igualito que el Loring! —recuerda Eliseo los poco

Sáhara, la última misión 147


más de 300 metros de tierra mal compactada y las naves
industriales en la cabecera de la pista 0-6 que el día
anterior —parece que hayan transcurrido muchos—
sobrevoló muy, pero que muy de cerca.
La radio permanece en silencio.
—¡Qué raro! —dice mientras revisa los números que
aparecen en el dial de la radio con los datos que le han
facilitado en el correo electrónico.
Se pone nervioso, decide acercarse más a la costa,
hasta sobrevolar las arenas de la playa. El paisaje costero
ha cambiado y las dunas han dejado paso a una pequeña
cordillera rocosa, seca, marrón, que penetra en el Océano
Atlántico. Ya no se ven pueblos, ni grandes ni pequeños, y
hace calor, mucho calor. Eliseo suda, busca
desesperadamente una gorra o cualquier otro objeto que
le proteja del incesante sol. Tiene calor, producido
seguramente porque la cercanía de la tierra desierta y
ardiente hace aumentar considerablemente la
temperatura en el exterior de la aeronave.
—¿Cómo vamos? —pregunta al P-92 como excusa
para comprobar los parámetros—. ¡Gasolina bien!
¡Llegamos seguro!
—¡Aceite, bien! ¡Agua...! —Eliseo enmudece. La aguja
del indicador de temperatura debería de estar en
indicativo verde (de 0 a 135º) pero se encuentra marcando
la zona roja (más de 135º).
—¡Qué raro! —piensa preocupado. No encuentra una
explicación porque la temperatura exterior, por muy alta
que sea, no puede provocar ese aumento en el agua del
radiador, además el vuelo se realiza sobre el mar, que
minimiza el calor, y la velocidad ha sido en todo momento
moderada, 150-160 Km/h; y lo más importante, ha
pilotado sin ascensos y descensos bruscos que hubieran
podido forzar el motor.
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. Por la emisora escucha
palabras en árabe.
—¡La radio funciona perfectamente, eso es buena
señal! —piensa Eliseo sin, por supuesto, haber entendido
nada de lo escuchado.
—¡Creo que vamos a tener más de un problema para
aterrizar! —dice dirigiéndose a su P-92.
Agadir es una ciudad de casi un millón de habitantes y
prevé que debe de tener mucho tráfico aéreo. Se
encuentra a menos de veinte minutos y las piernas están
agarrotadas, el cuerpo empapado en sudor, tiene hambre
y sed, la temperatura del motor está por las nubes y le
hablan en un idioma imposible de descifrar para él. No
tiene más remedio que continuar avanzando pero...
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. No entiende ni una sola
palabra.
No sabe qué hacer, lo único que quiere es aterrizar y
olvidarse de notificar nada, pero sabe que eso no puede
ser, de las comunicaciones por radio no solo depende su
vida sino la de otros inocentes que se pueden ver
afectados por un choque de aeronaves. Se quita el sudor
de la frente, respira hondo, pulsa el interruptor del
comunicador que se encuentra junto al dedo índice y dice:
—¡Bonjour Agadir! Ici ECO-CHARLIE-ECO-ECO-SET,
ultra- lèger originaire de l’Espagne. Je suis douze minutes
avant de l’aéro- port d’Agadir.
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr ¡Bonjour EC-EE7.
¡Bienvenue a l’aéroport du Agadir!
—¡Bien! —grita en la cabina sin ser escuchado.

Sáhara, la última misión 149


EN VUELO. AGADIR

Se toma unos segundos y con mucha dificultad y con un


marcado acento español dice:
—¡Ici EC-EE7! Je suis très fatigué, ¿dans que piste je
peux atterrir?
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. ¡D’accord EC-EE7! Vous
pouvez atterrir dans la piste libre
unzérosanslanécessitéderéaliser des trafics.
—¡Pardon, monsieur, je ne comprends pas, plus
lentement s’il vous plait!
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. ¡Directement piste un-
zéro!
—Perfecto. La pista 1-0 corresponde entonces a 100º.
Al Este le corresponde 90º, quiere decirse que debo de
aterrizar desde el Oeste, desde la costa, hacia el Este.
—Esto sí es una pista en condiciones.
Eliseo ha recorrido varios kilómetros y está
sobrevolando el enorme puerto de Agadir sin quitarle ojo
a la temperatura del motor. Desde su altura, divisa
prácticamente toda la ciudad, reduce la velocidad y
comienza a perder altura sin molestar a las viviendas
cercanas. A la izquierda y totalmente perpendicular al mar,
rumbo 1-0, avista una mancha negra, de varios kilómetros
de largo —debe de ser la pista de aterrizaje— y comienza
a virar… continúa descendiendo hasta los 800 pies —250
metros aproximadamente. Pero… cuando se supone que
debe tener la pista de aterrizaje enfrente suyo, descubre
que se ha equivocado, no es un aeropuerto, es una gran
avenida de cinco kilómetros de largo que llega casi hasta el
mar.
—¡Joder, qué metedura de pata! —dice en voz alta
mientras hace un viraje hacia la derecha y acelera para
coger un poco más de altura.
—Lo que me faltaba. —piensa nervioso. Levanta la
vista, y ahora sí, consigue ver unos kilómetros más hacia el
Sur lo que realmente es una pista de aterrizaje, regresa a
la costa e inicia la aproximación correctamente.
—¡Las ganas que tengo de llegar a tierra! —dice para
justificar su imperdonable error. Lleva varios minutos sin
comunicar con la torre de control de Agadir, y eso no es
bueno, se ha precipitado y ahora necesita que sepan que
continúa en vuelo. Recuerda el verdadero nombre del
aeropuerto y comunica:
—¡Al Massira! Ici EC-EE7. Je commencé manoeuvre
d’aterrir très longue finale.
—Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr. ¡D’accord, EC-EE7, vous
pouvez atterrir!
Sin pulsar el interruptor de la radio para que nadie le
escuche, dice:
—¡Qué suerte! No tengo que esperar. No quiero
pensar el esfuerzo que me supone tener que hacer alguna
maniobra de espera para que algún otro avión aterrizce o
despegue.
—¡Al Massira, ici EC-EE7 en finale!
Eliseo deja que el avión planee lentamente sobre la
pista, prolongando todo lo posible el «Vuelo de los Án-
geles». No hay viento, y con los flaps a 15º siente con
suavidad el toque de las ruedas contra el negro y caliente
asfalto. Ya en tierra, se dirige hacia los hangares y

Sáhara, la última misión 151


comunica:
—¡Al Massira, ici EC-EE7, la piste est libre, merci
beaucoup! Procede a estacionar el avión en la zona de
parking junto a otros aparatos similares al suyo. Sigue el
procedimiento de apagar todos los instrumentos de la
aeronave y una vez está el motor apagado, reclina la
cabeza contra el asiento, cierra los ojos y suspira:
—¡Gracias!
Eliseo pisa tierra. Necesita desentumecer todos los
músculos de brazos, piernas y espalda. Son más de las
doce de la mañana, el sol está en todo lo alto y hace un
calor infernal. Busca con la mirada un lugar donde poder
orinar. Entra en el edificio de oficinas y busca con la
mirada una puerta con algún rótulo, frase o dibujo que le
indique el baño de caballeros. No ve nada. En la
exploración, se cruza en el pasillo con un piloto que lleva el
pelo totalmente engominado y está enfundado en un
mono verde con pegatinas por todo el cuerpo, y que se
dirige a la puerta de salida hacia la pista. Utilizando un
lamentable francés, pregunta por los servicios y aunque no
entiende exactamente las indicaciones del colega, por los
gestos deduce que se encuentra al fondo a la izquierda.
Una vez aliviado, se dirige al avión para coger las hojas
de los correos electrónicos y averiguar el paradero de su
interlocutor en Agadir. Regresa al pasillo del edificio
principal, a la espera de encontrarse con otro gentil piloto,
pero en esta ocasión es una joven que con el pañuelo
ceñido a la cara y cabeza se cruza presurosa con unos
papeles en la mano. La señorita baja la mirada cuando
pasa junto a Eliseo.
—Pardón mademoiselle! Monsieur Arthur Damez, s’il
vous plait?
La joven, sin apenas levantar los ojos del suelo, hace
salir a Eliseo al exterior y con la mano le indica la torre de
control.
—¡Merci! —es lo único que se le ocurre decir a Eliseo.
El Sr. Damez es la persona de contacto para ayudarle
en Agadir, sobre todo con el repostaje. Es un joven nacido
en el Norte de Francia que chapurrea el español porque en
su infancia y adolescencia ha pasado muchos veranos de
vacaciones con la familia en la costa andaluza.
Eliseo sube a la torre cuando, por el camino, se cruza
con una persona que baja por la estrecha escalera de
acceso y se dirige a él:
—¡Pardón! Monsieur Arthur Damez, s’il vous plait?
—¡Oui, c´est là! —responde el operario.
Ante la puerta, Eliseo se coloca la ropa, toca con los
nudillos antes de entrar y la abre. Una bocanada de aire
caliente, muy caliente, le pega un bofetón en la cara. En
esa pequeña habitación acristalada, con vistas a toda la
pista de aterrizaje, hace un calor insoportable.
—¿El señor Arthur Damez, por favor? —pregunta en
español.
—Sí, soy yo —escucha con un marcado acento
francés.
Eliseo le estrecha la sudorosa mano, se presenta y le
cuenta el motivo de su presencia en Agadir, a la vez que le
muestra el correo electrónico donde aparece él como el
contacto en el aeropuerto de Al Massira.

Sáhara, la última misión 153


AGADIR.DAMEZ

Arthur Damez presume de pertenecer a la ONG Ruta de la


Luz y que todos los años ayuda en todo lo que puede a las
expediciones que, por uno u otro motivo, aterrizan en su
aeropuerto.
Dice «su aeropuerto» porque, orgulloso, explica a
Eliseo que es responsable de todo el tráfico aéreo de esa
zona de Marruecos. Arthur manifiesta a Eliseo muy
claramente que le han permitido sobrevolar toda la costa
marroquí porque se encuentra en misión humanitaria, que
de no ser por este motivo, de haber sido interceptado, o
simplemente por el hecho de aterrizar en suelo de
Marruecos, hubiera sido denunciado ante las autoridades.
—¿Por qué? —pregunta ingenuo Eliseo.
—¡Por el tráfico de drogas! —responde Damez.
Juntos descienden por la estrecha escalera hacia la
pista de aterrizaje para las indicaciones sobre dónde y
cómo repostar. Es viernes, día de descanso para los
musulmanes, y está escaso de personal de tierra. Ante el
avión, el francés dice:
—¿Con este aparato has volado desde Cádiz? —
pregunta sorprendido al ver el avión de Eliseo.
—¿Qué pasa? —responde muy castizo—. Además, yo
vengo de mucho más lejos… de Madrid. ¡Podía haber
continuado volando hasta El Aaiún, pero he preferido
aterrizar aquí para descansar!
—¡Quizás! —replica Arthur dudando de la capacidad
de vuelo del P-92.
En la cafetería, Eliseo explica detalladamente el
porqué del retraso en la entrega de las gafas y el estado de
salud de Carlos, el piloto oficial.
—¡Has tenido suerte! —dice el francés—. Porque ayer
comenzaban mis vacaciones, las he retrasado porque
hemos tenido un pequeño problema técnico en la torre de
control.
—¡El aire acondicionado! —adivina Eliseo.
—¡Exacto! —responde Arthur con un muy mal
español. Nadie de la ONG ha comunicado al responsable
del aeropuerto nada sobre el accidente de Carlos, ni del
cambio de piloto y de fechas. En esta ocasión parece, por
lo tanto, que la suerte se ha puesto de su lado; de no
haberse estropeado el aire acondicionado de la torre,
Eliseo hubiera tenido un serio problema con las
autoridades y con la gasolina.
La temperatura en las pistas es insoportable, y
deciden refugiarse en la cafetería del aeropuerto, a salvo
de la canícula. Permanecen allí hasta que Arthur recibe
una llamada y le indican que en unos minutos aparecerá
en la zona de parking de los aviones un pequeño vehículo
que transporta un depósito móvil de combustible. Cuando
salen al exterior, el camión está detenido junto al avión de
Eliseo.
—¡Tout plein, gasoline super, s’il vous plait! —dice
Arthur al operario. El trabajador se encarga de todo,
incluso de subirse a la escalera… Una vez finaliza el
repostaje, Eliseo hace intención de pagar a Arthur el coste
de la gasolina; pero, tal y como estaba estipulado, este no
le acepta el dinero. Eliseo comprende que ese gasto es la
pequeña, pero imprescindible, colaboración de Arthur al

Sáhara, la última misión 155


proyecto humanitario que ha llevado a Eliseo a vivir la
mayor aventura de su vida en las costas africanas.
El calor en la zona de parking de los aviones se hace
insoportable y cuando el piloto cierra el tapón del segundo
de los depósitos, regresan a la cafetería. Camino del
edificio principal, se comienza a escuchar por megafonía lo
que sin duda son rezos islámicos.
—¡Me parece que tendremos que tomar algún
refresco de la máquina! —dice Arthur. Los camareros y
todo el personal de tierra se toman unos minutos de
descanso para cumplir con las obligaciones religiosas.
¿Tienes hambre? —le pregunta a Eliseo cuando se
encuentran delante de la máquina expendedora.
—¡No, gracias! ¡Prefiero no comer nada hasta llegar a
El Aaiún!
—Tienes tres horas de vuelo por delante —advierte el
francés.
—Ya lo sé, pero no me importa, llevo un poco de fruta
en el avión y me imagino que esta tarde en mi destino
podré cenar tranquilamente y tomarme un par de cervezas
frías.
—Cenar, sí; podrás cenar —añade Arthur que poco a
poco consigue que su español sea más fluido—. Lo difícil
será tomarte dos cervezas… Pero… ¿Te esperan en El
Aaiún? —le pregunta.
—La verdad, me dejas preocupado. Yo pensaba que
alguien te habría comunicado mi llegada a Agadir, pero no
ha sido así, espero que no ocurra lo mismo en El Aaiún.
—¿Cuáles son tus intenciones de vuelo?
Eliseo intenta recordar cuál es el trayecto que le
queda por recorrer.
—Continuaré por la costa hacia el Sudoeste, pasaré
Sidi Ifni, más al Sur están las playas de Tan-Tan y los
últimos 150 kilómetros no sé si hacerlos por tierra,
entrando por Tarfaya, o continuar por la costa, esta última
opción me supone, por lo menos, cincuenta kilómetros
más de vuelo.
—No te compliques la vida —le aconseja Arthur—. Lo
mejor es que continúes por la costa porque a estas horas y
con este calor, si vuelas por encima de la tierra, te puedes
encontrar con «frappe del quinze» —expresión que Eliseo
no sabe traducir pero que deduce fácilmente—.
Sobrevolar el desierto a esas horas tan calurosas del día,
únicamente te traerá complicaciones.
—Tienes razón —responde agradecido Eliseo—. ¿A
qué hora te marchas a París?
—Dentro de un par de horas, a las tres en punto. De
un momento a otro aterrizará el vuelo de París; repostará,
cambiará de pasajeros y regresará.
—¡Qué bien! Seguro que te lo pasas estupendamente
—comenta el madrileño.
—Eso espero, mis hijos están deseando estar con sus
abuelos.
—Entonces… —dice Eliseo—. No quiero entretenerte,
porque tendrás muchos asuntos que solucionar antes de
que salga tu avión… Yo voy al baño y me marcho…
«volando» —termina la frase Eliseo pretendiendo hacerse
el gracioso.
—Que tu aies un bon vol! —se despide Arthur en
francés.
—Également —responde Eliseo sin saber
exactamente de donde ha podido sacar una expresión tan
bonita.
—¡Qué bien hablo francés! —se dice para sí. Y
estrechando fuertemente la mano del nuevo amigo, se
despiden. Ha sido la única vez en la vida que se ha
alegrado de haber estudiado en bachillerato francés en vez
de inglés.

