El concepto de identidad encierra una idea integradora, totalizadora de la persona, que es percibida, negada o deformada por el Yo. Integradora, porque supone al hombre en permanente relación consigo mismo y con las personas y cosas que lo rodean. A esta relación se agrega la necesidad intrínseca que el hombre tiene de desarrollarse más plenamente a través de sí y de los demás. “A través de sí” en el sentido de una confrontación permanente que el Yo hace entre su imagen y conductas y su ideal de vida, y “a través de los demás”, por la necesidad de desarrollo en confrontación con los ideales de vida que la sociedad le propone. El proceso de duelo adolescente pone al Yo en una situación tal, que provoca una de las crisis de identidad más intensas que el hombre tiene durante la vida. La desesperación que provocaría la falta de identidad lleva a los adolescentes a una lucha por la identidad, fundamental para el futuro de su desarrollo. Se libra en tres campos simultáneos: lucha por construir el nuevo esquema corporal, lucha por construir su nuevo mundo interno y lucha por construir su nueva sociedad. Analizando la crisis de identidad a un nivel más personal, encontramos que el púber y más aún el adolescente se encuentran, por sus cambios, en un período transitorio de confusión que rompe con la identidad infantil y enfrenta al Yo con nuevos objetos, impulsos y ansiedades. El adolescente percibe su cuerpo como extraño, cambiado y con nuevos impulsos y sensaciones. Se percibe a sí mismo como diferente a lo que fue, nota cambiadas sus ideas, metas y pensamientos. También percibe que los demás no lo perciben como antes, y necesita hacer un esfuerzo más activo y diferente para obtener respuestas que lo orienten. La vulnerabilidad de los adolescentes dependerá de las fluctuaciones que haga el Yo en sus identificaciones “inauténticas”. Estas fluctuaciones se dan tanto en el cuerpo como en objetos internos y externos. A nivel del cuerpo encontramos con frecuencia somatizaciones, sentimientos de extrañeza o plenitud, abulia, somnolencia, fatigas inmotivadas, etcétera: expresan la utilización del cuerpo en el manejo de los objetos. No es muy frecuente que este proceso desemboque en la despersonalización o bloqueo del adolescente, y esto es posible fundamentalmente por la enorme flexibilidad que tiene en esta edad, opuesta, por cierto, a la rigidez de la latencia. Dicha movilidad permite enfrentar la confusión amenazadora con aspectos disociados del Yo, como si no perteneciera al mismo self. La confianza da al Yo la capacidad de integrar el mundo interno configurado por las fantasías, que siempre están en evolución. Por otra parte, la confianza depende de las tempranas experiencias en las que las proyecciones de objetos, sentimientos y partes del Yo se modifican satisfactoriamente, permitiendo reintroyecciones que, a su vez, modifican el mundo interno. El Yo aprende que las crisis son reversibles y las pérdidas temporarias, lo que aumenta la confiabilidad en el tiempo y la interacción, elemento tan necesario en la adolescencia, pues ayuda a esperar, prever y discriminar. El mundo interno con que se encuentra el adolescente durante el proceso de duelo es persecutorio, por lo cual le es imprescindible disociar y proyectar lo doloroso. Esta “sangría yoica” se compensa con una “transfusión al Yo” que, hambriento de identidad, acepta identificaciones introyectivas ideales, no asimiladas, que le brindan al menos una fachada. Así se forman las seudoidentidades, dentro de esta línea existen muchos grados, que van desde las seudoidentidades normales (imitaciones, extremismos, etcétera) hasta las neuróticas y aun las patológicas, que logran estructurar fachadas caracteropáticas. Tanto las seudoidentidades como las identidades negativas, pueden tener características transitorias, ser máscaras que permiten a través de la pandilla o de la interacción en general, ir asimilando al Yo tanto lo ajeno a sí mismo pero adaptado, como lo propio pero desadaptado. Esta asimilación dependerá de la confianza básica que permite un mayor grado de autenticidad para consigo mismo y con los demás. En el fondo las seudoidentidades están cargadas de identificaciones proyectivas, así como las identidades negativas están cargadas de identificaciones introyectivas. Esto va configurando identificaciones nuevas para una adecuada identidad naciente, en la que intervengan tanto los aspectos infantiles reprimidos como los adultos no asimilados. Las seudoidentidades y las identidades negativas son transacciones e implican disociación, represión y alienación del Yo. Una identidad propia, en cambio, sería una verdadera adecuación que implica integración, elaboración y sublimación. Elementos que componen la identidad en torno a tres sentimientos básicos: unidad, mismidad y continuidad. Estos sentimientos corresponden a tres aspectos inseparables