Sáhara, la última misión 157


EN VUELO. CALOR

Diez minutos después Eliseo está otra vez en el aire,


dirigiéndose lo más rápidamente posible hacia el mar para
evitar que los vientos térmicos le hagan botar una y otra
vez dentro de la cabina.
—¡No he revisado el agua! —dice malhumorado al
recordar que no ha comprobado el motivo por el cual el
indicador del termostato tuviera la aguja de la
temperatura en el peligroso indicador rojo. —Ahora está
en verde, ¿Qué hago? —piensa. —¿Regreso a Agadir?.
Su mente duda ante la posibilidad de tener que
compartir espacio aéreo con el avión de Air France que de
un momento a otro aterrizará en el aeropuerto de Arthur.
—¡Vamos a ver cómo te portas! —le dice al P-92
como si el pobre avión tuviese la culpa de lo que está
ocurriendo. Y lo que es peor, de lo que aún queda por
acontecer porque cuatrocientos kilómetros de playas
deshabitadas tiene Eliseo frente a sí, antes de llegar a
Tarfaya, un espectacular paisaje que poco a poco le
aproxima al destino final, el Sáhara Occidental. Este último
tramo de la aventura parece cómodo, sin complicaciones
en la navegación aérea, pero con un calor endemoniado
dentro y fuera de la cabina del piloto.
A las dos de la tarde consigue divisar la pequeña
población de Gounzim, empujada por el desierto hacia el
mar; y alrededor de ella... nada. Agua y arena. Asentada
junto a lo que un día parece que fue un río.
Nuevamente Eliseo descubre que el indicador de la
temperatura del líquido refrigerante está en arco rojo,
marca 135º. La exudación comienza a cegarle la visión. Al
calor del interior de la cabina hay que añadirle el sudor por
el agobio de la avería que se está produciendo.
—Tengo el radiador sin agua —piensa en voz alta. Y
así es, la pequeña fisura que se ha generado por las
vibraciones, desde el despegue en Madrid, ha provocado
una rotura en el radiador por donde, poco a poco, se ha
evaporado parte del líquido refrigerante.
—¿Qué puede pasar? —se pregunta intentando
recordar alguna explicación de Rafa o algún comentario de
Valentín—. ¡Creo que puedo llegar! —dice en voz muy
baja sin pensar en las consecuencias del incesante calor de
agosto.
Dicho esto, reduce un poco la velocidad, se adentra
unas decenas de metros en el mar para conseguir reducir
la temperatura exterior e intenta perder altura para que el
aire refrigere el motor lo máximo posible. Pero Eliseo, sin
saberlo, está cometiendo otro error; el avión es capaz de
volar sin líquido en el radiador siempre que se realice un
vuelo suave. El problema real es la alta temperatura que
se está generando en todo el motor, una temperatura que
está deteriorando determinados plásticos que recubren
los cables eléctricos y las gomas, más concretamente los
tubos que conducen la gasolina. Si alguno de éstos se
funde a causa del calor, el problema puede ser mayor.
Muy lentamente consigue disminuir unos grados la
temperatura del motor, la aguja abandona
momentáneamente el límite marcado por el fabricante.
Un poco más tranquilo, prosigue el vuelo sin separar la
vista del GPS y de todos los parámetros del motor.

Sáhara, la última misión 159


Población tras población, kilómetro a kilómetro, llega a la
altura de Sidi Ifni.
—¿Tendrá aeropuerto? —se plantea mientras intenta
descubrir desde su baja altura algún trazado asfaltado o un
gran rectángulo de tierra que le indique la existencia de
algo parecido a un aeropuerto. No quiere cometer el
mismo error visual que cometió en Agadir y confundir una
carretera con una pista de aterrizaje.
No consigue ver nada que le sugiera un lugar
apropiado para solucionar el problema.
—Si el radiador tiene una grieta, no creo que aquí, en
este lugar tan alejado de la civilización, dispongan de
repuestos —razona pensando que la avería puede
aumentar si tiene que aterrizar en un lugar que no sea el
apropiado—. Las agujas parecen estar quietas, ni suben ni
bajan. Debo continuar. Además —insiste—, desde El Aaiún
estoy a un tiro de piedra de las Islas Canarias y allí sí es
posible recibir ayuda y repuestos de la península. Primero
las gafas, y lo demás… ya veremos.
Rápidamente calcula la distancia que le separa de El
Aaiún y comprueba desconcertado que faltan muchos
kilómetros. Vuelve a dudar sobre si aterrizar en Sidi Ifni o
continuar.
—¡En tierra deben de estar a cincuenta grados y
tengo que buscar y encontrar un lugar donde aterrizar! ¿Y
si no encuentro una pista y tengo que aterrizar a varios
kilómetros de la ciudad?
¡Nada, nada! ¡Mejor continúo!
Así hace, se aleja de esta población de veinte mil
habitantes, con una pista de aterrizaje de tierra de dos mil
metros, construida paralela al mar y ubicada al Sur del
núcleo urbano, entre este y el puerto pesquero. Eliseo,
que vuela a baja altura para refrescar el avión, no consigue
verlo y pasa de largo.
Casi es la hora de comer. Introduce la mano en la
mochila y palpa hasta hacerse con una enorme y sabrosa
pera. Una pieza de fruta que además de quitarle el
hambre, le aporta una gran cantidad de líquido, que falta
le hace. Para distraerse, busca el mapa de la costa de
Marruecos —hasta ese momento se ha fiado del GPS. Al
llegar a la playa de Tan Tan calcula que le quedan por
recorrer unos 150 ó 160 kilómetros hasta Tarfaya, frente a
la isla de Fuerteventura, situación que le reconforta al
sentirse próximo, al menos en la distancia, a España.
El calor cada vez es más insoportable, el sol es
cegador y la temperatura del agua se encuentra una vez
más en zona roja. Los problemas aumentan, la
temperatura del aceite ha alcanzado los 130ºC, el máximo.
—¿Ahora el aceite? —pregunta sorprendido por su
mala suerte—. ¿Por qué el aceite? —se queja levantando
la voz, como pidiendo una explicación al avión—. ¡Debe de
ser el calor! ¡Tiene que ser por la temperatura del motor!
Pero, ¿qué puede estar pasando?

Sáhara, la última misión 161


EN VUELO. ANSIEDAD

Eliseo no comprende que sin saberlo, sometiendo a la


aeronave a una durísima fatiga de todos los componentes
del motor y le están avisando de que, tarde o temprano,
algo malo puede suceder.
—¡Vamos, bonito, ya queda poco! —dice al descubrir
un gran brazo de mar que penetra varios kilómetros en
tierra firme. No avista ninguna población en los
alrededores, pero reconoce ese accidente geográfico en el
mapa que sostiene sobre las rodillas.
No deja de sudar. La camisa ha cambiado
completamente de color y se ha oscurecido por la
humedad del sudor. Eliseo no siente sed, pero nota las
piernas agarrotadas. Está pilotando desde las siete de la
mañana y ya son cerca de las cuatro de la tarde. Son nueve
horas para el cuerpo de un piloto que no está
acostumbrado a permanecer tanto tiempo en el aire y
demasiada temperatura para un avión que, aunque está
diseñado para vuelos como este, requiere de un
propietario que no sea tan aventurero.
—¡Tarfaya! —exclama al ver como la costa cambia de
dirección, pasando de sudoeste a Sur. Aún no ve la
población pero por el mapa intuye que en unos minutos
estará a la vista. Suavemente hace un viraje hacia la
izquierda para no perder la línea de costa a la espera de
divisar o el pueblo o su puerto. Está contento porque tan
solo cien kilómetros le separan de su destino. Mira una y
otra vez los indicadores. Todos están altísimos, salvo la
gasolina, que se encuentra a un tercio de capacidad. En un
acto desesperado, busca entre los papeles la frecuencia de
radio del aeródromo de El Aaiún; 127.5, e intenta
contactar con ellos una y otra vez, pero nada. Nadie
responde. Eliseo está inusualmente nervioso, mira en el
GPS y ve con claridad la línea recta que une por tierra el
lugar donde se encuentra en ese momento, Tarfaya, y su
lugar de destino, El Aaiún, están, por tierra, a 92 km. El
satélite le está comunicando que si continúa a esa
velocidad de 130 km/h llegará al punto estimado en
cuarenta y dos minutos.
Erróneamente, fruto de la ansiedad, Eliseo decide
abandonar el vuelo tranquilo por encima del mar e intenta
atajar por el interior, pero en el mismo instante de entrar
en tierra… Plas, plas, plas… comienza a pegar botes en el
puesto de piloto y las alas se mueven como autómatas
hacia arriba y hacia abajo, sin ningún tipo de control. La
temperatura de la cabina aumenta considerablemente…
—¡No puedo, no puedo! —grita, e intenta lentamente
virar hacia la derecha buscando otra vez la línea de costa.
Los diez o doce golpes que han sufrido él y el avión en la
estúpida incursión terrestre se reproducen otra vez
mientras intenta abandonar el insoportable desierto.
No sabe qué hacer, está aturdido y como un zombi se
dirige hacia el mar. Solo cuando el agua del Atlántico
absorbe los latigazos que envía el sol contra la tierra, el
vuelo se tranquiliza, pero el motor no ha conseguido
soportar esta situación de estrés añadida y comienza a
gritar a su manera:
—¡No puedo más! —le recrimina el P-92 a Eliseo. Y lo
dice como lo hacen los aviones, echando humo. Una densa
humareda gris comienza a salir por las juntas de la capota
del motor, tan intensa que impide la visión y hace muy

Sáhara, la última misión 163


difícil pilotarlo. Eliseo, por instinto, decide virar
rápidamente hacia babor, buscando la playa y, sobre todo,
para intentar alejarse de las aguas profundas. Al instante,
el avión reacciona a esta enérgica maniobra y responde a
las intenciones del piloto.
—¡El radiador, he reventado el radiador! ¡Tengo que
aterrizar inmediatamente! ¿Pero dónde?
Eliseo es consciente de que el único lugar para poder
aterrizar con alguna garantía de supervivencia es en la
propia playa. Una playa que se encuentra bajo sus alas. No
puede mirar hacia delante porque el humo le impide la
visión, tiene que mirar hacia abajo, distingue claramente la
línea donde rompen las olas.
—¡Tengo que aterrizar! —repite una y otra vez.
—¡Volarás, volarás pero nunca llegarás!
¡Solo la providencia te salvará y en los brazos de un
legionario despertarás!
¡Volarás, volarás pero nunca llegarás!
—¡Solo unas sombras tus ojos verán! ¡Por una buena
causa te salvarás!
Sabe que dispone de unos segundos para poder
intentar aterrizar en la playa. Lo primero que hace es
pulsar el botón del intercomunicador de la radio, observa
que la frecuencia que aparece en el dial corresponde al
aeródromo de El Aaiún, el mismo que hacía unos minutos
no había respondido a su llamada.
—¡Ici ECO-CHARLIE-ECO-ECO-SET! ¡MAY DAY, MAY
DAY!
—¡MAY DAY, MAY DAY! —repite sin cesar. Pero al
otro lado de la radio, únicamente hay silencio.
—¡Vamos, bonito! —dice para infundirse ánimos.
Eliseo inicia la maniobra de aterrizaje forzoso: tira del
mando de control de gases para desacelerarlo y consigue
que la hélice quede con el menor número de vueltas en
punto muerto, pero sin detenerse por completo.
En ese momento escucha una explosión y el humo
blanco se convierte en un espeso humo negro.
—¡Ahora el aceite!
Se olvida de la radio porque sabe que nadie le escucha
y no dispone de tiempo ni visibilidad para buscar la
frecuencia de emergencia en vuelo. Continúa… pisa con
todas las fuerzas el pedal derecho del timón de cola para
que el avión derrape en el aire y así el humo se marche
hacia la derecha mientras la aeronave, con dificultad,
vuela hacia la izquierda. La orilla se ve cercana y el avión
desciende planeando.
—¡Esto va a estallar! —grita al P-92.

Sáhara, la última misión 165


EL RESCATE

La marea está baja, y una enorme playa de fina arena se


exhibe a izquierda y derecha. Una vez comprobado que no
hay moros en la costa, Rogelio y el sargento se meten en el
agua. El frescor del Atlántico refrigera los cuerpos y reduce
instantáneamente la temperatura corporal varios grados
centígrados. Rogelio necesita un poco más de tiempo de
climatización porque su adaptación al desierto es tan
perfecta que su cuerpo siempre mantiene menos
temperatura que la ambiental. Disfrutan.
Merchán se siente a salvo, es cuestión de tiempo que
en el horizonte aparezca, de un momento a otro, la tan
deseada avioneta. Un ángel con alas blancas que cuando
les aviste, informará de su localización para que un par de
horas, la caballería venga a rescatarle.
Durante unos minutos queda tumbado, desnudo, al
borde del agua, dejando que una tras otra las olas sacudan
su cuerpo. Piensa en su mujer y en su futuro hijo. Toma la
cadena que pende del cuello, y contempla el pequeño
chupete que le habían regalado, y que sin duda, le ha
servido de amuleto.
Una vez extirpado del cuerpo el sofocante calor, el
sargento, que se había olvidado por unos momentos del
fiel compañero, le quita la rahala y todos los objetos que
porta. Los dos se quedan extasiados contemplando el
romper de las olas, pero sin quitar ojo a un lado y al otro
del horizonte.
En unos minutos la ropa se ha secado casi por
completo. Merchán decide vestirse y sentarse a la sombra
de un grupo de varios cactus de la variedad aloe vera
Barbadensis, muy útiles en el desierto. El fiel Rogelio no se
separa del amo ni un momento, fuera donde fuere
Merchán, para aquí o para allá, el camello le importuna
como lo hacen los perritos falderos cuando quieren que su
dueño les lance una pelotita en el parque.
En uno de estos lances, el sargento tiene que usar la
mano para apartar una de las pezuñas del animal que le
está fastidiando. Al intentar rehuirle para que no le pise, el
sargento le empuja con la palma de la mano y nota que se
ha mojado, que está húmeda. Gira la mano y el corazón
deja de latir durante unos segundos… ¿Sangre? Asustado,
puede comprobar cómo un reguero del líquido rojo
desciende desde la parte alta del muslo hasta la pezuña.
—¡Dios mío! —exclama preocupado el sargento.
Busca la marmita de la cantimplora de mano, la llena de
agua de mar y la vierte sobre la herida.
—¡Dios! —repite al observar dos orificios de bala, uno
a escasos centímetros del otro—. ¡Rogelio! ¿Por qué no
me has avisado? —pregunta estúpidamente el sargento
recordando todos los kilómetros que han recorrido al
galope con esas dos heridas en el muslo del animal—.
¿Qué hacemos? —le cuestiona sujetando la cabeza con las
dos manos y mirándole a los ojos. Yo solo no puedo
sacarte las balas, necesito la ayuda de por lo menos media
docena de soldados para sujetarte.
Merchán inspecciona de nuevo la herida. Es
consciente de su gravedad, debe ser curada en las
próximas horas, no sabe qué hacer… se acerca de nuevo a
la cara de Rogelio, y a punto de echarse a llorar, le repite:

Sáhara, la última misión 167


—¿Qué hacemos?
Preocupado, busca entre las pertenencias algo que le
pueda servir para curar la herida, pero es inútil, sabe que
no porta ni botiquín ni cualquier otro utensilio que le
pueda servir.
—¡Todo lo tiene el soldado Barberá!, piensa al
recordar el nombre del sanitario encargado de los
primeros auxilios de la patrulla nómada.
Merchán ya no teme por su vida, ya no necesita que la
avioneta le rescate, ahora la prioridad es llevar a Rogelio
cuanto antes a un veterinario. Más angustiado aún, mira a
uno y otro lado de la playa. Por un instante, hacia el
noreste, por la línea de costa, le parece ver algo en el cielo.
Pone la mano sobre los ojos para no deslumbrase y dice:
—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! —grita al animal,
que permanece sentado aún después de serle limpiada la
herida—. ¡Viva la madre que os parió! —vuelve a gritar,
refiriéndose a todos los pilotos—. ¡Solo tienen que verme!
¡Si me ven estamos salvados!
Corre hasta la ráhala y coge una de las mantas
militares para agitarla cuando la avioneta le sobrevuele.
Está nervioso y contento. Una vez más busca con la mirada
el objeto volador para cerciorarse de su existencia. Lo
encuentra de nuevo en el cielo, un poco más grande y
volando a menos altura.
—Qué extraño, vuela muy bajo… así me verán mejor
—se anima—. ¡Vamos, bonito! —grita una y otra vez
agitando la manta, aun sabiendo que se encuentra a
demasiada distancia como para ser avistado—. ¡Vamos! —
repite.
De repente, enmudece. Siente como la arena de la
playa cede bajo sus pies, permanece clavado en la húmeda
arena, se echa las manos a la cabeza; un humo blanco
primero y un poco más oscuro después, comienza a salir
del motor del aparato.
—¡Dios mío! ¡Le han dado! ¡Le han dado! —grita
desesperado hacia el lugar donde se encuentra Rogelio,
pensando, erróneamente, que el enemigo ha conseguido
abatir la avioneta de reconocimiento.
Merchán no puede despegar las manos de la cabeza,
es evidente que vuela cada vez más y más bajo.
—¡Sube, sube! —implora el sargento al piloto para
que no se estrelle. Ya no piensa en su rescate, ni en curar a
Rogelio, ahora su preocupación es que se salve el piloto.
—¡Bumm! Se escucha una explosión, y varias partes
del morro del aparato salen despedidas. El humo se hace
cada vez más denso y ha dejado de oírse ruido alguno; el
motor se ha parado, y el avión se aproxima cada vez más.
Envuelto en llamas como una tea, planea a escasos dos
metros de la cabeza. En ese momento Merchán
comprueba que el avión no pertenece al ejército español,
dado que no lleva la bandera bajo las alas. Aun así, corre
por la playa tras él hasta que la aeronave, suavemente,
queda encajada entre la arena y el agua, en un aterrizaje
casi perfecto.
La densa columna de humo delata su presencia, el
sargento necesita apagarlo cuanto antes. Corriendo como
un poseso por la playa, observa como por la parte
izquierda del avión se abre una pequeña puerta y como el
piloto cae sobre la arena y lentamente intenta alejarse del
avión arrastrándose. Está vivo.

Sáhara, la última misión 169


ATERRIZAJE

Eliseo continúa intentando hacerse con el control del


aparato, pero el calor que desprende el motor junto con la
combustión del aceite vaticinan la inminente inflamación
del tubo de la gasolina. Para intentar evitarlo, alarga el
brazo derecho y cierra el depósito de combustible de ese
lado, y a su izquierda, a la altura de la nuca, encuentra la
espita que controla la entrada de combustible del depósito
izquierdo. El avión vuela ahora con los depósitos cerrados,
pero el humo del aceite caliente es cada vez más intenso.
—¿Dónde estoy? —pregunta angustiado intentando
ver el suelo. Mira a al GPS que le informa que se encuentra
planeando a una altura de unos veinte metros sobre el
nivel del mar.
—¡Vamos, bonito! —repite varias veces mientras
activa los flaps al máximo. Pero ocurre lo inevitable. Eliseo
ha olvidado acelerar para agotar rápidamente la gasolina
que queda en el carburador y en los tubos que comunican
con los depósitos. Se produce una seca explosión.
—¡Bumm!
La capota del motor revienta y salta por los aires, con
tan mala fortuna que choca contra el parabrisas de la
cabina y lo rompe. Una bocanada de humo hirviendo entra
en el estrecho habitáculo cegando al piloto por completo.
El silencio es total.
—¡Volarás, volarás pero nunca llegarás! ¡Solo unas
sombras tus ojos verán…! —escucha la voz de los niños de
Medina Sidonia.
Siente un calor intenso en el rostro quemado. No
puede abrir los ojos, está mareado, intoxicado por el humo
de aceite, agua y gasolina. La mano derecha se aferra al
mando de control. Sabe que el suelo está cerca y levanta
suavemente el morro, para tocar suelo con las ruedas
traseras del tren de aterrizaje. Vuela con poca velocidad e
intuye que lo está haciendo a poca altura, ahora lo
importante es que el avión no se clave en la arena y dé
media vuelta de campana; eso podría provocar que el
resto de la gasolina de las alas entrara en contacto con el
fuego del motor y estallase por los aires.
—¡Vamos, bonito!
El avión planea solo. Está haciendo lo que debe de
hacer… volar. Para ayudarle, Eliseo tira un poco más hacia
el pecho de la palanca de mando, está volando a ciegas,
por intuición.
—¡Todo vuestro! —dice hablando a los Ángeles que
siempre hacen aterrizar a los aviones.
—¡Pummm!
Eliseo siente el contacto de las dos ruedas traseras
contra el suelo y como su cuerpo es lanzado contra el
cinturón de seguridad.
—¡Pummm!
Otro golpe y otra gran frenada, esta mucho mayor
que la primera, provocada por la rueda delantera del tren
de aterrizaje al clavarse en la arena.
El silencio es total. Eliseo está semiinconsciente. Sabe
que el avión ya está en tierra y él permanece con vida. El
aparato está inclinado, muy inclinado hacia la derecha, ha
conseguido aterrizar en la playa, pero la rueda izquierda
no toca suelo y la derecha está en el agua, prácticamente
hundida en la arena blanda. Dentro de la cabina del piloto
el olor a humo y fuego es muy intenso. No siente el calor

Sáhara, la última misión 171


del fuego pero sí su hedor. No puede abrir los ojos.
Dolorido en el pecho por el choque con el cinturón de
seguridad, consigue pulsar el interruptor que le libera de la
cinta y con la mano izquierda abre el pestillo de seguridad
de la puerta. Al abrirla, cae al agua todo el contenido de la
guantera de la puerta; las instrucciones pre vuelo, un par
de bolígrafos y el teléfono móvil.
No puede salir, el avión está muy inclinado, no tiene
fuerzas para sacar una pierna y luego otra, intenta poner
el pie izquierdo en el suelo, no llega a tocarlo, se deja caer
al exterior. Tumbado boca arriba siente como una ola le
empuja suavemente hacia la orilla e intenta,
arrastrándose, alejarse del aparato.
Escucha una voz… cree que está muerto.
JUNTOS

Eliseo, aturdido, utiliza los codos para alejarse del avión.


Cree estar soñando. Escucha una voz fuerte y
contundente:
—¡Apágalo, apágalo!
—¡Socorro! —susurra Eliseo, que ha conseguido
alejarse unos metros del avión.
—¡Apágalo! —se oye la voz que pasa junto a él sin
detenerse, alejándose en dirección al morro del aparato—.
¡Apágalo! —insiste jadeando Merchán, que está más
preocupado en echar tierra y agua en el humeante motor,
que en socorrer a un pobre, pero superviviente náufrago.
Una explosión, en esta extensa planicie del Sáhara
Occidental, podría ser observada por el enemigo a muchos
kilómetros de distancia.
Eliseo, sin fuerzas, consigue colocarse tumbado boca
arriba. Su mente repite una y otra vez la canción infantil:
—¡Volarás…!
Es lo último antes de perder el conocimiento.
—¡Joder, joder, joder! —grita malhumorado el
sargento—. Bastante tengo con preocuparme de mí y de
mi camello… ahora esto —protesta señalando el cuerpo de
Eliseo. Le toma el pulso… Menos mal, continúa vivo.
Asiéndole por los sobacos le arrastra hasta un
pequeño montículo, una duna playera cubierta de
arbustos. Le cubre la cara con la camisa para protegerle
del sol y corre hacia donde está Rogelio que, impasible, ha

Sáhara, la última misión 173


contemplado el espectáculo mientras rumia no se sabe
qué tipo de planta.
Merchán no deja de mirar a uno u otro lado de la
playa preguntándose:
—¿El humo habrá delatado nuestra posición? ¿Si este
no es el avión de reconocimiento, cuándo vendrá el
auténtico?
Intenta acomodar lo mejor posible a su paciente, le
coloca una manta bajo la cabeza, y parapeta del insistente
viento alisio con la silla del camello. Toma el guirbi y vierte
un poco de agua dulce sobre el ennegrecido rostro.
—¡Dios Santo! —es lo único que puede decir al ver
como prácticamente todo el rostro, desde el labio superior
hasta la frente, se ha convertido en una enorme ampolla.
El sargento corre hasta el lugar donde vio el conjunto de
plantas de aloe vera. Lo primero que hace es buscar la de
mayor tamaño, sabedor de que la planta de aloe debe
tener al menos dos años para aportar verdaderos poderes
curativos; luego, de rodillas, rebusca entre las hojas,
aquellas que se encuentran más cerca de suelo. Una vez
seleccionada, abre su estupenda navaja —conocida en el
ejército como «mus» — y corta dos carnosas hojas. Lo
hace así para infligir el menor daño posible a la planta,
siempre hay que amputar las inferiores, de abajo hacia
arriba.
Con dos gruesas hojas de aloe llega junto al piloto,
rápidamente elimina las espinas de los bordes y después
de una laboriosa labor de desmonde de la piel, coloca
sobre el rostro del piloto un gran puñado del pegajoso y
gelatinoso contenido del aloe. Está convencido de que le
aliviará el dolor y reducirá la inflamación de tan
desagradables ampollas.
—Ya no puedo hacer más, ahora tan solo queda
esperar. Faltan unas horas para que anochezca y hay
tiempo, al menos esperanza, de que el avión de
reconocimiento les aviste. Mientras, por si acaso, en vez
de permanecer sentado junto al inesperado invitado, se
acerca al siniestrado aparato para ver qué puede
recuperar que le pueda ser de utilidad. De la parte
exterior, haciendo uso de su mus, pincha las tres ruedas y
recupera el caucho y la goma de las cámaras. Del morro,
prácticamente no se puede recuperar nada, salvo un
puñado de cables retorcidos por el calor. Desmonta las dos
puertas, servirán de techo, pero no sabe qué hacer con las
cajas que abarrotan el interior. Coge una de ellas y lee:
—Fundación Ruta de la Luz. Con un impulso las arroja
hacia la arena seca donde pretendía montar el
campamento. Después desarma los asientos.
Todo aquello que no está fuertemente sujeto al avión,
es recuperado; desde la alfombrilla de los pies, hasta la
moqueta que cubre la parte trasera, la mochila con los
mapas aeronáuticos, una botella de zumo… todo.
Merchán está preocupado por la salud del piloto que
continúa sin conocimiento. De cuando en cuando,
humedece los secos labios, procurando que ninguna parte
del rostro permanezca sin la protección del aloe.
—¡Mañana estará mejor! —se dice en voz alta, sin
percatarse de que Eliseo no está inconsciente; se siente
aturdido pero le ha escuchado.
—¡Las gafas, por favor, las gafas! —balbucea Eliseo.
—¡Qué gafas ni qué narices! —responde Merchán
alegrándose de que el piloto sea español y no marroquí.
—¡Las cajas, las gafas, por favor!
Merchán se levanta, coge uno de los paquetes y lee
en voz alta:
—Fundación Ruta de la Luz —gira la caja. —Tierra de
Hombres.
—Las cajas están bien, no se preocupe —dice para

Sáhara, la última misión 175


tranquilizarle.
El sargento no quiere hacer conjeturas del motivo por
el cual esa persona ha llegado hasta allí. Ha comprobado
que el avión no tiene muestras de haber sido derribado, y
salvo que sea un espía…
Merchán aprovecha el poco tiempo de luz solar que le
queda para construir un chamizo que les proteja del viento
del Norte y de la humedad, sobre todo del relente que
durante la noche cae del cielo y empapa todo aquello que
no esté techado. La parte positiva es que ese rocío se
puede aprovechar; busca en el petate y extrae un plástico
muy bien plegado de unos dos metros cuadrados. Examina
el terreno en busca de la mejor zona y una vez
encontrado, lo extiende en el suelo sujetando los
extremos con piedras y coloca la marmita en el centro,
pero por debajo del plástico. El sargento calcula que podrá
acumular en una noche más de medio litro del vital
elemento.
Una vez que Merchán ha finalizado todas las
operaciones de supervivencia, agotado, se tumba junto al
piloto. El atardecer de ese día de agosto es espectacular. El
sol está a muy poca distancia del horizonte y comienza a
tomar la tonalidad anaranjada que a todos nos gusta
fotografiar. Pero la belleza del momento no puede
compensar la angustia que siente Merchán al saber que
ese día no serán rescatados. Se prepara para una larga, fría
y húmeda noche al borde del océano… está preocupado,
teme por la vida del piloto y por la suya propia.
LA PLAYA

Merchán despierta antes del amanecer. El piloto continúa


durmiendo y Rogelio, barracado unos metros más lejos,
parece dormir también.
—Hoy no toca desayunar. — piensa al notar que tiene
el estómago vacío. Desde la suntuosa boda en Daora, no
ha vuelto a probar bocado. Lo primero que hace al
levantarse es realizar un recuento de víveres: un puñado
de dátiles y las galletas que recogió en la cocina a cambio
de las aves.
Busca en la mochila del piloto y encuentra poca cosa,
algo de fruta, una caja pequeña de cartón blanco cerrada
con un lazo dorado… alfajores. Encuentra una botella de
plástico, que parece contener algo de zumo, desenrosca el
gran tapón verde y un olor nauseabundo le hace tirar la
botella y dar una gran arcada.
—Qué asco, menos mal que no lo he bebido. ¿Qué
líquido será ese?
Se acerca al lugar donde duerme Rogelio para ver la
herida. Con los dedos palpa alrededor de los dos orificios
de bala; hay algo de inflamación, el animal gruñe dolorido.
—No tiene buen aspecto—le dice al compañero
mientras le acerca las dos galletas que, como de
costumbre, le da todas las mañanas.
—¿Hola? —se escucha la voz de Eliseo, casi gimiendo.