que conforman la identidad. La unidad de la identidad está basada en la necesidad del Yo de integrarse y diferenciarse en el espacio, como una unidad que interactúa. Correspondería al cuerpo, al esquema corporal y a la recepción y transmisión de estímulos con cierta organización. La continuidad de la identidad surge de la necesidad del Yo de integrarse en el tiempo: “ser uno mismo a través del tiempo”. Con la adolescencia se produce una ruptura de la continuidad, no sólo un desarrollo más acelerado. La mismidad en la identidad es un sentimiento que parte de la necesidad de reconocerse a uno mismo en el tiempo y en el espacio, pero se extiende a otra necesidad: la de ser reconocido por los demás. Habrá tres configuraciones de la identidad del Yo; primero, una configuración interna, formada por las identificaciones infantiles que dan continuidad a las nuevas, adultas: este “encuentro” sufre las vicisitudes de todo duelo y se expresa mediante sentimientos de unidad, mismidad y continuidad que, unidos, dan un nuevo sentimiento en el tiempo, en el espacio y durante las crisis, el de identidad del Yo psicológico. En segundo lugar, la forma de reconciliación entre el concepto de sí y el reconocimiento que la comunidad hace de él, configuración que también se expresa a través de sentimientos de unidad, mismidad y continuidad, crean juntos el nuevo sentimiento: el de identidad del Yo social. La tercera configuración, la de la nueva gestalt que se forma en el tiempo, el espacio y durante la crisis, de los sucesivos esquemas corporales y las vicisitudes de la libido a través del desarrollo físico. Se expresa con los mismos sentimientos que unidos forman: la identidad del Yo corporal. El Yo psicológico, el Yo social y el Yo corporal configuran, a su vez, la identidad del Yo adolescente, que necesita, por la fase de la vida que atraviesa, formarse sin más retardos y poder expandirse como persona capaz de intimidades ya no grupales sino personales, en la pareja, en la tarea social y en su soledad. La vocación es la inclinación personal concretada en un momento crucial de la vida, para asumir la elección del rol social de acuerdo con la personalidad y los contextos familiar y social. En toda elección vocacional se presentan dos polos, uno personal y otro social. Hay tres formas de enfrentar el rol social y la vocación personal: buscando básicamente la seguridad personal, lo cual supone someter la identidad al grupo social para no entrar en conflicto. Buscando la manera personal de expresar lo que cada uno “tiene que decir” en relación a las expectativas del grupo social y el momento histórico que toca vivir. Y la posición individualista, creerse la voz de la verdad al margen de las demás verdades, asumir el rol social a espaldas de la realidad y sometiéndola al “delirio” de un grupo o personas. La orientación vocacional está determinada desde tres vertientes: las fuerzas de producción, la estructuración de un campo donde se relaciona lo producido y el individuo adolescente que busca una ubicación con todo su bagaje personal histórico. La familia y el trabajo fungen como instrumentos de socialización o integración, así como instrumentos de desarrollo social. La elección vocacional de acuerdo a la identidad personal se trata de una doble operación en que intervienen la familia y la elección de tarea realizada a partir del cambio de mentalidad e impulsada por el cambio corporal, grupal y social. O sea: el pasaje del pensamiento a la acción previa aceptación de todas las posibilidades. El pasaje de lo establecido conocido a lo nuevo desconocido, previa centralización personal de lo nuevo en reflexiones que permiten hacer hipótesis que dan al trabajo un carácter de descubrimiento, evitando el sometimiento, la negación o la fuga de la nueva identidad. Durante la adolescencia la familia necesita ser un “continente”, o sea, un lugar donde se pueden depositar deseos, inquietudes, temores, rabias, dudas y toda clase de ansiedades, pensamientos y conductas que son indicio de la crisis de identidad que está padeciendo. El adolescente busca en la familia y en el exogrupo “continentes”, como el bebé el continente materno que reciba sus angustias, hambre y necesidades para que le devuelva aspectos proyectados de manera más tolerable, transformados. La representación ingenua que se tiene de la sociedad y sus relaciones que determinan los roles es siempre transformada en forma individual pero también grupal y generacional. Esto tiene una influencia enorme en la elección vocacional y puede provocar conflictos que hay que saber detectar. De lo contrario es fácil caer en desorientaciones paralizantes, decisiones impulsivas o sometimientos a la familia, al sistema o a pequeños grupos que sobredeterminan la identidad.
Bibliografía Fernández, O. (1986). Abordaje teórico y clínico del adolescente. Edic. Nueva Visión. Bs. As.