Sáhara, la última misión 177


—¿Quién es usted? —pregunta el sargento.
—¿Dónde estoy? ¡No veo nada! —se lamenta el piloto
sin responder a la pregunta, pero contento de escuchar
una voz en español.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? —insiste el
militar. Mi nombre es Eliseo Montes, soy piloto y tengo
una misión: entregar las gafas que llevo en mi avión a una
ONG en El Aaiún.
—¿Qué es una ONG? —pregunta Merchán.
—Una ONG es una Organización No Gubernamental.
—¿Para quién son las gafas? —interroga el sargento.
—Para el pueblo saharaui. ¿Qué me pasa en los ojos?
—Tiene usted la cara totalmente quemada, le he
puesto un ungüento de aloe vera para reducir la
hinchazón.
—¿Aloe vera?
—Sí, aloe vera. No encontrará en la naturaleza ningún
producto que cure mejor las quemaduras. Por cierto, voy a
por más… Merchán regresa al lugar donde la tarde
anterior había cortado un par de grandes hojas y en esta
ocasión solo corta una. Al ponerse en pie se percata que el
viento ha cambiado de dirección. Ya no sopla el alisio de
Norte a Sur, ahora nota como comienza a soplar el
implacable siroco. Regresa con su paciente y le extiende,
ya con luz de día, el aloe por la frente y los ojos.
—Hummm —agradece Eliseo—. Qué fresquito, qué
bien, tenía la cara que me iba a explotar de calor.
—Tengo malas noticias —dice Merchán—. Está
comenzando a saltar el Irifi.
—¿El Irifi?
—¿Qué clase de piloto es usted que no sabe lo que es
el irifi?
—Es la primera vez que vuelo en esta parte del
mundo. ¿Por qué es una mala noticia?
—El Irifi o Siroco, es un viento racheado que procede
del interior. Levanta unas enormes cantidades de polvo y
hace subir las temperaturas. No es normal que sople
fuerte en el mes de agosto, pero parece que se está
preparando una gran tormenta.
—¿Cómo sabe que habrá una tormenta de arena? —
pregunta Eliseo, pero Merchán no responde a la
pregunta— ¿Cuánto tiempo dura? —insiste.
—Lo normal es que sean dos o tres días pero,
mientras sople el siroco, nadie vendrá a rescatarnos.
—Entonces… ¡Vamos a morir! —balbucea Eliseo
aterrado, sumido en una total oscuridad.
—No diga tonterías. Aquí no se va a morir nadie y
punto. Parece que la herida va un poco mejor —dice el
sargento para intentar cambiar de conversación—. Los
cristales de las gafas de sol parece que le han protegido las
pupilas, y aunque los párpados están muy hinchados
confío…
—¡Qué! —pregunta preocupado el piloto.
—Que pueda recuperar la vista.
Los dos permanecen unos minutos en silencio
mientras el militar termina de extender al piloto el aloe
por la parte dañada.
—Gracias —dice Eliseo agradeciendo todo lo que ese
desconocido está haciendo por él.
—Voy a recoger la cosecha de agua. Por cierto —
continúa Merchán—, hay un frasco en la mochila que tiene
un líquido que huele a perros muertos.
—Es mi orinal de vuelo —responde Eliseo intentando
emular una tímida sonrisa.
—¿Orinal de vuelo? ¿Cómo se puede ser tan
marrano? Pues prepárese porque voy a lavarlo y
convertirlo en un botijo de tierra.
—¿Qué dice?

Sáhara, la última misión 179


—Lo que oye, voy a lavarlo con agua del mar, lo
enjuagaré lo que pueda y lo llenaré de agua dulce para que
pueda beber. En este desierto escasean los recipientes.
Así lo hace, enjuaga el envase y vierte algo más de
medio litro de agua limpia y pura que ha conseguido con la
ayuda del plástico y su ingenio.
—Tengo hambre —dice Eliseo al escuchar a Merchán
que se aproxima—. Dentro de mi mochila hay algo de
comida.
—Escúcheme con atención —le amonesta el soldado
con tono preocupado—. Durante los próximos dos o tres
días la avioneta no despegará y nadie, nadie, vendrá a
rescatarnos, tendrá que sobrevivir con lo que tiene en la
mochila. Yo tengo que partir. He de comunicar cuanto
antes con mi capitán.
—¿Es usted militar? —pregunta aliviado Eliseo.
—Soy el Sargento Primero de Infantería de la
Agrupación de Tropas Nómadas Juan Antonio Merchán.
Tengo que llegar hasta una estación de radio para
informar de nuestra situación. La más cercana se
encuentra a menos de un día a camello y tengo que salir
inmediatamente.
—¿Sargento de qué? —es lo primero que se le ocurre
preguntar al civil.
—Tropas Nómadas del Sáhara. Nuestra misión es
ayudar al personal civil del Sáhara y protegerles de
malhechores, luchar contra el contrabando… y llegamos
donde ningún vehículo a motor puede llegar.
—¿Por qué tiene que contactar con su capitán? —se
interesa el piloto.
—Eso a usted no le importa, lo que tiene que
preocuparle es que consiga llegar hasta la estación BLU.
Tengo que atravesar el mar de dunas y el mar de sal; si no
lo consigo, moriremos.
Eliseo no entiende nada y no quiere preguntar más.
—Preste atención —insiste Merchán—. Aquí, a su
lado, le dejo su orinal lleno de agua potable, si huele mal,
lo siento. Aquí está el contenido de la mochila —le entrega
las piezas de fruta y la caja—. No necesita nada más y
tampoco tenemos más; creo que será suficiente hasta que
pueda regresar. Si todo sale bien, estaré de vuelta mañana
por la mañana, y recuerde, no beba el agua a tragos
grandes, hágalo a sorbitos o mojándose únicamente los
labios.
—¿Y usted? —pregunta Eliseo.
—No se preocupe por mí, tengo agua y unos dátiles, y
Rogelio puede aguantar sin beber; de comer, comerá lo
que nos encontremos por el camino.
—¿Quién es Rogelio?
—Mi camello.
—¿Rogelio es el nombre de un camello?
Sin responder a la pregunta, el sargento prepara
todos los utensilios para partir hacia la estación BLU. El
camino de ida se presenta duro, el fuerte siroco le soplará
de cara. La vuelta confía poder hacerla en jeep con los
servicios de rescate.

Sáhara, la última misión 181


SIROCO

El sargento abre el mapa y con el dedo visualiza el


trayecto que ha de recorrer hasta la estación de radio. No
hay apenas referencias, salvo unas ruinas al borde del mar
de sal. Tampoco hay anotaciones de la existencia de pozos,
reservas de agua… nada, el más puro y duro desierto. Por
último comprueba las reservas de agua. El guirbi se
encuentra a un veinte por ciento de su capacidad.
—Dispongo de dos o tres litros, me temo que voy a
pasar sed.
Antes de partir entrega a Eliseo su pistola de nueve
milímetros.
—Solo tienes que apretar el gatillo; si percibes la
presencia de algún animal, dispara. Yo me marcho. Confío
en que aquí debajo, a la sombra y sin moverte, no tengas
necesidad de más agua. Si tienes mucho calor, gatea hasta
la orilla y báñate. Usa esta cuerda para no extraviarte.
Lamento no poder dejarte nada más sólido para comer.
Mañana esta pesadilla habrá terminado.
—Gracias, estaré bien. ¿Quieres algún alfajor? Son
muy nutritivos —ofrece al sargento.
—No, gracias, me preocupa más el agua que la
comida.
—Suerte —le desea Eliseo.
—Gracias —responde amable el militar—. Por cierto,
no sé cuándo es tu cumpleaños, pero has vuelto a nacer…
Merchán se ajusta bien el turbante y las gafas
siroqueras. Está tranquilo, no tiene prisa ni nervios. Ha de
conservar la calma y multiplicar por cien la paciencia; se
siente seguro porque sabe que ningún enemigo ni bandido
le atacará mientras sople el infernal siroco.
Una gran nube de arena comienza a minimizar la luz
del sol. Difícilmente puede caminar y nota en su cuerpo el
azote de la arena. A los pocos metros de iniciada la
marcha, el sargento decide bajarse de Rogelio porque la
zona pedregosa podría dañarle las patas y al mismo
tiempo la sangrante herida.
Camina junto al camello, lo utiliza como parapeto.
Comienza la batalla contra el despiadado desierto, un
enemigo que utiliza como armas el viento, el polvo y la
arena que arremeten contra ellos. Caminan hacia levante,
pero la canícula y el polvo en suspensión apenas permiten
distinguir el disco brillante que los abrasa. Sus cuerpos se
han acostumbrado a la humedad del aire en la costa y la
sequedad del interior abrasa los pulmones. La sensación es
la misma que respirar en la boca de un horno.
Dispone de mucho tiempo por delante y, para
olvidarse del vendaval, decide tener pensamientos
bonitos, esos pensamientos que te ayudan a ser feliz y
olvidar tus calamidades. Piensa en su mujer, su futuro hijo
—¿Qué nombre le pondremos?, en la boda de la hija de
Fanil.
Su corazón se encoge al recordar la muerte del hijo de
su camarada. El desierto comienza a adueñarse de su
espíritu. Quiere dejar de pensar y decide prestar atención
a las piedras del camino. Podría estar horas observándolas,
pero el viento tampoco le deja. Apenas puede ver los miles
de fósiles marinos que salpican todo este territorio.
Aquella tierra yerma, hace mucho tiempo, fue mar.

Sáhara, la última misión 183


A media mañana, ha completado la primera parte de
la travesía de los tres mares: el mar de piedras. Ahora,
ante él, se abre el mar de dunas y después, el mar de sal.
Siente calambres en las piernas por los kilómetros
recorridos a pie, bebe otro pequeño sorbo de agua y se
sube a la grupa de Rogelio para continuar la marcha por el
mar de dunas. No se despega de la brújula porque la
posibilidad de desviarse de la ruta es muy grande; una
desviación de unos grados, supone recorrer varios
kilómetros de más, circunstancia esta que ni su estado
físico, ni su reserva de agua, ni las heridas de bala de
Rogelio podueden soportar.
El viento continúa rugiendo a su alrededor, marcha
encogido, acurrucado, agazapado en lo alto de Rogelio.
Recuerda las palabras del sargento nativo cuando le decía:
«solo se puede sobrevivir al Sáhara con la protección de
Alá». Merchán prefiere rezar al Dios del desierto,
convencido que así no molestará ni al Dios de los
musulmanes ni al Dios de los católicos.
El sol está en lo más alto. El paso de Rogelio es cada
vez un poco más lento, no solo por el terreno arenoso,
sino también a causa de la herida, que parece ir
empeorando.
Después de tres infernales horas, llegan al borde del
mar de sal. Antes de acometer el último y más peligroso
asalto, busca las ruinas que aparecen en el mapa para
poder refugiarse. Son construcciones que sirvieron de
refugio a las caravanas que, llegadas de todas las partes
del desierto, venían a recoger la preciada sal. Merchán
descansa protegido del viento en uno de los muros que
aún se mantiene en pie. Piensa en el piloto que ha dejado
escondido en la costa. Rogelio, mientras, intenta
alimentarse de las hojas de unos arbustos cercanos.
—¿Gafas para los saharauis? —se pregunta
asombrado.
Por su mente pasan imágenes reales de ancianos y de
personas no tan mayores, que necesitan de un lazarillo
para atravesar las calles para no ser arrollados por
camellos y camiones. Personas que se han resignado a
perder la vista y a vivir simplemente del recuerdo, el
recuerdo de los rostros de sus hijos, el recuerdo de un
camello, de una cabra… Si en algún lugar del planeta son
importantes y necesarias las gafas, ese lugar es el desierto
donde el viento ataca tus ojos como con dardos, con
millones de granos de arena, y el sol implacable te los
quema hasta dejarte totalmente ciego.
—Es una buena misión para un piloto —piensa como
militar. Ya repuesto, usa el silbato para llamar a Rogelio. Se
preparan para afrontar el tránsito de los seis kilómetros de
suelo de sal. Un lugar donde los enemigos nunca le
buscarán y donde, al otro lado, encontrará la Estación de
Radio BLU.

Sáhara, la última misión 185


SAL

Merchán, montado en lo alto de Rogelio, contempla ante


sí el inmenso paisaje blanco, manchado por la calima del
siroco, que se pierde hasta el horizonte. Muchas veces lo
ha bordeado en sus años de nomadeo, pero nunca lo ha
cruzado. Es más, no recuerda que nadie haya relatado
ninguna historia al respecto, salvo los obreros que
trabajaban en la extracción de sal, y aseguraban haber
contemplado como el mar se tragaba a camellos con toda
la carga.
—¡Jad! —jinete y montura comienzan la travesía de
un terreno a todas luces inestable, es lo más parecido a
caminar por encima de un lago helado. Seis kilómetros no
son muchos; pero el miedo a que se rompa la insegura
capa de sal los convierte en una enorme distancia. No
piensa en la posibilidad de morir ahogado —duda mucho
de la profundidad real del lago salado—, pero sí le
preocupa que Rogelio, con su peso, haga ceder el suelo y
se quede enganchado o se dañe alguna pata. Para
distribuir mejor el peso, decide descender del animal y
hacer el camino también a pie, sintiendo a cada paso el
crujir del suelo.
Durante la travesía, no aparta la vista del horizonte,
protegido por las gafas siroqueras, porque de mirar hacia
abajo, los ojos podrían quedar cegados, como cegados
quedan los ojos de muchos montañeros que andan sobre
la nieve. En este inhóspito lugar, la intensidad del sol hay
que multiplicarla por un número de dos dígitos. Todo es
monótono, la única distracción que encuentran es el
hallazgo de los restos óseos de un camello que el sol y la
sal han secado.
—¡Mira, Rogelio! Otros lo han intentado.
Empleando más tiempo y esfuerzo del inicialmente
previsto, Merchán logra llegar al borde salino y pisar tierra
firme.
—Vamos, Rogelio, ya queda poco.
El animal gruñe de dolor cuando nota el peso del amo.
Merchán, aprovecha la privilegiada altura que le concede
el animal, reconoce el lugar donde se encuentra y se
dirige, protegiéndose del siroco, hacia la salvación. A
medida que se alejan del mar de sal, la visibilidad se va
reduciendo y el azote del viento va en aumento.
—Estamos cerca, seguro que estamos cerca —repite
una y otra vez intentando acordarse de alguna piedra,
algún arbusto que le sirva de pista... Recuerda que la
estación de radio se encuentra en una pequeña colina, el
único montículo en kilómetros a la redonda. Esa es su
esperanza. No muy lejos, entre la nube de polvo, consigue
divisar la tan deseada estructura de hormigón.
—Jad —espolea el sargento a Rogelio, pidiéndole un
último esfuerzo. Al paso, muy despacito, llegan a la puerta
exterior de la alambrada. Está abierta y en los alambres
hay enganchados una toalla blanca manchada de sangre y
trozos de papel moviéndose al son del siroco…
—¡Dios mío! —exclama Merchán. Desciende del
camello y se dirige corriendo hasta la puerta del búnker,
que también permanece abierta. Entra en el interior y se
deja caer de rodillas. En el suelo, degollados, yacen
Roberto y Pardo, sin ropas…
—Hasta el uniforme se han llevado —dice el sargento
entre lágrimas, intentando comprender lo que ha podido

Sáhara, la última misión 187


suceder en la estación BLU.
Una arcada le obliga a salir nuevamente al exterior. El
siroco ha borrado en parte las evidencias de un saqueo:
trozos de madera, cartones con el texto Ejército Español,
provenientes de las cajas de comida… Intenta recomponer
lo que allí ha ocurrido.
Parece que los dos soldados se encontraban en el
exterior para recoger la mercancía que les enviaba el
Junkers. Los bandidos que robaron la emisora a los
legionarios debían de haber interceptado la comunicación
del Cuartel General informando de la hora de entrega de
los víveres.
A partir de ese, el resto es fácil de imaginar… los dos
soldados, en el exterior y desarmados… la pared exterior
está manchada de sangre, en el suelo, a unos metros de la
puerta, un gran charco también de sangre.
Merchán deduce que en esta operación también
debió participar el francotirador que casi acaba con su
vida. Primero disparó al soldado que estaba cerca de la
puerta del fortín, el cual cayó gravemente herido, y de ahí
el charco de sangre. Luego le tocaría el turno al
compañero que, herido de bala, fue obligado a entrar en la
emisora, dejando con sus manos las manchas de sangre en
las paredes. Después… les pasaron a cuchillo a los dos.
En el recinto no queda nada de nada. Se han llevado
el armamento, la radio, las baterías, el depósito de agua, el
generador de gasoil, el grupo electrógeno, los víveres…
todo.
Con las lágrimas contenidas, arrastra los cuerpos
hasta el exterior, y los entierra como puede con arena y
piedras. Quiere evitar que las alimañas despedacen los
cuerpos y coloca sobre las dos tumbas parte de la
alambrada de espinos. Con los cuerpos entierra los restos
de papel que ha encontrado. Son cartas, unas recibidas —
aún sin abrir— y otras que no han podido ser enviadas.
El siroco no deja de castigarle. Permanece unos
segundos junto a ellos, sin saber qué cuerpo corresponde
a Pardo y cuál a Roberto. Se quita el turbante y
apoyándolo en el pecho, recita el himno de la Legión. Sabe
que no son legionarios, pero a todo soldado destinado en
el Sáhara le gustaría que le cantasen esa canción en caso
de morir en combate.
Aprovecha el pequeño, pero sentido homenaje, para
recordar a todos los que han caído el día anterior… el
teniente Luque, el cabo Menocal, el sargento Mahayud,
Hamdi, los soldados españoles, los nativos…
Decide entrar en el búnker para refugiarse durante
unos minutos del sol y sobre todo del viento. Agota la
última reserva de agua. Sentado en el suelo de hormigón
tiene una extraña sensación; por primera vez en su vida,
no sabe qué hacer. Dirigirse a Daora puede ser muy
arriesgado, seguro que la ruta puede estar controlada por
los bandidos. Piensa en Eliseo y se dice:
—Tengo una última misión que cumplir.

Sáhara, la última misión 189


EL REGRESO

Fuera del búnker, el viento no amaina. Merchán, tras


comprobarlo, regresa al interior y se pertrecha
convenientemente para afrontar el siguiente asalto, el
siguiente reto: regresar a la playa.
De nuevo en el exterior, llega hasta la salida del
perímetro de la valla de alambre. Rogelio no está. El
sargento extrae del pecho el silbato marinero y antes de
llevárselo a la boca, el siroco lo hace sonar, muy
suavemente, pero de forma audible. Merchán silba y
espera el regreso de Rogelio, vuelve a silbar y continúa
esperando; Rogelio no aparece.
—Quizás el siroco aleja el sonido del silbato hacia un
lugar donde el camello no puede escucharlo— piensa.
Comienza a intranquilizarse, decide rodear el
perímetro de la estación de radio sin dejar de silbar. Antes
de completar una vuelta, divisa un conjunto vegetal.
Parecen chumberas. Se acerca unos metros mientras
continúa silbando, hasta que puede divisar la silueta
inconfundible de su buen amigo Rogelio surgiendo de la
nube de polvo.
—¡Joder, Rogelio, me has dado un susto de muerte!
—le riñe abrazándose al peludo cuello. Antes de subirse a
lomos del compañero, revisa la herida que, con muy mal
aspecto, no deja de sangrar. Para evitar que le entre la fina
arena azotada por el viento, coloca como puede parte del
iligüis que protege las posaderas del jinete a modo de
parapeto. Rogelio brama de dolor hasta que consigue
ponerse totalmente en pie.
—¡Un último esfuerzo, amigo mío, ahora tenemos el
viento a nuestra espalda y una misión que cumplir!
Con un ¡jad!, inician el camino de regreso. Un retorno
lento. Merchán, para protegerse, se encoge como un ovillo
en la grupa del pobre Rogelio. Totalmente cubierto, no
puede contemplar el infinito y monótono desierto.
Únicamente dispone de tiempo para pensar. No puedes
hablar, ni escuchar, ni observar nada de lo que te rodea.
En mitad del desierto otros se pueden sentir aislados, pero
Merchán no está solo, junto a Rogelio está su mujer, habla
a su futuro hijo, recuerda a su madre, a sus hermanos…
Esa es la única manera de conseguir que el tiempo no se
detenga y hacer más soportable el esfuerzo, un sacrificio
físico al que hay que sumar la carencia de agua. El último
trago lo ha dado después de enterrar a los dos pobres
operadores de radio. De continuar así, difícilmente podrá
llegar a la playa, y una vez allí tampoco dispone de agua.
Todo empeora cuando llegan de nuevo al mar de sal y
hay que descender de Rogelio. A pie se incrementan las
calamidades, y aunque el viento les empuja hacia el Oeste
facilitando la marcha, cada paso supone una pérdida de
energía y de agua.
Los chasquidos de la sal bajo los pies le hacen alejar
totalmente la idea de subirse a lomos del camello para
finalizar la travesía de la salina. El objetivo es llegar hasta
las ruinas donde se cobijó en el camino de ida, e intentar
calmar la sed mojándose los labios con las raíces de alguna
de las plantas y matojos que por aquel lugar crecían.
Lo consigue. Ya está atardeciendo cuando arriba a las
ruinas. Agotado, con los labios agrietados y comenzando a
tener los primeros síntomas de apoplejía por el calor,
siente la cara roja e hinchada. Ya no suda y las manos

Sáhara, la última misión 191


están calientes y secas. En el refugio, afloja un poco las
ropas y descansa de la caminata. Por suerte el sol ya no
calienta con la misma intensidad.
Una vez repuesto, busca los arbustos y cava hasta
encontrar las frescas raíces. Con su mus, corta algunas y
comienza a chuparlas. Poca, muy poca, es el agua que es
capaz de extraer; pero en sus condiciones físicas, supone
la suficiente para sobrevivir.
Corta todas las que puede, para consumirlas durante
el resto del camino.
Cuando penetran en el mar de dunas ya ha
anochecido y del intenso calor pasan a un tremendo frío.
El siroco continúa soplando pero ahora con menos
intensidad. Entre las dunas, de noche y sin poder ver las
estrellas a causa del polvo en suspensión, es muy difícil
orientarse. El sargento confía en su instinto y en Rogelio,
porque la falta de luz impide ver la brújula, para no
desviarse de la ruta. Se siente solo y abandonado. Hace
grandes esfuerzos por mantenerse despierto; es
consciente de que si se cae de lo alto de Rogelio, ya no
podrá levantarse. Cada vez tiene menos esperanzas de
llegar a su destino y la pata derecha del camello presenta
una cojera más que visible.
Para mantenerse despierto, intenta recordar si en el
camino de ida ha cruzado el cauce de algún río donde
poder excavar e intentar encontrar algo de agua, pero el
siroco no le concede tregua y la visibilidad sigue siendo
escasa. Piensa que quizás debía haber prestado más
atención en la ruta de ida y haberse fijado en otros
detalles del camino que no estuvieran descritos en los
mapas, como la vegetación, por ejemplo; pero realmente
creía que la vuelta sería en jeep.
Por fin salen del mar de dunas, sin saber exactamente
donde se encuentran. Merchán no sabe si se han desviado
mucho de la ruta original… lo importante ahora es
continuar hacia el Oeste, hacia la playa. Rogelio se queja y
no cesa de gruñir, pero a Merchán no le quedan fuerzas
para atravesar el mar de piedras a pie.
—Vamos, bonito —le anima, pidiéndole perdón por
no apearse.
Rogelio, a no ser por la herida, se encontraría
perfectamente; su cuerpo dispone de suficiente agua
acumulada y, para alimentarse, siempre encuentra higos y
hojas por el camino, pero el dolor en el muslo trasero se
hace inaguantable y a cada paso parece retorcerse de
dolor.
Merchán ya ha perdido la noción del tiempo cuando
percibe que Rogelio se detiene. Ha conseguido llegar a la
playa. No sabe a qué lugar de la misma han arribado, pero
gracias al resplandor de la luna en el agua, y al instinto y el
olfato de Rogelio, unos minutos después Merchán avista
los restos del avión. Al fin y al cabo, no se habían desviado
mucho del punto de origen.

Sáhara, la última misión 193


LA SITUACIÓN REAL

Agotado y sediento llega hasta el lugar donde se


encuentra el náufrago aéreo. Los gruñidos de Rogelio al
agacharse para que pueda descender el amo despiertan al
piloto, quien sobresaltado grita asustado:
—¡Quién es, quién va! ¡Quieto o disparo!
—Tranquilo, tranquilo, soy yo —se apresura a decir
Merchán para evitar que el nervioso invidente apriete el
gatillo de la propia pistola. Una vez cerca de él,
suavemente, se la arrebata.
—¿Qué tal ha ido todo? —pregunta Eliseo.
—Mal —responde seco Merchán.
—Pero… ¿mal de mal o de muy mal?
—Mal de muy mal… lo peor.
Se hace un silencio, el piloto no quiere preguntar más
y Merchán no tiene ganas de hablar con nadie, y menos
contar los detalles de su incursión hacia el interior del
desierto.
Con mucho esfuerzo, el sufrido militar consigue
liberar a Rogelio de la carga y sin mediar palabra se tumba
junto a Eliseo bajo el chamizo prefabricado y se queda
dormido. Unas horas después amanece, el sargento no se
levanta para cepillar al camello, es más, no quiere
levantarse.
—¿Para qué? piensa. Con el siroco soplando, nadie
vendría a buscarles y allí, a sotavento no se está tan mal.
El ruido de las tripas de Eliseo, pone nervioso al
militar. Pero por mucho que Eliseo intenta acallarlas, no lo
consigue. Merchán, molesto por los sonidos gástricos,
pregunta a Eliseo:
—¿Tienes comida?
—He guardado unos alfajores.
—¿Tienes agua?
—No.
—Voy a buscar algo para comer —dice Merchán. Una
vez en pie, añade—¿Cómo van los ojos?
—No lo sé, tengo la piel muy tirante y no quiero
abrirlos por si acaso me hago daño. Tengo toda la cara
reseca y con mucho calor.
—No te preocupes, eso es del aloe. Antes de ir a por
algo de comida voy a curarte la herida.
—¿Sin agua? —pregunta extrañado Eliseo.
—Tenemos toda el agua del mundo, pero te
escocería. Pasados unos minutos el piloto siente la
presencia Merchán pelando otra hermosa y gran hoja de
aloe vera, una planta que sobrevive con la brisa nocturna y
el rocío de la mañana. El sargento llena la marmita de la
cantimplora con agua del mar, advirtiendo a Eliseo de que
posiblemente le escocerá. Para tranquilizarle le dice que el
agua salada no es lo más indicado para las quemaduras
pero algo le desinfectará. Solo cuando siente el frescor del
aloe da muestras de satisfacción y agradecimiento a tan
estupendo remedio natural.
—La quemadura la tienes bastante bien, ya no tienes
inflamación y la sensación de sequedad está motivada,
entre otras cosas, porque estás perdiendo la piel quemada
y debajo parece que está saliendo una nueva… mañana
veremos —le informa el militar.
—¿Mañana? —pregunta horrorizado Eliseo. ¿Qué
opciones tenemos?
—No sé qué decirte. Espero que mañana el dichoso

Sáhara, la última misión 195


siroco amaine y el avión de reconocimiento nos pueda ver
y nos envíe ayuda, aunque es probable que estén usando
los aviones para otra cosa mejor que buscar náufragos en
la costa.
—Quizás vengan a buscarme a mí —dice Eliseo sin
intención de hacerse el importante.
—¿A ti, por qué?
—¿Qué día es hoy, sábado? Vamos a ver… Yo
despegué de Madrid el jueves. El viernes por la tarde
debería haber aterrizado en el aeródromo de El Aaiún y
entregar las gafas. Se supone que el sábado por la mañana
iniciaría el regreso a España… primero haría escala en
Agadir y por la tarde llegaría a Medina Sidonia, o bien
hacer noche en Agadir —poco probable— y aterrizar a
media mañana del domingo en Medina.
—Entonces… —cavila Merchán—, no comenzarán a
preocuparse por ti hasta el lunes, a no ser que… en El
Aaiún den la voz de alarma y comuniquen que no has
aterrizado ni entregado las gafas… en ese caso, hoy
sábado, pueden haber activado la alarma.
—Bueno… —duda Eliseo—. La verdad es que creo que
nadie me esperaba ayer en El Aaiún. En realidad las gafas
las esperaban hace una semana, pero Carlos, el piloto, no
pudo…
—¿Qué me estás diciendo, que organizas un viaje de
dos mil kilómetros y no hay nadie que te espere a la
llegada? En cualquier caso hoy, al estar supuestamente de
regreso, te esperan en Agadir, ¿No es así?
—Más o menos —responde en tono muy bajo Eliseo.
—¿Cómo que más o menos? Explícate.
—En Agadir mi contacto es el jefe del aeropuerto,
Arthur Damez, pero recuerdo que el mismo viernes partió
de vacaciones a París hasta primeros de septiembre.
—Estamos apañados —se queja furioso Merchán—.
Vamos, que hasta el lunes…
—El lunes mi mujer comenzará a preocuparse al no
tener noticias mías. No concreté el día exacto de mi
regreso y ella sabe que el teléfono móvil en esta zona no
tiene cobertura.
—¡Teléfono móvil, teléfono móvil, déjate de
tonterías! —protesta el sargento alzando la voz—. El caso
es que estamos jodidos. —¿Me estás diciendo que por lo
menos hasta el martes nadie saldrá a buscarte? ¿Qué clase
de piloto eres? ¿Cómo pretendes que aguantemos en el
desierto, sin agua, sin comida, con un piloto ciego y un
camello cojo? —¡Maldita sea mi suerte! —grita arreando
una patada a uno de los asientos del avión.
El sargento, enfadado, se aleja unos metros del lugar
del campamento para intentar reflexionar y analizar
fríamente la situación en la que se encuentra el grupo. Al
cabo de unos minutos se acerca, busca entre sus objetos
personales y, mostrando la navaja al piloto, que en
cualquier caso no puede verla, le dice:
—Me voy, intentaré traer algo para comer.

Sáhara, la última misión 197


LA VÍBORA

Merchán, malhumorado, corta una larga rama de un


arbusto que hay junto a ellos, a continuación se cubre bien
para luchar contra el siroco. Aún continúa enfadado y sale
en busca de algo para comer. Su preparación militar y
varios años en las patrullas nómadas le garantizan que, de
una u otra manera, ese día tienen todavía muchas
posibilidades de alimentarse y conseguir un poco de agua.
Inicia la búsqueda entre la vegetación existente en las
pequeñas dunas que hay junto a la playa, en la parte
resguardada del viento que sopla del Este; es un buen
lugar de escondite para roedores y reptiles.
Con la vara que se ha fabricado da golpes en los
matojos que encuentra para ahuyentar a los pequeños
animales y conseguir así que abandonen su escondite y
poder cazarlos. Ha recorrido más de quinientos metros
cuando, antes de tocar con la vara en la base de un gran
matojo, escucha un suave chasquido. En ese lugar se
esconde, sin duda, una buena y sabrosa presa. Con el palo,
retira muy lentamente un par de ramas del arbusto donde
se esconde el animal y... ¡Zas! Merchán pega un salto hacia
atrás, en un movimiento instintivo, para alejarse de lo que
hubiera sido una mordedura de serpiente. Una vez
repuesto del susto, contempla un magnífico animal de más
de medio metro de largo, que permanece con la cabeza
firme y el cuerpo enrollado, retorciéndose a la espera que
se aproxime el militar para intentar alcanzarle de un buen
mordisco.
El sargento no quita ojo al peligroso reptil. Con
movimientos muy lentos, se quita la cantimplora de la
cintura y la ata a una cuerda que siempre lleva en el
bolsillo. Con un movimiento pendular, lanza el objeto
hacia la serpiente. Esta, al sentirse agredida, reacciona
inmediatamente y muerde la tela que recubre el envase.
Repite la operación un par de veces, hasta que el animal,
que en los ataques ha malgastado el líquido venenoso, se
muestra un poco más calmado.
Merchán, seguro de lo que hace, intenta no acosar
demasiado a la serpiente. Sabe que si se siente acorralada,
se convierte en más peligrosa si cabe. Muy despacio, con
la mano izquierda, mantiene la cantimplora en el aire, a
unos centímetros de la cabeza, mientras con la mano
derecha acerca cada vez más el palo. Cuando el sargento
se siente seguro de sus posibilidades de éxito, sacude con
la vara un fuerte golpe en la cabeza del animal dejándolo
aturdido. Con un segundo golpe seco y contundente, el
ofidio queda inmóvil, con la cabeza en el suelo, momento
que aprovecha Merchán para pisarle la cabeza. De un seco
navajazo consigue decapitarla, separando la cabeza del
resto del cuerpo, un cuerpo que aún con vida, continúa
retorciéndose e intentando enroscarse en la pierna, que
está protegida por una bota de media caña fabricada con
una lona muy resistente y capaz de preservar los tobillos
de la mordedura de reptiles como el capturado. Este
calzado precisamente, recibe el nombre de «antilefas»,
porque «lefaa» es el nombre que reciben las víboras
cornudas del desierto.
Una vez que el cuerpo de la víctima deja de retorcerse
en el suelo, la coge por lo cola y regresa al pequeño

Sáhara, la última misión 199


campamento, contento por haber cumplido con rapidez y
eficacia su cometido. En el camino de vuelta, hace uso de
la afilada navaja, abre en canal al reptil y después de
quitarle todas las tripas e intestinos, con esfuerzo,
consigue quitarle también la piel. Como en el desierto
todo se reutiliza, guarda la piel para secarla al sol; aunque
entierra las vísceras a una distancia prudencial para evitar
la presencia de carroñeros.
A continuación, extrae unas raíces de la misma
variedad de arbusto que consiguió en las ruinas de la
salina, que les aportará la suficiente humedad a los labios
como para poder digerir la importante ración de carne.
—Ya estoy aquí —anuncia contento Merchán—. Ya
tenemos comida.
—¿Qué es? —pregunta curioso Eliseo.
Merchán, con la víbora en alto para que no roce el
suelo, permanece en silencio unos segundos y contesta:
—Lefaa, hoy comeremos una especie de pollo del
desierto. En realidad no quiere amargarle al pobre piloto la
comida. Al fin y al cabo no puede ver nada y la verdad, casi
toda la carne que comemos sabe a pollo.
—Venga, vamos a comer, pero antes debes chupar
estas raíces que te he traído.
Eliseo, obediente y sediento, se afana en intentar
extraer la mayor cantidad de jugo de la amarga raíz. El
sargento busca mientras tanto un poco de leña y recoge
algunas heces secas de Rogelio. En unos minutos, ya ha
preparado un estupendo fuego al resguardo del siroco.
Mientras lo preparaba, Merchán mantiene entre los labios
un par de raíces para ir previniendo a su maltratado
estómago. Al poco rato, la lefaa está trinchada y enroscada
en un palo al que, de cuando en cuando, da la vuelta para
que se cocine bien por ambas partes.
La verdad es que no quedan muy saciados, pero algo
es algo y el aporte de proteína animal que ingieren les
viene muy bien a sus maltrechos y debilitados cuerpos. La
escasez de agua y alimento la compensan reduciendo al
mínimo la actividad física, permanecen a la sombra y de
vez en cuando, piloto y soldado se dan un chapuzón
refrescándose en las frías aguas atlánticas.

Sáhara, la última misión 201


DESESPERACIÓN

El domingo, como la mayoría de los domingos del año,


amanece limpio y despejado. El siroco les ha abandonado
por fin. Las quemaduras de la cara de Eliseo han mejorado
considerablemente, aunque todavía deben permanecer
cubiertas de aloe. En peor estado están las heridas de
Rogelio. El pobre animal permanece la mayor parte del
tiempo barracado, y solo cuando la necesidad de comer le
apremia, se levanta gruñendo, llorando y renqueando,
para buscar alguna planta que llevarse a la boca. La parte
trasera del muslo se encuentra totalmente inflamada y las
compresas de aloe que le prepara el sargento parecen no
aliviarle el dolor.
Merchán y Eliseo apenas se dirigen la palabra. El
piloto tiene grandes dificultades para hablar debido a las
heridas del rostro y la sequedad de la piel, limitándose a
pronunciar las palabras necesarias. El militar,
acostumbrado al silencio de las largas marchas de la
patrulla nómada, tampoco es que tenga una fácil
conversación; y el intenso dolor por la pérdida de tantas
personas en un mismo día no anima mucho a tener una
charla con un desconocido.
El sargento mira de vez en cuando al cielo, a ambos
lados de la playa, con la esperanza de ver algún avión. Los
domingos, además del CASA C-127, por el cielo del Sáhara
vuela una avioneta L-9 que transporta a los sacerdotes
encargados de oficiar misa en los diseminados
campamentos militares. Pero nada, el cielo limpio, muy
limpio. Piensa en la posibilidad de un posible rescate
marítimo, por parte de algún barco pesquero. Aun a riesgo
de ser descubiertos por el enemigo, ha decide hacer fuego
por la noche usando la parte inferior de la capota del
motor, una pieza de chapa con forma de medio cilindro,
ancho por la base y estrecho por la parte superior que
salió despedida momentos antes del aterrizaje. Pretende
construir un faro que ilumine únicamente hacia el mar.
Para conseguir combustible, Eliseo indica al sargento
que rompa la parte inferior de las alas del avión, que
permanece encallado en la arena, y con la navaja hacer un
agujero en el depósito para conseguir una importante
cantidad de gasolina. Así lo hace. El combustible lo guarda
en la botella que ha servido como orinal, botijo y ahora
depósito.
La comida es ya prácticamente inexistente y en cada
ocasión Merchán tiene que desplazarse más lejos para
encontrar presas más pequeñas. Al regresar de la cacería,
siempre lo mismo:
—Hoy comemos pollo.
El agua es el verdadero problema que atormenta a
Merchán. De las raíces se puede sacar lo que se puede
sacar y nada más. En cualquier caso, totalmente
insuficiente para sobrevivir durante los dos o tres días que
faltan para que consideren a Eliseo como «desaparecido».
El sargento asume que para los suyos ya está muerto
y nadie iniciará una operación de rescate. Para colmo, las
heridas de Rogelio impiden cualquier intento de
aventurarse en busca de ayuda, máxime cuando
previsiblemente habrá tropas hostiles en la zona. La única
fuente de abastecimiento de agua, mientras no sople el

Sáhara, la última misión 203


siroco, es la captada en el rocío, pero la cantidad que
obtienen es insuficiente para mantener vivos a dos
adultos, a treinta grados a la sombra.
Merchán ha incluido en la dieta vegetariana el aloe
vera. No solo por el aporte de humedad, sino para evitar
heridas en el estómago y en los intestinos por la falta de
alimento y agua. Eliseo, cada vez que debe comerlo, lo
pasa muy mal, el sabor amargo y la textura pegajosa lo
convierten en un plato poco apetecible, pero obedece
todas las indicaciones del sargento.
El mejor momento es la llegada de la puesta de sol. A
medida que el astro rey desciende por el horizonte, se va
enrojeciendo por momentos y penetra en las aguas del
Océano Atlántico. A esas horas, los dos, piloto y soldado,
permanecen fuera del refugio, en silencio, paseando para
estirar las piernas, uno cogido del brazo del otro. Merchán
contempla el espectáculo y Eliseo recuerda los atardeceres
desde la Loma del Puerco.
Los calurosos días se hacen cada vez más largos.
Permanecen tumbados durante horas, intentando acallar
los rugidos de sus estómagos. Por la noche, Merchán
contempla el majestuoso cielo estrellado del desierto,
donde, en este caso por desgracia, no hay ninguna luz
artificial que contamine la luminosidad de los millones de
estrellas.
—Dicen los saharauis que Dios está más cerca por la
noche. —Comenta el sargento en un momento de
sentimentalismo.
—Es posible —responde Eliseo—. Dicen que Dios está
en todas partes.
Estas son las pocas frases que se dirigen esa noche. De
cuando en cuando, Merchán se levanta, corta unas
cuantas ramas que aún están verdes y después de rociarlas
con un poco de gasolina, alimenta «El faro de Daora»,
nombre con el que el sargento ha bautizado el artilugio
luminoso. Esa noche avistan una tenue luz procedente del
mar. Merchán, nervioso, coge la manta y comienza a
agitarla delante del foco. Eliseo, inquieto, le pregunta:
—¿Qué haces?
—Morse, pido socorro en morse.
—¿Morse? —se extraña el madrileño—. Ya nadie sabe
morse.
—Da igual, por lo menos verán que desde la costa
alguien está haciendo señales y… nunca se sabe.
A los pocos minutos la luz desaparece y con ella la
esperanza de ser rescatados, Merchán queda agotado por
el esfuerzo que ha supuesto, en su lamentable estado
físico, agitar una y otra vez la manta. Cuando el sargento
regresa y se sienta junto al piloto, Eliseo le dice:
—No voy a poder aguantar mucho más, noto los
labios hinchados y tengo escalofríos. Creo que también
tengo fiebre.
—Tienes que aguantar. Tenemos que aguantar. Tu
mujer estará llamando a diestro y siniestro, el tiempo es
bueno y facilita las labores de búsqueda. Mañana —
continúa animándole el sargento— mantendremos el
fuego encendido todo el día, y además voy a quemar la
goma de las ruedas de los neumáticos para que el humo
sea más negro… mañana… conseguiré agua y carne, mucha
carne.

Sáhara, la última misión 205


ROGELIO

Eliseo despierta incapaz de moverse, prácticamente


no le quedan fuerzas para nada y la cara le pica
insoportablemente.
—Merchán —llama susurrando.
—¿Qué? —reacciona el militar.
—No aguanto el picor de la cara.
—Espera, no te rasques, voy a por aloe.
—Por favor, date prisa, no lo soporto.
Unos minutos después regresa el sargento con todo lo
necesario para la limpieza de cutis. El alivio del piloto es
instantáneo.
—De hoy no pasamos —se lamenta Eliseo
desmoralizado.
—Ya verás como sí.
—Lo mejor es que me dejes aquí e intentes salvarte.
El sargento no responde, se levanta, va de aquí para
allá rebuscando entre sus cosas, se acerca a Eliseo y le
quita la manta que le protege del frío nocturno del
desierto. Los primeros rayos de sol comienzan a iluminar la
playa.
—Voy a por agua para beber y carne para comer —
anuncia Merchán.
—¿Dónde? ¿Te has vuelto loco? —le increpa el piloto.
Unos segundos después, Merchán se acerca a Rogelio, le
indica que se levante y gruñendo se alejan del
campamento. El pobre animal no puede más. Merchán
hace que se barraque en el suelo, se sitúa de rodillas junto
a la cabeza y le acaricia. El animal le mira con uno de sus
grandes ojos, está sufriendo, está triste. Merchán le
entrega la última galleta.
—Buen amigo, esta será nuestra última patrulla.
Quiero darte las gracias por todo lo que has hecho por mí
durante estos años, pero tengo que encomendarte una
última misión: juntos, tú y yo, tenemos que salvar la vida
de este pobre piloto. Ésta será nuestra última misión.
Con lágrimas en los ojos, el sargento se inclina y le da
un beso en la frente, pone la manta sobre la cabeza, saca
su nueve milímetros y acompañado de un grito de dolor
aprieta dos veces el gatillo de la pistola. Permanece así, sin
moverse, tapando con la manta la cabeza del animal, hasta
que se asegura que ninguna parte de su cuerpo, incluido el
corazón, se mueve.
El sargento se pone en pie, seca las lágrimas de los
ojos y mirando al cielo, no se sabe si pidiendo perdón o
pidiendo permiso, inicia la operación de recuperar de
Rogelio todo aquello que pueda servir para cumplir la
misión. Con su afilado mus hace una incisión en la dura
piel vientre hasta que consigue abrir una gran abertura. Al
aire quedan las tres bolsas que componen el estómago del
animal. Entre los vísceras busca el rumel, aquí se
encuentra parte del agua que ha almacenado desde la
última vez que bebió en Daora.
Merchán, usa como cazo la marmita de la
cantimplora, va llenando poco a poco el guirbi de piel de
chivo hasta completar la mitad de su capacidad, entre 5 y
7 litros. Aprovecha y bebe varias veces directamente de la
marmita hasta saciar la sed. El sabor no es nada
apetecible, pero el agua es potable. Interrumpe la

Sáhara, la última misión 207


operación para acercarse hasta Eliseo para que también él
pueda saciar la sed.
—Toma, bebe —ofrece el sargento.
Eliseo, ha escuchado las detonaciones, se ha
sobresaltado, pero enseguida entiende lo que acaba de
suceder. Sin decir nada, alza la mano hasta tocar el
recipiente y con ansia.
—Despacio, hay suficiente.
—Ahggggggg —el piloto hace un gesto de asco, no se
espera que el agua, que tanto necesita, sepa tan mal.
Merchán regresa al lugar donde está el cadáver del
animal y continúa el trabajo de carnicero.
Para aprovechar todos los fluidos potables del
camello, sigue separando la piel exterior e introduce la
mano buscando más agua. Conocedor de las costumbres
de los nativos, pincha y raja la fina piel que cubre el
estómago principal, el lugar donde se digiere la comida.
Un intenso y nauseabundo olor le obliga a retirarse unos
pasos hacia atrás. Una vez superado el primer golpe, se
acerca, mira en el interior y descubre un amasijo de paja,
hierba y hojas en fermentación que se encuentran
parcialmente digeridas. Con una pasmosa frialdad se
arremanga e introduce la mano en esa masa pastosa, coge
un puñado con la mano derecha y la exprime como quien
exprime un limón; luego usa las dos manos para poder
extraer y exprimir la mayor cantidad de líquido posible, así
hasta que el agua de la cantimplora se rebosa.
Con fuerzas renovadas tras haberse hidratado, se
ocupa de la carne. Decide no consumir ninguna de las
vísceras y descarta las dos partes traseras, centrándose
fundamentalmente en los muslos delanteros. Más de dos
horas después, Merchán, haciendo uso de la cuerda y
anuda un extremo en la ráhala y el otro en una de las
puertas del refugio.
El trajín de su ir y venir hace crecer la curiosidad en
Eliseo, quien después del reparador trago, se encuentra
mucho mejor.
—¿Qué haces? —se interesa cuando nota que el
sargento está cerca.
—Voy a poner la carne a secar para poder conservarla
mejor. Ha cortado la carne de Rogelio en tiras de unos
treinta centímetros de largo y las pone al sol. De no
hacerlo así, al día siguiente tendrá que tirar todo lo que no
hayan sido capaces de comerse.
Merchán desaparece durante un buen rato. Eliseo,
que no cree conveniente tener que llamarle, espera
impaciente la hora de poder comer algo.
—¿Dónde se habrá metido? —murmura.
El sargento está terminando lo que había empezado,
enterrando todos los restos del pobre Rogelio para que el
olor no atraiga a animales carroñeros. Por último, coloca al
sol la enorme piel del gigantesco camello.
Esa mañana comen carne a la brasa hasta hartarse, sin
mediar una palabra. Eliseo mantiene un respetuoso
silencio.
Cuando deciden dormir, se produce una corta
conversación. Merchán coge la piel del camello, se la
acerca a Eliseo y le dice:
—Toma, hoy no pasaremos frío, dormiremos dentro
de Rogelio.

Sáhara, la última misión 209


SEÑALES

Merchán despierta, sale del interior de la piel de Rogelio,


mira hacia uno y otro lado de la playa buscando algo, sin
saber concretamente qué; pero algo le ha despertado.
Atiza los rescoldos de la hoguera que ha permanecido
encendida prácticamente toda la noche y arroja a las
llamas el último trozo de goma de los neumáticos que
queda por quemar. Ya es jueves y ambos se encuentran
bastante bien después de haber repuesto líquidos y
proteínas. Otra buena noticia son las heridas de la cara de
Eliseo; dan la sensación de estarse curando muy bien.
—¿Por qué nadie viene a buscar al piloto? —se repite
el sargento, una y otra vez. Sea como fuere, allí
permanecen los dos, dejando pasar el tiempo paseo
arriba, paseo abajo, y, de vez en cuando, cuando el sol
aprieta más, dándose un chapuzón para refrescarse y bajar
la temperatura corporal.
En silencio y desanimados transcurren las horas hasta
que se hace de noche. Merchán ha realizado un gran
acopio de leña para mantener encendido el fuego durante
las veinticuatro horas y una vez que hubieron cenado
carne seca de camello, los dos se preparan para disfrutar
de una noche sin luna, una oscuridad total donde las
estrellas parecen reventar.
—Hay muchas… —comenta Merchán.
—¿Muchas qué?
—Espera, he visto algo —interrumpe el sargento. Se
levanta de un brinco y echa más leña al fuego para
avivarlo.
—¿Qué pasa? —pregunta Eliseo que, en su ceguera,
percibe como aumenta considerablemente el resplandor
de las llamas.
—¡No lo sé, he visto algo... una luz! —exclama el
militar.
—¿Qué haces? —demanda nervioso el piloto, ajeno a
todo lo que le rodea.
—¡La manta, necesito la manta! —contesta agitado
Merchán. Se sitúa detrás del ingenioso faro, extiende los
brazos y coloca la manta por delante del foco de luz.
Hace tres movimientos cortos, como tres flashes,
luego se detiene durante segundos y hace otros tres
movimientos, pero esta vez no tan rápidos, un poco más
pausados. Vuelve a detenerse durante unos segundos y
otra vez, tres movimientos cortos con la manta.
—¿Qué estás haciendo?
—Morse.
Merchán repite una y otra vez el mismo mensaje,
pero esta vez lo dice en voz alta para que le escuche Eliseo
y no se inquiete:
—Punto, punto, punto —con tres movimientos secos
de la manta. Hace una pausa—. Raya… raya… raya… —tres
movimientos un poco más lentos—. Y de nuevo, punto,
punto, punto.
—¿Qué significa eso? —inquiere extrañado Eliseo.
—Punto, punto, punto es la letra S. Raya, raya, raya
corresponde a la letra O y punto, punto, punto, otra vez S.
Estoy escribiendo S-O-S. Así una y otra vez
En el horizonte un barco, que parece grande,
mantiene la misma posición, sus luces no se mueven, no

Sáhara, la última misión 211


cambian. Al cabo de un buen rato, Merchán siente dolor
en los brazos por el peso de la manta. Descansa, para
acercar más de leña y azuza el fuego. Al momento
continúa… S-O-S. S-O-S…
En la cubierta del pesquero reina la tranquilidad y el
silencio. Es uno de esos pocos momentos de descanso que
tienen los marineros entre faena y faena después de
cenar. Uno de ellos, el más veterano, se acerca a la
cubierta y se coloca a babor, para que no le molestase la
brisa marina, y se enciende un cigarrillo. A lo lejos, apenas
es capaz de divisar el perfil de la costa, la noche sin luna
reduce muchísimo la visibilidad pero algo llama su
atención.
—¡Fernando! —dice en voz alta para hablar con el
piloto, que está en el puesto de mando.
—Quéee —responde el joven.
—Mira allí, en la costa, hay una luz que se mueve, se
enciende y se apaga.
—Qué raro —responde Fernando—. Por allí no hay
ningún pueblo, parecen señales que se repiten una y otra
vez. Voy a llamar al «Lejía»—. ¡Rogelio, por favor! Sube al
puesto de mando —pide Fernando hablando por el
interfono que comunica con la sala de máquinas.
En dos minutos llega a cubierta el mecánico. Un
muchacho que sirvió como voluntario en la Legión, por
este motivo todos los amigos le han colgado el mote de
«Lejía».
—Mira allí en la costa —señala el piloto.
—¡Un papel y un lápiz, corre!… apunta… raya, raya,
raya. Eliseo, que no le conoce, mantiene un respetuoso
silencio.¡Deja un espacio! —le indica al tripulante—.
¡Continúa apuntando!... punto, punto, punto… ¡Deja un
espacio! Raya, raya, raya, deja un espacio. Espera… O-S-O-
S-O ya lo tengo, S-O-S, ¡Socorro! ¡Están pidiendo socorro!
—Vamos, despierta al capitán —le dice el ex
legionario al marinero—, y tú —dirigiéndose al
tripulante— déjame una linterna o dime dónde se
enciende ese foco.
En tierra, Merchán se queda en silencio. Ya no puede
mover la manta.
—¿Qué pasa? —pregunta Eliseo al comprobar que el
sargento ya no repite en voz alta las letras en clave.
—La luz, se ha apagado, ya no hay luz.
—¡Qué me dices! —se lamenta Eliseo decepcionado.
—¡Espera! Se ha encendido otra vez, es más potente.
Se enciende, se apaga, ahora de izquierda a derecha.
—¡Nos han visto! —grita ilusionado—. ¡Nos han visto!
—¡Bien, bien! —¿Qué dicen?
—Espera… dicen… punto, raya, punto, espacio, punto,
raya, punto. ¡Nos han entendido, han comprendido el
mensaje!
El capitán ha subido a la cubierta avisado por el
marinero. Nada más tomar el control de la situación,
pregunta:
—¿Es un barco en apuros o es en tierra firme?
—Es en tierra firme —responde el tripulante.
—Debe ser el pirao de la avioneta que llevan
buscando toda la semana —afirma el capitán.
—¿Qué le digo, señor? —inquiere el mecánico
emocionado por la situación.
—Dile que al amanecer iremos a rescatarlo. Voy a
llamar a Salvamento Marítimo.
Desde la cubierta del pesquero el joven sigue las
instrucciones de su capitán y transmite el mensaje.
—Punto, raya, punto —responde Merchán dándose
por enterado—. Mañana será el rescate —informa el
sargento a Eliseo.
Esa noche, apenas duermen.

Sáhara, la última misión 213


LA ESPERA

A las tres y cuarto de la madrugada suena el teléfono en


casa de Eliseo. Patricia, su mujer, contesta aturdida. La
llamada es del Ministerio del Interior.
—¿Señora de Montes? —pregunta el funcionario con
acento canario que está al otro lado del aparato.
—Sí, sí, soy yo —responde un poco más consciente.
—Es referente a su marido. Creemos que lo han
encontrado.
—¿Cómo dice? —reclama la esposa ahora totalmente
despierta.
—Aún lo tenemos que confirmar, pero un barco de
pesca canario ha contactado usando señales de morse, en
la costa saharaui, con alguien que podría ser su esposo.
—¿Por morse? —se extraña Patricia, que no tiene
conocimiento de que Eliseo sepa señales de morse.
—Ya le digo que está por confirmar; en cuanto
amanezca, irán al rescate. Espere usted en su casa hasta
que a primera hora de la mañana dispongamos de datos
más concretos. En cuanto sepamos algo más, se lo
comunicaremos.
—Muchas gracias —responde Patricia antes de colgar.
Está demasiado nerviosa para seguir durmiendo y se
marcha a la cocina a fumarse un cigarrillo. No sabe qué
hacer, por suerte los niños no se han despertado con el
timbre del teléfono.
—¿Llamo a mi suegra? —piensa. —¿Y si es una falsa
alarma?.
Recuerda las palabras de cautela del funcionario del
Ministerio del Interior y decide no decírselo a nadie hasta
que le confirmen que las señales las ha efectuado su
marido.
—¿Morse? —vuelve a extrañarse mientras toma un
sorbo de café.
Una hora más tarde, los Servicios Informativos de
Televisión Española, a través del programa de información
Noticias 24 Horas, interrumpe la emisión para leer un
escueto comunicado de la Comandancia de Canarias en el
que informan del posible avistamiento en el litoral
saharaui del piloto que lleva una semana perdido en las
costas africanas. La presentadora añade también que el
mismo barco de pesca que le ha avistado, será quién
realice el rescate, debido a su proximidad al lugar de los
hechos. Por ahora no pueden dar más detalles.
Por suerte para Eliseo, durante el mes de agosto, la
escasez de información a causa de las vacaciones de
políticos y futbolistas hace que determinadas noticias
adquieran un protagonismo que, en otra época del año,
pasarían prácticamente desapercibidas, como es el caso de
su desaparición.
El despliegue de medios de comunicación en Las
Palmas es enorme. Durante esa primera semana del mes
de agosto, muchas pateras han llegado a las costas
canarias, en tal cantidad, que los centros de acogida de
inmigrantes se han saturado. Esta avalancha humana ha
concentrado a un gran número de medios de
comunicación en la zona. Estos mismos medios han
aprovechado su presencia en el lugar para cubrir
ampliamente la desaparición de un piloto solidario que se
había extraviado en el océano, y después de varios días,
cuando prácticamente todo el mundo le daba por

Sáhara, la última misión 215


desaparecido, se produce lo que para muchos, puede ser
un milagro. Eliseo, sin querer, se ha convertido en el foco
de la noticia.
Aún de madrugada, suena el teléfono en la habitación
del hotel de Las Palmas donde descansa la corresponsal de
Antena3 Televisión, Silvia García, una más de las que se
encuentra en las islas cubriendo la información de las
pateras. Por teléfono, los compañeros de la redacción de
Madrid han recibido el chivatazo que, de confirmarse la
identidad del supuesto náufrago, Salvamento Marítimo
enviará un buque medicamentado al encuentro del barco
pesquero para recoger al piloto siniestrado. Si actúa
rápidamente, es posible que ella pueda embarcarse y
acompañarles. Se trata de una gran exclusiva, debe darse
prisa y dirigirse al muelle antes de que contacte por radio
el capitán del pesquero y convencer a las autoridades
parar subir a bordo del buque de salvamento. De
confirmarse el rescate de Eliseo, sería la primera periodista
en poder entrevistar al presunto héroe del verano.
Silvia se viste rápidamente, sale al pasillo del hotel y
llama insistentemente a la puerta de la habitación de su
compañero, el cámara, responsable de recoger las
imágenes de todo lo que ocurra. A los pocos minutos, el
joven, con toda la maquinaria a cuestas, se presenta en la
cafetería del hotel, donde Silvia ya está tomando su primer
café. Este tipo de reportajes son los que a ella realmente la
motivan. Un par de días atrás, los compañeros en la
península habían entrevistado a responsables de las ONG’s
Médicos sin fronteras y Ruta de la Luz. Incluso Carlos, el
piloto que no pudo hacer el primer viaje de entrega del
material óptico, tuvo sus minutos de gloria. Por eso,
conseguir la primera imagen y las primeras palabras de
este superviviente sería para Silvia colocar la guinda a una
hermosa historia amasada con esfuerzo, altruismo y
solidaridad.
En casa de Eliseo la televisión ha permanecido
encendida toda la noche a la espera de que ampliasen la
información, pero no hubo más comentarios. Hora tras
hora repiten la misma noticia. Patricia aguanta despierta
hasta que el sueño la vence. Se queda dormitando en el
sofá, con la televisión sin volumen y el teléfono
inalámbrico entre las manos.

Sáhara, la última misión 217


EL RESCATE

Merchán no ha dormido. Mientras Eliseo ha caído vencido


por el cansancio él atiza y atiza los rescoldos del fuego
para mantener encendida la hoguera.
—Voy a echar más leña, porque estos son capaces de
perderse y no encontrarnos —murmura, refiriéndose a los
posibles rescatadores.
Al sargento le entra la duda de si el barco de rescate
será del bando «amigo» o de un grupo «hostil». Ante la
desconfianza, busca los mapas con todas las anotaciones y
los arroja al fuego. También decide retirar todos los
enseres personales, manteniendo en la playa únicamente
los restos propios del accidente aéreo y las cajas de cartón
que contienen las gafas.
En el horizonte, el sargento puede ahora apreciar
como los primeros rayos de sol, provenientes de levante,
disipan la suave bruma marina y dejan entrever la silueta
del barco de rescate. Un pesquero grande, del tamaño de
un atunero, que navega costeando rumbo Sur.
—¡Despierta, es la hora! —dice al piloto dándole una
pequeña patada en el pie.
—Me pica la cara —protesta Eliseo.
—Yo no te puedo curar más. Espera y que te atiendan
en el barco.
—Gracias, gracias —responde el madrileño con
retintín. Merchán observa con los prismáticos como arrían
un pequeño bote al que suben dos personas, la primera de
ellas se sienta en la popa manejando el motor fueraborda
y la otra, en la proa.
—¡Ya vienen! Merchán se quita la cadena con el
chupete y el silbato marinero y lo introduce en el bolsillo
de la camisa de Eliseo. —Toma mi amuleto, ya no lo
necesito.
—Gracias, pero… —no sabe como es el amuleto y
tampoco qué responder.
—No te preocupes, yo he cumplido mi última misión,
ahora tú tienes que cumplir la tuya.
Ase a Eliseo de un brazo, y le ayuda a levantarse.
Recoge la piel de Rogelio que les ha servido de cama los
últimos días y se aleja para depositarlo junto con el resto
de objetos escondidos.
Eliseo permanece en pie, mirando hacia el mar; su
limitada visión le permite distinguir el color claro de la
espuma al romper en la orilla sobre lo oscuro de la arena
mojada. Escucha el ruido de un motor que se acerca y
unos instantes después un golpe seco y alguien que grita.
—¡Joder, Mariano, un poco más de cuidado!
Es Fidel González, capitán y propietario del buque
pesquero Pasón, quien grita al veterano marinero, el
mismo que avistó las señales la noche anterior y que no
quería perderse, por nada del mundo, este
acontecimiento.
Eliseo, exhibe la máxima sonrisa que le permiten sus
dañados labios cuando distingue dos sombras que se
aproximan hacia él y abre los brazos como para
alcanzarles.
—¿Es usted… no sé qué Montes? —pregunta el
malhumorado capitán que se ha empapado una pierna
hasta la rodilla por culpa de la maniobra de desembarco.
—Sí, soy yo, Eliseo Montes. Gracias a Dios.
—Venga, nos vamos, que ya hemos perdido

Sáhara, la última misión 219


demasiado tiempo —apremia el capitán.
El marinero, que además de pilotar la barca también
es responsable de las comunicaciones, toma el walkie-
talkie y envía al barco un escueto mensaje…
—Aquí —Águila roja. ¿Me escuchas?
—Brrrrrrrrrrrrrr. Déjate de tonterías, Mariano, dime…
—Es él, es el Montes —informa agitando el brazo
izquierdo sabiendo que desde la cubierta les están
observando.
El capitán González, un poco enfadado porque ha
perdido muchas horas de travesía, apremia a Eliseo para
que se suba a la embarcación y partir, cuanto antes, al
encuentro del buque de salvamento.
—¡Venga, vamos, que a mí nadie me paga este
tiempo! —dice agarrando por el brazo a Eliseo y tirando de
él hacia la barca.
—Espere un momento, por favor —pide Eliseo que
coloca las dos manos rodeando la boca, a modo de
altavoz, y con todas sus fuerzas, grita—: ¡Sargentooooo,
sargentooooo!
—Venga, vámonos —insiste el capitán sin percatarse
aún que Eliseo tiene un problema en los ojos.
—Un momento, no podemos irnos sin él —protesta el
piloto.
—¿Sin quién? —pregunta curioso Mariano.
—La persona que me ha salvado y cuidado durante
estos días.
—Yo aquí no veo a nadie —insiste Mariano—. Debe
de estar alucinando usted, ¿un sargento? ¿Aquí? ¿No
habrá bebido usted agua de mar?
—Créanme —insiste Eliseo—. ¿No se dan cuenta que
estoy casi ciego? —señala con la mano y les muestra los
párpados aún no están curados y apenas puede abrirlos.
—Las cajas, hay que coger unas cajas de cartón, es
imprescindible que nos las llevemos. —¡Sargentooooo! —
grita nuevamente.
Mariano ha subido las cajas a bordo, y los tres
permanecen mirando hacia tierra firme en espera que
aparezca el mencionado sargento, pero la impaciencia del
capitán va en aumento. La marea está bajando y deben
abandonar la playa si no quieren tener que arrastrar el
bote.
—Venga, vámonos —apremia una vez más González.
—¡Sargentooooo! —No podemos dejarle aquí.
—Venga, aquí no hay nadie más —dice Mariano, que
hace una mueca con el dedo en la sien, queriendo decirle
al capitán que este pobre piloto se ha vuelto loco.
Desde el walkie-talkie se escucha:
—Brrrrrrrrrrrrrr. ¿Algún problema, capitán?
—Es el piloto —responde Mariano—, que no quiere
marcharse.
—Brrrrrrrrrrrrrr. Se nos hace tarde.
—¡Vamos! —impone malhumorado el capitán. —
¡Vámonos ya! Asen cada uno de un brazo a Eliseo, le
conducen hasta la barca y suben a ella con cierta dificultad
debido a la ceguera del náufrago del aire.
—¡Sargentooooo! —continúa vociferando este con un
grito desgarrador. No se puede creer lo que está
sucediendo, ¡está abandonando al sargento!
—¿Cuánto tiempo ha estado aquí solo? —pregunta
Mariano al capitán, que se ha sentado en la proa.
—¡Una semana! —responde gritando sobre el ruido
del motor fueraborda.
—Una semana es mucho tiempo para estar solo en el
desierto, es normal que se le haya ido la cabeza.

Sáhara, la última misión 221


EL ENCUENTRO

Una vez se confirma la noticia, esta corre como la pólvora;


el teléfono en casa de Eliseo no deja de sonar y todos los
informativos abren las cabeceras confirmando la
información de la noche anterior: ¡Eliseo Montes está
vivo! No obstante, los periodistas no pueden aportar más
datos hasta que sea trasladado a tierra.
Eliseo sube al pesquero Pasón con cierta dificultad,
debido a su limitada visión. En cuanto pone el pie en
cubierta, vuelve a preocuparse otra vez por las cajas de
cartón.
—¿Se encuentra usted bien? —pregunta el tripulante
que hace las funciones de sanitario—. ¿Desea alguna cosa?
—¿Quiere agua, tiene hambre? —añade otra sombra
que se halla a su alrededor.
—No, gracias estoy bien, me escuece un poco la cara
pero… me estoy mareando.
—Espere un momento, voy a por el botiquín.
—Yo voy a por un cubo —dice la otra voz.
—¿Está el capitán aquí? —pregunta Eliseo.
—Aquí estoy —responde todavía enfadado González.
—Tenemos que regresar a la costa, tenemos que
recoger al sargento —insiste Eliseo.
—¿Qué tontería está diciendo? —espeta el capitán. —
Tenemos que zarpar cuanto antes para interceptar al
buque de salvamento, y eso no será hasta después de la
hora de comer. Ya hemos perdido demasiado tiempo.
Cuando regresa el sanitario con el botiquín en la mano
el capitán le dice: — Mira a ver si puedes administrarle
algún sedante, debe de estar delirando o puede tener
algún golpe en la cabeza. Y tú, ponle el cubo entre las
manos que no quiero que me llene toda la cabina de
vómito.
—No me pasa nada, estoy bien —interrumpe Eliseo,
ofendido. El sanitario comienza a extender por la cara del
piloto una crema que, aun causándole mucho alivio, no se
puede comparar con el frescor que le proporcionaba el
aloe vera.
—¿Cómo se ha curado usted estas heridas? —
pregunta el sanitario al observar las cicatrices que la
quemadura ha dejado en el rostro.
—Con aloe —responde susurrando Eliseo ante la
cercanía de la persona que le proporciona la crema.
También susurrando, continúa: —No estoy loco, no he
bebido agua de mar… un sargento me rescató y me ha
curado durante todos estos días. ¿Cómo cree si no que
puedo haber sobrevivido una semana en el desierto, con
estas quemaduras en la cara?
El sanitario no responde, no puede explicárselo. Otra
de las sombras que le rodean —debe ser el cocinero—
pregunta otra vez:
—¿De verdad que no tiene hambre?
—Bueno… algo de fruta, una pera, uvas, se lo
agradecería.
—¿Qué ha comido durante todo este tiempo? —
pregunta curioso el cocinero ante la carencia de apetito
del náufrago.
—Un poco de todo, alfajores de Medina, un pollo que
lo llaman lefaa y los últimos días carne de camello, carne
de un camello que se llamaba Rogelio —explica con
tristeza.

Sáhara, la última misión 223


—¡Ja, ja, ja, ja!
La carcajada es sonora en la cabina de mando. Todas
las personas que allí se encuentran ríen a la vez.
—¿Qué pasa, he dicho algo gracioso? —se molesta
Eliseo. El capitán, manteniendo aún la carcajada, pulsa el
interfono que comunica con la sala de máquinas y ordena:
—Legionario, sube al puente.
Un par de minutos después, el mecánico se presenta
en el puesto de mando. Se sorprende al ver abarrotada la
reducida sala. Cuando entra, el capitán dice, dando un
golpecito en el hombro de Eliseo para llamar su atención:
—Este es el marinero que anoche se comunicó con
usted por morse. Dile al náufrago cómo te llamas.
—Me llamo Rogelio —responde extrañado. Y vuelven
a sonar las risas.
—No entiendo nada —protesta Eliseo—. ¿Se están
riendo de mí? Mariano toma la palabra, intentando
explicar la graciosa situación al legionario:
—Aquí, el señor náufrago, dice que ha sobrevivido
comiendo carne de camello, que se ha comido un camello
llamado Rogelio.
—¡Ja, ja, ja! Más risas.
—Sigo sin encontrarle la gracia —protesta otra vez
Eliseo, ahora muy enfadado.
El legionario se sienta junto a Eliseo y le dice:
—Me llamo Rogelio Merchán. Me llamo Rogelio
porque es el nombre que mi padre puso a un camello
siendo sargento en el Sáhara.
—¿Ven cómo yo tenía razón? —exclama Eliseo
alzando la voz para que todos los asistentes lo
comprendan—. Ese sargento es quien me ha salvado vida
y le hemos abandonado en la playa. —¡Capitán! Tenemos
que regresar para recoger al sargento.
En la sala se hace un largo silencio. Rogelio se queda
bloqueado, no entiende absolutamente nada de lo que
está ocurriendo, lo primero que piensa es que se trata de
una broma, de una pesada y macabra broma. Recorre con
la mirada los rostros de las personas allí presentes y se
siente más confundido aun al intuir que ahora no están
bromeando; la cara del capitán palidece.
Rogelio, se dirige a Eliseo con tono de voz suave pero
firme: —Señor piloto, mi padre, Juan Antonio Merchán,
Sargento Primero de Infantería de la sección FERGA de la
compañía de camellos de la Agrupación de Tropas
Nómadas con base en Daora, murió en acto de servicio en
agosto de 1974. Encontraron su cuerpo en una playa hace
hoy treinta y cinco años. El cuerpo, según contaron a mi
madre, presentaba un orificio de bala, en el costado
derecho. Murió cumpliendo las órdenes de intentar
contactar con una avioneta del ejército español que en
aquella época realizaba vuelos de reconocimiento y
vigilancia por todo el perímetro del Sáhara Español. Le
otorgaron a título póstumo la Cruz al Mérito Militar con
distintivo rojo. Mi madre, que aún me llevaba en su
vientre, dio a luz tal que un día como hoy, porque la
noticia del fallecimiento de mi padre le provocó un parto
prematuro. A ella le concedieron la Medalla de
Sufrimientos por la Patria. A mí me pusieron el nombre de
Rogelio, porque encontraron el cuerpo de mi padre,
dentro de la piel de quien había sido su camello durante
muchos años; dicen que escribió el nombre del animal en
el interior de la piel con su propia sangre.
El silencio en la sala es total… Nadie dice nada. Todos
permanecen cabizbajos. Mariano se siente avergonzando
por las bromas que ha gastado a costa del nombre del
camello. Uno a uno, van abandonando la estancia. Eliseo
no alcanza a entender lo que está ocurriendo.
— ¿1974? ¿Cómo es posible? La cabeza comienza a

Sáhara, la última misión 225


darle vueltas. En un intento por no perder la verticalidad
se sienta en la silla, incapaz de articular palabra alguna, y
en su mente se repite una y otra vez: —¿1974?, ¿Treinta y
cinco años? Eliseo se aferra al pequeño cubo que
mantiene entre las manos y comienza a vomitar. Tras las
náuseas, se siente un poco mejor; aun así permanece
inmóvil, ausente.
Únicamente el capitán y Rogelio permanecen en aquel
lugar, junto a Eliseo, en el más absoluto de los silencios. El
piloto, poco a poco, recobra la consciencia. El capitán fija
la mirada en la proa del atunero, intentando evitar
exteriorizar cualquier tipo de sentimiento. Rogelio pela
una de las manzanas que ha traído el cocinero y después
de retirar el cubo de entre las manos, le entrega unos
trozos de la fruta para que se le asiente el estómago.
Eliseo agradece el gesto asintiendo con la cabeza pero sin
poder aún decir nada. Una vez tragados los cuatro trozos
ofrecidos por su acompañante, por fin puede respirar
hondo e intentar entender todo lo que le está sucediendo.
Ahora comprende por qué los rescatadores le toman por
loco cuando habla de un sargento y de un camello; pero
una cosa es cierta, Eliseo Montes ha tenido un accidente
aéreo en una playa del Sáhara y casi ciego, sin comida ni
agua, había sobrevivido y ha sido rescatado una semana
después.
EL FINAL

Silvia García consigue embarcarse en el buque de


Salvamento Marítimo que se dirige hacia las costas
saharauis al encuentro del Pasón, el barco pesquero que
ha rescatado a Eliseo.
—¿A qué hora tenemos previsto interceptarles? —
pregunta Silvia al oficial al mando.
—No le puedo decir exactamente, pero calculo que a
la hora de comer, más o menos.
—¿Cree que podría ser antes de las tres de la tarde?
—indaga la reportera.
—Creo que sí, ¿por qué? —pregunta el oficial.
—Porque si llegamos a esa hora, podría cubrir la
información en directo, durante las noticias.
—No se preocupe, señorita Silvia, vamos a hacer todo
lo posible para que así sea.
Este es el reportaje de su vida y no quiere dejar nada
al azar. Contacta con la redacción de Antena 3 TV y les
confirma que está a bordo del buque y que intentarán
entrevistar a Eliseo antes o durante las noticias de las tres
de la tarde.
En los últimos días se ha debatido en todos los medios
de comunicación sobre la importante labor que miles de
voluntarios realizan en silencio, repartidos por toda la
geografía nacional. Son cientos de miles de personas las

Sáhara, la última misión 227


que a diario, ceden altruistamente su tiempo libre para
ayudar a los demás. Es lo mismo que sea un vecino de tu
misma calle, los hijos de los presos de la cárcel de Soto del
Real, o personas cegadas por la arena del Sáhara ¿Qué
tienen estas personas dentro de su corazón para hacer
cosas así?, sin pedir nada a cambio.
Patricia, en Madrid, no deja de recibir llamadas de
teléfono mientras apresuradamente prepara el equipaje
para volar hasta Las Palmas y encontrarse con su marido
cuando llegue a puerto. La aparente fortaleza de Patricia
se viene abajo, se desmorona, no puede evitar dejar salir
toda la tensión acumulada, cuando Mónica, una vecinita
de algo más de cuatro años, cogida de la mano de su
padre, llama al timbre y le entrega unas gafas de sol
pequeñas, unas gafas para niños.
—¡Tenga, señora, para los niños del desierto! —le
dice sonriendo la criatura.
Patricia se clava de rodillas, abraza a la pequeña y
llora desconsoladamente dejando salir todos los nervios.
Eliseo permanece sentado en una silla en el puesto de
mando. Le han traído una suave y mullida manta que le
aporta un calor que no necesita, pero que le reconforta.
Permanece en silencio, escuchando el trajín del manejo
del barco, pero sin querer hablar con nadie. La venda que
le ha puesto el sanitario le permite mantener cierta
intimidad y tranquilidad; nadie se atreve a molestarle. El
calmante que se ha tomado comienza a hacerle efecto y
una sensación de relajo comienza a recorrer todo su
cuerpo.
—No estoy loco —se reconforta antes de quedarse
dormido.
Unas horas después, el incesante ruido de la emisora
de radio y el ir y venir de los marineros consigue
despertarle. La interceptación del buque de salvamento se
producirá en pocos minutos.
—¡Eliseo! —escucha la voz, ahora amable, del capitán,
que le toca suavemente el hombro y le comunica que se
prepare. —¡Ya están aquí!
El aparatoso vendaje de los ojos, que cubre casi la
totalidad de la cabeza, la barba que le ha crecido durante
todos estos días y la manta que le cubre los hombros,
afianzan su condición de náufrago. Piensa en su madre —
Qué dirá cuando me vea con estas pintas.
Las sirenas de los dos barcos no dejan de sonar;
tienen motivos para ello. Un grupo de personas aborda el
pequero. Van en busca de Eliseo que, sentado en la silla,
responde a las preguntas de quien debe ser un médico;
después nota como dos personas le ayudan a
incorporarse.
—En cubierta le subiremos a una camilla para facilitar
el traslado al otro barco —dice la voz médica.
Cuando sale al exterior siente como el sol le molesta,
aun a través de las vendas, y un griterío proveniente de los
dos barcos invade el festivo ambiente. Eliseo se siente
como los jugadores de fútbol cuando acceden, por el túnel
de vestuarios, al terreno de juego el día de una gran final.
Silvia, micrófono en mano, retransmite en directo
para toda España desde la cubierta del buque de
salvamento marítimo. Son las tres y veinte de la tarde.
Los gritos y aplausos de las dos tripulaciones no
consiguen inmutar el ánimo triste y decaído de Eliseo.
Siente el calor y la alegría de todas esas personas, pero no
es feliz. Con ayuda de dos marinos se tumba en la camilla
para ser izado al buque. Otra voz desconocida, le indica
que debe cruzar los brazos sobre el pecho, como si fuera
un faraón. La mano derecha de Eliseo toca el bolsillo
izquierdo de la camisa y nota algo, un pequeño bulto.
—Un momento, por favor —pide—. ¡Un momento,

Sáhara, la última misión 229


por favor! —alza la voz para que detengan la camilla; pero
nota como esta se eleva del suelo.
—¡Rogelio! ¡Rogelio! —grita desesperadamente. Con
dificultad consigue liberar el brazo derecho del arnés y lo
levanta con el puño cerrado—. ¡Rogelio! ¡Rogelio! —llama
desesperado.
Silvia, que no pierde detalle de todo lo que ocurre,
interpreta el gesto de Eliseo como un saludo, y dice a la
cámara:
—¡Eliseo Montes se despide del barco pesquero que
le ha rescatado!
—¡Rogelio! ¡Rogelio! —Continúa gritando Eliseo sin
bajar el brazo. —¡Un momento, por favor! —vuelve a
pedir a los camilleros.
El legionario, que ha de abrirse paso entre todos los
compañeros que rodean la camilla, consigue llegar por fin
hasta él.
—Dígame, señor Montes —dice respetuoso.
—¡Toma, es para ti!
Rogelio, sorprendido, no sabe qué decir.
—Ya no me hace falta —añade Eliseo—. Estoy seguro
que a él le hubiera gustado que tú lo tuvieras. Te traerá
buena suerte… Yo me marcho, ya he cumplido mi misión.
La camilla es izada.
Rogelio abre la mano y encuentra una cadena de plata
de la que pende un pequeño chupete y un silbato
marinero.

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